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Cómo Dios se convirtió en rey

La historia olvidada de los evangelios


DEDICATORIA

Para los profesores y estudiantes


de Saint Mary’s College,
de St. Andrew’s University
CONTENIDO

Prefacio

Primera Parte: El Manto Vacío

Capítulo 1. ¿Qué me dices de la parte de en medio?


Capítulo 2. El problema opuesto: un cuerpo, pero sin manto
Capítulo 3. Las respuestas inadecuadas

Segunda Parte: Hay que Ajustar el Volumen

Capítulo 4. La historia de Israel


Capítulo 5. La historia de Jesús como la historia del Dios de Israel
Capítulo 6. La inauguración del pueblo renovado de Dios
Capítulo 7. El choque entre dos reinos
Tercera Parte: El Reino y la Cruz

Capítulo 8. Donde nos quedamos atascados: la Ilustración, el poder y el


imperio
Capítulo 9. El reino y la cruz en cuatro dimensiones
Capítulo 10. El reino y la cruz: la reformulación de significados

Cuarta Parte: Los Credos, el Canon y el Evangelio

Capítulo 11. Cómo celebrar la historia de Dios

Lectura adicional
Prefacio

A lo largo de los años, comencé a darme cuenta de que había un problema fundamental en el
corazón de la fe y la práctica cristianas tal como las conocemos. Podemos resumir fácilmente el
problema: todos hemos olvidado lo que dicen los cuatro evangelios. Sí, hablan de Jesús, pero ¿qué
es exactamente lo que dicen acerca de él? Sí, hablan de los inicios de lo que luego se llamaría el
cristianismo, pero ¿qué dicen sobre este nuevo y extraño movimiento y cómo han contribuido a su
existencia y desarrollo?
Mientras estudiaba y escribía sobre Jesús y los evangelios, tratando de guiar y enseñar a las
comunidades cristianas que hacían todo lo posible por seguir a Jesús y ordenar sus vidas a través
de las palabras de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, llegué a tener, después de muchos años, la
impresión de que gran parte de la tradición cristiana occidental simplemente ha olvidado de qué
tratan esos textos. A pesar de siglos de esfuerzo invertido en todo tipo de estudio de los evangelios,
a menudo nos perdemos lo que ellos, todos los cuatro, más intentan decirnos. Entonces llegué a la
conclusión de que no solo necesitamos afinar un poco aquí o ajustar un poco allá. Necesitamos
reconsiderar qué es lo que los evangelios tratan de decirnos y, por lo tanto, repensar cómo leerlos
mejor, individual y colectivamente, y cómo organizar nuestras vidas y nuestro trabajo de acuerdo
con su mensaje.
El problema de haber olvidado el tema principal tratado por los evangelios no se limita a un
segmento de la iglesia. Las diferentes tradiciones (católica, protestante, reformada, carismática,
evangélica, liberal, socio-evangélica y muchos otros segmentos de la iglesia que llevan dos o más
de estas etiquetas un tanto ilusorias al mismo tiempo) abordan los problemas desde diferentes
ángulos. Es natural. Creo, sin embargo, que todos ellos, durante muchos siglos, desistieron de
afrontar el desafío de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Sería fascinante rastrear las formas en que
diferentes partes de la iglesia leen (o, en mi opinión, malinterpretan) los evangelios. Sin embargo,
la tarea requeriría otro tipo de libro, y en todo caso estaría más allá de mi competencia.
Más bien, me gustaría abordar el tema desde el ángulo del segmento de la iglesia que mejor
conozco. Después de casi veinte años en cargos ministeriales de liderazgo en la Iglesia de
Inglaterra, siete de los cuales pasé como obispo de Durham, y con una amplia experiencia en
tradiciones diferentes a la mía, creo que lo que escribo no es un punto de vista estrecho o
idiosincrático, sino algo que muchos cristianos, de muchas tradiciones, reconocerán y aceptarán.
La pregunta no es solo si podemos aprender a leer mejor los evangelios, de acuerdo con la intención
de los autores originales, sino si podemos descubrir en el proceso una nueva visión de la misión
de Dios en el mundo, en y a través de Jesús, y luego (¡ahora!) en y a través de sus seguidores. Y
al hacerlo, ¿cómo podemos crecer en comunión y misión, vida y fe, esperanza y amor? En otras
palabras, ¿puede una nueva lectura de los evangelios despejar el camino para esfuerzos renovados
en cuanto a la misión y la unidad? ¿Cuál será el resultado cuando realmente creamos que el Dios
viviente es rey en la tierra como lo es en el cielo?
Después de todo, esa es la historia que cuentan los cuatro evangelios. Soy consciente, por
supuesto, de la existencia de otros documentos que han sido titulados “evangelios”, y pretendo
comentarlos a lo largo del libro. Sin embargo, me refiero aquí a los cuatro que fueron reconocidos
desde el principio como parte de “la regla de vida” de la iglesia, es decir, como parte del “canon”:
Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Y la historia que nos cuentan los cuatro evangelistas es, según el
título que he escogido, de “cómo Dios se convirtió en rey”.
He visto que esta idea sorprende a muchas personas, mientras que causa asombro inoportuno
en otras. La idea parece, como decimos hoy, contraria a la intuición; es decir, la afirmación de que
Dios se convirtió en rey no parece encajar en el mundo tal como lo conocemos. “Si Dios es
realmente el rey, ¿por qué todavía hay cáncer? ¿Por qué todavía ocurren tsunamis? ¿Por qué
todavía hay tiranía, genocidio, abuso infantil y corrupción económica sistémica?”. Además, como
veremos, algunas personas, especialmente los cristianos, incluso parecen alérgicos a la idea de que
Dios se ha convertido en, o es, un “rey”. “¿No suena triunfalista la idea de Dios como rey? ¿No
nos lleva esto a la temible palabra ‘teocracia’? ¿Y no es eso parte del problema de nuestro tiempo,
no la solución?”
Preguntas como estas son importantes. Sin embargo, incluso si los escritores de los evangelios
nos hubieran escuchado hacer tales preguntas, no se habrían retractado de la afirmación que
estaban haciendo. Para saber por qué, y ver cómo quizás habrían respondido a tales comentarios,
debemos respirar hondo y volver al principio.

Este libro está dividido en cuatro partes o etapas. La Primera Parte introduce el problema tal como
lo veo y trata de desarrollarlo, con el fin de ayudar al lector a verlo y, si es posible, abordarlo en
busca de soluciones. La Segunda Parte explora cuatro dimensiones de los evangelios canónicos
que, una vez más, a menudo han sido excluidas de nuestra lectura occidental moderna; necesitamos
recuperarlos si queremos que los evangelios nos cuenten la historia que deben contar. Luego, en
la Tercera Parte, llegamos a lo que, en esencia, está en el meollo del asunto. Basándome en las
cuatro dimensiones establecidas en la Segunda Parte, busco mostrar cómo los dos temas vitales y
a menudo separados, el reino y la cruz, se unen en los evangelios, interactúan de forma a veces
explosiva y se refuerzan mutuamente, afirmando algo que la iglesia de hoy casi ha olvidado, algo
relacionado tanto con la esfera política como con lo que llamamos la esfera religiosa o espiritual.
Esa combinación central de reino y cruz, entonces, lleva a otros puntos que tienen que ver con el
significado de esos temas a la luz de las historias del evangelio acerca de la resurrección y
ascensión de Jesús.
Luego, en la parte final, vuelvo a los grandes credos y sugiero que, si bien les hemos permitido
nublar nuestra mente de manera que nos dificulta percibir el mensaje central de los evangelios,
también es posible, una vez que nos damos cuenta del problema, confesarlos o cantarlos como
ricas afirmaciones de ese mensaje pleno. Concluiré con sugerencias sobre cómo debemos repensar
nuestra tradición básica de práctica y enseñanza para ser más fieles a los documentos que en última
instancia forman el núcleo de la fe cristiana.
Puede resultar útil señalar, en esta etapa introductoria, que el enfoque principal de este libro
no es Jesús. He escrito extensamente sobre Jesús dentro de su contexto histórico, incluido un libro
corto reciente titulado Simplemente Jesús.1 Tengo la intención de seguir trabajando sobre ese tema,
pero no en este libro. Hay dos preguntas que están entrelazadas a cada paso. La primera es: ¿Quién
fue Jesús? (incluyendo: ¿qué hizo, dijo, pensó? ¿Por qué murió? ¿Qué sucede después?) La
segunda es: ¿por qué los cuatro evangelios cuentan su historia de la manera en que lo hacen? Sin
embargo, ambas cuestiones son, en principio, también separables. De hecho, a menos que las
separemos, nunca podremos unirlas. Entonces, después de haber retomado la cuestión de Jesús en
otras obras, vuelvo ahora una vez más a la cuestión del evangelio, siguiendo, por ejemplo, el
tratamiento que ofrecí en The New Testament and the People of God.2 La cuestión del evangelio
es aún más interesante porque, al menos hasta mediados del siglo II, circulaban documentos que
relataban la historia de una manera muy diferente. (Tengo en mente, por ejemplo, el llamado
Evangelio de Tomás y escritos similares.) ¿Por qué Mateo, Marcos, Lucas y Juan elaboraron los
evangelios de la forma en que lo hicieron?
Para que nadie piense en este punto que estoy simplemente juntando los cuatro evangelios
canónicos sin prestar la debida atención a las considerables diferencias entre ellos, permíteme decir
desde el principio que si bien los cuatro comparten entre sí características distintas de las que se
encuentran en los evangelios no evangelios canónicos, en otros aspectos difieren tanto entre sí
como difieren de estas otras tradiciones.3 Dentro del propio cuarteto, por supuesto, se puede hacer
un comentario similar. Mateo, Marcos y Lucas son mucho más similares entre sí que Juan, pero
son obras muy diferentes. Pero mi pregunta es, ¿qué historia están tratando de contar?
Esta pregunta podría hacerse incluso si se pudiera probar que Jesús de Nazaret nunca existió,
o que nunca hizo la mayoría de las cosas que se le atribuyen, o que nunca fue crucificado o
resucitado de entre los muertos. En ese caso, concluiríamos que su historia es ficción en el sentido
más amplio de la palabra. (Toda escritura, toda historia, es ‘ficción’ en el sentido de que alguien
la construyó, la armó, decidió qué incluir y qué omitir, y determinó cómo estructurar el todo. Sin
embargo, la palabra ‘ficción’ es comúnmente usado para denotar historias que no corresponden a
nada que sucedió en la vida real.) Sin embargo, incluso si los evangelios fueran literalmente
“ficción”, todavía sería perfectamente posible y digno de preguntarse: ¿qué historia o historias

1
Sencillamente Jesús: una nueva visión de quién era, qué hizo y por qué es importante. Madrid, PPC EDITORIAL,
2014.
2
The New Testament and the People of God. Minneapolis: Fortress, 1992.
3
Ver, de nuevo, mi análisis en The New Testament and the People of God, capítulo 13.
estos escritores creen que están diciendo? Esta es la pregunta que intentaré responder en este libro,
incluyendo elementos históricos en el proceso.
Asimismo, no haré preguntas sobre la prehistoria de los evangelios, ni sobre su fecha, autoría
o posible lugar de composición. Algunos pueden estar decepcionados por eso. No tengo más que
admiración por aquellos que han dedicado sus vidas a estudiar las fuentes de los evangelios y sus
orígenes. El estudio sigue siendo de suma importancia en el contexto más amplio de la
investigación bíblica. Pero nuevamente, a la luz de los propósitos de este libro, haré lo mejor que
pueda, a partir de los documentos que tenemos (en contraste con los documentos hipotéticos en
los que se basaron los evangelios), para mantener el enfoque en la pregunta central: ¿cuál historia
creían los evangelios que contaban? Incluso si la imagen tradicional propuesta por la mayor parte
de la erudición del siglo XX es correcta, a saber, que Mateo y Lucas usaron a Marcos como fuente
y Marcos, a su vez, hizo uso de una segunda fuente (generalmente conocida como “Q”); o incluso
que se prefiera una de las propuestas ahora sobre la mesa, según la cual Mateo y Marcos son
utilizados por Lucas y no se postula ninguna “Q”; o incluso si el asunto es aún más complicado,
con numerosas fuentes orales y escritas imposibles de reconstruir, incluso si alguna de estas
propuestas fuera correcta, todo lo que nos queda son los documentos que tenemos ante nosotros,
por lo que todavía tiene sentido preguntarse, “¿Cuál historia creen ellos que están contando?”.
Lo mismo ocurre con lo que llamamos “la crítica de las formas”. Nuevamente, las preguntas
planteadas por esta metodología (¿cuáles fueron las formas originales que usaron los primeros
cristianos para contar y transmitir tradiciones? ¿Qué podemos aprender al estudiar estas formas
acerca de la iglesia primitiva?) son perfectamente adecuadas, pero no son las preguntas que yo
hago en este proyecto. Pienso, por varias razones, que la forma en que se ha desarrollado la crítica
de las formas necesita una buena reformulación. Pero ese es un tema que queda para analizarse en
otra ocasión.4
Del mismo modo, y sólo para completar el trío sagrado, en este libro no hago lo que
comúnmente se llama “crítica de redacción”. No alineo los evangelios para ver cómo, sobre la base
de alguna teoría sobre sus fuentes, alteraron su material en virtud de los demás y así dejaron ver
sus cartas, revelando sus inclinaciones teológicas o eclesiásticas. También es una disciplina digna,
aunque, con la fragmentación de los estudios sinópticos hace unos años, la búsqueda de este tipo
de pistas de edición o redacción es mucho más problemática de lo que pensábamos. En cambio, lo
que hago aquí es más como el primo segundo de la crítica de la redacción, a veces llamada “la
crítica de la composición”. Mateo, Marcos, Lucas y Juan no son documentos hipotéticos. Así que
tiene mucho sentido preguntar, como hacen algunos con una novela de Jane Austen o una obra de
Shakespeare, lo siguiente: “¿Qué historia cuenta el autor y cómo la elaboró?” Esta es la pregunta
que trataré de abordar. Si se responde correctamente, puede servir como un subproducto para otras
disciplinas, pero eso está más allá del alcance de este libro.

4
Para un comentario de todo esto, cf. The New Testament and the People of God, capítulo 14.
Este libro surgió, en parte, de un programa llamado “The Big Read” (algo como “Leamos Todos
Juntos”), organizado en Durham, Inglaterra, e ideado por mi querido amigo y antiguo colaborador
Mark Bryant, Obispo de Jarrow. Una de mis tareas en este extenso programa de lecturas bíblicas,
que tuvo lugar durante la Cuaresma de 2010, fue recorrer el noreste de Inglaterra, impartiendo una
serie de clases abiertas sobre cómo leer los evangelios (ese año fue Lucas, aunque se grabaron y
se distribuyeron conferencias similares sobre Mateo [2011] y Marcos [2012]). En ese momento,
hablar y discutir el material con la gente local hizo que me diera cuenta de la gran cantidad de
conceptos erróneos que tiene la gente sobre el cristianismo en general y los evangelios en
particular. Y si eso es cierto de los pocos fieles dispuestos a asistir a un evento en una noche de
febrero, imagínate los que se quedaron en casa viendo la cosa que llamamos (tan erróneamente)
“Reality TV”. Fue en esa primavera de 2010 que llegué a pensar que este libro era necesario.
Sin embargo, el proyecto alcanzó su forma actual durante una semana memorable en la
Catedral de Salisbury en mayo de 2011, cuando di las cuatro Sarum Lectures5 de ese año. Estoy
agradecido con Sarum College por la invitación a dictar esa serie, así como al director y sus
compañeros por la cálida hospitalidad que me brindaron en ese grato lugar. El libro sigue la línea
de razonamiento de las conferencias, con las tres partes correspondientes a las tres conferencias
iniciales. Quería que la cuarta conferencia fuera particularmente relevante para aquellos entre el
público involucrados en el trabajo pastoral; para el presente libro he ampliado un poco el alcance
e incluido propuestas cuyo contenido espero sea tomado en serio por teólogos e investigadores
bíblicos. La cuestión de “canon y credo”, presente en gran parte del libro, se volvió urgente y
controvertida; por lo tanto, debe abordarse desde el punto de vista de aquellos que realmente
trabajan con el canon bíblico, no de aquellos que usan la palabra “canon” como la forma abreviada
de referirse a la teología sistemática que ya tienen. Las aplicaciones prácticas luego se enmarcan
dentro de esa agenda más amplia.
En preparación para las Sarum Lectures, di declaraciones preliminares en una conferencia en
Duke Divinity School en Durham, Carolina del Norte, en octubre de 2010. Luego probé el material
en un ambiente más informal ese mismo mes con ministros de la Diócesis de Down y Dromore,
en Irlanda. Agradezco al Decano de la Facultad de Teología, Profesor Richard B. Hays, y al Obispo
de Down and Dromore, el Reverendo Harold Miller, por sus invitaciones y hospitalidad. También
tuve la oportunidad de afinar ideas para una conferencia que dicté, en varios formatos, en el
Institute of Biblical Research en Atlanta, Georgia, en noviembre de 2010 y en la Bristol School of
Christian Studies en enero de 2011. Finalmente, adapté las Sarum Lectures al público
estadounidense una semana después de que las di y las presenté a grupos de miembros de iglesias

5
The Sarum Lectures eran un ciclo de conferencias organizado por Sarum College entre 1999 y 2017, donde expertos
de diferentes áreas de la teología expusieron sus trabajos de manera accesible al público en general.
en Greenwich, Connecticut y Nashville, Tennessee, en mayo de 2011 y (de vuelta al público inglés
en Hampshire) en una reunión de capellanes navales en junio de 2011.
Maravillosos recuerdos acompañan cada elemento de este itinerario inconexo, y agradezco al
clero y los laicos involucrados en las diversas etapas (sobre todo al Dr. Michael Bird por su
respuesta al artículo de Atlanta). En particular, quiero agradecer a Chuck y Deborah Royce por
permitirme usar su apartamento en Nueva York, dándome la tranquilidad de saber que una vez
más podría adaptar el material, esta vez del formato de conferencia al libro completo. Es lógico
que un libro sobre los evangelios contenga tantos agradecimientos y recuerdos de hospitalidad.
Después de todo, eso también es parte de su significado.

También estoy agradecido con mi editor en Harper, Mickey Maudlin, por su entusiasmo por este
proyecto y su dirección, impidiéndome tratar de meter demasiado contenido en muy poco espacio.
Es mi esperanza que este trabajo final anime a los cristianos de todas las tradiciones, así como a
aquellos que están indecisos y que cuestionan los documentos centrales de la fe cristiana, a leer
estos libros explosivos del primer siglo con una mirada fresca, enfrentando, una vez más, las
preguntas y desafíos que en realidad nos ofrecen y no los que la imaginación popular ha inventado,
por más relevantes que sean, como resultado de una mala interpretación de los evangelios.
El libro está dedicado a mis colegas de la Facultad de Teología de St. Mary’s College, de la
University of St. Andrews. No es poca cosa darle la bienvenida como miembro de la facultad a
alguien que ha estado fuera de la academia durante casi dos décadas; el hecho de que me hayan
recibido con los brazos abiertos dice mucho sobre su amor y su fe. Así como mis conferencias
sobre los evangelios, en el contexto descrito, fueron un intento de relacionar el estudio académico
de los evangelios con un público compuesto de la iglesia laica, también espero que mis amigos y
colegas de St. Mary ven el libro en el que se han convertido estas conferencias como una especie
de contribución en la dirección opuesta, trayendo reflexiones ocasionadas por mi trabajo en la
iglesia a la luz brillante y al escrutinio incesante de la vida académica. Por supuesto, queda mucho
por hacer, y espero volver pronto a los cuatro evangelios con una mirada académica más amplia.
Sin embargo, este libro puede ser un comienzo, un indicador.

N. T. Wright
St. Mary’s College
University of St. Andrews
septiembre del 2011
PRIMERA PARTE

El Manto Vacío
CAPITULO 1

¿Qué me dices de la parte de en medio?

El problema que deseo abordar en este libro se puede presentar con una historia personal que tuvo
lugar hace casi cincuenta años. Estaba en el colegio tratando, con algunos amigos, de dirigir un
pequeño grupo de estudio cristiano. Por un tiempo, decidimos hacer una serie de estudios sobre
Jesús, cada uno comenzando con “¿Por qué...?” Los temas incluyeron preguntas como: ¿Por qué
nació Jesús? ¿Por qué vivió? ¿Por qué murió? ¿Por qué resucitó? ¿Por qué volverá? (No creo que
tuviéramos una pregunta acerca de por qué Jesús ascendió, aunque deberíamos). Por alguna razón,
finalmente me dieron la tarea de preparar y exponer la segunda de esas preguntas: ¿Por qué vivió
Jesús?
Pronto me di cuenta, a pesar de toda mi inexperiencia adolescente, que me quedaba la tarea
más difícil. Después de todo, si te hicieran la pregunta relacionada con el nacimiento de Jesús,
podrías hablar de la encarnación, de cómo Dios se hizo hombre. Todos recordamos los mensajes
cristianos y sabíamos lo importante que era que Jesús no fuera un hombre común y corriente: era
Dios en persona. Sin mencionar todo el asunto de que nació de una virgen. No faltaba material
sobre el tema.
Esto también era cierto para el que iba a hablar de la muerte de Jesús. Incluso a esa tierna edad,
sabíamos que no solo era importante decir “murió por nuestros pecados”, sino que debíamos ir un
poco más allá y preguntarnos qué había sucedido, cómo encajaba todo. En cuanto a mí, aquí es
donde, por así decirlo, entro yo: mi primer recuerdo de fe personal es cuando, siendo un niño muy
pequeño, me invadió, me hizo llorar, el pensamiento de que Jesús murió por mí. Lo que dice la
cruz sobre el amor de Dios siempre ha sido central y vital para mí. No creo que los estudiantes de
secundaria comprendiéramos realmente la profundidad de lo que podría llamarse “la teología de
la expiación”. Sabíamos, sin embargo, que había ciertos temas importantes en los que deberíamos
profundizar y algunas creencias fundamentales a las que deberíamos aferrarnos.
Así también con respecto a la resurrección, y ciertamente a la segunda venida. Una vez más,
no estoy seguro de si profundizamos demasiado o si exploramos necesariamente los pasajes más
relevantes. Sin embargo, esos temas eran realmente emocionantes. Había mucho de que hablar,
mucho que discutir, mucho para hacernos no solo reflexionar, sino también celebrar la emoción
de creer en Jesús y tratar de vivir como cristianos.
Pero, ¿qué pasa con esa pregunta en medio, es decir, la pregunta que hice? ¿Por qué Jesús
necesitaba vivir? En otras palabras, ¿qué pasa con el tramo entre el establo y la cruz? Después de
todo, hubo villancicos y otros himnos que llevaron a Jesús directamente “desde su pobre pesebre
hasta su amarga cruz”. ¿Importó que, según los cuatro evangelios, tuvo un breve período de intensa
y emocionante actividad hacia el final de su vida? ¿Podríamos aprender alguna verdad de eso?
¿Por qué tenía que ser así? ¿Es relevante que Jesús hiciera todo lo que hizo, dijera todo lo que dijo,
fuera todo lo que fue? ¿Habría hecho alguna diferencia si, como un hijo de Dios nacido de una
virgen, hubiera sido arrancado de la oscuridad y crucificado, muriendo por nuestros pecados, sin
que nada de eso sucediera? Si no, ¿por qué?
Me di cuenta en ese entonces, y lo he notado cada vez más en los últimos años, que muchos
cristianos leen los evangelios sin hacer ese tipo de preguntas. Adaptando una frase de un conocido
libro de gestión, The Empty Raincoat,6 tales lectores experimentan los cuatro evangelios como un
manto vacío. Se cuentan los eventos importantes⎯el nacimiento, la muerte y la resurrección de
Jesús. Pero, ¿quién está envuelto en el manto? ¿Qué hizo Jesús entre un momento y otro? ¿Hay
alguien ahí? ¿Eso importa?
Ahora viene la parte frustrante: no tengo idea de lo que dije en esa conversación cuando era
adolescente. No sé cómo traté de explicar coherentemente por qué vivió Jesús. Es posible que en
algún lugar, en el fondo de alguna caja polvorienta, tenga algunas notas garabateadas de ese intento
inicial de responder a la pregunta que me ha perseguido toda la vida. Al menos, sin embargo,
recuerdo estar desconcertado, razón por la cual, en parte, escribí este libro. No fue casualidad que
estuviera perplejo. El punto no era que la mayoría de los cristianos supieran la respuesta mientras
que yo no. Resultó que, sin darme cuenta, tropecé con un punto débil en la estructura general de
la fe cristiana tal como llegó a expresarse en el mundo de hoy y, posiblemente, durante más tiempo
del que podríamos haber imaginado. Aquí está todo el material disponible en Mateo, Marcos,
Lucas y Juan. ¿Por qué? ¿Qué debemos hacer con todo eso?

El acertijo de toda una vida

Unos quince años después de esa experiencia inicial, cuando me acercaba a los treinta, me
invitaron inesperadamente a dar una exposición bíblica para la Unión Cristiana de Estudiantes en
Cambridge. No sé a quién se le ocurrió el tema que escogieron para mi presentación, pero el título
que me asignaron fue: “El evangelio en los evangelios”.
Predicadores y teólogos pueden reconocer el problema planteado por este tema (más el desafío
de cubrir un tema tan amplio en cincuenta minutos, sin mencionar el hecho de que mi investigación
en esos días se centraba en Pablo, no en los evangelios). Ahora me doy cuenta, aunque no lo supe
en ese momento, de que este problema es muy similar al acertijo que encontré cuando era
adolescente. Permíteme explicártelo.
Cuando C. S. Lewis escribió su famosa English Literature in the Sixteenth Century [Historia
de la literatura inglesa en el siglo XVI], naturalmente incluyó una sección sobre escritores de la

6
HANDY, Charles M. The Empty Raincoat: Making Sense of the Future. Londres: Hutchinson, 1994.
Reforma inglesa, incluido el gran traductor William Tyndale. Escribiendo para un público no
teológico, Lewis obviamente tenía que explicar un punto que había desconcertado a otros lectores.
Cuando William Tyndale, uno de los primeros protestantes de Inglaterra y discípulo de Martín
Lutero, escribió sobre el “evangelio”, no se refería a “los evangelios” (Mateo, Marcos, Lucas y
Juan) sino a “evangelio” en el sentido de mensaje: la buena noticia de que, solo por la muerte de
Jesús, tus pecados pueden ser perdonados, y todo lo que tienes que hacer es creer, sin tratar de
impresionar a Dios con “buenas obras”. En este sentido, “el evangelio” es lo que los primeros
reformadores creían haber encontrado en las cartas de Pablo, especialmente en Romanos y Gálatas,
y particularmente en Romanos 3 y Gálatas 2-3.
Dicho “evangelio” sí se puede explicar en los términos de Pablo. Se puede hacer más preciso
ajustando la interpretación de este o aquel versículo o término técnico. Pero el punto es que se
puede hacer todo eso sin ninguna referencia a los “evangelios”, es decir, a los cuatro libros que,
junto con Hechos, preceden a Pablo en el Nuevo Testamento tal como lo tenemos. Así, en muchos
círculos cristianos clásicos, incluso en la plétora de movimientos generalmente etiquetados como
“evangelical” (y debemos recordar que, en alemán, la palabra evangelisch significa, más o menos,
“luterano”), existe la suposición, que se remonta por lo menos a la época de la Reforma, de que
“el evangelio” es lo que se encuentra en las cartas de Pablo, particularmente en Romanos y Gálatas.
Por lo general, este evangelio consiste en una declaración precisa de lo que Jesús logró en su
muerte redentora (“expiación”) y cómo el individuo puede apropiarse de ese logro (“justificación
por la fe”). La expiación y la justificación se consideraban el corazón del “evangelio”. Sin
embargo, “los evangelios”—Mateo, Marcos, Lucas y Juan—parecen no tener nada que decir sobre
esos temas.
Por supuesto, en un nivel, “los evangelios” contienen este “evangelio” simplemente porque
cuentan la historia de la muerte de Jesús. Sin eso—si alguien sugiriera, por ejemplo, que el “Cristo”
del que habla Pablo nunca vivió ni murió en una cruz—el “evangelio” completo de Pablo no
tendría sentido; de hecho, eso es exactamente lo que algunos intentaron decir en el siglo II,
ofreciendo en cambio a un “Jesús” que era simplemente un maestro de la espiritualidad. ¿Pero eso
es todo? ¿Es el “evangelio en los evangelios” nada más que una exposición clara del hecho de que
Jesús murió, lo que Pablo y otros luego interpretarían como “buenas noticias”, aunque nadie en
ese momento lo vio de esa manera?
Creo que ese era el problema al que pensaban que debía dar una respuesta cuando me invitaron
a hablar en Cambridge. Desafortunadamente, una vez más, no recuerdo nada de lo que dije. Tal
vez todavía esté en algún archivo en alguna parte, pero para ser franco, ni siquiera lo he buscado.
Por lo que sé, incluso podría haber una grabación de audio, aunque las cintas de casete (¿las
recuerdan?) todavía estaban en pañales en 1978, el año en que hablé.
Sin embargo, puedo arriesgarme a adivinar parte de lo que dije. Hay, por supuesto, pasajes
famosos como Marcos 10:45: “Ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir
y para dar su vida ‘en rescate por muchos’”. El lector puede pensar que esto es una referencia a
Daniel 7, junto con Isaías 53:5, un pasaje famoso en el que el “siervo del Señor es herido, golpeado
y asesinado “por nuestras transgresiones” y “por nuestras iniquidades”. Para algunos, es como si
Marcos, después de todo, hubiera tomado clases con Pablo. Eso es suficiente: aquí está nuestra
“teología de la expiación” resumida aquí mismo en Marcos.
Sin embargo, hay un problema. Mateo tiene la misma frase (20:28), pero cuando Lucas tiene
la oportunidad de reproducirla, parece dejar fuera el elemento crucial (22:27, en el que Jesús dice
simplemente: “Estoy entre ustedes como siervo”). Algunos han afirmado, por esta y otras
características, que Lucas no tiene una “teología de la cruz”, ni una teología de la “expiación”.
Considero esto un grave malentendido; más adelante explicaré por qué. Pero incluso si Lucas
hubiera reproducido exactamente la frase de Marcos, no parece que los evangelios realmente
hicieran de la “expiación”, en el sentido en que la iglesia llegó a usar el término, su tema principal.
En cuanto a la “justificación”, hay un pasaje en Lucas, en la parábola del fariseo y el publicano
(18:9-14), en el que se dice que el pecador es “justificado” en un sentido similar al empleado por
Pablo. Después de todo, el publicano confesó su pecado y confió solo en la misericordia de Dios,
a diferencia del presuntuoso fariseo.
Además, hay varios dichos en el evangelio de Juan que normalmente no se discuten cuando se
habla de “la justificación”, cuya idea puede considerarse relevante para este tema. Está, sobre todo,
el famoso pasaje de Juan 3:16: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para
que todo el que cree en él no se pierda, sino que participe en la era venidera.” Sin embargo, ¿cómo
encaja este dicho en la historia que Juan está contando? Mientras se prepara para el grito final de
Jesús en la cruz: tetelestai, “¡Todo se ha cumplido!” (19:30)? Muchos predicadores usaron el
versículo en cuestión para una declaración de la teología de la “expiación”, estableciendo la idea
de que tetelestai era lo que los antiguos griegos escribían en una factura después de haberla pagado:
“¡Se acabó!”. “¡Se terminó!” “¡Se ha pagado el precio!” Hay varias formas de extraer una
resonancia “paulina” de todo esto.
¿Pero es eso suficiente? ¿Qué queremos decir con “expiación”? ¿Es algo en lo que Juan estaba
realmente interesado? De ser así, ¿cómo lo expresó? O, para decirlo de otra manera, ¿cuáles eran
los temas principales que exploraba Juan, y cómo encaja esa comprensión de la cruz y su
significado en ellos en lugar de en algún esquema de pensamiento que hemos ideado o heredado?
En cualquier caso, estos pasajes y algunos otros deben ser, por así decirlo, sacados de contexto.
Se supone que este contexto—la verdadera historia que cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Juan, de
diferentes maneras, de lo que le sucedió a Jesús después de su nacimiento y antes de su muerte—
no es “el evangelio” de la misma manera que el la muerte de Jesús y la doctrina paulina de la
justificación son “el evangelio”. Creo que este es el problema al que tenía que ofrecer una respuesta
en mi conferencia en Cambridge. Sigue siendo uno de los acertijos más importantes de toda mi
vida, por lo que puedo ver. El enigma de la vida de Jesús: ¿cuál es el sentido de su vida?—entró
en mí subrepticiamente y se convirtió en mío.
Adelantémonos 25 años. En el 2003, asistí a una conferencia en la que un conocido líder
cristiano de otro continente pidió tener una conversación conmigo. Estaba leyendo mi libro Jesus
and the Victory of God 7 en las semanas previas a la conferencia y estaba intrigado, preguntándose
cómo encajaba todo en términos del “evangelio” en el que creía y enseñaba. Tomamos una taza de
té (algunos estereotipos británicos y anglicanos no cambian) y hablamos durante aproximadamente
una hora. Traté de explicarle lo que pensaba que estaba viendo: que para muchos cristianos los
cuatro evangelios habían perdido su primacía en el canon del Nuevo Testamento. Mateo, Marcos,
Lucas y Juan se utilizaron para apoyar ideas que se podían encontrar en Pablo, pero su mensaje
real no se había entrevisto, y mucho menos integrado, en la teología bíblica más amplia a la que
afirmaban pertenecer. Recuerdo haber dicho que eso era algo profundamente irónico en una
tradición (a la que ambos pertenecíamos) que se enorgullecía de ser “bíblica”. Por lo que pude ver,
la palabra “evangelio” se usaba en toda una tradición cristiana para significar “paulino”. Y ya en
este contexto cuestioné si a Pablo realmente se le permitía hablar. Pero esa cuestión queda para
otra ocasión.
Hablamos por una hora; había que parar.
“Bueno, Tom”, dijo, resumiendo la conversación, “creo que estás diciendo que no soy lo
suficientemente bíblico.
Me sorprendió. Estaba reconociendo algo muy importante.
“Sí”, respondí. “Eso es exactamente lo que estoy diciendo”.
Si eso fue cierto para él, también lo es en gran medida para la tradición cristiana occidental (no
puedo hablar de la ortodoxia oriental): católica y protestante, liberal y evangélica, carismática y
contemplativa. Todos usamos los evangelios. Leemos los evangelios en voz alta en la adoración.
A menudo nuestros sermones se basan en ellos. Sin embargo, ¿hemos comenzado a escuchar lo
que están diciendo, el mensaje completo, mucho más grande que la suma de las partes pequeñas
con las que, en algún nivel, estamos tan familiarizadas? Creo que no. Este es el acertijo de toda
una vida. No es solo que todos malinterpretemos los evangelios, aunque creo que esto es cierto en
general. De hecho, la cuestión es que ni siquiera los leemos. Los encajamos en moldes de ideas y
creencias que adquirimos de otras fuentes. En este libro, quiero permitir, tanto como pueda, que
los evangelios hablen por sí mismos. No a todos les gustará el resultado.

El canon y los credos

Este problema de la relación enigmática entre “el evangelio” y “los evangelios” se refleja en
la relación igualmente enigmática entre los evangelios y los grandes credos cristianos. Un buen
amigo mío, en una brillante presentación, una vez dijo que “el Jesús canónico es, por supuesto, el
Cristo de los credos de la iglesia”. En otras palabras, el Jesús que encontramos en los cuatro
evangelios canónicos es el Jesucristo que confesamos cuando pronunciamos el Credo de los
Apóstoles, el Credo de Nicea (más propiamente, el Credo Niceno-Constantinopolitano) o incluso

7
Jesus and the Victory of God (Minneapolis: Fortress, 1996).
el supuesto Credo Atanasiano (un Credo mucho más largo que el antiguo libro de oración
anglicano instruye a los fieles a incluir en ocasiones especiales). Mi amigo estaba distinguiendo a
este Jesús supuestamente canónico y constante de los credos de imágenes reconstruidas de “Jesús”
derivadas de supuesta erudición histórica. Sugirió lo siguiente: por un lado, tenemos una montaña
de erudición histórica, con personajes como Schweitzer, Sanders e incluso N. T. Wright
asomándose desde debajo de ella, ofreciendo sus diversas reconstrucciones históricas. En cambio,
sucede algo muy diferente: tenemos al Jesús que presentan los evangelios canónicos, el mismo
Jesús de los grandes credos.
Mi problema con esta evaluación es que los evangelios canónicos y los credos, de hecho, no
presentan la misma imagen. Este es en realidad un tema más amplio y profundo de lo que tenemos
tiempo para explorar en este libro, pero en esencia podríamos resumir el problema de la siguiente
manera: los grandes credos, al referirse a Jesús, pasan directamente de su nacimiento de una virgen
al sufrimiento y la muerte. Los cuatro evangelios no hacen eso. O, dicho de otro modo, parece que
Mateo, Marcos, Lucas y Juan lo consideran sumamente importante contarnos mucho de lo que
hizo Jesús entre el momento de su nacimiento y el momento de su muerte. En particular, los
evangelistas nos cuentan lo que podríamos llamar su trabajo de inaugurar el reino: las obras y
palabras que anunciaban que el reino de Dios venía con él en ese momento, en un sentido u otro,
en la tierra como en el cielo. Los evangelios nos dicen mucho sobre esto, mientras que los grandes
credos no.
Antes de examinar los grandes credos con mayor detalle, recordemos por qué se formularon
en primer lugar. La iglesia primitiva enfrentó muchos problemas y batallas, lo cual no nos
sorprende, ya que el mismo Jesús lo había advertido. A veces, el problema era la persecución
directa; hubo muchos mártires en los tres primeros siglos. En otros momentos, las divisiones
internas fueron el problema, ya que los seguidores devotos de Jesús descubrieron que otros
seguidores devotos de Jesús veían las cosas de manera diferente, pero conservaban una postura
igualmente fuerte en su punto de vista. Además, hubo debates continuos con grupos judíos y con
personas que no creían que Jesús era el Mesías prometido y se encontraban en una posición extraña
con respecto a la expansión de la iglesia cristiana, que reclamaba gran parte de su herencia judía
(principalmente las antiguas escrituras) y, sin embargo, veía muchas otras cosas de manera muy
diferente, y adaptó su vida en consecuencia. En particular, se produjeron las grandes batallas con
el gnosticismo en los siglos II y III, en el que maestros cristianos como Ireneo y Tertuliano se
mantuvieron firmes en Dios como creador bueno y sabio, y con el arrianismo en los siglos IV y V,
un período en el que maestros como Atanasio lucharon por la fe en Jesús como “uno que compartió
la misma naturaleza con el Padre”. Todas esas controversias, serias y prolongadas, muchas de las
cuales se produjeron en el contexto de una persecución extrema por parte de las autoridades
imperiales, fueron de gran importancia para moldear la forma en que los primeros cristianos
entendían y expresaban lo que era importante para ellos.
Estas controversias, entonces, y muchas otras como ellas, dejaron su huella en la iglesia y en
su vida comunitaria. A medida que los líderes cristianos se dieron cuenta gradualmente de que
algunas cosas eran absolutamente esenciales para la fe, mientras que otras eran de menor
importancia, las cosas que eran esenciales pero que habían sido objeto de controversia se
enumeraron y se acordaron para evitar dudas. Estas listas se convirtieron en una regla de fe, una
declaración convenida de lo que creen los cristianos; y la regla de fe fue codificada en los grandes
credos. Aunque los credos han sido controvertidos en ocasiones, sirvieron, durante un período de
alrededor de un milenio y medio, como señal y símbolo de la fe y la vida cristianas. Como
afirmaban los cristianos, cuando encuentras esta creencia, encuentras la iglesia, el cuerpo de Cristo,
la compañía de los “verdaderos cristianos”. Los credos fueron desarrollos dramáticos en el
contexto de los primeros siglos de la iglesia. Hasta el día de hoy, se destacan como un logro
impresionante de brevedad, densa claridad y poder espiritual evocador. En la tradición a la que yo
pertenezco, decimos el Credo de los Apóstoles dos veces al día, y el Credo de Nicea, en cada culto
que incluye la cena del Señor, o al menos los domingos.
Sin embargo, lo que los credos no hacen, volviendo a la idea que acabo de plantear, es
mencionar algo que Jesús hizo o dijo desde su nacimiento hasta su muerte. Los primeros cristianos
leían y estudiaban los evangelios, tratando de vivir de acuerdo con ellos. Su lealtad a estos textos
es indiscutible. Sin embargo, tampoco vieron la necesidad de mencionar su esencia en los credos.
De hecho, esta es la razón por la cual, en gran medida, a los cristianos aún hoy les resulta tan difícil
entender lo que los evangelios realmente están tratando de decir.
Tomemos, por ejemplo, el segundo artículo de la breve declaración de fe de lo que, con origen
en el siglo IV, llamamos el Credo de los Apóstoles:

Creo en… Jesucristo, el único Hijo de Dios, Señor nuestro;


que fue concebido del Espíritu Santo,
nació de la virgen María,
padeció bajo el poder de Poncio Pilatos;
fue crucificado, muerto y sepultado;
descendió a los infiernos;
al tercer día resucitó de entre los muertos;
subió al cielo, y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso;
y desde allí vendrá al fin del mundo a juzgar a los vivos y a los muertos.

Mucho detalle, pero nada se dice acerca de lo que Jesús hizo en el tiempo entre su concepción y
nacimiento y su crucifixión bajo Poncio Pilato. ¿Por qué? Si el objetivo es resumir los puntos
focales clave de la fe cristiana, ¿el credo sugiere que la fe no necesitaba mucho de, digamos, Mateo
3-26? ¿Habrían sido suficientes los capítulos 1 y 2 (el nacimiento de Jesús) y 27 y 28 (su muerte
y resurrección)? ¿Estaba Mateo, como Marcos, Lucas y Juan, perdiendo el tiempo diciéndonos
cosas que pasaron entre el nacimiento y la muerte de Jesús? ¿Están contextualizando la historia
para nosotros solo para satisfacer cualquier curiosidad persistente que la iglesia pueda tener sobre
los primeros años de vida de aquel a quien los cristianos ahora adoran como su Señor?
Este problema, como comenzamos a notar en la sección anterior, resurgió en la erudición del
siglo XX en forma de una pregunta que los estudiosos asocian con Rudolf Bultmann en particular
(aunque también con muchas personas anteriores y muchas posteriores): ¿por qué la iglesia,
adorando al Señor viviente, debería preocuparse por la historia de lo que había hecho en el pasado?
Las respuestas proporcionadas por la erudición conservadora parecen superficiales y poco
profundas. Dan como resultado lo que ahora llamamos argumentos sin fundamento, que sostienen
que los primeros conversos, deseosos de adorar al Señor resucitado en el presente, querían saber
acerca de la vida en la tierra de este mismo Jesús. Incluso si este fuera sin duda el caso, responder
a una solicitud de información no parece acercarse a describir lo que parecen estar haciendo los
evangelios. Los evangelios no parecen simplemente proporcionar detalles biográficos
contextuales, ni parecen simplemente “llenar los vacíos” que ayudan a la fe y la vida actual de los
lectores. Los evangelios cuentan una historia, una historia cuyo contenido falta casi por completo
en los primeros grandes credos de la iglesia.
La misma idea surge aún con más fuerza en el Credo de Nicea, cuya forma actual data de
mediados del siglo V. Cito el segundo artículo:

Creo … en un solo Señor Jesucristo,


Hijo Unigénito de Dios,
Engendrado del Padre antes de todos los siglos,
Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de Dios verdadero,
engendrado, no hecho,
consubstancial con el Padre;
por el cual todas las cosas fueron hechas,
El cual por amor a nosotros y por nuestra salud descendió del cielo,
Y tomando nuestra carne de la virgen María, por el Espíritu Santo,
fue hecho hombre,

Luego, podemos imaginar una respiración profunda, una pausa dramática, mientras
esperamos escuchar si se dirá algo más sobre Jesús. Pero no, el credo se salta toda la
“historia de la parte de en medio” y se dirige una vez más al final:

Y fue crucificado por nosotros bajo el poder de Poncio Pilatos,


Padeció, y fue sepultado;
Y al tercer día resucitó según las Escrituras,
Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre.
Y vendrá otra vez con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos;
Y su reino no tendrá fin.

De nuevo, incluye detalles diversos, llenos de nuevas formas de responder a nuevos problemas
y desafíos. Y, de nuevo, ningún detalle, ninguna mención del período desde el nacimiento de la
segunda persona de la Trinidad hasta que este hombre humano/divino es “crucificado por nosotros
bajo Poncio Pilato”. No hay detalles de lo que Jesús hizo o por qué lo hizo, o cómo algo de lo que
hizo se relaciona con su nacimiento o muerte. Hay, en definitiva, una brecha enorme. Precisamente
en el punto donde Mateo, Marcos, Lucas y Juan piensan que se debe decir algo muy importante,
los credos no dicen nada en absoluto.
De hecho, lo que dicen los evangelios agudiza aún más el problema. Hablan mucho, como
veremos, de “el reino de Dios” como, en un sentido u otro, una realidad presente en el ministerio
de Jesús. De hecho, eso es un elemento central de lo que necesitamos explorar en este libro. Pero
los credos no solo dejan de mencionar este tema en relación con la vida de Jesús (o, de hecho, con
su nacimiento y muerte), sino que el Credo de Nicea sugiere, por el contrario, que el “reino” de
Jesús se establecerá solo cuando él vuelva. “con gloria”: “Él vendrá de nuevo con gloria para juzgar
a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin”. El credo no dice que el reino se establecerá
solo en la segunda venida, pero la secuencia de oraciones claramente deja esa impresión.
Es cierto que en estos dos credos antiguos se presenta a Jesús, a través de su ascensión, como
el que “se sentó a la diestra del Padre”. En el pensamiento judío antiguo, con ecos de Daniel 7,
esto sólo podía significar que, a partir de ese momento, Jesús sería la mano derecha del Padre, con
el mundo entero bajo su responsabilidad. Sin embargo, en nuestros días, “ascensión” es solo otra
forma de decir que Jesús “fue al cielo después de morir”. Hablar de él como “sentado a la diestra
del Padre” se ha convertido simplemente en una forma elegante, quizás incluso extravagante, de
decir que “entró en una posición espléndida y gloriosísima”. Quizás debido a nuestra vergüenza
por el sentido literal de representar a Jesús volando como un astronauta hacia un “cielo” ubicado
a unos pocos kilómetros sobre nuestro universo, fuimos seducidos a ignorar el verdadero
significado de “cielo” (no un lugar en nuestro universo, sino el lugar de Dios, intersecándose de
diversas maneras con nuestro mundo) y de la ascensión misma, cuyo sentido se refiere a la
soberanía de Jesús como agente reconocido y designado por el Padre. Como resultado, entendemos
la ascensión en términos vagos de gloria sobrenatural en lugar de los términos precisos (como en
Mateo 28:18; Hechos 1:6-11) de la autoridad de Jesús sobre el mundo. De hecho, la ascensión,
para muchas personas, sugiere la ausencia de Jesús, no su presencia y soberanía universales. Y
esta vez no son solo Mateo, Marcos, Lucas y Juan quienes plantean objeciones; también son Pablo,
Hebreos y Apocalipsis. Todos piensan que Jesús ya está a cargo del mundo. (Véase, por ejemplo,
1 Corintios 15:20-28; Hebreos 2:5-9; Apocalipsis 5:6-14.) Esto es lo que querían decir con “el
reino de Dios”.
Sin embargo, para los cuatro evangelios, esto no fue algo que simplemente comenzó en la
ascensión, sino que de alguna manera era cierto desde el momento en que Jesús comenzó su carrera
pública. Eso es lo que los evangelistas querían decirnos. Y la mayoría de los cristianos ni siquiera
han pensado en algo así, y mucho menos han comenzado a descubrir lo que significa para nosotros
hoy. Este es el problema, creo, con los grandes credos majestuosos, ya que expresan una verdad
solemne y una sabiduría flexible. Los credos ni siquiera mencionan lo que la mayoría de los
evangelios tratan de decirnos; en cambio, hablan de otra cosa. ¿Deberíamos preocuparnos por esto?
¿Nos estamos perdiendo de algo?
Tal vez no. Sin duda alguien señalará que los credos son el tendedero de la iglesia primitiva.
De él cuelgan las vestiduras limpias que son el resultado directo de la “ropa sucia” de los debates
y controversias de aquellos primeros siglos, cosas que los primeros cristianos debían ordenar y
“limpiar”. Habiendo hecho declaraciones cuidadosas sobre estos temas particulares, los pusieron
en fórmulas oficiales, los credos, para dejar en claro que habían llegado a estas conclusiones y que
ese era el punto en el que ahora se encontraba “la iglesia”.
La cuestión es que nadie parecía debatir, al menos en la iglesia, las cosas que encontramos
entre las historias del nacimiento y la muerte de Jesús en Mateo, Marcos, Lucas y Juan. No ha
surgido ningún hereje diciendo que Jesús no enseñó en parábolas, no hizo milagros, o cosas por el
estilo. Los que escribieron supuestos evangelios alternativos (Tomás y otros documentos similares)
o los que reunieron colecciones de dichos similares, cuyo origen podría referirse, o no, al mismo
Jesús y los que narraron historias completamente diferentes sobre lo que realmente sucedió en el
Calvario y en la Pascua—en fin, los gnósticos y otros como ellos—ya habían sido puestos en el
lugar que les correspondía por Ireneo y Tertuliano. La enseñanza alternativa de los gnósticos había
propuesto que alguien reemplazara el mensaje altamente judío del reino de Dios en la tierra tal
como es en el cielo con un mensaje no judío, un mensaje sobre un “reino” que resultó en una nueva
forma de espiritualidad de auto-ayuda. Contra tal nueva enseñanza, los grandes maestros cristianos
de los siglos II y III insistieron en que el rescate divino del orden creado en sí mismo, y no el
rescate de las almas salvadas del orden creado, era central. Esto era parte de la fe esencialmente
judía, arraigada en las escrituras judías, que los primeros cristianos sostenían firmemente.
La decisión en este punto, de que el único Dios verdadero era el creador del mundo y quien al
final lo rescataría, no era, en sí misma, algo que dejara huella en los credos—excepto en el caso
de la primera frase, que celebra a Dios como creador del cielo y de la tierra. Se reflejó mucho más
en la insistencia de la iglesia en leer Mateo, Marcos, Lucas y Juan como textos normativos en lugar
de cualquiera de las “alternativas”. Al comparar los cuatro evangelios “canónicos” con otros
documentos sobre Jesús que otros han escrito, es claro una y otra vez que los cuatro cuentan una
historia sobre el rescate de la creación, no su abolición o abandono; nuevamente, en otras palabras,
narran el mensaje esencialmente judío. Entonces, una vez tomadas estas decisiones, los primeros
cristianos parecen haber asumido que no había necesidad de decir, en el credo, que los evangelios
canónicos contaban la historia correcta y los evangelios gnósticos la incorrecta.
Después de todo, los evangelios canónicos se leían en voz alta en la iglesia. Los cristianos
rezaban el Padre Nuestro día tras día, pidiendo a Dios que estableciera su reino en la tierra como
en el cielo. Podemos decir que los credos y el canon, de hecho, estaban uno al lado del otro, uno
interpretando al otro, con el Padre Nuestro como su conexión litúrgica obvia. Había razones de
sobra para suponer que los fieles entenderían los credos como un marco dentro del cual las historias
del evangelio y la oración aclaraban todo y cobraban sentido. Entonces todo eso, las parábolas, las
sanidades, las controversias con los opositores, la gran enseñanza moral y, sobre todo, el anuncio
del reino de Dios, simplemente no se mencionan en las fórmulas oficiales. Los evangelios y su
enseñanza detallada se daban por sentados; no había necesidad de mencionarlos también en los
credos. Si los credos fueran el tendedero de la iglesia, la única ropa colgada en él sería la que
estuviera sucia y necesitara lavarse. Si la ropa todavía estaba limpia, si los evangelios se leían en
la iglesia día tras día, semana tras semana, no había necesidad de lavarla y tenderla para que se
secara.
Si ese fuera el caso, la idea tendría sentido. Pero ese no fue el caso. La iglesia proporcionó una
“regla de fe” por la cual se suponía que entendíamos las Escrituras. Pero la “regla” en cuestión—
los credos que se estaban desarrollando y las primeras fórmulas que llevaron a los credos—resultó
ignorar el tema central de los cuatro evangelios. Observa lo que sucede a partir de ahí. En algún
momento, quizás no mucho después de que se redactaran los credos, el tendedero se convirtió en
una herramienta de enseñanza. La lista de las primeras controversias se convirtió en un plan de
estudios. “Estas”, declaró la iglesia, “son las cosas que necesitas saber acerca de Dios, Jesús, el
Espíritu Santo, etc.”. Y fue en este punto que la iglesia cometió un error. Mateo, Marcos, Lucas y
Juan nos dicen: “Estas son las cosas que debes saber acerca de Jesús”. Los credos, cuando se sacan
de su contexto litúrgico, al que pertenecen junto con los evangelios y el Padre Nuestro, y se usan
como base para un programa de enseñanza, dicen: “No: estas son las cosas que necesitas saber”.
En un punto de inflexión, lo que pasa por alto al usar los credos de esta manera es el punto central
que Mateo, Marcos y Lucas a su manera, y Juan a su manera diferente, relacionan como la obra
central del mismo Jesús. Esta obra, afirmarían los evangelistas, es la historia de cómo Dios se
convirtió en el rey del mundo.
Así, los grandes credos, que han moldeado y expresado la fe de millones de cristianos en el
cristianismo oriental y occidental, simplemente omiten la sección central, la historia de la vida de
Jesús y el significado que transmite esa historia. También podríamos hacer el mismo argumento
al revés. Todas las declaraciones exaltadas sobre Jesús en los grandes credos—las que apruebo,
declaro o canto de corazón en la iglesia (¡mi argumento no culminará en algún tipo de
reduccionismo neoliberal!)—van mucho más allá de lo dicho incluso en el evangelio de Juan. Los
cuatro evangelistas no dicen nada acerca de que Jesús fue “engendrado... antes de todos los
mundos” o “engendrado” en contraste con “hecho”. Los evangelios pueden insinuar, Juan más
abiertamente que el resto, que Jesús es “de la misma sustancia que el Padre”, pero no lo expresan
de esa manera, y la mayor parte del tiempo ese no parece ser el tema principal. de lo que están
hablando.
Los evangelios tampoco mencionan, en la parte final de la vida de Jesús, su “descenso al
infierno”. La idea está implícita en 1 Pedro (3:19), pero no lo sabrías al leer los evangelios.
Nuevamente, no estoy diciendo que ninguna de estas ideas sea incorrecta, inapropiada o inútil.
Tampoco estoy diciendo que la iglesia se haya equivocado al desarrollar su enseñanza empleando
un lenguaje posbíblico diferente para enfrentar nuevos desafíos y resolver nuevas dificultades. Eso
tenía que hacerse para crear el contexto ideal para una vida cristiana aún más fiel y fructífera. Solo
señalo que estas grandes declaraciones de fe, tratadas por la iglesia como fundamento de su
existencia desde el principio, terminan dejando de abordar aquello a lo que los evangelios dan
prioridad, para hablar de otra cosa.
En otras palabras, lo que veo es un gran abismo que se abre entre el canon y los credos. Los
evangelios canónicos nos presentan a un Jesús cuya carrera pública tuvo una importancia radical
como parte de su conquista global, que se refería al reino de Dios. Los credos nos presentan a un
Jesús de quien el nacimiento milagroso, la muerte salvadora, la resurrección y la ascensión
representan todo lo que necesitamos saber. No es solo en un sentido histórico que el título “Credo
Apostólico” es un nombre inapropiado. Mi experiencia como adolescente y la de mi adultez
temprana son indicativas de algo profundamente desconcertante en la forma en que todos leemos
los evangelios. Asumimos una especie de marco basado en los credos donde tratamos de hacer
encajar el evangelio. ¿Será entonces que hemos malinterpretado los evangelios? ¿Hay un vacío en
el centro del gran manto del evangelio de los credos? Me temo que la respuesta es “sí”.
Llevemos el análisis a otro nivel al observar una ironía que se deriva directamente de ese
reduccionismo. Hasta el día de hoy, cada vez que las personas se proponen explorar la divinidad
de Jesús, existe al menos una tendencia a que el tema del reino de Dios, que viene tanto en la tierra
como en el cielo, se pierda silenciosamente de vista. Es como si un joven se pasara todo el tiempo
demostrando que en verdad era el hijo de su padre y no le quedara tiempo ni energía para trabajar
con él en el negocio familiar, que sería, de hecho, una de las mejores formas de demostrar el
parecido familiar. Los evangelios no cometen ese error. Es al inaugurar el reino de Dios, en su
carrera pública y en la cruz, que Jesús revela la gloria de su Padre. Hablaremos de eso a
continuación. Pero para empezar, esta es la conclusión preliminar, que aborda varias preguntas
complementarias para nosotros hoy sobre nuestro discipulado, nuestra predicación, nuestra
hermenéutica e incluso nuestra oración. Los evangelios hablan de que Dios se convierte en rey,
pero los credos se centran en el hecho de que Jesús es Dios. Realmente sería asombroso si una
gran verdad de la fe y la vida cristiana desplazara a otra, de hecho, la desplazara de tal manera que
la gente olvidara que existe. Sin embargo, creo que eso es exactamente lo que sucedió. Este libro
fue escrito con la esperanza de corregir esa distorsión.

La trama se complica: tendencias


en la erudición del siglo XX

Hasta ahora me he limitado a ofrecer observaciones personales. Creo, sin embargo, que el
problema que he destacado resuena en todo el campo de la lectura bíblica, académica y popular,
en las más diversas tradiciones. Como dijo un amigo mío estadounidense, la mayoría de los
feligreses en Occidente tratan los evangelios como un refrigerio opcional al final de la tarde, como
sorbos de un cóctel. Sólo después de eso nos sentamos a la mesa a digerir la carne roja de la
teología paulina. Sospecho, aunque tal vez estoy yendo demasiado lejos, que este fue el caso en
Occidente durante gran parte del último milenio, durante la Edad Media y durante y después de la
Reforma. El relato histórico, como decía en el prefacio, debe aplazarse para otra ocasión y
probablemente para otro escritor. Deseo, por el momento, centrarme en la vertiente académica que
ejerció una enorme influencia en el siglo XX, que refleja el problema que estoy delineando y luego
lo consolida en la imaginación y comprensión implícita de la iglesia, es decir, al menos de la iglesia
en Occidente.
El erudito luterano alemán Rudolf Bultmann (1884-1976) fue uno de los eruditos más
influyentes del Nuevo Testamento. Para Bultmann y las generaciones de eruditos y estudiantes
influenciados directa o indirectamente por su obra, la historia de Jesús no era, en sí misma, parte
de la “Teología del Nuevo Testamento”, sino que era sólo la presuposición para la misma. El hecho
de la crucifixión de Jesús era lo único que hacía falta; eso era suficiente. Todo lo demás que uno
necesitaba saber no se encontraba en su enseñanza o su carrera pública, sino en la reflexión de la
iglesia primitiva sobre el significado de la cruz.
Entonces Bultmann leyó los evangelios no como la historia de por qué vivió Jesús, ni con el
objetivo de encontrar el “evangelio en los evangelios” en la forma en que lo describí, sino para
observar cómo los primeros cristianos expresaban su fe al contar y volver a contar historias que
nos suenan a “historias de Jesús” cuando en realidad son, en la mayoría de los casos, expresiones
de experiencias cristianas “mitológicas” reflejadas en la pantalla ficticia de la historia de Jesús.
Todo el proyecto de la crítica de las formas de Bultmann, al menos en la manera en que la
practicaba, se basaba en la hipótesis de que si uno podía descubrir las “formas”, las formas
características de las pequeñas anécdotas que constituyen gran parte del material de los Evangelios,
sería posible observar, como a través de una lente, la iglesia primitiva expresando su propia fe.
Según Bultmann, esta era la razón por la cual se transmitió la tradición temprana de los evangelios:
no para recordar o celebrar algo que realmente sucedió en el pasado (es decir, la carrera pública
de Jesús), sino para celebrar y sostener la vida de fe de las primeras comunidades.
En el contexto de la tradición bultmannia—y esto también ha tenido mucha influencia—se ha
llegado a la hipótesis de que los evangelistas escribieron en gran medida desde una perspectiva no
histórica. Se supone que al menos Marcos y Juan no escribieron para contarle al lector lo que
realmente sucedió, sino para expresar su fe y experiencia individual y comunitaria. Lucas, sin
embargo, a veces es acusado de falsificar este “evangelio”, ya que al menos realmente cree que
“lo que sucedió” es importante y relevante en sí mismo. Mateo, a su vez, ha sido visto como un
escritor “judeocristiano” (¡aunque todos los autores del Nuevo Testamento eran
“judeocristianos”!) quien también parece haber errado en términos del “evangelio” que nos
enseñaron que era de esperar (sin duda por una lectura particular de Pablo). Esta disposición
particular, es decir, la suposición de que los cuatro evangelios no “se refieren a Jesús”, mucho
menos “al evangelio”, sino a “los comienzos de la fe cristiana”, ha perdido en gran medida su
fuerza. Hoy, muchos eruditos emplean material derivado de los cuatro evangelios, con el debido
control crítico, como evidencia del mismo Jesús. Sin embargo, no se ha abordado el problema de
fondo.
En este punto, nos encontramos ante una ironía reveladora. La teología de Bultmann ha sido
recibida, a lo largo de los años, con un obstinado y sólido “no” en los círculos “conservadores”.
Muchos cristianos “conservadores”, tanto en Europa como en los Estados Unidos, se preocupan
por enfatizar la autoridad de la Biblia y, por lo tanto, están horrorizados por la insistencia de
Bultmann y sus seguidores en la no historicidad de los evangelios (esto no es lo mismo que un
análisis crítico de este o aquel incidente; era parte de la agenda de Bultmann en su conjunto que
los evangelios, o al menos las primeras formas de los evangelios, no debían, en principio, ser
tomados como “historia”, ya que esto podría representar un intento de fundamentar la fe cristiana
en algo sólido y demostrable, es decir, convertir la “fe” en una “obra”).
Por lo tanto, tales “conservadores” enfatizaron la historicidad de los evangelios como parte de
su insistencia en que “la Biblia es verdadera”. Sin embargo, en términos de interpretación y
significado, estos mismos “conservadores” a menudo están completamente sintonizados con
Bultmann, leyendo la mayoría de las historias de los evangelios como apuntando hacia la cruz y
la fe de la iglesia primitiva. Recuerdo cuando un colega me dijo con orgullo cómo su mensaje de
Navidad estaría basado en Mateo 1:21: “le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo
de sus pecados” [NVI]. En otras palabras, no se mencionaría ni la encarnación ni el reino; la
Navidad sería una ocasión más para predicar el mensaje (supuestamente paulino) de la cruz.
Cuando esas personas afirman ser “cristianos bíblicos”, me encuentro diciendo (al menos en mi
imaginación): “Si eres un ‘cristiano bíblico’, ¿cómo es que no entiendes el porqué de los
evangelios? ¿Por qué, entonces, los tratas simplemente como material ilustrativo de lo que
realmente quieres señalar: la muerte y resurrección del divino salvador?”
Lo que observo se reduce a lo siguiente: cuando tuvo que elegir entre el credo (una cierta
versión del mismo) y el canon de las Escrituras, en el que los cuatro evangelios ocupan tal
centralidad, la iglesia sin vacilar privilegió el credo y dejó el canon que se valiera por sí mismo, lo
cual, en la mayoría de los casos, no ha podido hacer con éxito. Esto es lo que sucede también
cuando, en el protestantismo, los grandes credos de los primeros siglos del cristianismo tienen su
lugar como “regla de fe” implícitamente tomada por diversas fórmulas de los siglos XVI y XVII
cuyo énfasis está en el mensaje de los reformadores sobre “la justificación por la fe”. Esto también,
a su vez, se convierte en el punto central, y los cuatro evangelios se valoran en la medida en que
lo ilustran, y nada más.
Los evangelios son tan densos, tan llenos de detalles vívidos y espléndidos que, por un lado,
los predicadores tienen suficiente material para trabajar a través de la parábola o el milagro de la
semana, mientras que los eruditos, por otro lado, tienen suficiente para tratar de encontrar de qué
fuente se origina el pasaje. Ni los predicadores ni los académicos se preocuparon mucho por lo
que la historia en cuestión realmente hace en el contexto más amplio de la narrativa que construyó
el evangelista. (Esta es, por supuesto, una declaración exagerada. Muchos lo han hecho y continúan
haciéndolo. Me refiero a la mayoría de los predicadores y maestros en la iglesia, y también a la
mayoría de los académicos.) En parte, el problema puede provenir de la personalidad. Durante
mucho tiempo ha sido mucho más fácil obtener un doctorado en estudios bíblicos si uno es bueno
con los detalles en lugar de bueno con el big picture (visión de conjunto), un hecho que ha atraído
a personas con un buen ojo para los pequeños detalles. Tal habilidad es de gran ventaja para un
erudito, pero debe equilibrarse con la visión y la imaginación que también generarán preguntas
más amplias si no se quiere que el estudio erudito de los evangelios se distorsione seriamente. El
significado de una palabra depende de su uso en una oración; el significado de una oración depende
de su uso en el párrafo; y el significado del párrafo depende de su uso en el contexto más amplio
del documento al que contribuye. Los detalles son de vital importancia, pero como parte del
panorama general. Mi eslogan en este libro es que todos hemos olvidado de qué se trata la visión
de conjunto.
CAPITULO 2

El problema opuesto:
un cuerpo, pero sin manto

En vista de todo lo que hemos dicho hasta ahora, no debe sorprendernos que muchos lectores
devotos de los evangelios hayan tratado de restablecer el equilibrio. De hecho, muchos lectores no
devotos también han intentado hacer lo mismo. Empecemos con estos últimos (aunque quizás, por
amor cristiano, deberíamos decirles “lectores menos devotos”).

¿Jesús sin los credos?

Desde el siglo XVIII ha estado de moda acercarse a los evangelios haciéndose la pregunta:
¿realmente sucedió? Y la respuesta que han exigido las modas intelectuales de nuestra era escéptica
ha sido algo así: sí, Jesús realmente existió, pero todo lo demás—su nacimiento milagroso, el
significado salvador de su muerte y, sobre todo, su resurrección. y ascensión—nunca sucedió, pero
fue lo que la iglesia contemporánea incluyó para expresar su propia fe. Sin embargo, cuando
excluimos todo eso, lo que nos queda en la parte de en medio, el cuerpo vestido, por así decirlo,
es una historia muy diferente de la que contó la iglesia. Elimina el principio y el final, las partes
que se encuentran en los credos, las partes que la gente menciona hoy cuando habla de “predicar
el evangelio”, y el Jesús con el que uno se queda es una de las siguientes cuatro cosas: un
revolucionario que espera derrotar a los romanos a través de la violencia militar y establecer un
nuevo estado judío; un visionario apocalíptico, esperando el fin del mundo; un maestro gentil de
dócil sensatez, cuyo énfasis estaba en la paternidad de Dios y la fraternidad del “ser humano”; o
una combinación de esas tres opciones. Existen numerosas posibilidades.
En las dos primeras hipótesis, por supuesto, Jesús no era más que un hombre engañado. Jesús
no mató a los romanos; fue asesinado por ellos. Y si estaba esperando el “fin del mundo”, seguimos
esperando... En el tercer caso, estaba igualmente engañado, ya que la mayoría de las personas,
incluyendo a la mayoría de los discípulos desde entonces, han sido cualquier cosa menos
razonables y amables. En cambio, estaban ocupados inventando dogmas (como el nacimiento de
una virgen y la resurrección), escribiendo credos, estableciendo la iglesia y luchando contra ellos
mismos y contra todos los demás, desesperados por llevar su interpretación al frente.
Estas formas de contar (o no contar) la historia de Jesús han sido comunes entre los escépticos
durante los últimos doscientos y pico de años. La figura “liberal” de Jesús, los primeros cristianos
y los evangelios sigue apareciendo en el persistente reduccionismo de mil libros, ya sean
académicos o populares. Para muchos, de hecho, esta posición es la “nueva ortodoxia”. Si dices
algo diferente, es probable que se rían de ti. No se puede ser un pensador serio.
La fuerza de esta posición es que trata, al menos hasta cierto punto, de prestar atención a las
partes del canon eclesiástico que los credos ignoraron. En el mejor de los casos, el evangelio liberal
produce, como veremos, un fuerte programa de “evangelio social”, en el que a muchas de las cosas
que los evangelios enfatizan acerca de Jesús—su preocupación por los pobres, los enfermos, los
débiles, etc.—se les da una nueva fuerza que la “ortodoxia” oficial generalmente no le ha
proporcionado. Su debilidad radica en que no quiere ni tiene recursos para integrar el eje central
(la cuestión de por qué vivió Jesús) con las cuestiones más allá, las de los credos, los enigmas del
nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesús, su ascensión y segunda venida.
Muchos de nosotros, supongo, crecimos con este tipo de reduccionismo liberal en el aire.
Sobreabundan los libros con títulos como Jesús que se convirtió en Cristo. El “Seminario de
Jesús”,8 un grupo que pregonaba sus propios “descubrimientos” (“los eruditos dicen que…”)—
mientras que la mayoría de los eruditos estadounidenses del Nuevo Testamento lo evitó del todo—
se llevaba muy bien con la revista Time y el clero liberal, que quería creer algo similar a su
enseñanza reduccionista. La idea de que Jesús vino a enseñar una nueva ética simple y clara para
que fuéramos buenas personas, sin afirmaciones “dogmáticas” o elementos “sobrenaturales”, está
tan profundamente arraigada en la cultura occidental que a veces perdemos la esperanza, como un
jardinero frente a la hiedra terrestre, de algún día lograr arrancarla de raíz. Hasta el día de hoy,
parece haber una gran demanda en todo el mundo occidental por libros que dicen que Jesús era
simplemente un buen niño judío que se habría horrorizado al ver una “iglesia” establecida en su
nombre, que no se consideraba a sí mismo como “Dios” o incluso el “Hijo de Dios”, y que no tenía
intención de morir por los pecados de nadie; la iglesia entendió todo mal. Los autores de este tipo
de libros suelen autodenominarse “neutrales”, “objetivos”, “imparciales” o “independientes”. ¡Sí,
cómo no!
Este proyecto reduccionista sugiere, en otras palabras, que deberíamos tratar de ver el cuadro
desde el otro lado. En lugar de favorecer los credos y descartar las partes de en medio de los
evangelios, favorezcamos el material de en medio y descartemos todas esas extrañas cosas
sobrenaturales al principio y al final, ideas que terminaron abriéndose paso en los credos. Esta
posición sigue siendo muy popular. Como en el caso de Richard Dawkins y otros como él, está
claro que la gente todavía quiere⎯de hecho, quiere mucho⎯escuchar que Jesús no fue más que
un gran maestro en lugar del divino Salvador. La trillada frase “el Jesús de la historia y el Cristo
de la fe”, cuyo significado tiene varias variantes, refleja naturalmente esta posición.

8
Proyecto de crítica bíblica fundado en 1985 por Robert Funk que se dedicaba a investigar al Jesús histórico con el
fin de evaluar el grado de autenticidad de los dichos y acciones del Jesús histórico.
Por supuesto, existen infinitas modificaciones a este cuadro. Se ha convertido en un lugar
común enfatizar que esos retratos liberales de Jesús tienen la incómoda costumbre de recordar a
los artistas que los dibujan, o al menos a los artistas tal como les gustaría imaginarse a sí mismos.
Por sí misma, sin embargo, esta observación, aunque cierta, es un golpe bajo. Necesitamos cavar
más profundo y ver mejor lo que está sucediendo.
Los intentos de reconstruir un “Jesús” más allá del proporcionado por el cristianismo clásico
se remontan en la época moderna a H. S. Reimarus (1694-1768). Reimarus escribió en el apogeo
de la rebelión de la Ilustración contra el cristianismo clásico, conocido y despreciado. El autor se
equipara, en el contexto del estudio de los evangelios, a Voltaire, el gran escritor francés del siglo
XVIII, con su grito de batalla Écraser l’infame: “Exterminar el escándalo”—es decir, el
“escándalo” del cristianismo oficial, la postura de la iglesia y su hipocresía. Si bien algunos
teólogos han hablado de “la fe que busca la comprensión”, Reimarus y sus seguidores e imitadores
han operado (hasta el día de hoy) más en el modo de la “unfaith” (ausencia de fe) que busca la
validación histórica. Este espíritu está vivito y coleando en los mercados eruditos y populares. Sin
embargo, aquí está el problema: al igual que las llamadas lecturas “ortodoxas”, aunque por razones
casi opuestas, esta lectura reduccionista de los evangelios simplemente ignora la historia que los
mismos evangelios anhelan contar. Lo único que hicieron esos movimientos fue invertir la lectura
“ortodoxa” para resaltar lo de en medio a expensas del principio y el final. Sin embargo, esto
realmente no aumentó la comprensión del material de en medio en sí mismo, ni comenzó a abordar
la cuestión de por qué los evangelios cuentan la historia de la manera en que lo hicieron, con su
cuidadosa y sutil integración del principio y el fin con lo de en medio; de hecho, sin indicación
alguna de que estaban siquiera conscientes de que se trataba de dos tipos diferentes de material.
Frente a estos desafíos, los llamados eruditos y maestros cristianos “ortodoxos” tuvieron una
de dos reacciones. Primero, muchos, incluido yo mismo, aceptamos el desafío histórico y
buscamos responder a él. Cuando realmente se estudia la evidencia, es posible ofrecer una figura
de Jesús históricamente arraigada, mucho más plena y positiva que la construida por el
reduccionismo liberal. Participar en este trabajo no significa, como suponen algunas personas, que
primero debamos aceptar la cosmovisión reduccionista de la Ilustración. Varias personas
estudiaron historia antes del siglo XVIII; la palabra “historia” no significa simplemente “lo que
admitiría un buen escéptico del siglo XVIII”. En la segunda reacción, muchos cristianos devotos,
incluidos muchos eruditos y teólogos, se mostraron indiferentes a la “búsqueda” y cualquier
imperativo relacionado con la investigación histórica sobre Jesús. Seguramente, dicen, deberíamos
quedarnos con lo que nos ha dado nuestra gran tradición en lugar de jugar con las reconstrucciones
históricas que ofrecen los escépticos; no debemos ir más atrás de los evangelios que Dios nos ha
dado para así poder inventar algo diferente para nosotros.
Sigo creyendo que la primera posición está justificada, aunque defenderla no forma parte de
este libro. Mi problema con la segunda posición es que nos devuelve una vez más al problema del
credo y el canon, o incluso del “evangelio” y los “evangelios”. ¿Cómo podemos escapar de esta
trampa?
¿El evangelio social de Jesús?

En este punto, debemos examinar el lado más positivo de esta figura de “lo de en medio sin el
principio y el final”. Como sugerí hace un momento, muchos cristianos devotos, sin negar los
elementos del credo (nacimiento virginal, resurrección, etc.) han visto las obras de Jesús como el
“reino de Dios” en la práctica. Los pobres son liberados de su deplorable situación; los hambrientos
son alimentados; los huérfanos y las viudas reciben justicia; los enfermos se curan, etc. Muchos
cristianos, sostenidos por la oración, los sacramentos y la comunión en la iglesia, se han entregado
enérgicamente a estas y otras causas en sus diferentes épocas. A veces al menos integraron la
doctrina de la encarnación en lo que intentaron hacer. En Jesús, dijeron, Dios bajó y se arremangó
en el mundo real, así que debemos hacer lo mismo. A fines del siglo XIX, el autoproclamado
movimiento del “socialismo cristiano” trabajaba precisamente sobre esa base, a menudo con una
rica mezcla de espiritualidad, práctica sacramental y teología bíblica, y con resultados
impresionantes. Pienso, por ejemplo, en el gran erudito bíblico y obispo de Durham, Brooke Fosse
Westcott, quien combinó una erudición textual detallada y precisa con un ferviente compromiso
con las zonas más pobres del noroeste de Inglaterra.
Muchos movimientos de reforma social en varios momentos durante el siglo XIX dan
testimonio de esa actitud, particularmente la presión que condujo a la abolición de la esclavitud.
Luego, a principios del siglo XX, el movimiento conocido como el “evangelio social” dejó su
impronta, no precisamente por ignorar el “manto” del dogma antiguo, sino por centrarse en cambio
en las acciones de Jesús y el mandato dado a sus seguidores de comportarse de la misma manera.
Mateo 25:31-46 se ha destacado a menudo en relación con el evangelio social: “Lo que hicisteis
con algunos de mis hermanos más pequeños”, declara Jesús en relación con el hambriento que
necesitaba comida, el preso que necesitaba una visita, etc. “a mí me lo hicieron”. En contraste, “lo
que no hiciste… a mí no me lo hiciste” [NVI]. Sin embargo, el talón de Aquiles del “evangelio
social” fue que muchos de sus entusiastas estaban enfocados, como los eruditos críticos de la
época, en lo de en medio más que en el principio y el final; por lo tanto, se malentendió el centro.
Al intentar retratar a un Jesús que se preocupó por los pobres sin necesidad de ser el hijo de Dios
encarnado o sin necesidad de morir por los pecados del mundo y luego resucitar corporalmente, se
podría argumentar que los partidarios del movimiento falsificaron incluso las partes que estaban
señalando.
Sin embargo, el problema con todo esto no es solo teórico (“¿Cómo puedes elegir algunas
partes de la historia del evangelio y dejar fuera otras?”). El problema es que, un siglo después de
que el “evangelio social” alcanzara su apogeo, el mundo, incluido el mundo occidental, todavía
parece ser un lugar de gran maldad. La codicia y la corrupción, la opresión de los pobres, la
violencia y la degradación, la guerra y el genocidio continúan sin control. No fue sólo el Jesús de
la imaginación popular, entonces, quien esperó que sucediera algo dramático y se desilusionó. El
“evangelio social” puede haber ayudado a restaurar algunos lugares sórdidos, reducir las horas de
trabajo de mujeres y niños en fábricas y similares. Maravilloso. Sin embargo, la falta de vivienda
y el trabajo esclavo siguen siendo realidades en el mundo occidental moderno, y en muchos otros
lugares. ¿Podemos decir realmente que algo ha cambiado?
Frente a este problema, es justo preguntarse: ¿qué diferencia habría si “la parte de en medio”
de los evangelios estuviera integrado con el principio y el final”? ¿Qué pasaría si el manto ya no
estuviera vacío?

¿Jesús habló de sí mismo?

Uno de los comentarios que ahora se ha vuelto común en el contexto de la lectura “liberal” de los
evangelios va algo así: aparentemente, Jesús andaba hablando de Dios; pero sus seguidores, que
formaron la iglesia primitiva, andaban hablando de Jesús. Este pensamiento ha servido de marco
para una reinterpretación liberal de los evangelios frente a los credos, que parecen obsesionados
por definir algo que el mismo Jesús no parece haber aclarado, a saber, la naturaleza precisa de su
relación ontológica con Dios Padre. Ciertamente, cuando leemos los evangelios, incluso el
evangelio de Juan, y volvemos a los grandes credos, esta sugerencia parece contener una pizca de
verdad. Los credos definen y enfatizan algo que nunca se dice de esta manera en los evangelios.
Sin embargo, como muchos de los puntos aparentemente comprobados por el liberalismo, la
idea se disuelve cuando se analiza con mayor profundidad. Es una buena forma de ridiculizar, por
supuesto, el complejo de superioridad de los dogmáticos; sin embargo, al mismo tiempo, lo
reemplaza con otro complejo de superioridad moderno: “¡Ustedes, los llamados cristianos
ortodoxos, se sienten superiores por creer en la divinidad de Jesús, mientras que nosotros, los
lectores modernos e históricamente conscientes, nos sentimos superiores por haber descubierto
que Jesús mismo nunca pensó en sí mismo de esa manera!” Por lo tanto, la adoración de Jesús por
parte de la iglesia puede ser “expuesta”, piensan algunos, como una falsificación de lo que Jesús
mismo dijo o pensó. De hecho, sin embargo, cuando se analiza el tema más de cerca, el plan liberal
fracasa, ya que Jesús sí habla de Dios, pero precisamente para explicar su propio trabajo a favor
del reino. Como veremos, esto se enfatiza una y otra vez en la presentación de los evangelios.
Sin embargo, el argumento no brinda consuelo instantáneo a aquellos “conservadores” que
niegan la validez de la investigación histórica (“No queremos ‘engañar al canon’; así que
continuemos con la gran tradición”). Aquí está el problema en términos precisos: la gran tradición
siempre ha enfatizado los cuatro evangelios en oposición a las alternativas gnósticas. Además, es
en los cuatro evangelios canónicos, no en alguna reconstrucción sospechosa anterior o posterior,
que encontramos el gran énfasis en la venida del reino de Dios en los eventos que involucran la
vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesús. A pesar de esto, la venida del reino está
evidentemente ausente no solo de los credos sino también del “evangelio” tal como se establece
en las iglesias de la Reforma. Si nuestro deseo es aferrarnos a la gran tradición, debemos estar
preparados para tomar los evangelios más en serio.
Incluso podríamos tomar la siguiente declaración como un axioma: cuando la iglesia omite
partes de su enseñanza esencial, los herejes la tomarán, la convertirán en algo nuevo y la usarán
para difundir la duda y la incredulidad. Pero la reacción adecuada a esto, ya sea en el siglo II o en
el siglo XXI, nunca debería ser simplemente descartar por completo la enseñanza herética y
continuar como si nada hubiera pasado. La reacción apropiada es mirar cuidadosamente para ver
cuál flanco quedó desprotegido, qué parte de la enseñanza principal quedó afuera, dónde no se
conservó el equilibrio canónico. Sólo entonces será posible comenzar a reincorporar lo que falta
en una nueva y completa declaración de la fe cristiana. Después de todo, se puede establecer otro
axioma de la siguiente manera: cuando la iglesia omite partes de su enseñanza esencial,
eventualmente enfatizará demasiado otras partes para llenar el vacío. (En otras palabras, si excluye
el reino terminará hablando más de lo necesario en su “cristología” sobre la naturaleza
divina/humana de Jesús). Esto no quiere decir que la enseñanza esencial exagerada esté
equivocada. En la extraña providencia de Dios, esta enseñanza puede incluso ser el medio por el
cual las personas sean guiadas a enfocarse más intensamente en áreas vitales. Sin embargo, esto
siempre debe ser solo una medida provisional. Utiliza todos los recursos que puedas para aparcar
el Nuevo Testamento en un lugar seguro y sal a dar un paseo para recoger algunas flores de la
zona. Pero asegúrate de volver al Nuevo Testamento cuando quieres continuar tu viaje.

El desafío subyacente oculto: la teocracia

Cuando examinamos los movimientos más amplios del pensamiento y la cultura en el siglo XVIII,
descubrimos algo de enorme importancia para nuestra comprensión de por qué los evangelios se
leyeron de la manera en que se leyeron. En el corazón de la “Ilustración” yacía una determinación
resuelta de que “Dios”, quienquiera que fuera, ya no debería interferir, directamente o a través de
aquellos que pretendían ser portavoces, en los asuntos de este mundo. Como la “humanidad había
madurado”, no había lugar para la teocracia. Era así de simple. Dios había sido aislado, como el
viejo y debilitado jefe que dirigía la empresa, pero que ahora ha sido reemplazado. Sin duda tiene
un lugar simbólico de “honor”, una acogedora oficina donde sentarse e imaginar que sigue al
mando. Sin embargo, nadie se deja engañar. Ahora, es la nueva generación la que dirige el negocio.
Los más jóvenes lo saben, y es bueno que los seguidores del viejo jefe se acostumbren a la idea.
Así, para la Ilustración europea y norteamericana, Dios se había superado y relegado a una posición
de “honor” totalmente inútil.
Sin embargo, el propósito de los evangelios es contar la historia de cómo Dios se convirtió en
rey, en la tierra como en el cielo. Fueron escritos para afirmar el reclamo específico contra el cual
los movimientos filosóficos, culturales y particularmente políticos del siglo XVIII estaban
reaccionando con tanta hostilidad. Detrás de los intentos de Reimarus y otros, cuya sugerencia era
que el “reino de Dios” en la enseñanza de Jesús se refería a una revolución militar violenta o al
“fin del mundo”, estaba la siguiente determinación: asegurarse de que Dios se mantendría fuera de
la vida real. No fue el “resultado” de una nueva investigación; fueron los propios supuestos
filosóficos y teopolíticos los que habían impulsado la investigación en primer lugar.
Me parece que este es el verdadero problema con el escepticismo histórico posterior a la
Ilustración. No era sólo su insistencia en cuestionar cada elemento del relato evangélico
(“milagros” y demás) y de los dogmas de la encarnación, expiación, resurrección, etc. David
Hume, un filósofo escocés cuyo rechazo a lo milagroso todavía domina muchas mentes, es solo
un elemento del cuadro. Junto a él están Hobbes, Rousseau, Voltaire y, no menos importante,
Thomas Jefferson, arquitectos no solo de una nueva “ola de opinión”, sino también de un nuevo
esquema político. La separación que introdujeron entre la fe y la vida pública, la religión y la
política, es exactamente la misma que establecieron Reimarus y otros entre (lo que vino a llamarse)
el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.
Esta filosofía no era nueva. Naturalmente, a los filósofos en cuestión les gustaba presentarla
como tal, y los avances simultáneos de la ciencia y la tecnología les permitieron sugerir que se
trataba de hecho de una era completamente nueva en la historia mundial. Pero era todo lo contrario:
la filosofía principal de la Ilustración no era más que una versión de la antigua filosofía de Epicuro,
cuya enseñanza era que los dioses, si existían, estaban muy lejos del mundo humano y no se
preocupaban por él. Como resultado, el mundo tal como lo conocemos crece, cambia y se
desarrolla bajo su propio ingenio, como si fuera a través de una fuerza inherente. Si se aplica esto
al estudio científico de los orígenes, el resultado es la evolución darwiniana⎯tampoco una idea
nueva, sino la conclusión lógica que surge una vez removidos el control y la intervención divinos.
En lugar de “descubrir los pensamientos de Dios”, la ciencia ahora estudiaba el mundo como si
Dios no existiera. Si se aplica a la ciencia política, el resultado es la democracia: la sociedad se
ordena de acuerdo con sus propios deseos y caprichos, miedos y modas. En lugar del “derecho
divino” de los gobernantes, la política ahora ordenaba el mundo—al menos en Francia y los
Estados Unidos—sobre la base de una estricta separación entre iglesia y estado.
Solo cuando se sacan a la luz estas conexiones y paralelos queda claro por qué, desde el siglo
XVIII en adelante, la gran estructura de investigación sobre los evangelios hizo ciertas preguntas
y propuso ciertas respuestas. Tener que elegir entre el fallido revolucionario judío de Reimarus y
el fallido visionario apocalíptico de Schweitzer es, según los mismos evangelios, elegir entre
alternativas falsas. Ni Reimarus ni Schweitzer estaban dispuestos a considerar la posibilidad,
categóricamente propuesta por los evangelios, de que en la persona de Jesús el Dios de Israel—es
decir, el Dios creador—había confundido a los epicúreos y a todos los demás grupos al convertirse
en rey en la tierra como en el cielo. Se trataba de la teocracia, pero de un tipo radicalmente diferente
de todo lo que se hubiera imaginado durante muchísimo tiempo. Pero el mundo posterior a la
Ilustración, incluso el mundo devoto, piadoso, evangélico o católico posterior a la Ilustración, no
estaba preparado para aceptarlo. Si se hubiera planteado el tema de la teocracia, habría sonado a
clero corrupto y perezoso que intentaba intimidar a una población débil, o a Jorge III, que envió
obispos a las colonias para mantener el control sobre ellas. La teocracia no la deseaban ni los
reformadores escépticos ni los piadosos “ortodoxos”, ambos contentos, como los rabinos después
de la revuelta de Bar-Kojba, de abandonar la visión del reino de Dios en la tierra y retirarse a un
mundo de piedad privada, un mundo de “religión”.
La razón por la cual hablar de Jesús en su contexto histórico ha sido tan difícil, en otras
palabras, no es simplemente que los evangelios sean documentos muy complejos, aunque por
supuesto eso es parte del problema. La razón subyacente es que se han hecho las preguntas
equivocadas, tanto por parte de los “liberales” y los “radicales” como de los “conservadores” y los
“ortodoxos”. Los evangelios no fueron escritos para responder las preguntas que se hicieron, y las
cuestiones que los evangelios realmente abordan, tanto política como teológicamente, han sido
ignoradas. Es hora de examinarlas de nuevo.

La respuesta de la ortodoxia

Reimarus y sus colegas no fueron las únicas personas que leyeron los evangelios en el siglo XVIII.
En el contexto eclesiástico, el desafío de los escépticos puso a la iglesia a la defensiva. ¿Jesús era
realmente divino? La iglesia del siglo XVIII estaba preocupada por demostrarlo, lo que resultó en
una lectura de los evangelios en busca de algo equivocado. ¡Los milagros! Aquí está la clave,
decían los apologistas. Jesús realizó milagros, demostrando así que él era el divino Hijo de Dios.
Hoy, para muchas personas, la pregunta sigue planteándose en la línea del siglo XVIII, y se sienten
obligados a dar las mismas respuestas que en el siglo XVIII. Pero eso es un error. El Antiguo
Testamento muestra a muchas personas realizando “milagros” (Moisés, Elías y Eliseo, solo por
nombrar algunos), y desde entonces nadie ha supuesto que esto significara que eran “divinos”, y
mucho menos “la segunda persona de la Trinidad”. Preguntas como estas han dominado la
discusión tanto que cualquier cosa que digamos sobre ellas ahora puede ser malinterpretada. Aun
así, debemos analizar el asunto.
Aparte de los apologistas, cuyo argumento era que Jesús realmente caminó sobre el agua y
sanó a los enfermos, demostrando así su verdadera divinidad, el siglo XVIII vio grandes
avivamientos, particularmente a través del movimiento metodista dirigido por John Wesley,
Charles Wesley y George Whitefield. Su teología y su comprensión de los evangelios son temas
separados sobre los que no estoy calificado para escribir. Sin embargo, sospecho que el énfasis
wesleyano en la experiencia cristiana—tanto la “experiencia” espiritual de conocer el amor de
Dios en el corazón y la vida como la “experiencia” práctica de una vida personal santa y la obra
de la justicia de Dios en el mundo—bien puede ser citado como evidencia de un movimiento en el
que partes de la iglesia en realidad integraron diversos elementos de los evangelios, una síntesis
que la mayoría de los cristianos occidentales han permitido que se desmorone. Sin embargo,
incluso en el metodismo, no siento que los instintos refinados de los primeros líderes hayan
conducido a una comprensión enriquecida y prolongada de los textos centrales de la iglesia, es
decir, los evangelios mismos.
En mi opinión, la tradición occidental, al menos tal como se transmite en los siglos XX y XXI,
carece del mensaje devastador y desafiante que encuentro en los cuatro evangelios: ¡Dios se ha
convertido en rey, en y a través de Jesús! Ha surgido una nueva realidad. Se ha abierto una puerta
que nadie puede cerrar. Ahora, Jesús es el legítimo Señor del mundo, y todos los demás señores
deben postrarse ante él. Este es un mensaje escatológico, no en el sentido trivial de que anuncia el
“fin del mundo” (lo que sea que eso signifique), sino en el sentido de que era justo lo que iba a
suceder cuando la esperanza de Israel se cumpliera; y la esperanza de Israel no era que el espacio-
tiempo se derrumbara, sino que la tierra se llenara de la gloria de Dios. Es, sin embargo, un mensaje
escatológico inaugural, afirmando que este “algo” realmente sucedió en (y a través de) Jesús y
todavía no se parece a lo que la gente imaginaba. Esa es la historia que cuentan los evangelios.
Pero si ese es el caso, si Dios se ha convertido en rey del mundo a través de Jesús, entonces
nadie puede permanecer indiferente. Esa es la idea que plantean los cuatro evangelios, pero que
los credos parecen ignorar por completo y que los reformadores, así como los movimientos
“evangélicos” posteriores, también ignoraron en su anhelo por el “evangelio” de la salvación
personal. La iglesia siguió leyendo Mateo, Marcos, Lucas y Juan, pero sin ningún aporte de las
grandes tradiciones reformadas y de los credos, de lo que realmente dicen esos evangelios.
Así que mi planteamiento en este libro es que los cuatro evangelios canónicos piensan que
están contando la misma historia que cuenta Pablo en algunos de sus pasajes más centrales y
característicos: que la historia de Jesús es la historia de cómo el Dios de Israel se convirtió en rey.
Así es como, en los hechos relacionados con Jesús de Nazaret, el Dios de Israel se ha convertido
en el rey del mundo entero. Esta es la historia olvidada de los evangelios, y ni siquiera nos damos
cuenta de que esto es exactamente lo que están tratando de decirnos. Como resultado, todos los
hemos malinterpretado.
Una indicación de lo lejos que estamos en este momento es la reacción natural que muchos
probablemente han tenido ante la palabra “teocracia”. Algunos lectores pueden, metafórica o hasta
literalmente, llevarse las manos a la boca con asombro: “¡Nunca quisimos escuchar eso! Incluso
si fuera cierto que Dios se convirtió en rey, ¿qué significa eso? ¿El loco y corrupto gobierno del
clero? En todo caso, la idea no es más que una mentira: ¿no es cierto que el mundo sigue un caos
total y que los seguidores de Jesús contribuyeron a ello? ¿El reino de Dios no era algo que tenía
que ver con el fin del mundo? Y cómo eso no sucedió, ¿no tenemos razón al ver las cosas de
manera diferente? Y si de alguna manera creemos que Jesús es exaltado o entronizado,
seguramente estamos hablando de una realidad puramente espiritual, ¿no? ¿No cantamos en
Semana Santa ‘Jesús en el cielo ya es rey / donde, con los ángeles, ‘Aleluya’ yo cantaré’?”
Sí, así es. Desafortunadamente. De hecho, en mi función como obispo de Durham, solía insistir
en que cambiáramos esa línea por “Jesús en la tierra ahora es Rey / Y con los ángeles, ‘Aleluya’
yo cantaré”. De esto precisamente se trata la Semana Santa. Pero antes de llegar a ese punto,
debemos retroceder varios pasos y mirar más ampliamente lo que la gente hizo con las “partes
intermedias” de los evangelios una vez que se les olvidó la historia que los evangelistas realmente
querían contarnos.
CAPÍTULO 3

Las respuestas inadecuadas

Entonces, ¿qué han hecho normalmente las iglesias con las “partes de en medio”, con el “cuerpo”
dentro del “manto”? En ocasiones he desafiado a grupos de clérigos y laicos a que me digan qué
dirían ellos o sus feligreses si se les preguntara de qué se trata todo “lo de en medio”. ¿Cuál es el
propósito, les pregunté, de las curaciones y las fiestas, del Sermón en el Monte y las controversias
con los fariseos, del apaciguamiento de la tempestad, de la confesión de Pedro en Cesarea de
Filipo, etc.? ¿De toda esa riqueza de material que nos ofrecen los evangelios desde el nacimiento
de Jesús, o al menos su bautismo, así como su juicio y muerte? Los pastores y predicadores que
leen este libro quizás prefieren considerar el asunto de la siguiente manera: si le preguntaras a tu
congregación sobre esto, ¿qué crees que dirían? De hecho, ¿qué esperaría tu congregación que tú
dijeras acerca de los evangelios y de qué se tratan?
Las respuestas que recibí fueron reveladoras. Aparentemente, la tradición de la Iglesia ha
ofrecido al menos seis tipos de respuestas diferentes, todas, en mi opinión, inadecuadas. Ninguna
de ellas corresponde realmente a lo que dicen los cuatro evangelios.

Cómo ir al cielo

La primera respuesta inadecuada es que Jesús vino a enseñar a la gente cómo ir al cielo. Esto es,
creo, un gran y grave malentendido.
No me malinterpretes. Todo el Nuevo Testamento demuestra que Dios tiene preparado un
maravilloso futuro para su pueblo después de la muerte física, culminando en el nuevo mundo de
resurrección, es decir, en el nuevo cielo y la nueva tierra. He escrito sobre esto en detalle en otro
libro (especialmente en Sorprendidos por la Esperanza9). Pero evidentemente no es de eso de lo
que tratan los evangelios.
El problema surgió principalmente porque, durante siglos, los cristianos de las iglesias
occidentales asumieron que el gran objetivo de la fe cristiana era “ir al cielo”; así, toda la lectura
que hicieron fue a la luz de ese pensamiento. Como dice el refrán, para un hombre con martillo,
todos los problemas parecen ser clavos. Para el lector interesado en el éxtasis después de la muerte,

9
Sorprendidos por la esperanza: repensando el cielo, la resurrección y la vida eterna. Convivium Press, Miami,
2011.
todo lo que las escrituras parecen decir es cómo “ir al cielo”. Sin embargo, como veremos, ese no
es el caso.
Esta lectura equivocada ha adquirido cierta credibilidad a partir de dos expresiones que
aparecen regularmente en los evangelios, cuyo significado, al menos en las iglesias occidentales,
se ha interpretado como una referencia al “cielo”. La primera expresión ocurre muchas veces en
el Evangelio de Mateo. Por ser el primer evangelio en el canon y por ocupar esa posición al
principio de la historia de la iglesia, Mateo también ejerce una influencia considerable en cómo el
lector entiende los otros evangelios. En Mateo, Jesús habla a menudo del “reino de los cielos”,
mientras que en otros evangelios suele hablar del “reino de Dios”. Millones de lectores, al darse
cuenta de que el Jesús retratado por Mateo habla de esto o aquello “para que puedan entrar en el
reino de los cielos”, suponen, sin mucha consideración, que esto significa “para que puedan ir al
cielo después de la muerte”.
Sin embargo, eso no era lo que Mateo y Jesús tenían en mente. Ambos aclaran lo que significa
la frase. Piensa en el Padrenuestro en medio del Sermón del Monte en Mateo 5‒7. En el centro de
la oración misma, encontramos a Jesús enseñando a sus discípulos a orar para que venga el reino
de Dios y para que se haga su voluntad “como en el cielo, así en la tierra”. El “reino de los cielos”
no se trata de que la gente vaya al cielo. Es el gobierno del cielo que viene a la tierra. Cuando
Mateo dice que Jesús habló sobre el reino de los cielos, quiere decir que el cielo, en otras palabras,
el Dios de los cielos, también está extendiendo su gobierno soberano sobre la tierra.
Es cierto que la expresión “reino de los cielos” parece haber sido entendida desde el principio
en la iglesia no en el sentido usado en el primer siglo (el gobierno de Dios se hizo realidad en esta
tierra), sino en el sentido muy diferente de “los cielos” como un lugar lejano, donde Dios reina y
acoge a todo seguidor de Jesús. Este parece ser el caso del conocido himno Te Deum Laudamus
(“A ti, oh Dios, te alabamos”), que data del siglo IV. En el himno encontramos la frase (en la
traducción adoptada por el Libro de Oración Común): “Tú, vencedor del estímulo de la muerte,
has abierto el reino de los cielos a los fieles”. Lee el evangelio de Mateo con esta línea en mente
y seguramente verá “el reino de los cielos” como un lugar al que el cristiano, al que se le ha
impedido entrar debido al pecado, puede ahora, a través de la muerte de Jesús, tener acceso.
Además, aunque el himno no lo dice exactamente, sí sugiere un paralelo: Jesús abrió el “reino” a
través de su muerte; por lo tanto, asumimos que es después de la muerte que el cristiano entra en
ese “reino”. Sin duda, así es como generaciones de cristianos entendieron esa parte del Te Deum
al recitarlo o cantarlo. El sentido, sin embargo, está muy lejos de lo que pretendía Mateo. Es como
si recibieras una carta del Presidente de los Estados Unidos en la que él se invita solo a quedar en
tu casa y tú, de la emoción, malinterpretas la información, asumiendo que en realidad te está
invitando a quedarte en la Casa Blanca.
La segunda expresión que habitualmente se ha malinterpretado en relación con “el reino” es
“la vida eterna”. Una vez más, la suposición de larga data de que los evangelios existen para
decirnos “cómo llegar al cielo” ha determinado cómo la gente “escucha” esa frase. De hecho, en
el español moderno, la palabra “eternidad” se ha utilizado regularmente no solo para referirse a un
destino “celestial”, sino para decir algo específico sobre él, a saber, que el cielo estará de alguna
manera fuera del tiempo y, probablemente, también del espacio y materia. ¡Una eternidad
incorpórea y atemporal! La idea proviene de Platón, no de la Biblia, y sirve como una medida de
cuán lejos se ha alejado el cristianismo occidental de sus primeras bases, hasta el punto en que
apenas se da cuenta. De todos modos, con base en esa suposición, cuando encontramos la frase
griega zoe aionios en los evangelios (y en todas las cartas del Nuevo Testamento), y cuando
generalmente lo traducimos como “vida eterna”, naturalmente asumimos que este concepto de
“eternidad” es la forma correcta de entenderlo. “Porque de tal manera amó Dios al mundo”, alega
el famoso texto de Juan 3:16 (NVI), “que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en
él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. Ahí está, piensa la mayoría de los lectores cristianos.
Esa es la promesa bíblica del éxtasis celestial eterno.
Pero no lo es. En los muchos lugares donde la frase zoe aionios aparece en los evangelios y en
las cartas de Pablo, la expresión se refiere a un aspecto de la antigua creencia judía sobre cómo se
dividía el tiempo. Desde esta perspectiva, hay dos “aiones” (a veces usamos la palabra “eón” en
este sentido): la “edad presente” (hebreo, ha-olam hazeh) y el “siglo venidero” (ha-olam ha-ba).
La “era venidera”, como creían muchos judíos, llegaría algún día, trayendo la justicia, la paz y la
sanidad de Dios a un mundo que gime y se afana en la “era actual”. Puedes ver a Pablo refiriéndose
a esta idea en Gálatas 1:4, cuando habla de Jesús entregándose a sí mismo por nuestros pecados
“para librarnos del presente siglo malo”. En otras palabras, Jesús inauguró y estableció la “era
venidera”. Pero no tiene sentido decir que esta “era venidera” es “eterna” en el sentido de estar
fuera del espacio, el tiempo y la materia. En absoluto. Los antiguos judíos eran monoteístas
creacionistas. Para ellos, el gran propósito futuro de Dios no era rescatar a la gente del mundo,
sino rescatar al mundo mismo, incluyendo a la gente, de su actual estado de corrupción y
degradación.
Si remodelamos nuestra manera de pensar en este contexto, la frase zoe aionios se referirá a la
“vida de la era”⎯en otras palabras, la “vida de la era venidera”. Cuando, en Lucas, el joven rico
le pregunta a Jesús: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (18:18,
NVI), no está preguntando acerca de ir al cielo después de la muerte. El joven pregunta por el
nuevo mundo que Dios traerá, un nuevo tiempo de justicia, paz y libertad, que Dios ha prometido
a su pueblo. En particular, el joven preguntó cómo podía estar seguro de que él, después de que
Dios hubiera hecho todo eso, compartiría con los que heredarán ese nuevo mundo y compartirán
esa vida. Por eso, en mi propia traducción del Nuevo Testamento, Lucas 18:18 dice: “Maestro
bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida del siglo venidero?” Asimismo, no termino Juan 3:16
con “vida eterna”, sino con “participar en la vida de Dios en el siglo venidero”.
Entre los diversos resultados de este malentendido está el sincero intento de hacer que todo el
material de la carrera pública de Jesús se refiera de alguna manera a una supuesta invitación a “ir
al cielo”, no al desafío actual del reino de venir a la tierra tal y como ya está en el cielo. No
tendríamos tiempo para detallar malentendidos adicionales que resultaron de esta lectura, pero
podemos informar sobre al menos uno. Las controversias de Jesús con sus oponentes, en particular
los fariseos, se han interpretado generalmente sobre la base de la siguiente suposición: que los
fariseos tenían un sistema para “ir al cielo” (en su caso, guardando muchas reglas estrictas y
minuciosas) y Jesús tenía otro, un camino más fácil, en el que Dios relajó las reglas y lo hizo todo
mucho más sencillo. Como mucha gente ya sabe, esa idea no hace justicia ni a los fariseos ni a
Jesús. De alguna manera, debemos aprender a pensar de una manera diferente y más desafiante de
leer los evangelios.

Las enseñanzas ética de Jesús

Un segundo enfoque popular del material que se encuentra “en las partes de en medio” de los
evangelios entiende dicho material en términos de las enseñanzas de Jesús, particularmente lo que
llamamos “la ética” o la conducta apropiada. Es común que la gente de nuestra cultura, tanto dentro
como fuera de la iglesia, evoque el Sermón del Monte como una especie de manifiesto
(recientemente vi que el Sermón del Monte se colocaba junto a la Declaración de Independencia
de los Estados Unidos y el Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx), estableciendo la visión
de Jesús de una buena vida humana. La suposición, entonces, es que Jesús vino como un gran
maestro cuya carrera lamentablemente fue truncada por personas a las que no les gustó lo que dijo.
De hecho, he oído decir que, al menos en la Gran Bretaña poscristiana, la mayoría de las personas
que piensan en Jesús o en los evangelios suponen que Jesús era un maestro de la moralidad y que
los evangelios son una colección de enseñanzas morales. (Quizás es por eso que el filósofo A. C.
Grayling pudo cometer el error de producir una “Biblia del Ateo” cuyo contenido no es más que
una colección de sabias enseñanzas morales. No contiene relato alguno. Lo que Grayling produjo
no es una Biblia).
Por supuesto, hay algo de verdad en esto. El llamado de Jesús a Israel a ser una nación
auténtica, una vez que él estuvo presente, se convierte directamente en un desafío, en una
invitación, una forma totalmente nueva de actuar como ser humano. Este camino se caracteriza
especialmente por el perdón: el perdón de Dios ofrecido a las personas y nuestro perdón ofrecido
unos a otros. Todo esto formó un programa ideológico completamente nuevo para la mayoría de
los oyentes de Jesús, que tuvo que ser expuesto, explicado, repetido, ilustrado y enseñado en forma
general. Así que, Jesús sí fue sin duda un “maestro”. De hecho, la gente a veces se dirigía a él
como tal, y Jesús nunca les advirtió de que estaban equivocados al hacerlo.
De hecho, sin embargo, los significados que normalmente asociamos con la palabra “maestro”
ni siquiera se acercan a la realidad que encontramos en los evangelios. Para nosotros, “maestro”
generalmente sugiere la transmisión de la sabiduría antigua, quizás con una nueva variante, pero
siempre en consonancia con el plan de estudios estándar. Sin embargo, lo que Jesús estaba
anunciando era algo mucho más grande, algo mucho más sorprendente. Para usar una ilustración
musical, a menudo se ve a Jesús como alguien que puede “enseñarte” a tocar el piano para que
puedas tocar Mozart o Beethoven. Jesús, sin embargo, era más como alguien que acababa de
inventar un instrumento completamente nuevo, escribió algunas canciones alucinantes para él y
ahora estaba “enseñando” a la gente a tocar una nueva canción en ese nuevo instrumento. Jesús
anunció que estaba naciendo un mundo completamente nuevo y “enseñó” a la gente cómo vivir en
ese mundo completamente nuevo. Es en ese nivel que debemos aceptar la idea de Jesús como
“maestro” y matizarla o modificarla radicalmente. De hecho, la modificación debe realizarse ante
el anfitrión. Solo puedes entender la idea de “enseñar” cuando entiendes el panorama general de
lo que Jesús estaba haciendo.
Sin esa visión más amplia, palabras como “maestro” o “enseñanza” pueden resultar en un
significado seriamente disminuido de lo que los evangelios tratan de decirnos acerca de Jesús. El
concepto de “enseñanza” puede sucumbir fácilmente a una imagen estándar popular de Jesús como
uno de los grandes “maestros religiosos” del mundo, junto con Buda, Mahoma, etc. En otras
palabras, hay algunas cosas que llamamos “verdades religiosas”, descubiertas y enseñadas por
algunas grandes almas, y Jesús fue solo una de esas grandes almas, solo otro de esos grandes
maestros. Es común encontrar personas interesadas en insistir en que las enseñanzas de Jesús eran
“idénticas” a las de Buda u otro gran maestro. Al parecer, quieren asegurarse de que la afirmación
mucho más específica de Jesús de que el Dios de Israel estaba inaugurando un nuevo proyecto de
creación en él y por él sea abandonada y olvidada. Jesús como “maestro” es mucho menos
peligroso que el Jesús que los evangelios realmente presentan.
Sospecho que la mayoría de los cristianos de hoy pueden identificar este reduccionismo. Pero,
¿saben estos cristianos qué poner en su lugar? ¿O la mayoría de los cristianos simplemente
sustituirían una cierta versión de la primera respuesta, a saber, que Jesús vino para que pudiéramos
ir al cielo? En los evangelios Jesús es sin duda un gran maestro y alguien digno de imitar. Sin
embargo, él es mucho más. Y es este “mucho más” lo que la iglesia ha encontrado tan difícil de
entender y expresar.

Jesús, el ejemplo moral

Otra postura estándar que a veces adoptan las personas cuando preguntan por qué los evangelios
les dicen a sus lectores lo que Jesús hizo en su carrera pública, es la sugerencia de que estaba
ofreciendo un ejemplo de cómo vivir. Su generosidad y amor total, y su valiente reprensión de la
impiedad y la opresión, forman una combinación formidable, especialmente cuando se suma a su
aparente aprecio por las fiestas por un lado y la oración por el otro. Agrega también su capacidad
perspicaz para resumir situaciones, personas y problemas con una frase compasiva, o para
descubrir un nuevo significado usando una historia ordenada y reveladora. “¡Qué hombre más
maravilloso!”, nos decimos. A diferencia de muchos moralistas, pasados y presentes, la propia
vida de Jesús fue consistente con sus enseñanzas tan rigurosas. A veces se acusaba a Jesús de
quebrantar sus propios estándares (cuando maldijo la higuera, por ejemplo), pero la mayoría de la
gente aceptaba la descripción de él en los evangelios como la personificación de una mezcla de
sabiduría, amor, santidad y verdad, promovido por él como el verdadero estándar de la vida
humana. Por eso, la idea de Jesús como “maestro” a veces es más elaborada, de manera que la
gente lo ve como un “ejemplo de la moralidad”. Como afirman muchos, Jesús vino a “mostrarnos
el camino”, “mostrarnos cómo hacer las cosas”.
Pero eso es parte del problema: tanto la idea de que Jesús no era más que un gran maestro como
la suposición de que los evangelios se escribieron para presentarlo como tal. Como ya escribí en
otra parte (en Después de creer10), leer historias sobre Jesús no me anima mucho. Puede ser que
me anime ver a un gran atleta correr una milla en cuatro minutos. Ciertamente es una gran
inspiración, pero a mi edad y peso, con costos podría correr una milla en diez minutos, y nunca en
cuatro. Puedo observar a un bailarín de ballet con gran placer, no porque crea que puedo copiarlo,
sino precisamente porque sé que no puedo. ¿Alguna vez has tratado de copiar a Jesús, no solo en
términos de su increíble generosidad, sino también en la forma que contaba sus historias precisas,
concisas y coloridas? Muy pocas personas en la historia han sido capaces de contar historias cortas
como las suyas, tan breves y a la vez tan completas. La respuesta obvia a esta propuesta, entonces,
es que solo porque veo a alguien, incluso a Jesús, comportándose de cierta manera, no
necesariamente hace que sea más fácil para mí hacer lo mismo. Precisamente hoy leí el testimonio
de una destacada profesora de teología cuyo lamento fue que su propia vida no había estado a la
altura de los ideales que ella misma defendía como norma cristiana. Si Jesús vino a enseñar o
modelar una forma de vida perfecta, esperando que la gente lo obedeciera y lo imitara, tendríamos
que concluir que fracasó totalmente.
Y hay más. En los evangelios, encontramos una y otra vez que Jesús, de hecho, no se está
poniendo a sí mismo como un ejemplo para ser seguido o copiado. Sí, hay momentos en los que
habla de ser imitado. Jesús toma su cruz y quiere que sus seguidores hagan lo mismo. Además,
Jesús espera que sus seguidores compartan su fe y oren como él parece haber orado. Después de
la resurrección, Jesús les dice a los discípulos que los enviaba, así como él mismo fue enviado por
el Padre. Así que hay un cierto elemento de imitación involucrado, como habla Pablo en sus cartas;
de hecho, Pablo pide a los corintios que lo imiten, ya que él imitó al Mesías (1 Corintios 11:1).
Todo esto es cierto. Sin embargo, la idea se enmarca en un contexto en el que Jesús no es
simplemente “un ejemplo a seguir”, sino alguien que está haciendo algo nuevo, algo que cambiará
la forma de ser a favor de todos. Jesús les dice a los discípulos que no pueden ir adonde Él va.
Jesús será arrestado, pero ellos deben escapar. Su tarea es única. No puede reducirse al concepto
de un gran hombre cuyo propósito es mostrar a sus seguidores cómo hacer las cosas. Al igual que
con las otras sugerencias que estamos revisando, hay algo de verdad en la idea de que se debe
imitar a Jesús, pero no se acerca a una explicación satisfactoria de toda la situación.

10
Después de creer: La formación del carácter cristiano. Madrid, PPC Editorial, 2012.
Jesús, el sacrificio perfecto

Una cuarta respuesta inadecuada intenta vincular la primera con la tercera. El objetivo sigue siendo
llevarnos al cielo, pero Jesús no es solo el ejemplo de la moralidad: su vida perfecta significa que
puede ser el sacrificio perfecto. Dado que su muerte sacrificial es lo que permite el perdón de
nuestros pecados, y dado que, en el Antiguo Testamento, el sacrificio debía ser puro y sin mancha,
era necesario que la vida de Jesús fuera impecable para que su sacrificio fuera válida, aceptable a
Dios. Muchos cristianos han tratado de “explicar” las “partes de en medio” de los evangelios de
esta manera.
Una vez más, hay algo de verdad aquí. Es cierto que los evangelios ocasionalmente resaltan la
perfección de Jesús (Juan 8:46; cf. Marcos 10:18). También es cierto que el mismo tema surge aún
con más fuerza en Pablo (2 Corintios 5:21), Hebreos (4:15; 7:26), 1 Pedro (2:22) y 1 Juan (3:5).
Muchas de estas referencias ocurren en un contexto en el que la muerte de Jesús es el tema
principal. La idea de Jesús como sacrificio impecable está claramente presente en los inicios del
cristianismo. Pero, ¿será que los evangelios hablan de esta conexión?
Creo que lo más parecido a eso es la insistencia de Lucas en que Jesús, al ir a la muerte, era
inocente de los cargos en su contra. Lucas expresa la idea enfáticamente (23:14-15, 22, 31, 41,
47), y hay buenas razones para pensar que esta es una de las principales características de su
comprensión particular del significado de la crucifixión de Jesús. Parece que en Lucas todos los
que están alrededor de Jesús sí son culpables de las cosas de que Jesús fue acusado; Jesús es
inocente de los cargos, pero está siendo condenado en lugar de los culpables. Este es el punto de
la pequeña historia sobre Barrabás (23:18-25), y el “ladrón arrepentido” en 23:39-43 dice algo
similar: merecemos esta muerte, pero “este hombre no ha hecho nada malo”. Entonces, sí, la
perfección ética de Jesús juega un papel en relación con su muerte. Pero más allá de estos pasajes,
los evangelios no establecen la conexión empleada por tantas enseñanzas tradicionales. Si lo que
los evangelistas estaban tratando de decir es que Jesús era perfecto, imaginamos que podrían
haberlo hecho un poco más claro.
Algunas ramas de la teología reformada han desarrollado un subpunto de esta cuarta respuesta.
En él encontramos la noción de que Jesús, al cumplir la ley mosaica (como, por ejemplo, en Mateo
5:17, cuando Jesús dice que vino a cumplir y no a abrogar la ley y los profetas), adquirió su propia
reserva de mérito o “justicia”, que luego pudo transferir (el término técnico es “imputar”) a quienes
creen en él. Este ha sido uno de los temas más importantes en algunas exposiciones de la teología
de Pablo, particularmente en su enseñanza sobre la justificación. Por tanto, se supone que la vida
de Jesús contribuyó a este resultado: la “obediencia activa de Cristo” (su vida impecable y su
perfecta observancia de la Ley) funciona en con junto con la “obediencia pasiva de Cristo”, es
decir, su sufrimiento y muerte. Las dos cosas juntas constituyen la “obediencia” de Cristo a la que
algunos suponen que Pablo se refiere en pasajes como Romanos 5:19.
Debo decir, una vez más, que si esto es lo que los evangelios estaban tratando de decirnos, no
lo hicieron muy bien. De hecho, algunos momentos llamativos, cuando Jesús parece ignorar
deliberadamente la ley del sábado (o cuando leemos una de sus enseñanzas de que “todo alimento
es puro” [Marcos 7:19]), deberían hacernos detenernos antes de que simplemente aceptemos que
él, en cualquier sentido directo, “cumplió con la ley”. Jesús sí la cumplió y no la cumplió, y el
“cumplimiento” del que habla el evangelio de Mateo (en pasajes como 3:15 y 5:17) no se parece
en nada al significado que le ha dado la teología reformada. Como he argumentado en otra parte
(Justificación11), me parece que si bien la teología reformada ha hecho observaciones válidas sobre
la gracia y la fe (totalmente justificables en sí mismas, por los datos bíblicos), la forma en que
planteado sus argumentos a partir de los textos⎯especialmente en relación con Pablo, pero
también con los Evangelios⎯deja mucho que desear.

Historias con las que podemos identificarnos

Una quinta respuesta inadecuada toma un giro muy diferente. “Los evangelios fueron escritos”,
me decía la gente, “para que pudiéramos identificarnos con los personajes de la historia y
encontrar nuestro propio camino al ver lo que les sucedió a ellos”. Bueno... una vez más, hay
mucho de verdad en eso. Profundizar en las historias del evangelio es una excelente manera de
llegar a una mejor comprensión de Jesús y permitir que nuestras vidas sean transformadas por el
poder de su vida.
Pero la idea apenas es suficiente para explicar por qué Mateo, Marcos, Lucas y Juan escribieron
los libros que escribieron. Ciertamente, nuestro pequeño viaje puede superponerse con el gran
viaje que las historias de los evangelios en su conjunto están contando. Podemos “usarlos” de esta
manera, de la misma manera que podemos usar un hermoso decantador de cristal para rellenar el
agua del radiador de un automóvil. Sirve, aunque habría que preguntarse si el decantador no se
hizo para una función mucho más especial. Cambiando la metáfora, el hecho de que descubramos
que un tren nos llevará de Coventry a Birmingham no significa que esa sea la única ruta que tomará
el tren. Tal vez recorra todo el camino desde Southampton hasta Edimburgo, o desde Londres hasta
Glasgow. La cuestión que debemos abordar sobre los evangelios se refiere a su origen y destino,
no solo a las diversas cosas para las que podemos usarlos en el camino.

Comprobando la divinidad de Jesús

La sexta respuesta estándar ha sido decir que los evangelios fueron escritos para demostrar la
divinidad de Jesús, y sospecho que este fue el propósito principal que les asignaron los cristianos.

11
Justificación: El Plan de Dios y la Visión de Pablo. Juanuno1 Ediciones, 2020.
Algunos también agregarían el propósito equivalente de demostrar su humanidad. Había, después
de todo, aquellos cuyas enseñanzas, a finales del siglo I y principios del II, afirmaban que Jesús
solo “parecía” humano, cuando en realidad no lo era. (Estas personas son el tema de las
advertencias en 1 Juan 4:2-3) Dado que durante muchos siglos el principal discurso acerca de Jesús
fue la defensa de su plena deidad y humanidad, se asumió, nuevamente, que esto “debe haber sido”
lo que los evangelios “realmente” trataban de decir sobre él.
Esta forma de leer los evangelios me fue presentada en una de las primeras clases a las que
asistí como estudiante de grado en Oxford. En la lista de lectura, había un libro que explicaba que
podíamos rastrear en los evangelios cosas que Jesús hizo demostrando su divinidad y cosas que
hizo demostrando su humanidad. Los milagros, especialmente caminar sobre el agua, resucitar a
los muertos y su propia resurrección, mostraron que “él era Dios”. Pero también sintió hambre,
lloró y confesó su propia ignorancia (en Marcos 13:32, texto que ciertamente la iglesia primitiva
no inventó, Jesús declara no saber el día y la hora de los eventos catastróficos que estaba
pronosticando). Todo esto, en mi opinión, evidencia que “Jesús era humano”. Naturalmente, su
muerte subrayó aún más su humanidad.
¿Cuándo empezó la gente a hablar de la “humanidad” y la “divinidad” de Jesús de esta manera?
No en el primer siglo, creo. No me entiendas mal. Como veremos, si se planteara la pregunta, los
autores del Nuevo Testamento dejarían bastante claro que Jesús es completamente humano y,
curiosamente, pero en última instancia, verdaderamente divino. Sin embargo, este no parece ser el
propósito principal de los evangelios. Incluso Juan, que lleva su magistral prólogo a un clímax al
hablar del Verbo hecho carne, no hace de esto el eje principal de la historia que está contando.
Sólo más tarde, cuando la iglesia se traslada al mundo más amplio de la filosofía griega, la cuestión
se plantea de esta manera, en abstracto. A mediados del siglo V, la cristología calcedonia declaró
alto y claro (y, francamente, de manera paradójica) que Jesús era en verdad completamente divino
y completamente humano. Estas categorías abstractas estaban en el centro de la discusión en ese
momento, sin duda. Sin embargo, si comparamos Calcedonia con los cuatro evangelios,
encontraremos que son documentos muy diferentes. También descubriremos que, aunque
muestran a Jesús haciendo cosas extraordinarias y al mismo tiempo comportándose como un ser
humano común y corriente, los evangelios no parecen haber sido escritos para demostrar que Jesús
era divino y humano al mismo tiempo.
A veces la gente dirá, estableciendo más una idea particular o pastoral, que los evangelios, al
contar la historia de Jesús, nos muestran cómo es realmente Dios. La idea se acerca un poco más
a por qué fueron escritos. En efecto, esto es precisamente lo que Juan declara al final de su prólogo:
a Dios nadie lo ha visto jamás; sólo el hijo, que está íntimamente relacionado con el Padre, lo sacó
a la luz. Mira a Jesús y verás el rostro humano de Dios. Sin embargo, incluso esto no nos llevará
lo suficientemente lejos, ya que el evangelio de Juan no tarda en demostrar, como lo hacen los
otros evangelios, lo que está tramando este Dios encarnado. No es suficiente saber que Jesús es
de alguna manera “divino”. La pregunta es, ¿de cuál Dios estamos hablando, qué está haciendo
ahora, y por qué? ¿Ý qué significa todo eso?
Como veremos, Juan no es el único que asume que en Jesús vemos la encarnación humana del
Dios de Israel, que finalmente regresa para visitar y redimir a su pueblo. Era común en tiempos
pasados que los eruditos intentaran presentar a Juan como el evangelio que describe a un Jesús
“divino”, y los sinópticos como los evangelios que nos muestran a un Jesús “humano”. Sin
embargo, las cosas realmente no funcionan así. Esa idea vino del mundo posterior a la Ilustración,
que declaró que Dios y la humanidad no se mezclaban; así, los eruditos se aprovecharon de la
“alta” cristología de Juan, evidente en su evangelio, para que sirviera de contraste con la aparente
“baja” cristología de los sinópticos. Esto es un error, como demostraré más adelante y como la
mayoría de los estudiosos reconocen ahora. Sin embargo, mi punto aquí no es que los evangelios
no piensen en Jesús como divino, sino que este no es el punto principal, la idea principal que
desean transmitir. Los evangelios presuponen la divinidad de Jesús. Es la tonalidad en la que
componen su música, pero no la melodía principal. Nuevamente, la pregunta no es si Jesús es Dios
o no, sino qué está haciendo Dios a través de Jesús. ¿Qué está tramando este Dios encarnado?
Incluso puede ser que Juan, al revelarnos al final de su evangelio por qué lo escribió (20:31:
“Estas se han escrito para que ustedes crean…”), no esté diciendo exactamente lo que asumió la
tradición posteriormente; es decir, “que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios”. La frase en cuestión
es más sutil e interesante de lo que suponen la mayoría de los lectores. Primero, la expresión “hijo
de Dios”, aunque ciertamente le indica a Juan que Jesús es de alguna manera “divino” (el siguiente
pasaje es la historia en la que Tomás declara acerca de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!”), también
es claramente un título mesiánico, como en el Salmo 2. Sin embargo, en segundo lugar, es casi
seguro que el griego se lee con el énfasis opuesto: “Para que crean que el Mesías, el Hijo de Dios,
no es otro que Jesús”. En otras palabras, este Jesús, no otro, es el Mesías; en este hombre, y solo
en él, vemos la forma en que el Dios vivo está estableciendo el reino descrito en el Salmo 2. Y si
Jesús es el Mesías, entonces es a través de su carrera pública y su muerte, y nada más, que el Dios
de Israel está cumpliendo y estableciendo su reino en la tierra como en el cielo. Simplificar Juan
20:31 con la declaración “He escrito este libro para demostrar la divinidad de Jesús” es pasar por
alto la idea mucho más sutil y rica que Juan está estableciendo. El apóstol escribió su evangelio
para mostrar que es en Jesús, y en su muerte y resurrección, que el Dios de Israel realiza lo que
había prometido realizar a través del rey ungido de Israel y que, en el proceso, se revela plena y
definitivamente.
Lo que sucedió parece haber sido esto: unos pocos siglos después de que se escribieran los
evangelios, los cristianos descubrieron que uno de sus mayores desafíos no era solo explicar la
“divinidad” de Jesús, sino también “comprobarla”. Dado que los evangelios parecen proporcionar
un excelente material sobre el tema (lo veremos con más detalle en el capítulo 5) y dado que, para
estos cristianos, la agenda del reino según los evangelios parecía haber retrocedido un poco, era
fácil para ellos suponer que los autores de los textos estaban tratando de hacer exactamente lo
mismo. Entonces leen historias sobre milagros, por ejemplo, como una contribución a ese fin.
Sin embargo, un vistazo rápido a las escrituras de Israel muestra que algunos de los profetas
hicieron lo mismo (multiplicaron los alimentos, resucitaron a los muertos, etc.), sin que nadie
concluyera que eran “divinos”. En efecto, incluso se podría argumentar—si su propósito fuera
demostrarlo—que las “maravillas” de Jesús sirven como evidencia de su verdadera humanidad, ya
que los verdaderos seres humanos están a cargo del mundo creado por Dios, y que su sufrimiento
y muerte en nombre de otros sirve como evidencia de su divinidad, ya que solo Dios puede rescatar
a la humanidad de su pecado. Reconozco que esto sería un poco exagerado, pero el hecho de que
podamos revertir la suposición normal sin que se considere una completa tontería revela cuán poco
probable es que los evangelios fueran escritos como el contexto o, si lo prefieren, la evidencia
histórica, para la definición de Calcedonia. Es cierto que los evangelios exhiben una creencia en
la plena divinidad y humanidad de Jesús. Sin embargo, esta no es la historia principal que la
escritura de los evangelios quería contar.
Es más, hablar de la divinidad de Jesús sin hablar de que su reino viene “a la tierra como en el
cielo” es un gran paso hacia la espiritualidad “desconectada”—prácticamente una forma de
gnosticismo—que la iglesia rechazó con firmeza durante los dos primeros siglos. Solo
recientemente me pasó por la cabeza que cierta postura no solo era posible, sino que realmente
estaba sucediendo: la gente afirmaba la divinidad de Jesús, cuya verdad también yo afirmo plena
y gozosamente, solo para usarla como un refugio en el que esconderse de la historia radical que
cuentan los evangelios acerca de lo que este Dios encarnado estaba haciendo en realidad.
O, dicho de otro modo, extraer “doctrina” de los evangelios es como jugar al juego de los niños
de conectar los puntos. Los puntos suelen estar numerados para que el niño pueda ver el orden en
que se produce la conexión. Pero, ¿y si el juego no tiene números y el niño debe formar la imagen
que le parezca más correcta? Algunos cristianos incluso logran conectar los puntos, conectando
todos los cuadros doctrinales provistos por definiciones y credos antiguos, pero lo hacen de una
manera que forma una imagen cuya apariencia resulta en una cosa cuando debería ser otra, o
viceversa. Solo cuando la historia narrada por los evangelios esté completamente integrada con los
dogmas enseñados por los credos podemos estar seguros de que estamos haciendo la conexión
correcta.

Actividades de desplazamiento

Creo que el resultado de todo esto ha sido que, si bien los evangelios son muy ricos en material de
todo tipo, su énfasis subyacente se ha omitido silenciosa, pero completamente. Parábolas,
enseñanzas morales, hechos extraordinarios: podemos convertir fácilmente todo esto en ideas
teológicas y prácticas correctas. Sin embargo, no podemos involucrarnos en este ejercicio de tal
manera que la idea principal pase desapercibida. Creo que eso es lo que realmente sucedió.
El resultado es una serie de actividades de desplazamiento. En la práctica, lo que la iglesia dijo
fue: (a) sabemos que los evangelios son importantes como testimonio apostólico inspirado acerca
de Jesús; (b) sabemos lo que es importante en la teología cristiana, a saber, la divinidad de Jesús y
su muerte salvadora y, alternativamente, sus enseñanzas y ejemplo moral; por lo tanto, (c) damos
por sentado que este es el mensaje principal de los evangelios.
De hecho, para resumir la propuesta en la que he estado trabajando, lo que los cuatro evangelios
están tratando de decirnos es esto: así es como Dios se convirtió en rey. Hemos olvidado casi por
completo esta declaración, en parte a propósito, en parte por accidente. Como no podemos dejar
de leer los evangelios porque correríamos el riesgo de dejar de ser cristianos correctos, hemos
desarrollado todo tipo de estrategias para extraer un significado alternativo de estos documentos,
ocultando la imagen peligrosa y desafiante que en realidad pintan. Este es el núcleo del problema
que he estado tratando de identificar.
Ha sido un ejercicio provechoso, creo, repasar las diferentes respuestas que la gente ha dado
ante la pregunta, “¿Por qué los evangelios incluyen todo este material entre el nacimiento de Jesús
y su muerte?” Todas estas propuestas se desarrollaron en serio, por lo que he tratado de abordarlas
con el mismo espíritu. Sin embargo, me queda claro que ninguno de ellos toma en serio los
evangelios en la forma en que se presentan. Se acercaron a los evangelios con las preguntas
equivocadas y, en cierto sentido, encontraron respuestas a esas preguntas. Ahora, el desafío es
aceptar que todos hemos malinterpretado los evangelios y comenzar a encontrar formas de
solucionar el problema. Es hora de una nueva mirada a nuestros textos “centrales”.
SEGUNDA PARTE

Hay que Ajustar el Volumen


CAPÍTULO 4

La historia de Israel

Imagina que has armado un nuevo sistema de audio en tu sala. Has instalado un conjunto de
altavoces cuadrafónicos, uno en cada rincón, pero aún no has descubierto cómo ajustar cada uno
y el sonido tiene un eco extraño y distorsionado. Cada uno de los cuatro necesita estar configurado.
De lo contrario, al escuchar música de concierto, el violín sonará más fuerte, o quizás las flautas,
el violonchelo o el bajo.
Una de las razones por las que leer los evangelios es tan desafiante es que hay cuatro hilos,
cuatro dimensiones, que contribuyen a lo que nos cuentan, lo cual, en gran parte de la lectura
moderna se ha distorsionado como en el ejemplo citado de un sistema de audio. Algunos de los
evangelios se escuchan menos, o incluso ni se escuchan. Otros se escuchan demasiado duro,
volviéndose agudos y estridentes. De una forma u otra, el balance de la música está mal. Algunas
partes apenas son audibles, mientras que otras son demasiado audibles y se reproducen a todo
volumen, distorsionando el sonido y ahogando todo lo demás. Por supuesto, esta realidad no es la
misma en todas las lecturas del evangelio. Diferentes tradiciones cristianas giraron las perillas de
estos cuatro altoparlantes, haciendo que cada uno se escuchara más fuerte o más suave. Sin
embargo, la idea que quiero establecer en este libro es que solo podemos escuchar el sonido
correcto cuando los cuatro están bien afinados.
De hecho, parte del problema es que muchas personas se han acostumbrado a escuchar los
evangelios tan distorsionados que cuando los altavoces están bien sintonizados, es probable que se
quejen: “Nunca lo hemos oído así antes”. Recuerdo la época en que, siendo adolescente, me senté
por primera vez en la última fila de la orquesta de la escuela (me habían recomendado que
aprendiera a tocar el trombón bajo la suposición razonable de que podía cantar entonado y soplar
fuerte, requisitos esenciales para alguien que quiera aprender a tocar ese espléndido instrumento).
Mientras que antes siempre había experimentado la música clásica a través de la radio o una
grabadora (esto fue mucho antes de los sistemas estereofónicos de hoy en día), desde los cuales
toda la música se emite en un sonido compuesto e indiferenciado, por primera vez pude apreciar
diferencias casi geográficas e incluso melódicas entre flautas y violonchelos, trompetas y violas.
Al principio fue una situación desconcertante pero finalmente reveladora. Entonces, cuando las
personas se quejen de que nunca han “escuchado” los evangelios de la manera que yo voy a sugerir,
la mejor respuesta es invitarlos a escuchar más de cerca y ver si lo que siempre han “escuchado”
en los evangelios se puede mejorar, dotar de mayor profundidad y cuerpo, en esta nueva lectura
multifacética. La idea que quiero establecer es que sin esos cuatro “altoparlantes” debidamente
sintonizados, no escucharemos la música que están tocando los cuatro evangelios.
Los evangelios como biografías

En todo esto, la melodía que estamos escuchando es, por supuesto, la gran melodía de la propia
vida de Jesús. Atrás quedaron los días en que los eruditos podían proclamar con confianza que los
evangelios no son “biografías”. (Otra idea defendida por Bultmann. Ese gran erudito alemán se
equivocó. Su preocupación era que la gente convirtiera su “fe” en “obras”, anclándola en la
historia. Por lo tanto, hizo todo lo posible para evitar que la gente considerara los evangelios como
biografías⎯una sugerencia sesgada que los investigadores posteriores han rechazado.) Es cierto
que los evangelios, como C. S. Lewis señaló con aspereza hace muchos años, no son lo que cabría
esperar de una obra victoriana titulada Vida y cartas de Yeshua bar-Yosef, en tres tomos ilustrados.
Omiten mucho, considerando, por supuesto, el período de silencio de Jesús entre la edad de doce
años (e incluso a esa edad tenemos una sola historia) y unos treinta años de vida. Pero cuando se
comparan los evangelios con “biografías” de la antigua Grecia o Roma, encajan muy bien con el
género.
Esto no quiere decir que todo esté en orden cronológico, y mucho menos, por supuesto, que
los evangelios ofrezcan una transcripción directa de lo que uno hubiera visto si se hubiera colocado
una cámara en Nazaret o Capernaúm, o incluso en la cámara del sumo sacerdote durante esa última
noche fatídica. Ninguna historia, ninguna biografía, lo cuenta todo. Cada historia es selectiva y
organizada, no para falsificar, sino para resaltar lo importante. Así, cuando en la biografía
grecorromana la muerte del personaje central adquiere especial importancia, el acontecimiento
recibe un tratamiento especial. Piensa en Sócrates o Julio César. Por lo tanto, los cuatro evangelios
no son simplemente “historias de la Pasión con introducciones largas”, como sugirió uno de los
predecesores de Bultmann. Tampoco son meros reflejos de la fe de la iglesia del primer siglo,
proyectados en una pantalla que los mismos evangelistas sabían que era ficticia. Los evangelios se
presentan como biografías, es decir, biografías de Jesús.
Sin embargo, son biografías con una diferencia. Como sabemos, se puede escribir una biografía
de Abraham Lincoln con el propósito simultáneo de mostrar cómo los viejos Estados Unidos de la
revolución original se desvanecían para nunca volver a ser los mismos. De manera similar, uno
podría escribir una biografía de Winston Churchill cuyo propósito sea al mismo tiempo mostrar
cómo la clase gobernante de la antigua Gran Bretaña disfrutó de los últimos momentos de júbilo
antes de que los vientos de cambio soplaran sobre la nación. Se puede leer la biografía escrita por
Michael Foot de Aneurin Bevan, el destacado político del Partido Laborista, no solo como una
ventana a través de la cual se puede ver a un gran hombre, sino como una descripción de un
momento clave en una historia mucho más grande que Foot estaba ansioso por contar, un momento
en el que la sociedad británica comenzó a aceptar una visión socialista que traería (esperaba Foot)
nueva esperanza a millones de trabajadores pobres. Las biografías pueden seguir siendo biografías
y, al mismo tiempo, vehículos para la narración de una historia mucho más grande.
O, en el caso de los cuatro evangelios, cuatro historias mucho más grandes, todas las cuales
culminan en un punto determinado. Es por eso que los evangelios, que en la superficie parecen
lecturas fáciles e incluso cautivadoras, en realidad son muy complejos, exigen horas y años de
paciente reflexión y pensamiento. Así que echemos un vistazo al primero de nuestros cuatro
altavoces, el que para muchas personas está completamente apagado. Muchos de los que han leído
los evangelios toda su vida nunca imaginaron que saliera música de ese rincón de la habitación.

Precuela y secuela

En 1900 se publicó un libro cuya trama cambiaría el imaginario de los Estados Unidos. Su creador,
L. Frank Baum, había comenzado a escribir ficción fantástica unos años antes, principalmente
como pasatiempo mientras viajaba como vendedor ambulante. Pero El maravilloso mago de Oz
fue un éxito instantáneo y la vida de Baum cambió para siempre. Tres años más tarde, Broadway
estrenó el espectáculo del mismo nombre (pero sin “Marvelous”). De una forma u otra, desde
entonces la historia ha estado deleitando a públicos jóvenes y mayores por igual.
Como dije, la vida de Baum cambió para siempre, pero si bien escribió varias secuelas del
Mago de Oz, nunca optó por una precuela. Casi cien años después, en 1995, Gregory Maguire
remedió esa omisión y cambió la forma en que una nueva generación entendería el libro y el
programa originales. Maguire publicó un libro titulado Wicked (Memorias de un Bruja Mala), en
la que la Malvada Bruja del Oeste no siempre es tan malvada. Se arroja todo tipo de luz sobre por
qué las cosas eran como eran cuando Dorothy, la heroína de la historia original, llegó a la tierra de
Oz. Circa 2003, exactamente un siglo después del espectáculo original de Broadway, Wicked se
estrenó como musical y sigue en Broadway y en otras partes del mundo hasta el día de hoy.
La idea de contar la “historia de fondo” de una historia ya famosa no es nueva, por supuesto.
J. R. R. Tolkien publicó su célebre novela de fantasía El Hobbit en 1937, seguida de El Señor de
los Anillos, su obra magna, en 1954-55. Sin embargo, recayó en su hijo, Christopher, reconstruir
los fragmentos que su padre había escrito sobre la lejana historia de la Tierra Media en El
Silmarillion (1977) y la masiva Historia de la Tierra Media en doce volúmenes (1983-1996).
Afortunadamente, no estamos en la misma posición en el caso de Mateo, Marcos, Lucas y
Juan. El contexto de su historia fue escrito hace mucho tiempo y está fácilmente disponible. Pero—
¡quizás para nuestra sorpresa!—muchas personas que leen los evangelios hoy los leen no solo
como si la historia contextual no existiera, sino como si fuera otra cosa. Para las personas en esa
posición, redescubrir la historia contextual adecuada significará que, al igual que aquellos que
regresan al Mago de Oz después de leer o ver Wicked, leerán la historia principal bajo una luz
completamente nueva.
El primer altoparlante de nuestro sistema cuadrafónico al que hay que subirle el volumen es
este: los cuatro evangelios se presentan como la culminación de la historia de Israel. Los cuatro
evangelistas, me parece, moldean deliberadamente su material para dejar esto en claro, aunque
muchas generaciones de lectores cristianos han bajado el volumen del altavoz hasta el punto en
que prácticamente lo ignoran.
Para entender esta idea, debemos dar un paso atrás y pensar en las formas en que se contaba la
historia de Israel en ese momento.

La extraña historia de Israel

Aunque la historia de Israel es el tema de todo un libro, podemos resumirla de esta manera: las
antiguas escrituras de Israel están construidas como un relato, un relato inconcluso de cierto tipo
y forma. No importa si uno lee el Antiguo Testamento en el orden de la mayoría de las versiones
de la Biblia, desde Génesis hasta Malaquías, o según el canon hebreo, desde Génesis hasta
Crónicas con los profetas en el medio, de cualquier manera uno termina con la percepción de que
la historia debe culminar en algún lugar donde aún no ha llegado. Las escrituras judías son una
historia incompleta, un plan inacabado. Las cosas que se suponía que iban a suceder aún no han
sucedido.
Y lo que es peor: la historia parece llegar a un punto de estancamiento. El Antiguo Testamento
no se parece a la historia de un viaje en el que los viajeros casi han llegado a su destino y solo
necesitan descender los últimos kilómetros por una pendiente suave para llegar a su destino de lo
más bien. Es más como un viaje en el que los viajeros leyeron mal el mapa, se perdieron y quedaron
atrapados en arenas movedizas, con tropas hostiles acercándose. Esta, pienso yo, es la impresión
que obtenemos al leer el Antiguo Testamento sin interrupciones: grandes comienzos, maravillosas
visiones de los planes y propósitos de Dios, seguidos de un declive constante y múltiples,
desconcertantes y vergonzosos fracasos, que culminan en un signo de interrogación. Génesis 1-3
narra la historia de la condición humana según el patrón de comienzos gloriosos y llamamientos
ricos acompañados de fracasos y exilios horribles. Luego Génesis 12, hasta el final de Crónicas o
Malaquías, narra una historia de Israel con relatos de gloriosos comienzos, ricas vocaciones y
luego horrible fracaso y exilio. De hecho, el que puso Génesis 1-3 en su forma actual imaginó, y
sin duda pretendía, que el eco se escuchara claramente. Contextualizo mi punto principal con esta
premisa.
El problema es que, si somos descuidados, simplemente leeremos los evangelios como la
respuesta de Dios a la condición de la raza humana en general. La historia contextual no es la de
Abraham o Moisés o David o los profetas. Es la historia de Adán y Eva, de “todos los hombres”,
pecando, muriendo y necesitados de redención. En esta versión, es como si la historia de Israel se
colara como una forma de ofrecer de antemano algunas promesas, pistas y señales. Pero la historia
de Israel mismo, para la mayoría de los lectores modernos de la Biblia, debe dejarse de lado
subrepticiamente. Israel era parte del problema, no parte de la solución. Después de todo, con
tantos fracasos y decepciones, la historia no suena más que oscura.
A este respecto, los credos vuelven a dejar una brecha horrible, ya que ni siquiera mencionan
a Israel. Parecen indicar que nos dirigimos hacia un nuevo comienzo, un comienzo libre,
reforzando la tendencia que ya mencioné de ver los evangelios como una respuesta no a la historia
de Israel en su conjunto, sino a la historia de Adán y Eva. Es como preguntar: “¿No podemos
volver a Génesis 3 y empezar de nuevo? ¿No deberíamos leer toda la historia desde Génesis 12
hasta el final de Crónicas o Malaquías como una especie de primer intento fallido, el primer intento
de Dios de rescatar a la gente del pecado, sin duda una historia llena de señales e indicadores, pero
no una ‘historia de salvación’? ¿No es más bien una historia de intriga, confusión, pecado y
desastre?”
En respuesta a esa última pregunta: sí. Sin embargo, cuando nos dirigimos a Mateo, Marcos,
Lucas y Juan, encontramos que los evangelistas al menos encuentran importante contar la historia
de Israel y mostrar que la historia de Jesús es una en la que la larga narrativa judía, con todos sus
defectos, llega al clímax ordenado por Dios. Este es el primer altoparlante al que debemos prestar
atención, y es evidente que hay que aumentar el volumen bastante más de lo que la mayoría de los
lectores esperan.

Mateo: la historia alcanza su meta

El lugar más obvio para comenzar es desde el principio, por la genealogía con la que Mateo abre
su obra. Sospecho que la mayoría de nosotros probablemente salteamos la genealogía cuando
decidimos hacer una lectura personal del Nuevo Testamento. Cansa, con toda esa repetición que
“fulano generó a mengano”, y además está lleno de nombres cuyo significado no nos recuerda
nada. Sin embargo, para Mateus es vital. La historia de Abraham a David, de David al exilio, y del
exilio a Jesús nos dice mucho más de lo que podemos imaginar acerca del tipo de historia que
Mateo cree que está contando y el significado que espera que tenga.

Tabla genealógica de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham:


Abraham fue el padre de Isaac; Isaac, padre de Jacob; Jacob, padre de Judá y
de sus hermanos; Judá, padre de Fares y de Zera, cuya madre fue Tamar; Fares,
padre de Jezrón; Jezrón, padre de Aram; Aram, padre de Aminadab; Aminadab,
padre de Naasón; Naasón, padre de Salmón; Salmón, padre de Booz, cuya madre
fue Rajab; Booz, padre de Obed, cuya madre fue Rut; Obed, padre de Isaí; e Isaí,
padre del rey David.
David fue el padre de Salomón, cuya madre había sido la esposa de Urías;
Salomón, padre de Roboán; Roboán, padre de Abías; Abías, padre de Asá; Asá,
padre de Josafat; Josafat, padre de Jorán; Jorán, padre de Uzías; Uzías, padre de
Jotán; Jotán, padre de Acaz; Acaz, padre de Ezequías; Ezequías, padre de Manasés;
Manasés, padre de Amón; Amón, padre de Josías; y Josías, padre de Jeconías y de
sus hermanos en tiempos de la deportación a Babilonia.
Después de la deportación a Babilonia, Jeconías fue el padre de Salatiel;
Salatiel, padre de Zorobabel; Zorobabel, padre de Abiud; Abiud, padre de Eliaquín;
Eliaquín, padre de Azor; Azor, padre de Sadoc; Sadoc, padre de Aquín; Aquín,
padre de Eliud; Eliud, padre de Eleazar; Eleazar, padre de Matán; Matán, padre de
Jacob; y Jacob, padre de José, que fue el esposo de María, de la cual nació Jesús,
llamado el Cristo.
Así que hubo en total catorce generaciones desde Abraham hasta David, catorce
desde David hasta la deportación a Babilonia, y catorce desde la deportación hasta
el Cristo. (1:1-17)

Para entender el propósito de la genealogía, necesitamos entender particularmente lo


siguiente. En pocas palabras, la mayoría de los judíos en los días de Jesús no creían que el exilio
había terminado real y definitivamente. Sí, los judíos habían regresado de Babilonia, es decir, al
menos algunos de ellos; sí, los judíos habían reconstruido el Templo en Jerusalén. Sin embargo,
todavía estaban gobernados por extranjeros paganos. Todavía eran esclavos en su propia tierra,
como se quejan Esdras y Nehemías: “Por eso ahora somos esclavos, esclavos en la tierra que les
diste a nuestros padres para que gozaran de sus frutos y sus bienes” (Nehemías 9:36, NVI).
Las grandes promesas de Isaías y Ezequiel aún no se habían cumplido. Todo esto se resume
gráficamente en un pasaje vital de Daniel 9, cuya composición se suele fechar a principios del
siglo II d.C., cuando Daniel, durante el exilio babilónico, pregunta si no es hora de que se cumpla
la profecía de Jeremías en el sentido de que dicho exilio duraría setenta años. Pero la respuesta es:
“no son setenta años, sino setenta semanas de años”. En otras palabras, setenta veces siete años:

Corría el primer año del reinado de Darío hijo de Asuero, un medo que llegó a ser
rey de los babilonios, cuando yo, Daniel, logré entender ese pasaje de las
Escrituras donde el SEÑOR le comunicó al profeta Jeremías que la desolación de
Jerusalén duraría setenta años. Entonces me puse a orar y a dirigir mis súplicas al
Señor mi Dios. Además de orar, ayuné y me vestí de luto y me senté sobre cenizas…
Yo seguí hablando y orando a YHWH mi Dios. Le confesé mi pecado y el de
mi pueblo Israel, y le supliqué en favor de su santo monte. Se acercaba la hora del
sacrificio vespertino. Y mientras yo seguía orando, el ángel Gabriel, a quien había
visto en mi visión anterior, vino en raudo vuelo a verme y me hizo la siguiente
aclaración: “Daniel, he venido en este momento para que entiendas todo con
claridad. Tan pronto como empezaste a orar, Dios contestó tu oración. He venido a
decírtelo porque tú eres muy apreciado. Presta, pues, atención a mis palabras, para
que entiendas la visión. Setenta semanas han sido decretadas para que tu pueblo y
tu santa ciudad pongan fin a sus transgresiones y pecados, pidan perdón por su
maldad, establezcan para siempre la justicia, sellen la visión y la profecía, y
consagren el lugar santísimo”. (9:1-3, 20-24)

Suena como una respuesta devastadora y deprimente; y lo es, en cierto modo. Es una larga
espera. Pero la idea de “setenta veces siete” tiene un tono particular, más obvio para el antiguo
judío que para nosotros hoy. Cada siete días tenían un sábado. Cada siete años, un año sabático.
Cada siete por siete años tenían, o al menos deberían tener, según Levítico, un jubileo. En ese
tiempo, los esclavos fueron liberados, la tierra vendida por la familia fue devuelta a su propietario
original y las cosas volvieron a ser como debían. El jubileo fue una fascinante innovación social
en la legislación del antiguo Israel, una señal de que la implacable compra y venta de tierras y
propiedades, e incluso de personas, no sería la última palabra.
¿Pero setenta veces siete? ¡Suena como un jubileo de jubileos! Entonces, si bien 490 años,
prácticamente medio milenio, es mucho tiempo, el punto es este: cuando finalmente llegue el
momento, será la mayor “redención” de todas. Será un tiempo de libertad real, completa y
duradera. Fue esta esperanza la que sostuvo a los israelitas durante los largos años y siglos antes
de la época de Jesús.
Por lo general, se supone que el libro de Daniel alcanzó su forma final en la primera mitad del
siglo II a.C., en la época de la Crisis de los Macabeos, cuando Judas Macabeos y su familia
lideraron con éxito una resistencia contra la invasión siria. Entonces, con Daniel 9 en mente, los
escribas eruditos calcularon y recalcularon, preguntando cuándo se cumplirían los “setenta sietes”.
¿Cuándo se producirá el verdadero regreso del exilio?
Sin duda, Mateo deja claro a cualquier judío reflexivo de la época que el momento había
llegado con Jesús. En lugar de años, el apóstol marca el tiempo con generaciones, las generaciones
de toda la historia de Israel, desde Abraham hasta su tiempo. Hasta entonces todas las generaciones
eran catorce veces tres, es decir, seis sietes; con Jesús, tenemos el séptimo siete. Jesús es el jubileo
personificado, el que rescatará a Israel de su persistente pesadilla. “Él”, le asegura el ángel a José,
“es el que salvará a su pueblo de sus pecados” (1:21). Para cualquier judío del primer siglo, el
discurso del ángel no solo significaba que las personas podían volverse a Jesús y encontrar el
perdón personal, aunque por supuesto eso era cierto. Lee Isaías 40 y Lamentaciones 4 una vez más
y vea. El exilio es pago por el pecado; así el perdón significa el fin del exilio. Si uno recibía el
perdón de un rey, estaría libre de prisión. Había llegado el momento.
¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!
—dice su Dios—.
Hablen con cariño a Jerusalén,
y anúncienle
que ya ha cumplido su tiempo de servicio,
que ya ha pagado por su iniquidad,
que ya ha recibido de la mano de YHWH
el doble por todos sus pecados. (Isaías 40:1-2)
Tu castigo se ha cumplido,
bella Sión; Dios no volverá a desterrarte.
Pero a ti, capital de Edom,
te castigará por tu maldad
y pondrá al descubierto tus pecados. (Lamentaciones 4:22)

Este es quizás el punto más importante a destacar, ya que hoy en día es uno de los más difíciles
de entender para la gente. Ahora estamos preparados para aceptar la idea, también enfatizada por
Mateo, de que la vida de Jesús recapitula elementos clave de la historia de Israel. Por un momento,
mientras está de pie en una montaña dando su famoso sermón, es Moisés; por un momento,
respondiendo a las críticas sobre sus acciones el sábado, es David; por un momento, mientras llama
y nombra a los doce discípulos, quizás es Jacob, trayendo al mundo a los doce patriarcas; por un
momento, sanando a los enfermos y resucitando a los muertos, es Elías o Eliseo, y así
sucesivamente. En la transfiguración, se reúne con Moisés y Elías.
Todos estos flashbacks son importantes. Habrían sido mucho más evidentes para los primeros
seguidores de Jesús y los primeros lectores de Mateo de lo que son para nosotros en el estado
desjudaizado de nuestra imaginación secularizada. Sin embargo, más importante que los
flashbacks, más importante que resaltar temas aislados y pistas de tiempos pasados, es la
maravillosa sensación de que, ahora, una sola historia finalmente ha llegado a su conclusión.
Como acabo de explicar, durante mucho tiempo la historia pareció perdida, a muchos
kilómetros de su destino, con la noche cayendo y los enemigos acercándose. De repente,
descubrimos, de la nada, que algo está pasando, revirtiendo todo eso. El punto no es (y hay que
dejarlo muy claro) que las cosas no fueran tan malas como pensábamos. De hecho, eran peores.
Pero lo que está pasando ahora, un nuevo evento, es precisamente lo que podríamos llamar un
rescate, una nueva iniciativa.
El rescate, sin embargo, no emerge de la historia tal como era, aunque, curiosamente, aquellos
con ojos para ver reconocerán que aquí es hacia donde debería haber llegado la historia. Esa era
parte de la compleja tarea que los autores de los evangelios tuvieron que cumplir: describir algo
que es tanto el cumplimiento de la vocación de Israel como el juicio divino sobre el desorden y la
confusión en que se había convertido la historia de Israel. Así que Mateo está contando su historia
de una manera que dice: “¡Ahí está! Esto es lo que hemos estado esperando, ¡aunque nunca
pensamos que sería así! Desde el principio, se suponía que la historia única de la familia de
Abraham, el descendiente de David y la restauración del exilio culminarían en este punto. Nunca
nos imaginamos que sería así. Pero ahora que ha sucedido, podemos ver que desde el principio, la
trayectoria de Israel iba a culminar en Jesús”. El rescate no surgió de la historia tal como la
tenemos, sino que estaba, de hecho, paralizada, estancada y perdiendo la esperanza. Se requería
un nuevo acto de misericordia divina para lograr lo que se necesitaba. Como dirían más tarde los
predicadores de pecadores individuales, lo único que Israel contribuyó a la historia de Jesús de
Mateo fue la escena particular de confusión y rebelión de la que Dios ahora venía a rescatarlo.
Por lo que he dicho, espero que quede claro que cuando aumentar el volumen de este primer
altoparlante, la música nos dice mucho más que los cuatro evangelios simplemente citan el Antiguo
Testamento y presentan a Jesús como el cumplimiento de la profecía. Decir ese tipo de cosas es
aumentar el volumen del altavoz lo suficiente para que la gente sepa que algo está pasando, pero
no lo suficiente como para que sepan qué es. Este es un punto de fundamental importancia para
todo el Nuevo Testamento y, de hecho, para todo el comienzo del movimiento cristiano. Los
escritores de los evangelios vieron los eventos relacionados con Jesús, particularmente la
inauguración del reino por su vida, muerte y resurrección, no solo como eventos aislados que los
profetas remotos podrían haber señalado desde lejos. Los evangelistas vieron los eventos como
llevando la larga historia de Israel a su meta planeada, aunque esa larga historia se había perdido
y atascado y estaba casi olvidado.
Sin embargo, cabría preguntarse: ¿de qué sirve contar la historia de Jesús como culminación
de la historia de Israel? ¿Qué relevancia tiene esto para el resto de la raza humana y el mundo en
general? Tocamos aquí otro punto de fundamental importancia para la totalidad del pensamiento
y de la vida de los primeros cristianos. Entender este punto es entender casi todo. En las escrituras
judías, la razón por la que la historia de Israel es importante es que el creador del mundo escogió
y llamó a Israel para que fuera el pueblo a través del cual redimiría al mundo. El llamado de
Abraham es la respuesta al pecado de Adán.12 Por lo tanto, la historia de Israel es el microcosmos
y el corazón palpitante de la historia mundial, pero también su energía salvadora. Lo que Dios hace
por Israel es lo que está haciendo por el mundo entero. Eso es lo que significa ser Israel, ser el
pueblo de Dios, que, para bien o para mal, ha llevado sobre sus hombros el destino del mundo. Si
comprendes esto, podrás llegar a adentrarte en la esencia del Nuevo Testamento.

Marcos: Jesús y la irrupción del nuevo mundo de Dios

Los evangelistas, cada uno a su manera, cuentan la historia de Jesús como la culminación propia
de la historia de Israel, un hecho que es claro desde el principio. Ya hemos echado un vistazo
rápido a Mateo. Marcos indica que la llegada de Jesús y su bautismo son momentos en los que

12
Cf. The New Testament and the People of God, p. 262-268.
finalmente se cumplen las profecías de Isaías y Malaquías sobre la redención final, el regreso de
Dios para rescatar a su pueblo:

Sucedió como está escrito en el profeta Isaías: “Yo estoy por enviar a mi mensajero
delante de ti, el cual preparará tu camino”.

Voz de uno que grita en el desierto: “Preparen el camino del Señor, háganle
sendas derechas”. (1:2-3)

En esos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el
Jordán. En seguida, al subir del agua, Jesús vio que el cielo se abría y que el Espíritu
bajaba sobre él como una paloma. También se oyó una voz del cielo que decía: “Tú
eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo”. (1:9-11)

Marcos capta, en este pasaje y a lo largo de su evangelio, un gran tema de las antiguas escrituras
judías, a saber, que cuando el Dios de Israel actúe en cumplimiento de sus antiguas promesas, lo
hará de una manera dramática y radicalmente nueva. Ciertamente, aquí hay una paradoja que
encontramos a lo largo del Nuevo Testamento: Dios actúa de manera completamente inesperada,
como siempre dijo que lo haría. El hecho de que podamos ver nuevos eventos como el
cumplimiento de antiguas profecías (y Marcos, al igual que los otros evangelistas, deja en claro
que esta es la forma correcta de verlos), no significa que podamos ver una línea clara y recta desde
los textos antiguos al cumplimiento moderno. Por el contrario, lo que se está cumpliendo es
precisamente la promesa de un juicio y una misericordia drásticos, inesperados e incluso, quizás,
no deseados.
Pero nuestro debido énfasis en este nuevo y radical estallido realizado por Dios en Jesús no
debe perder de vista que, en Marcos, este “algo nuevo” que Dios está haciendo es lo “nuevo” que
siempre había prometido: “¡El tiempo se ha cumplido!”, clama Jesús, en Marcos 1:15. Finalmente,
el novio llegó para la fiesta de bodas (2:19). Finalmente, se están sembrando nuevas semillas,
aunque la mayoría de ellas se perderán, ya que la mayoría de los oyentes no están en posición de
recibirlas (4:1-20). Marcos lleva la secuencia de eventos dramáticos al momento central cuando
Pedro declara a Jesús como el Mesías (8:29) y es testigo de que su mesiazgo es monumentalmente
confirmado en la transfiguración (9:2-7). Entretejido en la historia, como veremos con más detalle,
está el hilo oscuro de la advertencia sobre la muerte inminente de Jesús; sin embargo, también se
ve como parte del cumplimiento alarmante e inesperado de las promesas bíblicas (10:45, en alusión
a Daniel 7 e Isaías 53). Jesús está cumpliendo la historia de Israel, aunque esto requiere que los
lectores entiendan esa historia de manera diferente.
Lucas: las Escrituras deben cumplirse

Que las Escrituras deben cumplirse es precisamente la idea que establece Lucas en puntos clave
de su evangelio. Lucas estructuró su apertura para que, de fondo, escuchemos las grandes historias
de Samuel y David, todos anticipando la llegada del verdadero rey. Los grandes poemas que
llamamos Magnificat y Benedictus, las canciones de María y Zacarías (1:46-55; 1:68-79), hablan
poderosamente del cumplimiento de las antiguas promesas y propósitos de Dios en el futuro
nacimiento de Juan el Bautista y el mismo Jesús. Este tema se menciona a lo largo del evangelio
y se enfatiza en pasajes como 22:37, donde Jesús declara, en la mesa con sus amigos, que todo lo
que se refiere a él en las Escrituras “debe llegar a su meta.”
Sin embargo, incluso sus seguidores más cercanos no pudieron ver, en los extraños eventos de
su encarcelamiento, juicio y muerte, ningún tipo de cumplimiento. En ese momento, los discípulos
de Jesús estaban viviendo la versión prevaleciente de la historia judía, y ciertamente no terminaría
con la muerte violenta del ungido de Dios. “Habíamos esperado”, lamentan dos discípulos en el
camino a Emaús, “¡que redimiría a Israel!”. (24:21). Pero obviamente no lo había hecho.
La respuesta, destacada en la narración única de Lucas tanto de la historia de Emaús como de
la historia de Jesús en su conjunto, es clara:

“¡Qué torpes son ustedes —les dijo—, y qué tardos de corazón para creer todo lo
que han dicho los profetas! Esto es lo que tenía que suceder: ¡él Mesías tenía que
sufrir, y luego entrar en su gloria!”
Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que
se refería a él en todas las Escrituras. (24:25-27)

En otras palabras⎯como los discípulos se dan cuenta emocionados en la siguiente escena⎯una


nueva “apertura de la Biblia” tuvo lugar después de que Jesús les había explicado toda la historia,
que, vista a la luz de su explicación, conduciría forzosamente a la crucifixión y resurrección del
Mesías como el evento complejo a través del cual Israel y el resto del mundo serían realmente
redimidos.
Sin embargo, paralelamente a la explicación de Jesús dice que “les abrió el entendimiento”,
algo que también tenía que ocurrir (24:45). Lucas tiene claro que los eventos que involucran a
Jesús son aquellos en los que se había centrado toda la historia antigua de Israel, llevándolos a la
meta divinamente ordenada. Pero esto no es algo que el lector casual pueda ver así no más. No es
algo que Caifás o los fariseos reconocerían instantáneamente cuando los seguidores de Jesús
comenzaron a anunciar que había resucitado de entre los muertos. Todos tendrían que “todos los
días examinar las Escrituras para ver si era verdad lo que se les anunciaba”. (Hechos 17:11). La
idea que los escritores de los evangelios desean transmitir⎯que la vida, la muerte y la resurrección
de Jesús forman la culminación de la historia de Israel, incluso si nadie lo esperaba y a muchos no
les gustó cuando se les presentó—es algo que, como el mismo Jesús resucitado, es visible al ojo
de la fe. La historia tiene sentido como un todo o no tiene ningún sentido.

Juan: creación y nueva creación

La paradoja que vimos en Mateo, Marcos y Lucas, que los eventos que involucran a Jesús deben
verse como el cumplimiento de la historia de Israel, pero que este “cumplimiento” no era lo que
Israel esperaba o deseaba, se expresa sin rodeos desde el principio del evangelio de Juan. El
prólogo de Juan (1:1-18) nos remite a los primeros libros de la Biblia: Génesis y Éxodo. El apóstol
formula su declaración inicial, sencilla y profunda, con ecos del relato de la creación (“En el
principio…”, que lleva a la creación del ser humano a imagen de Dios) y ecos del clímax del libro
del Éxodo (“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” [1:14, NVI], donde el término “vivió”
es literalmente “estableció su tienda”, como en la construcción del tabernáculo para la gloria de
Dios en el desierto). En otras palabras, es en la encarnación de Jesús que la historia de Israel, y
con Israel la historia del mundo, alcanza su momento de destino. Pero Israel, el pueblo cuya
columna vertebral eran las historias de Génesis y Éxodo, estaban viendo para la dirección
equivocada: “Él vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (1:11). Sin embargo, algunos lo
aceptaron, recibiendo “el derecho de llegar a ser hijos de Dios” (1:12), no por ascendencia ni
esfuerzo humano, sino por la extraña misericordia de Dios. Así, Juan también ve la historia de
Jesús como la culminación paradójica de la historia de Israel.
Por supuesto, es por eso que el tema del mesianismo de Jesús se destaca repetidamente, junto
con el constante cuestionamiento de si alguien como Jesús es, de hecho, el que Israel anhelaba:

“¡Hemos encontrado”, exclamó Felipe, “aquel de quien Moisés escribió en la ley,


y de quien también escribieron los profetas! ¡Jesús, el hijo de José de Nazaret!”
“¿En serio?”, respondió Natanael. “¿Me estás diciendo que algo bueno puede salir
de Nazaret?” (1:45-46)

El tema continúa a lo largo del libro. Jesús dice y hace cosas que declaran que él es realmente
a quien señalan las escrituras de Israel, como muchos arroyos que convergen en un río caudaloso.
Pero muchos de sus contemporáneos tenían en mente un tipo diferente de río. “Estudian la Biblia”,
advierte Jesús, “porque piensan que en ella descubrirán la vida de Dios en el siglo venidero. De
hecho, ¡es la Biblia la que da evidencia acerca de mí! Mas ustedes no quieren venir a mí para que
tengan vida” (5:39-40). Ellos cuentan la historia bíblica a su manera, llevándolos a su propia visión
de “la era venidera de Dios”. Jesús, sin embargo, cuenta la historia de otra manera, o más bien, la
vive de otra manera. En el centro del evangelio de Juan, como para casi todos los escritores del
Nuevo Testamento, es el choque entre dos puntos de vista contradictorios sobre cómo debe
contarse la historia bíblica antigua y cómo, en particular, debe lograr su propósito. Algunos
preguntan cómo Jesús puede ser el Mesías, mientras que otros insisten en que debe serlo (p. ej.,
7:31-52; 10:22-30). Jesús insiste, diciéndoles que Moisés, por escrito, escribió acerca de él, y
Abraham, creyendo en Dios, creyó en él anticipadamente (5:46; 8:30-59).
No es solo un choque de ideas diferentes, teorías diferentes. La confrontación se vuelve
puramente política. Caifás, el sumo sacerdote en ese momento, sugiere que la forma de rescatar a
la nación y su Templo de los romanos es dejar que un solo hombre, el mismo Jesús, muera solo
(11:50). Este es un momento de gran ironía, ya que en la versión de Caifás de la historia de Israel
la prioridad absoluta es salvar la nación y el Templo, pero Juan ve, debajo de este frío cálculo, una
historia diferente: Jesús pasa del hecho de “morir por la nación; y no solamente por la nación, sino
para unir a los hijos de Dios dispersos” (11:51-52). La paradoja de las dos historias continúa hasta
el final de la narración, y Juan afirma que Jesús se alineaba con las antiguas profecías, que siempre
incluían declaraciones en el sentido de que Israel no veía, ni escuchaba, ni entendía (12:37-41).
Y toda la historia nos lleva hacia la escena final, en la que Jesús anuncia el reino de Dios ante
el representante del César, mientras que los líderes oficiales de Israel declaran que “no tenemos
más rey que el César” (19:15). El resultado—la culminación del evangelio y, para Juan, la
culminación de toda la historia de Israel—es la paradójica “entronización” de Jesús en la cruz, el
momento final en el que se cumple la gran historia bíblica (19:19, 24, 28). La palabra final de
Jesús, tetelestai (“¡Todo está hecho!”), lo dice claramente. La historia se ha completado: la historia
de la creación, la historia del pacto de Dios con Israel. Ahora la nueva creación puede comenzar,
y eso es exactamente lo que sucede justo después de la resurrección. Ahora, el nuevo pacto puede
ser inaugurado, y los discípulos son enviados al mundo, equipados con el mismo Espíritu de Jesús
(20:19-23). Así es como la historia de Israel alcanzó su meta y ahora puede dar frutos en todo el
mundo.

Conclusión

En este punto, debemos notar que los llamados evangelios gnósticos, libros como el Evangelio de
Tomás y similares, simplemente están demasiado alejados de la realidad bíblica. Estos escritos
rechazan la historia de Israel—de hecho, resisten la idea de que hay una “historia” en la cual las
palabras y los hechos de Jesús tienen sentido—y evitan cualquier mención de la crucifixión y
resurrección de Jesús. Esto no quiere decir, como algunos sugieren, que sean versiones anteriores,
intentos pre-reflexivos de recordar a Jesús. Quiere decir que son distorsiones posteriores,
“desjudaizadas”, “deshistorizadas”, que no ofrecen salvarnos para el mundo, sino del mundo.
Estos falsos evangelios no quieren saber nada del monoteísmo creacional al estilo judío, según el
cual el mundo es una buena creación de Dios y necesita ser juzgado y arreglado. Tampoco quieren
saber nada de Israel como el pueblo encargado de lograr el propósito de Dios de rescatar el mundo.
Quieren un mundo “deshistorizado”, “desjudaizado”, un mundo “espiritual” en lugar de un mundo
de materia y espíritu, es decir, el mundo del cielo y la tierra creado por el Dios de Israel. Son una
deconstrucción del mismo libro de Génesis. Tales pseudo-evangelios no quieren saber nada del
Dios del éxodo, el Dios que libera a los esclavos y viene a habitar entre ellos.
A menos que, al leer los evangelios, estemos constantemente conscientes de que narran la
historia de Jesús de una manera que evoca la historia de Israel, nunca los escucharemos en su
armonía correcta. Este es el primero de los altavoces de nuestro sistema de sonido cuyo volumen
debemos aumentar. Ciertamente, los eventos de la vida, muerte y resurrección de Jesús tomaron
por sorpresa al desprevenido mundo judío del primer siglo, como los evangelistas aclaran página
tras página. Ellos son el verdadero cumplimiento, aunque la gente no lo esperaba. Todas esas
parábolas sobre el regreso del señor o dueño de la casa prueban este punto. No hubo una “historia
de salvación” fluida en el sentido de un crescendo constante, en el sentido de que las cosas
mejoraron cada vez más hasta que llegó el momento. Más bien, fue al revés. Israel era un desastre
y Dios tenía que hacer algo radicalmente nuevo. Sin embargo, lo radicalmente nuevo que Dios
hizo fue lo que siempre había prometido, lo que Israel siempre había pedido en sus oraciones, lo
que siempre había esperado. Esa es la paradoja. Impregna el Nuevo Testamento, y especialmente
los evangelios. La historia llegó a su ápice, pero la historia misma estaba mirando en la dirección
equivocada. “Él vino a lo suyo, y su gente no lo recibió”. En lugar de declarar que no querían “más
rey que Dios”, como sugerían sus propias escrituras, los principales sacerdotes, los representantes
oficiales de Israel, declararon que no tenían “más rey que César”. Sin embargo, como aclara Juan,
Jesús era de hecho su verdadero rey, y su crucifixión fue la revelación completa de lo que eso
significaba. Paradoja sobre paradoja. Volveremos a este tema.
El último punto anticipa el segundo altoparlante de nuestro sistema de sonido. La historia de
Israel no era sólo la historia de un pueblo. La historia de Israel era la historia de Dios, en quien
creían los israelitas, el creador del mundo, el Dios de Israel.
CAPÍTULO 5

La historia de Jesús como la


historia del Dios de Israel

He afirmado que hace falta aumentar el volumen del primer altoparlante, por estar casi en cero, o
incluso prenderlo, porque ha estado apagado. Se ha intentado leer la historia de Jesús como si su
único mensaje a los judíos del primer siglo fuera que estaban equivocados: equivocados acerca de
Dios, equivocados acerca del reino venidero, equivocados acerca del camino a la salvación,
equivocados acerca de la idea de que había incluso una “historia de la salvación”. No, “el tiempo
se ha cumplido”. El relato evangélico es la culminación de la historia de Israel, por más
sorprendente e inesperado que haya resultado ser.

Sonido distorsionado

El segundo altoparlante que contribuye a la forma en que escuchamos los evangelios es el que nos
lleva a escuchar la historia de Jesús como la historia del Dios de Israel que volvió a su pueblo en
la forma que siempre había prometido. Esta vez, sin embargo, tenemos el problema opuesto. A
este altavoz no se le ha bajado el volumen ni se le ha apagado. Todo lo contrario: se le ha
aumentado el volumen tanto que el sonido producido se distorsionó, ahogando en gran medida el
resto de la música.
En gran parte del cristianismo occidental a lo largo de los años, en particular en el bullicioso
cristianismo conservador, que reaccionó, no sin razón, al escepticismo de la Ilustración, hemos
estado tan preocupados por dejar que los evangelios nos digan que la historia de Jesús es la historia
de Dios encarnado que nos hemos vuelto incapaces de escuchar con más atención de qué Dios
están hablando los evangelistas y qué es exactamente lo que Dios está haciendo ahora. Estamos
contentos de escuchar sobre el “Dios” de la imaginación occidental, pero estamos menos
inclinados a escuchar sobre el Dios de Israel. Estamos contentos de escuchar que “Jesús es Dios”
en cierto sentido. Esto, suponemos, es lo que los evangelios están tratando de decirnos. Sin
embargo, estamos menos preparados para escuchar que el Dios de Israel había prometido hacer
ciertas cosas específicas, particularmente para establecer su gobierno soberano sobre Israel y el
mundo, y que Jesús encarnó esa intención.
En el contexto de la larga y triste historia de Israel, la historia del Dios de Israel no es, como
se podría suponer al leer ciertos escritos cristianos, simplemente la historia de un Dios lejano que
quiere salvar a la gente del pecado y de la muerte e intenta hacerlo de varias maneras (la mayoría
de las cuales fracasan). Durante demasiado tiempo, los cristianos han contado la historia de Jesús
sin vincularla a la historia de Israel, sino simplemente a la historia del pecado humano narrada en
Génesis 3, saltándose por completo el camino del pueblo elegido. Desde ese punto de vista, la
historia de Israel suena como un primer intento fallido de parte de Dios para arreglar su mundo.
“¡Mira!”, dice él, “ustedes pueden ser mi pueblo. ¡Los rescataré de la esclavitud y les daré mi ley!”
Entonces los judíos descubren que no pueden guardar la ley, y la historia va de mal en peor. Con
el tiempo, Dios renuncia a tratar de hacer “mejor” a la gente (específicamente, Israel) mediante la
observación de su ley, y opta por una estrategia diferente, un “plan B”. El plan consiste en enviar
a su hijo a morir y declarar que ahora lo único que debe hacer la gente es creer en él y en su muerte
salvadora; después de todo, nadie necesita mantener esa ley ingenua y obsoleta. Esta es una
caricatura exagerada de la historia bíblica, pero ciertamente coincide con la cantidad de cristianos
a los que se les ha enseñado, ya sea explícita o implícitamente.
Al mismo tiempo⎯y quiero decir, en el mundo occidental y en la iglesia de los últimos dos o
tres siglos⎯los cristianos son conscientes de que la noción misma de “Dios” está bajo ataque. El
deísmo de los siglos XVII y XVIII (“Puede ser que haya un ‘Dios’ que creó el mundo, pero si ese
es el caso, es muy distante y no se relaciona con nuestro mundo”) se transformó progresivamente
en un ateísmo explícito de los siglos XIX y XX (“¿Por qué deberíamos siquiera preocuparnos por
la noción de ‘Dios’?”). Esto ocurrió en forma paralela a los cuestionamientos históricos con
respecto a los orígenes cristianos, como ya hemos señalado, según los cuales Jesús se veía como
un revolucionario judío del primer siglo, un “apocalíptico” o un buen maestro de ética. Ante este
doble desafío, muchos cristianos creyeron que su tarea consistía en formular una doble contra-
estrategia: por un lado, “probar” la “existencia de Dios” y, por otro lado, “probar” la “divinidad de
Jesús”. (Pongo la palabra “demostrar” entre comillas porque este mismo período histórico vio
surgir una nueva forma de pensar sobre el conocimiento mismo: si no era posible “demostrar”
algo, casi como en un teorema matemático, nunca se podría estar seguro de ello. Esta sigue siendo
la postura estándar que alimenta una gran cantidad de escepticismo hasta el día de hoy.)
Pero luego me preguntarás: ¿pero no es eso justo? Si andan diciendo que Dios no existe, el
cristiano debe decir lo contrario. Y si están negando la divinidad de Jesús, ¿no es tarea del cristiano
reafirmarla? Si se expresa de esa manera, la respuesta es, “Sí. ¡Claro!”. Sin embargo, nos
encontramos aquí con la paradoja que nos presenta Proverbios en un famoso par de dichos
aparentemente contradictorios: “No respondas al necio según su necedad, o tú mismo pasarás por
necio” y “Respóndele al necio como se merece”, para que no se tenga por sabio” (26:4-5).
En el presente contexto, parafraseo el pasaje de Proverbios con dos advertencias. Primero, ten
cuidado y no contestes una pregunta de una manera que da a entender que estás de acuerdo con los
términos de la misma, cuando éstos pueden contener grandes errores implícitos. En segundo lugar,
ten cuidado al negarse a responder la pregunta (debido a esos errores implícitos), porque podría
parecer que su interlocutor tiene razón por defecto. Respeto a aquellos que han tratado de hacer lo
segundo, pero me temo, y este es el punto que quiero resaltar a lo largo del capítulo, que esas
mismas personas no siempre han prestado atención a lo primero. Entonces, el volumen del altavoz
se ha aumentado tanto⎯“¡SÍ! ¡DIOS EXISTE! ¡SÍ! ¡JESÚS Y DIOS!”—que el planteamiento
mucho más sutil e interesante de los evangelios ha quedado prácticamente ahogado, junto con los
mensajes de dos de los otros altoparlantes (el primero y el cuarto). Como ya he explicado, es
posible que al exagerar una verdad, no se escuchen otras con las que debe modularse y equilibrarse.
Es hora de escuchar con más atención la historia que la misma Biblia nos quiere contar sobre el
Dios de Israel, el creador del mundo.

La historia de Dios contada en la Biblia

La historia que cuenta la Biblia sobre el Dios de Israel es bastante diferente de las historias que
muchos, incluidos muchos cristianos, han contado. En la historia bíblica, el Dios creador llama a
Abraham, que vivía en lo que hoy es Irak, y lo lleva a deambular como nómada hacia lo que hoy
conocemos como Israel/Palestina. Este Dios hace un pacto con Abraham, que contiene promesas
dramáticas y grandiosas. Por medio de Abraham, Dios bendecirá a todas las familias de la tierra;
esto sigue a la historia de insensatez y maldad en Génesis 3-11, que resultó en la expansión y
división de la raza humana después de la construcción de la Torre de Babel (Babilonia, también
en el actual Irak). La historia de Dios y Abraham es el punto de partida de todo el resto de la
narrativa bíblica, cuyo significado, a su vez, se extrae de lo que la precede. Ahora, por medio de
Abraham, Dios va a sacar la raza humana del aprieto en que se encuentra y, de ese modo, permitir
a los seres humanos retomar el proyecto que les había sido encomendado desde el principio (cuidar
el mundo de Dios, hacerlo productivo y llenarlo de gente), pero que había sido abortado por la
rebelión humana.
Hay un núcleo emocionante, y a menudo pasado por alto, en la historia de Dios y Abraham
que anticipa un elemento de la historia en los evangelios. El contexto más amplio de la historia es
el relato global que va desde la creación original hasta el final del libro de Éxodo (obviamente,
hay posibles marcos aún más grandes: el Pentateuco en su conjunto, es decir, los primeros cinco
libros de la Biblia, y luego el Antiguo Testamento mismo, pero concentrémonos en Génesis y
Éxodo por el momento). La historia original de la creación vislumbra a un Dios que estaba
haciendo una morada para sí mismo. Los seis “días” o “etapas” de la creación indican, para quienes
entienden el mundo del antiguo Cercano Oriente, que la misma creación, los cielos y la tierra
juntos, es una especie de templo, un lugar para que habite Dios. Y, como era el caso de todos los
templos antiguos (excepto el templo de Jerusalén, por razones que se harán evidentes), había una
“imagen” o estatua del dios en cuestión; así el Dios creador coloca en el “templo” de su creación
cielo-tierra su propia “imagen”, los seres humanos hechos para reflejarlo, para traer su creatividad
a su mundo y reflejar las alabanzas del mundo hacia el creador. Por supuesto, esta es la esencia de
la historia, que luego se ve empañada por la rebelión de las criaturas formadas a imagen de Dios.
Al leer la historia que sigue, es fácil llegar a pensar que esa intención original fue abandonada
por completo. Abraham, Isaac y Jacob descubren que Dios se les aparece aquí y allá, siempre de
forma inesperada, de diferentes maneras y con diferentes aspectos. A veces los patriarcas marcan
el lugar de encuentro con una piedra o un pequeño altar. Pero luego la historia se hunde en el caos.
José es vendido como esclavo en Egipto, y aunque eso tiene el efecto de salvar a la familia del
hambre, el resultado es, a la larga, la esclavitud. La larga servidumbre de Israel en Egipto es
formativa no solo, como hemos visto, para Israel mismo, sino también, si podemos decirlo de esa
manera, para Dios, quien recuerda su pacto con Abraham, condena a los opresores egipcios y
rescata a Israel de Egipto. a través de los increíbles eventos de la Pascua bajo el liderazgo de
Moisés. Entonces Dios le da la ley a Israel para que sea el camino de vida para su pueblo redimido.
Pero lo que más impresiona del libro de Éxodo⎯de hecho, es doblemente impresionante⎯es
que Dios mismo acompaña al pueblo en su camino y les da instrucciones para el “tabernáculo”, la
tienda santa o “tienda de reunión”, donde Él estar presente en medio de ellos, y donde se
encontrará, más particularmente, con Moisés. Esto casi provoca un desastre, porque mientras
Moisés está en la cima de una montaña recibiendo instrucciones detalladas para construir el
tabernáculo, el pueblo se rebela. Los israelitas persuaden a Aarón, el hermano de Moisés, para que
haga un ídolo, una imagen, una estatua de un becerro de oro, para ellos poder fingir que este es el
dios que los sacó de Egipto. Este primer acto de rebelión casi arruina todo el plan, pero—y aquí
está la segunda cosa impresionante—Dios responde a la oración urgente de perdón de Moisés y
accede a acompañar al pueblo, a continuar en medio de él, a pesar de su idolatría y rebelión. El
libro termina con una escena no solo de pura gracia, sino de conclusión del largo círculo de Génesis
1: se construye el tabernáculo, y la gloria del Dios de Israel viene a llenarlo, a habitar entre su
pueblo durante su caminar hacia la tierra prometida. El pueblo era, por así decirlo, una nueva
humanidad en camino de tomar posesión de su nuevo Edén.
Este patrón—la intención de Dios de vivir con su pueblo, la imposibilidad de hacerlo debido a
la rebelión, pero su eventual regreso en gracia para morar con el pueblo—es, hasta cierto punto, la
historia de todo el Antiguo Testamento. Se aumenta la historia de Éxodo con cientos de años más
de historia, y la trama se hace todavía más grande. Salomón construye el Templo, las sucesivas
generaciones lo corrompen o intentan transformarlo, pero con el tiempo, ante una rebelión
abrumadora y la idolatría, Dios finalmente abandona el lugar, dejándolo a su suerte cuando los
babilonios asedian Jerusalén. (Observe la ironía: Babilonia, “Babel”, es el lugar del orgullo
humano y la idolatría, y Dios llamó a Abraham en primer lugar para que el mundo fuera totalmente
distinto. Todo el período que llamamos el “período del Segundo Templo”, desde alrededor de 583
a.C. en adelante, se caracteriza por esta percepción de la ausencia de Dios. Dios partió y no ha
vuelto. Este fue el problema que enfrentó el profeta Malaquías: los sacerdotes estaban aburridos y
descuidaban sus responsabilidades litúrgicas porque, aunque el Templo se había reconstruido, no
sentían que YHWH hubiera regresado, como lo había profetizado Ezequiel. Ah, dice Malaquías,
pero el Señor a quien buscan sí vendrá de repente a su templo”—“pero ¿quién podrá soportar el
día de su venida, y quién podrá mantenerse en pie cuando él aparezca?” (3:1-2). En otras palabras:
¿estás listo para otro momento como ese en 1 Reyes 8, cuando Salomón dedicó el Templo y la
gloria de YHWH llenó la casa? ¿Estás listo para ese momento en Isaías 6 cuando el profeta vio a
YHWH, enaltecido y sublime, llenando el Templo con las orlas de su manto y la casa con humo?
Aquí, entonces, está el gran tema bíblico que nos permite entender lo que los evangelios dicen
acerca de Dios, no cualquier “dios”, sino el Dios de Israel, el Dios del pacto, el creador. El regreso
de YHWH formó la narrativa teológica subyacente de gran parte de la literatura del Segundo
Templo, dando dirección no solo a pensadores y escritores sino también a activistas y aspirantes a
líderes, como vemos en los grandes proyectos de limpieza y reconstrucción del Templo que
emprendieron los Macabeos, Herodes y, finalmente, el desafortunado supuesto Mesías, Simón bar
Kojba. El hecho de que Dios aún no había regresado era, por el lado, el dolor constante y la tristeza
persistente de los piadosos, cuyo estilo de vida estaba marcado por la oración de los Salmos y la
espera paciente, y, por el otro, de los pragmáticos, que sabían que hasta que Dios no regresara,
Israel no sería libre de la dominación extranjera. El libro de Éxodo termina con la presencia divina
finalmente llegando a morar en el tabernáculo recién construido. Las escrituras hebreas como un
todo terminan con la esperanza de que la historia más amplia que es un reflejo de la narrativa
prototípica inicial tendrá un final similar. El problema es que nadie sabía cuándo o cómo sucedería
eso.
La historia que cuentan los evangelios, una vez que bajamos el volumen del segundo
altoparlante, del cual solo hemos estado escuchando los gritos de “¡Él es divino! ¡Él es divino!” es
la historia de cómo YHWH finalmente regresó a su pueblo.

Buscando lo correcto

En este punto, debemos ser cautelosos y, una vez más, distanciarnos un poco de las principales
corrientes de nuestras tradiciones recientes. Todo depende de que busquemos lo correcto.
Durante más de cien años, ha sido popular la percepción de la alta cristología explícita de Juan
en contraste con la baja cristología implícita de los sinópticos. De acuerdo con ese punto de vista,
Juan piensa que Jesús es divino, pero Mateo, Marcos y Lucas básicamente no. Es cierto que a
veces van un poco más allá, pero siempre contando la historia del Jesús “humano”, mientras que
Juan cuenta la historia del Jesús “divino”.
Ese contraste es simplemente erróneo, y el error recae en ambos lados. Juan ha sido convertido
en portavoz de una especie de “alta cristología” que en los últimos siglos los cristianos devotos
han tratado de usar para contrarrestar el escepticismo posterior a la Ilustración. Y los escépticos
han respondido declarando que Juan es un evangelio tardío, no histórico y, por lo tanto, irrelevante.
Hicieron de los sinópticos sus portavoces, viendo en ellos al Jesús humano, ciertamente ya
distorsionado, pero todavía visible. Pero nadie en este “diálogo de sordos” ha prestado atención a
la historia bíblica de Dios tal como acabamos de esbozarla.
Aparentemente, ambos lados estaban buscando las cosas equivocadas. Para tener una “alta
cristología” genuinamente bíblica, una fuerte identificación entre el mismo Jesús y el Dios de
Israel, no hacen falta declaraciones explícitas como las que se encuentran en Juan (“Yo y el Padre
uno somos”, 10:30). Lo que se necesita, por ejemplo, es lo que dice Marcos en su capítulo inicial,
en el que las profecías sobre la venida de Dios se aplican directamente a la venida de Jesús:

Comienzo del evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios.


Sucedió como está escrito en el profeta Isaías: “Yo estoy por enviar a mi
mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino”.
“Voz de uno que grita en el desierto: ‘Preparen el camino del Señor, háganle
sendas derechas’”.
Así se presentó Juan, bautizando en el desierto y predicando el bautismo de
arrepentimiento para el perdón de pecados. Toda la gente de la región de Judea y
de la ciudad de Jerusalén acudía a él. Cuando confesaban sus pecados, él los
bautizaba en el río Jordán. La ropa de Juan estaba hecha de pelo de camello.
Llevaba puesto un cinturón de cuero, y comía langostas y miel silvestre. Predicaba
de esta manera:
“Después de mí viene uno más poderoso que yo; ni siquiera merezco agacharme
para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero
él los bautizará con el Espíritu Santo”.
En esos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en
el Jordán. En seguida, al subir del agua, Jesús vio que el cielo se abría y que el
Espíritu bajaba sobre él como una paloma. También se oyó una voz del cielo que
decía: “Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo”. (1:1-11)

Marcos cita el pasaje de Malaquías sobre el tan esperado regreso de Dios (3:1), y lo agrega a
la promesa de Isaías sobre el profeta gritando a Sion que su Dios finalmente regresa, regresa en
gloria (40:3-11). A continuación, Marcos enfatiza el discurso de Juan Bautista sobre “alguien
mucho más fuerte” que “viene pronto”, alguien que sumergirá a las personas en el Espíritu Santo.
Esto solo puede significar que Dios mismo finalmente está llegando para renovar y restaurar a su
pueblo. Lo que nos muestra Marcos luego, en una escena cuya inclusión demuestra su creencia de
que las profecías se están cumpliendo, es Jesús llegando para el bautismo, siendo ungido con el
Espíritu y acogido por el Padre como su Hijo prometido. Esto les da, justo en la primera página de
Marcos, la misma alta cristología que Juan, aunque es una alta cristología judía en lugar de la
variante no judía que, durante tanto tiempo, la gente ha considerado necesaria para un argumento
convincente.
Es a la luz de este contexto que debemos interpretar pasaje tras pasaje del evangelio de Marcos.
Cuando llama a los primeros seguidores (1:16-20) y elige a los Doce (3:13-19), Jesús actúa de
manera profundamente simbólica, haciéndose eco de la fundación de Israel como pueblo de Dios.
Pero él no se coloca primero entre iguales; Jesús no es un mero miembro, un líder de los Doce,
sino el que los llama a la existencia y les da su estatus y función, precisamente lo que, en el Antiguo
Testamento, había hecho el Dios de Israel. (Ya puedo escuchar a algunos lectores caer de nuevo
en el viejo paradigma del siglo XVIII de “o esto o lo otro”: “Ah, ¿entonces Marcos está diciendo
que Jesús es divino en el sentido de identificarse con una deidad distante que ahora está
interviniendo en el mundo?” No, no estoy hablando de eso. Estoy hablando del Dios de Israel, el
que creó a los seres humanos a su imagen.) El Jesús retratado por Marcos anda haciendo y diciendo
cosas que declaran que el Dios de Israel ahora se está convirtiendo en rey; el sueño de Israel se
está haciendo realidad. Pero Jesús habla de que Dios se está haciendo rey para explicar las cosas
que él mismo está haciendo. Al señalar a Dios, Jesús no está señalando a alguien fuera de sí mismo.
Está señalando a Dios con el propósito de explicar sus propias acciones. Por si no hemos caído en
la cuenta, Marcos lo deja claro cuando muestra a Jesús ordenando al viento y al mar que se calmen,
y ambos le obedecen:

Ese día al anochecer, les dijo a sus discípulos: “Crucemos al otro lado”.
Dejaron a la multitud y se fueron con él en la barca donde estaba. También lo
acompañaban otras barcas.
Se desató entonces una fuerte tormenta, y las olas azotaban la barca, tanto que
ya comenzaba a inundarse. Jesús, mientras tanto, estaba en la popa, durmiendo
sobre un cabezal, así que los discípulos lo despertaron.
“¡Maestro!”, gritaron, “¿no te importa que nos ahoguemos?”
Él se levantó, reprendió al viento y ordenó al mar: “¡Silencio! ¡Cálmate!”
El viento se calmó y todo quedó completamente tranquilo. “¿Por qué tienen
tanto miedo?”, dijo a sus discípulos. “¿Todavía no tienen fe?”
Ellos estaban espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es este, que hasta el
viento y el mar le obedecen?” (4:35-41)

En el Antiguo Testamento, eso es lo que uno esperaría del mismo YHWH:

Tú calmaste el rugido de los mares,


el estruendo de sus olas,
y el tumulto de los pueblos. (Salmo 65:7)

Tú gobiernas sobre el mar embravecido;


tú apaciguas sus encrespadas olas. (Salmo 89:9)

En su angustia clamaron al SEÑOR,


y él los sacó de su aflicción.
Cambió la tempestad en suave brisa:
se sosegaron las olas del mar. (Salmo 107:28-29)

Este pasaje y otros similares son suficientes para que los lectores atentos de Marcos empiecen
a hacer la pregunta: ¿será que así es cómo se ve cuando por fin regresa el Dios de Israel? ¿Qué
pasa si la historia no se trata de un hombre que camina por ahí “demostrando que es Dios”, sino
de Dios personalmente regresando para salvar a su pueblo? Creo que parte del problema es que no
solo es cuestión de que los escépticos se hayan burlado de la idea de que “Dios” venga a nuestro
mundo. El problema también es que a los cristianos les ha resultado más fácil imaginar el tipo de
“Dios interventor” negado por los escépticos y mucho más difícil imaginar el tipo de “Dios”
completamente humano que Marcos parece describir.
Evidentemente, la idea plantea interrogantes a los que Marcos ni siquiera comienza a dar
respuestas. ¿Qué sucede en la muerte de Jesús? ¿Cuál es la relación entre el mismo Jesús y aquel
a quien ora, en particular, aquel a quien ora con el terrible grito de desolación? Marcos no parece
preocupado por darnos una respuesta teórica. “Presta atención a la historia”, es lo que parece estar
diciendo. Vive en la historia, deja que cambie los cimientos sobre los que te paras. Así que tal vez
no necesites una teoría. Tal vez lo veas todo diferente:

Desde el mediodía y hasta la media tarde quedó toda la tierra en oscuridad. A las
tres de la tarde Jesús gritó a voz en cuello: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? (que
significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”).

Cuando lo oyeron, algunos de los que estaban cerca dijeron: “Escuchen, está
llamando a Elías”.

Un hombre corrió, empapó una esponja en vinagre, la puso en una caña y se la


ofreció a Jesús para que bebiera.

“Déjenlo, a ver si viene Elías a bajarlo”, dijo.

Entonces Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró.

La cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Y el


centurión, que estaba frente a Jesús, al oír el grito y ver cómo murió, dijo:
“¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!” (15:33-39)

Por supuesto, llamar a Jesús el “hijo de Dios” hace eco de la voz en el bautismo de Jesús (1:11).
Pero cuando un centurión romano dice estas palabras, suponemos que no sabía lo que estaba
pasando ese día. Para él, la expresión “hijo de Dios” significaría normalmente una persona, una
sola: Tiberio César, hijo del “divino” Augusto. Era la inscripción en todas las monedas, incluida
la moneda que le habían mostrado a Jesús unos días antes (12:15-17). Esto nos lleva hacia nuestro
cuarto altoparlante (capítulo 7).
En cuanto a Marcos, parece que estaba pensando, como muchos de los primeros cristianos de
su época, en que el término “hijo de Dios” tenía al menos cuatro significados. Primero: en el
Antiguo Testamento Israel mismo es “el hijo de Dios” (Éxodo 4:22; Jeremías 31:9). Segundo: el
mesías, el rey ungido de Israel, llamado el “hijo de Dios” (2 Samuel 7:12-14; Salmo 2:7; 89:26-
27); este parece ser uno de los significados principales en la historia del bautismo. Tercero: como
acabamos de señalar, “hijo de Dios” era un título común usado para designar al emperador romano
desde Augusto en adelante. Cuarto: flotando detrás y más allá de todos esos sentidos estaba la
percepción, que se encuentra en los primeros documentos cristianos, de que todos esos pasajes se
referían a una nueva y extraña realidad: que en Jesús el Dios de Israel había estado presente, se
había hecho humano, había descendido para habitar entre su pueblo, establecer su reino, asumir
todo el horror de su condición y realizar el mundo nuevo tan esperado. La expresión “hijo de Dios”
estaba disponible para resaltar esta gigantesca, sugerente y temible posibilidad, sin dejar atrás
ninguna otra de sus resonancias. Ya en los escritos de Pablo podemos ver este hecho. Es muy
probable que Marcos esperara que sus primeros lectores tuvieran en mente la misma combinación
de temas.

Mateo y Lucas: Viendo a Jesús, pensando en Dios

Una vez que aprendemos de Marcos cómo leer la historia de Jesús como la historia del Dios de
Israel que finalmente regresa, puede que nos resulte más fácil reconocer las formas en que Mateo
y Lucas hacen algo muy similar. (Si, como la mayoría de los eruditos todavía creen, ambos usaron
a Marcos como fuente, eso parece más natural). Comencemos con Mateo.
Mateus lo deja todo muy claro en el marco que crea para su historia. Fíjate primero en la
apertura del evangelio, justo después de la genealogía que se mencionó en el capítulo anterior. El
ángel le dice a José que el hijo de María deberá llamarse “Jesús” porque “él es quien salvará a su
pueblo de sus pecados”. En este texto, el nombre “Jesús” se interpreta como “YHWH salva”. El
comentario de Mateo complementa esta idea desde otro ángulo:

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del
profeta: “La virgen concebirá y dará a luz a un hijo, y lo llamarán Emanuel” (que
significa “Dios con nosotros”). (1:22-23)

En otras palabras, debemos mirar a Jesús y ver en él, por más extraño que parezca, la presencia
personal del Dios de Israel que vino a morar con su pueblo y rescatarlo de la situación a la que le
han llevado sus pecados, algo que, en términos judíos antiguos, significaba principalmente el
“exilio” que todavía estaban sufriendo, la condición de sujeción y dominación por parte de las
naciones paganas.
Luego fíjate en el otro extremo de la foto de Mateo. Jesús fue crucificado y luego resucitó de
entre los muertos. Ahora se dirige a sus seguidores con palabras que, el apóstol debe haber sabido,
habrían sonado impresionantes a los oídos de cualquiera. La frase final se hace eco de esa promesa
de “Emanuel”. “Dios con nosotros” se convirtió en “Jesús con nosotros”:

Jesús se acercó entonces a ellos y les dijo:


“Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan
discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes.
Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo.” (28:18-20)

Mateo está diciendo que, en Jesús mismo, el Dios de Israel ha regresado a su pueblo y ahora estará
con ellos para siempre.

Este marco exterior nos permite entender esas extrañas escenas donde Mateo retrata a los
discípulos adorando a Jesús después de la tormenta. Mateo lo explica incluso más explícitamente
que Marcos:

Cuando subieron a la barca, se calmó el viento. Y los que estaban en la barca lo


adoraron diciendo:
“Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”. (2:32-33)

Una vez más, una vez que nos damos cuenta de lo que está pasando, una vez que pensamos en
términos judíos del primer siglo, no en términos del escepticismo occidental moderno y sus
alternativas, también comenzamos a notar todo tipo de cosas diferentes. En particular, notamos
que Jesús cuenta varias historias sobre señores y siervos para ilustrar lo que él mismo estaba
haciendo, siendo consciente de que, en el mundo de los oyentes, las historias sobre señores y
siervos, reyes y súbditos, etc. serían reconocidos sin dudar como historias sobre el Dios de Israel
y el mismo Israel.
El principal ejemplo de este pensamiento es una parábola que se encuentra en Mateo y Lucas,
con versiones ligeramente diferentes. (Los eruditos a menudo sugieren, como en el caso de otros
fenómenos similares, que una de estas versiones es la “original” y la otra la “adaptada”,
especulando así cuál es cuál. Eso es ridículo. Jesús era un maestro itinerante en esos días antes que
los medios impresos y electrónicos. Incluso hoy, cuando nuestra palabra puede transmitirse por
todo el mundo en una fracción de segundo, un político haciendo campaña, un obispo predicando
en diferentes iglesias todos los días, o incluso un autor lanzando un libro en diferentes lugares,
todos contarán la misma historia una y otra vez, pero con variaciones locales, ya sea para adaptarse
a un público en particular, o porque él o ella decidió probar un rumbo diferente.) Esta es la versión
de Lucas, y el evangelista mismo tiene claro de qué se trata la historia, qué era lo que Jesús tenía
en mente al contarla. Una vez que descubrimos su punto principal, vemos que contiene una
cristología tan alta como la que encontramos en Juan, Pablo o Hebreos:

Como la gente lo escuchaba, pasó a contarles una parábola, porque estaba cerca de
Jerusalén y la gente pensaba que el reino de Dios iba a manifestarse en cualquier
momento.
Así que les dijo: “Un hombre de la nobleza se fue a un país lejano para ser
coronado rey y luego regresar. Llamó a diez de sus siervos y entregó a cada cual
una buena cantidad de dinero. Les instruyó: ‘Hagan negocio con este dinero hasta
que yo vuelva’. Pero sus súbditos lo odiaban y mandaron tras él una delegación a
decir: ‘No queremos a este por rey’.
“A pesar de todo, fue nombrado rey. Cuando regresó a su país, mandó llamar a
los siervos a quienes había entregado el dinero, para enterarse de lo que habían
ganado. Se presentó el primero y dijo: ‘Señor, su dinero ha producido diez veces
más’.
‘¡Hiciste bien, siervo bueno!’, le respondió el rey. Puesto que has sido fiel en
tan poca cosa, te doy el gobierno de diez ciudades’.
Se presentó el segundo y dijo: ‘Señor, su dinero ha producido cinco veces
más’. El rey le respondió: ‘A ti te pongo sobre cinco ciudades’.
Llegó otro siervo y dijo: ‘Señor, aquí tiene su dinero; lo he tenido guardado,
envuelto en un pañuelo. Es que le tenía miedo a usted, que es un hombre muy
exigente: toma lo que no depositó y cosecha lo que no sembró’.
El rey le contestó: ‘Siervo malo, con tus propias palabras te voy a juzgar. ¿Así
que sabías que soy muy exigente, que tomo lo que no deposité y cosecho lo que no
sembré? Entonces, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco, para que al regresar
pudiera reclamar los intereses?’
Luego dijo a los presentes: ‘Quítenle el dinero y dénselo al que recibió diez
veces más’. ‘Señor’, protestaron, ‘¡él ya tiene diez veces más!’
El rey contestó: ‘Les aseguro que a todo el que tiene, se le dará más, pero al que
no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Pero, en cuanto a esos enemigos míos que
no me querían por rey, tráiganlos acá y mátenlos delante de mí’”. (19:11-27)

Si, lo sé. Algunos eruditos han afirmado que Jesús tenía la intención de que su público se
enojara por el noble codicioso y aplaudiera al tercer sirviente, quien se negó a cooperar con su
formas de hacer dinero. Para defender esa explicación, tendríamos que cerrar los ojos a lo que dice
el evangelista. Es como si Lucas inmediatamente enfatizara lo que quería decir:

Cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella.

Dijo: “¡Cómo quisiera que hoy supieras lo que te puede traer paz! Pero eso ahora
está oculto a tus ojos. Te sobrevendrán días en que tus enemigos levantarán un muro
y te rodearán, y te encerrarán por todos lados. Te derribarán a ti y a tus hijos dentro
de tus murallas. No dejarán ni una piedra sobre otra, porque no reconociste el
tiempo en que Dios vino a salvarte”. (19:41-44)

Este es el punto: “No reconociste el momento en que Dios vino a visitarte “. De hecho, el
griego simplemente dice: ton kairon tes episkopes sou, “el día de tu visitación”. En este contexto,
la palabra “visitación” se restringe a un solo significado posible. Jesús se estaba refiriendo al
momento en que Dios finalmente regresó para ver cómo le iba a su pueblo con la comisión que se
le había dado siglos atrás. Para Lucas, ese es el significado de la parábola: Jesús contó una historia
sobre el regreso del Dios de Israel a su pueblo como una forma de explicar lo que estaba sucediendo
cuando él mismo llegó a Jerusalén. No es de extrañar que la secuela inmediata sea la expulsión de
los comerciantes del Templo, una “parábola puesta en escena” de su futura destrucción. El acto es
seguido por varios dichos y hasta un largo discurso (Lucas 21) en el cual la inminente destrucción
del Templo sirve como el reflejo de la llegada de Jesús. El Templo es la casa de Dios, pero si Dios
viene personalmente y encuentra el Templo transformado en un símbolo del fracaso de Israel como
su pueblo, sólo una cosa puede suceder.
Así, esta explosiva escena aclara muchas pistas encontradas en Lucas y Mateo, sugerencias
que apuntan en la misma dirección que vimos en Marcos. Una vez, mientras estudiaba Lucas 8,
recuerdo lo intrigado que estaba por una frase en particular, y no mucho después, participé en una
discusión teológica de alto nivel en que la frase de repente se volvió relevante. Un erudito defendía
la noción de que Lucas no pensaba que Jesús fuera “divino” de ninguna manera. Según él, Lucas
retrató a un Jesús humano, lo cual era algo muy bueno. Con algo de audacia, porque yo era bastante
joven en aquel entonces, mencioné Lucas 8:39. El versículo está al final de la historia donde Jesús
cura al hombre poseído por un demonio, quien a su vez le ruega que lo deje ir con él. Lucas es
igual que Marcos; no necesita sacar una pesada “conclusión teológica”. Una sola frase lo dice todo:

“Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti”. Así que el hombre se
fue y proclamó por todo el pueblo lo mucho que Jesús había hecho por él.

Todavía considero el pasaje indiscutible. Si Lucas no tuvo la intención de decirnos que lo que
Jesús estaba haciendo lo estaba haciendo Dios, y viceversa, entonces la frase no tiene sentido. (De
todos modos, es la respuesta a la pregunta planteada al final del párrafo anterior: “¿Quién es este,
que manda aun a los vientos y al agua, y le obedecen?”, 8:25.) Nuevamente: una vez que
reconocemos que Mateo y Lucas, al igual que Marcos, están contando la misma historia y
estableciendo la misma idea, empezamos a verla por todas partes, así como a reconocer las sutiles
diferencias entre esta manera de “identificar” a Jesús con el Dios de Israel y los argumentos
“apologéticos” normales, algo estridentes y desenfocados, utilizados para “probar la divinidad de
Jesús”. De una forma u otra, los tres evangelios sinópticos hacen evidente que al contar la historia
de Jesús están contando conscientemente la historia de cómo el Dios de Israel volvió a su pueblo
en juicio y misericordia.

Gloria revelada: Juan y su cristología del Templo

“El Verbo era Dios... y el Verbo se hizo carne”. Juan pone sus cartas sobre la mesa desde el
principio. Para él, la historia de Jesús es la historia de cómo Dios se hizo hombre, cómo el creador
se hizo parte de su creación. Sin embargo, como ya hemos visto, esta impresionante afirmación,
arraigada en los ecos narrativos del Génesis 1 (el texto en el que el ser humano es creado a imagen
y semejanza divinas), está fuertemente ligada a la historia de Israel.
En la historia del Génesis, como hemos visto, el Dios que hizo del mundo un templo para su
habitación se dignó a establecer su tienda entre los israelitas en otro acto de misericordia, primero
en el tabernáculo en el desierto y luego en el Templo de Jerusalén. El Templo era la señal, el foco
y el medio de la presencia de Dios entre su pueblo, una presencia que era peligrosamente santa y,
al mismo tiempo, maravillosamente alentadora. Sacrificios regulares, día tras día y hora tras hora,
así como fiestas regulares, estación tras estación, pero siempre con la Pascua como colofón, todo
eso hizo del Templo un lugar lleno de vida y significado en el viaje de los israelitas a Jerusalén
para estar en la misma presencia del Dios que había prometido morar en el santuario y celebrar su
promesa de liberación final.
En el año 587 a.C., la destrucción del Templo llevada a cabo por los babilonios había sido el
peor desastre posible, indicando que el Dios de Israel había abandonado su hogar y también había
abandonado el Templo y la ciudad al destino que se merecían desde hacía mucho tiempo. Ese fue
el veredicto de Ezequiel, repetido por otros escritores de la época. Pero ese no podía ser el final de
la historia. Dios había prometido volver, había prometido una gran Pascua final. Un día, cuando
regresara, su pueblo sería libre para siempre.
Y Juan, más explícitamente que los demás evangelistas, insiste desde el principio en que esta
promesa se cumplió en Jesús. El Verbo se hizo carne y kai esquenosen en hemin, “y plantó entre
nosotros su skene”, su “tienda” (la palabra de la que derivamos la palabra “escena”; en el teatro,
el telón de fondo es una especie de “tienda” donde se desarrolla la acción). Para que no queden
dudas, la palabra griega skene (¿casualmente?) se hace eco de la palabra hebrea shakan, cuyo
significado es “morar” o “permanecer”. Más tarde, cuando leemos en Juan acerca de las personas
que “permanecen” con Jesús o su “permanencia” con los discípulos, no es difícil captar este eco.
En los escritos judíos posbíblicos, la idea de la presencia de Dios en el Templo se denominó
Shekinah, “presencia divina que ‘tabernacula’ y mora”, la presencia personal de la gloria de Dios.
Entonces, cuando Juan pasa a testificar: “Hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde
al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (1:14), debemos tener la idea clara y clara.
Todo esto significa que debemos poder leer a Juan con una mayor comprensión de la naturaleza
de su “alta cristología”. Obviamente, el apóstol piensa que Jesús fue y sigue siendo completamente
divino (así como completamente humano, pero no necesita expresar esta idea de la misma manera).
Sin embargo, esto no significa que simplemente esté diciendo que “Jesús es Dios” de la misma
manera que algunos apologistas racionalistas. La “alta cristología” de Juan sigue siendo muy, muy
judía, es decir, muy arraigada en las escrituras de Israel. El vehículo escogido para su inigualable
declaración inicial, el logos, deriva no tanto de ideas platónicas o estoicas, sino de la Palabra viva
del Antiguo Testamento, como, por ejemplo, en Isaías 55, donde la palabra es enviada como lluvia
o nieve y hace la obra de Dios (55:10-11). Esta obra, el gran acto de rescate de Dios, enraizada en
la conquista del “sirviente del Señor” en el capítulo 53 y en la renovación del pacto en el capítulo
54, da lugar a la nueva creación en el capítulo 55, texto en el que las espinas y los cardos de Génesis
3 e Isaías 5 son reemplazados por maravillosos árboles y arbustos (55:12-13). En otras palabras,
fue el Dios creador, y también el Dios de Israel, quien se ha hecho hombre en y como Jesús de
Nazaret. Una vez que ajustamos el volumen del altoparlante al nivel adecuado, podemos
escucharlo claramente y en relación con todo lo demás, en lugar de que permitir que ahogue todas
las demás voces y corrientes de la primera música cristiana.
Con este cuadro como base, podremos interpretar correctamente a Juan y discernir lo que está
haciendo. El Jesús retratado por Juan es una combinación de la Palabra viva del Antiguo
Testamento, la Shekinah de la esperanza judía (la presencia “tabernaculadora” de Dios en el
Templo) y de la “sabiduría”, que, en algunos escritos judíos importantes, representaba la
autoexpresión personal del Dios creador cuya presencia vino a habitar con los seres humanos,
particularmente con Israel (cf. Sabiduría de Salomón 7; Eclesiástico 24). Pero este Jesús no es un
mero ideal, un personaje ficticio, que combina astutamente temas teológicos antiguos. El Jesús de
Juan está vivo: se mueve de una escena vívida a la siguiente, entablando diálogos mucho más
realistas con personajes secundarios mucho más realistas que en la mayoría de los evangelios
sinópticos.
En particular, Jesús va una y otra vez a Jerusalén, principalmente para participar en las grandes
fiestas. Sin embargo, parece que en cada ocasión las supera. En la Fiesta de los Tabernáculos, Jesús
declara que Él es el proveedor de la verdadera agua viva (Juan 7); en la Fiesta de la Dedicación, el
verdadero pastor (el pastor-rey); y en la última Pascua, declara que ha vencido al mundo y su
gobernante, así como el mismo YHWH lo hizo al destruir al Faraón de Egipto y liberar, de una
vez por todas, a su pueblo. Juan describe a Jesús no solo como el Templo en persona, sino como
aquel en quien todo lo que normalmente sucedería en el Templo se cumple, se completa, se lleva
a cabo. Por eso, en los incomparables discursos finales de los capítulos 13-17, generaciones de
lectores han sentido que entran en el verdadero Templo, el lugar donde Jesús promete, como Dios
prometió en las antiguas escrituras, estar con su pueblo. El discurso de despedida culmina con la
oración del capítulo 17, llamada, no sin razón, “La Oración del Sumo Sacerdote”. Todas las
funciones del Templo—las fiestas, la presencia, el sacerdocio y ahora el sacrificio—convergen en
Jesús. Esta es la esencia de la “alta cristología” de Juan.
Todo esto deja claro que no debemos leer a Juan solo dentro del marco de referencia moderno,
según el cual un Jesús “divino” no es más que un personaje “sobrehumano” que camina por el
mundo a 15 centímetros del suelo. Muchos lectores asumen que esta es la propuesta de Juan, pero
eso no es más que un gran anacronismo. Los mismos evangelios deconstruyen el viejo concepto
de que Jesús es o humano, o divino (los credos, particularmente la fórmula calcedonia, sostienen
el testimonio de que Jesús es tanto Dios como hombre, pero siempre con la apariencia de que es
una suerte de timo). El punto no es que los evangelios nos ofrezcan un tipo diferente de ser humano,
sino un tipo diferente de Dios: un Dios que, habiendo creado a la humanidad a su imagen,
naturalmente se expresa en la forma de esa criatura portadora de su imagen; un Dios que, habiendo
creado a Israel para compartir el dolor y el horror del mundo, se expresa naturalmente en y como
esa criatura que sufre y enfrenta circunstancias espantosas. Esto es quizás lo que más nos cuesta
tener presente, aunque los evangelios nos invitan a hacerlo, página tras página. Y quizás es por no
tenerlo presente que se nos hace tan difícil pensar que el reino de Dios irrumpió en el mundo y el
Hijo de Dios murió tan vergonzosamente. Los evangelios no actúan de mala fe al mantener juntos
estos conceptos aparentemente dispares. El punto es que los evangelistas tienen una visión
diferente de Dios y su reino. Volveremos a este tema más adelante.
CAPÍTULO 6

La inauguración del pueblo


renovado de Dios

Seguimos con el tercer altoparlante de nuestro sistema de sonido. Como en el caso del segundo,
se suele aumentar demasiado el volumen de este tercer altavoz. Esto significa que a menudo
distorsiona la música que sale y ahoga la música que se reproduce en los otros altavoces (aparte
del segundo, que suena igual de distorsionado). En gran parte de la erudición bíblica moderna, este
tercer altoparlante normalmente sofoca a todos los demás.
Como consecuencia, los evangelios se leen como simples reflexiones sobre la vida de la iglesia
primitiva, sin una conexión real con la narrativa de Israel y (excepto en círculos conservadores)
sin una comprensión real de que la historia de Jesús puede ser la historia de Dios en persona. Los
evangelios se consideran simplemente una proyección de la fe cristiana primitiva que refleja las
controversias y crisis de la iglesia primitiva. Según esta teoría, dicha iglesia puso en labios de un
ficticio “Jesús” dichos que en realidad se originaron con los primeros profetas cristianos que
hablaron en su nombre.
Antes de continuar, es importante enfatizar que esto es, en el mejor de los casos, una verdad a
medias, y precisamente la mitad equivocada. Aunque los evangelios demuestran la vida de la
iglesia primitiva, en la que los cuatro evangelistas vivieron, oraron y escribieron, ¿cómo podrían
no reflejar esa vida? El tema central para ellos, y para cualquier fuente que tuvieran, era que algo
había sucedido en la vida, muerte y resurrección de Jesús mediante lo cual el mundo entero había
cambiado, Israel había cambiado, la humanidad había cambiado, su perspectiva y su conocimiento
de Dios había cambiado y ellos mismos habían cambiado. Sin duda los evangelistas reflejaron ese
mundo cambiado. Sin embargo, hablaron del cambio en sí, cómo se produjo y qué significaba
todo.

La distorsión que se produce


con el volumen alto es peligrosa

Durante muchas generaciones, lo que se ha hecho pasar por “erudición crítica” en realidad ha
reflejado uno de dos sesgos muy diferentes, los cuales deben ser cuestionados. Primero, está el
criterio de los escépticos, desde Reimarus hasta el presente. Insisten en que sabemos de antemano
que la mayoría de las historias del evangelio son ficticias, ya que los muertos no resucitan, los
leprosos no se sanan, la gente no camina sobre el agua y los dioses no aparecen en forma humana.
Ese punto de vista, reforzado por el “espíritu de la época”, ha permitido que cualquier persona que
ponga en duda los evangelios sea considerada sofisticada, sabia y astuta, alguien que no se deja
engañar por un montón de tonterías con motivos religiosos. Así, hay quienes piensan que la
capacidad de cuestionar la verdad histórica de cualquier afirmación de los evangelios es una señal
de madurez intelectual. (Curiosamente, los defensores de la “crítica histórica” tienden a ser mucho
más generosos al leer a Josefo, Tácito y otras fuentes no cristianas del primer siglo). Aquellos que
aceptan las cosas al pie de la letra (“Si Mateo dice que Jesús lo dijo, entonces es verdad”) son
ridiculizados como ingenuos, acríticos o fundamentalistas. O las tres cosas.
Preguntados sobre el propósito de las historias (ya que “no sucedieron”), los escépticos
responden que reflejan la fe de los primeros cristianos. Las historias de los evangelios son, por así
decirlo, declaraciones codificadas de la fe de la “iglesia primitiva”. En este sentido, no son más
que “mitos”, relatos contados no como testimonio de “lo que pasó”, sino como una forma de
fundamentar narrativamente la existencia presente. Aunque la base filosófica de esta forma de
pensar se ha erosionado gradualmente durante los últimos cincuenta años, muchos eruditos del
Nuevo Testamento todavía insisten en la lectura escéptica como una marca de madurez intelectual
o credibilidad académica.
Los escépticos tienen derecho a expresar su opinión. Sin embargo, existen numerosos
argumentos históricos serios a favor de una explicación más plausible. Muchos, incluido yo
mismo, hemos ofrecido tales explicaciones, y me maravillo de cuán mínimos intentos serios se
han hecho para refutarlas.
El segundo prejuicio es el propuesto por la escuela dominante de estudios del Nuevo
Testamento en la primera parte del siglo XX, a saber, el luteranismo radical de algunos elementos
de la escuela alemana, representado en particular por Rudolf Bultmann. Como vimos antes,
Bultmann y otros creían que era parte de la naturaleza auténtica de la fe cristiana que no debería
depender de nada fuera de sí misma, de ningún logro o condición humana, de ningún evento
histórico. El hecho concreto de la cruz fue suficiente; casi, para algunos de los seguidores de
Bultmann, más que suficiente. Entonces, suponer que los evangelistas nos dijeron lo que realmente
sucedió como si esas cosas importaran falsificaría la esencia de la fe cristiana. Se ha convertido
en una cuestión de “una de dos”: o la historia se trata de Jesús, o se trata de la iglesia primitiva.
Entonces, una historia en la que Jesús hace algo el sábado y lo comenta no es tanto un evento en
la vida de Jesús como una controversia relacionada con el sábado en la iglesia primitiva (aunque
no tenemos evidencia de ninguna controversia sobre el tema). Por lo tanto, el sonido de este altavoz
se ha elevado hasta un punto ensordecedor. Algunas personas no han podido oír nada más.
En Gran Bretaña y los Estados Unidos especialmente, muchos lectores que no conocían el
luteranismo existencial, pero eran susceptibles a los tiempos en que vivimos, al “espíritu de la
época”, encontraron esta idea muy seductora: por supuesto, Jesús realmente no caminó sobre el
agua; por supuesto que no dijo “Yo y el Padre uno somos”; por supuesto que no resucitó
corporalmente de entre los muertos, pero ¡qué maravillosas expresiones de fe temprana! La
pregunta es, “¿cómo podemos nosotros, que sabemos que estas cosas no sucedieron realmente,
expresar nuestra fe en términos apropiados para nuestro tiempo?”
Estos prejuicios simplemente han falsificado la tradición completa del evangelio. No se trata
de “probar” que tal o cual elemento de los evangelios sea históricamente confiable. En cualquier
caso, el campo de la investigación histórica tiene un tipo de “prueba” diferente al que se aplica en
muchas otras disciplinas. La ciencia estudia fenómenos que se pueden repetir: el mismo
experimento se puede replicar en el otro lado del mundo. La historia estudia fenómenos que no se
pueden repetir: uno no puede bañarse dos veces en el mismo río. En la historia, por lo tanto, la
“prueba” debe residir en el balance de las probabilidades, no en experimentos repetidos ni en
verdades de la matemática analítica. Es más una cuestión de reconocer que los evangelios fueron,
en cierto sentido, pensados como “biografías”, aunque contienen toda clase de historias de otro
tipo, como vemos en esta parte del presente libro. Y mi criterio como historiador es que, una vez
que analizamos el mundo de Jesús desde la perspectiva de la época, los evangelios nos transmiten
el ambiente y el sabor de la misma, así como los de su personaje más importante, con una precisión
asombrosa.
Dicho esto, es de vital importancia que, además de volver al mismo Jesús, volvamos a los
evangelios para ver que su historia es contada para transmitirnos el momento en que se inauguró
“nuestro movimiento”, el “Camino” de los primeros cristianos (como se le llamaba a veces). Algo
similar pasa con los estadounidenses que cuentan la historia de los valientes pioneros que cruzaron
el océano y se asentaron en una tierra difícil y peligrosa. No lo hacen simplemente para contar una
buena historia, sino para reforzar la actual percepción norteamericana de que los Estados Unidos
tiene, como nación, cierta actitud emprendedora y optimista ante la vida. Los evangelistas contaron
la historia de Jesús para fortalecer y reforzar la determinación cristiana de seguirlo, de seguir
siguiéndolo, de vivir como él vivió y, si es necesario, de morir como él murió, creyendo que el
reino de Dios, establecido por su obra, se hacía cada vez más realidad en el mundo por la vida,
obra y testimonio constante de los mismos discípulos. Una vez que ajustamos el volumen de este
altoparlante para quitar la distorsión causada por el escepticismo radical, por un lado, y el
luteranismo radical, por el otro, podemos escuchar las notas más distintivas y matizadas de los
primeros cristianos. Las primeras comunidades cristianas celebraban la vida, muerte y resurrección
de Jesús como el momento en que, y como el medio por el cual, recibieron sus instrucciones de
vuelo y despegaron.
Así, los autores de los evangelios no estaban simplemente contando la historia de Jesús en una
especie de reportaje “neutral” y “objetivo” de cámara oculta. De hecho, como yo y otros ya hemos
señalado, no hay informes “neutrales”. Cada historia se cuenta desde un punto de vista; sin él, no
se aplica ningún criterio de selección y lo único que hay es una mezcolanza de información. No:
los autores de los evangelios contaban la historia de Jesús de forma deliberada, con la intención de
establecer los marcadores distintivos para la vida y el testimonio de sus propias comunidades. Sin
embargo, lo que hay que tener en cuenta, mientras ajustamos el volumen de este altavoz, es lo
siguiente: el hecho de que los evangelistas estuvieran contando conscientemente la historia de
Jesús como la historia fundacional de la iglesia no significa que no estuvieran contando también
la historia de Jesús mismo. Un reportero deportivo no puede ser parcial; aunque apoye a un equipo
en particular, no le es permitido cambiar el marcador del partido.
Pero hay que señalar otro tipo de presión que también distorsiona el sonido. Como ya hemos
notado, la gente de nuestra generación, tanto dentro como fuera de la iglesia, tiende a suponer que
los evangelios tratan de “enseñanzas morales”, es decir, que Jesús fue un maestro de moralidad y
los evangelios nos cuentan sus sabias palabras. Cualquier lector serio de los evangelios verá el
problema: Jesús no fue menos que un “maestro de moralidad”, pero ciertamente fue mucho, mucho
más que eso. Pero para muchos predicadores y maestros, esta idea ejerce una presión insidiosa,
amplificada aún más por la necesidad de producir un sermón (o dos o tres) domingo tras domingo.
¡Qué fácil es producir meditaciones morales en lugar de presentar el reto revitalizado del reino!
Es por eso que, nuevamente, el volumen de este altoparlante está demasiado alto. El estribillo
resonante es que los evangelios hablan de la fundación de la iglesia; por lo tanto, nosotros, la
iglesia, podemos leerlos directamente como “reglas de Jesús que nosotros debemos obedecer”.
Así, por ejemplo, el Sermón del Monte a menudo se lee como las instrucciones de Jesús para la
iglesia, cuando en realidad el contexto establecido en Mateo deja claro que Jesús está desafiando
a sus contemporáneos judíos. Es común que los predicadores pongan paréntesis en el contexto
específico del primer siglo y el significado de las palabras y los hechos de Jesús y, de hecho, en su
muerte y resurrección. Todo se ha “universalizado”.
Esto no es sorprendente, porque hay poca evidencia de que después de los primeros cuatro o
cinco siglos de la iglesia el contexto judío de la carrera pública de Jesús haya jugado algún papel
en la reflexión teológica o pastoral. Hasta el día de hoy, existe un cierto prejuicio contra la
comprensión del contexto de la época. Si realmente volvemos a colocar a Jesús en su contexto
judío del primer siglo, algunos sienten (eso es lo que quiero decir: “sentir”; no estoy seguro de que
“pensar” sea la palabra adecuada) que corremos el riesgo de hacerlo irrelevante, extraño y distante.
De esa forma, Jesús se convirtió en el “fundador del cristianismo”, aunque el tipo de cristianismo
varía según las preferencias del predicador o del maestro.
Entonces, a nivel tanto académico como popular, los evangelios han sido interpretados y leídos
como la historia de cómo Jesús inauguró el movimiento cristiano. Enseñó a los primeros cristianos
(y, por lógica, a sus sucesores), y luego murió y resucitó para salvarlos. El altavoz que emite estas
notas ha estado al máximo volumen. Y eso nos impidió escuchar la idea mucho más sutil que nos
transmiten los cuatro evangelios, cada uno a su manera.
Documentos fundacionales

Una buena manera de ajustar este tercer altoparlante a su volumen correcto es pensar en los cuatro
evangelios como documentos fundacionales, compuestos para el nuevo movimiento. Son,
estrictamente hablando, ‘mitos’, no en el sentido de ‘historias que no sucedieron’, sino de ‘historias
que cuentan las comunidades para explicar y orientar sus vidas’. En mi país, la historia de la Batalla
de Gran Bretaña se ha convertido, en ese sentido, en un “mito”, no porque no haya sucedido (sí
ocurrió), sino porque la forma en que se cuenta no solo pretende recordar cosas que sucedieron a
principios de la década de 1940, sino además celebrar aspectos del carácter de la Gran Bretaña tal
como se ve a sí misma: una pequeña isla europea, remota y bajo ataque, que se levanta
valientemente contra la tiranía y la crueldad. Los grandes debates sobre la evolución darwiniana
que continúan siendo prominentes en la vida pública estadounidense no son sobre la cuestión de
si la evolución darwiniana es un “mito”; no hay duda de ello. Es una historia poderosa, contada
una y otra vez para reforzar un punto de vista particular del mundo y la vida humana. La cuestión
es si el “mito” corresponde o no a la realidad.
En el caso de los evangelios, es lo mismo. La pregunta es: ¿el “mito” que transmiten se
corresponde con la realidad? Los primeros cristianos habrían dicho que la respuesta no estaba solo
en su memoria histórica sino también en su vida comunitaria. Cuando contaban historias en los
evangelios, las contaban no solo como una forma de recordar algo que pasó, por muy interesante
que fuera. Se recordaban mutuamente aquello por lo que el nuevo movimiento, del que formaban
parte, nació y por lo que obtuvo su sentido de dirección. Toda su razón de ser dependía de esas
historias.
Entonces, si con el sonido proveniente del primer altoparlante vemos a la iglesia contar la
historia de Jesús como el cumplimiento de la historia de Israel, parte de la razón es que el
fundamento mismo del nuevo movimiento surgió de ese entendimiento. Los primeros cristianos
creían que Jesús era el Mesías de Israel, no, como afirman absurdamente algunos apologistas
judíos hoy en día, el “Mesías cristiano”. Este concepto nunca existió, ni existe hoy, como algo
independiente. El cumplimiento de la historia de Israel en la historia del Mesías es la carta
fundacional de la iglesia.
Es por eso que yo digo que los evangelios narran la historia de la inauguración del pueblo
renovado de Dios. Es un error imaginar que los evangelios (o Jesús) se preocuparan de “fundar la
iglesia”, como muchos han dicho. Ya había un “pueblo de Dios”. Vimos con el primer altoparlante
que los evangelios cuentan la historia de Jesús como culminación de la historia de ese pueblo.
Jesús vino, señalan, a rescatar y renovar a ese pueblo, no a destruirlo y reemplazarlo por otra cosa.
Israel debe ser cumplido, no reemplazado. (Por supuesto, este es un tema delicado en estos días,
pero no hacemos ningún bien en no exponerlo). Así que esta frase sobre “renovación” significa
mucho más que una mera forma alternativa de decir “fundar la iglesia”. Ciertamente, la primera
historia no fue, al menos no según los evangelistas, anulada y reemplazada por algo diferente.
Precisamente porque los evangelios cuentan cómo la larga historia de Israel alcanza
sorprendentemente su punto culminante, se convierten en “documentos fundacionales”. Piensa de
nuevo en los poemas al comienzo del evangelio de Lucas. Dios cumplió las promesas hechas a
Abraham; ahora las cosas pueden proceder de una manera nueva.
Además, me parece evidente que los cuatro evangelistas canónicos contaron deliberadamente
la historia de una manera que serviría como base para toda la iglesia, no solo para su papel
particular en ella. A pesar de la tendencia de los eruditos de la generación pasada a asumir, por
ejemplo, que Mateo estaba escribiendo simplemente para “la iglesia de Mateo” o Juan para la
“comunidad juanina”, me inclino fuertemente a estar de acuerdo con quienes insistieron en que los
cuatro evangelios fueron escritos en un momento en que el incipiente movimiento cristiano se
estaba expandiendo flexiblemente con la intención de enseñar a todos los seguidores de Jesús,
quienesquiera que fueran. Es importante que ajustemos el sonido de este tercer altavoz con la
mayor precisión posible. La música se está volviendo complicada y debemos asegurarnos de que
podamos escucharla toda.

Indicadores de la futura iglesia

Todo esto nos anima a leer los evangelios de nuevo, ya que sientan las bases para la vida de la
iglesia. Supongo que los pasajes más obvios son las comisiones que reciben los discípulos, tanto
durante el curso de la carrera pública de Jesús como después de su resurrección. Así encontramos
el famoso pasaje de Mateo 10, cuyos mandatos, algunos de carácter temporal, difícilmente
pretenden referirse a una misión restringida al tiempo del propio ministerio de Jesús:

Jesús envió a estos doce con las siguientes instrucciones:

“No vayan entre los gentiles ni entren en ningún pueblo de los


samaritanos. Vayan más bien a las ovejas descarriadas del pueblo de
Israel. Dondequiera que vayan, prediquen este mensaje: ‘El reino de los cielos está
cerca’. Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien de su enfermedad a
los que tienen lepra, expulsen a los demonios.
Lo que ustedes recibieron gratis, denlo gratuitamente. No lleven oro ni plata ni
cobre en el cinturón, ni bolsa para el camino, ni dos mudas de ropa, ni sandalias, ni
bastón; porque el trabajador merece que se le dé su sustento.
En cualquier pueblo o aldea donde entren, busquen a alguien que merezca
recibirlos, y quédense en su casa hasta que se vayan de ese lugar. Al entrar, digan:
“Paz a esta casa”. Si el hogar se lo merece, que la paz de ustedes reine en él; y, si
no, que la paz se vaya con ustedes. Si alguno no los recibe bien ni escucha sus
palabras, al salir de esa casa o de ese pueblo, sacúdanse el polvo de los pies. Les
aseguro que en el día del juicio el castigo para Sodoma y Gomorra será más
tolerable que para ese pueblo.
Los envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, sean astutos como
serpientes y sencillos como palomas.
Tengan cuidado con la gente; los entregarán a los tribunales y los azotarán en
las sinagogas. Por mi causa los llevarán ante gobernadores y reyes para dar
testimonio a ellos y a los gentiles. Pero, cuando los arresten, no se preocupen por
lo que van a decir o cómo van a decirlo. En ese momento se les dará lo que han de
decir, porque no serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu de su Padre
hablará por medio de ustedes.
El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo. Los hijos se
rebelarán contra sus padres y harán que los maten. Por causa de mi nombre todo el
mundo los odiará, pero el que se mantenga firme hasta el fin será salvo.
Cuando los persigan en una ciudad, huyan a otra. Les aseguro que no terminarán
de recorrer las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del hombre”. (10:5-23)

Podemos ver en este pasaje tanto los elementos específicos e irrepetibles de la comisión
como la forma de un movimiento misionero mucho más duradero. Los elementos de tiempo
limitado incluyen la restricción territorial (no ir a los gentiles, como en el v. 5; como
veremos, una orden claramente suspendida en 28:19) y la restricción temporal (una misión
urgente que no se habría completada “antes de que venga el hijo del hombre”,
aparentemente una referencia a los eventos culminantes al final de la historia del
evangelio). De manera similar, hay elementos en el texto que evidentemente se refieren al
período posterior al final de la carrera pública de Jesús. Durante su ministerio terrenal, no
tenemos por qué suponer que los seguidores de Jesús fueron “llevados ante gobernadores
y reyes” a causa de él; de hecho, también el testimonio de los discípulos ante “las naciones”
presupone algún tiempo después de que se retirara la regla de “no gentiles” (v. 5). Así
también la promesa del “espíritu del padre” en el versículo 20 parecía indicar un tiempo
posterior a la resurrección. Mateo parece decir, entonces, que Jesús inauguró una misión
que continúa, en diferentes circunstancias, a lo largo de la vida de la iglesia, aunque la
iglesia estuviera enraizada en la situación específica y particular de su propio tiempo.
A continuación, encontramos la misión aplicada al escenario post-resurrección:

Jesús se acercó entonces a ellos y les dijo:


“Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan
discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes.
Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo”. (28:18-20)

El punto no es solo que Jesús haya eliminado una restricción temporal de ir a los gentiles. La idea
es que ahora, con la muerte y resurrección de Jesús, se ha establecido el gobierno del Rey de los
judíos sobre las naciones, como se describe en Isaías 11 y los Salmos 2, 72 y 89. Por lo tanto, ahora
sus seguidores deben ir e implementar ese gobierno.
Evidentemente, este pasaje, al igual que las declaraciones finales de los demás evangelios, es
tomado por Mateo como un estatuto específico, una dirección para la vida y misión de la iglesia.
Sin embargo, el punto que destacamos al yuxtaponer este pasaje con el capítulo 10 (y hay, por
supuesto, muchos otros textos que podríamos incluir) es que las comisiones posteriores a la
resurrección están firmemente arraigadas en el ministerio de Jesús. Su comisión no fue dada solo
después de la resurrección; comenzó cuando Jesús, durante su ministerio terrenal, invitó a los Doce
y a los demás discípulos a participar en la obra de su reino.
Por supuesto, esto es solo la punta del iceberg. Piensa en el énfasis constante de Jesús en la
inversión del poder y el prestigio, según la cual los primeros serían los últimos y los últimos los
primeros. El uso de la declaración varía, siendo a veces una pequeña pista al final de otra cosa. En
otras ocasiones, es una declaración sustancial, firmemente arraigada en los detalles de la propia
carrera pública de Jesús, pero, según los evangelistas, igualmente relevante para la vida
comunitaria de los primeros cristianos:

Se le acercaron Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo.


“Maestro”, le dijeron, “queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir”.
“¿Qué quieren que haga por ustedes?”
“Concédenos que en tu glorioso reino uno de nosotros se siente a tu derecha y
el otro a tu izquierda”.
“No saben lo que están pidiendo”, les replicó Jesús. “¿Pueden acaso beber el
trago amargo de la copa que yo bebo, o pasar por la prueba del bautismo con el que
voy a ser probado?”
“Sí, podemos.”
“Ustedes beberán de la copa que yo bebo”, les respondió Jesús, “y pasarán por
la prueba del bautismo con el que voy a ser probado, pero el sentarse a mi derecha
o a mi izquierda no me corresponde a mí concederlo. Eso ya está decidido”.
Los otros diez, al oír la conversación, se indignaron contra Jacobo y Juan. Así
que Jesús los llamó y les dijo:
“Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los
súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser
así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y
el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos. Porque ni aun el Hijo del
hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por
muchos”. (Marcos 10:35-45)

Piensa, entonces, en los otros desafíos que Jesús les asignó a sus seguidores, sobre todo en el
Sermón del Monte, y considera el proceso que comenzó con el desafío de Jesús a sus
contemporáneos a vivir como el verdadero Israel (“la luz del mundo “, “la sal de la tierra”, “una
ciudad en la cima de un monte”, 5:13-16) y que luego fue transformado, por el mismo Jesús, en el
programa que él mismo ejecutaría personalmente y luego legaría a sus seguidores. Piensa, en
particular, en el desafío del perdón y en la forma en que los pequeños grupos de seguidores de
Jesús, dispersos por los pueblos y aldeas que visitó (y que se convirtieron en el núcleo de la iglesia
primitiva palestina), tuvieron que luchar de una manera nueva, con cuestiones de la vida familiar
y la disciplina corporativas. Imagina cómo esas comunidades habrían leído pasajes como este:

“Si tu hermano peca contra ti, ve a solas con él y hazle ver su falta. Si te hace caso,
has ganado a tu hermano. Pero, si no, lleva contigo a uno o dos más, para que ‘todo
asunto se resuelva mediante el testimonio de dos o tres testigos’. Si se niega a
hacerles caso a ellos, díselo a la iglesia; y, si incluso a la iglesia no le hace caso,
trátalo como si fuera un incrédulo o un renegado. Les aseguro que todo lo que
ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra
quedará desatado en el cielo”.
“Además les digo que, si dos de ustedes en la tierra se ponen de acuerdo sobre
cualquier cosa que pidan, les será concedida por mi Padre que está en el
cielo. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos”. (Mateo 18:15-20)

Si los pequeños grupos que quedaron atrás en los pueblos y aldeas durante la carrera pública
de Jesús necesitaban ese tipo de tranquilidad, ¿cuánto más lo habrían necesitado las comunidades
que crecieron después de la muerte y resurrección de Jesús? Una y otra vez, los evangelistas
cuentan correcta y apropiadamente la historia de Jesús con miras a las comunidades que saben que
leerán estos libros como documentos fundacionales para su vida corporativa. Las necesidades de
la iglesia en desarrollo eran muchas y variadas, y podemos ver que los cuatro evangelios satisfacen
esas necesidades de diferentes maneras. (Vale la pena notar, una vez más, cuán diferente es todo
esto de los evangelios gnósticos y semi-gnósticos. Para ellos, la “iluminación” individual, no la
vida comunitaria de los discípulos de Jesús, es esencial).
Pero cuando ajustamos el sonido de este altavoz a su volumen correcto, descubrimos que hay
más para escuchar desde este rincón de la habitación que solo los primeros ejemplos de lo que se
suponía que la iglesia debía hacer y enseñar acerca de Jesús, para dar guía y orden a la vida
comunitaria. Más bien, encontramos que los evangelios cuentan conscientemente la historia de
cómo la acción única de Dios en Jesús el Mesías marcó el comienzo de un nuevo orden mundial
en el que una nueva forma de vida no solo era posible, sino obligatoria para los seguidores de
Jesús.
El punto no es solo que la iglesia se ve a sí misma haciendo algunas de las cosas que hicieron
los primeros seguidores de Jesús. El punto es que la historia de los evangelios, alcanzando su
clímax único en la muerte y resurrección de Jesús, se cuenta de tal manera que indica que los
discípulos de Jesús tienen ahora una nueva misión, es decir, una misión que va más allá de
cualquier cosa que experimentaron durante la vida terrenal del Mesías. Ya hemos visto que Mateo
sugiere la transición de una misión limitada al período de la vida de Jesús a una misión mundial
después de la resurrección. Algo similar también está presente en el Evangelio de Juan (aunque
los discípulos realmente no tienen como una “misión” como tal durante la vida terrenal de Jesús).
En Juan, el Espíritu no es dad hasta que Jesús es “glorificado”, (Juan dice claramente que
“hasta ese momento el Espíritu no había sido dado”, 7:39). Pero una vez que Jesús había muerto y
resucitado, en otras palabras, una vez que el Dios de Israel había sido glorificado en él, en el sentido
del “templo nuevo” que impregna el evangelio de Juan, entonces el Espíritu es dado. Finalmente,
entonces, los discípulos pueden ser para el mundo lo que Jesús había sido para Israel. “Como el
Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes” (20:21) es una de las responsabilidades más
desafiantes de la misión, pero un momento clave en la hermenéutica del evangelio. El pasaje
explica cómo, en la historia contada por los mismos autores, la misión y el logro únicos e
irrepetibles de Jesús se convierten en el mandato, la norma para la misión de la iglesia. Así:

En el último día, el más solemne de la fiesta, Jesús se puso de pie y exclamó: “Si
alguno tiene sed, que venga a mí y beba! De aquel que cree en mí, como dice la
Escritura, brotarán ríos de agua viva”.
Con esto se refería al Espíritu que habrían de recibir más tarde los que creyeran
en él. Hasta ese momento el Espíritu no había sido dado, porque Jesús no había sido
glorificado todavía. (7:37-39)

“¡La paz sea con ustedes!”, repitió Jesús. “Como el Padre me envió a mí, así yo los
envío a ustedes”.
Acto seguido, sopló sobre ellos y les dijo:
“Reciban el Espíritu Santo”. (20:21-22)
Esta es la esencia del pasaje: cuanto más cuentes la historia de Jesús y ores a su Espíritu, más
descubrirás lo que la iglesia debería estar haciendo en la actualidad. Debido a que los evangelios
son la carta fundamental de la vida de la iglesia, su historia debe tratar principalmente de Jesús;
de lo contrario, la iglesia estaría arraigada en sí misma. De hecho, aquí descubrimos la imagen en
espejo de la posición de Bultmann: a menos que la vida y la misión de la iglesia estén enraizadas
en los logros históricos de Jesús, toda la vida cristiana no es más que arrogancia o necedad, o
ambas cosas. (Mientras escribía este párrafo, recibí un correo electrónico de unos amigos cristianos
que trabajan entre refugiados y mujeres víctimas de la trata de personas en uno de los rincones más
difíciles del mundo. ¿Por qué hacemos esto si no es por la obra de Jesús?)
Pero quizás el aspecto más misterioso y poderoso de la forma en que se escriben los evangelios
es la forma en que terminan. ¿O será que no terminan?

El final es el principio

De hecho, los evangelios en realidad no “terminan” de la forma en que terminan muchas historias.
Más bien, su final se presenta, en cierto sentido, como un nuevo comienzo. Incluso si asumimos
(una suposición que yo no acepto) que Marcos quería que su evangelio terminara diciendo que las
mujeres “no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo” (16:8, donde nuestros mejores manuscritos
terminan abruptamente), antes en la historia hay varios indicios de que esto sería solo el comienzo
de una nueva etapa en la vida y obra de los discípulos de Jesús. Después de todo, Jesús ya había
declarado que el evangelio del reino se predicaría a todas las naciones (13:10) y repitió la idea con
respecto a la mujer que lo ungió en Betania:

En Betania, mientras estaba él sentado a la mesa en casa de Simón llamado el


Leproso, llegó una mujer con un frasco de alabastro lleno de un perfume muy
costoso, hecho de nardo puro. Rompió el frasco y derramó el perfume sobre la
cabeza de Jesús.
Algunos de los presentes comentaban indignados:
“¿Para qué este desperdicio de perfume? Podía haberse vendido por muchísimo
dinero para darlo a los pobres”.
Y la reprendían con severidad.
“Déjenla en paz”, dijo Jesús. “¿Por qué la molestan? Ella ha hecho una obra
hermosa conmigo. A los pobres siempre los tendrán con ustedes, y podrán
ayudarlos cuando quieran; pero a mí no me van a tener siempre”.
“Ella hizo lo que pudo. Ungió mi cuerpo de antemano, preparándolo para la
sepultura. Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el
evangelio, se contará también, en memoria de esta mujer, lo que ella hizo”. (14:3-
9)

Obviamente, Marcos no quería que 16:8 fuera el verdadero “final” de la historia. Si ese fuera
el caso, difícilmente se molestaría en escribir el evangelio. Marcos nos condujo a paso vivo a lo
largo de su relato, salpicado, por así decirlo, de inmediatez, corriendo de un lugar a otro y de un
escenario a otro. La historia no se detuvo solo porque terminaron sus palabras. El evangelista
asume que continúa, y que continúa en la forma que ya ha sugerido en su relato.
Mateo, a su vez, termina su evangelio con Jesús enviando a los discípulos en una misión, con
la certeza de que ya estaba entronizado como el legítimo Señor del mundo. Volveremos a analizar
este punto.
De forma muy conmovedora, Juan termina su historia con una frase a la cual nosotros (si
estuviéramos publicando el relato hoy) probablemente agregaríamos un tipo de puntuación del que
Juan no disponía⎯puntos suspensivos, apuntando hacia lo desconocido. Pedro le pregunta a Jesús
sobre la vocación del “discípulo amado” y la única respuesta de Jesús es esta: “Si quiero que él
permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” (21:22). Todo lo que le queda al lector es mirar
hacia adelante, reflexionar sobre el extraño mundo nuevo de misión y de sufrimiento que Jesús
resucitado estaba poniendo delante de sus seguidores. Entonces el lector volvería atrás y releería
toda la historia una, esta vez contemplando cómo empezó todo. Los evangelios no son meros
documentos antiguos, que cuentan una historia extraña sobre un momento poderoso en el pasado.
Hablan de un nuevo amanecer, el momento en que sale el sol, arrojando una extraña gloria sobre
el paisaje e invitando al lector a despertarse, quitarse el sueño de los ojos, y salir a disfrutar del día
que ha comenzado, deleitándose con la tareas necesarias.
El sonido del tercer altoparlante se escucha particularmente bien, especialmente en relación
con el primero, en la historia de Lucas de los dos discípulos en el camino a Emaús:

Aquel mismo día dos de ellos se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a unos once
kilómetros de Jerusalén. Iban conversando sobre todo lo que había
acontecido. Sucedió que, mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y
comenzó a caminar con ellos; pero no lo reconocieron, pues sus ojos estaban
velados.
“¿Qué vienen discutiendo por el camino?”, les preguntó.
Se detuvieron, cabizbajos; y uno de ellos, llamado Cleofas, le dijo: “¿Eres tú el
único peregrino en Jerusalén que no se ha enterado de todo lo que ha pasado
recientemente?”
“¿Qué es lo que ha pasado?”, les preguntó.
“Lo de Jesús de Nazaret. Era un profeta, poderoso en obras y en palabras delante
de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo
entregaron para ser condenado a muerte, y lo crucificaron; pero nosotros
abrigábamos la esperanza de que era él quien redimiría a Israel.
“Es más, ya hace tres días que sucedió todo esto. También algunas mujeres de
nuestro grupo nos dejaron asombrados. Esta mañana, muy temprano, fueron al
sepulcro, pero no hallaron su cuerpo. Cuando volvieron, nos contaron que se les
habían aparecido unos ángeles quienes les dijeron que él está vivo. Algunos de
nuestros compañeros fueron después al sepulcro y lo encontraron tal como habían
dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.
“¡Qué torpes son ustedes”, les dijo, “y qué tardos de corazón para creer todo lo
que han dicho los profetas! ¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de
entrar en su gloria?”
Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que
se refería a él en todas las Escrituras.
Al acercarse al pueblo adonde se dirigían, Jesús hizo como que iba más
lejos. Pero ellos insistieron:
“Quédate con nosotros, que está atardeciendo; ya es casi de noche”. Así que
entró para quedarse con ellos.
Luego, estando con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo
dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció.
Se decían el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con
nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?”
Al instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron a
los once y a los que estaban reunidos con ellos.
“¡Es cierto!”, decían. “El Señor ha resucitado y se le ha aparecido a Simón”.
Los dos, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo
habían reconocido a Jesús cuando partió el pan. (24:13-35)

La historia está llena de ecos. Piensa, por ejemplo, en María y José cuando buscaron a Jesús
en el Templo y finalmente lo encontraron mientras se ocupaba de los asuntos de su padre (2:41-
52). “¿No sabían”, pregunta el niño de doce años, “que tengo que estar en la casa de mi Padre?”
(2:49). Esta percepción de lo que debe suceder, la percepción de Jesús de un propósito a cumplir,
tiene un eco exacto en las palabras que dice a los dos discípulos, tristes y perplejos, camino de
Emaús. “¿Acaso no tenía que sufrir el Mesías estas cosas antes de entrar en su gloria?” (24:26).
Pero los ecos se remontan a escenas mucho más antiguas. Piensa en Génesis 3, cuando los dos
primeros seres humanos comen del árbol prohibido y descubren que sus ojos han sido abiertos,
para que conozcan su condición. Ahora, sin embargo, en Lucas, el triste dúo, agobiado por el dolor
y la vergüenza de la muerte de Jesús, derrama su dolor ante él, solo para luego ser consolado por
una relectura de las Escrituras y luego por el maravilloso momento de la fracción del pan, en el
que “se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (24:31).
Al contar la historia, Lucas se asegura de que entendamos el significado. Sin embargo, el
momento único e irreproducible servirá como paradigma, como patrón, para toda la experiencia
cristiana posterior. Lucas cuenta la historia de Jesús como la inauguración del pueblo renovado de
Dios. Los dos discípulos, en su emoción y sorpresa, inmediatamente discuten cómo esta nueva
exposición de la Biblia hizo que sus corazones ardieran, enviándolos de regreso a Jerusalén para
informar a los demás que Jesús se dio a conocer “cuando partió el pan” (21:35). Al pasar
rápidamente a Hechos 2:42 (en el que Lucas destaca los sellos distintivos de la iglesia como “la
enseñanza de los apóstoles”, “la comunión”, “la partición del pan” y “la oración”) confirmará lo
que ya hemos deducido. Al relatar la historia de los discípulos en su camino a Emaús, Lucas lo
hace desde dos perspectivas. Por un lado, la historia se cuenta como un momento único y
extraordinario de alegría y revelación; por otra parte, es como si el evangelista nos dijera que esta
aparición de Jesús resucitado marcó la pauta de cómo se daría a conocer en adelante. Una y otra
vez, Jesús vendrá a sorprender, consolar y comisionar a seguidores perplejos y ansiosos a través
de la apertura de las Escrituras y la partición del pan. Lucas escribe de una manera que lleva al
lector a considerar que estas acciones son aspectos centrales de la vida en la comunidad que celebra
a Jesús como Mesías y Señor resucitado.
Al reflexionar sobre este y muchos otros momentos en los cuatro evangelios que tienen el
mismo efecto, nos damos cuenta de que los eruditos estaban, en muchos sentidos, en lo correcto:
el propósito nunca fue que los cuatro evangelios sirvieran como una simple “reminiscencia
histórica”. A mi criterio, tenemos razón al insistir en que, al fundamentar y sustentar la vida de la
iglesia primitiva, los evangelios cuentan precisamente la historia de Jesús. Pero no por eso
debemos ir al otro extremo e imaginar que los evangelistas no eran conscientes de su tarea como
autores de documentos fundacionales para el pueblo renovado de Dios. Los evangelios son, y
fueron escritos para ser, nuevos relatos de la historia de Jesús, concebidos como el acta constitutiva
de la comunidad de los primeros seguidores de Jesús y de aquellos que, a través del testimonio de
ellos, se unirían a ellos y aprenderían a escuchar, ver y conocer a Jesús en la palabra y los
sacramentos.
CAPÍTULO 7

El choque entre dos reinos

Como hemos visto, hace falta bajar el volumen de los altavoces dos y tres un poco. Han sido
demasiado estridentes durante las últimas generaciones, por lo que nos hemos perdido no solo la
música real que están tocando (la historia de Jesús como la historia del Dios de Israel que vino en
forma humana, y la historia de la inauguración del renovado pueblo de Dios), sino también la
música de los otros dos altoparlantes, cuyo sonido ha sido ahogado, en algunos casos, por
completo. No ha ayudado el hecho que el cuarto altavoz a menudo ni siquiera estuviera encendido.
Quizás, para llevar la metáfora más lejos, la situación sea aún peor: es posible que haya que sacar
el altavoz de su solitario lugar en el sótano, desempolvarlo, colocarlo en su sitio y encenderlo.
Aparentemente, muchos lectores de los cuatro evangelios terminaron ignorando por completo este
tema. El cuarto elemento al que debemos prestar la debida atención en la música, junto con todo
lo demás, es la historia de Jesús contada como la historia del reino de Dios chocando con el reino
del César.

Dios y el César

Antes de analizar este tema, vale la pena referirnos a los poderes oscuros detrás del César. Los
evangelios son muy conscientes de las fuerzas de las tinieblas que, en última instancia, deben su
origen y fuerza al poder que a veces se llama “el satán” o “el acusador”. Los evangelistas tienen
mucho que decir sobre estas fuerzas oscuras, este poder oscuro, y tienen muy claro dónde se
encuentra el verdadero enemigo. Jesús nos advierte que no temamos a los que simplemente matan
el cuerpo, ya que hay un poder más peligroso al acecho (Mateo 10:28; Lucas 12:4-5). Nunca
debemos imaginar que al tratar con fuerzas “políticas” llegamos al corazón del problema. Como
veremos, es solo cuando consideramos la creencia de los escritores de los evangelios de que Jesús
estuvo involucrado en la batalla final, y contra las últimas fuerzas del mal, que podemos comenzar
a ver cómo su combinación de reino y cruz⎯y, en un sentido más amplio, de encarnación, reino,
cruz y resurrección—tiene sentido.
Pero esto no quiere decir que el conflicto entre Dios y César sea solo relativo o secundario. A
menos que estemos dispuestos a incluir este elemento en la historia, nos hará falta el altavoz que
necesitamos para completar nuestra polifonía. Podemos estar seguros de que los evangelistas
tenían este elemento claramente a la vista. La música del primer altoparlante siempre lo insinuaba:
cada vez que los judíos de la época contaban su historia, un elemento clave era la cuestión de cómo
su Dios los libraría de imperios paganos poderosos e impíos (haciéndose eco, por supuesto, del
tiempo en que Dios rescató a su pueblo de Egipto, gobernado por el Faraón).
La música del segundo altoparlante, cuando se escuchaba en combinación con el primero y
con el balance correcto, hacia la misma observación: a lo largo del Antiguo Testamento, el Dios
de Israel había demostrado que siempre podía derrotar a los gobernantes y autoridades paganos
(egipcios, amalecitas, filisteos, asirios). Piensa también en la majestuosa revelación del Dios de
Israel en Isaías 40-55, en contraposición a los dioses insensatos y diminutos de Babilonia, hechos
por manos humanas. Si la historia de Jesús debía ser vista de alguna manera como la historia del
Dios de Israel en persona, debemos asumir automáticamente que este elemento, el triunfo sobre
las naciones y sus dioses, jugaría un papel importante.
Y la música que escuchamos del tercer altavoz, la historia de Jesús contada como la
inauguración del pueblo renovado de Dios, se estaba desarrollando en un mundo donde el César
era el señor y no veía con buenos ojos a otros “señores” que pudieran reclamar una soberanía
universal similar. Podemos estar seguros de que los primeros lectores de los evangelios estuvieron
atentos a cualquier pista que les indicara cómo navegar esa nueva y peligrosa situación. ¿De qué
manera seguir a Jesús se relacionaba con vivir en el imperio del César?

Dios y los poderes en la tradición judía

Volvamos, para más detalles, al primero de los cuatro altoparlantes. Toda la historia de Israel, al
menos en un nivel, es la historia de cómo el Dios de Israel se enfrenta a los arrogantes tiranos del
mundo, destruyendo su poder y rescatando a su pueblo de su carga cruel. Piensa en las grandes
historias. Babel, la antigua Babilonia, quiso construir una torre. Desde el vano intento de Caín de
reparar el daño causado por el pecado y el asesinato mediante la construcción de una ciudad
(Génesis 4:17), los seres humanos han hecho lo mismo al organizarse, motivados principalmente
por el orgullo y la arrogancia (Génesis 11:1-9). Incluso después del desastre de Génesis 3, la
humanidad no podía dejar de plantar jardines y crear comunidades; estaba en su ADN como
portador de la imagen de Dios. El problema es que los hombres y las mujeres ahora hacen esas
cosas, y muchas más, con un toque fatal de arrogancia egoísta, produciendo, en el mejor de los
casos, parodia tras parodia de la última Ciudad Jardín: la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21-22). Así
que, Dios confunde el lenguaje de la humanidad en Babel y luego escoge, en Génesis 12, la familia
a través de la cual todas las naciones serán finalmente bendecidas. Lo que el ser humano quería
hacer motivado por su propia arrogancia, Dios lo hará por su gracia. El llamado de Abraham es la
respuesta de Dios a la arrogancia del poder humano.
A continuación, vemos a Israel en Egipto, obligado por el Faraón a construir otros tipos de
ciudades (Éxodo 1:11), pero luego rescatado por Dios. Su poderosa acción destronó al tirano y
liberó a su pueblo mediante el derramamiento de la sangre del cordero y el cruce del mar. Saltamos
rápidamente a la triste condición de Israel bajo los talones de los filisteos, excepto por la dramática
victoria de David sobre Goliat, cuando la nación fue liberada no solo de los filisteos, sino también,
más tarde, de las naciones vecinas. Solo después de que se eliminó la amenaza pagana, David y
Salomón pudieron proporcionar un hogar seguro para el tabernáculo de Dios en la ciudad donde
él había prometido morar. Pero la fatal distorsión de la naturaleza humana reaparece incluso en
David y Salomón, y más marcadamente en sus descendientes.
El extraño clímax (o tal vez sea mejor decir anticlímax) de la historia bíblica antigua muestra
al pueblo judío en Babilonia, de vuelta en Babel, incapaz de cantar la canción de Dios en una tierra
extranjera. La esencia y el ímpetu de los dos grandes libros que reflejan el período, Isaías 40-55 y
Daniel (ampliamente utilizados por los primeros cristianos), es el choque de reinos. En ambos, el
tema es el mismo: reinos del mundo versus el reino del Dios verdadero. El Dios de Israel se
enfrenta a los ídolos paganos y a los principitos que los adoran. En la actualidad gobiernan sobre
el pueblo de Dios; pero cuando Dios actúa, y lo hará, mostrará que Él es Dios inequívocamente, y
que los pequeños ídolos humanos (y sus ciudades) no lo son. Reivindicará a su pueblo,
rescatándolos del exilio (Isaías 52; Daniel 9), exaltándolos a su diestra (Daniel 7), y estableciendo
un reino inconmovible (Daniel 2), el verdadero reino davídico, que, edificada sobre la renovación
del pacto, será nada menos que una nueva creación (Isaías 54-55). En Isaías esto se cumple por
obra del “siervo del Señor”; en Daniel, a través del sufrimiento y la fidelidad del pueblo de Dios.
A lo largo del camino de Dios y su pueblo, la historia es la misma. Y no hay duda de que esta es
la historia que los evangelistas pretenden volver a contar, de diferentes maneras, en la historia
fundamental del mismo Jesús.
Isaías y Daniel brindan una cierta culminación a esta narrativa más amplia. Pero luego, en ese
mismo “suelo”, descubrimos todo tipo de plantas nuevas: un flujo continuo de personas,
movimientos y escritos en el período posbíblico (hasta la revuelta de Bar-Kochba en el año 130
d.C.) que desarrollan las mismas creencias y se basan en la misma esperanza. No es difícil imaginar
a los judeanos, durante todo el período, cantando himnos como el Salmo 2, en el que las naciones
se enfurecen, pero Dios pone a su rey en el monte Sion y llama a las naciones a postrarse ante él:

¿Por qué se sublevan las naciones,


y en vano conspiran los pueblos?
Los reyes de la tierra se rebelan;
los gobernantes se confabulan contra el SEÑOR
y contra su ungido.
Y dicen: “¡Hagamos pedazos sus cadenas!
¡Librémonos de su yugo!”
El rey de los cielos se ríe;
el Señor se burla de ellos.
En su enojo los reprende,
en su furor los intimida y dice:
“He establecido a mi rey
sobre Sión, mi santo monte”.
Yo proclamaré el decreto del SEÑOR:
“Tú eres mi hijo», me ha dicho;
“hoy mismo te he engendrado.
Pídeme, y como herencia te entregaré las naciones;
¡tuyos serán los confines de la tierra!
Las gobernarás con puño de hierro;
las harás pedazos como a vasijas de barro».
Ustedes, los reyes, sean prudentes;
déjense enseñar, gobernantes de la tierra.
Sirvan al SEÑOR con temor;
con temblor ríndanle alabanza.
Bésenle los pies, no sea que se enoje
y sean ustedes destruidos en el camino,
pues su ira se inflama de repente.
¡Dichosos los que en él buscan refugio!

No hace falta un posgrado en historia judía antigua para deducir precisamente lo que los judíos
estaban pensando mientras leían el Salmo 89, con su visión gloriosa del mundo entero gobernado
por el rey davídico y su tristeza desconcertada por la forma en que parece que se ha frustrado la
esperanza una vez más.

Oh YHWH, por siempre cantaré


la grandeza de tu amor;
por todas las generaciones
proclamará mi boca tu fidelidad.
Declararé que tu amor permanece firme para siempre,
que has afirmado en el cielo tu fidelidad.
Dijiste: “He hecho un pacto con mi escogido;
le he jurado a David mi siervo:
‘Estableceré tu dinastía para siempre,
y afirmaré tu trono por todas las generaciones’”.

Una vez hablaste en una visión,


y le dijiste a tu pueblo fiel:
“Le he brindado mi ayuda a un valiente;
al mejor hombre del pueblo lo he exaltado.
He encontrado a David, mi siervo,
y lo he ungido con mi aceite santo.
Mi mano siempre lo sostendrá;
mi brazo lo fortalecerá.
Ningún enemigo lo someterá a tributo;
ningún inicuo lo oprimirá.

Aplastaré a quienes se le enfrenten


y derribaré a quienes lo aborrezcan.
La fidelidad de mi amor lo acompañará,
y por mi nombre será exaltada su fuerza.
Le daré poder sobre el mar
y dominio sobre los ríos.
Él me dirá: “Tú eres mi Padre,
mi Dios, la roca de mi salvación”.
Yo le daré los derechos de primogenitura,
la primacía sobre los reyes de la tierra.
Mi amor por él será siempre constante,
y mi pacto con él se mantendrá fiel.
Afirmaré su dinastía y su trono
para siempre, mientras el cielo exista.

Su descendencia vivirá por siempre;


su trono durará como el sol en mi presencia.
Como la luna, fiel testigo en el cielo,
será establecido para siempre».
Pero tú has desechado, has rechazado a tu ungido;
te has enfurecido contra él en gran manera.
Has revocado el pacto con tu siervo;
has arrastrado por los suelos su corona.
Has derribado todas sus murallas
y dejado en ruinas sus fortalezas.
Todos los que pasan lo saquean;
¡es motivo de burla para sus vecinos!
Has exaltado el poder de sus adversarios
y llenado de gozo a sus enemigos.
¿Hasta cuándo, YHWH, te seguirás escondiendo?
¿Va a arder tu ira para siempre, como el fuego?
¡Recuerda cuán efímera es mi vida!
Al fin y al cabo, ¿para qué creaste a los mortales?
¿Quién hay que viva y no muera jamás,
o que pueda escapar del poder del sepulcro?
¿Dónde está, Señor, tu amor de antaño,
que en tu fidelidad juraste a David?
Recuerda, Señor, que se burlan de tus siervos;
que llevo en mi pecho los insultos de muchos pueblos.
Tus enemigos, SEÑOR, nos ultrajan;
a cada paso ofenden a tu ungido.
(89:1-4, 19-20, 36-42, 46-51)

Sin embargo, la esperanza persiste, y se expresa en salmo tras salmo. Los dioses de las naciones
son ídolos, pero el Dios de Israel hizo los cielos. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en
su santo trono; los príncipes del pueblo se reúnen como el pueblo del Dios de Abraham, que
subyugó reinos y naciones. Dios ha establecido su ciudad, y el poder de los paganos impíos no
prevalecerá contra ella. Una y otra vez este mensaje se repite, moldeando el corazón y la
imaginación del pueblo de Dios durante siglos, aun cuando estos cantos de alabanza y triunfo no
correspondían a la situación sociopolítica en la que vivían. Es en este contexto que debemos
escuchar lo que los evangelios están tratando de decirnos sobre la historia de Jesús como el punto
central de la historia de Dios y el César.

Dios y el César en los Evangelios

“Sin embargo”, objetará, “el César se menciona solo una vez en los evangelios. Además, hablan
de una clara división entre Dios y el César, una separación de la Iglesia y el Estado, de modo que
los dos nunca se encontrarán”. Calma. No te apresures. Llegaremos allí. Sospecho que esta
objeción suena demasiado moderna. ¿Jesús realmente anticipó la ideología occidental posterior a
la Ilustración con tanta precisión? Además, la objeción no tiene en cuenta el maravilloso pasaje de
Juan 18-19 (al que también volveremos), en el que Jesús, en representación del reino de Dios,
confronta a Pilato, el representante del reino del César. En su diálogo, ambos discuten sobre el
reino, la verdad y el poder, hasta que Pilato demuestra que Jesús está en lo cierto al mandarlo a
ejecutar con las palabras “Rey de los judíos” encima de su cabeza. Y una vez que reconocemos
esa confrontación por lo que es, parte del clímax del maravilloso evangelio de Juan, vemos que
hay algo más. Mucho más.
Pero prefiero comenzar por el principio, con el evangelio de Lucas (principalmente con la
acusación errónea, pero común, de que Lucas es demasiado poco critico de Roma). El primer
capítulo evoca el comienzo de 1 Samuel. Así, Lucas inmediatamente le recuerda al lector la larga
historia que, con el tiempo, lleva a Samuel a ungir a David como rey y así lograr la derrota de los
filisteos. Lucas luego comienza su historia casi de nuevo en el capítulo 2, declarando
portentosamente que César Augusto emitió un decreto, según el cual el mundo entero debe ser
inscrito a los efectos de los impuestos:

Por aquellos días Augusto César decretó que se levantara un censo en todo el
Imperio romano. (Este primer censo se efectuó cuando Cirenio gobernaba en
Siria). Así que iban todos a inscribirse, cada cual a su propio pueblo. También José,
que era descendiente del rey David, subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a Judea.
Fue a Belén, la Ciudad de David, para inscribirse junto con María su esposa. Ella
se encontraba encinta. (2:1-5)

¡Un censo! Todo el mundo en Palestina sabía lo que eso significaba. Significaba no solo que
la gente tendría que pagar, sino que estaban siendo reclutados como miembros súbditos de un reino
gobernado por una potencia extranjera. No es casualidad que Flavio Josefo cuente historias de
movimientos revolucionarios que surgieron espontáneamente debido a los diversos censos
realizados por los romanos y resultaron en numerosas muertes violentas:

Sin embargo, Judas, un gaulanita nacido en el pueblo de Gamalis, con la adhesión


del fariseo Saduco, incito al pueblo a que se opusiera. El censo, decían, era una
servidumbre manifiesta, y exhortaron a la multitud a luchar por la libertad...
Aman de tal manera la libertad que la defienden violentamente, considerando
que solo Dios es su gobernante y señor. No les importa que se produzcan muchas
muertes o suplicios de parientes y amigos, con tal de no admitir a ningún hombre
como amo. Puesto que se trata de hechos que muchos han comprobado, he
considerado conveniente no agregar nada más sobre su inquebrantable firmeza
frente a la adversidad; no temo que mis explicaciones sean puestas en duda, sino
que al contrario temo que mis expresiones den una idea demasiado débil de su gran
resistencia y su menosprecio del dolor.13

También debemos recordar que cuando Lucas narra cómo los principales sacerdotes acudieron
a Pilato para acusar a Jesús, uno de los argumentos clave que usaron (una mentira, por supuesto)
era que él había estado prohibiendo a la gente que pagaran el tributo al César:

13
Josefo, Flavio. Historia de los hebreos.
Así que la asamblea en pleno se levantó, y lo llevaron a Pilato.
Y comenzaron la acusación con estas palabras: “Hemos descubierto a este hombre
agitando a nuestra nación. Se opone al pago de impuestos al emperador y afirma
que él es el Mesías, un rey”. (23:1-2)

El comienzo de Lucas 2, en otras palabras, no es simplemente una observación cronológica o


una parte incidental de la historia. Augusto, en el apogeo de su poder y gloria, firma un decreto en
Roma; mientras tanto, en una tierra remota, en un extremo de su imperio, nace un bebé en el lugar
donde se suponía que nacería el hijo de David. La firma de Augusto en el decreto significaba una
sentencia de muerte para cualquier persona que no se sometiera al poder pagano de Roma. No
debemos sorprendernos cuando, al final del segundo volumen de Lucas, encontramos a Pablo en
Roma anunciando a Dios como Rey y a Jesús como Señor, delante de las narices del César, “con
todo denuedo y sin impedimento alguno” (Hechos 28:31). La intención de Lucas es que el pasaje
demuestre el cumplimiento, aunque en un nuevo sentido, del antiguo sueño del pueblo de Dios, el
sueño que se remonta a Samuel y a David, y continúa de generación en generación. Un día, sí, un
día, las naciones serían llamadas a jurar lealtad a alguien más grande que David, es decir, al Hijo
de David. Además, el cumplimiento del antiguo sueño de Israel siempre implicaba el
derrocamiento, al menos indirectamente, del poder pagano que se exaltaba, como Babel, contra el
Dios creador.
Podríamos decir más acerca de Lucas, pero encontramos pasajes equivalentes en Mateo y
Marcos. Para Mateo, siempre consciente de la atmósfera judía que lo rodea, es la familia de
Herodes la que se asoma sombríamente en el horizonte. El equivalente del apóstol en comparación
con Lucas 2 es el comienzo de su segundo capítulo, en el que Herodes el Grande, cerca del final
de su reinado cada vez más paranoico, recibe una visita no deseada de los sabios de Oriente, cuya
afirmación es que las estrellas anuncian el nacimiento del rey legítimo de los judíos. La sospecha
instantánea de Herodes y su posterior reacción exagerada sirven como buenos indicadores de cómo
reaccionaría siempre el poder pagano cuando se enfrentaba a noticias sobre el verdadero Dios y el
verdadero rey. Su hijo Herodes Antipas se cierne sobre la carrera pública de Jesús, matando a su
primo Juan y proporcionando el ominoso contexto para la propia obra (mesiánica) de Jesús (11:1-
14; 14:1-12).
La figura de Herodes anticipa el poder mayor de Roma que cerrará el cerco a Jesús al final de
la historia, solo para ser derrotado simbólicamente, ya que los soldados romanos posicionados
frente a la tumba no pueden impedir la resurrección de Jesús. Lucas también informa sobre el
paradero de Herodes en Jerusalén en ese momento, aliado por fin con Poncio Pilato (23:1-12). La
percepción es la misma: los poderes del mundo están ahí, acechando en las sombras, ocultos la
mayor parte del tiempo, pero listos para atacar de repente. Si esta es realmente la historia del reino
de Dios en la tierra como lo es en el cielo, tarde o temprano habrá confrontación. Nuevamente,
nadie necesita ser un doctorado en psicología política para saber lo que hacen los poderes del
mundo con los que actúan y hablan para hacer avanzar el reino de Dios. Al igual que con todos los
demás elementos de la historia del evangelio, debemos reconocer esto por lo que es: la historia de
Jesús contada como el choque entre el reino de Dios y los reinos del mundo.
Marcos es un poco más claro, quizás más directo. Podemos destacar la respuesta de Jesús a
Santiago y Juan en el famoso pasaje del capítulo 10:

Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, vinieron a Jesús.


“Maestro”, dijeron, “queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir”.
“¿Qué quieres que haga por ti?”, preguntó Jesús. Ellos respondieron:
“Concédenos que, en tu gloria, uno de nosotros se siente a tu derecha y el otro a tu
izquierda”.
“¡No sabes lo que estás pidiendo!”, respondió Jesús. “¿Puedes beber la copa
que voy a beber? ¿Puedes recibir el bautismo que yo estoy a punto de recibir?”
“Sí”, respondieron.
“Podemos.”
“Bien”, dijo Jesús, “beberás la copa que yo bebo, y recibirás el bautismo que
yo recibo. Pero si sentarse a mi derecha o a mi izquierda, eso no es para mí. Esos
lugares ya han sido asignados”.
Cuando los otros diez discípulos oyeron estas cosas, se enojaron con Santiago
y Juan. Jesús los llamó a sí mismo.
“Ya sabes cómo funciona en las naciones paganas”, dijo. “Piensa en cómo
actúan los supuestos gobernantes de las naciones: ejercen dominio sobre sus
súbditos. Los poderosos y de alto rango gobiernan a quienes los rodean. Pero entre
vosotros no será así. El que quiera llegar a ser grande entre vosotros deberá ser
vuestro servidor; el que quiera ser el primero debe ser el esclavo de todos. ¿No
ves? El hijo del hombre no vino para ser servido. Vino a servir, a dar su vida ‘en
rescate por muchos’. (10:35-45)

Ahí está. Los reyes de la tierra tienen su forma de ejercer el poder, dominan a sus súbditos,
pero los seguidores de Jesús harán las cosas de otra manera, la manera del siervo. Incluso tenemos
la impresión de que, para Marcos, Jesús había estado leyendo Isaías 40-55, un pasaje en el que el
“siervo del Señor” y su muerte vergonzosa son el medio por el cual, de algún modo, los dioses y
gobernantes de Babilonia son vencidos, Israel es redimido y Dios mismo vuelve a Sión para
renovar no sólo la alianza sino toda la creación. Y Marcos (y luego Mateo) también destaca las
palabras de Jesús sobre cómo se justifica el “hijo del hombre”, algo que, al evocar toda la historia
del libro de Daniel, declara de la manera más poderosa posible a un público empapado de las
Escrituras, que a pesar de los sufrimientos y decepciones presentes, el Dios de Israel ciertamente
tomará su lugar y, justificando a quien representa a su pueblo sufriente, juzgará a los monstruos,
los poderes paganos, que con arrogancia han tomado control del mundo.
En otras palabras, existe una línea clara que se extiende desde Génesis 11, vía Isaías 40‒55 y
Daniel 7, a Marcos 10 y, a su vez, a Marcos 14‒15, donde Jesús enfrenta a sus captores, a los que
lo juzgan, y a la muerte. Jesús no solo teoriza sobre la diferencia entre el poder pagano y el tipo de
poder que él afirma tener; lo demuestra en la práctica. El pasaje citado no es una declaración
“política” (sobre diferentes tipos de poder) seguida de una declaración de “propiciación” (sobre
cómo se perdonarían los pecados), como si una cosa estuviera totalmente separada de la otra. Como
veremos en la próxima parte del libro, donde unimos “reino” y “cruz” de una manera que pocos
lectores del evangelio han tratado de hacer, Jesús establece el nuevo tipo de poder: el reino de Dios
(en lugar del reino del César) está en la tierra como en el cielo, precisamente a través de su muerte
(interpretada bíblicamente). Y, dicho de otro modo, Dios rescata a su pueblo del pecado, por obra
del “siervo” de Isaías, precisamente para establecer su gobierno, su tipo de poder diferente, en todo
el mundo.
Ya debe haber quedado claro que la música que escuchamos a través del cuarto altavoz en
realidad armoniza muy bien con la música que escuchamos a través del primero (la historia de
Israel). De hecho, una vez que lo entendemos, también podemos detectar una posible razón por la
que ambos tenían el volumen tan bajo o incluso apagado. Si la historia de Jesús es la culminación
de la historia de Israel, inevitablemente es política y suscitará preguntas que el mundo occidental
optó por no plantear, y mucho menos afrontar, durante el período de la llamada erudición crítica.
El mundo posterior a la Ilustración nació de un movimiento que dividió la Iglesia y el Estado, y
organizó incluso su supuesta erudición relacionada con la historia de acuerdo con sus propios
ideales. Y la misma Ilustración insistía en que el judaísmo era una religión equivocada, demasiado
grosera, demasiado material. Desde el principio, se rechazó tanto una lectura “política” como una
lectura “judía” de los evangelios. Afortunadamente, la historia genuina, el estudio real de las
fuentes fácticas, puede contraatacar e insistir en que lo que la generación anterior “apagó”, la
generación actual eventualmente puede volver a “encender”. Ha llegado el momento de releer los
evangelios como “teología política”, no porque resulta que no traten de Dios, la espiritualidad, el
nuevo nacimiento, la santidad, etc., sino precisamente porque sí tratan de todas esas cosas.
¿Y qué hay de Juan? Se podría escribir un libro entero sobre cómo, de manera implícita y a
veces explícita, el evangelio de Juan desautoriza el imperio de César. Por el momento, sin
embargo, podemos decir al menos lo siguiente: entre las decenas de grandes temas joánicos,
comenzamos a escuchar, en el capítulo 12, una nota sobre la dirección hacia la cual todo se dirige.
Unos griegos participan en la fiesta y piden ver a Jesús, y Jesús, para nuestra sorpresa, habla de un
grano de trigo que caerá en tierra, morirá y dará mucho fruto:

Entre los que habían subido a adorar en la fiesta había algunos griegos. Estos se
acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le pidieron:
“Señor, queremos ver a Jesús”.
Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos fueron a decírselo a Jesús.
“Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado”, les contestó
Jesús. “Ciertamente les aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se
queda solo. Pero, si muere, produce mucho fruto”. (12:20-24)

La escena adquiere un elemento dramático adicional cuando Jesús ora para que Dios glorifique su
propio nombre, y la multitud cree escuchar un trueno en respuesta:

Se oyó entonces, desde el cielo, una voz que decía: “Ya lo he glorificado, y volveré
a glorificarlo”.
La multitud que estaba allí, y que oyó la voz, decía que había sido un trueno;
otros decían que un ángel le había hablado.
“Esa voz no vino por mí, sino por ustedes”, dijo Jesús. “El juicio de este mundo
ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado. Pero yo, cuando sea
levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo”.
Con esto daba Jesús a entender de qué manera iba a morir. (12:28-33)

En este texto, tenemos una línea de pensamiento similar a la que observamos en Marcos 10.
Los gobernantes del mundo y su sistema de gobierno serán destruidos, y el resultado será, a través
de la muerte de Jesús, que la gente de todas partes el mundo será atraído hacia él. Aquí está la
respuesta a la pregunta planteada por los griegos⎯un poco tarde, quizás, ¡pero así es como suele
funcionar el evangelio de Juan! Jesús no es una mera atracción turística para que los peregrinos lo
vean y se maravillen, sino que está destinado a ser el verdadero gobernante del mundo, descartando
a todos los demás impostores con un gesto de la mano e invitando a personas de todo el mundo a
venir a él y encontrar nueva vida. Sin embargo, para que eso suceda, primero debe derrotar al
gobernante actual del mundo. En otras palabras, la solicitud de los griegos es tomada por el mismo
Jesús como una señal de que el antiguo sueño mesiánico de los Salmos y los profetas comienza a
hacerse realidad. Los poderes que gobiernan el mundo están siendo derribados, y la muerte de
Jesús, la extraña manera en que obtendrá la victoria, será por tanto el medio por el cual el mundo
vendrá a él y por lo tanto al único Dios verdadero.
¿Cómo sucederá? El “acusador”, actuando a través de Judas, atraerá el fuego enemigo hacia
Jesús (Juan 13:2, 27). Pero esto, extrañamente, parece ser parte del plan. Jesús sabe lo que está por
venir y declara dos veces en su Discursos de Despedida (Juan 13-17) que está ganando la victoria.
La primera aparición es breve y directa:

Ya no hablaré más con ustedes, porque viene el príncipe de este mundo. Él no tiene
ningún dominio sobre mí, pero el mundo tiene que saber que amo al Padre, y que
hago exactamente lo que él me ha ordenado que haga. (14:30-31)
En otras palabras, los seguidores de Jesús deben interpretar los horribles eventos de las próximas
24 horas como una batalla que llega a su clímax, una batalla contra el verdadero enemigo, que está
trabajando a través de la traición de Judas y el poder despiadado de Roma. Y deben interpretar la
participación de Jesús en esta batalla, incluso su aparente derrota, como bajo el mando hasta ahora
inimaginable de aquel a quien Jesús se refiere como “padre”. Una vez más, la aceptación de Jesús
de morir en una cruz se ve como una derrota de los poderes del mundo y la forma en que el mundo
ejerce el poder.
Sin duda, esto por sí solo es suficiente para llevar a muchos cristianos occidentales modernos
más allá de su zona de confort. Pero hay más. En el capítulo 16, Jesús declara que cuando viniera
el “ayudante”, el “Espíritu de la verdad” del que habló, ese Espíritu tendría una tarea extraordinaria
y compleja que realizar. Para algunos, incluso sonaría como una tarea peligrosa. El Espíritu, dice
Jesús, “convencerá al mundo de su error en cuanto al pecado, a la justicia y al juicio” (16:8). Jesús
continúa explicando cada uno de ellos, aunque las explicaciones mismas pueden dejar a muchos
lectores hoy igualmente perplejos por la forma densa, casi críptica, en la que habla:

“En cuanto al pecado, porque no creen en mí; en cuanto a la justicia, porque voy al
Padre y ustedes ya no podrán verme; y en cuanto al juicio, porque el príncipe de
este mundo ya ha sido juzgado”. (16:9-11)

Tal vez podamos agregar nuestra propia explicación adicional. Primero, el mundo (que
trágicamente incluye a la mayoría de los judíos en ese momento) no cree en Jesús y, por lo tanto,
está en el camino equivocado, y no da en el blanco. El término técnico para eso es “pecado”.
Segundo: Jesús será reivindicado, se comprobará de manera dramática que él está en lo cierto. Este
será el gran acto de “justicia” de Dios, arreglando todo y demostrando así la injusticia, pasiva y
activa, del resto del mundo. En otras palabras, el mundo está profunda y radicalmente
desestabilizado; Dios arreglará todo. Tercero: Dios sentenciará al “príncipe de este mundo” (“el
juicio”).
¿Cómo sucederá todo esto? Por obra del Espíritu Santo, que Jesús promete enviar a los
discípulos. En otras palabras, sucederá a través de la obra guiada por el Espíritu de los seguidores
de Jesús. Esta es otra ocasión en que se escucha el tercer altoparlante (la historia del pueblo
renovado de Dios), y el volumen es igual al volumen de este cuarto altoparlante, al que ahora
estamos prestando atención. Juan está contando la historia de Jesús de una manera que muestra
cómo la confrontación implícita entre el reino de Dios y el reino del César (el cuarto altoparlante)
se desarrollará en la vida y el testimonio explícito de sus seguidores (el tercer altoparlante).
Estos son aspectos vitales de lo que Juan hace a lo largo de su evangelio. Cuando, tras la
oración final (capítulo 17), el encarcelamiento y el juicio ante el tribunal judío (18:1-27),
encontramos a Jesús ante Pilato (18:28-19:26), hemos de entender lo que está sucediendo por lo
que Juan ya nos ha contado. Este es el momento en que se juzga al gobernante de este mundo. El
reino de César hará lo que siempre hace el reino de César, pero esta vez el reino de Dios obtendrá
la victoria decisiva.
Jesús explica (18:36) que su reino no es de los que se desarrollan en este mundo. Ciertamente
su reino es para este mundo, pero no se origina en él. Viene de otra parte, es decir, de lo alto, de
los cielos, de Dios. Es el don de Dios para este mundo, aunque, como ya observó Juan en el
prólogo, el mundo no está preparado para ese don. La clave es esta: si el reino de Jesús fuera del
tipo común, el tipo que se desarrolla fácilmente en el mundo de hoy—¡el tipo de reino, de hecho,
que Santiago y Juan querían!—entonces los seguidores de Jesús estarían preparándose para la
guerra:

Mi reino no es de este mundo —contestó Jesús—. Si lo fuera, mis propios guardias


pelearían para impedir que los judíos me arrestaran. Pero mi reino no es de este
mundo. (18:36)

La diferencia entre los reinos es notable. El reino del César (y todos los demás reinos que se
originan en este mundo) se imponen por medio de la violencia. Pero el reino de Jesús, el reino de
Dios, representado por Jesús, se establece con un arma muy diferente que Pilato se niega a
reconocer: la verdad.

“¡Así que eres rey! —le dijo Pilato.


“Eres tú quien dice que soy rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo:
para dar testimonio de la verdad. Todo el que está de parte de la verdad escucha mi
voz”.
“¿Y qué es la verdad?”, preguntó Pilato. (18:37-38)

Jesús y sus seguidores testifican de la verdad y el aspecto importante de eso es el siguiente: la


verdad es lo que sucede cuando los seres humanos usan palabras para reflejar el sabio
ordenamiento del mundo por parte de Dios. Eso, a su vez, trae luz a los lugares oscuros (y, con
ella, el juicio), y misericordia donde se necesita desesperadamente. Los imperios no soportan eso.
Los imperios formulan su propia “verdad” y crean “hechos concretos”, normalmente mediante la
violencia y la injusticia. La réplica cínica de Pilato conduce a otra interacción con la multitud, que
pregunta por Barrabás (18:40). Los soldados de Pilato visten a Jesús de rey para burlarse de él. Al
verlo vestido así, los principales sacerdotes exigen de nuevo su muerte y le acusan de otro delito:
“debe morir porque se ha hecho pasar por Hijo de Dios” (19:7).
Esto lleva a Pilato a hacerle nuevas preguntas a Jesús. En el mundo de la época, “Hijo de Dios”
obviamente significaba el César; pero el gobernador romano parece intuir en el aire otro tipo de
pretensión, una pretensión implícita, que implica la cuestión del poder. La palabra griega es
exousia, que connota “autoridad” o “derecho”. Este es el sentido que usa Juan en el prólogo, donde
el apóstol dice que los que creyeron en Jesús recibieron la exousia (“derecho”, “poder”,
“autoridad”) para llegar a ser hijos de Dios (1:12). Aquí descubrimos algo impresionante: Jesús
reconoce que Pilato tiene poder sobre él, un poder que Dios le ha dado:

“¿Te niegas a hablarme?”, le dijo Pilato. “¿No te das cuenta de que tengo poder
para ponerte en libertad o para mandar que te crucifiquen?”
“No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba”, le
contestó Jesús. “Por eso el que me puso en tus manos es culpable de un pecado más
grande”. (19:10-11)

Incluso el gobierno del César y sus subordinados parece tener su lugar en el ámbito más amplio
de la providencia divina; la única forma de entender todo esto es a través de la percepción judía de
que Dios, el creador, quiere que el mundo sea dirigido por seres humanos, y que aun cuando los
seres humanos, que deberían ejercer esta vocación, sean brutos egoístas, el mandato continúa,
aunque serán juzgados más severamente por lo que hacen con su comisión. La declaración de Jesús
con respecto a la autoridad limitada de Pilato que le es permitida por Dios está relacionada en sí
misma con la comprensión de que Dios tiene el control general de los procesos que están teniendo
lugar. Así es como los gobernantes del mundo se excederán y, al hacer lo peor que puedan, serán
derrotados por el poder victorioso y el amor creador de Dios.
Es en este punto que los líderes judeanos hacen su último movimiento doble. Como sus
antepasados en 1 Samuel 8:4 y 20, quieren ser “como las naciones”, quieren ser parte del imperio
del César. Se han cansado de esperar la reivindicación del “hijo del hombre” y harán trato con el
cuarto monstruo. Han vislumbrado la vocación de servicio dada a Israel y están felices de aceptar
el gobierno de Babilonia. Jesús vino a su propio pueblo, pero no quería conocerlo. “Si dejas en
libertad a este hombre”, amenazan, “no eres amigo del César” (19:12). Y cuando Pilato les
pregunta una vez más si debería, después de todo, crucificar al “rey de los judíos”, responden,
sorprendentemente, con palabras que son completamente opuestas al antiguo sueño judío del reino
de Dios. En lugar de “no tenemos más rey que Dios”, venden su primogenitura por un plato
imperial de lentejas: “No tenemos más rey que el emperador romano” (19:15).
Así, Jesús va a su muerte, con el título real pegado sobre su cabeza: “JESÚS DE NAZARET, EL
REY DE LOS JUDÍOS” (19:19). Pilato sabe que el título es provocativo, pero lo pone de todos modos.
Desde el punto de vista del gobernador romano, la inscripción sirvió como una bofetada a los
líderes judeanos y otra burla a Jesús, cuya apariencia no se parecía en nada a la de un rey. Sin
embargo, desde el punto de vista de Juan, el título significa que Pilato, como Caifás ocho capítulos
antes (11:49-53), dice mucho más de lo que sabe. Jesús es entronizado como Rey de los judíos y
en adelante también es Rey del mundo. En Juan, la cruz, cuyo significado ya hemos interpretado
como el desvelamiento del amor de Dios y de Jesús (13:1), es también el momento en que Dios
toma su poder y reina sobre el César. De ahora en adelante, el gobernante de este mundo ha sido
juzgado.
Esta gran escena, a la que volveremos con más detalle, resume la dimensión que empezamos
a escuchar en la música cuando subimos el volumen del cuarto altavoz a la altura adecuada para
que los cuatro estén balanceados. Pero, ¿qué quiso decir Jesús con la extraña pero mundialmente
famosa frase de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”?

¿Dar al César?

Los tres evangelios sinópticos registran un breve diálogo de Jesús sobre el tributo al César. Aquí
está la versión de Marcos (las versiones de Mateo 22:15-22 y Lucas 20:20-36 son más detalladas):

Luego enviaron a Jesús algunos de los fariseos y de los herodianos para tenderle
una trampa con sus mismas palabras. Al llegar le dijeron:
“Maestro, sabemos que eres un hombre íntegro. No te dejas influir por nadie
porque no te fijas en las apariencias, sino que de verdad enseñas el camino de Dios”.
“¿Está permitido pagar impuestos al césar o no? ¿Debemos pagar o no?”
Pero Jesús, sabiendo que fingían, les replicó: “¿Por qué me tienden trampas?
Tráiganme una moneda romana para verla”.
Le llevaron la moneda, y él les preguntó:
“¿De quién son esta imagen y esta inscripción?”
“Del césar”, contestaron.
“Denle, pues, al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios”.
Y se quedaron admirados de él. (12:13-17)

El famoso dicho sobre Dios y el César se ha prestado para interpretaciones muy interesantes.
Para aquellos que no han podido reconocer ninguna otra alusión “política” en la historia del
evangelio (lo cual demuestra que nuestro cuarto altoparlante sí estaba desconectado), el texto
constituye “la enseñanza de Jesús sobre la Iglesia y el Estado”. Y según dicha “enseñanza”, son
dos esferas distintas, a las que el seguidor de Jesús debe, en compartimentos separados de la vida,
dar lo que le corresponde, sin confundirlos. Estoy seguro de que antes de finales del siglo XVIII
nadie lo había interpretado así. En otras palabras, en esa interpretación escuchamos el eco de voces
muy diferentes, voces de la Ilustración europea y norteamericana y la teoría de “Iglesia y Estado”
que desarrollaron. Según esa teoría, “religión” y “política” son simplemente dos lados muy
distintos de la vida; no podemos colocar uno en la esfera del otro. Este mantra es usado por aquellos
que escriben cartas airadas a los periódicos cada vez que alguien de la iglesia se aventura a
comentar sobre un tema político. “¡Quédense en su área!”, ordenan. “Jesús hizo una distinción
entre Dios y el César, la iglesia debe hacer lo mismo”. Sin embargo, en el mundo de Jesús, los
ecos habrían sido bastante diferentes.
Para empezar, no cabe duda de que el texto constituye una “enseñanza” sobre un “tema” en
particular. Jesús se enfrenta a una pregunta extremadamente peligrosa. Todo el mundo sabe que
está liderando un movimiento del reino de Dios. En los días de Jesús, en el judaísmo palestino,
esto significaba independencia política; y la independencia política significaba, sin sombra de
duda, no estar más bajo el talón del César. Ya se había crucificado a personas por incitar a
rebeliones contra el pago de tributos. Como vemos, los opositores de Jesús tratan de lograr que lo
acusen del mismo delito (Lucas 23:2).
Sin duda, muchos de los oyentes de Jesús esperaban que él diera su poderoso apoyo a la
revolución anti-romana que estaban tramando. Ciertamente, también, muchos de los opositores de
Jesús esperaban que él sí hablara y declarara su posición sobre el pago de tributo al César; de esa
manera tendrían exactamente el tipo de municiones que necesitaban. (Curiosamente, en el relato
de Marcos, es una combinación de fariseos y herodianos la que plantea la pregunta traicionera, la
misma combinación que el evangelista señala en un argumento anterior, en 3:6.) Al mismo tiempo,
los movimientos independentistas de línea dura tal vez ya consideraban a Jesús demasiado dócil,
no lo suficientemente revolucionario. De una forma u otra, Jesús tendría que tomar una posición
sobre el asunto tarde o temprano.
Sin embargo, cuando te enfrentas a una multitud potencialmente hostil, no hay tiempo para
una enseñanza ecuánime y matizada; es el momento de dar una respuesta rápida. Los opositores le
muestran a Jesús una moneda. Él hace la pregunta obvia y con un tono crítico obvio: ¿de quién es
esta imagen (se suponía que los judíos no debían usar o poseer “imágenes” de seres humanos) y
de quién es esta inscripción (que declaraba que el César era “hijo de dios” y “sumo sacerdote”,
algo completamente blasfemo)? “Del César”, viene la respuesta. Ya en este punto, Jesús parece
estar pagándoles con su propia moneda. Suena como si él estuviera del lado de los intransigentes:
“¿Qué estás haciendo con esa cosa tan horrible en tu bolsillos?” Pero luego viene el breve
mandamiento doble, que, en ese contexto, no tiene nada que ver con la separación de la iglesia y
el estado, pero sí tiene todo que ver con que Dios supere al César en todos los frentes.
Cuando hice mi traducción del Nuevo Testamento, no me atreví a dejar que este versículo
dijera lo que yo pienso que dice: “¡Entonces será mejor que le pagues al César con su propia
moneda, y a Dios con la moneda de Dios!” De este modo, el dicho se haría eco de otro dicho, que
ya se había hecho famoso en los círculos judíos tras la revuelta de los macabeos dos siglos antes:
“Devuelvan a los paganos lo que han hecho con ustedes”, exhorta el viejo Matatías a Judas
Macabeo y sus hermanos, “y tengan cuidado de cumplir siempre lo que manda la ley” (1 Macabeos
2:68). Obviamente Matatías no les estaba diciendo que pagaran los impuestos gentiles. El griego
usa la misma raíz para “pagar”, antapodote, cognado con apodote que encontramos en las tres
versiones de este episodio en los evangelios sinópticos. Sospecho que la doble orden de Matatías
ya se había vuelto notorio. Es muy posible que Jesús se hiciera eco de él deliberadamente.
Evidentemente, su respuesta fue una especie de estratagema. Algunos especulan, asumiendo
correctamente que el contexto requería un poco de teatro callejero, que Jesús, tomando prestada
una moneda, hizo algún truco con sus manos, fingiendo, quizás, hacerla desaparecer. Eso no es
importante. Lo importante es que la intrigante respuesta de Jesús, destacada por Mateo, Marcos y
Lucas, demuestra que él se niega a ser cómplice del partido pro-Roma en Jerusalén o de aquellos
que anhelaban una revolución violenta. Su comentario puede entenderse de las dos formas. Sin
embargo, la respuesta de Jesús no es solo una maniobra, sino también una forma (casi como un
koan budista y ciertamente como sus parábolas) de rechazar ambas alternativas que sus oyentes le
proponían y apuntar a una realidad más profunda. Tal vez sea hora de que Dios, cuya imagen se
refleja en cada ser humano y cuya “inscripción” se ve en las páginas de la creación y la historia de
Israel, reciba lo que le corresponde.
Si bien este es el mensaje del reino de Dios, la forma en que Jesús lo presenta no encaja en
ninguna de estas dos formas obvias y simplistas: ni como un reino de “otro mundo”,
completamente separado del mundo del César, ni como una simple revolución violenta tradicional.
Para Mateo, Marcos y Lucas, la historia es una de las señales clave, después de la entrada triunfal
de Jesús en Jerusalén y antes de su encarcelamiento y muerte, de lo que ha estado sucediendo desde
el principio: esta es la historia de cómo Dios realmente se convirtió en rey. Jesús, con su
sufrimiento y muerte obedientes, devolvió a Dios lo que le correspondía. Y dentro del nuevo
mundo al que la muerte y resurrección de Jesús dio lugar, la cuestión del César, su poder y sus
monedas pierde significado. Puede haber un momento para confrontar al César; puede haber un
momento para una colaboración adecuada.
Pero todo debe hacerse dentro del ámbito del reino de Dios. Así tiene que ser. Ese reino es
universal, omnipresente y todopoderoso. Después de todo, ese es el mensaje de los cuatro
evangelios. Una vez que hayamos ajustado el volumen de los cuatro altoparlantes para que todos
se escuchen correctamente, será imposible no entender el desafío que representaban los evangelios
en el siglo I y que podrían volver a representar en el siglo XXI.

Los cuatro altoparlantes juntos

¿Qué podemos decir, al final de esta segunda parte del libro, acerca de estos cuatro altavoces y la
música que los evangelios quieren que escuchemos cuando están bien sintonizados?
Permíteme resaltar una característica de lo que hemos visto en esta segunda parte. Considera
una vez más los diversos elementos de la historia del éxodo. Todos los judíos del primer siglo
estaban bien familiarizados con la historia, al igual que la mayoría de los judíos del siglo XXI que
siguen celebrándola con cánticos y símbolos año tras año en la Pascua. El Nuevo Testamento está
lleno de ecos del éxodo, tanto en su conjunto como en diferentes elementos particulares. Escucha
la forma en que surgen esos ecos cuando ajustamos el volumen en los altoparlantes y prestamos
atención a la música de los cuatro evangelios en su conjunto.
Desde el primer altoparlante escuchamos el largo relato de Israel, de su rescate y peregrinación.
El pueblo celebra la liberación lograda por su Dios, pero luego deambula cuarenta años por el
desierto antes de llegar a la tierra prometida. La larga historia, dicen los evangelistas, ha llegado a
su fin, a su meta. Al igual que Juan el Bautista cerca del Río Jordán, nosotros descubrimos que la
historia siempre se había dirigido hacia este momento. Es hora de que las promesas se cumplan.
En el éxodo original, las promesas fueron cumplidas por Josué (en hebreo, Yeshua), que guió al
pueblo a través del río hacia el nuevo territorio. Ahora, vemos a Jesús (Yeshua) haciendo lo mismo.
El segundo altavoz nos habla de la historia de YHWH, el Dios viviente de Israel, quien, durante
el éxodo, revela su identidad a su pueblo de una manera nueva, guiándolos en su viaje en una
columna de nube durante el día y en una columna de fuego durante la noche. La idolatría casi lo
aleja del pueblo, pero luego, en respuesta a la intercesión de Moisés, Dios acepta acompañarlo y
eventualmente habitar en el Templo de Jerusalén. El segundo altoparlante nos dice (si aprendemos
a escuchar) que en Jesús el Dios vivo ha vuelto una vez más para habitar personalmente con su
pueblo. En forma dramática, Jesús eclipsa al Templo como el lugar donde ahora mora Dios. Este
es el cumplimiento de la visión de Isaías del regreso de la gloria de Dios, el cumplimiento de la
promesa de Ezequiel del Templo restaurado. Y esta vez, Dios mismo lleva el peso del pecado y la
rebelión del pueblo sobre sí mismo.
El tercer altoparlante, la historia del evangelio como la historia del pueblo renovado de Dios,
nos recuerda dos elementos más de la historia del éxodo: la vocación de Israel de ser el sacerdocio
real (Éxodo 19:5-6) y el don de la Torá, a través de la cual esa vocación puede hacerse realidad.
Cuando escuchamos la historia con el altoparlante sintonizado correctamente, finalmente
escuchamos cómo los evangelios describen a Jesús no solo como un gran maestro de la moralidad,
sino como el que le da al pueblo de Dios su nuevo llamado y un nuevo modo de vida. La historia
contada en los evangelios, y las enseñanzas de Jesús que contiene, no es simplemente una nueva
“Torá”, reemplazando la vieja con la nueva. Todo ha cambiado. La forma de vida de Jesús, y el
corazón renovado que él nos promete que la acompaña, ya participan de la nueva creación y así
permiten a este pueblo ser verdaderamente el pueblo de Dios.
Cuando, pensando en el éxodo, leemos los evangelios con el cuarto altoparlante debidamente
ajustado, recordamos la sobria y solemne victoria de Dios sobre el Faraón, primero mediante las
plagas y luego en el Mar Rojo. Evidentemente, la historia del éxodo es una emocionante y
dramática operación de rescate. Al revivirla durante una celebración de Pascua, uno tiende a
identificarse con los israelitas, que soñaban con la libertad mientras vivían bajo un régimen cruel;
que se atrevían a esperar cuando Moisés se enfrentó al Faraón; que sintieron la primera
manifestación de la libertad cuando las plagas cayeron sobre Egipto y se les permitió salir; que la
experimentaron vívidamente cuando cruzaron el Mar Rojo; y, finalmente, que descubrieron que la
libertad traía nuevos desafíos en el desierto. Naturalmente, seguimos pensando en la experiencia
del pueblo. Pero por debajo y por detrás de todo este relato hay una historia más profunda, más
sobria, que da sentido a todo lo demás. Los poderes de este mundo se exaltan contra el Dios
creador, el Dios de Israel; pero de Dios nadie se burla para siempre. Los reinos de este mundo se
convertirán en el reino de nuestro Dios, y él reinará por los siglos de los siglos. La historia del
éxodo es la historia de “cómo Dios se convirtió en rey”. Eso es lo que Moisés y los israelitas
cantaron después de que el ejército imperial que los perseguía se ahogara en el Mar Rojo:

Cantaré a YHWH, que se ha coronado de triunfo


arrojando al mar caballos y jinetes.
YHWH es mi fuerza y mi cántico;
él es mi salvación.
Él es mi Dios, y lo alabaré;
es el Dios de mi padre, y lo enalteceré.
YHWH es un guerrero;
su nombre es YHWH…
YHWH reina por siempre y para siempre. (Éxodo 15:1-3, 18)

Los cuatro evangelistas cuentan, cada uno a su manera, la historia de Jesús como la historia
del nuevo éxodo, el éxodo definitivo. Lo que hicimos al ajustar los cuatro altavoces correctamente
fue extraer las diferentes dimensiones de este nuevo éxodo y resaltar su importancia.
Todos los evangelios insisten en que Jesús mismo eligió hacer de la Pascua el momento
decisivo para la acción. “Su elección”, dicen los evangelistas, “revela cómo él mismo eligió
interpretar lo que estaba haciendo”. Y una vez que aprendemos a escuchar sus cuatro dimensiones,
los cuatro evangelios encomiendan a los seguidores de Jesús la tarea de ser el pueblo a través del
cual su conquista se concreta en el mundo. Por eso, la historia que cuentan los evangelios no sólo
está incompleta sin los dos mil años de contextualización (la historia de Israel), que ellos suponen
que conocemos y que nosotros, en nuestra generación, a menudo debemos obtener con un esfuerzo
pedagógico considerable. La historia también es incompleta porque se refiere al futuro, porque
apunta a una realidad que aún no se ha manifestado. “¿Qué tienes tú que ver con eso?”, le preguntó
Jesús a Pedro cuando el apóstol inquirió sobre el futuro de otra persona. “Tú, sígueme…” (21:22).
Como los otros evangelios, el evangelio de Juan termina con una mirada al futuro; y es a esa mirada
a la que nos dirigiremos ahora.
Antes de eso, sin embargo, debemos, en la Tercera Parte de este libro, juntar los diversos hilos
de nuestro argumento al dirigirnos al desafío central planteado por el evangelio: la combinación
dramática y explosiva del reino y la cruz.
TERCERA PARTE

El Reino y la Cruz
CAPÍTULO 8

Donde nos quedamos atascados


La Ilustración, el poder y el imperio

Nos aproximamos ahora al corazón de los cuatro evangelios, el centro denso y complejo de su
mundo de significado. Siempre debemos dejarnos llevar por la percepción de lo nuevo, es decir,
por la naturaleza profunda, rica y multifacética de estos cuatro documentos, tan llenos de escenas
humanas vivas, pero tan evocadoras al hablarnos del significado de Dios y el mundo, la vida y la
muerte, y casi todo lo demás. Mientras leo los evangelios y pienso en lo que la iglesia hizo (o dejó
de hacer) con ellos, recuerdo una maravillosa escena de la obra Amadeus de Peter Shaffer. En él,
el cínico compositor cortesano Salieri contrasta sus propias óperas con las de Mozart: mientras
uno cuenta historias legendarias de héroes con música rancia y aburrida, el otro, asombrosamente,
logra extraer algo verdaderamente mágico de personajes comunes y corrientes. “Mozart toma a la
gente sencilla”, lamenta Salieri, “como barberos y mucamas, y los convierte en dioses y héroes.
Yo, sin embargo, tomo dioses y héroes... y los convierto en simples personajes”.

La trivialización de los evangelios

Parte de mi propósito principal con este libro es sugerir que no solo hemos malinterpretado los
evangelios, sino que también los hemos trivializado, los hemos reducido, hemos permitido que
hablen solamente de algunos temas que ya ocupaban nuestras mentes en lugar de liberarlos para
que eso produzca todo un mundo de sentido en todas direcciones, un mundo en el que
descubriríamos no sólo una nueva vida, sino también una nueva vocación.
No es fácil escapar de la trampa de “la banalización de los evangelios”. Tenemos malos hábitos
en cuanto al pensamiento y la práctica de la iglesia (algunos leccionarios, por ejemplo) que están
tan arraigados que no somos conscientes de su presencia. Pero los hábitos de pensamiento,
especialmente aquellos de los que no somos conscientes, tienen la capacidad de mantenernos
atrapados en lecturas mezquinas, a menos que los nombremos, los obliguemos a desaparecer de
nuestra mente y tomemos medidas prácticas para evitar que regresen. Este capítulo es, en cierto
sentido, una digresión, ya que en él pasamos a examinar estos hábitos, estos patrones de
pensamiento e imaginación, para que podamos al menos reducir su poderosa influencia. Solo
entonces podremos volver a los evangelios mismos con alguna esperanza de escuchar más
claramente lo que realmente están diciendo.
Una de las cosas que nos dicen los evangelios es que toda la historia está integrada: el reino y
la cruz son parte el uno de la otra (y ambos juntos son parte de un todo más grande que incluye,
por un lado, la encarnación y, por el otro, la resurrección). Quedamos atrapados en hábitos de
pensamiento que separan las dos cosas. Una vez que se pierde el tema del reino, que es central en
los evangelios, todo lo demás se reinterpreta de una manera que distorsiona radicalmente su
mensaje y lo reemplaza con otro mensaje “evangélico” ligeramente diferente al que Mateo,
Marcos, Lucas y Juan están ansiosos por transmitir. Debemos abordar el problema y así esperar
romper los malos hábitos de pensamiento antes de comenzar a leer los evangelios al máximo.

La separación del reino y la cruz

Para empezar, debemos reconocer que los cuatro evangelios unen, sin ningún esfuerzo, muchas de
las cosas que la tradición posterior separó. No me refiero solo a la idea que planteé en la primera
parte del libro, argumentando que permitimos que el contenido de los credos—el nacimiento, la
muerte y la resurrección de Jesús—sofoquen el mensaje del reino, o viceversa. La separación a la
que me refiero es la del título de esta tercera parte del libro: “El reino y la cruz”.
Desde hace ya mucho tiempo hemos convivido con “los cristianos del reino” y “los cristianos
de la cruz” en lados opuestos de la sala, preocupados de que el otro lado no esté captando bien la
idea: un grupo con su programa ideológico basado en el evangelio social y el otro, con su agenda
de salvación de almas para el cielo. Los cuatro evangelios combinan estos dos puntos de vista con
una unidad que es mucho mayor que la suma de sus partes, y de eso trata gran parte de esta sección.
De hecho, lo que llamamos “política”, lo que llamamos “religión” (y, de paso, también lo que
llamamos “cultura”, “filosofía”, “teología” y tantas otras cosas) no se experimentaban ni se
consideraban como entidades separadas en el primer siglo. Esto era tan cierto para los griegos y
romanos como para los judíos.
Aquí hay un ejemplo obvio. En mi libro Evil and the Justice of God,14 escribí acerca de cómo
lo que los filósofos modernos llaman el “problema del mal” se separó de lo que los teólogos
modernos interpretan como la “expiación”, como si la cruz de Jesús no fuera, en el Nuevo
Testamento, la última respuesta de Dios al “problema del mal”. Restringimos la expiación a la idea
de “perdonar los pecados para que la gente pueda ir al cielo”, ignorando el problema del “mal”
(que nosotros vemos como un problema muy diferente) como algo abstracto. Este fue un error
peligroso. Entonces, cuando sucedió algo claramente “malo” en nuestro mundo occidental (por
supuesto, tengo en mente los ataques del 11 de septiembre de 2001), nuestros líderes pensaron que
podían “resolver” este nuevo “problema del mal” (político) simplemente arrojando bombas sobre
él.

14
Evil and the Justice of God. Downers Grove: InterVarsity, 2006.
Este tipo de ingenuidad peligrosa sólo se pudo producir cuando ya no existía ninguna conexión
entre la teología, la filosofía y la política. A estas alturas, deberíamos haber sabido que esto
simplemente no funciona, pero debido a que no tenemos un marco alternativo que ofrecer, no
podemos salir de la trampa. Aparentemente, todavía pensamos que las bombas y las balas pueden
lidiar con el “mal”, liberando a las personas para que se conviertan, después de la aniquilación del
“mal”, en buenos demócratas liberales con valores occidentales. Esta es solo una de las muchas
trampas en las que la cultura occidental se ha permitido caer como un sonámbulo. Creo que los
evangelios pueden ayudarnos a salir de estas trampas y ver el mundo, con su continuo y
multifacético “problema del mal”, a través de una nueva lente.
Sin embargo, el problema al que nos enfrentamos tiene sus raíces más profundas en la
mentalidad de la crítica académica de los últimos doscientos años. Como dije anteriormente, era
axiomático para los eruditos bíblicos modernos que el reino de Dios, tal como lo anunció Jesús,
no había llegado. Los eruditos que entendieron que Jesús habló del reino de Dios en referencia a
un tipo común de revolución armada lograron señalar que esto no había sucedido. Aquellos que
supusieron que Jesús se refería al fin del mundo también pudieron señalar que esto tampoco había
sucedido. Ambos lados del debate académico creían que Jesús había prometido algo que aún no
había llegado. Y ambos también sostenían que la iglesia se había visto obligada a barajar las cartas
de los hechos y las palabras de Jesús y repartirlas en un nuevo patrón para extraer algo nuevo y
duradero de la visión defectuosa de Jesús. “Algunos de los presentes”, dice Jesús en Marcos, “no
experimentarán la muerte hasta que vean el reino de Dios viniendo con poder” (9:1). “Para
empezar”, dicen los críticos, “nunca sucedió”.
Por supuesto que no, si crees que lo Jesús tenía en mente era un golpe militar o el fin del
mundo. Y por supuesto que no, si, con la misma erudición crítica, pones entre paréntesis la
resurrección como una especie de mitología eclesiástica auto-justificadora posterior. Lo que los
críticos no supieron reconocer, no porque fuera un concepto oscuro, sino porque la filosofía de la
Ilustración europea exigía taparse los ojos, fue que Jesús anunció e inauguró una visión del reino
de Dios que redefinió constantemente, a través de acciones y parábolas, y cuya inauguración se
produciría por su propia reivindicación. La importancia de Daniel 7, de la exaltación y
reivindicación de aquel que era “como un hijo de hombre”, no se puede enfatizar lo suficiente y,
por supuesto, involucra precisamente el punto que la erudición crítica, una vez más, ha hecho todo
lo posible para neutralizar como elemento central de evidencia.
Voy a repetir algo que el lector atento ya habrá entendido (pero que sigue siendo muy
importante). La erudición crítica de los últimos doscientos años nació en un mundo (el de la
Ilustración europea) en el que se daba gran importancia a la separación de la religión y la política.
Luego se desarrolló en un mundo (del luteranismo alemán) donde la teoría de los “dos reinos”, que
distinguía el ámbito de la religión/fe del ámbito del estado, estaba prácticamente grabada en piedra.
Así, por razones filosóficas, culturales y teológicas, la esencia de los evangelios—el mensaje de
cómo Dios se convirtió en rey—permaneció impenetrable. La historia que cuentan los evangelios
de un Jesús que encarnó al Dios viviente de Israel y cuya cruz y resurrección verdaderamente
inauguraron que el reino de Dios quedó no solo incomprensible, sino inaudito.
Los autores del Nuevo Testamento hicieron todo lo posible para que el mensaje se escuchara
y se entendiera. Mateo creía que Jesús ya lo había logrado: “Toda potestad”, declara el Jesús de
Mateo, “me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (28:18). Pablo creía que Jesús ya estaba
reinando; no puedes entender Romanos o 1 Corintios o Filipenses a menos que lo tengas como
premisa. Apocalipsis celebra la soberanía de Jesús desde la primera página hasta la última. Por
supuesto, sin embargo, ni Mateo, ni Pablo, ni el Apocalipsis supusieron ni por un minuto que la
utopía había llegado, que la visión de Isaías 11 ya se había realizado plenamente. Los cristianos
estaban siendo perseguidos, enfrentando una oposición violenta, celebrando el señorío de Jesús en
un mundo donde el César y su tipo de poder aún parecían sólidos e inquebrantables.
Evidentemente, los primeros escritores cristianos estaban estableciendo una escatología que
había sido inaugurada, pero no consumada del todo; estaban celebrando (Pablo es explícito en este
punto en 1 Corintios 15:20-28) algo que ya había sucedido, pero que, al mismo tiempo, aún había
de suceder en el futuro. Ellos creían que estaban viviendo entre el logro de Jesús del reino de Dios
y su plena implementación. Sin embargo, la escatología en cuestión no es solo la escatología
personal o “espiritual” de gran parte del pensamiento occidental (“ir al cielo” en el futuro, pero
con sabor a “cielo” y “vida eterna” ya en el presente), sino la escatología social, cultural, política
y hasta cósmica de Mateo, Pablo, Apocalipsis y, obviamente—quizás sobre todo—del cuarto
evangelio. La nueva creación misma ha comenzado, dicen los apóstoles, y será completada. Jesús
está gobernando sobre esta nueva creación, haciéndola realidad a través del testimonio de la iglesia.
“El gobernante de este mundo” ha sido derrotado; los poderes de este mundo fueron colocados en
último lugar en la procesión triunfal de Jesús como un ejército harapiento y derrotado. Y así es
como Dios se está convirtiendo en rey en la tierra como lo es en el cielo. Esta es la verdad que los
evangelios están ansiosos por decirnos, una verdad que, durante los últimos doscientos años, las
culturas europea y norteamericana han tratado desesperadamente de silenciar.
Además, como ya hemos visto, el mundo de la Ilustración se preparó para lanzar su postura
polémica contra el cristianismo. “¿La iglesia”, pregunta el movimiento, “ha hecho algo bueno por
nosotros? La iglesia no produjo más que riñas, cruzadas, inquisiciones y cacerías de brujas. Ella
es parte del problema, no de la solución”. Por supuesto, debes contar la historia de esta manera si
eres Voltaire, ansioso por borrar el “escándalo” de la iglesia, o incluso un periodista posmoderno,
listo para burlarse de los supuestos representantes de Dios (el clero, muchas veces confundido),
para que no tenga que tomar a Dios en serio. Pero el fracaso del cristianismo es un mito moderno,
y no debemos avergonzarnos de contar la historia de la iglesia, es decir, su verdadera historia, que
contiene mucha confusión y maldad, pero también, mucho más de lo que imaginamos de amor,
creatividad, belleza, justicia, curación, educación y esperanza. Imaginar un mundo sin el evangelio
de Jesús es imaginar un lugar extremadamente oscuro, el equivalente cultural e ideológico de esos
viejos edificios de los años 60, estructuras sin espíritu, cajas sin belleza, completamente
funcionales pero nada atractivas.
Y la razón por la que la Ilustración nos enseñó a devaluar nuestra propia historia, a decir que
el cristianismo es parte del problema, es que tenía una escatología rival que promover. La
Ilustración no permitiría que el cristianismo afirmara que la culminación de la historia mundial se
dio cuando Jesús de Nazaret murió y resucitó, ya que su deseo era promover la idea de que la
historia mundial dio su gran giro en Europa en el siglo XVIII. “Todo lo que vino antes de esto”,
dicen los iluministas, “es superstición y chismes. Ahora, hemos visto la gran luz; la ciencia, la
tecnología, la filosofía y la política modernas inauguraron el nuevo orden de los tiempos”. Esto
fue aceptado y expuesto en Estados Unidos y Francia, incrustado en nuestra cultura e imaginación
popular. (George Washington comparó la “edad oscura de la ignorancia y la superstición” hasta
ahora con la nueva época inaugurada por las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII,
cuando “los derechos de la humanidad se entendían mejor y se definían más claramente”).
Así, queda claro que el cristianismo se reduce de una escatología (“¡Aquí es donde debe
terminar la historia, a pesar de las apariencias!”) a una religión (“Aquí hay una forma de ser
espiritual”), ya que la historia del mundo no puede tener dos momentos decisivos. Si la Ilustración
es la culminación grandiosa, dramática y todopoderosa de la historia mundial, Jesús no puede
haberla sido. Todavía es bienvenido a bordo, por supuesto, como un personaje a través del cual las
personas pueden tratar de acercarse al incomprensible misterio de lo “divino” y como un maestro
de verdades morales, cuyas enseñanzas, si se aplican, tienen el potencial de fortalecer el tejido de
este nueva sociedad feliz inaugurada por la Ilustración. Sin embargo, cuando el cristianismo se
reduce simplemente a “una religión”, el efecto es primero amordazar y luego silenciar por
completo el mensaje que los evangelios están ansiosos por transmitir. Cuando esto sucede, el
mensaje del evangelio se neutraliza sustancialmente como una fuerza en el mundo y no va más
allá de una esfera particular de espiritualidad y un cielo escapista. Esta fue, de hecho, la intención
de la Ilustración. Y la mayoría de las iglesias simplemente no han ofrecido resistencia.
Mientras tanto, la filosofía que había mantenido a Dios aislado y fuera de la vista (produciendo
así el “problema del mal” moderno) también produjo un nuevo tipo de política. Las democracias
que nacieron en esa época se inclinaban, con diferentes grados de éxito, hacia el mismo tipo de
deísmo que estaba tan de moda en las ciencias; como Dios ya no estaba involucrado, el mundo
podía continuar y desarrollarse por sus propios medios. El derecho divino de los reyes se acabó
con la guillotina, y el nuevo dicho, vox populi vox Dei (“La voz del pueblo es la voz de Dios”), se
ha truncó. Dios estaba lejos con las hadas, ocupándose de sus propios asuntos, y vox populi era lo
único que necesitaba el mundo. Al igual que todos los nuevos movimientos, éste también se
autodenominó movimiento de la “justicia” y la “libertad”, a pesar de las muchas injusticias en las
que colaboró y los nuevos tipos de esclavitud que introdujo. Nuestra retórica actual sobre la
democracia y la legitimidad, los sistemas de votación y las reformas institucionales, sigue
chapoteando en las aguas turbias que dejó el tsunami de las revoluciones del siglo XVIII. Nos iría
mejor, filosóficamente hablando, si limpiáramos toda el área y la reconstruyéramos desde cero.
Las reacciones cristianas

¿Cuál fue, entonces, la reacción cristiana a todo esto? ¿Cómo respondieron al desafío de la
modernidad quienes leían a Mateo, Marcos, Lucas y Juan? De formas variadas y ambivalentes.
Por supuesto, hubo grandes y poderosos momentos y movimientos, desde William Wilberforce
hace doscientos años hasta Desmond Tutu hace dos décadas, y muchos otros. Han surgido grandes
pensadores cristianos que han lidiado fuertemente con el evangelio, por un lado, y con las
ambigüedades del mundo occidental, por el otro. Pienso en William Temple, así como Reinhold y
Helmut Richard Niebuhr. Dietrich Bonhoeffer continúa destacándose como alguien cuya
interpretación de la Biblia se apartó en gran medida de su tradición y quien tuvo el coraje de
tomarla en serio. En general, sin embargo, la iglesia ha optado por alguna de las cuatro (en mi
opinión, infructuosas) reacciones que analizaré a continuación.
La primera ha sido decir que todo aquello no importa, porque nos vamos para el cielo y
dejaremos este mundo atrás, de una vez por todas. Curiosamente, esta postura creció en
popularidad en el siglo XIX, cuando el “cielo” se convirtió en el hogar supremo y la “resurrección”,
con todos sus matices políticos de nueva creación y nueva sociedad, fue silenciosamente
descartada o reducida a la condición de dogma ineficaz, o incluso metáfora. He escrito
extensamente sobre esto en otro libro, Sorprendidos por la esperanza, y creo que está quedando
cada vez más claro que esa posición no es suficiente. Ese no es el mensaje de los evangelios. De
hecho, dicha postura está más cerca del gnosticismo.
La segunda reacción de los cristianos ha sido decir, al igual que los neo-anabaptistas, que lo
único que la iglesia debe hacer es poner su casa en orden, mantenerla limpia y vivir como un rayo
de luz, pero sin comprometerse con el mundo. La iglesia debe construir una sociedad paralela en
la que los valores del reino de Jesús se pongan en práctica a la vista de todos. Estoy de acuerdo
que la iglesia debe limpiar su casa y brillar como una luz para el mundo. Pero el fuerte separatismo
sectario que sugiere esta postura parece ignorar las grandes declaraciones del Nuevo Testamento
sobre el señorío cósmico de Jesús, sobre todo la afirmación en Mateo 28 de que el Mesías ya tiene
toda la autoridad en la tierra como en el cielo. Con esta postura, siempre se corre el riesgo del
dualismo, es decir, de cortar la “rama creacional” sobre la que debe reposar todo pensamiento
cristiano.
La reacciones tres y cuatro de los cristianos, que son muy, pero muy poderosas en estos días
(particularmente en los Estados Unidos), simplemente han bautizado la política de derecha o la
política de izquierda en una sociedad profundamente dividida y han insistido en que la una o la
otra es cristiana. Desde esta perspectiva, el papel de la iglesia es implementar una determinada
política y, si es posible, exportarla. El lenguaje cristiano detrás del júbilo por la muerte de Osama
ben Laden en el verano de 2011 sirve como ejemplo de las tendencias de derecha; cualquier cosa
que promueva la cosmovisión de Fox News se toma como cristiana, una postura sabia y
automáticamente justificable. Sin embargo, escuchando a muchos otros con una posición de
izquierda, percibimos el mismo problema. La izquierda afirma ser la instancia moral y cristiana
suprema con su preocupación por los pobres y los marginados, pero al mismo tiempo repite
elementos del modernismo liberal, sobre todo su nueva ética sexual, sin ningún intento de
implementar plenamente la visión muy elevada del evangelio, representada en el Nuevo
Testamento.
Mientras tanto, nosotros en el Reino Unido, escuchando todo lo que sucede con nuestros
primos al otro lado del charco, tendemos a ser pragmatistas gruñones. No nos importa mucho la
teoría y, en la mayoría de los casos, no queremos que nada demasiado drástico perturbe nuestra
incómoda paz. (A menudo se señala que, en respuesta al estribillo comunista: “¿Qué queremos?
¡Revolución! ¿Cuándo la queremos? ¡Ahora!”, el clásico movimiento de protesta inglés podría
imaginarse gritando: “¿Qué queremos? ¡Cambio gradual! ¿Cuándo lo queremos? ¡A su debido
tiempo!”.) No, los ingleses solo queremos seguir con nuestras vidas, quejarnos de los políticos y
seguir votando por ellos, ver algunos partidos de cricket y participar en el servicio religioso
ocasional cuando nos apetece.
En medio de todo lo que he expuesto, cada vez más estudiosos, particularmente en Estados
Unidos y entre sus pensadores de izquierda, han redescubierto el Nuevo Testamento como un libro
lleno de filosofía política, de crítica subversiva al imperialismo. Todo bien; la Biblia realmente
toma una posición sobre eso. Sin embargo, al igual que con la implosión repentina de un vacío, se
emite una gran cantidad de aire caliente y explosivo, generalmente (en mi opinión) en la dirección
equivocada. En particular, existe el riesgo de anacronismo, y con fines ilustrativos, cito un ejemplo.
Hoy en día, en la erudición paulina, estamos acostumbrados a la afirmación, ya sea que estemos
de acuerdo con ella o no, de que los reformadores del siglo XVI leyeron a Pablo como si estuviera
lidiando con problemas de finales del siglo XV, cuando en realidad el apóstol estaba lidiando con
problemas muy diferentes, característicos del siglo I. El debate aún persiste. Me temo que, en
nuestra búsqueda de relevancia política, asumimos que los primeros cristianos se enfrentaron a los
mismos problemas que nosotros a finales del siglo XX, cuando, en realidad, los problemas
sociopolíticos a mediados del siglo I eran bastante diferentes.
En el primer caso, los reformadores asumieron que Pablo, al hablar de “justificación” y
“salvación”, quería decir lo mismo que un teólogo de la Baja Edad Media y dio una nueva respuesta
(“justificación por la fe”, en el sentido luterano o reformado). Pero cuando leemos a Pablo en su
propio contexto del siglo I, encontramos el mismo poder liberador que la doctrina reformada, pero
dentro de un marco muy diferente. En el segundo caso, los lectores “políticos” del Nuevo
Testamento de hoy asumen que cuando los evangelios, Pablo y Apocalipsis hablan de “poder”,
“imperio”, “señorío” y similares, todos esos términos significan lo mismo hoy día. (Este enfoque
luego se divide en varios debates: para algunos, por supuesto, es el imperio económico global de
principios del siglo XXI; para otros, el tema se reduce a los debates europeos sobre el papel de la
política y el Estado, debates que pretenden revivir la enseñanza de Friedrich Nietzsche, por un
lado, y la de Carl Schmitt, por el otro.)
Sin duda, todos ellos son puntos de vista importantes. Sin duda podríamos, con el tiempo,
ofrecer una exégesis históricamente fiel del Nuevo Testamento, capaz de responder a esas y
muchas otras perspectivas relacionadas con lo que hoy llamamos “política”. Sin embargo, a
diferencia de algunas manifestaciones extremas de este fenómeno, no podemos asumir
simplemente que, puesto que el Nuevo Testamento contiene críticas radicales del imperio del
César, las podemos aprovechar, como hizo Lutero con Gálatas, para apoyar nuestras agendas
contemporáneas estadounidenses, británicas o europeas. Y eso sin hablar del resto del mundo, a
menudo excluido de la conversación en otro increíble acto de “superioridad” posterior a la
Ilustración. Tal vez empecemos a pensar en los países africanos cuando lleguen a copiar nuestras
(desgastadas) instituciones políticas. Por nuestro propio bien y por el bien de los evangelios, la
iglesia y, especialmente, los marginados y oprimidos del mundo, debemos no solo reproducir un
eco vagamente bíblico de la crítica de izquierda en boga, sino leer el Nuevo Testamento de nuevo
y tratar de discernir los caminos más profundos y poderosos que nos ofrece para atravesar el
pantano de incertidumbres sociales y políticas. Tal vez hayamos estado buscando esperanza en los
lugares equivocados.
Digo todo esto a manera de introducción. Pronto volveremos a los evangelios mismos, pero
para poder seguir desarrollando nuestro argumento, primero debemos dedicar un poco más de
tiempo a pensar en cómo se veían el poder y el imperio en el judaísmo del primer siglo,
particularmente en comparación con la forma en que se abordan los mismos temas en la actualidad.

El poder y los imperios en el judaísmo del siglo I

Como vimos anteriormente, el judaísmo posterior al exilio tenía una narrativa bien desarrollada
sobre Dios y los imperios. Aunque muchos judíos esperaban con ansias el día en que Dios reinaría
plenamente como lo había prometido, creían que, mientras tanto, Dios era de alguna manera
soberano sobre las naciones. Sí, permitía a los reyes paganos gobernar; como creador, su deseo era
que el mundo no terminara en la anarquía. Pero juzgaba severamente a los gobernantes y los
derribaba, como en el caso de Nabucodonosor y Baltasar en el libro de Daniel. Los judíos daban
por sentado, sobre la base de su fuerte teología creacionista, que el creador había hecho el mundo
para que pudiera ser ordenado y dirigido por los seres humanos. La visión judía de la teocracia, de
Dios a cargo, siempre fue un gobierno mediado por los portadores de su imagen, es decir, los seres
humanos.
Así, el problema, desde la perspectiva judía, no se limitaba a lo que hoy conocemos como
política de izquierda europea o norteamericana. La política de izquierda tiende a asumir que un
cierto nivel de cuasi-anarquía es ideal; cuantas menos reglas, menos interferencia de la parte
superior de la jerarquía, mejor. (Por supuesto, una vez que ha tenido lugar la “revolución”, la
tendencia a corto plazo es reemplazar el sistema de gobierno existente con un nuevo tipo de
legalismo, un tipo más riguroso, en el que los valores “revolucionarios” son impuestos por un
nuevo sistema dictatorial.). Del mismo modo, el problema tampoco era lo que encontramos en
nuestra política conservadora moderna, en la que hay que imponer los valores tradicionales, o,
como en los movimientos de “gobierno mínimo”, dejarlos crecer (como se supone que lo harán)
cuando la “intervención estatal” se reduce al mínimo.
Nada de esto se correlaciona con la forma en que los judíos del primer siglo veían la
organización de la sociedad. En un monoteísmo genuinamente creacionista, el mundo funciona
mejor cuando lo manejan administradores sabios, humildes ante Dios y, por lo tanto, efectivos para
traer orden y desarrollo a su mundo. (Mis amigos anabaptistas quizás rechinen los dientes ante esta
idea, pero creo que solo estoy reflejando nociones bíblicas sobre el tema. Decir que el Dios creador
quiere que su mundo esté ordenado bajo el gobierno humano no es decir que algo hecho por un
gobernante humano es correcto. En absoluto. Más bien, significa que, en última instancia, los
gobernantes humanos son responsables ante Dios por lo que hacen con el poder que se les ha
prestado, un asunto completamente diferente).
Aparentemente, a los judíos no les importaba tanto la forma en que los gobernantes tomaban
su lugar (¡y ahí se van nuestros ideales modernos como la ‘legitimidad a través del voto’!). Su
preocupación era lo que hacían los gobernantes una vez en el poder. El poder en sí mismo no era
el problema; lo importante era lo que uno hacía con él. Hoy, en nuestro afán por reafirmar la
“legitimidad” de vox populi, permitimos un sistema de votación que le da al gobierno el poder de,
en efecto, hacer lo que quiera. La única forma de controlar el poder es mediante la amenaza
implícita de que podríamos votar por otro partido la próxima vez; pero, con tantas diputaciones
completamente “seguras” [en el Reino Unido] y tantos asuntos en juego que una sola votación
nunca podrá reflejarlos, la amenaza parece cada vez más irrelevante. De hecho, la mayoría de las
personas en el mundo antiguo, no solo los judíos, habrían asumido que la legitimidad estaba ligada
en última instancia a cómo uno ejercía el cargo, no al método por el cual se lograba el cargo.
Esto, sin embargo, es sólo el problema político inmediato y, en cierto modo, obvio. También
hay problemas más profundos. Por un lado, encontramos, en medio del pensamiento confuso de
hoy, a quienes están dispuestos a negar la Caída, imaginando que el mundo es un lugar agradable
y seguro y que nadie necesita “poder” para administrarlo (este es el sueño anarquista y su
equivalente derechista de “cuanto menos gobierno, mejor”). Por otro lado, están aquellos que están
dispuestos a producir una doctrina de depravación total cuando se trata del poder en manos de
cualquiera, de modo que el poder es automáticamente, ipso facto, malo. Ambos puntos de vista
nos hacen dudar de los gobernantes: en el primer caso, porque el gobierno no es realmente
necesario; en el segundo, porque el gobierno está condenado a abusar del poder. Por supuesto,
podríamos usar el argumento al revés, siendo ‘comprensivos’ con los gobernantes y aplicando la
doctrina de la depravación al populacho. (Otra ironía contemporánea es que los libertarios,
propensos a defender la reducción del poder policial y hacer de las prisiones un entorno más
cómodo, son los primeros en pedir penas más duras cuando turbas violentas provocan disturbios
en su vecindario).
Además, en medio de todo esto, “teocracia” no es una palabra que a muchas personas les guste
escuchar. Evoca la idea de estados fascistas europeos en la primera mitad del siglo XX o estados
fundamentalistas del Medio Oriente en la primera mitad del siglo XXI. Si Dios está a cargo,
entonces—algunos suponen—habrá una élite “clerical” de línea dura o su equivalente cercano
(jefes de partido en sistemas comunistas o fascistas) en el poder, afirmando que están canalizando
la voluntad de Dios. No hay espacios para el disentimiento, ni siquiera el debate. Dios lo dice, ellos
lo hacen cumplir; problema resuelto. Pero, ¿corresponde esta perspectiva a los puntos de vista
judíos del siglo I de cómo podría, o debería, ser la “teocracia”?
Los judíos del primer siglo estaban muy familiarizados con los malos gobernantes, ya fueran
paganos o israelitas. Pero cuando anhelaban (y muchos anhelaban) el momento en que solo Dios
se convertiría en rey, ese anhelo, arraigado en los grandes textos bíblicos del reino, generalmente
preveía que Dios se convertiría en rey a través de un agente humano calificado. Este agente, en
los Salmos, Isaías y muchos otros textos bíblicos y posbíblicos, se refería, por supuesto, al mesías,
al rey ungido. Además, nunca debemos olvidar, aunque muchos lo hacen, que en la antigua
representación bíblica del mesías éste es rey no sólo de Israel sino, como David y Salomón (al
menos en principio y en recuerdos color de rosa), de todo el mundo. En este contexto, los Salmos
vuelven a ser centrales. Los Salmos 2, 72 y otros similares tenían mucho interés en asegurar que
la visión permaneciera fresca en la mente de un pueblo cuyo culto estaba orientado litúrgicamente.
Sin embargo, los textos leídos, estudiados y cantados por el judío del primer siglo contenían
varias visiones de cómo la “teocracia” de Dios, su reino mundial, iba a hacerse realidad y, sobre
todo, la forma que tomaría. Aparentemente, algunas personas realmente querían una “teocracia”
no muy diferente a la que vemos hoy en algunas partes del mundo. Simón bar Kojba (también
conocido como Bar-Kochba), el mesías autoproclamado de la década de los 130 d.C., parece haber
tratado de establecer este tipo de reino divino. Pero muchos no estaban convencidos. Sin embargo,
(como encontramos en libros como Daniel y Jeremías) los judíos creían que la voluntad de Dios
para su pueblo exiliado era que viviera sabiamente en medio del mundo pagano en el que se
encontraban; y que, en última instancia, Dios ejercía soberanía sobre las naciones (aunque de
formas que normalmente eran invisibles). Gracias a esas creencias, los judíos pudieron desarrollar
su propio relato teológico de las idas y venidas de las naciones paganas y sus gobernantes, así
como una literatura y una forma de vida subversivas. Su propósito era criticar a los gobernantes
paganos, animar a los fieles y advertir del juicio final de Dios. (Dicha literatura incluía lo que
llamamos “literatura apocalíptica”, escritos codificados y simbólicos sobre los poderes del mundo
y el poder de Dios. Su intención era “revelar” o “descubrir” la verdad divina escondida detrás de
las realidades externas del poder y los imperios.)
Sin embargo, Israel también enfrentó problemas internos. El sumo sacerdote y su familia
pseudo-aristocrática corrupta; la falsa dinastía monástica de asmoneos y herodianos; varios
movimientos de reforma y revolución, con varias etapas intermedias, ninguna de las cuales ofrecía
un sentido real de culminación, la realización de que la voluntad perfecta de Dios para el mundo
podía verse por fin en el horizonte. Este sentimiento de inconclusión, de una historia inconclusa,
no se trataba sólo de textos. Más bien, correspondía a toda una sociedad luchando por ver el camino
a seguir, aferrándose a las instituciones del Templo y la Torá y las festividades que abrazaban a
ambos, con la esperanza de que de alguna manera el creador soberano tomaría su poder y reinaría
desde lo alto como siempre había prometido. Israel en realidad anhelaba un nuevo éxodo.
Resumamos, pues, esta larga pero necesaria introducción. En el judaísmo, el Dios creador
quería que el mundo fuera ordenado y gobernado por aquellos que creó a su imagen. Los cielos y
la tierra fueron creados como templo de Dios, y los portadores de la imagen divina constituían los
elementos clave de ese templo. Sin embargo, el mundo se sumió en el caos por el fracaso de los
seres humanos en general y de Israel en particular, por lo que Dios, el creador, tendría que actuar
en juicio y justicia para pedir cuentas a las naciones. Y la señal de ese juicio venidero era que, en
el centro del mundo, Dios había reunido al pueblo del pacto alrededor del Templo, un microcosmos
de la creación, para celebrar su verdadero orden y orar por la manifestación del reino en la tierra
como en el cielo.
No se puede exagerar la importancia del Templo como punto de apoyo de la antigua teocracia
judía, tanto en términos prácticos como escatológicos. Con el Templo encontramos a los
sacerdotes, cuya función era ofrecer sacrificios, y al rey, cuyo fin era construirlo y restaurarlo. De
esta manera las instituciones de Israel ejemplificaban, aunque imperfectamente, su llamado al
sacerdocio real de Dios, mencionado en Éxodo 19. Y la Torá—dada, por supuesto, en Éxodo 20—
acompañó al Templo como el otro símbolo clave de la vida judía. Estos elementos son centrales,
no incidentales, para la visión judía como un todo. Después de todo, es precisamente el Templo el
que conecta el cielo y la tierra, así como el propósito de la Torá, viniendo del cielo a la tierra, es
(como diría el judío devoto del primer siglo) ordenar la vida del pueblo de Dios para que sea el
pueblo verdaderamente humano que Dios pretendía. Es precisamente la ausencia de cualquier
equivalente del Templo y la Torá en nuestra cultura contemporánea lo que hace que nuestra forma
de presentar los temas políticos sea tan diferente a la de los judíos en la época de Jesús.
Y fue a esos judíos del primer siglo que los evangelistas vieron a Jesús traer su mensaje del
reino de Dios. Al pasar al examen de los temas del reino y la cruz, notamos que ni los evangelistas
ni Pablo dudaban de que el reino ya se había manifestado. Sí, se había redefinido; sí, todavía había
trabajo por hacer, mientras el mal seguía acechando la tierra. Pero los primeros cristianos creían
que con la muerte y resurrección de Jesús, el reino ya se había manifestado con poder, aunque no
se parecía en nada a lo que ellos imaginaban. La esperanza se había realizado, aunque de manera
redefinida. Había surgido una nueva teocracia, ya que el Templo, el lugar donde Dios habitaba
entre su pueblo, se había redefinido radicalmente. Se había inaugurado un nuevo imperio que
triunfaría sobre el imperio del César y todo imperio parecido, no por una fuerza superior, sino por
un tipo de poder completamente diferente. El lugar donde se expone esta visión, para gran sorpresa
de muchos, es la colección de los cuatro evangelios que se encuentran en el Nuevo Testamento.
Este capítulo ha sido, a mi criterio, un paréntesis necesario. Ahora, podemos volver al tema
principal.
CAPÍTULO 9

El reino y la cruz en
cuatro dimensiones

Llegamos ahora a la afirmación central de este libro. Los cuatro evangelios cuentan la historia de
cómo Dios se convirtió en rey en y a través de la historia de Jesús de Nazaret. Este tema central se
enuncia de manera meticulosamente integrada en todos los cuatro evangelios (pero no en los
supuestos evangelios producidos más tarde por los gnósticos y movimientos similares). Este tema
integrado, con el reino y la cruz como sus principales coordenadas, flanqueado por la cuestión de
la identidad divina de Jesús, por un lado, y por la resurrección y la ascensión, por el otro, es algo
que la mayoría de los cristianos de la tradición occidental ni siquiera han vislumbrado, y mucho
menos predicado. La historia que cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Juan es la historia de cómo Dios
se convirtió en rey, en y a través de Jesús, tanto en su carrera pública como en su muerte. Este
capítulo y el próximo harán todo lo posible para mostrar lo que eso significa y por qué, para mí,
es tan vital.
En la Primera Parte, mostré que la forma en que se han leído los evangelios, principalmente a
través de la lente de los grandes credos antiguos, ha desmontado, sin querer, la historia tan cohesiva
de los evangelios. El resultado, en las lecturas contemporáneas, ha sido enfrentar “el reino” y “la
cruz”. A veces, esto se ha hecho (como en algunas “vidas” de Jesús producidas en el siglo XIX) al
afirmar que el ministerio de Jesús se dividió en dos períodos: un período inicial (la llamada
“primavera de Galilea”), en el que el movimiento del reino parecía desarrollarse bien, seguido de
otro diferente, durante el cual, por alguna razón, se juntaron nubarrones que le obligaron a Jesús a
ir a Jerusalén y enfrentar la situación. En ocasiones, sin mencionar ninguna de esas narrativas,
diferentes cristianos han querido resaltar uno u otro elemento, ya sea “el reino”, con el fin de
validar un programa social ideológico (y al mismo tiempo dejar un signo de interrogación sobre la
relevancia de la cruz), o “la cruz”, para enfatizar el mecanismo por el cual Dios rescata a los
pecadores de este mundo y les permite ir al “cielo” (y dejar un signo de interrogación sobre por
qué Jesús o los evangelistas lo consideraban importante curar a la gente, caminar sobre el agua y
ofrecer enseñanzas tan extraordinarias).
Por supuesto, es posible racionalizar las anomalías de los puntos de vista antes mencionados y
apuntalar su estructura inestable, aunque sea mediante el uso inadecuado de otros temas
“ortodoxos” (por ejemplo: “todo lo de en medio”, entre la encarnación y la cruz, pueden
interpretarse como “prueba” de la “divinidad de Jesús”). Aun así, seguirán siendo anomalías. Unir
piezas de un rompecabezas que no encajan puede producir algún tipo de imagen, pero no la imagen
original.
La historia que nos cuentan los cuatro evangelistas es una fusión de los dos grandes temas de
“el reino” y “la cruz”. Pero, ¿cuál es el sentido? ¿Cómo puede el sufrimiento y la muerte del Mesías
de Israel de alguna manera dar lugar a su gobierno soberano mundial? O, por el contrario, ¿cómo
se relaciona el establecimiento del gobierno soberano de Dios en la tierra como en el cielo con la
ejecución brutal e injusta de Jesús, independientemente de la cristología “elevada” que adoptemos?
Desde Anselmo hasta Lutero, Calvino y muchos otros, siglos de teología de la expiación han
explorado formas en las que podemos decir que la muerte de Jesús nos libera del pecado, pero este
parece ser un tema mucho más amplio. Tal vez por eso las teologías tradicionales de la expiación,
extrañamente en mi opinión, no han aprovechado de los evangelios como su fuente principal de
material. (Sí, Pablo tiene mucho que decir al respecto; sin embargo, cuando las teologías “bíblicas”
ignoran los evangelios, claramente algo está mal). Por el contrario, las teologías tradicionales del
reino (con énfasis en la liberación de Dios de los oprimidos y la “opción preferencial por los
pobres”) con frecuencia se han abstenido de hablar mucho acerca de la cruz. Quizás por eso, en
detrimento propio, no han recurrido a Pablo como su fuente principal de material.
Pero en las últimas dos generaciones hemos redescubierto a los cuatro evangelistas como
teólogos sofisticados y completos, y ya no podemos evitar hacer la pregunta: ¿cómo se
interrelacionan estos dos temas centrales, “el reino” y “la cruz”?
Más allá de este punto, evidentemente existen cuestiones aún más amplias. Incluso si unimos
el reino y la cruz, ¿cómo hacemos para relacionar esta combinación con la “encarnación” o la
“identidad divina” de Jesús, además de su resurrección y (más allá) su ascensión? Estos temas
también parecen, de una forma u otra, formar una parte igualmente importante de la historia que
cuentan los escritores de los evangelios. (Sí, Mateo y Marcos no hablan de la ascensión. Sin
embargo, la justificación de Jesús, especialmente cuando se describe en la línea de la justificación
del “hijo del hombre” por parte del “Anciano de Días”, es esencial en el relato de ambos
evangelistas.) Como hemos visto, la encarnación es vital para todos los evangelios. Todos vieron
en Jesús a la personificación viva del Dios de Israel, volviendo a habitar entre su pueblo y
rescatándolo de su última tribulación. Además, por mucho que enfatizaran el reino y la cruz,
ninguno de los evangelistas supuso que habría algo sobre lo que escribir si Jesús crucificado, Dios
encarnado y portador del reino, no hubiera resucitado. Abordar estas cuestiones de esta manera
puede parecer extraño para aquellos que crecieron con ideas acerca de Jesús “tradicionales” y
basadas en los credos. Al insertar “el reino” en la secuencia del credo (encarnado, crucificado,
resucitado, entronizado), no estamos agregando solo un elemento más a la lista. Cambiamos el
significado de todos los demás elementos, así como la forma y el equilibrio de toda la narrativa
implícita. Y es esa narrativa implícita la que se vuelve explícita en Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Empecemos donde lo dejamos en la sección anterior, con los cuatro altoparlantes de nuestro
sistema de sonido que nos permiten⎯cuando están bien sintonizados⎯escuchar la música que
están tocando los cuatro evangelistas. Los evangelios no nos exigen que descifremos la integración
del reino y la cruz simplemente a partir de la historia de alto nivel que están contando (es decir, la
historia de la carrera pública de Jesús). Quieren que reflexionemos sobre ello a la luz de las
historias más amplias que, en su conjunto, contribuyen a la gran densidad de sus respectivas
presentaciones. ¿De qué manera prestar atención a esas historias más amplias nos permite
sintonizarnos con la historia integrada del reino y la cruz?

El reino, la cruz e Israel

Volvamos al primer altoparlante, los evangelios como la culminación de la historia de Israel. Como
hemos visto, Israel es el sacerdocio real de Dios, el pueblo llamado a servirle, a ser una luz para
las naciones. Pero el mundo, aunque es una buena creación de Dios, se ha convertido en un lugar
de tinieblas y oscuridad, rebelión y maldad, tristeza y dolor. Más que eso: la misma nación de
Israel, encargada del supremo llamamiento de ser el instrumento para el rescate de Dios al mundo,
necesita ser rescatada también. Así lo dice profeta tras profeta; a veces los salmistas se unen a la
queja. Israel, el pueblo que lleva la solución de Dios para los problemas del mundo, es parte del
problema.
El resultado es que la larga y turbulenta historia del pueblo de Dios parece haber llegado a un
callejón sin salida. La situación llega a un punto crítico con el exilio babilónico, que aparte de ser
una realidad tiene un significado simbólico; y aunque algunos judíos regresan y reconstruyen el
Templo, existe un fuerte sentimiento de que las cosas no están del todo resueltas. Los escritos
posteriores al exilio dan testimonio de una abrumadora sensación de desilusión; incluso entre los
líderes de los judíos se encuentran rebelión e insensatez, como lo descubren Esdras y Nehemías y
lo aclara Malaquías de manera alarmante. Si, entonces, como he sugerido, los escritores de los
evangelios ofrecen la historia de Jesús como la conclusión de la historia de Israel, ¿en qué sentido
está completa ahora? ¿Cómo se ha cumplido la historia de Israel?
La respuesta parece encontrarse, para los mismos evangelistas, en el elemento oscuro que surge
en varias etapas de la antigua tradición de Israel. A medida que los salmistas y los profetas van
aclarando su visión de cómo el reino de Dios ha de llegar al mundo, surge un tema extraño e
inicialmente inquietante: la propia nación de Israel tendrá que pasar por esa oscuridad. De maneras
a menudo misteriosas, las canciones y los oráculos enfatizan, a veces, la idea de que el propio
sufrimiento de Israel no es simplemente un túnel oscuro a través del cual la gente debe pasar, sino,
de hecho, parte de los medios a través de los cuales han de cumplir (¡quizás a pesar de mismos!)
la vocación divina original.
A veces el sufrimiento parece estar enfocado en un personaje representativo particular. Los
interminables debates sobre si los salmistas que sufren son individuos específicos o representantes
poéticos del pueblo no deberían oscurecer el hecho de que están allí, sólidamente, en el contexto
de la tradición y que en la mayoría de los casos (siendo el Salmo 88 la excepción obvia) los autores
salen adelante y pasan del sufrimiento intenso a la celebración de la victoria y del reino de Dios.
Quizás el texto del Salmo 22 es el ejemplo más conocido:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?


Lejos estás para salvarme, lejos de mis palabras de lamento.
Dios mío, clamo de día y no me respondes; clamo de noche y no hallo reposo.
Pero tú eres santo, tú eres rey, ¡tú eres la alabanza de Israel!
En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste;
Pero yo, gusano soy y no hombre; la gente se burla de mí, el pueblo me desprecia.
Como agua he sido derramado; dislocados están todos mis huesos.
Mi corazón se ha vuelto como cera, y se derrite en mis entrañas.
Se ha secado mi vigor como una teja; la lengua se me pega al paladar.
¡Me has hundido en el polvo de la muerte!
Proclamaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré
¡Alaben a YHWH los que le temen!
Porque él no desprecia ni tiene en poco el sufrimiento del pobre;
no esconde de él su rostro, sino que lo escucha cuando a él clama.
Se acordarán de YHWH y se volverán a él todos los confines de la tierra;
ante él se postrarán todas las familias de las naciones,
porque de YHWH es el reino [hammelukah];
él gobierna sobre las naciones. (22:1-4, 6, 14-15, 22-24, 27-28)

La secuencia completa se describe en este pasaje. El que sufre desciende a la muerte y de


alguna manera es rescatado, no sólo por sí mismo, sino para que el “reino” de YHWH, es decir, su
soberanía sobre las naciones, se haga realidad. Huelga decir que Mateo (27:46) y Marcos (15:34)
colocan las palabras iniciales del salmo en los labios de Jesús mientras estaba en la cruz, lo que
lleva a generaciones de intérpretes a preguntarse si su significado es un grito de abandono o,
pensando en cómo continúa el salmo, de esperanza. Tal vez el grito signifique ambos; quizás
Mateo y Marcos nos dirían que para Jesús significó abandono, pero para ellos significó esperanza.
No importa. El punto es que, en la historia que cuentan, el momento crucial cuando el rey de Israel
es ejecutado se destaca como el cumplimiento de uno de los pasajes más claros sobre el reino y el
sufrimiento en todas las Escrituras.
Evidentemente, lo mismo podría decirse de los pasajes relativos al “siervo” del libro de Isaías.
En última instancia, no tiene sentido cuestionar si el “siervo” es Israel o un representante de Israel.
Pareciera, de muchas maneras, ser ambas cosas, pero al final parece que el que sufre es el que los
fieles en Israel (aquellos que obedecen “la palabra de su siervo” [50:10]) contemplan con una
mezcla de horror y gratitud. veces, el “siervo” es “Israel, en quien [Dios] será glorificado” (49:3),
y el que está en el lugar de Israel, haciendo por el pueblo (en el sufrimiento vicario) lo que éste no
puede hacer por sí mismo. Obviamente, los intérpretes han notado las insinuaciones (como en
Marcos 10:45) de Isaías 53, la culminación del tema relacionado con el “siervo sufriente”. Pero
pocos notan cómo el sufrimiento del siervo, en este capítulo en particular, está moldeado por la
promesa del reino. El mensajero que anuncia la caída de Babilonia y la liberación del Israel
esclavizado trae este sencillo anuncio, esta buena noticia, compuesta de dos palabras: malak
elohayik, “¡Tu Dios reina!” (52:7, NVI). Tu Dios se ha convertido en rey. En otras palabras, derrotó
al tirano (el tirano mismo y las fuerzas espirituales de las tinieblas que, como siempre, están detrás
de él) y mostró al mundo que él, el Dios de Israel, también es soberano sobre las naciones:

YHWH desnudará su santo brazo


a la vista de todas las naciones;
y todos los confines de la tierra verán
la salvación de nuestro Dios. (52:10)

Luego sigue casi inmediatamente el Cuarto Canto del Siervo (52:13-53:12), en el que los
presentes hablan con asombro:

Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades


y soportó nuestros dolores,
pero nosotros lo consideramos herido,
golpeado por Dios, y humillado.
Él fue traspasado por nuestras rebeliones,
y molido por nuestras iniquidades;
sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz,
y gracias a sus heridas fuimos sanados.
Todos andábamos perdidos, como ovejas;
cada uno seguía su propio camino,
pero YHWH hizo recaer sobre él
la iniquidad de todos nosotros. (53:4-6)

Este poema también culmina en una conclusión triunfante (53:10-12).

Sin embargo, el verdadero triunfo viene en los siguientes dos capítulos, con el gozo y la
incredulidad casi delirantes causados por la renovación del pacto (capítulo 54), seguidos por la
solemne promesa de Dios de extender su “fiel y seguro amor por David” a cualquiera—¡sí, a
cualquiera!—que escuche el mensaje y venga, hambriento y sediento, buscando la comida y la
bebida que el Dios de Israel ahora suministrará (55:1-3). Aquí nuevamente está la nota del reino,
el dominio mundial del Dios de Israel, que se está haciendo realidad:

Sin duda convocarás a naciones que no conocías,


y naciones que no te conocían
correrán hacia ti,
gracias a YHWH,
el Santo de Israel,
que te ha colmado de honor. (55:5)

El resultado será nada menos que una nueva creación, el reemplazo de zarzas y ortigas con
hermosos arbustos florecientes (55:12-13).
El reino y la cruz se entrelazan así en algunos de los mismos textos que los autores evangélicos
destacan en su interpretación de la historia de Jesús. Por supuesto, hay muchos, muchos otros. El
profeta Jeremías descubre que su dolor personifica y subraya el dolor de la nación. Yendo más
atrás en el tiempo (a algo que a menudo se pasa por alto en este sentido), la combinación de la
victoria personal de Elías y su intenso dolor personal (1 Reyes 18-19) cuenta una historia similar,
ya que el profeta se opone resueltamente a la impiedad de Acab y Jezabel y tiene que cargar con
el costo en su propia vida. Más tarde, vemos el sufrimiento de Daniel y sus amigos y la forma en
que Dios los reivindica, por ejercer la vocación judía por excelencia cuando el reino de Dios
confronta y finalmente derrota a los reinos del mundo.
Estas y otras ideas apuntan a la siguiente conclusión: cuando consideramos la historia de Jesús
como el clímax de la historia de Israel, no debería sorprendernos encontrar que el sufrimiento del
pueblo elegido y el de su supremo representante deben ser entendidos como parte de los propósitos
mayores y más amplios del Dios de Israel—en otras palabras, el establecimiento restaurador de su
soberanía mundial. Por otro lado, no debería sorprendernos que cuando Dios finalmente reclama
a las naciones como su posesión, rescatándolas de sus malos caminos, el medio por el cual lo hace
es a través del sufrimiento de su pueblo—o, como lo cuentan los evangelios⎯del sufrimiento del
representante oficial y divinamente designado de su pueblo.
Todo esto está brillantemente evocado por Lucas. Juntando todos los hilos de su narrativa, el
evangelista nos cuenta la historia de los discípulos camino de Emaús:

“¡Qué torpes son ustedes!”, les dijo, “y qué tardos de corazón para creer todo lo que
han dicho los profetas. ¿Acaso no tenía que sufrir el Mesías estas cosas antes de
entrar en su gloria?”
Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que
se refería a él en todas las Escrituras. (24:25-27)

Luego, a la escena se une el episodio del aposento alto, enfatizando aún más el mismo punto:

Entonces él les dijo: “Esto es lo que les decía cuando aún estaba con ustedes.
Todo lo que está escrito sobre mí en la ley de Moisés, los profetas y los Salmos
debe cumplirse”. Entonces Jesús les abrió el entendimiento para que pudieran
entender la Biblia.
“Cuando todavía estaba yo con ustedes, les decía que tenía que cumplirse todo lo
que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras.
“Esto es lo que está escrito”, les explicó: “que el Mesías padecerá y resucitará al
tercer día, y en su nombre se predicarán el arrepentimiento y el perdón de pecados
a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Ustedes son testigos de estas
cosas”. (24:44-48)

“Sufrir y luego entrar en su gloria”; en otras palabras, la cruz y el reino. La misma palabra
“Mesías” ya implica reino; ahora está claro cómo se conquista el reino. Esta es la historia de Israel
alcanzando su apogeo. El sufrimiento del representante de Israel se llevó el veneno del mal del
mundo; Lucas dejó en claro que la traición, el encarcelamiento y la muerte de Jesús fueron el punto
en el que los poderes de las tinieblas llegaron a su peor momento (22:53). Ahora, la visión original
de Israel finalmente puede volver a encarrilarse. Los otros tres evangelistas tienen su propia forma
de llegar al mismo punto, pero tenemos muchos motivos para suponer que habrían estado de
acuerdo. La primera razón por la que podemos estar seguros de que el reino y la cruz están
entrelazados en términos de interpretación mutua es que así es como los evangelistas vieron, en la
historia de Jesús, la culminación de la historia de Israel.

El reino, la cruz y Dios

Lo mismo es cierto, pero naturalmente de manera diferente, de la música proveniente del segundo
altavoz. Dios mismo sería el salvador de su pueblo, según la breve mirada retrospectiva de Isaías
al éxodo. La misma presencia de Dios salvó a Israel:

Declaró: “Verdaderamente son mi pueblo,


hijos que no me engañarán”.
Así se convirtió en el Salvador
de todas sus angustias.
Él mismo los salvó;
no envió un emisario ni un ángel.
En su amor y misericordia los rescató;
los levantó y los llevó en sus brazos
como en los tiempos de antaño. (63:8-9)

Una idea similar surge en el pasaje del “pastor” en Ezequiel 34. Cuando los líderes oficiales
del pueblo de Dios fallan en su tarea y comienzan a molestar al rebaño en lugar de alimentarlo,
YHWH mismo descenderá para hacer el trabajo. Sin embargo, aunque esto es inequívoco y
enfático, el profeta se mueve rápidamente para introducir un tema paralelo:

“Así dice el SEÑOR YHWH: Yo mismo me encargaré de buscar y de cuidar a mi


rebaño. Como un pastor que cuida de sus ovejas cuando están dispersas, así me
ocuparé de mis ovejas y las rescataré de todos los lugares donde … se hayan
dispersado. Entonces les daré un pastor, mi siervo David, que las apacentará y será
su único pastor. Yo, YHWH, seré su Dios, y mi siervo David será su príncipe. Yo,
YHWH, lo he dicho ... yo soy su Dios y que ustedes son mis ovejas, las ovejas de
mi prado. (34:11-12, 23-24, 31)

Ahora, ¿quién es el pastor, YHWH o David? Ezequiel parece contentarse con dejar la pregunta
abierta. Parece que ambos son el pastor. YHWH rescatará, pero David cuidará del rebaño, el cual
seguirá perteneciendo a YHWH (como, por supuesto, en pasajes como el Salmo 23:1; 80:1; 100:3).
El lugar natural a donde ir para seguir esta línea en los evangelios es Juan 10 (aunque el tema
del “pastor” también se encuentra en otros pasajes, como Lucas 15:3-7). Cualquiera que tenga ecos
bíblicos en su mente y corazón percibirá fácilmente la forma en que el texto de Juan resuena con
el de Ezequiel:

“Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” …
Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí, así como
el Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él, y doy mi vida por las ovejas. Tengo
otras ovejas que no son de este redil, y también a ellas debo traerlas. Así ellas
escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor. (10:11, 14-16)

Debemos recordar el contexto y la secuencia de este discurso. El contexto es la Fiesta de la


Dedicación (Janucá), la conmemoración de la purificación del Templo por parte de Judas
Macabeos en 164 a.C. e (implícitamente) su fundación de una nueva dinastía real. Los judeanos,
ante estos ecos de Ezequiel, le preguntan a Jesús: “¿Hasta cuándo nos tendrás en vilo? ¡Si eres el
Mesías, dínoslo abiertamente!” (Juan 10:24). Pero Jesús, obviamente, no puede simplemente
darles la respuesta que quieren. Está redefiniendo la noción de mesianismo sobre la base de su
propio sentido de llamado particular; lo mismo podemos ver en otras partes de la historia, como
ya hemos notado en su diálogo con Pilatos y en el pasaje de 6:15, en el que Jesús debe escapar de
la multitud porque quieren hacerlo rey según sus propias aspiraciones monárquicas. Sin embargo,
el mismo sentido de caminos paralelos, de Dios y David de alguna manera mezclándose en este
trabajo pastoral y, sin embargo, permaneciendo separados, se subraya con precisión en la
extraordinaria afirmación de Jesús unos pocos versículos más adelante:
“Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna,
y nunca perecerán, ni nadie podrá arrebatármelas de la mano. Mi Padre, que me las
ha dado, es más grande que todos; y de la mano del Padre nadie las puede
arrebatar. El Padre y yo somos uno.”. (10:27-30)

Esta es una de las declaraciones más claras que encontramos en los cuatro evangelios. A medida
que vemos desarrollarse la historia de Jesús, también estamos viendo la historia del Dios de Israel
que regresa, como lo había prometido durante mucho tiempo, para rescatar y “pastorear” a su
pueblo.
De hecho, ni Juan ni ninguno de los otros evangelistas cometen el error, que generalmente se
encuentra en la conversación popular, de afirmar que “Jesús es Dios” y nada más. Jesús se refiere
constantemente al “padre”, distinto y unido a él en un vínculo íntimo de amor y obediencia. Y el
punto a destacar aquí es que uno puede encontrar una vez más, en este pasaje esencialmente
“encarnacional”, los temas de la cruz y el reino muy interconectados. Esto refuerza la advertencia
que hicimos anteriormente de que es posible declarar la “divinidad” de Jesús de tal manera que
dejemos el reino y la cruz a la deriva, pero el Nuevo Testamento nunca lo hace. El Dios que se
hizo humano en Jesús es el mismo Dios que, como siempre lo había prometido, volvía a reclamar
su soberanía sobre el mundo entero (nótese la expresión “otras ovejas” en Juan 10:16),
compartiendo el dolor y el sufrimiento de su pueblo, “dando su vida por las ovejas”. Es muy
posible “creer en la divinidad de Jesús” y vincular la idea a una visión escapista de la salvación
(“Jesús es Dios y vino para sacarnos de este mundo”), preservando una forma exterior de
“ortodoxia cristiana” y omitiendo el punto central del problema. Dios es el creador y redentor del
mundo, y la inauguración del reino de Jesús, la soberanía mundial de Dios, en la tierra como en el
cielo, fue el objetivo central de su misión, por lo que vivió, murió y resucitó.
¿Cómo podemos siquiera empezar a entender esto? Quizá deberíamos decir, con la
retrospectiva que nos ofrecen los evangelistas, que Dios llamó a Israel para que fuera el medio
para rescatar el mundo, pero por medio de él, porque sólo él podía redimir a las naciones al
convertirse en Israel en la persona de su Mesías representativo. Esto explica el lugar de David en
la historia. Él es, al menos en algunos aspectos, el hombre conforme al corazón de Dios, el hombre
cuyo hijo iba a construir el Templo se convertiría en el hijo de Dios, como declara el profeta Natán:

“Cuando tu vida llegue a su fin y vayas a descansar entre tus antepasados, yo


levantaré después de ti [RVR 1977] a uno de tus propios descendientes, y afirmaré
su reino. Será él quien construya una casa en mi honor, y yo afirmaré su trono real
para siempre. Yo seré su padre, y él será mi hijo. Así que, cuando haga lo malo, lo
castigaré con varas y azotes, como lo haría un padre”. (2 Samuel 7:12-14, NVI)

Este texto, resaltado también en el judaísmo del siglo I en otros lugares, fue muy importante
para los primeros cristianos en su lucha por comprender lo increíble que había sucedido entre ellos.
Hay un nexo muy estrecho entre Dios, David y el Templo—y los propósitos del establecimiento
el reino. Los primeros cristianos también vieron una insinuación de algo más en la palabra
“levantaré”: la resurrección.
Esta rica y densa combinación de temas reaparece en el pasaje que acabamos de ver, a saber,
Isaías 53. En la sección anterior del libro, el profeta invoca el “brazo de YHWH” como una forma
de referirse a la llegada de YHWH en persona para hacer lo que había prometido: derrotar al
enemigo y rescatar a su pueblo:

Despiértate, despiértate, vístete de poder,


oh brazo de YHWH;
despiértate como en el tiempo antiguo,
en las generaciones pasadas.
¿No eres tú el que secó el mar,
las aguas del gran abismo;
el que transformó en camino las profundidades del mar
para que pasaran los rescatados?
YHWH desnudó su santo brazo
ante los ojos de todas las naciones,
y todos los confines de la tierra
verán la salvación de nuestro Dios. (51:9-10; 52:10; cf. 40:10)

Esto significa que cuando llegamos a 53:1, solo hay una interpretación posible:

¿Quién ha dado crédito a nuestro mensaje?,


¿y a quién se ha revelado el brazo de YHWH?
Creció como un retoño delante de él,
y como raíz de tierra seca. (53:1-2)

El profeta mira horrorizado al “siervo”, abatido, herido e irreconocible, y dice con asombro:
“¿Quién iba a pensar que él era el ‘brazo de YHWH’?”. Mirándolo a él, a este “siervo”, nunca lo
hubieras deducido. Sin embargo, la idea del poema de Isaías 40-55 en su conjunto es que el siervo
es aquel en cuya obra representativa el Dios de Israel cumplirá su propósito para Israel y el
mundo. El “siervo” es un papel hecho para YHWH mismo. El propósito es establecer el reino; y
el medio, el sufrimiento obediente del representante de Israel. Esta acción y el logro de este
propósito son tareas que únicamente YHWH mismo puede realizar. Este es el misterio en el
corazón no solo del Nuevo Testamento (que volvió una y otra vez a estos textos en un intento de
comprender lo que acababa de suceder), sino también del Antiguo Testamento.
Entonces, lo que llamamos “la encarnación” se encuentra en el corazón de la combinación del
reino y la cruz, y le da profundidad y significado. Esto, a su vez, se encuentra en el corazón de los
cuatro evangelios. Y, para desarrollar un punto que mencionamos hace un momento, esto significa
que la lectura “normal” de los credos y de toda la tradición cristiana debe, en este punto, ser
cuestionada. La “divinidad” de Jesús no puede separarse de su obra para el reino, su obra para el
reino lograda mediante la cruz. Como dogma, no “sale ileso”.
Lo mismo ocurre con la expresión “uno como un hijo de hombre” en Daniel 7. Ciertamente,
esa extraña figura en la visión representa “el pueblo de los santos del Altísimo” (7:27). No hay por
qué dudar que el que es presentado ante el “Anciano de Días” en esa gran escena del juicio debe
entenderse de esta manera. El pasaje ofrece dos “interpretaciones”, una corta y otra larga; en
ambos, sin embargo, la idea es clara. (Algunos han especulado que una forma anterior de la visión,
en 7:1-16, tenía un significado diferente, pero el texto leído en el siglo I es el mismo que tenemos
hoy).
La escena se desarrolla así: primero, la visión. Daniel sueña con cuatro monstruos que pisotean
la tierra con gran impiedad y violencia. Después, la escena cambia a una corte en el cielo: “Fueron
puestos tronos, y en su trono se sentó el Anciano de Días” (7:9). Es claramente una cuestión de
Dios mismo, finalmente llamando al mundo a cuentas. El último gran monstruo pronuncia sus
últimas palabras arrogantes y luego es muerto. Entonces sucede algo muy diferente:

Seguía yo mirando en la visión de la noche:


y he aquí, con las nubes del cielo
venía uno como un hijo de hombre, [en arameo, kebar enash]
que vino hasta el Anciano de muchos días,
[en arameo, ‘atiq yomaya, “Anciano de Días”]
y le hicieron acercarse delante de él.
Y le fue dado dominio,
gloria y reino,
para que todos los pueblos, naciones y lenguas
le sirvieran;
su dominio es dominio eterno,
que nunca pasará,
y su reino, [en arameo, malkutheh]
un reino que no será destruido jamás. (7:13-14)

Daniel, como es común en este tipo de literatura, le pide a uno de los presentes que interprete
la visión. Esta es la primera respuesta:

Estas cuatro grandes bestias son cuatro reyes que se levantarán en la tierra. Después
recibirán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino eternamente, por
eternidad de eternidades. (7:17-18)
Ya está claro. Como es habitual en la “literatura apocalíptica”, los elementos de la visión son
simbólicos y necesitan ser decodificados. Los monstruos representan los imperios humanos, pero
“uno como un hijo de hombre” representa a Israel, o al menos a los justos en Israel. Han sufrido
durante mucho tiempo bajo el dominio de los monstruos, pero serán rescatados, y no solo
rescatados, sino colocados en una posición de soberanía sobre el mundo. Entonces Daniel, todavía
curioso, hace otra pregunta, esta vez describiendo el elemento crucial de la escena una vez más:

Y veía yo también que este cuerno hacía guerra contra los santos, y los vencía, hasta
que vino el Anciano de muchos días, y se dio el juicio a los santos del Altísimo; y
llegó el tiempo en que los santos recibieron en posesión el reino. (7:21-22)

Esta parte hace que la visión sea aún más clara. Realmente es una especie de tribunal, con los
“santos” (el verdadero pueblo de Dios) en la posición de acusados justificados, mientras que el
“cuerno”, el último rey del cuarto gran imperio, es condenado. Lo que es más interesante aquí,
para una interpretación certera de todo el pasaje tal como se presenta, es que, al repetir su
descripción de la escena, Daniel no menciona, esta vez, la venida del “hijo del hombre” al
“Anciano”, sino que ya lo interpreta como los “santos del Altísimo tomando posesión del reino”.
Así, estamos preparados para la interpretación reiterada y ampliada del final del capítulo:

Pero se sentarán los jueces,


y [al cuerno] le será quitado su dominio
para que sea destruido y arruinado totalmente,
y que el reino, y el dominio y la majestad
de los reinos debajo de todos los cielos
sean dados al pueblo de los santos del Altísimo,
cuyo reino es un reino eterno,
y todos los imperios le servirán y obedecerán. (7:26-27)

En este punto, no debemos tener dudas. La historia y el futuro de Israel están siendo
interpretados a través de una escena de la corte celestial. Por ahora, “monstruos” gobiernan el
mundo, hablando palabras arrogantes contra Dios y librando guerra contra su pueblo (7:21). Pero
se acerca el tiempo en que Dios mismo levantará su tribunal y pronunciará su sentencia contra el
“cuerno” y a favor del “pueblo de los santos del Altísimo”.
En el siglo I (cuando, no es de sorprenderse, el libro de Daniel era un texto popular entre los
que anhelaban la redención de Israel), si uno fuera a traer a colación el tema de “la venida del hijo
del hombre”, la gente naturalmente escucharía tres cosas. Primero, la frase evocaría la
representación: “el hijo de hombre” o “uno como un hijo de hombre” podría, por supuesto,
referirse a un solo ser humano, pero en la narrativa implícita de Daniel 7 en la que aparece la
expresión, ese ser humano habría sido un símbolo literario o apocalíptico que representaba “el
pueblo de los santos del Altísimo”. Segundo, la frase evocaría la reivindicación: la escena evocada
destaca la reivindicación de Israel sobre las naciones que lo habían oprimido hasta entonces. La
escena es, explícitamente, la de un tribunal, en el que el juez juzga a favor de un grupo y condena
al otro. Tercero, la frase evocaría el reino: a medida que avanza el capítulo, aumenta la fuerza de
la proclamación de que Israel (o los justos en Israel) eventualmente gobernarán el mundo para
Dios. Así se establecería el reino de Dios, la soberanía de Dios sobre el mundo. En otras palabras,
no se trata sólo del rescate o salvación del pueblo de Dios, asolado por su presente tribulación; se
trata del hecho de que será rescatado para luego ser entronizado.
La entronización, sin embargo, implica la presencia de tronos. Sí, como ya lo indica el texto,
había tronos—en plural—colocados en el cielo al comienzo de la escena del juicio (7:9). Dios el
“Anciano” se sienta en uno de esos tronos. Y si bien no se dice explícitamente que, en la visión,
“uno como un hijo de hombre” termina sentándose en el trono de al lado, lo que dice el texto indica
que esto realmente sucedió: “A él le fue dado dominio, gloria y realeza. … Los santos del Altísimo
recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los siglos … Llegó el tiempo en que los santos
recibieron en posesión el reino … el reino, y el dominio y la majestad de los reinos debajo de
todos los cielos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo”. Más inequívoco, imposible.
Alguien “como un hijo de hombre” termina sentándose en el trono al lado del “Anciano”. El
“pueblo de los santos del Altísimo” es exaltado al lugar de honor, al lado de Dios mismo.
Así pensaba uno de los grandes rabinos de Israel, un siglo después de la época de Jesús. “Un
trono para Dios”, enseñó el rabino Akiva, “y otro para David”, en otras palabras, para el Mesías.
Esto no fue una especulación esotérica; Akiva tenía un candidato. Creía que Simón bar Kojba era
el Mesías y se sentaría en ese trono. Akiva se metió en problemas por decir algo así. ¿No estaba
comprometiendo el querido monoteísmo de Israel? Claramente, él no lo creía así. Akiva murió con
el Shemá, la gran oración monoteísta de Israel, en sus labios (“Escucha, oh Israel: ¡YHWH nuestro
Dios, YHWH uno es!” [Deuteronomio 6:4]). Pero el punto que deseamos señalar, al escuchar al
segundo altoparlante en relación con toda la historia de los evangelios, ya debería estar claro.
Podría ser útil presentar los argumentos en orden:

a. No hay duda de que Mateo y Marcos, así como Lucas y Juan en menor medida,
cuentan la historia de Jesús de una manera que evoca el capítulo 7 de Daniel. Los
pasajes claves (Marcos 13:26; 14:62 y paralelos en Mateo) ya no deberían ser
controvertidos. Cualquiera que sea el significado de la expresión “hijo del hombre”
en otras partes de los evangelios (que es un tema para otra ocasión), estas son citas
claras de Daniel 7 que encajan en todo el contexto del sufrimiento, la reivindicación
y el reino, temas tratados en todos los cuatro evangelios que llegan, en los últimos
días de Jesús, a un punto culminante cuando él se acerca a Jerusalén.
b. Todo indica que los evangelistas están animándonos (por medio del primer
altoparlante) a pensar en Jesús como el individuo en quien se resumen el destino y
las esperanzas del “pueblo de los santos del Altísimo”. Él es el portador de la
vocación de Israel, del destino de Israel, y es en su sufrimiento y reivindicación que
ese destino se cumplirá. La expresión “hijo del hombre” no significa, por sí misma,
“mesías” en el judaísmo precristiano; sin embargo, incluso como un símbolo
visionario, la historia de un individuo que representaba al pueblo santo de Dios se
prestaba fácil y naturalmente al significado “mesiánico”.
c. Esto vincula estrechamente el sufrimiento de Jesús (cuando los “monstruos”, es
decir, los gobernantes judeanos por un lado, y Roma por el otro, parecen haber
triunfado sobre él) con su exaltación como el verdadero rey del mundo, así como
se nos presenta, por ejemplo, al final del Evangelio de Mateo.
d. Pero el que es exaltado de esa forma a la soberanía mundial después de su
sufrimiento es el que luego se sienta en el segundo trono en el cielo. Sin embargo,
esta es una afirmación bastante similar a la afirmación implícita que vimos en los
cuatro evangelios en el capítulo 5. La vocación mesiánica de sufrimiento y reinado
parece ser una vocación esbozada en las Escrituras para el uso exclusivo de Dios.
Cuando comprendemos las antiguas raíces judías de la visión de la “encarnación”
de Jesús, comprendemos de manera más plena y completa que dicha visión está
íntima e indisolublemente relacionada con el establecimiento del reino de Dios en
todo el mundo a través de la figura que ahora comparte su trono. En otras palabras,
entendemos que la “brecha” en los credos clásicos, la brecha entre la encarnación
y la expiación, la llenan los evangelistas con su afirmación de que en Jesús, y
particularmente a través de su sufrimiento, el Dios de Israel se convirtió en rey de
todo el mundo. Daniel 7 no se trata solo del establecimiento de una teocracia radical
y total, sino del gobierno (“-cracia”) del Dios (“theo-”) que les pide cuentas a los
poderes crueles del mundo y ensalza a los que han sido aplastado bajo la arrogancia
de esos poderes.

El tema de la exaltación de los humildes y la humillación de los soberbios resuena en toda


partes de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Armoniza con el canto de la madre de Jesús: “De sus
tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes.” (Lc 1:52). Encaja
exactamente con las Bienaventuranzas: “¡Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque
serán saciados!” (Mateo 5:6). También se corresponde precisamente con la gran redefinición de
Jesús del poder y el reino; los gobernantes de la tierra se comportan de cierta manera, pero nosotros
lo haremos muy diferente: “El que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos … el Hijo del
hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos. (Marcos
10:42-45). El reino y la cruz están entrelazados de manera precisa y profunda. Y ambos deben su
extraordinaria profundidad a la música que escuchamos en nuestro segundo altavoz. El que va a la
cruz para establecer el reino de Dios no es otro que “el brazo de YHWH”, el Dios de Israel en
forma humana, el hombre que comparte el trono con el “Anciano”.
Todo esto nos acerca, creo, a la teología de la expiación de los evangelistas. Además, resalta
las distorsiones que surgen cuando se construye una “teología de la expiación” que pasa por alto
los evangelios. Dios mismo llegará al lugar del dolor y del horror, del sufrimiento y hasta de la
muerte, para que de alguna manera pueda llevarlos sobre sí mismo y, de esa manera, establecer
finalmente su nuevo estilo teocrático. Los evangelistas cuentan la historia de Jesús de manera tal
que el llamado de Israel y el propósito divino se combinan y se fusionan perfectamente. Sugiero
que esta es la realidad detrás de las abstracciones posteriores de “humanidad” y “divinidad”. La
humanidad es la humanidad de Israel, y la divinidad es la divinidad del Dios de Israel.

El reino, la cruz y la iglesia

El tercer altoparlante nos invita a escuchar una dimensión particular de la música de los evangelios.
Esta dimensión, como hemos visto, destaca la historia de Jesús interpretada como la historia de la
inauguración del pueblo renovado de Dios. Los evangelios, al narrar la historia de Jesús
(incluyendo el cumplimiento de la larga historia de Israel y la asombrosa afirmación de que esta
es también la historia de Dios en persona), declaran de mil maneras diferentes que Israel se
transforma, a través de Jesús, su Mesías, en una nueva comunidad cuya identidad está basada en
él y moldeada por los Doce, a quienes calificó como una de sus primeras grandes acciones.
Muchos en los tiempos de Jesús buscaban renovar al pueblo de Dios de una forma u otra. Los
evangelios presentan a Jesús encajando exactamente en ese contexto cultural, con su ministerio
profético dirigido, como todos los de los siglos anteriores, a desafiar a Israel, necio y descarriado,
a que aceptara, una vez más, su vocación. Los evangelios mismos fueron escritos para las
comunidades de seguidores de Jesús que creían que, en Jesús como el Mesías de Israel, esta
renovación se había hecho realidad. Israel no había sido abandonado, ni “reemplazado”, sino
transformado. Esta fue, de hecho, la fuente de muchos de los problemas que enfrentaron los
primeros cristianos (¿debían circuncidarse los conversos entre los paganos y observar las leyes
dietéticas?), así como de su comprensión de sí mismos como seguidores de Jesús.
Por supuesto, esta transformación de ninguna manera ocurrió como una progresión suave, un
“desarrollo” constante de una fase a la siguiente. La historia conserva implicaciones
profundamente “apocalípticas” durante todo el proceso: se rasga un velo; cosas que antes estaban
ocultas se manifiestan, haciendo del mundo un lugar radicalmente diferente; los acontecimientos
cambian a Israel y al mundo para siempre. Todo esto, en su significado para la antigua comunidad
cristiana, se encuentra precisamente en la forma en que los evangelistas cuentan la historia.
En el centro de todo esto, encontramos una vez más los temas del reino y la cruz. Jesús anuncia
el reino y llama a sus seguidores a participar en la obra de anunciarlo e inaugurarlo. Sin embargo,
el reino confunde sus expectativas; no entienden lo que está sucediendo, no logran comprender la
importancia de las extrañas historias y los hechos poderosos de Jesús. La historia de la “fundación
de la iglesia” en los evangelios no muestra que los primeros seguidores de Jesús comprendieran
fácilmente el significado de su mensaje y que fueran fácilmente “entrenados” para seguirlo,
poniendo el reino en acción. Los dos discípulos en el camino a Emaús todavía estaban
conmocionados y tristes porque, a pesar de los rumores sobre la resurrección, la crucifixión de su
amigo y señor representaba el fin de toda esperanza: “nosotros abrigábamos la esperanza de que
era él quien redimiría a Israel” (Lucas 24:21). En los cuatro evangelios, parte del significado del
reino radica precisamente en el hecho de que es tan sorprendente para los primeros seguidores
de Jesús que no logran comprenderlo.
Por eso Jesús contó tantas parábolas. Su visión del reino era tan diferente a la de sus
contemporáneos que esa era la única manera de conectarlos con su realidad, la única manera de
lanzar a sus seguidores a la nueva y valiente vocación que continuarían después de su muerte,
resurrección y ascensión, energizados por otro evento dramático y transformador (Pentecostés). Y
parte del significado del reino, visto como la inauguración del pueblo renovado de Dios, es
precisamente el hecho de que la inauguración en sí implicaba la muerte de Jesús, algo para lo que,
de nuevo, sus seguidores no estaban preparados. Incluso se negaron a considerarlo:

Desde entonces comenzó Jesús a advertir a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y sufrir muchas cosas a manos de los ancianos, de los jefes de los
sacerdotes y de los maestros de la ley, y que era necesario que lo mataran y que al
tercer día resucitara.
Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo: “¡De ninguna manera, Señor!
¡Esto no te sucederá jamás!”
Jesús se volvió y le dijo a Pedro: “¡Aléjate de mí, Satanás! Quieres hacerme
tropezar; no piensas en las cosas de Dios, sino en las de los hombres”. (Mateo
16:21-23)

Vista como la inauguración del pueblo renovado de Dios, la historia de Jesús en los evangelios
incluye, como elemento central, la incomprensión, el fracaso y la rebelión de los discípulos, hasta
que, asombrados, son conducidos a una nueva fe por la resurrección. y empoderados para una
nueva obediencia por el Espíritu. Los temas del reino y la cruz no son simplemente temas
teológicos que los discípulos tienen que aprender, ideas abstractas camino a una “ortodoxia”
fundamentada en los credos. Forman el patrón de sus vidas al seguir a Jesús por Galilea a pesar de
no entender el plan, y al seguirlo por el poder del Espíritu hasta los confines de la tierra.
Aunque muchos en la iglesia se han sorprendido por esto a lo largo de los años, los primeros
cristianos entendieron el sufrimiento, el maltrato y la muerte como elementos centrales y
estructurales de su vocación como discípulos de Jesús. No es sólo que, como seguidores de un
Mesías incomprendido, ellos mismos esperaban incomprensión y persecución, aunque la idea es
en parte cierta. Más que eso, el sufrimiento de los seguidores de Jesús (y los libros posteriores del
Nuevo Testamento y muchos escritos cristianos del siglo II explorarán el tema) es, como el propio
sufrimiento de Jesús, no solo el acompañamiento inevitable del cumplimiento del propósito divino,
sino, de hecho, parte de los medios por los cuales se cumplirá ese propósito. Cuando el Jesús de
Marcos les dice a los seguidores que deben tomar su cruz y seguirlo, vemos una línea que se
extiende a lo largo del Nuevo Testamento hacia el tema del sufrimiento y el martirio que vemos
en Pablo, 1 Pedro y Apocalipsis:
“Si alguien quiere ser mi discípulo”, les dijo, “que se niegue a sí mismo, lleve su
cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su
vida por mi causa y por el evangelio la salvará. ¿De qué sirve ganar el mundo entero
si se pierde la vida? ¿O qué se puede dar a cambio de la vida? Si alguien se
avergüenza de mí y de mis palabras en medio de esta generación adúltera y
pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la
gloria de su Padre con los santos ángeles”.
“Les aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber
visto el reino de Dios llegar con poder”. (Marcos 8:34-9:1)

Así que les enviamos a Timoteo, hermano nuestro y colaborador de Dios en el


evangelio de Cristo, con el fin de afianzarlos y animarlos en la fe para que nadie
fuera perturbado por estos sufrimientos. Ustedes mismos saben que se nos destinó
para esto, pues cuando estábamos con ustedes les advertimos que íbamos a padecer
sufrimientos. Y así sucedió. (1 Tesalonicenses 3:2-4)

Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a
Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de
ganar a Cristo y encontrarme unido a él. No quiero mi propia justicia que procede
de la ley, sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de
Dios, basada en la fe. Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo, experimentar
el poder que se manifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y llegar
a ser semejante a él en su muerte. Así espero alcanzar la resurrección de entre los
muertos. (Filipenses 3:8-11)

Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder
viene de Dios y no de nosotros. Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos;
perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados,
pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo
la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo. Pues
a nosotros, los que vivimos, siempre se nos entrega a la muerte por causa de Jesús,
para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo mortal. Así que la muerte
actúa en nosotros, y en ustedes la vida. (2 Corintios 4:7-12)

Ahora me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy completando en


mí mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la
iglesia. (Colosenses 1:24)

Esto es para ustedes motivo de gran alegría, a pesar de que hasta ahora han tenido
que sufrir diversas pruebas por un tiempo. 7 El oro, aunque perecedero, se acrisola
al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser
acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor
cuando Jesucristo se revele. (1 Pedro 1:6-7)

Queridos hermanos, no se extrañen del fuego de la prueba que están soportando,


como si fuera algo insólito. Al contrario, alégrense de tener parte en los
sufrimientos de Cristo, para que también sea inmensa su alegría cuando se revele
la gloria de Cristo. (1 Pedro 4:12-13)

“Han llegado ya la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios; ha llegado ya la


autoridad de su Cristo. Porque ha sido expulsado el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo han vencido por
medio de la sangre del Cordero y por el mensaje del cual dieron testimonio; no
valoraron tanto su vida como para evitar la muerte. (Apocalipsis 12:10-11)

Aquí, el sufrimiento y la muerte del pueblo de Dios no es simplemente el camino oscuro que
deben recorrer debido a la continua hostilidad del mundo hacia Jesús y su mensaje. De alguna
manera tienen más el efecto de llevar adelante los resultados positivos de la propia muerte de Jesús,
no añadiéndoles, sino compartiéndolos. Cuando hablamos de la “obra consumada del Mesías”,
como nos enseñan los evangelistas (para ellos, la historia de Jesús fue el momento único y decisivo
en toda la historia del mundo), no descartamos una misionología del reino y la cruz, sino establecer
su fundamento. Jesús ha constituido a sus seguidores como aquellos que comparten su obra de
inauguración del reino; por eso envió a los Doce, y a otros, aun durante su vida y más aún después
de su muerte y resurrección. Pero si los discípulos han de traer el reino como lo hizo Jesús, serán
personas que compartirán su sufrimiento.
Entonces, leer los evangelios como la inauguración del pueblo renovado de Dios no es solo
una observación histórica: “Así comenzó nuestra historia...”. Es también la declaración: “Este es
el tipo de personas que somos: gente que sufre y trae el reino; gente que sufre y comparte el reino.”
Esto se expresa sorprendentemente en el relato de Lucas sobre la Última Cena. Poco después
de instruir a los discípulos, como en Marcos 10, advirtiéndoles que no actuaran como reyes
paganos y dominaran a otros, sino que consideraran que se estaba instituyendo un camino nuevo
y diferente al poder, el camino del siervo, Jesús agrega:

“Ahora bien, ustedes son los que han estado siempre a mi lado en mis pruebas. Por
eso, yo mismo les concedo un reino, así como mi Padre me lo concedió a mí, para
que coman y beban a mi mesa en mi reino, y se sienten en tronos para juzgar a las
doce tribus de Israel.” (22:28-30)

Luego, solo para asegurarse de que los discípulos no se envanezcan con tal promesa, Jesús se
vuelve hacia Pedro. Jesús usa el antiguo nombre de Pedro, Simón, para advertirle que será probado
hasta el límite por “el satán” y también advierte a los otros discípulos de los tiempos difíciles que
se avecinan (22:31-38).
Por supuesto, todo esto exige una teología fuerte del Espíritu Santo como el que mora en los
seguidores de Jesús y les permite traer el reino. Sin ella, la vocación alentaría la arrogancia o la
desesperación. Y esta teología del Espíritu la proporciona precisamente el Nuevo Testamento,
página tras página. Esta es, entonces, la clave que nos permite comprender la visión global de la
iglesia en el Nuevo Testamento. Se desarrolla directamente a partir de la visión en la que los santos
de Dios “reciben el reino” en Daniel 7, pero sólo porque un hombre, Jesús mismo, abre el camino
a los “santos”, sus seguidores. Una vez que entendamos esto, podremos comprender mejor la
combinación del reino y la cruz en pasajes como el que encontramos en Apocalipsis:

Al que nos ama y que por su sangre nos ha librado de nuestros pecados, al que ha
hecho de nosotros un reino, sacerdotes al servicio de Dios su Padre, ¡a él sea la
gloria! (1:5-6)
“Digno eres de recibir el rollo escrito
y de romper sus sellos,
porque fuiste sacrificado, y con tu sangre
compraste para Dios gente de toda raza, lengua,
pueblo y nación. De ellos hiciste un reino;
los hiciste sacerdotes al servicio de nuestro Dios,
y reinarán sobre la tierra.” (5:9-10, NVI)

La visión de una comunidad rescatada por la cruz y transformada en portadora del reino sigue
directamente la historia narrada por los cuatro evangelistas. Demuestra, una vez más, el punto
hasta el cual la iglesia occidental se ha alejado tan drásticamente de sus “amarres”, lo que ha hecho
posible que los cristianos de hoy piensen que pueden traer “paz y justicia” al mundo a través de
los medios normales y desastrosos de las bombas y las balas. Pero ese no es el camino. La
eclesiología implícita en los cuatro evangelios es la de una comunidad que comparte la propia
vocación de Jesús: sí, la de establecer el reino, pero primero a través del sufrimiento de Jesús y
luego a través de su propio sufrimiento. El cordero sacrificado y entronizado de Apocalipsis 5 no
es solo el pastor de su pueblo, sino también el modelo a seguir. Compartir el sufrimiento del Mesías
es la forma en que los seguidores deben extender su reino en el mundo. Al escribir estas cosas,
estoy consciente de que la iglesia occidental y yo mismo sufrimos muy poco hoy en comparación
con los cristianos de otros tiempos y lugares. Honor a los que marcan el camino como portadores
del reino hoy día, y ruego que se les anime a permanecer firmes en su testimonio.
El reino y la cruz en el mundo del César

Hemos visto que el cuarto altoparlante nos invita a escuchar los cuatro evangelios como la historia
de la confrontación entre el reino de Dios y el reino de César. ¿Cómo contribuye su música a
nuestra comprensión de la extraña combinación del reino y la cruz?
En vista de todo lo que hemos visto en el capítulo 7, es claro que los cuatro evangelios
consideran la historia de Jesús no solo como la confrontación entre el reino de Dios y el reino del
César, sino la victoria de uno sobre el otro. El tema continúa en el Nuevo Testamento. Al final de
la última sección, vislumbramos algunos pasajes en el libro de Apocalipsis que establecen
gráficamente esta idea. La muerte violenta del Cordero fue su victoria decisiva sobre los monstruos
y sus horribles reinos, así como sobre el dragón, el satán mismo. Pero también hay muchos otros
pasajes que no andan con rodeos. Pudo haber parecido que los poderes del mundo ganaron la
victoria sobre Jesús (seguramente, así lo interpretaron todos en Jerusalén, ya fueran seguidores de
Jesús o quienes lo odiaban en ese momento). Sin embargo, fue todo lo contrario. Piensa en César
con su título de “hijo de Dios”; piensa en su (supuesta) ascendencia real, su poder y su afirmación
de que el mundo entero le debía su lealtad; luego escucha los matices en la impresionante apertura
de la carta a los Romanos, la carta más grande de Pablo:

Este evangelio habla de su Hijo, que según la naturaleza humana era descendiente
de David, pero que según el Espíritu de santidad fue designado con poder Hijo de
Dios por la resurrección. Él es Jesucristo nuestro Señor.
Por medio de él, y en honor a su nombre, recibimos el don apostólico para
persuadir a todas las naciones que obedezcan a la fe. (Romanos 1:3-5)

O piensa en Pablo hablando de “la sabiduría que Dios que Dios había destinado para nuestra gloria
desde la eternidad” (1 Corintios 2:7) y explicando:

Ninguno de los gobernantes de este mundo la entendió, porque de haberla entendido


no habrían crucificado al Señor de la gloria. (2:8)

En otras palabras, los poderes que pusieron a Jesús en la cruz no se dieron cuenta de que al
hacerlo, en realidad estaban sirviendo al propósito de Dios, revelando la “sabiduría” que se
encuentra en el corazón del universo. Pablo lo expresa aún más positivamente, viendo la cruz como
el arma por la cual Dios quitó la armadura protectora de los gobernantes y autoridades, como lo
hacían los soldados con los enemigos derrotados:

Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en
público al exhibirlos en su desfile triunfal. (Colosenses 2:15)
En otras palabras: al morir en la cruz, Jesús obtuvo la victoria sobre los “poderes y autoridades”
que se repartieron este mundo según su propio camino violento y destructivo. El establecimiento
del reino de Dios significa el destronamiento de los reinos del mundo, no para reemplazarlos por
otro, básicamente del mismo tipo (uno que establece su voluntad por la fuerza de armas
superiores), sino por un reino cuyo poder es el poder del siervo y cuya fuerza es la fuerza del amor.
A la luz de esto, podemos entender lo que están haciendo los evangelistas en las llamadas
escenas del juicio, es decir, la audiencia nocturna ante Caifás y el encuentro con Poncio Pilato la
mañana siguiente. En ambos casos, parece evidente que es Jesús quien está siendo juzgado. Sin
embargo, de la forma en que los evangelistas cuentan la historia⎯después de todo, los cuatro
comparten, en cierto sentido, algo de la naturaleza “apocalíptica”, de la percepción judía de que la
realidad celestial necesita ser “revelada” detrás de la realidad terrenal opaca⎯queda evidente que
los que están siendo enjuiciados son Caifás y Pilato, así como los sistemas que representan y
encarnan. Y Caifás y Pilatos pierden el caso. Jesús, habiendo declarado que será reivindicado, va
hacia su muerte como a una entronización, mientras los líderes judeanos declaran que no tienen
más rey que César.
Jesús ha llegado a Jerusalén para darse cuenta de que el Templo ya no es el lugar donde el cielo
y la tierra interactúan, sino el lugar donde reinan desenfrenadamente Mamón y la violencia, en
complicidad con el gobierno del César. Jesús mismo, afirmarán los evangelistas, se convierte ahora
en el lugar donde se unen el cielo y la tierra, y el acontecimiento en el que esta unión tiene lugar
por encima de todo es la crucifixión. La cruz ha de ser la victoria del “hijo del hombre”, el Mesías,
sobre los monstruos; la victoria del reino de Dios sobre los reinos del mundo; la victoria de Dios
sobre todos los poderes, humanos y sobrenaturales, que han usurpado el gobierno de Dios sobre
las naciones. La teocracia, es decir, la teocracia genuina a la manera de Israel, tendrá lugar sólo
cuando los otros “señores” sean derrotados.
Detrás de los seres humanos, ya sea Caifás, Pilatos o incluso el César, operan oscuros poderes
espirituales que, implícitamente, ellos han invocado. Como sostienen muchos estudiosos, esto no
debe verse como una cuestión de “una cosa o la otra” (“autoridades humanas” o “poderes
espirituales”). Sin duda, los “poderes” también pueden funcionar de manera independiente; pero,
como en el caso de Roma con respecto a las provincias periféricas, los poderes espirituales
malignos parecen elegir hacer su trabajo oscuro a través de la agencia de colaboradores. De una
forma u otra, los cuatro evangelistas subrayan esta idea.
El Jesús de Lucas declara que vio al satán caer del cielo como un rayo, aunque claramente no
significa el fin. Jesús dice también, en tono sobrio e irónico, que el momento de su encarcelamiento
es el momento en que las tinieblas hacen lo peor que puedan (10:18; 22:53). El Jesús de Marcos
explica que los gobernantes de las naciones emplean un tipo común de poder, pero que él mismo,
por el contrario, empleará el poder del siervo (10:35-45). El Jesús de Juan le explica a Pilato que
su reino es de otro tipo, uno que no emplea la violencia (18:36). El Jesús de Mateo explica que
echa fuera los demonios por el poder del Espíritu de Dios, para que el reino de Dios esté cerca
(12:28); luego advierte que, como un espíritu inmundo que regresa con siete espíritus peores
después de una expulsión temporal, Israel como nación (“esta generación perversa”) terminará
peor de lo que ya estaba (12:43-45). Todos los evangelistas ven a Jesús yendo a su muerte para
obtener una victoria profundamente paradójica sobre las fuerzas del mal, las cuales, a lo largo de
la larga historia de Israel, se han unido para hacer lo peor contra el pueblo de Dios.
Esto nos permite (regresando del cuarto altoparlante al primero) comprender mejor por qué la
historia de Israel llega a su culminación en la cruz. Según las mismas escrituras judías, la historia
de Israel había sido, desde el principio, la historia de cómo el Dios creador se encargaría del
problema del mal. El propósito de Génesis 12 siempre había sido ser una respuesta a Génesis 3-
11. ¿Cómo resolvería Dios este problema? No haría de Israel un “lugar seguro”, una comunidad
donde la maldad del mundo no tendría cabida. Si ese hubiera sido el propósito, Abraham no habría
sido la mejor opción, como revelan las historias de manera bastante vergonzosa. Ni siquiera Israel
fue creado como una especie de superpotencia mundial (aunque se parecía a uno en la época de
David y Salomón), una nueva nación que vencería al mundo según las reglas de su propio juego.
Más bien, y esto es algo que los primeros cristianos vieron en retrospectiva, solo después de buscar
estas pistas en los Salmos y los profetas, el punto era que la historia de Israel debe ser la historia
de cómo Dios trataría con el mal. Atraería el mal a un solo lugar, permitiéndole hacer lo peor hasta
ese momento. Además, el mismo Dios (como escuchamos a través del segundo altoparlante) iría
a ese lugar, convirtiéndose en Israel en persona, para que el mal concentrara sus esfuerzos en él y
agotara todas sus fuerzas.
Todo el Nuevo Testamento registra este mensaje (aunque la costumbre de tener apagado el
primer altavoz significa que muchos lectores lo pasan por alto por completo, tanto en las cartas
como en Apocalipsis y los evangelios). Pero esto tiene muchísimo sentido en lo que a los
evangelios se refiere. La forma en que ellos narran la historia de Jesús yendo a la cruz deja muy
claro este mensaje. La religión más grande que el mundo había conocido y el mejor sistema de
justicia que existía se unieron para crucificar a Jesús. Los malentendidos, la traición y la negación
de amigos cercanos añaden otra dimensión. Las multitudes y las burlas de los soldados profundizan
tanto la agonía de Jesús como la ironía de todo lo que estaba pasando. Eventualmente, las naciones
se enfurecen, como había predicho el Salmo 2, levantándose contra el Señor y contra su ungido.
Pero la respuesta de Dios es: “Yo mismo he puesto a mi rey en mi santo monte”, ya no en Sion, el
antiguo Monte del Templo, sino en el Gólgota, una pequeña colina ubicada un poco más al oeste.
La cruz hace del Gólgota el nuevo monte santo. Ahora es a él a quien vendrán las naciones a
rendir homenaje al verdadero Señor del mundo. Entronizado en el Gólgota, con la inscripción “Rey
de los Judíos” sobre su cabeza, recibirá las naciones por herencia, y los confines de la tierra por
posesión. Su victoria sobre las naciones no será con armas y bombas, sino con su pueblo, en el
sufrimiento y el testimonio. Así es como, para los cuatro evangelistas, el reino y la cruz finalmente
se unen; así es como se debe someter al más oscuro de los “poderes”. Para que Dios se convierta
en rey, los gobernantes usurpadores deben ser expulsados.
A lo largo de su carrera pública, Jesús se dedicó a inaugurar ese proyecto. Pero fue en la cruz
donde llegó a su conclusión triunfal. Por eso Pedro, al tratar de desviar a Jesús de su vocación de
sufrir, fue llamado “satán”. Por eso, las voces burlonas que instan a Jesús a bajar de la cruz repiten
de manera tan desconcertante las mismas voces en los relatos de las tentaciones (cf. Mt 27:39-43;
4:1-10). Sin la cruz, el gobierno satánico sigue en el poder. Por lo tanto, para los cuatro evangelistas
(y, como ya he argumentado, para el mismo Jesús), la cruz es la última tarea mesiánica, la última
batalla. Los evangelistas no ven la cruz como una derrota y la resurrección como una victoria
sorpresiva. La idea de la resurrección es que resulta inmediatamente de la victoria obtenida en la
cruz. El pecado ha sido vencido. El “acusador” no tiene nada más que decir. El creador ya puede
inaugurar su nueva creación.
Las cuatro dimensiones, los cuatro altoparlantes, para continuar con nuestra metáfora,
contribuyen así a una narrativa rica y multifacética que se encuentra, de diversas maneras, en los
cuatro evangelios canónicos (aunque, como ya he señalado, no se puede decir lo mismo de los
llamados evangelios gnósticos). Llegar a este punto requiere un esfuerzo mental considerable en
el mundo actual. Tenemos que reconstruir la historia paso a paso, ya que tantos elementos de la
historia simplemente han sido olvidados o ignorados en gran parte del cristianismo, incluso,
paradójicamente, por aquellas partes de la iglesia a las que les gusta llamarse “bíblicas”. Sin
embargo, para los evangelistas y sus primeros públicos, los mismos ruidos que nos obligan a
nosotros a escuchar mejor y reajustar nuestro sistema de sonido habrían sido claros y vívidos. Esta
fusión densa y dramática de escrituras antiguas y poder pagano arrogante, la unión entre el tan
esperado regreso de YHWH y la sorprendente inauguración de un nuevo pueblo, todo esto
pertenecía al mundo de los primeros discípulos. Ellos no esperaban que la historia terminara así.
Absolutamente no. Pero no habrían tenido dificultad en reconocer que esa era la historia que se
estaban contando. Nosotros tenemos que pasar mucho tiempo ajustando cuidadosamente nuestro
sistema de sonido. Pero esto era el sonido, duro, claro y comprensible, que constituía el mundo de
los primeros discípulos.
Al darnos cuenta de que ajustar el volumen del altavoz nos hace escuchar el mensaje del reino
y la cruz con mayor claridad, ¿qué cambia para nosotros? ¿Cómo cambia nuestra comprensión
tradicional de estas dos grandes y difíciles ideas como resultado de nuestro estudio? Para contestar
esta pregunta, hace falta otro capítulo.
CAPÍTULO 10

El reino y la cruz
La reconfiguración de significados

Señalamos, en la Primera Parte de este libro, que hemos sido condicionados a leer los evangelios
como si los temas del reino y la cruz pudieran mantenerse lejos el uno del otro. Hemos visto que
una comprensión popular de la historia del evangelio es que la carrera pública de Jesús comenzó
como un tiempo feliz de logros tempraneros, cuando todo parecía ir bien, pero luego dio un giro,
se caracterizó por la oposición y la impopularidad, y finalmente el encarcelamiento, el juicio, la
tortura y, en última instancia, la muerte. Como he tratado de explicar, esta separación de la historia
en los cuatros evangelios sucedió porque, durante muchos siglos sus lectores, incluidos algunos
muy devotos, intentaron abordarla a la luz de categorías en las que no encajaba. Sin embargo, no
debemos dudar que, para los mismos autores de los evangelios, nunca hubo un mensaje del reino
sin la cruz, y la crucifixión de Jesús nunca tuvo un significado divorciado de la inauguración del
reino de Dios. Al habernos metido dentro de los evangelios con el volumen ajustado de los cuatro
altoparlantes esenciales, nuestra tarea ahora es ofrecer una afirmación positiva de lo que sucede
cuando tratamos el reino y la cruz como como un solo tema, en vez de dos.
Comencemos con dos escenas que, en los cuatro evangelios, sirven más o menos como
sujetalibros al principio y al fin de la presentación entera: el bautismo de Jesús y el “título” en la
cruz. En ambos⎯y cada uno sirve como un marcador importante para el significado del
autor⎯vemos exactamente la combinación del reino y la cruz que ha resultado tan esquiva en la
historia de la interpretación.

El bautismo y el reino

Juan no menciona el bautismo de Jesús en sí, pero describe, por boca de Juan el Bautista, como el
Espíritu descendió y permaneció sobre Jesús. Para el lector, el contexto es el descubrimiento en
Juan 1 de que Jesús es el Mesías de Israel y también el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo:

“¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo! De este hablaba
yo cuando dije: ‘Después de mí viene un hombre que es superior a mí, porque
existía antes que yo’. Yo ni siquiera lo conocía, pero, para que él se revelara al
pueblo de Israel, vine bautizando con agua”.
Juan declaró: “Vi al Espíritu descender del cielo como una paloma y permanecer
sobre él. Yo mismo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me
dijo: ‘Aquel sobre quien veas que el Espíritu desciende y permanece es el que
bautiza con el Espíritu Santo’. Yo lo he visto y por eso testifico que este es el Hijo
de Dios”. (1:29-34)
Todo esto es parte del impacto más amplio del primer capítulo de Juan, que termina con los
primeros discípulos reconociendo a Jesús como el Mesías (1:41, 45, 49). En este punto, no
podemos dejar que nuestro primer altoparlante (el Mesías como culminación de la historia de
Israel) sea ahogado por el segundo (Jesús como Dios encarnado). Los dos están interconectados.
Jesús no vino simplemente como una especie de “superhombre”, un “héroe divino” que se lanzó
en paracaídas al mundo para acabar con el desorden. Él vino, y la historia del evangelio solo tiene
sentido si lo tomamos muy en serio, como el que personifica el llamado supremo de Israel.
El título “hijo de Dios” representa las dos mitades de esta figura compleja y delicadamente
equilibrada. La expresión era un título, como hemos visto, tanto para Israel como para el rey
ungido. Pero en Juan y Pablo, adquiere también asociaciones y posibilidades que Juan ha
establecido a través de su prólogo, que comienza con el “Verbo” que era Dios, aquel por quien
todas las cosas fueron hechas (1:1, 3), pero termina diciendo que el “Verbo”, al hacerse carne, nos
permitía contemplar su gloria, “gloria como del unigénito del padre” (1:14). El hijo, íntimo del
padre como es, lo revela, lo saca a la luz (1:18). Es como si Juan nos dijera que, de ahora en
adelante, cuando pensemos en Jesús en la antigua categoría mesiánica de “hijo de Dios”, debemos
entender que ésta está ligada a la idea de Jesús como Verbo encarnado del padre. Además, debemos
entender, en un nivel aún más profundo del misterio, que esa fusión había sido la intención de Dios
desde el principio. La misma categoría de mesianismo fue establecida, por así decirlo, para el uso
exclusivo de Dios.
Si bien todo este pasaje tiene un misterio y una profundidad característicamente joánicos, no
debemos pensar que la presentación del bautismo en los sinópticos es teológicamente menos
profunda. En ellos, la escena del bautismo es dramática y decisiva. El anuncio del cielo de que
Jesús “es mi hijo, mi amado”, aquel en quien Dios se complace, indica a los que tienen un oído
bíblicamente atento que Jesús es señalado como el rey del Salmo 2 y el siervo de Isaías 42:

Yo proclamaré el decreto de YHWH:


“Tú eres mi hijo”, me ha dicho;
“hoy mismo te he engendrado”.
Pídeme, y como herencia te entregaré las naciones;
¡tuyos serán los confines de la tierra! …
Ustedes, los reyes, sean prudentes;
déjense enseñar, gobernantes de la tierra. (Salmo 2:7-10, NVI)
Este es mi siervo, a quien sostengo,
mi escogido, en quien me deleito;
sobre él he puesto mi Espíritu,
y llevará justicia a las naciones…
no vacilará ni se desanimará
hasta implantar la justicia en la tierra.
Las costas lejanas esperan su ley. (Isaías 42:1-4)

Tan pronto como Jesús fue bautizado, subió del agua. En ese momento se abrió el
cielo, y él vio al Espíritu de Dios bajar como una paloma y posarse sobre él. Y una
voz del cielo decía: “Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él”. (Mateo
3:16-17)
Es común que predicadores y maestros coloquen estos dos textos juntos, destacando dos temas
principales. Primero: el eco del Salmo 2 dice que Jesús es el Mesías, idea cuyo significado suele
acortarse a “el encarnado”. Segundo: el eco de Isaías 42, y con él todo el tema del “siervo” en
Isaías, dice que Jesús es el “siervo sufriente”. Así, los ecos bíblicos de la historia del bautismo
corresponden bien a los puntos normales establecidos en los credos con respecto a la encarnación
y la cruz. Como ya he dicho, no hay nada de malo en eso. Hasta aquí todo bien.
Sin embargo, los dos pasajes en cuestión no nos permitirán simplemente ignorar el tema del
reino tan prominente en cada uno de ellos. El Salmo 2 comienza con las naciones furiosas y
peleando—furiosas, ciertamente, contra el verdadero Dios; y la entronización del “hijo” de Dios
es la respuesta. Ahora, él está a cargo, y es mejor que las naciones tengan cuidado, especialmente
los gobernantes, cuyo poder ha sido quebrantado, que el hijo implementará la victoria de Dios. No
hay nada en el relato del bautismo, ni en los cuatro evangelios como un todo, que sugiera que el
tema del reino ha sido excluido a favor de los temas de la encarnación y la expiación. Más bien,
todo apunta a que el propósito de la encarnación y de la cruz es precisamente el establecimiento
del reino de Dios; después de todo, esto es lo que Jesús comienza a decir cuando, poco después de
su bautismo, comienza su carrera pública (Mateo 4:17 y pasajes paralelos).
Lo mismo ocurre con el capítulo 42 de Isaías. Una vez más, el contexto es importante. Isaías
40, comenzando con su gran promesa de consuelo a los exiliados, continúa con la majestuosa
escena de Dios sentado como soberano sobre el mundo, cuyos habitantes idólatras son como
langostas ante él (40:22). El capítulo 41 continúa con un retrato de las naciones dando vueltas en
círculos y buscando ayuda en los ídolos, mientras Israel se esconde en un rincón, temeroso de lo
que sucederá a continuación. Pero ahora, con el capítulo 42, comienza a surgir la respuesta
prometida en el capítulo 40: “He aquí mi siervo”. Israel, la familia de Abraham, ya se menciona
como “mi siervo” en 41:9, pero está claro que la nación como un todo es incapaz de cumplir su
papel. Se necesita un “siervo” que sea, por así decirlo, Israel por Israel, que cumpla la vocación
divina a la que Israel aspiraba, pero que nunca alcanzaría a cumplir.
Tal llamado, al igual que el del rey en el Salmo 2, no es simplemente ser el agente divino para
salvar a la gente del pecado y sus consecuencias, aunque esa es parte esencial de él. La vocación
del siervo es traer la justicia de Dios al mundo (42:3) y establecerla en el mundo (42:4). El siervo
debe ser “un pacto para el pueblo, una luz para las naciones” (42:6; 49:6). El Dios de Israel está a
punto de derrotar a las naciones malvadas que tenían cautivo a Israel (43:14; 48:14). De esta
manera, cuando la obra del siervo esté completa, “los reyes lo verán y se levantarán” y “los líderes
lo verán y se postrarán ante el fiel YHWH, el Santo de Israel, que lo ha elegido” (49:7). O, desde
una perspectiva diferente, en última instancia, al darse cuenta de qué se trata el trabajo del siervo,
“los reyes callarán por causa de él. Porque verán lo que no les han dicho, y entenderán lo que no
han oído” (52:15 [NVI], lo que lleva inmediatamente a la descripción del sufrimiento del siervo
en el capítulo 53).
Dicho de otro modo, haciéndonos eco de las palabras iniciales del primer poema del “siervo”,
los autores sinópticos no solo invitan al lector a contemplar a Jesús como el que muere para que
los pecadores sean perdonados. Evocan uno de los principales pasajes bíblicos en los que el Dios
de Israel, YHWH, establece su soberanía sobre el mundo entero, a pesar de que su propio pueblo
no cree en él. Él los rescatará a través del trabajo del siervo, pero hacer precisamente eso “no es
gran cosa”. Dios proveerá, a través del siervo, “una luz para las naciones, para que [su] salvación
alcance los confines de la tierra” (49:6). En el fondo de todo esto se encuentra la mejor noticia de
todas: “¡Tu Dios reina!”, malak elohayik (52:7). Él es rey, y lo demuestra al derrotar a los reinos
paganos y sus ídolos, revelando su justicia mundial e invitando a todos sin excepción a volverse a
él y disfrutar de los beneficios de su pacto renovado y su nueva creación (Isaías 54-55).
Por lo tanto, la descripción del bautismo en todos los evangelios no se trata solo de la “identidad
divina” de Jesús o de un programa particular de “expiación” en el sentido de un rescate para sacar
al ser humano del mundo creado. Sí, los evangelios afirman la identidad divina de Jesús; sí,
reclaman su muerte en la cruz como la culminación del antiguo plan de salvación de Dios. Pero
Dios vino de incógnito en Jesús y este Jesús murió en la cruz—así nos dicen los evangelios—con
el propósito de establecer el reino de Dios, su justicia, en la tierra como en el cielo. Como en el
Salmo 2, el punto es que de esta manera las naciones serán llamadas a rendir cuentas. Así es como
el creador está devolviendo su creación a la forma apropiada.
Una vez que percibimos el tema en la historia del bautismo, no dejaremos de verlo en todas
partes. Ya hemos notado muchos de los pasajes obvios. Pienso en Marcos 10:35-45, donde la obra
“de siervo” del “hijo del hombre” demuestra el nuevo tipo de poder que debe ser inaugurado en el
mundo, confrontando a los gobernantes con el nuevo camino de Dios. Pienso en la historia de los
discípulos en el camino a Emaús, donde Jesús resucitado declara que el plan divino implicaba
siempre el sufrimiento del Mesías antes de que “entrara en su gloria” (Lc 24:26). Notamos que
“entrar en su gloria” no significa simplemente “ir al cielo” en el sentido convencional; “gloria” es
una forma de decir “majestad soberana”, por lo que la frase combina exactamente los dos temas
que estamos viendo. La crucifixión fue la forma adecuada y profetizada durante mucho tiempo en
la que el Mesías se convertiría en rey sobre todo el mundo, y el segundo volumen de Lucas, los
Hechos de los Apóstoles, describe cómo se desarrolla esto.
También estoy pensando en la interpretación de Juan del mismo tema. Como es común en el
cuarto evangelio, el tema se extiende sutil pero ricamente a lo largo del relato. Cuando los soldados
visten a Jesús con una túnica púrpura, lo hacen para burlarse de él, pero Juan nos habla de ello para
declarar que Jesús es, en verdad, aquel que está vestido de majestad, aquel ante quien se inclinarán
las naciones. Pilato considera la posibilidad de que Jesús sea, en cierto sentido, “Rey de los judíos”,
pero sin darse cuenta de que, según las tradiciones judías, el Rey de los judíos debe ser Rey de
todo el mundo. Juan sabe que está contando la historia de alguien cuya muerte es la de un criminal.
El apóstol está decidido a hacernos “escuchar” la historia también como la muerte del rey legítimo.
El reino de Jesús no vendrá por la violencia (18:36), sino por su propia muerte. Al ser levantado
de la tierra, el rey atraerá a todos hacia sí mismo (12:32).

El “título” en la cruz

Esto nos lleva exactamente al “título” en la cruz. La palabra latina titulus se usaba para describir
el aviso público que se colocaría en la cruz de un delincuente convicto, indicando el cargo que
había llevado a ese veredicto extremo. (La práctica era bien conocida en los países europeos, al
menos hasta el siglo XIX). Aunque los escépticos han cuestionado muchos aspectos de la historia
contada en los evangelios, el relato de la crucifixión generalmente se considera un hecho bien
establecido, ya que encaja con la práctica romana, está registrado en los cuatro evangelios y
difícilmente habrían sido inventado (la ejecución de Jesús fue un evento público, y muchas
personas habrían leído la notificación). Juan da la descripción más completa:

Pilato mandó que se pusiera sobre la cruz un letrero en el que estuviera escrito:
“JESÚS DE NAZARET,
REY DE LOS JUDÍOS”.
Muchos de los judíos lo leyeron, porque el sitio en que crucificaron a Jesús estaba
cerca de la ciudad. El letrero estaba escrito en arameo, latín y griego.
“No escribas ‘Rey de los judíos’—protestaron ante Pilato los jefes de los sacerdotes
judíos. “Era él quien decía ser rey de los judíos”.
“Lo que he escrito, escrito queda”, les contestó Pilato. (19:19-22)

La forma en que se desarrolla el evangelio de Juan cuenta su propia historia. Jesús fue revelado
como el “Mesías” en varios puntos a lo largo del camino, en una conversación con la mujer
samaritana, por ejemplo (4:26, 29); y hubo debate y discusión sobre si alguien que hablara y
actuara como Jesús podría ser de hecho el Mesías (7:26-27, 31, 41-42; 10:23; 12:34), con las
autoridades imponiendo una prohibición a la idea (9:22). Sin embargo, para Juan, el “título” se
corresponde con el reconocimiento del reinado de Jesús ofrecido por sus primeros discípulos en el
capítulo 1. El título es, por supuesto, fuertemente irónico. Pilato sabe que Jesús no encaja en ningún
significado de la palabra “rey” con el que está familiarizado. Como hemos visto, el mismo Jesús
había redefinido “reino” en su diálogo con el gobernador, insistiendo en que su tipo de gobierno
significaba dar testimonio de la verdad (18:37). Ahora, sin embargo, se invita al lector a conectar
los dos puntos, algo que Pilato nunca habría hecho, los dos puntos que, irónicamente, gran parte
de la interpretación cristiana también ha encontrado difícil de conectar. Se invita al lector a
conectar no sólo una teología de la “encarnación” con una teología joánica de la “redención”.
Ambos están allí, pero el término medio entre ellos es de nuevo la teología del reino del
evangelista. En opinión de Pablo, los poderosos de ese tiempo no entendían lo que estaban
haciendo al crucificar al Señor de la gloria (1 Corintios 2:8). Como ha observado el erudito
irlandés-estadounidense del Nuevo Testamento Dominic Crossan sobre la historia que cuenta
Mateo de la esposa de Pilato, quien soñó con Jesús (Mateo 27:19): había llegado el momento de
que el Imperio Romano comenzara a tener pesadillas; enviar a Jesús a la muerte era contribuir a la
entronización de aquel cuyo reinado sobre las naciones fluía de su amor soberano y restaurador
(Juan 13:1).
El punto es que, en los cuatro evangelios, se alienta a los lectores a ver la muerte de Jesús como
explícitamente “monárquica”, explícitamente “mesiánica”; en términos más simples,
explícitamente relacionada con el “reino” venidero. A lo largo de su ministerio, Jesús había estado
anunciando que el reino de Dios estaba cerca. Lo más probable es que sus seguidores esperaban
que este anuncio llevara a una marcha a Jerusalén, donde Jesús haría todo lo necesario para
completar lo que había comenzado. Y tenían razón, pero no en el sentido que esperaban o querían.
Esto es lo que los evangelistas están diciendo a través de este momento particular de la historia.
Así debía manifestarse el reino de Dios, el reino de Dios que Jesús venía anunciando y, como
Mesías, inaugurando.
Esta idea no necesita ser detallada en relación con los evangelios sinópticos, pero podemos
continuar enfatizándola en relación con Juan, cuya teología no suele ser vista como “teología del
reino”. De hecho, sin embargo, como hemos visto, Juan 18-19 ofrece una explosión densa y
detallada de la teología del reino, de modo que cuando encontramos el titulus en Juan 19:19 lo
leemos con especial y marcada ironía, pues aparece al final del debate entre Jesús y Pilato, por un
lado, y entre Jesús y los líderes judíos, por el otro, sobre el reino, la verdad, el poder y el César. El
apóstol nos dice que Jesús es el verdadero rey, cuyo reino llega de manera bastante inesperada; es
una locura para el gobernador romano y un escándalo para los líderes judíos.
Así que en los cuatro evangelios no hay vuelta atrás. Esta es la venida del reino, el gobierno
soberano del Dios de Israel en la tierra como en el cielo, ejercido a través del verdadero hijo y
heredero de David. Viene a través de su muerte. El hecho de que el reino se haya redefinido por la
cruz no significa que ya no es el reino; por otra parte, el hecho de que la cruz sea el acontecimiento
que trae el reino no deja de caracterizar la crucifixión como un horrible y brutal acto de injusticia
y, aun así, una poderosa acción de rescate divino. Ambos significados convergen en una relación
dramática, alarmante y permanente.
Si el bautismo y el título en la cruz son “sujetalibros” al inicio y al final que dan cohesión al
relato en todos los cuatro evangelios como la historia del reino alcanzado por la cruz y la cruz
alcanzando el reino, ¿qué pasa con el material intermedio? ¿Esta sólida evidencia narrativa está
respaldada por los principales marcadores estructurales con los que los diferentes evangelistas
organizaron su material?

“Tú eres el Mesías”

El marcador central más obvio en Marcos y Mateo es la compleja escena en Cesarea de Filipo y
lo que siguió (Marcos 8:27-9:1; Mateo 16:13-28). Aquí está el pasaje clave en la versión más corta,
la de Marcos:

Jesús y sus discípulos salieron hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. En el camino
les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”

“Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que uno de los
profetas”, contestaron.

“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”

“Tú eres el Cristo”, afirmó Pedro.

Jesús les ordenó que no hablaran a nadie acerca de él. (8:27-30)

Este pequeño diálogo constituye el punto medio en Marcos, recordando la voz del bautismo y
anticipando la pregunta paradójica de Caifás en el juicio (“¿Eres tú el Mesías, el hijo del Dios
bendito?” 14:61, que es una afirmación en griego; pero la frase se convierte en una pregunta por
la puntuación y, probablemente, el tono de voz) y la declaración del centurión al pie de la cruz
(“Ciertamente, este hombre era hijo de Dios”, 15:39). El evangelio de Mateo es más complejo en
su estructura, pero el incidente también se ubica en el medio. La escena equivalente de Lucas
(9:18-27) es igualmente dramática pero no juega el mismo papel estructural en la narrativa del
evangelista; para él el equivalente es 9:51, en el que Jesús “resuelve decididamente ir a Jerusalén”,
después del diálogo con Moisés y Elías durante la transfiguración, en 9:31.
En cualquier caso, vemos a los evangelistas vincular los dos elementos, el mesianismo y la
cruz, aunque los discípulos, en su momento, encontraron la combinación tan paradójica y poco
motivadora como la iglesia a lo largo de su historia. Jesús pregunta a los seguidores sobre su
identidad, y ellos declaran que creen que Jesús es el Mesías. Poco después, Jesús les dice que él
debe sufrir, morir y resucitar, y que ellos también deben sufrir si quieren seguirlo. El Mesías entrará
en su reino por una muerte horrible; y aquellos que no sólo lo siguen, sino que están llamados a
hacer su obra, deben esperar que su verdadera tarea—porque es precisamente eso, una verdadera
tarea—se llevará a cabo de la misma manera, por los mismos medios. Todo parecer indicar que la
iglesia primitiva entendió esto muy bien, a diferencia, lamentablemente, de la iglesia de hoy,
excepto, por supuesto, en aquellas partes del mundo, como China y Sudán, donde no hay
alternativa.
Mientras contemplamos la escena en Cesarea de Filipo, es de vital importancia que no
limitemos el significado mesiánico en nuestra búsqueda de afirmaciones al estilo de los credos
sobre la “deidad” de Jesús. Sí, los cuatro evangelios afirman, a menudo de manera sutil y profunda
(no de la manera torpe y algo obvia que algunos preferirían), que Jesús es la encarnación del Dios
de Israel que finalmente regresa para rescatar a su pueblo. Sin embargo, el significado de la
confesión de Pedro del Mesianismo de Jesús no es, “Tú eres la segunda persona de la trinidad”,
sino “Tú eres el Mesías de Israel”. Evidentemente, la expresión “hijo de Dios” en este sentido es,
de nuevo, un eco de los pasajes mesiánicos del Salmo 2, 2 Samuel 7 y otros. Y, en estos contextos,
su significado principal es “el Mesías de Israel, adoptado y ungido por Dios como su propio hijo”.
Los significados más completos que la expresión “hijo de Dios” llegó a connotar desde muy
temprano en el movimiento cristiano (ya en Pablo; como leemos en Romanos 8:3-4; Gálatas 4:4-
7) son misterios refrescantes que la iglesia primitiva descubrió dentro de ese contexto judío. No
indican que se abandonó el significado de “Mesías” y se puso algo diferente (“¿deidad”?) en su
lugar. Nos acercamos a este significado más completo y, en última instancia, a la teología de la
Trinidad en sí misma, a través de la puerta mesiánica y portadora del reino. De hecho, esta es la
puerta de entrada para comprender el significado tanto de la “divinidad” de Jesús como de su
“humanidad”. ¡Pero qué mejor que reemplazar estas categorías secas y abstractas con sus
originales bíblicos! Como Mesías—el Mesías a punto de ser crucificado—, Jesús personifica la
vocación de Israel y, con ella, la vocación de la raza humana entera. Sin embargo, también
personifica al Dios de Israel, el que vuelve y cumple sus promesas.
Entonces, lo que los cuatro evangelios quieren decirnos es que el reino mesiánico que Jesús
está trayendo vendrá a través de su sufrimiento y el sufrimiento de sus seguidores. Particularmente,
sin embargo, es el propio sufrimiento de Jesús, revelado gradualmente como única y
exclusivamente eficaz, el que se destaca a medida que avanzan los relatos evangélicos. El texto
clave de Marcos 9:1 y pasajes paralelos, tan comúnmente interpretados como una predicción
incumplida de una inminente “segunda venida”, o incluso “el fin del mundo”, nunca fue pensado
de esta manera por los evangelistas, o, creo, sus fuentes o tradiciones más antiguas. Llegando a la
conclusión de la predicción de Jesús sobre su sufrimiento y el de sus seguidores, esto es lo que
dice el texto:

Y añadió: “Les aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin
antes haber visto el reino de Dios llegar con poder”.
Frente a este pasaje, generaciones de eruditos posteriores a la Ilustración hicieron todo lo posible
para reducir los evangelios a la imaginación político-teológica del siglo XVIII. Ellos argumentan
que Jesús sí quiso decir que la segunda venida, el fin del mundo o una gran revolución política, o
todo eso a la vez, tendría lugar dentro de una generación. Dado que nada de eso ocurrió, Jesús
estaba equivocado, o al menos que la iglesia primitiva estaba equivocada al poner esas palabras en
su boca.
Debemos admitir, por supuesto, que la versión registrada en el evangelio de Mateo sí parece
referirse a la “segunda venida”, ya que habla de la venida del “hijo del hombre”:

“Les aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber
visto al Hijo del hombre llegar en su reino”. (Mateo 16:28)

Sin embargo, este entendimiento se basa en una suposición común pero profundamente errónea, a
saber, que “la venida del hijo del hombre” en el Nuevo Testamento se refiere a la “venida” a la
tierra de aquel que actualmente está en el cielo. Como vimos en el capítulo anterior, el texto de
Daniel, obviamente evocado en este respecto, indica muy claramente que la dirección del viaje es,
por así decirlo, hacia arriba, no hacia abajo. En Daniel, “uno como el hijo del hombre”—en otras
palabras, una “figura humana”—“viene” de la tierra al cielo para ser presentado ante el “Anciano
de Días”. Es un cambio del sufrimiento y la humillación a la entronización y la soberanía.
Mateo 28:16-20 debería haber enseñado a los lectores del evangelio al menos cómo el propio
Mateo entendió este pasaje clave (16:28). El apóstol no pensó que se refería a un tiempo, aún
futuro en la perspectiva de su tiempo, en el que Jesús regresaría de nuevo. Mateo creía que este
dicho se refería a los eventos relacionados con la muerte y resurrección de Jesús, que Jesús,
después de todo, había tratado unos pocos versículos antes. La muerte y resurrección de Jesús ya
lo constituyó como quien tiene “toda autoridad en el cielo y en la tierra” (28:18). Fue el fracaso
generalizado y duradero de la iglesia para darse cuenta de que esto es lo que Mateo y otros quieren
decir lo que abrió la puerta para muchas generaciones de lectores perplejos y confundidos.
Los textos equivalentes en Marcos y Lucas simplemente resaltan la venida del reino mismo, y
Marcos agrega “con poder”:

“Les aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber
visto el reino de Dios llegar con poder”. (Marcos 9:1)

Les aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber
visto el reino de Dios. (Lucas 9:27)

La intención de los tres evangelistas es mostrar, en estos versículos paralelos, su creencia de que
ya se había producido un cumplimiento del reino en la muerte y resurrección de Jesús. Lucas,
como sabemos, presta más atención a la resurrección y la ascensión en su relato que Mateo o
Marcos. Sin embargo, no tengo motivos para imaginar a Marcos como una especie de oscuro
escritor posmoderno cuya intención era que su evangelio terminara con la huida de mujeres
temerosas, porque él mismo no sabía ni creía nada más allá de ese punto. La mejor hipótesis es
ésta: los cuatro evangelistas creían que, con su crucifixión, Jesús de Nazaret había sido
entronizado, por paradójica que fuera la idea, como el Mesías de Israel y que, con este
acontecimiento, el Dios de Israel había establecido su reino en la tierra como está en el cielo.
Por supuesto, creyeron esto debido a la resurrección de Jesús. De la misma manera (opuesta),
ha sido su incredulidad en la resurrección física de Jesús lo que ha llevado a varios eruditos, desde
Reimarus a Bultmann, a asumir que los evangelistas se referían a otro gran evento venidero. Dichos
eruditos supusieron que este gran evento era la Parusía. El significado de la palabra griega parousia
es “presencia real” o “aparición divina”, o quizás ambas. Se ha convertido en un término técnico
común utilizado por los eruditos del Nuevo Testamento para referirse a la “segunda venida” de
Jesús y los supuestos fenómenos que la acompañan y que, según ellos, la iglesia creía que eran
inminentes. Según estos eruditos, los primeros cristianos pensaban que la Parusía sería el momento
en que finalmente vendría el reino. Al error de estos eruditos, se ha agregado la especulación
popular y la doctrina dispensacional (particularmente fuerte en los Estados Unidos), dando lugar
el estado actual de confusión acerca de los “últimos tiempos” tan prominentes en la vida de la
iglesia estadounidense contemporánea.
Los cuatro evangelios son muy conscientes de que esta discordia central sobre la venida del
reino de Dios⎯es decir, la afirmación de que Dios ya era rey del mundo y que lo había llegado a
ser de una manera nueva y dramática a través de la obra, la muerte y la resurrección de Jesús—era
altamente paradójica en su propio contexto, como lo es, de hecho, hasta el día de hoy. Entonces,
igual que ahora, la afirmación de que el reino de Dios ya estaba presente probablemente encontraría
una respuesta obvia: “¡El reino de Dios claramente no ha llegado! ¡Solo mira por la ventana!”.
Para los primeros discípulos, el problema era aún más serio, ya que enfrentaban hostilidad y, a
menudo, persecución. Sin embargo, no corrieron el riesgo de tener lo que hoy llamaríamos una
“escatología sobrerealizada”, imaginando (como algunos hoy sugieren, absurdamente a mi modo
de ver) que toda la nueva creación ya había llegado y que no había nada más que esperar.
De hecho, existe una parodia secular de esta idea, muy popular en el mundo occidental, al
menos hasta los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001: la creencia de que la historia se
había desarrollado al máximo, que el capitalismo occidental y la democracia liberal habían
“ganado” la Guerra Fría y que todas las naciones se alinearían con este admirable mundo
“ilustrado”. Hoy en día, ya no escuchamos esta propuesta con tanta frecuencia. Sin embargo,
podemos encontrarnos aquí con una de las razones por las que los críticos del período moderno ni
siquiera consideraron la posibilidad de que los evangelistas tuvieran razón, es decir, que Dios se
convirtió en rey a través de la obra de Jesús. Esto no sería, por parte de los críticos, un análisis
histórico objetivo, porque toda su cultura, la cultura europea y norteamericana de los siglos XVIII
al XX, creía implícitamente que una especie de utopía ya se había manifestado a través del triunfo
de la ideología de la “Ilustración”. El hecho de que todavía hoy nos enfrentemos a males
lamentables debería hacernos repensar.
Pero los evangelistas no necesitaban repensar su posición, ya que la afirmación que hacían no
era susceptible de falsificación sobre la base de la continua maldad, corrupción, violencia y muerte.
Al contrario: para todos ellos, cada uno a su manera, la manifestación del reino no se daría por
completo, de golpe. Resaltaron, después de todo, parábolas en las que Jesús enfatizó que el reino
vendría como una semilla cuyo crecimiento es gradual y secreto, o que involucraría extraños
reveses y repentinas exaltaciones. Como insistieron, el reino no había llegado de la manera que la
gente imaginaba. Esta es la idea explícita de Lucas en 19:11, y no parece ser el único que piensa
así. Los evangelistas nos recuerdan constantemente que la obra del reino realizada por Jesús generó
una oposición violenta tanto de fuentes humanas como sobrenaturales (es decir, demoníacas), que
la sombra de la cruz se cernía sobre la historia desde el principio, y que Jesús advirtió de la
necesidad de que sus seguidores abandonaran cualquier sueño de utopía inminente y se dispusieran
a beber de la copa que él mismo bebería.
Esto nos lleva de nuevo a Marcos 10, donde, en respuesta al pedido de Santiago y Juan de
sentarse a la derecha y a la izquierda “en su reino” (un pedido del que se hace eco parcialmente,
en Lucas 23:42, por parte del ladrón moribundo), Jesús hace una pregunta a cambio:

“¡No saben lo que están pidiendo!”, les replicó Jesús. “¿Pueden acaso beber el trago
amargo de la copa que yo bebo, o pasar por la prueba del bautismo con el que voy
a ser probado?”
“Sí, podemos”.
“Ustedes beberán de la copa que yo bebo”, les respondió Jesús, “y pasarán por
la prueba del bautismo con el que voy a ser probado, pero el sentarse a mi derecha
o a mi izquierda no me corresponde a mí concederlo. Eso ya está decidido”. (10:38-
40)

La importancia de este diálogo para nuestra presente discusión es enorme. Está claro para
Marcos que los ladrones a la derecha y a la izquierda de Jesús, como se describe en 15:27, son
aquellos para quienes “los lugares ya están señalados”. Pero esto quiere decir, como quizás ya
hemos concluido a la luz de la evidencia, que la crucifixión de Jesús es el momento en que se
convierte en rey, cuando, como lo expresaron Santiago y Juan, Jesús está en su “gloria” (10:37).
Esta es la poderosa⎯¡aunque profundamente paradójica!—“venida del reino” mencionada en
Marcos 9:1. Sin embargo, la llegada del reino de Dios de esta manera no significa que Santiago y
Juan, y muchos otros también, deban esperar una utopía tranquila y pacífica después. Al contrario,
todavía tendrán que beber de la copa de Jesús y ser bautizados con su bautismo. En otras palabras,
todavía tendrán que compartir el sufrimiento de Jesús y, posiblemente, su muerte. (Esto sucedió
rápidamente con Santiago, como descubrimos en Hechos 12:2).
Como ya hemos visto, es en este contexto que encontramos el reino y la cruz en yuxtaposición.
Jesús contrasta la práctica común de los gobernantes paganos con su propia visión de poder y
prestigio: “El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor” (10:43). Esto está en
el centro de su visión del reino. Además, este pensamiento no sólo es ejemplificado, sino también
materializado, por la propia vocación de Jesús: “… ni aun el Hijo del hombre vino para que le
sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.” (10:45). La declaración, lejos
de ser (como comúnmente se sugiere) una pieza aislada y abstracta de la “teología de la expiación”
en la tradición de la iglesia primitiva, agregada por Marcos o su fuente a una historia sobre otra
cosa (la inversión de los modos normales de poder), es, de hecho, el clímax teológica y
políticamente apropiado de toda la línea de pensamiento. Lo que llamamos la “expiación” y lo que
llamamos la “redefinición del reino” parecen ser parte integral de una sola cosa. Finalmente, como
veremos con mayor detalle, la cruz sí es la redefinición del reino, de la misma manera que el reino,
en su forma redefinida, sí es el máximo sentido de la cruz.
A medida que exploramos el significado del mesianismo de Jesús en los cuatro evangelios,
pronto descubrimos que este material central (del cual, por supuesto, solo hemos analizado una
pequeña parte) apoya nuestro planteamiento con base en los “sujetalibros”, el principio y el final,
el bautismo y el “título” en la cruz. ¿Qué hay de las historias de la cruz? ¿Qué luz arrojan sobre
nuestra pregunta, es decir, lo que aparentemente falta en los credos, el eslabón perdido entre la
encarnación y la expiación?

Contando la historia de la cruz

Normalmente se supone que los cuatro evangelistas, al narrar los hechos que condujeron a la
crucifixión de Jesús, lo hacen con la mínima intención de dar a estos hechos una interpretación
teológica. Como ya he explicado, cuando la gente escribe sobre “la teología de la expiación” la
tendencia ha sido buscarla en Pablo o Hebreos, extrayendo de los evangelios solo frases aisladas
que apoyarán (o así parece) el tipo de constructo “teológico” que ya ha sido extraído de Pablo.
Ciertamente, los relatos acerca del encarcelamiento, el juicio y la crucifixión han sido escudriñados
en busca de indicios de “significado”, y estos se han relacionado principalmente con el Antiguo
Testamento, en pasajes como el Salmo 22:1. Sin embargo, la idea de que las historias mismas están
cargadas de significado teológico no ha recibido la atención adecuada. De hecho, una vez que nos
damos cuenta de lo que los evangelistas están haciendo en sus escritos, es de esperarse que las
historias de las audiencias y los juicios en todos los evangelios tengan ese mismo propósito, en
lugar de solo servir como contexto para el Calvario. En otras palabras, los juicios se ocupan del
“por qué” teológico y soteriológico. de la cruz, no sólo con el “cómo”. Aprender a leerlos de esta
manera puede ser una novedad, pero es una práctica que los cristianos occidentales deberíamos
adquirir cuanto antes. Juan es un buen punto de partida.
Ya he escrito sobre Juan 18 y 19 con cierto detalle y traté de mostrar que en la gran escena de
Jesús (y los principales sacerdotes) ante Pilato, Juan dice mucho sobre la importancia de la muerte
de Jesús. El debate entre Jesús y Pilato que presenta el evangelista es sobre el “reino”, aunque se
desarrolle bajo la sombra de la cruz; o, dicho de otro modo, se trata de motivos de la cruz, motivos
que vienen a ser del reino. La conexión entre el reino y la cruz forma la lógica interna de toda la
historia, enfatizando tanto la inevitabilidad como la necesidad (en términos humanos, tenía que
suceder; en el plan divino, tenía que suceder) de que el reino del que habla Jesús se ponga en
marcha mediante su muerte.
Jesús vuelve a tomar la iniciativa en el diálogo, introduciendo la discusión de los diferentes
tipos de “reino”. “Mi reino no es de los que se desarrollan aquí”, dice (18:36). (Nótese que la
traducción más frecuente, “Mi reino no es de este mundo”, ha contribuido a varios malentendidos
en la interpretación de los cuatro evangelios. Parece sugerir que el “reino” de Jesús es “místico” o
“de otro mundo.” El griego para “de este mundo” es ek tou kosmou touto; ek, que significa “desde”
o “de”, es la palabra crucial.) No hay duda de que Jesús está hablando de un “reino” en y para este
mundo. En los capítulos anteriores, la progresión continua de dichos sobre el juicio del “príncipe
de este mundo” aclara que, como ya hemos observado, en los acontecimientos que ahora se
desarrollan, vamos a ver la confrontación final entre el reino de Dios y los reinos del mundo, más
notablemente en la interacción entre Jesús y Pilato.
Entonces, para Juan, parte del significado de la cruz es que no es solo lo que sucede, en
términos puramente pragmáticos, cuando el reino de Dios desafía al reino de César. Es también lo
que debe suceder para que prevalezca el reino de Dios, cuyo avance es (como insiste Jesús) a
través de la no violencia en lugar de la violencia. Esta es la “verdad” de la que Jesús vino a dar
testimonio, la “verdad” que no encaja en la cosmovisión de Pilato (18:38). Está ejemplificado por
Jesús, inmediata y dramáticamente, al tomar el lugar de Barrabás el ladrón (18:38-40). Esta es la
“verdad” de la que testifica Jesús: la verdad de un reino conquistado por la muerte de los inocentes
en lugar de los culpables.
Además, en la visión joánica más amplia, encontramos que la única palabra que realmente está
a la altura de esta combinación del reino y la cruz es agape, “el amor”. La muerte de Jesús es la
expresión del amor de Dios, como deja claro el famoso versículo de Juan 3:16. Para Juan, es
también la expresión del propio amor de Jesús: “Y habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el fin” (13:1). Con esto, Juan introduce la poderosa y tierna escena en la que
Jesús lava los pies a los discípulos. Entre estos dos pasajes citados, encontramos el gran discurso
del “buen pastor”, según el cual el amor recíproco entre padre e hijo conduce directamente a la
vocación de Jesús de “dar la vida por las ovejas” (10:15).
A lo largo del relato, Jesús sigue siendo el rey ungido de Dios, coronado como tal por los
paganos, por irónica que fuera la corona de espinas (Juan 19:1-3). Como rey ungido, es el
verdadero ser humano. Cuando Pilato dice: “¡He aquí el hombre!” (19:5), ciertamente debemos
escuchar ecos de ese momento primigenio joánico, el Verbo hecho carne en la cumbre del nuevo
Génesis (1:14). Pero este Génesis, esta nueva creación, está dirigido a la redención; y el Mesías
sufriente, vestido con un irónico atuendo real (que se vuelve aún más irónico por el tratamiento
del tema por Juan), hace por su pueblo y por el mundo lo que dijo que siempre haría: como un
pastor que da su vida por las ovejas, como una semilla sembrado en la tierra que da mucho fruto.
La cruz está en el corazón de la teología del reino que se encuentra en Juan, que, en este impactante
pasaje, se revela como la esencia de su teología redentora, la visión del amor de Dios revelado en
la acción salvífica en la muerte de su Hijo, el Cordero, el Mesías.
Si la cruz es central para la visión de Juan del reino, es igualmente cierto que el reino es central
para el significado de la cruz para el apóstol. Cualquier intento de separar la teología de la
redención de Juan de su teología del reino y la nueva creación está destinado al fracaso. A medida
que la escena del juicio se acerca lentamente a su conclusión, surgen más ironías: la ironía de la
acusación de que Jesús “se ha hecho pasar por Hijo de Dios” (19:7), una declaración que
obviamente fue hecha por el César; la ironía del reconocimiento de Jesús de que Pilato había
recibido autoridad sobre él de Dios (19:11); la ironía final de los principales sacerdotes al afirmar
que no tenían “más rey que César” (19:15). En un pasaje cargado de una irónica teología del reino,
progresivamente, palmo a palmo, vamos descubriendo el “por qué” teológico de la cruz dentro del
“cómo” histórico. Como ya deberíamos habernos dado cuenta, el “levantamiento” de Jesús en la
cruz es su exaltación como “Rey de los judíos”, pues el reino que se pone en marcha es la victoria
del amor de Dios. El reino y la cruz están completamente unidos.
Qué fácil sería para nosotros en Occidente suspirar aliviados en este punto. “¡Ah!”, pensamos,
“el reino de Dios es simplemente la suma total de las almas que responden con fe al amor de Dios.
No es un reino real de espacio, tiempo y materia. Es una realidad espiritual, ‘no de este mundo’”.
Juan, sin embargo, no aceptará este tipo de reduccionismo platónico. Recordemos los pasajes
anteriores sobre el gobernante de este mundo, que ha de ser expulsado, condenado y derrotado. La
referencia parece aludir a un ser cuya presencia está detrás de los actuales gobernantes terrenales
y que también está encarnado en ellos; no estamos hablando simplemente de una “victoria”
espiritual que no afecta al gobierno humano actual.
Además, las escenas de la resurrección en Juan 20-21 no se refieren a una existencia celestial,
separada de este mundo, sino precisamente a la nueva creación, el nuevo Génesis que finalmente
ha llegado. El famoso tetelestai a las 19:30 (“¡Todo se ha cumplido!”) corresponde al synetelesen
de Génesis 2:2 (“Dios descansó porque había terminado la obra que había emprendido”); en
Génesis y Juan, Dios termina, el sexto día, la obra que había comenzado, y luego descansa el
séptimo día. Como señala Juan, la resurrección tiene lugar el primer día de la semana (20:1, 19).
María es enviada a decir a los demás discípulos que Jesús será entronizado junto al Padre (20:17);
Pedro es enviado a alimentar y cuidar el rebaño (21:15-17). Así es como el reino, que viene de lo
alto, llega a este mundo. La obra de redención está completa; ahora, después de que Jesús haya
sido “glorificado” y haya terminado la obra de rescatar a su pueblo, se puede dar el Espíritu y sus
seguidores pueden comenzar su propia obra. Es así, recordando cuán minuciosamente fue
redefinido, que el reino de Dios vendrá en la tierra como en el cielo. La cruz cumple el propósito
del reino, así como el reino se cumple con la victoria de Jesús en la cruz.
Ciertamente, entonces, Juan no es una excepción a la generalización de que los cuatro
evangelios unen la cruz y el reino en la combinación más cercana posible. En principio, podríamos
volver a los sinópticos y mostrar pasaje tras pasaje donde sucede lo mismo. Piensa en el programa
del reino descrito en el Sermón de la Montaña (Mateo 5-7), que en sí mismo anticipa la cruz: Jesús
mismo ama a sus enemigos, llega hasta donde lo obligan los soldados romanos y pone la otra
mejilla antes de ser colocada como una ciudad sobre un monte, como una luz sobre un poste. Leer
el relato de la pasión de Mateo a la luz del Sermón del Monte es descubrir cuán sutil es él en la
construcción de su historia.
Asimismo, Lucas insiste, una y otra vez, en la necesidad de la cruz como cumplimiento del
gran relato bíblico que, como sabemos en el capítulo 4 de su evangelio, era también el relato del
reino, el anuncio del jubileo. Después de todo, la vida de Jesús estuvo amenazada desde el
principio, en el anuncio de la apertura del reino en Nazaret (4:16-30). Su declaración de apertura
sobre lo que Dios estaba haciendo podría haberlo llevado fácilmente a su muerte de inmediato.
Cualquier idea de una “primavera de Galilea” donde todos pensaban en lo maravilloso que era
Jesús, hasta que hubo un cambio de humor, ciertamente no se puede encontrar en Lucas. Anunciar
e inaugurar el reino significa ir a la cruz; la sombra de la cruz cae sobre el anuncio del reino, página
tras página de la historia. Lucas insiste en su interpretación del porqué de esta realidad:

“Esto es lo que está escrito”, les explicó. “Que el Mesías padecerá y resucitará al
tercer día, y en su nombre se predicarán el arrepentimiento y el perdón de pecados
a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Ustedes son testigos de estas
cosas.” (24:46-48)

En el contexto en cuestión, no debemos imaginar que la “remisión de los pecados” sea algo
puramente individualista. A la luz del “Manifiesto de Nazaret” (4:16-21), la remisión parece
englobar el principio del jubileo: la remisión de todas las deudas, el suspiro de alivio cósmico ante
el nuevo éxodo de Dios, rescatando a los hombres de todas las formas de esclavitud. Los seguidores
de Jesús fueron comisionados y empoderados por el Espíritu para anunciar al mundo que había
una forma diferente de ser humano. Hechos, con sus diversos episodios de enfrentamiento,
persecución y martirio, desarrolla precisamente este programa de liberación. Es como si Lucas nos
dijera: “Así son las cosas cuando Jesús es entronizado como Señor del mundo y sus seguidores
salen a aplicar su gobierno real”. El mensaje llega a Roma, donde el reino de Dios y el señorío de
Jesús son anunciados “sin impedimento y sin temor alguno” (28:31).
En Lucas, como en Juan, el panorama general está lleno de pequeños toques reveladores
destinados a mostrar que la conquista cósmica del reino debe aplicarse vívidamente a cada
individuo sin excepción. Contrariamente a la absurda afirmación de algunos de que Lucas
realmente no tiene una teología de la expiación (¡principalmente sobre la base de que no reproduce
Marcos 10:45!), encontramos al evangelista retratando a Jesús una y otra vez como alguien
acusado de crímenes de los que era inocente, mientras que la gente a su alrededor era culpable:
Comenzaron la acusación con estas palabras: “Hemos descubierto a este hombre
agitando a nuestra nación. Se opone al pago de impuestos al emperador y afirma
que él es el Mesías, un rey.” (23:1-2)

[Pilato] soltó al hombre que le pedían, el que por insurrección y homicidio había
sido echado en la cárcel, y dejó que hicieran con Jesús lo que quisieran. (23:25)

Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren
más bien por ustedes y por sus hijos. Miren, va a llegar el tiempo en que se dirá:
‘¡Dichosas las estériles, que nunca dieron a luz ni amamantaron!’ Entonces dirán a
las montañas: ‘¡Caigan sobre nosotros!’, y a las colinas: ‘¡Cúbrannos!’ Porque, si
esto se hace cuando el árbol está verde, ¿qué no sucederá cuando esté seco?”
(23:28-31)

En otras palabras, Jesús es el árbol “verde”, el que no está listo para ser quemado. Él es inocente.
Pero en todas partes, creciendo en las calles y callejones de Jerusalén, hay jóvenes, como pedazos
de madera, que algún día estarán listos para el fuego cuando llegue el momento.
La inocencia de Jesús sigue siendo un tema principal a lo largo del relato de la crucifixión de
Lucas:

Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo: “¿No eres tú el Cristo?
Sálvate a ti mismo y a nosotros!”
Pero el otro criminal lo reprendió: “¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque
sufres la misma condena? En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que
merecen nuestros delitos; este, en cambio, no ha hecho nada malo. (23:39-41)

El centurión, al ver lo que había sucedido, alabó a Dios y dijo: Verdaderamente este
hombre era justo [in the right, en traducción de Wright]. (23:47)

Por lo tanto, los cuatro evangelios canónicos exigen que los leamos con los dos temas
principales, el reino y la cruz, total y completamente integrados, algo a lo que la mayoría de las
iglesias occidentales no han prestado atención. Y la historia no se detiene allí.

El templo, el reino y la cruz

Un símbolo en particular se destacaba entre los demás en el judaísmo palestino del primer siglo.
De hecho, se situaba orgullosamente sobre un montículo, donde no podía ocultarse. El Templo de
Jerusalén no era simplemente un edificio “religioso” en nuestro sentido moderno, o incluso en el
sentido que algunos escritores antiguos habrían reconocido. Como ahora se reconoce ampliamente,
las distinciones modernas entre “religión” y muchas otras cosas⎯“política”, “estética”, “cultura”,
“economía”, etc.⎯no tenía mucho sentido en el mundo antiguo en general. Y no tenían sentido
alguno en el judaísmo en particular. El Templo no sólo era el centro de toda la vida nacional, sino
también, según creían los judíos (y como muchos pueblos antiguos creían acerca de sus templos),
el lugar donde el cielo y la tierra se conectaban y se sobreponían, el lugar donde uno iba en busca
de sanación, perdón y renovación en su comunión con el Dios de Israel. El Templo también era, y
una mirada rápida al Antiguo Testamento mostrará lo que esto significa, el lugar donde Dios había
establecido su centro operativo. Después de todo, los “cielos” eran vistos como la sala del trono,
el lugar desde el cual se gobernaría la “tierra”. Si “el cielo”, sin embargo, se vinculara con un punto
particular de la “tierra”, ahí es donde se concentraría el poder. El poder divino. La teocracia. El
reino de Dios. Mucho antes de que alguien pensara en la conexión entre el reino y la cruz, el reino
y el Templo formaban una conexión mucho más obvia.
Los evangelios nos cuentan la historia de Jesús como un templo andante y, desde el principio,
nos dan pistas sobre cómo interpretarlo de esa manera. “¿Quién es este?” es la pregunta común
que la gente hace cuando ve a Jesús hacer cosas extraordinarias, hablar con autoridad y
comportarse como si estuviera a cargo. Jesús es retratado por los evangelios como un apocalipsis
individual, el lugar donde el cielo y la tierra se encuentran, el lugar y el medio por el cual las
personas pueden encontrar renovación y restauración como el pueblo del único Dios, donde el
poder se redefine, se invierte (o más bien, se coloca en la dirección correcta). Jesús llama a doce
compañeros, exponiendo la idea exacta pero implícita de que él estaba constituyendo el pueblo de
Dios de una manera más formal y, de hecho, poderosa, incluso cuando aquellos doce seguían
confundidos, peligrosamente confundidos, en cuanto a lo que Jesús realmente estaba haciendo.
Todas estas cosas eran señales, a la luz de las ideas de la época en que Jesús vivía (¡tan diferentes
de las nuestras!), de que ciertamente había inaugurado un nuevo tipo de teocracia y se veía a sí
mismo como un tipo diferente de rey.
Pero justo cuando nosotros en el mundo de hoy podríamos comenzar a preocuparnos por este
tipo de teocracia, nos enfrentamos a su máxima redefinición. Solo para recapitular: Marcos, como
hemos visto, le da a su historia una estructura simple, que toma la forma de dos grandes vueltas:
desde la voz del bautismo hasta la confesión de Pedro y la voz de la transfiguración; y luego a la
pregunta del sumo sacerdote (cuya forma en el original es una afirmación) y la declaración de fe
del centurión:

“Tú eres mi Hijo amado!; estoy muy complacido contigo.” (1:11)


“Tú eres el Mesías”. (8:29)
“Este es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!” (9:7)
“¿Eres el Mesías, el Hijo del Bendito?” (2:61)
“¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!” (15:39)
Por supuesto, esto es lo que Marcos quiere que sepamos. Pero a lo largo de todo el relato, esta
condición de hijo, que, como hemos visto, forma parte del encargo real global del Salmo 2, se
redefine constantemente por la vocación del sufrimiento. Marcos nunca contempla un período en
el que Jesús simplemente está haciendo la obra del reino sin que la sombra de la cruz caiga sobre
la página. De ahí la gran ironía (que Pablo resume en las palabras Christos estauromenos, “el
Mesías crucificado,” 1 Corintios 1:23) que caracteriza a Marcos, de principio a fin. Caifás hace
una pregunta, pero dependiendo de la entonación, las palabras que usa también pueden
interpretarse como una declaración: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo del Bendito!” Y el centurión
reconoce a Jesús como el Hijo de Dios cuando, después de morir, Jesús parece ser todo lo contrario.
No sabemos qué pensaba Marcos que el centurión quería decir. La ironía se acentúa. Parece que
Jesús solo alcanzará la soberanía global a través del sufrimiento; y esto, para Marcos, parece
significar no sólo que Jesús debe pasar por el sufrimiento para lograr ese objetivo, como quien va
por un túnel oscuro hacia la luz, sino también que el sufrimiento será de alguna manera eficaz en
el cumplimiento de su tarea y del establecimiento. de su soberanía.
Caifás, el sumo sacerdote encargado del Templo, es quien pronuncia la “confesión de fe” más
completa e irónica: “¡Mesías, el Hijo del Dios Bendito!” Ambos Jesús y Caifás no pueden tener
razón. O Caifás tiene razón, y Jesús es simplemente un blasfemo peligroso, o Jesús tiene razón, y
Caifás simboliza el gran problema del liderazgo judío de la época, que no reconoció el momento
de la visita divina (Lucas 19:44). Para los evangelistas, no hay duda: Jesús es la realidad, el lugar
donde habita el Dios de Israel, el ser humano en y por medio de quien aquel que llamó a Abrahán
e hizo oír su voz en el Sinaí volvía ahora para juzgar y salvar. Jesús es la realidad, y el Templo
actual y sus portavoces oficiales deben dar paso al Mesías. No es casualidad, desde el punto de
vista de los evangelistas, que cuando Jesús finalmente entrega su espíritu, el velo del Templo se
rasga de arriba abajo (Marcos 15:38).
De hecho, los cuatro evangelistas dejan bastante claro que debemos relacionar el reinado y la
muerte de Jesús con el Templo o, más bien, con el cumplimiento del papel del Templo en la
persona de Jesús (uno de los temas principales en Juan). Cada vez se reconoce más, creo, que los
evangelistas sinópticos presentan la Última Cena como un momento del “nuevo Templo”. Después
de pronunciar el juicio de Dios sobre el antiguo Templo en una acción dramática, seguido de su
discurso en el Monte de los Olivos, Jesús reúne a los discípulos en torno suyo para celebrar una
“cena pascual diferente”, una comida que no sólo se remonta al pasado, sino al éxodo, como
siempre, pero también anticipa el nuevo éxodo que Jesús está a punto de cumplir. Como todas las
comidas de la Pascua, no era solo una señal, sino un medio, al compartir comida y vino, para
participar del evento que está por ocurrir. Cuando Jesús quiso explicar a los discípulos el
significado de su muerte, no les dio una teoría, sino una comida. Los sinópticos lo enfatizan de
una manera, mientras que Juan lo hace de otra (con el lavatorio de los pies, capítulo 13).
Ahora bien, si lo que dije antes sobre la importancia política del Templo tiene alguna relevancia
en este contexto, significa que la redefinición del Templo por parte de Jesús también fue parte de
lo que los evangelistas vieron como el establecimiento de un reino muy superior al de Herodes o
al del César. Para que se inaugurara una nueva teocracia, se necesitaría un nuevo Templo, desde
el cual el Dios vivo pudiera recibir la adoración del mundo y gobernar su creación con sabiduría.
Este es el planteamiento que la teología política de hoy probablemente encuentre difícil de aceptar.
Sin embargo, para una visión genuinamente judía de la teocracia, Dios debe estar presente. Y esto
es lo que los evangelios—especialmente Juan, pero también los demás—ofrecen: el Dios que está
en medio de nosotros en y como Jesús el Mesías y que luego se compromete a estar en medio de
nosotros, a través de Jesús y en la persona del Espíritu. Jesús mismo es el Templo nuevo, en el
centro de la nueva creación; sin embargo, llegará el día en que toda la tierra rebosará con el
conocimiento de Dios como rebosa el mar con las aguas (Isaías 11:9). Por lo tanto, este Templo,
como el tabernáculo en el desierto, es un templo móvil. En el poder del Espíritu, el pueblo de Jesús
se propaga y se convierte en morada de Dios dondequiera que vaya, anticipando el cumplimiento
de la promesa a través de su vida y trabajo comunitarios marcados por la cruz.
Creo que todo esto genera una visión tan amplia y completa de la cruz y de sus logros que sólo
nos queda contemplarla. Todas las “teorías” de la “expiación” encajan sin ningún problema dentro
de ella, pero va mucho más allá de todas ellas y entre en las tierras salvajes e indómitas de la
historia y la teología, la política y la imaginación. Desafortunadamente, hemos disminuido la cruz,
imaginándola solo como un mecanismo por el cual podemos escapar de nuestra perversidad egoísta
o como un ejemplo de alguna verdad benévola. Sin embargo, es algo mucho, mucho más grande.
La cruz es el momento en que la historia de Israel alcanza su clímax; el momento en que, por fin,
los centinelas sobre los muros de Jerusalén ven a su Dios volver en su reino; el momento en que
el pueblo de Dios se renueve para ser, por fin, el real sacerdocio que tomará posesión del mundo,
no por el poder, sino por el poder del amor; el momento en que el reino de Dios vence a los reinos
de este mundo. Es el momento en que una gran puerta antigua, cerrada y sellada desde nuestra
primera desobediencia, se abre de golpe, revelando no solo el jardín, abierto una vez más para
nuestro deleite, sino la ciudad venidera, la ciudad-jardín que Dios siempre planeó y ahora nos
invita a entrar y construir con él. El poder de las tinieblas, un obstáculo en el camino de la visión
del reino, ha sido derrotado, destronado y anulado. Sus legiones seguirán haciendo mucho ruido y
causando mucho dolor, pero la victoria final ahora está asegurada. Esta es la visión que nos ofrecen
los evangelistas al unir el reino y la cruz.

El reino y la cruz en interpretación mutua

En resumen, ¿qué podemos decir acerca de la descripción que hacen los evangelistas del reino y
la cruz, y qué podemos aprender acerca de cada uno de esta combinación explosiva pero que a
menudo se pasa por alto?
Ofrezco tres reflexiones acerca de lo que esta combinación significa para nuestra visión del
reino. La primera es que los evangelistas insisten en que el reino en realidad fue inaugurado por
Jesús en su activa carrera pública, durante el tiempo que transcurrió entre su bautismo y la cruz.
Todo lo que cuentan es la historia de “cómo Dios se convirtió en rey en y a través de Jesús”.
Nótese, sin embargo, lo siguiente: nosotros en Occidente, quizás desde Calcedonia o Nicea, leemos
como texto principal lo que los evangelios tratan como presuposiciones. En los cuatro evangelios,
Jesús es la personificación (“encarnación”) del Dios de Israel. Pero ese no es su tema principal; ni
siquiera, creo yo, en el evangelio de Juan. El tema principal es que, en y a través de Jesús el Mesías,
el Dios de Israel reinstala su gobierno soberano sobre Israel y el mundo.
En términos musicales, cambiamos el tono por la melodía. El tono en el que suenan los
evangelios es la cristología de la encarnación, pero su melodía es del reino y la “cristología” en el
sentido mucho más estricto de “Jesús como Mesías”. Alguien cuya formación doctrinal se basó en
los grandes credos nunca habría adivinado que era lo que sus escrituras canónicas estaban tratando
de decirle. En la vida y muerte mesiánicas de Jesús, el Dios de Israel en verdad se convirtió en el
rey del mundo. Muchas veces he leído obras piadosas en las que este punto, tan clave para el
testimonio de Jesús en el Nuevo Testamento, es ignorado con un silencio total. Esta misma
mañana, mientras reformulaba este párrafo, leí otra obra de este mismo tipo.
La segunda reflexión es que este reino se define radicalmente en relación con todo el programa
de sufrimiento de Jesús, incluida su muerte, el cual va en contra de cualquier insinuación simplista
de (lo que nosotros llamamos) triunfalismo. Al igual que en el libro de Apocalipsis, la victoria y
la soberanía pertenecen al Cordero que fue sacrificado, pero su muerte no fue simplemente un
evento único y desafortunado que ahora los seguidores del Cordero pueden reemplazar con el uso
de armas y los métodos de Herodes o Pilato para realizar el reino. Algunos de los que desean
realizar el reino de Jesús se olvidan de esto, como pasó con Pedro y los demás. Trataron de
convencer a Jesús que desistiera del sufrimiento y la muerte, la vocación que él sentía que le
correspondía como Mesías, y que abrazara la visión de un reino mucho más como los reinos de
este mundo.
Esta paradoja no ha cambiado, y aquellos más directamente involucrados con el trabajo del
reino saben que los poderes oscuros a los que se enfrentan son crueles, malvados y sucios. El
martirio de un tipo u otro, el sufrimiento de un tipo u otro, es lo que les espera a los que traen el
reino. Aquí, por cierto, está la respuesta cristiana al desafío posmoderno. Nuestra “gran historia”
no es una historia de poder. Nuestro propósito no es obtener dinero, sexo o poder para nosotros
mismos, aunque estas tentaciones siempre están al acecho. La historia cristiana es una historia de
amor que opera a través de Jesús y luego, por medio del Espíritu, a través de los seguidores de
Jesús. Esta es la edificación de la iglesia contra la cual no pueden prevalecer los poderes del
infierno y, de paso, la deconstrucción.
La tercera reflexión es que el reino que Jesús introdujo, que se implementa a través de su
crucifixión, es enfáticamente para este mundo. Juntos, los cuatro evangelios exigen una
reevaluación de las diversas tácticas de evasión que empleó el cristianismo occidental en lugar de
enfrentar el desafío desde el principio. Ya no podemos simplemente pedir a la gente que escoja
entre dos opciones, como se ha hecho en el pasado: entre un tipo de “cristiandad”, que
normalmente quiere decir la rendición del evangelio ante la forma en que el poder funciona en el
mundo, y una forma de retirada sectaria. La vida es más compleja, más interesante y más desafiante
que eso. Los evangelios están ahí, esperando preparar a una nueva generación para una misión
holística, para encarnar, explicar y abogar por nuevas formas de organizar comunidades, naciones
y el mundo. La iglesia debe estar en el centro del mundo, para funcionar como el lugar de oración
y santidad en el epicentro del dolor del mundo. Su función no es ser una versión “religiosa” del
mundo, ni tampoco un enclave separado, orientado solo hacia el cielo. El hecho de que nos resulte
tan difícil formular, y mucho menos vivir, una visión de la iglesia, el reino y el mundo que no se
ajuste a esas dos opciones solo demuestra el nivel de nuestra confusión contemporánea.
¿Qué pasa si invertimos la pregunta? En otras palabras, ¿qué aprendemos acerca de la cruz
cuando descubrimos que los evangelios la presentan como el medio por el cual Dios (en Jesús) se
convirtió en rey del mundo? Una vez más, veo tres respuestas inmediatas a esta desafiante
pregunta.
La primera es que la manera tan insatisfactoria en que formulamos las opciones con respecto
a la teología de la expiación. Hemos hecho las preguntas equivocadas, ya que no trataban del reino.
No se han referido a la venida del gobierno soberano y salvífico de Dios en la tierra como en el
cielo. En cambio, nuestras preguntas han tratado de una “salvación” que rescata a las personas del
mundo en vez de para el mundo. “Ir al cielo” ha sido el objetivo (en la iglesia occidental desde al
menos la Edad Media); el “pecado” es lo que nos impide llegar allí; así que la cruz debe lidiar con
el pecado, para que podamos dejar este mundo e ir a otro, mucho mejor, el cielo, o la “eternidad”,
o donde sea. Sin embargo, esto simplemente no coincide con la historia que nos cuentan los
evangelios, lo que, una vez más, explica por qué todos malinterpretamos estos maravillosos textos.
Cualquiera que sea el logro de la cruz, si vamos a tomar los evangelios en serio debe articularse
en el contexto de la victoria que trae el reino. Esta es la máxima redefinición-en-acción de la tarea
mesiánica, la vocación mesiánica para la venida del reino. En los cuatro evangelios, y no solo en
Juan, la cruz es la victoria que vence al mundo. No me gusta explicarlo solo en términos de
Christus Victor, ya que históricamente esa interpretación ha sido asociada con otros tipos de
desarrollo y contrapuesta a otras teologías de la expiación. Sin embargo, la idea de la victoria
mesiánica como una nueva interpretación de un antiguo tema judío es precisamente lo que tienen
en mente los cuatro evangelios.
La segunda respuesta, sin embargo, es que cuando vemos la cruz a la luz del reino, descubrimos
un modelo nuevo y útil para comprender los temas controvertidos que rodean la teología de la
expiación sustitutiva. Como he argumentado extensamente en otro lugar, Jesús entendió su muerte
en términos de varios aspectos de testimonio bíblico, más notablemente Isaías 40-55 y, en el
contexto de este pasaje, la gran sección sobre la sustitución vicaria, el Canto del Cuarto Siervo
(52:13-53:12). En cuanto a los cuatro evangelios, no cabe duda de que siguen esta línea. Para ellos,
Jesús muere una muerte penal en lugar de los culpables, es decir, del Israel culpable y de la
humanidad culpable. Los evangelistas comunican al lector que la muerte de Jesús traerá el gran
jubileo, la liberación de las deudas de todo tipo, algo que había sido anunciado y que constituye la
característica central del reino.
Todo esto tiene sentido no porque contrastemos “sustitución” con “representación”, como ha
sido la práctica común, sino al ver el papel de Jesús precisamente como el Mesías representante
de Israel, por lo que está perfectamente posicionado para ser el sustituto de Israel y del mundo.
“Desjudaizar” o “deshistorizar” esta doctrina es correr el riesgo de formar caricaturas, algo que,
lamentablemente, ha sido común en ciertas predicaciones evangélicas (Dios exigía sangre, deseaba
castigar a alguien, en algún lugar, y estaba dispuesto a derramar toda su furia sobre un transeúnte
inocente que resulta ser su hijo). Ignorar todo el esquema narrativo de los evangelios y acudir a
Pablo en busca de una formulación más abstracta es caracterizar erróneamente al apóstol y
marginar el centro de las Escrituras. Considera, por ejemplo, Filipenses 2:6-11, un texto que, en
esta lectura, funciona más o menos como un resumen de los evangelios. Quizás es por eso que la
erudición del siglo XX trató de separar este pasaje del supuesto “Pablo de la imaginación
protestante”. Cualquier cosa menos que tomar en serio el concepto completamente bíblico del
reino y la cruz.
La tercera respuesta es que si la cruz debe interpretarse como la venida del reino en la tierra
como en el cielo, centrada en algún tipo de victoria mesiánica, fusionada con algún tipo de
sustitución e interpretada a través de algún tipo de representación, entonces la aplicación principal
de la cruz en los cuatro evangelios no es una predicación abstracta sobre “cómo obtener el perdón
de los pecados” o “cómo llegar al cielo”, sino un programa en el que las personas perdonadas se
ponen a trabajar, ocupándose de las males del mundo a la luz de la victoria del Calvario. Aquellos
cuya relación con Dios ha sido “rectificada” a través de la cruz han de ser los que “rectifican” el
mundo. La justificación es el modo en que Dios anticipa la “rectificación” de los hombres y
mujeres, hasta el día en que corregirá todas las cosas, constituyendo así al pueblo justificado como
el agente clave de su proyecto posterior. De esta idea fluye una nueva misionología, que incluye
una teología política integrada, y una nueva eclesiología de apoyo, una comunidad cuya esencia
misma estará formada por el perdón.
Hay mucho más que decir sobre esto, pero no aquí. Desafortunadamente, sospecho que hemos
llegado al punto en el que mi argumento general encontrará una sólida resistencia, por las mismas
razones que condujeron a la separación del reino y la cruz en el pasado, pero ahora con el incentivo
adicional de la separación implícita inspirada en la Ilustración. Nuestra cultura, incluida gran parte
de la cultura cristiana, no quiere saber de este reino y, para no correr ningún riesgo, prefiere una
cruz que nos lleve a otro ámbito. Sin embargo, insisto en que pensar de esta manera es ser
drásticamente infiel a la esencia misma de las Escrituras, a los cuatro libros inspirados a través de
los cuales encontramos al Mesías, Jesús, el mismo ayer, hoy y por los siglos.

El reino, la cruz, la resurrección y la ascensión

Para concluir, algo sobre las conclusiones inmediatas que se extraen de todo lo anterior. He escrito
extensamente sobre la resurrección (La Resurrección del Hijo de Dios, Sorprendidos por la
Esperanza) y también sobre la ascensión—además de las obras citadas, cf. Acts for Everyone).15
16
Este no es el momento de volver a profundizar en ese tipo de detalles. Sin embargo, sería un
error apartarse de este aspecto de los relatos evangélicos sin explicar el efecto de la resurrección y
la ascensión en el significado de la cruz y el reino que hemos estado explorando. (La ascensión se
describe explícitamente solo en Lucas, pero se insinúa en Marcos y Juan; Mateo, a su vez, la
enfatiza de otra manera). Con respecto al problema abordado en este libro⎯lo que debería aparecer
en el credo pero brilla por su ausencia⎯hemos analizado con cierto detalle cómo el “reino” puede
usarse para llenar el espacio entre la “encarnación” y la “cruz”. Pero, ¿y el resto de la historia?
Primero, es evidente que, sin la resurrección de Jesús, los evangelistas ni siquiera hubieran
tenido una historia que contar. Miles de jóvenes judíos fueron crucificados por los romanos. Muy
pocos de ellos se mencionan en las fuentes históricas, excepto como una especie de alarmante nota
al pie de página. Incluso aquellos que piensan que los evangelistas no fueron más que astutos
inventores de ficción popular, cuyo objetivo era revivir un “movimiento de Jesús” que de otro
modo no sobreviviría a la muerte de su fundador (“la muerte continua”, por así decirlo) deben
reconocer que aun dentro de esas fábulas ingeniosamente inventadas, la resurrección juega un
papel vital al poner el tema sobre la mesa otra vez: lo que parecía una derrota, un fracaso más del
sueño del reino, fue, de hecho, una victoria. En resumen, los evangelistas presentan la resurrección
no como un “final feliz” después de una historia triste y sombría, sino como el evento que
demuestra que la ejecución de Jesús había asestado el golpe final a las fuerzas de las tinieblas, que
se oponían al nuevo mundo de Dios—el “reino” de Dios, basado en su amor poderoso, creador y
restaurador, “en la tierra como en el cielo”.
Si todo lo que nos queda es un reino “que no es de este mundo”, ¿cuál es la relevancia de la
resurrección física? Incluso entre los cristianos devotos que insisten en creer en la resurrección, su
importancia disminuye si lo único que les interesa es un reino “de otro mundo”. Pero la
resurrección física es clave. Para Marcos representa el momento en que el reino de Dios “viene
con poder”; para Juan, inaugura la nueva creación, el nuevo Génesis. Para Mateo, la resurrección
eleva a Jesús al puesto al que estaba destinado, es decir, al puesto de legítimo Señor del mundo,
que envía seguidores (como un nuevo emperador romano enviaría emisarios, pero con métodos
acordes a su mensaje) para llamar al mundo a seguirlo, presentando a las naciones una nueva forma
de ser humano. Para Lucas, es el momento en que el Mesías de Israel “entra en su gloria”, para
que “el arrepentimiento y la remisión de los pecados” puedan ser anunciados a todo el mundo
como camino de vida o, como dicen los discípulos en Hechos como “El Camino”. Una vez que
unificamos el reino y la cruz, no es difícil ver cómo la resurrección encaja en esta gran realidad
combinada. Es la resurrección la que declara la cruz como victoria, no como derrota. Por lo tanto,
anuncia que Dios ciertamente se ha convertido en rey en la tierra como en el cielo.
Para comprender la ascensión, es necesario recordar lo dicho sobre la teología judía del
Templo. El Templo era la intersección del cielo y la tierra; pero ahora ese lugar es el mismo Jesús,

15
La Resurrección del Hijo de Dios. Estella (Navarra): Editorial Verbo Divino, 2008.
16
Acts for Everyone. Louisville: Westminster John Knox, 2008.
quien está “en casa” en las realidades físicas y espirituales de la buena creación de Dios. La historia
de la ascensión narrada por Lucas generalmente se malinterpreta, pero su énfasis debe ser claro.
(La ascensión se insinúa en Juan 20:17, en la respuesta de Jesús a María Magdalena. Esto nos
muestra que, si ese hubiera sido su propósito, el apóstol podría haberla mencionado.) El cielo y la
tierra ahora están unidos en la persona, ¡en el cuerpo resucitado!—del mismo Jesús. Pero si el
templo fue siempre el signo y el medio de la verdadera teocracia, entonces el Templo en persona,
es decir, Jesús mismo, es ahora ese signo. El que se sienta en el cielo es el que gobierna sobre la
tierra. Por eso envía a sus seguidores, equipados por su propio Espíritu (si la ascensión sitúa una
parte de la “tierra” en el “cielo”, Pentecostés envía el soplo del cielo a la tierra), a celebrar su
soberanía sobre el mundo y convertirlo en un realidad a través de la fundación de comunidades
rescatadas por su amor, renovadas por su poder y fieles a su nombre. Los seguidores de Jesús,
equipados con su Espíritu, deben convertirse en sí mismos—individual y colectivamente—en
pequeños templos andantes, rescatados del pecado por la muerte de Jesús y con la presencia viva
de Dios en ellos y con ellos.
No es de extrañar que las grandes controversias de Hechos 7, 17 y 19 y luego la secuencia del
juicio en los capítulos 20-26 estén todas relacionadas con los templos. En el movimiento de Jesús,
el Templo y la teocracia están entrelazados de la misma manera que en el paganismo antiguo o el
judaísmo antiguo. Ahora, sin embargo, debido a la cruz, la teocracia misma ha sido radicalmente
redefinida. Como Pablo se daría cuenta y celebraría, a Jesús se le otorgó legítimamente su posición,
reclamando la lealtad de toda criatura en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra. Pero él ha
alcanzado esta posición y la mantiene solo para su humillación y su amor sacrificial.
Cuando, por tanto, al comienzo de los Hechos, los discípulos le preguntan si este es el momento
en que “¿es ahora cuando vas a restablecer el reino a Israel” (1:6), su respuesta no es, como suele
sugerirse, un “no”. Ella es un “sí”. Sin embargo, como siempre, es un “sí, pero...”:

“No les toca a ustedes conocer la hora ni el momento determinados por la autoridad
misma del Padre”, les contestó Jesús. “Pero, cuando venga el Espíritu Santo sobre
ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea
y Samaria, y hasta los confines de la tierra”. (1:7-8)

Y ese “testimonio”, como deja muy claro Lucas, no se trata de “hablar a la gente de tu nueva
experiencia religiosa”, ni de informarles sobre la perspectiva de un nuevo destino, el destino de
otro planeta, mucho mejor que cualquier cosa que el mundo pagano tuviera para ofrecer. El
“testimonio” del seguidor de Jesús es el mensaje de que ahora hay “otro rey, Jesús” (Hechos 17:7).
Es el testimonio de que los templos que existen en la actualidad, ya sea en Jerusalén, Atenas, Éfeso
o en cualquier otro lugar, deben verse como redundantes en el mejor de los casos (Hechos 7) y en
el peor de los casos como un error blasfemo y categórico (Hechos 17; 19). Jesús es el verdadero
Templo, gobernando el mundo como el que fue crucificado; sus seguidores, como explicaría Pablo
con mayor precisión, constituyen la versión más completa de lo mismo, de modo que la morada
del Dios viviente ahora se extiende más y más alrededor del mundo, evidenciado, nuevamente, no
por el poder coercitivo o violento, sino por el gobierno del amor.
¿Cómo debemos actuar nosotros, entonces, ante todo esto? ¿Cómo podemos abordar el tema
de los grandes malentendidos que durante tanto tiempo han socavado el avance de la fe cristiana?
Y puesto que el reino no consiste en palabras sino en poder (como afirma Pablo en 1 Corintios
4:20), ¿cómo puede empezar esto a traducirse en la vida de comunidades reales de cristianos? Para
decirlo de otra manera, si esta es realmente la historia que cuentan los cuatro evangelistas, ¿hay
alguna manera de que podamos hacerla nuestra? ¿Cómo podemos ser cristianos que
verdaderamente leen, oran y testifican a la luz del evangelio en nuestro tiempo? Si es cierto, en un
sentido que sin duda nos deja perplejos, que Dios sí se hizo rey en Jesús de Nazaret—en la victoria
de la cruz y la inauguración de su nuevo mundo por la resurrección—, ¿cómo encajamos nosotros
en la historia? ¿Qué forma debería tomar nuestra participación?
CUARTA PARTE

Los credos, el canon y


el evangelio
CAPÍTULO 11

Cómo celebrar la historia de Dios


Imagina a un hombre que tiene un auto viejo. El carro todavía sirve; su dueño lo usa para ir al
trabajo, pero no funciona tan bien como antes. Hace ruidos extraños y al hombre le preocupa que
su auto se descomponga del todo algún día. Así que lo lleva a un taller mecánico cerca de su casa
y, después de dos días, regresa para hablar con el mecánico.
“Bueno”, dice el mecánico sentado detrás de su escritorio, “pasa algo muy interesante. No
había visto un carro de esos desde hace mucho un tiempo. Tiene algunas piezas originales de la
década de 1950. Lástima que alguien haya agregado unas cuantas arandelas; eso no era lo que el
diseñador tenía en mente.
“¿Pero lo puedes arreglar?”, pregunta el dueño. “¿Podré usarlo todavía?”
“Hay una cosa más”, continúa el mecánico, casi con indiferencia. “Los neumáticos son del tipo
equivocado. Además, ya están desgastados y podrían empeorar. Y los cilindros son un desastre.
Aquí en el taller no estamos seguros si todavía pueden o no hacer el trabajo”.
“Pero, ¿dónde está el carro?” pregunta el dueño, comenzando a agitarse. “¿Conseguiste que
funcionara? ¿Todavía puedo usarlo?”
El mecánico se encoge de hombros. “Ven a ver”.
Ambos van a la parte trasera del taller. Ahí está el carro, desmontado en mil piezas, todas
cuidadosamente etiquetadas y dispuestas de manera ordenada, hasta artística, en el piso del taller.
Consternado, el propietario no puede creer lo que está viendo.
“¡Mi auto!”, grita. “¿Qué hicieron con mi auto?”
“¡Tranquilícese, señor!” responde el mecánico. “Vea esto: ¡qué gran máquina! A mucha gente
le debe haber gustado esta carrocería años atrás. ¡Vea estas piezas! Todos los que trabajamos aquí
estamos asombrados. Por supuesto, hemos tenido que limpiar algunas piezas y probablemente
tendremos que reemplazar otras. Pero, ¡disfrute! Debe estar orgulloso.”
El dueño, sin saber qué decir, sacude la cabeza con tristeza y se va.

El todo y las partes

El carro es el Nuevo Testamento. El dueño es el “cristiano común y corriente”, en el púlpito o en


el banco. Los mecánicos son ciertos grupos de eruditos del Nuevo Testamento. Y la historia, triste
y corta, representa la percepción que muchos “cristianos comunes y corrientes” tienen de los
efectos producidos por la erudición en su maravilloso texto antiguo. Algunos eruditos dicen que
el texto no es confiable; otros, que fue corrompida por gente que agregaba cosas aquí y allá; otros,
que no se podrá usar por mucho tiempo más. Pero muchos otros simplemente han desarmado el
texto; lo han analizado palabra por palabra; han establecido paralelos ingeniosos con otras piezas
de la literatura antigua; y han demostrado su eficacia retórica. Luego lo han dejan desarmado en
mil piezas en el piso. Para ser admirado, sin duda, pero no para ser usado.
Yo, y muchos otros, hemos hecho todo lo posible para estudiar el Nuevo Testamento con otro
propósito. Sin escatimar el análisis histórico y verbal, hemos hecho todo lo posible para armar
todas las piezas de nuevo, aunque los propietarios quizás tengan que acostumbrarse a conducir un
poco diferente en el futuro. Sin embargo, puedo entender por qué muchos “cristianos comunes y
corrientes”, así como muchos teólogos sistemáticos, están hartos de una “erudición bíblica” que
parece dejar el texto despedazado por todo el piso. Por más “verdadero” que sea dicha erudición
en un nivel, es profundamente falso en otro. Después de todo, el texto fue escrito para ser uno de
los elementos vitales de una comunidad.
Es debido a esta percepción de “la erudición” que muchos teólogos de nuestra época han
tratado de hacer una virtud de su rechazo de la erudición “histórica” y su lectura distinta del Nuevo
Testamento. Ellos dicen que han esperado mucho tiempo y lo único que han recibido son
fragmentos históricos. Por lo tanto, dejan eso a un lado y leen el canon de las Escrituras como un
todo. Es más (y esta es una práctica nueva, pero que se ha expandido en algunos círculos), estos
eruditos leen el Nuevo Testamento a la luz de los antiguos credos de la iglesia. El “cristianismo de
Nicea”, ese es el criterio. Después de todo, Nicea enseñó claramente la encarnación de Jesús
(cuestionada por muchos eruditos bíblicos), su muerte expiatoria (debatida por muchos), su
resurrección (negada por muchos), etc. Representa un hito histórico; ¡así entendían la fe nuestros
antepasados! Danos el canon, danos los credos, y conduciremos el viejo auto por la calle con estilo
en lugar de entregárselo a los mecánicos que solo quieren desarmarlo.
En este mundo feliz17 poshistórico, o incluso antihistórico, se supone que el canon y el credo
están hechos el uno para el otro. Un escritor elocuente lo expresa de esta manera, oponiéndose a
la opinión de que los credos son simplemente el registro de viejas disputas ahora resueltas: “El
credo es más que un extintor de incendios teológico. Estudiarlo es dejar que las Escrituras alcancen
su expresión natural con base en ambos testamentos. Como el Antiguo Testamento deja a su padre
y a su madre y se une al nuevo, así las Escrituras se unen al credo, y el credo a las Escrituras,
convirtiéndose ambos en una sola carne.”18
Entiendo el sentimiento, y en muchos sentidos lo aplaudo. Los credos eran desarrollos
impresionantes, una innovación posbíblica única para abordar una nueva necesidad. Han
funcionado como emblema y símbolo de la familia cristiana (no es de extrañar que la palabra latina

17
En inglés brave new world, frase tomada del título de la novela de Aldous Huxley [N. del T.].
18
SEITZ, Christopher R., “Our Help is in the Name of the Lord” In: SEITZ, Christopher R. (ed.). Nicene Christianity:
The Future for a New Ecumenism. Grand Rapids: Brazos Press, 2001. pág. 20.
para “credo” sea symbolum) durante más de 1500 años. Son más que una mera lista de cosas en
las que hemos llegado a creer. Afirmar que creemos en lo que dicen los credos nos destaca como
personas que están en una relación de continuidad con quienes nos precedieron y con quienes hoy,
en diferentes lugares del mundo, compartimos la misma fe y la misma vida.
Sin embargo, como notamos en la primera parte de este libro, no podemos decir que la Biblia
y los credos se pueden unir de esa manera máxima e íntima. Los credos simplemente no “dejan
que las Escrituras alcancen su expresión natural con base en ambos testamentos”. De hecho, para
muchos que han utilizado los credos a través de los años, el Antiguo Testamento sigue siendo en
gran parte un libro cerrado. Hay muchos que se horrorizarían si se cuestionara su estatus de
cristianos católicos que se aferran a los credos, pero su vida, adoración, enseñanza, oración y
reflexión cristiana sobre el Antiguo Testamento no juegan un papel visible. Los credos no hacen
prácticamente nada para desafiar esa forma de cristianismo truncado y cuasi marcionista. (Cuando
digo “prácticamente nada”, reconozco dos excepciones: dirigirse a Dios como “creador del cielo
y de la tierra” evoca Génesis 1, para los que tienen oídos para oír; y decir, en el Credo de Nicea,
que el Espíritu Santo “habló por los profetas” reconoce—asumiendo, como la mayoría, que la
referencia es a los “profetas” del Antiguo Testamento, no del Nuevo—que el don de Pentecostés
fue simplemente la universalización de la inspiración especial de los antiguos autores bíblicos).
Sin embargo, eso es solo el comienzo. Como hemos visto, algo que acompaña directamente al
silencio del credo sobre la historia de Israel en su conjunto es la ausencia total de todo lo
relacionado con el reino de Dios. Eso está bien, siempre y cuando los credos sean vistos como
marcadores clave en áreas en que había habido serias controversias. Pero una vez que los
convertimos en el plan de estudios, la lista maestra de temas vitales, surge una gran brecha.
Recalco: creo que no sería controvertido proponer que la gran mayoría de las personas en la
iglesia de hoy se consideran cristianos “de los credos”, que creen en la Trinidad, la encarnación,
la expiación, la resurrección, el Espíritu Santo y la segunda venida, nunca han imaginado ni por
un momento que los evangelios cuentan la historia de cómo Dios se convirtió en rey o que la
soberanía redentora de Dios ya se ha hecho realidad en el mundo a través de la carrera pública,
muerte y resurrección de Jesús. Hay un vacío “en forma de reino” en el centro de su historia
implícita. Y el problema que surge cuando ese vacío no se llena es que todo lo demás en la historia
adquiere un significado diferente⎯leve, pero significativamente, diferente. Como alguien que ha
perdido una pieza central de un rompecabezas pero está decidido a completar la imagen, hay que
cambiar un poco la forma de las otras piezas para que encajen. Los credos en sí son buenos; son
excelentes, sólidos, evocadores y edificantes. Sin embargo, si sus aficionados afirman que los
credos y el canon enseñan exactamente lo mismo, se han engañado a sí mismos y la verdad no está
en ellos.
En este punto tocamos otro tema muy importante al que el presente libro espera hacer un
pequeño aporte, aunque no hay espacio aquí para un tratamiento profundo. Entre las muchas
controversias antiguas entre católicos romanos y protestantes estaba la cuestión de la autoridad:
¿las escrituras o la tradición? Mi entendimiento de la teología clásica de, digamos, Tomás de
Aquino, es que para él y otros que sostenían una posición similar, la “tradición” consistía sólo en
“el discurso de la iglesia al leer las escrituras”. Se mantenía la distinción entre “las escrituras”,
como fundamento o fuente y norma definitiva y “la tradición” eclesiástica. De hecho, esta
distinción todavía se refleja en la liturgia de la iglesia: hasta el día de hoy, la iglesia lee el Antiguo
y el Nuevo Testamento en el culto público, pero no las obras de Ireneo, Agustín, Tomás de Aquino
o cualquiera de los venerados teólogos del pasado.
Hoy día, sin embargo, hay muchas voces que sugieren que la distinción entre las escrituras y
la tradición es exagerada. Las escrituras, afirman, son solo la parte inicial de la “tradición”:
podemos ver las escrituras mismas creciendo, desarrollándose y produciendo un flujo continuo de
reflexión y escritos cristianos que llamamos “la tradición”, pero que, por lo tanto, no debe
distinguirse en mucho de “las escrituras” mismas. Esto significa, según esas voces, que la iglesia
de hoy simplemente debería mirar hacia atrás a lo largo de los siglos y comprender las escrituras
tal como han sido interpretadas a lo largo de la historia de la iglesia. En otras palabras, la tradición
nos dirá con seguridad y fidelidad qué es lo que las primeras partes de dicha tradición, es decir,
“las escrituras”, realmente significaban.
Cuando los protestantes afirman que tal idea es inaceptable, no es de ninguna manera una
simple reacción instintiva. (Aparte de cualquier otro cuestionamiento, la posición plantea una serie
de preguntas: ¿De quién es la tradición? ¿Cuáles son los escritores? ¿Quién dice qué?). No es
cuestión de desacreditar a los grandes escritores santos y sabios de la era patrística, por no
mencionar de otros períodos. Si bien ellos tenían muchas cosas maravillosas para contribuir y sin
duda fueron equipados por el Espíritu Santo para decirlas, no quiere decir que hayan captado toda
la historia bíblica ni el matiz exacto de cada frase apostólica (como tampoco nosotros hoy en día).
Los santos del pasado vieron cosas que nosotros no vemos, y debemos aprender de ellos. Pero
ellos, al igual que nosotros, están bajo la autoridad de las escrituras, apelando a ellas, juzgados por
ellas. Si se aplica ese criterio, ni ellos ni nosotros damos la talla.
Ofrezco dos lecturas del Credo de los Apóstoles para demostrar lo que quiero decir. La primera
es la lectura implícita de gran parte del cristianismo moderno. La iglesia moderna conserva muchas
de las doctrinas del credo, pero, como hemos visto, distorsiona la historia global y las grandes
verdades que contiene. La segunda es la lectura implícita a la que, creo, nos obliga el canon de las
escrituras, en particular los cuatro evangelios.
La tentación en este punto podría ser redactar un nuevo “credo” ampliado. Me resisto
profundamente a la idea. He visto varios intentos en este sentido a lo largo de los años y,
francamente, no tardan mucho en convertirse en triviales. Los programas ideológicos
contemporáneos mezclados con frases antiguas y venerables dejan mucho que desear. En todo
caso, parte del propósito de los credos es que los recibamos humildemente de nuestros antepasados
más sabios en la fe, hombres y mujeres cuyas sandalias no somos dignos de desatar.
Más bien, propongo que con cada oración o conjunto de oraciones, tengamos en cuenta las
ideas provistas por el canon de las Escrituras, particularmente los evangelios. En algún lugar, C.
S. Lewis dice que cuando oramos las grandes oraciones como el Padrenuestro deberíamos permitir
que nuestra mente “adorne” cada clausula con otras ideas, para que se convierta en un grupo de
ideas que hagan la oración más completa y nos permitan incluir temas, personas y situaciones
particulares en la oración. En el caso de los credos, eso también es perfectamente posible. De
hecho, sospecho que muchos de los que usamos los credos para orar frecuentemente (pero no de
forma repetitiva, como los loros) tenemos en mente asociaciones de ese tipo vinculadas a las frases
cortas que pronunciamos.
Mi propósito al ofrecer estas propuestas no es intentar meter ideas nuevas que distorsionarían
los grandes credos. En cambio, quiero mostrar que es posible leerlos a la luz del canon de las
Escrituras y no de lo contrario, y así permitir que los puntos muy relevantes que contienen se
expresen de manera más bíblica. Los puntos que deseo resaltar se expresan muy bien en el Credo
Apostólico y los voy a presentar en orden, notando, de vez en cuando, algunos puntos interesantes
agregados por el Credo de Nicea. Usaré el lenguaje “tradicional” del credo para evitar
controversias relacionadas con diferentes versiones modernas.

Una forma de leer el Credo de los Apóstoles

A continuación presento la primera forma en que se podría leer el credo. (No estoy caricaturizando
la situación. Conozco muchas iglesias, impecables en su “ortodoxia”, donde a uno se le enseñaría
más o menos de esta manera).
El Credo de los Apóstoles comienza con una afirmación breve pero poderosa sobre la primera
persona de la Trinidad:

Creo en Dios Padre, Todopoderoso,


Creador del cielo y de la tierra.

Hoy, muchos cristianos, al pronunciar este primer artículo, reconocen que fue redactado para
descartar cualquier sugerencia de que el mundo del espacio, el tiempo y la materia haya sido obra
de una deidad inferior. El mundo en el que vivimos es el mundo de Dios, no un lugar oscuro y
desagradable del que queremos o tratamos de escapar. Sin embargo, no todos interpretarán la frase
de esta manera. Muchos cristianos tradicionales tal vez pensarán en los debates sobre “la creación
y la evolución” cuando escuchan esta afirmación del credo, una afirmación de la primera y no la
segunda, una idea que obviamente no era parte de la intención original. La creencia que rechaza la
evolución puede combinarse fácilmente con una creencia a la que los primeros cristianos se
resistieron con vehemencia, a saber, que “este mundo no es mi hogar; solo estoy de paso”. De
hecho, la figura de un Dios que “intervino” desde afuera, por así decirlo, con el objetivo de “crear”
puede combinarse fácilmente también con la figura de Jesús como una especie de superhombre o
extraterrestre que vino a la tierra para rescatar las almas salvadas de su prisión oscura. Y eso es
gnosticismo clásico, no cristianismo.
El hecho de que saltemos de esa frase a “y en Jesucristo…” refuerza las creencias marcionistas
de muchos cristianos, aunque no las expresen de esa forma y ni siquiera las reconozcan. Me refiero
a la idea de que el Antiguo Testamento es una especie de paréntesis en la historia, lleno de señales
y promesas, pero que en última instancia no es esencial para el tema en su conjunto. Entonces, lo
que muchos piensan al saltar de Dios a Jesús es algo así: “Sí, Dios creó el mundo; sin embargo,
somos pecadores, así que Dios envió a Jesús para salvarnos de nuestros pecados.” La creación, el
pecado, Jesús. Esta es la narrativa implícita de millones de cristianos hoy, y asegura que nunca
jamás entenderán ni el Antiguo Testamento ni el Nuevo.

y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro...

En este punto, una palabra y una frase pueden hacer que las personas que se equivocan de la
manera que acabamos de explicar se detengan y reflexionen. La palabra es el título “Cristo”, y la
frase es la mención de Jesús como “hijo de Dios”. Desafortunadamente, sin embargo, la mayoría
de la gente, al pronunciar el credo, no piensa en este punto: “Jesús, el Mesías judío”. Más bien,
piensan en “Cristo” como el apellido de Jesús, o tal vez una palabra que sugiere “deidad”. De la
misma manera, no piensan en “hijo de Dios” a la luz del Salmo 2 o 2 Samuel 7, sino simplemente
como una forma de referirse a Jesús como la segunda persona de la Trinidad. Me temo que la
mayoría entenderá “nuestro Señor” vagamente, como “aquel a quien adoramos e invocamos” en
lugar de darle un significado más completo y sustancial.

que fue concebido del Espíritu Santo,


nació de la Virgen María,
padeció bajo el poder de Poncio Pilatos;
fue crucificado, muerto y sepultado.

Aquí tenemos las dos afirmaciones centrales, como vimos al comienzo de este libro. El
nacimiento virginal y la crucifixión, separados por nada más que un renglón de texto.
Lamentablemente, muchos cristianos modernos que pronuncian el credo ni siquiera notan la
separación y mucho menos piensan en la riqueza del énfasis bíblico que termina siendo anulado.
Jesús, para ellos, es el hombre de los milagros, el ser sobrenatural que milagrosamente vino al
mundo para salvarnos de nuestros pecados. Para ellos, si Jesús hubiera nacido de la virgen y muerto
en la cruz sin decir absolutamente nada en el medio, todo habría estado bien. El milagro del
nacimiento y la muerte por los pecadores: eso es lo que importa, piensan los cristianos “ortodoxos”.
(El Credo de los Apóstoles no menciona el propósito de la muerte, como lo hace el Credo de Nicea,
“por nosotros y por nuestra salvación”, pero la mayoría de los cristianos modernos que recitan el
credo pensarán lo mismo en este punto y lógicamente estarán muy agradecidos).
Pero, ¿dichos cristianos entienden que la encarnación significa que Dios se hizo humano para
convertirse en rey? ¿Entienden que la cruz era el medio por el cual Dios completó su obra
encarnada de establecer el reino? Es casi seguro que no. Como he dicho repetidamente, es posible
“marcar todas las casillas ortodoxas” y aun así perder la idea central. A veces temo que algunos
estén ansiosos por hacer valer las doctrinas oficiales en este sentido truncado para no tener que
enfrentar las implicaciones de lo que realmente significa que Dios sea rey en la tierra como en el
cielo. Es mucho menos complicado tener un Jesús superhombre que viene al mundo para sacarnos
de él.

descendió a los infiernos;

Creo que la mayoría de los cristianos modernos no reflexionan sobre esto. Quizás aquellos que
conocen el infierno en sus propias vidas agradezcan que Jesús bajó al peor lugar imaginable, un
lugar donde a veces nos encontramos, para rescatarnos.

al tercer día resucitó de entre los muertos;


subió al cielo, y está sentado a la diestra de
Dios Padre Todopoderoso.

Los cristianos tradicionales estarán muy felices de celebrar estas frases. ¡Este es el gran
milagro, la intervención sobrenatural! El sepulcro está vacío, y Jesús, resucitado, ha sido llevado
al cielo. Sospecho que la mayoría no está demasiado preocupada por la ubicación precisa de Jesús,
sentado ahora “a la diestra de Dios”; intuimos que la idea de Dios teniendo un cuerpo y Jesús
sentado a su lado es una metáfora. Para muchos, sin embargo, la ascensión en sí significa
básicamente que Jesús se ha ido, dejándonos a nosotros para continuar con el trabajo (en el poder
del Espíritu, por supuesto). Es como si, por sí misma, la ascensión no evocara ninguna idea
presente de soberanía sobre el mundo.

y desde allí vendrá al fin del mundo a juzgar a los vivos y los muertos.

“Perfecto”, piensan los cristianos que recitan los credos. El juicio final suena como algo
terrible, pero nosotros sabemos que hemos sido justificados por la fe y no hay “ninguna
condenación para los que están unidos a Cristo Jesús”, como dice Pablo (Romanos 8:1). En este
punto, tal vez estemos pensando en la imagen de la Capilla Sixtina, en la que vivos y los muertos
son convocados a la presencia de Jesús para conocer su destino final.
Creo en el Espíritu Santo,
la Santa Iglesia Universal,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida perdurable. Amén.

Los cristianos devotos, al reflexionar sobre este pasaje, son conscientes de la suave incitación
del Espíritu. Esto no sucede necesariamente todo el tiempo, ni siquiera la mayoría del tiempo, pero
es una realidad. La mayoría de los cristianos confían en que, incluso cuando no son explícitamente
conscientes de su trabajo, el Espíritu está trabajando entre bastidores. Por más “ortodoxos” que
sean, no pasan de ahí. Piensan que el Espíritu básicamente se nos da para hacernos como Jesús,
para ayudarnos en la santificación y en la oración. Obviamente, todo eso es cierto. Pero la verdad
de la que habla el credo en este punto es mucho más profunda.
De manera similar, la mayoría de los cristianos que han estudiado acerca de su fe saben que
“católico” no significa “católico romano”. (Cuando trabajaba en la Abadía de Westminster, cientos
de turistas asistían al servicio todos los días y escuchaban el credo. Una de las preguntas más
frecuentes que me hacían era: “¿Es esta una iglesia católica?” “Sí”, yo les respondía, “pero no en
el sentido que usted quiere decir”.) En el credo, la palabra “católico” tiene el significado literal de
“universal”, “global”. Muchos, sin embargo, ni siquiera han llegado a ese punto en su aprendizaje
sobre la “comunión de los santos” (aunque para algunos significa que de alguna manera podemos
mantenernos en contacto con los seres queridos nuestros que ya no podemos ver). La remisión, es
decir, el perdón, es algo que la mayoría de los cristianos que usan los credos celebran con gratitud
y discreción, sin estar muy seguros de por qué se cita en este punto del credo.
En cuanto a la “resurrección” y la “vida eterna”, todavía nos enfrentamos a un gran problema.
La mayoría de los cristianos, ciertamente en las iglesias occidentales, todavía dan por sentado que
todo el propósito de la fe cristiana es que nos permite “ir al cielo después de la muerte”. Dios
quiere tener comunión con las personas, y los que tengan fe serán esas personas. Para algunos, la
“resurrección” funciona simplemente como una elegante metáfora de la “vida eterna”, vista en
términos de la dicha espiritual más allá del mundo del espacio, el tiempo y la materia. Para otros,
ese objetivo final aún domina el horizonte, principalmente porque innumerables oraciones e
himnos lo refuerzan. La palabra “resurrección”, especialmente la resurrección “del cuerpo”, sigue
siendo un enigma. Como escuché a un anciano decir: “Voy al cielo después de la muerte, y
ciertamente no quiero llevarme este viejo cuerpo”.
Aparentemente, es posible afirmar todo lo que dicen los credos—especialmente el estado
“divino” de Jesús y su resurrección física—y no entender nada de lo que los autores de los
evangelios estaban tratando de decir. Algo anda muy mal aquí.
Una forma diferente de leer el credo

¿Cuál es, entonces, la alternativa? ¿Con qué ideas podemos “adornar” este magnífico documento,
ideas que estén a la altura de que quienes lo redactaron, cuya intención sin duda era iluminar y ser
iluminados por el testimonio bíblico más que ponerle límites? Podríamos, en este punto, escribir
toda una teología sistemática, y obviamente este no es el lugar para ello. Solo quiero sugerir
algunas ideas en la misma dirección hacia la cual el canon y la Biblia parecen dirigirnos.

Creo en Dios Padre, Todopoderoso,


Creador del cielo y de la tierra.

Aquí el adorador sabio celebrará al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, sabiendo que esta
confesión de Dios como “padre” se remonta a las escrituras judías y que el deleite en Dios como
creador de todo en el cielo y la tierra nos coloca en el nivel no solo del autor de Génesis 1, sino
también con otros majestuosos escritos como el Salmo 19 (“Los cielos cuentan la gloria de Dios”,
v. 1) e Isaías 40 (“Alcen los ojos y miren a los cielos: ¿Quién ha creado todo esto?” v. 26). Esta
es, en particular, la confesión de fe judía e israelita, cuyo significado conllevaba implicaciones
sociales, culturales y políticas: los dioses de las naciones son meros ídolos, pero nuestro Dios hizo
los cielos (Salmo 96:5; Salmo 96 es uno de los grandes salmos de la creación y su renovación).
Una y otra vez, la condición de Israel, amenazado y oprimido por las naciones, lleva al salmista
a invocar a Dios precisamente como creador, como aquel que, habiendo formado el mundo entero,
es responsable de ponerlo en orden de nuevo en medio de la amenaza del caos:

¿Por qué, oh Dios, nos has rechazado para siempre?


¿Por qué se ha encendido tu ira contra las ovejas de tu prado?...
¿Hasta cuándo, oh Dios, se burlará el adversario?
¿Por siempre insultará tu nombre el enemigo?...
Tú, oh Dios, eres mi rey desde tiempos antiguos;
tú traes salvación sobre la tierra.
Tú dividiste el mar con tu poder;
les rompiste la cabeza a los monstruos marinos…
Tuyo es el día, tuya también la noche;
tú estableciste la luna y el sol;
trazaste los límites de la tierra,
y creaste el verano y el invierno.
Recuerda, YHWH, que tu enemigo se burla,
y que un pueblo insensato ofende tu nombre. (Salmo 74:1, 10, 12-13, 16-18)
Esta es una afirmación clásica, según la cual las naciones paganas se rebelan contra Israel, que a
su vez apela a Dios precisamente como creador y rey (v. 12).
Piensa también en el uso del término “padre”. La declaración primordial de Dios de Su
intención de liberar a Israel de Egipto vino en forma de un llamado paternal: “Israel es mi
primogénito… deja ir a mi hijo para que me adore” (Éxodo 4:22-23). La afirmación con que
comienza del credo, a pesar de lo que muchos piensan hoy, está llena de ecos de las tradiciones
más centrales de Israel.
Incluso el Shemá, la oración monoteísta tradicional, era visto de esta manera. Para nosotros,
parece solo una confesión simple, casi seca, del “monoteísmo” (“Escucha, oh Israel: ¡YHWH es
nuestro Dios, YHWH es uno!”). Sin embargo, cuando los rabinos rezaban esta oración, se referían
a ella como una forma de “tomar sobre sí el yugo del reino”. Confesar a Dios como el único creador
de todo lo que existe es ya invocar al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, reclamando su soberanía
sobre el mundo entero. Y confesarlo como “creador del cielo y de la tierra” es lo mismo que invocar
el tema del Templo (lugar donde se entrelazan el cielo y la tierra), promesa implícita del fin
definitivo. Según Pablo, el plan de Dios es reunir en el Mesías todas las cosas, tanto las del cielo
como las de la tierra (Efesios 1:10). Toda la creación se convertirá en un Templo del verdadero
Dios.
Esto, a su vez, nos prepara mucho mejor para “adornar” adecuadamente el comienzo de la
segunda cláusula:

y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro.

El cristiano sabio y también “ortodoxo” reconocerá las dos cosas mencionadas anteriormente.
La primera es que “Cristo” significa “el Mesías de Israel”; con ese título, toda la historia de Israel
fue llevada a un lugar determinado, como nos revela Pablo, “cuando se cumplió el plazo” (Gálatas
4:4). La historia del pueblo que invoca al único Dios creador como rey sobre todo el mundo se ha
convertido en una persona, y el nombre de esa persona es Jesús. La segunda es que cuando
llamamos a Jesús el “hijo” de Dios, no estamos reconociéndolo simplemente como la segunda
persona de la Trinidad, sino como aquel del que habla el Salmo 2, entronizado sobre las naciones
del mundo. Llamar a Jesús “hijo” es celebrarlo como agente del reino de Dios. Además, decirle
“Señor” nunca fue, en el canon, solo una cuestión honorífica, ya que era uno de los títulos
imperiales más comunes. El título declara que Jesús es el Señor del mundo entero. La palabra
“nuestro” no restringe la amplitud de la soberanía de Jesús; sólo indica que “nosotros”, la gente
que pronuncia el credo, somos aquellos que abierta y gozosamente reconocemos lo que el resto
del mundo aún no sabe. La soberanía de Jesús ha sido el estribillo de la canción cantada en este
libro.
que fue concebido del Espíritu Santo,
nació de la Virgen María,
padeció bajo el poder de Poncio Pilatos;
fue crucificado, muerto y sepultado.

Ahora estamos en condiciones de “adornar” estas grandes afirmaciones de la encarnación y la


cruz con algo más parecido a lo que el canon de las Escrituras está tratando de decirnos. La
“encarnación” de la segunda persona de la Trinidad, en el extraño y misterioso nacimiento de que
nos hablan Mateo y Lucas, es, como ya hemos visto, un momento muy político, cuando Herodes
(en Mateo) y César (en Lucas) se quedaron dormidos en los laureles. Sin saberlo, ambos incluso
colaboran en el evento: Herodes, al enviar a los magos a Belén; César Augusto, al enviar a José y
María. De esa manera, la concepción virginal de Jesús nos habla de la venida del Dios vivo
precisamente para establecer su soberanía, sin depender de ninguna ayuda humana; intentos de
hacer del fiat de María (“Déjalo ser” - Lucas 1:38) una contribución opuesta y proporcionalmente
igual a la de Dios es cometer un error y desviarse demasiado. Los lectores sabios del credo ya
saben que el nacido de María es el mismo que viene a establecer el reino del único Dios verdadero.
Reducir el significado de “nacimiento virginal” a “deidad milagrosa” y excluir la “inauguración
del reino de Dios” es una interpretación errónea, no importa cuán “ortodoxa” sea la idea. Lo que
significa es la inauguración de los propósitos del reino de Dios por aquel cuya soberanía es
absoluta.
Esto significa que ahora debemos leer la declaración del sufrimiento, muerte y sepultura de
Jesús como la culminación de este proyecto y de ningún otro. “Por nosotros, los hombres, y por
nuestra salvación”, añade en este punto el Credo de Nicea. Sí, de hecho. Pero esa “salvación” no
es un rescate de la tierra, de la creación de Dios; es una salvación para la tierra y para nosotros
como criaturas de la tierra. La mención de Pilato en el credo (que es impresionante en sí mismo;
en su entusiasmo equivocado, algunos cristianos incluso consideraron a Pilato un héroe, ¡o incluso
un santo, en los primeros siglos por facilitar la muerte de Jesús!) no es un simple marcador
histórico, aunque eso también es importante. La mención de Pilato y el sufrimiento de Jesús bajo
su mando hablaba alto y claro al mundo del cristianismo primitivo, después de tres siglos de
persecución: Jesús había obtenido la victoria inicial contra los poderes de las tinieblas, de los que
el gobierno del César (y el subgobierno de Pilato) no era más que un instrumento inmediato.
“Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos”. Sí, porque así es como termina la gran escena de Juan
18-19, cuando Jesús habla del reino, la verdad y el poder, y luego va a la cruz para convertir todo
eso en realidad.

descendió a los infiernos

A su muerte y sepultura ahora agregamos “descendió a los infiernos”. Aquellos que conocen
la única referencia bíblica al episodio (1 Pedro 3:19) saben que esto no se refiere simplemente a
cómo Jesús compartió nuestra peor pesadilla (aunque eso también es cierto). Principalmente, Jesús
anuncia a los “espíritus encarcelados” que con su muerte, Dios ha obtenido la victoria definitiva.
Es por eso que Pedro inmediatamente procede a hablar de Jesús a la diestra de Dios, teniendo
ángeles, autoridades y poderes sujetos a él. El descenso a los infiernos fue una declaración de su
victoria.

al tercer día resucitó de entre los muertos;


subió al cielo, y está sentado a la diestra de
Dios Padre Todopoderoso;

Finalmente, podemos hablar de la resurrección de Jesús con el significado que los autores de
los evangelios tenían en mente. La resurrección no es (como algunos, por extraño que parezca,
imaginan) solo una “intervención” de Dios para rescatar a Jesús, como un tipo especial de favor,
mientras todos los demás quedan en la tumba. Si Jesús es quien lleva el destino de Israel, y si Israel
es el pueblo que lleva el designio último de Dios de sacar a la luz la justicia y la nueva creación,
entonces la resurrección de Jesús es la inauguración del nuevo mundo, en el que ambos se
manifiestan, finalmente, en la tierra como en el cielo. “Algunos de los que están presentes”, dice
Jesús, “no experimentarán la muerte hasta que vean el reino de Dios viniendo en poder”. Sí, y
ahora lo has visto. Por tanto, la ascensión—como pretende mostrar Lucas y sugieren Juan y
Mateo—no es Jesús “partiendo” en el sentido de desaparecer de la vista y de la mente, ya que los
“cielos” son, en el pensamiento bíblico, la “sala de control” de la tierra. Para Jesús, estar “a la
diestra de Dios” es recibir plena autoridad sobre el cielo y la tierra, como se afirma explícitamente
en Mateo. Entonces, cada línea en esta sección del credo habla poderosamente del reino de Dios.

y desde allí vendrá al fin del mundo a juzgar a los vivos y los muertos.

En cuanto a la objeción de que el reino de Dios no parece haber avanzado mucho—objeción


que ignora los enormes cambios positivos que han tenido lugar en el mundo y en nuestra sociedad
como resultado de cristianos fieles y normalmente desconocidos—este pasaje da la respuesta:
“desde allí”. Esta es una alusión directa a Filipenses 3:20-21, donde Jesús viene “del cielo”, el
lugar de plena soberanía, para completar la obra de establecer su soberanía en la tierra. La escena
no corresponde a la del Juicio Final de Miguel Ángel, aunque también puede incluir algunos de
los elementos retratados por el artista. Más bien, corresponde más a la idea de que, de una vez por
todas, Jesús se enfrentará a César y todo lo que representa, incluido el poder de las tinieblas que
lo manipula. Como declara Pablo, Jesús viene como “salvador, Señor…” (Filipenses 3:20), títulos
atribuidos al César. El “juicio final” será el momento en que los poderes del mundo serán
subyugados por el poder de Dios, el mismo poder que se manifestó plenamente en la crucifixión
del Cordero.
Este es el momento en el que el Credo de Nicea agrega: “Y su reino no tendrá fin”. Si la frase
se lee en forma aislada (¡y, por lo tanto, incorrecta!), fácilmente puede dar la impresión de que el
“reino” es algo que solo sucederá al final del proceso. Sin embargo, si hemos leído el credo de la
manera que he sugerido, la afirmación sirve como el punto final de todo el proceso. El reino
(inaugurado por Jesús en su carrera pública y establecido a través de su muerte y resurrección)
nunca terminará. No estará sujeto a los estragos del tiempo ni a nuevas rebeliones. El hijo de Dios
tampoco “formará uno con lo divino”, sumergido en la unidad del padre sin dejar rastro, como
algunos, al menos en el período temprano del cristianismo, han sugerido. (No es lo mismo de lo
que habla Pablo en 1 Corintios 15:27; en el texto, el “hijo” estará sujeto al padre, pero en el misterio
de la Trinidad, permanecerá separado).

Creo en el Espíritu Santo,


la Santa Iglesia Universal,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados.

Para cualquiera que haya entendido la imagen del reino hasta ahora, todos estos elementos
tienen una orientación misionera. Aunque es parte del propósito, el Espíritu Santo no se da sólo
para que el pueblo redimido de Dios sea bendecido con su presencia y amor, sino para dar
testimonio de Jesús y de su resurrección; entonces podemos ser para el mundo lo que Jesús fue
para Israel (Juan 20:19-24). El Espíritu es quien capacita a la iglesia para extender la obra del
reino; y entre aquellos que están energizados para tal trabajo, la transformación, en términos
personales y corporativos, es un subproducto necesario de esa vocación. Entonces, leer el credo
desde el punto de vista del “reino” es mirar hacia afuera e invocar al Espíritu, no para proporcionar
“bendiciones” individuales (pueden venir o no, pero ese no es el punto), sino para glorificar a Jesús
en el mundo.
Esta es también la razón por la cual existe una “iglesia católica (universal) santa”. No existe
solo porque Dios quiso fundar una institución donde la gente pudiera sentarse y sentirse segura.
La iglesia es una comunidad mundial que, como se ha dicho correctamente, existe gracias a la
misión como el fuego existe gracias a la combustión. La “comunión de los santos” es importante;
lee el libro de Apocalipsis y verás. Aquellos que nos precedieron incluyen, especialmente, hombres
y mujeres que vivieron, sufrieron y murieron para dar testimonio de Jesús como el verdadero Señor
del mundo en oposición a los otros “señores” que intentan reclamar nuestra lealtad. La “comunión”
de los santos es más que la espera de volver a ver a los que se han ido o esperar algún tipo de
contacto místico más allá de la tumba: es compartir en solidaridad con todos los que alguna vez
fueron “gente del reino” en su propia época, y permitir que su fuerza y coraje sean una inspiración
para nuestro propio testimonio. Vale la pena señalar que el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer,
que ya intuía su vocación, escogió el tema de “Communion Sanctorum” (la comunidad de los
santos) para su tesis doctoral con base en esta frase del credo.
En este contexto, “el perdón de los pecados” adquiere una nueva dimensión. Por supuesto,
incluye el sentido que la mayoría de nosotros reconocemos: todos estamos sobregirados en el
banco de la moralidad, y necesitamos, una y otra vez, que Dios cancele la deuda y llene la cuenta
con el tesoro que él “ha dado gratuitamente”. Pero cuando dejamos de lado nuestra ansiedad
personal y sentimiento de culpa, reconocemos que el mundo en su conjunto necesita, anhela y
clama por el perdón, por ese suspiro colectivo y global de alivio, cuando nadie buscará venganza
nunca más; cuando nadie volverá a guardar rencor; cuando el millón de injusticias que han dañado
el mundo tan horriblemente serán corregidas. En el nuevo mundo de Dios, ya no habrá sombras
morales, ni resentimientos ocultos, ni el carácter de la gente distorsionado por errores ajenos. “El
perdón de los pecados” no es un término puramente negativo—deshacerse de la mancha moral y
la culpa que todos experimentamos—, aunque también significa eso. Es la presencia positiva de
Dios y del Cordero, aquel cuya sangre ha hecho borrón y cuenta nueva.

la resurrección de la carne y la vida eterna.

Finalmente, llegamos a la “resurrección” y la “vida eterna”. En este punto, nuestro “adorno”


debe basarse en las palabras de esperanza expresadas en el Nuevo Testamento: “La vida del siglo
venidero”, el “tiempo venidero”, cuando toda la creación será transformada para gozar de la
gloriosa libertad de los hijos de Dios [véase Romanos 8:21]. En esta creación, que es la unión del
cielo y la tierra de la que habla Pablo (Efesios 1:10), Dios promete a su pueblo un cuerpo nuevo.
He escrito sobre esto en otra parte, pero quizás valga la pena reiterarlo. Si perteneces a Jesús el
Mesías, si el Espíritu de Jesús mora en ti y si eres un adorador del único Dios verdadero, creador
de los cielos y la tierra, no importa cómo te sientas en este momento, saludable o enfermo, fuerte
o cansado, no eres más que una sombra de tu “yo” futuro. En la resurrección del cuerpo, Dios
planea transformar el “tú” actual en un ser⎯un ser pleno, glorioso y físico⎯que será mucho más
verdaderamente “tú” de lo que hayas sido jamás. El pecado, al distorsionar y degradar las
capacidades y vocaciones específicas que Dios nos ha dado, nos hace cada vez más parecidos en
nuestra degradación. Jesús, sin embargo, nos hace cada vez más vivos en nuestra unicidad, y la
resurrección completará esto en un gran acto de nueva creación. Tomás de Kempis lo expresó así
en su gran himno “La morada de la luz, Jerusalén celestial”:

Glorioso y resplandeciente,
Cuerpo frágil, serás;
Dotado de una belleza resplandeciente,
Lleno de salud y fuerte y libre;
Lleno de fuerza, lleno de deleite
Durarás para siempre.
Y Pablo declara que Jesús logrará esto (Filipenses 3:20-21) “por el ejercicio del poder que
tiene aún para sujetar todas las cosas a sí mismo”. En otras palabras, nuestra resurrección, como
toda nueva creación, se llevará a cabo porque Jesús es Rey y Señor. Una vez que el reino se vuelve
a colocar en su lugar correcto, todo lo demás—la Trinidad, la encarnación, la expiación, la
resurrección—tiene sentido. Estas categorías dejan de intentar hacer el trabajo para el que no
fueron diseñadas y comienzan a desempeñar el papel que se les asignó originalmente.

Conclusión: cómo leer los evangelios

Mi argumento a lo largo de este libro, entonces, es que todos hemos malinterpretado los evangelios
en una de dos maneras. La primera es que hemos seguido lo que los grandes credos aparentemente
insinúan y permitido que contemos una historia pseudo-cristiana, de la cual se han eliminado
silenciosamente las historias de Israel y el reino de Dios. La segunda es que hemos formulado un
concepto del reino que sí reconoce la pasión de Dios por arreglar los problemas del mundo, pero
luego éramos incapaces de integrarlo en la encarnación y la muerte del hijo de Dios. Para corregir
este error, no basta afirmar etéreamente que creemos en el “canon” (lamentablemente, esta es la
afirmación de muchos; para ellos, el canon solo sustenta la “ortodoxia” que ya conocen); y mucho
menos que apoyemos algo llamado “el Cristianismo de Nicea” y estemos decididos a leer la Biblia
desde esa óptica. Eso puede ser suficiente para llevarnos parte del camino, pero si lo único que
hacemos es afirmar la ortodoxia tradicional frente a las cuestiones históricas que deben resolverse,
el viaje puede resultar extremadamente incómodo.
Pero todavía queda un largo camino por recorrer, y para ser honesto, la única forma en que
podemos terminar el viaje es volviendo a los evangelios mismos y su mensaje integrado del reino
y la cruz, o más bien, de la encarnación, el reino, la cruz, la resurrección y la ascensión, tratando
de entender las interrelaciones entre esos diferentes elementos. Y sí, puede ser necesario llevar el
carro al taller para que el mecánico lo desarme y limpie o cambie varias piezas. Esta vez, sin
embargo, el objetivo será rearmarlo para poder conducirlo con estilo.
Comprendo la frustración de aquellos que ahora dicen que debemos, por así decirlo, comenzar
nuestra lectura con los credos, para que al menos leamos la Biblia con más fe en ella. Pero si
comenzamos con los credos, la forma en que el cristianismo occidental ahora está más o menos
obligado a leerlos significa que nunca entenderemos los evangelios, ni el canon como un todo. Si,
por el contrario, partimos de los evangelios, que constituyen el meollo y punto de equilibrio de
todo el canon cristiano, y entendemos que nos cuentan la historia de cómo Dios, el Dios creador,
el Dios de Israel, llegó a ser rey del mundo a través de Jesús, entonces podremos volver a los
credos y pronunciarlos en un espíritu muy distinto. Si predomina la tradición, las escrituras serán
amordazadas, Si predominan las escrituras, la tradición cobrará nueva vida. Mejor aún, como dijo
el mismo Jesús, que busquen el reino de Dios: que predomine la revelación de que, como anhelan
decirnos los evangelios, ¡esta es la historia de cómo Dios se convirtió en rey!, y todo lo demás les
será añadido.
Resolver la cuestión de cómo podemos leer los evangelios, en público y en privado, es un
desafío. Durante muchos años, he disfrutado de explorar diferentes formas de llevar a cabo esta
tarea esencial. Creo que la mayoría de las congregaciones nunca han practicado la lectura colectiva
de ninguno de los evangelios, y mucho menos los han representado. Hay muchas personas en
nuestras iglesias con el talento para hacerlo en forma de drama. Muchos ministros nunca han
pensado en permitir que largos pasajes de las Escrituras dieran forma a su liturgia, y no al revés
(hicimos un experimento como este en una de las iglesias del obispado de Durham en la Cuaresma
de 2010 y funcionó perfectamente). Del mismo modo, la mayoría de los cristianos practicantes,
incluidos los pastores, nunca han leído todo un evangelio, o varios evangelios, en una sola sentada.
Los evangelios no son libros extensos, no se acercan a libros como La guerra y la paz, pero son
tan emocionantes en todos los sentidos como las grandes novelas. Debemos dejar ir algunas
inhibiciones y experimentar con diferentes formas de dejar que los evangelios transmitan su
mensaje desde el principio. Los predicadores y maestros también deben enfrentar el desafío de
comunicar la emoción y el drama de un libro completo, llevando a los oyentes a un nuevo sentido
de adoración y un impulso de leerlo y experimentarlo por sí mismos.
También debemos probar nuevas formas de orar los evangelios. Muchos han utilizado, con
gran éxito, el método usado por Ignacio, según el cual entramos en la historia y nos convertimos
en personajes. Uno se imagina como un espectador, como alguien que ve a Jesús durmiendo en la
barca con los discípulos aterrorizados a su alrededor, o como un invitado adicional en la mesa de
la Última Cena, que de repente se pregunta: “¿Soy yo, Señor?” Y se queda allí el tiempo suficiente
para escuchar lo que Jesús tiene que decirle en privado. Ese método es bien conocido y merece la
fama que tiene. Pero también hay formas de hacer lo mismo de manera corporativa. Una vez más,
se innovador. Lee los evangelios por todo lo que tienen para ofrecer; contienen más tesoros de los
que nos damos cuenta. Considera, por ejemplo, leer Mateo de principio a fin, y orar el
Padrenuestro, colocado por el apóstol en medio del Sermón del Monte, después de cada capítulo
o sección para resumir lo que ha leído. O intenta hacer lo mismo con el evangelio de Juan, usando
la gran oración sacerdotal de Jesús en el capítulo 17. Si es cierto que, en Jesús, Dios efectivamente
estaba “haciéndose rey”, esto no es algo que pueda quedar relegado. a nivel de “información”, algo
que aprendemos solo con la cabeza. Es algo por lo que debemos expresar en oración, algo que, a
través de la oración, debe convertirse en una nueva realidad en nuestra vida y en nuestra
comunidad.
Todo este libro se ha tratado de una nueva realidad, la nueva realidad de Jesús y su
inauguración del reino de Dios, una historia tan explosiva (¡a diferencia del mundo desordenado y
turbio de los evangelios no canónicos!) que la iglesia, durante muchas generaciones, por
encontrarlo demasiado difícil, diluyó, cortó en pedazos, convirtió en lecciones pequeñas en lugar
de permitir que se sintiera todo su impacto. Como he argumentado, parte de la tragedia de la iglesia
moderna es que los “ortodoxos” han preferido el credo al reino, y los “no ortodoxos” han tratado
de obtener el reino sin un credo. Es hora de unir lo que nunca debió separarse. En Jesús, el Dios
vivo se ha hecho rey sobre todo el mundo. Los evangelios no solo hablan de cómo sucedió esto.
Son el medio clave por el cual aquellos que leen y oran los evangelios pueden ayudar a que el reino
sea una realidad en el mundo del mañana. Hemos malinterpretado los evangelios durante mucho
tiempo. Ha llegado el momento, en el poder y el gozo del Espíritu, de retomar el camino correcto.
Lectura Adicional

Obviamente, hay miles de libros sobre los cuatro evangelios canónicos. La lista que sigue es una
selección alfabética, aunque no aleatoria, de los que he encontrado estimulantes en las últimas dos
décadas. Vale la pena recordar que a menudo nos estimulan más las obras con las que no estamos
de acuerdo. Como parte de mis propios trabajos anteriores, gran parte del trasfondo de este libro
se puede encontrar en The New Testament and the People of God, especialmente la parte IV. Si
tuviera que elegir uno de los siguientes libros para llevar a una isla desierta, seguramente sería The
Aims of Jesus de Ben Meyer, una obra descuidada con más sabiduría por página que la que muchos
otros eruditos podrían ofrecer por capítulo.

Adams, Eduardo. Parallel Lives of Jesus: Four Gospels, One Story. Londres: SPCK, 2011.
Bailey, Kenneth E. Jesús a través del Medio Oriente: Estudios Culturales sobre los Evangelios.
Tennessee: Grupo Nelson, 2012.
Bauckham, Richard J. The Gospels for All Christians: Rethinking the Gospel Audiences. Grand
Rapids: Eerdmans, 1998.
Bock, Darrell L. The Missing Gospels: Unearthing the Truth Behind Alternative Christianities.
Nashville, TN: Nelson, 2006.
Burridge, Richard A. What Are the Gospels? A Comparison with Graeco-Roman Biography. 2nd
ed. Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2004.
Dunn, James D. G. Jesús recordado: El cristianismo en sus comienzos. Estella, Navarra: Editorial
Verbo Divino, 2009.
———. Jesus, Paul and the Gospels. Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2011.
Griffith-Jones, Robin. The Four Witnesses: The Rebel, the Rabbi, the Chronicler, and the Mystic.
San Francisco: HarperSanFrancisco, 2000.
Keener, Craig S. The Historical Jesus of the Gospels. Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2009.
Koester, Helmut. From Jesus to the Gospels: Interpreting the New Testament in Its Context.
Minneapolis: Fortress, 2007.
Lemcio, Eugene E. The Past of Jesus in the Gospels. Cambridge: Cambridge Univ. Press, 1991.
McKnight, Scot. The King Jesus Gospel: The Original Good News Revisited. Grand Rapids, MI:
Zondervan, 2011.
Meyer, Ben F. The Aims of Jesus. 2nd ed. San Jose, CA: Pickwick, 2002.
Stanton, Graham N. Gospel Truth? New Light on Jesus and the Gospels. London: HarperCollins,
1995.
———. Jesus and Gospel. Cambridge: Cambridge University Press, 2004.
Stuhlmacher, Peter, ed. The Gospel and the Gospels. Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1991.
Swartley, Willard M. Israel’s Scripture Traditions and the Synoptic Gospels: Story Shaping Story.
Peabody, MA: Hendrickson, 1994.
Theissen, Gerd. The Gospels in Context: Social and Political History in the Synoptic Tradition.
Minneapolis: Fortress, 1991.

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