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El

Olor a Muerte Me Resultó Muy


Erótico

Por

Francisco Enríquez Muñoz




El diablo está aquí, saturando las cavidades de mis entrañas como una
fuerza densa, maligna y cegadora que sencillamente no soy capaz de ver,
aunque la sienta.
No viene al caso precisar desde hace cuánto tiempo, sea mucho o poco, soy
adicto al ron. Apenas es esencial admitir que el ron me ha llenado de tumultos
las cámaras más remotas del cerebro. Sin embargo, en este instante, ante la
visión que me ofrece el cadáver de Dorismar, estoy consciente,
inexplicablemente consciente de la realidad.
¿Qué es la realidad?
Una muerta, la que yo, la que nosotros, la que yo he matado.
Yo, nosotros, yo.
Hay sangre por todas partes. Cuando digo por todas partes, me refiero a
todas: las paredes, las cortinas de la ventana, el buró... y luego por el suelo,
reunida en un charco viscoso y tentacular que se agranda lentamente.
Fragmentos perlados de tejido cerebral flotan en el líquido rojizo,
alejándose perezosamente del cráneo machacado.
Podría tratar de justificarme, podría decir que el diablo fue quien mató a
Dorismar... pero sé que yo la maté. Por eso estoy así, escribiendo.
Sí, escribiendo, a mi pesar, con dolor y precaución. Con dolor porque no
puedo mentirme: no tendría entonces ningún sentido que me desahogara aquí.
Con precaución, porque en lo que voy a relatar ningún afán tengo de proponer
una teoría cualquiera, oponerme a ella o darle apoyo. Por mucho que he
reflexionado, no encuentro explicación lógica alguna... ¿Será porque en las
intervenciones diabólicas no hay lógica? Pudiera ser... Sin embargo, una
hipótesis errónea al respecto podría sugerir una conclusión que del todo
carecería de fundamento. No se le puede relacionar con alguna peculiaridad
heredada, ni tampoco tuve jamás experiencia similar y jamás espero volver a
tener otra.
¡Es cierto! Me encuentro cerca de la locura, casi loco, casi. Así que
regresaré al principio, porque de lo contrario, temo volverme completamente
loco.
Todo empezó una tarde de enero, en que como todas las tardes, me
encontraba detrás de mi escritorio, resguardado (¿resguardado?) por un
biombo de conglomerado gris que me separaba del resto de empleados, al
igual que otros semejantes les separaban a ellos entre sí.
Las cosas iban igual que siempre, parecía que estaba terminando una
jornada laboral como cualquier otra, pero no era así: aquella tarde de enero yo
acababa de cruzar una frontera tenue, una de esas fronteras que pueden
convertir la realidad en una dimensión indudablemente más siniestra.
Esperé a que la computadora se apagara mientras mis ojos se adherían a los
ojos de Dorismar, quien venía a entregarme un fajo de papeles. Caminaba
altiva, con mucho meneo de nalgas. Me observaba con cierta insolencia y
descaro encubiertos, deteniéndose en cada resquicio de mi ropa. Parecía tomar
nota de cada detalle, como un perito reconociendo los daños de un vehículo
siniestrado para dar parte al seguro. Sonrió ampliamente; tenía, advertí, unos
dientes pequeños y blancos muy bonitos, bastante regulares, bien formados.
Casi perfectos, de hecho, si no fuera por el despicado del incisivo superior
derecho perdido en la adolescencia en el borde de una piscina. La sonrisa, pese
a la imperfección, o gracias a ésta, que la hacía más sexy, más coqueta, era de
femme fatale y a la vez de niña traviesa. Aquí se podría quedar la descripción
de Dorismar, si alguien estuviera dispuesto a caer en mis delirios
odontológicos o a realizar un estudio antropológico sobre los simbolismos que
se relacionan con la excitación sexual masculina y la cavidad bucal femenina.
Pero para ser más claros hay que escribir más bien que Dorismar estaba, en el
mal sentido de la palabra, buena. Sabrosa, como dicen en mi barrio, aunque no
muy alta de estatura. Era redondeada, llena, de formas generosas. De cara, en
conjunto, bonita, atractiva. Ésa sí que era una secretaria. Apenas podía
dominar mis pensamientos que, una y otra vez, mientras ella se aproximaba
con lentitud, se dispersaban, inquietos, curiosos, por sus curvas y
protuberancias perfectamente dibujadas por el ajustadísimo vestido. Y esos
ojos estaban fijos en mí: me iluminaban, me escaneaban. Así que, ¿cómo
evitar la gradual solidificación de mi verga? Si al menos pudiera hacer algo
(pensé). Quemar papel, tirar la computadora por la ventana, gritar, no sé, algo.
En realidad, habría preferido aparearme con Dorismar. Simplemente
deseaba bajarle las bragas más allá de las rodillas y meterle la verga. Pero eso
no era más que un sueño. Porque, si bien el Jefe me calificaba
enjundiosamente como un excelente empleado, mi alcoholismo seguía
incrementándose. Todas las noches me bebía yo solo una botella de ron. Y no
me dejaba engañar; jamás imaginaba que por el hecho de ser un «excelente
empleado», arribar a la oficina recién bañado o esforzarme siempre al máximo
para obtener un sueldo mediocre, poseía alguna oportunidad para siquiera
tocarle una uña a Dorismar.
Sus caderas seguían bamboleándose, estremeciéndose, retorciéndose bajo
aquella prisión que era su vestido. No sé si la soledad asomó a mis ojos o ella
la advirtió en esa tienda de campaña que se irguió en mi bragueta; lo cierto es
que permanecía mirándome con esa seguridad que tiene una mamacita cuando
sabe que un hombre la ha colocado en un pedestal, y está interiormente
arrodillado a sus pies.
Tiritando, librando una guerra encarnizada contra el instinto hormonal, me
la imaginé cagando. Sí, ahí estaba: en un elegante y solitario baño público,
sentada en la taza, las bragas a la altura de las rodillas, los codos sobre las
rodillas, los ojos entrecerrados, la cara enrojecida, sudorosa, haciendo una “o”
admirativa con los labios, pujando, temblando, disparando apestosos pedos,
dando a entender que había empezado a liberar a un excesivamente grande y
necio Willy marrón. Y luego ahí estaba: limpiándose el rabo, dejando sin
querer unas pequeñísimas estalactitas de caca enganchadas en los pelos de su
asterisco, formando una gran bola de papel higiénico cargada de mazacotes
tibios y malolientes, subiéndose las bragas sin ninguna gracia, admirando sin
ninguna muestra de asco cómo el majestuoso Willy flotaba en el agua antes de
jalar la cadena. Pero este ejercicio imaginativo originó sin aparente razón que
saltara a mis ojos la verdad. Y aunque me resistía a aceptar algo semejante,
había pasado por mi cabeza: pronto cumpliría treinta años, y lo único bueno
que podía decir a mi favor era que tenía una enorme televisión de pantalla
plana, a la que por otra parte casi no veía.
¿Dónde encajaba? Estaba trabajando. Llevaba cuatro años trabajando en la
oficina, pero... algo fallaba. Mis sueños más recientes, mis convencimientos
más actuales, mis temores más frescos, en fin, los últimos cuatro capítulos de
mi biografía los había guardado para mí, sin hablarlos con nadie. Y era
explicable. ¿Con quién hubiera podido comentarlos? ¿Con mi padre? De sólo
imaginarlo se me ponía la carne de gallina. ¿Con mis vecinos? Sus propios
conflictos existenciales me volvían herméticamente reservado. ¿Con la gente
del empleo? Sería un paso en falso y, a la vez, la absoluta seguridad de que en
la oficina no había amigos; había tipos que se veían todos los días, que
rabiaban juntos o separados, que hacían chistes y se los festejaban, que se
intercambiaban sus quejas y se transmitían sus rencores, que murmuraban del
salario en general y adulaban al Jefe en particular. Eso se llamaba
CONVIVENCIA, pero sólo por espejismo la convivencia podía llegar a
parecerse a la amistad. En tantos períodos de oficina, suponía que Dorismar
era mi único afecto verdadero. Los demás tenían la desventaja de la relación
no elegida, del vínculo impuesto por las circunstancias. Sin embargo, a veces
nos reíamos juntos, tomábamos alguna copa, nos tratábamos con simpatía. En
el fondo, cada uno era un desconocido para los otros, porque en ese tipo de
relación superficial se hablaba de muchas cosas, pero nunca de las vitales,
nunca de las verdaderamente importantes y decisivas. El trabajo era lo que
impedía otra clase de confianza; el trabajo, esa especie de constante martilleo,
o de morfina, o de gas tóxico.
En un sentido más amplio, más allá de la rutina del trabajo, de
emborracharme, de masturbarme y de dormir, el tiempo se convirtió en algo
insignificante. Tres o cuatro hechos claves, tres o cuatro recuerdos
fundamentales, otorgaban algún matiz a las semanas y los meses que pasaron
volando, a los últimos cuatro capítulos de mi biografía. Nada más.
El recuerdo de mayor trascendencia venía de quince días atrás, cuando
compré un revólver Smith & Wesson calibre .22 sin preguntarme para qué; el
para qué quizá habría de saberse luego, o quizá nunca, o quizá no había ningún
para qué; pero también compré ocho balas.
Mi vida no era mala. Aunque no era lo que esperaba que fuese cuando era
más joven. De ningún modo sentía pena por mí mismo. Simplemente nunca
esperé convertirme en ese hombre tan extraño en que me había convertido.
Y fue entonces, justo en el momento que la realidad venció a la
imaginación, cuando se produjo un torbellino. Un lento torbellino encendido
me rodeaba, me llevaba, un torbellino de bruma, de luces, en mi escritorio, en
Dorismar que interrumpía de golpe su cadenciosa marcha. Me aturdían las
brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Era como un
desasosiego, una angustia, un período que precede a la tormenta. El mundo
real se alejaba. ¿Esos signos delataban suficientemente la presencia del
diablo?
—Hum, el Jefe me ha mandado, Martín —dijo Dorismar con voz suave y
libidinosa—. ¿Podrías firmarme esto? —Pasándose la lengua por los labios,
me mostró el fajo de papeles.— Por favor.
Su lengua me maravilló. La belleza salía del interior; por dentro también
era adorable, y me dejé caer en el respaldo de la silla, viendo girar lentamente
los colores a mi alrededor.
—Sí —contesté. En el momento que moví las mandíbulas al hablar, los
maxilares superior e inferior se me separaron y cerraron de forma notable, y
distinta de cómo lo hacían las mandíbulas humanas.
Y descubrí horrorizado que tenía menos conciencia de mí mismo, de mi
propia existencia, que antes. Esa sensación fue tan insólita que al principio me
desconcertó profundamente. Sentí deseos de preguntarle a Dorismar si yo era
de veras yo o no lo era; pero, como imaginé lo absurdo que sería que
preguntase algo así, me reprimí y mis dedos sufrieron un aparente
alargamiento y mi abdomen, por segundos, aumentó como si fuese a parir.
Aquella convicción de que no era ya yo mismo resultó abrumadora y muy
desconcertante.
Luego todo tomó un curso que podría considerarse habitual: salir de la
oficina, consumir en el trayecto dos o tres cigarrillos y regresar al
departamento sólo para empuñar el revólver sin preguntarme para qué; el para
qué quizá habría de saberse luego, o quizá nunca, o quizá no había ningún para
qué. Pero también me dediqué a ponerle las ocho balas al revólver y, así,
cargado, lo guardé en el cajón del buró porque sencillamente no sabía dónde
más guardarlo.
Sin embargo, cuando estuve acostado en el sofá de la sala y, en un alarde
de masoquismo o venalidad o estupidez congénita, trataba de comprender por
qué, después de que un greñudo metió un gol y de que al terminar los abrazos
y las pirámides humanas el juego se había reanudado, el comentarista de la
tele seguía colgado de la “o” de su gooooool (que en realidad era jugada suya,
subjetiva, personal, y no exactamente del greñudo que se limitó a empujar con
la frente un centro que, entre todas las otras, eligió su cabeza), una rara
dolencia afectó la boca de mi estómago, inmediatamente debajo del esternón,
y se desplazó, quién sabe por qué, ora a los riñones, ora a los huevos; mal
lacerante e insólito, que me hizo retorcer de dolor insoportable. No encontré
causa alguna ni me expliqué tales síntomas, y al fin, esa dolencia abandonó mi
organismo. Entonces aún no creí que estuviera poseído por el diablo, sino que
temí que la depresión en la que permanecía sumido hubiese minado mi salud.
¿No sería porque en el fondo tenía miedo de que el diablo existiera de verdad?
Baudelaire lo había expresado de una manera más poética: el más bello de los
ardides del diablo es persuadirnos de que no existe.
Volví a centrar mi atención en la tele, ya que al menos quien relataba el
partido ponía un poco de emoción en las estupendas jugadas que imaginaba.
Bueno, para eso le pagaban, ¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y
estaba bien. Sólo cuando, después de que el greñudo lanzara un pase largo
(según el comentarista de cuarenta metros) destinado a un calvo que no
alcanzó el esférico y de los abucheos de rigor, el árbitro consideró oportuno
consultar el reloj que traía en la muñeca derecha y con su silbato envió la
orden de que todo mundo abandonara el estadio. Tras la aparición del
marcador final en la pantalla de la tele, un infame 1-1 por bando, pasaron un
escueto resumen del partido. Enseguida vino un repertorio de concursos
denigrantes; enseguida, el nuevo video musical de Katy Perry; enseguida, una
tertulia temática de varios zoquetes; enseguida, noticias sensacionalistas;
enseguida, el análisis previo de otro partido de futbol soccer. Todo aderezado
con largas sucesiones de anuncios: «¡Compre ya, llame ya, compre ya, llame
ya, compreyallameya!». Apagué la tele, pero la imagen seductora de Katy
Perry, más estimulante que la mejor pornografía, continuó clara y luminosa en
mi mente.
La frase de Baudelaire, que había hecho mía, no me pareció ya, luego de
descargar leche con un mínimo esfuerzo de mi mano derecha y de liquidar a
cinco cigarrillos, una frase inocua, sutil, ingeniosa... La conciencia no
desapareció con ron. ¡Cuán misericordioso hubiera sido! Sí, una hembra. Lo
que necesitaba era una hembra.
Esta obvia certeza se instaló solapadamente y poco a poco. Una vez en su
sitio, no se movió y me forzó a abrochar los pantalones. Tras haber logrado
recobrar un poco la sobriedad, el cuerpo medio aletargado, me dirigí a la
cocina. De repente, di un paso en falso y caí al suelo. Como caí hacia atrás, de
espaldas, el primer instinto fue proteger mis lentes para que no se rompieran
contra las duelas (como una madre con su niño), y al caer procuré hacerlo
sobre los hombros manteniendo alzados cabeza y lentes. Salvé los lentes, pero
la cabeza chocó con una gaveta de la alacena. ¡PAF!
Quedé conmocionado, casi sin sentido, pero dos minutos más y podría
levantarme. Cada vez que lo intentaba me sentía más fuerte. Un minuto. Un
minuto más. Podría conseguirlo.
Entonces, alcé los ojos observando los montones de platos y utensilios sin
lavar. Me hallaba cómodamente apoyado contra una bolsa de plástico negro
repleta de basura. Al ver la cocina desde esta desacostumbrada perspectiva,
advertí hasta qué punto la había descuidado. El suelo estaba cubierto de
desechos, sobras de comida y latas vacías. Sorprendido, conté seis bolsas
negras de desperdicios propios; por alguna razón había supuesto que sólo
hubiese una.
Desde hacía cuatro años notaba en mí una continua decadencia, una tenaz
erosión en ciertas normas de conducta que no sólo afectaba al departamento,
sino también a hábitos personales y a mi sentido de la higiene. En cierto modo
esto era inevitable a causa de mi depresión, y la imposibilidad de arrancar de
mi espíritu esa pertinaz tristeza. Pero también era síntoma de mi falta de
contacto femenino.
La existencia es así: se pulsa un botón y la realidad se enciende. Sólo que
desconocía cuál era el botón que había que pulsar. Y me daba cuenta de que
vivía en una sociedad tecnificada donde era un tornillo prescindible. Pero
descubrí, inquieto, una cosa: desde la niñez no había sido más que un corazón
solitario que latía con tristeza en la ciudad. Si lo analizaba con más cuidado, se
diría que había crecido sin la experiencia de padecer y, sobre todo, de gozar a
una novia. Pronto cumpliría treinta y debería tener novia. Eso estaría muy
bien. Una mamacita con quien fornicar.
Escuché los sonidos intermitentes de mi estómago. Tenía hambre. Todo lo
que debía hacer era llegar hasta el refrigerador: aproximadamente un metro de
distancia, que era como un millón de años luz. Inhalando el aire enrarecido,
me sentí más reanimado por mi propio olor, casi reconociendo las partes del
cuerpo: los pies y los genitales, la mezcla de olores que me salían por la boca.
Y, sí, pude levantarme.
Abrí el refrigerador, rebusqué dentro y saqué un tupperware que contenía
cinco bistecs. Luego encendí la estufa y comencé a freír los bistecs. Quien
hace de toda comida un banquete es un hedonista, quien ayuna o desprecia el
alimento es un santo. Sólo los mediocres comemos dos o tres veces al día para
medio satisfacernos. Normalmente me limitaba a cenar atún o cereal o pizza
congelada, pero preparar los bistecs de esa manera me hizo sentir como un
solitario competente. Con el paso de los años, me descubría cada vez más solo
y más inútil al mismo tiempo.
Me comí un bistec mirando la ventana de la cocina, viendo cómo la lluvia
corría por el sucio cristal. Me agradó la forma en que las gotas nacían muy
pequeñas en la parte superior, permanecían suspendidas durante un momento,
se deslizaban hacia abajo hasta encontrar una compañera, volvían a detenerse
y más tarde iniciaban un vertiginoso descenso hasta el fondo del cristal de la
ventana arrastrando todo lo que encontraban a su paso. La vida es igual
(filosofé). A nadie le gusta caer solo. Abrí el grifo del fregadero para lavar los
montones de platos y utensilios, pero el ansia de salir del departamento me
hizo perder las ganas de ser ordenado y competente. Quería huir. Quería
mostrarme en la calle. Quería que la gente supiese que yo estaba (o seguía)
vivo.
¡Maldita sea! ¡Dejemos prosperar a las cucarachas! Me puse un suéter y
metí un pañuelo en el bolsillo derecho de los pantalones. Busqué a tientas mis
llaves y mi cartera, como un ciego que intentara escapar de un incendio. Con
el corazón histérico, bajé las escaleras de tres en tres. Mi cabeza crepitaba
como un tizón, y una nueva angustia se adueñaba de mí: ¿Adónde voy a
conseguir a una hembra? Al salir del edificio, el latigazo de la lluvia me bajó
el temor de golpe. Total, hembras había por doquier.
Ahora sé que pretendía sentirme real, interesar por mí mismo, ser valorado
no como una marioneta graciosa que hacía lo que le dictaban, sino como un
hombre solitario y joven, dispuesto a entregarse sin recelo al afecto de una
fémina que estuviera distante de su territorio habitual: la oficina y el edificio,
el edificio y la oficina. Abandonar una vida apacible para ir a la búsqueda del
objeto deseado, saber que a cambio de la posesión uno será capaz de traicionar
las reglas morales más ortodoxas. Intuir, desear para luego justificar las
pasiones por medio de la razón: ¿no era ésta acaso la historia del mundo?
Escudriñé el paisaje, como esperando descubrir algún cambio radical. El
fracturado horizonte de la ciudad se asemejaba al encefalograma zigzagueante
de una crisis mental irresuelta. La vida continuaba normalmente en el barrio a
pesar de las promesas que los políticos hacían de convertirlo en una colonia
más habitable («digna» era su palabra favorita) para las futuras generaciones.
Las calles, poco transitadas, carecían de buena iluminación: era un barrio sin
pasado, ni aspiraciones, siempre contando los días que se sucedían entre dos
desgracias, siempre esperando a que el estridente fulgor de una navaja me
colocara de un manotazo en el país de los muertos. Las casas maltratadas de
dos pisos con azoteas cementerio en donde los gatos se perseguían durante las
madrugadas y los perros famélicos, huesudos, mostrando sus dientes
descalcificados, ladraban a los peatones que ni siquiera se dignaban a echarles
una mirada. Los pasillos interminables de vecindades oscuras en donde más de
un ladrón había construido su propia cárcel. Con todo, me sentí impulsado a
avanzar en línea recta por esos rumbos lumpenproletarios, siempre rápido y
resuelto, como si me estuviera alejando del lugar de un atraco.
Caminé más de dos horas, entre charcos y lodazales, acompañado de un
cocker mugriento que me reconoció como prójimo y no se despegaba de mí.
«El hombre solitario es imperfecto», me aseguraron las palabras garrapateadas
en un muro. «Nadie te quiere», aseveró un cartel espectacular. «Sé feliz», me
dijo un tierno conejo atrapado en un escaparate. Ojalá me fulmine un rayo
(susurré), la cara que pondrán mis vecinos cuando encuentren mis cenizas en
la banqueta. Para recobrar la dignidad precisaba una muerte romántica, un
accidente letal que me exorcizara del diablo, como la bala perdida que mata al
desertor de un ejército cuando intenta pasarse al bando enemigo...
Pero los Hados no quisieron ennoblecer mi destino y sólo alcancé a
estornudar.
Desenrollé el pañuelo, me limpié la nariz y, súbitamente, el cocker empezó
a brincar sobre mis pies con un palo largo en el hocico: «¡Mira, mira, he
encontrado un palo, lanza el palo y te lo traigo, te lo traigo, te lo traigo!».
Sonreí mientras agarraba el palo, tanta felicidad sólo podía ser contagiosa, y lo
arrojé lo más lejos que pude. El perro salió corriendo tras él y jamás regresó.
Al cabo de quince minutos, lo eché en falta. Uno de los pocos amigos que hay
en mi vida y resulta que me corta por un palo. Una ráfaga de viento me dejó el
rostro entumecido. Pegué el mentón al pecho, apretujé el pañuelo y seguí
avanzando en línea recta. ¿Por qué? Bueno, porque tampoco tenía razones
para no hacerlo.
La lluvia, que ya me había obligado a quitarme los lentes, pronto me
entraba en los ojos, después de saturar las cejas. Mi pañuelo chorreaba agua, y
me resultaba imposible continuar secándome los ojos y la frente.
De improviso sentí que podría caminar por horas sin llegar a ningún punto.
En consecuencia, resolví ir a un pequeño establecimiento que parecía
apesadumbrado por el rótulo de neón en el que se podía leer, escrito en
foquitos verdes y rojos, lo siguiente:
C F TERÍA
Entré a ver qué suerte me esperaba.
El interior de la C F TERÍA tenía una enorme barra ovalada y después un
tabique. Del otro del tabique había mesas pequeñas, después un pasillo,
después reservados.
Dorismar estaba sentada en una de esas mesas pequeñas. De todos los
reservados, sólo dos estaban ocupados; de todas las otras mesas pequeñas sólo
lo estaba una, así que yo tenía mucho espacio.
Pero sólo había un sitio donde podía ir a sentarme: su mesa. Eso fue
porque, cuando me acomodé los lentes sobre la nariz y vi a Dorismar, ya no
hubo nada más en el mundo.
Rescaté una silla abandonada de una mesa vacía y me senté justo frente a
Dorismar con lentitud deliberada. No intenté ganar terreno invadiendo uno de
los laterales de la mesa y me mantuve a distancia de ésta, erguido y mirando a
Dorismar. La chispa de mi vida se perdió en la profundidad de sus ojos. Éstos
absorbieron todo mi ser y me arrastraron a esas regiones en que el
pensamiento humano pierde todo poder. Me había olvidado de todo. Hasta de
que traía la ropa empapada. Pero la doña no me había olvidado. La doña era la
dueña de la C F TERÍA y una anciana sensacional. Era chaparra y gorda, con
brazos como de chango que se abrían en gestos siempre desproporcionados y
se mantenían en el aire, piernas cortas que tropezaban al volverse a mirar las
nalgas de un galán sabrosón y una vocecita que, cuando se encabronaba,
repetía furiosamente las palabrotas de los chavos, desentonando con su acento
de dulce abuelita. No sabía mi nombre (y yo tampoco sabía el suyo) pero solía
llamarme «joven». Nunca tenía que pedir nada. Al entrar me traía un
capuchino y después me preguntaba a cada rato si todo estaba bien. Llegó con
el capuchino y se fue a pasar un trapo por la barra.
Yo, la mirada fija detrás de los lentes, no perdía el más mínimo
movimiento de Dorismar, que parecía no esperar nada, como si se sintiera bien
de continuo, sin la necesidad de hacer algo para evadir el minuto presente; no
había conocido nunca a un ser tan lejos de la ansiedad o del miedo, una
especie de animalito feliz. Me observaba sin ninguna expresión en particular;
estaba seguro de ser para ella un objeto lindo, tan lindo como el cenicero o
como el capuchino que yacían sobre la mesa, o como todos y cada uno de los
objetos que componían la C F TERÍA. Y esta idea no me hacía sentir rebajado
a la condición de objeto; por el contrario, me sentía integrado a ese mundo tan
especial, donde el cenicero o el pastel de chocolate o el capuchino adquirían,
junto a ella, una dimensión distinta; me sentía orgulloso de formar parte de esa
colección, aunque abarcara todos los objetos posibles, quizá porque tenía la
certeza de que no debían de ser muchos los seres humanos con los que ella
compartía su alegre espíritu.
También me sentía convicto de soledad. En rigor, si nunca había
menospreciado a los felices, tampoco había ostentado mi propia infelicidad
como un honor, como una dignidad concedida por el azar a sus selectas
minorías. De ahí que hablarle a Dorismar fuera para mí un asunto de vital
importancia.
Como primera medida, dije:
—Hola.
—Hola —respondió con interés y simpatía. No vi ninguna de las señales
con que las mamacitas demuestran su indiferencia (ni esa mirada helada hacia
cualquier punto que no sean los ojos del interlocutor, salpicada de sonrisas de
HELP ME lanzadas a cualquier tipo que pase por delante, ni esa vista fija
punteada con ligeros asentimientos que denotan que no está oyendo nada de lo
que el otro dice, ni ganas). Esa voz poco común que convertía en ruido a todos
los demás sonidos me había tendido las manos. Así que le solté en mi flamante
estilo «te-lo-digo-con-la-mejor-de-las-intenciones»:
—¿Esperas a alguien?
—¿A quién?
—No sé. Quizá a tu novio.
—No tengo novio.
Dorismar era material de muy buena calidad.
—¿Por qué no tienes novio? —inquirí.
—Porque no.
—¿Eres lesbiana?
—Mira, no espero a nadie. Vine aquí a perder el tiempo.
—Yo también. ¿Podemos perderlo juntos los dos?
—Sí, pequeño.
Aquel «pequeño» cariñoso se me coló en el alma como un golpazo o como
una pomada.
Siempre había soñado con que una mamacita me dijera «amor», pero
«pequeño» también era agradable, aunque Dorismar lo hubiese manifestado de
un modo maternal y sin una pizca de lujuria. «Pequeño». «Amor». Así quise
creérmelo. En algún momento pueden significar casi lo mismo.
Por unos segundos me quedé como quien tiene ganas de hablar pero no
sabe qué decir. Tragué saliva.
Dorismar sacó de su bolso un paquete de cigarrillos, que me ofreció. Sólo
los gestos de una pantera podían resultar tan armoniosos como los suyos.
—¿Quieres?
—No, gracias. He fumado suficiente por hoy.
Ella tomó un cigarrillo del paquete y se lo llevó a los labios. Hurgó en los
bolsillos de su abrigo, extrajo una caja de fósforos, encendió uno y lo protegió
con las manos hasta que la llama prendió el tabaco. Aspiró con esa parsimonia
del fumador que sólo se permite uno o dos cigarrillos al día. Exhaló una
bocanada y contempló el humo con mirada intensa o ida.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté a bocajarro, pues enfangado en mi
propia salsa espesa de desconcierto, y recreado en la contemplación de su
persona, deseé súbitamente saber su edad, presa de una necesidad
inexplicable.
—Eso no es de tu incumbencia —replicó tras unos segundos infinitos.
—Perdón. Discúlpame. No soy bueno para estas cosas.
A lo mejor lo expresé de una forma que la conmovió, y eso fue lo que hizo
que siguiera la plática.
—No te preocupes, Martín. Tampoco soy buena para estas cosas. ¿Por qué
quieres enterarte de mi edad?
—Porque no sé cuál sea.
—Una respuesta inteligente a una pregunta tonta.
—Ninguna pregunta es tonta.
—Bueno, ¿cuántos años me calculas?
La doña anuló el efecto de cuatro años de buenas relaciones entre los dos
preguntándome en ese preciso instante si todo estaba bien. Dorismar sonrió al
verla.
—¿Me trae un café americano?
—Claro, señorita —dijo la doña.
—Ah, con crema, por favor.
—Y a usted, joven, ¿no se le ofrece nada más?
—No, nada.
—Correcto. Ahorita traigo el café americano con crema.
La doña se marchó.
Dorismar chupó nuevamente el cigarrillo, expulsó el humo por las fosas
nasales y dirigió una lenta mirada a su alrededor antes de dejar que sus ojos
hechiceros se volvieran a concentrar en mi rostro.
—Este lugar está tan muerto como un cadáver.
—Si quieres vamos a mi departamento —ensayé, un poco brusco, pero
más por timidez que otra cosa. Me estaba costando mucho trabajo mostrarme
natural. Mis palabras guardaban el absurdo defecto de parecer falsas. ¿Cómo
evitarlo? Nunca había seducido a nadie, nunca había enamorado a nadie. Ni
siquiera sabía cómo hacerlo. De hecho, ¿qué sabía yo de la vida en absoluto?
—Si apenas te conozco. ¿Qué tal si eres un asesino…?
¿Mis ojos contenían la locura de los asesinos? No lo creía. Se trataba más
bien de una mirada cansada e incluso bovina. Mi aspecto, sin duda, no era el
adecuado. Cargaba conmigo un inmenso y redondo abdomen, y llevaba cinco
o seis días sin afeitarme. Precisaba un corte de pelo. Sólo me peinaba una vez
al día, por la mañana, y luego no me preocupaba más. Razonando fríamente,
era difícil esperar que a un tipo como yo la compañía de una mamacita le
resultara gratuita.
—¿Cuánto quieres por venir conmigo?
Dorismar soltó un riplido. No era una risa ni un resoplido. Era un
verdadero riplido de Lewis Carroll. Son muy poco frecuentes.
—¡¿Qué te pasa?! ¡No soy prostituta!
—Perdóname. Es que no sé qué hacer para que vayas a mi departamento.
—Te perdono. Pero, entiende: no voy a ir a tu departamento.
—¿Por qué no?
—Ya te lo dije: apenas te conozco.
Torcí los labios y estiré una mano hacia ella. Bueno, si ahora le pongo las
manos encima, se sentirá ofendida por un gesto tan fuera de lugar, quizá me dé
una bofetada y me vaya. Pero tal vez fuera mi natural reserva, tal vez un deseo
diferente, más dulce, lo que en realidad me impulsaba, el hecho es que la
caricia, en vez de brutal y provocativa, fue tímida, melancólica, casi
suplicante: le rocé el cuello con los dedos, levanté una cadenita que ella
llevaba y la dejé caer. La respuesta de Dorismar consistió en un gesto primero
lento, como resignado y un poco irónico (bajó la barbilla de costado, para
retener mi mano), después, rápido, como en un calculado impulso de
agresividad, me mordió el dorso de la mano.
—¡Ay! —exclamé. Ambos nos separamos.
—¿Así es como quieres convencerme de ir a tu departamento? —dijo
Dorismar.
Está bien, razoné velozmente, esta manera mía de convencer no le gusta,
de modo que basta de tonterías y a dormir, y ya me disponía a largarme de la C
F TERÍA. Pero trataba de engañarme a mí mismo: me daba perfecta cuenta de
que habíamos llegado demasiado lejos, que entre Dorismar y yo se había
creado una tensión que no se podía interrumpir; sentía que yo era el primero
en no querer interrumpirla, de todas maneras no conseguiría volver al
departamento a dormir. Podía en cambio tratar de que esa tensión siguiera, por
así decirlo, un curso paralelo a la noche, para no tener que renunciar ni a
Dorismar ni a la cama.
La doña trajo el café americano con crema.
Entonces Dorismar se tomó su tiempo para beber.
—Ayúdame —murmuré, sorprendido de mi propia imploración—. Te
necesito.
Dorismar colocó su taza medio vacía (¿o medio llena?) junto al cenicero y
sonrió con cara de «qué tierno».
—Bien. Bien, Martín —se apresuró a decir—. Me voy contigo, aunque
seas un asesino.
Ninguno añadió nada. El silencio nos envolvió como el humo. Ella terminó
su cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. Luego pagué la cuenta y ambos
salimos juntos de la C F TERÍA.
Separé los labios para decir que ya no estaba lloviendo, pero me arrepentí.
Y, en vez de llamar a un taxi, eché a caminar con paso rápido y firme, en la
misma dirección de la que había venido. Mi andar pesado y la humedad de la
ropa me dificultaban moverme, me producían escalofríos con el roce de mi
cuerpo caliente. El vaho de mi aliento parecía el vapor de un tren. Dorismar
me siguió, sin abandonar el silencio.
Al cabo de unos diez minutos de marcha uniforme decidí esperarla, y
cuando llegó a mi lado me tomó de una mano y dijo con buena vibra:
—Sigamos.
Y debo confesar mi perversa vanidad: me gustó ir con ella de la mano y
por la calle. Fue un agasajo caminar a su mismo ritmo luciéndome como su
hombre. Sí, me sentí hombre.
Me hubiese gustado encontrarme con todos los compañeros de la oficina.
No hubo suerte. No vi a nadie. Y cada vez era más difícil, pues nos
aproximábamos al edificio que debió ser construido en los años treinta, a
juzgar por la decoración de su fachada. Si bien se encuentra mal conservado,
posee todos los rasgos del estilo de las primeras décadas del siglo pasado: su
entrada es un arco que va degradándose en otros más suaves y que culmina en
una puerta de madera. Flanqueando la puerta están dos lámparas que ahora ya
no funcionan pero que durante varias décadas fueron símbolo del progreso. Un
edificio del que no me siento orgulloso. ¿Cómo voy a sentirme orgulloso si no
es de mi propiedad y durante cuatro años he sido esclavo de una renta
mensual?
Entramos en el vestíbulo. Aunque nuestro próximo destino, mi
departamento, se encontraba a sólo tres pisos de distancia, ninguno de los dos
tenía la intención de utilizar las escaleras. Pulsé en repetidas ocasiones los
botones de llamada, pero ningún ascensor parecía dispuesto a responder. Así
que aguardamos con paciencia frente a los ascensores, mudos, disfrutando la
soledad compartida. De vez en cuando Dorismar extendía la mano como si
quisiera ajustar mi imagen, o tal vez cambiar los contrastes cromáticos de mis
mejillas o bajar el volumen de mi panza.
El vestíbulo estaba desierto y silencioso, como si todos los otros residentes
hubiesen muerto. ¿Qué habría sucedido si yo fuese la última persona con vida
en el edificio? De pie allí, con la ropa humedecida y en compañía de una
hembra, me imaginé a mí mismo en ese edificio descomunal, recorriendo
libremente los pisos y departamentos, escalando los vacíos huecos de los
ascensores, sentándome a solas en cada uno de los descansos de las escaleras.
Este sueño, acariciado desde que llegara al edificio, de pronto me perturbó,
casi como si ahora, que al fin estaba con una mamacita, hubiera oído unos
pasos detrás de mí y me hubiese encontrado cara a cara conmigo mismo.
La puerta de un ascensor se abrió de par en par con un crujido, como la
boca de un muerto. Oprimí el número tres y subimos.
—¿Qué pasaría si el ascensor de pronto se detuviera? —quiso saber
Dorismar.
—Primero miraríamos a diestra y siniestra con ojos consternados; luego,
alguno de los dos diría: El ascensor se detuvo, y en ese momento nos
pondríamos histéricos. Sería hasta mucho más tarde, cuando aceptáramos el
hecho, que iniciaríamos una charla intensa y profunda. Es decir, nos
confesaríamos nuestros más oscuros secretos. Poco a poco, la sinceridad
aumentaría trayendo consigo risas y lágrimas en lapsos irregulares. Al final,
nos rescatarían y todo quedaría olvidado.
—¿Por qué todo quedaría olvidado?
—No sé. Es lo que siempre pasa en las películas.
Dorismar se echó a reír con genuino candor, divertida de mis pendejadas.
Y, por una extraña asociación de ideas, pensé en lo desordenado que estaría mi
departamento. Intenté hacer memoria, recordar cuántos calzones sucios
estarían tirados en el piso. Lo demás no me importaba demasiado, pero la
rajita de canela de los calzones sucios representaba algo desagradable y me
haría sentir incómodo frente a ella.
Salimos del ascensor y empezamos a recorrer el pasillo de techo alto. La
luz era tenue, con cierto aspecto submarino, y provenía de hileras de tubos
fluorescentes que colgaban cada seis metros más o menos, algunos fundidos y
otros parpadeantes. Oí la voz de un hombre que surgía al otro lado de una
puerta entornada.
—¡Chúpamela, pendeja!
—Primero los noventa —contestó una voz de hembra.
—¡¿Noventa…?! ¡Ni que estuvieras tan buena!
Sonó una fuerte bofetada y un chillido femenino. Seguimos caminando.
—Bienvenida a la Fortaleza de la Soledad —dije cuando llegamos ante la
puerta cerrada que ostentaba el número 323.
—¡¿Qué?!
—La Fortaleza de la Soledad es el lugar donde Superman va a meditar. No
quería confesártelo, pero mi nombre verdadero es Clark Kent.
En esta ocasión, mis mamadas no surtieron efecto. Dorismar se limitó a
sonreír con condescendencia.
Saqué el manojo de llaves, sujeté la más espigada, e introduciéndola en la
cerradura, di dos vueltas a la derecha, abriendo con un brusco movimiento que
hizo chocar la madera contra la pared. El golpe resonó en el interior como una
explosión.
Encendí la luz de la sala.
Todo estaba invadido por un caos aparentemente irreparable. De vez en
cuando se veía algún esfuerzo inútil por poner las cosas en pilas. No había
nada que diera un toque acogedor o una referencia de tipo familiar. En vano se
buscarían fotografías de novias, padres, hijos, amigos. En cambio, abundaban
los libros viejos y nuevos, gordos y delgados, de literatura clásica y
contemporánea (sobre todo, de ciencia ficción), que le daban a los muebles un
aire de almacén de anticuario. Pero una energía negativa impregnaba las
paredes enjalbegadas (paredes blanco sucio) y las duelas del suelo.
Inmediatamente se percibía un recio olor a azufre.
—Dame el abrigo. La colgaré aquí. Sígueme...
Dorismar me siguió eludiendo ceniceros repletos de colillas, botellas de
ron vacías, colillas engurruñadas, periódicos amarillentos, calzones sucios y
recibos del teléfono cubiertos de polvo; en una palabra, hasta ese momento
había utilizado el suelo para depositar lo que no servía, lo que no tenía un
lugar preciso.
Arribamos a la cocina, donde existía mayor orden.
—Debes de tener apetito —dije, reuniendo una pizca de amabilidad—.
Espero que no te moleste cenar aquí. Siéntate, por favor.
Al tropezar con las bolsas de plástico negro me pregunté por qué no las
había arrojado a un incinerador. Quizá conservaba los desperdicios por
necesidad de aferrarme a mí mismo, rodeándome del mucílago de comidas
inconclusas, latas vacías, botellas rotas con cuyo ron me había embriagado una
vez, todo débilmente visible a través del plástico negro.
Exhumé dos platos desechables de la alacena y serví en cada uno varios
trozos de bistec. Dorismar comió tan a gusto y tan absorta, que casi no se fijó
en lo poco que yo comía. Cuando lo advirtió, se sintió ligeramente
avergonzada.
—No has probado nada —anunció—. Seguro que habías cenado antes.
—No. En realidad no tengo hambre —mentí y me dirigí al fregadero, lavé
dos pequeños vasos de cristal y extraje de una gaveta la botella intacta de ron
que me reservaba para las ocasiones especiales—. ¿Qué quieres tomar?
—¿Qué tienes?
—Agua y ron. —Cuánto me habría gustado ofrecerle una pócima mágica o
de perdida una Coca-Cola sin gas que la hiciera sentirse tan miserable como
yo.
—Ron.
Le llené un vaso y se lo di.
Dorismar tomó un largo trago de ron. Intentó proferir una exclamación de
éxtasis, inhaló un poco los gases y empezó a toser.
—Es espantoso —farfulló cuando recuperó el habla—. De todos modos es
mejor que el café de la C F TERÍA.
Se puso en pie y salió a la sala, se aproximó a la mesita de centro y se
dedicó a inspeccionar los lomos de un montón de mis libros. Yo ya había
pasado suficiente tiempo con la cara hundida entre sus páginas, en ocasiones
por obligación, en otras por placer, en otras en busca del apoyo que sólo una
hembra me podía dar. Dorismar tomó Sivainvi, una historia en que, como en
todos los textos de Philip K. Dick, realidad y ficción se unen
inextricablemente, y lo empezó a hojear. Entretanto, a mí me resultó evidente
por qué me gustaba tanto la ciencia ficción. Las preocupaciones del género
(los alienígenas frente a los humanos, los humanos frente a las máquinas, la
soledad frente a los descubrimientos científicos, las recompensas de la
exploración frente a lo aterrador de las catástrofes imprevisibles) eran un
reflejo, en grande, de las mías. Me sentía muchas veces un extraño, y cuando
me comparaba con mis compañeros de trabajo me veía en algunas jornadas
laborales como una máquina enfrentada con los humanos; tenía una
inteligencia más potente, pero vivía tristemente aislado de la camaradería de
aquellas criaturas vivientes más débiles. Cuando me sentía solo me decía que
estaba destinado a conseguir grandes logros, como lo estaban aquellos
astronautas condenados a pasar años o décadas en el espacio exterior mientras
navegaban hacia sus históricos objetivos. La sensación de pavor oculto que
flotaba en la ciudad también encontraba su equivalente en los terrores que
inevitablemente acechaban en el espacio y en los mundos desconocidos. Pero
más que ninguna otra cosa, lo que me llamaba la atención era la metáfora del
espacio mismo, la vastedad que se abría entre las cosas: la distancia que me
separaba de cualquier otra persona. La ciencia ficción reconocía este
problema, y lo afrontaba con sus propios mecanismos, igualmente
metafóricos.
—¿Puedo enseñarte la Fortaleza? —pregunté, sujetando la botella de ron
—. Aquí tenemos el dormitorio.
Dorismar dejó a Sivainvi en su lugar. Entramos en el dormitorio, y ella se
quedó de pie y respiró profundamente. Encendí la lámpara del buró y me dejé
caer pesadamente en el borde de la cama (el único lugar dentro de mi
departamento, aparte de la taza del baño, donde uno podía estar cómodo).
—¿Más ron?
Dorismar dijo que no con la cabeza, con las manos, con todo el cuerpo. A
esas alturas ya me resultaba extraño el hecho de que ella no mostrara deseos
de marcharse. Durante toda mi vida había tenido problemas transitorios con la
piel: era propenso a los granos, las irritaciones y las infecciones. Cuando
empecé a chupar ron como dos esponjas, las cosas empeoraron, y desarrollé la
costumbre de hurgarme constantemente la piel. Me pasaba una hora ante el
espejo que colgaba sobre el lavabo sucio y desconchado, lleno de pelos, algo
concordante con mi depresión. Me parecía que el espejo opaco y oscurecido
no reflejaba ninguna imagen. ¿Acaso se habría esfumado mi existencia física?
Pero esa ilusión óptica se desvanecía y entreveía la cara deformada por el
espejo ordinario, los racimillos de granos que parecían enormes, como los
rascacielos del centro de la ciudad. Me miraba y finalmente decidía que mi
cara, puesto que tenía tan mal aspecto, era la prueba irrefutable de las teorías
de Darwin. No entendía por qué razón Dorismar no salía corriendo de mi
departamento.
Y, justo después del cabalístico momento en que puso su vaso sobre el
buró, lo hizo. Me refiero a lo de pasarse la punta de la lengua por aquellos
gruesos labios que la naturaleza le había regalado, dejando a su paso una estela
de brillo en la tersa superficie de su piel rugosa. En ese mismo instante,
experimenté un deseo rabioso de poseerla. Una oleada de ansiedad sexual me
recorrió el cuerpo y finalmente me provocó una erección total y perentoria.
Pero Dorismar se presentaba ante mis ojos como la imagen misma de la
inocencia. No había en su actitud ni el menor asomo de provocación. De
inmediato, la oleada de mis deseos se vio enfrentada a esa actitud
esencialmente asexuada de ella, y, aunque la erección no cedió, la corriente
que me electrificaba el cuerpo pasó a transitar, supongo, por otras vías: me
invadió un estado de forzada conformidad, y me sentí muy alicaído.
Pausadamente, coloqué la botella y mi vaso en el suelo.
—Quiero irme —mascullé con la cabeza entre las manos, derrotado por
ese enemigo en el bajo vientre.
—¿Adónde piensas irte?
—A cualquier parte, a la chingada, no me importa. Aquí no pasa nada, no
se puede respirar, me estoy ahogando.
Dorismar se me aproximó por detrás y me envolvió en sus brazos, sus tetas
se aplastaron contra mi espalda, mientras me convertía en piedra, paralizado
por la sorpresa y el miedo porque no tenía costumbre de recibir tanto cariño,
pero entonces ella me agarró la mano derecha y me acarició el rostro tan
dulcemente que todavía hoy, tanta locura después, puedo recordarlo como si
me estuviera pasando ahora mismo. Luego acercó su cara a mi mejilla
izquierda y me dio un beso con la boca entreabierta. Me acuerdo bien, porque
nadie me había besado así antes, con tanta fuerza y tanto empeño, casi
dejándome el surco de su huella en el moflete. Y me quedé con los ojos fijos
en los suyos, intentando descubrir de qué extraña raza era. Finalmente me
tomó por la cintura, me atrajo hacia sí y me dijo, con esa voz de terciopelo que
tenía, susurrándomelo en el oído izquierdo:
—Bien. Bien, Martín. Claro que puedes irte a la chingada. Pero el
problema eres tú. ¿Qué tienes?
Se lo revelé; revelé aquello que cambió todo, las palabras que aún ahora,
cuando veo la realidad tal como es, todavía me vuelven a la cabeza y me traen
la incoherencia de aquella dimensión casi onírica. No se lo revelé con dulzura
ni con afecto, pero lo revelé, lo revelamos:
—Me estoy ahogando en mi propio pellejo.
—Martín, ay, Martín, ¿lo dices en serio? ¿De verdad? ¡Ay, dime cómo,
dime qué quieres que haga!
Deduje que ella me estaba tratando así por mera compasión y me enfurecí.
Esa furia fue el primer indicio rotundo que tuve de algo en mi ser que no era
yo, y que yo no controlaba. Y no es que yo no supiera lo que estaba haciendo,
vamos, yo sabía perfectamente lo que hacía, era plenamente consciente de
cada uno de mis actos. ¿Eso, como mucho, sería desdoblamiento de
personalidad? No, era otra cosa: como un sueño, una especie de pérdida de
contacto con lo real. Analizando esa furia salvaje, impropia de mi carácter
pacífico, llegué a la conclusión, tal vez apresurada, de que se trataba de
posesión: era el diablo, quien, residiendo en mi cuerpo, se servía de mis
miembros y de mi organismo para obrar de aquel modo. En ese instante mis
ideas fueron claras, tan claras, que los hechos, que no estaban probados ni
aparecían por parte alguna, los di por acaecidos.
Me vino a la memoria la advertencia de san Pedro, con la que comienza la
oración de Completas: Hermanos: sed sobrios y velad, porque vuestro
adversario, el diablo, ronda como león rugiente a quién devorar: resistidle
firmes en la fe. ¡Fe! Eso es lo que recomendaba san Pedro. ¡Contra el diablo,
una gran fe, una gran fe en Dios! No era tarea sencilla. Se me hacía muy difícil
creer en Dios en este mundo, lleno de hambre y rencor, cuando la bondad no
se veía por ningún lado. Harto más fácil resultaba para mí creer en el diablo
porque la maldad y el odio habían reemplazado los buenos sentimientos de los
corazones, y la injusticia y el desenfrenado egoísmo reinaban por doquier. Si
para ganar la batalla al diablo hay que tener una gran fe en Dios, creo que
estoy perdido.
—¡Apártate! —Oí que Dorismar se iba hacia atrás. Le oí la respiración—.
¡Apártate!
—Lo siento, lo siento mucho, Martín —suplicó ella—. Dime qué quieres
que haga. Por favor.
—Esto es demasiado —afirmé; creo que hablaba con el diablo, conmigo
mismo.
De repente me volví hacia ella y le pregunté:
—¿Estás asustada?
Dorismar se esforzó por decirme la verdad porque no quería mentirme, de
ninguna manera. Pero tenía miedo de que se me subiera la furia, así que
indicó, como si estuviera hablando con un niño de diez años después de un
berrinche:
—Sí, Martín. Estoy muy asustada. Nunca hice nada parecido. —Y
entonces, rápidamente—: Pero está bien, está muy bien, no escaparé, haré todo
lo que me pidas. Lo que sea.
Se echó a llorar.
—¡Chinda suerte! —vociferé. Creo que no a ella sino a la penumbra que
me rodeaba.
Cuando pudo, Dorismar suplicó otra vez:
—Déjame ayudarte, Martín. ¡Por favor, déjame ayudarte!
Lo que necesito es otra vida. ¿Qué es lo que le pasa a esta pendeja? ¿Por
qué no me deja solo? En esos instantes hubiera preferido estar solo. O mejor,
con Dorismar. O aún mejor... suspiré de sólo pensarlo. Con quien fuese y
donde fuese, la existencia estaba en otra parte, no ahí. Hubiera preferido que al
menos sonara música de fondo. Pero sobre todas las cosas hubiera preferido
que Dorismar estuviera en cualquier otro rincón de la Tierra. Dos metros bajo
tierra, por ejemplo.
—¿Qué te hace creer que necesito tu ayuda? —ladré, y recuerdo que
estuve a punto de golpearla. Dorismar iba a escabullirse pero luchó contra ese
impulso, lo venció y se quedó en el lugar donde estaba.
—Lo dijiste tú. Hace rato.
Pareció que esas palabras fueron las adecuadas. No sé por qué. De todos
modos me aplacaron.
—¡Ah, eso! —mascullé.
Y fue entonces cuando le salté encima como gato de Edgar Allan Poe
encerrado en una pared. La inmovilicé contra el colchón apoyándole un
antebrazo en la garganta y con la otra mano me puse a arañarle los calzones.
Intenté romperlos pero eran demasiado resistentes. Intenté meter la mano
adentro pero no había espacio suficiente.
—¡Espera, no, no, Martín... espera! —y eso, no sé por qué, me hizo soltar
un gruñido y redoblar los esfuerzos, pero sin éxito—. ¡Espera! —aulló sin
poder contener una irritación de la que nunca la había creído capaz, y giró con
todo el cuerpo.
Supongo que eso me hizo perder el equilibrio o algo parecido. Estábamos
en el borde de la cama, en el borde opuesto donde me había sentado hacía
poco, cerca de la orilla, y hubo un instante en que apoyé todo el peso en el
antebrazo que tenía sobre su garganta, pero sólo un instante; me aparté de su
cuerpo y caí rodando. Dorismar se sentó en el colchón como pudo, jadeando, y
se remangó el ajustadísimo vestido y se sacó los calzones. Yo, nosotros, yo me
trepé como pude a la cama, y Dorismar vio que alargaba una mano y me metió
en ella sus calzones y dijo:
—¡Mira! ¿Te das cuenta? No necesitabas hacerlo. ¡Sólo tenías que
pedírmelo!
Por un instante me quedé tan quieto como la muerte, respirando
agitadamente, y entonces pasé sus calzones de una mano a la otra y los dejé
caer al suelo. Me senté en el espacio donde estaba y hundí la cabeza entre las
manos. Dorismar se arrodilló a mi lado. Tenía miedo de tocarme. Después de
un largo rato pronunció mi nombre con suavidad.
—¡Cállate! —grité.
Pero Dorismar no se calló. Estaba demasiado alterada.
—Si de veras te estás ahogando en tu propio pellejo... aquí estoy —dijo
empleando mucho tiempo para formular esta oración, como queriendo dotarla
de profundidad—. No tienes que forzarme. Supongo que te parezco muy tonta,
pero no me importa porque lo que te digo es verdad. Sé que hago las cosas
mal, pero es todo tan nuevo... Si me explicaras lo que tengo que hacer...
—Puta madre —gruñí con voz de fantasma de Hamlet—, ¿cómo te voy a
explicar lo que tienes que hacer si nunca he estado con una hembra?
Dorismar no me entendió, y lo manifestó.
—¡Lo único que has hecho todo este tiempo es gritar y refunfuñar y actuar
como un menso, y no es necesario, Martín! ¿Por qué no me dices qué es lo que
hago mal?
Pensé que se iba a echar de nuevo a llorar, pero yo, nosotros, yo la
sobresalté tanto que quizá se olvidó. Le agarré la muñeca derecha y tiré,
separando las piernas.
—Aquí, tócalo con la mano.
Le puse la mano en la puntiaguda bragueta de mis pantalones.
—No lo toques, agárralo —ordené casi gritando.
—Está bien, Martín —susurró Dorismar, tratando de ser tierna conmigo, y
lo agarró. Aquello palpitaba... no, no es ésa la palabra, porque palpitar implica
contracción y dilatación, algo que crece y decrece. Aquello crecía sin parar, y
con cada latido se volvía más firme, más rígido, más duro.
—¿Ahora entiendes? —cuestioné con voz ronca, y le aparté de un golpe la
mano.
—No, no entiendo. Lo siento de verdad, Martín, pero es así.
Creo que entonces mostré auténtico odio en la voz.
—Lo que pasa es que quieres que lo diga en voz alta, ¿verdad? Quieres que
lo diga para reírte de mí.
—¿¡Reírme!?
A Dorismar le horrorizaba la idea, y pienso que le creí.
—Soy virgen —aseguré con palabras sencillas—. Me masturbo varias
veces al día y, aun así, la verga se me pone dura a cada rato. Bueno, ya lo dije,
así que ríete. ¡Y díselo a todo el mundo!
Entonces me volvió a rodear con los brazos. Me quedé agarrotado de
tensión durante un rato y después me desplomé en sus brazos, en su regazo, y
me eché a llorar. Lo que ocurre con los actos que se reprimen es que, tarde o
temprano, salen de golpe cuando menos lo esperamos. Y salen de la peor
manera, aumentados, desaforados, para luego hacernos sentir la más terrible
de las vergüenzas. Dorismar me acarició la cara con la parsimonia de un
restaurador de obras de arte recomponiendo una pieza de valor único. Me dijo
un montón de palabras y cosas que no eran palabras y me dio unos besos de
mariposa en los labios, tan ligeros que las alas de su boca fueron arrastradas
por la penumbra antes de que yo, antes de que nosotros, antes de que yo
pudiera darme cuenta de su portentoso toque, del hercúleo poder de su roce.
—Dime lo que tengo que hacer —murmuró.
—No puedo hacerlo.
—Puedes. Lo haré. ¡Lo que sea!
Y yo, y nosotros, y yo hablé, casi tan bajo como ella.
—¡No puedo! ¡¿Cómo demonios quieres que te diga lo que tienes que
hacer si nunca he estado con una hembra?!
Nos quedamos inmóviles un rato; yo, nosotros, yo seguía con la cabeza en
su regazo. Creo que algo nos había estallado dentro a los dos (ella y nosotros)
y nos había dejado exhaustos.
—Podría encuerarme... —sugirió Dorismar finalmente.
—Sí —corroboré; era como un sollozo cargado de pavor y de anticipada
dicha. Moví la cabeza asintiendo, casi con delirio, y me aparté de su regazo—.
Hazlo.
Dorismar emergió de la cama, se puso en pie y comenzó a despojarse de
cada una de sus prendas hasta quedarse en traje de Eva. Siempre me había
parecido una guapa secretaria, pero cuando se quedó así, con toda su verdad
corporal sin el engaño de la ropa, se transformó de pronto en alguien sin edad:
una nereida, una diosa, una sirena sin cola... Es claro que todo ese catálogo lo
elucubré mucho después, ya que en ese instante crucial de mi vida no estaba
para reminiscencias grecolatinas.
Dorismar constituía la primera encuerada que yo veía en toda mi biografía.
No, eso no es cierto, obviamente a lo largo de mis casi treinta años había visto
con seguridad a otras encueradas: a mi madre, para empezar, le tenía que haber
visto las tetas en la infancia, cuando nos bañábamos juntos, pero yo, pero
nosotros, pero yo no recordaba nada de ellas, ni siquiera el color; y a los
dieciséis sí recuerdo que a una gringa se le soltó una vez el bikini en una
playa, dejando al aire una teta blanca y gelatinosa (la recuerdo así, gelatinosa,
quién sabe por qué: quizá porque estaba mojada por el agua del mar, con
gotitas), con un pezón rosa muy bonito; por aquel entonces la gringa era fea,
pero el pezón era bonito. Recuerdo que me masturbé muchas noches
recordando aquel pezón.
Por supuesto, sí había visto a encueradas en revistas y películas porno.
Pero eso no es lo mismo, claro. De hecho, me pasaba el día mirándolas y
masturbándome. Guardaba decenas de revistas Cheri en un rincón del baño,
bajo los periódicos que mi padre se empeñaba en guardar, no sé por qué: su
práctica inutilidad futura convertía aquel sitio en el escondrijo más seguro de
toda la casa. Si mi padre husmeaba por allí, le aseguraba que eran revistas de
la naturaleza, como el National Geographic, y en cierto modo así era.
De pronto, Dorismar volvió a humedecer sus labios bucales con la punta de
la lengua y se me acercó, lentamente, como todo lo que hacía. Luego dobló las
rodillas, que le temblaban levemente, y se agachó de tal modo que su cara
quedó a la altura de mi entrepierna. Me pasó los labios por la bragueta. ¡Ay!,
pronuncié con voz empañada y ella me abrió la cremallera. Mi verga estaba
tan dura que le costó sacármela. Con la mano derecha, comenzó a apretarme
los muslos a través de los pantalones; con la derecha me masturbó muy
despacio. Se metió la punta en la boca y me la fue chupando con los labios
hacia delante y hacia atrás, mientras giraba la lengua alrededor del glande. Me
bajó los pantalones y el calzón hasta las rodillas y se la metió casi entera en la
boca. Sus manos me sobaron los huevos. Uno nunca logra recordar lo que
ocupa su mente en momentos como ése, pero yo, pero nosotros, pero yo no
puedo darme el lujo de olvidarlo. Dispuesto a mirar a través de las rendijas
que me permitía el placer, pensaba en prepararle a Dorismar un desayuno
inolvidable. Cocinaría para ella hot cakes y una pizza hawaiana, le cortaría un
melón en rebanadas, le ofrecería uvas y con mis propias manos exprimiría
unas naranjas en el vaso más grande que guardaba en la cocina. Hoy, al
recordar mis absurdos deseos de prepararle un desayuno, acepto que más que
excitado, estaba agradecido. Sí, era el agradecimiento de un animal doméstico
al que su amo le quita la astilla clavada en la pata. Una mamacita sitúa mi
erección dentro de su boca y yo, nosotros, yo sólo pienso en prepararle una
pizza hawaiana.
Sólo cuando empezó a masturbarme muy deprisa con ambas manos, no
pensé en absolutamente nada, pero Dorismar clavó los ojos en el glande,
quería ver cómo me venía. Fue un chorro caudaloso, que le salpicó las tetas y
la frente.
De inmediato elevó los ojos para contemplar la expresión de mi rostro.
Manchada con las plastas blancuzcas, como caca de algún pájaro extraño, se
me encimó con lentitud y no dejó que me reblandeciera: empezó a besarme en
la boca, a meterme la lengua en las orejas, a explorarme, a tocarme allí donde
nadie me había tocado nunca, a desvestirme. Todo con una curiosa
combinación de ternura y lujuria. Cuando por fin yo, cuando por fin nosotros,
cuando por fin yo quedé también en cueros, me empujó suavemente hacia
atrás hasta que me encontré perfectamente tendido sobre el colchón. No sentí
ninguna vergüenza de mostrarme encuerado frente a Dorismar. Si en
momentos de crisis pasó por mi mente ejercitarme para seducir a una hembra,
no tardé mucho en desechar la idea. Bajar de peso como estrategia para
enfrentar la adversidad tiene sentido, pero si uno lo hace sólo para agradarle a
una hembra, entonces el esfuerzo es estéril. Es más saludable anímicamente
insistir en la soterrada belleza de un cuerpo en decadencia, permitir que la
carne, sin orden ni programa, sea un reflejo fiel de lo vivido. Nada te da más
vida que la muerte.
Por eso anhelaba corresponder de alguna otra forma a la ternura y a las
atenciones de Dorismar, y sobre todo, a esa sensación que, de su mano, me
permitía (por primera vez en mi vida) sentirme alguien, notarme a mí mismo
como un ser integral (no una parte), reconocido por el entorno. Así que me
incorporé lo que pude y, movido por la llamada de un instinto perturbador,
más fuerte que mi capacidad de análisis, le pasé los brazos por detrás de los
hombros y me agarré a su cuello como una lapa, para luego, en un último
impulso, ir a poner mi boca sobre su boca. Lo hice torpemente, porque yo,
porque nosotros, porque yo no sabía dar besos de mariposa. Supongo que le di
un beso de ternero primerizo, desajustado y tembloroso, pintado de babas.
Pero me quedé allí, apuntalado a su boca, como un niño sediento que pegara
sus labios al caño de una fuente, mientras ella, inmóvil, se dejaba hacer. No sé
cuánto tiempo permanecí en esa postura, apretando mi boca contra la de una
estática Dorismar, modulando la intensidad de la presión de fuerte a menos
fuerte, de modo intermitente, y notando la tibieza y humedad de aquella
aterciopelada carne labial, de aquel orificio mínimamente entreabierto que
palpitaba tímido sin otra reacción que el propio control de su dueña.
En ese movimiento de vaivén que yo, que nosotros, que yo practicaba, sin
saber muy bien por qué o atendiendo a qué técnica desconocida, cuando me
retiraba un milímetro de la boca de Dorismar percibía más nítidamente el
volumen y textura de sus labios, y cuando me acercaba con más fuerza, sentía
que nuestras bocas eran una sola, un solo trozo de carne fusionada. Y entonces
me aumentaba frenéticamente la necesidad de ser más dos en uno; pero no
llegaba a ninguna parte, pues más allá no era posible fundirse. Yo, nosotros, yo
no podía entrar en ella ni ella en mí, y la propia unión de nuestras pieles
pegadas una contra otra era a un tiempo la barrera infranqueable que impedía
el paso a esa integración total a la que yo, a la que nosotros, a la que yo
aspiraba con animalidad desaforada.
Dorismar era como un bloque de granito, sentada sobre mis muslos,
conmigo abrazada y sosteniendo su boca en el lugar en el que yo, en el que
nosotros, en el que yo había clavado a la mía. Pero hasta el granito tiene un
punto débil, y la actitud granítica de Dorismar debía de estar luchando con otra
ansiedad mayor. De tal modo que llegados a un punto de estancamiento en ese
ir y venir de nuestros muelles labios, la roca tembló y finalmente se rajó,
dejando al aire una fisura mojada, por donde se descargó el manantial de la
pasión de Dorismar en forma de lengua acuosa que me buscó hasta abrirme
una fisura igual y me perforó las fauces con la tromba de una cascada cayendo
desde trescientos metros de altura.
Fue extraño. Suave primero y luego salvaje. Fue mi primera experiencia de
ser necesitado. La lengua de Dorismar se introdujo en mi boca como una punta
de melón dulce, como una pera de almíbar, chorreante, confitada y jugosa.
Todo su líquido me invadió por dentro y su volumen se expandió perdiendo la
forma para amoldarse a mi cavidad, de manera que ésta se llenó de pulpa
blanda y macerada hasta ser ocupada en su totalidad por un órgano tan vivo y
tembloroso que me impedía pensar. Era como tener a Dorismar físicamente
metida hasta el cerebro, porque su lengua me llegaba hasta el final del cráneo
y me lamía los oídos por dentro y se me salía por los tabiques nasales y luego
se me despeñaba por la garganta para alcanzar la tráquea, el esternón, los
pulmones, el estómago incluso. Pero lo más intenso, lo más regalado y
milagroso fue cuando me lamió el corazón. Porque la lengua de Dorismar,
desatada en mi interior, me lamió el corazón como hacía unos minutos me
lamiera el glande. Y llegó un momento en que yo ya no era yo, sino una
lengua con la forma de mi cuerpo y cubierta de piel. Sin huesos, sin memoria,
sin riñones, sin músculos, sin voluntad.
Ahora era yo, ahora era el diablo, ahora era yo quien me dejaba hacer,
quien me entregaba quieto y abierto a la exploración de Dorismar como un
recipiente nuevo en contacto con su primer ocupante de materia orgánica. Yo,
nosotros, yo estaba absolutamente disponible. Era un gatito sumiso, súbdito de
un ama húmeda y suavísima que repasaba mis oquedades a la manera de un
perro que, rastreando una presa, no dejara lugar sin inspeccionar, sin olisquear,
morder o lamer. Ésa era la impresión que me daba otra lengua dentro de mi
boca; y aunque tal experiencia suponía una novedad para mí, pues nunca antes
había penetrado otra lengua a mi boca, estaba seguro de que lo extraordinario
de la sensación se debía en gran parte a que la lengua pertenecía a Dorismar, y
no a otra hembra.
De pronto, Dorismar buscó mi lengua con la suya. Lo noté porque la lava
derretida y sin forma que me había llenado hasta el tuétano había vuelto a ser
punta de melón dulce, un blando dardo que señalaba a una diana concreta.
Rebuscó por entre mis dientes, bajo mi paladar, para ir a encontrar mi lengua
laxa en mitad de la cueva que exploraba tan despacio y tan metódicamente.
Antes de producirse la completa fusión de los dos órganos yo, nosotros, yo
sentí la lengua de Dorismar posarse sobre la mía con pudor, deseante y
recatada a la vez, con miedo al encuentro final. La cubrió primeramente y dejó
que reposara con indolencia, en un inicial reconocimiento. Luego comenzó el
roce. Paulatino, amable, empalagoso. Ese frotamiento me paralizaba, me
rendía a mi dueña, y ya nuestras dos lenguas eran como dos animalitos
fornicando: la hembra arriba, activa y poseedora; y el macho debajo, dócil y
sometido. Pero ya se sabe lo que pasa con los machos: que se dejan someter
hasta cierto punto, y al cabo de un tiempo empiezan a removerse por debajo de
la hembra, estimulados por su meneo. Así que yo, así que nosotros, así que yo
ensayé mi primer movimiento con la lengua, curioso y decidido, bajo el peso
de la de mi femenil invitada. Al percibir mi reacción, Dorismar levantó
levemente la masa húmeda y permitió mi avance, que se reveló desaforado.
Inicié entonces una batida por su lengua, con la intención de un ávido espía, y
lamí, hendí, repasé, acometí, calibré, froté aquella porosa y dúctil melaza, todo
en segundos de frenesí rabioso. Sabía que mi aceleración era motivada. En
primer lugar, yo, nosotros, yo desconocía el sistema de modulación de un
encuentro oral a esos niveles. En segundo lugar, si mi curiosidad era tanta que
me perdía, mi torpeza era mayor si cabe. De ese modo Dorismar y yo, y el
diablo, y yo acabamos por desbocar nuestras lenguas, ella estimulada por mi
inexperiencia, y yo (el diablo) enrabietado por lo extremo de la situación.
Fue como meter la boca en un melón abierto e hincar los dientes en su
centro, y restregarme hasta las orejas en el jugo y en la carne de esa fruta. Fue
como comerme un melón entero y ser comido por el mismo melón vuelto
verdugo. Y fue como tragarlo casi sin masticar, sin matizar o discernir, sin
pararme a paladear. Fue el trago más amado, porque me llené de ella hasta
reventar, y aun reventado no me era suficiente. No había límite ni hambre
saciada. Quería y quería y quería engullir y ser engullido. Era Martín el
tragasables, el tragafuegos, el tragalenguas. Ensartado hasta la campanilla,
invadido y tomado hasta el último aliento. Rematado en el acto.
Cuando finalmente se desanudaron nuestras lenguas desatando a la fuerza
el lazo que las unía, y separamos nuestras bocas sin remedio, Dorismar me
guio la verga por entre sus piernas con primor maternal, paso a paso,
centímetro a centímetro de flamante dureza, lubricada por todas las olas de
almíbar que mi excitación había supurado. Dorismar me condujo hasta el
interior de su guante tibio, empapado en su propio almíbar. Lo hizo
contenidamente, ralentizando cada milímetro de ensambladura, obligándome a
entrar al corazón de la oscuridad sin más armas que la entusiasmada antorcha
de su instinto de hembra ebria de avidez, pero de la mano de su exquisita y
civilizada técnica de amante seducida por el encanto de la sensibilidad.
Dosificando, modulando, regodeándose en el primer estadio de la inserción.
Las calles de mi ser se llenaron de regocijados bailes, ondearon mis
banderas, sonaron mis trompetas. Creo que ése fue el momento más sublime
de mi vida, el único e irrepetible instante de verdadero placer que he tenido.
Placer en todos los sentidos, placer completo y mágico, placer entregado e
infinito, purísimo y teñido de emoción hasta el alma. Y una vez dentro, todito
dentro, encajado, Dorismar me dio un golpe seco y fuerte, echando hacia atrás
la cadera y empujando contra mi vientre, como si quisiera asegurarse de que
ningún hueco quedaba por llenar, invadir, ensartar y penetrar, transmitiéndome
un mensaje de posesión integral: Estás todo tú dentro de mí, entérate, Martín.
Era el golpe de gracia con el que me advertía que la delicadeza no le quitaba
un punto de libidinosidad a sus actos, con el que me afirmaba la constatación
de su sexo y su necesidad de dominio, de rendición sin condiciones. El golpe
de gracia que, sin ella casi notarlo, descorchaba mi virginidad.
—Mi vagina es el hueco perfecto de tu pene —me masculló al oído, y su
risita tintineó como la de una niña que acabase de cometer una maliciosa
fechoría.
Y acto seguido comenzó el segundo estadio de la inserción. La cabalgada
de la profesora sobre el alumno que no sabe decir que no. El joven neófito,
abierto de piernas, que siente cómo lo adiestran y quiere que sea así, porque
sabe que tiene que ser así, porque lo desea más allá de su pequeño reducto de
rebeldía, porque es deleitoso y se le ha negado una y mil veces y ya no puede
negarse a esta mamacita que se ha ganado su monta a pulso. Es un alivio
placentero saber que uno puede decir que no hasta el punto en que ya no puede
negarse. Y ésa fue mi elección aquella noche. Yo, nosotros, yo escogí a
Dorismar no diciendo que sí, sino no pudiendo decir que no a la fuerza
irreductible de su lujuriosa ternura. Fue como si la vida llegara al dormitorio
como una ola gigante que se llevara el buró y la botella de ron y el clóset, para
instalarse de golpe en mi cama, sin darme tiempo siquiera a conocerla. No hay
lugar para cortesías, para tímidas dilaciones cuando el deseo, el frenesí, el
estímulo arrollador de la vida se coloca sobre uno. No. La vida jamás ha leído
un manual de buenas maneras. Y aunque Dorismar era una mamacita gentil,
educada, elegante, era a la vez la loca jinete que venía subida a la tromba de la
vida, manejando las riendas con la alegría de la mayor inconsciente, de la más
audaz puta, de quien sabe que va a tomar lo que es suyo, no sólo porque ha
sabido trabajárselo, sino porque ha sabido reconocerlo entre los ocultos
renglones de su destino. Porque la vida es de quien le prende fuego y se quema
en su hoguera arrojadamente, para iluminar con la llama de su propia leña el
pozo oscuro de los deseos.
Así, yo, nosotros, yo me regalé a Dorismar como ella se regaló a mí. Y me
dejé montar todo lo que ella quiso y más. Sin tregua.
No sé muy bien cómo, unos segundos después (¿o fueron varias horas?),
nos relajamos y el dormitorio se puso azulado por el humo de los dos
cigarrillos. Me sentía contento; se me había olvidado lo feliz que podía estar.
—Qué felicidad. Ay, qué felicidad. Nunca en mi vida había sido tan feliz.
Dorismar..., ¿cómo le hiciste?
—Lo hicimos los dos —dijo. Supongo que me vio radiante, porque de
pronto sonrió y me besó—. Tú también me has hecho muy feliz.
El secreto de esa mutua felicidad fue que el metesaca tuvo algo de locura,
de mucha irracionalidad. En ningún momento nos pusimos patéticos, ni nos
apagó el nivel sexual de cada uno, ni nadie pensó en un condón. Estábamos
cachondos, nada más. Y yo, y nosotros, y yo ni siquiera necesité descargar
leche en su panocha. Y ella ni siquiera necesitó que yo, que nosotros, que yo
descargara leche en su panocha. ¿Qué más podía pedirse?
Una explícita corriente de satisfacción fluía en ambas direcciones entre
ambos.
—Y dime, Dorismar, ¿dónde vives?
—En un cuarto. No es caro, y a veces me parece un palacio, ya que tiene
una cama, un tocador con luna redonda y un banco forrado con satín. A veces
también me siento emocionada de verme libre, pero al recordar que estoy sola
se me hace una bola en el pecho.
—¿La bola está en este momento?
—La verdad es que sí.
—¿Qué te parece si mañana vas por tus cosas?
—Buena idea.
No había elección. Yo, nosotros, yo no podía permanecer más tiempo solo.
Estaba dispuesto al trueque: sacrificaría a mis fantasías con Britney Spears a
favor de una amante de carne y hueso. Y Dorismar, a pesar de que le sobraban
«amigos», aceptó vivir a mi lado. No por amor, sino porque se sintió
necesitada.
Las paredes de mi departamento se fueron empapando de alegría y de luz
desde que Dorismar llegó con seis sólidas maletas de cuero de cocodrilo y
todos los elementos de su universo privado, de plano, para venir a
establecerse. El clóset se amplió con sus prendas, el baño se decoró con
nuevos frascos de champú, cremas y cepillos. Alguien real, una persona,
ocupaba mi mente. Atrás se habían quedado la porno y mis erecciones
superalimentadas por videos de Britney Spears. El objeto de mis fantasías
ahora estaba delimitado por un cuerpo palpable, por una sonrisa fresca.
Y si, a pesar de vivir juntos, dejamos transcurrir varios días sin volver a
relacionarnos físicamente fue porque los dos, sin decirlo, hicimos de la espera
un paréntesis obligatorio para conocernos mejor.
Éramos perfectamente diferentes y perfectamente iguales. El punto exacto
de afinidad y oposición como para que lo que teníamos en común nos
permitiera entendernos en todos los matices que implicaban nuestros parecidos
modos de ser, al tiempo que aquello que nos distinguía aportaba el atractivo
contrapunto de la polaridad, y ese halo de misterio necesario en toda historia
de pareja.
Lo malo fue que una tarde Dorismar observó mi departamento con mirada
crítica. Había ocupado este sitio, no había sido arreglado a su gusto. No era
que le desagradara. Yo, nosotros, yo me había obligado a lavar los trastes que
se acumulaban en el fregadero de la cocina y a hacer el aseo con cierta
regularidad. Las cajetillas aplastadas de cigarrillos, las botellas vacías de ron y
los periódicos viejos iban directamente al bote de basura, y los recibos del
teléfono estaban en un fajo dentro del buró y encima del revólver, y los
ceniceros rechinaban de limpios y reposaban plácidamente sobre diversos
muebles, y el suelo no tenía ni una partícula de polvo, y el baño refulgía. En
resumidas cuentas, el departamento ya resultaba un lugar acogedor. Conforme
realizaba una concienzuda inspección ocular, Dorismar contempló el suelo un
tiempo excesivo, recorriendo las duelas con la mirada hasta llegar a una
cucaracha que emergía del umbral de la cocina. Tras aniquilar a ese bicho con
la suela de su zapato, se encargó de limpiar la cocina, el piso, las paredes, el
fregadero y el refrigerador, lugares todos en los que quizá la cucaracha había
dejado, al menos, una marca. Las secreciones de ese insecto (según me dijo
después) habían sido tan abundantes y tan viscosas, que eliminarlas le pareció
imposible.
Por su obsesión de higienizar el departamento a fondo para que no se
apareciera por ahí otro animalejo, Dorismar pasó esa tarde, y las siguientes, en
un estado lunático. Primero, frotaba y frotaba todos los muebles con un trapo
húmedo (movimientos idénticos y circulares). Luego, se dedicaba a fregar el
suelo con líquidos desinfectantes y aromatizantes para ahogar el olor. Por
último, acomodaba mis libros por tamaños y colores. Yo, nosotros, yo dejé de
tener absoluto dominio sobre el departamento, y en todo caso lo prefería sucio.
Quería compañía, pero no quería perder mi identidad.
Una noche, al registrar debajo de la cama, me percaté de que ella había
traído consigo cuarenta dildos, también una grotesca máscara negra de cuero y
un grueso álbum de fotografías, no familiares, sino de la misma Dorismar. A
mí me parecían repugnantes esas imágenes, especialmente en las que sólo
llevaba puestos dos piercings en el clítoris y se encontraba tendida sobre una
mugrienta cama matrimonial, pierniabierta, sonriéndole al fotógrafo mientras
tres musculosos hombres negros la penetraban al mismo tiempo por el ano.
—¡Dorismar, deberías tirar esas fotografías! —aunque no se lo decía
abiertamente me parecía indignante que ella conservara esas guarradas.
—¡¿Por qué, cabrón, si son fotos artísticas?! Además, ¡son mías y me las
hizo mi amigo Sergio!
Aquella discusión no se prolongó. Yo, nosotros, yo aprendí que no era
conveniente hacer ninguna alusión al revólver, y Dorismar se ahorró de volver
a mencionar a Sergio. Lo aprendimos muy rápido ya que ambos teníamos el
presentimiento de que quizá jamás volveríamos a tener una oportunidad igual.
Al terminar marzo, vencimos los altibajos emocionales y todo parecía
indicar que nos necesitábamos o, al menos, que habíamos logrado llegar a ese
punto muerto donde un hombre y una hembra pueden mantenerse juntos
durante toda la eternidad. Porque los lazos que nos unían eran recíprocos, y
tan atado estaba yo, estábamos nosotros, estaba yo como Dorismar a esa
convivencia sin contacto carnal, a ese sentimiento platónico, nacido de un
furtivo cruce de miradas, que bastaba para encender en el alma una hoguera
perenne y que nunca quisimos llamar amor.
El amor al principio es puro corazón de melón, miel sobre Corn Flakes:
Que esto, mi rey / sí, cómo no, mi cielo. Que esto otro, mi cielo / sí, mi rey,
como tú digas... ¡Puro verso! A lo mejor por eso a Dorismar no le extrañó que
yo, que nosotros, que yo, una noche después de una cena ligera, en lugar de
irme con ella a dormir a la cama del dormitorio, prefiriera quedarme despierto
sobre el sofá de la sala. Hacía ya unos meses que no perdía el tiempo así.
Tenía las piernas extendidas, los pies colocados en la mesa de centro y los ojos
fijos en la enorme pantalla plana de la televisión. Miraba una película sin
atender la trama. Divagando más bien, presto a captar cualquier ruido extraño
que me evitara sostener una idea fija sobre el calor del ambiente o acerca de lo
que aparecía en la tele. Era la típica historia donde un tipo hace de maestro de
estudiantes pobretones con tendencias criminales. Era la sexta vez que veía esa
película en casi treinta años. El final me molestaba porque gracias a los
consejos del profesor y los remordimientos de un negro, los alumnos se
arrepentían de sus «maldades» y le daban la espalda a su líder. Sin embargo,
no cambié de canal. No tiene caso ver las películas a medias.
Más tarde, cuando terminó ese cursi-drama, apagué la televisión y
silenciosamente me asomé al dormitorio. Adentro estaba oscuro y por un
momento no vi nada, porque la luz que entraba desde la calle se difuminaba
con las cortinas de la ventana, pero conocía el dormitorio de memoria, había
medido el espacio muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en qué
lugar preciso las duelas del suelo crujían y a cuántos pasos de la puerta estaba
la cama. De todos modos, esperé que se me acostumbrara la vista a la
penumbra y que aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos
instantes pude distinguir a Dorismar sobre la cama. No estaba bocabajo, como
tantas noches la contemplé, sino de espaldas sobre las sábanas, vestida sólo
con una tanga, un brazo extendido y el otro sobre el abdomen, un retazo de
cobija sobre las piernas. Era obvio que el calor la había obligado a ingresar al
País de los Sueños en traje de teibolera borracha.
Una llamarada bajó de mi pecho a mi vientre, como si hubiera ingerido una
cápsula de cianuro. ¿Acaso se trataba de la temperatura del ambiente? No, el
incendio brotaba de mi propia carne, como si tuviera en las venas un reguero
de pólvora. El hormigueo era tan atroz que a pesar de mi natural decoro me
quedé apoyado en el marco de la puerta del dormitorio y me retorcí como
iguana en comal caliente.
A duras penas conseguía dominar mis ganas de saltar sobre Dorismar. No
acertaba a comprender cómo pude haberle concedido una tregua tan pura,
cuando ahora me parecía evidente que durante todos esos días de asueto sexual
siempre quise montarla. ¿Era el amor platónico una falsificación del deseo, un
«subterfugio neurótico para postergar el coito, causante de graves trastornos
físicos y mentales», como dictaminaba la vigésima segunda edición de la
Enciclopedia Oficial de Ciencias y Humanidades? ¿No existía pues la genuina
comunión de las almas, exenta de cualquier apetito carnal?
Para evitar una vergonzosa claudicación tenía que armarme de coraje,
como los castos caballeros de la Tabla Redonda o los héroes del Lejano Oeste.
El amor verdadero existía, no podía ser una quimera, o mejor dicho existía
precisamente por ser la más bella, la más adorable de las quimeras. Afirmado
en esta creencia, logré intuir que para aplacar mis ardores debía liberarme,
debía dormir, pero también conjeturé que no podría caer en los brazos de
Morfeo con ropa debido al acentuado calor del ambiente. Así que empecé a
desnudarme. No me atreví a dejar mis prendas en el suelo y las acomodé muy
bien dobladas dentro del clóset. A continuación me acerqué a la cama.
En el momento que logré ver mejor a Dorismar, mi voluntad volvió a
flaquear. Me senté al borde, a poco trecho de su brazo extendido, procurando
que mi peso no marcara ni un pliegue más en las sábanas, me incliné
pausadamente, hasta que mi cara quedó a pocos centímetros de ella y pude
apreciar la tibieza de su respiración y el olor de su cuerpo, y con infinita
prudencia me tendí a su lado, estirando cada pierna con cuidado para no
despertarla con sobresalto. Aguardé, escuchando el silencio, hasta que me
decidí a posar mi mejilla derecha sobre sus tetas.
Durante veinte minutos, aproximadamente, fui víctima, los dientes
apretados lo más posible, de la misma insufrible tortura, de cómo aquel
peculiar aroma de crema Avon se me embutía en las fosas nasales. Y lo peor,
el mayor suplicio, el hecho más incitante que me veía obligado a resistir era,
mecido levemente por el compás respiratorio de Dorismar, el sentir una
blandura como aquélla contra el cachete. Era más, mucho más de lo que jamás
hubiera imaginado que podría soportar. Eso lo fui percibiendo poco a poco,
conforme mi verga apresuraba su escalada hacia la cumbre, aumentando y
reafirmándose gradualmente en su ascenso.
Junto con el idealismo perdí la memoria, como si hubiera vuelto a nacer
con la mente en blanco. De forma instintiva, abrí los labios y los cerré sobre el
pezón izquierdo. Chupé ávidamente, como un bebé. Recién entonces, al notar
la succión extrema de mis labios, un chispazo de conciencia cruzó la
algodonosa bruma del sueño y Dorismar regresó a la realidad. Me miró
enternecida, pero eso sólo sirvió para que yo, para que nosotros, para que yo
empujase las cobijas hacia el piso e introdujera la mano derecha bajo la tanga.
Ese momento significó el inicio del cambio, la vuelta radical y sin regreso.
Le pasé la mano derecha por el pelo y por los labios (hablo del pelo púbico
y los labios vaginales), hasta descubrir una pegajosa humedad que me encantó,
y Dorismar empezó a respirar agitadamente porque ésa era una sensación a la
que no podía resistirse, le gustó más que cuando yo, que cuando nosotros, que
cuando yo hice lo mismo en el ano o cuando me puse a chuparle todo el pezón
izquierdo, enterito, desde la aréola hasta la punta. Mi dedo índice se deslizó
dentro casi con demasiada facilidad y vi primero inscribirse en su piel ligeros
estremecimientos, precisamente como los del dolor. Y luego abrirse su boca
como si la boca quisiera decir. Y luego separarse sus muslos para dejar a mi
mano derecha moverse a sus anchas, para que mi dedo índice se acomodara
aún mejor. Y luego noté que sus caderas comenzaban a girar hacia los lados,
en círculos, y pronto yo, y pronto nosotros, y pronto yo me adapté a aquel
ritmo y empecé a meter y sacar, meter y sacar el dedo índice, pero no durante
mucho tiempo porque ella ronroneó: «Ya no quiero tu dedo, sino a ti, Martín»,
aunque de un modo velado, apremiante, incontrolado, al menos fui capaz de
comprender entre líneas: «Ya no quiero que me cojas con tu dedo, sino con tu
verga», Martín. Las hembras son así, dicen una cosa cuando quieren decir otra,
no encuentran las palabras adecuadas justo porque están frente a sus narices; y,
sin embargo, todo estaba bien, bien claro, y monté su cuerpo, hallándome
cómodo sobre sus colinas y hondonadas. Aparté como pude la tanga, me
detuve con la mano izquierda la tiesa verga y la dirigí cuidadosamente hacia el
centro, la encaminé al almíbar que me ofrecían esas piernas abiertas. Entré una
vez y me salí casi de inmediato. La sensación que me recorrió en ese simple
movimiento de cadera me dejó extasiado. Volví a entrar, atónito, fascinado por
el exceso de placer que me recibía.
Comencé a moverme lenta, profundamente dentro de Dorismar, y de
improviso me volví a retirar casi del todo y empujé de nuevo hacia dentro,
hasta la raíz. Dorismar abrió aún más las piernas, lo más separadas que pudo,
y yo sentí cómo sus manos se aferraron a mi espalda.
Me regaló una sonrisa y se movió conmigo.
Miré su sonrisa de gozo y era como ver a la Gioconda antes de posar, como
imaginar a la Virgen María en el momento de amamantar a Jesucristo. Y le
complació que le estrujara las tetas vigorosamente; adoró que le estimulara el
clítoris con los dedos.
Transcurrido cierto lapso, expresiones de sobresalto, después de
incredulidad y a la postre de alegría se apoderaron de Dorismar cuando una
inminencia dentro de su cuerpo obligó a sus ojos a volverse ciegos. No la
ceguera de la oscuridad, sino el comienzo de la invidente gloria; yo supe que
estaba conmigo como nunca antes, pero a través de mí estaba en otro lugar,
suspendida, esperando. Y por fin lo que esperaba le llegó: se derramó toda con
una larga serie de mesurados arrebatos de fuerza extática, una y otra vez y otra
vez, imposibles pero verdaderos. Era toda agua; era el mar. Cuando eso acabó
seguía en aquel lugar elevado, interminablemente; yo sentí que su presencia
como persona, no como una fuerza anónima entre otras fuerzas, regresó muy
despacio. Y finalmente la tuve conmigo.
¿Cuánto tiempo seguimos fornicando así, en la típica posición de
misionero? ¿Cuatro vidas? ¿Tres eternidades? ¿O fueron sólo tres minutos?
Como sea, Dorismar estaba tan receptiva, que yo, que nosotros, que yo seguí
sintiéndome excitado a mi vez, incluso cuando ella me reveló entre sonoros
gemidos que quería ubicarse arriba y, al acomodar sus blandas y a la vez muy
firmes prominencias sobre mi fofa humanidad, casi me ahogó con tetas
enormes, esféricas, sólidas. A partir de ese momento la penetración se hizo
más profunda, no se perdía el contacto visual y pude acariciar su curvilíneo
cuerpo con mayor libertad. Y, a pesar de todo, supe que nunca eyacularía. Mi
verga parecía endurecerse cada vez más pero al mismo tiempo experimentaba
un creciente entumecimiento. Preferí entonces no pensar que Dorismar,
sacudiéndose como epiléptica, se encontraba en otro plano de la conciencia,
definitivamente cerca de un nuevo orgasmo.
El roce de su fina piel en mis muslos esbozó rojos surcos que se fueron
ensanchando conforme ella pisaba el acelerador de su éxtasis, cada vez más
deprisa, y finalmente se paró en seco, como una leona marina varada sobre la
playa, ensangrentada por el arpón del placer máximo. Era la señal del
comienzo del desenlace. Cuando inició en su panocha una especie de
contracciones nerviosas, volvió al vaivén frenético, trepada a la noria del
clímax, gritando a los cuatro puntos cardinales el nivel de su gloria.
El almíbar de Dorismar me pringó los huevos, me salpicó las rodillas, me
envolvió la verga. Toda Dorismar sobre mí. Se desplomó como herida de
muerte. Sus tetas aplastándose contra mi pecho. De vez en cuando se sacudía
de forma extraña; como si le dieran toques eléctricos. Y todo fue un silencio
profundo, a veces interrumpido por una respiración agitada, por un corazón
retumbando con fuerza o por la bocina lejana de un conductor neurótico.
Al principio fue un silencio pequeño. No obstante, se alargó más y más,
transformándose en un gran silencio: la nada fue seguida de la nada, a la que
muy pronto siguió más nada, mientras Dorismar perdía la alegría. Algo similar
a la tristeza se apoderó de ella con la consumación de su orgasmo, con la
laxitud de su cuerpo. Yo, nosotros, yo me encontraba todavía abajo, todavía
erecto, dormitando dentro de una resignada conformidad que, de alguna
manera, la decepcionó. Ese sentimiento no tenía que ver con el disfrute, era
ajeno al placer, al río de sus sensaciones. Me miró con detenimiento y una
especie de lamento amortiguado salió expelido con violencia por su boca. Mis
dedos se descubrieron inspirados en sus mejillas; cada caricia me insufló
talento; yo, nosotros, yo era la ternura. Dorismar escondió el cuello entre sus
hombros; su rostro irradiaba algo semejante a la felicidad, pero frunció el
entrecejo y al principio no se movió. Luego empezó a llorar silenciosamente y
yo, nosotros, yo comprendí que ante esas lágrimas no cabía decir nada. Sólo
estar. A ella le hizo bien llorar, sobre todo cuando dejó de hacerlo
silenciosamente y volcó su cabeza sobre mi cuello. Yo, nosotros, yo entendí
que debía abrazarla. Abrazarla y nada más.
Después de aquella noche llegaron otras muchas, siempre idénticas, en
que, de forma rabiosa, era en esos momentos que yo, que nosotros, que yo me
desesperaba, cuando las lágrimas empapaban mi cuello, y solía estrujar a
Dorismar entre mis brazos como si quisiera fusionar su carne con la mía, sus
huesos con los míos, su espíritu con el mío. Al intentar preguntarle por qué
lloraba, ella siempre meneaba la cabeza y se apartaba sin responder. De modo
que pronto dejé las preguntas deleitándome, en cambio, con la idea de que ella
lloraba por su orgasmo, de que lloraba por estar muy feliz como un infeliz
cuando se saca la lotería.
Por supuesto, yo, nosotros, yo sabía la auténtica razón de esas lágrimas. Al
menos, siempre estuve convencido de que la sabía. Una mamacita como
Dorismar podía engañar a su «amigo» Sergio, sin duda, pero no al diablo. Yo
era el diablo. Nunca entendí por qué procedía así, pero la verdad es que jamás
hizo un mínimo reproche, jamás me hizo preguntas ni manifestó enojo
conmigo. Jamás. Simplemente, lloraba. Eso me desesperaba y a veces,
instalado en el filo de la aflicción, quería gritárselo, quería expresarle a gritos
que el problema era yo, era el diablo, era yo y no ella, pero sólo la zarandeaba
inmisericordemente, como si fuera una máquina que funcionara mal, probando
a ver si con el meneo acababa de ajustar sus cables y se producía la conexión
en que se volviera egoísta. Claro que, con tanta sensibilidad en su espíritu,
Dorismar no podía ser egoísta: estaba pendiente de su satisfacción pero
también de la mía. Y aunque a mí siempre me resultó imposible arrojar leche
en su panocha, ella tenía un superorgasmo, frecuentemente a su pesar. Ya más
tranquila, pero en un ejercicio de poca lucidez, se sentía una inepta,
preocupada por su incapacidad para darme aquel placer último. De ahí que
llorara.
Yo, nosotros, yo sabía que ella sabía que yo, que nosotros, que yo sabía, y
ella sabía que yo, que nosotros, que yo sabía que ella sabía. Pero de eso no
charlábamos. Porque habíamos creado una pareja que se encontraba muy
encima de nuestra realidad, y ninguno quería ser el primero en destruir esa
imagen. O sea que nos hallábamos atrapados por nuestras propias imágenes de
lo que queríamos pero no podíamos ser, y no podíamos decir ciertas cosas, no
podíamos confirmar ciertas sospechas, todo se mantendría bien entre los dos
mientras no dijéramos en voz alta (o acaso un susurro bastaría) todas aquellas
cosas que sospechábamos y preferíamos no oír. Para seguir, debíamos
preservar nuestro secreto a voces. Apenas alguien abriera la boca, se rompería
el encantamiento.
Al cabo de otras calistenias eróticas, de otras tres o cuatro redundancias
sobre la cama del dormitorio, cuando las lágrimas cesaron de resbalar por sus
mejillas, empezamos a no platicar de nada. Incurrimos en varias faltas, pero
vislumbro que nuestra gran equivocación, la más irremediable, fue el no
proseguir conversando de ellas. La única franqueza posible, la que poseían la
mayoría de los amantes que diariamente se insultaban, se maldecían y
disfrutaban por igual sus etapas de odio y de apaciguamiento, ésa la habíamos
perdido. Ellos estaban poniendo constantemente al día el retrato del otro,
sabían recíprocamente a qué atenerse, pero nosotros estábamos atrasados,
Dorismar respecto a mí, a nosotros, a mí, yo, nosotros, yo respecto a ella. Los
últimos datos que poseíamos, si es que poseíamos algunos, del tiempo de la
franqueza, eran tan antiguos que era como si vinieran de seres ajenos,
desconocidos. Estaba seguro de que me desconocía, seguro de que la
desconocía. Quién sabe cuánto de bueno y amable hubo en ella y en mí, en el
diablo, en mí, una felicidad asequible, potencial, en la que nunca reparamos.
Nuestra relación había sido una historia de incompatibilidades, un cocktail
de mucho acercamiento exterior con mucho alejamiento interior. Como botón
de muestra, a Dorismar le gustaban las plazas concurridas donde un mimo tras
otro se aparecía haciendo tonterías con un sombrero en el piso; los museos
penumbrosos donde a los visitantes les interesaba más ganar espacio en las
salas que mirar la exposición; los cines atestados en los que uno a cada rato les
debía pedir a los grupos de chavos escandalosos que guardasen silencio. A mí
me atraían los parajes semivacíos, la insonoridad, la noche matada con un
libro fumando cigarrillos y bebiendo ron. Detestaba las muchedumbres. Los
filmes musicales. Las canciones idiotas. De la gente, Dorismar esperaba lo
máximo; yo, nosotros, yo, lo mínimo. Su pasión: la limpieza. Mi pasión: el
ocio. A pesar de esas diferencias, Dorismar aún deseaba vivir conmigo. ¿Por
qué? La respuesta yacía dentro de su sexo palpitante y su cuerpo rendido. Yo,
nosotros, yo tenía prodigiosas erecciones (ese tipo de erecciones que merecen
ser recordadas con auténtico orgullo) y podía jugar al metesaca durante varias
horas.
Dorismar dudaba de la conveniencia para ambos (sobre todo para ella, una
secretaria más o menos exitosa con un cuerpo espléndido) de tener un hijo. La
posibilidad de un contagio, de alguna enfermedad transmitida por la vía del
enchufe genital, jamás apareció en su cielo de preocupaciones. Su vida y la
mía habían transcurrido del lado seguro de la concupiscencia. Además, los dos
teníamos información al respecto. Si Dorismar llegó a sopesar los pros y
contras de un embarazo fue apenas un destello; el hecho de que yo, de que
nosotros, de que yo no lograra derramar ni una sola gota de leche en su
panocha le parecía un método anticonceptivo insuperable.
Pero eso no bastaba. De repente, las calistenias eróticas se convirtieron
para ella únicamente en una fuente de desequilibrio nervioso, de repugnancia
y, en ocasiones, hasta de rencor profundo por mí. Me costaba la vida misma
convencerla, y cuando aceptaba (no sin antes tuviera que emplearme muy a
fondo) se movía con un desdén casi poético y siempre mantenía los ojos
clausurados, como si quisiera imaginarse que estaba con otro, con cualquiera y
no conmigo. Un firme «YA» representaba la cumbre de su excitación.
A lo mejor esto dio motivo a que, una tarde de viernes nada extraordinaria,
yo, nosotros, yo recibiera una llamada suya en la oficina. De entrada me dijo
que podía hablar conmigo sólo un minuto, ya que tenía prisa; me lo comentó
en un tono muy informal, como si nuestra costumbre fuera conversar por
teléfono 60 segundos y despedirnos. Sin hacer pausas, ufana y alegremente,
me notificó que estaba a punto de irse a «tomar un café» con su «amigo»
Sergio. Luego, me mandó un beso tronado, con un sonido como si estuviera
chupando naranja, y colgó.
Me fue imposible llenar las horas de alguna manera útil; la turbación, y
una terrible duda, me pusieron los nervios de punta.
Vagué por la oficina, luego por las calles, tratando de menospreciar a la
duda que me desasosegaba. El caos urbano me confundió primero, me fascinó
enseguida, me disgustó al cabo. La Ciudad me pareció una hiedra sin rumbo,
entregada a su propia velocidad, perdidos los frenos, dispuesta a hacerle la
competencia al infinito mismo, llenando todos los espacios vacíos con lo que
fuese, bardas, chozas, rascacielos, techos de lámina, paredes de cartón,
basureros pródigos, callejuelas escuálidas, anuncio tras anuncio tras anuncio...
Llevaba las manos en los bolsillos del saco, como si con eso quisiera que
nadie se diera cuenta de que tenía diez dedos completitos, diez dedos que
horas y horas recorrieron un cuerpo vivo y suculento, hasta que uno de ellos se
impregnó del olor a canela que guardaba aquella mamacita bajo sus ropas.
Caminaba como si me costara llevar camino, y me veía sin placer, sin sonrisa
y sin amor.
Pensaba en la infidelidad.
Pensaba adónde ir.
Pensaba que me habían salido arrugas en el alma.
Pensaba.
Las puntuaciones de la belleza (una iglesia barroca aquí, un palacio de
tezontle allá, algún jardín entrevisto) daban cuenta de la profundidad, opuesta
a la extensión, de la Ciudad. Ésta era también una hiedra de capas
superpuestas, azteca, virreinal, neoclásica, moderna...
Entre la oleada de siluetas confusas e intercambiables que se entrecruzaban
como flechas (gente esperando a gente que tal vez acudiría a esa cita y tal vez
no, gente yendo, gente viniendo, gente moviéndose con prisas, gente
trajinando, gente que no iba a ninguna parte, borrachos sentados en portales,
uno sangrando de mala manera por la cabeza, greñudos altos vestidos con ropa
holgada susurrando «hachís, hachís, el mejor hachís», gente repartiendo
propaganda, gente vendiendo fayuca, «¡bara, bara!», gente estirando las
manos, mendigando, gente aferrándose a los microbuses, gente comiendo,
gente lavando, gente durmiendo, gente visitando, gente discutiendo, gente
cantando, gente con la cara ya preparada para el fracaso, gente, gente, gente),
tuve la oportunidad de echarme un ojo en el aparador de una tienda y me
complació lo que vi. No tenía placer, sonrisa, amor ni sosiego para la duda,
pero me veía bastante bien, eso sí.
Miré a mi alrededor y descubrí a un montón de parejas que charlaban muy
entusiasmadas; observando cómo se separaban y se abrazaban, contemplando
con mayor ahínco a aquellas que se besaban apretando sus cuerpos el uno
contra el otro, me dije que ellos estaban en el principio así como Dorismar y
yo, y nosotros, y yo estábamos en el final de una larga pero corta aventura; lo
permanente en esos días no duraba más de algunos meses, el tiempo era corto
pero uno lo sentía largo, tan largo como los domingos sin ron. Todo se volvía
rutina en el espacio de un pestañeo, todo perdía frescura con rapidez sin que
nadie se diera cuenta cómo ni cuándo. Las parejas charlaban y reían, yo,
nosotros, yo deseé que lo disfrutaran mientras pudieran. Ni embarcarse en
diversos viajes de gemidos y temblores los salvaría del final.
Poco a poco, mi soledad se magnificó ante el espectáculo de tantos rostros
masculinos y femeninos juntos, cada uno diferente de los demás y todos
desconocidos. Nadie volteaba a verme. Intenté saludar.
—Buenas tardes.
Nadie me respondió. Miradas esquivas.
Cuando doblé una esquina reparé en que, a excepción de mi departamento,
no se me ocurría ningún otro lugar adonde ir, fuera de continuar andando no
imaginaba qué otra cosa podía hacer para gastar esa tarde. Permanecí un rato
con los ojos clavados en la inconcebible muñeca que me sonreía desde la
entrada de un hotel, alumbrada favorablemente con la luz rojiza de la
marquesina, y luego de una breve consideración decidí que lo mejor de todo
sería ir al departamento a quitarme la ropa y meterme en la cama. No había
que buscarle tres pies al gato. Si bien no era un plan muy ambicioso necesitaba
descansar, olvidarme de la duda y de los problemas de mi alma. Lo único que
no deseaba hacer era reflexionar, volver a pensar que a mis casi treinta años
seguía siendo soltero y la única posibilidad de abandonar ese estado se había
ido a «tomar un café» con su «amigo» Sergio.
Con el corazón encogido y una lágrima de melancolía pintada en las
retinas, llegué a mi departamento, como todas las tardes. Los libros en el
mismo lugar, el olor a líquidos desinfectantes y aromatizantes, la luz del foco,
cuántas veces antes había empujado la puerta para encontrarme con el mismo
escenario, ¿mil? ¿Cien mil veces? Entré a formar parte del mobiliario, una
pieza más (sin mayor significado o interés que el resto) del conjunto de
objetos mudos y yertos que me mostraron a cada paso que no había vida en
ninguna parte. Me mostraron la auténtica perversidad de la existencia, más allá
de la cotidiana conspiración de las circunstancias. El horror es dar tu intimidad
por un plato de amor sintético, por un plato de mugre envasada en globos de
colores, a una puta. Tan sólo porque has aprendido que ése es el único festín
que te está reservado. El horror es carecer de la clarividencia para saber que
una puta siempre será una puta. Y retornar al hogar a darte de bruces, por
millonésima vez, con la peor chingadera de todas, esto es, que allí nadie te
abraza ni te compadece ni te entiende ni te consuela ni te besa, que todo lo que
allí has recibido no es sino un simulacro (falso pero con el aspecto aparente
del cariño verdadero) de cariño y placer.
Me habría gustado pretender que llegaba contento o que venía de pasarla
muy bien, incluso me habría gustado que eso fuera cierto. La verdad es que
había llegado cansado, con los pies a rastras. ¿Cómo podía sentirme tan
cansado a los casi treinta años si la mayor parte de mi tiempo la dedicaba a
actividades intelectuales? Si fuera un albañil o un campeón de lucha libre lo
entendería, pero ¿cuál era la razón para que un oficinista se acostara encuerado
en la cama como si hubiese utilizado la energía de sus músculos en una tarea
extenuante?
Es una lástima que haya tanta luz (pensé). Llovió durante toda la mañana y,
sin embargo, ahora los rayos del sol bañan las cortinas de la ventana. Tanta
luz, tanta belleza. Sería ideal pasar el resto de la tarde fuera. Aún tenía la
esperanza de hallar en el mundo exterior algo asombroso, algo trascendental
que cambiara mi destino, algo que trastocara mi presente, que me aclarara las
cosas, un encuentro en la tercera fase, un hada madrina, un genio en una
botella, un gnomo que hablara conmigo y me regalara un anillo mágico, una
hermosa elfa ataviada con un largo vestido blanco que pasara por mi lado a
galope y me recogiera y me sentara en su sudado corcel marrón. Pero sabía
que en el mundo exterior no ocurriría nada semejante. Por ello di gracias de
que los hombres hubieran inventado los cigarrillos y los libros, cosas sin las
que me costaba trabajo imaginarme la vida.
Después de un par de horas tratando de evitar el sueño con una novela de
William Gibson que recordaba como una de mis favoritas durante mi
adolescencia y que en la relectura me pareció llena de clichés y mal escrita,
encendí un cigarrillo tras otro, sin que me resultara en absoluto tranquilizante
(o, mejor dicho, sin saborear ningún tabaco). A cada rato miré el reloj del
buró.
Aún faltaban cerca de diez minutos para que dieran las tres de la
madrugada, cuando oí un ruido en la puerta principal del departamento, alcé
lentamente los ojos y vi a Dorismar.
—Ya llegué.
Contemplé su rostro como si fuera una foto de un álbum, como se mira a
un rostro que fue importante y ya no lo es o desapareció simplemente de
nuestro destino, pero que todavía sirve para recordar alguna lección ya
prescrita y sin gracia. Mi silencio no era agresivo, constituía sólo la repentina
obtención de una inútil, tardía lucidez. No tenía sentido emprender un
interrogatorio, porque todo estaba bastante claro. Y no me moví. Ni la cabeza
ni el brazo ni un solo dedo. Ninguna parte de mi cuerpo pugnaba por acercarse
a esa mamacita que, sin embargo, había adquirido el seudónimo un poco
vulgar y despreciable de «puta». Estuve a punto de gritárselo, pero me percaté
a tiempo de que tampoco eso iba a cambiar nada. Y entonces se cerró el
círculo y por un momento adopté una postura llena de desesperación, después
de la cual volví a mi cara de imbécil. Había que aparentar que la herida no
dolía, que la sangre no manchaba el lago puro del amor sin pausas. Aunque
por dentro, por dentro era otra cosa, un confuso rumor de cristales quebrados,
la hipnótica repetición del resquebrajamiento. Al menos constataba con
renovada fuerza que la amaba, si no la hubiera amado no habría dolido tanto.
Recuperé la antigua sonrisa de elote solar, como si no fuera nada importante
que esas nalgas me hubiesen puesto los cuernos, y pregunté con la voz más
hospitalaria de mi repertorio:
—¿Cómo te fue?
Pero la sonrisa era artificial, tan artificial que Dorismar no se dio cuenta de
su artificialidad, sólo las cosas muy auténticas le provocaban sospecha de
inautenticidad.
—Regular —mintió, sabiendo de antemano que yo, que nosotros, que yo
sabía que ella mentía—. ¡Oh, tengo tanto sueño, Martín!
No vaciló en desvestirse. A continuación, retiró las cobijas y se deslizó a
mi lado, dándome la espalda.
Unos segundos después, mientras ella dormía, sentí el peso inmenso de la
irrealidad del mundo. Yo, nosotros, yo era un fantasma insomne, fantasma de
ojos abiertos mientras Dorismar dormía en paz, profundamente, su «amigo»
Sergio había hecho lo suyo, yo, nosotros, yo percibiendo gota a gota el
transcurrir del mundo y ella durmiendo el sueño de los justos, durmiendo
como si no fuera culpable de nada. Eso provocaba más dolor, si al menos
Dorismar hubiera demostrado algún arrepentimiento, hubiera indicado con
algunas palabras que lo hecho estaba mal hecho y no se volvería a repetir. Pero
nada, ella dormía apacible con su vileza a cuestas (es cierto que una mamacita
lleva tantas cosas a cuestas, una mamacita tiene tantos cadáveres escondidos
en el sótano) mientras yo, mientras nosotros, mientras yo era un fantasma
insomne atravesando las desoladas praderas del final de una noche que era el
principio de tantas cosas. Algo de culpa debía haber en eso, yo, nosotros, yo
debía haber contribuido en algo a ese insomnio, a esa irrealidad. Dorismar
estaba enamorada de un fantasma culpable y yo, y nosotros, y yo de un cálido
cuerpo de intolerable inocencia.
Fue entonces cuando inauguré oficialmente mis meditaciones. Ya antes de
eso las había tenido, pero simplemente como aficionado. Frecuentemente
había pensado en mi oficio de solitario y en las ventajas y desventajas que me
acarreaba el ejercerlo. Yo, nosotros, yo no lo había elegido, estaba patente,
pero tampoco lo comprendía del todo. No obstante, cuando me decidí a
meditar en serio, tuve que elegir un tema de mayor enjundia y con suficiente
material de incertidumbres como para llenar las horas de insomnio.
Así, pues, juzgué con más benevolencia la conducta de Dorismar. En
primer lugar, ¿qué necesidad tenía de engañarme? Yo, nosotros, yo no ejercía
ningún poder sobre ella, al contrario, podía irse de mi existencia cuando le
viniera en gana. Si quería andar con otro hombre, le bastaría con decirlo
abiertamente y mandarme con tranquilidad a la chingada. Además, una
hembra como Dorismar, pensante y sensible, sólo podía fornicar con otro
idiota por interés económico.
Después de esta meditación, me convencí de dos cosas bastante
importantes. La primera, que si no creía del todo en la inocencia de Dorismar,
cuando menos debía concederle el beneficio de la duda. La segunda, que aun
suponiendo que Dorismar fuera una puta, me constaba que su amor por mí era
sincero. De eso no cabía la menor duda
Tras estos convencimientos, sin embargo, mis propios asuntos fueron de
mal en peor, tal como cuando nací. La única diferencia era que ahora leía más,
aunque nunca lo suficiente. La literatura era lo único que evitaba que me
sintiera desplazado e inútil. Todo lo demás era luchar y luchar, abriéndome
paso a tajos. Y nada era interesante, nada. Sin importar mis temores con
respecto al futuro, los superaría; no eran nada comparados con mi aversión
hacia el presente. Día a día, semana a semana, me levantaba al amanecer con
la obsesión de lo mecánico, pensando que el mundo funcionaba por inercia, y
se repetía, y era aburrido, de manera que cuando llegaba a la oficina veía las
escenas de siempre con las personas de siempre, y me parecía asqueroso.
Cuando una de mis compañeras (cualquiera de ellas) me hacía plática a la
hora del café le respondía con evasivas o de plano la dejaba con la palabra en
la boca, aunque estuviese deseando una distracción.
—¿Cómo estás hoy, Martín? —solían decirme muchas de ellas. Eso
siempre sonaba bien. Como si realmente nos hubiéramos ido juntos a la cama.
—Bien, gracias —replicaba yo, replicaba el diablo, replicaba yo, y en vez
de alargar la charla como exigen las reglas de urbanidad, en vez de preguntar
cómo iba la telenovela de las seis o lanzar un inocente «¿y tú?», me sentía
amenazado por la gentileza y regresaba a mi cubículo.
Algo de inteligencia me quedaba para juzgarme como un perfecto idiota.
Jamás me atrevería a engañar a Dorismar. Lo peor de todo no era descubrir
una entallada minifalda elástica que cada día tenía un color diferente y que
dejaba a la vista el impacto de su intimidad y enseguida ansiar suministrar una
intensa dosis de caricias a esas esbeltas y bien torneadas piernas, ni imaginar a
mi verga entre esos muslos poderosos, lo peor era que no sabía hasta dónde
debía llegar mi fidelidad ni si era normal el que Dorismar, a la que consideraba
ya mía, se hubiera pasado casi todo un día (de hecho, también casi toda una
noche) con su «amigo» Sergio.
La realidad no era más que un retazo, algo incomprensible para mí.
Carecía de unidad, de sentimiento, de relación conmigo mismo. Era frecuente
que me preguntase, en especial al afeitarme, si la cara que me miraba era la
mía de verdad, y aunque supiese que no podía ser otra, hacía muecas o sacaba
la lengua sólo para cerciorarme. Examinando detenidamente mi rostro en el
espejo del baño empezaba poco a poco a identificarlo, pero no al momento
como en el pasado: me basaba en el pelo y en el perfil facial y en dos granos
pequeños que tenía en la mejilla izquierda. Además, oía música dentro de mi
cabeza y a veces un zumbido o un silbato o un estruendo; a veces oía la voz
del diablo que hablaba, normalmente lejana y ronca, de modo que nunca podía
entender lo que decía. Estos sonidos eran más vívidos cuando me despertaba, e
iban perdiendo esa viveza a medida que se acumulaban otras impresiones
sensoriales; y era menos probable que surgiesen si me mantenía ocupado
emotiva, intelectual y, sobre todo, visualmente.
En la oficina, Dorismar siempre se hallaba terriblemente cerca de mi
cubículo, y terriblemente lejos de mis manos. Me resignaba; era obvio que así
era como debía conservar esta distancia. Sin embargo, a veces mi fama de
«excelente empleado» se tambaleaba bajo la traición de mis hormonas, que me
mantenían en permanente estado de emergencia. Dorismar apenas podía
enviarme una sonrisa sin galvanizar a mi organismo en una apoplejía de placer
súbito, que me producía una erección. Entonces deseaba a Dorismar, siempre
deseaba a Dorismar cuando tenía la verga alerta y predispuesta para lances y
acometidas de carne contra carne. Procuraba, por tanto, no devolverle la
sonrisa, pero el brillo de sus ojos, el destello de sus dientes blancos, las curvas
portentosas de su figura, hacían que el esfuerzo de evitar sonreír me resultara
tan difícil...
Todos los días, excepto sábados y domingos, Dorismar y yo cumplíamos
nuestros respectivos horarios de trabajo. Y al regresar, hacia las siete u ocho de
la noche, a mi departamento, ella se encueraba y así, en pelotas, se ponía a
realizar el aseo. Yo, nosotros, yo la contemplaba siempre de lejos,
esmerándose, arreglando la cama, sacudiendo los muebles, fregando el piso y
lavando en silencio, con la cabeza baja, los trastes. Mi mirada absorbía su muy
bonito rostro. Después me fijaba en los pormenores de su exuberante silueta.
Esa avalancha de estímulos hacía que se me cocinara la sangre en una
calentura pertinaz.
Un hombre puede soportar una semana de sed, dos semanas de hambre,
muchos años sin techo, pero no puede soportar un minuto de lujuria. Es la peor
de todas las torturas, de todos los sufrimientos. Por eso seguí enchufándome a
Dorismar en algunas noches más, después de que manoseaba durante horas sus
meridianos y sus trópicos, sus atlánticos y sus pacíficos y todo el cartograma
blanquecino de su suculento cuerpo, buscando en aquella pasiva la clave
oculta que pudiera despertar la sexualidad de los dos.
Nunca encontré esa clave: la masturbación daba mucho menos trabajo, y
muchas más recompensas. Y cuando, por error, me veía reflejado en el espejo
del clóset, sabía que estaba más cerca de ponerme a llorar que de eyacular. Me
veía bañado en sudor, en pelotas, haciendo gestos simiescos, ridículo en el
sube y baja del galope, con la mirada enloquecida y las manos plantadas en la
cama, atenazado por dos piernas que me aprisionaban y evidenciaban quién
mandaba allí. Y Dorismar, debajo, tan tranquila y entera como una puta que no
sentía nada, que simplemente cumplía mecánicamente un servicio.
Pasaba un largo rato antes de que ella se dignara a gemir y a moverse junto
a mí, pero con tan poco entusiasmo que me detenía, todavía duro y erecto. Me
retiraba y me dejaba caer a un lado, frustrado. Entonces observaba de reojo,
casi sin querer, cómo Dorismar encendía un cigarrillo, aspiraba el humo y lo
exhalaba con calma.
Por mucho que me esforzara, no volvería a hallar la magia del primer
metesaca, esa mutua felicidad, ese algo de locura, de mucha irracionalidad. Y
sólo conseguía eyacular a través de la masturbación, aunque fuese muy
agradable penetrar a Dorismar. Pronto empecé a creer que debía de tener un
problema sexual inconfesable, me enfrasqué aún más en los libros y me
contenté de tanto en tanto con sacar el revólver del cajón del buró para
acariciarlo. Así fue como olvidé por algún tiempo esa cosa maravillosa y
asesina llamada orgasmo.
Un sábado de junio, muy de mañana, toda la frustración acumulada se
materializó de repente. Ocurrió cuando abrí los ojos y antes de despertarme
por completo. Ahí estaba yo, estábamos nosotros, estaba yo, encuerado, con la
verga más dura que una rama seca de árbol, reclamando caricias turbias,
definitivas y envolventes, que pudieran extraer la leche represada.
Mis neuronas fueron las primeras en entenderlo, y también fueron ellas las
que me impulsaron a atender ese reclamo. Con la mano derecha rodeé
suavemente la verga y la moví, moví la piel que la cubría arriba y abajo.
Pasaron largos segundos de gemidos y temblores antes de que recordase
siquiera que Dorismar estaba a mi lado. Cuando oí su respiración, aunque la
verga aún enhiesta rezumaba líquido prostático, me detuve. Pensé que seguir
haciéndome justicia por mi propia mano era una estupidez. ¿Transmitía de ese
modo un rechazo al placer solitario, considerado como acto pecaminoso por
excelencia, o era una de tantas formas de reprimir a mi sexualidad? Difícil
pregunta y respuesta difícil de contestar. Sobre todo, porque ya tenía hembra.
Claro, Dorismar se encontraba profundamente dormida, pero también se
encontraba totalmente encuerada. El peso de su cuerpo sumía su pedazo de
cama en ondas violentas y desiguales. Durante breves instantes medité si debía
o no despertarla. Resolví este dilema encendiendo un cigarrillo. Aspiré una
bocanada de ese humo que siempre me ponía al borde de la taquicardia, y lo
fui soltando poco a poco.
Algo indefinido y suave flotaba en la penumbra del dormitorio. Eran rayos
de sol. El brillo del sol entraba por las cortinas de la ventana. Observé esos
rayos de sol por más de veinte segundos, se veían débiles y tiernos, eran como
una pequeña serpiente durmiendo su sueño invernal en una cueva secreta.
Estiré la punta de mi pie como si fuera a bailar ballet apuntando hacia un rayo
de luz y lo moví lentamente, rodeando el haz de luz. Podía oír la respiración
de Dorismar a mi lado, los latidos de mi propio corazón, el sonido de la
circulación de la sangre, el crepitar del tabaco y el tenue tictac del reloj del
buró.
Sabía qué iba a encontrar si me decidía mirar a través de las cortinas. No
sólo estaría la neblina gris de contaminación formando un techo sucio sobre
las azoteas, sino cuadros esperpénticos dignos de figurar en un museo del
horror: perros sarnosos, hombres harapientos, hembras cubiertas de pústulas,
niños famélicos con el esqueleto dibujado bajo la piel.
Entonces, ¿para qué iba a levantarme a mirar a través de las cortinas si de
antemano sabía lo que iba a encontrar? Ese exterior era un campo de matanza
donde seres ansiosos y atormentados no podían subsistir más que devorándose
los unos a los otros; donde todo animal de rapiña era tumba viva de otros mil,
y no sostenía su vida sino a expensas de una larga serie de martirios; donde la
capacidad de sufrir crecía en proporción de la inteligencia y alcanzaba, por
consiguiente, en el hombre su grado más alto. Ese exterior lo habían querido
ajustar los optimistas a su sistema y mostrármelo a priori como el mejor de los
mundos posibles. El absurdo era lastimoso.
Apagué el cigarrillo apretándolo contra el cenicero del buró. Me incorporé
a medias, apoyándome en un codo. Sentí escalofrío, pero no hice ademán de
recoger las cobijas que estaban amontonadas a los pies de la cama.
Seguí mirando hacia las cortinas, pero sin que nada reclamara mi interés.
Probablemente era sólo una manera de darle la espalda al resto del lecho, pero
no como un rechazo, sino como la postergación de un disfrute. Y entonces,
antes de darme vuelta, antes de mirar, toqué a Dorismar. Con mucha lentitud,
situé la mano derecha en el punto que su cuello se encontraba con su hombro.
La piel de ella se estremeció, un poco a la manera de los caballos cuando
intentan espantar las moscas. Mi mano no se dio por aludida y permaneció allí,
tenaz, hasta que aquella carne volvió a serenarse.
Luego moví mi cuerpo semi incorporado a fin de enfrentarlo totalmente a
Dorismar, y sin abandonar el archipiélago de pecas que cubría mi palma, la
miré de arriba abajo y viceversa. No era, por supuesto, la primera vez que la
veía encuerada, pero yo, pero nosotros, pero yo nunca me había permitido
mirarla, mirarla de verdad, y me demoré por ejemplo en las aréolas de los
pezones; y en el ombligo extraño, como de niña, que se movía indirectamente
por el compás respiratorio; y en la cicatriz profunda en la cadera, ésa que le
hizo su padre en cierta tunda que ella rara vez mencionaba; y en el vello ralo,
apenas musgo y espuma sobre el pubis; y en la panocha ahora en reposo; y en
las piernas infinitas y torneadas; y en los pies planos de dedos largos y uñas
rojas.
Retiré mi palma de aquella orografía y acerqué mi boca a la otra boca. En
ese preciso instante, la de la que acaso soñaba esbozó una sonrisa, y yo,
nosotros, yo entonces decidí alejarme para verla mejor, para imaginarla mejor,
hasta que la sonrisa se cambió en un suspiro o resoplido o jadeo y se fue
esfumando, quedándose otra vez como una boca entreabierta. Alejé la mía, de
labios apretados.
Luego me tendí de espaldas, y en tono suave, como para que Dorismar no
tuviese que despertar con sobresalto, dije:
—Mi cielo.
«Mi cielo» se movió apenas, estiró lentamente una pierna y sin abrir los
ojos depositó una mano sobre mi vientre.
—Mi cielo —insistí—. ¿Hacemos el amor? —El término común que
utilizaba para referirme a la relación sexual era «fornicar»; pero esa vez, como
en un anhelante intento de manipular los resortes sentimentales de Dorismar,
me serví del muy cursi «hacer el amor». Hacer el amor. ¿Yo, nosotros, yo
sabía lo que era eso?
Aunque los sentidos de Dorismar permanecían enjaulados en el universo
onírico a esas horas infrahumanas, su mente era capaz de procesar cualquier
información suficientemente real. Por eso abrió los ojos.
—¡No! —dijo, escandalizada—. Otra vez no...
Y explotó. Fue algo que le salió de dentro y que seguramente tenía
reprimido desde hacía mucho tiempo. Más que un grito resultó algo semejante
al insondable alarido de un animal moribundo, que tal vez era como en verdad
se sentía en aquellos momentos. Por supuesto que gritó con el deliberado
propósito no sólo de llamar mi atención, sino para expresar de ese modo su
más enérgica protesta por mi evidente incapacidad eyaculatoria.
Claro que, al oír aquel alarido desproporcionado, me desconcerté y no
supe, o no pude, reaccionar. Me limité a mirarla con perplejidad tratando de
encontrar alguna razón que explicara su conducta. Apenas me serené,
recompuse como pude mi rostro alterado por la impresión y la amonesté con
dureza.
—Espero que tengas alguna explicación que darme.
En aquel momento algo se desbordó en su interior, y un raudal de lágrimas
resbaló por sus mejillas hasta precipitarse, sin control, sobre su almohada.
Nunca la había encontrado tan vulnerable, tan indefensa, sin barreras ni
fingimientos que la protegieran. Se me partió el corazón en pedazos aún más
pequeños. Su llanto duró varios minutos.
Me obligué a mí mismo a hablar.
—Vamos, Dorismar, no seas así. No llores más, por favor, y cuéntame qué
te pasa.
Retuve sus manos entre las mías, como una muestra palpable de atención y
cariño a lo que tuviera que decirme. Ni siquiera me importaba que su maldito
«amigo» Sergio fuera un personaje real o uno meramente inventado. Sólo me
importaba ella, aunque no tuviera nada en común conmigo o no quisiera
tenerlo. Me importaba su vida, su cuerpo, su satisfacción, su felicidad. Me
importaba estar a su lado. Quería estar a su lado, que fuera dependiente de mí.
Dorismar se armó de valor y afirmó con su estilo tan displicente y casual,
con el tono tan neutro y tan inofensivo que en general hacía que mi cerebro
tardara mucho en darse cuenta de la magnitud de sus palabras:
—Martín, te dejo.
Pude notar cómo las facciones de mi rostro se desintegraban hasta fabricar
una extraña mueca, difícilmente catalogable. Sentí un vago deseo de que el
suelo empezara a temblar o de que se produjera un cataclismo y, de esa
manera, se me ofreciera la posibilidad de volver a nacer en un universo
tranquilo y luminoso. Con la voz quebrada y cierta dificultad de expresión,
como si me faltara el aliento, acerté a preguntar:
—¿Por qué?
En aquel momento Dorismar experimentó lástima por mí. Y, miren por
dónde, sin saber muy bien cómo, pasó de ser la indefensa y llorona niña
necesitada de comprensión y consuelo a la mamacita que se ve en la
obligación de proteger a su amante del inmenso susto que, sin lugar a dudas,
se llevó cuando al fin pudo metabolizar el adiós. Con mirarla a los ojos era
suficiente para percibir, en sus dilatadas pupilas, la extrema situación de
vulnerabilidad y desamparo en que me encontraba.
Así que, oprimiendo mis manos, realizó un gran esfuerzo para recuperar el
aliento y adecuar sus facciones a un perfil más humano, buscando un lugar de
encuentro consigo misma, una tregua para seguir respirando, o un argumento
con el que iniciar nuevamente el diálogo conmigo, era como si el mundo se
hubiera puesto en su contra y ciertas fuerzas ocultas le impidieran controlar el
acentuado temblor de sus dedos.
Quizá por eso, para conjurar su miedo, se levantó bruscamente de la cama
y, dirigiéndose muy despacio hacia el cuarto de baño con el pretexto de orinar,
trató desesperadamente de encontrar un nuevo espacio en el que
recomponerse.
Al cabo de varios minutos, que parecieron eternos, Dorismar regresó al
dormitorio. Se sentó junto a mí con premiosidad, demorándose cuanto pudo,
como si ralentizando los movimientos pudiera huir del compromiso de una
respuesta, o sustituirla por un conjunto de gestos amables que difuminaran la
realidad hasta hacerla desaparecer. Al fin se decidió:
—Bueno, Martín. Somos incompatibles. No quiero decir sexualmente, el
problema no está ahí. De hecho, me has proporcionado más orgasmos que
nadie..., lo que intento decir es que eres bueno para hacer el amor, pero inútil
en todo lo demás. No hay emoción en nuestras vidas, ya nunca hablamos...,
quiero decir... ay, ¿de qué sirve?
Durante unos minutos exploré a fondo los círculos más bajos del Infierno
que le es permitido al hombre transitar en esta Tierra. Al mismo tiempo, me vi
andar a tientas por el oscuro laberinto de la duda, la aflicción y la
desesperación total. Me pregunté cuál de esas terribles alternativas adoptar.
Dorismar se levantó y me dejó allí, tumbado en la cama, inmóvil, como un
niño tonto, huérfano de hembra, con los brazos y la verga enhiestos. Pero antes
de abrir la puerta del clóset me dijo, casi ululando:
—Yo no sé qué hacer para saciarte, Martín. ¿En mi lugar, tú no harías lo
mismo?
—Sí —contesté advirtiendo que ella estaba cada vez menos encuerada,
aunque enseguida me di cuenta de que en realidad se estaba vistiendo. Tuve
conciencia de que se había puesto todo: bragas, sostén, vestido, medias,
zapatos, collares, reloj y hasta sostenía (aferraba) sus seis sólidas maletas de
cuero de cocodrilo. Justamente, de esta solidez tuve comprobación inmediata,
ya que fueron unos súbitos maletazos los que abollaron la parte vacía de la
cama.
—Te echaré de menos, Martín.
—Vamos, no te engañes —dije—, no digas tonterías. ¡Vas a echarme de
menos tanto como yo a mi caca!
Dorismar abrió la puerta del clóset, empezó a sacar con rapidez sus
numerosas prendas y a meterlas, comprimiéndolas salvajemente, en las
maletas y, de repente, desapareció. Había desaparecido entre el brillo del sol
que entraba por las cortinas de la ventana. Allí estaba ella, empaquetando su
ropa, como si fuera a irse de vacaciones; luego... nada. Desapareció como el
fuego o el aire. Para mezclarse con perros sarnosos, hombres harapientos,
hembras cubiertas de pústulas, niños famélicos con el esqueleto dibujado bajo
la piel. Desapareció de mi vida entre el brillo del sol.
Entonces se unieron mis dos yo, y fui tan sólo yo (el medio enloquecido, el
poseído por el diablo) que me revolví en la cama, siguiendo paso a paso esos
años, personas, lugares, sentimientos que se me habían ido extraviado bajo la
dilatada alfombra de la vida. Al fin del recorrido, encontré aquel patio escolar
en el que alguien me golpeaba y donde la única salvación posible consistía
siempre en la aparición de mi mamá. Y me quedé tendido sobre la cama con
los dos brazos extendidos como si fuera un Cristo barato.
Durante un buen rato estuve mirando fijamente, como alelado, el tirol del
techo. Éste era el pasatiempo favorito de mi infancia, una de esas diversiones
que hice a un lado no porque ya no me fascinara con su magia, sino porque
creí, de manera equivocada, que el paso de una etapa a otra de la existencia
conllevaba desprenderse de ciertos símbolos muy representativos del período
que había dejado atrás. Primero imaginaba rostros, animales, objetos, a partir
del tirol; luego, fabricaba miedos y hasta pánicos en relación con él. De modo
que ahora fue bueno convertirlo en cosas o caras y no sentir temor. Pero
también me provocó un poco de nostalgia aquella edad lejana en que el
máximo miedo era causado por monstruos fantasmales que uno mismo creaba.
Los motivos adultos, o quizá las excusas adultas de los miedos que vienen
después, no son fantasmales, sino insoportablemente reales, especulé.
Cualquier día cruzas esa delgada línea y te das realmente cuenta de que
tenemos que protegernos de nosotros mismos.
Me percaté de que ninguna idea por muy brillante o profunda que fuera
podría darme la felicidad que me ofrecía un apetitoso cuerpo de mamacita.
Pero así eran las cosas; no se parecían a las historias de mis libros o, a lo
mejor, se parecían mucho más de lo que había supuesto.
El ruido de un avión me entretuvo pensando a dónde iba y lo que podría
ocurrir si cayera en la Ciudad. Seguramente no sería cerca del edificio, pues el
fragor de las turbinas se escuchaba lejano. Lo que estaba a tiro de piedra era la
música cursilona que los vecinos habían empezado a poner, sus alegatos,
ronroneos de licuadoras y los olores de comida que llegaban hasta mí
acompañados del restregar de cacharros.
La vida se había acabado. Al menos la vida según mis deseos. La
imaginada. Los sueños acariciados tan dulcemente se desvanecían en el aire
como volutas de vapor. No me quedaban ganas de luchar por nada, por nadie.
Estaba mi vida de antes, desde luego. Pero eso no sería igual. Había querido
con tantas fuerzas que cambiara, había hecho tanto por modificarla, que
imaginar el mismo futuro me sumió en una profunda angustia. Mis sueños se
habían alterado, mis fantasías tenían una consistencia distinta.
Murmuré repetidamente: Muerte, muerte, ¿dónde estás? Ello me calmó.
Cerré los ojos y me dormí como si me hundiera en un pozo de plumas.
Desperté de un sobresalto. Me encontré con que era ya de noche. Mis ojos
vidriosos y desenfocados se movieron de un lado a otro buscando
frenéticamente la claridad, buscando algún significado entre la desolación y la
oscuridad que me rodeaba. A los pocos instantes pude distinguir a mi verga.
Aún seguía en su estado de máxima tensión, apuntando hacia el techo. Sentí
que de pronto un taladro me partía en dos los huevos. Parecía que iban a
estallarme. Estuve un rato conteniendo los gritos de dolor, blasfemando,
retorciéndome sobre la cama y echándome las manos entre los muslos,
apretándolas contra el escroto para vencer el suplicio. Poco a poco, la tortura
fue remitiendo, o la erección fue menguando, y me incorporé.
En la cama se quedaron las cobijas, algunos olores y un triste par de
almohadas.
¿Y Dorismar?
¿Dónde estaba la hija de la chingada justo ahora que necesitaba su
consuelo? ¿Dónde se había metido la muy puta?
Entonces, hurgando en la caja negra de mi memoria, en ese inacabable
laberinto del que sabía tan poco, en esa tierra que creía mía pero que en
realidad era de nadie, recordé.
Dorismar me había abandonado.
Todo comenzó a darme vueltas, padecí un acceso de náusea y estuve a
punto de vomitar. Tardé siglos en conservar el equilibrio. A través de esa
negrura que amortiguaba la viveza de los colores y la insolencia de las líneas,
conseguí apreciar que la puerta del clóset se hallaba abierta, dejándome palpar
en el interior varios ganchos solitarios que colgaban del tubo cromado.
Automáticamente, con la idiotez característica de mis casi treinta años, extrañé
a Dorismar. Ante mis ojos abiertos y sin que mi propio y continuo bisbiseo lo
impidiera, su figura fascinante permaneció bamboleándose frente a mí. Me
persiguió en el laberinto de mi memoria. Fue la tentación puesta siempre en el
peor lugar, el dedo en la llaga. Si tan sólo hubiese podido ver el rostro de ella
otra vez. Pero ni siquiera tenía una fotografía.
Cuando me pregunté por qué le amaba, me di cuenta de que no lo sabía, y
en realidad no me importaba saberlo. De modo que deduje que esa clase de
amor no era producto de la razón o las estadísticas, como el amor que yo, que
nosotros, que yo sentía por Dorismar. Y creí que así había de ser. Amaba a
Dorismar por su cuerpo; pero no amaba a Dorismar por su cuerpo. No, no era
eso.
No le amaba por su inteligencia, no, no era eso. No había que culparle de
la inteligencia que tenía, pues no se creó a sí misma. Era tal y como sus padres
la hicieron, y era suficiente.
No era por sus modales graciosos y considerados, o por su delicadeza, que
le amaba. No, en ese sentido tenía sus defectos, pero estaba bien tal como era.
No le amaba por su cultura, no, no era eso. Era una coleccionista de libros
eróticos, y en verdad sabía un altero de cosas eróticas, aunque no fuesen como
ella creía.
No era por su honestidad, no, no era eso. Había llegado a mentirme. Pero
nunca se lo eché en cara, era una peculiaridad de su sexo, quizá, y ella no
eligió su sexo. Naturalmente, yo, nosotros, yo preferí los obsesivos días
circulares antes que engañarla con Dorismar, pero eso también fue una
particularidad de mi sexo, y no me atribuía el mérito, pues yo, nosotros, yo no
había elegido mi sexo.
Bueno, ¿por qué le amaba? Sencillamente porque era Dorismar.
En el fondo Dorismar era buena, y yo, nosotros, yo le amaba por eso, pero
también habría podido amarle si no fuese así. Si una tarde me la hubiera
encontrado en mi cama con otro estúpido, seguiría amándole. Lo sabía. Era
una cuestión de sexo.
Dorismar era bonita y buenota, y yo, nosotros, yo le amaba por eso, y le
admiraba y estaba orgulloso de ella, pero también podría haberle amado sin
esos «virtudes». Si hubiese sido gorda, le habría amado; si hubiese sido vieja,
le habría amado; si hubiese sido contrahecha, le habría amado, y habría
trabajado para ella, y me habría esclavizado por ella, y habría rezado y velado
su lecho hasta la muerte.
Sí, le amaba sencillamente porque fue mía, la mamacita de todas las
mamacitas, mi primera hembra. No había otro motivo. Y por eso creí que esa
clase de amor no era un producto de la razón o las estadísticas. Venía,
sencillamente, quién sabe de dónde, sin explicación alguna. Y no la
necesitaba.
Dorismar siempre fue mía, en la medida en que podía ser de alguien,
porque en realidad no había sido nunca de nadie ni lo sería jamás. Ella sólo era
de ella misma.
Mi amor no tenía sentido, como no tenía sentido que esa puta no estuviera
ahí conmigo.
Quedé atontado, privado de movimiento, como un hombre que está
soñando, que sabe que está soñando, que quiere despertarse pero que no lo
consigue. La vida, ciertamente, se movía en cualquier rincón del edificio a
excepción de mi departamento, pues en esos momentos yo, pues en esos
momentos nosotros, pues en esos momentos yo era una especie de alma
inanimada que percibía todo sin manifestar emoción alguna.
Al cabo de un rato de parálisis, mi cuerpo reaccionó. Experimenté un sutil
latigazo en el bajo vientre. Ese latigazo que experimentaba sólo de vez en
cuando, que tenía algo que ver con una aceleración de los latidos del corazón,
con un vago mareo, con un suspiro abortado por pudor.
Me comenzó a deprimir entonces la terrible nostalgia de lo que no fue ni
sería jamás, y a la depresión se unió un sentimiento de rabia y de impotencia.
Las compuertas interiores estallaron y las lágrimas empezaron a correr por mis
mejillas, primero finos hilillos, después el diluvio.
—¡Dorismar! —grité al aire ligeramente retador y con el pecho
tembloroso, como un gorila incomprendido y envalentonado por la soledad, y
ello sólo provocó que mi llanto arreciase.
Esa ausencia que era como una presencia. Ese silencio que clamaba a
voces. Ese amor para siempre fijado en mi espíritu...
Continué llorando varios minutos más, hasta que consideré pasado el
momentum catártico. Limpiándome las lágrimas, me maldije por estar
enamorado aún de aquella pinche puta pendeja que me había abandonado,
mientras había aún mamacitas adorables como Britney Spears. Jamás podrá
compararse el amor que uno es capaz de sentir por una hembra con el odio que
esa misma hembra es capaz de inspirarte. Lo extraño es que no dejas de amar a
una hembra sólo porque la odies. Tal vez la única forma de evitar esa paradoja
fuese no sentir nada por la hembra con la que uno se acuesta. ¡Cómo me
habría gustado carecer de sentimientos!
En semejantes coyunturas, cada cual busca refugio en alguna costumbre
sólidamente arraigada, en alguna manía: el pintor pinta, el escritor escribe, el
escultor esculpe, en resumen, cada cual recurre, para poner fin a su tormento,
al móvil más poderoso de su vida y es en tales circunstancias cuando un
verdadero artista puede sacar de sí obras maestras. Pero ¿qué podía hacer yo,
nosotros, yo que no poseía talento alguno, yo, nosotros, yo, miserable
oficinista?
Deseé estar en alguna otra parte, quizá introduciéndome al primer cine con
el que me topara, o llamando a alguien. Fui directo al teléfono, apoyándome
en la pared y en los muebles, tanteando en la oscuridad, siempre a punto de
caer. Levanté el auricular. Durante casi toda mi vida hasta esa noche, había
sido joven. Durante casi toda mi vida, había tenido gente a la que pedir
consejo, gente que parecía saber lo que pasaba. Pero en ese mar negro que era
la noche, antes de oprimir la tecla del número cinco, murmuré: «Ya no sé
dónde están». Mi dedo índice permaneció estancado, adherido a la tecla del
número cinco. Respiré profundo, como un buzo que va a permanecer
interminables segundos dentro del agua, y colgué el auricular.
Me dirigí a la sala, porque en una de las estanterías del mueble de madera
había una botella de ron. Los libros no me iban a ser de ninguna ayuda en esa
noche. No podía deshacerme de mi soledad ni de mis anhelos. Necesitaba ron.
Deseaba emborracharme.
Desenrosqué la tapa de la botella y, mientras sentía cómo el ron comenzaba
a circular como una caricia del diablo por mis entrañas, recuperé uno de esos
momentos que creía perdidos. El tiempo transformando la vida a cada segundo
y yo, y nosotros, y yo ahí, en la sala, sentado en posición de flor de loto sobre
el piso. La noche era mía, con todas sus dudas y sus deudas... Pero pensé que
Dorismar y el ron estaban hechos de lo mismo, de oscura liquidez atrapada en
un envase sugerente y atractivo, la misma composición incógnita y chispeante,
el mismo efecto de probarlos y sentirme viciado aunque me estuviera
ahogando: los dos eran tan adictivos que daban asco. Y eso rompió el encanto,
desgastó la sensación de ese momento blanco y mágico, lleno de intimidad
más que de soledad.
Dejé (ya vacía) la botella de ron en el suelo de la sala y, trastabillando,
regresé al dormitorio. Tal vez la borrachera me empujó a meter la mano en el
cajón del buró. Pudo ser, también, que el rompimiento del encanto me
impulsara a hurgar debajo del montón de recibos del teléfono. No me
importaba nada. Sin ánimos de enredarme en una reflexión acerca del tiempo
y su relativa naturaleza, me pregunté: «¿cómo es posible que después de vivir
casi treinta años haya tan poco que contar de mi existencia?». No había nada
emocionante en ella como para concluir: «Todo ha sucedido tan rápido». Me
sentía al garete o al margen, sin otra conjetura o barricada que mi desasosiego;
sin más futuro que el de mis azares; sin otra garantía que la de mi resuello.
¿Qué fue lo que me dejó más perplejo? El hecho de que había batallado
con las mismas preguntas y obsesiones y con las mismas respuestas torpes e
inútiles durante tanto tiempo, durante casi toda mi vida, sin experimentar
ninguna ampliación de conocimientos, ni ninguna disminución de mi soledad;
como una rata en la rueda de su jaula.
¿Cómo podría escapar? No tenía más que dos alternativas: o empezaba a
habituarme a la soledad, satisfecho por lo que hice o frustrado por todo lo que
no logré; o rompía la inercia. Decidí esto último.
Pensé en comprar libros nuevos con la aspiración de que historias
desconocidas lograran reanimarme, pero rechacé la idea con un brusco
movimiento de cabeza. No, lo que necesitaba era un cambio de verdad.
Agarré el revólver y comprendí para qué me lo había comprado.
A mi padre no le gustaba la gente.
Yo, nosotros, yo tampoco le gustaba.
«Los niños deben ser vistos, pero no se les debe oír», me decía.
Ladeé la cabeza hacia atrás y me metí el cañón hasta el fondo de la boca.
La esperanza de la nada después de la muerte era mi único consuelo,
mientras que, por el contrario, la idea de una segunda vida me asustaba y
abatía. ¿Para qué quería otro mundo yo, nosotros, yo que aún no había
conseguido adaptarme a éste en que vivía? Ya éste no estaba hecho para mí
sino para un puñado de desvergonzados, de patanes, de mendigos natos, de
presuntuosos, de insaciables, para individuos creados a su medida, capaces de
implorar y de halagar a los poderosos de la Tierra y del Cielo. Sí, la idea de
una segunda vida me asustaba y me abatía; no me hacía falta alguna ver todos
esos mundos asquerosos, todas esas fisonomías repugnantes. ¿Acaso tenía
Dios tal mentalidad de advenedizo que sentía la necesidad de asombrarme con
sus creaciones?
Francamente, si me viera obligado a soportar una nueva existencia, me
gustaría tener la mente y los sentidos obnubilados y embotados. Entonces no
tendría ya dificultad para respirar y podría, sin hartarme, pasarme toda la vida
a la sombra del atrio de un templo, caminando de un lado para otro y evitando
cuidadosamente que el sol me diera en los ojos y que la voz de los hombres o
los ruidos de la vida me irritaran los oídos.
¿Qué carajos intentas hacer?
Esta pregunta me golpeó en mitad del pecho. El corazón me latió como si
me hubiese tragado un pajarito que revoloteara prisionero. Sudor, en enormes
gotas como de cera, surgió de mi frente. A pesar de todo, quería seguir
viviendo. Dominado por una intensa sensación de horror, volví a guardar el
revólver en el cajón, me vestí deprisa y procuré, andando por todo el
dormitorio como si quisiera batir un récord, salir del estado lamentable en que
estaba sumido. En medio de aquella oscuridad y del espeso silencio, mis
pasos, casi ingrávidos, resonaban como tumbas abiertas, parecían marcar el
descenso al abismo.
Nunca habría modo de que yo, de que nosotros, de que yo me acoplara a la
gente. Quizá me convirtiera en monje. Pretendería creer en Dios y viviría en
una celda, tocaría el órgano y me emborracharía con ron. Nadie jugaría al
metesaca conmigo. Podría meterme en una celda a meditar durante meses, no
tendría que ver a nadie y me mandarían cigarrillos regularmente. El problema
consistía en que los hábitos eran de lana virgen. Peores que los uniformes de la
Primaria. No lograría soportarlos. Tenía que pensar en alguna otra cosa.
A todo esto ¿qué día era?
Con lo ocurrido, el cansancio y el tiempo eran una especie de grasa, una
destilación de instantes amontonados bajo la luz y la sombra sin poder
distinguirse. Debía ser aún sábado, seguramente, porque sentía cómo la
mañana había pasado muy pocas horas atrás.
¿Cuándo Dorismar me había abandonado? En la mañana. ¿Trece horas
atrás? No, tal vez menos. En ese momento, mi reloj de pulsera indicaba: 7. 15.
En ese momento, era de noche, pero y ¿entonces cuánto tiempo me había
dormido?
No.
Era demasiado.
No debía seguir pensando en tonterías.
Podría volverme loco.
Apenas había dado así unas vueltas, cuando sonó la puerta principal del
departamento, grave y sólida, como si quien estuviera golpeándola deseara
infundir a su llamado un halo de autoridad. Normalmente nunca abría la puerta
a nadie, fuese la hora que fuese, tuviera el dinero o el puesto o la fama o las
piernas que tuviera; pensaba de quien llamaba que estaba equivocado y pronto,
si continuaba su búsqueda, encontraría la puerta adecuada; pero esa vez fue
diferente porque tenía deseos y necesidad de hablar con alguien, ¿qué
importaba acerca de qué? Sólo quería escuchar otra voz, cualquier cosa capaz
de brotar de otra garganta, algo que aniquilara el silencio patibulario: hablar,
únicamente hablar. Por eso llevé la mano derecha al bolsillo trasero de los
pantalones para sacar el llavero y avancé con lentitud hacia donde los golpes
no cesaban de provocar un estúpido eco en las paredes.
—Ya voy —dije—. Enseguida abro.
Y lo hice rápidamente, sin sacar la llave de la cerradura.
Y ella estaba allí, de pie en el umbral de la puerta, silueteada por los tubos
fluorescentes que colgaban del pasillo. La sorpresa me inmovilizó unos
segundos; luego, me acerqué un poco más y la estreché entre mis brazos.
—¡Dorismar! —susurré con afecto.
Dorismar asintió y se rio, como no dándole importancia. Al hacerlo, yo,
nosotros, yo alcancé a distinguir que llevaba un trapo anudado alrededor de la
cabeza, una sudadera, una falda holgada hasta abajo de las rodillas y botas de
soldado. Aun vestida así se notaba que tenía un cuerpo demasiado pródigo en
redondeces.
Miró al suelo.
Fue entonces cuando vi una de sus sólidas maletas de cuero de cocodrilo.
—Deja que la lleve yo.
La agarré. Luego encendí la luz de la sala.
Nunca fuimos tan extraños como cuando dejé la maleta sobre el sillón y
Dorismar fue hasta el estéreo y puso el CD The Cross of Changes de Enigma;
nunca nos parecimos tanto a dos desconocidos que se encuentran casualmente
en el asiento de un tren como cuando nos arrellanamos en el sofá y ella se
quitó el trapo, se sacó de una patada las botas, movió los dedos de los pies y,
por un instante, nos hallamos los ojos.
Dorismar se quedó sentada con compostura, revelando, allí a mi lado,
proporciones más majestuosas de lo que me habían parecido al verla de pie.
Las manos, blancas y con nacaradas uñas cuadradas que creaban la ilusión de
estar cubiertas por una fina capa de azúcar, las tenía cruzadas sobre el regazo,
encima de un pequeñísimo y misterioso paquete grisáceo y del trapo que se
había quitado descubriendo plenamente el largo cabello. Yo, nosotros, yo, al
hacer ella ese gesto, me había apartado como para permitir un amplio
despliegue de brazos, pero Dorismar permaneció casi inmóvil, desenvolviendo
el paquete con breves movimientos de los brazos y el torso.
El sofá era pues bastante cómodo para dos y yo, y nosotros, y yo podía
sentir la extrema cercanía de Dorismar sin el temor de ofenderla con mi
contacto. Pero, razoné, lo cierto es que, pese a ser una preciosidad, no había
demostrado que ni mi probable aspecto de muerto viviente ni la aspereza de
mi olor a ron la disgustaran, de lo contrario se habría sentado más lejos. Y, al
pensarlo, mis músculos, que estaban contraídos y achatados, se aflojaron libres
y serenos; más aún, sin que yo, sin que nosotros, sin que yo me moviera
trataron de expandirse al máximo, y la pierna con sus tendones tensos,
separada de la mezclilla misma de los pantalones, se estiró, llenó a su vez la
mezclilla que la cubría, y la mezclilla rozó la falda de Dorismar, y a través de
la mezclilla y de la falda, mi pierna se adhería a la de Dorismar con un
movimiento blando y fugaz, como un encuentro de tiburones, con un
expandirse de ondas en mis venas hacia sus venas.
Pero era siempre un contacto levísimo, bastaba el pálpito acelerado de mi
sangre para recrearlo o anularlo; Dorismar tenía rodillas fuertes y carnosas, y
mis huesos adivinaban a cada latido el balanceo indolente de la rótula; y la
pantorrilla tenía una mejilla sedosa y alta que con un imperceptible empujón
había que hacer coincidir con la propia. Este encuentro de pantorrillas era
precioso, pero ella terminó de desenvolver el diminuto paquete grisáceo cuyo
contenido era, obviamente, un montoncito de heroína.
—Ahora, Martín, dame un billete —me ordenó, como si estuviera a punto
de realizar un truco de magia.
Me encogí de hombros.
—Está bien.
Mientras escudriñaba el interior de mi cartera, Dorismar vertió y dividió
hábilmente el montoncito de fino polvo blanco en dos mitades sobre la mesa
de centro, como la había visto hacer tantas veces.
—Toma —dije mientras le tendía un desgastado billete sujetándolo con la
punta de los dedos, parecía entregarle una carta o que quisiera deslizarla por el
buzón de una casa.
Dorismar enrolló el billete y se inclinó hacia delante, cuidando que su
cabello no esparciera toda la heroína. Se tapó un agujero de la nariz y se metió
en el otro un extremo del billete enrollado, colocó el otro extremo del rollito
justo encima de la porción de la izquierda y esnifó de golpe. No pude evitar
quedarme impresionado.
—¡Carajo, Dorismar! Tienes una nariz que parece una aspiradora.
Con esa costumbre suya de no escuchar al interlocutor e irse por su propio
tema, ella simplemente comentó:
—No pienso estar mucho aquí.
No di crédito a esa revelación a la vez tan inesperada y tan convencional.
Decidí seguir el juego.
—¿Estás de visita?
—Sólo por esta noche. Me marcharé mañana por la tarde. Y no se trata de
una visita. Estoy buscando a mi espíritu.
Ojalá mi departamento se convirtiera en el refugio de todas las mamacitas
que no quieren llegar a su hogar porque están buscando a su espíritu, musité
para mí mismo; en voz alta pregunté:
—¿Buscando a tu espíritu? ¿Por qué había de estar aquí?
Dorismar seguía tapándose la nariz, esperando que acabara el ligero
escozor. Me pasó la bola informe de papel que había sido el minúsculo
paquete grisáceo.
—Esperaba que tú supieras decírmelo.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—¿No estuvo aquí esta mañana?
—No. No lo he visto en ninguna parte.
—¿De verdad? ¿Mi espíritu no ha estado aquí?
—Te juro que no, Dorismar. Ni siquiera sé dónde está el mío.
—Okey. Te creo.
Jugué durante unos segundos con la bola informe de papel y finalmente la
aventé debajo del sofá.
—¿Y Sergio?
La cara de Dorismar pareció derretirse con la sola mención de ese cerdo
inmundo.
—¿Qué?
—¿Cómo está?
—Vivito y coleando.
—Excelente. ¿Y…?
—¿Y…?
—¿Y cómo van las cosas entre él y tú?
—¡Ah!, bien. Muy bien.
—¿Y…? —Estaba hablando de idioteces y lo sabía muy bien. Ya hasta le
había comenzado a preguntar por Sergio. No era ésa mi finalidad, pero, ¿qué
otra cosa podría hacer con Dorismar? Ah, sí (pensé, maravillándome de mi
propio razonar nítido y tranquilo), fornicar.
—Y eso es todo —declaró ella con tristeza, como si fuese una terrible
desgracia. Sin duda, Sergio no le daba lo suficiente. Claro estaba que él jamás
podría darle lo suficiente a ninguna.
—¿Y eso es todo?
—Y eso es todo —hizo un gesto con la mano derecha, como si hablara por
teléfono, pero me recordó a una niña jugando con su Barbie.
—¿Y eso es todo?
—Y eso es todo —Los ojos se le estaban cerrando bajo el efecto
estupefaciente de la heroína, y la lengua le patinaba mientras me hablaba. Yo,
nosotros, yo tuve que reprimir una sonrisa.
Consulté mi reloj de pulsera: 9. 23. Mientras tanto, la cabeza de Dorismar
pareció rotar trescientos sesenta grados cuando recorrió sin cesar el
departamento (aquel recinto esmeradamente ordenado, aquel cubil de hombre
con toque femenino) con la mirada, y unió por un momento los labios recién
pintados de rojo ladrillo. Luego emitió un resoplido inocuo.
—Martín.
—¿Qué?
—Creo que tú me caes muy bien. Pero es culpa tuya; es ese poderoso
campo magnético que irradias. ¿Sabías que puedo verlo?
—¿En serio? —pregunté simulando un asombro que estaba muy lejos de
sentir.
—Es de terciopelo púrpura —me confesó Dorismar al tiempo que ponía
sus manos sobre mi abdomen. ¿Para que las observase? ¿Para que las tomara?
Manos cuidadas, uñas cuadradas, sensuales—. Muy intenso. ¿Puedes ver el
mío? ¿Mi aura magnética? —me preguntó, y lo preguntó de forma real, como
una pregunta real, mirándome como si pensara que yo, que nosotros, que yo
podría conocer la respuesta.
—No —murmuré con voz trémula.
Dorismar parecía apenas consciente de lo que hacía, como si le hubieran
desconectado una amplia zona del cerebro. Y aún mirándome, yo, nosotros, yo
diría que con descaro, afirmó:
—Mi aura es de color rojo brillante. El color de la pasión.
En nombre del puto Jesús todopoderoso de los huevos, ¿eso qué carajos
quería decir? No entendí el significado exacto de sus palabras, a la vez, tan
simples y tan misteriosas. Pero no me atreví a averiguar. Después de todo,
quién era yo, quiénes éramos nosotros, quién era yo para remover el sarro de
su caja craneal que se había sedimentado lentamente a causa de la constante
inmundicia: televisión, heroína y un ominoso presente.
—Me alegro por ti —manifesté, y le hice la señal del pulgar hacia arriba.
Sus manos se mantenían sobre mi abdomen como un par de tarántulas
blancas y cálidas que me embargaban de concupiscencia. Al mismo tiempo su
mirada era tan extraordinariamente penetrante que me pregunté si de alguna
manera, en cierto modo, me quería... No sabía en qué pensaba. No sabía si
pensaba en mí. No sabía cómo me pensaba. Las hembras hacen gala de
lenguajes inhóspitos para el entendimiento masculino. Y por supuesto ningún
lingüista sabe a ciencia cierta en qué consiste ese lenguaje.
—Martín, ayer Sergio me explicó que...
—¡Ay, otra vez el pinche Sergio! —la interrumpí.
—Ayer —ella continuó como si no me oyese, como si dialogase
solitariamente, sin darse cuenta de cuánto me comenzaban a irritar sus bruscas
vueltas de tuerca—, Sergio me explicó que... el Paraíso, que lo teníamos
encima de la cabeza, pero no en el cielo o en las nubes como pretende la
mitología popular, sino dentro de la cabeza, como si fuera una gran conciencia
colectiva. Que es lo que es.
—Vaya si hay algo colectivo allí arriba —dije y encendí un cigarrillo—,
pero es una colecta de smog, eso es lo que es.
Di un buen jalón al cigarrillo y lo sostuve en mis pulmones lo más que
pude. Dorismar permaneció mirándome con sus ojos de comercial de
pupilentes y le solté el humo en la cara.
Entonces ella fue hasta el estéreo y programó las tres mejores canciones
del CD para que se repitieran hasta la eternidad. Caminaba descalza, como
indígena por su pueblo. La manera en que la tela azul de aquella sudadera se le
tensó y aflojó sobre la espalda hizo que se me cayera la baba. Dorismar tarareó
Return To Innocence y subió un poco el volumen. Una boca como ésa, dientes
como ésos, tendrían que estar haciendo cosas mejores que tararear estupideces
en inglés. Después, debajo de la falda holgada, estaban aquel delicioso culito
de manzana y aquellas piernas ahusadas. Apreciaba sobre todo el culo cuando
echó una mirada por encima del hombro y me sorprendió haciéndolo, cosa que
no le molestó en absoluto. La vista se me empañó y volvió a aclarárseme y
Dorismar siguió mostrándome el culo como si no pasara nada y siguió
mirándome por encima del hombro como si todo fuera absolutamente normal.
Eso fue lo que hizo de aquel momento algo tan bueno y tan fantástico: el
hecho de que ella pretendiera que nada sucedía. Mi cuerpo entero vibró. Pero
cuando regresó al sofá y volvió a enseñar su cerebro a través de la cháchara de
su boca, me sentí con ganas de excavar una trinchera en una colina y
esconderme con una ametralladora. O como diría san Antonio: Cuando tengáis
delante una hembra, no creáis que tenéis a un ser humano, sino una bestia
feroz, el diablo en persona; su voz es el sonido de la serpiente.
—Martín, nuestra mente pensante está en algún sitio por encima y detrás
de los ojos, aquí arriba ¬—se palmeó la cabeza—, en la parte superior de
nuestro cuerpo. La mente pensante representa el Cielo. Y, como el Cielo, tiene
buena fama. La percibimos como algo bueno. Como algo inocente, a pesar de
que otras partes del cuerpo puedan disentir.
»La mente pensante se ha autoasignado su buena reputación. La mente ha
decidido por sí misma que es el órgano más significativo de la humanidad y
que gracias a ella el hombre se diferencia del resto de los seres vivientes.
»La mente se niega a reconocer cualquier defecto propio que pudiera ir en
detrimento de la humanidad y, además, se jacta de ser más lista que las demás
partes del cuerpo.
Dorismar juntó los pulgares, practicó una meditación por unos segundos y
al fin confirmó:
—... sí... digamos que es más lista que las demás partes.
Di unas chupadas furiosas al cigarrillo y lancé la colilla al suelo.
—Digamos que es más lista, ¿eh? —repetí con ese tono neutro y cortés que
empleaba con las hembras para fingir que prestaba atención a sus palabras; un
tono que con Dorismar no había empleado, ni siquiera cuando apenas nos
conocíamos.
—Después está lo de abajo... —dijo Dorismar y alzó sus cejas, amplias y
ralas, que le conferían al rostro un vago aire de chico travieso—, nuestras
partes sexuales. —Se apretó la entrepierna de manera exagerada. Luego bajó
una octava el timbre de voz. —Y eso está debajo del Cielo o de la mente
pensante, que está aquí —volvió a palmarse la cabeza—, en lo más alto.
»Debajo de la superficie terrestre, que vendría a estar a la altura de nuestra
mirada, tenemos un infierno simbólico. El Infierno es invisible. El Infierno se
esconde bajo nuestra vestimenta. El Infierno está aquí abajo, donde tengo la
manita —las manos de Dorismar, en efecto, eran pequeñas—. También los
celos se esconden aquí abajo. Y las cosas malas. El engaño. La lujuria. El
diablo.
»Las zonas eróticas del cuerpo, según la mente / Cielo, corrompe a las
demás con sus deseos.
¿Qué podía agregar a eso? Dorismar rebosaba de ideologías absurdas, el
New Age de la mano del misticismo hindú y todo ello sazonado con un
taoísmo aprendido en la película Matrix. ¿Por qué no yo, por qué no nosotros,
por qué no yo? No me vinieron a la cabeza muchas opiniones de manera
espontánea. Inclusive había rechazado la religión un par de años atrás. Si era
verdad, convertía en idiotas a la gente, o bien producía idiotas. Y si no era
verdad, entonces eran doblemente idiotas. Si me encontraba con alguna
persona con creencias religiosas (algo que por suerte me había sucedido muy
raramente en los últimos cuatro años) lo consideraba un anormal, alguien que
probablemente necesitaba someterse a una terapia.
Dorismar se relajó y soltó aire como un gran globo tras el enorme esfuerzo
que al parecer le había supuesto hablar en un tono tan grave.
Resulta elemental decir que la “visita” de Dorismar me trastornó, me
cambió la vida; sí, elemental, pero cierto. Uno acostumbra decir frases así con
descarada facilidad: «Desde que tú llegaste todo ha sido distinto» o «A partir
de entonces fui otra persona». He escuchado a señoras decir lo mismo cuando
han encontrado a un nuevo peluquero. Nadie desea cambiar su vida de un día
para otro, al menos no yo, al menos no nosotros, al menos no yo. ¿Quién desea
cambiar su vida en realidad? ¡Nadie! Por supuesto. Y mucho menos yo,
nosotros, yo que tenía tantos dilemas en la cabeza y tantas botellas de ron y
buenos libros en mi horizonte. Y a pesar de todo este mazacote de oraciones
confusas puedo afirmar, así sea por medio de una expresión elemental, que la
“visita” de Dorismar me jodió para siempre.
Durante tres horas ella me siguió llenando la materia gris con extractos de
los alucines de Sergio. Había un lapso de exultación, justamente cuando la
heroína le golpeaba la sangre, que la hacía sentirse tan bien que tenía que
compartirlo, y hablaba a tontas y a locas, haciendo gestos, lanzando
exclamaciones, como si cada oración perteneciera al cuadro de una historieta.
Yo, nosotros, yo, infatuado, no podía dejar de escuchar. Parecía que podíamos
estar así siete días y siete noches hasta llegar a la iluminación del nirvana. De
repente, ella se inclinó sobre la mesa de centro y, apartándose el pelo de la
cara, esnifó la porción de la derecha con el billete enrollado; quizá pensó que
si dejaba esa raya allí, lo único que haría sería colocarse también al día
siguiente.
—Soy inmune —dijo, lamiéndose un dedo y pasándolo por encima de la
mesa de centro, recogiendo los restos de fino polvo blanco y a continuación
frotándose las encías rosáceas.
—¿Inmune a qué? —pregunté.
Dorismar me devolvió el billete, fue a apagar el estéreo y se quedó parada
allí, mirándome fijo fijo, con la mirada muy fija y, ¡zas!, de repente sonrió
como diciendo: «¿te gustaría acostarte conmigo?, sí, tú, Martín, conmigo». Su
sonrisa parecía esconderse detrás del acto mismo de sonreír.
—Al mundo, a la vida, a la incertidumbre, a la infelicidad.
No podía ser. No podía ser que me mirara de ese modo y yo, y nosotros, y
yo permaneciera impávido. Tenía que hacer algo porque de lo contrario
reventaría. Ciertas hembras nos empujan a actuar a su conveniencia sin darnos
jamás una orden. Incluso poseen la valiosa habilidad de comportarse
exactamente al revés de lo que dictan sus deseos.
Desenrollé el billete y lo volví a guardar en mi cartera. Luego, al pasarme
la lengua por los labios, como el lobo que se relamía antes de comerse a
Caperucita, noté sin casi capacidad para la sorpresa que mis dientes estaban
muy juntos y eran desiguales, con puntas muy afiladas. Los cuatro dientes
alineados con los ojos, es decir, los caninos, eran más largos y más
puntiagudos de lo que era normal en los humanos...
Hacía tiempo que no jugaba al metesaca a mis anchas con nadie y mucho
menos me distraía con alguna función de cine. Quizá eso me llevó a caminar
hacia Dorismar. Una necesidad de ahuyentar el tedio buscando emociones
nuevas. El cine no me interesaba, al menos por el momento.
Fue tan sencillo y a la vez tan absurdo que no pude más que experimentar
una extraña sensación de que era el diablo quien estaba besando lascivamente
la mejilla izquierda de Dorismar. Suave y tibia, aquella piel recibía las caricias
de mis labios.
Poco a poco noté en su expresión de estudiada impasibilidad, algo como la
tensión de un placer físico que, allí parada, desplazaba vivamente su peso
hacia un lado, arqueando la cintura. Si no fuera por el contraste con la
respiración desbocada que empezó a salir de su boca, hubiera jurado que una
hormiga roja, metida debajo de su falda, la había picado; una o varias, que se
paseaban por su sexo y la picaban, porque aunque se esforzara por no
moverse, se veía claramente que no conseguía estar quieta y compuesta como
antes, sino muy tensa, mientras se le enrojecían las mejillas cada vez más.
Le acerqué las manos a las tetas, y ella, sin abandonar su deteriorada
compostura, hizo movimientos de escurridizo animal salvaje, y al mismo
tiempo se encogió de hombros y echó miradas y guiños a su alrededor
(destinados a mí, porque no había nadie más a la vista) como diciendo: «Estoy
poniéndome cachonda», pero su voz sólo enunció un repudio blando y
general:
—¡¿Pero qué te has creído...?!
Nos quedamos tan cerca uno del otro que el calor de su aliento humedecía
mi nariz y mi boca.
—No me creo nada, soy demasiado... —afirmé muy aventado.
Dorismar retrocedió. ¿Qué pretendía al retroceder? Hay impulsos que no se
rectifican, que hay que asumir. Yo, nosotros, yo me mantuve pegado a ella
hasta que chocamos con la tele.
—Eso nunca —dijo, tajante. Y después, como comprendiendo que yo, que
nosotros, que yo no podía creerle, añadió—: Eso no.
Cuando el «eso nunca» se transformó en «eso no», logré apreciar la
diferencia que va de la negación total a la simple negación. Y seguí adelante,
sin un consentimiento previo, contra su voluntad. ¿O contra su «aparente»
voluntad? ¿Quizá es que estaba seguro de que cuando Dorismar dijo «no» en
realidad quería decir «sí»?
La besé en el cuello y ella no hizo ningún intento de escabullirse mientras
yo, mientras nosotros, mientras yo le ponía las manos en los muslos y
empezaba a hacerlas subir, despacio, con controlada naturalidad (por
contradictorio que el término pueda parecer), tirando de la falda hacia arriba.
De improviso, además de sorprendida, Dorismar me miró de manera
interrogante, y soltó un diminuto grito, suficiente para paralizarme.
—Eso no —dijo de nuevo, y comprendí que la tela de la falda debía
haberle rozado la panocha, pero, enseguida, ella misma agarró mi mano
derecha y la colocó entre sus piernas.
Al atravesar el obstáculo de sus bragas, más bien era una tanga (apenas una
línea que partía el culo y quería visitar el ano receloso), con un dedo que se
aventuró primero a acariciarle el vello y luego el interior de una pegajosa
humedad, me sentí absuelto de mis pecados y todos mis temores huyeron en
estampida, como si hubiera recibido un segundo bautismo. De todos los
deseos prohibidos, el más dulce. Cuando la presión aumentó y un segundo
dedo acudió en auxilio del primero, yo, nosotros, yo ya no recordaba mi
nombre ni mis apellidos, ya no digamos a Sergio. Que ardiera Troya y la
inmoralidad se dispersara en el aire: nada me podría quitar la alegría de estar
vivo. No me importaba que Dorismar fuera una puta ni que yo, ni que
nosotros, ni que yo fuera un pedazo de mierda en ese momento en que sólo
existía el presente. Nada me importaba, salvo meter y sacar los dedos cada vez
más pringados por esa humedad mientras Dorismar, con la falda convertida en
faja, en cinturón, exhalaba suspiritos cortos y fulgurantes, como una luz de
bengala, y movía las caderas al norte, al sur, al este y al oeste.
El dolor que yo, que nosotros, que yo sentía en los huevos era al mismo
tiempo delicioso e insoportable, y restregué la abultada bragueta de mis
pantalones contra el muslo izquierdo de ella. Enseguida noté cómo me
agarraba los hombros con sus manos y me rozaba los labios con los suyos, casi
en el aire, para luego separarlos un par de milímetros y sacar la puntita de la
lengua. Con ella me lamió la boca por fuera, y cada vez que yo, que nosotros,
que yo hacía ademán de metérmela dentro, Dorismar se separaba, jugando con
mi impaciencia. Me repasaba las comisuras de los labios, dándome lametones
jugosos y breves, para después retirar su lengua rápidamente. Y luego iba a
mis párpados y los lamía, o a mis orejas, y las succionaba metiéndomela
entera, o a mis ventanas nasales, para penetrarlas con aquel húmedo látigo de
mi tormento. Tanto me excitaba su trato dosificador, su técnica de retardo, que
ya no pude más y me enfurecí. Por eso intenté desasirme de sus manos, pero
éstas me atenazaron más firmemente, y me hizo su prisionero. Yo, nosotros,
yo enloquecí aún más y me removí de nuevo. Dorismar llevó su boca a mi
rostro, y la abrió morosamente para ir a cubrir la mía por completo, frotando
su lengua contra mis labios, que yo, que nosotros, que yo mantenía sellados
con rabia. Entonces soltó una de sus manos y la llevó a mi nuca, me la agarró
con fuerza, tirándome del pelo, y ante esa sensación de poder salvaje y
femenino, yo, nosotros, yo sucumbí definitivamente. Abrí mis labios y dejé
entrar toda su lengua, su saliva, su deseo como un fiero gato que ha
comprendido que no tiene escapatoria y se rinde a la esclavitud de la posesión
de la hembra.
Mi domesticación pasó por varias fases aquella noche. Sus dulces y
apasionados besos me amansaron en parte, pero también me llevaron al ansia
por registrar hasta los más íntimos detalles de su cuerpo. Sí, Dorismar me
turbaba hasta el entendimiento. Ninguna otra mamacita me había producido
una sensación de enigma, de curiosidad y de fervor como ella. Pero ahora mi
necesidad resultaba más compleja, y si echaba bien mis cartas, su consecución
habría de ser al mismo tiempo más satisfactoria. La recompensa sería infinita,
a pesar de lo efímera que habría de ser. No hay lazos más ardientes que lo que
la precariedad del tiempo y de las circunstancias obligan a establecer en
cuestión de segundos. O al menos eso creía yo, eso creíamos nosotros, eso
creía yo entonces.
Tras soltarme el cuello, después de mordérmelo como un lobo a su presa,
bajó sus manos hacia los botones de mi camisa, y comenzó a abrirlos. Pronto,
todo mi torso era un campo de batalla para las yemas de sus dedos, que
manoseaban mi piel como un escultor amasando barro fresco. Sujetaba mi
pecho y lo apretaba desde su base hacia fuera, de modo que iba resbalando
fluidamente hacia las tetillas, que al final estiraba todo lo que éstas daban de
sí, y pellizcaba como remate, para ir a soltarlas de golpe tras el latigazo de su
cruel pinzamiento. Con las mismas premisas, dio vuelta a mi cuerpo e inició
un recorrido de uñas por mi espalda, arañando mi piel y excitándome el
sistema nervioso hasta el grito y el límite. Culminó su viaje en mi culo,
arribando a mis nalgas y pinzándomelas enérgicamente, sometiéndome a la
locura de dejarme hacer sin remedio.
En un momento dado se arrodilló y su rostro quedó a la altura de mi
bragueta. La recorrió con los dientes hasta agarrar la pestaña de bajada, que
hizo un ruido de rasgado mientras la presionaba hacia abajo. El agujero que se
abrió a sus ojos parecía una boca al revés, dentada, lóbrega y amenazadora.
Pero Dorismar quería seguir adelante, y ni por un momento dudó. Sabía de
antemano lo que se guarecía en aquella cueva... Así que agrandó el boquete
apartando la tela hacia los lados. Asomó una nueva tela, negra y con aspecto
limpio. Dorismar introdujo sus dedos por el hueco abierto y tocó sin ningún
pudor. De inmediato localizó a mi verga, esa estaca que me salía de entre las
piernas agazapada tras la prenda negra, como un rebelde con pasamontañas.
Pulsó entonces sobre la carne tapada y surgieron notas más intensas que las
que antes de desabrochar la cremallera ella había logrado extraer de aquel
instrumento.
Segundos más tarde, quizá inspirada por su propia libidinosidad, Dorismar
osó sacar a mi verga por la abertura del calzoncillo, porque estaba tan grande y
rígida que acariciarla dentro de la prenda se le había hecho ya extremadamente
complicado, pues se disparaba contra la tela y ésta le hacía de freno
impidiéndole estirarse del todo. Cuando consiguió que saliera de su cárcel
negra, la rodeó con su mano derecha por la base y se la fue metiendo en la
boca, poco a poco fui entrando, milímetro a milímetro, interminable,
hambriento de su hambre, poro a poro me fue encerrando en su garganta,
encajando, arropando con su lengua que me enrollaba en espiral, ya me tenía
casi todo dentro, y succionó mientras alzaba los ojos hacia mi rostro. Tal vez
quería comprobar en mi mirada el placer que me estaba otorgando. Tal vez
quería asegurarse de que me enardecía su mamada, hasta un nivel que no había
conocido jamás. Siguió babeando con la verga metida en su boca. Me agarró
los huevos, me sobó la parte interior de los muslos, la raja del culo, el inicio
del ano. Le sujeté la cabeza y la guie, hacia fuera, hacia dentro, llevaba mi
instrumento con la batuta de su lengua, lo saqué y ella lo chupó hasta su
extremo picacho, lo toqueteó como una armónica, me hizo vibrar hasta arriba,
por todo el espinazo. Mi verga transitó su paladar, chocó contra sus paredes y
se acopló, Dorismar la saboreó, se relamió, quizá oyó mis gemidos, quizá mi
olor le impregnó el cerebro. Cada centímetro de piel se encontraba ensalivado,
segregué líquido prostático conforme se me ponía más prieta y gorda.
Y, con un suspiro muy grande, se me escapó un minúsculo alarido: «¡Aún
no, aún no!». Deseaba prolongar aquel placer doloroso, aquella diminuta
agonía. Bajé las manos y aparté la cabeza de Dorismar de mi entrepierna,
tirando de sus brazos hasta colocarla de pie y enterrar mis labios en los de ella:
y qué bueno era besar. De chavo, como no tenía a quien besar, besaba una
pared de mi cuarto. Al acariciarla, me acariciaba a mí mismo.
Nos besamos apasionadamente, con voracidad, las lenguas trenzándose y
abriéndose camino en las bocas. El sabor de Dorismar me mareaba; podía
captar mi propio aroma en el aliento de ella, espeso con el olor mohoso de mis
genitales. Quería más, más de aquel sabor de hembra mezclado con sabor de
hombre. Sin interrumpir el beso la encueré con la torpeza de un amante
primerizo, que teme perder su oportunidad si tarda demasiado en llegar a la
cópula. Debía apurarme. La entrega de hoy quizá no estaría a la mañana
siguiente, el tórrido beso quizá se tornaría en un frío y formal apretón de
manos o acaso en indiferencia total, las puertas abiertas quizá se cerrarían ante
una vacilación. Ignoro cómo pasamos de ahí al dormitorio, pues la
voluptuosidad es un narcótico que aguza los sentidos a cambio de nublar la
memoria.
Como ya he mencionado, la forma en que arribamos al dormitorio es
olvidable, pero lo que ocurrió sobre la cama no. Porque en ésta nos
acariciamos durante un largo rato. Las esparcidas astillas de mi memoria se
han ido juntando, tratando de reconstruir ese prolongado aleteo de cuatro
manos que fue tenuemente iluminado por la luz de la sala y de inventarlo en el
proceso. Después sí, claro, cómo no, sentí que la boca de Dorismar iba
ascendiendo a mi boca y cuando por fin cada lengua se encontró con su
prójima, ambas propusieron o resolvieron o gimieron: «Qué importa si es o no
pecado, qué importa si es prólogo o desenlace. Estamos. Somos. Una y uno.
Dejemos que Sergio nos odie desde lejos. Somos. Estamos. Tan cerca de ti que
soy tú. Tan cerca de mí que soy yo. Ahora no caben más de dos. ¿Dónde está
la frontera de lo que se puede hacer, de lo que es bueno o malo?». Nos
volvimos a besar, pues. El mundo quedó fuera, con sus culpas, sus deberes,
sus temores.
Dorismar ya se encontraba inocentemente desvestida, y a lo mejor pensó
que no era lícito que yo, que nosotros, que yo permaneciera depravadamente
vestido. De manera que, mientras lamía y chupaba mi boca, mi lengua, mis
labios, con una delicadeza y un refinamiento que me rompían cuanta madre
tenía y me dejaban calientito, calientito, para lo que ella quisiera, me fue
despojando, una por una, de todas mis prendas, que quedaron tiradas y en
desorden en el suelo del dormitorio. Ahora sí estábamos en igualdad de
condiciones ella y yo, y el diablo, y yo. Obscenos, encuerados, hambrientos
pero no de comida.
En esa noche en que me embriagué hasta perder la cordura, en esa noche
en que casi me pegué un tiro, era curioso lo tranquilo, casi lo feliz que me
sentía con Dorismar. Pero mientras mis manos se movían infatigables, con la
mejor disposición, con tanto deseo en libertad, sobre esas tetas inmensas y
erectas, implacables circunferencias ingrávidas, ante las que Galileo jamás
hubiera podido decir Eppur si muove, mientras repasaba con tanta ternura
sexual esa piel gloriosamente tersa, yo, nosotros, yo era consciente de que algo
en mi corazón se retorcía de pena, de soledad, de vacío. Algo en mi corazón
detectaba ininterrumpidamente la presencia de Sergio; algo en mi corazón
quería morir. Y no había contradicción entre esa segura pena y aquella casi
felicidad, porque Dorismar era estupenda, era prodigiosamente linda, era un
lujo táctil que mis manos jamás habían conocido. Pero la presencia de Sergio
medía lo mismo que mis celos, y como éstos me recorrían, me coloreaban,
paradójicamente me hacían vivir. Y si la mínima realidad me hería como un
alfilerazo, ahí surgía un hilo de esa sangre-tristeza, que algunas veces se
coagulaba en rencor, otras veces en agresividad, y otras, por último, en
desaliento. Lo misterioso, incluso para mí, era cómo a pesar de todo podía
disfrutar. Y bien que disfrutaba.
Deduje, sin saber muy bien por qué, que la creación del hombre a imagen y
semejanza de Dios debía entenderse referida no a su capacidad racional, sino a
su sexo, siendo esta condición biológica la que asemejaba a todas las criaturas
con su Creador. Y que todas las prácticas placenteras del sexo, por muy
aberrantes que pudieran parecer desde el punto de vista de la moral católica,
constituían hitos en el camino de perfección humana y conducían a la unión
mística con las fuerzas del cosmos y con Dios.
Dorismar se mantuvo sobre mí, besándome con suave, apremiante furia,
como una puta que besa a su padrote, con sus labios de terciopelo bien
apretados a los míos, con su lengua de serpiente bien metida en mi boca,
enlazada a la mía, con tanta intensidad como ardor, besos de tornillo,
dentelladas de lengua y labios en mi boca que llegaban y se iban, eran aves
migratorias, y cuando retornaban ya no eran las mismas, se habían marchado
frescas, espontáneas, recién nacidas, y regresaban maduras, inevitablemente
deliciosas, porque Dorismar era como una salamandra, fría sólo para
incendiar, ardiente sólo para helar, fugaz como el azogue y concentrada como
una perla, entregada, misteriosa, sorprendente, coqueta, imaginada e
imaginaria, sed y manantial, y el diablo, yo, absorto en sus colinas y
hondonadas, en sus rincones y llanuras, y tocaba su nalgatorio, me enfangaba
en su tacto, y subía por su espalda y aferraba sus músculos y la apretaba contra
mí, y tentaba su cuello, estrujaba sus tetas, sobaba su vientre liso, marcado por
el ombligo como una huella leve en la arena, masajeaba sus piernas y dibujaba
la completa morfología de su silueta con las manos, volviendo a diseñarla tal
como era, aquella estructura femenil, con todos sus pormenores, se había
convertido en mi medio, en mi «lienzo viviente» personal, mi «arcilla
viviente», y ambos sabíamos qué cuenca de ella se correspondía con qué
altozano mío, encajábamos uno en otra, otro en una, como si conformáramos
un paisaje clásico, del último Van Gogh, y buscábamos ese milagro del placer,
confundidos en secreto, desesperado abrazo, y cumplíamos una urgencia
humana, terrible y bella, demasiado poderosa para ser contenida por la simple
gravedad de la carne, creando un tiempo rítmico eterno, como de mar, la
enajenación absoluta, entregados al paroxismo del alma y en la piel, en
nuestras glándulas, una necesidad de sentir, de existir, en colérico vaivén,
prodigiosamente encuerados, que de tan prosaicos alcanzábamos lo sublime, y
en el suelo del dormitorio la ropa que socialmente me situaba a mí abajo o
arriba de otros hombres, en ese instante yo, el diablo, un Adán en su Paraíso y
ella, tal vez olvidando hasta a Sergio, entregada a sí misma daba algo que a mí
me faltaba para ser entero, mi complemento, mi Eva, y ambos realizábamos la
unión de todos los opuestos, acallando la mente pensante con un gran chirriar
de resortes, una velocidad de vértigo, como si estuviéramos verificando cuánto
podría resistir el colchón, o como si se tratara de un concurso para ver quién se
agitaba en menos tiempo, y la sensación de su cuerpo duro duro y blando
blando, las cosquillas, los escrutinios de sus dedos de pluma, los gemidos, los
pujidos, los jadeos, los gruñidos, los suspiros, el metesaca de rigor, el sabor
dulce y a la vez salado en la boca, embriagante, exquisito, en el fondo del
paladar, hacían el milagro de pegar momentáneamente los fragmentos de mi
corazón despedazado, dejando así un engrudo de extraña amnesia sentimental
en las paredes de mi espíritu.
De pronto, Dorismar desconectó sus labios y se contempló en el espejo del
clóset sin sonreírse a sí misma, pero alzó levemente las cejas como
interrogándose o cuestionándose o simplemente para revisar cómo se veía
montada sobre mí. Emitió un sonido poco menos que gutural. Después
resopló.
—¿Qué pasa? —gimoteé.
Sin pronunciar palabra, me sacó de su ser y entonces se puso a cuatro
patas, como una perra. Me miró la verga parada por encima del hombro,
arreboladas las mejillas, desleída la sonrisa en mueca canallesca. Las tetas
colgando. El trasero esférico ofreciéndose a mi capricho. Contemplaba mi
erección, reluciente en la suave penumbra, con curiosidad y ternura, con brillo
triunfal en las pupilas, como si se supiera la más fuerte de los dos, como el
encantador que consigue despertar a la peligrosa cobra y obligarla a bailar
frente a los turistas fascinados. Decidí tomarla por las caderas, atraje su cuerpo
hacia mí, yo hincado sobre la cama, haciendo ir y venir el mojado anillo
vaginal alrededor de mi duro miembro. Y, mientras embestía, mientras
golpeaba y acoplaba con mi región inguinal y zona púbica las nalgas blancas y
redondas, lo que tenía que pasar pasó, su placer, mi placer, el placer de ambos,
y ni uno ni otro pudo reprimir los jadeos y los gemidos animalescos, algún
gran «sí», alguna palabrota, parecíamos disfrutar de la repetición, como si una
ley para que los dos placeres se conjugaran fuera la ausencia de novedad, o
como si, a nuestra manera, cada repetición pusiera en juego la novedad del
principio y por ese solo hecho fuera nueva. De pronto, Dorismar se quedó
inmóvil y me ordenó que me saliera, que me saliera ya mismo, y fue tan
perentoria su forma de decirlo que me detuve, estupefacto, y me salí de nuevo
del origen del mundo sin preguntar nada, como un perro regañado, colita entre
las piernas, y a Dorismar la enterneció ver mi cara triste, casi de súplica, a
través del espejo del clóset, y estiró el brazo izquierdo y aferró con su mano
mi verga y se acercó el inflado glande al ano, que lentamente me hice cargo de
franquear, y mientras Dorismar rugía y apretaba los dientes y estrujaba las
sábanas con extremado brío, yo le hacía partícipe de los comentarios de la
sexóloga Rosita Fuentes, referentes a que el coito anal, también llamado
sodomización, más que un acto sadomasoquista, como pretende la creencia
popular, implica una forma exaltada de amor que rompe con muchos tabúes.
«Qué bien», dijo Dorismar, y lo dijo con la voz entrecortada, pues ya había
percibido que los dos testículos eran los únicos que no podían entrar en su ser
por la puerta trasera, y poco a poco inició otro baile de pieles, de roces, de
aromas que se perdían y volúmenes que se alargaban, y no sé cuánto tiempo
estuvimos así, pero, en un momento dado, vi que Dorismar movió el hombro
derecho, comprendí que deslizaba el brazo derecho entre su abdomen y el
colchón, que los dedos de su mano derecha buscaban a la desocupada vagina.
Levantando las nalgas, recogiendo un poco las piernas, yo a caballo desbocado
detrás de ella, empezó a masturbarse con un frenesí inaudito, hasta que al fin
perdió el control y gritó como gato mojado electrocutado, «¡AY, AY!», y gritó
tan fuerte que temí que mis vecinos se ocuparan de llamar a la policía.
Por fortuna, nadie llegó a interrumpir.
Al observar las convulsiones de Dorismar, que jamás hubiese podido
sospechar, comprendí por qué los eremitas de la antigüedad huían al desierto,
por qué los maestros de la espiritualidad temían a la hembra, por qué el diablo
aseguraba sus triunfos por ese lado...
Todos estos pensamientos recorrieron rápidamente mi cerebro, pero,
gracias a mi habilidad para concentrarme en muchas cosas simultáneamente,
mis movimientos pélvicos se adaptaron al ritmo espasmódico, incontrolable,
de Dorismar. Pronto sentí que no había nada en el mundo que me hiciera más
feliz que estar sodomizando a Dorismar, sentir que yo, que nosotros, que yo
había sido capaz de proporcionarle el goce supremo, que había conseguido
transportarla al clímax. De repente, la envidia empañó mi felicidad: yo,
nosotros, yo nunca eyacularía. Como siempre. Pero ahora tenía que eyacular.
Me parecía muy importante. No sabía por qué era tan importante y empecé a
cuestionarme: ¿Por qué es tan importante?
Y una voz cavernosa respondió: «Sólo porque lo es».
¿Cómo distinguir si esa voz era mía o del diablo? Tal vez, en el buceo
hacia el interior, yo, nosotros, yo, poco preparado en los caminos de la mística,
había llegado a confundir ensimismamiento con la percepción de lo
demoníaco. Tal confusión entre lo real y lo imaginario podría haberme
averiado el cerebro, hasta convertir mis propios desvaríos en visiones
maléficas, y la voz del diablo, que a lo mejor era mi propia voz, en verdadera
revelación.
Con todo, quería seguir haciendo la bestia de dos espaldas con esa
mamacita, que tenía lindos ojos, lindas piernas, lindo todo, o sea, que era
dueña de una deliciosa forma, ni regordeta ni delgada: buenota. Y un agregado
más reciente: que le gustaba el coito anal.
—Ay, ay... ¡Dios!... ay... — resolló Dorismar. Bien podría acabar en
silencio. Pero no le bastaba sentir los espasmos: tenía que sobreactuarlos,
como una niña aplicada que presume a alaridos su diploma de buena conducta.
Una buena puta es siempre una buena actriz—. ¡Ay! ¡Síiiiiiii!
Finalmente, emitió un lánguido «ah», abatió con fuerza los párpados, como
si se los hubieran pegado con cemento, y echó la cabeza atrás, arqueando atrás
el cuerpo, poniendo al alcance de mis manos sus tetas llenas y enhiestas. Fue
agradable escuchar el paulatino apaciguamiento de su respiración.
Segundos más tarde, al girar la cabeza para indagar en mi mirada, ella
advirtió que yo, que nosotros, que yo todavía tenía la verga parada.
—¿Te has quedado bien? —me consultó.
—Muy bien —respondí.
Permanecimos callados como guacamayas mojadas, enchufados. En el
momento que la cruda moral se me atravesó, mi reacción fue inmediata e
inesperada: sin más, me eché a reír. Primero fue una risa suave, casi
inexistente, un hipar medicinal que suavizó mis músculos tensos, mi ánimo
opacado por la inminente llegada de las consecuencias del incesto, pero casi
enseguida se convirtió en una carcajada inmensa que abarcó todo el dormitorio
y rebotó en las paredes. Dorismar me miró con desconfianza, tal vez pensando
que se me había perdido un tornillo. Sonrió a medias, pero mis risas
aumentaban y pronto ella también estaba riéndose sin saber por qué y sin
poder parar. Un momento después empezamos a contarnos chistes. Dorismar
se llevaba las palmas a los muslos y los golpeaba de manera contundente; la
gracia de nuestras bromas concretándose ahí, en esa parte de entre sus piernas.
Empezaron a brotarnos lágrimas de los ojos, y ella se limpió la cara con las
manos, yo, nosotros, yo con el trozo de una cobija; tras un rato nos
contemplamos con la sonrisa congelada en los labios, presos de un gran
desconcierto.
Entonces yo, nosotros, yo tuve una intuición que, por fin, era una
delicadeza: le pregunté si se había reído de culpa. Ella dejó de sonreír:
—¿Culpa de qué? —dijo muy, muy seria, con un tono de voz que para
nada sugería lo que había estado haciendo con Sergio. Era el mismo tono que
podía haber empleado para pedir un vaso de agua o dar una opinión sobre el
precio de un kilo de jamón.
—No, de nada, de nada... —expliqué, consciente de mi pendejismo—. Fue
una pregunta tonta, no me hagas caso. La verdad es que ya no importa nada...
—Eso: no importa nada —subrayó Dorismar en tanto que se incorporaba
—. A mí ya no me importa nada. —Emergió de la cama y salió vacilante del
dormitorio.— ¿Qué haces todavía ahí? —me interrogó, deteniéndose en la
entrada del baño, suspicaz.
—Déjame tranquilo —repliqué.
—«Déjame tranquilo», vete a la chingada; creí que nos íbamos a bañar
juntos. —Entró en el cuarto de baño y cerró con un portazo.
Yo, nosotros, yo sentí que se balanceaba la cama. Al principio, pensé que
eran figuraciones mías, pues estaba mareado. Mas lo que era apacible
balanceo se convirtió en un terrorífico vaivén; tanto que creí que se trataba de
un terremoto. Pero en el dormitorio nada se movía, sólo la cama. Me esforcé
por aparentar entereza, sin embargo me encontraba roto interiormente, y tan
pronto la cama se inmovilizó, mi cordura se nubló de ideas embrolladas y
dispares. ¿Cuánto duró todo aquello? ¿Sucedió físicamente o sólo en mi
cabeza? Cerré los ojos para reposar y sosegarme. El enigma perduró en el
silencio, las dudas continuaron agolpándose detrás de mis párpados, la fatiga
empezó a parasitar mis carnes, pero no surgió ninguna respuesta. Me quedé
dormido repitiendo mentalmente ya no me importa nada, ya no me importa
varias veces.
Pero claro: todavía no sabía hasta dónde eran ciertas esas palabras.
No pude haber dormido mucho o muy profundamente cuando mis ojos se
abrieron como respondiendo a algún estímulo exterior. Los cerré de nuevo
deliberadamente y traté de echar una cabezada, aunque sin resultados. Una
influencia intangible parecía obligarme a permanecer despierto; entonces,
alzando la cabeza, observé la sala en tinieblas y más allá a Dorismar, aún en
pelotas y apoyada en el marco de la puerta del baño. Me incorporé,
consternado.
—¿Qué te pasa?
El amarillento charco de luz que salía del baño me permitió ver que su
rostro reflejaba un curioso cúmulo de emociones, cuya naturaleza parecía
cualquier cosa menos tranquilizadora. Rencor, miedo y aflicción se
evidenciaron a la vez en su expresión facial, mientras su mirada se convertía
en un resplandor acuoso en verdad alarmante.
—Dorismar, ¿qué te pasa? —Advertí que la histeria se había apoderado de
mi voz.
Dorismar rompió a llorar sin disimulos. No se tapó la cara ni trató de
sofocar el impulso. Creo que hasta le cayeron lagrimones del tamaño de un
puño.
—¿Prometes no decírselo a nadie? No quiero que nadie conocido lo sepa,
quiero decir que esto es serio, Martín. Sé cómo corren los secretos en la
oficina y normalmente está bien, pero esta vez no. ¿Lo prometes?
—Prometido. Palabra de honor.
—Tengo SIDA.
SIDA. ¿SIDA? ¡SIDA! Lo más esperado e inesperado. Se me heló la
sangre. Aquella terrible desgracia me fascinó, y al mismo tiempo me sentí
incapaz de creer que algo así pudiera sucederle a una hembra tan joven y tan
hermosa. El mundo desapareció por un instante, y yo, nosotros, yo estaba de
pie sobre una meseta elevada con nada más que una negrura impenetrable a
mis pies. Entonces la oscuridad se levantó, pero nada había cambiado. De
pronto, caí en la cuenta, con un calambre en las piernas, que yo nunca había
usado condón con ella.
Conjeturé (siempre hace falta una teoría para todo) que se me había ido la
sesera tanto como a Dorismar. Se nos había ido a los dos, completamente.
Temblé, me encogí de hombros y parpadeé. Dorismar había cometido
impunemente hazañas con las que algunas hembras de su edad no se hubieran
atrevido a soñar siquiera. Durante años había esnifado heroína en cantidades
razonablemente alarmantes, había tenido cientos de experiencias eróticas
fáciles, amorales y carentes de sublimación o de búsqueda de un estadio
místico y amoroso de nivel superior, y, a pesar de todo, me metí en la cama
con ella... Oscuridad otra vez; las mismas tinieblas que cubrían a Dorismar me
cubrían a mí; las tinieblas de esta terrible desgracia.
—¿Estás segura?
Dorismar chilló histérica:
—¡Por supuesto que estoy segura! Martín, no quiero morir, ¡no quiero
morir! Es una chingadera, ¡una pinche chingadera!
Gemí:
—Fue él, ¿no? Fue ese mono. Te contagió él, ¿verdad? ¡Puta madre…!
Dorismar dejó por un instante de llorar y me miró con cara de taquero sin
tortillas:
—¿Quién?
Farfullé:
—¡Tu amiguito! ¡Sergio! ¡¿Quién va a ser…?!
Dorismar sorbió sus mocos y se pasó las manos por el cabello como si
quisiera apartarlo de sí.
—¿Sergio? Nunca me he acostado con Sergio.
Me rasqué la cabeza bruscamente.
—¡¿No?!
—¡No! ¡No soy una puta!
Me quedé estupefacto. Demasiado estupefacto para discutir siquiera sobre
la verdad contenida en esta última frase de Dorismar.
—Pues si no fue Sergio...
—¿Quién fue? ¿Cómo chingados voy a saberlo? Estoy jodida, ¿no?
Absoluta y verdaderamente jodida.
—Pero entonces cómo... quiero decir, quién...
—¿Cómo lo he pescado? ¿Quién me lo ha pasado? Dios, no lo sé... He
tratado de ir a lo seguro, en serio, pero no es divertido, ¿eh? Va a ser doloroso,
va a ser encabronadamente doloroso. Me da tanto miedo el dolor. Me asusta
tanto morir, no me asusta estar muerta, pero me aterra morir. No quiero acabar
horriblemente flaca, sin pelo, con manchas moradas y recluida en una
residencia para enfermos desahuciados. ¡Dios! Dios, no permitas que sufra...
¡Voy a morir de forma repugnante, dolorosa y sola! Martín, me aterra tanto el
dolor... No voy a soportarlo. ¡Tienes que ayudarme! ¡¿Qué le voy a decir a mis
padres…?!
Toda mi imagen de Dorismar se estaba disolviendo ante mis ojos. La
secretaria sabrosa y puta estaba siendo suplantada por una chamaquita de clase
media-alta que sueña con las mismas estupideces con las que sueña cualquier
otra mamacita de su edad; por una niña que tenía miedo de estar sola y que se
descarrió para atraer un poco de cariño o/y atención. Pude hasta percibir cómo
pensaba en lo suyo, en encontrar al hombre de su vida (rico, guapo,
inteligente), en casarse (vestida de blanco), en tener dos o tres hijos (que
serían famosos cuando creciesen) y en vivir en una bonita casa (con diez
espaciosas habitaciones, reluciente automóvil aparcado en el garaje y césped
indefectiblemente cuidado un fin de semana tras otro). Quizá habría llegado a
ser una buena madre. Reventaba de desconsuelo. Quizá amaba muchas cosas:
la heroína, la luna llena, los dildos, el mar, las nubes blancas y algodonosas,
las películas de acción, la música de Enigma, los hombres, la maldita vida.
Dorismar se restregó los ojos, que luego abrió de un modo grotesco,
sacudió los brazos con un ademán de miedo e impotencia, corrió de un lado a
otro por el departamento, se me acercó a toda prisa, se detuvo a unos palmos y
echó a correr en dirección contraria, ahora con sollozos infantiles y gemidos
de moribunda, casi fervorosa, casi desesperada. Está dándose cuenta de lo
ocurrido (advertí). Está asimilando el SIDA y el pánico al mismo tiempo.
No hice un mayúsculo esfuerzo por consolarla: le dije cosas, fórmulas de
consuelo ya dadas, pero muy pronto noté que mi propio discurso iba
escurriéndoseme, mientras que yo, mientras que nosotros, mientras que yo
mismo prestaba mayor atención a otro tipo de ideas: ideas secretas, indecibles.
Hallé un placer en ello, un regocijo en el distanciamiento: ser, por ejemplo,
bueno y protector en apariencia ante una criatura desprotegida, ser
perversamente malo en silencio. Mis frases de consuelo eran un simulacro de
piedad, una gramática al servicio de la mentira, ya que simultáneamente en los
bosques oscuros de mi cerebro resonaban los ecos de un plan tétrico: sacar el
revólver del cajón del buró y dispararle en la cara, reventándole el cráneo y los
ojos hasta hacérselos pedazos. Pero, como no pude imaginar la forma de
deshacerme del cadáver, no lo hice. Es curioso: las cosas que te desfilan por la
cabeza en un momento de crisis.
Ella, en la sala, de pie, subía y bajaba los brazos en una privada exhibición
de locura que repetía varias veces ¿quizá intentando quitar sentido al tiempo y
a los acontecimientos por medio del ejercicio? Repentinamente se inclinó
sobre la botella vacía de ron, la aferró con un tirón, la dejó caer, volvió a
sorber sus mocos.
—Lo siento, Martín.
—No, yo lo siento.
Costaba tanto, tantísimo creerlo. La vida de Dorismar, lo que quedaba de
ella, había cambiado irrevocablemente y no para mejor. Se acabaron las
relaciones promiscuas para empezar. Se acabó el despertarse por la mañana en
una cama desconocida, sintiendo un olor extraño y una deliciosa humedad
entre las piernas y sin ningún recuerdo claro, salvo una maravillosa fiebre
provocada por la combinación de heroína, rock and roll y lujuria que la había
llevado a una noche de vapuleos y embestidas con un tipo bueno, de ojos
bonitos, boca rebosante de estupidez y una mente tan de cloaca como la suya.
Eso se acabó. Ya no más besos siquiera. Sólo una muerte tan lenta como una
espera en una estación de pueblo en invierno. Una muerte fría, ardua, solitaria
esperando en una parada llamada «Infierno en la Tierra», anhelando
comprensión, compañía, consuelo. Recuerdos de los buenos tiempos
invadieron mi cerebro y se estrellaron con violencia con las imágenes del
horror que se avecinaba. Yo, nosotros, yo estaba repleto de fluidos, fluidos de
Dorismar. Carajo. ¡Cuándo las pesadillas se hacen realidad!
—¿Por qué te acostaste conmigo? —pregunté. Mi duda fluyó afablemente:
era como un dedo acariciando una herida, haciendo nada por sanarla o
cerrarla, sino infectándola. Ella lo gozaba, se revolcaba de placer en el lodo de
su sufrimiento mientras mi dedo imaginario continuaba jugando en la llaga
abierta, como si mi dedo real estuviera acariciándole en otra parte.
—¡Porque tú te querías acostar conmigo! —contestó, con un tono de
postración, hundida como un barco que se está hundiendo, como un barco de
transportar frutas que se está hundiendo a metros de la costa. Con sus naranjas
flotando de «adiós adiós, nos lleva la corriente, adiós adiós»—. ¡Me pareció
buena idea en ese momento!
—¿Por qué te hiciste la prueba?
—No sé...
No, claro que no sabía, carajo, ése era el puto problema de esta pequeña y
mensa calientacamas arrabalera, no sabía una pinche chingadera, nada de
nada... Yo, nosotros, yo no le temía en absoluto a la ignorancia. Además,
nunca le había temido. Sólo sentí asco. Pero el asco había desaparecido. Ni
siquiera existía resignación por mi parte, tan sólo disgusto, disgusto por lo que
me pasaba, disgusto y cólera con Dorismar que no sabía nada. Era una inútil y
yo, nosotros, yo también me sentía inútil; la diferencia estribaba en que yo, en
que nosotros, en que yo era la víctima.
Más tarde, en la casi alba, me adormecí con (por decirlo así) mi propia
dosis de miedo terrible, casi infantil, cinematográfico. Dorismar roncaba a mi
lado, tumbada sobre la espalda con los brazos fuera de las cobijas hediondas a
pecado. La veía débilmente. ¿Cómo podía dormir tan tranquila? Me imaginé
que no albergaba ninguna duda de que ese domingo sería exactamente igual al
de la semana anterior y al de la próxima semana. Y por supuesto se
equivocaba, debí aceptarlo, pues el paisaje de nuestras respectivas existencias
sí había sufrido alteraciones.
Los yonquis duermen como el conde Drácula (me informé a mí mismo).
De cara al techo hasta que de pronto se sientan como una máquina que cambia
de la posición “A” a la posición “B”. Debe... de ser... de día, dice el drogata, o
la campanilla que tiene en la cabeza. Le da instrucciones, la mente de un
yonqui es como la campanilla que oyes en un reloj... A veces suena bien, pero
sólo está ahí para que hagas algo. La campanilla del reloj sirve para
despertarte; la campanilla del yonqui sirve para convertirte en un medio para
que él obtenga más droga de la manera que sea. Él, una máquina, te convierte
en su máquina.
Cada yonqui, estipulé, es un reloj.
Volví a adormilarme mientras reflexionaba sobre aquellas cosas terribles.
Y con el paso del tiempo el yonqui, si es una hembra, no tiene nada que
vender excepto su cuerpo. Como le ocurrirá a Dorismar, auguré; la Dorismar
que estaba allí.
Abriendo los ojos, me giré hacia la mamacita que había a mi lado y vi al
diablo.
Me levanté de la cama al instante. ¡El diablo!, musité. Veía su rostro con
claridad. No había la menor duda. ¡El diablo!, grité, y estiré la mano izquierda
en busca del interruptor. Mis dedos lo oprimieron; el foco del techo arrojó un
chorro de luz amarillenta. Dorismar, no obstante, siguió durmiendo. Yo,
nosotros, yo la miraba sin cesar, y entonces, poco a poco, volví a ver al diablo,
al diablo y no a Dorismar.
Me pregunté qué significaba aquello, una y otra vez, mientras apagaba la
luz. Estoy desvariando (concluí); mi cabeza está desvariando. Tanto leer
ciencia ficción me ha chingado. Esto no fue real. Saqué una cajetilla de
cigarrillos y un encendedor de mis pantalones (los mismos pantalones que
Dorismar había arrojado al suelo en el momento que trasladamos nuestra
calistenia erótica a la cama), agarré el cenicero del buró y salí encuerado del
dormitorio cerrando la puerta silenciosamente detrás de mí.
Tumbado en el sofá de la sala, fumando un cigarrillo tras otro, admití que,
habitualmente, de hecho, virtualmente siempre, podía controlar una situación
en la que la estupidez estuviera involucrada; era, por así decirlo, mi
especialidad. Pero esto...
Me di cuenta de que estaba hablando solo. Ello ocurrió de una forma
insólita. Quise hablarme a mí mismo pero me pesaban tanto los labios que se
negaban a hacer el menor movimiento. No se movían, tampoco oía el sonido
de mi voz y, sin embargo, me percaté de que estaba hablando solo.
De acuerdo, Dios, dime que estás ahí realmente. Tú me has metido en este
lío. Quieres probarme. Supón que te pruebo yo, nosotros, yo a Ti. Supón que
yo, que nosotros, que yo digo que no estás aquí. Tú me has dado una prueba
suprema con Dorismar. Creo que he aprobado el examen. Soy más duro que
Tú. Si ahora mismo bajaras hasta aquí, escupiría en Tu cara, si es que tienes
una cara. ¿Y también cagas? Nadie jamás me ha contestado esa pregunta.
Todos me dicen que no dude. ¿Dudar qué? Creo que Tú ya me has estado
dando lata mucho tiempo, así que te pido que bajes hasta aquí para ponerte a
prueba.
Mantuve la vista fija al frente, como siempre que veía la televisión, salvo
que ahora no estaba prendida. Esperé. Esperé a Dios. Esperé y esperé. Dios no
iba a venir. Dios había muerto o por lo menos se había olvidado de mí; estaba
aletargado en una espesísima cortina de silencio. No valía la pena confiar en
nada. Nada se merecía esa confianza.
Me moví en el sofá. Entonces descubrí «una pierna de alguien» en el sofá...
¡una pierna humana cortada, era horrible! Al principio me quedé estupefacto,
asombrado, acongojado... jamás en mi vida había experimentado, ni
imaginado siquiera, algo tan increíble. Tanteé la pierna con cierta cautela.
Parecía perfectamente formada, pero era «extraña» y estaba fría. De pronto
tuve una inspiración. Ya sabía lo que había pasado: ¡Era todo una broma! ¡Una
broma absolutamente monstruosa y disparatada pero bastante original!
Evidentemente Dorismar, que debía tener un sentido del humor un tanto
macabro, se había introducido subrepticiamente en la sala, había sacado de su
maleta una pierna de plástico y luego me la había puesto a mí en el sofá para
hacerme una broma cuando estaba aún hablando solo. Esta explicación me
tranquilizó mucho; pero considerando que una broma es una broma y que
aquélla se pasaba ya un poco de la raya, lancé fuera del sofá aquella pierna
condenada. Pero, cuando la tiré del sofá, sin entender cómo, caí también detrás
de ella... y ahora la tenía unida al cuerpo.
—¡Chingada madre! —balbucí, sin duda con una expresión de repugnancia
—. ¡Nunca había visto algo tan horrible, tan espantoso! Yo creía que una
pierna de plástico estaba muerta y se acabó. ¡Pero esto es misterioso! Y no
sé... es espeluznante... ¡Parece como si la tuviera pegada!
La agarré con las dos manos, con una violencia extraordinaria, e intenté
arrancármela del cuerpo y al no poder, me puse a golpearla en un arrebato de
cólera. Como una jauría de lobos que despertaran de súbito, los dolores
corrieron en todas direcciones para seguir luego cercando el moretón del que
se alimentaban. Y, sin que se apercibiera, mi consciencia se despabiló y me
censuró ásperamente por haber sido capaz de golpear a mi pierna izquierda.
Tanteando entre las tinieblas intelectuales en busca de alguna serenidad,
miré mecánicamente a mi alrededor. La luz del amanecer, imperturbable,
muerta como una fotografía policial que registra un delito, flotaba en la sala e
inundaba la botella vacía de ron, el cenicero rebosante de colillas, la mesa de
centro en cuya superficie se detectaban los restos de las rayas de heroína y la
ropa de Dorismar esparcida en el suelo. Era todo aquello la encarnación del
diablo. Por primera vez, hasta donde alcanzaban mis recuerdos, sentí horror.
Con el rostro hundido en las manos, me eché a reír, a mi pesar, con una risa
más vil que nunca, que hacía que se me estremeciera todo el cuerpo, una risa
cavernosa que fue creciendo lenta y gradualmente, haciéndose cada vez más
fuerte y clara, más nítida y terrible. Una risa hueca que se me retorcía en la
garganta, sin que me cambiara la expresión del rostro (risa que era un eco de
otra risa que llegaba del más allá). No me moví, ni me acordé del revólver; la
amenaza de aquel sonido horrendo no era de las que se pueden afrontar con
armas. Del mismo modo que había surgido del silencio, la risa se fue
extinguiendo en él, y, tras un aullido culminante que atronó en mis oídos, fue
alejándose hasta que sus decrecientes notas, carentes de alegría y mecánicas
hasta el fin, se sumieron en mis entrañas.
Recogí del suelo los pedazos de mí mismo e inseguro, tambaleándome por
los dolores de la pierna izquierda, conseguí ponerme en pie y me balanceé de
un lado a otro vertiginosamente hasta que me apoyé en la puerta del
dormitorio. Entonces comencé a llorar. No sabía que tuviese tanta agua en los
ojos. Lloré, lloré y lloré hasta casi perder la visión. Me daban ganas de correr,
de gritar, pero únicamente lloré. A veces el pavor es tan grande que deja a uno
clavado en su sitio, incapaz de llevar a efecto sus propósitos; y eso es lo que
me ocurrió. Con el corazón que amenazaba con salírseme por la garganta y el
pánico congelándome todos los músculos, me quedé aterrorizado, llorando
lágrimas lentas, petrificado como si fuera una estatuilla de ónix
De pronto creí escuchar detrás de la puerta del dormitorio un revoltijo de
gemidos amortiguados, sofocados a duras penas. Conocía bien aquel tipo de
quejidos que no los produce precisamente el dolor... Tal vez fuera mi
imaginación. Nunca me detuve a confirmarlo. Dorismar se está revolcando
con Sergio (pensé). ¡Dorismar ha trocado sus nalgas por dinero en metálico o
algo de heroína! Era demasiado desagradable para creerlo. En un momento
determinado estuve en condiciones de elegir... y elegí no creerlo.
—¡No puede ser! — murmuré roncamente, apretando los puños.
Sacando valor de mis tuétanos, alargué las manos temblorosas para tocar la
sólida realidad del picaporte, pero por mucho que me concentrara no podía
conseguir que se volviera nítido; aunque fue suficiente que me fijara en una
mera imagen fantasmal. Agarré el picaporte, le di vuelta y abrí la puerta del
dormitorio.
Una escena imprecisa, decidí. Ya no podía confiar en mis sentidos. La luz
mortecina, húmeda y gris, pero al mismo tiempo jaspeada por una potente
luminosidad interior, se abría paso a través de las cortinas de la ventana y
servía para diferenciar suficientemente los principales objetos; mi mirada, sin
embargo, luchó en vano para alcanzar los más remotos ángulos del dormitorio,
al espejo del clóset y al reloj del buró. El reloj hacía un tenue tictac, y los
silencios entre los tictacs eran cubiertos por la respiración de Dorismar, que
también era otra clase de silencio, porque era constante. Lo más extraño no fue
que Dorismar siguiera encuerada de pies a cabeza, ya que sus ropas se
encontraban desperdigadas en el suelo de la sala como huellas que fue dejando
el instinto, lo más extraño fue que yacía sola, hecha un ovillo en la cama
pulcramente tendida. Supuse que dormía, pero cuando atravesé el dormitorio
renqueando por los dolores de la pierna izquierda, sus ojos me observaron
inexpresivamente.
—Martín... no te preocupes. —Habló con un hilo de voz.— Estoy
despierta... Bueno, desde hace rato.
Se sentó en la cama, abrazándose las rodillas y llevándolas junto a sus tetas
mientras descasaba el mentón sobre las primeras. Su largo pelo castaño cayó
hacia delante. Se echó parte de él hacia atrás y se lo colocó detrás de la oreja.
Tenía la cara grasosa, como un limón de cera. Sus ojos, en vez de mirar, de
observar, hacia mí, «de fijarse en mí», del modo normal, efectuaban fijaciones
súbitas y raras (en mi nariz, en mi oreja derecha, bajaban después a la barbilla,
luego subían a mi ojo derecho) como si captasen, como si estudiasen incluso,
esos elementos individuales, pero sin verme la cara por entero, sus expresiones
variables, «a mí», como totalidad. Y tuve la idea de que tal vez estuviera
muriéndose.
—Dorismar... —dije, sintiéndome obligado a hablarle en ese mismo tono
susurrante—, ¿cómo estás?
—Oh... Estoy bien. —Dorismar me dirigió una sonrisa traviesa, adorable,
astuta y confidencial, como si intentara seducirme para meterme en su
disparatada realidad.— Fíjate que cuando me dieron los resultados de la
prueba, trataron de decirme que era SERONEGATIVO, pero no oí la parte del
negativo, sólo el sero. Porque salí huyendo del hospital dando alaridos antes
de que nadie pudiera detenerme. —Hizo un alto, una pausa no teatral sino
apenas un silencio breve para tomar aliento y aquilatar todo el peso de lo que
iba a agregar.— SERONEGATIVO, ahora lo comprendo, al parecer es un
término que algunos médicos emplean como si para ellos no existieran más
que dos clases de personas en el mundo... y los SEROPOSITIVOS, por
supuesto. En fin, mi mente pensante lo ha aclarado todo.
Viéndole el lado gracioso, su sonrisa se acrecentó. Yo, nosotros, yo no lo
veía. Una y otra vez di vueltas alrededor de esa maraña de palabras; una y otra
vez me rendí, perplejo y desesperado. Olvidándome de mi miedo inicial,
contemplé con gran irritación a esa puta miserable que de algún modo había
logrado introducirse en mi vida. Ni siquiera es bella, me dije. Aunque unas
horas antes me asombraba de las perfecciones de su cuerpo.
Debí estar loco en cierta medida, pues recuerdo que los ojos de Dorismar
hicieron un rápido recorrido por toda mi desnudez como evaluando a ese
hombre nuevo que yo era, el diablo que yo era. Había asombro en su mirada,
un leve estupor y mucho de curiosidad y hasta deleite. De vez en cuando un tic
le estremeció la comisura derecha de la boca, como reflejando una honda
convulsión mental. Apoyó los pies descalzos en el suelo y se levantó de la
cama. Empezó a caminar, segura, deprisa, pero increíblemente escorada,
veinte grados lo menos, el centro de gravedad desviado hacia la izquierda,
manteniendo el equilibrio por el mínimo margen posible. Se detuvo muy cerca
de mí. El contacto de sus pezones duros, como pistaches, con la piel de mi
pecho me produjo un escalofrío más incómodo que placentero. Tuvo el mal
gusto de relamerse cuando me tomó la verga entre las manos. Palpó el
prepucio, como para asegurarse de que esa frágil armadura todavía existía.
La hice a un lado de un brusco empellón, me dejé caer en el borde de la
cama y busqué a tientas otra cajetilla de cigarrillos en el cajón del buró.
Necesitaba otros veinte cigarrillos para templar mis nervios. Sabía que en el
cajón del buró sólo estaba el revólver debajo del montón de recibos del
teléfono, pero mi ansia de fumar me hizo olvidarlo. De repente Dorismar posó
una mano en mi hombro izquierdo con la levedad de un pájaro y me pidió que
la penetrara, me rogó que la rompiera toda, que volviera a cogérmela, que le
hiciese lo que se me antojara porque yo, porque nosotros, porque yo era un
hijo de puta sin remedio ni perdón de Dios pero era un hijo de puta
maravilloso que la hacía gozar como nadie lo había hecho en toda su vida.
¡Cállate!, pensé. Me molestó cada vez más esa voz que en ocasiones
adoptaba un tono infantil, como el de una niña mimada, o una adulta que se
niega a mirar alrededor y prefiere refugiarse en el envoltorio indoloro y dulce
de la infancia.
—Carajo —dije, medio para mí mismo, medio para el cajón del buró.
—Acabo de tener una sensación... —Dorismar me miró con una ceja
levantada.— Una especie de conmoción. Muy dentro de mí. Si no supiera que
somos compañeros de oficina... —Parecía maravillosamente complacida
consigo misma.— No importa, Martín... ¿O sí? —Rápidamente se rascó la
cutícula del pulgar izquierdo.— En este momento me siento relajada. Supongo
que antes estaba tensa; no quería que... —Se quedó sin voz. Se acercó al otro
extremo de la cama y se acostó boca arriba, allí.— ¿Sabes que me gustas? Me
gustas muchísimo.
¡Tú no me gustas!, pensé.
—¿Me estás oyendo? ¿Martín?
No aguantaba más. Maldita sea, susurré, mientras la angustia del fumador
aferrado me invadía. Clavado al borde de la cama, los pies en el suelo, seguí
removiendo el interior del cajón del buró para localizar una inexistente
cajetilla de cigarrillos.
—Vaya. ¿Te quedaste mudo, mi amor?
La miré. ¡No vuelvas a llamarme así!, pensé. Mis manos no dejaban de
deslizarse dentro del cajón del buró como si la falta de nicotina me hubiese
infundido una necesidad excesiva. Dorismar estaba ahora abierta de piernas,
con los dedos en la panocha. Observé con indiferencia. Lo único que deseaba
era que se vistiera y se largara.
—Te estoy esperando...
Agarré un recibo del teléfono manchado de una sustancia oscura; desdoblé
el recibo, lo examiné con expresión crítica, lo volví a doblar y lo devolví al
cajón del buró. Luego hice un gesto negativo con la cabeza. Era la primera
respuesta que le daba a Dorismar y me desagradó suponer que ya le había
obsequiado un gesto. ¿Por qué no entiende que el asunto ya acabó?, me
pregunté. De reojo, noté que sus nacaradas uñas cuadradas ya escarbaban su
panocha.
—Quiero hacerlo otra vez.
Eso fue lo que ella dijo, pero a mí no me interesó. Y rebusqué una vez más
dentro del cajón del buró, moviendo los recibos del teléfono y el revólver.
—Martín...
La miré por encima del hombro. Se estaba masturbando con violencia.
Hastiado, tuve que aceptar lo obvio: ni una colilla aplastada había en el
interior del cajón del buró. Tragué saliva y no una vez sino una procesión de
viernes santo. Mi pobre corazón se preguntó por qué, por qué, por qué. Me
sentí como guajolote en vísperas de Navidad.
—Cógeme.
De pura irritación, cerré el cajón del buró y me incorporé. Detrás de mí, se
confundía el rechinido de la cama con los suaves gemidos de Dorismar. Que se
meta los puños si le caben, me dije mientras caminaba hacia la ventana y
entreabría las cortinas. Ojalá ya esté abierta la tienda de la esquina para ir a
comprar una cajetilla de cigarrillos. Pero todavía era demasiado temprano. Vi
que a un par de manzanas de distancia, allá en la esquina, en la otra acera, la
tienda no había levantado la cortina metálica. Los gemidos se volvieron
súplicas.
—Martín, ¡por favor! ¡Ven!
No, ya no me acostaría en la cama, al menos hasta que ella se fuera con
aspecto de no tener la intención de regresar. No toleré el exquisito aroma de su
piel que estaba impregnado en mis manos. ¿Cómo le decía que se debía
largar? Podía decirle la verdad: que mañana sería lunes, que mañana tendría
que ir a la oficina, que necesitaba dormir solo para poder conciliar el sueño...
No, sabía bien que esa no era la verdad. Detestaba su presencia. No quería
hablar con Dorismar, menos aún cogérmela otra vez.
—¡Cógeme!
Por fin volteé, con la náusea que me provocó el sólo imaginarla sudorosa y
con ese gesto de ansiedad que tanto empecé a detestar. Me aproximé y la tomé
de los hombros con presión inaudita.
—¡Eres una puta! —le grité.
Dorismar me miró alzando los ojos con una lujuria casi amenazadora.
—Tú eres un hijo de puta —dijo en voz baja, casi para sí, como si fuera un
secreto que no debiera abandonar el dormitorio.
Y me mordió en la oreja derecha. Casi cortándome el lóbulo.
—¡Ay! —gemí con el estilo de un perfecto maricón.
Dorismar se liberó de mis manos, se puso en pie de un salto, corrió hasta la
puerta del dormitorio y la cerró con seguro. Entonces se dio la vuelta y, con
una expresión salvaje, saltó (a mí me pareció que saltaba) directamente sobre
mi cuerpo. Cerré los ojos y me preparé para el impacto.
Pero ella ¿iba a conseguir lo que quería así? Sexualmente hablando.
Sujetándola, manteniéndola en un punto del suelo, un poco a la derecha del
montón de ropa tirada, gruñí:
—Lárgate, Dorismar...
—Cógeme. —Y esta vez me mordió en la boca; sus dientes chocaron
contra mí con una fuerza pasmosa y yo, y nosotros, y yo hice una mueca de
dolor, entreabrí los ojos sin querer. Aquello resultó ser un error capital. Porque
en ese momento caí; lo siguiente que supe fue que estaba debajo, inmovilizado
en el suelo; ella me había clavado las rodillas en los costados y me tenía
agarrado justo por encima de las orejas, con el pelo entre los dedos y tirando
hacia arriba como si quisiera arrancarme la cabeza de los hombros. Y al
mismo tiempo...
—¡Socorro! —exclamé débilmente.
Sin embargo, era evidente que los otros habitantes del edificio seguían su
psicopática rutina diaria sin prestar oídos a ninguno de los ruidos que brotaran
de mi departamento.
Yo, nosotros, yo divisé el picaporte de la puerta del dormitorio y empecé a
arrastrarme pulgada a pulgada en aquella dirección.
No llegué nunca.
Y lo que más me fastidia, pensé desesperado, es que cualquier otro hombre
heterosexual desearía estar en mi lugar.
—Dorismar —rechiné, intentando recuperar el aliento—, seamos
razonables. Lárgate, ¿de acuerdo? Por favor.
Esta vez me mordió la punta de la nariz; yo, nosotros, yo sentí cómo los
dientes se encontraban. Ella rio; fue una risa larga y resonante que me dejó
helado.
Creo que lo que va a acabar conmigo, determiné al fin después de lo que
me pareció un intervalo infinito de tiempo en el que ninguno de los dos
consiguió decir nada, son los mordiscos; va a morderme hasta matarme y yo
no puedo hacer nada. Me sentía como si hubiera despertado a la libido del
universo; era un poder elemental pero gigantesco lo que me tenía sujeto a las
duelas, allí, sin posibilidad de escapatoria. Ojalá entrara alguien, Dorismar, por
ejemplo...
—¡Cógeme! —ordenó la voz de Dorismar a un cuarto de pulgada de mi
oreja izquierda, ensordeciéndome. Entonces su cuerpo se echó un poco hacia
atrás, se sentó en cuclillas y se acomodó. Yo, nosotros, yo aproveché la
oportunidad y me alejé rodando; a gatas, me dirigí al cajón del buró, lo volví a
abrir a tientas frenéticamente para sacar el revólver.
Jadeando, ella me agarró por el tobillo y me arrojó contra el suelo; mi
cabeza golpeó el costado del clóset y emití otro amaricado ay mientras el
revólver se me escapaba de las manos y se alejaba rebotando en las duelas.
Con una carcajada, Dorismar me dio la vuelta y saltó sobre mí una vez
más; volvió a clavarme las rodillas y me bamboleó las tetas encima de la cara
mientras me sujetaba las muñecas y me inmovilizaba. Era evidente que no le
importaba si estaba realmente preparado, descubrí yo, descubrimos nosotros,
descubrí yo cuando mi verga se puso tan fláccida como una toalla mojada.
Tuve un último impulso, una última osadía.
—Espera... —dije con voz apagada—. ¡Chúpamela!
—¡No! —respondió ella, soltándome las muñecas.
Luego me exigió:
—¡Cógeme!
Se agarró las tetas y las apretó una contra otra, como si pretendiera
excitarme o retarme, o simplemente mostrarme lo que yo, lo que nosotros, lo
que yo debía comenzar a hacer.
Después murmuró:
—Vamos, quiero que me metas tu palo, mi amor.
Y añadió con un agudo alarido:
—¡MÉTEMELO YA!
Mi mano derecha corrió por su cuenta a buscar el revólver. Tuve
conciencia del desequilibrio de mi acción, del drama que la acechaba. El
tiempo pasó. Dorismar bramó jadeando:
—¡YA!
Los dedos de mi mano derecha encontraron el revólver. El cañón brilló
mientras mi brazo se rebelaba. Estaba escrito. Dorismar sólo fue un atajo
inhóspito y casual que jamás volvería a usar. Su figura voluptuosa, como un
desafío a las leyes de la gravedad y de la decencia, no me hizo probar nada
diferente. Era como un guiso recalentado e insípido. Solitaria, utilizaba lo que
tenía a la mano para obtener compañía y mendrugos de placer, y conmigo
obtuvo más de lo que esperaba. Apreté con fuerza paranormal el cañón contra
su frente.
—Hasta la vista, baby.
¿Parece demasiado fantasioso? No lo es. En estos tiempos el
comportamiento de muchos hombres es copia fiel de las películas que han
presenciado en el cine o en la tele. No es que las películas tomen como modelo
las líneas argumentales de la vida real. Sucede justo lo contrario. Hoy en día
son los hombres en apariencia reales quienes encuentran sus categorías
trascendentales en las butacas de un cine o en el sillón de su sala.
Dorismar lloró, suplicó, sacudió la cabeza con desesperación, besó mi
mano izquierda, se cubrió de ridículo...
—¡No me mates! ¡Por favor, por favor, no te he hecho nada!
—Mientes. Me has asustado en vano, eso es lo que has hecho. Tienes diez
segundos y luego te mando al otro barrio. Diez, nueve, ocho...
Después de los veintiocho años, los hombres acostumbran hundirse en los
peores lodazales, cometer las fechorías más estrafalarias y exigir, ante todo,
respeto a su salud.
—Perdóname, por favor. ¡Perdóname, Martín!
—...siete, seis, cinco, cuatro...
—¡Perdóname!
—...tres, dos...
Interrumpí la retrocuenta y estuve tentado a murmurar:
—Lárgate.
Pero, ¿por qué perdonar? No había nada mejor que la venganza.
—...uno.
Jamás había disparado un arma, lo que no me impedía tener una mano
resuelta. Si todo en la vida fuera como jalar un gatillo... El disparo surgió. Fue
un estampido seco, instantáneo, ridículo. Un sobresalto, un golpe en los
tímpanos, un traspié de los latidos del corazón. Dorismar dio un cabezazo
atrás, como si hubiera recibido un fuerte empujón, y cayó de espaldas,
golpeándose la nuca contra el suelo. Pedacitos de carne ensangrentados se
deslizaban por la pared de enfrente. La repercusión del impacto me aterrorizó
y luego algo me obligó a cerrar los ojos; ese algo, ese sentimiento que me
inundó, eso era la culpa. Requería oscuridad. La oscuridad era pura limpia, sin
imágenes ni visiones, la oscuridad no tenía final, no tenía fronteras, la
oscuridad significaba simplemente la disconformidad con lo que veía, la
negación de lo visto, el rechazo a ver. El asesinato es una cosa terrible que
pueden comprender incluso aquellos cuya salud mental no es muy buena.
Todo desapareció. Excepto el diablo. Pero no quedó nada más. Nada. Ni
siquiera sonido. Fue un lapso eterno, y me absorbió completamente.
No tengo idea de qué tiempo pasó entre aquel cerrar de ojos y el abrir
renovado de los mismos. Lo primero que vi fue la pared de enfrente. Ningún
cuadro, ningún retrato, ningún adorno. Sólo la familiar capa de pintura blanca.
Me espantó que esa pared se hallara tan ordinaria, tan carente de sangre. De a
poco mi mirada fue recorriendo las duelas del suelo. Pero de todos modos no
descubrí ni un rastro del crimen. Parecía como si yo, como si nosotros, como
si yo nunca hubiese asesinado a Dorismar. El cadáver no yacía en el suelo. No
yacía en ninguna parte. No existía.
El hecho de que algo haya ocurrido no es prueba válida de su existencia.
Me miré las manos, limpias y sin el revólver.
Experimenté la ausencia, el vacío absoluto de todo, a causa de ello.
—¿Qué ha pasado?
Palpé mi cuerpo. Aún estaba encuerado. ¿Ha transcurrido mucho tiempo?,
me pregunté. No podía saberlo; no tenía ninguna noción que me permitiera
intuirlo. Era de día. Más allá de las cortinas de la ventana, el sol se parecía a
una telaraña en cuyo fondo una nube se hacía pasar por una mosca atrapada.
Contemplé el reloj del buró: 10. 32. Las manecillas contenían el único punto
de tiempo finito que me quedaba, como un fósil arrojado a una orilla,
cristalizando para siempre una fugaz cadena de sucesos en un mar
desvanecido. Sin embargo, ahora apenas importaba la hora. Podían haber
transcurrido mil años, por lo que yo, por lo que nosotros, por lo que yo sabía.
El reloj no conseguía ayudarme.
Rápidamente introduje las manos en el cajón del buró. El revólver
reposaba debajo del montón de recibos del teléfono. Sujeté el arma con fuerza,
caminando y maldiciendo por motivos que no comprendía.
Irreflexivamente, me tumbé en la cama, perdido en mi desconcierto. Me
froté la frente una y otra y otra vez, esforzándome por recobrar mi vitalidad.
Un timbrazo. Dos timbrazos. Tres timbrazos. El día de mi cumpleaños
solía recibir varias llamadas telefónicas debido a que en la oficina había un
cartel que anunciaba el onomástico de los empleados. Fuera de esa fecha eran
escasas las ocasiones en las que mi teléfono llamaba, de modo que me pareció
muy raro escuchar el timbre de ese aparato sonando a las diez treinta y dos del
día. ¿Quién era capaz de buscarme a hora semejante?
—Bueno.
—Ah, por fin te dignas a contestar, Martín —dijo Dorismar del otro lado
de la línea.
—¿Tú? —exclamé—. ¡¿TÚ?! —Sin darme cuenta, había alzado aún más
el tono de la voz. Con gran esfuerzo recuperé el control sobre ella, pero no
pude evitar que mis manos temblaran; de hecho, temblaba todo mi cuerpo.
—Sí, soy yo —dijo Dorismar.
—¿Tú? —insistí.
—Sí, Martín —afirmó Dorismar con un barniz de extremo candor—. Soy
yo.
—¡¿Qué pasó?! —Mi pánico creció a medida que me obligaba a
controlarme a mí mismo.
—Nada. Ya sabes que aquí nunca pasa nada.
—¿Has... visto a Sergio?
—Sí. Anoche nos dimos un revolcón. No te voy a contar detalles, sólo te
diré que fue fa-bu-lo-so, ¿eh?
—¡¿Entonces..., sí tienes SIDA?!
—¡No!, ¿cómo crees? Siempre trato de ir a lo seguro, en serio.
—¡¿Entonces, qué?!
—Nada, Martín. Sólo quería felicitarte por las fiestas. ¿Cómo has pasado
la Nochebuena?
—¡¿Qué?! —grité—. ¡¿No estamos en junio?!
Dorismar rio y luego, con un clic, la comunicación se interrumpió. Ella
había colgado.
Quizá yo había leído demasiado, sin ton ni son, y careciendo de una sólida
formación literaria, me había vuelto loco.
Respiré lenta y profundamente, pero antes de que consiguiera dejar el
auricular en su sitio oí crujidos de pisadas que atravesaban el baño y llegaban
a la sala. Permanecí allí acostado, contemplando fijamente la puerta del
dormitorio mientras los crujidos se acercaban más y más. Cuando vi que el
picaporte giraba y que la puerta empezaba a abrirse, me puse de pie de un salto
aferrando el revólver.
La puerta se abrió del todo y apareció Dorismar, ¡sí!, jadeando con los
brazos extendidos, los labios agrietados y el cabello enredado. Parecía
borracha: se le movía la cabeza de un lado a otro y sus piernas se negaban a
sostenerle. Sin embargo, empezó a dirigirse lentamente hacia mí. A cada paso
la carne se le desprendía de la cara dejando ver los huesos y parte de los
dientes. No tenía ojos, pero en su lugar había una especie de luz roja que iba y
venía en las órbitas. Tampoco tenía ropa.
Intenté, sin lograrlo, convencerme de que todo era un espejismo, un
invento de mi mente, un recurso de mi enferma sexualidad por alcanzar la
recuperación, pero esa imagen de Dorismar era tan clara, tan real, que no tuve
más remedio que aceptar su existencia.
—¡No es posible! —gemí—. ¡Esto no puede ser!
Y entonces, mientras yo, mientras nosotros, mientras yo temblaba y me
cubría de sudor, los rasgos de Dorismar se fundieron y transfiguraron hasta
formar el rostro del diablo.
Me quedé perplejo.
—No es posible...
Dorismar continuó avanzando. La hembra era Dorismar otra vez, y seguía
siendo Dorismar. Así, Dorismar me estaba imitando... aunque puede que
«imitación» sea un término demasiado apagado, demasiado pasivo. ¿Debería
decir, más bien, que me estaba caricaturizando? En un segundo, en una décima
de segundo, había «captado» a todo mi rostro. No sólo adoptó y asimiló mi
semblante, lo remedó. Cada reflejo era también una parodia, una exageración
de mis gestos perplejos, pero era una exageración que era en sí misma tan
convulsiva como intencional... una consecuencia de la distorsión y la
aceleración violentas de todos sus movimientos faciales. Y súbitamente...
advertí de nuevo cómo se formaban los rasgos del diablo, y esta vez sus ojos
rojos se clavaron en mí.
Con una especie de horror, de espanto indescriptible, que no tiene en el
lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, levanté mi mano con el
revólver, el brazo muy extendido, y disparé una vez.
Dorismar emitió unos sonidos entrecortados mientras un grueso chorro de
sangre brotaba de la herida en su hombro izquierdo, que se hacía más grande y
profunda a medida que ella iba retrocediendo.
Las piernas no le sostuvieron y Dorismar se desplomó en el suelo del
dormitorio. En un intento de controlar la hemorragia, presionó la palma de la
mano derecha contra el hombro izquierdo, pero era inútil.
Yo, nosotros, yo me le acerqué.
—Jodido..., puto... —murmuró Dorismar; la sangre manaba de su hombro
formando unos arcos al tiempo que ella trataba de sonreír—, ni siquiera
puedes venirte adentro...
Vi un punto anaranjado que aumentaba de intensidad y de tamaño con cada
insulto, hasta incendiar por completo mi campo visual. Me agaché, le coloqué
el cañón del revólver en la frente y le dediqué una sonrisa preciosa. Sentí un
poco de ternura cuando su rostro reflejó una expresión de asombro, como si se
diera cuenta de que su muerte era inminente. No la culpo, el que mata por
primera vez tiene un nuevo brillo en los ojos, un brillo que le dice a los demás:
«Cuídate de este hijo de puta». La oí gemir:
—Lo siento, Martín, lo siento...
Si creía que iba a ablandarme con eso...
Como no tenía palabras nuevas, repetí las que ya sabía:
—Hasta la vista, baby.
Un torrente de sangre le tapó la cara, y la parte trasera de la cabeza le
explotó en un montón de fragmentos de huesos, masa encefálica y otros
tejidos.
Nunca olvidaré la felicidad que sentí cuando, por primera vez, descargué
leche en su vagina.
El cuerpo se limitó a estar allí tumbado, pero gradualmente adquirió lo que
hacía falta para hacerme eyacular. La frialdad, el aura de la muerte, el olor de
la muerte.
Claro, el olor a muerte me resultó muy erótico. También experimenté
atracción por la sangre. En el momento que me hallaba encima del cadáver,
echó sangre por todos los agujeros mientras le violaba apasionadamente...
Sangre...
Negruzca, la sangre traza grotescos dibujos sobre las duelas del suelo...
hordas fantasmales se apiñan sobre el cadáver de Dorismar... dedos espectrales
me llaman por señas... etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial
crescendo... distantes luces rojas danzan embriagadoramente en demoniaco
acompañamiento... un millar de martillos baten espantosas disonancias sobre
yunques en el interior de mi caótico cerebro... abrasadoras lenguas de invisible
llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma... no puedo...
escribir... más...

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