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Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
LA HEREJÍA DE HORUS
É
Él era un dios viviente, criado en un mundo de perpetuo crepúsculo, uno
de los veinte increíbles hijos creados por un hombre que era más grande
que todos ellos, y que era así mismo una especie de escultor.
Se llamaba Konrad Curze y, aunque tenía muchos dones concedidos por su
padre, la cordura no estaba entre ellos.
-No, no, no, no- dijo. Para su visión de amplio espectro, su exhalación era
una nube brillante en el aire helado. Era extraño, había pensado Curze en
uno de sus momentos más cuerdos. El ya muerto Nostramo era a menudo
sofocante. Anhelaba su oscuridad, pero el calor no lo echaba de menos.
Ahora estaba desnudo, excepto por un pequeño manto de plumas negras
que había visto mejores días, pero no sen a el frío.
-Así no es- las pálidas manos manchadas de sangre arrancaron el rostro de
la gura. No era el original, así que se soltó fácilmente; las limpias suturas
que lo mantenían en su lugar se rompieron sin mucho esfuerzo por parte
de Curze. Desechada, la cara cayó al suelo, donde comenzó a congelarse.
El hombre que formaba el núcleo de la estatua de carne de Curze había
estado vivo cuando el Primarca comenzó, clavado y atornillado en su lugar
para ser viviseccionado en el momento oportuno. Sus gritos habían
animado la atmósfera hasta que, de manera egoísta por su parte, murió. Se
había reemplazado gran parte de ese primer desafortunado: sus brazos se
habían alargado con ar culaciones adicionales, cuatro piernas mal
emparejadas se situaban allá donde habían estado las dos con las que
había empezado, habían par do su torso y se le había empalmado una
segunda columna vertebral; su cabeza se había conver do en un
conglomerado de cuatro cráneos rotos y el silencio sus tuía a su voz.
Curze volvió a dar un paso atrás. Sus pies descalzos se movían lentamente
sobre el suelo helado sin sen r moles as. Puso el mentón sobre su
sangrienta mano y miró su trabajo con ojo crí co.
Cruze tamborileó sobre su rostro con una uña negra, suspiró y volvió al
trabajo. Durante otra hora rasgó, desgarró y cosió, mas cando la carne
hasta ablandarla cuando lo necesitaba antes de presionar la goteante
masilla en su lugar. Hablaba ocasionalmente mientras recogía los
materiales del suelo. Las suaves sibilancias, de las cuales el nostramano
estaba considerablemente bendecido, creaban un susurro sobre la piedra y
el hueso, silencioso y venenoso como las serpientes. Los rápidos mordiscos
que daba cuando arrancaba la carne de los montones que formaban los
restos de los cadáveres resonaban con fuerza. Su respiración era agitada.
Era la cueva de un depredador, llena de sonidos del depredador. La morada
de un león enfermo, cercano a su muerte, pero aún más mor fera a causa
de ello.
Finalmente asin ó con alivio.
-Creo que casi te tengo, padre- dijo, y se puso a dar los úl mos retoques.
Le llevó un empo ajustar la cara que eligió al conglomerado de cráneos.
La es ró calentándola con erno cuidado antes de rar de ella con los
dientes y las manos. Cuando juzgó que el tamaño de la cara era el correcto
la cosió en su lugar, dejándola tensa como la piel de un tambor. La piel
robada se rebeló contra su nueva forma, rando con fuerza de los hilos de
pelo humano, pero se mantuvo en su lugar. Cruze dio un paso atrás y
anunció, con un complacido silbido, que estaba sa sfecho.
Caminó lentamente hasta el lado más alejado de la habitación, se agachó
frente a la gura y dobló sus largos brazos frente a él de la misma forma
que un murciélago cierra sus alas cuando descansa. Su forma se había
vuelto más bes al desde los días de la gran traición. Sus dedos eran largos
y agarrotados, la columna vertebral presionaba contra la piel de su
espalda, sus cos llas estaban arqueadas hacia arriba como los pilares de
un techo abovedado y, en los lugares más luminosos de la cámara, las
telarañas que formaban sus venas eran visibles bajo su pálida piel. Esa
corrupción no era culpa suya. Nada de esto lo era.
La monstruosa estatua le miraba jamente en un rígido silencio, con unos
ojos que no veían y cuya es rada y apretada boca mostraba una sonrisa
apesadumbrada. Bajo la sangre congelada que teñía el trono, el oro
brillaba.
Curze esperó pacientemente a que la gura hablará. El empo avanzaba
hacia la muerte del Primarca. A diferencia del rápido uir de los años en su
larga vida, estas úl mas horas se alargaban, largas y plácidas, como un río
al acercarse a su unión con el mar. El empo que le quedaba pasaba lenta e
inexorablemente y, aunque se arrugaba con la turbulencia de los ‘quizás’,
se dirigía hacia una indiscu ble dirección.
Iba a morir pronto, en ese palacio, esa noche, como siempre lo había
sabido.
Curze no sen a ninguna impaciencia. Estaba tranquilo.
-Padre- llamó Curze con una sonrisa malvada.
La gura permaneció inmóvil. La compuesta mandíbula estaba cerrada y
sus alargados labios, es rados y tensos.
Curze esperó a que las palabras llegarán a su mente y esparcieran su
tristeza por toda su destrozada alma.
-Konrad Curze- dijo nalmente éste cuando vio que la gura no decía nada
en absoluto. Curze frunció el ceño y se rascó la oreja como si fuera un
perro. -No me gusta ese nombre. ¿Por qué me llamas así?
-¿No dices nada? Pues que así sea- Konrad Curze apiló un montón de
miembros y se sentó encima de ellos. -Entonces, te voy a contar una
historia- con nuó. -La de por qué eres un mal padre- soltó una risilla
nerviosa. Un c le recorrió el codo izquierdo, subió por sus hombros y le
atravesó el rostro. Terminó con una sacudida en el cuello que hizo que su
sucio cabello negro se balanceará. Cruze gruñó enfadado por el
movimiento involuntario y cuando volvió a hablar lo hizo rápidamente,
para que su discurso superará a los espasmos.
-Ya sabes lo que va a pasar pronto- inclinó la cabeza como si estuviera
escuchando. -¿Puedes oír el silencio? Este lugar nunca está tranquilo.
Nunca. ¿Sabes por qué?- preguntó de manera conspiratoria. -Tú lo sabes,
te conozco. ¡Tú lo sabes todo!- Curze baja el tono de su voz. -Mis hijos
lloran la proximidad de mi muerte. Me odian por no permi rles que lo
impidan- miró con disimulo a su alrededor hasta posarse sobre una caja
torácica fusionada mucho más grande que la de un hombre normal al otro
lado de la habitación. -Si intentan detenerla, morirán, y ellos no quieren
morir. Así que no nos molestarán- sonrió con sa sfacción y después se
tranquilizó. Conseguía mantener la máscara de la cordura sobre su
torturado rostro cuando hablaba con sus hijos, pero era di cil no mostrarlo
aquí, al hablar con su padre. Esto era mucho más ín mo.
-Sí- contestó, respondiendo a sus pensamientos como si la escultura de
carne fuera quien los hubiera expresado. -Este eres tú como padre y yo
como hijo. Cuando somos padres, debemos ser fuertes. Cuando somos
hijos, podemos ser débiles, porque nuestros propios padres son fuertes
por nosotros. Creo que así es como se supone que debe ser- parpadeó
con unos ojos tan dilatados que el iris era una banda casi invisible y
comprimida entre la escleró ca y la pupila. La mueca de desprecio de
Curze desapareció. La expresión de su rostro se volvió abierta y
avergonzada. En ese momento se mostró bello a pesar de la degeneración
que sufría.
-Padre, este es mi confesionario. No espero que me perdones- dijo la
úl ma parte en voz alta y rápido, por si la gura ofrecía su perdón. -Y
nunca podré perdonarte- se inclinó hacia delante. Su cabeza sobresalía
sobre un cuello que había crecido demasiado. Sus huesudos hombros se
encorvaban por encima de su cabeza. Con el manto de plumas que los
cubría se asemejaban a las alas de un pájaro carroñero posado sobre el
cadáver del que se alimentaba. -Sólo quiero que me escuches.
Le imploró en silencio a su padre. Cuando no hubo respuesta, la mueca de
desprecio volvió, y su cabeza volvió a sacudirse.
Curze se rio tontamente. Juntó las manos ante su rostro como en una
parodia de oración.
Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo que solo él podía oír. -
Cierto, sí. Por supuesto- asin ó. Mostró una sonrisa llena de dientes
negros. -Me estoy adelantando y eso no es lo que pretendo.
-Escúchame, padre, por úl ma vez. Este es mi evangelio. Mis úl mas
palabras antes de la reivindicación nal- soltó una risita entre sus a lados
dientes. -Empecemos con cómo llegué hasta aquí desde el rescate de la
prisión en la que Sanguinius creyó conveniente meterme- Curze se
agachó. -Empezaremos con el principio del n.
DOS
FILÓN
La muerte se anuncia de la manera más inocua, pensaría Elver más
tarde durante esos largos años de camino a Tsagualsa. A menudo no tenía
nada en lo que pensar, excepto en la muerte. Suponía que no tenía otra
opción. El día más importante de su vida fue el día en que la muerte vino
por él y le estuvo rondando por el cuello para el resto de su vida. No vino
con fanfarrias o con una pavorosa expectación, sino que se anunció con el
suave y vibrante sonido de un auspex que volvía a ac varse.
El ruido lo llenó de temor. Nunca supo cómo funcionaban sus
presen mientos, pero lo hacían y le insinuaban cosas horribles que
estaban a punto de suceder. Nunca con la su ciente claridad como para ser
realmente ú les, pero sí lo su ciente como para entrar en un estado de
pánico. Supo que esa reac vación era mala desde el principio.
La reacción del resto de la tripulación del Sheldroon estaba en desacuerdo
con el ceño fruncido de Elver. A diferencia de él, ellos estaban
emocionados. Poco después todos estarían todos muertos, así que, ¿quién
tenía razón, eh?
-¡El auspex ha vuelto!- anunció el maestro de la adivinación de la
Sheldroon, Tolly Kiner. Tolly, al igual que el resto de la tripulación, tenía un
tulo elegante, aunque carecía de la formación o cer cación para
respaldarlo. Debido a que se le daba mejor que al resto el operar el
pequeño sensorio de la Sheldroon, él era el maestro de la adivinación.
-¿Qué?- el capitán Overton giró es rando su cuello y miró por encima del
respaldo de su sucio trono. El resplandor del metal grasiento del asiento
igualaba al de la avariciosa chispa que brillaba en los ojos de Overton. Era
un hombre tosco, de ape tos desagradables y un temperamento di cil. Las
palabras amables rara vez escapaban de sus gordos labios.
Has oído bien, pensó Elver. Puedo verlo. Puedo verlo en tu fea cara. Hueles
el dinero.
-Está justo ahí, capitán, justo ahí, en la pantalla. Eche un vistazo. ¡Eche un
vistazo!- Tolly Kiner se frotaba las manos, arrugadas a causa del aceite. -Es
un lón, ya le digo yo. ¡Un lón!
Presionó los ojos contra el cuello del visor. La luz verde se ltraba por los
lados, ntando las arrugas de su rostro.
-¿Es bueno, capitán?- preguntó Gravek desde la zona baja del estrecho
puente. Él era quien tendría que hacer todo el trabajo si así lo fuera.
Atrapar basura en el vacío del espacio no era fácil.
-Es metal, eso es seguro. Kiner también ene razón sobre la fuente de
energía, suena alto y claro. Pues si...- su voz se fue apagando mientras
digería lo que la pantalla de video le decía.
-No me gusta todo esto. Creo que deberíamos dejarlo donde está- sugirió
Elver.
Overton lo miró. -¿Qué?- comenzó con burla. -Podría ser algo o no ser
nada- se encogió de hombros. De nuevo, sus intentos por disimular no
funcionaron. Overton pensaba que era algo y era valioso.
A Elver no le gustaba el tono de Overton. No le gustaba Overton en
absoluto.
-Sí- insis ó Elver. -Podría ser cualquier cosa y podría ser malo.
Overton observó de nuevo por la mira del auspex. Presionó con más fuerza
su cara contra el caucho para tapar la luz, lo que hizo que sus gordas
mejillas sobresalieran por el borde.
-Ah, no sabes nada- refunfuñó Overton. Compar a a menudo dicha
opinión sobre Elver. -Vosotros los jóvenes que subís a bordo os creéis que
lo sabéis todo. No se llega a ser un capitán cartógrafo de una nave tan
buena siendo cauteloso.
Elver no creía que la Sheldroon fuera buena. Pensaba que era chatarra, y
que lo más seguro es que así fuera. Medio millón de toneladas de carguero
sublumínico, oxidado y lento, viajaba de un lado a otro en un bucle de
cinco años entre dos sistemas deprimentes que la suerte galác ca colocó
muy cerca el uno del otro, pero que no otorgaba más ventajas que esa. Si
alguien hubiera hecho girar a Elver hasta que se mareara y lo hubiera
puesto en Diamante o en Xen V, no habría sido capaz de decir en dónde
estaba. Los mundos terminales, tanto el uno como el otro, eran sombríos y
mugrientos.
Overton ya había tomado una decisión. Para parecer re exivo y sensato,
ngió pensar en el plan de acción, cuando en realidad todos sabían que ya
deberían estar persiguiendo a esa maldita cosa.
-Tendrá piezas de tecnología, quizás arqueotecnología, y valdrá una
pequeña fortuna. Todavía hay mucho equipo otando por ahí después de
la guerra. Mucho- Overton era codicioso y además, nunca dejaba de hablar
de la maldita guerra, a pesar de que ocurrió cuando Elver era todavía un
bebé. Era ya historia an gua. El Señor de la Guerra fue derrotado. En sus
momentos más amargos, Elver sospechaba que, a la gente como él, le
habría importado un bledo si Horus hubiera destronado al Emperador.
Nació para vivir la miserable vida de un ‘vacío’ y así seguiría sin importar
quién era el amo de la galaxia.
Overton inhaló con fuerza, carraspeó un montón de ema y lo escupió en
la cubierta. Esta cayó a través de la rejilla y siseó sobre la maquinaria
sobrecalentada que había debajo. -¡Gravek! Baja la velocidad, colócanos
en un rumbo paralelo al del objeto a rescatar antes de que se pierda en el
vacío.
-Más vale que sea un buen hallazgo- gimió Gravek. -Esa pequeña curva no
parece gran cosa- comentó al empo que pulsaba el grá co de corrección
de rumbo en su pantalla rayada. -Pero será costosa en combus ble y
empo. Tardaremos una semana en volver a nuestra velocidad actual y
más si tenemos que ir por debajo de la mitad de la velocidad de la luz-
sus objeciones eran más un ritual que realmente autén cas pues ya estaba
moviendo palancas y presionando botones. El mbre de la cansada y vieja
voz de la nave cambió como respuesta. Las fuertes vibraciones hicieron
temblar su marco de vacío cuando los propulsores de maniobra principales
intensi caron su ac vidad.
La desaceleración consumía mucho empo, era arriesgada e incómoda
para la tripulación y esa era la parte fácil. Atrapar el objeto era donde
residía el desa o y esta vez no fue una excepción porque, aun cuando la
Sheldroon nalmente estuvo en una trayectoria óp ma, tardaron dos días
enteros en traer el objeto a bordo.
Elver corrió desde el puente hasta la bahía de atraque tan pronto como la
no cación resonó por los agujereados corredores de la Sheldroon. Había
tenido la esperanza de que fuera un pedazo de chatarra sin valor; y aunque
eso habría sumido a Overton en un estado de ánimo de perros que todos
ellos sufrirían, la chatarra no podría herir a nadie. Los entusiasmados gritos
que se oían por la red de vox de la bahía de captura le decían lo contrario.
El aire seguía saliendo hacia el espacio. En un estado de ligero terror se
apresuró a colocarse el respirador y los tanques de aire. Cuando entró en la
abarrotada bahía y vio el objeto que habían recuperado, supo que tenía
razón en tener miedo.
El olor del vacío del espacio se abría paso a través del de ciente
impermeabilizado de su máscara de respiración. Algunas personas lo
describían como acre, otros como polvoriento, pero, sin importar cómo lo
percibieran, a la mayoría de la gente parecía gustarle. Sin embargo, a Elver
no le gustaba. Le parecía horrible pese haber nacido con ese olor pegado a
la nariz. Le era di cil describirlo. Era como el del metal ardiendo o el del
aire ionizado causado por una quemadura láser. En cualquier caso, no era
agradable; era un olor químico tan áspero y seco que le raspaba el interior
de la nariz hasta que las membranas crujían. Una vez que pasaba por las
fosas nasales le arañaba la garganta. Le hacía estornudar. Le hacía que los
ojos le lloraran y que le goteara la nariz. Después de estar en las esclusas
de aire, en la bahía de recepción o en cualquier otro lugar donde la
tripulación hubiera dejado salir el aire y entrara el vacío, estaría durante
horas ahogándose en mocos.
En ese preciso momento, no estaba muy preocupado por los mocos.
La garra de salvamento extensible de la Sheldroon sujetaba el objeto
mientras se movía sobre los rieles montados en el techo, que bajaban por
el túnel de acceso externo del hangar hasta la esclusa de un solo
reves miento que separaba el interior de la nave del espacio. Los lúmenes
iluminaban el interior del túnel con el color del sodio y le daban al premio
tonos anaranjados mientras éste se abría paso rechinando hacia el interior.
Había visto sarcófagos en un par de ocasiones. Una cuando la nave de su
madre llevó un cargamento de especialistas suspendidos en metalón a un
puesto fronterizo en medio de ninguna parte. La otra vez fue cuando pasó
silenciosamente al lado de tumbas llenas de ataúdes de piedra hechos para
cosas que carecían de proporciones humanas. Eso fue en Galenar, hace
más de un siglo, metafóricamente hablando. Su madre había pensado que,
al menos una vez en su vida, debería ver un mundo con plantas y con un
cálido sol que brillará en el cielo. Eso solo sucedió una vez, ya que a su
madre no se le pasaría por la cabeza pagar una segunda vez para tal
experiencia.
Este objeto, bueno, se parecía a los ataúdes de metalón y a los sarcófagos
alienígenas: un estuche para momias dejado a la deriva de las corrientes
estelares y que la Sheldroon había sacado de los abismos estelares. Era
inmenso, demasiado grande para un ser humano. El solo hecho de estar
cerca de él hacía que su talento secreto se volviera loco de terror, y no
necesitaba su don para decirle que era el colmo de la idiotez el haber
traído el objeto a bordo. Irradiaba maldad.
La bahía de captura no era muy grande; no más grande que un hangar que
pudiera albergar una pequeña nave. La esclusa de aire era pequeña y no
estaba equipada con ningún escudo atmosférico por lo que, cuando se
abría la puerta, la bahía de recepción tenía que estar vacía. Las
operaciones se controlaban desde una estrecha galería situada detrás de
una ventana curva de envejecido plastek. Siglos de remiendos e
improvisaciones habían robado parte del espacio y la u lidad de la bahía,
así que, en ese sen do, era como cualquier otra parte de la Sheldroon.
Traer cualquier cosa a bordo consumía empo y costaba dinero, por lo que
en la mayor parte de las ocasiones no u lizaban la bahía de captura para
tal tarea, sino que la u lizaban como un almacén al uso, manteniendo allí
las cosas que no tenían ningún otro lugar donde colocarse. Para la
Sheldroon el salvamento era una ac vidad secundaria y oportunista, pues
era una nave vieja y ciega, a causa de su limitado sensorium, cuya
intención no era la de encontrar una aguja de riqueza en el gran pajar que
era el vacío. El anciano espíritu máquina de la nave se pasaba todo el
empo mirando hacia delante en busca de peligros. La magnetoproa
apartaba a un lado la mayor parte de los desechos en suspensión, pero
cualquier cosa de más de media tonelada representaba una amenaza a la
velocidad de la luz y no era para tomárselo a broma.
Recuperar un objeto era un juego de azar que se jugaba en los límites del
sistema, no en las profundidades del vacío interestelar. Por lo general, lo
que encontraban era demasiado grande como para llevárselo consigo y casi
siempre se movían demasiado rápido como para interceptarlo. Si
encontraban el casco de una nave o un campo de escombros, marcaban su
ubicación y vendían los datos. Hablar de glorias perdidas era el pasa empo
favorito de la tripulación, y a Teach le gustaba especialmente divagar sobre
las pagas extras que habían vislumbrado pero que no pudieron atrapar.
Todo esto no era más que un sinsen do sen mentalista ya que, cuando
traían algo a bordo, siempre era un montón de chatarra del que, con
suerte, conseguirían unas cuantas águilas dobles y la mayor parte de ese
dinero se lo llevaba Overton.
Pero esta vez, no fue así. A primera vista era obvio que este disposi vo era
valioso. Su super cie estaba llena de impactos de escombros pero que, por
lo demás, parecía rela vamente nueva. Unos cuantos indicadores
luminosos brillaban levemente en un profundo canal situado en el lateral
donde eran visibles los elementos de la maquinaria. Fuera lo que fuese,
estaba funcionando. Por lo que pudo observar, estaba construido por el
hombre y zumbaba con el sonido que emite la alta tecnología. Era de una
manufactura tan na que hacía que la oxidada y peligrosa garra que lo
sostenía pareciese rudimentaria y que toda la bahía de carga pareciera aún
más destartalada.
Todos los pasajeros y casi toda la tripulación estaba allí; tan sólo Gravek
estaba ausente, pues protegía celosamente su puesto contra cualquiera
que pudiera usurparlo, es decir, lo protegía de Elver.
Eso signi caba que había vein trés tripulantes y cuatro pasajeros
hacinados en la bahía. Los pasajeros pertenecían a una clase con dinero
su ciente como para dejar su mundo natal, pero no lo su cientemente
ricos como para permi rse un camarote en una nave con capacidad para
viajar por la disformidad. Una familia de tres integrantes estaba tan
emocionada como la tripulación. La cuarta persona, algún po de o cial de
poca importancia supuso Elver, viajaba solo y se encontraba apartado, con
la preocupación re ejada en su rostro, de formas anodinas y fácil de
olvidar.
Elver entendía por qué el hombre estaba preocupado y el miedo llenó la
boca de su estómago como si fuera plomo fundido.
-¡Vamos a ser ricos!- gritó alguien. Elver pensó que había sido Teach, pero
era di cil de saber cuándo todos ellos hablaban a la vez a través de sus
respiradores. Los vocoemisores que llevaban los respiradores eran de una
calidad irrisoria, y hacían que todo el mundo sonara como si fueran
servidores que no funcionaban bien.
Elver no pasaba de la puerta. La mitad de la tripulación estaba en la zona
de descarga de la bahía, rodeando el espacio central donde dejarían caer la
cápsula. El resto estaba sobre la pasarela que se alzaba alrededor de los
lados de la habitación, la cual aún no habían cubierto con más cargamento.
Se oían gritos de alegría y vítores por el vox. La mínima parte que Overton
compar ría con la tripulación sería más dinero del que ganarían en toda su
vida.
Si viven lo su ciente como para cobrarlo, pensó Elver. Vivía en una época
de cinismo y él era un claro ejemplo del pesimismo que lo acompañaba.
-¡Traedlo! ¡Traedlo!- la voz de Overton, deformada a causa del vox, se oyó
por encima de las cifras cada vez más elevadas por el pago del objeto
rescatado que la tripulación intercambiaba entre sí. Tales cálculos
entusiastas ya habían dejado de ser fac bles hacía rato y no paraban de
crecer. Se presionó un botón verde sobre un sencillo podio de control.
Sonó un claxon. Las luces giraron y la garra recorrió con un chirrido los
úl mos metros del acceso a la bahía de captura.
El sarcófago se deslizó del desgastado agarre del brazo mientras éste giraba
para colocarlo en el centro de la cámara. La parte baja del sarcófago golpeó
la cubierta para después caer a lo largo con un resonante estruendo que
dispersó a la mul tud. Durante un segundo hubo silencio, hasta que un
hombre llamado Colan Barkar gritó con nervioso alivio:
Mankor les lanzó una mirada fulminante. -Es un campo de estasis. ¿Cómo
voy a poder obtener lecturas de lo que hay en su interior? Es imposible.
El empo se detuvo ahí dentro.
-¿Qué?- la pregunta le llegó de forma muy débil, pues apenas oía por el
zumbido.
Elver se tambaleó hacia atrás y medio se desplomó sobre sus compañeros
de tripulación. Éstos se quejaron en voz alta de su torpeza y le empujaron
de un lado a otro. Nudos de oscuridad giraban alrededor de la periferia de
su visión. Le costaba aguantarse de pie.
-Dijo que es un Primarca- respondió el cuarto pasajero mientras se abría
camino hacia adelante.
-No están muertos- gritó otro. -Guilliman, Dorn y el resto están en Terra,
¿no?- no sonaba muy seguro de sus palabras.
-¡Es imposible!
-No es imposible- corrigió el cuarto pasajero, con aire de erudito. La
tripulación lo escuchó pese a que normalmente habrían robado a un
hombre así si lo hubieran encontrado solo. -Hay unos pocos
desaparecidos. Todos ellos están designados como traitoris extremis.
Los ven ladores del reciclador vomitaron una columna de aire apestoso
en la interminable noche de Nostramo. Las hojas giraban sin descanso
sobre chirriantes cojinetes, succionando la fé da atmósfera de los niveles
más profundos de la colmena de Nostramo Quintus. El calor reu lizado
elevaba la temperatura del apartamento a niveles insoportables y llenaba
el interior de sus paredes con el espeso olor de los ves bulos
superpoblados y los cuerpos sudorosos, de los centros de recuperación
que funcionaban mal y del agua viciada. Pero, por encima de todo, era el
hedor de la basura lo que la ahogaba, ese olor intenso y cobrizo que te
llena la boca y es tan parecido al olor de la sangre podrida. Nunca se
quitaba de sus ropas. Ni de su pelo.
Ese olor era uno de una lista de cosas que Talishma no echaría de menos.
Ella se iba, y se iba con su mejor ves do.
El cuerpo de Arjash se lo habían llevado de su lado para reciclarlo. Todo lo
que le quedaba de él, de su vida juntos, eran unos pocos efectos
personales. Ella había puesto el mejor traje de Arjash en la cama. Pensó
que podría ser simbólico y que le ayudaría. Pero no fue así debido a que las
ropas creaban un contorno hueco que distaba de parecerse a la forma de
un hombre. Era lo mejor que podía hacer. Los rasgos del rostro de él
aparecían borrosos en su mente. Las pocas fotos que ella tenía no
capturaban el aspecto que él había tenido en vida. O tal vez sí lo hacían y a
ella ya se le estaba olvidando.
Los ven ladores seguían rugiendo. El apartamento de una sola habitación
tenía una única ventana. Hacía demasiado calor en verano como para
mantenerla cerrada. El ruido de los ven ladores demarcaba su mundo, un
muro de sonido y olor que borraba la ciudad que había más allá. Las luces
de la cúspide más cercana formaban una resplandeciente corriente de
color que centelleaba a través del aire caliente. El chirrido de los motores
de los vehículos y el gemido de las bocinas en la calle del des ladero
añadían una segunda nota al sonido de las aspas de los ven ladores. Desde
que recordaba esos sonidos siempre habían delimitado su mundo.
Se giró lentamente y se jó en todos los detalles de su pequeño cuarto: la
puerta plegable, rota, que conducía al pequeño ablatorio, el incómodo
espacio de la cocina, bloqueado por la entrada, la silla y el cofre, que eran
los únicos muebles de la habitación a parte de la cama... la cama. No podía
mirarla. La cama donde había pasado muchas noches con Arjash, contenta
a pesar del sonido de los ven ladores y de su as xiante hedor. El único
lugar donde se había sen do feliz o segura.
La cama que ahora sólo esperaba el cuerpo de ella, donde las ropas de su
marido muerto descansan vacías.
A los ven ladores eso no les importaba.
No podía soportarlo. Se tapó los oídos y sofocó un grito. Era gracioso, dado
lo que pretendía hacer, que no quisiera gritar. Los gritos traían problemas.
Ansiaba un poco de dignidad al nal. Sollozaba en silencio, la saliva bajaba
de su boca y cerraba los ojos con tanta fuerza que éstos se desvanecían. Su
cara estaba hinchada. Nunca se veía bien cuando lloraba. Arjash siempre le
decía eso, burlándose de sus lágrimas. Una sonrisa intentó aparecer ante el
recuerdo, pero se ahogó ante la dura competencia con el dolor.
No oyó la puerta. No escuchó cómo el corte realizado por unos dedos
como cuchillas rompió todas y cada una de las cerraduras con un
chasquido metálico. Habían robado en su apartamento en múl ples
ocasiones, mo vo por el cual tenían muchas cerraduras. La puerta tenía
marcas de la violencia que había sufrido; patadas, golpes y destrozos
causados por gatos hidráulicos. Esta entrada fur va fue suave comparada
con las botas que habían atravesado los paneles, o los sopletes que habían
reducido su primera cerradura a un charco de metal. La entrada se realizó
con respeto a los ocupantes, pues el intruso no deseaba in igir más daños
de los estrictamente necesarios. Ella seguía llorando y no vio cómo el
intruso se inclinó dos veces para hacer pasar su cadavérico cuerpo y se
quedó de pie como un corpulento sauce, cuya inhumana cabeza rozaba el
techo.
Pero ella lo olió. Su penetrante olor superó al del horrible olor del
reciclador de aire. Un fuerte olor que le recordaba a la muerte.
Los sollozos se apagaron. Respiró con di cultad, se quitó las manos de los
oídos y se giró para mirar a la criatura que había entrado en su santuario.
Mantuvo los ojos cerrados durante varios segundos escuchando su
respiración, silenciosa pero audible sobre las atronadoras aspas de las que
dependían cientos de vidas.
-Acechante Nocturno- nombró, abriendo los ojos mientras pronunciaba las
palabras.
-He venido a por - le informó el Acechante Nocturno. Su cuerpo estaba
envuelto en trapos negros cosidos con las ropas de una docena de
cadáveres saqueados; ningún sastre de Nostramo se atrevería a ves r a
semejante pesadilla.
-¿Por qué?- preguntó ella. Estaba demasiado cansada como para sen r
miedo. La situación era surrealista. -No he hecho nada malo. He vivido
toda mi vida lo mejor que he podido.
-Todo el mundo sueña con las Afueras de la Ciudad- respondió con voz
suave pero desa ante. -Traté de conver rme en alguien que pudiera ir
allí. Fracasé. Pero no hice nada malo al intentarlo. Nunca he hecho daño
a nadie, ni he querido hacerlo. He sufrido la vida aquí sin quejarme. ¿Por
qué estás aquí?
-No de la forma en la que acabaré con go- siseó. -Lo que te voy a hacer te
hará desear haber optado por vivir. Voy a hacerte tanto daño como sea
posible.
Sacó un cuchillo largo que había hecho él mismo. Era horrible, era la
espada de un asesino, pero con ella podía obtener las agonías más
insoportables.
-¡Espera!- rogó ella. La espada siseó por el aire.
Curze sonrió. -Ya no deseas morir. Me doy cuenta. Es una lás ma, pero
hay que hacerlo- avanzó hacia ella. -Siente alegría porque tu muerte
traerá jus cia a este mundo. Siente alegría porque traigo orden.
Volvió a cortar. Esta vez sí gritó. Una cálida y húmeda gota de color rojo
salpicó la mejilla de Curze. Éste luchó contra la necesidad de lamerla. Debía
estar sobrio y serio. -Te aseguro de que no disfruto de esto en absoluto.
-La jus cia es dura y cruel y yo soy duro y cruel- gruñó acusando a la
gura. -Eso es lo que soy. No puedo ser de otra manera.
-La misericordia es un lujo- murmuró Curze para sí mismo. -La jus cia
debe ser in exible. La jus cia es necesaria para la ley- explicó,
lamentándose. -Los humanos son bes as, incapaces de seguir las leyes.
Tratan de subver r sus propias leyes a cada paso, de alejarse de las
restricciones que imponen a los demás. Los individuos mienten o se
escabullen, convencidos de que ellos y sólo ellos son especiales, y que las
reglas deben regir a todos los demás menos a ellos mismos. Necesitan el
miedo para obedecer. Necesitan que se les enseñen lecciones de dolor
para aprender que todos son responsables. ¡Todos ellos!- gritó. Su
hombro tembló, lo que hizo sacudir su andrajosa capa. -No puede haber
jus cia sin miedo, no puede haber miedo sin sufrimiento- con nuó. Se
abstuvo de exponer sus dudas a su padre, pues estaba allí para hacer lo
contrario, pero cuanto más intentaba convencer a la gura de su rec tud,
más le roía la duda, y eso lo enfurecía. ¡Se suponía que esto iba a ser su
discurso de despedida!
El azar rompió el hilo de sus pensamientos antes de que éstos volvieran.
Un esclavo se dirigía a la cámara. Curze escuchó sus vacilantes pasos antes
de que lo pudiera podido hacer un hombre mortal. Eran tan claros para él
como lo pudiera ser una marcha de ar llería, pese a que estaban
amor guados por las plumas que había sobre los mosaicos de dientes
humanos del nal del pasillo, detrás de las puertas. Venía solo. El pasillo
era largo, pero no lo su ciente como para que los sen dos preternaturales
de Curze no pudieran oír todo lo que ocurría en su interior. Sus hijos
bastardos ni siquiera habían escoltado a su mensajero hasta la entrada.
Cobardes.
Al instante, sonó un tembloroso golpeteo.
La puerta era pesada, hecha de hueso unido a nivel molecular. El trabajo
había sido me culoso y muy entretenido de ver. Una banda de miserables
artesanos, de los que se aseguraron de que por lo menos uno de ellos
sobreviviría, limpiaron, moldearon y colocaron los huesos para que los
soldaran sus compañeros. Cuando se agotaban los suministros, se elegía a
uno de ellos por sorteo y se le desmembraba vivo frente a los demás,
después sus huesos se hervían, se limpiaban y se les pasaban a los demás
para que con nuaran el trabajo. Curze salivó ante el recuerdo del olor a
miedo que rezumaban. Al úl mo se le había enviado de vuelta a las
cavernas de los esclavos, recompensado con marcas en la piel y la mente
rota, aunque no lo su ciente como para no poder transmi r nuevos
sermones acerca de la maldad de la humanidad a los demás. Así se
difundió el evangelio de Curze.
-¡Entra!- gruñó el Acechante Nocturno.
La puerta se abrió silenciosamente hasta que se enganchó en un tozo de
carne perteneciente a un muslo y quedó atascada con un suave chapoteo.
Entró una pequeña luz y, tras ella, un hombre humano que llevaba una
única vela pasó arrastrándose por el inmenso marco de la puerta; como un
niño perdido en el cas llo de un ogro.
Colocó la vela cuidadosamente a un lado y se arrojó boca abajo al suelo,
tan aterrorizado que tuvo que tragar tres veces antes de poder hablar.
-¡Sí, Sevatar! ¡Mi primer capitán!- Curze se inclinó aún más. -Oh, valiente
y pobre hombre- dijo con simpa a. -¿Cómo has podido olvidar a tu señor?
Mi mejor hijo. Ahora vete. Diles que pongan más rectas las espinas
dorsales o les arrancaré las que enen.
-No importa- dijo mientras hacía girar la carne. -Hay muchas cosas que
necesito decirte. El des no, y cómo debemos seguirlo. El futuro está
decidido- con nuó. -Y tú lo sabías. Sabías que el Imperio estaba
condenado. No sé por qué lo intentaste. Era el sueño de un tonto, y nos
despertamos en una pesadilla- siguió hablando entre sangrientos
bocados. -Eres como yo, padre, tú lo ves claramente. Sanguinius también,
aunque es tan ingenuo como tú. Cuando ves el mundo como nosotros,
¿cómo puedes con ar en la naturaleza humana? Es oscura, y sombría, y
no merece mérito alguno. He visto en lo más profundo del interior de sus
corazones y de su futuro. Allí sólo hay sombras. Tú me diste el regalo de
la premonición. ¿Por qué no lo hablaste conmigo o con los demás? ¿Por
qué no me lo explicaste? ¿Por qué debemos sufrir tanto?
Una suave lluvia lo acariciaba, trazando líneas serpenteantes y traslúcidas
sobre la marmórea piel. Fría cuando se condensaba en el cielo, la caída a
través de las capas de calor industrial existentes entre las cúspides
calentaba la gota de agua, así que cuando la lluvia alcanzaba al joven
transhumano tumbado sobre el techo de asfalto, ésta tenía la temperatura
de las lágrimas.
Lo llamaban el Acechante Nocturno. Tenía otro nombre, elegido en el
momento en que fue creado, pero quien se lo iba a otorgar no era más que
un presen miento borroso y nombre, mera aprensión. Así que Acechante
Nocturno era también como se llamaba a sí mismo. Ya era un ser terrorí co
antes de que creciera por completo. En ese momento, la leyenda no habría
sobrevivido al contacto con la realidad. Estaba cansado de la larga
persecución y no había comido en cuatro días. Le dolía el hombro en el que
había un par de balas alojadas en su carne. Las diferencias entre el
Acechante Nocturno y las criaturas humanas entre las que habitaba eran
múl ples, y no se limitaba tan sólo a su rápido poder regenera vo, pese a
que éste era una de sus habilidades más extraordinaria. Había recibido los
disparos en una granulosa y gris mañana. Ya se había formado piel sobre
las heridas sellando así las balas dentro de su cuerpo.
Prefería los láseres. No usaban balas que se tuviesen que sacar después. Y
no me an fragmentos de la sucia túnica que llevaba en interior de su
cuerpo. El débil calor de la infección ya resplandecía alrededor de las
heridas. Al Acechante Nocturno no le preocupaba; ninguna infección podía
hacerle daño, lo sabía ins n vamente, de la misma manera que sabía
tantas otras cosas. Aun así, era molesto.
Esa era otra diferencia: que los otros no sabían cosas porque sí, tenían que
aprenderlas. Había sido una sorpresa descubrirlo, pero fue rápidamente
asimilado y la sorpresa, olvidada.
Las balas eran dolorosas. Ni siquiera su siología podía disolver el carbono
sólido. Se le clavaban dolorosamente en el hueso del omóplato, y
con nuarían haciéndolo hasta que las sacará.
Descansó durante unos instantes, tumbado boca arriba sobre la áspera
humedad del asfalto. La lluvia llenaba los huecos de sus ojos nublándole la
vista antes de bajar por su rostro.
Así es como se siente al llorar, pensó.
Nunca había llorado.
Los laterales de la cúspide alcanzaban las agitadas y omnipresentes nubes.
Cientos de miles de luces brillaban en sus paredes de rococemento:
ventanas de apartamentos, hololitos publicitarios y pantallas láser de bajo
rendimiento que parpadeaban en la lluvia que caía. Ninguna can dad de
iluminación podría hacer retroceder la oscuridad de Nostramo. El sol
brillaba en algún lugar al otro lado de la barrera de nubes. Nunca lo había
visto. Un conocimiento innato le decía que el sol estaba allí, y que era
inusualmente débil, pero que más allá de los hirvientes púrpuras y negros
de la capa de nubes había trillones de estrellas, y cada una de ellas bañaba
con su luz a sus propios mundos.
No cues onaba cómo sabía todas esas cosas, así como tampoco
cues onaba cómo sabía que tenía que sacarse las balas. Era un hecho
inmutable. Re rarlas o poner en riesgo su capacidad para matar.
Relajado ahora, cerró sus negros ojos y dejó que su mente se adelantara al
momento y sus pensamientos golpearan las hebras de la probabilidad,
esperando un temblor de verdad. Había muchos futuros, pero sólo uno
que se haría realidad. La línea verdadera se percibía de una forma
par cular. Las otras eran ilusiones. Rara vez veía qué es lo que pasaría
exactamente. La mayoría de las veces sen a cosas: un presen miento, un
impulso de seguir adelante, un escalofrío, una frialdad. Pero no alegría.
Nunca sen a alegría.
Abrió los ojos. Estaba a salvo por ahora. Sabía con absoluta certeza que sus
perseguidores le habían perdido, y que no encontrarían su rastro durante
algún empo. Cuando lo hicieran, los estaría esperando.
Pero antes de que eso ocurriera, tenía que sacarse las balas.
Se puso a cuatro patas, y saltó por el tejado, salpicando con los pies y las
manos en los charcos perfumados con contaminantes. En el otro lado
había un poste de luz rematado con una única bombilla incandescente.
Dentro de su tenue círculo de luz había un refugio, el cual albergaba una
escalera que conducía a los pisos inferiores. Una serie de puri cadores de
aire alrededor del comienzo de la escalera aspiraban el polucionado aire, lo
pasaban a través de los ltros y lo bajaban por las tuberías hacia el edi cio.
No fue allí por la luz, ya que podía ver en la casi perfecta oscuridad, sino
por el ruido del sistema de ltración. Aunque dudaba que fuera a gritar
cuando quitara las balas, no podía garan zarlo. Él era adaptable,
imprudente o cauteloso según la ocasión lo exigía; ahora era el momento
de la cautela.
Se colocó entre las máquinas y el desvencijado refugio, se puso en cuclillas,
movió sus extremidades para conseguir es rar lo máximo posible su brazo,
y tocó a entas su hombro.
No vaciló. Hundió sus garras sin pensarlo dos veces. Apretó los dientes
cuando sus desiguales uñas se clavaron en la piel. Un suave gruñido escapó
de sus labios.
Encontró fácilmente la primera bala. El dolor no dejó de aguijonearle
mientras escarbaba y notaba cómo se formaban los nudos de las bras del
músculo al regenerarse alrededor de la bala. Me ó la uña bajo la bala, giró
la palma de su mano hacia arriba y la expulsó con fuerza.
La bala hizo un ruido metálico al chocar con la cubierta de malla de los
puri cadores, cayó a través de ésta y repiqueteó en las entrañas de la
máquina hasta que entró en el interior del edi cio.
Se detuvo, alerta. La lluvia caliente corría junto con una sangre aún más
caliente.
Nada. Nadie lo escuchó, o a nadie le importó. El miedo impedía que la
mayoría de la gente inves gara ruidos extraños. Al principio por miedo a
los miembros de las bandas y, úl mamente, por miedo a él.
La segunda bala estaba enterrada lejos de poder alcanzarla con
comodidad. Gruñó con frustración, se retorció y giró su brazo, forzando su
codo hacia abajo con su mano libre mientras se movía entre su carne
sangrante. Sus uñas rozaban la bala, haciendo que se deslizara por la
herida. El dolor lo podía soportar. Sin embargo, la moles a era más de lo
que podía soportar. Tres veces me ó la punta de la uña del dedo índice en
una muesca del metal antes de que se le escapara y los movimientos de su
cuerpo la succionaran de nuevo. Toda escisión cercana era un momento de
frustración, interrumpido por el dolor.
Soltó un estrangulado grito de frustración. Finalmente, cogió la bala, la
sacó y la dejó caer sobre el tejado. La negra sangre se arremolinó en la
super cie del agua estancada. Escarbó un poco más en busca de los hilos
de tela que se le clavaban en el músculo; éstos salieron con facilidad y el
dolor que causaron cuando los sacó fueron perversamente sa sfactorios.
Una vez hubo terminado inclinó la cabeza hacia atrás y, con las manos
cruzadas sobre su regazo, se permi ó quedarse dormido.
El día fue apenas más luminoso que la noche. En las mañanas se a anzaba
una especie de monotonía. Al mediodía, en los días en que las nubes eran
más delgadas, a veces aparecía en el cielo una amplia y pálida mancha allá
donde el sol se desplomaba. Si no era así, todo parecía siempre igual: la
oscuridad, los anuncios, las luces de las viviendas, el ruido del trá co. El
cambio en la luz era in nitesimal, invisible para todos menos para él, y en
el más brillante de los días no había más claridad que la que hubiera
habido en una medianoche nublada en la an gua Tierra. Sin embargo, a él
le bastaba para juzgar el paso del empo. Cuando se despertó era de
mañana. Había dormido durante varias horas.
Un ruido en el callejón llamó su atención. Los montones permanentes de
basura que as xiaban las zonas menos transitadas de Nostramo Quintus
di cultaban el poder moverse en silencio. Alguien intentaba ser sigiloso y
no lo conseguía.
Movió el hombro. Estaba mejor. La herida se había curado de nuevo y los
músculos funcionaban sin problemas. El calor de la infección había
desaparecido. La costra ya se estaba desprendiendo. Pronto la herida sería
una cicatriz y, poco después, no quedaría nada.
Se arrastró hacia el borde del tejado, y miró hacia el callejón. El edi cio era
de diseño an guo. Un Acechante Nocturno más viejo habría reconocido las
secciones prefabricadas como impresiones STC. No sabría decir si llevaba
allí siglos, pues el duradero material apenas mostraba el paso de los
milenios. Se había construido sobre una ladera en siglos ya olvidados, en
una de las varias docenas de laderas que la colmena se había tragado de
forma gradual. El terreno era demasiado inestable como para soportar algo
más grande, por lo que no se había demolido, sino que permanecía en pie
mientras la zona se conver a en un sórdido distrito rodeado de
rascaestrellas. El coto de caza perfecto.
Había dos jóvenes en el callejón, con los cuchillos desenfundados, que se
cernían sobre una joven hembra, a punto de hacer lo que los desalmados
jóvenes machos hacían a las mujeres mil veces por hora en los sombríos
con nes de la colmena. Eran las sobras de la calle, sin padres y de ins ntos
asesinos. Ella estaba mejor ves da que ellos, lo que denotaba una casta
superior. Cualquiera que fuera el sindicato que albergara a la gente de ella,
buscaría a estos jóvenes y los matarían por su temeridad. Eso no ocurriría.
Estaban demasiado ocupados cortando la ropa de su víc ma como para
ver al Acechante Nocturno caer desde el tejado que había detrás de ellos.
Desgarradas alas de tela revolotearon lo su ciente como para avisarles, si
hubieran estado alerta. Pero no lo estaban. Estaban demasiado ocupados
con su sórdido placer como para prestar atención a la suave pisada de su
aterrizaje, o al acolchado paso de sus pies mientras se arrastraba hacia
ellos, como una encorvada y encubierta forma cuya sombra era la más
oscura que las propias sombras.
La sangre les hervía y se estaban riendo. La chica lloraba suavemente. Ellos
hacían mucho ruido y ella estaba callada porque ambas partes asumían
que nadie vendría en su ayuda.
El Acechante Nocturno estaba lo su cientemente cerca como para oler los
cuerpos sin lavar de los jóvenes por encima del penetrante hedor de la
basura.
-Dejadla ir- les ordenó el Acechante Nocturno.
El Acechante Nocturno sabía muchas cosas, entre ellas docenas de idiomas
que nunca había escuchado. Pero el nostramano lo tuvo que aprender.
Más adelante lo apreciaría como una lengua de un po raro, tan
evolucionada que ya no se parecía a la lengua universal que la humanidad
había llevado a las estrellas desde la Vieja Tierra. Se había suavizado y
estaba repleta de apresuradas sibilantes. Sus usuarios preferían la
metáfora poé ca a la expresión directa, una sensibilidad román ca que
evolucionó para cubrir la inmisericordia de sus hablantes.
Una de las primeras expresiones en nostramano que aprendió fue su
nombre.
-¡Acechante Nocturno!
-Corre.
Las temblorosas piernas del chico tropezaron con los desechos, golpeando
éstos úl mos las paredes. Aceleró al recuperar el control de su cuerpo. Los
sonidos de su huida se fundieron con el zumbido de fondo de la ciudad.
El Cazador Nocturno le dejó ir y miró con curiosidad a la chica, con el joven
muerto aún encerrado en su puño. Estaba casi desnuda y, aunque tenía
una comprensión innata de la biología humana, la examinó
cuidadosamente. Mientras la miraba, se preguntó si sería capaz de sen r el
es mulo de los impulsos que corroían la decencia de los hombres y los
conver an en demonios.
No sin ó nada, ni siquiera lás ma.
Su escru nio la trajo de vuelta a los sacos de viejas inmundicias y se echó
encima sus destrozadas ropas, más aterrorizada de su salvador que de sus
asaltantes. Sin tener a donde ir, se quedó quieta, clavada sobre un lecho de
basura por una mirada que no parpadeaba, congelada como una presa a
los ojos de un halcón.
Miró hacia otro lado. No había nada de lo que aprender. No entendía por
qué esos hombres habían intentado hacer lo que tenían pensado hacer,
tan sólo deseaba detenerlos; pero no por el bien de la chica ni para salvar a
los inocentes. No le importaban los individuos. Le importaba el orden.
El Cazador Nocturno le dio al atacante de la chica una ventaja de dos
minutos antes de echar a un lado al joven muerto y salir en su persecución.
La chica que dejó atrás aún era vulnerable. No se ofreció escoltarla a su
casa y dejarla a salvo. El cas go del crimen era más importante que la vida
de ella; tal era la comprensión de la jus cia por parte del Acechante
Nocturno, sin verse comprome da por la duda, la venganza, la misericordia
o la é ca. El orden debe gobernar, o de lo contrario sólo habrá caos.
Dejó el callejón como una sombra negra, saltando de pared a pared para
evitar el cúmulo de basura. En algunos lugares corrió a toda velocidad a lo
largo de las mamposterías en un despliegue de acrobacias que parecían
desa ar a la sica. Le había dado empo a su presa para correr un poco
más y así prolongar la persecución, pero no tanto como para poder
escapar.
Eso nunca.
L
-¿ o ves? ¡Lo ves!- acusó Konrad Curze, moviendo sus dedos
ensangrentados hacia el padre-cadáver. -Lo ves, ¿no es así? La humanidad
sólo la pueden dirigir a la civilización los grandes hombres. Con aste en
una naturaleza mejor que no exis a. Soy mejor que tú porque lo veía
claramente, sin tu ingenuidad- cubrió una sonrisa con la mano. -¡Y dicen
que estoy loco! ¿He tomado un inverosímil tulo para mí? ¡No!- exclamó.
Remarcó el hecho con un dedo del que caía sangre. -¿Intenté someter a
toda la especie humana a mi voluntad? ¿He ordenado el genocidio de
razas enteras, quemado civilizaciones, destruido mundos llenos de vida
para cumplir mis sueños? ¡No, no y no!- gritó nalmente, y luego
retrocedió ante una posible retribución.
Curze miró hacia otro lado y tosió, introdujo una uña entre sus dientes para
sacar un trozo de carne del corazón que le había quedado allí y luego lo
mas có pensa vamente. Inhaló profundamente; fue el sonido humano de
la comprensión.
-¡Lo olvidé! ¡Lo olvidé!- dijo alegremente, con su resen miento ya casi
olvidado. -Te estaba contando cómo llegué hasta aquí, hasta Tsagualsa.
Me detuve, ¿verdad? Qué descortés. Con nuemos.
CINCO
EL QUINTO PASAJERO
Los sueños de Elver nunca eran agradables. Sus temá cas tenían que
ver con huesos, sangre y lluvias de fuego. Ciudades en ascuas donde las
cenizas caían incesantemente desde el cielo como la nieve tenían un gran
protagonismo. Sus noches eran un largo apocalipsis. En las raras ocasiones
en las que en sus sueños no había nada quemándose, sufría las visitas de
Overton a su camarote junto con toda su furia, ya fuera para darle palizas
por su insolencia, o por su juventud, o por cualquier otra razón por la que
Overton se hubiera sen do ofendido. Los sueños eran casi tan malos como
cuando éstos habían sido una realidad, cuando Elver era joven e incapaz de
luchar contra él. En las aún más raras ocasiones en las que se libraba del
Armagedón del capitán, soñaba con su hogar, en la nave que le vio nacer. A
su juicio, estos úl mos eran los peores de todos. No por los sueños, que
eran agradables, sino por la aplastante decepción de tener que
despertarse.
Como cabría esperar, a Elver no le gustaba dormir. Cuando tenía que
hacerlo, como todo ser humano, lo hacía con gran ayuda. Gran parte del
paté co salario de Elver lo des naba a productos farmacéu cos, narcó cos
si podía conseguirlos y alcohol, el cual ocupaba un distante pero necesario
tercer lugar. Dejarse K.O. a sí mismo era la única forma de que pudiera
dormir. Si no tomaba nada, se quedaba despierto en su pequeño camarote
temiendo la inconsciencia. Llamaba compañeros a ese triunvirato de
estupefacientes. En realidad, era un adicto sin esperanza.
Afortunadamente para él, la inmensidad del Imperio producía una
desconcertante gama de drogas, y su existencia como cartógrafo espacial
le daba acceso a una alegre fracción del contrabando. Aunque la Sheldroon
estaba limitada a cinco puertos en dos sistemas, esa pequeña porción del
reino de la humanidad era mucho más de lo que la mayoría de la gente
jamás llegaría a ver, y estaba llena de oportunidades para hombres
desesperados.
Y Elver se consideraba un hombre desesperado.
La noche que arrastraron el sarcófago a bordo, Elver soñó con pasillos
oscuros, con sudor y gritos. Las drogas fracturaron los sueños como si de
piezas de puzles se tratarán, todos ellos desagradables, pero que eran
mucho mejor que recordarlos enteros. Las drogas di cultaban el despertar.
Gracias a ellas, durmió durante el comienzo de la crisis.
El jadeante e intermitente estrépito que producía la alarma general de la
Sheldroon le hizo volver en sí. Alguien en el pasillo golpeaba su puerta con
una insistencia que sugería que no se iba a ir pronto.
El metal amor guaba los gritos, pero no lo su ciente como para hacerlo
inaudible.
-¡Elver! ¡Elver, que el Emperador te maldiga! ¡Elver! ¡Despierta!
-¡No te levantabas!
-¡Por los nueve leales, estás borracho otra vez!- gritó Endson.
-Siempre lo estoy cuando no es mi turno- explicó Elver con len tud. -No
puedo dormir.
-¿Tú dónde crees?- contestó Endson sin aliento. -¡A la bahía de carga!
Los altavoces quedaron en silencio con un crujido de está ca. Los ecos
tardaron mucho empo en desvanecerse, y las criaturas en las
profundidades solo reanudaron sus ac vidades cuando los primeros
desaparecieron.
Tolly Kiner tragó saliva. -Es, creo, y hasta donde podemos decir ya que no
tenemos nuestro propio astrópata y tal, el trigésimo primer milenio, año
treinta y dos, aceptando una desviación de más o menos dos o tres años,
como es de esperar.
-Con una desviación de más o menos tres años- repi ó la criatura con
aprobación. -¡Ahora pareces un viajero del espacio, Tolly Kiner, y no un
insigni cante gusano de letrina! ¿Treinta y uno o treinta y dos, dices?
Kiner asin ó con entusiasmo.
-¿Tan poco empo?- la criatura suspiró. -Bueno, supongo que podría
haber sido peor. Como, por ejemplo, una eternidad- dijo. Parecía
expectante ante tal ocurrencia, como si esperase a que Kiner entendiera la
broma.
-¿S-s-sois un primarca?- preguntó Tolly Kiner.
Overton los miró a todos de uno en uno, sin parar de lanzar a ninguno
de los miembros de la tripulación ni a los pasajeros su mirada más feroz.
Irsk y Kutskin, sus secuaces más grandes, anqueaban al capitán, imitando
su feroz expresión, aunque sin la misma convicción, actuando como si
fueran matones cuando en realidad eran tan cobardes y desleales como el
resto de la tripulación.
-Alguien ha estado aquí abajo- indicó Overton. -Alguien que hizo esto- el
capitán señaló el sarcófago, todavía en el centro de la bahía, ahora
descongelado y con condensación en sus lados, pero, lo que era más
importante sin su ocupante.
Todos estaban presentes, excepto Tolly Kiner. La ausencia de Kiner sugería
que había sido él quien había abierto el ataúd, lo que disminuyó la
sospecha sobre el resto, o eso es lo que Endson parloteaba al oído de Elver.
Elver lo escuchaba a medias, sin creer su teoría ni por un segundo. Había
otra posibilidad, concretamente la de que ninguno de ellos la hubiera
abierto, sino que el ocupante se hubiera liberado por sí solo.
Irsk le dio a Overton una placa de datos. El capitán tocó sus teclas de
bronce y levantó la pantalla para que todos la vieran.
Mostraba la bahía de captura. El sarcófago, aún ocupado, parpadeaba. La
fecha de la grabación avanzó varias horas y, como si de un truco de magia
se tratara, el sarcófago apareció vacío.
-Alguien se me ó en las centrales de datos y borró esa sección del vídeo-
sentenció Overton. -Uno de nosotros. Uno- subrayó, -de vosotros.
-Creo- comenzó Elver, con las manos apoyadas en las rodillas, -que eso
sería una muy mala idea. tosió un hilo de ema. -Deberíamos salir de
aquí. Aprovechemos la oportunidad para escapar en las cápsulas de
salvamento y en el transbordador.
-¡Nunca llegaríamos a ninguna parte! Hay dos años hasta el puerto más
cercano- objetó Gravek. -Moriríamos en el vacío.
La tripulación murmuró entre sí, en sus voces había miedo y rabia, hasta
que Overton se vio forzado a gritar.
-¡Callaos! ¡Callaos todos! Y tú el que más, Elver- ordenó Overton. Se
ajustó el cinturón y abrió el botón de presión de su funda. -Soy el capitán.
Vamos a cazar a ese bastardo. Nadie mata a mi tripulación en mi nave y
se sale con la suya.
Curze agitó la cabeza y se río. -¿Ves?, eso es lo que no en endo. ¿Por qué
engendraste un grupo tan grande de hipócritas?
Envolvió sus largos y huesudos brazos alrededor de sus rodillas, y presionó
su cara contra ellas.
-Te diré algo más- siguió diciendo Curze. -Yo también lo odiaba a él.
Podrías pensar que odiaba a todos mis hermanos. Pero no es así. Ellos
eran los que me odiaban. No podía odiarlos. A la mayoría de ellos los
podía tolerar, a algunos los respetaba. A un par de ellos los amaba,
aunque nunca me correspondieron con su afecto. Pero odiaba a Corax-
miró hacia un lado, avergonzado, y habló contra la pared. -Lo odiaba tanto.
-No lo odiaba por ser como yo, ni por ser mejor, pese a que, si él y yo
éramos dos aspectos del mismo principio, él era el mejor. Todo en
nosotros era tan similar, tan acorde a tu diseño- acusó Curze de manera
signi ca va. -¿No nació él en una situación di cil? ¿No fue vic mizado?
¿Oprimido? Pero no mataba como yo lo hacía. Usaba la pasión y el
debate donde yo usaba la sangre. Me odiaba por no ser como él, pero yo
no podía despreciar a alguien por ser lo que yo no era. ¿Por qué debería
odiarlo por cualquiera de esas cosas?- volvió a mirar a la estatua y se
aclaró la garganta de forma teatral. -¿Fue porque fracasó como yo lo hice
al intentar domar su mundo, entregándolo mansamente al Mechanicum?
¿Lo odiaba porque era débil?- apretó con fuerza el rostro contra una de
sus rodillas. -Tampoco podría odiarlo por eso.
Miró con desdén mientras roía su piel hasta que la sangre corrió por ella.
-Nací en el pozo más oscuro de un mundo sin sol, ¡pero es imposible ver
nada en éste!- gruñó Manek. -Sus lentes eran como chispas rojas en el
negro y ondulante humo.
Una triple descarga sacudió el aire. Silbidos y estampidos sónicos
anunciaron la llegada de más proyec les.
-¡Inténtalo!- le gruñó Sevatar. -Lord Curze está aquí, en alguna parte-
Manek se echó hacia atrás. Sevatar no era conocido por su empa a.
El resto del escuadrón de mando se reunió con Sevatar y Manek mientras
llovían proyec les.
-La zona de borrado está a cuatro manzanas y se está cerrando- informó
Ashmenkai Vor, señalando el camino por el que habían venido. -Están
rastreando la ciudad hacia nuestra dirección- era demasiado inteligente
como para insinuar que el plan del Primer Capitán era una idiotez, pero
puso su preocupación en el tono de lo que dijo.
-Auspex- ordenó Sevatar. Su cabeza no paraba de moverse, buscando
constantemente un camino libre a través del sector en llamas. El impacto
de una lanza de una nave estelar golpeó a unas pocas calles de distancia y
envió ondas líquidas a través de la erra. Perturbado por el terremoto, un
edi cio se derrumbó con un gemido demasiado humano. Los escombros
de su desaparición rebotaron en la armadura de Sevatar.
Fen silbó. -Mirad este lugar. ¿Por qué estamos haciendo esto? Este
planeta ya era nuestro. ¿Por qué el Acechante Nocturno ha bajado hasta
aquí?
Sevatar sabía el por qué. Pero no dijo nada.
-Quién sabe cuál es la voluntad delp rimarca. Tal vez desee hacerse una
nueva residencia. Ahora que ha sido remodelado, este parece el po de
lugar que le gustaría a Lord Curze- sugirió Vor.
-Por la noche sin n, son de los nuestros- observó Vor. Corrió hacia el más
cercano. -Compañía noventa y seis, Duodécima Garra- informó tras leer
las marcas y las runas con muescas que decoraban la armadura. Miró más
de cerca. -Por todos los... ¡Mirad su armadura!- gritó Vor. Colocó el bólter
en el enganche magné co de su pierna y ró del cuerpo, lo que reveló el
verdadero alcance de las heridas del legionario caído.
Manek se puso junto a él.
-Le han torturado- se agachó junto al legionario caído para ver mejor. La
armadura destrozada del pecho ponía al descubierto goteantes vísceras. La
ceramita estaba destruida, pero las cos llas fusionadas habían sido
cuidadosamente ex rpadas y la piel de alrededor la habían despegado con
precisión quirúrgica.
Ashmenkai Vor sacudió la cabeza. -Mu lado. ¿Quién ha tenido empo
para esto?
Manek jugó con su narthecium por encima del guerrero muerto. -Le han
quitado sus mejoras. Su semilla gené ca ha desaparecido.
-Hay otro por aquí- señaló Tovor. -La misma Garra, las mismas heridas.
-¿Quién haría esto? ¿Los na vos? ¿Qué arma enen para romper una
armadura de batalla?- quiso saber Vor. -¿Y por qué llevarse los regalos del
Emperador?
-No enen ningún arma- advir ó Manek. -Estas heridas las in igieron
cuchillas de energía, colocadas de dos en dos y muy espaciadas. Garras
relámpago de ar ciero.
-Piedad- dijo Fen.
-Y Clemencia- terminó Tovor.
-No estoy en peligro- le aseguró Curze. -Tú eres el que corre peligro al
venir aquí.
-Sev- gritó Vor. -¿Qué está pasando? Estos son de la noventa y seis. Son
todos nuevos, ¿no? Reclutas nuevos. ¿Qué está pasando?
El Primarca agarró el brazo por el codo y golpeó con él un casco. Los dedos
se enroscaron sobre sí mismos. -Te lo diré, mi buen hijito- comenzó Curze
con amargura. -Estos guerreros que vinieron aquí ves dos de medianoche
se excedieron en su come do. Se sobrepasaron en sus ambiciones de
masacrar.
-Para golpear con el miedo- respondió Vor. -El miedo es la más grande de
todas las armas. El miedo acobardará a un mundo cuando las armas no lo
hagan. Derramamos sangre para salvar sangre.
-El terror es una espada limpia. Su corte desarma a los oponentes sin
hacerles daño. El terror es el amigo de la obediencia.
-Tienes mis enseñanzas bien aprendidas. ¿Qué hay de los inocentes que
debemos matar?
La voz de Vor se volvió dura. -Unos pocos deben morir de dolor para que
muchos puedan vivir en paz. El miedo es el camino hacia la civilización.
Éste está pavimentado con hueso y lavado con sangre, pero el des no
perdona el pecado del viaje.
-El n jus ca los medios- Curze suspiró. Tiró el brazo a un lado. Éste
aterrizó con un golpe suave y pesado. -Estos hombres no estaban de
acuerdo con los sen mientos que has expresado. In igieron dolor por
deporte. Con nuaron más allá del punto de terror óp mo. Mataron para
entretenerse- Curze se encorvó aún más. -Una mala ingesta que no es
digna de los dones que se les dieron.
El bombardeo retumbó fuera del edi cio.
-Mi señor...
-Nos tenéis en desventaja tác ca- admi ó Curze. -Con o en que ni mis
hijos ni los tuyos hagan nada desafortunado- miró a Sevatar. -¿Estoy en lo
cierto?
-Ninguna guerra es limpia. Todas ellas enen un precio- con nuó Curze. -
Algunas son más obvias que otras, claro, y siempre hay que pagar el
precio- Curze suspiró aburrido mientras se encogía aún más. -La guerra te
espera. ¿Quieres saber su coste?
Los ojos negros e ilegibles de Corax se posaron sobre Curze durante varios
segundos. -Volveré a mi nave. Detén este bombardeo. La conquista se
está retrasando. Nos arriesgamos a apartar a la población de la luz del
Emperador.
-Creo que los encontrarás más maleables cuando termine- le aseguró
Curze. Volvió a prestar atención al casco roto. Había terminado con la
conversación.
Una orden invisible pasó entre Corax y sus guerreros. Sin dejar de apuntar
a los Amos de la Noche, se re raron del auditorio.
Cuando se fueron, el sonido de una campanilla en el casco de Sevatar le
indicó que Corvus Corax deseaba hablar con él directamente.
-Primer Capitán- comenzó esa sedosa y aba da voz. -¿Él cree que es eso es
verdad? ¿que su legión es un arma del miedo?
-Así es.
-¿Y tú lo crees?
Sevatar no respondió.
-Tan recto. Y tan idiota. Corax deseaba la jus cia, pero nunca entendió
cómo garan zarla- Curze resopló. -Otro de tus fracasos.
Resopló de nuevo, y luego se frotó con fuerza la nariz con la parte posterior
de la muñeca. Manchas de sangre seca salpicaron su brazo.
-Yo no quiero eso- se dijo a sí mismo con severidad. -No quiero morir.
-Si quieres vivir un poco más- dijo el cuarto pasajero, -yo no diría
absolutamente nada.
Gruesos tubos gorgoteaban a su alrededor. El pasillo no era un espacio
dedicado a que la gente lo usara, sino un lugar que carecía de tuberías. Las
tuberías se resienten del vacío en su interior, pensó Elver. No les gusta que
estemos aquí.
-¡Por el Trono del amado Emperador!, ¿qué está pasando?- gritó Elver.
Uno de los tubos, más grueso que él mismo, retumbó, tembló y emi ó un
tremendo golpeteo.
-Dije algo acerca de estar callado, ¿no es así?- preguntó el cuarto pasajero,
a un volumen que sugería que no le importaba si Elver lo escuchaba o no. -
La pregunta es retórica, por cierto. Tengo una memoria perfecta. Tómalo
como una indirecta amistosa- miró directamente por encima de su
hombro en este momento, -para callarte.
-Oh.
-Por supuesto que no- dijo Pistola. Palmeó una de las pistolas que tenía a
su costado. -Pero tengo pistolas- le recordó a Elver. -¿Estás familiarizado
con estas secciones? Nada de esto es estándar.
-No hay mucho más que hacer aquí, aparte de explorar- explicó de forma
poco convincente.
-Tomaré eso como un sí. ¿Hay alguna esclusa de acceso externo cerca de
aquí?
-Entonces, adelante.
-Por ahí- señaló Elver hacia adelante. -No podemos subir por el sumidero,
hace demasiado calor- se sin ó bien al volver a tener un propósito. -Eso
nos llevará hasta el primer rellano, luego podemos cruzar por allí e ir...
-Dije que adelante, no que parlotees- Pistola tenía una de sus armas en la
mano otra vez. -Para tu información: te estoy dando órdenes; lo digo por
si alguno de nosotros ene dudas sobre la naturaleza de nuestra relación.
Mientras subían por una desvencijada escalera, Elver puso la mano sobre
algo pegajoso. El aceite se ltraba por múl ples lugares en la sala de
máquinas, por lo que sólo lo reconoció como sangre cuando se limpió el
sudor de la cara con el dorso de la mano y vio los rastros coagulados de
vitae en sus dedos.
-¡Sangre!- exclamó Elver, levantando la mano.
-Sigue subiendo- le ordenó Pistola.
Elver miró hacia arriba. Ahora que era consciente de ello, vio que había
vetas de sangre por todas partes, coloreando el acero oxidado con un rojo
más oscuro. La can dad crecía a medida que ascendían, llegando a ser tan
frecuente que Elver no pudo evitar poner sus manos en ella sin importar
cuánto lo intentara. Eso fue perturbador, pero no tan perturbador como el
origen de la sangre.
Se subió a una plataforma sólida cerca de la parte superior del casco y, de
inmediato, se puso enfermo de forma violenta.
Los pasajeros uno, dos y tres estaban dispuestos alrededor de la columna
central formando un sangriento cuadro. Elver sólo lo entrevió fugazmente,
pero eso fue empo más que su ciente como para que la imagen se le
quedara grabada a fuego en el alma para siempre.
La familia estaba formada por un o cial de bajo rango, su esposa y su hija,
casi en edad adulta. No podía decir quién era quién a par r de lo que
quedaba. Dos de ellos estaban encadenados al soporte central por metales
doblados alrededor de sus muñecas y tobillos. Estaban desnudos de ropa y
piel. Sus mandíbulas, desar culadas y sin lengua, colgaban de los
atormentados tendones sobre sus pechos. Las sangrientas cuencas
miraban sin ver a la tercera gura cruci cada frente a ellas sobre pinchos
de alambre retorcidos. Esa tercera gura también había sido despellejada.
En su caso le habían quitado cuidadosamente la mandíbula, lo que hacía
que la lengua colgara de sus raíces en el cuello. Todo esto, y el olor
nauseabundo que se aferraría a la ropa de Elver durante días, se hizo aún
más horrible debido a un pequeño pero revelador detalle. Los ojos de la
gura cruci cada, a los que le habían quitado los párpados al arrancarle la
cara, permanecían en su cráneo. Tan sólo con verlo, Elver supo que dicha
gura, que debía de haber sido el padre, se había visto obligada a ver morir
a las demás.
Pistola, que no se le veía afectado por la visión, inves gó la escena con
gran curiosidad.
-Lo harían- le contradijo Pistola. -He visto hacer lo mismo, o peores cosas,
para impulsar la supervivencia del Imperio. Lo que es una locura no es lo
que hizo, sino por qué. Esta carnicería es una indulgencia. No sirve para
ningún propósito. Lo monstruoso puede ser jus cable, pero si no puede
jus carse, entonces es simplemente monstruoso.
Pistola miró al tembloroso Elver. -Pero no tan grande como el que estoy
cazando. Konrad Curze, octavo Primarca, el que un día fue el arma de
terror favorita del emperador- Pistola pareció saborear el peso mí co del
nombre, pronunciándolo con respeto.
-¿Lo estás cazando?- le preguntó Elver, con cuidado de no mirar a Pistola
para evitar volver a ver el horror que había detrás de él. -¿En serio?
-No- respondió Pistola. -Pero hay otros que sí pueden. Pero primero,
enen que encontrarlo. He estado recorriendo estas rutas secundarias a
través del vacío durante años, y otros como yo también, buscándole en
una red que se ensancha alrededor de la vieja guarida de su Legión en
Tsagualsa. Hay una fortaleza allí, nunca terminada. Es tan buen lugar para
buscarlo como cualquier otro. Matemá camente hablando, lo más
probable es que nunca lo encuentren, pero el universo no funciona así. Es
un cabo suelto demasiado grande como para permanecer desatado. Es
un honor ser el primero en ver a nuestra presa. Moriré sabiendo que el
juicio del Emperador viene por él.
-Nosotros lo encontramos- admi ó Elver. Sonaba mal, pero había que
decirlo.
-Soy responsable de que vuestra, por otra parte, insigni cante vida se
vaya a u lizar para la consecución de una causa más importante, la
supervivencia de nuestra especie.
-No espero que lo hagas- dijo Pistola. -Avancemos. De acuerdo con tus
indicaciones debemos atravesar este caos. puso en pie a Elver con una
fuerza aterradora. -Todos están muertos, su sufrimiento ha terminado. No
pueden ayudarte ni hacerte daño.
Elver tembló como si sufriera la parálisis de un hombre moribundo
mientras volvía a levantar la vista hacia los cuerpos. El enfado hacia Pistola
por tratarle con tanta condescendencia le fas diaba. Él era un cartógrafo,
no un mundano supers cioso que temía a los cadáveres.
No tenía miedo a los cadáveres, tenía miedo a lo que los había matado.
OCHO
ACECHANTE NOCTURNO
Pistola colocó un quinto orbe en la esclusa de mantenimiento. La
esclusa, oxidada y maltrecha como el resto de la maquinaria de la sala, era
lo su cientemente grande como para que pasara a presión un hombre con
el equipo de vacío. Un panel de vidrio blindado, empañado por siglos de
impactos de micrometeoros, manchaba la luz de las estrellas. Elver tuvo el
deseo de echar a un lado a Pistola y lanzarse a la paz del exterior. De esa
manera se garan zaba una muerte limpia, bajo sus propias condiciones.
Seguía siendo una fantasía. Ni se movió. Mientras su corazón la era, no
podía acabar voluntariamente consigo mismo. Si eso lo hacía valiente o
cobarde era cues onable.
En el destartalado armario de la esclusa, los disposi vos de Pistola
parecían algo rescatado de una edad superior: orbes negros y elegantes
con una única zanja plateada alrededor de su diámetro. Todos de ellos no
eran más grandes que el puño de un niño. Pistola desabrochó la sexta
bolsa de su cintura. Tras desenvolver el frente y la parte superior, la bolsa
reveló un úl mo orbe colocado sobre una espuma protectora.
-Psico-balizas- explicó, sacando el orbe. Con un giro brusco, giró las
mitades en direcciones opuestas. Algo en su interior se rompió, y una
enfermiza sensación emanó de él, intensi cando la que ya provenía de los
demás.
Colocó el orbe junto con el resto, colocándolo cuidadosamente en su lugar
de modo que estuvieran distribuidos en dos las de tres en el suelo, y
volvió a salir de la esclusa de aire. De ellos emanó una pulsante corriente
que hizo que a Elver le diera vueltas la cabeza. Gimió y retrocedió.
Pistola miró a Elver de una manera que Elver hubiera preferido que no lo
hiciera.
-Interesante- comentó Pistola. -¿Eres un psíquico?- le preguntó. Sus manos
descansaban de una manera signi ca va en las culatas de sus pistolas.
-Sueño- confesó.
-Sí, pero a veces los míos se hacen realidad- Elver levantó la vista,
suplicante. -Eso es todo, ¡lo juro!- dio otro débil paso hacia atrás.
-¿Cómo evitaste a las Naves Negras?
El lumen del reciclador de la esclusa se puso verde, listo para que los
ven ladores exhalaran el aire. Pistola movió su dedo hacia el siguiente
botón, cuya luz aún estaba roja, y lo presionó.
Una áspera voz mecánica habló desde la pared. -Advertencia. Purga de la
esclusa de aire inminente. Presione el botón por segunda vez para
con rmar.
-Purga completa.
La nauseabunda sensación desapareció cuando el contenido de la exclusa
se derramó en el vacío. Elver gimió. Su secreto había salido a la luz.
Elver levantó las manos. -¡Por favor, no! No quiero morir. ¡Ni aquí, ni
ahora, ni nunca!
-¡Él está aquí!- le gritó Pistola a Elver. -Te arrepen rás de haber rechazado
mi oferta una vez que él te encuentre.
Elver pensó que ya se ocuparía de eso más tarde.
Algo enorme estaba subiendo por la red de pasarelas y tuberías,
haciéndolas temblar. Elver frenó y se detuvo, apoderado por la necesidad
de ver al monstruo que había masacrado a la tripulación. Haciendo caso
omiso a los ins ntos que le gritaban en el cráneo que no lo hiciera, se dio
la vuelta.
Konrad Curze estaba de pie sobre una amplia plataforma suspendida en el
centro de la sala. El Primarca había añadido pieles humanas sin cur r
arrancadas de los compañeros de Elver a su desgarrada túnica. La sangre,
de un marrón seco en algunos lugares y de un carmesí todavía fresco en
otros, cubría su marmórea piel. Antes, Elver había pensado que Curze
inspiraba sobrecogimiento; ahora, fuera del estasis, la mente de Elver
luchaba por comprender lo que estaba viendo. El Primarca era la máxima
expresión de la humanidad, llevado a la cúspide de la perfección y
después, cruelmente corrompido. Su musculatura era impecable,
esculpida, hermosa. Su postura era la de un brujo.
Pistola cayó frente a él y aterrizó sin hacer ruido.
-No eres tú- rugió el monstruo. -No eres tú la que me va a matar. Ahora
no es mi momento. ¡La lección aún se ene que dar!
-¿Por qué los peores villanos son siempre los que más hablan?- preguntó
Pistola al empo que disparaba cuatro ros de su armamento.
-He oído que algunos de los borregos del Emperador adoran a mi padre
como a un dios- dijo una voz siseante y gruñona detrás del trono. -Qué
magní camente hilarante.
Elver no quería mirar. Sus ojos lo desobedecieron y giraron, obligando a su
cabeza a seguirlos y luego a sus hombros, hasta que es ró el cuello todo lo
que pudo. El cómo no se había dado cuenta de que el Primarca que estaba
allí con él estaba más allá de toda creencia. Era tan grande, poseía tanta
presencia, y el olor que desprendía... Era peor que el de la muerte. Peor
que el de los sumideros y las sen nas de la nave. El cerebro de Elver se
rebeló contra la visión que era Curze, encorvado en la oscuridad y
ocupando mucho más espacio del que incluso su inhumana masa debería
llenar. Era más grande que las sombras y tan grande como la noche. Todos
los intentos de Elver de reunir ánimos se derrumbaron, y gritó
aterrorizado.
-Lloriquear te ayudará lo mismo que tus oraciones a medias. Te sugiero
que ceses ambos- le advir ó el Primarca. Se puso delante de él, sus
hombros rasparon el techo y su pelo sucio se balanceó alrededor de un
rostro extremadamente pálido en el que brillaban dos ojos tan negros
como el carbón. -No hagas algo que me moleste, y podrás vivir.
La cabeza de Elver zumbaba. La oscuridad mordisqueaba los bordes de su
visión. Luchó contra ello. Si se desmayaba, lo mataría. Lo sabía con una
certeza espeluznante.
-El querer no ene nada que ver con esto. Somos teres del empo, tú y
yo. Por el momento, vives.
Curze desenrolló un largo dedo, tan delgado y nudoso como la pata de una
araña, y señaló un punto de luz en el cartolito. Elver se dio cuenta de que
sus siguientes palabras dictarían si vivía un poco más o moría con un dolor
indescrip ble en ese mismo instante. Al percatarse de eso, su cerebro
luchó contra la reconfortante oscuridad, y se preparó para trabajar con
asombrosa presteza, así que se jó el pulsante icono que representaba a la
Sheldroon arrastrándose por el espacio, y calculó la distancia entre su
posición y el lugar a donde la criatura deseaba ir más deprisa que cualquier
suma astrológica que hubiera realizado antes.
Elver tragó saliva. Hablar, sin mearse encima al mismo empo, cons tuía
un inmenso e inoportuno esfuerzo.
-Eso es...
-Si él era el monel, eso signi ca que no puedes manejar esta nave. Es
una lás ma para .
Curze alargó el brazo hacia él.
-¡No! ¡No! ¡Puedo, mi señor, por favor!- parloteó. -Puedo pilotarlo, estaba
entrenando como monel, pero también aprendí todos los demás
sistemas. Era una tripulación pequeña... ¡Teníamos que saberlo todo!
-Oh. Bien- Curze se relajó. Elver no pudo. -¿Cuatro años para llegar a mi
des no?- el Primarca acarició el muslo de Elver con una de sus irregulares
uñas. A Elver le recordó a Overton haciendo lo mismo antes de golpearlo;
en aquel entonces era la peor sensación del mundo. Hasta ahora.
-¡No! ¡No! ¡No!- chilló. -Por favor, mi señor. Una nave como ésta no
funciona con una conducción ac va. Apuntas y aceleras, apagas los
motores cuando estás a la velocidad óp ma y das marcha atrás y los
vuelves a poner en marcha para reducir la velocidad cuando te acercas a
tu des no. Llegar hasta allí no se tarda mucho, es la aceleración y la
desaceleración lo que consumen el empo- explicó mientras respiraba
apresuradamente.
Elver decidió que nunca, jamás, llamaría a Curze ninguna de esas dos
cosas.
-Pero es, como has dicho, un largo viaje. Necesito compañía.
Entretenimiento, o me aburriré.
Elver deseó más que cualquier otra cosa en el universo que esa cosa no se
aburriera.
-Harás lo que yo te pida- con nuó Curze. -¿O quieres compar r el des no
de tus compañeros de viaje? Estoy seguro de que no estás libre de culpa-
sus negras y largas negras uñas se extendieron y señalaron a los
destrozados cuerpos. -¿Qué vas a elegir? Sólo hay una alterna va.
-Bien. Bien- sin el más mínimo esfuerzo, Curze rompió las cadenas de Elver
que le ataban al trono, pero las dejó alrededor de sus tobillos, muñecas y
cuello. -Entonces, adelante con ello.
Curze se encorvó, no tanto para evitar los techos de altura humana, como
porque parecía que esa postura era cómoda para él. Tarareó una melodía
estridente y alegre mientras se dirigía hacia la puerta del pasillo principal y
daba palmaditas distraídamente contra las paredes.
Elver parpadeó con incredulidad. Una nave matadero estaba a sus órdenes.
Su cabeza le daba vueltas. Esperaba despertar, sudando en su litera. Sabía
que nunca lo haría. No había forma de escapar de esta pesadilla.
Aceptar eso lo calmó. En algún lugar, en el fondo de su corazón, se apagó
una pequeña llama. Muerta la esperanza, estaba lo su cientemente
entumecido como para que no le importara.
Hasta unas horas antes, el Esfericum había sido la gran cámara del
gobierno nostramano. En este momento albergaba un po diferente de
parlamento.
Había ciento siete cárteles representados en la reunión. Algunos solo
tenían un portavoz, mientras que otros habían enviado a docenas de
personas armadas. La correlación entre el número y el poder era
inexistente. Dos de las organizaciones más poderosas tenían los grupos
más pequeños y algunas de las más débiles, los más grandes. Nunca nada
era sencillo en Nostramo.
El Esfericum descansaba sobre el lomo de una cúspide de Nostramo
Ter us, en las afueras de la ciudad. Una única ventana sin juntas y curvada
alrededor de la esfera, y cuya forma evocaba las olas del mar de
medianoche, actuaba de mirador en el Esfericum. Los bordes se dividían
ar s camente en formas más pequeñas y abstractas para representar la
espuma, y pequeñas aves marinas hechas de vidrio caían desde los picos
más altos. En las partes opacas de la cúpula, un enorme mural relataba la
historia de Nostramo, en el que comenzaba por las es lizadas naves de las
colonias atravesando las nubes, incorporaba las an guas cacerías de
leones, la belleza de las montañas oscuras, los horrores de las luchas y el
alzamiento de las colmenas. El pasado menos respetable del mundo se
pasó por alto en este arte triunfal; es irónico, pensó Skraivok, al mirar a los
cabezas de familia reunidos en la cámara. No había hombre o mujer
honesto en la sala, pero tampoco lo había habido cuando el Concilio de los
Nueve tuvo in uencia.
Así es exactamente como Skraivok creía que debía ser. La hones dad
estaba sobrevalorada.
El mundo sin sol hacía honor a su nombre. La oscuridad exterior conver a
la ventana en un enorme espejo. Los fantasmales re ejos, distorsionados
por la curvatura, se burlaban de la reunión. Más allá de esa corte de
fantasmas, gruesas y negras nubes hervían por encima de todo. La opresiva
meteorología de Nostramo no se ocultaba allí, en la periferia misma de la
ciudad, pues no había ningún edi cio que se alzara para bloquear la noche.
Los resplandores eléctricos brillaban en los cientos de torres que recorrían
la costa y lo hacían aún más en las grandes cúspides alejadas del agua, y en
la orilla la parte inferior de las nubes brillaba por la colorida contaminación
lumínica, lo que la transformaba en una enturbiada cubierta para un
mundo de oro, acero y bronce. Arriba, mucho más arriba del creciente
romper de las negras olas, las nubes corrían libres de la in uencia humana,
y allí eran más negras que el vacío, y aún más negras en el horizonte,
donde una franja negra suturaba el mar y el cielo de forma inseparable.
Skraivok ocupó el podio del orador donde, desde antes del cumplimiento,
el líder de la casa había llevado a los señores planetarios a deba r. Varios
de esos señores planetarios estaban ahora presentes en el Esfericum;
buena can dad de ellos tuvieron la sensatez de estar en otro lugar,
observándolo todo desde sus erras o desde la seguridad del espacio
exterior. Sólo tres de los nueve más altos estaban presentes, sudando en
sus adornados tronos en la primera la, casi vacía, frente al podio. Ninguno
de ellos le importaba a Skraivok. Todos ellos eran demasiado débiles como
para marcar la diferencia, altos o bajos, presentes o no.
Ya casi era la hora. El úl mo de los verdaderos señores de Nostramo entró
intencionadamente tarde. Tras juzgar que estaban todos, Skraivok golpeó
el vocoemisor montado en el podio. Un ensordecedor chillido de
retroalimentación silenció a la mul tud.
-Nobles damas y caballeros de Nostramo- comenzó Skraivok, cuya voz
resonó por toda la sala y se re ejó en el mural de la deshonesta historia de
ese mundo.
La audiencia menos tranquila se rio ante la presentación. Sabían qué es lo
que realmente eran.
-Os he reunido hoy aquí para deciros que el gobierno del gobernador ha
llegado a su n- anunció Skraivok. -A Balthius se le animó a dimi r y,
después de algo parecido a una discusión, estuvo de acuerdo. Creo que
en su corazón vio que yo tenía razón. No se resis ó mucho.
Más risas. Los tres miembros del Consejo de los Nueve que habían asis do
le miraban con cara seria. Sólo uno de ellos tenía agallas y su nombre era
Tothriar Gillaneish. Sus nudillos se estaban volviendo blancos sobre la
oscura madera de su trono y estaba medio levantado. Temblaba, pero no
de miedo, como los otros dos, sino de furia.
-¡Esto es un escándalo!- gritó por encima del griterío y las risas. -Le das la
espalda a las obras del Primarca. ¡Le das la espalda al Imperio!
-La Gran Cruzada- se mofó de Skraivok. -La Gran Cruzada nos desangra.
¿Qué obtenemos a cambio? Un lento caminar hacia la anarquía.
-No me mires así. Mira a tu alrededor, Lord Gillaneish. Toda esta gente
perdió antepasados ante el Acechante Nocturno. Estaban asustados,
estoy seguro de que todos lo admi rían. ¿Ves? Yo estaba asustado. No
me avergüenza decir que me aterrorizaba ese monstruo, aunque nací
años después de que se fuera. El miedo era en lo que él con aba. Otros
mundos recibieron iluminación y líderes re nados. Nosotros no, ¿y sabes
por qué, Gillaneish?- Skraivok golpeó con fuerza con su dedo en el pecho
del lord. -Porque no lo merecemos. Nosotros hicimos este lugar, y éste
nos hizo a nosotros. El Acechante Nocturno, ¿qué era? Una intrusión del
exterior. El sueño de otra persona que se convir ó en una pesadilla. Pero
ya no más. Seguiremos siendo parte del Imperio, pero el miedo se acabó.
El miedo es la ley de los débiles, ¡nosotros en esta cámara somos los
fuertes!
Dio un paso atrás y levantó los brazos, para animar a los demás a aplaudir. -
La anarquía se acabó. Vosotros, polí cos inú les, ya habéis tenido
vuestro momento. Sin Curze, no sois nada. Lo dividiremos todo entre
nosotros, los legí mos señores y señoras del mundo sin sol.
Restableceremos las cosas a cómo deben ser, no con la ley del miedo,
sino con la ley del poder. No es perfecto, no es bueno, pero es lo que
somos. Ya no negamos la naturaleza de Nostramo. No se puede gobernar
un planeta a través del miedo cuando no hay nada que temer.
Skraivok hizo una señal. Veyshan Tul dio un paso adelante con un grueso
documento. Skraivok lo cogió con la mano abierta, y lo empujó hacia
Gillaneish.
El Conde Pintado asin ó al vacío que había más allá del campo de
retención atmosférico que brillaba a través de la ranura del hangar, donde
un plano y aburrido transportador navegaba entre otras mil naves. Fuera
de la Príncipe Pardo la ac vidad era tan frené ca como la de su interior.
Líneas de barcazas y transportadores de carga en la india se elevaban
desde el planeta y giraban adormiladas bajo las quillas de las naves,
formando una compleja y ver ginosa trenza de trayectorias de vuelo
alimentadas por todas las naves de guerra y los cargueros. Otros rizos de
luz y de acero descendían girando a través o alrededor de las naves que
ascendían. Vacíos de armas, alimentos, agua, combus ble y hombres,
volvían a formar una única la cuando pasaban los piquetes de la ota, tras
lo cual volaban de vuelta al puerto para volver a empezar.
Pero Gendor Skraivok se refería únicamente a una sola nave, a la que
observaba con una radiante luz en sus ojos.
-He recibido este mes una no cación de nuestro mundo natal de que ha
habido un cambio de régimen- comentó Skraivok. -De parte de un
pariente mío, para ser exactos, un primo tercero o cuarto o vete a saber-
el gruñido de las juntas de su armadura desapareció en el resonante y
ruidoso hangar cuando agitó su mano blindada con desprecio. -¿Te
sorprende, Kellendvar, que tenga contactos con Nostramo?
A Kellendvar no le importaba y no respondió.
-Ac vidades ilegales- concluyó Kellendvar. -Crímenes come dos con nes
lucra vos, los cuales ya han manchado nuestras las.
Skraivok levantó un dedo. -Si se ha hecho con maldad, estoy de acuerdo,
pero hecho a propósito, es ú l. Se han reformado los procedimientos de
contratación. En esta nueva cosecha está lo peor de todos los hombres.
Enviárnoslos es un bene cio para nuestro mundo natal y para la Legión.
¡Todos ganan!- su aguda risa cesó abruptamente. -Excepto quizás para
aquellos contra los que nos desatamos. Nuestro Lord Curze exige que
seamos un arma de miedo. ¿Qué hay más temible que un chico que
mataría sin escrúpulos? ¿O que saciará sus deseos como quiera, sin tener
en cuenta a los demás?
Pasó los dedos por su cara, siguiendo las bandas gemelas de hollín negro
tatuadas sobre sus ojos. -Estas marcas me fueron dadas por mi padre. No
nuestro Señor Curze, sino mi padre biológico, quien exigía que sus hijos
fueran fuertes y no tuvieran miedo. Mi padre era el dueño de su propio
des no, quien, incluso en el ordenado reino que el gran Primarca quiso
que fuera Nostramo, era temido y poderoso. Aunque soy noble de
nacimiento, pasé gran parte de mi infancia corriendo con gente como
vosotros, bajo la venenosa lluvia de las colmenas as xiadas por la
contaminación, perseguido por aquellos que se creían más fuertes que
yo. Maté a mi primer hombre cuando tenía diez años. El segundo unos
días más tarde. Mi padre me declaró el más fuerte de sus hijos, y me
marcó para que lo mostrara- señaló a varios jóvenes que llevaban marcas
similares. -Como vosotros, que también lleváis las marcas de la fuerza.
“Ahora sólo verás las sombras”, me dijo mi padre mientras me
aguijoneaba la aguja del tatuador. Disfruté del dolor por la aprobación
que me mostró. Soy un asesino. Nací en una sociedad de asesinos. Estoy
orgulloso de mi herencia, ¡un verdadero hijo del mundo sin sol! Vosotros
también deberíais estar orgullosos. No cambiaremos vuestra naturaleza,
sino que la perfeccionaremos.
-En este momento, sí- concidió Skraivok, -pero con ellos reforjaremos esta
Legión a una nueva imagen, una cuadrilla de asesinos como ninguna otra
antes que ella, despiadados, sin conciencia. Que otros sean la espada del
Emperador. ¡Seremos su daga en la noche!
Pasó las hojas de su libro, sonrió ante ciertos pasajes y frunció el ceño ante
otros. -Vaya cosa es, escribir un libro. Ahora tengo la tentación de tachar
secciones enteras y reescribirlas de nuevo, pero entonces, eso daría como
resultado un libro diferente. Tal y como se ha escrito, se debe preservar.
Sólo se puede cambiar cuando sea algo completamente nuevo y se pierda
la verdad de su naturaleza original- cerró el libro y caminó encorvado
alrededor de la cámara, pasó por detrás de la imitación de su padre y pisó
el destrozado cuerpo del desafortunado esclavo. Se enderezó, adoptando
el aire de un hombre que fuera a dictar una carta, o de un maestro de la
scholam que fuera a dar clases a sus alumnos. -Nunca fui el a mí mismo,
siempre trataba de hacer lo que esperabas de mí, a cambio de un
insu ciente reconocimiento. Cuando volví aquí, a este lugar, me di cuenta
de que tenía que dejar de intentarlo. Tuve que abrazar mi des no. Soy un
monstruo, padre, y debería ser cas gado por ello. Eso es lo que soy, y es
ahí donde mi des no me lleva- sonrió con tristeza. -¿Por qué luchar?
Destellos de cosas que aún no habían ocurrido entraron a la fuerza en
las pesadillas de Elver.
Gigantes ves dos con armaduras del color de las tormentas de
medianoche lo agobiaban, todos tan grandes que se sen a tan pequeño
como una rata. El polvo corría a través de una atmósfera fría y hacía que le
picase la piel y los ojos.
Konrad Curze lo miró por úl ma vez, y Elver vio que no le importaba en
absoluto lo que le sucediera.
Docenas de pares de ojos rasgados, rojos como rubíes, miraron a Elver con
destellos de malevolencia.
La voz de Curze, tan cerca del oído de Elver en la estrecha burbuja, le envió
dolorosos escalofríos que despertaron la agonía de la tortura y apuñalaron
las extremidades fantasmas como dagas calientes.
Elver luchó por soltar sus correas antes de poder levantarse del asiento del
piloto. En el cuello sen a unas punzadas de dolor terribles. Le dolía la
cabeza. La nave se balanceaba sobre sus garras de aterrizaje a causa de la
tormenta.
-¡Mi señor!-vgritó.
-La úl ma vez que lo vi, vino por motu propio a mi lado a bordo de la
Razón Invencible- explicó Curze. -Lo perdí mientras luchaba contra el
León.
-Por esa razón pensamos que podría saber qué fue de él- dijo Talos. -No
hemos tenido no cias de él desde entonces.
Otro de ellos habló, cuya voz era la de un frío asesino endurecida por los
altavoces del casco. -Debe estar muerto, mi señor. El León se lo llevó
cuando se lo llevó a usted. Nadie ha sabido de él desde Thramas.
Curze contempló a sus hijos. -Vosotros sois los primeros en llegar. Muchos
más vendrán. Todos vosotros habéis luchado duro y estáis exhaustos. He
superado acontecimientos que van mucho más allá de vuestra
comprensión. Durante ese empo, mi fe ha sido probada tanto por los
demonios como por mis hermanos. Vuelvo de entre los muertos, pero
sólo por un empo.
-No hable así, señor- le pidió Talos. -El empo puede contar una historia
diferente.
Docenas de pares de ojos rasgados, rojos como rubíes, miraron a Elver con
destellos de malevolencia.
-¡Mi señor!- gritó.
Una mano enguantada se extendió hacia él.
ONCE
MALDICIÓN DE LA PREMONICIÓN
L
- os guerreros que llegaron a Tsagualsa estaban corrompidos. En el
mejor de los casos, estaban engañados, en el peor, se habían conver do
en simples faná cos asesinos- siguió hablando Curze en la fría oscuridad
de la sala de la torre. -No sé cuándo mi Legión comenzó a caer en
desgracia, sólo que para cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde- se
arañó debajo de las cos llas, prominentes a causa de sus inconstantes
hábitos alimen cios. Un trozo de carne humana pegada en su piel, seca y
dura, cayó.
Su voz se elevó. -¿Cas gado tan sólo por seguir el camino trazado por ese
padre para ? Me hiciste un árbitro de la jus cia. También me conver ste
en un monstruo. La reconciliación de ambos es imposible. No es de
extrañar que esté loco- siseó entre sus a lados dientes, con las palabras
heladas por el odio. -Nada de esto es culpa mía. Es culpa tuya. Tus manos,
y no las mías, están manchadas con la sangre de miles de millones de
inocentes.
Se puso taciturno y adoptó un tono adulador. -¿Por qué me hiciste? ¿Por
qué tuve que hacerlo? Toda la sangre, la muerte, la tortura... Esas cosas
las puedo entender, pero aquel acto que hice, aunque justo, me persigue
todavía. Y no debería hacerlo- dijo con enojo. -No, no, no- agitó la cabeza,
como si estuviera discu endo en silencio consigo mismo. -No lo hace.
Había que hacerlo. Teníamos razón, tú y yo. No podía ser de otra manera-
su cabeza tembló, y empezó a balancearse sobre sus caderas.
P
- onlo de nuevo- la suave amenaza que tenían las palabras de Curze
atravesó a los capitanes reunidos de la Legión. Todos los Espolones y
Maestros de la Garra de la ota estaban allí, sin excepción alguna.
-Como ordenéis, mi señor- el capitán Shang, palafrenero del Primarca, no
podía mirar a los ojos de su padre gené co. Ninguno de ellos podía.
Miraban las imágenes con tristeza, muchos de ellos avergonzados por lo
que veían.
Muchos, pero no todos.
Sevatar, colocado a la derecha del Primarca, observaba con gran interés la
incomodidad de sus hermanos, y la de aquellos que no mostraban
vergüenza alguna. El strategium estaba abarrotado de capitanes. Una
buena parte de ellos habían venido con sus armaduras, y el zumbido
combinado de sus generadores de energía se elevaba hasta un nivel
irritante.
-Fue captado por una sencilla lente augur, situada muy por debajo de las
cubiertas. Había muy poca luz para verse bien, y es an gua- estaba tenso.
Había demasiados ojos posados sobre él. -Tal y como he dicho antes.
-Es su ciente para que veamos lo que está sucediendo- indicó Var Jahan,
Lord Regente del Vigésimo Sép mo Talón, con brusquedad.
-¿Podemos estar callados? Estoy tratando de pensar en todo esto
detenidamente- se quejó Cel Harec. Al ser uno de los Kyroptera, sus
palabras deberían haber tenido peso, pero muchos de sus compañeros se
reían y se burlaban de su forma de ser, cosa que lo enfurecía.
Sevatar prestó mucha atención a todas esas interacciones. Sin duda había
capitanes en esa sala que eran cómplices de esos crímenes, y tal vez
algunos eran responsables de ellos. La Legión estaba cambiando para mal.
Curze no estaba prestando su ciente atención a su máquina de guerra.
El ángulo de la imagen era alto y estaba distorsionado por el gran angular
de la lente. En ella se veía a los sirvientes pasar de forma apresurada,
hinchándose a medida que se acercaban, para después disminuir hasta una
forma casi humana y volver a hincharse de nuevo, como si estuvieran
dando vueltas y caminaran sobre un suelo parabólico. No hubo ningún
movimiento en el pasillo durante unos instantes, hasta que surgió otra
gura. El brillo de la re na de sus ojos lo delató, unos ojos adaptados a la
oscuridad que se balanceaban hacia la cámara como si fuesen fuegos
fatuos. Solo cuando estuvo a mitad del campo de visión se convir ó en un
legionario, desnudo hasta la cintura, cuya pálida piel era asombrosamente
blanca en la oscuridad. En su mano tenía un ancho cuchillo de desollar de
cabeza plana. Se alejó sigilosamente, siguiendo a los sirvientes hasta la
oscuridad.
-¿Quién es?- preguntó Zso Sahaal.
-Aún no tenemos una iden cación- respondió Shang demasiado rápido,
lo que expuso su nerviosismo ante las acciones del guerrero de la imagen.
Se sen a responsable, y actuaba como si fuera responsable, para alivio de
los demás. Eso les quitó de encima la presión de la atención del Primarca.
Sevatar lo ignoró, y con nuó observando a la mul tud.
-Pero son imágenes de la nave de Malithos- Sahaal levantó una mano en
dirección a Kuln sin mirarlo, sus ojos imploraban al Primarca a que actuara.
-Seguramente él lo debe saber.
-Sólo para eliminar a las pandillas de las cubiertas que aterrorizan a los
sirvientes entre los turnos. Sólo para cas gar a los culpables. Éstos eran
o ciales- objetó Tovac Tor, el manco. -Eran valiosos- su mano biónica se
atascaba y chasqueaba mientras ges culaba.
-Nos hablas desa ante, pálido. Muy bien, puedes desa ar a mi hacha-
retó Acerbus. Levantó su gigantesca hacha, lo que hizo que algunos se
rieran de él.
-¿Podríamos dejar esta disputa sin sen do?- solicitó Maestroterror
Thandamell. Su alto rango refrenó la riña por un momento.
-Este no es un incidente aislado. Está sucediendo en todas partes- señaló
Vyridium Salvadi, Señor de la Flota de Curze. Su ira acusó a los demás de
ser culpables. Miró con desprecio a muchos a los que consideraba
par cularmente responsables. -El problema está empeorando.
-No en mi nave- insis ó Kheron Ophion con obs nación.
-¿Y cómo puedes estar seguro de todos ellos?- quiso saber Krukesh. -La
Legión es grande, son asesinos hasta la médula; cualesquiera que sean
sus razones para matar, matarán. No puedes conocer a todos y cada uno
de tus hombres, al menos no completamente.
-Negarlo no hace que sea cierto- añadió Tovac Tor pensa vamente.
-¿Y qué hay de los otros, en las otras naves?- preguntó Kuln enojado. -¡Soy
un chivo expiatorio!
-Será el guerrero culpable del crimen que aquí veo al que le dictaré
sentencia- cortó Curze en voz baja. -A menos que pre ráis que lleve el
asunto a un nivel superior de la cadena de mando- acarició el estuche de
cuero que colgaba en su cintura y que contenía su baraja de cartomancia,
lo que implicaba que la decisión ya estaba tomada, y la cabeza de Kuln,
cortada.
Kuln frunció el ceño, pero la mirada que le devolvió Curze le silenció, y
cerró la boca con un chasquido.
-Entonces reu lízalos- dijo Curze enojado. -Estad atentos, todos vosotros.
Lo que vemos aquí es una señal del veneno en las venas de nuestra
Legión. Si el veneno llega al corazón o a la cabeza- se tocó suavemente el
pecho, -el organismo entero muere. Redoblad las patrullas en las
cubiertas inferiores. Quitad de la autoridad a aquellos en los que no
con éis, reemplazad a los sargentos de vuestras nuevas Garras con
veteranos de probada valía. Que caiga el juicio del Emperador sobre
aquellos que muestren la más mínima señal de desobediencia. ¡Hacedles
que conozcan el miedo!
Curze gimió. Sevatar, al levantar la mirada, vio cómo los párpados del
Primarca se agitaban y cómo daba un vacilante paso hacia atrás, signos de
lo que sólo el Primer Capitán conocía demasiado bien. Shang levantó la
vista, consternado.
Sevatar caminó hasta ponerse delante de su padre gené co. -¡Despejad la
sala!- ordenó. -Esta audiencia ha terminado.
Una vez que no hubo nadie que le pudiera ver, Konrad Curze se permi ó
desplomarse.
Sufrió una hora de dolor muscular que tardó una eternidad en terminar.
Cuando volvió en sí, estaba solo, mareado y atormentado por una virulenta
tristeza. El futuro burbujeaba con dolorosa claridad bajo el presente. Y
pronto, éste regresaría.
No era la primera vez desde hacía poco que se tenía que esconder en las
sombras y dirigirse a su habitación, sin que lo vieran, justo antes de que las
visiones lo asaltaran de nuevo.
Un mundo de arenas negras ardía. Con un odio asesino, ejércitos de
hermanos se volvían los unos contra los otros y soltaban las armas más
poderosas de la humanidad contra sus amigos y aliados.
Una serie de escenas pasaron por la mente del Primarca, todas oscuras y
todas horribles. Ferrus Manus muerto, la hosca naturaleza de Perturabo
puesta al límite. La furia de Angron desatada contra sus aliados. Y así
sucesivamente; pequeñas traiciones, pequeñas rivalidades, heridas
insigni cantes, orgullo herido, todos corrompidos, retorcidos y arrojados al
fuego cada vez más caliente de la arrogancia donde una con agración, de
una escala de la que la galaxia no había sido tes go desde hacía mucho
empo, desgarraba el rmamento para reducir a cenizas todo lo que el
Emperador consideraba querido. Curze aulló ante los horrores que vio. Se
enfureció ante la traición de aquello por lo que había luchado. El orden y la
jus cia derribados a favor del caos y la anarquía. Entre todo el fuego y la
sangre, vio a una sombra danzar, cuyas garras estaban teñidas de rojo por
la sangre y las vísceras, y su cara retorcida a causa de una furia demente y
un abominable placer.
Entre la sangre, el fuego y la locura, Konrad Curze vio su propio des no.
Curze se quedó boquiabierto. Todo el esfuerzo de la cruzada le pareció
ridículo a la luz de sus visiones, y por ello, empezó a reírse. Pensamientos
febriles hirvieron en las profundidades de su mente. Sus manos se
agarrotaron y sus dedos empezaron a arrancar trozos de metal de la
cubierta.
-No...- jadeó mientras su cuerpo convulsionaba por una risa que no podía
detener ni siquiera mientras gritaba horrorizado. -¡No me conver ré en
esa criatura!
Lenta y dolorosamente, su mente se aclaró. Los espasmos de la indeseada
alegría disminuyeron.
Exhausto, Curze se levantó del suelo. El esfuerzo necesario para mover una
montaña habría sido menor. Miró con incredulidad toda su habitación.
Todo estaba destrozado. La gran mesa de reuniones estaba volteada y rota
por la mitad. Las decoraciones de los pilares del soportal de la
instrumentación que bordeaban la sala habían sido arrancadas y las
máquinas que albergaba estaban destrozadas de manera irreparable. En
las paredes y en los muebles rotos había profundas marcas de arañazos.
Olía a sangre por todas partes. Fue entonces cuando se miró las manos y
las vio cubiertas de un rojo resbaladizo. Parte de la sangre era suya, a la
que el vitae Primarca condimentado con genotecnología le daba un intenso
y espeso olor, en forma de costras alrededor de las yemas de los dedos,
donde se había arrancado las uñas en su frenesí. Pero otra gran parte no lo
era. Miró a su alrededor mientras sus agudos ojos atravesaban las partes
más oscuras de la cámara. Un par de piernas sobresalían de debajo de una
cor na caída. El torso del hombre estaba al otro lado de la habitación, con
las tripas esparcidas alrededor de la cintura como si de una falda se
tratase.
Un pequeño sonido hizo que Curze se diera la vuelta, rápido como una
serpiente.
Uno de sus hijos lo miraba desde la puerta abierta. Su olor era
inconfundible. Con armadura, todos sus hijos olían prác camente igual. El
mismo aceite, el mismo polvo de lapeado, el mismo zumbido eléctrico del
ozono que se silbaba desde las rejillas de ven lación. A pesar de los sellos
hermé cos de sus armaduras de batalla, Curze podía oler a los hombres
que había debajo de ellas, todos ellos manchados con su semilla gené ca,
pero que seguían siendo únicos.
-Shang- pronunció en voz alta Curze.
Con armadura o no, Shang tenía el olor de alguien débil. Los fuertes rasgos
de su ancha mandíbula y de su nariz ganchuda men an. Un cuerpo
sicamente imponente albergaba un alma indecisa. Shang no comprendía
del todo la seriedad de la misión de la VIII. Al con ar demasiado en el
sen miento, su devoción a la jus cia vacilaba. Pero ocultaba otro defecto
aún mayor que ese: Shang idolatraba al Primarca más que ningún otro de
sus capitanes.
Curze había elegido a Shang por esa razón. Un hombre con amor en su
corazón no podía traicionar lo que amaba. Curze había elegido a Shang
para explotar esa debilidad. Era irónico, por tanto, que Curze hubiese
encontrado un afecto recíproco por Shang en su negra alma. Tenaz,
estrecho de miras y totalmente leal, Shang era uno de los pocos Amos de la
Noche que Curze no odiaba.
Shang se quedó inmóvil por un momento, atrapado en la indecisión de
desenvainar sus armas o hablar. Así era Shang hasta la médula, al que la
precaución le llevaba siempre al borde del acan lado de la incer dumbre,
donde un inapropiado coraje le urgía a saltar precipitadamente. Nunca lo
hacía. En el futuro, solo saltaría una vez, cuando la a icción lo tuviera en
sus garras, y moría por ello.
Shang levantó los brazos y se quitó el casco. Su olor impregnó aún más la
habitación con el aire que se escapó de su armadura.
-Mi señor- comenzó. Se humedeció los labios secos mientras sus ojos
sobrevolaban la destrozada escena. -Están empeorando. Sus visiones.
Curze asin ó con la cabeza. Tenía la boca llena de una saliva que sabía a
sangre.
-Así es, hijo mío- le con rmó Curze. -Antes, no eran más que imágenes
que revoloteaban en mi mente y presagiaban eventos en los que debía
trabajar junto a mis cartas para poder predecirlos por completo. Ahora
vienen a mí totalmente formados, y su violencia uye a través de mí-
Curze se puso de pie.
-¿Qué puedo...?
-Guárdate los tópicos. No puedes hacer nada. Si soy así, es por voluntad
del Emperador. Asegúrate la próxima vez que veas que voy a tener una
visión, de que estoy aislado y que el área está despejada. Mi escriba, allí
descuar zado, era un hombre con un corazón apagado. No tenía el fuego
su ciente como para ser culpable. Sin embargo, murió como si no fuera
justo. Y eso no puede ser.
-Sí, mi señor.
El Primarca se apoyó con cansancio contra la pared y miró la sangre que se
le secaba en las manos.
-Soy culpable- se susurró a sí mismo. -La muerte de Fashmanali fue
injusta- dijo. Se estremeció con una ponzoñosa mezcla de conmoción y
vergüenza.
S
hang dio un pesado paso hacia él.
-Nunca tengo que ordenártelo, ¿es ese el signi cado que se esconde bajo
tus palabras?
-Si quieres verlo de esa manera- miró a su padre gené co a los ojos. -¿Por
qué estamos hablando de semán ca?
-No hay nada que temer, mi señor. Nuestra tasa de cumplimiento está
dentro de los parámetros aceptables.
-Le estoy quitando importancia- respondió Sevatar, con tanta frialdad que
hubiera sido imposible para otro que no fuera Curze no pensar que
estuviera hablando en serio.
La sonrisa de Curze se evaporó. -Todo se ve amenazado. La Octava Legión
ha sido infestada por hombres que se deleitan en los medios mientras
pierden de vista el n. Encuentran el placer en el dolor y se burlan de la
noción del crimen y del cas go.
-Ya me había dado cuenta- le con rmó Sevatar. -El momento de vuestra
comprensión ante todo esto podría haber sido mejor, mi señor- objetó
Sevatar. -Llevamos un cargamento de serpientes a una reunión con sus
hermanos.
-Y en un momento en el que nuestros métodos están bajo un escru nio
como ningún otro- Curze empujó un libro mayor hacia el Primer Capitán,
de modo que chocó con su casco. Sevatar miró el texto escrito con la
precisión de una máquina sobre hojas de papel hechas a mano.
-Elementos dentro de la Legión han ins gado a los criminales de nuestro
mundo natal. Mientras me salía espuma por la boca y deliraba en mis
aposentos, ellos han recibido a estos degenerados en nuestras las con
los brazos abiertos.
-La Legión ene que volver a estar bajo control. Se requiere una
demostración de fuerza- Curze dio la vuelta al libro y lo cerró.
-Puede ser, pero la putrefacción se inició hace años- Curze señaló un libro
con una de sus largas uñas. -Aquí, hace doce años, indica que hubo envíos
de jóvenes sacados de la cárcel. Los resultados de sus pruebas
psicométricas fueron alterados. Eso es avaricia, y no de una sola fuente,
sino de muchas otras. Nuestros maestros de reclutamiento deben estar
involucrados.
-Exactamente.
-Tengo la intención de hacer algo más que cas garlo- aseguró Curze. -
Haré de él un ejemplo que nadie podrá ignorar.
-Exterminatus- concluyó Sevatar.
Curze sonrió. -Por eso me gustas tanto, Sev. No tengo que explicarte
nada. Captas todo rápidamente y, además, en endes por qué hago lo que
hay que hacer.
-Si dice que debe hacerse, entonces debe hacerse. ¿Cómo lo haremos?
-Sólo podemos con ar en nuestra propia ota- explicó Curze. -Los otros,
mis hermanos, no lo entenderían. Tratarían de detenerme. Se
desperdiciarían meses mientras se exponen las razones y se presentan las
pruebas. Si logro convencerlos, intentarán forzar una nueva conformidad.
Durante ese empo, los responsables huirán de Nostramo. Al seguir la
ley, no se hará jus cia. Si se ha de destruir Nostramo, se debe hacer con
rapidez.
-No hay nada de lo que dudar. El culpable debe ser cas gado.
-¿Hoy es "hijo mío"?- observó Sevatar. -Se está poniendo sen mental.
-No soy yo mismo- respondió Curze, medio en broma. Se preguntaba si
Sevatar sabría lo vacío que había quedado por dentro.
-¿Qué hay de Shang? Sé que aceptará todo lo que usted diga para
después caerse a pedazos cuando contemple la enormidad de lo que está
pidiendo. No le con e todo esto todavía.
-La jus cia no conoce favori smo alguno. Es ciega y despiadada. Y yo soy
su agente. No puedo favorecer a un mundo simplemente porque crecí en
él hasta llegar a ser un hombre. La jus cia sos ene que todos somos
iguales. Debe ser así, o la balanza que pesa las acciones de los hombres
nunca podrá estar equilibrada, y el pecado proliferará para siempre.
-Lo veremos realizado después de Cheraut. Antes de eso, tengo otra tarea
que realizar. Es hora de que hable con mis hermanos- de nuevo, miró las
cartas. -Lo que sucederá no está claro para mí, pero tal vez todo este
horror se pueda evitar. Tal vez los rumores sean excesivos y Nostramo
pueda salvarse- murmuró Curze. -Tal vez Balthius aún está vivo y esta
situación se puede rec car.
-¿Lo cree?
La ac tud del Primarca cambió. -Ni por un momento, Sev- el pelo de Curze
le cubría la cara mientras inclinaba la cabeza ante más pruebas
contundentes. -Nostramo arderá. El des no y la jus cia lo exigen.
DOCE
NOSTRAMO ARDE
Las alarmas sonaban a lo largo y ancho de la Anochecer.
Una voz mecánica resonó por encima del agudo lamento.
-Traslación inminente. Prepárense. Prepárense.
Su salida de Cheraut fue rápida, y el camino desde allí, escabroso, pues la
nave no paraba de sacudirse desde la proa hasta la popa. Shang se temía
que la salida del inmaterium al reino material fuera peor. No tenía empo
para detenerse y prepararse contra el embate de la nave. Ésta rebotaba a
través de las nudosas corrientes de la disformidad y hacía que los siervos
se tambaleasen. No era un primi vo supers cioso, pero sen a cierto temor
a que la disformidad estuviera reaccionando a lo que Curze pretendía
hacer. Shang se apoyó contra la pared con una mano extendida, con
demasiada prisa como para ralen zarse ac vando sus anclajes magné cos.
Necesitaba encontrar al Primer Capitán, y rápido.
-Traslación completa.
Shang tomó impulso en un puntal de la pared, lo que dejó las huellas de los
dedos de su guantelete en el metal, para obligarse a avanzar hacia la
entrada trasera del Templo de la Armería.
La puerta se abrió hacia un ornamentado estudio de la noche esculpida.
Toda piedra y metal del templo era de una tonalidad sombría. Una luz
negra hundía el lugar aún más profundamente en las sombras, lo que hacía
que los rostros de los Atramentar que se preparaban para la batalla
brillaran con colores an naturales, y que sus dientes y ojos blancos
resplandecieran como joyas alienígenas.
-¡Sevatar!- llamó Shang. La cámara era larga, dividida en discretas bahías
por pilares ornamentados donde a la élite de la Primera Compañía les
estaban atornillando a sus armaduras. Había docenas de ellos, atendidos
por cientos de siervos. El gemido de las herramientas eléctricas y el
n neo de los instrumentos de diagnós co resonaban desde la bóveda del
alto techo de mármol azul-negro.
-¡Sevatar!- repi ó, mientras se abría paso a través del apiñamiento de
sirvientes y ciborgs. Los Atramentar, a medio ves r en sus armaduras de
batalla del color de la medianoche, le miraron con una silenciosa
hos lidad; todos menos uno, que levantó su brazo derecho, aún sin
armadura, y señaló hacia el pasillo.
-¿Crees que podría ser de otra manera, Shang?- quiso saber Sevatar. -De
hecho, olvídalo. Tengo otra pregunta para , ¿por qué sientes la
necesidad de decir cosas tan estúpidas?
-El perro puede ladrar, pero ¿muerde, Lord Shang? Yo digo que no. Es por
eso por lo que Lord Curze me pre ere a mi para esta tarea. Me
corresponde a mí asegurar que el cas go de Nostramo se lleve a cabo.
-Esto no está bien- se quejó Shang. -Este es el mundo que nos vio nacer.
Miles de millones de personas. Un valioso contribuyente al Imperio,
desperdiciado. Fuimos creados para algo más que esto.
-Esto está mal y lo sabes. Pide a sus hombres que se re ren. Si tan sólo
pudiera tener un poco más de empo...
-Mejor que tú- respondió Shang. -Cumplo con mi deber. Cues ono estas
órdenes por mi lealtad, no por la falta de esta.
-¿Qué te pasa?- siseó Shang. -Suenas como un faná co, Sevatar. Esa no es
tu manera de ser. El Sevatar que conozco es cínico, frío. Él no vería el
sen do en nada de esto.
-¡Por amor del Emperador, Sevatar, nadie es más devoto del Acechante
Nocturno que yo!- exclamó Shang apretando sus dientes. Su frustración
salía como un gruñido desde el vocoemisor. -No está en su sano juicio. Se
está deteriorando. Has visto la forma en que se man ene ahora, lo
oscuro de su estado de ánimo. Si permi mos que esta locura con núe,
aceleraremos esta enfermedad. No habrá vuelta atrás en esto. No enes
idea de lo que ve. Ninguno. Detén esto ahora.
-Creí que nunca vería el día- aseguró Sevatar, -en el que Shang
calumniaría a nuestro noble señor.
-Escuchad lo que os tengo que decir- Shang miró con ojos desesperados a
los otros gigantescos guerreros. -¿Qué decís, Atramentar? Este es vuestro
mundo. Si vuestro capitán no puede ver entrar en razón, tal vez lo hagáis
vosotros.
Los exterminadores permanecieron inmóviles.
-Piensan lo que yo les digo que piensen- le indicó Sevatar, con la sombra
de una sonrisa en sus labios. -Son los más leales a la visión del Primarca.
Por eso son los Atramentar. Un puesto de honor que nunca has ocupado,
por razones obvias.
Los siervos de Sevatar terminaron de encerrarlo en su armadura,
colocando los úl mos pernos en su lugar, de modo que estaba
completamente reves do de cuello para abajo. Los sirvientes rápidamente
comprobaron su trabajo y después retrocedieron. Con un chasquido y un
gemido como el de un edi cio al moverse, el reactor de la armadura se
ac vó. Sevatar pareció crecer sicamente a medida que los haces de bras
se ajustaban y los pistones salían de sus casquillos. Otros siervos avanzaron
provistos con una serie de disposi vos, y los conectaron a los puertos
externos de la armadura para las comprobaciones.
-Estás tan loco como él.
-¿Por qué?- quiso saber Shang. -¿Por qué se le puede declarar culpable de
eso a la gente común?
-Oh, porque lo son. Las madres se alegran de que sus hijos permanezcan
en casa. Los amigos se sienten aliviados de que no se lleven a los
compañeros de su banda. Los que no son dignos se alegran de que los
que deberían reclutarse no lo sean. Este es el crimen de toda una
sociedad. ¿No estás de acuerdo?
Shang no dijo nada.
Una abrazadera llevó el pesado casco de exterminador a lo largo de un riel
por el techo de la alcoba de la armería, hasta que quedó descansando
sobre la cabeza de Sevatar.
-Es culpable.
-Los culpables merecen ser cas gados- explicó Sevatar. -Ese es el único
hecho inmutable de la civilización, porque sin cas go no puede haber
civilización. Esto es lo que nos enseña nuestro padre gené co. Matamos
a unos pocos para que muchos puedan vivir, ya sean extraños o nuestras
propias familias.
Los siervos retrocedieron. Uno de ellos presionó el botón de un panel de
control y el casco descendió, tragándose la cabeza de Sevatar.
-Te ahorro el dolor de par cipar en esto, ya que claramente estás muy
indeciso en cuanto a lo que es justo y lo que no lo es.
-Así es, Shang- asin ó Sevatar, cuya voz retumbaba. -Tú solo mira. Eso es
lo que mejor que sabes hacer. Apretaré el ga llo porque puedo. Tú, en
cambio, no puedes.
A todas las naves, abran fuego.
-
-¿No lo has oído? Esa era una orden directa del propio Primarca- le
informó Genesh.
-No lo haré- se negó el Maestro de Ar llería.
Los murmullos empezaron a surgir de los pozos del mando de ar llería.
-Ni yo- dijo otro o cial, envalentonado por el desa o del Maestro de
Ar llería.
La ac vidad en todo el puente se detuvo.
-Lord Capitán Sevatar- dijo ella con alivio. -Gracias a Terra que estáis aquí.
Tengo un mo n entre manos.
Las lentes de rubí de Ilthen bailaban con los re ejos de las detonaciones
que orecían a lo largo del nublado orbe de Nostramo.
Miró jamente a Sevatar durante un buen rato.
-Porque esto está mal- contestó Ilthen, yendo a por su pistola.
Sevatar abrió fuego. Los tres primeros proyec les de masa reac va se
clavaron en la placa torácica de Ilthen y detonaron sin llegar a penetrar. Los
proyec les de Ilthen se desviaron formando un gran abanico, vaciando la
mitad del cargador en el puente. El cuarto proyec l de Sevatar le atravesó
el centro del pecho, destruyendo ambos corazones y matándolo al
instante.
Se hizo el silencio durante una fracción de segundo. Sevatar vio las
intenciones de disparar de los guardias antes siquiera de que ellos mismo
supieran que lo iban a hacer.
-Sevatar una vez me preguntó por qué odiaba tanto a mis hijos. Y estaba
en lo cierto, ¿sabes?, los detesto a todos, tanto leales como no leales.
Desprecio lo que son; asesinos que actúan sin escrúpulos- su rostro se
tensó con fuerza. -¡Pero los odio sobre todo porque no entendieron el
propósito! No podían ver que eran cómplices de un gran crimen. Si
hubieran comprendido mis enseñanzas, habrían visto su propio interior y
se habrían condenado a sí mismos en consecuencia. La ejecución sería lo
siguiente. ¡Ojalá lo hubiera sido!- exclamó, levantando una mano en
forma de garra hacia el techo. -Al abrir los ojos a sus propias faltas, se
habrían asesinado los unos a otros como hubiera sido lo correcto.
Hubiera sido lo correcto.
Se arrastró unos pasos hacia atrás. -Pero no lo hicieron, y por eso se los
dejo a tu lisiado imperio, para que se pueda enseñar la lección una y otra
vez, una y otra vez.
Sonrió ferozmente a la estatua cadáver. Decepcionado de que no hubiera
respuesta a su provocación, se alzó lentamente todo lo cadavéricamente
alto que era y caminó hacia el trono hasta que estuvo justo encima de él y
sus manos agarraron las viscosas muñecas de la cosa que había creado.
-Estoy en paz con toda esta sangre y agonía. Nada de esto fue culpa mía-
indicó. -Como uno no puede arrepen rse de los dictados del des no,
porque no se ene in uencia sobre él, entonces no puede ser culpable.
Ya no me atormento por mi naturaleza, porque eso también está fuera de
mi control. Sin embargo, albergo un remordimiento.
-El Acechante Nocturno era justo. Era un monstruo, eso es cierto, pero así
es la naturaleza humana. Todo lo que podemos esperar es que los
mejores monstruos nos salven de lo peor. Sus acciones eran sangrientas,
pero como resultado su mundo estaba en paz consigo mismo por primera
vez en milenios. Tan sólo después de que dejará Nostramo y asumiera tu
carga, se selló mi perdición.
Curze sonrió. Si hubiera habido alguien que lo hubiera visto, su corazón se
habría roto al ver el dolor que expresaba.
-Padre, padre, padre, padre- dijo por n. Una solitaria lágrima resbaló por
su mejilla. A medida que ésta bajaba, su majestuosidad iba restaurándose
poco a poco. El dolor enjuagó la pá na de la corrupción. Entre la suciedad
y la sangre coagulada, una piel de blanco puro, forjada mediante una
habilidosa destreza gené ca, brillaba tras el rastro de la lágrima. -Si
pudiera volver al pasado y estar libre de las cadenas del des no para
actuar, nunca me habría conver do en Konrad Curze. Konrad Curze era un
traidor. Un incrédulo. Un luná co, pero, lo peor de todo, padre, es que
Konrad Curze era débil. El Acechante Nocturno era fuerte- agarró su libro
con fuerza. -Y en este oscuro in erno que has forjado, la debilidad es el
mayor crimen de todos.
Aliviado de la carga de esta úl ma confesión, Curze cerró los ojos y mostró
sus negros dientes con una sonrisa radiante. Miró hacia el cielo, pues un
prisionero liberado de la cárcel podía levantar su rostro hacia el sol.
Su catarsis no duró. Ninguna can dad de auto aversión era su ciente para
Curze. Cuanto más hablaba de sus faltas, más alimentaba su necesidad de
absolución. Hablar hacía que los surcos de la obsesión fueran cada vez más
profundos. Las palabras nunca podrían borrar sus pecados. Ni los suyos, ni
los de sus hijos, ni los de su padre.
Una sensación de presión similar a la que se forma antes de una tormenta
hizo que el aire de la habitación fuera incómodamente espeso. De esa
presión surgió un trueno de palabras que Curze había anhelado, pero que
en su sano juicio nunca hubiera esperado.
+Estoy más allá de tus acusaciones. Más allá del discurso. Más allá de
cualquier cosa. ¿Por qué crees que hablo? Tu locura ya es completa+
De nuevo, las palabras resonaron en el cráneo de Curze con la fuerza de un
badajo al golpear una campana. Sin embargo, consiguió sonreír y levantar
la cabeza para contemplar la gloria de la cosa hecha de carne, aunque se
vio obligado a entrecerrar los ojos a causa de la ardiente luz.
-¡No, no, no! Tú estás aquí. Te oigo. Has venido a enfrentarte a mi juicio,
atraído por esta ofrenda que te he hecho. Tú siempre has sido un maldito
dios.
+No soy ningún dios, ni lo seré nunca+
Curze volvió a levantarse mientras su manto emplumado azotaba en el
vendaval psíquico y aferraba contra el pecho su libro para protegerlo.
-¡No hay cas go su ciente para lo que has hecho! Ni en esta vida, ni en la
siguiente- gritó Curze.
+Ningún padre desea que sus hijos sufran, sin importar las cargas que se
vea obligado a imponerles+
+No hay nada que hayas hecho mal. Si tú y yo nos hubiéramos podido
encontrar una vez más, podría haberte mostrado de nuevo la luz+
-¡Qué maravilloso!- Curze cayó en un minuto de risa salvaje y aullante. -
¡Soy el Acechante Nocturno! ¡La luz es un anatema para mí!
+La luz está dentro de todos vosotros. Sois mis hijos. Nacisteis de la luz.
Ninguno de vosotros está más allá de la redención+
-¡Nunca!
La voz en su cabeza no solo no cedió, sino que siguió golpeando sin piedad.
Más mampostería cayó de la pared exterior. El suelo se derrumbó detrás
de él, diseminándose en los átomos que lo cons tuían.
+Solo come ste un error, hijo mío. De él brota todo el mal que has
come do. Elegiste creer en un des no inmutable. Y sin elección, no hay
nada. Esos dioses que se burlan de nosotros dependen de las elecciones.
El funcionamiento de este universo depende de las elecciones. Un
des no es un libro en una biblioteca de futuros ilimitados. Tú lees sólo
uno. ¿No ves que elegiste eso? Elegiste ser prisionero del des no. Si
hubieras creído en tu propia voluntad, nada de esto habría ocurrido. Tú
hiciste que esto pasara. Elegiste ser como eres, alguien atrapado,
manipulado. Loco+
La sonrisa de Curze se congeló y pareció como si fuera a desprenderse de
la cara que la sostenía, otando amenazadoramente sobre sus labios como
algo con vida propia antes de colapsarse con la violencia de una estrella
moribunda y que su boca se convir era en un agujero del que salían
alaridos.
-¡No!
Llorando, Curze ró a un lado su libro y se lanzó contra la terrible luz y,
pese a que le quemaba los ojos, golpeó a la e gie, la rasgó y la desgarró
con sus negras y rotas uñas, pelándola en largos rizos de carne congelada
de los cadáveres cosidos y destrozándola hasta que no quedaron más que
sangrientos pedazos.
La luz se fue.
Temblando y sollozando, cayó al suelo. Los úl mos restos de su escultura
rodaban húmedamente desde el trono.
-No puedo ser perdonado- susurró. Las lágrimas bajaban por su cara,
goteando por su nariz y barbilla, insu cientes en su profusión para diluir la
sangre derramada sobre el suelo. -Después de todo lo que he hecho,
¿dónde estaría la jus cia en eso? ¡No tuve elección! ¡No tuve elección!
La presión se disipó. Curze se encorvó hasta el suelo y envolvió con sus
brazos los restos del sus tuto de su padre. Congelado en algo parecido a
un abrazo, esperó a una voz que nunca más volvería a oír.
El empo avanzó hacia la hora inevitable. Konrad Curze se removió.
Levantó la cabeza, la cual le pesaba como si tuviera piedras de molino en el
cuello, para mirar al ídolo de carne. Ni se había movido ni había cambiado
la sangrienta cámara. Todo era como antes. Sólo su pena había cambiado,
a peor.
Suspirando, reunió todos los fragmentos de su arruinada cordura, recuperó
el libro que había rado y pasó por encima de los restos manchados de sus
esclavos hasta la puerta. La abrió y la atravesó sin mirar hacia atrás.
La puerta se cerró tras él con un suave clic. Adherido a la pared había un
disposi vo de fósforo preparado para detonar en el momento en que la
puerta se abriera de nuevo. Este úl mo regalo quemaría la habitación y
todo su interior para disuadir a sus odiados hijos por si se vieran tentados
en ahondar en sus secretos, ya que ahora muchos de ellos eran hechiceros
y para esa gente el pasado se podía fácilmente vislumbrar en lugares tan
mórbidos. Había una versión de los acontecimientos que prefería, y es la
que llevaba sujeta al pecho: sus memorias, tuladas La Oscuridad, escritas
con sangre y dolor en su propia y enmarañada letra, y en la que incluía los
acontecimientos que habían ocurrido en la sala tal y como los había
predicho. Para ser un tomo tan valioso renunció a él de forma
despreocupada colocándolo en un hueco alto detrás de una estatua para
que lo descubrieran, o no, pues así lo decretaba el des no. Libre del peso
de sus revelaciones, caminó más erguido y volvió a recuperar parte de su
gloria perdida.
Los pasillos de sus salones privados estaban vacíos, fríos y silenciosos. La
vida humana estaba ausente, pero no así la muerte, que lo impregnaba
todo. Los huesos y los dientes formaban complejos patrones en el suelo.
Las banderas, de cuero de pieles humanas, colgaban en las paredes, las
cuales estaban salpicadas de cadáveres enmohecidos, víc mas de la
violencia esporádica de Curze. Unos pocos afortunados estaban enteros, al
ser asesinados rápidamente; la mayoría estaban horriblemente mu lados.
Curze entró con solemnidad en sus aposentos, donde le esperaban
lúgubres esclavos sin lengua. Volver a estar entre los vivos provocó su ira.
El deseo de masacrarlos a todos se apoderó de su negro corazón, pero él
resis ó, y se me ó en medio de ellos, donde extendió sus brazos
preparado para las atenciones de los esclavos en una estudiada farsa de
calma.
Éstos no se dejaron engañar, y se pusieron a trabajar rápidamente.
Sus armas y su armadura eran copias. Aunque eran el mejor de los trabajos
de sus artesanos, eran mediocres comparados con los originales. Las
cuchillas de energía Piedad y Clemencia, junto con el Manto de la Pesadilla
y sus creaviudas, se las habían arrebatado sus hermanos. Las armas y la
armadura de la cámara parecían idén cas a su legendario equipo, pero no
eran las mismas. Curze introdujo pensa vamente sus manos dentro de sus
guanteletes mientras atornillaban la armadura donde correspondía. Una
vez había estado ves do con una armadura que tenía pocas ventajas;
ahora se había visto reducido a falsi caciones.
-Tantas metáforas ensucian mi vida- susurró. Estaba impaciente al estar
tan cerca del nal, ansioso por acabar con todo.
Sus siervos ignoraron sabiamente sus palabras, pero realizaron su trabajo
con la rara concentración de hombres cuyas vidas dependen de la
habilidad de sus acciones.
El úl mo perno entró en su lugar con un zumbido. Recolocaron su capa
alrededor de sus hombreras. Las andrajosas plumas re ejaban parte del
resplandor de la armadura y brillaban con un color azul-negro como la
noche. La armadura no era lo que parecía, pero se parecía a la pieza
original.
El propio Curze era inmune a la gloria que re ejaba. Dentro de su
caparazón de ceramita, permanecía tan pálido y sucio como un cadáver al
que le hubieran despojado de sus riquezas y abandonado en la suciedad.
De la cámara de la armería pasó a zonas más pobladas, donde le esperaban
sus hijos. Las fuerzas de la Legión se habían reducido considerablemente.
Los esclavos humanos no alterados superaban en muchas veces a sus hijos,
pero esa noche los Amos de la Noche recordarían sus días de grandeza. En
el camino del Primarca no había siervo alguno y solo los legionarios
llenaban los salones.
Sus hijos merodeaban por los pasillos mientras él pasaba. Unos pocos
gritaban, el resto estaban atentos a sus deseos y permanecían en silencio.
Ninguno intentó detener su avance, o convencerle de que regresara. Curze
vio los destellos de sus futuros, todos sombríos y llenos de dolor. Eran tan
arrogantes, tan seguros de que caminaban por la senda correcta, cuando
en realidad no habían sido más que asesinos. Las primeras semillas de la
corrupción se sembraron cuando nacieron. Sus muertes venideras serían la
amarga cosecha de la ineluctabilidad.
Tomemos, por ejemplo, la orden que dio de que nadie detuviera al asesino
que iba a venir a por él esa noche. La orden se obedecería. Los Amos de la
Noche se re rarían para permi r que el asesino pudiera llegar hasta él.
M'Shen encontraría los pasillos vacíos. Una minoría lo haría porque
entendían su propósito, el que la lección se diera con toda su horrible
nalidad. Del resto, muchos de ellos no se atreverían a actuar en contra de
sus deseos, por miedo a perder sus propias vidas si desa aban a su padre
gené co, a sus cuchillas si tenían éxito, o al asesino en el intento. Y, a un
número considerable, simplemente no le importaría, ya que le odiaban
tanto como él les odiaba a ellos.
Su segunda orden, la de que no se buscara venganza, la desobedecerían,
pero sólo uno de esos miles lo haría por razones honestas —el resto estaría
mo vado por la codicia hacia sus reliquias. En ese mismo momento lo veía
todo claramente con el ojo de su mente. Que así sea. Al des no no se le
puede engañar.
Incluso ahora, dudaba de eso. La voz en la cámara solo había expuesto en
voz alta sus propios temores, eso lo sabía; sabía que no era el Emperador,
tanto como sabía que lo era. Pensamientos contradictorios que le
atormentaban por igual, hos les entre sí, coexis an dolorosamente en su
mente.
Soy libre.
No soy libre.
Soy libre.
No soy libre.
Cerró las puertas tras él, dejando atrás la miseria en favor del silencio.
Su trono le esperaba. Caminó con majestuosa resolución hacia su asiento y
se sentó. Sus efectos personales se habían colocados tal y como había
ordenado. De un cojín levantó la corona nox y la puso sobre su cabeza,
tomó las otras insignias de su cargo y las acunó como si de un an guo rey-
dios de la lejana Terra se tratara. En un lugar privilegiado, encima de una
mesa situada a su lado, se encontraba el maltrecho mazo de cartas que
tantas veces había consultado. Quería que la presencia de éste fuera su
úl mo inciso acerca del cruel abrazo de la fortuna. Pero las cartas atraían
su atención, obligándole a que se las replanteara como una herramienta de
su engaño.
Se obligó a mirar jamente a las puertas, con la postura de un már r que
espera. Diminutas lentes observaban desde las lascivas gárgolas y las
representaciones talladas de los peores tormentos. Estos momentos
nales serían grabados y recordados durante diez mil años, tal y como
debía hacerse.
Tan quieto como la colección de estatuas que le rodeaba observaba la
entrada, los pozos negros que eran sus ojos apenas parpadeaban. Ya era un
rey enterrado. Ahora sólo debía esperar a la muerte.
En su mente ya estaban preparadas sus úl mas palabras, listas para ser
liberadas por n hacia su lengua y de ahí, al mundo y a las páginas de la
historia. Habían estado allí desde el principio, esperando este momento, la
culminación de su malvada y predicha vida. Habrían de decirse. Ahora era
su momento.
El des no lo exigía.
Los úl mos momentos de su vida se acercaban. Curze creyó escuchar
cómo caían los úl mos granos de empo que quedaban.
La puerta se abrió y la muerte entró.
FIN