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Índice

Inicio
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
LA HEREJÍA DE HORUS

Una época legendaria


Héroes extraordinarios combaten por el derecho a gobernar la galaxia. Los inmensos ejércitos del
Emperador de Terra han conquistado la galaxia en una gran cruzada; los guerreros de élite del
Emperador han aplastado y eliminado de la faz de la historia a innumerables razas alienígenas.
El amanecer de una nueva era de supremacía de la humanidad se alza en el horizonte. Ciudadelas
fulgurantes de mármol y oro celebran las muchas victorias del Emperador. Arcos triunfales se erigen
en un millón de mundos para dejar constancia de las hazañas épicas de sus guerreros más
poderosos y letales.
Situados en el primer lugar entre todos ellos están los primarcas, seres pertenecientes a la categoría
de superhéroes que han conducido los ejércitos de marines espaciales del Emperador a una victoria
tras otra. Son imparables y magní cos, el pináculo de la experimentación gené ca. Los marines
espaciales son los guerreros más poderosos que la galaxia haya conocido, cada uno de ellos capaz
de superar a un centenar o más de hombres normales en combate.
Muchos son los relatos de estos seres legendarios. Desde los pasillos del Palacio Imperial de Terra
hasta los límites exteriores del Segmentum Ul ma, se sabe que sus acciones están con gurando el
futuro de la galaxia. Pero, ¿pueden estas almas permanecer libres de duda y corrupción para
siempre? ¿O la tentación de más poder será demasiado para los más leales hijos del Emperador?
Las semillas de la herejía ya han sido sembradas, y el comienzo de la mayor guerra en la historia de
la humanidad está a sólo a unos años de distancia...
KONRAD CURZE
EL ACECHANTE NOCTURNO
DE GUY HALEY
TRADUCCIÓN NEODUNCAN
CORRECTOR KYLASIER
PORTADA Y MONTAJE VALNCAR
Tu presencia no me sorprende, asesino. Te conozco desde que tu nave entró
en la franja oriental. ¿Por qué no hice que te mataran? Porque tu misión y
el acto que estás a punto de cometer prueba la verdad de todo lo que he
dicho o hecho. Sólo he cas gado a los que me han ofendido, igual que su
falso Emperador ahora busca cas garme a mí. La muerte no es nada
comparada con la reivindicación.
-Las úl mas palabras de Konrad Curze,
Primarca de la VIII Legión.
UNO
LA OSCURIDAD
Tsagualsa, de color gris cadavérico, orbitaba bajo la luz de una estrella
enfermiza. Un mundo desér co en un espacio desér co, desprovisto de
asentamientos humanos y tan lejos de la iluminación del Astronomicón
que probablemente quedaría así para siempre. Sin ser de un tamaño
signi ca vo y sin un mínimo rastro de humedad, Tsagualsa no tenía nada
por lo que ser colonizado. Y, sin embargo, había quienes lo llamaban hogar.
Los Amos de la Noche habían reclamado el mundo para sí mismos.
Tsagualsa se adaptaba al temperamento de la VIII Legión. Un lugar amargo,
nacido del gas y del fuego como el resto de los planetas y con el potencial
que eso implicaba, pero que aqueó en las etapas nales de su desarrollo y
no llegó nunca a alcanzar el exultante orecimiento de la vida que mundos
que giraban alrededor de soles más amables habían conseguido. Al igual
que sus nuevos amos, como descendientes de padres de cientes que eran,
el planeta estaba condenado a expresiones atro adas de potencial.
Los Amos de la Noche tenían otro nombre para el planeta, dotados como
estaban del don nostramano de la poesía, y ese era Mundo Carroña. Los
nostramanos eran men rosos empedernidos, y la poesía es el arte del
men roso; Tsagualsa era tan seco y polvoriento que no había nada que
viviera para poder morir y conver rse en carroña, y nada que se alimentará
de ello si lo hacía. Ese estado sin vida agradó a su señor Primarca, como
una encarnación del orden que anhelaba. El orden oreció allí durante
toda una eternidad. Nada cambió. Toda marca en la super cie del planeta,
con el empo, era limpiada por vientos abió cos y el posar del polvo. Las
dunas de arena gris crecían y menguaban.
Hasta que llegaron los Amos de la Noche.
Curze era un cáncer, una criatura de la anarquía. Mundo Carroña
permaneció inmutable sólo mientras estuvo deshabitado. Los Amos de la
Noche trajeron a Tsagualsa el sórdido caos de Nostramo.
La fortaleza que la VIII legión construyó para su señor era el único lugar
que albergaba vida. Un vasto cas llo de roca negra decorado con los restos
mortales de sus víc mas; aunque de aspecto completamente sombrío, sus
más repugnantes muestras del o cio del torturador eran ingeniosas en su
macabra forma. Diez mil guerreros necesitaban cientos de miles de
esclavos, que forjaban sociedades brutales entre ellos bajo la atención de
sus amos. La legión exis a en un estado de anarquía contenida. La
disciplina se había desangrado hasta morir a causa de la guerra y la
indiferencia, desde hacía tan solo un puñado de décadas, después de que
el Señor de la Guerra fracasará en su intento de usurpar el trono del
Emperador, hasta el punto de que de hermandad tan sólo tenían el
nombre y la sangre que compar an; y esa úl ma unión se disolvía
rápidamente en la locura de su padre.
En el ingrato y seco Tsagualsa, los Amos de la Noche esperaban el nal.
Su padre iba a morir.
Iba a morir esa misma noche.

En el voladizo de una torre que se elevaba tan por encima de las


desoladas llanuras que se mecía a causa de los constantes vientos,
trabajaba un escultor. Tarareaba una melodía que pocas personas vivas
reconocerían; la cancioncilla de un descerebrado mercader de un mundo
roto décadas atrás.
El escultor se detuvo, se alejó un momento para juzgar su obra, y no quedó
contento.
La gura no captaba bien los rasgos. Sí, estaba quieto y muerto en su
trono, con los brazos agarrados a los restos de ese úl mo con la tenacidad
de hierro del rigor mor s, tal como lo hacía el hombre al que representaba.
La estatua era de tejido humano, la carne que la cons tuía la había
obtenido de seres vivos y la empleaba como la arcilla de un escultor
cuando lo consideraba oportuno. Al arte se le habían dedicado muchas
horas de trabajo, sin prisas y con precisión, aunque a su creador le
quedaban pocas horas de vida.
Aun así, no estaba bien.
El escultor era el único ocupante vivo de la cámara. La oscuridad era tan
completa, tan profunda, que para cualquiera que no tuviera una visión
calorí ca o sobrenatural era impenetrable. El escultor tenía un poco de
ambas. Nadie más que él habría podido ver en esa habitación.

É
Él era un dios viviente, criado en un mundo de perpetuo crepúsculo, uno
de los veinte increíbles hijos creados por un hombre que era más grande
que todos ellos, y que era así mismo una especie de escultor.
Se llamaba Konrad Curze y, aunque tenía muchos dones concedidos por su
padre, la cordura no estaba entre ellos.
-No, no, no, no- dijo. Para su visión de amplio espectro, su exhalación era
una nube brillante en el aire helado. Era extraño, había pensado Curze en
uno de sus momentos más cuerdos. El ya muerto Nostramo era a menudo
sofocante. Anhelaba su oscuridad, pero el calor no lo echaba de menos.
Ahora estaba desnudo, excepto por un pequeño manto de plumas negras
que había visto mejores días, pero no sen a el frío.
-Así no es- las pálidas manos manchadas de sangre arrancaron el rostro de
la gura. No era el original, así que se soltó fácilmente; las limpias suturas
que lo mantenían en su lugar se rompieron sin mucho esfuerzo por parte
de Curze. Desechada, la cara cayó al suelo, donde comenzó a congelarse.
El hombre que formaba el núcleo de la estatua de carne de Curze había
estado vivo cuando el Primarca comenzó, clavado y atornillado en su lugar
para ser viviseccionado en el momento oportuno. Sus gritos habían
animado la atmósfera hasta que, de manera egoísta por su parte, murió. Se
había reemplazado gran parte de ese primer desafortunado: sus brazos se
habían alargado con ar culaciones adicionales, cuatro piernas mal
emparejadas se situaban allá donde habían estado las dos con las que
había empezado, habían par do su torso y se le había empalmado una
segunda columna vertebral; su cabeza se había conver do en un
conglomerado de cuatro cráneos rotos y el silencio sus tuía a su voz.
Curze volvió a dar un paso atrás. Sus pies descalzos se movían lentamente
sobre el suelo helado sin sen r moles as. Puso el mentón sobre su
sangrienta mano y miró su trabajo con ojo crí co.

-Realmente no puedo capturar el rostro- concluyó con pesar.

Sin embargo, lo recordaba con su ciente claridad; era un Primarca e


incluso uno tan maltrecho como él, no olvidaba nada. Pero cuando trataba
de capturar la cara que veía en su mente, ésta se le escapaba como si de
sangre burbujeante que se colaba por una alcantarilla se tratara. Frustrado,
caminó de un lado a otro, deteniéndose para mirar desde varios ángulos.
La cámara era grande. Había una ventana en lo alto de la pared que
mantenían alejados los rayos de luz de las estrellas. El aire de Tsagualsa era
suave, su sol débil, y no había su ciente luz en la super cie del mundo
como para que la mayoría de los ojos pudieran ver algo por la noche, pero
Curze encontraba la luz de las estrellas demasiado brillante como para
poder soportarla, así que los cristales de la ventana eran un collage de
vidrios blindados teñidos de medianoche para bloquear esa luz. La imagen
que representaba el tenebroso diseño de la ventana era imposible de
describir, incluso para él. Se podría considerar misericordioso, pues el
cuadro era de lo más perturbador; del po que, una vez visto, te
perseguiría para siempre en las altas horas de la madrugada, y era capaz de
socavar hasta la mente más robusta.
Para un hombre mortal, la habitación habría sido un calabozo aterrador
lleno de un hedor a muerte. Ciego, ese hombre habría sen do a Curze
como una oscuridad en la oscuridad.
Había habido hombres mortales en la sala. Y ya no conocían el miedo.
Las paredes eran de piedra mezclada con huesos arrancados de un millar
de aullantes víc mas. El suelo era de hierro negro, con patrones de líneas
a ladas cubiertos de sangre congelada. Brazos, piernas, torsos, cabezas,
cerebros, corazones, tripas y mierda defecada de dos docenas de mortales
masacrados estaban esparcidos por todas partes, en algunos lugares
formando mon culos, y todos ellos todos colocados sin pensamiento ni
razón: tan sólo eran la materia prima para la estatua de Curze. Más
cuerpos colgaban de ganchos colocados en las paredes; desiguales restos
de rostros atrapados en agonías de muerte.
Tan sólo había un único espacio donde estaba limpio: un círculo alrededor
de un atril de hierro con forma de alas de murciélago que sostenía un
pesado libro encuadernado en piel humana.

-¿Qué hago?, ¿qué hago?

Cruze tamborileó sobre su rostro con una uña negra, suspiró y volvió al
trabajo. Durante otra hora rasgó, desgarró y cosió, mas cando la carne
hasta ablandarla cuando lo necesitaba antes de presionar la goteante
masilla en su lugar. Hablaba ocasionalmente mientras recogía los
materiales del suelo. Las suaves sibilancias, de las cuales el nostramano
estaba considerablemente bendecido, creaban un susurro sobre la piedra y
el hueso, silencioso y venenoso como las serpientes. Los rápidos mordiscos
que daba cuando arrancaba la carne de los montones que formaban los
restos de los cadáveres resonaban con fuerza. Su respiración era agitada.
Era la cueva de un depredador, llena de sonidos del depredador. La morada
de un león enfermo, cercano a su muerte, pero aún más mor fera a causa
de ello.
Finalmente asin ó con alivio.
-Creo que casi te tengo, padre- dijo, y se puso a dar los úl mos retoques.
Le llevó un empo ajustar la cara que eligió al conglomerado de cráneos.
La es ró calentándola con erno cuidado antes de rar de ella con los
dientes y las manos. Cuando juzgó que el tamaño de la cara era el correcto
la cosió en su lugar, dejándola tensa como la piel de un tambor. La piel
robada se rebeló contra su nueva forma, rando con fuerza de los hilos de
pelo humano, pero se mantuvo en su lugar. Cruze dio un paso atrás y
anunció, con un complacido silbido, que estaba sa sfecho.
Caminó lentamente hasta el lado más alejado de la habitación, se agachó
frente a la gura y dobló sus largos brazos frente a él de la misma forma
que un murciélago cierra sus alas cuando descansa. Su forma se había
vuelto más bes al desde los días de la gran traición. Sus dedos eran largos
y agarrotados, la columna vertebral presionaba contra la piel de su
espalda, sus cos llas estaban arqueadas hacia arriba como los pilares de
un techo abovedado y, en los lugares más luminosos de la cámara, las
telarañas que formaban sus venas eran visibles bajo su pálida piel. Esa
corrupción no era culpa suya. Nada de esto lo era.
La monstruosa estatua le miraba jamente en un rígido silencio, con unos
ojos que no veían y cuya es rada y apretada boca mostraba una sonrisa
apesadumbrada. Bajo la sangre congelada que teñía el trono, el oro
brillaba.
Curze esperó pacientemente a que la gura hablará. El empo avanzaba
hacia la muerte del Primarca. A diferencia del rápido uir de los años en su
larga vida, estas úl mas horas se alargaban, largas y plácidas, como un río
al acercarse a su unión con el mar. El empo que le quedaba pasaba lenta e
inexorablemente y, aunque se arrugaba con la turbulencia de los ‘quizás’,
se dirigía hacia una indiscu ble dirección.
Iba a morir pronto, en ese palacio, esa noche, como siempre lo había
sabido.
Curze no sen a ninguna impaciencia. Estaba tranquilo.
-Padre- llamó Curze con una sonrisa malvada.
La gura permaneció inmóvil. La compuesta mandíbula estaba cerrada y
sus alargados labios, es rados y tensos.
Curze esperó a que las palabras llegarán a su mente y esparcieran su
tristeza por toda su destrozada alma.
-Konrad Curze- dijo nalmente éste cuando vio que la gura no decía nada
en absoluto. Curze frunció el ceño y se rascó la oreja como si fuera un
perro. -No me gusta ese nombre. ¿Por qué me llamas así?
-¿No dices nada? Pues que así sea- Konrad Curze apiló un montón de
miembros y se sentó encima de ellos. -Entonces, te voy a contar una
historia- con nuó. -La de por qué eres un mal padre- soltó una risilla
nerviosa. Un c le recorrió el codo izquierdo, subió por sus hombros y le
atravesó el rostro. Terminó con una sacudida en el cuello que hizo que su
sucio cabello negro se balanceará. Cruze gruñó enfadado por el
movimiento involuntario y cuando volvió a hablar lo hizo rápidamente,
para que su discurso superará a los espasmos.
-Ya sabes lo que va a pasar pronto- inclinó la cabeza como si estuviera
escuchando. -¿Puedes oír el silencio? Este lugar nunca está tranquilo.
Nunca. ¿Sabes por qué?- preguntó de manera conspiratoria. -Tú lo sabes,
te conozco. ¡Tú lo sabes todo!- Curze baja el tono de su voz. -Mis hijos
lloran la proximidad de mi muerte. Me odian por no permi rles que lo
impidan- miró con disimulo a su alrededor hasta posarse sobre una caja
torácica fusionada mucho más grande que la de un hombre normal al otro
lado de la habitación. -Si intentan detenerla, morirán, y ellos no quieren
morir. Así que no nos molestarán- sonrió con sa sfacción y después se
tranquilizó. Conseguía mantener la máscara de la cordura sobre su
torturado rostro cuando hablaba con sus hijos, pero era di cil no mostrarlo
aquí, al hablar con su padre. Esto era mucho más ín mo.
-Sí- contestó, respondiendo a sus pensamientos como si la escultura de
carne fuera quien los hubiera expresado. -Este eres tú como padre y yo
como hijo. Cuando somos padres, debemos ser fuertes. Cuando somos
hijos, podemos ser débiles, porque nuestros propios padres son fuertes
por nosotros. Creo que así es como se supone que debe ser- parpadeó
con unos ojos tan dilatados que el iris era una banda casi invisible y
comprimida entre la escleró ca y la pupila. La mueca de desprecio de
Curze desapareció. La expresión de su rostro se volvió abierta y
avergonzada. En ese momento se mostró bello a pesar de la degeneración
que sufría.
-Padre, este es mi confesionario. No espero que me perdones- dijo la
úl ma parte en voz alta y rápido, por si la gura ofrecía su perdón. -Y
nunca podré perdonarte- se inclinó hacia delante. Su cabeza sobresalía
sobre un cuello que había crecido demasiado. Sus huesudos hombros se
encorvaban por encima de su cabeza. Con el manto de plumas que los
cubría se asemejaban a las alas de un pájaro carroñero posado sobre el
cadáver del que se alimentaba. -Sólo quiero que me escuches.
Le imploró en silencio a su padre. Cuando no hubo respuesta, la mueca de
desprecio volvió, y su cabeza volvió a sacudirse.
Curze se rio tontamente. Juntó las manos ante su rostro como en una
parodia de oración.

-Perdóname, padre- dijo en un jadeante gó co alto, -porque he pecado.

El Acechante Nocturno esperó la respuesta de su padre a su broma.


Cuando vio que no recibía ninguna, frunció el ceño y dijo con irritación: -
¿Debería enumerar tus fracasos? ¿Quieres que te diga por qué tus planes
se marchitarán eternamente y no darán fruto en las vides muertas de
Terra?

Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo que solo él podía oír. -
Cierto, sí. Por supuesto- asin ó. Mostró una sonrisa llena de dientes
negros. -Me estoy adelantando y eso no es lo que pretendo.
-Escúchame, padre, por úl ma vez. Este es mi evangelio. Mis úl mas
palabras antes de la reivindicación nal- soltó una risita entre sus a lados
dientes. -Empecemos con cómo llegué hasta aquí desde el rescate de la
prisión en la que Sanguinius creyó conveniente meterme- Curze se
agachó. -Empezaremos con el principio del n.
DOS
FILÓN
La muerte se anuncia de la manera más inocua, pensaría Elver más
tarde durante esos largos años de camino a Tsagualsa. A menudo no tenía
nada en lo que pensar, excepto en la muerte. Suponía que no tenía otra
opción. El día más importante de su vida fue el día en que la muerte vino
por él y le estuvo rondando por el cuello para el resto de su vida. No vino
con fanfarrias o con una pavorosa expectación, sino que se anunció con el
suave y vibrante sonido de un auspex que volvía a ac varse.
El ruido lo llenó de temor. Nunca supo cómo funcionaban sus
presen mientos, pero lo hacían y le insinuaban cosas horribles que
estaban a punto de suceder. Nunca con la su ciente claridad como para ser
realmente ú les, pero sí lo su ciente como para entrar en un estado de
pánico. Supo que esa reac vación era mala desde el principio.
La reacción del resto de la tripulación del Sheldroon estaba en desacuerdo
con el ceño fruncido de Elver. A diferencia de él, ellos estaban
emocionados. Poco después todos estarían todos muertos, así que, ¿quién
tenía razón, eh?
-¡El auspex ha vuelto!- anunció el maestro de la adivinación de la
Sheldroon, Tolly Kiner. Tolly, al igual que el resto de la tripulación, tenía un
tulo elegante, aunque carecía de la formación o cer cación para
respaldarlo. Debido a que se le daba mejor que al resto el operar el
pequeño sensorio de la Sheldroon, él era el maestro de la adivinación.
-¿Qué?- el capitán Overton giró es rando su cuello y miró por encima del
respaldo de su sucio trono. El resplandor del metal grasiento del asiento
igualaba al de la avariciosa chispa que brillaba en los ojos de Overton. Era
un hombre tosco, de ape tos desagradables y un temperamento di cil. Las
palabras amables rara vez escapaban de sus gordos labios.

Has oído bien, pensó Elver. Puedo verlo. Puedo verlo en tu fea cara. Hueles
el dinero.

-El auxpex ha vuelto, Maestro Overton- repi ó Tolly Kiner excitado.


Presionó la cara contra el collar de goma que protegía el débil brillo de su
monitor de los lúmenes del puente. -¡Es un lón! Da una buena lectura, se
trata de metal. Hay una fuente de energía ac va. ¡Sigue un curso jo,
señor, lista para que la desplumen!- levantó la vista del collar de
visionado. Sus ojos estaban abiertos por la codicia, similares a dos ópalos
húmedos incrustados en la erra. -¡Es un lón!- repi ó. Kiner fue hace
empo un minero del vacío. Seguía usando esos términos y permanecía
tan obs nadamente sucio como los molenderos de asteroides que Elver
había conocido.
-Déjame ver- le ordenó Overton, para acto seguido salir arrastrándose del
trono y abrirse paso por el puente hasta llegar la estación del sensorium. El
puente de la Sheldroon era estrecho y apestaba, como el resto de la nave, y
era demasiado reducido como para acomodar adecuadamente la panza de
Overton. Irrumpió en su trayecto a varios hombres que estaban en sus
puestos. Overton era demasiado avaro como para pagar a servidores para
que operarán la nave. Siempre decía que los hombres vivos eran más
baratos, y así era. Las condiciones de hacinamiento y fe dez del puente
eran el resultado directo. El lugar apestaba a mal aliento, culos sucios y
pedos. Muchos de los sistemas principales de cogitación de la nave
estaban alojados bajo la cubierta del puente para ahorrar espacio para la
carga, y su funcionamiento hacía que la sala estuviera tan caliente que la
tripulación trabajaba con el torso desnudo, por lo que la parte superior de
los monos absorbía el sudor que corría libremente por sus cuerpos. Todos
eran hombres. Overton despreciaba a las mujeres.
Su familia había cedido a Elver a la nave de Overton a cambio de un
contrato de doce años como aprendiz. Se suponía que se reuniría con su
propia gente dentro de cuatro años, momento en el que se suponía que
sería un monel plenamente capacitado; al menos esa era la idea. Overton
lo tenía manejando los propulsores ac tudinales el noventa por ciento del
empo; un trabajo que un hombre con medio cerebro podía hacer, y en la
mayoría de las naves era lo que se hacía. El monel de la Sheldroon,
Gravek, custodiaba su silla de una forma más feroz de lo que un águila lo
haría con sus polluelos. Si Elver alguna vez regresase a casa, no sería de
ayuda para nadie. El ya no se entristecía por eso, tan sólo constataba un
hecho.
Se estremeció cuando Overton presionó su gorda y ácida barriga de
Overton contra él, envolviéndolo desde el codo hasta la espalda con un
calor indeseable y demasiado personal. El capitán le había dado muchas
más palmaditas de las necesarias. Tal atención por parte de Overton en
ocasiones precedía a sádicas palizas y cosas peores. Elver se puso tenso,
pero el capitán no tenía interés alguno en él en ese momento. Overton
estaba resuelto a ver el tesoro en potencia, y pasó rápidamente junto a él.
Sin embargo, a Elver le llevó medio minuto tranquilizarse.
El auspex con nuaba con su seductor repiqueteo mientras Overton se
dirigía hacia la angulosa consola. Tolly Kiner abandonó su estación con un
torpe paso de bailarín, tecleando en el vocalizador de la máquina mientras
lo hacía. El auspex comenzó a cantar datos al compás de su palpitante
repiqueteo, acompañando así su monótona melodía con palabras exentas
de entonación acerca de composiciones químicas y densidades
moleculares.

-Está justo ahí, capitán, justo ahí, en la pantalla. Eche un vistazo. ¡Eche un
vistazo!- Tolly Kiner se frotaba las manos, arrugadas a causa del aceite. -Es
un lón, ya le digo yo. ¡Un lón!

-Muy bien, muy bien- refunfuñó Overton, pero no podía ocultar su


emoción. -Veamos qué es lo que tenemos.

Presionó los ojos contra el cuello del visor. La luz verde se ltraba por los
lados, ntando las arrugas de su rostro.
-¿Es bueno, capitán?- preguntó Gravek desde la zona baja del estrecho
puente. Él era quien tendría que hacer todo el trabajo si así lo fuera.
Atrapar basura en el vacío del espacio no era fácil.
-Es metal, eso es seguro. Kiner también ene razón sobre la fuente de
energía, suena alto y claro. Pues si...- su voz se fue apagando mientras
digería lo que la pantalla de video le decía.

-No me gusta todo esto. Creo que deberíamos dejarlo donde está- sugirió
Elver.

Overton lo miró. -¿Qué?- comenzó con burla. -Podría ser algo o no ser
nada- se encogió de hombros. De nuevo, sus intentos por disimular no
funcionaron. Overton pensaba que era algo y era valioso.
A Elver no le gustaba el tono de Overton. No le gustaba Overton en
absoluto.

-Sí- insis ó Elver. -Podría ser cualquier cosa y podría ser malo.

Overton observó de nuevo por la mira del auspex. Presionó con más fuerza
su cara contra el caucho para tapar la luz, lo que hizo que sus gordas
mejillas sobresalieran por el borde.
-Ah, no sabes nada- refunfuñó Overton. Compar a a menudo dicha
opinión sobre Elver. -Vosotros los jóvenes que subís a bordo os creéis que
lo sabéis todo. No se llega a ser un capitán cartógrafo de una nave tan
buena siendo cauteloso.
Elver no creía que la Sheldroon fuera buena. Pensaba que era chatarra, y
que lo más seguro es que así fuera. Medio millón de toneladas de carguero
sublumínico, oxidado y lento, viajaba de un lado a otro en un bucle de
cinco años entre dos sistemas deprimentes que la suerte galác ca colocó
muy cerca el uno del otro, pero que no otorgaba más ventajas que esa. Si
alguien hubiera hecho girar a Elver hasta que se mareara y lo hubiera
puesto en Diamante o en Xen V, no habría sido capaz de decir en dónde
estaba. Los mundos terminales, tanto el uno como el otro, eran sombríos y
mugrientos.
Overton ya había tomado una decisión. Para parecer re exivo y sensato,
ngió pensar en el plan de acción, cuando en realidad todos sabían que ya
deberían estar persiguiendo a esa maldita cosa.
-Tendrá piezas de tecnología, quizás arqueotecnología, y valdrá una
pequeña fortuna. Todavía hay mucho equipo otando por ahí después de
la guerra. Mucho- Overton era codicioso y además, nunca dejaba de hablar
de la maldita guerra, a pesar de que ocurrió cuando Elver era todavía un
bebé. Era ya historia an gua. El Señor de la Guerra fue derrotado. En sus
momentos más amargos, Elver sospechaba que, a la gente como él, le
habría importado un bledo si Horus hubiera destronado al Emperador.
Nació para vivir la miserable vida de un ‘vacío’ y así seguiría sin importar
quién era el amo de la galaxia.
Overton inhaló con fuerza, carraspeó un montón de ema y lo escupió en
la cubierta. Esta cayó a través de la rejilla y siseó sobre la maquinaria
sobrecalentada que había debajo. -¡Gravek! Baja la velocidad, colócanos
en un rumbo paralelo al del objeto a rescatar antes de que se pierda en el
vacío.
-Más vale que sea un buen hallazgo- gimió Gravek. -Esa pequeña curva no
parece gran cosa- comentó al empo que pulsaba el grá co de corrección
de rumbo en su pantalla rayada. -Pero será costosa en combus ble y
empo. Tardaremos una semana en volver a nuestra velocidad actual y
más si tenemos que ir por debajo de la mitad de la velocidad de la luz-
sus objeciones eran más un ritual que realmente autén cas pues ya estaba
moviendo palancas y presionando botones. El mbre de la cansada y vieja
voz de la nave cambió como respuesta. Las fuertes vibraciones hicieron
temblar su marco de vacío cuando los propulsores de maniobra principales
intensi caron su ac vidad.
La desaceleración consumía mucho empo, era arriesgada e incómoda
para la tripulación y esa era la parte fácil. Atrapar el objeto era donde
residía el desa o y esta vez no fue una excepción porque, aun cuando la
Sheldroon nalmente estuvo en una trayectoria óp ma, tardaron dos días
enteros en traer el objeto a bordo.
Elver corrió desde el puente hasta la bahía de atraque tan pronto como la
no cación resonó por los agujereados corredores de la Sheldroon. Había
tenido la esperanza de que fuera un pedazo de chatarra sin valor; y aunque
eso habría sumido a Overton en un estado de ánimo de perros que todos
ellos sufrirían, la chatarra no podría herir a nadie. Los entusiasmados gritos
que se oían por la red de vox de la bahía de captura le decían lo contrario.
El aire seguía saliendo hacia el espacio. En un estado de ligero terror se
apresuró a colocarse el respirador y los tanques de aire. Cuando entró en la
abarrotada bahía y vio el objeto que habían recuperado, supo que tenía
razón en tener miedo.
El olor del vacío del espacio se abría paso a través del de ciente
impermeabilizado de su máscara de respiración. Algunas personas lo
describían como acre, otros como polvoriento, pero, sin importar cómo lo
percibieran, a la mayoría de la gente parecía gustarle. Sin embargo, a Elver
no le gustaba. Le parecía horrible pese haber nacido con ese olor pegado a
la nariz. Le era di cil describirlo. Era como el del metal ardiendo o el del
aire ionizado causado por una quemadura láser. En cualquier caso, no era
agradable; era un olor químico tan áspero y seco que le raspaba el interior
de la nariz hasta que las membranas crujían. Una vez que pasaba por las
fosas nasales le arañaba la garganta. Le hacía estornudar. Le hacía que los
ojos le lloraran y que le goteara la nariz. Después de estar en las esclusas
de aire, en la bahía de recepción o en cualquier otro lugar donde la
tripulación hubiera dejado salir el aire y entrara el vacío, estaría durante
horas ahogándose en mocos.
En ese preciso momento, no estaba muy preocupado por los mocos.
La garra de salvamento extensible de la Sheldroon sujetaba el objeto
mientras se movía sobre los rieles montados en el techo, que bajaban por
el túnel de acceso externo del hangar hasta la esclusa de un solo
reves miento que separaba el interior de la nave del espacio. Los lúmenes
iluminaban el interior del túnel con el color del sodio y le daban al premio
tonos anaranjados mientras éste se abría paso rechinando hacia el interior.
Había visto sarcófagos en un par de ocasiones. Una cuando la nave de su
madre llevó un cargamento de especialistas suspendidos en metalón a un
puesto fronterizo en medio de ninguna parte. La otra vez fue cuando pasó
silenciosamente al lado de tumbas llenas de ataúdes de piedra hechos para
cosas que carecían de proporciones humanas. Eso fue en Galenar, hace
más de un siglo, metafóricamente hablando. Su madre había pensado que,
al menos una vez en su vida, debería ver un mundo con plantas y con un
cálido sol que brillará en el cielo. Eso solo sucedió una vez, ya que a su
madre no se le pasaría por la cabeza pagar una segunda vez para tal
experiencia.
Este objeto, bueno, se parecía a los ataúdes de metalón y a los sarcófagos
alienígenas: un estuche para momias dejado a la deriva de las corrientes
estelares y que la Sheldroon había sacado de los abismos estelares. Era
inmenso, demasiado grande para un ser humano. El solo hecho de estar
cerca de él hacía que su talento secreto se volviera loco de terror, y no
necesitaba su don para decirle que era el colmo de la idiotez el haber
traído el objeto a bordo. Irradiaba maldad.
La bahía de captura no era muy grande; no más grande que un hangar que
pudiera albergar una pequeña nave. La esclusa de aire era pequeña y no
estaba equipada con ningún escudo atmosférico por lo que, cuando se
abría la puerta, la bahía de recepción tenía que estar vacía. Las
operaciones se controlaban desde una estrecha galería situada detrás de
una ventana curva de envejecido plastek. Siglos de remiendos e
improvisaciones habían robado parte del espacio y la u lidad de la bahía,
así que, en ese sen do, era como cualquier otra parte de la Sheldroon.
Traer cualquier cosa a bordo consumía empo y costaba dinero, por lo que
en la mayor parte de las ocasiones no u lizaban la bahía de captura para
tal tarea, sino que la u lizaban como un almacén al uso, manteniendo allí
las cosas que no tenían ningún otro lugar donde colocarse. Para la
Sheldroon el salvamento era una ac vidad secundaria y oportunista, pues
era una nave vieja y ciega, a causa de su limitado sensorium, cuya
intención no era la de encontrar una aguja de riqueza en el gran pajar que
era el vacío. El anciano espíritu máquina de la nave se pasaba todo el
empo mirando hacia delante en busca de peligros. La magnetoproa
apartaba a un lado la mayor parte de los desechos en suspensión, pero
cualquier cosa de más de media tonelada representaba una amenaza a la
velocidad de la luz y no era para tomárselo a broma.
Recuperar un objeto era un juego de azar que se jugaba en los límites del
sistema, no en las profundidades del vacío interestelar. Por lo general, lo
que encontraban era demasiado grande como para llevárselo consigo y casi
siempre se movían demasiado rápido como para interceptarlo. Si
encontraban el casco de una nave o un campo de escombros, marcaban su
ubicación y vendían los datos. Hablar de glorias perdidas era el pasa empo
favorito de la tripulación, y a Teach le gustaba especialmente divagar sobre
las pagas extras que habían vislumbrado pero que no pudieron atrapar.
Todo esto no era más que un sinsen do sen mentalista ya que, cuando
traían algo a bordo, siempre era un montón de chatarra del que, con
suerte, conseguirían unas cuantas águilas dobles y la mayor parte de ese
dinero se lo llevaba Overton.
Pero esta vez, no fue así. A primera vista era obvio que este disposi vo era
valioso. Su super cie estaba llena de impactos de escombros pero que, por
lo demás, parecía rela vamente nueva. Unos cuantos indicadores
luminosos brillaban levemente en un profundo canal situado en el lateral
donde eran visibles los elementos de la maquinaria. Fuera lo que fuese,
estaba funcionando. Por lo que pudo observar, estaba construido por el
hombre y zumbaba con el sonido que emite la alta tecnología. Era de una
manufactura tan na que hacía que la oxidada y peligrosa garra que lo
sostenía pareciese rudimentaria y que toda la bahía de carga pareciera aún
más destartalada.
Todos los pasajeros y casi toda la tripulación estaba allí; tan sólo Gravek
estaba ausente, pues protegía celosamente su puesto contra cualquiera
que pudiera usurparlo, es decir, lo protegía de Elver.
Eso signi caba que había vein trés tripulantes y cuatro pasajeros
hacinados en la bahía. Los pasajeros pertenecían a una clase con dinero
su ciente como para dejar su mundo natal, pero no lo su cientemente
ricos como para permi rse un camarote en una nave con capacidad para
viajar por la disformidad. Una familia de tres integrantes estaba tan
emocionada como la tripulación. La cuarta persona, algún po de o cial de
poca importancia supuso Elver, viajaba solo y se encontraba apartado, con
la preocupación re ejada en su rostro, de formas anodinas y fácil de
olvidar.
Elver entendía por qué el hombre estaba preocupado y el miedo llenó la
boca de su estómago como si fuera plomo fundido.
-¡Vamos a ser ricos!- gritó alguien. Elver pensó que había sido Teach, pero
era di cil de saber cuándo todos ellos hablaban a la vez a través de sus
respiradores. Los vocoemisores que llevaban los respiradores eran de una
calidad irrisoria, y hacían que todo el mundo sonara como si fueran
servidores que no funcionaban bien.
Elver no pasaba de la puerta. La mitad de la tripulación estaba en la zona
de descarga de la bahía, rodeando el espacio central donde dejarían caer la
cápsula. El resto estaba sobre la pasarela que se alzaba alrededor de los
lados de la habitación, la cual aún no habían cubierto con más cargamento.
Se oían gritos de alegría y vítores por el vox. La mínima parte que Overton
compar ría con la tripulación sería más dinero del que ganarían en toda su
vida.
Si viven lo su ciente como para cobrarlo, pensó Elver. Vivía en una época
de cinismo y él era un claro ejemplo del pesimismo que lo acompañaba.
-¡Traedlo! ¡Traedlo!- la voz de Overton, deformada a causa del vox, se oyó
por encima de las cifras cada vez más elevadas por el pago del objeto
rescatado que la tripulación intercambiaba entre sí. Tales cálculos
entusiastas ya habían dejado de ser fac bles hacía rato y no paraban de
crecer. Se presionó un botón verde sobre un sencillo podio de control.
Sonó un claxon. Las luces giraron y la garra recorrió con un chirrido los
úl mos metros del acceso a la bahía de captura.
El sarcófago se deslizó del desgastado agarre del brazo mientras éste giraba
para colocarlo en el centro de la cámara. La parte baja del sarcófago golpeó
la cubierta para después caer a lo largo con un resonante estruendo que
dispersó a la mul tud. Durante un segundo hubo silencio, hasta que un
hombre llamado Colan Barkar gritó con nervioso alivio:

-¡Esta cosa casi me cae en el pie!

Los hombres rebuznaron de risa mientras que, por el contrario, Elver se


sen a mareado. Su pulso le golpeaba las sienes. Su boca estaba seca y
llena de un regusto agrio a causa del ácido de su estómago revuelto.
Estas sensaciones nunca se equivocaban.
Los hombres se ges culaban los unos a los otros porque los gritos de los
demás, cada vez más altos, impedían oír nada.
La cápsula estaba lo su cientemente fría como para matar a quien la
tocará. La escarcha atmosférica la envolvió en capas cada vez más gruesas
de hielo ante los ojos de Elver.
-Muy bien, muy bien, ¡refrenad vuestra alegría!- rugió Overton. La
jubilosa tripulación se negó a acobardarse, pero los hombres se calmaron
un poco y retrocedieron para dejar pasar al contramaestre Dendren
Mankor. Mankor había nacido en un planeta, no como los demás que eran
casi todos escoria del vacío, y tenía más autoridad que cualquiera de ellos a
excepción de Overton. Llevaba una placa de datos encerrada en una
carcasa industrial, con la que procedió a sondear el sarcófago. Mientras el
sensor absorbía la información y la pintaba en la agrietada pantalla, el
asombro cada vez mayor de Mankor fue evidente para todos aquellos que
podía ver a través del visor de este úl mo. Uno a uno los hombres se
fueron callando.

-Tengo lecturas de un reactor de plasma compacto de grado quince-


informó. -Un puñado de circuitos ac vos... Unidades de cogitación no
orgánicas. ¡Por el Trono, todo funciona! Y, un, y...- Mankor puso la pantalla
en la cara a Overton. -¿Es esto lo que yo creo que es?
Overton levantó el respirador por encima de su cabeza hasta dejarlo
colgando en su espalda por las correas. Se inclinó hacia la placa de datos y
leyó lo que en ella había. El oro brilló en su boca mientras una sonrisa se
dibujaba en su cara.
-¡Por el vacío, hombre, lo es!- agarró la mano de Mankor y la levantó. La
pizarra arrojó una débil luz sobre la mul tud. -¡Un campo de estasis
funcional!
-¡Esta vez hemos tenido suerte! Por los viejos y polvorientos huesos de
Terra, ¡hemos tenido suerte!- gritó Tolly Kiner y se quitó la sucia gorra que
llevaba puesta para, acto seguido, empezar a golpearla contra sus zapatos,
uno cada vez, mientras bailaba una descoordinada gija. -¡Es un lón!
-Esperad- Mankor bajó su brazo y frunció el ceño ante la pantalla. -Hay
algo dentro del campo- dijo.
-¿Pla no?- preguntó alguien con esperanza.
-¿Un pasajero?

-¡Riquezas!- gritó otro.

Mankor les lanzó una mirada fulminante. -Es un campo de estasis. ¿Cómo
voy a poder obtener lecturas de lo que hay en su interior? Es imposible.
El empo se detuvo ahí dentro.

-¿Eso signi ca que tampoco puedes mirar dentro?- preguntó alguien. -


Quiero decir, la luz no puede salir, ¿verdad?

Las risitas recorrieron la habitación.


-¡No seas estúpido!- reprendió Overton al hombre y luego al resto. -¿Qué
esperas de la escoria del vacío? Por supuesto que puedes mirar- la
tripulación rugió de risa. Normalmente se enfurruñarían y fruncirían el
ceño ante sus reprimendas, pero estaban de buen humor. -Debe haber una
placa de visualización. Echemos un vistazo.
Overton se puso un guante grueso y raspó los cristales de hielo de la
ventana situada en la parte delantera de la cápsula, que se volvieron a
formar tan pronto como los quitó. Los otros se inclinaron y se empujaron
entre sí para echar un vistazo a través del limitado espacio. Elver se vio
arrastrado hacia adelante en contra de su voluntad, pues no pudo evitar
que sus pies lo llevaran hacia las encorvadas espaldas de los demás,
quienes raspaban la cápsula como si estuvieran cavando en la arena en
busca de monedas.
-¡Aquí!- gritó Zenzitay Darr, de quien Elver pensaba que era un imbécil.
-Creo que hay alguien ahí dentro- dijo Mankor tras empujar al hombre a
un lado.
-Es... ¡Es un hombre!- exclamó Teach cuando miró de cerca y, tras ponerse
de pie, miró a todo el abarrotado círculo que formaban sus compañeros. -
¡Hay alguien ahí dentro!
La tripulación se agrupó alrededor del pequeño panel de exocristal. Entre
los hombros de los demás y pese a que el campo de estasis provocaba un
efecto extraño en su visión, Elver pudo vislumbrar su rostro. En efecto,
había una gura en su interior; de rostro pálido, pelo liso y oscuro como
una pesadilla y con labios nos y pálidos. Y era enorme, demasiado grande
como para ser humano y demasiado grande, por lo que parecía, como para
caber en el ataúd, aunque eso era ridículo. Elver odió ins n vamente a ese
ser.
Se echó hacia atrás mientras los demás se gritaban preguntas de curiosidad
entre sí.
-Eso no es un hombre- a rmó Elver. Las palabras estaban ahogadas por el
miedo y apenas escaparon de sus labios. Pero nadie lo escuchó, lo que,
como él re ejaría más tarde, fue un poco irónico, porque tuvo razón. Los
otros también lo habían visto. No eran tan estúpidos.
-¿Qué es?- preguntó alguien. -¿Es un...?- el hombre que habló apenas
podía pronunciar las palabras. -¿Es un Marine Espacial? ¿Uno de los
Ángeles de la Muerte?- ese fue un pensamiento horrible del que la
mayoría de los hombres se rieron, pero unos pocos juraron y escupieron.
Traer a bordo a uno de los guerreros elegidos del Emperador no les traería
más que problemas.
Overton se irguió, su cambio de postura hizo que el resto retrocediera, y
resopló sonoramente.
-Eso no es un Marine Espacial- volvió a mirar la gura. Por primera vez,
desde que Elver podía recordar, el capitán parecía cauteloso, incluso
asustado. Un oscuro calor presionó la mente de Elver. Sen a que iba a
vomitar. -Es demasiado grande- concluyó Overton, como si eso lo explicara
todo.
-Entonces, ¿qué es? Es un geno-forjado, todos podemos verlo- dijo
alguien. -Miradlo. ¡Es perfecto!

-¿Y tú qué sabes? Tu de nición de pureza gené ca es tener padres que no


sean parientes- se mofó otro. -¡No como los tuyos!
La risa que siguió al comentario fue insegura y murió rápidamente. Las
únicas personas que hablaban eran el grupo de la familia, y lo hacían en
nerviosos susurros.

-No, no, Gureau ene razón. Es un geno-forjado- con rmó Overton.


Elver se acercó de nuevo, deslizándose entre los demás para ver mejor. Vio
unos ojos abiertos y sin esclera que miraban jamente. El negro de la
pupila y el iris eran un círculo negro indivisible. La gura tenía en el rostro
un malicioso gruñido, como si se hubiera quedado atrapado en el empo
mientras lanzaba maldiciones. Su pelo estaba sucio con lo que parecía
sangre seca.
A pesar de todo eso, era hermoso.
El mundo de Elver giró bajo sus pies. Pensó que se desmayaría en ese
mismo instante. Su cabeza se volvió ligera. Un fuerte zumbido obstruyó sus
oídos, impidiéndole recibir cualquier sonido externo. Sabía que la gura le
estaba mirando. No sabía cómo, simplemente lo sabía.
-Es un Primarca- susurró.

-¿Qué?- la pregunta le llegó de forma muy débil, pues apenas oía por el
zumbido.
Elver se tambaleó hacia atrás y medio se desplomó sobre sus compañeros
de tripulación. Éstos se quejaron en voz alta de su torpeza y le empujaron
de un lado a otro. Nudos de oscuridad giraban alrededor de la periferia de
su visión. Le costaba aguantarse de pie.
-Dijo que es un Primarca- respondió el cuarto pasajero mientras se abría
camino hacia adelante.

-¿Quién eres tú para hablar?- le inquirió Teah.


-Es un Primarca- repi ó el cuarto pasajero. -Eso es lo que dijiste, ¿no?- le
preguntó a Elver en voz baja. Exudaba una especie de su l poder, y la
tripulación que le rodeaba retrocedió ins n vamente.
Elver asin ó con la cabeza, incapaz de responder, y aun así estuvo a punto
de desmayarse.
-Ahí lo enen- el cuarto pasajero miró jamente a Overton, intentando sin
éxito captar su atención. -Un Primarca.
-¡Tonterías!- gritó Teach. -Son mitos, todos están muertos o se han ido
lugares siniestros.

-No están muertos- gritó otro. -Guilliman, Dorn y el resto están en Terra,
¿no?- no sonaba muy seguro de sus palabras.

-¿Qué hace un Primarca aquí?- preguntó Mankor.

-¡Es imposible!
-No es imposible- corrigió el cuarto pasajero, con aire de erudito. La
tripulación lo escuchó pese a que normalmente habrían robado a un
hombre así si lo hubieran encontrado solo. -Hay unos pocos
desaparecidos. Todos ellos están designados como traitoris extremis.

-¡Ooooh!- se burló Kiner. -Vaya airecitos, señor palabritas elegantes.


¡Hombrecito de gó co alto!
Se formó una peligrosa tensión entre la tripulación. A los nacidos en el
vacío no les gustaban las demostraciones de autoridad o conocimiento,
especialmente cuando los hacía parecer estúpidos o sugerían que estaban
en peligro.
El hombre los ignoró y se dirigió a Overton directamente. -Capitán, yo que
usted arrojaría este cargamento al vacío y olvidaría que alguna vez lo vio.
Las consecuencias de no hacerlo les saldrán caras a usted y a su
tripulación.

Cuando Overton se dignó nalmente a mirar al pasajero, hizo una mueca. -


¿Para qué? ¿Para que puedas vender la localización y conseguir el bo n
para solo? No vamos a hacer nada de eso- dijo. Levantó las manos y
gritó a los demás. -¡Muchachos, creo que, sin lugar a duda, vamos a ser
muy ricos!

Sus vítores se convir eron en quejidos de asco cuando Elver se desplomó


de rodillas, dejó caer su respirador y vomitó con fuerza sobre la rejilla de la
cubierta.
Curze se detuvo en su historia.
-Vi todo esto mientras dormía- aseguró Curze. -Los pensamientos de ese
tal Elver pasaron a ser míos. Tenía un pequeño talento, era un psíquico
como tú y yo. Eso no explica, sin embargo, por qué yo estaba consciente.
Ninguna sensación debería entrar en un campo de estasis, ¿verdad,
padre? Dentro del campo el empo permanece quieto. Los movimientos
de los átomos se de enen. No debería haber experimentado nada. Pero
lo hice. Mi mente estaba aletargada, sin embargo, los pensamientos
llegaron a mí a través de la mecánica detenida del universo material.
Ahora me pregunto cómo es posible que fuera así- re exionó Curze,
dándose golpecitos con una uña sucia en los labios, fruncidos en una burla
de contemplación. -¿Podría ser, mi querido padre, que tus hijos fueran
cosas creadas con algo más que la ciencia genómica?- levantó las manos
sobre su cabeza, extendidas, y al hacerlo, extendió su manto de plumas y
esparció su rancio olor por toda la habitación.

-Mis hermanos siempre dijeron que yo era un monstruo, pero todos lo


somos. Los secretos que empleaste para hacernos no eran tan puros
como pretendías. ¿Qué prome ste a cambio de obtener los medios?- al
no recibir respuesta, Curze chasqueó la lengua. -De tal palo, tal as lla.
Horus no fue el único que se vendió al falso panteón.
Bajó sus brazos y se inclinó hacia delante de forma acusadora. -¿No es así?
¡Respóndeme!- espetó en un rabioso gruñido. -¿Fuiste su esclavo todo el
empo?
Sin lengua para llenar el hueco de una mandíbula que no era la suya y sin la
vida para moverla, la gura, simplemente, no respondió. Curze frunció el
ceño, pues había u lizado todos sus argumentos para incitar a la escultura
de carne hablase, porque ya había hablado antes, ¿verdad? Claro que lo
había hecho. ¡Claro que sí!
¿No lo había hecho? Sí que lo había hecho. Estaba seguro.
Curze esperó un rato a que su padre se dirigiera a él, pero cuando vio que
no hubo respuesta se sin ó profundamente decepcionado.
TRES
LA CONFESIÓN DE UN MONSTRUO
A pesar del frío de la sala de audiencias de Curze, ésta apestaba a
estómagos abiertos. El olor se negaba a dispersarse. A Curze no le importa.
El hedor de la muerte no podía disgustarle de ningún modo.

-No me gustó estar en el ataúd- con nuó Curze. -Sanguinius me encerró


en él y lo lanzó por la esclusa de aire después de nuestro pequeño paseo
por Davin. Qué ingrato. Sin mí, él, el León y Guilliman nunca habrían
acabado con la tormenta de ruina. Nunca habrían llegado a Terra. Se
podría decir que Horus está muerto por mi culpa- gritó de repente,
enfadado. Siseó a través de sus apretados y a lados dientes. -¿Recibí
alguna gra tud? Ninguna en absoluto. Ninguno de ellos ha dicho nunca
nada bueno de mi- movió la cabeza de un lado a otro de forma agresiva. -
Incluso durante tu vanagloriosa cruzada, no estuvieron de acuerdo con
mis métodos, pese a que muy a menudo daban una victoria más rápida y
con menos derramamiento de sangre que sus propias y favoritas formas
de hacer la guerra. Preferían que millones de personas murieran a causa
de las llamadas bombas civilizadas y de las invasiones a gran escala a que
los cuchillos del asesino torturasen a unos pocos de cientos, ¡incluso
cuando el dolor de unos pocos compraba la vida de muchos! Me
condenaron y trataron de encadenarme ante tu trono.

Curze saltó y clavó el dedo repe damente en la grotesca escultura que


había hecho. -Y tú no fuiste mucho mejor al no decir nada en mi defensa.
Tú me hiciste así. Me hiciste ser el miedo en la oscuridad. Me hiciste para
aterrorizar los corazones de los mortales. Me hiciste ser un instrumento
de control, para forzar la capitulación. Te creíste muy listo, padre. ¿Por
qué no me explicaste que estaba haciendo lo que se suponía que debía
hacer? ¿Por qué no les dijiste que lo aprobabas?
Seguía sin haber respuesta. Curze caminó de un lado al otro.
-No eras tan inteligente después de todo. ¡Míranos ahora! Estás muerto
mientras que yo, el no amado, el espantoso y malvado Konrad Curze, sigo
vivo. Moriré antes de que acabe esta noche, de la manera en que fue
ordenado. ¿Tú la tenías? ¿Tenías mi certeza, o te aferrabas a la creencia
de tu libre albedrío y elegiste dejar que Horus te destripara?- se rio de
forma sombría. -¿Viste venir eso, oh gran y maravilloso Emperador?

Su alegría se hundió como sangre en la arena. -¿Lo hiciste?, me pregunto.


¿Podías ver cómo acababan todos mis hermanos, como yo lo hacía?
¿Viste a Dorn despedazado, a Sanguinius muerto, a la Gorgona
decapitada por su hermano más querido? Si lo hiciste, eres un monstruo
mucho peor que yo.

Ladeó la cabeza. Al no oír nada frunció el ceño.

-Tú me hiciste así, Maestro de la Humanidad. Otro de tus estúpidos


errores de cálculo. Podrías haberme hecho despiadado, pero en cambio
me hiciste malvado. ¡Todos tus planes son tan grandiosos! Nunca su les-
se dejó caer sobre sus piernas. -No sé cuándo me di cuenta de que era un
monstruo- susurró Cruze. -Pero recuerdo el momento en el que pensé
que podría serlo. Pobre sucio y sangriento Konrad Cruze. ¿Qué otra
opción tenía? Un villano de pies a cabeza. Creado para hacer jus cia,
condenado para siempre a morir por sus crímenes.

Los ven ladores del reciclador vomitaron una columna de aire apestoso
en la interminable noche de Nostramo. Las hojas giraban sin descanso
sobre chirriantes cojinetes, succionando la fé da atmósfera de los niveles
más profundos de la colmena de Nostramo Quintus. El calor reu lizado
elevaba la temperatura del apartamento a niveles insoportables y llenaba
el interior de sus paredes con el espeso olor de los ves bulos
superpoblados y los cuerpos sudorosos, de los centros de recuperación
que funcionaban mal y del agua viciada. Pero, por encima de todo, era el
hedor de la basura lo que la ahogaba, ese olor intenso y cobrizo que te
llena la boca y es tan parecido al olor de la sangre podrida. Nunca se
quitaba de sus ropas. Ni de su pelo.
Ese olor era uno de una lista de cosas que Talishma no echaría de menos.
Ella se iba, y se iba con su mejor ves do.
El cuerpo de Arjash se lo habían llevado de su lado para reciclarlo. Todo lo
que le quedaba de él, de su vida juntos, eran unos pocos efectos
personales. Ella había puesto el mejor traje de Arjash en la cama. Pensó
que podría ser simbólico y que le ayudaría. Pero no fue así debido a que las
ropas creaban un contorno hueco que distaba de parecerse a la forma de
un hombre. Era lo mejor que podía hacer. Los rasgos del rostro de él
aparecían borrosos en su mente. Las pocas fotos que ella tenía no
capturaban el aspecto que él había tenido en vida. O tal vez sí lo hacían y a
ella ya se le estaba olvidando.
Los ven ladores seguían rugiendo. El apartamento de una sola habitación
tenía una única ventana. Hacía demasiado calor en verano como para
mantenerla cerrada. El ruido de los ven ladores demarcaba su mundo, un
muro de sonido y olor que borraba la ciudad que había más allá. Las luces
de la cúspide más cercana formaban una resplandeciente corriente de
color que centelleaba a través del aire caliente. El chirrido de los motores
de los vehículos y el gemido de las bocinas en la calle del des ladero
añadían una segunda nota al sonido de las aspas de los ven ladores. Desde
que recordaba esos sonidos siempre habían delimitado su mundo.
Se giró lentamente y se jó en todos los detalles de su pequeño cuarto: la
puerta plegable, rota, que conducía al pequeño ablatorio, el incómodo
espacio de la cocina, bloqueado por la entrada, la silla y el cofre, que eran
los únicos muebles de la habitación a parte de la cama... la cama. No podía
mirarla. La cama donde había pasado muchas noches con Arjash, contenta
a pesar del sonido de los ven ladores y de su as xiante hedor. El único
lugar donde se había sen do feliz o segura.
La cama que ahora sólo esperaba el cuerpo de ella, donde las ropas de su
marido muerto descansan vacías.
A los ven ladores eso no les importaba.
No podía soportarlo. Se tapó los oídos y sofocó un grito. Era gracioso, dado
lo que pretendía hacer, que no quisiera gritar. Los gritos traían problemas.
Ansiaba un poco de dignidad al nal. Sollozaba en silencio, la saliva bajaba
de su boca y cerraba los ojos con tanta fuerza que éstos se desvanecían. Su
cara estaba hinchada. Nunca se veía bien cuando lloraba. Arjash siempre le
decía eso, burlándose de sus lágrimas. Una sonrisa intentó aparecer ante el
recuerdo, pero se ahogó ante la dura competencia con el dolor.
No oyó la puerta. No escuchó cómo el corte realizado por unos dedos
como cuchillas rompió todas y cada una de las cerraduras con un
chasquido metálico. Habían robado en su apartamento en múl ples
ocasiones, mo vo por el cual tenían muchas cerraduras. La puerta tenía
marcas de la violencia que había sufrido; patadas, golpes y destrozos
causados por gatos hidráulicos. Esta entrada fur va fue suave comparada
con las botas que habían atravesado los paneles, o los sopletes que habían
reducido su primera cerradura a un charco de metal. La entrada se realizó
con respeto a los ocupantes, pues el intruso no deseaba in igir más daños
de los estrictamente necesarios. Ella seguía llorando y no vio cómo el
intruso se inclinó dos veces para hacer pasar su cadavérico cuerpo y se
quedó de pie como un corpulento sauce, cuya inhumana cabeza rozaba el
techo.
Pero ella lo olió. Su penetrante olor superó al del horrible olor del
reciclador de aire. Un fuerte olor que le recordaba a la muerte.
Los sollozos se apagaron. Respiró con di cultad, se quitó las manos de los
oídos y se giró para mirar a la criatura que había entrado en su santuario.
Mantuvo los ojos cerrados durante varios segundos escuchando su
respiración, silenciosa pero audible sobre las atronadoras aspas de las que
dependían cientos de vidas.
-Acechante Nocturno- nombró, abriendo los ojos mientras pronunciaba las
palabras.
-He venido a por - le informó el Acechante Nocturno. Su cuerpo estaba
envuelto en trapos negros cosidos con las ropas de una docena de
cadáveres saqueados; ningún sastre de Nostramo se atrevería a ves r a
semejante pesadilla.
-¿Por qué?- preguntó ella. Estaba demasiado cansada como para sen r
miedo. La situación era surrealista. -No he hecho nada malo. He vivido
toda mi vida lo mejor que he podido.

-¿No has soñado con las Afueras de la Ciudad?

-Todo el mundo sueña con las Afueras de la Ciudad- respondió con voz
suave pero desa ante. -Traté de conver rme en alguien que pudiera ir
allí. Fracasé. Pero no hice nada malo al intentarlo. Nunca he hecho daño
a nadie, ni he querido hacerlo. He sufrido la vida aquí sin quejarme. ¿Por
qué estás aquí?

Los ojos del Acechante Nocturno brillaron.


-El cómo has decidido vivir tu vida no es de mi incumbencia. Lo es el
cómo has decidido morir. Y la manera que has elegido es un crimen.

Dio un paso adelante, acercándose hacia ella.

-Hubo lugares en los que an guamente había leyes contra el suicidio- le


explicó. -A los suicidas se les enterraban sin ceremonia alguna, caídos en
desgracia, y los que intentaban suicidarse a menudo eran ejecutados.

-Pero quiero morir- susurró ella.

-No de la forma en la que acabaré con go- siseó. -Lo que te voy a hacer te
hará desear haber optado por vivir. Voy a hacerte tanto daño como sea
posible.

-¿Por qué?- preguntó ella en un susurro.

-Aquí no hay tabúes en contra de quitarse la vida- contestó el Acechante


Nocturno. -Muchos lo hacen. Este no es un mundo feliz. Pero puede ser
mejor. Al matarte, tomas la salida fácil, animas a otros a hacer lo mismo.
Podrías pensar que te sumas a una estadís ca, pero tu suicidio es mucho
más que eso. Cada suicidio contribuye a la putrefacción que debilita tu
cultura. Toda vida abandonada es una señal de que el cambio nunca se
podrá efectuar. Tiras tu existencia a la basura y, al hacerlo, disminuyes el
valor de la humanidad.

Alargó la mano y le pasó suavemente una desgarrada uña por la cara.

-Voy a salvarte. Voy a salvaros a todos. La gente de este mundo se elevará


por encima de la etapa de las bes as. Haré que lo hagan. Si tengo que
bañarme en la sangre de todos vosotros para que eso suceda, que así
sea. La jus cia es mi propósito. La única ruta hacia la jus cia total es el
miedo. Sin miedo no puede haber orden. Sufrirás ahora para alimentar
ese miedo, para que muchos otros vivan y esta sociedad en decadencia
tome el lento camino de la salvación.

Sacó un cuchillo largo que había hecho él mismo. Era horrible, era la
espada de un asesino, pero con ella podía obtener las agonías más
insoportables.
-¡Espera!- rogó ella. La espada siseó por el aire.

-Ni lo intentes- le aconsejó. -Suplicas por algo a lo que ya has renunciado.


El primer corte separó la piel de su brazo, desde el hombro hasta la punta
del dedo meñique, no más profunda que la dermis, pues Curze no quería
que su piel se desgarrara cuando se la arrancará de su cuerpo vivo. Fue un
movimiento tan rápido y la espada estaba tan a lada, que Talishma no lo
sin ó. Su incrédulo y primer grito de dolor sólo llegó cuando la sangre
golpeó el suelo.
Ella agarró su brazo con una mano desesperadamente inadecuada para la
tarea de cerrar la herida. Empezó a llorar de nuevo, esta vez por miedo y
dolor.

Curze sonrió. -Ya no deseas morir. Me doy cuenta. Es una lás ma, pero
hay que hacerlo- avanzó hacia ella. -Siente alegría porque tu muerte
traerá jus cia a este mundo. Siente alegría porque traigo orden.

Volvió a cortar. Esta vez sí gritó. Una cálida y húmeda gota de color rojo
salpicó la mejilla de Curze. Éste luchó contra la necesidad de lamerla. Debía
estar sobrio y serio. -Te aseguro de que no disfruto de esto en absoluto.

Los corazones de Curze se aceleraron ante la men ra.


Curze se quedó en silencio. Pretendía que la historia fuera una prueba
contra su padre, pero se dio cuenta de que no le gustaba el recuerdo. Le
molestaba el pensamiento de que sus acciones en el apartamento no
estaban dictadas por ningún po de inevitabilidad, sino por el impulso de
su necesidad de dejar que la sangre se derramará. Recordaba claramente
el encuentro. Le había men do a la mujer. Disfrutó de su propósito.
Siempre lo hacía.
¿Actuó como lo hizo porque tenía que hacerlo, o porque quería hacerlo?
Curse se sacudió. ¿No había pensado siempre así? ¿Había exis do siempre
la duda, en el fondo de su mente, antes de que Sanguinius intentara decirle
lo contrario? Su hermano el Ángel: maldecido, como él, de poder ver el
futuro, pero tan puro, tan noble, tan convencido de que el curso de los
acontecimientos se podría cambiar.
-Tan muerto- dijo con una risita nerviosa, pero la risa era amarga y estaba
teñida con la pérdida.
Si tan sólo hubiera tenido la fuerza su ciente, ¿podría haber sido como el
Ángel? Una vez, Curze le había dicho a su hermano que todo lo que los
separaba fue la casualidad de los planetas sobre los que fueron arrojados.
Pero la duda lo atormentaba. ¿Habría temido Baal Secundus a un demonio
del desierto profundo? ¿Habría disfrutado Nostramo de un salvador
angelical?
-No- Curze agitó la cabeza. -Habría muerto, destripado, cegado y con las
alas desplumadas. ¡No podría haber sobrevivido como yo lo hice!

+Tu hermano Guilliman decía que la jus cia no es su ciente+


Curze se puso en alerta y miró a su alrededor. El pensamiento no era suyo,
pero, hasta donde podía ver, no provenía de ninguna fuente externa.
+La misericordia es el complemento necesario de la jus cia, con nuó el
pensamiento. Sin piedad, la jus cia es dura y cruel. Amoral+

-La jus cia es dura y cruel y yo soy duro y cruel- gruñó acusando a la
gura. -Eso es lo que soy. No puedo ser de otra manera.

+¿Es eso realmente cierto?+


Curze miró jamente a la gura. No podía decir si la voz era la suya o si la
gura había hablado.
Se puso de mal humor. Sus convicciones no las había atenuado la
insistencia del Ángel en la mutabilidad del des no, sino que las había
socavado. Las palabras de Sanguinius le a igieron de nuevo.

-La misericordia es un lujo- murmuró Curze para sí mismo. -La jus cia
debe ser in exible. La jus cia es necesaria para la ley- explicó,
lamentándose. -Los humanos son bes as, incapaces de seguir las leyes.
Tratan de subver r sus propias leyes a cada paso, de alejarse de las
restricciones que imponen a los demás. Los individuos mienten o se
escabullen, convencidos de que ellos y sólo ellos son especiales, y que las
reglas deben regir a todos los demás menos a ellos mismos. Necesitan el
miedo para obedecer. Necesitan que se les enseñen lecciones de dolor
para aprender que todos son responsables. ¡Todos ellos!- gritó. Su
hombro tembló, lo que hizo sacudir su andrajosa capa. -No puede haber
jus cia sin miedo, no puede haber miedo sin sufrimiento- con nuó. Se
abstuvo de exponer sus dudas a su padre, pues estaba allí para hacer lo
contrario, pero cuanto más intentaba convencer a la gura de su rec tud,
más le roía la duda, y eso lo enfurecía. ¡Se suponía que esto iba a ser su
discurso de despedida!
El azar rompió el hilo de sus pensamientos antes de que éstos volvieran.
Un esclavo se dirigía a la cámara. Curze escuchó sus vacilantes pasos antes
de que lo pudiera podido hacer un hombre mortal. Eran tan claros para él
como lo pudiera ser una marcha de ar llería, pese a que estaban
amor guados por las plumas que había sobre los mosaicos de dientes
humanos del nal del pasillo, detrás de las puertas. Venía solo. El pasillo
era largo, pero no lo su ciente como para que los sen dos preternaturales
de Curze no pudieran oír todo lo que ocurría en su interior. Sus hijos
bastardos ni siquiera habían escoltado a su mensajero hasta la entrada.
Cobardes.
Al instante, sonó un tembloroso golpeteo.
La puerta era pesada, hecha de hueso unido a nivel molecular. El trabajo
había sido me culoso y muy entretenido de ver. Una banda de miserables
artesanos, de los que se aseguraron de que por lo menos uno de ellos
sobreviviría, limpiaron, moldearon y colocaron los huesos para que los
soldaran sus compañeros. Cuando se agotaban los suministros, se elegía a
uno de ellos por sorteo y se le desmembraba vivo frente a los demás,
después sus huesos se hervían, se limpiaban y se les pasaban a los demás
para que con nuaran el trabajo. Curze salivó ante el recuerdo del olor a
miedo que rezumaban. Al úl mo se le había enviado de vuelta a las
cavernas de los esclavos, recompensado con marcas en la piel y la mente
rota, aunque no lo su ciente como para no poder transmi r nuevos
sermones acerca de la maldad de la humanidad a los demás. Así se
difundió el evangelio de Curze.
-¡Entra!- gruñó el Acechante Nocturno.
La puerta se abrió silenciosamente hasta que se enganchó en un tozo de
carne perteneciente a un muslo y quedó atascada con un suave chapoteo.
Entró una pequeña luz y, tras ella, un hombre humano que llevaba una
única vela pasó arrastrándose por el inmenso marco de la puerta; como un
niño perdido en el cas llo de un ogro.
Colocó la vela cuidadosamente a un lado y se arrojó boca abajo al suelo,
tan aterrorizado que tuvo que tragar tres veces antes de poder hablar.

-Mi… mi señor. Los capitanes de la VIII Legión desean saber cuándo


saldréis de vuestra habitación. Es tarde y la hora señalada se acerca.
Desean hablar con usted y disuadirlo de seguir su curso, si es que les da la
oportunidad.
El Acechante Nocturno imaginó cómo le debía parecer al mortal la
habitación: con el hedor a chamuscado, las pilas de miembros desollados,
la gura soldada mediante sangre congelada al trono y, lo más petri cante
de todo, el propio Acechante Nocturno, en cuchillas sobre restos de
hombres y cuyas re nas relucían como la plata por la luz de las velas. Miró
jamente al hombre hasta que éste se avergonzó.
-Esas no son tus palabras- advir ó Curze.

-No, mi señor- Curze escuchó durante un instante el ratonil la do de


corazón del esclavo, que estaba temblando de arriba a abajo.
-Mírame- le ordenó Curze.
Sacudiéndose violentamente, el esclavo obedeció.
-¿Tienes miedo, hombrecito?- le preguntó Curze.

El esclavo asin ó. Por supuesto que estaba asustado. El hombre exudaba


terror por todos sus poros y éste atravesaba el pesado y sangriento olor de
la habitación.
-Mis hijos también están asustados. Por eso te enviaron a . ¡Y no
conocerán el miedo!- dijo burlonamente. -Es enormemente diver do. La
caída de mi Legión ya es completa. No son dignos de mi desprecio. Me
avergüenzo de mis hijos, esclavo, y te pido disculpas por su cobardía,
sinceramente- puso sus manos sobre el corazón. -Diles que yo lo dije.
Diles que si cualquiera de ellos te pone un dedo encima responderá ante
mí. Dile a Sevatar que transmita a los demás mi enojo por la naturaleza
de esta interrupción. Él sabrá cómo hacerlo llegar debidamente. ¡Rodarán
cabezas!
-¿Sevatar?- el hombre levantó la vista, confuso. No conocía ese nombre.

-¡Sí, Sevatar! ¡Mi primer capitán!- Curze se inclinó aún más. -Oh, valiente
y pobre hombre- dijo con simpa a. -¿Cómo has podido olvidar a tu señor?
Mi mejor hijo. Ahora vete. Diles que pongan más rectas las espinas
dorsales o les arrancaré las que enen.

-Puedo... ¿Puedo irme?- preguntó el esclavo.


-Por supuesto que puedes irte- aseguró Curze. Se rio con una risa cuyo
tono fue aumentando hasta alcanzar la histeria. El esclavo se estremeció.
-Ve con ellos, ¡ve!- Curze lo ahuyentó jocosamente.
Sin creer en su suerte, el esclavo se inclinó varias veces mientras se dirigía
hacia la puerta, sin pisar los relucientes restos que ensuciaban el suelo de
la cámara.
-¡Espera!- le pidió Curze. Avanzó a cuatro patas hasta los pies del tere de
su padre. De su boca salió una lengua de lagarto y la pasó por encima de
unos dientes de lagarto. Una gota de sangre brotó de la punta cuando
acarició un borde tan a lado como un trozo de sílex. Cruze se la tragó
distraídamente. -Hay algo que puedes hacer por mí antes de irte...
CUATRO
FUTURO IMPERFECTO
La sangre humeaba. Curze había vuelto a ponerse sobre sus apilados
almohadones de carne mientras agarraba delicadamente el corazón del
esclavo entre el pulgar y el índice.
-He olvidado de lo que estaba hablando- gruñó. Mordió con fuerza y el
corazón del esclavo crujió como una manzana. Sangre oscura brotó de la
irregular aorta y salpicó el suelo, donde se congeló encima del vitae que ya
había allí. Curze mordisqueó el duro músculo antes de darle un bocado a la
carne. Señaló con el órgano.

-No importa- dijo mientras hacía girar la carne. -Hay muchas cosas que
necesito decirte. El des no, y cómo debemos seguirlo. El futuro está
decidido- con nuó. -Y tú lo sabías. Sabías que el Imperio estaba
condenado. No sé por qué lo intentaste. Era el sueño de un tonto, y nos
despertamos en una pesadilla- siguió hablando entre sangrientos
bocados. -Eres como yo, padre, tú lo ves claramente. Sanguinius también,
aunque es tan ingenuo como tú. Cuando ves el mundo como nosotros,
¿cómo puedes con ar en la naturaleza humana? Es oscura, y sombría, y
no merece mérito alguno. He visto en lo más profundo del interior de sus
corazones y de su futuro. Allí sólo hay sombras. Tú me diste el regalo de
la premonición. ¿Por qué no lo hablaste conmigo o con los demás? ¿Por
qué no me lo explicaste? ¿Por qué debemos sufrir tanto?
Una suave lluvia lo acariciaba, trazando líneas serpenteantes y traslúcidas
sobre la marmórea piel. Fría cuando se condensaba en el cielo, la caída a
través de las capas de calor industrial existentes entre las cúspides
calentaba la gota de agua, así que cuando la lluvia alcanzaba al joven
transhumano tumbado sobre el techo de asfalto, ésta tenía la temperatura
de las lágrimas.
Lo llamaban el Acechante Nocturno. Tenía otro nombre, elegido en el
momento en que fue creado, pero quien se lo iba a otorgar no era más que
un presen miento borroso y nombre, mera aprensión. Así que Acechante
Nocturno era también como se llamaba a sí mismo. Ya era un ser terrorí co
antes de que creciera por completo. En ese momento, la leyenda no habría
sobrevivido al contacto con la realidad. Estaba cansado de la larga
persecución y no había comido en cuatro días. Le dolía el hombro en el que
había un par de balas alojadas en su carne. Las diferencias entre el
Acechante Nocturno y las criaturas humanas entre las que habitaba eran
múl ples, y no se limitaba tan sólo a su rápido poder regenera vo, pese a
que éste era una de sus habilidades más extraordinaria. Había recibido los
disparos en una granulosa y gris mañana. Ya se había formado piel sobre
las heridas sellando así las balas dentro de su cuerpo.
Prefería los láseres. No usaban balas que se tuviesen que sacar después. Y
no me an fragmentos de la sucia túnica que llevaba en interior de su
cuerpo. El débil calor de la infección ya resplandecía alrededor de las
heridas. Al Acechante Nocturno no le preocupaba; ninguna infección podía
hacerle daño, lo sabía ins n vamente, de la misma manera que sabía
tantas otras cosas. Aun así, era molesto.
Esa era otra diferencia: que los otros no sabían cosas porque sí, tenían que
aprenderlas. Había sido una sorpresa descubrirlo, pero fue rápidamente
asimilado y la sorpresa, olvidada.
Las balas eran dolorosas. Ni siquiera su siología podía disolver el carbono
sólido. Se le clavaban dolorosamente en el hueso del omóplato, y
con nuarían haciéndolo hasta que las sacará.
Descansó durante unos instantes, tumbado boca arriba sobre la áspera
humedad del asfalto. La lluvia llenaba los huecos de sus ojos nublándole la
vista antes de bajar por su rostro.
Así es como se siente al llorar, pensó.
Nunca había llorado.
Los laterales de la cúspide alcanzaban las agitadas y omnipresentes nubes.
Cientos de miles de luces brillaban en sus paredes de rococemento:
ventanas de apartamentos, hololitos publicitarios y pantallas láser de bajo
rendimiento que parpadeaban en la lluvia que caía. Ninguna can dad de
iluminación podría hacer retroceder la oscuridad de Nostramo. El sol
brillaba en algún lugar al otro lado de la barrera de nubes. Nunca lo había
visto. Un conocimiento innato le decía que el sol estaba allí, y que era
inusualmente débil, pero que más allá de los hirvientes púrpuras y negros
de la capa de nubes había trillones de estrellas, y cada una de ellas bañaba
con su luz a sus propios mundos.
No cues onaba cómo sabía todas esas cosas, así como tampoco
cues onaba cómo sabía que tenía que sacarse las balas. Era un hecho
inmutable. Re rarlas o poner en riesgo su capacidad para matar.
Relajado ahora, cerró sus negros ojos y dejó que su mente se adelantara al
momento y sus pensamientos golpearan las hebras de la probabilidad,
esperando un temblor de verdad. Había muchos futuros, pero sólo uno
que se haría realidad. La línea verdadera se percibía de una forma
par cular. Las otras eran ilusiones. Rara vez veía qué es lo que pasaría
exactamente. La mayoría de las veces sen a cosas: un presen miento, un
impulso de seguir adelante, un escalofrío, una frialdad. Pero no alegría.
Nunca sen a alegría.
Abrió los ojos. Estaba a salvo por ahora. Sabía con absoluta certeza que sus
perseguidores le habían perdido, y que no encontrarían su rastro durante
algún empo. Cuando lo hicieran, los estaría esperando.
Pero antes de que eso ocurriera, tenía que sacarse las balas.
Se puso a cuatro patas, y saltó por el tejado, salpicando con los pies y las
manos en los charcos perfumados con contaminantes. En el otro lado
había un poste de luz rematado con una única bombilla incandescente.
Dentro de su tenue círculo de luz había un refugio, el cual albergaba una
escalera que conducía a los pisos inferiores. Una serie de puri cadores de
aire alrededor del comienzo de la escalera aspiraban el polucionado aire, lo
pasaban a través de los ltros y lo bajaban por las tuberías hacia el edi cio.
No fue allí por la luz, ya que podía ver en la casi perfecta oscuridad, sino
por el ruido del sistema de ltración. Aunque dudaba que fuera a gritar
cuando quitara las balas, no podía garan zarlo. Él era adaptable,
imprudente o cauteloso según la ocasión lo exigía; ahora era el momento
de la cautela.
Se colocó entre las máquinas y el desvencijado refugio, se puso en cuclillas,
movió sus extremidades para conseguir es rar lo máximo posible su brazo,
y tocó a entas su hombro.
No vaciló. Hundió sus garras sin pensarlo dos veces. Apretó los dientes
cuando sus desiguales uñas se clavaron en la piel. Un suave gruñido escapó
de sus labios.
Encontró fácilmente la primera bala. El dolor no dejó de aguijonearle
mientras escarbaba y notaba cómo se formaban los nudos de las bras del
músculo al regenerarse alrededor de la bala. Me ó la uña bajo la bala, giró
la palma de su mano hacia arriba y la expulsó con fuerza.
La bala hizo un ruido metálico al chocar con la cubierta de malla de los
puri cadores, cayó a través de ésta y repiqueteó en las entrañas de la
máquina hasta que entró en el interior del edi cio.
Se detuvo, alerta. La lluvia caliente corría junto con una sangre aún más
caliente.
Nada. Nadie lo escuchó, o a nadie le importó. El miedo impedía que la
mayoría de la gente inves gara ruidos extraños. Al principio por miedo a
los miembros de las bandas y, úl mamente, por miedo a él.
La segunda bala estaba enterrada lejos de poder alcanzarla con
comodidad. Gruñó con frustración, se retorció y giró su brazo, forzando su
codo hacia abajo con su mano libre mientras se movía entre su carne
sangrante. Sus uñas rozaban la bala, haciendo que se deslizara por la
herida. El dolor lo podía soportar. Sin embargo, la moles a era más de lo
que podía soportar. Tres veces me ó la punta de la uña del dedo índice en
una muesca del metal antes de que se le escapara y los movimientos de su
cuerpo la succionaran de nuevo. Toda escisión cercana era un momento de
frustración, interrumpido por el dolor.
Soltó un estrangulado grito de frustración. Finalmente, cogió la bala, la
sacó y la dejó caer sobre el tejado. La negra sangre se arremolinó en la
super cie del agua estancada. Escarbó un poco más en busca de los hilos
de tela que se le clavaban en el músculo; éstos salieron con facilidad y el
dolor que causaron cuando los sacó fueron perversamente sa sfactorios.
Una vez hubo terminado inclinó la cabeza hacia atrás y, con las manos
cruzadas sobre su regazo, se permi ó quedarse dormido.
El día fue apenas más luminoso que la noche. En las mañanas se a anzaba
una especie de monotonía. Al mediodía, en los días en que las nubes eran
más delgadas, a veces aparecía en el cielo una amplia y pálida mancha allá
donde el sol se desplomaba. Si no era así, todo parecía siempre igual: la
oscuridad, los anuncios, las luces de las viviendas, el ruido del trá co. El
cambio en la luz era in nitesimal, invisible para todos menos para él, y en
el más brillante de los días no había más claridad que la que hubiera
habido en una medianoche nublada en la an gua Tierra. Sin embargo, a él
le bastaba para juzgar el paso del empo. Cuando se despertó era de
mañana. Había dormido durante varias horas.
Un ruido en el callejón llamó su atención. Los montones permanentes de
basura que as xiaban las zonas menos transitadas de Nostramo Quintus
di cultaban el poder moverse en silencio. Alguien intentaba ser sigiloso y
no lo conseguía.
Movió el hombro. Estaba mejor. La herida se había curado de nuevo y los
músculos funcionaban sin problemas. El calor de la infección había
desaparecido. La costra ya se estaba desprendiendo. Pronto la herida sería
una cicatriz y, poco después, no quedaría nada.
Se arrastró hacia el borde del tejado, y miró hacia el callejón. El edi cio era
de diseño an guo. Un Acechante Nocturno más viejo habría reconocido las
secciones prefabricadas como impresiones STC. No sabría decir si llevaba
allí siglos, pues el duradero material apenas mostraba el paso de los
milenios. Se había construido sobre una ladera en siglos ya olvidados, en
una de las varias docenas de laderas que la colmena se había tragado de
forma gradual. El terreno era demasiado inestable como para soportar algo
más grande, por lo que no se había demolido, sino que permanecía en pie
mientras la zona se conver a en un sórdido distrito rodeado de
rascaestrellas. El coto de caza perfecto.
Había dos jóvenes en el callejón, con los cuchillos desenfundados, que se
cernían sobre una joven hembra, a punto de hacer lo que los desalmados
jóvenes machos hacían a las mujeres mil veces por hora en los sombríos
con nes de la colmena. Eran las sobras de la calle, sin padres y de ins ntos
asesinos. Ella estaba mejor ves da que ellos, lo que denotaba una casta
superior. Cualquiera que fuera el sindicato que albergara a la gente de ella,
buscaría a estos jóvenes y los matarían por su temeridad. Eso no ocurriría.
Estaban demasiado ocupados cortando la ropa de su víc ma como para
ver al Acechante Nocturno caer desde el tejado que había detrás de ellos.
Desgarradas alas de tela revolotearon lo su ciente como para avisarles, si
hubieran estado alerta. Pero no lo estaban. Estaban demasiado ocupados
con su sórdido placer como para prestar atención a la suave pisada de su
aterrizaje, o al acolchado paso de sus pies mientras se arrastraba hacia
ellos, como una encorvada y encubierta forma cuya sombra era la más
oscura que las propias sombras.
La sangre les hervía y se estaban riendo. La chica lloraba suavemente. Ellos
hacían mucho ruido y ella estaba callada porque ambas partes asumían
que nadie vendría en su ayuda.
El Acechante Nocturno estaba lo su cientemente cerca como para oler los
cuerpos sin lavar de los jóvenes por encima del penetrante hedor de la
basura.
-Dejadla ir- les ordenó el Acechante Nocturno.
El Acechante Nocturno sabía muchas cosas, entre ellas docenas de idiomas
que nunca había escuchado. Pero el nostramano lo tuvo que aprender.
Más adelante lo apreciaría como una lengua de un po raro, tan
evolucionada que ya no se parecía a la lengua universal que la humanidad
había llevado a las estrellas desde la Vieja Tierra. Se había suavizado y
estaba repleta de apresuradas sibilantes. Sus usuarios preferían la
metáfora poé ca a la expresión directa, una sensibilidad román ca que
evolucionó para cubrir la inmisericordia de sus hablantes.
Una de las primeras expresiones en nostramano que aprendió fue su
nombre.

-¡Acechante Nocturno!

Se volvieron hacia él. Pese a que el Acechante Nocturno aún no había


crecido del todo les sobrepasaba en altura, era una aparición con ropas del
color de la medianoche cuya piel era tan pálida que parecía brillar entre los
rotos de su andrajosa capa.
La vejiga de uno de los chicos le traicionó, y el sabor a cítricos podridos de
la orina se unió a la embriagadora mezcla de olores de los callejones. El
otro era más valiente. Apretó los dientes y se lanzó con un cuchillo hecho
con chatarra.
-Tú mueres primero- le dijo el Acechante Nocturno.
El joven Primarca atrapó al joven envolviendo la cabeza con sus largos y
estranguladores dedos, lo levantó y con un rápido movimiento de su
muñeca le rompió el cuello. El cadáver se estremeció, como lo haría una
marioneta, al fallar su sistema nervioso.
El Acechante Nocturno sonrió al segundo muchacho, cuya efusión de
uidos ahora se extendía a mocos y lágrimas. Sus grandes ojos negros
parpadearon y miraron al Acechante Nocturno. Atenazado completamente
por el terror, el niño emergió tras la máscara del matón.
El monstruo siseó de forma suave una palabra a través de unos dientes
perfectos.

-Corre.

Las temblorosas piernas del chico tropezaron con los desechos, golpeando
éstos úl mos las paredes. Aceleró al recuperar el control de su cuerpo. Los
sonidos de su huida se fundieron con el zumbido de fondo de la ciudad.
El Cazador Nocturno le dejó ir y miró con curiosidad a la chica, con el joven
muerto aún encerrado en su puño. Estaba casi desnuda y, aunque tenía
una comprensión innata de la biología humana, la examinó
cuidadosamente. Mientras la miraba, se preguntó si sería capaz de sen r el
es mulo de los impulsos que corroían la decencia de los hombres y los
conver an en demonios.
No sin ó nada, ni siquiera lás ma.
Su escru nio la trajo de vuelta a los sacos de viejas inmundicias y se echó
encima sus destrozadas ropas, más aterrorizada de su salvador que de sus
asaltantes. Sin tener a donde ir, se quedó quieta, clavada sobre un lecho de
basura por una mirada que no parpadeaba, congelada como una presa a
los ojos de un halcón.
Miró hacia otro lado. No había nada de lo que aprender. No entendía por
qué esos hombres habían intentado hacer lo que tenían pensado hacer,
tan sólo deseaba detenerlos; pero no por el bien de la chica ni para salvar a
los inocentes. No le importaban los individuos. Le importaba el orden.
El Cazador Nocturno le dio al atacante de la chica una ventaja de dos
minutos antes de echar a un lado al joven muerto y salir en su persecución.
La chica que dejó atrás aún era vulnerable. No se ofreció escoltarla a su
casa y dejarla a salvo. El cas go del crimen era más importante que la vida
de ella; tal era la comprensión de la jus cia por parte del Acechante
Nocturno, sin verse comprome da por la duda, la venganza, la misericordia
o la é ca. El orden debe gobernar, o de lo contrario sólo habrá caos.
Dejó el callejón como una sombra negra, saltando de pared a pared para
evitar el cúmulo de basura. En algunos lugares corrió a toda velocidad a lo
largo de las mamposterías en un despliegue de acrobacias que parecían
desa ar a la sica. Le había dado empo a su presa para correr un poco
más y así prolongar la persecución, pero no tanto como para poder
escapar.
Eso nunca.

El nombre del chico era Karzen y no le importaba a mucha gente ni


nadie lo recordaría. Una vida echada a perder por el tormento y alentada
únicamente por las descargas de adrenalina de una aleatoria crueldad que
estaba llegando a su n.
El Acechante Nocturno viene a por mí. Esas palabras aprisionaban su
mente. El Acechante Nocturno viene a por mí. Parecía como si diesen
vueltas y vueltas sobre una misma vía, como en los anuncios otantes que
mostraban los trenes inter-colmenas de larga distancia en los que nunca
pudo permi rse viajar.
¡El Acechante Nocturno!
Pasó por ente unos mon culos apestosos hacia las luces de una calle más
grande. El camino que tenía delante pertenecía a la Coda Carmesí, no a la
banda de Karzen, así que quedaba fuera de su propio territorio. Si lo
atrapaban allí sería una sentencia de muerte, pero su perseguidor
superaba cualquier peligro que pudieran plantear hombres inferiores, así
que se lanzó hacia el camino como si fuera el santuario más seguro de todo
el universo.
El sonido del trá co retumbaba en el callejón. La basura apilada se
conver a en una capa de desechos húmeda y compactada. El corazón del
chico palpitaba con fuerza y su respiración burbujeaba en su garganta, en
donde se mezclaban emas y oleadas de vómito. Sus piernas eran como de
goma. No podía correr adecuadamente, aunque su corazón y su mente le
gritaban a su cuerpo que se moviera. Había visto el efecto del miedo en
otros, cuando cazaba con su jauría, al perseguir a los rivales o a los sacos
de carne que eran fáciles de cortar y robar. Le hacía reír ver el terror en
éstos. Ahora ya no le gustaba al sen rlo él mismo.
Y estaba la calle, con líneas de luces y ac vidad, donde la deteriorada
Ciudad Vieja los distribuía hacia los lugares adecuados, donde los edi cios
eran todo lo altos que debería ser y los vehículos circulaban a lo largo de
las calzadas de cuatro carriles hacia des nos impredecibles. El des no
dictó cruelmente que el úl mo tramo hasta la seguridad fuera largo. Vio a
los peatones que pasaban por la entrada del callejón, con la cabeza gacha y
los ojos bien abiertos. Los vehículos circulaban a toda velocidad, cuyos
faros eran más brillantes que los ojos de las ratas y sus ocupantes estaban
cómodos y seguros detrás de cristales blindados. Una cúspide de la
colmena se elevaba al otro lado de la carretera, cuyas ventanas inferiores
estaban a oscuras, cubiertas con rejas y en su mayoría rotas, pero las
superiores brillaban, domicilios donde vivían familias, lugares tan seguros
como pudieran serlo en ese violento mundo.
Seguridad. Gente. Miró por encima del hombro y se atrevió a sonreír
cuando no vio al Acechante Nocturno tras sus pasos.
El chico estaba a punto de llegar a la esperanzadora distancia de la
salvación. Una daga de luz del color del limón cortaba la oscuridad del
callejón, arrojaba largas sombras en todos los mon culos de basura y
conver a la lluvia química en gotas de diamante fundido. Karzen tropezó
en mitad de la carrera, con la mano extendida hacia la calle, tan cerca de la
luz, y jadeando con alivio.
El terror en la oscuridad lo atrapó en ese momento, en la cúspide de la
esperanza. Una mano de hierro se había cerrado alrededor de su tobillo y
lo arrastraba de nuevo a la oscuridad.
Tan sólo un débil grito escapó hacia el trá co. En las calles de Nostramo
Quintus, nadie prestaba atención a tales sonidos. Los peatones y los coches
se apresuraban a seguir adelante, preocupándose tan sólo por sus propias
vidas.
El Acechante Nocturno lo tenía. Karzen se balanceaba mientras la bes a
escalaba el costado de un edi cio, arrastrándose con una sola mano por el
desmenuzado rococemento. Karzen pensaba que se iba a congelar por el
terror, que empezaría a suplicar como el débil siempre hace ante el fuerte,
pero los ins ntos animales anularon su petri cada conciencia y le
obligaron a luchar. Lo hizo sin delicadeza, pero con gran fuerza y salvajismo,
sin todas las limitaciones que el cuerpo humano pone sobre sí mismo para
evitar el daño en ese úl mo intento por vivir. Bien podría haber arañado
una montaña. Comparado con el poder sobrenatural del Acechante
Nocturno, él era menos que nada.
En lo alto de la pared, el Acechante Nocturno lanzó a Karzen por encima
del tejado. Sin ó que algo se rompía en su tobillo incluso antes de rebotar
con fuerza en el rococemento y rasparse la piel de las rodillas, las palmas
de las manos y buena parte de su cara.
Se puso a lloriquear, sin atreverse a levantar la vista. Cuando lo hizo, estaba
solo otra vez. El monstruo se había ido. Se desplomó y se quedó tendido,
mirando por encima del hombro. Se pasó la mano por la cara para quitarse
el agua que hacía que le escocieran los ojos. No había señales de su
atormentador.
El dolor le quemó el pie cuando se puso de pie. Eso no le detuvo. Nada
podía. El terror azotaba su espalda. Cojeó hacia el lado más alejado del
edi cio, donde de nuevo la luz de la calle le hizo señas. Los anuncios
estroboscópicos lo colorearon con fragmentos de eslóganes de productos
que nunca pudo permi rse, deslumbrando al pasar y sumergiendo la zona
de nuevo en la oscuridad.
Un fuerte golpe rompió cuatro de las cos llas de Karzen y lo hizo
retroceder. Logró rodar antes de que la cosa estuviera encima de él otra
vez y que una enorme y despiadada mano apartara su débil brazo de niño
del cuchillo que llevaba a su costado. Una segunda mano rodeó su delgada
caja torácica y lo clavó al tejado. Karzen gritó y golpeó inú lmente a su
captor. El Acechante Nocturno se inclinó entre los golpes, lo que hizo que
los recibiera en su angulosa cara. Karzen golpeó y golpeó hasta que se le
rompieron los nudillos. El Acechante Nocturno no se inmutaba. Jadeando,
Karzen dejó caer su mano al suelo.
Ese era el Acechante Nocturno: una cara pálida de ángulos pronunciados.
Los ojos, tan negros como los de cualquier otro nostramano, brillaban con
una inteligencia inhumana. Sus nos labios estaban abiertos. Al ver lo
blancos que eran sus dientes, Karzen vio a su captor de otro modo. Estaba
sucio y apestaba a vida callejera y a asesinatos descuidados, pero bajo la
mugre él era...
-Perfecto- susurró el chico.
El Acechante Nocturno ladeó la cabeza, intrigado. La lluvia caía con fuerza.
El húmedo y apestoso pelo rozó la mejilla de Karzen. El agua, herrumbrosa
a causa de la sangre, cayó por ella.
-¿Qué eres?- le preguntó Karzen, su miedo había dado paso a un
inesperado asombro. No esperaba una respuesta, al menos, no la que
recibió.
-Jus cia- el aliento del Acechante Nocturno, que apestaba a carne cruda y
sangre, cayó sobre el rostro del chico.
-¿Jus cia?- inquirió el chico, pues era una palabra ridículamente pintoresca
y raramente se escuchaba en Nostramo.
-Jus cia- repi ó el Acechante Nocturno. -La jus cia es la base de la
civilización. Sin jus cia, no hay paz. No hay tranquilidad. No hay calma.
Liberó la mano de Karzen. El chico no intentó coger su cuchillo, pero vio
como el pálido puño se cerraba y dejaba fuera los dedos índice y medio,
con las negras uñas listas para clavarse en sus ojos y en el cerebro que
había detrás.
Y entonces el Acechante Nocturno emi ó un gemido sordo, se puso de pie
tambaleándose, dio unos pocos y vacilantes pasos y se desplomó como
una montaña de trapos negros y andrajosos.
Sensaciones de otro empo y otro lugar golpeaban al Acechante
Nocturno con la fuerza de un edi cio que se derrumba.
La imagen de su presa se alejó girando hasta que no fue más que un
pequeño punto negro. Otras visiones orecieron en su lugar, pasando de
ser motas de luz del color del za ro a escenas de realidad viva. Dos
imágenes se superponían en una compleja interdimensionalidad,
diferentes imágenes que se atravesaban entre sí, pero que permanecían
completas.
Se vio a sí mismo, asaltado por el momento de duda que le había hecho
detenerse y cues onarse sus suposiciones, y mientras el chico se
arrastraba hacia atrás a lo largo del tejado, el Acechante Nocturno extendió
la mano de un salvador en lugar del golpe de un verdugo. Vacilante, el
chico se detuvo. El chico extendió la mano. El chico...
...Karzen. El nombre le vino de los futuros que aún no he habían hecho
realidad...
...el chico crecería bajo su tutela. Sus horizontes se expandirían más allá de
los márgenes criminales que lo habían encadenado. Una vida de buenas
obras llamaría la atención y más asesinos saldrían de las calles y
cambiarían, como él, de asesinos a mentores, por la difusión de la palabra
del Acechante Nocturno, y toda alma transformada empujaría la palanca
del cambio hasta que, con un poder torrencial, las reglas de la sangre se
tacharían y se a anzaría un nuevo compromiso social.
Por todo esto, el muchacho le dio las gracias al Acechante Nocturno y fue
amado por el cambio que trajo.
Esto sucedió.
Pero esto otro también sucedió.
El Acechante Nocturno se vio a sí mismo, asaltado por el momento de
duda que le había hecho detenerse y cues onarse sus suposiciones, y
mientras el chico se arrastraba hacia atrás a lo largo del tejado, el cazador
nocturno extendió la mano de un salvador en lugar del golpe de un
verdugo.
El chico aprovechó su oportunidad y clavó con fuerza su cuchillo en el
costado del Acechante Nocturno y, por pura suerte, atravesó la protección
de su caja torácica hasta llegar a su corazón primario.
Eso no lo mataría. No podría, pero dolería, vaya si dolería. Y el chico...
...Karzen. El mismo chico, diferente futuro...
...el chico viviría. El chico prosperaría. Su leyenda como el hombre que se
había enfrentado al terror en la oscuridad crecería y crecería. Una subida al
poder engrasada con sangre, un ascenso a las alturas de las in uencias en
una escalera hecha de huesos. Mil asesinatos que cometería, primero por
su propia mano y luego bajo sus órdenes y, aun así, no sería su ciente para
conseguir todo lo que deseaba. Dinero. Poder. Mujeres. Otras mil vidas
pagarían los impuestos de sangre para construir su futuro.
Al Acechante Nocturno se le temería menos a causa de que se le escapara
el chico. Era vulnerable. Se podía engañar a la muerte. A medida que el
miedo disminuiría, su tarea se haría más di cil. Para cuando rastreará hasta
su guarida al hombre en el que se había conver do el chico, muchos
inocentes habrían perecido.
-Tú me hiciste- le diría el muchacho, ya mayor, en ambas visiones, tanto
como apóstol de una edad más gen l como de diablo en un in erno que
iba a peor. -Tú me hiciste- le diría el hombre mayor entre gorgoteos o
lágrimas de agradecimiento cuando las mismas manos pálidas le
estuvieran estrangulando o acariciando su rostro.
Sólo puede haber un futuro, pensó el Acechante Nocturno. Sólo uno.
El des no más amable se fue atenuando, oscureciéndose hasta que el más
oscuro lo destruyó. Si, por un momento, el Acechante Nocturno hubiera
re exionado sobre estas visiones en su mente, podría haber aprehendido
la verdad de la elección, que ambos futuros eran válidos, y que se podría
persuadir a la eventualidad favorecida para que exis era. Pero su visión era
realmente oscura. Sólo veía la necesidad de una retribución inmediata.
Los párpados del Acechante Nocturno aletearon. Sus ojos se pusieron en
blanco, pasando del negro a blanco y viceversa. Soltó un gemido de
lás ma. El chico se arrastró hacia atrás a lo largo del tejado, luego se
levantó, y se acercó midamente. La razón por la que lo hizo estaba más
allá de la comprensión del Acechante Nocturno. Hubiera sido mejor que
huyera. Dos posibilidades laron con la intensidad de una migraña. ¿Le
ayudaría el chico o le atacaría? Solo podía haber un resultado, y el
Acechante Nocturno no daba crédito alguno a nadie.
El des no no se podía permi r el cometer errores.
La mano del Acechante Nocturno se movió, con la velocidad de una
serpiente, y agarró al chico por la garganta. Los ojos del muchacho saltaron
por el pánico, casi tan repen namente como desapareció su espíritu de
lucha, y aceptó la sentencia que el Acechante Nocturno había dado en su
capacidad de juez, jurado y verdugo.
El Acechante Nocturno apretó con una mano que era más efec va que
cualquier soga. Los huesos se convir eron en polvo con un pequeño y
húmedo chasquido. Los ojos del muchacho ya se estaban apagando
cuando el Acechante Nocturno lo bajó al suelo con una obscena ternura.
Por primera vez, miró a su víc ma y se jó en los símbolos de la banda
sobre su cuerpo atro ado. Cronológicamente, el chico era probablemente
algunos años mayor que el cazador nocturno, pero era joven, muy joven.
La edad no importaba. La culpa sí.

-Jus cia- susurró.


Había trabajo que hacer, un mensaje que se debía escribir en la carne
mu lada. Los nos labios se curvaron en una cara condenada a no
envejecer nunca, arrugados como para un beso. El cazador nocturno
succionó los ojos primero, para ver lo que el muchacho había visto, se dijo
a sí mismo, y no por el sabor de la gela na caliente que había dentro.
Se dio un ávido fes n. Fragmentos del pasado del chico corrieron por su
memoria, arrancados de la maquinaria molecular de su frío cuerpo por los
extraños dones del Acechante Nocturno. Dónde se había escondido Karzen
para dormir, quién era su gente, dónde podían encontrarse a sus
compañeros de banda. El Cazador Nocturno recogió mucha información de
esta manera. Muchos nuevos juicios nacieron en ese instante. Se dictaron
sentencias de muerte a una veintena de pecadores que, sin saber que el n
se les avecinaba, pasarían sus úl mas horas ignorando el miedo. Sus
muertes serían lamentables, se dijo a sí mismo Curze, mientras las
an cipaba ansiosamente; sacri cios inevitables y necesarios para elevar a
la humanidad de sus hábitos animales.
Curze no tenía fe en la humanidad. Vio, pero no procesó, el cuchillo que
estaba a unos metros de distancia, caído de su vaina, demasiado lejos
como para que el muchacho lo hubiera alcanzado, y no recordó lo que
podría haber ocurrido.
Sólo podía haber un futuro, un camino hacia la civilización. Pavimentado
con adoquines de huesos. Lavado con lluvias de sangre. En el que la paz
yacía al nal.
La jus cia dictaba que así fuera.

L
-¿ o ves? ¡Lo ves!- acusó Konrad Curze, moviendo sus dedos
ensangrentados hacia el padre-cadáver. -Lo ves, ¿no es así? La humanidad
sólo la pueden dirigir a la civilización los grandes hombres. Con aste en
una naturaleza mejor que no exis a. Soy mejor que tú porque lo veía
claramente, sin tu ingenuidad- cubrió una sonrisa con la mano. -¡Y dicen
que estoy loco! ¿He tomado un inverosímil tulo para mí? ¡No!- exclamó.
Remarcó el hecho con un dedo del que caía sangre. -¿Intenté someter a
toda la especie humana a mi voluntad? ¿He ordenado el genocidio de
razas enteras, quemado civilizaciones, destruido mundos llenos de vida
para cumplir mis sueños? ¡No, no y no!- gritó nalmente, y luego
retrocedió ante una posible retribución.

Silencio. Frío. Oscuridad.


Al no recibir cas go alguno, se volvió taimado. -Maté, torturé y herí. Esto
es cierto, pero sólo una parte de los que encontré. Sólo lo su ciente
como para hacer que el rebaño se detuviera, re exionara y dejara que
sus cuchillos durmieran en sus vainas. Les dije la verdad. Les dije que
detuviesen el derramamiento de sangre y yo detendría el mío. Les dije
que escucharán el miedo en sus corazones y los que quedasen serían
perdonados. Mientras que tú, mi astuto, malvado y taimado padre,
vendiste una men ra de futuros dorados hasta que el espejo se quebró y
toda la oscuridad que se ocultaba debajo se desparramó. Una men ra,
creo, es un pequeño crimen si es pequeña. ¡Pero las men ras que dijiste!
¡Oh, las men ras!- levantó las manos, negras por la sangre húmeda. -¡Su
enormidad! ¡Su audacia! Ninguna de las atrocidades que he come do
puede compararse con una men ra de esa magnitud. Todos los niños que
maté, todas las sociedades que quemé, todas las especies que cacé a lo
largo de mi vida para complacerte... ¿Qué son esos crímenes comparados
con la verdad que nos ocultaste?- se acurrucó aún más, envolviéndose
entre su capa de plumas, como si el frío por n se hubiese ltrado lo
su ciente dentro de su piel como para que le molestara.
-Yo era la jus cia, pues así me hiciste. Compraba miles de millones de
vidas con el dolor de unos pocos millones allá donde mis hermanos
masacraban, bombardeaban y mataban. Y, sin embargo, yo soy el
monstruo. Yo era la cosa de la noche, tan despreciada como temida,
mientras que ellos eran tus brillantes paladines. ¡El gran Horus! ¡El
glorioso Fulgrim!- dijo con una risita. -O no viste su traición o nos
men ste a todos. Y yo sé cuál de las dos posibilidades es la cierta- miró
jamente a los ojos de la cosa que había creado. -Lo sabías, siempre lo
supiste.

Curze miró hacia otro lado y tosió, introdujo una uña entre sus dientes para
sacar un trozo de carne del corazón que le había quedado allí y luego lo
mas có pensa vamente. Inhaló profundamente; fue el sonido humano de
la comprensión.

-¡Lo olvidé! ¡Lo olvidé!- dijo alegremente, con su resen miento ya casi
olvidado. -Te estaba contando cómo llegué hasta aquí, hasta Tsagualsa.
Me detuve, ¿verdad? Qué descortés. Con nuemos.
CINCO
EL QUINTO PASAJERO
Los sueños de Elver nunca eran agradables. Sus temá cas tenían que
ver con huesos, sangre y lluvias de fuego. Ciudades en ascuas donde las
cenizas caían incesantemente desde el cielo como la nieve tenían un gran
protagonismo. Sus noches eran un largo apocalipsis. En las raras ocasiones
en las que en sus sueños no había nada quemándose, sufría las visitas de
Overton a su camarote junto con toda su furia, ya fuera para darle palizas
por su insolencia, o por su juventud, o por cualquier otra razón por la que
Overton se hubiera sen do ofendido. Los sueños eran casi tan malos como
cuando éstos habían sido una realidad, cuando Elver era joven e incapaz de
luchar contra él. En las aún más raras ocasiones en las que se libraba del
Armagedón del capitán, soñaba con su hogar, en la nave que le vio nacer. A
su juicio, estos úl mos eran los peores de todos. No por los sueños, que
eran agradables, sino por la aplastante decepción de tener que
despertarse.
Como cabría esperar, a Elver no le gustaba dormir. Cuando tenía que
hacerlo, como todo ser humano, lo hacía con gran ayuda. Gran parte del
paté co salario de Elver lo des naba a productos farmacéu cos, narcó cos
si podía conseguirlos y alcohol, el cual ocupaba un distante pero necesario
tercer lugar. Dejarse K.O. a sí mismo era la única forma de que pudiera
dormir. Si no tomaba nada, se quedaba despierto en su pequeño camarote
temiendo la inconsciencia. Llamaba compañeros a ese triunvirato de
estupefacientes. En realidad, era un adicto sin esperanza.
Afortunadamente para él, la inmensidad del Imperio producía una
desconcertante gama de drogas, y su existencia como cartógrafo espacial
le daba acceso a una alegre fracción del contrabando. Aunque la Sheldroon
estaba limitada a cinco puertos en dos sistemas, esa pequeña porción del
reino de la humanidad era mucho más de lo que la mayoría de la gente
jamás llegaría a ver, y estaba llena de oportunidades para hombres
desesperados.
Y Elver se consideraba un hombre desesperado.
La noche que arrastraron el sarcófago a bordo, Elver soñó con pasillos
oscuros, con sudor y gritos. Las drogas fracturaron los sueños como si de
piezas de puzles se tratarán, todos ellos desagradables, pero que eran
mucho mejor que recordarlos enteros. Las drogas di cultaban el despertar.
Gracias a ellas, durmió durante el comienzo de la crisis.
El jadeante e intermitente estrépito que producía la alarma general de la
Sheldroon le hizo volver en sí. Alguien en el pasillo golpeaba su puerta con
una insistencia que sugería que no se iba a ir pronto.
El metal amor guaba los gritos, pero no lo su ciente como para hacerlo
inaudible.
-¡Elver! ¡Elver, que el Emperador te maldiga! ¡Elver! ¡Despierta!

-¿Qué?- una sensación borrosa e inconexa apretaba la recién despierta


mente de Elver hasta conver rla en una bola inú l. Su boca estaba seca,
parecía como si se le hubiera bajado toda la saliva al pecho. Se limpió la
cara con el dorso de la mano y se estremeció a causa del agrio olor que las
drogas le daban a su aliento.
-¡Soy yo, Elver! Endson. ¡Abre la maldita puerta!- Endson era uno de los
miembros menos desagradables de la tripulación. Eso no hacía que su
intrusión fuera bienvenida. Elver gimió y puso su sucia almohada sobre la
cabeza.
El golpeteo se detuvo durante unos segundos. Cualquier pensamiento de
alivio que Elver tuviera sobre la marcha de Endson desapareció cuando se
reanudó el golpeteo, esta vez de un metal contra otro metal. Los golpes de
Endson se fundieron con el empo con la alarma.

-¡Elver!- gritó Endson. -¡No me iré hasta que salgas de ahí!

-¡Está bien, está bien!- Elver se levantó y se dirigió a entas hacia la


puerta, pateando por el camino una botella vacía que había en el suelo. Tal
vez mezclar los tranquilizantes con medio litro del agua de la vida no había
sido muy inteligente.
Estaba temblando sobremanera a causa de su narco zado sueño. Sus
miembros eran como de algodón suave. Dos intentos fueron necesarios
para ver cómo se hundía el botón de apertura de la puerta y cómo Elver se
agotaba de nuevo.
La puerta se deslizó hacia un lado en el peor momento, pues hizo que Elver
casi recibiera en la cara el golpe de un ex ntor.
-¿Por qué estás golpeando mi puerta con el ex ntor?- le preguntó Elver,
genuinamente perplejo.

-¡No te levantabas!

-Eso es porque no quería hacerlo.


Endson le miró a través de las gafas.
Elver entrecerró los ojos. La cara de Endson tenía problemas para quedarse
quieta, otaba como si fuera humo.

-¡Por los nueve leales, estás borracho otra vez!- gritó Endson.

-Siempre lo estoy cuando no es mi turno- explicó Elver con len tud. -No
puedo dormir.

-¡Recobra la compostura! El capitán quiere ver a todo el mundo- los


vacilantes rasgos de Endson se fusionaba en un lienzo de aterrado rostro. -
¡Ven conmigo!- agarró el brazo de Elver y lo arrastró por el pasillo.

-¿Adónde vamos?- preguntó Elver.

-¿Tú dónde crees?- contestó Endson sin aliento. -¡A la bahía de carga!

Como al resto, a Tolly Kiner le llamaron para ir a la bahía de carga, pero


no tenía prisa. Estaba en las sen nas de la nave. Nadie bajaba allí a menos
que tuviera que hacerlo, y por eso a Kiner le gustaba, porque le recordaba
a las minas en las que había trabajado antes de que un desliz con un
mar llo perforador y la cara de otro hombre hubieran redirigido de manera
forzosa su carrera.

-Kiner, Kiner, puedes oírme, lo sé, ven aquí ahora mismo.

El vox arruinó la tranquilidad. Kiner chasqueó con la lengua y golpeó con la


mano el equipo de vox que tenía en la cintura, apagándolo. Del mismo
modo, ignoró el clamor de las alarmas, cosa sencilla pues allí sonaban de
manera débil e insigni cante.
Nadie que no fuera un hombre acostumbrado a las peores condiciones
querría enfrentarse a los fé dos vapores de la sen na y al agua
contaminada que se ver a de los tanques de recolección. Y todo eso
porque los hombres necesitaban agua para sobrevivir y se veían obligados
a llevarla a todas partes. El número de guerras en la historia de la
humanidad por la lucha por el agua estaba más allá de toda enumeración.
Tolly Kiner no era par cularmente consciente de ello, pero sabía que, sin
agua, no podía haber vida.
El agua tenía su forma de ser. El agua no era un prisionero fácil. No le
gustaba el con namiento y aprovechaba toda oportunidad para escapar,
abriéndose paso corroyendo tuberías an guas o escurriéndose por entre
los sellos mal colocados. Como siempre, el agua corría hacia abajo, hacia el
fondo, donde no había ningún otro lugar a donde ir. No importaba que la
gravedad a la que obedecía fuera ar cial; mientras hubiera un "abajo", el
agua lo encontraría.
Por eso las naves de vacío necesitaban sen nas, al igual que las
nauseabundas canaletas de los an guos veleros de madera. Toda gota
errante de condensación, de agua residual de tuberías de desagüe rotas o
de las raciones sinte zadas de la tripulación se ltraba hasta llegar a los
desagradables tanques donde se mezclaba con combus ble, aceites y
quién sabe qué más para formar una asquerosa sopa.
En una nave bien operada, el líquido se extraería para su reprocesamiento
y los tanques se desengrasarían y lavarían en cada muelle. La Sheldroon no
era una nave bien operada. Sus sen nas estaban desbordadas y el uido
salía de su lugar asignado. La falta de limpieza proporcionaba
oportunidades a otras criaturas que no eran hombres. Allí, la extraña
alquimia de la vida se había asentado y había creado un pequeño mundo.
La cubierta inferior, toda llena de agua, se extendía trescientos metros a
ambos lados de la escalera de acceso y de la pasarela situadas en su
centro, y unos cientos de metros más a proa y a popa. Una oxidada
plataforma de elevación estaba situada un poco más allá del pie de la
escalera, pero Kiner nunca la usaba. El gruñido de los motores destruía la
paz del lugar.
El agua del sumidero se elevaba mucho más allá de los bordes de los
tanques cuadrados de contención, visibles por debajo de la super cie y
cubiertos de algas y anegaba los pasillos inferiores. En algunos lugares las
protoplantas se amontonaban hasta formar pequeñas islas. Allí abajo no
había mucho espacio funcional; el techo no necesitaba ser alto así que éste
no lo era. El cableado colgaba lo su cientemente bajo como para
estrangular a un hombre incauto. Los lumenes ofrecían peligrosos y
brillantes golpes. Las sen nas no se habían construido para la vida,
humana o de cualquier otro po, pero Kiner encontraba diver do ese
pantano de metal.
Las sen nas albergaban una sorprendente diversidad de criaturas. Estaban
las obligatorias ratas, cuya especie se había extendido a través de las
estrellas tan lejos y tan rápido como la humanidad, pero eran mucho más
numerosas. Insectos mutantes de una docena de mundos. Veloces an bios
luminosos, que habían evolucionado dentro de los cascos de otros barcos y
se propagaban a través de los suministros contaminados. Depredadores de
cuerpo resbaladizo y dientes como agujas. A nadie más le importaba el
bioma tan fuera de lugar de la Sheldroon. Kiner se guardaba para sí sus
secretos. Se había conver do en una especie de naturalista, aunque de
po a cionado.
Tarareaba mientras inspeccionaba un tanque plagado de limo. Un intenso
olor orgánico surgía del fondo mientras rastrillaba su vara a lo largo del
mismo. El olor de las sen nas era calmante, y no era ni mucho menos tan
malo como debería haber sido considerando lo que entraba en los
tanques. El clamor de las alarmas de las cubiertas superiores se hizo más
fuerte. La orden del capitán se extendió por toda la nave, crepitando en el
nivel de la sen na desde el, rara vez u lizado, canal de altavoces que se
apiñaban sobre el pasillo central.

-Toda la tripulación debe presentarse inmediatamente en la bahía de


captura. ¡Eso también te incluye, Tolly Kiner!

Los altavoces quedaron en silencio con un crujido de está ca. Los ecos
tardaron mucho empo en desvanecerse, y las criaturas en las
profundidades solo reanudaron sus ac vidades cuando los primeros
desaparecieron.

Kiner frunció el ceño ante las bocinas.


-¡Déjeme en paz!- refunfuñó. Su equipo de vox gorgojeó, exigiendo que lo
volvieran a encender.
Las alarmas estaban empezando a molestarle. Miró hacia el hueco de la
escalera, de dónde provenía la mayor parte de la luz de las sen nas. La
mayoría de los lúmenes estaban apagados, o llenos de agua y limo y su luz
se atenuaba hasta hacerla inservible.

-Que el trono maldiga todo- refunfuñó.


Puso la vara en el suelo con pesar, se quitó el polvo de las rodillas y se giró,
justo para estrellarse contra un gigante que no había visto en absoluto.
Dio un paso atrás. No podía ver la sonriente y luminosa cara de la cosa sin
tener que darlo.
Unos ojos oscuros como el in nito lo miraban desde arriba. No había
malicia en ellos, parecían casi amables, pero había un frenesí que
centelleaba en el fondo de ellos que insinuaba una inexplicable locura.
-Hola, mortal. ¿Cómo te llamas?- preguntó la criatura, de una manera que
habría sido agradable si no fuera por el frío que irradia, y al olor a
matadero de su aliento.
La mandíbula de Tolly Kiner se abrió de par en par. Intentó dar otro paso
atrás para prepararse para huir, pero su pie colgaba sobre el agua, así que
se vio obligado a quedarse donde estaba.

-T-T-Tolly. Tolly Kiner- respondió Tolly Kiner.

La criatura se acercó un paso más. Kiner se puso tenso y se inclinó hacia


atrás, tambaleándose hasta casi el punto de caer en la piscina. El gigante
no llevaba nada más que una andrajosa toga que mostraba una carne
pálida plagada de miles de cicatrices y arrugada por la mugre. Exudaba un
olor peculiar que conseguía ser seductor, a pesar de la suciedad de la
criatura. Una mosca pasó cerca de la cabeza de Kiner. A menudo
empezaban a molestarlo después de que hubiera estado allí un empo,
pero ninguna se acercó al gigante.

-Dime, T-T-Tolly Kiner, ¿quién se sienta ahora en el trono de Terra?

La frente de Kiner se arrugó ante la pregunta.

-¿Es el Emperador? ¿El Emperador de la Humanidad?- insis ó la criatura.

Tolly era un hombre sencillo, y no podía comprender que otro, no hacía


mucho, casi ocupara el lugar del Emperador. Asin ó con la cabeza.
El gigante exhaló una ráfaga de pura indiferencia. -Así que padre ganó.
Sabía que lo haría. Lo vi, después de todo- extendió una mano y levantó la
barbilla de Kiner con la punta de una ennegrecida y desgarrada uña. -¿Y
cuál es la fecha actual?
-Yo, Yo, Yo, Yo, Yo...

-Shhhhh- le tranquilizó el gigante. -Eres un tripulante de una nave de


vacío- señaló con un amplio gesto el pantano que era la sen na. Sus
maneras eran tan hipnó cas que Kiner vio el lugar con una nueva y gloriosa
luz. -Un héroe de los caminos del espacio. Un hombre como tú debe
saber el año. Las naves deben de mantener registros, seguramente. ¿O la
victoria fue tan mala como la derrota?

-¿La... la fecha?- preguntó Kiner.

-Sí, la fecha- a rmó la criatura.

Tolly Kiner tragó saliva. -Es, creo, y hasta donde podemos decir ya que no
tenemos nuestro propio astrópata y tal, el trigésimo primer milenio, año
treinta y dos, aceptando una desviación de más o menos dos o tres años,
como es de esperar.

-Con una desviación de más o menos tres años- repi ó la criatura con
aprobación. -¡Ahora pareces un viajero del espacio, Tolly Kiner, y no un
insigni cante gusano de letrina! ¿Treinta y uno o treinta y dos, dices?
Kiner asin ó con entusiasmo.
-¿Tan poco empo?- la criatura suspiró. -Bueno, supongo que podría
haber sido peor. Como, por ejemplo, una eternidad- dijo. Parecía
expectante ante tal ocurrencia, como si esperase a que Kiner entendiera la
broma.
-¿S-s-sois un primarca?- preguntó Tolly Kiner.

La criatura sonrió con ferocidad.


-Sí, soy un Primarca- a rmó. -Soy el más maldito de los hijos malditos del
Emperador- mostró una sonrisa de burón de dientes a lados. -
Desterrado al vacío por mi querido hermano, el llamado Gran Ángel de
Baal. Hasta tú apareciste- le dio un codazo en el pecho. La fuerza del
contacto hizo que Kiner gimiera. -Dudo que eso sea de dominio público,
así que estoy seguro de que te estarás preguntando cuál de los veinte soy
yo. ¿Puedes adivinarlo?

Tolly Kiner negó con la cabeza.


-Apuesto a que lo sabes- aseguró con alegría, y luego agregó
amenazadoramente. -Di mi nombre.
Kiner tragó saliva de nuevo. Tuvo una ligera idea sobre quién era el
rescatado. El conocimiento paralizó su lengua contra el paladar.
La criatura se acercó. -Te lo diré entonces, siempre y cuando prometas
guardártelo para . Lo harás, ¿verdad? Prométemelo ahora. Adelante. Sé
que estás asustado- el gigante olfateó la cabeza de Kiner. -Puedo olerlo.
Tolly Kiner asin ó pese a seguir en el mismo estado de mudo terror.
-Soy Konrad Curze- aseguró la criatura, estremeciéndose de liberación al
pronunciar su nombre. -El Acechante Nocturno. El octavo Primarca, padre
gené co de la Legión Astartes de los Amos de la Noche-distraídamente,
Curze cerró su mano alrededor del cuello de Kiner, y lo levantó del suelo
hasta que la cara de Kiner estuvo a la altura de la de él.
Un sonido húmedo salió del interior de Tolly Kiner, seguido por el olor
cálido y envolvente de los intes nos vacíos.
-Veo que tú también has oído hablar de mí. Bueno, eso es gra cante-
Curze le lanzó una horrible y maliciosa mirada. -Sabes, me he estado
preguntando otra cosa. ¿Sabes el qué?- su gélido agarre se desplazó
alrededor del cuello de Tolly Kiner. Kiner empezó a llorar.
-Me he estado preguntando qué clase de ruidos harás cuando te
despelleje vivo- le clavó a Kiner una uña en el pecho, abriéndole la piel. -
Vamos a averiguarlo, ¿de acuerdo?

Overton los miró a todos de uno en uno, sin parar de lanzar a ninguno
de los miembros de la tripulación ni a los pasajeros su mirada más feroz.
Irsk y Kutskin, sus secuaces más grandes, anqueaban al capitán, imitando
su feroz expresión, aunque sin la misma convicción, actuando como si
fueran matones cuando en realidad eran tan cobardes y desleales como el
resto de la tripulación.
-Alguien ha estado aquí abajo- indicó Overton. -Alguien que hizo esto- el
capitán señaló el sarcófago, todavía en el centro de la bahía, ahora
descongelado y con condensación en sus lados, pero, lo que era más
importante sin su ocupante.
Todos estaban presentes, excepto Tolly Kiner. La ausencia de Kiner sugería
que había sido él quien había abierto el ataúd, lo que disminuyó la
sospecha sobre el resto, o eso es lo que Endson parloteaba al oído de Elver.
Elver lo escuchaba a medias, sin creer su teoría ni por un segundo. Había
otra posibilidad, concretamente la de que ninguno de ellos la hubiera
abierto, sino que el ocupante se hubiera liberado por sí solo.

-Tu y yo estamos libres de culpa- le susurró Endson. -Una vez atrape a


quién lo hizo, me encargará de él. Más dinero para nosotros, ¿eh?
¡Estamos fuera de peligro!

Overton seguía hablando. Pero Elver tampoco lo escuchaba. El balbuceo de


Endson y las acusaciones del capitán entraban y salían de su conciencia
como frecuencias que entrechocaban en un vox mal sintonizado.
-... el día de la paga más grande que hemos tenido nunca- con nuaba
Overton. -Así que quienquiera que haya hecho esto, va a admi rlo, va a
decirme por qué rompió el sello de estasis y arruinó la posibilidad de
ganar mucho dinero, ¡y le podría dejar vivir hasta que llegásemos a
puerto y pudiera encontrar otra nave a la que maldecir! Irsk, la placa.

Irsk le dio a Overton una placa de datos. El capitán tocó sus teclas de
bronce y levantó la pantalla para que todos la vieran.
Mostraba la bahía de captura. El sarcófago, aún ocupado, parpadeaba. La
fecha de la grabación avanzó varias horas y, como si de un truco de magia
se tratara, el sarcófago apareció vacío.
-Alguien se me ó en las centrales de datos y borró esa sección del vídeo-
sentenció Overton. -Uno de nosotros. Uno- subrayó, -de vosotros.

Las miradas sospechosas volaron por la habitación. Los pechos se


hincharon. Solemnes cabezas se sacudieron con una negación categórica.
Se manosearon unos cuantos cuchillos. La tripulación no era mucho mejor
que los piratas, pensó Elver, dispuestos a matarse unos a otros por un poco
de dinero. De hecho, se dijo a sí mismo, eran peores que los piratas,
porque carecían de la competencia de los corsarios. Qué mezquino y
sórdido era el encapsulado mundo que era la Sheldroon. Los pasajeros
estaban tranquilos esta vez, y su emoción dio paso a la preocupación. El
ambiente era desagradable.
-¿Nadie?, ¿Nadie?- preguntó Overton. -Muy bien- sacudió la barbilla en
dirección a Elver. -Veamos qué ene que decir el niño.

-¿Qué?- exclamó Elver, prestando de repente toda su atención.


Irsk y Kutskin se abrieron paso a través del grupo.
-No creo que él haya hecho nada- comenzó a decir Endson. -Él estaba en
su...
El aire salió silbando de los pulmones de Endson a causa de un puñetazo
de Kutskin, que lo empujó fuera de su camino.

-El agujero para la alimentación cerrado, Endson- le advir ó Kutskin.


La tripulación retrocedió y dejó a Elver expuesto. Irsk asin ó a su
compañero matón. Kutskin agarró los brazos de Elver y se los torció hacia
la espalda. Los ocupantes de la bahía de carga se apartaron aún más.
Muchos de ellos estaban entusiasmados por la violencia asegurada,
aunque algunos tuvieron la decencia de mirar hacia otro lado.
-Estabas un poco tembloroso, ¿verdad, Elver? Estabas un poco
perturbado- Irsk se consideraba a sí mismo un intelectual y remarcaba las
palabras que él pensaba que eran inteligentes. -¿Por qué?
-No lo sé- se defendió Elver. -A veces tengo esas sensaciones. Y esa fue
una muy mala. Yo no lo abrí. Me asustaba.
Irsk sonrió por encima del hombro a Kutskin.
-Sensaciones, dice- se mofó Irsk, y le dio un puñetazo en el estómago a
Elver. -Respuesta incorrecta. ¿Por qué lo dejaste salir?
Elver, doblado, tosió un chorro de saliva
-¿Por qué haría eso?
-Nosotros hacemos las preguntas, Elver.
Idiota, pensó Elver, antes de que Irsk lo golpeara de nuevo.

-¡Ahora dinos por qué lo hiciste!

-¡Yo no lo hice!- jadeó Elver.


Irsk levantó el puño y giró el brazo para prepararse a golpear de nuevo.
Estaba bailando con sed de sangre, listo para realizar su come do.
El golpe no llegó. Los gritos se encargaron de eso. Una veintena de cabezas
se levantaron rápidamente para buscar la fuente de la agonía que aulló a
través de la nave. Venía de todas partes: por el pasillo, a través del sistema
de ven lación e incluso, o al menos eso parecía, resonaba desde el metal.
-¡Tolly Kiner!- exclamó Teach.

Los pasajeros miembros de la misma familia se taparon los oídos. La


tripulación palideció. Muchos hombres que decían ser valientes mostraron
ser de otra manera.
El ruido duró dos largos minutos. Elver no sabía que un hombre podía
gritar tanto empo sin respirar. El ruido era horrible, y los congelaba a
todos.
Cuando el úl mo de los gritos murió, Overton tomó las riendas. –Irsk- tuvo
que detenerse para calmar su voz. -Kutskin, averiguad de dónde vino ese
ruido. Gravek, vuelve al puente. Enciérrate con llave. Dendren, abre los
armarios de las armas. Da un arma a todos a bordo de esta nave.

-Creo- comenzó Elver, con las manos apoyadas en las rodillas, -que eso
sería una muy mala idea. tosió un hilo de ema. -Deberíamos salir de
aquí. Aprovechemos la oportunidad para escapar en las cápsulas de
salvamento y en el transbordador.

-¡Nunca llegaríamos a ninguna parte! Hay dos años hasta el puerto más
cercano- objetó Gravek. -Moriríamos en el vacío.

La tripulación murmuró entre sí, en sus voces había miedo y rabia, hasta
que Overton se vio forzado a gritar.
-¡Callaos! ¡Callaos todos! Y tú el que más, Elver- ordenó Overton. Se
ajustó el cinturón y abrió el botón de presión de su funda. -Soy el capitán.
Vamos a cazar a ese bastardo. Nadie mata a mi tripulación en mi nave y
se sale con la suya.

-No...- jadeó Elver. -No sabéis a lo que os enfrentáis.

-Eso ya lo veremos- sentenció Overton.


Realmente, no lo sabían.
SEIS
DOS SEÑORES DE LA NOCHE
L
- os maté a todos- dijo Curze en voz baja. -Lo disfruté- añadió
obs nadamente. -De todos modos, todos eran culpables. Y yo me
pregunto, ¿cuántos habrían muerto por mi mano si tu Imperio hubiera
estado a la altura de tus expecta vas? ¿A cuántos hombres más como
esos habría matado, llenos de honesto odio por su inferioridad? Eso
habría sido justo, ¿no crees?

Su desa o quedó sin respuesta.

-A menudo me pregunto si Corax me habría seguido hacia esa misma


oscuridad si la guerra no hubiera estallado. Él y yo éramos tan parecidos
que podríamos haber sido gemelos. De todos ellos, él y Sanguinius eran
los más cercanos a mí, no personalmente, pues ninguno de ellos eran mis
amigos- dijo Curze sarcás camente. -Nunca hubo amigos para mí. Pero
eran lo más parecido, aunque por razones diferentes. Corax y yo, sí,
ambas criaturas de la oscuridad, yo el homicida, él, el asesino, ambos
preocupados por la jus cia, ambos criados rodeados de criminales.
Tembló sensualmente, y frotó sus negras uñas sobre su luminosa carne.

-Seguimos caminos similares. Deberíamos haber tenido tanto en común,


pero Corax siempre me ha odiado. Pensaba que yo era bárbaro, cruel. ¡Él!
El noble luchador por la libertad que incineró a miles de personas con
fuego atómico para asegurar su gran victoria moral. Comprendió bastante
bien el valor de la atrocidad, aunque ngiera no hacerlo.

Curze agitó la cabeza y se río. -¿Ves?, eso es lo que no en endo. ¿Por qué
engendraste un grupo tan grande de hipócritas?
Envolvió sus largos y huesudos brazos alrededor de sus rodillas, y presionó
su cara contra ellas.
-Te diré algo más- siguió diciendo Curze. -Yo también lo odiaba a él.
Podrías pensar que odiaba a todos mis hermanos. Pero no es así. Ellos
eran los que me odiaban. No podía odiarlos. A la mayoría de ellos los
podía tolerar, a algunos los respetaba. A un par de ellos los amaba,
aunque nunca me correspondieron con su afecto. Pero odiaba a Corax-
miró hacia un lado, avergonzado, y habló contra la pared. -Lo odiaba tanto.

-No lo odiaba por ser como yo, ni por ser mejor, pese a que, si él y yo
éramos dos aspectos del mismo principio, él era el mejor. Todo en
nosotros era tan similar, tan acorde a tu diseño- acusó Curze de manera
signi ca va. -¿No nació él en una situación di cil? ¿No fue vic mizado?
¿Oprimido? Pero no mataba como yo lo hacía. Usaba la pasión y el
debate donde yo usaba la sangre. Me odiaba por no ser como él, pero yo
no podía despreciar a alguien por ser lo que yo no era. ¿Por qué debería
odiarlo por cualquiera de esas cosas?- volvió a mirar a la estatua y se
aclaró la garganta de forma teatral. -¿Fue porque fracasó como yo lo hice
al intentar domar su mundo, entregándolo mansamente al Mechanicum?
¿Lo odiaba porque era débil?- apretó con fuerza el rostro contra una de
sus rodillas. -Tampoco podría odiarlo por eso.
Miró con desdén mientras roía su piel hasta que la sangre corrió por ella.

-Te diré por qué. La envidia de su maestría yace detrás de mi odio. Yo


acechaba en la noche, pero Corax era su dueño- su respiración siseaba a
través de los dientes como cuchillos. -Era su dueño. Mis estúpidos y
miopes hijos pensaron que las habilidades de los Cuervos provenían de la
tecnología que sólo se les había dado a los diecinueve. Yo vi que era
innato. Imagínate lo que podría haber hecho si me hubieras dado los
mismos regalos. ¡Qué monstruo más perfecto habría sido yo si las
sombras me hubieran amado tanto como a Corax!

Nubes as xiantes de intenso humo salían por todas las aberturas de la


calle, lo que restringía la visión a un puñado de metros y escondían trozos
de rococemento que aparecían de repente en las pantallas de los cascos
justo cuando estaban listos para interponerse entre los pies del equipo.
La imagen que recibía Sevatar era un desorden de contornos blancos a
medio determinar e indecisos blancos jados. A nó los autosen dos de su
traje subiendo y bajando en el espectro, pero todos los rangos estaban
comprome dos. Las ondas electromagné cas que desprendían los
impactos de las armas de energía interrumpían las frecuencias más altas, lo
que hacía que el radar y otros disposi vos dependieran de inú les
patrones de ondas regulares. En los rangos más bajos, toda forma de luz
visible o casi visible lo absorbía el oleoso humo. El busca presas era
especialmente inú l. Cuando se ac vaba, los edi cios en llamas conver an
al mundo en columnas de colores cambiantes imposibles de sortear. Sólo
las ondas sonoras pulsantes ofrecían una vía de acceso, y no se podía
con ar en ellas. La densidad del entorno y el estruendoso bombardeo
orbital enviaban falsos ecos.
El pie de Sevatar golpeó una roca compuesta de fragmentos de
rococemento con un estruendo estremecedor. Trastabilló y al hacerlo
pateó una maraña de retorcidas barras de acero que se entrecruzaban por
entre la falsa piedra. Fragmentos de rococemento rebotaron en la
carretera. Redujo su velocidad y escudriñó las nubes de humo y los rápidos
destellos de los edi cios que arrebató de la oscuridad.
Camen Manek no vio que Sevatar había reducido la velocidad y se estrelló
con fuerza contra su mochila de energía, lo que hizo que ambos se
tambaleasen.
Sevatar se recuperó primero, agarrándose a la hombrera de Manek. Los
servos de la armadura gruñeron mientras retorcía el hombro del soldado y
lo forzaba a inclinarse desgarbadamente.
-Ten cuidado- le advir ó Sevatar en voz baja, casco contra casco, y empujó
hacia atrás al apotecario.

-Nací en el pozo más oscuro de un mundo sin sol, ¡pero es imposible ver
nada en éste!- gruñó Manek. -Sus lentes eran como chispas rojas en el
negro y ondulante humo.
Una triple descarga sacudió el aire. Silbidos y estampidos sónicos
anunciaron la llegada de más proyec les.
-¡Inténtalo!- le gruñó Sevatar. -Lord Curze está aquí, en alguna parte-
Manek se echó hacia atrás. Sevatar no era conocido por su empa a.
El resto del escuadrón de mando se reunió con Sevatar y Manek mientras
llovían proyec les.
-La zona de borrado está a cuatro manzanas y se está cerrando- informó
Ashmenkai Vor, señalando el camino por el que habían venido. -Están
rastreando la ciudad hacia nuestra dirección- era demasiado inteligente
como para insinuar que el plan del Primer Capitán era una idiotez, pero
puso su preocupación en el tono de lo que dijo.
-Auspex- ordenó Sevatar. Su cabeza no paraba de moverse, buscando
constantemente un camino libre a través del sector en llamas. El impacto
de una lanza de una nave estelar golpeó a unas pocas calles de distancia y
envió ondas líquidas a través de la erra. Perturbado por el terremoto, un
edi cio se derrumbó con un gemido demasiado humano. Los escombros
de su desaparición rebotaron en la armadura de Sevatar.

-Eso estuvo cerca. Esta cacería nos va a matar a todos.

-Cállate, Vor. Volveremos con Lord Curze o no volveremos- el barrido del


auspex estaba llevando demasiado empo. -¡Datos, ahora!- exigió Sevatar.
La tensión de perder a su padre gené co era evidente en su voz. Sus
guerreros se miraron entre sí.

-Señor, el auspex es casi tan inú l como nuestros sensores. Necesito un


poco de empo- Gish Tovor se mostraba tranquilo ante la ira de Sevatar.

-Consígueme la posición del Primarca.

-Esta área está llena de bioseñales, Primer Capitán.

-¿Alguien puede localizar a Shang?- preguntó Manek.

-¿Por qué querríamos hacer eso?- quiso saber Vor.

-Él es el palafrenero. Él debería estar donde está el Primarca- contestó


Janka Fen, el úl mo miembro del grupo.

-Por mucho que os vaya a decepcionar, no puedo localizar ni a Shang ni a


nadie más- informó Tovor. Miró hacia el cielo, donde el humo y el vapor
levantado por el bombardeo destellaban con energías destruc vas. -
Estamos en el proverbial ojo de la tormenta. Nada entra en este sector y
nada sale. Podrían lanzarnos una bomba de magma en la cabeza y nadie
se enteraría de qué es lo que nos pasó.

-Probablemente alguien esté a punto de hacerlo- observó Vor.

El canal de vox de Sevatar se llenó con las peores maldiciones


nostramanas.
-Por aquí- dijo, señalando a través de los cambiantes velos de humo hacia
un edi cio al nal de la calle lo su cientemente grande como para desa ar
a la oscuridad.

-¿Tenéis una localización, señor?- preguntó Tovor.

-No- negó Sevatar y salió corriendo. -Pero cualquier dirección es mejor


que estar con vosotros, imbéciles.
El bombardeo se acercaba cada vez más, y el escuadrón corría hacia el
edi cio a toda prisa para mantenerse por delante de él. Quedaban algunos
focos de resistencia en la ciudad, pero el equipo no tenía empo para
ocuparse de ellos. Un proyec l solitario salió de detrás de una columna
rota, al cual respondieron una docena de proyec les reac vos de masa de
las armas de los Amos de la Noche que destruyeron la piedra y al hombre
que se refugiaba detrás.
-Valiente- comentó Vor.
-Estúpido- corrigió Manek.
No hubo más resistencia después de eso.
Todas las ventanas del edi cio se habían salido de su marco y yacían en el
suelo alrededor de la fachada. Los hombres de Sevatar se estrellaron
contra los escombros y sus enormes botas redujeron a polvo los
fragmentos de vidrio. Las puertas principales, muy decoradas, también
habían sido destruidas desde el interior. Tres grandes piezas se aferraban a
las bisagras. El resto se había conver do en trozos de bronce ennegrecidos
que salían del portal. El fuego salía de las ventanas de un centenar de pisos
más arriba mientras la unidad corría desde la calle hacia el gran ves bulo
de la entrada, ahora conver do en un precario montón de chatarra lleno
de madera y acero rotos. A pesar de que el fuego se estaba consumiendo
en varios lugares del edi cio, allí había un ligera y na neblina azul que
contrastaba con los gruesos y negros penachos de carne incinerada del
exterior.
Sevatar no tenía datos sobre qué es lo que había sido el edi cio. Tampoco
quedaba lo su ciente como para imaginárselo. El impacto directo de una
lanza lo había atravesado desde el pináculo hasta el sótano, dotándolo de
un atrio. Las habitaciones, anteriormente cerradas, ahora se abrían sin
pudor al viento. El daño era impresionantemente preciso. Los gigantescos
cañones láser golpeaban en profundidad y con dureza, pero eran
herramientas quirúrgicas. Uno grande podría vaporizarlo todo en un
diámetro de cuarenta metros, pero el daño más allá de ese punto lo
causaba el calor directo y la onda de choque posterior. Si los efectos
secundarios se atenuaban de alguna manera, no era extraño que los
objetos que se encontraban a tan sólo unos metros del punto del obje vo
sobrevivieran ilesos. De los pisos colgaban irregulares vigas sobre el hueco
recién creado. El líquido de las tuberías rotas recogía el hollín de las
paredes y bajaba formando sucias cascadas negras hasta el nivel del suelo.
De los muebles en llamas salían lenguas de fuego y, por todas partes, hojas
de papel, sin rumbo alguno y algunas de ellas en llamas, se arremolinaban
en corrientes térmicas, mezclándose con las gruesas cenizas del polvo de
los cadáveres.

Fen silbó. -Mirad este lugar. ¿Por qué estamos haciendo esto? Este
planeta ya era nuestro. ¿Por qué el Acechante Nocturno ha bajado hasta
aquí?
Sevatar sabía el por qué. Pero no dijo nada.

-Quién sabe cuál es la voluntad delp rimarca. Tal vez desee hacerse una
nueva residencia. Ahora que ha sido remodelado, este parece el po de
lugar que le gustaría a Lord Curze- sugirió Vor.

Tovor se ocupó de su auspex.


-Silencio- ordenó Sevatar. La escuadra lo irritaba. Curze había desaparecido
y estaba en peligro a causa de su propia ota. Una comezón en el borde de
su conciencia arrastró su atención hacia arriba, a través del irregular
desorden causado por el impacto de la lanza. No fue precisamente la
casualidad lo que los trajo aquí. No le gustaba reconocer su maldición, y
mucho menos usarla, pero veía poca alterna va a dejar que sus poderes
latentes los guiarán bajo estas circunstancias.
-Arriba- ordenó. Los otros se miraron entre sí al no dar Sevatar ninguna
razón por tal decisión. Tovor levantó la vista de la pantalla montada en la
parte posterior de su brazo.
-¿Señor? No tengo ninguna lectura.

-¡Ahora!- gritó Sevatar.


Vor se encogió de hombros. -Ya le habéis oído- dijo. Y corrió hacia los
restos de la monumental escalera. El resto lo siguió después.

Sevatar los llevó hasta el piso cincuenta. A la vuelta de la esquina había


cinco legionarios muertos.

-Cádaveres- señaló Fen.

-Por la noche sin n, son de los nuestros- observó Vor. Corrió hacia el más
cercano. -Compañía noventa y seis, Duodécima Garra- informó tras leer
las marcas y las runas con muescas que decoraban la armadura. Miró más
de cerca. -Por todos los... ¡Mirad su armadura!- gritó Vor. Colocó el bólter
en el enganche magné co de su pierna y ró del cuerpo, lo que reveló el
verdadero alcance de las heridas del legionario caído.
Manek se puso junto a él.
-Le han torturado- se agachó junto al legionario caído para ver mejor. La
armadura destrozada del pecho ponía al descubierto goteantes vísceras. La
ceramita estaba destruida, pero las cos llas fusionadas habían sido
cuidadosamente ex rpadas y la piel de alrededor la habían despegado con
precisión quirúrgica.
Ashmenkai Vor sacudió la cabeza. -Mu lado. ¿Quién ha tenido empo
para esto?

Manek jugó con su narthecium por encima del guerrero muerto. -Le han
quitado sus mejoras. Su semilla gené ca ha desaparecido.

-Hay otro por aquí- señaló Tovor. -La misma Garra, las mismas heridas.

-¿Quién haría esto? ¿Los na vos? ¿Qué arma enen para romper una
armadura de batalla?- quiso saber Vor. -¿Y por qué llevarse los regalos del
Emperador?
-No enen ningún arma- advir ó Manek. -Estas heridas las in igieron
cuchillas de energía, colocadas de dos en dos y muy espaciadas. Garras
relámpago de ar ciero.
-Piedad- dijo Fen.
-Y Clemencia- terminó Tovor.

-Las armas del Primarca- concluyó Manek.


Vor se puso de pie.
-Capitán, ¿él está aquí?- preguntó Vor, cuya crepitante voz rompió el
silencio.
Sevatar no contestó y se dirigió hacia la parte trasera del edi cio, más allá
del ennegrecido eje que había quedado fuera del impacto de la lanza.
Las puertas se abrieron hacia un destrozado auditorio. El techo del teatro
estaba agujereado en muchos lugares, lo que dejaba entrar incoloros rayos
de luz en los que se veían abundantes motas de ceniza. Un destrozado
escenario ocupaba gran parte del frente. Las polvorientas sillas estaban
colocadas en las sobre una débil inclinación. Sevatar se dio cuenta de
todo eso en un instante, incluso más deprisa de lo que su armadura
escudriñaba y e quetaba todo para él en columnas de parpadeantes
runas. Pero lo primero que le chocó fue el olor, el picante olor de la sangre
legionaria derramada y de las entrañas extraídas de sus correspondientes
lugares.
Konrad Curze estaba en el epicentro de la matanza.
-Mi señor- llamó Sevatar.
Curze estaba de cuclillas sobre un montón de carne transhumana
destrozada y de armaduras rotas situado en la parte más oscura del teatro,
lejos de los inclinados rayos de luz.
Curze se volvió para enfrentarse a sus guerreros. Su barbilla estaba
manchada de sangre. Entre los dientes tenía trozos de carne de órganos
modi cados. Sostenía holgadamente entre sus manos un brazo amputado.
-¿Sevatar?- preguntó Curze. Su frente se arrugó, y parpadeó con len tud. -
¿Por qué estás aquí? Es peligroso. El bombardeo- agitó el miembro
señalando al techo.
-Hemos venido a por vos- respondió Sevatar. -Estáis en peligro.
El Acechante Nocturno sacudió la cabeza, lo que hizo que su despeinado
pelo negro se moviera de un lado a otro. Hubo un empo, cerca del
comienzo de la guerra, en el que adoptó normas más estrictas de higiene
personal, como correspondía a un señor de los hombres. Úl mamente
había vuelto a sus an guas costumbres.

-No estoy en peligro- le aseguró Curze. -Tú eres el que corre peligro al
venir aquí.

-Dudo que sobrevivierais si os golpeara una lanza- insis ó Sevatar


suavemente. Se acercó a su señor. Los otros, sin estar seguros sobre qué
hacer, se abrieron en abanico y buscaron enemigos, pero sólo encontraron
sillas rotas y cor nas caídas.
-Los encontraste- concluyó Sevatar.

-Tus hermanos aquí presentes no quisieron escuchar- Curze sonrió con


tristeza a Sevatar. -Los he cas gado.

-Sev- gritó Vor. -¿Qué está pasando? Estos son de la noventa y seis. Son
todos nuevos, ¿no? Reclutas nuevos. ¿Qué está pasando?

-Cállate Vor, esto no te concierne- le advir ó Sevatar.

El Primarca agarró el brazo por el codo y golpeó con él un casco. Los dedos
se enroscaron sobre sí mismos. -Te lo diré, mi buen hijito- comenzó Curze
con amargura. -Estos guerreros que vinieron aquí ves dos de medianoche
se excedieron en su come do. Se sobrepasaron en sus ambiciones de
masacrar.

-¿Qué quiere decir, Sevatar?

-¡He dicho que te calles, Vor!- le gritó Sevatar.

-No me callaré. ¡Nuestro señor ha matado a sus hijos, a nuestros


hermanos!
-Lo he hecho- le dio la razón Curze. Miró con leve sorpresa al brazo cortado
que sostenía. -Sí. ¿Por qué matamos como lo hacemos, Ashmenkai Vor?
¿Por qué desollamos y torturamos? ¿Por qué las mamos a los que
salvaríamos?

-Para golpear con el miedo- respondió Vor. -El miedo es la más grande de
todas las armas. El miedo acobardará a un mundo cuando las armas no lo
hagan. Derramamos sangre para salvar sangre.

Curze asin ó. -Así es. ¿Cuál es la u lidad del terror?

-El terror es una espada limpia. Su corte desarma a los oponentes sin
hacerles daño. El terror es el amigo de la obediencia.

-Tienes mis enseñanzas bien aprendidas. ¿Qué hay de los inocentes que
debemos matar?

La voz de Vor se volvió dura. -Unos pocos deben morir de dolor para que
muchos puedan vivir en paz. El miedo es el camino hacia la civilización.
Éste está pavimentado con hueso y lavado con sangre, pero el des no
perdona el pecado del viaje.

-El n jus ca los medios- Curze suspiró. Tiró el brazo a un lado. Éste
aterrizó con un golpe suave y pesado. -Estos hombres no estaban de
acuerdo con los sen mientos que has expresado. In igieron dolor por
deporte. Con nuaron más allá del punto de terror óp mo. Mataron para
entretenerse- Curze se encorvó aún más. -Una mala ingesta que no es
digna de los dones que se les dieron.
El bombardeo retumbó fuera del edi cio.

-Entonces el bombardeo, ¿es para esconder estos crímenes a las otras


Legiones?- inquirió Manek.

-Al menos a , Camen Manek, te bendijeron con un poco de cerebro- dijo


Curze. -Una ciudad arde cuando no debería ser así, y todo por los errores
de estos... criminales.
-Deberíamos volver a la ota, mi señor. Prometo convocar a la Kyroptera
a la primera oportunidad- le rogó Sevatar. -Llevaremos a cabo una purga
de reclutas inadecuados.

La promesa de Sevatar recibió un gruñido como respuesta. -No servirá de


nada. Ya es demasiado tarde para eso- dijo Curze. -La serpiente ha
mordido. El veneno está dentro del cuerpo y empieza a actuar. Lo he
visto.

-Mi señor...

-Ya no estamos solos.

El auspex de Tovor emi ó un único sonido.


-¡Armas!- ordenó Sevatar. El comando Garra desbloqueó sus bólters.
-Estoy detectando emisiones de energía de armaduras de batalla a
nuestro alrededor- informó Tovor. -Múl ples respuestas. Ocho por lo
menos.

-Tengo lecturas claras de bioseñales- corroboró Manek. -Junto a las


paredes. En las sombras.

-¡Allí no hay nada!- observó Vor.


Las sombras se movían por la periferia del auditorio. Blancos inciertos
parpadeaban sobre las ondulaciones en la oscuridad. Contornos blancos en
las lentes rojas se enredaban torpemente, tratando de encontrar algo que
no deseaba ser visto. El sensorium funcionaba mejor que los ojos de
Sevatar. Parpadeó, pero su visión se negaba obs nadamente a ver lo que
su armadura le decía que había allí.
Una única runa nostramana parpadeaba constantemente en la pantalla del
casco de Sevatar.
Amenaza.
-Replegaos. Proteged al Primarca- ordenó. Ac vó las sujeciones
magné cas de su bólter y se lo pegó al muslo, tras lo cual cogió la glaive-
sierra de su espalda.
El comando Garra retrocedió cerrando el círculo alrededor de su señor.
Curze permanecía inmóvil e indiferente.
Los bólters se guardaron en sus fundas. Las sombras dejaron de moverse.

-Tengo obje vos estables- informó Tovor. -Comparto.


Los contornos blancos de las pantallas de Sevatar parpadearon y tomaron
la forma de Marines Espaciales embu dos en armaduras de batalla
completa. Y, sin embargo, no podía verlos.
-¿Debemos abrir fuego?- solicitó Vor, cuya voz denotaba el ansia por
luchar.
-Esperad- ordenó Curze. -Bajad las armas.

A regañadientes, los guerreros de Sevatar obedecieron.


Las sombras se extendieron. Los Marines Espaciales de negras armaduras
se separaron de los charcos de oscuridad, como si fueran esculturas de
plastek que emergían del alquitrán. En los lugares donde antes sólo se
disponía de datos sobre los obje vos, ahora Sevatar veía una escuadra
completa de veteranos de la XIX Legión materializándose desde la
oscuridad para rellenar los contornos dibujados por su cogitador. Los ojos
le dolían y le rogaban que se quitara el casco alado para que los frotasen.
No era posible. Un nostramano podía ver en cualquier sombra. Los Cuervos
no deberían haber sido capaces de esconderse tan completamente, pero
así fue.
Ocupando una amplia cornisa en la que había albergado estatuas, ahora
rotas en el suelo, la Guardia del Cuervo tenía una posición más elevada. A
diferencia de los Amos de la Noche, tenían sus armas levantadas.

-Nos tenéis en desventaja tác ca- admi ó Curze. -Con o en que ni mis
hijos ni los tuyos hagan nada desafortunado- miró a Sevatar. -¿Estoy en lo
cierto?

-Si se mueven, derribadlos- ordenó Sevatar. Tenía el glaive listo y su dedo


revoloteaba sobre el perno de ac vación.

Ninguno de los miembros de Guardia del Cuervo habló. Eso se lo dejaban a


su señor.
Muy pocas cosas sorprendían a Sevatar. Incluso para un Marine Espacial,
era rme como una piedra, impasible ante las remanentes emociones de
las que tanto sufrían sus hermanos. Pero cuando Corvus Corax salió de una
sombra demasiado poco profunda como para acomodarlo, parpadeó
sorprendido. Nada tan grande debería haber sido capaz de materializarse
de esa manera, tan sólo su armadura de batalla debería de haberle puesto
al descubierto; todos los modelos de servoarmaduras gruñían, vibraban y
chirriaban por la ac vidad. La de Corax no lo hacía. Su armadura no emi a
ningún sonido, sin ar culaciones que crujieran ni zumbidos capaces de
hacer rechinar los dientes. Apareció de la nada tan silenciosamente como
el petróleo al deslizarse sobre el agua. Pese a ser maestros del miedo y
asesinos despiadados, los Amos de la Noche sin eron la desconocida
punzada de la inquietud.
-Hermano- comenzó Corax. -Vengo a sin intenciones violentas, pero por
favor, explícame qué está pasando en esta ciudad- su voz era tan suave
como la del Acechante Nocturno, aunque no tan sibilante, y con un tono
más medido. Sevatar se negó a dejar que lo engañara. La amenaza que
Corax hizo fue lo su cientemente clara.
Los cogitadores de los trajes de guerra redibujaron la silueta de obje vos
alrededor de Corax, expandiéndolo desde el legionario que creía que había
visto hasta el Primarca que había revelado ser. Con pesaroso crecimiento,
las ayudas del sensorium adornaron los puntos débiles de la negra
armadura de Corax con recomendaciones otantes como posibles
obje vos. El zumbido en el casco de Sevatar cambió de tono cuando su
armadura de guerra reconsideró el grado de amenaza del Primarca y
añadió una runa de alto peligro sobre la cabeza de Corax. Parpadeó, pero
no cambió, cuando Corax se quitó el yelmo. Las advertencias no valían de
nada. El Primarca estaría encima de ellos antes de que sus dedos pudieran
apretar los ga llos, incluso con el Acechante Nocturno allí presente. Miró
alterna vamente a su padre y a su o lejano, atrapado en lo que parecía
una eternidad sobre qué decisión tomar. Si actuaba primero,
probablemente moriría. Si Corax tuviera intenciones violentas hacia Curze
e hiciera el primer movimiento, entonces de ni vamente moriría.
El vox chasqueó. La voz de Vor denotaba incer dumbre.
-Sev, ¿qué hacemos? Estos bastardos nos aventajan. Si...

El Primer Capitán le interrumpió. -Ni lo pienses. Y mucho menos lo digas.


Espera.
Sevatar nunca había visto al Señor Cuervo, sólo lo había visto de lejos, y
nunca había visto al Acechante Nocturno y a Corax uno al lado del otro. Se
decía que eran hermanos sacados del mismo molde, y realmente las
similitudes entre ellos eran asombrosas. Sus pieles compar an la palidez
de la muerte. Sus ojos eran siniestros orbes de nta, los del Señor de los
Cuervos eran completamente negros, los del Señor del Asesinato, un poco
menos, había sólo un toque de blanco a cada uno de los lados de sus
agrandadas pupilas. Ambos llevaban garras de acero. Ambos evocaban a
criaturas aladas de la oscuridad: uno quiróptero, la otra aviar. Ambos eran
maestros de la oscuridad. Sus rasgos faciales eran marcadamente
fraternales, narices largas y delgadas, caras estrechas, pómulos altos,
barbilla a lada y cabello negro azabache.
Las diferencias eran más marcadas a causa de dichas similitudes. Curze
estaba sucio y apestaba a sangre; Corax estaba limpio y su armadura,
pulida. Pero eran en sus expresiones donde más se diferenciaban. Corvus
Corax tenía fruncido el ceño a perpetuidad, y una expresión de tanta
seriedad que casi rayaba en lo caricaturesco. El rostro de Curze cambiaba
constantemente, pequeños cs lo transformaban de alguien con un vasto
conocimiento a la una amenaza de ojos salvajes, signos de la incipiente
locura de la que, incluso entonces, Sevatar se estaba dando cuenta.
La posibilidad de una violencia desatada convir ó el aire en vidrio que
cualquier movimiento repen no podría romper. Dos señores de los
hombres, uno ves do de medianoche, el otro envuelto en sombras, se
miraban entre sí. El lejano estruendo hizo temblar el edi cio mientras el
bombardeo se trasladaba a otros distritos.
Corax fue el primero en romper el silencio.
-¿Qué signi ca esto, hermano mío?- preguntó, señalando con garras de un
metro de largo al caos de la matanza. -¿Qué les pasó a tus guerreros?
Incapaz de poder evitarlo, el Acechante Nocturno gruñó en su interior.
Atrapó ese gruñido y lo convir ó en una sonrisa burlona, pero no sin antes
de que todos los presentes hubiesen visto su ira. Era un depredador
desa ado por algo igual de peligroso. Durante un instante, Konrad Curze
mostró debilidad.
-Yo fui lo que les pasó- contestó Curze sin alterarse.
Corax miró con incredulidad los trozos de carne destrozada de la
habitación. -¿Qué has hecho?
Curze sonrió de forma tenebrosa. -Una disputa interna, Lord Corax-
respondió con frivolidad. -Un asunto de la Legión que he resuelto. Vos
debéis entenderlo, también hay muchos criminales en vuestra Legión.
Vos tenéis vuestras maneras de tratar con aquellos que se alejan
demasiado de los límites de la buena conducta- tocó la cuchilla de Piedad,
la cual atravesaba la destrozada lente de un casco, y la levantó para que
Corax la viera. -Esta es la mía.
Los ojos de Corax se detuvieron en la sangre que manchaba la barbilla de
Curze.

-Entonces, ¿podrías decirme por qué estás bombardeando este sector ya


some do?

-Este Señor del Cuervo ha luchado contra la mayoría de sus hermanos.


Dejemos que nuestro señor le dé una lección- sugirió Vor a Sevatar por
vox. -¡Yo digo que luchemos!

-¡No abráis fuego!- ordenó Sevatar.


Los silenciados chasquidos de los voxes de los Cuervos se colaban en su
frecuencia, una indicación clara de que los Cuervos también se estaban
comunicando entre sí. Por sus ac tudes, imaginó que sus conversaciones
iban en la misma dirección.
Curze cambió su peso de manera impercep ble. Corax reaccionó de la
misma manera. Sus dedos se movieron una fracción de milímetro. Los dos
parecían estar tranquilos, pero estaban a un pelo de atacarse mutuamente.

No, Curze pensó Sevatar. No pelees contra él.

Los ojos entrecerrados de Curze se arrugaron con una sonrisa. La tensión


de la habitación disminuyó ligeramente. -Somos las armas del miedo que
ninguna otra Legión se atrevió a ser. Somos la gloriosa Octava. Piensas
que soy un monstruo. Soy una simple herramienta, como tú. Tenemos
usos diferentes, aunque con bordes idén cos.

-No pienso nada sobre - le contradijo Corax. -Aparte de la repugnancia


que siento por tus métodos.
Curze se encogió de hombros. -Puedes unirte al bando de los que sienten
lo mismo. A mí no me importa. Soy exactamente como el Emperador
quería que fuera. ¿De verdad eres mejor que yo, Corax acechador de las
sombras? La Octava ve con buenos ojos las matanzas. La Decimonovena
son asesinos. Todos matamos. Somos hermanos tanto en el método
como en la sangre.
-Nuestra forma de hacer la guerra es limpia- puntualizó Corax. Sevatar
encontraba su voz irritantemente lúgubre. Muy apenada. Decían que fue
criado en una prisión y que eso explicaba su comportamiento saturnino.
Sevatar quería arrojarlo a las profundidades de las colmenas de Nostramo,
para que aprendiera mejor lo que era la anarquía. Los Primarcas eran unos
tontos acicalados, obsesionados consigo mismos, incapaces de ver la
verdad por sí solos y de a icciones exaltadas. Curze se sen a solo por ser
el a sí mismo. Era un demonio, pero al menos era honesto.

-Ninguna guerra es limpia. Todas ellas enen un precio- con nuó Curze. -
Algunas son más obvias que otras, claro, y siempre hay que pagar el
precio- Curze suspiró aburrido mientras se encogía aún más. -La guerra te
espera. ¿Quieres saber su coste?

Los ojos negros e ilegibles de Corax se posaron sobre Curze durante varios
segundos. -Volveré a mi nave. Detén este bombardeo. La conquista se
está retrasando. Nos arriesgamos a apartar a la población de la luz del
Emperador.
-Creo que los encontrarás más maleables cuando termine- le aseguró
Curze. Volvió a prestar atención al casco roto. Había terminado con la
conversación.
Una orden invisible pasó entre Corax y sus guerreros. Sin dejar de apuntar
a los Amos de la Noche, se re raron del auditorio.
Cuando se fueron, el sonido de una campanilla en el casco de Sevatar le
indicó que Corvus Corax deseaba hablar con él directamente.
-Primer Capitán- comenzó esa sedosa y aba da voz. -¿Él cree que es eso es
verdad? ¿que su legión es un arma del miedo?

-Así es.
-¿Y tú lo crees?
Sevatar no respondió.

-Muchas de las demás Legiones os ven como un grupo de sádicos y


asesinos- con nuó Corax. Su voz estaba totalmente aislada del ruido
exterior y sonaba de manera espeluznante en el casco de Sevatar. -Así que
te lo pregunto de nuevo, ¿tú lo crees?
-Mi señor Curze- comenzó Sevatar con rigidez, y cortó el vox. -Mi señor
Acechante Nocturno, ¿cuáles son sus órdenes?- Sevatar hizo la pregunta
de la forma más neutral posible, ocultando la preocupación de que la
respuesta pudiera dar como resultado la orden de cazar a sus aliados.
-Déjalos ir- ordenó Curze con tristeza. -Aún no es el momento de matar a
nuestros hermanos.
Un frío y oscuro temor subió por entre los estrangulados canales de la
mente de Sevatar ante esas palabras. Lo ignoró, pero no sin antes de que el
malestar le llenara las venas de hielo. Un dolor de cabeza le pulsó detrás de
su ojo izquierdo, lo que hizo que el párpado se le moviera. Agradecía que
su rostro estuviera oculto por el casco.
Curze sonrió de repente al Primer Capitán y transformó su rostro en un
rictus de muerte iluminado por sus febriles ojos.
-Ahora que has conocido a mi hermano, seguramente pre eras las
cornejas a los cuervos.
Eso era una broma, pensó Sevatar. Él no entendía los chistes. -Mi señor,
¿hemos terminado?
Por alguna razón insondable, eso hizo que Curze se encogiera y asin era
como un niño reprendido. Sus hijos vacilaron en su admiración, pero al
instante Curze reunió su dignidad y su sensatez. Se levantó del montón de
muertos y se cubrió con la majestuosidad de un Primarca, lo que borró los
recuerdos de la las mosa y caníbal cosa que había sido unos momentos
antes.
-Volvemos- dijo con una poderosa voz, tan rme como la de su hermano.
Sevatar dejó escapar un suspiro de alivio al ver que su padre les mostraba
ese lado de sí mismo.
-Organizaré un teletransporte de vuelta a la Anochecer- Sevatar despachó
a los demás. Éstos se fueron del teatro a regañadientes. Sevatar dudó por
un momento. -Mi señor, dijo que ahora no era el momento de matar a
nuestros hermanos.
-¿Eso hice?- preguntó Curze distraído. Estaba examinando el auditorio,
viéndolo como si no estuviera marcado por la guerra y la sangre de sus
hijos.
Sevatar pensó minuciosamente antes de con nuar, pero la precaución
nunca había sido su atributo más fuerte.

-La frase que empleó me sugirió que había predicho un derramamiento


de sangre. ¿Es ese el caso?
Curze le miró jamente, los negros botones de sus profundos ojos
amenazaban con tragarse por completo al Primer Capitán.
-¿Llegará ese momento?- insis ó Sevatar.
-Puedo decirte cómo morirás, si quieres- le dijo Curze suavemente, con
una voz tan grave como el de un campo de batalla ahogado de cadáveres
que hubiera perdido toda su gloria. -¿Quieres saberlo? Será lejos, muy
lejos de aquí, en la interminable oscuridad.
-No- respondió con rmeza Sevatar. -No lo quiero saber.

-Entonces no vuelvas a hacerme preguntas como esa, Sev- le previno


Curze. -Tu pregunta y la mía son diferentes, pero no te gustará la
respuesta a ninguna de ellas.

Curze lamía la sangre de su ya curada rodilla, absorto en el recuerdo.


-Corax me ofendió dándome órdenes de esa manera. Cuando llegó el
aviso para que la Octava Legión aterrorizara a la Sodalidad Carinaen para
que se some era, me las arreglé para estar en otro lugar- explicó a la
escultura de carne. -Predije el evento, y ví lo que allí ocurriría cuando
estuviera demasiado lejos como para ayudar, y cómo el fracaso del pobre
Corax se re ejaría en él mientras actuaba en mi lugar. Supongo que
aprendió la lección. No era tan diferente a mí. Él abrazaba la jus cia. Él y
Guilliman podrían llenar una habitación con chácharas acerca de la ley.
Ninguno de los dos entendía que las leyes son un modesto manto para
una moral débil, un esfuerzo a medias. La jus cia no ene moral. Debe
ser una empresa sangrienta.
Curze sonrió para sí mismo, diver do por el recuerdo.

-Tan recto. Y tan idiota. Corax deseaba la jus cia, pero nunca entendió
cómo garan zarla- Curze resopló. -Otro de tus fracasos.
Resopló de nuevo, y luego se frotó con fuerza la nariz con la parte posterior
de la muñeca. Manchas de sangre seca salpicaron su brazo.

-La corrupción había echado raíces en los Amos de la Noche para


entonces. Sabía que la Legión ya no era mía. Los criminales de Nostramo
proveían de unos suministros pobres, vaciaban sus prisiones y los
pasaban a los maestros de reclutamiento sobornados como si fueran los
mejores individuos. Tu gran sueño socavado por el dinero. El des no
estaba decidido. Pronto los gritos del hermano matando al hermano que
a igían mis momentos de vigilia se conver rían en visiones del n, donde
tu precioso Horus se volvía contra y escupía sobre todo lo que amabas.
Tu arrogancia resonaba con fuerza en el empo, padre, lo
su cientemente fuerte como para que yo lo viera y lo escuchara, pero no
lo su ciente como para convencer a los demás. No convencí a nadie. Una
vez más, dije la verdad. Intenté decírselo a Fulgrim. Traté de adver r a
Dorn. De nuevo, me llamaron monstruo.
Permaneció sentado en silencio durante mucho empo, con los ojos
desenfocados y rechinando su mandíbula de dientes podridos, lo que hacía
que se tambalearan en sus encías y que una baba con un hilo de sangre
bajara por su barbilla.
No se dio cuenta de ello.

-Tuve una mascota durante un empo- dijo al n, sin venir a cuento.


SIETE
EL CUARTO PASAJERO
Al principio, hubo fogonazos y chasquidos de débiles rayos láser que
sacudían el aire. Hubo gritos de triunfo cuando vieron a su presa y la
persiguieron, pero no duraron mucho. Los chillidos ocuparon el lugar de
todo lo demás hasta que también se redujeron a largos y tensos silencios, y
volvieron a provocar sinfonías de agonía cuando la criatura encontró a uno
de los úl mos miembros de la tripulación de la Sheldroon. En ese punto de
la matanza, los pocos que quedaban se habían rado al suelo con la
esperanza, contra toda evidencia, de que la criatura los pasara por alto.
Habían pasado algunos días desde que la úl ma de las víc mas del
Primarca emi era el úl mo de sus sollozantes y burbujeantes gemidos.
Elver consideraba que era uno de los pocos que quedaban vivos, si no el
úl mo. En ese momento se encontraba escondido en un tubo de
ven lación sin número, lejos de las áreas principales de la nave. Era
extraño, re exionó mientras se me a en la boca una bazo a no
iden cable de una lata de raciones, que hubiera aprendido a moverse por
la Sheldroon cuando era niño sólo para evitar los violentos arrebatos de
Overton, y que únicamente ese conocimiento, comprado a un precio tan
horrible, ahora lo mantenía vivo.
Estaba demasiado cabreado como para sen rse agradecido en lo más
mínimo con el capitán.
-Da igual, estoy vivo. Todos los demás están muertos- susurraba
insistentemente. Hablaba solo cada vez más. Era peligroso, obviamente,
pues sabía lo bien que podía oír el cadavérico ser que habían arrastrado a
bordo, pero no podía evitarlo. Hablar mantenía a raya el pavor.
-Vivo- repi ó. Frunció el ceño ante el vacío de la caja de raciones. -No
queda mucho consuelo- suspiró. Tiró la lata a un lado y tembló ante el
silencioso ruido metálico que hizo contra la pared. -No debí de haber
hecho eso- se lamentó. Al principio había recogido su basura de forma
me culosa, para ocultar todo indicio de su rastro. Poco empo después le
pareció que no tenía sen do, y se había dado por vencido. La cosa iba a
atraparlo, sin importar lo que hiciera. Era un Primarca. ¡Un Primarca! Tenía
la sensación de que estaba jugando con él. Bajo ese punto de vista el rar
la caja había sido un pequeño acto de desa o. Deja que venga. Que esto
termine de una vez.

-Yo no quiero eso- se dijo a sí mismo con severidad. -No quiero morir.

Tras su breve arrebato, se desplomó. El asunto de sobrevivir lo presionó


durante los siguientes cinco minutos. Era sorprendentemente tedioso;
horas de andar a hurtadillas y ojear tras cada esquina, salpicado de
segundos de nauseabundo terror. Miró a ambos lados del tubo.
-Vayamos a la proa- se dijo, aunque tal palabra apenas era aplicable al
romo y corroído hocico de la Sheldroon.
Agachado podía atravesar los conductos a buen ritmo, mientras que el
monstruo tendría que arrastrarse. Primarca o no, eso le costaría empo, y
podría verlo venir. Mantenerse en los pequeños lugares a los que le
costaría ir, esa era la clave. Mantenerse fuera de su camino.
Un frío helado emanó frente a él. Redujo su velocidad mientras tanteaba
midamente el delgado metal del conducto. Las ampollas cubrían la palma
de su mano de cuando no había sido tan precavido. La tripulación debía de
haber ven lado partes de la nave en un intento de hacer estallar al
Primarca en el espacio. Era bastante razonable; es lo que él habría hecho si
no se hubiera escondido, pero eso hacía su trabajo más di cil. Mantuvo su
piel desnuda lejos del metal y se arriesgó a coger velocidad para pasar
rápidamente, haciendo que soltara una mueca de dolor ante cada paso
que daba.
Había avanzado un poco más cuando un gimiente chirrido vibró por el
casco. Se detuvo, pues seguía siendo una presa. Elver no estaba seguro al
cien por cien de cuál, pero era sin duda uno de los sistemas de la nave que
estaba fallando. Sin la más mínima supervisión por parte de la tripulación
de Overton, las cosas empezarían a ir mal. A juzgar por las errá cas ráfagas
de los recicladores atmosféricos, el soporte vital estaba muriendo, y una
vez que eso ocurriera, también lo haría Elver. Cuando los reguladores
térmicos de la nave fallasen, el frío dejaría de ser un problema; de hecho,
sería el calor el que lo mataría. Aislado por el vacío del espacio, y sin que lo
ven lasen de forma ac va, el calor del reactor se acumularía en la
Sheldroon hasta que Elver muriera. Entonces el reactor con nuaría
calentándose cada vez más, hasta que se volviera demasiado caliente para
las máquinas y éstas también morirían y entonces, cuando la nave otase
sin tripulación y sin energía a través del vacío, el calor se disiparía
lentamente, y la Sheldroon se volvería fría como el vacío, aunque pasaría
muchísimo empo hasta que eso ocurriera. Lo que era seguro era que
Elver no estaría ahí para experimentarlo.
El conducto dobló una esquina, tras la cual Elver se detuvo, enfadado, y
maldijo.
A pocos cen metros de su nariz, el conducto estaba aplastado a causa de
un impacto recibido desde abajo. Elver entrecerró los ojos por un
momento al ver un patrón familiar en el metal pero que no conseguía
reconocerlo del todo, hasta que se dio cuenta de qué es lo que estaba
viendo. Impreso en la chapa de acero había un rostro humano, con la boca
abierta en un grito.
-Cojones- mascullo Elver. Dio media vuelta. Había una esco lla de servicio
un poco más atrás, a la que regresó. Cuando llegó al mecanismo de cierre,
pintado con las rayas que denotan peligro, estuvo cinco minutos sin
moverse mirando jamente el mango, consciente, con dolorosa claridad,
de que girarlo podría hacer que su corta vida terminara.
Escupió una blasfemia que le hubiera merecedor de una sentencia de
muerte en mundos más conservadores y giró repen namente el
desbloqueo, abrió el panel de plexiglás que cubría la palanca y agarró esta
úl ma.
-Allá vamos- dijo, y giró la palanca. Se encogió, con los ojos cerrados,
mientras la esco lla de acceso se abría hacia el pasillo que había debajo,
donde balanceó sonoramente a causa de las chirriantes bisagras.
No pasó nada.
Abrió un ojo y luego el otro; sólo entonces desdobló su cuerpo.
El aire se elevaba desde la negrura; rancio, pero respirable. Sacó la cabeza.
No había nada ni nadie en el pasillo.
Elver cayó suavemente al suelo después de comprobar que el pasillo
estaba vacío. Pero, evidentemente, no lo estaba. Se levantó para sacar su
saco lleno de latas de raciones del conducto de aire. Cuando volvió la
mirada hacia abajo, se encontró mirando el cañón de una pistola.

-Si quieres vivir un poco más- dijo el cuarto pasajero, -yo no diría
absolutamente nada.
Gruesos tubos gorgoteaban a su alrededor. El pasillo no era un espacio
dedicado a que la gente lo usara, sino un lugar que carecía de tuberías. Las
tuberías se resienten del vacío en su interior, pensó Elver. No les gusta que
estemos aquí.
-¡Por el Trono del amado Emperador!, ¿qué está pasando?- gritó Elver.
Uno de los tubos, más grueso que él mismo, retumbó, tembló y emi ó un
tremendo golpeteo.
-Dije algo acerca de estar callado, ¿no es así?- preguntó el cuarto pasajero,
a un volumen que sugería que no le importaba si Elver lo escuchaba o no. -
La pregunta es retórica, por cierto. Tengo una memoria perfecta. Tómalo
como una indirecta amistosa- miró directamente por encima de su
hombro en este momento, -para callarte.

El cuarto pasajero había... cambiado. «Cambiar» era exactamente lo que


había ocurrido, pero dicha palabra, sin adornar, no captaba la magnitud de
su transformación, ya que era a la vez su l y extrema. El cuarto pasajero
era de ni vamente el mismo hombre, sus rasgos faciales permanecían
como estaban, sólo que con todos los ves gios de la edad y la debilidad
despojados. Ya no tenía sus ropajes de brocado. Ahora el hombre ves a
una especie de chaleco an balas, todo negro y cubierto de bolsas.
Probablemente lo tuvo puesto todo el empo, pensó Elver, bajo su ropa.
Si antes Elver lo había tomado por una especie de adepto de poco rango y
de avanzada edad, ya fuera un archivero, un tutor o algún po de
estudioso, el hombre que lo guiaba a través de la nave era joven y militar
en sus gestos. Exudaba un nivel tan alto de amenaza que los dientes y la
vejiga de Elver le dolían por el impulso de querer huir. En cambio, a Elver le
hubiera pasado completamente inadver do el hombre que antes había
sido el cuarto pasajero. Supuso que ésa era la idea.

-¿Quién eres exactamente?- quiso saber Elver.

El hombre se dio la vuelta tan rápido que Elver no tuvo empo ni de


parpadear. Su mano estaba alrededor de la garganta de Elver y una de sus
extrañas pistolas bajo la mandíbula también de Elver.
-Silencio, por favor- le pidió el cuarto pasajero. Tenía la voz anodina, como
la de un asesino.
-¡Al menos cuéntame algo!- solicitó Elver con una valen a que le
sorprendió. -Voy a morir de todos modos, así que ¿qué importa?

El cuarto pasajero frunció el ceño. Re ró la pistola. Elver se encontró


jadeando, tomando aire a través de una garganta magullada, sin estar
seguro de cuándo le había soltado. Por el Trono, el hombre era tan fuerte
como rápido.

-Trabajo para una organización de altas responsabilidades y mayor


secre smo- le explicó. -Mi deber es para con el Emperador, al igual que el
tuyo. Eso es todo lo que necesitas saber y todo lo que te voy a decir. Si
tenemos cuidado, podemos lograr algo excepcional.
-¿Como sobrevivir?- preguntó Elver con esperanza.
-No tan excepcional- le respondió el hombre mientras con nuaba hacia
una retumbante sala llena de máquinas de energía.

-Oh.

-Vivirás un poco más- le consoló el hombre. -Y cuando llegue el momento


de morir, da gracias a la misericordia del Emperador porque no te dejaré
sufrir.

A Elver eso no lo reconfortó lo más mínimo.


-¿Tienes al menos un nombre?- quiso saber Elver, y gritó de nuevo cuando
entraron en la sala. -Mi nombre es Elver- agregó alentadoramente.
El hombre asimiló su entorno. No malgastaba ningún movimiento. No
estaba simplemente mirando a su alrededor, estaba buscando algo
especí co. Estaban en la sección de ingeniería, en el punto en el que todo
lo absorbían gigantescos disposi vos envueltos en redes de escalerillas. Las
pasarelas y la maquinaria llenaban la nave de lado a lado y de arriba a
abajo. En el estrecho espacio entre las máquinas y el casco había una red
de tuberías que superaba con creces la comprensión de Elver. Overton
pagaba a los adeptos de las máquinas de muy bajo nivel para que revisarán
la nave cada pocos años. Nadie a bordo tenía realmente una idea de cómo
funcionaba ninguno de los disposi vos, y con aban tanto en la oración
como en el mantenimiento para mantener la Sheldroon en
funcionamiento. Todo estaba en mal estado. Las escalerillas siempre se
balanceaban al ritmo del corazón mecánico de la nave. Las secciones se
descolgaban peligrosamente. El óxido manchaba las paredes, hacía
agujeros en el suelo, y cualquiera que fuera el color de la maquinaria con el
que se había pintado originalmente, ahora era el mismo para todos, un
marrón uniforme de óxido y grasa.
-Puedes llamarme Pistola- respondió el cuarto pasajero.
-¿Es ese tu nombre real?- le preguntó Elver. Pistola se me ó debajo de
unos ejes giratorios, borrosos a causa de la velocidad. Elver se acercó a
ellos con un poco más de inquietud.

-Por supuesto que no- dijo Pistola. Palmeó una de las pistolas que tenía a
su costado. -Pero tengo pistolas- le recordó a Elver. -¿Estás familiarizado
con estas secciones? Nada de esto es estándar.

-La nave ene un par de miles de años de an güedad, por lo que me


dijeron- le explicó Elver. -Dudo que ninguna parte de ella haya sido
estándar desde hace siglos.

Pistola asin ó con la cabeza. -Sobreviviste más empo que cualquiera de


los otros. Debes conocer bien el lugar.

-No hay mucho más que hacer aquí, aparte de explorar- explicó de forma
poco convincente.

-Tomaré eso como un sí. ¿Hay alguna esclusa de acceso externo cerca de
aquí?

Elver señaló hacia arriba, a la parte superior de un pór co que sostenía un


palpitante sumidero de plasma. -Allí arriba. Una compuerta de
mantenimiento. No sé si funciona.
-Será su ciente para empezar- dijo Gun. -Asumo que conoces el camino
más rápido para llegar hasta allí.

-Sí- con rmó Elver.

-Entonces, adelante.

-Por ahí- señaló Elver hacia adelante. -No podemos subir por el sumidero,
hace demasiado calor- se sin ó bien al volver a tener un propósito. -Eso
nos llevará hasta el primer rellano, luego podemos cruzar por allí e ir...
-Dije que adelante, no que parlotees- Pistola tenía una de sus armas en la
mano otra vez. -Para tu información: te estoy dando órdenes; lo digo por
si alguno de nosotros ene dudas sobre la naturaleza de nuestra relación.

Mientras subían por una desvencijada escalera, Elver puso la mano sobre
algo pegajoso. El aceite se ltraba por múl ples lugares en la sala de
máquinas, por lo que sólo lo reconoció como sangre cuando se limpió el
sudor de la cara con el dorso de la mano y vio los rastros coagulados de
vitae en sus dedos.
-¡Sangre!- exclamó Elver, levantando la mano.
-Sigue subiendo- le ordenó Pistola.
Elver miró hacia arriba. Ahora que era consciente de ello, vio que había
vetas de sangre por todas partes, coloreando el acero oxidado con un rojo
más oscuro. La can dad crecía a medida que ascendían, llegando a ser tan
frecuente que Elver no pudo evitar poner sus manos en ella sin importar
cuánto lo intentara. Eso fue perturbador, pero no tan perturbador como el
origen de la sangre.
Se subió a una plataforma sólida cerca de la parte superior del casco y, de
inmediato, se puso enfermo de forma violenta.
Los pasajeros uno, dos y tres estaban dispuestos alrededor de la columna
central formando un sangriento cuadro. Elver sólo lo entrevió fugazmente,
pero eso fue empo más que su ciente como para que la imagen se le
quedara grabada a fuego en el alma para siempre.
La familia estaba formada por un o cial de bajo rango, su esposa y su hija,
casi en edad adulta. No podía decir quién era quién a par r de lo que
quedaba. Dos de ellos estaban encadenados al soporte central por metales
doblados alrededor de sus muñecas y tobillos. Estaban desnudos de ropa y
piel. Sus mandíbulas, desar culadas y sin lengua, colgaban de los
atormentados tendones sobre sus pechos. Las sangrientas cuencas
miraban sin ver a la tercera gura cruci cada frente a ellas sobre pinchos
de alambre retorcidos. Esa tercera gura también había sido despellejada.
En su caso le habían quitado cuidadosamente la mandíbula, lo que hacía
que la lengua colgara de sus raíces en el cuello. Todo esto, y el olor
nauseabundo que se aferraría a la ropa de Elver durante días, se hizo aún
más horrible debido a un pequeño pero revelador detalle. Los ojos de la
gura cruci cada, a los que le habían quitado los párpados al arrancarle la
cara, permanecían en su cráneo. Tan sólo con verlo, Elver supo que dicha
gura, que debía de haber sido el padre, se había visto obligada a ver morir
a las demás.
Pistola, que no se le veía afectado por la visión, inves gó la escena con
gran curiosidad.

-Realmente está tan loco como dicen- comentó Pistola.

-Nadie cuerdo haría esto- coincidió Elver.

-Lo harían- le contradijo Pistola. -He visto hacer lo mismo, o peores cosas,
para impulsar la supervivencia del Imperio. Lo que es una locura no es lo
que hizo, sino por qué. Esta carnicería es una indulgencia. No sirve para
ningún propósito. Lo monstruoso puede ser jus cable, pero si no puede
jus carse, entonces es simplemente monstruoso.

-Entonces, tú también eres un monstruo.

Pistola miró al tembloroso Elver. -Pero no tan grande como el que estoy
cazando. Konrad Curze, octavo Primarca, el que un día fue el arma de
terror favorita del emperador- Pistola pareció saborear el peso mí co del
nombre, pronunciándolo con respeto.
-¿Lo estás cazando?- le preguntó Elver, con cuidado de no mirar a Pistola
para evitar volver a ver el horror que había detrás de él. -¿En serio?

-Él también nos está cazando- admi ó Pistola. -Y nos matará. No te


preocupes demasiado. Te dispararé una vez que terminemos nuestra
tarea, y te lo ahorraré.

-Gracias- dijo Elver con una vocecita. -¿Puedes matarlo?

-No- respondió Pistola. -Pero hay otros que sí pueden. Pero primero,
enen que encontrarlo. He estado recorriendo estas rutas secundarias a
través del vacío durante años, y otros como yo también, buscándole en
una red que se ensancha alrededor de la vieja guarida de su Legión en
Tsagualsa. Hay una fortaleza allí, nunca terminada. Es tan buen lugar para
buscarlo como cualquier otro. Matemá camente hablando, lo más
probable es que nunca lo encuentren, pero el universo no funciona así. Es
un cabo suelto demasiado grande como para permanecer desatado. Es
un honor ser el primero en ver a nuestra presa. Moriré sabiendo que el
juicio del Emperador viene por él.
-Nosotros lo encontramos- admi ó Elver. Sonaba mal, pero había que
decirlo.

Pistola se rio. -¿De veras? Lo encontrasteis después de haber modi cado


el sensorium de este armatoste. Yo os traje aquí.
-¡Tú eres el responsable de esto!- le acusó Elver. Tembló aún más fuerte.
Iba a ponerse enfermo de nuevo.

-Soy responsable de que vuestra, por otra parte, insigni cante vida se
vaya a u lizar para la consecución de una causa más importante, la
supervivencia de nuestra especie.

-No te lo voy a agradecer.

-No espero que lo hagas- dijo Pistola. -Avancemos. De acuerdo con tus
indicaciones debemos atravesar este caos. puso en pie a Elver con una
fuerza aterradora. -Todos están muertos, su sufrimiento ha terminado. No
pueden ayudarte ni hacerte daño.
Elver tembló como si sufriera la parálisis de un hombre moribundo
mientras volvía a levantar la vista hacia los cuerpos. El enfado hacia Pistola
por tratarle con tanta condescendencia le fas diaba. Él era un cartógrafo,
no un mundano supers cioso que temía a los cadáveres.
No tenía miedo a los cadáveres, tenía miedo a lo que los había matado.
OCHO
ACECHANTE NOCTURNO
Pistola colocó un quinto orbe en la esclusa de mantenimiento. La
esclusa, oxidada y maltrecha como el resto de la maquinaria de la sala, era
lo su cientemente grande como para que pasara a presión un hombre con
el equipo de vacío. Un panel de vidrio blindado, empañado por siglos de
impactos de micrometeoros, manchaba la luz de las estrellas. Elver tuvo el
deseo de echar a un lado a Pistola y lanzarse a la paz del exterior. De esa
manera se garan zaba una muerte limpia, bajo sus propias condiciones.
Seguía siendo una fantasía. Ni se movió. Mientras su corazón la era, no
podía acabar voluntariamente consigo mismo. Si eso lo hacía valiente o
cobarde era cues onable.
En el destartalado armario de la esclusa, los disposi vos de Pistola
parecían algo rescatado de una edad superior: orbes negros y elegantes
con una única zanja plateada alrededor de su diámetro. Todos de ellos no
eran más grandes que el puño de un niño. Pistola desabrochó la sexta
bolsa de su cintura. Tras desenvolver el frente y la parte superior, la bolsa
reveló un úl mo orbe colocado sobre una espuma protectora.
-Psico-balizas- explicó, sacando el orbe. Con un giro brusco, giró las
mitades en direcciones opuestas. Algo en su interior se rompió, y una
enfermiza sensación emanó de él, intensi cando la que ya provenía de los
demás.
Colocó el orbe junto con el resto, colocándolo cuidadosamente en su lugar
de modo que estuvieran distribuidos en dos las de tres en el suelo, y
volvió a salir de la esclusa de aire. De ellos emanó una pulsante corriente
que hizo que a Elver le diera vueltas la cabeza. Gimió y retrocedió.
Pistola miró a Elver de una manera que Elver hubiera preferido que no lo
hiciera.
-Interesante- comentó Pistola. -¿Eres un psíquico?- le preguntó. Sus manos
descansaban de una manera signi ca va en las culatas de sus pistolas.

-¿Un brujo?- replicó Elver. -¡No, no lo soy!


-Estás min endo. Estás tocado psíquicamente, o de lo contrario los orbes
no tendrían ningún efecto en - Pistola inclinó la cabeza hacia la cámara.
Sin quitarle los ojos de encima a Elver, presionó los controles de la puerta y
la esclusa de aire se cerró de golpe, enviando un sonido metálico a través
de la estruendosa maquinaria. -Los orbes con enen, en mitades aisladas,
la esencia en polvo de un astrópata y la de un paria. Cuando el sello se
rompe, sus cenizas se mezclan y emite un resplandor en la disformidad
que arde durante semanas, fáciles de encontrar, siempre que se las
busque. Mi templo lo seguirá y enviará a una señora aquí para que se
ocupe del caprichoso hijo del Emperador. Sus emanaciones te están
afectando. ¿Qué eres? ¿Un telekiné co menor? ¿Un pirokiné co? ¿Un
émpata de la máquina?- de algún modo, las armas de Pistola habían
llegado hasta sus manos. -¿Pequeños dones telepá cos? ¿Premonición?
La mayoría de esas palabras Elver nunca las había oído, pero lo golpearon
con temor, pues llevar esa designación te marcaba para la muerte.
A pesar del efecto de apantallamiento de la puerta de la esclusa, Elver
sufrió los efectos del pulso creciente de los orbes. Sus rodillas se
debilitaron. Cuando se alejó de Pistola, casi cayó al suelo. Sus piernas no lo
sostenían. Un hilo de baba cayó de su boca.

-Sueño- confesó.

-Todo el mundo sueña- observó Pistola.

-Sí, pero a veces los míos se hacen realidad- Elver levantó la vista,
suplicante. -Eso es todo, ¡lo juro!- dio otro débil paso hacia atrás.
-¿Cómo evitaste a las Naves Negras?

-Soy un cartógrafo. Un nacido del vacío. Nunca se lo dije a nadie-


contestó. -Y nunca nadie me preguntó.

El lumen del reciclador de la esclusa se puso verde, listo para que los
ven ladores exhalaran el aire. Pistola movió su dedo hacia el siguiente
botón, cuya luz aún estaba roja, y lo presionó.
Una áspera voz mecánica habló desde la pared. -Advertencia. Purga de la
esclusa de aire inminente. Presione el botón por segunda vez para
con rmar.

Pistola presionó el botón de nuevo.


La puerta exterior se abrió con un golpe sordo.

-Purga completa.
La nauseabunda sensación desapareció cuando el contenido de la exclusa
se derramó en el vacío. Elver gimió. Su secreto había salido a la luz.

-¿Qué harás conmigo?

Pistola levantó su arma. -No soy un cazador de brujas- contestó. -Ese no es


mi papel. Y recuerda, iba a matarte de todos modos. Tengo curiosidad,
eso es todo. La curiosidad siempre ha sido un defecto mío. Prepárate
para conocer al Emperador.

Elver levantó las manos. -¡Por favor, no! No quiero morir. ¡Ni aquí, ni
ahora, ni nunca!

-Todo muere- aseguró Pistola. -Con a en mí, si te encuentra, desearás no


haber nacido.

Un aullido inhumano resonó en la entrada de la sala de máquinas, lo


su cientemente fuerte como para penetrar el ruido de una maquinaria mal
mantenida y distraer a Pistola.
Elver se arriesgó. Se arrojó desde el borde de la escalerilla. Su salto lo llevó
peligrosamente cerca de un estruendoso conjunto de pistones. Agitándose,
agarró la barandilla de otra pasarela, evitando por poco el ser succionado
por las máquinas mientras se levantaba. El salto había parecido bastante
fácil en principio, pero nunca había hecho algo así, y el esfuerzo casi le
arranca los brazos.
Un segundo grito bes al resonó alrededor de la habitación, convir éndose
al nal en una cacofonía maníaca.
Un destello negro chasqueó en la carcasa del motor que había junto a Elver
y perforó el metal, dejando un caliente agujero de bordes rojos cereza.
Elver gritó y se movió entre las esquinas, corriendo sin saber hacia dónde,
siempre y cuando estuviera lejos de Pistola.

-¡Él está aquí!- le gritó Pistola a Elver. -Te arrepen rás de haber rechazado
mi oferta una vez que él te encuentre.
Elver pensó que ya se ocuparía de eso más tarde.
Algo enorme estaba subiendo por la red de pasarelas y tuberías,
haciéndolas temblar. Elver frenó y se detuvo, apoderado por la necesidad
de ver al monstruo que había masacrado a la tripulación. Haciendo caso
omiso a los ins ntos que le gritaban en el cráneo que no lo hiciera, se dio
la vuelta.
Konrad Curze estaba de pie sobre una amplia plataforma suspendida en el
centro de la sala. El Primarca había añadido pieles humanas sin cur r
arrancadas de los compañeros de Elver a su desgarrada túnica. La sangre,
de un marrón seco en algunos lugares y de un carmesí todavía fresco en
otros, cubría su marmórea piel. Antes, Elver había pensado que Curze
inspiraba sobrecogimiento; ahora, fuera del estasis, la mente de Elver
luchaba por comprender lo que estaba viendo. El Primarca era la máxima
expresión de la humanidad, llevado a la cúspide de la perfección y
después, cruelmente corrompido. Su musculatura era impecable,
esculpida, hermosa. Su postura era la de un brujo.
Pistola cayó frente a él y aterrizó sin hacer ruido.

-Hola, su alteza- saludó.

-Pierdes el empo- escupió Curze, cuya voz parecía al de un cesto de


serpientes. -Mi n no está decretado para hoy.
Pistola hizo una reverencia. -Entonces me perdonareis por intentarlo- se
excusó, y entró en acción.
Curze se abalanzó sobre Pistola. Sus movimientos carecían de uidez, eran
una serie de violentos rones que sin embargo le otorgaban una inmensa
velocidad. Mantenía sus manos delante de él como si fueran garras. Eran la
parte más roja de él, lavadas con sangre de inocentes. Cuando Pistola se
apartó de su camino y las manos de Curze golpearon el metal, las uñas del
Primarca dejaron brillantes hendiduras a lo largo de la pá na oxidada.
Elver no podía concebir luchar contra tal cosa, pero Pistola lo intentaba; es
más, mientras Elver observaba, comenzó a pensar que el agente podría
posiblemente ganar. Saltaba con uida precisión, usando los tubos y las
vigas de la sala como si estuviera en un gimnasio. Disparaba mientras
volteaba. Rayos de un negro silencioso y sin luz salían de sus pistolas
gemelas, extrañamente planas en apariencia, como si estuvieran pintadas
en la piel de la realidad en lugar de habitar en las tres dimensiones
habituales. Curze se abalanzaba y lanzaba arañazos a Pistola con una
velocidad increíble, pero el agente era muy rápido, y evadía todos los
golpes. Un rayo de su arma atravesó el hombro del Primarca, lo que
provocó que saliera un escalofriante aullido de la arruinada boca de Curze.

-No eres tú- rugió el monstruo. -No eres tú la que me va a matar. Ahora
no es mi momento. ¡La lección aún se ene que dar!
-¿Por qué los peores villanos son siempre los que más hablan?- preguntó
Pistola al empo que disparaba cuatro ros de su armamento.

-Qué irritantemente prosa- se quejó Curze tras evadir los disparos de


Pistola. -Me crie en un mundo de poetas asesinos. Esa lengua tuya carece
de belleza, tan representa va de todo aquello relacionado con mi padre.
Curze saltó como una sombra alargada que se desplazó una distancia que
apenas entraba dentro de los límites de lo posible. Pistola luchó por
esquivarle, serpenteando bajo las garras extendidas de Curze. No pudo
evitar el siguiente ataque.
La batalla llegó a su n. Curze golpeó con su mano izquierda y clavó sus
dedos en el estómago de Pistola. El poliplastek del traje del agente se
par ó como la piel de una uva, y las negras garras de Curze, precedidas por
un chorro de rojo arterial, salieron por su espalda. Su estómago estaba
completamente destrozado. Sólo su columna vertebral mantenía unidas las
dos mitades de su cuerpo, y sólo la palma de la mano de Curze, ahuecada
en las entrañas de Pistola, mantenía sus tripas en su lugar.
Curze levantó a Pistola hasta la altura de su rostro. Los intentos del agente
por hablar daban como resultado un gorgoteo húmedo y una catarata de
sangre oscura que salía de su boca. Una de las pistolas cayó de su mano
ácida. La otra la intentó levantar para disparar, pero solo consiguió
elevarla ligeramente antes de que también cayera.

-Vindicación- anunció el Acechante Nocturno. -Ese será el tema de mis


úl mas palabras, pero no serán pronunciadas, aún no, y no a . Te lo digo
como consuelo y para enfa zar, tras toda tu larga formación y
servidumbre a mi padre, de que no habrá vindicación para .
Curze giró el pulgar de su mano derecha hacia abajo, envolvió con sus
enormes dedos el hombro izquierdo de Pistola y, con un giro, par ó al
agente por la mitad. Las piernas de Pistola cayeron sobre una cuerda de
brillantes intes nos. La parte superior del torso, con la cabeza descolgada,
calló al suelo y la expresión nal de Pistola era de una sorpresa poco
profesional. Curze se sacudió las vísceras de las manos y miró directamente
a Elver.

-Tú, paté co mortal- siseó Curze. -Puedes venir aquí, y no te mataré, o


puedes correr para que pueda cazarte y puedas experimentar una muerte
de terribles y prolongadas agonías. Estoy cansado de cazar. A diferencia
de este esclavo de los asesinos, que te habría matado sin más, te doy una
elección sincera.
Elver miró boquiabierto al espectro empapado en sangre, tubeó y
después, huyó.
No recorrió más de unos pocos metros antes de que el Primarca se
colocara delante de él y lo derribara. Su visión no paró de girar mientras
Curze se inclinaba hacia delante y llenó su mundo con un rostro pálido
como la luna.
-¿Por qué vosotros los mortales siempre huis?- se preguntó Curze. Un
soplo de aliento rancio persiguió a Elver hasta la negrura.
Fue lo úl mo que Elver vio, por un empo.
Elver despertó encadenado al trono de mando de Overton. El puente
estaba congelado, apenas estaba iluminado, y el frío metal de sus ataduras
roían su piel con dientes de hierro romos. Se estremeció de manera
incontrolada. Todas sus partes estaban mortalmente frías, excepto por un
la do caliente y furioso en su mano izquierda. La miró, temeroso de lo que
pudiera ver, y estuvo jus cado el que lo estuviera, pues se encontró con
que tenía unas sucias vendas envueltas alrededor del lugar donde debían
estar sus dos dedos más pequeños. La sangre, su propia sangre, estaba
congelada en el brazo del trono formando brillantes carámbanos rojos.
Eso fue demasiado. La presión se acumuló en lo más profundo de sus
entrañas y surgió de su garganta en forma de un grito chillón que
perfectamente se podría atribuir a un animal moribundo. Durante un
minuto entero gritó y golpeó las cadenas en vano hasta que, temblando y
sin aliento, se calmó y se obligó a detener el estruendo.
-Respira, Elver, respira. Aún no estás muerto- se susurró a sí mismo.

Se obligó a no prestar atención ni a sus ataduras y ni a la terrible herida y


ver más allá de sus propios pies. Sus ojos no enfocaron hasta que no los
in midó para que lo hicieran. Lo primero era lo primero. ¿Estaba solo?
Parecía que sí, aparte de los restos desmembrados de algunos miembros
de la tripulación que, a causa del frio, estaban pegados al suelo del puente,
a las paredes, al techo, al equipo y...
-No mires- se dijo. -No mires- apretó los ojos con fuerza y respiró hondo
hasta que su corazón se ralen zó hasta algo que se acercaba a lo normal, y
su pecho dejó de temblar.
Se revisó a sí mismo. Las cadenas de sus muñecas eran lo su cientemente
largas como para permi rle palparse a sí mismo. Aparte de sus dedos
perdidos, parecía entero y, comparado con las terribles heridas que tenían
los cuerpos que había en puente junto a él, suponía que debía estar
agradecido. Una vez que descubrió que todas sus otras partes estaban
donde debían estar, intentó liberarse de nuevo, sólo que de una manera
más centrada que antes, rando de las cadenas y es rándose él mismo
hacia delante lo más que podía. Se encontró con que sus ataduras no
cedían, así que volvió a cerrar los ojos y murmuró algo parecido a una
oración. Decían que el Emperador protege. Ahora sería un buen momento
para descubrir que eso era verdad.

-He oído que algunos de los borregos del Emperador adoran a mi padre
como a un dios- dijo una voz siseante y gruñona detrás del trono. -Qué
magní camente hilarante.
Elver no quería mirar. Sus ojos lo desobedecieron y giraron, obligando a su
cabeza a seguirlos y luego a sus hombros, hasta que es ró el cuello todo lo
que pudo. El cómo no se había dado cuenta de que el Primarca que estaba
allí con él estaba más allá de toda creencia. Era tan grande, poseía tanta
presencia, y el olor que desprendía... Era peor que el de la muerte. Peor
que el de los sumideros y las sen nas de la nave. El cerebro de Elver se
rebeló contra la visión que era Curze, encorvado en la oscuridad y
ocupando mucho más espacio del que incluso su inhumana masa debería
llenar. Era más grande que las sombras y tan grande como la noche. Todos
los intentos de Elver de reunir ánimos se derrumbaron, y gritó
aterrorizado.
-Lloriquear te ayudará lo mismo que tus oraciones a medias. Te sugiero
que ceses ambos- le advir ó el Primarca. Se puso delante de él, sus
hombros rasparon el techo y su pelo sucio se balanceó alrededor de un
rostro extremadamente pálido en el que brillaban dos ojos tan negros
como el carbón. -No hagas algo que me moleste, y podrás vivir.
La cabeza de Elver zumbaba. La oscuridad mordisqueaba los bordes de su
visión. Luchó contra ello. Si se desmayaba, lo mataría. Lo sabía con una
certeza espeluznante.

-¿No, no quieres matarme?


El Primarca se encogió de hombros. Fue un gesto tan humano, que la
percepción de Elver cambió, y vio a Curze no como un monstruo, sino
como un hombre monstruoso.

-El querer no ene nada que ver con esto. Somos teres del empo, tú y
yo. Por el momento, vives.

Es ró un largo y espectral brazo hacia Elver, lo que provocó otro gemido de


miedo. La oscuridad se arremolinó cada vez más cerca y ró de su mente,
por lo que su subconsciente luchó por salvar su mente consciente del
terror de la única manera que sabía, sumergiéndolo en la ignorancia.

-Realmente desearía que no hicieras eso. Te adver que no fueras


molesto. Tus quejas son molestas. Tu olor es molesto. La aburrida y
bovina inteligencia que brilla en tus ojos es molesta. Tu falta de
comprensión es molesta. Soy un hombre paciente- Curze rio
nerviosamente, y Elver pensó que era el ruido más abominable que había
oído nunca. -Sin embargo, haz algo más que me moleste, y ya no lo seré
más.
El brazo de Curze era tan largo y delgado que parecía que no dejaba de
es rarse. Bajo la costra de sangre era blanco como la carne de un cadáver
que hubiera estado mucho empo remojándose en agua. La sangre se
había desprendido de su mano y tan sólo se aferraba a los pliegues de la
palma, lo que daba lugar a una topogra a de líneas y cicatrices grabadas en
una vida robada. La mano pasó por delante de la nariz de Elver y éste notó
el fuerte olor de la matanza, pero no llegó hasta él. Curze apretó un botón
en el brazo del trono de mando que se parecía a cualquier otro; en su
pánico no pudo reconocerlo. Un cartolito cobró vida ante el asiento de
Elver, cuyo ver ginoso giro re ejaba lo que sen a dentro de su cráneo.
Curze hizo girar una bola incrustada en el brazo del trono, cerca de la mano
mu lada de Elver, y detuvo el cartolito.
-Deseo que dirijas la nave por mí, a este lugar de aquí.

Curze desenrolló un largo dedo, tan delgado y nudoso como la pata de una
araña, y señaló un punto de luz en el cartolito. Elver se dio cuenta de que
sus siguientes palabras dictarían si vivía un poco más o moría con un dolor
indescrip ble en ese mismo instante. Al percatarse de eso, su cerebro
luchó contra la reconfortante oscuridad, y se preparó para trabajar con
asombrosa presteza, así que se jó el pulsante icono que representaba a la
Sheldroon arrastrándose por el espacio, y calculó la distancia entre su
posición y el lugar a donde la criatura deseaba ir más deprisa que cualquier
suma astrológica que hubiera realizado antes.
Elver tragó saliva. Hablar, sin mearse encima al mismo empo, cons tuía
un inmenso e inoportuno esfuerzo.

-Eso es...

Curze ladeó la cabeza.


Elver se detuvo y volvió a empezar. -Mi señor- consiguió decir, ahora más
fuerte. -Esta nave no ene capacidad para viajar en la disformidad. El
lugar que indicáis está a tres años luz de nuestra posición.

-¿Cuál es la velocidad máxima de esta nave?- preguntó el Primarca.

-Tres cuartas partes de la velocidad de la luz es lo más rápido que ha ido


nunca, mi señor- respondió de forma robó ca a causa de una larga
prác ca; las capacidades de la nave estaban entre las primeras lecciones
que Overton le había dado a su llegada, y estaba, o había estado,
legí mamente orgulloso de su velocidad. -Me veo obligado a pedirle
perdón, mi señor, y permi dme algo de hones dad al deciros que
desconozco si eso fue o no una fanfarronada de Overton. Nunca he visto
que la nave alcance esa velocidad.
Curze se inclinó, y arrancó algo del suelo con el ruido del hielo al romperse.
-¿Este era ese tal Overton?- Curze le mostró una cabeza destrozada.
-No, ese es Graven- contestó Elver. -El monel- luego agregó. -Creo.
Curze ró la cabeza a un lado. Rebotó en una consola, que emi ó el pi do
de enojo de las máquinas, antes de rodar por el suelo con un ruido
parecido al de una pelota de madera que se dirige hacia el fondo de una
pista de bolos.

-Si él era el monel, eso signi ca que no puedes manejar esta nave. Es
una lás ma para .
Curze alargó el brazo hacia él.

-¡No! ¡No! ¡Puedo, mi señor, por favor!- parloteó. -Puedo pilotarlo, estaba
entrenando como monel, pero también aprendí todos los demás
sistemas. Era una tripulación pequeña... ¡Teníamos que saberlo todo!

-Oh. Bien- Curze se relajó. Elver no pudo. -¿Cuatro años para llegar a mi
des no?- el Primarca acarició el muslo de Elver con una de sus irregulares
uñas. A Elver le recordó a Overton haciendo lo mismo antes de golpearlo;
en aquel entonces era la peor sensación del mundo. Hasta ahora.

-¡No! ¡No! ¡No!- chilló. -Por favor, mi señor. Una nave como ésta no
funciona con una conducción ac va. Apuntas y aceleras, apagas los
motores cuando estás a la velocidad óp ma y das marcha atrás y los
vuelves a poner en marcha para reducir la velocidad cuando te acercas a
tu des no. Llegar hasta allí no se tarda mucho, es la aceleración y la
desaceleración lo que consumen el empo- explicó mientras respiraba
apresuradamente.

La pesadilla ladeó la cabeza y se cruzó de brazos. Unos ojos más negros


que los de cualquier pájaro perforaron a Elver, que hizo que se
estremeciera. Unos dedos de negras uñas se clavaban en sus bíceps. A
pesar de la impresión que daba el Primarca de extrema delgadez, sus
músculos eran enormes.

-Soy consciente de cómo funciona el viaje en el vacío, hombrecito-


aseguró la criatura. Hizo un amplio gesto. -Te estaba probando. Esta es
una nave rudimentaria. Un tonto podría pilotarla. Estoy viendo si eres tan
tonto como para saber cómo hacerlo.

-¿Podéis pilotar esta nave?- quiso saber Elver.


-Soy uno de los hijos del Emperador. Puedo hacer cualquier cosa.

-Entonces no me necesitáis- aseveró Elver.

-No- le con rmó Curze. -No te necesito. No necesito a nadie, ni a nada.

-Entonces, ¿por qué me perdonáis la vida si habéis matado a todos los


demás seres vivos de esta nave?- preguntó Elver.

-Llámame sen mental, llámame misericordioso- respondió Curze


distraído.

Elver decidió que nunca, jamás, llamaría a Curze ninguna de esas dos
cosas.
-Pero es, como has dicho, un largo viaje. Necesito compañía.
Entretenimiento, o me aburriré.
Elver deseó más que cualquier otra cosa en el universo que esa cosa no se
aburriera.
-Harás lo que yo te pida- con nuó Curze. -¿O quieres compar r el des no
de tus compañeros de viaje? Estoy seguro de que no estás libre de culpa-
sus negras y largas negras uñas se extendieron y señalaron a los
destrozados cuerpos. -¿Qué vas a elegir? Sólo hay una alterna va.

-Navegaré para vos, señor. ¡Os serviré!

-Bien. Bien- sin el más mínimo esfuerzo, Curze rompió las cadenas de Elver
que le ataban al trono, pero las dejó alrededor de sus tobillos, muñecas y
cuello. -Entonces, adelante con ello.
Curze se encorvó, no tanto para evitar los techos de altura humana, como
porque parecía que esa postura era cómoda para él. Tarareó una melodía
estridente y alegre mientras se dirigía hacia la puerta del pasillo principal y
daba palmaditas distraídamente contra las paredes.
Elver parpadeó con incredulidad. Una nave matadero estaba a sus órdenes.
Su cabeza le daba vueltas. Esperaba despertar, sudando en su litera. Sabía
que nunca lo haría. No había forma de escapar de esta pesadilla.
Aceptar eso lo calmó. En algún lugar, en el fondo de su corazón, se apagó
una pequeña llama. Muerta la esperanza, estaba lo su cientemente
entumecido como para que no le importara.

-Mi señor- preguntó. -¿Qué le pasó a mi mano?


Curze se dio la vuelta y sonrió, lo que congeló la sangre en las venas de
Elver. -Me aburrí.
NUEVE
ASESINO DESBOCADO
E
- l aburrimiento- aseguró Curze a su escultura de carne, muchos años
más tarde, -es uno de los mayores pecados humanos. Exige travesuras
para llenarlo, y las travesuras engendran desorden. El aburrimiento es
pernicioso, pues produce maldad en aquellos que pueden permanecer
sin culpa. No sé cuánto se ha de culpar al aburrimiento por lo que ocurrió
en Nostramo, pero sin duda debe haber desempeñado su papel. Todos
esos hombres y mujeres poderosos, de familias sumergidas en la
oscuridad de la anarquía durante tantos siglos, y todos ellos se
encuentran infrau lizando sus talentos.
Se levantó, momento en que sus ar culaciones chasquearon y crujieron,
deformadas a causa de la corrupción sica que destruía la obra del
Emperador, y merodeó por la sala.

-Me culpo a mí mismo. Si hubiera realizado una purga mayor en


Nostramo quitando a esas familias de an guos pecados de la población,
entonces tal vez el cumplimiento nunca se hubiera roto. No soy perfecto,
cometo errores tal y como este universo me ha enseñado tan cruelmente.
Aunque las leyes del des no no permiten que un hombre escoja un solo
curso de acción, es un maestro lo su cientemente cruel como para
darnos la imaginación de prever lo que de otro modo podría haber sido-
Curze se acercó al atril y dejó que sus dedos pasaran por la suave portada
del libro. -Puedo ver que, si los hubiera matado y hubiera dejado sus
cuerpos sin vida colgar bajo la lluvia, Nostramo habría sido un mundo
modelo. Pero con é demasiado en la naturaleza humana, como me
hiciste que hiciera, como el universo me dictaba. Pensé que el miedo
sería lo su ciente para mantenerlos obedientes. Pero la arrogancia, la
ambición, la avaricia, el orgullo y, sobre todo, el aburrimiento, pueden,
con el empo, superar al miedo. Y lo hizo.
La revolución llegó silenciosamente, se acabó en un instante y no se
habló de ello. Un informe velado sobre la bala de un asesino dio como
resultado el triunfo nal de las viejas costumbres y el que el gobernador
imperial Hashellian Eikolo Balthius yaciera muerto.
Una brizna de humo grasiento subía enroscándose desde el cuerpo. Con las
extremidades torcidas en ángulos imposibles de torcer para un ser vivo, el
cadáver de Baltasio miraba al vacío, un ojo sangraba a causa de una
hemorragia y tenía una expresión de completa conmoción en su rostro.

-Él no esperaba eso, señor- señaló Veyshan Tul.


El Conde Ashkar Skraivok entregó el arma a su ayudante. Tul tomó el arma
en un paño de seda negro, la envolvió y la guardó discretamente en una
bolsa. Con igual habilidad, sacó un segundo paño idén co al primero para
que su señor se limpiara las manos.

-¿Qué es lo que no esperaba, Tul? ¿Que le golpearan en la cara con la


culata de una pistola o que le pegasen un ro?- quiso saber Ashkar.

Era únicamente conde a fuerza de tradición familiar. Los Skraivoks


asumieron el tulo hace siglos para encubrir sus ac vidades criminales
mediante la respetabilidad, y hacía tanto empo de eso que ahora se había
hecho realidad, pero aún quedaban rastros de sus humildes orígenes. En
Ashkar Skraivok ese rastro era más pronunciado. Sus manos no eran las de
un aristócrata. Eran anchas, con cicatrices, con gruesos y fuertes dedos
acostumbrados a hacer ellos mismos su sangrienta labor. A Skraivok no le
gustaba delegar, especialmente algo tan trascendental y placentero como
disparar al gobernador.
Tul sonrió con su ciencia al señor del crimen. -Ambos, diría yo, señor.
Skraivok tocó el cuerpo con un pie que era tan ancho y poderoso como sus
manos. -Estaba ciego. Si hubiera sido menos idiota, lo habría visto venir.
Skraivok tomó la chaqueta que le ofrecía Tul, y se la puso por encima de los
hombros, tras lo cual se dedicó un rato a arreglarse las solapas. El esfuerzo
fue en vano. Aunque la chaqueta estaba namente tejida, no pudo hacer
nada para re nar la simiesca cons tución de Skraivok. Con ella, se veía
exactamente como lo que era, un señor del crimen con aires de adoptado y
no el caballero que pretendía ser.
-Los empos están cambiando, Tul, y vuelven a ser como eran en la época
de mi tatarabuelo- las puertas se abrieron hacia los namente decorados
pasillos del Palacio Melancólico. Los guardias, con elegantes uniformes de
gobierno, también estaban muertos y su sangre ya empezaba a empapar la
alfombra. Los hombres de la casa Skraivok, igual de bien uniformados ya
que eran un ejército por derecho propio, hacían guardia alrededor del
edi cio, listos para cualquier problema. Skraivok resoplaba ante la idea del
peligro. Él era un problema.

Le echó una úl ma mirada al cadáver del gobernador. -Limpia esto, Tul- le


ordenó. -Y llama al consejo. Comienza la fase dos.

Hasta unas horas antes, el Esfericum había sido la gran cámara del
gobierno nostramano. En este momento albergaba un po diferente de
parlamento.
Había ciento siete cárteles representados en la reunión. Algunos solo
tenían un portavoz, mientras que otros habían enviado a docenas de
personas armadas. La correlación entre el número y el poder era
inexistente. Dos de las organizaciones más poderosas tenían los grupos
más pequeños y algunas de las más débiles, los más grandes. Nunca nada
era sencillo en Nostramo.
El Esfericum descansaba sobre el lomo de una cúspide de Nostramo
Ter us, en las afueras de la ciudad. Una única ventana sin juntas y curvada
alrededor de la esfera, y cuya forma evocaba las olas del mar de
medianoche, actuaba de mirador en el Esfericum. Los bordes se dividían
ar s camente en formas más pequeñas y abstractas para representar la
espuma, y pequeñas aves marinas hechas de vidrio caían desde los picos
más altos. En las partes opacas de la cúpula, un enorme mural relataba la
historia de Nostramo, en el que comenzaba por las es lizadas naves de las
colonias atravesando las nubes, incorporaba las an guas cacerías de
leones, la belleza de las montañas oscuras, los horrores de las luchas y el
alzamiento de las colmenas. El pasado menos respetable del mundo se
pasó por alto en este arte triunfal; es irónico, pensó Skraivok, al mirar a los
cabezas de familia reunidos en la cámara. No había hombre o mujer
honesto en la sala, pero tampoco lo había habido cuando el Concilio de los
Nueve tuvo in uencia.
Así es exactamente como Skraivok creía que debía ser. La hones dad
estaba sobrevalorada.
El mundo sin sol hacía honor a su nombre. La oscuridad exterior conver a
la ventana en un enorme espejo. Los fantasmales re ejos, distorsionados
por la curvatura, se burlaban de la reunión. Más allá de esa corte de
fantasmas, gruesas y negras nubes hervían por encima de todo. La opresiva
meteorología de Nostramo no se ocultaba allí, en la periferia misma de la
ciudad, pues no había ningún edi cio que se alzara para bloquear la noche.
Los resplandores eléctricos brillaban en los cientos de torres que recorrían
la costa y lo hacían aún más en las grandes cúspides alejadas del agua, y en
la orilla la parte inferior de las nubes brillaba por la colorida contaminación
lumínica, lo que la transformaba en una enturbiada cubierta para un
mundo de oro, acero y bronce. Arriba, mucho más arriba del creciente
romper de las negras olas, las nubes corrían libres de la in uencia humana,
y allí eran más negras que el vacío, y aún más negras en el horizonte,
donde una franja negra suturaba el mar y el cielo de forma inseparable.
Skraivok ocupó el podio del orador donde, desde antes del cumplimiento,
el líder de la casa había llevado a los señores planetarios a deba r. Varios
de esos señores planetarios estaban ahora presentes en el Esfericum;
buena can dad de ellos tuvieron la sensatez de estar en otro lugar,
observándolo todo desde sus erras o desde la seguridad del espacio
exterior. Sólo tres de los nueve más altos estaban presentes, sudando en
sus adornados tronos en la primera la, casi vacía, frente al podio. Ninguno
de ellos le importaba a Skraivok. Todos ellos eran demasiado débiles como
para marcar la diferencia, altos o bajos, presentes o no.
Ya casi era la hora. El úl mo de los verdaderos señores de Nostramo entró
intencionadamente tarde. Tras juzgar que estaban todos, Skraivok golpeó
el vocoemisor montado en el podio. Un ensordecedor chillido de
retroalimentación silenció a la mul tud.
-Nobles damas y caballeros de Nostramo- comenzó Skraivok, cuya voz
resonó por toda la sala y se re ejó en el mural de la deshonesta historia de
ese mundo.
La audiencia menos tranquila se rio ante la presentación. Sabían qué es lo
que realmente eran.

-Os he reunido hoy aquí para deciros que el gobierno del gobernador ha
llegado a su n- anunció Skraivok. -A Balthius se le animó a dimi r y,
después de algo parecido a una discusión, estuvo de acuerdo. Creo que
en su corazón vio que yo tenía razón. No se resis ó mucho.
Más risas. Los tres miembros del Consejo de los Nueve que habían asis do
le miraban con cara seria. Sólo uno de ellos tenía agallas y su nombre era
Tothriar Gillaneish. Sus nudillos se estaban volviendo blancos sobre la
oscura madera de su trono y estaba medio levantado. Temblaba, pero no
de miedo, como los otros dos, sino de furia.

-¡Esto es un escándalo!- gritó por encima del griterío y las risas. -Le das la
espalda a las obras del Primarca. ¡Le das la espalda al Imperio!

-Esa es la idea- le hizo saber Skraivok, de nuevo con gran aprobación.


Permi ó a sus compañeros que se desahogaran durante unos momentos,
para después calmarles con cuatro golpes del mazo del gobernador, un
orbe de basalto negro extraído del punto más oscuro del planeta. -Ahora,
silencio- solicitó. -Se equivoca, concejal- con nuó Skraivok. -No nos vamos
a separar del Imperio. ¿Por qué habríamos de hacer eso? ¡La rebelión
invita a la destrucción!- exclamó. -¿Y por qué permi rnos ser vulnerables
en la solitaria oscuridad de esta violenta galaxia? ¡El Imperio ofrece
protección!
Un solitario señor de una banda, quien no estaba acostumbrado a la
re nada compañía, ladró una carcajada, lo que hizo que los miembros más
so s cados fruncieran el ceño, y que sus guardias echaran mano a sus
armas.
Gillaneish sacudió la cabeza con incredulidad. -Traerás el desastre sobre
todos nosotros.

-No, no lo haré. Se lo aseguro. El cumplimiento nos ha traído muchos


bene cios, entre ellos la oportunidad de ganar mucho dinero- Skraivok
sonrió. -No quiero dejar este mundo vulnerable a los ataques, ya sean de
las otas xenos como de las otas de represalia Terranas. Esta reunión no
trata de eso.

-Lo que has hecho es una completa rebelión- le acusó Gillaneish.

-Estáis equivocado otra vez, mi señor. Esto no es una rebelión- explicó


Skraivok, moviendo el dedo. Bajó del podio, llevando consigo el orbe de
piedra. -El cumplimiento nos permite seguir bajo cualquier sistema de
gobierno que nuestra sociedad considere conveniente. Las guerras civiles
se han librado y perdido ante las narices del Imperio desde que comenzó
la cruzada. Al Emperador le importa un bledo, amigo mío, siempre y
cuando reciba su cuota en sangre y adaman um, y yo pretendo
asegurarme de que así sea. Esta será una transición de poder tranquila.

-¿Qué hay del Primarca? Lo descubrirá.

-No hasta que sea demasiado tarde y, de todos modos, no le importará-


Skraivok comenzó a lanzar la bola de basalto al aire y a cogerla. -Nos
hemos apoderado del templo astropá co. De forma temporal. Ya
estamos en negociaciones con todos los Adeptos Imperiales. Se trata de
un asunto interno. Nuestros diezmos se pagarán en su totalidad. La única
diferencia es quién se hará rico con ello. Vosotros, los de sangre lechosa,
no tenéis ni idea de cómo gobernar este mundo. Ninguno de ustedes
viene de las viejas familias. Sois todos recién llegados- movió la mano
frente al pecho de Gillaneish. -El olor de la debilidad aún os acompaña
desde hace cuatro generaciones.
-A nuestros antepasados los eligieron por su habilidad- explicó Gillaneish
al empo que se volvía para seguir a Skraivok mientras éste caminaba a su
alrededor.

-Fueron elegidos porque eran fáciles de controlar- replicó Skraivok


despec vamente. -Los verdaderos gobernantes de este mundo están
aquí, en esta sala- extendió un dedo de la mano que sujetaba la bola de
piedra y señaló a la gente que llenaba la sala. -El Acechante Nocturno pasó
mucho empo golpeándonos, pero nunca nos fuimos. Estábamos allí, en
las sombras, haciendo nuestros o cios, aguardando nuestro momento- se
encogió de hombros. -Y ahora, nuestro momento ha llegado de nuevo.
Gillaneish le miraba con ojos llorosos y amarillos. Su arraigada moralidad
se extendía hasta el límite de rechazar los tratamientos an -edad. No tenía
muchos más años que Skraivok, pero parecía su abuelo. -No en endes lo
que estás desechando. La gente...

-¡La gente!- Skraivok se pellizcó la nariz cansancio. -Konrad Curze no


recuerda a la gente. Tampoco se acuerda de nosotros. No estamos
desechando nada más que las cadenas burocrá cas. Obedeceremos la
orden imperial, pero haremos las cosas a nuestra manera otra vez. Es
hora de que las grandes familias se levanten y reclamen su derecho de
nacimiento.

-El Acechante Nocturno no lo permi rá- le aseguró Gillaneish. -Cuando


descubra lo que has hecho, serás cas gado. ¡El Acechante Nocturno lo ve
todo, lo cas ga todo!

-Te equivocas, viejo. Ya ha fracasado. Cuando él se fue, el miedo también


lo hizo. Sin eso no hay nada para mantener la anarquía bajo control.
¿Crees que has hecho un buen trabajo, aquí arriba en tu torre? Tú y los de
tu clase habéis presidido el colapso del orden, escondidos en estos
palacios, mientras las bandas volvían. ¿Has estado en la calle
recientemente? Al Primarca no le importa nada ni nadie. Si lo hubiera
hecho, habría dejado aquí a algunos de sus guerreros para mantener las
cosas a raya. Lo que sea que haya hecho de bueno en este lugar, ya se ha
ido. Se ha llevado lo mejor que este planeta tenía para ofrecernos,
dejándonos la escoria. ¿Qué manera es esa de construir el paraíso del
Emperador?

-La Gran Cruzada exige sacri cios- argumentó Gillaneish.


La mul tud gritó burlonamente.

-La Gran Cruzada- se mofó de Skraivok. -La Gran Cruzada nos desangra.
¿Qué obtenemos a cambio? Un lento caminar hacia la anarquía.

-Estábamos abordando la caída de los estándares. Más prisiones, más...

-No, no es cierto- le interrumpió Skraivok. -La gente como tú no en ende


este mundo. ¿Crees que esto es un cambio repen no? ¡No! Esto lleva
sucediendo desde hace mucho empo- Skraivok sonrió. Hinchó los
músculos de su cuello para que el cuello de su camisa se moviera y dejara
al aire los tatuajes de su banda. Se acercó a Gillaneish y entró en su espacio
personal hasta que sus caras quedaron lo su cientemente cerca como para
tocarse. -Necesitamos tomar el control. Tenemos que ser fuertes. No veré
a mi familia hundirse en la pobreza mientras la guerra abierta entre los
cárteles destruye el mundo. La anarquía es el estado natural de
Nostramo, pero no ene por qué ser destruc va. El Acechante Nocturno
sólo detuvo temporalmente el funcionamiento normal del negocio.
¿Dónde está ahora? ¿Dónde?
Gillaneish lo miró con puro odio.

-No me mires así. Mira a tu alrededor, Lord Gillaneish. Toda esta gente
perdió antepasados ante el Acechante Nocturno. Estaban asustados,
estoy seguro de que todos lo admi rían. ¿Ves? Yo estaba asustado. No
me avergüenza decir que me aterrorizaba ese monstruo, aunque nací
años después de que se fuera. El miedo era en lo que él con aba. Otros
mundos recibieron iluminación y líderes re nados. Nosotros no, ¿y sabes
por qué, Gillaneish?- Skraivok golpeó con fuerza con su dedo en el pecho
del lord. -Porque no lo merecemos. Nosotros hicimos este lugar, y éste
nos hizo a nosotros. El Acechante Nocturno, ¿qué era? Una intrusión del
exterior. El sueño de otra persona que se convir ó en una pesadilla. Pero
ya no más. Seguiremos siendo parte del Imperio, pero el miedo se acabó.
El miedo es la ley de los débiles, ¡nosotros en esta cámara somos los
fuertes!

Dio un paso atrás y levantó los brazos, para animar a los demás a aplaudir. -
La anarquía se acabó. Vosotros, polí cos inú les, ya habéis tenido
vuestro momento. Sin Curze, no sois nada. Lo dividiremos todo entre
nosotros, los legí mos señores y señoras del mundo sin sol.
Restableceremos las cosas a cómo deben ser, no con la ley del miedo,
sino con la ley del poder. No es perfecto, no es bueno, pero es lo que
somos. Ya no negamos la naturaleza de Nostramo. No se puede gobernar
un planeta a través del miedo cuando no hay nada que temer.
Skraivok hizo una señal. Veyshan Tul dio un paso adelante con un grueso
documento. Skraivok lo cogió con la mano abierta, y lo empujó hacia
Gillaneish.

-Esta es la nueva cons tución- le indicó. -Vosotros, los lores, lo rmaréis.


Los días del gobernador han terminado. A par r de ahora, Nostramo será
gobernado en bene cio de las familias que lo hicieron lo que es. En
nombre del Emperador, por supuesto. Un consejo de nueve cabezas de
familia para reemplazar a los nueve sinecuristas impuestos por Curze,
apoyados por un parlamento de cárteles.

-Nunca funcionará, la violencia es todo lo que vosotros entendéis.

-¿Violencia?- dijo Skraivok. -¿Crees que eso es lo que queremos? ¿Una


guerra entre familias? Es un desperdicio. Sólo queremos ganar dinero.
Fírmalo.
Los ojos de Gillaneish parpadearon. La nueva cons tución estaba escrita a
mano en papel cremoso y suave como el agua; la naturaleza violenta de
Nostramo des lada en belleza. Era un planeta de poetas y asesinos con
muy pocos entre medias de ambos.
-No- se opuso Gillaneish.
-Es la respuesta equivocada- le indicó Skraivok. -Quiero que en el registro
se re eje que Lord Gillaneish se negó a rmar los papeles y que se le
llamó al orden- lanzó al aire el mar llo de piedra una vez más y cuando
cayó en su mano, con una repen na y estremecedora violencia, lo estrelló
contra la sien de Gillaneish.
El viejo cayó de rodillas, con los ojos en blanco y una boca abierta con la
que ya no podría hablar. La redonda hendidura en su cabeza parecía querer
indicar a la esfera que se acomodara en ella.
La bola aceptó la invitación. La sangre brotó a través de la piel abierta en el
segundo golpe. El tercer golpe destrozó el cráneo y Gillaneish cayó al suelo.
-Todo esto podría haber sido tan fácil- suspiró Skraivok al lord muerto.
Sacudió la sangre del papel. Las manchas se alargaron hasta conver rse en
vetas y gotearon hacia el suelo, lo que causó una mueca de enfado por
parte del aristócrata. Acorraló a los otros dos Señores de los Nueve con la
cons tución frente a él como si se tratara de una acusación, como si les
echara la culpa de la muerte de Gillaneish por su intransigencia. En los ojos
de Skraivok había un cas go de un po muy de ni vo.

-Vosotros dos lo rmareis.

-Pero... pero... no estamos en quórum- tartamudeó uno de ellos.

-Firmad el maldito papel- le increpó Skraivok. -U os llamaré al orden a


vosotros también- alzó el mar llo. Éste, viscoso a causa de la sangre que
se deslizaba por entre sus dedos, amenazaba con escaparse y matar de
nuevo.
Los dos Señores de los Nueve tomaron el documento y lo rmaron con
manos temblorosas.

La cubierta de embarque de la Príncipe Pardo bullía de ac vidad. El


hangar más grande del crucero tenía espacio su ciente como para albergar
docenas de naves. Estaba oscuro, tal y como les gustaba a los Amos de la
Noche, con los lúmenes tan atenuados que las mul tudes de siervos que
trabajaban allí necesitaban paquetes de lámparas para ver. En las caras de
sus supervisores y de los o ciales de cubierta, las gafas de visión mejorada
brillaban de un color verde borroso.
Si la vista no servía para nada, el oído se veía abrumado. El estruendo del
reabastecimiento confundía cualquier otro sonido. A un ritmo frené co, la
ota reparaba, reacondicionaba y reabastecía antes de su redespliegue
programado de su ubicación actual en Toza IV al borde exterior. Los
transbordadores bramaban estruendosamente al aterrizar. Las vibraciones
de las planchas de la cubierta, creadas por los impulsores de las naves,
junto con las dos fuentes opuestas de gravedad ar cial creaban complejas
ondas que compe an entre sí y generaban pequeñas olas en los uidos del
cuerpo. Aquellos que se habían incorporado recientemente como mano de
obra perdían el equilibrio y se movían mareados bajo esa in uencia.
Las grúas chasqueaban y gimoteaban sobre sus rieles cuando llevaban los
contenedores de carga llenos a las bodegas de la nave y los sacaban vacíos.
Los vehículos de cubierta emi an estridentes pi dos de advertencia y sus
tenues lúmenes giraban y coloreaban todo de un tono azul invernal por allí
por donde pasaban. El personal de erra abarrotaba los camiones de
pasajeros y los cargamentos, asegurados con redes de anchos agujeros,
llenaban los remolques de plataforma. Los hombres gritaban a través de
los vocoemisores para que se les pudiera oír. Las órdenes emi das por los
altavoces, cuyas palabras eran incomprensibles, sólo añadían volumen al
ruido.
No había ningún objeto que no hablara de alguna manera. Retumbaban,
rugían, chillaban, gritaban, gimoteaban, pitaban, silbaban, gruñían y
cantaban en una cacofonía de voces mecánicas.
Entre el ajetreo de los hombres que pasaban su vida sudando en bene cio
de la máquina de guerra del Emperador, había una persona que esperaba
una entrega de especial importancia. Era Gendor Skraivok, llamado el
Conde Pintado, Maestro de la Garra de la 45ª Compañía y señor de la
Príncipe Pardo. Gendor Skraivok encontraba el barullo profundamente
irritante, pero, sin embargo, estaba con la cabeza al descubierto y de pie
entre las sombras, ya que no había otro lugar donde estar de pie. Las dos
rayas negras idén cas que le daban su nombre tallaban sendas barras de
oscuridad sobre sus ojos, lo que le hacía parecer ser un vengador que se
hubiera despertado de los fosos de un más allá pagano cuya mirada
refulgía a causa del ruido.
A pesar de su adusta apariencia, Skraivok estaba ansioso, lleno de energía,
en marcado contraste con el taciturno guerrero que hacía guardia a su
espalda.

-Este es un día trascendental, Kellendvar, y lleno de posibilidades- aspiró


profundamente el aire. -¡Puedo oler el futuro! La oportunidad se acerca
con los brazos abiertos.
El verdugo de la compañía desplazó las manos en el contrapeso de su
gigantesca hacha-sierra.
Skraivok era un hombre charlatán, autocomplaciente, y al que no le
disuadía el silencio de su verdugo.

-En las bodegas de la embarcación que se aproxima se ve el futuro de


nuestra Legión. Su potencial. ¡El verdadero rostro de la Octava!

El Conde Pintado asin ó al vacío que había más allá del campo de
retención atmosférico que brillaba a través de la ranura del hangar, donde
un plano y aburrido transportador navegaba entre otras mil naves. Fuera
de la Príncipe Pardo la ac vidad era tan frené ca como la de su interior.
Líneas de barcazas y transportadores de carga en la india se elevaban
desde el planeta y giraban adormiladas bajo las quillas de las naves,
formando una compleja y ver ginosa trenza de trayectorias de vuelo
alimentadas por todas las naves de guerra y los cargueros. Otros rizos de
luz y de acero descendían girando a través o alrededor de las naves que
ascendían. Vacíos de armas, alimentos, agua, combus ble y hombres,
volvían a formar una única la cuando pasaban los piquetes de la ota, tras
lo cual volaban de vuelta al puerto para volver a empezar.
Pero Gendor Skraivok se refería únicamente a una sola nave, a la que
observaba con una radiante luz en sus ojos.
-He recibido este mes una no cación de nuestro mundo natal de que ha
habido un cambio de régimen- comentó Skraivok. -De parte de un
pariente mío, para ser exactos, un primo tercero o cuarto o vete a saber-
el gruñido de las juntas de su armadura desapareció en el resonante y
ruidoso hangar cuando agitó su mano blindada con desprecio. -¿Te
sorprende, Kellendvar, que tenga contactos con Nostramo?
A Kellendvar no le importaba y no respondió.

-Nosotros, los nostramanos, somos criaturas de bandas y de familias-


con nuó Skraivok. -Recuerdo a mi gente, realeza entre la escoria de la
subcolmena, y mis obligaciones, aunque mis recuerdos son tenues- se
detuvo un momento cuando le vino un recuerdo. -¿Crees que es
intencionado, Kellendvar? ¿Nos roban nuestro pasado para hacernos más
exibles a su gobierno? Con ellos me re ero a nuestros señores y
maestros de Terra. Que todas las alabanzas se derramen sobre ellos-
añadió con gran sarcasmo.

-¿Por qué no debería recordar quién soy y de dónde vengo? La Legión lo


es todo, pero no lo es todo. Un hombre no puede luchar solo por un
ideal. Debe estar mo vado. La obediencia a un ideal es algo bueno, pero
no garan za el compromiso. A lo largo de la historia, los hombres han
luchado por sus familias, para asegurar la con nuación de su línea y su
nación. Para conseguir recursos, para proteger a sus seres queridos, para
bene ciar a los obje vos de su tribu. Los hombres rara vez, si es que
alguna vez lo han hecho, luchan únicamente por el ideal de otro- eso
úl mo lo pronunció de forma ácida, lo que diluyó el ánimo en la voz del
Conde Pintado.

Kellendvar cambió de postura.

El balbuceo de Skraivok le aburria. -¿Eso importa, Gendor?

-¿Que si importa? ¿Acaso algo importa realmente, Kellendvar?- respondió


Skraivok animosamente, logrando recuperar tan sólo una parte de su
anterior moral. -Sólo puedo pensar en una cosa que sí importa, y es el
poder. Privar a un hombre de lo que era es una violación. La violación es
la máxima expresión de poder, como cualquier pobre vagabundo en las
calles de Nostramo llega a aprender. Como legionarios somos fuertes,
pero no somos poderosos. Vivimos para servir. No tenemos otra opción
que aplicar nuestra fuerza. Como toda buena banda en ende, no es
mucho el poder que sólo un hombre pueda ejercer. Asumir demasiado es
arriesgarse a fracasar. A medida que el Imperio crece, esa verdad se hace
cada vez más evidente. El poder se debe compar r, Kellendvar, el poder
se debe delegar. Nuestra cultura lo reconoce. El Imperio no lo hace. Es
hora de añadir nuestra experiencia a la que ya posee el conocimiento
Imperial, y acelerar el progreso de esta Gran Cruzada hacia un n más
realista, el establecimiento de la ley de los fuertes.
-¿Qué ene que ver todo esto con esa nave?- preguntó Kellendvar, con
curiosidad a su pesar, aunque sólo fuera para que Skraivok se apresurara a
llegar a la conclusión.

Skraivok sonrió. -La nave- señaló. La nave ya se estaba acercando al hangar,


lo su cientemente cerca como para que las uniones del blindaje del casco
fueran visibles y sus luces encendidas lanzaran destellos de color en el
es lizado corazón de la Príncipe Pardo. -La nuestra es una legión de terror.
Fuimos creados para ser los monstruos que nadie más podría ser, y
hemos aceptado nuestro propósito. ¿Quién mejor para desempeñar el
papel de terrorista que unos hombres sin piedad? Esa es la naturaleza de
la comunicación enviada desde nuestro hogar. Por supuesto, es sólo para
mis oídos, los mandos superiores no necesitan oír hablar de ello de
hecho, no deberían. Este es nuestro pequeño secreto. ¿Quién sabe cómo
reaccionaría Curze?- el ojo desapareció por completo entre su tatuaje
cuando lo guiñó, pues el párpado también estaba oscuro. -El nuevo
régimen considera un despilfarro enviar lo mejor de Nostramo a la
Legión. Nuestro mundo clama por hombres buenos y fuertes. Enviar a los
más inteligentes, a los más fuertes, para que se conviertan en
herramientas de miedo es una abominación. Las ac vidades que hacían
algunos de los gremios de reclutamiento ya las han adoptado todos. Las
prisiones se vaciarán para llenar el estómago de nuestra Legión.

-Ac vidades ilegales- concluyó Kellendvar. -Crímenes come dos con nes
lucra vos, los cuales ya han manchado nuestras las.
Skraivok levantó un dedo. -Si se ha hecho con maldad, estoy de acuerdo,
pero hecho a propósito, es ú l. Se han reformado los procedimientos de
contratación. En esta nueva cosecha está lo peor de todos los hombres.
Enviárnoslos es un bene cio para nuestro mundo natal y para la Legión.
¡Todos ganan!- su aguda risa cesó abruptamente. -Excepto quizás para
aquellos contra los que nos desatamos. Nuestro Lord Curze exige que
seamos un arma de miedo. ¿Qué hay más temible que un chico que
mataría sin escrúpulos? ¿O que saciará sus deseos como quiera, sin tener
en cuenta a los demás?

-Los suministros que hemos recibido úl mamente han sido mediocres-


comentó Kellendvar, insis endo en su objeción. -¿Por qué celebrarlo?

-Eran mediocres sólo porque los manejaban con mediocridad- soltó


Skraivok. -Estás siendo bastante grosero considerando la naturaleza de tu
hermano, Kellendvar. Kellenkir es el po de hombre del que te estoy
hablando. Es intrépido y temible.
Kellendvar hizo un ruido de enojo que sonó como un gruñido cuando lo
ampli có su casco. Si Skraivok lo escuchó por encima del estruendo de la
cubierta, éste no hizo comentario alguno al respecto.

-Es cierto que este po de recluta no responderá bien al psico-


adoctrinamiento o a las apelaciones a una moral más elevada. Debemos
explotar su naturaleza. Sus impulsos son del po más básico y, por lo
tanto, fáciles de controlar. Modi caré el régimen de entrenamiento de la
Cuadragésima Quinta Compañía para que se adapte, no te preocupes.
La plana y ancha proa de la nave entró en el hangar mientras el campo de
integridad la seccionaba con una línea azul a medida que se iba
introduciendo suavemente. El vapor se enfriaba por el aire que se
arremolinaba sobre el metal. Sonó un claxon. Las luces se encendieron
alrededor de la bahía de aterrizaje designada para la nave, lo que le
indicaba a ésta que podía amarrar y a los servidores de que se apartaban
del camino.
Con el suspiro de los motores la nave entró en la Príncipe Pardo, en el más
grande de los hangares que podían darle cabida, cuyas alas atmosféricas
extendidas pasaron a escasos metros de las paredes. Los reactores de
plasma chillaron y pintaron negros anillos sobre la cubierta opaca. Las
planchas de gravedad se estremecieron cuando la invir eron para
amor guar la masa de la nave.
De forma casi delicada, las garras de aterrizaje se engancharon al metal. La
nave se apoyó sobre su sistema hidráulico, cuyos engrasados pistones
bajaron para soportar su peso y, así asentado, rechinó y gimió por los
esfuerzos del vuelo.
Un siervo de alto rango de la legión se dirigió hacia la nave, lleno de la
arrogancia propia de los hombres pequeños. En su camino se encontró con
la mano poco amable de Skraivok, lo que le quitó la prepotencia, así como
el aire de sus pulmones.

-Yo me encargo a par r de ahora- le informó Gendor Skraivok.


Con cuidando de no mostrar que se había quedado sin aliento, el siervo se
inclinó y levantó una pizarra de datos. -Como desee, mi señor capitán.
Nuevos reclutas.
-Soy consciente- le aseguró Skraivok. -Ocúpate de otros asuntos durante
un rato. Y espera con tus subalternos- miró hacia el pequeño grupo de
siervos ves dos del blanco del medicae listos para llevar a los reclutas al
apothecarium. -Por allá. Con ellos- le ordenó cuando vio que el funcionario
tardaba en responder.
El hombre volvió a inclinarse. -Sí, mi señor- y fue a reunirse con sus
hombres.
-Lo primero que deben ver estos nuevos guerreros es en lo poderoso que
llegarán a ser: ¡no mansos siervos que se inclinan y se arrastran, sino
señores de las estrellas!- Skraivok agitó la pizarra de datos hacia el
verdugo, haciéndole una seña para que le siguiese.
Una única pasarela descendió en medio del fuselaje de la nave. Un par de
maestros de reclutamiento humanos salieron primero, con las picas de
choque listas. Después de ellos, un grupo de jóvenes con grilletes
escondían su confusión detrás de las desa antes miradas propias de los
asesinos. Más maestros de reclutamiento iban en la retaguardia.

-Re nadas incorporaciones a nuestras las- comentó Kellendvar con


sarcasmo.
-Ahora silencio, verdugo- le ordenó Skraivok. -Te estás volviendo tan
insolente como tu hermano, y es una caracterís ca que no apruebo.
El Conde Pintado caminó bajo el crujiente casco y se detuvo ante la
pequeña mul tud de reclutas. Los maestros de reclutamiento se
separaron, lo que permi ó a los chicos ver a su señor.

-Soy Gendor Skraivok, Maestro de la Garra de la Cuadragésima Quinta


Compañía. Vuestro nuevo maestro.

Dejó que procesaran la información, saboreando el miedo que acechaba


bajo la bravuconería de los chicos. -Estáis aquí por orden de los señores de
Nostramo, elegidos por vuestra naturaleza asesina y despiadada- explicó.
-En empos menos iluminados, habríais muerto por vuestras fechorías,
¡pero nosotros os haremos valiosos!
Skraivok se empeñó en mirar jamente a los ojos a todos y cada uno de
ellos para ver quien parecía asustado y quien no mostraban emoción
alguna.

Pasó los dedos por su cara, siguiendo las bandas gemelas de hollín negro
tatuadas sobre sus ojos. -Estas marcas me fueron dadas por mi padre. No
nuestro Señor Curze, sino mi padre biológico, quien exigía que sus hijos
fueran fuertes y no tuvieran miedo. Mi padre era el dueño de su propio
des no, quien, incluso en el ordenado reino que el gran Primarca quiso
que fuera Nostramo, era temido y poderoso. Aunque soy noble de
nacimiento, pasé gran parte de mi infancia corriendo con gente como
vosotros, bajo la venenosa lluvia de las colmenas as xiadas por la
contaminación, perseguido por aquellos que se creían más fuertes que
yo. Maté a mi primer hombre cuando tenía diez años. El segundo unos
días más tarde. Mi padre me declaró el más fuerte de sus hijos, y me
marcó para que lo mostrara- señaló a varios jóvenes que llevaban marcas
similares. -Como vosotros, que también lleváis las marcas de la fuerza.
“Ahora sólo verás las sombras”, me dijo mi padre mientras me
aguijoneaba la aguja del tatuador. Disfruté del dolor por la aprobación
que me mostró. Soy un asesino. Nací en una sociedad de asesinos. Estoy
orgulloso de mi herencia, ¡un verdadero hijo del mundo sin sol! Vosotros
también deberíais estar orgullosos. No cambiaremos vuestra naturaleza,
sino que la perfeccionaremos.

-Conoceréis un sufrimiento mayor que el de la aguja de ningún ar sta.


Vuestros cuerpos estarán marcados por algo más que simples signos.
Cuando el dolor termine, os habrán reforjado, se os dará el poder de
sembrar el terror en nombre del Emperador- levantó la mano y su
hombrera se desplazó con un gruñido para acomodar el movimiento. -
Somos los Amos de la Noche, la gloriosa Octava, y acudimos a nuestro
padre gené co, el legendario Acechante Nocturno, quien os habría
matado a todos vosotros por vuestros crímenes si todavía hubiera estado
en Nostramo. Le serviréis en su lugar. Puri careis vuestros pecados con
sangre y dolor. Asesinareis y mu lareis por el bien de la humanidad,
siempre con las palabras “Ave Dominus Nox” en vuestros labios. Ahora
les debéis vuestra lealtad a él, al amo de la noche- hizo una breve pausa.

-Pero vuestra obediencia me pertenece a mí, vuestro capitán, vuestro


maestro de la garra- se detuvo de nuevo y bajó la voz, graduándola para
que siguiera oyéndose a pesar del ruido. -Doy la bienvenida a nuestra
hermandad a todos aquellos que soporten con éxito el proceso de la
apoteosis. Aquellos que fracasen tendrán la oportunidad de conocer una
signi ca va vida de trabajo como siervos, si es que sobreviven. Todos
vosotros tenéis una segunda oportunidad- la purga del pecado a través
del servicio, la dispensación de la jus cia a través del terror.

Skraivok terminó. No hubo aplausos. Miró a los jóvenes con una úl ma e


imperiosa mirada, y luego señaló a los maestros reclutas y al personal del
apothecarion.

-Lleváoslos de aquí. Comenzad las pruebas y la implantación


inmediatamente.
Los chicos marcharon. Algunos temblaban. Un puñado de ellos miraban a
los legionarios con abierta hos lidad. Skraivok rio indulgentemente.
Kellendvar se abalanzó sobre ellos, haciéndoles saltar y tropezar con sus
cadenas. Resopló ante su miedo.
-Son unos desgraciados- observó Kellendvar. Su voz se oía pesada tras
pasar por la rejilla de vox.

-En este momento, sí- concidió Skraivok, -pero con ellos reforjaremos esta
Legión a una nueva imagen, una cuadrilla de asesinos como ninguna otra
antes que ella, despiadados, sin conciencia. Que otros sean la espada del
Emperador. ¡Seremos su daga en la noche!

-Son débiles, Gendor, asesinos, criminales. No deberías darles ese poder.

-Entonces, ¿debería quitárselo a tu hermano también?

-¡Esto es una locura! Informa al Primarca. Mata a este ganado. Nada


bueno saldrá de todo esto.

-No lo haré, y tú tampoco lo harás. Su debilidad es su fuerza- explicó


Skraivok. -Escucharán a un líder fuerte. Serán eles. Serán leales, ya lo
verás.

-¿Leal a la Legión, o a ?- preguntó Kellendvar.


Gendor Skraivok sonrió.
DIEZ
MUNDO CARROÑA
L
- os hombres como Gendor Skraivok fueron los primeros indicios de la
maldad que caería sobre mi Legión- dijo Curze a la estatua del cadáver. -
Egoísta e interesado sólo en el poder. Había muchos como él. En mi
impaciencia por ver tu visión cumplida, los marginé en lugar de purgarlos,
con ando en los hombres más eles, como Sevatar. Sevatar lo entendió,
vio la necesidad de que el miedo trajera orden a la galaxia. A mis otros
capitanes se les permi a hacer la guerra como quisieran, siempre y
cuando lograran mis obje vos. No presté su ciente atención a sus
fechorías. Para cuando me di cuenta de la podredumbre, ésta ya había
echado sus raíces en el corazón de muchas compañías- su cara se arrugó
con desdén. -Estaba mejor solo. Me conver ste en un general, pero no
me diste la capacidad de actuar como tal. Come ste tantos errores,
padre.

Pasó las hojas de su libro, sonrió ante ciertos pasajes y frunció el ceño ante
otros. -Vaya cosa es, escribir un libro. Ahora tengo la tentación de tachar
secciones enteras y reescribirlas de nuevo, pero entonces, eso daría como
resultado un libro diferente. Tal y como se ha escrito, se debe preservar.
Sólo se puede cambiar cuando sea algo completamente nuevo y se pierda
la verdad de su naturaleza original- cerró el libro y caminó encorvado
alrededor de la cámara, pasó por detrás de la imitación de su padre y pisó
el destrozado cuerpo del desafortunado esclavo. Se enderezó, adoptando
el aire de un hombre que fuera a dictar una carta, o de un maestro de la
scholam que fuera a dar clases a sus alumnos. -Nunca fui el a mí mismo,
siempre trataba de hacer lo que esperabas de mí, a cambio de un
insu ciente reconocimiento. Cuando volví aquí, a este lugar, me di cuenta
de que tenía que dejar de intentarlo. Tuve que abrazar mi des no. Soy un
monstruo, padre, y debería ser cas gado por ello. Eso es lo que soy, y es
ahí donde mi des no me lleva- sonrió con tristeza. -¿Por qué luchar?
Destellos de cosas que aún no habían ocurrido entraron a la fuerza en
las pesadillas de Elver.
Gigantes ves dos con armaduras del color de las tormentas de
medianoche lo agobiaban, todos tan grandes que se sen a tan pequeño
como una rata. El polvo corría a través de una atmósfera fría y hacía que le
picase la piel y los ojos.
Konrad Curze lo miró por úl ma vez, y Elver vio que no le importaba en
absoluto lo que le sucediera.
Docenas de pares de ojos rasgados, rojos como rubíes, miraron a Elver con
destellos de malevolencia.

-¡Mi señor!- gritó.

Una mano enguantada se extendió hacia él.

Una suave vibración despertó a Elver de su turbulento sueño, uno como


ningún otro hubiera experimentado antes. Se dio la vuelta, su único ojo
estaba empañado, así que los números del cronógrafo nadaron dentro de
su visión.
En las primi vas líneas digitales de color verde, el cronógrafo mostraba una
hora y una fecha subje vas. Ninguna de estas medidas era tan importante
como el tercer conjunto de datos, una cuenta atrás hacia el cero.
La miró jamente, sin creer que después de tanto empo se estaba
acercando al nal.
-Es la hora- se dijo a sí mismo.
Se frotó la cara con su mano izquierda. Le había llevado mucho empo
acostumbrarse a hacerlo con la mano izquierda en vez de con la derecha.
Las cicatrices le recorrían las mejillas cuando olvidaba la garra aumentada
que Curze le había dado en sus tución de su mano derecha.
Bostezó y se sentó en el borde de la cama. Había descafeinado para beber,
y un largo día por delante, pero primero un pequeño momento de
contemplación. Esta era una ocasión trascendental, que había tardado en
llegar.
Había llegado el momento de preparar la nave para la desaceleración.
Le costó tres intentos el ponerse de pie. El aburrimiento de Curze le había
supuesto un enorme coste a Elver.
En los años que transcurrieron desde su llegada, Curze le había quitado
tres dedos más a Elver y la mitad inferior de su pierna izquierda; y en esa
úl ma no lo había hecho todo de una sola vez, sino que se la había quitado
poco a poco, cen metro a cen metro durante meses. Curze había
arrancado el ojo derecho a Elver en una terrorí ca noche que aún le hacía
querer gritar. Un parche liso de piel, al que le cruzaba una fea y arrugada
cicatriz, cubría la órbita.
La peor herida fue la del brazo derecho de Elver. Esa fue la que casi lo
mata. Una noche, Curze se había abalanzado sobre él sin avisar, lo había
llevado lejos y, mientras se reía nerviosamente como un loco, le había
arrancado la piel del antebrazo y de la mano con una len tud tan
agonizante que Elver le había rogado que se la arrancara de una vez por
todas para que terminara. Curze lo había dejado rado sobre un montón
de sangre. Poco después contrajo una infección y casi muere.
Cuando el Primarca regresó, fue para salvarlo. La afectada gra tud de Elver
por el rudimentario aumento con el que Curze reemplazó su brazo lo
sorprendió. En ese momento estuvo a punto de parecer un perro
las mero. Después de eso, creyó que se rompería, esperó a que ocurriera,
pero nunca sucedió. Bajo presión, parte del ser de Elver se comprimió en
un pequeño y frío diamante, y esa pequeña fortaleza se convir ó en un
puerto para su cordura. Por muy mal que se pusieran las cosas, nunca se
volvió loco, nunca se rompió; se enorgullecía de ese hecho, y Curze parecía
respetarlo por ello. Se estableció una especie de equilibrio entre el desa o
y la deferencia, entre el terror y la determinación de Elver por sobrevivir.
No podía haber sido de otro modo. No había dónde esconderse. Curze
podía oír el corazón de Elver desde el otro extremo de la nave. Podía
saborear su miedo en el aire. Las múl ples cerraduras y rejas que Elver
puso en su puerta eran poca barrera para la fuerza del Primarca, pero las
usó de todos modos.
Elver re exionó sobre todas esas cosas mientras cojeaba por la Sheldroon.
Sin el mantenimiento de la tripulación pirata de Overton, la nave había
sufrido. Muchas de las cosas que necesitaba hacer ya no se podían
controlar desde la cubierta de mando. Estaba preparado para lo que iba a
ser un largo día.
Mientras trabajaba, esperó a que apareciera Curze y le cortara alguna otra
parte de su cuerpo. El respeto no detenía al Primarca; no podía evitarlo.
Curze no prestaba atención a las súplicas de Elver, ni a sus lágrimas, cuando
la oscuridad se apoderaba de él. Pero después de cada sesión de
agresiones, trataba a Elver como si nada hubiera pasado. A veces, pasaba
empo con Elver, y le instruía en diversos asuntos. En esos raros días Elver
vislumbraba su realeza bajo la suciedad. El mundo de Elver se expandió
bajo su tutela incluso cuando, en otras ocasiones, el andrajoso rey cortaba
su cuerpo a golpe de cuchillo.
Durante gran parte del viaje, Elver no vio a Curze. Podían pasar semanas
sin tener ni idea de dónde estaba acechando el Primarca. En ocasiones
encontraba evidencias de la presencia del Primarca. Una vez, se encontró
un centenar de ratas cruci cadas en pequeñas cruces, con la cavidad
abdominal de cada una de ellas cuidadosamente abierta y clavada contra la
cruz. Varias aún estaban vivas, con sus pequeños corazones aun
palpitando. La can dad de trabajo que Curze debía de haber hecho para
crear aquella macabra exhibición lo dejó completamente helado. Ante ese
terrorí co telón de fondo, Elver intentó hacer sus deberes lo mejor que
pudo hasta que, al nal, el terror se convir ó en algo mundano.
Llegó a una centralita que controlaba el conjunto de propulsores de
estribor. El sistema remoto de preparación de la nave para el cambio de
dirección se había quemado, así que había tenido que conectar los
controles directamente. Revisó las reparaciones provisionales del circuito
de ac vación. Parecía que aún funcionaba. Si no fuera así, entonces los
propulsores no se ac varían para poner marcha atrás al feo carguero, y
seguirían su alegre camino para siempre.
Cerró la puerta de la caja.
Extrañaba a Curze cuando estaba ausente.
Entre el dolor y el aburrimiento, la Sheldroon siguió su camino hacia
Tsagualsa. Avanzaba en silencio, sus salones sólo albergaban fantasmas y
ratas que se arrastraban desde las sen nas, sus lúmenes se iban
oscureciendo y muriendo de uno en uno.
Elver cojeó dolorosamente hasta el enginarium. El brazo fue el único regalo
que Curze le dio. Su pierna robada la reemplazó por una simple barra de
metal que tuvo que hacerse él mismo. Curze se había diver do acortando
aún más su pierna después de que Elver la hubiera hecho, por lo que
nunca había encajado bien. Elver no era metalista, y la pierna era
incómoda, así que la cavidad de la copa rozaba con nuamente su muñón.
Los cargueros sencillos como la Sheldroon carecían de las gigantescas
unidades propulsoras y de los reactores que las alimentaban que naves
más grandes poseían, así que dependían en su mayor parte en la inercia.
Sin embargo, la energía necesaria para acelerar hasta su velocidad máxima
era considerable, al igual que la necesaria para reducirla. Elver había
esperado este momento durante veinte meses, ansiaba tanto romper con
su monótona existencia que se había conver do en una especie de
obsesión. Dar la vuelta a una nave tan larga y pesada era un ejercicio
técnicamente exigente, especialmente cuando se hacía solo. Ahora que
había llegado el momento, encontró la preparación tediosa. Ésta con nuó
y con nuó, pese a que muchas cosas podían salir mal.
Las úl mas horas fueron frené cas. Había un poco de margen hasta la hora
límite, pero no fue el su ciente, y la cuenta atrás hasta la úl ma
oportunidad para encender los motores principales se precipitó a una
velocidad aterradora.
Cuando todo terminó, estaba cansado. Su ojo dolorido miraba jamente
las luces de las falsas estrellas que colgaban en el cartolito del puente. Ya lo
había comprobado mil veces, pero sin ó la necesidad de introducir sus
cálculos en el primi vo astrogator de la nave por úl ma vez. Su sencillo
motor lógico zumbó dentro de su abollada carcasa. Finalmente, la luz verde
del indicador se encendió con un chasquido audible, y parpadeó
impacientemente, de la misma manera que lo había hecho en anteriores
ocasiones.
Elver gruñó, luego giró los interruptores de encendido del puente y
redirigió los controles principales al trono de mando. Se arrastró hasta él y
se sentó. Aún colgaban allí los fragmentos de las cadenas con las que Curze
lo había atado al asiento. La sangre de la tripulación, ya negra por los años,
se aferraba a la cubierta, reducida a una especie de alquitrán. Cuando
volvió a encender la calefacción, la sangre se pudrió lentamente y el lugar
estuvo apestando durante semanas. De la vida humana sólo quedaban
manchas. Ya ni siquiera se jaba en ellas.
Se puso el teclado de latón en su regazo y ac vó los sistemas de control.
Todo estaba listo. Giró la cabeza, casi esperando ver los ojos abismales del
Primarca brillando en la oscuridad, pero no había ni rastro de él. Elver
estaba decepcionado.
-Ac vado- anunció en voz alta sin dirigirse a nadie y ac vó los propulsores
de ac tud. Una creciente presión lo empujó hacia abajo mientras la nave
se balanceaba sobre su eje. -Ya no hay vuelta atrás- murmuró.
Los momentos de crisis iban y venían, cada uno de los cuales atajaba antes
de que se convir eran en un desastre. La adrenalina le dio velocidad y
concentración. Una vez que la nave giró, envió los datos necesarios al
motor principal para encender sus reactores de plasma. El acto nal fue
inesperadamente suave. Antes de que se diera cuenta, ya estaban
aminorando la velocidad.
Era inevitable que Elver tuviera una sensación de an clímax. Todo su
esfuerzo y su experiencia los había aplicado con éxito. Ahora, ya estaba
todo hecho. Incluso el cambio en los ruidos de la nave, que vibraba y
retumbaba con el rugido de un lejano motor tras años de silencio, supuso
una novedad durante sólo unos instantes, antes de que se convir era en
una nueva constante.
Meses interminables a la espera de que Curze atacara o que viniera a
hablar con él; ambas experiencias igual de aterradoras. Para después,
¿qué?
Elver se estremeció. Abandonó el puente a toda prisa y se atrincheró en su
habitación.
Allí recogió la botella de ásperos espíritus que había estado guardando
para ese día, y se la bebió entera sin pizca alguna de celebración.

Por n. Por n, Tsagualsa yacía bajo ellos. Elver lo vio a través de la


rayada burbuja de observación, la única ventana que había en la Sheldroon
que no fuera la de las esclusas. Su maníaca sonrisa se re ejaba hacia el
interior. Parecía un luná co desaliñado, pensó, ¿y qué? Para llegar hasta allí
había tenido que proveerse de la formación que Overton había sido
absolutamente incapaz de darle, y de mucho más. Ahora era un ingeniero,
astrogador, piloto y capitán capaz.

-Soy una tripulación de un solo hombre- se dijo a sí mismo con orgullo.

El coste de su experiencia le devolvió la mirada. Su cara, que nunca fue


hermosa, estaba arruinada. El premio que sus esfuerzos le habían hecho
ganar tampoco eran dignos de ver.
Tsagualsa era el planeta más feo que había visto nunca, y eso que todos los
que había visto hasta ese momento eran feos. Era una esfera cuya paleta
de colores se extendía tan solo a varios tonos de grises. Placas
con nentales congeladas debido a una larga inac vidad cons tuían los
límites de los mares de polvo. El sol era pequeño, blanco y no desprendía
calor. Gris, blanco y negro, parecía un universo al que le hubieran
arrebatado toda vida.
El re ejo de un rostro apareció junto al suyo, enorme e inhumano, igual de
pálido e incoloro que la escena al otro lado de la burbuja de vidrio
blindado. El pelo oscuro cortaba el rostro de Curze en rayas desiguales. Dos
pozos negros miraban desde donde el destello de la luz del alma debía
brillar.
La sonrisa de Elver se convir ó en un rictus. Su corazón dio un brinco en su
pecho. El sudor le hormigueó por todo el cuerpo.

-Tsagualsa- dijo Konrad Curze. -Lo has hecho bien.

La voz de Curze, tan cerca del oído de Elver en la estrecha burbuja, le envió
dolorosos escalofríos que despertaron la agonía de la tortura y apuñalaron
las extremidades fantasmas como dagas calientes.

-¿Y ahora qué, mi señor?

-Vamos a aterrizar- le indicó Curze. -Prepara el transbordador de la nave.


El Primarca se fue tan silenciosamente como había llegado.
Cuando Elver se aventuró a salir de la burbuja y entrar en la pasarela, tan
sólo un segundo más tarde, ya no vio al Primarca por ninguna parte.

Elver añadió "piloto de transbordador atmosférico" a su lista de


habilidades. Ya había an cipado la falta de interés de Curze de volar hacia
la super cie. No había ningún simulador a bordo de la Sheldroon.
Aventurarse en el vacío suponía el riesgo de perderse en él, así que su
experiencia se limitó a elevar el transbordador y aterrizarlo dentro de la
estrecha bahía de atraque, y a leer el manual de instrucciones tantas veces
que ya incluso veía cómo otaban las palabras cuando se quedaba
dormido por la noche.
Era muy consciente de que eso era lamentablemente insu ciente.
Dejar la Sheldroon fue un juego de niños. Para entonces ya se había
familiarizado completamente con los sistemas del transbordador. Sin
embargo, no era lo su cientemente ingenuo como para creer que la
entrada en la atmósfera sería fácil, y no se equivocaba.
Tsagualsa no apreciaba a los visitantes. Los vientos que desgarraban la
atmósfera superior hicieron que la nave descendiera dando tumbos, lo que
obligó a Elver a luchar contra unos controles imbuidos de una repen na y
maliciosa vida propia. La nave se balanceó de un lado a otro, desviándose
kilómetros de la zona de aterrizaje polar de Curze. Elver ró con demasiada
fuerza de los mandos y esa sobrecompensación los alejó aún más
kilómetros en la dirección opuesta. La nave rebotó, viró y cayó a través del
violento aire tsagualsano. Las cámaras de video ventrales no mostraban
otra cosa que no fuera el blanco de una tormenta de polvo que subía para
enfrentarse a ellos. Las pantallas grá cas mostraban los giros de slalom que
hacía el pasillo de aterrizaje cuando el inexperto pilotaje de Elver lo
desalineaba. Las alarmas repicaban y pitaban desde todos los rincones. Sus
manos se deslizaban sobre los mandos de la nave a causa del sudor. Los
motores aullaban quejándose. Cayeron a través del techo de las nubes
hasta la niebla de polvo que hizo que los motores atmosféricos aullaran.
Más alarmas se unieron al estrépito a medida que los robustos
componentes sufrían daños por la fricción. La velocidad del viento
aumentó y sacudió la pequeña nave. Elver rechinó los dientes, un suave
gruñido de concentración en su garganta creció hasta conver rse en un
gemido de pánico. Se estaban acercando demasiado rápido y con
demasiada fuerza. Nada de lo que hacía parecía ayudar.
A lo largo de su caída, Curze se sentó en la parte trasera del transbordador.
Había otros cuatro asientos en la cabina, todos demasiado pequeños para
él, así que se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la puerta, y con
sus largos y sucios dedos se agarró a los respaldos de las sillas que tenía
enfrente con tanta fuerza que la desgastada tapicería se par ó. El re ejo
de su imperturbable mirada en la cubierta de la cabina nadaba dentro y
fuera de la vista de Elver.
El viento aullaba por toda la nave. El transbordador cabeceó violentamente
hacia la izquierda y casi arroja a Elver de su asiento, como un caballo
insa sfecho con un jinete a cionado.
Los sistemas más pequeños de la nave eran menos obs nados y deseaban
ayudar. Las alarmas de proximidad se pusieron a gritar. Peñascos de color
gris oscuro destellaban a estribor. Elver gritó y ró de la nave hacia un lado
para inclinarla hacia babor, después luchó por volver a ponerla bajo
control. Entró en barrena. Los al metros zumbaban mientras descendían.

-Yo en tu lugar, pondría en marcha los propulsores de frenado y


extendería los montantes de aterrizaje- le aconsejó Curze con calma.
-¡Sí, mi señor!- la mano sana de Elver pasó por los paneles de
interruptores de palanca con la esperanza de ac var el tren de aterrizaje
mientras buscaba el interruptor de los propulsores. La nave daba sacudidas
y giraba en redondo. Los montantes salieron con un chillido de su
alojamiento, lo que añadió nuevas notas al vendaval que gritaba alrededor
de la nave.
El al metro seguía bajando demasiado deprisa. El cero se acercaba a una
velocidad aterradora.

-¡Agárrese, mi señor!- gritó Elver.


Curze permaneció inmóvil. Elver ró de la palanca de vuelo y la giró,
tratando sin éxito de detener el giro de la nave y nivelarla.
Un segundo más tarde, las duras rocas dieron la bienvenida al
transbordador con un estruendo que retumbó con fuerza.
Las garras de aterrizaje debieron de haber sido las más afectadas por el
impacto, ya que la nave permaneció de una pieza. Aun así, Elver pensó que
le habían arrancado la columna vertebral de la parte superior de su cabeza.
Se desmayó y, cuando volvió en sí, vio que la nave estaba más o menos
nivelada sobre una llanura de arena gris ondulada por los mantos de polvo
que siguen a los vendavales.
Estaba francamente sorprendido de estar vivo. Los instrumentos
parpadeaban y borboteaban silenciosamente, pues todas sus quejas se
habían terminado. El verde y el amarillo habían reemplazado al rojo de la
alarma. Las lecturas ambientales mostraban vientos huracanados y
temperaturas de congelación, pero el aire transportaba el su ciente
oxígeno como para respirar.
-Lo hice- dijo. Por segunda vez en ese día, una enloquecida sonrisa cruzó su
rostro. -¡Lo hice!
Buscó al Primarca. La puerta de la cabina que daba al pequeño hangar de
carga estaba abierta. Curze se estaba acercando al pulsador de la rampa.
Elver miró la tormenta de polvo con miedo. Necesitaba equipo de
protección. Al menos unas gafas y un respirador. Un polvo así le destrozaría
los pulmones.

-¡Mi señor, por favor, esperad!

Elver luchó por soltar sus correas antes de poder levantarse del asiento del
piloto. En el cuello sen a unas punzadas de dolor terribles. Le dolía la
cabeza. La nave se balanceaba sobre sus garras de aterrizaje a causa de la
tormenta.

-Mi señor, por favor, ¡necesito prepararme!


Curze se giró para mirarle en silencio, su mano pendía sobre el botón.
Elver cogió impulso en la puerta del almacén de suministros, medio
rándose dentro. Sacó su equipo de respiración y se colocó los tanques de
puri cación a la espalda; no tuvo empo de ponerse el abrigo que había
traído de la órbita.
-Estamos en casa- anunció Curze. -Voy a salir- su mano descendió hacia el
interruptor de la pasarela.
-¡Esperad!- gritó Elver. Jadeando, forcejeó con su mochila mientras giraba
los controles para ac varla. No pudo hacer las comprobaciones necesarias.
Estaba tratando de atrapar la boquilla del respirador que se balanceaba en
su tubo de goma cuando Curze presionó suavemente con el dedo el botón
de apertura de la puerta, y dejó que Tsagualsa entrara en la nave.
El chillido del viento ocultó el zumbido del mecanismo de la puerta.
Antes de que apenas la puerta dejara abierta una grieta, un polvo, no
como el talco, se estrelló contra el rostro de Elver, lo que le secó la
garganta y la boca de manera instantánea y notó como le cortaba las
entrañas como si de cuchillas de afeitar se tratara. Tiró de su respirador;
como todo su equipo, era una pieza compuesta por los mejores
componentes que pudo rescatar de la Sheldroon. Incluso con la posibilidad
de elegir entre los complementos de la tripulación, era poco mejor que
mediocre. A medida que la rampa descendía, trozos cada vez más grandes
de escombros se precipitaban al interior, traídos por un viento que
abofeteaba la cara de Elver. Cerró con fuerza el ojo que le quedaba,
sabiendo que mirar al viento le destrozaría la córnea y perdería la poca
visión que le quedaba.
Cuando se puso las gafas y parpadeó para sacar la arena de su ojo, Curze ya
estaba caminando por la rampa hacia la peligrosa super cie, lenta y
majestuosamente, como un fantasma que asiste a su propio funeral.
-¡Mi señor!- gritó Elver, pero la goma y el plastek de su máscara lo
amordazaban, absorbían sus palabras y las conver a en un irrisorio
graznido. -¡Mi señor!
Curze caminaba a través del viento sin problemas, erguido como una
estatua, cuyo manto lo envolvía tenso como una serpenteante sábana.
Elver luchaba contra la fuerza bruta de la tormenta mientras todo el
planeta parecía ir en su contra.
El muñón de su pierna le dolía ferozmente cuando apoyaba su
rudimentaria prótesis contra la cubierta y se inclinaba con fuerza hacia el
vendaval.
El polvo giraba en el interior del transbordador. El viento rompía todo
aquello que no estaba asegurado. La pintura, a esas alturas, ya estaba
picada, y mon culos de despiadada arena, desagradablemente cortantes,
habían colonizado los rincones más protegidos.

-¡Mi señor!-vgritó.

Elver experimentó el pánico atroz de la posibilidad de no volver a ver a


Konrad Curze, de que saldría a la tormenta y se perdería. Curze era un
monstruo, su atormentador, pero había un extraño vínculo entre ellos.
Al mismo empo, el seductor susurro de la libertad lo tentó. Podría cerrar
la puerta, rechazar el viento, volar hasta la Sheldroon e ir a toda velocidad
hacia el primer sistema que pudiera encontrar. El más cercano estaba a
diez años de navegación, pero había su cientes provisiones a bordo. Sería
el capitán de su propia nave pese a ser tan joven. Podría formar una
tripulación, vender el cargamento y surcar una nueva ruta entre las
estrellas. Incluso podría, en unos pocos años, ser capaz de permi rse
nuevos aumentos para reparar el daño que Curze le había in igido.
Curze.
Dudó.
El Primarca se perdió de vista tras el viento y de su despiadado cargamento
de arena. Tuvo unos momentos para poder decidir.
¿Libertad u horror?
A pesar de toda su rebeldía, sabía que la libertad era una men ra. El
concepto mismo era absurdo. Había sido un esclavo, ahora era esclavo de
otro hombre. En una galaxia de hombres que no son libres, un esclavo
debe de nirse a sí mismo por su amo.
Servía a la muerte misma. ¿Qué señor más poderoso podría haber?
-¡Mi señor!- gritó mientras se tambaleaba hacia la tormenta. -¡Esperad!
¡Esperad, mi señor!
Un frío mortal lo golpeó con tanta fuerza como el viento. Jadeó mientras
sus garras le mordían. Se tambaleó hacia delante; era demasiado tarde
para volver a por su abrigo. Curze era un pilar negro como la noche en el
gris del crepúsculo permanente de Tsagualsa. Elver corrió detrás de él,
luchando contra un clima en el que el Primarca parecía moverse
serenamente a través de él.
La lenta persecución con nuó durante una hora. Elver perdió la
sensibilidad en sus miembros. La arena entró en su brazo aumentado, lo
que causó que le fallara. Aún más se acumuló en la copa de su pata de palo
y desgarró las cicatrices de su muñón. Aun así, siguió adelante. Poco a poco
la tormenta cesó en su furia, disminuyendo lentamente, hasta que el
viento desapareció por completo y Elver pudo caminar por un mundo en
calma donde nas par culas otaban en el aire, y el único ruido que se oía
era el chirrido de su aliento en la máscara del respirador.
Curze siempre se mantuvo a la misma distancia, ni se alejaba ni se
acercaba. Ahora vio el porqué. El Primarca esperaba cuando le dejaba
demasiado atrás hasta que Elver ganaba un poco de terreno, para después
seguir adelante.
Una oscuridad emergió de la niebla arenosa. Al principio, Elver pensó que
era una montaña, pero era mucho más imponente que eso.
El aire polvoriento se separó y dejó ver un enorme edi cio. La negra
piedra, que mantenía un alto grado de pulido a pesar de la naturaleza
cortante del empo, brillaba. Una pequeña mancha blanca cerca del
horizonte mostraba la posición del sol. El resplandor de ese paté co
atardecer se apoderó de las inmensas almenas y portales, y las ventanas
mostraron hermosos trabajos en piedra y vidrios aún más hermosos. El
Primarca se detuvo ante una amplia puerta colocada en una fachada de
vidrio de cien metros de altura.
Elver redobló su ritmo y, con gran cansancio, se colocó junto a su
atormentador.
-Mi casa- señaló Konrad Curze, aunque la palabra no hacía jus cia a una
morada tan inmensa.
En el momento en el que se acercaron, y con el aire cada vez más limpio a
medida que el polvo se iba posando, Elver vio que el palacio estaba
inacabado. Muchas puertas y ventanas eran agujeros vacíos. Los tramos
superiores terminaban en puntas de refuerzo que esperaban a que
construyeran los pisos superiores. No sólo inacabado, pensó, sino
abandonado. El equipo de construcción y las paletas de materiales estaban
sepultados bajo las dunas que se amontonabas alrededor del pie de la
pared, con sus lonas desgarradas por años de tormentas. Reves mientos
para andamios colgados en banderas inertes. No había ni un alma allí
afuera, aparte de ellos dos, ni tampoco vida de ningún po.

-Ahora esperaremos- indicó Curze.


-¿A qué?- preguntó Elver.

-A quién- le corrigió Curze. -A mis hijos.

Elver recuperó las provisiones del transbordador y montó un pequeño


campamento en la puerta de entrada para su señor. Estaban lejos de lo
peor del polvo y de los vientos, pero todavía era inhóspito y hacía frío.
Debía de haber muchas salas dentro del cas llo, pero cuando Elver insis a
en entrar, Curze se negaba.
-Entraremos más tarde- dijo con determinación. -Ahora no es el momento
predes nado. Esperaremos aquí hasta que sea el momento adecuado- no
dijo nada más y se sentó a sotavento del túnel de la puerta, donde
permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada, durante días. Elver temía que
hubiera fallecido, pero no se atrevió a comprobarlo.
Los hijos de Curze llegaron a cuentagotas, anunciados por un rugido en la
noche. Elver salió de su saco de dormir en medio de una lluvia de arena
desplazada. El Primarca estaba ahora de pie, era una sombra más oscura
que la noche, enmarcado en la garganta de la puerta.
El estruendo de las cañoneras resonaba en el cielo. La carga de la tormenta
no caía fácilmente, mantenida en alto por la carga electrostá ca y durante
tanto empo, que Elver se preguntó si era posible ver las estrellas desde la
super cie de Tsagualsa. Cuando Elver alcanzaba los objetos, era
recompensado con destellos de electricidad y una punzada en la piel. Ese
mismo efecto generaba redes de luz detrás de las naves al bajar y, aunque
las naves eran invisibles en el polvoriento aire, el relámpago azul que las
perseguía dejaba unas danzantes líneas brillantes a lo largo del cielo.
Las naves aterrizaron con ruidosos chillidos parecidos al de pájaros en
algún lugar de la fortaleza inacabada. Elver fue a la boca de la puerta y
esperó a la descendencia de su amo.
Los primeros emergieron como un grupo de cinco gigantes. El resplandor
de los instrumentos de las lentes de sus cascos les precedía, líneas rojas en
la oscuridad como los ojos de animales. Llegaron hasta su padre, quien los
sobrepasaba como ellos sobrepasaban a Elver. Sus formas eran tan oscuras
que parecían borrosas, sus pronunciados bordes estaban iluminados por el
sangriento brillo de las lentes de sus cascos y los destellos de descarga
ac nicos que se conectaban a erra a través de su armadura de batalla. Los
rayos pintados en su armadura parpadeaban bajo esa breve iluminación, lo
que confundía aún más su forma. Los símbolos cubrían otros paneles, la
mayoría tenía calaveras pintadas sobre las placas de sus rostros, y los
cráneos de sus víc mas, al nal de cadenas que colgaban de sus hombros,
chocaban entre sí con un sonido hueco. Pasar años a solas con un Primarca
no había disminuido el temor de Elver por estos seres. Eran criaturas más
terribles que su padre gené co, eso podía verlo. Curze estaba claramente
loco, torturado por unos impulsos con ic vos y un monstruoso sen do de
la injus cia. Pero estos guerreros no estaban locos. Seguían libremente el
despreciable ejemplo de su señor.

-Cazador de Almas- saludó Curze.


Su líder se arrodilló en el polvo, seguido por sus compañeros.
-Acechante Nocturno- saludó a su vez el guerrero.
-Has venido- indicó Curze. Por primera y única vez, Elver lo vio sonreír a sus
guerreros.
-Predecí su regreso, mi señor- el Cazador de Almas inclinó su casco hacia
arriba. -Oímos su llamada. Somos sus leales hijos. Aquí estamos.
-Sois tan pocos- observó Curze con tristeza.
La respuesta del Cazador de Almas fue dura. -Sangramos. Morimos.
Luchamos en Terra. No estuvo allí. ¿Por qué nos abandonó?

-Levántate, Talos- le ordenó Curze con sequedad, su indulgencia se agrió


ante la pregunta. -Y el resto de vosotros, Primera Garra de la Décima
Compañía.
Se levantaron.

-¿Hay no cias de Sevatar?- quiso saber Curze. -Pensé que él sería el


primero.
Se oyeron unos chasquidos provenientes de los cascos del grupo mientras
conversaban en privado.
-¿No lo sabe?- le preguntó Talos nalmente.

-La úl ma vez que lo vi, vino por motu propio a mi lado a bordo de la
Razón Invencible- explicó Curze. -Lo perdí mientras luchaba contra el
León.

-Por esa razón pensamos que podría saber qué fue de él- dijo Talos. -No
hemos tenido no cias de él desde entonces.

Otro de ellos habló, cuya voz era la de un frío asesino endurecida por los
altavoces del casco. -Debe estar muerto, mi señor. El León se lo llevó
cuando se lo llevó a usted. Nadie ha sabido de él desde Thramas.

-No sabemos si está muerto, Xarl- comentó otro.

-Es muy probable- opinó Talos.

-Horus perdió- le informó el asesino.


Curze miró a sus hijos con compasión. -Tal y como estaba escrito- dijo. -
¿Crees que podría haber sido de otra manera?
El asesino se enfureció por la respuesta, y giró la cabeza.
Más gigantes salieron de la polvorienta noche. Sus ojos se agolpaban,
apagados como insectos noc lucentes. Curze preguntó muchas veces por
aquel que se llamaba Sevatar, pero no se supo nada de su des no. Todos
dijeron lo mismo, que lo perdieron entre los Ángeles Oscuros.

Curze contempló a sus hijos. -Vosotros sois los primeros en llegar. Muchos
más vendrán. Todos vosotros habéis luchado duro y estáis exhaustos. He
superado acontecimientos que van mucho más allá de vuestra
comprensión. Durante ese empo, mi fe ha sido probada tanto por los
demonios como por mis hermanos. Vuelvo de entre los muertos, pero
sólo por un empo.

-No hable así, señor- le pidió Talos. -El empo puede contar una historia
diferente.

-¡El des no es inalterable!- le replicó Curze. -El curso de los


acontecimientos no se puede cambiar. Horus estaba predes nado a
perder. Yo voy a morir. Cuando me haya ido, llevareis la verdad a las
estrellas y derribareis el edi cio de men ras construido por mi padre.
Hasta entonces...- miró las paredes a medio terminar del palacio. -
Construiremos una fortaleza como nunca antes se haya visto, cuyas
cámaras se amueblarán con las pesadillas de hombres mejores. Allí
escribiré mis sagradas escrituras de la desesperación, el gran an doto de
la esperanza que a ige a nuestra especie.
Parte de su energía escapó junto con sus palabras. Después, se alejó de sus
hijos. Elver, sin darse cuenta, captó su mirada y, quizás debido su don
oculto, un destello de comprensión se entrecruzó entre ellos. Elver bebió
de un conocimiento sin ltrar y comprendió repen na y completamente
que Curze sólo creía a medias lo que había dicho.
-Vos.... vos teméis estar equivocado- susurró Elver. No pudo evitarlo.
Supo, en el momento en que lo dijo, que estaba condenado.
El lenguaje corporal de Curze exudó peligro, lo que provocó una pregunta
de uno de sus hombres.

-¿Qué hay de él, mi señor? ¿Qué hay de su esclavo?


Curze sujetaba el ojo que le había arrancado a Elver. Los labrios de Curze
mostraron unos dientes negros y pun agudos.
-He terminado con él, Capitán Vandred. Deshazte de él como quieras.

Docenas de pares de ojos rasgados, rojos como rubíes, miraron a Elver con
destellos de malevolencia.
-¡Mi señor!- gritó.
Una mano enguantada se extendió hacia él.
ONCE
MALDICIÓN DE LA PREMONICIÓN
L
- os guerreros que llegaron a Tsagualsa estaban corrompidos. En el
mejor de los casos, estaban engañados, en el peor, se habían conver do
en simples faná cos asesinos- siguió hablando Curze en la fría oscuridad
de la sala de la torre. -No sé cuándo mi Legión comenzó a caer en
desgracia, sólo que para cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde- se
arañó debajo de las cos llas, prominentes a causa de sus inconstantes
hábitos alimen cios. Un trozo de carne humana pegada en su piel, seca y
dura, cayó.

-En mi defensa, diré que me resulta muy di cil concentrarme en el


presente cuando el futuro es un huésped constante e inoportuno. ¿Cómo
se supone que iba a prestar atención a los males de Nostramo cuando
mis días se llenaban con un venenoso goteo de los tormentos del futuro?
Has vuelto a fallar, padre, al darme el poder de la premonición. La jus cia
es un absoluto, y gracias a supe a temprana edad que me quedaría muy
por debajo de sus estándares, y me conver ría en un perpetrador de
crímenes que no merecían otro cas go que no fuera la muerte- se rio sin
gracia. -¿Puedes imaginártelo? Que te obliguen a realizar una
determinada función y, al realizarla, descubres que tú mismo eres
contrario a esa función y ves, cada día, tu muerte por orden de tu propio
padre como cas go...

Su voz se elevó. -¿Cas gado tan sólo por seguir el camino trazado por ese
padre para ? Me hiciste un árbitro de la jus cia. También me conver ste
en un monstruo. La reconciliación de ambos es imposible. No es de
extrañar que esté loco- siseó entre sus a lados dientes, con las palabras
heladas por el odio. -Nada de esto es culpa mía. Es culpa tuya. Tus manos,
y no las mías, están manchadas con la sangre de miles de millones de
inocentes.
Se puso taciturno y adoptó un tono adulador. -¿Por qué me hiciste? ¿Por
qué tuve que hacerlo? Toda la sangre, la muerte, la tortura... Esas cosas
las puedo entender, pero aquel acto que hice, aunque justo, me persigue
todavía. Y no debería hacerlo- dijo con enojo. -No, no, no- agitó la cabeza,
como si estuviera discu endo en silencio consigo mismo. -No lo hace.
Había que hacerlo. Teníamos razón, tú y yo. No podía ser de otra manera-
su cabeza tembló, y empezó a balancearse sobre sus caderas.

-Estoy hablando, por supuesto, de la quema de Nostramo.

P
- onlo de nuevo- la suave amenaza que tenían las palabras de Curze
atravesó a los capitanes reunidos de la Legión. Todos los Espolones y
Maestros de la Garra de la ota estaban allí, sin excepción alguna.
-Como ordenéis, mi señor- el capitán Shang, palafrenero del Primarca, no
podía mirar a los ojos de su padre gené co. Ninguno de ellos podía.
Miraban las imágenes con tristeza, muchos de ellos avergonzados por lo
que veían.
Muchos, pero no todos.
Sevatar, colocado a la derecha del Primarca, observaba con gran interés la
incomodidad de sus hermanos, y la de aquellos que no mostraban
vergüenza alguna. El strategium estaba abarrotado de capitanes. Una
buena parte de ellos habían venido con sus armaduras, y el zumbido
combinado de sus generadores de energía se elevaba hasta un nivel
irritante.

-¿No se puede aumentar la resolución de esas imágenes?- preguntó


Malcharion, de la Décima.

El servil o cial de comunicaciones que llevaba el equipo de proyección


negó con la cabeza. Shang, que estaba a cargo de los siervos que atendían
en la reunión, habló por él.

-Fue captado por una sencilla lente augur, situada muy por debajo de las
cubiertas. Había muy poca luz para verse bien, y es an gua- estaba tenso.
Había demasiados ojos posados sobre él. -Tal y como he dicho antes.
-Es su ciente para que veamos lo que está sucediendo- indicó Var Jahan,
Lord Regente del Vigésimo Sép mo Talón, con brusquedad.
-¿Podemos estar callados? Estoy tratando de pensar en todo esto
detenidamente- se quejó Cel Harec. Al ser uno de los Kyroptera, sus
palabras deberían haber tenido peso, pero muchos de sus compañeros se
reían y se burlaban de su forma de ser, cosa que lo enfurecía.
Sevatar prestó mucha atención a todas esas interacciones. Sin duda había
capitanes en esa sala que eran cómplices de esos crímenes, y tal vez
algunos eran responsables de ellos. La Legión estaba cambiando para mal.
Curze no estaba prestando su ciente atención a su máquina de guerra.
El ángulo de la imagen era alto y estaba distorsionado por el gran angular
de la lente. En ella se veía a los sirvientes pasar de forma apresurada,
hinchándose a medida que se acercaban, para después disminuir hasta una
forma casi humana y volver a hincharse de nuevo, como si estuvieran
dando vueltas y caminaran sobre un suelo parabólico. No hubo ningún
movimiento en el pasillo durante unos instantes, hasta que surgió otra
gura. El brillo de la re na de sus ojos lo delató, unos ojos adaptados a la
oscuridad que se balanceaban hacia la cámara como si fuesen fuegos
fatuos. Solo cuando estuvo a mitad del campo de visión se convir ó en un
legionario, desnudo hasta la cintura, cuya pálida piel era asombrosamente
blanca en la oscuridad. En su mano tenía un ancho cuchillo de desollar de
cabeza plana. Se alejó sigilosamente, siguiendo a los sirvientes hasta la
oscuridad.
-¿Quién es?- preguntó Zso Sahaal.
-Aún no tenemos una iden cación- respondió Shang demasiado rápido,
lo que expuso su nerviosismo ante las acciones del guerrero de la imagen.
Se sen a responsable, y actuaba como si fuera responsable, para alivio de
los demás. Eso les quitó de encima la presión de la atención del Primarca.
Sevatar lo ignoró, y con nuó observando a la mul tud.
-Pero son imágenes de la nave de Malithos- Sahaal levantó una mano en
dirección a Kuln sin mirarlo, sus ojos imploraban al Primarca a que actuara.
-Seguramente él lo debe saber.

-No hay bioaugures de su ciente precisión instalados en esas cubiertas


como para discernir quién es- se defendió Malithos Kuln.

-¡Entonces debes reconocer al perpetrador!


-¿Y tú puedes reconocerlo?- gruñó Kuln. -No es más que una forma en la
oscuridad.
Sevatar observaba en silencio.
El ángulo de la grabación cambió. La pantalla hololí ca mostró una nueva
imagen. Pese a que venía de una imagen bidimensional, la maquinaria
permi ó que todos los presentes la vieran como si la estuvieran viendo
directamente. Curze era implacable. Esta era la cuarta vez que veían el
video, pero, aun así, el impacto de lo que sucedía después no se veía
disminuido por su repe ción.
El fantasmagórico guerrero se arrastraba a una velocidad cada vez mayor
tras los dos sirvientes. Sus cuchillos destellaron, se deslizaron bajo la ropa y
la piel, y se elevaron hasta formar dos picos en la tela donde apareció
sangre, primero en hilillos y luego formando un torrente. El primer
sirviente se revolvió y se arañó la espalda. Su compañero se giró, vio lo que
les atacó y salió corriendo. El guerrero arrojó al suelo a la primera víc ma y
corrió para atrapar a la segunda. A ésta la acorraló bajo la mirada de una
tercera lente augur y allí murió lentamente.

-Hay costumbres entre algunas Garras de cazar en las cubiertas


inferiores- indicó Krieg Acerbus, el gigante salvaje. Se encogió de hombros.
-Siempre ha sido así. Es la marca de un guerrero para perfeccionar su
habilidad mediante el acecho de presas vivas.

-Sólo para eliminar a las pandillas de las cubiertas que aterrorizan a los
sirvientes entre los turnos. Sólo para cas gar a los culpables. Éstos eran
o ciales- objetó Tovac Tor, el manco. -Eran valiosos- su mano biónica se
atascaba y chasqueaba mientras ges culaba.

-Todavía son del suministro de humanos estándar, y no se debe lamentar


sus muertes. ¿Qué importa si el ganado teme al pastor?- siseó Krukesh el
Pálido. Una red de oscuras venas palpitaba bajo su piel lechosa con cada
sibilante palabra.

-¿Qué sabes de nuestras costumbres, Terrano?- escupió Tor. -Sus su lezas


están más allá de tu comprensión. Esos hombres eran nostramanos. Son
nuestros sirvientes, no nuestro enemigo.
-Sé más que tú- replicó Krukesh.

-Nos hablas desa ante, pálido. Muy bien, puedes desa ar a mi hacha-
retó Acerbus. Levantó su gigantesca hacha, lo que hizo que algunos se
rieran de él.
-¿Podríamos dejar esta disputa sin sen do?- solicitó Maestroterror
Thandamell. Su alto rango refrenó la riña por un momento.
-Este no es un incidente aislado. Está sucediendo en todas partes- señaló
Vyridium Salvadi, Señor de la Flota de Curze. Su ira acusó a los demás de
ser culpables. Miró con desprecio a muchos a los que consideraba
par cularmente responsables. -El problema está empeorando.
-No en mi nave- insis ó Kheron Ophion con obs nación.

-No en mi nave- le imitó Halasker del Tercer Espolón de manera cruel. -


Escuchad al Cobarde, tan valiente, tan noble, tan seguro de la gran
integridad moral de sus guerreros. El gran líder y luchador. No es un
pandillero. "¡No en mi nave!"- se burló de nuevo.

-¡Pero, es verdad! Mis hombres son portadores de jus cia, no matones-


se defendió Ophion. -Habla tú por tus Garras, no enes derecho a opinar
sobre las mías.

-¿Y cómo puedes estar seguro de todos ellos?- quiso saber Krukesh. -La
Legión es grande, son asesinos hasta la médula; cualesquiera que sean
sus razones para matar, matarán. No puedes conocer a todos y cada uno
de tus hombres, al menos no completamente.

-No lo creeré- insis ó Ophion con incomodidad. -No de mis hombres.

-Negarlo no hace que sea cierto- añadió Tovac Tor pensa vamente.

-¿Cómo podemos juzgar algo de lo que hemos visto?- preguntó Zho


Sahaal. -Esos sirvientes pueden haber come do un error o un crimen.
¡Este cas go podría ser justo!

-No es un cas go- sentenció Curze. -Es un asesinato. El asesinato de


bienes valiosos de la Legión. Es asesinar por asesinar, y eso no lo
permi ré.

El Primarca se inclinó hacia el campo de proyección, lo que envió motas


danzantes de luz a través de la imagen. Miró hacia la imagen inestable. Sus
ojos no pudieron encontrar información adicional, así que se puso en pie y
giró la cabeza. El olor a piel sin lavar ondeaba sobre sus capitanes.
Distraído por los crecientes problemas en su Legión, Curze estaba cada vez
más desaliñado.

-Malithos Kuln, encontrarás a este guerrero y me lo traerás- ordenó


Curze. -Lo juzgaré para que todos sepan que nadie puede matar sin una
orden mía.

-¿Y qué hay de los otros, en las otras naves?- preguntó Kuln enojado. -¡Soy
un chivo expiatorio!

-Tu indignación es una clara señal de tu culpa- opinó Krukesh. Sonreía de


forma desagradable. -Esa es mi impresión.

-Será el guerrero culpable del crimen que aquí veo al que le dictaré
sentencia- cortó Curze en voz baja. -A menos que pre ráis que lleve el
asunto a un nivel superior de la cadena de mando- acarició el estuche de
cuero que colgaba en su cintura y que contenía su baraja de cartomancia,
lo que implicaba que la decisión ya estaba tomada, y la cabeza de Kuln,
cortada.
Kuln frunció el ceño, pero la mirada que le devolvió Curze le silenció, y
cerró la boca con un chasquido.

-Es culpa de los reclutas. Tenemos demasiados muertos, demasiados


agujeros en nuestras las como para llenarlos con sangre fresca. Los
procedimientos de selección y la ceremonia de la sangre los minan o
acaban con ellos- se quejó Fal Kata.

-Entonces reu lízalos- dijo Curze enojado. -Estad atentos, todos vosotros.
Lo que vemos aquí es una señal del veneno en las venas de nuestra
Legión. Si el veneno llega al corazón o a la cabeza- se tocó suavemente el
pecho, -el organismo entero muere. Redoblad las patrullas en las
cubiertas inferiores. Quitad de la autoridad a aquellos en los que no
con éis, reemplazad a los sargentos de vuestras nuevas Garras con
veteranos de probada valía. Que caiga el juicio del Emperador sobre
aquellos que muestren la más mínima señal de desobediencia. ¡Hacedles
que conozcan el miedo!

-Pero no pueden conocer el miedo- objetó Kata.

-¡Lo conocerán!- gruñó Curze. -Todos los hombres conocen el miedo,


incluso las Legiones Astartes, ¡y haréis que lo conozcan! No me importa
cómo se haga, ¡sólo que se haga! No permi ré que esto con núe. No
veré a nuestra Legión caer ante... ante...

Curze gimió. Sevatar, al levantar la mirada, vio cómo los párpados del
Primarca se agitaban y cómo daba un vacilante paso hacia atrás, signos de
lo que sólo el Primer Capitán conocía demasiado bien. Shang levantó la
vista, consternado.
Sevatar caminó hasta ponerse delante de su padre gené co. -¡Despejad la
sala!- ordenó. -Esta audiencia ha terminado.

-El Kyroptera debe permanecer, para ver qué podemos averiguar de la


visión de Lord Curze- objetó Malithos Kuln.
-Os iréis todos vosotros- se negó Sevatar. Las visiones de Curze habían
estado empeorando, un hecho que él consideraba prudente mantener
lejos de sus traicioneros hermanos. -Tú también, Shang- le pidió Sevatar al
palafrenero. La cara de Shang se puso tensa al oír la orden.
Para subrayar sus palabras, unas enormes formas salieron de los nichos de
la puerta; guerreros de los Atramentar del Primer Espolón, protegidos con
unas voluminosas armaduras Exterminador. Levantaron sus armas para
abarcar a la mul tud. Sólo había dos de ellos, pero eran lo su cientemente
amenazantes como para dispersar la reunión. Las puertas se abrieron y los
capitanes salieron, discu endo en voz alta entre ellos.
Curze permaneció en pie hasta que el úl mo salió. Cayó en su silla antes de
que Sevatar pudiera ponerse a su lado, donde se recostó pesadamente,
agarrando un apoyabrazos e incapaz de levantar la cabeza.
-Mi señor...- comenzó Sevatar.
-Sal de aquí, Sev- le pidió Curze débilmente.
-Traeré a los apotecarios- dijo Sevatar.
-No- se negó Curze.
-Pero mi señor...

El oscuro pelo de Curze se separó lo su ciente como para revelar un


ardiente ojo negro.
-¡Fuera!- gruñó Curze.
Sevatar tardó un segundo en obedecer, antes de salir sin inclinarse ni
saludar. Su Atramentar le siguió desde la habitación.

Una vez que no hubo nadie que le pudiera ver, Konrad Curze se permi ó
desplomarse.
Sufrió una hora de dolor muscular que tardó una eternidad en terminar.
Cuando volvió en sí, estaba solo, mareado y atormentado por una virulenta
tristeza. El futuro burbujeaba con dolorosa claridad bajo el presente. Y
pronto, éste regresaría.
No era la primera vez desde hacía poco que se tenía que esconder en las
sombras y dirigirse a su habitación, sin que lo vieran, justo antes de que las
visiones lo asaltaran de nuevo.
Un mundo de arenas negras ardía. Con un odio asesino, ejércitos de
hermanos se volvían los unos contra los otros y soltaban las armas más
poderosas de la humanidad contra sus amigos y aliados.
Una serie de escenas pasaron por la mente del Primarca, todas oscuras y
todas horribles. Ferrus Manus muerto, la hosca naturaleza de Perturabo
puesta al límite. La furia de Angron desatada contra sus aliados. Y así
sucesivamente; pequeñas traiciones, pequeñas rivalidades, heridas
insigni cantes, orgullo herido, todos corrompidos, retorcidos y arrojados al
fuego cada vez más caliente de la arrogancia donde una con agración, de
una escala de la que la galaxia no había sido tes go desde hacía mucho
empo, desgarraba el rmamento para reducir a cenizas todo lo que el
Emperador consideraba querido. Curze aulló ante los horrores que vio. Se
enfureció ante la traición de aquello por lo que había luchado. El orden y la
jus cia derribados a favor del caos y la anarquía. Entre todo el fuego y la
sangre, vio a una sombra danzar, cuyas garras estaban teñidas de rojo por
la sangre y las vísceras, y su cara retorcida a causa de una furia demente y
un abominable placer.
Entre la sangre, el fuego y la locura, Konrad Curze vio su propio des no.
Curze se quedó boquiabierto. Todo el esfuerzo de la cruzada le pareció
ridículo a la luz de sus visiones, y por ello, empezó a reírse. Pensamientos
febriles hirvieron en las profundidades de su mente. Sus manos se
agarrotaron y sus dedos empezaron a arrancar trozos de metal de la
cubierta.
-No...- jadeó mientras su cuerpo convulsionaba por una risa que no podía
detener ni siquiera mientras gritaba horrorizado. -¡No me conver ré en
esa criatura!
Lenta y dolorosamente, su mente se aclaró. Los espasmos de la indeseada
alegría disminuyeron.
Exhausto, Curze se levantó del suelo. El esfuerzo necesario para mover una
montaña habría sido menor. Miró con incredulidad toda su habitación.
Todo estaba destrozado. La gran mesa de reuniones estaba volteada y rota
por la mitad. Las decoraciones de los pilares del soportal de la
instrumentación que bordeaban la sala habían sido arrancadas y las
máquinas que albergaba estaban destrozadas de manera irreparable. En
las paredes y en los muebles rotos había profundas marcas de arañazos.
Olía a sangre por todas partes. Fue entonces cuando se miró las manos y
las vio cubiertas de un rojo resbaladizo. Parte de la sangre era suya, a la
que el vitae Primarca condimentado con genotecnología le daba un intenso
y espeso olor, en forma de costras alrededor de las yemas de los dedos,
donde se había arrancado las uñas en su frenesí. Pero otra gran parte no lo
era. Miró a su alrededor mientras sus agudos ojos atravesaban las partes
más oscuras de la cámara. Un par de piernas sobresalían de debajo de una
cor na caída. El torso del hombre estaba al otro lado de la habitación, con
las tripas esparcidas alrededor de la cintura como si de una falda se
tratase.
Un pequeño sonido hizo que Curze se diera la vuelta, rápido como una
serpiente.
Uno de sus hijos lo miraba desde la puerta abierta. Su olor era
inconfundible. Con armadura, todos sus hijos olían prác camente igual. El
mismo aceite, el mismo polvo de lapeado, el mismo zumbido eléctrico del
ozono que se silbaba desde las rejillas de ven lación. A pesar de los sellos
hermé cos de sus armaduras de batalla, Curze podía oler a los hombres
que había debajo de ellas, todos ellos manchados con su semilla gené ca,
pero que seguían siendo únicos.
-Shang- pronunció en voz alta Curze.
Con armadura o no, Shang tenía el olor de alguien débil. Los fuertes rasgos
de su ancha mandíbula y de su nariz ganchuda men an. Un cuerpo
sicamente imponente albergaba un alma indecisa. Shang no comprendía
del todo la seriedad de la misión de la VIII. Al con ar demasiado en el
sen miento, su devoción a la jus cia vacilaba. Pero ocultaba otro defecto
aún mayor que ese: Shang idolatraba al Primarca más que ningún otro de
sus capitanes.
Curze había elegido a Shang por esa razón. Un hombre con amor en su
corazón no podía traicionar lo que amaba. Curze había elegido a Shang
para explotar esa debilidad. Era irónico, por tanto, que Curze hubiese
encontrado un afecto recíproco por Shang en su negra alma. Tenaz,
estrecho de miras y totalmente leal, Shang era uno de los pocos Amos de la
Noche que Curze no odiaba.
Shang se quedó inmóvil por un momento, atrapado en la indecisión de
desenvainar sus armas o hablar. Así era Shang hasta la médula, al que la
precaución le llevaba siempre al borde del acan lado de la incer dumbre,
donde un inapropiado coraje le urgía a saltar precipitadamente. Nunca lo
hacía. En el futuro, solo saltaría una vez, cuando la a icción lo tuviera en
sus garras, y moría por ello.
Shang levantó los brazos y se quitó el casco. Su olor impregnó aún más la
habitación con el aire que se escapó de su armadura.
-Mi señor- comenzó. Se humedeció los labios secos mientras sus ojos
sobrevolaban la destrozada escena. -Están empeorando. Sus visiones.
Curze asin ó con la cabeza. Tenía la boca llena de una saliva que sabía a
sangre.

-Así es, hijo mío- le con rmó Curze. -Antes, no eran más que imágenes
que revoloteaban en mi mente y presagiaban eventos en los que debía
trabajar junto a mis cartas para poder predecirlos por completo. Ahora
vienen a mí totalmente formados, y su violencia uye a través de mí-
Curze se puso de pie.

-¿Qué puedo...?
-Guárdate los tópicos. No puedes hacer nada. Si soy así, es por voluntad
del Emperador. Asegúrate la próxima vez que veas que voy a tener una
visión, de que estoy aislado y que el área está despejada. Mi escriba, allí
descuar zado, era un hombre con un corazón apagado. No tenía el fuego
su ciente como para ser culpable. Sin embargo, murió como si no fuera
justo. Y eso no puede ser.

-Sí, mi señor.
El Primarca se apoyó con cansancio contra la pared y miró la sangre que se
le secaba en las manos.
-Soy culpable- se susurró a sí mismo. -La muerte de Fashmanali fue
injusta- dijo. Se estremeció con una ponzoñosa mezcla de conmoción y
vergüenza.
S
hang dio un pesado paso hacia él.

-¿Las profecías, mi señor... son siempre las mismas?- preguntó Shang, su


profunda y resonante voz temblaba.

-Lo son. Hermanos peleando contra hermanos. Legión contra Legión, y el


n de la Gran Cruzada. Horus se alzará y el Imperio caerá.

-Mi señor, deberíamos...

-¡No le digas a nadie nada de esto!- le cortó Curze bruscamente. -Si lo


haces, lo sabré. Romper mi con anza será el mayor crimen, y caerá sobre
el peor de los cas gos.
-No se lo diré a nadie- le aseguró Shang, horrorizado e indignado de que
Curze pudiera dudar de él.
-Lo sé, lo sé- le tranquilizó Curze. Estaba agotado. El sueño le llamaba. -Lo
he predicho. Ahora, vete.

Curze le dio vueltas al tema durante días mientras la ota se dirigía


hacia Cheraut, al encuentro de las otas de sus hermanos Fulgrim y Rogal
Dorn. El asunto de sus visiones le pesaba día y noche. Aunque los detalles
variaban, la historia siempre era la misma.
Horus iba a traicionar al Emperador.
Tales pensamientos llenaban a Curze de aborrecimiento hacia sí mismo. A
pesar de toda una vida de pesimismo, ni siquiera él podía dar crédito a que
el más leal y glorioso de los hijos del Emperador se volviera contra su
padre. Era mucho más fácil imaginarse a sí mismo convir éndose en un
traidor. ¿No era él quien tenía más razones que ninguno otro? De hecho,
allí estaba, en las visiones, matando a los hijos de sus hermanos con una
alegría desbordante. Las imágenes perduraban en su mente,
inmiscuyéndose en sus pensamientos, dando vueltas sobre sí mismas,
impulsándose a irrumpir con intensidad en las acciones más mundanas.
Evitaba la conversación, pues podría encontrarse atormentado por la
intrusión y perder el hilo de sus pensamientos, en ocasiones quedándose
de pie y con la boca abierta mientras revivía las atrocidades que aún
tendrían que suceder.
Empezó a considerar el hecho de que las visiones revelaban que el propio
Emperador era culpable de algún crimen, lo que reivindicaría así las
acciones del futuro Curze que atormentaban cada uno de sus momentos
de vigilia. Sin embargo, eso también era inconcebible. Su plan era un
ejercicio de perfección. El Emperador lo sabía todo. Llegó a otra línea de
pensamiento a par r de ese razonamiento envenenado, en la que el
Emperador era consciente de lo que pasaría, habría creado la situación e,
incluso en este instante, lo esperaba. Luchó para quitárselo de la cabeza,
pero Curze no podía descartar la sospecha de que la guerra que se
avecinaba entraba dentro del plan de su padre.
La primera vez que ese pensamiento cruzó la mente de Curze, aulló y gritó
con tanta fuerza que la Atramentar entró en su habitación, con las armas
preparadas, antes de que los ahuyentara y les ordenara que no volvieran
nunca más.
Buscó alguna otra obsesión recurriendo a lo que más le apasionaba, la
culpa. Se suponía que los crímenes del emperador no estaban probados.
Necesitaba una per dia que pudiera juzgar y condenar. El cruel des no le
había proporcionado exactamente eso en Nostramo.
Justo cuando sus visiones se ennegrecieron, al volverse éstas más
preocupantes y a igirle más a menudo, una segunda oleada de veneno
emponzoñó su mundo. Los reclutas procedentes de Nostramo eran de una
calidad lamentable. Eran fuertes de cuerpo, pero corruptos de mente.
Lentamente al principio, y luego con creciente descaro, los guerreros que le
enviaban eran hombres de la peor clase. Había descuidado a Nostramo
cuando el regalo que le hizo el Emperador ahogó su cordura. Pero ya no
más.
Los libros mayores y las pizarras de datos se apilaban sobre la mesa de
hierro de sus aposentos. El mortal Ekra Trez trabajaba en silencio en una
esquina de la habitación. Cuando la oscuridad se apoderaba de Curze, el
talento psíquico de Trez mi gaba el horror. En otras ocasiones ayudaba a
su maestro escribiendo con una autopluma en una pantalla que lo
acompañaba mientras recopilaba los datos que propio Curze había
procesado. La información estaba ahí para verla, con todos los aspectos de
cada uno de los reclutas registrados me culosamente: geno po, origen,
registros de delitos, y presentados en un lenguaje sencillo. Los hombres
que destruían su Legión desde dentro estaban seguros de que no les
descubrirían, o estaban tan orgullosos de sus acciones que sen an que no
tenían nada que ocultar. Curze miró la extensión de las desgastadas cartas
que había en el centro de la mesa. Su lectura sugería que podría ser eso.
Podían creer que estaban haciendo lo correcto.
La falsa rec tud no era un escudo contra la jus cia.
La puerta de su habitación se abrió.
-Sevatar- saludó Curze, sin levantar la mirada.
-Estoy aquí, como pediste- dijo Sevatar. Se acercó a la mesa y colocó
cuidadosamente su casco alado en la super cie, entre los libros.

-¿Te lo he pedido, Sev?- preguntó Curze.

Sevatar estudió los papeles de la mesa, molesto. -Únicamente es una


orden si crees que no vendré. Estoy aquí de forma voluntaria, como
siempre.

-Nunca tengo que ordenártelo, ¿es ese el signi cado que se esconde bajo
tus palabras?

-Si quieres verlo de esa manera- miró a su padre gené co a los ojos. -¿Por
qué estamos hablando de semán ca?

-Estoy quitándole importancia al asunto- contestó Curze.


-El Acechante Nocturno. Quitando importancia- dijo Sevatar. -Y yo que
pensaba que lo había visto todo en esta galaxia.

-Son empos oscuros- explicó Curze. -Estoy cansado y preocupado. Los


acontecimientos corren en nuestra contra. Pensé que el restarle
importancia podría ayudar. Parece que estoy equivocado.

-No hay nada que temer, mi señor. Nuestra tasa de cumplimiento está
dentro de los parámetros aceptables.

-Pero nuestros métodos no lo están. El terror es el arma más grande


disponible para un hombre. El terror sólo daña el orgullo. Los mundos
caen bajo nuestros ejércitos sin derramamiento de sangre.

-Miles de personas mueren para salvar a millones. Las vidas se compran


con dolor- le corrigió Sevatar. -Así que yo diría que casi sin derramamiento
de sangre.

-Y ahora, ¿quién es el pedante?- dijo Curze.

-Le estoy quitando importancia- respondió Sevatar, con tanta frialdad que
hubiera sido imposible para otro que no fuera Curze no pensar que
estuviera hablando en serio.
La sonrisa de Curze se evaporó. -Todo se ve amenazado. La Octava Legión
ha sido infestada por hombres que se deleitan en los medios mientras
pierden de vista el n. Encuentran el placer en el dolor y se burlan de la
noción del crimen y del cas go.

-Ya me había dado cuenta- le con rmó Sevatar. -El momento de vuestra
comprensión ante todo esto podría haber sido mejor, mi señor- objetó
Sevatar. -Llevamos un cargamento de serpientes a una reunión con sus
hermanos.
-Y en un momento en el que nuestros métodos están bajo un escru nio
como ningún otro- Curze empujó un libro mayor hacia el Primer Capitán,
de modo que chocó con su casco. Sevatar miró el texto escrito con la
precisión de una máquina sobre hojas de papel hechas a mano.
-Elementos dentro de la Legión han ins gado a los criminales de nuestro
mundo natal. Mientras me salía espuma por la boca y deliraba en mis
aposentos, ellos han recibido a estos degenerados en nuestras las con
los brazos abiertos.

-Todo por el poder- dijo inmediatamente Sevatar. -Uno pensaría que el


ascenso a un estado que sobrepasa las debilidades del hombre estándar
y la par cipación en la mayor empresa en la que la raza humana jamás se
ha involucrado sería su ciente poder para cualquiera. Pero ¿qué sé yo?
Los mo vos de otros hombres me desconciertan. Lo que yo veo como
una idiotez, otros lo abrazan. ¿Por qué no ven que el poder anhela más
poder? Es el hambre de un necio que lo consume todo hasta que se come
al mismo hombre que lo sufre. Me diver ría, si no fuera tan peligroso.

-La búsqueda del poder dentro de la jerarquía de una Legión ha de


fomentarse. Crear poder fuera de su estructura es desleal.

-Estoy de acuerdo. Ya he puesto en marcha planes para frenar los excesos


de lo peor. Se está interrogando a todos los capitanes sospechosos de
estar involucrados en la degradación del nivel de los reclutas.
Curze pasó otra página.

-Loable, pero cancélalo.


Entrecerrar los ojos ligeramente fue la única señal de desconcierto que
Sevatar se permi ó.

-Esa es una postura interesante. Supongo que me explicará el por qué.

-La Legión ene que volver a estar bajo control. Se requiere una
demostración de fuerza- Curze dio la vuelta al libro y lo cerró.

-¿Ha considerado que podría estar equivocado, señor?

-¡Jamás he dejado de considerarlo!- exclamó Curze con una peligrosa


energía. -Hay rumores de que el gobierno de Lord Balthius ha caído.
Tengo a Shang inves gándolo. Si así fuera, tendrían que ocultarnos
ac vamente el cambio de régimen. Eso es un crimen en sí mismo. Mis
mensajes a Nostramo no reciben respuesta, o las preguntas más urgentes
quedan sin respuesta. Me he visto obligado a recurrir al Consejo de Terra
para encontrar la verdad.

-Eso podría explicar la caída de la calidad de nuestros reclutas.

-Puede ser, pero la putrefacción se inició hace años- Curze señaló un libro
con una de sus largas uñas. -Aquí, hace doce años, indica que hubo envíos
de jóvenes sacados de la cárcel. Los resultados de sus pruebas
psicométricas fueron alterados. Eso es avaricia, y no de una sola fuente,
sino de muchas otras. Nuestros maestros de reclutamiento deben estar
involucrados.

-Los mortales son falibles.

-He dicho que hay elementos en la ota que también aceleran la


degeneración de nuestra Legión, y no son mortales- gruñó Curze. -Si
Balthius fue derrocado, esa es la culminación de la corrupción, no la
causa- se pasó el pelo por encima de las orejas. -Nos envenenan de forma
repe da. ¿Qué haces con una serpiente que te muerde?

-La matas para que no te muerda de nuevo, mi señor.

-Exactamente.

-Se ha mordido a la Legión. La serpiente está fuera de nuestras las-


Sevatar escondió mal su sorpresa. -No cas garás a la Legión, sino a
¿Nostramo?

-Tengo la intención de hacer algo más que cas garlo- aseguró Curze. -
Haré de él un ejemplo que nadie podrá ignorar.
-Exterminatus- concluyó Sevatar.
Curze sonrió. -Por eso me gustas tanto, Sev. No tengo que explicarte
nada. Captas todo rápidamente y, además, en endes por qué hago lo que
hay que hacer.
-Si dice que debe hacerse, entonces debe hacerse. ¿Cómo lo haremos?

-Sólo podemos con ar en nuestra propia ota- explicó Curze. -Los otros,
mis hermanos, no lo entenderían. Tratarían de detenerme. Se
desperdiciarían meses mientras se exponen las razones y se presentan las
pruebas. Si logro convencerlos, intentarán forzar una nueva conformidad.
Durante ese empo, los responsables huirán de Nostramo. Al seguir la
ley, no se hará jus cia. Si se ha de destruir Nostramo, se debe hacer con
rapidez.

Sevatar asin ó. -Una fracción de la ota podría lograr la destrucción del


planeta, si se apunta a los lugares correctos. Pero hay facciones...
personas, entre la Legión y los sirvientes de la Legión, que se resis rán a
cumplir estas órdenes. Podría haber disensión entre las tripulaciones,
incluso en las naves en las que más podemos con ar. Habrá violencia.
-Una guerra en la Legión- la imagen de una de sus visiones se inmiscuyó en
la conciencia de Curze; la de un Marine Espacial con una armadura de un
azul de medianoche disparando a otro con una de negro de medianoche. -
Ahora no. No ocurrirá.
Un guerrero de una categoría menor habría argumentado y señalado más
riesgos. Sevatar solo asin ó.

-Me aseguraré de ello. Mis Atramentar se asegurará de cumplir con la


orden, cueste lo que cueste.
Su adusta obediencia trajo una sonrisa a los labios de Curze.

-Sevatar, Sevatar; nunca duda, siempre seguro de su curso de acción,


in exible, indómito- el Primarca examinó el rostro de su Primer Capitán. -
Tan leal, tan imperturbable.

-No hay nada de lo que dudar. El culpable debe ser cas gado.

-A veces me pregunto qué harías si te pidiera que siguieras un curso de


acción que consideraras injusto.

-Entonces pelearía contra usted, aunque me matara.


Curze asin ó con la cabeza, aunque en su corazón sabía que eso no era
cierto, y que el des no de Sevatar le traería mucho dolor antes de que
volviera a encontrar el equilibrio. A través de la lealtad, seguiría a Curze por
un largo y oscuro camino antes de encontrar su camino de regreso. Todo
eso lo vio entre destellos. Su n úl mo estaba oculto para el Primarca,
pero en la gura de su Primer Capitán se encarnaba el verdadero espíritu
de la Legión, y a través de él sobreviviría.

-Te con o esta misión, hijo mío.

-¿Hoy es "hijo mío"?- observó Sevatar. -Se está poniendo sen mental.
-No soy yo mismo- respondió Curze, medio en broma. Se preguntaba si
Sevatar sabría lo vacío que había quedado por dentro.

-¿Qué hay de Shang? Sé que aceptará todo lo que usted diga para
después caerse a pedazos cuando contemple la enormidad de lo que está
pidiendo. No le con e todo esto todavía.

-Se informará a Shang- Curze no estuvo de acuerdo. -Pero lo mantendré


cerca. Necesito un hombre de acción, Sevatar, alguien sin escrúpulos ni
recelos que lo desvíen del camino de la rec tud. El cas go que debemos
aplicar nos parecerá duro más allá de lo razonable. Muchos de mis
hermanos albergan afecto por sus mundos natales. Hablan de la unidad
de la humanidad y del bien común, pero nadie está por encima de los
lazos familiares y tribales. Lo que voy a hacer va a horrorizar a algunos de
ellos. Mirarán por los suyos primero, por todos ellos, cuando el peligro
amenace.

-Pero usted no.

-La jus cia no conoce favori smo alguno. Es ciega y despiadada. Y yo soy
su agente. No puedo favorecer a un mundo simplemente porque crecí en
él hasta llegar a ser un hombre. La jus cia sos ene que todos somos
iguales. Debe ser así, o la balanza que pesa las acciones de los hombres
nunca podrá estar equilibrada, y el pecado proliferará para siempre.

Sevatar inclinó la cabeza. -Comenzaré con los prepara vos


inmediatamente, mi señor.
Curze volvió a su libro y pasó cuidadosamente las delicadas páginas del
códice. Las letras negras nadaban sobre el blanco mientras lo hojeaba y su
mente de Primarca procesaba toda esa información instantáneamente.

-Lo veremos realizado después de Cheraut. Antes de eso, tengo otra tarea
que realizar. Es hora de que hable con mis hermanos- de nuevo, miró las
cartas. -Lo que sucederá no está claro para mí, pero tal vez todo este
horror se pueda evitar. Tal vez los rumores sean excesivos y Nostramo
pueda salvarse- murmuró Curze. -Tal vez Balthius aún está vivo y esta
situación se puede rec car.

-¿Lo cree?
La ac tud del Primarca cambió. -Ni por un momento, Sev- el pelo de Curze
le cubría la cara mientras inclinaba la cabeza ante más pruebas
contundentes. -Nostramo arderá. El des no y la jus cia lo exigen.
DOCE
NOSTRAMO ARDE
Las alarmas sonaban a lo largo y ancho de la Anochecer.
Una voz mecánica resonó por encima del agudo lamento.
-Traslación inminente. Prepárense. Prepárense.
Su salida de Cheraut fue rápida, y el camino desde allí, escabroso, pues la
nave no paraba de sacudirse desde la proa hasta la popa. Shang se temía
que la salida del inmaterium al reino material fuera peor. No tenía empo
para detenerse y prepararse contra el embate de la nave. Ésta rebotaba a
través de las nudosas corrientes de la disformidad y hacía que los siervos
se tambaleasen. No era un primi vo supers cioso, pero sen a cierto temor
a que la disformidad estuviera reaccionando a lo que Curze pretendía
hacer. Shang se apoyó contra la pared con una mano extendida, con
demasiada prisa como para ralen zarse ac vando sus anclajes magné cos.
Necesitaba encontrar al Primer Capitán, y rápido.

-Traslación en cinco, cuatro, tres...- anunció la mecánica voz.

Los motores de disformidad se quejaban y gruñían como si estuvieran


vivos. La proa de la nave rebotó hacia arriba, con tanta fuerza que parecía
como si se tratara de un barco de madera atreviéndose a navegar en un
vendaval.

-... dos, uno.


Una oleada de náuseas la ó a través de la mente de Shang. La nave pareció
caer mil metros. Un desgarro húmedo resonó por todas partes,
acompañando a la desesperada embes da de la nave. Un encolerizado
grito que pareció aullar a través de su alma lo golpeó de lado contra la
pared.
La salida de la disformidad fue una de las peores que había experimentado
Shang; lanzó siervos, sirvientes y cualquier otra cosa que no estuviera
asegurada a causa de su violencia. Las réplicas retumbaron a lo largo de la
nave. Los gritos de los heridos y los estridentes ruidos de los mecanismos
dañados resonaban por el pasillo.

-Traslación completa.
Shang tomó impulso en un puntal de la pared, lo que dejó las huellas de los
dedos de su guantelete en el metal, para obligarse a avanzar hacia la
entrada trasera del Templo de la Armería.
La puerta se abrió hacia un ornamentado estudio de la noche esculpida.
Toda piedra y metal del templo era de una tonalidad sombría. Una luz
negra hundía el lugar aún más profundamente en las sombras, lo que hacía
que los rostros de los Atramentar que se preparaban para la batalla
brillaran con colores an naturales, y que sus dientes y ojos blancos
resplandecieran como joyas alienígenas.
-¡Sevatar!- llamó Shang. La cámara era larga, dividida en discretas bahías
por pilares ornamentados donde a la élite de la Primera Compañía les
estaban atornillando a sus armaduras. Había docenas de ellos, atendidos
por cientos de siervos. El gemido de las herramientas eléctricas y el
n neo de los instrumentos de diagnós co resonaban desde la bóveda del
alto techo de mármol azul-negro.
-¡Sevatar!- repi ó, mientras se abría paso a través del apiñamiento de
sirvientes y ciborgs. Los Atramentar, a medio ves r en sus armaduras de
batalla del color de la medianoche, le miraron con una silenciosa
hos lidad; todos menos uno, que levantó su brazo derecho, aún sin
armadura, y señaló hacia el pasillo.

-Bahía catorce, palafrenero- dijo.

-Te lo agradezco, Malek- Shang inclinó su casco alado en señal de


reconocimiento, y siguió adelante.
Sevatar estaba a mitad del proceso de la colocación de la armadura. Sus
piernas ya estaban reves das de placas de blindaje de múl ples capas de
plas acero y ceramita. La enorme parte trasera de la armadura estaba en
posición, y la pechera la estaba posicionando hacia sus puntos de anclaje
un sirviente especialmente adaptado.

-¿Armadura de exterminador?- inquirió Shang. -Ese no es tu método de


con enda preferido. Sueles ser más su l.
-Soy el maestro de los Atramentar- le indicó Sevatar. -De vez en cuando
me conviene pelear con ellos, a su manera. No queremos que piensen
que no estoy a la altura- guiaron la armadura del pecho hasta su si o. Los
conectores de unión encajaron en su posición, seguidos del silbido de las
líneas de alimentación al presurizarse. -Asumo que no has venido aquí a
hablar acerca de mi elección de ves menta. ¿Qué quieres, Shang?
El palafrenero giró la cabeza a izquierdas y a derechas, absorbiendo el
frené co nivel de ac vidad. -Lord Curze ene la intención de hacerlo.

-¿Crees que podría ser de otra manera, Shang?- quiso saber Sevatar. -De
hecho, olvídalo. Tengo otra pregunta para , ¿por qué sientes la
necesidad de decir cosas tan estúpidas?

-No tengo empo para tus bromas, Jago- le advir ó Shang.


Sevatar frunció el ceño. -No me llames así.

-Te llamaré como me plazca, Primer Capitán- dijo Shang. -Soy el


palafrenero del Primarca. Mira todo esto. Mira lo que estamos haciendo.
Estamos a punto de librar una guerra contra nuestro propio mundo.

-El perro puede ladrar, pero ¿muerde, Lord Shang? Yo digo que no. Es por
eso por lo que Lord Curze me pre ere a mi para esta tarea. Me
corresponde a mí asegurar que el cas go de Nostramo se lleve a cabo.

-Esto no está bien- se quejó Shang. -Este es el mundo que nos vio nacer.
Miles de millones de personas. Un valioso contribuyente al Imperio,
desperdiciado. Fuimos creados para algo más que esto.

-No, en absoluto- le contradijo Sevatar. -Para esto es exactamente para lo


que fuimos creados. Para llevar a cabo los actos que otros no enen
agallas de hacerlo.

-Esto está mal y lo sabes. Pide a sus hombres que se re ren. Si tan sólo
pudiera tener un poco más de empo...

-¿Para convencer al Primarca de que está equivocado? Konrad Curze es


nuestro señor. Esta es su orden. La decisión ya está tomada.
-Maldito Curze. Servimos a un poder superior. ¡Servimos al Emperador y
a la humanidad! ¡Esto es una locura!

-¿Ahora sirves a un poder superior?- inquirió Sevatar. Levantó los brazos.


Unos sudorosos sirvientes lucharon contra la parte superior de su brazo
para ponerlo en su si o. Los motores de energía hicieron girar los pernos
en sus huecos. -Te encuentro irritante, Shang. En par cular, me molesta la
forma en que le presentas una cara llena de seguridad al Primarca y la de
una abuela preocupada al resto de nosotros. Te he visto pavoneándote
delante de él. Llevas su aprobación como una armadura de papel,
deslumbrado por su gloria, siempre seguro de que alguien te la
arrebatará, y luego te escabulles tras su espalda. No eres su enfermera,
Shang. Eres ambiguo. Seguro de mismo hasta que la incer dumbre te
asalta, cosa que siempre te pasa. ¿Cómo descansas?

-Mejor que tú- respondió Shang. -Cumplo con mi deber. Cues ono estas
órdenes por mi lealtad, no por la falta de esta.

-Yo también estoy cumpliendo con mi deber. Lo gracioso es que


consideramos nuestros deberes de forma muy diferente, cuando debería
ser la misma. Eso es porque estás equivocado. La historia me reivindicará,
Shang. Se te nombrará poco en sus páginas.

-Sevatar, escúchame. Tenemos que detener esto.


Sevatar se inclinó un poco hacia atrás para permi r que los cables
eléctricos encajaran en su lugar. -Curze cree que eres débil, ¿lo sabías?
Para ser exactos, eso es incorrecto. Sabe que eres débil- en las manos de
Sevatar se colocaron los guanteletes blindados.

-Le sirvo lealmente. Sé que piensa que mi devoción por él es una


debilidad, pero es mi fuerza.

-Y, sin embargo, aquí estás, en mi cámara de armamento, cues onando


sus órdenes. ¿Crees que, viniendo aquí, moviendo el dedo mientras me
apuntas y ladrando con tu desdentada boca acerca de la moralidad y el
propósito superior te funcionará? ¿Por qué? Hay gente inocente en
Nostramo, pero ya hemos matado gustosamente a inocentes para
garan zar su obediencia. Como individuos, pueden ser irreprochables,
pero como sociedad Nostramo está más allá de la redención. Debe morir
en nombre de la jus cia. La luz de su quema actuará de la misma forma a
como lo hizo cualquier otro pueblo, planeta o sistema sacri cado que
hayamos quemado, y mantendrá a raya a la mayoría. Detendrá las
ac vidades de los pocos criminales que hay en nuestra Legión. Esto es
una atrocidad intencionada. Lo hago con gusto para evitar futuras
atrocidades.

-¿Qué te pasa?- siseó Shang. -Suenas como un faná co, Sevatar. Esa no es
tu manera de ser. El Sevatar que conozco es cínico, frío. Él no vería el
sen do en nada de esto.

-¿Qué sabes tú de mi manera de ser?- le preguntó Sevatar. -Nada, porque


es la manera de los fuertes.

-Sevatar, no he acudido a porque eres el Primer Capitán- dijo Shang


exasperado. -He acudido a porque eres uno de los pocos guerreros que
ene a nuestro maestro en su corazón de la misma manera que yo. Los
otros son chacales, o están desilusionados si alguna vez tuvieron honor.
No soy débil. Soy el único que es lo su cientemente fuerte como para ver
que el Primarca está enfermo y expresarlo abiertamente- Shang hablaba
con rapidez, consciente de que tenía poco empo para convencer a
Sevatar. -Está empezando a perder la cabeza. Tú no puedes verlo todavía,
pero yo sí. Viste lo que hizo en Cheraut.

-Fue a pedir ayuda a Fulgrim y éste le insultó.


Pero Sevatar estaba incómodo. Él también lo ha visto, se percató Shang.

-¡Casi mata a Rogal Dorn! Mató a guerreros de otras Legiones, y ahora


esta absurda carga contra nuestro sistema natal para hacer jus cia sin
antes demostrar los hechos.

-Tú demostraste los hechos. La guerra destruye las colmenas. Balthius


está muerto.
-Entonces al menos merece un juicio. Tú has visto en lo que se transforma
nuestro Primarca, lo violentas que son sus visiones. Está cambiando.
Necesita nuestra ayuda, no nuestra complicidad en sus crímenes.
-Konrad Curze no está loco- le advir ó Sevatar con una certeza mortal y
llena de amenazas. Sin embargo, su mirada contradecía el tono de su voz.

-¡Por amor del Emperador, Sevatar, nadie es más devoto del Acechante
Nocturno que yo!- exclamó Shang apretando sus dientes. Su frustración
salía como un gruñido desde el vocoemisor. -No está en su sano juicio. Se
está deteriorando. Has visto la forma en que se man ene ahora, lo
oscuro de su estado de ánimo. Si permi mos que esta locura con núe,
aceleraremos esta enfermedad. No habrá vuelta atrás en esto. No enes
idea de lo que ve. Ninguno. Detén esto ahora.

-Creí que nunca vería el día- aseguró Sevatar, -en el que Shang
calumniaría a nuestro noble señor.

-Escuchad lo que os tengo que decir- Shang miró con ojos desesperados a
los otros gigantescos guerreros. -¿Qué decís, Atramentar? Este es vuestro
mundo. Si vuestro capitán no puede ver entrar en razón, tal vez lo hagáis
vosotros.
Los exterminadores permanecieron inmóviles.

-Piensan lo que yo les digo que piensen- le indicó Sevatar, con la sombra
de una sonrisa en sus labios. -Son los más leales a la visión del Primarca.
Por eso son los Atramentar. Un puesto de honor que nunca has ocupado,
por razones obvias.
Los siervos de Sevatar terminaron de encerrarlo en su armadura,
colocando los úl mos pernos en su lugar, de modo que estaba
completamente reves do de cuello para abajo. Los sirvientes rápidamente
comprobaron su trabajo y después retrocedieron. Con un chasquido y un
gemido como el de un edi cio al moverse, el reactor de la armadura se
ac vó. Sevatar pareció crecer sicamente a medida que los haces de bras
se ajustaban y los pistones salían de sus casquillos. Otros siervos avanzaron
provistos con una serie de disposi vos, y los conectaron a los puertos
externos de la armadura para las comprobaciones.
-Estás tan loco como él.

-No lo estoy- le contradijo Sevatar. -Sé de lo que estás hablando. Es


inestable, pero no está loco.

-Entonces, ¿por qué haces esto?- siseó Shang.

-Shang, ¿me darás la sa sfacción de responder a una única pregunta?- le


solicitó Sevatar.

-Si me das crédito a lo que te estoy diciendo, entonces sí- le contestó


Shang.

-Los criminales han usurpado el gobierno de Nostramo- comenzó Sevatar.


-Los señores de la colmena apoyan de boquilla la unidad mientras se
pelean abiertamente entre ellos. Las calles están llenas de víc mas de la
violencia y de las violaciones. La miseria es la única experiencia abierta a
la gran mayoría de la población. Todos son cómplices de abastecer a
nuestra Legión, esa organización del Emperador que tanto aprecian, con
los peores ejemplos de la humanidad que pueden encontrar.

-¿Por qué?- quiso saber Shang. -¿Por qué se le puede declarar culpable de
eso a la gente común?

-Oh, porque lo son. Las madres se alegran de que sus hijos permanezcan
en casa. Los amigos se sienten aliviados de que no se lleven a los
compañeros de su banda. Los que no son dignos se alegran de que los
que deberían reclutarse no lo sean. Este es el crimen de toda una
sociedad. ¿No estás de acuerdo?
Shang no dijo nada.
Una abrazadera llevó el pesado casco de exterminador a lo largo de un riel
por el techo de la alcoba de la armería, hasta que quedó descansando
sobre la cabeza de Sevatar.

-Así que dime, en tu honesta opinión, ¿es Nostramo, como sociedad,


culpable o inocente?
Shang cerró los ojos y sacudió la cabeza. -No hagas esto, Sevatar. Ya no
hay vuelta atrás a par r de aquí.

-Contéstame, por favor, Shang, honestamente- la voz de Sevatar se


mantuvo fría, pero perdió la crispación.
Shang levantó la cabeza y echó hacia atrás la capa sobre su brazo. Las
lentes rojas del casco ocultaban sus ojos negros.

-Es culpable.

-Los culpables merecen ser cas gados- explicó Sevatar. -Ese es el único
hecho inmutable de la civilización, porque sin cas go no puede haber
civilización. Esto es lo que nos enseña nuestro padre gené co. Matamos
a unos pocos para que muchos puedan vivir, ya sean extraños o nuestras
propias familias.
Los siervos retrocedieron. Uno de ellos presionó el botón de un panel de
control y el casco descendió, tragándose la cabeza de Sevatar.

-Ave dominus nox- gruñó a través de los vocoemisores de traje. -Gernoth,


Karash, permaneced junto al comandante Shang hasta que se haya
aplicado el veredicto de nuestro mundo natal- levantó los brazos para
probar la armadura por sí mismo. -Nada puede escapar a la jus cia,
Shang. Nada debería hacerlo.
Los dos Atramentar a los que Sevatar habían nombrado avanzaron con
fuertes pisadas hasta que se pusieron a ambos lados de Shang.

-Te ahorro el dolor de par cipar en esto, ya que claramente estás muy
indeciso en cuanto a lo que es justo y lo que no lo es.

Shang permanecía de pie, orgulloso, entre sus imponentes escoltas. -Estaré


en el puente con nuestro señor, tal y como el honor lo exige, y veré cómo
se cumple la sentencia.

-Así es, Shang- asin ó Sevatar, cuya voz retumbaba. -Tú solo mira. Eso es
lo que mejor que sabes hacer. Apretaré el ga llo porque puedo. Tú, en
cambio, no puedes.
A todas las naves, abran fuego.
-

La orden de Konrad Curze resonó como un siseo por todo el catedralicio


puente de mando de la Maestro de las Tinieblas. La magullada y tumoral
esfera de Nostramo giraba bajo la ota. Su única luna se arrastraba por el
oscuro borde del mundo. En el tac carium que se mostraba sobre el
hololito había una única área que brillaba con cientos de puntos de ataque,
mientras que una gran can dad de datos iban pasando en múl ples
ventanas otantes.
La capitana Tolitha Genesh se movió en su trono de mando, inquieta ante
la presencia del Amo de la Noche que habían enviado para vigilarla. Sólo se
permi ó una breve e incómoda pausa, antes de hablar con rmeza.

-Mando de ar llería, trazad la adquisición inmediata del obje vo sobre la


señal del Primarca, y abrid fuego.
Varios o ciales subalternos se movieron inmediatamente para actuar bajo
la orden de la capitana, pero se detuvieron cuando se dieron cuenta de
que muchos otros no se movían. Una docena de ellos estaban en sus
puestos, mirando a la capitana. El más importante de entre todos esos
o ciales era el Maestro de Ar llería.
-Revocad esas órdenes- ordenó éste. Los pocos o ciales que seguían
trabajando se detuvieron. Los servidores burbujearon indignados ante la
interrupción de su programación.

-¿No lo has oído? Esa era una orden directa del propio Primarca- le
informó Genesh.
-No lo haré- se negó el Maestro de Ar llería.
Los murmullos empezaron a surgir de los pozos del mando de ar llería.
-Ni yo- dijo otro o cial, envalentonado por el desa o del Maestro de
Ar llería.
La ac vidad en todo el puente se detuvo.

-Este es nuestro mundo natal- dijo uno.


-¡No lo haremos!
Nostramo ya estaba bajo ataque. Sus defensas orbitales fueron las
primeras en caer, destruidas en pedazos antes de que sus sorprendidas
tripulaciones pudieran responder. Las nubes se tragaban las municiones
que se lanzaban hacia el planeta. Los ataques de las lanzas provocaban
tormentas. El fuego de respuesta de las baterías láser de defensa en la
super cie duró poco empo, suprimidas sin piedad.
-¡Mirad!- gritó el Maestro de Ar llería. -¡Ese es nuestro hogar!

-¿Lord Ilthen?- llamó Genesh al silencioso Amo de la Noche, situado detrás


del Maestro de Ar llería, pero la gura permaneció inmóvil, hipno zada
por la destrucción que se desarrollaba en el planeta que había debajo.
-Nos matarán a todos por esto, ¿no lo ves?- le advir ó Genesh. Se puso de
pie, con la mano en su pistola láser de servicio. Las armas se levantaron
detrás de ella, apuntándola. Sus propios hombres se habían vuelto contra
ella y aun así, Ilthen seguía sin moverse.
Genesh estaba a punto de formular una respuesta cuando un zumbido
eléctrico resonó a través de la vocored del puente. Un estallido de frío
intenso precedió al trueno causado por el aire al desplazarse.
Tres Atramentar estaban de pie en medio de una neblina de descargas
eléctricas, con las armas levantadas.
-¿Por qué esta nave no está disparando?- preguntó el líder. Genesh lo
reconoció inmediatamente.

-Lord Capitán Sevatar- dijo ella con alivio. -Gracias a Terra que estáis aquí.
Tengo un mo n entre manos.

-Desgraciadamente para - sentenció Sevatar. Un único proyec l de su


arma hizo pedazos a Genesh. -Estás relevada del mando. ¿Alguien más
ene algo estúpido que decir que jus que una respuesta de mi bólter?-
su arma y la de sus guerreros recorrieron apuntando a toda la tripulación. -
Tú- dijo dirigiéndose a Ilthen. -¿Por qué no lo evitaste?

Las lentes de rubí de Ilthen bailaban con los re ejos de las detonaciones
que orecían a lo largo del nublado orbe de Nostramo.
Miró jamente a Sevatar durante un buen rato.
-Porque esto está mal- contestó Ilthen, yendo a por su pistola.
Sevatar abrió fuego. Los tres primeros proyec les de masa reac va se
clavaron en la placa torácica de Ilthen y detonaron sin llegar a penetrar. Los
proyec les de Ilthen se desviaron formando un gran abanico, vaciando la
mitad del cargador en el puente. El cuarto proyec l de Sevatar le atravesó
el centro del pecho, destruyendo ambos corazones y matándolo al
instante.
Se hizo el silencio durante una fracción de segundo. Sevatar vio las
intenciones de disparar de los guardias antes siquiera de que ellos mismo
supieran que lo iban a hacer.

-Esa es una decisión lamentable- sentenció.

El roteo comenzó de nuevo. Ninguna escopeta podía penetrar su


armadura, y el estruendo se acabó tan rápidamente como había
empezado.

La herida brillaba con furia en la super cie de Nostramo. Las nubes,


durante siglos de un negro uniforme, ardían con un fuego interior que las
hacía retorcerse. Sevatar observó el cas go de Nostramo desde la cubierta
de la Espada Umbría, la tercera nave que él y sus guardaespaldas habían
tenido que someter. Una signi ca va minoría de las cincuenta naves de
Curze se había resis do a las órdenes del Primarca. Docenas de legionarios
habían muerto sofocando el mo n, de miles de mortales. Los daños en las
cubiertas de mando de varias naves eran signi ca vos.
Sin embargo, las órdenes se habían cumplido. Ahora nadie se atrevería a
desa ar al Acechante Nocturno.
Los proyec les dejaban largos trazados de fuego que se precipitaban hacia
el planeta, destellos chispeantes que enviaban ondas de choque con
bordes relampagueantes a lo largo de la atmósfera. Nostramo Quintus
ardía desde sus raíces hasta la punta, como la mayoría de las otras
ciudades de ese lado del mundo donde se encontraba la ota, pero ésta
era Quintus, el hogar del Primarca, situada cerca de la falla que Curze había
hecho al estrellarse contra la larga noche de Nostramo, la ciudad que se
llevó la peor parte del descontento de Curze. El agujero en la corteza nunca
se había curado, y fue sobre esa debilidad donde la ota derramó su furia.
Bajo el turbulento paisaje nuboso, un lago de magma crecía en la
super cie, tan grande que su resplandor brillaba a través de las nubes que
lo cubrían.
Ya no faltaba mucho, pensó el Primer Capitán, para que el planeta se
rompiese y su núcleo se abriese al frío vacío. Sevatar ya lo había visto esto
antes. La muerte de un planeta era espeluznantemente hermosa.
Esto era diferente, por supuesto, o debería haberlo sido. Había nacido en
ese planeta, un lugar que no valía nada. Dentro de sus estrechas ciudades
había crecido hasta su juventud. Sus calles fueron escenario de sus
primeros triunfos, sus primeros fracasos, varias muertes cercanas, sus
crímenes y sus pasiones. Debajo de esa hirviente capa de nubes, bajo la
cálida lluvia metálica, había perdido amigos y se había hecho enemigos. Se
preguntó cómo se sen an los otros nostramanos de la Legión al mirar la
pira de su hogar. Se preguntaba si experimentaban la agitación del odio
hacia su Primarca, o si sen an pena por el fallecimiento del mundo. Se
preguntaba estas cosas porque él no sen a nada.
Nostramo había errado, y se le había cas gado. No había nada más.
TRECE
VINDICACIÓN
Y así, con la muerte de Nostramo, me entregué al camino de las
-
nieblas- concluyó Curze, sa sfecho. -Se reveló mi monstruosidad. ¿Qué
podrías hacer tú sino condenarme a muerte?
Presionó sus manos contra las a ladas rugosidades de hierro del suelo.

-Mis hijos. No son los mejores. Maldecidos con mi maldad, vieron el


miedo que difundía y el horror que cul vaba como el n, no como el
medio. Llegaron a regocijarse con el poder que eso traía. Olvidaron lo que
eran. Incluso Shang, al nal, se desilusionó conmigo. Muy pocos no lo
hicieron. Sevatar lo entendía mejor que nadie.
La cabeza de Curze se inclinó, aún dolorida por la pérdida de su hijo
predilecto.

-Talos, mi Cazador de Almas. Él también lo sabe. Está entre los úl mos


leales- miró hacia el techo. -Su devoción a mi causa lo matará, aquí. Se
vengará de tu asesino y luego se irá. Cuando regrese, morirá en estos
mismos muros- se rio. -Podría decírselo, pero no lo haré. Si lo hiciera,
¿cómo aprendería? Prevenirle no tendría sen do, y no se transmi ría la
lección. Guerreros como Talos no alcanzan el signi cado de mis
enseñanzas- aspiró una larga y sibilante bocanada de aire. -Es abominable
lo que hago. Soy abominable. Pero mi aborrecimiento es sólo una
concentración de los pecados de todos los hombres, aumentada diez mil
veces. Querías que fuéramos parangones de la humanidad. Lo hiciste
demasiado bien.

-Estuvieron conmigo en Nostramo: Talos, Sevatar, Krukesh, Tor y tantos


otros. Siguieron incues onablemente mis órdenes y destruyeron a su
propia gente- Curze se arrastró alrededor del trono a gatas, sin dejar de
mirar la vil escultura. -Ninguno de ellos cues onó si hice lo correcto.
Ninguno de ellos cues onó mi decisión. Éramos una Legión. Yo era su
señor. Exigí jus cia por los innegables crímenes del mundo. ¡Y estos eran
mis mejores hijos! La palabra jus cia siempre estaba en sus bocas. En
otros mil campos de batalla habían come do lo indecible para promover
tu Imperio. ¿Qué es un mundo más, una población más de miles de
millones? ¿Qué importaba que fuera el mundo de sus padres y sus
madres?
Se rio. El sonido se atascó en su garganta, y soltó un chasquido inhumano
parecido al del reclamo de un pájaro carroñero.

-Sevatar una vez me preguntó por qué odiaba tanto a mis hijos. Y estaba
en lo cierto, ¿sabes?, los detesto a todos, tanto leales como no leales.
Desprecio lo que son; asesinos que actúan sin escrúpulos- su rostro se
tensó con fuerza. -¡Pero los odio sobre todo porque no entendieron el
propósito! No podían ver que eran cómplices de un gran crimen. Si
hubieran comprendido mis enseñanzas, habrían visto su propio interior y
se habrían condenado a sí mismos en consecuencia. La ejecución sería lo
siguiente. ¡Ojalá lo hubiera sido!- exclamó, levantando una mano en
forma de garra hacia el techo. -Al abrir los ojos a sus propias faltas, se
habrían asesinado los unos a otros como hubiera sido lo correcto.
Hubiera sido lo correcto.

Se arrastró unos pasos hacia atrás. -Pero no lo hicieron, y por eso se los
dejo a tu lisiado imperio, para que se pueda enseñar la lección una y otra
vez, una y otra vez.
Sonrió ferozmente a la estatua cadáver. Decepcionado de que no hubiera
respuesta a su provocación, se alzó lentamente todo lo cadavéricamente
alto que era y caminó hacia el trono hasta que estuvo justo encima de él y
sus manos agarraron las viscosas muñecas de la cosa que había creado.

-¿Por qué no debería enseñar esa lección? Me hiciste tu juez. Es mi


propósito. Soy yo quien pesa las almas. ¿Quieres saber, padre, cómo te
declaro?
Se inclinó, tan cerca de la e gie que su nariz rozó la resbaladiza carne de
esta.
-Culpable- susurró.
Se acercó al atril y tomó su libro, tras lo cual comenzó a hablar
enérgicamente.

-Estoy en paz con toda esta sangre y agonía. Nada de esto fue culpa mía-
indicó. -Como uno no puede arrepen rse de los dictados del des no,
porque no se ene in uencia sobre él, entonces no puede ser culpable.
Ya no me atormento por mi naturaleza, porque eso también está fuera de
mi control. Sin embargo, albergo un remordimiento.

Se mordió el labio, dudando si revelar su úl mo secreto. -Si hay algo que


pudiera cambiar, lo haría inmediatamente- apartó la mirada de la
silenciosa estatua, pues le resultaba más fácil confesar cuando sus
ensangrentadas cuencas de los ojos no le observaban. -Cuando viniste a
mí y, ahí de pie, en toda tu gloria, quemando la vista de mi pueblo de una
forma tan descuidada, debí de haberte rechazado. Nunca debí de tomar
el nombre que me impusiste. Porque hay una lección que he aprendido
de todo el horror de tu reinado, padre, una pequeña visión de mí mismo,
y te lo voy a contar.

-El Acechante Nocturno era justo. Era un monstruo, eso es cierto, pero así
es la naturaleza humana. Todo lo que podemos esperar es que los
mejores monstruos nos salven de lo peor. Sus acciones eran sangrientas,
pero como resultado su mundo estaba en paz consigo mismo por primera
vez en milenios. Tan sólo después de que dejará Nostramo y asumiera tu
carga, se selló mi perdición.
Curze sonrió. Si hubiera habido alguien que lo hubiera visto, su corazón se
habría roto al ver el dolor que expresaba.

-Padre, padre, padre, padre- dijo por n. Una solitaria lágrima resbaló por
su mejilla. A medida que ésta bajaba, su majestuosidad iba restaurándose
poco a poco. El dolor enjuagó la pá na de la corrupción. Entre la suciedad
y la sangre coagulada, una piel de blanco puro, forjada mediante una
habilidosa destreza gené ca, brillaba tras el rastro de la lágrima. -Si
pudiera volver al pasado y estar libre de las cadenas del des no para
actuar, nunca me habría conver do en Konrad Curze. Konrad Curze era un
traidor. Un incrédulo. Un luná co, pero, lo peor de todo, padre, es que
Konrad Curze era débil. El Acechante Nocturno era fuerte- agarró su libro
con fuerza. -Y en este oscuro in erno que has forjado, la debilidad es el
mayor crimen de todos.
Aliviado de la carga de esta úl ma confesión, Curze cerró los ojos y mostró
sus negros dientes con una sonrisa radiante. Miró hacia el cielo, pues un
prisionero liberado de la cárcel podía levantar su rostro hacia el sol.
Su catarsis no duró. Ninguna can dad de auto aversión era su ciente para
Curze. Cuanto más hablaba de sus faltas, más alimentaba su necesidad de
absolución. Hablar hacía que los surcos de la obsesión fueran cada vez más
profundos. Las palabras nunca podrían borrar sus pecados. Ni los suyos, ni
los de sus hijos, ni los de su padre.
Una sensación de presión similar a la que se forma antes de una tormenta
hizo que el aire de la habitación fuera incómodamente espeso. De esa
presión surgió un trueno de palabras que Curze había anhelado, pero que
en su sano juicio nunca hubiera esperado.

+Tú no eres débil, hijo mío+


El poder que cargaba la voz hizo que Curze se arrodillase. En su cabeza
resonó un repen no y blanco dolor. Un rugiente huracán de poder surgió
de la gura, ahora rodeada de una luz ac nica, que arrojó los restos de las
úl mas víc mas y quemó la pared, lo que expuso a Curze a la luz de las
odiosas estrellas.
-¿Padre?- preguntó. Su voz era quebrada, pequeña, como la de un niño.
Las mera.

+Estoy más allá de tus acusaciones. Más allá del discurso. Más allá de
cualquier cosa. ¿Por qué crees que hablo? Tu locura ya es completa+
De nuevo, las palabras resonaron en el cráneo de Curze con la fuerza de un
badajo al golpear una campana. Sin embargo, consiguió sonreír y levantar
la cabeza para contemplar la gloria de la cosa hecha de carne, aunque se
vio obligado a entrecerrar los ojos a causa de la ardiente luz.

-¡No, no, no! Tú estás aquí. Te oigo. Has venido a enfrentarte a mi juicio,
atraído por esta ofrenda que te he hecho. Tú siempre has sido un maldito
dios.
+No soy ningún dios, ni lo seré nunca+
Curze volvió a levantarse mientras su manto emplumado azotaba en el
vendaval psíquico y aferraba contra el pecho su libro para protegerlo.

-Tú estás aquí. En endes tu culpa. Has venido a enfrentarte a mi juicio.

+No puedes condenarme. Ya estoy lo su cientemente cas gado+

-¡No hay cas go su ciente para lo que has hecho! Ni en esta vida, ni en la
siguiente- gritó Curze.

+¿Cómo te atreves a presumir de entender lo que he hecho, los sacri cios


que he hecho y lo que ahora debo sufrir?+ la fuerza de la voz golpeaba a
Curze. +Nunca conocerás la profundidad de mi dolor, por lo cual estoy
profundamente agradecido+
Curze abrió los ojos para mirar de reojo a la gura. -¿Por qué unas
palabras tan vacías?
La voz tardó un momento en volver, de nuevo con una estruendosa fuerza
que hizo aullar a Curze.

+Ningún padre desea que sus hijos sufran, sin importar las cargas que se
vea obligado a imponerles+

Curze se rio. -¿Una disculpa? ¿Y ahora qué? ¿Me perdonarás? Sanguinius


me advir ó que podrías hacerlo- se mofó.

+Nunca hubo nada que perdonar. Actuaste como se te ordenó, pero


interferiste en mi plan. Tu locura no fue culpa tuya, ni mía+
Curze gruñó como un animal.

-¡Men ra! ¡Todo fue tal y como lo planeaste!

+No hay nada que hayas hecho mal. Si tú y yo nos hubiéramos podido
encontrar una vez más, podría haberte mostrado de nuevo la luz+
-¡Qué maravilloso!- Curze cayó en un minuto de risa salvaje y aullante. -
¡Soy el Acechante Nocturno! ¡La luz es un anatema para mí!

+La luz está dentro de todos vosotros. Sois mis hijos. Nacisteis de la luz.
Ninguno de vosotros está más allá de la redención+

-Díselo a los que murieron.

+Nada muere para siempre. La muerte es un estado de transición. Tienes


mi perdón, Konrad, lo quieras o no+

-¡Nunca!
La voz en su cabeza no solo no cedió, sino que siguió golpeando sin piedad.
Más mampostería cayó de la pared exterior. El suelo se derrumbó detrás
de él, diseminándose en los átomos que lo cons tuían.

+Solo come ste un error, hijo mío. De él brota todo el mal que has
come do. Elegiste creer en un des no inmutable. Y sin elección, no hay
nada. Esos dioses que se burlan de nosotros dependen de las elecciones.
El funcionamiento de este universo depende de las elecciones. Un
des no es un libro en una biblioteca de futuros ilimitados. Tú lees sólo
uno. ¿No ves que elegiste eso? Elegiste ser prisionero del des no. Si
hubieras creído en tu propia voluntad, nada de esto habría ocurrido. Tú
hiciste que esto pasara. Elegiste ser como eres, alguien atrapado,
manipulado. Loco+
La sonrisa de Curze se congeló y pareció como si fuera a desprenderse de
la cara que la sostenía, otando amenazadoramente sobre sus labios como
algo con vida propia antes de colapsarse con la violencia de una estrella
moribunda y que su boca se convir era en un agujero del que salían
alaridos.

-¡No! Tú enviaste a los asesinos a matarme. ¡Me quieres muerto!

+Tú determinaste el des no que has recorrido. Tu convicción, hijo mío, no


es más que una excusa para tus propios defectos+

-¡No!
Llorando, Curze ró a un lado su libro y se lanzó contra la terrible luz y,
pese a que le quemaba los ojos, golpeó a la e gie, la rasgó y la desgarró
con sus negras y rotas uñas, pelándola en largos rizos de carne congelada
de los cadáveres cosidos y destrozándola hasta que no quedaron más que
sangrientos pedazos.
La luz se fue.
Temblando y sollozando, cayó al suelo. Los úl mos restos de su escultura
rodaban húmedamente desde el trono.
-No puedo ser perdonado- susurró. Las lágrimas bajaban por su cara,
goteando por su nariz y barbilla, insu cientes en su profusión para diluir la
sangre derramada sobre el suelo. -Después de todo lo que he hecho,
¿dónde estaría la jus cia en eso? ¡No tuve elección! ¡No tuve elección!
La presión se disipó. Curze se encorvó hasta el suelo y envolvió con sus
brazos los restos del sus tuto de su padre. Congelado en algo parecido a
un abrazo, esperó a una voz que nunca más volvería a oír.
El empo avanzó hacia la hora inevitable. Konrad Curze se removió.
Levantó la cabeza, la cual le pesaba como si tuviera piedras de molino en el
cuello, para mirar al ídolo de carne. Ni se había movido ni había cambiado
la sangrienta cámara. Todo era como antes. Sólo su pena había cambiado,
a peor.
Suspirando, reunió todos los fragmentos de su arruinada cordura, recuperó
el libro que había rado y pasó por encima de los restos manchados de sus
esclavos hasta la puerta. La abrió y la atravesó sin mirar hacia atrás.
La puerta se cerró tras él con un suave clic. Adherido a la pared había un
disposi vo de fósforo preparado para detonar en el momento en que la
puerta se abriera de nuevo. Este úl mo regalo quemaría la habitación y
todo su interior para disuadir a sus odiados hijos por si se vieran tentados
en ahondar en sus secretos, ya que ahora muchos de ellos eran hechiceros
y para esa gente el pasado se podía fácilmente vislumbrar en lugares tan
mórbidos. Había una versión de los acontecimientos que prefería, y es la
que llevaba sujeta al pecho: sus memorias, tuladas La Oscuridad, escritas
con sangre y dolor en su propia y enmarañada letra, y en la que incluía los
acontecimientos que habían ocurrido en la sala tal y como los había
predicho. Para ser un tomo tan valioso renunció a él de forma
despreocupada colocándolo en un hueco alto detrás de una estatua para
que lo descubrieran, o no, pues así lo decretaba el des no. Libre del peso
de sus revelaciones, caminó más erguido y volvió a recuperar parte de su
gloria perdida.
Los pasillos de sus salones privados estaban vacíos, fríos y silenciosos. La
vida humana estaba ausente, pero no así la muerte, que lo impregnaba
todo. Los huesos y los dientes formaban complejos patrones en el suelo.
Las banderas, de cuero de pieles humanas, colgaban en las paredes, las
cuales estaban salpicadas de cadáveres enmohecidos, víc mas de la
violencia esporádica de Curze. Unos pocos afortunados estaban enteros, al
ser asesinados rápidamente; la mayoría estaban horriblemente mu lados.
Curze entró con solemnidad en sus aposentos, donde le esperaban
lúgubres esclavos sin lengua. Volver a estar entre los vivos provocó su ira.
El deseo de masacrarlos a todos se apoderó de su negro corazón, pero él
resis ó, y se me ó en medio de ellos, donde extendió sus brazos
preparado para las atenciones de los esclavos en una estudiada farsa de
calma.
Éstos no se dejaron engañar, y se pusieron a trabajar rápidamente.
Sus armas y su armadura eran copias. Aunque eran el mejor de los trabajos
de sus artesanos, eran mediocres comparados con los originales. Las
cuchillas de energía Piedad y Clemencia, junto con el Manto de la Pesadilla
y sus creaviudas, se las habían arrebatado sus hermanos. Las armas y la
armadura de la cámara parecían idén cas a su legendario equipo, pero no
eran las mismas. Curze introdujo pensa vamente sus manos dentro de sus
guanteletes mientras atornillaban la armadura donde correspondía. Una
vez había estado ves do con una armadura que tenía pocas ventajas;
ahora se había visto reducido a falsi caciones.
-Tantas metáforas ensucian mi vida- susurró. Estaba impaciente al estar
tan cerca del nal, ansioso por acabar con todo.
Sus siervos ignoraron sabiamente sus palabras, pero realizaron su trabajo
con la rara concentración de hombres cuyas vidas dependen de la
habilidad de sus acciones.
El úl mo perno entró en su lugar con un zumbido. Recolocaron su capa
alrededor de sus hombreras. Las andrajosas plumas re ejaban parte del
resplandor de la armadura y brillaban con un color azul-negro como la
noche. La armadura no era lo que parecía, pero se parecía a la pieza
original.
El propio Curze era inmune a la gloria que re ejaba. Dentro de su
caparazón de ceramita, permanecía tan pálido y sucio como un cadáver al
que le hubieran despojado de sus riquezas y abandonado en la suciedad.
De la cámara de la armería pasó a zonas más pobladas, donde le esperaban
sus hijos. Las fuerzas de la Legión se habían reducido considerablemente.
Los esclavos humanos no alterados superaban en muchas veces a sus hijos,
pero esa noche los Amos de la Noche recordarían sus días de grandeza. En
el camino del Primarca no había siervo alguno y solo los legionarios
llenaban los salones.
Sus hijos merodeaban por los pasillos mientras él pasaba. Unos pocos
gritaban, el resto estaban atentos a sus deseos y permanecían en silencio.
Ninguno intentó detener su avance, o convencerle de que regresara. Curze
vio los destellos de sus futuros, todos sombríos y llenos de dolor. Eran tan
arrogantes, tan seguros de que caminaban por la senda correcta, cuando
en realidad no habían sido más que asesinos. Las primeras semillas de la
corrupción se sembraron cuando nacieron. Sus muertes venideras serían la
amarga cosecha de la ineluctabilidad.
Tomemos, por ejemplo, la orden que dio de que nadie detuviera al asesino
que iba a venir a por él esa noche. La orden se obedecería. Los Amos de la
Noche se re rarían para permi r que el asesino pudiera llegar hasta él.
M'Shen encontraría los pasillos vacíos. Una minoría lo haría porque
entendían su propósito, el que la lección se diera con toda su horrible
nalidad. Del resto, muchos de ellos no se atreverían a actuar en contra de
sus deseos, por miedo a perder sus propias vidas si desa aban a su padre
gené co, a sus cuchillas si tenían éxito, o al asesino en el intento. Y, a un
número considerable, simplemente no le importaría, ya que le odiaban
tanto como él les odiaba a ellos.
Su segunda orden, la de que no se buscara venganza, la desobedecerían,
pero sólo uno de esos miles lo haría por razones honestas —el resto estaría
mo vado por la codicia hacia sus reliquias. En ese mismo momento lo veía
todo claramente con el ojo de su mente. Que así sea. Al des no no se le
puede engañar.
Incluso ahora, dudaba de eso. La voz en la cámara solo había expuesto en
voz alta sus propios temores, eso lo sabía; sabía que no era el Emperador,
tanto como sabía que lo era. Pensamientos contradictorios que le
atormentaban por igual, hos les entre sí, coexis an dolorosamente en su
mente.

Soy libre.

No soy libre.

Soy libre.
No soy libre.

-¡Basta!- se siseó a sí mismo, perdiendo por un momento su regia postura


y convir éndose de nuevo en una bes a encorvada. Sus guerreros le
miraron en silencio, y lo que había sido un sen miento de deliciosa
reivindicación se volvió agrio.
Se recuperó y comenzó de nuevo su lento avance.
Muy bien: si el des no no estaba grabado a fuego, entonces elegía
voluntariamente esta muerte. Dejaría que este acto fuera suyo y sólo suyo,
ya que gran parte de su vida había estado fuera de su control.
Los niveles que rodeaban el salón del trono estaban desiertos, tal y como
había decretado. Él mismo abrió las puertas de la Galería de los Gritos. Las
almas que allí estaban eran de las pocas que se comportaban de manera
consistente, aullando la dulce música de su sufrimiento en esta noche de
noches, tal y como lo hacían en todas las demás. Cientos de
desafortunados mortales estaban prisioneros en sus paredes, suelo y
techo, con sus carnes cosidas entre sí y mantenidos vivos mediante la
combinación de ciencia y magia impura. Todos ellos estaban conscientes.
Todos ellos se retorcían de dolor. Sus ojos giraban como locos dentro de
sus es rados rostros. Pieles de muchos colores daban a las paredes una
apariencia moteada. Señores y peones gritaban uno al lado del otro,
retorciéndose en la in midad forzada de los mosaicos que formaban sus
miembros rotos.
Todos eran iguales en su sufrimiento.
Curze caminó lentamente por el pasillo, disfrutando de los gritos por
úl ma vez. Sus botas de metal se hundían en la alfombra de hecha de
carne, rompían narices, reventaban ojos y dejaban huellas de magulladuras
allá donde pisaba.
Demasiado pronto y demasiado deprisa, las puertas del salón del trono
estuvieron al alcance de la punta de sus dedos. También debía de abrirlas
él mismo. No había ningún ser con voluntad o libertad en esa parte de su
palacio. Se lo había prohibido a todos, tanto a los poderosos como a los
mansos, porque no podía con ar en ellos.
Antes de abrir las puertas se giró hacia la Galería de los Gritos y se dirigió a
sus víc mas.
-Les agradezco su música- les dijo con toda sinceridad. -Les agradezco su
dolor.

Cerró las puertas tras él, dejando atrás la miseria en favor del silencio.
Su trono le esperaba. Caminó con majestuosa resolución hacia su asiento y
se sentó. Sus efectos personales se habían colocados tal y como había
ordenado. De un cojín levantó la corona nox y la puso sobre su cabeza,
tomó las otras insignias de su cargo y las acunó como si de un an guo rey-
dios de la lejana Terra se tratara. En un lugar privilegiado, encima de una
mesa situada a su lado, se encontraba el maltrecho mazo de cartas que
tantas veces había consultado. Quería que la presencia de éste fuera su
úl mo inciso acerca del cruel abrazo de la fortuna. Pero las cartas atraían
su atención, obligándole a que se las replanteara como una herramienta de
su engaño.
Se obligó a mirar jamente a las puertas, con la postura de un már r que
espera. Diminutas lentes observaban desde las lascivas gárgolas y las
representaciones talladas de los peores tormentos. Estos momentos
nales serían grabados y recordados durante diez mil años, tal y como
debía hacerse.
Tan quieto como la colección de estatuas que le rodeaba observaba la
entrada, los pozos negros que eran sus ojos apenas parpadeaban. Ya era un
rey enterrado. Ahora sólo debía esperar a la muerte.
En su mente ya estaban preparadas sus úl mas palabras, listas para ser
liberadas por n hacia su lengua y de ahí, al mundo y a las páginas de la
historia. Habían estado allí desde el principio, esperando este momento, la
culminación de su malvada y predicha vida. Habrían de decirse. Ahora era
su momento.
El des no lo exigía.
Los úl mos momentos de su vida se acercaban. Curze creyó escuchar
cómo caían los úl mos granos de empo que quedaban.
La puerta se abrió y la muerte entró.

FIN

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