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¿Te gustaría ser detective?

Tras sufrir un acci-


dente cuando intentaba dar con el ladrón de un
monolito, Juanjo tiene un sueño revelador que
pone en evidencia los errores que ha cometi-

Diana Benítez Paucar


do al calcular distancias y pesos durante la
investigación. Su sueño lo impulsa a re-
petir todo el proceso con más atención.
¿Cómo recuperará este objeto de gran
valor cultural?

Esta colección de libros fue creada


en La factoría de historias. Se trata
de un esfuerzo colectivo de imagina-
ción. Cada historia fue evolucionan-
do hasta tomar su forma final en una
discusión abierta entre los escritores y

El rescate de tepochtli
los ilustradores que participaron acti-
vamente y enriquecieron con sus vi-
siones y su experiencia este proyecto.

Diana Benítez Paucar


Ilustraciones de Mynor Álvarez
9 789929 712942

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El rescate
de Tepochtli
Diana Benítez Paucar
Ilustraciones de Mynor Álvarez

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El rescate de Tepochtli
D.R. © De esta edición:
2015, Editorial Santillana, S.A.
26 avenida 2–20 zona 14
Ciudad de Guatemala, Guatemala, C.A.
Teléfono: (502) 24294300. Fax: (502) 24294343

Este libro fue concebido en La factoría de historias, un espacio de


creación colectiva que convocó a un grupo diverso de escritores e
ilustradores y que fue coordinado por Eduardo Villalobos en
el Departamento de Contenidos de Editorial Santillana. Luego
de las discusiones, cada autor se encargó de dar forma al anhelo
y las búsquedas del grupo.

El rescate de Tepochtli fue escrito por Diana Benítez


Paucar e ilustrado por Mynor Álvarez. La gestión y
coordinación creativa estuvieron a cargo de Alejandro
Sandoval. Las características gráficas de la colección son
obra de Álvaro Sánchez. Los textos fueron editados por
Julio Calvo Drago, Alejandro Sandoval y Eduardo
Villalobos. La corrección de estilo y de pruebas fueron
realizadas por Julio Santizo Coronado. Diseño de cubierta:
Mynor Álvarez. Coordinación de arte: Sonia Pérez Aguirre.
Diagramación: Sonia Pérez Aguirre.

Primera edición: agosto de 2015


ISBN: 978-9929-712-94-2
Impreso en

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede


ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o
transmitida por un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier
otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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El rescate
de Tepochtli
Diana Benítez Paucar
Ilustraciones de Mynor Álvarez

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I
Desde que me asignaron el caso, mi cabeza no
dejaba de dar vueltas alrededor del robo. Aunque
habíamos capturado a los responsables, yo estaba
convencido de que aún no habíamos atrapado al
verdadero culpable.
Luego de ocho años de trabajar para el de-
partamento como investigador, nunca había tenido
un caso tan peculiar. Me habían asignado casos de
robos, principalmente de carros y mercancías, pero
este era inusual.
Cuando la noticia del robo de la estela del
Parque Arqueológico Nacional se divulgó por los

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medios de comunicación, con otros compañeros hi-


cimos bromas de que tenían que asignarle el caso
a Superman o al Hombre Araña, pues robarse un
monumento de piedra que medía 2.82 metros (m)
de alto, 0.75 de largo y 0.48 de ancho, con un peso
aproximado de 3.5 toneladas, requería de una es-
pecie de gigante o villano como el Doctor Octopus.
La jefa terminó asignándonos el caso a Ber-
múdez y a mí. Si bien no soy fanático de la arqueo-
logía, supe que la estela robada pertenecía al perío-
do Clásico de la civilización maya. Era una pieza
de gran valor cultural e incluso monetario, pues, de
acuerdo con los museos, esta reliquia podría costar
alrededor de medio millón de dólares.
De inmediato viajamos al parque. Justo al
llegar recordé que de niño había estado allí con
mis padres. Cuando tuve oportunidad, fui a casa
a ver fotos de aquella época en las que aparezco yo
al lado de este monumento. La estela tenía tallada

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una figura de un guerrero con sus manos pegadas


al cuerpo y sus puños cerrados. En la foto se me veía
con un dedo metido en uno de sus puños haciendo
un gesto guerrero e imitando la figura. La foto me
ayudó a sentir que el caso era importante y que de
alguna forma tenía que dar con los causantes del
robo para contribuir con la conservación del patri-
monio nacional.

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Mientras Bermúdez hablaba con el vigi-


lante del parque, yo revisaba el espacio vacío que
había dejado la estela. Revisé los alrededores, pero
no encontré señales de que la hubieran arrastrado.
Solo pude ver muchas hojas caídas y unos pedazos
de plástico de empaque, de los que tienen burbujas.
Definitivamente se la habían robado por el
aire. No había otra explicación. A no ser que fuera
el primer caso de abducción alienígena de la his-
toria. Me imaginé rápidamente los encabezados de
la prensa: «Extraterrestres roban estela maya». El
parque se llenaría, no solo de turistas, sino también
de ufólogos. Sin embargo, el custodio del parque
mencionó que a la medianoche escuchó a lo lejos un
helicóptero. Mis fantasías extraterrestres desapare-
cieron al instante.
Al revisar el plástico pude establecer que se
trataba de uno con burbujas de tamaño extragran-
de, de unos 25 milímetros (mm) de diámetro cada

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una, con el que supuse que envolvieron la estela. La


tierra alrededor de donde estaba sepultada la estela
había sido removida, como si hubieran colocado al-
gunas palancas para sacarla de tajo, como cuando
se arranca una muela de la boca. La profundidad
del hoyo, de casi 0.60 m, coincidía con la parte que
servía de soporte a la estela.
Una vez que tuvimos esta información, Ber-
múdez y yo nos dedicamos a investigar quién vendía
este tipo de plástico, si se habían rentado helicópte-
ros durante ese período y si se habían emitido per-
misos para transitar de noche por aquella región.
La Policía y los medios de comunicación
lanzaron una campaña que ofrecía una recompen-
sa para quien pudiera denunciar a los responsables
del robo o aportar cualquier detalle que ayudara a
la investigación.
En menos de cuatro días, un coleccionista
denunció que alguien le había ofrecido la pieza. In-

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cluso mencionó que ya había hecho un pago inicial


sin sospechar que la estela era robada.
Por otro lado, con los datos de la torre de
control, además de los que nos dieron una empresa
de alquiler de helicópteros y una venta de plásticos,
logramos capturar a cuatro personas que confesa-
ron ser los autores materiales del hecho.
La reliquia arqueológica fue recuperada. Se
realizó un acto protocolario de entrega en el que

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participaron las principales autoridades políticas del


país, así como versados académicos, entre ellos el
coleccionista que había denunciado el hecho.
Pronto volvió todo a la normalidad. La jefa
nos felicitó por los resultados de la investigación y
nos premió con algunos días libres. Sin embargo,
yo creía que el caso aún no estaba resuelto. Tenía
el presentimiento de que todo era una farsa, pero,
de acuerdo con las investigaciones, el caso estaba
cerrado.

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Pese a que la jefa insistió en que nos tomára-


mos unos días de descanso para celebrar el triunfo,
mi plan era visitar de nuevo al coleccionista para
profundizar en su versión y quitarme la sensación
de que algo no encajaba con los resultados.

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II
Pasé por un restaurante de comida rápida, compré
una hamburguesa y una gaseosa y me fui al mirador
de la ciudad, en donde estacioné mi todoterreno.
Allí mismo cené y me puse a pensar en mi estrategia
para reabrir el caso.
Estaba convencido de que mi plan debía co-
menzar visitando al coleccionista. Había algo en su
versión que me hacía ruido, que no encajaba. Para
mí, él era el principal sospechoso.
Sin embargo, para mi jefa y el alcalde de la
ciudad, el coleccionista era un ciudadano ejemplar
y merecedor de elogio por denunciar su transacción

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con los ladrones. Hasta recibió trato de héroe por


parte de los medios de comunicación por contribuir
a la investigación y al proceso para que la estela vol-
viera al parque arqueológico.

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Salí del carro, me senté en el capó y me


recosté sobre el parabrisas mientras desenvolvía la
hamburguesa. El olor de la carne recién salida de la
parrilla, mezclado con el de la lechuga, el tomate y
las salsas, me hizo agua la boca.
En el momento en que di el primer mordis-
co divisé una pequeña luz que se movía de manera
extraña. No podía ser un avión, pues tengo entendi-
do que no pueden suspenderse en el aire y no vuelan
hacia atrás. Tampoco era una estrella fugaz, aun-
que, por si acaso, pedí un deseo: «Que mi vecina
acepte ir conmigo al cine».
Soy de las personas que opinan que el uni-
verso es inmenso y que no podemos ser los únicos
seres vivos en él.
Por eso, cuando la luz se fue acercando, mi
corazón se paralizó de miedo de solo pensar que
podría ser una nave espacial tripulada por seres de
otra galaxia.

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De la nada salió un hombre disparado con-


tra mí, que me hizo botar la hamburguesa y la ga-
seosa. Por efecto del rebote rodó por el capó hasta
el suelo.
Yo quise salir corriendo, pero algo en mí me
detuvo. Por un momento pensé que era mi espíritu
investigativo, pero la verdad es que la chaqueta se
me había atascado con el limpiabrisas, por lo que
no pude escabullirme.
En lo que yo intentaba desatascarme, el
hombre se levantó del suelo y empezó a sacudirse
el polvo y a componerse. Yo, asustado por la forma
abrupta como salió de la nada, saqué mi arma y le
pedí que pusiera sus manos sobre su cabeza y que se
diera la vuelta lentamente.
El hombre obedeció mis órdenes.
Se dio la vuelta y descubrí que era exac-
tamente igual a mí. Parecía que me miraba en un
espejo.

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Mi corazón palpitaba a mil por hora. No lo-


graba articular palabra alguna. Tenía la piel eriza-
da y me sentía petrificado por la apariencia de este
hombre.
El tipo me saludó como si me conociera de
sobra. Rápidamente pensé que alguien me estaba
tomando del pelo. La manera en que el hombre sa-
lió de esa luz, como de la nada, fue aterradora, pero
al ver su apariencia pensé que tenía que tratarse de
un mal chiste.
El sujeto me dijo que no me asustara, que
podía explicarme lo que estaba pasando, que no le
disparara y que además lamentaba haber tirado mi
hamburguesa, pues era su favorita. Hice cara de ga-
lán de telenovela, porque lo más seguro era que me
estuvieran filmando en alguno de esos programas de
cámara escondida. Y no quería caer en la trampa.
Estiré mi brazo para tocar a mi doble y
comprobar que era real, pero este retrocedió con

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rapidez mientras decía: «Cuidado. No soy un holo-


grama». Luego intenté jalar la piel de su rostro, pero
de nuevo retrocedió y afirmó: «No estoy disfrazado.
Esto no es una broma. Déjame. Te lo explico todo».
Así que me quité la chaqueta, que seguía
atascada en el limpiabrisas, bajé del capó y con va-
lentía contemplé a aquel ser un par de minutos (in-
cluso di una vuelta alrededor de él) para confirmar
que no era ninguna broma y que efectivamente te-
nía ante mis ojos a mi otro yo.

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III
Liberé mi chaqueta del limpiabrisas, la sacudí y me
la puse. De inmediato busqué en uno de sus bolsillos
mi llave antigua y empecé a jugar con ella entre los
dedos.
Llevaba esa llave conmigo a todas partes.
Era como un talismán que me ayudaba a concen-
trarme cuando la situación lo ameritaba o a tran-
quilizarme en momentos de tensión.
Mi abuela me la regaló un día que fui a vi-
sitarla. Pertenecía a uno de sus baúles y me la obse-
quió tan pronto como se dio cuenta de que me gus-
taba. La llave medía unos 5 centímetros (cm) y tenía

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una forma de tubo perforado con un diámetro de


unos 4 milímetros (mm). En su extremo tenía una
paleta diminuta que formaba una especie de trape-
cio rectangular y, en su lado no paralelo, una ligera
curva cóncava, como si hubiera sido mordida. En el
otro extremo tenía un anillo ovalado en el cual le
había colocado una tira de cuero.
Mientras pasaba la llave por mis dedos, yo
seguía escudriñando lo parecido al mío que era el
rostro de aquel forastero, como si fuera mi gemelo.
El individuo me hablaba de manera atropellada sin
que le prestara atención.
—Ea, Juanjo, despertá, que es urgente lo que
necesito decirte —me dijo para que reaccionara.
Cuando me llamó por mi nombre, me im-
presionó. ¿Cómo sabía mi nombre? ¿Por qué me
trataba con tanta familiaridad?
—¿De qué se trata todo este asunto? ¿Quién
es usted? —pregunté consternado.

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—Juanjo —me dijo con voz pausada—, yo


soy vos, solo que vengo del futuro a advertirte que
dejés el caso como está, pues tu plan de visitar al
coleccionista va a terminar mal.
—¿Qué puede salir mal? ¿Cuál plan? ¿Quién
es usted para meterse en mis asuntos? ¿Quién le ha-
bló del coleccionista? —pregunté.
—Juanjo —volvió a decir—, poneme aten-
ción. Sé que mañana a primera hora vas a visitar al
coleccionista y vas a descubrir que él tiene la estela
robada. Pero no vas a poder compartir con nadie tu
descubrimiento porque algo te va a pasar.
—¡Yo sabía que él era el ladrón! —dije, y
chasqueé mis dedos de la emoción—. Pero ¿cómo
así que me va a pasar algo? ¿Como qué? —respondí
entornando los ojos.
—Pues no recuerdo bien —respondió mi
doble—. Solo sentí un golpe en la cabeza. Luego vi
una luz brillante y de repente me sentí volando. Y

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así fue como vine acá, como si hubiera retrocedido


en el tiempo.
Solté una carcajada, pues me parecía una
locura verme a mí mismo venir dizque del futuro y
traerme una razón incompleta.
—¿Y para eso viajaste del futuro? —lo inter-
pelé riéndome.
El tipo se encolerizó tal como yo lo hago,
llevándose los puños a la boca y luego rascándose
la cabeza, y después se me vino encima como para

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agarrarme del cuello, pero en el momento en que
me puso las manos encima, ¡puf!, desapareció.
Dejé de reírme. Me quedé como sin aire.
Había visto a este sujeto exacto a mí y luego se ha-
bía desvanecido. Comencé a dudar de si fue real
lo que pasó o si simplemente fue un invento de mi
imaginación.
—¡Ea! —grité para ver si volvía, pero nada
sucedió.

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Di una vuelta alrededor del carro. Incluso


murmuré mi nombre casi entre dientes. «Juanjo,
Juanjo, ¿dónde estás?», dije, pero nadie contestó.
En ese preciso momento sonó el celular. Era
Bermúdez, quien llamaba para preguntarme si nos
juntábamos a celebrar, pero le dije que se me había
aparecido mi otro yo de una nube, que me había
dicho algo sobre el caso y que luego había querido
ahorcarme para luego desaparecer.
Bermúdez definitivamente me tomó por loco
o por borracho y me dijo: «Mejor dejemos la celebra-
ción para otro día». Y colgó. Efectivamente, me sentí
como un lunático luego de contarle a Bermúdez la vi-
sión que había tenido. Hasta empecé a dudar de ella.
Así pues, me metí en el todoterreno, re-
flexioné sobre lo sucedido y concluí que había sido
un sueño; que, con tanta actividad en los pasados
días, seguramente mi cuerpo cansado había inven-
tado tal situación.

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Llegué a casa, me di un duchazo y me acos-


té a dormir. Me costó conciliar el sueño. Recordé
aquello que dicen de que cada uno de nosotros tiene
un doble en el planeta. Tal parece que yo había en-
contrado al mío. O por lo menos lo había soñado.
A la mañana siguiente salí a la casa del co-
leccionista.

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IV
El coleccionista vivía en una mansión situada en uno
de los sectores más exclusivos de la ciudad. La casa
era de un solo nivel y consistía en una construcción
de 1 750 metros cuadrados (m2), pero el terreno
medía en total 29 400 m2.
Para entrar había una garita de vigilancia y
un muro perimetral infranqueable con numerosas
cámaras. Apenas el visitante se identificaba, el co-
leccionista, desde un panel de control, le permitía o
denegaba el acceso.
Al nomás abrirse el garaje eléctrico se veía
una fuente de estilo italiano frente a la casa. Esta

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servía de glorieta para que los vehículos dejaran a


los pasajeros en la puerta principal y luego aquellos
fueran estacionados por un empleado en un par-
queo especial para visitantes.
Desde que el coleccionista había denuncia-
do a los ladrones se había mostrado muy colabora-
dor con la investigación. Por eso no tuvo reparos en
dejarme entrar. Una persona encargada del servicio
me hizo pasar al vestíbulo, desde donde podía con-
templar el interior de la casa. El vestíbulo llegaba al
corazón de aquella residencia y desde allí se podían
ver amplios espacios enlazados entre sí. Los techos
tenían doble altura, lo cual destacaba la ilumina-
ción, ya de por sí abundante gracias a los grandes
ventanales que rodeaban la casa.
Antes de entrar en su despacho, el coleccio-
nista me comentó que había recibido aquel terre-
no en herencia y que él había decidido construir la
casa de forma rectangular. La fachada tenía 35 m

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de frente. Y ya conociendo el área construida, pude


deducir los metros de fondo. Solo tuve que dividir
los metros cuadrados del área total de la casa (1 750)
entre los metros que mide la fachada (35) y obtuve
que la casa medía 50 m de fondo.
La casa olía a pino dulce y estaba abarro-
tada de cuadros y esculturas con pequeñas tarjetas
que explicaban qué representaba cada una de ellas
y su procedencia. Me acerqué a ver algunas de las
esculturas. Una de ellas decía: «Guerrero azteca en
piedra volcánica. Veintidós pulgadas. Subasta de
Nueva York».
La casa definitivamente era imponente, pero
era más impresionante el jardín, o por lo menos la
parte que desde allí se alcanzaba a ver. El hombre
le había sacado provecho al terreno, que colindaba
con un lago y desde el cual se podían ver árboles de
hormigo, ceibas, matilisguates y cedros. Mencionó,
además, que había construido una pequeña estan-

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cia con churrasquera y jacuzzi al finalizar el bosque


y que para amenizar el sendero lo había decorado
con esculturas.
Luego me ofreció alguna bebida. Yo pedí
un café muy caliente, no porque me gustara, sino
para que pudiera tomármelo despacio y pasar el
mayor tiempo posible dentro de la casa. Él se sirvió
una copa de brandi. Luego me preguntó sin rodeos:
—¿A qué debo su visita? ¿Le falta algún de-
talle para su informe? Entiendo que con la captura
de los ladrones el caso está cerrado.
—Sí —le respondí—. Gracias a su informa-
ción pudimos devolver la estela al parque arqueoló-
gico en un tiempo récord. Sin embargo, tengo que
hacerle un par de preguntas para terminar mi in-
forme y archivarlo.
—Adelante —me dijo con tono dicharachero.
Carraspeé antes de lanzar la pregunta para
ponerle un tono más serio:

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—¿Cuál es su interés en tener una pieza ar-


queológica como esa estela? Porque, según entien-
do, si la pieza no hubiese sido robada, usted la ha-
bría comprado. ¿Es así?
Mis dedos tomaron la llave para calmar mis
nervios por la pregunta realizada.
—Pues verá —respondió el hombre sin re-
paros—. Me encantan las esculturas. Y cada una
de las piezas que usted ve alrededor y las que tengo
en el sendero del bosque las he conseguido gracias
a mis viajes, por encargo o a través de subastas. Sin
embargo, siempre había deseado tener una escultu-
ra autóctona, centroamericana, de gran porte. De
hecho, un escultor me hizo una estela en piedra, pa-
recida a la estela en cuestión. Por eso, cuando uno
de los ladrones me llamó para decirme que se tra-
taba de una estela original de la civilización maya,
nunca imaginé que era la del parque arqueológico.
Esa pieza es maravillosa.

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—Sí, ya me di cuenta de que le encanta,


puesto que tiene más de 12 fotografías de la estela
en diferentes lugares —le dije súbitamente, hacien-
do alarde de mi memoria fotográfica—. Pero ¿no
cree que su interés por la escultura podría ponerlo en
riesgo de traficar con piezas arqueológicas? —pre-
gunté después con un tono de precaución.
—Si su pregunta es si conozco la ley y la
respeto, la respuesta es que sí, por supuesto —me
dijo con tono arrogante—. La Ley de Protección
y Conservación de Objetos Arqueológicos establece
que cualquier pieza arqueológica se considera parte
cultural del tesoro de la nación. Por eso las piezas

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que usted ve en mi casa están registradas en el Ins-
tituto de Antropología e Historia, y puede ir allí a
investigarlo.
—Créame que mi intención no es molestar-
lo, sino clarificar los términos de mi informe, y las
preguntas que hago son por pura ignorancia —le
dije en forma pausada mientras le daba pequeños
sorbos al café.
El coleccionista se sirvió otra copa, respiró
profundo, me sonrió falsamente y dijo:
—Tiene razón. Muchas personas descono-
cen esta ley.
Luego caminó a una esquina, donde levan-
tó un portarretrato con una fotografía del parque

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arqueológico, en la cual se lo veía a él al lado de la


estela, y dijo:
—Por un momento pensé que podría tener
un patrimonio cultural en mi jardín, pero me ale-
gro de que ya esté en el lugar adonde pertenece.
—¿Puedo concluir —le pregunté intentan-
do salvar la situación— que los ladrones vieron una
oportunidad para venderle esa pieza a usted cono-
ciendo su gusto por ella?
—Supongo —respondió el coleccionista.
Y antes de dejarlo hablar formulé otra pre-
gunta:
—De acuerdo con el reporte inicial, usted
supo que se trataba de la pieza robada cuando la
noticia fue transmitida por la televisión, pero, antes
de esto, ¿de dónde creía que provenía la pieza?
—Mire —me dijo ya un poco exaspera-
do—. Soy amante de las esculturas y las piezas ar-
queológicas. He salvado muchas de ellas de caer en

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el mercado negro. Y siempre, como ya le expliqué,


las registro. Por lo tanto, cuando me llamaron para
ofrecerme una pieza de tal magnitud, no dudé ni
por un momento en hacerme con ella. Cuando ini-
ciamos la negociación, me indicaron que tenían la
documentación y el registro correspondientes, así
que pagué el 50 % sin problema. Creo que con esto
respondo su pregunta, y la verdad es que muchas de
las respuestas ya las tiene su jefa. Disculpe que no
pueda seguir atendiéndolo. Mi tiempo con usted ha
terminado. Tengo otra cita.
—Solo una última petición —le dije en
tono suplicante—: ¿podría conocer la pieza que le
elaboró el escultor, la que mencionó que está en su
jardín?
—Con gusto se la mostraría —me dijo con
otra sonrisa hipócrita—, pero soy muy selectivo con
las personas que visitan mi jardín de esculturas. Y
como su interés no es cultural, sugiero que pida una

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orden de cateo. Traiga una, que yo gustoso le ense-


ño la réplica.
Le estiré mi mano en señal de despedida, y
él la apretó con fuerza mientras con la otra me mos-
traba la salida y le decía a su personal de servicio
que ya me iba. Me fui repitiendo en mi cabeza sus
últimas palabras: «Gustoso le enseño la réplica». Y
la palabra réplica me conectó con el tipo que se pa-
recía a mí y supuestamente había venido del futuro.
Él había mencionado que la réplica no era réplica.
Definitivamente tenía que ver esa pieza, pero segu-

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ro no iba a tener el respaldo de mi jefa para obtener
la orden de cateo.
Después de salir de la mansión, lo primero
que hice fue buscar en Internet mapas de la ubica-
ción de la casa y del jardín. Los encontré y me puse
a observar cuidadosamente el muro perimetral.
Quería ver dónde había cámaras y dónde no por si,
digamos, quisiera entrar sin ser detectado y conocer
el dichoso jardín.

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V
De acuerdo con las fotos satelitales, el terreno tenía
forma de trapecio. Si triangulaba el área, podía de-
terminar que la casa estaba ubicada dentro del área
rectangular, mientras que el camino del jardín de
esculturas se encontraba dentro del área triangular.
De hecho, se alcanzaba a ver que el camino estaba
a la orilla del lago y que había ocho esculturas, tal
como el coleccionista había mencionado, pero no
podía verlas en detalle por el GPS. Por eso necesi-
taba conocer la distancia entre la casa y la churras-
quera para poder planear con exactitud el paso que
debía seguir.

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Así pues, dibujé rápidamente un esquema y
coloqué los datos que conocía:
Total del área del terreno: 29 400 m2
Frente de la casa: 35 m
Largo de la casa: 50 m
Viendo la foto satelital, parecía que la casa
estuviera enmarcada en el centro del terreno rec-
tangular. Tendría unos 20 m de distancia hasta la
pared que colindaba con la otra propiedad, la mis-
ma del lado del lago, y esa distancia sería igual a la
que hay desde ella hasta
la línea imaginaria del

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rectángulo. También pude calcular los metros de
la casa hasta el muro perimetral, pues al bajarme
del carro había tenido la precaución de contar los
pasos y había deducido que de la fachada a la casa
había unos 15 metros hasta la fuente. Esta tendría
un diámetro de alrededor de 5 m, y de allí al muro
perimetral habría otros 15 m.
Con esto pude determinar que el área del
rectángulo era de 7 350 m2. Y al restarlo del área to-
tal, sabía que el área del triángulo era de 22 050 m2.
Ya con el dato del área del triángulo calculé
la altura de este para obtener la distancia aproxima-
da del camino del jardín de esculturas a la churras-
quera. Para ello recordé que el área del triángulo se
calcula multiplicando la base por la altura y divi-
diendo el producto entre dos.

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Sin embargo, como ya sabía el área, tuve


que hacer la operación inversa. Tomé los 22 050 m2,
los dividí entre 105 m (que es la base del triángulo) y
multipliqué dicho dividendo entre 2. De esta forma
supe que la altura del triángulo (es decir, la distan-
cia al jardín de esculturas) era 420 m.
Ya con este dato en la mano avancé en el ca-
rro los 420 m y divisé con los binoculares la posibi-
lidad de caminar los 150 restantes hasta el lago. No
obstante, la verdad, el terreno no me daba confian-
za. Sin embargo, vi que a unos 500 m más adelante
había un pequeño muelle. Avancé en el carro hasta
allí y renté una balsa.
No soy exactamente muy atlético, pero re-
mar un kilómetro puedo hacerlo en 10 minutos. Sin
embargo, el viento estaba en mi contra y me de-
moré casi el triple para llegar al inicio del camino
de las esculturas. Mantuve una distancia prudente
para no ser detectado por el coleccionista y fui re-

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visando una por una las esculturas desde el inicio.


Efectivamente, la número seis era la estela. Para ver
mejor su grabado, decidí acercarme a la orilla.
Por lo visto, la seguridad era más vulnerable
por este lado de la casa, por lo que logré remar y
tocar tierra sin que nadie lo notara.
La estela era exactamente igual, con los
mismos grabados. Sin duda, la réplica era exacta.
Metí mis manos en la chaqueta y empecé a jugar
con mi llave. ¿Cómo podría determinar cuál era la
original y cuál la réplica?
Recordé mi foto de cuando era niño e inten-
té meter el dedo en el puño del guerrero, pero mi
dedo era demasiado ancho. Sin embargo, mi llave
cabía a la perfección. Al introducirla en el puño del
guerrero sentí un hormigueo por todo el cuerpo.
Recordé el día de la entrega de la pieza,
cuando se hizo el acto protocolario. Rápidamente
vi en mi celular un video en el que justamente el

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coleccionista daba un pequeño discurso y coloca-


ba una flor sobre los puños del guerrero. Hice un
acercamiento a los puños y me di cuenta de que se
podía colocar una moneda de un centavo en ellos y
de que no tenían los hoyos que forman las manos al
ser empuñadas.
Definitivamente estaba frente a la pieza ori-
ginal, y el coleccionista era el autor intelectual de
aquel robo. No había decidido qué hacer, cuando
escuché que se acercaban unos perros ladrando y vi
que en la base de la estela se había activado una luz
roja al tiempo que sonaba una alarma.
Comprendí que yo mismo había activado
el mecanismo al meter la llave en las manos del
guerrero, de modo que corrí a la balsa. Sentí que
uno de los perros mordía mi pantalón y, por hacer
esfuerzos por soltarlo mientras subía a la embarca-
ción, perdí el equilibrio. Resbalé. Mi cabeza se gol-
peó fuertemente contra el borde de la balsa y sentí

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que mi cuerpo se hundía en el agua sin remedio. No


podía moverme. Solo veía que iba al fondo como si
mi vida hubiera llegado a su fin. El silencio era mi
única compañía.
Pero entonces vi una luz intensa que me
sacó del agua y me arrojó contra un hombre que
estaba comiendo una hamburguesa en el mirador
de la ciudad.

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VI
Una extraña luz me extrajo del fondo del lago, como
si hubiese sido arrastrado por un imán, y atravesé
un túnel de colores. Estaba asustado, pero al mismo
tiempo me sentía animado, como si estuviera en un
parque de diversiones.
Flotaba encima de mi ciudad y reconocí a lo
lejos el mirador. La luz que me transportaba me llevó
hasta donde estaba estacionado un todoterreno idén-
tico al mío. Salí expulsado y caí encima de una per-
sona que comía sentada sobre el capó del vehículo.
Después resbalé al suelo. Empecé a sacudir-
me el polvo de la ropa y escuché el gatillo de una

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pistola y mi propia voz diciendo: «¡Manos sobre la


cabeza! Voltéese lentamente».
Comprendí que había regresado al pasado
en el instante en que estaba planeando ir a la casa
del coleccionista y que sin duda ya había ido una
primera vez, pues vino a mi mente el instante en
que yo estaba sentado y me asusté con mi presencia.
De hecho, pensé que había sido imaginación, pero
ahora sabía que era real.
Recordé, además, que si tocaba a la persona
desaparecía como burbuja de jabón al estallar. Así
que intenté razonar conmigo mismo, no en mi in-
terior, sino con mi otro yo en ese mundo paralelo,
para darme a mí mismo más información de la que
había recibido la primera vez que había estado en
ese punto.
—Juanjo —le dije—, buscá la historia sobre
el guerrero de la estela maya. Seguramente hay al-
guna razón por la cual puedo volver a este instante

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sin resolver el robo. El coleccionista hizo trampa y


cambió la estela original por una réplica. Esta se en-
cuentra en el parque arqueológico; y la original, en
el jardín de esculturas del coleccionista. Lo descubrí
porque pude meter la llave en el puño del guerrero.
—¿Cuál llave? ¿De qué habla? ¿Es esto una
broma? ¿Cómo sabe mi nombre?
Empecé a buscar la llave en mi chaqueta,
pero no la encontré.
—No se mueva —me dijo mi yo del pasa-
do—. ¡Manos sobre la cabeza!
Pero al ver que yo no le hacía caso me pre-
guntó:
—¿Qué busca?
—La llave de la abuela —le dije con preo-
cupación.
Juanjo se revisó los bolsillos y me la enseñó.
—¡Qué extraño! Ya no la tengo —le dije
mientras seguía revisando mis bolsillos—, pero fue

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la llave la que me conectó al guerrero. O tal vez


fue la que activó un mecanismo de alarma. De otro
modo, ¿cómo llegaron los perros?
—¿De qué habla? —preguntó consternado,
y entonces tuve la oportunidad de contarle la his-
toria al detalle. Le pedí que antes de ir a la casa
del coleccionista investigara la historia del guerrero,

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pues intuía que podía ayudarnos a resolver el miste-
rio. También le dije que llevara algo para espantar
a los perros y que no saliera de la casa sin recopilar
pruebas.
En eso sonó el celular.
—Es Bermúdez —le dije—. Te va a invitar
a celebrar. No le digás nada de lo que hemos habla-
do. No te va a creer.
Luego le estiré mi mano, algo cóncava, con
el pulgar arriba. En el momento en que mi doble
respondió mi saludo, desaparecí.
Pero fue entonces cuando sucedió algo muy
extraño. Parpadeé y los roles se cambiaron. De pron-

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to yo era el Juanjo del pasado. Y allí estaba yo termi-


nando de responder el saludo de mi doble que había
venido del futuro y recién había desaparecido.
No salía de mi asombro. Revisé en mi bolsi-
llo y noté que allí estaba la llave de mi abuela.
Ya en casa me puse a investigar sobre los
significados de las estelas y, en particular, sobre el
guerrero que representaba la estela robada. A ratos,
la investigación me parecía absurda, pues aún no
lograba establecer cómo había hecho esos viajes al
pasado. Por eso, en el navegador abrí otras ventanas
para investigar temas como fenómenos paranorma-
les, teletransportación y similares.
De pronto me detuve a leer un artículo so-
bre el déjà-vu, fenómeno que también se conoce con
el nombre de paramnesia, y que consiste en la sensa-
ción de que lo que se está viviendo en un momento
determinado ya fue vivido antes. Me llamó la aten-
ción no solo por mi experiencia, sino porque había

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algo en mi interior que me decía que esa situación


ya la había vivido.
Leí que, de acuerdo con algunas investiga-
ciones, se ha determinado que el 70 % de la pobla-
ción ha experimentado la paramnesia y que, de ese
70 %, el 80 % la ha experimentado en momentos
de estrés.
Rápidamente hice un par de reglas de tres,
pues quería saber cuántas personas han tenido esa
sensación.
Si en Centroamérica viven 45 millones de
personas, ¿cuántos centroamericanos han experi-
mentado el déjà-vu? Multipliqué 45 000 000, canti-
dad de habitantes de Centroamérica, por 70, el por-
centaje total de la población mundial que ha vivido
la experiencia. Luego dividí el resultado entre 100,
lo que me dio como resultado que unos 31 500 000
(31 millones y medio) de centroamericanos han vivi-
do al menos una experiencia de déjà-vu.

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Luego, por curiosidad, volví a hacer otra re-


gla de tres para saber cuántas personas de Centro-
américa han experimentado la paramnesia como
efecto del estrés.
Tomé nuevamente el lápiz, multipliqué
31 500 000, el total de centroamericanos que ha
vivido un déjà-vu, por 80, porcentaje de gente que
ha experimentado esa sensación en casos de estrés,
y dividí el resultado entre 100. El resultado fue que

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25 200 000 (25.2 millones) de centroamericanos
han experimentado la paramnesia por estrés. Yo sa-
bía que mi fuente no era totalmente fiable y que los
datos eran solo estimados, pero sentí algo de alivio
al pensar que no estaba solo, ni mucho menos loco.
Sonreí mientras cerraba algunas ventanas
del navegador y me concentraba ahora en la bús-
queda del guerrero de la estela.
Por fin pude establecer que el legendario
guerrero se llamaba Tepochtli. Hijo de agricultores,
Tepochtli perdió a sus padres en una batalla con-
tra un pueblo enemigo y luego fue desplazado de
su tierra natal. Devastado por sus pérdidas, el joven
realizó un largo viaje a un volcán activo, donde le

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presentó algunas ofrendas a Kauil, dios del fuego.


Este le concedió el poder de hacer arder a sus ene-
migos con solo unir sus puños, de enraizar fuerte-
mente las semillas de la vida y, lo más curioso, de
alterar el espacio y el tiempo a voluntad. Tepochtli
finalmente logró regresar a su terruño, vencer a sus
enemigos y recuperar sus tierras. Muchas genera-
ciones después, los pobladores del lugar erigieron la
estela en su honor.

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Concluí que, de alguna manera, el guerrero
estaba presente en la estela y quería regresar al par-
que, por lo que se valía de mí como vehículo para
lograrlo, razón por la cual viajaba en el tiempo. La
conclusión me pareció un tanto insólita, pero no te-
nía otra a la mano.
También pensé que, en vez de perder tiem-
po hablando con el coleccionista, debía ir directa-
mente al muelle con refuerzos para recuperar la pie-
za. Mi única pregunta era cómo convencer a mi jefa
de que emitiera una orden de cateo para entrar en
la residencia y atrapar al coleccionista.

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VII
A la mañana siguiente desperté aún sin tener claro
lo que iba a hacer. Me tomé un jugo y me comí un
pan con frijoles. Luego subí al carro y me dirigí a la
casa del coleccionista, pero en el trayecto me desvié
y decidí ir a la casa de mi jefa.
Ella me saludó cordialmente y me dijo que
estaba a punto de salir a la oficina. Le dije que, en
agradecimiento a los días de vacaciones otorgados,
quería invitarla a desayunar. La jefa aceptó. Nos su-
bimos los dos al carro y nos dirigimos al muelle que
está cerca de la casa del coleccionista.
En cuanto llegamos, ella me dijo:

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—No me vengas con rodeos. Dime qué te


traes entre manos porque no me creo lo del desayu-
no y sé que estamos a un paso de la casa del colec-
cionista. Además, desde que se inició el caso lo has
tenido a él entre ceja y ceja, pese a que sabes que el
caso está cerrado.
—Jefa —le dije acompañando mis palabras
con un suspiro—, solo quiero que veas una escultu-
ra que tiene el coleccionista en su jardín.

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—¿Y para eso me trajiste aquí? ¿Cómo va-
mos a verla? —preguntó ella.
—Desde el lago. Solo tenemos que abordar
una balsa, remar unos cuantos kilómetros hacia el
este, paralelos a la playa, y listo —le dije con cono-
cimiento de causa.
—Veo que has estado trabajando horas ex-
tras —me dijo.
—Es una pérdida de tiempo. No sé por qué
te hago caso —se quejó varias veces mientras se ba-
jaba del carro y yo le señalaba el camino para to-
mar la balsa.
Mi jefa se veía molesta conmigo, pero intri-
gada al mismo tiempo. Nos subimos en la balsa y

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en menos de diez minutos llegamos al punto que yo


quería. Tomé los binoculares y ubiqué la estela.
—Allí está. Mira —le dije mientras señala-
ba hacia la playa y le pasaba mis binoculares.
Ella tomó los binoculares y exclamó:
—¡Tiene una réplica de la estela!
—¡No! —corregí—. Esa es la original.
—¿Cómo puedes afirmar eso?
Le expliqué el detalle de los puños, pero sin
mencionar que ya había ido a la casa del coleccio-
nista y que ya había estado cerca de la escultura en
un mundo paralelo.
—¡Quiero verla de cerca! —me dijo como
si fuera una orden, así que nos aproximamos a la
playa y desembarcamos.
Le advertí que la escultura tenía un sistema
de alarma y que teníamos que tener cuidado.
Revisamos el terreno antes de acercarnos a
la estela y descubrimos que había una alarma alre-

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dedor de la escultura. Esta se disparaba por medio


de un sensor de peso que se extendía a un radio de
un metro y medio alrededor de la escultura.
—¡Este tipo es un pícaro! —concluyó la jefa
haciendo una mueca.
—¡Bien! —exclamé—. Ahora contamos
con la evidencia. Pidamos refuerzos para que atra-
pen al hombre.
—Ja, ja —rio mi jefa—. Ya sabes que el
caso está cerrado, que para reabrirlo tenemos que
probar que esta estela es la original, y el papeleo en
estos asuntos es eterno. No tenemos pruebas sufi-
cientes para emitir una orden de cateo. ¡Esta pieza
se queda acá! Vámonos. No tenemos nada más que
hacer.
—No podemos dejar que este tipo se salga
con la suya. Además, debemos devolver la estela al
parque, adonde pertenece —le dije en tono suplican-
te—. ¿Conoces acaso la historia de este guerrero?

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La jefa respondió que no, de modo que le


conté la historia.
—Lo siento mucho —me dijo ella luego de
que terminé mi relato—. Es un caso perdido.
Mi impaciencia me llevaba al límite, por lo
que saqué mi llave para calmarme. La jefa me pidió
que regresáramos a la barca porque no había más
remedio.
Sentí una gran rabia. No podía creer que el
coleccionista fuera a salirse con la suya y quedarse

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con la pieza original. Miré por última vez al guerre-
ro y choqué mis puños para hacer una reverencia y
expresarle a este mi inconformidad.
Luego observé mi llave y decidí introducir-
la en uno de los puños del guerrero. Sabía que al
acercarme se activaría la alarma, pero ya no me
importaba.
La introduje. La estela empezó a temblar y
pensé que regresaría de nuevo al pasado para bus-
car otra manera de regresar la estela a su sitio origi-
nal. Pero este no era un juego de probabilidades en

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el cual, si lanzo un dado, tengo una posibilidad de


seis de que salga el número deseado.
Acá simplemente me estaba jugando el pe-
llejo con posibilidades que veía en un mundo remo-
to, como en un sueño o en un déjà-vu, así que mis
probabilidades se iban cerrando.
Mi jefa me señaló una parte del suelo en la
que empezó a abrirse una bóveda. La llave de la
abuela había activado un mecanismo que nos llevó
a encontrar un verdadero tesoro. Ante nuestros ojos
surgió un sinnúmero de objetos de diferentes perío-
dos precolombinos de gran valor que el coleccionis-
ta no había registrado.
El ruido ensordecedor del ladrido de los pe-
rros nos hizo volver al presente. Mi jefa tomó un ob-
jeto para defenderse de las mordidas de uno de los
perros, pero yo, gracias a la experiencia del mundo
paralelo, había llevado unos huesos con los que lo-
gramos entretenerlos y que dejaran de ladrar.

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El sonido de la alarma había alertado al co-


leccionista, quien se encontraba en la puerta de la
bóveda con dos guardaespaldas.
Al vernos se asombró y dijo:
—¿Qué hacen aquí?
Yo respondí de manera irónica:
—Sé que usted es muy selectivo con sus in-
vitados y que no es un interés cultural el que nos

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mueve a conocer su jardín, pero sí un interés de pro-


tección del patrimonio nacional.
Las sirenas de la Guardia Costera y heli-
cópteros de la Policía empezaron a llegar luego de
una llamada telefónica de mi jefa. Con la eviden-
cia ante nuestros ojos habíamos logrado capturar al
verdadero culpable y autor intelectual del robo de
la estela.

Fin

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Índice

I 7
II 15
III 23
IV 31
V 43
VI 51
VII 63

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Otros títulos

Crónicas de Jet Aster - Julio Calvo Drago


La odisea del Atlántico - Stefany Bolaños
La ciudad de las curvas - Alejandro Sandoval
Guille y los tropiezos - José Roberto Leonardo
Guardarrobot - Stephanie Burckhard

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En este libro podrás aprender sobre:

• Conversiones
• Probabilidades
• Sistemas de medición (distancia, peso
y tiempo)
• Trigonometría
• Análisis inductivo y deductivo
• Constancia

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¿Te gustaría ser detective? Tras sufrir un acci-
dente cuando intentaba dar con el ladrón de un
monolito, Juanjo tiene un sueño revelador que
pone en evidencia los errores que ha cometi-

Diana Benítez Paucar


do al calcular distancias y pesos durante la
investigación. Su sueño lo impulsa a re-
petir todo el proceso con más atención.
¿Cómo recuperará este objeto de gran
valor cultural?

Esta colección de libros fue creada


en La factoría de historias. Se trata
de un esfuerzo colectivo de imagina-
ción. Cada historia fue evolucionan-
do hasta tomar su forma final en una
discusión abierta entre los escritores y

El rescate de tepochtli
los ilustradores que participaron acti-
vamente y enriquecieron con sus vi-
siones y su experiencia este proyecto.

Diana Benítez Paucar


Ilustraciones de Mynor Álvarez
9 789929 712942

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