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Jerarquía territorial y ayuntamientos

constitucionales:
notas sobre el municipalismo de las primeras
décadas del siglo XIX mexicano

por José Antonio Serrano Ortega

Abstract. – Though this article analyses certain aspects of the process of municipaliza-
tion in Mexico, its focus is on enumerating important questions concerning this process
in the 1820–1835 period. It emphasizes that the process of municipalization was intima-
tely linked to the history of the colonial territorial hierarchy that Mexico inherited as an
independent nation. In other words, the conformation of the municipal structure was
determined by transformations that affected this territorial hierarchy during the Inde-
pendence Wars, due to the reestablishment of the Cadiz Constitution in 1820 and other
factors mentioned in the text.

El título que da nombre a estas páginas trata de ser fiel a sus objetivos:
comentar algunas razones y, en particular, enumerar varias preguntas
sobre el municipalismo mexicano entre 1820 y 1835. Estas notas se
basan en investigaciones propias, y en varias publicaciones ajenas. Lo
que me interesa destacar en estas páginas es que los avatares del mu-
nicipalismo mexicano estuvieron muy vinculados a la historia de la
jerarquía territorial colonial que heredó el México independiente. O
mejor dicho, la conformación del municipalismo estuvo determinada
por las transformaciones que sufrió la jerarquía territorial durante la
Guerra de Independencia, debido al restablecimiento de la Constitu-
ción de Cádiz en 1820 y por otros factores que aquí serán abordados.

CIUDADES CAPITALES Y POBLACIONES VASALLAS A FINALES


DEL SIGLO XVIII

Cuando hablamos de ciudades en la Nueva España de finales del siglo


XVIII, nos referimos no sólo a las altas o medias concentraciones

Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 39


© Böhlau Verlag Köln/Weimar/Wien 2002

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demográficas y a mercados urbanos que demandaban de su entorno


inmediato y de otras poblaciones productos agrícolas, comerciales y ar-
tesanales; también nos referimos a corporaciones territoriales que goza-
ban de “honras, gracias, mercedes, franquezas, libertades, exempciones,
preeminencias, inmunidades y prerrogativas”. Las ciudades, a través de
sus ayuntamientos, eran las encargadas de “gobernar” a sus pueblos
“sujetos”, y también representaban políticamente a todos los habitantes
de su jurisdicción ante las autoridades reales. Existía una relación de
dependencia jurisdiccional entre ciudades y pueblos sujetos, o como se
definía en la provincia de Guanajuato, entre ciudades-capitales y pue-
blos “vasallos, anexos, sujetos y agregados”. En la sociedad novohispana
funcionaba una pronunciada jerarquía territorial: ciudades privilegia-
das que abarcaban a sus villas, pueblos y congregaciones subordina-
das. Este dominio se materializaba en distintos aspectos del gobierno
de las distintas provincias novohispanas. En el ramo militar, los veci-
nos principales que controlaban el cabildo de su respectiva ciudad,
gozaban del privilegio de nombrar a los oficiales de los batallones y
regimientos que se organizaran en sus jurisdicciones territoriales, de
asignar a cada población sujeta el número de hombres que deberían de
aportar a la milicia, de avituallar a la tropa y comprar armas y de ser el
conducto para movilizar a los batallones fuera de su jurisdicción terri-
torial. En el ramo fiscal, los cabildos de las ciudades capitales podían
crear y distribuir determinados impuestos entre la población de la
capital y entre los habitantes de las villas, pueblos de congregaciones
vasallas, gravámenes destinados a sufragar determinadas obras públi-
cas y para comprar cereales en tiempos de sequía o epidemias. Tam-
bién estaban bajo la responsabilidad de las ciudades capitales diversos
aspectos relacionados con la vida económica de sus poblaciones
anexas: la matanza de ganado, el intercambio de mercancías en la pla-
za pública, la regulación del precio de los alimentos básicos y la vigi-
lación del buen funcionamiento de las pesas y medidas de las tiendas.
Otros privilegios de que gozaban los cabildos de las ciudades capita-
les eran representar a la ciudad y a sus poblaciones “agregadas” ante
las autoridades reales, ejercer el derecho de petición y designar procu-
radores ante el virrey e incluso el rey. En pocas palabras, eran los “vo-
ceros” y administradores de las ciudades y de sus pueblos. En las
distintas regiones novohispanas, el sistema fiscal, la estructura militar
y el gobierno político tanto de las ciudades, como de las poblaciones
agregadas estaban en gran parte bajo el control de los vecinos de las

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ciudades capitales. A finales del siglo XVIII, en la Nueva España fun-


cionaba una jerarquía territorial muy pronunciada, en la que la parte
superior (las ciudades capitales) abarcaba y representaba a la inferior
(poblaciones “anexas, sujetas y vasallas”).
La guerra de independencia transformó la dependencia institucional
entre ciudades capitales y poblaciones vasallas. Las luchas entre realis-
tas e insurgentes cambiaron en mayor o menor medida las jerarquías
territoriales de las distintas regiones novohispanas. Una medida en par-
ticular modificó la historia de las jerarquías territoriales: en 1811 las
autoridades virreinales ordenaron que en cada una de las ciudades, vi-
llas y pueblos de la Nueva España se establecieran juntas de arbitrios y
juntas militares con el fin de contener a las “huestes rebeldes”. Después
de la muerte de Hidalgo, el general Felix María Calleja intentó reorga-
nizar los batallones y regimientos contrainsurgentes, y para ello pre-
sentó al virrey su “reglamento político militar” que estableció un mo-
delo castrense que rigió en gran medida la estrategia realista a lo largo
de la guerra contrainsurgente. El llamado plan Calleja, circulado en
todo el virreinato a partir del 11 de junio de 1811, dispuso en sus artí-
culos segundo y noveno que se alistara “todo el vecindario” y que “en
cada ciudad, villa o cabecera de partido” se formaran juntas militares
integradas por los propios vecinos de las respectivas poblaciones. Estas
juntas militares serían las encargadas de organizar a los batallones vo-
lantes o urbanos de patriotas, los que tenían como principales objetivos
proteger sus poblaciones de los ataques insurgentes, y auxiliar a las tro-
pas de línea del ejército novohispano, las que se acantonarían en luga-
res estratégicos para atacar a los numerosos contingentes de rebeldes.
Así, el también denominado plan Calleja movilizó a la población leal a
la “buena causa”, obligó a las pequeñas, medianas y grandes poblacio-
nes a asumir su defensa a través de los distintos batallones realistas y
entregó el mando de estos cuerpos a los comandantes militares de las
ciudades, villas, poblaciones y haciendas. En el plan Calleja también se
ordenó erigir juntas de arbitrios en las ciudades, villas y pueblos. Se
partía del principio de que las poblaciones deberían sostener con sus
propios recursos a los destacamentos de patriotas realistas. Las juntas
fueron facultadas para buscar distintas fuentes de recursos, en especial
contribuciones forzosas, para cubrir los gastos de las tropas que se le-
vantarían “en cada pueblo, cada hacienda o rancho”. También tuvieron
la obligación de recaudar las contribuciones antes cobradas por la Real
Hacienda, evitar la evasión fiscal y castigar a los morosos.

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Si bien faltan estudios detallados sobre las juntas de arbitrios y sobre


las militares, se puede afirmar que esas instituciones se erigieron en la
mayoría de las poblaciones novohispanas, tanto en las ciudades, como
en las villas y pueblos. En las intendencias de Guanajuato, Michoacán,
Zacatecas y Guadalajara, los vecinos de las poblaciones se encargaron
de organizar las juntas, y como tales, designaron a los comandantes de
las tropas patriotas, reclutaron a los soldados y en algunas ocasiones,
compraron armas o mandaron manufacturarlas. Los oficiales del ejér-
cito realistas tuvieron que recurrir a los vecinos que dirigían las juntas
militares para movilizar a las tropas patriotas con el fin de atacar a los
insurgentes. Con respecto a los dineros, los vecinos también erigieron
juntas de arbitrios en las ciudades, villas y poblaciones, las que se en-
cargaron de recaudar las antiguas contribuciones, como las alcabalas y
los ingresos generados por el estanco del tabaco. Las autoridades
regias también encomendaron a los vecinos de las juntas el cobro de
nuevos gravámenes que se destinaron a financiar la buena causa, como
la llamada contribución directa, la que se convirtió en un ingreso cen-
tral para las arcas de la exhausta Real Hacienda. No fue extraño que la
Iglesia también recurriera a estas instituciones para recaudar el diezmo
de los agricultores.
En las regiones con alta densidad de población indígena también se
erigieron juntas de arbitrios y militares. En el valle de México, las
denominadas juntas patrióticas estuvieron integradas por los síndicos
procuradores de las repúblicas de indígenas, los que fueron designados
tanto por la cabecera como por los pueblos sujetos. Al igual que las
militares y las de arbitrios, las juntas patrióticas se responsabilizaron
de cobrar nuevas y viejas contribuciones, de repartir los préstamos
extraordinarios entre el común de la república, de designar a los
comandantes patriotas y de reclutar a los soldados.
Lo que ahora vale la pena resaltar son los cambios institucionales
que generaron el funcionamiento de las juntas de arbitrios y las mili-
tares. En primer lugar, esas instituciones erigidas en las ciudades, vi-
llas y pueblos ejercieron en gran parte las atribuciones antes detenta-
das por la burocracia de la Real Hacienda. Ahora es bien conocido que
la estructura burocrática de la Real Hacienda se desorganizó durante la
Guerra de Independencia, por lo que las autoridades virreinales, desde
el virrey hasta los intendentes, promovieron el establecimiento de las
juntas para llenar el “vacío de autoridad fiscal”. En esta desarticula-
ción de la Real Hacienda, las juntas de arbitrios asumieron en gran

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parte las labores de la burocracia regia: recaudar las gabelas; evitar la


evasión, el contrabando y la demora en el pago de las contribuciones
de los súbditos; vigilar el buen funcionamiento de las cajas foráneas y
administrar los recursos recibidos y enviarlos a las tesorerías respec-
tivas. En segundo lugar, y relacionado con el anterior punto, las juntas
se apropiaron de las atribuciones encomendadas a los subdelegados.
Sobre todo en las regiones de alta densidad indígena, como Oaxaca, el
Valle de México, las Huastecas e inclusive en Yucatán, donde fue nula
la lucha militar entre realistas e insurgentes, las juntas controladas por
los síndicos procuradores de las repúblicas exigieron que los subdele-
gados dejaran de cobrar el tributo, que no se inmiscuyeran en el
manejo de sus propios y arbitrios y que no vigilaran las transacciones
comerciales. En el Valle de México y en Yucatán, las juntas lograron
desplazar a los subdelegados. En tercer lugar, las juntas militares se
convirtieron en actores importantes de la guerra al controlar destaca-
mentos patriotas. Las autoridades virreinales promovieron la multipli-
cación de estas instituciones, con el fin de incorporar a la buena causa
la gran mayoría de la población leal a la Corona, y para facilitar la
movilidad del ejército de línea. Así, la guerra entre realistas e insur-
gentes generó la activa participación militar y fiscal de los vecinos de
las ciudades, de las villas y de los pueblos novohispanos. Entre 1811 y
1820, los vecinos de estas poblaciones adquirieron un gran influjo en
la dirección o, como se decía en esos años, en el gobierno del sistema
fiscal y en la estructura militar de la Nueva España. O visto desde la
perspectiva de las autoridades virreinales, las poblaciones novohis-
panas, a través de las juntas, lograron una importante autonomía fiscal
y militar frente a la burocracia de la Real Hacienda y frente a los mili-
tares del ejército realista.
Pero la Guerra de Independencia también afectó la base de las jerar-
quías territoriales novohispanas, es decir, afectó las relaciones de de-
pendencia entre las ciudades capitales y los pueblos vasallos. En pocas
palabras, durante la guerra, las villas y pueblos agregados gozaron de
una considerable autonomía fiscal y militar con respecto a sus antiguas
ciudades capitales. La guerra contrainsurgente, y en especial el énfasis
puesto en la autodefensa por medio de las milicias de patriotas, permi-
tió que los vecinos principales de los pueblos y de las villas fortalecie-
ran su presencia e influjo social y político en sus respectivos territorios,
al concentrar en sus manos el control de los batallones y escuadrones de
fieles realistas. Si bien los insurgentes fueron derrotados, el costo fue

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que las instituciones y los grupos sociales de las poblaciones anexas


controlaron los destacamentos realistas y, a través de ellos, incrementa-
ron su influjo y poder de negociación frente a cualquier autoridad su-
perior, llámese intendentes, subdelegados o síndicos y regidores de las
ciudades. En este sentido, durante la Guerra de Independencia se dis-
persó el mando militar entre las juntas militares de las villas y pobla-
ciones sujetas. Desde el punto de vista militar, las ciudades capitales
dejaron de ser las “capitales” de sus poblaciones vasallas, o mejor
dicho, dejaron de ser los “capitanes generales” de la provincia. Desde el
punto de vista fiscal, las villas y pueblos no sólo asumieron las atribu-
ciones de la burocracia de la Real Hacienda; además, limitaron su de-
pendencia fiscal con respecto a sus “capitales”. Las poblaciones anexas
comenzaron a desempeñar un papel importante en la recaudación, dis-
tribución y administración de las contribuciones al interior de las pro-
vincias. Los vecinos de las poblaciones “vasallas” se fueron insertando
y apropiando parte de la estructura fiscal de la Real Hacienda que a
finales del siglo XVIII se manejaba desde las ciudades capitales.

AYUNTAMIENTOS CONSTITUCIONALES Y REVOLUCIÓN TERRITORIAL

Para principios de 1820, los ejes rectores de las jerarquías territoriales


estaban muy debilitados. Seguramente las ciudades capitales ya no
“gobernaban” a sus poblaciones “vasallas”. Las villas y pueblos goza-
ban de una considerable autonomía fiscal y militar frente a la burocra-
cia regia, y sobre todo con respecto a los síndicos y regidores de los
ayuntamientos de las ciudades capitales. Pero si la Guerra de Indepen-
dencia afectó a las jerarquías territoriales, otro acontecimiento vino a
transformarlas por completo: en enero de 1820 se restableció la Cons-
titución de Cádiz, y por consiguiente, se erigieron ayuntamientos cons-
titucionales en las poblaciones de más de mil habitantes. Se erigieron
las nuevas instituciones liberales tanto en las ciudades, que habían
tenido cabildos durante el periodo colonial, como en las villas y en los
pueblos. Los nuevos ayuntamientos constitucionales asumieron de in-
mediato las atribuciones de las juntas de arbitrios y las juntas milita-
res. En este sentido, los ayuntamientos constitucionales nacieron con
un amplio poder militar y fiscal.
Vale la pena resaltar que el establecimiento de los ayuntamientos
constitucionales venía a institucionalizar la autonomía fiscal y militar

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de las poblaciones vasallas frente a las ciudades capitales. Los nuevos


cabildos de las villas y de los pueblos asumieron de forma natural las
antiguas atribuciones de las juntas contrainsurgentes. Pero esas fueron
sólo unas de las facultades de los nuevos ayuntamientos. La Constitu-
ción gaditana les entregó muchas más. Por ejemplo, las dotó de una
amplia esfera tributaria, les dio el derecho de intervenir en la regula-
ción de abasto de los habitantes de las poblaciones y, algo fundamen-
tal, como veremos, les dio el derecho de participar activamente en la
elección de los legisladores a las cortes del imperio y de los diputados
a la diputación provincial.
Así, si bien la Guerra de Independencia desarticuló la jerarquía terri-
torial, el establecimiento y el funcionamiento de las nuevas institucio-
nes liberales profundizaron la separación entre las ciudades capitales
y las poblaciones sujetas; es decir, el liberalismo gaditano socavó aún
más la posición política de las ciudades capitales y, en cambio, multi-
plicó el influjo de los vecinos de las poblaciones vasallas sobre el
nuevo orden político. Si la autonomía de las villas y de las poblacio-
nes comenzó con la guerra, las instituciones liberales la fortalecieron.
Como acertadamente ha señalado Antonio Annino, la multiplicación
de los ayuntamientos provocó una “revolución territorial”. El libera-
lismo gaditano igualó políticamente a las poblaciones novohispanas y
permitió que los “pueblos” lograran un marcado autogobierno en el
manejo de sus recursos naturales y en su capacidad administrativa.
Aquí me gustaría destacar otro aspecto de la revolución territorial que
ha sido poco abordado y que, sin embargo, considero esencial para en-
tender el municipalismo mexicano. Me refiero a que la multiplicación
de los ayuntamientos al cobijo de la carta gaditana anuló a las ciuda-
des capitales como los “voceros de la provincia”. Como apunté arriba,
las ciudades capitales de las regiones novohispanas, al ocupar la cima
de su jerarquía territorial, gozaban del privilegio de representar a todos
los habitantes de sus jurisdicciones ante las autoridades regias. Estas
ciudades podían nombrar a síndicos procuradores que fungían ante el
intendente, el virrey o incluso ante el rey como los representantes de
la “voluntad toda” de los habitantes de sus respectivas jurisdicciones
territoriales. Las autoridades virreinales e imperiales reconocieron en
repetidas ocasiones la preeminencia de las ciudades capitales en el
“cuerpo político” de la Nueva España, como sucedió en 1809. El 22 de
enero de 1809, la Junta Suprema Central Gubernativa convocó a todos
los reinos y provincias americanas a nombrar diputados que los repre-

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sentaran ante la máxima instancia del reino. En la convocatoria se


señalaba que los cabildos de las capitales de provincia elegirían a tres
individuos, entre los cuales se sortearía a uno que sería presentado a la
consideración del real acuerdo. En el caso novohispano, los cabildos
de las ciudades capitales, como Guanajuato, Zacatecas, Guadalajara,
San Luis Potosí, Valladolid y Antequera, para citar algunos ejemplos,
designaron “por sí mismos” a los individuos que serían sorteados en la
ciudad de México. La ciudad de Guanajuato designó por “sí misma” a
sus representantes considerando que era „la principal de esta provincia
y a esta ciudad capital reconocen los demás de su distrito“ el derecho
a elegir tres individuos de notoria probidad, talento e instrucción.
Debido al estado de guerra entre 1812 y 1814, las ciudades capitales
seguramente designaron a los legisladores a cortes y a los diputados
provinciales aun cuando estaba vigente la Constitución gaditana. El
capítulo que Nettie Lee Benson dedicó al “Establecimiento de las
diputaciones provinciales, 1812–1814” no proporciona suficientes ele-
mentos para conocer si las ciudades capitales designaron “por sí mis-
mas” a los electores que nombrarían a los diputados provinciales. Lo
que sí consta es que las ciudades de Guanajuato, Zacatecas, Valladolid
y San Luis Potosí continuaron siendo las “voceras de la provincia” y
como tales designaron a los representantes antes sus respectivas
diputaciones provinciales.
El restablecimiento en 1820 de la Constitución de Cádiz transformó
el lugar privilegiado que ocupaban las ciudades capitales en las jerar-
quías territoriales. Dejaron de ser las “voceras” de sus jurisdicciones
territoriales debido a que las cortes del imperio establecieron un nue-
vo sistema electoral. En efecto, en la carta gaditana se estableció un
sistema electoral indirecto, a tres niveles, en el que todos los ciudada-
nos de cada una de las parroquias nombraban un elector. Estos elec-
tores de parroquia, a su vez, se reunían con el resto de los electores
parroquiales y designaban a los electores de partido. Finalmente los
representantes de partido se reunían en la capital provincial y elegían
a los diputados a cortes y a la diputación provincial. Según la legisla-
ción gaditana se elegiría un diputado por cada 70 mil habitantes. Las
leyes electorales de los primeros años del México independiente,
como las importantes bases electorales de 1823, retomaron los princi-
pios del proceso electoral gaditano. Lo importante es destacar que las
leyes gaditanas y las primeras leyes electorales mexicanas determina-
ron que los electores de cada una de las circunscripciones electorales,

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es decir, de parroquia, de partido y de provincia, serían los encargados


de elegir a los diputados que correspondían a cada provincia. La legis-
lación de las cortes y de los congresos mexicanos pretendía ampliar el
espacio político de participación, concediendo a todos los ciudadanos
de las distintas ciudades, villas y pueblos el derecho a intervenir en la
designación de los diputados de la provincia a cortes y, posteriormente,
nacionales.
En este nuevo sistema electoral, las ciudades capitales dejaron de
ser las encargadas de designar a los representantes de la provincia. Se
anuló su privilegio de representar la “voluntad toda” de los habitantes
de sus jurisdicciones territoriales. A partir de 1820, los electores de las
ciudades capitales como de las villas y pueblos fueron los encargados
de elegir, en “igualdad de voto”, a los diputados locales. Además, las
ciudades capitales, con este nuevo procedimiento electoral, también
dejaron de ser las “voceras de la provincia”. Su lugar fue ocupado, pri-
mero, por la diputación provincial, y después, por el congreso del es-
tado, órganos legislativos que eran elegidos por los ciudadanos de las
villas, de los pueblos y por las ciudades. Un aspecto de la revolución
territorial que merece mayor atención y que está relacionado directa-
mente con la jerarquía territorial y, como veremos a continuación, con
el municipalismo mexicano, es la formación de las asambleas legislati-
vas locales y el consiguiente desplazamiento de las ciudades capitales.

EL MUNICIPALISMO EN Y DE LOS ESTADOS

El establecimiento del federalismo en México, en 1824, modificó aún


más las jerarquías territoriales, y con ello, también transformó la par-
ticipación de los ayuntamientos constitucionales, tanto de las ciuda-
des, como de las villas y pueblos, en la elección de los diputados al
congreso estatal. La Constitución de 1824 estableció que cada uno de
los congresos constituyentes de los estados tenía el derecho, o como se
decía en la época, la “libertad” de organizar su gobierno particular.
Este principio fue interpretado de muy diversas maneras por las elites
políticas regionales. Uno de los tópicos en que más se diferenciaron
fue en las modalidades de la organización municipal de sus respec-
tivos estados. Para abordar este basto tema, ante todo destacarían
algunas de las formas diversas en que reaccionaron las elites regiona-
les con respecto a la relación entre ayuntamientos y procesos electora-

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les. Primero el caso extremo de municipalismo electoral: Zacatecas.


En la constitución de este estado, en su artículo 99, se determinó que
los integrantes de los ayuntamientos serían los encargados de designar
al gobernador. Cada cabildo propondría a tres personas para encargar-
se del poder ejecutivo. Todas las ternas de los ayuntamientos se remi-
tirían al congreso, y en sesión plenaria se designaría al candidato que
recibiera la mayor cantidad de votos. El proceso electoral zacatecano
se separaba por completo del establecido por la carta gaditana y por
las primeras leyes electorales mexicanas. Se anulaba la participación
de los ciudadanos de las poblaciones. Y también se anulaban las cir-
cunscripciones electorales. El criterio demográfico desaparecía. En
cambio, los ayuntamientos, como representantes de la voluntad de los
habitantes de su municipio, elegían directamente al gobernador. Es im-
portante señalar que todos los ayuntamientos zacatecanos se iguala-
ban. Cada uno de ellos tenía derecho a presentar una terna ante el con-
greso; cada ayuntamiento una terna. La ciudad de Zacatecas, la
antigua ciudad capital, el centro económico del estado y la población
que albergaba a la población más numerosa del estado, tenía tres votos
al igual que Tabasco, un pueblo con menos de cuatro mil habitantes.
En este sentido, en el estado de Zacatecas desaparecía la antigua jerar-
quía territorial. Se igualaban todos los ayuntamientos.
En el estado de Guanajuato se intentó combinar tanto los procedi-
mientos electorales gaditanos, como los del municipalismo. Para desig-
nar al gobernador se estableció que los ciudadanos de las ciudades,
villas y pueblos eligieran electores. Por cada mil habitantes se desig-
naría un representante. Todos los electores se reunirían en sus cabe-
ceras municipales, y en unión con los síndicos y regidores del ayunta-
miento respectivo propondrían a un candidato que ocuparía el poder
ejecutivo estatal. El congreso estatal se reuniría para recibir la lista ela-
borada por los ayuntamientos y los electores, contaría los votos e in-
vestiría de gobernador al que hubiera reunido la mayor cantidad de
sufragios. El proceso electoral guanajuatenses combinaba los criterios
electorales de la Constitución de Cádiz (elecciones indirectas, electo-
res y principio demográfico) con los del municipalismo (la igualdad
de los ayuntamientos con respecto a su peso electoral). Así, los inte-
grantes del ayuntamiento no serían los únicos que designarían al
gobernador, sino que tendrían que negociar el voto con los electores.
Pero vale la pena destacar que el resultado de los cambios electorales
establecidos por las elites políticas guanajuatenses fue el mismo que

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en Zacatecas: se abolió la jerarquía territorial. La ciudad de Guanajuato


dejó de ser la “vocera de la provincia”.
En claro contraste con Zacatecas y con Guanajuato, en los estados
de Michoacán y de México se anuló la participación de los ayunta-
mientos constitucionales en los procesos electorales. Para ello, las eli-
tes políticas de esas entidades federativas asumieron el modelo electo-
ral de la Constitución de 1812: se designarían electores en los tres
niveles de las elecciones indirectas y la base demográfica sería la que
determinaría el número de electores de cada circunscripción electoral.
Los ayuntamientos constitucionales no tenían ninguna injerencia en
las elecciones. En el estado de México se implementaron otras medi-
das para evitar el municipalismo. En primer lugar, se determinó en la
constitución estatal de 1827 que sólo se establecerían ayuntamientos
en las poblaciones de más de cuatro mil habitantes, la cantidad más
alta que se establecía en la república mexicana para erigir ayunta-
mientos. Y segundo, se determinó una ciudadanía censitaria, es decir,
que para tener derecho al voto se requería contar con un capital o bie-
nes raíces por un valor de seis mil pesos. Los diputados constituyentes
del estado de México coincidían en que se debían de buscar mecanis-
mos, como las elecciones indirectas y también la creación de prefec-
turas políticas, para eliminar la “anarquía municipal” producto de la
guerra y del liberalismo gaditano. Como ha documentado Charles
Hale, en 1826, los diputados José María de Jáuregui y Manuel de
Villaverde consideraban que a excepción de los ayuntamientos de
“primer orden”, el resto estaba integrado por “sujetos absolutamente
ineptos, sin ideas políticas y aún sin educación [...] y miran nuestros
acontecimientos como si sucediesen en Italia”. En el preámbulo al
texto constitucional del estado de México se reafirmaba que la ma-
yoría de los ayuntamientos, con que se había encontrado la legislatura
“al abrir sus sesiones”, sólo reconocía “su absoluta independencia y
viciosa organización”. Eran instituciones viciosas que no fomentaban
la prosperidad interior, no obedecían a las autoridades superiores y,
para agravar las cosas, no cobraban impuestos ni impartían justicia.
Para los diputados del estado de México los ayuntamientos constitu-
cionales eran una herencia que había que corregir.
Pero ¿qué es lo que explica estas diversas actitudes de las elites
regionales ante el municipalismo? Para contestar esta pregunta es
necesario que se multipliquen los estudios regionales que ahonden en
las fuentes primarias locales. Aquí me gustaría plantear dos posibles

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respuestas: diría que en el México de las primeras décadas del siglo


XIX funcionaron por lo menos dos tipos de municipalismo que a falta
de mejor término se pueden definir como un municipalismo promovi-
do “desde arriba” y el otro impuesto “desde abajo”. Zacatecas y
Jalisco se adoptan al primer “modelo”. Las elites políticas de estos dos
estados, muy relacionados entre sí gracias a que muchos de sus inte-
grantes coincidieron en las aulas de la Real Universidad de Guadala-
jara, definieron a los ayuntamientos como los “lugares naturales de la
libertad”. Los valladares que contenían los excesos de las “autoridades
superiores”. Eran los fieles colaboradores del gobierno del estado. En
pocas palabras, como resumía un diputado de Zacatecas, los ayunta-
mientos eran un dechado de virtudes. En Jalisco, por su parte, a partir
de 1820–1821, las elites políticas locales apoyaron e intentaron llevar
a la práctica varios de los principios definidos por la doctrina liberal,
como la defensa de la libertad de imprenta, el énfasis en el individua-
lismo político y económico, la secularización de la sociedad y el
reparto de los bienes de las comunidades indígenas. En la década de
los veinte se produjo un duro enfrentamiento entre la Iglesia y las
autoridades civiles en torno a la supremacía del estado frente a la Igle-
sia, sobre la administración y usufructo de los diezmos y sobre el
carácter corporativo de la sociedad. Incluso integrantes de las elites
políticas, como los Polares, adoptaron varios de los principios del
liberalismo exaltado. También en este estado se emprendió desde 1824
un amplio reparto de los bienes de las comunidades indígenas, con el
fin de impulsar el individualismo económico. Este contexto ideológico
sin duda ayudó a que otro de los principios del liberalismo – el ayunta-
miento constitucional – fuera bien recibido en Jalisco. Así, lo que
explica que en Zacatecas y en Jalisco se impulsara “desde arriba” el
municipalismo se encuentra en la cultura política de las elites locales.
En Guanajuato, en contraste, el municipalismo lo impusieron los
vecinos de las villas y de los pueblos. En el congreso constituyente
(1824–1826) algunos de sus diputados, significativamente todos los
representantes de la ciudad de Guanajuato, algunos de León y otro de
Celaya, exigieron que desapareciera la mayoría de los ayuntamientos
establecidos después de 1820 en las villas y en los pueblos. En la
asamblea legislativa se propuso elevar el número de habitantes para
erigir un nuevo cabildo – incluso se habló de diez mil almas –, y se
exigió adoptar los criterios de la carta gaditana para elegir al goberna-
dor y a los legisladores locales. Los vecinos de las poblaciones “antes

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vasallas” rechazaron las proposiciones de esos diputados. Ya a través


de representaciones directas al congreso, ya por medio de los legisla-
dores elegidos por ellos, los vecinos de las villas y pueblos exigieron
que los ayuntamientos constitucionales ejercieran amplias facultades
electorales, y también fiscales y militares. Y ganaron. Varias razones
explican que los vecinos de las villas y de los pueblos hayan impuesto
un amplio municipalismo. En primer lugar, la gran mayoría de los di-
putados del congreso constituyente de Guanajuato estaba a favor de
que los “pueblos” organizaran sus propios cabildos. No consideraban
que la separación de las antiguas poblaciones “sujetas” con respecto a
sus antiguas capitales provocaría problemas sociales. Pero segura-
mente también pesó en la mayoría de los diputados el temor a que la
abolición de los ayuntamientos organizadosen los “pueblos pequeños”
generara la fuerte oposición de los vecinos de las villas y poblaciones,
los cuales durante la guerra de independencia habían participado
activamente en la toma de decisiones militares y fiscales de la provin-
cia de Guanajuato, es decir, en ese periodo asumieron un importante
influjo en la estructura político-administrativa de la provincia de
Guanajuato al organizar las juntas de arbitrios y dirigir las fuerzas
patrióticas. Hay que considerar que esos vecinos, a partir de 1820,
tenían bajo su control a las milicias cívicas, lo que les confería un im-
portante poder de negociación frente a las autoridades estatales. Así,
para Guanajuato, la explicación del municipalismo “desde abajo” se
encuentra en los cambios que infringieron la guerra y el liberalismo
gaditano a la jerarquía territorial, y las negociaciones que empren-
dieron después de 1820 los nuevos y los viejos actores políticos.

REGRESAR POR SUS FUEROS: LAS ANTIGUAS CIUDADES CAPITALES Y


EL MUNICIPALISMO

Un tema que considero necesario investigar es cómo reaccionaron los


vecinos que controlaban los ayuntamientos de las antiguas ciudades
capitales después de 1820, después de que perdieron sus antiguos
“fueros, privilegios y exenciones”. Aquí lo que puedo señalar es que
entre 1823 y por lo menos hasta 1827, los ayuntamientos de algunas
antiguas ciudades capitales reaccionaron con encono ante dos aspec-
tos de la “revolución territorial”: ante la nivelación entre poblaciones
vasallas y ciudades capitales y ante el surgimiento del congreso esta-

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250 José Antonio Serrano Ortega

tal como “vocero” de la entidad federativa. Comenzaré con el primer


aspecto. En 1825, los vecinos de la ciudad de Guanajuato promo-
vieron una medida que habla de su desazón y rechazo a la nueva je-
rarquía territorial establecida por la guerra contrainsurgente y el libera-
lismo gaditano: demandaron que a su cabildo se le concediera el título
de “el Primer Ayuntamiento del Estado”, esto es, que se le reconociera
un distinto “rango y clase” con respecto al resto de los cabildos. O
como señalaron en otro documento: era necesario que al “Ilustre
cuerpo” de la ciudad de Guanajuato se les reconocieran algunas de sus
antiguas “distinciones y prerrogativas”, como ser distinguido con el
título de Mariscal de Campo, aunque “estas distinciones pugnen con-
tra la igualdad que están en el sistema que hemos adoptado”. Con la
frase “Primer Ayuntamiento del Estado” los vecinos del real de minas
demandaban que, como en la etapa colonial, se les concediera un
rango distinto que a sus antiguas poblaciones “agregadas”, que desde
1820 habían fundado sus propios cabildos. Demandaban que su “pare-
cer”, sus opiniones sobre determinados asuntos del acaecer del estado
de Guanajuato, pesaran más en el ánimo de los diputados que las opi-
niones de los ayuntamientos del resto del estado. Exigían restablecer en
gran parte lo que la guerra y el liberalismo gaditano habían derrumbado:
la jerarquía política y territorial de principios de la década del siglo
XIX, a la cabeza de la cual había estado el cabildo de la ciudad de
Guanajuato. Con la frase “el Primer Ayuntamiento del Estado”, los
vecinos de la ciudad de Guanajuato trataban de recuperar parte de su
antigua prerrogativa a ser la “voz de la provincia”, a que su cabildo se
le consideraba una corporación facultada para hablar a nombre de sus
villas y pueblos “vasallos”. Era evidente a los munícipes de esta ciu-
dad que la “naturaleza” del orden político posindependiente les era
adversa; que los cambios provocados tanto por la Guerra de Indepen-
dencia (la separación de las poblaciones sujetas de sus capitales por el
incremento de sus facultades militares y fiscales) como por el libera-
lismo gaditano (la puesta en marcha de los procesos electorales y la
creación de órganos legislativos locales) habían desplazado al cabildo
de Guanajuato de ser la “voz de la provincia”. Sabían que la guerra y
el liberalismo habían ocasionado un orden político que les era desfa-
vorable.
El cabildo de la ciudad de Pátzcuaro, una de las antiguas ciudades
capitales de la intendencia de Michoacán, junto con Zamora y Valla-
dolid, también se quejó de la “injusta igualdad”. En noviembre de

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Jerarquía territorial y ayuntamientos constitucionales 251

1824, los síndicos y regidores de esa ciudad se quejaron ante el con-


greso de que su ciudad había sido reducida a la condición política de
pueblo, violando con ello sus antiguos privilegios:
“Poco a poco y con diversos pretextos ha sido despojada de sus privilegios que en
distintas fechas le fueron concedidos; primero la privación de la silla episcopal y de
los bienes que Valladolid disfrutó por la Catedral; después fueron trasladados sus
gobernantes; también se les despojó de los caudales con que mantenía su colegio, y
ahora reducido a la clase de pueblo la que por mucho tiempo fue respetada como
capital y siempre por la mejor ciudad de Michoacán”.

En 1824, pocos años después de que se había declarado vigente el sis-


tema político liberal, el cabildo de Pátzcuaro hacía un recuento de los
daños que habían sufrido sus privilegios, y demandaba a los diputados
constituyentes que se elevara su ciudad a la condición de cabecera del
distrito y también que se le diera un valor especial a sus opiniones; que
se le considerara en un rango distinto al resto de los ayuntamientos
michoacanos.
La diputación provincial, primero, y los congresos estatales, des-
pués, también fueron centros de ataque por parte de algunas antiguas
ciudades capitales, como las de Puebla, Veracruz, Guanajuato y Tlax-
cala. Si bien esgrimieron diversos argumentos y privilegiaron distintas
medidas, coincidieron en su oposición a que esos órganos legislativos
se convirtieran en los únicos “voceros” de sus jurisdicciones y de que
gozaran de amplísimas facultades legislativas. Un acontecimiento
marcó el inicio de los enfrentamientos entre cabildos y diputaciones
provinciales: el plan de Casa Mata, el que transformó la naturaleza de
la asamblea provincial. Antes de principios de febrero de 1823, fecha
de la proclamación de ese plan militar, las diputaciones provinciales
eran instituciones con limitadas atribuciones administrativas y políti-
cas, además de que dependían directamente del jefe político. Después
de esa fecha, las diputaciones asumieron el gobierno político y admi-
nistrativo de sus provincias. Asumieron el control sobre la burocracia
local e incluso lograron que los funcionarios nacionales establecidos
en sus respectivas provincias aceptaran su mando. Y, sobre todo, se
convirtieron en asambleas legislativas, es decir, expidieron decretos y
leyes sobre los distintos ramos de la administración provincial.

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