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¿Para qué sirve un escritor?

Vicente Alfonso

Uno de los libros que más hondo me ha calado en los últimos años es Encuentros en Oaxaca, de
Carlos Montemayor. Publicado por Aldvs en 1998, es una suerte de bitácora que responde a
muchas preguntas, pero sobre todo a dos: ¿para qué sirve un escritor? ¿Cómo fue que
Montemayor salió de ese aislamiento que suele caracterizar a los escritores para internarse en la
selva de la realidad mexicana?
Trazo en mi cabeza un perfil de don Carlos en 1983: es un muchacho de 35 años
enfocado más en la poesía que en la narrativa, pues en este último género ha publicado sólo Las
Llaves de Urgell (1970) y Minas del retorno (1982). Ha estudiado hebreo, griego clásico, latín,
maya, francés, portugués, italiano e inglés. Falta un par de años para que ingrese en la Academia
Mexicana de la Lengua. Justo en ese momento recibe una invitación para impartir talleres
literarios con poetas zapotecas y chinantecas.
Encuentros en Oaxaca es la bitácora que Montemayor llevó durante la época en que
impartió esos talleres. El tono impersonal con que comienzan los apuntes no tarda en deslizarse a
la reflexión y luego a la confesión. En esa metamorfosis reside el enorme valor de este libro.
Asistimos a las transformaciones internas de don Carlos, quien busca asimilarse al sitio y no
verse a sí mismo como un forastero, sólo para admitir que llegó con otra idea, con una fantasía
de lo que iba a encontrar. Conforme los encuentros se suceden, se desata en el autor una crisis
vital que se profundiza al grado en que acaba cuestionándose si el oficio de escritor sirve para
algo en términos humanos, pues a la luz de lo que ve en Oaxaca le parecen inútiles muchas de las
dinámicas actuales de los escritores.
Cuando leí este libro, me fue imposible no sentirme identificado: vivía yo en la sierra de
Guerrero y desde allá muchas prácticas del ambiente literario me parecían afectadas, viciadas,
atoradas en debates estériles. Tormentas en un dedal. En un país donde hay millones de niños sin
acceso a educación, donde a diario desaparecen muchachas y jóvenes por sus ideas políticas,
donde hay madres que se pasan años clavando varillas en la tierra para dar con el cadáver de su
esposo, las becas y los premios no pueden ser el objetivo. Se trata de dejar de vivir como si
fuésemos poseedores de la verdad única, como si sólo ciertos intereses y perspectivas fuesen
válidos. Como en su momento lo hizo Carlos Montemayor, me pregunto desde entonces si
mi trabajo como escritor sirve tanto el de quienes saben herrar, sembrar o producir
carbón.
En busca de sentido, el chihuahuense acudió a Juan Rulfo, quien había sido su tutor en el
Centro Mexicano de Escritores. El autor de “Luvina” le dijo que había aprendido mucho de los
pueblos originarios. Si conocemos esta historia es porque en 1983, Montemayor regresó a esos
recuerdos como una forma de buscar apoyo y concluyó que para los poetas que habitan en la
sierra y escriben en alguna lengua originaria “la literatura tiene otro valor, o es suceptible de
tener otro valor. No les importa quién soy literariamente; no les importa de quién soy amigo en
México o en Estados Unidos, ni qué poetas me gustan y cuáles no”. Además hace una anotación
que es clave, pues se advierte el germen de uno de los capítulos esenciales de su novela cumbre,
Guerra en el paraíso: “Tan absurdo como decirle a Fortino [uno de los asistentes a su taller] que
lo que hace falta es leer a Valéry o a Breton, me resulta imaginar a un troskysta universitario
asegurando a Federica o a Anastasio que la solución a sus problemas sería el conjunto de
principios con que un partido político se empeña en ver y explicar el mundo. El sentimiento de
que eso estorba, de que eso es una construcción ficticia, me hace considerar inútiles muchas de
las actividades y afanes de los escritores de este tiempo”.

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