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Las miles de ráfagas azotaron el mar.

Luces destellantes
cruzaron por el océano y surcaron los cielos como si fueran
un espectáculo de ira que provocaba en los más fuertes
sensaciones de pavor. El fuego peinaba las nubes negras
otorgándoles de un aspecto aterrador, pero no por ellas
mismas, sino por lo que las rodeaba. A los pies de las aguas,
en mitad de una marea incesante cubierta en rabia, la lucha
entre ellos se alzaba.
La luna roja iluminaba toda la noche de tal manera
que solo las nubes eran el único método para crear una
desolación que consolase el alma de los ingratos que osasen
a estar despiertos durante tal tragedia, pues ciertamente el
mundo se estremecía, y no era por obra de hombre o
cañón; de terremoto o de colera divina. Sino de los
Primeros.
Encima del océano se desataba una tormenta
manchada por la cólera; en ella los Primeros danzaron en
una melodía de muerte e ira. Golpe tras golpe hacían
retumbar el mundo entero. Un solo estallido del puño de
Jaí provocó un estruendo tal que levantó olas de veinte
metros. Mas pronto recibió una respuesta de su hermano,
Kalud, que reventó su cara en un abrir y cerrar de ojos. El
golpe disipó nubes y propagó aún más el fuego. Del retoñó
que alguna vez fue el cuello de Jaí salió otra cabeza.
«¡Para este estúpido juego!» —reprendió Kalud
con una voz que hizo tambalear los cimientos del mundo.
Eran los Primeros. No dioses ni demonios.
Tampoco eran hombres. ¿Qué eran entonces? Pocos lo
saben. Incluso si el Todopoderoso bajase encontraría difícil
alguna forma de describirlos; lo único que se podía afirmar
de ellos se encontraba en los propios anales de la historia:
«destinados a la guerra; los Primeros serán aquellos que
despertarán y solo podrán producir en el mundo lo que se
consideraba como ira; pero su ira escalaba el
entendimiento mismo sobre ella».
Otro golpe cayó sobre el rostro de Jaí,
fracturando su cráneo que al instante se regeneró. ¿Un
juego? No, una muestra de que la cólera no se marchita,
sino se acrecienta. La lucha no se detendría nunca de ser
por ellos. Naud, el hermano mayor, arrancaba los brazos
de sus dos inferiores: Laaél y Jarm. Pero les era propio a
todos el restablecimiento de cada parte del cuerpo por más
que estos fueran mutilados o cercenados. Golpe y golpe
cayeron sobre Naud. Pero poco hicieron para menguar su
espíritu sumido en la furia.
La muerte llegaba a cada rincón del mundo. Si un
ataque de los Primeros caía sobre otro, su repercusión era
tal que creaba terremotos, nacían tsunamis, o se propagaba
la ira. En la mente de los más pequeños era una tarea
imposible lograr mantener la paz que alguna vez pudo
caracterizar sus adentros, ya que ahora se alzaban sobre sus
parientes y amigos en búsqueda de arrebatarles la vida,
sumergidos en un manantial de odio. La luna de sangre
propagaba cada emoción de los Primeros como si fuera un
rayo que atravesaba el alma y corrompía. Un espectáculo
perverso.
Otro embate de Jaí provocó que la mitad del
cuerpo de Kalud reventase. Al instante regresó sobre sí y
continuó la lucha incesante. Cada uno de los Primeros
odiaba tanto al otro como se odiaban a sí mismos. En
cuanto todos perecieren (si es que era posible), el mismo
vencedor se arrancaría el alma de su cuerpo solo para luego
inmolarse, acabando así con la cólera que los sumía.
¿Qué era lo que provocó en ellos tal sentimiento
de odio? Imposible de decir. Lo más cercano que se puede
saber es que su naturaleza era aquella: la de la muerte y la
ira.
El mar comenzaba a sufrir algo que nunca se había
contemplado ni durante la formación de sus cimientos.
Los cielos se asumían en un enojo abominable. La tierra
misma comenzó a arrebatar de sí la vida de todos, pero
solo para querer algo que no era ni ira ni odio. Sino solo la
paz perpetua. El más perfecto fin que se podrá alcanzar
jamás… y para ello se debía acabar con los Primeros.
El océano, padre de la vida, engendró a un ser que
ni las mentes de los más grandes podrían llegar a soñar
nunca. Los cielos rugieron y de ellos nació una terrible
criatura; junto a la tierra que moldeó a una tercera. Todas
ellas, al igual que el estado del cosmos, solo tenían una
forma de ver la realidad: furia. Una furia incesante. Una
furia tan terrible y bestial que provocaría a los Primeros
escalofríos.
Las aguas temblaron tanto que incluso los
hermanos detuvieron su vista en ella: el primero, el
auténtico primero, emanó. Su aspecto era terrible en
todos los sentidos. Enorme cuál montaña y con la
apariencia de los ojos de Dios mismo. Cada parte de su
retorcido cuerpo de escamas y rocas era perpetrado por
ojos. ¿Qué era eso? Naud sintió temor; uno que superó su
ira. Jaí iba a lanzarse directo hacia el primero, pero algo lo
agarró el vuelo. Atravesó su espalda y lo elevó más allá de
las nueves. Kalud saltó en su búsqueda para cumplir su
desquiciado propósito. Sin embargo, solo encontró a Jaí
luchando mano a mano con una criatura ciertamente
indescriptible. Parecía antes un hombre con la forma de
un águila que de cualquier otra creación. No era más
grande que el propio Jaí u otro hermano, pero un aura roja
se desprendía de su cuerpo.
Kalud se arrojó a la criatura imbuido por la misma
cólera que lo había alimentado. Los golpes celestiales
disiparon cada nube y cada estrella. Solo eran dos seres de
ira implacable en una lucha por la muerte misma.
El primero, el nacido de los océanos, desprendió
de sus fauces un tipo de látigo que atrapó del cuello a
Naud. Quiso librarse, mas su fuerza fue inútil. Y, en un
instante, la terrible criatura dio un salto tan veloz que era
incomprensible para su tamaño. Extendió su horripilante
mano y golpeó con tal fuerza al hermano superior, que su
cuerpo salió disparado al océano hasta chocar con las
profundidades en un segundo.
El ser de terrible aspecto se sumergió de pronto
que ninguno de los dos menores logró perseguirle. Y ahí,
en las profundidades del océano, la lucha entre Naud y
aquel primero se desató. La fuerza del ser era abrumadora
comparada al que se sumergía en cólera; y pronto su
cuerpo tuvo problemas para seguir el ritmo de la
regeneración que le era necesaria.
Laaél y Jarm iban a sumergirse al océano para…
un retumbar se escuchó detrás de ellos, y luego un grito
ensordecedor. No era de hombre ni mujer. Ni tampoco de
arma alguna. Sino de una criatura, la única de las tres con
apariencia descriptible: su cuerpo era como el de una
hormiga enorme, de por lo menos varios edificios de
tamaño. Su rostro era más parecido al de una abeja a otro
ser; su garras a las de una mantis y su cola a la de un látigo
con miles de púas.
Antes de que alguno de los dos Primeros pudiera
saltar en su rabia hacia la horrenda criatura nacida de la
tierra, esta última brincó hacia ellos en un abrir y cerrar de
ojos. Desgarró el cuerpo de ambos hasta que se hicieron
pedazos. Trataron de regenerase, pero la cólera de la tierra
era mayor a cualquiera de ellos. Las púas de la cola junto a
la terrible fuerza del ente provocaron la muerte de ambos.
La luna bajó su fulgor rojo y la muerte comenzó a
cesar lentamente en el mundo.
La criatura de la tierra saltó en búsqueda de la de
los cielos, y encontró a Jaí y Kalud luchando a diestra y
siniestra con ella. Se unió a la masacre y pronto perecieron
ellos.
En el océano la sangre de Naud había marcado
kilómetros y kilómetros de profunda marea. La terrible
criatura emergida del océano lo arrastró más y más hasta
llevarlo a un cráter esculpido de la propia corteza
terrestre. Nada de luz penetraba por ella, y ahí fue dónde
el cuerpo del Primero fue rasgado por la auténtica cólera
del mundo.
La cólera se detuvo. Pero… ¿a qué precio?

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