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OLIVERIO GIRONDO. EL FUROR COSMOPOLITA

Graciela Speranza

“Frente a la impermeabilidad hipopotámica del `honorable público´´´´, “frente a la incapacidad


de contemplar la vida sin escalar las estanterías de las bibliotecas”, aparece en mayo de 1924 en el
cuarto número de la revista Martín Fierro, el primer manifiesto de vanguardia argentino, redactado
por Oliverio Girondo. Editorial Martín Fierro publica, al año siguiente, sus Veinte poemas para ser
leídos en el tranvía, editados originariamente en Francia, en un gesto que se proclamaba
contradictorio y escéptico: “Tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de
mi gesto. París, diciembre de 1922”. Desde el título, su primera obra poética se coloca decididamente
en la modernidad urbana. Sus poemas no sólo se leen en el tranvía, sino que se compran en una
“edición tranviaria a veinte centavos”. Instituyendo un nuevo espacio y tiempo para la lectura,
Girondo sumerge la poesía en el ritmo de la ciudad moderna y diseña una nueva imagen de lector
“que le conviene a la ciudad”. En 1925, publica su segundo libro de poemas, Calcomanías. Desde los
arrabales de su verso, Borges lo ve tan hábil par desgajarse de un tranvía en plena largada, que se
siente provinciano. La eficacia de Girondo lo asusta. Su poesía, es cierto, viene a construirse en esos
años un espacio casi privado en algún lugar de la incipiente vanguardia porteña que, a pesar de su
declarada ruptura con los códigos estéticos dominantes, por su moderación y su cuidadoso respeto
por las normas sociales y morales, apenas se reconoce en la efervescencia iconoclasta del manifiesto
martinfierrista, más allá de la obra del propio Girondo.
Mientras que en Europa, en los programas surrealistas y en sus primeros tanteos artísticos “el
arte, la poesía, los problemas estéticos podrán descender a la calle”, “aquí no sucede nada”, dirá
Girondo en 1949, en la memoria del periódico Martín Fierro. En efecto, frente a los procesos de
modernización urbana, frente a la experiencia del cambio y de un presente vertiginoso que parece
dispararse constantemente hacia el futuro, Borges apuesta al arrabal y al pasado. Mientras Girondo
“consulta el barómetro, el calendario, antes de salir a la calle a vivirla con sus nervios y con su
mentalidad de hoy”, Borges atestigua “la rareza de un mundo” que ya no existe. En medio de una
vanguardia cuyos debates y transgresiones no exceden los límites del sistema literario, la poesía de
Girondo muestra que, tal como lo señalara Theodor Adorno, “moderno y moderado es una
contradicción”.

Veinte poemas. Una nueva mirada urbana

“En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las
mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al
abrir de par en par una ventana.
Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas.
Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar… Necesitaría dejar algún lustre sobre la vereda.”
(“Apunte Callejero”)

Si en el manifiesto de Martín Fierro Girondo proclama el surgimiento de una “nueva


sensibilidad”, en sus Veinte poemas se asiste al nacimiento de un nuevo observador. Y si bien la
preponderancia extrema de los visual constituye un rasgo característico de la nueva experiencia
urbana, en la ciudad que los poemas escriben no sólo se puede reconocer un espacio donde todo se
ofrece simultáneamente a la mirada, sino también una nueva percepción que, metaforizando
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escandalosamente lo que la ciudad muestra, obliga a volver a mirar aquello que, opacado por la
costumbre, apenas se percibe.
En esta renovación de la percepción puede reconocerse un gesto característico del arte de
vanguardia, del que dan cuenta diversas reflexiones teóricas que acompañan las prácticas artísticas
de las expresiones europeas. El extrañamiento del formalismo ruso, el “efecto de shock” que
Benjamin señala en el surrealismo, el distanciamiento brechtiano, describen diferentes inflexiones en
este proceso de desfamiliarización mediante el cual el arte puede desautomatizar los hábitos
perceptivos y restistuir la experiencia conciente. “La vida es un largo embrutecimiento –reflexiona
Girondo en un membrete-. La costumbre nos teje diariamente una telaraña en las pupilas; poco a
poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario; los mosquitos pueden volar tocando la corneta y
carecemos del coraje de llamarlos arcángeles.” Podría leerse en Veinte poemas, en sus ilustraciones y
en la colección de membretes que Girondo escribe para Martín Fierro, una poética de extrañamiento
de lo cotidiano que Espantapájaros, su tercer libro de poemas, acentúa y radicaliza.
La mirada que actúa esta renovación perceptiva podría caracterizarse como “cinematográfica”.
Casi contemporáneamente a sus primero poemas, el cine exploraba un nuevo lenguaje que otorgaba
una inédita dimensión a la percepción habitual de lo cotidiano. En la pantalla del cinematógrafo se
podía volver a mirar el mundo. “Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas
amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza –escribe Walter
Benjamin-. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo
carcelario y ahora emprendemos entre sus dispares escombros viajes de aventura.” El mismo
Girondo reconoce en el lenguaje cinematográfico un enfoque inédito de la realidad que en “la mágica
revelación de los numerosos detalles que escapan a nuestra retina” produce una profundización de
nuestra percepción. Como el objetivo de la cámara cinematográfica, la mirada que recorre el mundo
en Veinte poemas opera como un viaje de aventuras entre objetos y sujetos que la costumbre
incorpora dentro del campo visual mecánicamente. Girondo reinaugura lo cotidiano mediante una
óptica que restituye el asombro como sinónimo de vida: “ímpetus de prosternación ante cualquier
cosa”.

La ciudad sin límites: el viaje cosmopolita.

A esta nueva mirada corresponde la selección de un escenario eminentemente urbano. Los


lugares y fechas que figuran al pie de cada poema reconstruyen una geografía poética que vincula a
Veinte Poemas con la poesía urbana porteña por una parte, y por otra, con la serie que en forma
amplia podría denominarse libro de viajes. Sin embargo, el desorden temporal de las fechas y el
itinerario geográfico dislocado del viaje de Veinte poemas compone un referente urbano cosmopolita
que desdibuja fronteras entre las ciudades europeas y Buenos Aires. Si Buenos Aires y Mar del Plata
se mezclan despreocupadamente con Venecia, París o Sevilla, ambos cuadros intertextuales –la
poesía urbana porteña y el libro de viajes- se funden con una nueva representación de la ciudad que
no se rige por ese enfrentamiento tradicional que opone nacionalismo y cosmopolitismo. Las
convenciones sociales y literarias ingresan más bien como repertorio familiar que las estrategias de
representación transgreden y redefinen. Buenos Aires es sólo una escala recurrente en el viaje
cosmopolita.
Frente al característico localismo de la poesía urbana porteña, los poemas fechados en Buenos
Aires se componen a partir de la imprecisión de los escenarios. “Apunte Callejero”, “Pedestre”,
“Plaza”, “Corso” se detienen en una esquina, una plaza, una calle sin siluetas locales identificatorias.
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Una calle es apenas eso: una calle cualquiera. En “Pedestre”, por ejemplo, los elementos que el
observador selecciona, los close-ups, son significativamente poco connotados, desprovistos de
vocación poética. Se trata de un inventario de elementos ineludiblemente percibidos por un pedestre
en la ciudad moderna: un edificio público, una sombra sobre el umbral, un tranvía que atraviesa la
ciudad, un vigilante que detiene el tránsito. Una escena urbana cotidiana opacada por la percepción
habitual se transforma, mediante la mirada cinematográfica del poema, en una aventura experiencial
de la vida en la ciudad moderna. En la ciudad girondina una mujer no desparece momentáneamente
detrás de un quiosco, sino que “un quiosco acaba de tragarse a una mujer”. Las sombras pueden si
quieren quebrarse el espinazo en los umbrales o acostarse para fornicar en la vereda. El referente se
construye en estos poemas aboliendo distancias entre los objetos estéticos y no-estéticos,
clausurando topografías fraguadas de lo poético. La eficacia de la estrategia giorondina radica
precisamente en emprender el viaje de aventuras en un espacio tradicionalmente privado de
aventura. Si en Buenos Aires puede escucharse “el cantar de las canillas mal cerradas –único grillo
que le conviene a la ciudad” y “el susurro de todos los senos al rozarse”, no hace falta trazar
premeditadamente itinerarios en busca de la poesía. La suma poética de Girondo es, en este sentido,
casi una resta. Basta con volver a mirar con ojos nuevos el escenario cotidianamente velado.
Frente a un Buenos Aires despojado de todo pintoresquismo nostálgico, los poemas europeos
poseen, por el contrario, una localización geográfica y cultural precisa: “Paisaje Bretón”, “Venecia”,
“Biarritz”, “Verona”. Parecería que se pierde en ellos la posibilidad de eludir el inventario turístico
europeo, las góndolas y puentes de Venecia, el casino de Biarritz, los balcones de Verona. Sin
embargo, la mirada de este nuevo observador elude la visión tarjeta postal. NO se trata de kuna
cámara fotográfica que cristaliza los lugares comunes, los monumentos familiares del imaginario
turístico europeo, sino más bien de la mirada irrespetuosa que destruye irónicamente una
reproducción estereotipada, trastocándola con gestos triviales, cotidianos: “góndolas con ritmos de
cadera”, “remos que no terminan nunca de llorar”. “Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha
para ponerse colorado”. La mirada acaba por destruir el culto colonial por los escenarios europeos.
Después de todo en Venecia “la luna engorda como en cualquier parte su mofletudo visaje de
portera”. “Yo dudo –concluye el poema- que aun en esta ciudad de sensualismo, existan falos más
llamativos y de una erección más precipitada, que la de los badajos del Campanile de San Marcos”
(subrayados míos).
El viaje a Europa se concibió en los ´80 como una ceremonia consagratoria de contacto con el
centro del mundo. “El Buenos Aires de aquellos días mirado desde Europa –confiesa un viajero por
esos años- era algo así como el fin del mundo. ¡Quedaba lejos, tan lejos del centro cerebral del
universo civilizado!" Hacia 1900, el viaje adquiere otra productividad estética: el contacto con los
movimientos culturales europeos genera una tensión nacionalismo/cosmopolitismo que se traduce
casi inevitablemente en una reapropiación deliberada de la nacionalidad. El viaje de Girondo,
integrante de esta misma élite viajante porteña, se singuraliza en esta nueva relación con el
referente urbano. Si, por una parte su viaje de ida “clausuró el turismo a Europa”, en la expresión de
Pablo Neruda, despojándolo de esa sacralización colonial de la geografía europea, por otra, en el
viaje de vuelta, su concepción del nacionalismo no conduce en su poesía de este período a la
consustanciación nostálgica con la pampa, el barrio o la orilla. Este esfumado deliberado de las
fronteras culturales entre Europa y Buenos Aires indica que no es allí donde debe buscarse el núcleo
generador de su poesía. La mayor productividad estética del viaje giorondino reside en haber
descubierto –en su frecuentación de los nuevos movimientos artísticos europeos- el verdadero
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desafío de la vanguardia: devolver el arte a la praxis social. Arte y vida, tal como en el sueño de André
Breton, pueden ser casi lo mismo.

Un arte para todos los días.

La intención deliberada de que lo cotidiano ingrese en el espacio poético puede leerse como
proyecto explícito ya en 1922, en la Carta abierta a “La Púa”: “Y se encuentran ritmos al bajar la
escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en
la vereda”. En un texto posterior publicado en Contra en 1933, Girondo reafirma su voluntad de ligar
arte y vida: “El arte no debe ser una forma elegante de escamotear la vida, sino una posibilidad de
vivirla más intensamente, pues así no sólo nos preservamos de la monstruosidad que significa dejar
de vivir para expresar lo que no hemos vivido, sino que nuestra obra resultará más entrañable y más
profunda”. Frente a la pureza como virtud poética, asegura: “Prefiero lo desgajado y lo viviente,
aspiro a una especie de carne y hueso, con cerebro y con sexo, menos perfecto, o de una perfección
disimulada bajo una trabajosa y cálida espontaneidad.”
Este programa de reacción frente al arte puro implica una concepción renovadora de los
procedimientos y los materiales poéticos en la cual puede reconocerse una aproximación a los
movimientos de vanguardia europeos que singulariza la obra de Girondo en el contexto del
martinfierrismo.
El montaje, acorde con la mirada cinematográfica, aparece en Veinte poemas, como técnica
privilegiada de composición. Frente a la obra de arte orgánica con su apariencia de totalidad, la obra
de vanguardia se proclama una construcción artificial, un artefacto. El montaje, como principio
fundante, subraya el hecho de que se ha construido a partir de fragmentos de la realidad: un modo
de inyectar lo real en el arte por sabotaje. Este procedimiento se percibe en Veinte poemas no sólo
en tanto composición de secuencias a partir de una percepción fragmentaria, simultánea, múltiple,
sino también en el lenguaje poético que, reproduciendo el montaje del poema, yuxtapone materiales
diversos:
“Brazos
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran.
Cabezas flotantes de caucho.

Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas


Alargan sus virutas sobre el aserrín de la playa (…)

¡El mar!...ritmo de divagaciones. ¡El mar! Con su baba y con su epilepsia.”


(“Croquis en la arena”)

“Viruta”, “aserrín”, “baba”, “epilepsia” se incorporan como materiales verbales antipoéticos, a


la manera de los botones y boletos de tren de los collages dadaístas. En los “Nocturnos”, que desde
el título remiten a un género marcado por el lirismo y artepurismo, el lenguaje acude con mayor
insistencia a lo antipoético: “alambres”, “cañerías”, “canillas”, “mingitorios”, que provocan una “des-
sublimación” del espacio poético y redefinen los límites de lo estético: “la utilización del aserrín, de la
viruta y otros desperdicios pueden proporcionarnos una satisfacción insospechada”.
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La heterogeneidad de los materiales que conviven en los poemas, la mezcla como principio
constructivo que los reúne, se refleja especularmente en otros gestos audaces: lo sagrado se funde
con lo profano, las esferas de lo público, lo privado y lo secreto se dislocan, y la ciudad de los poemas
se transforma en un escenario en el que la mezcla y la transgresión se visualiza. En Verona, “la
Virgen, sentada en una fuente, como sobre un `bidé´, derrama un agua enrojecida por las bombitas
de luz eléctrica que le han puesto en los pies”. En Sevilla, “mientras frente al altar mayor, a las
mujeres se les licua el sexo contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el
cura mastica una plegaria como un pedazo de `chewing gum´”. Los espacios públicos se transforman
en un escenario revelador de relaciones sociales pautadas por la censura y la simulación. En el
extremo de esta visibilidad urbana, en “Exvoto”, el acto secreto se transforma en acto público: las
chicas de Flores “van a pasearse por la plaza para que los hombres les eyaculen palabras al oído y sus
pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas”. Los Veinte poemas celebran el
surgimiento de una nueva moral que, frente a la hipocresía y el recto de la moral en uso, reclama un
espacio de transparencia y libertad expresiva.
Se puede, sin duda, coincidir con Borges: “Girondo es un violento”. Si el arte debe volver de
algún modo a la praxis social, si se aspira a un arte con cerebro y con sexo, Girondo apela al
escándalo referencial y moral de una poesía que ataca violentamente espacios estéticos y éticos
codificados. Dos membretes, con esa particular condensación y apertura de sentidos que los
caracterizan, resumen el ímpetu girondino: “Con la poesía sucede lo mismo que con las mujeres:
llega un momento en que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la pollera”. O mejor:
“Trasladar al plano de la creación, la fervorosa voluptuosidad con que durante la infancia, rompimos
a pedradas todos los faroles del vecindario”.
Con la misma vocación de mezcla que preside los poemas, la violencia se funde en el
membrete con una voluntad infantil que permite ensayar una nueva legalidad en el mundo
construido y, al mismo tiempo, se constituye en una posibilidad de renovación perceptiva. Girondo
colecciona imágenes urbanas, calcomanías que, en ese intento resurrector que organiza toda
colección, recuperan la capacidad infantil de renovar constantemente la experiencia. “En los niños –
dice Walter Benjamin- el hecho de coleccionar es tan sólo una de las maneras de renovar los objetos,
ya que también es posible pintarlos, recortarlos y aun calcarlos y recorrer así toda la escala de los
modos de apropiación infantil del gesto que toma un objeto para nombrarlo. Renovar el Viejo
Mundo”. La mirada de este nuevo observador redescubre estos modos de apropiación infantil para
recomponer el mundo de acuerdo a otra legalidad, propia del juego, que permite una relación más
inmediata y más flexible con lo real: “una nueva virginidad cada cinco minutos”.

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