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Traducido por: Palma Carvajal e Inmaculada Rodríguez

Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
Título original: Dreams Lie Beneath
Editor original: Quill Tree Books, un sello de HarperCollinsPublishers
Traductora: Palma Carvajal e Inmaculada Rodríguez

1.ª edición: septiembre 2022

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© de la traducción 2022 by Palma Carvajal e Inmaculada Rodríguez
© 2022 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
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ISBN: 978-84-19251-55-8
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
A mis padres, que primero me enseñaron a soñar.
PARTE UNO
LA MAGIA DE
LOS ANTIGUOS
1

L
a luna nueva de septiembre esperaba a que se pusiera el sol
mientras yo me encontraba atrapada en la biblioteca de
Mazarine, dibujando su duodécimo retrato a la luz de las
velas. Desde que la conocía, nunca había salido de su casa durante el
día y mantenía las cortinas echadas cuando reinaba el sol. Le gustaba
llamarme cada pocos meses para varias cosas: la primera, para
plasmar su rostro en el papel con mi carboncillo, como si se hubiera
olvidado de su aspecto; la segunda, para que le leyera uno de sus
libros encuadernados en cuero. Estaba deseando hacer ambas cosas,
porque me pagaba bien y me gustaban las historias que a veces
podía sonsacarle. Historias que venían de las montañas. Historias
que ya casi se habían olvidado, convirtiéndose en polvo.
—¿Tengo el mismo aspecto que la última vez que me dibujaste?
—me preguntó desde la silla en la que estaba sentada, cuyos
reposabrazos tenían unos leones rugientes tallados. Llevaba su
vestimenta habitual: un elegante vestido de terciopelo del tono de la
sangre junto a un collar con un diamante sujetado en el cuello. La
piedra captaba la luz del fuego cada vez que respiraba, destellando
secretos.
—Parece que no ha cambiado —respondí, pensando que la había
dibujado hacía solo tres meses, y continué con mi boceto.
Estaba orgullosa, incluso con aquella multitud de arrugas,
aquellas manchas de la edad y aquellos extraños ojos saltones. Me
gustaba su con anza, así que la dibujé en la inclinación de su
barbilla, en la insinuación de su sonrisa cómplice y en las ondas de
su largo cabello azabache. Pensé en cuántos años tendría, pero no me
atreví a preguntárselo.
A veces la temía, aunque no podía explicar por qué. Era muy
mayor. Rara vez la había visto moverse más allá de los muebles
esparcidos por esta sala dorada y sombría. Y, sin embargo, algo latía
en ella. Algo que no podía identi car, pero que me advertía que
debía mantener los ojos abiertos en su presencia.
—A tu padre no le gusta que te haga llamar —dijo con voz áspera
—. No le gusta que estés a solas conmigo, ¿verdad?
Sus palabras me inquietaron, pero oculté mis sentimientos. La
penumbra de la habitación era como un manto, y, aunque parecía
imposible dibujar un retrato con tan poca luz, lo hice y lo hice bien.
—Es que mi padre necesita que hoy llegue a casa a tiempo —
respondí, y ella supo lo que quería decir.
—Ah, una luna nueva te espera esta noche —dijo Mazarine—.
Dime, Clementine, ¿has leído alguna de mis pesadillas registradas en
el libro de tu padre?
No lo había hecho, pero porque no había registro de sus
pesadillas en el libro que rellenaba y guardaba mi padre. Todavía no
quería confesárselo por miedo a que le molestara.
Así que le mentí.
—Mi padre no me permite leer todos sus registros. Solo soy una
aprendiz, señora Thimble.
—¡Vaya! —exclamó, bebiendo de una copa de vino espumoso—.
Eres una aprendiz, pero batallas junto a tu padre en las noches de
luna nueva. Eres tan fuerte y tan hábil como él. Te he visto luchar en
las calles en las noches más oscuras. Llegarás a ser mejor que él,
Clementine. Tu magia brilla más que la suya.
Por n acabé su retrato. En parte, porque sus palabras
alimentaron un espíritu hambriento dentro de mí que me esforzaba
por mantener oculto.
—He acabado el retrato. —Dejé el carboncillo, me limpié los
dedos en la falda y le acerqué el papel. Ella lo estudió a la luz de las
velas que ardían en los soportes de hierro a su alrededor, con la cera
goteando como estalactitas.
Se quedó callada durante un largo rato. Una gota de sudor
comenzó a recorrerme la espalda, y me puse nerviosa hasta que
sonrió con sus torcidos dientes amarillos brillando a la luz del fuego.
—Sí, no he cambiado. Qué alivio. —Y se rio, pero el sonido estaba
lejos de resultar tranquilizador.
Me bullía la sangre como si fuera una advertencia.
Reuní mis provisiones y las metí en mi bolso de cuero, ansiosa
por irme. No podía saber qué hora era, ya que Mazarine tenía las
cortinas echadas, pero intuía que la tarde estaba llegando a su n.
Necesitaba llegar a casa.
—Una maga y una artista —re exionó Mazarine, admirando el
boceto que había hecho de ella—. Una artista y una maga. ¿Cuál
deseas ser más? O tal vez sueñes con aprender magia deviah y
combinar ambas. De hecho, me gustaría ver un dibujo tuyo
encantado algún día, Clementine.
Me coloqué la correa del bolso en el hombro, situándome a medio
camino entre su silla y las puertas dobles. No quería decir que
tuviera razón, pero tenía un extraño sentido para leer a la gente.
También me había visto crecer en este pueblo.
Desde los ocho años, mi padre me había instruido en la magia
avertana, una magia defensiva que prestaba su fuerza a combates y
duelos. A menudo nos enfrentábamos a hechizos conjurados con
malas intenciones, lo que provocaba situaciones peligrosas e
imprevisibles, como las noches de luna nueva. Me gustaba más la
avertana para esas cosas, pero también había empezado a pensar en
los otros dos estudios de magia, la metamara y la deviah, pero en
especial la deviah. Tomar la habilidad de una misma y crear un objeto
encantado no era una hazaña sencilla, y había leído sobre magos que
habían dedicado décadas de su vida a alcanzar tal logro.
Necesitaba más tiempo. Más tiempo para perfeccionar mi o cio
de artista antes de intentar añadirle mi magia. Había aprendido a
dibujar y poco a poco llegué a dominar el carboncillo, ya que los
materiales de arte eran difíciles de conseguir en este pueblo rural,
pero sabía que me faltaba experiencia y que había muchas otras
ramas del arte, esperando a que las explorara.
—Quizás algún día —respondí.
—Mmm. —Fue lo único que dijo Mazarine.
Al nal, se levantó de la silla con un ligero gruñido, como si le
dolieran los huesos. Siempre olvidaba lo alta que era, y esperé
mientras cruzaba hasta el otro lado de la habitación, donde había un
escritorio en un rincón oscuro. La escuché abrir los cajones y también
el tintineo de las monedas cuando las agarró.
—A rmas que no he cambiado —dijo, acercándose hasta donde
yo me encontraba—. Pero tú sí, Clementine. Tus habilidades están
mejorando, tanto en la magia como en el arte. —Y extendió el puño
con los nudillos como colinas, las venas como ríos bajo su piel de
papel y los dedos llenos de monedas.
Levanté la palma de la mano, y me pagó el doble. Más de lo que
me había dado otras veces.
—Es muy generoso por su parte, señora Thimble.
—Puede que no le guste a tu padre ni al ama de llaves que te
cuida. Pero tú eres la única en este pueblo que no me teme. Y yo
recompenso ese valor.
Le sostuve la mirada, esperando que mi cautela no brillara como
el hielo en mi interior.
—Deja que te acompañe —propuso Mazarine con un movimiento
de su brazo—. El día se acaba y debes prepararte para esta noche.
Pero no se movió, y supuse que quería yo fuera delante. Me
dirigí a las puertas dobles y ella se quedó dos pasos detrás de mí.
Pasamos por delante de un espejo colgado en la pared, en el que
nunca me había jado. Su marco era dorado y elaborado, con forma
de vides y hojas de roble. Vi mi re ejo: una chica con una mancha de
carbón en la barbilla y un grueso cabello cobrizo que se negaba a ser
domado por una trenza. Mi mirada comenzó a dirigirse a las puertas
cuando vislumbré lo que caminaba detrás de mí.
No era Mazarine. No era la anciana que había dibujado tantas
veces.
Era otra cosa, alta y de hombros anchos, con la cara arrugada y
a lada como las rocas, con una nariz larga y ancha que se cernía
sobre una boca na y torcida. Unos cuantos dientes le sobresalían de
sus labios, manchados de lo que parecía ser sangre vieja. Tenía la piel
pálida y el pelo seguía siendo plateado, pero era largo, enjuto y
estaba enhebrado con hojas, palos y lianas espinosas, como si
hubiera surgido de un bosque. Dos cuernos le coronaban la cabeza,
pequeños y aún puntiagudos, brillantes como huesos.
Sus ojos, grandes, oscuros y resplandecientes de alegría, se
encontraron con los míos en el espejo durante un momento fugaz, y
supe que acababa de contemplar su verdadera naturaleza. Ella
también lo sabía y, sin embargo, no reaccioné. Me dije que no
caminara más rápido, que no respirara más hondo. Que mantuviera
la calma y el aplomo. Me tragué las ganas de salir corriendo y me
detuve ante las puertas para darle tiempo a que me abriera.
—¿Encontrarás la salida desde aquí? —me preguntó.
Sonreí. Sentía mi cara extraña, e imaginé que estaba haciendo una
mueca.
—Claro que sí.
De nuevo, apareció como la mujer mayor que siempre había
conocido. Pero sus ojos… Vi un rastro del ser salvaje que era en
realidad, ardiendo como brasas.
—Estupendo. Hasta la próxima, Clementine.
Me escabullí y bajé por la escalera enroscada, con las botas
chocando contra el mármol a un paso medido, porque sabía que ella
estaba escuchando.
Su mayordomo, un hombre viejo y lleno de arrugas vestido con
la librea de un lord muerto hacía tiempo, estaba sentado en una silla
junto a la puerta principal, roncando. Intenté pasar a hurtadillas
junto a él, pero se sobresaltó y se puso de pie, buscando a tientas el
pomo de la puerta.
—Que tenga un buen día, señorita Clem —dijo con voz ronca—.
Y que salga victoriosa de la batalla con la luna nueva esta noche.
—Gracias, señor Wetherbee. —Y aunque sus ojos eran amables y
estaban empañados por las cataratas, el tipo de ojos que podría tener
un abuelo, no pude evitar preguntarme qué re ejo proyectaría en un
espejo: si sería el viejo hombre humano que parecía ser o algo muy
diferente.
Traspasé el umbral y bajé los escalones hasta el sendero de grava
que conducía al camino. Los triángulos de arbustos crecían en
perfecta simetría, y, cuando llegué a la verja de hierro, me atreví a
echar un vistazo a la casa.
Se trataba de una gran mansión de tres plantas, construida con
ladrillos rojos, con ventanas cuadradas que brillaban como dientes.
Aquí había vivido la primera maga de Hereswith, y luego la persona
que le había sucedido. Esta había sido siempre propiedad de los
magos del pueblo, y uno pensaría que la magia aún perduraría en las
paredes y se habría ltrado en los suelos. Sin embargo, Mazarine
había vivido aquí durante muchos años, según los registros del
pueblo, y no era una maga.
Ni siquiera era humana.
Y me pregunté entonces cómo había logrado tal hazaña,
ocultando su verdadero rostro. Engañándonos a todos.
Dudé, como si darle la espalda a la mansión fuera una tontería.
Pero, al nal, me alejé de la verja y, a paso ligero, emprendí el camino
a casa.
Hereswith no era un pueblo muy grande. Mi padre y yo
podíamos recorrerlo entero en una hora. Era pintoresco, si nos
olvidábamos de la maldición de las montañas adyacentes. Las casitas
eran acogedoras, de dos plantas, y estaban construidas con piedra y
mazorca, rematadas con tejados de paja. Algunas tenían pequeños
jardines con hiedras que intentaban comerse la casa; otras tenían
puertas delanteras pintadas con colores brillantes y ventanas con
parteluz que provenían de una época pasada. Y luego estaba la
mansión de Mazarine, que parecía abrumadoramente fuera de lugar
con su grandiosidad, pero que seguía otorgando carácter al pueblo.
Para mí, Hereswith era mi querido hogar, incluso cuando parecía
languidecer bajo los últimos días de verano. Al nal de la tarde,
cuando el sol empezaba a ponerse, las sombras de las montañas de
Seren nos alcanzaban y la brisa olía a hierba fría, a madera humeante
y a piedra húmeda. Como la magia antigua.
Nunca quise dejar este lugar.
Pero con cada paso que me alejaba de la mansión de Mazarine,
más dudas empezaban a surgirme. En apariencia, Hereswith parecía
idílico y encantador. Pero comencé a preguntarme si el pueblo
escondería algo bajo su exterior.
Ese día aprendí una lección vital de Mazarine. Una que hizo que
me jurara que nunca con aría solo en las apariencias.
2

–¿Q ué es Mazarine? —le pregunté a Imonie en cuanto volví a


casa. Estaba justo donde sabía que estaría: en la cocina,
preparando la cena. Mi padre y yo siempre comemos muy bien las
noches de luna nueva, justo antes de que las calles se vuelvan letales.
Si no fuese por Imonie, seríamos dos magos lánguidos con ropas
raídas y heridas que nunca se curarían en condiciones.
Estaba frente a la encimera, pelando una montaña de patatas. Era
como una abuela para mí, aunque fuese demasiado joven para serlo
en realidad. Nunca ha confesado su edad, pero imagino que tendrá
unos cincuenta y pocos años. Era alta y esbelta, tenía hilos de plata
en su pelo de seda y, aunque rara vez sonreía, unas cuantas arrugas
le rozaban los rabillos de los ojos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Imonie, muy concentrada en
su tarea—. Mazarine es una vieja gruñona.
—No, de eso nada.
Debió haber sido el tono de mi voz, porque Imonie dejó de pelar
y me miró.
—¿Te ha amenazado, Clem?
—No —contesté, aunque sí que hubo un momento en el que me
dio miedo. Cuando su mirada se encontró con la mía en el espejo.
—Llevo años diciéndote que te alejes de ella.
—Está sola y me paga bien. También me cuenta muchas historias
de las montañas. —Observé con atención la cara de Imonie y noté
que fruncía el ceño. Ansiaba volver al hogar de sus ancestros, en las
montañas de Seren.
—Yo te podría contar las mismas historias —dijo Imonie, y volvió
a ponerse a pelar con saña.
—¿Y entonces por qué no lo haces?
—Porque me producen un gran pesar, Clem.
Me quedé callada, sintiendo una punzada de arrepentimiento.
Pero, durante ese silencio, pensé en la historia de la montaña que
solía contarme cuando se lo pedía de pequeña.
El reino de Azenor no siempre había estado acosado por
pesadillas tangibles, aunque era difícil imaginar un mundo sin ellas.
Era lo único que yo había conocido, pero Imonie me había contado la
leyenda con la que comenzó todo: una vez, en esas montañas había
un ducado próspero. La magia en sí misma había nacido primero en
las cumbres, donde las nubes tocaban la tierra, pero cuando el duque
de Seren fue asesinado por sus amigos más cercanos, la región de la
montaña acabó dividida. El duque, que estaba muy versado en la
magia, había lanzado una maldición mientras agonizaba. No habría
muerte ni sueños para aquellos de la corte que lo habían traicionado.
Vivirían eternamente, viendo cómo los que amaban envejecían y
perecían sin ellos, y sin sueños, por lo que sus corazones se
marchitarían y se debilitarían.
No nos damos cuenta de lo poderoso que es un sueño, tanto en el
mundo en el que dormimos como en el que estamos despiertos,
hasta que nos lo han robado.
El duque había muerto durante una noche de luna nueva, y,
desde entonces, las montañas comenzaron a convertir las pesadillas
en realidad en los otros dos ducados de Azenor: los valles, los
bosques y los prados de Bardyllis y de Wyntrough. Nadie podía
librarse, por lo que los magos se habían alzado para responder al
peligro, perfeccionando la rama avertana de la magia y
convirtiéndose en guardianes de la maraña de territorios
delimitados. Y mi padre era uno de ellos.
Imonie suspiró, como si supiera la historia exacta que me estaba
imaginando. Aunque era muy apropiada para un día de luna nueva.
Y dejó la patata y el cuchillo, apoyándose en la encimera para
mirarme jamente.
—Puedo olerla desde el camino cuando paso por esa mansión tan
horrorosa —dijo—. Musgo, piedras y noches frías de invierno.
Esperé a que Imonie continuara, ansiosa por saber la verdad.
Ansiosa por saber a quién había estado dibujando una y otra vez
durante meses.
Pero entonces Imonie sonrió y me preguntó:
—¿Qué crees que es Mazarine, Clem?
—Creo que es una trol de las montañas.
—Puede que tengas razón, aunque no me he acercado lo
su ciente a ella como para comprobarlo por mí misma.
—¿Está maldita?
—¿Maldita? Creo que cualquier apariencia que luzca se la ha
creado ella misma, según cómo quiere que la perciban. Porque,
aunque Hereswith ha acogido con los brazos abiertos a quienes,
como yo, proceden del ducado de la montaña…, ¿crees que los
mortales como tú que viven aquí estarían encantados de saber que
una trol habita entre vosotros?
—La mayoría de la gente le tendría miedo —confesé—. Aunque
parece que ya se lo tiene.
—Puede que a ella le guste el miedo —dijo Imonie—. Al menos
lo su ciente como para mantener a la gente y sus sospechas alejadas
y así poder vivir con tranquilidad. —Y entonces entrecerró los ojos
cuando me miró—. ¿Y cómo has podido descubrir su verdadera
naturaleza?
—Vi su re ejo en un espejo —contesté, y me acordé de que la
había visto dos pasos por detrás de mí, agazapada con sus dientes
ensangrentados y sus ojos eros y oscuros. ¿Me habría hecho daño?
Quiero creer que no.
Comencé a pensar en un hechizo que pudiese crear para
protegerme y aguzar mis sentidos mientras estuviera en su
presencia.
—Un error tonto por su parte, vaya —comentó Imonie.
—En realidad, creo que lo tenía planeado —contesté, tocándome
por encima del labio—. Quería que viera quién es en realidad.
—¿Por qué?
Me di cuenta de que todavía tenía carbón en la punta de los
dedos y que seguro que me había pintado un bigote en la cara. Alejé
la mano para sujetar la correa de mi bolso.
—Creo que quiere que dibuje su verdadero yo.
—¡Por supuesto que sí! —refunfuñó Imonie, volviendo a su tarea
—. Los troles son insufriblemente vanidosos.
—¿No se está quemando algo? —pregunté, olisqueando el aire.
Imonie se puso rígida y, luego, corrió hasta el horno. Cuando
abrió la puerta del horno, se elevó una na columna de humo.
—¡Se me han quemado las galletas por tu culpa!
—Están bien. —La tranquilicé mientras alcanzaba una manopla y
las sacaba del horno.
—¿Clementine? —me llamó mi padre desde arriba.
Tanto Imonie como yo nos quedamos heladas. Y, cuando me
miró, vi su expresión de preocupación.
—¿Todavía está enfermo? —susurré.
—Aún no se le ha ido la ebre —me dijo Imonie—. Será mejor
que subas y veas qué necesita. Toma, llévale esta taza de té.
Asegúrate de que se la beba.
Retiró la tetera del fuego y sirvió una taza de un brebaje con un
olor penetrante que me hizo arrugar la nariz. Pero, tal y como me
ordenó, tomé la taza y casi me quemé la mano con ella. No me di
cuenta hasta que estuve de camino a las escaleras. Dejé el bolso con
los materiales de arte en el suelo, miré la mesa y vi que solo la había
puesto para una persona. Yo. Imonie no le había puesto un plato a
mi padre, lo que signi caba que creía que estaba demasiado enfermo
como para enfrentarse a la luna nueva.
Y nunca me he enfrentado a una luna nueva sola. Él y yo siempre
hemos luchado juntos en las calles, como si fuéramos uno.
Consternada, subí las escaleras y entré en su dormitorio.
Mi padre estaba sentado en la cama, apoyado en el cabecero,
esperándome. Parecía que se enfermaba todos los años justo en esta
época. Cuando el verano se rendía al otoño, mi padre
inevitablemente caía presa de la ebre y de la tos, y lo achacaba a la
última oración de alguna hierba vengativa del valle. Y aunque
siempre se recuperaba a los pocos días, seguía sin saber qué hacer
con él cuando se encontraba así.
—¿Papá? —Intenté darle la taza de té, pero me hizo un gesto para
que la dejara en la mesita de noche—. ¿Necesitas algo?
—Me han avisado de una pesadilla esta mañana —contestó.
—¿De quién?
—De la hija pequeña de Spruce Fielding.
—¿Elle?
—La misma. Anoche tuvo una pesadilla. Según Spruce…, la
asustó tanto que hoy no ha dicho ni una sola palabra.
Hice una mueca con la boca hacia un lado, pues esa noticia me
partía el corazón. Las pesadillas de los niños siempre son las peores.
Eran estos registros los que no me dejaban dormir cuando los leía.
Eran estos sueños los que temía ver acechando las calles en las
noches de luna nueva.
—Y necesitas que vaya y la registre. —Supuse, y un silencioso
estremecimiento me recorrió el cuerpo. Nunca he adivinado una
pesadilla ni la he registrado en el libro de mi padre. La mayoría de
las veces lo acompaño, observo y, luego, leo sus registros para
prepararme para la luna nueva. Pero nunca lo he hecho sola.
—Sí, Clem —me dijo mi padre, y no pude discernir si estaba
orgulloso o nervioso—. No uses el hechizo de adivinación a menos
que sea absolutamente necesario. Y si tienes que hacerlo, por favor,
usa mi hechizo palabra por palabra.
Asentí y noté su mirada mientras me movía por su dormitorio
desordenado, reuniendo suministros para la visita.
—Lo haré, papá. —Abrí su armario, donde había un montón de
frasquitos azules dentro, brillando a la luz. Remedios. Seleccioné dos
frascos con corcho del tamaño de un meñique. El oscuro brebaje se
agitó en el interior de cada uno mientras dudaba, así que me lo
pensé mejor y agarré tres frascos más, metiéndomelos en el profundo
bolsillo de mi falda manchada de carbón.
—La adivinación —continuó mi padre, como si estuviera a punto
de impartir una clase. Yo me preparé mentalmente—, sobre todo si
se hace de… Ah, cómo te lo explico, de manera peligrosa, puede
abrir una puerta que quizá no sepas cómo cerrar.
Como si quisiera demostrar algo, cerré la puerta del armario con
más fuerza de la necesaria. Podía oír el traqueteo de los frascos como
protesta, y me encontré con la mirada de mi padre, tragándose una
respuesta impaciente. A veces actuaba como si yo no tuviera ni idea
de cómo lanzar un hechizo o adivinar una pesadilla. Y era una
lección que le había escuchado millones de veces, incluso antes de
que la magia me comenzara a chisporrotear en la punta de los dedos.
—Llevo un mes sin hacer nada peligroso, papá.
Y con «peligroso» me refería a «espontáneo», cuando la magia me
llegaba en el momento. La clase de magia a la que él le tenía miedo.
Por eso estaba tan enfocado en el estudio de las pesadillas, para
poder preparar posibles hechizos. Tenía una memoria excelente e
inmensa y, aunque le admiraba por ello…, mi magia más fuerte se
había forjado a partir de la intuición.
Sentí cómo me observaba, con los pensamientos agitándole la
mente. Era severo e imponente, incluso mientras sudaba por la ebre
postrado en la cama. Me parezco mucho a él, mucho más que a mi
madre. Mi padre y yo éramos altos y esbeltos como un sauce, con
mentones cuadrados, ojos grandes castaños y cabello del mismo
color, brillante como el cobre cuando le da la luz. Un extraño podría
decir que éramos parientes a un kilómetro de distancia, pero ahí
terminaban nuestras similitudes. Nuestras almas eran dos puntos
diferentes en una brújula, pues la intención detrás de nuestra magia
uía en direcciones opuestas. Él era cauteloso, reservado.
Tradicional. Y yo no.
Sé lo que veía en mí. Que era joven e imprudente. Que era su
única hija, que me inclinaba por el estudio más salvaje y natural de
la magia. Mis ideas y hechizos le asustaban a veces, aunque nunca lo
había mencionado en voz alta. Porque sin mí, mi padre nunca
correría ningún riesgo.
—Llévate todo lo que necesites para la adivinación —me dijo.
Aliviada de que me creyera capaz, me acerqué a su mesa. Había
un mapa detallado de Hereswith extendido sobre la madera, con
rocas de río sobre las cuatro esquinas. Había memorizado ese mapa
con todas sus calles torcidas y sinuosas. Encima del escritorio, las
estanterías se alineaban en la pared, cargadas de libros de hechizos
encuadernados en cuero, pilas de papel, botes rebosantes de ores,
cristales de sal y plumas de cisne, tarros de tinta adornados,
cucharas de hierro fundido con joyas incrustadas en los mangos,
cuencos de plata encajados uno sobre otros y una maceta con un
helecho que tenía hojas marchitas colgando, como un amor no
correspondido.
Reuní todo lo que necesitaba: un cuenco que brillaba como la
luna llena, sal rosa, gardenias secas, una cuchara con una piedrecita
de esmeralda, una jarra llena de agua, una pluma de cisne y un
tintero de plata con un pulpo tallado, cuyos tentáculos sostenían un
frasco con tinta de nueces. Lo encanté todo con un conjuro, un
hechizo que mi madre me había enseñado, hasta que los objetos
pudieron caberme en la palma de la mano, y los metí en el bolsillo,
donde esperaban los remedios. Los objetos tintinearon como notas
musicales cuando se encontraron, ingrávidos como el aire.
Mi padre hizo un ruido de desaprobación. Por supuesto, no le
gustaba ningún tipo de magia metamara, que transformaba e in uía
en los objetos.
—¿Por qué no te los llevas en un bolso? —Señaló su desgastado
bolso de cuero, que se encontraba en el suelo junto a su silla de
escribir, como un perro triste que espera que lo saquen a pasear.
—Me apañaré con los bolsillos. —Mi bolso de cuero lo tenía
reservado para mis materiales de arte y no quería que tuviera nada
que ver con los remedios mágicos todavía—. Y, ahora, ¿dónde está el
libro?
—De ninguna manera vas a encantar el libro para que te quepa
en el bolsillo, Clementine.
—Muy bien. Pues lo llevaré en brazos, como una buena avertana.
A mi padre no le hizo gracia, pero cedió, sintiendo la urgente
atracción de la tarde, la inclinación de la luz del sol que ya
comenzaba a desplazarse por el suelo. No tendría mucho tiempo
para ir en busca de la pesadilla. Entonces, pronunció un hechizo con
su voz de cuentacuentos, suave y na como el roble lijado. Y el libro
de las pesadillas se materializó. Estaba encima del mapa de
Hereswith, en el centro del escritorio de mi padre, encantado para
que fuera invisible.
«Inteligente», pensé. Todos estos años había creído que mi padre
simplemente había escondido el preciado libro en un rincón secreto.
Lo tomé con reverencia, sorprendida por lo que pesaba. Siete
magos habían anotado al detalle los sueños antes de que mi padre
llegara a Hereswith, y yo siempre he esperado convertirme en la
novena maga después de que él se retire. Pero sentí el peso de esos
sueños entintados de personas que ahora estaban muertas y
enterradas. Los sentí como si hubiera abrazado una carga.
Me encontré con la mirada de mi padre y él vio mi sorpresa. No
me había dado cuenta hasta ahora del peso que llevaba como mago
del pueblo. Y, de repente…, no sabía si yo era lo bastante fuerte
como para soportarlo.
—Ven aquí, hija —susurró.
Crucé la habitación, con el libro pesado en brazos, y me senté en
el borde de la cama. Podía sentir las oleadas de calor que desprendía
por la ebre, y eso me preocupó.
—Te he enseñado todo lo que sé —dijo—. Registrarás bien este
sueño, siempre que te ciñas a las reglas y a los hechizos
predeterminados. —Hizo una pausa para observarme con los ojos
entrecerrados—. ¿Sabes? No es malo tener miedo de vez en cuando.
El miedo te recuerda tus límites, qué líneas no debes cruzar. Qué
puertas no debes abrir.
—Mmm.
—¿Y qué signi ca ese sonido?
Sonreí. Había heredado los hoyuelos de mi madre, y sabía que mi
padre se ablandaría al verme.
—Signi ca que te he oído, papá.
—Me has oído, ¿pero me has escuchado con atención? —
preguntó, pero estaba bromeando—. En cualquier caso, es hora de
que hagas una visita por tu cuenta. Ve a ver a los Fielding y vuelve
directa a casa. Si no regresas antes del anochecer, iré a buscarte. Y
ninguno de los dos quiere eso.
—Volveré con tiempo de sobra —contesté, levantándome de la
cama—. Y si no te sientes bien al anochecer, entonces yo podría…
—Para cuando salga la luna nueva ya estaré como una rosa —
gruñó mi padre—. Dile a Imonie que me ponga un plato en la mesa a
la hora de la cena. Comeremos antes de irnos, como siempre
hacemos.
No tenía sentido discutir con él, no tenía sentido decirle que
podía ser más bien una carga, que su ebre haría que él y sus
encantamientos fuesen débiles y frágiles.
—Bébete el té —le dije, y me escabullí de su dormitorio.
Bajé por la escalera de caracol de la casa, asustando a Dwindle,
mi vieja gata calicó, al bajar.
—¿He escuchado a tu padre decir que le pusiera un plato en la
mesa? —preguntó Imonie, girándose hacia mí mientras preparaba la
carne, que chisporroteaba en una sartén.
Solía olvidarme de lo agudo que tenía el oído. Parecía que podía
oír a través de las paredes.
—Sí, y no creo que atienda a razones. —Me paré en la encimera,
donde la bandeja de las galletas de cereza casi quemadas se estaba
enfriando—. Y deberías dejar de escuchar a escondidas, por cierto.
Un día oirás algo que desearás no haber oído.
—Ya lo veremos —replicó con un bu do, pareciendo responder a
ambos dilemas a la vez, la terquedad de mi padre y su agudo oído.
Levantó la vista hacia mí, con una sonrisa extraña que animaba su
rostro solemne—. Bueno, ¿vas a ayudarme a freír este venado o te
vas a encargar de esa pesadilla?
—Uf, pues claro que me voy. —Me alejé de la encimera, pero me
llevé dos galletas de cereza.
—¡Clementine! —gritó Imonie, pero no se sorprendió cuando
sonreí y me metí una de las galletas en la boca, mientras salía
corriendo por la puerta principal.
Me quedé en la verja de la entrada junto al jazmín que estaba
marchitándose el tiempo su ciente para guardar la galleta en el
bolsillo y mirar hacia arriba, donde las nubes se extendían como
costillas por el cielo, exponiendo el corazón ardiente del sol.
Qué día tan extraño.
Volví a mirar el libro de las pesadillas en mis brazos. Era un
mamotreto, seguro que podría frenar una puerta blindada. Solo
había leído algunas partes, y algunos relatos me habían hecho reír de
lo absurdos que eran, mientras que otros me habían dado sueño y
me había despertado horas después con la mejilla pegada a las
páginas tintadas de caramelo. Pero hubo algunos que me hicieron
temblar: los sueños in uenciados por las montañas, que me habían
metido tal miedo en el cuerpo que no había dormido durante una
semana tras leerlos, aunque ninguna de aquellas pesadillas me
pertenecía.
No. Estudiaba las pesadillas y me enfrentaba a ellas todas las
lunas nuevas en las calles de Hereswith, cuando la magia uía con
libertad desde la fortaleza de la montaña y los sueños sufrían la
maldición de materializarse. Pero no sabía lo que era experimentar
una pesadilla. Lo que se sentía al despertarse con miedo de algo que
se siente inquietantemente real.
Como maga, había elegido no soñar nunca.
3

C
aminé por el pueblo, sosteniendo el libro de las pesadillas en
la cadera como si fuera un bebé, sonriendo y saludando a la
gente con la que me cruzaba. A todos los que conocía bien,
tanto por su nombre como por sus sueños. Me apresuré al llegar al
mercado, el corazón de Hereswith, donde prosperaban tanto los
chismes como la actividad. No tuve tiempo de dejarme atrapar por
ninguno de los dos, y seguí el camino del este hasta la parte baja del
pueblo, donde las casas se distanciaban unas de otras, fundiéndose
en verdes parcelas de granjas delimitadas por bajos muros de piedra.
Olí las ovejas de los Fielding antes de llegar a su verja. Un collie
blanco y negro ladró cuando me acerqué a la puerta principal, que
estaba entreabierta. Dudé en el umbral; podía oír una débil
discusión, justo dentro de la casa…
—No podemos permitírnoslo, Jane. Nuestras hijas necesitan el
pan más que dormir sin soñar.
—Mírala, Spruce. ¿No vas a hacer nada? ¡Ni siquiera habla!
—Las chicas se lo han buscado. Os lo he dicho miles de veces, y
esas cartas tienen que ser…
—¡Son las cartas de mi abuelo!
Spruce suspiró.
—He llamado al mago. Si no quieres que queme las cartas, ¿qué
más quieres que haga, mujer?
No me gustó el tono de Spruce Fielding. Llamé a la puerta, y esta
se abrió con un chirrido, dejando al descubierto la habitación central
de la casa. Jane Fielding, una mujer con el pelo rubio lacio y con
vetas grises, estaba sentada en un sofá raído con un bulto de mantas,
que probablemente se trataba de su hija menor, acurrucada en su
regazo. Spruce, un hombre de rostro rubicundo y espesa barba
castaña que era tan alto que tenía que agacharse para no golpearse la
cabeza con las vigas de madera, estaba paseándose hasta que me vio.
—¡Señorita Clem! —dijo, sorprendido, mientras se acercaba para
saludarme—. Gracias por venir. Estábamos esperando…
—A mi padre —concluí—. Sí, lo sé. Pero está en cama luchando
contra la ebre. He venido en su lugar.
—Siento oír eso —dijo Spruce, quitándose el gorro para retorcerlo
entre sus manos.
—¿Siente que esté aquí o que mi padre esté enfermo? —bromeé,
con la esperanza de aligerar el ambiente, así como el temor que los
Fielding estaban expresando al darse cuenta de que yo, y no mi
querido padre, había venido a adivinar la pesadilla.
Spruce se quedó sin palabras. A veces los hombres de Hereswith
no sabían cómo tomarse mi ingenio. Entré en la habitación, mis ojos
se ajustaron a la tenue luz interior.
Las cinco hijas de los Fielding estaban presentes. Dos estaban en
el desván, mirándome como pájaros posados, y las otras tres estaban
en la planta principal. La mayor estaba troceando zanahorias en la
cocina; la segunda, junto a la chimenea, intentaba hacer una colcha
con retales; y la más joven, cuyo sueño había venido a recoger, estaba
envuelta en los brazos de su madre. Todos los nombres de las niñas
empezaban por «e», para mi desgracia. Nunca me acordaba de quién
era quién: Enya, Esther, Elizabeth, Edith; salvo la pequeña Elle, que
tenía un nombre palíndromo, algo que siempre había deseado.
Elle, que tenía unos siete años y era demasiado delgada y enjuta
para su edad, parpadeó mirándome desde el borde de su manta.
—Hola, Elle —la saludé—. ¿Puedo sentarme a tu lado?
La niña asintió con un gesto brusco y me senté junto a ella y a su
madre en el mullido sofá, bajando el libro de las pesadillas para que
descansara sobre mis muslos. Detestaba tener público, que ambos
padres me observaran con ojos muy abiertos y dudosos, y que las
hermanas se quedaran inmóviles como estatuas, absorbiendo cada
uno de mis movimientos. Incluso el collie, que se había colado en la
casa, se sentó en una zona donde daba el sol, con un ojo azul y otro
marrón clavados en mí.
Pero lo que más odiaba era recurrir al arte teatral. El tipo de
magia con el que se deleitaba mi madre. El arte de la actuación
encantada que provocaba emociones en los observadores, ya fuera
horror, deleite o asombro.
Pero este era un momento para la puesta en escena, si es que
alguna vez lo hubo. Podía sentir que me llamaba cuando la tensión y
la preocupación empezaban a dominar la habitación. Me sentí
agradecida por esos primeros años, por mis recuerdos más antiguos.
Recuerdos que me abstenía de evocar con demasiada frecuencia por
miedo a que me hicieran romperme. Un tiempo atrás, cuando mis
padres aún estaban juntos en la ciudad. Todas aquellas tardes en que
me había sentado en el regazo de mi padre en el teatro, viendo cómo
mi madre hacía magia en el escenario.
—Tengo una cosa para ti, Elle.
La niña no dijo nada, solo me observó con ojos grandes y llenos
de miedo.
Levanté las palmas de las manos para demostrar que estaban
vacías antes de juntarlas. En silencio, me saqué la galleta de cereza
del bolsillo, elevando una de las manos en el aire para mostrársela.
Jane Fielding lanzó un grito de alegría, la puesta en escena tenía
sus ventajas, y su hija menor quedó cautivada. La manta bajó una
fracción, luego un poco más, hasta que los brazos de Elle quedaron
libres. Sonrió y aceptó la galleta, y de repente deseé haber traído
más, para alimentar las cuatro miradas anhelantes de las niñas
mayores.
Hubo un silencio incómodo mientras Elle se la comía. Decidí que
era un buen momento para preparar la adivinación.
—¿Señor Fielding? ¿Le importaría traer una de las sillas de la
cocina aquí? Necesito usarla como mesa improvisada.
Accedió de inmediato, apartando del camino a su hija Elizabeth,
que había estado cosiendo junto a la chimenea.
Elizabeth dejó su colcha de retales y se puso cerca de mí. Fue
entonces cuando me jé en una de las cartas que había en el suelo,
casi oculta bajo un cuadrado de tela. Su ilustración captaba la luz,
aunque la carta en sí estaba estropeada y arrugada. La estudié con
discreción, incapaz de acallar mi interés como artista.
La imagen representaba a un hombre esbelto con una larga
cabellera blanca, vestido con ropas coloridas y adornadas. Un
sombrero de copa le cubría la cabeza, ensombreciéndole el rostro.
Solo se distinguían su sonrisa torcida y sus ojos, que brillaban como
dos esmeraldas. Su título estaba escrito a mano bajo sus pies: «El
maestro de la moneda».
Quería tomar la carta. Quería sostenerla y estudiar su ilustración,
aprender de quien la había pintado tanto tiempo atrás. Una historia
atrapada en el tiempo sobre el papel.
Y entonces me acordé de mí misma. Estaba de visita como maga,
no como artista que suspira por los rincones. Pero ahora entendía la
conversación que había escuchado en la entrada. Las chicas Fielding
debían de haber jugado una ronda a los siete espectros y la pequeña
Elle debía de haber perdido, por lo que debía haber acabado con una
de las siete cartas ilustradas en su mano. Y, aunque nunca había
jugado a este juego, ya que tanto mi padre como Imonie lo
detestaban y me lo habían prohibido, sabía que sus reglas tenían un
gran encantamiento: perder con uno de los siete espectros en tu
poder signi caba que experimentarías una pesadilla la próxima vez
que te acostaras a dormir.
Retiré mi atención de la carta y me preparé para la adivinación.
Llamé a las baratijas de mi bolsillo, pronunciando el hechizo inverso.
Volvieron a su tamaño normal sin ningún reparo: el cuenco de plata,
que llené con agua de mi jarra, los frascos de sal y gardenia, el
tintero de pulpo, la pluma y la cuchara de hierro con la piedrecita de
esmeralda.
—¿Tuvo que ir a la escuela para aprender a hacer magia, señorita
Clem? —preguntó Elizabeth.
—No, mi padre me enseñó casi todo lo que sé —contesté—. Y mi
madre también me enseñó algunos hechizos.
Elle había terminado por n de devorar su galleta. Me tomé mi
tiempo para abrir el libro de las pesadillas, hojeando las frágiles
páginas hasta encontrar la última entrada, que mi padre había
escrito hacía cuatro días. Una de las pesadillas de Lucy Norrin, que a
menudo me parecía ridícula en el espectro de los sueños.
—¿Quieres contarme tu sueño, Elle? —le pregunté.
Elle sacudió la cabeza y sus rizos se agitaron.
—Hoy no ha dicho ni una palabra —dijo Spruce, rondando—. He
intentado que lo describiera, pero fue ese juego… ¡ese estúpido
juego! —Y señaló hacia arriba, hacia las dos hijas que estaban en el
desván—. Deberíais haber sabido que no debíais dejar jugar a
vuestra hermana pequeña.
—Señor Fielding —le dije con frialdad, llamando su atención—,
es primordial que la persona que sueña esté tranquila cuando lanzo
una adivinación. Si no puede estar en silencio, tendré que pedirle
que salga.
Se quedó estupefacto de que le hubiera hablado de esa manera,
pero se tragó su réplica y se quedó callado.
Le sonreí a Elle.
—Debo lanzar un hechizo para poder ver tu sueño. ¿Te parece
bien, Elle?
Elle se aferró a su madre, temerosa.
—No tendrás que volver a verlo, Elle. Solo lo haré yo, ¿vale?
La niña enterró su cara en el pecho de Jane, y esta suspiró.
—Señorita Clem, hágalo, por favor. Sé que se acerca la noche y
que no debemos retenerla aquí mucho más tiempo.
Pero esperé a que Elle volviera a mirarme, ahora con más
curiosidad que miedo.
Me eché unos cuantos cristales de sal en una palma. A
continuación, agarré unos pétalos de gardenia secos con la otra
mano y extendí las palmas hacia Elle.
—¿Cuál te gusta más? —pregunté, provocando que las fragancias
opuestas se alzasen.
Elle las estudió a ambas, pero señaló la limpia fragancia lluviosa
de la sal.
«Esta chica es de las mías», pensé mientras dejaba caer los
cristales en el cuenco con agua, devolviendo las ores a su frasco.
Tomé la cuchara y empecé a murmurar el conjuro de adivinación de
mi padre, removiendo el agua hasta que la sal se disolvió y la
esmeralda del mango proyectó una palidez verde en la super cie.
La pesadilla aún permanecía en la casa.
En cuanto encontré la puerta del sueño, grabada en sombras en el
centro de la habitación, la familia Fielding se quedó petri cada,
como si hubiera detenido el tiempo. Sabía que estaban
experimentando lo contrario desde su posición ventajosa; estaban
esperando con la respiración suspendida, observando una versión de
mí misma con los ojos vidriosos y embelesada mientras yo localizaba
internamente el umbral acechante del sueño.
Centrándome en la puerta, me levanté y la abrí.
Y me adentré en el sueño de Elle.

Elle está en el mercado de Hereswith, acompañada de dos de sus


hermanas y de su padre. Las cosas parecen normales, pero la luz es gris
y la angustia ondea en los bordes del sueño, como el golpeteo de un
tambor lejano. Las montañas son sombras oscuras en la distancia, pero
los fuegos arden a lo largo de las laderas, delimitando la fortaleza en las
nubes. Y, entonces, cae la noche, de repente y sin sentido alguno, y la
multitud del mercado se desvanece en un abrir y cerrar de ojos. Elle está
sola, busca a su padre y a sus hermanas. Sopla un viento frío de la
montaña que hace sonar los carteles de las tiendas y esparce papeles
sueltos por la calle mientras Elle corre de puerta en puerta, llamando,
suplicando que la dejen entrar. Todas están cerradas con llave, y las
ventanas oscurecidas, cerradas. Y entonces surge un ruido diferente.
Uno que atraviesa el corazón de Elle con miedo.
Pasos pesados. Encuentran los adoquines poco a poco, con
deliberación, tintineando como si fuesen una música extraña.
De inmediato, los pensamientos de Elle se aceleran.
«Escóndete, escóndete. Sea lo que fuere, no dejes que te encuentre.
Escóndete…».
Elle corre por las calles, pero no hay ningún lugar donde
esconderse, y los pasos pesados no dejan de seguirla. Se hacen más
fuertes, acortando la distancia, y Elle solloza al volver de nuevo al
mercado. Se arrastra hacia un carro y se mete debajo, llorando, aunque,
por mucho que intente llamar a su padre, no le sale ningún sonido de la
boca.
Por n ve al que la acosa, al dueño del paso que produce esa extraña
música.
Un caballero camina hacia ella, como si supiera exactamente dónde
se esconde. Ella lo ve de rodillas mientras se acerca al carro con esos
pasos medidos y pesados. Las piernas y los pies acorazados le brillan
como la plata en la oscuridad. Acero chapado y oxidado con sangre.
Desenvaina una espada, pero deja que la punta se arrastre por los
adoquines a su lado, como si quisiera oír el chirrido y las chispas del
acero templado contra la piedra.
Se detiene, justo delante del carro. Elle tiembla, se queda mirando
sus botas de acero, el lo de su espada. Y, entonces, oye el crujido de su
armadura cuando él empieza a agacharse, a ponerse en cuclillas, para
alcanzarla…
Me sobresalté.
El sueño se había roto, devolviéndome a la realidad, y respiré
hondo.
Estaba sentada en la casa de los Fielding. La tarde era cálida, la
luz dorada, mientras la familia me miraba y, sin embargo, sentía el
frío de la pesadilla de Elle. Todavía podía oír el eco de aquellos
extraños pies blindados que la habían perseguido. El sonido de la
espada arrastrándose sobre las piedras.
Me pregunté quién era aquel hombre mientras miraba a Elle.
Pero no podía preguntárselo directamente a la niña. No ahora,
con el sueño aún en el aire como si de humo se tratase, ahogándonos
a las dos con miedo.
Tomé la pluma y la tinta y registré la pesadilla enseguida en el
libro. Me temblaba la mano; mi caligrafía estaba torcida y plagada de
borrones. Sin duda, mi padre se daría cuenta más tarde cuando la
leyese y me preguntaría por qué esa pesadilla me había alterado
tanto.
—¿Y bien? —me preguntó Spruce Fielding cuando terminé el
registro y cerré el libro.
Levanté la vista.
—¿Y bien qué?
—¿Qué era el sueño? ¿Por qué no habla? ¿De verdad fue tan
aterrador?
No respondí. Empecé a guardar mis cosas, metiéndomelas de
nuevo en el bolsillo hasta que me acordé de los remedios. Había
traído cinco, y saqué los frascos de cristal mientras me levantaba del
sofá.
Un remedio ingerido mantenía los sueños a raya durante todo un
día. Tanto los buenos como los espantosos. Si se bebía antes de
acostarse, la persona experimentaba un sueño tranquilo. Una niebla
interior sin sueños. Como mi sueño, cada noche.
Le entregué el primero a Elle. Luego me dirigí a Elizabeth y le di
un vial. A continuación, a la hermana mayor que estaba en la cocina.
Y, por último, hechicé dos remedios restantes para que otaran hasta
el desván, donde seguían observando las dos hermanas.
Asombradas, extendieron la mano cuando los viales aparecieron
ante ellas.
—No le he pedido ningún remedio —dijo Spruce, retorciendo el
gorro de nuevo—. No puedo pagarlos. ¿Por qué…?
—Sé que no los ha pedido —le interrumpí, cansada. Sonreí por
última vez a Elle y a Jane Fielding antes de darme la vuelta para
marcharme—. Se los doy a sus hijas sin coste alguno, pero me
gustaría hablar con usted, señor.
Spruce me siguió hasta el patio. El sol ya se había puesto detrás
de las montañas y las sombras eran alargadas y frías. Se acercaba el
atardecer, y sentí la necesidad de volver a casa lo antes posible.
—Sé lo que va a decir, señorita Clem —me dijo.
Arqueé una ceja.
—Ah, ¿sí? ¿El qué, señor Fielding?
Se pasó las manos por su no cabello.
—Mis hijas no deberían jugar a los siete espectros. Sé que su
padre desaprueba el juego. Sé que hace su trabajo mucho más difícil,
con pesadillas que brotan como la mala hierba, gracias a las cartas
que se reparten. Pero no puedo evitar que mis hijas lo jueguen.
Tienen ascendencia de Seren, tanto mi familia como la de Jane
proceden de las montañas. Así que mis hijas seguirán jugando al
juego, incluso con la amenaza de las pesadillas, tal y como Jane y yo
hicimos en su día. Porque añoramos nuestro hogar, aunque esté en
ruinas, condenado. Aunque nunca lo hayamos visto con nuestros
propios ojos. Solo en sueños lo contemplamos.
En silencio, escuché cada una de sus palabras. Sabía que los
Fielding eran descendientes de las montañas, al igual que Imonie.
Sabía que no podrían regresar al hogar de sus antepasados hasta que
la maldición de la luna nueva terminase. Pero no creía que semejante
hechizo pudiera romperse jugando una partida de cartas encantadas,
que irónicamente se había inspirado en la misma maldición. En
concreto, en los siete miembros de la corte de la montaña que habían
participado en el asesinato del duque de Seren.
—No soy quién para decirle si sus hijas deben o no jugar a ese
juego —respondí—. Lo único que quería hacer era recordarle que la
luna nueva llega esta noche. Asegúrese de que las contraventanas
están atrancadas, las puertas están cerradas con llave y su familia y
su ganado estén a salvo dentro esta noche, señor Fielding.
—Como cada luna nueva, señorita Clem —dijo, algo indignado.
Pero luego pareció darse cuenta de lo que estaba insinuando, porque
su ceño y su voz se suavizaron—. No creerá que… la pesadilla de mi
pequeña Elle se manifestará esta noche, ¿no?
No lo sabía. Pero me sobrevino un temblor al imaginarme frente
a frente con el caballero de la armadura que apestaba a violencia, el
mismo que había amenazado a una niña. Y tenía que confesar que la
pesadilla de Elle me había parecido tangible de una forma
alarmante. Me había engañado durante un lapso de tiempo
aterrador, cuando yo había sido ella, creyendo que todo era real y se
desarrollaba, como si hubiera podido extender la mano y tocar el frío
brillo de la armadura ensangrentada del caballero. Y puede que solo
se debiera a mi inexperiencia con la adivinación, y puede que solo se
debiera al hecho de que esta pesadilla había sido engendrada por un
siniestro juego de cartas. Pero me pareció más intensa que otras que
había experimentado.
Miré a las montañas. Si la luna nueva decidía hilar la pesadilla de
Elle cuando las estrellas empezaran a brillar…, el caballero no sería
una brizna en un sueño. Sería de carne y hueso revestido de acero, y
tendría la espada lista para cortar.
Quería saber quién era, qué quería. Si estaba inspirado en
alguien.
Me despedí de Spruce Fielding y comencé a caminar hacia mi
casa, con la mirada puesta en el atardecer. Pero temía no poder
encontrar las respuestas que buscaba. No hasta que desa ara al
caballero en las calles de Hereswith.
4

–¡S eñorita Clem!


Estaba llegando al mercado, que estaba casi vacío porque los
comercios cerraban temprano esa noche, cuando me interceptó una
frenética Lilac Westin, la respetada panadera de Hereswith. La
harina le empolvó la cara cuando casi chocó conmigo.
—Señorita Clem, ¡hay dos hombres en el mercado!
Parpadeé, preguntándome qué tenía que ver eso conmigo. Si
estaba intentando jugar a ser casamentera, porque lo había hecho de
forma lamentable conmigo en el pasado.
—¿Y acaso ahora se les prohíbe a los hombres ir al mercado,
señorita Westin?
—Ojalá —contestó la panadera, pero luego re exionó sobre tal
posibilidad y frunció el ceño—. Aunque mi negocio se vería
afectado. Pero no, hay dos hombres extraños merodeando por el
pueblo y preguntando por su padre.
—¿Mi padre? —Repetí—. ¿Y por qué andarán preguntando por
él?
Lilac dudó y vi el pánico en su expresión. Con rapidez, rodeé a la
panadera y fui al mercado en silencio, escondiéndome detrás de una
pila de jaulas de alambre vacías que había en un puesto. Lilac vino
corriendo detrás de mí y nos quedamos en las sombras, observando
a los dos hombres que vagaban sin rumbo por el mercado.
No eran lo que yo esperaba. Me imaginaba que eran dignatarios
enviados por el duque de Bardyllis para recaudar el impuesto de los
sueños del pueblo, paseándose con anillos en todos los dedos. O tal
vez eran delegados de la Sociedad Luminosa, que estarían de visita
para asegurarse de que mi padre cumpliera con todas las leyes
mágicas. O tal vez eran descendientes del ducado de la montaña
caído, como Imonie y los Fielding, en busca de un lugar seguro
donde establecerse. Pero estos dos hombres iban vestidos con ropas
oscuras, confeccionadas a medida, con capas forradas de seda y
estoques a los lados del cinturón. Eran demasiado jóvenes para ser
miembros de la corte del duque, demasiados inexpertos para ser
delegados. Tampoco parecían buscar refugio. Aunque desprendían
un aura como la de aquellos que se creen importantes, con una
postura rígida y correcta.
Pasaron por delante de un farol encendido y al n los vi. Los
hombres no proyectaban sombras, y percibí la iluminación dentro de
ellos.
Eran magos.
—¿Cuánto tiempo llevan en Hereswith? —murmuré.
—Una hora —respondió Lilac—. Han ido de comercio en
comercio, preguntando por su padre. Ninguno de nosotros se lo ha
dicho. Y el señor Jeffries, bendito sea, se ofreció a guardar sus
caballos en el establo, pero cerró la posada temprano, negándose a
dejarles entrar, así que han estado vagando de aquí para allá,
buscando hospitalidad y respuestas.
Seguí observando a los magos. Uno de ellos era rubio, con el pelo
corto por los lados, pero presumía de rizos gruesos en la parte
superior, y un rostro frío pero apuesto, que llamaba a la puerta de los
Bramble. El otro mago llevaba el pelo moreno atado con una cinta y
tenía la cara atrapada en un ceño fruncido, como si hubiera olido
algo asqueroso. Parecían parientes, aunque eran como la noche y el
día. Seguro que eran hermanos.
Y no podían estar aquí para nada bueno.
No eran invitados, pues estaban invadiendo el territorio de mi
padre.
—Seguro que son buitres —murmuré, pensando en todos los
magos que han visitado Hereswith para obtener información sobre
la fortaleza maldita en las nubes. «Buitres» era la palabra que
usábamos para esa gente, porque solo querían que les contáramos
historias antes de viajar a las puertas de la montaña, el único
pasadizo que lleva a la cima, donde la fortaleza abandonada de
Seren esperaba a que alguien llegara y rompiera la maldición. Si
podían abrir las puertas de la montaña, podían llegar a la fortaleza,
lo que parecía bastante sencillo hasta que uno se daba cuenta de que
las puertas estaban encantadas y era imposible abrirlas desde que la
maldición cayó por primera vez hace cien años. Pero eso no ha
disuadido a los magos ambiciosos de intentarlo y de utilizarnos en el
camino.
—Señorita Clem —susurró Lilac—. Si son buitres… ¿por qué
preguntan por su padre?
Su pregunta me hizo re exionar. Tenía razón. Cuando los buitres
llegaban, querían hablar con los descendientes de las montañas, no
con el guardián del pueblo. Me temblaba la voz cuando dije:
—Entonces deben estar aquí para desa ar a mi padre por
Hereswith.
Hacía tiempo que no ocurría un acontecimiento de este tipo. De
hecho, hacía tanto tiempo que casi se me había olvidado que siempre
existía la posibilidad.
Tenía diez años la primera vez que sucedió. Dos magos mayores
que mi padre habían llegado al pueblo con el calor del viento del sur,
justo antes de la luna nueva, y lo habían desa ado para ganarse el
derecho a proteger Hereswith de las pesadillas. Un año más tarde
llegó otro grupo, queriendo apoderarse del pueblo, que estaba
prosperando en las laderas de las montañas infames. En ambas
situaciones, los magos tuvieron al menos la cortesía de escribir a mi
padre con quince días de antelación, informándole de sus
intenciones. Y, aunque no parecía justo, los recién llegados podían
conseguir el título de guardián del pueblo de forma legal y sustituir
a mi padre, pero solo si vencían a la pesadilla antes que él.
Había derrotado a los que lo habían desa ado en las dos
ocasiones, pero mi padre esta noche estaba enfermo y lo más
probable era que me enfrentara a la luna nueva yo sola. Y nunca
había encontrado competencia al intentar vencer a una pesadilla.
—¿Va a hablar con ellos, señorita Clem?
Miré a la panadera, que se había cruzado de brazos y estaba
observando a los hombres.
—No —contesté, aliviada de que los Bramble se negaran a
abrirles la puerta.
—Entonces lo haré yo. —Y antes de que pudiera preguntar qué
pensaba decirles, Lilac salió al mercado y llamó su atención con un
silbido agudo.
Permanecí al acecho en el puesto y, aunque no pude oír lo que les
dijo la panadera, vi que señalaba la calle que iba hacia el norte, en
dirección a la mansión de Mazarine, que se alzaba visible en la
colina, captando los últimos rayos de sol.
Observé, con la boca abierta y horrorizada, cómo los magos
asentían y comenzaban a tomar el camino hacia el norte, el que daba
a la mansión de la trol. Tenía la intención de irme a casa
directamente para evitar cruzarme con ellos. Tenía la intención de
meterme en mis asuntos y dejar a los extraños a su suerte.
De hecho, llegué a la mitad del camino a casa antes de detenerme
en el cruce.
Pero giré hacia el norte y tomé una calle paralela; corrí sobre los
adoquines, atravesé el jardín de un vecino y salté una valla de piedra
baja, para alcanzar a los hombres antes de que se convirtieran en la
próxima cena improvisada de Mazarine. Si no hubiera sabido lo que
era ella en realidad, no los habría perseguido. O eso me dije mientras
me apresuraba a encontrarme con ellos en el camino. Estaban casi
llegando a su verja y tuve un momento de vacilación, un momento
de duda…
—El mago que buscan no vive aquí —anuncié.
Se sobresaltaron con mi voz.
El rubio hizo un ruido y dio un salto, para mi inmensa
satisfacción, pero al moreno solo se le agrandaron los ojos al verme
salir de entre las sombras del crepúsculo.
—Por supuesto que el mago vive aquí —dijo el rubio, haciendo
un movimiento con la mano. Volvió a mirar la mansión—. Esta es la
mejor casa del pueblo.
—El mago no vive aquí. —Repetí, de forma más tajante—. Y
debo advertirles de que es una muy mala noche para llegar,
caballeros.
El moreno me estudió con los ojos entrecerrados. Sentí que no se
impresionó hasta que su mirada se desvió hacia el libro de las
pesadillas que sostenía. Entonces, vio la llama dentro de mí, aunque
el anochecer ya hacía difícil que midiera mi falta de sombra. Pero no
dijo nada, solo volvió a mirarme a los ojos.
Sin embargo, el rubio se mostró beligerante. Tenía el orgullo
herido por haber sido rechazado y desairado por todos los residentes
de Hereswith.
—Ya sabemos en qué noche hemos llegado, señorita. Y usted no
es la maga del pueblo.
Lo dijo como un insulto. Pero yo solo sonreí.
—Claro que no. El mago es mi padre.
Los magos intercambiaron una mirada con cautela.
—Entonces usted debe ser Clementine Madigan —declaró el
moreno.
Tuve que aguantarme la expresión de sorpresa al oír mi nombre
pronunciado por la boca de un mago extraño. Deseé no
acobardarme, que mi sonrisa no aqueara.
—Lo soy. Y ustedes tienen mucha suerte de que haya decidido
ayudarlos esta noche, a pesar de que hayan llegado sin avisar.
Vengan, pueden cenar con mi padre y conmigo y los alojaremos esta
noche, ya que la luna nueva está saliendo y no deben estar en la
calle.
Me di la vuelta y comencé a caminar hacia casa, escuchando
cómo los magos se apresuraban a seguirme.
Imonie nos oyó llegar, mucho antes de que pusiera una mano en
la verja. Me escuchó a mí y las pisadas de unas botas desconocidas
junto a mi paso, así que abrió la puerta de golpe con una mirada
asesina.
—Llegas tarde, Clementine.
Me paré en la entrada, mirándola con los ojos entrecerrados.
—Sí, bueno, es que me he encontrado con estos dos magos en la
calle.
Los escudriñó por encima de mi hombro. Fue un momento largo
e incómodo.
—Ya veo. —Luego volvió a mirarme, y añadió—: Ve y dile a tu
padre que tenemos compañía.
Hice lo que me pidió y encontré a mi padre todavía en la cama,
enrojecido por la ebre.
—¿A quién has traído a casa? —me dijo entre dientes.
Me detuve en el centro del dormitorio y lo miré jamente,
dándome cuenta de que estaba peor que antes.
El miedo brotó en mi interior, y volví a dejar el libro de las
pesadillas sobre su escritorio.
—Me he encontrado a dos magos deambulando por el pueblo,
buscándote. Los he traído aquí para que estuvieran fuera de las
calles esta noche.
—¿Que qué? —De repente, se quitó los edredones de encima y se
puso de pie a trompicones. Pude sostenerlo, porque parecía estar a
un suspiro de desmayarse; los ojos se le desenfocaron por un
momento hasta que su mirada me encontró—. ¿Quiénes son?
—Todavía no sé cómo se llaman.
—¿Son de la Sociedad Luminosa?
—No, qué va.
Mi padre se quedó mirándome, pero no me veía en realidad.
Tenía una mirada distante, y, de repente, comenzó a temblar.
—Tienes que tumbarte… —Intenté llevarlo de nuevo a la cama,
pero se zafó de mi agarre y se dirigió al armario para sacar ropa
limpia. Una camisa de lino de manga larga, un chaleco verde con
bordados dorados, un pañuelo blanco, una chaqueta negra…
—Papá.
—Ve y cámbiate, Clementine, y luego vuelve a por mí —me
ordenó, haciendo una pausa para apoyarse en el armario—. Tenemos
que lucir lo mejor posible esta noche.
Debe sentirlo, entonces. Que unos advenedizos le estaban
desa ando en su pueblo, en nuestro propio hogar.
Salí del dormitorio y cerré la puerta, quedándome en el pasillo de
la planta de arriba, escuchando. Imonie estaba colocando dos platos
más en la mesa, dejando la vajilla con un tintineo intenso. Los magos
estaban callados, pero los oí caminar por la habitación de abajo, con
el suelo protestando bajo sus elegantes pasos.
Me metí en mi habitación.
Había unos cuantos candelabros encendidos, proyectando
sombras desiguales en las paredes. Tenía las ventanas y las
contraventanas cerradas esta noche, debido a la luna nueva, y el
escritorio que tenía delante estaba desordenado, lleno de mis
cuadernos de hechizos e ilustraciones, una bandeja de ceras pastel y
carboncillos y fantasías a medio dibujar. Imonie ya me había
preparado la ropa: mi falda favorita a rayas blancas y negras con
bolsillos, mi cinturón de armas, una blusa blanca con mangas
abullonadas y un corpiño de terciopelo que se ata por delante.
Pero decidí no llevar nada de eso. Eché agua impregnada de
lavanda en la palangana y me lavé la cara y los brazos. Entonces, fui
al armario y encontré el vestido largo que estaba buscando. Un
vestido de manga larga de terciopelo negro. Solo me lo había puesto
una vez en una esta del solsticio de invierno a la que mi padre no
había ido, y las miradas que atraje me hicieron sentir tan cohibida
que decidí no volver a ponérmelo.
Pero esta noche parecía necesitarlo.
Me desvestí y me acordé de que aún tenía las pequeñas baratijas
en los bolsillos, así que las devolví a su tamaño original. Luego, me
puse el vestido negro, ajustándome el lazo dorado del corpiño.
Me cepillé el pelo, pero lo dejé suelto, y me abroché el cinturón
de cuero de armas en la cintura. Dos pequeñas dagas brillaban en
mis caderas mientras volvía a la habitación de mi padre. El cinturón
había sido un regalo de mi decimoquinto cumpleaños, hacía dos
años, cuando por n había permitido que me uniera y luchara junto
a él durante las lunas nuevas. Para mí, aquello marcó mi mayoría de
edad.
Esta vez estaba sentado en la silla, vestido con sus mejores galas
y sin aliento por el esfuerzo. Pensé que esa noche iba a ser desastrosa
de verdad y le vi fruncir el ceño al darse cuenta de la ropa que había
escogido.
—¿De dónde ha salido eso? —me preguntó.
—Es uno de los vestidos viejos de mamá —le respondí—. Me los
envió el año pasado.
Frunció el ceño aún más, pero entonces tosió y pareció haberse
olvidado del vestido. Le serví un vaso de agua y se lo bebió entero;
luego, se puso de pie y me indicó que me acercara.
—¿Cómo van tus provisiones, Clem?
Sabía que me estaba preguntando por mis reservas de magia, la
cantidad que tenía disponible para consumir. Los magos podían
avivar sus hechizos de tres formas: con el cuerpo, con la mente o con
el corazón. Dependiendo de con qué fuerza energética pre rieran
lanzar los magos sus hechizos, necesitábamos cosas como comida,
bebida, sueño, buena compañía, libros, arte, música o soledad para
recargarnos; de lo contrario, correríamos el riesgo de consumirnos
hasta caer en el olvido.
A menudo lanzo los hechizos con la mente y el cuerpo, y, aunque
la adivinación del sueño había gastado una parte de mis reservas,
me evalué y descubrí que aún tenía mucho para dar.
—Están bien.
—Entonces necesito que me hagas un glamour.
—¿Quieres que te haga un glamour? La ebre te está volviendo
estúpido.
—Sí, solo un poco, para ocultar que estoy enfermo.
Esperó a que hiciera algo. Yo me limité a mirarle con la boca
abierta.
—Papá, no creo que…
—Es una buena idea —dijo, leyéndome la mente—. Hija, por
favor. Esta noche es muy importante y tengo que hacer acto de
presencia con la llegada de estos… visitantes.
—Pero no creo que debas pelear esta noche —contesté—. Estás
demasiado enfermo para eso.
—Ya veremos. Quizá me sienta mejor después de cenar.
Era poco probable. Pero tenía razón, esos magos habían venido
hasta Hereswith para verle y él tenía un aspecto horrible.
Respiré hondo y le lancé un encantamiento suave. Otro hechizo
de mi madre. Uno que le quitó la palidez, el sudor de la frente, los
ojos vidriosos, el cabello lacio y la inclinación desigual de los
hombros. Pero el glamour vaciló y vi una versión muy diferente de él.
No tenía canas en las sienes, ni pómulos hundidos, ni surcos en la
piel. Fue como si viera una imagen antigua de él, cuando era más
joven, antes de que yo naciera, y me sacudió por un momento. Tan
pronto como llegó, la visión desapareció, y creí que debía estar
in uenciada por mi glamour. Ahora se veía vibrante y saludable, tal y
como lo conocía, y exhalé un suave suspiro.
Mi padre se alisó la parte delantera de su chaqueta con fuerza,
que ya estaba inmaculada gracias a la labor de Imonie. Me di cuenta
de que estaba nervioso, así que extendí la mano y tomé la suya. La
ebre aún ardía bajo su piel y sentí una punzada de miedo por él.
—Sea cual fuere la razón por la que han venido —puntualicé—,
estoy segura de que no es tan terrible como nos imaginamos.
Él solo me sonrió y posó mi mano en el pliegue de su codo.
Juntos, bajamos.
5

E
l mago rubio estaba junto a la chimenea, donde las estanterías
rebosaban de libros. El moreno estaba en el umbral de la
terraza, mirando hacia la pequeña habitación de cristal, donde
mi padre y yo cultivábamos una serie de plantas. Los magos
apestaban a curiosidad y a juicio, como si nuestras vidas
provincianas fueran algo que luego iban a convertir en un chiste que
contarían en la corte, y me puse rígida en el momento en que ambos
se volvieron hacia mi padre y hacia mí.
Imonie ya les había tomado las capas, y pude ver que iban
vestidos a la última moda: corbatas de color crema, chalecos
bordados con fases lunares y estrellas, chaquetas negras con
faldones, pantalones con adornos plateados a los laterales, botas
hasta la rodilla que solo llevaban una pizca de polvo del camino y
cinturones con estoques enfundados a los lados.
Me dio la impresión de que sus armas no estaban destinadas a
mantenerlos a salvo en sus viajes.
—Señor Ambrose Madigan —saludó el rubio a mi padre con una
sonrisa a lada—, es un honor conocerle. Permítame presentarnos.
Soy Lennox Vesper, y este es mi hermano, Phelan.
—Son los hijos de la condesa de Amarys —dijo mi padre, y,
aunque sonaba educado, oí el frío cambio en su voz—. Y también
están muy lejos de su hogar y de los lujos de su corte. ¿Qué les trae a
la frontera?
Lennox seguía sonriendo, pero con una sonrisa demasiado
amplia, y me recordaba a una marioneta de una pesadilla infantil.
—Hemos venido a ver Hereswith. Para ir tan lejos como
podamos antes de pisar el ducado de la montaña.
—El ducado de la montaña ya no existe —respondió mi padre—.
Y Hereswith habría estado mejor preparado si hubiéramos sabido
acerca de su visita.
—Sí, bueno, ha sido un cambio de planes de última hora —dijo
Lennox, y miró a su hermano. Phelan guardó silencio, pero sus ojos
estaban puestos en mí, oscuros e inescrutables. En el brillo de las
armas que llevaba en las caderas.
—Vengan, entonces —dijo mi padre, señalando la mesa, en la que
Imonie acababa de poner los platos de la cena—. Coman con
nosotros esta noche. Refrésquense. Deben estar cansados después de
tan largo viaje.
—Le agradecemos su generosa hospitalidad, señor Madigan —
contestó Lennox, y se desabrochó el cinturón, dejando su estoque
junto a la puerta.
Phelan siguió su ejemplo, pero yo no estaba dispuesta a
despojarme de mis armas, aunque fuera en contra de todos los
modales sentarse a comer de ese modo. Los cuatro nos acercamos a
la mesa, y hubo un momento incómodo. Los invitados debían tomar
asiento primero, para rebajarse en señal de agradecimiento, pero los
magos no se sentaron.
No, Phelan miraba la comida que se extendía ante nosotros y
Lennox me miraba a mí.
—Perdone que le pregunte, señorita Clementine —dijo Lennox—.
Pero ¿siempre se sienta a la mesa con armas en el cinturón?
—Depende de la noche —contesté—. Y de la compañía.
Lennox se rio, un sonido chillón que me puso al instante de los
nervios. Al igual que me había pasado con la risa de Mazarine. Y
noté cómo mis manos se agarraban al respaldo de la silla, cómo se
me ponían blancos los nudillos, y deseé haber dejado que llamaran a
su puerta.
Phelan rompió por n la tensión. Echó su silla hacia atrás,
sentándose con una elegancia que recordaba a la de un vals. Mi
padre y yo esperamos a que su hermano también cediera, y luego
nos reunimos en la mesa, listos para comer.
Tenía el estómago hecho un nudo, pero me eché una buena
cantidad de comida en el plato. Venado con jalea de grosellas,
patatas al romero, zanahorias y remolachas glaseadas, huevos
cocidos y una ensalada fría de frutas y frutos secos tostados.
Imonie estaba sirviendo cerveza de jengibre en nuestros vasos
cuando Lennox olió su servilleta, estudió las manchas de agua en su
tenedor y luego se aclaró la garganta.
—¿Le importa si lanzo un conjuro, señor Madigan?
Mi padre parecía receloso.
—¿Qué clase de hechizo es necesario durante la cena?
—Para ver qué ingredientes hay en la comida. Tengo una salud
delicada.
Resoplé, solo para llamar la atención de todos. Levanté mi vaso
hacia ellos y bebí, para ocultar la mueca de mis labios.
—Cómete la comida, Lee —murmuró Phelan con una punzada
de morti cación.
—Tú también deberías hacer uno, ¿sabes? —susurró Lennox a su
vez, y fue entonces cuando me di cuenta de por qué el mago quería
escudriñar la comida. Pensó que la habíamos envenenado, lo que no
tenía lógica alguna, ya que mi padre y yo también estábamos
comiendo de los mismos platos.
Mi padre llegó a una conclusión similar.
—Si teme un malestar estomacal, no se preocupe. Tenemos
muchas hierbas para calmarlo. Si teme el veneno…, entonces déjeme
tranquilizarle, señor Lennox. Da mala suerte hacer daño a un
invitado bajo el propio techo, y no tengo intención de atraer la mala
suerte a mi casa.
—Qué tranquilidad —dijo Lennox, y continuó con su conjuro,
inspeccionando la comida de su plato y la cerveza de jengibre de su
vaso.
Imonie se quedó de pie junto a la vitrina de porcelana y observó
con una expresión neutra. Pero sus ojos brillaban como la obsidiana.
Me obligué a comer. Estaba sentada frente a Phelan y me jé en
cómo cortaba la carne en bocados adecuados, en cómo manejaba el
tenedor y el cuchillo. Me propuse hacer todo lo contrario. Mis
cubiertos chirriaron contra el plato, provocando las muecas de los
hombres, y me metí un trozo de carne en la boca, con el tenedor al
revés.
Phelan me observó conmocionado, como si no pudiera dar
crédito a mis modales. Lennox parecía disgustado.
Sonreí mientras masticaba, con los labios cerrados y llena de
horribles pensamientos.
Mi padre se aclaró la garganta.
—¿Puedo preguntar cuánto tiempo piensan quedarse en
Hereswith?
—Podría ser una visita corta —respondió Lennox, apartando su
mirada incrédula de mí—. Pero también podríamos decidir
quedarnos un tiempo.
—¿Podría indicarme la fecha de su partida, pues? —continuó mi
padre, y, por el rabillo del ojo, vi que le temblaba la mano mientras
pinchaba una patata con el tenedor.
—Todavía no tenemos una fecha concreta. —Lennox sonaba
engreído—. Pero como es luna nueva… Me preguntaba qué clase de
pesadillas rondan por su pueblo, señor Madigan. ¿De verdad son tan
crueles, ya que viven cerca de las montañas y del ducado maldito de
Seren? ¿Qué clase de terrores acechan las calles en las noches más
oscuras?
Mi padre guardó silencio, pero miró jamente al otro lado de la
mesa a Lennox Vesper, y noté la frialdad en el aire. Una frialdad que
expresaba lo enfadado que estaba mi padre, incluso cuando en
secreto ardía de ebre bajo el glamour.
—Yo me encargo de contener las pesadillas, señor Lennox —dijo
mi padre—. Soy yo el guardián de Hereswith. Soy yo el que se
encarga de vigilar estas calles y de honrar y de proteger a esta gente.
A pesar de su educación y su re nada crianza, parece que ha
olvidado las leyes más básicas y el respeto cuando se trata de la
magia de los sueños y la protección.
Lennox se rio, agarrando su cerveza de jengibre.
—No lo he olvidado en absoluto, señor Madigan. Tengo muy
buena memoria y no hago nada sin pensar.
—Entonces no mareemos más la perdiz —interrumpí, impaciente
—. ¿Qué quieren?
Lennox me miró, arqueando una de sus cejas rubias.
—Creo que eso es algo que debo discutir con su padre, ya que él
es el mago de Hereswith.
A pesar de mi con anza, noté que se me sonrojaban las mejillas
por la forma en que me hacía parecer como si fuera insigni cante.
Como si yo no fuera nadie ni nada importante.
Por un breve y aterrador momento, imaginé que Lennox había
venido a pedirle a mi padre que fueran compañeros. Para poder ser
el guardián de Hereswith junto a él. Para desplazarme y
reemplazarme. Sabía por mi breve educación en la capital que casi
todos los magos guardianes tenían compañeros, porque la
recolección de sueños era una tarea engorrosa y las pesadillas tenían
la capacidad de ser cualquier cosa. Siempre era mejor tener a alguien
que te cubriera las espaldas en luna nueva, para que te prestara
ayuda si se desarrollaba un sueño violento.
—Mi hija es mi compañera y tiene grandes conocimientos de
magia —respondió mi padre, como si compartiera la misma
preocupación. Mi postura se suavizó, aliviada. Aunque todavía no
era su compañera. Solo su aprendiz—. Lo que tenga que decirme a
mí, también se lo puede decir a ella.
—Sí, por supuesto, señor Madigan —dijo Lennox con una sonrisa
forzada y un elegante movimiento de la mano—. Supongo que no
tiene sentido retrasarse, ya que ha caído la noche. —Pero miró a su
hermano, como si buscase apoyo. Phelan permaneció en silencio, con
la mirada ja en su vaso. Al nal levantó los ojos y asintió, y mi
temor aumentó, amenazando con ahogarme.
Lennox se puso de pie.
Fijó la mirada en mi padre, y pareció que la luz del fuego se
atenuaba y las sombras se hacían más profundas a nuestro alrededor.
Sacó un pañuelo de seda roja del bolsillo interior de su chaqueta y lo
dejó caer sobre la mesa. Observé cómo la tela se mecía hacia abajo y
se posaba sobre la madera como una mancha de sangre.
—Sever occisio loredania. He venido a desa arlo, señor Madigan.
He venido en esta luna nueva del mes de septiembre para ganarme
el derecho de protección y el título de guardián de Hereswith.
El anuncio de Lennox sonó en la habitación, reverberando en las
paredes, en las ventanas y en el techo de mi infancia, y desgarró mi
paz. El desafío se agitaba a nuestro alrededor, brillaba en el aire
como la lluvia en el sol. Lo respiré, sentí que el sortilegio cercaba mi
corazón como una jaula de hierro.
Sever occisio loredania.
Mi padre y yo nos quedamos congelados, mirando al joven
mago. Lennox esperó, cambiando el peso de una pierna a la otra
mientras el intenso silencio continuaba.
—¿Me ha oído, señor Madigan? He dicho que le reto…
Mi padre se levantó. La silla estuvo a punto de volcarse con la
rapidez con la que lo hizo, y a mí me latía el corazón con fuerza y me
temblaban las manos mientras yo también me levantaba. Mi padre
no se había ganado el cargo de guardián de Hereswith, sino que lo
había heredado cuando el anterior mago se había retirado, hacía
nueve años. Nunca había estado en el lugar de Lennox Vesper.
Nunca le había robado el territorio a otro mago.
—Le he oído, señor Lennox —respondió mi padre, con voz ronca,
y su angustia hizo que mi glamour se tambaleara sobre él por un
momento—. Acepto el reto. Tiene una hora para llegar al mercado de
Hereswith, donde Clementine y yo nos reuniremos con usted para el
desafío de la luna nueva.
Lennox se inclinó. Dejó el pañuelo rojo sobre la mesa como señal
vinculante y agarró su capa y su arma, y Phelan le siguió. Contuve la
respiración al verlos partir. Incluso Imonie parecía incapaz de
respirar mientras permanecía en la cocina, mirando la mesa, con la
cena a medio comer en los platos.
La casa volvía a estar en silencio. Un silencio que quería
aplastarme el corazón.
Me di la vuelta para mirar a mi padre, y mi glamour se
desvaneció. Debería haber aguantado al menos una hora más, pero
mi magia se volvió frágil en ese momento.
—Ven, papá. Siéntate aquí.
Me dejó volver a acomodarlo en la silla y se sentó con un gemido.
—¿Imonie? —La miré—. ¿Me traes un poco de vino caliente con
clavo y miel para papá?
Empezó a moverse hacia el armario del vino cuando mi padre
habló.
—No —dijo. Nunca bebíamos antes de la batalla porque
embotaba los sentidos; me arrodillé al lado de mi padre, con un
torbellino de pensamientos en la cabeza.
—Estás demasiado enfermo para aceptar este desafío, papá.
Déjame responder por ti.
—No tengo elección, Clem. Y no dejaré que te enfrentes a ellos
sola. —Me miró, con los ojos inyectados en sangre—. No tengo
elección —repitió en un susurro, y se frotó la frente. No teníamos
mucho tiempo, y me crujieron los nudillos, ansiosa hasta que mi
padre me tomó la mano.
—Tenemos ventaja —dijo, e Imonie se apresuró a prepararle una
taza de té caliente, ya que no quiso tomarse el vino—. Conocemos las
pesadillas que pueden aparecer esta noche. Los magos de Amarys,
no.
—Sí, pero…
—Esta noche será como otra cualquiera, hija —comentó mi padre
—. Déjame descansar media hora y luego nos vamos. —Apoyó la
cabeza en la silla y cerró los ojos.
Imonie dejó la taza de té humeante sobre la mesa. Miró a mi
padre antes de clavar los ojos en mí.
—Esta es tu noche, Clementine —me susurró Imonie—. Tu padre
te acompañará, pero tú tendrás que ser su fuerza. Tendrás que
vencer a ese sueño antes de que lo haga ese advenedizo. Sé paciente.
Sé astuta.
Asentí con la cabeza. Ella me decía esas cuatro palabras, «sé
paciente, sé astuta», cada luna nueva, justo antes de que fuera a la
batalla. Creo que le preocupaba que una pesadilla se apoderara de
mí, pues tenía tendencia a precipitarme, aunque nunca me habían
herido de gravedad.
Mi valor aqueó, pero solo por un momento.
Y, entonces, me encontré con la mirada de Imonie y le ofrecí una
sonrisa.
—¿Algún otro consejo, Imonie?
Resopló, pero fue imposible descifrar lo que estaba pensando.
—No subestimes a esos magos. Sobre todo al más callado. Te ha
estado observando con mucha atención esta noche.
De pronto recordé la forma en la que Phelan me había mirado, la
forma en la que había pronunciado mi nombre.
Y lo único en lo que podía pensar era en que debería haber
dejado que la trol los devorara a ambos.
6

L
a noche era fresca y tranquila mientras mi padre y yo
caminábamos hacia el mercado. Todas las puertas estaban
cerradas, al igual que las contraventanas. Nunca dejaba de
sorprenderme lo distinto que parecía Hereswith en las noches de
luna nueva. Desolado y dolorosamente silencioso, con la amenaza
enfriando el aire como la niebla. Parecía abandonado.
Me quedé pensando en la leyenda de la caída de Seren, como
hacía cada luna nueva, con la mirada puesta en la oscura sombra de
las montañas. La fortaleza en las nubes había quedado abandonada
cuando se lanzó la maldición hace un siglo, y aun así me preguntaba
qué fantasmas vagarían por esos pasajes de montaña. Qué alegría,
luz y amistad habrían coronado la cumbre en el pasado, antes del
asesinato del duque. Antes de que todo se desmoronase.
Algunas leyendas a rmaban que el duque había sido un hombre
cruel, que juzgaba a su pueblo con dureza. Su sadismo había sido la
razón que había impulsado a siete miembros de su corte a asesinarlo.
Por otro lado, otras historias lo describían como un gobernante
amable y a rmaban que su corte tramó su muerte por su deseo de
gobernar.
Me pregunté cuál de las dos versiones sería cierta mientras
reducía el ritmo para seguir el paso de mi padre. Tenía la respiración
agitada y andaba con di cultad. Estábamos llegando al mercado, las
constelaciones se extendían encima de nosotros, como si fuesen
azúcar derramado sobre terciopelo negro, y respiré hondo.
—No me has contado lo de Elle Fielding —me susurró.
Parecía que había ido a buscar la pesadilla de Elle hacía una
semana.
—Tuve que adivinar el sueño. Fue… extraño.
—¿Y eso? —Mi padre se detuvo y se volvió hacia mí.
—El escenario era este, las calles y el mercado. La estaba
persiguiendo un caballero.
—¿Un señor del pueblo? ¿Quién?
—No, no, un caballero. Una persona valiente con armadura. —
Hice una pausa, recordando la pesada cadencia de sus pies al
caminar, el óxido y la sangre en el acero. Las chispas de su espada—.
Era una amenaza, pero no pude verle la cara. No pude saber lo que
quería…, pero era muy siniestro.
El silencio rugía entre nosotros. Levanté la vista para ver un
atisbo de miedo en la cara de mi padre.
—¿Cómo era la armadura? —preguntó con brusquedad—. ¿Tenía
algo extraño?
Intenté describírsela, pero solo había podido llegar a verle un
poco las piernas.
—¿Y qué arma llevaba?
—Una espada —respondí, frunciendo el ceño—. ¿Has visto a ese
caballero en un sueño anterior? —pregunté, aunque era una
pregunta estúpida, ya que había leído todos los registros de las
pesadillas de mi padre. Todos y cada uno de ellos, aunque él me
había ocultado algunos. Inevitablemente, recordé las palabras que
Mazarine me había dicho ese mismo día: «Dime, Clementine, ¿has
leído alguna de mis pesadillas registradas en el libro de tu padre?».
Nunca he leído ninguna de las entradas de Mazarine, lo que
signi ca que, o bien tomaba remedios y mantenía sus sueños a raya,
como yo, o bien soñaba y mi padre había roto una ley sagrada sobre
la custodia al negarse a registrar sus pesadillas. Me pregunté por qué
mi padre haría eso, lo de omitir de manera voluntaria una pesadilla
del libro, pero no se me ocurría ninguna razón que fuera bastante
buena.
La posibilidad hizo que me tensara, y miré jamente a mi padre,
midiendo su expresión a la luz de las estrellas.
—No, no he visto a ningún caballero como este en ningún sueño.
Venga, hija. Los hijos de Amarys están esperándonos. Es hora de
mandarlos a casa. —El rápido cambio de tema de mi padre no hizo
más que alimentar mis dudas repentinas.
—¿No te agrada su familia? —le pregunté, recordando el hielo en
su voz cuando oyó los nombres de los hermanos.
—Su madre es una vieja conocida mía. —Eso es lo único que me
dijo mi padre, pero yo tenía tantas dudas que quise conseguir una
respuesta mejor.
Lennox y Phelan Vesper estaban esperándonos en el centro del
mercado.
Se quedaron como estatuas mientras mi padre y yo nos
acercamos. Estaban allí como si pertenecieran a este lugar, como si
hubieran echado raíces en Hereswith, y, en lo más profundo de mí,
los despreciaba por eso. Mi padre y yo fuimos y nos paramos a una
distancia considerable de ellos, con un tramo de hierba seguro entre
nosotros.
—¿Está seguro de lo que está haciendo, señor Lennox? —le
preguntó mi padre—. Todavía tiene la oportunidad de retractarse de
su desafío y no sufrirá ninguna humillación por ello.
Lennox esbozó esa terrible sonrisa de marioneta.
—Sé lo que hago, señor Madigan, y nadie me humillará.
Su con anza era desconcertante, pero me pareció ver que Phelan
ponía los ojos en blanco, como si le molestara la teatralidad de su
hermano. Observé más de cerca al hermano tranquilo, per lado por
la luz de las estrellas, buscando un punto débil en su espíritu.
Phelan miró a mi padre y dijo:
—No queremos que haya mala sangre entre nosotros, señor
Madigan. Tampoco queremos que haya heridos innecesarios esta
noche.
Pensé que era noble de corazón, o al menos se consideraba a sí
mismo como tal, lo que casi me hizo reír, porque no había nada de
honorable en llegar al territorio de otro mago sin avisar y querer
robárselo.
—¿Quiere que me rinda sin luchar, señor Phelan? —le replicó mi
padre, con la voz cargada de ira—. ¿Quiere que entregue este pueblo
y a sus habitantes tras haber dedicado años de mi vida a
protegerlos? ¿Así es como funciona la custodia en la ciudad de la
que provienen?
Phelan tuvo la decencia de parecer un poco avergonzado.
—Por supuesto que no, señor Madigan. —Se apresuró a decir
Lennox—. Y, además, ya está aquí con su hija y nosotros estamos
listos para el desafío. Quien derrote a la pesadilla ganará el derecho
de proteger Hereswith.
—Ganar el derecho —murmuró mi padre, y supe que las
palabras le habían molestado, porque también me irritaban a mí—.
Pues muy bien, señor Lennox. Cuando el reloj marque las nueve, se
anunciará la luna nueva y el desafío comenzará.
Todos miramos el reloj del mercado, que tenía la esfera iluminada
por la luz de un farol. Quedaban tres minutos, que estaban pasando
como si fueran años.
Luché contra la tentación de caminar de un lado a otro. Me
obligué a permanecer quieta como una estatua, al igual que los dos
advenedizos, y esperé a que el reloj diera las nueve.
Al n, sonó la campana.
Y el viento de la montaña sopló por las calles, dulce, oscuro y
lleno de magia.
Lennox frunció el ceño mientras miraba el mercado, esperando a
que la pesadilla se materializase. A veces, los sueños nacían
enseguida, como si estuvieran maduros y reventasen, con ansias de
materializarse en el mundo mortal. Otras, los sueños llegaban poco a
poco, sombra a sombra, como si un artista estuviera pintando un
lienzo. Algunas veces eran fáciles de derrotar y mi padre y yo
volvíamos a casa en una hora con tan solo unos cuantos desgarros en
las prendas, pero, otras, duraban hasta el amanecer, tercos,
despiadados y astutos.
Mientras esperaba a ver de quién era la pesadilla que debía
afrontar esa noche, noté que Lennox y Phelan estaban muy rígidos y
ansiosos, y supe que la victoria sería mía. Mi padre estaba en lo
cierto, teníamos ventaja. Contábamos con el conocimiento, con la
experiencia. Y yo conocía cada rincón de las calles de Hereswith,
cada jardín, la inclinación de cada tejado.
Este pueblo era mi hogar, e iba a defenderlo.
Me di cuenta de la lluvia antes que los hombres. Incluso antes
que mi padre. Me cayó una gota en el pelo, luego en el dorso de la
mano; la humedad brillaba como una joya en mi piel. Resistí el
impulso de mirar al cielo, porque no quería alertar a los magos, pero
agarré el brazo de mi padre y comencé a guiarlo lejos del mercado.
—Papá, vamos —susurré.
A Lennox se le salieron los ojos de las cuencas al vernos
retroceder. Sentí que estaba intentando seguirnos, imitar todo lo que
hacíamos, pero Phelan tuvo la misma idea que yo. Llevó a Lennox a
la protección de uno de los puestos del mercado y se fundieron en
las sombras.
Fue maravilloso no tener que verlos más. También era
inquietante, porque ahora no estaba segura de dónde estaban ni de
lo que hacían. Pero me sacudí en mi interior para ponerme en alerta
y concentrarme en la pesadilla que estaba cobrando vida.
Mi padre y yo nos encontramos en la calle del este, debajo del
cartel que había colgado en un comercio, mientras la lluvia
comenzaba a caer con fuerza, empapándonos en unos instantes.
—¿Reconoces este sueño, Clem? —me preguntó mi padre,
acercándose a mi oído para que pudiera oírlo por encima de la
melodía de la lluvia.
—No estoy segura. —Pero tenía un presentimiento. Miré hacia la
calle empedrada, donde los charcos comenzaban a ser cada vez más
profundos e iridiscentes.
Y, entonces, lo supe.
Era el sueño de Archie Kipp, un niño que casi se había ahogado a
principios de ese verano y que ahora le tenía miedo al agua. Las
pesadillas de un niño siempre eran las más difíciles de derrotar.
Mi padre reconoció el sueño cuando los charcos al instante nos
llegaban por los tobillos.
—Necesitamos un bote —murmuró.
Asentí, pero esperé, manteniendo mi magia en la punta de la
lengua, donde crepitaba como la sal, mientras mi padre se esforzaba
por construirnos un bote. El agua ya estaba subiendo con rapidez.
Casi me llegaba por las rodillas, y sentí mi primera punzada de
inquietud.
—¿Papá? —Estaba tardando demasiado. Su magia estaba frágil y
tenue, latía como un pulso débil. Vi que intentaba construir algo
infalible, una pequeña embarcación de hojalata y madera, y, aunque
admiraba su sentido de grandeza, sabía que la inundación subiría a
toda prisa. Y, una vez que lo hiciera, también llegarían las serpientes
deslizándose por el agua.
—Déjame a mí —le dije. Mi padre me miró y vi cómo temblaba
de cansancio. El agua ya me llegaba a la mitad del muslo, y no
quería ahogarme esa noche.
Mi padre asintió de mala gana y sentí que el poder pasaba de él a
mí. Esta batalla ya no era nuestra, ahora era mía.
Convoqué los trozos perdidos de la naturaleza que nos rodeaban:
los tallos de heno, los hilos de hierba, las plumas de los nidos, los
líquenes de los tejados y el humo de las chimeneas. Sentí que
necesitaba más, así que extendí mi magia y reuní el sonido lejano de
una discusión que se ltraba desde el umbral, el llanto de un bebé, el
canto de una madre y el escozor de una rodilla desollada. Lo uní
todo y construí una pequeña barca, tosca y estrecha, pero resistente.
La barca se balanceaba en el agua mientras mi padre me alzaba y
me metía dentro. Yo le ayudé, y la barca estuvo a punto de volcar
cuando él también se subió con un gemido, pero estábamos a salvo
de la inundación. Creé un remo deprisa con unos palos otantes
para impulsarnos por las calles, que se habían transformado en
canales. El agua era profunda y llegaba a las ventanas de las
segundas plantas, y me pregunté cuánto más crecería. ¿Seguiría
subiendo hasta llegar a las cimas de las montañas y alcanzar las
estrellas?
—Busca la llave, Clem —me recordó mi padre.
No necesitaba que me lo recordase, pero me aguanté la respuesta.
Cada pesadilla tenía una especie de llave que podía aparecer de
varias formas y que se podía reclamar físicamente. Era la manera de
romper un sueño en un santiamén. Si el soñador podía reconocer y
reclamar la llave mientras la pesadilla le atrapaba, entonces se
despertaba. En luna nueva la experiencia era parecida. Necesitaba
encontrar el punto débil del sueño, localizar la llave en cualquier
forma que adoptara esta noche y blandirla ante los hermanos Vesper.
—Primero la inundación, luego las serpientes —le recordé,
porque la llave del sueño no aparecería hasta que se manifestasen
todos los elementos de la pesadilla. Así que conduje la barca, me
quité la lluvia de los ojos y esperé a que llegaran las serpientes, con
el cuerpo tenso como un muelle, preparada para entrar en acción.
El bote se topó con algo. Frunciendo el ceño, intenté remar con
brazadas más profundas, pero la barca se quedó enganchada con
algo que había en el agua.
—¿Puedes ver lo que nos impide avanzar? —le pregunté a mi
padre, ya que él estaba sentado en la proa.
Se movió con cuidado para mirar por encima de la borda.
—Nenúfares.
Suspiré. Por supuesto, me había olvidado de uno de los
elementos de la pesadilla. Archie tenía miedo de ahogarse, de las
serpientes de agua y de los nenúfares.
Rápido, comencé a remar hacia atrás y pude ver la gran cantidad
de nenúfares en el agua mientras nos alejábamos. Parecían inocentes,
posados en la super cie con sus hojas verdes y sus ores, pero sabía
que no debía con ar en ellos durante las noches de luna nueva.
Remé hasta otra calle, buscando sin cesar en el agua, esperando
las serpientes. Creía que había visto algo deslizándose por las
profundidades, pero era difícil asegurarlo. La lluvia amainaba, la
línea de inundación se detenía justo en los aleros de los tejados y los
nenúfares se multiplicaban. Me tropecé con otro grupo de ellos y me
tuve que alejar una vez más, con los hombros que ya comenzaban a
estar resentidos por el esfuerzo y con las manos arrugadas.
Casi me había olvidado de los hermanos Vesper hasta que los vi
más adelante, remando en su propia barca. Doblaron una esquina,
perdiéndose de vista, y tuve el extraño impulso de seguirlos.
—No te desconcentres, Clem —me dijo mi padre, y tuve que
tragarme otra ocurrencia.
Centré mi atención en el agua que había debajo de mí, donde una
pequeña luz dorada temblaba bajo la super cie. Me acerqué aún
más, mientras la barca se balanceaba, y me di cuenta de que era una
moneda que otaba en el agua, como si alguien hubiera lanzado un
deseo a un estanque.
—¿Has visto eso? —grité, y me levanté de un salto, entregándole
el remo a mi padre.
—Clem, espera…
Pero pensé de inmediato que la moneda era la llave y que estaba
a punto de desvanecerse. Salté por la borda y dejé que el agua me
cubriera la cabeza mientras nadaba hasta aquel tentador destello de
oro. Me llevó por las calles, y tuve que salir a la super cie dos veces
para tomar aire. Mi padre me seguía de cerca, remando para seguir
mi estela, y yo me zambullí en el agua de nuevo, persiguiendo la
llave.
No estoy segura de qué pasó primero. El agua a mi alrededor se
volvió muy fría y perdí a mi presa de vista. Hice una pausa. Me
quedé en el sitio y sentí el correspondiente tirón de los pulmones.
Necesitaba aire, así que nadé a toda velocidad tratando de emerger,
pero no pude hacerlo. De repente, estaba enredada entre los
nenúfares. No podía atravesarlos, no podía llegar a la super cie. Con
pánico, no podía recordar ni un solo hechizo enrevesado para
respirar bajo el agua.
Luché, empujé y pateé. Cuanto más me resistía, más me
enredaba. Me ardían los pulmones, me sentía abrumada,
desvanecida en mi propia piel. Algo se deslizó por mi pierna. Una de
las serpientes. El corazón me dio un vuelco de miedo.
«Me voy a ahogar…».
Dejé de intentar abrirme hueco en la super cie y agarré una de
las dagas que tenía enganchadas en el cinturón. «Cálmate», me
ordené a mí misma, mientras cortaba metódicamente los nenúfares y
las serpientes se reunían y tejían una red a mi alrededor con sus
delgados y largos cuerpos.
Me estaba acercando a la super cie cuando vi la sombra de una
barca cerca, esperándome. Mi padre. Me concentré en él y rompí la
super cie, tomando una bocanada de aire desesperada. Me escocían
los ojos y me subí a la barca para ponerme a salvo. Desparramada
dentro, balbuceé y tosí. Estaba temblando y me palpitaba la cabeza,
pero un fuerte pinchazo en la pantorrilla izquierda atrajo mi
atención.
Me subí el vestido hasta las rodillas, dejando al descubierto una
serpiente que tenía enganchada a la pierna, con los colmillos
enterrados en mi piel. No me pareció real, aunque me escocieran los
ojos por el dolor intenso, y me limité a observarla por un momento,
intentando recordar dónde estaba y lo que ocurría a mi alrededor,
con la mente nublada por la falta de aire.
Un rayo de luz salió disparado como una echa, golpeando a la
serpiente hasta matarla. Su cuerpo, que se retorcía, se quedó inerte al
instante, pero sus colmillos seguían clavados en mi pierna, y una
mano que no reconocí retiró con cuidado la serpiente y la echó por la
borda.
Levanté la mirada.
Phelan Vesper.
Me había subido a la barca de Phelan Vesper.
Por un momento, lo único que pude hacer fue jadear y mirarlo
aturdida. Y, entonces, tosí de nuevo, con los pulmones ardiéndome
otra vez y me limpié la cara y me volví a bajar el vestido, ocultando
las piernas y la sangre chorreando por las marcas de los colmillos.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, estoy bien —resoplé, aunque sentí que estaba a una simple
exhalación de desmoronarme por completo.
Cerré los ojos y me recosté en su barca hasta que me sentí
preparada de nuevo. Era una estupidez, ya que no debía con ar en
él. Sobre todo porque no tenía ni idea de dónde estaba su hermano.
Oí el sonido de su remo sumergiéndose en el agua mientras nos
alejábamos de los nenúfares. Podría haberme quedado allí, con las
extremidades temblándome como si fuesen gelatina, durante horas,
pero me obligué a incorporarme y a observar lo que me rodeaba.
Vi a mi padre al fondo de la calle, con los nenúfares impidiéndole
alcanzarme. Nuestras miradas se cruzaron, y él corrió a desviar su
bote hacia una calle lateral. Sabía lo que él quería que hiciera.
Los tejados que nos rodeaban brotaban del agua como si fueran
setas, y, cuando Phelan se acercó a uno, me incliné hacia él. Mi grácil
movimiento le hizo descon ar al instante y dejó de remar, con sus
ojos brillando como una oscura advertencia de que mantuviera las
distancias.
Lo ignoré y me atreví a tocarle la cara, una caricia fugaz que
pareció convertirlo en piedra.
—Gracias —suspiré. Deslicé la mano por su mejilla y enseguida
hice un agujero en la barca con un rayo de magia. Se sobresaltó
cuando el agua comenzó a subirnos por los tobillos.
Salté al tejado más cercano, luchando por encontrar algún agarre
entre la paja. Trepé hasta la parte alta del tejado y miré hacia atrás
para ver a Phelan intentando con furia arreglar su barca en vano.
Estaba a punto de sumergirse por completo, y me miró jamente.
—Tomo nota de su gratitud, señorita Madigan —me dijo, y saltó
al mismo tejado que yo.
Hice una falsa reverencia antes de bajar a toda prisa por el otro
lado, donde mi padre me estaba esperando. Me acomodé en nuestro
bote y susurré:
—Corre, papá.
Mi padre nos alejó remando, y yo miré por encima del hombro
para ver a Phelan de pie en el tejado de paja, abandonado. Pero sentí
su mirada penetrante hasta que giramos por otro canal y al n lo
perdí de vista.
Temblando, me volví a sentar y tomé aire con fuerza.
—Te dije que esperaras, Clementine —gruñó mi padre.
—Lo sé, lo siento —repliqué, desviando mi atención al desafío—.
¿Has visto a Lennox?
—Está en el agua.
Miré por encima del borde del bote, donde las serpientes se
deslizaban justo bajo la super cie, y volví a vislumbrar el brillo de la
llave. A la deriva y burlándose de mí para que la persiguiera. Sonó
un chapoteo detrás de mí, y me volví para ver a Lennox saliendo del
agua y deslizándose de nuevo en sus dominios, sin esfuerzo, como
un pez. Nadaba con una rapidez alarmante, seguramente se habría
lanzado un encantamiento a sí mismo.
Me quedé en el bote mientras pasaba junto a nosotros con tanta
velocidad que ni siquiera las serpientes pudieron enredársele.
—No olvides que todo encantamiento tiene un coste, Clem —dijo
mi padre, leyendo la angustia en mis ojos.
—Sí, pero estamos a punto de perder este pueblo, papá. —Y vi
cómo Lennox volvía a salir del agua para respirar y a sumergirse
otra vez bajo la super cie. Me acordé de lo que había sentido cuando
estaba a punto de ahogarme, cómo el agua intentaba colarse dentro
de mí y agobiarme, y sin embargo no podía soportar la derrota. Que
un mago como él me robara mi hogar.
Inhalé y pronuncié un largo y retorcido encantamiento. Una
magia salvaje y espontánea me recorrió los huesos. Recurrí a mis
últimas reservas y observé cómo la tristeza invadía el rostro de mi
padre mientras me aparecían branquias en el cuello y me esforzaba
por respirar en el aire, jadeando.
Volví a caer al agua, me llené de ella y mis branquias se
exionaron, aliviadas. Encontré la segunda daga que llevaba en el
cinturón y la tomé, nadando y cortando a través de las serpientes.
Descubrí que, si nadaba más hondo, donde los adoquines acechaban
como el lecho de un río, las serpientes no me molestarían, así que
tomé ese camino. Estaba oscuro, frío y silencioso, pero podía ver el
brillo dorado de la llave adelante. Lennox estaba rondando cerca de
la super cie, luchando con un grupo de nenúfares. Había
transformado sus pies en aletas, por eso era capaz de nadar con tanta
agilidad.
Me acerqué a la llave, y se me disparó el corazón al anticipar el
nal del desafío. Por n había encontrado dónde descansaba en la
calle. Nadé despacio, pero de forma constante, aspirando agua,
dejando que me bañara, con el pelo ondeando como un banderín de
fuego. Al examinarla más de cerca, me di cuenta de que la llave era
una piedra dorada del tamaño de mi palma y estaba encajada en los
adoquines, y vi que Lennox se liberaba muy por encima de mí.
Entonces, se dio cuenta de mi presencia y comenzó a descender
furioso. Aceleré mis golpes, pero me dolía la pierna izquierda, pues
el veneno de la serpiente afectaba la fuerza con la que podía dar
patadas.
Estaba intentando alcanzar la piedra centelleante cuando los
dedos de Lennox se cerraron sobre ella. Tiró, pero la piedra se
mantuvo rme, e intentó frenéticamente arrancarla con su daga.
Sabía que se estaba quedando sin aire, porque tenía el rostro con
manchas, y creí que estaba a punto de ahogarse, todo por orgullo.
Me pregunté si debía interferir, si debería apuñalarlo, y la mera idea
me produjo un dolor en el estómago.
Así que esperé. Esperé hasta que su falta de aire le obligara a salir
a la super cie, a que abandonara la llave.
Pero su daga encontró la raíz de la piedra y la liberó del suelo. Al
instante, la pesadilla se rompió y la inundación comenzó a drenarse
por el agujero que la piedra había dejado en el suelo. Sentí que el
agua se arremolinaba a mi alrededor, que la presión disminuía en
mis oídos y que mis branquias se agitaban con desesperación. Las
serpientes se convirtieron en limo; los nenúfares, en polen.
Se acabó. Me habían vencido.
Y, al otro lado del remolino de agua drenándose, Lennox me
sonrió.
7

–¡P ero serás tonta e imprudente! —exclamó Imonie, pero había


lágrimas en sus ojos mientras me devolvía la cabeza bajo el
agua. Estaba sentada en la bañera, con la pierna izquierda colgando
por el lateral para que ella pudiera atender la mordedura de la
serpiente. Pero mis branquias aún no habían desaparecido, así que
no podía respirar. Estaba con nada en la bañera, donde mis
branquias me permitían estar uno o dos minutos por encima de la
super cie antes de pedir agua a gritos.
«Todo encantamiento tiene un coste».
Las palabras de mi padre me perseguían. Tal vez mis branquias
nunca se desvanecerían. Tal vez estaría condenada a vivir el resto de
mi vida en una bañera o en un lago. Me hundí en el agua y la respiré,
agradeciendo de repente que amortiguara los sonidos del mundo.
Los sonidos de Lennox hablando con mi padre al otro lado de la
puerta cerrada. Los sonidos de la gente del pueblo tocando la
campana, angustiados al saber que había un nuevo guardián en
Hereswith. Los sonidos de Imonie regañándome y alabándome a la
vez mientras lloraba.
Había perdido el pueblo. Nuestro hogar. Y la culpa me
angustiaba en el pecho.
Permanecí bajo la super cie, con el corazón roto. Me sentí como
si le hubieran dado la vuelta a mi propio cuerpo, como si me
hubieran abierto en canal y no supiera cómo recomponerme. No
sabía si se debía a la conmoción que sentía, al reconocer que había
sido derrotada por Lennox, o si era un efecto secundario de mi
precipitado encantamiento.
Conocía algunos fundamentos de la magia metamara, que
estudiaba las transformaciones y las adaptaciones de la naturaleza y
los objetos. Sabía lo su ciente como para meterme en problemas, y
eso me hizo pensar en mi madre. En lo que me diría si me viera en
este momento, mitad niña, mitad criatura acuática.
Las manos de Imonie fueron suaves al extraer el veneno de mi
herida con un bálsamo, y, cuando terminó sus atenciones, me dejó
sola. Permanecí en el agua durante otra hora, hasta que sentí el
doloroso cambio en mi cuerpo. Mis branquias se cerraron,
obligándome a incorporarme, a volver al aire.
Tosí el último trozo de agua. Se me erizó la piel mientras salía con
cuidado de la bañera y me secaba. Tiré del tapón y observé cómo el
agua se arremolinaba y se drenaba una y otra vez hasta que la
bañera se vació.
Había dudado. Por eso había perdido. Debería haberle
apuñalado. No debería haber esperado a que se le acabara el aire,
dándole la oportunidad de ganar. No había nadie a quien culpar sino
a mí misma, y anhelaba volver atrás en el tiempo, cambiar mis
acciones.
El espejo que colgaba sobre el lavabo atrajo mi mirada, y me
quedé ante él, como si se me hubiera olvidado mi propio rostro.
Las branquias me habían dejado cicatrices en el cuello. Tres nos
cortes a cada lado, justo debajo de la mandíbula, que captaban la luz
como escamas iridiscentes. Toqué con suavidad las cicatrices,
sorprendida por lo blandas que eran. Me recordaban mi pérdida, mi
insensatez, y sin embargo no sentí el impulso de ocultarlas.
Entré en el comedor. Lennox estaba sentado a la mesa, con los
papeles extendidos ante él y las gafas puestas en la nariz. Mi padre
estaba sentado frente a él, con los ojos desorbitados y todavía con
ebre, redactando el contrato para el nuevo guardián. Phelan estaba
delante de las estanterías, leyendo los lomos iluminados con una
taza de té en la mano. Imonie se afanaba en los fogones, cocinando
su angustia. Los cuatro detuvieron sus tareas y me miraron. Yo
estaba de pie sobre la alfombra, bajo la luz del sol de la mañana, con
el vestido negro todavía mojado por la larga inmersión y el pelo
enmarañado y cobrizo alrededor de los hombros.
—Bien hecho, señorita Clementine —dijo Lennox con voz alegre,
levantando su vaso de vino de moras—. Debo decir que fue usted
una digna oponente.
No dije nada, y me quedé mirándolo hasta que su sonrisa se
desvaneció y volvió a concentrarse en los papeles.
La mirada de mi padre fue la que más se detuvo en mí, se jó en
mis nuevas cicatrices, en cómo brillaban cada vez que respiraba, y
suspiró mientras seguía escribiendo el documento, con su pluma
rayando el papel. Pasé junto a Phelan hasta la encimera de la cocina,
donde la tetera aún estaba caliente, y me serví una taza. Imonie trajo
una jarra de nata y el tarro de miel, ya que conocía mis preferencias,
y me eché bastante cantidad en el té, removiéndolo una y otra vez,
con mis pensamientos muy lejos.
—¿Qué tal la herida?
Me giré, sobresaltada, para ver que Phelan estaba cerca de mí.
Imonie emitió un sonido de desagrado, pero el mago no se dio
cuenta.
—Yo diría que está en las mismas condiciones que su barca, señor
Vesper —respondí, y le di un sonoro sorbo al té, solo para irritarlo.
—Entonces debe estar destrozada.
—Una palabra muy adecuada para describirla. —Sabía que
preguntaba por mi pierna, pero yo hablaba de la herida de mi
espíritu.
No apartó la mirada de mí como esperaba, pues era descortés
mirar demasiado tiempo a alguien en la corte, donde sin duda había
crecido como hijo de una condesa, y me pregunté qué vería en mí.
Fui la primera en apartar los ojos, incapaz de sostener su extraña
mirada.
—¿Y cuándo podemos esperar que desalojen esta casa, señor
Madigan? —preguntó Lennox.
—Mañana mismo nos iremos —respondió mi padre sin dudar.
Dejé la taza de té en la encimera con un fuerte golpe.
«¿Mañana?». La incredulidad se apoderó de mí, y me mordí el
interior de la mejilla para contener el torrente de palabras que quería
soltar.
—¡Excelente! —exclamó Lennox—. Creo que esta casa me vendrá
muy bien, aunque esa casa tan bonita de la colina…
—Es la mansión de Mazarine Thimble. —La voz de mi padre se
quebró por el cansancio—. Es su propiedad y lo más probable es que
siga siendo así.
—Por supuesto. —La mirada de Lennox se desvió hacia la cocina,
donde Imonie golpeaba las ollas con furia—. ¿Y el ama de llaves? ¿Se
quedará?
—No —respondió mi padre de inmediato—. Imonie vendrá con
nosotros. Si quieren una cocinera o un ama de llaves, tendrán que
encontrar una por su cuenta.
Imonie ngió no haberlo oído mientras empezaba a trabajar la
masa, pero yo sentí indignación por ella. Que este presuntuoso
asumiera que ella se quedaría a trabajar para él.
—¿Y qué hay del impuesto de los sueños? —preguntó Lennox—.
¿Cuánto le paga el pueblo por sus servicios?
—Nos pagan lo que pueden, señor Lennox —contesté, incapaz de
permanecer en silencio un momento más—. A veces con pan, a veces
con monedas y a veces nada si su cosecha o su o cio han sufrido un
mal año.
—¡¿Nada de nada?! —Incrédulo, Lennox miró a mi padre, como
si esperara fervientemente que estuviera bromeando—. ¿Y todavía
los protege de sus pesadillas a pesar de que no puedan pagarle ni un
céntimo como agradecimiento?
—Por supuesto que sí —respondí yo.
—Entonces, ¿cómo paga su impuesto de los sueños al duque? —
preguntó Lennox, mirándonos a mi padre y a mí—. Porque lo paga,
¿verdad?
Mi padre asintió. Parecía cansado, agotado. Me dolía el corazón.
—Pagamos lo que el duque exige —dije. Y pensé en Mazarine y
en su chorro de monedas, que nos había mantenido a ote más veces
de las que podía contar—. Pero este es un pueblo rural, señor
Lennox. No es la vida acomodada de la ciudad que conocen y a la
que están acostumbrados. Todos nosotros trabajamos y ponemos de
nuestra parte. A veces, una persona no puede pagar en monedas,
pero aun así registramos sus pesadillas y la protegemos. Ahora que
lo saben, tendrán que buscar la manera de que el duque reciba sus
impuestos a tiempo. Y, si no pueden…, entonces quizá su madre
pueda pagarlos en su lugar.
—Señor Madigan —dijo Phelan en tono desesperado,
interrumpiéndonos a propósito a Lennox y a mí, al intuir que
estábamos a punto de iniciar una pelea—. Por favor, no sienta que
usted, Clementine e Imonie deben salir corriendo. Son bienvenidos a
quedarse aquí todo el tiempo que necesiten.
—Nos iremos mañana —reiteró mi padre, y jó su mirada
vidriosa en mí—. Sería una buena idea que comenzaras a hacer las
maletas, Clem.
«Pero ¿a dónde vamos a ir?».
Dejé el té en la encimera y subí las escaleras. Dwindle estaba
acurrucada en mi cama, ronroneando, y yo me senté a su lado, con
mi mano acariciando su pelaje tricolor.
Al nal, la humedad de mi ropa me llevó al armario. Me despojé
de la seda negra, que cambié por un sencillo vestido azul, y me puse
a guardar mis cosas, solo para darme cuenta de que tenía
demasiados libros. Necesitaba regalar algunos, así que empecé a
hacer montones.
Estaba en mitad de mi tarea cuando mi padre entró en la
habitación, lanzando al instante un encantamiento protector sobre
las paredes, la ventana y la puerta. Para evitar que se escucharan
nuestras voces.
—Asegúrate de guardarlo todo, Clementine —dijo—. No dejes
ningún rastro de ti en esta casa. Ninguna cinta de pelo, carta o
dibujo. Ni siquiera un par de zapatos viejos.
Me quedé boquiabierta mirando a mi padre, y de pronto me dio
un escalofrío.
—Te preocupa…
—No —replicó. Pero yo sabía cuándo mentía. Sus fosas nasales
tendían a abrirse cuando no decía la verdad—. Pero tampoco quiero
darle a nadie la oportunidad de rastrear a dónde vamos, o incluso de
invocarnos, si es que se atreven a hacerlo.
Intenté imaginarme a Lennox tomando una vieja cinta mía dentro
de unos meses y utilizándola para lanzar el hechizo de invocación.
Era un encantamiento peligroso, que me atraería ante su presencia
tanto si quería responderle como si no. Y casi me reí de lo absurdo
que era hasta que el ceño de mi padre se frunció.
—Tienes que tomártelo en serio, Clem.
—¡Pues claro que me lo tomo en serio! —Solté un chasquido, y
me señalé las cicatrices del cuello—. Nunca quise dejar este lugar. Es
nuestro hogar, papá.
Se estremeció, como si le hubiera golpeado. Al instante, mi mal
genio se esfumó.
—Es una gran desgracia, y lo siento, hija. Siento no haber sido lo
bastante fuerte para ayudarte anoche.
Aparté la mirada, incapaz de soportar la pena de sus ojos. El
sentimiento de culpabilidad resurgió. Si hubiera sido más astuta,
más audaz… no habría perdido.
—¿A dónde nos vamos a ir?
—Todavía estoy considerando nuestras opciones. Lo más
importante en este momento es que lo recojas todo.
—Pensaba regalarles algunos de mis libros a las chicas del
pueblo. ¿Puedo hacerlo?
Parpadeó mirando hacia los montones de libros que había hecho
en el suelo. Le leí la mente: los libros eran pesados y engorrosos de
transportar, incluso si se hechizaban con pequeños encantamientos.
—Está bien —respondió—. Siempre y cuando borres tu nombre
de la portada y las notas que hayas escrito en los márgenes y te
asegures de que ninguno de tus marcapáginas haya quedado dentro.
Asentí con la cabeza y le vi marcharse. Y aunque quise actuar
como si no me hubiera afectado su preocupación, me afectó. Me
temblaban las manos mientras revisaba los libros que pensaba
regalar, pronunciando un encantamiento para desvanecer mi letra.
Porque, por supuesto, yo era el tipo de persona que marcaba todos
los libros que tenía. Y como mi padre bien sabía, hacía mis propios
marcapáginas. Acabé recuperando tres de ellos, perdidos entre las
hojas de gruesas novelas. Una vez que acabé con el registro, reuní
once volúmenes que quería regalar a las chicas Fielding.
Tomé los libros en mis brazos con rapidez y decidí que iría a
entregarlos en ese momento.
La planta principal de la casa estaba tranquila. Los hermanos
Vesper se habían ido, para mi inmenso alivio, y mi padre estaba en
su dormitorio, haciendo las maletas. Imonie estaba en el armario de
la vajilla, envolviendo la porcelana en papel de periódico, pero no
me detuvo cuando salí por la puerta al calor de la mañana.
Lo último que deseaba era que me vieran y me pararan por la
calle. Me eché un simple encantamiento de avertana, uno que me
hiciera pasar inadvertida. Y caminé por las calles de Hereswith. Todo
el mundo hablaba de la destitución de mi padre, porque aquí los
rumores corrían como la pólvora, y todo el mundo había visto a los
hermanos Vesper deambulando la noche anterior.
La mayoría de las conversaciones giraban en torno a la
incredulidad y a la devastación, pues mi padre era muy querido en
este pueblo. Pero hubo algunas conversaciones que escuché, con
palabras esperanzadoras para el nuevo guardián. De todas formas,
mi padre se estaba haciendo mayor. Estaba bien cambiar de magos
de vez en cuando.
Llegué a la casa de los Fielding.
Con un profundo suspiro, deshice mi encantamiento para ser
vista de nuevo, y me estaba acercando a la puerta, preparándome
para tocar, cuando una dulce voz me llamó por mi nombre desde
arriba.
—¡Señorita Clem!
Levanté la vista hacia el manzano que orecía en el patio
delantero. Elle estaba encaramada en sus ramas, recolectando la
fruta, y yo caminé hasta situarme entre las raíces, contemplándola.
—¿Ha venido a ver a mi padre? —preguntó la niña mientras
empezaba a bajarse del árbol.
—No —respondí—. En realidad, he venido a veros a ti y a tus
hermanas.
—¿A mí? —Se dejó caer sobre la hierba y dejó su cesta de
manzanas en el suelo—. ¿Por qué?
Le extendí la pila de libros, observando cómo se le iluminaban los
ojos.
—Me temo que me voy de Hereswith, pero quería daros esto a ti
y a tus hermanas antes de partir. Eran algunos de mis libros favoritos
cuando tenía tu edad.
Se quedó con la boca abierta mientras tomaba mis libros con
mucho respeto. No me había dado cuenta de que había puesto por
accidente uno de mis portafolios de arte en la pila hasta que lo abrió
y las hojas de mis ilustraciones más recientes empezaron a
revolotear, amenazando con salir volando con el viento.
—¡Anda! —exclamé, y la agarré—. Perdona. Esto tiene que
quedarse conmigo.
Elle me entregó el portafolio y lo sostuve cerca de mi pecho
mientras ella seguía admirando los libros.
—Gracias, señorita Clem —dijo en tono reverencial. Cuando se
apresuró a entrar para compartir la noticia con sus hermanas, Spruce
Fielding apareció en el umbral.
—Me temo que no podemos pagarle por los libros.
—No quiero que me paguen —respondí—. Es un regalo para sus
hijas.
Cuando Spruce se limitó a quedarse de pie, en blanco por la
sorpresa, le di los buenos días. Me dirigía a la verja cuando se
apresuró a seguirme.
—¡Señorita Clem! Espere un momento, por favor.
Me retrasé, limpiando una mancha de carboncillo de la tapa del
portafolio.
—¿Sí, señor Fielding?
—Lamentamos mucho lo que ocurrió anoche —dijo, y se quitó el
gorro, retorciéndolo entre las manos—. Su padre es un excelente
guardián, con ábamos mucho en él. Y nos entristece que se vayan
los dos.
—Gracias, señor Fielding.
—¿Tienen que irse? Pueden seguir residiendo aquí —continuó—.
Podríamos construir una casa en mis tierras, si quieren.
Esto me pilló por sorpresa. Se me saltaron las lágrimas, y
entonces me di cuenta de por qué mi padre y yo no podíamos
quedarnos en Hereswith, por qué mi padre quería irse tan rápido.
—Es muy amable por su parte, señor Fielding. Pero mi padre y
yo creemos que lo mejor es irnos ya, para que el señor Vesper pueda
empezar a instalarse y conocerlos a todos.
Spruce asintió, pero no parecía convencido.
—Lo entiendo. Pero, si cambian de opinión…, usted, su padre e
Imonie siempre tendrán un hogar aquí.
La emoción se me agolpó en la garganta. Le sonreí al pasar por la
verja.
Tardé solo un momento en volver a lanzarme el encantamiento,
en pasar inadvertida mientras caminaba por el corazón de
Hereswith, de vuelta a través de los focos de cotilleo, consternación
y curiosidad. Acababa de llegar a la plaza cuando un extraño y largo
rasguño en los adoquines me llamó la atención. Era una marca na,
como causada por la punta de algo a lado, y conducía a un carro
aparcado no muy lejos de mí.
Me paré, con escalofríos al recordar la pesadilla de Elle. El
caballero había dejado que la punta de su espada se arrastrara sobre
las piedras. Había caminado hasta el carro donde Elle se había
escondido. Seguro que esa marca era solo una coincidencia.
Me agaché para estudiarla más de cerca, pasando los dedos por
la marca en los adoquines. Y, entonces, miré el carro y empecé a
imaginar que tal vez el caballero había estado aquí anoche,
recorriendo las calles y escondido bajo el agua. Pero eso signi caría
que dos pesadillas diferentes habían descendido anoche, la de
Archie y la de Elle, y eso nunca había ocurrido. Al menos, no hasta
donde yo sabía.
Antes de que pudiera procesar esa revelación, alguien tropezó
conmigo.
El impacto me derribó, y mi encantamiento de sigilo se rompió al
salir volando mi portafolio. Las hojas de mis dibujos bailaron en la
brisa, y me apresuré a agarrarlas antes de que se vieran arrastradas
hacia el mercado. Y, a través de la cascada de pergaminos, le vi
arrodillado sobre los adoquines, apresurándose también a atrapar
mis ilustraciones extraviadas.
Phelan.
Me puse colorada cuando le vi sosteniendo mis dibujos, aquellos
pedazos íntimos de mi corazón. Se detuvo a estudiar uno, fascinado,
y se lo arrebaté de las manos.
Frunció el ceño, con los labios apretados como si quisiera decir
algo sarcástico, hasta que se dio cuenta de que era yo y su expresión
se suavizó.
—Perdóneme, señorita Madigan. No la había visto.
No respondí, sino que volví a guardar los papeles, ahora
arrugados, en el portafolio. Cuando continué subiendo por la calle,
vino corriendo detrás de mí.
—¿Puedo caminar con usted?
—Supongo —contesté, y aceleré el paso. Él se dio cuenta y me
siguió el ritmo a la perfección, y toda la gente de Hereswith pareció
congelarse, viéndonos pasar a los dos.
—Sé que debe pensar muy mal de mi hermano y de mí —
comenzó Phelan, un poco sin aliento mientras la calle tomaba una
curva empinada—. Pero espero que con el tiempo lleguen a entender
por qué ha ocurrido esto.
Sus palabras me enfurecieron. Me detuve y me giré.
—Creo que ya lo entiendo, señor Vesper. Usted y su hermano se
criaron sin querer nada. Dos mocosos ricos y mimados de la
aristocracia. Y, ahora que han crecido, quieren un pueblo del que ser
guardianes, así que tiraron un dado y cayeron en Hereswith. Todo
un reto, debo añadir, ya que está bastante lejos de su hogar y reside a
la sombra de las montañas. Pero los felicito a ambos por su noble
sentido del deber y la obligación, y, aunque no creo que encajen bien
aquí, espero equivocarme, por el bien de los residentes.
La sorpresa de sus ojos y el rubor de su cara eran deliciosos de
contemplar. Sonreí mientras seguía mi camino, pensando que me
dejaría en paz. Pero fue mucho más testarudo de lo que esperaba y
me alcanzó de nuevo.
—Le hago saber, señorita Madigan, que no me quedaré en
Hereswith.
—¡No me diga! ¿Ayudó a su hermano a robar el pueblo y ahora
lo abandona?
—Tengo responsabilidades en otra parte —respondió casi con un
gruñido. Como si debiera importarme.
—Entonces no permita que os aleje de ellas —repliqué, mientras
la casa de mi padre aparecía ante nosotros. Phelan me dejó marchar,
deteniéndose bruscamente en la calle, y yo caminé sola el resto del
camino.
Pero me sentía como si estuviera sufriendo una pesadilla
interminable, que solo se acabaría si lograba despertarme.
8

N
o sabía a dónde pensaba llevarnos mi padre a Imonie y a mí,
y la incertidumbre me provocaba un dolor en el estómago
mientras esperaba en el patio, con Dwindle maullando en
brazos. El carro estaba aparcado en nuestra verja, lleno hasta arriba
de cajas, baúles y sacos de arpillera con nuestras posesiones. La
mayoría de los muebles los hemos dejado en la casa, al igual que los
cuadros enmarcados y las innumerables macetas, sobre las que mi
padre usó un encantamiento para asegurarse de que no quedara
ningún rastro de nosotros. Yo había hechizado casi todo lo de mi
habitación en una sola bolsa usando el conjuro de encoger objetos de
mi madre.
Una multitud se había reunido para despedirnos, la mayoría eran
amigos que me conocían desde hacía media vida. Lilac Westin nos
trajo una bolsa de pastelitos con los ojos enrojecidos. Los Fielding
estaban allí, con las niñas sosteniendo mis libros en los brazos. Y,
para mi sorpresa, Mazarine también. La trol disfrazada llevaba un
modesto vestido con un brocado grueso y empuñaba un paraguas
para protegerse la piel y el cabello de los rayos del sol.
Mi padre fue el último en salir de casa. Llevaba el libro de las
pesadillas y vi cómo se lo entregaba a Lennox Vesper, que esperaba
junto a una zona de margaritas en el patio, con Phelan a su lado. Mi
padre le entregó el libro y la llave de la casa, con lo que el hecho fue
o cial. Mi padre ya no era el guardián de Hereswith y nosotros nos
habíamos quedado sin hogar.
Enterré la cara en el pelaje de Dwindle para ocultar las lágrimas
que me quemaban los ojos. Sentí la mano de Imonie en mi hombro, y
su intento de reconfortarme solo hizo que mis emociones a oraran
aún más. Podía sentir el llanto en el pecho, amenazando con salir.
«Oh, dioses, por favor, no permitáis que llore aquí. Esperad al
menos a que no esté delante de los Vesper», pensé.
A pesar de mi determinación, se me escapó un sonido. Un sonido
ahogado de una chica que intenta tragarse un sollozo y lo consigue a
medias.
Dwindle soltó un maullido de descontento. La estaba apretando
demasiado, y, cuando levanté la cara, me goteaba la nariz. Se me
habían escapado algunas lágrimas y me di prisa en enjugármelas
antes de que nadie más que Imonie pudiera darse cuenta.
—¿Y a dónde irán, señor Madigan? —preguntó Lennox. Lo veía
borroso por el rabillo del ojo, pero atisbé cómo acunaba el libro de
las pesadillas en una postura incómoda. Su peso lo había pillado por
sorpresa.
—Adonde nos lleve el viento —contestó mi padre.
Nos ayudó a Imonie y a mí a acomodarnos en el asiento del carro
antes de subirse él. Le temblaban las manos al tomar las riendas y
chasqueó la lengua, instando al caballo para que se pusiera en
marcha.
Quería mirar atrás a la casa, a nuestros amigos, una última vez,
pero no lo hice, porque tenía miedo de romperme en mil pedazos
mientras lo hacía.

No hablamos hasta el atardecer, cada uno perdido en sus propios


pensamientos, hasta que mi padre desvió el carro del camino y
decidimos acampar en una arboleda de robles. Imonie encendió un
fuego y preparó un estofado rápido de cebollas silvestres, patatas y
embutido, después nos reunimos en torno al fuego y comimos, en un
ambiente sombrío.
Me di cuenta de que las montañas se alejaban. Mi padre nos
llevaba al este, y eso hacía que me sintiera perdida. Me envolví una
manta alrededor de los hombros mientras Dwindle se acurrucaba en
mi regazo. Busqué algo conocido, algo que me sirviera para
orientarme. Lo encontré en el horizonte oscuro, donde la fortaleza en
las nubes estaba tallada en la cima de la montaña, tan lejos que
apenas podía discernirla. Pero era un paisaje familiar y me hacía
sentirme menos a la deriva. Cansada del silencio, pregunté:
—¿Qué creéis que hay ahí arriba, en la fortaleza?
Imonie estaba sentada en la hierba, tejiendo un chal.
—Pesadillas. Y el perdido.
—¿El perdido? —repetí. Hacía mucho tiempo que no me contaba
una historia de la montaña, y sabía que me estaba haciendo la tonta
para sonsacarle este relato.
Se quedó callada un momento, como si estuviera concentrada en
tejer. Pero luego comenzó a hablar, con una voz profunda y vibrante.
—Hace más de cien años, había una mujer que vivía sola en las
montañas, en una pequeña casa en la ciudad de Ulla. En su
juventud, había sido una leal dama de compañía de la hermana del
duque, pero, a medida que crecía, prefería la soledad y escuchar el
viento que soplaba por la mañana y por las noches. Las historias
estaban envueltas en esas ráfagas y la mantenían caliente en las
noches más oscuras. No le faltaba nada y nada más quería.
»Pero, una noche de verano, cuando había luna llena, el viento
estaba tranquilo y había un aire cálido, sonó un golpe en su puerta.
Cuando la abrió, no había nadie. Nadie, hasta que oyó un gemido y
se dio cuenta de que habían dejado una gran cesta en la entrada. En
la cesta no había un bebé, sino dos.
»La mujer nunca había cuidado a niños antes. Eran ruidosos,
desordenados, frágiles y demandantes. Dependían por completo de
su cuidadora, y ella no quería atarse a tal responsabilidad, pero
tampoco podía ser tan despiadada como para dejar a los bebés en su
porche.
»Los metió en casa. Eran dos niños que tenían alrededor de un
mes. Eran feos y ácidos, y no sabía cómo tomarlos en brazos, pero
los tomó y dejaron de llorar. Y, luego, les habló y ellos sonrieron al
oír su voz. Cuando tenían hambre, llenaba un biberón con leche de
cabra y les daba de comer. Buscó a sus padres durante meses. Intentó
buscarles un nuevo hogar durante meses. Pero, al nal, optó por que
se quedaran con ella.
»Descubrió mientras crecían que eran gemelos. Era casi imposible
distinguirlos, y muchos días los confundía, hasta que aprendió a
reconocer sus personalidades. Uno era inteligente, le encantaban los
libros y los lugares tranquilos, y el otro era salvaje, aventurero, un
chico que quería deambular por las montañas y clavar estacas a los
conejos. Al chico tranquilo lo podía criar, pero al salvaje… La mujer
no sabía cómo domar un corazón así, si es que se podía sin llegar a
romperlo.
»A pesar de sus diferencias, ambos tenían una gran astucia. Esto
lo aprendió cuando comenzaron a hacerse pasar por el otro. Su niño
tranquilo la engañaba y actuaba como su hermano para recibir los
castigos. El niño salvaje actuaba como su gemelo tranquilo para
evitar que se enfadara en exceso cuando iba demasiado lejos.
La mujer no tuvo más remedio que enviarlos a la escuela de la
ciudad diez años después. Pensó que uno se convertiría en guerrero
y el otro, en erudito. Y, cuando crecieran y se convirtieran en
hombres, tal vez servirían al ducado con majestuosidad. Pero,
incluso si no lo hicieran, ella estaría orgullosa y los querría a cada
uno por sus diferentes fortalezas.
»Crecieron y se convirtieron en hombres. Al principio, iban a
visitarla a menudo tras terminar sus estudios. El chico tranquilo se
dedicaba a sus libros y a estudiar, y el salvaje había caído presa del
amor y se había casado con una hermosa chica de la cumbre. Fue
una buena época. Pero entonces sus hijos la olvidaron, distraídos por
los encantos de la vida. Se avecinaba una tormenta en el horizonte.
El duque era un gobernante cruel que oprimía a su pueblo. Y no
importó cuánto se preparara la mujer para ello. La tormenta estalló y,
con ella, el ducado, su hogar, su tierra, quedó ensombrecida por la
maldición.
»No tuvo más remedio que marcharse. Toda la gente de las
montañas… no podía quedarse allí. Las noches eran traicioneras,
pues sus sueños se tejían con el terror. Nadie podía poner un pie en
la fortaleza, donde el duque había sido asesinado. En el pandemonio
de la salida no pudo encontrar a sus hijos. «Son listos e inteligentes»,
pensó. Y llegó a las puertas de la montaña, donde la cima se abría a
un valle, y allí esperó a sus hijos.
»Pronto, llegaron. Uno pasó por el umbral con libertad, hacia la
hierba. El otro, sin embargo, no pudo. La montaña lo tenía cautivo y
no podía abandonar su sombra. Cuando las puertas de la montaña
comenzaron a cerrarse, la mujer lloró y corrió hacia su hijo, al que
estaba destinada a dejar atrás, y solo pudo retener a su gemelo.
Vieron cómo las puertas de las montañas se cerraban y se sellaban,
devorando a hermano e hijo. Desde entonces, esas puertas no se han
vuelto a abrir, ni lo harán hasta que los espectros restantes (la
heredera, la dama de compañía, el consejero, el guardián, el maestro
de la moneda y la espía), todos los que planearon la muerte del
duque, vuelvan juntos para romper la maldición.
Me quedé en silencio, asimilando la trágica historia de Imonie.
Cuando no volvió a hablar, me di cuenta de que había acabado el
relato y me dejó vacía. Debería haberle pedido que me contara algo
más animado, y me acosté en mi saco de dormir, oyendo cómo el
viento rastrillaba la hierba y los grillos cantaban sus nanas
iluminados por las estrellas.
—Clem. —La voz de mi padre me llamó la atención, y me giré
para ver que tenía en la mano un frasco de un remedio para que me
lo bebiera.
Tomé el frasco, notando el cristal frío sobre mi palma, pero dudé.
—¿De verdad tengo que beberme esto todavía si ya no somos
guardianes?
Supongo que la razón de mi padre debía ser evitar que soñara
por la noche. Sería muy difícil enfrentarme a mi propia pesadilla en
las calles de Hereswith. Los sueños solían revelar la mayor
vulnerabilidad de uno mismo, eran puertas que conducían a los
corazones, las mentes, las almas y los secretos.
—Será mejor que sí —contestó mi padre, y vi cómo él mismo se
bebía uno antes de acomodarse para pasar la noche.
Incluso Imonie se tomó el remedio. Seguí el ejemplo, descorché el
frasco y dejé que el líquido agridulce se precipitara sobre mi lengua
y me cubriera la garganta. Era un sabor familiar, uno que había
bebido cada noche desde que tengo uso de razón.
Me tumbé en la hierba, con los ojos cada vez más pesados por el
cansancio, y miré a las montañas, que ahora estaban más oscuras que
la noche con las constelaciones. Me pregunté qué tipo de cosas
rondarían mi sueño, si alguna vez le diera a mi mente y a mi corazón
la oportunidad de soñar.
El viaje fue rematadamente lento.
Mi padre no tenía prisa, Dwindle maullaba todo el tiempo y el
caballo y el carro llevaban un ritmo parsimonioso mientras
viajábamos a través del ducado de Bardyllis. Pero pronto las
montañas se desvanecieron y nos encontramos rodeados de campos
de cultivo aún dorados por el calor del verano, bosques de pinos y
pequeños pueblos que me recordaban a Hereswith. Atravesamos el
río Starling y noté el cambio.
Los caminos de tierra se convirtieron en adoquines, los bosques
se rindieron a las cadenas de casas, la tranquila fragancia del campo
dio lugar a los sonidos, el humo y los olores de los domicilios. Pude
ver la bruma de la capital en la distancia, la extensa y sobrecogedora
ciudad de Endellion, la sede de la soberanía del duque, y de repente
supe el lugar exacto al que nos llevaba mi padre.
Me volví para mirarle, pero su rostro parecía granito, con sus ojos
evitando cuidadosamente los míos.
Nos llevaba hasta mi madre.
9

L
a casa de mi madre estaba en la parte norte de la ciudad, a la
vista del río que atravesaba la capital como una veta de plata.
La última vez que había venido a visitarla fue hace tres años,
cuando yo tenía catorce, y había añorado Hereswith todo el verano
que había pasado con ella. Echaba de menos las montañas, los
prados y el ritmo más lento de un pueblo rural. Mi madre había
percibido la nostalgia en mí, y creo que por eso no me invitó el
verano siguiente, o el de después. Nos fuimos distanciando poco a
poco cuando yo elegí estudiar la forma de magia de mi padre en
lugar de la suya.
Sentí una punzada de aprensión cuando me acerqué a la puerta,
y solo podía imaginar cómo se sentiría mi padre mientras esperaba
en el carro con Imonie, mientras la tarde empezaba a fundirse en el
crepúsculo. Llamé a la puerta, me aclaré la garganta y me alisé el
pelo, pero fue inútil; parecía una vagabunda cansada, llena de polvo
y con el viento en contra cuando mi madre me abrió.
Se notaba su sorpresa. Se le abrieron los ojos de par en par
cuando se dio cuenta de que era yo quien estaba en el umbral y su
expresión se suavizó.
—¿Clementine?
—Hola, mamá —la saludé con una sonrisa vacilante. Me
sorprendió la cantidad de plata que ahora adornaba su cabello
negro.
—¿Dónde está tu padre? —preguntó, con la voz a lada por el
disgusto, pero no me dio tiempo a responderle; miró por encima de
mi hombro para verlo sentado cual un guerrero derrotado en el
asiento del carro—. ¿Ambrose? Entra, Ambrose. Pareces cansado. Tú
también, Imonie. Pasad los dos.
Mi padre se bajó del carro y ayudó a Imonie. Empezaron a mover
cajas, a lo que mi madre se apresuró a colaborar con su magia,
haciendo que nuestras posesiones se deslizaran por la puerta
principal hasta el salón de su casa. Después, mi padre insistió en
llevar el caballo al establo público más cercano, a una manzana de
distancia.
Creo que estaba evitando lo inevitable, que era tener que decirle a
mi madre que habíamos perdido el pueblo y que ahora mismo no
teníamos a dónde ir.
Y yo también la evité. Mientras él atendía al caballo, me senté en
la opulenta sala de estar de mi madre que olía a gardenias y a
pachuli. Dwindle se frotó contra mis piernas mientras yo tomaba la
taza de té que me ofreció mi madre, y le conté todo. Imonie se sentó
a mi lado, añadiendo un bu do aquí y allá en señal de acuerdo,
sobre todo cuando le conté la llegada de los dos magos.
—¿Los hijos de la condesa de Amarys? —repitió mi madre, y sus
ojos buscaron los de Imonie. Las dos mujeres parecían mantener una
conversación privada, lo que me irritó.
Hice una pausa, insegura.
—¿Los conoces?
—Pues como todo el mundo en Endellion —respondió con
cautela. No podía adivinar qué opinión tendría de ellos, no como lo
hacía con mi padre—. Sus tierras se encuentran al sur de aquí, pero
la condesa reside principalmente en la ciudad, donde tiene gran
in uencia. Su marido, el conde, falleció hace años, pero desde
entonces se ha convertido en una íntima con dente del duque.
Eso hizo que mi indignación se disparara aún más. ¿Por qué,
entonces, necesitaba Lennox echarnos de nuestro hogar a mi padre y
a mí? ¿Por qué Hereswith, cuando podría haber elegido cualquier
pueblo, cualquier aldea, cualquier parte de la ciudad para ser
guardián?
—Así que sus hijos os desa aron a ti y a tu padre —prosiguió mi
madre.
Asentí con la cabeza y continué con la historia fatal, y mi madre
escuchó, con la mirada puesta en mí y en las cicatrices que me
brillaban en el cuello. Se quedó callada cuando terminé, y su silencio
me hizo sentir incómoda. Como si estuviera sopesando lo que quería
hacer con nosotros y con nuestra situación.
—¿Dejarás que papá, Imonie y yo nos quedemos aquí por un
tiempo? Solo hasta que encontremos un nuevo trabajo en la ciudad
—le pregunté, porque no sabía si vivía sola, si tenía un amante o un
compañero, aunque su casa parecía vacía y silenciosa, llena de
adornos dorados que brillaban en las sombras.
—Pues claro que sí, Clementine —respondió, un poco ofendida,
como si fuera absurdo suponer lo contrario—. Será como en los
viejos tiempos.
No sería como en los viejos tiempos, y todos lo sabíamos.
Mi padre llegó, entrando por la puerta principal. Sus pasos eran
pesados al acercarse, y se paró con torpeza en el umbral de la sala,
tratando de no mirar a mi madre. Ella se levantó del diván, elegante
con su vestido lavanda y su pelo negro recogido en un moño suelto.
—No has envejecido nada, Ambrose —le dijo ella.
Mi padre la miró por n, con la guardia baja, y me pareció ver
arrepentimiento en sus ojos. Hacía siete años que se habían
separado. Recordé cómo habían llegado a un punto en el que lo
único que hacían era discutir y pelearse. Tenían ideologías diferentes
sobre la magia y el propósito de los hechizos. Mi madre estudiaba la
metamara y la utilizaba a su antojo en el escenario, cautivando al
público mientras transformaba una cosa en otra. Ella creía que la
magia debía ser divertida y entretenida, y mi padre, con sus rígidas
opiniones de la avertana, creía que la magia solo debía emplearse de
forma lógica y práctica. Como medio para proteger y defender a los
demás.
—Lo mismo digo, Sigourney —contestó—. Si Clem e Imonie
pueden quedarse contigo, yo encontraré alojamiento en otro lugar.
—No seas ridículo —respondió mi madre—. Vivo aquí sola, y
esta casa tiene demasiadas habitaciones vacías. Quédate aquí de
momento.
Asintió, pero aún parecía que estaba paralizado en el umbral.
De repente, me sentí agotada por el peso de todo: la
preocupación por saber a dónde iríamos, qué haríamos ahora y la
enorme cantidad de nostalgia que me oprimía los pulmones cada
vez que respiraba hondo.
Esa primera noche en la casa de mi madre, me acosté en la cama
y reviví mi batalla durante la luna nueva con Lennox y con Phelan
una y otra vez en la oscuridad.
Y, al n, me permití llorar.

Imonie se integró en la vida de la ciudad con facilidad, atendiendo la


casa y cocinando para nosotros. Pero mi padre y yo nos sentíamos
perdidos, buscando en la columna de anuncios del periódico un
posible trabajo. No había vacantes para un guardián de los sueños en
la ciudad, lo que me parecía increíble, dado lo grande que era
Endellion. Tanta gente, tantas pesadillas, tantas calles. Pero
enseguida aprendí que el territorio estaba dividido en pequeñas
zonas y que había demasiados magos y pocos puestos. Cuando vio
que tanto mi padre como yo buscábamos con impotencia los
anuncios, mi madre nos dijo que la de guardián de los sueños era
una profesión muy demandada.
—Podríamos desa ar a alguien esta próxima luna nueva —le dije
una noche después de cenar, cuando él y yo nos sentamos solos junto
al fuego—. Podríamos ganar un nuevo territorio aquí en la ciudad.
Mi padre estudió el baile de las llamas.
—No, Clem. No voy a hacer lo que nos hicieron los Vesper.
Entendía sus motivos, pero yo quería recuperar mi posición.
Necesitaba hacer algo aquí, o, de lo contrario, temía deshacerme en
polvo.
—Entonces, ¿por qué no volvemos a Hereswith y desa amos a
Lennox? Todavía tendríamos ventaja, papá. Conocemos las
pesadillas. —Pero incluso mientras se lo decía, las palabras sonaban
inviables, desesperadas. Como una deshonra. No podía imaginarme
a mi padre rebajándose de esa manera, aunque sí podía, en cierto
modo, verme a mí misma así.
—Creo que es hora de dejar de lado las pesadillas, los sueños y
las lunas nuevas —respondió para mi consternación. Y, cuando me
miró, vi que había aceptado la derrota, que hasta ahí había llegado
como guardián—. Ahora estamos aquí. Hay muchos caminos nuevos
que podemos tomar en la ciudad. Dejemos el pasado atrás y
empecemos una nueva vida.
—¿Una vida sin magia? —pregunté, y apenas pude
comprenderlo. Que quisiera dejar que toda su habilidad y su
presteza se desperdiciaran, hasta que sus hechizos se hundieran en el
lugar más oscuro de la memoria, oxidados por el desuso.
—Quizá sea lo mejor, Clem.
Me callé mis opiniones, pero estaba enfadada. Con él, con los
Vesper. Conmigo misma por haber perdido un desafío que debería
haber sido pan comido.
Y la ira ardía en mí como el fuego.

—Ven, necesitas dar un paseo —me dijo Imonie una semana después
—. Voy a la panadería y me vendría bien la compañía.
Hacía días que no salía de casa de mi madre, así que dejé a un
lado mi libro y me até las botas, saliendo tras ella por la puerta
principal.
Era un día nublado y sombrío. No hacía viento y el aire se sentía
pesado en las calles, rancio y cálido, incluso con la llegada de
octubre. Todavía me estaba adaptando al ruido, pues parecía que la
ciudad no dormía nunca, e intentaba encontrar consuelo en el
bullicio de los carruajes, las calesas y la gente que se apresuraba a
hacer recados, pero solo me sentía más aislada y fuera de lugar.
Imonie y yo nos metimos por una calle lateral. Llevábamos casi
media hora caminando y ya habíamos pasado por dos panaderías.
—¿Intentas cansarme dando un paseo largo? —dije arrastrando
las palabras.
—Ya sabes que soy muy exigente con los panaderos —respondió
de forma escueta, y eso solo hizo que me acordara de Lilac Westin,
en Hereswith, y de sus célebres rollitos de canela.
La calle desembocaba en una amplia vía. Cuando Imonie
encontró una panadería de su agrado, los nos rayos de sol ya
habían atravesado el cielo nublado. Yo había visto una tienda de
artículos para artistas al otro lado de la calle y tenía previsto
reunirme con ella después de explorarla un poco.
Una campana de plata sonó cuando entré. Enseguida me sentí
transportada por las estanterías con papel, cuadernos de dibujo y
lienzos, por la la tras la de botes de pintura, pinceles y botes de
aceite de linaza. Abrumada, me tomé mi tiempo para admirarlo todo
hasta que una chica de mi edad con el pelo castaño rizado apareció
detrás del mostrador.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—No, no, solo estoy mirando —respondí.
—¿Pinta?
—Dibujo.
—¡Qué bien! Tenemos material para eso en el siguiente pasillo.
Le di las gracias y decidí que debía limitarme a lo que mejor sabía
hacer, que eran el carboncillo y el pastel. Pero quizás algún día me
atrevería a comprar pintura y uno o dos pinceles.
Al nal, me decidí por un cuaderno de dibujo nuevo y me dirigí
al mostrador, donde la chica estaba sentada en un taburete, leyendo
un libro de poesía. Estaba agarrando mi monedero cuando sonó la
campana de la entrada y la chica desvió su atención.
—Lady Raven —dijo, deslizándose de su taburete para hacer una
reverencia—. Su pedido está listo.
Me giré para ver a una mujer de la corte, que lucía un vestido de
seda oscuro. Parecía tener la edad de mi madre, con algunas arrugas
en los rabillos de los ojos, y su cabello rubio estaba recogido en un
moño, con una redecilla de diamantes que lo sujetaba. Tenía los
labios pintados de rojo sangre y fruncidos, como si no sonriera a
menudo.
Se acercó al mostrador, con los tacones resonando por el suelo,
mientras se colaba delante de mí de forma grosera. Esperó, dando
golpecitos con los dedos, mientras la dependienta le tendía un
paquete de arpillera. Lady Raven procedió a desatarlo, con las
manos ocultas bajo dos guantes de encaje, y examinó cada artículo
con detalle. Cada punta de pincel, cada bote de pintura.
Miré a la dependienta, que se había puesto pálida.
—Es lo que pidió, lady Raven. Tal y como le gusta.
La señora acabó con su inspección y anudó la arpillera.
—Sí, todo parece aceptable. Gracias, Blythe.
Lady Raven se giró para marcharse con su pedido y fue entonces
cuando al n se jó en mí.
Me quedé de pie, en absoluto silencio, mientras me recorría con
su fría mirada. Estudió mi pelo alborotado, los rasgos de mi cara. Y
entonces frunció el ceño y dijo:
—Me resultas familiar. ¿Nos conocemos?
—No, señora —contesté, pero me empezaron a sudar las manos.
—Mmm. —Perdió el interés en mí y salió de la tienda.
Cuando me volví hacia la chica, dejando mi cuaderno de bocetos
sobre el mostrador para comprarlo, Blythe soltó un tembloroso
suspiro.
—Perdona. Es una de nuestras clientas más eles, y mi padre me
dijo que siempre le diera preferencia cuando entrara en la tienda.
—No pasa nada —dije—. Por cierto, me llamo Clem.
—Y yo Blythe. ¿Te veré pronto por aquí, Clem? —Me entregó el
cuaderno de bocetos mientras le pagaba por él.
—Seguramente. —Sonreí y empecé a marcharme, pero olí un
rastro del perfume de lady Raven en la tienda, rosas y lavanda, y me
resultó conocido—. Oye, ¿quién era?
Los ojos de Blythe se abrieron de par en par, como si debiera
conocerla.
—¿Cómo? Era lady Raven Vesper. La condesa de Amarys.
10

–T
al vez podrías ir a unas cuantas clases de arte —me sugirió
Imonie cuando me estaba sirviendo una taza de té a la
mañana siguiente.
—¿Dónde? —le pregunte, sentada a la mesa. Una clase de arte
era tentadora, aunque me daba miedo solo de pensarlo, ya que
nunca había ido a clase.
—¿En la universidad, quizá?
La idea de ir a una escuela llena de extraños me hizo un nudo en
el estómago.
—Puede.
—Bueno, necesitas algo para mantenerte ocupada, Clem. Quizás
ir a alguna clase te pueda ayudar a integrarte y hacer nuevos amigos.
Suspiré, sabiendo que tenía razón. Mi padre ya se había ido a su
nuevo trabajo en las minas. Una tarea difícil tan alejada de la magia
como había podido encontrar. Y mi madre seguía durmiendo, pero
yo me sentía inquieta, con ganas de hacer algo. Pensé en las
montañas y en mi hogar. Echaba de menos mi vida antes de que los
Vesper se inmiscuyeran, y alcancé desalentada el tarro de miel.
Estaba a punto de derretir una cucharada en el té cuando el
periódico me llamó la atención.
Mi padre había estado leyéndolo y había una mancha de
mermelada en el titular.
Me estiré en la mesa para agarrarlo y comencé a hojear la
columna de anuncios clasi cados.
«Se busca: un cuidador para un abogado de edad avanzada».

«Se busca: un tutor de ciencias y literatura para una joven noble».

«Se busca: una bailarina para la Taberna Desencanto».


Pasé la página, con el corazón lleno de desánimo, hasta que vi los
anuncios de guardianes. De repente, me temblaron las manos y mis
ojos recorrieron las entradas.
«Se busca: un compañero guardián para Lidia M. Lirrey, en el
territorio que abarca desde el número 19 de la calle South Elm
hasta el 25 de la calle Reverie West. Solo magos con experiencia.
Póngase en contacto con la señora Lirrey en la Sociedad lo antes
posible».

«Se busca: un compañero guardián para Phelan Vesper, en el


territorio que abarca desde el número 1 de la calle Auberon hasta
el 36 de la calle Yewborne. Todos los magos son bienvenidos para
hacer la prueba y las entrevistas tendrán lugar desde las ocho de
la mañana hasta mediodía en el Museo de la Sociedad Luminosa
en Old Village el miércoles que viene. Póngase en contacto con el
señor Vesper para más información».

Sentí que me subía el calor por la cara y volví a leerlo para estar
segura de que era el Phelan correcto. El pomposo, maleducado,
egoísta y trágicamente guapo Phelan. El aristócrata que me había
robado mi hogar y me había dejado caer en la deshonra. El
encuentro con su altiva madre el día anterior en la tienda de arte no
había hecho más que despertar lo peor de mis sentimientos. Hacia él,
hacia Lennox. Hacia una familia que creía que podía tomar lo que
quisiera y no sufrir las consecuencias por ello.
Mi ira se convirtió en una fría culpa por haber perdido
Hereswith. Y, entonces, se me ocurrió una idea.
Dejé caer el periódico en el plato de huevos con queso que
Imonie acababa de poner en la mesa. Ella ya me estaba mirando con
el ceño fruncido.
—No me gusta ese brillo que tienes en los ojos, Clem.
—Imonie —le dije, y mi mente comenzó a dar vueltas pensando
en las posibilidades. Pude sentir cómo se despertaba mi magia, como
si las brasas volvieran a cobrar vida, y esbocé una lenta y a lada
sonrisa—. Imonie… Tengo una idea. Y necesito tu ayuda.
Si hubiera sabido lo que de verdad estaba planeando hacer, Imonie
nunca me habría ayudado. Pero notaba el anhelo de las montañas en
ella cada vez que miraba por la ventana y no veía más que las
paredes de ladrillo, las chimeneas y las verjas de hierro forjado, y
urdimos un plan. Ella tenía familia lejana en la ciudad de
Marksworth y les pidió a mis padres una semana de vacaciones para
ir a visitarlos a la provincia vecina.
Yo me ofrecí a acompañarla, y mis padres cedieron tras discutir
sobre si me dejaban salir de la ciudad o no. Mi padre decía que no y
mi madre que sí, y, por fortuna, ella ganó la disputa.
Imonie y yo compramos un pasaje en una diligencia, que
recorrería los caminos de Azenor, pero, en lugar de llevarnos al
norte, nos llevó al oeste, a Hereswith. El tiempo era la parte más
fundamental del plan, pues solo tenía una semana para llegar a
Hereswith y volver antes de que Phelan hiciera las entrevistas para
buscarse un compañero.
—Ojalá me contaras lo que piensas hacer, Clementine —gruñó
Imonie mientras la diligencia nos empujaba de un lado a otro.
Me puse el bolso con mis materiales de arte en el regazo.
—Pronto lo sabrás, Imonie.
—Tu plan no tendrá nada que ver con ese Lennox Vesper,
¿verdad?
—No, ni siquiera sabrá que estoy en Hereswith. Y, si todo va
bien, volveremos a Endellion el martes.
—No me va a gustar esto, ¿verdad? —Entrecerró los ojos.
—La verdad es que no sé lo que pensarás, pero te pido que
confíes en mí.
Se quedó callada después de eso, viendo pasar el paisaje borroso.
Llegamos a Hereswith en solo tres días. Tuve que pagarle al
conductor algo más para que nos dejara bajarnos antes de llegar al
pueblo, y entonces Imonie y yo cargamos nuestros bolsos y
caminamos por el valle hacia el bosque que coronaba Hereswith.
Caía la tarde, el aire era fresco y dulce con la promesa del otoño y el
viento de la montaña corría para saludarnos entre los pinos.
Imonie estaba saboreando la fragancia, el suave vaivén de los
árboles, hasta que sus fosas nasales se ensancharon y se detuvo,
tensa.
—Clementine.
Me paré a mirarla bajo la luz de las estrellas. Seguro que ha olido
en el viento el lugar por el que la guiaba.
—No te preocupes, Imonie.
—Sea lo que fuere lo que planees al venir aquí…, deberías
cambiar de opinión. Esto es imprudente, peligroso. ¿Qué pensarían
tus padres si lo supiesen?
No sé lo que pensarán de mi decisión, qué harán cuando
descubran lo que he hecho. La incertidumbre me revolvía el
estómago, pero había perdido demasiado y había llegado demasiado
lejos como para darme la vuelta como una cobarde.
—No voy a cambiar de opinión. Necesito que me esperes aquí.
Volveré pronto.
No le gustó aquello, pero me hizo caso y se acomodó encima de
un tronco con el viento como compañía, y yo seguí serpenteando por
el bosque.
Pronto, los pinos se dispersaron y pude ver las luces de
Hereswith, brillando como estrellas caídas. Llegué al patio trasero de
la mansión, un jardín verde cuidado meticulosamente por uno de los
chicos del pueblo, y recorrí el camino de grava hasta la puerta
trasera.
El corazón se agitaba dentro de mí, y un temblor me sacudió los
huesos al llegar al porche mientras levantaba la mano.
Dudé por un momento, pero me vi a mí misma y lo que quería
ser, y recuperé mi con anza, lo que me hizo decidirme.
Llamé a la puerta de Mazarine.

Estaba justo donde sabía que estaría: sentada en un diván afelpado


en su biblioteca con las cortinas echadas y los candelabros
encendidos y goteando cera en el suelo. Iba vestida con terciopelo
negro y llevaba una amatista colgada del cuello. Sonrió al verme
entrar en la habitación.
—Clementine Madigan —me saludó—. No esperaba volver a
verte tan pronto, aunque la derrota no te sienta bien.
Me pregunté si la rabia se me había re ejado en los ojos, como
una película, como algo que no pudiera quitarme con un simple
parpadeo, y de repente sentí una punzada de vulnerabilidad. Su
comentario me dejó sin aliento.
—Tengo una pregunta para usted, señora Thimble —le dije,
encontrando el valor una vez más—. Vengo en busca de su
sabiduría.
—Ah, ¿sí? Siéntate y dime qué tipo de sabiduría ansías.
Me senté en mi silla habitual, aquella en la que había dibujado su
rostro humano miles de veces. Tenía mi bolso de arte sobre el regazo,
pues me sentía más segura con algo entre nosotras.
—¿Qué estás buscando, niña? —me susurró la trol con un tono
suave y tentador.
Estudié su re ejo con valentía. Estaba retratada con tanta
habilidad, que parecía tan humana como yo. Solo la había delatado
el espejo. Solo la había traicionado su re ejo.
—La magia del disfraz que lleva. —Comencé, con el corazón
latiéndome tan rápido que convirtió mi voz en un hilo—. ¿Cómo lo
tejió? ¿Cómo lo ha lanzado? ¿Es magia metamara?
La sonrisa de Mazarine se ensanchó.
—¿Y por qué quieres saberlo?
—Porque quiero hacerlo conmigo.
—La derrota no te pega, pero ¿crees que el engaño sí,
Clementine?
Sus palabras me provocaron, pero mi silencio solo hizo que se
divirtiera aún más. Se inclinó más hacia mí y su collar de amatista se
balanceó con sus lánguidos movimientos.
—¿Quieres la revancha, muchacha?
—Quiero lo que es mío —le dije—. Quiero recuperar lo que me
robaron. —Y no tenía ninguna duda de que algún día recuperaría
Hereswith y volvería a llamarlo «hogar». Pero necesitaba hundir a la
familia Vesper para hacerlo.
—¿Y crees que disfrazarte te permitirá conseguir tal cosa?
—Sí.
Se sentó de nuevo, pero se deleitó con mis respuestas.
—¿Sabes dónde nací? Vengo de las montañas, de un ducado que
solo puedes imaginarte, a pesar de haber vivido tanto tiempo a su
sombra. La magia que yo uso no es algo que hayas visto aquí,
Clementine. Es vieja, antigua. Creé el encantamiento para este
disfraz mucho antes de que asesinaran al cruel duque.
Siempre me he preguntado cuántos años tendría. Saber que había
vivido antes de que el ducado de Seren cayera me hizo saber que
tenía más de cien años, y me estremecí. Había vivido en una época
que ahora no era más que una leyenda, y yo intentaba recti carlo.
Quizá los troles tengan una vida más larga que los humanos. Pero,
aunque intentara convencerme…, algo no encajaba, era como si el
tiempo se hubiera enrarecido en la habitación. Como si Mazarine
hubiera impedido de alguna forma que las horas la alcanzaran.
—Mi magia es muy peligrosa, y requiere un gran coste —
continuó—. Y no sé si una chica humana es lo bastante fuerte como
para soportar tal precio.
«Está intentando asustarme», pensé. «Está poniendo a prueba mi
temple. No te eches atrás, no tengas miedo…».
—Entonces supongo que solo tengo una forma de descubrir si
sus palabras son ciertas, Mazarine —le dije.
—Quizá, pero no comparto mi sabiduría y mi magia gratis —
replicó, entrelazando sus largos y nudosos dedos—. No creo que
tengas el oro o la médula ósea su ciente para satisfacerme.
—No —coincidí, optando por no insistir en la parte de la médula
ósea—. Pero tengo algo que sí creo que querrá.
Esperó, observando cómo abría mi bolso de cuero. Saqué una
hoja de pergamino fresca y un carboncillo, y ella se rio.
—Me has dibujado muchas veces, Clementine. ¿Por qué iba a
querer otro retrato?
—La he dibujado disfrazada, Mazarine de las Montañas. Esta
vez, dibujaré su verdadero rostro.
Su humor se esfumó y lo sustituyeron el anhelo y el brillo de la
vanidad. La tenía, y disimulé mi satisfacción mientras seguía
sosteniendo el papel, a la espera de que lo marcase.
—Pero… tal vez no quiera ninguna prueba de su verdadera
naturaleza sobre un papel —dije, y comencé a guardar mis
materiales.
—Espera, Clementine.
Hice una pausa, y ella libró una guerra en su interior.
—Un retrato de mi verdadero rostro será pago su ciente —dijo al
n—. Pero ahora la pregunta que tengo que hacerte es si estás
dispuesta a pagar el precio de mi disfraz.
—Entonces, dígame el coste.
Se sirvió una copa de vino.
—Tomaré la mitad de tu corazón y la convertiré en piedra. Te
dividirá y te volverás más fría, porque la mitad de lo que una vez
fuiste ya no existirá, y tendrás que renunciar a la mitad de algo que
amas para mantener el hechizo. Tu arte o tu magia, quizá, ya que son
dos cosas que siempre han estado contigo, que han crecido contigo
año tras año. —Tomó un sorbo de vino, pero sin apartar la mirada de
mí—. Así que ¿qué dejarás atrás, Clementine Madigan? ¿Tu arte o tu
magia?
No quería renunciar a ninguno de los dos.
La trol tenía razón, la magia y el arte siempre me habían
acompañado. Eran mis dos constantes, mis dos mayores logros. Eran
la luz y el fuego en mi imaginación, creciendo año tras año a mi lado,
profundizando y oreciendo incluso en los momentos más duros de
la vida. Y mi sueño de dominar la magia deviah, cuando mi magia y
mi arte fueran uno solo bajo mi destreza, comenzó a morir
lentamente.
—Mi arte —susurré—. Renunciaré a mi arte.
Mazarine asintió, pero no se sorprendió. Ya sabía mi decisión y
mi debilidad, al igual que yo había conocido la suya.
—Entonces, se esfumará —dijo Mazarine, y se levantó del diván
—. Ven y dibuja mi retrato, y luego te concederé mi magia, un
disfraz de tu elección.
Todavía tenía otra pregunta candente que hacerle, pero la retuve
en la lengua mientras la seguía hasta el espejo. Se puso delante de
este y yo saqué mi tablero y sujeté el papel, sentándome lo bastante
cerca como para tener una visión clara de su re ejo.
Verla era escalofriante.
Aterradora y magní ca, como los elementos de una pesadilla.
Comencé a dibujar su auténtico rostro y me empapé de la plata
salvaje de su pelo, los trazos de bosque que crecían en él, los planos
rocosos de su cara, la gran torcedura de sus dientes manchados de
sangre, la inclinación brillante de sus cuernos, los estanques
insaciables de sus ojos. Era feroz y terrible, pero, sin embargo,
totalmente dócil en ese momento, mientras me esforzaba por darle
vida en el papel.
Me dolía la mano cuando terminé. Me puse de pie, solté el
pergamino y lo deposité en las palmas de sus manos. El deleite de
Mazarine mientras se estudiaba a sí misma fue casi abrumador.
No dijo nada, pero sus ojos eran como el rocío, y volvió a
mirarme al n. Alargó la mano y me rozó la mejilla con sus fríos
nudillos.
—Espera aquí —dijo—. Necesito buscar algunas cosas para tu
disfraz.
Asentí, con la voz suspendida en mi garganta, y la vi salir de la
habitación. Agradecida por el tiempo a solas, volví a mi asiento y
tomé una hoja de pergamino nueva y un carboncillo sin empezar.
Comencé a dibujar mi última obra de arte.
Diseñé mi disfraz, qué aspecto quería tener una vez que
Mazarine se llevara la mitad de mi corazón. Un rostro poco
excepcional, una chica corriente que no llamara la atención por la
calle. Unas cuantas pecas, porque me gustaban, y unas cejas espesas,
porque siempre había querido tenerlas. Pero el resto era sencillo.
Cambié mi salvaje pelo cobrizo por unas largas y elegantes trenzas
del color de la tierra en verano. Un tono marrón mediano que era
bastante apagado en el interior, pero que tenía un toque de oro a la
luz del sol. Se acabaron las cicatrices de las branquias en el cuello o
los hoyuelos en las mejillas. Mis ojos mudaron su color marrón
oscuro por un tono avellana. Perdí cinco centímetros de estatura. El
corte cuadrado de mi mandíbula se a ló y mi piel conservaría su
palidez.
Terminé el boceto mucho antes de que Mazarine regresara.
Estaba agotada, así que cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás
para descansar hasta que oí el quejido de las puertas.
Me levanté para recibirla.
Al instante, me invadió el hedor. Llevaba en la mano una copa
con algo nauseabundo, un líquido turbio que hizo que se me
revolviera el estómago. No quería saber qué había cocinado y
mezclado para hacerlo.
A ella parecía no perturbarle el olor, pues se interesó por los
bocetos que había dibujado.
—Ah, tu disfraz —dijo ella, admirándolos—. Aunque tengo que
decirte que estoy sorprendida.
—¿Por qué? —le pregunté, respirando por la boca.
—Creía que querrías realzar tu belleza —contestó, arqueando la
ceja—. La mayoría de los de tu clase lo desean. Quieren un glamour
atractivo, algo que atraiga las miradas y la admiración hacia ellos.
Pero tú no.
—No —susurré.
Quería tener un aspecto común y corriente. Quería que me
subestimaran, que me pasaran por alto, que estuvieran a punto de
olvidarme. Quería un rostro con able, que inspirara amabilidad, un
rostro que pudiera sonsacar un secreto. Un rostro del que nunca se
sospechara que escondía algo vengativo bajo él.
—Necesitaré extraerte un poco de sangre —dijo Mazarine,
sacándose un cuchillo de la manga.
Ahora era el momento de hacer mi pregunta candente, forjada a
partir de mi mayor miedo.
—¿Cuánto durará la magia de este disfraz?
—La duración del hechizo dependerá de ti, muchacha mortal —
contestó Mazarine—. De lo bien que custodies la mitad de piedra de
tu corazón. Si tienes cuidado, tu disfraz podría durar hasta que
murieras. Pero si la piedra que hay en tu interior se resquebraja…, el
resto se desmoronará poco a poco hasta que el disfraz desaparezca
por completo.
Me quedé pensando por un momento.
—Pero me dijo que el encantamiento me haría más fría, así que
las posibilidades de que me resquebraje pronto son pocas.
—Te hará más fría, pero incluso el hielo más profundo acaba
cediendo al fuego, Clementine.
Me quedé satisfecha con esa respuesta y asentí. No me
preocupaba que me fallara pronto el disfraz.
—Aunque hay que tener algo en cuenta —añadió la trol—. Los
espejos son tu mayor enemigo. No mentirán por ti y tu verdadero
re ejo siempre brillará en ellos.
—Sí, tendré cuidado cuando haya alguno cerca —susurré.
Un momento de silencio palpitó entre nosotras. Mazarine
sostenía la copa, esperando que le dejara cortarme una vena para
comenzar el encantamiento.
Se me secó la boca mientras me subía la manga. El lo de su
cuchillo me provocó un pinchazo super cial en la muñeca. Murmuró
un conjuro, uno que desconocía, en un lenguaje gutural. Vertió mi
sangre en la copa, y vi cómo el líquido turbio se volvía de un color
rojo intenso.
Otro conjuro y, de pronto, la habitación estaba demasiado caliente
y mi corazón luchaba vibrante en mi pecho, martilleando contra mis
huesos. El dolor de su rotura fue desgarrador, y jadeé, cayendo de
rodillas.
Sentí que me estaba ahogando de nuevo.
Sentí como si me estuvieran clavando un hacha.
No podía respirar y las lágrimas me corrían por las mejillas, pero,
a través de la bruma de mi angustia, vi a Mazarine con claridad.
Tenía un rostro duro y divertido mientras acercaba el borde de la
copa a mis labios.
—Debes darle tres sorbos, Clementine.
Me tomé el primero a la fuerza, como los remedios agridulces
que me había bebido toda mi vida.
Me tomé el segundo, y mi corazón fue como un instrumento que
estuviera siendo tañido por última vez. La melodía temblaba a
través de mí, una balada dolorosa que me resonaba en cada recodo,
en cada rincón. Una que me rogaba que lo reconsiderara.
Me tomé el tercer trago, y el dolor se convirtió en algo
insoportable en mi pecho. Me sentía pesada, como si me hubieran
llenado de oro fundido. Me estaba quemando y congelando al
mismo tiempo, y me estremecí.
Se me escapó un gemido.
El dolor era demasiado grande, demasiado brillante.
No pude resistirlo y me rendí al abrazo de la oscuridad.
11

M
e desperté con algo que me hacía sentir cosquillas en la cara.
Sentía como si la tierra fría estuviera en mi piel, en mi pecho,
as xiándome.
Molesta, empecé a levantar la mano para apartarla, pero me
pesaban las extremidades y sentía punzadas.
Abrí los ojos, pero había una película sobre ellos, un material
transparente que se movía cuando respiraba. «Debería asustarme»,
pensé. «Debería estar alarmada». Pero mi corazón parecía impasible,
con un pulso constante; levanté tranquilamente las manos de la
tierra y empecé a arrancar la tela de araña que me envolvía la cara.
Estaba tumbada en el bosque. El musgo, la tierra, la paja de los
pinos y las ramitas se pegaban a mi cuerpo semienterrado. Me
levanté del suelo y me puse en pie temblando, limpiándome la ropa.
Tardé un momento en recordar lo que había pasado. En reconocer
dónde estaba.
Podía ver la mansión de Mazarine a través de los pinos. Mi bolso
de arte de cuero estaba a mis pies. Alcé las manos y las estudié.
Temblaban, pero no parecían diferentes.
Entonces, me jé en mi pelo. Largo, liso y castaño, cayéndome
por los hombros. Me enredé un mechón en los dedos, maravillada
por el brillo del oro que se escondía entre los hilos cuando el sol lo
tocaba.
Me pasé las manos por la cara, sentí su inclinación, las cejas
gruesas que había creado, los labios nos. Luego, por el cuello,
donde las cicatrices de las agallas habían desaparecido.
Me reí, un sonido áspero, y me pregunté cuánto tiempo habría
estado tumbada aquí. Durmiendo, transformándome en las sombras
de los pinos.
De inmediato, me arrodillé junto a mi bolso y abrí las hebillas.
Rebusqué entre las hojas de papel y encontré el boceto de mi disfraz.
Lo guardaría, para recordar mi aspecto actual, ya que un espejo no
me serviría de nada. Enrollé el dibujo y me lo metí en el bolsillo de la
falda, y luego enterré el bolso. El material artístico ya no me serviría
de nada.
Caminé a través de la tranquila luz del bosque, buscando a
Imonie.
Estaba donde la había dejado, aunque estaba paseándose,
frenética. Me paré entre dos árboles y la observé por un momento, su
angustia era tal que no me había escuchado acercarme. Murmuraba
una oración, retorciéndose el delantal entre las manos.
—Voy a matar a esa niña —declaró—. En cuanto la vea, la mato.
—Imonie —dije, con una voz profunda y rasposa que seguía
siendo la mía. Tendría que acordarme de disimularla más tarde,
cuando volviera a ver a Phelan.
Imonie se sobresaltó y se dio la vuelta, sacando una na daga de
su cinturón. No sabía que tuviera un arma, y el acero brilló a la luz
mientras me fulminaba con la mirada.
—¿Quién eres? —gruñó, y por un instante me sorprendió su
tono.
—Imonie —repetí, y di un paso más hacia ella—. Imonie, soy yo.
Reconoció mi voz. Se quedó con la boca abierta. El cuchillo cayó
de su mano. De repente parecía a igida, como si quisiera llorar.
—¡¿Clementine?!
No respondí, pero me sentí satisfecha. Si la mujer que me había
criado no había podido identi carme, entonces nadie podría.
El viento de la montaña corrió entre los pinos, enredándome el
pelo.
Y sonreí.
PARTE DOS
CORAZÓN DE PIEDRA
12

E
staba ante los escalones de mármol del Museo de la Sociedad
Luminosa, mirando la elegante columnata. Faltaba un cuarto
de hora para que fuese mediodía y el sol estaba sobre mí en lo
alto del cielo sin nubes. Acababa de regresar a Endellion y vestía mi
falda a rayas blancas y negras, mi blusa blanca y mi corpiño de
terciopelo. La ropa tradicional que una vez llevé durante las noches
de luna nueva, cuando luchaba junto a mi padre en las calles. Me
pareció adecuado en ese momento ponerme mi antigua armadura,
aunque no pegara nada y el estilo se hubiera pasado de moda hacía
cinco años en la ciudad.
Subí las escaleras hasta las pesadas puertas de madera, sabiendo
que apenas tenía tiempo.
Envié a Imonie a la casa de mi madre. Todavía seguía molesta por
mi disfraz y le hice jurar que no diría ni una sola palabra a mis
padres. Tendría que afrontarlo más pronto que tarde, pero ya me
ocuparía de eso luego.
El museo me recibió con una ráfaga de aire fresco y húmedo. Mis
botas taconeaban en el suelo mientras avanzaba hasta un joven mago
que llevaba un sombrero de copa y una chaqueta marrón con una
margarita metida en uno de los ojales y que se encontraba en un
mostrador de la entrada.
—He venido para tener una entrevista con Phelan Vesper —le
dije.
—Acaba de marcharse —me contestó el joven mago, frunciendo
el ceño ante el horario que tenía delante—. Hoy ha terminado
pronto.
—¿Entonces ha encontrado el señor Vesper un compañero?
—Al contrario. Por desgracia, no le han impresionado mucho.
No me sorprendió oír eso. Recordé la forma en la que Phelan me
había mirado por primera vez en las calles de Hereswith, cuando
había evitado por poco que se convirtieran en la cena de Mazarine.
Apenas se había sentido abrumado por mí, o eso parecía. Había
pasado muchas horas pensando en cómo llamar su atención en esta
entrevista, todas las horas que había pasado en la diligencia,
sufriendo las miradas de Imonie. Sabía que no me había ganado su
respeto hasta que hundí su barca durante el desafío de la luna nueva.
—¿Podría llamarle para que volviera? —le pregunté al joven—.
El anuncio decía que estaría haciendo las entrevistas hasta mediodía.
Y yo he llegado con tiempo de sobra. Creo que querrá verme.
—Bueno…, supongo que puedo mandarle un mensaje. ¿Puede
pagar a un mensajero?
Saqué media moneda de plata del bolsillo. El joven escribió un
mensaje rápido en un trozo de pergamino y llamó a uno de los
chicos mensajeros de la calle.
—Puede que tarde un poco —me dijo, haciéndome un gesto para
que le siguiera—. Puede esperar en la galería. —Me condujo por un
pasillo hasta una amplia sala con un triste eco.
La galería estaba vacía, salvo por una mesa y una silla que
estaban colocadas en medio de la sala. Los suelos tenían un patrón
cuadriculado y las paredes estaban llenas de obras de arte
enmarcadas. Me dejaron impresionada y estiré el cuello para
estudiar los cuadros de la la más alta. Y un dolor inesperado me
sacudió. Fui presa de la nostalgia por lo que había dejado atrás.
Extendí la mano para trazar un marco dorado. Mi talento se
había esfumado, y sentí el agujero de dolor de su ausencia. Me tomé
un momento para experimentar la punzada de arrepentimiento, para
estudiar las preciosas musas de los cuadros que tenía alrededor,
susurrándome sus historias con ricos óleos, sombras edulcoradas y
cuidadosas pinceladas. Eran pinturas de monstruos y magos
antiguos, de criaturas, lugares y paisajes que parecían tan vibrantes
que ansiaba entrar en ellas.
Este arrepentimiento me consumiría si no fuera consciente de su
doble lo. Me astillaría la piedra del pecho, así que enterré ese
sentimiento bajo el hielo de mis intenciones y me quedé de pie en un
área con luz, esperando la llegada de Phelan.
Parecía que había estado aguardando durante una hora.
Al n, oí ruidos en el pasillo, más allá de la galería. Se acercaban
dos pares de botas, y uno le pertenecía. Utilicé mi magia para oír la
conversación que mantenían en voz baja en el pasillo.
—¿Quién es esa persona? —preguntaba Phelan—. ¿La conoce?
—No estoy seguro, señor Vesper —tartamudeó el joven—. Nunca
la había visto antes. Lo siento, no se me ocurrió preguntarle su
nombre.
—Pero ¿está seguro de que es una maga?
—Sí, señor. No proyecta ninguna sombra. Eso sí que me aseguré
de comprobarlo.
—Bueno, espero que me demuestre que me equivoco. Me temo
que mis expectativas están bastante bajas después de lo de esta
mañana.
Se abrió la puerta de la galería. Me quedé como una estatua, con
la respiración contenida, mientras Phelan entraba en la estancia.
Llevaba una chaqueta negra con un faldón trasero y un sombrero
de copa a juego, con una pluma de faisán dentro de la cinta. El
chaleco era de color carmesí, bordado con ores doradas, y sus
impecables botas le llegaban por las rodillas. Esta vez no portaba
ningún estoque en el cinturón, lo único que llevaba era un libro. Su
pelo oscuro estaba atado con una cinta en la nuca.
Dio dos pasos hacia la sala y, luego, se detuvo y su mirada me
encontró de inmediato.
Noté cómo una gota de sudor me recorría la curvatura de la
espalda. ¿Por qué me estaba mirando así? Me pregunté si habría
visto mi disfraz, si sabría que era yo. Aunque ¿cómo iba a saberlo? Si
ni siquiera Imonie me había reconocido.
—¿Señor Vesper? —pregunté con un tono de voz grave.
—Sí. Perdóneme… por un instante creí que era otra persona. —
Me dedicó una sonrisa de decepción con los labios cerrados y se
dirigió a donde se encontraban la mesa y la silla. El joven mago de la
entrada se apresuró a colocar un tintero en el escritorio antes de salir
de la habitación, y Phelan se sentó y abrió el libro, tomando una
pluma con la mano.
—¿Tiene alguna experiencia? ¿Ha luchado alguna vez en luna
nueva? —me preguntó, marcando una nueva entrada en la página.
—No —mentí—, pero siempre he querido ser guardiana de los
sueños.
—Estupendo —dijo, y se recostó en la silla, mirándome de nuevo.
Había motas de polvo otando en el aire entre nosotros—.
Demuéstreme que sería mi compañera perfecta.
Esperaba que me hiciera más preguntas. Su falta de ellas fue
reveladora: no me imaginé que iba a durar ni dos minutos en esta
entrevista. Le parecí común y corriente, poco convincente, un rostro
que se fundía con todos los que había observado esa mañana.
Me giré para ocultar la emoción que me orecía. Estaba
cumpliendo el papel que quería y, sin embargo, Phelan me irritaba
tanto que me preguntaba cómo podría trabajar junto a él durante el
tiempo que tardaría en provocar la caída de su familia.
Tendría que hacer una actuación estelar, y pensé en todas las
cosas que había aprendido de mi madre, que se lucía en el escenario
con los hechizos de metamara. Una vez pensé que sus trucos eran
fáciles e inofensivos, meros caprichos para deleitar a la multitud.
Convertía pañuelos en palomas, monedas en luciérnagas, una
pulsera de za ro en lluvia. Hacía que pareciera que no le costaba el
más mínimo esfuerzo, y me detuve ante un cuadro de cuervos
posados en un árbol de caquis.
De repente supe lo que quería hacer, pues mi magia avertana
ansiaba salir. Tomé lo que mejor conocía de ambos tipos de magia y
llamé a los pájaros para que vinieran a mí, engatusándolos desde el
lienzo hasta nuestro reino. Emergieron con un estruendoso batir de
alas, revoloteando a mi alrededor como una tormenta, hasta que
susurré el nombre de Phelan y se lanzaron hacia él.
Phelan abrió los ojos de par en par. Se levantó de pronto, la silla
giró detrás de él y los cuervos lo rodearon, arañándole la camisa, el
pelo y la cara. Le oí maldecir, sorprendido, y vi cómo hacía una
mueca de dolor y extendía la mano, cortándoles las alas a los
cuervos y convirtiéndolos en plumas, que cayeron al suelo en tristes
espirales.
Ya había pasado a mi siguiente cuadro, uno que ostentaba a un
caballero con una armadura chapada, blandiendo una gran espada.
Pensé por un instante en el amenazante caballero que había rondado
el sueño de Elle Fielding e invoqué al de la pintura. Al principio era
alto y lento, como si se despertara de un largo sueño, pero sus pasos
hacían temblar el suelo, y lo insté a que fuera a por Phelan.
El caballero hizo lo que yo quería. Y noté cómo el bello rostro de
Phelan se ponía de color blanco, como si hubiera visto a un
fantasma. Se le abrieron los ojos de par en par y se le oscurecieron, y
le temblaron las manos al levantarlas en posición de defensa.
El caballero blandió su espada y Phelan retrocedió de un salto,
justo a tiempo, pues mi caballero cortó la mesa por la mitad y la
madera se astilló y se rompió. Las paredes temblaron, los marcos
repiquetearon en señal de protesta. Mi corazón latía frío y veloz
mientras que observaba cómo Phelan, frenético, lanzaba un
encantamiento que rebotó en la coraza del caballero. El caballero
gruñó e intentó decapitarlo de nuevo, sin inmutarse ante la magia de
Phelan.
Phelan estaba aterrorizado, sin saber cómo derrotarlo. Y no me
servía de nada muerto ni herido. Sin embargo, su miedo era
intrigante y un poco satisfactorio.
Doblé los dedos y el caballero se balanceó, exponiendo su cuello
un breve instante.
Phelan se dio prisa para aprovechar la debilidad y rebanó con su
magia el cuello del oponente hasta llegar al hueso. Mi caballero cayó,
con la armadura hecha pedazos, como un pilar de piedra
desmoronándose.
Pero yo aún no había terminado. Me acerqué al tercer cuadro,
uno que representaba a cuatro lobos corriendo en un paisaje nevado.
Los lobos vinieron hasta mí, dóciles como cachorros, hasta que les
susurré el nombre de Phelan. Tenían un pelaje grueso, cada uno en
un tono diferente de gris, y relucían con la nieve. Acecharon a Phelan
de forma silenciosa.
Estaba rodeado y, sin embargo, se enfrentó a ellos con valentía,
incluso cuando sus garras le destrozaron las mangas y los
pantalones, y vi que empezaba a brotarle y gotearle la sangre.
«Tranquilos», le dije a los lobos, y dejé que Phelan acabara con
ellos de uno en uno, con su radiante magia, que crecía en fuerza y
precisión, como si por n se hubiera aprendido los pasos de mi
danza. Y entonces se acabó. Había matado a los cuatro lobos, que
yacían como un montón de nieve a sus pies.
Jadeando y manchado de sangre, me miró. Entre nosotros había
una matanza de magia y encantamientos: plumas negras que con el
brillo de la luz se veían azules, trozos de armadura, una gran espada
abandonada y montones de nieve. Phelan se quitó el sombrero de
copa y se pasó la mano por el pelo, y vi cómo sangraba y temblaba.
No estaba muy herido, su orgullo y su con anza se vieron más
afectados que otra cosa.
Le di un momento y llamé a los restos de las pinturas para que
vinieran de nuevo hacia mí. Volvieron a sus marcos, como si nunca
hubieran visto nuestro reino. Phelan observó cómo invertía mi
encantamiento. Cuando el suelo ya estaba limpio (porque el pobre
escritorio seguía hecho astillas), se colocó el sombrero en la cabeza,
tranquilo. Me observó con detenimiento, con un surco en la frente.
—¿Quién es? —me preguntó.
Y de repente tuve ganas de irme. ¿Cómo se me había ocurrido
pensar que podía hacer esto? Seguro que ha intuido que soy yo la
que está debajo del disfraz.
Antes de que pudiera detenerme, me dirigí a la puerta.
—Por favor, espere —jadeó—. ¿Cómo se llama? —Llegó a la
puerta antes que yo y posó su mano manchada de sangre en la
madera. Me quedé mirando el pomo de latón, justo fuera de mi
alcance.
Con reticencia, lo miré. Las palabras se me atascaron en la
garganta y me recordé que tenía que mantener la voz baja.
—Discúlpeme, señor Vesper, pero creo que esto ha sido un error.
—¿Un error? —Se rio y miró el mal estado de su ropa. Y luego me
miró a mí, que estaba inmaculada—. Creo que es bastante brillante.
Y no está aquí por error.
Permanecí en silencio, y él cambió su peso, deslizando la mano
lejos de la puerta.
—Le ofrezco el puesto. Tómese la tarde para pensárselo, pero, si
necesita ayuda para decidirse, cene conmigo esta noche en mi casa.
—Lo pensaré —le contesté.
—Bien —respondió con una sonrisa, como si supiera que ya lo
había decidido—. Vivo en el número 11 de la calle Auberon, en el
barrio sur de Endellion. A unos veinte minutos de aquí andando. La
cena será a las seis. —Me abrió la puerta—. Solo le pediré una cosa
antes de que se marche.
Traspasé el umbral y salí al pasillo, pero me detuve para mirarlo
de nuevo.
—¿Qué, señor Vesper?
—Su nombre, por favor.
—Anna. Anna Neven —contesté con suavidad, como si hubiera
pronunciado ese nombre incontables veces antes. Como si ese
nombre siempre hubiera pertenecido a estos huesos, a este espíritu.
A la mitad de piedra de mi corazón.
—Entonces la veré a las seis, señorita Neven —me dijo, y detesté
lo seguro de sí mismo que sonaba.
—Ya veremos —repliqué.
No aminoré el paso hasta que volví a estar en el bullicio de las
calles y fuera de la vista del museo. Me detuve junto a una fuente
rebosante de monedas de los deseos y me senté en el lo de piedra,
presionándome la palma contra el pecho, donde mi corazón volvía a
latir a un ritmo nuevo y extraño.
Mi plan era simple: engañar a Phelan. Aprovechar sus recursos
mientras me posicionaba para descubrir los trapos sucios de su
familia, porque todas las familias nobles tenían secretos que ocultar.
Liberaría ese secreto. Vería caer en desgracia a los Vesper, uno por
uno, incluido Lennox, que estaba en Hereswith.
No estaba segura de si le revelaría mi verdadero yo a Phelan una
vez que todo pasase, pero sí sabía algo con certeza: las cosas iban
exactamente como esperaba.
13

A las cinco y cincuenta y ocho de la tarde, estaba caminando por la


calle Auberon, acercándome a paso rápido a la casa del número
once. Aquella tarde no había ido a casa, sino que había deambulado
por la zona sur de la ciudad hasta que me salieron ampollas en los
talones, esperando que se pusiera el sol.
Me había imaginado que la casa de Phelan sería monótona y un
poco desangelada, con una puerta sin pintar, ventanas estrechas y
maleza en el jardín. La casa del número once resultó ser, para mi
desgracia, encantadora. Tenía tres plantas de ladrillo gris con hiedra
que crecía en una celosía. Las ventanas brillaban como si alguien
acabara de limpiarlas, enmarcadas por contraventanas de color rojo
oscuro, y había una verja en el lado izquierdo, que daba a un jardín
trasero.
Las sombras crecían hambrientas en la calle y las lámparas se
estaban encendiendo cuando me dirigí a la puerta y llamé a las seis
en punto.
Se abrió al instante, como si alguien hubiera estado esperando
detrás de la madera pintada de añil.
Para mi sorpresa, era una mujer mayor. Llevaba el pelo rizado
bajo una co a de encaje y vestía un vestido negro almidonado y un
delantal también con encaje.
—¡Usted debe ser Anna Neven! ¡Bienvenida, bienvenida! —
Sonrió y me invitó a entrar, como si me conociera de toda la vida—.
¡Estamos encantados de que se una a nosotros!
—Sí —respondí, y sentí un breve destello de fastidio, porque
Phelan debió de suponer que yo aceptaría su asociación y se lo dijo a
su ama de llaves. Pero me tragué cualquier objeción y entré en el
luminoso vestíbulo.
—Por su mirada, supongo que no le ha hablado de mí —dijo la
mujer con una risita, y cerró la puerta después de que yo pasara—.
Soy la señora Stirling. Cocino y limpio para él, y mi nieto, Deacon, se
encarga de los recados.
—¡Qué bien! —exclamé, pensando que Phelan no se merecía que
una mujer tan alegre le hiciera sus tareas. Aunque si soy sincera…,
yo he tenido a Imonie desde siempre, que me lavaba la ropa y se
aseguraba de que comiera. Así que tal vez no debería juzgar, aunque
buscaba algo, lo que fuera, que me diera motivos para añadir otra
marca contra Phelan—. Y supongo que no le ha dicho que aún estoy
indecisa sobre mi decisión de asociarme, ¿verdad?
—Me dijo que estaba en plena deliberación, señorita Neven —
respondió la señora Stirling, y su astuta sonrisa se hizo más
profunda, revelando un ligero hueco entre sus dientes delanteros—.
Pero, después de ver lo que le ha hecho hoy a su ropa…, espero que
acepte.
No pude aguantarme una risa, verdadera y sincera, aunque en mi
interior solo latiese medio corazón.
—Entonces estoy un paso más cerca de aceptar la oferta, señora
Stirling.
—Estupendo, querida. Necesita a una maga como usted a su
lado.
Un crujido en los escalones me llamó la atención. Phelan bajaba la
escalera, atraído por el sonido de mi risa. Pero se detuvo cuando
levanté la vista hacia él, y pareció presa de la incertidumbre al verme
de pie en su vestíbulo. Se había cambiado desde nuestro encuentro
anterior. Su ropa estaba, una vez más, namente confeccionada y
cortada a la última moda, y llevaba el pelo húmedo, domado por
una cinta. Podía oler su loción para después del afeitado desde
donde me encontraba: una mezcla de pino y hierba de la pradera,
una fragancia que despertó mi nostalgia al instante, y tuve que
distraerme con mi propia vestimenta. Había optado por llevar la
misma ropa de antes y me había asegurado de que estuviera
arrugada y de que llevara el cabello sin cepillar y suelto, enredado en
mi espalda. Iba bastante desaliñada en comparación con él, pero era
deliberado.
Hice una apuesta sobre cuánto tardaría en empezar a comprarme
prendas nuevas. Mi intención era robar de su cofre, poco a poco, sin
que se diera cuenta. Igual que me había robado mi casa y mi
sustento. Igual que me había hecho guardar todo como un torbellino
sin apenas un día para llorar lo que había perdido.
—Señorita Neven —dijo Phelan, y continuó descendiendo—.
Bienvenida. Espero que tenga hambre. La señora Stirling ha
cocinado toda la tarde para impresionarla.
—Entonces está de suerte —repliqué, mirándola—. No recuerdo
la última comida que hice.
—¡Querida niña! Pues tengo mucha para usted, pero tengo que
volver a la cocina. Phelan, ¿por qué no le enseñas la casa y luego
llevas a nuestra invitada al comedor?
—Por supuesto, señora Stirling —respondió.
Vimos cómo se iba corriendo por el pasillo, y entonces miré de
reojo a Phelan.
—¿Esta casa es suya o de ella?
Eso le hizo esbozar una ligera sonrisa.
—Es mía por ley, pero responde a ella, creo. —Se jó en mi ropa,
arrugada y dorada por el polvo, y en los largos bucles de mi cabello.
Esperé a que dijera algo al respecto, para añadir otra marca contra él
en mi lista, pero consiguió acallar su objeción y dijo en tono
agradable—: Venga, señorita Neven. Permítame que le muestre el
lugar.
Lo seguí hasta el salón, una amplia habitación con revestimiento
de madera y papel pintado a rayas, una alfombra de felpa que
amortiguaba los pasos, una chimenea de mármol y un puñado de
muebles. El olor a limón rondaba el aire, como si la señora Stirling
acabara de pulir toda la madera.
—Esta sala es para las visitas, y la mayoría de las noches a la
señora Stirling, a su nieto Deacon y a mí nos gusta jugar una ronda a
las cartas después del postre. Debería unirse a nosotros esta noche.
—Señaló la mesa de juego que se encontraba entre dos sofás, y yo
asentí, pensando que por nada del mundo iba jugar a las cartas con
ellos. Mi naturaleza competitiva a oraría, y quién sabía lo que
podría hacer para ganar.
Phelan me miró, como si me leyera el pensamiento.
—¿Le gustan las cartas?
—Poco. No juego muy a menudo.
Asintió, pero no parecía muy convencido. Lo seguí por el salón
hasta que vi el gran espejo que colgaba de la pared, situado encima
del armario de los juegos. Me quedé helada, mirando el hambriento
cristal. ¿Para qué necesitaría un espejo tan grande y molesto en su
salón?
Gracias a la gruesa alfombra, no me oyó detenerme agitada, y sus
ojos se jaron directamente al frente, donde me conducía a un pasaje
abovedado abierto. Me apresuré a pasar junto al espejo, rezando
para que no se volviera. Y me vi en el cristal. Un re ejo de pelo
castaño salvaje, grandes ojos marrones y labios apretados, como si
estuviera conteniendo una canción en mi pecho.
—Esto lleva a la biblioteca, donde hago la mayor parte de mi
trabajo —dijo, guiándome a través del pasaje abovedado hacia un
pasillo trasero con suelos de madera sinuosos, que desembocaba en
un par de puertas dobles con paneles de vidrieras.
Exhalé y lo seguí hasta una espaciosa biblioteca. Las estanterías
se alzaban desde el suelo hasta el techo, talladas en madera de caoba.
Había una chimenea, limpia de cenizas, y un escritorio en el centro
de la habitación, donde había un tomo junto a un jarrón de plumas
de cisne y un herbario. Su libro de las pesadillas, supuse, y me
acerqué a él, midiendo su grosor, el borde ajado de sus páginas y el
peso que le daba a la habitación.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí de guardián? —le pregunté.
—Cinco meses.
—¿Así que se ha enfrentado a varias lunas nuevas en sus calles
designadas?
Dudó, con una sombra en su expresión.
—No exactamente. Solo me he enfrentado a una de las cinco.
Me intrigó su respuesta.
—¿Por qué solo a una?
—La última luna nueva estuve ausente debido a un viaje, así que
contraté a un mago independiente para que protegiera las calles por
mí —explicó con voz afectada. Yo sabía dónde había estado esa luna,
pero mantuve mi fachada agradable—. Y, en mi primera luna
nueva…, acabé abrumado y herido. Tardé en recuperarme, y,
mientras me curaba, mi hermano gemelo luchó por mí.
Lennox, asumí, y casi se me curvó el labio en una mueca de
disgusto. Me sorprendió saber que eran gemelos, porque no se
parecían en nada. Me vino a la mente una vieja historia, la que
Imonie me había contado de la mujer de las montañas y sus hijos
gemelos. Eran idénticos y a menudo intercambiaban sus papeles
para protegerse mutuamente de los castigos. Me pregunté cómo
sería cambiar con tanta facilidad de lugar con alguien, engañando a
amigos y familiares por igual.
—Su hermano debe preocuparse mucho por usted —dije—.
Supongo que están muy unidos los dos, ¿no?
Phelan se quedó callado y eso me hizo mirarlo. Su mirada se
posó distante en las estanterías de libros que había detrás de mí.
—Nuestra relación se basa en favores y deudas —respondió,
evitando aún el contacto visual conmigo—. Y pronto aprendí que no
funcionamos bien juntos y que necesitaba a un compañero diferente
en las noches de luna nueva.
Necesitaba a alguien que le cubriera las espaldas, cosa que yo
entendía. Una vez había cubierto las de mi padre, y él las mías.
Resultaba extraño que Phelan no quisiera que fuera su hermano
gemelo. Aunque Lennox no era una persona agradable.
—¿Por qué le hirieron? —pregunté, mi mirada se dirigió a su
pecho. A su postura perfecta, que no delataba ningún aspecto de
debilidad, aunque sabía que mi propia magia le había dejado
laceraciones en la piel ese mismo día. Mellas y cortes que ahora se
escondían bajo la ropa.
—Eso no puedo contárselo —respondió con un dejo de alegría—.
A menos que acepte mi oferta, señorita Neven.
—Touché, señor Vesper —dije, y desvié mi atención de la
intensidad de su mirada por el extraño tirón que sentí hacia el libro
de las pesadillas. Me pareció una tontería que hubiera dejado algo
tan vital e importante a la vista en su escritorio, hasta que me atreví a
rastrear su maltrecha cubierta y fui recompensada con un escozor.
La sorpresa provocó que me estremeciera más que el dolor, pero
retiré la mano cuando la sangre me brotó de las yemas de los dedos.
—Muerde —explicó Phelan tarde, mientras se acercaba a mí y
sacaba un pañuelo de su bolsillo interior—. Tome, le pido disculpas.
Debería haberla avisado.
Estuve a punto de aceptar el pañuelo, mi sangre brotaba como un
collar de perlas rojas, pero sentí una advertencia en la boca del
estómago. Tenía que tener cuidado y no darle ningún trozo de mí.
Ningún mechón de pelo, ninguna gota de sangre, ningún aliento
mío. Nada que pudiera utilizar para adivinar mi verdadera
naturaleza, por si algún día llegaba a sospechar que no era quien
parecía ser.
Me llevé los dedos a la boca y me lamí la sangre, a lo que él
arqueó la ceja, como si le repugnara en secreto. La sangre me sabía a
hierro caliente, y me aclaré la garganta, sacando los dedos de los
labios y presionándolos contra la palma de la mano, para que las
heridas se coagulasen.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí, señor Vesper?
—Tres años.
—Pero solo lleva cinco meses como guardián. ¿Cómo ha llegado
a ganarse semejante responsabilidad?
—El mago que custodiaba este territorio se volvió un lunático —
respondió Phelan.
—¿Por qué?
—Porque buscaba la manera de entrar en la fortaleza de Seren y
romper la maldición de la luna nueva.
¡Vaya! Me había encontrado con unos cuantos de esos pululando
por Hereswith, buscando información. Recordé cómo Imonie, mi
padre y yo los habíamos llamado «buitres», y cuánto los habíamos
odiado. Recordé cómo había pensado que Phelan y Lennox habían
sido gente así la primera vez que los vi.
—¿Y a cuántos habitantes protege aquí? —inquirí.
—Seis calles están bajo mi cuidado. Un total de trescientas cinco
personas.
«Una cantidad impresionante para un mago tan joven», pensé.
—¿Y qué hay de usted, señorita Neven? —preguntó Phelan—.
¿De dónde viene? ¿Dónde reside actualmente?
—¿Importa acaso? —contesté con una sonrisa—. Mi vida ha sido
bastante aburrida hasta ahora. No quisiera aburrirle con los detalles.
—A mí sí me importa —dijo, con seriedad—. Si vamos a trabajar
juntos…, no podemos ser extraños.
—Por supuesto que no —asentí, pero me alejé de él, con la
mirada puesta en la ventana de la biblioteca, donde había una gran
variedad de plantas en macetas sobre una mesa. Reconocí todas las
plantas por su nombre, y rocé las hojas abigarradas de una—. ¿Hace
sus propios remedios, señor Vesper?
No tuvo oportunidad de responder, pues de repente fui
consciente del brillo de dos ojos que me miraban a través de la
maraña de follaje.
—¡Hola! —me saludó una voz, y yo di un respingo, con la
respiración entrecortada por el susto.
Observé, asombrada, cómo un chico salía de las lianas colgantes
y se colocaba ante mí con un chasquido de sus zapatos. Su pelo era
una melena de rizos leonados, su cara tenía pecas y su ropa estaba
manchada de barro. Podía ver que le faltaba uno de los dientes
delanteros cuando me sonrió.
—Deacon —dijo Phelan con un suspiro—. ¿Qué te tengo dicho
acerca de sgonear y escuchar a escondidas?
El chico miró a Phelan y su sonrisa se desvaneció.
—Lo sé, señor Vesper. Es una grosería y lo siento, pero me dijo
que era imposible acercarse con sigilo a un mago. Y yo acabo de
hacerlo con los dos.
—Sí, y eso ha sido muy peligroso —comentó Phelan—. Nos
tomaste a ambos por sorpresa. ¿Y si hubiéramos respondido de otra
manera?
—¿Con magia?
—Sí. La señorita Neven podría haberte convertido en un ratón.
Le di a Phelan una expresión neutra.
—¿Eso es lo único que puede imaginarse? Yo no lo habría
convertido en un ratón. —Y volví a mirar a Deacon, ablandada por
su afán y su sonrisa desdentada—. Le habría convertido en un
halcón, tal vez. Un pájaro que pudiera volar por las nubes. O en un
zorro sabio que conociera todos los entresijos de la casa.
—¡¿O en un dragón?! —gritó, esperanzado.
—¡Qué lástima! Un dragón no cabría en esta biblioteca. Y podría
prender fuego a todos los libros —respondí.
Eso tenía sentido para él. Asintió con la cabeza, pero sus ojos
estaban vidriosos, como si su mente estuviera pensando en todas las
posibilidades.
—¿Alguna vez ha convertido a un humano en un animal,
señorita Neven?
—No, no lo he hecho —contesté con sinceridad—. Es una magia
muy arriesgada. No es tan difícil convertir a un humano en otra cosa
si el mago tiene la imaginación y el hechizo adecuado, pero es
mucho más complicado devolver al humano a como era antes. Se
hace un cambio en el proceso, y es fácil equivocarse.
—Eso suena difícil —re exionó Deacon—. ¿Y usted lo ha hecho,
señor Vesper?
Phelan movió la cabeza en señal de respuesta negativa y le indicó
al chico que se acercara.
—¿Por qué no vas a ver si tu abuela necesita ayuda con la cena?
La señorita Neven y yo iremos en un momento.
—Muy bien —dijo Deacon, pero me hizo una pequeña y elegante
reverencia—. ¡Estoy muy contento de conocerla, señorita Neven!
Sonreí, y un calor comenzó a ltrarse en mi pecho. Emanaba un
dolor super cial, el tipo de dolor que uno siente cuando ha corrido
demasiado o cuando está a punto de reunirse con alguien a quien ha
echado de menos durante años.
El dolor de la piedra que se desplaza, y no podía creerlo. No tan
pronto. No por la amabilidad que había encontrado aquí, la
bienvenida y las sonrisas genuinas. No por la dulce adoración de un
niño pequeño y su sonrisa desdentada. Me prometí que esto no sería
mi perdición y luché por tranquilizar mi corazón, pensando en que
una vez había tenido esas cosas hasta que me las habían arrebatado.
Respiré hondo hasta que el dolor se calmó, pero Phelan me
miraba con atención.
—¿Se encuentra bien, señorita Neven?
Forcé una sonrisa, aunque no hacía más que preguntarme qué
habría en mis ojos cuando lo miraba.
—Creo que solo tengo hambre.
—Entonces venga, permítame llevarla al comedor.
Lo seguí fuera de la biblioteca, por el pasillo principal, con mis
ojos buscando espejos de todas las formas y tamaños, hasta el
comedor, que era una sala estrecha ocupada por una mesa, sillas
forradas de terciopelo y una chimenea de mármol blanquecino
encendida. La señora Stirling estaba colocando el último plato.
—Estupendo, ya estáis aquí. Venga a sentarse aquí, señorita
Neven. —Indicó la silla frente a la de Phelan.
«Maravilloso», pensé con desgana mientras me dejaba caer en la
silla. Para mi mala suerte, tendría que mirarlo durante toda la cena.
Phelan esperó a sentarse hasta que la señora Stirling y Deacon
tomaron asiento. Y entonces extendió la mano por la mesa y sirvió
vino en mi copa de cristal.
—¿Patatas? —preguntó la señora Stirling, ofreciéndome el cuenco
caliente.
Me llené el plato, y la comida fue pasando hasta que cada uno se
hubo servido una cucharada de todo. Nos quedamos en silencio
cuando empezamos a comer; solo se oía el sonido de los cubiertos y
el crepitar del fuego.
Saboreé cada bocado, comiendo despacio. La última comida que
había tomado fue carne seca y una ciruela en la diligencia horas
atrás, que habían salido del bolso de Imonie. Pensar en ella hizo que
me acordara de mis padres, y se me secó la boca al anticiparme a
contarles lo que había hecho. Lo que estaba haciendo.
—La comida está deliciosa, señora Stirling —dije, para
distraerme de la aprensión—. Gracias.
La mujer mayor sonrió y le quitó importancia a mi cumplido.
—¿Tiene hermanos, señorita Neven? —preguntó Deacon después
de limpiarse la comisura de la boca con la manga.
Vi la mirada de desaprobación que le lanzó la señora Stirling
antes de señalar su servilleta.
—No —respondí. Inventarme hermanos, por muy tentador que
fuera, solo complicaría mi historia—. ¿Y tú, Deacon?
—Soy el más pequeño. Tengo dos hermanas mayores.
—Suena divertido. Me habría gustado tener hermanas.
—¿Qué hay de sus padres? —preguntó el niño—. Su madre y su
padre.
—¿Qué pasa con ellos? —No me gustaba la idea de mentirle a un
niño. Pero hacía muchas preguntas y sentí que mis mejillas se
sonrojaban.
—¿Viven cerca? ¿Le han enseñado magia?
—Creo que son su cientes preguntas, Deacon —dijo la señora
Stirling con severidad—. Recuerda tus modales.
Deacon parecía abatido por la reprimenda, devolvió la atención a
su plato mientras le daba vueltas a los guisantes.
—No pasa nada —repuse, alcanzando mi vino—. No he tenido la
oportunidad de conocer a mi padre. Me crio mi madre. Ella fue la
que me enseñó magia.
—Apuesto a que está orgullosa de usted, señorita Neven —
comentó Deacon, y oí el anhelo en su voz. No había percibido en él
la iluminación, esa inconfundible llama de la magia con la que
algunos nacemos. Pero era evidente que quería convertirse en mago.
—Lo estaría, sí —respondí, y tomé un largo sorbo de vino.
La boca de Deacon se abrió, dispuesta a soltar más preguntas,
pero Phelan recondujo rápidamente la conversación a otras cosas
más seguras. Comí hasta hartarme, escuchando más que hablando,
pero interviniendo cuando me parecía oportuno, y la señora Stirling
trajo té de manzanilla y pudin de almendras para el postre. Odiaba
el pudin de almendras, pero me tragué cada bocado y lo regué con
un té demasiado dulce.
—Deacon, ayúdame a recoger la mesa —dijo la señora Stirling,
levantándose de su silla.
Deacon gimió, pero luego preguntó:
—¿Podemos jugar a los siete espectros esta noche?
«¡¿Los siete espectros?!», pensé, alarmada. Ese juego de cartas al
que mi padre me había prohibido jugar. El que las chicas Fielding
adoraban, incluso con sus consecuencias mágicas. Solo podía pensar
en Elle, aterrorizada por la pesadilla que perder el juego le había
provocado. Una pesadilla que también me había asustado a mí. Casi
podía oír de nuevo el pesado tintineo del caballero caminando por
las calles.
—Sí, ¿por qué no? —dijo Phelan, mirándome también a mí—. ¿Le
gustaría unirse a nosotros, señorita Neven?
—Me temo que tengo que volver a casa —contesté, poniéndome
de pie—. Pero gracias de nuevo por la deliciosa cena, señora Stirling.
Sonrió y asintió, pero pude ver la tensión en su rostro. Todavía no
había compartido mi decisión, si aceptaba la oferta de Phelan o no, y
Deacon empezó a apilar los platos con cuidado. Cuando vino a por
el mío, suplicó:
—¡Por favor, señorita Neven! ¡Por favor, elíjanos! El señor Vesper
la necesita.
—¡Deacon! —exclamó la señora Stirling a través de la puerta de
la cocina, morti cada por su arrebato.
Quise sonreírle al chico, para tranquilizarlo. Pero me preocupaba
volver a sentir ese dolor en el pecho, así que me limité a observar
cómo se retiraba a la cocina con una pila de platos apilados de forma
inestable.
Phelan se aclaró la garganta y se levantó.
—Permítame que la acompañe a la salida, señorita Neven.
Le seguí hasta el pasillo, donde encontré un pequeño espejo
colgado entre un conjunto de cuadros, que brillaba reluciente en la
pared. Pero no creí que fuera a delatarme mientras me asegurara de
que nadie me siguiera hasta el vestíbulo.
Phelan abrió la puerta principal. La noche se precipitó,
rodeándonos con la fragancia del dulce humo a cedro de una taberna
cercana. Salimos al porche, y la luz del farol se deslizó por nuestros
rostros.
—¿Necesita más tiempo para considerar la oferta, señorita
Neven?
—No, ya lo he decidido. Pero hay una cosa que quiero
preguntarle, antes de darle mi respuesta —dije.
—¿Y de qué se trata? —preguntó, mirándome jamente.
Le aguanté la mirada, aunque me sentía vulnerable de alguna
manera extraña. No sabía si me gustaba o me disgustaba la forma en
que estaba tan atento y absorto por mí.
—¿Por qué me ha ofrecido el puesto? —Quise saber—. Seguro
que en la entrevista de hoy había muchos otros magos prometedores.
—Pues sí. Y, sin embargo, todos ellos actuaron para mí, como si
estuvieran en un escenario. Nadie captó mi atención como usted —
respondió—. Le con eso, señorita Neven, que hubo un momento en
que pensé que sus intenciones eran matarme. Y luego me di cuenta
de lo absurdo que era, y de que me estaba poniendo a prueba como
yo quería ponerla a usted. Me desa ó como si fuera una pesadilla en
luna nueva, y entonces supe que era usted a quien quería a mi lado.
Su confesión me tomó por sorpresa.
—Debe tener unas pesadillas horribles rondando por estas calles.
Phelan hizo una pausa.
—Así es. He aprendido que las calles son traicioneras en las
noches más oscuras.
«Todas las calles son traicioneras», quise decirle, recordando las
branquias que me habían marcado el cuello. Resistí el impulso de
llevarme los dedos a donde habían brillado una vez.
—Entonces acepto su oferta, señor Vesper —dije. Y antes de que
pudiera responder, añadí—: ¿Cuándo empezamos?
—Mañana —respondió—. A las ocho en punto.
—Excelente. Nos veremos aquí a las ocho. —Bajé otro escalón,
solo para sentir su presencia siguiéndome.
—Espere, señorita Neven. Permítame acompañarla a casa.
Me di la vuelta y levanté la mano.
—No hace falta.
Phelan miró más allá de mí, hacia las calles con manchas oscuras
que se veían interrumpidas por las vacilantes luces de los faroles.
Esta era una zona tranquila y aristocrática de la ciudad, compuesta
por familias que estaban en casa por la noche. Pero había otras partes
de Endellion por las que era peligroso vagar solo. Leí las líneas de su
frente. Estaba preocupado por eso, además de sentir curiosidad por
saber de dónde procedía yo exactamente.
—Entonces déjeme llamar un carruaje para usted —repuso.
—No, de verdad que no hace falta —insistí—. Pre ero caminar,
sobre todo después de esa cena tan rica. —Me alejé un paso más de
él, y él se quedó donde estaba—. Buenas noches, señor Vesper.
Caminé por el sendero de adoquines hasta la verja y salí a la
calle.
Esperé a estar a tres manzanas antes de llamar a mi propio
carruaje. Me habría llevado toda la noche hacer el recorrido desde la
zona sur hasta la punta norte de la ciudad, donde se encontraba la
casa de mi madre.
Por n sola, me relajé en el carruaje, cuyo asiento olía a perfume
barato. Incliné la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, el cansancio se
apoderó de mí. Pero las palabras de Phelan seguían retumbando en
mi mente, como un instrumento que no dejaba de sonar.
«Me desa ó como si fuera una pesadilla en luna nueva».
No tenía ni idea.
14

L
a puerta principal no estaba cerrada con llave. Entré sin hacer
ruido y la cerré detrás de mí. Seguí el hilo de voces y la luz de
las velas de la cocina, donde mis padres e Imonie estaban
sentados, esperando a que llegara a casa.
Mi madre fue la primera que me vio.
Me quedé en el umbral, donde la luz del fuego podía bañarme, y
esperé a que me preguntara quién era, pues era una extraña en su
casa. No dijo nada, pero se quedó pálida. Dejó la taza de té con un
ruido seco en el plato y fue entonces cuando me di cuenta de que
sabía, de alguna forma, que era yo.
—Ambrose —dijo, pero fue muy tarde. Mi padre se giró en la
silla para ver lo que había llamado la atención de mi madre.
Él frunció el ceño y se levantó al instante, asustando a Dwindle
en el vestíbulo.
—¿Quién es usted? —preguntó, y, aunque fue educado, vi un
destello de miedo en él. También lo intuía, pero no quería creérselo.
—Papá —le dije, y se estremeció—. Soy yo.
Dio un paso atrás, como si le hubiera asestado un golpe. Imonie
enterró la cara entre las manos y mi madre se quedó helada,
observándonos con los ojos inyectados en sangre.
—¿Qué has hecho? —gritó, y su desolación fue como si me
clavaran una daga en el costado—. Clem…, ¡¿qué has hecho?!
—Puede que tú quieras vivir tu vida sin magia, papá —contesté
—. Pero yo no. Puede que te conformes con vivir en la ciudad, con
trabajar en las minas, pero yo deseo volver a casa, a Hereswith. No
me voy a rendir, papá.
Mi padre se pasó los dedos por el pelo. Le lanzó una mirada feroz
a mi madre y le preguntó:
—¿Tú la has animado a que hiciera esto, Sigourney?
—No —contestó mi madre, que se puso de pie, sin apartar la
vista de mí—. Sea cual fuere la magia que ha usado para
transformarse…, no ha sido la mía.
Mi padre se puso a dar vueltas por la cocina.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto? —preguntó, deteniéndose
delante de mí—. Eras perfecta tal y como eras, Clem.
—Esto no durará para siempre.
—Entonces, ¿hasta cuándo?
—El disfraz se romperá cuando yo quiera —respondí, esperando
que mis padres me creyeran. No sabía a ciencia cierta con qué
facilidad me abandonaría esta magia. Si mi espíritu estaba frío,
podría tardar mucho tiempo en desprenderme de la piedra que
había en mi pecho.
—Todavía no me has respondido —continuó—. ¿Por qué has
hecho esto?
—Quiero saber por qué eligieron Hereswith, por qué quisieron
desa arnos —susurré—. Quiero conocer sus secretos. Quiero que
sientan el mismo dolor que nosotros, el de perder algo que signi ca
un mundo para ellos. Quiero que sientan el lo de su propio
egoísmo.
—¿De quiénes estás hablando? —carraspeó mi padre, pero ya lo
sabía.
—Me he convertido en la compañera de Phelan. Es el guardián
de los sueños en el barrio sur de la ciudad.
—¿Phelan? ¡¿Phelan Vesper?!
Asentí.
—No sabe que eres tú, ¿verdad? —a rmó mi padre, y soltó una
carcajada. El sonido me era familiar, pues yo misma me reía así
cuando estaba abrumada, furiosa y asustada—. Esto es una
estupidez, Clem. Sé que lo que nos hicieron fue muy doloroso, pero
debes dejarlo estar. Te comerá por dentro si no lo haces, hija.
«Debes dejarlo estar».
Puede que él haya encontrado la paz haciendo eso, pero yo no.
—Papá… —Le agarré la mano, y, durante un momento de
angustia, pensé que se apartaría de mí. Pero entrelazó sus dedos con
los míos, los dedos que ahora estaban manchados y sucios por el
trabajo en las minas. Un lugar donde no debería estar, como si
quisiera olvidar y ocultar quién era—. Papá, sé que estás
preocupado, pero estoy haciendo esto porque las familias como los
Vesper tienen que saber que no son invencibles. Que no pueden
simplemente ir y robarle el hogar a alguien por diversión.
Se le encendieron los ojos. Soltó mi mano y me dijo:
—Vete a tu habitación, Clem.
—Pero, papá…
—Vete. Necesito un momento a solas.
Nunca antes me había mandado que me fuera a mi habitación de
esta manera, y me sonrojé mientras me daba la vuelta y subía
corriendo las escaleras hacia mi habitación. Había un candelabro
encendido, y me senté en el lo de la cama, agotada. Había sido un
día muy largo. Y, cuando mi padre se negó a venir a verme, me lavé
la cara, me cepillé los enredos del pelo y me vestí con una camisola
ligera.
Me metí en la cama y me senté apoyada en el cabecero. Al otro
lado de la ventana, la ciudad seguía haciendo ruido, y yo añoraba la
paz y la tranquilidad del campo. Me quedé mirando la puerta
abierta, esperando, y tenía que ser más de medianoche cuando al n
oí a mi padre golpear la puerta con suavidad.
—Adelante.
Entró en la habitación, demacrado y lento, como si le dolieran las
articulaciones. Me preparé para lo peor hasta que vi que lanzaba un
encantamiento protector alrededor de la habitación para que nadie
pudiera oírnos. Nadie, ni siquiera mi madre o Imonie.
Mi padre se paró a los pies de la cama. Me miró por un instante,
como si me hubiera convertido en una extraña en todos los sentidos
para él.
—Cuéntame qué hechizo has planeado para protegerte —dijo—.
Un hechizo que te sirva de escudo y te dé la oportunidad de huir
cuando Phelan descubra que eres tú y que le has estado engañando.
—Nunca sabrá que…
—¡Clementine!
Tragué saliva.
—Aún no tengo ninguno pensado.
—Entonces eso es lo primero que debes hacer. Quiero que lo
tengas preparado para nales de esta semana, para que yo lo
apruebe.
—Muy bien —le contesté, y mi mente se puso a pensar en los
posibles hechizos que podría hacer para cuando llegase la hora. Por
si realmente estaba en peligro de que Phelan me hiciera daño.
—Siguiente punto —continuó mi padre con voz ronca—. Por
supuesto, al ser su compañera, trabajarás con Phelan todos los días.
¿Cómo piensas ir y venir de su casa hasta aquí sin que descubra
dónde vives? Si nos ve a Imonie o a mí se destapará tu plan.
—Sí, y tengo un plan —respondí. Sabía que no le iba a gustar, así
que me limité a sonreír, pero me di cuenta de que mis hoyuelos
habían desaparecido, los hoyuelos que a él tanto le encantaban, y mi
padre solo frunció el ceño.
—Explícamelo.
—Puede que tarde unos días, pero espero que Phelan me dé una
habitación.
—¡¿En su casa?! —preguntó mi padre.
—Sí.
—No me gusta esto, Clem. Ni una pizca.
—Lo sé, pero soy maga, papá. Me has enseñado lo mejor que la
avertana te puede ofrecer, y me he enfrentado a muchos tipos de
peligros, y esto… no es algo que deba preocuparte. Da mala suerte
hacer daño a un invitado bajo el propio techo, ¿recuerdas? Y,
además, me dará la oportunidad de agotar sus recursos.
—¿De dónde viene esto, Clem? ¿Agotar sus recursos? Eso no es
propio de ti.
Él no sabía que había regalado la mitad de mi corazón, y tal vez
en el pasado me hubiera avergonzado decepcionarlo. Pero ahora no.
Me quedé callada, esperando que lo aceptara.
Suspiró. Pero, cuando me miró de nuevo, vi que yo había ganado
esta discusión, y asintió de mala gana.
—¿Lanzarás un encantamiento de protección en la puerta de tu
dormitorio todas las noches?
—Sí —contesté, pensando que todavía tenía que convencer de
alguna forma a Phelan para que me ofreciera una habitación.
—¿Y en las ventanas?
—Sí, en las ventanas también. No te preocupes, papá.
—Estaré preocupado cada segundo que no estés —dijo, y volví a
sentir ese terrible dolor en mi corazón de piedra. Tuve que apartar la
mirada de él y de lo desvalido que parecía. Jugueteé con un hilo de
la colcha hasta que me recompuse.
—¿Algo más, papá?
—Sí. Una vez que te dé una habitación, le vas a decir a Phelan
que vas a tener todos los lunes por la noche libres, si la luna nueva lo
permite, y vas a usar tu encantamiento de sigilo para venir a verme
aquí. Tendremos una cena familiar juntos para que así tu madre,
Imonie y yo no nos muramos de preocupación.
—Está bien —contesté.
—Y una última cosa, Clem. —Pero dudó, e intuí que esa era la
razón por la que había encantado la habitación, para que nadie
pudiera escucharle—. Dijiste que estabas haciendo esto porque
quieres saber por qué los hermanos Vesper eligieron Hereswith. Yo
también quiero saberlo. No quiero que te pongas en riesgo, pero si se
te presenta la oportunidad de… descubrir esto, quiero que lo
compartas conmigo los lunes por la noche. Y si descubres alguna
información sobre la condesa…, también me gustaría saberla, Clem.
—¿La condesa? ¿Por qué quieres información sobre ella? —
pregunté, recordando el momento en el que la conocí en la tienda de
arte. Me había estudiado con una mirada fría y me había dicho: «Me
resultas familiar. ¿Nos conocemos?».
—Es una antigua conocida —respondió, desviando la mirada. El
vello de los brazos se me erizó mientras me preguntaba qué haría
que una noble egoísta tuviera algo que ver con un mago rural como
mi padre—. Nunca fuimos amigos, yo era demasiado humilde para
eso, pero trabajábamos juntos hasta que tuvimos una discusión hace
años.
—¿Crees que les dijo a sus hijos que tomaran Hereswith para
menospreciarte?
—No lo sé —respondió mi padre, un poco demasiado rápido
para mi gusto—. Bueno, ¿aceptas mis condiciones?
Asentí.
—Bien. ¿Te has bebido el remedio de esta noche?
—Todavía no —respondí, pero agarré el pequeño frasco que
estaba esperándome en la mesita.
—Vuelves a ser una guardiana —me recordó mi padre—. Será
mejor que sigas bebiéndolo todas las noches. Sobre todo porque tu
compañero no sabe quién eres en realidad.
No le digo que sigo tomándomelo todas las noches desde que
salimos de Hereswith, como me había pedido. Y como parecía estar
esperándome, me tomé el remedio. Bajó como un secreto, e incluso
después de todos estos años tragándolo noche tras noche, aun así,
hice una mueca.
Pero sabía lo que suponía para mi padre. Sería un desastre que
me esforzara por ser un espíritu vengativo en la casa de Phelan y
que dejase que una simple pesadilla, de entre todas las cosas,
revelase quién era.
15

–¿S ubiblioteca
libro me morderá otra vez? —le pregunté, de pie en la
de Phelan. Era mi primer día de trabajo con él,
nuestro primer día de esa delicada asociación. Todo iba tan bien
como cabía esperar. Había llegado media hora tarde, debido a un
choque de carruajes en la zona inferior norte, y pronto había
descubierto que Phelan detestaba la impuntualidad.
Estaba de espaldas a mí mientras regaba las plantas de la mesa,
con la luz del sol dorando su cabello oscuro.
—No, hoy no.
—Pero ¿mañana, sí?
Me miró, jándose en las arrugas de mi falda de cuadros, en mi
camisa de color marrón topo con botones de latón brillando por
delante. Al menos llevaba el cabello trenzado, y él volvió su mirada
a las plantas.
—Debería empezar a leer. Tiene mucho para ponerse al día.
Me senté en su escritorio y abrí con cuidado el libro de las
pesadillas. Hojeé las entradas más recientes y me di cuenta
enseguida de que algunas de ellas estaban escritas con tinta dorada
oscura, mientras que la mayoría estaban en negro.
—¿Tiene alguna razón para usar tintas de diferentes colores? —le
pregunté.
—Sí. Las entradas doradas son las activas, los sueños de las
personas que ahora mismo residen aquí. La tinta negra indica si un
residente se muere o se muda. —Podó unas cuantas hojas marchitas
y luego se puso a trabajar en la elaboración de un remedio. Picó y
ralló un surtido de hojas y pétalos en un frasco de cristal, donde
burbujeó sobre una llama, arrojando un aroma astringente en el
despacho.
—Supongo que es difícil llevar la cuenta de todos los que entran
y salen de su territorio —comenté después de leer algunas de las
entradas—. La ciudad es un lugar muy cambiante.
—Sí. —Me dio la razón—. Por desgracia, algunas pesadillas se
escapan de mis registros.
Le dejé con su tarea de colar y embotellar los remedios, y leí
página tras página de las pesadillas de color dorado. Empecé a
anotar ideas de hechizos para contrarrestarlas. Las horas pasaban
poco a poco. Trabajamos en un silencio agradable, solo interrumpido
por la señora Stirling, que nos trajo una bandeja a la hora del
almuerzo con pan de centeno cortado en rodajas, carne asada fría
troceada, queso y pepinillos.
Phelan y yo nos sentamos uno frente al otro en el escritorio, pero
yo estaba demasiado concentrada en comer y leer como para
entablar una conversación con él.
—¿Tiene planes para cenar, señorita Neven? —me preguntó al
nal.
—No. —Mantuve los ojos en la página.
—¿Le gustaría cenar conmigo y con dos amigas mías esta noche?
Podemos pasear por las calles por la tarde, para enseñarle los límites
del territorio, y luego podemos ir a comer con Nura y Olivette.
«¿Nura y Olivette?». Alcancé mi té tibio, nerviosa de pronto.
Tenía amigas, lo que signi caba que seguramente me harían un
sinfín de preguntas.
—No estoy segura…
—¿Tiene que ir a otro sitio esta noche? —me preguntó, y percibí
la curiosidad en su voz. Quería saber más de mi historia y era
demasiado educado para volver a preguntarme directamente.
Me senté de nuevo, con las yemas de los dedos manchadas de
tinta dorada y negra.
—No soy una persona muy sociable, señor Vesper.
—Yo tampoco —comentó—. Pero debo advertirle que, si lo
pospone esta noche, Nura y Olivette insistirán en reunirse con usted
mañana por la noche, y la noche siguiente, y la noche siguiente…
—Muy bien —dije, agitando la mano—. Si sus amigas son tan
persistentes…, iré con usted.
—Excelente —respondió, levantándose del escritorio—. Tengo
que hacer algunos recados, pero volveré pronto.
Le vi salir de la biblioteca, y las puertas de las vidrieras se
cerraron tras él con un silencioso clic.
Esperé diez minutos antes de empezar a mirar en los cajones.
Esperaba encontrar correspondencia, cartas entre él y Lennox, o tal
vez entre él y su madre, así que rebusqué entre montones de papel
en blanco, tinteros con corcho, fajos de plumas, barras de cera, velas,
un sello de bronce, un racimo de amatista, una bolsa de caramelos de
limón. Y, entonces, mis dedos se toparon con un borde a lado de
pergamino. Una tarjeta de visita cuadrada. La acerqué a la luz.
«Para el diecisiete de noviembre», se leía con una letra elegante.
Apoyé la tarjeta en una página del libro de las pesadillas, para
compararla con la letra de Phelan. La letra era similar en cuanto a
inclinación y orituras, pero había algunas diferencias. No creía que
Phelan hubiera anotado esa misteriosa fecha, pero tal vez su madre
sí.
Puse la tarjeta de nuevo donde estaba. Pero mi mente zumbaba
con preguntas y pensamientos. Después de un rato, decidí volver al
trabajo. Faltaban solo ocho días para la próxima luna nueva y aún
tenía volúmenes que leer y nuevos hechizos que forjar para
prepararme.
Pasé una página arrugada de los registros de Phelan, hojeando
hasta que una pesadilla en particular me llamó la atención. Atónita,
me incliné más cerca hasta que pude saborear el polvo de las
páginas, y leí el relato de Phelan:

Knox Birch e encuentra en un gran alón eno de


ombra . Al principio, no abe dónde está, pero por el
frío que nota en la piel, tiene la ensación de haber estado
aquí ante . Cuando la luz del ol empieza a entrar por la
ventana , ve lo estandarte que visten la parede de
piedra, estandarte azule c estre a y luna , y e da
cuenta de dónde está: en la fortaleza, en la nube . Puede
entir la gran profundidad de la m taña debajo de él, y e
extraño que e ienta tan en casa en Seren, aunque nunca
haya pisado el ducado de la m taña.
Piensa que algo malo ocurrió aquí.
Pero u memoria e debilita cuanto má intenta
recordar por qué este lugar está maldito. Y, pr to,
olvida por completo eso entimiento cuando el tr o del
duque recibe la luz del ol. Knox está olo en el gran
alón y, de repente, iente el deseo de reclamar el tr o
vacío. Da el primer paso, creyendo que restaurará lo que
e ha roto haciéndose duque. Da el egundo paso, y luego
el tercero. Y e ent ce cuando urge una ombra, que
isea como el viento a travé de la grieta de la argamasa.
La ombra lucha c tra él, e lo impide.
Knox no tiene má remedio que tomar el estoque que le
florece en la mano y cortar la ombra. La ombra yace
inerte a u pie y él pasa por encima de e a, c lo ojo
puesto en el tr o. Pero otra ombra inter ere,
lamentándose c tal intensidad que no puede oportar
escucharla, y le atraviesa el corazón. La egunda ombra
e desmor a y él pasa por encima de e a, casi hasta lo
escal e del estrado, d de aguarda el tr o.
Y, in embargo, una tercera ombra e levanta. Grita
y lucha c tra él. Él la parte en do y la deja a u pie .
«Por n», piensa. Ha vencido lo desafío y olo él e ha
ganado el tr o.
Lo reclama.
En cuanto e ienta, el estoque que eva en la mano e
desvanece, y la ombra que están desplomada en el uelo
quedan expuesta como lo que realmente : u mujer y u
do hija . Yacen muerta en charco de angre, masacrada
por u mano, y Knox deja escapar un lamento que parece no
terminar nunca.
Quiere arrancarse lo ojo . Quiere arrancarse el
corazón. Llora, pue ojalá la hubiera visto. Ojalá hubiera
visto u cara y no u ombra …
La pesadilla me atrapó y me estremeció, dejándome desesperada
por escapar de su gélido dominio. De todos los registros de sueños
que había leído en Hereswith, nadie había soñado con la fortaleza en
las nubes. Y, sin embargo, aún podía saborear el aire fresco del
castillo de la montaña, sentir las frías losas bajo mis pies como si yo
misma hubiera caminado por la pesadilla de Knox Birch. Cerré los
ojos y vi un destello de azul en las paredes, y pude oír los ecos
lejanos de vidas perdidas hacía tiempo. Me pregunté cómo había
sido antes de la maldición. ¿Por qué lo habían matado los siete
miembros de la corte del duque? ¿Había deseado alguno de ellos
arrebatarle el trono al duque de Seren? ¿Era el duque tan cruel como
lo pintaban algunas leyendas?
No podía soportar leer ni una palabra más.
Así que cerré el libro de Phelan.

Esa misma tarde caminé junto a Phelan, aprendiéndome las sinuosas


curvas de las calles que vigilaba. Las casas de la ciudad estaban bien
cuidadas. Algunas eran extravagantes, con sus ventanales adornados
y puertas con remates bañados en bronce y exuberantes jardines en
el patio delantero. Me pregunté qué habitantes vivirían detrás de
cada puerta. La mera idea de intentar aprender una horda de
nombres y rostros nuevos me resultaba abrumadora, y al nal miré
hacia arriba, hacia la tranquilidad del cielo. Estaba nublado,
amenazaba con llover y había una brisa ligeramente fría. Imaginé
que Hereswith ya habría sentido su primera helada y que las hojas
pronto cambiarían.
—¿Alguna vez sueña, señor Vesper? —La pregunta se me escapó,
de forma sutil y genuina.
—¿Que si sueño? —repitió, divertido. Caminaba con las manos
en los bolsillos de la chaqueta y el viento le agitaba el pelo—.
¿Quiere decir que si he experimentado mi propia pesadilla, señorita
Neven?
—Sí, supongo que esa sería una mejor forma de preguntarlo.
Se quedó callado, y, cuando disminuía sus zancadas, yo
disminuía las mías, para seguirle el ritmo.
—Nunca he soñado —respondió, encontrándose con mi mirada
—. Pero tampoco… Nunca me he dado la oportunidad de hacerlo.
Odié cómo sus palabras resonaban dentro de mí. Odié cómo sus
palabras podrían haber sido las mías. Odié cómo me hacían querer
preguntarle más cosas.
—Entonces, ¿ha tomado remedios toda su vida? ¿Incluso antes de
ser guardián?
Asintió con la cabeza, y una línea le arrugó la frente.
—Sé que debe sonarle extraño. Pero mi madre, la condesa, nunca
quiso que mi hermano y yo soñáramos por la noche.
Respiré hondo. Un vano intento de apagar mi interés.
—¿Y por qué desearía eso? Si me permite la pregunta, claro.
—Puede preguntar, señorita Neven —dijo Phelan—. Y
responderé solo si puedo hacerle una pregunta a cambio, que
también debe responder.
Hice una mueca, odiándome por haber dejado que me
arrinconara.
—Muy bien, señor Vesper. Puede hacerme dos preguntas y yo
elegiré a cuál quiero responder.
—Me parece justo —dijo, y me guio por la esquina de una calle
—. Mi madre no quería que Lennox y yo soñáramos porque eso
signi caría que necesitaríamos a un guardián que anotara nuestras
pesadillas en su libro.
—¿Y eso es tan terrible para ella?
—Más que terrible, era una vulnerabilidad. Una debilidad —
respondió Phelan—. Dependeríamos de otra persona, que entonces
conocería nuestros sueños. Y en ocasiones los sueños son ridículos,
pero la mayoría de las veces… revelan nuestro lado más íntimo.
Nuestros deseos, nuestros miedos, nuestras ambiciones, nuestros
planes. Incluso nuestro pasado.
Lo medité, pensando que su madre debía ser muy astuta. Y si no
había registros de sueños de su familia, entonces me sería más difícil
descubrir sus secretos.
—Ahora —dijo Phelan, y pude oír la sonrisa en su voz—, debe
responder a una pregunta mía.
—Adelante —contesté, preparándome.
—¿Tiene familia en la ciudad? ¿Ha soñado alguna vez, señorita
Neven?
—Yo tampoco he soñado nunca, señor Vesper.
Eso le sorprendió, y me miró.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—En realidad…, déjeme retirar mis palabras un momento. Sí que
he soñado. Una vez. —Mentí, y me sorprendió la facilidad con la que
se me escapó de la punta de la lengua—. Cuando era pequeña, tuve
una pesadilla que me asustó tanto que me daba miedo salir de mi
habitación. Así que mi madre empezó a darme un remedio cada
noche, prometiéndome que el monstruo de mis sueños no podría
encontrarme nunca más.
Nos guio por otra calle. Admiré los viejos robles que crecían a lo
largo del camino, con sus nudosas raíces abriéndose paso entre los
adoquines.
—¿Y su madre todavía le da remedios, señorita Neven?
—No —susurré—. Murió la primavera pasada.
—Lo siento —dijo Phelan, y me sorprendió escuchar lo
arrepentido que sonaba.
Volvimos a quedarnos en silencio hasta que se detuvo ante una
gran casa construida con ladrillos encalados. Contemplé las
contraventanas azul marino, la puerta pintada de color carmesí y el
dintel de mármol tallado.
—Quería enseñarle esta casa —comentó Phelan, extendiendo la
mano para tocar un zarcillo salvaje de hiedra que crecía en la verja
de hierro.
—¿Y eso por qué? —pregunté, justo cuando empezó a chispear.
—El duque vive aquí.
Examiné la casa con una mirada atenta.
—Creía que el duque vivía en la mansión azul, en la zona este.
—Y lo hace —respondió Phelan—. La mansión es su residencia
principal. Pero tiene otras casas repartidas por la ciudad. Nunca
duerme bajo el mismo techo más de una semana seguida.
—Eso es absurdo —me reí hasta que vi la ceja arqueada de
Phelan.
—En realidad es inteligente —me corrigió, mirando hacia la casa
—. ¿Recuerda lo que le conté sobre mi madre y cómo se aseguró de
que mi hermano y yo nunca soñáramos? El duque tiene un trato
similar con las pesadillas. No quiere que un mismo mago conozca
todos sus sueños.
Comenzó a llover con más fuerza. Vi cómo Phelan sacaba un
paraguas diminuto del bolsillo de su chaqueta, y, con un elegante
movimiento de muñeca, el paraguas crecía hasta alcanzar su tamaño
normal.
—¿Vamos a cenar? —preguntó, abriendo el paraguas y
sosteniéndolo entre nosotros.
Odié que guardara pequeñas baratijas en sus bolsillos. Pero el
odio no podía durar tanto bajo la lluvia.
Me metí debajo del paraguas y nos apresuramos a llegar a la
taberna, chocando los codos en un intento de no tocarnos.
La Taberna Fábula estaba a tres manzanas, un edi cio estrecho
encajado entre una sastrería y una joyería. Era fácil pasarlo por alto,
ya que estaba construido en piedra gris y monótona, con una
entrada arqueada abarrotada de glicinias marchitas. El pasillo nos
condujo a un patio, cuyo techo abierto estaba encantado para atrapar
la lluvia. Phelan dejó su paraguas junto al perchero y yo admiré el
entorno. Había un estanque en el centro del patio y los árboles
frutales crecían a lo largo de sinuosos caminos de piedra. También
había cojines extendidos sobre la hierba, y las parejas descansaban
con tazas de té y de vino, escuchando cómo los juglares tocaban
instrumentos de cuerda desde una pérgola.
Me di cuenta enseguida de que este era un lugar de encuentro
para magos. Con buena comida, té, vino, conversación, amistad,
música, belleza. Todo lo necesario para restaurar la magia de la
mente, el corazón y el cuerpo.
—Sígame —dijo Phelan, y me condujo a través del patio hasta un
pasaje abovedado que nos llevó al interior de la taberna.
Era un lugar abarrotado y vibrante, que bullía de conversaciones
y risas. Las mesas y las sillas estaban dispuestas sobre los suelos de
baldosas azules, y los reservados estaban tallados en las paredes. De
las vigas de madera colgaba una gran cantidad de faroles que
bañaban la taberna con una luz tenue y cálida. El aire olía a hierbas y
a vino dulce, y noté con alarma que había un espejo detrás de la
barra. Pero había mucha gente reunida y la luz era tenue, lo que le
daba un toque romántico. No temí mi re ejo, así que seguí el sinuoso
camino de Phelan entre las mesas hasta uno de los reservados.
Vi a Nura y a Olivette antes de que ellas me vieran.
Las chicas estaban sentadas una al lado de la otra, con las caras
inclinadas hacia delante mientras hablaban. Una de ellas tenía el
pelo rubio y blanco, y una tez sonrosada con unas cuantas pecas en
la nariz. Su compañera tenía el pelo rizado y castaño, que le llegaba
por los hombros, los labios pintados de rojo y la piel morena clara.
Ambas iban vestidas con colores brillantes, y se me disparó la
ansiedad cuando vieron que nos acercábamos.
—¡Phelan! —gritó la rubia con entusiasmo—. ¡Vamos,
preséntanos! ¡Llevamos mucho tiempo deseando conocer a la maga
que casi te mata en la entrevista!
—Ya me imagino. —Le siguió la corriente, pero vi que un rubor
coloreaba sus mejillas cuando se volvió hacia mí—. Anna Neven,
estas son Olivette Wolfe y Nura Sparrow. Olivette y Nura,
permitidme que os presente a mi compañera, Anna Neven.
—Es un placer conocerte, Anna —dijo Nura. Su voz era profunda
y suave en comparación con el tono agudo de Olivette—. Venid,
uníos a nosotras.
Me deslicé en el asiento frente al suyo y Phelan se acomodó a mi
lado.
—Quiero saber en qué te inspiraste para utilizar los cuadros de la
galería —dijo Olivette con premura—. Fue ingenioso, pero también
muy arriesgado. ¿Cómo fuiste capaz de dominar el arte de otra
persona, Anna? ¿Estás muy versada en la metamara?
«Allá vamos», pensé con una punzada de miedo. Era el mismo
miedo que sentía cuando veía un espejo, un frío impacto que hacía
que mi espíritu se hiciera un ovillo. Sin embargo, sonreí y me inventé
una respuesta.
—Fue arriesgado, por supuesto. No voy a ngir lo contrario. Pero
hace tiempo que soy una admiradora del arte, y, como había oído
que Phelan estaba muy poco impresionado con las otras entrevistas
que había hecho ese día…, sabía que tenía que hacer una jugada
peligrosa para captar su atención.
—Mmm. —Olivette sonrió, mirándonos a Phelan y a mí—. Te
conoce bastante bien, amigo mío.
—Es fácil de leer —comenté con una risa nerviosa.
—Ah, ¿sí? —replicó él, y sentí cómo me miraba.
—Sí —respondí, agradecida de que el tabernero llegara, llenando
nuestras copas y dejando una bandeja de pan cortado, queso en
daditos, aceitunas y una variedad de mermeladas de colores—. Sus
ojos traicionan a veces sus pensamientos.
—Si es así —me comentó Phelan, bajando la voz, ofendido—,
entonces lea mis ojos ahora. Dígame en qué estoy pensando.
Me tomé un sorbo de vino antes de encontrarme con su mirada.
Sus ojos eran oscuros, como lunas nuevas, y, a pesar de todos mis
alardeos…, no tenía ni idea de los pensamientos que le
atormentaban.
—Está pensando que tiene hambre y que el ruido de esta taberna
es demasiado fuerte para su gusto. —Me burlé, y levanté la copa
hacia él.
Phelan chocó a regañadientes su copa contra la mía, y la tensión
entre nosotros se disipó cuando empezamos a comer.
—¿Eres artista, Anna? —preguntó Nura.
—No —respondí enseguida—. Por desgracia, no tengo ese
talento, pero me encanta el trabajo de los demás. —Y llegó el
momento de dirigir la conversación hacia ellas. Sonreí y pregunté—:
¿De qué conocéis a Phelan?
Olivette y Nura intercambiaron una mirada.
—Conozco a Phelan desde hace años —contestó al nal Olivette
—. Fuimos juntos a la escuela.
—Yo conocí a Olivette hace dos años —explicó Nura—. Cuando
ella buscaba compañero. Y me presentó a Phelan poco después.
Olivette untó una rebanada de pan con mantequilla de miel.
—Nuestro territorio está junto al de Phelan, por si aún no te lo ha
dicho. Y tenemos la tradición de comer aquí al menos una vez al
mes, antes de la próxima luna nueva.
—Una tradición muy bonita —comenté, y lo dije en serio. Yo
también quería ese tipo de camaradería.
Nuestro segundo plato de comida llegó, distrayéndonos, y poco a
poco me fui sintiendo más cómoda, pero nunca bajé la guardia. Si
soy sincera…, disfruté de la compañía de Nura y Olivette. Quizá
más de lo que debería.
—Nos avisarás si Phelan decide volverse un lunático, ¿verdad,
Anna? —preguntó Olivette de repente.
Por el rabillo del ojo, vi cómo Phelan casi se atragantaba con el
vino.
—No voy a volverme un lunático, Oli —dijo de forma escueta,
como si ya lo hubieran discutido antes—. Ya te lo he dicho. No voy a
dejar Bardyllis ni mis calles en mucho tiempo.
«Lunático».
«Buitre».
Deslicé los ojos con recelo para mirarle.
—Eso lo dices ahora, pero oyes las habladurías que hay entre los
nuestros —dijo Nura—. La maldición del ducado de Seren ya lleva
un siglo, tentando a todos los guardianes del reino. Un trono vacío,
una fortaleza maldita llena de pesadillas. ¿Quién de nosotros no
querría experimentarlo?
—Suena horrible —respondió Phelan en un tono neutro—.
Además, si la maldición se rompe, nos quedaremos todos sin trabajo,
¿no?
La maldición de la luna nueva dictaba tanto nuestras vidas que
me resultaba casi imposible imaginarme viviendo en un reino donde
las pesadillas no tuvieran tanto poder sobre nosotros. Pero Phelan
tenía razón: si alguien conseguía abrir las puertas de la montaña y
ascender a la fortaleza en las nubes, y además romper la centenaria
maldición, la luna nueva se convertiría en una noche tranquila. Los
guardianes no seríamos necesarios.
—¿Cómo se puede romper la maldición? —pregunté. Ni siquiera
los descendientes de las montañas de Hereswith sabían quiénes eran
en realidad, y sus historias les habían sido transmitidas por
antepasados que habían vivido la disolución.
—Solo son rumores —respondió Nura—. Pero la mayoría de los
lunáticos creen que se reducirá a derrotar a una pesadilla en la
fortaleza.
—Phelan, te lo advierto —le dijo Olivette, apuntándole con una
aceituna que había pinchado—. Si te atreves a huir a las montañas
sin decírnoslo a mí y a Nura, te mataré.
—No tienes de qué preocuparte —contestó.
—Ya lo mencionaste una vez.
—¡Exacto, una vez! ¡Cuando teníamos diez años, Oli! —Phelan
contratacó—. ¿Acaso sabes lo imposible que sería llegar a la cima de
la montaña? Las puertas están encantadas y nadie ha podido
abrirlas.
—Sería una gran aventura…
—Sí, una que nos mataría a todos —concluyó Phelan.
—De todos modos, Anna —dijo Olivette con un suspiro—, ¿nos
avisarás si cambia de opinión?
—Lo prometo —contesté, y, para su gran deleite, hice chocar mi
copa con la suya y la de Nura.
Cuando Phelan y yo salimos de la taberna, eran las ocho y media
y estaba muy oscuro, y, aunque la tormenta había cesado, las calles
estaban resbaladizas por el agua, brillando como la obsidiana a la luz
del farol. El frío se había colado en el aire; por n parecía octubre.
—¿Tiene frío, señorita Neven? —Phelan caminaba a mi lado a
paso ligero. Mantenía la mirada ja delante de nosotros, porque las
calles seguían estando concurridas, pero me di cuenta de que no se le
escapaba nada. Ni siquiera un ligero escalofrío mío.
—Estoy bien —respondí.
Seguimos adelante en un incómodo silencio, pero me alegró
descubrir que empezaba a reconocer el trazado de las calles. Giramos
hacia una calle tranquila; los robles se erigían como centinelas a lo
largo del camino y olía a musgo, hojas húmedas y piedras mohosas.
Estábamos cerca de su casa.
—¿Puedo acompañarla a casa? —preguntó Phelan, justo antes de
que llegáramos a su verja. Por n me miró. Un mechón de cabello
oscuro se le había escapado de su habitual cinta. Me pregunté qué
aspecto tendría con el pelo suelto, sin atar. Como si supiera en qué
estaba pensando, frunció el ceño. Yo sonreí a su vez.
—No, pero gracias, señor Vesper. —Di un paso atrás, pero mis
ojos permanecieron en los suyos—. ¿Le veré mañana, entonces?
No dijo nada, pero la lluvia volvió, un susurro frío a través de las
ramas de los robles.
Estaba a siete zancadas de él cuando oí sus botas sobre los
adoquines, venía detrás de mí.
—Si no me deja acompañarla a casa, tome mi chaqueta o
permítame que le llame un carruaje —sugirió, y yo me giré
sorprendida—. Al menos, llévese el paraguas.
Sacó la pequeña baratija de su bolsillo y pronunció el
encantamiento para devolverla a su tamaño natural. Y, cuando me
extendió el paraguas…, lo acepté, con mis dedos helados rozando los
suyos.
No lo quería. Por lo que sabía, lo había hechizado a conciencia, y
el paraguas me seguiría todo el camino a casa. Pero tampoco podía
rechazarlo, no cuando la lluvia se volvía más intensa, empapándome
el pelo y la blusa en unos instantes. No cuando me miraba con tanta
intensidad, como si temiera que me resfriara y me muriera en sus
brazos.
—Gracias —dije, carraspeando para ocultar lo oxidadas que
sonaban esas palabras—. Es muy amable de su parte…
—Si cree que soy amable, entonces la he engañado —comentó de
forma lacónica. Sorprendida por lo que acababa de admitir, observé
cómo la lluvia goteaba de su sombrero de copa—. No soy mejor que
todos los demás nobles de la corte, y todos formamos parte de un
juego, señorita Neven.
Durante un momento embriagador, temí que hubiera visto a
través de mí. Pensé que podría haberme fracturado, por haberme
ablandado durante la cena con sus amigas. Resistí el impulso de
tocarme la cara, para asegurarme de que mi disfraz siguiera siendo
sólido.
—La veré por la mañana —masculló en un tono brusco.
Lo dejé parado en mitad de la calle, con ganas de que se fuera.
Esperé a estar a dos manzanas de distancia antes de llamar a un
carruaje, agradecida de estar resguardada de la lluvia. La cabeza me
daba vueltas, trastornada por las extrañas palabras que me había
dicho Phelan.
«Si cree que soy amable, entonces la he engañado».
Cerré el paraguas y lo apoyé contra el asiento.
Cuando el carruaje estaba a tres calles de la casa de mi madre, me
bajé. Y, por si acaso mis sospechas resultaban ciertas, dejé el
paraguas de Phelan en el asiento.
16

P
ronto llegó una pesadilla, algo que había estado esperando con
ansia, ya que comenzaban a pasar los días y no había surgido
ningún sueño siniestro. Estaba en la biblioteca, regando las
plantas de Phelan, cuando me trajo la carta.
—¿Se ve capaz de registrar una pesadilla, señorita Neven?
Dejé la regadera.
—Por supuesto. ¿Voy a ir sola?
—Es una de las pesadillas del duque —dijo Phelan, levantando la
carta, que tenía un sello de cera que parecía una gota de sangre—.
Lord Deryn ha oído hablar de mi nueva compañera, y por eso ha
mandado una invitación para conocerla. La acompañaría, pero mi
madre me ha citado para una de sus reuniones del consejo en el lado
oeste de la ciudad, y me temo que me llevará casi todo el día.
—Puedo registrar el sueño del duque yo sola —le respondí—. Y
entonces me di cuenta de que Anna Neven no debería saber cómo
adivinar una pesadilla, e hice como si dudara—. ¿Y si la pesadilla
requiere adivinación? Todavía no sé cómo hacerlo.
—No será necesario —respondió Phelan, dejando la carta del
duque sobre la mesa—. Su Excelencia siempre recuerda sus sueños al
detalle. Lo único que necesita para la visita es el libro de las
pesadillas, tinta y una pluma. ¿Le parece bien, señorita Neven?
—Sí. —Comencé a recoger lo que necesitaba. Me temblaban las
manos y me entró un ataque de nostalgia inesperado. Casi había
podido engañarme a mí misma, ngir que estaba en casa de nuevo,
en Hereswith, guardando lo que necesitaba para ir a visitar a los
Fielding. Un día que había ocurrido hacía tan solo unas semanas y,
sin embargo, lo sentía muy lejano.
—Como ya le he dicho —continuó Phelan, interrumpiendo mis
pensamientos y entregándome un bolso de cuero para que guardara
mis cosas. Deslicé con cuidado el libro dentro de él—, estaré fuera
hasta que anochezca, pero es más que bienvenida a quedarse aquí y
cenar con Deacon y la señora Stirling. De hecho, probablemente ella
se ofenderá si no lo hace.
Sonreí.
—Entonces cenaré aquí. —Cerré el bolso y me deslicé la correa
gastada por el hombro.
—Muy bien. Yo tengo que irme ya, pero, si quiere, mañana puedo
enseñarle cómo adivinar un sueño —me propuso.
Asentí, y nos fuimos por caminos distintos.

El duque me estaba esperando en su salón. La sala era amplia y


estaba muy iluminada. Las paredes estaban revestidas de madera y,
por fortuna, no había espejos que sortear. Detrás de los sofás y las
sillas había soportes de candelabros dorados. La chimenea era de
mármol azulado y crepitaba con un fuego que se quemaba
lentamente. Unas cortinas con borlas enmarcaban las altas ventanas,
que daban al jardín delantero y a la calle. Había bustos de héroes en
las esquinas y un pequeño olivo crecía en una maceta delante de una
de las ventanas que estaban orientadas hacia el sur.
Hice una pausa para empaparme de aquella grandeza. Olí al
duque antes de verlo, pues había un aroma extraño en el aire, como a
pergamino podrido, seguido del dulzor de la bergamota.
—Usted debe ser Anna Neven —dijo.
Me sobresalté y me giré hacia él. Recordé todo lo que había
aprendido sobre protocolo e hice una reverencia apropiada, aunque
el peso del bolso me hizo parecer torpe.
—Es un placer conocerle, lord Deryn.
—Basta de formalidades —me contestó el duque con una sonrisa.
La luz del sol brillaba en sus dientes perfectos—. Soy yo quien tiene
el honor de conocerla hoy. Phelan está destinado a convertirse en
uno de los mejores magos de Endellion, y me complace saber que ha
encontrado a una buena compañera.
¿De verdad estaba destinado a ser uno de los mejores?
—Venga, acompáñeme a la mesa —me propuso lord Deryn,
guiándome a través de la habitación hasta donde se encontraba una
mesa de juego redonda bañada por los rayos del sol. Había una
bandeja de té preparada para nosotros con galletas de jengibre y
pequeños sándwiches.
Me senté y coloqué con cuidado el libro de las pesadillas sobre la
mesa mientras el duque nos servía a los dos una taza humeante de
té. Parecía que tenía la edad de mi padre, con el pelo castaño ceniza
y corto. El color plateado de su barba captaba la luz del sol, al igual
que el trío de anillos de esmeraldas de sus delgados dedos. Iba
vestido de negro y dorado, y, bajo el breve aleteo de su chaqueta,
creo que vi una pequeña daga enfundada en un lateral. Pero tal vez
me confundí.
—¿Ha vivido siempre en Endellion, señorita Neven? —preguntó.
Tomé la taza de té que me ofreció y me dispuse a echarme nata y
azúcar. Pero me sudaban las palmas de las manos. Mentirle a Phelan
no había sido difícil, debido a nuestra historia. Mentirles a Nura y a
Olivette lo fue aún más, porque me caían bien, al igual que engañar
al pequeño Deacon. Pero ¿mentirle al duque de Bardyllis a la cara?
Estaba tejiendo una red peligrosa, una que podría atraparme.
—Sí, Su Excelencia. Mi madre era costurera en el barrio oeste.
—Ah, ¿sí? ¿Dónde exactamente? —preguntó, acomodándose en
la silla enfrente de mí. Se jó en mis ropajes, lo que hizo que me
pusiera rígida—. Siempre estoy a la caza de un buen sastre.
Tragué un sorbo del té hirviendo. Se me enroscaron los dedos de
los pies dentro de las botas, y me ordené mantener la calma e hilar la
mentira.
—Mi madre falleció la primavera pasada, Su Excelencia. Estoy
segura de que para ella habría sido un honor trabajar para usted. Era
de clase baja y no le daban trabajo en ninguna tienda, así que andaba
de aquí para allá, a cualquier lugar donde pudiera encontrar trabajo.
—Ya veo —dijo, y creía que me estaba estudiando con demasiada
atención—. Qué desgracia. ¿Y su padre? ¿Fue él el que le enseñó
magia?
—Nunca he conocido a mi padre. Mi madre era maga y me
enseñó todo lo que sé.
—Deben de haber estado muy unidas.
Asentí y dejé caer los ojos sobre el té. Para mi alivio, lord Deryn
dejó de hacerme preguntas personales y me preparé para registrar su
sueño.
—¿Ocurrió anoche la pesadilla, Su Excelencia? —pregunté,
abriendo el bote de tinta y escribiendo la fecha, su nombre y su
dirección en una página nueva.
—Sí —dijo, cruzando las piernas y juntando los dedos sobre una
rodilla—. El sueño comienza en la habitación roja de la mansión.
Estamos en primavera y es mediodía, la luz del sol entra a través de
las ventanas, las macetas de ores y vides verdes orecen en la
habitación y me doy cuenta de que mi hermano está de pie entre el
follaje. —Hizo una pausa para darme tiempo a anotar todas las
palabras en el papel.
—¿Sueña a menudo con su difunto hermano, Su Excelencia? —
pregunté con amabilidad, pensando en el hermano mayor del
duque, que había fallecido hacía años.
—Sí —respondió en voz baja, como si aún le doliera su recuerdo
—. Volviendo al sueño… Me pide que pasee por la calle con él,
porque está cansado de las reuniones, de los consejos y de estar
atrapado entre cuatro paredes. Accedo y, de repente, la habitación se
desvanece y estamos caminando por la calle Verdaner hacia el
mercado al aire libre. Entonces, noto que algo va mal. Hay
demasiada gente, demasiados ruidos, demasiado movimiento. Le
digo a Charles que tenemos que volver a la mansión, pero él está
absorto en algo que está delante de nosotros, algo que no puedo ver.
Lo pierdo de vista, pero entonces la multitud se aparta. Me abro paso
para entrar en el espacio vacío y encuentro a mi hermano con el
cuello cortado y tumbado sobre las piedras, desangrándose.
Anoto cada palabra, con la pluma marcando el papel. La tinta se
iba volviendo dorada a medida que escribía debido a algún
encantamiento astuto de Phelan, y sin embargo no me afectaba el
sueño del duque. No entendía por qué me resbalaba como si fuese
agua de lluvia, ya que este tipo de pesadillas suelen despertar mi
compasión.
Tal vez fuera porque el duque había tenido antes incontables
pesadillas con su hermano, registradas en entradas anteriores. Tal
vez fuera porque había leído tantas pesadillas, además de las que
había enfrentado en las calles en las noches de luna nueva, que había
empezado a aprender a interpretarlas.
Esta pesadilla parecía inventada.
No creía que lord Deryn la hubiera soñado anoche.
—Me caigo de rodillas —continuó el duque—. Lo sostengo en
brazos mientras muere, y veo cómo su rostro se vuelve pálido como
la pared e intenta decirme algo, pero no puedo entender sus últimas
palabras.
Terminé de anotarlo y dejé que la tinta se secara durante un
momento. Miré por encima de la porcelana brillante del té, las
galletas y los sándwiches sin tocar y me encontré con la mirada del
duque.
—Lo siento, Su Excelencia. Es un sueño muy perturbador.
Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, y noté el engaño
como si fuera un diamante que colgara de su cuello, brillando con
cada una de sus inestables respiraciones, delatándolo.
Cerré el libro y comencé a recoger, pero no me levanté hasta que
el duque se puso de pie.
—¿Está preparada para enfrentarse a la luna nueva junto a
Phelan la semana que viene? —me preguntó mientras me guiaba
hacia la puerta principal—. Le falta experiencia, ¿verdad, señorita
Neven?
Apreté los dientes y conseguí sonreír.
—Sí, esta es mi primera luna nueva, Su Excelencia, pero he
estado estudiando y preparándome.
Lord Deryn hizo un gesto a su frenético mayordomo para que se
fuera. Nos quedamos solos en el vestíbulo, y fui muy consciente de
que el duque se había colocado entre la puerta y yo. La empalagosa
fragancia de su perfume me inundó de nuevo. Dulce y húmeda.
Comenzó a dolerme la cabeza.
—Me tranquiliza oír eso, señorita Neven. Pero ¿puedo hacerle
algunas preguntas antes de que se vaya?
—Por supuesto, Su Excelencia. —Clavé las uñas en la correa de
mi bolso, marcando el cuero con medialunas.
—Si a Phelan lo hirieran en luna nueva…, ¿lo abandonaría en la
calle para salvarse?
—Nunca abandonaría a mi compañero.
—¿Incluso si eso signi cara que la hirieran o la matasen a usted?
Tenía la boca reseca, tomé un aliento tembloroso, una mezcla de
bergamota, papel viejo mojado y mi intenso deseo de marcharme.
—Aun así, Su Excelencia. No soy de las que abandonan sus
obligaciones.
El duque dio un paso más hacia mí. Resistí el impulso de
retroceder, pero ya tenía preparado un hechizo. Uno que lo
congelaría si intentaba tocarme o amenazarme.
—¿Sabe que hirieron a Phelan hace unos meses, señorita Neven?
—Sí.
—¿Le ha contado qué lo hirió?
—No.
—Quizá deba descubrirlo entonces. Como es su compañera,
debería con ar en usted.
—¿Tampoco sabe usted lo que le pasó?
—Proviene de una familia muy reservada. Pero no me cabe duda
de que usted descubrirá pronto la verdad. O quizá la encuentre en la
luna nueva. Si se entera de algo, señorita Neven, me informará,
¿verdad? Pago bien por la información: riquezas, joyas, prestigio.
Posición. Si quiere ser guardiana en otro lugar, podría encargarme de
ello.
—S-sí, Su Excelencia —contesté, y las palabras eran tan densas
como una or de cardo en la boca. Me paralicé al pensar en el lío en
el que me estaba metiendo, en lo que me estaba ofreciendo.
¿Sabía quién era? Pero ¿cómo? Nunca lo había conocido o había
hablado con él cuando era Clementine. Y, entonces, me di cuenta de
que… él pensaba que yo estaba intentando ascender en la jerarquía
social entre los guardianes. Convertirme en la compañera de Phelan
era una forma rápida de hacerlo, sobre todo para una chica modesta
con escasos recursos.
Al n, el duque me abrió la puerta principal.
Hice una reverencia y me marché en un santiamén. Sentí su
mirada mientras me observaba recorrer el camino de piedra y
traspasar la verja de hierro. No me atreví a mirar atrás para
encontrarme con él.
Sentí que me estaba coaccionando, mintiendo. Un juego entre
nobles.
Y yo comenzaba a pensar que él también sabía que yo estaba
mintiendo.
17

–¡T iene que quedarse a jugar a los siete espectros! —me rogó
Deacon después de la cena.
La noche acababa de teñir las ventanas, y yo estaba ansiosa,
esperando que Phelan regresara de su reunión del consejo. Las
sospechas sobre el duque y su sueño inventado seguían rondándome
los pensamientos; me preguntaba si debía decirle algo a Phelan.
—Quizá mañana por la noche, Deacon —respondí, llevándome
mi plato a la cocina.
Deacon me interceptó.
—¡Por favor, señorita Neven!
—Es que los siete espectros me parece un juego aterrador —dije
con un tono burlón. Pero la forma en la que me habían educado
acabó haciéndose patente, por todas esas veces que mi padre me
había dicho lo dañino que era el juego. Que nunca debía jugarlo.
—No da tanto miedo —insistió—. Se lo prometo. Mi abuela juega
y no se asusta.
—Deacon, ¿dónde están esos platos? —lo llamó la señora Stirling
desde la cocina.
—Por favor —suplicó el chico.
—Está bien, pero solo una partida —concluí, y dejé que se llevara
mi plato—. Que tengo que irme a casa después.
—¡Debería pasar la noche aquí, señorita Neven! Vi que el señor
Vesper tenía una habitación preparada para usted —gorjeó Deacon
antes de meterse en la cocina.
«Ya era hora», pensé, cansada de todas las precauciones que
había tenido que tomar para llegar a casa de mi madre sin que me
descubrieran. Estaba cansada, pero algo más palpitaba en mi
interior, similar a la sensación que experimentaba antes de que
llegara la luna nueva.
Entré en el salón.
La señora Stirling ya había avivado el fuego de la chimenea y
encendido los candelabros. La sala era un baile de sombras, luz y el
destello de los adornos dorados, y me jé en el gran espejo que
colgaba de la pared. Como si me hubiera hechizado, caminé hasta
situarme ante él.
Mi re ejo me devolvió la mirada. Un rostro que casi había
olvidado. Un rostro que ahora parecía el de una extraña, como si una
chica a la que nunca había conocido estuviera al otro lado del cristal,
observándome como yo la observaba a ella.
«No te estás esforzando lo su ciente», decía la chica del espejo,
tocándose un mechón suelto de pelo cobrizo. «No estás haciendo
nada desde que estás aquí, Clem. ¿Esperas que los secretos de esta
familia se levanten y salgan a tu encuentro por voluntad propia?».
Me aparté del espejo, pero me bullía la sangre. Analicé lo que
había averiguado hasta el momento. Mi padre había trabajado una
vez con la condesa y ahora había resentimiento entre ellos. La
condesa era una artista. Su marido había muerto hacía años. El
duque se inventaba pesadillas y parecía demasiado interesado en
Phelan. A Phelan lo habían herido por algo que temía nombrar y el
duque estaba desesperado por saberlo. Lennox quería Hereswith por
razones que aún desconocía. El diecisiete de noviembre podía ser
una fecha importante o no. Pero no acababa de ver cómo funcionaba
todo esto o cómo iba a recuperar el control sobre mi capacidad de
volver a casa.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando llegó Deacon,
con los ojos muy abiertos por la emoción. Se dirigió al armario de los
juegos y rebuscó en sus estantes hasta hallar una baraja de cartas. La
señora Stirling se unió a nosotros, trayendo una bandeja de té con
tarta de crema de azúcar, y los tres nos reunimos alrededor de la
mesa de juego.
Observé cómo Deacon repartía con mano experta cinco cartas por
jugador entre una cucharada de tarta.
—¿Sabe jugar, señorita Neven? —preguntó, con las migas
cayéndole de la boca.
—No, nunca he jugado a este juego, Deacon. ¿Por qué no me
explicas las reglas?
—Conoce la leyenda del ducado de la montaña, ¿verdad?
—Sí, claro que sí.
—¿Y lo de los siete miembros de la corte a los que maldijeron
cuando asesinaron al duque? —añadió Deacon.
—Sí…
—¿Sabe con qué los maldijeron, señorita Neven?
—No pueden morir ni soñar —respondí.
—Exacto —me con rmó con una sonrisa traviesa, como si se
tratara de un destino fascinante—. Los llamamos «espectros». Hay
siete espectros en esta baraja. Son malos: si saca uno, querrá
encontrar la manera de deshacerse de él intercambiándolo con uno
de nosotros.
—¿Por qué no explicas el juego desde el principio, Deacon? —
sugirió la señora Stirling.
—Vale —musitó, avergonzado—. Tiene cinco cartas en la mano,
señorita Neven. No deje que ni mi abuela ni yo las veamos. Puede
deshacerse de una de las cartas que tiene, pero ha de coincidir en
palo o en número. Si coinciden, no tiene que robar del mazo. Si no
coinciden, tiene que robar una nueva carta, o puede intentar
intercambiar una. El objetivo es ser la primera persona en deshacerse
de todas las cartas, pero es complicado, porque puede tener uno de
los espectros. Y eso es lo último que querrá al nal de la ronda. Si
pierde, tendrá una terrible pesadilla cuando se duerma.
Estudié las cinco cartas que tenía. Dos diamantes, una pica y dos
de los espectros. «La suerte del principiante», pensé con un
resoplido, pero luego estudié la primera carta de los espectros más
de cerca.
Representaba a un hombre de mediana edad vestido con una
túnica azul. En los bordes de las mangas tenía cosidas lunas y
estrellas. Su rostro era melancólico, con la cabeza inclinada, una
mano sobre el corazón y la otra levantada como si estuviera
haciendo una súplica. Tenía el cabello rubio hasta que incliné la carta
y el color cambió a un rojo ardiente. O tal vez fuera una cascada de
sangre, que empezó a gotearle desde las puntas del pelo,
estropeando su vestimenta.
Sin aliento, volví a inclinar la carta y su pelo volvió a ser dorado
y las marcas de sangre desaparecieron.
Un mago deviah había creado estas cartas. Un mago muy versado
en el arte, que sabía cómo poner capas de encantamiento dentro de
la ilustración. Algo que una vez anhelé lograr. Sentí un dolor en el
pecho y lo reprimí de inmediato.
La segunda carta de los espectros me sorprendió aún más, pues
estaba completamente en blanco, salvo por el título al pie de la carta:
«El perdido». Pero cuando incliné la carta hacia la luz, una escena
oreció en ella. Paredes de piedra, estandartes azules, mesas de
caballete. El gran salón de un castillo, con un trono vacío en el
estrado.
Ya había leído sobre este lugar, en el sueño de Knox Birch. Se
trataba de la fortaleza en las nubes, la sede del ducado de Seren. Un
escalofrío me recorrió la espina dorsal cuando volví a inclinar la
carta y vi cómo la escena se desvanecía una vez más, como si nunca
hubiera existido.
—Pero ¡señorita Neven! —la regañó Deacon—. ¡Ahora sé que
tiene no uno, sino dos de los espectros! La abuela y yo no querremos
intercambiar ninguna carta con usted en esta ronda. Tiene que
mantenerlos en secreto.
—Deacon —le advirtió la señora Stirling—, sé amable. Es la
primera vez que la señorita Neven juega.
Apenas estaba escuchando, pues volví a estudiar la primera carta
de los espectros. En la parte inferior estaba inscrito el título del
hombre maldito. «El consejero».
—¿Cómo se llaman todos los espectros? Hace mucho que no oigo
la leyenda.
—La heredera, el consejero, el maestro de la moneda —comenzó
Deacon, enumerándolos con los dedos—, la espía, la dama de
compañía, el guardia y el perdido.
—¿Y quién es el perdido? No se ve en la carta.
Exasperado porque ahora le había informado del espectro exacto
que tenía entre las manos, Deacon dijo:
—Es al que dejaron atrás en la fortaleza cuando cayó el ducado.
Como castigo por haber matado al duque. Todos los demás huyeron
antes de que llegaran las pesadillas.
Me pregunté si aquellas personas eran solo un mito o si todavía
vivían y respiraban, solas en la fortaleza abandonada en la cima de la
montaña. Si alguna vez se habían parado en los pretiles y habían
mirado hacia el valle, hacia donde Hereswith residía entre la hierba
y los árboles frondosos. Y entonces recordé la historia de Imonie, la
que me había contado justo después de habernos ido de casa. La
leyenda sobre la mujer con sus hijos gemelos y cómo uno de sus
hijos se había perdido en la montaña, incapaz de abandonar su
sombra. El cuento de Imonie no había dicho por qué uno de los
gemelos estaba condenado a quedarse atrapado, pero supuse que esa
leyenda complementaba el juego de los siete espectros. Si el perdido
era el asesino, la maldición no le permitiría salir.
—¿Está lista para jugar ahora, señorita Neven?
—Sí, he entendido las reglas —contesté—. Juguemos.
La señora Stirling fue la primera. Puso el tres de corazones, para
que coincidiera con el tres de diamantes que estaba boca arriba en la
mesa, lo que provocó un gemido de Deacon. Me tocó el turno a mí y
puse una de mis cartas de diamantes. Deacon no tenía ninguna carta
para la pila de descartes y le pidió intercambiar una a la señora
Stirling.
Pasaron unos cuantos turnos más en la mesa, y entonces se
cumplió mi deseo: saqué otra carta de espectro del mazo.
«La espía». Una mujer cuya edad era difícil de descifrar con su
rostro liso y anguloso y su larga cabellera rubia. Era delgada y fuerte,
iba vestida de cuero negro manchado de algo oscuro, y, cuando
incliné la carta, de su cabeza brotaron cuernos y le crecieron hojas
entre sus mechones. Una estela de humo escapaba de su boca.
Me quedé helada, mirando la carta. Una trol. La espía de la corte
caída de la montaña era una trol.
—Pero ¡señorita Neven! —gritó Deacon—. ¡Tiene que tener
cuidado con su cara! ¡Ahora sé que tiene otra carta de espectro!
Mi atención permanecía centrada en la carta, en cómo la espía
cambiaba en mi mano según el ángulo desde el que la mirara.
Humana. Trol.
«Mazarine».
Pensé en su reserva de secretos, en su astuto disfraz, en la vieja
magia que conocía. En cómo el tiempo parecía no tener poder sobre
ella.
Deacon y la señora Stirling me vencieron en esa ronda de los siete
espectros; admití la derrota con el consejero, la espía y el perdido
aún en mis manos. Pero gané en conocimiento, algo que solo podía
conseguir perdiendo.
Mazarine había sido una vez la espía del ducado de la montaña.
Era una de los siete malditos, lo que signi caba que no podía
morir ni soñar. Y si no podía soñar, seguramente mi padre lo habría
sabido.
Durante todo este tiempo, un espectro de Seren había estado
viviendo bajo su vigilancia, en nuestro pueblo. Y nunca había dicho
una palabra al respecto.

—Señorita Neven, tengo una habitación de invitados preparada solo


para usted —me dijo la señora Stirling después de cuatro rondas a
los siete espectros, rondas que yo había animado para poder ver
cada una de las cartas malditas. Para mi propia derrota y la victoria
de Deacon—. El señor Vesper me pidió que lo hiciera, por si quería
pasar la noche aquí.
Me detuve en el vestíbulo. Eran las diez y media y Phelan aún no
había regresado. Esperaba que no volviera todavía.
—No estoy segura, señora Stirling —repuse—. No quisiera ser
una molestia.
—Pero ¡querida! Por supuesto que no. El señor Vesper y yo nos
preocupamos cuando vuelve a casa por las noches.
Dudé, pero al nal asentí.
—Estoy bastante cansada.
—Venga, déjeme llevarla a su habitación —Se ofreció, y comenzó
a subir la escalera—. Pero tenga cuidado. Estas escaleras suelen estar
resbaladizas los días impares.
Noté con diversión que los escalones estaban un poco
resbaladizos mientras la seguía a la segunda planta. El aire olía a
madera quemada y a hoja perenne, a pradera y a polvo de libros
viejos.
—Siempre me ha gustado esta habitación —comentó la señora
Stirling con un agradable suspiro mientras abría una puerta y
encendía unas velas—. Tiene una maravillosa vista del jardín trasero,
y los días que hace bueno se puede ver la puesta de sol.
La seguí hasta el dormitorio. La habitación era cuadrada, con un
papel pintado de hiedra trepadora. La cama era de buen tamaño,
envuelta en un dosel, y había un armario, un escritorio y dos
ventanas adornadas con cortinas de terciopelo verde oscuro.
Y un espejo ovalado, colgado en la pared sobre el lavabo.
Me detuve antes de pasar junto a él, y la señora Stirling terminó
de encender las velas, extendiendo en un acto re ejo una arruga
olvidada en el edredón.
—También hay ropa nueva en el armario, si quiere cambiarse,
señorita Neven —añadió.
—¿Dónde duermen usted y Deacon? —pregunté.
—¡Ah! No vivimos aquí. Vivo cuatro puertas más abajo y estaré
aquí antes de que amanezca para encender el fuego y preparar el
desayuno.
No me había dado cuenta de que viviría sola con Phelan. Había
supuesto que la señora Stirling y Deacon se alojaban aquí. Sin duda
era un detalle que debía ocultarle a mi padre, y esperaba que
comprendiera que mi plan había echado nalmente raíces y no se
preocupara cuando no me presentara esta noche. De todos modos,
mañana era lunes. Tendría la tarde libre para ir a casa de mi madre y
explicarles la nueva situación.
—¿Y está segura de que al señor Vesper no le importará que me
quede aquí… con él? —pregunté.
La señora Stirling sonrió.
—En absoluto. A menos que se sienta incómoda con esto,
señorita Neven. Y, si es así, dormiré aquí esta noche en la planta baja.
—No, no será necesario —me apresuré a decir.
—Señorita Neven —dijo como si recordara algo importante, y
metió la mano en el bolsillo de su delantal—, será mejor que se tome
un remedio esta noche, ya que ha perdido a los siete espectros.
Extendí la palma y ella dejó caer uno de los viales de Phelan en
mi mano. Procedí a bebérmelo, sorprendida por lo dulce que sabía.
Miel con un toque de hierbabuena, mucho más agradable que la
receta de mi padre.
—Buenas noches, señora Stirling —me despedí, y esperé a que
bajara las escaleras antes de cerrar la puerta.
Me dirigí primero al armario, con curiosidad por ver qué tipo de
prendas colgaban dentro. Había un puñado de vestidos de colores,
camisolas blancas, corpiños bordados con cintas de encaje, camisas
de seda y faldas que parecían hechas a mi medida. Tres capas
diferentes, para mantenerme caliente en mis paseos. No había
reparado en gastos. Complacida, tomé una de las camisolas. Era
lujosamente suave contra mi piel, y me desenredé el pelo y me lavé
la cara con agua de lavanda antes de salir al pasillo.
Escuché los extraños sonidos de la casa cuando la señora Stirling
y Deacon se marcharon por la noche, cerrando la puerta principal.
Escuché cómo las paredes crujían y gemían, como si la madera y los
clavos tuvieran algo que decirme. Como si supieran que estaba aquí
con malas intenciones y protestaran por mi presencia.
Enseguida, me dispuse a lanzar un encantamiento de alerta en la
verja de la entrada, para que me avisara de que Phelan se
aproximaba cuando volviera a casa. Entré en su habitación, donde la
señora Stirling había dejado un montón de candelabros encendidos.
Su dormitorio era modesto, compuesto por colores tierra: verdes,
marrones y grises. Un mosaico con una escena de un un bosque
adornaba una de las paredes y en una esquina había un armario y en
la otra, un escritorio. Había pilas de libros en el suelo, lo que me
sorprendió, ya que Phelan parecía amar el orden. Las cortinas
estaban echadas, y su cama de cuatro postes era espaciosa, con un
dosel decorado con borlas en los postes. Un espejo colgaba de la
pared sobre un lavabo.
Me dirigí a su escritorio y me senté en una silla tambaleante,
procediendo a abrir los cajones, teniendo cuidado de la disposición
de cada cosa. No tardé en encontrar la pila de correspondencia,
atada con una cinta roja. Una pila de cartas, todas ellas dirigidas a
Phelan.
Ansiosa, leí la primera. Era una carta del duque, y, para mi
sorpresa, su letra estaba torcida en la página, como si tuviera una
mano inestable.
«Sus deudas han quedado saldadas. No hace falta que me dé las
gracias, pero reunámonos para tomar el té este viernes, para hablar
de la luna nueva y de cómo podemos prepararle mejor».
Sucinto y prometedor. Me gustaría que hubiera más. La fecha era
el doce de julio. Volví a meterla en el sobre y pasé a la siguiente. Una
factura, un recibo, un recordatorio del impuesto de los sueños y
cuánto debían las calles de Phelan. Lo revisé todo, el papel crujía
bajo mis manos. Y entonces me encontré con un pequeño retrato.
El retrato era de Lennox Vesper. Era joven, quizá tuviera trece
años, y tenía un aspecto taciturno, como si lo último que hubiera
querido fuera posar para un cuadro. El tono y el estilo del arte me
resultaban familiares, como la sensación de estar cruzándome con
alguien que había conocido antes, sin poder recordar su nombre.
Estaba intentando acordarme hasta que incliné el retrato para
estudiarlo más de cerca. Y Lennox se transformó en Phelan.
Me quedé mirando esta versión más joven de él. Todavía con una
pizca de tristeza en los ojos, su pelo oscuro atado con una cinta. Lo vi
fundirse con su hermano y luego regresar a ser él, y me pregunté
cómo sería tener un gemelo.
Entonces se me vino a la mente. El mismo artista que había
ilustrado las cartas de los siete espectros en el salón había pintado los
retratos de los hermanos. Phelan debía conocer a un mago deviah, y
de repente me entraron ganas de saber quién había creado tan
maravillosos retratos.
Seguí revisando las cartas, intuyendo el poco tiempo que me
quedaba. Un trozo de pergamino se desprendió de la pila y cayó al
suelo. Me quedé mirándolo durante lo que me pareció un invierno
entero, y fue como si un dedo helado me recorriera la columna
vertebral cuando me incliné para recuperarlo.
Reconocí la letra de Phelan. La había leído día tras día en el libro
de las pesadillas y había llegado a conocerla bien.
Simple y llanamente, el papel decía:
«Hereswith:
Ambrose Madigan, guardián.
Clementine Madigan, su hija. ¿Aprendiz? ¿Compañera?».
Me quedé mirando mi nombre.
Temblando, la guardé, enterrándola bajo un mar de sobres
sellados con cera, hojas de pergamino sueltas y el retrato de dos
caras. Pero quería más, aunque me provocara dolor, y estaba
abriendo otra carta que parecía ser de la condesa cuando sonó el
tintineo de una campana.
Mi hechizo de alerta.
Phelan había llegado a la verja.
Me quedé sin aliento cuando devolví rápido el contenido a su
escritorio, tal como lo había encontrado. Pero me temblaban las
manos y el sabor a hierro me rondaba la boca mientras me levantaba
y atravesaba su habitación, con la luz del fuego como único testigo
de mi registro.
Cerré la puerta de mi habitación justo cuando se abrió la puerta
principal.
Ya estaba vestida para dormir, así que me metí bajo las sábanas,
hundiéndome en el lujoso colchón de plumas. «La luz», recordé tras
una respiración super cial y susurré un encantamiento. Las velas se
apagaron, una a una, dejándome en la cargante oscuridad de una
habitación desconocida en la casa de mi rival. Poco a poco, me
deslicé bajo la colcha, con el pelo enredado en la almohada.
Oí los pesados pasos de Phelan mientras subía las escaleras. Se
detuvo en la parte superior, como si me hubiera percibido en la
habitación de invitados. Tarde, recordé que le había prometido a mi
padre que protegería mi puerta y las ventanas con un hechizo.
Phelan se retiró a su dormitorio, al otro lado del pasillo, y cerró la
puerta tras de sí con un silencioso clic.
La casa se sumió en un inquietante silencio.
Mi corazón no cesaba su extraño y desigual latido. ¿Se estaba
convirtiendo en más piedra o se estaba resquebrajando en más
carne? No lo sabía, pero me dolía cuando respiraba hondo. Ardía de
miedo y de furia, y, cuando cerraba los ojos, lo único que podía ver
era mi nombre, inclinado con su letra en tinta oscura y en negrita.
18

–A
lguien llegó anoche tarde a casa —dije al entrar al
comedor a la mañana siguiente. Phelan estaba allí, sentado
en su sitio habitual. Su cabello moreno estaba recién
lavado y peinado hacia atrás, y bebía té sin hacer ningún ruido,
leyendo el periódico mientras cortaba metódicamente un trozo de
quiche. Llevaba ropa formal, como siempre.
—Y alguien decidió dormir anoche en mi habitación de invitados
—respondió con una ceja arqueada, levantando la vista del
periódico.
Me recorrió el cuerpo con los ojos. Llevaba el pelo trenzado como
si fuera una corona y uno de los vestidos que había mandado
confeccionar, un vestido elegante pero sencillo de color verde bosque
con ora y fauna bordada en el corpiño con hilo dorado. Esperé a
que me dijera algo, pero no lo hizo, así que suspiré y accedí a
sentarme, agarrando la tetera.
—No volveré a aprovecharme de su hospitalidad, señor Vesper
—murmuré, llenándome la taza—. Ha sido tan solo por una sola
noche.
—¿Se estaría aprovechando de ello si se lo ofreciera? —preguntó,
volviendo a apartar la vista al periódico. Pero su atención seguía
puesta en mí, y no sabía si eso era algo bueno o muy malo—.
Debería quedarse aquí, señorita Neven. Creo que sería más fácil para
los dos.
—¿Para los dos? —repetí, cortando una enorme porción de
quiche.
—Sí. Estoy preocupado por usted, ya que se niega a decirme el
barrio en el que vive o a dejarme que le pague un carruaje para
volver a casa todas las noches —dijo en un tono plano, como si no le
importara que le ocultara secretos. Eso me hizo darme cuenta de que
sí le importaba, y mucho—. Y está ese otro asunto.
—¿Qué otro asunto? —pregunté—. ¿Va a cobrarme por las
prendas del armario? Se ha gastado demasiado dinero en estos
ropajes, señor Vesper, y podría estar en deuda con usted durante
años.
—No. Las prendas son un regalo, señorita Neven. Hablo de cómo
llega tarde al trabajo todas y cada una de las mañanas.
Tomé un largo sorbo de té para ocultar mi sonrisa. He llegado
tarde a propósito, solo para fastidiarle.
—Me temo que no puedo evitarlo, señor Vesper. Todas las
mañanas hay algún choque de carruajes y todos los mercados por los
que tengo que pasar están tan llenos de gente que una apenas puede
respirar, y mucho menos moverse a buen ritmo.
—Podría salir antes de casa, esté donde esté, o residir aquí.
—Mmm… Qué elección tan difícil.
—¿Deberíamos decidirlo lanzando una moneda al aire entonces,
señorita Neven? —preguntó con un tono sarcástico, alisando las
arrugas del periódico.
Fue entonces cuando la palabra oreció por primera vez en mis
pensamientos. «Desenmascáralos». Podría presentar un testimonio
sobre los Vesper, dando detalles de lo horribles que eran. Podría
enviarlo al periódico de forma anónima. Pero necesitaría más
contenido aparte de detallar cómo me habían robado mi hogar.
Necesitaba encontrar los trapos sucios que escondían bajo su
apariencia perfecta.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó Phelan, y me di cuenta de que se
me había dibujado una en el rostro.
No tuve la oportunidad de responder. Llamaron a la puerta una,
dos y hasta tres veces. Un presagio de un invitado impaciente.
Antes de que Phelan o yo pudiéramos movernos, la mesa se
sacudió entre nosotros y Deacon salió de debajo de ella, poniéndose
de pie de un salto, ruborizado por la culpabilidad.
—¡Yo abriré la puerta, señor Vesper! —gritó el chico, y salió
corriendo por el pasillo.
Phelan suspiró profundamente, pero se quedó sentado,
sirviéndose otra taza de té.
Estaba dándole el primer bocado a la quiche cuando sentí la
presencia de la visita, como si una sombra invernal hubiera caído
sobre la mesa. Y entonces lo vi por el rabillo del ojo, de pie en el
umbral.
—¿Lennox? —soltó Phelan sorprendido, levantándose para
saludar a su hermano.
Había pensado en el momento en el que volvería a ver a Lennox
Vesper. Había pensado tanto en ello que a menudo me hacía sentir
enferma. Pero en mi imaginación, el encuentro siempre había
ocurrido en Hereswith. No en la casa de Phelan, no tan pronto.
Me costó mucho refrenar cada aliento, cada pensamiento, cada
latido, para no exponer mi verdadero yo.
Pero mi despiadado corazón se volvió hambriento.
Tomé un largo sorbo de té, con la mirada ja en el periódico
impreso de Phelan que veía del revés, pero observé a los hermanos
desde mi visión periférica.
—Lee —repitió Phelan, andando hasta donde se encontraba su
hermano, en el umbral—. ¿Qué haces aquí? No te esperaba.
—¿Quién es? —preguntó Lennox, y sentí un escozor por su
mirada.
No tuve más remedio que mirarle y sonreír como si no le hubiera
visto nunca.
—Soy Anna —respondí en un tono agradable—. Anna Neven.
Lennox me miró jamente durante otro momento incómodo y
luego desvió su intensa mirada hacia Phelan.
—Anna, este es mi hermano gemelo, Lennox —se apresuró a
decir Phelan, como si se sintiera avergonzado por la grosería de su
hermano—. Lennox, esta es Anna Neven, mi compañera guardiana.
—¿Podemos hablar, Phelan? —pidió Lennox—. En privado. —
Desapareció por el pasillo y sus pasos sonaron en dirección a la
biblioteca.
Phelan dudó, mirándome.
—Estaré bien aquí —le dije.
Escuché cómo Phelan corría por el pasillo y esperé hasta oír cómo
cerraba las puertas. Dejé la servilleta y me levanté, siguiéndolos
hasta las puertas cerradas de la biblioteca. Me aseguré de no
ponerme delante de los paneles de las vidrieras, donde podían
verme la silueta. Y, con cuidado, hice que mi magia pasara por
debajo de las puertas, donde podía captar sus voces.
—Estoy decepcionado, hermanito. ¿No has podido encontrar a
una compañera más guapa? —preguntó Lennox—. Es muy anodina.
Me cansaría de verla todos los días.
Phelan permaneció en silencio. Cuando habló, su voz estaba
cortada por la ira.
—¿Por qué has venido, Lee? Faltan tan solo cuatro días para la
luna nueva. Deberías estar en Hereswith.
—Hereswith —se burló Lennox—. Menudo pueblucho.
—Tenemos un acuerdo.
—Sí, sí, ya lo sé. Yo me quedaría con el pueblo y tú seguirías
trabajando en la ciudad. Estoy tentado de intercambiarnos los
lugares.
Me mordí el labio. Si los hermanos intercambiaban los lugares, yo
podría volver a Hereswith. Estaría en casa, pero mi padre no…
—No habrá ningún cambio —replicó Phelan con frialdad—. Tú
querías el pueblo y ahora lo tienes. No nos desviemos del plan.
—La gente me desprecia. Solo hablan de Ambrose Madigan y de
su hija con ese nombre de fruta.
—Recuerda tu propósito, Lee. No tendrás que estar allí mucho
más tiempo.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé —gritó Lennox—. Por eso estoy aquí,
Phelan. Hay un problema. Faltan sueños en el libro de las pesadillas.
—Como esperábamos.
—No exactamente. —Lennox se paseaba por la biblioteca. Los
suelos de madera gemían bajo su peso—. Nuestro propósito de ir a
Hereswith era para encontrar al durmiente sin sueños. Esperábamos
que una o dos personas tuvieran pesadillas que no se re ejaran en el
registro. Un rastro obvio y fácil de seguir. Pero hay diecinueve
residentes que no tienen registros de sueños. ¡Diecinueve! ¿Cómo se
supone que voy a encontrar a uno entre diecinueve antes de
noviembre? Ese Ambrose Madigan era muy astuto, como si supiera
que un día iríamos a buscar a la trol. La ha protegido bien.
Mi mente se tambaleó.
«Antes de noviembre».
Mi padre protegía a un durmiente sin sueños.
«Mazarine».
Recordé lo que me había preguntado en la última luna nueva:
«Dime, Clementine, ¿has leído alguna de mis pesadillas registradas
en el libro de tu padre?». ¿Me estaba intentando preparar para esto?
¿Había previsto lo que se avecinaba? Intenté entender el motivo por
el que mi padre la protegía. ¿Era tan solo para que pudiera vivir en
paz o porque alguien la estaba persiguiendo? ¿Alguien como la
condesa de Amarys?
Los hermanos siguieron hablando.
—En realidad, Lee…, no es tan difícil. Teniendo en cuenta que
uno de esos diecinueve era el propio guardián. Deberías ser capaz de
distinguir cuál de los demás está tomando remedios todas las noches
y cuál es el verdadero durmiente sin sueños, sobre todo ahora que el
señor Madigan se ha ido.
—¡Por supuesto, no esperaba que Ambrose Madigan soñara! —
gruñó Lennox—. Era un guardián, y nosotros no nos arriesgamos a
enfrentarnos a nuestras propias pesadillas en las calles. Pero su hija,
sea cual fuere su nombre…
—Clementine —dijo Phelan.
El sonido de mi nombre pronunciado por él fue como un beso
inesperado en los labios. Pensé en la hoja de pergamino extraviada
en la que estaba escrito, guardada en su escritorio como un secreto, y
apreté los dientes.
—Sí, Clementine —repitió Lennox—. Ella tampoco soñaba.
—Lo que no es de extrañar, dado que era la compañera de su
padre.
—No era su compañera, sino su aprendiz, Phelan. Debería haber
tenido una o dos pesadillas en ese libro, sobre todo porque vivía allí
desde que tenía ocho años.
Una pausa en la conversación. De repente, mi respiración sonó
demasiado fuerte y temí que los hermanos hubieran percibido que
estaba escuchando a escondidas. Di un paso atrás en silencio, con un
nudo en el estómago, y me topé con algo. Con alguien, me di cuenta,
y me giré para ver a Deacon acechando justo detrás de mí, también
espiando.
Me tragué una maldición. Pero ahora que me había dado cuenta
de que estaba conmigo… Bueno, podría quedarme unos minutitos
más. Me llevé el dedo a los labios y Deacon sonrió, encantado de que
fuera cómplice de su crimen. Nos acercamos más a las puertas.
—Quizá bebiese remedios todas las noches —dijo Phelan—. Su
padre era guardián, así que tal vez no quería encontrarse con una de
sus pesadillas en las calles durante la luna nueva.
—Sí, ya veo lo que me quieres decir —refunfuñó Lennox—. Pero,
aun así…, algo no me cuadra, Phelan. Y eso me lleva a mi siguiente
punto: los he perdido.
—¿A quiénes?
—¡A los Madigan! Les lancé un encantamiento en el carro para
rastrear a dónde iban, como madre quería. Ambrose debió haberlo
percibido y desvió mi encantamiento. Todo este tiempo, creía que se
habían establecido en otro pueblo llamado Dunmoor, no muy lejos
de Hereswith. Pero nunca han pisado ese lugar. Los he perdido por
completo, y madre me matará por ello.
—¿Puedes invocar al señor Madigan?
—Desvalijó la casa antes de irse, así que no. Tan solo hay unos
cordones de unas botas que pueda usar.
Phelan suspiró.
De repente me sentí muy agradecida con mi padre por haber
tomado tantas precauciones.
—Veré si puedo localizarlos desde aquí —dijo al n Phelan—.
Deberías volver a Hereswith y recabar cualquier información de los
residentes sobre a dónde han ido.
—No le vas a contar nada a madre, ¿no?
—No. Tú vas a ser el que se lo diga si de verdad los hemos
perdido.
—Está bien. Si quieres jugar de esta forma…, debería contarte
que él estuvo en una pesadilla de Hereswith no hace mucho tiempo.
—¿Qué? —preguntó Phelan con la voz aguda—. ¿Quién?
—Ya sabes de quién te estoy hablando.
—¿Qué pasó en la pesadilla? ¿Qué hizo?
—Qué lástima, no puedo contarte los detalles, hermano. Son las
reglas de la custodia, ¿recuerdas? A no ser que quieras intercambiar
lugares y quitarme ese aburrido pueblecito.
El silencio crepitó. Resistí el impulso de entrar más en la
habitación con mi hechizo, por miedo a que los hermanos
percibieran mi intrusión.
Y, entonces, Phelan dijo:
—Vete.
—Vamos, Phelan, deberías…
—Vete de mi casa.
Le hice un gesto apresurado a Deacon para que me siguiera al
salón, y doblamos la esquina justo cuando las puertas de la
biblioteca se abrieron de golpe.
«El espejo», recordé con un siseo.
Me arrodillé y me arrastré por el suelo, y Deacon me imitó,
pensando que intentaba disimular. Me deslicé con las manos y las
rodillas por la alfombra hasta que pasé el peligro del espejo, y
entonces me puse de pie y me acomodé en una de las sillas con
respaldo alto, con Deacon cerca detrás de mí. Él se echó en el diván y
los dos tomamos un libro para ngir que leíamos mientras Lennox y
Phelan salían al vestíbulo.
Lennox abrió la puerta, pero se detuvo para mirarme de nuevo, y
le vi negar con la cabeza, como si estuviera decepcionado con su
gemelo. Se me pusieron los nudillos blancos mientras agarraba el
libro, con las palabras nadando en la página ante mí. Pero al n se
marchó, y Phelan cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella, como si
estuviera agobiado.
No levanté la vista hasta que entró en el salón y se paró justo
delante de mi silla.
—¿Va todo bien? —pregunté.
Estaba pálido y tenía los ojos distantes cuando se encontró con mi
mirada.
—Sí, perfectamente. Deacon, ¿puedes ir a ayudar a tu abuela a la
cocina?
Deacon, que intentaba pasar inadvertido, gimió en señal de
protesta, pero obedeció con rapidez, dejándonos a Phelan y a mí
solos en el salón.
—Le pido disculpas por mi hermano, señorita Neven.
—¿Por qué se disculpa?
—Porque es un imbécil.
Cerré el libro y lo dejé a un lado.
—No se disculpe por él, señor Vesper. Aunque imagino que
tendré que demostrar mis habilidades, ¿no? En la luna nueva.
—¿Y por qué habría de ponerse a prueba?
—Porque creo que su hermano piensa que soy una mala
compañera para usted. —Esperé a que Phelan hiciera algún
comentario, pero se quedó callado, y añadí—: ¿Por qué no son
compañeros su hermano y usted? Seguro que los dos serían muy
fuertes juntos.
—Al contrario —se apresuró a responder Phelan—. No me gusta
trabajar con él. Ya hemos luchado juntos algunas veces y he odiado
cada instante.
—Oh, cuánto lo siento —respondí.
Phelan se paseó por el salón y al nal volvió al vestíbulo, donde
tomó su sombrero de copa y su capa del perchero.
—¿Va a algún lado? —le pregunté, poniéndome de pie.
—Sí. Me temo que ha surgido un imprevisto y tengo que
atenderlo. —Se anudó las cintas de la capa al cuello y me miró—. ¿Se
quedará aquí, señorita Neven? ¿Por si llega una petición para
registrar una pesadilla con el correo? Con la luna nueva tan cerca…
A veces la barrera se rompe y los sueños revolotean por ahí.
Entrelacé mis dedos en la espalda y asentí.
—Gracias —dijo Phelan, con una voz suave de alivio.
Lo vi marcharse y sentí la corriente de aire fresco de la mañana
entrar en la casa con su partida.
Volví a sentarme un momento para ordenar mis pensamientos.
Un ligero temblor me sacudió las manos y me quedé mirando la
curva interior de los dedos, preguntándome qué debería hacer.
Porque sabía el motivo por el que Phelan se había ido.
Estaba buscándonos a mi padre y a mí.
19

T
uve algunas pesadillas, pero el resto del día resultó ser un
lunes aburrido. Phelan seguía sin aparecer cuando llegó la
noche, y tuve mucho cuidado con mi encantamiento de sigilo
mientras iba a casa de mi madre para mi primera noche libre.
La comida de Imonie me recibió en el vestíbulo y casi gemí del
gusto mientras me despojaba de la capa y seguía los olores hasta la
cocina. Mi madre estaba poniendo la mesa e Imonie removía una olla
burbujeante de estofado. El aire cálido olía a pan fresco y a romero, y
lo aspiré profundamente.
—¡Por n apareces! —exclamó mi madre, acercándose a mí como
si hubiera estado fuera durante semanas y no un solo día. Enmarcó
mi rostro y me estudió con detalle, y casi me sonrojé ante su atención
—. Supongo que Phelan te ha ofrecido una habitación.
—Sí —respondí—. Mi plan ha salido sin problemas.
—Ten cuidado, Clem —me aconsejó Imonie, agitando una
cuchara de madera hacia mí—. La soberbia siempre te pone la
zancadilla.
Suspiré por su amargura, pero asentí con la cabeza, tomando
asiento justo cuando oí a mi padre bajar las escaleras. Parecía
cansado y, aunque acababa de bañarse, tenía las uñas sucias de
trabajar en las minas. Intenté imaginar cómo sería trabajar desde el
amanecer hasta el atardecer, oculto del cielo y del sol. Trabajar a la
luz arti cial de un farol, blandiendo un pico y olvidando que una
vez había sido un gran mago.
«Parece como si se escondiera de algo», pensé cuando se estaba
sentando al otro lado de la mesa. Y mientras las preguntas pululaban
por mi mente, me mordí la lengua, esperando.
—¿Pasa algo, Clem? —preguntó. Estaba de mal humor, lo que
signi caba que esta conversación podría ir a peor si no tenía
cuidado.
—No. Estoy aquí para la cena y nuestro encuentro semanal, ¿te
acuerdas? —respondí, explicando que ahora tenía una habitación.
Asintió y, mientras hablaba, mi padre se jó en mi bonita ropa.
Frunció el ceño, pero no dijo nada al respecto, para mi alivio.
La cena no transcurrió como esperaba. Pensé que me resultaría
fácil volver a casa y estar con mi familia, en un lugar que me era más
familiar que la casa de Phelan. Pero, para mi sorpresa, el aire estaba
tenso y la conversación se sentía forzada, como si ninguno de los
cuatro supiéramos de qué hablar.
Esperé hasta el postre y el té antes de contarles la información
que había descubierto.
—Enviaron a los hermanos Vesper a Hereswith para encontrar a
Mazarine.
A Imonie casi se le cae la tetera, mi madre se quedó paralizada
con un tenedor en la mano y mi padre se limitó a mirarme, como si
se hubiera imaginado lo que iba a contarles.
—Lennox está ahora mismo molesto —continué—, porque le has
di cultado encontrar a quien busca, todo debido a que ocultaste más
sueños de tu libro de los que esperaba. Diecinueve durmientes en
total, nada más y nada menos.
Mi padre levantó la mano. Sentí que mi comentario le había
ofendido, y dijo:
—No he infringido ninguna ley de los guardianes. He registrado
todas y cada una de las pesadillas que se soñaron durante el tiempo
que estuve protegiendo a los residentes.
—Puede que sea así, papá. Y tal vez anticipaste que esto
sucedería algún día y te preparaste durante años para ello. Pero
quiero saber por qué. ¿Por qué estás protegiendo a Mazarine?
—¿A Mazarine Thimble?
—No njas. Sé que es la espía de Seren. Es un espectro, y quiero
saber por qué la estabas protegiendo.
—Porque me lo ordenaron.
Su respuesta tan rápida me sorprendió.
—¿Quién?
—Eso no te lo voy a decir, Clem.
Le sostuve la mirada, recelosa. Nunca había dudado de él, y mi
respiración se volvió super cial.
—Tanto Lennox como Phelan nos persiguen, papá, con la
esperanza de que identi quemos a la trol. Y creo que la condesa
ordenó a sus hijos que encontraran a Mazarine antes del diecisiete de
noviembre —añadí—. ¿Te dice algo esa fecha?
De nuevo, el silencio era tan denso que te podías ahogar en él.
Pasé la mirada por los tres, de uno en uno. ¿Por qué se comportaban
de forma tan extraña?
Al nal, mi padre bajó la vista mientras cortaba con saña su tarta,
y dijo:
—No tengo ni idea de lo que signi ca esa fecha. Pero gracias por
la información, Clem. Espero que estés teniendo mucho cuidado.
—Sí —respondí, pero no me sentí mejor por haber compartido lo
que había descubierto. Y, aunque la tarta de chocolate de Imonie era
mi favorita, de repente me supo a ceniza en la boca.

Phelan estaba en casa cuando regresé esa misma noche. Seguí un


rastro de luz hasta la biblioteca y lo encontré sentado en su
escritorio, con la cara hundida en las manos y la chaqueta echada
sobre el respaldo de la silla. Llevaba el corbatín del cuello desatado,
el chaleco desabrochado en el pecho y se había quitado las botas. Sus
calcetines estaban sorprendentemente desparejados. Era lo más
desarreglado que le había visto nunca.
Me detuve justo en el umbral, sin saber si quería mi compañía,
hasta que levantó la cabeza y me miró.
—¿Un día largo? —pregunté con amabilidad.
—Mmm. —Alcanzó una tetera y sirvió dos tazas.
Acerqué una silla, manteniendo el escritorio entre nosotros como
distancia de seguridad, y acepté la taza. Lo estudié a la luz de las
velas, las líneas de su frente, la palidez de su rostro.
—Sé que no es asunto mío —comencé—, pero, si me dice qué es
lo que le ocurre…, tal vez pueda serle de ayuda, señor Vesper.
Suspiró y se recostó en su silla.
—Estoy buscando a alguien.
—¿De veras? ¿A quién?
—A alguien con magia.
—¿Es un viejo amigo suyo?
—No, para nada es una amiga.
—¿Una examante entonces?
Casi se atragantó con el té.
—No, una amante, no. «Rival» sería un término más apropiado.
Ella me odia.
—Ah —dije, complacida al darme cuenta de que estaba hablando
de mí—. Entonces, ¿por qué busca a esta rival?
—Tiene conocimientos sobre algo muy importante.
—¿Y cree que se lo diría en cuanto la encontrase? —pregunté—.
Y más teniendo en cuenta que no son precisamente amigos.
Phelan levantó la vista y me miró. Por un momento, temí que
hubiera percibido mi perversa diversión al saborear este humillante
momento suyo, pero exhaló un largo suspiro y dijo:
—Puede que tenga razón, señorita Neven. Aunque la encontrara,
no querría decirme nada.
—Podría lanzarle un encantamiento para que se lo contase —
sugerí con calma, curiosa por saber si haría tal cosa.
—No —contestó de inmediato—. Ese tipo de magia es ilegal y
deplorable. Pero tal vez haya otro camino que pueda tomar.
Lo observé, cautelosa, mientras se levantaba y se dirigía a las
estanterías. Sacó un libro encuadernado en cuero con el lomo
iluminado, y pasó sus páginas hasta que encontró un trozo suelto de
pergamino, metido de forma segura entre las hojas. Observé,
horrorizada, cómo dejaba el pergamino sobre el escritorio al mismo
tiempo que me daba cuenta de que era uno de mis dibujos a
carboncillo.
Sentí frío y calor a la vez. Furiosa y asustada al percatarme de
que ese pequeño dibujo mío estaba a punto de exponerme.
¿Cómo me lo había robado?
Y entonces me acordé. El día que habíamos chocado en la calle,
cuando yo había estado estudiando la marca de la espada del
caballero en los adoquines. Mi portafolio se había caído abierto, mis
dibujos se habían esparcido con el viento. Phelan me había ayudado
a recogerlos, pero no me había dado cuenta de que se había quedado
con uno.
Reprimí mi temblor y me obligué a ponerme una máscara de
calma en el rostro. Tomé el dibujo, estudiándolo como si nunca lo
hubiera visto. Sentía la sangre como oro fundido, hirviéndome en las
venas. Me dolía el pecho cuando la roca rozaba el hueso, y en ese
instante decidí que este era un juego que debía ganar. Dejé de lado
cualquier emoción por mi obra.
—¿Es una artista? —pregunté, sonando como si estuviera
vagamente interesada.
—Sí.
—No es tan buena. ¿Para qué querría robar su obra?
—Pues… ¿cómo? —Phelan frunció el ceño—. No, no la he
robado.
—Entonces, ¿se la ha dado ella?
—Bueno, no.
—Entonces la ha robado. —Dejé el dibujo sobre el escritorio y me
recosté en la silla. Me bebí el té, esperando que aliviara mi temor.
—Me la encontré —respondió Phelan—. Hace unas semanas, me
encontré con ella en la calle y algunas de sus obras se desprendieron
de la carpeta que llevaba. La ayudé a recuperar sus hojas, pero no
fue hasta que nos separamos que encontré esta colgada en un
arbusto más adelante, arrastrada por el viento.
—¿Y por qué no se la devolvió?
Se quedó pensativo. Estaba comenzando a notar que no me
gustaba que estuviera tan callado.
—Da igual. —Me puse de pie para estar a la misma altura que él
—. Ahora tiene una forma de encontrarla. Use este dibujo suyo para
invocarla ante usted.
—Sí, estaba pensando en hacerlo —comentó frotándose la
barbilla. Su mirada permaneció ja en mi dibujo, embelesada.
Necesitaba que lo hiciera ahora mismo, mientras estaba en la
habitación con él. No podía permitirme el lujo de que me invocara
cuando no estuviera delante.
El sudor comenzó a humedecerme el vestido. Me preparé para
cualquier cosa, pensando en mi hechizo protector por si su
invocación rompía mi disfraz y tenía que huir. Tenía el
encantamiento en la punta de la lengua, aguardando como una gota
de miel.
Decidí que debía sentarme y me acomodé en la silla.
—Hágalo ahora, mientras aún tiene unos días antes de que
vuelva la luna nueva. Invocarla requerirá sin duda gran parte de sus
reservas.
—¿Ha invocado a alguien antes, señorita Neven?
—No, ¿y usted?
—Tampoco. Pero quizá tenga razón —dijo—. Debería invocarla
ahora, mientras usted está aquí conmigo.
—¿Y eso por qué? —inquirí—. ¿Tengo que protegerle de ella?
Se rio. Me di cuenta de que nunca había oído su risa. El sonido
era encantador, aunque contuviera una pizca de desprecio.
—Sí, es posible. Lo más probable es que me eche una maldición
cuando se dé cuenta de que la he invocado de esta manera.
—Entonces tal vez debería practicar conmigo antes de invocarla.
—¿Practicar el qué?
—Lo que le dirá a esa maga cuando la invoque. ¿Qué explicación
le dará? Está a punto de quemar una obra de ella.
Phelan gimió y se paseó por la biblioteca. Entraba y salía de la luz
del fuego, las llamas de las velas se tambaleaban con su aparente
angustia.
—No sé qué voy a decirle.
—Pues eso supone un problema —contesté—. Tiene que tenerlo
claro. ¿Qué le ha hecho a esa maga? ¿Por qué le odia? ¿Tiene
motivos?
Phelan se detuvo, de espaldas a mí.
—Sí. Le he robado su hogar y su territorio y la he dejado caer en
la deshonra.
Me levanté y di un paso más hacia él, con la sangre bulléndome.
—Entonces debería empezar por disculparse con ella. De verdad.
Y luego decirle por qué le ha hecho algo tan horrible. Y después
pedirle perdón, preferiblemente de rodillas, por haber quemado su
dibujo. Tal vez así le perdone.
Se quedó en silencio, pero se giró y me miró con una ferocidad
que hizo que se me cortara la respiración.
—Eso suena un poco excesivo, ¿no cree? —dijo.
—Supongo que depende de las ganas que tenga de ganársela.
—No quiero ganármela.
—Entonces, ¿qué quiere?
—Quiero disculparme —contestó—. Y quiero cambiar lo que
piensa de mí. Luego, con suerte, hablar con franqueza con ella de la
información que necesito.
—¿Recuerda lo que me dijo una vez, señor Vesper?
Se quedó callado, mirándome.
Y continué:
—Me dijo que no es una persona amable. Así que, ¿por qué se
toma la molestia de disculparse?
—¿Alguna vez ha querido cambiar la opinión de alguien sobre
usted, señorita Neven?
—La verdad es que no —respondí—. Le importa mucho lo que
los demás piensen de usted.
—¿Y a usted, no?
—¿Acaso lo parece? —dije, abriendo los brazos.
Sus ojos buscaron los míos, como si mis secretos se escondieran
en ellos.
—Si no le importa, entonces me gustaría que me otorgara esa
magia. Me gustaría no preocuparme tanto como lo hago.
Me acerqué a él, ignorando cómo se tensaba cuando me moví
para encararlo, cuando solo quedaba un escaso espacio de aire entre
nosotros. La lluvia comenzó a golpear los cristales de las ventanas.
La noche se sentía pesada e intensa por la tormenta; las sombras se
acumulaban hasta las rodillas en los rincones de la biblioteca.
—Si quiere aprender —murmuré—, entonces empiece por aquí.
—Y le puse la mano sobre el corazón—. Empiece por reconocer y
respetar lo que es. Las cicatrices, los errores, las victorias y los logros,
todo. —Dejé que mi mano se deslizara, dedo a dedo, y observé su
profunda inhalación, como si le hubiera dejado una marca de
quemadura—. Ahora, invóquela.
Volví a la seguridad de mi silla.
Phelan despejó su escritorio. Colocó mi dibujo en el centro de la
madera, junto con un cuenco de plata, una piedra lunar, un cuchillo
y un candelabro. A continuación, seleccionó un libro de hechizos y
abrió sus antiguas y arrugadas páginas por un hechizo de
invocación.
Observé cómo lo leía, una, dos veces, mientras empezaba a
pronunciar los entresijos del conjuro.
Colocó mi dibujo en el cuenco de plata y se cortó la palma de la
mano con el cuchillo. Su sangre goteó tres veces en el cuenco,
estropeando el pergamino y mezclándose con la tinta de mi obra. A
continuación, sostuvo la piedra lunar sobre la vacilante llama de la
vela, hasta que la piedra pareció cobrar vida, con una vena de luz
palpitando en su interior. Abrió la palma de la mano ensangrentada
y la piedra descendió suavemente hacia el cuenco, como si la
gravedad se hubiera espesado. La piedra lunar se posó sobre su
sangre y sobre mi dibujo. El humo se elevó, en un zarcillo azul
danzante. El aire olía a clavo, como el viento de las montañas.
Ya empezaba.
«Clementine», oí cómo Phelan me llamaba. Su voz reverberó y
resonó en mis huesos. «Clem, ¿me responderás? ¿Te reunirás
conmigo?».
No emitía ningún sonido con los labios. La conversación estaba
en nuestros espíritus: silenciosa a nuestros oídos y, sin embargo,
atronadora en nuestras mentes. Sus ojos se concentraban en el humo
mientras mi dibujo se convertía en llamas, y los míos se
concentraban en él, en la forma en que la luz le bañaba el rostro. Sus
ojos centelleaban mientras esperaba que me materializara.
Recé para que no me mirara en ese momento de angustia en el
que sentí el tirón mágico en mi pecho. Luché contra el abrumador
impulso de levantarme y responderle.
El sudor me cubría la frente, se escurría por mi espalda como la
punta de un dedo burlón.
«Clem», me llamó de nuevo Phelan, su voz a lada y hermosa
como el cristal en mi mente. Re ejando prismas de color en todas las
direcciones.
Forcé mi respuesta hacia abajo, hacia las enredaderas de mis
pulmones y las zarzas salvajes de mi ser. Y, sin embargo, el tirón se
volvió brillante y doloroso. Apoyé con discreción los pies en las
patas de la silla. Me agarré a los reposabrazos, con los nudillos
blancos y tensos.
«Agárrate a la silla», me ordené. «No te muevas, no te levantes,
no hagas ruido. No le contestes».
Las llamas se elevaron con una intensidad crepitante, pero con la
misma rapidez con la que se elevaron comenzaron a morir. Una vez
que mi dibujo se convirtiera en ceniza, cuando el hechizo no tuviera
nada más que devorar, terminaría.
«¡Clem!».
Cerré los ojos, temblando.
Si me hubiera mirado en ese momento, lo habría sabido. Se
habría dado cuenta de que su magia no podía invocarme porque yo
ya estaba presente.
Pero su mirada permanecía en el fuego y yo no era más que una
constelación lejana en ese momento, brillando en los límites de su
vista. Cuando las llamas se convirtieron en humo frío, soltó un
suspiro tembloroso y golpeó la madera con la palma de la mano en
señal de derrota.
Abrí los ojos y le miré. Phelan estaba pálido. El sudor le goteaba
por la barbilla y sus ojos estaban inyectados en sangre.
—¿Dónde está? —pregunté. Notaba mi voz como si tuviera arena
en la garganta.
Por n se acordó de mí. Su mirada encontró la mía y suspiró,
reclinándose en la silla.
—No lo sé. Debo haber hecho algo mal.
Si alguna vez hubo ocasión de revelarme ante él… fue aquella.
Después de este momento, las cosas cambiarían entre nosotros.
Podía sentirlo como el cambio gradual de una estación, como el
otoño que da paso a la nieve del invierno.
Pero me mantuve en silencio, rme.
Había demasiadas cosas que sabía, como que él y Lennox querían
encontrar a Mazarine, y otras tantas que no sabía, como qué
planeaban hacer con Mazarine. Si me revelaba ante él ahora…, no
estaba segura de lo que sucedería, y no podía correr ese riesgo.
Lo dejé en la biblioteca, con el dibujo reducido a cenizas y el
corazón latiéndome demasiado rápido para mi gusto.
20

E
l día de luna nueva llegó como otro cualquiera, salvo por el
hecho de que esa mañana dormí hasta que Phelan me despertó
de forma brusca llamando a la puerta de mi habitación.
—Señorita Neven. —Su voz se derritió a través de la madera
cuando volvió a llamar a la puerta—. ¿Está despierta?
Gemí y noté con desazón la luz del día que se colaba por una
rendija entre las cortinas. No podía ser más tarde de las nueve, y
refunfuñé mientras me deslizaba de la cama, con el pelo largo
enmarañado en la espalda.
Abrí la puerta para fulminar con la mirada a Phelan, que había
a rmado que podía dormir hasta tan tarde como quisiera la noche
anterior, para prepararme para la batalla.
Para mi inmensa molestia, ya se había duchado y vestido. Olía a
jabón, a loción para después del afeitado aromática y al aire de la
mañana. Seguro que había dado un paseo y había desayunado ya.
—¿Qué ocurre, señor Vesper? —suspiré, y observé cómo tomaba
nota de mi desaliño.
Se quedó sin palabras por un momento, pero se recuperó de
inmediato al recordar lo que tenía entre sus manos: un estoque.
—¿Domina el arte de la espada, señorita Neven?
Me quedé mirando el estoque que sostenía con orgullo y arqueé
una ceja.
—¿Por eso me ha despertado, aunque me prometió anoche mis
horas de sueño?
—Pensé que ya estaría levantada —contestó—. Hay que hacer
muchos preparativos para esta noche.
—Sí, y no le serviré de nada si estoy cansada —espeté, y luego
me recordé a mí misma—. Perdóneme, señor Vesper. Suelo
levantarme muy gruñona hasta que me tomo el té.
Sonrió. Una sonrisa verdadera y brillante que calentaba sus ojos y
hacía que mi estómago se revolviera en advertencia.
—Ya he aprendido la lección, señorita Neven. Tome, vuelva a la
cama. Le he traído el desayuno y un estoque para usted.
Retrocedí y observé totalmente atónita cómo Phelan apoyaba el
estoque en el marco de la puerta y alcanzaba una bandeja con platos
de desayuno relucientes, que había estado esperando en el pasillo,
justo fuera de mi vista.
—¿Puede sentarse, señorita Neven, por favor? —preguntó, dando
el primer paso cauteloso hacia mi habitación—. ¿Antes de que se me
caiga esto?
Sin palabras, me volví a la cama, y Phelan dispuso la bandeja del
desayuno ante mí y procedió a retirar las tapas, dejando al
descubierto un abundante desayuno de huevos escalfados, tostadas
con mantequilla, fruta en rodajas, patatas en daditos con especias y
una tetera llena de nata y miel para satisfacer mi apetito.
—¿Debo esperar esto todas las mañanas de luna nueva? —
pregunté mientras él me servía una taza.
—Puede —bromeó—. Aunque lo último que quiero es
recompensar su decadencia de dormir hasta tan tarde.
Puse los ojos en blanco y añadí un chorrito de nata al té.
—Bueno, entonces supongo que me deleitaré con este gran gesto
por su parte, ya que puede que no se repita.
—Haga lo que quiera, señorita Neven —contestó Phelan,
volviendo al umbral, donde había dejado la espada—. Y, después,
una vez que haya comido y se haya vestido, reúnase conmigo en la
biblioteca para una clase con su nuevo estoque.
—Lo estoy deseando —respondí con indiferencia, a lo que él solo
volvió a sonreír, como si estuviera muy satisfecho consigo mismo, y
cerró la puerta.
Estaba a mitad del desayuno cuando me acordé del espejo que
colgaba en la pared y de cómo había olvidado por completo la
amenaza que suponía para mí. Phelan no había visto mi re ejo, por
supuesto, pero era un recordatorio aleccionador de mi estupidez. De
cómo había dejado que su atento gesto me distrajera.
Terminé de comer y de vestirme y me encontré con Phelan en la
biblioteca, sentado al borde de su escritorio, hojeando un libro.
En cuanto me vio, lo cerró y se levantó con esa postura perfecta y
un mechón de su pelo negro cayéndole desa ante sobre la frente.
Sentí el resplandor que le rodeaba, cómo le bullía la magia entre
las manos. Noté que estaba muy ansioso por lo que se avecinaba esa
noche, y me di un momento para imaginar cómo sería luchar junto a
él en lugar de contra él durante la luna nueva.
La imagen parecía natural: los dos en la más oscura de las noches
moviéndonos como un tándem, y me vino a la mente nuestra batalla
en la luna nueva de Hereswith hace tan solo un mes, y el dolor de mi
estómago surgió de nuevo, como un rugido de advertencia.
—No ha contestado antes a mi pregunta —me dijo.
Me detuve a mitad de camino, con un cuadrado de luz solar
dibujado en el suelo entre nosotros.
—¿Eh? ¿Qué pregunta?
—Si le han enseñado a usar una espada.
—No —mentí. Mi padre me había enseñado a manejar todo tipo
de armas.
Me tendió un estoque para que lo agarrara. Anduve el último
espacio que nos separaba y tomé la empuñadura con cuidado.
—¿Pre ere luchar con armas en vez de con hechizos en luna
nueva? —pregunté.
—Los hechizos siempre son lo primero —respondió Phelan—.
Pero he aprendido que también es bueno ir armado.
En secreto, estuve de acuerdo con él, pues recordé cómo había
llevado mi cinturón de armas en las noches de luna nueva en el
pasado. Cómo una espada me había salvado la vida la última vez,
cuando casi me había ahogado en un nido de nenúfares y serpientes.
Escuché cómo Phelan me daba información sobre el estoque,
instruyéndome sobre cómo debía sostenerlo en la mano. Y, cuando
me mostró algunas posturas y estocadas, lo imité con facilidad.
—Está en buena forma —dijo con una mirada de escrutinio.
—Aprendo rápido —contesté, y luego le di un tajo atrevido.
Phelan tardó mucho tiempo en protegerse. La punta de mi
estoque le rozó la cara y retrocedió con un siseo. Vi una línea de
sangre en su mejilla derecha antes de que soltara el arma y se alejara.
—¡Oh, lo siento! ¡Déjeme verlo…! —Le seguí, dejando mi estoque
en el suelo con un ruido seco.
Siguió evitándome, apartando la cara.
—Estoy bien. Estoy bien. No se preocupe.
No me gustaba que huyera de mí. Extendí la mano para agarrarlo
de la manga y guiarlo hasta el escritorio. Se rindió, sentándose en el
borde, con la palma de la mano presionada sobre la herida. La
sangre se ltró por sus dedos y tuve un momento de pánico,
creyendo que le había cortado toda la cara, hasta que bajó la mano.
Solo era un corte, pero sangraba muchísimo.
—No es tan grave como parece —dije—. ¿Tiene un…?
Se metió la mano en el bolsillo del chaleco y, cuando sentí cómo
sus nudillos me rozaban el corpiño, me di cuenta de lo cerca que
estaba de él. Pero me quedé donde estaba, de pie entre sus piernas, y
él sabía lo que yo quería. Encontró el pañuelo y me lo tendió con una
sonrisa irónica.
—No sonría —le reprendí—. Está haciendo que la hemorragia
empeore.
Hizo un gesto de dolor cuando presioné el pañuelo contra el
corte. Le puse la otra mano en la parte posterior de la cabeza y
entrelacé mis dedos con su pelo. Se puso rígido, como si le hubiera
calado hasta los huesos. Cuando me encontré con su mirada, vi que
tenía los ojos oscuros, inescrutables, clavados en los míos.
—¿Esto es un castigo? —me susurró.
Quería decirle que sí. Que era un castigo por robarme mi hogar,
por quemar mi dibujo. Por no ser como yo esperaba.
—¿Por qué? —le pregunté yo, presionándole aún más fuerte la
mejilla.
—¿Por haberla despertado tan temprano?
Intenté contenerme la risa, pero se me escapó una ligera
carcajada.
—No, por supuesto que no. Esto solo ha sido un accidente.
Pero noté que le costaba creerme. Y me di cuenta de que hacía
mucho tiempo que no me reía mientras un dolor leve orecía en mi
pecho.
—¿Quién le ha enseñado a blandir una espada? —me preguntó.
Cuando su mano se deslizó sobre la mía, fui yo la que se puso rígida.
El calor de nuestra piel al encontrarse parecía arder a través de mí
como una chispa de fuego salvaje.
—Nadie —contesté, alejándome de él—. Debería mantenerla
presionada hasta que cese la hemorragia.
Para mi sorpresa, guardó silencio mientras yo atravesaba la
biblioteca. Imagino que a él tampoco le gustó la idea de que huyera,
y su voz me dio caza justo cuando llegué a la puerta.
—¿A dónde va, señorita Neven? No me estará cediendo la
victoria en este entrenamiento, ¿verdad?
Me quedé en el umbral y le lancé una mirada lánguida.
—He sido yo la que ha ganado esta ronda, señor Vesper. Y me
voy a dar un paseo.

El otoño otaba dorado en el aire mientras paseaba. Era dieciséis de


octubre, y parecía que había pasado un año desde que perdí
Hereswith, no solo un mes. Exploré las sinuosas curvas y esquinas
de las calles hasta que sentí que podía recorrerlas con los ojos
cerrados y el sol comenzaba a ponerse.
Me detuve en el límite de nuestro territorio, observando cómo
una ligera brisa hacía crujir los robles y la gente se apresuraba para
volver a casa temprano, cargando paquetes y bultos desde el
mercado. Pronto, esta ciudad parecería muerta y vacía, azotada por
el terror.
Estaba perdida en mis pensamientos cuando reconocí a Olivette y
a Nura caminando de la mano hacia mí.
En un acto re ejo, me alejé de ellas, deseando haber llevado un
sombrero o un parasol, como hacían algunas personas de la ciudad,
para esconderme debajo. Y me sorprendió el remordimiento que de
repente surgió dentro de mí. Un remordimiento que me supo
amargo, pues deseaba ser amiga de ellas y, sin embargo, no podía
arriesgarme a tener ese tipo de relación.
Comencé a alejarme, pero Olivette me vio y fue imposible actuar
como si no la hubiera oído gritar.
—¿Anna? ¡Anna! —Movió las manos con frenesí para llamar mi
atención.
—Hola —la saludé, y me acerqué a ellas—. Me alegro de veros de
nuevo a las dos. —Y entonces todas las palabras se esfumaron
cuando vi lo que Olivette llevaba abrochado alrededor de la cintura:
un cinturón de cuero con dos dagas envainadas. Idéntico al que mi
padre me había regalado hace años.
Nura notó que me quedé mirando y dijo:
—Es una tradición. A Oli le gusta pasear por nuestras calles con
sus armas antes de la luna nueva.
—Es para que nos dé buena suerte —añadió Olivette.
—Es… un cinturón muy bonito —tartamudeé—. ¿Dónde lo has
conseguido?
—Mi padre lo hizo para mí —respondió Olivette—. Si te gusta,
puedo preguntarle si te puede hacer uno.
Lo triste era que mi cinturón estaba en casa de mi madre,
guardado en uno de mis baúles. Phelan lo reconocería, por
desgracia, pues recordé cómo se había quedado mirándome las
caderas, la forma en la que mis dagas habían relucido en la cena de
Hereswith.
—No —contesté—. Pero gracias por la oferta.
—¿Te gustaría venir con nosotras? —preguntó Nura.
—No debería. Estaba paseando por las calles de Phelan para
familiarizarme con ellas de nuevo para esta noche.
—Ahora también son tus calles —me dijo Olivette—. Y ¿dónde
está Phelan?
—Ya tomó un paseo esta mañana. Le habría acompañado, pero
aún estaba durmiendo.
—Ah, sí, nosotras acabamos de despertarnos —confesó Olivette
con una sonrisa encantadora—. Las mañanas de luna nueva son las
únicas en las que Nura me deja dormir hasta tan tarde.
Le devolví la sonrisa.
—Pues yo solo he podido dormir hasta las nueve, cuando Phelan
me ha despertado para darme unas lecciones de espada.
—Está muy nervioso por lo de esta noche —contestó Nura,
intercambiando una mirada de preocupación con Olivette.
—¿Y hay alguna razón para eso? —pregunté.
—¿No te ha contado su primera luna nueva aquí? ¿Cómo lo
hirieron? —inquirió Olivette.
—Lo mencionó de pasada.
—Creo que ese es el motivo, aunque se niega a contarnos qué fue
lo que lo hirió de esa manera.
—Y no nos parece correcto presionarle —añadió Nura—. Pero
nos preocupa. Hace un año que no matan a un guardián durante la
luna nueva en esta parte de la ciudad, pero pasa de vez en cuando.
Me mordí el labio durante un instante, pensativa. La primera
noche que cené con él, cuando se había esforzado por convencerme,
Phelan me había mencionado que casi muere, pero no me había
dado más detalles. Parece que todo el mundo anhelaba saber lo que
pasó: Nura, Olivette, el duque. Yo.
—No os preocupéis —les aseguré—. Esta noche lo protegeré.
Olivette parecía aliviada, pero Nura parecía tener sus dudas.
—Buena suerte esta noche, Anna —me deseó Olivette.
—Igualmente —respondí y me despedí de ellas con la mano.
Volví corriendo a la casa de Phelan, con la temperatura
disminuyendo con el sol. Un escalofrío me recorrió los huesos
cuando cerré la puerta principal. La señora Stirling estaba en la
cocina, preparando la cena. Los fragrantes aromas me abrazaron en
el pasillo y, por un momento, me sentí de nuevo en casa, en
Hereswith, cuando Imonie cocinaba y ponía la porcelana na en la
mesa. Un plato para mí y otro para mi padre.
Me puse la palma sobre el dolor del pecho. Estaba aprendiendo
cómo ciertas cosas podían amenazar la mitad de piedra de mi
corazón. Eran como martillos oscilantes, deseosos de causar una
grieta dentro de mí, y me esforzaba por saber cómo mantenerlas a
raya en mi vida. Cosas como los recuerdos de mi hogar, la sonrisa de
Deacon, la amistad de Nura y Olivette. La forma en la que a veces
sorprendía a Phelan mirándome.
Obligué a los recuerdos que me perseguían a desaparecer, hasta
que mi nostalgia no fue más que un pequeño rastro, y me dirigí a la
biblioteca. Pero Phelan no se encontraba allí. Lancé una red mágica
inquisitiva por toda la casa, pero no conseguí percibir su presencia.
Se había ido, y me senté en su escritorio para leer el libro de las
pesadillas, pero descubrí que el viejo tomo también estaba ausente.
Pensé que debían de haberlo llamado para recoger un sueño de
última hora y eché la cabeza hacia atrás en la silla, cerrando los ojos.
«Solo un momento», me dije, y me quedé dormida.
Me desperté con el sonido de Phelan mencionando mi nombre
por segunda vez ese día.
—¿Señorita Neven?
Me desperté sobresaltada, frotándome un calambre en el cuello.
Estaba delante de mí con el libro de las pesadillas en las manos y el
sombrero de copa algo torcido en la cabeza. Tenía la cara enrojecida
por el aire gélido, y el corte de la mejilla se había convertido al n en
una costra. Solo se ltraba un hilo de sol a través de la ventana de la
biblioteca, el resto de la habitación estaba a oscuras.
—La cena está lista —murmuró, dejando el libro en el escritorio.
—Discúlpeme —grazné, con la voz tomada por el sueño.
—¿Por qué?
Señalé el libro de las pesadillas.
—Por no haber estado. Debería haberlo acompañado a recoger el
sueño.
—No se ha perdido mucho —contestó, quitándose el sombrero y
arrojándolo sobre el escritorio—. Una pesadilla recurrente, más
extraña que aterradora.
Continué frotándome los músculos rígidos del cuello mientras lo
seguía hacia el comedor. La señora Stirling había dispuesto sobre la
mesa un festín de platos humeantes.
Tomé asiento primero, y luego Phelan se sentó enfrente de mí.
Solo había dos sitios en la mesa, para mí y para él, y, cuando la
señora Stirling entró en el comedor con una jarra de sidra fría,
pregunté:
—¿No comen con nosotros esta noche, señora Stirling?
—Oh, no, querida —me respondió, llenando nuestras copas—.
Deacon y yo nos volvemos a casa más temprano en estas noches.
Las pesadillas no aparecerán hasta que el reloj dé las nueve, pero
sentí el ansia del ama de llaves mientras dejaba la jarra y alisaba las
arrugas de su delantal. Estaba deseando llegar a casa y cerrar las
contraventanas y las puertas a la noche.
—¿Hay algo más que pueda hacer por usted, señor Vesper?
Deacon y yo hemos cerrado todas las ventanas y la puerta trasera.
—No, señora Stirling. Ya ha hecho más que su ciente, como
siempre. Gracias.
Hizo una reverencia y tomó a Deacon y su capa.
—Les deseo buena suerte a los dos esta noche —dijo—. Espero
que sea una noche rápida y sin esfuerzo.
—No se preocupe, señora Stirling —contesté, notando su
intranquilidad—. Cuidaré muy bien del señor Vesper esta noche.
Sentí la mirada de Phelan sobre mí, pero me resistí a mirarlo y en
cambio sonreí a la señora Stirling y a Deacon.
—Estupendo, fantástico —murmuró, rascándose una ceja—. No
se preocupen por los platos después de la cena. Déjenlos en la mesa.
Los lavaré mañana por la mañana.
Y se fue, con Deacon bajo su sombra.
Volví a mi plato y comí en silencio con la compañía de Phelan.
Me tomó un momento armarme de valor, pero al nal lo hice:
—¿Va a contarme lo que lo hirió hace varias lunas?
—He estado pensándolo muchas veces —respondió—. El cómo
contarle lo que sucedió aquella noche. Pero no encuentro las
palabras, señorita Neven.
—Ah. —Su respuesta me decepcionó y me molestó, pero oculté
mis sentimientos y me terminé la cena. El silencio heló la mesa que
había entre nosotros.
—Quiero prepararla, pero no sé lo que podemos encontrarnos
esta noche, señorita Neven —dijo Phelan, rompiendo el silencio—.
Le pido disculpas por no poder contarle nada más. Por eso…
manténgase cerca de mí esta noche.
«Manténgase cerca de mí».
—Ya le he prometido a tres de sus amistades que le mantendré a
salvo esta noche, señor Vesper —susurré—. Creo que eso signi ca
que no tengo más remedio que mantenerme cerca de usted para
asegurarme de que cumplo con mi palabra.
Eso le provocó una pequeña sonrisa. La costra de su mejilla se
estiró, como si quisiera abrirse otra vez, y me pregunté cuánto
tiempo le duraría la cicatriz, recordándole a mí cada vez que la
mirase. Se bebió el resto de la sidra, pero no volvió a tocar la comida.
Me di cuenta de que se le ensombrecía el rostro con cada hora que
pasaba, de que se le había formado una capa de sudor en la frente. Y,
cuando se levantó y llevó su plato a la cocina, me puse de pie y lo
seguí.
Guardamos la comida en la nevera y lavamos los platos, lo que
con toda seguridad provocaría que la señora Stirling se enfadase al
día siguiente, ya que no le habíamos hecho caso, pero la acción de
hacer algo tan simple parecía calmar a Phelan.
Teníamos que hacer tiempo durante otra hora más.
Phelan encendió un fuego en la sala de estar y yo preparé una
tetera, que compartimos mientras las llamas crepitaban. En silencio y
pensativos, esperamos que las manecillas del reloj marcaran su
camino hacia las nueve en punto.
A las nueve menos cuarto, Phelan se levantó y salió de la
habitación.
Me trencé el pelo para apartármelo de los ojos y comprobé los
botones de mis botas. Volví a atarme las cintas del corpiño hasta que
sentí un pinchazo cuando respiré hondo. Echaba de menos mi
cinturón de armas y mis dagas, y ver las de Olivette había
despertado en mí emociones que creía haber enterrado. Cuando
Phelan volvió junto a mí, tenía nuestros dos estoques en la mano.
Acepté el mío y me lo coloqué en la cintura, mientras me recorría un
temblor de anticipación.
—¿Vamos? —me preguntó haciendo una elegante oritura con la
mano, como si me estuviera pidiendo que bailara con él.
Hasta ese momento me sentía tranquila, pero me volvieron a
invadir los recuerdos. La luz del fuego de una acogedora casa, la
fragancia de las galletas de cereza recién salidas del horno, mi padre
guiándome a una noche estrellada, al mercado de Hereswith. Lo
anhelaba muchísimo y vacilé por un instante, pensando en que
podría fracturarme.
Echaba de menos aquellos viejos tiempos. Quería volver a ellos,
pero al nal entendí que eso sería imposible. Mi vida había
cambiado muchísimo y nunca podría volver a ser la misma de antes.
Y, cuando me encontré con la mirada oscura de Phelan, mi nostalgia
se derritió, dejándome de pie en un mundo que yo había creado.
Llegamos al vestíbulo cinco minutos antes. Y seguí a Phelan hacia
la noche sin luna, como si lo hubiera hecho cientos de veces antes.
21

L
a calle Auberon se sentía fría y muerta, como el camino
sinuoso de un cementerio. Caminé junto a Phelan, con la niebla
empezando a acumularse en los lugares bajos, esperando que
el reloj diera las nueve. Podía sentir la tensión en él cuando nuestros
codos se rozaron sin querer y su rostro parecía fantasmagóricamente
pálido a la luz del farol.
Extendí la mano para tocarle el brazo, y se detuvo erguido, como
si le hubiera quemado.
—Señor Vesper —le dije—, todo va a salir bien. Estoy aquí y
lucharé con usted esta noche. Todo terminará antes de que nos
demos cuenta.
Suspiró y se volvió para mirarme. Quedaban dos minutos para
que se desplegara la noche. El viento empezaba a intensi carse.
—Se preguntará por qué estoy tan ansioso —declaró—. Tiene que
ver con la verdad de que no merezco estar aquí.
Fruncí el ceño, pensando que no era un buen momento para
hacer declaraciones tan dramáticas.
—¿Por qué no?
Buscó su reloj de bolsillo en la chaqueta.
—Porque no nací con la iluminación. No nací con la llama
mágica, como mi hermano gemelo. Todo lo que he logrado lo he
tenido que aprender. Me costó muchos y agotadores años de
lecciones.
Estuve a punto de reírme de su ridícula a rmación, pero me lo
pensé mejor, ya que eso era algo que haría Clem. Anna, por el
contrario, estaría impresionada.
—Entonces eso solo rea rma su lugar y su logro, señor Vesper —
dije—. Se ha ganado el derecho a ser el guardián aquí.
Su reloj chirrió y supe que había llegado la hora. Se volvió a
meter el orbe dorado en el bolsillo y me miró, susurrando:
—Podemos seguir hablando de esto más tarde.
Me pregunté si habría escuchado mi cumplido. Se apartó de mí,
de modo que nuestras espaldas quedaron alineadas.
Observamos la calle, con mi mirada centrada en el extremo sur
mientras la suya escudriñaba el norte.
Era el tipo de silencio que te pone la piel de gallina y te hace
temer respirar demasiado fuerte. La niebla seguía acumulándose, y
tenía los pies helados dentro de las botas mientras me esforzaba por
ver a través de la niebla.
¿Era este el elemento de una pesadilla? Me devané los sesos
tratando de recordar si había leído alguna entrada en el libro de
Phelan que contuviera niebla.
—Mire a su derecha, señorita Neven —dijo Phelan, y, aunque su
voz era tranquila, supe que la pesadilla había comenzado.
Miré para ver la hilera de casas, cerradas y con cerrojos, con solo
rayos de luz de fuego que se colaban por las grietas. Y entonces lo vi,
un estandarte heráldico que se desplegaba desde el tejado, cubriendo
la fachada de la casa con un orgulloso rayo azul. Tenía lunas de plata
cosidas y los diamantes parpadeaban como estrellas en la tela.
—Ese es el estandarte del ducado de la montaña. —Inspiré, y el
recuerdo me vino a la mente.
—Así es —asintió Phelan, y vimos cómo se desenrollaban más
estandartes y tapices de los tejados de las casas que nos rodeaban,
ondeando ligeramente con la brisa.
Los adoquines debajo de mí vibraban y miré hacia abajo para ver
cómo se convertían en unas losas grandes y lisas de colores cobre y
gris, recién barridas. El aire olía a sol fresco y a vino tinto dulce.
Sabía a dónde nos había llevado este sueño. Phelan y yo
estábamos en la fortaleza en las nubes, en el salón del castillo de la
montaña.
—Un sueño del ducado de Seren —dije.
—¿Ha leído la pesadilla más reciente de Knox Birch en mi libro,
señorita Neven? —preguntó Phelan.
—Sí —susurré, y lo recordé con un escalofrío. El señor Birch
había soñado con el trono de Seren y, sin saberlo, había matado a su
esposa y a sus dos hijas en su afán por reclamarlo—. ¿Ve el trono del
duque? —pregunté, sin querer apartar la vista del extremo sur de la
calle.
—Sí —respondió—. Está delante de mí.
—Entonces el señor Birch vendrá en mi dirección.
—¿Quiere cambiar de sitio?
—No —respondí, pero desenfundé mi estoque—. Le avisaré
cuando lo vea acercarse.
Todavía no había conocido a Knox Birch en persona, solo había
leído el relato de su sueño, pero sabía que vivía a una calle de
distancia. Esperé a que apareciera, con las palmas de las manos
resbaladizas por el sudor.
Por n, un hombre emergió de la oscuridad, caminando a través
de las franjas de niebla. Me recordaba a mi padre, era de mediana
edad y alto, tenía el pelo del color de una moneda descolorida. Los
ojos le refulgían de un tono dorado, como si estuviera embrujado,
como si nada pudiera apartarlo de sus ambiciones.
—Ya viene —advertí.
Phelan se dio la vuelta y yo sentí una oleada de aire frío mientras
ponía distancia entre nosotros.
—Mata a tres sombras —me recordó—. Sospecho que usted y yo
somos dos de ellas.
Pensaba lo mismo, pero no me dio tiempo a decirlo, ya que una
mujer de rostro pálido y apenado y cabello largo se materializó
desde las sombras. La mujer de Knox, me percaté, que lo interceptó
con osadía, suplicándole:
—Por favor, Knox… Por favor, no hagas esto. Elígenos. Elígenos a
nosotras.
Un estoque le oreció en la mano. La mató rápido, su hoja le
atravesó el corazón. La mujer cayó con un golpe repugnante,
arrugada como una muñeca de trapo sobre las losas, su sangre
extendiéndose bajo ella como un manto carmesí. Sabía que el
hombre solo veía a una sombra siniestra. No la veía hasta el nal,
cuando conseguía lo que creía que quería: un lugar en el trono del
duque.
Yo era el siguiente obstáculo en su camino.
Respiré hondo y le lancé una lluvia de hechizos para ralentizar
sus movimientos. Busqué la llave del sueño, el quid para romper la
pesadilla, y le clavé el estoque, apuntando al corazón. Knox lo
bloqueó, y sus movimientos, como la miel que se calienta sobre el
fuego, volvieron a uir rápidos. Seguimos rodeándonos,
arremetiendo y esquivando, hasta que las guardias cruzadas de
nuestras espadas se encontraron; estaba a punto de pronunciar otro
encantamiento espontáneo para congelarlo contra las piedras, pero
la fuerza que provenía de él me hizo retroceder y alejarme. Me
hormigueó la mano por el choque del acero y me mordí la lengua,
disolviendo mi encantamiento. Tropecé, pero Phelan me agarró y me
situó detrás de él mientras recuperaba el equilibrio.
Observé cómo se enzarzaba con Knox en un tenso combate,
ansioso por reincorporarse a la lucha.
Un nuevo hechizo estaba sonando dentro de mí como una
canción. Di un paso adelante y me estremecí cuando sentí un dolor
repentino. El vientre me escocía al moverme, por lo que miré hacia
abajo y vi que la mitad inferior de mi corpiño estaba abierto, con los
lazos de la cinta cortados en jirones colgantes. Puse la mano sobre la
tela desgarrada y sentí algo cálido y pegajoso. Mi sangre, me di
cuenta con una punzada de sorpresa, mirando la mancha roja que
tenía en la palma. El estoque de Knox debía de haberme rozado, pero
el corte no era profundo, para mi inmenso alivio. Aunque unos
centímetros más profundo y podría haberme asestado un golpe
mortal.
Volví a concentrarme en Phelan, las chispas salían de su estoque
mientras seguía luchando. Knox no iba más despacio ni se cansaba;
era como una tormenta, acumulando fuerzas, acercándonos cada vez
más al estrado y al trono. Y, cuando estuvo a punto de cortar a
Phelan por la mitad, lancé otro encantamiento para frenarlo. En
cuanto Knox sintió que mi encantamiento le impedía avanzar, su
rostro se dirigió hacia mí, furioso. Me enfrenté a su mirada con la
mayor rmeza posible, aunque me intimidara. Dentro de sus ojos, el
oro brillaba como dos monedas que atrapan la luz.
—Sus ojos —le dije a Phelan, con la voz entrecortada. El oro de
sus ojos se había convertido en una película que le impedía ver a
través del velo de su codicia—. La debilidad del sueño son sus ojos.
Phelan me oyó. Tuvo que retroceder para evitar ser ensartado por
el acero de Knox, pero ese impulso le favoreció. Apuntó y clavó la
punta de su estoque en el ojo izquierdo de Knox, y el oro que le
cubría la pupila estalló y le corrió por la cara como el icor.
Knox se quedó quieto y luego jadeó cuando lo comprendió, antes
de caer al suelo en el charco de sangre de su esposa.
Phelan retiró su estoque, viendo cómo la pesadilla llegaba a su
desgarrador nal.
Permanecí de pie a unos pasos detrás de él, mirando los
estandartes azules de las casas, la luna y las estrellas y la promesa de
las montañas, esperando que se desvanecieran, pues habíamos
vencido a la pesadilla. Pero los estandartes continuaban allí como
elementos obstinados, y las losas y el trono del duque se negaban a
desvanecerse. Los elementos de la pesadilla seguían rmes y sólidos
en la calle.
Algo no iba bien.
Phelan respiraba con di cultad detrás de mí. Cuando miré por
encima de mi hombro, vi que seguía mirando a Knox y a su mujer,
cuyos cuerpos se negaban a desaparecer sobre las piedras, y tuve el
pensamiento atenazador de que tal vez todo había sido real, que a
Phelan y a mí nos habían engañado de alguna manera.
¿Ocurrió algo más en el sueño y Knox Birch no se lo había
contado a Phelan?
—Señor Vesper…
Mi voz murió con el viento. El mundo que nos rodeaba se volvió
silencioso y quieto, como si estuviéramos atrapados en un cuadro de
un lugar olvidado, y entonces lo oí: el tintineo de unos pies
blindados acercándose. Un paso pesado y metódico que hacía
temblar las losas debajo de mí. Unos pasos plateados que ya había
oído antes en un sueño que no me pertenecía, pero que había
adivinado.
—Oh, dioses —susurré. Sentí como si tuviera un hueso encajado
en la garganta mientras esperaba a que apareciera el caballero del
sueño de Elle Fielding, sus pasos se escuchaban cada vez más, el
sueño ondulaba a mi alrededor como si estuviera bajo coacción.
Me olvidé de dónde estaba de pie, de dónde me encontraba. Me
olvidé de Phelan a mi espalda, todo mi ser se concentraba en este
inevitable encuentro.
Y entonces apareció el caballero, con la niebla arremolinándose a
su alrededor.
Solo le había visto las piernas y los pies en el sueño de Elle,
cuando estaba agachada bajo el carro. Ahora lo veía entero,
completamente cubierto con una armadura de acero salpicada de
sangre. Era alto y fornido, y caminaba con decisión hacia nosotros.
Pero no fue la sangre ni la larga espada que desenvainaba de su
costado lo que provocó mi horror. Era el yelmo que llevaba, un casco
forjado con puntas en la frente. Siete puntas a ladas lo coronaban.
No podía verle los ojos, pero sentí su mirada penetrante.
El terror me paralizó hasta que sentí que una mano cálida me
agarraba del brazo, atrayéndome hacia atrás.
—Póngase detrás de mí, señorita Neven —me dijo Phelan.
En cuanto noté su presencia, la iluminación de su magia se
superpuso a la mía y reforzó mi valor. Inspiré hondo y exioné la
mano.
Caminamos hacia atrás al unísono, para darnos más tiempo a
elaborar un plan. El caballero nos siguió con su paso rme, parecía
que estaba estancado en ese ritmo. No podía correr, pero tampoco
podía ir más despacio. Nosotros éramos más rápidos, pero él era
persistente, y no tenía muy claro cuál era su debilidad.
—¿Quién es? —le susurré a Phelan mientras seguíamos
caminando hacia atrás, con los ojos puestos en el caballero.
—No lo sé. Pero fue él quien me hirió hace meses.
—¿Ya se ha enfrentado a él?
—Sí. Las armas son inútiles contra él, al igual que cualquier
hechizo ofensivo.
No me creí del todo a Phelan, así que lancé un hechizo de
desarme sobre el caballero. Mi magia se convirtió en humo cuando
se encontró con su coraza, y él continuó siguiéndonos, sin inmutarse.
Volví a intentarlo, desesperada, sin éxito.
—Reserve su magia, señorita Neven —dijo Phelan con frialdad.
—Debe tener una debilidad. —Estudié la armadura del caballero
—. No puede ser totalmente invencible.
Phelan se quedó callado, pero luego dijo:
—Somos dos y él solo uno. Me deslizaré por detrás mientras
usted se enfrenta a él.
Asentí y lancé una ráfaga de luz a los pies del caballero, para
cubrir los movimientos de Phelan. Pero fue inútil: el caballero sintió
la presencia de Phelan y se giró hacia él, blandiendo su espada.
Phelan se agachó y rodó, esquivando por poco el lo de la espada, y
yo me lancé hacia delante, con la ira ardiendo en mi interior. Avivé
ese fuego y lo canalicé, y mi magia uyó hacia el caballero,
golpeándolo en la columna vertebral y alcanzando su armadura
como si lo hubiera electri cado un rayo. Dudó y yo aproveché ese
momento para estudiar las placas de acero y la cota de malla,
buscando una escama o un eslabón dorado que pudiera perforar y
provocar su muerte. No había nada, y giró con tanta rapidez que me
tomó por sorpresa.
Retrocedí en respuesta y vi que su espada se dirigía hacia mí.
Todo se ralentizó de repente. Mis movimientos, mi respiración, mi
corazón. Una advertencia me hizo sentir un pinchazo en la nuca, y
este horrible encuentro se sintió pací co de una forma extraña. El
momento antes de la muerte. El momento antes de que el caballero
me decapitara.
Y entonces sentí una mano en el tobillo, una mano cálida que
latía con vida y con miedo. Me tiró con tanta fuerza que caí sobre las
losas de un golpe y se me escapó el estoque de la mano. La espada
del caballero silbó inofensiva sobre mí.
«Phelan», pensé, aturdida por la caída. Su magia se aferró a mi
tobillo y me arrastró de inmediato a su lado, por encima de las
piedras.
Me puse de pie, tragándome el sabor a hierro; me limpié la
sangre del labio y vi cómo Phelan recuperaba su estoque. La hoja del
caballero había roto la de Phelan como si fuera de cristal.
Phelan retrocedió a trompicones, pero su oponente le siguió.
Invoqué mi magia justo en el momento en que la punta de la espada
alcanzaba la parte delantera del chaleco de Phelan. Oí cómo se
rasgaba la tela, oí el gruñido de dolor, y fue lanzado hacia arriba y
lejos como si la mano de un gigante le hubiera golpeado.
Mantuve la mirada en el caballero, a pesar de la tentación
persistente de mirar a Phelan. Le oí chocar contra las losas detrás de
mí y me esforcé por que la luz de mis manos inundara el yelmo del
caballero. Su atención se desvió hacia mí, y de repente fui consciente
de que estaba demasiado cerca de él. Estaba a su alcance y no tuve
más remedio que huir hacia donde Phelan estaba tirado en el centro
de la calle, con la sangre oreciéndole como una rosa en su chaleco
roto.
—¡Phelan! —exclamé—. Phelan, ¿puedes ponerte de pie?
Solo faltaban unos instantes para que el caballero nos alcanzara.
Su pesado paso comenzó a sonar de nuevo, y me agaché para
levantar a Phelan.
Tenía los ojos vidriosos, pero respondió mientras yo sostenía su
peso, con su brazo sobre mis hombros.
—A casa, señorita Neven —dijo, con la voz débil como si
estuviera a punto de desmayarse—. Si es tan amable.
Busqué la casa con desesperación, sin saber cómo orientarme.
Sabía que debía estar cerca, pues no nos habíamos alejado mucho de
ella cuando se manifestó la pesadilla. Y entonces vi la casa del
número once, con sus ladrillos grises y su hiedra trepadora, a tres
puertas de distancia, y el alivio casi me atravesó cuando empecé a
arrastrarlo hasta la verja de la entrada, con el caballero
persiguiéndonos.
«No mires atrás», me ordené, aunque quería ver cuán cerca
estaba el caballero de atraparnos. «No mires abajo», aunque quería
ver cuánta sangre estaba perdiendo Phelan.
Tenía los ojos en la verja, Phelan cojeaba a mi lado, el caballero
nos perseguía. Esta luna nueva se estaba deshaciendo a mi
alrededor.
Nos arrastré a través de la verja, subiendo el camino y los
escalones del porche, con la luz del farol parpadeando como si nos
pidiera que nos diéramos prisa, prisa, mucha prisa.
—La llave —gimió Phelan. Por supuesto, había cerrado la puerta
principal cuando nos fuimos, así que busqué frenéticamente en sus
bolsillos. No dejaba de sangrar, por lo que mi mano se impregnó de
sangre mientras mis dedos iban de bolsillo en bolsillo.
La verja de la entrada crujió detrás de nosotros: el caballero
estaba en el patio. El aire frío me bañó la espalda, como si el invierno
hubiera llegado antes de tiempo. La hiedra de la celosía se marchitó,
la escarcha cubrió las contraventanas. Por n encontré la llave de
hierro, metida en el bolsillo interior de la chaqueta de Phelan, y me
esforcé por abrir la puerta, con las manos entumecidas y
temblorosas.
—Señorita Neven —susurró Phelan contra mi pelo—. Anna…
Me estaba rogando que me apresurara, porque el caballero estaba
a unos pasos de matarnos a los dos.
Abrí la puerta de una patada y metí a Phelan dentro. Cada bra
de mi ser ardía por el esfuerzo, tenía que soltar a Phelan. Se deslizó
hasta el suelo de madera, gimiendo, y me giré para ver al caballero
subiendo las escaleras del porche, a cuatro pasos de nosotros. De mí,
que estaba en el umbral, observando cómo se acercaba. Un desafío
tácito brillaba como un encantamiento entre nosotros, aguardando a
ser inhalado y pronunciado.
«¿Quién es?», quise preguntar, pero la voz se me quebró en la
garganta.
—Anna —jadeó Phelan—. Anna, cierra la puerta.
Me rugieron los oídos. El suelo pareció inclinarse mientras el
caballero me miraba, mientras yo misma le miraba. Me pareció ver el
brillo de sus ojos a través de las rendijas del yelmo. El brillo de algo
vivo, furioso y voraz. El caballero levantó la espada con una mano,
pero con la otra me alcanzó.
—¡ANNA!
La desesperación de Phelan echó por tierra mis pensamientos
suspendidos. No sabía cuándo volvería a tener esta oportunidad,
cuándo me encontraría cara a cara con este caballero y sus misterios.
Y esa incertidumbre era una espina en mi orgullo.
No podíamos vencerlo. Habíamos perdido esta batalla.
Cerré la puerta de golpe.
22

C
erré los ojos, con el sudor goteándome por la sien, y presioné
la oreja contra la puerta. El caballero no se había movido.
Estaba de pie en el umbral, sin poder pasar, ya que la puerta
estaba cerrada.
Me debatí entre mi deseo de permanecer a salvo y mi ansia de
volver a luchar contra el caballero otra vez.
Había alguien detrás de mí.
Me giré para ver a Phelan tumbado en el suelo del vestíbulo. Me
estaba mirando, con la cara pálida y arrugada por el dolor. Tenía la
mano presionándose el abdomen, donde se acumulaba la sangre.
Una pequeña parte fría de mí se sintió satisfecha de verlo
abatido, herido y humillado.
Pero, luego, me arrodillé a su lado y le tomé la mano, apartándole
sus dedos ensangrentados, y ese sentimiento de satisfacción dentro
de mí fue eclipsado por la preocupación.
—¿Puedes ayudarme a subir las escaleras? —me preguntó con
voz ronca—. ¿Para ir a mi habitación?
Asentí y tiré de él para que se pusiera de pie. Ayudándole a
sostener su peso, subimos con di cultad las escaleras con la ayuda
de mi magia.
Solo una vela ardía en la habitación. El fuego de la chimenea se
había extinguido y acompañé a Phelan hasta su cama y lo tumbé en
el colchón. Enseguida reavivé el fuego para que volviera a crepitar y
encendí algunos candelabros más para poder examinarlo mejor con
luz.
Inevitablemente, eché un vistazo al espejo que colgaba sobre su
lavabo. Si se sentaba en la cama, el cristal captaría su re ejo. Y yo
tendría que pasar por delante de él para salir de la habitación. Me
sentí atrapada y furiosa, y luché contra mi impulso de romper el
espejo.
A Phelan se le escapó un gemido.
Atrajo mi atención a donde estaba tumbado en la cama, con la
espalda un poco arqueada mientras luchaba por desabrocharse el
chaleco con una mano. Necesitaba irme ahora mientras él estaba
ocupado para tomar un poco de hierba de la biblioteca y preparar un
tónico potente que lo dejara inconsciente. Luego, me ocuparía de su
herida y de la mía, que había olvidado por toda esta vorágine de
adrenalina.
Me dirigí hacia la puerta.
—¿A dónde vas?
Me paré en la alfombra, justo antes del espejo, y me encontré con
su mirada.
—A la biblioteca, a hacerte un tónico de hierbas.
—No quiero un tónico de hierbas. Necesito que me sutures.
—Entonces tendré que buscarte algo para el dolor. Acuéstate de
nuevo. Volveré en un momento.
Phelan se quedó mirándome jamente.
—No me fío de ti.
—¿Qué? —Las palabras me pillaron por sorpresa.
—Ven aquí, Anna.
No tuve otra opción. Me observaba como un halcón, como si
pudiera ver a través de mí, y me alejé de su cama, manteniéndome
justo fuera de su alcance y del espejo de la pared de enfrente.
—¿Por qué no confías en mí? —le pregunté, con la voz baja y
mucho más áspera de lo que pretendía.
—Porque quieres escabullirte —me contestó—. Quieres abrir la
puerta y volver a enfrentarte al caballero sin mí.
Dejé escapar un resoplido.
—Está bien. He tenido la tentación de hacerlo, sí.
—Te lo prohíbo.
—¿Que me lo prohíbes? —repetí con una carcajada—. ¿Y cómo
piensas hacerlo, tumbado en la cama, herido como un noble en la
guerra?
—Vale —dijo—. No puedo prohibírtelo, pero te pido que te
quedes aquí y me ayudes. Estoy seguro de que el caballero nos
desa ará otra luna nueva, pero ahora mismo… Te necesito.
«Te necesito».
Su sinceridad suavizó la dureza que se escondía en mi interior.
—Túmbate —susurré, y él obedeció. Esperé a que su cabeza
descansara sobre la almohada antes de acercarme más a la cama. Lo
desnudé con cuidado. Le saqué los brazos de la chaqueta. Le
desabroché el chaleco hecho jirones, le desaté el pañuelo del cuello y
le quité la camisa. Una vez que tuvo el torso desnudo, examiné los
daños.
La herida no era profunda, pero era larga y le atravesaba el
vientre. Vi otra cicatriz, una que iba desde el corazón hasta la cadera,
como si lo hubieran abierto en canal alguna vez, y no pude
contenerme. La recorrí con la punta de los dedos.
—¿Fue él el que te hizo esto? —pregunté—. ¿El caballero?
—Sí —susurró, con la sangre todavía goteándole. Tomé su camisa
arrugada y la presioné contra la herida, y Phelan se retorció de dolor.
—¿Cómo quieres que te suture esto? —le pregunté.
—En mi armario —dijo con la voz ronca por el dolor—. En el
cajón de abajo. Ahí está mi botiquín.
Corrí en su búsqueda, y Phelan se quedó quieto, mirando al
techo, mientras yo abría la caja de madera. Había un paquete de
agujas, hilo oscuro, rollos de lino, unos frascos pequeños con
ungüentos y un antiséptico.
Primero, le limpié la herida antes de enhebrar la aguja, plantando
puntos a lo largo de su piel. Ya lo había hecho antes con un corte en
el brazo de mi padre y, aunque no era una experiencia nueva, me
aceleraba el corazón ver cómo la herida de Phelan se cerraba bajo
mis dedos. Ver cómo un tipo de magia diferente se derramaba de mis
manos.
—Me he dado cuenta de una cosa sobre ti —me dijo justo cuando
estaba terminando.
Se quedó callado hasta que lo miré. Me alegró ver que había
recuperado algo de color en la cara.
—Tu nombre —prosiguió—. Anna Neven. Ambos nombres
puedes deletrearlos hacia delante y hacia atrás.
Corté el hilo y me limpié los restos de sangre que aún tenía en los
dedos.
—A mi madre le encantaban los nombres palíndromos.
—Mmm…
Unté un ungüento sobre mi obra, y el olor fragrante de las
hierbas empezó a impregnar el aire que había entre nosotros.
Observé el ascenso y el descenso constante del pecho de Phelan
mientras respiraba.
—No es tu nombre real, ¿verdad? —me preguntó.
Sonreí, como si fuera ridículo, mientras terminaba mi trabajo.
—Por supuesto que lo es. ¿Por qué dudas de mí, Phelan?
—Porque me has contado muy poco sobre ti.
—Pero eso no me hace ser una mentirosa.
—No, pero me hace dudar a veces, Anna. Y yo… no quiero dudar
de quién eres.
No sabía qué decir. No podía permitirme que dudara o
sospechara de mí, e hice lo único que se me ocurrió, lo único que me
pareció natural. Recorrí las duras líneas de su vientre, los contornos
de su piel desnuda. Tracé su cicatriz.
—¿Dudas de mí ahora mismo, Phelan?
Hizo un sonido grave que parecía surgir tanto del placer como
del dolor y me agarró la mano con la suya para detener mis caricias.
—¡Querías dejarme aquí, moribundo en mi cama!
—¡Quería traerte un tónico para mitigar el dolor, idiota! —Y me
incliné más hacia él, para que nuestras bocas estuvieran a un suspiro
de distancia. Se me había deshecho la trenza un poco durante la
batalla y mi pelo caía a nuestro alrededor—. Ahora, voy a ir a la
biblioteca a recoger algunas hierbas y a prepararte un tónico que te
ayude a dormir. Te quedarás aquí, con arás en mi palabra y no te
moverás y, cuando vuelva, podrás preguntarme lo que quieras y yo
te responderé.
Se quedó en silencio, pero siguió sosteniéndome la mano,
presionándola contra su corazón. Podía sentir el latido frenético
golpeando contra mi palma. Un ritmo que me hizo comprender que
las cosas habían comenzado a cambiar entre nosotros.
Ya no lo odiaba como antes. ¿Cómo podría hacerlo después de
que esta horrible noche nos hubiera unido en el miedo, el valor y las
heridas?
Y aunque su rostro había sido difícil de leer en el pasado…, vi
que las líneas de su frente se desvanecían conforme más tiempo me
miraba, mientras nuestras respiraciones se entremezclaban. Vi cómo
la esperanza, tierna, frágil y sorprendente, como una or que
irrumpe en el suelo invernal, surgía dentro de él.
Comenzaba a pensar que yo le gustaba, Anna, no Clem, más de
lo que ngía.
Cuando me levanté, me soltó. Me tomé mi tiempo para guardar
el botiquín y recoger su ropa de la alfombra manchada de sangre,
porque me observaba atentamente y necesitaba que cerrara los ojos
antes de pasar por delante del espejo.
Al n, se le cerraron los ojos, pasé junto al espejo corriendo y salí
de la habitación, bajando las escaleras hacia la biblioteca. Estaba
oscura y solemne como una tumba, el aire estaba cargado de una
esencia mohosa de libros y tierra de las plantas, y me permití bajar la
guardia por un momento. Para jadear de alivio y arrodillarme. Para
postrarme en el suelo y repasar todo lo que había pasado esa noche,
en las calles y en su habitación.
Pero, al poco tiempo, me obligué a levantarme y encendí una
vela.
Sentía dolor y tensión en cada músculo del cuerpo, y me masajeé
un nudo en el hombro mientras me acercaba a la mesa de las plantas.
Recogí lo que necesitaba, una receta parecida a la de un remedio,
pero sin tomarme la molestia de escurrir la pulpa de las plantas.
Añadí una buena dosis de cus, una planta que provocaba un sueño
rápido y profundo. No había ninguna posibilidad de que Phelan se
fuera a beber esto y no sucumbiera al sueño al instante.
Volví a subir el tónico, deteniéndome a mitad de la escalera para
mirar detrás de mí a la puerta principal, al pomo de bronce que
parpadeaba en la penumbra. Me pregunté si el caballero seguiría de
pie en el umbral, esperando que yo respondiera al desafío que me
había lanzado, pero me obligué a seguir subiendo.
Phelan estaba tal y como lo había dejado, con los ojos cerrados,
hasta que me oyó entrar en la habitación.
Pasé por delante del espejo con rapidez y dejé la copa del tónico
en su mesita de noche. Y entonces me di cuenta de que no podía
quedarme a su lado, pues el re ejo deslumbraría mi secreto, y me
alejé con torpeza, lejos de su alcance y del espejo.
—Gracias —me dijo Phelan, pero detecté una pizca de burla en
su tono de voz mientras se esforzaba por sentarse solo.
Fingí distraerme con las pilas de libros que tenía en el suelo,
arrodillándome para mirar sus títulos, para tocar sus cubiertas
desgastadas.
—¿Qué le has puesto a esto, Anna? —preguntó al cabo de un
momento, reprimiendo una tos.
Levanté la vista para ver que tenía los labios fruncidos por el
disgusto.
—Te ayudará a curarte y a dormir. Bébetelo todo, Phelan.
Oí cómo se esforzaba por tragarse el tónico y desvié la vista para
que no me viera sonreír. Al nal, sentí el escozor en mi piel y supe
que no podía ignorar mi herida mucho más tiempo.
Con cautela, me levanté y me volví para hablar con Phelan,
sorprendiéndome al ver que tenía los ojos cerrados y la cabeza un
poco inclinada hacia atrás, hacia el cabecero de madera.
Bien. Mi tónico había cumplido su propósito.
Me acerqué a su armario para volver a tomar el botiquín. Había
un taburete entre las sombras junto al mueble, y lo acerqué a la luz
de las velas y me senté en él, de espaldas a Phelan. Desaté con
cuidado el último lazo de mi corpiño y lo dejé caer al suelo con un
suspiro. Luego, me bajé la camisa de los hombros hasta la cintura,
para poder examinarme la herida.
Tenía un corte poco profundo arqueado por encima del ombligo
y ya se estaba formando una costra.
Alcancé el antiséptico y estaba limpiándomelo cuando Phelan me
habló.
—¿Estás herida, Anna?
Hice una pausa y respiré hondo. Estaba sentada medio desnuda
en su habitación, cuando mi tónico debería de haberle arrastrado a
un sueño profundo sin sueños. Lo miré por encima del hombro y lo
vi todavía apoyado en la cama, con los ojos pesados, pero
mirándome con atención.
—No, solo es un rasguño. —Volví a centrarme en el corte, pero
sentí que su mirada se posaba en mí y en la curva desnuda de mi
espalda. Me sentía cómoda y no me molestaba su atención, no como
probablemente lo habría hecho si esto hubiese sucedido hace un
mes, o incluso hace una semana.
Me subí la blusa por los hombros y me até bien el cordón. El
corpiño estaba estropeado, así que lo dejé con el montón de su ropa
ensangrentada.
—Hágame una pregunta, señor Vesper —dije—. A menos que
quiera esperar hasta mañana, cuando esté más despejado y recuerde
mi respuesta.
—Tengo la cabeza despejada —replicó, pero arrastraba las
palabras mientras luchaba contra los efectos empalagosos del tónico
—. Ven, siéntate aquí, Anna. —Dio una palmadita en la cama a su
lado y tan solo me quedé mirándola, pues el espejo seguía siendo
una amenaza.
—Túmbate y quizá lo haga.
Me hizo caso y posó la cabeza en la almohada, con las botas casi
colgando de la cama.
Me acerqué al otro lado y me hundí junto a él en el colchón de
plumas, dejando un generoso palmo de espacio entre nosotros.
—Hazme tu pregunta, Phelan.
Tenía los ojos cerrados, pero sonrió.
—Quiero saber tu nombre real.
—Muy bien, aunque creo que es una estupidez desperdiciar tu
única pregunta en eso.
Aquello hizo que abriera los ojos y me mirara.
—Lo que signi ca que he hecho una muy buena pregunta,
porque no quieres responderla.
Empezaba a leerme bastante bien, lo que despertó mi aprensión.
Decidí que tenía que tener más cuidado cuando estaba con él. No
había pensado que tendría que desempeñar un papel, pero debería
haberlo hecho desde que tuvimos la entrevista.
—Mi nombre de verdad es Anna Bailey —le dije—. Decidí
apellidarme Neven tras la muerte de mi madre, para ocultarme de
algunos de sus antiguos conocidos que podrían darme problemas.
Tenía algunas viejas deudas que nunca pagó antes de fallecer. Por
eso no te he contado mucho sobre mí.
—Podrías decirme con quién tiene una deuda y yo la pagaré.
Fruncí el ceño.
—No, Phelan. No quiero que pagues las deudas de mi madre.
«Duérmete», pensé, desesperada, y oí cómo respiraba cada vez
más profundamente, cómo sus ojos se cerraban cada vez más con
cada parpadeo de obstinación. Tardé un minuto más, lo justo para
asegurarme de que esta vez estuviera dormido, antes de comenzar a
alejarme de la cama.
—Anna, no te vayas —susurró—. Quédate aquí conmigo.
Me pregunté si de verdad querría mi compañía o le preocupaba
que me escabullera esa noche sin él. Pero me quedé.
Sin embargo, al nal no pude evitar mi cansancio. Encontré un
remedio para dormir sin sueños en la mesita auxiliar de Phelan y me
lo bebí, rindiéndome al suave abrazo de la cama. Y me dormí a su
lado.
23

–¿S eñorita Neven? ¡Señorita Neven!


Me desperté con la sorpresa y el horror de la señora Stirling.
Estaba de pie a los pies de la cama, con el rostro pálido mientras me
miraba jamente. Me pregunté por qué parecía tan alterada,
mientras me limpiaba, atontada, la baba de los labios.
Y entonces me di cuenta de que esta cama no me era familiar y
que Phelan estaba durmiendo cerca de mí, con su pecho expuesto y
lleno de cicatrices y cosido, sus dedos entrelazados con los míos…
El recuerdo de la luna nueva me invadió y eliminó los últimos
retazos de sueño.
—Señora Stirling, no se preocupe, está bien —empecé a decir,
pero se me apagó la voz cuando vi otra gura acercarse. Una que
brillaba con diamantes y se movía con verdadera gracia. La reconocí.
Nos habíamos cruzado en la tienda de arte el mes pasado. La
condesa. La madre de Phelan. Sus ojos azules me estudiaron con
gélida reserva y de repente me sentí como si estuviera desnuda.
—Señorita Neven, esta es la condesa de Amarys —se apresuró a
presentarnos la señora Stirling, pero no pudo suavizar la tensión del
ambiente—. Lady Raven Vesper.
—Es un honor conocerla, señorita Neven —dijo la condesa con
una sonrisa, que solo hizo que los ojos le ardieran aún más. Me di
cuenta de que no proyectaba ninguna sombra en el suelo—. Mi hijo
me habló muy bien de usted cuando lo vi la semana pasada.
Se me quedó la mente en blanco mientras aguantaba su mirada.
Era muy consciente de las manchas de sangre que tenía en la blusa,
de las arrugas en la tela de gasa y de los nudos de mi pelo. Sabía que
parecía que acababa de salir de una alcantarilla y tragué saliva, sin
saber cómo arreglar esta primera impresión de mí misma.
Phelan, por supuesto, siguió durmiendo a pierna suelta, y
lamenté haberle dado un tónico tan fuerte.
—Señora —dije, y me apresuré a deslizarme de la cama de
Phelan, como si la colcha se hubiera incendiado—, su hijo luchó con
valor anoche, pero resultó herido. Consideré que lo mejor era
quedarme a su lado hasta por la mañana.
—Y le agradezco su diligencia, señorita Neven —contestó lady
Raven—. Ya me encargo yo, y le agradecería que mantuviera en
secreto la herida de mi hijo.
Hice una reverencia torcida, sintiendo como si cada uno de mis
huesos se hubiera salido de su sitio. La señora Stirling dudó antes de
concederme una gentil inclinación de cabeza, pero me fui tan rápido
como pude, retirándome a la seguridad de mi habitación.
Me senté en las sombras hasta que se me enfriaron las mejillas, y
abrí las cortinas y las contraventanas, disfrutando de la luz de la
mañana. Después, me lavé la cara y rompí el espejo que colgaba de
la pared porque estaba cansada de verme a mí misma. Observé cómo
las grietas del cristal se extendían en una red brillante, hasta que
Clem se quebró en un montón de pedazos, y aun así no me sentí
satisfecha.
Necesitaba salir de la casa, así que me vestí rápido y me cepillé
los enredos del pelo, bajando las escaleras en silencio.
Salí al porche delantero, parándome en el mismo lugar en el que
el caballero había estado hacía tan solo unas horas. Me estremecí
bajo el sol, añorando mi hogar. Deseando descansar en un lugar
donde no tuviera que ngir. Y lancé mi encantamiento de sigilo y
comencé a caminar hacia el norte.

Imonie se sorprendió al verme en la puerta. Tenía la casa para ella


sola y estaba fregando el pasillo cuando llegué.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó, dejando caer el cepillo de
cerdas para saludarme.
—¿Por qué todo el mundo asume que ha ocurrido algo malo cada
vez que me ve? —repliqué, exasperada.
Imonie frunció los labios, pero noté cómo me recorría con los
ojos, de la cabeza a los pies. Como si quisiera asegurarse de que
estuviera sana y salva.
—Bueno, anoche hubo luna nueva. Supongo que saliste
victoriosa.
Yo solo me limité a suspirar.
Ella entrecerró los ojos.
—Creo que esta conversación requiere un té. Y un desayuno
caliente. Ven, Clem.
La seguí hasta la cocina, agradeciendo que no hiciera preguntas
mientras cocinaba, sino que escuchara mientras yo divagaba sobre la
noche pasada. Quise hablarle del caballero, pero me abstuve, y tal
vez fue solo porque Phelan parecía tan empeñado en mantener el
secreto. Iba por la segunda taza de té cuando confesé:
—He visto a la condesa esta mañana. Resulta que estaba
durmiendo en la cama de Phelan cuando llegó.
Imonie se quedó blanca.
—¿Y por qué estabas en la cama de Phelan?
—No pasó nada. Estaba herido y me pidió que me quedara con
él.
Imonie se acomodó en la silla frente a la mía. Envolvió los dedos
alrededor de su taza de té, con los ojos vidriosos por el miedo.
Nunca había visto algo así en ella, pues mantenía sus emociones tan
guardadas como su pasado.
—Quiero que te alejes de ella —dijo.
—¿De quién? ¿De lady Raven?
Imonie asintió.
—Es peligrosa, Clem. No se detendrá ante nada para conseguir lo
que quiere.
—¿Y tú cómo lo sabes? —le pregunté. De repente, sentí el
desayuno como si fuera plomo en mi estómago.
—¿Has oído hablar del conde de Amarys?
—¿De su marido? No.
—Eso es porque está muerto —dijo Imonie—. Lleva muerto casi
dieciséis años. Hubo muchas especulaciones cuando murió. Un día
estaba bien y al siguiente cayó enfermo. Murió tres días después,
hinchado y ahogado en su propia sangre. La condesa era una joven
madre de dos niños, y todo parecía bastante trágico hasta que
empezaron a correr rumores de que el duque de Bardyllis era el
verdadero padre de los niños, y no el conde. Y que tal vez la condesa
había envenenado a su marido para deshacerse de él.
Me mordí el labio, procesando la historia de Imonie. Esto sería
perfecto para mi testimonio para desenmascarar a los Vesper.
—¿Y tú crees que mató a su marido?
Imonie alisó una arruga del mantel.
—Sí. Lo envenenó.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué iba a matarlo? No ha
tenido relación con el duque desde entonces.
—Quizás el conde había llegado a saber demasiado sobre ella.
Quizá quería criar a sus hijos por su cuenta. Quizá tan solo se había
cansado de él. Quizá le estorbaba. —Imonie se encogió de hombros
—. Nadie lo sabe, por eso te digo que te alejes de ella.
Eso no ayudó a tranquilizarme. No cuando recordé cómo la
mirada de lady Raven había sido gélida al contemplarme en la cama
de su hijo.
—Papá dice que es una vieja conocida suya —dije.
Imonie resopló.
—Sí, ¿y por qué te crees que ahora trabaja en las minas y ha
dejado la magia y no quiere más que evitar a los chicos Vesper?
No estaba segura, así que me quedé callada.
Imonie empezó a recoger los platos, llevándoselos al fregadero.
Pensé que el silencio continuaría entre nosotras, pero entonces me
miró y dijo:
—No quiere que la condesa lo encuentre.

Me quedé más tranquila al ver que el carruaje de la condesa ya no


estaba cuando regresé a la calle Auberon. En cuanto entré en el
vestíbulo, la señora Stirling me recibió con un suspiro de alivio y una
bandeja con té y galletas.
—Aquí está, señorita Neven. Nos ha dado un susto a todos, nos
preguntábamos a dónde había ido.
—Lo siento —contesté, sonrojándome al darme cuenta de que
había estado ausente la mayor parte del día. La verdad es que había
pensado que a nadie le importaría—. Fui a dar un paseo.
Me preocupaba que la señora Stirling tuviera ese brillo reservado
en los ojos, el mismo de aquella mañana, cuando me encontró en la
cama de Phelan. Pero se limitó a asentir con la cabeza y me tendió la
bandeja del té.
—¿Le importaría llevarle esto al señor Vesper?
Acepté y subí con cuidado las escaleras.
Phelan estaba sentado en la cama, con unos papeles sueltos
extendidos ante él. Estaba concentrado leyendo, con el pelo húmedo
por el baño. Llevaba ropa limpia y mis puntos estaban ocultos bajo la
camisa. Casi parecía que había imaginado los acontecimientos de la
noche anterior. Como si todo hubiera sido un sueño.
—¿Todavía no la ha encontrado Deacon? —preguntó Phelan,
suponiendo que era la señora Stirling.
—No tenía por qué —respondí, llamando su atención.
Me quedé en el umbral sosteniendo la bandeja del té y, por un
momento, ambos nos miramos jamente. Las palabras parecían
haberse perdido entre nosotros.
—Creía que… —empezó a decir, pero su voz se apagó.
—¿Que había huido? —Acabé con un tono burlón.
Dudó, ¿a dónde se creía que me había ido?, pero se guardó lo que
quería decir o preguntarme.
—Pasa, Anna. —Dejó caer su mirada hacia los papeles que tenía
delante.
Eso me dio la oportunidad de pasar por delante del espejo, y dejé
la bandeja del té en la mesilla de noche, notando los nuevos frascos
de hierbas que ahora estaban junto a su vaso de agua.
—Veo que el doctor ha estado aquí —comenté, observando cómo
Phelan recogía los papeles en un montón.
—Sí. Y mi madre también.
—Ya lo sé. La conocí esta mañana.
Los ojos de Phelan se encontraron de nuevo con los míos.
—Ah, ¿sí? No me lo ha contado.
—Por supuesto que no —dije, dirigiéndome a la ventana. Las
cortinas estaban echadas hacia atrás, las contraventanas estaban
abiertas, y yo permanecí bajo los rayos de sol, mirando abajo, hacia
la calle—. Yo estaba en la cama, a tu lado, cuando la conocí.
—Ah.
No pude resistir la tentación de volver a mirarlo, cómo se
sonrojaba y se apresuraba a servirse la taza de té, agradecido por
tener algo con lo que distraerse.
—¿Recuerdas algo de lo que pasó anoche? —pregunté.
Phelan tomó un sorbo, pero volvió a mirarme.
—Lo recuerdo todo.
Tuve que desviar la vista primero. Se me calentó la piel al pensar
en cómo le había tocado anoche, en cómo había visto mi espalda
desnuda, en cómo me había pedido que me quedara con él.
—Tengo que decirte algo, Anna.
Me preparé. Seguramente, su madre le había convencido para
que me despidiera, y esperaba que sucediera eso, que Phelan me
dejara ir. Puso la taza de té en el platillo. Lo estaba alargando para,
sin duda, ponerme más nerviosa.
—¿El qué, Phelan? —pregunté impaciente.
—Me voy —dijo.
Me quedé boquiabierta, sin poder ocultar la sorpresa.
—¿A dónde?
—No puedo decírtelo. Pero volveré en una semana más o menos,
y necesito que te quedes aquí. Para registrar las pesadillas que
puedan surgir y para entregar la parte del impuesto de los sueños al
recaudador del duque, que llegará cualquier día para reclamarlo.
También necesito que pases con discreción un pago a una amiga.
Verás que hay un monedero con una cinta roja en la caja fuerte,
donde guardo el dinero. Cuando alguien venga a «tomar prestado
un libro», necesito que te asegures de que reciba ese dinero.
Me quedé callada tanto tiempo que frunció el ceño, preocupado.
—¿Anna?
—Sí, me encargaré de todo por ti —contesté, sacudiéndome por
dentro—. ¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—Debe ser un viaje de gran importancia, ya que deberías estar en
casa, guardando cama.
Se negó a responder, volviendo a prestar atención a su pila de
papeles, e intuí que había sido su madre quien le había dado esa
orden.
Y entonces la comprensión me alcanzó como un rayo, me volví
rápidamente hacia la ventana, antes de que Phelan pudiera verme la
emoción en la cara.
Sabía a dónde iría.
A Hereswith.
24

T
res días después de que Phelan se marchase, lord Deryn vino
de visita.
Lo encontré esperándome en la biblioteca, delante de la
estantería de Phelan, estudiando con atención uno a uno los
volúmenes de los estantes. Se giró al oírme entrar, con una sonrisa
bien ensayada en el rostro.
Olí la bergamota de su perfume. Una dulzura enfermiza
mezclada con ese extraño olor a pergamino mohoso. Y supe que
había venido por mí, no por los impuestos.
—Señorita Neven, me alegra verla de nuevo.
—Su Excelencia —le saludé con una reverencia.
—Perdone que haya venido de forma tan inesperada, pero quería
hablar con usted. Por favor, siéntese.
Me senté obediente en la silla, pero comencé a temerme lo peor.
Me vinieron a la mente unos cuantos hechizos, por si necesitaba
lanzarlos en algún momento.
—Quería preguntarle por la última luna nueva —comenzó,
ocupando el asiento de Phelan detrás del escritorio—. ¿Fue mi
pesadilla la que se materializó?
—No, Su Excelencia.
Esperó a que siguiera contándole y, cuando no lo hice, el duque
se pasó los dedos por la barba.
—Sé que no puede decirme qué sueño se manifestó —comentó—.
Perdóneme por preguntarle, pero necesito saber cómo se hirió
Phelan.
—¿Cómo sabe que le hirieron, Su Excelencia?
—Tengo ojos y oídos en todas partes, señorita Neven. Nada pasa
en esta provincia sin que yo lo sepa.
Sus palabras eran inquietantes, pero estaba empeñada en que
nunca supiera lo nerviosa que me ponía. Suspiré como si estuviera
aliviada y me incliné más hacia él, con los codos apoyados de forma
descortés en el escritorio.
—Me alegro de que ya lo sepa, Su Excelencia. ¿Le informó la
condesa?
—No, ella no. —No mostraba ninguna emoción en el rostro ni en
su voz cuando hablaba de ella. El tono monótono solo me hizo
sospechar aún más de su relación.
—Le con eso que he estado preocupada por él, sobre todo
cuando su madre lo mandó de viaje. Debería haberse quedado
guardando cama.
El duque no picó el anzuelo. Hizo un sonido de contemplación y,
a continuación, dijo:
—¿Qué fue lo que lo hirió? ¿Un elemento de la pesadilla o algo
más allá de ella?
Me quedé en silencio, preguntándome si me estaba acusando de
ser una mala compañera.
—Elija su respuesta con cuidado, señorita Neven —me advirtió el
duque con una voz dulce como la miel. Por n, la amenaza que
estaba esperando—. Quiero la verdad, aunque eso no me dé otra
opción que destituir a Phelan del puesto. O a usted, por ende.
«No quiere que Phelan esté en peligro», advertí, y entonces vi mi
oportunidad de que las aspiraciones y los logros de Phelan se fueran
al traste. Podía contarle al duque que Phelan era débil, vulnerable.
Pero, aunque en un principio mi deseo fuese ver a Phelan perder su
hogar y su propósito en la vida…, ahora estaba atada a él, y no
quería renunciar a lo que había conseguido aún. Me encantaba
volver a ser guardiana.
—Phelan y yo vencimos a la pesadilla —le conté—, pero entonces
surgió algo más. Algo inesperado y malévolo. Algo que no estaba
registrado en el libro.
—¿Qué fue esa cosa inesperada, señorita Neven?
Dudé.
El duque lo percibió y se ablandó.
—No estará traicionándole si me lo cuenta.
Pero en realidad sentí que sí lo haría. Phelan no se lo había dicho
ni a dos de sus amigas más cercanas. Ni siquiera pudo describírmelo
a mí, que era su compañera. Era como si a Phelan le hubieran
ordenado no hablar de ello.
—Creo que debería preguntarle a Phelan cuando vuelva, Su
Excelencia.
Lord Deryn sonrió y se recostó en la silla, pero no apartó su
mirada de la mía.
—Le voy a decir algo, señorita Neven. Algo que no mucha gente
sabe, pero le voy a con ar este secreto.
Me quedé helada, odiando lo ansiosa que estaba por saber qué
información me iba a ofrecer el duque.
—Phelan no nació con la iluminación —comenzó—. No fue
aceptado en el Colegio Luminoso hasta que yo exigí su entrada. De
hecho, suspendió todos los exámenes de ingreso, pero yo vi el
potencial que tenía. Le di una plaza en el colegio, nancié su
educación y me aseguré de que recibiera esta parte del territorio
cuando estuviera listo para convertirse en guardián. He participado
en su formación como mago, a pesar de que no tengo luz en los
huesos, y sería una pena que perdiera mi inversión antes de tiempo.
Mientras le oía, sus palabras comenzaron a suscitarme
pensamientos que nunca antes había tenido. El duque se había
casado hacía años, pero su mujer había muerto poco después de
haber pronunciado sus votos. Era viudo y no tenía hijos. No tenía
herederos. Y si el duque había jugado una mano tan silenciosa pero
rme en la crianza de Phelan, si pensaba en él como en una
inversión, entonces el duque tenía grandes planes para él. Ya se vería
si Phelan estaba al corriente o no.
—Planea nombrarlo su heredero —susurré.
El duque se quedó en silencio, estudiándome con una gran
intensidad, como si me hubiera subestimado hasta ahora.
—Sí, señorita Neven. Y no debe decirle de esto ni una palabra a él
ni a nadie más, ¿lo entiende?
—Sí, Su Excelencia.
—Y quiero saber qué lo está amenazando las noches de luna
nueva.
No veía otra forma de evitarlo.
Le conté lo del caballero al duque.
Me escuchó con el ceño fruncido.
—Parece que alguien puede controlar e in uir en las pesadillas.
—Nunca he oído hablar de algo así —le dije, absorta en mis
pensamientos—. ¿Cómo es que el caballero puede hacerlo?
—Algo, o alguien, le proporciona una puerta para entrar en los
sueños de luna nueva.
—¿Y quién podría tener tanto poder? ¿Un mago?
Lord Deryn se quedó pensativo por un momento.
—No lo sé, pero no podrá derrotarlo en el reino de los sueños.
Tendrá que buscarlo en el mundo de la vigilia y vencerlo allí.
—No es algo fácil —dije, pero me sorprendió lo ansiosa que
estaba por llevar a cabo este desafío. Quería descubrir los secretos de
ese caballero. Su propósito. Su fuente de poder. Incluso si eso
suponía trabajar con alguien como el duque.
—No, no lo es —coincidió lord Deryn—. Pero si puede encontrar
la manera de quitarle el yelmo en la pesadilla…, vería su cara. Y si ve
su rostro y me lo describe, sería capaz de localizarlo por toda la
provincia.
El duque no me estaba haciendo una sugerencia, me estaba
dando una orden. Pensé en los lugares donde sabía que había
aparecido el caballero: hacía meses, en la primera luna nueva de
Phelan como guardián. En Hereswith, la noche antes de la llegada de
Phelan. Y luego aquí de nuevo, en una de las calles de Phelan, en la
luna nueva de octubre. No me pareció casualidad, sino que parecía
que el caballero iba detrás de Phelan, y eso me dio escalofríos.
—Si el caballero vuelve la próxima luna nueva, encontraré la
manera de hacerlo, Su Excelencia.
—Y vendrá a mí de inmediato para describírmelo, señorita
Neven.
Asentí, aunque me daba vueltas la cabeza, recordando cómo el
caballero casi me había decapitado y casi había abierto a Phelan en
canal.
—¿Le preocupa algo, señorita Neven?
Me encontré con la mirada del duque.
—Sí. El caballero es un oponente formidable, inmune a la magia y
a las espadas. No sé cómo nos las arreglaremos Phelan y yo para
quitarle el yelmo sin sufrir nosotros ningún daño.
Lord Deryn juntó los dedos y se los llevó a los labios.
—Si la magia y las armas son inútiles contra la armadura del
caballero, debe signi car que a su armadura la forjó un mago deviah.
No se me había pasado eso por la cabeza. Pero ahora que lo había
hecho, empezaron a encajar otras piezas. Especulaciones
descabelladas. Me pregunté si el juego de cartas de los siete
espectros in uiría de alguna forma en la habilidad de la armadura
del caballero. Si ambos estaban ligados a las pesadillas y las habían
hecho magos deviah…, puede que estuvieran vinculados de alguna
forma.
—Hay un herrero no muy lejos de aquí —continuó lord Deryn—.
Es uno de los mejores de la provincia. Es un deviah que puede
encantar el acero. Le ordenaré que forje algo para que los ayude a
ambos.
—Si es una armadura, más que una ayuda será un estorbo, Su
Excelencia. Solo nos hará más lentos, y debemos ser rápidos.
—No es una armadura, señorita Neven —contestó el duque,
levantándose de la silla—. Mandaré una orden, pero lo más probable
es que el herrero quiera reunirse con ustedes para tomaros las
medidas.
—Está bien, Su Excelencia. ¿Y qué debería contarle a Phelan
sobre la procedencia de este regalo?
—Cuéntele que es de mi parte. —Se quedó callado y pensativo.
Pero permaneció mirándome—. Phelan habla a menudo de usted,
señorita Neven. —Y no supe por qué diría tal cosa hasta que el
duque me dejó sorprendida al añadir—: ¿Le gustaría ser duquesa?
—No.
—Una respuesta re eja, señorita Neven. Como si ya lo hubiera
pensado.
La verdad es que nunca lo había pensado, pero el duque me
estaba poniendo nerviosa. Lo que sí sabía era que lo último que
quería ser era un peón en el juego de un noble.
—Si alguna vez me convierto en duquesa —dije—, será por
elección propia y por mis propios méritos, no por casarme.
—Ah, entonces podría convertirse en la duquesa de Seren. Ese
trono está abierto a cualquiera que pueda ascender a la montaña y
romper la maldición de la luna nueva.
—Que he oído que no es tan sencillo como parece —dije—. Las
puertas de la montaña no se abrirán a menos que todos los espectros
estén juntos. Y quién sabe dónde se esconden los siete hoy en día, si
es que la leyenda es cierta.
—¿Y cómo sabe todo eso? —preguntó de forma brusca.
Me mordí el interior de la mejilla, castigándome con dolor por
haber hablado con tanta libertad.
—Solo es un rumor, Su Excelencia. Mi madre me contaba algunas
historias de la montaña cuando era niña.
El silencio calculador del duque continuó rugiendo.
Sentí el impulso de aclararlo.
—No soy ninguna lunática, si eso es lo que de verdad quiere
saber.
—Creo que todos somos unos lunáticos de una forma o de otra. Y
una guardiana como usted ya ha entrenado lo su ciente como para
derrotar a cualquier pesadilla que aceche en esa vieja fortaleza de la
montaña —contestó el duque, arqueando una ceja—. Pero, como ha
dicho usted, señorita Neven, los espectros no son más que un mito.
Las caras de un juego de cartas para asustar a los niños pequeños.
Bueno, su ciente tiempo le he robado por hoy.
Me levanté, pensativa y confundida por todo lo que me había
dicho, y comencé a seguirle hacia las puertas de la biblioteca hasta
que me acordé del impuesto de los sueños.
—Su Excelencia, el impuesto…
Hizo una pausa y me dedicó una sonrisa, una que le arrugó las
comisuras de los ojos. No me engañó con su comportamiento
amable. Vi el brillo de la codicia en su interior.
—Mi cobrador vendrá hoy más tarde, señorita Neven. El dinero
nunca pasa por mis manos, no hasta que se haya marcado y
contabilizado.
Hice una reverencia y esperé hasta que la señora Stirling
acompañara al duque a la salida, y la casa volvió a quedar en
silencio. Pero olí nuevamente un rastro del perfume del duque y abrí
una ventana para dejar que se escapara la potente fragancia. La
biblioteca pareció tranquilizarse, aliviada de que el duque se hubiera
marchado, y me acerqué a la caja fuerte que estaba escondida en la
pared.
Susurré un hechizo a las motas de polvo y vi cómo la puerta de la
caja fuerte aparecía en la pared con un brillo mercurial. La puerta
cedió al abrirse bajo mi mano, reconociéndome, y me quedé mirando
los montones de monedas que descansaban dentro de ella.
Una pequeña parte de ese dinero era mía, porque Phelan y yo
recibíamos un porcentaje y lo dividíamos entre nosotros. «Mi
primera paga de verdad», pensé antes de localizar los montones que
Phelan había apartado para el recaudador de impuestos.
Cuatro bolsas, cada una del tamaño de un melón cantalupo,
llenas de monedas. Las estudié una a una y sentí su peso en la palma
de la mano.
«Cuánto dinero», pensé, incrédula. «Hay demasiado dinero».

Dos días después de la visita del duque, recibí un aviso del herrero
para que fuera a su tienda. Era un lugar difícil de localizar, y pasé
por delante de él dos veces antes de encontrar la puerta de la tienda
al n, pues era poco llamativa y casi se confundía con la pared de
ladrillo.
Sonó la campana de la puerta cuando entré. La tienda se
componía de una pequeña habitación, que olía a cuero, hierro y
aceite de limpieza. En una pared había espadas expuestas de todo
tipo, así como hachas y dagas. Me llamaron la atención unas cuantas
armaduras. Me detuve ante un conjunto de acero que me recordaba
al que había llevado el caballero, pero era mucho menos siniestro. De
hecho, me parecía como si hubiese retrocedido en el tiempo. Todas
estas armas y armaduras… Ya la gente no suele tener estas cosas.
Eran productos del pasado. Y el aire estaba empolvado con
nostalgia, con el recuerdo de cosas que se desvanecen.
—¿Puedo ayudarla?
Me giré para ver a un hombre de mediana edad, con un cabello
castaño no, unos ojos a lados y unas gafas de alambre posadas en
su nariz de halcón. Llevaba un delantal de cuero y sus manos
estaban cubiertas de suciedad.
—Soy Anna Neven —me presenté.
—Ah, sí. Necesito tomarle las medidas. —Fue corriendo detrás
de su escritorio y encontró un rollo de cinta métrica.
Le había dicho al duque que una armadura nos haría mucho más
lentos a Phelan y a mí. Y quise protestar hasta que el herrero me
midió la altura y el brazo izquierdo, estudiándome el hombro y mi
posición de pie.
—¿No va a hacerme una armadura? —le pregunté.
—No. Un escudo.
Pensé que un escudo sería útil. Aunque recordé cómo la espada
del caballero había destrozado el estoque de Phelan como si
estuviera hecho de cristal. También podría romper un escudo, pero
me quedé con la duda.
—¿Cuánto tiempo lleva practicando deviah? —pregunté.
El herrero me miró con una ceja arqueada a modo de sospecha.
—Lo bastante, supongo.
—¿Ha sido guardián antes?
—No, pero conozco la avertana.
—¿Suele fabricar armaduras encantadas?
Hizo una expresión de exasperación.
—¿Suele entrar en las tiendas y hacer miles de preguntas?
Me sonrojé.
—Lo siento. Es que su trabajo me parece muy fascinante.
Eso le apaciguó la brusquedad. Un poco.
—Fabricar una armadura encantada es muy difícil, incluso para
los magos más experimentados. Se necesitarían años para conseguir
un único traje. Bueno, señorita Neven, enviaré los escudos a la casa
del señor Vesper cuando estén listos. —Se puso a escribir unas
cuantas notas, lo que supuse que era su forma de despedirme.
Comencé a salir de la tienda cuando algo me llamó la atención.
Un cinturón de cuero para armas que colgaba alto. Era idéntico al
que yo tenía, al que mi padre me había comprado cuando comencé a
luchar a su lado en las calles de Hereswith. Idéntico al que llevaba el
otro día Olivette.
Se me cortó la respiración.
El parecido era increíble, innegable. Seguro que mi padre lo había
comprado en esta tienda.
—¿Tiene alguna otra pregunta, señorita Neven? —preguntó el
herrero, notando que le estaba prestando mucha atención.
Me pregunté si ese herrero sería el padre de Olivette, pues
recordé que ella me había contado que su padre le había hecho el
cinturón de armas. Abrí la boca para preguntar más sobre el cinturón
y decirle que conocía a Olivette, pero algo hizo que me detuviera.
Una advertencia, como si hubiera sentido una corriente de aire.
—No. Que tenga un buen día, señor.

Esa tarde, comencé a escribir el testimonio para desenmascarar a


Phelan en su propio escritorio. Usé su tinta, su pluma y un cuaderno
en blanco que había comprado, y empecé a enumerar las cosas que
quería incluir:

La condesa compra materiales de arte (¿para ella?) y es


maga. ¿Posible deviah?
La condesa envenenó a su difunto marido, el conde,
porque… ¿? (Estaba aburrida de él/tenía una relación con
el duque/él había descubierto un secreto que ella quería
mantener enterrado).
Lennox y Phelan pueden ser o no hijos del duque.
Phelan suspendió los exámenes de ingreso, no tiene
iluminación y nunca se habría convertido en mago si no
hubiera sido por la in uencia del duque.

—¿Señorita Neven? —La señora Stirling abrió las puertas de la


biblioteca. Me sobresaltó tanto que la pluma atravesó toda la página
y me apresuré a cerrar el cuaderno.
—Siento interrumpir, pero alguien ha venido a pedir prestado
uno de los libros del señor Vesper.
—Sí, deme un momento y que entre, señora Stirling.
Asintió y se marchó. Encanté mi cuaderno con premura para que
nadie más que yo pudiera leerlo antes de abrir la caja fuerte
encantada y agarrar el monedero con la cinta roja. Estaba lleno de
monedas y me pregunté para qué habría reservado Phelan esa suma.
Sonó un crujido en el umbral.
Me di la vuelta para recibir a la visitante, pero me quedé
petri cada por la sorpresa. Se me congelaron las palabras en la punta
de la lengua mientras miraba jamente a la chica de la tienda de arte.
Blythe.
Esbozó una tímida sonrisa y se colocó un rizo que tenía suelto
detrás de la oreja.
—Siento interrumpirle, pero estoy aquí para pedirle prestado al
señor Vesper uno de sus libros. Me dijo que usted podría ayudarme.
Me tragué mi sorpresa, así como la esperanza de que me
recordara. Estaba disfrazada y casi se me había olvidado.
—S-sí, por supuesto. —Me acerqué a ella y le tendí el monedero.
Su alegría era tangible. Sonrió al ver el monedero y lo sujetó con
ambas manos.
—¡Oh, esto es mucho más de lo que esperaba! ¡Por favor, dele las
gracias al señor Vesper de mi parte!
«¿Y por qué debería darle las gracias?», quería preguntarle.
—Por supuesto.
—Gracias —susurró Blythe de nuevo, deslizando el monedero en
su bolso de cuero—. Mi hermano es guardián en unas calles que han
caído en desgracia y no puede pagar el impuesto del duque, así que
apreciamos la donación del señor Vesper.
—A Phelan le encantará saberlo —le contesté, luchando por
ocultar mi sorpresa. Esta faceta de Phelan era nueva para mí. Y no
me gustaba cómo me hacía dudar de mis antiguas suposiciones
sobre él.
—También tengo un mensaje para que se lo dé al señor Vesper —
dijo Blythe—. Hace unas semanas me preguntó si había visto a
alguien llamada Clementine en la tienda de arte. Le dije que había
venido una chica muy guapa pelirroja llamada Clem, y quería que le
informara si volvía a verla en la tienda.
—¿Y ha ido? —le pregunté, aclarándome la garganta.
Blythe negó con la cabeza.
—No. Pero lo extraño es que su madre, lady Raven, también
preguntó por ella. Quería que siguiera a Clem a su casa la próxima
vez que visitara la tienda. Pensé que al señor Vesper le interesaría
saber que su madre también la está buscando. Espero que Clem no
esté en ningún tipo de problema.
—Al contrario —dije con una ligera mueca—. Quizá quiera
contratarla.
—Quizá. Bueno, que tenga un buen día…
—Anna. Anna Neven.
—Anna —contestó Blythe.
Me quedé de pie en la biblioteca mucho tiempo después de que
ella se fuera. Crecieron largas y nudosas sombras como raíces a mi
alrededor.
Los Vesper sabían que yo estaba en la ciudad. Pensé en el hechizo
que había planeado por si Phelan descubría quién era. El hechizo
que mi padre había insistido en que tuviera preparado.
En el momento en el que lo creé, pensaba que nunca tendría que
pronunciarlo.
Ahora ya no estaba tan segura.
25

P
helan regresó después de una semana y media de ausencia,
trayendo consigo las primeras heladas del otoño a la ciudad.
Aquella tarde me reuní con él en la biblioteca, donde estaba de
pie ante las estanterías, hojeando frenéticamente un libro. Y, cuando
ese no le convencía, lo dejaba y buscaba otro, pasando los dedos por
las páginas.
—Has estado fuera más tiempo del que me dijiste —le saludé,
cerrando las puertas de la biblioteca detrás de mí.
Phelan se giró. Tenía el pelo revuelto y la ropa inusualmente
arrugada por el viaje.
—Sí, perdóname, Anna. Espero que todo haya ido bien aquí.
—Maravilloso —contesté, uniéndome a él ante las estanterías—.
El impuesto de los sueños ha sido entregado al recaudador. Y le he
dado el monedero de la cinta roja a tu contacto. Estaba muy
agradecida por la cantidad.
—Bien. ¿Tenía algún otro mensaje para mí?
—Que no ha visto a tu vieja rival Cordelia…
—Clementine —me corrigió Phelan.
—Sí, como se llame. No la ha visto en la tienda de arte.
Suspiró y dejó caer un libro de cualquier manera sobre el
escritorio.
—Justo la noticia que quería escuchar.
—¿Qué más has hecho para intentar localizarla?
—Me he puesto en contacto con algunas tiendas de arte y he
comprobado sus archivos en la Sociedad Luminosa —dijo—. No hay
mucho que averiguar, ya que sus padres son personas muy
reservadas y han pagado para que se guarden bien sus archivos.
Pero parece que su madre domina la metamara y la puesta en escena,
así que he empezado a consultar en los teatros de la zona.
Se me aceleró el pulso. Nunca había pensado en que pudiera
rastrear a mi madre hasta mí, porque llevaba su nombre artístico, y
lo había hecho durante casi una década, desde que se separó de mi
padre. A pesar de ello, tuve la tentación de irme y enviar un mensaje
urgente a mis padres, pero controlé la impulsividad y opté por tomar
otro camino.
Me quedé en la biblioteca, viéndole sacar un libro tras otro de sus
vastas estanterías.
—¿Qué estás buscando? Aparte de a Clementine, claro.
—Un libro en concreto —respondió—. No recuerdo el título, pero
contiene un ensayo que necesito sobre los troles.
—¿Troles? —repetí, pensando en Mazarine—. ¿Y eso por qué? ¿Te
has encontrado con alguno?
—A lo mejor. —Phelan sonó distante mientras reanudaba su
búsqueda.
Me quedé observándole un instante. Había momentos en los que
Phelan me miraba o en los que nuestra piel se rozaba y sentía que
algo eléctrico pasaba entre nosotros. Me dije que era solo por el
hecho de que dos enemigos estuvieran cerca, hasta que me di cuenta
de que, por desgracia, había llegado a echarle de menos durante el
tiempo que había estado fuera. Pero además de esos sentimientos
inquietantes, necesitaba distraerlo de Mazarine y de la caza de mis
padres y de mí.
—Esta casa está demasiado tranquila por la noche sin ti —
comenté.
Aquello le hizo volverse hacia mí. Me miró, y me pregunté qué
habría visto en mis ojos porque me sonrió.
Di un paso atrás, y fue como si estuviéramos unidos por una
cuerda invisible, porque de repente se olvidó del desorden de libros
que le rodeaba y dio un paso adelante.
—¿Te vas tan pronto, Anna?
—Bueno, estás ocupadísimo con los libros —contesté, agitando la
mano—. Podemos seguir hablando mañana.
—¿Seguir hablando de qué? —me preguntó—. ¿De que me has
echado de menos?
De repente no sabía si me estaba tomando el pelo o iba en serio.
—Nunca he dicho que te había echado de menos. He dicho que
esto estaba muy tranquilo.
Se acercó otro paso.
—Entonces déjame ser el primero en confesarlo. Te he echado de
menos.
—No lo dudo.
—Tenía que haberte llevado conmigo.
Intenté imaginarme ese escenario: ir a Hereswith con él.
Quedarme en mi antigua casa con él y con su hermano. Caminar por
las calles que conocía como las líneas de la palma de mi mano y
ngir que todo aquello no signi caba nada para mí.
—Sí. —Mi voz era ronca, llena de anhelos que él nunca podría
entender.
—Y estoy cansado de los troles, de los viajes polvorientos, de las
Clementines desaparecidas y de tener que lidiar con el sarcasmo de
mi hermano —dijo, y el espacio entre nosotros se cerró un poco más.
Tuve que inclinar la barbilla para mirarlo.
—¿Y qué puedo hacer al respecto?
—Distráeme.
No debería desa arme con algo así. Podía distraerlo de muchas
maneras, pero levanté la mano y agarré la cinta que le sujetaba el
pelo en la nuca. Poco a poco, tiré de ella y escuché cómo se le
aceleraba la respiración mientras su cabello oscuro se desparramaba
alrededor de sus hombros. No apartó la vista de mí ni una sola vez
mientras mis manos desabrochaban con habilidad los dos primeros
botones de su chaleco. Recorrí con las yemas de los dedos la cicatriz
apenas visible que mi estoque le había dejado en el pómulo.
Di un paso atrás para mirarlo.
—Sí, desmelenado te ves mejor.
Estaba segura de que el comentario le ofendería. Pero se echó a
reír, y el sonido fue dorado, incandescente. Ansié escucharlo de
nuevo tan pronto como se desvaneció.
—Ven, la distracción aún no ha acabado —le dije, invitándole a
seguirme desde la biblioteca—. Pon una tetera a hervir y luego
reúnete conmigo en el salón.
—¿Para qué?
—Saberlo estropearía la diversión, ¿no?
Solo arqueó una ceja, pero una sonrisa se le dibujó en la boca. Y
odié cómo, de pronto, quería saborearla.
Phelan tomó el pasillo hacia la cocina; yo entré en el salón y
encontré las cartas. Avivé el fuego de la chimenea, encendí unas
velas con magia y, luego, me senté en una silla de respaldo alto y
esperé a que llegara con el té. También debió de utilizar la magia
para prepararlo, porque llegó antes de lo que yo esperaba. Y la
alegría que había estado en sus ojos hace unos momentos se
desvaneció cuando vio los siete espectros colocados sobre la mesa.
—De verdad, Anna… Estoy harto de este juego —dijo, soltando
la bandeja—. Deacon solo quiere jugar a esto, noche tras noche, y…
—Lo sé —respondí—. Pero tengo algo importante que decirte, y
creo que tener las cartas en la mano será de ayuda.
Suspiró y sirvió una taza de té para cada uno, acomodándose en
la silla frente a la mía. Tenía la extraña sensación de que haría casi
cualquier cosa que le pidiera, y eso hizo que me temblaran las
manos. Me observó mientras repartía, y el silencio era denso
mientras estudiábamos nuestras cartas.
Quería reunir el mayor número posible de espectros y me alegré
cuando me tocó la heredera, una joven de largos cabellos oscuros y
tristes ojos azules, con un vestido blanco que acentuaba su hermosa
gura. Un cinturón dorado se ceñía a su cintura, donde se
enfundaba una pequeña daga en una vaina enjoyada. Cuando
incliné la carta a la luz, las lágrimas de sangre corrieron por las
mejillas de la heredera, estropeando el brillo mar l de su vestido.
Era una visión inquietante, que me hizo olvidar dónde estaba hasta
que Phelan me dio en el pie por debajo de la mesa.
—Es tu turno, Anna.
—¿Intercambiarás conmigo? —pregunté.
Para mi sorpresa, lo hizo. Le di el ocho de bastos, y él me dio otro
espectro. El guardia. Iba cubierto con una armadura, el rostro estaba
oculto con un yelmo. Pero, cuando incliné la carta, las llamas
empezaron a lamerle el cuerpo, fundiendo el acero en mercurio, y
pude verle la cara, que gritaba de dolor…
—Eres malísima jugando a esto —me dijo Phelan.
Lo ignoré y le pregunté:
—¿Sabes quién ha ilustrado estas cartas? —Intuía que su madre
las había pintado. La había visto comprando material en la tienda de
arte, un lugar que ahora deseaba no haber pisado nunca. Ella no
proyectaba ninguna sombra. Y estaba ese extraño retrato de los
hermanos gemelos, escondido en el escritorio de Phelan.
—Sí.
—¿Quién?
Se removió en la silla. Percibí su incomodidad, y su voz era
cautelosa cuando dijo:
—¿De qué va esto, Anna?
Puse las cartas boca arriba para que Phelan pudiera verlas. Los
dos espectros captaron la luz del fuego, brillando como si respiraran,
como si vivieran, atrapados en el papel.
—Creo que el encantamiento que rodea a estas cartas le da al
caballero un camino hacia los sueños que no son suyos —comencé a
contarle.
Phelan frunció el ceño, considerándolo.
—Continúa.
No podía decirle que mi conclusión no solo provenía del duque,
sino también de Elle Fielding en Hereswith, que había perdido una
ronda a los siete espectros y había sufrido una pesadilla por ello. Un
sueño oscuro por donde el caballero se había paseado. Las cartas y la
armadura, ambas hechas por diferentes magos deviah, estaban de
alguna manera unidas por las pesadillas. Solo que aún no sabía
cómo, y esperaba que Phelan me diera una idea.
—Sabemos que quien pierda este juego tendrá una pesadilla
como castigo —continué, trazando la punta del dedo sobre el
guardia en llamas y la heredera llorando. Ambos habían traicionado
a su duque hacía un siglo—. Creo que las pesadillas provocadas por
este juego están proporcionando puertas, o portales, para que el
caballero, que lleva una armadura encantada, entre de forma física
en ellas.
Phelan, frunciendo el ceño mientras lo consideraba, dejó sus
cartas al lado de las mías, y vi que tenía a la espía. Mazarine. Sus
cuernos refulgieron y luego se desvanecieron, y me tragué las
preguntas que quería formular, preguntas que delatarían todo lo que
se suponía que no debía saber.
—Mi madre pintó estas cartas —me confesó al nal.
—He notado que era maga cuando la he conocido en tu
habitación —dije con cuidado—. No me he dado cuenta de que
también era una artista.
Su mirada parpadeó hacia la mía.
—No mucha gente conoce su habilidad. Apenas me habla de su
magia deviah.
—¿Le has preguntado alguna vez por qué pinta estas cartas?
—No.
—¿Y ella sabe que el caballero te ha herido ya dos veces?
—Sí, claro que lo sabe. —Se estaba alterando con mis preguntas.
Recogí las cartas de la mesa y las barajé. Phelan me observó con
los ojos entrecerrados mientras repartía una nueva mano.
—Tu madre está haciendo estas cartas encantadas, sin saber que
también está dando a alguien la oportunidad de causar estragos en
luna nueva —dije—. Tú y yo tenemos que descubrir quién es el
caballero y qué quiere. Tal vez solo busque un desafío, pero tal vez
tenga una cuenta pendiente con tu madre. De ahí que te hayan
atacado dos veces, Phelan. —Y de que el caballero apareciera en
Hereswith, el día anterior a la llegada de los hermanos. Como si el
caballero hubiera sabido que irían.
Phelan parecía pálido a la luz del fuego.
—¿Crees que el caballero vendrá en la luna nueva de noviembre
si uno de nosotros pierde a las cartas y sueña esta noche?
—Sí —contesté. No le dije que creía que el objetivo del caballero
era él en especí co y que era vital que descubriéramos quién era esa
persona vengativa antes de que lo matara.
—Entonces, el que pierda debe renunciar también al remedio
para soñar esta noche, Anna.
—Así es —respondí de nuevo, más suave. Me mordí el labio. No
podía permitirme ser la que perdiera y soñara. Necesitaba que fuera
él.
Se me quedó mirando durante un largo e incómodo momento.
No aparté los ojos de él, aguanté su mirada mientras él aguantaba la
mía. Incluso aunque parecía robarme el aliento.
—Muy bien. —Tomó sus cartas, al igual que yo. Y mis esperanzas
se desvanecieron cuando vi que tenía tres espectros diferentes. El
consejero, el perdido y la dama de compañía. Si quería ganar,
necesitaba que Phelan intercambiara cartas conmigo tres veces.
Se negó en redondo.
Perdí con los tres espectros en mis manos, y, cuando los entregué,
boca arriba sobre la mesa, Phelan se quedó callado.
—Otra ronda —murmuró, y se puso a barajar y a repartir.
No quería admitir lo que estaba haciendo o por qué. Pero perdió
a propósito la segunda ronda.
Derrotado, Phelan se levantó con un gemido de cansancio y se
tomó lo que quedaba de su té tibio.
—Toma un remedio esta noche, Anna. Seré yo quien sueñe.
Seguro que el caballero estará encantado de utilizar mi pesadilla
como puerta de entrada en esta próxima luna nueva.
Para mi sorpresa, me puse de pie y dije:
—No. Hagámoslo los dos.
Tal vez fuera por lo avanzado de la hora, que era mucho después
de la medianoche, cuando la realidad empieza a confundirse con la
imprudencia. O tal vez porque ambos estábamos agotados. O porque
me gustaba más de lo que querría, y la idea de que él sufriera
durante la noche para que yo no tuviera que hacerlo me irritaba. O
tal vez fuera simplemente porque nunca me había permitido soñar
por la noche, y anhelaba experimentarlo.
—De acuerdo. —Aceptó.
Juntos, apagamos el fuego y las velas, y subimos las escaleras a la
segunda planta. Hubo una incómoda pausa ante su puerta; Phelan
se detuvo un momento, sosteniendo un candelabro. La solitaria
llama esculpía sombras en su rostro, unos destellos de luz le
brillaban en los ojos. Sabía que quería decirme algo más, y por eso
también me detuve en el umbral.
—Dejaré la puerta abierta esta noche —soltó al nal, lanzándome
una mirada—. Si me necesitas, llámame y acudiré.
Asentí y me metí en mi habitación, cerrando la puerta detrás de
mí. Pero me quedé allí durante lo que me parecieron años,
agarrotada por la aprensión. Y decidí abrir la puerta y dejarla así, tal
y como Phelan había hecho con la suya, y me preparé para irme a la
cama.
Me recosté en la oscuridad, subiéndome la colcha hasta la
barbilla. Si soñaba con mi antigua vida, la de una chica con el pelo
castaño y los dedos manchados de carboncillo que caminaba por las
calles de Hereswith, rompería todas las leyes de los guardianes y
crearía una pesadilla que habría que registrar en el libro de Phelan. Y
si la pesadilla surgía en luna nueva…, entonces quedaría expuesta y
huiría, tal y como me había preparado mi padre.
Me quedé dormida antes de sentirme totalmente lista para ello.
Cuando me desperté horas más tarde, las sábanas estaban
arrugadas a mi alrededor, la noche era oscura y fría. Era la hora antes
del amanecer. No había sido una pesadilla lo que me había
despertado. Había sido el vacío. El silencio aullante. Una terrible
sensación de malestar se apoderó de mí.
No había soñado nada.
Me senté en la cama con un grito ahogado.
Estaba helada hasta los huesos; temblaba, llena de dolores que
nunca había sentido. Era como si hubiera dormido en un montón de
nieve en pleno invierno, y me costó levantarme. Tenía los dedos de
las manos y de los pies como si fuesen de hielo.
Había dormido sin soñar, aunque no debería haberlo hecho. Mi
mente estaba vacía, pero me dije que no había nada de qué
preocuparse. Nada de qué preocuparse mientras salía de mi
habitación y cruzaba el pasillo, donde la puerta de Phelan estaba
abierta con una invitación.
Di dos pasos hacia dentro y me detuve, como si de verdad
estuviera perdiendo la cabeza. No debería estar aquí. No debería
buscar su consuelo.
—¿Anna?
Estaba despierto, como si me hubiera estado esperando. Escuché
cómo se movía en la cama, sentándose.
—Anna, ¿estás bien?
—Sí —respondí, y la mentira se asentó en mi boca como un
cristal. Algo que me destrozaría en cuanto me la tragara. Y dije—:
No. No lo estoy.
—¿Quieres acompañarme? Hay espacio para los dos.
Ya sabía que había espacio en su cama. Ya había dormido una vez
a su lado, y había sido una de las mejores noches de sueño que había
experimentado desde que dejé Hereswith.
No podía ver en la oscuridad, pero me rendí y me dirigí hacia su
cama. Escuché cómo movía las mantas, cómo mullía una almohada,
cómo me hacía un hueco.
Me dejé llevar por el calor de su cama. Las sábanas eran suaves
como la seda, impregnadas de pino, hierba de la pradera, lluvia y
especias. El olor de su piel y su jabón. Y el hielo que había sentido al
despertarme sin sueños comenzó a derretirse. La cama era lo
bastante generosa como para que ambos pudiéramos tumbarnos uno
al lado del otro sin posibilidad de tocarnos, y me relajé,
hundiéndome en el colchón de plumas. Pero podía sentirlo, lo escasa
que era la distancia entre nuestros cuerpos. Si extendía la mano hacia
la ligera oscuridad, las yemas de mis dedos rozarían su hombro. Su
pelo. La línea de su mandíbula.
Me sentí segura tumbada a su lado. Y mientras el hormigueo
abandonaba mis miembros, me pregunté por qué no soñaba. Una
voz resonó en mi memoria, como si me diera la respuesta. «Dime,
Clementine, ¿has leído alguna de mis pesadillas registradas en el
libro de tu padre?».
Eran las palabras de Mazarine, que me perseguían incluso
semanas después de haberlas pronunciado. Y entonces fue como si
me estuviera hablando a mí, porque la oí susurrar: «¿Has leído
alguna de tus propias pesadillas en el libro de tu padre?».
—¿Anna?
—¿Mmm?
Agradecí que hablara, sacándome de mis ensoñaciones. Le
escuché respirar, me preguntaba si estaba a punto de contarme la
pesadilla que había soñado. Si tendría que escribirla para él. Y,
cuando el silencio se hizo más profundo como un cañón entre
nosotros, pensé que se había quedado dormido hasta que volvió a
hablar, y su confesión resonó en mí…
—No he soñado nada.
26

–D
eben haber sido las cartas —dije más tarde esa misma
mañana, viendo cómo Phelan se paseaba por la biblioteca
—. Quizás el encantamiento se haya gastado por haber
pasado por tantas manos.
—No —contestó—. Esas cartas nunca perderán su
encantamiento. No mientras la maldición siga viviendo en la
montaña.
—¿Crees que la maldición llegará alguna vez a su n?
—No lo sé, Anna.
Me quedé en silencio. No le había dicho que yo tampoco había
soñado nunca. Hasta donde él sabía, yo había sufrido una pesadilla
mientras que él no había experimentado nada. Y para ser sincera,
una parte de mí quería contarle la verdad. Confesárselo y ver cómo
se le aliviaba el surco de la frente. Pero temía que eso me dejara
demasiado vulnerable.
—¿Cómo crea tu madre las cartas? —le pregunté, aunque lo que
en realidad quería saber era cómo encantaba sus ilustraciones con
pesadillas.
Phelan dejó de pasearse. Se quedó de espaldas a mí, con la
mirada ja en la ventana cubierta de escarcha. Nadie hubiera
pensado que había pasado una mala noche, porque estaba
impecablemente vestido y su pelo negro como un cuervo estaba
sujeto con su habitual cinta. Pero tenía los ojos enrojecidos y
distantes. Incluso cuando me miró, sentí que estaba lejos de allí.
—No estoy seguro. Conozco muy poco de la magia deviah. —
Suspiró. El sonido podría haber salido de mis labios, como si nuestra
preocupación fuese la misma—. Tengo que atender algunas
cuestiones. Puedes tomarte el resto del día libre, Anna.
Se marchó a toda prisa, agarrando su sombrero de copa y su
abrigo del perchero al salir.
Durante un instante, no supe qué hacer al quedarme sola y con
ese día libre inesperado. Y entonces sentí el aroma de la cocina de la
señora Stirling en el pasillo, a mantequilla salteada, corteza dorada y
mermelada de fresa, y supe justo a dónde quería ir.

Fui a ver a Imonie.


Volvía a tener la casa para ella sola. Mi madre estaba en el teatro
y mi padre en las minas. Me senté en un taburete de la cocina con
Dwindle ronroneando en mi regazo. Incluso con un aspecto
diferente, la gata me reconocía. La brillante luz del sol de octubre se
colaba por las ventanas mientras veía a Imonie cocinar. Casi parecía
que los Vesper nunca habían existido y que estábamos de vuelta en
Hereswith.
Casi.
—Parece que te han estado dando bien de comer —dijo, mientras
estiraba la masa en la encimera.
—La comida está buena —contesté—. Pero echo de menos tus
galletas.
Intentó ocultar lo mucho que le había agradado mi comentario,
solo un poco de rubor le encendió las mejillas.
—Si hubiera sabido que ibas a venir, habría tenido una bandeja
entera preparada para ti.
Sonreí, pero no dije nada más durante un rato, ya que las
palabras parecían demasiado pesadas como para pronunciarlas. Me
habría encantado tan solo sentarme en silencio junto a Imonie hasta
que me mirara con sus agudos ojos.
—¿Qué es lo que te preocupa, Clementine?
Fue un alivio que alguien de con anza, alguien que me conocía
de todas las formas posibles, me hiciera una pregunta directa.
—¿Qué sientes cuando sueñas, Imonie? ¿Sueñas todas las noches
si no tomas un remedio?
—Hace mucho tiempo que no sueño —contestó, volviendo a
mirar la masa. Pero su atención seguía puesta en mí—. En el pasado,
cuando era más joven, soñaba con intensidad todas las noches. Los
buenos sueños eran como un sustento que me alimentaba todo el día
siguiente. Y los malos… Bueno, creo que ya sabes cómo son las
pesadillas, Clementine.
Sopesé su respuesta y, luego, pregunté:
—¿Es normal despertarse y olvidar lo que has soñado la noche
anterior?
Eso hizo que sus ojos volvieran a mirarme. Agudos y
penetrantes.
—¿Por qué lo preguntas, niña?
—Tan solo tengo curiosidad.
—Pues sí. Algunas veces.
Se me alivió la rigidez de los hombros. Acaricié el pelaje tricolor
de Dwindle y pensé que quizá me había pasado eso anoche. Pero
cuanto más intentaba convencerme, menos probable me parecía.
Porque tanto a Phelan como a mí nos deberían haber golpeado las
pesadillas. Y las pesadillas no eran el tipo de sueño que se olvidaba
al amanecer.
—Hay algo que quiero contarte, Clem —dijo Imonie, limpiándose
las manos en el delantal—. La semana pasada, cuando viniste a
cenar el lunes por la noche, preguntaste si el diecisiete de noviembre
tenía algún signi cado.
—¿Y lo tiene? —pregunté, pues había captado mi interés.
—En Bardyllis, no, pero una vez, hace mucho tiempo, esa fecha
signi caba algo en Seren. Era una noche de esta, en la que la gente
de las montañas encendía hogueras, comía su comida favorita y
bailaba bajo las estrellas. Era la última esta del otoño, porque la
nieve llegaba pronto a las montañas.
—¿Por qué no lo mencionaste cuando lo pregunté la primera
vez?
Imonie desvió la mirada.
—Sabes que me pone triste hablar de las montañas, Clem.
Estaba a punto de decirme algo más, pero la puerta principal se
abrió con un chirrido y ambas nos giramos, sobresaltadas al ver a mi
padre aparecer en el umbral de la cocina.
—¡Papá! —lo saludé.
Se detuvo y me miró un momento, y me di cuenta de que se
había lavado la suciedad de las minas, se había peinado el pelo y
llevaba ropas nas.
No se alegraba de verme.
—¿Qué haces aquí, hija? —preguntó en un tono brusco—. ¿No
deberías estar con Phelan?
Me levanté poco a poco del taburete, dejando a Dwindle en el
suelo.
—¿Y tú no deberías estar en las minas?
Mi padre dirigió la vista más allá de mí para mirar a Imonie,
pero, cuando me giré, su conversación silenciosa ya había terminado.
—Perdóname, Clem —dijo mi padre con amabilidad—. Te estás
arriesgando al venir aquí a plena luz del día. No me lo esperaba.
—No me he olvidado de mis encantamientos de sigilo.
—Ven, siéntate conmigo en el salón.
Me moví para seguirlo hasta que olí algo raro. Al principio era
débil, y creí que debía venir de la cocina. Pero cuando entré al salón
y aún podía sentir el olor a bergamota y a pergamino en el aire, me
detuve, observando cómo mi padre se sentaba en un sillón de cuero.
—Has estado con el duque —a rmé.
Mi padre me miró con el rostro helado. Apenas movió los labios
cuando preguntó:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Hueles a su perfume.
—No seas ridícula, Clem.
—¡No me mientas! —le grité. La emoción me salió de forma
repentina y feroz. Me tomó desprevenida y respiré hondo para
calmarme—. ¿Qué quiere de ti?
Mi padre continuó observándome jamente, su rostro era como si
fuera el de un extraño, frío y sospechoso. No podía saber lo que
pasaba por su mente, y el miedo se encendió en mi interior.
—Siéntate, Clementine.
—¿Fue él el que te ordenó que protegieras a Mazarine? —le
pregunté—. ¿Tiene algo que usar en tu contra, papá?
—Sí, y eso es todo lo que puedo decirte al respecto. —No
esperaba que mi padre me respondiera. Así que, cuando lo hizo, casi
me hizo desfallecer. Se levantó y se acercó a mí, acunándome la cara
entre sus manos. Podía oler la bergamota en su piel, como si le
hubiera dado la mano al duque.
—¿Has hecho un trato con él, papá? —le pregunté con una voz
ronca.
«Por favor», pensé. «Por favor, dime que no…».
Mi padre se limitó a estudiarme, como si estuviera desesperado
por encontrar el rostro de su hija dentro de mi disfraz.
—¿Has conocido al duque, Clem?
Estaba cambiando el giro de la conversación. Intenté alejarme,
pero él me sujetó con rmeza.
—¿Cuándo? —preguntó, y oí un dejo de preocupación en su voz
—. ¿Por qué te reuniste con él?
—Papá…
—Contéstame.
—Para registrar un sueño. Hace semanas.
—¿Y nada más?
—Sí. —Pero había dudado y mi padre lo había notado. Sabía que
estaba mintiéndole.
—Clem —susurró—, ¿qué más ha sucedido?
Siempre he con ado en mi padre. Y vi lo ingenua que había sido.
Por no cuestionarle nunca y contarle siempre todo.
—Eso fue todo —contesté, y sentí que la piedra de mi corazón se
asentaba. Como si nunca fuera a resquebrajarse y abandonarme—.
Pero tal vez tú sí que deberías decirme por qué te has reunido con el
duque.
—No quiero que te preocupes por esto, Clem —dijo—. No pasa
nada. Lo que quiero es que sigas con tu papel de compañera de
Phelan con seguridad y astucia. ¿Entendido?
Asentí mientras seguía acunándome la cara con las manos, con
un agarre rme.
—Bien —susurró, y retiró los dedos—. Bueno, ¿tienes alguna
información sobre la condesa?
Pues sí. Sabía que era una deviah y que había estado creando
cartas encantadas de los siete espectros. Sabía que intentaba
mantener la némesis de la luna nueva de Phelan en absoluto secreto,
por razones que solo podían sorprenderme. Tenía el presentimiento
de que había tenido una aventura con el duque en el pasado y que
Phelan y Lennox eran fruto de esa relación.
Pero si mi padre no era sincero conmigo, ¿por qué debería serlo
yo con él?
—No, papá. Pero Phelan está registrando los teatros en busca de
mamá.
—Se lo diré —respondió—. Deberías volver a tu puesto antes de
que te echasen en falta.
Dejé que me acompañara hasta la puerta, pero no antes de que
Imonie me pusiera en las manos unas pastas de queso, con un brillo
de disculpa en sus ojos. Mi padre y yo nos detuvimos en el vestíbulo,
y sabía que estaba esperando a que me lanzara el encantamiento de
sigilo antes de abrir la puerta. Pero aún necesitaba respuestas.
—¿Qué pasaría si dejara de tomar los remedios por la noche?
Mi padre frunció el ceño.
—Hacer eso sería estúpido, Clem.
—¿Pero qué pasaría si lo hiciera? —insistí—. ¿Soñaría, papá?
Se quedó en silencio, pero me sostuvo la mirada durante un largo
instante.
—Soñarías, hija. Y no se sabe cuán terribles podrían ser esos
sueños.
Pronuncié mi encantamiento de sigilo. Él me abrió la puerta y yo
me escabullí de la casa sin decir ni una palabra más. Caminé unas
cuantas manzanas antes de detenerme cerca del río, y me quedé un
rato en la orilla musgosa, reconociendo la verdad como si fuera un
moretón en mi piel.
Mi padre me estaba engañando.

Esa noche no tomé ningún remedio.


Me tumbé en la cama con la puerta abierta, como la noche
anterior. Como estaba la de Phelan al otro lado del pasillo. Como si
se hubiera forjado un canal en nuestros sueños sin sueños, y como si,
si me atreviera a levantarme, su corriente me guiaría hasta él.
Me quedé mirando la oscuridad, con miedo a quedarme
dormida, con miedo a descubrir lo que me esperaba al otro lado. Con
miedo a las respuestas que buscaba.
Dormí bajo las sombras de un dosel, bajo la vigilia de las
estrellas. Me desperté con la frágil luz del sol. Volvía a tener frío,
como si estuviera en una caverna vacía o perdida en un mar
invernal.
No había podido experimentar ningún sueño, a pesar de lo que
mi padre me había jurado.
Una vez más, no había soñado.
27

L
os escudos llegaron.
La verdad es que me había olvidado por completo de ellos, y
Phelan y yo nos quedamos de pie, uno al lado del otro, en la
biblioteca, mirando los dos escudos colocados sobre el escritorio. El
más grande era para él, hecho de madera oscura y brillante y de
tachuelas de plata. Su compañero era más pequeño, de madera roja
con detalles dorados. El que el herrero había hecho para mí.
Eran preciosos, y, cuando tracé el borde del mío, sentí un
escalofrío en la mano. Saboreé la niebla, el óxido y la sal en mi boca.
El encantamiento que se había forjado en lo más profundo de la
esencia de la madera y el acero.
—¿Y esto por qué ha llegado? —preguntó Phelan escuetamente.
Llevaba de mal humor desde el día anterior, y solo podía suponer
que se debía a su sueño sin sueños—. Yo no los he encargado.
Lo miré con cautela.
—El duque los ha encargado para nosotros.
—Por favor, dime que no lo has hecho, Anna.
—¿Que no he hecho el qué, Phelan?
—Hablarle al duque del caballero.
Me quedé en silencio. Phelan gimió y se llevó las manos a la cara.
—Sabe demasiado y prácticamente me tiene en sus manos. No
quiero estar más en deuda con él de lo que ya estoy.
Recordé lo que el duque había dicho sobre Phelan. «Su
inversión». Me atreví a preguntarme si Phelan era su hijo, pero
nunca diría esa suposición en voz alta. Al menos, todavía no.
—¿No te cae bien el duque? —le pregunté.
—No voy a decir que me caiga mal —respondió Phelan—, pero
está en todas partes. Observándome, aconsejándome. Dándome
órdenes. —Hizo una pausa, y una luz de comprensión parpadeó en
su interior—. Vino aquí mientras yo estaba fuera, ¿no es así? ¿Te
obligó a decirle la verdad sobre el caballero, Anna?
—No, pero estaba preocupado por tu bienestar.
Phelan volvió a gemir y se acercó a la ventana para mirar más
allá del cristal.
—De acuerdo entonces. Supongo que no tenemos otra opción.
Aceptaremos los escudos.
—Los escudos son para protegernos mientras uno de nosotros le
quita el yelmo al caballero —dije, y Phelan se volvió para mirarme
—. Tenemos que descubrir quién es.
—Quitarle el yelmo será imposible.
Suspiré ante su pesimismo y levanté mi escudo. Pesaba, pero no
hasta el punto de que no pudiera blandirlo. Me lo puse en el brazo y
me encontré con la mirada de Phelan.
—Creo que tú y yo podemos hacerlo.
—Puede que ni siquiera aparezca en esta próxima luna nueva.
—¿Por qué? Hemos estado jugando a los siete espectros todas las
noches. Hemos desplegado una alfombra de bienvenida en nuestros
sueños, invitándolo a las calles en luna nueva.
—Pero aún no he soñado nada.
Lo miré.
—¿Has podido hablar con tu madre al respecto?
Phelan no llegó a responder, ya que nos interrumpió la señora
Stirling, que trajo una tetera de té de olmo americano y un montón
de cartas que acababan de llegar en el correo.
Phelan y yo nos sentamos en el escritorio, bebimos té y revisamos
la correspondencia. La mayoría eran peticiones de registros de
pesadillas, así que hice una lista de nombres que debíamos visitar.
—Esta es para ti —dijo Phelan, entregándome un sobre grueso.
Lo acepté con reservas. ¿Quién me escribiría? Y entonces vi el
sello de cera dorada y lo abrí poco a poco, sacando una exquisita
invitación.
Lady Raven Vesper me invitaba a una cena, tras la próxima luna
nueva. El diecisiete de noviembre.
Me quedé mirando la fecha hasta que nadó en el papel. Las
palabras de Imonie volvieron a mí: «Era una noche de esta, en la
que la gente de las montañas encendía hogueras, comía su comida
favorita y bailaba bajo las estrellas». ¿Lo sabía la condesa? ¿Era todo
esto una simple coincidencia de fechas? No creí que lo fuera, y debí
quedarme mirando la invitación demasiado tiempo, porque Phelan
me preguntó:
—¿Te gustaría asistir conmigo, Anna? ¿Como mi acompañante?
Se me aceleró el corazón ante su ofrecimiento. Odié que lo
hiciera, odié que quisiera ir con él. Hice una mueca, tragándome el
dolor y el deseo, y dejé caer la invitación sobre la mesa.
—Estoy bastante segura de que tu madre me detesta —respondí.
—Claro que no.
—No tengo nada que ponerme.
—Me temo que esa no es una excusa, Anna. Yo me encargaré de
eso.
—Pues claro que lo harás.
—Entonces, ¿eso es un «sí»?
«Sí».
—No.
Phelan se inclinó sobre el escritorio y dijo:
—Sé que no te gustan este tipo de cosas. Como a mí, pero mi
madre me ha dado una orden, así que no puedo escaparme. Y le dije
que no asistiría sin ti.
Eso me llamó la atención.
—¿Te ordena asistir a las cenas?
—No muy a menudo. Pero esta vez, sí. —Y sonrió, como si eso le
ayudara a hacerme cambiar de opinión.
No era el encanto de su sonrisa, sino la tentadora idea de volver a
ver a la condesa, en su mansión. Tendría acceso a su residencia
privada, la de una maga deviah con multitud de secretos, y sabía que
esta oportunidad no se repetiría. Era la ocasión perfecta para recabar
más información para el testimonio que pensaba escribir para
desenmascarar a los Vesper.
—Muy bien —acepté—. Seré tu acompañante, pero solo si soy yo
la que le quita el yelmo al caballero en luna nueva.
Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido. Esperé a que
protestara, pero en lugar de eso extendió la mano sobre el escritorio
y dijo:
—Acepto tus condiciones.
Solo dudé un instante antes de alargar la mano y dejar que se
deslizara entre las suyas.
Y cerramos el trato.

La luna creció.
Phelan y yo recogimos pesadillas. Caminamos por las calles al
atardecer con nuestros escudos en el brazo, acostumbrándonos a su
peso. Planeamos la estrategia, planeamos un baile con el caballero,
planeamos lo inesperado y lo esperado.
La luna menguó.
Ya no tomaba remedios por la noche. Nunca llegué a soñar, y me
negué a pensar en lo que eso podría signi car. Lo achacaba al estado
de las cartas; me decía que la magia del juego era débil y estaba
desgastada. Nunca le pregunté a Phelan por sus noches, pero sabía
que él tampoco soñaba. Sabía que las largas noches sin sueños lo
agotaban de preocupación, porque yo también lo sentía. Cómo le
hacía a uno desear el calor, sentir algo más que el vacío entumecedor.
A veces, me encontraba preocupada por él y por lo distante que
estaba. Algo había cambiado en su interior, parecía vigilante e
inquieto. Otras, deseaba haber sido sincera con él sobre mi propio
sueño. Porque a pesar de lo cerca que me sentía de él ahora, mi falta
de vulnerabilidad había levantado un muro entre nosotros.
Dos noches antes de la luna nueva de noviembre, llegó tarde a
casa luego de visitar a su madre. Yo ya estaba en la cama, pero oí el
portazo de la entrada principal, seguido de un golpe que hizo
temblar las paredes.
Me dio un vuelco el corazón mientras tomaba una bata y bajaba
corriendo las escaleras.
Encontré a Phelan en pleno proceso de destrucción de la
biblioteca. Me quedé de pie, atónita, mientras él arrancaba con saña
los libros de las estanterías. Arrojó un volumen tras otro al suelo,
hasta que este quedó casi cubierto de páginas expuestas y cubiertas
arañadas. A continuación, se dirigió a su escritorio, sin reparar en
mí. Hubo un torbellino de papeles y plumas que revolotearon y
cristales que se rompieron, la tinta se derramó como sangre oscura.
—Phelan —lo llamé, pero mi voz no era más que un susurro
áspero.
Se dirigió a la ventana, donde estaban dispuestas sus plantas en
macetas. Tomó cada una en sus manos y las lanzó contra la pared.
Las enredaderas y las ores se desprendieron de la tierra. Me atreví a
acercarme a él.
—¡Phelan!
Se quedó inmóvil, al oírme por n. Cuando se volvió, vi que tenía
los ojos enrojecidos y las mejillas ruborizadas por la ira o por el
llanto, no lo sabía. Pero nunca le había visto así.
Soltó un fuerte suspiro cuando se encontró con mi mirada.
Quería preguntarle qué había pasado. Pero no pude encontrar las
palabras. Se me atascaron en la garganta cuando pasé por encima de
todo el desastre.
—Anna —dijo. Su voz era ronca; ya no sonaba furioso, solo triste
—. Anna…, deberías irte.
Me detuve.
—¿Irme?
Soltó la maceta que había estado a punto de tirar.
—Sí. Aléjate de mí, de mi familia.
Cerré los dedos en un puño mientras me preguntaba si había
descubierto mi verdadera identidad. No había mencionado a
Clementine Madigan desde el día en que le transmití el mensaje de
Blythe, pero intuía que seguía buscándome.
—¿Me dices que me vaya dos días antes de la luna nueva? —
pregunté, llena de incredulidad—. ¿Por qué?
Phelan se dio la vuelta, examinando el daño que había causado.
—No puedo decirte por qué. Pero quiero darte la oportunidad de
que te vayas mientras puedas.
Me quedé mirándolo, atónita, mientras él empezaba a recoger
libros y a colocarlos de nuevo en las estanterías.
El libro de las pesadillas estaba desparramado en medio del
suelo; lo recuperé, alisando las páginas que se habían doblado.
Phelan se detuvo, observando cómo acercaba el tomo a su escritorio
y lo dejaba.
—¿Recuerdas la noche que me dijiste que no eras amable? —le
pregunté—. Bueno, en caso de que no te hayas dado cuenta, yo
tampoco lo soy.
—Anna —empezó, desesperado—, deberías…
—¡No, escúchame! He invertido demasiado tiempo, sudor y
sangre en ti y en tus calles como para que me despidas por un
asunto familiar que te niegas a divulgar. No me voy a ir ninguna
parte, Phelan Vesper.
Le dejé recoger la biblioteca por su cuenta, pero me senté en la
cama a la luz de las velas, demasiado ansiosa y enfadada con él
como para dormir. Tomé mi cuaderno, volví a leer mi testimonio y
nalmente pasé la página para escribir lo que Phelan me había
dicho: «Aléjate de mí, de mi familia». Me quedé mirando esas
palabras y me pregunté qué las habría inspirado. Necesitaba saberlo,
su madre debía de haber hecho algo horrible, y cerré el cuaderno.
Mi puerta estaba abierta, como había estado todas las noches, y
aun así me sorprendió verlo aparecer, de pie en el umbral, mucho
después de la medianoche. Nunca se había acercado a mí en la
oscuridad como yo lo hacía a veces con él, para estar lo bastante
cerca como para sentir su calor, pero lo bastante lejos como para que
nunca nos tocáramos.
Nos miramos jamente durante un largo y frágil instante. Un
instante en el que me pregunté si estaba a punto de pedirme si podía
dormir en mi cama, y sentí cómo un terrible calor me recorría.
—Tienes razón —dijo—. Lo siento.
—¿Por qué? —No iba a dejar pasar la oportunidad de hacerle
rebajarse un poco.
—Porque has tenido que ver mi arrebato ahí abajo. Porque te he
dicho que te fueras. —Hizo una pausa, pero sus ojos brillaron como
piedras preciosas a la luz del fuego—. Te necesito. Y si te hubieras
marchado como yo quería al principio, no habría tardado en ir a por
ti.
Me estremecí, pero me negué a pensar en lo que sus palabras me
hicieron sentir, como si yo fuera azúcar derritiéndome en el té.
Necesitaba saber qué había hecho su madre para molestarlo.
—Puedes contarme lo que sea, Phelan.
Se quedó callado. Su mirada bajó durante un breve instante hasta
mi garganta y el escote abierto de mi camisola.
—Lo sé. Buenas noches, Anna.
Se marchó y se dirigió a su dormitorio, al otro lado del pasillo.
Pensé que probablemente era lo mejor y me metí en la seguridad de
mis sábanas frías.
28

A
l n llegó la luna nueva de noviembre. Phelan y yo
caminamos por las frías y oscuras calles con nuestros escudos
en los brazos, esperando a que apareciera el sueño.
Los árboles sucumbían a la desnudez, las ramas crujían con el
viento y las hojas se acumulaban en los adoquines, húmedas,
doradas y fragrantes bajo mis botas. Podía ver mi aliento, una nube
de humo constante, y sentí que el frío del aire me mordía las mejillas.
Comenzó a lloviznar.
Los faroles proyectaban círculos neblinosos de luz y yo temblaba
mientras se me acumulaba humedad en el pelo y la ropa. Se me
instaló una sensación de oscuridad en los huesos. Tenía el escudo
bien ajustado en el brazo, pero su peso desigual me hacía agitar los
hombros.
Phelan no dijo nada mientras permaneció a mi lado, pero
consultaba con frecuencia su reloj de bolsillo. No habíamos vuelto a
hablar desde el día del desastre de la biblioteca ni del motivo que le
había llevado a hacerlo. De hecho, me había mantenido a una
distancia prudente, y odiaba admitir que su reserva me molestaba.
Apenas podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero, cuando
me miró, sus ojos estaban brillantes, casi febriles.
—Este clima nos pone en desventaja —dijo.
—Mientras permanezcamos juntos, estaremos bien —respondí.
Pero no podía negar que tenía razón sobre la desventaja: las calles
estaban resbaladizas por la llovizna y las hojas amontonadas.
Seguimos esperando mientras la lluvia comenzaba a caer de forma
constante, empapándonos la ropa.
—Si algo va mal —comenzó a decir Phelan—, quiero que te vayas
a casa y cierres la puerta.
—No voy a marcharme dejándote aquí.
No llegó a responder, porque la pesadilla se manifestó en las
calles con una repentina y feroz ráfaga. Nos hizo volar a los dos por
los aires. Nos desparramamos sobre los adoquines húmedos, sin
aliento, con los ojos muy atentos y torpes con nuestros escudos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté, poniéndome de pie y,
escudriñando la oscuridad.
Los dos oímos un ruido detrás de nosotros. El sonido de algo
trepando por una celosía, haciendo sonar las contraventanas de una
casa cercana.
Me giré. A primera vista, parecía un hombre, pero luego vi que
era una especie de demonio, con la piel pálida y escamosa, alas
musculosas y largas garras en lugar de uñas. Sus ojos eran
centelleantes y siseaba cuando la contraventana se mantuvo cerrada
contra él. Voló hasta la siguiente ventana, buscando cómo abrirla. Me
alarmé al ver a un producto de la imaginación de una pesadilla tan
empeñado en entrar en una casa.
—¿Esta pesadilla es la de un niño? —le pregunté a Phelan,
porque no la reconocí.
—Sí. El demonio viene y se lleva al niño por la ventana —
contestó.
Tendríamos que trepar tras él por las celosías, lo que sería difícil
con nuestros escudos. Phelan se despojó del suyo en la calle y yo le
seguí. Juntos, nos acercamos a la casa.
—¿Sucede algo más? —pregunté.
Caminó por medio de un arbusto para llegar a la parte inferior de
la celosía, agarrándose al entramado. Me miró y dijo:
—No. Solo el demonio y el secuestro.
Al nal, el demonio se jó en nosotros.
Siseó desde su posición en el alféizar de una ventana de la
segunda planta antes de volar hacia la siguiente casa.
—Tendremos que ser más discretos. —Phelan se dirigió al camino
que llevaba al patio trasero.
Pero el demonio nos estaba mirando ahora, observándonos con
una mirada burlona.
—Espera, Phelan —dije—. Tenemos que tenderle una trampa o,
de lo contrario, estaremos persiguiéndole de casa en casa hasta el
amanecer.
Phelan se detuvo.
—¿Qué clase de trampa?
Yo ya estaba dando un paso atrás, volviendo a la calle, con los
ojos puestos en su casa.
—¿Anna? —Corrió detrás de mí.
—Voy a sentarme en mi habitación con la ventana abierta y las
contraventanas sin cerrar —dije, sin aliento—. Tienes que quedarte
en el patio trasero, preparado por si el demonio consigue atraparme
por la ventana.
Esperé a que protestara. Para mi sorpresa, no lo hizo. Me metí
por la puerta principal y cerré tras de mí. Phelan, por su parte, se fue
al jardín trasero, donde podría ver la ventana de mi habitación.
Corrí a encender una vela en mi habitación. Abrí la ventana,
quité los pestillos, acerqué una silla al centro y me senté.
La lluvia seguía cayendo con una melodía silenciosa. Me quedé
helada hasta los huesos, esperando oír los golpes de las garras del
demonio en las contraventanas.
No tardó mucho.
El demonio irrumpió en mi habitación con un torrente de lluvia.
Esperaba encontrarme en la cama, así que aproveché ese momento
de sorpresa para lanzarle mi red mágica. Chilló y se lanzó contra la
pared, intentando cortar las ataduras que le había tendido.
Aguantaron y, por un instante, vi que el demonio se había cansado.
Busqué la llave dorada, creyendo que debía estar en alguna parte del
cuerpo del demonio. En algún lugar donde apuñalarle.
No había ninguna debilidad dorada.
Pero, por el rabillo del ojo, vi un brillo seductor.
Me volví hacia mi ventana abierta, que tenía el marco resbaladizo
por la lluvia. Había un matiz dorado en los bordes y, de repente, lo
supe, aunque me pareció muy imprudente.
No me permití otro momento de duda. Llamé a mi red mágica
para que se acercara y sentí el retroceso correspondiente como si
fuese un látigo golpeándome la mano. No obstante, apreté los
dientes a pesar de la sacudida de dolor y salté hacia el demonio
mientras este intentaba huir por la ventana.
Siseó mientras nos deslizamos en la noche, como si de repente yo
fuera un gran estorbo para él, y me imaginé que era una niña
soñando esta pesadilla. Me imaginé que todo el trasfondo de este
sueño era que la niña estaba aterrorizada por dejar que el demonio la
sacase por la ventana. Y, sin embargo, esa era la llave para acabar con
él, para despertar.
El demonio se disolvió en humo debajo de mí.
Estaba volando, cayéndome, desplomándome. Apunté al tejado
más cercano y reduje la caída con un hechizo de ralentización, pero
aun así fue un aterrizaje muy brusco. Me golpeé contra las tejas,
desprendiendo algunas de ellas mientras resbalaba, luchando por
agarrarme. Maldije la lluvia y mi temeridad, pensando en todas las
lecciones en las que mi padre me había enseñado a ser más
precavida.
Pero esas lecciones parecían pertenecer a otra vida, a otra chica.
Me colgué del canalón y me abrí paso hasta la esquina de la casa,
donde podía descender hasta una celosía. A mitad del descenso, con
el entramado gimiendo como si deseara romperse, oí a Phelan en el
suelo, debajo de mí.
—¿Estás bien, Anna?
Hice una pausa para mirarlo. La lluvia le caía por el rostro como
si fueran lágrimas. Su cabello oscuro se extendía por su frente de una
forma muy adorable.
—Estoy bien. El demonio ha desaparecido.
Y el entramado respondió resquebrajándose al n bajo mi peso.
De repente, caí en la oscuridad de abajo, en los frenéticos brazos de
Phelan.
El impacto nos hizo aterrizar sobre un jardín de helechos. Mis
manos se hundieron en la tierra húmeda por encima de sus
hombros, mis piernas se montaron a horcajadas sobre su cintura y
sentí cada punto de contacto entre nosotros. Los latidos de su
respiración debajo de mí. Cómo su calor ahuyentaba el frío de la
noche.
Intenté escabullirme de él, rígida y torpe con mi ropa empapada.
Pero él me agarró de la cintura, sujetándome de las caderas, como si
quisiera que me quedara. O quizá tan solo quería que dejara de
moverme.
Levantó una de las manos para colocarme con cuidado un
mechón de pelo enredado detrás de la oreja. Así pudo contemplar mi
cara en la penumbra. Y, cuando su pulgar me recorrió los labios,
como si se hubiera imaginado besarlos, se me escapó un jadeo. Sentí
un poco de placer y dolor acechando en lo más profundo de mi
pecho. Me estremecí como si una aguja me estuviera pinchando el
corazón.
—¿Anna? —susurró, inseguro.
De repente, me aparté, dándome cuenta de que esto era una
estupidez. El permitirme estar tan cerca de él y que me gustara. Las
yemas de sus dedos me rozaron la mandíbula mientras me alejaba.
Me negué a reconocer la confusión y el caos de mis sentimientos
entonces, pero sabía que tendría que hacerlo más tarde, como si una
quemadura de sol apareciera en mi piel.
—Deberíamos irnos —dije, logrando escabullirme de él esta vez
—. Nos espera otra batalla.
Eso le hizo espabilar. Puede que el caballero viniese o puede que
no. Pero, de cualquier manera, estar acostada en un jardín
entrelazada con Phelan Vesper era una mala idea.
Volvimos a nuestro puesto original, con las calles vacías y las
luces brillando por la lluvia. Me jé el escudo al brazo,
preparándome para la segunda parte de la noche. Comenzaba a
disminuir mi adrenalina. Me sentía dolorida y cansada, con mis
ropajes empapados rozándome la piel.
Era casi imposible calcular qué hora era durante una noche de
luna nueva. No sé cuánto tiempo permanecimos allí Phelan y yo, con
nuestra respiración como nubes, la piel de gallina por el frío y los
escudos aguardando en los brazos.
Pero parecieron horas hasta que el silencio se rompió por un
sonido inesperado. Alguien estaba cantando a lo lejos, un coro
inentendible que resonaba en las casas.
Phelan y yo nos giramos para mirar a nuestra espalda. En un
anillo de luz distante, vi a un hombre tropezar. Pude ver que tenía
una botella de vino en la mano y que seguía cantando, desa ante,
necio y totalmente fuera de sí.
—Dioses —dijo Phelan, exasperado.
—Supongo que no forma parte de la pesadilla —comenté, pero
sentí un pellizco de preocupación. Siempre era peligroso deambular
por las calles en luna nueva, incluso después de que se desvaneciese
una pesadilla. Había oído historias horribles de cómo los magos
habían matado sin querer a mortales inocentes que se encontraban
en las calles porque los guardianes se creían que eran parte de la
pesadilla. Por supuesto, esto solía ocurrirles a los magos que no
estaban preparados, los que no estudiaban y memorizaban su libro
de las pesadillas.
—Es Allan Hugh —gimió Phelan—. Y no, él no es parte de la
pesadilla. Es muy real.
—Deberías hacer algo —susurré, pensando que sería un desastre
tener a Allan borracho paseando por las calles si el caballero aparecía
—. ¿Puedes llevarlo a casa?
Pero incluso aquello era un riesgo, porque hacía que la esposa de
Allan no tuviera más remedio que abrirle la puerta en esta noche tan
caprichosa.
Phelan suspiró.
—Sí, vive a una calle de aquí. Voy a llevarlo. ¿Tú me…?
—Yo te esperaré aquí —contesté.
Phelan debió haber notado mi determinación. No iba a seguirle a
él y a este individuo borracho. Asintió y comenzó a correr calle
arriba, chapoteando en los charcos y llamando la atención de Allan.
Los observé hasta que desaparecieron en la oscuridad. Volví a
empaparme en el silencio, cerré los ojos e incliné la cabeza hacia
atrás, con la cara hacia el cielo.
Y fue entonces cuando lo sentí. Un temblor en los adoquines
debajo de mí.
Un cambio en el viento a mi alrededor.
La lluvia amainó, como si la naturaleza se estuviera retirando y
escondiendo.
Abrí los ojos y vi al caballero aparecer.
No había cambiado. Caminaba con el mismo paso rme y
pesado. La armadura seguía manchada de sangre. El yelmo seguía
inspirando en mí una ráfaga de terror. Desenvainó su espada y la
punta sonó en las piedras a su lado, como una advertencia para que
huyera de él.
Caminé a su encuentro, con el escudo preparado en el brazo.
«Soy más rápida», me recordé. «Mantente fuera de su alcance y, si
tropiezas, acuérdate del escudo».
Dio su primer golpe contra mí. Salí bailando de la trayectoria de
la espada. Iba a agotarlo, y volví a burlarme de él, acercándome para
provocarlo, alejándome de su alcance. Él golpeaba y yo esquivaba.
Creía que podía seguir haciendo esto hasta el amanecer, y tenía toda
la intención de hacerlo hasta que el caballero ngió un movimiento y
yo lo malinterpreté. Se giró y me pilló desprevenida, pero me
salvaron mis re ejos.
Giré el escudo para bloquearlo. Su espada se clavó en la madera
y esperé que mi escudo se partiera en dos, pero se mantuvo rme,
iluminado de repente al ejecutar su encantamiento. Estaba bañada
por una luz dorada, y el caballero se inclinó hacia ella, hacia mí.
Tropecé hacia atrás y la espada se vino conmigo, incrustada en el
escudo. Me sorprendió verlo desarmado.
Él también parecía aturdido.
Y yo aproveché ese momento de sorpresa, como había hecho
antes con el demonio. Le di con el escudo y la empuñadura de la
espada en el pecho y el golpe lo sacudió hasta los pies. Cayó boca
arriba con un gruñido.
—¡Anna! —gritó Phelan desde la distancia, y supe que venía
corriendo hacia mí. Pero no le dediqué ni una mirada.
Dejé que el escudo se deslizara de mi brazo hormigueante y me
coloqué encima del caballero, con el pie en su pecho. Estaba
aturdido. Congelado sobre los adoquines. Me arrodillé y le quité el
yelmo.
La luz de la calle se derramó sobre su rostro. Un rostro que
conocía terriblemente bien.
Era mi padre.
29

N
o podía respirar ni moverme. Me cerní sobre el caballero y
miré su rostro, familiar y a la vez inquietantemente extraño
en la oscuridad de la luna nueva. Un rostro que me resultaba
muy querido. Y, sin embargo, no había reconocimiento en él
mientras me miraba. Sus ojos eran implacables y a lados como el
pedernal; su pelo castaño estaba desordenado por la lluvia. Su boca
estaba apretada en una línea dura, y la venganza ardía en su interior
como las estrellas.
Lo reconocí y, no obstante, una parte de mí se negaba a aceptarlo.
Mi padre parecía más joven con las sombras jugando sobre sus
rasgos. Asustada, me di cuenta de que ya lo había visto así antes. La
noche en que los hermanos Vesper habían llegado a Hereswith y él
había estado enfermo. Me había pedido que lo hechizara con un
glamour para que pareciera sano, y mientras le lanzaba el hechizo,
había vislumbrado su juventud.
Antes de que pudiera preguntarle por qué aparecía así, qué
estaba haciendo y cómo había entrado en esta pesadilla, mi padre
alargó la mano y me agarró por la garganta. Su agarre era feroz,
implacable. Jadeé y le arañé la mano, pero mis dedos eran inútiles
contra su armadura.
«Va a matarme».
Los pensamientos estallaron en mi mente mientras el mundo se
inclinaba. Forcejeé y luché con saña contra él, y eso solo hizo que la
sangre me palpitara más rápido. Pude oír a Phelan gritar mi nombre
de nuevo, sus botas resonaban en la calle mientras corría hacia mí.
La vista se me nublaba, los pulmones me ardían. Sin embargo,
sostuve la mirada despiadada de mi padre, inquebrantable, y grité:
—¡Papá! ¡Papá!
Mi padre se quedó quieto.
Me miró, con los ojos abiertos como si se hubiera despertado de
un sueño. Y antes de que pudiera pronunciar otra palabra ahogada
en mi garganta, me soltó, lanzándome hacia arriba y alejándome de
él como si no pesara nada. Se me desparramó el pelo por la cara
mientras me deslizaba por la lluvia, mientras me chocaba contra los
adoquines con un doloroso golpe.
Phelan me alcanzó un instante después.
Me rodeó el cuerpo con los brazos, levantándome y sujetándome
con rmeza contra él. Al principio pensé que no necesitaba su
fuerza, hasta que me di cuenta de que tenía los pies entumecidos.
—¿Anna? ¡Anna! —Phelan me giró hacia él.
Solté un jadeo roto y espantoso. Me palpitaba el cuello mientras
me inclinaba hacia él. Mi voz surgió, débil y quebradiza.
—¿Dónde está?
Phelan miró más allá de mí, hacia donde el caballero había estado
hace unos momentos.
—Se ha ido, Anna.
No lo creí. Miré hacia donde había visto a mi padre,
resplandeciente con una armadura manchada de sangre. Donde casi
me había estrangulado.
Fue como había dicho Phelan. El caballero se había desvanecido,
se había retirado. Pero su espada seguía alojada en mi escudo, y mi
escudo yacía sobre los adoquines. Como un testimonio de lo que
había sucedido.
Sentí que perdía la conciencia y me mordí el labio hasta que el
dolor me espabiló.
«Sigue despierta, sigue despierta…».
Phelan tenía la respiración entrecortada mientras me llevaba a
casa y subía las escaleras del porche. Me metió dentro y cerró la
puerta de una patada. El sonido me reverberó en el cuerpo y pude
ver la preocupación en su expresión, una arruga de miedo en su
frente.
Me llevó arriba, pasando por mi dormitorio, hasta el lavabo.
Habló y las velas se encendieron, bañándonos en una luz rosada.
Con cuidado, me dejó en el suelo de baldosas, apoyada contra los
armarios. Sabía que había un espejo, justo encima de mí, que se
cernía como una hoja a punto de caer.
Si no estuviera tan agotada, lo habría destrozado.
Phelan se arrodilló y me apartó el pelo del cuello, estudiando la
línea de mi garganta. Me imaginé que los moretones no tardarían en
salirme.
—Estoy bien —dije, y quise decirle que se fuera, pero no encontré
las fuerzas. Las yemas de sus dedos me recorrieron el cuello hasta la
mandíbula, hasta el arco de mi mejilla. Una suave caricia que me
dolió. Me tomó la cara con las manos y cerré los ojos, sorprendida
por la oleada de con anza que sentía por él. Respiré hondo hasta
calmarme. Poco a poco, volví a sentir mis extremidades. Poco a poco,
mi miedo se desvaneció y una amarga frialdad lo sustituyó. El hielo
se ltró en mi pecho.
Abrí los ojos.
Phelan me estaba observando con atención. Lo que brillaba en
mis ojos hizo que sus manos se alejaran.
—Voy a prepararte un baño caliente —dijo, acercándose a las
llaves. El agua comenzó a salir del grifo y lanzó un hechizo de
calentamiento. La habitación se volvió cálida, llena de vapor. La
lavanda embriagaba el aire.
Podría haberme quedado dormida, apoyada contra esos
armarios, arrullada por el sonido del agua que corría.
Pero continuaba viendo el rostro inquietantemente joven de mi
padre y sintiendo su mano en mi cuello, ahogándome.
—¿Le viste la cara al caballero? —le pregunté.
Phelan seguía de rodillas, ocupándose de la bañera. Tenía un
frasco de sales de baño en la mano y las vertió en el agua.
—No, no lo hice. ¿Y tú, Anna?
—Sí —susurré, y Phelan esperó a que la bañera estuviera llena
antes de cerrar los grifos. Volvió hacia mí, de rodillas.
—¿Reconociste al caballero? —preguntó con indecisión—.
Pareciste dudar cuando le quitaste el yelmo.
—Nunca lo había visto —mentí, y Phelan asintió. Pero me
pareció ver que cerraba los ojos y se le tensaba la mandíbula.
—¿Necesitas que te ayude a entrar en la bañera?
Casi me reí hasta que me di cuenta de lo agitada que estaba.
Intenté desatarme el corpiño, pero me temblaban las manos.
—Si me ayudas a desvestirme…, ya sigo yo después.
Lo hizo con mucho cuidado, desabrochándome primero las
botas. Me las quitó de los pies una a una. Me desató los lazos del
corpiño y me bajó la falda, y pude oír su respiración, profunda y
constante, como si su corazón latiera con fuerza. Pronto me senté con
la blusa húmeda y las medias hasta la rodilla, y él dudó antes de
meter la mano por debajo del dobladillo de mi ropa interior para
encontrar el borde superior de mi media derecha. Sentí que las
yemas de sus dedos me recorrían la piel mientras tiraba poco a poco
de la lana por la pierna, dejándome la piel de gallina a su paso.
Cerré los ojos mientras alcanzaba la segunda, y me preguntaba si
debía dejar que me desnudara por completo cuando se detuvo,
dejándome con la media enredada en el tobillo.
Lo miré, con el ceño fruncido. Estaba congelado, mirando algo en
mi pantorrilla izquierda. Dos cicatrices hechas por colmillos, en una
noche no muy distinta a esta. Cuando estuve a punto de ahogarme y
me metí en la barca de Phelan. Eran cicatrices que pensaba que él
nunca vería, y por eso las había dejado cuando Mazarine me
transformó.
Se me quedó mirando. No podía leer los pensamientos que le
acechaban, si acaso sospechaba que yo no era quien parecía ser, pero
tampoco tenía energía para tranquilizarlo o mentirle.
—Ya sigo yo —susurré, y esperé a que se alejara, cerrando la
puerta tras él. Me levanté con la ayuda de los armarios, quitándome
la media izquierda. Dejé caer la blusa y me metí en la bañera,
hundiéndome en el agua caliente con un temblor.
A solas, por n, permití que a orara mi lado más débil. Me tapé
la boca y me eché a llorar.
No sé cuánto tiempo dio vueltas mi mente antes de que una ola
de recelos se abatiera sobre mí. Abracé el dolor y nalmente reviví la
traición de mi padre, buscando darle sentido. ¿Cuánto tiempo había
estado ocultando la armadura encantada y por qué se metía en las
pesadillas? ¿Qué poder estaba canalizando para hacerlo? ¿Por qué
no me había reconocido? ¿Por qué parecía tener veinte años menos?
Me limpié las lágrimas, con el cuello dolorido por su mano
brutal. Y entonces estudié mis propias palmas, mis dedos, la
longitud de mi pelo castaño. Todo eran mentiras, una fachada que
me había fabricado.
—Oh, dioses —susurré, viendo cómo me temblaban las manos.
Mi padre también debía llevar un disfraz. Tenía dos caras, como yo.
¿Qué edad tendría en verdad? ¿Por qué necesitaría ocultar su rostro?
¿Su edad?
Tendría que ir a verlo e insistir en que respondiera a mis
preguntas. Preguntas que amenazaban con quemarme, preguntas
que quería convertir en espadas y atravesarlo con ellas.
Me había mentido. Era un hipócrita. «Casi me ha estrangulado».
Me puse los dedos sobre el cuello; sentí que la mitad de piedra de
mi corazón se enfriaba más que el hielo de las montañas.

Tendría que tomarle por sorpresa en las minas esa tarde, cuando
saliera de su turno. Y aunque me sentía demasiado inquieta para
ello, dormí la mayor parte del día. La luz del sol de la tarde se coló
entre las cortinas cuando me desperté, y vi que la señora Stirling
había dejado una bandeja de comida junto a la cama. Debía de hacer
horas, porque el té y la sopa estaban fríos.
Me levanté y me vestí, evitando mi re ejo en el destrozado
espejo. Me dolía el cuello; me imaginé que los moretones estaban
empezando a aparecerme en la piel mientras bajaba las escaleras en
silencio.
Me detuve en el vestíbulo y escuché. Extendí mi magia con la
mano, consciente de que debía ir con cuidado, pues de lo contrario
podría llamar la atención.
La señora Stirling estaba en la cocina. Estaba de pie ante la
encimera haciendo albóndigas. Tenía el delantal y la cara manchados
de harina. Cantaba en voz baja. Más adelante en el pasillo, percibí a
Phelan en la biblioteca. Las puertas estaban abiertas y él estaba
sentado con el libro de las pesadillas desplegado ante él. Estaba tan
quieto que podría haber sido tallado en piedra mientras miraba la
página. Su preocupación otaba en el aire como un nubarrón. Y
luego, más allá de la puerta trasera, en el jardín, estaba Deacon. Se
suponía que estaba recogiendo hierbas para la cena, pero estaba
absorto tallando un palo para hacer una echa.
Llamé a mi magia de vuelta y me escabullí de la casa, con
cuidado de no hacer ningún ruido.
Me apresuré a bajar la calle, luchando contra la sensación de que
me seguían. Al nal me invadió tanto que me detuve y esperé en el
callejón entre dos tiendas, para ver si alguien me estaba
persiguiendo. Phelan, seguramente. Pero nunca lo vi, e imaginé que
solo estaba siendo paranoica, después de descubrir que mi padre no
era quien yo creía que era.
Llamé un carruaje y viajé hasta el punto noroeste de la ciudad.
Me quedé en la sombra junto al patio de la mina, esperando a que
anocheciera, cuando el turno de mi padre terminaba.
Me pareció que había esperado una eternidad antes de que los
mineros empezaran a salir en la de la tierra, con las caras
manchadas de mugre. Mi padre estaba al nal de la la, con la
cabeza inclinada y arrastrando las botas. Le intercepté, le agarré de la
camisa y tiré de ella.
—¿Qué…? —Dejó escapar un sonido de sorpresa hasta que se dio
cuenta de que era yo. Me siguió hasta un callejón, y su preocupación
casi me as xia.
—¿Te ha descubierto? ¿Tenemos que huir?
Me quedé mirando a mi padre. Actuaba como si no hubiera
pasado nada la noche anterior. Como si no hubiera intentado
estrangularme.
—¡Clem! —insistió, impaciente.
—¿Quién eres? —respondí con frialdad.
Parpadeó, sorprendido. Apenas pude distinguir su rostro, el
rostro de un hombre de cuarenta y siete años en el que había
con ado de forma incondicional, mientras un farol cercano nos
iluminaba con una luz tenue.
—¿Qué?
—Ya me has oído —dije.
—No sé a qué te re eres, Clem.
—Es Anna. Y sí que lo sabes, Ambrose. —Me aparté el pelo del
cuello para que pudiera verme los moretones.
La conmoción y la furia en su rostro eran electrizantes. Mi padre
se me acercó, pero lo esquivé, con un nudo en el estómago. Iba a
vomitar. Estaba temblando, enfadada. Mi ira era tan intensa que
parecía que iba a romperme.
—¿Te lo ha hecho él? —preguntó, con la voz temblorosa.
—No, Phelan no me lo ha hecho. Has sido tú. Anoche.
—¿Anoche? —susurró, desconcertado, y entonces se dio cuenta
de que había sido luna nueva—. Espera un momento, Clem. ¡Espera!
Pero yo ya me había alejado un paso de él. Cuando se movió para
seguirme, levanté la mano y se detuvo.
—¿De dónde has sacado la armadura? ¿Qué hechizos estás
lanzando para entrar en los sueños? ¿Por qué has herido a Phelan
dos veces? ¿Por qué disfrazas tu rostro?
Me miró como si hubiera perdido la cabeza. Me sentí atrapada en
un mundo al revés con él, uno en el que nada tenía sentido, y lo
único que podía oír era mi propio pulso desigual, que latía como un
tambor en mis oídos.
—¡No tengo ni idea de lo que estás diciendo, Clem!
Mis ojos ardían con lágrimas de rabia.
—Sé que llevas un glamour. Uno que te hace parecer mucho
mayor de lo que eres. Y quiero que te alejes de mí, en ambos
mundos. Tanto en el reino de la vigilia como en el de la luna nueva.
Aléjate de mamá y de Imonie. No vuelvas a acercarte a mí o a
Phelan, o haré que el duque acabe contigo. ¿Me oyes?
—Hija, por favor —dijo, acercándose a mí—. Explícame qué ha
pasado. ¿Me has visto en un sueño?
Por un momento, casi lo creí, que no tenía ningún recuerdo de la
noche anterior. Pero no me dejé engañar por él y su actuación.
—¡No te acerques más a mí! —le advertí—. ¿No me has oído? No
me fío de ti. Eres un malvado y un embustero y no quiero tener nada
que ver contigo.
Me giré y empecé a alejarme a grandes zancadas.
—¡Clem! ¡Clem! —gritó, lo que no hizo más que avivar mi ira al
exponer de aquella forma tan imprudente mi tapadera.
Me lancé el encantamiento de sigilo, escabulléndome de su
alcance y de su vista. Sin embargo, no pude resistirme. Miré por
encima del hombro y vi a mi padre de rodillas en la calle, aturdido,
como si acabara de asestarle una herida mortal.
30

E
ra tarde cuando volví a casa. La señora Stirling y Deacon se
habían marchado para irse a dormir, y me encontré a Phelan
sentado en el salón ante el fuego, con una copa de vino en la
mano.
—Señorita Neven —me saludó cuando me reuní con él en la
habitación. Debería haber sabido que algo andaba mal, pero estaba
aturdida—, ¿está bien? Estábamos preocupados por usted.
Me hundí en la silla frente a la suya.
—Estoy bien. He ido a dar un paseo. Mis disculpas por haberme
perdido la cena. —Me encontré con su mirada y me sorprendió ver
que tenía el cabello oscuro suelto, rozándole las clavículas. ¿Por qué
me miraba de esa forma, como si me estuviera memorizando?
—¿Te ocurre algo? —me preguntó.
—No. —Resultaba extraño ver cómo sus ojos, que me analizaban
lentamente, me hacían desear que me reconociera. Para así no tener
que esconderme, ngir y sentir esta roca en mi pecho.
—Sabes que puedes con ar en mí, Anna.
«Deja que se rompa», me reté a mí misma. «Déjate caer,
descúbrete y sé quien quieres ser.
—Lo sé.
La tentación me duró un minuto antes de que recuperara el
control de mí misma, apartando la mirada de su intensidad. Observé
la seguridad del fuego. Y me di cuenta de que yo era igual que mi
padre, que ambos estábamos cortados por el mismo patrón. El
engaño, los secretos, la venganza y las mentiras corrían por nuestras
venas.
—¿Puedo tentarte con una ronda a los siete espectros? —
preguntó Phelan en voz baja.
—Estoy harta de los siete espectros —contesté, pellizcándome el
puente de la nariz al visualizar de forma inevitable a mi padre con
esa armadura manchada de sangre.
—Pues entonces escoge otro juego. Creo que te hará olvidar lo
que te preocupa —dijo—. Al menos por esta noche, mientras estés
aquí conmigo.
Suspiré, pero cedí a mirarlo una vez más. Tenía los ojos jos en
mi cuello. En mis moretones, me di cuenta, y observé cómo se le
volvían blancos los nudillos.
—Muy bien —dije, y me levanté.
Me alegré de alejarme de él y me dirigí hacia el armario que
estaba junto a la pared, justo debajo del espejo. Me agaché para
evitar su brillo burlón, abrí el armario y rebusqué entre los juegos de
mesa hasta que encontré uno que parecía prometedor. Me puse de
pie sin pensármelo dos veces.
No le había oído moverse.
No había sentido su presencia, no hasta que fue demasiado tarde.
Phelan se situó detrás de mí. Me encontré con su mirada en el
espejo y su sorpresa me dio una punzada.
Me vio como era en realidad, la chica que había conocido por
primera vez y a la que había vencido. Ninguno de los dos se movió
ni habló. Sentía como si el hielo me hubiera paralizado los tobillos y
me hubiera brotado en el pecho, di cultándome pensar más allá de
la escarcha que brillaba entre nosotros.
Y, entonces, rompió con su voz el hielo, la incertidumbre y toda
mi fachada.
—Clem.
El sonido era hermoso y terrible y me atravesaba como una
echa. Sentí una grieta en el pecho. No era profunda, tan solo una
pequeña rotura de la piedra que se aferraba con uñas y dientes a mi
corazón, incluso cuando se me agolpaba el dolor. Me puse un puño
contra el pecho, apretando los dientes hasta que creí que se harían
astillas.
«Mantente rme. No te desmorones así».
Hice lo primero que me vino a la mente. Le lancé un hechizo,
aunque no se había movido ni me había amenazado. No, lo único
que parecía poder hacer era mirar mi re ejo, asombrado.
Surgieron enredaderas por la alfombra. Espinas, hojas y ores
añiles. Se entrelazaron todas en un susurro, y mi intención era
atraparlo, formar una jaula a su alrededor. Me daría el tiempo
su ciente para huir, pero, cuando pensé en salir corriendo… No
tenía a dónde ir. Porque ese había sido el plan de mi padre todo el
tiempo, y ahora para mí no tenía sentido. Y, cuando vi el dolor y la
traición en la cara de Phelan…, no pude atraparlo. Retiré una parte
de mi hechizo para que mis enredaderas formaran un muro entre
nosotros. Una barrera.
Él la estudió por un momento. Aquella defensa impulsiva.
Miré a través de los huecos de las enredaderas y las hojas cómo
sacaba una daga del bolsillo interior de su chaqueta. Comenzó a
cortar mi encantamiento, tajo a tajo, y este cedió ante él. Las ores se
rompieron bajo su hoja y sus pétalos cayeron al suelo. Las
enredaderas se rompieron y retrocedieron, las hojas se convirtieron
en vapor cuando él las atravesó. Mi hechizo aguantó con valentía,
dándome el tiempo que necesitaba para correr.
«Corre», pensé, pero aun así no pude moverme.
Mi deseo era oscuro y profundo. Quería volver a hacerle frente,
ahora que lo sabía todo. Quería responder a su desafío.
Quería enfrentarme a él.
Así que esperé y observé cómo se ocupaba de mi encantamiento.
Mis espinas se arrastraron por su rostro, dejándole arañazos
relucientes. Le arañaron el pelo, la ropa y, cuando al n apareció a mi
lado del muro, era la primera vez que lo veía tan desaliñado. Parecía
indómito, medio salvaje.
Se quedó mirándome, jadeante, con pétalos azules y hojas
plateadas en el pelo. Tiró a un lado su daga.
Lentamente, nos rodeamos, sosteniéndonos las miradas como si
ambos fuéramos presas y, a la vez, depredadores.
«¡Di algo!», quería gritarle. Su silencio era abrumador, aplastante.
No podía leerle el pensamiento.
Y, entonces, sonrió. Pero fue una sonrisa mordaz. A lada y
desconocida.
Su sola visión me hizo estremecer.
Le lancé otro hechizo, un arco de luz. Él estaba preparado, así que
lo atrapó con la mano y lo disolvió entre las sombras. A pesar de mi
disfraz, me conocía bien, y eso me enloquecía. Lo golpeé una y otra
vez, pero él atrapó mis hechizos sin esfuerzo, como si supiera
exactamente lo que podía esperar de mí. Convirtió mi fuego en
humo, mi viento en polvo, mi luz en sombras. Aceptó todo lo que le
di y, sin embargo, no contratacó. Se negó a contrarrestar mis
movimientos, y no sabía si estaba esperando a que me cansara o tan
solo no quería arriesgarse a hacerme daño.
Esto nunca terminaría. Los dos dando vueltas, yo golpeándolo y
él absorbiendo los golpes.
Me aparté de él, frustrada porque no quería luchar conmigo, y
me agarró de la cintura. Tropecé con mi propia enredadera, que
serpenteaba por el suelo, y caímos. Nos enredamos, nuestras
extremidades se entrelazaron, nuestras manos se engancharon y
nuestras respiraciones se entremezclaron.
Al n, lo vi en sus ojos. La sorpresa de mi engaño le estaba
agotando, y el entendimiento llegó como un segundo latido del
corazón. Vi cómo sus ojos se oscurecían cuando recordaba mi
entrevista, cómo le había atacado. Cuando recordó todas las
mentiras que le había dicho. Cuando le había pedido que se pusiera
de rodillas y se disculpara. Cuando había intentado invocarme y
creía que no lo había logrado.
—Debería haber sabido que eras tú —susurró, con su boca
peligrosamente cerca de la mía.
Se le enrojeció la piel por la ira, por la indignación. Me satis zo
verlo, saber que mi venganza había seguido su curso. Que le había
hecho daño como él me lo había hecho a mí.
Rodamos por el suelo, atrapados el uno con el otro, incapaces de
separarnos, como si un hechizo nos hubiera atado, y, al n, emergí.
Me coloqué a horcajadas sobre su cintura, lo sujeté debajo de mí y,
antes de darme cuenta, había llamado a su daga abandonada. El
arma llegó de forma voluntaria hasta mi mano, le puse el lo
brillante en la garganta y él se quedó quieto, con su mirada ja en la
mía.
Y pensé: «¿En esto me estoy convirtiendo?».
En ese breve instante, no me reconocí.
—Clem —dijo Phelan—. Clem… —Se atrevió a agarrarme de la
muñeca con suavidad.
Me aparté de él. Tiré el puñal, que cayó con un ruido seco en la
alfombra. Me separé y me puse de pie, temblando.
Phelan se sentó y se levantó con una gracia uida, dejando una
distancia segura entre nosotros.
Sentí que me miraba jamente, y fue un momento acalorado que
me resistía a reconocer. Pero pronto la atracción de encontrarme con
sus ojos fue irresistible. Levanté la vista y le sostuve la mirada, sin
arrepentimientos.
Sabía que le había hecho mucho daño. Él bajó la guardia, parecía
desolado.
—Espero que hayas disfrutado de cada momento que me has
engañado —dijo.
—Phelan —susurré, pero mi voz se convirtió en ceniza en mi
boca.
—Espero que hayas conseguido lo que querías. Espero que todas
tus mentiras hayan valido la pena. —Dio un paso atrás y sentí el
espacio entre nosotros como si se hubiese formado un abismo en el
suelo.
Me sentí completamente vacía.
—Bravo, señorita Madigan. —Phelan extendió los brazos para
simular una reverencia. Pronunció un encantamiento en voz baja.
Nunca lo había oído antes, y me tensé hasta que me di cuenta de que
no iba dirigido a mí, sino a él. Lo vi desvanecerse.
Se había ido.
Sola, me hundí en el suelo, entre los restos de mis enredaderas,
mis espinas y mi magia marchita.
31

P
helan no volvió a casa.
Me senté en la biblioteca, frente a su escritorio, observando
cómo las sombras soleadas se desplazaban por el suelo. Lo
esperé, con las palabras acumulándose en mi pecho, creciendo como
el agua detrás de una presa. Palabras que quería, que necesitaba,
decirle. Una explicación. Una disculpa, incluso. Tal vez. Pero Phelan
nunca volvió.
Mi disfraz aún se mantenía tan rme como mi propia piel.
Cuando respiré hondo y aguanté la respiración en mi pecho, pude
sentir la pequeña grieta dentro de mí. Me pregunté cuánto tiempo
tendría hasta que la mitad de piedra de mi corazón se hiciera añicos.
Si podría sufrir unos cuantos golpes más antes de que el hechizo me
abandonara.
La señora Stirling me encontró al mediodía, con la frente llena de
arrugas de preocupación.
—Señorita Neven, ¿puedo preguntar qué ha pasado en el salón?
Lo había limpiado lo mejor que había podido, pero mis
enredaderas habían dejado algunas grietas en la pared y en el espejo.
—Un pequeño altercado, señora Stirling.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Espero que nadie haya resultado herido.
—No, todo va bien. —Las mentiras seguían uyendo con
facilidad de mi boca. Madre mía, sonaba igual que mi padre.
Asintió con la cabeza, pero no parecía convencida.
—Ha llegado un paquete para usted.
Al principio pensé que debía ser de Phelan. Algo siniestro, algo
para hacerme pagar por todos mis engaños. Pero Deacon trajo una
estrecha caja de ropa y la colocó con cuidado en el escritorio delante
de mí.
—¿Qué es esto? —pregunté, descon ada.
—Su vestido, señorita Neven —respondió la señora Stirling—.
Para la cena de la condesa esta noche.
Ay. Era esta noche. Estábamos a diecisiete de noviembre y ni me
había dado cuenta.
Me froté la frente, muy angustiada. Pero controlé mis
sentimientos antes de que la señora Stirling o Deacon pudieran
detectarlos, y sonreí.
—Gracias. ¿Ha sabido algo de Phelan esta mañana? Se ha ido
temprano, antes de que me despertara.
—Sí, señorita Neven. Dejó una nota y dijo que estaría fuera
durante unas semanas.
—Vaya. —¿Unas semanas? Palidecí al pensarlo, preguntándome
a dónde se habría ido.
—¿No…? ¿No se lo dijo? —preguntó con amabilidad la señora
Stirling. Al nal dedujo que el «pequeño altercado» había sido entre
nosotros y que yo no sabía nada de nada.
—No lo hizo. Pero no importa. Me ocuparé de las cosas aquí
mientras él no esté. —Les concedí a ella y a Deacon una sonrisa, pero
era débil, y se dieron cuenta.
—Ah, también ha recibido una carta. —La señora Stirling metió
la mano en el bolsillo de su delantal para extenderme un sobre.
Lo acepté, reconociendo de inmediato el escudo de armas del
duque.
—Avísenos si necesita algo, señorita Neven —dijo el ama de
llaves mientras sacaba a su nieto de la biblioteca.
Fruncí el ceño al abrir la carta del duque. No me sorprendió su
mensaje, escrito de forma sucinta:

Señorita Neven:
Supongo que la luna nueva fue un éxito. Por favor, envíeme una
descripción detallada del hombre en cuestión, tan pronto como sea
posible.
Lord Ivor Deryn
Duque de Bardyllis
Sostuve la carta del duque sobre la llama de una vela y la vi
arder. No estaba preparada para exponer a mi padre. Y, sin embargo,
tampoco sabía qué estaba esperando.
Me quedé mirando la caja de ropa, pero me abstuve de abrirla.
Recogí rápido mi capa y salí, dirigiéndome a la casa que Olivette y
Nura compartían unas calles más allá.
Estaban sentadas en el comedor todavía envueltas en sus batas,
comiendo un almuerzo tardío. De repente me invadió la angustia,
me pregunté si Phelan les habría revelado mi engaño…
—¡Anna! —me saludó Olivette calurosamente—. ¡Ven, únete a
nosotras! Hay mucha comida.
Su animada respuesta fue un alivio. Pero Nura percibió mi
angustia, aunque yo había intentado ocultarla. Dejó su taza de té y
dijo sin rodeos:
—¿Qué pasa?
Dudé en el umbral.
—Me preguntaba si habíais visto a Phelan hoy. ¿Quizá se ha
pasado por aquí esta mañana?
—¿Phelan? —repitió Olivette, mirando a Nura—. No, no ha
venido.
—¿Y no os ha enviado una carta por correo?
—No —contestó Nura, levantándose—. ¿Ha ocurrido algo?
—Sí —susurré—. Tuvimos una discusión.
—¿Durante la luna nueva?
—No, después. Se ha ido y no lo he visto y no sé dónde
encontrarlo. —¿Qué me pasaba? Sonaba desesperada. Si no lo
supiera, cualquiera pensaría que sentía algo por él, y me aclaré la
garganta, muerta de vergüenza.
«Tienes miedo de que te exponga», me dije. Y había una parte de
verdad en esa a rmación. Ahora tenía algo contra mí, y no sabía qué
esperar de él. Si lo usaría en mi contra. Si yo debía adelantarme y
revelarme antes de que él lo hiciera.
Nura extendió la mano para agarrarme del brazo con suavidad.
—Toma. Siéntate y come. Las cosas siempre parecen peor con el
estómago vacío.
Me senté. Me dolían los hombros y las rodillas. Me tomé una taza
de té y me resigné a comerme unos bocados de huevo y lete,
mientras Olivette me observaba con evidente preocupación.
—¿Quieres contarnos por qué habéis discutido? —susurró.
Solté el tenedor.
—Yo… no. Pero ha sido por una tontería. Y está bastante
enfadado conmigo.
—Eso es difícil de imaginar —dijo Olivette—. ¡Creo que nunca he
visto a Phelan enfadado! Con lo tranquilo y dulce que es.
«Hasta que me conoció», pensé.
—Es normal en este tipo de trabajo, Anna —comentó Nura—. Es
inevitable que los compañeros discutan. No deberías castigarte por
ello. Estoy segura de que Phelan se está tomando el tiempo que
necesita para resolver lo que se ha interpuesto entre vosotros. Pero lo
verás esta noche, podrás limar asperezas con él.
Fruncí el ceño.
—¿Esta noche?
—En la cena de su madre. No se la perdería.
—Ah, ¿no?
Olivette sonrió.
—¡Pues claro que no! Su madre le da una orden y él la cumple,
siempre.
—Oli —le advirtió Nura—, no deberías hablar así de la condesa.
—¿Qué? —Olivette se encogió de hombros—. Es la verdad.
Me puse de pie, de repente abrumada por los nervios.
—Probablemente no debería ir esta noche.
¿Y si planeaba exponerme durante la cena? Pero cuanto más lo
imaginaba… ¿Phelan me haría algo así?
—¿Cómo? Claro que deberías ir, Anna —insistió Olivette—.
¡Puedes venir con nosotras esta noche!
Me quedé en silencio, contemplando todas mis opciones. Irme,
quedarme. Huir, enfrentarlo. Nura se puso a mi lado. Con suavidad,
me apartó el pelo del cuello y me vio los moretones.
—¿Esto te lo ha hecho Phelan? —preguntó con una voz baja y
aguda. Una que me hizo temblar.
—No, no ha sido él —respondí—. Ha sido un desafortunado
resultado de la luna nueva.
Olivette jadeó, viendo también los moretones desde el otro lado
de la mesa.
—¡Anna! Madre mía, ¿qué ha pasado?
—No es nada —contesté, alejándome de ellas—. Estoy bien. —Y
aquello fue un buen recordatorio de que debía disimular los
moretones hasta que se curasen—. Creo que os acompañaré esta
noche a la cena, si no os importa.
—Por supuesto —dijo Nura—. Pasaremos a buscarte a las cinco y
media.
Me fui antes de que pudieran presionarme para obtener más
respuestas, y me retiré a la casa de Phelan.
Descansé la mayor parte de la tarde, pero pronto mi inquietud
aumentó, y me preparé para la cena de la condesa.
El vestido que Phelan había mandado hacer para mí parecía estar
hecho de oro. Caía sobre mis hombros y sujetaba suavemente mis
curvas, con pequeñas joyas cosidas a lo largo del dobladillo y el
escote. Nunca me había puesto algo tan bonito. Parecía como si la
luz del sol me diera en la piel, cálida y suave. Seductora.
Me lancé un glamour sobre los moretones y luego me toqué unos
cuantos mechones del pelo. Decidí trenzarlo en forma de corona,
tejiendo entre las trenzas una cinta dorada que encontré en mi
armario.
El sol se puso. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo
cuando llegaron Olivette y Nura. Me senté en el asiento frente a
ellas, meciéndome con el vaivén del carruaje, y las escuché hablar.
Una corriente de conversación baja y agradable, a la que no me uní,
porque mis pensamientos estaban lejos, vagando.
—Mi padre estará encantado de conocerte por n esta noche,
Anna —comentó Olivette.
Parpadeé, volviendo al carruaje.
—¿Tu padre estará en la cena esta noche?
—Sí.
—¿Cuánta gente creéis que vendrá? —pregunté con indiferencia,
pero mi temor aumentó. Algo iba a suceder esta noche y no iba a ser
agradable.
—No estoy segura —contestó Olivette, mirando a Nura—. Es la
primera vez que nos invitan a una de las cenas de la condesa.
Aunque se trata de algo muy exclusivo y selecto. Muchos de la clase
alta esperan conseguir una invitación.
Eso no alivió la sensación de presentimiento que tenía.
Demasiado pronto, el carruaje llegó a la mansión de la condesa.
Era una gran propiedad, que se encontraba fuera del alcance de
la calle gracias a un largo camino privado. La casa estaba construida
con una piedra de color crema y un tejado de tejas grises, de tres
plantas con grandes ventanas con parteluz, hiedra trepadora y
múltiples chimeneas. Las puertas delanteras estaban en la segunda
planta, y dos escaleras curvadas surgían desde el patio hasta la
entrada. A través de la luz oscura, pude ver una larga extensión de
agua poco profunda a nuestra izquierda, un estanque y los setos de
un jardín.
Seguí a Nura y a Olivette fuera del carruaje y subí las escaleras.
Le dejamos nuestras capas a un mayordomo, que nos condujo al
interior de la mansión, a un espacioso salón de baile con suelos de
mármol azulado y techos arqueados y artesonados. Los candelabros
colgantes rebosaban de hojas forjadas de plata y velas.
La música llenaba el aire y los sirvientes se arremolinaban con
copas de espumoso champán. Esperaba ver una sala abarrotada, una
noche llena de gente entre la que pudiera perderme. Pero era una
esta pequeña e íntima.
Nura y Olivette se acercaron a los músicos, pero yo me quedé de
pie, empapándome de la grandeza de la sala. Y no pude evitarlo:
busqué a Phelan entre las chaquetas negras y los sombreros de copa.
No se le veía por ninguna parte, y enterré mi decepción justo
cuando la condesa me vio.
—Señorita Neven —dijo, y yo me hundí en una profunda
reverencia—, es un honor que haya aceptado mi invitación.
—Gracias, señora. El honor es mío.
—Venga, dese una vuelta por la sala conmigo —me propuso—.
Todavía estamos esperando a que lleguen algunos invitados más,
pero déjeme presentarle a un viejo amigo mío mientras tanto.
No tuve más remedio que seguirla, y pronto me di cuenta de que
me llevaba directamente hacia el duque, que estaba de pie junto a un
hombre que reconocí: el herrero que había creado los escudos para
Phelan y para mí.
—Este es lord Deryn, el duque de Bardyllis —dijo la condesa—. Y
este es Aaron Wolfe, el herrero más renombrado de la provincia,
además del padre de Olivette.
—Señorita Neven —me saludó el duque con una lánguida
sonrisa—, un placer, como siempre.
—Su Excelencia. —Hice una reverencia y luego miré al padre de
Olivette—. Señor Wolfe.
—Los dejo a los tres —dijo de repente la condesa, como si su
misión hubiera sido siempre depositarme a los pies del duque. Y
pensé con irritación que tal vez lo había sido, mientras la veía cruzar
la habitación a grandes zancadas.
—¿Han funcionado los escudos, señorita Neven? —me preguntó
el señor Wolfe. Su rostro y su voz eran tan cuidadosamente
cautelosos que no pude saber si le sorprendía verme aquí esta noche.
—Sí, señor Wolfe. Gracias.
El herrero asintió, y hubo una incómoda pausa hasta que miró al
duque y dijo:
—Debería ir a saludar a mi hija.
Quise rogarle que se quedara, que no me dejara sola con el
duque, pero me contuve. Y, cuando lord Deryn se acercó a mí, me
estremecí.
—Confío en que haya recibido mi carta de hoy —comentó el
duque en voz baja, ofreciéndome su brazo.
Dudé, pero solo un instante. Apoyé la mano en el pliegue de su
codo y le permití que me acompañara despacio por el perímetro de
la habitación.
—Sí, Su Excelencia. Me disculpo por no haber tenido tiempo de
escribirle una respuesta.
—¿Le ha visto la cara al caballero?
—Sí.
—¿Puede describírmela?
Visualicé el rostro de mi padre. Las palabras surgieron para
describirlo, pero no pude pronunciarlas. Incluso con su traición, no
podía encontrar el deseo de exponerlo.
—No, Su Excelencia. Me temo que fue una noche oscura. Me
sería imposible describírsela con detalle.
—Entonces estamos de suerte —dijo el duque, deteniéndose.
Levanté la vista hacia él, pero su mirada estaba en otra parte,
atravesando la habitación.
—¿Acaso el caballero se parecía a ese hombre? —preguntó,
señalando a un nuevo invitado a la cena.
Me giré para ver de quién hablaba y se me pusieron los pelos de
punta.
Mi padre estaba de pie justo dentro del salón de baile, hablando
con la condesa. Impecable, con la barba recortada y el pelo peinado
hacia atrás. No era un minero, sino el mago que yo siempre había
conocido. Llevaba un sombrero de copa, un chaleco blanco y una
chaqueta negra con una rosa en la solapa. De su brazo iba mi madre,
con un vestido rojo sangre recubierto de una red de piedras negras.
Y tras ellos iba nada más y nada menos que Imonie, con un vestido
azul con mangas de encaje y el pelo rubio acero recogido en un
moño suelto.
Me quedé petri cada, pero mi mente se inundó de ira, de
conmoción, de un montón de preguntas.
¿Qué estaban haciendo aquí?
Mi silencio fue respuesta su ciente para el duque.
—Bien, señorita Neven —dijo, divertido—. Me alegro de que el
señor Madigan haya podido despertar su memoria. Ahora, si me
disculpa…
Mi mano se libró de su codo cuando se reunió con la condesa.
Seguí de pie, quieta. Mi padre percibió mi mirada y levantó los ojos
para encontrarse con los míos.
Parecía igual de sorprendido al verme, con la boca desencajada.
Si no fuera porque mi madre lo alejó, distrayéndolo con una copa de
champán, estoy segura de que mi padre y yo nos habríamos peleado
en el salón de la condesa, arruinando mi disfraz para siempre.
Hasta Imonie se detuvo, clavando una tensa mirada en mí.
Estuve a punto de acercarme a ella; siempre había sido mi refugio,
un lugar seguro al que llamar «hogar». Y, sin embargo, esta noche
era como una extraña.
«Ignóralos», me dije. «Nunca los has visto antes…».
El hielo se volvió más grueso en mi pecho. Estaba fría, calmada,
aplomada. Una chica con una piedra atrapada entre las costillas. Y
entonces sentí su mirada.
Mis ojos recorrieron el salón de baile hasta que encontré a Phelan
cerca, de pie bajo uno de los arcos, envuelto entre las sombras,
mirándome. Me pregunté cuánto tiempo había estado apoyado en el
marco, observando mi precario paseo por la sala. Pero en el
momento en que nuestras miradas se encontraron, el mundo
brillante e iluminado por el fuego se desvaneció a nuestro alrededor.
Solo había sombras y un camino que lo unía a mí, un camino que
parecía traicionero de recorrer, pues podría llevarme a la perdición.
Su rostro no tenía ninguna expresión, sus ojos eran inescrutables.
Quería saber qué pensaba de mí, cuándo había empezado a
sospechar que no era quien decía ser. Y no sabía si planeaba
desenmascararme o si alguna vez me perdonaría. Me dije que no me
importaba, pero ahora tenía una pequeña grieta dentro de mí y mis
remordimientos empezaban a ltrarse a través de ella.
«Incluso el hielo más profundo acaba cediendo al fuego», me
había dicho una vez Mazarine.
Y me aparté de Phelan, incapaz de mirarlo más tiempo.
Encontré de nuevo a Nura y a Olivette, que estaban muy
animadas.
—Mira, ahí está Phelan —dijo Nura, mirando detrás de mí.
—¿Por qué no viene con nosotras? —se preguntó Olivette,
haciéndole un gesto para que se acercara—. ¿Has hablado ya con él,
Anna?
—No.
Nura intercambió una rápida mirada conmigo antes de decir:
—Voy a hablar con él.
Nos dejó a Olivette y a mí, y traté de concentrarme en la
conversación con ella, pero mis preocupaciones tiraban de mí, y vi a
Phelan hablar con Nura al otro lado de la habitación. Le estaba
diciendo algo solemne. Ella frunció el ceño, escuchando. Y entonces
miró hacia donde estábamos Olivette y yo, y pensé con certeza que
acababa de desenmascararme.
—¿Vamos a hablar con tu padre? —le pregunté a Olivette con
una pizca de desesperación, enlazando mi brazo con el suyo. Pero
apenas comenzamos a acercarnos al señor Wolfe, mis padres
empezaron a hablar con el herrero y me detuve.
—¿Qué pasa? —dijo Olivette.
—¿Conoces a esas personas? ¿Las que están hablando con tu
padre?
Estudió a mis padres. Mi padre me miró y me sostuvo la mirada
durante un tiempo demasiado largo.
—La mujer es Sigourney Britelle, una de las magas actrices más
apreciadas de la provincia. ¿Has estado alguna vez en uno de sus
espectáculos, Anna?
—No, nunca.
—Pues Phelan debería llevarte a uno pronto —comentó Olivette
—. En cuanto al hombre…, nunca lo he visto antes, pero parece que
se conocen. —Hizo una pausa y luego añadió con un toque de
enfado—: Y no deja de mirarte. ¿Quieres que le diga algo?
—No, pero gracias, Olivette. —Entrecerré los ojos hacia mi padre.
Por n dejó de mirarme con ese brillo de preocupación.
El sudor empezó a empaparme la piel y agarré una copa de
champán, con un temblor en la mano.
A continuación, observé a Imonie por el rabillo del ojo, y, cuando
la condesa caminó en un círculo abierto a su alrededor, mi temor se
convirtió en algo plomizo, que me pesaba. Su conversación no
parecía amistosa; observé sin disimulo cómo la condesa cesaba por
n el paseo depredador en torno a Imonie y movía los labios, pero
no podía leerlos desde mi posición.
¿Por qué alguien tan altiva como lady Raven invitaría a mis
padres, a Imonie y a mí? ¿Por qué invitaría a alguien como el padre
de Olivette, que trabajaba con sus propias manos y se mantenía en
las sombras? ¿Por qué invitaría a Nura y a Olivette? No le
encontraba sentido a esta cena ni a la extraña mezcla de invitados, y
eso solo aumentaba la sensación de que algo iba mal.
Nura volvió con nosotras. Me esforcé por concentrarme en ella,
esperando sentir su mirada mordaz, para que me expusiera como el
fraude que era. Nunca llegó; estaba demasiado preocupada por
Olivette. Entrelazó los dedos con ella, negros y blancos, y susurró:
—Ven, Oli. Tenemos que hablar.
Las vi retirarse a un rincón tranquilo del salón de baile. Me sentí
desnuda, alienada. Apuré el champán y decidí que me iría. Esta
noche no me deparaba nada prometedor ni bueno, y no me
importaba ofender a la condesa.
Me di la vuelta y casi me choqué con Phelan.
—¿Va a algún sitio, señorita Neven? —dijo, cordial pero frío. La
cadencia que le daría a un extraño.
—Sí. Me voy a casa. Dondequiera que sea. —Pero no me alejé. Me
paré frente a él, tan cerca que podía oler las especias de su loción
para después del afeitado—. ¿Me dejará pasar, señor Vesper? Sé que
soy la última persona que quiere ver esta noche.
—¿Ahora lee la mente?
—Sí, por tres monedas de oro.
—Parece que ya me ha vaciado los bolsillos —dijo—. Si no, le
pagaría.
—Adelante entonces, señor Vesper.
Arqueó la ceja.
—¿Adelante con qué?
—Expóngame. Revele quién soy. Por eso le dijo a su madre que
invitara a mis padres y a Imonie esta noche, ¿verdad? Vénguese de
mí y así estaremos en paz. Podemos separarnos y no tendrá que
volver a ver mi cara falsa.
Sonrió, pero no era amable. Era una mueca de dolor, como si algo
dentro de él le doliera, y se inclinó más hacia mí.
—Sé que cree que esta noche se trata de usted, señorita Neven.
Déjeme asegurarle que no es así. Y puede irse ahora si quiere. No se
lo impediré. Pero llegará a lamentar su impulsiva partida cuando
salga el sol.
—No habla más que con acertijos —dije, sin aliento por la ira—.
¿Por qué están mis padres aquí?
—Lo descubrirá muy pronto —respondió—, si decide quedarse.
Era un reto. Uno al que sabía que no me podría resistir.
La campana de la cena sonó.
Seguí la corriente de invitados hasta el comedor, y me sorprendió
que Phelan eligiera sentarse a mi lado. La mesa era larga y estrecha,
y brillaba con la vajilla na, las copas y los candelabros de plata. Una
vez que todo el mundo tomó asiento, me di cuenta de que había dos
sillas vacías.
—Más tarde llegarán dos invitados más —anunció la condesa,
como si hubiera escuchado mis pensamientos. Fue la última en
sentarse a la cabecera de la mesa, el duque a su izquierda, Imonie a
su derecha, y solo una vez que se hubo sentado, los sirvientes
entraron en el comedor llevando el primer plato.
Era una crema verde y espesa que nunca había visto antes.
También estaba fría, y no supe qué pensar de ella cuando me metí
una cucharada en la boca.
Nura y Olivette también parecían disgustadas con aquel misterio
verde. Estaban sentadas a mi izquierda y observé por el rabillo del
ojo cómo solo se comían unas pocas cucharadas de cortesía. Mi
padre, que de alguna manera había conseguido sentarse justo
enfrente de mí, se la comió toda, saboreándola.
La conversación uyó tranquilamente. Ni siquiera hice el intento
de hablar con Phelan. Él, que también solía guardar silencio, se
limitaba a contestar lo justo cuando el duque intentaba entablar con
él una conversación sobre los sueños.
Llegó el segundo plato. Otra receta extraña que no había probado
nunca, pero que parecía ser un ave asada sobre un lecho de verduras
salteadas y gachas con mantequilla, con remolacha en escabeche al
lado. No sabía cómo comerlo de forma correcta, así que observé a mi
padre, que una vez más actuó como si el plato fuera uno de sus
favoritos. ¿Eran recetas de Seren? Era demasiado tímida para
preguntarlo, pero era la única explicación que se me ocurría, sobre
todo cuando recordé cómo Imonie me había contado el signi cado
del diecisiete de noviembre para el ducado de la montaña.
Sirvieron un plato tras otro. Todos ellos eran extraños y
desconocidos, y me las arreglé durante esta cena aparentemente
interminable, agradeciendo que nadie se jara mucho en mí.
Empezaba a creer que Phelan me había engañado para que me
quedara cuando se sirvió el postre, un pudin de limón con bayas y
crema, y Phelan se inclinó hacia mí para susurrarme al oído, como se
hace con una pareja.
No me moví mientras sus labios me rozaban la mejilla.
—Algo está a punto de suceder esta noche —me advirtió—. No
debes exponer quién eres. Sigue ngiendo.
Y luego se apartó de mí, como si no hubiera pronunciado
palabras tan funestas, metiendo la cuchara en el pudin.
No obstante, mi padre nos observaba. Levanté los ojos hacia los
suyos y la tensión se relajó en su rostro. Casi como si él también
supiera lo que estaba a punto de ocurrir y lo estuviera esperando…
Las puertas se abrieron con un golpe, sobresaltando a la mitad de
la mesa.
La luz de las velas parpadeó cuando el hermano de Phelan,
Lennox, entró en la habitación. Llevaba el pelo muy revuelto, la ropa
arrugada y la corbata anudada de forma torcida, como si hubiera
llegado aquí con mucha prisa. No iba solo. Mazarine lo acompañaba.
Mazarine en su disfraz humano.
Se me fue la respiración de golpe. Mi cuerpo se tensó hasta que
sentí la mano de Phelan en mi rodilla, debajo de la mesa.
«Sigue ngiendo».
La condesa sonrió y se levantó.
—Por n has llegado, hijo mío. Y veo que has traído a nuestra
invitada de honor.
—En efecto, madre —dijo Lennox con una sonrisa triunfal—. La
señora Mazarine Thimble de Hereswith.
No podía apartar los ojos de ella. De su labio manaba un hilillo
de sangre y su pelo plateado estaba enmarañado. Era casi imposible
creer que la hubieran atado y traído a la fuerza a la ciudad. A
Mazarine, una criatura sanguinaria y peligrosa de las montañas.
Pero, en ese momento, había sido domesticada. Sus manos estaban
sujetas a su espalda.
—Quizá quieras sentarte y acompañarnos, Mazarine —comentó
la condesa—. O quizá quieras que te llamemos por tu verdadero
nombre.
Mazarine sonrió. Era aterradora, incluso con su rostro humano.
—No me sentaré a comer en tu mesa, incluso aunque hayas
intentado servir la mejor de las comidas de Seren. Llámame por mi
nombre, heredera.
Lady Raven miró jamente a la trol. La única prueba de su
disgusto fue la tensión de su mandíbula.
—Bienvenida, Brin de Stonefall. Ha pasado mucho tiempo desde
la última vez que nos vimos. Ambrose Madigan te ha protegido bien
durante la última década, pero, por desgracia, todo lo bueno debe
llegar a su n.
Mazarine escupió sobre la mesa.
Lennox le agarró un puñado de pelo y le tiró de la cabeza hacia
atrás, y me sentí obligada a levantarme hasta que Phelan me apretó
la rodilla.
Hasta mi padre me lanzó una mirada a lada. Una con la que me
ordenaba no interferir ni responder.
Yo miraba, pero mi mente se tambaleaba.
—Nos has reunido a todos, lady Raven —dijo Mazarine, Brin,
con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Por qué retrasarlo? Demuestra
que tienes razón.
La condesa levantó la mano en respuesta. Un anillo con una
esmeralda le brillaba en el dedo.
Cinco sirvientes, que habían estado de pie contra la pared, dieron
un paso adelante. Ya no llevaban bandejas, sino dagas. Y se
movieron al unísono, acercándose a la mesa.
Apuñalaron primero a Mazarine. Un sirviente le clavó la hoja en
el pecho, donde se topó con el hueso, que crujió. La trol se rio
mientras la sangre oscura corría por su vestido, mientras se le
ltraba en los enredos plateados de su pelo.
Después, a Aaron Wolfe. El padre de Olivette. No luchó ni
protestó cuando una daga le partió el corazón. Pareció agradecer el
golpe mortal, y Olivette se levantó deprisa, volcando la silla,
gritando sin parar. Su padre ni siquiera la miró. Cerró los ojos,
apenado, tranquilo. Como si ya estuviera muerto.
La sangre goteaba de su silla, acumulándose en la alfombra.
El corazón me retumbaba en los oídos.
A un ritmo desigual.
Me estremecí.
La mano de Phelan seguía cálida sobre mi rodilla,
manteniéndome rme, manteniendo mi disfraz en su sitio. Respiré
lenta y profundamente, pero el aire estaba lleno de cobre, del sabor
metálico de la sangre.
El duque fue el siguiente. Tampoco se resistió, sino que se rindió
a la hoja de la daga. Le atravesó su amplio pecho y solo suspiró,
quejándose de cómo la condesa acababa de arruinar su mejor
chaleco.
Cuando una de las dagas encontró el corazón de Imonie, estuve a
punto de levantarme de la mesa para lanzarme sobre ella y
alcanzarla. «No, no, no», repetían mis pensamientos, hasta que ella
me miró y sacudió ligeramente la cabeza. Ya había visto esa mirada
muchas veces: me estaba regañando, incluso mientras la sangre le
manchaba el vestido azul.
«Quédate ahí, Clem», leía en sus pensamientos. «Sé paciente, sé
astuta».
Y luego mi padre.
El último sirviente se acercó a la silla de mi padre. Un ruido de
angustia se me escapó cuando vi el destello de la hoja. La daga se
hundió profundamente en el corazón de mi padre con un golpe seco,
hasta la empuñadura de plata. Su sangre se precipitó hacia delante,
rápida y brillante como si una rosa le hubiera orecido sobre el
pecho. Salpicó el mantel blanco, manchando de carmesí la vajilla y
los candelabros. Contemplé la cascada, entumecida por la
conmoción, esperando sentir que se me resquebrajaba la cara como
una cáscara de huevo. Porque sentí que se alzaba, que en algún lugar
de mi interior Clem gritaba en mis huesos. Furiosa por escapar. Ser
testigo del asesinato de Imonie y de mi padre iba a destrozar mi
disfraz.
«Este es mi n». Abrí los labios, llenos de respiraciones
entrecortadas, como si hubiera corrido durante horas.
Pero mi padre permaneció erguido. Pronto su sangre se redujo y
luego cesó por completo, dejando solo una mancha roja en su
chaleco. Se sentó en su silla y respiró con el corazón atravesado. Mi
madre permaneció a su lado, con los ojos cerrados y el rostro pálido,
pero ni siquiera ella se sorprendió. No estaba protestando ni
reaccionando ante la violencia que se estaba desarrollando alrededor
de la mesa.
No podía entenderlo. Me mentalicé para ver a mi padre
desplomarse en la silla. Para dar su último aliento. Pero la daga no
tenía poder sobre él.
Mi padre no podía morir.
Olivette seguía llorando, pero Nura la sostenía entre sus brazos.
Me di cuenta de que Nura había sabido con antelación que esto iba a
ocurrir. Esto era lo que Phelan le había susurrado antes esta noche, y
Nura lo miraba ahora, furiosa y temerosa a la vez. Pero la atención
de Phelan seguía centrada en su madre, que estaba de pie en la
cabecera de la mesa, observando con tranquilidad el fallecimiento de
sus invitados a la cena.
Esperaba que Mazarine la trol, el señor Wolfe el herrero, lord
Deryn el duque, Imonie y mi padre el mago cayeran muertos. Pero
seguían respirando, sentados con sus ropas empapadas de sangre.
Esperando. Sus miradas se desviaron hacia la condesa.
Mazarine se rio, y el sonido rompió la frágil tensión de la sala.
—Has demostrado quiénes somos, lady Raven —dijo la trol—.
Ahora demuéstralo tú.
La condesa no dudó. Asió la última daga del sirviente que
aguardaba junto a su silla y se clavó la hoja profundamente en el
costado.
Sentí que Phelan se estremecía, pero no dijo nada. Debajo de la
mesa, le tomé la mano. Entrelazamos los dedos.
«La heredera», pensé, estudiando a la condesa. Y luego me
detuve en sus acompañantes, los espectros que había tenido como
cartas en mis manos. Sus acompañantes, a los que había
conmemorado pintándolos, una y otra vez, prestando su magia y su
dolor a un juego de cartas. Habían sido meras ilustraciones para mí
en aquellos momentos en los que había estado jugando una partida,
y nunca me había atrevido a creer que un día me sentaría en una
mesa con ellos, contemplando su ser maldito. Nunca había
considerado que fuera la hija de uno de ellos.
«El consejero», pensé, mirando a mi padre. «Era el consejero de la
montaña».
¿E Imonie? No estaba segura de cuál era su título entre los
espectros, pero toda mi vida había creído lo que ella me había dicho:
que su ascendencia estaba arraigada en las montañas, pero que había
nacido en Bardyllis. Nunca había imaginado que ella había formado
parte de la corte que había acabado con Seren. Que había estado allí
cuando todo se desmoronó.
Mi infancia, mi vida entera, se había construido a base de
mentiras.
—Bienvenidos, viejos amigos —dijo la condesa—. Me ha costado
años encontraros a algunos de vosotros, gracias a la magia de los
disfraces de Brin de Stonefall. Pero aquí estamos, reunidos después
de tanto tiempo separados.
—¿Qué quieres de nosotros, lady Raven? —preguntó el duque,
arrancándose la daga del pecho—. Yo estaba muy feliz en Bardyllis.
Al igual que tú.
—La felicidad nunca dura para los de nuestra especie —replicó la
condesa antes de mirar a mi padre—. El hermano gemelo de
Ambrose, Emrys, ha sufrido la maldición durante cien años en la
montaña. Lo dejamos atrás hace un siglo, el perdido de nuestra
alianza. Ha cargado con la maldición y ha recorrido la fortaleza en
las nubes como penitencia por haber matado a mi hermano, el duque
de Seren, pero ahora Emrys ha encontrado la forma de salir.
»Camina en los sueños de luna nueva, burlándose de nosotros
para que volvamos a casa. Dos veces ha herido a mi hijo, y por la
venganza de su espada, ya no tuve más remedio que reuniros a
todos para responder a su desafío. —Levantó su cáliz de vino, como
si se preparara para un brindis—. Nos dispersamos como la paja
cuando comenzó la maldición. Tomamos nuestros propios caminos y
buscamos vivir nuestras vidas tranquilas. Os perdí la pista, como
vosotros hicisteis conmigo. Pero ha llegado el momento, mis viejos
amigos. Es hora de que volvamos a casa. Es hora de que nos
recordemos a nosotros mismos y que volvamos a soñar. Que ya no
nos despertemos de un sueño frío y sin sueños. Que vivamos y
sintamos como los mortales. Que muramos cuando llegue el
momento. Porque hemos vivido ocultos y olvidados en esta
provincia durante demasiado tiempo.
Hizo una pausa y, de repente, estuve pendiente de cada una de
sus palabras. Las sentí resonar en mi alma, en las profundidades sin
sueños de mi ser.
—Es hora de que regresemos a la montaña. Es hora de acabar con
la maldición.
PARTE TRES
LA MONTAÑA
DE LOS SUEÑOS
32

M
e encontraba en las laderas de las montañas de Seren, en el
límite de la provincia de Bardyllis, saboreando la mordedura
fría del viento mientras se ponía el sol. Nuestro grupo había
tardado una semana entera en viajar desde la ciudad hasta la
frontera, pero ahora estábamos aquí, llenos de pensamientos
ansiosos y una fuerte sensación de presentimiento.
Nos acercaríamos a las puertas de la montaña al día siguiente.
Una parte de mí esperaba que las puertas nos negaran la entrada,
pero Imonie me había contado una vez que se abrirían si todos los
espectros se acercaban juntos.
Estudié la fortaleza en las nubes, esculpida en la cumbre.
Había viajado con el grupo de los Vesper, pues todos creían que
era Anna Neven. Salvo Phelan, mis padres e Imonie, con los que no
había podido hablar en condiciones desde la maldita cena con la
condesa. Tenía un papel que desempeñar e ignoré a mi familia. Pero
esa noche, cuando me encontré sola y abrazada por la oscuridad, mi
ira ardía tanto que parecía que me estaba asolando la ebre. Mentira
tras mentira, mis padres e Imonie me habían alimentado,
permitiéndome crecer bajo el engaño.
No quiero ni mirarlos.
Pero sabía que tarde o temprano tendría que hablar con Imonie y
con mi padre, al que había confundido con su hermano gemelo.
Necesitaba saber más sobre ese misterioso tío que casi me había
estrangulado durante la luna nueva, y me digné a preguntarle a la
condesa más sobre Emrys durante nuestro viaje.
—Es el hermano gemelo de Ambrose y la mente maestra detrás
del asesinato —me contó lady Raven—. Mató a mi hermano y la
montaña le hizo pagar por ello, manteniéndolo cautivo mientras los
demás nos marchábamos. Si no hubiese sido tan despiadado o, mejor
aún, si no hubiese intentado matar a mi propio hijo, sentiría pena
por él.
—¿Quién le hizo la armadura? —pregunté después. Decir que
estaba nerviosa por conocer a Emrys una vez que ascendiéramos era
quedarse corta. Solo había dejado de agarrarme el cuello cuando lo
había llamado «papá», y supuse que era porque se había dado
cuenta de que era su sobrina. Lo que signi caba que sabía quién era,
y yo no podía permitir que me expusieran como Clementine
Madigan aún.
—Aaron Wolfe se la hizo, por supuesto —respondió la condesa,
como si fuera una estúpida por no haberme dado cuenta.
Habíamos estado viajando juntas en un carruaje. Phelan y
Lennox iban en otro, ya que Phelan seguía evitándome tanto como
yo lo hacía con mi propia familia.
—¿Qué edad tenía cuando se desató la maldición, lady Raven?
—Es muy descortés preguntar eso, Anna —respondió la condesa
con seriedad, pero eso no hizo más que con rmar mis sospechas de
que llevaba un glamour que la hacía parecer mayor, al igual que mi
padre. Para aparentar más edad de la que tenía, aunque había vivido
mucho más de un siglo. De hecho, la mayoría de los espectros se
habían convertido en magos: la condesa, mi padre, el señor Wolfe.
Imonie no lo había hecho, pero, de nuevo, Imonie no llevaba un
encantamiento de envejecimiento para engañar a los incautos. Estaba
casi segura de ello.
En ese momento, me atreví a tentar a la suerte y le pregunté:
—¿Quién es la otra mujer de nuestro grupo? Creo que se llama
Imonie.
—Ah, sí, Imonie —repitió la condesa con un toque de malicia—.
Hace mucho la llamaba por otro nombre. Era mi dama de compañía
antes de la maldición. Solíamos imaginarnos cómo podríamos hacer
de Seren un lugar mejor si mi hermano dejara el trono. Y, dioses,
recuerdo… Recuerdo el día en el que me contó que le habían dejado
dos niños gemelos en la puerta de casa. No sabía qué hacer con ellos
y le dije que los llevara al orfanato y se dejara de problemas. Ya los
querría alguien. Pero no. Se los quedó, y yo sabía que crecerían y le
romperían el corazón, como suelen hacer los niños.
Uno de esos niños gemelos había sido mi padre. Y yo no me
había dado cuenta de que la mismísima condesa había dado a luz a
dos niños gemelos y que la vida tenía a veces un retorcido sentido
del humor.
—De todas formas —continuó lady Raven, aclarándose la
garganta, como si los recuerdos aún la acecharan—, Imonie se
escondió de mí mucho después de la maldición, cuando
deambulábamos por la provincia e intentábamos hacer una nueva
vida. Te recomiendo que te mantengas alejada de ella. Es tan
escurridiza como una anguila.
Aquella conversación había tenido lugar hacía días, pero aún
seguía dándole vueltas.
Suspiré y me alejé de las montañas y de mis recuerdos. Nuestro
grupo estaba montando el campamento y me dirigí hacia donde los
sirvientes de los Vesper se apresuraban a armar las tiendas. Yo tenía
una tienda propia, al igual que Lennox y Phelan, aunque la condesa
se aseguró de colocar la suya entre las nuestras. Como si tuviera que
preocuparse por algo. Phelan apenas me había mirado esa última
semana y solo me hablaba con un mínimo de cortesía. No solía
importarme la mayoría de las veces. Pero había otras, normalmente
por la noche, cuando veía que la luna comenzaba a crecer, en las que
sentía la punzada de su rechazo.
Echaba de menos lo que habíamos sido en el pasado.
Había intentado hablar con él. Una noche lo encontré de pie, solo,
a unos metros del campamento, y me acerqué a él.
—Sé por qué volviste a casa enfadado aquella noche.
Me había mirado, y yo aguardé, teniendo la esperanza de que me
hablara. De que pudiéramos arreglar esta desavenencia entre
nosotros. Por supuesto, no sabía en realidad por qué había
irrumpido en su casa y destruido la biblioteca aquella noche hace
semanas, pero podía imaginarme que aquel fue el día en el que su
madre le había contado quién era él, el hijo de un espectro, y que
estaba reuniendo a sus antiguos compañeros con la intención de
volver a la montaña.
—Puede —me había dicho antes de alejarse—. Pero no quiero
hablar de eso contigo, Anna.
Sus palabras todavía me dolían cuando las recordaba, pero
tampoco podía culparlo por estar enfadado conmigo. Me tragué ese
recuerdo y observé la primera estrella romper el crepúsculo mientras
volvía al campamento. Las tiendas estaban montadas en un círculo
con un fuego en el centro. Olivette y Nura tenían problemas
montando su tienda, hasta que Nura se rindió y la encantó para que
se erigiera. Mis padres e Imonie ya habían acampado también, e
Imonie había comenzado a cocinar la cena sobre las llamas. Y, luego,
estaba la tienda de Mazarine, a la que todo el mundo evitaba con
respeto, y la del duque.
Me dejé caer en un tronco al lado de Nura mientras ella
comenzaba a picar zanahorias para un estofado. La ayudé pelando
una patata harinosa y esperé hasta que Olivette, que se encargaba
del fuego, se levantó para buscar más palos.
—¿Has descubierto quién es quién? —le susurré a Nura.
Sabía que estaba hablando de la corte de la montaña, de los siete
espectros, y se quedó callada durante un instante, recorriendo con la
mirada el bullicio del campamento. Algunos espectros eran obvios,
pero a otros aún estaba intentando identi carlos.
—Eso creo —comenzó a decir en voz baja—. Mazarine es la espía,
por supuesto. La condesa es la heredera. Creo que la mujer que se
llama Imonie era la antigua dama de compañía de la condesa. —
Hizo una pausa para añadir las rodajas de zanahorias en una olla de
hierro fundido—. Creo que el padre de Olivette es el consejero.
Me mordí la lengua. Creía que esa era la antigua posición de mi
padre, pero seguía sin tenerlo del todo claro.
—¿Y qué hay del duque? —le susurré.
—El maestro de la moneda —dijo Nura sin dudar, y yo asentí.
—Pero lo que me pregunto —comencé, bajando un poco más la
voz mientras uno de los sirvientes de los Vesper echaba un tronco
partido al fuego— es cómo el maestro de la moneda pudo abrirse
camino hasta ser el duque de Bardyllis. Si no puede envejecer y no
nació en la familia Deryn, ¿cómo ha logrado…?
—Es un misterio —coincidió Nura—, y creo que hay algún tipo
de magia antigua en juego. El duque tiene un disfraz, por supuesto,
y Mazarine también. Tal vez ella le creara un glamour para que se
pareciera al duque real y así el maestro de la moneda pudiera ocupar
su lugar sin que nadie se diera cuenta de que había habido un
intercambio.
Me alarmó pensar que el maestro de la moneda había estado
llevando un disfraz completo, al igual que yo. Que se había hecho
pasar por una persona conocida y querida, lord Deryn. Pero eso
explicaría por qué el duque le había ordenado a mi padre vigilar a
Mazarine hace más de una década. Porque si algo le sucedía a la trol,
el disfraz del duque se desmoronaría.
Levanté con disimulo la vista de mi tarea de pelar y lo vi al otro
lado del campamento, hablando con Phelan.
—Su Excelencia le presta mucha atención a Phelan —comentó
Nura con brusquedad.
—Yo también me he dado cuenta.
Me miró.
—¿Y tú y Phelan seguís peleados?
—Sí, se niega a hablar conmigo.
—Bueno —dijo Nura, echando su segunda tanda de zanahorias
cortadas a la olla—, a veces los con ictos no se pueden resolver solo
con palabras. Otras veces se requiere un acuerdo de otro tipo. —Me
dedicó una sonrisa sagaz.
Se me escapó una carcajada.
—Genial —susurró—, ahora has llamado su atención.
—¿Me está lanzando dagas?
—Al contrario. Parece que está muy celoso de mí, como si
deseara ser él el que te hubiese hecho reír.
Le di un golpe en el brazo que hizo que soltara una carcajada.
—No te burles de mí, Nura.
—Si dudas de mí, juzga tú misma, Anna.
Lo hice, incapaz de resistirme. En cuanto mi mirada se encontró
con la suya, Phelan la desvió lánguidamente, de vuelta al duque,
como si yo no existiera.
—Ah, sí —dijo Nura, que también lo había notado—. Sin duda,
está muy enfadado. ¿Qué le has hecho, amiga?
Me centré en pelar las patatas, pensando en que si ella supiese la
verdad…, me despreciaría.
—Puede que lo haya encantado y el hechizo se haya roto.
Olivette volvió cargando un montón de ramas y las dejó caer
delante de nosotras, y no me di cuenta de que había estado llorando
hasta que Nura se puso de pie de un salto.
—¿Oli? Oli, ¿qué te ocurre?
Olivette miró a su padre, que estaba sentado en una roca cercana.
El señor Wolfe se quedó helado, a igido. Hizo un ademán de
levantarse y acercarse, pero Olivette se dio la vuelta.
—No voy a ir con él —anunció, quitándose las lágrimas de las
mejillas—. Me ha estado mintiendo durante toda mi vida. ¿Por qué
debería creer lo que me dijera ahora? ¿Por qué debería arriesgarme a
volver a la fortaleza de una montaña maldita?
—Ven, vamos a hablar. —Nura tomó con suavidad la mano de
Olivette, guiándola fuera del campamento.
Dudé hasta que vi el brillo en los ojos del señor Wolfe, y me puse
de pie y seguí a Nura y a Olivette. Me sentía más identi cada con
Olivette que con cualquiera de este campamento. Sus palabras
podían ser las mías, como si fuéramos el re ejo la una de la otra. Y
quise decirle que entendía cómo se sentía. Que mi infancia también
se había construido a base de mentiras.
Consideré la posibilidad de confesárselo todo a estas dos chicas,
que se habían convertido en mis amigas. ¿Y si abría la boca y se lo
contaba? Que era una chica llamada Clem, que había perdido su casa
y que quería que Phelan pagara por ello. ¿Seguirían con ando en mí
después? ¿Guardarían mi secreto?
«No seas estúpida», me dije.
En silencio, me acerqué a Olivette y a Nura.
—Shh, Oli. Todo irá bien —le decía Nura, abrazando a Olivette—.
No tenemos que ascender si tú no quieres.
Me pregunté si estos sentimientos de Olivette se habían
despertado al ver la montaña. Al darse cuenta de lo cerca que
estábamos de volver a un lugar que los pecados de nuestros padres
habían maldecido hacía un siglo. Verla me había hecho sentir lo
mismo. Notaba como si mi sangre estuviera cantando. Era casi
imposible dormir por la noche.
—Esta no es mi maldición —dijo Olivette con vehemencia—. Es
la de ellos. Y ahora me están arrastrando a ella, y a ti también, Nura.
¡Incluso a ti, Anna! Y todo el mundo sigue guardando muchos
secretos y nadie sabe en quién con ar ni lo que nos espera cuando
lleguemos a nuestro destino. Y yo… ¡Y yo no puedo seguir con esto!
Enterró la cara en el cuello de Nura y sollozó.
Desvié mi mirada hacia las praderas del sur. Hereswith no estaba
lejos de aquí, quizás a medio día de viaje. Estaba tan cerca de casa y,
aun así, sentía como si todo el tiempo hubiera pertenecido a este
lugar, a las laderas de las montañas.
Sabía por qué los espectros querían que Phelan, Lennox, Nura,
Olivette y yo los acompañáramos. La leyenda decía que las
pesadillas vagaban por la fortaleza en las nubes. Era el corazón de la
maldición de la luna nueva, y todos estábamos entrenados para
luchar contra ese tipo de peligros. Pero eso no hacía que fuese más
fácil soportar la incertidumbre.
Al nal, Olivette lloró hasta que no le quedaron lágrimas, con
Nura acariciándole el pelo.
—Sé que han cambiado muchas cosas últimamente, Oli —le dijo
—. Pero tu padre es una buena persona. Quizás él quería decirte
quién era, pero no sabía cómo.
Olivette estaba callada, pero la estaba escuchando.
—Y está haciendo lo correcto —continuó Nura, enmarcando el
rostro bañado de lágrimas de Olivette entre sus manos—. Él es en
parte responsable de esta maldición y ahora está regresando para
que llegue, con suerte, a su n. Y si lo conseguimos…, entonces el
ducado de Seren podrá restaurarse.
—¿Y quién reclamará el trono?
Nura hizo una pausa, pero me miró con una petición tácita.
—¿A quién te gustaría ver en el trono, Olivette? —le pregunté.
Olivette se quedó callada durante un rato, limpiándose la nariz
con la manga.
—No lo sé, pero a mí no. Yo no lo quiero. ¿Y tú, Nura?
—Yo tampoco lo quiero. No sin ti. —Nura la abrazó con más
fuerza—. ¿Pero recuerdas que una vez quisiste hacer lo mismo que
esos lunáticos, Oli?
—Dioses, no me lo recuerdes.
—Pensaste que sería una gran aventura ver la fortaleza en las
nubes. Y yo también lo pensé después de conocerte.
La mirada de Olivette se desvió hacia la cima.
—Y ahora me doy cuenta de lo tonta que fui al considerarlo.
Podríamos morir todos mañana allí arriba, en esa fortaleza fría y
oscura. He tardado todo este tiempo en darme cuenta de lo mucho
que me gusta Endellion. ¿Y qué me dices de esas clases de música
que íbamos a tomar? No me quiero morir sin aprender a tocar la
auta antes, Nura.
—No vamos a morir, Oli —le susurró Nura con una sonrisa—. Y,
cuando todo esto termine, tú vas a aprender a tocar la auta y yo, el
violín.
Decidí dejarlas unos minutos a solas y me dirigí al fuego,
mientras las estrellas se reunían sobre nosotros a medida que el
crepúsculo se hacía más oscuro. Pronto regresaron Olivette y Nura, y
me quedé con ellas en el lado del campamento de los Wolfe, aunque
me aseguré de comerme lo que habían preparado los sirvientes de
los Vesper.
Nadie habló mucho esa noche. Ni siquiera el duque, que
extrañamente había parecido el más afable de nuestro grupo de
viaje.
Continuamos mirando de manera furtiva las montañas, la
fortaleza. Estaba oscuro, no había ni rastro de vida en la piedra, y sin
embargo todos sabíamos que mi tío residía allí, recorriendo aquellos
pasillos, esperando nuestro regreso.
El perdido.
Me pregunté si nos desa aría y nos mataría cuando nos viera.
—Lady Raven —dijo al n el duque—, ya que eres la que nos ha
reunido generosamente a todos y nos ha arrastrado por toda la
provincia hasta la montaña…, ¿cuál es el plan para mañana? ¿Cómo
vamos a conseguirlo?
Lady Raven se tomó su tiempo para responder, alzando su copa
para que un sirviente la volviera a llenar con vino.
—Nos acercaremos a las puertas de la montaña mañana por la
mañana. Se abrirán, porque todos estaremos presentes. Y, luego,
subiremos y hablaremos con Emrys.
—¿Y si no quiere hablar? —preguntó el señor Wolfe—. Casi ha
matado a tu hijo, Raven. Dos veces.
—Ya sé lo que ha hecho, Aaron —espetó—. Ha atacado a Phelan
para obligarme a actuar. Eso es todo.
—Menos mal que tenemos muchos guardianes —dijo Mazarine
con ironía desde donde estaba sentada en las sombras, masticando
huesos de pollo—. Sin duda, las pesadillas se descontrolarán.
—Estamos preparados —insistió la condesa—. Todos los que nos
encontramos aquí estamos listos. No hay nada de qué preocuparse.
—Pero falta alguien en este grupo —dijo el señor Wolfe. Su
a rmación me hizo mirar alrededor del fuego. Todos estaban
presentes.
—¿De quién hablas? —preguntó Nura.
El herrero miró a mi padre.
—¿Dónde está tu hija, Ambrose?
Todo el mundo se quedó paralizado, observando a mi padre con
sorpresa o descon anza. Yo seguí con mi papel y lo miré con una
ceja arqueada.
Mi padre se comió con tranquilidad la última cucharada de su
estofado y dejó su cuenco a un lado. Imonie, que se notaba que
estaba nerviosa por el giro de la conversación, tomó su cuenco y
comenzó a lavarlo. Mi madre estaba sentada en una roca cercana,
con su larga y oscura melena luciendo un brillo azul a la luz del
fuego, con el rostro apenado.
—Eso, ¿dónde está Clementine? —preguntó la condesa—. He
oído hablar mucho de ella. ¿No debería estar aquí con nosotros? Mis
dos hijos lo están. La hija de Aaron también. ¿Dónde está la tuya?
—No sé dónde está mi hija —contestó mi padre—. Después de
que perdiéramos nuestro pueblo…, se enfadó conmigo y huyó. No
he podido encontrarla.
—¿No tienes ningún truco bajo la manga, verdad, Ambrose? —
preguntó la condesa, riéndose—. Aunque tal vez debería preguntarle
lo mismo a la señora Britelle. Ya que es una experimentada actriz.
Mi madre entrecerró los ojos.
—¿Qué está insinuando, señora?
—Que has tramado algo para que Clementine llegue a la
fortaleza después de que ascendamos y hayamos asumido todo el
riesgo y el peligro.
Mazarine resopló y masticó otro hueso de pollo. Por suerte, era la
única que le estaba haciendo caso.
Me dije a mí misma que inhalara y exhalara. Para no llamar la
atención. Pero mi cuerpo estaba tenso y creo que Nura, que estaba
sentada a mi lado, lo notó.
—Clementine no tiene ni idea de quién soy en realidad —
contestó mi padre—. Le he ocultado mi pasado. Y, cuando lo
descubra…, lo último que querrá será estar cerca de mí.
Sus palabras empañaron el ambiente del campamento. Y mi
padre se quedó mirando las llamas, como si su única hija de verdad
estuviera perdida. Pero, a través del fuego, las sombras danzantes y
la luz de las estrellas, sentí que alguien me miraba.
Levanté la vista para encontrarme con los ojos de Phelan.
Esta vez, no miró para otro lado.
33

N
o podía ascender a la montaña la mañana siguiente sin hablar
con mi padre en privado. Las preguntas me devoraban. Y
recordé las cosas que le había dicho una vez, cuando la
traición había retorcido mi corazón.
«Eres un malvado y un embustero y no quiero tener nada que ver
contigo».
Me retiré a mi tienda y esperé a que el campamento quedara en
silencio. Entonces, me camu é con sigilo y me adentré en la noche,
acercándome con cuidado a la tienda de mis padres.
Dudé un instante. Me daba miedo entrar sin avisar, porque no
estaba segura de cuál era el estado de su relación. Me había
sorprendido que mi madre decidiera acompañar a mi padre en este
viaje, dado su pasado.
Pero tal vez el amor no fuera algo fácil de olvidar, incluso cuando
se había reducido a cenizas.
Empezaba a entender por qué su matrimonio se había deshecho
hacía tantos años. Mi padre era inmortal, no soñaba, estaba maldito.
Era un mago de las montañas. Y mi madre, no. Ella era de Bardyllis,
envejecería y moriría. Ella sí podía soñar.
Pero aun así ella le había guardado el secreto.
Igual que Phelan estaba guardando el mío.
Me metí en su tienda sin mover la lona de las paredes.
Para mi gran alivio, aún no se habían ido a dormir. Pero estaban
sentados el uno al lado del otro, con unas cuantas velas encendidas a
su alrededor, que proyectaban sombras monstruosas en las paredes
de la tienda. Mi padre se sobresaltó al verme.
—Clem —dijo con voz ronca, y me llevé el dedo a los labios,
reprendiéndolo en silencio.
—Anna —replicó mi madre—, justo estábamos hablando de ti.
Respiré hondo, enterrando el resentimiento y la amargura que
orecían en mi interior. Me dije que manejaría esta conversación
como lo haría Anna, como una persona ajena y con pocas emociones,
así que susurré:
—No tengo mucho tiempo, pero tenemos que hablar, Ambrose.
Asintió con la cabeza, mirando a mi madre. Ella se levantó,
quitándose las arrugas del vestido, y dijo:
—Vigilaré por si viene alguien.
Se marchó, tocándome el hombro al salir, y yo ocupé su lugar en
el suelo, frente a mi padre.
Lanzó un rápido hechizo y sentí que su magia nos rodeaba como
si fueran plumas. Encerrándonos en la tienda, para que nuestras
voces no pudieran ser escuchadas.
—¿Qué puedo esperar cuando estemos mañana en la fortaleza de
la montaña? —le pregunté.
—No lo sé, pero imagino que mi hermano nos recibirá. —Hizo
una pausa y me miró el cuello. Estaba recordando los moretones que
habían estado allí, provocados por la mano de Emrys, y dijo—:
Lamento muchísimo que te haya hecho daño en luna nueva.
—Creía que eras tú.
Mi padre sonrió, pero con un brillo de dolor.
—Habrías sabido quién era si te hubiera dicho la verdad desde el
principio.
—Sí, habría estado bien que me hubieras dicho la verdad —
respondí, con la piel enrojecida—. Tu hermano y tú sois los gemelos
de la historia de Imonie. —Recordé su trágica historia. En ese
momento, no me había dado cuenta de que estaba compartiendo un
atisbo de su propio pasado—. A tu hermano y a ti… os crio ella,
¿verdad?
—Sí.
Estudié el rostro de mi padre a la luz de las velas: delgado y
apuesto, pero arrugado por el dolor. Me pregunté si había sido el
chico tranquilo de Imonie. El amante de los libros y el conocimiento.
O si había sido el chico salvaje. Temerario, indómito y lleno de
desafíos.
—¿Cuántos años tienes, papá?
Se echó a reír.
—Bueno, tenía veinticinco años cuando cayó la maldición. Pero
ya llevo casi ciento veintisiete años de vida.
—¿Puedo ver tu verdadero rostro?
Dudó, pero asintió. Observé cómo su glamour se desvanecía y lo
vi tal y como era, congelado en el tiempo como un hombre joven. Y,
aunque estaba preparada para la visión, seguía siendo extraño
contemplarla.
—Es uno de los hechizos de mamá, ¿no?
—Sí —contestó, y el glamour regresó—. Sin él, era incapaz de
permanecer en un lugar demasiado tiempo, por miedo a que la gente
sospechara cuando viera que no envejecía.
—¿Por qué decidiste ser el guardián de Hereswith? —le pregunté
—. ¿Querías estar lo más cerca posible de tu hermano? ¿Incluso
cuando la maldición os mantenía separados?
Se quedó callado un momento, pero frunció el ceño.
—Sí y no. Echo de menos a mi hermano. Algunos días, es casi
insoportable. Pero también me dieron la orden de proteger a
Mazarine.
—¿Fue el duque quien te lo ordenó?
—Sí.
—Lleva uno de los disfraces de Mazarine.
—Sí. Y tú lo sabes bien.
—Debe haber matado al verdadero duque sin que nadie se diera
cuenta —supuse—. Y luego hizo que Mazarine le lanzara un
encantamiento, para poder reemplazar a lord Deryn sin que nadie
supiera que había habido un intercambio.
Mi padre guardó silencio, pero vi cómo el contarle mi revelación
le suavizaba los ojos.
—¿Cómo te has visto arrastrado a esto, papá?
—El duque me encontró por casualidad hace años, aunque yo
había intentado pasar inadvertido entre la gente de Endellion. Mi
matrimonio con tu madre ya pendía de un hilo, así que acepté
cuando me ofreció Hereswith con algunas condiciones.
Ambos oímos un sonido más allá de la tienda. El canto de un
ruiseñor.
Sabía que debía ser una advertencia de mi madre, pero había
mucho más que quería preguntarle a mi padre.
—La condesa cree que estamos tramando algo —me apresuré a
decir—. Está preocupada por mi llegada. ¿Por qué?
—Porque para que la era de la maldición llegue a su n por
completo, un nuevo duque o duquesa debe reclamar las montañas y
reinstaurar una corte —respondió mi padre—. La condesa de
Amarys sin duda piensa que voy a tratar de posicionarte como
soberana. Y creo que ella tiene planes similares con uno de sus hijos.
Le aguanté la mirada, preguntándome qué veía mi padre dentro
de mí. Si veía luz u oscuridad. Si veía verdad o engaño. Si estaría a
favor de que yo gobernara o si me consideraba demasiado
imprudente, demasiado ambiciosa.
Y yo… yo no sabía lo que quería. Estos pensamientos eran
nuevos para mí, pululaban como una colmena, y no quería
considerarlos durante demasiado tiempo, por miedo a que me
superaran.
Otro canto de pájaro.
Me levanté, pero no me fui todavía, porque tenía una pregunta
más.
—Papá…, ¿por qué no puedo soñar por las noches?
—Por mí, Clem —respondió, poniéndose de pie—. Por la
maldición que corre por mi sangre. También corre por la tuya, hija.
¿Signi caba eso que las montañas poseían una parte de mí? ¿Que
yo tenía un lugar entre las nubes? ¿Volvería a soñar una vez rota la
maldición? ¿A qué lugar pertenecía en realidad?
Me sentía dividida, añorando Hereswith y mi antigua vida. Pero
esa había sido una vida construida sobre una fachada. Así que acepté
la otra mitad de mí, la que en secreto anhelaba algo nuevo y
peligroso.
Mi padre debió de leer el giro de mis pensamientos. Continuó en
voz baja:
—Has heredado la maldición, pero también algo más. También
tienes un derecho.
—¿Un derecho?
—A sentarte en el trono.
—Entonces, ¿eso es lo que quieres para mí?
—Hace apenas unas semanas quería que llevaras una vida
normal —respondió—. Una en la que pudieras dibujar, pintar,
convertirte en una maga deviah si querías. Intuí que la condesa nos
perseguía cuando sus hijos llegaron a Hereswith y luché contra ella
todo lo que pude. Intenté que no nos descubriera, para que nuestras
vidas pudieran avanzar aquí. Pero ahora todo ha cambiado. Nos han
arrastrado a este con icto centenario, y tú eres la única a la que vería
capaz de ponerle n.
Lo miré jamente.
—¿Cómo puedo con ar en ti ahora? ¿Después de todas las
mentiras bajo las que me has criado? ¿Cómo voy a creerme lo que
me estás diciendo? ¿Cómo voy a seguirte a la montaña?
Mis preguntas le hicieron daño. Angustiado, me buscó la mano.
Esquivé su contacto, con un nudo en la garganta. Hubo un aviso en
mi pecho, un doloroso roce de la piedra contra los tendones.
—Escúchame, hija. Cuando mañana ascendamos a la montaña, se
formarán alianzas. No todos vamos a sobrevivir. Si quieres unirte a
los Vesper, entonces vale, ya eres mayorcita y te sabes valer por ti
misma. Pero, si quieres reclamar el trono, tienes mi apoyo, así como
el del duque.
—¿El del duque? —Recordé cómo mi padre se había reunido con
lord Deryn una tarde no hacía mucho tiempo. Cómo su mano olía a
bergamota. Un perfume que el duque debía llevar para ocultar su
verdadero olor, ese olor a pergamino podrido.
—Durante años he protegido a Mazarine por él —dijo mi padre
—. Y ahora por n ha llegado el momento de pedirle un favor. Él te
apoyará cuando reclames el trono, si lo deseas.
Otro canto de pájaro, esta vez más insistente. No quería que viera
cómo me habían afectado sus palabras, así que le pregunté:
—¿El duque de Seren era bueno o cruel?
Mi padre nunca me había contado leyendas de la montaña
cuando era niña. Imonie lo había hecho de vez en cuando y sus
mitos habían descrito al duque como un opresor. Pero yo quería
escuchar lo que él pensaba.
—Era cruel, Clem. Un hombre doblegado por el egoísmo. Pero
eso no me absuelve de lo que hice. Lo que planeé como miembro de
su corte. Y es una razón más por la que me niego a ver a alguien
indigno tomar el trono de nuevo.
Asentí y me escabullí de la tienda. Intenté ponerme en su lugar y
en el de Imonie. ¿Qué haría yo si estuviera en la corte de una
persona cruel? ¿Matarlo era lo correcto? Me mantuve en las sombras,
deshaciendo mi encantamiento de sigilo a mitad de camino hacia mi
tienda.
Entré por la puerta de lona. Oí el tintineo de las cuentas y el
crujido de la tela, y me sobresalté al ver a la condesa de pie.
—Señora —dije, rígida por el impacto. Sentí un espasmo de
miedo por que hubiera descubierto mi cuaderno con el testimonio,
que estaba justo detrás de ella, escondido en mi bolso. ¿Qué haría
conmigo si lo leyera?
—¿Dónde estaba? —preguntó.
—Haciendo mis necesidades.
—¿Durante diez minutos?
—He tenido que caminar un buen trecho para encontrar un lugar
privado —respondí—. Sus sirvientes pululan por el campamento
como si fueran hormigas.
Se quedó pensativa durante un momento, como si estuviera
estudiando mi voz en busca de una mentira.
—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunté.
—Mi hijo y usted se han peleado —contestó de forma escueta—.
¿Por qué?
—Creo que debería preguntarle a él, señora.
—Lo he hecho y no me lo ha dicho. —Se ciñó más su manto de
piel, pero no apartó los ojos de los míos—. Lo que sea que se haya
interpuesto entre los dos…, tienen que resolverlo antes de que
lleguemos a la fortaleza mañana por la mañana.
Suspiré.
—¿De qué va todo esto en realidad, lady Raven?
—Phelan se preocupa por ti, Anna —contestó, y no pude evitarlo:
me quedé con la boca abierta, arrancándole a ella una risita—. No te
hagas la sorprendida. Cualquier tonto podría verlo.
—Cualquier tonto podría ver que apenas puede soportar
mirarme.
—Puede ser, pero conozco muy bien a mi hijo. Y, cuando se
permite mirarte, hay un océano en sus ojos —dijo la condesa—. Y no
toleraré que tú seas la causa de su desgracia.
—¿Su desgracia? Lady Raven…, pero si soy su compañera. —
Una compañera que había planeado reunir todos los trapos sucios de
su familia y publicarlos en el periódico. Una compañera que le hizo
sangrar con un estoque y se deleitó con su humillación.
No se equivocaba al dudar de mí.
—Ya ha habido compañeros que se han traicionado antes —
replicó ella—. Así que quiero que jures lealtad a mi familia. Tu
juramento cobrará gran importancia cuando mañana estemos en la
sala de la fortaleza, cuando la maldición se dé cuenta de que todos
hemos vuelto al lugar de nuestra traición.
Lo último que quería era jurarles lealtad a los Vesper.
Las palabras de mi padre resonaban en mis pensamientos: tenía
su apoyo, así como el del duque, aunque me resistía a creérmelo
todavía. Lo más probable era que también pudiera conseguir el
apoyo de Mazarine. Pero no sabía si deseaba algo de eso. Esperaba
tener una mejor idea de lo que debía hacer y de lo que quería cuando
llegara a la cima.
Mientras tanto, tenía una ventaja y no temía jugarla.
—Les juraré lealtad, lady Vesper —contesté—. Lucharé en su
nombre hasta que se rompa la maldición y se restaure el ducado de
la montaña.
—Bien, Anna. Venga, arrodíllate ante mí y haz tu juramento.
Hice lo que quería.
Me arrodillé entre las mantas y las pieles de mi cama
improvisada y extendí la mano derecha. Ella desenfundó una
pequeña daga de su cinturón y me asestó un rápido y super cial
corte en la palma. Me dolió la herida mientras pronunciaba el
juramento.
—Yo, Anna Neven de Endellion, pongo a mí misma y a mi magia
a su servicio, lady Raven Vesper, condesa de Amarys. La serviré a
usted y a su familia desde este momento hasta que la maldición se
rompa en la montaña y el ducado de Seren sea restaurado. Si faltara
a mi palabra, tiene el poder de hacerme daño de la forma que crea
conveniente y acorde con mi traición.
Ella asintió, complacida con mis palabras.
Me puse de pie y me envolvió la herida de la mano con una tira
de tela arrancada de una de las mantas.
—Lo primero que voy a pedirte es que hagas las paces con
Phelan —dijo—. Ya una vez le guardaste las espaldas en las noches
de luna nueva en Endellion. Te pido que lo hagas de nuevo.
—¿Cree que alguien de nuestro círculo le haría daño? —
pregunté.
Asintió con la cabeza, y pude percibir que estaba luchando con
sus palabras. Entre decírmelo o retener lo que pensaba. Cuando
continuó dudando, dije:
—¿El duque, tal vez?
—El duque y yo no solemos vernos muy a menudo, pero él no le
haría daño a mi hijo —respondió ella—. En quien no confío es en
Ambrose Madigan.
—¿El mago? ¿Hay alguna razón, señora?
—Sus lealtades son cuestionables —respondió la condesa—.
Antes estaba muy unido a su hermano gemelo. Eran inseparables
antes de la maldición. No me sorprendería que eligiera defender a su
hermano en lugar de restaurar el ducado.
—Lo tendré en cuenta, señora, además de velar por Phelan —
dije, y odié cómo la a rmación sobre mi padre plantó una semilla de
duda en mi mente—. Aunque su hijo tiende a guardar rencor. Y no
sé si alguna vez me perdonará.
—Ah, no me cabe duda de que lo hará —contestó.
La vi caminar hacia la entrada de la tienda, el viento nocturno
agitaba la lona mientras se marchaba.
Me quedé quieta un momento más, contemplando todos los
caminos que tenía ante mí.
Anna Neven podría haberles jurado lealtad a los Vesper. Pero la
lealtad de Clem Madigan aún estaba por verse.
34

N
os levantamos temprano, al alba, y nos preparamos para
ascender, dejando nuestras tiendas montadas, como si
fuéramos a volver pronto. Los sirvientes de los Vesper y del
duque se quedarían a cuidar del campamento. Yo no llevaba mucho:
un bolso lleno hasta arriba de mudas de ropa, manzanas verdes, una
cuña de queso, el cuaderno con las notas de mi testimonio, un tintero
y una pluma. Mi padre me había dado a hurtadillas una daga y la
tenía escondida en su funda de cuero, metida en la bota.
Caminé con el grupo de los Vesper a través de la hierba alta y
escarchada, con mi padre, mi madre e Imonie a la cabeza. Íbamos en
silencio, pensativos. Llegaríamos muy pronto a la entrada de la
montaña.
Había dos grandes puertas ante nosotros, tres veces la altura de
una mujer, en forma de arco y enrejadas con hierro. Pensé en el
tiempo que hacía que no se utilizaba el pasadizo o el elevador del
interior.
—¿Y cómo vamos a abrir estas puertas? —preguntó Lennox con
un resoplido.
—Se abrirán solas, ya que estamos los seis reunidos de nuevo.
Emrys, el séptimo, ya está aquí, por supuesto —contestó Mazarine
desde el nal de la la—. Acércate a las puertas, Ambrose.
Mi padre acortó la distancia que nos separaba de la entrada y, tal
y como había vaticinado la trol, las puertas se abrieron solas, con ríos
de tierra cayendo en cascada desde el dintel de piedra superior. La
montaña pareció retumbar, como si reconociera a la corte disuelta
que se encontraba a sus pies. Las puertas gemelas se detuvieron,
abiertas de par en par como una boca, deseosas de tragarnos. El
pasadizo estaba oscuro, y podía oler la piedra húmeda, la tierra
oscura y rica y la madera podrida.
—Mazarine —dijo la condesa de forma tajante, girando sobre sus
talones para mirar a la trol—. ¿Por qué no vas tú primero?
Mazarine resopló, pero se movió al principio de la la, pasando
por delante de mi padre y asintiendo con cortesía.
—¿Necesitas fuego? —le preguntó él, pero ella no respondió.
Se adentró en la oscuridad del pasadizo y desapareció, y nosotros
esperamos, inseguros.
—¿Deberíamos seguirla? —susurró Nura detrás de mí.
Un instante después de que lo dijera, se prendió el fuego en el
pasadizo. Las antorchas colocadas en las dos paredes se encendieron
una a una.
Seguimos el camino de Mazarine. Podía sentir la pesadez en el
aire, un aire frío, silencioso y consciente. El suelo bajo nuestras botas
estaba barrido y limpio, hecho de piedra. Las paredes a ambos lados
tenían recovecos y estaban talladas con lunas, soles y personas. Eran
las reliquias del ducado que había existido en el pasado.
Este lugar parecía una tumba.
El pasadizo daba a una habitación grande y cavernosa. Con el
tenue alcance de la luz del fuego, pude ver vagones llenos de
telarañas y cajas encima de otras cajas, apiladas en grupos. Parecía
una especie de almacén, o lo que un día había sido un mercado, y me
pareció vasto, interminable. Me quedé cerca de los Vesper, pero
recorrí con los ojos los alrededores, los techos altos que se fundían en
la oscuridad y los pilares de piedra que se alzaban como si fuesen
árboles. Seguía esperando encontrarme con esqueletos, pensando
que esto debió haber sido un pandemonio cuando la maldición se
desató.
—Ah, aquí está el elevador. —La voz de la condesa rompió el
silencio sepulcral.
Mazarine ya lo había localizado. La trol se encontraba junto a una
impecable plataforma de madera con barandillas de hierro y observó
la polea y los engranajes. Unos faroles ardían en las cuatro esquinas
del elevador, dándonos luz para poder ver.
—Todavía funciona.
Mi padre fue junto a Mazarine y examinó el funcionamiento del
elevador.
—Sí, está tal y como lo dejamos hace años. No ha envejecido ni
un solo día.
—Encantado —susurró Olivette, asombrada.
—Maldito —añadió Nura.
Mazarine levantó la vista del elevador para observarnos, con sus
ojos captando la luz del fuego como los de un gato.
—Ambrose ha sido lo bastante valiente como para guiarnos hasta
las puertas. Yo me he encargado de llevaros por el pasadizo. Ahora
es tu turno, lady Raven de Amarys. Debes ser la primera en subir al
elevador.
Vi cómo una sombra cruzaba por el rostro de la condesa mientras
fruncía el ceño, pero luego pareció cambiar de opinión y sonrió.
—Por supuesto, Mazarine. Mi familia y yo seremos los primeros
en regresar a la fortaleza. Es lo justo. Vamos, Lennox, Phelan. Y tú
también, Anna.
Los seguí hasta el elevador. Permanecía cerca de la barandilla,
pero tenía la palma de la mano resbaladiza por el sudor al pensar
que me llevaban hacia arriba, hacia la oscuridad y lo desconocido, en
este trozo de madera inestable.
El duque se adelantó para unirse de forma inesperada a nosotros.
—Yo también subiré con usted, lady Raven —anunció con
valentía.
—Qué amable por su parte, Su Excelencia —respondió la
condesa, pero oí el giro de sus palabras. No quería que el duque nos
acompañara.
—¿Estamos listos? —preguntó Mazarine.
La condesa asintió.
La trol movió una palanca de cambio y el elevador comenzó a
chirriar y a temblar. Las cadenas se tensaron y giraron a través de
una gran rueda, y entonces comenzamos a subir.
Me agarré a la barandilla y miré abajo, a mis padres y a Imonie.
Estaban observándome jamente, con la preocupación y el miedo
dibujados en sus rostros. Me estaban llevando lejos de ellos, fuera de
su vista, y sentí una punzada de ansiedad.
Aparté la vista de ellos al principio, dirigiendo la mirada hacia
arriba, hacia la oscuridad y lo desconocido.
Era una subida lenta pero constante.
Comenzamos a pasar por diferentes rellanos de piedra,
silenciosos y oscuros, pero el elevador no se detuvo. Continuamos
hacia arriba, con las cadenas sonando como si fueran latidos, y supe
que estábamos en la fortaleza, pasando las plantas inferiores. Nadie
habló, pero noté que el duque me miraba. Yo le ignoré y mantuve la
vista en el muro de piedra, esperando a que llegáramos a nuestro
destino. La oscuridad se desvaneció poco a poco a nuestro alrededor,
como si estuviéramos ascendiendo de la noche al día.
El elevador se detuvo de golpe y tropecé con Phelan. Él me
agarró del brazo para estabilizarme y no me soltó hasta que la
condesa dio el primer paso para salir del elevador y llegar al rellano
más alto de la fortaleza.
La luz del sol entraba por las claraboyas del techo. Los suelos
eran de piedra, lisos, pulidos y decorados con pequeñas joyas azules.
El rellano daba a una amplia estancia que se dividía en cuatro
pasillos diferentes.
Nos quedamos de pie bajo la luz del sol y las motas de polvo
otantes, mirando cada uno de los pasadizos, y detrás de nosotros
pude oír cómo el elevador comenzaba a bajar con un fuerte
estruendo.
—Mazarine nos ha dado una ventaja sin darse cuenta —dijo la
condesa—. Deberíamos ponernos a explorar antes de que llegasen
los demás. A ver si podemos localizar a Emrys. —Me miró—. Anna,
tú irás con Phelan. Su Excelencia y Lennox vendrán conmigo.
—¿Y si acompaño yo a Anna y a Phelan —se atrevió a decir el
duque—, ya que usted y yo conocemos esto y ellos no?
El disgusto de lady Raven era casi palpable, pero asintió al duque
y dijo:
—Está bien.
Ella y Lennox tomaron el pasillo del oeste, mientras que Phelan y
yo seguimos al duque hacia el este.
Lord Deryn y Phelan llevaban estoques enfundados en sus
cinturones y las manos en las empuñaduras mientras nos
adentrábamos en la silenciosa fortaleza. No notaba ningún peligro,
solo la tristeza y las telarañas de los recuerdos. Los vibrantes tapices
vestían las paredes, suplicando que los admirasen después de tantos
años sin espectadores.
Me detuve ante uno, cautivada por su belleza singular.
Representaba un paisaje de la fortaleza de la montaña, con vistas a
un frondoso valle. Y, cuando más miraba el tapiz, más sentía que
podía entrar en esa escena y encontrarme en un prado soleado,
acunado por las montañas…
Comencé a acercar la mano, tocando con los dedos los nos hilos
de los tejidos.
—Señorita Neven —dijo el duque, rompiendo mi ensoñación.
Me volví hacia donde él y Phelan me estaban esperando unos
pasos más allá, ambos mirándome.
—Quédese cerca de nosotros —sugirió—. No sé dónde está
Emrys y no quiero correr el riesgo de que se pierda con él.
El duque nos guio al gran salón de la fortaleza, un lugar en el que
tanto Phelan como yo habíamos estado en luna nueva, en la
pesadilla de Knox Birch. Era la escena que la condesa había pintado
en la carta del perdido.
Era raro estar en un lugar que apenas había visto antes como un
re ejo hechizado.
Pero lo reconocí. Los estandartes azules de la heráldica en las
paredes, las ventanas en forma de arco, las múltiples chimeneas, las
mesas y los bancos. El estrado. Pero faltaba el trono del duque, e
intercambié una discreta mirada con Phelan.
—Nos sentaremos aquí y esperaremos —dijo el duque, sacando
un banco de la mesa más cercana.
—¿Esperaremos a qué, Su Excelencia? —preguntó Phelan.
—A que lleguen los demás. No sé por qué tu madre piensa que
deambular por ahí es una ventaja, Phelan.
Yo tampoco entendía su razonamiento, así que accedí a sentarme
a la mesa, ansiosa por que llegaran mis padres, Imonie y los Wolfe.
Phelan se quedó de pie, demasiado inquieto para sentarse. Se
paseaba por el pasillo y el chasquido de sus botas resonaba en las
paredes.
Esperé a que Phelan no pudiera oírnos antes de hablarle al
duque.
—¿Qué se siente, Su Excelencia? ¿Al volver a casa tras tantos
años fuera?
Me miró desde el otro lado de la mesa. No pude evitar
preguntarme cómo sería su verdadero rostro.
—Es agridulce, señorita Neven. Tengo los pensamientos y el
corazón llenos de recuerdos.
Pensé en la conversación que había tenido con mi padre la noche
anterior. El duque le había ofrecido Hereswith, pero con condiciones.
Y no sabía lo que quería el duque, pero parecía que era la
competencia de la condesa. Yo tampoco me aba de ella, pero sí de
Phelan.
Con aba en él porque me estaba protegiendo, manteniendo mi
verdadera identidad en secreto por razones desconocidas.
Aunque algunas veces me imaginaba que sabía por qué, cuando
Phelan me miraba.
—¿Cuál era su posición en la corte de la montaña? —le pregunté,
y el duque me dedicó una sonrisa sin dientes.
—¿Todavía no lo ha adivinado, señorita Neven?
—Tengo mis sospechas.
—¿Y cuáles son?
—Que fue el maestro de la moneda.
Me estudió de cerca.
—¿Y no el guardia o el consejero?
—No. —Entonces recordé cuántas monedas había pagado el
territorio de Phelan para abonar su impuesto de los sueños.
«¿De verdad querría romper esta maldición?», me pregunté,
porque una vez que terminara, también lo harían las pesadillas de
luna nueva. No serían necesarios los guardianes ni el impuesto de
los sueños. Quizás el duque le había mentido a mi padre al apoyar
mi candidatura al trono.
Phelan acabó cansándose de tanto paseo y se unió a nosotros a la
mesa, sentándose a unos cuantos palmos de distancia de mí. Esto
puso n a mi conversación con el duque, y esperamos a que llegaran
los demás.
El señor Wolfe, Olivette y Nura aparecieron al n en el gran
salón, y no mucho después llegaron mis padres, Imonie y Mazarine.
—¿Dónde está la condesa? —preguntó Imonie con el ceño
fruncido.
—¿Y Lennox? —añadió Nura, dándose cuenta de que él tampoco
estaba.
—Están explorando la fortaleza —les respondí, y vi la sospecha
en la cara de mi padre.
—No deberíamos proseguir sin ellos —dijo el señor Wolfe,
pasándose las manos por el cabello ondulado—. Necesitamos hacer
los planes juntos.
Así que esperamos.
Comenzaba a preguntarme si Emrys los habría matado en algún
pasillo sombrío cuando aparecieron la condesa y Lennox, que no
llevaban sus bolsos.
—Ah, estupendo —dijo lady Raven, observándonos uno a uno—.
Estamos todos aquí reunidos.
—¿Y dónde estabas tú? —espetó mi padre.
Ella le lanzó una mirada de sorpresa.
—Estaba redescubriendo mi viejo hogar, Ambrose. Mis antiguos
aposentos están tal y como los dejé.
Mi padre abrió la boca para decir algo más, pero un golpe fuerte
robó nuestra atención. Miramos al estrado, donde una puerta oculta
se había abierto y cerrado sin que nos diéramos cuenta. Allí estaba
Emrys, mirándonos con los ojos cansados.
No llevaba su armadura encantada, como esperaba que hiciese.
Tan solo llevaba una túnica azul con lunas de plata cosidas, con unos
pantalones y una camisa oscuros debajo. El cabello castaño le caía
por la frente, como el de mi padre, y su boca era una línea rme,
también como la de mi padre. Me quedé mirándolo jamente,
asombrada por el parecido. Si mi padre se quitara el glamour de la
edad, sería difícil distinguirlos de lejos.
—Emrys —lo saludó mi padre, acercándose poco a poco al
estrado.
—Hola, hermano —contestó Emrys, contemplándolo—. Ha
pasado mucho tiempo. Y, sin embargo, mírate. Llevas una cara vieja,
como si fueses un hombre que tuviera algo que ocultar.
Mi padre echó los hombros hacia atrás, rígidos. Esta reunión
parecía tensa, fría. Tragué saliva y esperé poder pasar inadvertida
para Emrys.
—Y ya veo que has traído a tus compañeros —continuó Emrys,
mirándonos al resto. Permanecimos juntos alrededor de una de las
mesas. Nadie hablaba, y apenas podíamos respirar.
La mirada de Emrys se encontró con Imonie y se detuvo en ella.
Su madre. Imonie, que estaba callada y quieta, como si hubiese
estado esperando este momento durante años, y ahora que había
llegado…, no sabía qué hacer, qué decirle.
Se quedó en silencio, y sentí pena por ella. Quería rodear a
Imonie con los brazos y enterrar mi cara en su vestido, para olerla
como lo había hecho de niña. Ay, cómo me había querido, la nieta a
la que no podía llamar así debido a sus secretos y a los de mi padre,
pero a la que había dado mucho amor. Y ese amor me había dado
una infancia cálida y segura, a pesar del dolor de la separación de
mis padres. Ese amor me había vestido, alimentado, criado y
protegido.
No la había apreciado de verdad hasta ese momento.
Emrys abrió la boca, y esperaba que la saludara. Pero otras
palabras brotaron de ella, y sus ojos pasaron fríos por encima de ella,
hacia Phelan, hacia los Wolfe. Hacia el duque.
—Por n la corte traidora está reunida. Espero que vuestras vidas
en Bardyllis hayan sido idílicas, un sueño. ¿Has sido tú, Ambrose, el
que ha reunido y convocado a nuestros aliados para regresar?
—No, he sido yo —contestó la condesa, y con valentía dio un
paso hacia él—. Encontré a los que querían ser olvidados. A tu
hermano, por ejemplo. Además de a la espía y al maestro de la
moneda. Los tres habrían seguido así otros cien años si no hubieras
encontrado la forma de perseguir la luna nueva. Así que soy yo la
que ha respondido a tu llamada, Emrys. Hemos vuelto para acabar
con esta maldición.
—Raven —dijo Emrys, mirándola—. Tú tampoco has cambiado.
No mientas y digas que has vuelto para aliviar mi sufrimiento.
La condesa actuó como si le hubiese asestado un golpe. Su rostro
palideció y sus ojos brillaron como si quisiera apuñalarlo.
—Puede que estés buscando el trono —continuó Emrys,
señalando el estrado vacío—. El mismo que tu hermano ocupó en el
pasado como duque, antes de que conspiraras para matarlo, Raven.
—«Conspiráramos», querrás decir, viejo amigo.
Emrys solo sonrió, pero no había nada de bondad en aquella
sonrisa. Me pregunté si caminar por esta fortaleza, abandonada y
sola durante todo un siglo, convertiría un corazón en piedra, más de
lo que lo haría la antigua magia de Mazarine.
—El trono no aparecerá hasta el anochecer —continuó—. Cuando
aparezca, vuestros sueños se manifestarán. Preparaos, porque
estarán deseosos de aniquilaros.
—¿Sueños? —repitió mi padre.
—No habéis soñado desde que os fuisteis —explicó Emrys—.
Pero eso ahora ha cambiado. Estáis en la montaña donde se cometió
el crimen, donde la maldición se cernió sobre vuestras almas. Así
que vuestros sueños volverán en cuanto os quedéis dormidos. Y aquí
no hay remedios para mantenerlos a raya. Tampoco los pasillos y el
gran salón serán seguros cuando el sol se ponga. Si no deseáis
enfrentaros a las pesadillas, permaneced en vuestra habitación con la
puerta cerrada. Pero si lo que queréis es acabar con la maldición, uno
de vosotros debe romper el sueño y reclamar el trono.
Sus palabras dieron respuesta a todos mis asombros, preguntas y
temores. Soñaríamos, y nuestros sueños vagarían por el lugar esta
noche, como lo hacían en luna nueva.
¿Qué engendraría y crearía mi mente, ahora que puede hacerlo?
—Ah, y una última advertencia —dijo Emrys, levantando la
mano—. Ya no sois inmortales en estos salones. Podéis sangrar y
sentir cómo vuestra vida mengua, podéis sentir el aguijón mortal de
una espada. Sería una pena ver caer a varios de vosotros antes de
que se rompiera la maldición.
Un silencio se apoderó del grupo. Los espectros parecían
sorprendidos al enterarse de esto. Y miré con preocupación a mi
familia.
—Id a descansar —dijo Emrys—. La poca luz que os queda
debéis usarla para prepararos para esta noche. Aparecerá pan, carne
y agua por arte de magia cada noche en vuestros aposentos una hora
antes de la puesta de sol. Estoy seguro de que me encontraré con
algunos de vosotros en el gran salón cuando caiga la oscuridad.
Esperé a que el duque se levantara primero antes de ponerme de
pie, con la esperanza de permanecer oculta en el grupo. Mi padre y
la condesa volvieron con nosotros y tuve que recordarme que tenía
que seguirla a ella en lugar de a él.
La mirada de Emrys me encontró justo antes de salir del gran
salón.
Con un escalofrío, me di cuenta de que sabía exactamente quién
era.
35

E
legí una habitación al otro lado del pasillo de la de Phelan,
cerca de los grandes aposentos de la condesa. La habitación
era pequeña pero limpia, con tres ventanas, una cama con un
colchón de plumas, un armario en una esquina y una chimenea
donde ardían llamas encantadas. Deshice mi bolso, comiéndome una
de mis manzanas mientras colgaba la ropa en el armario. Me
pregunté quién habría habitado antes esta habitación mientras me
sentaba en el borde de la cama. Las mantas estaban dobladas a los
pies, y había una piel de lobo en el centro.
Intenté juzgar la hora del día por la inclinación de la luz en el
suelo y supuse que era alrededor de la una de la tarde. Y entonces
libré una batalla conmigo misma: quedarme dormida para poder
aguantar toda la noche o resistirme, por miedo a soñar.
Al nal decidí que al menos me acostaría. Me quedé mirando el
techo durante un rato hasta que empezaron a pesarme los ojos.
La cama estaba blandita debajo de mí, las mantas calientes sobre
mis piernas.
Me dormí antes de darme cuenta.

Estoy en Endellion.
Camino por las calles que vigilo con Phelan y no sé qué aspecto
tengo, quién parezco ser, hasta que paso por el espejo dorado de un
escaparate. Soy Anna en el re ejo, y me sorprende. Pongo la mano sobre
mi pecho, cubriéndome el corazón. La piedra dentro de mí se mantiene,
emitiendo una pesada permanencia. Ha crecido en mi carne; no se
puede quitar, y tampoco se agrietará ni se desmoronará.
De repente me siento perdida, dentro de mí y en las calles.
Me giro, luchando por respirar, hasta que veo la tienda de Aaron
Wolfe. Entro y camino entre las espadas, las hachas y las armaduras.
Me acerco al cinturón de armas de cuero, pero otra cosa capta mi
atención. Una na daga con una empuñadura enjoyada. Cuando la
tomo, aparece el señor Wolfe. El padre de Olivette.
—¿Cuánto cuesta la daga? —le pregunto.
—El secreto que guardas —replica.
Y sé que, si tomo la daga en la mano, me cortará y Anna se
desangrará.
El señor Wolfe desaparece y yo me quedo con la decisión de sangrar
o no sangrar.
Decido no hacerlo, y no es porque tenga miedo al dolor, sino porque
oigo el golpeteo de un yunque en la distancia. Sigo el sonido a través de
una puerta trasera, por un túnel oscuro que me hace temblar, hasta
llegar a un taller.
El señor Wolfe no está por ningún lado, pero algo reclama el centro
de la sala.
Me acerco con cautela, con una advertencia resonando en mi mente.
Es una armadura completa, erguida, esperando que alguien entre en
ella. Y a medida que me acerco… la reconozco. Es la armadura de
Emrys, la misma que lleva en luna nueva, con la que entra en las
pesadillas.
La sangre fresca gotea de ella. Veo cómo se derrama por la coraza y
se acumula en el suelo. Oigo que algo se mueve detrás de mí y me
encuentro con el señor Wolfe de pie en el umbral de la puerta,
enmarcado por la luz, mirándome con sombras en los ojos.
—¿De quién es la sangre? —le pregunto.
No responde, pero un hacha brilla en sus manos.
—¿De quién es la sangre? —le pregunto más alto.
Da un paso más hacia mí, el suelo cruje debajo de él.
Me desperté de golpe.
Había caído el crepúsculo y mi ropa estaba empapada de sudor.
No tenía ni idea de dónde estaba. No hasta que me senté hacia
delante y estudié la pequeña sala en la que me encontraba.
Temblando, salí de la cama y me calenté junto al fuego, aunque el
frío del sueño permanecía en mi mente. ¿Por qué había soñado algo
así? Precisamente con el padre de Olivette. Comí rápido unos
cuantos bocados del pan y de la carne que habían aparecido en mi
mesa, tal y como había predicho Emrys, y los regué con agua.
Me puse las botas y me senté en el borde de la cama, esperando
que llegara la noche. Fue entonces cuando me di cuenta de que había
un trozo de pergamino doblado en el suelo, como si lo hubieran
colado por debajo de mi puerta.
Me levanté y lo recogí, descon ada, hasta que reconocí la letra de
Imonie.

«Sé pacien , sé as t ».
Sonreí, recordando cómo me decía esto cada luna nueva. Pero la
calidez del recuerdo se desvaneció cuando me di cuenta de lo que
me estaba diciendo.
No hagas que te maten, Clem.
Tomé la daga que mi padre me había dado y me paseé por la
habitación, anticipando lo que iba a venir.
Se hizo más de noche.
Preparada, me acerqué a la puerta, pero mis dedos se detuvieron
en el pomo de hierro. ¿Y si era mi sueño el que se materializaba en el
gran salón? No debería haberme permitido dormir este primer día.
Ya había fallado en la parte de ser astuta del mensaje de Imonie.
Me adentré en el pasillo con esos pensamientos, vislumbrando a
Phelan más adelante, que avanzaba a grandes zancadas a través de
la luz de las velas hacia el gran salón.
No me sorprendió descubrir que se aventuraba al encuentro de lo
que la noche nos ofrecería, pero sí me pregunté cuántos de nosotros
lo haríamos. Seis éramos guardianes, pero eso no signi caba que
todos vagaríamos por la fortaleza, buscando lo que podría ser
nuestra propia pesadilla.
Lo seguí por los pasillos sinuosos, pasando puerta tras puerta,
tapiz tras tapiz.
Sin embargo, cuando llegué a la entrada del gran salón, me
quedé atrás, oculta en las sombras. Tenía una panorámica clara de la
sala y podía ver a Nura y a Olivette iluminadas por la luz del fuego
mientras se paseaban, esperando a que apareciera el sueño. Sentía
que Phelan estaba cerca, pero ya no podía verlo.
Me quedé en las sombras, con la pared de piedra áspera y fría
contra mi espalda.
—No me sorprende encontrarte aquí —dijo Phelan, su voz
emergiendo de la oscuridad a mi derecha.
—Lo mismo podría decir de ti.
Permanecimos juntos en un incómodo silencio, lo bastante cerca
como para percibir al otro, pero lo bastante lejos como para no tener
la posibilidad de tocarnos.
—¿Has dormido esta tarde? —me preguntó.
Más bien lo que quería decir era que si había soñado.
—Sí —contesté—. ¿Y tú?
Se quedó callado un momento y luego dijo con voz ronca:
—Sí, yo también.
Otra ronda de silencio. Observé cómo Nura y Olivette se
cansaban de pasear por el gran salón y optaban por sentarse en el
borde de una mesa. No habían dormido, podía ver el cansancio en
sus rostros.
—¿Va a venir tu hermano a luchar esta noche? —le pregunté.
—No lo sé.
«Pues deberías», pensé, mordiéndome el interior del labio. No
deseaba ver a Lennox tomar este ducado y devolverle la vida. Pero
no me cabía duda de que él se creería el mejor candidato.
Estaba abriendo la boca para decir algo sarcástico cuando sentí
una ráfaga de aire. Phelan estaba en las sombras conmigo y nuestros
brazos se rozaron mientras susurraba:
—Anna.
Nunca había dicho mi nombre falso de esa manera, con urgente
asombro. Y enseguida supe por qué, cuando vi el sueño que se
manifestaba en el gran salón.
Era yo caminando por las calles de Endellion.
Me detuve ante el espejo de un escaparate, para mirar mi re ejo.
Ese era mi sueño.
El calor se extendió por mí como la ebre. La morti cación y el
pavor se desplegaron en mis pensamientos, y por un instante solo
pude quedarme de pie y mirar impotente cómo mi pesadilla se
apoderaba de la sala. Y entonces empecé a correr hacia delante, pero
Phelan me detuvo.
—Espera —siseó en mi pelo.
Me quedé helada hasta que recordé que el padre de Olivette
aparecía en el sueño como una fuerza siniestra. Y Olivette estaba en
el gran salón, observándolo todo con los ojos muy abiertos.
Me aparté y Phelan me dejó ir.
Entré en el gran salón, adentrándome en mi propio sueño.
Era como pisar un río, uno que se hacía más profundo a cada
paso. Las corrientes me arrastraban hacia mí misma, esta aterradora
copia de carne y hueso de Anna. ¿Qué haría ella si llamara su
atención, si nuestros ojos se encontraran? ¿Qué haría yo?
Me sentí aliviada de no haber tomado esa daga enjoyada, de no
haber expuesto mi verdadero yo. Nada en este sueño me delataba
como Clem, aunque sí hacía referencia a mi secreto y levantaba
sospechas sobre el padre de Olivette.
Casi habíamos llegado al nal del sueño. La armadura brillaba y
goteaba sangre.
—¡¿Papá?! —gritó Olivette, mirando jamente al señor Wolfe,
que sostenía el hacha.
Sabía que ella estaba atrapada en este sueño al igual que yo,
luchando por distinguir lo que era real y lo que era fantasía. Vio a su
padre y pensó que era él de verdad, que llegaba para ayudar a
combatir la pesadilla.
—¡Olivette! —la llamé, apresurándome a cerrar la brecha entre
nosotras. Mis amigas no conocían este sueño como yo. Yo era la
única que tenía ventaja.
El sonido de mi voz atrajo la atención de Anna y del señor Wolfe
en el sueño. En el momento en el que me miraron, me sentí
abrumada. Caí de rodillas, aturdida como si me hubieran golpeado
en la cara.
Nura fue la única que respondió.
Lanzó un hechizo defensivo mientras el señor Wolfe se acercaba
con el hacha. Su magia se arqueó con una luz azul, dejándole una
marca en el pecho. El herrero retrocedió, pero no cayó. Esto despertó
su ira y se movió más rápido.
—¡Espera, Nura! —gritó Olivette—. ¡Podría ser él!
—Este no es tu padre, Oli —contestó Nura, lanzando otro
hechizo para frenarlo.
Podía sentir mi pulso en mis oídos mientras me levantaba.
Olivette gritaba y la magia de Nura bullía en el aire,
chamuscando las ropas del señor Wolfe, quemándole la piel. Pero él
continuó presionándonos, blandiendo el hacha.
Nura lo bloqueó con un hechizo e intentó arrancarle el hacha de
las manos. Su magia rebotó y la hizo retroceder unos metros.
Aterrizó con agilidad sobre sus pies a varias mesas de distancia, y vi
la tensión en su rostro mientras Olivette intentaba hablar con el
fantasma del señor Wolfe.
—Papá, baja el hacha —dijo ella.
Él se movió.
Olivette jadeó y se echó hacia atrás, levantando un escudo
mágico, pero el lo de la hoja le cortó el antebrazo que tenía
levantado. Nura se lanzó por encima de las mesas, enseñando los
dientes, y volvió a golpear al señor Wolfe con más fuerza. El señor
Wolfe se tambaleó, lo que le dio tiempo a ella para ayudar a Olivette
a incorporarse y ponerla a salvo fuera de su alcance.
Entonces, apareció Phelan. Se enfrentó al herrero para que Nura
pudiera seguir retirándose con Olivette, que lloraba, con el antebrazo
dejando un rastro de sangre en las losas.
Todos estábamos tan distraídos por el ataque del señor Wolfe que
nos habíamos olvidado de Anna.
Miré hacia donde la sombra de mí misma seguía junto a la
armadura ensangrentada. Vi el brillo dorado en el pecho de Anna, la
joya que llevaba al cuello.
Yo era la clave para acabar con este sueño. Mi corazón de piedra
era la debilidad, la ruptura. Había que romperlo, y en cuanto me di
cuenta de ello, Anna comenzó a marcharse del gran salón.
La perseguí.
No me di cuenta de que Phelan me había seguido hasta que
estuve a punto de salir por la puerta lateral por la que Anna había
desaparecido. Sentí que su magia me rodeaba, frenándome.
—Espera —jadeó, llegando a mi lado. Su magia se a ojó y me
giré para mirarlo—. Déjame ir contigo. Déjame cubrirte.
Consideré la tentación, porque cuanto más me daba cuenta de
que tendría que asestarle una herida mortal a mi fantasma, más
fuertes eran mis reservas. Pero, cuando miré a Phelan…, supe que él
también lucharía por herir a este re ejo de mí.
—Ayuda a Nura y a Olivette a llegar a su habitación y cierra la
puerta —le dije—. Rápido, antes de que el señor Wolfe las alcance.
Iré allí después de haberle puesto n a esto.
Mis palabras calaron hondo entre nosotros.
Miramos al estrado, donde había aparecido el trono del duque,
iluminado por un chorro de luz de luna. Emrys estaba de pie junto a
la regia silla, como observador, mientras la noche se desarrollaba. Su
rostro era como el mármol, ilegible, pero nos miraba a Phelan y a mí,
además de a Nura, a Olivette y al señor Wolfe. Contemplando y
esperando a ver si este sueño se rompía.
Me escabullí del gran salón; Phelan no me siguió esta vez.
Los pasillos eran fríos y oscuros, con tan solo unos puntos de luz
parpadeantes de los candelabros. Seguí el rastro que Anna había
dejado para mí, el sonido de sus botas sobre el suelo de piedra, el
destello de un movimiento al doblar esquina tras esquina. Me estaba
guiando hacia el interior de la fortaleza, hasta el corazón de la
montaña. En mi sueño, me había sentido perdida. Y esa sensación
volvió a a orar en mi interior.
Debí haberla estado persiguiendo durante una hora, por todos
los rincones de la fortaleza.
Atravesé la oscura cocina, los polvorientos almacenes, la armería,
donde las espadas, las ballestas y los escudos colgaban de la pared,
brillando en la penumbra. Atravesé una biblioteca con interminables
estantes de libros mohosos. Atravesé habitaciones y aposentos
abandonados desde hacía mucho tiempo.
Me detuve en el pasillo principal, pensando que estaba a punto
de llevarme de vuelta al gran salón. Me quedé parada,
desconcertada. Estaba por rendirme cuando ella apareció al nal del
pasillo, esperando a que la siguiera.
Ya no corrí más. Caminé, lo que me dio la oportunidad de sacar
mi daga de la bota. Deslicé el acero para liberarlo de su funda de
cuero y lo sostuve en la mano, siguiendo a Anna hasta unos
espaciosos aposentos.
Supe de inmediato que se trataba de los aposentos del duque de
Seren.
La luna se estaba poniendo, pero los últimos resquicios de luz
plateada entraban por las puertas abiertas del balcón. El viento
suspiraba, agitando las cortinas. Anna se detuvo ante una extraña
marca que había en el suelo entre nosotras. Era ancha y oscura.
Sangre vieja que se había secado hacía tiempo.
—Aquí es donde ocurrió —me dijo, encontrando mi mirada—.
Donde asesinaron al duque de Seren. Donde se lanzó la maldición.
Su hermana siempre creyó que ella era la verdadera heredera, no él.
Y cuando urdió un plan para deshacerse de su hermano, otros seis
miembros de la corte se unieron a ella, sin imaginarse lo que su
despiadada conducta provocaría.
La joya dorada brillaba en su pecho. Dejé escapar un largo
suspiro, la daga se me resbalaba de la mano.
—¿Por qué me has traído aquí? —le pregunté.
—Porque necesitas verlo —respondió—. Necesitas pisar el mismo
suelo donde se cometió el crimen.
—¿Fue mi tío el que mató al duque?
Decidió no responder. Apenas pude distinguir su rostro, el que
me había dibujado meses atrás.
—Dicen que el duque era un hombre cruel —comenté.
—¿Exculpa eso a la corte del asesinato que tramaron? Puede que
lady Raven fuera la que dijera la idea en voz alta, pero ya vivía en los
otros seis corazones.
Me quedé callada.
—Adelante —se burló de mí cuando mi vacilación continuó—.
Acaba conmigo y haz que todo termine.
—Actúas como si no fueras parte de mí —dije. Mis manos
temblaban, para mi desgracia.
Ella sonrió.
—Por supuesto que soy parte de ti.
La pesadilla de Knox Birch me vino de repente a la mente. Había
querido reclamar el trono de Seren y había acabado con su mujer y
con sus hijas para conseguirlo. Se había rebanado el corazón y no se
había dado cuenta hasta después, cuando la sangre manchó el suelo,
cuando pudo concretar su deseo a un coste impensable.
«Pero no hay otra manera», pensé. Había que vencer al sueño
para poder reclamar el trono y romper la maldición. Y me pregunté
si la codicia brillaba en mis ojos como una película mientras me
preparaba para atravesar el corazón de Anna. Me pregunté si había
que convertirse en un monstruo para acabar con la maldición.
Me acerqué un paso más. En un momento, estábamos solas ella y
yo. Al siguiente, una mano áspera me tiró hacia atrás. Choqué con el
amplio pecho de alguien y la punta de una daga se me clavó en el
costado, justo debajo de las costillas. Un poco más de presión y me
atravesaría.
Me quedé helada cuando Lennox me siseó en el pelo:
—¿Creías que te iba a dejar ser la vencedora aquí, Anna? Ya te
derroté una vez y puedo hacerlo de nuevo con facilidad. ¿De verdad
te crees que eres la que está destinada a romper la maldición? Tú,
una muerta de hambre que nunca mereció ser guardiana con alguien
como mi hermano. Ni siquiera deberías estar aquí.
No respondí. Pero pensé en el pasado, cuando me había
derrotado en Hereswith. Cuando me había robado mi casa, y todo
porque yo había dudado.
Miré jamente a la fantasmal Anna, cuyos ojos se deslizaban
hacia Lennox mientras me sujetaba con violencia contra él. Detrás de
ella, las puertas del balcón estaban abiertas, como si las hubieran
dejado así un siglo atrás. El sol empezaba a salir, las montañas eran
del color incandescente del oro.
Y me atreví a darme la vuelta y girarme, arriesgándome a la daga
que tenía clavada en mi costado. Me cortó el vestido; sentí que la
hoja me mordía la piel, pero olvidé el dolor mientras le lanzaba un
hechizo repelente con una precisión mortal.
Lennox salió despedido, lanzado hacia el otro lado de la
habitación. Se estrelló contra la pared y, por un momento, pensé que
lo había matado. Solo sentí una pizca de remordimiento.
Se deslizó hasta el suelo con una mueca, sus ojos brillaron con
furia mientras cargaba de nuevo. Esquivé el hechizo que me lanzó,
bailé sin esfuerzo alrededor del fuego verde que creó y nos
encontramos en un choque que nos robó el equilibrio.
En el suelo frío y manchado de sangre, luchaba por frenarlo.
Porque se arrastraba para llegar a Anna, y era una carrera para
romper la pesadilla antes de que lo hiciera el sol. La luz se acercaba
cada vez más a través de la ventana y de las puertas, y yo enseñé los
dientes y arrastré a Lennox por el tobillo hacia mí. Entre los
forcejeos, me pareció ver el brillo de los huesos, acechando bajo la
cama del duque. Como si hubieran arrastrado un esqueleto debajo
de ella.
Lennox estaba aturdido, pero luchó contra mí hasta que lo
desarmé. Arrojé su daga lejos y sostuve mi hoja en su garganta.
—Anna —susurró, temblando de repente—. Anna, piensa en
Phelan. Llegará a odiarte si me haces daño.
—¿Si te hago daño? —me burlé.
—¿Acaso quieres matarme?
Lo miré jamente, pero por el rabillo del ojo vi cómo la luz del sol
se acercaba a donde se encontraba Anna. Se estaba volviendo
transparente, a punto de desvanecerse.
—¿Sabes que le he jurado lealtad a tu madre? —le pregunté,
presionando mi daga más en su cuello, solo para ver cómo se
retorcía debajo de mí. Dejó escapar un grito cuando brotó una gota
de sangre—. ¡Idiota! Estoy luchando en nombre de tu familia, pero si
te vuelves a interponer en mi camino…, no dudaré en acabar
contigo.
—Vale, vale —jadeó, levantando las manos—. Suéltame,
¿quieres?
A nuestro alrededor, la habitación se iluminó. Polvo, telarañas y
la pátina de los recuerdos. Las sombras dieron paso a la luz.
Anna suspiró. Se convirtió en una brizna de humo, victoriosa. La
pesadilla se me había escapado de las manos.
Y seguíamos sin haber roto la maldición.
36

N
o podía parar de temblar.
Tomé una capa de piel de mi habitación y me la até fuerte al
cuello antes de llamar a la puerta de Olivette. El cansancio
pesaba como una cruz a cuestas, y esperé a que alguien respondiera.
Oí murmullos dentro del dormitorio y, luego, descorrieron el cerrojo
y Nura abrió la puerta.
—¿Anna? —preguntó, mirando por detrás de mí.
—Soy yo —le con rmé, y me dejó pasar.
Olivette estaba sentada en la cama. Phelan estaba delante de una
de las ventanas, enmarcado por el amanecer, y el señor Wolfe estaba
avivando el fuego.
Todos me miraron cuando entré. Me detuve, sintiendo la
vulnerabilidad como una quemadura. Casi no podía mirar al señor
Wolfe a los ojos.
—¿Cómo estás, Olivette? —pregunté con voz ronca.
Ella levantó el antebrazo que tenía vendado.
—Estaré bien, Anna. No ha sido nada grave.
—Solo ha necesitado veinticinco puntos —añadió Nura sin
rodeos.
—Y gracias a los dioses que pudiste coserlo sin problemas —
contestó Olivette igual de tajante. Intuía que las dos habían
discutido, pero lo más importante era que Nura casi había
presenciado el desmembramiento de su compañera.
—¿Podemos asumir que no ha vencido al sueño? —preguntó el
señor Wolfe.
—Por desgracia, he fallado. —Sentí la mirada de Phelan desde el
otro lado de la habitación, pero no levanté la vista hacia él.
—¡No has fallado, Anna! —gritó Olivette.
Ay, la dulce Olivette, que solo ve lo bueno de las personas. Le
sonreí, pero se me quedó una mueca de dolor en la cara.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —le pregunté, ansiosa por
borrar de mi mente la mancha de mi sueño.
—¿Puedes preparar una tetera de té de la nada? —preguntó
Olivette, y yo reí.
—Me encantaría. —Supongo que la carne, el pan y el agua una
vez al día estaban bien, pero no podía negar que me moría por
tomarme una buena taza de té fuerte.
—Eso es lo que quiero en cuanto me vaya de esta montaña —
a rmó Olivette con un suspiro—. Una tetera con nata y miel. Y unos
pastelitos de arándanos.
Me di cuenta de la expresión de preocupación que cruzó el rostro
de Nura mientras miraba a Olivette. Puede que nos quedemos en la
montaña durante un tiempo.
—Señorita Neven —el señor Wolfe llamó con amabilidad mi
atención—, ¿puedo hablar un momento con usted en privado?
Asentí, pero se me encogió el estómago mientras seguía al padre
de Olivette hacia el pasillo.
—Nura y Phelan me han contado los detalles del sueño —
comenzó, tartamudeando—. Siento que debo disculparme con usted,
señorita Neven.
Dejé de andar para poder mirarle.
—No, señor Wolfe, por favor, no se disculpe. El sueño fue mío.
Usted no tiene la culpa.
Suspiró, apurado por creerme. Me imaginé que había sido
horrible ver a su hija arrastrada a una habitación, llorando y
sangrando por una herida que le había hecho su fantasma.
—Puede ser, señorita Neven —dijo el señor Wolfe—. Pero había
algo de verdad en él.
Me pregunté si estaba insinuando mi secreto: el precio de esa
daga enjoyada. Y entonces me acordé de la armadura.
—Usted forjó la armadura que Emrys usó para pasearse durante
la luna nueva —a rmé.
Asintió.
—Sí, hace mucho tiempo. Pero la inspiración siempre ha venido
de la traición. Comencé a servir al ducado como guardia, pero en mi
interior me vi atraído por otras cosas, sobre todo por los hechizos de
metamara. El transformar una cosa en otra. Mi padre era herrero, y
como no tenía otra habilidad más que proteger y vigilar, aprendí a
fabricar armaduras y armas. No tardé en unirme al círculo íntimo de
Raven, tan solo porque su hermano el duque quería que creara más
y más armas que a mi juicio eran peligrosas y un error. Y Raven era
la única lo su cientemente poderosa como para protegerme de los
caprichos sanguinarios de su hermano.
»Me pidió que hiciera una armadura encantada. Los siete que
queríamos que el duque desapareciera habíamos formado una
alianza y lo echamos a suertes para ver quién le daría el golpe de
gracia. Y quien fuera el elegido llevaría la armadura para proteger su
identidad y a sí mismo de cualquier magia que el duque pudiera
lanzarle a modo de defensa. Así que empecé a forjarla y pensé que
todo el plan iría bien, pero ninguno de nosotros tuvo en cuenta lo
lentos que nos haría la armadura. Y para matar al duque… había que
ser rápido.
»Terminé la armadura, pero nunca llegamos a usarla. La dejé en
un armario de la armería del castillo, bajo llave. Me olvidé de ella
cuando todo se vino abajo, cuando hui a Bardyllis.
Me quedé en silencio, pensando en sus palabras. Visualicé la
habitación del duque, la mancha de sangre en el suelo. Los huesos
bajo la cama. Y quise saber quién había matado al duque.
—¿A quién le tocó? —le pregunté.
El señor Wolfe apartó la vista, como si no pudiera soportar
mirarme a los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—¿A quién le tocó asesinar al duque?
—A Emrys.

Me retiré a mis aposentos. El sol entraba por las ventanas arqueadas


y el suelo estaba muy frío bajo mis pies mientras me quitaba las
botas.
Mi mente daba vueltas, pensando en cómo lo habían echado a
suertes, en la armadura y en cómo habrían sido los espectros antes
de que cayera la maldición.
Acababa de soltarme el lazo de la trenza cuando sonó un golpe
en la puerta.
—Adelante —dije.
La puerta se abrió. Phelan se quedó en el umbral, indeciso, hasta
que le hice señas para que entrara. Lo hizo y cerró la puerta tras él.
Tenía las botas arañadas debido a la pesadilla, los pantalones
rasgados por las rodillas. Se había dejado la corbata y la chaqueta. La
camisa le caía un poco abierta por el cuello, y me acordé de las
cicatrices de su pecho.
—Tenemos que hablar —repuso.
Esperé a que empezase y comencé a deshacerme la trenza con los
dedos, soltándome el pelo en ondas marcadas. Me observó absorto
hasta que le pregunté:
—¿De qué querías hablarme?
—Esta magia es de Mazarine, ¿verdad?
Sabía que estaba hablando de mi disfraz y le aparté la mirada,
preparándome para tener esta conversación. Una que se había estado
gestando entre nosotros desde hacía más de una semana. Sellé la
puerta y las ventanas con un hechizo rápido para mantener nuestra
conversación en privado.
—Sí.
—¿Puedes explicarme por qué?
—¿Que por qué me he disfrazado y me he convertido en tu
compañera? —Fui hasta la mesita redonda que se encontraba junto a
la chimenea, donde había una jarra de agua. Me serví un vaso, pero
no le ofrecí ninguno a él—. Estaba enfadada. Tu hermano y tú
llegasteis sin avisar y nos desa asteis a mi padre y a mí para
arrebatarnos nuestra casa. Ganasteis de una forma limpia, pero no
podía dejarlo pasar. No por la manera en la que nos hicisteis caer en
desgracia. Por cómo nos quedamos sin hogar.
Suspiró y se pasó la mano por el pelo.
—¿Por qué viniste a por mí? ¿Qué intentabas hacer, Clem?
Me obligué a tomar un largo trago de agua, pero estaba
temblando, dividida entre mis deseos. Ser astuta y continuar
ocultando las cosas o dejar que la verdad saliera a la luz. Dejé el vaso
y me envolví con la capa, como si pudiera protegerme de la
incomodidad de ambas opciones.
—¿Intentabas matarme? —preguntó.
—¿En serio, Phelan? ¿Te parezco tan despiadada?
Me miró jamente.
—No sé lo que me pareces.
—Quería hacer que cayeras en desgracia como tú habías hecho
conmigo —le confesé, acercándome a él—. Quería haceros daño a tu
familia y a ti, haceros sentir las cosas que habíais inspirado en mí.
Quería que estuvierais acabados. Y quería recuperar mi hogar.
Se puso rígido, como si mis palabras le hubieran cortado. Pero
me sostuvo la mirada, insistente.
—¿Pensabas alguna vez revelarme quién eras? ¿O ibas a
marcharte sin decir nada y sin dejar rastro?
—Quería decírtelo. Con el tiempo.
—Supongo que para disfrutar de tu victoria.
—Sí. —Soné cruel, y vi que Phelan se estremecía.
—Así que ¿Anna ha sido un papel? —preguntó.
—De alguna forma —respondí con cuidado—. Pero de otra, no.
Era y sigo siendo exactamente quien era antes. Incluso en los
momentos en los que estaba contigo como Anna… era Clem.
—¿Te obligó tu padre a hacer esto?
—No. Ha sido todo obra mía. Mi decisión.
—¿Y sigues sintiendo lo mismo que sentías al principio? —
preguntó—. ¿Quieres verme acabado? ¿Caído en desgracia? ¿Quieres
hacerme daño, Clem?
¿Cómo debería responderle? De repente, me asustó ser tan
vulnerable ante su presencia, sin saber hacia dónde podía guiarnos
este camino.
—No, Phelan. No eras quien yo pensaba que eras en un principio
—contesté, con una cadencia cargada de frustración—. Has resultado
ser distinto. Y quise despreciarte. Quería echar más leña al fuego y,
sin embargo, no me has dado nada que quemar, porque eres
demasiado bueno. Incluso ahora mismo sigues siendo demasiado
bueno.
Y le di un empujón en el pecho para enfatizarlo. No se movió,
pero levantó sus manos para alcanzar las mías.
—¿Y eso? —preguntó, con su piel cálida contra la mía—. Ya te he
dicho que no era amable.
—Me diste una habitación cuando creías que no tenía a dónde ir.
Me vestiste y no reparaste en gastos. Me escuchaste cuando comencé
a hablar cosas sin sentido sobre los siete espectros y el caballero. E
incluso cuando averiguaste quién era…, me protegiste —dije—.
Ahora deberías exponerme. No sé por qué guardas mi secreto como
si fuera tuyo.
—Probablemente te exponga —contestó—. Llegado el momento.
Me quedé congelada, con mis manos aún atrapadas en las suyas.
—¿Me estás amenazando?
—Si mis sueños son una amenaza, entonces sí. —Guardó silencio,
como si quisiera que yo encontrara la explicación en sus ojos. No
pude verla y le presioné para que siguiera hablando.
—¿De qué hablas?
—Ayer soñé contigo, Clem.
Mi corazón dividido casi se detuvo.
—Soñé contigo —susurró de nuevo.
—Imagino que sería una pesadilla —respondí, sin poder evitarlo.
Él sonrió.
—Eso no te lo diré. Aunque es posible que lo descubras tanto si
quiero como si no. —Hizo una pausa y su alegría se esfumó—.
¿Entiendes lo que te quiero decir?
Di un paso atrás, abrumada de repente. Mis manos se soltaron de
las suyas y caminé por la habitación, entrando y saliendo de la luz.
Su sueño podría ser el que se materializara esta noche. El temor se
apoderó de mí como una garra.
—¿Cómo me viste en el sueño? —le pregunté.
—De ambas formas —respondió—. Te vi como Clem y como
Anna.
—Eso no tiene por qué exponerme —dije, sin aliento por la
conmoción de su confesión. Pero cuando vi sus ojos desde el otro
lado de la habitación…, supe que lo haría. Sea cual fuere su sueño,
iba a revelar mi secreto.
—Lo siento, Clem —murmuró, y sonó arrepentido, como si
pudiera controlar lo que su mente creaba en el sueño.
Casi me reí.
—Nunca habíamos soñado ninguno de los dos. Toda nuestra
vida ha carecido de sueños hasta ahora. Y, cuando por n lo
hacemos, tu primer sueño está manchado por una chica traicionera a
la que debes despreciar.
—No cambiaría ese sueño —se apresuró a replicar—. Ni por mí,
ni por nadie. Ni siquiera para romper esta maldición. Pero por tu
bien y por el extraño juego en el que nos encontramos atrapados…,
lo haría.
—Bueno —dije, mirando por la ventana—, gracias por avisarme.
Aunque quizá sueñes algo más esta tarde.
—Puede. —Pero no sonaba convencido. Y yo estaba aprendiendo
con rapidez que nuestros sueños intentaban desenmascararnos a
nosotros mismos y nuestros planes. Nuestros secretos, nuestro
pasado. Nuestras esperanzas.
Nuestros deseos.
Un momento de calma incómodo se interpuso entre nosotros.
Sentí el calor en el rostro cuando me llevé las manos a las mejillas y
pensé si me estaba poniendo enferma.
—Debería marcharme —dijo Phelan—. Y dejarte descansar un
poco.
Me giré y lo vi salir, con la puerta cerrándose en silencio tras él.
Todavía la estaba mirando dos segundos más tarde cuando la puerta
se abrió de nuevo inesperadamente y la mirada de Phelan me
encontró al instante.
—Quería que fueras tú —dijo, con voz profunda y áspera—.
Cuando volví al museo a esa última entrevista… Dioses, cómo
quería que fueras tú.
Y había conseguido su deseo, pero no como lo había imaginado.
Di un primer paso hacia él, y eso desató la tormenta que se había
formado entre nosotros. Se acercó a mí, al centro de la habitación, y
tuve el su ciente sentido común como para mover los dedos y cerrar
la puerta con un hechizo antes de que chocáramos.
Me agarró de la cintura, atrayéndome hacia él. Yo me agarré a su
cuello, con mi boca hambrienta por probar la suya. Nuestros labios
se encontraron, al principio con cautela, explorándonos el uno al
otro. Hundí los dedos en su pelo mientras me bebía sus suspiros, sus
respiraciones. Dirigió las manos a la curva de mi cuello y acarició
con las yemas de los dedos el hueco de mis clavículas. Me arqueé
hacia él mientras me apretaba contra la pared.
Vagamente, oí una voz interior que me recordaba que la piedra y
el hielo me mantenían unida. Vagamente, me acordé de mi disfraz y
me dije que no había llegado hasta aquí como Anna para ahora
convertirme en Clem.
Mi corazón cantó con un deseo vibrante, un dolor se rami có a
través de mí, como un aviso agudo que me robó el aliento.
—Phelan —jadeé, agarrándole el cabello con los dedos.
Se apartó. Me inundó un aire frío.
Abrí los ojos para encontrarme con su mirada, asustada por que
viera cómo me deshacía. Pero él me miraba el costado, donde había
apartado la tela de mi capa para tocarme. Retiró las manos, con la
palma derecha manchada de sangre.
—Estás sangrando —susurró, frenético—. No me has contado
que estabas herida.
Me había olvidado del tajo que me había asestado su hermano
hacía horas. Y todo pareció derrumbarse ante mí a la vez: mi
cansancio, mi preocupación, mi deseo.
—Ven. —Me guio hasta la cama, ayudándome a sentarme en el
borde del colchón—. Deja que me ocupe de ti.
—¿Quieres volver a desnudarme? —pregunté con ironía.
No le hizo gracia mi broma.
—Podrías necesitar puntos, Clem.
Me estremecí, sintiendo la herida con cada respiración.
—¿Y con qué vas a coserme?
—He traído provisiones.
—Entonces quizá debas ir a buscarlas.
Me acarició un mechón de pelo que me caía por la frente. Me
rozó la mejilla con el pulgar hasta que encontró mi boca, recorriendo
mis labios separados antes de rozarlos con los suyos. Un beso suave
y fugaz. El calor me recorrió mientras lo veía marcharse.
Sola, inhalé la soledad y me presioné con el puño el pecho
dolorido. Tardé un momento en recuperar la compostura, y me pasé
la yema de los dedos por la cara, comprobando mi disfraz. Seguía
intacto y rme. Pero percibí que los bordes se estaban
deshilachando. No duraría mucho más.
Me desnudé y me examiné la herida, que se arqueaba justo sobre
el hueso de la cadera. No era profunda, pero no dejaba de sangrar,
así que lo más seguro era que se hubiese vuelto a abrir cuando
Phelan me había empujado contra la pared.
Un golpe en la puerta.
—¿Anna?
Era él. Su voz hizo que todo saltara dentro de mí, dejándome sin
aliento.
—¿Anna?
Tragué saliva y agarré una blusa limpia. Estaba arrugada de
haberla metido en el bolso, pero la sentía suave contra la piel cuando
abrí la puerta.
Phelan entró con su botiquín en las manos.
—Me puedo coser yo misma —le dije, alcanzando la caja.
Él apartó el botiquín y me miró jamente.
—¿En serio?
—Te lo prometo. Dámelo, por favor.
—Me estás alejando de ti. ¿Por qué?
Dudé, aunque quería contárselo todo.
—Ni una mentira más, Clem —susurró—. Los dos hemos
guardado nuestros secretos durante demasiado tiempo. Cuéntame
qué te preocupa. Dime cómo puedo ayudarte.
Resultaba extraño cómo esas palabras me calaron más hondo que
su beso. Vacilé, llevándole de nuevo a la cama. Me tumbé y dejé que
me cosiera la herida, porque sabía que necesitaba que él lo hiciera. Y
esta era una buena oportunidad para conseguir las respuestas que
aún necesitaba por su parte, ya que no podría levantarse y huir si le
preguntaba algo que no quisiese responder.
Me quedé mirando al techo mientras me cosía el costado.
—¿Desde cuándo estás al tanto de los planes de tu madre?
Exhaló, como si se lo hubiera estado esperando.
—Supuse que estaba tramando algo cuando nos ordenó a Lennox
y a mí tomar Hereswith y estudiar el libro de las pesadillas para
buscar a un durmiente sin sueños. Sospechábamos que buscaba a un
espectro en concreto, pero aún no me había dado cuenta de todo lo
que planeaba. Cuando al n me lo contó todo… Que era un espectro
y que había localizado a casi todos los de su especie y tenía la
intención de volver a la montaña y romper la maldición de la luna
nueva…, estaba furioso. Eso ocurrió la noche en que me viste
destrozar la biblioteca. Hizo que me lo cuestionara todo… Quién era
ella, quién era yo. Lo que estaba por venir para todos nosotros.
Me mordí el labio para aguantar el pinchazo del costado.
—¿Y cuándo te diste cuenta de quién era yo?
—Cuando te vi las cicatrices en la pierna —contestó, cortando el
hilo—. Estuve todo ese día diciéndome a mí mismo que era ridículo,
que era imposible que me hubieras engañado durante tanto tiempo.
Pero empecé a analizar cada una de nuestras conversaciones y me di
cuenta de que debería haberlo visto desde el principio, cuando me
atacaste con agresividad en la entrevista.
Me esforcé por esconder una sonrisa de satisfacción.
—No fui agresiva.
Phelan se quedó en silencio durante tanto tiempo que eso hizo
que lo mirara. Y en cuanto lo hice, se inclinó tanto que casi se tocan
nuestros labios.
—Sí que fuiste agresiva —susurró, pero se retiró antes de que
pudiera besarlo—. Por eso te escogí. Y después de la luna nueva, te
escabulliste de casa. Te seguí hasta las minas. Te vi hablar con
Ambrose y no tuve ninguna duda de que eras tú.
Me limpió los puntos con un antiséptico, con el aire entre
nosotros lleno de interferencias. Y, entonces, susurré:
—¿Por qué no me delataste ante tu madre?
Phelan apartó la mirada, volviendo a recoger el botiquín.
—Al principio lo pensé. Estaba muy enfadado contigo por
haberme engañado. Pero no pude hacerlo. Cada vez que me acercaba
a ella para contárselo…, no podía pronunciar las palabras.
Noté que me estaba ocultando algo más. ¿Por qué no me miraba
a los ojos mientras respondía?
Elegí ser vulnerable en ese momento, esperando que eso lo
animara a que él también lo fuera, y me incorporé, con los puntos
pellizcándome el costado. Le agarré la mano y la puse sobre mi
pecho, donde me latía mi corazón. Los ojos de Phelan se abrieron de
par en par al principio, sin saber cuál era mi intención, hasta que le
dije:
—Solo la mitad de mi corazón es mío.
Continuó arrodillado ante mí, pensativo, con los ojos
estudiándome mientras su mano seguía apoyada en mi pecho.
Mientras sentía el canto desigual bajo mi piel.
—¿Y dónde está la otra mitad, Clem?
Le conté la verdad, lo del brebaje de Mazarine y a lo que tuve que
renunciar. Le dije que la mitad de mi corazón era de piedra y que mi
disfraz de Anna dependía de que lo conservara.
—Esa noche, cuando viste mi re ejo en el espejo —expliqué—.
Cuando dijiste mi nombre…, la piedra que hay dentro de mí se
agrietó. Y no me arrepiento de que lo haya hecho, porque había
olvidado lo vital que es que te conozcan por quien eres y no por lo
que nges ser. Había olvidado lo maravilloso que era que te vieran,
incluso con tus defectos y cicatrices. Quería que me vieras. Pero no
puedo arriesgarme ahora. No hasta que llegue el nal. Tú me lo
pones más difícil porque me he encariñado contigo de la forma más
imposible.
Hubo un largo silencio. De repente, me sentí ansiosa por saber
qué estaba pensando, pero era demasiado orgullosa como para
preguntárselo.
Aguardé, llena de tensión, observándolo.
—Entonces te protegeré hasta el nal, aunque eso signi que que
tenga que hacerlo desde la distancia —contestó. Bajó los dedos por
mi brazo hasta enredarlos con los míos, llevándose la mano hasta sus
labios para besarme el hueco de mi palma, como si estuviera
sellando un juramento—. Ahora descansa, Clem.
Me soltó y se puso de pie. Sentí que estaba nervioso por las cosas
que había compartido con él, pero ocultaba bien sus emociones.
—¿Necesitas algo antes de que me vaya? —preguntó ya a medio
camino de la puerta.
Lo observé, preguntándome cómo habíamos llegado a esto.
Ansiaba decirle una palabra más. «Quédate».
Pero negué con la cabeza, rindiéndome a la fría cama.
—No.
Se marchó.
Me empapé del silencio de las montañas, pasándome los dedos
por el pelo enredado. Phelan se había convertido en mi mayor
alianza y, al mismo tiempo, en mi mayor amenaza. Y unos pocos
mechones de color castaño brillaban entre el marrón dorado de mi
cabello.
37

I
monie había deslizado otro mensaje por debajo de mi puerta.
Lo encontré en cuanto me desperté de mi sueño vespertino,
todavía cargado de los sueños de Hereswith.
Esta vez, había escrito: «¿El maestro de la moneda?».
Me quedé quieta y me pregunté por qué me lo había enviado. Me
planteé ir a verla; ella y yo aún teníamos que hablar. Pero sabía que
era demasiado peligroso para mí relacionarme con ella, sobre todo
desde que había unido mi destino al de la condesa. Y me estremecía
cada vez que me imaginaba preguntándole a Imonie por qué me
había mentido todos estos años. Sinceramente, sabía cuál sería su
respuesta: para proteger a mi padre y la vida que había construido
en Bardyllis.
Para protegerme a mí, hasta que llegara el momento de decirme
la verdad.
Quemé su mensaje, como había hecho con el del día anterior. No
podía arriesgarme a tenerlos tirados en mi habitación, y mientras
observaba cómo el pergamino se convertía en ceniza, me di cuenta
de lo que intentaba decirme.
Ella quería que yo tomara el trono. Y debía estar dudando del
acuerdo del duque, el maestro de la moneda, con mi padre para
apoyar mi candidatura.
Me lancé el encantamiento de sigilo y recorrí los pasillos, con la
vista puesta en encontrar al duque. Al nal lo localicé en el jardín de
la fortaleza, serpenteando entre la maraña de arbustos. Me situé
detrás de las puertas del patio y lo observé a través de los cristales de
las ventanas. Se detuvo para contemplar la asombrosa panorámica
que se extendía más allá de los muros del jardín: un paisaje de la
ciudad montañosa de Ulla, construida en hileras de casas de piedra.
Abandonada y vacía ahora, con la naturaleza dominándola.
Necesitaba hablar con él, pero no podía hacerlo al aire libre,
donde la condesa nos podría ver.
Me apresuré a ir a los aposentos del duque. La puerta estaba
cerrada con llave, pero la abrí con facilidad con un hechizo. Me
acomodé en una silla desde la que tenía una clara vista de la puerta,
con mi encantamiento de sigilo aún ocultándome, y esperé.
Un cuarto de hora después, se abrió la puerta.
El duque entró en la habitación, sin darse cuenta de mi presencia.
Si hubiera estado más atento, habría notado la extraña arruga en el
papel de la pared. Una ruptura en el patrón. Pero, para mi suerte,
estaba demasiado preocupado.
Le di un momento para cruzar la sala. Se detuvo ante el espejo y
se miró. Desde mi posición, solo pude captar la mitad de su
verdadero rostro en el re ejo. Era viejo. Mucho más viejo que su
disfraz. Tenía el pelo largo y plateado, la cara pálida y arrugada
como un pergamino. Tenía una cicatriz en la frente y una barba que
le cubría la cara, brillante como la escarcha.
Suspiró.
Comprendí una parte de ese sentimiento, y observé cómo se
dirigía a la mesa en la que estaba la comida, mientras se servía un
vaso de agua.
La copa estaba a medio camino de sus labios cuando mi voz
rompió el silencio.
—El agua está envenenada, Su Excelencia.
El duque se sobresaltó.
Dejó caer la copa y la vi romperse, el agua inofensiva se derramó
por el suelo. Deshice mi encantamiento mientras él se giraba,
encontrándome al instante sentada en la silla contra la pared.
—Señorita Neven —dijo, y de alguna manera se las arregló para
sonar contento de verme. Aunque se le daba muy bien ngir—, me
ha tomado por sorpresa.
—Perdón, Su Excelencia. Creí que era mejor prevenirlo.
—¿Y quién pretende envenenarme? —preguntó, mirando el
charco.
—Se lo diré, pero solo si responde con sinceridad a dos de mis
preguntas primero.
Se rio, un sonido profundo y fuerte.
—Muy bien, señorita Neven. Venga, ¿por qué no toma asiento y
así podemos compartir el poco pan y la carne que me quedan, a
menos que también estén envenenados?
Me levanté y me uní a él en la mesa, pero rechacé su invitación.
—Su comida es segura, pero no tengo hambre.
Asintió con la cabeza, pero pareció dudar antes de partir el pan
integral.
—Haga su primera pregunta, señorita Neven.
Esperé hasta que hubo tomado un bocado.
—¿Quiere que la maldición de la luna nueva termine?
—Pues claro que sí —respondió, pero lo dijo demasiado rápido
—. Las pesadillas ya nos han perseguido bastante en Bardyllis. Mi
pueblo está cansado de ellas. Son un gran inconveniente cada mes.
—¿Aunque el impuesto de los sueños le llene las arcas?
Entornó los ojos hacia mí, pero le dio otro bocado al pan.
—Ese impuesto no solo sirve para mejorar la tierra, sino que
también paga a magos como usted, señorita Neven. ¿O es que quiere
hacer un trabajo tan peligroso gratis?
—Los guardianes merecen ser pagados —contesté—. Pero el
impuesto de los sueños es excesivo e innecesario.
—Supongo que eso signi ca que está a favor de romper esta
maldición, señorita Neven —a rmó—. Aunque eso suponga perder
su profesión y sus ingresos.
—Sí, estoy a favor de romperla —respondí.
Nunca me había imaginado que me encontraría en la tesitura de
acabar con la maldición de la luna nueva, y el duque tenía razón: ver
cómo se rompía me cambiaría la vida. Pero yo quería que el ducado
de la montaña fuera restaurado. Quería que el reino sanara. Quería
que mi padre e Imonie volvieran a sentirse menos como espectros y
más como humanos.
Quería hacer algo más que luchar contra las pesadillas, luna tras
luna, atrapada en un ciclo vengativo.
—Entonces eso resuelve su primera pregunta —dijo—. Haga la
segunda.
—¿A quién apoyará como nuevo soberano?
—Ah, por n hemos llegado al meollo de la cuestión —dijo el
duque, y como para hacer hincapié en ello, clavó el tenedor en la
carne asada—. No es algo fácil de responder, señorita Neven. Hay
muchos factores en juego.
—¿Como cuáles?
Masticó, y supe que se estaba dando tiempo para formular su
respuesta.
—Creo que a los miembros de la corte original se nos ha dado
nuestra oportunidad y la hemos desaprovechado, ¿no cree? Estoy a
favor de que uno de los hijos gobierne.
—¿Lennox, Phelan u Olivette?
—Falta alguien más.
—¿Quién?
—La hija de Ambrose. —El duque cortó otro trozo de carne—.
Clementine Madigan.
—Qué nombre más extraño —musité.
El duque se limitó a arquear la ceja y a comerse la carne asada.
—¿Y bien? —dije—. ¿Dónde está esa chica?
—Ya oyó a Ambrose la otra noche en el campamento. Ha
desaparecido.
—Entonces no es candidata al ducado —respondí simplemente
—. Así que no deberíamos contar con ella. ¿A quién, de los tres
presentes, apoyaría?
—Usted también podría tomar el trono, señorita Neven. Ya
hemos hablado de esto antes. No hace falta reclamar el trono para
gobernar Seren, aunque ayuda a obtener aprobación y protección.
Y fue entonces cuando me di cuenta de lo que yo quería y lo que
no. Miré al duque y le dije:
—No quiero gobernar.
—Pues muy bien —suspiró y soltó el tenedor—. Ya sabe lo de mi
inversión.
—Habla de Phelan. —Que era una persona, no una suma de
dinero. Pero mantuve ese comentario entre mis dientes.
—Phelan se quedará con Bardyllis. Solo necesito su rma en los
papeles para considerarlo o cialmente mi heredero.
—¿Lennox y él son sus hijos?
El duque no pareció escandalizarse por mi descarada pregunta.
Se limitó a sonreír y contestó:
—No es la primera que se lo pregunta. Pero no. No lo son.
—Debe tener algún acuerdo con la condesa —dije, y observé
cómo le cambiaba la expresión. Fue solo un cambio mínimo, pero
su ciente para informarme de que había tocado alguna bra sensible
—. Y ese acuerdo debe haberse forjado hace mucho tiempo, porque
parece que no se ven muy a menudo ahora.
—La condesa siempre ha sido ambiciosa —respondió—. La
conozco de toda la vida. Al nal, solo toma decisiones que sirven a
sus intereses. Que Phelan sea duque es una de ellas, porque su
madre piensa que es su hijo más débil. Cree que puede manipularlo
y gobernar a través de él. Y ya ve…, ella siempre ha querido
gobernar. Nunca superó el insulto de que su hermano fuera
considerado más apto para ser duque y no ella. Desde entonces,
ansía el poder.
—Entonces, ¿a quién cree que la duquesa quiere ver gobernando
las montañas? —me atreví a preguntar—. Era ella la que estaba tan
interesada en que esta maldición se rompiera.
—Mi querida niña —dijo el duque, y me tendió la mano—, la que
quiere gobernar las montañas es ella misma. Siempre lo ha hecho.
Un siglo no ha cambiado su ambición.
Deslicé la mano lejos de su agarre.
—Pero la pesadilla debe romperse antes de que ella pueda
reclamar el trono.
—Y sus dos hijos son guardianes, ¿no? —dijo—. Hará que Phelan
y Lennox venzan al sueño y reclamará el derecho a gobernar.
Me quedé callada por un momento. Y luego pregunté:
—¿Quiere verla reinar?
—Ya le he dicho que creo que nuestra corte ha tenido su
momento.
—Entonces, ¿apoyaría a Olivette Wolfe? ¿O a Nura Sparrow?
Se echó a reír.
—Olivette ha dejado muy claro que no quiere tener nada que ver
con las montañas. Es de Bardyllis hasta la médula. En cuanto a su
compañera…, me temo que no sé mucho sobre ella como para decir
si la apoyaría o no.
No se equivocaba. Notaba que Olivette estaba incómoda aquí.
Ansiaba volver a Endellion. Y notaba que Nura también. No me
parecía correcto cargarles con tanto peso y responsabilidad ahora, no
cuando Olivette aún estaba sorprendida por los secretos de su padre
y había sido herida por una pesadilla. No cuando las dos chicas
habían dicho tan abiertamente que no lo querían.
—¿Le disgusta Lennox? —preguntó el duque.
Hice todo lo posible por mantener mi rostro neutral.
—Él no es al que me imagino para las montañas.
—Pero a Phelan, sí.
—Sí.
El duque suspiró.
—Como le he dicho, señorita Neven, él…
—Se quedará con Bardyllis —terminé la frase—. Y Bardyllis es
una provincia bien establecida. Cualquiera podría ser formado y
entrenado para ser soberano, para heredar su tierra cuando llegase el
momento. Pero en el caso de Seren no es así. Su gente ha estado
dispersa durante cien años. Su fortaleza ha sido abandonada. Su
corte está disuelta y maldita. —Hice una pausa, esperando que mis
palabras hicieran mella en el duque. En el maestro de la moneda—.
No sé cuánto tiempo ha estado disfrazado, lord Deryn. Ni siquiera sé
su verdadero nombre y no se lo voy a preguntar. Pero quiero que
considere liberar a Phelan de Bardyllis y apoyar su candidatura al
trono. Dice que es su heredero, y, sin embargo, su sangre es de las
montañas, no de las praderas ni de la costa. Esta fortaleza fue su
primer hogar, Su Excelencia. Recuerde de dónde viene.
Estaba pensativo, escuchando. Me pregunté si sería fácil de
convencer, si seguiría siendo el al trato que había acordado con mi
padre o si cambiaría de bando. Sabía que mi acción más sabia era
dejar que considerara lo que le había dicho.
Me levanté de la mesa.
—Tómese el resto del día para re exionar —dije—. Pero, si decide
unirse a mí para apoyar a Phelan, venga al gran salón al atardecer y
alce su copa hacia mí.
—Lo consideraré, señorita Neven —respondió con una
inclinación de cabeza—. Ahora, dígame. ¿Quién la ha enviado a
envenenarme?
Empecé a caminar hacia la puerta, pero me giré para mirarlo por
última vez. Pude ver su verdadero re ejo en el espejo. El de un
hombre viejo y astuto.
Pero a este juego podíamos jugar los dos.
—La condesa, por supuesto —contesté, y me marché sin decir ni
una palabra más.
38

A
nocheció.
Comencé a prepararme para esa noche. Me lavé la cara y me
trencé el pelo, ocultando los mechones castaños. Me puse una
falda de cuadros, una blusa limpia y un corpiño negro anudado por
encima. Las prendas con las que me sentía más cómoda. Me subí las
medias por encima de las rodillas y me puse las botas, con la daga
metida en su escondite, y luego me comí el tentempié que apareció
en la mesa. Pan de centeno, gallina asada y agua, que aún estaba fría
porque provenía de un arroyo de la montaña.
Fui una de las primeras en llegar al gran salón esa noche.
Los hermanos Vesper estaban allí, apoyados en una de las mesas
de caballete. Traté de no mirar a Lennox, pero se me desviaron los
ojos hacia Phelan. Él ya me estaba observando; respiré hondo tres
veces antes de apartar la mirada, caminando por el pasillo.
Cada minuto que pasaba aumentaba mi preocupación. La posible
manifestación del sueño de Phelan era la raíz de mi desvelo, pero
también existía la posibilidad de que los sueños de mis padres, de
Imonie o incluso los de Mazarine me expusieran. No sabía si habían
soñado conmigo o no, y eso me inquietaba.
En cuanto pensé en mi padre, apareció en el gran salón, vestido
con sus mejores galas y preparado para la lucha. Compartí una
mirada fugaz con él y, después, nos ignoramos.
Nura y Olivette no vinieron, y supuse que esa noche
descansarían, a salvo en su dormitorio.
Observé cómo se desvanecía el último rayo de luz a través de las
ventanas y me sorprendí al ver que el duque entraba en la sala, tal y
como le había pedido. Llevaba una copa de agua en la mano y se
acercó a Phelan y a Lennox e intercambió unas palabras con ellos.
Quizá solo hubiera venido a burlarse de mí. Pero, entonces, el
duque se encontró con mi mirada desde el otro lado del gran salón y
levantó su copa hacia mí.
Le respondí con una inclinación de cabeza, junto antes de que se
fuera.
Parecía que las alianzas no estaban grabadas en piedra.
Phelan se dio cuenta de nuestro intercambio, pero solo porque no
dejaba de prestarme atención. Y no pude evitar jarme en cada uno
de sus movimientos a cambio. Las prendas le sentaban como un
guante: los pantalones beis y las botas hasta las rodillas, un chaleco
bordado con las fases de la luna, un corbatín, una chaqueta de frac
negra y un estoque enfundado en el cinturón. Llevaba su cabello
oscuro suelto, como a mí me gustaba.
Para mi sorpresa, la condesa fue la siguiente en entrar en el gran
salón. Llevaba un vestido negro como la tinta con una piel que le
cruzaba el cuerpo en diagonal, ceñido al talle con un cinturón de oro.
Portaba una daga en la cadera. Me preguntaba por qué estaría allí,
ya que era maga, pero no una guardiana, y me fui al lado de Phelan
después de que Lennox dejara su sitio en la mesa.
—¿Va a luchar tu madre esta noche? —le pregunté.
—Su intención es mirar —respondió Phelan—. Pero tu… —Se
sobresaltó de repente, aclarándose la garganta—. Veo que el señor
Madigan va a unirse a nosotros.
—Sí —dije, manteniendo la voz baja—. He oído que fue un gran
guardián en el pasado.
—Seguro que todavía lo es —contestó Phelan con amabilidad.
—Phelan —susurré, y quise preguntarle si él reclamaría el trono
en caso de que se rompiera el sueño esa noche. Él era la esperanza
para las montañas, porque Olivette y Nura no lo deseaban, Lennox
no era nada honrado y yo estaba llena de contradicciones y de
mentiras. Pero perdí el valor y las palabras se marchitaron dentro de
mí.
Él aguardó, pero su madre se acercó a nosotros y se rompió el
momento.
—Ah, me alegro de verte esta noche, Anna —me saludó la
condesa.
—Sí, lady Raven —le contesté—. Como de costumbre, estoy lista
para luchar junto a Phelan.
Sonrió, pero la calidez no le llegó a los ojos.
—¿Puedo hablar contigo, hijo? ¿Allí, con tu hermano?
Phelan soltó un suspiro suave, uno que sabía que expresaba su
reticencia, pero acompañó a su madre al otro lado del gran salón,
donde estaba Lennox.
Observé a los tres, que estaban conspirando en un rincón
sombrío, y a mi padre, que se paseaba solo por el pasillo. Y luego
estaba yo, atrapada entre los dos, llena de esperanzas, dudas y
planes propios.
La noche llegó al n. Las sombras del salón se suavizaron hasta
que se encendieron las chimeneas con llamas encantadas, arrojando
corrientes de luz a lo largo del suelo.
El trono tardó un poco en materializarse en el estrado. Pero, una
vez que apareció, Emrys llegó y se colocó al lado, como un
magistrado de la corte, y la pesadilla no tardó en manifestarse.
Noté cómo el gran salón cambiaba, mudando sus mesas, bancos
y estandartes heráldicos. Los suelos se convirtieron en mármol
blanco con toques de azul; las vigas de madera se hundieron para
convertirse en bóvedas y arcas. Los candelabros aparecieron,
brillando con hojas de plata y velas.
Reconocí el lugar. Era el salón de baile de la mansión de la
condesa en Endellion.
Miré al otro lado de la sala para ver a lady Raven. Tenía el rostro
desnudo y los ojos muy abiertos por el miedo.
Era uno de sus sueños.
Me quedé atrás, en el borde, y observé.
La condesa fantasma se encontraba en el centro del salón de baile
y, junto a ella, había un hombre alto y esbelto, con un cabello oscuro
y denso. Me recordó a Phelan y supe que era su hermano, el duque
de Seren. El mago que había maldecido a esta corte y a la luna
nueva, cuyos huesos brillaban ahora bajo su lecho.
La condesa fantasma se sobresaltó al verlo.
—¿Qué haces aquí, Isidore?
—¿No te alegras de verme, hermana? ¿Ni siquiera en sueños?
Se quedó callada, pero vi cómo recorría su cinturón, buscando la
empuñadura de la daga.
Isidore se dio cuenta y sonrió, sin ningún temor.
—No puedes matarme en este reino.
—No pretendía hacerlo.
—Y, entonces, ¿por qué tienes sangre en las manos? —preguntó.
La condesa miró hacia abajo y vio que se había manchado de
sangre el vestido. Levantó las manos y le temblaron mientras le
goteaba la sangre de los dedos y se acumulaba en el suelo en un
charco de unos centímetros de espesor.
—¿Vemos a toda la gente a la que has matado y con la que
quieres acabar? —dijo Isidore, y, con un movimiento de la mano,
hizo que aparecieran más personas en el salón de baile.
Había diez víctimas en total, contando al duque de Seren, y no
conocía a ninguna de ellas, pero el aire se tensó cuando miraron a la
condesa, la mujer que había planeado sus muertes. Y entonces vi un
destello de cabello rojo, largo, suelto y salvaje, mientras una chica se
abría paso en el salón a través de la sangre.
Sentí una punzada en el costado cuando le vi la cara.
Era yo.
Clem.
Y no sabía por qué estaba en el sueño de la condesa. No hasta que
me acerqué al duque de Seren y la verdad se hundió en mí como una
espada.
La condesa planeaba matarme.
Miré alrededor de la pesadilla, buscando a Phelan. No podía
encontrarlo entre el brillo extraño de nuestro entorno, pero quería
más que nunca contemplar su rostro en ese momento. Ver si se había
enterado de los planes de su madre.
Cualquier cosa que el sueño tuviera reservada se alteró, porque
Lennox se acercó y caminó entre las víctimas, con su estoque
desenfundado y la mano levantada, lista para lanzar hechizos.
«Debería haber aguardado más», pensé con los dientes apretados.
Ahora había interrumpido la pesadilla y esta seguía su propio curso
reactivo. Nunca sabría cómo terminaba el sueño de la condesa en
realidad, si había conseguido matarme.
Pero quizá no importara. Lennox estaba centrado en Clem, se
abrió paso entre las víctimas para llegar hasta ella, y me di cuenta de
que llevaba la joya dorada en el cuello, al igual que Anna la noche
anterior. La debilidad era yo y mi corazón de piedra, y me aguanté
una maldición, enfadada porque los sueños parecían empeñarse en
exponer mi secreto.
Phelan apareció, siguiendo a su hermano.
—¿Qué estás haciendo, Lee?
Lennox se paró y lo miró por encima del hombro.
—Ella es la llave para romper este sueño. ¿No lo ves?
Phelan miró a Clem. Sus ojos eran oscuros y estaban llenos de
anhelo, y me pregunté en qué estaría pensando él mientras
observaba a mi fantasma.
Clem estaba en silencio y pálida, clavada en el sangriento suelo
como una estatua. La visión de su quietud me puso nerviosa, y di un
paso más hacia el sueño.
—Sabes que esta no es ella —se burló Lennox, sintiendo el apego
de su hermano, y se preparó para atravesarle el pecho a Clem con la
punta del estoque.
—¡Espera, Lee! —Phelan se abrió paso entre la multitud, que
comenzó a girarse hacia él. La apariencia pací ca del salón de baile
se hizo añicos, y Phelan no tuvo más remedio que desviar su
atención para defenderse.
Mi padre dio un paso adelante, entrando en la pelea. Le vi abatir
a una de las víctimas de la condesa con un rayo de luz. Y luego cortó
al duque de Seren por la mitad, sin ningún remordimiento, e Isidore
jadeó, convirtiéndose en humo.
La condesa debía haber estado esperando a que derrotaran a su
hermano, porque al n intervino, con el rostro enrojecido por la
morti cación de ver su sueño expuesto. Ignoró a su propio fantasma
y la violencia que se desataba y sacó la daga de su cinturón.
—Mátala —ordenó a Lennox, haciendo un gesto con la cabeza
hacia Clem.
Volví a desviar los ojos hacia Clem y me envolví el cuerpo con
energía, preparándome para impedir que la condesa rompiera el
sueño. Observé a mi propio fantasma en el reino de los sueños, que
seguía de pie, dócil y apacible, y me pregunté si iba a caer en
silencio, si me iba a limitar a quedarme allí, sin hacer nada, mientras
Lennox me atacaba.
Lennox desenfundó su espada, preparándose para atacar a Clem.
Y ella esperó a que él comenzara a atacar, con el estoque brillando
por la luz. La Clem fantasma movió la mano de una forma
terriblemente familiar, un movimiento que yo había hecho miles de
veces, y su magia atrapó la hoja antes de que pudiera atravesarle el
pecho. El estoque se sometió a ella, doblándose sobre sí mismo para
clavarse en su portador, y Lennox abrió mucho los ojos sorprendido,
emitiendo un grito cuando su propia arma le perforó el hombro.
Qué placer sentí en ese momento.
Me quedé en las sombras y observé con satisfacción cómo Clem
chasqueaba los dedos y lanzaba a Lennox hacia atrás. Aterrizó en el
suelo con un gemido, con el estoque aún clavado en el hombro, y
maulló de dolor, con la sangre empapándole la ropa.
La condesa se volvió con los ojos desorbitados, mirando a su hijo
y a Clem.
—¡Phelan! —gritó con un chillido agudo—. Ven y remata esto.
La ropa de Phelan estaba destrozada. Tenía sangre salpicada en el
chaleco y en las manos, aunque no creía que fuera suya. Tenía el pelo
revuelto, con mechones oscuros enmarcándole la cara. Dejó de
luchar, y me di cuenta de que estaba cansado al ver cómo curvaba
los hombros hacia dentro. Debían de dolerle las antiguas heridas.
—Ven aquí —dijo la condesa de forma más tajante, y él obedeció.
Phelan se dirigió hacia ella con paso pesado. Mi padre seguía
luchando contra los fantasmas que aún quedaban en el sueño, pero
su atención ahora estaba dividida entre el combate que estaba
llevando a cabo y la visión de Phelan acercándose a su hija.
—Vamos —le mandó lady Raven—, tienes que vencerla.
Phelan se quedó mirando jamente a Clem, con la respiración
entrecortada. Levantó su estoque, apuntándolo al corazón, a esa
promesa de oro. El punto débil de la pesadilla.
Se quedó inmóvil en esa postura, pero le temblaba el brazo.
Poco a poco, bajó la espada y dijo:
—No puedo hacerlo.
—Sí, sí que puedes —le animó su madre—. Solo es un fantasma.
Sea cual fuere el poder que tiene esa chica sobre ti…, ahora es el
momento de liberarte, Phelan.
Dio un paso más hacia Clem, incapaz de apartar la mirada de
ella.
«De mí», pensé, y una advertencia resonó en lo más profundo de
mis huesos.
Me moví en silencio, acercándome. La sangre me empapó el
dobladillo de la falda. Se ondulaba a mi paso y, sin embargo, nadie
se dio cuenta de que me estaba aproximando. Nadie excepto mi
padre, que había terminado de matar al resto de los fantasmas del
sueño y le faltaba el aliento.
No estaba segura de lo que podía esperar de Clem, si trataría a
Phelan con la misma consideración que a Lennox. Se me encogió el
estómago cuando Phelan le tendió la mano con suavidad.
Vi el cambio en su expresión, el brillo frío de sus ojos. No había
amor, ni perdón, ni piedad en ella. La venganza había devorado esas
partes de ella, dejándola hueca, y ahora estaba vacía, totalmente
vacía. Sentí un eco de ese vacío cuando Clem se preparó para
golpear a Phelan, reuniendo su magia.
Se puso rígido e inhaló una bocanada de aire, dándose cuenta un
instante demasiado tarde.
Pero yo no.
Me lancé hacia delante y pronuncié un hechizo. Mi magia se
interpuso entre ellos, absorbiendo la mayor parte de la fuerza que se
había dirigido a Phelan. El choque de mi interferencia nos sacudió a
los tres y retrocedimos unos pasos mientras nuestros alrededores
retumbaban en respuesta. Se formó una grieta en el suelo y la sangre
empezó a drenarse a través de ella, llenando el salón de baile con un
sonido de goteo perpetuo.
Recuperé el equilibrio y me alejé unos pasos, con dolor en la
mano. Vi cómo Clem enderezaba de igual forma su grácil cuerpo. Se
le enredaba el pelo castaño en la cara como una red. Recordé esa
sensación y casi podía sentirla en mi propio rostro. Y entonces sus
ojos se encontraron con los míos por encima de la grieta, la sangre,
las sombras y la luz del fuego; y sonrió, como si hubiera estado
esperando que yo apareciera todo este tiempo.
—¡Anna! —gritó aliviada la condesa—. Gracias a los dioses,
querida. Remata lo que mis hijos no pueden. Rompe este sueño,
Anna, y te recompensaré en exceso.
Apenas le presté atención. Estaba centrada en Clem. Pasé por
encima de la grieta del suelo, a su rango de ataque. Nos rodeamos la
una a la otra, siendo presa y depredadora, chica y fantasma. Yo era
ambas cosas, pero no me sentía ninguna de ellas. Mis emociones
estaban enmarañadas; mis sentimientos fríos y cálidos, entrelazados,
irradiando un entumecimiento en mi pecho muy agradable.
¿Cómo iba a derrotarla? Conocía su arsenal de hechizos. Al igual
que ella conocía el mío.
Clem se detuvo abruptamente al n.
Al igual que yo, como un espejo de sus movimientos.
Por encima de la na inclinación de su hombro, vi el estrado
detrás de ella. El trono, reluciente como si estuviera tallado en hueso,
y Emrys de pie a su lado, observándome con una diversión perversa.
Entonces, la condesa se cruzó en esa vista, esperando en las escaleras
del estrado. Me di cuenta de que se estaba posicionando. De que en
cuanto rompiera este sueño, ella reclamaría la soberanía de las
montañas.
Y por nada del mundo… quería postrarme ante ella. No quería
verla sentada en ese trono.
Le sostuve la mirada a Clem y supe que veía cómo uían mis
pensamientos. Mi deseo de que ella venciera al sueño.
Asintió y levantó la mano hacia lady Raven. La condesa se cayó
con un grito. Se quedó postrada en las escaleras, congelada. ¿La
habría matado mi fantasma?
No había tiempo para cuestionarse cosas. Clem se giró y le lanzó
un hechizo a Lennox, aunque este seguía retorciéndose en el suelo,
herido. Quedó inerte como un muñeco de trapo, con las
extremidades extendidas.
«Phelan», pensé, y entré en pánico. Di un paso hacia él y el
hechizo de la fantasma me pasó rozando la oreja. Le dio de lleno en
el pecho y vi con los ojos muy abiertos cómo un reguero de sangre
comenzaba a brotarle de la nariz. Cayó de rodillas, con la mirada ja
en mí. Fui lo último que vio mientras caía al suelo.
Y luego mi padre, que era rápido, pero no lo su ciente si la
pesadilla era su hija. Podría haber golpeado a Clem, podría haber
roto el sueño. Pero dudó y ella se aprovechó de ese momento. Él se
cayó como un castillo de naipes.
Me quedé mirando asombrada su cuerpo inconsciente. También
le goteaba sangre de la nariz.
Intenté convencerme de que era solo un sueño, de que no estaban
muertos. Pero me invadió una ola de devastación y el dolor me
recorrió desde el pecho hasta el cuello. Como si me hubieran
marcado. Siseando, me toqué la garganta. Las yemas de los dedos
me trazaron unas marcas lisas, incrustadas en la piel.
—El trono es tuyo, puedes tomarlo —dijo Clem—. Te lo
concederé solo a ti.
Me quedé mirándola. Antes de darme cuenta, la golpeé con un
hechizo, apuntando a su corazón. Se fundió en humo, en el olvido, y
me di cuenta, con las piernas temblorosas, de que acababa de vencer
a la pesadilla.
Dirigí los ojos hacia el estrado. Hacia el trono, donde Emrys
seguía esperando. Me extendió la mano, invitándome a ocuparlo.
Di un paso hacia él. De repente, era todo lo que podía ver, todo lo
que deseaba. Caminé a través de la sangre, pasando por encima del
cuerpo de la condesa, y subí, subí para tomarlo. Todas las cosas que
podría hacer, todas las cosas que podría cambiar.
Mi ambición se vio interrumpida por Emrys, pues su mirada
parpadeaba más allá de mí, como si alguien más hubiera entrado en
el gran salón. Me detuve en los escalones, con una advertencia
recorriéndome la piel. Alguien me estaba siguiendo.
Me giré para ver quién era y me encontré con el borrón de un
escudo que se balanceaba para derribarme. El dolor brotó en mi
cráneo y estalló detrás de mis ojos.
Y caí. Caí en lo más profundo de la oscuridad.
Era un lugar pací co, en el que la oscuridad me retenía como si
fuera un ancla. Pero, cuando comenzó a entrar la luz, me encontré
con un mar de extrañas sensaciones.
Unos dedos fríos me recorrieron la cara. Unos dedos fríos me
recorrieron el cuello, cubriéndome la garganta.
Un coro de voces gritó un nombre que no despertó nada dentro
de mí.
—¿Anna? ¡Anna!
Un jadeo rompió la débil conmoción, diciendo:
—No, déjame que la lleve yo. Es mía.
Unos brazos me llevaron arriba, hacia las nubes. Abajo, hacia las
profundidades de la montaña. Una piel suave, una cama y el crepitar
del fuego. El olor a pino y a hierba de la pradera.
—Clem.
Era Phelan el que intentaba despertarme.
Sentía que tenía la cabeza partida en dos. El pecho me lloraba de
dolor.
—Saca la daga —le susurré, pero no podía abrir los ojos ni decirle
dónde me dolía.
—Clem.
Me alejé de él y de sus manos, bajando a un lugar donde ni
siquiera los sueños podían llegar.
39

C
uando desperté, mis recuerdos estaban revueltos.
Volvía a ser por la tarde, pero la luz era gélida y estaba teñida
de azul, como si se estuviera gestando una tormenta más allá
de las ventanas. Estaba tumbada en una cama de pieles, con Phelan
cerca de mí. Observé cómo su pecho subía y bajaba mientras
dormitaba. Poco a poco fui encajando las piezas y recordé lo que me
había llevado hasta aquí, a estar encerrada en su habitación con un
fuerte dolor de cabeza.
En cuanto me moví, se despertó.
—Tranquila, Clem.
—Quiero incorporarme —grazné, y él me levantó. El mundo me
dio vueltas y luché contra una oleada de náuseas, acomodándome
contra el cabecero de madera—. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?
—Varias horas. —Phelan se apartó de la cama para avivar el
fuego de la chimenea y servirme un vaso de agua. Me lo acercó, y
tomé largos y ávidos sorbos—. Ya es cerca del mediodía, aunque la
nieve di culta saber qué hora es.
Miré por la ventana, impresionada por la inquietante belleza de
la nieve al caer. Observé su danza durante un momento más, hasta
que levanté la mano para palparme la parte posterior de la cabeza.
Había un bulto considerable, oculto en mi pelo alborotado.
—¿Quién te ha herido, Clem? —preguntó Phelan.
—No fue la pesadilla —respondí—. Alguien me atacó.
No le dije que había subido para ocupar el trono. O que había
pasado por encima de su madre, que yacía boca abajo, para hacerlo.
Entonces, recordé el borrón de madera y acero, justo antes del
impacto. No había sido un hechizo lo que me había atacado, sino un
escudo. Algo del mundo físico. ¿Había sido el duque? ¿O había sido
alguien como el señor Wolfe?
Mis sospechas me conmocionaron. Quien me había dejado
inconsciente no quería que la maldición terminara; de ser así, habría
tomado el trono, en lugar de dejarlo vacío hasta que el sol saliera y la
silla se desvaneciera junto con Emrys, a la espera de que la noche
volviera a aparecer.
Phelan estaba callado. Su silencio atrajo mis ojos hacia él, y me
estudió con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurre?
—Estás cambiando, Clem.
—¿Qué quieres decir? —Mi corazón dio un vuelco nervioso,
como si él percibiera las sombras que se acumulaban en mi interior.
Pero se limitó a sentarse en el borde de la cama y a acariciarme el
pelo.
—Ahora tienes más mechones castaños en el pelo. Y tu cuello…
—Me recorrió la garganta con los dedos—. Las cicatrices de las
branquias han vuelto.
Tragué y toqué las lisas cicatrices.
—He visto cómo mi fantasma os atacaba a ti y a mi padre, y
pensé que ambos estabais muertos.
Phelan apartó la mano de mí.
—No muertos, pero sí en un doloroso sueño. No creo que me
importe volver a encontrarme con tu fantasma pronto.
Me estaba tomando el pelo, pero tenía la cara demasiado rígida
para sonreír.
—¿Sabías que tu madre quiere matarme, Phelan?
—No, Clem. Te juro que no sabía que ella quería verte muerta. Y,
aunque lo hubiera sabido, si me hubiera contado todo el alcance de
sus planes, nunca te habría expuesto ante ella.
Quedé absorta en mis pensamientos ante sus palabras. «Nunca te
habría expuesto ante ella».
Lo miré, vi la esperanza aplastada y la angustia en sus ojos.
—Pero me dijiste que siguiera ngiendo. Has guardado mi
secreto como si fuera tuyo, manteniendo esta farsa junto a mí. Así
que debes haberte dado cuenta de que planeaba hacerme daño, o si
no, no habría importado que yo fuera Anna.
Se tapó la boca con la mano por un instante, como si estuviera
sumido en sus pensamientos, pero, cuando volvió a encontrar mi
mirada, vi que había dado en el clavo.
—Clem…
—Dime la verdad, Phelan —insistí—. Estoy harta de que la gente
me mienta. Y si no puedes ser sincero…, no podremos seguir siendo
compañeros.
Inspiró hondo.
—Entonces que no haya más mentiras entre nosotros, Clem.
Sabía que ella quería vigilaros a tu padre y a ti después de que os
fuerais de Hereswith. Me dijo que os encontrara. No sabía por qué y
no la cuestioné. Pero debería haberlo hecho. No sabía que quería
hacerte daño, no hasta que me contó todos sus planes.
—El día que llegaste a casa y destrozaste la biblioteca.
—No vas a dejar que lo olvide, ¿verdad? —replicó con una leve
sonrisa. Pero la alegría se desvaneció cuando continuó—: No podía
soportar que te pasara nada. Sí, te dije que siguieras ngiendo, y yo
mismo lo he hecho también, porque no me importan los planes de
mi madre.
Su voz contenía un temblor, uno que me hizo pensar que le latía
el corazón en la garganta. Y entonces se bajó de la cama y se
arrodilló.
—Una vez me dijiste que me pusiera de rodillas ante ti y te
pidiera perdón —dijo—. Este soy yo diciendo que lo siento, por todo
lo que te he hecho, por todo el dolor que te he causado, por no
haberte dado más opción que recurrir a los planes más descabellados
para aliviar el daño que te he causado. No merezco tu perdón, pero
es esto lo que busco, para poder permanecer cerca de ti.
Debí haberme quedado mirándolo durante un largo e
insoportable momento, porque susurró mi nombre. Me moví del
colchón y me senté en el borde de la cama ante él, con los pies
tocando el suelo. Seguía teniendo miedo de hablar, pues incluso su
nombre podría romperme, y tomé su cara entre las manos.
Phelan me rodeó con los brazos.
—Dime qué quieres que haga —dijo—. Dime que me vaya y lo
haré.
Deslicé los dedos por su pelo.
—Quédate —susurré.
Me besó las cicatrices brillantes que tenía en el cuello. Trazó con
los dedos la curva de mi espalda mientras me besaba las clavículas,
hacia abajo, donde mi corazón palpitaba en una danza de carne que
intentaba separarse de la piedra, y la piedra estaba decidida a
mantenerse rme.
Fuera lo que fuere lo que estuviera por venir esta noche, esperaba
que fuera el nal. Porque no sabía cuánto tiempo más podría
aguantar este disfraz.
—¿Por qué quiere matarme tu madre? —le pregunté, para apagar
las llamas que ardían entre nosotros.
Phelan se echó hacia atrás para poder mirarme. Puso las manos
en mis caderas, con un toque cálido y posesivo.
—Eres una amenaza para ella.
—¿En qué sentido?
—Eres la hija de Ambrose Madigan. La sobrina de Emrys
Madigan. La sangre de las montañas corre por tus venas. —Hizo una
pausa, pero sus ojos oscuros midieron los míos—. Eres una fuerte
candidata para reclamar la soberanía de Seren.
Resoplé.
—Pues al igual que Lennox y que tú. Y también Olivette.
—Mi madre no ve a Olivette como una amenaza.
—¿Estás seguro, Phelan? Quizá deberías advertir a Nura.
Apretó los labios, pero asintió.
—Sí, tienes razón. Debería advertirles a ambas. Pero el señor
Wolfe es leal a mi madre. Ella le dio favor y protección en la época
anterior a la maldición y no me lo imagino volviéndose contra ella
ahora. No me cabe duda de que apoyará a mi madre cuando reclame
el trono.
—¿Y tú? —respondí—. ¿Apoyas a tu madre?
—No.
«Este es el momento», pensé. El momento en que le decía a quién
querría ver devolviéndoles la vida a estas montañas.
Llamaron a la puerta.
Phelan se puso rígido. Me echó el pelo hacia delante, para que
cayera sobre mis hombros, ocultando los mechones castaños y las
cicatrices de mi cuello. De mala gana, fue a abrir.
Se trataba de la condesa. Estaba en el umbral, sosteniendo un
plato de gallina asada.
—¿Qué pasa, madre? —preguntó, sonando tan sorprendido como
yo.
Lady Raven miró más allá de su hijo. Sus ojos se jaron en mí,
fríos como la nieve que caía por la ventana.
—Espero que te hayas recuperado de lo que pasó anoche, Anna.
—Estás interrumpiendo su descanso, madre.
—Lleva horas descansando, y, por si lo has olvidado, Phelan,
todos nosotros hemos sufrido una noche dura —dijo lady Raven—.
Me gustaría hablar con Anna a solas.
—No creo que…
—Está bien, Phelan —respondí.
No quería dejarme sola con su madre. Leí las líneas de su frente,
la forma de su mandíbula. Noté cómo apretaba las manos y las
soltaba al pasar junto a la condesa, saliendo a las sombras del pasillo.
Al sentir el vacío de su partida…, me pregunté si ella habría
descubierto mi engaño. Si sabría quién era yo debajo de mi
apariencia.
Tal vez la condesa había venido a matarme.
Lady Raven cerró la puerta de una patada. Cruzó la habitación
para dejar el plato de gallina sobre la mesa.
—No debería haberse preocupado, señora —le dije.
—Esto no es para ti —respondió ella—. Es para la trol.
Parpadeé.
—¿La que se llama Mazarine?
—Sí. Brin de Stonefall.
No había visto a Mazarine desde el día en que llegamos. Se había
recluido en sus aposentos. A menudo me olvidaba de su presencia.
—El duque intentó envenenarme esta mañana temprano —dijo la
condesa con brusquedad.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Y creo que ha llegado el momento de librarme por n de él.
—¿Está segura de que ha sido el duque?
—No es ningún duque —casi gruñó—. Es el maestro de la
moneda, y su codicia no conoce límites. Me llevó casi ochenta años
localizarlo después de la maldición. Ese era el alcance de su deseo de
no ser encontrado nunca.
—¿Cómo logró encontrarlo, señora?
—Por mis hijos —respondió, mirándome—. El duque, que era
muy amigo de mi difunto marido, trató a mis hijos como si fueran
suyos cuando nacieron. Cuando su esposa murió y él se quedó sin
hijos, empezó a hacernos grandes regalos. Sobre todo a Phelan, que
necesitaba una educación intensiva para llegar a ser alguien.
Me mordí la lengua, aunque ardía en deseos de darle una réplica.
Pensé en el desprecio que sintió Phelan por sí mismo en la primera
luna nueva en la que habíamos luchado juntos. En cómo se creía
indigno de su título y de su magia, a pesar de que se había esforzado
el doble que yo para ganarse la iluminación.
—Hace tres años —continuó, ajena a mi ira—, el duque se acercó
a mí para nombrar a Phelan como su heredero, el futuro duque de
Bardyllis. Y no sé por qué, pero aquello despertó mis sospechas.
Tardé otros dos años en comprender del todo que no se trataba de
lord Deryn, sino de mi viejo compañero de la montaña, y que
también debía saber dónde se escondía Brin de Stonefall, pues como
espía de Seren llegó a manejar la antigua y peligrosa magia de los
disfraces.
«Sigue ngiendo». Escuché la voz de Phelan en mi memoria.
«Sigue ngiendo…».
Pero qué cerca estuvo la condesa de descubrirme. Me sentí como
si caminara sobre cristal.
—Así que ¿desea matar al duque por venganza, porque la ha
evadido y engañado durante tanto tiempo? —pregunté.
—Deseo matarlo porque se va a oponer a la ruptura de la
maldición —contestó—. Él no quiere que la corte de Seren se
reinstaure. No quiere que las pesadillas de luna nueva lleguen a su
n. Es demasiado lucrativo para él, ese negocio de reclamar
impuestos de los sueños.
Sus palabras se hundieron en mí poco a poco, como un largo
cuchillo, y por un momento vacilé, abrumada por la duda. El duque
dijo que nos apoyaría a Phelan y a mí. Y, sin embargo, la condesa
creía que se opondría a cualquiera que reclamara la soberanía.
Sentí su mirada gélida, analizando mi comportamiento, y me
repuse, centrándome en ella.
—¿Y quiere sobornar a Mazarine con un pollo?
La condesa sonrió, como si yo fuera una adorable e ingenua
criatura.
—No, niña. La gallina está envenenada. Y una vez que Mazarine
caiga, su magia se desmoronará. El maestro de la moneda perderá su
apariencia de duque y entonces lo perderá todo. El título, el poder, la
fortuna. No tendrá más remedio que apoyar mis planes para acabar
con esta maldición.
—Oh —dije—. Una jugada brillante, condesa.
—Por supuesto. Ahora, llévale el pollo a Mazarine. Pero no te
apresures. Tómate tu tiempo y habla con ella, para asegurarte de que
empiece a comérselo. Los troles son criaturas vanidosas y disfrutan
con las historias y con la compañía astuta. Lo harás bien, Anna. —
Lady Raven obviamente tenía miedo de Mazarine. Y me enviaba en
su lugar.
—No estaré en peligro con esa trol, ¿verdad, señora?
La condesa abrió la puerta y me miró. Otra de sus expresiones de
compasión.
—No, querida. Siempre y cuando le des la gallina. —Dio un paso
hacia el umbral, pero se detuvo.
Me preparé, mi mano ansiosa por encontrar mi daga, escondida
en mi bota.
—Ah, y una cosa más, Anna —añadió, justo antes de marcharse
—. Anoche dudaste y la pesadilla se apoderó de ti. Procura que no se
vuelva a repetir.
40

D
iez minutos más tarde, llamé a la puerta de Mazarine con
dolor de cabeza y un pollo. Había elegido una habitación en
el ala norte de la fortaleza, donde estaban los dormitorios más
fríos y oscuros, a los que les daba poco el sol y tenían una vista
interior a las montañas.
—¿Quién llama? —gruñó a través de la madera enrejada con
hierro.
—Anna Neven —respondí, manteniendo en equilibrio el plato de
gallina.
Oí sus pasos mientras se acercaba a la puerta. Las numerosas
cerraduras giraron. Y, entonces, me encontré cara a cara con ella, y
una sonrisa aterradora le iluminó el rostro. Sus dientes amarillentos
brillaban como el ámbar.
—Anna —canturreó—, cuánto tiempo. Pasa.
Entré y me llamó la atención la cantidad de velas y el olor a
musgo y a piedra mojada que llenaba su habitación. Entonces, me di
cuenta de que las ventanas estaban abiertas y de que la nieve se
arremolinaba en la sala. La temperatura era gélida.
—Cuidado —me advirtió—. El suelo está resbaladizo en algunas
partes. Y los huesos de los mortales se fracturan rápido.
Hice caso de su aviso y dejé la bandeja sobre la mesa, que estaba
llena de huesos de pollo, todos partidos y chupados. Sentí que su
presencia me perseguía como si fuese una sombra.
—¿Y esto qué es? —me preguntó.
—Un regalo de la condesa —le respondí.
—Ah, mi vieja y querida enemiga —dijo la trol, agachando la
cabeza y acercándose a la gallina. La olfateó y se le arrugó la nariz en
señal de desagrado.
—Está envenenada —le advertí.
—Cualquier estúpido podría olerlo y llegar a esa conclusión —
respondió Mazarine, enderezándose—. ¿Y por qué quiere
envenenarme?
—Quiere utilizarte para atacar al duque, al que supongo que
debería comenzar a llamar «el maestro de la moneda».
—Ah, ya veo. Su ambición nunca deja de sorprenderme. —Me
estudió más de cerca, con un ojo más pequeño que el otro—. ¿Y a ti
te ha involucrado la heredera?
—Por ahora.
—Me sorprendes y me fascinas, chica mortal.
—¿Y eso por qué?
—Has usado tu disfraz para tener una gran ventaja. Estás dentro
de un juego peligroso para conseguir a un nuevo soberano y, sin
embargo, te desenvuelves sin ningún esfuerzo. Dime, ¿tu corazón de
piedra sigue estando ahí, inamovible como esta montaña?
—Lo he guardado bien —respondí con cuidado, pero aún podía
saborear los labios de Phelan en los míos. Aún podía verlo de
rodillas ante mí, cautivado. Aún podía oír cómo pronunciaba mi
nombre.
—El tiempo lo dirá, ¿no? —añadió Mazarine, como si intuyera las
grietas que había dentro de mí.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Puede.
Lo tomé como un «sí». Le sostuve la mirada y le pregunté:
—¿Puedo con ar en el duque? ¿En el maestro de la moneda?
—Mmm… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa, con sus
largas uñas haciendo crujir la madera—. Me preguntas si puedes
con ar en él. A menudo dice una cosa y hace otra en secreto. ¿Quién
crees que extendió el rumor de lo magní co que era el cruel duque
hace un siglo? ¿Y quién sobornó al guardia de la puerta del duque la
noche del asesinato? El maestro de la moneda. ¿Pero quién le
prometió al maestro de la moneda una cueva interminable de joyas
de oro cuando ella reinara? La heredera, esa a la que tú llamas
«condesa».
Su respuesta no me sirvió para tranquilizarme. El duque podría
estar jugando conmigo o podría estar siendo sincero y deseando ver
frustrados los planes de la condesa.
—¿Responde eso a tu pregunta, chica mortal?
—Sí.
—Pero hay otra pregunta en tus ojos. Suéltala, Clementine de
Hereswith. Responderé con la verdad.
Hacía tanto frío en esa habitación que podía ver mi aliento, y la
nieve se arremolinaba, acumulándose en mi pelo. Y, aun así, nunca
me había sentido tan viva como en ese momento.
—¿Apoyarás a Phelan si sube al trono?
Debía de haber estado esperando esa pregunta, porque la
contestó al instante.
—Te apoyaré a ti.
—Pero yo no soy una candidata digna.
—Eres hija de la montaña, incluso bajo el velo de mi magia. —
Mazarine comenzó a caminar en círculos a mi alrededor—. Te has
introducido en mi piedra y me has ablandado, para mi inmensa
consternación y mi gran asombro. Te apoyaría sin dudar si tú lo
reclamaras, pero, si renuncias a él, apoyaría al soberano de tu
elección.
Me dejó sin palabras.
Y eso la complació. Se detuvo delante de mí y me estudió el
rostro.
—Siempre supe que nos guiarías a casa.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Solía ver el mundo girar desde las ventanas desde la tercera
planta de mi mansión en Hereswith —comenzó Mazarine—. El
tiempo no cuenta igual para mí que para ti. Los minutos me parecen
largos y vacíos y las estaciones, interminables. Aun así, era paciente.
Aguardaba. Esperaba que llegara alguien que pusiera las cosas en
marcha. En el momento que vi tu pelo rojo, cuando tenías ocho años
e ibas dando saltitos por la calle junto a tu padre, supe que tú
cambiarías las cosas. Ambrose nunca lo querría, por supuesto. Podía
oler su miedo en cada luna nueva. Quería que llevaras una vida
normal y segura a pesar de la herida que nuestra maldición había
dejado en tu alma. Pero los padres suelen subestimar a sus hijas,
¿no?
Sus palabras despertaron emociones en mí. Pensé que era muy
irónico que me desmoronara aquí y ahora, a sus pies. A los pies de la
que me había disfrazado.
Ella debió percibirlo. Me tomó de la barbilla, con sus dedos
frígidos contra el rubor de mis mejillas. Me clavó las largas uñas en
la piel, recordándome que debía tener cuidado. Que tenía que
enterrar mis sentimientos.
—Ten cuidado esta noche, Clementine. El nal se acerca y
muchos de nosotros no somos lo que parecemos.
—¿Sabes quién me atacó anoche?
—No estaba viendo lo que pasaba en el gran salón —contestó,
soltándome—. Pero el herrero es totalmente leal a la heredera, por si
no lo sabías.
Y tomó el plato de gallina de la condesa y lo arrojó por la ventana
abierta.
Caminé por los pasillos de la fortaleza tras mi encuentro con
Mazarine, buscando el camino hacia las habitaciones abandonadas
del duque de Seren. Los aposentos a los que Anna en el sueño me
había guiado.
Fue una experiencia diferente el ver la habitación a plena luz del
día. Las paredes estaban revestidas de paneles de roble pintados. Un
enorme tapiz cubría una de las paredes y la chimenea de mármol
tenía un montón de cenizas. Había cuatro grandes ventanas con
cortinas rojas de damasco y unas puertas en el balcón que
permanecían abiertas de par en par, dejando entrar las volutas de
nieve. La cama era grande y estaba a ras del suelo en el centro,
enmarcada por un gran cabecero tallado con montañas y lunas, y
había un sillón de lectura en una esquina, anqueado por unas
estanterías.
Me detuve ante la mancha de sangre del suelo.
Me imaginé a Emrys sacando la hoja de la garganta del duque y a
este último luchando y aferrándose a la vida. Había sido una
pesadilla, una luna nueva. A una hora cautivadora, de las que
cambian el alma.
Un viento de la montaña suspiró a través de las puertas del
balcón. Tocó un armario que había en la esquina y que tenía las
puertas talladas y un poco entreabiertas. Algo plateado destelló en
su interior, y yo rodeé la sangre y la nieve para ver lo que había allí
dentro.
La armadura del caballero.
La miré por un momento, acordándome del sueño de Elle
Fielding, de las noches en las que había luchado junto a Phelan.
Extendí la mano para tocar el acero. Un escalofrío me recorrió el
brazo.
—Incluso en este momento, no tienes miedo.
La voz me tomó por sorpresa. Me giré para ver a Emrys de pie a
unos pasos de mí, con la mancha de sangre entre nosotros,
sosteniendo la gravedad como un agujero en el suelo.
Me alejé con un paso frenético del armario, pero me sentí
atrapada. El balcón estaba detrás de mí, pero mi tío me impedía el
paso hacia el pasillo.
—Lo siento —dije con una voz tranquila—. No debería haber
deambulado por aquí.
—No tienes por qué pedir perdón —contestó. Incluso su voz era
como la de mi padre, profunda y suave. El estruendo de un trueno
—. Eres libre de explorar este lugar, sobrina.
Me tensé.
Emrys parecía saber la causa, porque me miró por encima del
hombro, vio la puerta abierta y, luego, dijo:
—Ten por seguro que nadie más aparte de mí se acerca a estos
aposentos. Y ahora tú, supongo. Aquí podemos hablar con libertad.
Me costó creerlo. Alguien podría estar deambulando al otro lado
de la puerta, escuchando a escondidas. Alguien como la condesa o
como Lennox…
Pero respiré hondo y calmé mi pulso agitado.
—¿Te gusta hacer daño a los magos en luna nueva?
Hizo una mueca.
—Ah, estaba esperando que sacaras ese tema. Te pido mis más
sinceras disculpas, Clementine. No sabía que eras tú.
—No importa si sabías que era yo o no.
—Oh, pues claro que sí —contestó Emrys—. Eres la única hija de
mi hermano. Habría deseado la muerte si te hubiera matado sin
saber quién eras.
No supe qué responder. Miré alrededor de la habitación,
contemplando cualquier cosa menos a él. A mi terrible y asesino tío.
—Imonie me contó una historia sobre vosotros.
—Ah, ¿sí? —Parecía divertido—. ¿Cuál, Clementine?
—Pre ero que me llamen Clem.
—Está bien, Clem.
Me encontré con su mirada, que no me había quitado los ojos de
encima, como si estuviera midiendo la profundidad de mi disfraz.
—Me contó que os abandonaron en su puerta una noche de
verano. Que no le gustaban los bebés, pero que llegó a quereros a los
dos. Uno de vosotros era tranquilo e intelectual y el otro, salvaje y
temerario.
—Imagino que ya has descubierto cuál es tu padre, ¿no?
—Sí, creo que lo sé —contesté, pero no compartí mis
pensamientos con él—. ¿Ya has hablado con tu madre?
—No. ¿Por qué debería hacerlo? —replicó—. Imonie huyó junto
con todos los demás y me abandonó a mi suerte.
—Una suerte que tú mismo te buscaste. En esta misma
habitación.
—Puede ser, pero se dice que el amor de una madre es
incondicional.
Me quedé en silencio, sin querer discutir con él. Pero desvié la
mirada hacia la armadura. A las manchas de sangre que estropeaban
el acero.
—Has herido a Phelan dos veces en luna nueva —le dije—. ¿Por
qué a él y no a Lennox?
—Sí, lo he herido, pero no lo he matado —contestó Emrys—. Y
no lo habría hecho. Sabía que Phelan era importante para su madre y
para el maestro de la moneda. Atacarlo a él sería como atacarlos a
ambos, lo que fue bastante e caz para hacer que la corte volviera a
casa, porque aquí estáis todos.
Volví a quedarme callada, pensativa.
—Clem —dijo—. Clem, ¿no sientes compasión por mí? He
cargado con la maldición que toda la corte merecía sufrir, viviendo
solo en este lugar con pesadillas, sin poder morir, sin poder
marcharme. La he cargado para que los demás pudieran llevar una
vida normal a pesar de nuestra traición colectiva, y así lo hicieron
durante todo un siglo. ¿Me culpas por haberme sentido solo aquí?
¿Por querer acabar con todo?
—No envidio tu soledad, tío —le dije—. Pero tampoco siento
compasión por ti.
Comencé a caminar alrededor de la mancha de sangre, con una
postura rígida, como si esperara que él se interpusiera en mi salida.
No se movió, no hasta que estuve casi en la puerta y, entonces, giró
sobre sus talones.
—Espera, Clem. Hay una cosa más que me gustaría preguntarte.
Me detuve.
—Tengo entendido que tienes una relación cercana con lady
Raven —comenzó Emrys a decir en un tono cuidadoso—. ¿Planea la
heredera hacerle daño a tu padre?
—Si así fuera, creo que habría aparecido en su sueño de anoche
—le contesté.
—¿Como apareciste tú?
Asentí.
—No le gusta, pero ha dirigido su atención a otros en esta
fortaleza. Además, no creo que le importe realmente lo que le pase a
mi padre.
Emrys se puso rígido.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—¿Has hablado con él desde que ha vuelto? —le pregunté—.
¿Todavía lo juzgas y le guardas rencor por ser él el que escapó de tu
destino? Los dos estabais muy unidos en el pasado. Tanto que
Imonie ni siquiera podía distinguiros cuando erais niños. Dijo que
incluso recibíais los castigos del otro. Que Ambrose sentía un
profundo amor por ti. Y no me imagino lo que es compartir un rostro
con otra persona. Pero, lo que sea que tengas contra mi padre…,
deberías resolverlo antes de que cayera la noche. Porque creo que te
echa de menos, más de lo que jamás confesará. Por eso se convirtió
en el guardián de Hereswith, para estar cerca de la montaña. Para
estar cerca de ti.
Había hecho que mi tío enmudeciera otra vez. Pero se puso la
mano en el corazón y dijo:
—Como tú digas. —Me concedió otra reverencia, pero me fui
antes de que pudiera levantar la cabeza.

Volví a mi dormitorio y vi que habían deslizado otra nota por debajo


de la puerta.
El papel se desplegó como unas alas. Me quedé mirando la
inclinación de la letra de Imonie que tan familiar me resultaba hasta
que las palabras parecieron desvanecerse.

«No e fíes solo de lo que ven s o ».


41

L
a noche llegó con el susurro de la nieve. Parecía que la
fortaleza había transmitido las palabras de Mazarine de ese
mismo día, entregándolas por los sinuosos pasillos y
deslizándolas bajo las puertas como si fueran notas. «El nal se
acerca». Porque todos aparecimos en el gran salón esa noche,
vestidos con nuestras mejores galas y armados para lo desconocido.
El señor Wolfe estaba presente con Nura y con Olivette, que
estaba muy recuperada, aunque su brazo seguía vendado. Mazarine
se encontraba sentada en una de las mesas haciendo crujir
ruidosamente sus huesos de pollo, para disgusto de la condesa. Esta
última se sentó en una mesa en el lado opuesto de la sala, cerca del
estrado, por supuesto. Lennox estaba a su lado, con el rostro pálido y
hosco y la herida del hombro envuelta en vendas de lino. Tenía el
brazo en cabestrillo. Un estoque estaba sobre la mesa entre ellos,
además de una ballesta. Phelan se paseaba, perdido en sus
pensamientos. El duque estaba en una esquina entre las sombras,
como si se sintiera muy incómodo al presenciar la manifestación de
una pesadilla. Alcancé a ver un destello detrás de él y me di cuenta
de que se trataba de algún tipo de arma, que debía haber robado de
la armería de la fortaleza. Y luego estaban mis padres e Imonie. Mi
madre e Imonie tomaron asiento ante una de las chimeneas, pero mi
padre permaneció de pie, con la mirada expectante en el estrado.
Esperando a que aparecieran el trono y su hermano.
Parecía que tardaba una eternidad, pero supongo que cuando
esperas a que ocurra algo, los minutos se sienten tan largos y
pesados como si fueran años.
Me quedé entre las sombras y la luz del fuego, mirando más allá
de las ventanas, donde la nieve se congelaba y parecía una tela de
encaje.
Y un pensamiento agridulce me cruzó la mente.
Esta podría ser la última pesadilla del mundo de la vigilia a la
que me enfrentase.
En cuanto acepté esa verdad, el tiempo volvió a uir con rapidez
y veracidad, y el trono se materializó, iluminado por la luz del fuego.
Nos hacía una seña silenciosa para que nos acercáramos, como si
estuviera diciendo: «Venid, venid y reclamadme», hasta que una
puerta se abrió en la pared detrás de él, y Emrys subió al estrado y se
detuvo junto a la silla.
Este sueño llegó poco a poco. Primero lo olí: el dulce viento de la
montaña, la hierba del verano, las galletas de cereza aún calientes
recién salidas del horno.
Una cabaña de montaña se desplegaba a nuestro alrededor: las
paredes de piedras apiladas, los líquenes colgando del techo de paja.
Las ventanas estaban abiertas, invitando a los rayos de sol a que
entraran a la pequeña y sencilla habitación. En un rincón había una
cocina con ollas y hierbas colgando de las vigas, y una mesa
desgastada que contenía cuencos de gachas abandonados. Alrededor
de la chimenea había unos cuantos muebles andrajosos y encima de
esta, en la repisa, había libros apilados y un jarrón con ores
silvestres.
Oí el ruido de niños jugando. Peleando, más bien. Un niño se
reía, el otro empezaba a sollozar.
Y allí estaba Imonie. Apareció en la cocina de la casa; era más
joven, pero aquel ceño fruncido seguía marcándole el rostro. Maldijo
y dejó una bandeja humeante de galletas, siguiendo el sonido de
angustia hacia la puerta trasera.
—¿Chicos? Chicos, entrad, ¡vamos!
Dos niños de pelo castaño rojizo entraron en la casa. Eran
idénticos salvo por los objetos que llevaban. Uno blandía una espada
de madera. El otro, el chico que se lamentaba a gritos, sostenía un
libro con las páginas rotas.
—¡Le ha arrancado las páginas, mamá!
Las fosas nasales de Imonie se abrieron al mirar al gemelo que
llevaba la espada. Su salvaje. Emrys.
—¿Eso es verdad? —le preguntó ella.
—Sí —respondió Emrys, solemne.
—Pues pídele perdón a tu hermano.
Emrys resopló, pero miró a Ambrose y dijo:
—Siento haber arrancado algunas páginas de tu libro.
La disculpa no sirvió para aliviar el escozor en el corazón de
Ambrose. Se retiró al diván junto a la chimenea y se tumbó boca
abajo en él, llorando en el cojín hasta que se quedó dormido.
—Debes ser más amable, hijo —le reprendió Imonie a Emrys—.
¿Qué te digo cada noche antes de irte a la cama?
—Que piense antes de actuar —refunfuñó Emrys.
—Entonces dame la espada. Como castigo, no podrás jugar con
ella durante una semana —dijo Imonie, y le tendió la mano.
Emrys le entregó su espada de madera con un suspiro.
La escena se desvaneció, sustituida al instante por otra. Los
gemelos eran mayores. Ahora eran unos hombres jóvenes, la edad en
la que mi padre y Emrys estaban congelados, y me costó identi car
quién era quién mientras caminaban por uno de los pasillos de la
fortaleza.
—Ha llegado el momento —susurró uno de ellos. Las sombras
bailaban sobre su rostro, pero sus ojos eran luminosos, como si
ardieran desde dentro.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Raven considera que en luna nueva estaría bien.
—¿Y qué piensa Lora? ¿Y tu mujer?
—Me apoya. Apoya el plan.
Se hizo el silencio entre los hermanos. Con una punzada, me di
cuenta de que no podía identi car de quién era el sueño. Si era de mi
padre o de Emrys.
—No seguiré adelante con estos planes, no sin ti, hermano.
Un largo suspiro.
—Vale. Me uniré a ti, entonces. Parece que estoy destinado a
mantenerte alejado de los problemas.
El sueño volvió a cambiar, arrastrándonos como en una corriente.
Estábamos en la habitación del duque de Seren. Isidore se
encontraba cerca de los pies de su cama, leyendo una carta a la luz
del fuego. La noche era oscura, extremadamente fría. Emrys estaba
presente, vestido con la túnica azul de consejero. Sacó una daga en
silencio, pero su hoja emitió una advertencia.
Mi tío le rebanó el cuello a Isidore.
El duque jadeó su nombre, un nombre que se elevó como el siseo
del humo, el sonido de una maldición que chisporroteaba, «Emrys»,
antes de caer de rodillas, con la sangre derramándose en el suelo.
Encorvado, pero aún respirando, Isidore extendió la mano y llamó a
la luna, a las pesadillas. Maldijo a su corte y murió boca abajo sobre
su sangre.
Emrys recorrió los pasillos con el corazón latiéndole en la
garganta. Una mujer de pelo largo y castaño y con una cicatriz en la
cara le esperaba en el patio. Las estrellas sangraban en el cielo
mientras ella lo abrazaba, y su voz temblaba cuando dijo:
—Tenemos que irnos. No podemos quedarnos aquí. —Tomó la
daga con la que él había matado al duque y la arrojó por el balcón. El
arma se estrelló entre las laderas rocosas.
Y el sueño nos llevó al pasadizo de la montaña, a la abertura en la
ladera. A las dos amplias puertas que había atravesado días atrás.
La corte estaba huyendo. Los vi a todos: al maestro de la moneda,
a la heredera. Al señor Wolfe. A Mazarine. A mi padre sosteniendo
la mano de la mujer llamada Lora. Su esposa, me di cuenta, y mi
alarma comenzó a crecer.
El único miembro de la corte que no pudo salir de la montaña fue
Emrys.
Emrys con su túnica azul.
—Ven, hermano. —Ambrose le hizo una seña, frunciendo el ceño.
Se paró en la hierba y el sol, pero su gemelo permaneció en las
sombras del pasadizo.
—No puedo, Ambrose —dijo Emrys—. La montaña me tiene
cautivo.
Ambrose traspasó el umbral y tomó la mano de su hermano,
esforzándose por sacarlo a la luz. Un sonido de dolor surgió de
Emrys. De su ropa comenzó a salir humo, como si se estuviera
incendiando.
—¡Vete! —le gritó, empujando a Ambrose a la hierba—. Idos y
comenzad una nueva vida. Yo contendré la maldición.
Las puertas se cerraron.
Tanto Imonie como Ambrose permanecieron en la ladera de la
montaña durante un largo rato, mirando las puertas de madera que
se habían sellado. El lugar donde se habían separado de Emrys.
Lora acabó por alejarse de mi padre, pero había envejecido. Su
pelo era gris, su cuerpo estaba marchito. Ella era vieja, pero mi padre
no, y este lloró sobre su tumba cuando murió. Fue Imonie quien lo
levantó y se lo llevó a Endellion.
—La muerte me persigue, mamá —le dijo mi padre—. No sale
nada bueno de mis manos.
—Entonces haz algo nuevo con tus manos, hijo —respondió
Imonie.
Le hizo caso y la magia oreció en sus palmas.
Imonie se dio la vuelta y apareció mi madre, joven, radiante y
viva, con una belleza como una llama de la que mi padre no podía
apartar la mirada.
Sigourney arrancó la tela de su falda y envolvió algo pequeño en
ella. Un bebé, y se lo extendió a Ambrose.
—Tu hija —dijo, y mi padre me tomó en brazos por primera vez.
El mundo se quedó en silencio mientras él me miraba. En silencio
hasta que un pequeño destello de oro captó la luz. Una escama
dorada justo encima de mi pequeño y nuevo corazón.
Si había creído que era difícil atravesar los corazones de Anna y
de Clem para romper un sueño, entonces me era imposible
imaginarme clavando una daga en mi forma de bebé.
Me puse de pie y temblé en los bordes del sueño, el sueño de mi
padre.
Me quedé mirando cómo me abrazaba, cómo me sonreía.
El asombro se desvaneció cuando mi verdadero padre se
adelantó. Se acercó a su fantasma y, cuando le tendió las manos, el
Ambrose del sueño me entregó a sus brazos.
Yo también me moví hacia adelante.
Mi padre no me prestó atención, miraba a la bebé en sus brazos.
Con sobrada con anza, sacó su daga. La luz y la oscuridad bailaron
sobre la hoja cuando la levantó, y el aliento se me quedó atascado en
la garganta cuando un grito rompió el aire.
Mi madre corrió hacia él, horrorizada. No sabía si de verdad era
mi madre o su fantasma. Los reinos se entremezclaban y yo me
perdía entre lo real y lo imaginario.
Mi padre no le dedicó a mi madre ni una sola mirada. Clavó su
daga en el pecho de la bebé, rápida y profundamente, y esta dejó
escapar un gemido cuando el sueño se rompió por n. La bebé se
convirtió en humo, escurriéndose entre los brazos de mi padre. Y el
extraño mundo que nos rodeaba se desvaneció.
Cerré los ojos hasta que los colores pasaron, hasta que el único
sonido que pude escuchar fue mi propia respiración, silbando entre
mis dientes.
El gran salón se quedó en silencio y abrí los ojos para contemplar
a mi padre.
Me miró jamente. Todavía tenía la daga en la mano y quise
preguntarle si había albergado alguna duda antes de clavarme la
hoja en el corazón. Si le había resultado difícil, aunque hubiera
mantenido la cordura.
Me sentí aliviada y enfadada a la vez. Estaba agradecida de que
la pesadilla se hubiera roto y, sin embargo, quería gritarle: «¿Cómo
has podido?».
Pero sus ojos eran insensibles y fríos. La mirada de un extraño. Y
cuanto más lo estudiaba…, más me daba cuenta de que no era mi
padre. Era Emrys, usando la ropa de mi padre y el hechizo de
envejecimiento, ngiendo ser él.
«No te fíes solo de lo que ven tus ojos», me había advertido
Imonie.
Me tragué el nudo de la garganta y miré hacia el estrado, hacia
donde mi padre estaba de pie junto al trono, despojado de su
glamour y vestido como Emrys. Mi padre con esa túnica azul. Le
brillaban las mejillas por las lágrimas.
La verdad tardó en alcanzarme. Pero sentí su aguijón y reconocí
que mi padre no era quien yo creía que era.
Conocía el sabor de la sangre.
—Hija.
Volví a mirar a Emrys, sorprendida de que se dirigiera a mí,
continuando con esta farsa.
Oí que algo pasaba zumbando junto a mi oreja, sentí que silbaba
y casi me rozó la mejilla. Y vi cómo una echa se hundió en el pecho
de Emrys.
Todo sucedió muy rápido. No creía lo que veían mis ojos, no
hasta que la sangre de Emrys empezó a gotearle por el pecho y
jadeó. Fue un sonido para invocar al espíritu de la muerte. Un golpe
mortal. Se arrodilló poco a poco y yo me apresuré a sujetarlo,
dejándolo en el suelo.
—¿Dónde está mi hermano? —dijo con voz ronca, agarrándome
la mano. El glamour de la edad se desvaneció, dejando tras de sí un
rostro joven pero antiguo, ensombrecido por el dolor.
—Estoy aquí —respondió mi padre. Se arrodilló al otro lado de
Emrys y atrajo a su hermano hacia sus brazos—. Se suponía que esta
vez era yo quien debía protegerte, Em. Me has engañado.
«Me has engañado».
Recordé mi conversación con Emrys ese mismo día. Me había
preguntado si mi padre estaba en peligro. Yo le había dicho que no,
pero Emrys había sabido ver a través de la condesa. Debió de haber
convencido a su hermano de que intercambiaran los papeles para
mantenerlo a salvo.
Levanté la vista para ver a lady Raven cerca, con la ballesta en las
manos. Su conmoción parecía irradiar por haber presenciado la
muerte de alguien inmortal de la corte. Estaba temblando cuando
Phelan le arrebató el arma.
—No podía dejar que tu vida terminara así —le susurró Emrys a
mi padre. La palidez se extendía por su piel. Veía cómo su sangre
seguía bajándole por el pecho y goteaba en el suelo—. Tienes tanto…
por lo que vivir, Ambrose. —Me miró, y había ternura en sus ojos.
Noté la presencia de Imonie, acercándose, y, cuando habló, su
voz era suave, angustiosa.
—Déjame abrazarlo.
Me aparté y dejé que ocupara mi lugar en el suelo. Mi padre puso
a Emrys en sus brazos y ella se lo acercó a su corazón.
—Mamá —susurró Emrys.
—Déjame abrazarte una última vez, mi niño tranquilo —dijo
Imonie con una sonrisa, acariciándole el pelo de la frente—. Mi
erudito de los sueños.
Recordé la historia de Imonie, sus palabras eran como un eco que
volvía a mí después de meses. «Su niño tranquilo la engañaba y
actuaba como su hermano para recibir los castigos. El niño salvaje
actuaba como su gemelo tranquilo para evitar que se enfadara en
exceso cuando iba demasiado lejos».
Me había equivocado.
Creía que mi padre era el chico tranquilo de Imonie. Pero todo
este tiempo… había sido Emrys. El niño que había amado los libros,
la escuela y los espacios tranquilos, que había llorado cuando mi
padre le había roto las páginas de su libro. Que había dejado que mi
padre se pusiera la túnica para engañar y matar al duque. Que había
asumido la culpa del crimen de mi padre.
Emrys cerró los ojos.
Imonie siguió abrazándolo. Y él exhaló su último aliento entre
sus brazos.
42

U
n lamento salió de mi padre. La sangre de su hermano tiñó el
suelo y mi padre enterró la cara en sus manos y lloró.
Era el sonido de un corazón haciéndose añicos.
Las olas de su dolor me atravesaron. Miré a mi padre, con las
manos llenas de sangre. Era el chico salvaje de Imonie. El asesino. Un
cobarde inconsciente.
Y yo era su hija.
La sangre del traidor corría por mis venas como el mercurio.
Me levanté, con los pies palpitándome como si tuviera agujas y
al leres. Respiré hondo para serenarme y mi mirada recorrió el gran
salón. Mi madre corrió al lado de mi padre. El señor Wolfe
permaneció a una distancia prudente, pero con los ojos abiertos por
la conmoción. Nura y Olivette se dirigieron hacia mí, pero no tuve
tiempo de ir hasta donde estaban ellas, de intentar ordenar mi
maraña de emociones.
Alguien subía corriendo al estrado, con sus botas resonando en el
suelo de piedra.
Sabía que era la condesa antes de girarme en esa dirección.
Estaba subiendo las escaleras, mirando furtivamente por encima del
hombro para ver si alguno de nosotros la seguía. Debido a esa
acción, no vi a Mazarine salir de las sombras tras el trono con una
ballesta en las manos. La trol disparó a la condesa antes de que yo
pudiera gritarle una orden de alto el fuego. La echa se hundió en el
muslo de lady Raven, deteniendo de forma violenta su avance, y ella
pro rió un grito que hizo que se me erizara el vello de los brazos.
La condesa se desplomó en las escaleras.
Lennox se quedó mirando de pie, como si estuviera tallado en
piedra, pero Phelan corrió a ayudarla, levantando con cuidado a la
condesa y llevándola a la mesa.
—Te pondrás bien, madre —dijo, mientras examinaba de forma
breve su herida.
La condesa gimió y, luego, de pronto, se desmayó por el dolor.
Mazarine seguía merodeando alrededor del trono, custodiándolo
con su ballesta. El gran salón se sumió en un doloroso silencio y,
entonces, la trol me miró, arqueó una ceja y dijo:
—¿Clem?
Me ha descubierto. La misma que había lanzado su magia sobre
mí, ahora me estaba exponiendo sin reparos. Y, sin embargo…, me di
cuenta de que no me importaba.
Me sentía aliviada.
—¿Clem? —repitió Nura.
Miré a mis amigas. El ceño de Olivette se arrugó con confusión,
pero Nura estaba furiosa. Acababa de encajar todas las piezas y vi
cómo la traición le brillaba en los ojos.
Fui hasta las escaleras del estrado, esperando que alguien
protestara por mi acercamiento. Todos sabían que estaba a punto de
reclamar la soberanía yo misma. Pero el silencio se mantuvo y se
acumuló, yo me detuve en los escalones y miré a Phelan.
—Phelan —lo llamé. Observé cómo se le desencajaba la cara de
sorpresa—. Phelan, ¿vienes conmigo al estrado?
Se apartó con cuidado del lado de su madre, como si entendiera
cuáles eran mis intenciones y se resistiera. Pero subió como yo sabía
que haría, y se puso delante de mí, lanzándole una mirada recelosa a
Mazarine.
—¿Qué ocurre, Clem? —susurró, pero su voz se extendió. Todo el
mundo podía oírnos.
—Quiero que reclames la soberanía de Seren —le dije—. ¿Te
sentarás en el trono y reinstaurarás una nueva corte? ¿Restablecerás
el ducado de la montaña y traerás a la gente de vuelta a casa?
Me miró jamente durante un largo instante. Y, luego, dijo:
—¿Y por qué no lo haces tú?
Me tragué una risa mordaz, pero desvié la vista hacia mi padre,
que seguía sentado en el suelo. Había dejado de llorar y ahora
contemplaba absorto los acontecimientos que se estaban
desarrollando en el estrado.
Volví a mirar a Phelan y le susurré:
—No soy digna.
Phelan negó con la cabeza.
—Nunca he oído una cosa más ridícula, Clem. Tú no eres tu
padre, al igual que yo no soy mi madre.
—No lo quiero.
—Yo tampoco —respondió.
Suspiré, cansada de discutir con él.
—¿Lo harías por mí, Phelan? ¿Y por Olivette y Nura? ¿Por la
gente cuyas pesadillas combatiste en el pasado, por los que están
perdidos y exiliados y, aun así, sueñan con las montañas? ¿Por los
que sueñan con su hogar?
Cerró los ojos y supe que mis palabras habían despertado algo en
él. Aguardé y, cuando volvió a mirarme, mi preocupación y mi
miedo comenzaron a desaparecer.
—Lo haré, Clem, pero solo si tú estás a mi lado.
—¿Y dónde más podría estar? —me burlé con una sonrisa.
Alargó la mano para tocarme la cara, y supe que lo haría por mí.
Supe que él era el que le devolvería la vida a las montañas.
Mazarine se hizo a un lado y Phelan se volvió hacia el trono.
Comenzó a acortar la distancia entre él y la silla. Al principio lo
observé, ansiosa por ver el n de esta maldición. Pero entonces sentí
un pinchazo en la nuca. Un aviso de que alguien me estaba mirando,
algo que parecía absurdo, ya que todo el mundo estaba en el gran
salón contemplando este momento. Pero las dos últimas noches me
habían atacado por detrás. Y yo no me había cubierto las espaldas.
Me giré para escudriñar el gran salón.
Todo el mundo seguía en el mismo lugar: Imonie sostenía a
Emrys; mis padres estaban sentados en el suelo junto a un charco de
sangre; Nura, Olivette y el señor Wolfe estaban de pie a tres mesas
de distancia, paralizados; la condesa yacía inconsciente encima de
una mesa con Lennox a su lado y Mazarine permanecía cerca con su
ballesta.
Y entonces me di cuenta de que faltaba alguien.
El duque. El maestro de la moneda.
No lo había visto desde el principio de la noche.
Los fuegos de la chimenea seguían arrojando luz, pero había un
sinfín de sombras. Y de una de ellas salió el maestro de la moneda
con una ballesta apoyada en el pecho, apuntando al trono.
Su avaricia era tal que no tenía reparos en matar a su propia
«inversión». Pensé que la condesa tenía razón. El maestro de la
moneda no quería que se rompiera la maldición, pues eso acabaría
con la vida que se había construido en Endellion. Todo el dinero que
había conseguido gracias a los sueños.
Dejó volar la echa, que cantó en el aire.
Solo tuve un segundo para reaccionar. Fui la única que lo vio y
jé la vista en la trayectoria de la echa. Todos mis hechizos se
disolvieron en mi memoria. No podía invocar ni un simple escudo.
Así que no pensé. Tan solo reaccioné, dejé que mi cuerpo
respondiera y me interpuse entre Phelan y el maestro de la moneda.
Dejé que se me clavara la echa en el pecho, esperando que
encontrara la piedra de mi corazón.
La echa me alcanzó con una fuerza impresionante, haciéndome
volar por los aires. Me deslicé por el suelo y luego me detuve,
jadeando. Me miré a mí misma, como si este cuerpo perteneciera a
otra persona, con esta asta de madera que me sobresalía del pecho y
la sangre que comenzaba a derramarse como el vino. El dolor
apareció cuando intenté respirar, cuando sentí el escozor de la
herida.
Y, entonces, comenzaron los gritos. Los de mi madre. Los de
Olivette. Los de Imonie. Los de mi padre.
Phelan me estrechó entre sus brazos y juntos nos sentamos a los
pies del trono. Repetía mi nombre una y otra vez: «Clem, Clem,
Clem», como si fuera una oración, como si fuera una respuesta.
Como si no supiera qué hacer sin mí.
—Phelan —conseguí decir, y debí sonar como mi antiguo yo,
porque eso lo calmó.
Se calmó, acariciándome la cara. El miedo le ardía en los ojos
como si fuesen brasas. Intenté respirar y volví a sentir un pinchazo
insoportable en los pulmones. Una presión se me asentó en el pecho
y el dolor crujió entre mis costillas.
Mis padres se mantenían a mi alrededor, al igual que Mazarine.
Hablaban frenéticamente y sus palabras se precipitaban en mí como
un río. Quise decirles que se callaran y cerré los ojos. Apreté los
dientes. Me ordené seguir respirando, aunque fuera agonizante. Y,
entonces, llegó el silencio, y fue hermoso, frío y tranquilo, como
descansar bajo el agua. Sabía por qué sus palabras se habían
desvanecido, porque un escalofrío me recorrió la piel y comencé a
cambiar.
Abrí los ojos. Mi disfraz empezó a resquebrajarse por los brazos,
el cuello y el rostro como si fuese hielo.
Phelan continuó abrazándome contra su pecho. Su calor se ltró
en mí y pude oír su corazón latir como un rápido colibrí en su pecho.
Vi el asombro en su cara. Eclipsaba al terror, a la agonía.
Y respiré, me rompí y me transformé en sus brazos.
La antigua magia de Mazarine me abandonó. Vi cómo Anna
Neven se desmoronaba y caía en pedazos a mi alrededor, como
trozos de cristal de colores.
Mi pelo volvía a tener las largas ondas cobrizas. Los cinco
centímetros de altura, los labios carnosos, los hoyuelos de las
mejillas y los ojos marrones volvieron a mí, tal y como los recordaba.
Y, aun así, no podía explicar por qué me sentía una chica diferente.
Hasta que volví a respirar y sentí que mi corazón luchaba por
latir.
La echa no había roto la piedra de mi interior. Una herida no
había provocado mi ruptura. Había sido mi decisión de recibir una
echa por Phelan. Porque no me podía imaginar un mundo sin él.
Y la última piedra de mi corazón se convirtió en polvo.
—Mazarine —dijo mi padre con la voz desgarrada. Sentía su
mano tocándome el pelo—. Mazarine, ¿puedes hacer algo?
Mazarine bajó la vista para mirarme. Vi que su disfraz también
había empezado a resquebrajarse. La mitad de su cara era humana y,
la otra, de trol. Se estaba rompiendo y yo me pregunté por qué. Me
lo pregunté hasta que puso su mano sobre mi pecho, como si sintiera
en qué estado se encontraba mi corazón. Y supe que había venido a
cuidar de mí.
—Su corazón se está debilitando —respondió. Y, cuando retiró la
mano, sus dedos estaban empapados con mi sangre—. Y la
maldición sigue en pie. Quizá…
No tuvo la oportunidad de terminar la frase.
Phelan se levantó conmigo en brazos.
Quería preguntarle qué estaba haciendo, pero mi voz… No podía
encontrarla. Y, no obstante, parecía saber todo lo que se me pasaba
por la cabeza, porque dijo:
—No quiero hacer esto sin ti.
Solté con una respiración temblorosa:
—De acuerdo, como quieras. —Y me llevó hasta el trono.
Reclamó la soberanía conmigo en sus brazos. Nos sentamos
juntos, como si fuéramos uno, y la maldición se deshizo.
Un viento recorrió el gran salón. Al principio era violento, como
si antecediera a una tormenta, y apagó los fuegos e hizo que las
sombras se entrelazaran y bailaran. Las ventanas se rompieron una a
una y llovieron cristales y plomo. La nieve entró de repente. Creía
que nos destrozaría a todos y que volaríamos en mil pedazos.
Pero a veces las cosas tienen que romperse antes de que puedan
volver a construirse, para así poder forjar algo más fuerte.
El viento cesó, escapando por las ventanas abiertas, y la nieve se
acumuló en el suelo.
Era una noche tranquila y apacible. Una noche para los sueños. Y
la magia bullía, espesa y fría, en el aire.
Miré a Phelan solo para descubrir que él ya me estaba mirando.
El dolor de mi pecho era incesante. No podía respirar y emitía un
sonido triste y balbuceante. La sangre me llenaba la boca y sabía que
había llegado el nal. Y, sin embargo, no tuve miedo.
Comencé a dejarme ir. Fue una dulce rendición, el no tener que
aferrarme a las cosas con tanta ferocidad como lo había hecho antes.
El abrir las manos y mi corazón para ser quien quería ser.
—Clem —susurró Phelan.
Fue lo último que oí.
Mazarine apareció de repente ante nosotros. De un solo golpe,
me arrancó la echa del corazón.
Y cerré los ojos y me entregué a la avalancha de oscuridad.
43

U
na no espera despertarse después de que su corazón haya
dejado de latir, después de haberse deslizado en la fría y
silenciosa oscuridad. Una tampoco espera volver a la luz solo
para ser recibida por una trol.
Mazarine estaba sentada a mi lado, sin su forma humana,
despojada como escamas. Era tal y como la recordaba de aquel
fatídico día de septiembre de hacía meses: un rostro irregular como
las rocas, con los dientes superpuestos a los labios, manchados de
sangre vieja. El pelo áspero que brillaba de un color plateado,
enhebrado con hojas, palos y lianas espinosas. Sus cuernos idénticos
brillantes como huesos.
Notó mi agitación y sonrió, lo que despertó una pequeña llama
de miedo en mí.
—Mi niña mortal se ha despertado —dijo—. Incorpórate y bebe.
No le dije que me sentía débil y temblorosa y que me ardía el
pecho de dolor. No me pareció prudente llevarle la contraria, aunque
su amor por mí hubiera hecho que su disfraz se rompiera, y me
ayudó a incorporarme en la cama.
Parpadeé contra los rayos de sol que entraban a raudales por las
puertas del balcón. No reconocía esta habitación. Era mucho más
grande que la que había elegido al principio para mí, y fruncí el
ceño, frotándome el dolor de las sienes.
—Mazarine…, ¿dónde estoy?
—En la fortaleza, en las nubes —contestó ella, levantando un
vaso de madera con agua fría hacia mis labios—. En el ducado de
Seren. En el reino de Azenor. Bebe, Clementine.
Suspiré, exasperada por sus respuestas, pero empecé a sorber el
agua. Me bañó, uyendo por los lugares resecos de mi alma, y me
sentí renovada.
Y entonces Mazarine añadió:
—Duquesa.
Y de pronto me atraganté con el agua.
—¿Cómo me has llamado? —carraspeé, tosiendo. El dolor se
agudizó en mi pecho y gemí, poniéndome la mano sobre el corazón.
Podía sentir las vendas de lino envueltas cómodamente a mi
alrededor, debajo de mi camisola. Pero la herida seguía brillante y
sensible. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en poder respirar sin
sentir esa punzada de dolor.
—Te he llamado «duquesa» —respondió la trol.
—¿Por qué? No soy duquesa.
Ella ladeó su ceja torcida hacia mí.
—¿No lo recuerdas, Clementine?
Ahondé en mis recuerdos: manchas de sangre, oscuridad, viento
y cristales rotos. Quebrarme, respirar, echas, sueños y el ritmo del
corazón de Phelan contra mi mejilla.
—Lo recuerdo, pero fue Phelan quien reclamó el trono —repuse.
—Ambos lo hicisteis. Os sentasteis como si fuerais uno,
rompisteis la maldición como si fuerais uno. —Mazarine hizo una
pausa, observando las emociones que se agitaban en mi rostro—.
¿No estás contenta, niña?
—Esto… ¡Esto no es lo que yo quería!
—Y él tampoco. Lo que signi ca que los dos sois perfectos para
este cometido.
—Entonces, ¿él es duque?
—Sí.
—¿Y yo soy duquesa?
—Eso es lo que he dicho, ¿no?
Me tragué una risita histérica.
—Pero… ¿cómo puedes llamarnos así? Si no estamos casados.
Mazarine se encogió de hombros, totalmente imperturbable.
—Phelan y tú seguís unidos por el compromiso y la magia que
habéis creado. Sois compañeros.
Me quedé callada, abrumada.
—Los dos sois como una balanza, os equilibráis el uno al otro —
dijo Mazarine—. Intuyo que él no podría hacer esto sin ti, y tú no
querrías hacerlo sin él. Juntos sois más fuertes, una armonía. Ambos
guiaréis al ducado hacia una nueva era.
Volví a gemir y me cubrí la cara con las manos. Pero no podía
negar que sentía una pequeña emoción al imaginarme este nuevo
camino ante mí.
Se abrió la puerta.
Levanté la vista, vi que se trataba de Imonie y se me aceleró el
corazón al verla.
Las arrugas de su rostro se aliviaron cuando me vio despierta y
sentada en la cama. Pero entonces miró a Mazarine y su ceño volvió
a fruncirse con ganas.
—La has molestado —declaró Imonie.
—He mantenido viva a esta extraordinaria pero frágil mortal —
respondió Mazarine con suavidad—. Un poco de gratitud no estaría
mal.
Imonie resopló, pero asintió.
—Tienes mi eterna gratitud, Brin de Stonefall.
Mazarine hizo un ruido de su ciencia, pero dejó mi vaso de agua
y se levantó.
—Estaré justo al lado de la puerta si me necesita, Su Excelencia.
Tardé un momento en darme cuenta de que se estaba dirigiendo
a mí, así que me aclaré la garganta y asentí.
—Gracias, Mazarine. Brin.
La trol se fue, cerrando la puerta detrás de ella.
Imonie ocupó su lugar en silencio, sin apartar los ojos de mi
rostro.
—¿Cómo te sientes, Clementine? —preguntó.
—He estado mejor. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Una semana.
—¡¿Una semana?!
Imonie asintió.
—Tus padres y yo hemos estado muy preocupados, pero esa trol
solo nos dejaba visitarte una vez al día. —Se echó hacia delante para
tomarme la mano, una rara muestra de afecto por su parte.
Sonreí y le apreté los dedos con la fuerza que pude encontrar, que
aún era poca.
—¿Puedo traerte algo, Clementine? ¿Agua, té, comida?
La verdad era que tenía el estómago vacío, pero no tenía hambre
de comida. Me recosté en mi pila de almohadas y le dije:
—¿Me cuentas una historia?
Un parpadeo de sorpresa pasó por el rostro de Imonie. Pero
luego sonrió y alisó las arrugas de mis mantas.
Y mi abuela empezó a contarme las historias de las montañas.

Mis padres me visitaron poco después de que Imonie se marchara.


Mi padre me trajo una bandeja con sopa, pan blando y té, y mi
madre actuó como si fuera a dármela hasta que agarré la cuchara.
Se pusieron a los dos lados de la cama, observando cómo comía.
—Voy a ponerme bien —dije, tratando de tranquilizarlos. Pero
me temblaba la mano al llevarme la cuchara a los labios. Sabía que
aún me quedaban muchas semanas de recuperación, y quería saber
dónde estaba Phelan, pero era demasiado orgullosa para preguntar
por él.
—¿Dónde está la condesa? —pregunté en su lugar.
—Se está recuperando —respondió mi padre—. Planea dejar las
montañas y regresar a Endellion una vez que pueda viajar. Lennox la
acompañará. Estará bajo arresto domiciliario durante un tiempo, por
deseo de Phelan.
—¿Y qué hay del duque? ¿Del maestro de la moneda?
Mis padres guardaron silencio, lo que provocó que levantara la
vista de la sopa.
—Huyó del gran salón tras dispararte —respondió mi madre—.
Y después de que Mazarine te sacara la echa y te atendiera, fue a
por él. Estaba escondido en una de las plantas inferiores de la
fortaleza.
—¿Y está muerto? —pregunté.
Mi padre asintió.
No me compadecí del maestro de la moneda, no después de
haber visto el alcance de su codicia. Pero sin duda tendría que hablar
con Mazarine sobre cómo quería que se impartiera el castigo en los
próximos días.
—Mazarine se ha puesto a tu servicio con una lealtad
inquebrantable —a rmó mi madre, como si hubiera seguido el hilo
de mis pensamientos—. Creo que se ha designado a sí misma como
tu guardia.
—Y deja que siga así, Clem —suplicó mi padre—. Puede que sea
cabezota y que dé miedo, pero te protegerá.
—Sí, creo que permitiré que lo sea. —Dejé la sopa, sintiendo
náuseas. Después de una semana durmiendo, me había llenado el
estómago con demasiada rapidez. Busqué la tetera, pero mi padre se
me adelantó y me sirvió una taza. Incluso sabía la cantidad de nata y
miel que tenía que echar. Entonces me di cuenta de que había té,
cuando antes no lo había, y susurré—: ¿De dónde ha salido el té?
—Phelan ha abierto la fortaleza —contestó mi padre—. Ha estado
ocupado mientras tú dormías, viajando y reuniendo recursos y
gente. Este lugar ha vuelto a la vida.
Me quedé callada, escuchando. Y, aunque las paredes que me
rodeaban eran gruesas…, capté un leve rastro de risas. Un estruendo
de muebles que estaban moviendo. El tintineo de algo parecido a
ollas. Puertas abriéndose y cerrándose.
Me indigné mucho. Los miedos y las preocupaciones se
apoderaron de mis pensamientos y, de repente, me sentí muy
pequeña y muy poco preparada.
Miré a mis padres y les dije:
—¿Me ayudaréis los dos? ¿Os quedaréis conmigo? No sé lo que
estoy haciendo.
Mi padre emitió un sonido, y creo que se estaba tragando las
lágrimas. Se inclinó hacia mí y dejó caer un beso en mi frente;
entonces supe que caminaría a mi lado, que estaría conmigo tanto en
los días malos como en los buenos.
Mi madre tomó una de mis manos entre las suyas, que estaban
llenas de magia, amor y dulzura.
—Te ayudaremos, Clementine. Estaremos aquí para ti…, para
cualquier cosa que necesites.
Intercambió una mirada con mi padre, que me dejó sin aliento.
Y pensé en los diferentes caminos que cada uno había tomado: la
venganza, el miedo, la ira, la soledad y el dolor, y en cómo, sin
embargo, los tres habíamos acabado aquí, en este extraño momento
de nuevos comienzos.
Una vez creí que la magia, los secretos y las creencias nos habían
separado. Pero, al nal, creo que nos volvieron a unir con hilos más
fuertes.

Al día siguiente, Mazarine me dijo que era hora de levantarme y de


caminar. Me bañé y me vestí con su ayuda, y luego me puse de pie
junto a la chimenea, agarrada al respaldo de una silla. La cabeza me
daba vueltas y sentía las piernas como si fueran de gelatina, pero no
iba a decirle esas cosas a la trol.
—Creo… que necesito un bastón —confesé.
—¿Te ayudamos?
Levanté la vista para ver a Nura y a Olivette entrar en mi
habitación. No me había atrevido a esperar que se quedaran en la
fortaleza tras la ruptura de la maldición. No me había atrevido a
esperar que quisieran verme, hablar conmigo.
Pero aquí estaban. Olivette tenía una amplia sonrisa, con la cara
sonrojada y cintas trenzadas en su pelo rubio. Nura era mucho más
reservada, llevaba un elegante vestido negro, y aún percibía su dolor
por mi engaño. Pero sus ojos eran amables cuando se encontraron
con los míos. Una invitación para arreglar las cosas entre nosotras.
Cada una me ofreció un brazo, y caminé entre ellas, a través de
los sinuosos pasillos de la fortaleza.
Nos cruzamos con gente que nunca había visto, personas que
llevaban cajas, bolsas de productos y pilas de ropa de cama, y que
trabajaban para transformar este sitio en un hogar. Todos se detenían
para dedicarme una reverencia o un saludo, y creí que me iba a
morir de la vergüenza.
—Por aquí —sugirió Nura, guiándonos hacia las puertas del
patio—. Vamos a pasear por los jardines. Necesitas aire fresco.
Salimos al exterior. La nieve nos llegaba hasta los tobillos en el
suelo, sepultando las plantas de blanco, pero el cielo estaba
despejado y era de un azul vibrante. Caminamos por un sendero de
piedra que había sido despejado, entre rosales helados y una celosía
de vides. Pronto me dolió respirar, y mis amigas me guiaron hasta
un banco de piedra que daba a la ciudad de Ulla.
Las tres nos sentamos, con sus piernas cerca de las mías, y me
tragué el nudo de la garganta. Les había hecho daño y me odiaba por
ello.
—¿Cómo te sientes, Ann…? Quiero decir, Clem —preguntó
Olivette, nerviosa—. En realidad, debería llamarte «Su Excelencia»,
¿no?
—No seas tonta —le contesté, y le di un codazo—. Llámame
Clem.
Una incómoda calma nos envolvió.
—¿Qué vais a hacer ahora?
Nura miró a Olivette.
—¿Se lo contamos, Oli?
—¿Contarme el qué? —pregunté.
—Sí —aceptó Olivette con una sonrisa astuta—. Phelan nos ha
pedido que formemos parte de vuestra nueva corte.
La noticia fue una agradable sorpresa, una que me animó mucho,
pero Olivette no me dio tiempo a responder.
—Todavía no estoy segura de lo que seremos —continuó—. ¿Tal
vez vuestras consejeras?
—¿O vuestras espías? —añadió Nura.
—¿O incluso las maestras de la moneda?
—¿O vuestras guardias?
—Lo que queremos decir… es que deseamos unirnos a vosotros y
reinstaurar el ducado —concluyó Olivette—. Si tú estás de acuerdo.
Me eché a reír, lo que aumentó el dolor de mi pecho, y las rodeé
con los brazos.
—Las dos podéis ser lo que queráis. Estoy encantada de que os
quedéis. —Me callé un momento y luego añadí—: Y lo siento, por
haberos engañado a las dos durante tanto tiempo.
—Tenemos preguntas —dijo Nura—. Queremos saber por qué y
cómo hiciste lo que hiciste.
Dejé escapar una respiración temblorosa.
—¿Por dónde queréis que empiece?
Olivette se inclinó más hacia mí.
—Comienza por el principio.
Mi mente regresó a ese momento en Hereswith cuando me senté
en la biblioteca de Mazarine, para dibujar su duodécimo retrato a la
luz de las velas.
Y por ahí fue por donde empecé.

Me llevó casi todo el día contarles la historia. Compartimos una


tetera y una bandeja de embutidos, queso y fruta por la tarde antes
de que Mazarine me llamara para que descansara en la cama.
Le hice caso, porque solo un tonto no lo haría.
Dormí profundamente, con destellos de sueños que me costó
recordar al despertar. Mi habitación estaba a oscuras, iluminada por
el fuego de mi chimenea y algunas velas. Me levanté de la cama,
tomé la bata y las botas con cautela y me dirigí a la puerta.
Mazarine estaba en el pasillo, de guardia. Pero me dejó caminar y
me siguió hasta las puertas del patio. Se quedó vigilando mientras
paseaba sola por los jardines, saboreando el tranquilo esplendor de
la noche, cómo la nieve crujía bajo mis pasos, cómo el mundo parecía
diferente bajo la luna y las estrellas.
Encontré el banco en el que me había reconciliado con Nura y con
Olivette y me senté, temblando de frío y sintiéndome más viva que
nunca.
No sé cuánto tiempo estuve allí antes de que llegara. Pero pronto
oí sus silenciosos pasos sobre la nieve y sentí que su presencia se
acercaba.
—Su Excelencia parece haber descansado bien —dijo Phelan.
Miré por encima del hombro y lo vi de pie bajo la celosía de vides
brillantes. Llevaba ropas sencillas, solo sus botas, unos pantalones y
una camisa blanca, y el pelo suelto, oscuro como las alas de un
cuervo. Tenía una capa de lana sujeta al cuello.
—Y Su Excelencia tiene el mismo aspecto —contesté con ironía, y
se unió a mí en el banco.
—¿Cómo estás, Clem? Dime la verdad —preguntó, y entonces se
jó en lo que llevaba puesto: una túnica na—. ¡¿Y por qué no llevas
una capa, por el amor de los dioses?! —Se desabrochó la suya y me
la puso sobre los hombros.
Me hundí en el calor de la capa, ocultando una sonrisa.
—Cada día estoy mejor. ¿Y tú? He oído que has estado ocupado.
—He estado hasta arriba. Pero eso me ha dado algo que hacer
mientras esperaba a que te despertaras.
Nos quedamos callados, contentos de estar simplemente
sentados uno al lado del otro.
Y entonces Phelan susurró:
—¿Puedo abrazarte?
Se me agitó el corazón, batiendo una canción embriagadora
dentro de mi sangre. Pero dije:
—Alguien podría vernos. —Lo cual era ridículo, ya que solo
podía distinguirlo a duras penas en la oscuridad.
Phelan se echó a reír.
—No me podría importar menos.
Una vez, él había tenido miedo de lo que los demás pudieran
pensar. Una vez, yo me había doblegado por la venganza y la
frialdad y me había creído más fuerte sola.
Me moví hacia Phelan y él me atrajo hacia su regazo. Nuestros
dedos se entrelazaron y descansé en su abrazo. Nos quedamos así un
momento, admirando el cielo estrellado, hasta que me giré para
mirarlo.
—¿Con qué sueñas, Phelan? —le pregunté.
—¿Que con qué sueño? —replicó, divertido—. ¿De noche o de
día?
Por supuesto, quería saber las cosas que contemplaba por la
noche, los sueños que surgían de sus lugares más oscuros. Pero más
que eso… quería saber lo que anhelaba.
—De día —respondí.
Miró más allá de mí, hacia donde las montañas descansaban a la
luz de la luna, cubiertas de hielo.
—Soñaba con ser alguien digno, y por eso me convertí en mago.
Y luego soñaba con encontrar un lugar al que pertenecer, donde
pudiera usar mi magia para el bien de los demás. Nunca pensé que
lo encontraría en Seren, pero los dos últimos días me han
demostrado que el propósito puede aparecer en lugares inesperados.
—Hizo una pausa, y me recorrió con la mirada—. ¿Y tú, Clem? ¿Con
qué sueñas de día?
Cerré los ojos, como si pudiera ver mi deseo, descansando justo
al alcance de mi mano.
—Sueño con encontrar un nuevo hogar. Con volver a unir algo
roto, y no solo con magia, sino con historias, amistad y buena
comida.
Cuando volví a mirar a Phelan, capté un brillo en sus ojos, como
si soñara lo mismo que yo. Me incliné más hacia él hasta que
nuestros labios se tocaron, respetuosos y cautelosos y luego
hambrientos y familiares, y mi corazón se aceleró de repente. Pero,
por primera vez en meses, no había dolor.
—Tengo algo para ti —dijo con una sonrisa, alejándose de mí.
Intrigada, escuché cómo buscaba algo en el bolsillo y cómo se
arrugaba entre sus manos como si fuera un pergamino.
—¿Qué es? —pregunté con recelo.
Me puso algo alargado y cuadrado en las palmas de las manos,
oculto bajo el papel y el cordel. Había un matiz de alegría en su voz
cuando me dijo:
—Ábrelo luego.
44

L
o abrí más tarde esa misma noche, cuando estaba sola en mi
dormitorio. Retiré el pergamino y el cordel, y por un momento
me quedé mirando lo que había dentro. Y luego lo toqué,
vacilante, como si recordarlo pudiera causarme dolor.
Un cuaderno de bocetos lleno de páginas vacías. Tres barras de
carboncillo a ladas.
Lentamente, comencé a dibujar de nuevo.

No pasó mucho tiempo hasta que ansié dibujar un retrato mío. Era
como si nunca hubiera dibujado, no quedaba nada de lo que era
antes de haber renunciado a mi destreza por un corazón de piedra,
pero siempre que tenía un momento libre estaba en mi habitación,
dibujando. Ansiosa por recuperar lo que había perdido.
Con el tiempo, hice que me trajeran un espejo a mi habitación.
Me dispuse ante él, con el cuaderno de dibujo abierto en una
página nueva, el carboncillo en la mano y las cortinas de la ventana
corridas para darle la bienvenida al sol de invierno.
Examiné mi rostro en el espejo y comencé a plasmarlo en el
papel. Pero con cada mirada del papel al cristal…, me daba cuenta
de que estaba dibujando a alguien que no reconocía. Una chica con
dientes brillantes y estrellas caídas en su largo cabello rojo. Una chica
con ojos fríos y decididos.
Me tembló la mano.
Me detuve y dejé el carboncillo, observando mi re ejo. Las
palabras de Mazarine surgieron en mi memoria: «Tu verdadero
re ejo siempre brillará en un espejo».
Tal vez un día dibujaría lo que se re ejaba. Tal vez un día estaría
preparada para reconocer lo que realmente habitaba al otro lado del
cristal. En lo que me estaba convirtiendo. Pero hoy no era ese día, y
cerré el cuaderno de bocetos con un movimiento brusco.
Me levanté y me aparté del espejo.
AGRADECIMIENTOS

Es 31 de diciembre y por n me siento a escribir los agradecimientos


de mi cuarto (¡¿cómo es posible?!) libro. Quería guardar este
momento para el último día de 2020, un año que todos recordaremos
con claridad. Un año que nos trajo grandes desafíos y angustias y
una nueva forma de vida. Sería un descuido por mi parte si no
mencionara que he trabajado en este libro durante todo el caos de
2020, y para iluminar a las personas que hicieron de él su mejor
versión, incluso cuando las obligaron a quedarse en casa y de
repente tuvieron que equilibrar el trabajo, la familia y los
sentimientos de aislamiento, preocupación, fatiga y enfermedad.
Tuve momentos en los que me resultaba difícil abrir mi manuscrito y
centrarme en lo que había creado, pero también creo que muchos de
nosotros hemos encontrado paz, alegría y esperanza en los libros
este año (escribiéndolos, revisándolos y leyéndolos), y mis palabras
nunca serán su cientes para expresarles mi gratitud a las personas
que se unieron a mí en este viaje y me acompañaron a lo largo de
2020.
A Suzie Townsend, una agente extraordinaria. Gracias por hacer
realidad uno de mis mayores sueños, por amar mis historias y
encontrarles los mejores hogares, y por estar siempre ahí para mí.
Eres la mejor. A Dani Segelbaum, que me ayuda con cosas
importantes entre bastidores… No podría hacer esto sin tu apoyo y
tu perspicacia y te estoy muy agradecida. A Mia Roman, Veronica
Grijalva y Victoria Hendersen, que han sido fundamentales para mis
derechos y ventas en el extranjero. Gracias por trabajar sin descanso
y encontrar un hogar para mis historias fuera del país. Al equipo de
New Leaf: me siento muy honrada de formar parte de vuestro
plantel de autores. Gracias por invertir en mí y en mis libros.
A Karen Chaplin, mi editora. Gracias por seguir adentrándote sin
miedo en los enrevesados y prolijos mundos que creo y por
ayudarme a encontrar los hilos que hay que unir para hacer una
historia más sólida. Ha sido un honor trabajar en cuatro novelas
contigo. A Rosemary Brosnan, estoy encantada de que tu inimitable
equipo de Quill Tree Books me publique. Gracias por amar mis
historias y darles un lugar en la estantería. A mi publicista, Lauren
Levite, que me ha brindado tantas oportunidades maravillosas a
pesar de lo inusual que ha sido el 2020: gracias. A Bria Ragin, que ha
estado conmigo y con mis historias desde mi primera publicación.
Gracias por todos tus comentarios y encantadores correos
electrónicos. A mi redactora (¡eres impresionante!), que siempre me
corregirá mis «greys» por «grays», gracias por pulir este manuscrito.
A mis correctores, que me ayudan a detectar errores y se aseguran de
que lo que escribo tenga sentido: gracias. Al equipo de producción,
al equipo de marketing, al equipo de ventas, al equipo de diseño…
todos sois sencillamente increíbles y estaré eternamente agradecida
con vosotros y por vuestra experiencia. A Molly Fehr y a sus ideas
de diseño tan magní cas: ¡estoy muy contenta de haber contado
contigo para las cubiertas de dos libros! A Annie Stegg Gerard, que
ilustró la portada de mis sueños: estoy enamorada de lo hermosa
que es. A Virginia Allyn, que ilustró el precioso mapa. Me encantó
enterarme de que ibas a crear otro mapa para mi libro.
A mi maravillosa compañera de crítica, Isabel Ibáñez, que ha
hecho que este año fuera mucho mejor con sus historias, sus paseos
hablando por teléfono y sus ideas sobre mis desordenados primeros
borradores: gracias, querida amiga.
A mis lectores, de Estados Unidos y del extranjero, que son muy
encantadores y me han animado en los días en los que tenía ganas de
rendirme. Gracias. No estaría donde estoy hoy sin todos vosotros. Si
hay un sueño en vuestro corazón, uno al que os aferréis en secreto,
espero que este sea el año en el que empecéis a verlo hecho realidad.
A mi madre y a mi padre, por creer siempre en mí y en lo que
escribo, incluso cuando yo no lo hacía. Me habéis enseñado toda la
magia que necesitaba saber, y este libro es para vosotros. A mis
hermanos: Caleb, Gabriel, Ruth, Mary y Luke. Nuestra campaña de
Dragones y mazmorras ha sido uno de los momentos más importantes
de este año para mí, y os quiero mucho a cada uno de vosotros. A mi
familia (mis abuelos, tíos, primos y suegros) y a mis amigos, gracias
por apoyar siempre este sueño mío.
A Sierra, a la que le encantaba la cuarentena porque signi caba
que estábamos en casa con ella todo el tiempo. Todavía tengo que
escribir una historia en la que no aparezca un perro, todo gracias a ti.
A Ben, mi otra mitad. A principios de este año, me dijiste: «La
Becca de 2015 estaría muy orgullosa de la Becca de 2020». Y esa
imagen se ha quedado conmigo, a lo largo de todos los altibajos. Ver
lo mucho que he crecido y cambiado en los últimos cinco años y
darme cuenta de lo mucho que he conseguido. No puedo evitar
mirar hacia delante y ver todo lo bueno que está por venir. Gracias
por soñar conmigo, siempre.
Y a mi Padre celestial, por tomar este pequeño sueño mío y
convertirlo en papel y tinta. Soli Deo gloria.
Table of Contents
PARTE UNO LA MAGIA DE LOS ANTIGUOS
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
PARTE DOS CORAZÓN DE PIEDRA
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
PARTE TRES LA MONTAÑA DE LOS SUEÑOS
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
AGRADECIMIENTOS

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