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Título original: Dreams Lie Beneath
Editor original: Quill Tree Books, un sello de HarperCollinsPublishers
Traductora: Palma Carvajal e Inmaculada Rodríguez
L
a luna nueva de septiembre esperaba a que se pusiera el sol
mientras yo me encontraba atrapada en la biblioteca de
Mazarine, dibujando su duodécimo retrato a la luz de las
velas. Desde que la conocía, nunca había salido de su casa durante el
día y mantenía las cortinas echadas cuando reinaba el sol. Le gustaba
llamarme cada pocos meses para varias cosas: la primera, para
plasmar su rostro en el papel con mi carboncillo, como si se hubiera
olvidado de su aspecto; la segunda, para que le leyera uno de sus
libros encuadernados en cuero. Estaba deseando hacer ambas cosas,
porque me pagaba bien y me gustaban las historias que a veces
podía sonsacarle. Historias que venían de las montañas. Historias
que ya casi se habían olvidado, convirtiéndose en polvo.
—¿Tengo el mismo aspecto que la última vez que me dibujaste?
—me preguntó desde la silla en la que estaba sentada, cuyos
reposabrazos tenían unos leones rugientes tallados. Llevaba su
vestimenta habitual: un elegante vestido de terciopelo del tono de la
sangre junto a un collar con un diamante sujetado en el cuello. La
piedra captaba la luz del fuego cada vez que respiraba, destellando
secretos.
—Parece que no ha cambiado —respondí, pensando que la había
dibujado hacía solo tres meses, y continué con mi boceto.
Estaba orgullosa, incluso con aquella multitud de arrugas,
aquellas manchas de la edad y aquellos extraños ojos saltones. Me
gustaba su con anza, así que la dibujé en la inclinación de su
barbilla, en la insinuación de su sonrisa cómplice y en las ondas de
su largo cabello azabache. Pensé en cuántos años tendría, pero no me
atreví a preguntárselo.
A veces la temía, aunque no podía explicar por qué. Era muy
mayor. Rara vez la había visto moverse más allá de los muebles
esparcidos por esta sala dorada y sombría. Y, sin embargo, algo latía
en ella. Algo que no podía identi car, pero que me advertía que
debía mantener los ojos abiertos en su presencia.
—A tu padre no le gusta que te haga llamar —dijo con voz áspera
—. No le gusta que estés a solas conmigo, ¿verdad?
Sus palabras me inquietaron, pero oculté mis sentimientos. La
penumbra de la habitación era como un manto, y, aunque parecía
imposible dibujar un retrato con tan poca luz, lo hice y lo hice bien.
—Es que mi padre necesita que hoy llegue a casa a tiempo —
respondí, y ella supo lo que quería decir.
—Ah, una luna nueva te espera esta noche —dijo Mazarine—.
Dime, Clementine, ¿has leído alguna de mis pesadillas registradas en
el libro de tu padre?
No lo había hecho, pero porque no había registro de sus
pesadillas en el libro que rellenaba y guardaba mi padre. Todavía no
quería confesárselo por miedo a que le molestara.
Así que le mentí.
—Mi padre no me permite leer todos sus registros. Solo soy una
aprendiz, señora Thimble.
—¡Vaya! —exclamó, bebiendo de una copa de vino espumoso—.
Eres una aprendiz, pero batallas junto a tu padre en las noches de
luna nueva. Eres tan fuerte y tan hábil como él. Te he visto luchar en
las calles en las noches más oscuras. Llegarás a ser mejor que él,
Clementine. Tu magia brilla más que la suya.
Por n acabé su retrato. En parte, porque sus palabras
alimentaron un espíritu hambriento dentro de mí que me esforzaba
por mantener oculto.
—He acabado el retrato. —Dejé el carboncillo, me limpié los
dedos en la falda y le acerqué el papel. Ella lo estudió a la luz de las
velas que ardían en los soportes de hierro a su alrededor, con la cera
goteando como estalactitas.
Se quedó callada durante un largo rato. Una gota de sudor
comenzó a recorrerme la espalda, y me puse nerviosa hasta que
sonrió con sus torcidos dientes amarillos brillando a la luz del fuego.
—Sí, no he cambiado. Qué alivio. —Y se rio, pero el sonido estaba
lejos de resultar tranquilizador.
Me bullía la sangre como si fuera una advertencia.
Reuní mis provisiones y las metí en mi bolso de cuero, ansiosa
por irme. No podía saber qué hora era, ya que Mazarine tenía las
cortinas echadas, pero intuía que la tarde estaba llegando a su n.
Necesitaba llegar a casa.
—Una maga y una artista —re exionó Mazarine, admirando el
boceto que había hecho de ella—. Una artista y una maga. ¿Cuál
deseas ser más? O tal vez sueñes con aprender magia deviah y
combinar ambas. De hecho, me gustaría ver un dibujo tuyo
encantado algún día, Clementine.
Me coloqué la correa del bolso en el hombro, situándome a medio
camino entre su silla y las puertas dobles. No quería decir que
tuviera razón, pero tenía un extraño sentido para leer a la gente.
También me había visto crecer en este pueblo.
Desde los ocho años, mi padre me había instruido en la magia
avertana, una magia defensiva que prestaba su fuerza a combates y
duelos. A menudo nos enfrentábamos a hechizos conjurados con
malas intenciones, lo que provocaba situaciones peligrosas e
imprevisibles, como las noches de luna nueva. Me gustaba más la
avertana para esas cosas, pero también había empezado a pensar en
los otros dos estudios de magia, la metamara y la deviah, pero en
especial la deviah. Tomar la habilidad de una misma y crear un objeto
encantado no era una hazaña sencilla, y había leído sobre magos que
habían dedicado décadas de su vida a alcanzar tal logro.
Necesitaba más tiempo. Más tiempo para perfeccionar mi o cio
de artista antes de intentar añadirle mi magia. Había aprendido a
dibujar y poco a poco llegué a dominar el carboncillo, ya que los
materiales de arte eran difíciles de conseguir en este pueblo rural,
pero sabía que me faltaba experiencia y que había muchas otras
ramas del arte, esperando a que las explorara.
—Quizás algún día —respondí.
—Mmm. —Fue lo único que dijo Mazarine.
Al nal, se levantó de la silla con un ligero gruñido, como si le
dolieran los huesos. Siempre olvidaba lo alta que era, y esperé
mientras cruzaba hasta el otro lado de la habitación, donde había un
escritorio en un rincón oscuro. La escuché abrir los cajones y también
el tintineo de las monedas cuando las agarró.
—A rmas que no he cambiado —dijo, acercándose hasta donde
yo me encontraba—. Pero tú sí, Clementine. Tus habilidades están
mejorando, tanto en la magia como en el arte. —Y extendió el puño
con los nudillos como colinas, las venas como ríos bajo su piel de
papel y los dedos llenos de monedas.
Levanté la palma de la mano, y me pagó el doble. Más de lo que
me había dado otras veces.
—Es muy generoso por su parte, señora Thimble.
—Puede que no le guste a tu padre ni al ama de llaves que te
cuida. Pero tú eres la única en este pueblo que no me teme. Y yo
recompenso ese valor.
Le sostuve la mirada, esperando que mi cautela no brillara como
el hielo en mi interior.
—Deja que te acompañe —propuso Mazarine con un movimiento
de su brazo—. El día se acaba y debes prepararte para esta noche.
Pero no se movió, y supuse que quería yo fuera delante. Me
dirigí a las puertas dobles y ella se quedó dos pasos detrás de mí.
Pasamos por delante de un espejo colgado en la pared, en el que
nunca me había jado. Su marco era dorado y elaborado, con forma
de vides y hojas de roble. Vi mi re ejo: una chica con una mancha de
carbón en la barbilla y un grueso cabello cobrizo que se negaba a ser
domado por una trenza. Mi mirada comenzó a dirigirse a las puertas
cuando vislumbré lo que caminaba detrás de mí.
No era Mazarine. No era la anciana que había dibujado tantas
veces.
Era otra cosa, alta y de hombros anchos, con la cara arrugada y
a lada como las rocas, con una nariz larga y ancha que se cernía
sobre una boca na y torcida. Unos cuantos dientes le sobresalían de
sus labios, manchados de lo que parecía ser sangre vieja. Tenía la piel
pálida y el pelo seguía siendo plateado, pero era largo, enjuto y
estaba enhebrado con hojas, palos y lianas espinosas, como si
hubiera surgido de un bosque. Dos cuernos le coronaban la cabeza,
pequeños y aún puntiagudos, brillantes como huesos.
Sus ojos, grandes, oscuros y resplandecientes de alegría, se
encontraron con los míos en el espejo durante un momento fugaz, y
supe que acababa de contemplar su verdadera naturaleza. Ella
también lo sabía y, sin embargo, no reaccioné. Me dije que no
caminara más rápido, que no respirara más hondo. Que mantuviera
la calma y el aplomo. Me tragué las ganas de salir corriendo y me
detuve ante las puertas para darle tiempo a que me abriera.
—¿Encontrarás la salida desde aquí? —me preguntó.
Sonreí. Sentía mi cara extraña, e imaginé que estaba haciendo una
mueca.
—Claro que sí.
De nuevo, apareció como la mujer mayor que siempre había
conocido. Pero sus ojos… Vi un rastro del ser salvaje que era en
realidad, ardiendo como brasas.
—Estupendo. Hasta la próxima, Clementine.
Me escabullí y bajé por la escalera enroscada, con las botas
chocando contra el mármol a un paso medido, porque sabía que ella
estaba escuchando.
Su mayordomo, un hombre viejo y lleno de arrugas vestido con
la librea de un lord muerto hacía tiempo, estaba sentado en una silla
junto a la puerta principal, roncando. Intenté pasar a hurtadillas
junto a él, pero se sobresaltó y se puso de pie, buscando a tientas el
pomo de la puerta.
—Que tenga un buen día, señorita Clem —dijo con voz ronca—.
Y que salga victoriosa de la batalla con la luna nueva esta noche.
—Gracias, señor Wetherbee. —Y aunque sus ojos eran amables y
estaban empañados por las cataratas, el tipo de ojos que podría tener
un abuelo, no pude evitar preguntarme qué re ejo proyectaría en un
espejo: si sería el viejo hombre humano que parecía ser o algo muy
diferente.
Traspasé el umbral y bajé los escalones hasta el sendero de grava
que conducía al camino. Los triángulos de arbustos crecían en
perfecta simetría, y, cuando llegué a la verja de hierro, me atreví a
echar un vistazo a la casa.
Se trataba de una gran mansión de tres plantas, construida con
ladrillos rojos, con ventanas cuadradas que brillaban como dientes.
Aquí había vivido la primera maga de Hereswith, y luego la persona
que le había sucedido. Esta había sido siempre propiedad de los
magos del pueblo, y uno pensaría que la magia aún perduraría en las
paredes y se habría ltrado en los suelos. Sin embargo, Mazarine
había vivido aquí durante muchos años, según los registros del
pueblo, y no era una maga.
Ni siquiera era humana.
Y me pregunté entonces cómo había logrado tal hazaña,
ocultando su verdadero rostro. Engañándonos a todos.
Dudé, como si darle la espalda a la mansión fuera una tontería.
Pero, al nal, me alejé de la verja y, a paso ligero, emprendí el camino
a casa.
Hereswith no era un pueblo muy grande. Mi padre y yo
podíamos recorrerlo entero en una hora. Era pintoresco, si nos
olvidábamos de la maldición de las montañas adyacentes. Las casitas
eran acogedoras, de dos plantas, y estaban construidas con piedra y
mazorca, rematadas con tejados de paja. Algunas tenían pequeños
jardines con hiedras que intentaban comerse la casa; otras tenían
puertas delanteras pintadas con colores brillantes y ventanas con
parteluz que provenían de una época pasada. Y luego estaba la
mansión de Mazarine, que parecía abrumadoramente fuera de lugar
con su grandiosidad, pero que seguía otorgando carácter al pueblo.
Para mí, Hereswith era mi querido hogar, incluso cuando parecía
languidecer bajo los últimos días de verano. Al nal de la tarde,
cuando el sol empezaba a ponerse, las sombras de las montañas de
Seren nos alcanzaban y la brisa olía a hierba fría, a madera humeante
y a piedra húmeda. Como la magia antigua.
Nunca quise dejar este lugar.
Pero con cada paso que me alejaba de la mansión de Mazarine,
más dudas empezaban a surgirme. En apariencia, Hereswith parecía
idílico y encantador. Pero comencé a preguntarme si el pueblo
escondería algo bajo su exterior.
Ese día aprendí una lección vital de Mazarine. Una que hizo que
me jurara que nunca con aría solo en las apariencias.
2
C
aminé por el pueblo, sosteniendo el libro de las pesadillas en
la cadera como si fuera un bebé, sonriendo y saludando a la
gente con la que me cruzaba. A todos los que conocía bien,
tanto por su nombre como por sus sueños. Me apresuré al llegar al
mercado, el corazón de Hereswith, donde prosperaban tanto los
chismes como la actividad. No tuve tiempo de dejarme atrapar por
ninguno de los dos, y seguí el camino del este hasta la parte baja del
pueblo, donde las casas se distanciaban unas de otras, fundiéndose
en verdes parcelas de granjas delimitadas por bajos muros de piedra.
Olí las ovejas de los Fielding antes de llegar a su verja. Un collie
blanco y negro ladró cuando me acerqué a la puerta principal, que
estaba entreabierta. Dudé en el umbral; podía oír una débil
discusión, justo dentro de la casa…
—No podemos permitírnoslo, Jane. Nuestras hijas necesitan el
pan más que dormir sin soñar.
—Mírala, Spruce. ¿No vas a hacer nada? ¡Ni siquiera habla!
—Las chicas se lo han buscado. Os lo he dicho miles de veces, y
esas cartas tienen que ser…
—¡Son las cartas de mi abuelo!
Spruce suspiró.
—He llamado al mago. Si no quieres que queme las cartas, ¿qué
más quieres que haga, mujer?
No me gustó el tono de Spruce Fielding. Llamé a la puerta, y esta
se abrió con un chirrido, dejando al descubierto la habitación central
de la casa. Jane Fielding, una mujer con el pelo rubio lacio y con
vetas grises, estaba sentada en un sofá raído con un bulto de mantas,
que probablemente se trataba de su hija menor, acurrucada en su
regazo. Spruce, un hombre de rostro rubicundo y espesa barba
castaña que era tan alto que tenía que agacharse para no golpearse la
cabeza con las vigas de madera, estaba paseándose hasta que me vio.
—¡Señorita Clem! —dijo, sorprendido, mientras se acercaba para
saludarme—. Gracias por venir. Estábamos esperando…
—A mi padre —concluí—. Sí, lo sé. Pero está en cama luchando
contra la ebre. He venido en su lugar.
—Siento oír eso —dijo Spruce, quitándose el gorro para retorcerlo
entre sus manos.
—¿Siente que esté aquí o que mi padre esté enfermo? —bromeé,
con la esperanza de aligerar el ambiente, así como el temor que los
Fielding estaban expresando al darse cuenta de que yo, y no mi
querido padre, había venido a adivinar la pesadilla.
Spruce se quedó sin palabras. A veces los hombres de Hereswith
no sabían cómo tomarse mi ingenio. Entré en la habitación, mis ojos
se ajustaron a la tenue luz interior.
Las cinco hijas de los Fielding estaban presentes. Dos estaban en
el desván, mirándome como pájaros posados, y las otras tres estaban
en la planta principal. La mayor estaba troceando zanahorias en la
cocina; la segunda, junto a la chimenea, intentaba hacer una colcha
con retales; y la más joven, cuyo sueño había venido a recoger, estaba
envuelta en los brazos de su madre. Todos los nombres de las niñas
empezaban por «e», para mi desgracia. Nunca me acordaba de quién
era quién: Enya, Esther, Elizabeth, Edith; salvo la pequeña Elle, que
tenía un nombre palíndromo, algo que siempre había deseado.
Elle, que tenía unos siete años y era demasiado delgada y enjuta
para su edad, parpadeó mirándome desde el borde de su manta.
—Hola, Elle —la saludé—. ¿Puedo sentarme a tu lado?
La niña asintió con un gesto brusco y me senté junto a ella y a su
madre en el mullido sofá, bajando el libro de las pesadillas para que
descansara sobre mis muslos. Detestaba tener público, que ambos
padres me observaran con ojos muy abiertos y dudosos, y que las
hermanas se quedaran inmóviles como estatuas, absorbiendo cada
uno de mis movimientos. Incluso el collie, que se había colado en la
casa, se sentó en una zona donde daba el sol, con un ojo azul y otro
marrón clavados en mí.
Pero lo que más odiaba era recurrir al arte teatral. El tipo de
magia con el que se deleitaba mi madre. El arte de la actuación
encantada que provocaba emociones en los observadores, ya fuera
horror, deleite o asombro.
Pero este era un momento para la puesta en escena, si es que
alguna vez lo hubo. Podía sentir que me llamaba cuando la tensión y
la preocupación empezaban a dominar la habitación. Me sentí
agradecida por esos primeros años, por mis recuerdos más antiguos.
Recuerdos que me abstenía de evocar con demasiada frecuencia por
miedo a que me hicieran romperme. Un tiempo atrás, cuando mis
padres aún estaban juntos en la ciudad. Todas aquellas tardes en que
me había sentado en el regazo de mi padre en el teatro, viendo cómo
mi madre hacía magia en el escenario.
—Tengo una cosa para ti, Elle.
La niña no dijo nada, solo me observó con ojos grandes y llenos
de miedo.
Levanté las palmas de las manos para demostrar que estaban
vacías antes de juntarlas. En silencio, me saqué la galleta de cereza
del bolsillo, elevando una de las manos en el aire para mostrársela.
Jane Fielding lanzó un grito de alegría, la puesta en escena tenía
sus ventajas, y su hija menor quedó cautivada. La manta bajó una
fracción, luego un poco más, hasta que los brazos de Elle quedaron
libres. Sonrió y aceptó la galleta, y de repente deseé haber traído
más, para alimentar las cuatro miradas anhelantes de las niñas
mayores.
Hubo un silencio incómodo mientras Elle se la comía. Decidí que
era un buen momento para preparar la adivinación.
—¿Señor Fielding? ¿Le importaría traer una de las sillas de la
cocina aquí? Necesito usarla como mesa improvisada.
Accedió de inmediato, apartando del camino a su hija Elizabeth,
que había estado cosiendo junto a la chimenea.
Elizabeth dejó su colcha de retales y se puso cerca de mí. Fue
entonces cuando me jé en una de las cartas que había en el suelo,
casi oculta bajo un cuadrado de tela. Su ilustración captaba la luz,
aunque la carta en sí estaba estropeada y arrugada. La estudié con
discreción, incapaz de acallar mi interés como artista.
La imagen representaba a un hombre esbelto con una larga
cabellera blanca, vestido con ropas coloridas y adornadas. Un
sombrero de copa le cubría la cabeza, ensombreciéndole el rostro.
Solo se distinguían su sonrisa torcida y sus ojos, que brillaban como
dos esmeraldas. Su título estaba escrito a mano bajo sus pies: «El
maestro de la moneda».
Quería tomar la carta. Quería sostenerla y estudiar su ilustración,
aprender de quien la había pintado tanto tiempo atrás. Una historia
atrapada en el tiempo sobre el papel.
Y entonces me acordé de mí misma. Estaba de visita como maga,
no como artista que suspira por los rincones. Pero ahora entendía la
conversación que había escuchado en la entrada. Las chicas Fielding
debían de haber jugado una ronda a los siete espectros y la pequeña
Elle debía de haber perdido, por lo que debía haber acabado con una
de las siete cartas ilustradas en su mano. Y, aunque nunca había
jugado a este juego, ya que tanto mi padre como Imonie lo
detestaban y me lo habían prohibido, sabía que sus reglas tenían un
gran encantamiento: perder con uno de los siete espectros en tu
poder signi caba que experimentarías una pesadilla la próxima vez
que te acostaras a dormir.
Retiré mi atención de la carta y me preparé para la adivinación.
Llamé a las baratijas de mi bolsillo, pronunciando el hechizo inverso.
Volvieron a su tamaño normal sin ningún reparo: el cuenco de plata,
que llené con agua de mi jarra, los frascos de sal y gardenia, el
tintero de pulpo, la pluma y la cuchara de hierro con la piedrecita de
esmeralda.
—¿Tuvo que ir a la escuela para aprender a hacer magia, señorita
Clem? —preguntó Elizabeth.
—No, mi padre me enseñó casi todo lo que sé —contesté—. Y mi
madre también me enseñó algunos hechizos.
Elle había terminado por n de devorar su galleta. Me tomé mi
tiempo para abrir el libro de las pesadillas, hojeando las frágiles
páginas hasta encontrar la última entrada, que mi padre había
escrito hacía cuatro días. Una de las pesadillas de Lucy Norrin, que a
menudo me parecía ridícula en el espectro de los sueños.
—¿Quieres contarme tu sueño, Elle? —le pregunté.
Elle sacudió la cabeza y sus rizos se agitaron.
—Hoy no ha dicho ni una palabra —dijo Spruce, rondando—. He
intentado que lo describiera, pero fue ese juego… ¡ese estúpido
juego! —Y señaló hacia arriba, hacia las dos hijas que estaban en el
desván—. Deberíais haber sabido que no debíais dejar jugar a
vuestra hermana pequeña.
—Señor Fielding —le dije con frialdad, llamando su atención—,
es primordial que la persona que sueña esté tranquila cuando lanzo
una adivinación. Si no puede estar en silencio, tendré que pedirle
que salga.
Se quedó estupefacto de que le hubiera hablado de esa manera,
pero se tragó su réplica y se quedó callado.
Le sonreí a Elle.
—Debo lanzar un hechizo para poder ver tu sueño. ¿Te parece
bien, Elle?
Elle se aferró a su madre, temerosa.
—No tendrás que volver a verlo, Elle. Solo lo haré yo, ¿vale?
La niña enterró su cara en el pecho de Jane, y esta suspiró.
—Señorita Clem, hágalo, por favor. Sé que se acerca la noche y
que no debemos retenerla aquí mucho más tiempo.
Pero esperé a que Elle volviera a mirarme, ahora con más
curiosidad que miedo.
Me eché unos cuantos cristales de sal en una palma. A
continuación, agarré unos pétalos de gardenia secos con la otra
mano y extendí las palmas hacia Elle.
—¿Cuál te gusta más? —pregunté, provocando que las fragancias
opuestas se alzasen.
Elle las estudió a ambas, pero señaló la limpia fragancia lluviosa
de la sal.
«Esta chica es de las mías», pensé mientras dejaba caer los
cristales en el cuenco con agua, devolviendo las ores a su frasco.
Tomé la cuchara y empecé a murmurar el conjuro de adivinación de
mi padre, removiendo el agua hasta que la sal se disolvió y la
esmeralda del mango proyectó una palidez verde en la super cie.
La pesadilla aún permanecía en la casa.
En cuanto encontré la puerta del sueño, grabada en sombras en el
centro de la habitación, la familia Fielding se quedó petri cada,
como si hubiera detenido el tiempo. Sabía que estaban
experimentando lo contrario desde su posición ventajosa; estaban
esperando con la respiración suspendida, observando una versión de
mí misma con los ojos vidriosos y embelesada mientras yo localizaba
internamente el umbral acechante del sueño.
Centrándome en la puerta, me levanté y la abrí.
Y me adentré en el sueño de Elle.
E
l mago rubio estaba junto a la chimenea, donde las estanterías
rebosaban de libros. El moreno estaba en el umbral de la
terraza, mirando hacia la pequeña habitación de cristal, donde
mi padre y yo cultivábamos una serie de plantas. Los magos
apestaban a curiosidad y a juicio, como si nuestras vidas
provincianas fueran algo que luego iban a convertir en un chiste que
contarían en la corte, y me puse rígida en el momento en que ambos
se volvieron hacia mi padre y hacia mí.
Imonie ya les había tomado las capas, y pude ver que iban
vestidos a la última moda: corbatas de color crema, chalecos
bordados con fases lunares y estrellas, chaquetas negras con
faldones, pantalones con adornos plateados a los laterales, botas
hasta la rodilla que solo llevaban una pizca de polvo del camino y
cinturones con estoques enfundados a los lados.
Me dio la impresión de que sus armas no estaban destinadas a
mantenerlos a salvo en sus viajes.
—Señor Ambrose Madigan —saludó el rubio a mi padre con una
sonrisa a lada—, es un honor conocerle. Permítame presentarnos.
Soy Lennox Vesper, y este es mi hermano, Phelan.
—Son los hijos de la condesa de Amarys —dijo mi padre, y,
aunque sonaba educado, oí el frío cambio en su voz—. Y también
están muy lejos de su hogar y de los lujos de su corte. ¿Qué les trae a
la frontera?
Lennox seguía sonriendo, pero con una sonrisa demasiado
amplia, y me recordaba a una marioneta de una pesadilla infantil.
—Hemos venido a ver Hereswith. Para ir tan lejos como
podamos antes de pisar el ducado de la montaña.
—El ducado de la montaña ya no existe —respondió mi padre—.
Y Hereswith habría estado mejor preparado si hubiéramos sabido
acerca de su visita.
—Sí, bueno, ha sido un cambio de planes de última hora —dijo
Lennox, y miró a su hermano. Phelan guardó silencio, pero sus ojos
estaban puestos en mí, oscuros e inescrutables. En el brillo de las
armas que llevaba en las caderas.
—Vengan, entonces —dijo mi padre, señalando la mesa, en la que
Imonie acababa de poner los platos de la cena—. Coman con
nosotros esta noche. Refrésquense. Deben estar cansados después de
tan largo viaje.
—Le agradecemos su generosa hospitalidad, señor Madigan —
contestó Lennox, y se desabrochó el cinturón, dejando su estoque
junto a la puerta.
Phelan siguió su ejemplo, pero yo no estaba dispuesta a
despojarme de mis armas, aunque fuera en contra de todos los
modales sentarse a comer de ese modo. Los cuatro nos acercamos a
la mesa, y hubo un momento incómodo. Los invitados debían tomar
asiento primero, para rebajarse en señal de agradecimiento, pero los
magos no se sentaron.
No, Phelan miraba la comida que se extendía ante nosotros y
Lennox me miraba a mí.
—Perdone que le pregunte, señorita Clementine —dijo Lennox—.
Pero ¿siempre se sienta a la mesa con armas en el cinturón?
—Depende de la noche —contesté—. Y de la compañía.
Lennox se rio, un sonido chillón que me puso al instante de los
nervios. Al igual que me había pasado con la risa de Mazarine. Y
noté cómo mis manos se agarraban al respaldo de la silla, cómo se
me ponían blancos los nudillos, y deseé haber dejado que llamaran a
su puerta.
Phelan rompió por n la tensión. Echó su silla hacia atrás,
sentándose con una elegancia que recordaba a la de un vals. Mi
padre y yo esperamos a que su hermano también cediera, y luego
nos reunimos en la mesa, listos para comer.
Tenía el estómago hecho un nudo, pero me eché una buena
cantidad de comida en el plato. Venado con jalea de grosellas,
patatas al romero, zanahorias y remolachas glaseadas, huevos
cocidos y una ensalada fría de frutas y frutos secos tostados.
Imonie estaba sirviendo cerveza de jengibre en nuestros vasos
cuando Lennox olió su servilleta, estudió las manchas de agua en su
tenedor y luego se aclaró la garganta.
—¿Le importa si lanzo un conjuro, señor Madigan?
Mi padre parecía receloso.
—¿Qué clase de hechizo es necesario durante la cena?
—Para ver qué ingredientes hay en la comida. Tengo una salud
delicada.
Resoplé, solo para llamar la atención de todos. Levanté mi vaso
hacia ellos y bebí, para ocultar la mueca de mis labios.
—Cómete la comida, Lee —murmuró Phelan con una punzada
de morti cación.
—Tú también deberías hacer uno, ¿sabes? —susurró Lennox a su
vez, y fue entonces cuando me di cuenta de por qué el mago quería
escudriñar la comida. Pensó que la habíamos envenenado, lo que no
tenía lógica alguna, ya que mi padre y yo también estábamos
comiendo de los mismos platos.
Mi padre llegó a una conclusión similar.
—Si teme un malestar estomacal, no se preocupe. Tenemos
muchas hierbas para calmarlo. Si teme el veneno…, entonces déjeme
tranquilizarle, señor Lennox. Da mala suerte hacer daño a un
invitado bajo el propio techo, y no tengo intención de atraer la mala
suerte a mi casa.
—Qué tranquilidad —dijo Lennox, y continuó con su conjuro,
inspeccionando la comida de su plato y la cerveza de jengibre de su
vaso.
Imonie se quedó de pie junto a la vitrina de porcelana y observó
con una expresión neutra. Pero sus ojos brillaban como la obsidiana.
Me obligué a comer. Estaba sentada frente a Phelan y me jé en
cómo cortaba la carne en bocados adecuados, en cómo manejaba el
tenedor y el cuchillo. Me propuse hacer todo lo contrario. Mis
cubiertos chirriaron contra el plato, provocando las muecas de los
hombres, y me metí un trozo de carne en la boca, con el tenedor al
revés.
Phelan me observó conmocionado, como si no pudiera dar
crédito a mis modales. Lennox parecía disgustado.
Sonreí mientras masticaba, con los labios cerrados y llena de
horribles pensamientos.
Mi padre se aclaró la garganta.
—¿Puedo preguntar cuánto tiempo piensan quedarse en
Hereswith?
—Podría ser una visita corta —respondió Lennox, apartando su
mirada incrédula de mí—. Pero también podríamos decidir
quedarnos un tiempo.
—¿Podría indicarme la fecha de su partida, pues? —continuó mi
padre, y, por el rabillo del ojo, vi que le temblaba la mano mientras
pinchaba una patata con el tenedor.
—Todavía no tenemos una fecha concreta. —Lennox sonaba
engreído—. Pero como es luna nueva… Me preguntaba qué clase de
pesadillas rondan por su pueblo, señor Madigan. ¿De verdad son tan
crueles, ya que viven cerca de las montañas y del ducado maldito de
Seren? ¿Qué clase de terrores acechan las calles en las noches más
oscuras?
Mi padre guardó silencio, pero miró jamente al otro lado de la
mesa a Lennox Vesper, y noté la frialdad en el aire. Una frialdad que
expresaba lo enfadado que estaba mi padre, incluso cuando en
secreto ardía de ebre bajo el glamour.
—Yo me encargo de contener las pesadillas, señor Lennox —dijo
mi padre—. Soy yo el guardián de Hereswith. Soy yo el que se
encarga de vigilar estas calles y de honrar y de proteger a esta gente.
A pesar de su educación y su re nada crianza, parece que ha
olvidado las leyes más básicas y el respeto cuando se trata de la
magia de los sueños y la protección.
Lennox se rio, agarrando su cerveza de jengibre.
—No lo he olvidado en absoluto, señor Madigan. Tengo muy
buena memoria y no hago nada sin pensar.
—Entonces no mareemos más la perdiz —interrumpí, impaciente
—. ¿Qué quieren?
Lennox me miró, arqueando una de sus cejas rubias.
—Creo que eso es algo que debo discutir con su padre, ya que él
es el mago de Hereswith.
A pesar de mi con anza, noté que se me sonrojaban las mejillas
por la forma en que me hacía parecer como si fuera insigni cante.
Como si yo no fuera nadie ni nada importante.
Por un breve y aterrador momento, imaginé que Lennox había
venido a pedirle a mi padre que fueran compañeros. Para poder ser
el guardián de Hereswith junto a él. Para desplazarme y
reemplazarme. Sabía por mi breve educación en la capital que casi
todos los magos guardianes tenían compañeros, porque la
recolección de sueños era una tarea engorrosa y las pesadillas tenían
la capacidad de ser cualquier cosa. Siempre era mejor tener a alguien
que te cubriera las espaldas en luna nueva, para que te prestara
ayuda si se desarrollaba un sueño violento.
—Mi hija es mi compañera y tiene grandes conocimientos de
magia —respondió mi padre, como si compartiera la misma
preocupación. Mi postura se suavizó, aliviada. Aunque todavía no
era su compañera. Solo su aprendiz—. Lo que tenga que decirme a
mí, también se lo puede decir a ella.
—Sí, por supuesto, señor Madigan —dijo Lennox con una sonrisa
forzada y un elegante movimiento de la mano—. Supongo que no
tiene sentido retrasarse, ya que ha caído la noche. —Pero miró a su
hermano, como si buscase apoyo. Phelan permaneció en silencio, con
la mirada ja en su vaso. Al nal levantó los ojos y asintió, y mi
temor aumentó, amenazando con ahogarme.
Lennox se puso de pie.
Fijó la mirada en mi padre, y pareció que la luz del fuego se
atenuaba y las sombras se hacían más profundas a nuestro alrededor.
Sacó un pañuelo de seda roja del bolsillo interior de su chaqueta y lo
dejó caer sobre la mesa. Observé cómo la tela se mecía hacia abajo y
se posaba sobre la madera como una mancha de sangre.
—Sever occisio loredania. He venido a desa arlo, señor Madigan.
He venido en esta luna nueva del mes de septiembre para ganarme
el derecho de protección y el título de guardián de Hereswith.
El anuncio de Lennox sonó en la habitación, reverberando en las
paredes, en las ventanas y en el techo de mi infancia, y desgarró mi
paz. El desafío se agitaba a nuestro alrededor, brillaba en el aire
como la lluvia en el sol. Lo respiré, sentí que el sortilegio cercaba mi
corazón como una jaula de hierro.
Sever occisio loredania.
Mi padre y yo nos quedamos congelados, mirando al joven
mago. Lennox esperó, cambiando el peso de una pierna a la otra
mientras el intenso silencio continuaba.
—¿Me ha oído, señor Madigan? He dicho que le reto…
Mi padre se levantó. La silla estuvo a punto de volcarse con la
rapidez con la que lo hizo, y a mí me latía el corazón con fuerza y me
temblaban las manos mientras yo también me levantaba. Mi padre
no se había ganado el cargo de guardián de Hereswith, sino que lo
había heredado cuando el anterior mago se había retirado, hacía
nueve años. Nunca había estado en el lugar de Lennox Vesper.
Nunca le había robado el territorio a otro mago.
—Le he oído, señor Lennox —respondió mi padre, con voz ronca,
y su angustia hizo que mi glamour se tambaleara sobre él por un
momento—. Acepto el reto. Tiene una hora para llegar al mercado de
Hereswith, donde Clementine y yo nos reuniremos con usted para el
desafío de la luna nueva.
Lennox se inclinó. Dejó el pañuelo rojo sobre la mesa como señal
vinculante y agarró su capa y su arma, y Phelan le siguió. Contuve la
respiración al verlos partir. Incluso Imonie parecía incapaz de
respirar mientras permanecía en la cocina, mirando la mesa, con la
cena a medio comer en los platos.
La casa volvía a estar en silencio. Un silencio que quería
aplastarme el corazón.
Me di la vuelta para mirar a mi padre, y mi glamour se
desvaneció. Debería haber aguantado al menos una hora más, pero
mi magia se volvió frágil en ese momento.
—Ven, papá. Siéntate aquí.
Me dejó volver a acomodarlo en la silla y se sentó con un gemido.
—¿Imonie? —La miré—. ¿Me traes un poco de vino caliente con
clavo y miel para papá?
Empezó a moverse hacia el armario del vino cuando mi padre
habló.
—No —dijo. Nunca bebíamos antes de la batalla porque
embotaba los sentidos; me arrodillé al lado de mi padre, con un
torbellino de pensamientos en la cabeza.
—Estás demasiado enfermo para aceptar este desafío, papá.
Déjame responder por ti.
—No tengo elección, Clem. Y no dejaré que te enfrentes a ellos
sola. —Me miró, con los ojos inyectados en sangre—. No tengo
elección —repitió en un susurro, y se frotó la frente. No teníamos
mucho tiempo, y me crujieron los nudillos, ansiosa hasta que mi
padre me tomó la mano.
—Tenemos ventaja —dijo, e Imonie se apresuró a prepararle una
taza de té caliente, ya que no quiso tomarse el vino—. Conocemos las
pesadillas que pueden aparecer esta noche. Los magos de Amarys,
no.
—Sí, pero…
—Esta noche será como otra cualquiera, hija —comentó mi padre
—. Déjame descansar media hora y luego nos vamos. —Apoyó la
cabeza en la silla y cerró los ojos.
Imonie dejó la taza de té humeante sobre la mesa. Miró a mi
padre antes de clavar los ojos en mí.
—Esta es tu noche, Clementine —me susurró Imonie—. Tu padre
te acompañará, pero tú tendrás que ser su fuerza. Tendrás que
vencer a ese sueño antes de que lo haga ese advenedizo. Sé paciente.
Sé astuta.
Asentí con la cabeza. Ella me decía esas cuatro palabras, «sé
paciente, sé astuta», cada luna nueva, justo antes de que fuera a la
batalla. Creo que le preocupaba que una pesadilla se apoderara de
mí, pues tenía tendencia a precipitarme, aunque nunca me habían
herido de gravedad.
Mi valor aqueó, pero solo por un momento.
Y, entonces, me encontré con la mirada de Imonie y le ofrecí una
sonrisa.
—¿Algún otro consejo, Imonie?
Resopló, pero fue imposible descifrar lo que estaba pensando.
—No subestimes a esos magos. Sobre todo al más callado. Te ha
estado observando con mucha atención esta noche.
De pronto recordé la forma en la que Phelan me había mirado, la
forma en la que había pronunciado mi nombre.
Y lo único en lo que podía pensar era en que debería haber
dejado que la trol los devorara a ambos.
6
L
a noche era fresca y tranquila mientras mi padre y yo
caminábamos hacia el mercado. Todas las puertas estaban
cerradas, al igual que las contraventanas. Nunca dejaba de
sorprenderme lo distinto que parecía Hereswith en las noches de
luna nueva. Desolado y dolorosamente silencioso, con la amenaza
enfriando el aire como la niebla. Parecía abandonado.
Me quedé pensando en la leyenda de la caída de Seren, como
hacía cada luna nueva, con la mirada puesta en la oscura sombra de
las montañas. La fortaleza en las nubes había quedado abandonada
cuando se lanzó la maldición hace un siglo, y aun así me preguntaba
qué fantasmas vagarían por esos pasajes de montaña. Qué alegría,
luz y amistad habrían coronado la cumbre en el pasado, antes del
asesinato del duque. Antes de que todo se desmoronase.
Algunas leyendas a rmaban que el duque había sido un hombre
cruel, que juzgaba a su pueblo con dureza. Su sadismo había sido la
razón que había impulsado a siete miembros de su corte a asesinarlo.
Por otro lado, otras historias lo describían como un gobernante
amable y a rmaban que su corte tramó su muerte por su deseo de
gobernar.
Me pregunté cuál de las dos versiones sería cierta mientras
reducía el ritmo para seguir el paso de mi padre. Tenía la respiración
agitada y andaba con di cultad. Estábamos llegando al mercado, las
constelaciones se extendían encima de nosotros, como si fuesen
azúcar derramado sobre terciopelo negro, y respiré hondo.
—No me has contado lo de Elle Fielding —me susurró.
Parecía que había ido a buscar la pesadilla de Elle hacía una
semana.
—Tuve que adivinar el sueño. Fue… extraño.
—¿Y eso? —Mi padre se detuvo y se volvió hacia mí.
—El escenario era este, las calles y el mercado. La estaba
persiguiendo un caballero.
—¿Un señor del pueblo? ¿Quién?
—No, no, un caballero. Una persona valiente con armadura. —
Hice una pausa, recordando la pesada cadencia de sus pies al
caminar, el óxido y la sangre en el acero. Las chispas de su espada—.
Era una amenaza, pero no pude verle la cara. No pude saber lo que
quería…, pero era muy siniestro.
El silencio rugía entre nosotros. Levanté la vista para ver un
atisbo de miedo en la cara de mi padre.
—¿Cómo era la armadura? —preguntó con brusquedad—. ¿Tenía
algo extraño?
Intenté describírsela, pero solo había podido llegar a verle un
poco las piernas.
—¿Y qué arma llevaba?
—Una espada —respondí, frunciendo el ceño—. ¿Has visto a ese
caballero en un sueño anterior? —pregunté, aunque era una
pregunta estúpida, ya que había leído todos los registros de las
pesadillas de mi padre. Todos y cada uno de ellos, aunque él me
había ocultado algunos. Inevitablemente, recordé las palabras que
Mazarine me había dicho ese mismo día: «Dime, Clementine, ¿has
leído alguna de mis pesadillas registradas en el libro de tu padre?».
Nunca he leído ninguna de las entradas de Mazarine, lo que
signi ca que, o bien tomaba remedios y mantenía sus sueños a raya,
como yo, o bien soñaba y mi padre había roto una ley sagrada sobre
la custodia al negarse a registrar sus pesadillas. Me pregunté por qué
mi padre haría eso, lo de omitir de manera voluntaria una pesadilla
del libro, pero no se me ocurría ninguna razón que fuera bastante
buena.
La posibilidad hizo que me tensara, y miré jamente a mi padre,
midiendo su expresión a la luz de las estrellas.
—No, no he visto a ningún caballero como este en ningún sueño.
Venga, hija. Los hijos de Amarys están esperándonos. Es hora de
mandarlos a casa. —El rápido cambio de tema de mi padre no hizo
más que alimentar mis dudas repentinas.
—¿No te agrada su familia? —le pregunté, recordando el hielo en
su voz cuando oyó los nombres de los hermanos.
—Su madre es una vieja conocida mía. —Eso es lo único que me
dijo mi padre, pero yo tenía tantas dudas que quise conseguir una
respuesta mejor.
Lennox y Phelan Vesper estaban esperándonos en el centro del
mercado.
Se quedaron como estatuas mientras mi padre y yo nos
acercamos. Estaban allí como si pertenecieran a este lugar, como si
hubieran echado raíces en Hereswith, y, en lo más profundo de mí,
los despreciaba por eso. Mi padre y yo fuimos y nos paramos a una
distancia considerable de ellos, con un tramo de hierba seguro entre
nosotros.
—¿Está seguro de lo que está haciendo, señor Lennox? —le
preguntó mi padre—. Todavía tiene la oportunidad de retractarse de
su desafío y no sufrirá ninguna humillación por ello.
Lennox esbozó esa terrible sonrisa de marioneta.
—Sé lo que hago, señor Madigan, y nadie me humillará.
Su con anza era desconcertante, pero me pareció ver que Phelan
ponía los ojos en blanco, como si le molestara la teatralidad de su
hermano. Observé más de cerca al hermano tranquilo, per lado por
la luz de las estrellas, buscando un punto débil en su espíritu.
Phelan miró a mi padre y dijo:
—No queremos que haya mala sangre entre nosotros, señor
Madigan. Tampoco queremos que haya heridos innecesarios esta
noche.
Pensé que era noble de corazón, o al menos se consideraba a sí
mismo como tal, lo que casi me hizo reír, porque no había nada de
honorable en llegar al territorio de otro mago sin avisar y querer
robárselo.
—¿Quiere que me rinda sin luchar, señor Phelan? —le replicó mi
padre, con la voz cargada de ira—. ¿Quiere que entregue este pueblo
y a sus habitantes tras haber dedicado años de mi vida a
protegerlos? ¿Así es como funciona la custodia en la ciudad de la
que provienen?
Phelan tuvo la decencia de parecer un poco avergonzado.
—Por supuesto que no, señor Madigan. —Se apresuró a decir
Lennox—. Y, además, ya está aquí con su hija y nosotros estamos
listos para el desafío. Quien derrote a la pesadilla ganará el derecho
de proteger Hereswith.
—Ganar el derecho —murmuró mi padre, y supe que las
palabras le habían molestado, porque también me irritaban a mí—.
Pues muy bien, señor Lennox. Cuando el reloj marque las nueve, se
anunciará la luna nueva y el desafío comenzará.
Todos miramos el reloj del mercado, que tenía la esfera iluminada
por la luz de un farol. Quedaban tres minutos, que estaban pasando
como si fueran años.
Luché contra la tentación de caminar de un lado a otro. Me
obligué a permanecer quieta como una estatua, al igual que los dos
advenedizos, y esperé a que el reloj diera las nueve.
Al n, sonó la campana.
Y el viento de la montaña sopló por las calles, dulce, oscuro y
lleno de magia.
Lennox frunció el ceño mientras miraba el mercado, esperando a
que la pesadilla se materializase. A veces, los sueños nacían
enseguida, como si estuvieran maduros y reventasen, con ansias de
materializarse en el mundo mortal. Otras, los sueños llegaban poco a
poco, sombra a sombra, como si un artista estuviera pintando un
lienzo. Algunas veces eran fáciles de derrotar y mi padre y yo
volvíamos a casa en una hora con tan solo unos cuantos desgarros en
las prendas, pero, otras, duraban hasta el amanecer, tercos,
despiadados y astutos.
Mientras esperaba a ver de quién era la pesadilla que debía
afrontar esa noche, noté que Lennox y Phelan estaban muy rígidos y
ansiosos, y supe que la victoria sería mía. Mi padre estaba en lo
cierto, teníamos ventaja. Contábamos con el conocimiento, con la
experiencia. Y yo conocía cada rincón de las calles de Hereswith,
cada jardín, la inclinación de cada tejado.
Este pueblo era mi hogar, e iba a defenderlo.
Me di cuenta de la lluvia antes que los hombres. Incluso antes
que mi padre. Me cayó una gota en el pelo, luego en el dorso de la
mano; la humedad brillaba como una joya en mi piel. Resistí el
impulso de mirar al cielo, porque no quería alertar a los magos, pero
agarré el brazo de mi padre y comencé a guiarlo lejos del mercado.
—Papá, vamos —susurré.
A Lennox se le salieron los ojos de las cuencas al vernos
retroceder. Sentí que estaba intentando seguirnos, imitar todo lo que
hacíamos, pero Phelan tuvo la misma idea que yo. Llevó a Lennox a
la protección de uno de los puestos del mercado y se fundieron en
las sombras.
Fue maravilloso no tener que verlos más. También era
inquietante, porque ahora no estaba segura de dónde estaban ni de
lo que hacían. Pero me sacudí en mi interior para ponerme en alerta
y concentrarme en la pesadilla que estaba cobrando vida.
Mi padre y yo nos encontramos en la calle del este, debajo del
cartel que había colgado en un comercio, mientras la lluvia
comenzaba a caer con fuerza, empapándonos en unos instantes.
—¿Reconoces este sueño, Clem? —me preguntó mi padre,
acercándose a mi oído para que pudiera oírlo por encima de la
melodía de la lluvia.
—No estoy segura. —Pero tenía un presentimiento. Miré hacia la
calle empedrada, donde los charcos comenzaban a ser cada vez más
profundos e iridiscentes.
Y, entonces, lo supe.
Era el sueño de Archie Kipp, un niño que casi se había ahogado a
principios de ese verano y que ahora le tenía miedo al agua. Las
pesadillas de un niño siempre eran las más difíciles de derrotar.
Mi padre reconoció el sueño cuando los charcos al instante nos
llegaban por los tobillos.
—Necesitamos un bote —murmuró.
Asentí, pero esperé, manteniendo mi magia en la punta de la
lengua, donde crepitaba como la sal, mientras mi padre se esforzaba
por construirnos un bote. El agua ya estaba subiendo con rapidez.
Casi me llegaba por las rodillas, y sentí mi primera punzada de
inquietud.
—¿Papá? —Estaba tardando demasiado. Su magia estaba frágil y
tenue, latía como un pulso débil. Vi que intentaba construir algo
infalible, una pequeña embarcación de hojalata y madera, y, aunque
admiraba su sentido de grandeza, sabía que la inundación subiría a
toda prisa. Y, una vez que lo hiciera, también llegarían las serpientes
deslizándose por el agua.
—Déjame a mí —le dije. Mi padre me miró y vi cómo temblaba
de cansancio. El agua ya me llegaba a la mitad del muslo, y no
quería ahogarme esa noche.
Mi padre asintió de mala gana y sentí que el poder pasaba de él a
mí. Esta batalla ya no era nuestra, ahora era mía.
Convoqué los trozos perdidos de la naturaleza que nos rodeaban:
los tallos de heno, los hilos de hierba, las plumas de los nidos, los
líquenes de los tejados y el humo de las chimeneas. Sentí que
necesitaba más, así que extendí mi magia y reuní el sonido lejano de
una discusión que se ltraba desde el umbral, el llanto de un bebé, el
canto de una madre y el escozor de una rodilla desollada. Lo uní
todo y construí una pequeña barca, tosca y estrecha, pero resistente.
La barca se balanceaba en el agua mientras mi padre me alzaba y
me metía dentro. Yo le ayudé, y la barca estuvo a punto de volcar
cuando él también se subió con un gemido, pero estábamos a salvo
de la inundación. Creé un remo deprisa con unos palos otantes
para impulsarnos por las calles, que se habían transformado en
canales. El agua era profunda y llegaba a las ventanas de las
segundas plantas, y me pregunté cuánto más crecería. ¿Seguiría
subiendo hasta llegar a las cimas de las montañas y alcanzar las
estrellas?
—Busca la llave, Clem —me recordó mi padre.
No necesitaba que me lo recordase, pero me aguanté la respuesta.
Cada pesadilla tenía una especie de llave que podía aparecer de
varias formas y que se podía reclamar físicamente. Era la manera de
romper un sueño en un santiamén. Si el soñador podía reconocer y
reclamar la llave mientras la pesadilla le atrapaba, entonces se
despertaba. En luna nueva la experiencia era parecida. Necesitaba
encontrar el punto débil del sueño, localizar la llave en cualquier
forma que adoptara esta noche y blandirla ante los hermanos Vesper.
—Primero la inundación, luego las serpientes —le recordé,
porque la llave del sueño no aparecería hasta que se manifestasen
todos los elementos de la pesadilla. Así que conduje la barca, me
quité la lluvia de los ojos y esperé a que llegaran las serpientes, con
el cuerpo tenso como un muelle, preparada para entrar en acción.
El bote se topó con algo. Frunciendo el ceño, intenté remar con
brazadas más profundas, pero la barca se quedó enganchada con
algo que había en el agua.
—¿Puedes ver lo que nos impide avanzar? —le pregunté a mi
padre, ya que él estaba sentado en la proa.
Se movió con cuidado para mirar por encima de la borda.
—Nenúfares.
Suspiré. Por supuesto, me había olvidado de uno de los
elementos de la pesadilla. Archie tenía miedo de ahogarse, de las
serpientes de agua y de los nenúfares.
Rápido, comencé a remar hacia atrás y pude ver la gran cantidad
de nenúfares en el agua mientras nos alejábamos. Parecían inocentes,
posados en la super cie con sus hojas verdes y sus ores, pero sabía
que no debía con ar en ellos durante las noches de luna nueva.
Remé hasta otra calle, buscando sin cesar en el agua, esperando
las serpientes. Creía que había visto algo deslizándose por las
profundidades, pero era difícil asegurarlo. La lluvia amainaba, la
línea de inundación se detenía justo en los aleros de los tejados y los
nenúfares se multiplicaban. Me tropecé con otro grupo de ellos y me
tuve que alejar una vez más, con los hombros que ya comenzaban a
estar resentidos por el esfuerzo y con las manos arrugadas.
Casi me había olvidado de los hermanos Vesper hasta que los vi
más adelante, remando en su propia barca. Doblaron una esquina,
perdiéndose de vista, y tuve el extraño impulso de seguirlos.
—No te desconcentres, Clem —me dijo mi padre, y tuve que
tragarme otra ocurrencia.
Centré mi atención en el agua que había debajo de mí, donde una
pequeña luz dorada temblaba bajo la super cie. Me acerqué aún
más, mientras la barca se balanceaba, y me di cuenta de que era una
moneda que otaba en el agua, como si alguien hubiera lanzado un
deseo a un estanque.
—¿Has visto eso? —grité, y me levanté de un salto, entregándole
el remo a mi padre.
—Clem, espera…
Pero pensé de inmediato que la moneda era la llave y que estaba
a punto de desvanecerse. Salté por la borda y dejé que el agua me
cubriera la cabeza mientras nadaba hasta aquel tentador destello de
oro. Me llevó por las calles, y tuve que salir a la super cie dos veces
para tomar aire. Mi padre me seguía de cerca, remando para seguir
mi estela, y yo me zambullí en el agua de nuevo, persiguiendo la
llave.
No estoy segura de qué pasó primero. El agua a mi alrededor se
volvió muy fría y perdí a mi presa de vista. Hice una pausa. Me
quedé en el sitio y sentí el correspondiente tirón de los pulmones.
Necesitaba aire, así que nadé a toda velocidad tratando de emerger,
pero no pude hacerlo. De repente, estaba enredada entre los
nenúfares. No podía atravesarlos, no podía llegar a la super cie. Con
pánico, no podía recordar ni un solo hechizo enrevesado para
respirar bajo el agua.
Luché, empujé y pateé. Cuanto más me resistía, más me
enredaba. Me ardían los pulmones, me sentía abrumada,
desvanecida en mi propia piel. Algo se deslizó por mi pierna. Una de
las serpientes. El corazón me dio un vuelco de miedo.
«Me voy a ahogar…».
Dejé de intentar abrirme hueco en la super cie y agarré una de
las dagas que tenía enganchadas en el cinturón. «Cálmate», me
ordené a mí misma, mientras cortaba metódicamente los nenúfares y
las serpientes se reunían y tejían una red a mi alrededor con sus
delgados y largos cuerpos.
Me estaba acercando a la super cie cuando vi la sombra de una
barca cerca, esperándome. Mi padre. Me concentré en él y rompí la
super cie, tomando una bocanada de aire desesperada. Me escocían
los ojos y me subí a la barca para ponerme a salvo. Desparramada
dentro, balbuceé y tosí. Estaba temblando y me palpitaba la cabeza,
pero un fuerte pinchazo en la pantorrilla izquierda atrajo mi
atención.
Me subí el vestido hasta las rodillas, dejando al descubierto una
serpiente que tenía enganchada a la pierna, con los colmillos
enterrados en mi piel. No me pareció real, aunque me escocieran los
ojos por el dolor intenso, y me limité a observarla por un momento,
intentando recordar dónde estaba y lo que ocurría a mi alrededor,
con la mente nublada por la falta de aire.
Un rayo de luz salió disparado como una echa, golpeando a la
serpiente hasta matarla. Su cuerpo, que se retorcía, se quedó inerte al
instante, pero sus colmillos seguían clavados en mi pierna, y una
mano que no reconocí retiró con cuidado la serpiente y la echó por la
borda.
Levanté la mirada.
Phelan Vesper.
Me había subido a la barca de Phelan Vesper.
Por un momento, lo único que pude hacer fue jadear y mirarlo
aturdida. Y, entonces, tosí de nuevo, con los pulmones ardiéndome
otra vez y me limpié la cara y me volví a bajar el vestido, ocultando
las piernas y la sangre chorreando por las marcas de los colmillos.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, estoy bien —resoplé, aunque sentí que estaba a una simple
exhalación de desmoronarme por completo.
Cerré los ojos y me recosté en su barca hasta que me sentí
preparada de nuevo. Era una estupidez, ya que no debía con ar en
él. Sobre todo porque no tenía ni idea de dónde estaba su hermano.
Oí el sonido de su remo sumergiéndose en el agua mientras nos
alejábamos de los nenúfares. Podría haberme quedado allí, con las
extremidades temblándome como si fuesen gelatina, durante horas,
pero me obligué a incorporarme y a observar lo que me rodeaba.
Vi a mi padre al fondo de la calle, con los nenúfares impidiéndole
alcanzarme. Nuestras miradas se cruzaron, y él corrió a desviar su
bote hacia una calle lateral. Sabía lo que él quería que hiciera.
Los tejados que nos rodeaban brotaban del agua como si fueran
setas, y, cuando Phelan se acercó a uno, me incliné hacia él. Mi grácil
movimiento le hizo descon ar al instante y dejó de remar, con sus
ojos brillando como una oscura advertencia de que mantuviera las
distancias.
Lo ignoré y me atreví a tocarle la cara, una caricia fugaz que
pareció convertirlo en piedra.
—Gracias —suspiré. Deslicé la mano por su mejilla y enseguida
hice un agujero en la barca con un rayo de magia. Se sobresaltó
cuando el agua comenzó a subirnos por los tobillos.
Salté al tejado más cercano, luchando por encontrar algún agarre
entre la paja. Trepé hasta la parte alta del tejado y miré hacia atrás
para ver a Phelan intentando con furia arreglar su barca en vano.
Estaba a punto de sumergirse por completo, y me miró jamente.
—Tomo nota de su gratitud, señorita Madigan —me dijo, y saltó
al mismo tejado que yo.
Hice una falsa reverencia antes de bajar a toda prisa por el otro
lado, donde mi padre me estaba esperando. Me acomodé en nuestro
bote y susurré:
—Corre, papá.
Mi padre nos alejó remando, y yo miré por encima del hombro
para ver a Phelan de pie en el tejado de paja, abandonado. Pero sentí
su mirada penetrante hasta que giramos por otro canal y al n lo
perdí de vista.
Temblando, me volví a sentar y tomé aire con fuerza.
—Te dije que esperaras, Clementine —gruñó mi padre.
—Lo sé, lo siento —repliqué, desviando mi atención al desafío—.
¿Has visto a Lennox?
—Está en el agua.
Miré por encima del borde del bote, donde las serpientes se
deslizaban justo bajo la super cie, y volví a vislumbrar el brillo de la
llave. A la deriva y burlándose de mí para que la persiguiera. Sonó
un chapoteo detrás de mí, y me volví para ver a Lennox saliendo del
agua y deslizándose de nuevo en sus dominios, sin esfuerzo, como
un pez. Nadaba con una rapidez alarmante, seguramente se habría
lanzado un encantamiento a sí mismo.
Me quedé en el bote mientras pasaba junto a nosotros con tanta
velocidad que ni siquiera las serpientes pudieron enredársele.
—No olvides que todo encantamiento tiene un coste, Clem —dijo
mi padre, leyendo la angustia en mis ojos.
—Sí, pero estamos a punto de perder este pueblo, papá. —Y vi
cómo Lennox volvía a salir del agua para respirar y a sumergirse
otra vez bajo la super cie. Me acordé de lo que había sentido cuando
estaba a punto de ahogarme, cómo el agua intentaba colarse dentro
de mí y agobiarme, y sin embargo no podía soportar la derrota. Que
un mago como él me robara mi hogar.
Inhalé y pronuncié un largo y retorcido encantamiento. Una
magia salvaje y espontánea me recorrió los huesos. Recurrí a mis
últimas reservas y observé cómo la tristeza invadía el rostro de mi
padre mientras me aparecían branquias en el cuello y me esforzaba
por respirar en el aire, jadeando.
Volví a caer al agua, me llené de ella y mis branquias se
exionaron, aliviadas. Encontré la segunda daga que llevaba en el
cinturón y la tomé, nadando y cortando a través de las serpientes.
Descubrí que, si nadaba más hondo, donde los adoquines acechaban
como el lecho de un río, las serpientes no me molestarían, así que
tomé ese camino. Estaba oscuro, frío y silencioso, pero podía ver el
brillo dorado de la llave adelante. Lennox estaba rondando cerca de
la super cie, luchando con un grupo de nenúfares. Había
transformado sus pies en aletas, por eso era capaz de nadar con tanta
agilidad.
Me acerqué a la llave, y se me disparó el corazón al anticipar el
nal del desafío. Por n había encontrado dónde descansaba en la
calle. Nadé despacio, pero de forma constante, aspirando agua,
dejando que me bañara, con el pelo ondeando como un banderín de
fuego. Al examinarla más de cerca, me di cuenta de que la llave era
una piedra dorada del tamaño de mi palma y estaba encajada en los
adoquines, y vi que Lennox se liberaba muy por encima de mí.
Entonces, se dio cuenta de mi presencia y comenzó a descender
furioso. Aceleré mis golpes, pero me dolía la pierna izquierda, pues
el veneno de la serpiente afectaba la fuerza con la que podía dar
patadas.
Estaba intentando alcanzar la piedra centelleante cuando los
dedos de Lennox se cerraron sobre ella. Tiró, pero la piedra se
mantuvo rme, e intentó frenéticamente arrancarla con su daga.
Sabía que se estaba quedando sin aire, porque tenía el rostro con
manchas, y creí que estaba a punto de ahogarse, todo por orgullo.
Me pregunté si debía interferir, si debería apuñalarlo, y la mera idea
me produjo un dolor en el estómago.
Así que esperé. Esperé hasta que su falta de aire le obligara a salir
a la super cie, a que abandonara la llave.
Pero su daga encontró la raíz de la piedra y la liberó del suelo. Al
instante, la pesadilla se rompió y la inundación comenzó a drenarse
por el agujero que la piedra había dejado en el suelo. Sentí que el
agua se arremolinaba a mi alrededor, que la presión disminuía en
mis oídos y que mis branquias se agitaban con desesperación. Las
serpientes se convirtieron en limo; los nenúfares, en polen.
Se acabó. Me habían vencido.
Y, al otro lado del remolino de agua drenándose, Lennox me
sonrió.
7
N
o sabía a dónde pensaba llevarnos mi padre a Imonie y a mí,
y la incertidumbre me provocaba un dolor en el estómago
mientras esperaba en el patio, con Dwindle maullando en
brazos. El carro estaba aparcado en nuestra verja, lleno hasta arriba
de cajas, baúles y sacos de arpillera con nuestras posesiones. La
mayoría de los muebles los hemos dejado en la casa, al igual que los
cuadros enmarcados y las innumerables macetas, sobre las que mi
padre usó un encantamiento para asegurarse de que no quedara
ningún rastro de nosotros. Yo había hechizado casi todo lo de mi
habitación en una sola bolsa usando el conjuro de encoger objetos de
mi madre.
Una multitud se había reunido para despedirnos, la mayoría eran
amigos que me conocían desde hacía media vida. Lilac Westin nos
trajo una bolsa de pastelitos con los ojos enrojecidos. Los Fielding
estaban allí, con las niñas sosteniendo mis libros en los brazos. Y,
para mi sorpresa, Mazarine también. La trol disfrazada llevaba un
modesto vestido con un brocado grueso y empuñaba un paraguas
para protegerse la piel y el cabello de los rayos del sol.
Mi padre fue el último en salir de casa. Llevaba el libro de las
pesadillas y vi cómo se lo entregaba a Lennox Vesper, que esperaba
junto a una zona de margaritas en el patio, con Phelan a su lado. Mi
padre le entregó el libro y la llave de la casa, con lo que el hecho fue
o cial. Mi padre ya no era el guardián de Hereswith y nosotros nos
habíamos quedado sin hogar.
Enterré la cara en el pelaje de Dwindle para ocultar las lágrimas
que me quemaban los ojos. Sentí la mano de Imonie en mi hombro, y
su intento de reconfortarme solo hizo que mis emociones a oraran
aún más. Podía sentir el llanto en el pecho, amenazando con salir.
«Oh, dioses, por favor, no permitáis que llore aquí. Esperad al
menos a que no esté delante de los Vesper», pensé.
A pesar de mi determinación, se me escapó un sonido. Un sonido
ahogado de una chica que intenta tragarse un sollozo y lo consigue a
medias.
Dwindle soltó un maullido de descontento. La estaba apretando
demasiado, y, cuando levanté la cara, me goteaba la nariz. Se me
habían escapado algunas lágrimas y me di prisa en enjugármelas
antes de que nadie más que Imonie pudiera darse cuenta.
—¿Y a dónde irán, señor Madigan? —preguntó Lennox. Lo veía
borroso por el rabillo del ojo, pero atisbé cómo acunaba el libro de
las pesadillas en una postura incómoda. Su peso lo había pillado por
sorpresa.
—Adonde nos lleve el viento —contestó mi padre.
Nos ayudó a Imonie y a mí a acomodarnos en el asiento del carro
antes de subirse él. Le temblaban las manos al tomar las riendas y
chasqueó la lengua, instando al caballo para que se pusiera en
marcha.
Quería mirar atrás a la casa, a nuestros amigos, una última vez,
pero no lo hice, porque tenía miedo de romperme en mil pedazos
mientras lo hacía.
L
a casa de mi madre estaba en la parte norte de la ciudad, a la
vista del río que atravesaba la capital como una veta de plata.
La última vez que había venido a visitarla fue hace tres años,
cuando yo tenía catorce, y había añorado Hereswith todo el verano
que había pasado con ella. Echaba de menos las montañas, los
prados y el ritmo más lento de un pueblo rural. Mi madre había
percibido la nostalgia en mí, y creo que por eso no me invitó el
verano siguiente, o el de después. Nos fuimos distanciando poco a
poco cuando yo elegí estudiar la forma de magia de mi padre en
lugar de la suya.
Sentí una punzada de aprensión cuando me acerqué a la puerta,
y solo podía imaginar cómo se sentiría mi padre mientras esperaba
en el carro con Imonie, mientras la tarde empezaba a fundirse en el
crepúsculo. Llamé a la puerta, me aclaré la garganta y me alisé el
pelo, pero fue inútil; parecía una vagabunda cansada, llena de polvo
y con el viento en contra cuando mi madre me abrió.
Se notaba su sorpresa. Se le abrieron los ojos de par en par
cuando se dio cuenta de que era yo quien estaba en el umbral y su
expresión se suavizó.
—¿Clementine?
—Hola, mamá —la saludé con una sonrisa vacilante. Me
sorprendió la cantidad de plata que ahora adornaba su cabello
negro.
—¿Dónde está tu padre? —preguntó, con la voz a lada por el
disgusto, pero no me dio tiempo a responderle; miró por encima de
mi hombro para verlo sentado cual un guerrero derrotado en el
asiento del carro—. ¿Ambrose? Entra, Ambrose. Pareces cansado. Tú
también, Imonie. Pasad los dos.
Mi padre se bajó del carro y ayudó a Imonie. Empezaron a mover
cajas, a lo que mi madre se apresuró a colaborar con su magia,
haciendo que nuestras posesiones se deslizaran por la puerta
principal hasta el salón de su casa. Después, mi padre insistió en
llevar el caballo al establo público más cercano, a una manzana de
distancia.
Creo que estaba evitando lo inevitable, que era tener que decirle a
mi madre que habíamos perdido el pueblo y que ahora mismo no
teníamos a dónde ir.
Y yo también la evité. Mientras él atendía al caballo, me senté en
la opulenta sala de estar de mi madre que olía a gardenias y a
pachuli. Dwindle se frotó contra mis piernas mientras yo tomaba la
taza de té que me ofreció mi madre, y le conté todo. Imonie se sentó
a mi lado, añadiendo un bu do aquí y allá en señal de acuerdo,
sobre todo cuando le conté la llegada de los dos magos.
—¿Los hijos de la condesa de Amarys? —repitió mi madre, y sus
ojos buscaron los de Imonie. Las dos mujeres parecían mantener una
conversación privada, lo que me irritó.
Hice una pausa, insegura.
—¿Los conoces?
—Pues como todo el mundo en Endellion —respondió con
cautela. No podía adivinar qué opinión tendría de ellos, no como lo
hacía con mi padre—. Sus tierras se encuentran al sur de aquí, pero
la condesa reside principalmente en la ciudad, donde tiene gran
in uencia. Su marido, el conde, falleció hace años, pero desde
entonces se ha convertido en una íntima con dente del duque.
Eso hizo que mi indignación se disparara aún más. ¿Por qué,
entonces, necesitaba Lennox echarnos de nuestro hogar a mi padre y
a mí? ¿Por qué Hereswith, cuando podría haber elegido cualquier
pueblo, cualquier aldea, cualquier parte de la ciudad para ser
guardián?
—Así que sus hijos os desa aron a ti y a tu padre —prosiguió mi
madre.
Asentí con la cabeza y continué con la historia fatal, y mi madre
escuchó, con la mirada puesta en mí y en las cicatrices que me
brillaban en el cuello. Se quedó callada cuando terminé, y su silencio
me hizo sentir incómoda. Como si estuviera sopesando lo que quería
hacer con nosotros y con nuestra situación.
—¿Dejarás que papá, Imonie y yo nos quedemos aquí por un
tiempo? Solo hasta que encontremos un nuevo trabajo en la ciudad
—le pregunté, porque no sabía si vivía sola, si tenía un amante o un
compañero, aunque su casa parecía vacía y silenciosa, llena de
adornos dorados que brillaban en las sombras.
—Pues claro que sí, Clementine —respondió, un poco ofendida,
como si fuera absurdo suponer lo contrario—. Será como en los
viejos tiempos.
No sería como en los viejos tiempos, y todos lo sabíamos.
Mi padre llegó, entrando por la puerta principal. Sus pasos eran
pesados al acercarse, y se paró con torpeza en el umbral de la sala,
tratando de no mirar a mi madre. Ella se levantó del diván, elegante
con su vestido lavanda y su pelo negro recogido en un moño suelto.
—No has envejecido nada, Ambrose —le dijo ella.
Mi padre la miró por n, con la guardia baja, y me pareció ver
arrepentimiento en sus ojos. Hacía siete años que se habían
separado. Recordé cómo habían llegado a un punto en el que lo
único que hacían era discutir y pelearse. Tenían ideologías diferentes
sobre la magia y el propósito de los hechizos. Mi madre estudiaba la
metamara y la utilizaba a su antojo en el escenario, cautivando al
público mientras transformaba una cosa en otra. Ella creía que la
magia debía ser divertida y entretenida, y mi padre, con sus rígidas
opiniones de la avertana, creía que la magia solo debía emplearse de
forma lógica y práctica. Como medio para proteger y defender a los
demás.
—Lo mismo digo, Sigourney —contestó—. Si Clem e Imonie
pueden quedarse contigo, yo encontraré alojamiento en otro lugar.
—No seas ridículo —respondió mi madre—. Vivo aquí sola, y
esta casa tiene demasiadas habitaciones vacías. Quédate aquí de
momento.
Asintió, pero aún parecía que estaba paralizado en el umbral.
De repente, me sentí agotada por el peso de todo: la
preocupación por saber a dónde iríamos, qué haríamos ahora y la
enorme cantidad de nostalgia que me oprimía los pulmones cada
vez que respiraba hondo.
Esa primera noche en la casa de mi madre, me acosté en la cama
y reviví mi batalla durante la luna nueva con Lennox y con Phelan
una y otra vez en la oscuridad.
Y, al n, me permití llorar.
—Ven, necesitas dar un paseo —me dijo Imonie una semana después
—. Voy a la panadería y me vendría bien la compañía.
Hacía días que no salía de casa de mi madre, así que dejé a un
lado mi libro y me até las botas, saliendo tras ella por la puerta
principal.
Era un día nublado y sombrío. No hacía viento y el aire se sentía
pesado en las calles, rancio y cálido, incluso con la llegada de
octubre. Todavía me estaba adaptando al ruido, pues parecía que la
ciudad no dormía nunca, e intentaba encontrar consuelo en el
bullicio de los carruajes, las calesas y la gente que se apresuraba a
hacer recados, pero solo me sentía más aislada y fuera de lugar.
Imonie y yo nos metimos por una calle lateral. Llevábamos casi
media hora caminando y ya habíamos pasado por dos panaderías.
—¿Intentas cansarme dando un paseo largo? —dije arrastrando
las palabras.
—Ya sabes que soy muy exigente con los panaderos —respondió
de forma escueta, y eso solo hizo que me acordara de Lilac Westin,
en Hereswith, y de sus célebres rollitos de canela.
La calle desembocaba en una amplia vía. Cuando Imonie
encontró una panadería de su agrado, los nos rayos de sol ya
habían atravesado el cielo nublado. Yo había visto una tienda de
artículos para artistas al otro lado de la calle y tenía previsto
reunirme con ella después de explorarla un poco.
Una campana de plata sonó cuando entré. Enseguida me sentí
transportada por las estanterías con papel, cuadernos de dibujo y
lienzos, por la la tras la de botes de pintura, pinceles y botes de
aceite de linaza. Abrumada, me tomé mi tiempo para admirarlo todo
hasta que una chica de mi edad con el pelo castaño rizado apareció
detrás del mostrador.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—No, no, solo estoy mirando —respondí.
—¿Pinta?
—Dibujo.
—¡Qué bien! Tenemos material para eso en el siguiente pasillo.
Le di las gracias y decidí que debía limitarme a lo que mejor sabía
hacer, que eran el carboncillo y el pastel. Pero quizás algún día me
atrevería a comprar pintura y uno o dos pinceles.
Al nal, me decidí por un cuaderno de dibujo nuevo y me dirigí
al mostrador, donde la chica estaba sentada en un taburete, leyendo
un libro de poesía. Estaba agarrando mi monedero cuando sonó la
campana de la entrada y la chica desvió su atención.
—Lady Raven —dijo, deslizándose de su taburete para hacer una
reverencia—. Su pedido está listo.
Me giré para ver a una mujer de la corte, que lucía un vestido de
seda oscuro. Parecía tener la edad de mi madre, con algunas arrugas
en los rabillos de los ojos, y su cabello rubio estaba recogido en un
moño, con una redecilla de diamantes que lo sujetaba. Tenía los
labios pintados de rojo sangre y fruncidos, como si no sonriera a
menudo.
Se acercó al mostrador, con los tacones resonando por el suelo,
mientras se colaba delante de mí de forma grosera. Esperó, dando
golpecitos con los dedos, mientras la dependienta le tendía un
paquete de arpillera. Lady Raven procedió a desatarlo, con las
manos ocultas bajo dos guantes de encaje, y examinó cada artículo
con detalle. Cada punta de pincel, cada bote de pintura.
Miré a la dependienta, que se había puesto pálida.
—Es lo que pidió, lady Raven. Tal y como le gusta.
La señora acabó con su inspección y anudó la arpillera.
—Sí, todo parece aceptable. Gracias, Blythe.
Lady Raven se giró para marcharse con su pedido y fue entonces
cuando al n se jó en mí.
Me quedé de pie, en absoluto silencio, mientras me recorría con
su fría mirada. Estudió mi pelo alborotado, los rasgos de mi cara. Y
entonces frunció el ceño y dijo:
—Me resultas familiar. ¿Nos conocemos?
—No, señora —contesté, pero me empezaron a sudar las manos.
—Mmm. —Perdió el interés en mí y salió de la tienda.
Cuando me volví hacia la chica, dejando mi cuaderno de bocetos
sobre el mostrador para comprarlo, Blythe soltó un tembloroso
suspiro.
—Perdona. Es una de nuestras clientas más eles, y mi padre me
dijo que siempre le diera preferencia cuando entrara en la tienda.
—No pasa nada —dije—. Por cierto, me llamo Clem.
—Y yo Blythe. ¿Te veré pronto por aquí, Clem? —Me entregó el
cuaderno de bocetos mientras le pagaba por él.
—Seguramente. —Sonreí y empecé a marcharme, pero olí un
rastro del perfume de lady Raven en la tienda, rosas y lavanda, y me
resultó conocido—. Oye, ¿quién era?
Los ojos de Blythe se abrieron de par en par, como si debiera
conocerla.
—¿Cómo? Era lady Raven Vesper. La condesa de Amarys.
10
–T
al vez podrías ir a unas cuantas clases de arte —me sugirió
Imonie cuando me estaba sirviendo una taza de té a la
mañana siguiente.
—¿Dónde? —le pregunte, sentada a la mesa. Una clase de arte
era tentadora, aunque me daba miedo solo de pensarlo, ya que
nunca había ido a clase.
—¿En la universidad, quizá?
La idea de ir a una escuela llena de extraños me hizo un nudo en
el estómago.
—Puede.
—Bueno, necesitas algo para mantenerte ocupada, Clem. Quizás
ir a alguna clase te pueda ayudar a integrarte y hacer nuevos amigos.
Suspiré, sabiendo que tenía razón. Mi padre ya se había ido a su
nuevo trabajo en las minas. Una tarea difícil tan alejada de la magia
como había podido encontrar. Y mi madre seguía durmiendo, pero
yo me sentía inquieta, con ganas de hacer algo. Pensé en las
montañas y en mi hogar. Echaba de menos mi vida antes de que los
Vesper se inmiscuyeran, y alcancé desalentada el tarro de miel.
Estaba a punto de derretir una cucharada en el té cuando el
periódico me llamó la atención.
Mi padre había estado leyéndolo y había una mancha de
mermelada en el titular.
Me estiré en la mesa para agarrarlo y comencé a hojear la
columna de anuncios clasi cados.
«Se busca: un cuidador para un abogado de edad avanzada».
Sentí que me subía el calor por la cara y volví a leerlo para estar
segura de que era el Phelan correcto. El pomposo, maleducado,
egoísta y trágicamente guapo Phelan. El aristócrata que me había
robado mi hogar y me había dejado caer en la deshonra. El
encuentro con su altiva madre el día anterior en la tienda de arte no
había hecho más que despertar lo peor de mis sentimientos. Hacia él,
hacia Lennox. Hacia una familia que creía que podía tomar lo que
quisiera y no sufrir las consecuencias por ello.
Mi ira se convirtió en una fría culpa por haber perdido
Hereswith. Y, entonces, se me ocurrió una idea.
Dejé caer el periódico en el plato de huevos con queso que
Imonie acababa de poner en la mesa. Ella ya me estaba mirando con
el ceño fruncido.
—No me gusta ese brillo que tienes en los ojos, Clem.
—Imonie —le dije, y mi mente comenzó a dar vueltas pensando
en las posibilidades. Pude sentir cómo se despertaba mi magia, como
si las brasas volvieran a cobrar vida, y esbocé una lenta y a lada
sonrisa—. Imonie… Tengo una idea. Y necesito tu ayuda.
Si hubiera sabido lo que de verdad estaba planeando hacer, Imonie
nunca me habría ayudado. Pero notaba el anhelo de las montañas en
ella cada vez que miraba por la ventana y no veía más que las
paredes de ladrillo, las chimeneas y las verjas de hierro forjado, y
urdimos un plan. Ella tenía familia lejana en la ciudad de
Marksworth y les pidió a mis padres una semana de vacaciones para
ir a visitarlos a la provincia vecina.
Yo me ofrecí a acompañarla, y mis padres cedieron tras discutir
sobre si me dejaban salir de la ciudad o no. Mi padre decía que no y
mi madre que sí, y, por fortuna, ella ganó la disputa.
Imonie y yo compramos un pasaje en una diligencia, que
recorrería los caminos de Azenor, pero, en lugar de llevarnos al
norte, nos llevó al oeste, a Hereswith. El tiempo era la parte más
fundamental del plan, pues solo tenía una semana para llegar a
Hereswith y volver antes de que Phelan hiciera las entrevistas para
buscarse un compañero.
—Ojalá me contaras lo que piensas hacer, Clementine —gruñó
Imonie mientras la diligencia nos empujaba de un lado a otro.
Me puse el bolso con mis materiales de arte en el regazo.
—Pronto lo sabrás, Imonie.
—Tu plan no tendrá nada que ver con ese Lennox Vesper,
¿verdad?
—No, ni siquiera sabrá que estoy en Hereswith. Y, si todo va
bien, volveremos a Endellion el martes.
—No me va a gustar esto, ¿verdad? —Entrecerró los ojos.
—La verdad es que no sé lo que pensarás, pero te pido que
confíes en mí.
Se quedó callada después de eso, viendo pasar el paisaje borroso.
Llegamos a Hereswith en solo tres días. Tuve que pagarle al
conductor algo más para que nos dejara bajarnos antes de llegar al
pueblo, y entonces Imonie y yo cargamos nuestros bolsos y
caminamos por el valle hacia el bosque que coronaba Hereswith.
Caía la tarde, el aire era fresco y dulce con la promesa del otoño y el
viento de la montaña corría para saludarnos entre los pinos.
Imonie estaba saboreando la fragancia, el suave vaivén de los
árboles, hasta que sus fosas nasales se ensancharon y se detuvo,
tensa.
—Clementine.
Me paré a mirarla bajo la luz de las estrellas. Seguro que ha olido
en el viento el lugar por el que la guiaba.
—No te preocupes, Imonie.
—Sea lo que fuere lo que planees al venir aquí…, deberías
cambiar de opinión. Esto es imprudente, peligroso. ¿Qué pensarían
tus padres si lo supiesen?
No sé lo que pensarán de mi decisión, qué harán cuando
descubran lo que he hecho. La incertidumbre me revolvía el
estómago, pero había perdido demasiado y había llegado demasiado
lejos como para darme la vuelta como una cobarde.
—No voy a cambiar de opinión. Necesito que me esperes aquí.
Volveré pronto.
No le gustó aquello, pero me hizo caso y se acomodó encima de
un tronco con el viento como compañía, y yo seguí serpenteando por
el bosque.
Pronto, los pinos se dispersaron y pude ver las luces de
Hereswith, brillando como estrellas caídas. Llegué al patio trasero de
la mansión, un jardín verde cuidado meticulosamente por uno de los
chicos del pueblo, y recorrí el camino de grava hasta la puerta
trasera.
El corazón se agitaba dentro de mí, y un temblor me sacudió los
huesos al llegar al porche mientras levantaba la mano.
Dudé por un momento, pero me vi a mí misma y lo que quería
ser, y recuperé mi con anza, lo que me hizo decidirme.
Llamé a la puerta de Mazarine.
M
e desperté con algo que me hacía sentir cosquillas en la cara.
Sentía como si la tierra fría estuviera en mi piel, en mi pecho,
as xiándome.
Molesta, empecé a levantar la mano para apartarla, pero me
pesaban las extremidades y sentía punzadas.
Abrí los ojos, pero había una película sobre ellos, un material
transparente que se movía cuando respiraba. «Debería asustarme»,
pensé. «Debería estar alarmada». Pero mi corazón parecía impasible,
con un pulso constante; levanté tranquilamente las manos de la
tierra y empecé a arrancar la tela de araña que me envolvía la cara.
Estaba tumbada en el bosque. El musgo, la tierra, la paja de los
pinos y las ramitas se pegaban a mi cuerpo semienterrado. Me
levanté del suelo y me puse en pie temblando, limpiándome la ropa.
Tardé un momento en recordar lo que había pasado. En reconocer
dónde estaba.
Podía ver la mansión de Mazarine a través de los pinos. Mi bolso
de arte de cuero estaba a mis pies. Alcé las manos y las estudié.
Temblaban, pero no parecían diferentes.
Entonces, me jé en mi pelo. Largo, liso y castaño, cayéndome
por los hombros. Me enredé un mechón en los dedos, maravillada
por el brillo del oro que se escondía entre los hilos cuando el sol lo
tocaba.
Me pasé las manos por la cara, sentí su inclinación, las cejas
gruesas que había creado, los labios nos. Luego, por el cuello,
donde las cicatrices de las agallas habían desaparecido.
Me reí, un sonido áspero, y me pregunté cuánto tiempo habría
estado tumbada aquí. Durmiendo, transformándome en las sombras
de los pinos.
De inmediato, me arrodillé junto a mi bolso y abrí las hebillas.
Rebusqué entre las hojas de papel y encontré el boceto de mi disfraz.
Lo guardaría, para recordar mi aspecto actual, ya que un espejo no
me serviría de nada. Enrollé el dibujo y me lo metí en el bolsillo de la
falda, y luego enterré el bolso. El material artístico ya no me serviría
de nada.
Caminé a través de la tranquila luz del bosque, buscando a
Imonie.
Estaba donde la había dejado, aunque estaba paseándose,
frenética. Me paré entre dos árboles y la observé por un momento, su
angustia era tal que no me había escuchado acercarme. Murmuraba
una oración, retorciéndose el delantal entre las manos.
—Voy a matar a esa niña —declaró—. En cuanto la vea, la mato.
—Imonie —dije, con una voz profunda y rasposa que seguía
siendo la mía. Tendría que acordarme de disimularla más tarde,
cuando volviera a ver a Phelan.
Imonie se sobresaltó y se dio la vuelta, sacando una na daga de
su cinturón. No sabía que tuviera un arma, y el acero brilló a la luz
mientras me fulminaba con la mirada.
—¿Quién eres? —gruñó, y por un instante me sorprendió su
tono.
—Imonie —repetí, y di un paso más hacia ella—. Imonie, soy yo.
Reconoció mi voz. Se quedó con la boca abierta. El cuchillo cayó
de su mano. De repente parecía a igida, como si quisiera llorar.
—¡¿Clementine?!
No respondí, pero me sentí satisfecha. Si la mujer que me había
criado no había podido identi carme, entonces nadie podría.
El viento de la montaña corrió entre los pinos, enredándome el
pelo.
Y sonreí.
PARTE DOS
CORAZÓN DE PIEDRA
12
E
staba ante los escalones de mármol del Museo de la Sociedad
Luminosa, mirando la elegante columnata. Faltaba un cuarto
de hora para que fuese mediodía y el sol estaba sobre mí en lo
alto del cielo sin nubes. Acababa de regresar a Endellion y vestía mi
falda a rayas blancas y negras, mi blusa blanca y mi corpiño de
terciopelo. La ropa tradicional que una vez llevé durante las noches
de luna nueva, cuando luchaba junto a mi padre en las calles. Me
pareció adecuado en ese momento ponerme mi antigua armadura,
aunque no pegara nada y el estilo se hubiera pasado de moda hacía
cinco años en la ciudad.
Subí las escaleras hasta las pesadas puertas de madera, sabiendo
que apenas tenía tiempo.
Envié a Imonie a la casa de mi madre. Todavía seguía molesta por
mi disfraz y le hice jurar que no diría ni una sola palabra a mis
padres. Tendría que afrontarlo más pronto que tarde, pero ya me
ocuparía de eso luego.
El museo me recibió con una ráfaga de aire fresco y húmedo. Mis
botas taconeaban en el suelo mientras avanzaba hasta un joven mago
que llevaba un sombrero de copa y una chaqueta marrón con una
margarita metida en uno de los ojales y que se encontraba en un
mostrador de la entrada.
—He venido para tener una entrevista con Phelan Vesper —le
dije.
—Acaba de marcharse —me contestó el joven mago, frunciendo
el ceño ante el horario que tenía delante—. Hoy ha terminado
pronto.
—¿Entonces ha encontrado el señor Vesper un compañero?
—Al contrario. Por desgracia, no le han impresionado mucho.
No me sorprendió oír eso. Recordé la forma en la que Phelan me
había mirado por primera vez en las calles de Hereswith, cuando
había evitado por poco que se convirtieran en la cena de Mazarine.
Apenas se había sentido abrumado por mí, o eso parecía. Había
pasado muchas horas pensando en cómo llamar su atención en esta
entrevista, todas las horas que había pasado en la diligencia,
sufriendo las miradas de Imonie. Sabía que no me había ganado su
respeto hasta que hundí su barca durante el desafío de la luna nueva.
—¿Podría llamarle para que volviera? —le pregunté al joven—.
El anuncio decía que estaría haciendo las entrevistas hasta mediodía.
Y yo he llegado con tiempo de sobra. Creo que querrá verme.
—Bueno…, supongo que puedo mandarle un mensaje. ¿Puede
pagar a un mensajero?
Saqué media moneda de plata del bolsillo. El joven escribió un
mensaje rápido en un trozo de pergamino y llamó a uno de los
chicos mensajeros de la calle.
—Puede que tarde un poco —me dijo, haciéndome un gesto para
que le siguiera—. Puede esperar en la galería. —Me condujo por un
pasillo hasta una amplia sala con un triste eco.
La galería estaba vacía, salvo por una mesa y una silla que
estaban colocadas en medio de la sala. Los suelos tenían un patrón
cuadriculado y las paredes estaban llenas de obras de arte
enmarcadas. Me dejaron impresionada y estiré el cuello para
estudiar los cuadros de la la más alta. Y un dolor inesperado me
sacudió. Fui presa de la nostalgia por lo que había dejado atrás.
Extendí la mano para trazar un marco dorado. Mi talento se
había esfumado, y sentí el agujero de dolor de su ausencia. Me tomé
un momento para experimentar la punzada de arrepentimiento, para
estudiar las preciosas musas de los cuadros que tenía alrededor,
susurrándome sus historias con ricos óleos, sombras edulcoradas y
cuidadosas pinceladas. Eran pinturas de monstruos y magos
antiguos, de criaturas, lugares y paisajes que parecían tan vibrantes
que ansiaba entrar en ellas.
Este arrepentimiento me consumiría si no fuera consciente de su
doble lo. Me astillaría la piedra del pecho, así que enterré ese
sentimiento bajo el hielo de mis intenciones y me quedé de pie en un
área con luz, esperando la llegada de Phelan.
Parecía que había estado aguardando durante una hora.
Al n, oí ruidos en el pasillo, más allá de la galería. Se acercaban
dos pares de botas, y uno le pertenecía. Utilicé mi magia para oír la
conversación que mantenían en voz baja en el pasillo.
—¿Quién es esa persona? —preguntaba Phelan—. ¿La conoce?
—No estoy seguro, señor Vesper —tartamudeó el joven—. Nunca
la había visto antes. Lo siento, no se me ocurrió preguntarle su
nombre.
—Pero ¿está seguro de que es una maga?
—Sí, señor. No proyecta ninguna sombra. Eso sí que me aseguré
de comprobarlo.
—Bueno, espero que me demuestre que me equivoco. Me temo
que mis expectativas están bastante bajas después de lo de esta
mañana.
Se abrió la puerta de la galería. Me quedé como una estatua, con
la respiración contenida, mientras Phelan entraba en la estancia.
Llevaba una chaqueta negra con un faldón trasero y un sombrero
de copa a juego, con una pluma de faisán dentro de la cinta. El
chaleco era de color carmesí, bordado con ores doradas, y sus
impecables botas le llegaban por las rodillas. Esta vez no portaba
ningún estoque en el cinturón, lo único que llevaba era un libro. Su
pelo oscuro estaba atado con una cinta en la nuca.
Dio dos pasos hacia la sala y, luego, se detuvo y su mirada me
encontró de inmediato.
Noté cómo una gota de sudor me recorría la curvatura de la
espalda. ¿Por qué me estaba mirando así? Me pregunté si habría
visto mi disfraz, si sabría que era yo. Aunque ¿cómo iba a saberlo? Si
ni siquiera Imonie me había reconocido.
—¿Señor Vesper? —pregunté con un tono de voz grave.
—Sí. Perdóneme… por un instante creí que era otra persona. —
Me dedicó una sonrisa de decepción con los labios cerrados y se
dirigió a donde se encontraban la mesa y la silla. El joven mago de la
entrada se apresuró a colocar un tintero en el escritorio antes de salir
de la habitación, y Phelan se sentó y abrió el libro, tomando una
pluma con la mano.
—¿Tiene alguna experiencia? ¿Ha luchado alguna vez en luna
nueva? —me preguntó, marcando una nueva entrada en la página.
—No —mentí—, pero siempre he querido ser guardiana de los
sueños.
—Estupendo —dijo, y se recostó en la silla, mirándome de nuevo.
Había motas de polvo otando en el aire entre nosotros—.
Demuéstreme que sería mi compañera perfecta.
Esperaba que me hiciera más preguntas. Su falta de ellas fue
reveladora: no me imaginé que iba a durar ni dos minutos en esta
entrevista. Le parecí común y corriente, poco convincente, un rostro
que se fundía con todos los que había observado esa mañana.
Me giré para ocultar la emoción que me orecía. Estaba
cumpliendo el papel que quería y, sin embargo, Phelan me irritaba
tanto que me preguntaba cómo podría trabajar junto a él durante el
tiempo que tardaría en provocar la caída de su familia.
Tendría que hacer una actuación estelar, y pensé en todas las
cosas que había aprendido de mi madre, que se lucía en el escenario
con los hechizos de metamara. Una vez pensé que sus trucos eran
fáciles e inofensivos, meros caprichos para deleitar a la multitud.
Convertía pañuelos en palomas, monedas en luciérnagas, una
pulsera de za ro en lluvia. Hacía que pareciera que no le costaba el
más mínimo esfuerzo, y me detuve ante un cuadro de cuervos
posados en un árbol de caquis.
De repente supe lo que quería hacer, pues mi magia avertana
ansiaba salir. Tomé lo que mejor conocía de ambos tipos de magia y
llamé a los pájaros para que vinieran a mí, engatusándolos desde el
lienzo hasta nuestro reino. Emergieron con un estruendoso batir de
alas, revoloteando a mi alrededor como una tormenta, hasta que
susurré el nombre de Phelan y se lanzaron hacia él.
Phelan abrió los ojos de par en par. Se levantó de pronto, la silla
giró detrás de él y los cuervos lo rodearon, arañándole la camisa, el
pelo y la cara. Le oí maldecir, sorprendido, y vi cómo hacía una
mueca de dolor y extendía la mano, cortándoles las alas a los
cuervos y convirtiéndolos en plumas, que cayeron al suelo en tristes
espirales.
Ya había pasado a mi siguiente cuadro, uno que ostentaba a un
caballero con una armadura chapada, blandiendo una gran espada.
Pensé por un instante en el amenazante caballero que había rondado
el sueño de Elle Fielding e invoqué al de la pintura. Al principio era
alto y lento, como si se despertara de un largo sueño, pero sus pasos
hacían temblar el suelo, y lo insté a que fuera a por Phelan.
El caballero hizo lo que yo quería. Y noté cómo el bello rostro de
Phelan se ponía de color blanco, como si hubiera visto a un
fantasma. Se le abrieron los ojos de par en par y se le oscurecieron, y
le temblaron las manos al levantarlas en posición de defensa.
El caballero blandió su espada y Phelan retrocedió de un salto,
justo a tiempo, pues mi caballero cortó la mesa por la mitad y la
madera se astilló y se rompió. Las paredes temblaron, los marcos
repiquetearon en señal de protesta. Mi corazón latía frío y veloz
mientras que observaba cómo Phelan, frenético, lanzaba un
encantamiento que rebotó en la coraza del caballero. El caballero
gruñó e intentó decapitarlo de nuevo, sin inmutarse ante la magia de
Phelan.
Phelan estaba aterrorizado, sin saber cómo derrotarlo. Y no me
servía de nada muerto ni herido. Sin embargo, su miedo era
intrigante y un poco satisfactorio.
Doblé los dedos y el caballero se balanceó, exponiendo su cuello
un breve instante.
Phelan se dio prisa para aprovechar la debilidad y rebanó con su
magia el cuello del oponente hasta llegar al hueso. Mi caballero cayó,
con la armadura hecha pedazos, como un pilar de piedra
desmoronándose.
Pero yo aún no había terminado. Me acerqué al tercer cuadro,
uno que representaba a cuatro lobos corriendo en un paisaje nevado.
Los lobos vinieron hasta mí, dóciles como cachorros, hasta que les
susurré el nombre de Phelan. Tenían un pelaje grueso, cada uno en
un tono diferente de gris, y relucían con la nieve. Acecharon a Phelan
de forma silenciosa.
Estaba rodeado y, sin embargo, se enfrentó a ellos con valentía,
incluso cuando sus garras le destrozaron las mangas y los
pantalones, y vi que empezaba a brotarle y gotearle la sangre.
«Tranquilos», le dije a los lobos, y dejé que Phelan acabara con
ellos de uno en uno, con su radiante magia, que crecía en fuerza y
precisión, como si por n se hubiera aprendido los pasos de mi
danza. Y entonces se acabó. Había matado a los cuatro lobos, que
yacían como un montón de nieve a sus pies.
Jadeando y manchado de sangre, me miró. Entre nosotros había
una matanza de magia y encantamientos: plumas negras que con el
brillo de la luz se veían azules, trozos de armadura, una gran espada
abandonada y montones de nieve. Phelan se quitó el sombrero de
copa y se pasó la mano por el pelo, y vi cómo sangraba y temblaba.
No estaba muy herido, su orgullo y su con anza se vieron más
afectados que otra cosa.
Le di un momento y llamé a los restos de las pinturas para que
vinieran de nuevo hacia mí. Volvieron a sus marcos, como si nunca
hubieran visto nuestro reino. Phelan observó cómo invertía mi
encantamiento. Cuando el suelo ya estaba limpio (porque el pobre
escritorio seguía hecho astillas), se colocó el sombrero en la cabeza,
tranquilo. Me observó con detenimiento, con un surco en la frente.
—¿Quién es? —me preguntó.
Y de repente tuve ganas de irme. ¿Cómo se me había ocurrido
pensar que podía hacer esto? Seguro que ha intuido que soy yo la
que está debajo del disfraz.
Antes de que pudiera detenerme, me dirigí a la puerta.
—Por favor, espere —jadeó—. ¿Cómo se llama? —Llegó a la
puerta antes que yo y posó su mano manchada de sangre en la
madera. Me quedé mirando el pomo de latón, justo fuera de mi
alcance.
Con reticencia, lo miré. Las palabras se me atascaron en la
garganta y me recordé que tenía que mantener la voz baja.
—Discúlpeme, señor Vesper, pero creo que esto ha sido un error.
—¿Un error? —Se rio y miró el mal estado de su ropa. Y luego me
miró a mí, que estaba inmaculada—. Creo que es bastante brillante.
Y no está aquí por error.
Permanecí en silencio, y él cambió su peso, deslizando la mano
lejos de la puerta.
—Le ofrezco el puesto. Tómese la tarde para pensárselo, pero, si
necesita ayuda para decidirse, cene conmigo esta noche en mi casa.
—Lo pensaré —le contesté.
—Bien —respondió con una sonrisa, como si supiera que ya lo
había decidido—. Vivo en el número 11 de la calle Auberon, en el
barrio sur de Endellion. A unos veinte minutos de aquí andando. La
cena será a las seis. —Me abrió la puerta—. Solo le pediré una cosa
antes de que se marche.
Traspasé el umbral y salí al pasillo, pero me detuve para mirarlo
de nuevo.
—¿Qué, señor Vesper?
—Su nombre, por favor.
—Anna. Anna Neven —contesté con suavidad, como si hubiera
pronunciado ese nombre incontables veces antes. Como si ese
nombre siempre hubiera pertenecido a estos huesos, a este espíritu.
A la mitad de piedra de mi corazón.
—Entonces la veré a las seis, señorita Neven —me dijo, y detesté
lo seguro de sí mismo que sonaba.
—Ya veremos —repliqué.
No aminoré el paso hasta que volví a estar en el bullicio de las
calles y fuera de la vista del museo. Me detuve junto a una fuente
rebosante de monedas de los deseos y me senté en el lo de piedra,
presionándome la palma contra el pecho, donde mi corazón volvía a
latir a un ritmo nuevo y extraño.
Mi plan era simple: engañar a Phelan. Aprovechar sus recursos
mientras me posicionaba para descubrir los trapos sucios de su
familia, porque todas las familias nobles tenían secretos que ocultar.
Liberaría ese secreto. Vería caer en desgracia a los Vesper, uno por
uno, incluido Lennox, que estaba en Hereswith.
No estaba segura de si le revelaría mi verdadero yo a Phelan una
vez que todo pasase, pero sí sabía algo con certeza: las cosas iban
exactamente como esperaba.
13
L
a puerta principal no estaba cerrada con llave. Entré sin hacer
ruido y la cerré detrás de mí. Seguí el hilo de voces y la luz de
las velas de la cocina, donde mis padres e Imonie estaban
sentados, esperando a que llegara a casa.
Mi madre fue la primera que me vio.
Me quedé en el umbral, donde la luz del fuego podía bañarme, y
esperé a que me preguntara quién era, pues era una extraña en su
casa. No dijo nada, pero se quedó pálida. Dejó la taza de té con un
ruido seco en el plato y fue entonces cuando me di cuenta de que
sabía, de alguna forma, que era yo.
—Ambrose —dijo, pero fue muy tarde. Mi padre se giró en la
silla para ver lo que había llamado la atención de mi madre.
Él frunció el ceño y se levantó al instante, asustando a Dwindle
en el vestíbulo.
—¿Quién es usted? —preguntó, y, aunque fue educado, vi un
destello de miedo en él. También lo intuía, pero no quería creérselo.
—Papá —le dije, y se estremeció—. Soy yo.
Dio un paso atrás, como si le hubiera asestado un golpe. Imonie
enterró la cara entre las manos y mi madre se quedó helada,
observándonos con los ojos inyectados en sangre.
—¿Qué has hecho? —gritó, y su desolación fue como si me
clavaran una daga en el costado—. Clem…, ¡¿qué has hecho?!
—Puede que tú quieras vivir tu vida sin magia, papá —contesté
—. Pero yo no. Puede que te conformes con vivir en la ciudad, con
trabajar en las minas, pero yo deseo volver a casa, a Hereswith. No
me voy a rendir, papá.
Mi padre se pasó los dedos por el pelo. Le lanzó una mirada feroz
a mi madre y le preguntó:
—¿Tú la has animado a que hiciera esto, Sigourney?
—No —contestó mi madre, que se puso de pie, sin apartar la
vista de mí—. Sea cual fuere la magia que ha usado para
transformarse…, no ha sido la mía.
Mi padre se puso a dar vueltas por la cocina.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto? —preguntó, deteniéndose
delante de mí—. Eras perfecta tal y como eras, Clem.
—Esto no durará para siempre.
—Entonces, ¿hasta cuándo?
—El disfraz se romperá cuando yo quiera —respondí, esperando
que mis padres me creyeran. No sabía a ciencia cierta con qué
facilidad me abandonaría esta magia. Si mi espíritu estaba frío,
podría tardar mucho tiempo en desprenderme de la piedra que
había en mi pecho.
—Todavía no me has respondido —continuó—. ¿Por qué has
hecho esto?
—Quiero saber por qué eligieron Hereswith, por qué quisieron
desa arnos —susurré—. Quiero conocer sus secretos. Quiero que
sientan el mismo dolor que nosotros, el de perder algo que signi ca
un mundo para ellos. Quiero que sientan el lo de su propio
egoísmo.
—¿De quiénes estás hablando? —carraspeó mi padre, pero ya lo
sabía.
—Me he convertido en la compañera de Phelan. Es el guardián
de los sueños en el barrio sur de la ciudad.
—¿Phelan? ¡¿Phelan Vesper?!
Asentí.
—No sabe que eres tú, ¿verdad? —a rmó mi padre, y soltó una
carcajada. El sonido me era familiar, pues yo misma me reía así
cuando estaba abrumada, furiosa y asustada—. Esto es una
estupidez, Clem. Sé que lo que nos hicieron fue muy doloroso, pero
debes dejarlo estar. Te comerá por dentro si no lo haces, hija.
«Debes dejarlo estar».
Puede que él haya encontrado la paz haciendo eso, pero yo no.
—Papá… —Le agarré la mano, y, durante un momento de
angustia, pensé que se apartaría de mí. Pero entrelazó sus dedos con
los míos, los dedos que ahora estaban manchados y sucios por el
trabajo en las minas. Un lugar donde no debería estar, como si
quisiera olvidar y ocultar quién era—. Papá, sé que estás
preocupado, pero estoy haciendo esto porque las familias como los
Vesper tienen que saber que no son invencibles. Que no pueden
simplemente ir y robarle el hogar a alguien por diversión.
Se le encendieron los ojos. Soltó mi mano y me dijo:
—Vete a tu habitación, Clem.
—Pero, papá…
—Vete. Necesito un momento a solas.
Nunca antes me había mandado que me fuera a mi habitación de
esta manera, y me sonrojé mientras me daba la vuelta y subía
corriendo las escaleras hacia mi habitación. Había un candelabro
encendido, y me senté en el lo de la cama, agotada. Había sido un
día muy largo. Y, cuando mi padre se negó a venir a verme, me lavé
la cara, me cepillé los enredos del pelo y me vestí con una camisola
ligera.
Me metí en la cama y me senté apoyada en el cabecero. Al otro
lado de la ventana, la ciudad seguía haciendo ruido, y yo añoraba la
paz y la tranquilidad del campo. Me quedé mirando la puerta
abierta, esperando, y tenía que ser más de medianoche cuando al n
oí a mi padre golpear la puerta con suavidad.
—Adelante.
Entró en la habitación, demacrado y lento, como si le dolieran las
articulaciones. Me preparé para lo peor hasta que vi que lanzaba un
encantamiento protector alrededor de la habitación para que nadie
pudiera oírnos. Nadie, ni siquiera mi madre o Imonie.
Mi padre se paró a los pies de la cama. Me miró por un instante,
como si me hubiera convertido en una extraña en todos los sentidos
para él.
—Cuéntame qué hechizo has planeado para protegerte —dijo—.
Un hechizo que te sirva de escudo y te dé la oportunidad de huir
cuando Phelan descubra que eres tú y que le has estado engañando.
—Nunca sabrá que…
—¡Clementine!
Tragué saliva.
—Aún no tengo ninguno pensado.
—Entonces eso es lo primero que debes hacer. Quiero que lo
tengas preparado para nales de esta semana, para que yo lo
apruebe.
—Muy bien —le contesté, y mi mente se puso a pensar en los
posibles hechizos que podría hacer para cuando llegase la hora. Por
si realmente estaba en peligro de que Phelan me hiciera daño.
—Siguiente punto —continuó mi padre con voz ronca—. Por
supuesto, al ser su compañera, trabajarás con Phelan todos los días.
¿Cómo piensas ir y venir de su casa hasta aquí sin que descubra
dónde vives? Si nos ve a Imonie o a mí se destapará tu plan.
—Sí, y tengo un plan —respondí. Sabía que no le iba a gustar, así
que me limité a sonreír, pero me di cuenta de que mis hoyuelos
habían desaparecido, los hoyuelos que a él tanto le encantaban, y mi
padre solo frunció el ceño.
—Explícamelo.
—Puede que tarde unos días, pero espero que Phelan me dé una
habitación.
—¡¿En su casa?! —preguntó mi padre.
—Sí.
—No me gusta esto, Clem. Ni una pizca.
—Lo sé, pero soy maga, papá. Me has enseñado lo mejor que la
avertana te puede ofrecer, y me he enfrentado a muchos tipos de
peligros, y esto… no es algo que deba preocuparte. Da mala suerte
hacer daño a un invitado bajo el propio techo, ¿recuerdas? Y,
además, me dará la oportunidad de agotar sus recursos.
—¿De dónde viene esto, Clem? ¿Agotar sus recursos? Eso no es
propio de ti.
Él no sabía que había regalado la mitad de mi corazón, y tal vez
en el pasado me hubiera avergonzado decepcionarlo. Pero ahora no.
Me quedé callada, esperando que lo aceptara.
Suspiró. Pero, cuando me miró de nuevo, vi que yo había ganado
esta discusión, y asintió de mala gana.
—¿Lanzarás un encantamiento de protección en la puerta de tu
dormitorio todas las noches?
—Sí —contesté, pensando que todavía tenía que convencer de
alguna forma a Phelan para que me ofreciera una habitación.
—¿Y en las ventanas?
—Sí, en las ventanas también. No te preocupes, papá.
—Estaré preocupado cada segundo que no estés —dijo, y volví a
sentir ese terrible dolor en mi corazón de piedra. Tuve que apartar la
mirada de él y de lo desvalido que parecía. Jugueteé con un hilo de
la colcha hasta que me recompuse.
—¿Algo más, papá?
—Sí. Una vez que te dé una habitación, le vas a decir a Phelan
que vas a tener todos los lunes por la noche libres, si la luna nueva lo
permite, y vas a usar tu encantamiento de sigilo para venir a verme
aquí. Tendremos una cena familiar juntos para que así tu madre,
Imonie y yo no nos muramos de preocupación.
—Está bien —contesté.
—Y una última cosa, Clem. —Pero dudó, e intuí que esa era la
razón por la que había encantado la habitación, para que nadie
pudiera escucharle—. Dijiste que estabas haciendo esto porque
quieres saber por qué los hermanos Vesper eligieron Hereswith. Yo
también quiero saberlo. No quiero que te pongas en riesgo, pero si se
te presenta la oportunidad de… descubrir esto, quiero que lo
compartas conmigo los lunes por la noche. Y si descubres alguna
información sobre la condesa…, también me gustaría saberla, Clem.
—¿La condesa? ¿Por qué quieres información sobre ella? —
pregunté, recordando el momento en el que la conocí en la tienda de
arte. Me había estudiado con una mirada fría y me había dicho: «Me
resultas familiar. ¿Nos conocemos?».
—Es una antigua conocida —respondió, desviando la mirada. El
vello de los brazos se me erizó mientras me preguntaba qué haría
que una noble egoísta tuviera algo que ver con un mago rural como
mi padre—. Nunca fuimos amigos, yo era demasiado humilde para
eso, pero trabajábamos juntos hasta que tuvimos una discusión hace
años.
—¿Crees que les dijo a sus hijos que tomaran Hereswith para
menospreciarte?
—No lo sé —respondió mi padre, un poco demasiado rápido
para mi gusto—. Bueno, ¿aceptas mis condiciones?
Asentí.
—Bien. ¿Te has bebido el remedio de esta noche?
—Todavía no —respondí, pero agarré el pequeño frasco que
estaba esperándome en la mesita.
—Vuelves a ser una guardiana —me recordó mi padre—. Será
mejor que sigas bebiéndolo todas las noches. Sobre todo porque tu
compañero no sabe quién eres en realidad.
No le digo que sigo tomándomelo todas las noches desde que
salimos de Hereswith, como me había pedido. Y como parecía estar
esperándome, me tomé el remedio. Bajó como un secreto, e incluso
después de todos estos años tragándolo noche tras noche, aun así,
hice una mueca.
Pero sabía lo que suponía para mi padre. Sería un desastre que
me esforzara por ser un espíritu vengativo en la casa de Phelan y
que dejase que una simple pesadilla, de entre todas las cosas,
revelase quién era.
15
–¿S ubiblioteca
libro me morderá otra vez? —le pregunté, de pie en la
de Phelan. Era mi primer día de trabajo con él,
nuestro primer día de esa delicada asociación. Todo iba tan bien
como cabía esperar. Había llegado media hora tarde, debido a un
choque de carruajes en la zona inferior norte, y pronto había
descubierto que Phelan detestaba la impuntualidad.
Estaba de espaldas a mí mientras regaba las plantas de la mesa,
con la luz del sol dorando su cabello oscuro.
—No, hoy no.
—Pero ¿mañana, sí?
Me miró, jándose en las arrugas de mi falda de cuadros, en mi
camisa de color marrón topo con botones de latón brillando por
delante. Al menos llevaba el cabello trenzado, y él volvió su mirada
a las plantas.
—Debería empezar a leer. Tiene mucho para ponerse al día.
Me senté en su escritorio y abrí con cuidado el libro de las
pesadillas. Hojeé las entradas más recientes y me di cuenta
enseguida de que algunas de ellas estaban escritas con tinta dorada
oscura, mientras que la mayoría estaban en negro.
—¿Tiene alguna razón para usar tintas de diferentes colores? —le
pregunté.
—Sí. Las entradas doradas son las activas, los sueños de las
personas que ahora mismo residen aquí. La tinta negra indica si un
residente se muere o se muda. —Podó unas cuantas hojas marchitas
y luego se puso a trabajar en la elaboración de un remedio. Picó y
ralló un surtido de hojas y pétalos en un frasco de cristal, donde
burbujeó sobre una llama, arrojando un aroma astringente en el
despacho.
—Supongo que es difícil llevar la cuenta de todos los que entran
y salen de su territorio —comenté después de leer algunas de las
entradas—. La ciudad es un lugar muy cambiante.
—Sí. —Me dio la razón—. Por desgracia, algunas pesadillas se
escapan de mis registros.
Le dejé con su tarea de colar y embotellar los remedios, y leí
página tras página de las pesadillas de color dorado. Empecé a
anotar ideas de hechizos para contrarrestarlas. Las horas pasaban
poco a poco. Trabajamos en un silencio agradable, solo interrumpido
por la señora Stirling, que nos trajo una bandeja a la hora del
almuerzo con pan de centeno cortado en rodajas, carne asada fría
troceada, queso y pepinillos.
Phelan y yo nos sentamos uno frente al otro en el escritorio, pero
yo estaba demasiado concentrada en comer y leer como para
entablar una conversación con él.
—¿Tiene planes para cenar, señorita Neven? —me preguntó al
nal.
—No. —Mantuve los ojos en la página.
—¿Le gustaría cenar conmigo y con dos amigas mías esta noche?
Podemos pasear por las calles por la tarde, para enseñarle los límites
del territorio, y luego podemos ir a comer con Nura y Olivette.
«¿Nura y Olivette?». Alcancé mi té tibio, nerviosa de pronto.
Tenía amigas, lo que signi caba que seguramente me harían un
sinfín de preguntas.
—No estoy segura…
—¿Tiene que ir a otro sitio esta noche? —me preguntó, y percibí
la curiosidad en su voz. Quería saber más de mi historia y era
demasiado educado para volver a preguntarme directamente.
Me senté de nuevo, con las yemas de los dedos manchadas de
tinta dorada y negra.
—No soy una persona muy sociable, señor Vesper.
—Yo tampoco —comentó—. Pero debo advertirle que, si lo
pospone esta noche, Nura y Olivette insistirán en reunirse con usted
mañana por la noche, y la noche siguiente, y la noche siguiente…
—Muy bien —dije, agitando la mano—. Si sus amigas son tan
persistentes…, iré con usted.
—Excelente —respondió, levantándose del escritorio—. Tengo
que hacer algunos recados, pero volveré pronto.
Le vi salir de la biblioteca, y las puertas de las vidrieras se
cerraron tras él con un silencioso clic.
Esperé diez minutos antes de empezar a mirar en los cajones.
Esperaba encontrar correspondencia, cartas entre él y Lennox, o tal
vez entre él y su madre, así que rebusqué entre montones de papel
en blanco, tinteros con corcho, fajos de plumas, barras de cera, velas,
un sello de bronce, un racimo de amatista, una bolsa de caramelos de
limón. Y, entonces, mis dedos se toparon con un borde a lado de
pergamino. Una tarjeta de visita cuadrada. La acerqué a la luz.
«Para el diecisiete de noviembre», se leía con una letra elegante.
Apoyé la tarjeta en una página del libro de las pesadillas, para
compararla con la letra de Phelan. La letra era similar en cuanto a
inclinación y orituras, pero había algunas diferencias. No creía que
Phelan hubiera anotado esa misteriosa fecha, pero tal vez su madre
sí.
Puse la tarjeta de nuevo donde estaba. Pero mi mente zumbaba
con preguntas y pensamientos. Después de un rato, decidí volver al
trabajo. Faltaban solo ocho días para la próxima luna nueva y aún
tenía volúmenes que leer y nuevos hechizos que forjar para
prepararme.
Pasé una página arrugada de los registros de Phelan, hojeando
hasta que una pesadilla en particular me llamó la atención. Atónita,
me incliné más cerca hasta que pude saborear el polvo de las
páginas, y leí el relato de Phelan:
P
ronto llegó una pesadilla, algo que había estado esperando con
ansia, ya que comenzaban a pasar los días y no había surgido
ningún sueño siniestro. Estaba en la biblioteca, regando las
plantas de Phelan, cuando me trajo la carta.
—¿Se ve capaz de registrar una pesadilla, señorita Neven?
Dejé la regadera.
—Por supuesto. ¿Voy a ir sola?
—Es una de las pesadillas del duque —dijo Phelan, levantando la
carta, que tenía un sello de cera que parecía una gota de sangre—.
Lord Deryn ha oído hablar de mi nueva compañera, y por eso ha
mandado una invitación para conocerla. La acompañaría, pero mi
madre me ha citado para una de sus reuniones del consejo en el lado
oeste de la ciudad, y me temo que me llevará casi todo el día.
—Puedo registrar el sueño del duque yo sola —le respondí—. Y
entonces me di cuenta de que Anna Neven no debería saber cómo
adivinar una pesadilla, e hice como si dudara—. ¿Y si la pesadilla
requiere adivinación? Todavía no sé cómo hacerlo.
—No será necesario —respondió Phelan, dejando la carta del
duque sobre la mesa—. Su Excelencia siempre recuerda sus sueños al
detalle. Lo único que necesita para la visita es el libro de las
pesadillas, tinta y una pluma. ¿Le parece bien, señorita Neven?
—Sí. —Comencé a recoger lo que necesitaba. Me temblaban las
manos y me entró un ataque de nostalgia inesperado. Casi había
podido engañarme a mí misma, ngir que estaba en casa de nuevo,
en Hereswith, guardando lo que necesitaba para ir a visitar a los
Fielding. Un día que había ocurrido hacía tan solo unas semanas y,
sin embargo, lo sentía muy lejano.
—Como ya le he dicho —continuó Phelan, interrumpiendo mis
pensamientos y entregándome un bolso de cuero para que guardara
mis cosas. Deslicé con cuidado el libro dentro de él—, estaré fuera
hasta que anochezca, pero es más que bienvenida a quedarse aquí y
cenar con Deacon y la señora Stirling. De hecho, probablemente ella
se ofenderá si no lo hace.
Sonreí.
—Entonces cenaré aquí. —Cerré el bolso y me deslicé la correa
gastada por el hombro.
—Muy bien. Yo tengo que irme ya, pero, si quiere, mañana puedo
enseñarle cómo adivinar un sueño —me propuso.
Asentí, y nos fuimos por caminos distintos.
–¡T iene que quedarse a jugar a los siete espectros! —me rogó
Deacon después de la cena.
La noche acababa de teñir las ventanas, y yo estaba ansiosa,
esperando que Phelan regresara de su reunión del consejo. Las
sospechas sobre el duque y su sueño inventado seguían rondándome
los pensamientos; me preguntaba si debía decirle algo a Phelan.
—Quizá mañana por la noche, Deacon —respondí, llevándome
mi plato a la cocina.
Deacon me interceptó.
—¡Por favor, señorita Neven!
—Es que los siete espectros me parece un juego aterrador —dije
con un tono burlón. Pero la forma en la que me habían educado
acabó haciéndose patente, por todas esas veces que mi padre me
había dicho lo dañino que era el juego. Que nunca debía jugarlo.
—No da tanto miedo —insistió—. Se lo prometo. Mi abuela juega
y no se asusta.
—Deacon, ¿dónde están esos platos? —lo llamó la señora Stirling
desde la cocina.
—Por favor —suplicó el chico.
—Está bien, pero solo una partida —concluí, y dejé que se llevara
mi plato—. Que tengo que irme a casa después.
—¡Debería pasar la noche aquí, señorita Neven! Vi que el señor
Vesper tenía una habitación preparada para usted —gorjeó Deacon
antes de meterse en la cocina.
«Ya era hora», pensé, cansada de todas las precauciones que
había tenido que tomar para llegar a casa de mi madre sin que me
descubrieran. Estaba cansada, pero algo más palpitaba en mi
interior, similar a la sensación que experimentaba antes de que
llegara la luna nueva.
Entré en el salón.
La señora Stirling ya había avivado el fuego de la chimenea y
encendido los candelabros. La sala era un baile de sombras, luz y el
destello de los adornos dorados, y me jé en el gran espejo que
colgaba de la pared. Como si me hubiera hechizado, caminé hasta
situarme ante él.
Mi re ejo me devolvió la mirada. Un rostro que casi había
olvidado. Un rostro que ahora parecía el de una extraña, como si una
chica a la que nunca había conocido estuviera al otro lado del cristal,
observándome como yo la observaba a ella.
«No te estás esforzando lo su ciente», decía la chica del espejo,
tocándose un mechón suelto de pelo cobrizo. «No estás haciendo
nada desde que estás aquí, Clem. ¿Esperas que los secretos de esta
familia se levanten y salgan a tu encuentro por voluntad propia?».
Me aparté del espejo, pero me bullía la sangre. Analicé lo que
había averiguado hasta el momento. Mi padre había trabajado una
vez con la condesa y ahora había resentimiento entre ellos. La
condesa era una artista. Su marido había muerto hacía años. El
duque se inventaba pesadillas y parecía demasiado interesado en
Phelan. A Phelan lo habían herido por algo que temía nombrar y el
duque estaba desesperado por saberlo. Lennox quería Hereswith por
razones que aún desconocía. El diecisiete de noviembre podía ser
una fecha importante o no. Pero no acababa de ver cómo funcionaba
todo esto o cómo iba a recuperar el control sobre mi capacidad de
volver a casa.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando llegó Deacon,
con los ojos muy abiertos por la emoción. Se dirigió al armario de los
juegos y rebuscó en sus estantes hasta hallar una baraja de cartas. La
señora Stirling se unió a nosotros, trayendo una bandeja de té con
tarta de crema de azúcar, y los tres nos reunimos alrededor de la
mesa de juego.
Observé cómo Deacon repartía con mano experta cinco cartas por
jugador entre una cucharada de tarta.
—¿Sabe jugar, señorita Neven? —preguntó, con las migas
cayéndole de la boca.
—No, nunca he jugado a este juego, Deacon. ¿Por qué no me
explicas las reglas?
—Conoce la leyenda del ducado de la montaña, ¿verdad?
—Sí, claro que sí.
—¿Y lo de los siete miembros de la corte a los que maldijeron
cuando asesinaron al duque? —añadió Deacon.
—Sí…
—¿Sabe con qué los maldijeron, señorita Neven?
—No pueden morir ni soñar —respondí.
—Exacto —me con rmó con una sonrisa traviesa, como si se
tratara de un destino fascinante—. Los llamamos «espectros». Hay
siete espectros en esta baraja. Son malos: si saca uno, querrá
encontrar la manera de deshacerse de él intercambiándolo con uno
de nosotros.
—¿Por qué no explicas el juego desde el principio, Deacon? —
sugirió la señora Stirling.
—Vale —musitó, avergonzado—. Tiene cinco cartas en la mano,
señorita Neven. No deje que ni mi abuela ni yo las veamos. Puede
deshacerse de una de las cartas que tiene, pero ha de coincidir en
palo o en número. Si coinciden, no tiene que robar del mazo. Si no
coinciden, tiene que robar una nueva carta, o puede intentar
intercambiar una. El objetivo es ser la primera persona en deshacerse
de todas las cartas, pero es complicado, porque puede tener uno de
los espectros. Y eso es lo último que querrá al nal de la ronda. Si
pierde, tendrá una terrible pesadilla cuando se duerma.
Estudié las cinco cartas que tenía. Dos diamantes, una pica y dos
de los espectros. «La suerte del principiante», pensé con un
resoplido, pero luego estudié la primera carta de los espectros más
de cerca.
Representaba a un hombre de mediana edad vestido con una
túnica azul. En los bordes de las mangas tenía cosidas lunas y
estrellas. Su rostro era melancólico, con la cabeza inclinada, una
mano sobre el corazón y la otra levantada como si estuviera
haciendo una súplica. Tenía el cabello rubio hasta que incliné la carta
y el color cambió a un rojo ardiente. O tal vez fuera una cascada de
sangre, que empezó a gotearle desde las puntas del pelo,
estropeando su vestimenta.
Sin aliento, volví a inclinar la carta y su pelo volvió a ser dorado
y las marcas de sangre desaparecieron.
Un mago deviah había creado estas cartas. Un mago muy versado
en el arte, que sabía cómo poner capas de encantamiento dentro de
la ilustración. Algo que una vez anhelé lograr. Sentí un dolor en el
pecho y lo reprimí de inmediato.
La segunda carta de los espectros me sorprendió aún más, pues
estaba completamente en blanco, salvo por el título al pie de la carta:
«El perdido». Pero cuando incliné la carta hacia la luz, una escena
oreció en ella. Paredes de piedra, estandartes azules, mesas de
caballete. El gran salón de un castillo, con un trono vacío en el
estrado.
Ya había leído sobre este lugar, en el sueño de Knox Birch. Se
trataba de la fortaleza en las nubes, la sede del ducado de Seren. Un
escalofrío me recorrió la espina dorsal cuando volví a inclinar la
carta y vi cómo la escena se desvanecía una vez más, como si nunca
hubiera existido.
—Pero ¡señorita Neven! —la regañó Deacon—. ¡Ahora sé que
tiene no uno, sino dos de los espectros! La abuela y yo no querremos
intercambiar ninguna carta con usted en esta ronda. Tiene que
mantenerlos en secreto.
—Deacon —le advirtió la señora Stirling—, sé amable. Es la
primera vez que la señorita Neven juega.
Apenas estaba escuchando, pues volví a estudiar la primera carta
de los espectros. En la parte inferior estaba inscrito el título del
hombre maldito. «El consejero».
—¿Cómo se llaman todos los espectros? Hace mucho que no oigo
la leyenda.
—La heredera, el consejero, el maestro de la moneda —comenzó
Deacon, enumerándolos con los dedos—, la espía, la dama de
compañía, el guardia y el perdido.
—¿Y quién es el perdido? No se ve en la carta.
Exasperado porque ahora le había informado del espectro exacto
que tenía entre las manos, Deacon dijo:
—Es al que dejaron atrás en la fortaleza cuando cayó el ducado.
Como castigo por haber matado al duque. Todos los demás huyeron
antes de que llegaran las pesadillas.
Me pregunté si aquellas personas eran solo un mito o si todavía
vivían y respiraban, solas en la fortaleza abandonada en la cima de la
montaña. Si alguna vez se habían parado en los pretiles y habían
mirado hacia el valle, hacia donde Hereswith residía entre la hierba
y los árboles frondosos. Y entonces recordé la historia de Imonie, la
que me había contado justo después de habernos ido de casa. La
leyenda sobre la mujer con sus hijos gemelos y cómo uno de sus
hijos se había perdido en la montaña, incapaz de abandonar su
sombra. El cuento de Imonie no había dicho por qué uno de los
gemelos estaba condenado a quedarse atrapado, pero supuse que esa
leyenda complementaba el juego de los siete espectros. Si el perdido
era el asesino, la maldición no le permitiría salir.
—¿Está lista para jugar ahora, señorita Neven?
—Sí, he entendido las reglas —contesté—. Juguemos.
La señora Stirling fue la primera. Puso el tres de corazones, para
que coincidiera con el tres de diamantes que estaba boca arriba en la
mesa, lo que provocó un gemido de Deacon. Me tocó el turno a mí y
puse una de mis cartas de diamantes. Deacon no tenía ninguna carta
para la pila de descartes y le pidió intercambiar una a la señora
Stirling.
Pasaron unos cuantos turnos más en la mesa, y entonces se
cumplió mi deseo: saqué otra carta de espectro del mazo.
«La espía». Una mujer cuya edad era difícil de descifrar con su
rostro liso y anguloso y su larga cabellera rubia. Era delgada y fuerte,
iba vestida de cuero negro manchado de algo oscuro, y, cuando
incliné la carta, de su cabeza brotaron cuernos y le crecieron hojas
entre sus mechones. Una estela de humo escapaba de su boca.
Me quedé helada, mirando la carta. Una trol. La espía de la corte
caída de la montaña era una trol.
—Pero ¡señorita Neven! —gritó Deacon—. ¡Tiene que tener
cuidado con su cara! ¡Ahora sé que tiene otra carta de espectro!
Mi atención permanecía centrada en la carta, en cómo la espía
cambiaba en mi mano según el ángulo desde el que la mirara.
Humana. Trol.
«Mazarine».
Pensé en su reserva de secretos, en su astuto disfraz, en la vieja
magia que conocía. En cómo el tiempo parecía no tener poder sobre
ella.
Deacon y la señora Stirling me vencieron en esa ronda de los siete
espectros; admití la derrota con el consejero, la espía y el perdido
aún en mis manos. Pero gané en conocimiento, algo que solo podía
conseguir perdiendo.
Mazarine había sido una vez la espía del ducado de la montaña.
Era una de los siete malditos, lo que signi caba que no podía
morir ni soñar. Y si no podía soñar, seguramente mi padre lo habría
sabido.
Durante todo este tiempo, un espectro de Seren había estado
viviendo bajo su vigilancia, en nuestro pueblo. Y nunca había dicho
una palabra al respecto.
–A
lguien llegó anoche tarde a casa —dije al entrar al
comedor a la mañana siguiente. Phelan estaba allí, sentado
en su sitio habitual. Su cabello moreno estaba recién
lavado y peinado hacia atrás, y bebía té sin hacer ningún ruido,
leyendo el periódico mientras cortaba metódicamente un trozo de
quiche. Llevaba ropa formal, como siempre.
—Y alguien decidió dormir anoche en mi habitación de invitados
—respondió con una ceja arqueada, levantando la vista del
periódico.
Me recorrió el cuerpo con los ojos. Llevaba el pelo trenzado como
si fuera una corona y uno de los vestidos que había mandado
confeccionar, un vestido elegante pero sencillo de color verde bosque
con ora y fauna bordada en el corpiño con hilo dorado. Esperé a
que me dijera algo, pero no lo hizo, así que suspiré y accedí a
sentarme, agarrando la tetera.
—No volveré a aprovecharme de su hospitalidad, señor Vesper
—murmuré, llenándome la taza—. Ha sido tan solo por una sola
noche.
—¿Se estaría aprovechando de ello si se lo ofreciera? —preguntó,
volviendo a apartar la vista al periódico. Pero su atención seguía
puesta en mí, y no sabía si eso era algo bueno o muy malo—.
Debería quedarse aquí, señorita Neven. Creo que sería más fácil para
los dos.
—¿Para los dos? —repetí, cortando una enorme porción de
quiche.
—Sí. Estoy preocupado por usted, ya que se niega a decirme el
barrio en el que vive o a dejarme que le pague un carruaje para
volver a casa todas las noches —dijo en un tono plano, como si no le
importara que le ocultara secretos. Eso me hizo darme cuenta de que
sí le importaba, y mucho—. Y está ese otro asunto.
—¿Qué otro asunto? —pregunté—. ¿Va a cobrarme por las
prendas del armario? Se ha gastado demasiado dinero en estos
ropajes, señor Vesper, y podría estar en deuda con usted durante
años.
—No. Las prendas son un regalo, señorita Neven. Hablo de cómo
llega tarde al trabajo todas y cada una de las mañanas.
Tomé un largo sorbo de té para ocultar mi sonrisa. He llegado
tarde a propósito, solo para fastidiarle.
—Me temo que no puedo evitarlo, señor Vesper. Todas las
mañanas hay algún choque de carruajes y todos los mercados por los
que tengo que pasar están tan llenos de gente que una apenas puede
respirar, y mucho menos moverse a buen ritmo.
—Podría salir antes de casa, esté donde esté, o residir aquí.
—Mmm… Qué elección tan difícil.
—¿Deberíamos decidirlo lanzando una moneda al aire entonces,
señorita Neven? —preguntó con un tono sarcástico, alisando las
arrugas del periódico.
Fue entonces cuando la palabra oreció por primera vez en mis
pensamientos. «Desenmascáralos». Podría presentar un testimonio
sobre los Vesper, dando detalles de lo horribles que eran. Podría
enviarlo al periódico de forma anónima. Pero necesitaría más
contenido aparte de detallar cómo me habían robado mi hogar.
Necesitaba encontrar los trapos sucios que escondían bajo su
apariencia perfecta.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó Phelan, y me di cuenta de que se
me había dibujado una en el rostro.
No tuve la oportunidad de responder. Llamaron a la puerta una,
dos y hasta tres veces. Un presagio de un invitado impaciente.
Antes de que Phelan o yo pudiéramos movernos, la mesa se
sacudió entre nosotros y Deacon salió de debajo de ella, poniéndose
de pie de un salto, ruborizado por la culpabilidad.
—¡Yo abriré la puerta, señor Vesper! —gritó el chico, y salió
corriendo por el pasillo.
Phelan suspiró profundamente, pero se quedó sentado,
sirviéndose otra taza de té.
Estaba dándole el primer bocado a la quiche cuando sentí la
presencia de la visita, como si una sombra invernal hubiera caído
sobre la mesa. Y entonces lo vi por el rabillo del ojo, de pie en el
umbral.
—¿Lennox? —soltó Phelan sorprendido, levantándose para
saludar a su hermano.
Había pensado en el momento en el que volvería a ver a Lennox
Vesper. Había pensado tanto en ello que a menudo me hacía sentir
enferma. Pero en mi imaginación, el encuentro siempre había
ocurrido en Hereswith. No en la casa de Phelan, no tan pronto.
Me costó mucho refrenar cada aliento, cada pensamiento, cada
latido, para no exponer mi verdadero yo.
Pero mi despiadado corazón se volvió hambriento.
Tomé un largo sorbo de té, con la mirada ja en el periódico
impreso de Phelan que veía del revés, pero observé a los hermanos
desde mi visión periférica.
—Lee —repitió Phelan, andando hasta donde se encontraba su
hermano, en el umbral—. ¿Qué haces aquí? No te esperaba.
—¿Quién es? —preguntó Lennox, y sentí un escozor por su
mirada.
No tuve más remedio que mirarle y sonreír como si no le hubiera
visto nunca.
—Soy Anna —respondí en un tono agradable—. Anna Neven.
Lennox me miró jamente durante otro momento incómodo y
luego desvió su intensa mirada hacia Phelan.
—Anna, este es mi hermano gemelo, Lennox —se apresuró a
decir Phelan, como si se sintiera avergonzado por la grosería de su
hermano—. Lennox, esta es Anna Neven, mi compañera guardiana.
—¿Podemos hablar, Phelan? —pidió Lennox—. En privado. —
Desapareció por el pasillo y sus pasos sonaron en dirección a la
biblioteca.
Phelan dudó, mirándome.
—Estaré bien aquí —le dije.
Escuché cómo Phelan corría por el pasillo y esperé hasta oír cómo
cerraba las puertas. Dejé la servilleta y me levanté, siguiéndolos
hasta las puertas cerradas de la biblioteca. Me aseguré de no
ponerme delante de los paneles de las vidrieras, donde podían
verme la silueta. Y, con cuidado, hice que mi magia pasara por
debajo de las puertas, donde podía captar sus voces.
—Estoy decepcionado, hermanito. ¿No has podido encontrar a
una compañera más guapa? —preguntó Lennox—. Es muy anodina.
Me cansaría de verla todos los días.
Phelan permaneció en silencio. Cuando habló, su voz estaba
cortada por la ira.
—¿Por qué has venido, Lee? Faltan tan solo cuatro días para la
luna nueva. Deberías estar en Hereswith.
—Hereswith —se burló Lennox—. Menudo pueblucho.
—Tenemos un acuerdo.
—Sí, sí, ya lo sé. Yo me quedaría con el pueblo y tú seguirías
trabajando en la ciudad. Estoy tentado de intercambiarnos los
lugares.
Me mordí el labio. Si los hermanos intercambiaban los lugares, yo
podría volver a Hereswith. Estaría en casa, pero mi padre no…
—No habrá ningún cambio —replicó Phelan con frialdad—. Tú
querías el pueblo y ahora lo tienes. No nos desviemos del plan.
—La gente me desprecia. Solo hablan de Ambrose Madigan y de
su hija con ese nombre de fruta.
—Recuerda tu propósito, Lee. No tendrás que estar allí mucho
más tiempo.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé —gritó Lennox—. Por eso estoy aquí,
Phelan. Hay un problema. Faltan sueños en el libro de las pesadillas.
—Como esperábamos.
—No exactamente. —Lennox se paseaba por la biblioteca. Los
suelos de madera gemían bajo su peso—. Nuestro propósito de ir a
Hereswith era para encontrar al durmiente sin sueños. Esperábamos
que una o dos personas tuvieran pesadillas que no se re ejaran en el
registro. Un rastro obvio y fácil de seguir. Pero hay diecinueve
residentes que no tienen registros de sueños. ¡Diecinueve! ¿Cómo se
supone que voy a encontrar a uno entre diecinueve antes de
noviembre? Ese Ambrose Madigan era muy astuto, como si supiera
que un día iríamos a buscar a la trol. La ha protegido bien.
Mi mente se tambaleó.
«Antes de noviembre».
Mi padre protegía a un durmiente sin sueños.
«Mazarine».
Recordé lo que me había preguntado en la última luna nueva:
«Dime, Clementine, ¿has leído alguna de mis pesadillas registradas
en el libro de tu padre?». ¿Me estaba intentando preparar para esto?
¿Había previsto lo que se avecinaba? Intenté entender el motivo por
el que mi padre la protegía. ¿Era tan solo para que pudiera vivir en
paz o porque alguien la estaba persiguiendo? ¿Alguien como la
condesa de Amarys?
Los hermanos siguieron hablando.
—En realidad, Lee…, no es tan difícil. Teniendo en cuenta que
uno de esos diecinueve era el propio guardián. Deberías ser capaz de
distinguir cuál de los demás está tomando remedios todas las noches
y cuál es el verdadero durmiente sin sueños, sobre todo ahora que el
señor Madigan se ha ido.
—¡Por supuesto, no esperaba que Ambrose Madigan soñara! —
gruñó Lennox—. Era un guardián, y nosotros no nos arriesgamos a
enfrentarnos a nuestras propias pesadillas en las calles. Pero su hija,
sea cual fuere su nombre…
—Clementine —dijo Phelan.
El sonido de mi nombre pronunciado por él fue como un beso
inesperado en los labios. Pensé en la hoja de pergamino extraviada
en la que estaba escrito, guardada en su escritorio como un secreto, y
apreté los dientes.
—Sí, Clementine —repitió Lennox—. Ella tampoco soñaba.
—Lo que no es de extrañar, dado que era la compañera de su
padre.
—No era su compañera, sino su aprendiz, Phelan. Debería haber
tenido una o dos pesadillas en ese libro, sobre todo porque vivía allí
desde que tenía ocho años.
Una pausa en la conversación. De repente, mi respiración sonó
demasiado fuerte y temí que los hermanos hubieran percibido que
estaba escuchando a escondidas. Di un paso atrás en silencio, con un
nudo en el estómago, y me topé con algo. Con alguien, me di cuenta,
y me giré para ver a Deacon acechando justo detrás de mí, también
espiando.
Me tragué una maldición. Pero ahora que me había dado cuenta
de que estaba conmigo… Bueno, podría quedarme unos minutitos
más. Me llevé el dedo a los labios y Deacon sonrió, encantado de que
fuera cómplice de su crimen. Nos acercamos más a las puertas.
—Quizá bebiese remedios todas las noches —dijo Phelan—. Su
padre era guardián, así que tal vez no quería encontrarse con una de
sus pesadillas en las calles durante la luna nueva.
—Sí, ya veo lo que me quieres decir —refunfuñó Lennox—. Pero,
aun así…, algo no me cuadra, Phelan. Y eso me lleva a mi siguiente
punto: los he perdido.
—¿A quiénes?
—¡A los Madigan! Les lancé un encantamiento en el carro para
rastrear a dónde iban, como madre quería. Ambrose debió haberlo
percibido y desvió mi encantamiento. Todo este tiempo, creía que se
habían establecido en otro pueblo llamado Dunmoor, no muy lejos
de Hereswith. Pero nunca han pisado ese lugar. Los he perdido por
completo, y madre me matará por ello.
—¿Puedes invocar al señor Madigan?
—Desvalijó la casa antes de irse, así que no. Tan solo hay unos
cordones de unas botas que pueda usar.
Phelan suspiró.
De repente me sentí muy agradecida con mi padre por haber
tomado tantas precauciones.
—Veré si puedo localizarlos desde aquí —dijo al n Phelan—.
Deberías volver a Hereswith y recabar cualquier información de los
residentes sobre a dónde han ido.
—No le vas a contar nada a madre, ¿no?
—No. Tú vas a ser el que se lo diga si de verdad los hemos
perdido.
—Está bien. Si quieres jugar de esta forma…, debería contarte
que él estuvo en una pesadilla de Hereswith no hace mucho tiempo.
—¿Qué? —preguntó Phelan con la voz aguda—. ¿Quién?
—Ya sabes de quién te estoy hablando.
—¿Qué pasó en la pesadilla? ¿Qué hizo?
—Qué lástima, no puedo contarte los detalles, hermano. Son las
reglas de la custodia, ¿recuerdas? A no ser que quieras intercambiar
lugares y quitarme ese aburrido pueblecito.
El silencio crepitó. Resistí el impulso de entrar más en la
habitación con mi hechizo, por miedo a que los hermanos
percibieran mi intrusión.
Y, entonces, Phelan dijo:
—Vete.
—Vamos, Phelan, deberías…
—Vete de mi casa.
Le hice un gesto apresurado a Deacon para que me siguiera al
salón, y doblamos la esquina justo cuando las puertas de la
biblioteca se abrieron de golpe.
«El espejo», recordé con un siseo.
Me arrodillé y me arrastré por el suelo, y Deacon me imitó,
pensando que intentaba disimular. Me deslicé con las manos y las
rodillas por la alfombra hasta que pasé el peligro del espejo, y
entonces me puse de pie y me acomodé en una de las sillas con
respaldo alto, con Deacon cerca detrás de mí. Él se echó en el diván y
los dos tomamos un libro para ngir que leíamos mientras Lennox y
Phelan salían al vestíbulo.
Lennox abrió la puerta, pero se detuvo para mirarme de nuevo, y
le vi negar con la cabeza, como si estuviera decepcionado con su
gemelo. Se me pusieron los nudillos blancos mientras agarraba el
libro, con las palabras nadando en la página ante mí. Pero al n se
marchó, y Phelan cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella, como si
estuviera agobiado.
No levanté la vista hasta que entró en el salón y se paró justo
delante de mi silla.
—¿Va todo bien? —pregunté.
Estaba pálido y tenía los ojos distantes cuando se encontró con mi
mirada.
—Sí, perfectamente. Deacon, ¿puedes ir a ayudar a tu abuela a la
cocina?
Deacon, que intentaba pasar inadvertido, gimió en señal de
protesta, pero obedeció con rapidez, dejándonos a Phelan y a mí
solos en el salón.
—Le pido disculpas por mi hermano, señorita Neven.
—¿Por qué se disculpa?
—Porque es un imbécil.
Cerré el libro y lo dejé a un lado.
—No se disculpe por él, señor Vesper. Aunque imagino que
tendré que demostrar mis habilidades, ¿no? En la luna nueva.
—¿Y por qué habría de ponerse a prueba?
—Porque creo que su hermano piensa que soy una mala
compañera para usted. —Esperé a que Phelan hiciera algún
comentario, pero se quedó callado, y añadí—: ¿Por qué no son
compañeros su hermano y usted? Seguro que los dos serían muy
fuertes juntos.
—Al contrario —se apresuró a responder Phelan—. No me gusta
trabajar con él. Ya hemos luchado juntos algunas veces y he odiado
cada instante.
—Oh, cuánto lo siento —respondí.
Phelan se paseó por el salón y al nal volvió al vestíbulo, donde
tomó su sombrero de copa y su capa del perchero.
—¿Va a algún lado? —le pregunté, poniéndome de pie.
—Sí. Me temo que ha surgido un imprevisto y tengo que
atenderlo. —Se anudó las cintas de la capa al cuello y me miró—. ¿Se
quedará aquí, señorita Neven? ¿Por si llega una petición para
registrar una pesadilla con el correo? Con la luna nueva tan cerca…
A veces la barrera se rompe y los sueños revolotean por ahí.
Entrelacé mis dedos en la espalda y asentí.
—Gracias —dijo Phelan, con una voz suave de alivio.
Lo vi marcharse y sentí la corriente de aire fresco de la mañana
entrar en la casa con su partida.
Volví a sentarme un momento para ordenar mis pensamientos.
Un ligero temblor me sacudió las manos y me quedé mirando la
curva interior de los dedos, preguntándome qué debería hacer.
Porque sabía el motivo por el que Phelan se había ido.
Estaba buscándonos a mi padre y a mí.
19
T
uve algunas pesadillas, pero el resto del día resultó ser un
lunes aburrido. Phelan seguía sin aparecer cuando llegó la
noche, y tuve mucho cuidado con mi encantamiento de sigilo
mientras iba a casa de mi madre para mi primera noche libre.
La comida de Imonie me recibió en el vestíbulo y casi gemí del
gusto mientras me despojaba de la capa y seguía los olores hasta la
cocina. Mi madre estaba poniendo la mesa e Imonie removía una olla
burbujeante de estofado. El aire cálido olía a pan fresco y a romero, y
lo aspiré profundamente.
—¡Por n apareces! —exclamó mi madre, acercándose a mí como
si hubiera estado fuera durante semanas y no un solo día. Enmarcó
mi rostro y me estudió con detalle, y casi me sonrojé ante su atención
—. Supongo que Phelan te ha ofrecido una habitación.
—Sí —respondí—. Mi plan ha salido sin problemas.
—Ten cuidado, Clem —me aconsejó Imonie, agitando una
cuchara de madera hacia mí—. La soberbia siempre te pone la
zancadilla.
Suspiré por su amargura, pero asentí con la cabeza, tomando
asiento justo cuando oí a mi padre bajar las escaleras. Parecía
cansado y, aunque acababa de bañarse, tenía las uñas sucias de
trabajar en las minas. Intenté imaginar cómo sería trabajar desde el
amanecer hasta el atardecer, oculto del cielo y del sol. Trabajar a la
luz arti cial de un farol, blandiendo un pico y olvidando que una
vez había sido un gran mago.
«Parece como si se escondiera de algo», pensé cuando se estaba
sentando al otro lado de la mesa. Y mientras las preguntas pululaban
por mi mente, me mordí la lengua, esperando.
—¿Pasa algo, Clem? —preguntó. Estaba de mal humor, lo que
signi caba que esta conversación podría ir a peor si no tenía
cuidado.
—No. Estoy aquí para la cena y nuestro encuentro semanal, ¿te
acuerdas? —respondí, explicando que ahora tenía una habitación.
Asintió y, mientras hablaba, mi padre se jó en mi bonita ropa.
Frunció el ceño, pero no dijo nada al respecto, para mi alivio.
La cena no transcurrió como esperaba. Pensé que me resultaría
fácil volver a casa y estar con mi familia, en un lugar que me era más
familiar que la casa de Phelan. Pero, para mi sorpresa, el aire estaba
tenso y la conversación se sentía forzada, como si ninguno de los
cuatro supiéramos de qué hablar.
Esperé hasta el postre y el té antes de contarles la información
que había descubierto.
—Enviaron a los hermanos Vesper a Hereswith para encontrar a
Mazarine.
A Imonie casi se le cae la tetera, mi madre se quedó paralizada
con un tenedor en la mano y mi padre se limitó a mirarme, como si
se hubiera imaginado lo que iba a contarles.
—Lennox está ahora mismo molesto —continué—, porque le has
di cultado encontrar a quien busca, todo debido a que ocultaste más
sueños de tu libro de los que esperaba. Diecinueve durmientes en
total, nada más y nada menos.
Mi padre levantó la mano. Sentí que mi comentario le había
ofendido, y dijo:
—No he infringido ninguna ley de los guardianes. He registrado
todas y cada una de las pesadillas que se soñaron durante el tiempo
que estuve protegiendo a los residentes.
—Puede que sea así, papá. Y tal vez anticipaste que esto
sucedería algún día y te preparaste durante años para ello. Pero
quiero saber por qué. ¿Por qué estás protegiendo a Mazarine?
—¿A Mazarine Thimble?
—No njas. Sé que es la espía de Seren. Es un espectro, y quiero
saber por qué la estabas protegiendo.
—Porque me lo ordenaron.
Su respuesta tan rápida me sorprendió.
—¿Quién?
—Eso no te lo voy a decir, Clem.
Le sostuve la mirada, recelosa. Nunca había dudado de él, y mi
respiración se volvió super cial.
—Tanto Lennox como Phelan nos persiguen, papá, con la
esperanza de que identi quemos a la trol. Y creo que la condesa
ordenó a sus hijos que encontraran a Mazarine antes del diecisiete de
noviembre —añadí—. ¿Te dice algo esa fecha?
De nuevo, el silencio era tan denso que te podías ahogar en él.
Pasé la mirada por los tres, de uno en uno. ¿Por qué se comportaban
de forma tan extraña?
Al nal, mi padre bajó la vista mientras cortaba con saña su tarta,
y dijo:
—No tengo ni idea de lo que signi ca esa fecha. Pero gracias por
la información, Clem. Espero que estés teniendo mucho cuidado.
—Sí —respondí, pero no me sentí mejor por haber compartido lo
que había descubierto. Y, aunque la tarta de chocolate de Imonie era
mi favorita, de repente me supo a ceniza en la boca.
E
l día de luna nueva llegó como otro cualquiera, salvo por el
hecho de que esa mañana dormí hasta que Phelan me despertó
de forma brusca llamando a la puerta de mi habitación.
—Señorita Neven. —Su voz se derritió a través de la madera
cuando volvió a llamar a la puerta—. ¿Está despierta?
Gemí y noté con desazón la luz del día que se colaba por una
rendija entre las cortinas. No podía ser más tarde de las nueve, y
refunfuñé mientras me deslizaba de la cama, con el pelo largo
enmarañado en la espalda.
Abrí la puerta para fulminar con la mirada a Phelan, que había
a rmado que podía dormir hasta tan tarde como quisiera la noche
anterior, para prepararme para la batalla.
Para mi inmensa molestia, ya se había duchado y vestido. Olía a
jabón, a loción para después del afeitado aromática y al aire de la
mañana. Seguro que había dado un paseo y había desayunado ya.
—¿Qué ocurre, señor Vesper? —suspiré, y observé cómo tomaba
nota de mi desaliño.
Se quedó sin palabras por un momento, pero se recuperó de
inmediato al recordar lo que tenía entre sus manos: un estoque.
—¿Domina el arte de la espada, señorita Neven?
Me quedé mirando el estoque que sostenía con orgullo y arqueé
una ceja.
—¿Por eso me ha despertado, aunque me prometió anoche mis
horas de sueño?
—Pensé que ya estaría levantada —contestó—. Hay que hacer
muchos preparativos para esta noche.
—Sí, y no le serviré de nada si estoy cansada —espeté, y luego
me recordé a mí misma—. Perdóneme, señor Vesper. Suelo
levantarme muy gruñona hasta que me tomo el té.
Sonrió. Una sonrisa verdadera y brillante que calentaba sus ojos y
hacía que mi estómago se revolviera en advertencia.
—Ya he aprendido la lección, señorita Neven. Tome, vuelva a la
cama. Le he traído el desayuno y un estoque para usted.
Retrocedí y observé totalmente atónita cómo Phelan apoyaba el
estoque en el marco de la puerta y alcanzaba una bandeja con platos
de desayuno relucientes, que había estado esperando en el pasillo,
justo fuera de mi vista.
—¿Puede sentarse, señorita Neven, por favor? —preguntó, dando
el primer paso cauteloso hacia mi habitación—. ¿Antes de que se me
caiga esto?
Sin palabras, me volví a la cama, y Phelan dispuso la bandeja del
desayuno ante mí y procedió a retirar las tapas, dejando al
descubierto un abundante desayuno de huevos escalfados, tostadas
con mantequilla, fruta en rodajas, patatas en daditos con especias y
una tetera llena de nata y miel para satisfacer mi apetito.
—¿Debo esperar esto todas las mañanas de luna nueva? —
pregunté mientras él me servía una taza.
—Puede —bromeó—. Aunque lo último que quiero es
recompensar su decadencia de dormir hasta tan tarde.
Puse los ojos en blanco y añadí un chorrito de nata al té.
—Bueno, entonces supongo que me deleitaré con este gran gesto
por su parte, ya que puede que no se repita.
—Haga lo que quiera, señorita Neven —contestó Phelan,
volviendo al umbral, donde había dejado la espada—. Y, después,
una vez que haya comido y se haya vestido, reúnase conmigo en la
biblioteca para una clase con su nuevo estoque.
—Lo estoy deseando —respondí con indiferencia, a lo que él solo
volvió a sonreír, como si estuviera muy satisfecho consigo mismo, y
cerró la puerta.
Estaba a mitad del desayuno cuando me acordé del espejo que
colgaba en la pared y de cómo había olvidado por completo la
amenaza que suponía para mí. Phelan no había visto mi re ejo, por
supuesto, pero era un recordatorio aleccionador de mi estupidez. De
cómo había dejado que su atento gesto me distrajera.
Terminé de comer y de vestirme y me encontré con Phelan en la
biblioteca, sentado al borde de su escritorio, hojeando un libro.
En cuanto me vio, lo cerró y se levantó con esa postura perfecta y
un mechón de su pelo negro cayéndole desa ante sobre la frente.
Sentí el resplandor que le rodeaba, cómo le bullía la magia entre
las manos. Noté que estaba muy ansioso por lo que se avecinaba esa
noche, y me di un momento para imaginar cómo sería luchar junto a
él en lugar de contra él durante la luna nueva.
La imagen parecía natural: los dos en la más oscura de las noches
moviéndonos como un tándem, y me vino a la mente nuestra batalla
en la luna nueva de Hereswith hace tan solo un mes, y el dolor de mi
estómago surgió de nuevo, como un rugido de advertencia.
—No ha contestado antes a mi pregunta —me dijo.
Me detuve a mitad de camino, con un cuadrado de luz solar
dibujado en el suelo entre nosotros.
—¿Eh? ¿Qué pregunta?
—Si le han enseñado a usar una espada.
—No —mentí. Mi padre me había enseñado a manejar todo tipo
de armas.
Me tendió un estoque para que lo agarrara. Anduve el último
espacio que nos separaba y tomé la empuñadura con cuidado.
—¿Pre ere luchar con armas en vez de con hechizos en luna
nueva? —pregunté.
—Los hechizos siempre son lo primero —respondió Phelan—.
Pero he aprendido que también es bueno ir armado.
En secreto, estuve de acuerdo con él, pues recordé cómo había
llevado mi cinturón de armas en las noches de luna nueva en el
pasado. Cómo una espada me había salvado la vida la última vez,
cuando casi me había ahogado en un nido de nenúfares y serpientes.
Escuché cómo Phelan me daba información sobre el estoque,
instruyéndome sobre cómo debía sostenerlo en la mano. Y, cuando
me mostró algunas posturas y estocadas, lo imité con facilidad.
—Está en buena forma —dijo con una mirada de escrutinio.
—Aprendo rápido —contesté, y luego le di un tajo atrevido.
Phelan tardó mucho tiempo en protegerse. La punta de mi
estoque le rozó la cara y retrocedió con un siseo. Vi una línea de
sangre en su mejilla derecha antes de que soltara el arma y se alejara.
—¡Oh, lo siento! ¡Déjeme verlo…! —Le seguí, dejando mi estoque
en el suelo con un ruido seco.
Siguió evitándome, apartando la cara.
—Estoy bien. Estoy bien. No se preocupe.
No me gustaba que huyera de mí. Extendí la mano para agarrarlo
de la manga y guiarlo hasta el escritorio. Se rindió, sentándose en el
borde, con la palma de la mano presionada sobre la herida. La
sangre se ltró por sus dedos y tuve un momento de pánico,
creyendo que le había cortado toda la cara, hasta que bajó la mano.
Solo era un corte, pero sangraba muchísimo.
—No es tan grave como parece —dije—. ¿Tiene un…?
Se metió la mano en el bolsillo del chaleco y, cuando sentí cómo
sus nudillos me rozaban el corpiño, me di cuenta de lo cerca que
estaba de él. Pero me quedé donde estaba, de pie entre sus piernas, y
él sabía lo que yo quería. Encontró el pañuelo y me lo tendió con una
sonrisa irónica.
—No sonría —le reprendí—. Está haciendo que la hemorragia
empeore.
Hizo un gesto de dolor cuando presioné el pañuelo contra el
corte. Le puse la otra mano en la parte posterior de la cabeza y
entrelacé mis dedos con su pelo. Se puso rígido, como si le hubiera
calado hasta los huesos. Cuando me encontré con su mirada, vi que
tenía los ojos oscuros, inescrutables, clavados en los míos.
—¿Esto es un castigo? —me susurró.
Quería decirle que sí. Que era un castigo por robarme mi hogar,
por quemar mi dibujo. Por no ser como yo esperaba.
—¿Por qué? —le pregunté yo, presionándole aún más fuerte la
mejilla.
—¿Por haberla despertado tan temprano?
Intenté contenerme la risa, pero se me escapó una ligera
carcajada.
—No, por supuesto que no. Esto solo ha sido un accidente.
Pero noté que le costaba creerme. Y me di cuenta de que hacía
mucho tiempo que no me reía mientras un dolor leve orecía en mi
pecho.
—¿Quién le ha enseñado a blandir una espada? —me preguntó.
Cuando su mano se deslizó sobre la mía, fui yo la que se puso rígida.
El calor de nuestra piel al encontrarse parecía arder a través de mí
como una chispa de fuego salvaje.
—Nadie —contesté, alejándome de él—. Debería mantenerla
presionada hasta que cese la hemorragia.
Para mi sorpresa, guardó silencio mientras yo atravesaba la
biblioteca. Imagino que a él tampoco le gustó la idea de que huyera,
y su voz me dio caza justo cuando llegué a la puerta.
—¿A dónde va, señorita Neven? No me estará cediendo la
victoria en este entrenamiento, ¿verdad?
Me quedé en el umbral y le lancé una mirada lánguida.
—He sido yo la que ha ganado esta ronda, señor Vesper. Y me
voy a dar un paseo.
L
a calle Auberon se sentía fría y muerta, como el camino
sinuoso de un cementerio. Caminé junto a Phelan, con la niebla
empezando a acumularse en los lugares bajos, esperando que
el reloj diera las nueve. Podía sentir la tensión en él cuando nuestros
codos se rozaron sin querer y su rostro parecía fantasmagóricamente
pálido a la luz del farol.
Extendí la mano para tocarle el brazo, y se detuvo erguido, como
si le hubiera quemado.
—Señor Vesper —le dije—, todo va a salir bien. Estoy aquí y
lucharé con usted esta noche. Todo terminará antes de que nos
demos cuenta.
Suspiró y se volvió para mirarme. Quedaban dos minutos para
que se desplegara la noche. El viento empezaba a intensi carse.
—Se preguntará por qué estoy tan ansioso —declaró—. Tiene que
ver con la verdad de que no merezco estar aquí.
Fruncí el ceño, pensando que no era un buen momento para
hacer declaraciones tan dramáticas.
—¿Por qué no?
Buscó su reloj de bolsillo en la chaqueta.
—Porque no nací con la iluminación. No nací con la llama
mágica, como mi hermano gemelo. Todo lo que he logrado lo he
tenido que aprender. Me costó muchos y agotadores años de
lecciones.
Estuve a punto de reírme de su ridícula a rmación, pero me lo
pensé mejor, ya que eso era algo que haría Clem. Anna, por el
contrario, estaría impresionada.
—Entonces eso solo rea rma su lugar y su logro, señor Vesper —
dije—. Se ha ganado el derecho a ser el guardián aquí.
Su reloj chirrió y supe que había llegado la hora. Se volvió a
meter el orbe dorado en el bolsillo y me miró, susurrando:
—Podemos seguir hablando de esto más tarde.
Me pregunté si habría escuchado mi cumplido. Se apartó de mí,
de modo que nuestras espaldas quedaron alineadas.
Observamos la calle, con mi mirada centrada en el extremo sur
mientras la suya escudriñaba el norte.
Era el tipo de silencio que te pone la piel de gallina y te hace
temer respirar demasiado fuerte. La niebla seguía acumulándose, y
tenía los pies helados dentro de las botas mientras me esforzaba por
ver a través de la niebla.
¿Era este el elemento de una pesadilla? Me devané los sesos
tratando de recordar si había leído alguna entrada en el libro de
Phelan que contuviera niebla.
—Mire a su derecha, señorita Neven —dijo Phelan, y, aunque su
voz era tranquila, supe que la pesadilla había comenzado.
Miré para ver la hilera de casas, cerradas y con cerrojos, con solo
rayos de luz de fuego que se colaban por las grietas. Y entonces lo vi,
un estandarte heráldico que se desplegaba desde el tejado, cubriendo
la fachada de la casa con un orgulloso rayo azul. Tenía lunas de plata
cosidas y los diamantes parpadeaban como estrellas en la tela.
—Ese es el estandarte del ducado de la montaña. —Inspiré, y el
recuerdo me vino a la mente.
—Así es —asintió Phelan, y vimos cómo se desenrollaban más
estandartes y tapices de los tejados de las casas que nos rodeaban,
ondeando ligeramente con la brisa.
Los adoquines debajo de mí vibraban y miré hacia abajo para ver
cómo se convertían en unas losas grandes y lisas de colores cobre y
gris, recién barridas. El aire olía a sol fresco y a vino tinto dulce.
Sabía a dónde nos había llevado este sueño. Phelan y yo
estábamos en la fortaleza en las nubes, en el salón del castillo de la
montaña.
—Un sueño del ducado de Seren —dije.
—¿Ha leído la pesadilla más reciente de Knox Birch en mi libro,
señorita Neven? —preguntó Phelan.
—Sí —susurré, y lo recordé con un escalofrío. El señor Birch
había soñado con el trono de Seren y, sin saberlo, había matado a su
esposa y a sus dos hijas en su afán por reclamarlo—. ¿Ve el trono del
duque? —pregunté, sin querer apartar la vista del extremo sur de la
calle.
—Sí —respondió—. Está delante de mí.
—Entonces el señor Birch vendrá en mi dirección.
—¿Quiere cambiar de sitio?
—No —respondí, pero desenfundé mi estoque—. Le avisaré
cuando lo vea acercarse.
Todavía no había conocido a Knox Birch en persona, solo había
leído el relato de su sueño, pero sabía que vivía a una calle de
distancia. Esperé a que apareciera, con las palmas de las manos
resbaladizas por el sudor.
Por n, un hombre emergió de la oscuridad, caminando a través
de las franjas de niebla. Me recordaba a mi padre, era de mediana
edad y alto, tenía el pelo del color de una moneda descolorida. Los
ojos le refulgían de un tono dorado, como si estuviera embrujado,
como si nada pudiera apartarlo de sus ambiciones.
—Ya viene —advertí.
Phelan se dio la vuelta y yo sentí una oleada de aire frío mientras
ponía distancia entre nosotros.
—Mata a tres sombras —me recordó—. Sospecho que usted y yo
somos dos de ellas.
Pensaba lo mismo, pero no me dio tiempo a decirlo, ya que una
mujer de rostro pálido y apenado y cabello largo se materializó
desde las sombras. La mujer de Knox, me percaté, que lo interceptó
con osadía, suplicándole:
—Por favor, Knox… Por favor, no hagas esto. Elígenos. Elígenos a
nosotras.
Un estoque le oreció en la mano. La mató rápido, su hoja le
atravesó el corazón. La mujer cayó con un golpe repugnante,
arrugada como una muñeca de trapo sobre las losas, su sangre
extendiéndose bajo ella como un manto carmesí. Sabía que el
hombre solo veía a una sombra siniestra. No la veía hasta el nal,
cuando conseguía lo que creía que quería: un lugar en el trono del
duque.
Yo era el siguiente obstáculo en su camino.
Respiré hondo y le lancé una lluvia de hechizos para ralentizar
sus movimientos. Busqué la llave del sueño, el quid para romper la
pesadilla, y le clavé el estoque, apuntando al corazón. Knox lo
bloqueó, y sus movimientos, como la miel que se calienta sobre el
fuego, volvieron a uir rápidos. Seguimos rodeándonos,
arremetiendo y esquivando, hasta que las guardias cruzadas de
nuestras espadas se encontraron; estaba a punto de pronunciar otro
encantamiento espontáneo para congelarlo contra las piedras, pero
la fuerza que provenía de él me hizo retroceder y alejarme. Me
hormigueó la mano por el choque del acero y me mordí la lengua,
disolviendo mi encantamiento. Tropecé, pero Phelan me agarró y me
situó detrás de él mientras recuperaba el equilibrio.
Observé cómo se enzarzaba con Knox en un tenso combate,
ansioso por reincorporarse a la lucha.
Un nuevo hechizo estaba sonando dentro de mí como una
canción. Di un paso adelante y me estremecí cuando sentí un dolor
repentino. El vientre me escocía al moverme, por lo que miré hacia
abajo y vi que la mitad inferior de mi corpiño estaba abierto, con los
lazos de la cinta cortados en jirones colgantes. Puse la mano sobre la
tela desgarrada y sentí algo cálido y pegajoso. Mi sangre, me di
cuenta con una punzada de sorpresa, mirando la mancha roja que
tenía en la palma. El estoque de Knox debía de haberme rozado, pero
el corte no era profundo, para mi inmenso alivio. Aunque unos
centímetros más profundo y podría haberme asestado un golpe
mortal.
Volví a concentrarme en Phelan, las chispas salían de su estoque
mientras seguía luchando. Knox no iba más despacio ni se cansaba;
era como una tormenta, acumulando fuerzas, acercándonos cada vez
más al estrado y al trono. Y, cuando estuvo a punto de cortar a
Phelan por la mitad, lancé otro encantamiento para frenarlo. En
cuanto Knox sintió que mi encantamiento le impedía avanzar, su
rostro se dirigió hacia mí, furioso. Me enfrenté a su mirada con la
mayor rmeza posible, aunque me intimidara. Dentro de sus ojos, el
oro brillaba como dos monedas que atrapan la luz.
—Sus ojos —le dije a Phelan, con la voz entrecortada. El oro de
sus ojos se había convertido en una película que le impedía ver a
través del velo de su codicia—. La debilidad del sueño son sus ojos.
Phelan me oyó. Tuvo que retroceder para evitar ser ensartado por
el acero de Knox, pero ese impulso le favoreció. Apuntó y clavó la
punta de su estoque en el ojo izquierdo de Knox, y el oro que le
cubría la pupila estalló y le corrió por la cara como el icor.
Knox se quedó quieto y luego jadeó cuando lo comprendió, antes
de caer al suelo en el charco de sangre de su esposa.
Phelan retiró su estoque, viendo cómo la pesadilla llegaba a su
desgarrador nal.
Permanecí de pie a unos pasos detrás de él, mirando los
estandartes azules de las casas, la luna y las estrellas y la promesa de
las montañas, esperando que se desvanecieran, pues habíamos
vencido a la pesadilla. Pero los estandartes continuaban allí como
elementos obstinados, y las losas y el trono del duque se negaban a
desvanecerse. Los elementos de la pesadilla seguían rmes y sólidos
en la calle.
Algo no iba bien.
Phelan respiraba con di cultad detrás de mí. Cuando miré por
encima de mi hombro, vi que seguía mirando a Knox y a su mujer,
cuyos cuerpos se negaban a desaparecer sobre las piedras, y tuve el
pensamiento atenazador de que tal vez todo había sido real, que a
Phelan y a mí nos habían engañado de alguna manera.
¿Ocurrió algo más en el sueño y Knox Birch no se lo había
contado a Phelan?
—Señor Vesper…
Mi voz murió con el viento. El mundo que nos rodeaba se volvió
silencioso y quieto, como si estuviéramos atrapados en un cuadro de
un lugar olvidado, y entonces lo oí: el tintineo de unos pies
blindados acercándose. Un paso pesado y metódico que hacía
temblar las losas debajo de mí. Unos pasos plateados que ya había
oído antes en un sueño que no me pertenecía, pero que había
adivinado.
—Oh, dioses —susurré. Sentí como si tuviera un hueso encajado
en la garganta mientras esperaba a que apareciera el caballero del
sueño de Elle Fielding, sus pasos se escuchaban cada vez más, el
sueño ondulaba a mi alrededor como si estuviera bajo coacción.
Me olvidé de dónde estaba de pie, de dónde me encontraba. Me
olvidé de Phelan a mi espalda, todo mi ser se concentraba en este
inevitable encuentro.
Y entonces apareció el caballero, con la niebla arremolinándose a
su alrededor.
Solo le había visto las piernas y los pies en el sueño de Elle,
cuando estaba agachada bajo el carro. Ahora lo veía entero,
completamente cubierto con una armadura de acero salpicada de
sangre. Era alto y fornido, y caminaba con decisión hacia nosotros.
Pero no fue la sangre ni la larga espada que desenvainaba de su
costado lo que provocó mi horror. Era el yelmo que llevaba, un casco
forjado con puntas en la frente. Siete puntas a ladas lo coronaban.
No podía verle los ojos, pero sentí su mirada penetrante.
El terror me paralizó hasta que sentí que una mano cálida me
agarraba del brazo, atrayéndome hacia atrás.
—Póngase detrás de mí, señorita Neven —me dijo Phelan.
En cuanto noté su presencia, la iluminación de su magia se
superpuso a la mía y reforzó mi valor. Inspiré hondo y exioné la
mano.
Caminamos hacia atrás al unísono, para darnos más tiempo a
elaborar un plan. El caballero nos siguió con su paso rme, parecía
que estaba estancado en ese ritmo. No podía correr, pero tampoco
podía ir más despacio. Nosotros éramos más rápidos, pero él era
persistente, y no tenía muy claro cuál era su debilidad.
—¿Quién es? —le susurré a Phelan mientras seguíamos
caminando hacia atrás, con los ojos puestos en el caballero.
—No lo sé. Pero fue él quien me hirió hace meses.
—¿Ya se ha enfrentado a él?
—Sí. Las armas son inútiles contra él, al igual que cualquier
hechizo ofensivo.
No me creí del todo a Phelan, así que lancé un hechizo de
desarme sobre el caballero. Mi magia se convirtió en humo cuando
se encontró con su coraza, y él continuó siguiéndonos, sin inmutarse.
Volví a intentarlo, desesperada, sin éxito.
—Reserve su magia, señorita Neven —dijo Phelan con frialdad.
—Debe tener una debilidad. —Estudié la armadura del caballero
—. No puede ser totalmente invencible.
Phelan se quedó callado, pero luego dijo:
—Somos dos y él solo uno. Me deslizaré por detrás mientras
usted se enfrenta a él.
Asentí y lancé una ráfaga de luz a los pies del caballero, para
cubrir los movimientos de Phelan. Pero fue inútil: el caballero sintió
la presencia de Phelan y se giró hacia él, blandiendo su espada.
Phelan se agachó y rodó, esquivando por poco el lo de la espada, y
yo me lancé hacia delante, con la ira ardiendo en mi interior. Avivé
ese fuego y lo canalicé, y mi magia uyó hacia el caballero,
golpeándolo en la columna vertebral y alcanzando su armadura
como si lo hubiera electri cado un rayo. Dudó y yo aproveché ese
momento para estudiar las placas de acero y la cota de malla,
buscando una escama o un eslabón dorado que pudiera perforar y
provocar su muerte. No había nada, y giró con tanta rapidez que me
tomó por sorpresa.
Retrocedí en respuesta y vi que su espada se dirigía hacia mí.
Todo se ralentizó de repente. Mis movimientos, mi respiración, mi
corazón. Una advertencia me hizo sentir un pinchazo en la nuca, y
este horrible encuentro se sintió pací co de una forma extraña. El
momento antes de la muerte. El momento antes de que el caballero
me decapitara.
Y entonces sentí una mano en el tobillo, una mano cálida que
latía con vida y con miedo. Me tiró con tanta fuerza que caí sobre las
losas de un golpe y se me escapó el estoque de la mano. La espada
del caballero silbó inofensiva sobre mí.
«Phelan», pensé, aturdida por la caída. Su magia se aferró a mi
tobillo y me arrastró de inmediato a su lado, por encima de las
piedras.
Me puse de pie, tragándome el sabor a hierro; me limpié la
sangre del labio y vi cómo Phelan recuperaba su estoque. La hoja del
caballero había roto la de Phelan como si fuera de cristal.
Phelan retrocedió a trompicones, pero su oponente le siguió.
Invoqué mi magia justo en el momento en que la punta de la espada
alcanzaba la parte delantera del chaleco de Phelan. Oí cómo se
rasgaba la tela, oí el gruñido de dolor, y fue lanzado hacia arriba y
lejos como si la mano de un gigante le hubiera golpeado.
Mantuve la mirada en el caballero, a pesar de la tentación
persistente de mirar a Phelan. Le oí chocar contra las losas detrás de
mí y me esforcé por que la luz de mis manos inundara el yelmo del
caballero. Su atención se desvió hacia mí, y de repente fui consciente
de que estaba demasiado cerca de él. Estaba a su alcance y no tuve
más remedio que huir hacia donde Phelan estaba tirado en el centro
de la calle, con la sangre oreciéndole como una rosa en su chaleco
roto.
—¡Phelan! —exclamé—. Phelan, ¿puedes ponerte de pie?
Solo faltaban unos instantes para que el caballero nos alcanzara.
Su pesado paso comenzó a sonar de nuevo, y me agaché para
levantar a Phelan.
Tenía los ojos vidriosos, pero respondió mientras yo sostenía su
peso, con su brazo sobre mis hombros.
—A casa, señorita Neven —dijo, con la voz débil como si
estuviera a punto de desmayarse—. Si es tan amable.
Busqué la casa con desesperación, sin saber cómo orientarme.
Sabía que debía estar cerca, pues no nos habíamos alejado mucho de
ella cuando se manifestó la pesadilla. Y entonces vi la casa del
número once, con sus ladrillos grises y su hiedra trepadora, a tres
puertas de distancia, y el alivio casi me atravesó cuando empecé a
arrastrarlo hasta la verja de la entrada, con el caballero
persiguiéndonos.
«No mires atrás», me ordené, aunque quería ver cuán cerca
estaba el caballero de atraparnos. «No mires abajo», aunque quería
ver cuánta sangre estaba perdiendo Phelan.
Tenía los ojos en la verja, Phelan cojeaba a mi lado, el caballero
nos perseguía. Esta luna nueva se estaba deshaciendo a mi
alrededor.
Nos arrastré a través de la verja, subiendo el camino y los
escalones del porche, con la luz del farol parpadeando como si nos
pidiera que nos diéramos prisa, prisa, mucha prisa.
—La llave —gimió Phelan. Por supuesto, había cerrado la puerta
principal cuando nos fuimos, así que busqué frenéticamente en sus
bolsillos. No dejaba de sangrar, por lo que mi mano se impregnó de
sangre mientras mis dedos iban de bolsillo en bolsillo.
La verja de la entrada crujió detrás de nosotros: el caballero
estaba en el patio. El aire frío me bañó la espalda, como si el invierno
hubiera llegado antes de tiempo. La hiedra de la celosía se marchitó,
la escarcha cubrió las contraventanas. Por n encontré la llave de
hierro, metida en el bolsillo interior de la chaqueta de Phelan, y me
esforcé por abrir la puerta, con las manos entumecidas y
temblorosas.
—Señorita Neven —susurró Phelan contra mi pelo—. Anna…
Me estaba rogando que me apresurara, porque el caballero estaba
a unos pasos de matarnos a los dos.
Abrí la puerta de una patada y metí a Phelan dentro. Cada bra
de mi ser ardía por el esfuerzo, tenía que soltar a Phelan. Se deslizó
hasta el suelo de madera, gimiendo, y me giré para ver al caballero
subiendo las escaleras del porche, a cuatro pasos de nosotros. De mí,
que estaba en el umbral, observando cómo se acercaba. Un desafío
tácito brillaba como un encantamiento entre nosotros, aguardando a
ser inhalado y pronunciado.
«¿Quién es?», quise preguntar, pero la voz se me quebró en la
garganta.
—Anna —jadeó Phelan—. Anna, cierra la puerta.
Me rugieron los oídos. El suelo pareció inclinarse mientras el
caballero me miraba, mientras yo misma le miraba. Me pareció ver el
brillo de sus ojos a través de las rendijas del yelmo. El brillo de algo
vivo, furioso y voraz. El caballero levantó la espada con una mano,
pero con la otra me alcanzó.
—¡ANNA!
La desesperación de Phelan echó por tierra mis pensamientos
suspendidos. No sabía cuándo volvería a tener esta oportunidad,
cuándo me encontraría cara a cara con este caballero y sus misterios.
Y esa incertidumbre era una espina en mi orgullo.
No podíamos vencerlo. Habíamos perdido esta batalla.
Cerré la puerta de golpe.
22
C
erré los ojos, con el sudor goteándome por la sien, y presioné
la oreja contra la puerta. El caballero no se había movido.
Estaba de pie en el umbral, sin poder pasar, ya que la puerta
estaba cerrada.
Me debatí entre mi deseo de permanecer a salvo y mi ansia de
volver a luchar contra el caballero otra vez.
Había alguien detrás de mí.
Me giré para ver a Phelan tumbado en el suelo del vestíbulo. Me
estaba mirando, con la cara pálida y arrugada por el dolor. Tenía la
mano presionándose el abdomen, donde se acumulaba la sangre.
Una pequeña parte fría de mí se sintió satisfecha de verlo
abatido, herido y humillado.
Pero, luego, me arrodillé a su lado y le tomé la mano, apartándole
sus dedos ensangrentados, y ese sentimiento de satisfacción dentro
de mí fue eclipsado por la preocupación.
—¿Puedes ayudarme a subir las escaleras? —me preguntó con
voz ronca—. ¿Para ir a mi habitación?
Asentí y tiré de él para que se pusiera de pie. Ayudándole a
sostener su peso, subimos con di cultad las escaleras con la ayuda
de mi magia.
Solo una vela ardía en la habitación. El fuego de la chimenea se
había extinguido y acompañé a Phelan hasta su cama y lo tumbé en
el colchón. Enseguida reavivé el fuego para que volviera a crepitar y
encendí algunos candelabros más para poder examinarlo mejor con
luz.
Inevitablemente, eché un vistazo al espejo que colgaba sobre su
lavabo. Si se sentaba en la cama, el cristal captaría su re ejo. Y yo
tendría que pasar por delante de él para salir de la habitación. Me
sentí atrapada y furiosa, y luché contra mi impulso de romper el
espejo.
A Phelan se le escapó un gemido.
Atrajo mi atención a donde estaba tumbado en la cama, con la
espalda un poco arqueada mientras luchaba por desabrocharse el
chaleco con una mano. Necesitaba irme ahora mientras él estaba
ocupado para tomar un poco de hierba de la biblioteca y preparar un
tónico potente que lo dejara inconsciente. Luego, me ocuparía de su
herida y de la mía, que había olvidado por toda esta vorágine de
adrenalina.
Me dirigí hacia la puerta.
—¿A dónde vas?
Me paré en la alfombra, justo antes del espejo, y me encontré con
su mirada.
—A la biblioteca, a hacerte un tónico de hierbas.
—No quiero un tónico de hierbas. Necesito que me sutures.
—Entonces tendré que buscarte algo para el dolor. Acuéstate de
nuevo. Volveré en un momento.
Phelan se quedó mirándome jamente.
—No me fío de ti.
—¿Qué? —Las palabras me pillaron por sorpresa.
—Ven aquí, Anna.
No tuve otra opción. Me observaba como un halcón, como si
pudiera ver a través de mí, y me alejé de su cama, manteniéndome
justo fuera de su alcance y del espejo de la pared de enfrente.
—¿Por qué no confías en mí? —le pregunté, con la voz baja y
mucho más áspera de lo que pretendía.
—Porque quieres escabullirte —me contestó—. Quieres abrir la
puerta y volver a enfrentarte al caballero sin mí.
Dejé escapar un resoplido.
—Está bien. He tenido la tentación de hacerlo, sí.
—Te lo prohíbo.
—¿Que me lo prohíbes? —repetí con una carcajada—. ¿Y cómo
piensas hacerlo, tumbado en la cama, herido como un noble en la
guerra?
—Vale —dijo—. No puedo prohibírtelo, pero te pido que te
quedes aquí y me ayudes. Estoy seguro de que el caballero nos
desa ará otra luna nueva, pero ahora mismo… Te necesito.
«Te necesito».
Su sinceridad suavizó la dureza que se escondía en mi interior.
—Túmbate —susurré, y él obedeció. Esperé a que su cabeza
descansara sobre la almohada antes de acercarme más a la cama. Lo
desnudé con cuidado. Le saqué los brazos de la chaqueta. Le
desabroché el chaleco hecho jirones, le desaté el pañuelo del cuello y
le quité la camisa. Una vez que tuvo el torso desnudo, examiné los
daños.
La herida no era profunda, pero era larga y le atravesaba el
vientre. Vi otra cicatriz, una que iba desde el corazón hasta la cadera,
como si lo hubieran abierto en canal alguna vez, y no pude
contenerme. La recorrí con la punta de los dedos.
—¿Fue él el que te hizo esto? —pregunté—. ¿El caballero?
—Sí —susurró, con la sangre todavía goteándole. Tomé su camisa
arrugada y la presioné contra la herida, y Phelan se retorció de dolor.
—¿Cómo quieres que te suture esto? —le pregunté.
—En mi armario —dijo con la voz ronca por el dolor—. En el
cajón de abajo. Ahí está mi botiquín.
Corrí en su búsqueda, y Phelan se quedó quieto, mirando al
techo, mientras yo abría la caja de madera. Había un paquete de
agujas, hilo oscuro, rollos de lino, unos frascos pequeños con
ungüentos y un antiséptico.
Primero, le limpié la herida antes de enhebrar la aguja, plantando
puntos a lo largo de su piel. Ya lo había hecho antes con un corte en
el brazo de mi padre y, aunque no era una experiencia nueva, me
aceleraba el corazón ver cómo la herida de Phelan se cerraba bajo
mis dedos. Ver cómo un tipo de magia diferente se derramaba de mis
manos.
—Me he dado cuenta de una cosa sobre ti —me dijo justo cuando
estaba terminando.
Se quedó callado hasta que lo miré. Me alegró ver que había
recuperado algo de color en la cara.
—Tu nombre —prosiguió—. Anna Neven. Ambos nombres
puedes deletrearlos hacia delante y hacia atrás.
Corté el hilo y me limpié los restos de sangre que aún tenía en los
dedos.
—A mi madre le encantaban los nombres palíndromos.
—Mmm…
Unté un ungüento sobre mi obra, y el olor fragrante de las
hierbas empezó a impregnar el aire que había entre nosotros.
Observé el ascenso y el descenso constante del pecho de Phelan
mientras respiraba.
—No es tu nombre real, ¿verdad? —me preguntó.
Sonreí, como si fuera ridículo, mientras terminaba mi trabajo.
—Por supuesto que lo es. ¿Por qué dudas de mí, Phelan?
—Porque me has contado muy poco sobre ti.
—Pero eso no me hace ser una mentirosa.
—No, pero me hace dudar a veces, Anna. Y yo… no quiero dudar
de quién eres.
No sabía qué decir. No podía permitirme que dudara o
sospechara de mí, e hice lo único que se me ocurrió, lo único que me
pareció natural. Recorrí las duras líneas de su vientre, los contornos
de su piel desnuda. Tracé su cicatriz.
—¿Dudas de mí ahora mismo, Phelan?
Hizo un sonido grave que parecía surgir tanto del placer como
del dolor y me agarró la mano con la suya para detener mis caricias.
—¡Querías dejarme aquí, moribundo en mi cama!
—¡Quería traerte un tónico para mitigar el dolor, idiota! —Y me
incliné más hacia él, para que nuestras bocas estuvieran a un suspiro
de distancia. Se me había deshecho la trenza un poco durante la
batalla y mi pelo caía a nuestro alrededor—. Ahora, voy a ir a la
biblioteca a recoger algunas hierbas y a prepararte un tónico que te
ayude a dormir. Te quedarás aquí, con arás en mi palabra y no te
moverás y, cuando vuelva, podrás preguntarme lo que quieras y yo
te responderé.
Se quedó en silencio, pero siguió sosteniéndome la mano,
presionándola contra su corazón. Podía sentir el latido frenético
golpeando contra mi palma. Un ritmo que me hizo comprender que
las cosas habían comenzado a cambiar entre nosotros.
Ya no lo odiaba como antes. ¿Cómo podría hacerlo después de
que esta horrible noche nos hubiera unido en el miedo, el valor y las
heridas?
Y aunque su rostro había sido difícil de leer en el pasado…, vi
que las líneas de su frente se desvanecían conforme más tiempo me
miraba, mientras nuestras respiraciones se entremezclaban. Vi cómo
la esperanza, tierna, frágil y sorprendente, como una or que
irrumpe en el suelo invernal, surgía dentro de él.
Comenzaba a pensar que yo le gustaba, Anna, no Clem, más de
lo que ngía.
Cuando me levanté, me soltó. Me tomé mi tiempo para guardar
el botiquín y recoger su ropa de la alfombra manchada de sangre,
porque me observaba atentamente y necesitaba que cerrara los ojos
antes de pasar por delante del espejo.
Al n, se le cerraron los ojos, pasé junto al espejo corriendo y salí
de la habitación, bajando las escaleras hacia la biblioteca. Estaba
oscura y solemne como una tumba, el aire estaba cargado de una
esencia mohosa de libros y tierra de las plantas, y me permití bajar la
guardia por un momento. Para jadear de alivio y arrodillarme. Para
postrarme en el suelo y repasar todo lo que había pasado esa noche,
en las calles y en su habitación.
Pero, al poco tiempo, me obligué a levantarme y encendí una
vela.
Sentía dolor y tensión en cada músculo del cuerpo, y me masajeé
un nudo en el hombro mientras me acercaba a la mesa de las plantas.
Recogí lo que necesitaba, una receta parecida a la de un remedio,
pero sin tomarme la molestia de escurrir la pulpa de las plantas.
Añadí una buena dosis de cus, una planta que provocaba un sueño
rápido y profundo. No había ninguna posibilidad de que Phelan se
fuera a beber esto y no sucumbiera al sueño al instante.
Volví a subir el tónico, deteniéndome a mitad de la escalera para
mirar detrás de mí a la puerta principal, al pomo de bronce que
parpadeaba en la penumbra. Me pregunté si el caballero seguiría de
pie en el umbral, esperando que yo respondiera al desafío que me
había lanzado, pero me obligué a seguir subiendo.
Phelan estaba tal y como lo había dejado, con los ojos cerrados,
hasta que me oyó entrar en la habitación.
Pasé por delante del espejo con rapidez y dejé la copa del tónico
en su mesita de noche. Y entonces me di cuenta de que no podía
quedarme a su lado, pues el re ejo deslumbraría mi secreto, y me
alejé con torpeza, lejos de su alcance y del espejo.
—Gracias —me dijo Phelan, pero detecté una pizca de burla en
su tono de voz mientras se esforzaba por sentarse solo.
Fingí distraerme con las pilas de libros que tenía en el suelo,
arrodillándome para mirar sus títulos, para tocar sus cubiertas
desgastadas.
—¿Qué le has puesto a esto, Anna? —preguntó al cabo de un
momento, reprimiendo una tos.
Levanté la vista para ver que tenía los labios fruncidos por el
disgusto.
—Te ayudará a curarte y a dormir. Bébetelo todo, Phelan.
Oí cómo se esforzaba por tragarse el tónico y desvié la vista para
que no me viera sonreír. Al nal, sentí el escozor en mi piel y supe
que no podía ignorar mi herida mucho más tiempo.
Con cautela, me levanté y me volví para hablar con Phelan,
sorprendiéndome al ver que tenía los ojos cerrados y la cabeza un
poco inclinada hacia atrás, hacia el cabecero de madera.
Bien. Mi tónico había cumplido su propósito.
Me acerqué a su armario para volver a tomar el botiquín. Había
un taburete entre las sombras junto al mueble, y lo acerqué a la luz
de las velas y me senté en él, de espaldas a Phelan. Desaté con
cuidado el último lazo de mi corpiño y lo dejé caer al suelo con un
suspiro. Luego, me bajé la camisa de los hombros hasta la cintura,
para poder examinarme la herida.
Tenía un corte poco profundo arqueado por encima del ombligo
y ya se estaba formando una costra.
Alcancé el antiséptico y estaba limpiándomelo cuando Phelan me
habló.
—¿Estás herida, Anna?
Hice una pausa y respiré hondo. Estaba sentada medio desnuda
en su habitación, cuando mi tónico debería de haberle arrastrado a
un sueño profundo sin sueños. Lo miré por encima del hombro y lo
vi todavía apoyado en la cama, con los ojos pesados, pero
mirándome con atención.
—No, solo es un rasguño. —Volví a centrarme en el corte, pero
sentí que su mirada se posaba en mí y en la curva desnuda de mi
espalda. Me sentía cómoda y no me molestaba su atención, no como
probablemente lo habría hecho si esto hubiese sucedido hace un
mes, o incluso hace una semana.
Me subí la blusa por los hombros y me até bien el cordón. El
corpiño estaba estropeado, así que lo dejé con el montón de su ropa
ensangrentada.
—Hágame una pregunta, señor Vesper —dije—. A menos que
quiera esperar hasta mañana, cuando esté más despejado y recuerde
mi respuesta.
—Tengo la cabeza despejada —replicó, pero arrastraba las
palabras mientras luchaba contra los efectos empalagosos del tónico
—. Ven, siéntate aquí, Anna. —Dio una palmadita en la cama a su
lado y tan solo me quedé mirándola, pues el espejo seguía siendo
una amenaza.
—Túmbate y quizá lo haga.
Me hizo caso y posó la cabeza en la almohada, con las botas casi
colgando de la cama.
Me acerqué al otro lado y me hundí junto a él en el colchón de
plumas, dejando un generoso palmo de espacio entre nosotros.
—Hazme tu pregunta, Phelan.
Tenía los ojos cerrados, pero sonrió.
—Quiero saber tu nombre real.
—Muy bien, aunque creo que es una estupidez desperdiciar tu
única pregunta en eso.
Aquello hizo que abriera los ojos y me mirara.
—Lo que signi ca que he hecho una muy buena pregunta,
porque no quieres responderla.
Empezaba a leerme bastante bien, lo que despertó mi aprensión.
Decidí que tenía que tener más cuidado cuando estaba con él. No
había pensado que tendría que desempeñar un papel, pero debería
haberlo hecho desde que tuvimos la entrevista.
—Mi nombre de verdad es Anna Bailey —le dije—. Decidí
apellidarme Neven tras la muerte de mi madre, para ocultarme de
algunos de sus antiguos conocidos que podrían darme problemas.
Tenía algunas viejas deudas que nunca pagó antes de fallecer. Por
eso no te he contado mucho sobre mí.
—Podrías decirme con quién tiene una deuda y yo la pagaré.
Fruncí el ceño.
—No, Phelan. No quiero que pagues las deudas de mi madre.
«Duérmete», pensé, desesperada, y oí cómo respiraba cada vez
más profundamente, cómo sus ojos se cerraban cada vez más con
cada parpadeo de obstinación. Tardé un minuto más, lo justo para
asegurarme de que esta vez estuviera dormido, antes de comenzar a
alejarme de la cama.
—Anna, no te vayas —susurró—. Quédate aquí conmigo.
Me pregunté si de verdad querría mi compañía o le preocupaba
que me escabullera esa noche sin él. Pero me quedé.
Sin embargo, al nal no pude evitar mi cansancio. Encontré un
remedio para dormir sin sueños en la mesita auxiliar de Phelan y me
lo bebí, rindiéndome al suave abrazo de la cama. Y me dormí a su
lado.
23
T
res días después de que Phelan se marchase, lord Deryn vino
de visita.
Lo encontré esperándome en la biblioteca, delante de la
estantería de Phelan, estudiando con atención uno a uno los
volúmenes de los estantes. Se giró al oírme entrar, con una sonrisa
bien ensayada en el rostro.
Olí la bergamota de su perfume. Una dulzura enfermiza
mezclada con ese extraño olor a pergamino mohoso. Y supe que
había venido por mí, no por los impuestos.
—Señorita Neven, me alegra verla de nuevo.
—Su Excelencia —le saludé con una reverencia.
—Perdone que haya venido de forma tan inesperada, pero quería
hablar con usted. Por favor, siéntese.
Me senté obediente en la silla, pero comencé a temerme lo peor.
Me vinieron a la mente unos cuantos hechizos, por si necesitaba
lanzarlos en algún momento.
—Quería preguntarle por la última luna nueva —comenzó,
ocupando el asiento de Phelan detrás del escritorio—. ¿Fue mi
pesadilla la que se materializó?
—No, Su Excelencia.
Esperó a que siguiera contándole y, cuando no lo hice, el duque
se pasó los dedos por la barba.
—Sé que no puede decirme qué sueño se manifestó —comentó—.
Perdóneme por preguntarle, pero necesito saber cómo se hirió
Phelan.
—¿Cómo sabe que le hirieron, Su Excelencia?
—Tengo ojos y oídos en todas partes, señorita Neven. Nada pasa
en esta provincia sin que yo lo sepa.
Sus palabras eran inquietantes, pero estaba empeñada en que
nunca supiera lo nerviosa que me ponía. Suspiré como si estuviera
aliviada y me incliné más hacia él, con los codos apoyados de forma
descortés en el escritorio.
—Me alegro de que ya lo sepa, Su Excelencia. ¿Le informó la
condesa?
—No, ella no. —No mostraba ninguna emoción en el rostro ni en
su voz cuando hablaba de ella. El tono monótono solo me hizo
sospechar aún más de su relación.
—Le con eso que he estado preocupada por él, sobre todo
cuando su madre lo mandó de viaje. Debería haberse quedado
guardando cama.
El duque no picó el anzuelo. Hizo un sonido de contemplación y,
a continuación, dijo:
—¿Qué fue lo que lo hirió? ¿Un elemento de la pesadilla o algo
más allá de ella?
Me quedé en silencio, preguntándome si me estaba acusando de
ser una mala compañera.
—Elija su respuesta con cuidado, señorita Neven —me advirtió el
duque con una voz dulce como la miel. Por n, la amenaza que
estaba esperando—. Quiero la verdad, aunque eso no me dé otra
opción que destituir a Phelan del puesto. O a usted, por ende.
«No quiere que Phelan esté en peligro», advertí, y entonces vi mi
oportunidad de que las aspiraciones y los logros de Phelan se fueran
al traste. Podía contarle al duque que Phelan era débil, vulnerable.
Pero, aunque en un principio mi deseo fuese ver a Phelan perder su
hogar y su propósito en la vida…, ahora estaba atada a él, y no
quería renunciar a lo que había conseguido aún. Me encantaba
volver a ser guardiana.
—Phelan y yo vencimos a la pesadilla —le conté—, pero entonces
surgió algo más. Algo inesperado y malévolo. Algo que no estaba
registrado en el libro.
—¿Qué fue esa cosa inesperada, señorita Neven?
Dudé.
El duque lo percibió y se ablandó.
—No estará traicionándole si me lo cuenta.
Pero en realidad sentí que sí lo haría. Phelan no se lo había dicho
ni a dos de sus amigas más cercanas. Ni siquiera pudo describírmelo
a mí, que era su compañera. Era como si a Phelan le hubieran
ordenado no hablar de ello.
—Creo que debería preguntarle a Phelan cuando vuelva, Su
Excelencia.
Lord Deryn sonrió y se recostó en la silla, pero no apartó su
mirada de la mía.
—Le voy a decir algo, señorita Neven. Algo que no mucha gente
sabe, pero le voy a con ar este secreto.
Me quedé helada, odiando lo ansiosa que estaba por saber qué
información me iba a ofrecer el duque.
—Phelan no nació con la iluminación —comenzó—. No fue
aceptado en el Colegio Luminoso hasta que yo exigí su entrada. De
hecho, suspendió todos los exámenes de ingreso, pero yo vi el
potencial que tenía. Le di una plaza en el colegio, nancié su
educación y me aseguré de que recibiera esta parte del territorio
cuando estuviera listo para convertirse en guardián. He participado
en su formación como mago, a pesar de que no tengo luz en los
huesos, y sería una pena que perdiera mi inversión antes de tiempo.
Mientras le oía, sus palabras comenzaron a suscitarme
pensamientos que nunca antes había tenido. El duque se había
casado hacía años, pero su mujer había muerto poco después de
haber pronunciado sus votos. Era viudo y no tenía hijos. No tenía
herederos. Y si el duque había jugado una mano tan silenciosa pero
rme en la crianza de Phelan, si pensaba en él como en una
inversión, entonces el duque tenía grandes planes para él. Ya se vería
si Phelan estaba al corriente o no.
—Planea nombrarlo su heredero —susurré.
El duque se quedó en silencio, estudiándome con una gran
intensidad, como si me hubiera subestimado hasta ahora.
—Sí, señorita Neven. Y no debe decirle de esto ni una palabra a él
ni a nadie más, ¿lo entiende?
—Sí, Su Excelencia.
—Y quiero saber qué lo está amenazando las noches de luna
nueva.
No veía otra forma de evitarlo.
Le conté lo del caballero al duque.
Me escuchó con el ceño fruncido.
—Parece que alguien puede controlar e in uir en las pesadillas.
—Nunca he oído hablar de algo así —le dije, absorta en mis
pensamientos—. ¿Cómo es que el caballero puede hacerlo?
—Algo, o alguien, le proporciona una puerta para entrar en los
sueños de luna nueva.
—¿Y quién podría tener tanto poder? ¿Un mago?
Lord Deryn se quedó pensativo por un momento.
—No lo sé, pero no podrá derrotarlo en el reino de los sueños.
Tendrá que buscarlo en el mundo de la vigilia y vencerlo allí.
—No es algo fácil —dije, pero me sorprendió lo ansiosa que
estaba por llevar a cabo este desafío. Quería descubrir los secretos de
ese caballero. Su propósito. Su fuente de poder. Incluso si eso
suponía trabajar con alguien como el duque.
—No, no lo es —coincidió lord Deryn—. Pero si puede encontrar
la manera de quitarle el yelmo en la pesadilla…, vería su cara. Y si ve
su rostro y me lo describe, sería capaz de localizarlo por toda la
provincia.
El duque no me estaba haciendo una sugerencia, me estaba
dando una orden. Pensé en los lugares donde sabía que había
aparecido el caballero: hacía meses, en la primera luna nueva de
Phelan como guardián. En Hereswith, la noche antes de la llegada de
Phelan. Y luego aquí de nuevo, en una de las calles de Phelan, en la
luna nueva de octubre. No me pareció casualidad, sino que parecía
que el caballero iba detrás de Phelan, y eso me dio escalofríos.
—Si el caballero vuelve la próxima luna nueva, encontraré la
manera de hacerlo, Su Excelencia.
—Y vendrá a mí de inmediato para describírmelo, señorita
Neven.
Asentí, aunque me daba vueltas la cabeza, recordando cómo el
caballero casi me había decapitado y casi había abierto a Phelan en
canal.
—¿Le preocupa algo, señorita Neven?
Me encontré con la mirada del duque.
—Sí. El caballero es un oponente formidable, inmune a la magia y
a las espadas. No sé cómo nos las arreglaremos Phelan y yo para
quitarle el yelmo sin sufrir nosotros ningún daño.
Lord Deryn juntó los dedos y se los llevó a los labios.
—Si la magia y las armas son inútiles contra la armadura del
caballero, debe signi car que a su armadura la forjó un mago deviah.
No se me había pasado eso por la cabeza. Pero ahora que lo había
hecho, empezaron a encajar otras piezas. Especulaciones
descabelladas. Me pregunté si el juego de cartas de los siete
espectros in uiría de alguna forma en la habilidad de la armadura
del caballero. Si ambos estaban ligados a las pesadillas y las habían
hecho magos deviah…, puede que estuvieran vinculados de alguna
forma.
—Hay un herrero no muy lejos de aquí —continuó lord Deryn—.
Es uno de los mejores de la provincia. Es un deviah que puede
encantar el acero. Le ordenaré que forje algo para que los ayude a
ambos.
—Si es una armadura, más que una ayuda será un estorbo, Su
Excelencia. Solo nos hará más lentos, y debemos ser rápidos.
—No es una armadura, señorita Neven —contestó el duque,
levantándose de la silla—. Mandaré una orden, pero lo más probable
es que el herrero quiera reunirse con ustedes para tomaros las
medidas.
—Está bien, Su Excelencia. ¿Y qué debería contarle a Phelan
sobre la procedencia de este regalo?
—Cuéntele que es de mi parte. —Se quedó callado y pensativo.
Pero permaneció mirándome—. Phelan habla a menudo de usted,
señorita Neven. —Y no supe por qué diría tal cosa hasta que el
duque me dejó sorprendida al añadir—: ¿Le gustaría ser duquesa?
—No.
—Una respuesta re eja, señorita Neven. Como si ya lo hubiera
pensado.
La verdad es que nunca lo había pensado, pero el duque me
estaba poniendo nerviosa. Lo que sí sabía era que lo último que
quería ser era un peón en el juego de un noble.
—Si alguna vez me convierto en duquesa —dije—, será por
elección propia y por mis propios méritos, no por casarme.
—Ah, entonces podría convertirse en la duquesa de Seren. Ese
trono está abierto a cualquiera que pueda ascender a la montaña y
romper la maldición de la luna nueva.
—Que he oído que no es tan sencillo como parece —dije—. Las
puertas de la montaña no se abrirán a menos que todos los espectros
estén juntos. Y quién sabe dónde se esconden los siete hoy en día, si
es que la leyenda es cierta.
—¿Y cómo sabe todo eso? —preguntó de forma brusca.
Me mordí el interior de la mejilla, castigándome con dolor por
haber hablado con tanta libertad.
—Solo es un rumor, Su Excelencia. Mi madre me contaba algunas
historias de la montaña cuando era niña.
El silencio calculador del duque continuó rugiendo.
Sentí el impulso de aclararlo.
—No soy ninguna lunática, si eso es lo que de verdad quiere
saber.
—Creo que todos somos unos lunáticos de una forma o de otra. Y
una guardiana como usted ya ha entrenado lo su ciente como para
derrotar a cualquier pesadilla que aceche en esa vieja fortaleza de la
montaña —contestó el duque, arqueando una ceja—. Pero, como ha
dicho usted, señorita Neven, los espectros no son más que un mito.
Las caras de un juego de cartas para asustar a los niños pequeños.
Bueno, su ciente tiempo le he robado por hoy.
Me levanté, pensativa y confundida por todo lo que me había
dicho, y comencé a seguirle hacia las puertas de la biblioteca hasta
que me acordé del impuesto de los sueños.
—Su Excelencia, el impuesto…
Hizo una pausa y me dedicó una sonrisa, una que le arrugó las
comisuras de los ojos. No me engañó con su comportamiento
amable. Vi el brillo de la codicia en su interior.
—Mi cobrador vendrá hoy más tarde, señorita Neven. El dinero
nunca pasa por mis manos, no hasta que se haya marcado y
contabilizado.
Hice una reverencia y esperé hasta que la señora Stirling
acompañara al duque a la salida, y la casa volvió a quedar en
silencio. Pero olí nuevamente un rastro del perfume del duque y abrí
una ventana para dejar que se escapara la potente fragancia. La
biblioteca pareció tranquilizarse, aliviada de que el duque se hubiera
marchado, y me acerqué a la caja fuerte que estaba escondida en la
pared.
Susurré un hechizo a las motas de polvo y vi cómo la puerta de la
caja fuerte aparecía en la pared con un brillo mercurial. La puerta
cedió al abrirse bajo mi mano, reconociéndome, y me quedé mirando
los montones de monedas que descansaban dentro de ella.
Una pequeña parte de ese dinero era mía, porque Phelan y yo
recibíamos un porcentaje y lo dividíamos entre nosotros. «Mi
primera paga de verdad», pensé antes de localizar los montones que
Phelan había apartado para el recaudador de impuestos.
Cuatro bolsas, cada una del tamaño de un melón cantalupo,
llenas de monedas. Las estudié una a una y sentí su peso en la palma
de la mano.
«Cuánto dinero», pensé, incrédula. «Hay demasiado dinero».
Dos días después de la visita del duque, recibí un aviso del herrero
para que fuera a su tienda. Era un lugar difícil de localizar, y pasé
por delante de él dos veces antes de encontrar la puerta de la tienda
al n, pues era poco llamativa y casi se confundía con la pared de
ladrillo.
Sonó la campana de la puerta cuando entré. La tienda se
componía de una pequeña habitación, que olía a cuero, hierro y
aceite de limpieza. En una pared había espadas expuestas de todo
tipo, así como hachas y dagas. Me llamaron la atención unas cuantas
armaduras. Me detuve ante un conjunto de acero que me recordaba
al que había llevado el caballero, pero era mucho menos siniestro. De
hecho, me parecía como si hubiese retrocedido en el tiempo. Todas
estas armas y armaduras… Ya la gente no suele tener estas cosas.
Eran productos del pasado. Y el aire estaba empolvado con
nostalgia, con el recuerdo de cosas que se desvanecen.
—¿Puedo ayudarla?
Me giré para ver a un hombre de mediana edad, con un cabello
castaño no, unos ojos a lados y unas gafas de alambre posadas en
su nariz de halcón. Llevaba un delantal de cuero y sus manos
estaban cubiertas de suciedad.
—Soy Anna Neven —me presenté.
—Ah, sí. Necesito tomarle las medidas. —Fue corriendo detrás
de su escritorio y encontró un rollo de cinta métrica.
Le había dicho al duque que una armadura nos haría mucho más
lentos a Phelan y a mí. Y quise protestar hasta que el herrero me
midió la altura y el brazo izquierdo, estudiándome el hombro y mi
posición de pie.
—¿No va a hacerme una armadura? —le pregunté.
—No. Un escudo.
Pensé que un escudo sería útil. Aunque recordé cómo la espada
del caballero había destrozado el estoque de Phelan como si
estuviera hecho de cristal. También podría romper un escudo, pero
me quedé con la duda.
—¿Cuánto tiempo lleva practicando deviah? —pregunté.
El herrero me miró con una ceja arqueada a modo de sospecha.
—Lo bastante, supongo.
—¿Ha sido guardián antes?
—No, pero conozco la avertana.
—¿Suele fabricar armaduras encantadas?
Hizo una expresión de exasperación.
—¿Suele entrar en las tiendas y hacer miles de preguntas?
Me sonrojé.
—Lo siento. Es que su trabajo me parece muy fascinante.
Eso le apaciguó la brusquedad. Un poco.
—Fabricar una armadura encantada es muy difícil, incluso para
los magos más experimentados. Se necesitarían años para conseguir
un único traje. Bueno, señorita Neven, enviaré los escudos a la casa
del señor Vesper cuando estén listos. —Se puso a escribir unas
cuantas notas, lo que supuse que era su forma de despedirme.
Comencé a salir de la tienda cuando algo me llamó la atención.
Un cinturón de cuero para armas que colgaba alto. Era idéntico al
que yo tenía, al que mi padre me había comprado cuando comencé a
luchar a su lado en las calles de Hereswith. Idéntico al que llevaba el
otro día Olivette.
Se me cortó la respiración.
El parecido era increíble, innegable. Seguro que mi padre lo había
comprado en esta tienda.
—¿Tiene alguna otra pregunta, señorita Neven? —preguntó el
herrero, notando que le estaba prestando mucha atención.
Me pregunté si ese herrero sería el padre de Olivette, pues
recordé que ella me había contado que su padre le había hecho el
cinturón de armas. Abrí la boca para preguntar más sobre el cinturón
y decirle que conocía a Olivette, pero algo hizo que me detuviera.
Una advertencia, como si hubiera sentido una corriente de aire.
—No. Que tenga un buen día, señor.
P
helan regresó después de una semana y media de ausencia,
trayendo consigo las primeras heladas del otoño a la ciudad.
Aquella tarde me reuní con él en la biblioteca, donde estaba de
pie ante las estanterías, hojeando frenéticamente un libro. Y, cuando
ese no le convencía, lo dejaba y buscaba otro, pasando los dedos por
las páginas.
—Has estado fuera más tiempo del que me dijiste —le saludé,
cerrando las puertas de la biblioteca detrás de mí.
Phelan se giró. Tenía el pelo revuelto y la ropa inusualmente
arrugada por el viaje.
—Sí, perdóname, Anna. Espero que todo haya ido bien aquí.
—Maravilloso —contesté, uniéndome a él ante las estanterías—.
El impuesto de los sueños ha sido entregado al recaudador. Y le he
dado el monedero de la cinta roja a tu contacto. Estaba muy
agradecida por la cantidad.
—Bien. ¿Tenía algún otro mensaje para mí?
—Que no ha visto a tu vieja rival Cordelia…
—Clementine —me corrigió Phelan.
—Sí, como se llame. No la ha visto en la tienda de arte.
Suspiró y dejó caer un libro de cualquier manera sobre el
escritorio.
—Justo la noticia que quería escuchar.
—¿Qué más has hecho para intentar localizarla?
—Me he puesto en contacto con algunas tiendas de arte y he
comprobado sus archivos en la Sociedad Luminosa —dijo—. No hay
mucho que averiguar, ya que sus padres son personas muy
reservadas y han pagado para que se guarden bien sus archivos.
Pero parece que su madre domina la metamara y la puesta en escena,
así que he empezado a consultar en los teatros de la zona.
Se me aceleró el pulso. Nunca había pensado en que pudiera
rastrear a mi madre hasta mí, porque llevaba su nombre artístico, y
lo había hecho durante casi una década, desde que se separó de mi
padre. A pesar de ello, tuve la tentación de irme y enviar un mensaje
urgente a mis padres, pero controlé la impulsividad y opté por tomar
otro camino.
Me quedé en la biblioteca, viéndole sacar un libro tras otro de sus
vastas estanterías.
—¿Qué estás buscando? Aparte de a Clementine, claro.
—Un libro en concreto —respondió—. No recuerdo el título, pero
contiene un ensayo que necesito sobre los troles.
—¿Troles? —repetí, pensando en Mazarine—. ¿Y eso por qué? ¿Te
has encontrado con alguno?
—A lo mejor. —Phelan sonó distante mientras reanudaba su
búsqueda.
Me quedé observándole un instante. Había momentos en los que
Phelan me miraba o en los que nuestra piel se rozaba y sentía que
algo eléctrico pasaba entre nosotros. Me dije que era solo por el
hecho de que dos enemigos estuvieran cerca, hasta que me di cuenta
de que, por desgracia, había llegado a echarle de menos durante el
tiempo que había estado fuera. Pero además de esos sentimientos
inquietantes, necesitaba distraerlo de Mazarine y de la caza de mis
padres y de mí.
—Esta casa está demasiado tranquila por la noche sin ti —
comenté.
Aquello le hizo volverse hacia mí. Me miró, y me pregunté qué
habría visto en mis ojos porque me sonrió.
Di un paso atrás, y fue como si estuviéramos unidos por una
cuerda invisible, porque de repente se olvidó del desorden de libros
que le rodeaba y dio un paso adelante.
—¿Te vas tan pronto, Anna?
—Bueno, estás ocupadísimo con los libros —contesté, agitando la
mano—. Podemos seguir hablando mañana.
—¿Seguir hablando de qué? —me preguntó—. ¿De que me has
echado de menos?
De repente no sabía si me estaba tomando el pelo o iba en serio.
—Nunca he dicho que te había echado de menos. He dicho que
esto estaba muy tranquilo.
Se acercó otro paso.
—Entonces déjame ser el primero en confesarlo. Te he echado de
menos.
—No lo dudo.
—Tenía que haberte llevado conmigo.
Intenté imaginarme ese escenario: ir a Hereswith con él.
Quedarme en mi antigua casa con él y con su hermano. Caminar por
las calles que conocía como las líneas de la palma de mi mano y
ngir que todo aquello no signi caba nada para mí.
—Sí. —Mi voz era ronca, llena de anhelos que él nunca podría
entender.
—Y estoy cansado de los troles, de los viajes polvorientos, de las
Clementines desaparecidas y de tener que lidiar con el sarcasmo de
mi hermano —dijo, y el espacio entre nosotros se cerró un poco más.
Tuve que inclinar la barbilla para mirarlo.
—¿Y qué puedo hacer al respecto?
—Distráeme.
No debería desa arme con algo así. Podía distraerlo de muchas
maneras, pero levanté la mano y agarré la cinta que le sujetaba el
pelo en la nuca. Poco a poco, tiré de ella y escuché cómo se le
aceleraba la respiración mientras su cabello oscuro se desparramaba
alrededor de sus hombros. No apartó la vista de mí ni una sola vez
mientras mis manos desabrochaban con habilidad los dos primeros
botones de su chaleco. Recorrí con las yemas de los dedos la cicatriz
apenas visible que mi estoque le había dejado en el pómulo.
Di un paso atrás para mirarlo.
—Sí, desmelenado te ves mejor.
Estaba segura de que el comentario le ofendería. Pero se echó a
reír, y el sonido fue dorado, incandescente. Ansié escucharlo de
nuevo tan pronto como se desvaneció.
—Ven, la distracción aún no ha acabado —le dije, invitándole a
seguirme desde la biblioteca—. Pon una tetera a hervir y luego
reúnete conmigo en el salón.
—¿Para qué?
—Saberlo estropearía la diversión, ¿no?
Solo arqueó una ceja, pero una sonrisa se le dibujó en la boca. Y
odié cómo, de pronto, quería saborearla.
Phelan tomó el pasillo hacia la cocina; yo entré en el salón y
encontré las cartas. Avivé el fuego de la chimenea, encendí unas
velas con magia y, luego, me senté en una silla de respaldo alto y
esperé a que llegara con el té. También debió de utilizar la magia
para prepararlo, porque llegó antes de lo que yo esperaba. Y la
alegría que había estado en sus ojos hace unos momentos se
desvaneció cuando vio los siete espectros colocados sobre la mesa.
—De verdad, Anna… Estoy harto de este juego —dijo, soltando
la bandeja—. Deacon solo quiere jugar a esto, noche tras noche, y…
—Lo sé —respondí—. Pero tengo algo importante que decirte, y
creo que tener las cartas en la mano será de ayuda.
Suspiró y sirvió una taza de té para cada uno, acomodándose en
la silla frente a la mía. Tenía la extraña sensación de que haría casi
cualquier cosa que le pidiera, y eso hizo que me temblaran las
manos. Me observó mientras repartía, y el silencio era denso
mientras estudiábamos nuestras cartas.
Quería reunir el mayor número posible de espectros y me alegré
cuando me tocó la heredera, una joven de largos cabellos oscuros y
tristes ojos azules, con un vestido blanco que acentuaba su hermosa
gura. Un cinturón dorado se ceñía a su cintura, donde se
enfundaba una pequeña daga en una vaina enjoyada. Cuando
incliné la carta a la luz, las lágrimas de sangre corrieron por las
mejillas de la heredera, estropeando el brillo mar l de su vestido.
Era una visión inquietante, que me hizo olvidar dónde estaba hasta
que Phelan me dio en el pie por debajo de la mesa.
—Es tu turno, Anna.
—¿Intercambiarás conmigo? —pregunté.
Para mi sorpresa, lo hizo. Le di el ocho de bastos, y él me dio otro
espectro. El guardia. Iba cubierto con una armadura, el rostro estaba
oculto con un yelmo. Pero, cuando incliné la carta, las llamas
empezaron a lamerle el cuerpo, fundiendo el acero en mercurio, y
pude verle la cara, que gritaba de dolor…
—Eres malísima jugando a esto —me dijo Phelan.
Lo ignoré y le pregunté:
—¿Sabes quién ha ilustrado estas cartas? —Intuía que su madre
las había pintado. La había visto comprando material en la tienda de
arte, un lugar que ahora deseaba no haber pisado nunca. Ella no
proyectaba ninguna sombra. Y estaba ese extraño retrato de los
hermanos gemelos, escondido en el escritorio de Phelan.
—Sí.
—¿Quién?
Se removió en la silla. Percibí su incomodidad, y su voz era
cautelosa cuando dijo:
—¿De qué va esto, Anna?
Puse las cartas boca arriba para que Phelan pudiera verlas. Los
dos espectros captaron la luz del fuego, brillando como si respiraran,
como si vivieran, atrapados en el papel.
—Creo que el encantamiento que rodea a estas cartas le da al
caballero un camino hacia los sueños que no son suyos —comencé a
contarle.
Phelan frunció el ceño, considerándolo.
—Continúa.
No podía decirle que mi conclusión no solo provenía del duque,
sino también de Elle Fielding en Hereswith, que había perdido una
ronda a los siete espectros y había sufrido una pesadilla por ello. Un
sueño oscuro por donde el caballero se había paseado. Las cartas y la
armadura, ambas hechas por diferentes magos deviah, estaban de
alguna manera unidas por las pesadillas. Solo que aún no sabía
cómo, y esperaba que Phelan me diera una idea.
—Sabemos que quien pierda este juego tendrá una pesadilla
como castigo —continué, trazando la punta del dedo sobre el
guardia en llamas y la heredera llorando. Ambos habían traicionado
a su duque hacía un siglo—. Creo que las pesadillas provocadas por
este juego están proporcionando puertas, o portales, para que el
caballero, que lleva una armadura encantada, entre de forma física
en ellas.
Phelan, frunciendo el ceño mientras lo consideraba, dejó sus
cartas al lado de las mías, y vi que tenía a la espía. Mazarine. Sus
cuernos refulgieron y luego se desvanecieron, y me tragué las
preguntas que quería formular, preguntas que delatarían todo lo que
se suponía que no debía saber.
—Mi madre pintó estas cartas —me confesó al nal.
—He notado que era maga cuando la he conocido en tu
habitación —dije con cuidado—. No me he dado cuenta de que
también era una artista.
Su mirada parpadeó hacia la mía.
—No mucha gente conoce su habilidad. Apenas me habla de su
magia deviah.
—¿Le has preguntado alguna vez por qué pinta estas cartas?
—No.
—¿Y ella sabe que el caballero te ha herido ya dos veces?
—Sí, claro que lo sabe. —Se estaba alterando con mis preguntas.
Recogí las cartas de la mesa y las barajé. Phelan me observó con
los ojos entrecerrados mientras repartía una nueva mano.
—Tu madre está haciendo estas cartas encantadas, sin saber que
también está dando a alguien la oportunidad de causar estragos en
luna nueva —dije—. Tú y yo tenemos que descubrir quién es el
caballero y qué quiere. Tal vez solo busque un desafío, pero tal vez
tenga una cuenta pendiente con tu madre. De ahí que te hayan
atacado dos veces, Phelan. —Y de que el caballero apareciera en
Hereswith, el día anterior a la llegada de los hermanos. Como si el
caballero hubiera sabido que irían.
Phelan parecía pálido a la luz del fuego.
—¿Crees que el caballero vendrá en la luna nueva de noviembre
si uno de nosotros pierde a las cartas y sueña esta noche?
—Sí —contesté. No le dije que creía que el objetivo del caballero
era él en especí co y que era vital que descubriéramos quién era esa
persona vengativa antes de que lo matara.
—Entonces, el que pierda debe renunciar también al remedio
para soñar esta noche, Anna.
—Así es —respondí de nuevo, más suave. Me mordí el labio. No
podía permitirme ser la que perdiera y soñara. Necesitaba que fuera
él.
Se me quedó mirando durante un largo e incómodo momento.
No aparté los ojos de él, aguanté su mirada mientras él aguantaba la
mía. Incluso aunque parecía robarme el aliento.
—Muy bien. —Tomó sus cartas, al igual que yo. Y mis esperanzas
se desvanecieron cuando vi que tenía tres espectros diferentes. El
consejero, el perdido y la dama de compañía. Si quería ganar,
necesitaba que Phelan intercambiara cartas conmigo tres veces.
Se negó en redondo.
Perdí con los tres espectros en mis manos, y, cuando los entregué,
boca arriba sobre la mesa, Phelan se quedó callado.
—Otra ronda —murmuró, y se puso a barajar y a repartir.
No quería admitir lo que estaba haciendo o por qué. Pero perdió
a propósito la segunda ronda.
Derrotado, Phelan se levantó con un gemido de cansancio y se
tomó lo que quedaba de su té tibio.
—Toma un remedio esta noche, Anna. Seré yo quien sueñe.
Seguro que el caballero estará encantado de utilizar mi pesadilla
como puerta de entrada en esta próxima luna nueva.
Para mi sorpresa, me puse de pie y dije:
—No. Hagámoslo los dos.
Tal vez fuera por lo avanzado de la hora, que era mucho después
de la medianoche, cuando la realidad empieza a confundirse con la
imprudencia. O tal vez porque ambos estábamos agotados. O porque
me gustaba más de lo que querría, y la idea de que él sufriera
durante la noche para que yo no tuviera que hacerlo me irritaba. O
tal vez fuera simplemente porque nunca me había permitido soñar
por la noche, y anhelaba experimentarlo.
—De acuerdo. —Aceptó.
Juntos, apagamos el fuego y las velas, y subimos las escaleras a la
segunda planta. Hubo una incómoda pausa ante su puerta; Phelan
se detuvo un momento, sosteniendo un candelabro. La solitaria
llama esculpía sombras en su rostro, unos destellos de luz le
brillaban en los ojos. Sabía que quería decirme algo más, y por eso
también me detuve en el umbral.
—Dejaré la puerta abierta esta noche —soltó al nal, lanzándome
una mirada—. Si me necesitas, llámame y acudiré.
Asentí y me metí en mi habitación, cerrando la puerta detrás de
mí. Pero me quedé allí durante lo que me parecieron años,
agarrotada por la aprensión. Y decidí abrir la puerta y dejarla así, tal
y como Phelan había hecho con la suya, y me preparé para irme a la
cama.
Me recosté en la oscuridad, subiéndome la colcha hasta la
barbilla. Si soñaba con mi antigua vida, la de una chica con el pelo
castaño y los dedos manchados de carboncillo que caminaba por las
calles de Hereswith, rompería todas las leyes de los guardianes y
crearía una pesadilla que habría que registrar en el libro de Phelan. Y
si la pesadilla surgía en luna nueva…, entonces quedaría expuesta y
huiría, tal y como me había preparado mi padre.
Me quedé dormida antes de sentirme totalmente lista para ello.
Cuando me desperté horas más tarde, las sábanas estaban
arrugadas a mi alrededor, la noche era oscura y fría. Era la hora antes
del amanecer. No había sido una pesadilla lo que me había
despertado. Había sido el vacío. El silencio aullante. Una terrible
sensación de malestar se apoderó de mí.
No había soñado nada.
Me senté en la cama con un grito ahogado.
Estaba helada hasta los huesos; temblaba, llena de dolores que
nunca había sentido. Era como si hubiera dormido en un montón de
nieve en pleno invierno, y me costó levantarme. Tenía los dedos de
las manos y de los pies como si fuesen de hielo.
Había dormido sin soñar, aunque no debería haberlo hecho. Mi
mente estaba vacía, pero me dije que no había nada de qué
preocuparse. Nada de qué preocuparse mientras salía de mi
habitación y cruzaba el pasillo, donde la puerta de Phelan estaba
abierta con una invitación.
Di dos pasos hacia dentro y me detuve, como si de verdad
estuviera perdiendo la cabeza. No debería estar aquí. No debería
buscar su consuelo.
—¿Anna?
Estaba despierto, como si me hubiera estado esperando. Escuché
cómo se movía en la cama, sentándose.
—Anna, ¿estás bien?
—Sí —respondí, y la mentira se asentó en mi boca como un
cristal. Algo que me destrozaría en cuanto me la tragara. Y dije—:
No. No lo estoy.
—¿Quieres acompañarme? Hay espacio para los dos.
Ya sabía que había espacio en su cama. Ya había dormido una vez
a su lado, y había sido una de las mejores noches de sueño que había
experimentado desde que dejé Hereswith.
No podía ver en la oscuridad, pero me rendí y me dirigí hacia su
cama. Escuché cómo movía las mantas, cómo mullía una almohada,
cómo me hacía un hueco.
Me dejé llevar por el calor de su cama. Las sábanas eran suaves
como la seda, impregnadas de pino, hierba de la pradera, lluvia y
especias. El olor de su piel y su jabón. Y el hielo que había sentido al
despertarme sin sueños comenzó a derretirse. La cama era lo
bastante generosa como para que ambos pudiéramos tumbarnos uno
al lado del otro sin posibilidad de tocarnos, y me relajé,
hundiéndome en el colchón de plumas. Pero podía sentirlo, lo escasa
que era la distancia entre nuestros cuerpos. Si extendía la mano hacia
la ligera oscuridad, las yemas de mis dedos rozarían su hombro. Su
pelo. La línea de su mandíbula.
Me sentí segura tumbada a su lado. Y mientras el hormigueo
abandonaba mis miembros, me pregunté por qué no soñaba. Una
voz resonó en mi memoria, como si me diera la respuesta. «Dime,
Clementine, ¿has leído alguna de mis pesadillas registradas en el
libro de tu padre?».
Eran las palabras de Mazarine, que me perseguían incluso
semanas después de haberlas pronunciado. Y entonces fue como si
me estuviera hablando a mí, porque la oí susurrar: «¿Has leído
alguna de tus propias pesadillas en el libro de tu padre?».
—¿Anna?
—¿Mmm?
Agradecí que hablara, sacándome de mis ensoñaciones. Le
escuché respirar, me preguntaba si estaba a punto de contarme la
pesadilla que había soñado. Si tendría que escribirla para él. Y,
cuando el silencio se hizo más profundo como un cañón entre
nosotros, pensé que se había quedado dormido hasta que volvió a
hablar, y su confesión resonó en mí…
—No he soñado nada.
26
–D
eben haber sido las cartas —dije más tarde esa misma
mañana, viendo cómo Phelan se paseaba por la biblioteca
—. Quizás el encantamiento se haya gastado por haber
pasado por tantas manos.
—No —contestó—. Esas cartas nunca perderán su
encantamiento. No mientras la maldición siga viviendo en la
montaña.
—¿Crees que la maldición llegará alguna vez a su n?
—No lo sé, Anna.
Me quedé en silencio. No le había dicho que yo tampoco había
soñado nunca. Hasta donde él sabía, yo había sufrido una pesadilla
mientras que él no había experimentado nada. Y para ser sincera,
una parte de mí quería contarle la verdad. Confesárselo y ver cómo
se le aliviaba el surco de la frente. Pero temía que eso me dejara
demasiado vulnerable.
—¿Cómo crea tu madre las cartas? —le pregunté, aunque lo que
en realidad quería saber era cómo encantaba sus ilustraciones con
pesadillas.
Phelan dejó de pasearse. Se quedó de espaldas a mí, con la
mirada ja en la ventana cubierta de escarcha. Nadie hubiera
pensado que había pasado una mala noche, porque estaba
impecablemente vestido y su pelo negro como un cuervo estaba
sujeto con su habitual cinta. Pero tenía los ojos enrojecidos y
distantes. Incluso cuando me miró, sentí que estaba lejos de allí.
—No estoy seguro. Conozco muy poco de la magia deviah. —
Suspiró. El sonido podría haber salido de mis labios, como si nuestra
preocupación fuese la misma—. Tengo que atender algunas
cuestiones. Puedes tomarte el resto del día libre, Anna.
Se marchó a toda prisa, agarrando su sombrero de copa y su
abrigo del perchero al salir.
Durante un instante, no supe qué hacer al quedarme sola y con
ese día libre inesperado. Y entonces sentí el aroma de la cocina de la
señora Stirling en el pasillo, a mantequilla salteada, corteza dorada y
mermelada de fresa, y supe justo a dónde quería ir.
L
os escudos llegaron.
La verdad es que me había olvidado por completo de ellos, y
Phelan y yo nos quedamos de pie, uno al lado del otro, en la
biblioteca, mirando los dos escudos colocados sobre el escritorio. El
más grande era para él, hecho de madera oscura y brillante y de
tachuelas de plata. Su compañero era más pequeño, de madera roja
con detalles dorados. El que el herrero había hecho para mí.
Eran preciosos, y, cuando tracé el borde del mío, sentí un
escalofrío en la mano. Saboreé la niebla, el óxido y la sal en mi boca.
El encantamiento que se había forjado en lo más profundo de la
esencia de la madera y el acero.
—¿Y esto por qué ha llegado? —preguntó Phelan escuetamente.
Llevaba de mal humor desde el día anterior, y solo podía suponer
que se debía a su sueño sin sueños—. Yo no los he encargado.
Lo miré con cautela.
—El duque los ha encargado para nosotros.
—Por favor, dime que no lo has hecho, Anna.
—¿Que no he hecho el qué, Phelan?
—Hablarle al duque del caballero.
Me quedé en silencio. Phelan gimió y se llevó las manos a la cara.
—Sabe demasiado y prácticamente me tiene en sus manos. No
quiero estar más en deuda con él de lo que ya estoy.
Recordé lo que el duque había dicho sobre Phelan. «Su
inversión». Me atreví a preguntarme si Phelan era su hijo, pero
nunca diría esa suposición en voz alta. Al menos, todavía no.
—¿No te cae bien el duque? —le pregunté.
—No voy a decir que me caiga mal —respondió Phelan—, pero
está en todas partes. Observándome, aconsejándome. Dándome
órdenes. —Hizo una pausa, y una luz de comprensión parpadeó en
su interior—. Vino aquí mientras yo estaba fuera, ¿no es así? ¿Te
obligó a decirle la verdad sobre el caballero, Anna?
—No, pero estaba preocupado por tu bienestar.
Phelan volvió a gemir y se acercó a la ventana para mirar más
allá del cristal.
—De acuerdo entonces. Supongo que no tenemos otra opción.
Aceptaremos los escudos.
—Los escudos son para protegernos mientras uno de nosotros le
quita el yelmo al caballero —dije, y Phelan se volvió para mirarme
—. Tenemos que descubrir quién es.
—Quitarle el yelmo será imposible.
Suspiré ante su pesimismo y levanté mi escudo. Pesaba, pero no
hasta el punto de que no pudiera blandirlo. Me lo puse en el brazo y
me encontré con la mirada de Phelan.
—Creo que tú y yo podemos hacerlo.
—Puede que ni siquiera aparezca en esta próxima luna nueva.
—¿Por qué? Hemos estado jugando a los siete espectros todas las
noches. Hemos desplegado una alfombra de bienvenida en nuestros
sueños, invitándolo a las calles en luna nueva.
—Pero aún no he soñado nada.
Lo miré.
—¿Has podido hablar con tu madre al respecto?
Phelan no llegó a responder, ya que nos interrumpió la señora
Stirling, que trajo una tetera de té de olmo americano y un montón
de cartas que acababan de llegar en el correo.
Phelan y yo nos sentamos en el escritorio, bebimos té y revisamos
la correspondencia. La mayoría eran peticiones de registros de
pesadillas, así que hice una lista de nombres que debíamos visitar.
—Esta es para ti —dijo Phelan, entregándome un sobre grueso.
Lo acepté con reservas. ¿Quién me escribiría? Y entonces vi el
sello de cera dorada y lo abrí poco a poco, sacando una exquisita
invitación.
Lady Raven Vesper me invitaba a una cena, tras la próxima luna
nueva. El diecisiete de noviembre.
Me quedé mirando la fecha hasta que nadó en el papel. Las
palabras de Imonie volvieron a mí: «Era una noche de esta, en la
que la gente de las montañas encendía hogueras, comía su comida
favorita y bailaba bajo las estrellas». ¿Lo sabía la condesa? ¿Era todo
esto una simple coincidencia de fechas? No creí que lo fuera, y debí
quedarme mirando la invitación demasiado tiempo, porque Phelan
me preguntó:
—¿Te gustaría asistir conmigo, Anna? ¿Como mi acompañante?
Se me aceleró el corazón ante su ofrecimiento. Odié que lo
hiciera, odié que quisiera ir con él. Hice una mueca, tragándome el
dolor y el deseo, y dejé caer la invitación sobre la mesa.
—Estoy bastante segura de que tu madre me detesta —respondí.
—Claro que no.
—No tengo nada que ponerme.
—Me temo que esa no es una excusa, Anna. Yo me encargaré de
eso.
—Pues claro que lo harás.
—Entonces, ¿eso es un «sí»?
«Sí».
—No.
Phelan se inclinó sobre el escritorio y dijo:
—Sé que no te gustan este tipo de cosas. Como a mí, pero mi
madre me ha dado una orden, así que no puedo escaparme. Y le dije
que no asistiría sin ti.
Eso me llamó la atención.
—¿Te ordena asistir a las cenas?
—No muy a menudo. Pero esta vez, sí. —Y sonrió, como si eso le
ayudara a hacerme cambiar de opinión.
No era el encanto de su sonrisa, sino la tentadora idea de volver a
ver a la condesa, en su mansión. Tendría acceso a su residencia
privada, la de una maga deviah con multitud de secretos, y sabía que
esta oportunidad no se repetiría. Era la ocasión perfecta para recabar
más información para el testimonio que pensaba escribir para
desenmascarar a los Vesper.
—Muy bien —acepté—. Seré tu acompañante, pero solo si soy yo
la que le quita el yelmo al caballero en luna nueva.
Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido. Esperé a que
protestara, pero en lugar de eso extendió la mano sobre el escritorio
y dijo:
—Acepto tus condiciones.
Solo dudé un instante antes de alargar la mano y dejar que se
deslizara entre las suyas.
Y cerramos el trato.
La luna creció.
Phelan y yo recogimos pesadillas. Caminamos por las calles al
atardecer con nuestros escudos en el brazo, acostumbrándonos a su
peso. Planeamos la estrategia, planeamos un baile con el caballero,
planeamos lo inesperado y lo esperado.
La luna menguó.
Ya no tomaba remedios por la noche. Nunca llegué a soñar, y me
negué a pensar en lo que eso podría signi car. Lo achacaba al estado
de las cartas; me decía que la magia del juego era débil y estaba
desgastada. Nunca le pregunté a Phelan por sus noches, pero sabía
que él tampoco soñaba. Sabía que las largas noches sin sueños lo
agotaban de preocupación, porque yo también lo sentía. Cómo le
hacía a uno desear el calor, sentir algo más que el vacío entumecedor.
A veces, me encontraba preocupada por él y por lo distante que
estaba. Algo había cambiado en su interior, parecía vigilante e
inquieto. Otras, deseaba haber sido sincera con él sobre mi propio
sueño. Porque a pesar de lo cerca que me sentía de él ahora, mi falta
de vulnerabilidad había levantado un muro entre nosotros.
Dos noches antes de la luna nueva de noviembre, llegó tarde a
casa luego de visitar a su madre. Yo ya estaba en la cama, pero oí el
portazo de la entrada principal, seguido de un golpe que hizo
temblar las paredes.
Me dio un vuelco el corazón mientras tomaba una bata y bajaba
corriendo las escaleras.
Encontré a Phelan en pleno proceso de destrucción de la
biblioteca. Me quedé de pie, atónita, mientras él arrancaba con saña
los libros de las estanterías. Arrojó un volumen tras otro al suelo,
hasta que este quedó casi cubierto de páginas expuestas y cubiertas
arañadas. A continuación, se dirigió a su escritorio, sin reparar en
mí. Hubo un torbellino de papeles y plumas que revolotearon y
cristales que se rompieron, la tinta se derramó como sangre oscura.
—Phelan —lo llamé, pero mi voz no era más que un susurro
áspero.
Se dirigió a la ventana, donde estaban dispuestas sus plantas en
macetas. Tomó cada una en sus manos y las lanzó contra la pared.
Las enredaderas y las ores se desprendieron de la tierra. Me atreví a
acercarme a él.
—¡Phelan!
Se quedó inmóvil, al oírme por n. Cuando se volvió, vi que tenía
los ojos enrojecidos y las mejillas ruborizadas por la ira o por el
llanto, no lo sabía. Pero nunca le había visto así.
Soltó un fuerte suspiro cuando se encontró con mi mirada.
Quería preguntarle qué había pasado. Pero no pude encontrar las
palabras. Se me atascaron en la garganta cuando pasé por encima de
todo el desastre.
—Anna —dijo. Su voz era ronca; ya no sonaba furioso, solo triste
—. Anna…, deberías irte.
Me detuve.
—¿Irme?
Soltó la maceta que había estado a punto de tirar.
—Sí. Aléjate de mí, de mi familia.
Cerré los dedos en un puño mientras me preguntaba si había
descubierto mi verdadera identidad. No había mencionado a
Clementine Madigan desde el día en que le transmití el mensaje de
Blythe, pero intuía que seguía buscándome.
—¿Me dices que me vaya dos días antes de la luna nueva? —
pregunté, llena de incredulidad—. ¿Por qué?
Phelan se dio la vuelta, examinando el daño que había causado.
—No puedo decirte por qué. Pero quiero darte la oportunidad de
que te vayas mientras puedas.
Me quedé mirándolo, atónita, mientras él empezaba a recoger
libros y a colocarlos de nuevo en las estanterías.
El libro de las pesadillas estaba desparramado en medio del
suelo; lo recuperé, alisando las páginas que se habían doblado.
Phelan se detuvo, observando cómo acercaba el tomo a su escritorio
y lo dejaba.
—¿Recuerdas la noche que me dijiste que no eras amable? —le
pregunté—. Bueno, en caso de que no te hayas dado cuenta, yo
tampoco lo soy.
—Anna —empezó, desesperado—, deberías…
—¡No, escúchame! He invertido demasiado tiempo, sudor y
sangre en ti y en tus calles como para que me despidas por un
asunto familiar que te niegas a divulgar. No me voy a ir ninguna
parte, Phelan Vesper.
Le dejé recoger la biblioteca por su cuenta, pero me senté en la
cama a la luz de las velas, demasiado ansiosa y enfadada con él
como para dormir. Tomé mi cuaderno, volví a leer mi testimonio y
nalmente pasé la página para escribir lo que Phelan me había
dicho: «Aléjate de mí, de mi familia». Me quedé mirando esas
palabras y me pregunté qué las habría inspirado. Necesitaba saberlo,
su madre debía de haber hecho algo horrible, y cerré el cuaderno.
Mi puerta estaba abierta, como había estado todas las noches, y
aun así me sorprendió verlo aparecer, de pie en el umbral, mucho
después de la medianoche. Nunca se había acercado a mí en la
oscuridad como yo lo hacía a veces con él, para estar lo bastante
cerca como para sentir su calor, pero lo bastante lejos como para que
nunca nos tocáramos.
Nos miramos jamente durante un largo y frágil instante. Un
instante en el que me pregunté si estaba a punto de pedirme si podía
dormir en mi cama, y sentí cómo un terrible calor me recorría.
—Tienes razón —dijo—. Lo siento.
—¿Por qué? —No iba a dejar pasar la oportunidad de hacerle
rebajarse un poco.
—Porque has tenido que ver mi arrebato ahí abajo. Porque te he
dicho que te fueras. —Hizo una pausa, pero sus ojos brillaron como
piedras preciosas a la luz del fuego—. Te necesito. Y si te hubieras
marchado como yo quería al principio, no habría tardado en ir a por
ti.
Me estremecí, pero me negué a pensar en lo que sus palabras me
hicieron sentir, como si yo fuera azúcar derritiéndome en el té.
Necesitaba saber qué había hecho su madre para molestarlo.
—Puedes contarme lo que sea, Phelan.
Se quedó callado. Su mirada bajó durante un breve instante hasta
mi garganta y el escote abierto de mi camisola.
—Lo sé. Buenas noches, Anna.
Se marchó y se dirigió a su dormitorio, al otro lado del pasillo.
Pensé que probablemente era lo mejor y me metí en la seguridad de
mis sábanas frías.
28
A
l n llegó la luna nueva de noviembre. Phelan y yo
caminamos por las frías y oscuras calles con nuestros escudos
en los brazos, esperando a que apareciera el sueño.
Los árboles sucumbían a la desnudez, las ramas crujían con el
viento y las hojas se acumulaban en los adoquines, húmedas,
doradas y fragrantes bajo mis botas. Podía ver mi aliento, una nube
de humo constante, y sentí que el frío del aire me mordía las mejillas.
Comenzó a lloviznar.
Los faroles proyectaban círculos neblinosos de luz y yo temblaba
mientras se me acumulaba humedad en el pelo y la ropa. Se me
instaló una sensación de oscuridad en los huesos. Tenía el escudo
bien ajustado en el brazo, pero su peso desigual me hacía agitar los
hombros.
Phelan no dijo nada mientras permaneció a mi lado, pero
consultaba con frecuencia su reloj de bolsillo. No habíamos vuelto a
hablar desde el día del desastre de la biblioteca ni del motivo que le
había llevado a hacerlo. De hecho, me había mantenido a una
distancia prudente, y odiaba admitir que su reserva me molestaba.
Apenas podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero, cuando
me miró, sus ojos estaban brillantes, casi febriles.
—Este clima nos pone en desventaja —dijo.
—Mientras permanezcamos juntos, estaremos bien —respondí.
Pero no podía negar que tenía razón sobre la desventaja: las calles
estaban resbaladizas por la llovizna y las hojas amontonadas.
Seguimos esperando mientras la lluvia comenzaba a caer de forma
constante, empapándonos la ropa.
—Si algo va mal —comenzó a decir Phelan—, quiero que te vayas
a casa y cierres la puerta.
—No voy a marcharme dejándote aquí.
No llegó a responder, porque la pesadilla se manifestó en las
calles con una repentina y feroz ráfaga. Nos hizo volar a los dos por
los aires. Nos desparramamos sobre los adoquines húmedos, sin
aliento, con los ojos muy atentos y torpes con nuestros escudos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté, poniéndome de pie y,
escudriñando la oscuridad.
Los dos oímos un ruido detrás de nosotros. El sonido de algo
trepando por una celosía, haciendo sonar las contraventanas de una
casa cercana.
Me giré. A primera vista, parecía un hombre, pero luego vi que
era una especie de demonio, con la piel pálida y escamosa, alas
musculosas y largas garras en lugar de uñas. Sus ojos eran
centelleantes y siseaba cuando la contraventana se mantuvo cerrada
contra él. Voló hasta la siguiente ventana, buscando cómo abrirla. Me
alarmé al ver a un producto de la imaginación de una pesadilla tan
empeñado en entrar en una casa.
—¿Esta pesadilla es la de un niño? —le pregunté a Phelan,
porque no la reconocí.
—Sí. El demonio viene y se lleva al niño por la ventana —
contestó.
Tendríamos que trepar tras él por las celosías, lo que sería difícil
con nuestros escudos. Phelan se despojó del suyo en la calle y yo le
seguí. Juntos, nos acercamos a la casa.
—¿Sucede algo más? —pregunté.
Caminó por medio de un arbusto para llegar a la parte inferior de
la celosía, agarrándose al entramado. Me miró y dijo:
—No. Solo el demonio y el secuestro.
Al nal, el demonio se jó en nosotros.
Siseó desde su posición en el alféizar de una ventana de la
segunda planta antes de volar hacia la siguiente casa.
—Tendremos que ser más discretos. —Phelan se dirigió al camino
que llevaba al patio trasero.
Pero el demonio nos estaba mirando ahora, observándonos con
una mirada burlona.
—Espera, Phelan —dije—. Tenemos que tenderle una trampa o,
de lo contrario, estaremos persiguiéndole de casa en casa hasta el
amanecer.
Phelan se detuvo.
—¿Qué clase de trampa?
Yo ya estaba dando un paso atrás, volviendo a la calle, con los
ojos puestos en su casa.
—¿Anna? —Corrió detrás de mí.
—Voy a sentarme en mi habitación con la ventana abierta y las
contraventanas sin cerrar —dije, sin aliento—. Tienes que quedarte
en el patio trasero, preparado por si el demonio consigue atraparme
por la ventana.
Esperé a que protestara. Para mi sorpresa, no lo hizo. Me metí
por la puerta principal y cerré tras de mí. Phelan, por su parte, se fue
al jardín trasero, donde podría ver la ventana de mi habitación.
Corrí a encender una vela en mi habitación. Abrí la ventana,
quité los pestillos, acerqué una silla al centro y me senté.
La lluvia seguía cayendo con una melodía silenciosa. Me quedé
helada hasta los huesos, esperando oír los golpes de las garras del
demonio en las contraventanas.
No tardó mucho.
El demonio irrumpió en mi habitación con un torrente de lluvia.
Esperaba encontrarme en la cama, así que aproveché ese momento
de sorpresa para lanzarle mi red mágica. Chilló y se lanzó contra la
pared, intentando cortar las ataduras que le había tendido.
Aguantaron y, por un instante, vi que el demonio se había cansado.
Busqué la llave dorada, creyendo que debía estar en alguna parte del
cuerpo del demonio. En algún lugar donde apuñalarle.
No había ninguna debilidad dorada.
Pero, por el rabillo del ojo, vi un brillo seductor.
Me volví hacia mi ventana abierta, que tenía el marco resbaladizo
por la lluvia. Había un matiz dorado en los bordes y, de repente, lo
supe, aunque me pareció muy imprudente.
No me permití otro momento de duda. Llamé a mi red mágica
para que se acercara y sentí el retroceso correspondiente como si
fuese un látigo golpeándome la mano. No obstante, apreté los
dientes a pesar de la sacudida de dolor y salté hacia el demonio
mientras este intentaba huir por la ventana.
Siseó mientras nos deslizamos en la noche, como si de repente yo
fuera un gran estorbo para él, y me imaginé que era una niña
soñando esta pesadilla. Me imaginé que todo el trasfondo de este
sueño era que la niña estaba aterrorizada por dejar que el demonio la
sacase por la ventana. Y, sin embargo, esa era la llave para acabar con
él, para despertar.
El demonio se disolvió en humo debajo de mí.
Estaba volando, cayéndome, desplomándome. Apunté al tejado
más cercano y reduje la caída con un hechizo de ralentización, pero
aun así fue un aterrizaje muy brusco. Me golpeé contra las tejas,
desprendiendo algunas de ellas mientras resbalaba, luchando por
agarrarme. Maldije la lluvia y mi temeridad, pensando en todas las
lecciones en las que mi padre me había enseñado a ser más
precavida.
Pero esas lecciones parecían pertenecer a otra vida, a otra chica.
Me colgué del canalón y me abrí paso hasta la esquina de la casa,
donde podía descender hasta una celosía. A mitad del descenso, con
el entramado gimiendo como si deseara romperse, oí a Phelan en el
suelo, debajo de mí.
—¿Estás bien, Anna?
Hice una pausa para mirarlo. La lluvia le caía por el rostro como
si fueran lágrimas. Su cabello oscuro se extendía por su frente de una
forma muy adorable.
—Estoy bien. El demonio ha desaparecido.
Y el entramado respondió resquebrajándose al n bajo mi peso.
De repente, caí en la oscuridad de abajo, en los frenéticos brazos de
Phelan.
El impacto nos hizo aterrizar sobre un jardín de helechos. Mis
manos se hundieron en la tierra húmeda por encima de sus
hombros, mis piernas se montaron a horcajadas sobre su cintura y
sentí cada punto de contacto entre nosotros. Los latidos de su
respiración debajo de mí. Cómo su calor ahuyentaba el frío de la
noche.
Intenté escabullirme de él, rígida y torpe con mi ropa empapada.
Pero él me agarró de la cintura, sujetándome de las caderas, como si
quisiera que me quedara. O quizá tan solo quería que dejara de
moverme.
Levantó una de las manos para colocarme con cuidado un
mechón de pelo enredado detrás de la oreja. Así pudo contemplar mi
cara en la penumbra. Y, cuando su pulgar me recorrió los labios,
como si se hubiera imaginado besarlos, se me escapó un jadeo. Sentí
un poco de placer y dolor acechando en lo más profundo de mi
pecho. Me estremecí como si una aguja me estuviera pinchando el
corazón.
—¿Anna? —susurró, inseguro.
De repente, me aparté, dándome cuenta de que esto era una
estupidez. El permitirme estar tan cerca de él y que me gustara. Las
yemas de sus dedos me rozaron la mandíbula mientras me alejaba.
Me negué a reconocer la confusión y el caos de mis sentimientos
entonces, pero sabía que tendría que hacerlo más tarde, como si una
quemadura de sol apareciera en mi piel.
—Deberíamos irnos —dije, logrando escabullirme de él esta vez
—. Nos espera otra batalla.
Eso le hizo espabilar. Puede que el caballero viniese o puede que
no. Pero, de cualquier manera, estar acostada en un jardín
entrelazada con Phelan Vesper era una mala idea.
Volvimos a nuestro puesto original, con las calles vacías y las
luces brillando por la lluvia. Me jé el escudo al brazo,
preparándome para la segunda parte de la noche. Comenzaba a
disminuir mi adrenalina. Me sentía dolorida y cansada, con mis
ropajes empapados rozándome la piel.
Era casi imposible calcular qué hora era durante una noche de
luna nueva. No sé cuánto tiempo permanecimos allí Phelan y yo, con
nuestra respiración como nubes, la piel de gallina por el frío y los
escudos aguardando en los brazos.
Pero parecieron horas hasta que el silencio se rompió por un
sonido inesperado. Alguien estaba cantando a lo lejos, un coro
inentendible que resonaba en las casas.
Phelan y yo nos giramos para mirar a nuestra espalda. En un
anillo de luz distante, vi a un hombre tropezar. Pude ver que tenía
una botella de vino en la mano y que seguía cantando, desa ante,
necio y totalmente fuera de sí.
—Dioses —dijo Phelan, exasperado.
—Supongo que no forma parte de la pesadilla —comenté, pero
sentí un pellizco de preocupación. Siempre era peligroso deambular
por las calles en luna nueva, incluso después de que se desvaneciese
una pesadilla. Había oído historias horribles de cómo los magos
habían matado sin querer a mortales inocentes que se encontraban
en las calles porque los guardianes se creían que eran parte de la
pesadilla. Por supuesto, esto solía ocurrirles a los magos que no
estaban preparados, los que no estudiaban y memorizaban su libro
de las pesadillas.
—Es Allan Hugh —gimió Phelan—. Y no, él no es parte de la
pesadilla. Es muy real.
—Deberías hacer algo —susurré, pensando que sería un desastre
tener a Allan borracho paseando por las calles si el caballero aparecía
—. ¿Puedes llevarlo a casa?
Pero incluso aquello era un riesgo, porque hacía que la esposa de
Allan no tuviera más remedio que abrirle la puerta en esta noche tan
caprichosa.
Phelan suspiró.
—Sí, vive a una calle de aquí. Voy a llevarlo. ¿Tú me…?
—Yo te esperaré aquí —contesté.
Phelan debió haber notado mi determinación. No iba a seguirle a
él y a este individuo borracho. Asintió y comenzó a correr calle
arriba, chapoteando en los charcos y llamando la atención de Allan.
Los observé hasta que desaparecieron en la oscuridad. Volví a
empaparme en el silencio, cerré los ojos e incliné la cabeza hacia
atrás, con la cara hacia el cielo.
Y fue entonces cuando lo sentí. Un temblor en los adoquines
debajo de mí.
Un cambio en el viento a mi alrededor.
La lluvia amainó, como si la naturaleza se estuviera retirando y
escondiendo.
Abrí los ojos y vi al caballero aparecer.
No había cambiado. Caminaba con el mismo paso rme y
pesado. La armadura seguía manchada de sangre. El yelmo seguía
inspirando en mí una ráfaga de terror. Desenvainó su espada y la
punta sonó en las piedras a su lado, como una advertencia para que
huyera de él.
Caminé a su encuentro, con el escudo preparado en el brazo.
«Soy más rápida», me recordé. «Mantente fuera de su alcance y, si
tropiezas, acuérdate del escudo».
Dio su primer golpe contra mí. Salí bailando de la trayectoria de
la espada. Iba a agotarlo, y volví a burlarme de él, acercándome para
provocarlo, alejándome de su alcance. Él golpeaba y yo esquivaba.
Creía que podía seguir haciendo esto hasta el amanecer, y tenía toda
la intención de hacerlo hasta que el caballero ngió un movimiento y
yo lo malinterpreté. Se giró y me pilló desprevenida, pero me
salvaron mis re ejos.
Giré el escudo para bloquearlo. Su espada se clavó en la madera
y esperé que mi escudo se partiera en dos, pero se mantuvo rme,
iluminado de repente al ejecutar su encantamiento. Estaba bañada
por una luz dorada, y el caballero se inclinó hacia ella, hacia mí.
Tropecé hacia atrás y la espada se vino conmigo, incrustada en el
escudo. Me sorprendió verlo desarmado.
Él también parecía aturdido.
Y yo aproveché ese momento de sorpresa, como había hecho
antes con el demonio. Le di con el escudo y la empuñadura de la
espada en el pecho y el golpe lo sacudió hasta los pies. Cayó boca
arriba con un gruñido.
—¡Anna! —gritó Phelan desde la distancia, y supe que venía
corriendo hacia mí. Pero no le dediqué ni una mirada.
Dejé que el escudo se deslizara de mi brazo hormigueante y me
coloqué encima del caballero, con el pie en su pecho. Estaba
aturdido. Congelado sobre los adoquines. Me arrodillé y le quité el
yelmo.
La luz de la calle se derramó sobre su rostro. Un rostro que
conocía terriblemente bien.
Era mi padre.
29
N
o podía respirar ni moverme. Me cerní sobre el caballero y
miré su rostro, familiar y a la vez inquietantemente extraño
en la oscuridad de la luna nueva. Un rostro que me resultaba
muy querido. Y, sin embargo, no había reconocimiento en él
mientras me miraba. Sus ojos eran implacables y a lados como el
pedernal; su pelo castaño estaba desordenado por la lluvia. Su boca
estaba apretada en una línea dura, y la venganza ardía en su interior
como las estrellas.
Lo reconocí y, no obstante, una parte de mí se negaba a aceptarlo.
Mi padre parecía más joven con las sombras jugando sobre sus
rasgos. Asustada, me di cuenta de que ya lo había visto así antes. La
noche en que los hermanos Vesper habían llegado a Hereswith y él
había estado enfermo. Me había pedido que lo hechizara con un
glamour para que pareciera sano, y mientras le lanzaba el hechizo,
había vislumbrado su juventud.
Antes de que pudiera preguntarle por qué aparecía así, qué
estaba haciendo y cómo había entrado en esta pesadilla, mi padre
alargó la mano y me agarró por la garganta. Su agarre era feroz,
implacable. Jadeé y le arañé la mano, pero mis dedos eran inútiles
contra su armadura.
«Va a matarme».
Los pensamientos estallaron en mi mente mientras el mundo se
inclinaba. Forcejeé y luché con saña contra él, y eso solo hizo que la
sangre me palpitara más rápido. Pude oír a Phelan gritar mi nombre
de nuevo, sus botas resonaban en la calle mientras corría hacia mí.
La vista se me nublaba, los pulmones me ardían. Sin embargo,
sostuve la mirada despiadada de mi padre, inquebrantable, y grité:
—¡Papá! ¡Papá!
Mi padre se quedó quieto.
Me miró, con los ojos abiertos como si se hubiera despertado de
un sueño. Y antes de que pudiera pronunciar otra palabra ahogada
en mi garganta, me soltó, lanzándome hacia arriba y alejándome de
él como si no pesara nada. Se me desparramó el pelo por la cara
mientras me deslizaba por la lluvia, mientras me chocaba contra los
adoquines con un doloroso golpe.
Phelan me alcanzó un instante después.
Me rodeó el cuerpo con los brazos, levantándome y sujetándome
con rmeza contra él. Al principio pensé que no necesitaba su
fuerza, hasta que me di cuenta de que tenía los pies entumecidos.
—¿Anna? ¡Anna! —Phelan me giró hacia él.
Solté un jadeo roto y espantoso. Me palpitaba el cuello mientras
me inclinaba hacia él. Mi voz surgió, débil y quebradiza.
—¿Dónde está?
Phelan miró más allá de mí, hacia donde el caballero había estado
hace unos momentos.
—Se ha ido, Anna.
No lo creí. Miré hacia donde había visto a mi padre,
resplandeciente con una armadura manchada de sangre. Donde casi
me había estrangulado.
Fue como había dicho Phelan. El caballero se había desvanecido,
se había retirado. Pero su espada seguía alojada en mi escudo, y mi
escudo yacía sobre los adoquines. Como un testimonio de lo que
había sucedido.
Sentí que perdía la conciencia y me mordí el labio hasta que el
dolor me espabiló.
«Sigue despierta, sigue despierta…».
Phelan tenía la respiración entrecortada mientras me llevaba a
casa y subía las escaleras del porche. Me metió dentro y cerró la
puerta de una patada. El sonido me reverberó en el cuerpo y pude
ver la preocupación en su expresión, una arruga de miedo en su
frente.
Me llevó arriba, pasando por mi dormitorio, hasta el lavabo.
Habló y las velas se encendieron, bañándonos en una luz rosada.
Con cuidado, me dejó en el suelo de baldosas, apoyada contra los
armarios. Sabía que había un espejo, justo encima de mí, que se
cernía como una hoja a punto de caer.
Si no estuviera tan agotada, lo habría destrozado.
Phelan se arrodilló y me apartó el pelo del cuello, estudiando la
línea de mi garganta. Me imaginé que los moretones no tardarían en
salirme.
—Estoy bien —dije, y quise decirle que se fuera, pero no encontré
las fuerzas. Las yemas de sus dedos me recorrieron el cuello hasta la
mandíbula, hasta el arco de mi mejilla. Una suave caricia que me
dolió. Me tomó la cara con las manos y cerré los ojos, sorprendida
por la oleada de con anza que sentía por él. Respiré hondo hasta
calmarme. Poco a poco, volví a sentir mis extremidades. Poco a poco,
mi miedo se desvaneció y una amarga frialdad lo sustituyó. El hielo
se ltró en mi pecho.
Abrí los ojos.
Phelan me estaba observando con atención. Lo que brillaba en
mis ojos hizo que sus manos se alejaran.
—Voy a prepararte un baño caliente —dijo, acercándose a las
llaves. El agua comenzó a salir del grifo y lanzó un hechizo de
calentamiento. La habitación se volvió cálida, llena de vapor. La
lavanda embriagaba el aire.
Podría haberme quedado dormida, apoyada contra esos
armarios, arrullada por el sonido del agua que corría.
Pero continuaba viendo el rostro inquietantemente joven de mi
padre y sintiendo su mano en mi cuello, ahogándome.
—¿Le viste la cara al caballero? —le pregunté.
Phelan seguía de rodillas, ocupándose de la bañera. Tenía un
frasco de sales de baño en la mano y las vertió en el agua.
—No, no lo hice. ¿Y tú, Anna?
—Sí —susurré, y Phelan esperó a que la bañera estuviera llena
antes de cerrar los grifos. Volvió hacia mí, de rodillas.
—¿Reconociste al caballero? —preguntó con indecisión—.
Pareciste dudar cuando le quitaste el yelmo.
—Nunca lo había visto —mentí, y Phelan asintió. Pero me
pareció ver que cerraba los ojos y se le tensaba la mandíbula.
—¿Necesitas que te ayude a entrar en la bañera?
Casi me reí hasta que me di cuenta de lo agitada que estaba.
Intenté desatarme el corpiño, pero me temblaban las manos.
—Si me ayudas a desvestirme…, ya sigo yo después.
Lo hizo con mucho cuidado, desabrochándome primero las
botas. Me las quitó de los pies una a una. Me desató los lazos del
corpiño y me bajó la falda, y pude oír su respiración, profunda y
constante, como si su corazón latiera con fuerza. Pronto me senté con
la blusa húmeda y las medias hasta la rodilla, y él dudó antes de
meter la mano por debajo del dobladillo de mi ropa interior para
encontrar el borde superior de mi media derecha. Sentí que las
yemas de sus dedos me recorrían la piel mientras tiraba poco a poco
de la lana por la pierna, dejándome la piel de gallina a su paso.
Cerré los ojos mientras alcanzaba la segunda, y me preguntaba si
debía dejar que me desnudara por completo cuando se detuvo,
dejándome con la media enredada en el tobillo.
Lo miré, con el ceño fruncido. Estaba congelado, mirando algo en
mi pantorrilla izquierda. Dos cicatrices hechas por colmillos, en una
noche no muy distinta a esta. Cuando estuve a punto de ahogarme y
me metí en la barca de Phelan. Eran cicatrices que pensaba que él
nunca vería, y por eso las había dejado cuando Mazarine me
transformó.
Se me quedó mirando. No podía leer los pensamientos que le
acechaban, si acaso sospechaba que yo no era quien parecía ser, pero
tampoco tenía energía para tranquilizarlo o mentirle.
—Ya sigo yo —susurré, y esperé a que se alejara, cerrando la
puerta tras él. Me levanté con la ayuda de los armarios, quitándome
la media izquierda. Dejé caer la blusa y me metí en la bañera,
hundiéndome en el agua caliente con un temblor.
A solas, por n, permití que a orara mi lado más débil. Me tapé
la boca y me eché a llorar.
No sé cuánto tiempo dio vueltas mi mente antes de que una ola
de recelos se abatiera sobre mí. Abracé el dolor y nalmente reviví la
traición de mi padre, buscando darle sentido. ¿Cuánto tiempo había
estado ocultando la armadura encantada y por qué se metía en las
pesadillas? ¿Qué poder estaba canalizando para hacerlo? ¿Por qué
no me había reconocido? ¿Por qué parecía tener veinte años menos?
Me limpié las lágrimas, con el cuello dolorido por su mano
brutal. Y entonces estudié mis propias palmas, mis dedos, la
longitud de mi pelo castaño. Todo eran mentiras, una fachada que
me había fabricado.
—Oh, dioses —susurré, viendo cómo me temblaban las manos.
Mi padre también debía llevar un disfraz. Tenía dos caras, como yo.
¿Qué edad tendría en verdad? ¿Por qué necesitaría ocultar su rostro?
¿Su edad?
Tendría que ir a verlo e insistir en que respondiera a mis
preguntas. Preguntas que amenazaban con quemarme, preguntas
que quería convertir en espadas y atravesarlo con ellas.
Me había mentido. Era un hipócrita. «Casi me ha estrangulado».
Me puse los dedos sobre el cuello; sentí que la mitad de piedra de
mi corazón se enfriaba más que el hielo de las montañas.
Tendría que tomarle por sorpresa en las minas esa tarde, cuando
saliera de su turno. Y aunque me sentía demasiado inquieta para
ello, dormí la mayor parte del día. La luz del sol de la tarde se coló
entre las cortinas cuando me desperté, y vi que la señora Stirling
había dejado una bandeja de comida junto a la cama. Debía de hacer
horas, porque el té y la sopa estaban fríos.
Me levanté y me vestí, evitando mi re ejo en el destrozado
espejo. Me dolía el cuello; me imaginé que los moretones estaban
empezando a aparecerme en la piel mientras bajaba las escaleras en
silencio.
Me detuve en el vestíbulo y escuché. Extendí mi magia con la
mano, consciente de que debía ir con cuidado, pues de lo contrario
podría llamar la atención.
La señora Stirling estaba en la cocina. Estaba de pie ante la
encimera haciendo albóndigas. Tenía el delantal y la cara manchados
de harina. Cantaba en voz baja. Más adelante en el pasillo, percibí a
Phelan en la biblioteca. Las puertas estaban abiertas y él estaba
sentado con el libro de las pesadillas desplegado ante él. Estaba tan
quieto que podría haber sido tallado en piedra mientras miraba la
página. Su preocupación otaba en el aire como un nubarrón. Y
luego, más allá de la puerta trasera, en el jardín, estaba Deacon. Se
suponía que estaba recogiendo hierbas para la cena, pero estaba
absorto tallando un palo para hacer una echa.
Llamé a mi magia de vuelta y me escabullí de la casa, con
cuidado de no hacer ningún ruido.
Me apresuré a bajar la calle, luchando contra la sensación de que
me seguían. Al nal me invadió tanto que me detuve y esperé en el
callejón entre dos tiendas, para ver si alguien me estaba
persiguiendo. Phelan, seguramente. Pero nunca lo vi, e imaginé que
solo estaba siendo paranoica, después de descubrir que mi padre no
era quien yo creía que era.
Llamé un carruaje y viajé hasta el punto noroeste de la ciudad.
Me quedé en la sombra junto al patio de la mina, esperando a que
anocheciera, cuando el turno de mi padre terminaba.
Me pareció que había esperado una eternidad antes de que los
mineros empezaran a salir en la de la tierra, con las caras
manchadas de mugre. Mi padre estaba al nal de la la, con la
cabeza inclinada y arrastrando las botas. Le intercepté, le agarré de la
camisa y tiré de ella.
—¿Qué…? —Dejó escapar un sonido de sorpresa hasta que se dio
cuenta de que era yo. Me siguió hasta un callejón, y su preocupación
casi me as xia.
—¿Te ha descubierto? ¿Tenemos que huir?
Me quedé mirando a mi padre. Actuaba como si no hubiera
pasado nada la noche anterior. Como si no hubiera intentado
estrangularme.
—¡Clem! —insistió, impaciente.
—¿Quién eres? —respondí con frialdad.
Parpadeó, sorprendido. Apenas pude distinguir su rostro, el
rostro de un hombre de cuarenta y siete años en el que había
con ado de forma incondicional, mientras un farol cercano nos
iluminaba con una luz tenue.
—¿Qué?
—Ya me has oído —dije.
—No sé a qué te re eres, Clem.
—Es Anna. Y sí que lo sabes, Ambrose. —Me aparté el pelo del
cuello para que pudiera verme los moretones.
La conmoción y la furia en su rostro eran electrizantes. Mi padre
se me acercó, pero lo esquivé, con un nudo en el estómago. Iba a
vomitar. Estaba temblando, enfadada. Mi ira era tan intensa que
parecía que iba a romperme.
—¿Te lo ha hecho él? —preguntó, con la voz temblorosa.
—No, Phelan no me lo ha hecho. Has sido tú. Anoche.
—¿Anoche? —susurró, desconcertado, y entonces se dio cuenta
de que había sido luna nueva—. Espera un momento, Clem. ¡Espera!
Pero yo ya me había alejado un paso de él. Cuando se movió para
seguirme, levanté la mano y se detuvo.
—¿De dónde has sacado la armadura? ¿Qué hechizos estás
lanzando para entrar en los sueños? ¿Por qué has herido a Phelan
dos veces? ¿Por qué disfrazas tu rostro?
Me miró como si hubiera perdido la cabeza. Me sentí atrapada en
un mundo al revés con él, uno en el que nada tenía sentido, y lo
único que podía oír era mi propio pulso desigual, que latía como un
tambor en mis oídos.
—¡No tengo ni idea de lo que estás diciendo, Clem!
Mis ojos ardían con lágrimas de rabia.
—Sé que llevas un glamour. Uno que te hace parecer mucho
mayor de lo que eres. Y quiero que te alejes de mí, en ambos
mundos. Tanto en el reino de la vigilia como en el de la luna nueva.
Aléjate de mamá y de Imonie. No vuelvas a acercarte a mí o a
Phelan, o haré que el duque acabe contigo. ¿Me oyes?
—Hija, por favor —dijo, acercándose a mí—. Explícame qué ha
pasado. ¿Me has visto en un sueño?
Por un momento, casi lo creí, que no tenía ningún recuerdo de la
noche anterior. Pero no me dejé engañar por él y su actuación.
—¡No te acerques más a mí! —le advertí—. ¿No me has oído? No
me fío de ti. Eres un malvado y un embustero y no quiero tener nada
que ver contigo.
Me giré y empecé a alejarme a grandes zancadas.
—¡Clem! ¡Clem! —gritó, lo que no hizo más que avivar mi ira al
exponer de aquella forma tan imprudente mi tapadera.
Me lancé el encantamiento de sigilo, escabulléndome de su
alcance y de su vista. Sin embargo, no pude resistirme. Miré por
encima del hombro y vi a mi padre de rodillas en la calle, aturdido,
como si acabara de asestarle una herida mortal.
30
E
ra tarde cuando volví a casa. La señora Stirling y Deacon se
habían marchado para irse a dormir, y me encontré a Phelan
sentado en el salón ante el fuego, con una copa de vino en la
mano.
—Señorita Neven —me saludó cuando me reuní con él en la
habitación. Debería haber sabido que algo andaba mal, pero estaba
aturdida—, ¿está bien? Estábamos preocupados por usted.
Me hundí en la silla frente a la suya.
—Estoy bien. He ido a dar un paseo. Mis disculpas por haberme
perdido la cena. —Me encontré con su mirada y me sorprendió ver
que tenía el cabello oscuro suelto, rozándole las clavículas. ¿Por qué
me miraba de esa forma, como si me estuviera memorizando?
—¿Te ocurre algo? —me preguntó.
—No. —Resultaba extraño ver cómo sus ojos, que me analizaban
lentamente, me hacían desear que me reconociera. Para así no tener
que esconderme, ngir y sentir esta roca en mi pecho.
—Sabes que puedes con ar en mí, Anna.
«Deja que se rompa», me reté a mí misma. «Déjate caer,
descúbrete y sé quien quieres ser.
—Lo sé.
La tentación me duró un minuto antes de que recuperara el
control de mí misma, apartando la mirada de su intensidad. Observé
la seguridad del fuego. Y me di cuenta de que yo era igual que mi
padre, que ambos estábamos cortados por el mismo patrón. El
engaño, los secretos, la venganza y las mentiras corrían por nuestras
venas.
—¿Puedo tentarte con una ronda a los siete espectros? —
preguntó Phelan en voz baja.
—Estoy harta de los siete espectros —contesté, pellizcándome el
puente de la nariz al visualizar de forma inevitable a mi padre con
esa armadura manchada de sangre.
—Pues entonces escoge otro juego. Creo que te hará olvidar lo
que te preocupa —dijo—. Al menos por esta noche, mientras estés
aquí conmigo.
Suspiré, pero cedí a mirarlo una vez más. Tenía los ojos jos en
mi cuello. En mis moretones, me di cuenta, y observé cómo se le
volvían blancos los nudillos.
—Muy bien —dije, y me levanté.
Me alegré de alejarme de él y me dirigí hacia el armario que
estaba junto a la pared, justo debajo del espejo. Me agaché para
evitar su brillo burlón, abrí el armario y rebusqué entre los juegos de
mesa hasta que encontré uno que parecía prometedor. Me puse de
pie sin pensármelo dos veces.
No le había oído moverse.
No había sentido su presencia, no hasta que fue demasiado tarde.
Phelan se situó detrás de mí. Me encontré con su mirada en el
espejo y su sorpresa me dio una punzada.
Me vio como era en realidad, la chica que había conocido por
primera vez y a la que había vencido. Ninguno de los dos se movió
ni habló. Sentía como si el hielo me hubiera paralizado los tobillos y
me hubiera brotado en el pecho, di cultándome pensar más allá de
la escarcha que brillaba entre nosotros.
Y, entonces, rompió con su voz el hielo, la incertidumbre y toda
mi fachada.
—Clem.
El sonido era hermoso y terrible y me atravesaba como una
echa. Sentí una grieta en el pecho. No era profunda, tan solo una
pequeña rotura de la piedra que se aferraba con uñas y dientes a mi
corazón, incluso cuando se me agolpaba el dolor. Me puse un puño
contra el pecho, apretando los dientes hasta que creí que se harían
astillas.
«Mantente rme. No te desmorones así».
Hice lo primero que me vino a la mente. Le lancé un hechizo,
aunque no se había movido ni me había amenazado. No, lo único
que parecía poder hacer era mirar mi re ejo, asombrado.
Surgieron enredaderas por la alfombra. Espinas, hojas y ores
añiles. Se entrelazaron todas en un susurro, y mi intención era
atraparlo, formar una jaula a su alrededor. Me daría el tiempo
su ciente para huir, pero, cuando pensé en salir corriendo… No
tenía a dónde ir. Porque ese había sido el plan de mi padre todo el
tiempo, y ahora para mí no tenía sentido. Y, cuando vi el dolor y la
traición en la cara de Phelan…, no pude atraparlo. Retiré una parte
de mi hechizo para que mis enredaderas formaran un muro entre
nosotros. Una barrera.
Él la estudió por un momento. Aquella defensa impulsiva.
Miré a través de los huecos de las enredaderas y las hojas cómo
sacaba una daga del bolsillo interior de su chaqueta. Comenzó a
cortar mi encantamiento, tajo a tajo, y este cedió ante él. Las ores se
rompieron bajo su hoja y sus pétalos cayeron al suelo. Las
enredaderas se rompieron y retrocedieron, las hojas se convirtieron
en vapor cuando él las atravesó. Mi hechizo aguantó con valentía,
dándome el tiempo que necesitaba para correr.
«Corre», pensé, pero aun así no pude moverme.
Mi deseo era oscuro y profundo. Quería volver a hacerle frente,
ahora que lo sabía todo. Quería responder a su desafío.
Quería enfrentarme a él.
Así que esperé y observé cómo se ocupaba de mi encantamiento.
Mis espinas se arrastraron por su rostro, dejándole arañazos
relucientes. Le arañaron el pelo, la ropa y, cuando al n apareció a mi
lado del muro, era la primera vez que lo veía tan desaliñado. Parecía
indómito, medio salvaje.
Se quedó mirándome, jadeante, con pétalos azules y hojas
plateadas en el pelo. Tiró a un lado su daga.
Lentamente, nos rodeamos, sosteniéndonos las miradas como si
ambos fuéramos presas y, a la vez, depredadores.
«¡Di algo!», quería gritarle. Su silencio era abrumador, aplastante.
No podía leerle el pensamiento.
Y, entonces, sonrió. Pero fue una sonrisa mordaz. A lada y
desconocida.
Su sola visión me hizo estremecer.
Le lancé otro hechizo, un arco de luz. Él estaba preparado, así que
lo atrapó con la mano y lo disolvió entre las sombras. A pesar de mi
disfraz, me conocía bien, y eso me enloquecía. Lo golpeé una y otra
vez, pero él atrapó mis hechizos sin esfuerzo, como si supiera
exactamente lo que podía esperar de mí. Convirtió mi fuego en
humo, mi viento en polvo, mi luz en sombras. Aceptó todo lo que le
di y, sin embargo, no contratacó. Se negó a contrarrestar mis
movimientos, y no sabía si estaba esperando a que me cansara o tan
solo no quería arriesgarse a hacerme daño.
Esto nunca terminaría. Los dos dando vueltas, yo golpeándolo y
él absorbiendo los golpes.
Me aparté de él, frustrada porque no quería luchar conmigo, y
me agarró de la cintura. Tropecé con mi propia enredadera, que
serpenteaba por el suelo, y caímos. Nos enredamos, nuestras
extremidades se entrelazaron, nuestras manos se engancharon y
nuestras respiraciones se entremezclaron.
Al n, lo vi en sus ojos. La sorpresa de mi engaño le estaba
agotando, y el entendimiento llegó como un segundo latido del
corazón. Vi cómo sus ojos se oscurecían cuando recordaba mi
entrevista, cómo le había atacado. Cuando recordó todas las
mentiras que le había dicho. Cuando le había pedido que se pusiera
de rodillas y se disculpara. Cuando había intentado invocarme y
creía que no lo había logrado.
—Debería haber sabido que eras tú —susurró, con su boca
peligrosamente cerca de la mía.
Se le enrojeció la piel por la ira, por la indignación. Me satis zo
verlo, saber que mi venganza había seguido su curso. Que le había
hecho daño como él me lo había hecho a mí.
Rodamos por el suelo, atrapados el uno con el otro, incapaces de
separarnos, como si un hechizo nos hubiera atado, y, al n, emergí.
Me coloqué a horcajadas sobre su cintura, lo sujeté debajo de mí y,
antes de darme cuenta, había llamado a su daga abandonada. El
arma llegó de forma voluntaria hasta mi mano, le puse el lo
brillante en la garganta y él se quedó quieto, con su mirada ja en la
mía.
Y pensé: «¿En esto me estoy convirtiendo?».
En ese breve instante, no me reconocí.
—Clem —dijo Phelan—. Clem… —Se atrevió a agarrarme de la
muñeca con suavidad.
Me aparté de él. Tiré el puñal, que cayó con un ruido seco en la
alfombra. Me separé y me puse de pie, temblando.
Phelan se sentó y se levantó con una gracia uida, dejando una
distancia segura entre nosotros.
Sentí que me miraba jamente, y fue un momento acalorado que
me resistía a reconocer. Pero pronto la atracción de encontrarme con
sus ojos fue irresistible. Levanté la vista y le sostuve la mirada, sin
arrepentimientos.
Sabía que le había hecho mucho daño. Él bajó la guardia, parecía
desolado.
—Espero que hayas disfrutado de cada momento que me has
engañado —dijo.
—Phelan —susurré, pero mi voz se convirtió en ceniza en mi
boca.
—Espero que hayas conseguido lo que querías. Espero que todas
tus mentiras hayan valido la pena. —Dio un paso atrás y sentí el
espacio entre nosotros como si se hubiese formado un abismo en el
suelo.
Me sentí completamente vacía.
—Bravo, señorita Madigan. —Phelan extendió los brazos para
simular una reverencia. Pronunció un encantamiento en voz baja.
Nunca lo había oído antes, y me tensé hasta que me di cuenta de que
no iba dirigido a mí, sino a él. Lo vi desvanecerse.
Se había ido.
Sola, me hundí en el suelo, entre los restos de mis enredaderas,
mis espinas y mi magia marchita.
31
P
helan no volvió a casa.
Me senté en la biblioteca, frente a su escritorio, observando
cómo las sombras soleadas se desplazaban por el suelo. Lo
esperé, con las palabras acumulándose en mi pecho, creciendo como
el agua detrás de una presa. Palabras que quería, que necesitaba,
decirle. Una explicación. Una disculpa, incluso. Tal vez. Pero Phelan
nunca volvió.
Mi disfraz aún se mantenía tan rme como mi propia piel.
Cuando respiré hondo y aguanté la respiración en mi pecho, pude
sentir la pequeña grieta dentro de mí. Me pregunté cuánto tiempo
tendría hasta que la mitad de piedra de mi corazón se hiciera añicos.
Si podría sufrir unos cuantos golpes más antes de que el hechizo me
abandonara.
La señora Stirling me encontró al mediodía, con la frente llena de
arrugas de preocupación.
—Señorita Neven, ¿puedo preguntar qué ha pasado en el salón?
Lo había limpiado lo mejor que había podido, pero mis
enredaderas habían dejado algunas grietas en la pared y en el espejo.
—Un pequeño altercado, señora Stirling.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Espero que nadie haya resultado herido.
—No, todo va bien. —Las mentiras seguían uyendo con
facilidad de mi boca. Madre mía, sonaba igual que mi padre.
Asintió con la cabeza, pero no parecía convencida.
—Ha llegado un paquete para usted.
Al principio pensé que debía ser de Phelan. Algo siniestro, algo
para hacerme pagar por todos mis engaños. Pero Deacon trajo una
estrecha caja de ropa y la colocó con cuidado en el escritorio delante
de mí.
—¿Qué es esto? —pregunté, descon ada.
—Su vestido, señorita Neven —respondió la señora Stirling—.
Para la cena de la condesa esta noche.
Ay. Era esta noche. Estábamos a diecisiete de noviembre y ni me
había dado cuenta.
Me froté la frente, muy angustiada. Pero controlé mis
sentimientos antes de que la señora Stirling o Deacon pudieran
detectarlos, y sonreí.
—Gracias. ¿Ha sabido algo de Phelan esta mañana? Se ha ido
temprano, antes de que me despertara.
—Sí, señorita Neven. Dejó una nota y dijo que estaría fuera
durante unas semanas.
—Vaya. —¿Unas semanas? Palidecí al pensarlo, preguntándome
a dónde se habría ido.
—¿No…? ¿No se lo dijo? —preguntó con amabilidad la señora
Stirling. Al nal dedujo que el «pequeño altercado» había sido entre
nosotros y que yo no sabía nada de nada.
—No lo hizo. Pero no importa. Me ocuparé de las cosas aquí
mientras él no esté. —Les concedí a ella y a Deacon una sonrisa, pero
era débil, y se dieron cuenta.
—Ah, también ha recibido una carta. —La señora Stirling metió
la mano en el bolsillo de su delantal para extenderme un sobre.
Lo acepté, reconociendo de inmediato el escudo de armas del
duque.
—Avísenos si necesita algo, señorita Neven —dijo el ama de
llaves mientras sacaba a su nieto de la biblioteca.
Fruncí el ceño al abrir la carta del duque. No me sorprendió su
mensaje, escrito de forma sucinta:
Señorita Neven:
Supongo que la luna nueva fue un éxito. Por favor, envíeme una
descripción detallada del hombre en cuestión, tan pronto como sea
posible.
Lord Ivor Deryn
Duque de Bardyllis
Sostuve la carta del duque sobre la llama de una vela y la vi
arder. No estaba preparada para exponer a mi padre. Y, sin embargo,
tampoco sabía qué estaba esperando.
Me quedé mirando la caja de ropa, pero me abstuve de abrirla.
Recogí rápido mi capa y salí, dirigiéndome a la casa que Olivette y
Nura compartían unas calles más allá.
Estaban sentadas en el comedor todavía envueltas en sus batas,
comiendo un almuerzo tardío. De repente me invadió la angustia,
me pregunté si Phelan les habría revelado mi engaño…
—¡Anna! —me saludó Olivette calurosamente—. ¡Ven, únete a
nosotras! Hay mucha comida.
Su animada respuesta fue un alivio. Pero Nura percibió mi
angustia, aunque yo había intentado ocultarla. Dejó su taza de té y
dijo sin rodeos:
—¿Qué pasa?
Dudé en el umbral.
—Me preguntaba si habíais visto a Phelan hoy. ¿Quizá se ha
pasado por aquí esta mañana?
—¿Phelan? —repitió Olivette, mirando a Nura—. No, no ha
venido.
—¿Y no os ha enviado una carta por correo?
—No —contestó Nura, levantándose—. ¿Ha ocurrido algo?
—Sí —susurré—. Tuvimos una discusión.
—¿Durante la luna nueva?
—No, después. Se ha ido y no lo he visto y no sé dónde
encontrarlo. —¿Qué me pasaba? Sonaba desesperada. Si no lo
supiera, cualquiera pensaría que sentía algo por él, y me aclaré la
garganta, muerta de vergüenza.
«Tienes miedo de que te exponga», me dije. Y había una parte de
verdad en esa a rmación. Ahora tenía algo contra mí, y no sabía qué
esperar de él. Si lo usaría en mi contra. Si yo debía adelantarme y
revelarme antes de que él lo hiciera.
Nura extendió la mano para agarrarme del brazo con suavidad.
—Toma. Siéntate y come. Las cosas siempre parecen peor con el
estómago vacío.
Me senté. Me dolían los hombros y las rodillas. Me tomé una taza
de té y me resigné a comerme unos bocados de huevo y lete,
mientras Olivette me observaba con evidente preocupación.
—¿Quieres contarnos por qué habéis discutido? —susurró.
Solté el tenedor.
—Yo… no. Pero ha sido por una tontería. Y está bastante
enfadado conmigo.
—Eso es difícil de imaginar —dijo Olivette—. ¡Creo que nunca he
visto a Phelan enfadado! Con lo tranquilo y dulce que es.
«Hasta que me conoció», pensé.
—Es normal en este tipo de trabajo, Anna —comentó Nura—. Es
inevitable que los compañeros discutan. No deberías castigarte por
ello. Estoy segura de que Phelan se está tomando el tiempo que
necesita para resolver lo que se ha interpuesto entre vosotros. Pero lo
verás esta noche, podrás limar asperezas con él.
Fruncí el ceño.
—¿Esta noche?
—En la cena de su madre. No se la perdería.
—Ah, ¿no?
Olivette sonrió.
—¡Pues claro que no! Su madre le da una orden y él la cumple,
siempre.
—Oli —le advirtió Nura—, no deberías hablar así de la condesa.
—¿Qué? —Olivette se encogió de hombros—. Es la verdad.
Me puse de pie, de repente abrumada por los nervios.
—Probablemente no debería ir esta noche.
¿Y si planeaba exponerme durante la cena? Pero cuanto más lo
imaginaba… ¿Phelan me haría algo así?
—¿Cómo? Claro que deberías ir, Anna —insistió Olivette—.
¡Puedes venir con nosotras esta noche!
Me quedé en silencio, contemplando todas mis opciones. Irme,
quedarme. Huir, enfrentarlo. Nura se puso a mi lado. Con suavidad,
me apartó el pelo del cuello y me vio los moretones.
—¿Esto te lo ha hecho Phelan? —preguntó con una voz baja y
aguda. Una que me hizo temblar.
—No, no ha sido él —respondí—. Ha sido un desafortunado
resultado de la luna nueva.
Olivette jadeó, viendo también los moretones desde el otro lado
de la mesa.
—¡Anna! Madre mía, ¿qué ha pasado?
—No es nada —contesté, alejándome de ellas—. Estoy bien. —Y
aquello fue un buen recordatorio de que debía disimular los
moretones hasta que se curasen—. Creo que os acompañaré esta
noche a la cena, si no os importa.
—Por supuesto —dijo Nura—. Pasaremos a buscarte a las cinco y
media.
Me fui antes de que pudieran presionarme para obtener más
respuestas, y me retiré a la casa de Phelan.
Descansé la mayor parte de la tarde, pero pronto mi inquietud
aumentó, y me preparé para la cena de la condesa.
El vestido que Phelan había mandado hacer para mí parecía estar
hecho de oro. Caía sobre mis hombros y sujetaba suavemente mis
curvas, con pequeñas joyas cosidas a lo largo del dobladillo y el
escote. Nunca me había puesto algo tan bonito. Parecía como si la
luz del sol me diera en la piel, cálida y suave. Seductora.
Me lancé un glamour sobre los moretones y luego me toqué unos
cuantos mechones del pelo. Decidí trenzarlo en forma de corona,
tejiendo entre las trenzas una cinta dorada que encontré en mi
armario.
El sol se puso. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo
cuando llegaron Olivette y Nura. Me senté en el asiento frente a
ellas, meciéndome con el vaivén del carruaje, y las escuché hablar.
Una corriente de conversación baja y agradable, a la que no me uní,
porque mis pensamientos estaban lejos, vagando.
—Mi padre estará encantado de conocerte por n esta noche,
Anna —comentó Olivette.
Parpadeé, volviendo al carruaje.
—¿Tu padre estará en la cena esta noche?
—Sí.
—¿Cuánta gente creéis que vendrá? —pregunté con indiferencia,
pero mi temor aumentó. Algo iba a suceder esta noche y no iba a ser
agradable.
—No estoy segura —contestó Olivette, mirando a Nura—. Es la
primera vez que nos invitan a una de las cenas de la condesa.
Aunque se trata de algo muy exclusivo y selecto. Muchos de la clase
alta esperan conseguir una invitación.
Eso no alivió la sensación de presentimiento que tenía.
Demasiado pronto, el carruaje llegó a la mansión de la condesa.
Era una gran propiedad, que se encontraba fuera del alcance de
la calle gracias a un largo camino privado. La casa estaba construida
con una piedra de color crema y un tejado de tejas grises, de tres
plantas con grandes ventanas con parteluz, hiedra trepadora y
múltiples chimeneas. Las puertas delanteras estaban en la segunda
planta, y dos escaleras curvadas surgían desde el patio hasta la
entrada. A través de la luz oscura, pude ver una larga extensión de
agua poco profunda a nuestra izquierda, un estanque y los setos de
un jardín.
Seguí a Nura y a Olivette fuera del carruaje y subí las escaleras.
Le dejamos nuestras capas a un mayordomo, que nos condujo al
interior de la mansión, a un espacioso salón de baile con suelos de
mármol azulado y techos arqueados y artesonados. Los candelabros
colgantes rebosaban de hojas forjadas de plata y velas.
La música llenaba el aire y los sirvientes se arremolinaban con
copas de espumoso champán. Esperaba ver una sala abarrotada, una
noche llena de gente entre la que pudiera perderme. Pero era una
esta pequeña e íntima.
Nura y Olivette se acercaron a los músicos, pero yo me quedé de
pie, empapándome de la grandeza de la sala. Y no pude evitarlo:
busqué a Phelan entre las chaquetas negras y los sombreros de copa.
No se le veía por ninguna parte, y enterré mi decepción justo
cuando la condesa me vio.
—Señorita Neven —dijo, y yo me hundí en una profunda
reverencia—, es un honor que haya aceptado mi invitación.
—Gracias, señora. El honor es mío.
—Venga, dese una vuelta por la sala conmigo —me propuso—.
Todavía estamos esperando a que lleguen algunos invitados más,
pero déjeme presentarle a un viejo amigo mío mientras tanto.
No tuve más remedio que seguirla, y pronto me di cuenta de que
me llevaba directamente hacia el duque, que estaba de pie junto a un
hombre que reconocí: el herrero que había creado los escudos para
Phelan y para mí.
—Este es lord Deryn, el duque de Bardyllis —dijo la condesa—. Y
este es Aaron Wolfe, el herrero más renombrado de la provincia,
además del padre de Olivette.
—Señorita Neven —me saludó el duque con una lánguida
sonrisa—, un placer, como siempre.
—Su Excelencia. —Hice una reverencia y luego miré al padre de
Olivette—. Señor Wolfe.
—Los dejo a los tres —dijo de repente la condesa, como si su
misión hubiera sido siempre depositarme a los pies del duque. Y
pensé con irritación que tal vez lo había sido, mientras la veía cruzar
la habitación a grandes zancadas.
—¿Han funcionado los escudos, señorita Neven? —me preguntó
el señor Wolfe. Su rostro y su voz eran tan cuidadosamente
cautelosos que no pude saber si le sorprendía verme aquí esta noche.
—Sí, señor Wolfe. Gracias.
El herrero asintió, y hubo una incómoda pausa hasta que miró al
duque y dijo:
—Debería ir a saludar a mi hija.
Quise rogarle que se quedara, que no me dejara sola con el
duque, pero me contuve. Y, cuando lord Deryn se acercó a mí, me
estremecí.
—Confío en que haya recibido mi carta de hoy —comentó el
duque en voz baja, ofreciéndome su brazo.
Dudé, pero solo un instante. Apoyé la mano en el pliegue de su
codo y le permití que me acompañara despacio por el perímetro de
la habitación.
—Sí, Su Excelencia. Me disculpo por no haber tenido tiempo de
escribirle una respuesta.
—¿Le ha visto la cara al caballero?
—Sí.
—¿Puede describírmela?
Visualicé el rostro de mi padre. Las palabras surgieron para
describirlo, pero no pude pronunciarlas. Incluso con su traición, no
podía encontrar el deseo de exponerlo.
—No, Su Excelencia. Me temo que fue una noche oscura. Me
sería imposible describírsela con detalle.
—Entonces estamos de suerte —dijo el duque, deteniéndose.
Levanté la vista hacia él, pero su mirada estaba en otra parte,
atravesando la habitación.
—¿Acaso el caballero se parecía a ese hombre? —preguntó,
señalando a un nuevo invitado a la cena.
Me giré para ver de quién hablaba y se me pusieron los pelos de
punta.
Mi padre estaba de pie justo dentro del salón de baile, hablando
con la condesa. Impecable, con la barba recortada y el pelo peinado
hacia atrás. No era un minero, sino el mago que yo siempre había
conocido. Llevaba un sombrero de copa, un chaleco blanco y una
chaqueta negra con una rosa en la solapa. De su brazo iba mi madre,
con un vestido rojo sangre recubierto de una red de piedras negras.
Y tras ellos iba nada más y nada menos que Imonie, con un vestido
azul con mangas de encaje y el pelo rubio acero recogido en un
moño suelto.
Me quedé petri cada, pero mi mente se inundó de ira, de
conmoción, de un montón de preguntas.
¿Qué estaban haciendo aquí?
Mi silencio fue respuesta su ciente para el duque.
—Bien, señorita Neven —dijo, divertido—. Me alegro de que el
señor Madigan haya podido despertar su memoria. Ahora, si me
disculpa…
Mi mano se libró de su codo cuando se reunió con la condesa.
Seguí de pie, quieta. Mi padre percibió mi mirada y levantó los ojos
para encontrarse con los míos.
Parecía igual de sorprendido al verme, con la boca desencajada.
Si no fuera porque mi madre lo alejó, distrayéndolo con una copa de
champán, estoy segura de que mi padre y yo nos habríamos peleado
en el salón de la condesa, arruinando mi disfraz para siempre.
Hasta Imonie se detuvo, clavando una tensa mirada en mí.
Estuve a punto de acercarme a ella; siempre había sido mi refugio,
un lugar seguro al que llamar «hogar». Y, sin embargo, esta noche
era como una extraña.
«Ignóralos», me dije. «Nunca los has visto antes…».
El hielo se volvió más grueso en mi pecho. Estaba fría, calmada,
aplomada. Una chica con una piedra atrapada entre las costillas. Y
entonces sentí su mirada.
Mis ojos recorrieron el salón de baile hasta que encontré a Phelan
cerca, de pie bajo uno de los arcos, envuelto entre las sombras,
mirándome. Me pregunté cuánto tiempo había estado apoyado en el
marco, observando mi precario paseo por la sala. Pero en el
momento en que nuestras miradas se encontraron, el mundo
brillante e iluminado por el fuego se desvaneció a nuestro alrededor.
Solo había sombras y un camino que lo unía a mí, un camino que
parecía traicionero de recorrer, pues podría llevarme a la perdición.
Su rostro no tenía ninguna expresión, sus ojos eran inescrutables.
Quería saber qué pensaba de mí, cuándo había empezado a
sospechar que no era quien decía ser. Y no sabía si planeaba
desenmascararme o si alguna vez me perdonaría. Me dije que no me
importaba, pero ahora tenía una pequeña grieta dentro de mí y mis
remordimientos empezaban a ltrarse a través de ella.
«Incluso el hielo más profundo acaba cediendo al fuego», me
había dicho una vez Mazarine.
Y me aparté de Phelan, incapaz de mirarlo más tiempo.
Encontré de nuevo a Nura y a Olivette, que estaban muy
animadas.
—Mira, ahí está Phelan —dijo Nura, mirando detrás de mí.
—¿Por qué no viene con nosotras? —se preguntó Olivette,
haciéndole un gesto para que se acercara—. ¿Has hablado ya con él,
Anna?
—No.
Nura intercambió una rápida mirada conmigo antes de decir:
—Voy a hablar con él.
Nos dejó a Olivette y a mí, y traté de concentrarme en la
conversación con ella, pero mis preocupaciones tiraban de mí, y vi a
Phelan hablar con Nura al otro lado de la habitación. Le estaba
diciendo algo solemne. Ella frunció el ceño, escuchando. Y entonces
miró hacia donde estábamos Olivette y yo, y pensé con certeza que
acababa de desenmascararme.
—¿Vamos a hablar con tu padre? —le pregunté a Olivette con
una pizca de desesperación, enlazando mi brazo con el suyo. Pero
apenas comenzamos a acercarnos al señor Wolfe, mis padres
empezaron a hablar con el herrero y me detuve.
—¿Qué pasa? —dijo Olivette.
—¿Conoces a esas personas? ¿Las que están hablando con tu
padre?
Estudió a mis padres. Mi padre me miró y me sostuvo la mirada
durante un tiempo demasiado largo.
—La mujer es Sigourney Britelle, una de las magas actrices más
apreciadas de la provincia. ¿Has estado alguna vez en uno de sus
espectáculos, Anna?
—No, nunca.
—Pues Phelan debería llevarte a uno pronto —comentó Olivette
—. En cuanto al hombre…, nunca lo he visto antes, pero parece que
se conocen. —Hizo una pausa y luego añadió con un toque de
enfado—: Y no deja de mirarte. ¿Quieres que le diga algo?
—No, pero gracias, Olivette. —Entrecerré los ojos hacia mi padre.
Por n dejó de mirarme con ese brillo de preocupación.
El sudor empezó a empaparme la piel y agarré una copa de
champán, con un temblor en la mano.
A continuación, observé a Imonie por el rabillo del ojo, y, cuando
la condesa caminó en un círculo abierto a su alrededor, mi temor se
convirtió en algo plomizo, que me pesaba. Su conversación no
parecía amistosa; observé sin disimulo cómo la condesa cesaba por
n el paseo depredador en torno a Imonie y movía los labios, pero
no podía leerlos desde mi posición.
¿Por qué alguien tan altiva como lady Raven invitaría a mis
padres, a Imonie y a mí? ¿Por qué invitaría a alguien como el padre
de Olivette, que trabajaba con sus propias manos y se mantenía en
las sombras? ¿Por qué invitaría a Nura y a Olivette? No le
encontraba sentido a esta cena ni a la extraña mezcla de invitados, y
eso solo aumentaba la sensación de que algo iba mal.
Nura volvió con nosotras. Me esforcé por concentrarme en ella,
esperando sentir su mirada mordaz, para que me expusiera como el
fraude que era. Nunca llegó; estaba demasiado preocupada por
Olivette. Entrelazó los dedos con ella, negros y blancos, y susurró:
—Ven, Oli. Tenemos que hablar.
Las vi retirarse a un rincón tranquilo del salón de baile. Me sentí
desnuda, alienada. Apuré el champán y decidí que me iría. Esta
noche no me deparaba nada prometedor ni bueno, y no me
importaba ofender a la condesa.
Me di la vuelta y casi me choqué con Phelan.
—¿Va a algún sitio, señorita Neven? —dijo, cordial pero frío. La
cadencia que le daría a un extraño.
—Sí. Me voy a casa. Dondequiera que sea. —Pero no me alejé. Me
paré frente a él, tan cerca que podía oler las especias de su loción
para después del afeitado—. ¿Me dejará pasar, señor Vesper? Sé que
soy la última persona que quiere ver esta noche.
—¿Ahora lee la mente?
—Sí, por tres monedas de oro.
—Parece que ya me ha vaciado los bolsillos —dijo—. Si no, le
pagaría.
—Adelante entonces, señor Vesper.
Arqueó la ceja.
—¿Adelante con qué?
—Expóngame. Revele quién soy. Por eso le dijo a su madre que
invitara a mis padres y a Imonie esta noche, ¿verdad? Vénguese de
mí y así estaremos en paz. Podemos separarnos y no tendrá que
volver a ver mi cara falsa.
Sonrió, pero no era amable. Era una mueca de dolor, como si algo
dentro de él le doliera, y se inclinó más hacia mí.
—Sé que cree que esta noche se trata de usted, señorita Neven.
Déjeme asegurarle que no es así. Y puede irse ahora si quiere. No se
lo impediré. Pero llegará a lamentar su impulsiva partida cuando
salga el sol.
—No habla más que con acertijos —dije, sin aliento por la ira—.
¿Por qué están mis padres aquí?
—Lo descubrirá muy pronto —respondió—, si decide quedarse.
Era un reto. Uno al que sabía que no me podría resistir.
La campana de la cena sonó.
Seguí la corriente de invitados hasta el comedor, y me sorprendió
que Phelan eligiera sentarse a mi lado. La mesa era larga y estrecha,
y brillaba con la vajilla na, las copas y los candelabros de plata. Una
vez que todo el mundo tomó asiento, me di cuenta de que había dos
sillas vacías.
—Más tarde llegarán dos invitados más —anunció la condesa,
como si hubiera escuchado mis pensamientos. Fue la última en
sentarse a la cabecera de la mesa, el duque a su izquierda, Imonie a
su derecha, y solo una vez que se hubo sentado, los sirvientes
entraron en el comedor llevando el primer plato.
Era una crema verde y espesa que nunca había visto antes.
También estaba fría, y no supe qué pensar de ella cuando me metí
una cucharada en la boca.
Nura y Olivette también parecían disgustadas con aquel misterio
verde. Estaban sentadas a mi izquierda y observé por el rabillo del
ojo cómo solo se comían unas pocas cucharadas de cortesía. Mi
padre, que de alguna manera había conseguido sentarse justo
enfrente de mí, se la comió toda, saboreándola.
La conversación uyó tranquilamente. Ni siquiera hice el intento
de hablar con Phelan. Él, que también solía guardar silencio, se
limitaba a contestar lo justo cuando el duque intentaba entablar con
él una conversación sobre los sueños.
Llegó el segundo plato. Otra receta extraña que no había probado
nunca, pero que parecía ser un ave asada sobre un lecho de verduras
salteadas y gachas con mantequilla, con remolacha en escabeche al
lado. No sabía cómo comerlo de forma correcta, así que observé a mi
padre, que una vez más actuó como si el plato fuera uno de sus
favoritos. ¿Eran recetas de Seren? Era demasiado tímida para
preguntarlo, pero era la única explicación que se me ocurría, sobre
todo cuando recordé cómo Imonie me había contado el signi cado
del diecisiete de noviembre para el ducado de la montaña.
Sirvieron un plato tras otro. Todos ellos eran extraños y
desconocidos, y me las arreglé durante esta cena aparentemente
interminable, agradeciendo que nadie se jara mucho en mí.
Empezaba a creer que Phelan me había engañado para que me
quedara cuando se sirvió el postre, un pudin de limón con bayas y
crema, y Phelan se inclinó hacia mí para susurrarme al oído, como se
hace con una pareja.
No me moví mientras sus labios me rozaban la mejilla.
—Algo está a punto de suceder esta noche —me advirtió—. No
debes exponer quién eres. Sigue ngiendo.
Y luego se apartó de mí, como si no hubiera pronunciado
palabras tan funestas, metiendo la cuchara en el pudin.
No obstante, mi padre nos observaba. Levanté los ojos hacia los
suyos y la tensión se relajó en su rostro. Casi como si él también
supiera lo que estaba a punto de ocurrir y lo estuviera esperando…
Las puertas se abrieron con un golpe, sobresaltando a la mitad de
la mesa.
La luz de las velas parpadeó cuando el hermano de Phelan,
Lennox, entró en la habitación. Llevaba el pelo muy revuelto, la ropa
arrugada y la corbata anudada de forma torcida, como si hubiera
llegado aquí con mucha prisa. No iba solo. Mazarine lo acompañaba.
Mazarine en su disfraz humano.
Se me fue la respiración de golpe. Mi cuerpo se tensó hasta que
sentí la mano de Phelan en mi rodilla, debajo de la mesa.
«Sigue ngiendo».
La condesa sonrió y se levantó.
—Por n has llegado, hijo mío. Y veo que has traído a nuestra
invitada de honor.
—En efecto, madre —dijo Lennox con una sonrisa triunfal—. La
señora Mazarine Thimble de Hereswith.
No podía apartar los ojos de ella. De su labio manaba un hilillo
de sangre y su pelo plateado estaba enmarañado. Era casi imposible
creer que la hubieran atado y traído a la fuerza a la ciudad. A
Mazarine, una criatura sanguinaria y peligrosa de las montañas.
Pero, en ese momento, había sido domesticada. Sus manos estaban
sujetas a su espalda.
—Quizá quieras sentarte y acompañarnos, Mazarine —comentó
la condesa—. O quizá quieras que te llamemos por tu verdadero
nombre.
Mazarine sonrió. Era aterradora, incluso con su rostro humano.
—No me sentaré a comer en tu mesa, incluso aunque hayas
intentado servir la mejor de las comidas de Seren. Llámame por mi
nombre, heredera.
Lady Raven miró jamente a la trol. La única prueba de su
disgusto fue la tensión de su mandíbula.
—Bienvenida, Brin de Stonefall. Ha pasado mucho tiempo desde
la última vez que nos vimos. Ambrose Madigan te ha protegido bien
durante la última década, pero, por desgracia, todo lo bueno debe
llegar a su n.
Mazarine escupió sobre la mesa.
Lennox le agarró un puñado de pelo y le tiró de la cabeza hacia
atrás, y me sentí obligada a levantarme hasta que Phelan me apretó
la rodilla.
Hasta mi padre me lanzó una mirada a lada. Una con la que me
ordenaba no interferir ni responder.
Yo miraba, pero mi mente se tambaleaba.
—Nos has reunido a todos, lady Raven —dijo Mazarine, Brin,
con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Por qué retrasarlo? Demuestra
que tienes razón.
La condesa levantó la mano en respuesta. Un anillo con una
esmeralda le brillaba en el dedo.
Cinco sirvientes, que habían estado de pie contra la pared, dieron
un paso adelante. Ya no llevaban bandejas, sino dagas. Y se
movieron al unísono, acercándose a la mesa.
Apuñalaron primero a Mazarine. Un sirviente le clavó la hoja en
el pecho, donde se topó con el hueso, que crujió. La trol se rio
mientras la sangre oscura corría por su vestido, mientras se le
ltraba en los enredos plateados de su pelo.
Después, a Aaron Wolfe. El padre de Olivette. No luchó ni
protestó cuando una daga le partió el corazón. Pareció agradecer el
golpe mortal, y Olivette se levantó deprisa, volcando la silla,
gritando sin parar. Su padre ni siquiera la miró. Cerró los ojos,
apenado, tranquilo. Como si ya estuviera muerto.
La sangre goteaba de su silla, acumulándose en la alfombra.
El corazón me retumbaba en los oídos.
A un ritmo desigual.
Me estremecí.
La mano de Phelan seguía cálida sobre mi rodilla,
manteniéndome rme, manteniendo mi disfraz en su sitio. Respiré
lenta y profundamente, pero el aire estaba lleno de cobre, del sabor
metálico de la sangre.
El duque fue el siguiente. Tampoco se resistió, sino que se rindió
a la hoja de la daga. Le atravesó su amplio pecho y solo suspiró,
quejándose de cómo la condesa acababa de arruinar su mejor
chaleco.
Cuando una de las dagas encontró el corazón de Imonie, estuve a
punto de levantarme de la mesa para lanzarme sobre ella y
alcanzarla. «No, no, no», repetían mis pensamientos, hasta que ella
me miró y sacudió ligeramente la cabeza. Ya había visto esa mirada
muchas veces: me estaba regañando, incluso mientras la sangre le
manchaba el vestido azul.
«Quédate ahí, Clem», leía en sus pensamientos. «Sé paciente, sé
astuta».
Y luego mi padre.
El último sirviente se acercó a la silla de mi padre. Un ruido de
angustia se me escapó cuando vi el destello de la hoja. La daga se
hundió profundamente en el corazón de mi padre con un golpe seco,
hasta la empuñadura de plata. Su sangre se precipitó hacia delante,
rápida y brillante como si una rosa le hubiera orecido sobre el
pecho. Salpicó el mantel blanco, manchando de carmesí la vajilla y
los candelabros. Contemplé la cascada, entumecida por la
conmoción, esperando sentir que se me resquebrajaba la cara como
una cáscara de huevo. Porque sentí que se alzaba, que en algún lugar
de mi interior Clem gritaba en mis huesos. Furiosa por escapar. Ser
testigo del asesinato de Imonie y de mi padre iba a destrozar mi
disfraz.
«Este es mi n». Abrí los labios, llenos de respiraciones
entrecortadas, como si hubiera corrido durante horas.
Pero mi padre permaneció erguido. Pronto su sangre se redujo y
luego cesó por completo, dejando solo una mancha roja en su
chaleco. Se sentó en su silla y respiró con el corazón atravesado. Mi
madre permaneció a su lado, con los ojos cerrados y el rostro pálido,
pero ni siquiera ella se sorprendió. No estaba protestando ni
reaccionando ante la violencia que se estaba desarrollando alrededor
de la mesa.
No podía entenderlo. Me mentalicé para ver a mi padre
desplomarse en la silla. Para dar su último aliento. Pero la daga no
tenía poder sobre él.
Mi padre no podía morir.
Olivette seguía llorando, pero Nura la sostenía entre sus brazos.
Me di cuenta de que Nura había sabido con antelación que esto iba a
ocurrir. Esto era lo que Phelan le había susurrado antes esta noche, y
Nura lo miraba ahora, furiosa y temerosa a la vez. Pero la atención
de Phelan seguía centrada en su madre, que estaba de pie en la
cabecera de la mesa, observando con tranquilidad el fallecimiento de
sus invitados a la cena.
Esperaba que Mazarine la trol, el señor Wolfe el herrero, lord
Deryn el duque, Imonie y mi padre el mago cayeran muertos. Pero
seguían respirando, sentados con sus ropas empapadas de sangre.
Esperando. Sus miradas se desviaron hacia la condesa.
Mazarine se rio, y el sonido rompió la frágil tensión de la sala.
—Has demostrado quiénes somos, lady Raven —dijo la trol—.
Ahora demuéstralo tú.
La condesa no dudó. Asió la última daga del sirviente que
aguardaba junto a su silla y se clavó la hoja profundamente en el
costado.
Sentí que Phelan se estremecía, pero no dijo nada. Debajo de la
mesa, le tomé la mano. Entrelazamos los dedos.
«La heredera», pensé, estudiando a la condesa. Y luego me
detuve en sus acompañantes, los espectros que había tenido como
cartas en mis manos. Sus acompañantes, a los que había
conmemorado pintándolos, una y otra vez, prestando su magia y su
dolor a un juego de cartas. Habían sido meras ilustraciones para mí
en aquellos momentos en los que había estado jugando una partida,
y nunca me había atrevido a creer que un día me sentaría en una
mesa con ellos, contemplando su ser maldito. Nunca había
considerado que fuera la hija de uno de ellos.
«El consejero», pensé, mirando a mi padre. «Era el consejero de la
montaña».
¿E Imonie? No estaba segura de cuál era su título entre los
espectros, pero toda mi vida había creído lo que ella me había dicho:
que su ascendencia estaba arraigada en las montañas, pero que había
nacido en Bardyllis. Nunca había imaginado que ella había formado
parte de la corte que había acabado con Seren. Que había estado allí
cuando todo se desmoronó.
Mi infancia, mi vida entera, se había construido a base de
mentiras.
—Bienvenidos, viejos amigos —dijo la condesa—. Me ha costado
años encontraros a algunos de vosotros, gracias a la magia de los
disfraces de Brin de Stonefall. Pero aquí estamos, reunidos después
de tanto tiempo separados.
—¿Qué quieres de nosotros, lady Raven? —preguntó el duque,
arrancándose la daga del pecho—. Yo estaba muy feliz en Bardyllis.
Al igual que tú.
—La felicidad nunca dura para los de nuestra especie —replicó la
condesa antes de mirar a mi padre—. El hermano gemelo de
Ambrose, Emrys, ha sufrido la maldición durante cien años en la
montaña. Lo dejamos atrás hace un siglo, el perdido de nuestra
alianza. Ha cargado con la maldición y ha recorrido la fortaleza en
las nubes como penitencia por haber matado a mi hermano, el duque
de Seren, pero ahora Emrys ha encontrado la forma de salir.
»Camina en los sueños de luna nueva, burlándose de nosotros
para que volvamos a casa. Dos veces ha herido a mi hijo, y por la
venganza de su espada, ya no tuve más remedio que reuniros a
todos para responder a su desafío. —Levantó su cáliz de vino, como
si se preparara para un brindis—. Nos dispersamos como la paja
cuando comenzó la maldición. Tomamos nuestros propios caminos y
buscamos vivir nuestras vidas tranquilas. Os perdí la pista, como
vosotros hicisteis conmigo. Pero ha llegado el momento, mis viejos
amigos. Es hora de que volvamos a casa. Es hora de que nos
recordemos a nosotros mismos y que volvamos a soñar. Que ya no
nos despertemos de un sueño frío y sin sueños. Que vivamos y
sintamos como los mortales. Que muramos cuando llegue el
momento. Porque hemos vivido ocultos y olvidados en esta
provincia durante demasiado tiempo.
Hizo una pausa y, de repente, estuve pendiente de cada una de
sus palabras. Las sentí resonar en mi alma, en las profundidades sin
sueños de mi ser.
—Es hora de que regresemos a la montaña. Es hora de acabar con
la maldición.
PARTE TRES
LA MONTAÑA
DE LOS SUEÑOS
32
M
e encontraba en las laderas de las montañas de Seren, en el
límite de la provincia de Bardyllis, saboreando la mordedura
fría del viento mientras se ponía el sol. Nuestro grupo había
tardado una semana entera en viajar desde la ciudad hasta la
frontera, pero ahora estábamos aquí, llenos de pensamientos
ansiosos y una fuerte sensación de presentimiento.
Nos acercaríamos a las puertas de la montaña al día siguiente.
Una parte de mí esperaba que las puertas nos negaran la entrada,
pero Imonie me había contado una vez que se abrirían si todos los
espectros se acercaban juntos.
Estudié la fortaleza en las nubes, esculpida en la cumbre.
Había viajado con el grupo de los Vesper, pues todos creían que
era Anna Neven. Salvo Phelan, mis padres e Imonie, con los que no
había podido hablar en condiciones desde la maldita cena con la
condesa. Tenía un papel que desempeñar e ignoré a mi familia. Pero
esa noche, cuando me encontré sola y abrazada por la oscuridad, mi
ira ardía tanto que parecía que me estaba asolando la ebre. Mentira
tras mentira, mis padres e Imonie me habían alimentado,
permitiéndome crecer bajo el engaño.
No quiero ni mirarlos.
Pero sabía que tarde o temprano tendría que hablar con Imonie y
con mi padre, al que había confundido con su hermano gemelo.
Necesitaba saber más sobre ese misterioso tío que casi me había
estrangulado durante la luna nueva, y me digné a preguntarle a la
condesa más sobre Emrys durante nuestro viaje.
—Es el hermano gemelo de Ambrose y la mente maestra detrás
del asesinato —me contó lady Raven—. Mató a mi hermano y la
montaña le hizo pagar por ello, manteniéndolo cautivo mientras los
demás nos marchábamos. Si no hubiese sido tan despiadado o, mejor
aún, si no hubiese intentado matar a mi propio hijo, sentiría pena
por él.
—¿Quién le hizo la armadura? —pregunté después. Decir que
estaba nerviosa por conocer a Emrys una vez que ascendiéramos era
quedarse corta. Solo había dejado de agarrarme el cuello cuando lo
había llamado «papá», y supuse que era porque se había dado
cuenta de que era su sobrina. Lo que signi caba que sabía quién era,
y yo no podía permitir que me expusieran como Clementine
Madigan aún.
—Aaron Wolfe se la hizo, por supuesto —respondió la condesa,
como si fuera una estúpida por no haberme dado cuenta.
Habíamos estado viajando juntas en un carruaje. Phelan y
Lennox iban en otro, ya que Phelan seguía evitándome tanto como
yo lo hacía con mi propia familia.
—¿Qué edad tenía cuando se desató la maldición, lady Raven?
—Es muy descortés preguntar eso, Anna —respondió la condesa
con seriedad, pero eso no hizo más que con rmar mis sospechas de
que llevaba un glamour que la hacía parecer mayor, al igual que mi
padre. Para aparentar más edad de la que tenía, aunque había vivido
mucho más de un siglo. De hecho, la mayoría de los espectros se
habían convertido en magos: la condesa, mi padre, el señor Wolfe.
Imonie no lo había hecho, pero, de nuevo, Imonie no llevaba un
encantamiento de envejecimiento para engañar a los incautos. Estaba
casi segura de ello.
En ese momento, me atreví a tentar a la suerte y le pregunté:
—¿Quién es la otra mujer de nuestro grupo? Creo que se llama
Imonie.
—Ah, sí, Imonie —repitió la condesa con un toque de malicia—.
Hace mucho la llamaba por otro nombre. Era mi dama de compañía
antes de la maldición. Solíamos imaginarnos cómo podríamos hacer
de Seren un lugar mejor si mi hermano dejara el trono. Y, dioses,
recuerdo… Recuerdo el día en el que me contó que le habían dejado
dos niños gemelos en la puerta de casa. No sabía qué hacer con ellos
y le dije que los llevara al orfanato y se dejara de problemas. Ya los
querría alguien. Pero no. Se los quedó, y yo sabía que crecerían y le
romperían el corazón, como suelen hacer los niños.
Uno de esos niños gemelos había sido mi padre. Y yo no me
había dado cuenta de que la mismísima condesa había dado a luz a
dos niños gemelos y que la vida tenía a veces un retorcido sentido
del humor.
—De todas formas —continuó lady Raven, aclarándose la
garganta, como si los recuerdos aún la acecharan—, Imonie se
escondió de mí mucho después de la maldición, cuando
deambulábamos por la provincia e intentábamos hacer una nueva
vida. Te recomiendo que te mantengas alejada de ella. Es tan
escurridiza como una anguila.
Aquella conversación había tenido lugar hacía días, pero aún
seguía dándole vueltas.
Suspiré y me alejé de las montañas y de mis recuerdos. Nuestro
grupo estaba montando el campamento y me dirigí hacia donde los
sirvientes de los Vesper se apresuraban a armar las tiendas. Yo tenía
una tienda propia, al igual que Lennox y Phelan, aunque la condesa
se aseguró de colocar la suya entre las nuestras. Como si tuviera que
preocuparse por algo. Phelan apenas me había mirado esa última
semana y solo me hablaba con un mínimo de cortesía. No solía
importarme la mayoría de las veces. Pero había otras, normalmente
por la noche, cuando veía que la luna comenzaba a crecer, en las que
sentía la punzada de su rechazo.
Echaba de menos lo que habíamos sido en el pasado.
Había intentado hablar con él. Una noche lo encontré de pie, solo,
a unos metros del campamento, y me acerqué a él.
—Sé por qué volviste a casa enfadado aquella noche.
Me había mirado, y yo aguardé, teniendo la esperanza de que me
hablara. De que pudiéramos arreglar esta desavenencia entre
nosotros. Por supuesto, no sabía en realidad por qué había
irrumpido en su casa y destruido la biblioteca aquella noche hace
semanas, pero podía imaginarme que aquel fue el día en el que su
madre le había contado quién era él, el hijo de un espectro, y que
estaba reuniendo a sus antiguos compañeros con la intención de
volver a la montaña.
—Puede —me había dicho antes de alejarse—. Pero no quiero
hablar de eso contigo, Anna.
Sus palabras todavía me dolían cuando las recordaba, pero
tampoco podía culparlo por estar enfadado conmigo. Me tragué ese
recuerdo y observé la primera estrella romper el crepúsculo mientras
volvía al campamento. Las tiendas estaban montadas en un círculo
con un fuego en el centro. Olivette y Nura tenían problemas
montando su tienda, hasta que Nura se rindió y la encantó para que
se erigiera. Mis padres e Imonie ya habían acampado también, e
Imonie había comenzado a cocinar la cena sobre las llamas. Y, luego,
estaba la tienda de Mazarine, a la que todo el mundo evitaba con
respeto, y la del duque.
Me dejé caer en un tronco al lado de Nura mientras ella
comenzaba a picar zanahorias para un estofado. La ayudé pelando
una patata harinosa y esperé hasta que Olivette, que se encargaba
del fuego, se levantó para buscar más palos.
—¿Has descubierto quién es quién? —le susurré a Nura.
Sabía que estaba hablando de la corte de la montaña, de los siete
espectros, y se quedó callada durante un instante, recorriendo con la
mirada el bullicio del campamento. Algunos espectros eran obvios,
pero a otros aún estaba intentando identi carlos.
—Eso creo —comenzó a decir en voz baja—. Mazarine es la espía,
por supuesto. La condesa es la heredera. Creo que la mujer que se
llama Imonie era la antigua dama de compañía de la condesa. —
Hizo una pausa para añadir las rodajas de zanahorias en una olla de
hierro fundido—. Creo que el padre de Olivette es el consejero.
Me mordí la lengua. Creía que esa era la antigua posición de mi
padre, pero seguía sin tenerlo del todo claro.
—¿Y qué hay del duque? —le susurré.
—El maestro de la moneda —dijo Nura sin dudar, y yo asentí.
—Pero lo que me pregunto —comencé, bajando un poco más la
voz mientras uno de los sirvientes de los Vesper echaba un tronco
partido al fuego— es cómo el maestro de la moneda pudo abrirse
camino hasta ser el duque de Bardyllis. Si no puede envejecer y no
nació en la familia Deryn, ¿cómo ha logrado…?
—Es un misterio —coincidió Nura—, y creo que hay algún tipo
de magia antigua en juego. El duque tiene un disfraz, por supuesto,
y Mazarine también. Tal vez ella le creara un glamour para que se
pareciera al duque real y así el maestro de la moneda pudiera ocupar
su lugar sin que nadie se diera cuenta de que había habido un
intercambio.
Me alarmó pensar que el maestro de la moneda había estado
llevando un disfraz completo, al igual que yo. Que se había hecho
pasar por una persona conocida y querida, lord Deryn. Pero eso
explicaría por qué el duque le había ordenado a mi padre vigilar a
Mazarine hace más de una década. Porque si algo le sucedía a la trol,
el disfraz del duque se desmoronaría.
Levanté con disimulo la vista de mi tarea de pelar y lo vi al otro
lado del campamento, hablando con Phelan.
—Su Excelencia le presta mucha atención a Phelan —comentó
Nura con brusquedad.
—Yo también me he dado cuenta.
Me miró.
—¿Y tú y Phelan seguís peleados?
—Sí, se niega a hablar conmigo.
—Bueno —dijo Nura, echando su segunda tanda de zanahorias
cortadas a la olla—, a veces los con ictos no se pueden resolver solo
con palabras. Otras veces se requiere un acuerdo de otro tipo. —Me
dedicó una sonrisa sagaz.
Se me escapó una carcajada.
—Genial —susurró—, ahora has llamado su atención.
—¿Me está lanzando dagas?
—Al contrario. Parece que está muy celoso de mí, como si
deseara ser él el que te hubiese hecho reír.
Le di un golpe en el brazo que hizo que soltara una carcajada.
—No te burles de mí, Nura.
—Si dudas de mí, juzga tú misma, Anna.
Lo hice, incapaz de resistirme. En cuanto mi mirada se encontró
con la suya, Phelan la desvió lánguidamente, de vuelta al duque,
como si yo no existiera.
—Ah, sí —dijo Nura, que también lo había notado—. Sin duda,
está muy enfadado. ¿Qué le has hecho, amiga?
Me centré en pelar las patatas, pensando en que si ella supiese la
verdad…, me despreciaría.
—Puede que lo haya encantado y el hechizo se haya roto.
Olivette volvió cargando un montón de ramas y las dejó caer
delante de nosotras, y no me di cuenta de que había estado llorando
hasta que Nura se puso de pie de un salto.
—¿Oli? Oli, ¿qué te ocurre?
Olivette miró a su padre, que estaba sentado en una roca cercana.
El señor Wolfe se quedó helado, a igido. Hizo un ademán de
levantarse y acercarse, pero Olivette se dio la vuelta.
—No voy a ir con él —anunció, quitándose las lágrimas de las
mejillas—. Me ha estado mintiendo durante toda mi vida. ¿Por qué
debería creer lo que me dijera ahora? ¿Por qué debería arriesgarme a
volver a la fortaleza de una montaña maldita?
—Ven, vamos a hablar. —Nura tomó con suavidad la mano de
Olivette, guiándola fuera del campamento.
Dudé hasta que vi el brillo en los ojos del señor Wolfe, y me puse
de pie y seguí a Nura y a Olivette. Me sentía más identi cada con
Olivette que con cualquiera de este campamento. Sus palabras
podían ser las mías, como si fuéramos el re ejo la una de la otra. Y
quise decirle que entendía cómo se sentía. Que mi infancia también
se había construido a base de mentiras.
Consideré la posibilidad de confesárselo todo a estas dos chicas,
que se habían convertido en mis amigas. ¿Y si abría la boca y se lo
contaba? Que era una chica llamada Clem, que había perdido su casa
y que quería que Phelan pagara por ello. ¿Seguirían con ando en mí
después? ¿Guardarían mi secreto?
«No seas estúpida», me dije.
En silencio, me acerqué a Olivette y a Nura.
—Shh, Oli. Todo irá bien —le decía Nura, abrazando a Olivette—.
No tenemos que ascender si tú no quieres.
Me pregunté si estos sentimientos de Olivette se habían
despertado al ver la montaña. Al darse cuenta de lo cerca que
estábamos de volver a un lugar que los pecados de nuestros padres
habían maldecido hacía un siglo. Verla me había hecho sentir lo
mismo. Notaba como si mi sangre estuviera cantando. Era casi
imposible dormir por la noche.
—Esta no es mi maldición —dijo Olivette con vehemencia—. Es
la de ellos. Y ahora me están arrastrando a ella, y a ti también, Nura.
¡Incluso a ti, Anna! Y todo el mundo sigue guardando muchos
secretos y nadie sabe en quién con ar ni lo que nos espera cuando
lleguemos a nuestro destino. Y yo… ¡Y yo no puedo seguir con esto!
Enterró la cara en el cuello de Nura y sollozó.
Desvié mi mirada hacia las praderas del sur. Hereswith no estaba
lejos de aquí, quizás a medio día de viaje. Estaba tan cerca de casa y,
aun así, sentía como si todo el tiempo hubiera pertenecido a este
lugar, a las laderas de las montañas.
Sabía por qué los espectros querían que Phelan, Lennox, Nura,
Olivette y yo los acompañáramos. La leyenda decía que las
pesadillas vagaban por la fortaleza en las nubes. Era el corazón de la
maldición de la luna nueva, y todos estábamos entrenados para
luchar contra ese tipo de peligros. Pero eso no hacía que fuese más
fácil soportar la incertidumbre.
Al nal, Olivette lloró hasta que no le quedaron lágrimas, con
Nura acariciándole el pelo.
—Sé que han cambiado muchas cosas últimamente, Oli —le dijo
—. Pero tu padre es una buena persona. Quizás él quería decirte
quién era, pero no sabía cómo.
Olivette estaba callada, pero la estaba escuchando.
—Y está haciendo lo correcto —continuó Nura, enmarcando el
rostro bañado de lágrimas de Olivette entre sus manos—. Él es en
parte responsable de esta maldición y ahora está regresando para
que llegue, con suerte, a su n. Y si lo conseguimos…, entonces el
ducado de Seren podrá restaurarse.
—¿Y quién reclamará el trono?
Nura hizo una pausa, pero me miró con una petición tácita.
—¿A quién te gustaría ver en el trono, Olivette? —le pregunté.
Olivette se quedó callada durante un rato, limpiándose la nariz
con la manga.
—No lo sé, pero a mí no. Yo no lo quiero. ¿Y tú, Nura?
—Yo tampoco lo quiero. No sin ti. —Nura la abrazó con más
fuerza—. ¿Pero recuerdas que una vez quisiste hacer lo mismo que
esos lunáticos, Oli?
—Dioses, no me lo recuerdes.
—Pensaste que sería una gran aventura ver la fortaleza en las
nubes. Y yo también lo pensé después de conocerte.
La mirada de Olivette se desvió hacia la cima.
—Y ahora me doy cuenta de lo tonta que fui al considerarlo.
Podríamos morir todos mañana allí arriba, en esa fortaleza fría y
oscura. He tardado todo este tiempo en darme cuenta de lo mucho
que me gusta Endellion. ¿Y qué me dices de esas clases de música
que íbamos a tomar? No me quiero morir sin aprender a tocar la
auta antes, Nura.
—No vamos a morir, Oli —le susurró Nura con una sonrisa—. Y,
cuando todo esto termine, tú vas a aprender a tocar la auta y yo, el
violín.
Decidí dejarlas unos minutos a solas y me dirigí al fuego,
mientras las estrellas se reunían sobre nosotros a medida que el
crepúsculo se hacía más oscuro. Pronto regresaron Olivette y Nura, y
me quedé con ellas en el lado del campamento de los Wolfe, aunque
me aseguré de comerme lo que habían preparado los sirvientes de
los Vesper.
Nadie habló mucho esa noche. Ni siquiera el duque, que
extrañamente había parecido el más afable de nuestro grupo de
viaje.
Continuamos mirando de manera furtiva las montañas, la
fortaleza. Estaba oscuro, no había ni rastro de vida en la piedra, y sin
embargo todos sabíamos que mi tío residía allí, recorriendo aquellos
pasillos, esperando nuestro regreso.
El perdido.
Me pregunté si nos desa aría y nos mataría cuando nos viera.
—Lady Raven —dijo al n el duque—, ya que eres la que nos ha
reunido generosamente a todos y nos ha arrastrado por toda la
provincia hasta la montaña…, ¿cuál es el plan para mañana? ¿Cómo
vamos a conseguirlo?
Lady Raven se tomó su tiempo para responder, alzando su copa
para que un sirviente la volviera a llenar con vino.
—Nos acercaremos a las puertas de la montaña mañana por la
mañana. Se abrirán, porque todos estaremos presentes. Y, luego,
subiremos y hablaremos con Emrys.
—¿Y si no quiere hablar? —preguntó el señor Wolfe—. Casi ha
matado a tu hijo, Raven. Dos veces.
—Ya sé lo que ha hecho, Aaron —espetó—. Ha atacado a Phelan
para obligarme a actuar. Eso es todo.
—Menos mal que tenemos muchos guardianes —dijo Mazarine
con ironía desde donde estaba sentada en las sombras, masticando
huesos de pollo—. Sin duda, las pesadillas se descontrolarán.
—Estamos preparados —insistió la condesa—. Todos los que nos
encontramos aquí estamos listos. No hay nada de qué preocuparse.
—Pero falta alguien en este grupo —dijo el señor Wolfe. Su
a rmación me hizo mirar alrededor del fuego. Todos estaban
presentes.
—¿De quién hablas? —preguntó Nura.
El herrero miró a mi padre.
—¿Dónde está tu hija, Ambrose?
Todo el mundo se quedó paralizado, observando a mi padre con
sorpresa o descon anza. Yo seguí con mi papel y lo miré con una
ceja arqueada.
Mi padre se comió con tranquilidad la última cucharada de su
estofado y dejó su cuenco a un lado. Imonie, que se notaba que
estaba nerviosa por el giro de la conversación, tomó su cuenco y
comenzó a lavarlo. Mi madre estaba sentada en una roca cercana,
con su larga y oscura melena luciendo un brillo azul a la luz del
fuego, con el rostro apenado.
—Eso, ¿dónde está Clementine? —preguntó la condesa—. He
oído hablar mucho de ella. ¿No debería estar aquí con nosotros? Mis
dos hijos lo están. La hija de Aaron también. ¿Dónde está la tuya?
—No sé dónde está mi hija —contestó mi padre—. Después de
que perdiéramos nuestro pueblo…, se enfadó conmigo y huyó. No
he podido encontrarla.
—¿No tienes ningún truco bajo la manga, verdad, Ambrose? —
preguntó la condesa, riéndose—. Aunque tal vez debería preguntarle
lo mismo a la señora Britelle. Ya que es una experimentada actriz.
Mi madre entrecerró los ojos.
—¿Qué está insinuando, señora?
—Que has tramado algo para que Clementine llegue a la
fortaleza después de que ascendamos y hayamos asumido todo el
riesgo y el peligro.
Mazarine resopló y masticó otro hueso de pollo. Por suerte, era la
única que le estaba haciendo caso.
Me dije a mí misma que inhalara y exhalara. Para no llamar la
atención. Pero mi cuerpo estaba tenso y creo que Nura, que estaba
sentada a mi lado, lo notó.
—Clementine no tiene ni idea de quién soy en realidad —
contestó mi padre—. Le he ocultado mi pasado. Y, cuando lo
descubra…, lo último que querrá será estar cerca de mí.
Sus palabras empañaron el ambiente del campamento. Y mi
padre se quedó mirando las llamas, como si su única hija de verdad
estuviera perdida. Pero, a través del fuego, las sombras danzantes y
la luz de las estrellas, sentí que alguien me miraba.
Levanté la vista para encontrarme con los ojos de Phelan.
Esta vez, no miró para otro lado.
33
N
o podía ascender a la montaña la mañana siguiente sin hablar
con mi padre en privado. Las preguntas me devoraban. Y
recordé las cosas que le había dicho una vez, cuando la
traición había retorcido mi corazón.
«Eres un malvado y un embustero y no quiero tener nada que ver
contigo».
Me retiré a mi tienda y esperé a que el campamento quedara en
silencio. Entonces, me camu é con sigilo y me adentré en la noche,
acercándome con cuidado a la tienda de mis padres.
Dudé un instante. Me daba miedo entrar sin avisar, porque no
estaba segura de cuál era el estado de su relación. Me había
sorprendido que mi madre decidiera acompañar a mi padre en este
viaje, dado su pasado.
Pero tal vez el amor no fuera algo fácil de olvidar, incluso cuando
se había reducido a cenizas.
Empezaba a entender por qué su matrimonio se había deshecho
hacía tantos años. Mi padre era inmortal, no soñaba, estaba maldito.
Era un mago de las montañas. Y mi madre, no. Ella era de Bardyllis,
envejecería y moriría. Ella sí podía soñar.
Pero aun así ella le había guardado el secreto.
Igual que Phelan estaba guardando el mío.
Me metí en su tienda sin mover la lona de las paredes.
Para mi gran alivio, aún no se habían ido a dormir. Pero estaban
sentados el uno al lado del otro, con unas cuantas velas encendidas a
su alrededor, que proyectaban sombras monstruosas en las paredes
de la tienda. Mi padre se sobresaltó al verme.
—Clem —dijo con voz ronca, y me llevé el dedo a los labios,
reprendiéndolo en silencio.
—Anna —replicó mi madre—, justo estábamos hablando de ti.
Respiré hondo, enterrando el resentimiento y la amargura que
orecían en mi interior. Me dije que manejaría esta conversación
como lo haría Anna, como una persona ajena y con pocas emociones,
así que susurré:
—No tengo mucho tiempo, pero tenemos que hablar, Ambrose.
Asintió con la cabeza, mirando a mi madre. Ella se levantó,
quitándose las arrugas del vestido, y dijo:
—Vigilaré por si viene alguien.
Se marchó, tocándome el hombro al salir, y yo ocupé su lugar en
el suelo, frente a mi padre.
Lanzó un rápido hechizo y sentí que su magia nos rodeaba como
si fueran plumas. Encerrándonos en la tienda, para que nuestras
voces no pudieran ser escuchadas.
—¿Qué puedo esperar cuando estemos mañana en la fortaleza de
la montaña? —le pregunté.
—No lo sé, pero imagino que mi hermano nos recibirá. —Hizo
una pausa y me miró el cuello. Estaba recordando los moretones que
habían estado allí, provocados por la mano de Emrys, y dijo—:
Lamento muchísimo que te haya hecho daño en luna nueva.
—Creía que eras tú.
Mi padre sonrió, pero con un brillo de dolor.
—Habrías sabido quién era si te hubiera dicho la verdad desde el
principio.
—Sí, habría estado bien que me hubieras dicho la verdad —
respondí, con la piel enrojecida—. Tu hermano y tú sois los gemelos
de la historia de Imonie. —Recordé su trágica historia. En ese
momento, no me había dado cuenta de que estaba compartiendo un
atisbo de su propio pasado—. A tu hermano y a ti… os crio ella,
¿verdad?
—Sí.
Estudié el rostro de mi padre a la luz de las velas: delgado y
apuesto, pero arrugado por el dolor. Me pregunté si había sido el
chico tranquilo de Imonie. El amante de los libros y el conocimiento.
O si había sido el chico salvaje. Temerario, indómito y lleno de
desafíos.
—¿Cuántos años tienes, papá?
Se echó a reír.
—Bueno, tenía veinticinco años cuando cayó la maldición. Pero
ya llevo casi ciento veintisiete años de vida.
—¿Puedo ver tu verdadero rostro?
Dudó, pero asintió. Observé cómo su glamour se desvanecía y lo
vi tal y como era, congelado en el tiempo como un hombre joven. Y,
aunque estaba preparada para la visión, seguía siendo extraño
contemplarla.
—Es uno de los hechizos de mamá, ¿no?
—Sí —contestó, y el glamour regresó—. Sin él, era incapaz de
permanecer en un lugar demasiado tiempo, por miedo a que la gente
sospechara cuando viera que no envejecía.
—¿Por qué decidiste ser el guardián de Hereswith? —le pregunté
—. ¿Querías estar lo más cerca posible de tu hermano? ¿Incluso
cuando la maldición os mantenía separados?
Se quedó callado un momento, pero frunció el ceño.
—Sí y no. Echo de menos a mi hermano. Algunos días, es casi
insoportable. Pero también me dieron la orden de proteger a
Mazarine.
—¿Fue el duque quien te lo ordenó?
—Sí.
—Lleva uno de los disfraces de Mazarine.
—Sí. Y tú lo sabes bien.
—Debe haber matado al verdadero duque sin que nadie se diera
cuenta —supuse—. Y luego hizo que Mazarine le lanzara un
encantamiento, para poder reemplazar a lord Deryn sin que nadie
supiera que había habido un intercambio.
Mi padre guardó silencio, pero vi cómo el contarle mi revelación
le suavizaba los ojos.
—¿Cómo te has visto arrastrado a esto, papá?
—El duque me encontró por casualidad hace años, aunque yo
había intentado pasar inadvertido entre la gente de Endellion. Mi
matrimonio con tu madre ya pendía de un hilo, así que acepté
cuando me ofreció Hereswith con algunas condiciones.
Ambos oímos un sonido más allá de la tienda. El canto de un
ruiseñor.
Sabía que debía ser una advertencia de mi madre, pero había
mucho más que quería preguntarle a mi padre.
—La condesa cree que estamos tramando algo —me apresuré a
decir—. Está preocupada por mi llegada. ¿Por qué?
—Porque para que la era de la maldición llegue a su n por
completo, un nuevo duque o duquesa debe reclamar las montañas y
reinstaurar una corte —respondió mi padre—. La condesa de
Amarys sin duda piensa que voy a tratar de posicionarte como
soberana. Y creo que ella tiene planes similares con uno de sus hijos.
Le aguanté la mirada, preguntándome qué veía mi padre dentro
de mí. Si veía luz u oscuridad. Si veía verdad o engaño. Si estaría a
favor de que yo gobernara o si me consideraba demasiado
imprudente, demasiado ambiciosa.
Y yo… yo no sabía lo que quería. Estos pensamientos eran
nuevos para mí, pululaban como una colmena, y no quería
considerarlos durante demasiado tiempo, por miedo a que me
superaran.
Otro canto de pájaro.
Me levanté, pero no me fui todavía, porque tenía una pregunta
más.
—Papá…, ¿por qué no puedo soñar por las noches?
—Por mí, Clem —respondió, poniéndose de pie—. Por la
maldición que corre por mi sangre. También corre por la tuya, hija.
¿Signi caba eso que las montañas poseían una parte de mí? ¿Que
yo tenía un lugar entre las nubes? ¿Volvería a soñar una vez rota la
maldición? ¿A qué lugar pertenecía en realidad?
Me sentía dividida, añorando Hereswith y mi antigua vida. Pero
esa había sido una vida construida sobre una fachada. Así que acepté
la otra mitad de mí, la que en secreto anhelaba algo nuevo y
peligroso.
Mi padre debió de leer el giro de mis pensamientos. Continuó en
voz baja:
—Has heredado la maldición, pero también algo más. También
tienes un derecho.
—¿Un derecho?
—A sentarte en el trono.
—Entonces, ¿eso es lo que quieres para mí?
—Hace apenas unas semanas quería que llevaras una vida
normal —respondió—. Una en la que pudieras dibujar, pintar,
convertirte en una maga deviah si querías. Intuí que la condesa nos
perseguía cuando sus hijos llegaron a Hereswith y luché contra ella
todo lo que pude. Intenté que no nos descubriera, para que nuestras
vidas pudieran avanzar aquí. Pero ahora todo ha cambiado. Nos han
arrastrado a este con icto centenario, y tú eres la única a la que vería
capaz de ponerle n.
Lo miré jamente.
—¿Cómo puedo con ar en ti ahora? ¿Después de todas las
mentiras bajo las que me has criado? ¿Cómo voy a creerme lo que
me estás diciendo? ¿Cómo voy a seguirte a la montaña?
Mis preguntas le hicieron daño. Angustiado, me buscó la mano.
Esquivé su contacto, con un nudo en la garganta. Hubo un aviso en
mi pecho, un doloroso roce de la piedra contra los tendones.
—Escúchame, hija. Cuando mañana ascendamos a la montaña, se
formarán alianzas. No todos vamos a sobrevivir. Si quieres unirte a
los Vesper, entonces vale, ya eres mayorcita y te sabes valer por ti
misma. Pero, si quieres reclamar el trono, tienes mi apoyo, así como
el del duque.
—¿El del duque? —Recordé cómo mi padre se había reunido con
lord Deryn una tarde no hacía mucho tiempo. Cómo su mano olía a
bergamota. Un perfume que el duque debía llevar para ocultar su
verdadero olor, ese olor a pergamino podrido.
—Durante años he protegido a Mazarine por él —dijo mi padre
—. Y ahora por n ha llegado el momento de pedirle un favor. Él te
apoyará cuando reclames el trono, si lo deseas.
Otro canto de pájaro, esta vez más insistente. No quería que viera
cómo me habían afectado sus palabras, así que le pregunté:
—¿El duque de Seren era bueno o cruel?
Mi padre nunca me había contado leyendas de la montaña
cuando era niña. Imonie lo había hecho de vez en cuando y sus
mitos habían descrito al duque como un opresor. Pero yo quería
escuchar lo que él pensaba.
—Era cruel, Clem. Un hombre doblegado por el egoísmo. Pero
eso no me absuelve de lo que hice. Lo que planeé como miembro de
su corte. Y es una razón más por la que me niego a ver a alguien
indigno tomar el trono de nuevo.
Asentí y me escabullí de la tienda. Intenté ponerme en su lugar y
en el de Imonie. ¿Qué haría yo si estuviera en la corte de una
persona cruel? ¿Matarlo era lo correcto? Me mantuve en las sombras,
deshaciendo mi encantamiento de sigilo a mitad de camino hacia mi
tienda.
Entré por la puerta de lona. Oí el tintineo de las cuentas y el
crujido de la tela, y me sobresalté al ver a la condesa de pie.
—Señora —dije, rígida por el impacto. Sentí un espasmo de
miedo por que hubiera descubierto mi cuaderno con el testimonio,
que estaba justo detrás de ella, escondido en mi bolso. ¿Qué haría
conmigo si lo leyera?
—¿Dónde estaba? —preguntó.
—Haciendo mis necesidades.
—¿Durante diez minutos?
—He tenido que caminar un buen trecho para encontrar un lugar
privado —respondí—. Sus sirvientes pululan por el campamento
como si fueran hormigas.
Se quedó pensativa durante un momento, como si estuviera
estudiando mi voz en busca de una mentira.
—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunté.
—Mi hijo y usted se han peleado —contestó de forma escueta—.
¿Por qué?
—Creo que debería preguntarle a él, señora.
—Lo he hecho y no me lo ha dicho. —Se ciñó más su manto de
piel, pero no apartó los ojos de los míos—. Lo que sea que se haya
interpuesto entre los dos…, tienen que resolverlo antes de que
lleguemos a la fortaleza mañana por la mañana.
Suspiré.
—¿De qué va todo esto en realidad, lady Raven?
—Phelan se preocupa por ti, Anna —contestó, y no pude evitarlo:
me quedé con la boca abierta, arrancándole a ella una risita—. No te
hagas la sorprendida. Cualquier tonto podría verlo.
—Cualquier tonto podría ver que apenas puede soportar
mirarme.
—Puede ser, pero conozco muy bien a mi hijo. Y, cuando se
permite mirarte, hay un océano en sus ojos —dijo la condesa—. Y no
toleraré que tú seas la causa de su desgracia.
—¿Su desgracia? Lady Raven…, pero si soy su compañera. —
Una compañera que había planeado reunir todos los trapos sucios de
su familia y publicarlos en el periódico. Una compañera que le hizo
sangrar con un estoque y se deleitó con su humillación.
No se equivocaba al dudar de mí.
—Ya ha habido compañeros que se han traicionado antes —
replicó ella—. Así que quiero que jures lealtad a mi familia. Tu
juramento cobrará gran importancia cuando mañana estemos en la
sala de la fortaleza, cuando la maldición se dé cuenta de que todos
hemos vuelto al lugar de nuestra traición.
Lo último que quería era jurarles lealtad a los Vesper.
Las palabras de mi padre resonaban en mis pensamientos: tenía
su apoyo, así como el del duque, aunque me resistía a creérmelo
todavía. Lo más probable era que también pudiera conseguir el
apoyo de Mazarine. Pero no sabía si deseaba algo de eso. Esperaba
tener una mejor idea de lo que debía hacer y de lo que quería cuando
llegara a la cima.
Mientras tanto, tenía una ventaja y no temía jugarla.
—Les juraré lealtad, lady Vesper —contesté—. Lucharé en su
nombre hasta que se rompa la maldición y se restaure el ducado de
la montaña.
—Bien, Anna. Venga, arrodíllate ante mí y haz tu juramento.
Hice lo que quería.
Me arrodillé entre las mantas y las pieles de mi cama
improvisada y extendí la mano derecha. Ella desenfundó una
pequeña daga de su cinturón y me asestó un rápido y super cial
corte en la palma. Me dolió la herida mientras pronunciaba el
juramento.
—Yo, Anna Neven de Endellion, pongo a mí misma y a mi magia
a su servicio, lady Raven Vesper, condesa de Amarys. La serviré a
usted y a su familia desde este momento hasta que la maldición se
rompa en la montaña y el ducado de Seren sea restaurado. Si faltara
a mi palabra, tiene el poder de hacerme daño de la forma que crea
conveniente y acorde con mi traición.
Ella asintió, complacida con mis palabras.
Me puse de pie y me envolvió la herida de la mano con una tira
de tela arrancada de una de las mantas.
—Lo primero que voy a pedirte es que hagas las paces con
Phelan —dijo—. Ya una vez le guardaste las espaldas en las noches
de luna nueva en Endellion. Te pido que lo hagas de nuevo.
—¿Cree que alguien de nuestro círculo le haría daño? —
pregunté.
Asintió con la cabeza, y pude percibir que estaba luchando con
sus palabras. Entre decírmelo o retener lo que pensaba. Cuando
continuó dudando, dije:
—¿El duque, tal vez?
—El duque y yo no solemos vernos muy a menudo, pero él no le
haría daño a mi hijo —respondió ella—. En quien no confío es en
Ambrose Madigan.
—¿El mago? ¿Hay alguna razón, señora?
—Sus lealtades son cuestionables —respondió la condesa—.
Antes estaba muy unido a su hermano gemelo. Eran inseparables
antes de la maldición. No me sorprendería que eligiera defender a su
hermano en lugar de restaurar el ducado.
—Lo tendré en cuenta, señora, además de velar por Phelan —
dije, y odié cómo la a rmación sobre mi padre plantó una semilla de
duda en mi mente—. Aunque su hijo tiende a guardar rencor. Y no
sé si alguna vez me perdonará.
—Ah, no me cabe duda de que lo hará —contestó.
La vi caminar hacia la entrada de la tienda, el viento nocturno
agitaba la lona mientras se marchaba.
Me quedé quieta un momento más, contemplando todos los
caminos que tenía ante mí.
Anna Neven podría haberles jurado lealtad a los Vesper. Pero la
lealtad de Clem Madigan aún estaba por verse.
34
N
os levantamos temprano, al alba, y nos preparamos para
ascender, dejando nuestras tiendas montadas, como si
fuéramos a volver pronto. Los sirvientes de los Vesper y del
duque se quedarían a cuidar del campamento. Yo no llevaba mucho:
un bolso lleno hasta arriba de mudas de ropa, manzanas verdes, una
cuña de queso, el cuaderno con las notas de mi testimonio, un tintero
y una pluma. Mi padre me había dado a hurtadillas una daga y la
tenía escondida en su funda de cuero, metida en la bota.
Caminé con el grupo de los Vesper a través de la hierba alta y
escarchada, con mi padre, mi madre e Imonie a la cabeza. Íbamos en
silencio, pensativos. Llegaríamos muy pronto a la entrada de la
montaña.
Había dos grandes puertas ante nosotros, tres veces la altura de
una mujer, en forma de arco y enrejadas con hierro. Pensé en el
tiempo que hacía que no se utilizaba el pasadizo o el elevador del
interior.
—¿Y cómo vamos a abrir estas puertas? —preguntó Lennox con
un resoplido.
—Se abrirán solas, ya que estamos los seis reunidos de nuevo.
Emrys, el séptimo, ya está aquí, por supuesto —contestó Mazarine
desde el nal de la la—. Acércate a las puertas, Ambrose.
Mi padre acortó la distancia que nos separaba de la entrada y, tal
y como había vaticinado la trol, las puertas se abrieron solas, con ríos
de tierra cayendo en cascada desde el dintel de piedra superior. La
montaña pareció retumbar, como si reconociera a la corte disuelta
que se encontraba a sus pies. Las puertas gemelas se detuvieron,
abiertas de par en par como una boca, deseosas de tragarnos. El
pasadizo estaba oscuro, y podía oler la piedra húmeda, la tierra
oscura y rica y la madera podrida.
—Mazarine —dijo la condesa de forma tajante, girando sobre sus
talones para mirar a la trol—. ¿Por qué no vas tú primero?
Mazarine resopló, pero se movió al principio de la la, pasando
por delante de mi padre y asintiendo con cortesía.
—¿Necesitas fuego? —le preguntó él, pero ella no respondió.
Se adentró en la oscuridad del pasadizo y desapareció, y nosotros
esperamos, inseguros.
—¿Deberíamos seguirla? —susurró Nura detrás de mí.
Un instante después de que lo dijera, se prendió el fuego en el
pasadizo. Las antorchas colocadas en las dos paredes se encendieron
una a una.
Seguimos el camino de Mazarine. Podía sentir la pesadez en el
aire, un aire frío, silencioso y consciente. El suelo bajo nuestras botas
estaba barrido y limpio, hecho de piedra. Las paredes a ambos lados
tenían recovecos y estaban talladas con lunas, soles y personas. Eran
las reliquias del ducado que había existido en el pasado.
Este lugar parecía una tumba.
El pasadizo daba a una habitación grande y cavernosa. Con el
tenue alcance de la luz del fuego, pude ver vagones llenos de
telarañas y cajas encima de otras cajas, apiladas en grupos. Parecía
una especie de almacén, o lo que un día había sido un mercado, y me
pareció vasto, interminable. Me quedé cerca de los Vesper, pero
recorrí con los ojos los alrededores, los techos altos que se fundían en
la oscuridad y los pilares de piedra que se alzaban como si fuesen
árboles. Seguía esperando encontrarme con esqueletos, pensando
que esto debió haber sido un pandemonio cuando la maldición se
desató.
—Ah, aquí está el elevador. —La voz de la condesa rompió el
silencio sepulcral.
Mazarine ya lo había localizado. La trol se encontraba junto a una
impecable plataforma de madera con barandillas de hierro y observó
la polea y los engranajes. Unos faroles ardían en las cuatro esquinas
del elevador, dándonos luz para poder ver.
—Todavía funciona.
Mi padre fue junto a Mazarine y examinó el funcionamiento del
elevador.
—Sí, está tal y como lo dejamos hace años. No ha envejecido ni
un solo día.
—Encantado —susurró Olivette, asombrada.
—Maldito —añadió Nura.
Mazarine levantó la vista del elevador para observarnos, con sus
ojos captando la luz del fuego como los de un gato.
—Ambrose ha sido lo bastante valiente como para guiarnos hasta
las puertas. Yo me he encargado de llevaros por el pasadizo. Ahora
es tu turno, lady Raven de Amarys. Debes ser la primera en subir al
elevador.
Vi cómo una sombra cruzaba por el rostro de la condesa mientras
fruncía el ceño, pero luego pareció cambiar de opinión y sonrió.
—Por supuesto, Mazarine. Mi familia y yo seremos los primeros
en regresar a la fortaleza. Es lo justo. Vamos, Lennox, Phelan. Y tú
también, Anna.
Los seguí hasta el elevador. Permanecía cerca de la barandilla,
pero tenía la palma de la mano resbaladiza por el sudor al pensar
que me llevaban hacia arriba, hacia la oscuridad y lo desconocido, en
este trozo de madera inestable.
El duque se adelantó para unirse de forma inesperada a nosotros.
—Yo también subiré con usted, lady Raven —anunció con
valentía.
—Qué amable por su parte, Su Excelencia —respondió la
condesa, pero oí el giro de sus palabras. No quería que el duque nos
acompañara.
—¿Estamos listos? —preguntó Mazarine.
La condesa asintió.
La trol movió una palanca de cambio y el elevador comenzó a
chirriar y a temblar. Las cadenas se tensaron y giraron a través de
una gran rueda, y entonces comenzamos a subir.
Me agarré a la barandilla y miré abajo, a mis padres y a Imonie.
Estaban observándome jamente, con la preocupación y el miedo
dibujados en sus rostros. Me estaban llevando lejos de ellos, fuera de
su vista, y sentí una punzada de ansiedad.
Aparté la vista de ellos al principio, dirigiendo la mirada hacia
arriba, hacia la oscuridad y lo desconocido.
Era una subida lenta pero constante.
Comenzamos a pasar por diferentes rellanos de piedra,
silenciosos y oscuros, pero el elevador no se detuvo. Continuamos
hacia arriba, con las cadenas sonando como si fueran latidos, y supe
que estábamos en la fortaleza, pasando las plantas inferiores. Nadie
habló, pero noté que el duque me miraba. Yo le ignoré y mantuve la
vista en el muro de piedra, esperando a que llegáramos a nuestro
destino. La oscuridad se desvaneció poco a poco a nuestro alrededor,
como si estuviéramos ascendiendo de la noche al día.
El elevador se detuvo de golpe y tropecé con Phelan. Él me
agarró del brazo para estabilizarme y no me soltó hasta que la
condesa dio el primer paso para salir del elevador y llegar al rellano
más alto de la fortaleza.
La luz del sol entraba por las claraboyas del techo. Los suelos
eran de piedra, lisos, pulidos y decorados con pequeñas joyas azules.
El rellano daba a una amplia estancia que se dividía en cuatro
pasillos diferentes.
Nos quedamos de pie bajo la luz del sol y las motas de polvo
otantes, mirando cada uno de los pasadizos, y detrás de nosotros
pude oír cómo el elevador comenzaba a bajar con un fuerte
estruendo.
—Mazarine nos ha dado una ventaja sin darse cuenta —dijo la
condesa—. Deberíamos ponernos a explorar antes de que llegasen
los demás. A ver si podemos localizar a Emrys. —Me miró—. Anna,
tú irás con Phelan. Su Excelencia y Lennox vendrán conmigo.
—¿Y si acompaño yo a Anna y a Phelan —se atrevió a decir el
duque—, ya que usted y yo conocemos esto y ellos no?
El disgusto de lady Raven era casi palpable, pero asintió al duque
y dijo:
—Está bien.
Ella y Lennox tomaron el pasillo del oeste, mientras que Phelan y
yo seguimos al duque hacia el este.
Lord Deryn y Phelan llevaban estoques enfundados en sus
cinturones y las manos en las empuñaduras mientras nos
adentrábamos en la silenciosa fortaleza. No notaba ningún peligro,
solo la tristeza y las telarañas de los recuerdos. Los vibrantes tapices
vestían las paredes, suplicando que los admirasen después de tantos
años sin espectadores.
Me detuve ante uno, cautivada por su belleza singular.
Representaba un paisaje de la fortaleza de la montaña, con vistas a
un frondoso valle. Y, cuando más miraba el tapiz, más sentía que
podía entrar en esa escena y encontrarme en un prado soleado,
acunado por las montañas…
Comencé a acercar la mano, tocando con los dedos los nos hilos
de los tejidos.
—Señorita Neven —dijo el duque, rompiendo mi ensoñación.
Me volví hacia donde él y Phelan me estaban esperando unos
pasos más allá, ambos mirándome.
—Quédese cerca de nosotros —sugirió—. No sé dónde está
Emrys y no quiero correr el riesgo de que se pierda con él.
El duque nos guio al gran salón de la fortaleza, un lugar en el que
tanto Phelan como yo habíamos estado en luna nueva, en la
pesadilla de Knox Birch. Era la escena que la condesa había pintado
en la carta del perdido.
Era raro estar en un lugar que apenas había visto antes como un
re ejo hechizado.
Pero lo reconocí. Los estandartes azules de la heráldica en las
paredes, las ventanas en forma de arco, las múltiples chimeneas, las
mesas y los bancos. El estrado. Pero faltaba el trono del duque, e
intercambié una discreta mirada con Phelan.
—Nos sentaremos aquí y esperaremos —dijo el duque, sacando
un banco de la mesa más cercana.
—¿Esperaremos a qué, Su Excelencia? —preguntó Phelan.
—A que lleguen los demás. No sé por qué tu madre piensa que
deambular por ahí es una ventaja, Phelan.
Yo tampoco entendía su razonamiento, así que accedí a sentarme
a la mesa, ansiosa por que llegaran mis padres, Imonie y los Wolfe.
Phelan se quedó de pie, demasiado inquieto para sentarse. Se
paseaba por el pasillo y el chasquido de sus botas resonaba en las
paredes.
Esperé a que Phelan no pudiera oírnos antes de hablarle al
duque.
—¿Qué se siente, Su Excelencia? ¿Al volver a casa tras tantos
años fuera?
Me miró desde el otro lado de la mesa. No pude evitar
preguntarme cómo sería su verdadero rostro.
—Es agridulce, señorita Neven. Tengo los pensamientos y el
corazón llenos de recuerdos.
Pensé en la conversación que había tenido con mi padre la noche
anterior. El duque le había ofrecido Hereswith, pero con condiciones.
Y no sabía lo que quería el duque, pero parecía que era la
competencia de la condesa. Yo tampoco me aba de ella, pero sí de
Phelan.
Con aba en él porque me estaba protegiendo, manteniendo mi
verdadera identidad en secreto por razones desconocidas.
Aunque algunas veces me imaginaba que sabía por qué, cuando
Phelan me miraba.
—¿Cuál era su posición en la corte de la montaña? —le pregunté,
y el duque me dedicó una sonrisa sin dientes.
—¿Todavía no lo ha adivinado, señorita Neven?
—Tengo mis sospechas.
—¿Y cuáles son?
—Que fue el maestro de la moneda.
Me estudió de cerca.
—¿Y no el guardia o el consejero?
—No. —Entonces recordé cuántas monedas había pagado el
territorio de Phelan para abonar su impuesto de los sueños.
«¿De verdad querría romper esta maldición?», me pregunté,
porque una vez que terminara, también lo harían las pesadillas de
luna nueva. No serían necesarios los guardianes ni el impuesto de
los sueños. Quizás el duque le había mentido a mi padre al apoyar
mi candidatura al trono.
Phelan acabó cansándose de tanto paseo y se unió a nosotros a la
mesa, sentándose a unos cuantos palmos de distancia de mí. Esto
puso n a mi conversación con el duque, y esperamos a que llegaran
los demás.
El señor Wolfe, Olivette y Nura aparecieron al n en el gran
salón, y no mucho después llegaron mis padres, Imonie y Mazarine.
—¿Dónde está la condesa? —preguntó Imonie con el ceño
fruncido.
—¿Y Lennox? —añadió Nura, dándose cuenta de que él tampoco
estaba.
—Están explorando la fortaleza —les respondí, y vi la sospecha
en la cara de mi padre.
—No deberíamos proseguir sin ellos —dijo el señor Wolfe,
pasándose las manos por el cabello ondulado—. Necesitamos hacer
los planes juntos.
Así que esperamos.
Comenzaba a preguntarme si Emrys los habría matado en algún
pasillo sombrío cuando aparecieron la condesa y Lennox, que no
llevaban sus bolsos.
—Ah, estupendo —dijo lady Raven, observándonos uno a uno—.
Estamos todos aquí reunidos.
—¿Y dónde estabas tú? —espetó mi padre.
Ella le lanzó una mirada de sorpresa.
—Estaba redescubriendo mi viejo hogar, Ambrose. Mis antiguos
aposentos están tal y como los dejé.
Mi padre abrió la boca para decir algo más, pero un golpe fuerte
robó nuestra atención. Miramos al estrado, donde una puerta oculta
se había abierto y cerrado sin que nos diéramos cuenta. Allí estaba
Emrys, mirándonos con los ojos cansados.
No llevaba su armadura encantada, como esperaba que hiciese.
Tan solo llevaba una túnica azul con lunas de plata cosidas, con unos
pantalones y una camisa oscuros debajo. El cabello castaño le caía
por la frente, como el de mi padre, y su boca era una línea rme,
también como la de mi padre. Me quedé mirándolo jamente,
asombrada por el parecido. Si mi padre se quitara el glamour de la
edad, sería difícil distinguirlos de lejos.
—Emrys —lo saludó mi padre, acercándose poco a poco al
estrado.
—Hola, hermano —contestó Emrys, contemplándolo—. Ha
pasado mucho tiempo. Y, sin embargo, mírate. Llevas una cara vieja,
como si fueses un hombre que tuviera algo que ocultar.
Mi padre echó los hombros hacia atrás, rígidos. Esta reunión
parecía tensa, fría. Tragué saliva y esperé poder pasar inadvertida
para Emrys.
—Y ya veo que has traído a tus compañeros —continuó Emrys,
mirándonos al resto. Permanecimos juntos alrededor de una de las
mesas. Nadie hablaba, y apenas podíamos respirar.
La mirada de Emrys se encontró con Imonie y se detuvo en ella.
Su madre. Imonie, que estaba callada y quieta, como si hubiese
estado esperando este momento durante años, y ahora que había
llegado…, no sabía qué hacer, qué decirle.
Se quedó en silencio, y sentí pena por ella. Quería rodear a
Imonie con los brazos y enterrar mi cara en su vestido, para olerla
como lo había hecho de niña. Ay, cómo me había querido, la nieta a
la que no podía llamar así debido a sus secretos y a los de mi padre,
pero a la que había dado mucho amor. Y ese amor me había dado
una infancia cálida y segura, a pesar del dolor de la separación de
mis padres. Ese amor me había vestido, alimentado, criado y
protegido.
No la había apreciado de verdad hasta ese momento.
Emrys abrió la boca, y esperaba que la saludara. Pero otras
palabras brotaron de ella, y sus ojos pasaron fríos por encima de ella,
hacia Phelan, hacia los Wolfe. Hacia el duque.
—Por n la corte traidora está reunida. Espero que vuestras vidas
en Bardyllis hayan sido idílicas, un sueño. ¿Has sido tú, Ambrose, el
que ha reunido y convocado a nuestros aliados para regresar?
—No, he sido yo —contestó la condesa, y con valentía dio un
paso hacia él—. Encontré a los que querían ser olvidados. A tu
hermano, por ejemplo. Además de a la espía y al maestro de la
moneda. Los tres habrían seguido así otros cien años si no hubieras
encontrado la forma de perseguir la luna nueva. Así que soy yo la
que ha respondido a tu llamada, Emrys. Hemos vuelto para acabar
con esta maldición.
—Raven —dijo Emrys, mirándola—. Tú tampoco has cambiado.
No mientas y digas que has vuelto para aliviar mi sufrimiento.
La condesa actuó como si le hubiese asestado un golpe. Su rostro
palideció y sus ojos brillaron como si quisiera apuñalarlo.
—Puede que estés buscando el trono —continuó Emrys,
señalando el estrado vacío—. El mismo que tu hermano ocupó en el
pasado como duque, antes de que conspiraras para matarlo, Raven.
—«Conspiráramos», querrás decir, viejo amigo.
Emrys solo sonrió, pero no había nada de bondad en aquella
sonrisa. Me pregunté si caminar por esta fortaleza, abandonada y
sola durante todo un siglo, convertiría un corazón en piedra, más de
lo que lo haría la antigua magia de Mazarine.
—El trono no aparecerá hasta el anochecer —continuó—. Cuando
aparezca, vuestros sueños se manifestarán. Preparaos, porque
estarán deseosos de aniquilaros.
—¿Sueños? —repitió mi padre.
—No habéis soñado desde que os fuisteis —explicó Emrys—.
Pero eso ahora ha cambiado. Estáis en la montaña donde se cometió
el crimen, donde la maldición se cernió sobre vuestras almas. Así
que vuestros sueños volverán en cuanto os quedéis dormidos. Y aquí
no hay remedios para mantenerlos a raya. Tampoco los pasillos y el
gran salón serán seguros cuando el sol se ponga. Si no deseáis
enfrentaros a las pesadillas, permaneced en vuestra habitación con la
puerta cerrada. Pero si lo que queréis es acabar con la maldición, uno
de vosotros debe romper el sueño y reclamar el trono.
Sus palabras dieron respuesta a todos mis asombros, preguntas y
temores. Soñaríamos, y nuestros sueños vagarían por el lugar esta
noche, como lo hacían en luna nueva.
¿Qué engendraría y crearía mi mente, ahora que puede hacerlo?
—Ah, y una última advertencia —dijo Emrys, levantando la
mano—. Ya no sois inmortales en estos salones. Podéis sangrar y
sentir cómo vuestra vida mengua, podéis sentir el aguijón mortal de
una espada. Sería una pena ver caer a varios de vosotros antes de
que se rompiera la maldición.
Un silencio se apoderó del grupo. Los espectros parecían
sorprendidos al enterarse de esto. Y miré con preocupación a mi
familia.
—Id a descansar —dijo Emrys—. La poca luz que os queda
debéis usarla para prepararos para esta noche. Aparecerá pan, carne
y agua por arte de magia cada noche en vuestros aposentos una hora
antes de la puesta de sol. Estoy seguro de que me encontraré con
algunos de vosotros en el gran salón cuando caiga la oscuridad.
Esperé a que el duque se levantara primero antes de ponerme de
pie, con la esperanza de permanecer oculta en el grupo. Mi padre y
la condesa volvieron con nosotros y tuve que recordarme que tenía
que seguirla a ella en lugar de a él.
La mirada de Emrys me encontró justo antes de salir del gran
salón.
Con un escalofrío, me di cuenta de que sabía exactamente quién
era.
35
E
legí una habitación al otro lado del pasillo de la de Phelan,
cerca de los grandes aposentos de la condesa. La habitación
era pequeña pero limpia, con tres ventanas, una cama con un
colchón de plumas, un armario en una esquina y una chimenea
donde ardían llamas encantadas. Deshice mi bolso, comiéndome una
de mis manzanas mientras colgaba la ropa en el armario. Me
pregunté quién habría habitado antes esta habitación mientras me
sentaba en el borde de la cama. Las mantas estaban dobladas a los
pies, y había una piel de lobo en el centro.
Intenté juzgar la hora del día por la inclinación de la luz en el
suelo y supuse que era alrededor de la una de la tarde. Y entonces
libré una batalla conmigo misma: quedarme dormida para poder
aguantar toda la noche o resistirme, por miedo a soñar.
Al nal decidí que al menos me acostaría. Me quedé mirando el
techo durante un rato hasta que empezaron a pesarme los ojos.
La cama estaba blandita debajo de mí, las mantas calientes sobre
mis piernas.
Me dormí antes de darme cuenta.
Estoy en Endellion.
Camino por las calles que vigilo con Phelan y no sé qué aspecto
tengo, quién parezco ser, hasta que paso por el espejo dorado de un
escaparate. Soy Anna en el re ejo, y me sorprende. Pongo la mano sobre
mi pecho, cubriéndome el corazón. La piedra dentro de mí se mantiene,
emitiendo una pesada permanencia. Ha crecido en mi carne; no se
puede quitar, y tampoco se agrietará ni se desmoronará.
De repente me siento perdida, dentro de mí y en las calles.
Me giro, luchando por respirar, hasta que veo la tienda de Aaron
Wolfe. Entro y camino entre las espadas, las hachas y las armaduras.
Me acerco al cinturón de armas de cuero, pero otra cosa capta mi
atención. Una na daga con una empuñadura enjoyada. Cuando la
tomo, aparece el señor Wolfe. El padre de Olivette.
—¿Cuánto cuesta la daga? —le pregunto.
—El secreto que guardas —replica.
Y sé que, si tomo la daga en la mano, me cortará y Anna se
desangrará.
El señor Wolfe desaparece y yo me quedo con la decisión de sangrar
o no sangrar.
Decido no hacerlo, y no es porque tenga miedo al dolor, sino porque
oigo el golpeteo de un yunque en la distancia. Sigo el sonido a través de
una puerta trasera, por un túnel oscuro que me hace temblar, hasta
llegar a un taller.
El señor Wolfe no está por ningún lado, pero algo reclama el centro
de la sala.
Me acerco con cautela, con una advertencia resonando en mi mente.
Es una armadura completa, erguida, esperando que alguien entre en
ella. Y a medida que me acerco… la reconozco. Es la armadura de
Emrys, la misma que lleva en luna nueva, con la que entra en las
pesadillas.
La sangre fresca gotea de ella. Veo cómo se derrama por la coraza y
se acumula en el suelo. Oigo que algo se mueve detrás de mí y me
encuentro con el señor Wolfe de pie en el umbral de la puerta,
enmarcado por la luz, mirándome con sombras en los ojos.
—¿De quién es la sangre? —le pregunto.
No responde, pero un hacha brilla en sus manos.
—¿De quién es la sangre? —le pregunto más alto.
Da un paso más hacia mí, el suelo cruje debajo de él.
Me desperté de golpe.
Había caído el crepúsculo y mi ropa estaba empapada de sudor.
No tenía ni idea de dónde estaba. No hasta que me senté hacia
delante y estudié la pequeña sala en la que me encontraba.
Temblando, salí de la cama y me calenté junto al fuego, aunque el
frío del sueño permanecía en mi mente. ¿Por qué había soñado algo
así? Precisamente con el padre de Olivette. Comí rápido unos
cuantos bocados del pan y de la carne que habían aparecido en mi
mesa, tal y como había predicho Emrys, y los regué con agua.
Me puse las botas y me senté en el borde de la cama, esperando
que llegara la noche. Fue entonces cuando me di cuenta de que había
un trozo de pergamino doblado en el suelo, como si lo hubieran
colado por debajo de mi puerta.
Me levanté y lo recogí, descon ada, hasta que reconocí la letra de
Imonie.
«Sé pacien , sé as t ».
Sonreí, recordando cómo me decía esto cada luna nueva. Pero la
calidez del recuerdo se desvaneció cuando me di cuenta de lo que
me estaba diciendo.
No hagas que te maten, Clem.
Tomé la daga que mi padre me había dado y me paseé por la
habitación, anticipando lo que iba a venir.
Se hizo más de noche.
Preparada, me acerqué a la puerta, pero mis dedos se detuvieron
en el pomo de hierro. ¿Y si era mi sueño el que se materializaba en el
gran salón? No debería haberme permitido dormir este primer día.
Ya había fallado en la parte de ser astuta del mensaje de Imonie.
Me adentré en el pasillo con esos pensamientos, vislumbrando a
Phelan más adelante, que avanzaba a grandes zancadas a través de
la luz de las velas hacia el gran salón.
No me sorprendió descubrir que se aventuraba al encuentro de lo
que la noche nos ofrecería, pero sí me pregunté cuántos de nosotros
lo haríamos. Seis éramos guardianes, pero eso no signi caba que
todos vagaríamos por la fortaleza, buscando lo que podría ser
nuestra propia pesadilla.
Lo seguí por los pasillos sinuosos, pasando puerta tras puerta,
tapiz tras tapiz.
Sin embargo, cuando llegué a la entrada del gran salón, me
quedé atrás, oculta en las sombras. Tenía una panorámica clara de la
sala y podía ver a Nura y a Olivette iluminadas por la luz del fuego
mientras se paseaban, esperando a que apareciera el sueño. Sentía
que Phelan estaba cerca, pero ya no podía verlo.
Me quedé en las sombras, con la pared de piedra áspera y fría
contra mi espalda.
—No me sorprende encontrarte aquí —dijo Phelan, su voz
emergiendo de la oscuridad a mi derecha.
—Lo mismo podría decir de ti.
Permanecimos juntos en un incómodo silencio, lo bastante cerca
como para percibir al otro, pero lo bastante lejos como para no tener
la posibilidad de tocarnos.
—¿Has dormido esta tarde? —me preguntó.
Más bien lo que quería decir era que si había soñado.
—Sí —contesté—. ¿Y tú?
Se quedó callado un momento y luego dijo con voz ronca:
—Sí, yo también.
Otra ronda de silencio. Observé cómo Nura y Olivette se
cansaban de pasear por el gran salón y optaban por sentarse en el
borde de una mesa. No habían dormido, podía ver el cansancio en
sus rostros.
—¿Va a venir tu hermano a luchar esta noche? —le pregunté.
—No lo sé.
«Pues deberías», pensé, mordiéndome el interior del labio. No
deseaba ver a Lennox tomar este ducado y devolverle la vida. Pero
no me cabía duda de que él se creería el mejor candidato.
Estaba abriendo la boca para decir algo sarcástico cuando sentí
una ráfaga de aire. Phelan estaba en las sombras conmigo y nuestros
brazos se rozaron mientras susurraba:
—Anna.
Nunca había dicho mi nombre falso de esa manera, con urgente
asombro. Y enseguida supe por qué, cuando vi el sueño que se
manifestaba en el gran salón.
Era yo caminando por las calles de Endellion.
Me detuve ante el espejo de un escaparate, para mirar mi re ejo.
Ese era mi sueño.
El calor se extendió por mí como la ebre. La morti cación y el
pavor se desplegaron en mis pensamientos, y por un instante solo
pude quedarme de pie y mirar impotente cómo mi pesadilla se
apoderaba de la sala. Y entonces empecé a correr hacia delante, pero
Phelan me detuvo.
—Espera —siseó en mi pelo.
Me quedé helada hasta que recordé que el padre de Olivette
aparecía en el sueño como una fuerza siniestra. Y Olivette estaba en
el gran salón, observándolo todo con los ojos muy abiertos.
Me aparté y Phelan me dejó ir.
Entré en el gran salón, adentrándome en mi propio sueño.
Era como pisar un río, uno que se hacía más profundo a cada
paso. Las corrientes me arrastraban hacia mí misma, esta aterradora
copia de carne y hueso de Anna. ¿Qué haría ella si llamara su
atención, si nuestros ojos se encontraran? ¿Qué haría yo?
Me sentí aliviada de no haber tomado esa daga enjoyada, de no
haber expuesto mi verdadero yo. Nada en este sueño me delataba
como Clem, aunque sí hacía referencia a mi secreto y levantaba
sospechas sobre el padre de Olivette.
Casi habíamos llegado al nal del sueño. La armadura brillaba y
goteaba sangre.
—¡¿Papá?! —gritó Olivette, mirando jamente al señor Wolfe,
que sostenía el hacha.
Sabía que ella estaba atrapada en este sueño al igual que yo,
luchando por distinguir lo que era real y lo que era fantasía. Vio a su
padre y pensó que era él de verdad, que llegaba para ayudar a
combatir la pesadilla.
—¡Olivette! —la llamé, apresurándome a cerrar la brecha entre
nosotras. Mis amigas no conocían este sueño como yo. Yo era la
única que tenía ventaja.
El sonido de mi voz atrajo la atención de Anna y del señor Wolfe
en el sueño. En el momento en el que me miraron, me sentí
abrumada. Caí de rodillas, aturdida como si me hubieran golpeado
en la cara.
Nura fue la única que respondió.
Lanzó un hechizo defensivo mientras el señor Wolfe se acercaba
con el hacha. Su magia se arqueó con una luz azul, dejándole una
marca en el pecho. El herrero retrocedió, pero no cayó. Esto despertó
su ira y se movió más rápido.
—¡Espera, Nura! —gritó Olivette—. ¡Podría ser él!
—Este no es tu padre, Oli —contestó Nura, lanzando otro
hechizo para frenarlo.
Podía sentir mi pulso en mis oídos mientras me levantaba.
Olivette gritaba y la magia de Nura bullía en el aire,
chamuscando las ropas del señor Wolfe, quemándole la piel. Pero él
continuó presionándonos, blandiendo el hacha.
Nura lo bloqueó con un hechizo e intentó arrancarle el hacha de
las manos. Su magia rebotó y la hizo retroceder unos metros.
Aterrizó con agilidad sobre sus pies a varias mesas de distancia, y vi
la tensión en su rostro mientras Olivette intentaba hablar con el
fantasma del señor Wolfe.
—Papá, baja el hacha —dijo ella.
Él se movió.
Olivette jadeó y se echó hacia atrás, levantando un escudo
mágico, pero el lo de la hoja le cortó el antebrazo que tenía
levantado. Nura se lanzó por encima de las mesas, enseñando los
dientes, y volvió a golpear al señor Wolfe con más fuerza. El señor
Wolfe se tambaleó, lo que le dio tiempo a ella para ayudar a Olivette
a incorporarse y ponerla a salvo fuera de su alcance.
Entonces, apareció Phelan. Se enfrentó al herrero para que Nura
pudiera seguir retirándose con Olivette, que lloraba, con el antebrazo
dejando un rastro de sangre en las losas.
Todos estábamos tan distraídos por el ataque del señor Wolfe que
nos habíamos olvidado de Anna.
Miré hacia donde la sombra de mí misma seguía junto a la
armadura ensangrentada. Vi el brillo dorado en el pecho de Anna, la
joya que llevaba al cuello.
Yo era la clave para acabar con este sueño. Mi corazón de piedra
era la debilidad, la ruptura. Había que romperlo, y en cuanto me di
cuenta de ello, Anna comenzó a marcharse del gran salón.
La perseguí.
No me di cuenta de que Phelan me había seguido hasta que
estuve a punto de salir por la puerta lateral por la que Anna había
desaparecido. Sentí que su magia me rodeaba, frenándome.
—Espera —jadeó, llegando a mi lado. Su magia se a ojó y me
giré para mirarlo—. Déjame ir contigo. Déjame cubrirte.
Consideré la tentación, porque cuanto más me daba cuenta de
que tendría que asestarle una herida mortal a mi fantasma, más
fuertes eran mis reservas. Pero, cuando miré a Phelan…, supe que él
también lucharía por herir a este re ejo de mí.
—Ayuda a Nura y a Olivette a llegar a su habitación y cierra la
puerta —le dije—. Rápido, antes de que el señor Wolfe las alcance.
Iré allí después de haberle puesto n a esto.
Mis palabras calaron hondo entre nosotros.
Miramos al estrado, donde había aparecido el trono del duque,
iluminado por un chorro de luz de luna. Emrys estaba de pie junto a
la regia silla, como observador, mientras la noche se desarrollaba. Su
rostro era como el mármol, ilegible, pero nos miraba a Phelan y a mí,
además de a Nura, a Olivette y al señor Wolfe. Contemplando y
esperando a ver si este sueño se rompía.
Me escabullí del gran salón; Phelan no me siguió esta vez.
Los pasillos eran fríos y oscuros, con tan solo unos puntos de luz
parpadeantes de los candelabros. Seguí el rastro que Anna había
dejado para mí, el sonido de sus botas sobre el suelo de piedra, el
destello de un movimiento al doblar esquina tras esquina. Me estaba
guiando hacia el interior de la fortaleza, hasta el corazón de la
montaña. En mi sueño, me había sentido perdida. Y esa sensación
volvió a a orar en mi interior.
Debí haberla estado persiguiendo durante una hora, por todos
los rincones de la fortaleza.
Atravesé la oscura cocina, los polvorientos almacenes, la armería,
donde las espadas, las ballestas y los escudos colgaban de la pared,
brillando en la penumbra. Atravesé una biblioteca con interminables
estantes de libros mohosos. Atravesé habitaciones y aposentos
abandonados desde hacía mucho tiempo.
Me detuve en el pasillo principal, pensando que estaba a punto
de llevarme de vuelta al gran salón. Me quedé parada,
desconcertada. Estaba por rendirme cuando ella apareció al nal del
pasillo, esperando a que la siguiera.
Ya no corrí más. Caminé, lo que me dio la oportunidad de sacar
mi daga de la bota. Deslicé el acero para liberarlo de su funda de
cuero y lo sostuve en la mano, siguiendo a Anna hasta unos
espaciosos aposentos.
Supe de inmediato que se trataba de los aposentos del duque de
Seren.
La luna se estaba poniendo, pero los últimos resquicios de luz
plateada entraban por las puertas abiertas del balcón. El viento
suspiraba, agitando las cortinas. Anna se detuvo ante una extraña
marca que había en el suelo entre nosotras. Era ancha y oscura.
Sangre vieja que se había secado hacía tiempo.
—Aquí es donde ocurrió —me dijo, encontrando mi mirada—.
Donde asesinaron al duque de Seren. Donde se lanzó la maldición.
Su hermana siempre creyó que ella era la verdadera heredera, no él.
Y cuando urdió un plan para deshacerse de su hermano, otros seis
miembros de la corte se unieron a ella, sin imaginarse lo que su
despiadada conducta provocaría.
La joya dorada brillaba en su pecho. Dejé escapar un largo
suspiro, la daga se me resbalaba de la mano.
—¿Por qué me has traído aquí? —le pregunté.
—Porque necesitas verlo —respondió—. Necesitas pisar el mismo
suelo donde se cometió el crimen.
—¿Fue mi tío el que mató al duque?
Decidió no responder. Apenas pude distinguir su rostro, el que
me había dibujado meses atrás.
—Dicen que el duque era un hombre cruel —comenté.
—¿Exculpa eso a la corte del asesinato que tramaron? Puede que
lady Raven fuera la que dijera la idea en voz alta, pero ya vivía en los
otros seis corazones.
Me quedé callada.
—Adelante —se burló de mí cuando mi vacilación continuó—.
Acaba conmigo y haz que todo termine.
—Actúas como si no fueras parte de mí —dije. Mis manos
temblaban, para mi desgracia.
Ella sonrió.
—Por supuesto que soy parte de ti.
La pesadilla de Knox Birch me vino de repente a la mente. Había
querido reclamar el trono de Seren y había acabado con su mujer y
con sus hijas para conseguirlo. Se había rebanado el corazón y no se
había dado cuenta hasta después, cuando la sangre manchó el suelo,
cuando pudo concretar su deseo a un coste impensable.
«Pero no hay otra manera», pensé. Había que vencer al sueño
para poder reclamar el trono y romper la maldición. Y me pregunté
si la codicia brillaba en mis ojos como una película mientras me
preparaba para atravesar el corazón de Anna. Me pregunté si había
que convertirse en un monstruo para acabar con la maldición.
Me acerqué un paso más. En un momento, estábamos solas ella y
yo. Al siguiente, una mano áspera me tiró hacia atrás. Choqué con el
amplio pecho de alguien y la punta de una daga se me clavó en el
costado, justo debajo de las costillas. Un poco más de presión y me
atravesaría.
Me quedé helada cuando Lennox me siseó en el pelo:
—¿Creías que te iba a dejar ser la vencedora aquí, Anna? Ya te
derroté una vez y puedo hacerlo de nuevo con facilidad. ¿De verdad
te crees que eres la que está destinada a romper la maldición? Tú,
una muerta de hambre que nunca mereció ser guardiana con alguien
como mi hermano. Ni siquiera deberías estar aquí.
No respondí. Pero pensé en el pasado, cuando me había
derrotado en Hereswith. Cuando me había robado mi casa, y todo
porque yo había dudado.
Miré jamente a la fantasmal Anna, cuyos ojos se deslizaban
hacia Lennox mientras me sujetaba con violencia contra él. Detrás de
ella, las puertas del balcón estaban abiertas, como si las hubieran
dejado así un siglo atrás. El sol empezaba a salir, las montañas eran
del color incandescente del oro.
Y me atreví a darme la vuelta y girarme, arriesgándome a la daga
que tenía clavada en mi costado. Me cortó el vestido; sentí que la
hoja me mordía la piel, pero olvidé el dolor mientras le lanzaba un
hechizo repelente con una precisión mortal.
Lennox salió despedido, lanzado hacia el otro lado de la
habitación. Se estrelló contra la pared y, por un momento, pensé que
lo había matado. Solo sentí una pizca de remordimiento.
Se deslizó hasta el suelo con una mueca, sus ojos brillaron con
furia mientras cargaba de nuevo. Esquivé el hechizo que me lanzó,
bailé sin esfuerzo alrededor del fuego verde que creó y nos
encontramos en un choque que nos robó el equilibrio.
En el suelo frío y manchado de sangre, luchaba por frenarlo.
Porque se arrastraba para llegar a Anna, y era una carrera para
romper la pesadilla antes de que lo hiciera el sol. La luz se acercaba
cada vez más a través de la ventana y de las puertas, y yo enseñé los
dientes y arrastré a Lennox por el tobillo hacia mí. Entre los
forcejeos, me pareció ver el brillo de los huesos, acechando bajo la
cama del duque. Como si hubieran arrastrado un esqueleto debajo
de ella.
Lennox estaba aturdido, pero luchó contra mí hasta que lo
desarmé. Arrojé su daga lejos y sostuve mi hoja en su garganta.
—Anna —susurró, temblando de repente—. Anna, piensa en
Phelan. Llegará a odiarte si me haces daño.
—¿Si te hago daño? —me burlé.
—¿Acaso quieres matarme?
Lo miré jamente, pero por el rabillo del ojo vi cómo la luz del sol
se acercaba a donde se encontraba Anna. Se estaba volviendo
transparente, a punto de desvanecerse.
—¿Sabes que le he jurado lealtad a tu madre? —le pregunté,
presionando mi daga más en su cuello, solo para ver cómo se
retorcía debajo de mí. Dejó escapar un grito cuando brotó una gota
de sangre—. ¡Idiota! Estoy luchando en nombre de tu familia, pero si
te vuelves a interponer en mi camino…, no dudaré en acabar
contigo.
—Vale, vale —jadeó, levantando las manos—. Suéltame,
¿quieres?
A nuestro alrededor, la habitación se iluminó. Polvo, telarañas y
la pátina de los recuerdos. Las sombras dieron paso a la luz.
Anna suspiró. Se convirtió en una brizna de humo, victoriosa. La
pesadilla se me había escapado de las manos.
Y seguíamos sin haber roto la maldición.
36
N
o podía parar de temblar.
Tomé una capa de piel de mi habitación y me la até fuerte al
cuello antes de llamar a la puerta de Olivette. El cansancio
pesaba como una cruz a cuestas, y esperé a que alguien respondiera.
Oí murmullos dentro del dormitorio y, luego, descorrieron el cerrojo
y Nura abrió la puerta.
—¿Anna? —preguntó, mirando por detrás de mí.
—Soy yo —le con rmé, y me dejó pasar.
Olivette estaba sentada en la cama. Phelan estaba delante de una
de las ventanas, enmarcado por el amanecer, y el señor Wolfe estaba
avivando el fuego.
Todos me miraron cuando entré. Me detuve, sintiendo la
vulnerabilidad como una quemadura. Casi no podía mirar al señor
Wolfe a los ojos.
—¿Cómo estás, Olivette? —pregunté con voz ronca.
Ella levantó el antebrazo que tenía vendado.
—Estaré bien, Anna. No ha sido nada grave.
—Solo ha necesitado veinticinco puntos —añadió Nura sin
rodeos.
—Y gracias a los dioses que pudiste coserlo sin problemas —
contestó Olivette igual de tajante. Intuía que las dos habían
discutido, pero lo más importante era que Nura casi había
presenciado el desmembramiento de su compañera.
—¿Podemos asumir que no ha vencido al sueño? —preguntó el
señor Wolfe.
—Por desgracia, he fallado. —Sentí la mirada de Phelan desde el
otro lado de la habitación, pero no levanté la vista hacia él.
—¡No has fallado, Anna! —gritó Olivette.
Ay, la dulce Olivette, que solo ve lo bueno de las personas. Le
sonreí, pero se me quedó una mueca de dolor en la cara.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —le pregunté, ansiosa por
borrar de mi mente la mancha de mi sueño.
—¿Puedes preparar una tetera de té de la nada? —preguntó
Olivette, y yo reí.
—Me encantaría. —Supongo que la carne, el pan y el agua una
vez al día estaban bien, pero no podía negar que me moría por
tomarme una buena taza de té fuerte.
—Eso es lo que quiero en cuanto me vaya de esta montaña —
a rmó Olivette con un suspiro—. Una tetera con nata y miel. Y unos
pastelitos de arándanos.
Me di cuenta de la expresión de preocupación que cruzó el rostro
de Nura mientras miraba a Olivette. Puede que nos quedemos en la
montaña durante un tiempo.
—Señorita Neven —el señor Wolfe llamó con amabilidad mi
atención—, ¿puedo hablar un momento con usted en privado?
Asentí, pero se me encogió el estómago mientras seguía al padre
de Olivette hacia el pasillo.
—Nura y Phelan me han contado los detalles del sueño —
comenzó, tartamudeando—. Siento que debo disculparme con usted,
señorita Neven.
Dejé de andar para poder mirarle.
—No, señor Wolfe, por favor, no se disculpe. El sueño fue mío.
Usted no tiene la culpa.
Suspiró, apurado por creerme. Me imaginé que había sido
horrible ver a su hija arrastrada a una habitación, llorando y
sangrando por una herida que le había hecho su fantasma.
—Puede ser, señorita Neven —dijo el señor Wolfe—. Pero había
algo de verdad en él.
Me pregunté si estaba insinuando mi secreto: el precio de esa
daga enjoyada. Y entonces me acordé de la armadura.
—Usted forjó la armadura que Emrys usó para pasearse durante
la luna nueva —a rmé.
Asintió.
—Sí, hace mucho tiempo. Pero la inspiración siempre ha venido
de la traición. Comencé a servir al ducado como guardia, pero en mi
interior me vi atraído por otras cosas, sobre todo por los hechizos de
metamara. El transformar una cosa en otra. Mi padre era herrero, y
como no tenía otra habilidad más que proteger y vigilar, aprendí a
fabricar armaduras y armas. No tardé en unirme al círculo íntimo de
Raven, tan solo porque su hermano el duque quería que creara más
y más armas que a mi juicio eran peligrosas y un error. Y Raven era
la única lo su cientemente poderosa como para protegerme de los
caprichos sanguinarios de su hermano.
»Me pidió que hiciera una armadura encantada. Los siete que
queríamos que el duque desapareciera habíamos formado una
alianza y lo echamos a suertes para ver quién le daría el golpe de
gracia. Y quien fuera el elegido llevaría la armadura para proteger su
identidad y a sí mismo de cualquier magia que el duque pudiera
lanzarle a modo de defensa. Así que empecé a forjarla y pensé que
todo el plan iría bien, pero ninguno de nosotros tuvo en cuenta lo
lentos que nos haría la armadura. Y para matar al duque… había que
ser rápido.
»Terminé la armadura, pero nunca llegamos a usarla. La dejé en
un armario de la armería del castillo, bajo llave. Me olvidé de ella
cuando todo se vino abajo, cuando hui a Bardyllis.
Me quedé en silencio, pensando en sus palabras. Visualicé la
habitación del duque, la mancha de sangre en el suelo. Los huesos
bajo la cama. Y quise saber quién había matado al duque.
—¿A quién le tocó? —le pregunté.
El señor Wolfe apartó la vista, como si no pudiera soportar
mirarme a los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—¿A quién le tocó asesinar al duque?
—A Emrys.
I
monie había deslizado otro mensaje por debajo de mi puerta.
Lo encontré en cuanto me desperté de mi sueño vespertino,
todavía cargado de los sueños de Hereswith.
Esta vez, había escrito: «¿El maestro de la moneda?».
Me quedé quieta y me pregunté por qué me lo había enviado. Me
planteé ir a verla; ella y yo aún teníamos que hablar. Pero sabía que
era demasiado peligroso para mí relacionarme con ella, sobre todo
desde que había unido mi destino al de la condesa. Y me estremecía
cada vez que me imaginaba preguntándole a Imonie por qué me
había mentido todos estos años. Sinceramente, sabía cuál sería su
respuesta: para proteger a mi padre y la vida que había construido
en Bardyllis.
Para protegerme a mí, hasta que llegara el momento de decirme
la verdad.
Quemé su mensaje, como había hecho con el del día anterior. No
podía arriesgarme a tenerlos tirados en mi habitación, y mientras
observaba cómo el pergamino se convertía en ceniza, me di cuenta
de lo que intentaba decirme.
Ella quería que yo tomara el trono. Y debía estar dudando del
acuerdo del duque, el maestro de la moneda, con mi padre para
apoyar mi candidatura.
Me lancé el encantamiento de sigilo y recorrí los pasillos, con la
vista puesta en encontrar al duque. Al nal lo localicé en el jardín de
la fortaleza, serpenteando entre la maraña de arbustos. Me situé
detrás de las puertas del patio y lo observé a través de los cristales de
las ventanas. Se detuvo para contemplar la asombrosa panorámica
que se extendía más allá de los muros del jardín: un paisaje de la
ciudad montañosa de Ulla, construida en hileras de casas de piedra.
Abandonada y vacía ahora, con la naturaleza dominándola.
Necesitaba hablar con él, pero no podía hacerlo al aire libre,
donde la condesa nos podría ver.
Me apresuré a ir a los aposentos del duque. La puerta estaba
cerrada con llave, pero la abrí con facilidad con un hechizo. Me
acomodé en una silla desde la que tenía una clara vista de la puerta,
con mi encantamiento de sigilo aún ocultándome, y esperé.
Un cuarto de hora después, se abrió la puerta.
El duque entró en la habitación, sin darse cuenta de mi presencia.
Si hubiera estado más atento, habría notado la extraña arruga en el
papel de la pared. Una ruptura en el patrón. Pero, para mi suerte,
estaba demasiado preocupado.
Le di un momento para cruzar la sala. Se detuvo ante el espejo y
se miró. Desde mi posición, solo pude captar la mitad de su
verdadero rostro en el re ejo. Era viejo. Mucho más viejo que su
disfraz. Tenía el pelo largo y plateado, la cara pálida y arrugada
como un pergamino. Tenía una cicatriz en la frente y una barba que
le cubría la cara, brillante como la escarcha.
Suspiró.
Comprendí una parte de ese sentimiento, y observé cómo se
dirigía a la mesa en la que estaba la comida, mientras se servía un
vaso de agua.
La copa estaba a medio camino de sus labios cuando mi voz
rompió el silencio.
—El agua está envenenada, Su Excelencia.
El duque se sobresaltó.
Dejó caer la copa y la vi romperse, el agua inofensiva se derramó
por el suelo. Deshice mi encantamiento mientras él se giraba,
encontrándome al instante sentada en la silla contra la pared.
—Señorita Neven —dijo, y de alguna manera se las arregló para
sonar contento de verme. Aunque se le daba muy bien ngir—, me
ha tomado por sorpresa.
—Perdón, Su Excelencia. Creí que era mejor prevenirlo.
—¿Y quién pretende envenenarme? —preguntó, mirando el
charco.
—Se lo diré, pero solo si responde con sinceridad a dos de mis
preguntas primero.
Se rio, un sonido profundo y fuerte.
—Muy bien, señorita Neven. Venga, ¿por qué no toma asiento y
así podemos compartir el poco pan y la carne que me quedan, a
menos que también estén envenenados?
Me levanté y me uní a él en la mesa, pero rechacé su invitación.
—Su comida es segura, pero no tengo hambre.
Asintió con la cabeza, pero pareció dudar antes de partir el pan
integral.
—Haga su primera pregunta, señorita Neven.
Esperé hasta que hubo tomado un bocado.
—¿Quiere que la maldición de la luna nueva termine?
—Pues claro que sí —respondió, pero lo dijo demasiado rápido
—. Las pesadillas ya nos han perseguido bastante en Bardyllis. Mi
pueblo está cansado de ellas. Son un gran inconveniente cada mes.
—¿Aunque el impuesto de los sueños le llene las arcas?
Entornó los ojos hacia mí, pero le dio otro bocado al pan.
—Ese impuesto no solo sirve para mejorar la tierra, sino que
también paga a magos como usted, señorita Neven. ¿O es que quiere
hacer un trabajo tan peligroso gratis?
—Los guardianes merecen ser pagados —contesté—. Pero el
impuesto de los sueños es excesivo e innecesario.
—Supongo que eso signi ca que está a favor de romper esta
maldición, señorita Neven —a rmó—. Aunque eso suponga perder
su profesión y sus ingresos.
—Sí, estoy a favor de romperla —respondí.
Nunca me había imaginado que me encontraría en la tesitura de
acabar con la maldición de la luna nueva, y el duque tenía razón: ver
cómo se rompía me cambiaría la vida. Pero yo quería que el ducado
de la montaña fuera restaurado. Quería que el reino sanara. Quería
que mi padre e Imonie volvieran a sentirse menos como espectros y
más como humanos.
Quería hacer algo más que luchar contra las pesadillas, luna tras
luna, atrapada en un ciclo vengativo.
—Entonces eso resuelve su primera pregunta —dijo—. Haga la
segunda.
—¿A quién apoyará como nuevo soberano?
—Ah, por n hemos llegado al meollo de la cuestión —dijo el
duque, y como para hacer hincapié en ello, clavó el tenedor en la
carne asada—. No es algo fácil de responder, señorita Neven. Hay
muchos factores en juego.
—¿Como cuáles?
Masticó, y supe que se estaba dando tiempo para formular su
respuesta.
—Creo que a los miembros de la corte original se nos ha dado
nuestra oportunidad y la hemos desaprovechado, ¿no cree? Estoy a
favor de que uno de los hijos gobierne.
—¿Lennox, Phelan u Olivette?
—Falta alguien más.
—¿Quién?
—La hija de Ambrose. —El duque cortó otro trozo de carne—.
Clementine Madigan.
—Qué nombre más extraño —musité.
El duque se limitó a arquear la ceja y a comerse la carne asada.
—¿Y bien? —dije—. ¿Dónde está esa chica?
—Ya oyó a Ambrose la otra noche en el campamento. Ha
desaparecido.
—Entonces no es candidata al ducado —respondí simplemente
—. Así que no deberíamos contar con ella. ¿A quién, de los tres
presentes, apoyaría?
—Usted también podría tomar el trono, señorita Neven. Ya
hemos hablado de esto antes. No hace falta reclamar el trono para
gobernar Seren, aunque ayuda a obtener aprobación y protección.
Y fue entonces cuando me di cuenta de lo que yo quería y lo que
no. Miré al duque y le dije:
—No quiero gobernar.
—Pues muy bien —suspiró y soltó el tenedor—. Ya sabe lo de mi
inversión.
—Habla de Phelan. —Que era una persona, no una suma de
dinero. Pero mantuve ese comentario entre mis dientes.
—Phelan se quedará con Bardyllis. Solo necesito su rma en los
papeles para considerarlo o cialmente mi heredero.
—¿Lennox y él son sus hijos?
El duque no pareció escandalizarse por mi descarada pregunta.
Se limitó a sonreír y contestó:
—No es la primera que se lo pregunta. Pero no. No lo son.
—Debe tener algún acuerdo con la condesa —dije, y observé
cómo le cambiaba la expresión. Fue solo un cambio mínimo, pero
su ciente para informarme de que había tocado alguna bra sensible
—. Y ese acuerdo debe haberse forjado hace mucho tiempo, porque
parece que no se ven muy a menudo ahora.
—La condesa siempre ha sido ambiciosa —respondió—. La
conozco de toda la vida. Al nal, solo toma decisiones que sirven a
sus intereses. Que Phelan sea duque es una de ellas, porque su
madre piensa que es su hijo más débil. Cree que puede manipularlo
y gobernar a través de él. Y ya ve…, ella siempre ha querido
gobernar. Nunca superó el insulto de que su hermano fuera
considerado más apto para ser duque y no ella. Desde entonces,
ansía el poder.
—Entonces, ¿a quién cree que la duquesa quiere ver gobernando
las montañas? —me atreví a preguntar—. Era ella la que estaba tan
interesada en que esta maldición se rompiera.
—Mi querida niña —dijo el duque, y me tendió la mano—, la que
quiere gobernar las montañas es ella misma. Siempre lo ha hecho.
Un siglo no ha cambiado su ambición.
Deslicé la mano lejos de su agarre.
—Pero la pesadilla debe romperse antes de que ella pueda
reclamar el trono.
—Y sus dos hijos son guardianes, ¿no? —dijo—. Hará que Phelan
y Lennox venzan al sueño y reclamará el derecho a gobernar.
Me quedé callada por un momento. Y luego pregunté:
—¿Quiere verla reinar?
—Ya le he dicho que creo que nuestra corte ha tenido su
momento.
—Entonces, ¿apoyaría a Olivette Wolfe? ¿O a Nura Sparrow?
Se echó a reír.
—Olivette ha dejado muy claro que no quiere tener nada que ver
con las montañas. Es de Bardyllis hasta la médula. En cuanto a su
compañera…, me temo que no sé mucho sobre ella como para decir
si la apoyaría o no.
No se equivocaba. Notaba que Olivette estaba incómoda aquí.
Ansiaba volver a Endellion. Y notaba que Nura también. No me
parecía correcto cargarles con tanto peso y responsabilidad ahora, no
cuando Olivette aún estaba sorprendida por los secretos de su padre
y había sido herida por una pesadilla. No cuando las dos chicas
habían dicho tan abiertamente que no lo querían.
—¿Le disgusta Lennox? —preguntó el duque.
Hice todo lo posible por mantener mi rostro neutral.
—Él no es al que me imagino para las montañas.
—Pero a Phelan, sí.
—Sí.
El duque suspiró.
—Como le he dicho, señorita Neven, él…
—Se quedará con Bardyllis —terminé la frase—. Y Bardyllis es
una provincia bien establecida. Cualquiera podría ser formado y
entrenado para ser soberano, para heredar su tierra cuando llegase el
momento. Pero en el caso de Seren no es así. Su gente ha estado
dispersa durante cien años. Su fortaleza ha sido abandonada. Su
corte está disuelta y maldita. —Hice una pausa, esperando que mis
palabras hicieran mella en el duque. En el maestro de la moneda—.
No sé cuánto tiempo ha estado disfrazado, lord Deryn. Ni siquiera sé
su verdadero nombre y no se lo voy a preguntar. Pero quiero que
considere liberar a Phelan de Bardyllis y apoyar su candidatura al
trono. Dice que es su heredero, y, sin embargo, su sangre es de las
montañas, no de las praderas ni de la costa. Esta fortaleza fue su
primer hogar, Su Excelencia. Recuerde de dónde viene.
Estaba pensativo, escuchando. Me pregunté si sería fácil de
convencer, si seguiría siendo el al trato que había acordado con mi
padre o si cambiaría de bando. Sabía que mi acción más sabia era
dejar que considerara lo que le había dicho.
Me levanté de la mesa.
—Tómese el resto del día para re exionar —dije—. Pero, si decide
unirse a mí para apoyar a Phelan, venga al gran salón al atardecer y
alce su copa hacia mí.
—Lo consideraré, señorita Neven —respondió con una
inclinación de cabeza—. Ahora, dígame. ¿Quién la ha enviado a
envenenarme?
Empecé a caminar hacia la puerta, pero me giré para mirarlo por
última vez. Pude ver su verdadero re ejo en el espejo. El de un
hombre viejo y astuto.
Pero a este juego podíamos jugar los dos.
—La condesa, por supuesto —contesté, y me marché sin decir ni
una palabra más.
38
A
nocheció.
Comencé a prepararme para esa noche. Me lavé la cara y me
trencé el pelo, ocultando los mechones castaños. Me puse una
falda de cuadros, una blusa limpia y un corpiño negro anudado por
encima. Las prendas con las que me sentía más cómoda. Me subí las
medias por encima de las rodillas y me puse las botas, con la daga
metida en su escondite, y luego me comí el tentempié que apareció
en la mesa. Pan de centeno, gallina asada y agua, que aún estaba fría
porque provenía de un arroyo de la montaña.
Fui una de las primeras en llegar al gran salón esa noche.
Los hermanos Vesper estaban allí, apoyados en una de las mesas
de caballete. Traté de no mirar a Lennox, pero se me desviaron los
ojos hacia Phelan. Él ya me estaba observando; respiré hondo tres
veces antes de apartar la mirada, caminando por el pasillo.
Cada minuto que pasaba aumentaba mi preocupación. La posible
manifestación del sueño de Phelan era la raíz de mi desvelo, pero
también existía la posibilidad de que los sueños de mis padres, de
Imonie o incluso los de Mazarine me expusieran. No sabía si habían
soñado conmigo o no, y eso me inquietaba.
En cuanto pensé en mi padre, apareció en el gran salón, vestido
con sus mejores galas y preparado para la lucha. Compartí una
mirada fugaz con él y, después, nos ignoramos.
Nura y Olivette no vinieron, y supuse que esa noche
descansarían, a salvo en su dormitorio.
Observé cómo se desvanecía el último rayo de luz a través de las
ventanas y me sorprendí al ver que el duque entraba en la sala, tal y
como le había pedido. Llevaba una copa de agua en la mano y se
acercó a Phelan y a Lennox e intercambió unas palabras con ellos.
Quizá solo hubiera venido a burlarse de mí. Pero, entonces, el
duque se encontró con mi mirada desde el otro lado del gran salón y
levantó su copa hacia mí.
Le respondí con una inclinación de cabeza, junto antes de que se
fuera.
Parecía que las alianzas no estaban grabadas en piedra.
Phelan se dio cuenta de nuestro intercambio, pero solo porque no
dejaba de prestarme atención. Y no pude evitar jarme en cada uno
de sus movimientos a cambio. Las prendas le sentaban como un
guante: los pantalones beis y las botas hasta las rodillas, un chaleco
bordado con las fases de la luna, un corbatín, una chaqueta de frac
negra y un estoque enfundado en el cinturón. Llevaba su cabello
oscuro suelto, como a mí me gustaba.
Para mi sorpresa, la condesa fue la siguiente en entrar en el gran
salón. Llevaba un vestido negro como la tinta con una piel que le
cruzaba el cuerpo en diagonal, ceñido al talle con un cinturón de oro.
Portaba una daga en la cadera. Me preguntaba por qué estaría allí,
ya que era maga, pero no una guardiana, y me fui al lado de Phelan
después de que Lennox dejara su sitio en la mesa.
—¿Va a luchar tu madre esta noche? —le pregunté.
—Su intención es mirar —respondió Phelan—. Pero tu… —Se
sobresaltó de repente, aclarándose la garganta—. Veo que el señor
Madigan va a unirse a nosotros.
—Sí —dije, manteniendo la voz baja—. He oído que fue un gran
guardián en el pasado.
—Seguro que todavía lo es —contestó Phelan con amabilidad.
—Phelan —susurré, y quise preguntarle si él reclamaría el trono
en caso de que se rompiera el sueño esa noche. Él era la esperanza
para las montañas, porque Olivette y Nura no lo deseaban, Lennox
no era nada honrado y yo estaba llena de contradicciones y de
mentiras. Pero perdí el valor y las palabras se marchitaron dentro de
mí.
Él aguardó, pero su madre se acercó a nosotros y se rompió el
momento.
—Ah, me alegro de verte esta noche, Anna —me saludó la
condesa.
—Sí, lady Raven —le contesté—. Como de costumbre, estoy lista
para luchar junto a Phelan.
Sonrió, pero la calidez no le llegó a los ojos.
—¿Puedo hablar contigo, hijo? ¿Allí, con tu hermano?
Phelan soltó un suspiro suave, uno que sabía que expresaba su
reticencia, pero acompañó a su madre al otro lado del gran salón,
donde estaba Lennox.
Observé a los tres, que estaban conspirando en un rincón
sombrío, y a mi padre, que se paseaba solo por el pasillo. Y luego
estaba yo, atrapada entre los dos, llena de esperanzas, dudas y
planes propios.
La noche llegó al n. Las sombras del salón se suavizaron hasta
que se encendieron las chimeneas con llamas encantadas, arrojando
corrientes de luz a lo largo del suelo.
El trono tardó un poco en materializarse en el estrado. Pero, una
vez que apareció, Emrys llegó y se colocó al lado, como un
magistrado de la corte, y la pesadilla no tardó en manifestarse.
Noté cómo el gran salón cambiaba, mudando sus mesas, bancos
y estandartes heráldicos. Los suelos se convirtieron en mármol
blanco con toques de azul; las vigas de madera se hundieron para
convertirse en bóvedas y arcas. Los candelabros aparecieron,
brillando con hojas de plata y velas.
Reconocí el lugar. Era el salón de baile de la mansión de la
condesa en Endellion.
Miré al otro lado de la sala para ver a lady Raven. Tenía el rostro
desnudo y los ojos muy abiertos por el miedo.
Era uno de sus sueños.
Me quedé atrás, en el borde, y observé.
La condesa fantasma se encontraba en el centro del salón de baile
y, junto a ella, había un hombre alto y esbelto, con un cabello oscuro
y denso. Me recordó a Phelan y supe que era su hermano, el duque
de Seren. El mago que había maldecido a esta corte y a la luna
nueva, cuyos huesos brillaban ahora bajo su lecho.
La condesa fantasma se sobresaltó al verlo.
—¿Qué haces aquí, Isidore?
—¿No te alegras de verme, hermana? ¿Ni siquiera en sueños?
Se quedó callada, pero vi cómo recorría su cinturón, buscando la
empuñadura de la daga.
Isidore se dio cuenta y sonrió, sin ningún temor.
—No puedes matarme en este reino.
—No pretendía hacerlo.
—Y, entonces, ¿por qué tienes sangre en las manos? —preguntó.
La condesa miró hacia abajo y vio que se había manchado de
sangre el vestido. Levantó las manos y le temblaron mientras le
goteaba la sangre de los dedos y se acumulaba en el suelo en un
charco de unos centímetros de espesor.
—¿Vemos a toda la gente a la que has matado y con la que
quieres acabar? —dijo Isidore, y, con un movimiento de la mano,
hizo que aparecieran más personas en el salón de baile.
Había diez víctimas en total, contando al duque de Seren, y no
conocía a ninguna de ellas, pero el aire se tensó cuando miraron a la
condesa, la mujer que había planeado sus muertes. Y entonces vi un
destello de cabello rojo, largo, suelto y salvaje, mientras una chica se
abría paso en el salón a través de la sangre.
Sentí una punzada en el costado cuando le vi la cara.
Era yo.
Clem.
Y no sabía por qué estaba en el sueño de la condesa. No hasta que
me acerqué al duque de Seren y la verdad se hundió en mí como una
espada.
La condesa planeaba matarme.
Miré alrededor de la pesadilla, buscando a Phelan. No podía
encontrarlo entre el brillo extraño de nuestro entorno, pero quería
más que nunca contemplar su rostro en ese momento. Ver si se había
enterado de los planes de su madre.
Cualquier cosa que el sueño tuviera reservada se alteró, porque
Lennox se acercó y caminó entre las víctimas, con su estoque
desenfundado y la mano levantada, lista para lanzar hechizos.
«Debería haber aguardado más», pensé con los dientes apretados.
Ahora había interrumpido la pesadilla y esta seguía su propio curso
reactivo. Nunca sabría cómo terminaba el sueño de la condesa en
realidad, si había conseguido matarme.
Pero quizá no importara. Lennox estaba centrado en Clem, se
abrió paso entre las víctimas para llegar hasta ella, y me di cuenta de
que llevaba la joya dorada en el cuello, al igual que Anna la noche
anterior. La debilidad era yo y mi corazón de piedra, y me aguanté
una maldición, enfadada porque los sueños parecían empeñarse en
exponer mi secreto.
Phelan apareció, siguiendo a su hermano.
—¿Qué estás haciendo, Lee?
Lennox se paró y lo miró por encima del hombro.
—Ella es la llave para romper este sueño. ¿No lo ves?
Phelan miró a Clem. Sus ojos eran oscuros y estaban llenos de
anhelo, y me pregunté en qué estaría pensando él mientras
observaba a mi fantasma.
Clem estaba en silencio y pálida, clavada en el sangriento suelo
como una estatua. La visión de su quietud me puso nerviosa, y di un
paso más hacia el sueño.
—Sabes que esta no es ella —se burló Lennox, sintiendo el apego
de su hermano, y se preparó para atravesarle el pecho a Clem con la
punta del estoque.
—¡Espera, Lee! —Phelan se abrió paso entre la multitud, que
comenzó a girarse hacia él. La apariencia pací ca del salón de baile
se hizo añicos, y Phelan no tuvo más remedio que desviar su
atención para defenderse.
Mi padre dio un paso adelante, entrando en la pelea. Le vi abatir
a una de las víctimas de la condesa con un rayo de luz. Y luego cortó
al duque de Seren por la mitad, sin ningún remordimiento, e Isidore
jadeó, convirtiéndose en humo.
La condesa debía haber estado esperando a que derrotaran a su
hermano, porque al n intervino, con el rostro enrojecido por la
morti cación de ver su sueño expuesto. Ignoró a su propio fantasma
y la violencia que se desataba y sacó la daga de su cinturón.
—Mátala —ordenó a Lennox, haciendo un gesto con la cabeza
hacia Clem.
Volví a desviar los ojos hacia Clem y me envolví el cuerpo con
energía, preparándome para impedir que la condesa rompiera el
sueño. Observé a mi propio fantasma en el reino de los sueños, que
seguía de pie, dócil y apacible, y me pregunté si iba a caer en
silencio, si me iba a limitar a quedarme allí, sin hacer nada, mientras
Lennox me atacaba.
Lennox desenfundó su espada, preparándose para atacar a Clem.
Y ella esperó a que él comenzara a atacar, con el estoque brillando
por la luz. La Clem fantasma movió la mano de una forma
terriblemente familiar, un movimiento que yo había hecho miles de
veces, y su magia atrapó la hoja antes de que pudiera atravesarle el
pecho. El estoque se sometió a ella, doblándose sobre sí mismo para
clavarse en su portador, y Lennox abrió mucho los ojos sorprendido,
emitiendo un grito cuando su propia arma le perforó el hombro.
Qué placer sentí en ese momento.
Me quedé en las sombras y observé con satisfacción cómo Clem
chasqueaba los dedos y lanzaba a Lennox hacia atrás. Aterrizó en el
suelo con un gemido, con el estoque aún clavado en el hombro, y
maulló de dolor, con la sangre empapándole la ropa.
La condesa se volvió con los ojos desorbitados, mirando a su hijo
y a Clem.
—¡Phelan! —gritó con un chillido agudo—. Ven y remata esto.
La ropa de Phelan estaba destrozada. Tenía sangre salpicada en el
chaleco y en las manos, aunque no creía que fuera suya. Tenía el pelo
revuelto, con mechones oscuros enmarcándole la cara. Dejó de
luchar, y me di cuenta de que estaba cansado al ver cómo curvaba
los hombros hacia dentro. Debían de dolerle las antiguas heridas.
—Ven aquí —dijo la condesa de forma más tajante, y él obedeció.
Phelan se dirigió hacia ella con paso pesado. Mi padre seguía
luchando contra los fantasmas que aún quedaban en el sueño, pero
su atención ahora estaba dividida entre el combate que estaba
llevando a cabo y la visión de Phelan acercándose a su hija.
—Vamos —le mandó lady Raven—, tienes que vencerla.
Phelan se quedó mirando jamente a Clem, con la respiración
entrecortada. Levantó su estoque, apuntándolo al corazón, a esa
promesa de oro. El punto débil de la pesadilla.
Se quedó inmóvil en esa postura, pero le temblaba el brazo.
Poco a poco, bajó la espada y dijo:
—No puedo hacerlo.
—Sí, sí que puedes —le animó su madre—. Solo es un fantasma.
Sea cual fuere el poder que tiene esa chica sobre ti…, ahora es el
momento de liberarte, Phelan.
Dio un paso más hacia Clem, incapaz de apartar la mirada de
ella.
«De mí», pensé, y una advertencia resonó en lo más profundo de
mis huesos.
Me moví en silencio, acercándome. La sangre me empapó el
dobladillo de la falda. Se ondulaba a mi paso y, sin embargo, nadie
se dio cuenta de que me estaba aproximando. Nadie excepto mi
padre, que había terminado de matar al resto de los fantasmas del
sueño y le faltaba el aliento.
No estaba segura de lo que podía esperar de Clem, si trataría a
Phelan con la misma consideración que a Lennox. Se me encogió el
estómago cuando Phelan le tendió la mano con suavidad.
Vi el cambio en su expresión, el brillo frío de sus ojos. No había
amor, ni perdón, ni piedad en ella. La venganza había devorado esas
partes de ella, dejándola hueca, y ahora estaba vacía, totalmente
vacía. Sentí un eco de ese vacío cuando Clem se preparó para
golpear a Phelan, reuniendo su magia.
Se puso rígido e inhaló una bocanada de aire, dándose cuenta un
instante demasiado tarde.
Pero yo no.
Me lancé hacia delante y pronuncié un hechizo. Mi magia se
interpuso entre ellos, absorbiendo la mayor parte de la fuerza que se
había dirigido a Phelan. El choque de mi interferencia nos sacudió a
los tres y retrocedimos unos pasos mientras nuestros alrededores
retumbaban en respuesta. Se formó una grieta en el suelo y la sangre
empezó a drenarse a través de ella, llenando el salón de baile con un
sonido de goteo perpetuo.
Recuperé el equilibrio y me alejé unos pasos, con dolor en la
mano. Vi cómo Clem enderezaba de igual forma su grácil cuerpo. Se
le enredaba el pelo castaño en la cara como una red. Recordé esa
sensación y casi podía sentirla en mi propio rostro. Y entonces sus
ojos se encontraron con los míos por encima de la grieta, la sangre,
las sombras y la luz del fuego; y sonrió, como si hubiera estado
esperando que yo apareciera todo este tiempo.
—¡Anna! —gritó aliviada la condesa—. Gracias a los dioses,
querida. Remata lo que mis hijos no pueden. Rompe este sueño,
Anna, y te recompensaré en exceso.
Apenas le presté atención. Estaba centrada en Clem. Pasé por
encima de la grieta del suelo, a su rango de ataque. Nos rodeamos la
una a la otra, siendo presa y depredadora, chica y fantasma. Yo era
ambas cosas, pero no me sentía ninguna de ellas. Mis emociones
estaban enmarañadas; mis sentimientos fríos y cálidos, entrelazados,
irradiando un entumecimiento en mi pecho muy agradable.
¿Cómo iba a derrotarla? Conocía su arsenal de hechizos. Al igual
que ella conocía el mío.
Clem se detuvo abruptamente al n.
Al igual que yo, como un espejo de sus movimientos.
Por encima de la na inclinación de su hombro, vi el estrado
detrás de ella. El trono, reluciente como si estuviera tallado en hueso,
y Emrys de pie a su lado, observándome con una diversión perversa.
Entonces, la condesa se cruzó en esa vista, esperando en las escaleras
del estrado. Me di cuenta de que se estaba posicionando. De que en
cuanto rompiera este sueño, ella reclamaría la soberanía de las
montañas.
Y por nada del mundo… quería postrarme ante ella. No quería
verla sentada en ese trono.
Le sostuve la mirada a Clem y supe que veía cómo uían mis
pensamientos. Mi deseo de que ella venciera al sueño.
Asintió y levantó la mano hacia lady Raven. La condesa se cayó
con un grito. Se quedó postrada en las escaleras, congelada. ¿La
habría matado mi fantasma?
No había tiempo para cuestionarse cosas. Clem se giró y le lanzó
un hechizo a Lennox, aunque este seguía retorciéndose en el suelo,
herido. Quedó inerte como un muñeco de trapo, con las
extremidades extendidas.
«Phelan», pensé, y entré en pánico. Di un paso hacia él y el
hechizo de la fantasma me pasó rozando la oreja. Le dio de lleno en
el pecho y vi con los ojos muy abiertos cómo un reguero de sangre
comenzaba a brotarle de la nariz. Cayó de rodillas, con la mirada ja
en mí. Fui lo último que vio mientras caía al suelo.
Y luego mi padre, que era rápido, pero no lo su ciente si la
pesadilla era su hija. Podría haber golpeado a Clem, podría haber
roto el sueño. Pero dudó y ella se aprovechó de ese momento. Él se
cayó como un castillo de naipes.
Me quedé mirando asombrada su cuerpo inconsciente. También
le goteaba sangre de la nariz.
Intenté convencerme de que era solo un sueño, de que no estaban
muertos. Pero me invadió una ola de devastación y el dolor me
recorrió desde el pecho hasta el cuello. Como si me hubieran
marcado. Siseando, me toqué la garganta. Las yemas de los dedos
me trazaron unas marcas lisas, incrustadas en la piel.
—El trono es tuyo, puedes tomarlo —dijo Clem—. Te lo
concederé solo a ti.
Me quedé mirándola. Antes de darme cuenta, la golpeé con un
hechizo, apuntando a su corazón. Se fundió en humo, en el olvido, y
me di cuenta, con las piernas temblorosas, de que acababa de vencer
a la pesadilla.
Dirigí los ojos hacia el estrado. Hacia el trono, donde Emrys
seguía esperando. Me extendió la mano, invitándome a ocuparlo.
Di un paso hacia él. De repente, era todo lo que podía ver, todo lo
que deseaba. Caminé a través de la sangre, pasando por encima del
cuerpo de la condesa, y subí, subí para tomarlo. Todas las cosas que
podría hacer, todas las cosas que podría cambiar.
Mi ambición se vio interrumpida por Emrys, pues su mirada
parpadeaba más allá de mí, como si alguien más hubiera entrado en
el gran salón. Me detuve en los escalones, con una advertencia
recorriéndome la piel. Alguien me estaba siguiendo.
Me giré para ver quién era y me encontré con el borrón de un
escudo que se balanceaba para derribarme. El dolor brotó en mi
cráneo y estalló detrás de mis ojos.
Y caí. Caí en lo más profundo de la oscuridad.
Era un lugar pací co, en el que la oscuridad me retenía como si
fuera un ancla. Pero, cuando comenzó a entrar la luz, me encontré
con un mar de extrañas sensaciones.
Unos dedos fríos me recorrieron la cara. Unos dedos fríos me
recorrieron el cuello, cubriéndome la garganta.
Un coro de voces gritó un nombre que no despertó nada dentro
de mí.
—¿Anna? ¡Anna!
Un jadeo rompió la débil conmoción, diciendo:
—No, déjame que la lleve yo. Es mía.
Unos brazos me llevaron arriba, hacia las nubes. Abajo, hacia las
profundidades de la montaña. Una piel suave, una cama y el crepitar
del fuego. El olor a pino y a hierba de la pradera.
—Clem.
Era Phelan el que intentaba despertarme.
Sentía que tenía la cabeza partida en dos. El pecho me lloraba de
dolor.
—Saca la daga —le susurré, pero no podía abrir los ojos ni decirle
dónde me dolía.
—Clem.
Me alejé de él y de sus manos, bajando a un lugar donde ni
siquiera los sueños podían llegar.
39
C
uando desperté, mis recuerdos estaban revueltos.
Volvía a ser por la tarde, pero la luz era gélida y estaba teñida
de azul, como si se estuviera gestando una tormenta más allá
de las ventanas. Estaba tumbada en una cama de pieles, con Phelan
cerca de mí. Observé cómo su pecho subía y bajaba mientras
dormitaba. Poco a poco fui encajando las piezas y recordé lo que me
había llevado hasta aquí, a estar encerrada en su habitación con un
fuerte dolor de cabeza.
En cuanto me moví, se despertó.
—Tranquila, Clem.
—Quiero incorporarme —grazné, y él me levantó. El mundo me
dio vueltas y luché contra una oleada de náuseas, acomodándome
contra el cabecero de madera—. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?
—Varias horas. —Phelan se apartó de la cama para avivar el
fuego de la chimenea y servirme un vaso de agua. Me lo acercó, y
tomé largos y ávidos sorbos—. Ya es cerca del mediodía, aunque la
nieve di culta saber qué hora es.
Miré por la ventana, impresionada por la inquietante belleza de
la nieve al caer. Observé su danza durante un momento más, hasta
que levanté la mano para palparme la parte posterior de la cabeza.
Había un bulto considerable, oculto en mi pelo alborotado.
—¿Quién te ha herido, Clem? —preguntó Phelan.
—No fue la pesadilla —respondí—. Alguien me atacó.
No le dije que había subido para ocupar el trono. O que había
pasado por encima de su madre, que yacía boca abajo, para hacerlo.
Entonces, recordé el borrón de madera y acero, justo antes del
impacto. No había sido un hechizo lo que me había atacado, sino un
escudo. Algo del mundo físico. ¿Había sido el duque? ¿O había sido
alguien como el señor Wolfe?
Mis sospechas me conmocionaron. Quien me había dejado
inconsciente no quería que la maldición terminara; de ser así, habría
tomado el trono, en lugar de dejarlo vacío hasta que el sol saliera y la
silla se desvaneciera junto con Emrys, a la espera de que la noche
volviera a aparecer.
Phelan estaba callado. Su silencio atrajo mis ojos hacia él, y me
estudió con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurre?
—Estás cambiando, Clem.
—¿Qué quieres decir? —Mi corazón dio un vuelco nervioso,
como si él percibiera las sombras que se acumulaban en mi interior.
Pero se limitó a sentarse en el borde de la cama y a acariciarme el
pelo.
—Ahora tienes más mechones castaños en el pelo. Y tu cuello…
—Me recorrió la garganta con los dedos—. Las cicatrices de las
branquias han vuelto.
Tragué y toqué las lisas cicatrices.
—He visto cómo mi fantasma os atacaba a ti y a mi padre, y
pensé que ambos estabais muertos.
Phelan apartó la mano de mí.
—No muertos, pero sí en un doloroso sueño. No creo que me
importe volver a encontrarme con tu fantasma pronto.
Me estaba tomando el pelo, pero tenía la cara demasiado rígida
para sonreír.
—¿Sabías que tu madre quiere matarme, Phelan?
—No, Clem. Te juro que no sabía que ella quería verte muerta. Y,
aunque lo hubiera sabido, si me hubiera contado todo el alcance de
sus planes, nunca te habría expuesto ante ella.
Quedé absorta en mis pensamientos ante sus palabras. «Nunca te
habría expuesto ante ella».
Lo miré, vi la esperanza aplastada y la angustia en sus ojos.
—Pero me dijiste que siguiera ngiendo. Has guardado mi
secreto como si fuera tuyo, manteniendo esta farsa junto a mí. Así
que debes haberte dado cuenta de que planeaba hacerme daño, o si
no, no habría importado que yo fuera Anna.
Se tapó la boca con la mano por un instante, como si estuviera
sumido en sus pensamientos, pero, cuando volvió a encontrar mi
mirada, vi que había dado en el clavo.
—Clem…
—Dime la verdad, Phelan —insistí—. Estoy harta de que la gente
me mienta. Y si no puedes ser sincero…, no podremos seguir siendo
compañeros.
Inspiró hondo.
—Entonces que no haya más mentiras entre nosotros, Clem.
Sabía que ella quería vigilaros a tu padre y a ti después de que os
fuerais de Hereswith. Me dijo que os encontrara. No sabía por qué y
no la cuestioné. Pero debería haberlo hecho. No sabía que quería
hacerte daño, no hasta que me contó todos sus planes.
—El día que llegaste a casa y destrozaste la biblioteca.
—No vas a dejar que lo olvide, ¿verdad? —replicó con una leve
sonrisa. Pero la alegría se desvaneció cuando continuó—: No podía
soportar que te pasara nada. Sí, te dije que siguieras ngiendo, y yo
mismo lo he hecho también, porque no me importan los planes de
mi madre.
Su voz contenía un temblor, uno que me hizo pensar que le latía
el corazón en la garganta. Y entonces se bajó de la cama y se
arrodilló.
—Una vez me dijiste que me pusiera de rodillas ante ti y te
pidiera perdón —dijo—. Este soy yo diciendo que lo siento, por todo
lo que te he hecho, por todo el dolor que te he causado, por no
haberte dado más opción que recurrir a los planes más descabellados
para aliviar el daño que te he causado. No merezco tu perdón, pero
es esto lo que busco, para poder permanecer cerca de ti.
Debí haberme quedado mirándolo durante un largo e
insoportable momento, porque susurró mi nombre. Me moví del
colchón y me senté en el borde de la cama ante él, con los pies
tocando el suelo. Seguía teniendo miedo de hablar, pues incluso su
nombre podría romperme, y tomé su cara entre las manos.
Phelan me rodeó con los brazos.
—Dime qué quieres que haga —dijo—. Dime que me vaya y lo
haré.
Deslicé los dedos por su pelo.
—Quédate —susurré.
Me besó las cicatrices brillantes que tenía en el cuello. Trazó con
los dedos la curva de mi espalda mientras me besaba las clavículas,
hacia abajo, donde mi corazón palpitaba en una danza de carne que
intentaba separarse de la piedra, y la piedra estaba decidida a
mantenerse rme.
Fuera lo que fuere lo que estuviera por venir esta noche, esperaba
que fuera el nal. Porque no sabía cuánto tiempo más podría
aguantar este disfraz.
—¿Por qué quiere matarme tu madre? —le pregunté, para apagar
las llamas que ardían entre nosotros.
Phelan se echó hacia atrás para poder mirarme. Puso las manos
en mis caderas, con un toque cálido y posesivo.
—Eres una amenaza para ella.
—¿En qué sentido?
—Eres la hija de Ambrose Madigan. La sobrina de Emrys
Madigan. La sangre de las montañas corre por tus venas. —Hizo una
pausa, pero sus ojos oscuros midieron los míos—. Eres una fuerte
candidata para reclamar la soberanía de Seren.
Resoplé.
—Pues al igual que Lennox y que tú. Y también Olivette.
—Mi madre no ve a Olivette como una amenaza.
—¿Estás seguro, Phelan? Quizá deberías advertir a Nura.
Apretó los labios, pero asintió.
—Sí, tienes razón. Debería advertirles a ambas. Pero el señor
Wolfe es leal a mi madre. Ella le dio favor y protección en la época
anterior a la maldición y no me lo imagino volviéndose contra ella
ahora. No me cabe duda de que apoyará a mi madre cuando reclame
el trono.
—¿Y tú? —respondí—. ¿Apoyas a tu madre?
—No.
«Este es el momento», pensé. El momento en que le decía a quién
querría ver devolviéndoles la vida a estas montañas.
Llamaron a la puerta.
Phelan se puso rígido. Me echó el pelo hacia delante, para que
cayera sobre mis hombros, ocultando los mechones castaños y las
cicatrices de mi cuello. De mala gana, fue a abrir.
Se trataba de la condesa. Estaba en el umbral, sosteniendo un
plato de gallina asada.
—¿Qué pasa, madre? —preguntó, sonando tan sorprendido como
yo.
Lady Raven miró más allá de su hijo. Sus ojos se jaron en mí,
fríos como la nieve que caía por la ventana.
—Espero que te hayas recuperado de lo que pasó anoche, Anna.
—Estás interrumpiendo su descanso, madre.
—Lleva horas descansando, y, por si lo has olvidado, Phelan,
todos nosotros hemos sufrido una noche dura —dijo lady Raven—.
Me gustaría hablar con Anna a solas.
—No creo que…
—Está bien, Phelan —respondí.
No quería dejarme sola con su madre. Leí las líneas de su frente,
la forma de su mandíbula. Noté cómo apretaba las manos y las
soltaba al pasar junto a la condesa, saliendo a las sombras del pasillo.
Al sentir el vacío de su partida…, me pregunté si ella habría
descubierto mi engaño. Si sabría quién era yo debajo de mi
apariencia.
Tal vez la condesa había venido a matarme.
Lady Raven cerró la puerta de una patada. Cruzó la habitación
para dejar el plato de gallina sobre la mesa.
—No debería haberse preocupado, señora —le dije.
—Esto no es para ti —respondió ella—. Es para la trol.
Parpadeé.
—¿La que se llama Mazarine?
—Sí. Brin de Stonefall.
No había visto a Mazarine desde el día en que llegamos. Se había
recluido en sus aposentos. A menudo me olvidaba de su presencia.
—El duque intentó envenenarme esta mañana temprano —dijo la
condesa con brusquedad.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Y creo que ha llegado el momento de librarme por n de él.
—¿Está segura de que ha sido el duque?
—No es ningún duque —casi gruñó—. Es el maestro de la
moneda, y su codicia no conoce límites. Me llevó casi ochenta años
localizarlo después de la maldición. Ese era el alcance de su deseo de
no ser encontrado nunca.
—¿Cómo logró encontrarlo, señora?
—Por mis hijos —respondió, mirándome—. El duque, que era
muy amigo de mi difunto marido, trató a mis hijos como si fueran
suyos cuando nacieron. Cuando su esposa murió y él se quedó sin
hijos, empezó a hacernos grandes regalos. Sobre todo a Phelan, que
necesitaba una educación intensiva para llegar a ser alguien.
Me mordí la lengua, aunque ardía en deseos de darle una réplica.
Pensé en el desprecio que sintió Phelan por sí mismo en la primera
luna nueva en la que habíamos luchado juntos. En cómo se creía
indigno de su título y de su magia, a pesar de que se había esforzado
el doble que yo para ganarse la iluminación.
—Hace tres años —continuó, ajena a mi ira—, el duque se acercó
a mí para nombrar a Phelan como su heredero, el futuro duque de
Bardyllis. Y no sé por qué, pero aquello despertó mis sospechas.
Tardé otros dos años en comprender del todo que no se trataba de
lord Deryn, sino de mi viejo compañero de la montaña, y que
también debía saber dónde se escondía Brin de Stonefall, pues como
espía de Seren llegó a manejar la antigua y peligrosa magia de los
disfraces.
«Sigue ngiendo». Escuché la voz de Phelan en mi memoria.
«Sigue ngiendo…».
Pero qué cerca estuvo la condesa de descubrirme. Me sentí como
si caminara sobre cristal.
—Así que ¿desea matar al duque por venganza, porque la ha
evadido y engañado durante tanto tiempo? —pregunté.
—Deseo matarlo porque se va a oponer a la ruptura de la
maldición —contestó—. Él no quiere que la corte de Seren se
reinstaure. No quiere que las pesadillas de luna nueva lleguen a su
n. Es demasiado lucrativo para él, ese negocio de reclamar
impuestos de los sueños.
Sus palabras se hundieron en mí poco a poco, como un largo
cuchillo, y por un momento vacilé, abrumada por la duda. El duque
dijo que nos apoyaría a Phelan y a mí. Y, sin embargo, la condesa
creía que se opondría a cualquiera que reclamara la soberanía.
Sentí su mirada gélida, analizando mi comportamiento, y me
repuse, centrándome en ella.
—¿Y quiere sobornar a Mazarine con un pollo?
La condesa sonrió, como si yo fuera una adorable e ingenua
criatura.
—No, niña. La gallina está envenenada. Y una vez que Mazarine
caiga, su magia se desmoronará. El maestro de la moneda perderá su
apariencia de duque y entonces lo perderá todo. El título, el poder, la
fortuna. No tendrá más remedio que apoyar mis planes para acabar
con esta maldición.
—Oh —dije—. Una jugada brillante, condesa.
—Por supuesto. Ahora, llévale el pollo a Mazarine. Pero no te
apresures. Tómate tu tiempo y habla con ella, para asegurarte de que
empiece a comérselo. Los troles son criaturas vanidosas y disfrutan
con las historias y con la compañía astuta. Lo harás bien, Anna. —
Lady Raven obviamente tenía miedo de Mazarine. Y me enviaba en
su lugar.
—No estaré en peligro con esa trol, ¿verdad, señora?
La condesa abrió la puerta y me miró. Otra de sus expresiones de
compasión.
—No, querida. Siempre y cuando le des la gallina. —Dio un paso
hacia el umbral, pero se detuvo.
Me preparé, mi mano ansiosa por encontrar mi daga, escondida
en mi bota.
—Ah, y una cosa más, Anna —añadió, justo antes de marcharse
—. Anoche dudaste y la pesadilla se apoderó de ti. Procura que no se
vuelva a repetir.
40
D
iez minutos más tarde, llamé a la puerta de Mazarine con
dolor de cabeza y un pollo. Había elegido una habitación en
el ala norte de la fortaleza, donde estaban los dormitorios más
fríos y oscuros, a los que les daba poco el sol y tenían una vista
interior a las montañas.
—¿Quién llama? —gruñó a través de la madera enrejada con
hierro.
—Anna Neven —respondí, manteniendo en equilibrio el plato de
gallina.
Oí sus pasos mientras se acercaba a la puerta. Las numerosas
cerraduras giraron. Y, entonces, me encontré cara a cara con ella, y
una sonrisa aterradora le iluminó el rostro. Sus dientes amarillentos
brillaban como el ámbar.
—Anna —canturreó—, cuánto tiempo. Pasa.
Entré y me llamó la atención la cantidad de velas y el olor a
musgo y a piedra mojada que llenaba su habitación. Entonces, me di
cuenta de que las ventanas estaban abiertas y de que la nieve se
arremolinaba en la sala. La temperatura era gélida.
—Cuidado —me advirtió—. El suelo está resbaladizo en algunas
partes. Y los huesos de los mortales se fracturan rápido.
Hice caso de su aviso y dejé la bandeja sobre la mesa, que estaba
llena de huesos de pollo, todos partidos y chupados. Sentí que su
presencia me perseguía como si fuese una sombra.
—¿Y esto qué es? —me preguntó.
—Un regalo de la condesa —le respondí.
—Ah, mi vieja y querida enemiga —dijo la trol, agachando la
cabeza y acercándose a la gallina. La olfateó y se le arrugó la nariz en
señal de desagrado.
—Está envenenada —le advertí.
—Cualquier estúpido podría olerlo y llegar a esa conclusión —
respondió Mazarine, enderezándose—. ¿Y por qué quiere
envenenarme?
—Quiere utilizarte para atacar al duque, al que supongo que
debería comenzar a llamar «el maestro de la moneda».
—Ah, ya veo. Su ambición nunca deja de sorprenderme. —Me
estudió más de cerca, con un ojo más pequeño que el otro—. ¿Y a ti
te ha involucrado la heredera?
—Por ahora.
—Me sorprendes y me fascinas, chica mortal.
—¿Y eso por qué?
—Has usado tu disfraz para tener una gran ventaja. Estás dentro
de un juego peligroso para conseguir a un nuevo soberano y, sin
embargo, te desenvuelves sin ningún esfuerzo. Dime, ¿tu corazón de
piedra sigue estando ahí, inamovible como esta montaña?
—Lo he guardado bien —respondí con cuidado, pero aún podía
saborear los labios de Phelan en los míos. Aún podía verlo de
rodillas ante mí, cautivado. Aún podía oír cómo pronunciaba mi
nombre.
—El tiempo lo dirá, ¿no? —añadió Mazarine, como si intuyera las
grietas que había dentro de mí.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Puede.
Lo tomé como un «sí». Le sostuve la mirada y le pregunté:
—¿Puedo con ar en el duque? ¿En el maestro de la moneda?
—Mmm… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa, con sus
largas uñas haciendo crujir la madera—. Me preguntas si puedes
con ar en él. A menudo dice una cosa y hace otra en secreto. ¿Quién
crees que extendió el rumor de lo magní co que era el cruel duque
hace un siglo? ¿Y quién sobornó al guardia de la puerta del duque la
noche del asesinato? El maestro de la moneda. ¿Pero quién le
prometió al maestro de la moneda una cueva interminable de joyas
de oro cuando ella reinara? La heredera, esa a la que tú llamas
«condesa».
Su respuesta no me sirvió para tranquilizarme. El duque podría
estar jugando conmigo o podría estar siendo sincero y deseando ver
frustrados los planes de la condesa.
—¿Responde eso a tu pregunta, chica mortal?
—Sí.
—Pero hay otra pregunta en tus ojos. Suéltala, Clementine de
Hereswith. Responderé con la verdad.
Hacía tanto frío en esa habitación que podía ver mi aliento, y la
nieve se arremolinaba, acumulándose en mi pelo. Y, aun así, nunca
me había sentido tan viva como en ese momento.
—¿Apoyarás a Phelan si sube al trono?
Debía de haber estado esperando esa pregunta, porque la
contestó al instante.
—Te apoyaré a ti.
—Pero yo no soy una candidata digna.
—Eres hija de la montaña, incluso bajo el velo de mi magia. —
Mazarine comenzó a caminar en círculos a mi alrededor—. Te has
introducido en mi piedra y me has ablandado, para mi inmensa
consternación y mi gran asombro. Te apoyaría sin dudar si tú lo
reclamaras, pero, si renuncias a él, apoyaría al soberano de tu
elección.
Me dejó sin palabras.
Y eso la complació. Se detuvo delante de mí y me estudió el
rostro.
—Siempre supe que nos guiarías a casa.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Solía ver el mundo girar desde las ventanas desde la tercera
planta de mi mansión en Hereswith —comenzó Mazarine—. El
tiempo no cuenta igual para mí que para ti. Los minutos me parecen
largos y vacíos y las estaciones, interminables. Aun así, era paciente.
Aguardaba. Esperaba que llegara alguien que pusiera las cosas en
marcha. En el momento que vi tu pelo rojo, cuando tenías ocho años
e ibas dando saltitos por la calle junto a tu padre, supe que tú
cambiarías las cosas. Ambrose nunca lo querría, por supuesto. Podía
oler su miedo en cada luna nueva. Quería que llevaras una vida
normal y segura a pesar de la herida que nuestra maldición había
dejado en tu alma. Pero los padres suelen subestimar a sus hijas,
¿no?
Sus palabras despertaron emociones en mí. Pensé que era muy
irónico que me desmoronara aquí y ahora, a sus pies. A los pies de la
que me había disfrazado.
Ella debió percibirlo. Me tomó de la barbilla, con sus dedos
frígidos contra el rubor de mis mejillas. Me clavó las largas uñas en
la piel, recordándome que debía tener cuidado. Que tenía que
enterrar mis sentimientos.
—Ten cuidado esta noche, Clementine. El nal se acerca y
muchos de nosotros no somos lo que parecemos.
—¿Sabes quién me atacó anoche?
—No estaba viendo lo que pasaba en el gran salón —contestó,
soltándome—. Pero el herrero es totalmente leal a la heredera, por si
no lo sabías.
Y tomó el plato de gallina de la condesa y lo arrojó por la ventana
abierta.
Caminé por los pasillos de la fortaleza tras mi encuentro con
Mazarine, buscando el camino hacia las habitaciones abandonadas
del duque de Seren. Los aposentos a los que Anna en el sueño me
había guiado.
Fue una experiencia diferente el ver la habitación a plena luz del
día. Las paredes estaban revestidas de paneles de roble pintados. Un
enorme tapiz cubría una de las paredes y la chimenea de mármol
tenía un montón de cenizas. Había cuatro grandes ventanas con
cortinas rojas de damasco y unas puertas en el balcón que
permanecían abiertas de par en par, dejando entrar las volutas de
nieve. La cama era grande y estaba a ras del suelo en el centro,
enmarcada por un gran cabecero tallado con montañas y lunas, y
había un sillón de lectura en una esquina, anqueado por unas
estanterías.
Me detuve ante la mancha de sangre del suelo.
Me imaginé a Emrys sacando la hoja de la garganta del duque y a
este último luchando y aferrándose a la vida. Había sido una
pesadilla, una luna nueva. A una hora cautivadora, de las que
cambian el alma.
Un viento de la montaña suspiró a través de las puertas del
balcón. Tocó un armario que había en la esquina y que tenía las
puertas talladas y un poco entreabiertas. Algo plateado destelló en
su interior, y yo rodeé la sangre y la nieve para ver lo que había allí
dentro.
La armadura del caballero.
La miré por un momento, acordándome del sueño de Elle
Fielding, de las noches en las que había luchado junto a Phelan.
Extendí la mano para tocar el acero. Un escalofrío me recorrió el
brazo.
—Incluso en este momento, no tienes miedo.
La voz me tomó por sorpresa. Me giré para ver a Emrys de pie a
unos pasos de mí, con la mancha de sangre entre nosotros,
sosteniendo la gravedad como un agujero en el suelo.
Me alejé con un paso frenético del armario, pero me sentí
atrapada. El balcón estaba detrás de mí, pero mi tío me impedía el
paso hacia el pasillo.
—Lo siento —dije con una voz tranquila—. No debería haber
deambulado por aquí.
—No tienes por qué pedir perdón —contestó. Incluso su voz era
como la de mi padre, profunda y suave. El estruendo de un trueno
—. Eres libre de explorar este lugar, sobrina.
Me tensé.
Emrys parecía saber la causa, porque me miró por encima del
hombro, vio la puerta abierta y, luego, dijo:
—Ten por seguro que nadie más aparte de mí se acerca a estos
aposentos. Y ahora tú, supongo. Aquí podemos hablar con libertad.
Me costó creerlo. Alguien podría estar deambulando al otro lado
de la puerta, escuchando a escondidas. Alguien como la condesa o
como Lennox…
Pero respiré hondo y calmé mi pulso agitado.
—¿Te gusta hacer daño a los magos en luna nueva?
Hizo una mueca.
—Ah, estaba esperando que sacaras ese tema. Te pido mis más
sinceras disculpas, Clementine. No sabía que eras tú.
—No importa si sabías que era yo o no.
—Oh, pues claro que sí —contestó Emrys—. Eres la única hija de
mi hermano. Habría deseado la muerte si te hubiera matado sin
saber quién eras.
No supe qué responder. Miré alrededor de la habitación,
contemplando cualquier cosa menos a él. A mi terrible y asesino tío.
—Imonie me contó una historia sobre vosotros.
—Ah, ¿sí? —Parecía divertido—. ¿Cuál, Clementine?
—Pre ero que me llamen Clem.
—Está bien, Clem.
Me encontré con su mirada, que no me había quitado los ojos de
encima, como si estuviera midiendo la profundidad de mi disfraz.
—Me contó que os abandonaron en su puerta una noche de
verano. Que no le gustaban los bebés, pero que llegó a quereros a los
dos. Uno de vosotros era tranquilo e intelectual y el otro, salvaje y
temerario.
—Imagino que ya has descubierto cuál es tu padre, ¿no?
—Sí, creo que lo sé —contesté, pero no compartí mis
pensamientos con él—. ¿Ya has hablado con tu madre?
—No. ¿Por qué debería hacerlo? —replicó—. Imonie huyó junto
con todos los demás y me abandonó a mi suerte.
—Una suerte que tú mismo te buscaste. En esta misma
habitación.
—Puede ser, pero se dice que el amor de una madre es
incondicional.
Me quedé en silencio, sin querer discutir con él. Pero desvié la
mirada hacia la armadura. A las manchas de sangre que estropeaban
el acero.
—Has herido a Phelan dos veces en luna nueva —le dije—. ¿Por
qué a él y no a Lennox?
—Sí, lo he herido, pero no lo he matado —contestó Emrys—. Y
no lo habría hecho. Sabía que Phelan era importante para su madre y
para el maestro de la moneda. Atacarlo a él sería como atacarlos a
ambos, lo que fue bastante e caz para hacer que la corte volviera a
casa, porque aquí estáis todos.
Volví a quedarme callada, pensativa.
—Clem —dijo—. Clem, ¿no sientes compasión por mí? He
cargado con la maldición que toda la corte merecía sufrir, viviendo
solo en este lugar con pesadillas, sin poder morir, sin poder
marcharme. La he cargado para que los demás pudieran llevar una
vida normal a pesar de nuestra traición colectiva, y así lo hicieron
durante todo un siglo. ¿Me culpas por haberme sentido solo aquí?
¿Por querer acabar con todo?
—No envidio tu soledad, tío —le dije—. Pero tampoco siento
compasión por ti.
Comencé a caminar alrededor de la mancha de sangre, con una
postura rígida, como si esperara que él se interpusiera en mi salida.
No se movió, no hasta que estuve casi en la puerta y, entonces, giró
sobre sus talones.
—Espera, Clem. Hay una cosa más que me gustaría preguntarte.
Me detuve.
—Tengo entendido que tienes una relación cercana con lady
Raven —comenzó Emrys a decir en un tono cuidadoso—. ¿Planea la
heredera hacerle daño a tu padre?
—Si así fuera, creo que habría aparecido en su sueño de anoche
—le contesté.
—¿Como apareciste tú?
Asentí.
—No le gusta, pero ha dirigido su atención a otros en esta
fortaleza. Además, no creo que le importe realmente lo que le pase a
mi padre.
Emrys se puso rígido.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—¿Has hablado con él desde que ha vuelto? —le pregunté—.
¿Todavía lo juzgas y le guardas rencor por ser él el que escapó de tu
destino? Los dos estabais muy unidos en el pasado. Tanto que
Imonie ni siquiera podía distinguiros cuando erais niños. Dijo que
incluso recibíais los castigos del otro. Que Ambrose sentía un
profundo amor por ti. Y no me imagino lo que es compartir un rostro
con otra persona. Pero, lo que sea que tengas contra mi padre…,
deberías resolverlo antes de que cayera la noche. Porque creo que te
echa de menos, más de lo que jamás confesará. Por eso se convirtió
en el guardián de Hereswith, para estar cerca de la montaña. Para
estar cerca de ti.
Había hecho que mi tío enmudeciera otra vez. Pero se puso la
mano en el corazón y dijo:
—Como tú digas. —Me concedió otra reverencia, pero me fui
antes de que pudiera levantar la cabeza.
L
a noche llegó con el susurro de la nieve. Parecía que la
fortaleza había transmitido las palabras de Mazarine de ese
mismo día, entregándolas por los sinuosos pasillos y
deslizándolas bajo las puertas como si fueran notas. «El nal se
acerca». Porque todos aparecimos en el gran salón esa noche,
vestidos con nuestras mejores galas y armados para lo desconocido.
El señor Wolfe estaba presente con Nura y con Olivette, que
estaba muy recuperada, aunque su brazo seguía vendado. Mazarine
se encontraba sentada en una de las mesas haciendo crujir
ruidosamente sus huesos de pollo, para disgusto de la condesa. Esta
última se sentó en una mesa en el lado opuesto de la sala, cerca del
estrado, por supuesto. Lennox estaba a su lado, con el rostro pálido y
hosco y la herida del hombro envuelta en vendas de lino. Tenía el
brazo en cabestrillo. Un estoque estaba sobre la mesa entre ellos,
además de una ballesta. Phelan se paseaba, perdido en sus
pensamientos. El duque estaba en una esquina entre las sombras,
como si se sintiera muy incómodo al presenciar la manifestación de
una pesadilla. Alcancé a ver un destello detrás de él y me di cuenta
de que se trataba de algún tipo de arma, que debía haber robado de
la armería de la fortaleza. Y luego estaban mis padres e Imonie. Mi
madre e Imonie tomaron asiento ante una de las chimeneas, pero mi
padre permaneció de pie, con la mirada expectante en el estrado.
Esperando a que aparecieran el trono y su hermano.
Parecía que tardaba una eternidad, pero supongo que cuando
esperas a que ocurra algo, los minutos se sienten tan largos y
pesados como si fueran años.
Me quedé entre las sombras y la luz del fuego, mirando más allá
de las ventanas, donde la nieve se congelaba y parecía una tela de
encaje.
Y un pensamiento agridulce me cruzó la mente.
Esta podría ser la última pesadilla del mundo de la vigilia a la
que me enfrentase.
En cuanto acepté esa verdad, el tiempo volvió a uir con rapidez
y veracidad, y el trono se materializó, iluminado por la luz del fuego.
Nos hacía una seña silenciosa para que nos acercáramos, como si
estuviera diciendo: «Venid, venid y reclamadme», hasta que una
puerta se abrió en la pared detrás de él, y Emrys subió al estrado y se
detuvo junto a la silla.
Este sueño llegó poco a poco. Primero lo olí: el dulce viento de la
montaña, la hierba del verano, las galletas de cereza aún calientes
recién salidas del horno.
Una cabaña de montaña se desplegaba a nuestro alrededor: las
paredes de piedras apiladas, los líquenes colgando del techo de paja.
Las ventanas estaban abiertas, invitando a los rayos de sol a que
entraran a la pequeña y sencilla habitación. En un rincón había una
cocina con ollas y hierbas colgando de las vigas, y una mesa
desgastada que contenía cuencos de gachas abandonados. Alrededor
de la chimenea había unos cuantos muebles andrajosos y encima de
esta, en la repisa, había libros apilados y un jarrón con ores
silvestres.
Oí el ruido de niños jugando. Peleando, más bien. Un niño se
reía, el otro empezaba a sollozar.
Y allí estaba Imonie. Apareció en la cocina de la casa; era más
joven, pero aquel ceño fruncido seguía marcándole el rostro. Maldijo
y dejó una bandeja humeante de galletas, siguiendo el sonido de
angustia hacia la puerta trasera.
—¿Chicos? Chicos, entrad, ¡vamos!
Dos niños de pelo castaño rojizo entraron en la casa. Eran
idénticos salvo por los objetos que llevaban. Uno blandía una espada
de madera. El otro, el chico que se lamentaba a gritos, sostenía un
libro con las páginas rotas.
—¡Le ha arrancado las páginas, mamá!
Las fosas nasales de Imonie se abrieron al mirar al gemelo que
llevaba la espada. Su salvaje. Emrys.
—¿Eso es verdad? —le preguntó ella.
—Sí —respondió Emrys, solemne.
—Pues pídele perdón a tu hermano.
Emrys resopló, pero miró a Ambrose y dijo:
—Siento haber arrancado algunas páginas de tu libro.
La disculpa no sirvió para aliviar el escozor en el corazón de
Ambrose. Se retiró al diván junto a la chimenea y se tumbó boca
abajo en él, llorando en el cojín hasta que se quedó dormido.
—Debes ser más amable, hijo —le reprendió Imonie a Emrys—.
¿Qué te digo cada noche antes de irte a la cama?
—Que piense antes de actuar —refunfuñó Emrys.
—Entonces dame la espada. Como castigo, no podrás jugar con
ella durante una semana —dijo Imonie, y le tendió la mano.
Emrys le entregó su espada de madera con un suspiro.
La escena se desvaneció, sustituida al instante por otra. Los
gemelos eran mayores. Ahora eran unos hombres jóvenes, la edad en
la que mi padre y Emrys estaban congelados, y me costó identi car
quién era quién mientras caminaban por uno de los pasillos de la
fortaleza.
—Ha llegado el momento —susurró uno de ellos. Las sombras
bailaban sobre su rostro, pero sus ojos eran luminosos, como si
ardieran desde dentro.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Raven considera que en luna nueva estaría bien.
—¿Y qué piensa Lora? ¿Y tu mujer?
—Me apoya. Apoya el plan.
Se hizo el silencio entre los hermanos. Con una punzada, me di
cuenta de que no podía identi car de quién era el sueño. Si era de mi
padre o de Emrys.
—No seguiré adelante con estos planes, no sin ti, hermano.
Un largo suspiro.
—Vale. Me uniré a ti, entonces. Parece que estoy destinado a
mantenerte alejado de los problemas.
El sueño volvió a cambiar, arrastrándonos como en una corriente.
Estábamos en la habitación del duque de Seren. Isidore se
encontraba cerca de los pies de su cama, leyendo una carta a la luz
del fuego. La noche era oscura, extremadamente fría. Emrys estaba
presente, vestido con la túnica azul de consejero. Sacó una daga en
silencio, pero su hoja emitió una advertencia.
Mi tío le rebanó el cuello a Isidore.
El duque jadeó su nombre, un nombre que se elevó como el siseo
del humo, el sonido de una maldición que chisporroteaba, «Emrys»,
antes de caer de rodillas, con la sangre derramándose en el suelo.
Encorvado, pero aún respirando, Isidore extendió la mano y llamó a
la luna, a las pesadillas. Maldijo a su corte y murió boca abajo sobre
su sangre.
Emrys recorrió los pasillos con el corazón latiéndole en la
garganta. Una mujer de pelo largo y castaño y con una cicatriz en la
cara le esperaba en el patio. Las estrellas sangraban en el cielo
mientras ella lo abrazaba, y su voz temblaba cuando dijo:
—Tenemos que irnos. No podemos quedarnos aquí. —Tomó la
daga con la que él había matado al duque y la arrojó por el balcón. El
arma se estrelló entre las laderas rocosas.
Y el sueño nos llevó al pasadizo de la montaña, a la abertura en la
ladera. A las dos amplias puertas que había atravesado días atrás.
La corte estaba huyendo. Los vi a todos: al maestro de la moneda,
a la heredera. Al señor Wolfe. A Mazarine. A mi padre sosteniendo
la mano de la mujer llamada Lora. Su esposa, me di cuenta, y mi
alarma comenzó a crecer.
El único miembro de la corte que no pudo salir de la montaña fue
Emrys.
Emrys con su túnica azul.
—Ven, hermano. —Ambrose le hizo una seña, frunciendo el ceño.
Se paró en la hierba y el sol, pero su gemelo permaneció en las
sombras del pasadizo.
—No puedo, Ambrose —dijo Emrys—. La montaña me tiene
cautivo.
Ambrose traspasó el umbral y tomó la mano de su hermano,
esforzándose por sacarlo a la luz. Un sonido de dolor surgió de
Emrys. De su ropa comenzó a salir humo, como si se estuviera
incendiando.
—¡Vete! —le gritó, empujando a Ambrose a la hierba—. Idos y
comenzad una nueva vida. Yo contendré la maldición.
Las puertas se cerraron.
Tanto Imonie como Ambrose permanecieron en la ladera de la
montaña durante un largo rato, mirando las puertas de madera que
se habían sellado. El lugar donde se habían separado de Emrys.
Lora acabó por alejarse de mi padre, pero había envejecido. Su
pelo era gris, su cuerpo estaba marchito. Ella era vieja, pero mi padre
no, y este lloró sobre su tumba cuando murió. Fue Imonie quien lo
levantó y se lo llevó a Endellion.
—La muerte me persigue, mamá —le dijo mi padre—. No sale
nada bueno de mis manos.
—Entonces haz algo nuevo con tus manos, hijo —respondió
Imonie.
Le hizo caso y la magia oreció en sus palmas.
Imonie se dio la vuelta y apareció mi madre, joven, radiante y
viva, con una belleza como una llama de la que mi padre no podía
apartar la mirada.
Sigourney arrancó la tela de su falda y envolvió algo pequeño en
ella. Un bebé, y se lo extendió a Ambrose.
—Tu hija —dijo, y mi padre me tomó en brazos por primera vez.
El mundo se quedó en silencio mientras él me miraba. En silencio
hasta que un pequeño destello de oro captó la luz. Una escama
dorada justo encima de mi pequeño y nuevo corazón.
Si había creído que era difícil atravesar los corazones de Anna y
de Clem para romper un sueño, entonces me era imposible
imaginarme clavando una daga en mi forma de bebé.
Me puse de pie y temblé en los bordes del sueño, el sueño de mi
padre.
Me quedé mirando cómo me abrazaba, cómo me sonreía.
El asombro se desvaneció cuando mi verdadero padre se
adelantó. Se acercó a su fantasma y, cuando le tendió las manos, el
Ambrose del sueño me entregó a sus brazos.
Yo también me moví hacia adelante.
Mi padre no me prestó atención, miraba a la bebé en sus brazos.
Con sobrada con anza, sacó su daga. La luz y la oscuridad bailaron
sobre la hoja cuando la levantó, y el aliento se me quedó atascado en
la garganta cuando un grito rompió el aire.
Mi madre corrió hacia él, horrorizada. No sabía si de verdad era
mi madre o su fantasma. Los reinos se entremezclaban y yo me
perdía entre lo real y lo imaginario.
Mi padre no le dedicó a mi madre ni una sola mirada. Clavó su
daga en el pecho de la bebé, rápida y profundamente, y esta dejó
escapar un gemido cuando el sueño se rompió por n. La bebé se
convirtió en humo, escurriéndose entre los brazos de mi padre. Y el
extraño mundo que nos rodeaba se desvaneció.
Cerré los ojos hasta que los colores pasaron, hasta que el único
sonido que pude escuchar fue mi propia respiración, silbando entre
mis dientes.
El gran salón se quedó en silencio y abrí los ojos para contemplar
a mi padre.
Me miró jamente. Todavía tenía la daga en la mano y quise
preguntarle si había albergado alguna duda antes de clavarme la
hoja en el corazón. Si le había resultado difícil, aunque hubiera
mantenido la cordura.
Me sentí aliviada y enfadada a la vez. Estaba agradecida de que
la pesadilla se hubiera roto y, sin embargo, quería gritarle: «¿Cómo
has podido?».
Pero sus ojos eran insensibles y fríos. La mirada de un extraño. Y
cuanto más lo estudiaba…, más me daba cuenta de que no era mi
padre. Era Emrys, usando la ropa de mi padre y el hechizo de
envejecimiento, ngiendo ser él.
«No te fíes solo de lo que ven tus ojos», me había advertido
Imonie.
Me tragué el nudo de la garganta y miré hacia el estrado, hacia
donde mi padre estaba de pie junto al trono, despojado de su
glamour y vestido como Emrys. Mi padre con esa túnica azul. Le
brillaban las mejillas por las lágrimas.
La verdad tardó en alcanzarme. Pero sentí su aguijón y reconocí
que mi padre no era quien yo creía que era.
Conocía el sabor de la sangre.
—Hija.
Volví a mirar a Emrys, sorprendida de que se dirigiera a mí,
continuando con esta farsa.
Oí que algo pasaba zumbando junto a mi oreja, sentí que silbaba
y casi me rozó la mejilla. Y vi cómo una echa se hundió en el pecho
de Emrys.
Todo sucedió muy rápido. No creía lo que veían mis ojos, no
hasta que la sangre de Emrys empezó a gotearle por el pecho y
jadeó. Fue un sonido para invocar al espíritu de la muerte. Un golpe
mortal. Se arrodilló poco a poco y yo me apresuré a sujetarlo,
dejándolo en el suelo.
—¿Dónde está mi hermano? —dijo con voz ronca, agarrándome
la mano. El glamour de la edad se desvaneció, dejando tras de sí un
rostro joven pero antiguo, ensombrecido por el dolor.
—Estoy aquí —respondió mi padre. Se arrodilló al otro lado de
Emrys y atrajo a su hermano hacia sus brazos—. Se suponía que esta
vez era yo quien debía protegerte, Em. Me has engañado.
«Me has engañado».
Recordé mi conversación con Emrys ese mismo día. Me había
preguntado si mi padre estaba en peligro. Yo le había dicho que no,
pero Emrys había sabido ver a través de la condesa. Debió de haber
convencido a su hermano de que intercambiaran los papeles para
mantenerlo a salvo.
Levanté la vista para ver a lady Raven cerca, con la ballesta en las
manos. Su conmoción parecía irradiar por haber presenciado la
muerte de alguien inmortal de la corte. Estaba temblando cuando
Phelan le arrebató el arma.
—No podía dejar que tu vida terminara así —le susurró Emrys a
mi padre. La palidez se extendía por su piel. Veía cómo su sangre
seguía bajándole por el pecho y goteaba en el suelo—. Tienes tanto…
por lo que vivir, Ambrose. —Me miró, y había ternura en sus ojos.
Noté la presencia de Imonie, acercándose, y, cuando habló, su
voz era suave, angustiosa.
—Déjame abrazarlo.
Me aparté y dejé que ocupara mi lugar en el suelo. Mi padre puso
a Emrys en sus brazos y ella se lo acercó a su corazón.
—Mamá —susurró Emrys.
—Déjame abrazarte una última vez, mi niño tranquilo —dijo
Imonie con una sonrisa, acariciándole el pelo de la frente—. Mi
erudito de los sueños.
Recordé la historia de Imonie, sus palabras eran como un eco que
volvía a mí después de meses. «Su niño tranquilo la engañaba y
actuaba como su hermano para recibir los castigos. El niño salvaje
actuaba como su gemelo tranquilo para evitar que se enfadara en
exceso cuando iba demasiado lejos».
Me había equivocado.
Creía que mi padre era el chico tranquilo de Imonie. Pero todo
este tiempo… había sido Emrys. El niño que había amado los libros,
la escuela y los espacios tranquilos, que había llorado cuando mi
padre le había roto las páginas de su libro. Que había dejado que mi
padre se pusiera la túnica para engañar y matar al duque. Que había
asumido la culpa del crimen de mi padre.
Emrys cerró los ojos.
Imonie siguió abrazándolo. Y él exhaló su último aliento entre
sus brazos.
42
U
n lamento salió de mi padre. La sangre de su hermano tiñó el
suelo y mi padre enterró la cara en sus manos y lloró.
Era el sonido de un corazón haciéndose añicos.
Las olas de su dolor me atravesaron. Miré a mi padre, con las
manos llenas de sangre. Era el chico salvaje de Imonie. El asesino. Un
cobarde inconsciente.
Y yo era su hija.
La sangre del traidor corría por mis venas como el mercurio.
Me levanté, con los pies palpitándome como si tuviera agujas y
al leres. Respiré hondo para serenarme y mi mirada recorrió el gran
salón. Mi madre corrió al lado de mi padre. El señor Wolfe
permaneció a una distancia prudente, pero con los ojos abiertos por
la conmoción. Nura y Olivette se dirigieron hacia mí, pero no tuve
tiempo de ir hasta donde estaban ellas, de intentar ordenar mi
maraña de emociones.
Alguien subía corriendo al estrado, con sus botas resonando en el
suelo de piedra.
Sabía que era la condesa antes de girarme en esa dirección.
Estaba subiendo las escaleras, mirando furtivamente por encima del
hombro para ver si alguno de nosotros la seguía. Debido a esa
acción, no vi a Mazarine salir de las sombras tras el trono con una
ballesta en las manos. La trol disparó a la condesa antes de que yo
pudiera gritarle una orden de alto el fuego. La echa se hundió en el
muslo de lady Raven, deteniendo de forma violenta su avance, y ella
pro rió un grito que hizo que se me erizara el vello de los brazos.
La condesa se desplomó en las escaleras.
Lennox se quedó mirando de pie, como si estuviera tallado en
piedra, pero Phelan corrió a ayudarla, levantando con cuidado a la
condesa y llevándola a la mesa.
—Te pondrás bien, madre —dijo, mientras examinaba de forma
breve su herida.
La condesa gimió y, luego, de pronto, se desmayó por el dolor.
Mazarine seguía merodeando alrededor del trono, custodiándolo
con su ballesta. El gran salón se sumió en un doloroso silencio y,
entonces, la trol me miró, arqueó una ceja y dijo:
—¿Clem?
Me ha descubierto. La misma que había lanzado su magia sobre
mí, ahora me estaba exponiendo sin reparos. Y, sin embargo…, me di
cuenta de que no me importaba.
Me sentía aliviada.
—¿Clem? —repitió Nura.
Miré a mis amigas. El ceño de Olivette se arrugó con confusión,
pero Nura estaba furiosa. Acababa de encajar todas las piezas y vi
cómo la traición le brillaba en los ojos.
Fui hasta las escaleras del estrado, esperando que alguien
protestara por mi acercamiento. Todos sabían que estaba a punto de
reclamar la soberanía yo misma. Pero el silencio se mantuvo y se
acumuló, yo me detuve en los escalones y miré a Phelan.
—Phelan —lo llamé. Observé cómo se le desencajaba la cara de
sorpresa—. Phelan, ¿vienes conmigo al estrado?
Se apartó con cuidado del lado de su madre, como si entendiera
cuáles eran mis intenciones y se resistiera. Pero subió como yo sabía
que haría, y se puso delante de mí, lanzándole una mirada recelosa a
Mazarine.
—¿Qué ocurre, Clem? —susurró, pero su voz se extendió. Todo el
mundo podía oírnos.
—Quiero que reclames la soberanía de Seren —le dije—. ¿Te
sentarás en el trono y reinstaurarás una nueva corte? ¿Restablecerás
el ducado de la montaña y traerás a la gente de vuelta a casa?
Me miró jamente durante un largo instante. Y, luego, dijo:
—¿Y por qué no lo haces tú?
Me tragué una risa mordaz, pero desvié la vista hacia mi padre,
que seguía sentado en el suelo. Había dejado de llorar y ahora
contemplaba absorto los acontecimientos que se estaban
desarrollando en el estrado.
Volví a mirar a Phelan y le susurré:
—No soy digna.
Phelan negó con la cabeza.
—Nunca he oído una cosa más ridícula, Clem. Tú no eres tu
padre, al igual que yo no soy mi madre.
—No lo quiero.
—Yo tampoco —respondió.
Suspiré, cansada de discutir con él.
—¿Lo harías por mí, Phelan? ¿Y por Olivette y Nura? ¿Por la
gente cuyas pesadillas combatiste en el pasado, por los que están
perdidos y exiliados y, aun así, sueñan con las montañas? ¿Por los
que sueñan con su hogar?
Cerró los ojos y supe que mis palabras habían despertado algo en
él. Aguardé y, cuando volvió a mirarme, mi preocupación y mi
miedo comenzaron a desaparecer.
—Lo haré, Clem, pero solo si tú estás a mi lado.
—¿Y dónde más podría estar? —me burlé con una sonrisa.
Alargó la mano para tocarme la cara, y supe que lo haría por mí.
Supe que él era el que le devolvería la vida a las montañas.
Mazarine se hizo a un lado y Phelan se volvió hacia el trono.
Comenzó a acortar la distancia entre él y la silla. Al principio lo
observé, ansiosa por ver el n de esta maldición. Pero entonces sentí
un pinchazo en la nuca. Un aviso de que alguien me estaba mirando,
algo que parecía absurdo, ya que todo el mundo estaba en el gran
salón contemplando este momento. Pero las dos últimas noches me
habían atacado por detrás. Y yo no me había cubierto las espaldas.
Me giré para escudriñar el gran salón.
Todo el mundo seguía en el mismo lugar: Imonie sostenía a
Emrys; mis padres estaban sentados en el suelo junto a un charco de
sangre; Nura, Olivette y el señor Wolfe estaban de pie a tres mesas
de distancia, paralizados; la condesa yacía inconsciente encima de
una mesa con Lennox a su lado y Mazarine permanecía cerca con su
ballesta.
Y entonces me di cuenta de que faltaba alguien.
El duque. El maestro de la moneda.
No lo había visto desde el principio de la noche.
Los fuegos de la chimenea seguían arrojando luz, pero había un
sinfín de sombras. Y de una de ellas salió el maestro de la moneda
con una ballesta apoyada en el pecho, apuntando al trono.
Su avaricia era tal que no tenía reparos en matar a su propia
«inversión». Pensé que la condesa tenía razón. El maestro de la
moneda no quería que se rompiera la maldición, pues eso acabaría
con la vida que se había construido en Endellion. Todo el dinero que
había conseguido gracias a los sueños.
Dejó volar la echa, que cantó en el aire.
Solo tuve un segundo para reaccionar. Fui la única que lo vio y
jé la vista en la trayectoria de la echa. Todos mis hechizos se
disolvieron en mi memoria. No podía invocar ni un simple escudo.
Así que no pensé. Tan solo reaccioné, dejé que mi cuerpo
respondiera y me interpuse entre Phelan y el maestro de la moneda.
Dejé que se me clavara la echa en el pecho, esperando que
encontrara la piedra de mi corazón.
La echa me alcanzó con una fuerza impresionante, haciéndome
volar por los aires. Me deslicé por el suelo y luego me detuve,
jadeando. Me miré a mí misma, como si este cuerpo perteneciera a
otra persona, con esta asta de madera que me sobresalía del pecho y
la sangre que comenzaba a derramarse como el vino. El dolor
apareció cuando intenté respirar, cuando sentí el escozor de la
herida.
Y, entonces, comenzaron los gritos. Los de mi madre. Los de
Olivette. Los de Imonie. Los de mi padre.
Phelan me estrechó entre sus brazos y juntos nos sentamos a los
pies del trono. Repetía mi nombre una y otra vez: «Clem, Clem,
Clem», como si fuera una oración, como si fuera una respuesta.
Como si no supiera qué hacer sin mí.
—Phelan —conseguí decir, y debí sonar como mi antiguo yo,
porque eso lo calmó.
Se calmó, acariciándome la cara. El miedo le ardía en los ojos
como si fuesen brasas. Intenté respirar y volví a sentir un pinchazo
insoportable en los pulmones. Una presión se me asentó en el pecho
y el dolor crujió entre mis costillas.
Mis padres se mantenían a mi alrededor, al igual que Mazarine.
Hablaban frenéticamente y sus palabras se precipitaban en mí como
un río. Quise decirles que se callaran y cerré los ojos. Apreté los
dientes. Me ordené seguir respirando, aunque fuera agonizante. Y,
entonces, llegó el silencio, y fue hermoso, frío y tranquilo, como
descansar bajo el agua. Sabía por qué sus palabras se habían
desvanecido, porque un escalofrío me recorrió la piel y comencé a
cambiar.
Abrí los ojos. Mi disfraz empezó a resquebrajarse por los brazos,
el cuello y el rostro como si fuese hielo.
Phelan continuó abrazándome contra su pecho. Su calor se ltró
en mí y pude oír su corazón latir como un rápido colibrí en su pecho.
Vi el asombro en su cara. Eclipsaba al terror, a la agonía.
Y respiré, me rompí y me transformé en sus brazos.
La antigua magia de Mazarine me abandonó. Vi cómo Anna
Neven se desmoronaba y caía en pedazos a mi alrededor, como
trozos de cristal de colores.
Mi pelo volvía a tener las largas ondas cobrizas. Los cinco
centímetros de altura, los labios carnosos, los hoyuelos de las
mejillas y los ojos marrones volvieron a mí, tal y como los recordaba.
Y, aun así, no podía explicar por qué me sentía una chica diferente.
Hasta que volví a respirar y sentí que mi corazón luchaba por
latir.
La echa no había roto la piedra de mi interior. Una herida no
había provocado mi ruptura. Había sido mi decisión de recibir una
echa por Phelan. Porque no me podía imaginar un mundo sin él.
Y la última piedra de mi corazón se convirtió en polvo.
—Mazarine —dijo mi padre con la voz desgarrada. Sentía su
mano tocándome el pelo—. Mazarine, ¿puedes hacer algo?
Mazarine bajó la vista para mirarme. Vi que su disfraz también
había empezado a resquebrajarse. La mitad de su cara era humana y,
la otra, de trol. Se estaba rompiendo y yo me pregunté por qué. Me
lo pregunté hasta que puso su mano sobre mi pecho, como si sintiera
en qué estado se encontraba mi corazón. Y supe que había venido a
cuidar de mí.
—Su corazón se está debilitando —respondió. Y, cuando retiró la
mano, sus dedos estaban empapados con mi sangre—. Y la
maldición sigue en pie. Quizá…
No tuvo la oportunidad de terminar la frase.
Phelan se levantó conmigo en brazos.
Quería preguntarle qué estaba haciendo, pero mi voz… No podía
encontrarla. Y, no obstante, parecía saber todo lo que se me pasaba
por la cabeza, porque dijo:
—No quiero hacer esto sin ti.
Solté con una respiración temblorosa:
—De acuerdo, como quieras. —Y me llevó hasta el trono.
Reclamó la soberanía conmigo en sus brazos. Nos sentamos
juntos, como si fuéramos uno, y la maldición se deshizo.
Un viento recorrió el gran salón. Al principio era violento, como
si antecediera a una tormenta, y apagó los fuegos e hizo que las
sombras se entrelazaran y bailaran. Las ventanas se rompieron una a
una y llovieron cristales y plomo. La nieve entró de repente. Creía
que nos destrozaría a todos y que volaríamos en mil pedazos.
Pero a veces las cosas tienen que romperse antes de que puedan
volver a construirse, para así poder forjar algo más fuerte.
El viento cesó, escapando por las ventanas abiertas, y la nieve se
acumuló en el suelo.
Era una noche tranquila y apacible. Una noche para los sueños. Y
la magia bullía, espesa y fría, en el aire.
Miré a Phelan solo para descubrir que él ya me estaba mirando.
El dolor de mi pecho era incesante. No podía respirar y emitía un
sonido triste y balbuceante. La sangre me llenaba la boca y sabía que
había llegado el nal. Y, sin embargo, no tuve miedo.
Comencé a dejarme ir. Fue una dulce rendición, el no tener que
aferrarme a las cosas con tanta ferocidad como lo había hecho antes.
El abrir las manos y mi corazón para ser quien quería ser.
—Clem —susurró Phelan.
Fue lo último que oí.
Mazarine apareció de repente ante nosotros. De un solo golpe,
me arrancó la echa del corazón.
Y cerré los ojos y me entregué a la avalancha de oscuridad.
43
U
na no espera despertarse después de que su corazón haya
dejado de latir, después de haberse deslizado en la fría y
silenciosa oscuridad. Una tampoco espera volver a la luz solo
para ser recibida por una trol.
Mazarine estaba sentada a mi lado, sin su forma humana,
despojada como escamas. Era tal y como la recordaba de aquel
fatídico día de septiembre de hacía meses: un rostro irregular como
las rocas, con los dientes superpuestos a los labios, manchados de
sangre vieja. El pelo áspero que brillaba de un color plateado,
enhebrado con hojas, palos y lianas espinosas. Sus cuernos idénticos
brillantes como huesos.
Notó mi agitación y sonrió, lo que despertó una pequeña llama
de miedo en mí.
—Mi niña mortal se ha despertado —dijo—. Incorpórate y bebe.
No le dije que me sentía débil y temblorosa y que me ardía el
pecho de dolor. No me pareció prudente llevarle la contraria, aunque
su amor por mí hubiera hecho que su disfraz se rompiera, y me
ayudó a incorporarme en la cama.
Parpadeé contra los rayos de sol que entraban a raudales por las
puertas del balcón. No reconocía esta habitación. Era mucho más
grande que la que había elegido al principio para mí, y fruncí el
ceño, frotándome el dolor de las sienes.
—Mazarine…, ¿dónde estoy?
—En la fortaleza, en las nubes —contestó ella, levantando un
vaso de madera con agua fría hacia mis labios—. En el ducado de
Seren. En el reino de Azenor. Bebe, Clementine.
Suspiré, exasperada por sus respuestas, pero empecé a sorber el
agua. Me bañó, uyendo por los lugares resecos de mi alma, y me
sentí renovada.
Y entonces Mazarine añadió:
—Duquesa.
Y de pronto me atraganté con el agua.
—¿Cómo me has llamado? —carraspeé, tosiendo. El dolor se
agudizó en mi pecho y gemí, poniéndome la mano sobre el corazón.
Podía sentir las vendas de lino envueltas cómodamente a mi
alrededor, debajo de mi camisola. Pero la herida seguía brillante y
sensible. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en poder respirar sin
sentir esa punzada de dolor.
—Te he llamado «duquesa» —respondió la trol.
—¿Por qué? No soy duquesa.
Ella ladeó su ceja torcida hacia mí.
—¿No lo recuerdas, Clementine?
Ahondé en mis recuerdos: manchas de sangre, oscuridad, viento
y cristales rotos. Quebrarme, respirar, echas, sueños y el ritmo del
corazón de Phelan contra mi mejilla.
—Lo recuerdo, pero fue Phelan quien reclamó el trono —repuse.
—Ambos lo hicisteis. Os sentasteis como si fuerais uno,
rompisteis la maldición como si fuerais uno. —Mazarine hizo una
pausa, observando las emociones que se agitaban en mi rostro—.
¿No estás contenta, niña?
—Esto… ¡Esto no es lo que yo quería!
—Y él tampoco. Lo que signi ca que los dos sois perfectos para
este cometido.
—Entonces, ¿él es duque?
—Sí.
—¿Y yo soy duquesa?
—Eso es lo que he dicho, ¿no?
Me tragué una risita histérica.
—Pero… ¿cómo puedes llamarnos así? Si no estamos casados.
Mazarine se encogió de hombros, totalmente imperturbable.
—Phelan y tú seguís unidos por el compromiso y la magia que
habéis creado. Sois compañeros.
Me quedé callada, abrumada.
—Los dos sois como una balanza, os equilibráis el uno al otro —
dijo Mazarine—. Intuyo que él no podría hacer esto sin ti, y tú no
querrías hacerlo sin él. Juntos sois más fuertes, una armonía. Ambos
guiaréis al ducado hacia una nueva era.
Volví a gemir y me cubrí la cara con las manos. Pero no podía
negar que sentía una pequeña emoción al imaginarme este nuevo
camino ante mí.
Se abrió la puerta.
Levanté la vista, vi que se trataba de Imonie y se me aceleró el
corazón al verla.
Las arrugas de su rostro se aliviaron cuando me vio despierta y
sentada en la cama. Pero entonces miró a Mazarine y su ceño volvió
a fruncirse con ganas.
—La has molestado —declaró Imonie.
—He mantenido viva a esta extraordinaria pero frágil mortal —
respondió Mazarine con suavidad—. Un poco de gratitud no estaría
mal.
Imonie resopló, pero asintió.
—Tienes mi eterna gratitud, Brin de Stonefall.
Mazarine hizo un ruido de su ciencia, pero dejó mi vaso de agua
y se levantó.
—Estaré justo al lado de la puerta si me necesita, Su Excelencia.
Tardé un momento en darme cuenta de que se estaba dirigiendo
a mí, así que me aclaré la garganta y asentí.
—Gracias, Mazarine. Brin.
La trol se fue, cerrando la puerta detrás de ella.
Imonie ocupó su lugar en silencio, sin apartar los ojos de mi
rostro.
—¿Cómo te sientes, Clementine? —preguntó.
—He estado mejor. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Una semana.
—¡¿Una semana?!
Imonie asintió.
—Tus padres y yo hemos estado muy preocupados, pero esa trol
solo nos dejaba visitarte una vez al día. —Se echó hacia delante para
tomarme la mano, una rara muestra de afecto por su parte.
Sonreí y le apreté los dedos con la fuerza que pude encontrar, que
aún era poca.
—¿Puedo traerte algo, Clementine? ¿Agua, té, comida?
La verdad era que tenía el estómago vacío, pero no tenía hambre
de comida. Me recosté en mi pila de almohadas y le dije:
—¿Me cuentas una historia?
Un parpadeo de sorpresa pasó por el rostro de Imonie. Pero
luego sonrió y alisó las arrugas de mis mantas.
Y mi abuela empezó a contarme las historias de las montañas.
L
o abrí más tarde esa misma noche, cuando estaba sola en mi
dormitorio. Retiré el pergamino y el cordel, y por un momento
me quedé mirando lo que había dentro. Y luego lo toqué,
vacilante, como si recordarlo pudiera causarme dolor.
Un cuaderno de bocetos lleno de páginas vacías. Tres barras de
carboncillo a ladas.
Lentamente, comencé a dibujar de nuevo.
No pasó mucho tiempo hasta que ansié dibujar un retrato mío. Era
como si nunca hubiera dibujado, no quedaba nada de lo que era
antes de haber renunciado a mi destreza por un corazón de piedra,
pero siempre que tenía un momento libre estaba en mi habitación,
dibujando. Ansiosa por recuperar lo que había perdido.
Con el tiempo, hice que me trajeran un espejo a mi habitación.
Me dispuse ante él, con el cuaderno de dibujo abierto en una
página nueva, el carboncillo en la mano y las cortinas de la ventana
corridas para darle la bienvenida al sol de invierno.
Examiné mi rostro en el espejo y comencé a plasmarlo en el
papel. Pero con cada mirada del papel al cristal…, me daba cuenta
de que estaba dibujando a alguien que no reconocía. Una chica con
dientes brillantes y estrellas caídas en su largo cabello rojo. Una chica
con ojos fríos y decididos.
Me tembló la mano.
Me detuve y dejé el carboncillo, observando mi re ejo. Las
palabras de Mazarine surgieron en mi memoria: «Tu verdadero
re ejo siempre brillará en un espejo».
Tal vez un día dibujaría lo que se re ejaba. Tal vez un día estaría
preparada para reconocer lo que realmente habitaba al otro lado del
cristal. En lo que me estaba convirtiendo. Pero hoy no era ese día, y
cerré el cuaderno de bocetos con un movimiento brusco.
Me levanté y me aparté del espejo.
AGRADECIMIENTOS