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CAMPEONAS

“Volar sin alas”

Julio Axel Hueto Cruz


ILUSTRACIONES

Karla Patricia Pérez Ruíz


Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, México

Lic. Adelfo Regino Montes


Director General del Instituto Nacional
de los Pueblos Indígenas

Mtra. Bertha Dimas Huacuz


Coordinadora General de Patrimonio
Cultural y Educación Indígena

José Luis Sarmiento Gutiérrez


Director de Comunicación Social
Campeonas. Volar sin alas
“Tres cuentos de niñas indígenas en el deporte”

CUENTOS
Julio Axel Hueto Cruz

ILUSTRACIONES
Karla Patricia Pérez Ruíz

CORRECCIÓN DE ESTILO
Jashui Jatsiri Pizarro Márquez

COORDINACIÓN
Norberto Zamora Pérez

México, 2022
Índice

Pies ligeros 3

Volar sin alas 27

Jugar con el corazón 44


Introducción
No importa si viven en el desierto, en la selva, en
los cielos nevados o cerca del mar. Si creen que algo
es posible lo es, porque en esta vida, si persiguen sus
sueños se cumplen. ¿No me creen?, descúbranlo le-
yendo estos tres cuentos sobre niñas de diversos pue-
blos indígenas. Vamos a viajar del norte de la Repúbli-
ca Mexicana hasta el sur. ¿Listas y listos?

En el primer cuento Pies Ligeros, conocerán a Nor-


ma, una niña rarámuri que ama correr sin importar si
hay tierra, agua, lodo o nieve; en todo lo que piensa la
pequeña es en convertirse en la mejor, aunque para
eso deberá vencer a niños y niñas. La historia de este
cuento se desarrolla en medio de la fiesta de la yú-
mari. ¿Quieren saber más sobre las tradiciones de los
rarámuris y sus campeonas?, lean este cuento.

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Vengan, acompáñenme al Estado de México, va-
mos a ir con Anita, la niña que goza de alas, ella es la
portera de las colibríes, un equipo de niñas que como
armaduras de batalla usan huaraches, faldas holga-
das y blusas brillosas. En este cuento verás el amor de
nieta y abuela en su máximo esplendor.

El ultimo cuento lleva por nombre Jugar con el co-


razón, esto porque el corazón es un órgano muy im-
portante para lograr lo que las piernas, los brazos o la
mente a veces no pueden lograr. Aquí vamos a visitar
Hondzonot, un pueblo ubicado en el estado de Quin-
tana Roo, donde vive Lupita, una niña que ama los hi-
piles y jugar softbol sin importar el rival o las condicio-
nes del campo de juego. Acompañen a Pita a vencer
los nervios que la invaden antes y durante el partido.

Igual que Anita, Norma y Lupita, ustedes pueden


ser lo que deseen, porque son libres, y la libertad hace
que los soñadores lleguen hasta donde deseen.

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Pies ligeros
Rarámuri
Pies ligeros
El sol de aquella mañana apareció por detrás de
las casas de techos níveos. El firmamento lucía naran-
ja aterciopelado que hacía querer detener el tiempo
para apreciar semejante belleza. La tierra ocre de la
comunidad de Guitayvo, se esfumó y se vistió con mi-
llones de copos de nieve blancos.

Dentro de una de las casas (de paredes y techos


laminados), Norma, dormía abrigada por dos Quema-
ca (cobija tejida con lana de oveja) que había hecho
Camila, su madre, quien, en ese momento del ama-
necer, estaba venciendo al frío gracias a las cinco Si-
púchakas (falda holgada que puede tener diversos
diseños ) y las tres Mapáchakas (blusa holgada que
utilizan mujeres y hombres) que vestía.

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La mujer que tenía cuerpo abultado, por el exceso
de ropa, denotaba cansancio, no paraba de bostezar;
pero no dejaba de cortar la llanta de un automóvil para
sacar la suela del segundo huarache para su hija. Al
terminar las plantillas, les hizo tres agujeros, el prime-
ro entre el dedo gordo y el cuarto; los dos siguientes a
un costado del talón. Camila tomó el cordón de cuero,
lo metió y después anudó en cada uno de los hoyos.

Cuando el sol logró sobresalir de entre las nubes


rosadas, Norma, se levantó descalza del petate donde
descansaba y vio a su madre durmiendo sobre la me-
cedora de madera.

—Ma… —susurró Norma y le tocó el brazo leve-


mente a su madre.

Camila abrió los ojos con gran pesadez, miró a su


hija y le sonrió.

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—Me ganó el sueño… —dijo entre dormida.

—Ve a acostarte, ma —aconsejó la pequeña de diez


años.

Camila estiró su brazo, agarró los huaraches que


estaban en el piso y se los ofreció a su hija, está los tomó
con emoción y los observó maravillada. La mujer se le-
vantó de la silla, y le cedió el lugar a su pequeña para
que se probara el calzado.

—Qué bueno que sí te quedaron los huarachitos,


ahora sí me voy a dormir un ratito.

—Sí, ma.

Camila se dirigió a los petates arrastrando los pies


por lo cansada que se encontraba luego de no haber
dormido durante toda la noche.

— ¡Oye!, ¿puedo salir un ratito?

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—¿Con este frío? —dijo Camila, incrédula.
—Es que quiero usarlos antes de la carrera para
que no los sienta raros —respondió Norma con una
sonrisa pícara.

—Bueno, pero tápate bien, por favor, porque allá


afuera está recio el frío —contestó.

Norma corrió hacia el estante donde tenía su ropa


y se puso una falda esmeralda de algodón, estampa-
da con flores blancas. Tomó dos chalés; el primero, era
azul, se lo colocó en la espalda y el segundo en la ca-
beza, este era gris.

—Ya me tapé, ma. Voy afuerita.

—Cuando te metas me hablas, por favor. Quedé


de ir a ayudar con la comida para la yúmari .

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—Sí —respondió y salió con una sonrisa.

Afuera, los árboles lucían blancos desde la copa


hasta el suelo. La nieve caía lento como plumas. En
cuanto Norma salió y vio la blancura que cubría el pa-
vimento, se emocionó, se tiró sobre este y movió bra-
zos y piernas de arriba abajo y de izquierda a derecha.
Luego, comenzó a trotar alrededor de su casa sin im-
portarle que se le entumieran los pies. Después de va-
rias horas, las huellas de los huaraches de la pequeña,
seguían marcadas en los alrededores del hogar de lá-
minas grises.

—Hola, Normita —gritó un hombre que vestía una


camisa holgada de color amarillo, un pantalón blanco
y huaraches.

—Hola, don Pedro —respondió Norma mientras


se acercaba corriendo a los árboles que estaban a al-
gunos metros de su casa.

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— ¿Qué haces afuera con este frío?

—Estoy amansando mis nuevos huaraches para al


ratito
—¡Sí, es cierto!, que en un ratito es la fiesta.

—Sí, además, también voy a competir en la carre-


ra, por eso estoy entrenando—dijo sonriente la niña.

— ¿En serio, vas a participar? —preguntó alegre,


don Pedro.

—Sí, quiero ser importante como Mari, la campeo-


na rarámuri —comentó.

—Entonces no te interrumpo —manifestó.

El sol anaranjado se posó encima del hogar de Ca-


mila y Norma. La pequeña entró a su casa, caminó ha-
cia el cuarto de su madre y la despertó.

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— ¿Dónde está ubicado el sol? —preguntó Cami-
la, preocupada.

—Apenas está arriba de la casa —respondió


Norma.

—Entonces no pasan de las doce —dijo aliviada y


suspiró.

Camila se levantó del petate y se cambió las blu-


sas que vestía por unas de colores más vistosos; en-
cima se puso una amarilla que hacía juego con su Si-
púchaka. Norma se vistió igual que su madre. Ambas
se pusieron un paliacate anaranjado y se cubrieron
con rebozos. Dentro de un huacal de madera metie-
ron una bolsa con arroz, cuatro calabazas y un puño
de chiltepines. Tomaron sus coronas floreadas con lis-
tones coloridos y salieron a encontrarse con las bajas
temperaturas del bello estado de Chihuahua.

Camila y su pequeña, se adentraron en el bosque


bañado de nieve. Ambas caminaron durante algunos

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minutos entre los enormes nogales silvestres. Al salir del
bosque se encontraron con personas de la comunidad,
vestían prendas similares a las de ellas. La mayoría de
las mujeres, se encontraban alrededor de la fogata,
algunas preparaban el tónari , otras, soplaban al fuego
para que este creciera y se calentara pronto el caldo.
Los hombres mayores tocaban el violín, la guitarra y
cantaban a Onorúame; los más jóvenes, ataban las
patas y los cuernos de la cabra que estaba amarrada
en uno de los árboles.

Norma vio a la distancia a Lulú, su amiga.

— ¿Ya estás lista para la carrera? —preguntó Lulú


a Norma sin mirarla a los ojos para evitar que sintiera
que le miraba el alma.

— ¡Sí!, desde hace ratito calenté las piernas para


que no me cueste trabajo correr con el frío.

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—Yo no he tenido tiempo de calentar.

— ¿Por qué? —preguntó Norma preocupada.

—Es que no me queda la varita, se me deshace a


cada ratito —dijo triste.

—Sí, es cierto, no me acordaba que teníamos que


usar la vara para empujar la pelotita.

—Aquí tengo otra, si quieres úsala —Lulú le rega-


ló la rama a su amiga.

Norma tomó la vara, formó un círculo mediano


y con el tramo que le sobraba hizo un óvalo. Cuando
ya había formado una especie de ocho, lo amarró a
una rama más gruesa. Lulú, quedó sorprendida con
la facilidad con que su amiga, había hecho su herra-
mienta para la carrera.

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—Ten, tú quédate con esta, yo ahorita hago la
mía —dijo Norma y le ofreció la varita.

Cuando Norma culminó con su vara, de entre


los árboles escarchados, salió una mujer joven que
vestía huaraches, un par de Sipúchakas rosas, una
Mapáchaka fucsia brillante, un morral cruzado y una
koyera roja en la cabeza con triángulos anaranjados
alrededor. Mientras más se acercaba a la gran foga-
ta, los presentes le aplaudieron sonrientes, una vez
que llegó, saludó a todos con un roce de mano y un
sutil toque en el hombro. La pequeña vio a Lulú y se
sonrieron la una a la otra, estaban impactadas por lo
que veían, era Mari, la campeona corredora. María se
posó junto a la lumbre y sacó un par de pelotas que
apenas cabían en sus manos.

— ¡¿Chicas y chicos, están listos para la carrera?!


—gritó Mari con gran júbilo.

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— ¡Sí! —se oyó al unísono la voz de los pequeños
que ahí estaban reunidos.
Las niñas se formaron en una fila frente a la cam-
peona, los niños hicieron lo mismo, pero del lado iz-
quierdo.

—¡Acérquense! Las indicaciones para que haya


un equipo ganador son las siguientes: niñas, deben
ir empujando la pelota con las ramas que ya tienen
hechas. Niños, harán lo mismo, pero con el pie. Yo iré
delante de ustedes para irles mostrando el camino
que van a seguir.

— ¿Una de nosotras puede llevar empujando la


pelota todo el tiempo? —preguntó Lulú y miró a Nor-
ma.

—No, todos y todas deben empujar la pelota por


lo menos una vez, después, puede llevarla quien con-
sideren que es más ágil o veloz.

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Luego de oír las reglas para la carrera, los adultos
dejaron por un momento sus labores y formaron un
pasillo por el cual pasaría corriendo la campeona co-
rredora y los pequeños atletas. Camila se paró al final
del pasillo y se despidió de su pequeña hija.

Dentro del bosque glaseado con nieve, el equi-


po de los chicos tomó una ligera ventaja, pateaban la
pelota fuerte para aventajar el camino y el líder grita-
ba el nombre de cada uno de sus compañeros para
que chutara la bola. Por otro lado, las niñas, no sabían
quién debía golpear la pelota, pues en ocasiones las
ramas de varias compañeras chocaban y la bola no
se movía. Mientras la competencia se llevaba a cabo,
Norma, observaba y pensaba qué podía hacer para
que su grupo ganara.

—No me hagan esto justo ahorita —dijo Norma


a los huaraches que comenzaban a cansarle por ser
nuevos.

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La pequeña se agachó un momento, se revisó los
pies, se aflojó un poco los cordones de los huaraches
y se levantó convencida de que iban a ganar. Sin em-
bargo, cuando miró adelante, nadie estaba a su lado,
todas continuaban corriendo. Trató de alcanzarlas si-
guiendo las pisadas de sus compañeras. Minutos des-
pués, Norma se encontró con el resto del grupo.

— ¡Sólo faltas tú por golpear la pelota Norma! —


gritó Lulú cuando su amiga se aproximaba.

Norma llegó a la pelota y la golpeó con tal fuer-


za que voló por encima de la copa de los árboles. La
esfera aterrizó a unos metros de Mari, las chicas grita-
ron emocionadas, sabían que las posibilidades de al-
canzar a los niños estaban latentes. Motivada por sus
compañeras, la pequeña gacela del pueblo de Gui-
tayvo corrió lo más rápido que pudo hasta llegar a la
bola y volvió a repetir el mismo tiro. Evidentemente,
Norma rebasó a la campeona y a los niños gracias a

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sus enormes capacidades y a sus huaraches que la
hacían sentir que flotaba.

Luego de varios minutos de seguir adelante,


Norma se detuvo, la neblina que había caído en el
bosque nevado no le permitía ver con claridad. Miró
hacia atrás y no encontró a la campeona ni a sus
compañeras. Dudó en volver por el mismo camino,
pero temió perderse, así que se sentó en una piedra
esperando a que la encontraran, tal y como ella lo
había hecho antes. Después de esperar paciente, es-
cuchó el sonido tenue de un cascabel.

— ¡Aquí estoy! —gritó Norma.

El cascabel se escuchaba cada vez más cerca,


se levantó de la piedra con la esperanza de ver a la
campeona, mas no fue así, pues el sonido provenía
de una víbora amarilla con manchas cafés que se
deslizaba por el suelo frente a ella. Ambas se mira-
ron fijamente, la serpiente, al sentirse amenazada, se

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lanzó a la pierna de Norma, pero gracias a los ligueros
huaraches no logró morderla, pues la pequeña corrió
sobre el mismo camino que había llegado.
Norma se detuvo por un instante para ver si la
serpiente de cascabel ya no la seguía. Su cuerpo tem-
blaba de miedo, y luego de unos minutos caminando
vió a lo lejos a María, a los niños y a las niñas.

—No vayan para allá, hay una víbora —dijo Nor-


ma, casi sin aliento.

—¡¿Por qué te adelantaste?! —manifestó María


enojada.

—Perdón, yo sólo quería demostrarte que tam-


bién soy buena corredora.

—Eso lo supe cuando empezó la carrera —dijo


más tranquila—. Bueno, pues hay que regresar a la
fogata si no queremos que la serpiente venga con sus
amigas y nos muerdan a todos —bromeó para evitar
que Norma se sintiera regañada.

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Cuando llegaron de vuelta a la fogata, la luna ya
posaba en el cielo oscuro, la carne de la cabra ya es-
taba dentro de la enorme olla sobre la lumbre. Cada
uno de los niños se acercó con sus familiares y con-
taron su experiencia al correr y cuánto se espanta-
ron al perder a Norma.

Los hombres mayores tocaron sus instrumentos


musicales mientras las personas se acercaban a la
fogata para servirse un poco de tónari en sus pla-
tos de barro. Los ancianos cedieron el violín y la gui-
tarra a hombres más jóvenes, quienes hicieron que
las mujeres bailaran alrededor de la lumbre con sus
coronas de flores y listones de colores que caían por
sus espaldas.

El cielo se vistió con estrellas brillantes que jun-


tas formaban la silueta de una cabra mirando a la
luna. Entonces, todos miraron hacia arriba y se die-
ron cuenta de que la vida es sólo un camino.

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Volar sin alas
Mazahua
Volar sin alas
El domingo por la tarde el sol era esplendoroso
en el Estado de México. El cielo se mostraba celeste
junto a las pomposas nubes blancas. Era bello e im-
presionante. Los mazahuas se resguardaban de los
atosigantes rayos solares dentro de sus casas cons-
truidas de cemento y tejas frescas. Sin embargo, Ani-
ta era una excepción, ella regresaba del tianguis con
dos bolsas de malla, una en cada mano. La pequeña
usaba una blusa blanca y una falda azul brillante.

Anita se dirigió a la casa de su abuela, doña Paty.


Aquella vivienda era un poco vetusta, sin embargo,
las paredes blancas, ventanas amplias y macetas de
barro (con grandes y bellas plantas de sombra) da-
ban una hermosa y acogedora sensación al entrar. La
pequeña dejó las bolsas sobre el suelo pedregoso, su
perro la esperaba con gran entusiasmo. Manchas, ese

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era su nombre. Este movió la cola tan pronto miró a su
dueña pasar por la puerta. Se acercó a ella y se recostó
bocarriba con la esperanza de recibir un sinfín de cari-
cias.

—Ya llegué, abue —dijo Anita en voz alta para que


doña Paty la escuchara.

—Qué bueno que ya llegaste, ya estaba preocupa-


da —respondió la mujer de cabello gris y dejó de bordar
el quexquémitl —. Pon las bolsas sobre la mesa hijita.

—Perdón, es que había mucha gente en el tian-


guis.

—No te preocupes, lo importante es que llegaste


bien, Anita.

—Abue, ya casi son las cuatro, ¿sí iremos al cam-


po? —preguntó la niña con una tierna mirada.

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—¡Deveras!, no me acordaba. Deja me apuró a ha-
cer la comida —dijo y se levantó con dificultad de la
silla de palma.

— ¿Y si comemos al regresar?, es que... no nos va a


dar tiempo de llegar.

—¡No, cómo que te vas a ir con la panza de farol!

—Abue, es que me voy a sentir pesada y me va a


costar trabajo moverme.

— ¿Segura no quieres comer, aunque sea un ta-


quito? —preguntó doña Paty.

—Sí, segura —contestó con una sonrisa enorme la


pequeña.

—Bueno, ¿y te vas a cambiar o te vas a ir así? —


cuestionó a su nieta.

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—Me voy a cambiar los huaraches por los otros
viejitos —respondió Ana y corrió hacia la cama.

Luego de ponerse los huaraches de cuero, Ana,


salió de la casa. Tomó la mano izquierda de su abuela.
La mujer vestía un quexquémitl negro con flores bor-
dadas de diferentes colores y un colibrí grande en el
pecho. Manchas, caminó detrás de ellas para cuidar-
las.

—Bajó mucho la temperatura —dijo doña Paty y


miró el cielo lleno de nubes grises.

—Sí, hace rato estaba muy caluroso. Ojalá no nos


agarre la lluvia en el partido.

—No, esperemos que nos haga buena tarde. De


todas maneras, me traje tu quexquémitl para termi-
nar de bordártelo mientras tú juegas —dijo sonriente
la abuela.

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Ambas caminaron por entre las milpas hasta
llegar al campo de fútbol que estaba cubierto de tie-
rra grisácea. Anita, al ver el escenario, sintió que el
corazón se le salía del pecho por la emoción. Soltó
la mano de su abuela y corrió a una de las porterías,
construidas con palos de madera para el partido. La
pequeña se paró debajo del travesaño, visualizando
a las niñas que estaban reunidas dentro del círcu-
lo central marcado con cal. Ana, caminó hacia sus
compañeras que, al igual que ella, vestían blusas y
faldas amarillas con una faja azul rey en la cintura.

—Hola, Anita, pensábamos que no iba a llegar


nuestra portera —dijo bromeando una mujer joven.

—Perdón. Entrenadora, se me hizo un poquito


tarde —contestó Ana, apenada.

—Tranquila, no pasa nada.

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Mientras las pequeñas recibían indicaciones de
su entrenadora, doña Paty (en compañía de Manchas)
caminó a pasos lentos hacia los montículos de tierra
que se encontraban junto a la cancha. La mujer en-
contró una piedra plana y se sentó ahí para seguir
bordando la capa de su nieta. Luego de unos minu-
tos, los Cachorros (rivales de Colibríes) llegaron en una
camioneta, todos los jugadores vestían calcetas rojas,
shorts de color marino y playeras con rayas verticales
blancas y azules. El árbitro reunió a Ana, la capitana
de Colibríes y a Rodolfo, del equipo contrario, en el
centro del campo para tirar el volado y decidir quién
iba a dar la patada inicial.

—Árbitro, les damos la ventaja —dijo engreído—


no eche la moneda al aire.

—¡No!, nosotras somos capaces de ganar sin ayu-


da —se defendió Ana —pedimos águila.

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El árbitro soltó una risita, asintió e hizo girar la
moneda en el aire. Ambos capitanes siguieron el me-
tal de arriba hacia abajo, querían saber el desenlace y
tan pronto llegó a la mano del hombre, este la cubrió.
El resultado era a favor de Colibríes.

—Que ellos saquen primero —dijo Ana y corrió


hacia su portería.

Rodolfo y uno de sus compañeros se pararon den-


tro del círculo central, pusieron la bola sobre la tierra
y sonó el pitido inicial. En ese momento, las manos
nerviosas de Anita se humedecieron. El capitán del
equipo contrario, enojado por lo que había pasado,
golpeó el balón con furia hacia la portería contraria.
Conforme la redonda giraba en el aire, esta adquiría
más fuerza. Luego de unos segundos, comenzó a ba-
jar justo donde Ana estaba parada. La pequeña abrió
el compás de sus piernas, sus brazos estaban listos
frente a su pecho, esperando al balón, sin embargo,

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al ver que la esfera no caía aún, sintió su corazón agi-
tado y se preocupó.

Todos, dentro y fuera del campo, quedaron ex-


pectantes al duelo que sostenían el balón y Ana.
Mientras la pelota de cuero se acercaba al ángulo
izquierdo de la portería, una sonrisa apareció en el
rostro de Rodolfo. Cuando la portera se percató que
la esfera no caería entre sus manos, decidió saltar
para alcanzarla. Sin sujetarla, logró lanzarla fuera de
la cancha provocando un tiro de esquina. Todas sus
compañeras le festejaron con aplausos. Doña Paty, al
ver a su nieta tirada en el suelo, dejó de bordar y se
levantó con dificultad de la roca donde estaba senta-
da. Anita se puso de pie, sacudió sus manos, su falda
y miró a su abuelita.

—¡¿Sí me viste?!, ¿viste como la detuve, abue? —


preguntó con una sonrisa.

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Doña Paty, asintió tranquila y volvió a sentarse
para seguir bordando el quexquémitl. Ambos equipos
estuvieron cerca de meter el primer gol a su contrin-
cante, pero en ningún caso se logró por las habilida-
des de ambos guardametas. El árbitro pitó el final del
primer tiempo y el cielo se vistió con un manto lleno
de estrellas. Ana corrió con su abuelita.

—¿Sí viste todas las atajadas que hice, abue? —


preguntó mientras se limpiaba unas gotas de sudor
que bajaban por sus sienes.

—Sí, estás jugando muy bien… —mintió doña


Paty: la mujer, había estado concentrada bordando y
no miró a su nieta parar el balón cuando este se acer-
caba a la portería.

— ¿A ti qué te ha parecido el partido, Manchas?


—cuestionó la pequeña a su amigo.

El perro parecía feliz, pues comenzó a ladrar y a


saltar.

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—Sí, así le hice para parar los balones, Manchas
—dijo y lo acarició.

El árbitro pitó para iniciar el segundo tiempo, dos


de las compañeras de Ana se colocaron en el medio
del campo. El partido había comenzado. Una de las
jugadoras golpeó el balón imitando el tiro de Rodol-
fo, pero esta vez, la esfera había entrado dentro del
arco. Ana, al ver que había caído el primer gol a su
favor saltó de felicidad y corrió a abrazarse con todo
su equipo.

La noche cubrió el pueblo mazahua y el partido


terminó. El marcador quedó 1-0 a favor de Colibríes.
Ana corrió hacia su abuela y festejó el triunfo de Coli-
bríes. Doña Paty, recibió a su nieta con un abrazo y le
puso el quexquémitl azul con girasoles bordados, sin
importar cuán llena de tierra estaba la pequeña. La
tomó de la mano y caminaron entre las mazorcas sin
dejar de mirar el brillo de la luna que las guiaba a ellas
y a Manchas hasta llegar a su casa.

42
Jugar con el
corazón
Maya
Jugar con el corazón
En la inmensa popularidad de Tulum, nos encon-
tramos nosotras: “las Jaguares de Hondzonot ”, diez
niñas mayas que amamos nuestra tierra, los hipiles,
las flores, pero sobre todo, el softbol, porque nos hace
sentirnos libres y olvidarnos del tiempo.

Este día no es un jueves cualquiera, hoy jugamos


nuestra primera competencia de softbol contra un
equipo desconocido. Para todos los que vivimos en
Hondzonot, un partido, no es sólo un juego, sino una
celebración.

Ayer por la noche estuve tan nerviosa, que no lo-


gré dormir. Por una parte, anhelaba que amaneciera
para conocer a nuestras rivales, pero, por otro lado…
no, temía que nuestro desempeño fuera insuficiente.

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En la mañana, el tiempo en las clases corrió tan
apresurado que cuando me di cuenta ya era momen-
to de volver a casa. Cuando llegué, no tenía ganas de
comer, eso es muy raro en mí porque siempre regreso
de la escuela con mucha hambre.

El calor bajó. Yo estaba sentada sobre mi cama
cuando la sensación de revoltijo en mi estómago se
intensificó. La hora de ir al campo se aproximaba. Mi
papá llegó de trabajar, dejó los hipiles que vendé en el
tianguis sobre la mesa y se acercó a mí.

—¿Ya está lista mi Pita? —me preguntó emocio-


nado mi papá.

—No, estoy muy nerviosa, pa.

—¿Por qué estás nerviosa? —se puso en cuclillas


y me miró a los ojos—. Tranquila, bateas muy bien.

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—¿Y si mejor no voy?, tengo miedo de defraudar
al equipo.

—¿No crees que es peor faltar y dejarlas solas? —


me dijo con el ceño fruncido.

—Pero…

—No hay pero que valga. Recuerda lo que me di-


jiste el domingo que supiste que iban a jugar contra
un equipo foraneo —agregó y me tomó de las manos.
—Pero el domingo no estaba nerviosa, por eso te
dije que ya quería que fuera jueves…

—Pues ya es jueves y estás a nada de enfrentarte


a uno de los muchos retos que te faltan. Así que ponte
tu uniforme, Pita —me dijo y se puso de pie.

Respiré hondo, cerré mis ojos y traté de sacar todo


el nerviosismo que contenía dentro. Me puse el hipil
blanco con rosas rojas bordadas en el jubón y debajo

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mi fustán con grabados florales. Me hice una trenza,
tomé mi gorra de la suerte y salí.

—Estoy lista, pa.

Cuando llegamos al campo, el pasto, que regular-


mente lucía seco y descuidado, ahora se veía recién
regado y cortado. Mi papá se acercó a la palapa y junto
con los demás familiares de las Jaguares de Hondzo-
not se sentó. Me acerqué a mis compañeras que ves-
tían huipiles similares al mío, lo único que nos diferen-
ciaba era el bordado de nuestros jubones y el diseño
del fustán. Las diez juntamos nuestras manos y emi-
timos un rugido similar al de un furioso jaguar. Nos
quitamos los huaraches para sentirnos cómodas y los
dejamos bajo la palapa.

El partido inició. Comenzamos bateando y logra-


mos una carrera en la primera entrada. El otro equi-
po, las Pumas, logró obtener cuatro; en las siguientes

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cinco entradas nadie obtuvo carreras. El duelo esta-
ba muy cerrado. Ambos equipos luchábamos por la
victoria. En la séptima entrada conseguimos rescatar
dos carreras, pero ninguna por parte mía. Finalmente,
en la séptima y última entrada, con el marcador 4-3;
me tocó batear, sentía más nervios que nunca, pues a
pesar de tener la casa llena (tres compañeras en tres
bases) ya tenía dos “strikes” y si fallaba perdíamos el
encuentro.

—Tranquila, Pita. ¡Tú puedes! —gritó mi papá.

Luego de que mi papá gritara, mis compañeras y


sus familiares empezaron a gritar: “¡Lupita, Lupita, Lu-
pita…!”. Al escuchar mi nombre sentí mucha confian-
za para golpear la bola, pues no sólo mi papá se iba a
sentir orgulloso de mí, sino también mi pueblo.

La niña que vestía pantalón verde ajustado, ca-


misa roja, tenis y gorra blanca, estaba parada sobre el
montículo de tierra, hizo una señal con su dedo índice
y miró hacia la derecha. De inmediato entendí que iba

53
a lanzar la bola hacia abajo. Tomé con fuerza el bate
que mi papá había pintado y grabado con rosas.

Encorvé mi cuerpo hacia atrás, cerré los ojos, res-


piré profundo y mantuve la respiración en los pulmo-
nes. Era un momento de suma concentración. Abrí los
ojos y observé la esfera blanca fijamente. Me incliné un
poco más, bajé el bate y conecté con fuerza la pelota
que se reflejó en los rayos del sol mientras se deslizaba
por el campo. Entonces, solté el aire y corrí tan rápido
como mis piernas me lo permitieron. La jardinera iz-
quierda sólo miró pasar la bola por encima de su cabe-
za, de inmediato noté que había hecho un “home run”.
Tres de mis compañeras llegaron a la base final. Sentí
que el corazón se me salía por la emoción. El partido
estaba por terminar. El resto de nuestras compañeras
(nueve) y las pumas (diez chicas) se pararon al lado de
la caja de bateo y comenzaron a aplaudirme mientras
recorría las bases faltantes.

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Mi papá salió de la palapa y corrió hacia mí.
Cuando llegué a la caja de bateo, me cargó sobre
sus hombros, en ese momento, el calor tan intenso
que había sentido durante el partido se calmó y el
viento sopló desacomodándome el cabello.

—¡Es mi hija! ¡Ella es mi hija! —gritó mi papá


con la voz quebrada.

—¡Pa, lo logramos! —agregué entusiasmada


mientras tocaba sus mejillas.

—¡Sí! —respondió sollozando y corrimos por el


campo.

Miré el cielo y de entre las nubes vi un rostro


parecido al de mi mamá.

—Ella lo hizo posible —dijimos ambos al mismo


tiempo cuando señalamos hacia el firmamento.

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Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas

México, 2022

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