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Siempre les he contado que, parte de mi educación primaria, la realicé en Chalamarca, pero

jamás les he dicho que, desde el primer día de clases -al empezar el tercer grado- me
hechizaron las miradas y las sonrisas de una niña. No sé qué magia encerraban sus mejillas
rosadas, sus ojos pardos y cabellos largos. Sentí que mi corazón saltaba como pajarillo, en su
jaula, cuando ella me miró fijamente, por un instante. Aquel inolvidable momento fue cuando
le presté mi cuaderno para que ella se igualara Había. faltado a clases durante quince días por
razones de enfermedad Se llamaba Armilda Casariego. Su padre era el Teniente Gobernador
de ese caserío En las noches encendía la lámpara a kerosene, estudiaba las lecciones y la tabla
de multiplicar, a fin de que ella me admirase y me regalara una sonrisa, asimismo me lavabo la
cara, las orejas, las manos, los pies, en la acequia que está cerca de mi choza, luego me ponía
el poncho, el sombrero, me calzaba los llanques, y con mis cuadernos, en una alforja, iba
corriendo por el camino que conduce a la escuela. Antes de ingresar en el aula, dejábamos
afuera ponchos, sombreros y alforjas.

Un día cacé una paloma de monte y la llevé a la escuela para regalarle a Armilda. A tanta
exigencia me recibió con un gracias así a secas. Sus miradas fueron tenues rayos de sol que se
diluyeron con la neblina de la mañana. En el aula y a la hora del recreo, ella estaba esquiva,
Indiferente, a mis centelleantes miradas. Días después me conto Gumercinda Becerra que
Armilda habla dicho “Si Catalino Chuquilín cambiara de camisa, quizás me enamoraria de él”
Cierto, mi camisa estaba llena de remiendos con trapos de diferentes colores, mi mamá, mi
querida mamá, que en paz descansa en el cementerio, recogía trapos de aquí, de allá y
parchaba no sólo mi camisa y mi pantalón, sino también la rapa de mis demás ocho hermanos.
Mi papá se desesperaba por comprarme una camisa nueva también un pantalón pero no podía
hacerlo él era jornalero Pero desde ahora disminuiremos la ración y si es posible beberemos
sólo agua hasta el día que reúna el dinero suficiente, dijo él a mi madre, una tarde, frotándose
la frente Efectivamente desde ese día la ración diaria se redujo En las noches mis padres
bebían sólo agua con yerbaluisa o toronjil.

Un día viernes mi padre se fue a Chota y me trajo una camisa blanca con flores rojas, qué
contento me sentí el lunes, pensé, cuando vaya a la Escuela todo el mundo contemplará mi
camisa, y seguro Armilda vendrá sonriendo a felicitarme. Mi papá habla ido a Chota, no sólo
por la camisa, sino también para comprar dos latas vacías En esas latas se almacenaría la
manteca del chancho que mataría, mi abuelita, el día domingo. Ese día domingo que jamás lo
olvidaré, amaneció con un cielo azul, a lo lejos se vela los cerros verdes, azulinos, celestes, y
unos pájaros que cruzaban el cielo a cada instante Mi papa, mi mama y todos mis hermanos
fuimos a casa de mi abuelita. Allí nos encontramos con mis tíos y primos.

Mataron el chancho lo cashparon con garagara y después cortaron la carne en pedacitos, y


comenzaron a freírla en un perol grande a fin de obtener la manteca y los chicharrones. Entre
tanto, en la poza mis tías Tomasa, Laura y Petronila principiaron a lavar los intestinos del
chancho, para preparar inmediatamente las rellenas. Los gallinazos aunque también se les
conoce con el nombre de shingos que tienen un olfato muy desarrollado en bandadas
aparecieron por el cielo. Todos se dirigían a la poza donde estaban lavando las vísceras. Los
corríamos a pedradas a hondazos, también con los perros; se ausentaban un rato y otra
estaban allí como pequeñas sombras. Hay que cazar un shingo, dijo Galvarino Cedrón. Amarró
un pedazo de tripa de chancho en la punta de un cordel, con nudos, y la dejó en la pampa. A
los pocos minutos, cazamos un gallinazo, inmediatamente, con otro cordel más grueso, lo
amarramos de una pata alguien trajo otra cordel y lo piezamos, y así cordel tras cordel hicimos
una larguísima cuerda El shingo se alejaba raudamente hasta convertirse, en un punto negro,
en el cielo. El rato que deseábamos , enrollábamos el cordel, y el gallinazo otra vez estaba en el
suelo. Nuevamente alargábamos el cordel, y el shingo volaba alto muy alto, más arriba de los
altísimos cerros. Finalmente nos cansamos de jugar con aquel animal negro de olor
repugnante. Amarramos la cuerda, en el tronco de un eucalipto, y fuimos a jugar pelota hasta
que se frieran los chicharrones. Antes que empezáramos a jugar me saqué la camisa nueva y la
dejé doblada sobre una rama, a fin de que no se ensuciara. Juegue y juegue estuvimos largo
rato. Nos olvidamos del gallinazo. De repente nos dimos cuenta que el prisionero negro estaba
volando. Libremente muy alto y en la punta del cordel se veía una tela que flameaba como
cometa. Había sido mi camisa nueva. No sé quién la hubo amarrado antes de desatar el shingo
¡Mi camisa! ¡Mi camisa!, gritaba aturdido. Todos los muchachos fuimos tras el ave. Nos
acompañaron los perros. Corrimos por pampas, tomas, cuestas, bajadas, valles, chacras.
Cruzamos atrancas, acequias, puentes. El shingo, siempre volando alto se desplazaba
libremente en dirección al cerro Huashmin. Mis primos cansados y decepcionados regresaron
donde la choza. No importa pensé, y proseguí desplazándome por zonas agrestes Sentía sed
intensa. El corazón parecía que estallaba. El gallinazo cambió de dirección. Se enrumbo hacia el
cerro, Laconfura. Con gran facilidad se introdujo en una cueva. La camisa quedó afuera
flameado. Con manos y pies apoyándome sobre las rocas, empecé a escalar el cerro. Casi al
atardecer estuve cerca de la camisa. Una enorme piedra puntiaguda me impidió avanzar
Estiraba el brazo, pero no lograba agarrar la prenda. En uno de esos intentos, resbalé y rodé
hacia el abismo. Más de la media noche recobré el conocimiento. Había caido sobre la copa de
un árbol. Tenia heridas en varias partes del cuerpo. No sé cómo logré resistir el dolor y el
intenso frio. En la mañana temprano, mi papá y algunos familiares me rescataron. Mi padre
estaba muy molesto, me propinó dos latigazos que me hicieron ver luces verdes. No lo
castigues, pobre cholito se puede morir, escuché una voz en tono suplicante, habla sido la voz
de mi tío Geremildo Chuquilín. En una camilla improvisada, de magueyes, me condujeron hacia
la vivienda.

A medida que las heridas se cicatrizaban, desde la puerta de mi choza, veía el gallinazo ladrón,
con la camisa flameando, por el cielo azulino. Bajaba la mirada y cerrando ojos aprisionaba las
lágrimas mi mamá también lloraba.

Veinte días falté a clases. Cuando fui a la escuela todos guardaron profundo silencio. La
maestra se acercó y acariciándome, me dijo no estés triste Catalino, cuando seas grande y
triunfes en tus estudios, no sólo comprarás una sino muchas camisitas y de hermosos colores
Ojalá, señorita; le dije bajando la mirada.

A la hora del recreo se acercó Armilda y ligeramente esbozando una sonrisa, me ofreció
prestarme su cuaderno para igualarme. Por su parte mis amigos me invitaron para jugar
trompo. No, mejor bolitas. A la pegapega. El ampay uno, dos y tres. El juego resultó muy
interesante. Se escuchaban risotadas en diferentes direcciones. Intempestivamente apareció,
por el cielo, el gallinazo ladrón. En ese instante quise que mis apacibles miradas se
transformaran en fulminantes rayos. Pero cualquier día lo cazaremos con la ayuda del Teniente
Gobernador dijo la maestra cuando retomamos al aula. El Teniente Gobernador que siempre
apoyaba la ejecución de obras comunales, habia coordinado con todos los habitantes de
Chalamarca para cazar el shingo

El día señalado, para cazar al ladrón, habia sido domingo 24 de junio. Algunos hombres y
mujeres se ubicaron en las colinas, en las lomas, en las copas de los árboles, y otros tantos
estaban en las pampas, en las praderas, en los quengos en fin, en todos los lugares
estratégicos del lugar. Cuando apareció el gallinazo, los hombres que estaban en las colinas
intentaron agarrar la camisa, pero fracasaron. El rapaz, tranquilamente daba vueltas y más
vueltas por el cielo. Si no se puede a las buenas a las malas será, declaró el Teniente
Gobernador y ordenó que todo el mundo disparara piedras con sus jebes y hondas o
guarachas. El gallinazo velozmente se elevó más alto que los cerros y las nubes. Después de
media hora aproximadamente, descendió en forma vertical y defeco en pleno vuelo. Los
excrementos cayeron sobre la nariz del Teniente Gobernador. ¡Desgraciado!, ¡Pero ya pagarás
tu fechoría, habló la autoridad limpiándose con la punta del poncho. Alguien, de una pedrada,
desprendió una pala del animal. La pata sangrando se desplazaba desorientada, a sallos, en la
pampa. Ya ven, en otro momento, traeremos abajo la cabeza, un ala o todo el cuerpo del
ladrón, dijo emocionado el Teniente Gobernador La gente gritaba, silbaba y continuaba
disparando las piedras con las guaracas y los jebes, por su parte, los perros, ladrando
enfurecidos, corrían y saltaban hasta la copa de los árboles o algo más, cinco perros se
perdieron par el horizonte, a gran velocidad, y se confundieron con las nubes, los pájaros
salían despavoridos de los árboles y volaban en distintas direcciones. Minutos después otro
comunero impacto con una piedra, pero lamentablemente, en la camisa, cayeron un troza de
tela y un papel doblado El papel fue recogido por el Teniente Gobernador y sin dilación alguna
lo leyó en silencio arrugando la nariz. Concluyó la lectura y habló unas palabrotas que no las
debo repetir. Inmediatamente, con voz enérgica dijo:

¡Señores, se suspende la faena! ¡Gracias por el favor! ¡Regresen a sus chozas!, ¡Otro día,
reanudaremos la Persecución!

Yo sólo abrí la boca cerrando fuerte los ojos. Sentí que mi corazón fue hincado por una espina
de tandal. El papel que acababa de leer el Teniente Gobernador era una carta que escribí para
Armilda, la tenia guardada en el bolsillo de mi camisa nueva. En la carta le expresaba mi cariño,
mi amor, mi ilusión, mi soledad, mi tristeza; inclusive le ofrecía matrimonio algún día cuando
sea grande.

Cuando el lunes retorné a la escuela, no encontré a Armilda La maestra nos informó a todos
los alumnos, que su señor padre la habla trasladado a otro centro educativo de una comunidad
cuyo nombre lo guardaba en secreto.

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