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05/07/2022
Este año se cumplen cuatro décadas de la publicación de Me llamo Rigoberta Menchú y así
me nació la conciencia, libro que colocó el testimonio de una mujer maya en un plano
internacional diez años antes de que Rigoberta Menchú recibiera el Premio Nobel de la Paz
en 1992. Tras su publicación, y en un contexto de guerra que ahora sabemos constituyó un
genocidio contra la población maya en Guatemala, el mundo tuvo acceso a la voz de una
mujer maya, cuyas experiencias iban más allá del costumbrismo, racismo o folklore con el
que se solía, y se continúa en muchos casos, representar la vida indígena. En su narración,
Rigoberta educó a un público sobre elementos culturales y espirituales relacionados a la
cultura maya, pero sobre todo conectó su historia y la historia de las colectividades
indígenas del país con los procesos coloniales de despojo y violencia que afectaban y
continúan afectando a las mayorías indígenas aún en el presente.
Pero atreverse a alzar la voz no fue un acto sin consecuencia. Atacar el testimonio de
Rigoberta se convirtió en la carrera y fama de algunos. Con crueldad y destilando racismo,
académicos nacionales y extranjeros, así como periodistas se dieron a la tarea de negar no
solo el testimonio de una joven mujer maya en sus veintes, sino dejar claro que la voz
indígena no tenía derecho a ser incorporada en la narrativa histórica y colectiva de
Guatemala. Y es que con su testimonio Rigoberta rompió con el molde de lo que una mujer
indígena debía ser: callada, sumisa, sin historia, sin comprensión de las opresiones y sin
capacidad de señalar la discriminación racial. Su voz interrumpió la mirada colonial con la
que se veía a los pueblos indígenas, sin voz y sin capacidad de acción organizativa.
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Deseo aclarar que, aunque mencionaré algunas críticas, no me interesa resucitar un debate
pasado sobre la veracidad del testimonio de Rigoberta. Se requiere poseer nula capacidad
de análisis y un tremendo desconocimiento sobre los diversos contextos culturales para
pretender que un testimonio sea un recuento factual y detallado que aplique de manera
generalizada a un país completo, como Guatemala o a todo el pueblo maya del país. Sobre
todo, no deseo hacerlo porque revivirlo sería amplificar nuevamente voces externas, en su
mayoría de antropólogos, aunque también periodistas, hombres y mujeres, blancos, ladinos
y extranjeros que han vivido de privilegios creados gracias a la histórica explotación
extrema de las y los brazos indios. Frente a esto, asumo que la academia occidental se ha
aprovechado suficiente de la figura, la experiencia, el nombre y la vida de una mujer
indígena para mover y manejar sus agendas en las cuales los pueblos indígenas continúan
siendo vistos, analizados y situados como objetos sin voz y sin agencia.
Por el contrario, enmarco este texto desde mi posición, como una mujer maya k’iche’ e
historiadora. Mi formación académica me ha puesto frente a múltiples discusiones sobre los
diferentes tipos de fuentes históricas y sé que algunas son más privilegiadas que otras. La
misma presencia de académicos indígenas es punto de discusión, ya que la academia es un
«lugar de disputa, de lucha, un lugar donde los académicos nativos solo han sido invitados
muy recientemente […] ocupamos un lugar de reglas no escritas, viejas culturas
implacables y grandes apuestas».[2] Tampoco he sido ajena al racismo estructural y a las
violencias físicas o emocionales que debemos enfrentar como pueblo maya y sujetos
«subalternos» cuando decidimos apropiarnos de nuestra historia y establecer una narrativa
desde nuestra propia epistemología y experiencia. Las voces consideradas marginales -esas
pertenecientes a grupos considerados minoritarios, como al que Rigoberta y yo
pertenecemos-, se nos dice repetidamente que carecen de rigurosidad, que no son objetivas,
que son más emocionales, más aún cuando los planteamientos se basan en la oralidad, por
lo tanto, suelen ser relegadas al género de la narrativa literaria o de la ficción. Es decir,
nuestras vidas sirven para ganar premios o hacer carreras para aquellos o aquellas que nos
ven como sujetos de estudio o nos usan para explotar el género del realismo mágico de
algunos escritores o cineastas paternalistas que actúan como embajadores de nuestra
cultura, llenándola de estereotipos superficiales y folclóricos, pero no son suficientes para
contribuir al análisis de nuestras propias experiencias de vida.
Hoy, los derechos de autor del libro de Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la
conciencia, en su múltiples ediciones e idiomas le pertenecen a la antropóloga venezolana
Elizabeth Burgos. Esta apropiación de autoría del testimonio de una mujer maya es uno de
los mejores ejemplos del extractivismo epistémico neocolonial que es ejercido por diversas
disciplinas en las ciencias sociales y por intelectuales foráneos.
Los derechos de autor del testimonio de Rigoberta, publicado por primera vez en 1983 por
la Casa de las Américas, no se trata solamente de un asunto de regalías. Aunque sí es un
elemento válido para discutir y cuestionar: ¿por qué una antropóloga blanca mestiza puede
lucrar con la historia de vida, que en sí es propiedad intelectual de una mujer indígena? La
respuesta está atada a la visión colonial de la cual Burgos se rehúsa a desprenderse. Aunque
la antropóloga argumenta que el testimonio de Rigoberta representa «una lucha contra el
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olvido» y que es también parte de un proceso de ayudar a los latinoamericanos quienes, si
bien están «siempre dispuestos a denunciar las relaciones de desigualdad que Norteamérica
mantiene con nosotros, nunca se nos ha ocurrido reconocer que también nosotros somos
opresores, y que mantenemos relaciones que fácilmente pueden calificarse de coloniales.
Sin temor a exagerar, podemos afirmar que existe, sobre todo en los países con fuerte
población india, un colonialismo interno que se ejerce en detrimento de las poblaciones
autóctonas». [3] En ningún momento Burgos analiza las relaciones de poder que ella misma
ejerce como antropóloga blanca.
Aún antes de que Elizabeth Burgos cambiara su narrativa y se volviera aliada de los
detractores de Rigoberta, se evidencia en su prólogo escrito en 1982, que ella siempre se
posesionó desde un plano de superioridad y legitimidad sobre Rigoberta, quien, según
Burgos, «ha elegido el arma de la palabra como medio de lucha, y dicha palabra es lo que
yo he querido ratificar por escrito».[5] Burgos es no solo la intermediaria, sino quien
valida, al «convertir» la oralidad a texto, la voz y la narrativa de una mujer vista como
subalterna. Es esa actitud la que aporta a dar respuestas al por qué la renuencia a darle los
derechos de autor a Rigoberta. Separadamente de lo lucrativo, Burgos se ve como la
creadora de la narrativa de Rigoberta y por ende la dueña. Como la misma Burgos dijo, en
línea con una mentalidad colonialista, «ver a Rigoberta trabajar le daba placer», entonces,
con una visión así, cómo no aprovecharse de su labor y propiedad intelectual.
En el año 2008 Burgos escribió un prólogo a la edición del libro del antropólogo David
Stoll, titulado Rigoberta Menchú and the Story of all Poor Guatemalans. En este, ella
nuevamente se posiciona como la persona que dio voz a Rigoberta diciendo «yo jugué un
cierto rol en lanzar su carrera».[6] A decir verdad, su papel, como lo es el autor del libro en
el que ella escribe, fue uno de aprovechamiento. El análisis de Burgos sobre el proceso de
convertirse en «persona non grata» como ella misma lo escribe, es uno que en ningún
momento hace un análisis interno sobre autoría o sobre las relaciones poder presentes en su
actitud respecto al libro y a Rigoberta. Burgos en cambio se victimiza, aludiendo que fue su
posición crítica a Cuba y cuestionar el costo de la lucha armada lo que hizo que la
«excluyeran de la campaña por el nobel a Rigoberta».[7] ¿Pero por qué debería una
antropóloga blanca ser parte de un proceso de reconocimiento a una mujer indígena? Más
cuando ella misma admite en el prólogo original de 1982 que «si bien poseo una formación
de etnóloga, jamás he estudiado la cultura maya-quiche, y no he trabajado nunca sobre el
terreno en Guatemala».[8]
Del año 2013 al 2019 tuve la oportunidad de estar presentes en diversos juicios de justicia
transicional y en tres de ellos pude documentar que los sobrevivientes eran en su mayoría
hombres y mujeres indígenas: el juicio por genocidio contra Efraín Ríos Montt en el 2013,
el juicio por la quema de la Embajada de España en el 2015 y el juicio por el caso Sepur
Zarco en el 2016, este último relacionado al uso de violencia sexual como arma de guerra
en contra de mujeres mayas. Menciono esto porque seguir los procesos en los medios y la
presencia diaria en Tribunales me permitió observar cómo el testimonio de las mujeres
mayas sigue siendo una espina colocada en la estructura colonial del Estado, en sus
instituciones de justicia, en la prensa y los sectores de la sociedad civil que no soportan
cuando las o los «indios» alzan la voz.
Aunque en esos procesos, sobre todo el caso de Genocidio y el caso Sepur Zarco, mujeres
mayas dieron testimonios «legales», una categoría distinta al testimonio narrativo de Me
llamo Rigoberta, los ataques y la desestimación de sus voces y narrativas por los mismos
jueces, abogados, columnistas de prensa y sectores de la sociedad civil fueron bastante
similares y revelaron la misma aversión a creerle a las mujeres mayas sobre sus
experiencias de haber sobreviviendo los horrores de la guerra y los procesos de violencia
conectados al colonialismo en el que las élites mantienen al país estancado.
En juicios posteriores, las voces de las mujeres mayas continuaron siendo atacadas por los
abogados defensores de militares, por el Estado mismo a través de sus representantes en la
Procuraduría General de la Nación y por jueces. En el caso por crímenes de lesa humanidad
y violencia sexual ejercida contra mujeres q’eqchi’ de comunidades de Sepur Zarco, afuera
de la corte, miembros del ejército se colocaban diariamente con un vehículo desde donde
con un altoparlante les gritaban insultos a las mujeres e intentaban reinscribir el testimonio
de las mujeres acusándolas de mentirosas y de ser prostitutas. Menciono este detalle vulgar
y humillante porque es importante señalar no solo la crueldad de los miembros del ejército
sino también porque agrega a la línea de ejemplos de cómo en el presente los testimonios
de mujeres mayas siguen siendo desestimados con el fin de negar su historia. Como
argumenta Irmalicia Velásquez Nimatuj, quien condujo el peritaje cultural del caso, «en el
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caso de las mujeres q’eqchi’, sus historias de vida, así como sus identidades como mujeres
y como q’eqchi’ giraban y están conectadas, entre otras cosas, con la tierra, sus luchas
políticas y su estabilidad familiar».[16] Por lo que, al negar un testimonio se busca negar
toda una historia política, social y cultural.
Y este intento de deslegitimar voces indias continúa. En el caso más reciente de justicia
transicional relacionado a la violencia sexual contra mujeres maya-achí del municipio de
Rabinal, Baja Verapaz, la jueza Claudette Domínguez cerró el caso y dejó sin valor los
testimonios de las mujeres, quienes llevaban más de 40 años buscando justicia por los
vejámenes sufridos. Fue luego de otros tres años de lucha que el caso llegaría por fin a
etapa de juicio, sin embargo, de 36 mujeres denunciantes solamente fue aceptado el
testimonio de cinco de ellas.
Conclusión
¿Qué nos queda como pueblos mayas y como mujeres? Como nos recuerda la profesora
nativa americana Dian Millon, «como pueblos nosotros ahora teorizamos, escribimos,
debatimos, argumentamos, hablamos».[18] Aunque en el fondo siempre lo hemos hecho,
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solo que otras y otros se han llevado nuestra sabiduría robándonos así el derecho a nuestra
propia autoría.
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[17] John Beverley, Testimonio: On the Politics of Truth (Minneapolis: University of
Minnesota Press, 2004), xvi.
[18] Simpson and Smith, Theorizing Native Studies, 36.
Fuentes citadas
Arias, Arturo, ed. The Rigoberta Menchú Controversy. Minneapolis: University of
Minnesota Press, 2001.
Beverley, John. Testimonio: On the Politics of Truth. Minneapolis: University of
Minnesota Press, 2004.
Burgos Debray, Elisabeth. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia.
Primera edición, 20. reimpresión. Historia inmediata. México, D.F: Siglo Veintiuno
Editores, 2007.
Grandin, Greg. Who Is Rigoberta Menchú? London ; New York: Verso, 2011.
Montejo, Victor D. «Truth, Human Rights, and Representation: The Case of Rigoberta
Menchú». In The Rigoberta Menchú Controversy, edited by Arturo Arias and David Stoll.
Minneapolis: University of Minnesota Press, 2001.
Philip, Cristopher H. Lutz, and Karen Dakin, eds. Nuestro pesar, nuestra aflicción:
Tunetuliniliz, tucucuca: memorias en lengua náhuatl enviadas a Felipe II por indígenas del
Valle de Guatemala hacia 1572. 1. ed. Facsímiles de lingüística y filología nahuas 7.
México: Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Investigaciones
Regionales de Mesoamérica, 1996.
Simpson, Audra, and Andrea Smith. Theorizing Native Studies, 2014.
http://site.ebrary.com/id/10869093.
Speed, Shannon. «Grief and Indigenous Feminist’s Rage: The Embodied Field of
Knowledge Production». In Indigenous Women and Violence: Feminist Activist Research
in Heightened States. S.l.: UNIV OF ARIZONA PRESS, 2021.
https://www.jstor.org/stable/10.2307/j.ctv1ghv4mj.
Stoll, David. Rigoberta Menchu and the Story of All Poor Guatemalans: Expanded Edition
New Fr Elizabeth … Boulder: Westview, 2009.
http://public.ebookcentral.proquest.com/choice/publicfullrecord.aspx?p=3028893.
Velásquez Nimatuj, Irmalicia. «The Case of Sepur Zarco and the Challenge to the Colonial
State». In Indigenous Women and Violence:Feminist Activist Research in Heightened
States., edited by Shannon Speed and Lynn Stephen. S.l.: UNIV OF ARIZONA PRESS,
2021. https://www.jstor.org/stable/10.2307/j.ctv1ghv4mj.
Warren, Kay B. «Telling Truths: Taking David Stoll and the Rigoberta Menchú Exposé
Seriously». In The Rigoberta Menchú Controversy, edited by Arturo Arias and David Stoll.
Minneapolis: University of Minnesota Press, 2001.
Yates, Pamela, Newton Thomas Sigel, Rigoberta Menchú, Shawn Elliot, Eddie Jones,
Linda Segura, Shelly Desai, Rubén Blades, Docurama, and New Video Group. When the
Mountains Tremble. 20th anniversary special ed.. Burlington, VT : New York, NY:
Docurama ; Distributed by New Video, 2004.
Imagen principal, portada del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la
conciencia, Editorial Argos Vergara, 1983, tomada de Amazon.
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María de los Ángeles Aguilar
María Aguilar es doctora en historia por la Universidad de Tulane y actualmente es
Asociada Posdoctoral y Lecturer de la Universidad de Yale.
Domitila y Rigoberta
Libro emblema
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audiencia internacional y se incorporara a los planes de estudio de muchas universidades.
Su impacto en Europa y Estados Unidos prendió las alarmas de los conservadores en ambos
lados del Atlántico, temerosos de que el ejemplo de una indígena «tercermundista»
sacudiera conciencias en el mundo industrializado, y las poblaciones ya no se conformen
solamente con el reconocimiento a sus derechos culturales, sino reclamen acceso al poder
del Estado y al dinero público.
El testimonio y el prólogo
Mientras trabajaba en una agencia de prensa leí las denuncias de Rigoberta publicadas en el
periódico mexicano Unomasuno en 1982, y las noticias sobre el premio Casa de las
Américas a su testimonio. Ya consumado el golpe de Estado de Ríos Montt, seguí su
intervención en el Tribunal Russell en Madrid en enero de 1983, y en 1985 salió por la
editorial Siglo XXI el libro con prólogo de Elizabeth Burgos, una venezolana cuyo trabajo
como antropóloga no era conocido en México.
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Recuerdo el desagrado que me causó la manera en que la prologuista despacha en tres
plumazos cuestiones metodológicas que eran materia de intensa discusión entre
antropólogos y sociólogos en México y en otros países. La prologuista reconocía su
desconocimiento de la historia guatemalteca pero dada la efervescencia que se vivía en los
años ochenta, la conclusión de muchos lectores era que se trataba de una colaboración
solidaria con las causas representadas por Rigoberta. En la ENAH como en otras facultades
y centros universitarios se criticaba la cosificación de los llamados «informantes» y su
reducción a «objetos» pasivos de investigación; y la forma en que algunos con visión
colonialista tomaban demasiado en serio su autoridad para certificar la autenticidad de las
culturas. Se discutía mucho sobre la abolición de esas jerarquías y pesaban las ideas de Jean
Duvignaud en El Lenguaje Perdido, un libro que Guillermo Pedroni nos había dado a leer
en la Escuela de Historia de la USAC a fines de los setenta. Duvignaud denunciaba al
Occidente etnocida que devora la carne de las culturas y coloca después sus huesos en el
museo. Bajo esas circunstancias, Duvignaud argumentó que al antropólogo solo le quedaba
elegir entre la etnografía o la guerrilla. En la propia ENAH sobraban ejemplos de
estudiantes y profesores que conocían de primera mano las implicaciones de ese dilema, y
de allí que las afirmaciones en el prólogo de Burgos no cayeran muy bien y dejaran la
impresión de que se trataba de una señora solidaria pero burguesa y eurocéntrica.
Tampoco las críticas al imperial gaze y a la mirada orientalista sobre los pueblos no
europeos de esos años abierta por Edward Said (1978) estaban en el horizonte teórico de
Burgos, pese a que era práctica común entre los académicos rechazar el uso del término
«etnia» y se prefería los de grupo étnico, pueblo indígena, pueblo originario, pueblo natural
o pueblo ancestral. Burgos presenta a Rigoberta como parte de una «etnia», reiterando el
eurocentrismo de George Murdock (1956) estudiando a «nuestros contemporáneos
primitivos». «Escuchar la voz de Rigoberta», escribe Burgos, «significa asimismo
sumergirnos en nuestro propio interior, pues despierta en nosotros sensaciones y
sentimientos que creíamos caducados, encerrados como estamos en nuestro universo
inhumano y artificial». Ese «nosotros» fundante de la mentalidad imperial que los críticos
en el mundo anglosajón definen como the we problem, en la voz de Burgos remite al
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«nosotros», los que ella dice «somos culturalmente blancos», «latinoamericanos» que
también «somos opresores», y que podría parafrasearse como nosotros los latinoamericanos
afrancesados de clase alta, con la superioridad política, moral y civilizatoria necesaria para
criticar a los gringos, al imperialismo norteamericano y al colonialismo interno de los
ladinos guatemaltecos.
Esta superioridad permite a Burgos presentar a Rigoberta unas veces como niña ingenua de
apenas 23 años, que tiene el «problema» de no hablar correctamente el español, o mujer
adulta endurecida por el dolor. Así escribe Burgos: «Lo que me sorprendió a primera vista
fue su sonrisa franca y casi infantil. Su cara redonda tenía forma de luna llena; Su mirada
franca era la de un niño, con labios siempre dispuestos a sonreír. Despedía una asombrosa
juventud. Más tarde pude darme cuenta de que aquel aire de juventud se empañaba de
repente, cuando le tocaba hablar de los acontecimientos dramáticos acaecidos a su familia».
«En aquel momento», continúa la señora Burgos,«un sufrimiento profundo afloraba del
fondo de sus ojos; perdían el brillo de la juventud para convertirse en los de una mujer
madura que ya ha conocido el dolor. Lo que en principio parecía timidez no era otra cosa
que una cortesía compuesta de discreción y dulzura. Sus gestos eran suaves, delicados.
Según Rigoberta, los niños indios aprenden esta delicadeza desde la más tierna infancia,
cuando comienzan a recoger el café: para no dañar las ramas, es preciso arrancar el grano
con la mayor suavidad».
Rigoberta, la mujer madura golpeada, es al mismo tiempo niña tímida, cortés, dulce y
discreta, suave y delicada, como los niños que cortan el aromático que nosotros nos
sorbemos en París o en Montreux. Esta glamourización del trabajo infantil indígena
contrasta con la ausencia en el prólogo de palabras como capitalismo, oligarquía,
terratenientes, plantación o finca cafetalera. Ausencia aún más relevante por cuanto Burgos,
según lo escrito por su hija Laurence, creció en una hacienda venezolana, una etapa de su
vida insinuada en la reacción de la prologuista al ver a Rigoberta haciendo tortillas en su
apartamento, que le recordaba a las mujeres preparando arepas en su nativa Venezuela. En
el más clásico estilo de los antropólogos victorianos escribe: «Por la mañana, al levantarse,
un reflejo milenario impulsaba a Rigoberta a preparar la masa y a cocer las tortillas para el
desayuno, y lo mismo al mediodía y a la noche. Verla trabajar me producía un placer
inmenso».
Y siempre desde esa superioridad observando a la mujer niña indígena: «La admiración que
su valor y su dignidad han suscitado en mí facilitó nuestras relaciones». Inevitable imaginar
el destino de Rigoberta si no hubiera llenado las expectativas morales y políticas de su
entrevistadora. Por el contrario, escribe Burgos, ocho días grabando, aunque nos enteramos
por Taracena Arriola que en realidad fueron cuatro, viviendo bajo el mismo techo, y con
ayuda del maíz y las judías negras, le permitieron, según ella, convertirse en una doble de
Rigoberta.
La transcripción
En la investigación antropológica es cosa sabida que el transcribir el texto oral permite a los
investigadores apreciar la complejidad de la voz y las muchas emociones y significados de
las pausas, silencios, vacilaciones, inflexiones, repeticiones, maneras de decir o pronunciar
las palabras y muchos otros detalles, que ayudan a ordenar el material etnográfico, que una
vez organizado de ninguna manera convierte al entrevistador y transcriptor en autor de lo
compilado.
Sin embargo, la señora Burgos dice que en el paso de lo oral a lo escrito «primero descifré
por completo las cintas grabadas», veinticinco horas que transcritas ocuparon casi
quinientas páginas. Nótese que descifrar no es lo mismo que transcribir y a ningún
investigador que tenga el mínimo decoro académico pasaría por alto reconocer el mérito de
una labor que debió ser aún más tenaz que ahora, dada las limitaciones de los medios
técnicos disponibles en esos años. Sin embargo, Burgos se atribuye la transcripción cuando
en realidad fue como señala Taracena, trabajo de Francisca Rivera.
Desde esos años estaban muy claras entre los antropólogos las diferencias entre testimonio,
biografía y autobiografía, y uno de los modelos preferidos en México sobre cómo trabajar y
presentar un testimonio era el libro de Domitila y Moema, cuyo proceso de elaboración no
estuvo exento de fricciones entre las feministas urbanas y de estratos altos y Domitila. Así
por ejemplo en una addenda al libro que pareciera anticiparse al agandalle de Burgos,
Domitila afirma: «Ojalá que en Bolivia y en otros países se recojan las experiencias del
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pueblo no solamente para elaborar teorías a nivel intelectual, para elaborar teorías foráneas,
sino que sirva, como dice el título que le pusiste al libro (refiriéndose a Moema), para que
se le permita hablar al pueblo».
Se dice que Burgos pretendía hacer un libro sobre feminismo en América Latina similar al
de Domitila y andaba buscando mujeres a quienes entrevistar. A ese respecto llama la
atención que el testimonio abra con una dedicatoria a la poeta y pintora Alaíde Foppa, pero
en el prólogo no se haga referencia alguna al hecho de que Alaíde fue fundadora principal
del feminismo en México, y tanto ella como Domitila y Moema coincidieron en la
conferencia internacional de mujeres realizada en la ciudad de México en 1975, un evento
cardinal en la historia del feminismo contemporáneo. Domitila fue la única mujer de clase
trabajadora que habló en tribuna y de allí arrancó el proceso colaborativo con Moema que
culminó en la publicación de su testimonio como dirigente, esposa de un minero y madre de
siete hijos. Tras esta conferencia surgió también la organización liderada por Alaíde y
Margarita García Flores que resultó en la fundación de Fem, una de las revistas feministas
más importantes de la segunda mitad del siglo veinte que salió a luz en 1976 y se mantuvo
durante 29 años. Todos esos aspectos hubieran dado más cuerpo a la dedicatoria a Alaíde.
El libro de Domitila salió en 1977 y en sus palabras introductorias se resume con claridad
las razones que la animaron a contar su historia, como cinco años más tarde lo haría
Rigoberta. Dijo Domitila: «La historia que voy a relatar, no quiero en ningún momento que
la interpreten solamente como un problema personal. Porque pienso que mi vida está
relacionada con mi pueblo. Lo que me pasó a mí, le puede haber pasado a cientos de
personas en mi país. Esto quiero esclarecer, porque reconozco que ha habido seres que han
hecho mucho más que yo por el pueblo, pero que han muerto o no han tenido la
oportunidad de ser conocidos. Por eso digo que no quiero hacer nomás una historia
personal. Quiero hablar de mi pueblo. Quiero dejar testimonio de toda la experiencia que
hemos adquirido a través de tantos años de lucha en Bolivia, y aportar un granito de arena
con la esperanza de que nuestra experiencia sirva de alguna manera para la generación
nueva, para la gente nueva».
Este debate sobre el yo colectivo del testimonio y las relaciones de autoría, los derechos de
autor y la relación entre intelectuales y pueblos subalternizados, debe situarse en el
contexto de la geopolítica de la Guerra Fría en los años ochenta. En esos años la
administración Reagan repetía en Centro América la infamia cometida en Indonesia durante
los años sesenta cuando se asesinó entre dos y tres millones de personas acusadas de ser
comunistas. Sumadas las víctimas de la guerra contra el comunismo en Guatemala, El
Salvador y Nicaragua tenemos una Indonesia en Centro América, un «genocidio
anticomunista» como lo define Norman Naimark, profesor de la universidad de Stanford, al
comparar los casos de Indonesia, Guatemala y Sri Lanka.
Al mismo tiempo, en el México ochentero se leía con sentido de urgencia a los teórico-
prácticos de la descolonización, africanos, asiáticos, latinoamericanos y europeos. La
inminencia de una invasión estadounidense a Cuba y el hostigamiento a la revolución
sandinista, mantenían en alerta máxima a toda la región mesoamericana y caribeña. No es
secreto alguno que frente al aplastamiento, Rigoberta era la voz del Comité de Unidad
Campesina, del Ejército Guerrillero de los Pobres y de todas las organizaciones enfrentadas
al terror de Estado en Guatemala. No parecía extraño entonces que una venezolana parisina,
como ya lo hacía mucha gente de la burguesía mexicana, europea y estadounidense,
apoyara las necesidades de romper el cerco noticioso y denunciara las violaciones a los
derechos humanos.
Reconocimiento a Rigoberta
Stanford era por esas fechas, escenario mayor de las guerras culturales derivadas de la
presión de estudiantes y profesores para actualizar los planes de estudio en Humanidades y
Ciencias Sociales, y abrirlos al conocimiento de otras tradiciones culturales y
civilizaciones. La derecha universitaria consideraba un despropósito que se leyera el
testimonio de Rigoberta Menchú a la par de las obras de Dante, Descartes, Freud, Marx y
Toni Morrison. Lo percibían como una afrenta a la seriedad del canon tradicional que a
largo plazo debilitaría la mente de los estudiantes y los induciría a renunciar a los valores
del Occidente cristiano y civilizado.
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Un año antes, en junio de 1990, Mikhail Gorbachev había dado una conferencia en Stanford
con la cual culminó su gira por Estados Unidos, y en la cual declaró que la Guerra Fría
estaba superada, y elogió a los científicos de Stanford por ayudar a frenar la carrera
armamentista. Francis Fukuyama, cerebro mayor de la Doctrina Reagan, que pocos años
después se incorporó a Stanford, publicó en 1992 su libro sobre el presunto «fin de la
historia». Al calor de la ofensiva neoconservadora, Samuel Huntington sacó en 1996 el
volumen Clash of Civilizations donde afirmó que en el mundo posterior a la Guerra Fría,
las futuras guerras no serían entre países sino entre culturas. Esos planteamientos nutrieron
la oposición a las políticas de la identidad, el sentimiento antiinmigrante y el rechazo a la
incorporación de la teoría racial crítica en la enseñanza pública. Por supuesto no faltaron
los aspirantes a mercenarios intelectuales y acólitos de la pacificación contrainsurgente en
distintas latitudes que se sintieron llamados a colaborar, ganar dinero y reconocimiento
público sirviendo a esa agenda regresiva.
La necesidad de incluir libros relevantes para la historia de los miembros de minorías que
en realidad son mayorías étnicas marginalizadas, abrió el debate público en universidades y
medios de comunicación y en Stanford, Terry Karl, Mary Louise Pratt y Renato Rosaldo
asumieron el liderazgo y creció el clamor por desmantelar los metarrelatos, las narrativas y
el monólogo de Occidente. Gayatri Chakravorty Spivak (1988), crítica literaria de la India y
profesora en la Universidad de Columbia, había lanzado pocos años antes su famosa
pregunta luego convertida en moda acerca de si los subalternos pueden hablar («Can the
Subaltern Speak?»). Una pregunta que de entrada contradecía la realidad de los pueblos en
lucha que, sin pedirle permiso a los académicos y menos a los del llamado Primer Mundo,
estaban ocupados en la construcción de su propio destino. La interrogante de la profesora
Spivak estuvo en cierto modo pautada por el poder subversivo derivado de la investigación
documental y etnográfica aplicada al servicio de causas populares, ensayada en la India y
que originó los Estudios Subalternos en ese país, aunque al pasar del tiempo ese esfuerzo
haya evolucionado a un Club de Intelectuales, que utiliza un vocabulario inaccesible a los
propios subalternos a quienes pretende ayudar.
El experimento intelectual intentó ser replicado en Estados Unidos dado que una vez caído
el muro de Berlín, el estudio del colonialismo en lugar de afianzarse en la historia
económica y política, se desplazó a los departamentos de literatura en inglés y a la crítica
literaria. Fue una forma barata e inocua de criticar sin criticar y de reivindicar la
subalternidad, sin reparar en que las bases mismas de la socorrida subalternidad,
presuponen la existencia de un subalterno y un subalternista que lo estudia y quiere
contribuir a liberarlo. Un lenguaje tutelar que además recuerda el de las instituciones
castrenses y es común en sociedades fuertemente jerárquicas como en la India y en
América Latina. Por eso no me provocó mucho entusiasmo seguir los interminables y
farragosos debates de la subalternidad, la postmodernidad, la postcolonialidad y las
pretensiones de un vanguardismo metateórico que se ufanaba de hacer teoría para conducir
la resistencia étnica en el Tercer Mundo.
Tenía la memoria de cómo sin tanta alharaca, Armando Bartra organizó en los años ochenta
con estudiantes y profesores de la ENAH y de otras universidades, equipos que en el campo
y en el archivo trabajaron de manera mancomunada para armar los expedientes de reclamos
agrarios de pueblos agrupados en la organización campesina Coordinadora Nacional Plan
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de Ayala. Sin embargo, hay que decir también que en Estados Unidos tras muchos
esfuerzos, movilizaciones, tomas y huelgas, se logró la apertura de programas de estudios
étnicos, estudios feministas, estudios de género, derechos humanos, trabajo y otros en los
cuales la lectura y análisis del testimonio de Rigoberta era requisito obligatorio.
Después de esta primera experiencia en Stanford volví a San Cristóbal de Las Casas, y por
iniciativa de Hebe Alvarez del Toro, llegó Rigoberta a la Casa de las Imágenes, un centro
cultural propiedad de la antropóloga y filántropa mexicana Marta Turok que dejó su marca
en la historia de la ciudad. Rigoberta ofreció una charla memorable acompañada en la mesa
por la entrañable y batalladora Walda Barrios Kleé, que también daba clases en la UNACH.
Ese mismo año, durante el Primer Encuentro de Resistencia Indígena, Negra y Popular
celebrado en Quezaltenango escuchamos a Rigoberta dirigirse a la concurrencia desde la
plataforma de un tráiler. En ese encuentro se le proclamó candidata al Premio Nobel de la
Paz 1992 y allí circularon personajes como Héctor Díaz Polanco y el entonces desconocido
Juan Evo Morales Ayma.
Ya Rigoberta convertida en Premio Nobel, la tarde del 24 de diciembre de ese año, Ana
Carolina Alpírez Antillón, por entonces jefa de redacción de elPeriódico, me pidió
acompañarla a una modesta casa de la zona 2 a recoger el saludo navideño de Rigoberta al
mundo. Allí estaba ella Rigoberta a pocos días de retornar de toda la gran pompa europea,
afanada en una máquina de coser de pedal, terminándole una blusa a su sobrina. Mientras
cosía y hablaba, en algún momento derramó unas lágrimas que en la habitación a media
luz, hacían más notoria la ignominia de un país racista como Guatemala, al que poco
parecía importarle que se distinguiera a una de sus hijas con un reconocimiento de tan
grande estatura internacional. Al final Rony Iván Véliz, amigo de Rigoberta de toda la vida,
nos hizo favor de tomarnos una foto y pasado el Año Nuevo, me fui de vuelta a Chiapas
donde impartía clases de antropología en la UNACH.
En noviembre de ese año 1993 con un grupo de siete estudiantes cruzamos a pie el tramo de
unos veinte kilómetros de la franja fronteriza entre Chiapas y Guatemala en las adyacencias
del Ixcán guatemalteco. Unos pocos días más tarde Chiapas saltó a las primeras planas de la
prensa mundial por el levantamiento zapatista del 1 de enero de 1994. Hebe Alvarez del
Toro me llamó de Tuxtla, Gutiérrez, para preguntarme qué sabía sobre unos hombres
armados que tenían tomada la plaza de San Cristóbal. Desde el amanecer había escuchado
el vuelo de aviones y pensé que se trataría de algún show acrobático para marcar la entrada
de México al Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos. Al estilo
guatemalteco, luego de la llamada de Hebe prendí inmediatamente la radio y me sorprendió
escuchar el conocido cassette «Guitarra Armada» de Carlos Mejía Godoy utilizado por los
sandinistas como manual de instrucción militar. Eran los zapatistas que habían tomado una
de las radios locales y entre canción y canción pasaban el texto de las nuevas leyes. Me
pareció muy sospechoso que ya se hablara de leyes del nuevo gobierno revolucionario y se
usaran canciones emblema de la revolución sandinista, dado que la Secretaría de
Gobernación era proclive a culpar a los extranjeros por la subversión en México.
18
Fui al parque y ya estaba Marcos respondiendo las preguntas de un grupo no muy grande de
reporteros. Me llamó la atención la pobre calidad del armamento y pensé «con esas armas
no le van a ganar a nadie». Eran más de mil indígenas uniformados con camisas y
pantalones de su propia sastrería. Muchos adolescentes, hombres y mujeres, la mayoría sin
pasamontañas. Habían hecho pintas que no tenían nada que ver con las consignas clásicas
de las guerrillas centroamericanas. «Pinches putos», «Godínez (el jefe de la base militar)
puto», «¿No que no había guerrilla putos?».
La poca gente que se animó a salir de sus casas estaba totalmente azorada de ver a los
zapatistas, pero nadie parecía tenerles miedo. Me dieron ganas de preguntarle a Marcos por
qué se habían lanzado con armamento de tan baja calidad, pero me abstuve porque luego
me percaté de que entre los mirones ya había gente de la pesada vestida de civil. Conforme
transcurrió el día llegaron más personas al parque y el aire de jolgorio y admiración fue
diluyéndose cuando tras la salida de los zapatistas, desde diferentes rumbos avanzaban las
columnas de soldados entrando a la ciudad. Al sur del valle de Jovel donde está San
Cristóbal, los helicópteros empezaron a bombardear y los únicos carros circulando eran
suburbans con gente de la pesada y taxis manejados por sujetos con corte de pelo estilo
militar. Tomé uno y fui a sacar mi computadora para moverla a un lugar seguro, porque me
enteré que el gobernador interino Elmar Setzer Marseille a pregunta expresa de don Amado
Avendaño, sobre quiénes eran los señores que habían llegado armados a tomar la ciudad,
olvidándose de su investidura y de que estaba hablando con un periodista, sin muchos
rodeos le soltó: «Esos han de ser guatemaltecos». Muchos guatemaltecos se hicieron humo.
Y es que además el Diario de Yucatán cabeceó una entrevista con el ministro de la defensa
de Guatemala con las palabras: «Nosotros ya se los habíamos dicho», exhibiendo la
jactancia de los chafas guatemaltecos probando estar mejor informados que la inteligencia
militar del Estado mexicano.
En pocas horas la ciudad se llenó de más de mil corresponsales de guerra y periodistas que
venían de cubrir crisis muy complicadas en Medio Oriente y en otros países, y que no
podían salir a buscar la nota porque el Ejercito taponó la ciudad. En medio de todo apareció
Rigoberta en la Casa de las Imágenes, muy preocupada, llamando al gobierno federal a
reaccionar con mesura y evitar la tierra arrasada que enlutó a Guatemala. Su llegada ayudó
a enfriar los ánimos, aunque en las semanas y meses siguientes la institucionalidad
mexicana se deterioró debido a los asesinatos políticos de grueso calibre. En mi casa
frecuentemente cortaban el teléfono porque amigos periodistas lo usaban para transmitir sus
notas a la ciudad de México, en particular Juan Balboa, corresponsal en Chiapas de La
Jornada y de Proceso.
Viendo las cosas como estaban, George Collier me invitó a presentar solicitud para cursar
una maestría en Stanford y para allá agarré por segunda vez en agosto de 1995. Allí pude
observar la evolución de la guerra cultural en la cual el testimonio de Rigoberta seguía
dando de qué hablar, ganando lectores e impacientando a la derecha evangélica. Se
multiplicaron los libros, tesis doctorales, artículos en revistas especializadas y en la prensa,
en donde se discutía su testimonio a la par del de Domitila y de otros personajes.
19
Luego ella llegó nuevamente a San Cristóbal a inaugurar el Diagnóstico sobre la Educación
Bilingüe Bicultural en Centro América y en Chiapas financiado por la UNESCO. La saludé
en Guatemala al final de la presentación de uno de sus libros en el Teatro Nacional en
compañía de Carlos Navarrete y Dante Liano. Por esas fechas, a mediados de los años
noventa, en Stanford la derecha logró reventar al departamento de antropología y forzar el
retiro temprano de los profesores más críticos como George y Jane Collier. A Renato
Rosaldo le dio un derrame cerebral y junto a Mary Louise Pratt, se movieron a Nueva York.
Busqué otros horizontes y pude continuar con mis estudios de doctorado en la Universidad
de Texas en Austin, y a los pocos meses de estar allí en un college cercano a Austin, tuve el
gusto de presenciar un inolvidable mano a mano entre Rigoberta Menchú y el escritor
mexicano Carlos Fuentes.
Stoll
En eso estábamos cuando en diciembre de 1998 apareció en primera plana de The New
York Times una nota firmada por Larry Rohter, presentando el libro de Stoll. Escribí un
corto artículo titulado «Yo, David Stoll», que Ana Carolina Alpírez publicó en elPeriódico
al día siguiente. Este artículo, tal vez por su brevedad, pasó desapercibido en el volumen
compilado por Arturo Arias (2001) y en donde destacan los análisis del propio Arias sobre
la trayectoria de Rigoberta y el de Mary Louis Pratt explicando el escenario de las guerras
culturales en Stanford. Marc Zimmerman y John Beverley animaron a Arturo Arias a
preparar un volumen que deslindó posiciones entre académicos y comunicadores de
Guatemala y Estados Unidos. Se multiplicaron los capítulos de libros y artículos en revistas
especializadas, en las cuales un nutrido elenco de personalidades académicas, en su
mayoría mujeres, fijaron su posición a favor de las causas defendidas por Rigoberta. La
vieja y la nueva guardia del progresismo universitario estadounidense se pronunció y logró
contrabalancear el despliegue mediático otorgado a Stoll. Susan Jonas, Norma Stoltz
Chinchilla, Jean Franco, Margaret Randall, Carol A. Smith, Kay Warren, Diane Nelson,
Victoria Sanford, Greg Grandin, y otras y otros se pronunciaron y en los años posteriores
continuaron utilizando el testimonio y acompañando la lucha del pueblo guatemalteco.
Sorpresas te da la vida, dijo Rubén Blades. Virajes sorpresivos los de una personalidad
como Burgos-Debray: Ir del heroísmo mediático guerrillero y de colaborar en la
preparación del testimonio de vida de una luchadora indígena, a enrolarse en las filas del
anticastrismo y de paso vender sus archivos a una institución conservadora que es famosa
por concentrarse en estudiar a los movimientos insurgentes de todo el mundo. Stoll se
aferra a que su libro anticastrista se enseñe a la par del testimonio de Rigoberta, y con ello
pueda aprovecharse del paraguas de la Premio Nobel para vivir la experiencia de ser
también una celebridad, aún a costa de un embuste posicionado en contra de la civilidad
moderna, inclusiva y democrática.
Como si los vínculos entre la insurgencia armada y la organización política popular fueran
una excepción en las historias nacionales, y montados en la premisa de que el derecho a la
rebelión es derecho exclusivo de blancos, se subestimó la inteligencia de los académicos y
se les quiso presentar como engañados. Se elevó a rango de controversia, lo que en realidad
era una denuncia derechista de las afinidades entre la resistencia popular en Guatemala y la
revolución cubana. La publicidad que ganó el sujeto y los muchos recursos que se
comprometieron en la difusión del libelo con disfraz de investigación antropológica, fueron
agua para el molino del anticastrismo al cual por sus propias razones se agregaron luego la
señora Burgos y su hija Laurence Debray.
21
A la vuelta del tiempo, el registro histórico conservará el testimonio y los ejemplos de
Rigoberta y Domitila, la honradez intelectual de Moema Viezzer, y quién sabe cuánto
tardaremos en saber a cuánto ascienden las regalías del testimonio traducido a varios
idiomas, y cuál es el contenido de la caja número 27 de los papeles de Burgos-Debray
depositados en la Hoover Institution en Stanford.
Por lo pronto, pareciera que el público debe conformarse con la frase que aparece en la
edición en inglés: «The moral rights of the author have been asserted». ¿Se refiere esta
frase al dinero que dice se le entregó a una fundación vinculada a Rigoberta, o al derecho
moral que Burgos asume por editar y ayudar a difundir el testimonio? ¿Es reconciliable esa
legalidad con la ética de la investigación antropológica y de la civilidad transnacional que
suponemos moderna y democrática?. ¿O más bien es una manera de perpetuar la
jurisprudencia colonial que normaliza en la metrópoli la enajenación del patrimonio
material e inmaterial de los nativos, y las ganancias que ello genera?
Sabemos de antemano que las luchas de los más jodidos siempre requieren de alianzas con
sectores medios y con personas y sectores de las elites, pero como decía Augusto César
Sandino, al final en esas luchas los últimos en quedarse son los obreros y los campesinos.
En los años que vienen veremos cuantos especímenes de esta derecha eurogringa e
iberoamericana se apuntan para descubrir las altas y las bajas del fenómeno organizativo
detonado por treinta años de trabajo del Comité de Desarrollo Campesino, CODECA, el
Movimiento de Liberación de los Pueblos y la persona de la dirigente indígena Thelma
Cabrera. Al estilo de sus antecesores, no sorprenderá que nuevamente los mercenarios
intelectuales sientan la obligación de denunciar los vínculos de este movimiento con otras
organizaciones populares empeñadas en acabar con el capitalismo salvaje en el continente.
Felizmente el continente americano va cambiando a pesar de los desfases entre la minoría
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letrada que sigue buscando todas las respuestas en la metrópoli y ven con desdén al resto
del mundo periférico.
Tras la declinación del socialismo burocrático en la Unión Soviética y los países del este
europeo, dejó de ser delito leer a Marx y Gramsci, y los teóricos franceses inundaron las
universidades de Estados Unidos. Surgieron nuevas perspectivas críticas, innovaciones
conceptuales, journals y conferencias académicas en donde el testimonio de Rigoberta fue
insumo sobresaliente. Muchos se dieron de alta en la metateoría al servicio de la
contrahegemonía, y si antes un texto no era válido si no traía veinticinco citas de Lenin,
ahora tenía que aparecer la palabra Foucault por todos lados. Esto se notó mucho en la
reunión anual de la American Anthropological Association en San Francisco en 1997, en la
cual el antropólogo marxista Maurice Godelier criticó «the French disease», al aludir al
deslumbramiento de los universitarios estadounidenses con Foucault, Bordieu, Deleuze,
Lyotard, Lacan y una lista de autores que el resto del mundo leía desde décadas anteriores.
Godelier les dijo que eso ya había pasado de moda en Francia y les recomendó mejor
trabajar en su «síndrome de Vietnam». Ese comentario le mereció una ovación de pie por
los asistentes, que más pareció confirmación de lo fácil que es aceptar y hasta celebrar
críticas cuando se sabe que no merman gran cosa el poderío del patriotismo imperial.
El testimonio de Rigoberta en muchos sentidos fue una contribución temprana para abolir
estas asimetrías y pensar en un solo mundo democrático y sin fronteras. Ese ideal a la vista
del «terricidio» actual como le llama el colombiano Arturo Escobar, el cambio climático y
la remilitarización de las relaciones internacionales, tiene una vigencia innegable, y
materializarlo pasa por la descolonización de Estados Unidos como lo plantea el
puertorriqueño Ramón Grosfoguel.
Para nosotros, es prioritario repensar la universidad frente a los nuevos tiempos, no solo
para refundar y sanear la Universidad de San Carlos, sino para descolonizar el concepto
mismo de universidad como lo demandó Rigoberta durante el encuentro organizado en
2010 por Eduardo Sacayón en el Instituto de Estudios Interétnicos y de los Pueblos
Indígenas de la USAC. Allí Rigoberta nos exhortó a asumir el ámbito de la ancestralidad y
situar lo indígena como una definición legal originada en la lucha legislativa en la
Organización de Naciones Unidas.
El oportunismo carrerista de la academia vitrinera es parte del paisaje, pero en aras del
hermanamiento de los pueblos, debería otorgársele además la atención que merece, la
recuperación de los archivos y la memoria de comités de solidaridad y voluntarios
anónimos que hace cuarenta años en distintos lugares alrededor del mundo participaron y
siguen enlistados en la resistencia transnacional en contra del aplastamiento.
Referencias
Arias, Arturo ed., 2001. The Rigoberta Menchú Controversy. Minneapolis and London:
University of Minnesota Press.
Burgos-Debray, Elizabeth. 1985. Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia.
Vol. 3. Siglo XXI.
Burgos Elizabeth. 1999. The story of a Testimonio, Latin American Perspectives, issue
25
109, vol 26; n. 6, pp. 53-63,
Carr, Robert. 1992. Representando el testimonio: Notas sobre el cruce divisorio Primer
Mundo/Tercer Mundo. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año XVIII, n. 36, pp.
75-96
Debray, Laurence. 2018. Hija de revolucionarios. Anagrama.
de Chungara, Domitila Barrios. 1978, » Si me permiten hablar–«: testimonio de Domitila,
una mujer de las minas de Bolivia. Siglo XXI.
Díaz Polanco, Héctor. 1987, Neoindigenismo and the Ethnic Question in Central America.
Latin American Perspectives, v. 14, n. 1, pp. 87-100
Duvignaud, Jean.1977. El lenguaje perdido. Siglo XXI.
Foppa, Alaide. 1976-2005 Archivos de la revista Fem-México
https://archivos-feministas.cieg.unam.mx/publicaciones/fem.html
Menchú, Rigoberta. 1983. «Así me nació la conciencia.» Cuba: Ediciones Casa de las
Americas.
Menchu, Rigoberta. 1984. I, Rigoberta Menchú: An Indian Woman in Guatemala. Verso.
Murdock, G. P. 1956. Nuestros contemporáneos primitivos. Argentina: Fondo De Cultura
Económica.
Naimark, Norman. 2017. Genocide: A World History. Oxford University Press.
Said, Edward. 1978. Orientalism. London: Penguin Books.
Spivak, Gayatri Chakravorty. 1988. Can the Subaltern Speak? in C. Nelson and L.
Grossberg (eds.) Marxism and the Interpretation of Culture, MacMillan Education>
Basingstoke, pp. 271-313
Imagen principal, portada del libro Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la
conciencia, Editorial Círculo de Lectores, 1993, tomada de Amazon.
26
El testimonio de Rigoberta Menchú como
historia crítica y crítica a la historia
05/07/2022
Leer el testimonio de Rigoberta Menchú con ojos nuevos después de 40 años y una
veintena de lecturas previas no es tarea fácil. Sigue siendo impactante a pesar de todas las
críticas letradas y ataques a los que se le ha sometido, como documento no solo de sus
sufrimientos y el nacimiento de su conciencia sino también de cierto momento dentro de la
revolución guatemalteca cuando el ejército multiétnico de los pobres aún vislumbraba la
posibilidad del triunfo. Pero a la luz de la derrota genocida de ese ejército y el auge del
neoliberalismo que posibilitó, ¿cómo se puede releer este texto como algo más que el
documento de un momento ya superado por la historia?
Me inspiro para la lectura actual en el trabajo antropológico que realicé a finales de los los
años noventa en Chupol, Chichicastenango, una comunidad maya-k’iche’ cuya historia
reciente, una epopeya de sufrimientos pero también de toma de conciencia, tenía bastantes
lugares comunes con el testimonio de Rigoberta. Cuando se firmó la paz, el tema de la
derrota y sus consecuencias para el futuro se volvió caliente en Chupol. Pero los debates no
tenían mucho que ver con una coyuntura en la cual se repetía por todos lados que la tarea
histórica era romper el silencio sobre la violencia sufrida durante el conflicto armado. Sin
duda, la gente callaba, o simplemente era incapaz de expresar ciertos traumas que había
experimentado, pero los conflictos más álgidos tenían que ver con la lucha revolucionaria
que la comunidad había emprendido y, sobre todo, la relación de esta lucha con la historia
mucho más larga de la comunidad como forma de organización y resistencia propiamente
indígena. Me fui dando cuenta, además, que estos debates no eran producto del momento
de la paz, sino históricos, involucrados en el proceso histórico de la revolución misma.
27
La lógica testimonial se rige por el nacimiento de la conciencia que se proclama desde el
subtítulo del libro. La conciencia es el corazón latiente de la práctica revolucionaria, que
siguiendo a Carlos Marx se tendría que concebir como una «coincidencia de la
modificación de las circunstancias y de la actividad humana» que solo se puede dar dentro
de la conciencia. Para una catequista como Rigoberta Menchú, la pedagogía de los
oprimidos de Paulo Freire es la manera de generar esta coincidencia. Para Freire, «el
verdadero proyecto revolucionario… es un proceso en el cual la gente asume su papel de
sujeto en la aventura precaria de transformar y recrear el mundo», un proceso que pasa por
reflexiones sobre la realidad de la opresión que poco a poco la logran reenmarcar como
objeto susceptible a la intervención humana. Así el nacimiento de la conciencia marca una
transformación dentro del tiempo mismo, de la tradición estática y constringente a la
modernidad progresiva y liberadora, un pasaje, se podría decir, de la cultura a la historia.
Pero, ¿qué tal si cuando cuenta las ceremonias de su pueblo Rigoberta no está hablando de
cultura sino de historia? Burgos descarta esta posibilidad: pide disculpas a nombre de
Rigoberta por si da la impresión de querer llevar una «lucha en nombre de un pasado mítico
e idealizado», cuando en realidad tiene «una voluntad manifiesta de ser parte activa de la
historia, y en ese sentido demuestra poseer un pensamiento muy moderno». Leyendo entre
las líneas de este esquema, sin embargo, se nota que Rigoberta no ve estas dos opciones
como contradictorias. Al contrario, cuando habla de las ceremonias, más que referirse a un
pasado mítico, destaca su función como resistencia al legado de la Conquista. En la
ceremonia del matrimonio, por ejemplo, la pareja toma «nuevamente un compromiso de su
ser indígena… Que a todos nos toca multiplicar la tierra pero, al mismo tiempo, nos toca
multiplicar las costumbres de nuestros antepasados» (p. 92). Esta multiplicación se exige
frente a la embestida histórica de los caxlanes: «Mataron a nuestros principales
antepasados, los más honrados. Por eso hay que saber respetar a la naturaleza… Respetar a
nuestros mayores» (p. 95).
05/07/2022
He vuelto a leer el testimonio entero de Rigoberta Menchú después de casi cuarenta años.
Sigue siendo una narrativa que impacta, hace una llamada urgente a sus lectores sobre la
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situación de horror que vivía Guatemala a inicios de los años ochenta del siglo pasado, en
pleno conflicto armado y políticas de contrainsurgencia. Además de la denuncia de la
represión y el llamamiento a la solidaridad, dos hilos permean el testimonio: uno tiene que
ver con la pobreza y la explotación económica que vivían y viven las comunidades
indígenas; y el otro, consiste en una descripción y defensa de la cultura, las prácticas
ancestrales y una denuncia del racismo estructural. Rigoberta conoce bien las condiciones
de las fincas de café y algodón, si no por haber trabajado en ellas, al menos a través de su
trabajo organizativo en el Comité de Unidad Campesina (CUC).
Al volver a leer Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, una parte del
libro que más me conmovió fue lo que narra Rigoberta sobre su madre, Juana Tum Kotoja,
mujer sabia y partera, la cual fue brutalmente violada, torturada y abandonada hasta morir
en abril de 1980 cuando tenía 43 años. Su asesinato vino apenas 10 semanas después de la
masacre de la embajada de España, donde murió calcinado el padre de Rigoberta, Vicente
Menchú Pérez. Rigoberta, aunque estaba más cercana a su papá, habla de su madre con
gran elocuencia:
Llevaba un gran mensaje y tuvo mucho pegue en muchos lugares. Mi mamá fue muy
respetada por mucha gente. Incluso llegó hasta los pobladores. Mi mamá era muy activa…
no había necesidad de reuniones… llegaba a las casas, platicaba y trabajaba torteando y
dando su experiencia (Burgos, 1983, p.221).
No pertenecía a ninguna organización, «recibía información del CUC, pero también cuando
conoció a los compañeros de la montaña, a los guerrilleros, los quería como a sus hijos»
(ibid. 243). La calidez humana de la madre de Rigoberta fue acompañada por una sabiduría
innata. Al hablar del machismo existente, decía: «ni el hombre es culpable ni la mujer es
culpable del machismo, sino que el machismo es parte de toda la sociedad» (ibid. 241).
También es interesante la manera en que Juana Tum educaba a Rigoberta:
La referencia a la abuela es muy común entre mujeres mayas (Macleod, 2011), pone en
evidencia una transmisión de valores y costumbres de una generación a otra. Es
significativo que estos elementos del libro-testimonio tienden a no figurar en los debates
académicos.
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Es imposible hoy en día hablar del testimonio de Rigoberta Menchú sin hacer mención a la
controversia que desató el antropólogo norteamericano, David Stoll. Su libro Rigoberta
Menchú y la historia de todos los guatemaltecos pobres, se publicó en inglés en 1999,
luego de haber sido rechazado -según narra el propio Stoll- por treinta casas editoriales en
los Estados Unidos. Es llamativo que la editorial que finalmente publicó el texto de Stoll -
Westview Press- anteriormente, en 1994, había publicado la traducción del libro de Ricardo
Falla SJ Masacres de la Selva.
He tomado el tiempo para leer ampliamente sobre la controversia Rigoberta Menchú/ David
Stoll, para tratar de comprender las motivaciones de Stoll de pasar diez años de su vida
profesional para desacreditar el testimonio de Rigoberta en detalles que él mismo considera
como no centrales. Después de haber leído más de una docena de artículos (de las decenas
o más de un centenar que existen), me quedo con tres puntos clave:
1. El excelente artículo de Mary Louise Pratt (1999) «Rigoberta Menchú y sus críticos en el
contexto norteamericano» fue publicado por Nueva Sociedad. Pratt, catedrática de la
Universidad de Stanford, explica cómo dicha universidad para esos momentos, amplió sus
horizontes, no solo en la aceptación de estudiantes afroamericanos, chicanos, asiático-
americanos y mujeres, sino también al incluir publicaciones de otros países y continentes,
descentrando así la hegemonía de autores hombres blancos y anglosajones. El libro de Stoll
consiste en uno de los intentos de backlash o contragolpe a las representaciones subalternas
que contestan con verdad al poder (speak truth to power).
2. Uno de los defensores de Rigoberta Menchú, también acérrimamente criticado por David
Stoll es John Beverley, de la Universidad de Pittsburgh, que ha contribuido ampliamente a
los estudios culturales y de la subalternidad, al testimonio como género y a las políticas del
saber. En su prólogo a la segunda edición de La voz del otro: testimonio, subalternidad y
verdad narrativa, publicado por la Universidad Rafael Landívar, Beverley señala que: «el
positivismo epistemológico que reclama Stoll, fundado en la autoridad del método
científico y en un concepto esencialmente individualista del sujeto social» (Beverley, 2002,
p.32) no ajusta al cometido del testimonio Me llama Rigoberta Menchú. Parafraseando a
J.B. Thompson (2002), es como tratar de analizar un poema con un microscopio.
3. Comparto con varios autores que Stoll busca ser el centro de atención (Drouin, 2016) o
incluso busca que su trabajo «sea un acompañante al libro best seller de Rigoberta»
(McLaren y Pinkney-Pastrana, 2000, p.173). No entiende el «yo colectivo» de los pueblos
indígenas (Taracena, 1990, Randall, 2015). También hacen resonancia las palabras de
Francisco Goldman cuando señala:
Para terminar, vuelvo al caso de Domitila Barrios. Cuando falleció el 13 de marzo de 2012,
Evo Morales, presidente de Bolivia (2006-2019), decretó tres días de luto nacional por su
muerte. En 2021, se da el primer concurso Anual de Ensayo Literario «Domitila Barrios»
para reconocer y destacar la participación de las mujeres en las luchas sociales en Bolivia.
Pensando en Rigoberta Menchú y Guatemala, considero que amerita -en vida- un tipo de
reconocimiento semejante. Este número de la revista gAZeta digital trata justamente de un
homenaje en vida a Rigoberta.
Referencias citadas:
Beverley, J. (2002). Prólogo a la segunda edición, en La voz del otro: Testimonio,
subalternidad y verdad narrativa, Beverley, J. y Achugar, H. (coords.) Universidad Rafael
Landívar (original en inglés 1992).
Burgos, E. ([1983] 2000 16 edición). Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la
conciencia, Siglo XXI Editores.
Drouin, M. (2016). ‘The realities of power’: David Stoll and the story of the 1982
Guatemalan genocide, Journal of Genocide Research, 18:2-3, 305-322
Falla, Ricardo. (1994). Jungle Massacres, Westview Press.
Macleod, M. (2011). Nietas del fuego, creadoras del alba. Luchas político-culturales de
mujeres mayas, FLACSO-Guatemala.
Mclaren, P. & Pinkney-Pastrana, J. (2000). The search for the complicit native: Epistemic
violence, historical amnesia, and the anthropologist as ideologue of empire, International
Journal of Qualitative Studies in Education, 13:2, 163-184
Pratt, M.L. (1999). Lucha-libros. Rigoberta Menchú y sus críticos en el contexto
norteamericano, Nueva Sociedad Nº 162, 24-39.Randall, M. (2015). Oral History and
Memory: A Personal Journey, kamchatka 6, 293-303.
Stoll, D. (1999). Rigoberta Menchú y la historia de todos los guatemaltecos pobres.
Westview Press.
Thompson, J.B. ([1993] 2002). Ideología y cultura moderna, teoría crítica social en la era
de la comunicación de masas, traducido por Gilda Fantinati Caviedes Universidad
Autónoma Metropolitana.
Taracena, A. (1990). Arturo Taracena Breaks his Silence, Interview by Luis Aceituno, en
Arias, A. (Ed.) The Rigoberta Menchú Controversy, University of Minnesota Press.
Imagen principal, portada de la decimosexta edición del libro Me llamo Rigoberta Menchú
y así me nació la conciencia, Siglo Veintiuno Editores, 1985, tomada de Busca Libre
Morna Macleod
Profesora-investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México.
Trabajó con/en Guatemala por treinta años en derechos humanos, cooperación
internacional, como consultora independiente y como investigadora. Apoyó a procesos
32
organizativos mayas cuando vivía en Guatemala (1995-2001). Conoció a Rigoberta
Menchú en los años ochenta en México, la volvió a encontrar cuando vivía en Guatemala y
participó en la Primera Cumbre de Mujeres Indígenas de las Américas, organizada por
Rigoberta Menchú y su equipo, en Oaxaca, México, en noviembre de 2002. Actualmente
investiga temas relacionados con las violencias en México, a partir de la mal llamada
«guerra contra el narco» de Felipe Calderón. Ha impartido varios seminarios de posgrado
sobre Memoria y Testimonios.
05/07/2022
Hace cuarenta años, el 2 de enero de 1982 llegó a Francia, Rigoberta Menchú, procedente
de México en una gira europea de denuncia del FP31. Permaneció en París por espacio de
una semana, entre mi casa y la de Elizabeth Burgos, donde grabó varios casetes con su
testimonio. Este testimonio que dio origen al connotado libro y su posterior actividad en
Europa le permitieron dar un salto a las actividades políticas de los guatemaltecos en
Europa en la medida en que se abrió el trabajo sobre los derechos humanos en Ginebra y
cobró auge y organicidad la organización de giras del movimiento popular (CUC, CNUS,
J&P, etc.) y se multiplicó la actividad de la solidaridad mundial con la oposición
guatemalteca a los sucesivos gobiernos militares. Llegó el momento de repasar todo con
varias décadas de distancia; es decir, ha llegado el momento de explicar, con documentos,
el apoyo, lo que pasó, y ello no es grato, pero sí indispensable para las actuales
generaciones en Guatemala y el mundo
Para discutir sobre el affaire en torno a Me llamo Rigoberta Menchú. Así me nació la
conciencia, se debe de empezar con el punto central sobre de quién es la autoría, y quiénes
y cómo intervinieron otros en su edición. De las 400 páginas que tiene la edición cubana en
español de 1984 que le permitió a Elizabeth Burgos ganar el premio Casa de las América
del año anterior, 350 corresponden al relato oral que Rigoberta dio en los seis días de sesión
que sostuvo con Elizabeth Burgos y con quien escribe estas líneas. Otras 16 páginas
corresponden al prólogo que Burgos escribió, y las otras 30 a las dedicatorias y anexos. Por
tanto, el centro del libro es el del relato que, con sus luces y sombras, le corresponde a
Rigoberta en torno a la fiabilidad de los hechos y de los testigos. Lo lógico es que el libro
hubiese tenido una coautoría entre ella y Burgos, respectivamente
El relato fue editado, o sea, ordenado y homogeneizado por Burgos y por mí. Al mismo se
le quitaron los escasos pasajes que el EGP consideró pertinentes por razones de seguridad
en aquel momento y que han sido señalados en el denominado debate «Menchú-Stoll», que
inició el antropólogo estadounidense David Stoll en la Universidad de Stanford, en el
marco de la guerra cultural lanzada por el protestantismo conservador anglosajón. Sin
embargo, dicho debate escamoteó ir al fondo de la pregunta antes mencionada sobre la
33
autoría y el trabajo de edición, atribuyéndoselos sin reparo alguno a Burgos a partir de la
edición príncipe publicada por Gallimard. Moi, Rigoberta Menchú. Un vie et une voix, la
révolution au Guatemala (328 páginas) de 1983, que le daba a la antropóloga venezolana
los derechos plenos de autor y legitimaba su reclamo propagandístico como tal.
Qué mejor manera de empezar a desestructurar este affaire que el análisis de las 16 páginas
del prólogo que escribió Burgos, las únicas que son de su pluma. Estas demuestran las
inconsistencias de ella al adjudicarse la autoría del libro. Empieza diciendo que supo de
Rigoberta por una amiga canadiense, Marie Tremblay (Cécile Rousseau), quien le informó
que estaba en París. Efectivamente, yo les comuniqué su estancia parisina a esta y a Juana
(Isabel Romero) al nomás recibirla en mi apartamento de la rue Des Artistes. Marie,
sabiendo con anterioridad que Burgos estaba en busca de un testimonio de una indígena
guatemalteca para publicar un libro sobre feminismo en América Latina, pronto le
comunicó de la presencia de Rigoberta, cuyo relato vivencial de lo que les acontecía en
Guatemala a los indígenas resultaba ser de primer orden, como lo demostró su intervención
en la sede parisina del CCFD en la mañana del 4 de enero. De esa forma, Elizabeth me
llamó al mediodía de ese lunes 4 de enero para que acordásemos con Rigoberta que ella
fuera a su casa con el fin de grabarla y ver las posibilidades reales del relato en su
proyectado libro de corte feminista.
Elizabeth escribió en el Prólogo sin precisar fechas, «Rigoberta llegó a mi casa una noche
de enero de 1982…», continuó diciendo que esta «permaneció ocho días en París. Se
instaló en mi casa … Durante ocho días comenzamos a grabar». Si Rigoberta permaneció
los ocho días de estancia parisina en su casa, no concuerda en tiempo con los dos primeros
días que ella vivió al inicio en mi casa y con la noche del viernes 8 y todo el día del sábado
9 siguiente, en el que nuevamente moró en esta para salir el domingo 10 hacia Bélgica. Es
decir, con Elizabeth solamente convivió cuatro días. Queda claro que, desde ese momento,
lo importante para ella era desaparecer mi intervención en la hechura del libro y mi vínculo
con Rigoberta.
En el mismo prólogo dice, con respecto al casete que Rigoberta y yo grabamos el sábado 10
de enero sobre el tema de la muerte y los padres, primero, que ella redactó «una lista» de
los rituales de la cultura k’iché en la que «incluí las costumbres sobre la muerte». Agrega
que Rigoberta «leyó la lista». Para, seguidamente, apuntar, que «el tema preciso de la
muerte, decidí dejarlo para el fin de la entrevista», pero a lo último, «algo interno me retuvo
y no le hice ninguna pregunta a propósito de esos ritos». Y, añade, «al día siguiente de su
partida, un amigo común [Arturo Taracena, a quien no nombró] vino a traerme un casete
que Rigoberta se tomó el trabajo de grabar a propósito de las ceremonias de la muerte que
olvidamos grabar». Es decir, no fue retención, sino olvido, y resulta que ambas. Me
pregunto, ¿Rigoberta lo abordó cuando yo la entrevisté recordando la «lista de costumbres»
que en los primeros días Elizabeth dice haber hecho o se basó en las preguntas que ella y el
«amigo común» prepararon para grabar este último casete luego de caer en el olvido? De
hecho, esa noche del viernes, Elizabeth me llamó por teléfono diciéndome se daba cuenta
que había omitido la temática de la muerte y que, por favor, yo la grabase con Rigoberta.
Las 17 grabaciones de las entrevistas realizadas en París en 1982 que derivaron en el libro
Me llamo Rigoberta Menchú se encuentran en los Archivos del Hoover Institution de
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Stanford, California. El historiador estadounidense Greg Grandin tuvo el gesto de ir a oírlas
para la elaboración de su libro Who is Rigoberta Menchú (2011) al mismo tiempo que se
entrevistó con Elizabeth Burgos y conmigo. En casa me contó que el casete que registramos
Rigoberta y yo tenía una nota en las que se afirmaba que no había sido utilizado para el
libro, pero que al escucharlo se dio cuenta que corresponde a la información de los últimos
capítulos. Y, ya propiamente en libro, Grandin agrega las siguientes reflexiones:
Reconocer que Rigoberta y yo grabamos en ese casete en el 45 rue Des Artistes del parisino
14 arrondissement, era para Burgos asumir que en el ejercicio de la entrevista intervino un
tercero, ese «amigo» que le presentó a Rigoberta, le ayudó a hacer la lista inicial de
preguntas y de los temas a tocar y, por supuesto, a completarlos cuando se reunió con ellas
en la casa de Elizabeth el miércoles 6 de enero en la tarde. Indudablemente, las intensas
horas de entrevista que en los primeros días había realizado Burgos a Rigoberta terminaron
por mejorar el esquema inicial de preguntas. Las campanas a las que alude Grandin son una
referencia al lugar donde Sophie Féral y yo vivíamos cerca de la iglesia de Montrouge
Alesia. Ella puede dar testimonio de ello, pues estaba presente.
Pero pasemos ahora a los detalles operativos de los que Elizabeth se cuidó de no incluir en
el prólogo. En carta del 8 de febrero dirigida a mi persona, Menotti Bottazzi, secretario
general del CCFD, me dijo que, a raíz de los trámites hechos por mi, el monto acordado
para la transcripción del «Livre-témoignage de Rigoberta Menchú» sería de 16 000 francos.
El 15 de febrero, Bottazzi me remitió el cheque por esa cantidad, el cual entregué a
Elizabeth Burgos. Para entonces, ella le había pedido a Marie y a Juana que, en solidaridad
militante como representantes de ORPA en Francia, hiciesen la transcripción, pero estas lo
rechazaron alegando la carga política que tenían sus cargos, como me lo señaló la segunda
en un encuentro que tuvimos en Barcelona años más tarde. De ahí, contacté al sacerdote
jesuita y sociólogo chileno Gonzalo Arroyo, quien dirigía CETRAL, en cuya revista
Amérique latine yo había publicado en su número 8 el artículo «Les Indiens et le processus
révolutionnaire guatémaltèque», aparecido en diciembre de 1981. Arroyo nos remitió a su
compatriota Francisca «Paquita» Ribas, quien era su secretaria, la que estuvo dispuesta a
hacer la transcripción mediante pago.
Hacia el 9 de febrero de 1982, como se desprende del texto de mi carta –de la que guardo
copia– a Miguel Ángel Sandoval, con el que desde 1975 habíamos venido armando la
estructura de solidaridad con Guatemala en Francia, y quien ya se encontraba en Nicaragua
y, escribí:
…la compañera del CUC que pasó por acá y a la cual se le piensa editar un libro al estilo
Domitila, hizo un trabajo excelente. Te pido que informes a los capos que hemos obtenido
financiamiento para la transcripción y traducción del libro. En principio, la edición francesa
sería en Maspero con traducción de la misma persona que tradujo el libro de Galeano
(Dominique Eluard, Guatemala, pays occupé, Maspero, 1968) El plazo que nos damos para
tener la versión española es de seis meses y la francesa, de nueve. A mi juicio, éste tendrá
un gran éxito. Por supuesto, les haremos llegar la versión definitiva para que se le hagan las
observaciones correspondientes. En cuanto a los derechos de autor, éstos están resueltos, la
persona que hace de escritora los va a dar completos una vez cobrada la suma
correspondiente.
La idea de publicar el libro en Maspero partía del hecho de que esa editorial había sido
dirigida, sucesivamente, por Xavier Langlade, dirigente de la Ligue Communiste
Révolutionnaire –LCR– y François Gèze, principal animador del CEDETIM, amigos de
ambos de larga data. Se proponía que la traducción la hiciese Dominique Eluard, a quién yo
había conocido a raíz de la desaparición de Alaíde Foppa, y quien era la traductora de Luis
Cardoza y Aragón. Asimismo, el modelo editorial a seguir sería el del libro autobiográfico
de Domitila Barrios de Chungara, Si me permiten hablar (1977), testimonio recogido por
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Moema Viezzer, dejando en manos de Rigoberta la mitad de los derechos editoriales y
reconociendo el papel de Elizabeth Burgos como entrevistadora para la otra mitad.
A finales de mayo de 1982 pasó por París una delegación de la URNG integrada, entre
otros, por Vicente (Víctor López), miembro de la Dirección Nacional del EGP, quien se
entrevistó con Elizabeth y recibió de ella el manuscrito del libro ya en limpio, el cual leería
alguno de los responsables de la organización para ver si había algo que debía de corregirse
por razones de seguridad. La transcripción y las posteriores puestas en limpio fueron
pagadas con el dinero obtenido por el Collectif Guatemala de País, que yo entonces
presidía. En carta de Vicente a Elizabeth, de fecha 8 de agosto de 1982, éste comentaba:
De esa forma, transmitió los datos y afirmaciones puntuales del relato de Rigoberta que
Mario Payeras consideró tenían elementos inexactos, como las declaraciones del
Embajador de España a raíz de la quema de la sede diplomática, el 31 de enero de 1980, y
otros que podrían poner en riesgo la seguridad de personas, colectiva o individualmente,
como fue el caso de Romeo Cartagena. A pesar de ello, tiempo después este murió,
asesinado por el Ejército. La carta de Vicente cerraba el tema con el párrafo siguiente:
Lo anterior es en esencia las correcciones del libro, esperamos que nada de esto aparezca en
la edición y que el libro sea, como lo esperamos, un verdadero éxito, está maravilloso y
para conveniencia de todos deseamos que tenga el impacto que corresponde. Esperamos
tener noticias de los avances de la edición y principalmente de la edición en español, pues
consideramos que debemos de promover el libro en toda América Latina, por lo que esto
puede significar para los movimientos revolucionarios de acá.
El texto revisado fue entregado por Rigoberta a Elizabeth ese mismo mes de agosto, cuando
yo me encontraba en Nicaragua, y fue esta última la que decidió no publicarlo en Maspero
sino en Gallimard, para que lo tradujeran al francés en los meses siguientes, haciendo que a
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la edición francesa la rigieran los derechos de autor. De esa forma, ella se puso como
autora, desechando el acuerdo de que se siguiese el ejemplo de la obra de Domitila.
Obviamente, Gèze no iba a aceptar la auto-autoría de Elizabeth. Asimismo, ella envió la
versión en español al Premio Casa de las Américas en enero de 1983, que le concedió el
premio en la categoría de testimonio. Los cubanos la invitaron a los actos de premiación,
considerándola como la autora de Me llamo Rigoberta Menchú, que salió editado en junio
de 1984. La edición francesa de Gallimard había salido a luz pública en mayo de 1983,
cuando yo me encontraba nuevamente en Nicaragua. La presentaron en la Maison de
l’Amérique Latine de París, institución que, a raíz del éxito del libro, Burgos pasaría a
dirigir.
El 27 de diciembre de 1982, yo había viajado por segunda vez a Nicaragua para una
reunión del trabajo internacional del EGP. Por supuesto, iba sin ninguna copia del material.
En mi agenda del año de 1983, el 27 enero anoté: «Explicar a Rigo lo de Gallimard», pues
la edición en francés del libro iba a aparecer en esa editorial sin que Elizabeth nos lo
hubiese consultado previamente. Pero ¿cómo explicar una ignominia? A mí mismo me
costó tiempo desmontarla.
La carta de Vicente del 8 de agosto de 1982 también apoyaba la idea propuesta por
Elizabeth de filmar una entrevista con Rigoberta por parte de su amigo Claude Ruben,
actor, periodista y productor francés. En la carta se avalaba la realización, pero se pedía que
yo coordinara la actividad, aunque no estaba enterado de ello: «Copia de esta carta a ti,
estoy adjuntando para Arturo, para que él esté al tanto de los asuntos». Para la filmación,
Rigoberta subió a París desde Ginebra, donde hacía trabajo para la ONU y yo la acompañé
a entrevistarse con Ruben, el 16 de marzo de 1983, quien tenía la agencia Réseaux
Entreprises Vidéo. Como vio mis reservas, el periodista francés me proporcionó su tarjeta
de visita, en la que escribió el nombre de Toro, uno de los representantes del MIR chileno
en Francia y con quien yo estaba en contacto, por si quería recomendaciones sobre él. De
hecho, la entrevista fue bastante incómoda para Rigoberta, como se puede ver en la
fotografía adjunta que el periodista francés le tomó ese día. Al final, quien la visione puede
ver que en la entrevista tampoco existe diktat alguno en la medida en que fue concertada
con Ruben por Elizabeth Burgos, de la misma forma que ella lo hizo conmigo un año y dos
meses antes.
En tales circunstancias, viendo por primera vez a Rigoberta ese año de 1983, aproveché
para explicarle que, contrario a todo lo que habíamos hablado al inicio para hacer una
edición en Maspero, traducida por Dominique Eluard y con unos derechos de autor que
Elizabeth afirmaba que los iba a dar «completos una vez cobrada la suma correspondiente»,
la edición en francés que estaba por salir resultaba ser la original, pues el contrato con
Gallimard la instituía como autora y del mismo se desprenderían los derechos de autor y
aquellos correspondientes a los otros idiomas, menos el español que quedaba en manos de
Burgos. Después sabríamos que Elizabeth ya había enviado el manuscrito a la casa editorial
barcelonesa Copérnico, con el fin de que saliese pronto la edición en castellano con los
derechos de autor para ella. Su agente literario era Ramón Serrano.
Querido Arturo,
Te esperé el miércoles, pero pensé que tuviste algún inconveniente con la niña. Cuando
tengas tiempo sí me gustaría que nos viéramos para establecer a nombre de quién se harán
los cheques. El libro parece que se está vendiendo bien. Y pronto se planteará el problema.
Lo mismo para España, a donde el libro está en imprenta. Estoy completamente de acuerdo
contigo respecto a mencionar y a agradecer a la gente, y a ti en particular, que me ayudó
con el libro. Yo creo que conociste el original español, y no sólo había un agradecimiento,
sino que se le dedicaba el libro a Alaíde…
Lo que sucedió fue que –parece que así está estipulado– que es el traductor quien corrige
las pruebas de imprenta: el autor (yo en este caso) corregí simplemente el manuscrito
dactilografiado de la traducción [en francés] la traductora no pensó, dejó de lado esas dos
páginas, de las cuales te adjunto fotocopia y que saldrán en las ediciones en otros lugares y
en Gallimard si hacen un nuevo tiraje… Las disculpas en estos casos no valen mucho, sobre
todo cuando se trata de un asunto como éste. Pero quiero que sepas que la más contrariada
de este incidente soy yo. Y espero poder corregirlo…
A partir de ese momento, todas las interpretaciones posibles sobre este incidente y sobre mi
actuación en particular se dispararon. Desde que lo que quería era plata hasta que ayudé a
urdir un plan propagandístico guerrillero previamente planificado, pasando por la infamia
de que, entre otros, yo había «fabricado» a Rigoberta. Una afirmación que desmiente el
artículo que Elizabeth Burgos publicó el 24 de abril en el parisino Nouvel Observateur con
el título «Guatemala: voyage au bout de l’horreur», el cual es contemporáneo a la génesis
del libro y que en México fue traducido el 29 de mayo de ese año por Uno más uno como
«Rigoberta Menchú: el triunfo de los vencidos».
Las afirmaciones más fantasiosas en esta dirección aparecieron en Albedrío (26 de octubre
de 2008), expresadas por Mario Roberto Morales en forma de entrevista con el título
«Verdad y veracidad de un testimonio». Conocido por su pensamiento y actuación en
contra del Movimiento maya y, en especial, del testimonio de Rigoberta, en medio de
intencionadas afirmaciones políticas, Morales concluye:
Ahora bien, Elizabeth hizo esa entrevista por sus vínculos con el movimiento
revolucionario latinoamericano: fue amiga del Che y participó en movimientos insurgentes,
y tenía prestigio en Cuba. En este sentido, Elizabeth forma parte del equipo «creador» de
Menchú, aunque no de la misma manera en que lo conforman personas como Rolando
Morán (Ricardo Ramírez), Mario Payeras y Arturo Taracena…
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Elizabeth fue un instrumento en manos de ellos, como lo fue Menchú, pues lo que ellos
buscaban era abrirle espacios internacionales al EGP, y lo lograron. La ética que privó fue
lo que se percibía entonces como ética revolucionaria y a eso obedeció también el premio
Casa de las Américas al libro de Elizabeth. Todo fue planificado y ejecutado por el EGP y
los cubanos. Y tuvieron éxito hasta que apareció Stoll.
Así ocurrió todo. En la revolución, como decía Brecht, «deducimos nuestra ética, al igual
que nuestra moral, de las necesidades de nuestro combate». Lo que está en discusión es si el
combate necesitaba esa impostura que, en definitiva, es responsabilidad fundamental de
Menchú y de nadie más.
Una idea de conspiración comunista que le cayó como anillo al dedo a Elizabeth Burgos, tal
como quedó claro en la entrevista que Juan Luis Font le realizó en la ciudad de Guatemala
con el título «Yo soy la autora, yo tengo los derechos y punto», Siglo Veintiuno,
Guatemala, 5 de abril de 1998. Por supuesto, a Stoll tampoco le interesaba salirse del guion
de la conspiración que él mismo fabricó como discípulo del macartismo latente que
alimenta toda acción del ala conservadora estadounidense.
Hasta el día de hoy estas afirmaciones, que en sí son la esencia de un veridicidio siguen
siendo pontificadas por periodistas, escritores, cientistas sociales y políticos guatemaltecos.
No se investiga, sino que desde 1954 se aman los autos de fe.
El análisis de Grandín sobre la confección del libro es más fino que el de nuestro
compatriota recién desaparecido:
El producto final –lo que se llamó primero Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la
conciencia, y luego en la traducción al inglés, I, Rigoberta– es la combinación del trabajo
de mucha gente que compendió, abrevió, secuenció, y editó el material en bruto del
testimonio de Menchú que duró casi una semana. Vale la pena, pues, reproducir aquí una
extensa parte de su entrevista, extraída de la sesión que Menchú mantuvo con Arturo
Taracena, en donde ella discute uno de los episodios más controvertidos del libro, el
asesinato de su hermano, Patrocinio. La selección no está abreviada, fue traducida tan
literalmente como fue posible para que concordara con la sintaxis y modo de hablar de
Menchú… Pero al hablar con Taracena, todas las palabras de Menchú transmiten más que
nada soledad e impotencia, disociación o desapego, no compromiso político, como si fuera
un sueño, o una telenovela.
Clave de ello está en interrogarse ¿por qué en medio de la polémica que se desató
posteriormente contra el libro, una pregunta y deducción tan simple en torno a la autoría de
Me llamo Rigoberta Menchú pasó a segundo plano? Entendida la autoría como la creación
del texto narrativo central. Indudablemente hubo tres elementos de importancia que la
hicieron pasar a un segundo plano. Primero, la polémica sobre el testimonio de Rigoberta,
la cual se convirtió en las ciencias sociales y en los estudios literarios en un debate sobre el
testimonio como género. Un debate en el que la dimensión política estuvo en el centro de
este, aupada por la derecha estadounidense y europea, siguiendo las denuncias de Stoll,
quien estaba interesado en que el libro dejase de ser libro de texto en Estados Unidos e,
inmediatamente, bendecida por Elizabeth Burgos para deslegitimar a Rigoberta. Posición
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que tuvo en Mario Roberto Morales a su émulo más importante en Guatemala, quien ya era
conocido por su posición antimaya, anti-Rigoberta, anti-EGP y, finalmente, en contra de mi
persona. Segundo, el debate sobre los derechos de autor, que arrastró a Elizabeth a la
suplantación de la autoría con fines lucrativos y que, desgraciadamente, no dejó al margen a
Rigoberta. Tercero, la tesis del complot político a partir de las acusaciones hechas por la
propia Burgos y sus seguidores en la década de 1990, luego del otorgamiento del Premio
Nobel de la Paz a nuestra compatriota k’iché. Han pasado cuatro décadas y ya es tiempo de
que recapacitemos cuando vayamos a tratar el asunto. Nadie debería negar la inherente
capacidad narrativa de Rigoberta, que Elizabeth Burgos y yo registramos, y editamos, pues
es ella la creadora o, si se quiere, la inventora de la trama narrativa que en la esencia
conforman el libro Me llamo Rigoberta Menchú. En conclusión, ¿por qué es importante
retomar este tema cuarenta años después, cuando muchos lo ven como cosa del pasado?
Porque ayudará a desmontar la subalternidad intelectual y cultural que está instalada en
varios sectores sociales y académicos del país y, a su vez, porque contribuirá a
contrapuntear varios de los temas políticos de la actualidad en torno a la memoria, el sujeto
histórico y el racismo.
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