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Con estas dos similitudes, Jesús se propone involucrarnos en la construcción del Reino
de los cielos, presentando una característica esencial de la vida cristiana: se adhieren
completamente al Reino aquellos que están dispuestos a jugarse todo, que son
valientes. Somos llamados a asumir la actitud de estos dos personajes evangélicos,
convirtiéndonos también nosotros en buscadores sanamente inquietos del Reino de los
cielos. En nuestros días, todos lo sabemos, la vida de algunos puede resultar mediocre
y apagada porque probablemente no han ido a la búsqueda de un verdadero tesoro: se
han conformado con cosas atractivas pero efímeras, de destellos brillantes pero ilusorios
porque después dejan en la oscuridad. Sin embargo, la luz del Reino no son fuegos
artificiales, es luz: los fuegos artificiales duran solamente un instante, la luz del Reino
nos acompaña toda la vida. Jesús, Él que es el tesoro escondido y la perla de gran valor,
no puede hacer otra cosa que suscitar la alegría, toda la alegría del mundo: la alegría de
descubrir un sentido para la propia vida, la alegría de sentirla comprometida en la
aventura de la santidad. (Ángelus, 26 julio 2020)
En el Evangelio de este domingo, Jesús adopta tres imágenes para hacer comprender lo
que es el Reino de los cielos: en un primer momento lo compara a un tesoro escondido
en un campo para cuya adquisición el que lo encuentra vende todo cuanto tiene; por
otro lado, lo compara a un comerciante de perlas que encuentra una de gran valor y
vende también todo lo que p osee para su posesión. Por último, explica que este Reino
se parece a una red que se hecha al mar y recoge toda clase de peces, pero sólo se
conservan los buenos, mientras los malos son devueltos al mar.
Ahora, retomemos la pregunta que Jesús formula a sus discípulos: ¿entendéis bien todo
esto? Más aún, ¿qué nos quiere indicar con esas comparaciones? Os invito a detenernos
solo en la primera parábola, la del tesoro escondido y en la segunda, la de la perla de
gran valor.
Si nos fijamos con detenimiento en la primera parábola, podemos percibir que es Dios
mismo ese tesoro escondido que, a menudo y de forma inesperada, se deja encontrar
por el hombre. Y este encuentro puede darse tanto en medio de las faenas de la vida
diaria como consecuencia de una fuerte experiencia, llámese crisis existencial o dura
experiencia de sufrimiento o de alegría... Y es que en la humanidad de Jesús Dios ha
venido a habitar entre nosotros, ha venido a formar parte de nuestra realidad.
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En la segunda parábola Jesús continúa con su enseñanza a propósito del encuentro del
ser humano con Dios. En esta parábola, a diferencia de la primera, podemos observar
que la acción recae, en gran medida, en el mercader, que es quien busca perlas más
hermosas para su colección. Con esta segunda parábola, Jesús nos quiere insistir sobre
otro aspecto importante, a saber, la necesidad de buscar a Dios con perseverancia. A
veces Dios se nos revela sin que lo busquemos, como en la primera parábola, pero
también se nos revela solo después de una larga búsqueda. Dios está en nuestra vida
cotidiana, siempre se deja encontrar. Depende de nuestra actitud, depende de nosotros
tener los ojos abiertos y los odios atentos para verlo y escucharlo en las circunstancias
en las que se nos quiere y puede manifestar.
La primera lectura, tomada del primer libro de Reyes, nos ha hablado de la elección del
rey Salomón, que, ante otros valores posibles y apreciados por nuestro mundo, prefirió
la sabiduría. Muchas cosas y personas pueden distraernos en nuestra búsqueda de Dios,
de allí que como Salomón hemos de pedir a Dios, en nuestra oración, la sabiduría
suficiente para saber discernir y elegir el verdadero tesoro.
Algunas actitudes y hábitos son incompatibles con el Evangelio proclamado por Jesús:
¿soy capaz de renunciarlo todo por el verdadero y auténtico tesoro? ¿está mi vida llena
de alegría por el descubrimiento de Dios? ¿qué otros tesoros o perlas de mi vida estoy
dispuesto a renunciar por Dios?
¿Qué tesoro es tan valioso para vender todo lo que se tiene? ¿Qué merece
desprenderse de cuanto se posee para conseguir otro bien? ¿Qué hallazgo puede
producir inmensa alegría? No cabe la menor duda que lo que encontró el hombre tiene
un valor inestimable, inmedible, y lo más grande en valor, es el Reino de Dios, y por él
se puede renunciar a todo, y ésta sería la mejor decisión tomada.
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Quien encuentra un tesoro como éste, el Reino de los Cielos, debe dejarlo todo por él, y
renunciar con alegría a lo que tiene terrenalmente, pues es indudable que no podemos
comparar los bienes terrestres con la posesión de Dios, «Ustedes no pueden servir al
mismo tiempo a Dios y al dinero» (Mt 6-24).
Jesús también nos agrega la parábola del comerciante de perlas. Ambas parábolas nos
muestran que merece mucho la pena hacer un gran esfuerzo por conseguir algo muy
valioso, como el Evangelio, como el amor de Cristo, como el Reino de Dios, con fe,
veremos que la valoración de la posesión de Dios, que es el tesoro del que nos habla
Jesús, no puede tener ninguna comparación.
Pero para poseer a Dios, debemos despojarnos de todo lo que aprisiona nuestro
corazón. Es decir de nuestros afectos, o inclinaciones, pasiones e instintos, de todo
cuanto nos impida la posesión de Dios. Si vaciamos el corazón de nosotros mismos, éste
podrá ser ocupado por Dios.
Un muy buen negocio nos propone Jesús, el mejor de los trueques, un intercambio o
entrega de cosas de poco precio, por otras valiosísimas, es así, como nos pone el
ejemplo de un negociante, para indicarnos que es un hombre que conoce el valor de las
cosas, y se desprende de todo por una perla fina.
Es así, como nos invita, pero también nos condiciona, que para la adquisición del Reino
de los Cielos, tenemos que renunciar con alegría a todo, porque la renuncia a lo material
tiene el mejor de los premios, como es la posesión de Dios. La verdadera riqueza es
Dios.
«El tesoro y la perla valen más que los otros bienes, y por tanto, el campesino y el
comerciante, cuando lo encuentran, renuncian a todo lo demás para poder conseguirlo.
No necesitan hacer razonamientos, pensar, reflexionar: se dan cuenta en seguida del
valor incomparable de lo que han encontrado, y están dispuestos a perder todo para
tenerlo.
Así es el Reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente que es lo que
buscaba, que esperaba y que responde a sus aspiraciones más auténticas. Y es
realmente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, se queda
fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran
humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús. Este es el gran tesoro.»
Reflexión
Es más fácil adiestrarnos en los negocios del mundo que en los "negocios" espirituales.
Los primeros los medimos con ganancias materiales y tangibles, mientras que los
segundos sólo los medimos con la fe y el amor. Esto no significa que sea difícil encontrar
las riquezas de la vida espiritual, más bien quiere decir que si nosotros no podemos, hay
que asesorarnos con quienes conocen este mundo de negocios de la eternidad. Dios nos
ha dado muchos medios para poder encontrarlo a Él: la Palabra de Dios en las Sagradas
Escrituras, la Santísima Virgen, los sacerdotes, los santos, los ángeles y tantas personas
de buena voluntad que viven una vida ejemplar.
Las comparaciones que nos pone el Señor con su Reino, las entendemos con facilidad,
porque conocemos lo que vale un cofre lleno de monedas de oro o una perla de valor
incalculable, aunque nunca las hayamos tenido en las manos físicamente. Para nosotros
debe haber sólo una perla, como le expresa el pasaje, pues no son varias porque
disminuiría su valor. Nuestra única perla preciosa es Cristo, y quien lo posee conoce su
valor. Quienes no lo conocen a Él, tampoco saben cuál es nuestro tesoro por el cual
podemos llegar a dar la vida, como lo han hecho los mártires, los santos.
También hay quienes encuentran el campo donde está el tesoro, venden todo y luego lo
compran. Ellos son los que eligen la vida religiosa, consagrada o sacerdotal; ellos dejan
todo con tal de poseer las praderas donde está el Tesoro. Estas praderas son donde
llegan a reposar y a descansar porque Cristo, el Buen Pastor y Único Tesoro, nos hace
valorar las cosas en su justo precio. Cuando Jesús se convierte en nuestro único tesoro,
también Él nos esmalta con las bellas joyas de la fe, de la esperanza, de la gracia, de las
virtudes y del amor.
Santa Teresita del Niño Jesús tiene una frase que encierra bien esta experiencia: «Jesús,
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dulzura inefable, convertidme en amargura todos los goces de este mundo». Quien
encuentra este tesoro, sólo le pide a Dios no perderlo. Una sola es la Verdad, uno sólo el
Camino, y una sola es la Vida, todo lo demás que hemos recibido de Dios en este
mundo, no es malo, al contrario, pues si hubiera sido algo malo Él nunca nos lo habría
dado. Pero las personas, las cosas, lo material está subordinado al único valor que está
expresado en el primer mandamiento de la ley de Dios: amar a Dios sobre todas las
cosas. En esta relación, lo demás será un don y una oportunidad para alabar y
agradecer a Dios.
Propósito
Haré cinco minutos de oración para agradecer a Dios todas las personas, experiencias y
cosas que me ha dado y permitido en mi vida y le pediré que lo descubra a Él como mi
único Tesoro.
Jesús es el verdadero y único tesoro que nosotros tenemos para dar a la humanidad. De
él sienten profunda nostalgia los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, incluso
cuando parecen ignorarlo o rechazarlo. De él tienen gran necesidad la sociedad en que
vivimos, Europa y todo el mundo. Benedicto XVI, Gruta de Lourdes de los Jardines
Vaticanos
31 de mayo de 2010