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Si el tiempo pasa y uno llega a hacerse muy, muy viejo, las personas que te rodean no
tienen nada que ver con las personas que te rodearon el día que naciste. La mayoría
están muertos. Esa sensación, si se tiene una relación de añoranza con el pasado,
puede ser desconcertante, puede paralizar y arrojarnos dentro de un caparazón de
memorias. Ahí, dentro del caparazón de memorias, si todavía se tiene la suerte de
poder salir a las calles, si se tiene la suerte de vivir, al menos, en la misma ciudad
donde uno nació o creció, al salir se puede llegar a experimentar, de nuevo, un
recorrido en donde el paisaje es completado por memorias proyectadas sobre lugares:
el frontis de un liceo, una muralla de adobe con la propaganda política de un candidato
a diputado en los años noventa, la tipografía gótica con las siglas de algún club
deportivo, los adoquines en la entrada de una casa con techos altos, los árboles
enormes en la alameda o el agua mansa que se mueve, como una cinta de correr,
entre ambas orillas del río Claro. Frente a ese río, uno podría volver a preguntarse qué
tanto del río de antes queda en ese cauce, y qué tanta experiencia comparten una
monja que cruzó en carreta camino a un claustro con el pintor que ideó el paseo; o con
un niño que pescó pejerreyes; o con un fotógrafo del estero que, mientras dispara, se
ríe con los borrachos cayéndose al agua por una ranchera muy bien bailada; o con un
hombre lejos del puente, escondido entre las piedras y los matorrales, nervioso,
revisando la billetera que acaba de hurtar.
Cuando la ciudad en la que sales a recordar es una ciudad con doscientos años de
urbanización, cuatro terremotos cada cien años y tres auges distintos, es muy probable
que quede muy pero muy poco de lo que viste al nacer o al llegar. Cuando escuchas de
estos supuestos tres auges y te dicen que Talca fue el recreo de patrones de fundo y
nicho para oficios primero, una urbanización en donde el agro y la industria
manufacturera parecen querer entenderse después, y una extensa ciudad habitacional
y de servicios del sector terciario, finalmente, la memoria individual puede también, si
no rebelarse contra estas generales, abstractas y terribles –aunque tengan algo de
cierto– formas de explicar tu territorio, sí querer aportar, a un costado, un recuerdo
más aterrizado, más corporalizado, más relacionado a esos cientos de miles, si no
millones, de seres que circularon por este núcleo urbano.
Pero, ¿qué pasa cuando no eres el último talquino de tu generación? ¿Qué pasa
cuando, lejos de esa ciudad, ni siquiera con cuarenta años de edad, empiezas a pensar
no ya en tus memorias, si no en la memoria colectiva? ¿Y cómo pensar esa sola idea, la
de una memoria colectiva? ¿Existirá algo así? ¿Cómo relacionar las memorias
individuales? ¿Qué es lo que se debiese referir o rescatar de la vieja Talca?
Recordar, se afirma, viene de re-cordis, es decir, del latín “volver a pasar por el
corazón”. ¿Tiene Talca, como el gigante Gulliveriano que Nieraad consigna en uno de
sus poemas en este volumen, un solo corazón? ¿Es Talca un gigante dormido?
Algunas de las constataciones de este gesto de investigación profunda: Talca fue muy
antigua y prestigiosa, y eso cambió. Cuando se construyeron monumentos, edificios y
salones a la usanza europea, la ciudad fue única, tal y como San Javier, Linares,
Constitución, y cualquier otra. Esa autenticidad o singularidad talquina, evocada como
un horizonte común por todas las voces en esta investigación, se ve resquebrajada
ante la naturaleza y sus constantes terremotos, la ausencia de caciques benevolentes
con voluntad de reformar la ciudad, la fuga de aristocracias a otros lares, el cierre de
las fábricas, la extinción de ciertas ocupaciones urbanas profesionales, gremiales,
como el fotógrafo, el pianista, el trabajador de una tienda fina de dulces, y el cese del
impulso de establecer círculos culturales o intelectuales alrededor de un club, afuera
de un teatro, en las graderías o los boliches cerca de un potrero hecho cancha con cal y
chuteadores. La supuesta autenticidad de la temprana modernidad talquina se ve
opacada, hoy, por el lento y potente injerto de una practicidad moderna tardía que es
muy bien descrita, por una de las voces acá dentro, como un clon. De pequeño invento
que bebe de la arquitectura europea para instalarse y renovar un paño colonial del
adobe, cuna, entre otras cosas, del baño maría para el pan de completo y, como
consecuencia de esto, de los mejores completos de la galaxia, Talca se transforma, así,
a ojos de una de las voces, en un condominio universal. Falta, si no, ver las locaciones
del hit urbano Morena Cachetona (Sayian Jimmy X Josepe El Demente, 2021) para
entender de lo que estamos hablando.
La multiplicidad de estas voces, las fotografías, los versos o pequeños cantos sobre la
impermanencia talquina o maulina hacen de este volumen un artefacto que requiere
lenta manipulación, un artefacto de uso estratégico como indicio o brújula existencial,
balazo de una carrera nueva en donde se precisa salir a recorrer nuestros propios
territorios y recolectar nuestras propias voces, sean estas ecos en las ruinas o
tranquilos vecinos a puntos de ser evacuados por nuevos proyectos. Voces de Talca/
La música de las ruinas nos arroja sobre un mapa construido no ya en una superficie
con líneas, proporciones y números, sino que sobre un mapa íntimo y variado, un
mapa que se construye en la lectura de este volumen y se despliega una vez terminado
por primera vez. Y en este despliegue, los fragmentos de imágenes, testimonios y
frases quedan dando vueltas una vez se enfría la cabeza, salen a ventilarse también,
entre las orejas de la persona que lee, como los murciélagos cuando se está poniendo
el sol.
Febrero de 2023