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ras una etapa de injusta pre-

terición o de silencio,
RAFAEL CANSINOS-
ASSÉNS —novelista, poeta,
traductor incansable de diversas len-
guas y autor de numerosos trabajos de
crítica literaria— comienza a ocupar
el lugar que le corresponde en la histo-
ria de nuestra literatura contemporá-
nea. No en vano Jorge Luis Borges,
que lo consideró su maestro, ha expre-
sado su «intransferible convicción de
que era genial». Desde su llegada a
Madrid, animado por una inquebranta-
ble vocación literaria, la peripecia
vital de Cansinos-Asséns discurrió
paralela a la de muchos personajes
—pintorescos unos, trágicos otros,
sugestivos los más— que formaron la
vida intelectual y bohemia del Madrid
de la Restauración. Si el primer tomo
(AT 103) de sus memorias —adecua-
damente tituladas LA NOVELA DE
UN LITERATO— reconstruía el
período comprendido entre 1882 y
1914, este segundo volumen es la cró-
nica de los años transcurridos entre
1914 y 1923. Desde su mesa de redac-
tor de La Correspondencia de España
(puesto que abandonará para conver-
tirse en escritor independiente),
Cansinos-Asséns ve transcurrir la vida
política, y sobre todo literaria, del país
con relativa tranquilidad y distancia-
miento. Muerto ya el modernismo,
aparece y se eclipsa el ultraísmo,
encarnado por Huidobro, Pedro Garfia
y Guillermo de Torre. Al hilo de los
acontecimientos históricos que nutren
eñ3
e)
La novela de un literato
(Hombres-Ideas-Efemérides-Anécdotas...)

2. 1914-1923
Rafael Cansinos-Asséns

La novela de un literato
(Hombres-Ideas-Efeménides-
Anécdotas...)
2. 1914-1923

Edición preparada por


Rafael M. Cansinos

Alianza Editorial
Primera edición en «Alianza Tres»: 1985
Primera reimpresión en «Alianza Tres»: 1995
Segunda reimpresión en «Alianza Tres»: 1996

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el


art. 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas
de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en
todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en
cualquier tipo de soporte, sin la preceptiva autorización.

(O) Herederos de Rafael Cansinos-Asséns


(O) Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1985, 1995, 1996
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
ISBN: 84-206-3993-1 (O. C.)
ISBN: 84-206-3149-3 (Tomo II)
Depósito legal: M. 15.257-1996
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa
Paracuellos de Jarama (Madrid)
Printed in Spaín
Índice

13 Un editor furioso
19 Máximo Ramos
21 Max Nordau reedita
ss. Con Blanco-Fombona
24 Un monarca destronado
27 La leyenda del Himen
30 ¿Juan Ramón, bohemio?
31 Oficiosidades
32 Andrés González-Blanco y sus amigos
40 La Pecera - El Gran Simpático
44 Joaquín Belda
45 Rey Soto
46 Don Francisco Rodríguez Marín
51 El Parlamentario
52 Un banquete burlesco
57 Sigue la burla
60 La sagrada cripta de Pombo
64 Un sabio bohemio
66 El marqués de Dos-Fuentes
68 Bagaría, el caricaturista
69 La Novela de Bolsillo
EZ Colombine vengativa
73 Premio y banquete
80 El sueño de América
81 Buena persona
Plagio y pornografía
Claudio Santos
El secretario de Ricardo León
Los hampones
El Colonial
San Germán se emancipa
El Loco
Visita de Juan Ramón
Alfonso Vidal y Planas
Los Quijotes
Verano periodístico
La plaza de Oriente
Un maestro de periodistas
Fantomas
Manuel Sawa
La Editorial América
Fantomas se entierra
Epígonos
Ferragut
Un alma pura
Los manguitos
Eliodoro Puche y Prieto Romero
Un oficioso
Pastora Imperio
Xavier Bóveda
Guardaespaldas
José María de Granada
Muere Rubén Darío
Estrenos
Juan Ramón regresa
El nuevo Felipe Trigo
La Novela para Todos
Gómez Carrillo en El Liberal
Un bello rasgo de Goy de Silva
José García Mercadal
Visita a Gómez Carrillo
Felipe Trigo se suicida
Escritores venales
Un banquete de desagravio
La poetisa
Don Agus
La yesca y el eslabón
180 Vuelve la poetisa
183 La maja de Goya
184 Una promesa olvidada
185 Fombona viudo
189 Una mujer sin importancia
190 El desconcierto de la poetisa
192 El pobre Simeón
196 Novedades
198 Vuelve don Tirso
200 El juego
201 Conocimiento con Icaza
205 ¡Estos humoristas!
206 José Mas. Erotismo y misterio
210 Muere Joaquín Dicenta
211 Pepe Mas y los editores
211 El Señor del Gran Poder
219 Fernando López Martín
220 El poeta helénico y heráldico
225 Académicos
226 La Anticristesa
229 El poeta dinámico e intersticial
230 El Fígaro
231 El Ultra
236 Duelo por la Mata-Hari
238 Pepe Mas eufórico
239 Catarinéu enfermo
241 El baleador
245 Las amistades peligrosas
246 Biblioteca Hispania - Biblioteca Nueva
247 Música, luz y alegría
252 Muere Catarinéu
254 El armisticio
256 Una «cena de las burlas»
2 Amor y Poesía
262 Idilio en Liliput
265 El regreso de Colombine
269 Mundo Latino
271 Despedida a Carrillo
275 Rivales
211 Las preocupaciones de Bóveda
280 Las ediciones clandestinas
283 Iniciativa
284 Los ultraístas
285 Agresión a Luisito Pomés
286 Enrique Jardiel
286 El pan de sus hijos
288 Un divino fracaso
291 Concha Espina
297 Juan de Aragón «Poncio»
302 Huelga de periodistas
307 Como todos
308 Confidencias
310 Bajas poéticas
316 Otra vez Pueyo
321 Caída en la bohemia
322 Cómo se hunde un hombre
324 Las dormivelas de Pueyo
32) Don Antonio Sancho hace mutis
328 Pérez Bojart
329 San Germán se casa
330 El vertedero
332 Manuel Ugarte
334 Velada ultraísta
338 Vargas Vila
139 Desafío
340 Cartas patéticas
341 Muere José Pablo Rivas
343 Críticos
344 Muere D. Miguel Moya
348 La lenta agonía de «Mundo Latino»
360 Romeo candidato
361 Muere Cavia
362 Juan de Aragón fracasa
366 El cálculo albúrico
368 Fabián se bate
369 Adiós al periodismo
212 Gloria Torrea
376 La Dorada
319 Don Armando Palacio Valdés
382 Santa Isabel de Ceres
386 Un aparecido
387 El último duro
388 Bóveda vincitor
390 Armando Buscarini

10
Accidente sospechoso
Amoureuse trinité
Los hermanos
Panida, Pan tú mismo
Los moribundos Lunes de El Imparcial
La eterna cuestión
Villaespesa en Madrid
Bóveda se va a América
Buen compañero
Los gorriones del Prado
Manolo Tovar
El poeta cartero
Adiós a Los Lunes
Caída de Juan de Aragón
Parodia de suicidio
La Pecera se extingue
Un bello rasgo
La Dictadura

11
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Un editor furioso

Don Manuel Palomeque, el editor, está furioso por la


jugarreta que le ha hecho ese bohemio, mejor dicho, ese
mangante de Carrere...
—Figúrese usted —me explica don Manuel en tanto
su asesor Manolito, el del gas, me mira con los ojos muy
abiertos y espantados—, figúrese usted que me viene con
un original...: —¡Señor Palomeque! Yo soy Emilio Ca-
rrete...
—Muy señor mío...
—Ya me conocerá usted...
—.Desde luego, ¡quién no conoce a don Emilio Ca-
tree
—Pues bien; aquí le traigo este manuscrito de una no-
vela, por si quiere leerla...
—La acepto, desde luego... Vamos a ver cómo se titu-
la (descubre la primera hoja y lee...) La torre de los siete
jorobados...
—+Es una novela fantástica, de misterio y aventuras...,
con un fondo teosófico..., algo abracadabrante...
—i¡Magnífico! —le digo—. Bien; tratemos de las con-
diciones, ¿qué desea usted por ella?
»Él guiña el ojo bizco y chupa su pipa: —Pues lo que
usted acostumbre a dar por esta clase de originales.
—Bien, pues yo doy un anticipo y el resto a liquidar...

13
—No, mire usted —me replica—, yo prefiero una can-
tidad de una vez, si a usted le es lo mismo...
—FEncantado, señor Carrere, como usted quiera... Pue-
do darle X pesetas, ¿le hace?
—Desde luego... ¿Podría usted dármelas ahora mis-
mo?... Necesito el dinero...
—No hay inconveniente... A ver, Manolito, extiéndele
un recibo al señor Carrere y da orden al cajero de que
se lo abone... —Le extendemos el recibo, lo firma el no-
velista y le entregamos las pesetas. Él se las guarda ava-
ramente, me entrega el manuscrito, me da la mano...
—Encantado de conocerlo, señor Palomeque...
—-Celebro mucho haberlo conocido personalmente, se-
ñor Carrere... —Se va el bohemio y yo le digo a Mano-
lito: —Guarda ese original ahí en los cajones hasta que
llegue el momento de darlo a la imprenta. Un manuscrito
del señor Carrere no hay que leerlo...
»Bien..., pasan unas semanas y llega el momento de
dar el original a la imprenta: —Manolito, búscame el ori-
ginal del señor Carrere..., vamos a calcular los pliegos
de composición...
»Manolito me trae el paquete, lo desatamos y nos en-
contramos con un primer capítulo en letra de molde, un
refrito..., seguimos hojeando y vemos con estupor que
todo lo que sigue está en blanco..., un montón de hojas
en blanco... El señor Carrere me había vendido onerosa-
mente unos pliegos de papel... Nos quedamos atónitos
(Manolito abre más los ojos, subrayando las palabras del
editor). —Nos ha jorobado el señor Carrere. Esto es una
estafa... Manolito, ahora mismo vas y le dices al señor
Carrere que me ha dado el timo de las misas... y que no
estoy dispuesto a tolerarlo... Si no me escribe la novela
presento una denuncia en la Dirección de Seguridad...
Yo no dejo que nadie se ría de Palomeque...
»Sale Manolito en busca del petardista y corre todo
Madrid hasta encontrarlo... En el Tribunal de Cuentas
le dicen que no va nunca por allí, en su casa no está...
Manolito recorre todos los cafés de la calle San Bernar-
do... Por fin, lo encuentra en el café Varela, jugando al
billar... Manolito se le acerca muy respetuoso: —Don
Emilio, ¿tiene usted un momento?..., vengo de parte del
señor Palomeque...

14
»Carrere le mira de soslayo con el ojo bizco y le dice:
—En seguida, déjeme hacer esta carambola... —Luego,
se aparta un poco: —Bien, ¿qué deseaba usted?
»Manolito, con todo miramiento, se lo explica... Ca-
rrere se echa a reír...: —¡Bah! Dígale usted al señor Pa-
lomeque que haga lo que quiera... Por las pesetas que
me ha dado no tiene derecho más que a un capítulo de
la novela... El señor Palomeque es un Harpagón...
—+¿Cómo ha dicho usted?
»Carrere vuelve a reírse, empuña el taco de billar y
se tiende sobre la mesa, para calcular su jugada... Mano-
lito se retira y viene a traerme la descarada contestación
del bohemio... Yo estoy en todo mi derecho; yo le he
dado las pesetas que me ha pedido; puedo demandarle,
pero por respeto al escritor no lo hago... Yo soy un ca-
ballero... Pero la cosa no puede tampoco quedar así...
Entonces se me ocurre una idea...: —Manolito, ve a bus-
car al señor Carrere y dile que si no me escribe la novela,
encargaré a otro que lo haga y se publicará con su nom-
bre... —Va Manolito y le lleva el recado y ¿qué.cree
usted que le contesta?... —Pues que haga el señor Pa-
lomeque lo que quiera..., a mí me es igual... —¿Habrá-
se visto? Ni siquiera tiene amor propio de escritor... Bue-
no; entonces llamo a un literato amigo de Manolito, un
novel que se llama Andrés Aragón y que precisamente
cultiva la novela de aventuras, policíaca y me había traído
un original, y le digo:
—Mire usted, me va a escribir una novela con este
pie forzado..., imitando el estilo del señor Carrere... Si
acierta, le publicaré luego la suya.
»El señor Aragón acepta encantado, y ya está escri-
biendo su novela, digo, la del señor Carrere... Y el señor
Carrere tan fresco... ¡Y a eso le llaman un escritor!...
¡Y luego hablan de los editores!... Yo podía llevar al
banquillo al señor Carrere, porque eso que ha hecho con-
migo es-una estafa..., pero no quiero perjudicarlo... Yo
soy un hombre de negocios, pero también un hombre de
corazón... Total —me digo—, un mal asunto que me
ha costado X pesetas... No nos dejemos llevar por los
nervios...
Don Manuel profesa una filosofía práctica, de negocian-
te. Para él todo se reduce a cifras... Hasta sus amores...

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o amoríos. Él no se deja engatusar por ninguna belleza.
Los números le dicen hasta dónde debe llegar. Confiden-
cialmente me cuenta: —UÚltimamente estuve locamente
enamorado de una mujer encantadora, exquisita, como que
es una condesa polaca, venida aquí durante la guerra...
Estaba lo que se dice colado. Pero un día consulté el
libro de cuentas y vi lo que la madamita me había costado
entre regalos, cenas, excursiones, etc. La cifra me ate-
rró..., y desde aquel día rompí mis relaciones con ella...
Yo soy un hombre de corazón, pero soy también un hom-
bre de negocios... Man of business —don Manuel sabe
algo de inglés, a fuer de sportman que es, perteneció al
Athletic y tiene en la sierra un coto de caza, en unión
de otros gentlemen, socios del Casino y la Peña..., y en
él ha tenido el honor de cazar el rebeco con el ex-sultán
de Marruecos, Muley-Hafid...
Por cierto que Muley-Hafid es poeta y ya don Manuel
se le ha ofrecido a editarle sus obras: —Sería un gran re-
clamo para la editorial y además... ¡con un autor así da-
ría gusto entenderse!..., sin esas cominerías y suspicacias
de los literatos al uso.
Don Manuel está hondamente dolido de la falta de
idealismo de los escritores en general, que se las dan de
soñadores y son más comerciantes que él... Le hacen una
leyenda de ediciones clandestinas, de amaños en las liqui-
daciones... —Yo que soy un gentleman... Yo no tiro
más ejemplares que los convenidos..., yo, viene un autor
a pedirme liquidación...: Sí, señor, con mucho gusto...
Manolito, di que le hagan un estado de cuentas a este se-
ñor... ¡Bien, aquí tiene usted! ¿Que es poco? Lo sien-
to..., pero ya sabe usted que en España no se venden
libros, que aquí no se lee... como no sean esas noveluchas
pornográficas del Caballero Audaz... Escriba usted como
él y yo tendré mucho gusto en liquidarle a usted grandes
cantidades... ¡Y además!, ¡qué frescos!... Ese Valero,
por ejemplo... Viene a ofrecerme un libro y de paso se
fija en los lápices y las estilográficas y cuadernos de la
tienda..., y sin más ceremonias, coge lo que le agrada
y se lo guarda en el bolsillo, dicéndole al dependiente:
«Póngamelo en la cuenta.» ¡Y aún no tiene aquí nin-
guna cuenta, pues no le he tomado el libro!... Pero ¿y
Sassone?... Siempre que viene se lleva algún bolsito

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para su querida la Palou..., encargando que se lo car-
guen en cuenta..., pero luego, ¿qué cuenta si está siem-
pre entrampado?... ¡Le digo a usted!... ¿Y qué va uno
a hacerle?... Disponen de la Prensa... son unos chanta-
Jistas más o menos encubiertos... Y lo mismo pasa con
los dibujantes... Siempre pidiendo dinero adelantado y
luego Manolito se ve negro para sacarles los dibujos. El
único algo decente es Máximo Ramos, y no obstante...
Le digo a usted que si no fuera por mi amor al Libro,
y al Arte en general, dejaba este negocio ruinoso... Pero
yo soy un dilettante... Me encanta la poesía, la música
me enloquece, estoy abonado al Real y a la Sinfónica, ten-
go en mi casa una colección de discos de Wagner por
los mejores divos... Yo, modestamente sea dicho, soy un
Mecenas, pero los artistas no me lo agradecen...
En su concepto pesimista de los escritores, don Manuel
hace una excepción en mi favor, porque reconoce que
soy un idealista..., es decir, que no le discuto las canti-
dades, ni le pido liquidaciones, cosa que hago por como-
didad y por evitarme insomnios y disgustos... Así que
el Mecenas está encantado conmigo, me invita a tomar el
vermut con él y con Manolito en Fornos, y me abre
su corazón ante la copa y el plato de aceitunas... —Vea
usted —me dice—, todo el mundo me tiene por un
hombre feliz, porque tengo un capital considerable y un
crédito ilimitado... y puedo permitirme toda clase de lu-
jos... Yo gasto diariamente en la plaza, sólo en la plaza,
mil pesetas... Por ahí puede usted hacerse cargo de lo
demás... Yo comercio en todo, en aceites, en bolsos, en
cueros, etc., etc., soy dueño de la imprenta más impor-
tante de Madrid, tengo contratas con los ministerios...;
en una palabra, gano más de lo que quiero... ¡Y qué!
Pues en el fondo soy un desgraciado... Á veces me pre-
gunto: ¿para qué trabajo yo tanto?... Soy viudo, no ten-
go hijo varón, sino dos niñas que el día de mañana se
casarán a lo mejor con dos bigardos que derrochen todo
el dinero que les deje su padre... ¡Luego, lo más terri-
ble! Tengo una madre octogenaria, atacada de locura se-
nil, que se hace sin sentir sus necesidades y arma unas
escandaleras tremendas sin ningún motivo. ¡Figúrese us-
ted! ¡Una madre que ya no conoce a su hijo y lo quiere
echar de casa como a un extraño!... Ahora llego a casa

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y qué me aguarda allí? La soledad, amigo mío... Las
niñas están ya acostadas..., mi pobre madre lanza chi-
llidos de loca..., voy a darle un beso y me rechaza... y
me insulta... No tengo más compañía que las criadas..
Miro el retrato de mi difunta mujer y me pregunto:
¿No sería mejor irme a unir contigo?...
—¡Hombre, don Manuel! —exclamo.
—No, no tema usted que me suicide; el suicidio es
una estupidez, sin ningún sentido práctico... Es una par-
tida que no se apunta en ningún libro. Es un cero... Ade-
más, pese a mi escepticismo, tengo un fondo de creen-
cia... Pero lo principal no es eso..., ¡las niñas!... Como
que por ellas no me caso..., por no darles una madras-
tra... ¡Así que vea usted mi tragedia!... Y todavía hay
quienes murmuran de mí... y me tildan de avaro, cuando
¿para qué quiero yo el dinero?... ¡A mí el dinero me as-
quea, me da rabia! Crea usted que me da pena cuando
me sale bien un negocio... Y tengo la desgracia de que
todos me salgan bien... ¡Hasta en el juego gano! ¡Es
una maldición!...
Manolito mira a su jefe y luego me mira a mí con sus
ojos desorbitados y una aceituna en la boca: —¡Es la fe-
tén! —confirma—. Don Manuel tiene una mascota.
Don Manuel sonríe, con su cara cansada, prematura-
mente surcada de menudas arrugas. La cara de un mag-
nate neoyorkín de las finanzas...
—Verdaderamente, es trágico —observo yo.
—¿Para qué quiero yo el dinero? —sigue preguntán-
dose el editor—. ¿Para qué trabajo?...
Hay una pausa en la que se agrandan todavía más
los ojos de Manolito. Pero don Manuel se rehace, lan-
za un suspiro y se contesta a sí mismo: —¡Ah!... Es
que llevo en la masa de la sangre el demonio del nego-
cio..., y él es el que me salva como un ángel... ¡El
negocio!... Crear riqueza, para uno mismo y para los
demás, sentirse filántropo..., hacer bien a los hombres
aunque no se lo merezcan... Ya ve usted, ahora estoy
ennobleciendo el Libro, dignificando a los autores, librán-
dolos de las garras de los editores USureros..., dando a
conocer noveles... ¿Quién conocía antes a Moya del Pino
y Máximo Ramos y Valero Martín?... Pues yo gozo con
eso..., aunque pierda dinero... Es que yo soy así... Aho-

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ra todavía acabo de meterme en un negocio de taxis...,
y ¿por qué creerá usted que lo he hecho?... Pues por re-
dimir al caballo... Me llegaba al alma la tragedia del ja-
melgo, del penco del coche de punto... Hay que acabar
con esa ignominia —me dije—, y fundé esa Compañía de
Taxis, con tarifa módica... Casi todos los taxis que hoy
circulan por Madrid son míos... Ya ve usted si soy sen-
timental...
—Tiene usted un alma franciscana —le digo.
—Aquí don Manuel —dice Manolito traduciendo mis
palabras al lenguaje castizo— es una rosquilla del San-
to..., una torrija...
Don Manuel apenas sonríe, mira su reloj de pulsera
y se levanta de un brinco:
—Bueno, señores, son las diez. La hora de volver a
casa.
Nos levantamos también. El hombre-mecenas paga la
consumición, que no llega a las cinco pesetas, adelantán-
dose con gesto magnánimo a mi intención de hacerlo.
Salimos a la calle y allí dejo a don Manuel y a Mano-
lito, que con sus hombros cargados y sus piernas zam-
bas, parece uno de los siete jorobados de la novela de
Carrere...

Máximo Ramos

Máximo Ramos, el dibujante, ilustrador casi exclusivo


de las ediciones de Palomeque, es un muchachote alto,
ancho de hombros, de aspecto imponente, con sus gran-
des bigotes, ya anacrónicos, sus melenas y su aire retador
y mosqueteril; pero en el fondo de sus ojos grises y en
su voz cantarina vibra una resignada mansedumbre ga-
llega.
Máximo Ramos, con sus melenas, su chambergo y su
chalina, es una estampa anticuada de La bohemia de Mútr-
ger. La impresión es perfecta, cuando se le ve paseando
en la tarde, lentamente, del brazo de una Mimi ocasio-
nal, con un aire fabuloso de lejanía y ensueño...

19
Máximo Ramos tiene una leyenda de artista errabun-
do, que ha pasado por París y vivido a la sombra de la
Butte de Montmartre y alternado en los cenáculos de pin-
tores y poetas bohemios. Pero Máximo Ramos no ha pa-
sado del Romanticismo, se ha quedado más acá de Pi-
casso y dibuja y pinta, según él dice, como Dios manda.
Pese a su aire altivo y despreocupado, Máximo Ramos
vive como los bohemios de Carrere, bajo el agobio de la
necesidad cotidiana, aunque sin apelar como ellos al sa-
blazo. Es un trabajador infatigable, que hace de todo con
tal de sostener medianamente a una mujer que dista mu-
cho de ser una Mimi y unos chicos que de todo adolecen,
menos de inapetencia. Quien lo viera paseando por la
calle Alcalá o discutiendo en los corrillos de Bellas Artes,
no podría adivinar el tugurio de arrabal en que vive.
Máximo Ramos es el dibujante ideal para Palomeque, el
hombre que se aviene a todo, aunque rechinando los dien-
tes. Se deja expoliar por el editor usurario y se desquita
contándole a todo el mundo las tacañerías inverosímiles
de ese gentleman con pujos mecenáticos.
—Figúrese usted adónde llega —me cuenta esta tar-
de—. Contrató conmigo el retrato de sus dos niñas, y
empecé a hacerlo; pero a la tercera sesión va el hombre
y se interpola entre ellas... —+Eh, oiga usted..., ¿qué
es eso?... Nosotros sólo hemos contratado el retrato de
las niñas... —¡Bah!, ¿qué importa? —exclamó el fres-
co—. Una cabeza más no va a alterar la tarifa..., no sea
usted comerciante... Así el cuadro resultará más intere-
sante..., el padre con sus hijitas..., algo conmovedor...
—Y nada, que tuve que hacer los tres retratos por el
precio de dos... ¡Qué remedio!...
Máximo Ramos se encoge de hombros y chupa su ca-
chimba... Alza sus ojos al azul y murmura: —Carrere
tiene razón... Este es el país de la calderilla...
Máximo Ramos está harto de luchar inútilmente por
una primera medalla. Cualquier día se pone una blusa y se
dedica a pintar puertas... O se va a su verde Galicia a
tumbarse en la yerba, lejos de toda esta porquería de la
ciudad... O pone una bomba que acabe con todos los
Palomeques...
Pero Máximo Ramos no hará nada... Seguirá pasean-
do en la tarde, con una Mimi de ocasión, con su cham-

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bergo, su chalina y su cachimba, como una antigua estam-
pa de Miirger..., echando tripa y canas y trabajando por
unos céntimos para los Palomeques...
¡Este Madrid es un mar muerto, viscoso y enervante
en el que se necesita un esfuerzo supremo para no quedar
enlizado!...

Max Nordau reedita

Max Nordau siente la justa ambición de reeditar sus


obras en España, y lanzar otras nuevas que está escri-
biendo actualmente. Para esto último cuenta conmigo
como traductor (gracias)... Se trata de novelas, algunas
de carácter judaico...
La editorial Prometeo de Valencia, que a su tiempo
publicó al gran hombre esas obras que le dieron fama,
es una editorial tramposa, pirata, que no paga derechos,
y Nordau, con sus fondos bloqueados en París, necesita
dinero.
Yahuda, que es su amigo, me explica su caso y yo lo
pongo al habla con don Manuel Palomeque, el de la calle
de la Montera, y ambos se entienden desde el primer mo-
mento.
Sólo hay que puntualizar el capítulo de los derechos
de autor. —¿Qué desea usted percibir —le pregunta Pa-
lomeque—, señor Nordau?
—Pues lo de costumbre en París. El veinte por ciento
por ejemplar vendido...
—Aceptado, es usted un caballero y yo otro, y nos
comprendemos en seguida. No pasa lo mismo con estos
autores de aquí, que, por lo general, están tocados de pi-
caresca... Y las ilustraciones de las portadas ¿quién las
hace? ¿Le gusta a usted cómo trabaja Máximo Ramos?...
—Oh —dice Nordau, acariciándose las barbas—. Las
ilustraciones las hará mi hija Maxa, que se ha revelado
como una gran pintora...
—-Pues convenidos, señor Nordau..., que las haga y me
las mande .. ¿De acuerdo?
21
—De acuerdo —y ambos caballeros se estrechan cere-
moniosamente las manos.
—Así da gusto hacer los negocios —me confía luego
don Manuel...
Días después, voy a ver al editor. Éste, decepcionado,
me muestra las ilustraciones de la joven Maxa para los
libros de su padre. —Vea usted —se me lamenta—. ¡Son
cosas de principianta! ¡Esta señorita no domina la técnica
ni tiene el sentido del affiche! Yo no puedo aceptar esto...
Tendré que encargarle otras a Máximo Ramos... Pero
¡cómo decírselo al padre sin herirlo en su amor de pa-
dre!... ¡Hay que buscar una fórmula!
Afortunadamente, Nordau está por encima de esas va-
nidades paternales y, comprendiendo la razón que asiste
al editor, se presta de buen grado a la sustitución de las
ilustraciones.
La que frunce el ceño en un mohín, que resulta gra-
cioso —¿qué no hace gracia en una cara tan bonita?—.
es Maxa.

Con Blanco-Fombona

Blanco-Fombona ha simpatizado mucho conmigo. Me


busca y me invita a cenar en esos restaurantes alemanes
de la calle del Florín que se titulan Gambrinus, El Viejo
Heidelberg, etc.
Fombona es aliadófilo, pero en materia culinaria es
germanófilo... Esos escalopes, esa cerveza, esa tarta de
manzana..., ¡sobre todo, la tarta!... Lo único que le mo-
lesta son esos camareros de tipo prusiano, rubitos, casi
albinos y con los ojos tan claros que apenas si se les ve
la mirada...
El poeta los interpela con aire agresivo, que se agrava
a la hora de pedir la cuenta. Entonces se acuerda de que
son boches, hermanos de los que combaten en Francia,
de los expoliadores y asesinos, y se hace explicar cada
renglón de la factura. El camarero se azora, pero siempre
resulta que tiene razón.

22
La comida, la cerveza, la presencia de mujeres exóticas
hacen que el poeta se crea en sus noches de París y adopte
un aire retador, y mira a todo el mundo con ojos imper-
tinentes a través de sus lentes... Por lo bajo murmura:
—Ese señor parece que me está mirando... Es un cre-
tino..., algún mercachifle alemán... —y se levanta en la
silla, pronto a desafiarlo; pero luego todo se resuelve en
una carcajada: —Pobre hombre, si es inofensivo. Baja
la vista como un corderito...
Así Fombona también gana batallas sobre los boches
en El Viejo Heidelberg. Este restaurante, sobre todo, evo-
ca en el poeta reminiscencias románticas, Schiller, Goe-
the, Heine..., principalmente Heine, que es una de sus
admiraciones más profundas y fervientes... ¡Oh la ironía
de Heine!... ¡La ironía es la sal del arte!... Sin ironía
no hay nada... Es como la moutarde para el escalope...
¡Y qué poca ironía hay entre nosotros!... ¡Sobre todo,
en España!...
Fombona tiene todavía el desdén y aun el rencor de las
primeras generaciones de la América libertada..., de un
Sarmiento, pongamos por caso. Tiene el orgullo de Amé-
rica y ningún poeta español le parece comparable a Gui-
llermo Valencia, Gutiérrez Nájera, Mirón, Rubén Darío,
Nervo, etc. Por la misma razón de su orgullo latino, odia
a Norteamérica, la imperialista, y considera a Bolívar muy
superior a Washington... ¿Cómo no, si lo pone por en-
cima del propio Napoleón?... Estos ditirambos america-
nos, juntamente con sus diatribas al barbarócrata Juan Vi-
cente Gómez, son el tema invariable, pero siempre desa-
rrollado, con variedad inagotable de facundia, de sus
charlas de sobremesa... Yo lo escucho con interés y asen-
timiento y él me dice: —Me agrada conversar con usted,
porque es de los pocos españoles que saben escuchar...
Aquí, generalmente, no hay diálogo... Los interlocutores
hablan cada cual por su cuenta, sin escuchar al otro...
Usted es una excepción..., y González Blanco, Andresi-
to..., Otra..., por eso me agrada conversar con los dos...
Salimos de El Viejo Heidelberg rejuvenecidos, anima-
dos y, por qué no decirlo, un poco alegres... Fombona
se coge a mi brazo y con la mano libre agita el bastón...
Cualquiera diría que vamos a iniciar una noche de or-
gía..., neroniana o molanesca. Fombona mira a las mu-

23
jeres con impertinencia y con más impertinencia aún a los
hombres... Hace calembours..., se ríe de Ricardo León
y de Zozaya, de don Julio del Moral, que es un morral...,
habla de prenderle fuego a la Academia...
Pero de pronto se acuerda de que son más de las doce
y de su hijito Hugo, que se cría muy delicadito, y le
entra una prisa paternal por volver a casa... ¡Igual que
su tan ridiculizado don Julio!...
—i¡Bueno —exclama—, no quiero perder el último
tranvía!... Ya nos veremos otra noche... ¡Ya le escribi-
ré! ¡Au revoir, mon cher!...
Y monta en el estribo, enredándose cómicamente con
el bastón... ¡Otro Manuel Molano!

Un monarca destronado

Suelo encontrar a Max Nordau paseando a pie, con su


mujer y su hija, confundido entre la multitud «municipal
y espesa» y me hace el efecto de un rey destronado, vi-
viendo como un particular. ¡Qué nobleza innata en su fa-
miliar llaneza!
Max Nordau recibe sin ambages a todo el que va a ver-
lo, sea quien fuere. No es extraño, pues, que nuestros
bohemios invadan su casa y abusen de su hospitalidad,
sometiéndole a interviews impertinentes y tratando de sa-
blearlo, sin consideración a su actual penuria. ¡No respe-
tan la estatua, momentáneamente privada de pedestal y
verja!...
Yo no me atrevo a importunatlo, a agravar con mi
presencia la estrechez de su refugio; pero entre nosotros
se cruzan cartas afectuosas y por su parte de una bondad
excesiva. Me llama su «cher confrére», ¡haciéndome así
copartícipe de su gloria!
Max Nordau es un monarca destronado de la literatu-
ra; su actualidad pasó; es ya una estampa de otro siglo.
Sus libros ahora no producen la menor sensación. Él debe
sentirlo así, pero en vez de indignarse y enrabietarse como
tantos mediocres vanidosos, demuestra su grandeza resig-

24
nándose comprensivo a la suerte del escritor viejo y son-
riendo con un humorismo en el que no hay nada de bilis.
Y, sin embargo, sus obras inéditas, La esencia de la
civilización sobre todo, están a la altura de sus primeros
libros, que hicieron su nombre internacionalmente famoso.
Ahora se ocupa en escribir una historia del arte es-
pañol, que también quiere que sea yo quien la traduzca
del original alemán.
Es un encargo que, con objeto de procurarle recursos,
le ha hecho un opulento financiero judío de Barcelona, el
señor Metzger, que a ese fin se improvisa editor.
El señor Metzger, a quien conozco en el Palace, es un
hombre alto, rubio, de facha arrogante, imponente, y tipo
germánico. Viste con lujo y distinción y va siempre acom-
pañado de un secretario, que le enciende los cigarros como
a un pachá de Oriente.
Le ha anticipado a Nordau tres mil duros, a cuenta
de su obra, y a mí, como traductor, me asigna mil pese-
tas, cifra extraordinaria para lo que aquí se acostumbra.
La obra se titulará Los grandes maestros del arte es-
pañol.

He aquí, pues, al gran Nordau haciendo la bohemia,


como cualquier novel en su vejez gloriosa y venerable.
¡Qué escarmiento para los jóvenes que soñamos con la
gloria como con una síntesis que lo resuelve todo! Y, sin
embargo, el trato con este gran hombre preterido, como
arrojado al desván del Olimpo, no resulta depresivo, sino
todo lo contrario: ¡tónico y alentador! ¡Se habrá hundi-
do en la vida; pero es porque ha entrado ya en la His-
toria!...
Es admirable la entereza, la dignidad elegante con que
este gran hombre Nordau soporta momentáneamente su
momento de ostracismo. En su boca no hay lamentacio-
nes ni evocaciones nostálgicas de sus buenos tiempos de
París, de ayer mismo, cuando tenía un gran salón en la
gran ciudad y daba fiestas a las que asistían todas las ce-
lebridades de la literatura y la política francesas...
Su mujer, esa noble dama danesa, que aún conserva
destellos de su belleza antigua, es la única que alguna vez
recuerda a sus amigos los Briand, los Clemenceau, los
Poincaré, etc., pero él en seguida la ataja, con un gesto

25
jovial. —Ob, ces sont les petites miséres!... —comenta
y habla de otra cosa.
Nordau, que desciende del gran Abarbanel, tiene la con-
ciencia de su gloriosa estirpe y su valer personal. Se consi-
dera también un Grande de España..., de la España se-
fardí...
Hace días, el doctor Pulido y Yahuda le hicieron asis-
tir a una comida en casa del conde de Romanones, y el
prócer alcarreño, con cierta petulancia, hízole notar la gra-
titud que a España le debían los sefardíes, por el refugio
que ahora les brinda durante la guerra...
El gran hombre contestóle recordando los días de glo-
ria que España debe a los políticos, escritores y poetas
judíos de la Edad Media, ese siglo de oro del judaísmo
español. —Por lo demás —continuó diciendo—, en el
terreno práctico, yo, personalmente, no he recibido nin-
gún beneficio de España; mis obras traducidas al español
no me han producido ni un céntimo; Sempere, el editor
valenciano, me dijo con toda frescura que él no pagaba
traducciones...
Pulido y Yahuda fruncieron el ceño ante esas palabras
que consideraban irrespetuosas para el político liberal...
Pero yo las aplaudí como un rasgo de carácter indepen-
diente..., de dignidad de raza...

Nordau no está solo en su ostracismo. La guerra ha


traído a España un gran número de sefardíes de Oriente,
los cuales rodean al venerable anciano y, de acuerdo con
Yahuda, procuran endulzarle, en forma delicada, sus ac-
tuales amarguras.
El campeón del sionismo, el amigo y colaborador de
Herzl, preside un círculo de adictos entusiastas que lo ve-
neran como a un príncipe del destierro.
Yahuda, que tiene alma de rabí, ha instaurado con ayu-
da de algunos joyeros orientales, fugitivos de la guerra,
una pequeña sinagoga en la calle del Príncipe, y a su inau-
guración asistió Nordau, que, en un arranque de fervor
místico, bailó una czarda húngara, con una agilidad sor-
prendente a sus años.
Nordau ha encontrado también aquí a un amigo de su
juventud, médico como él, al que hacía treinta años no
veía, el doctor Hauser, un médico ya retirado que cono-

26
ció tiempos gloriosos y fue el médico de todos nuestros
personajes célebres.
El doctor Hauser es un apasionado admirador de Fran-
cia y ahora está escribiendo un libro monumental, Histo-
ria general de la civilización, que piensa dedicar a Poinca-
ré, como homenaje a la nación francesa y un anatema a
los boches.
El doctor Hauser sólo ejerce para unos cuantos ami-
gos, entre los que se cuentan Yahuda, Farache, Méndez
Bejarano y Manuel Machado, el poeta.
Es un médico a la antigua, de los que todavía hacen
recetas largas y prolijas como sonetos, según dice Ma-
chado.
El doctor Hauser, que se ha pasado casi toda su vida
en España, tiene hijos e hijas aquí nacidos y es ya todo
un español. Pero su alma es francesa, aunque su pronun-
ciación sea irremediablemente alemana...
Profético, a fuer de judío, predice la derrota de los bo-
ches... ¡y la caída del papado! ...

La leyenda del Himen

Morate, el doctor Morate, siempre de negro, con sus


ojos estrábicos y penetrantes —ojos clínicos de doble efec-
to— y su cara fea, inteligente y perspicaz, con todo el tipo
del mediquito de La dama de las camelias —su Marga-
rita Gauthier es la cupletista Fru-Fru—, nos sorprende
esta noche con una revelación inesperada.
—Anoche —cuenta mientras endulza su café— me ha
ocurrido algo inverosímil...
Todos lo miramos interrogantes y Daguerre, de codos
sobre la mesa, atalayando el café como una esfinge, vuel-
ve hacia él sus ojos cansados y escépticos, con una expre-
sión de hostilidad, cual si le molestase que al joven ami-
go le hubiese ocurrido algo extraordinario, cuando a él no
le ocurre nunca nada, aparte sus riñas con las patronas.
Morate, requerido por nuestras preguntas, explica:
—Se trata, señores, de que anoche, vagando por las

27
calles, encontré una virgen... Sí, una mujer que al pronto
me pareció una buscona y luego, ya en la intimidad, re-
sultó una virgen...
—;¡Una virgen! —clama San Germán con voz hueca—.
Pero ¿es que aún quedan vírgenes?...
—Pues sí, señor — insiste Morate—. ¡Una virgen!...
Una muchacha decente que se había escapado de su casa
por no poder aguantar a su madrastra y echado a la calle
decidida a todo... A mí me llamó la atención, porque
era bonita y «nueva» y la abordé como a una de tantas
y me la llevé a la calle de la Cabeza. Pues bien; ya en la
alcoba, la muchacha se echó a llorar, quiso irse y ante
mi extrañeza, me contó su aventura... Yo tuve la deli-
cadeza de respetarla, me acosté a su lado y estuve chat-
lando con ella hasta que nos dormimos... Esta mañana
almorzamos juntos, volvimos a vernos por la tarde en
plan de novios..., y así hemos quedado...
Daguerre hace gestos de impacienca y finalmente ex-
clama, con sarcasmo: —Pero ¿qué fábula nos está usted
contando, amigo Morate? Pero usted que es médico ¿cree
en ese mito de la virginidad?
—Precisamente creo en él porque soy médico. Usted
es quien no puede opinar en este asunto. Usted no ha es-
tudiado Medicina..., no ha tenido nunca novia... y no
ha tratado más que con meretrices...
Daguerre mueve nerviosamente la pierna, chupa su ci-
garro y sarcástico murmura: —¡Está usted aviado, amigo
mío! ¡Creer en el himen! Usted no ha leído La Celestina.
Ni a Buffon. Creer en el himen es una superstición im-
propia de un médico.
Se entabla una discusión a propósito de la posible exis-
tencia del himen.
Para San Germán es también un mito, pero un mito
adorable, como todos los mitos, que en el fondo son sólo
Poesía: —¡Hay que creer en el himen, querido Daguerre,
aunque sólo sea para tener una ilusión!... ¡Usted no cree
en nada y por eso es un hombre amargado!...
Daguerre lo fulmina con una mirada desdeñosa y se
encoge de hombros. Esteso, el caricato triste, hace un
chiste profesional: —Antes había vírgenes. Pero desde
que murieron las famosas cien mil, ya no queda una para
un remedio...

28
Bóveda, galante, concede que sí puede haberlas, pero
que serán rarísimas...
—No hay más que la Virgen María y las que están en
los altares... —comenta Daguerre—. ¡Qué discusión tan
bizantina!....
Pero Morate impone su dogmatismo de médico y pro-
clama con textos de medicina legal la existencia de las
vírgenes, que serán todo lo raras que se quiera, pero de
las cuales acaba de encontrar un ejemplar indiscutible.
—¡Bravo por Morate! —clama San Germán—. Crea-
mos en el dogma de la virginidad de la mujer... Procla-
memos la Inmaculada Concepción de María...
La indignación muda de Daguerre va en aumento. Fi-
nalmente dice: —¡Pues tenga usted cuidado con la vir-
gen..., amigo Morate!...
—;¡Fíate de la Virgen y no corras! —murmura Esteso.
Morate, inconmovible ante las bromas, exclama:
—Digan ustedes lo que quieran... Pero sepan que esa
chica es mi novia y..., ¡y que me voy a casar con ella!...
Estoy ya harto de demimondaines..., he terminado mi
carrera y tengo treinta años... ¡No quiero llegar a solte-
rón como Daguerre!...
Daguerre hace un gesto enormemente despectivo e iró-
nico: —¡Está usted descalificado, amigo Morate, como
médico y como hombre de mundo!...
Morate se encoge de hombros.
Los demás nos quedamos pensativos... Todo lo rela-
cionado con las vírgenes tiene tal aire de fábula... Es
una leyenda como la del pájaro azul... Y todos, sin que-
rerlo, soñamos con ella... pese a nuestras exaltaciones
líricas de la cortesana... En los bailes de máscaras, donde
no es presumible encontrarla, en los cafés rebosantes de
mujeres fáciles, pensamos en ese ser fantástico y mara-
villoso..., más obsedente por lo mismo que se discute
y se niega... Es algo que viene de nuestra infancia, de
nuestros primeros rezos a la Virgen... Y pensamos... Qué
revuelo no se armaría en este café, si de pronto alguien
gritase: «¡He aquí una virgen!»...

Días después sabemos que Morate se ha casado con


su virgen encontrada en la calle, como una perla en el
arroyo.
29
Ya no veremos más en el café al amigo de Fru-Fru, al
médico de La dama de las camelias. A Daguerre, en cam-
bio, lo veremos siempre. Pero se habrá perdido un café...

¿Juan Ramón, bohemio?

Juan Ramón Jiménez nos dejó y regresó a su Moguer


natal, según me comunica hoy don Julio en Renacimiento.
Don Julio me cuenta además cosas increíbles de los últi-
mos tiempos del poeta en Madrid:
—Juan Ramón, cuya familia ha venido muy a menos
por causa de la guerra —la base de su matrimonio era
la fabricación de coñac—, había caído últimamente en
una bohemia espantosa. Gregorio, que es buen amigo de
sus amigos, lo hospedó en su casa y una temporada estu-
vo viviendo con él como un hermano, a mesa y mantel...
Pero, por lo visto, no le bastaba con eso y ese delicado
poeta cometió actos de verdadera hamponería... Le saca-
ba a Gregorio libros de la Editorial, con el filantrópico
pretexto de regalarlos para bibliotecas públicas... Grego-
rio, como es natural, accedía a tan loable demanda y el
poeta se llevaba de aquí carros enteros de libros... Hasta
que yo concebí sospechas y un día hice que un ordenanza
fuera siguiendo el carro, y ¿sabe usted adónde llevaba los
libros?..., pues a la tienda de Dafauce, el librero de
viejo...
—¡Imposible! —exclamo—. Juan Ramón, el exquisito
poeta, el nefelibata, como dijo Rubén, hacer esas cosas
dignas de un Pedro Luis de Gálvez... No se puede creer...
—Pues créalo usted, porque se lo digo yo...
Hago un nuevo gesto de incredulidad y don Julio, ofen-
dido, me mira y me dice: —¡Es usted un ingenuo!...
Pero ya se irá usted enterando... Aquí es donde se cono-
ce a los literatos... De todos ellos, sólo uno es honrado,
Gregorio..., ¡bueno, y usted!...
— ¡Gracias!...
Doy la mano a don Julio y me despido de él, repri-
miendo un impulso agresivo para vengar al poeta y casti-
gar a ese hombre que parece un enemigo nato de los es-

30
critores, que goza difamando a Blanco-Fombona y no tie-
ne más ídolo que Gregorio, su jefe. Lo que acabo de
oírle me llena de tristeza y aumenta mis simpatías por el
poeta de Arias tristes..., enfermo y ahora pobre.
¿Será verdad que el poeta es como el pato podrido que
produce el fuagrás?

Oficiosidades

Don José Farache viene a verme y oficiosamente me


aconseja que me preste a ser el negro que Bauer necesita.
—Es un hombre poderoso. Corre juergas con el Rey...
Su amistad le conviene... ¿Por qué no le escribe usted
ese libro?... Yo también podría ayudarle... Al hombre
se le ha puesto en la cabeza ser académico y para el ju-
daísmo eso sería un honor... Tiene además grandes pro-
yectos. :
Yo le contesto con una humorada: —+Está bien... Dí-
gale que le haré el libro, es decir, que le haré académico
de la Historia... pero, favor por favor... Él con su poder
me hará académico de la Lengua...
No se puede pedir menos. Pero don José hace una
mueca. Con su agudeza de andaluz, ha comprendido la
broma.
Siento una invencible aversión por esos hombres que,
teniendo desde la cuna un nombre conocido, dinero y po-
der, vienen a invadir el campo de la literatura y a tratar
de disputarnos a nosotros lo único que tenemos, una op-
ción a la problemática e ilusoria gloria literaria.
¿No tiene bastante ese señor Bauer con su palacio, su
banca y su coche y sus títulos de doctor y gentilhombre
palatino, para que además quiera engalanarse con plumas
ajenas de pavo real y hacerse una fama literaria a costa
de un escritor pobre? ¿Con qué podría pagar esa usur-
pación? ¿Y qué clase de hombre es ése, capaz de conce-
bir tal despojo?
No; eso no es ni siquiera elegante. Un hombre así, de-
bería cifrar su gloria, no en comprar la ajena, sino en
fomentarla, y no aspirar sino al título de Mecenas, que

31
es uno de los más hermosos y tan perdurable como el de
escritor...
El Mecenas romano no trató de suplantar a Virgilio ni Ho-
racio y comparte con ellos la inmortalidad de sus obras...

Andrés González-Blanco y sus amigos


Gómez de la Serna ha definido a González Blanco «un
hombrín con su bastoncín», y hay que reconocer que ha
captado el rasgo principal de su figura.
El sabihondo crítico, cuyos artículos incrustados de citas
políglotas son el asombro de la grey literaria, el Menéndez
Pelayo en agraz, es un chico simpático, amable, al que todo
el mundo le llama Andresito o Andresín. Es un jovencito
pequeño de estatura, que trata de empinarse y parecer per-
sona mayor, pero que en el fondo conserva aires de adoles-
cente y aun de niño. Luce un bigotillo negro, gasta bastón y
guantes, cuello de pajarita, chalinas y sombrero blando.
Para hablar se yergue a la altura de su interlocutor. Si en
sus escritos puede parecer pedante, en su vida mundana
afecta una elegante frivolidad. Verita, el matemático, lo lla-
ma un erudito a la violeta. Acoge cordialmente a todo el
mundo, como secretario de la Sección Literaria del Ateneo,
brinda su tribuna a todo el que quiere dar conferencias O
recitales, corteja a las chicas en la Carrera de San Jerónimo,
cuando a primera hora de la noche se llena aquello de gen-
te, va a las verbenas y tiene relaciones efímeras con modis-
tillas y heteras sentimentales. Como todos los jóvenes de
hoy es un conquistador... Gracias a esa frivolidad de carác-
ter, Andresito es amigo de todo el mundo, transige con los
medianos, sobre todo si tienen dinero, y muestra una predi-
lección especial por los tipos pintorescos, que él llama
«monstruos» y también «hombres absurdos».
El flaco de Andresito, como crítico, es precisamente su
benevolencia con los mediocres en situación de satisfacer
su amor a la cerveza y a las quisquillas y llevarlo de invi-
tado por esos colmados elegantes que abundan en los ale-
daños del Ateneo, formando contraste con la docta casa.
Por allí suele encontrársele en compañía de esos hombres
absurdos y pródigos, por el estilo de Manolo Molano, y

32
también, por excepción, en la de algún escritor auténtico,
como Fombona o Trigo o el cura-poeta Antonio Rey
Soto, quien también, vestido de hábitos, frecuenta esos
lugares pecaminosos cuando viene a Madrid de su Gali-
cia, trayendo un nuevo libro de versos.
Pero Andresito tiene su tertulia particular en la Cerve-
cería Inglesa de la Carrera de San Jerónimo, donde ponti-
fica, rodeado de sus íntimos, Paco Vera, Verita, el mate-
mático de la voz estridente, que a todos saluda
enfáticamente —¡oh genio!— y que naturalmente es un
genio de la Matemática... Reoyo, un médico dispéptico
que escribe obritas del género chico y cultiva asiduamen-
te el reóforo, la eutrapelia y el retruécano... Diego San Jo-
sé, otro diminutivo de hombre, pequeñajo, feo, chato y
desgreñado, que parece un enano de Velázquez y escribe
en El Liberal evocaciones del Madrid antiguo, siguiendo
las huellas de Répide, pero en un estilo avillanado y bur-
do, lleno de arcaísmos como «aquesto», «estotro» y em-
pleando siempre la frase de «nuestro señor el Rey don
Felipe, que Dios guarde». Diego San José, Dieguito, es un
hombre algo absurdo, del que Andresito habla con cierta
sonrisa irónica. Y no olvidemos a Félix Arquerella, el
poeta erótico, tan pródigo de versos como de cerveza.
Esos son los contertulios habituales de Andresito; pero
también pululan en torno a él un sinnúmero de noveles,
como los poetas del Cancionero del Heraldo, entre los cuales
descuellan Morenas de Tejada —el de Las fuentes amargas—
y el sevillano Juanito González Olmedilla, redactor de El
Liberal, autor de un libro —Andalucía— al que Manolo Ma-
chado ha puesto un atrio en verso, llamándole «Pobre Juan
de la triste cara.., / pobre Juan de la tierra clara, / pobre
poeta... / ignorante y sencillo como el romero...», etc., etc.
El más interesante de esos amigos es el matemático,
que profesa la Teosofía, se dice discípulo de su paisano
Roso de Luna y le hace el amor a una de sus hijas, Sara...,
aunque por otra parte sostiene relaciones con una modis-
tilla que conoció en una verbena y lucha con un conflicto
sentimental. Verita escribe acá y allá, en Prensa gráfica, en
El Liberal, artículos de vulgarización; pero además está
empleado, como Carrere, en el Tribunal de Cuentas y da
lecciones particulares y en academias, lo que le permite
vivir bien, en una fonda cara de la calle del León. Verita

33
tiene el buen humor de un profesor jovial, gusta de hacer
chistes y retruécanos, de lanzar salacidades y emplear en la
conversación términos achulapados y deliberadamente vul-
gares. Por ejemplo, en vez de decir «corramos un velo», dice
«corramos una tupida estera»... Verita, sin embargo, está lleno
de problemas —;¡claro!, como que siempre lleva en los bolsi-
llos los de sus alumnos, que tiene que repasar y resolver...
—Problemas por todas partes —suspira.
Verita es el alma de la reunión. Hay que verle gritando
como un energúmeno, en las discusiones fútiles que él pro-
voca, erguido su flaco cuerpo, desgañitándose hasta bailarle
la nuez en la tirilla y entornando sus ojos de miope tras los
lentes como si fuera a desmayarse: —Te digo, Andresito, con
todos los respetos, que no sabes una palabra de Matemática...
No tiene la menor idea de lo que son los centros epicicloi-
des... ¡Eres un erudito a la violeta, aunque seas un genio!..
El que más ríe los exabruptos de Verita es un joven
sordo, que se llama Astrana Marín, Astranilla, el cual pug-
na por adivinar por las caras lo que dicen los otros y
siempre, infaliblemente, cuando dejan de hablar, pro-
rrumpe en una carcajada huera y ruidosa que los deja
perplejos... —Astranilla —define Andresito— es el hom-
bre de Cuenca, el celtíbero auténtico...
No se pasa mal el rato en la tertulia de Andresito, entre
los gritos del matemático y los chistes del médico-currin-
che. Y a todo esto, Andresito no deja de escribir sobre la
mesa del café. Habla y escribe, como en la redacción de un
periódico, artículos de crítica, crónicas costumbristas y tra-
ducciones del francés o el portugués.., ¡que así salen ellas!..
En esa tarea le ayuda un joven gallego llamado Sequeiros,
empleado del Ayuntamiento, que siente una admiración ex-
traordinaria por él: —Este Andresito, ¡si no fuera tan asur-
do! ¡Qué talento tiene Andresito!... —Moreno, pálido, siem-
pre de negro, Sequeiros es la sombra de Andrés, lo sigue a
todas partes, con aire de guardaespaldas, le hace pequeñas
comisiones, lleva sus artículos a los periódicos... es su paje,
como dicen los demás. Siempre respetuoso, casi siempre
callado, una verdadera sombra. Y tiene la virtud inaprecia-
ble de no escribir, andando siempre entre escritores.
Andresito no va nunca solo, sino en compañía de Verita y
Sequeiros y su corte de noveles, ansiosos de bombo. En
verano trasladan la tertulia a las sillas de Recoletos, donde la

34
voz estridente del matemático y sus aspavientos de epileptoi-
de son el escándalo de las gentes burguesas y de las señoritas
cloróticas que por allí pasean en busca de novio: —El vulgo
municipal y espeso —como él dice—. Horteras y tenientillos...
gente despreciable... ¡Nosotros somos genios! Nosotros ten-
dremos un día estatua en la Plaza Mayor de nuestro pueblo...
Verita es inquieto como una molécula de azogue. Se
sienta, se levanta, se vuelve a sentar, juega a los barquillos,
requiebra a las muchachas, declama versos de Rubén Darío
y de Espronceda, tararea la Quinta Sinfonía de Beethoven,
habla de Schopenhauer, de Mme. Blavatski y de Kant...
—;¡Kant era un perro! —afirma Astranilla, y prorrumpe
en su risa hueca y absurda.
—Astranilla es un hombre absurdo —define Andresito.
Absurdo y sórdido son dos vocablos claves en el léxico
de Andresito. Astranilla es un hombre absurdo. Verita es
un hombre sórdido...
—Astranilla es un salvaje —grita el matemático, alu-
diendo a los articulejos que el sordo escribe en El Radical
con el título «Palabras de un salvaje». Astranilla es -el
hombre de Cuenca.
Astranilla es verdaderamente un hombre absurdo. Sor-
do como una tapia, presume de virtuoso del piano y está
siempre tecleando en el aire, con la cara bobalicona y sa-
tisfecha. Pero de pronto rompe a hablar en exabruptos y
dice frases como éstas, que sorprenden a todos: —¡Palo!
¡Aquí lo que hace falta es mucho palo! ¡Nada de contem-
placiones! ¡Duro y a la cabeza!... Tiene usted razón... Ru-
bén es un idiota... Villaespesa, un imbécil...
Andresito se queda estupefacto... ¡Pero si él no ha di-
cho nada de eso!.. —Este Astranilla —sonriíc— no se
entera de nada...
Otro hombre verdaderamente absurdo, de los que An-
drés trata, es un señor ya viejo, calvo, con unos ojos morteci-
nos de búho y unos bigotazos canosos, que gasta capa en in-
vierno y un gran jipijapa en verano y va siempre desaliñado
y sucio. Se llama don Antonio Sancho, es sobrestante de
Obras Públicas, gana buen sueldo y casado y sin hijos, gusta
de gastárselo con amigos literatos. El lo es también, poeta es-
pecialista en sonetos y autor de un libro absurdo, titulado
Tersaida (Versaida o Tersa idea —explica él). —Don Antonio
es un hombre absurdo, pero no sórdido —disculpa Andrés.

20)
—¡Don Antonio es un genio! —proclama el matemáti-
co en cuanto lo ve venir. Don Antonio se tapa los oídos,
sonríe halagado, se desemboza y procede a repartir una
ronda de gruesos cigarrillos «de La Coruña» que la estan-
quera de su calle le reserva para él.
Don Antonio es el hombre más sencillo y bueno del
mundo y no comprende la ironía de los amigos, y con
toda seriedad cree excesivo el calificativo de genio que le
adjudica el matemático: —¡Hombre, tanto como genio!
—Pero Verita insiste y el hombre se resigna. Andresito,
poniendo cara seria, se solidariza con el matemático y le
ruega a don Antonio recite un famoso soneto suyo, que
es, según dice, flor de antología.
Y el buen hombre, después de hacerse rogar un poco,
recita un soneto estrafalario, que empieza: «Asquea el
ventisquero de la trata / cual hiede nauseabunda la senti-
na. / El dolo arcabucea la retina / y a España su pendón
se le arrebata...»
Los amigos escuchan aquellos versos absurdos conte-
niendo la risa y, al final, estallan en exclamaciones admi-
rativas, tan hiperbólicas que dejan perplejo y sordo al re-
citante... —¡Genio, genio! —grita el matemático con su
voz chillona—. ¡Eres un aborto de la naturaleza!...
No me agrada ese espectáculo cruel, de befa a un pobre
hombre viejo, ingenuo e ilusionado como un niño, que
acepta de buena fe aquellos elogios. Este don Antonio,
que se llama Sancho, tiene algo de Don Quijote, para el
que la Poesía es una especie de Dulcinea, a la que se ha
consagrado ya viejo, y a la que adora con amor senil, sin
esperar nada de ella. Es una querida ideal, con la que se
gasta cuanto tiene. Los periódicos no le publican sus ver-
sos, porque —según la frase estereotipada— «no encajan
en ellos», y él se costea sus libros, que regala profusamente
y van a parar a los baratillos. Pero lejos de desanimarse, él
se enardece más, pues eso de que sus versos no encajen en
las revistas al uso y los ditirambos de los amigos le han he-
cho creer que, efectivamente, es algo genial y que la poste-
ridad le hará justicia en su día: —Es el sino del genio —le
dice Andresito. Y le cita el caso de Cervantes... Y don An-
tonio llega a creerse el poeta más original de su época.
Y como original, lo es. Ni sus versos encajan en los pe-
riódicos ni él encaja tampoco en la vida. Sus compañeros

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de oficina lo tienen por un chiflado, el jefe lo reprende
como a un chico, por entretenerse en hacer versitos a su
edad, y todos sus amigos, vulgares, se ríen a su costa. Don
Antonio, además de sus versos, profesa unas teorías muy
originales en materia social; ha elaborado él solo todo un
sistema de regeneración de la humanidad, tan confuso y
contradictorio, que Andresito no sabe cómo calificarlo.
¿Será don Antonio un nietzscheano, bajo su bondad apa-
rente? De Nietzsche tiene por lo menos los grandes bigo-
tazos caídos. ¿O será un tolstoiano?.. Don Antonio, que
no ha leído nada de esos famosos pensadores, se queda
perplejo... él no ha tomado nada de nadie; todo lo suyo
se lo ha sacado de la cabeza... (¡Y se le ha quedado vacía!
—comenta Astranilla) Don Antonio mismo no sabe expli-
car en qué consiste su ideología, está lleno de paradojas y
contradicciones, como le ha reprochado Zaratustra. Es
enemigo del vestido y va en invierno envuelto en su capa
o embutido en su gabán cerrado hasta el cuello y tapado
con su bufanda hasta la nariz... Es un enemigo del Estado
y vive de la burocracia... Aborrece a los intelectuales, a los
que llama magos, y culpa de trastornar con sus teorías a
los hombres y provocar las guerras, y él mismo es un inte-
lectual, un teórico, un filósofo... —Eres una paradoja viva
—le increpa el matemático—, deberías ir en cueros, dejar
la oficina y la sociología... Eres un mago.., sólo te falta el
capirote...
Don Antonio, según otros, es un burgués, un sibarita,
que se da buena vida y gusta de rodearse de parásitos
que lo adulen. Se pasa el tiempo pergeñando sus sone-
tos con ayuda del Diccionario de la Rima al lado; a las
doce, coge el tranvía y se va a casa a almorzar, previa
una visita al Sanatorio, donde toma el vermouth con los
amigos; después de comer echa su siestecita y luego al
Café de París, a jugar al tresillo, hasta las nueve, y enton-
ces, vuelta al Sanatorio, a tomar sus chatos en compañía
de unos amigos doctos y graves, entre los que figuran
nada menos que don José Giles, catedrático de Literatu-
ra en el Cardenal Cisneros; el Dr. Sierra, cirujano emi-
nente, y, a veces, Manuel Machado... Allí empieza verda-
deramente a actuar de genio don Antonio. El poetastro
les lee a aquellos jurados competentes sus sonetos de la
última hornada y ellos se los escuchan, entre sorbos de

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Montilla y exclamaciones admirativas: —Genial, don An-
tonio... Es usted el amo del soneto. Un virtuoso...
Don José Giles —un andaluz guasón de los serios—
le hace recitar con frecuencia el famoso soneto «Ásquea
el ventisquero de la trata...» y lo va comentando como
en la cátedra un soneto de Lope o de Góngora: —Qué
imágenes tan admirables: «Asquea el ventisquero de la
trata / cual hiede nauseabunda la sentina...» (hay que ta-
parse las narices), y qué rigor lógico pondera: «El dolo ar-
cabucea la retina.» Eso es una hipotiposis..., ¡eh! ¡Se está
viendo..., como en los fusilamientos de Goya!... «Y a Es-
paña su pendón se le arrebata.» ¡Claro!... Te arcabucean
la retina, te dejan ciego y te arrebatan el pendón...
¡Lapidario! ¡Eso es un silogismo! Amigo Sancho, este
soneto es su obra maestra..., no hará usted otro igual
en toda su vida...
—Mire usted, don José —replica muy grave don An-
tonio—, que eso es mucho decir..., porque yo me hago
todos los días dos o tres sonetos...
—Pues a pesar de eso —recalca con voz campanuda el
catedrático— mantengo lo dicho... Con ese soneto pa-
sará usted a las antologías.
Y don Antonio baja la cabeza ante la autoridad del ca-
tedrático.
Este don José Giles es un terrible guasón, que no ha
perdido el humor a pesar de los años y la dispepsia que
padece. De él se cuenta que mandó en una ocasión un
adoquín a unos Juegos Florales, con una carta en que de-
cía: —Ahí va el primer canto de mi poema..., si gusta,
enviaré los demás...
A don José Giles hácele eco el doctor Sierra, un hom-
bre que colgó, según él dice, la lira por el bisturí y no ocul-
ta la envidia que le inspira el vate. Así lo ha expresado en
un soneto dedicado a don Antonio y en el que reconoce
noblemente su inferioridad: «Tú bebes de Helicona en la
onda fría, / yo en el vaso ramplón de Victorino; / tú
compones sonetos a porfía, / yo tan sólo compongo el
intestino...» (Victorino es el dueño del Sanatorio, un cas-
tellano de gesto agrio y duro, al que todos sus clientes
tratan en vano de hacer sonreír y que por eso tiene para
ellos el encanto de una mujer esquiva.)
Andresito y comparsa van a buscar a don Antonio al

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Café de París, a la hora en que termina su cotidiana par-
tida de tresillo, aguardan un momento, leen los periódicos,
que allí siguen sirviendo prendidos en listones, toman
un vaso de cerveza y luego salen de allí rumbo al Sa-
natorio, llevando en triunfo al poeta, que generalmente
se lamenta de que le hayan dado codillo, sin saber cómo...
—¿Qué más te da? —suele decirle su compañero de
juego, un hombre corpulento con unas barbas terribles
de anacoreta del yermo—. La cosa es pasar el rato.
Alguna vez asoma por allí un hermano de don Anto-
nio, que es un cazador terrible, un hombre sano, fuerte,
coloradote, que no fuma ni bebe, se pasa la vida al aire
libre e increpa al poeta diciéndole: —-Parece mentira que
te pases las horas en este cafetucho inmundo, sin venti-
lación, tragando humo de cigarros..., sin respirar nunca
el oxígeno..., y luego al Sanatorio, ¡qué nombre!..., te
estás matando...
Don Antonio se encoge de hombros... Cualquier día
renuncia él al Sanatorio..., ¡a esas apoteosis que le forjan
sus amigos!... ¡Allí es donde cada noche empieza a ser
genio!...
Hay momentos en que la cosa se hace patética para un
observador sensible y es cuando aparece por el colmado
el famoso Cien higos, ese limpiabotas que es también poe-
ta y ha escrito un comprimido de drama —El betunero
ambulante— que le ha elogiado en una carta el propio
Benavente. Cien higos es, pues, un consagrado y se cree
también un genio, como don Antonio. Y también don José
Giles y los demás lo colman de elogios, mientras le en-
tregan sus pies. Don Antonio entonces adopta una actitud
benévola para el limpiabotas, y comenta: —¡Pobre chico!
—mientras los guasones le hacen declamar el último par-
lamento de su drama, en que el magnánimo betunero,
burlado por una mujer, la perdona, carga con su caja y, en
un arranque de magnanimidad, exclama, renunciando al
crimen pasional:

— ¡Y tú, pobre betunero,


sigue camino adelante...,
que siempre tendrás que ser
el betunero ambulante!...
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— ¡Esto es magnífico! —aplaude don José Giles—.
¡Qué filosofía!...
— ¡Esto es de Ibsen! —dice Machado.
—:¡No; esto es mío todo! —protesta Cien higos, mo-
viendo sus brazos de gorila.
Don Antonio sonríe piadoso, le entrega sus pies y le
echa unas perras gordas.
Alguno ha tenido la malévola idea de echar a pelear a
don Antonio con Cien higos; pero eso sería demasiado...
y, afortunadamente, no prosperó la idea.
Ya es bastante con la irrisión que hacen del pobre hom-
bre... No hay derecho a tanto... Don Antonio será un
mal poeta, pero es poeta y en él alienta el mismo soplo
de la musa que anima a los vates geniales; es, aunque
bastardo, de la casta de Homero y a mí me duele ver en
él al poeta escarnecido, convertido en un Ecce-Homo, que
sonríe a sus sayones...
No; no puedo reír esas burlas... ¡Todos tenemos algo
de Cien higos y Sancho; y las gentes vulgares se ríen igual-
mente de todos nosotros!...

La Pecera
- El Gran Simpático

Don Antonio Sancho me insta para que lo acompañe


a La Campana, un colmado andaluz que acaba de inau-
gurarse en Espoz y Mina, y al que poco a poco se van
trasladando todos los clientes del Sanatorio, espantados
por el mal genio del hosco Victorino. El dueño de La
Campana, un joven obeso y bonachón, que se llama Ri-
cardo, les ha cedido un reservado, donde unos cuantos
literatos y periodistas, en unión de algunos comerciantes
respetables, han fundado una agrupación de bebedores
titulada La Pecera, por el estilo de la famosa Cuerda
Granadina.
La Pecera es una institución seria, con su Presidente,
su Secretario, su Bibliotecario y su Censor. Cada uno
de los miembros elige el nombre de un pez. Para perte-
necer a ella es preciso ser presentado por dos socios y

40
que los peces todos aprueben la propuesta, en delibera-
ción a puerta cerrada...
La Pecera tiene un código muy rígido, cuyas penas con-
sisten en rondas que el reo tiene que pagar, a juicio del
Censor. Se incurre en penalidad cuando el socio se ex-
cede en las discusiones y ofende a algún compañero y
también cuando tiene algún éxito, de cualquier clase que
fuere, y no lo comunica a los demás, cuando estrena traje
o botas o alguien le ha visto hablando con alguna mujer
guapa. Al Censor no se le escapa nada y, además, recibe
denuncias de los socios, que en seguida pone en conoci-
miento del señor Presidente. Se entabla debate contradic-
torio, se oye al inculpado y si las razones que alega en
su defensa no son satisfactorias, cae sobre él el peso del
Código. El Presidente, con voz estentórea, lanza el grito
de —Zancuda (el camarero, un chico larguirucho que jus-
tifica el mote), ponte a las órdenes del señor...
El local de La Pecera, un cuartito cuadrangular, osten-
ta en el testero del fondo un cartelito con la sentencia
salomónica «Vinum laetificat cor hominis» y la fórmula
química del vino, y a su lado pende un garrote nudoso,
símbolo de la autoridad del Presidente.
La biblioteca de La Pecera consiste en unas cuantas
postales, enviadas por los socios cuando se ausentan, y
una colección de fotografías sicalípticas.
Los peces, según queda dicho, forman una mezcla hí-
brida de literatos y comerciantes enriquecidos. El Presi-
dente actual es un gallego, ya viejecillo, que ha hecho un
capital en el negocio de las alpargatas; se llama don José
Andión y tiene un hijo poeta, Antonio Andión, autor de
un libro, Salimos, trenos y jaculatorias, que se ve en to-
dos los baratillos.
El Secretario es don Jaime Nadal, un catalán enrique-
cido en el negocio de las camas; un hombre grave, proto-
colario, intransigente, maurista y... ¡catalán! Gasta gran-
des bigotes retorcidos en punta, tirilla alta y habla esti-
rándose los puños, para lucir los gemelos.
El Bibliotecario es Manolo Machado, muy indicado para
ese puesto, ya que, desde hace años, pertenece al cuerpo
de Archiveros.
El Censor es Biedma, el fotógrafo de la Prensa, el que
facilita a los periódicos los retratos de los hombres ilus-

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tres, con la nota al pie «Biedma, fotógrafo». Es un hom-
bre bajo, regordete, con lentes que a cada momento se
está sujetando, quitando y limpiando, y no sé qué en el
cuello, que lo obliga a mantenerse rígido. Es muy pulcro
y atento, como hombre acostumbrado a tratar clientes
finos y pedirles una sonrisa ante la máquina.
El resto de los socios habituales lo forman un redac-
tor del Heraldo, que se llama Celedonio J. de Arpe, un
hombre ya en los cuarenta, cetrino, de cara entrelarga,
ojos negros, bigotes negros y largos y un tupé sagastino.
Es sevillano y tiene a gala estar empleado en la misma
oficina pública en que lo estuvo su paisano Bécquer. Ce-
ledonio es poeta, taurófilo, monárquico y católico. Tiene
un alma de melodrama y se emociona, según dice, cuando
ve pasar la bandera o el santolio. Un escritor extreme-
ño, que se llama Cáscales Muñoz, un hombre bajito de
cara fofa y ojos achinados, de hablar salivoso, al que todos
tratan con benevolencia guasona, haciéndole con el ape-
llido chistes que él soporta con toda ecuanimidad. Cás-
cales es un erudito, un arqueólogo y un adorador del vino
de Montilla y las huevas de atún.
Hay además otro periodista del Heraldo, Gerardo Sán-
chez Ortiz, que en las discusiones siempre se pone de
parte de su compañero, y, finalmente, el que es el alma
de La Pecera, el pez más gordo e importante, aunque
no ejerza cargo alguno, un joven alto, flaco, con cara de
payaso, o de niño insolente, con un lunar de pelo en un
carrillo, un lunar que le da cierto aire de bandido antiguo.
Es el gran Paco Torres, un sevillano bullidor, dicharache-
ro, como un Curro Meloja, que conoce a todo el mundo
—políticos, empresarios, artistas, toreros, hombres de ne-
gocios, etc., etc.— y aspira a que todo el mundo lo
conozca a él, coleccionador de amistades, cultivador de
simpatías y al que por eso Biedma fotógrafo lo llama el
Gran Simpático.
Paco Torres tiene una habilidad especial para encon-
trar caballos blancos, anda siempre metido en negocios,
en los que nunca pierde, aunque se hundan, y actual-
mente dirige una publicación semanal, titulada La Novela
de Bolsillo, y acaba de abrir un concurso para autores
noveles...
De La Pecera es socio, naturalmente, don Antonio San-

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cho, poeta y vinícola, y allí, como en todas partes, es
acogido con aclamaciones de genio, a las que el autor
de Tersaida corresponde en el acto, llamando a Zancuda,
para que obsequie a estos señores.
En La Pecera es de rigor beber vinos andaluces; pero
hacen una excepción en mi honor y me permiten beber
cerveza. En eso me apoya un pez que no bebe, un pez
de secano, como ironizan los otros, un hombre viejo,
muy moreno, de ojos negros apicarados, ancho entrecejo,
ancho bigotazo y un pelo negrísimo, sin una cana, que
le arranca de la misma frente. En las manos luce sorti-
jones con gruesas piedras. Le llaman don Juan y, según
me dicen, es un antiguo médico de Casa de Socorro y ha
sido un juerguista de tronío, un bebedor formidable, un
campeón de la jumara hasta hace un par de años, en
que enfermó del hígado y tuvo que someterse a una ope-
ración quirúrgica. Desde entonces, don Juan no bebe más
que agua con bicarbonato; pero conserva su puesto en
La Pecera en atención a su historia gloriosa y actúa de
jaleador de los compañeros, subrayando sus libaciones con
aplausos irónicos: —¡Andad, borrachuzos, bebed, hijos
míos, haced por ganaros una cirrosis hepática..., como la
mía...!
No hay que decir que los peces no le hacen caso. Y el
doctor, al verlos devorar las tapas de queso, jamón o an-
choas, con el apetito que da el vino, jalea: —Eso, a irri-
tar la mucosa gástrica con las ricas tapitas y luego más
vinazo, más fuego... Así da gusto..., así se fomenta la
úlcera y se les da trabajo a los cirujanos..., ¡ele!...
Don Juan no tiene ya más vicio que el del tabaco y
fuma constantemente puro en una pipa de espuma de mar
con una figurilla de sirena de pechos turgentes y cola re-
torcida...
En La Pecera, los socios se reúnen a la hora del aperi-
tivo y se están allí bebiendo, engullendo tapas excitantes,
fumando y discutiendo a gritos de todo —literatura, po-
lítica, toros, etc.— hasta las doce por lo menos, hora en
que salen tambaleándose, y aún se detienen para tomar
otra ronda, la penúltima, dice Paco Torres, en el mos-
trador.
Esa ronda penúltima da siempre motivo a discusiones
sobre quién la ha de pagar. Generalmente quieren cargát-

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sela a Andión como Presidente; pero el gallego se resiste
y los socios, para halagarlo y convencerlo, entonan la mu-
ñeira y, entonces, la cara de zorro de Andión se dilata
en una sonrisa benévola de conejo y alarga dos dedos y
gruñe: —Bueno, échanos de beber.
Otras veces es a Nadal a quien le cantan la sardana
con el mismo fin. Y esos recursos de emoción regional
nunca fallan.
Cuando don Antonio comparece en La Pecera, es el
héroe de la velada. Lo obligan a recitar su famoso so-
neto del ventisquero, que subrayan con aclamaciones di-
tirámbicas, por milésima vez lo proclaman genio, lo lla-
man vate..., y el Censor lo condena por su éxito a pagar
múltiples rondas, lo que el buen hombre hace de la me-
jor gana.
El autor de Tersaida sale de allí medio borracho, tras-
tornado y conmovido por tanta apoteosis, llena el alma
de cordialidad y ternura —¡qué buenos amigos!, ¡qué
corazón tienen!— y a veces, con sólo la perra gorda para
tomar el tranvía...

Joaquín Belda

En Eslava, que ahora dirige Martínez Sierra, me pre-


senta don Julio Gómez del Moral al autor de Las noches
del Botánico y otras obras de un color verde subido que
le han valido una fama escandalosa, aunque en el fondo,
por su misma exageración, son una parodia del género...
Joaquín Belda es un joven aseñoritado que gasta hon-
go negro, tiene una gran nariz y unos ojos muy expre-
sivos.
Le digo unas palabras amables y laudatorias y él pare-
ce abochornarse y me ruega:
—¡Oh, mire usted, ninguna de las cosas que hasta aho-
ra he publicado tiene importancia para mí y me aver-
gúenza que usted las haya podido leer... Lo que sí quie-
ro que lea, y se la enviaré, es mi novela El pícaro oficio,
de un realismo serio y en la que he puesto mi alma de es-

44
critor... Cuando usted la lea, tendrá la verdadera idea de
mi arte. Lo que pasa es que obras así pasan inadvertidas
y no se venden; y las otras, que yo desprecio, se agotan
en seguida, como puede decir don Julio.
Don Julio asiente. Y yo le prometo leer a Belda El
pícaro oficio.

Rey Soto

En la madrugada encuentro a Rey Soto, con su inse-


parable Andresito González Blanco. El poeta galaico vis-
te sus hábitos de cura y se apoya en el hombro de su
amigo. Parece enfermo. Al verme, me saluda con su efu-
sión habitual y con voz quejumbrosa me dice:
—Ay, Rafaeliño, estoy muy malo. Me muero... Tengo
una úlcera...
Andresito me mira con sus ojos de asombro caracte-
rísticos, como diciendo voila, y su sonrisita irónica de
siempre.
—¡Hombre, una úlcera! —le digo incrédulo.
—Sí, una úlcera, Rafaeliño, estoy muy malo..., no hago
más que vomitar. Mira..., otra vez me vuelven las
bascas.....
Se aparta un poco y vierte sobre el asfalto un chorro
de líquido oscuro, vinolento: —¡Sangre! —exclama.
Andresito ríe: —¡Vino! —rectifica. Y dirigiéndose a
mí me explica: —Es que hemos estado en una tasca to-
mando pote y Antonio ha cargado un poco la mano en
el vino de Ribeiro... Eso es todo... Con un poco de
bicarbonato se arreglará... Este Antonio es un goliardo...
—No..., no... —protesta Rey Soto—, es que tengo
una úlcera..., o un cáncer, como mi paisano Novoa
Santos...
Entre Andrés y yo tranquilizamos al poeta. Éste, des-
pués de otra basca, parece más repuesto. Se seca los la-
bios con el pañuelo, se arregla los hábitos y apoyado en
nuestros hombros empieza a andar.
Andresito propone entrar en El Colonial y tomar un

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té con bicarbonato. Rey Soto aprueba la idea: —¡Este
Andresito qué bueno es!... Si por él no fuera...
Andresito me mira con sus ojos admirativos.
Entramos en el café y Rey Soto, ya más tranquilo, nos
habla de su proyecto de marcharse a América, a Buenos
Aires o Nueva York..., está harto de las chinchorrerías
de la gente beata de su parroquia de Orense, que no
saben comprender que un cura-poeta no es un cura vul-
gar y le amargan la vida como sus contemporáneos se la
amargaron a Lope de Vega...
—Estoy ya harto, Rafaeliño...
—Pues haz lo que Basilio Alvarez, que es abad y, sin
embargo, procede con toda desenvoltura —le sugiere An-
dresito—. Vente a Madrid, a luchar, como nosotros, pu-
blicarás tus libros, estrenarás tus dramas... Ya tienes un
nombre, Antonio.
Rey Soto hace un gesto de fatiga:
—No, aquí no hay campo, Andresín... Vosotros os
ahogáis en una charca... Prefiero irme a América..., a
Norteamérica... Si es preciso, colgaré los hábitos, me haré
pastor protestante.. Estoy ya harto... Yo soy católico;
pero Dios está en todas partes..
—i¡Vas a ser otro Blanco- White! —observa Andréstir
ufano de mostrar su erudición.
—No sé lo que vaya a ser, Andresín... Pero te digo
que estoy harto y me voy de España..., de esta España
dominada por el jesuitismo...
Andrés abre todavía más sus ojos... y me mira.
¡Un cura hablando así y con los hábitos puestos!...

Don Francisco Rodríguez Marín

Este doctor Yahuda, sefardí de Jerusalén, pasado por


el molde alemán, es de un dinamismo que desconcierta to-
das nuestras ideas“sobre el quietismo de los orientales.
¡Hay qué ver! —dice desilusionada mi hermana—, si so-
mos nosotros más orientales que él.
El doctor Yahuda no trasnocha, se levanta con el alba

46
y viene a despertarme a las doce, como una gran cosa,
asombrándose de que aún esté yo en la cama. Él ya ha
hecho un sinfín de visitas a las bibliotecas y centros of-
ciales y personajes políticos y académicos, cuyo apoyo
necesita para obtener la creación en Madrid de una cáte-
dra de Lengua y Literatura rabínicas, que ha de desem-
peñar él.
El doctor Yahuda es un hombre energético, con una
enorme fuerza de voluntad, que, con ímpetu germánico, va
derecho a su fin, empujando puertas con el hombro o
abriéndolas con la saliva de la persuasión.
Aunque vino a nosotros de Alemania y es en lo exte-
rior todo un alemán, posee la nacionalidad británica, y
uno de los personajes que cultiva es el embajador inglés,
al que le hace la corte en toda regla, hasta el punto
de aprenderse chascarrillos e historietas para halagar el
sentido del humor que a todo inglés se le supone. Antes
de recitárselos al embajador, el doctor Yahuda nos los co-
loca a sus amigos, para aprendérselos bien y no fallar el
golpe de gracia del chiste final. .
El doctor Yahuda no para en todo el día de acá para allá
y me hace el honor de querer llevarme a remolque de su
actividad, reprochándome siempre mi oriental apatía:
—;¡Es curioso! usted —me dice— es descendiente de con-
versos y eso lo explica todo. Los conversos se quedaron
en España por apatía. Eran los menos dinámicos de la
raza. Y así siguen ustedes hasta hoy. Nosotros somos el
judío errante, el verdadero judío...
El secreto es que el doctor Yahuda tiene ambiciones.
Espera crearse aquí esa cátedra, desde la que podrá influir
sobre todo el sefardismo mundial, como una especie de
Papa... Por si algo faltara, el doctor Yahuda me reveló
días pasados: —¿Sabe usted que yo desciendo de los
Bensusan, que eran nobles y tenían título de marque-
ses?... Si me quedo en España podría reivindicar el tí-
tulo...
— ¡Claro! —le dije yo algo desconcertado ante ese
esnobismo aristocrático del sabio.
—ZLa Ciencia —me advierte él sentenciosamente— ne-
cesita del prestigio de la Riqueza y la Nobleza...
—i¡Bah! ¿No es ella ya una aristocracia, la única aris-
tocracia? —le objeté...

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—Sin embargo, para el vulgo, se requiere algo visible,
corona, mitra, tiara...
—SÍí, pero para obtener eso hay que halagar al vulgo...,
aunque sea el vulgo académico, y a mí me duele verle a
usted inclinar la cabeza de sabio y de hebreo ante hom-
bres como el padre Fita, Asín y Palacios, el padre Ribera
y otros por el estilo que aman la ciencia hebraica con
ansias de conquista y odian a sus creadores... Si ese padre
Fita y ese padre Ribera pudiesen, lo quemarían a usted...
— Tiene usted razón —ríe Yahuda con su gran boca
sensual—, pero no pueden... y es para mí un placer apro-
vecharme de su impotencia y hacerles tragar al judío...
Yo tengo el escudo de mi pasaporte británico. Ellos pre-
tenden que adopte la nacionalidad española como requi-
sito previo para darme la cátedra; pero a eso me niego
en redondo... Ésa es la clave de la lucha que estoy soste-
niendo... Busco votos de las academias... Hoy estoy ci-
tado con Rodríguez Marín, el director de la Biblioteca
Nacional y secretario de la Española... ¿No lo conoce
usted? ... Pues ande, acompáñeme y lo conocerá... Es un
tipo curioso, un verdadero patriarca hebreo, con su barba
de doctor talmúdico, y más rasgos de raza que yo mismo. ..
... Acompaño de mala gana al doctor Yahuda a esa bi-
blioteca, a la que no había vuelto desde mis años de ado-
lescente y de lector voraz, ahuyentado por la mala volun-
tad de unos empleados reaccionarios, que escamoteaban
sistemáticamente el libro incluido el Índice, que es el
que más desea leer el joven, con el pretexto de «está en
la encuadernación», «lo están leyendo en este instante»
o, finalmente, con toda insolente franqueza, «no lo servi-
mos, porque está prohibido»...
Baste decir que el director de la Biblioteca era enton-
ces don Marcelino Menéndez Pelayo. Y ahora lo es este
don Francisco Rodríguez Marín, discípulo de aquel don
Marcelino, que lo conoció en Sevilla y se lo trajo a Ma-
drid, en pago a pequeños favores eruditos.
De don Francisco sólo tengo referencias que lo pintan
como un verdadero sevillano, amante en sus tiempos de
los toros, el vino, el aguardiente y las hembras. ¡Con
decir que es antiguo amigo del gran Paco Torres!
Su obra literaria no me interesa; su labor de cervan-
tista es cominera y pedestre; y los títulos de sus obras

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originales, como Ensaladilla, etc., sublevan mi buen gusto.
Es un espíritu ramplón y a ras de tierra. Y muy católico,
eso sí.
En el Palacio de los Libros, don Francisco es como
un dragón, guardador de tesoros. Lo sorprendemos en
su despacho, hundido en un rimero de infolios, sobre los
que pone sus manos con gesto harpagónico, cual si se
los fuesen a quitar. Alza sus ojos mortecinos tras los lentes
para mirar a Yahuda y contesta a su saludo con voz de
Jipío que apenas se oye. Don Francisco padece una afonía
crónica, que le impide leer sus discursos académicos, obli-
gándole a delegar en Manuel Machado, subordinado suyo,
el cual le presta su voz a cambio de frecuentes asuetos.
—Mauy mal, querido Yahuda, muy mal..., ya usted lo
ve..., el reúma me mata..., mire mis manos... —y le
enseña sus manos seniles, grandes como las del Tiziano
y más agrandadas aún por la tumefacción..., manos de
avaro y de sátiro viejo, que tientan libros con nostalgia
de carne femenina.
Yahuda lo anima, le recomienda baños, una temporada
en Archena...
—No tengo tiempo —suspira don Francisco—. Vea us-
ted este montón de libros... Estoy preparando una nueva
edición crítica del Quijote... Tengo que ponerle notas y
reformar el prólogo, aprovechando documentos nuevos...
En él rectificaré especies absurdas de ciertos cervantistas
que no saben de la misa la media...
Pronuncia los nombres de don Anastasio Rivero..., Ica-
za..., alude al pleito entre eruditos por La tía fingida...
Yahuda solemnemente exclama, como pontificando urbi
et orbi: —Aquí, en España y fuera de ella, el que más
sabe de Cervantes es don Francisco.
—Me he leído todo lo que se ha escrito sobre él...
He enriquecido la Biblioteca con cientos de libros sobre
la materia y traducciones del Quijote a idiomas raros...,
como el turco y el japonés... (Yahuda me mira de reojo).
Por cierto que no conozco ninguna versión al hebreo...
Usted, señor Yahuda, ¿conoce alguna por casualidad?
Yahuda le contesta: —Existe una reciente hecha por
el gran poeta judío Najman Bialik, pero de la que sólo
se ha publicado la primera parte...
Al viejo erudito se le encandilan los ojos mortecinos
49
como a un viejo sultán que oyese hablar de una beldad
virgen. Tiende las manos temblorosas de mendigo a Yahu-
da y suplica con su voz sibilante: —¡Oh, mi querido
Yahuda!, ¿podría usted procurarme esa versión? ... ¡Cuán-
to se lo agradecería!... Es una de mis desiderata...
Yahuda le promete un ejemplar de esa rara avis biblio-
gráfica y don Francisco se deshace en frases de agrade-
cimiento.
—No sé cómo pagárselo, querido Yahuda...
Yahuda se inclina a su oído y murmura algo... Tam-
bién él pide. Se trata de su voto en la Academia...
—Oh, desde luego... —asiente el anciano—. Favor
por favor. Ámor con amor se paga... Cuente usted con
ello... Pero dése prisa en su gestión... Ya ve usted cómo
estoy..., no quisiera morirme...
Muestra otra vez sus manos temblonas e hinchadas
y se lleva una de ellas al cuello, falto de respiración...
Yahuda, conseguido su objeto, cree prudente retirarse
y nos despedimos del anciano, que vuelve a hundirse en
su báratro de viejos infolios. No sin clamar antes toda-
vía: —No se olvide usted, querido Yahuda. Aquí deci-
mos: «Lo prometido es deuda...»
—Y los orientales acostumbramos decir: «La pronti-
tud en el favor, duplica su valor...» —le replica Yahuda.
Salimos a la calle y Yahuda me dice con aire de mis-
terio: —Mire usted, eso del cervantismo es aquí una mo-
nomanía nacional... Todos estos cervantistas están algo
toqués... Vienen a ser como nuestros cabalistas de Orien-
te. Creen descubrir en el Quijote cosas que nadie ve sino
ellos... Y lo cierto es que no saben nada... —Hace una
pausa y luego: —Ninguno ha encontrado las fuentes del
Quijote... Las fuentes son lo importante... Pues bien, yo
creo haberlas encontrado... Las fuentes del Ouijote están
en Oriente..., y cuando termine yo mi obra sobre el
Pentateuco, escribiré un libro que asombrará a todos...
Allí daré a conocer las fuentes semíticas del Ouijote...
Yo lo miro asombrado e irónico: —¡Usted también,
doctor Yahuda!... Ya se le pegó la manía quijotesca...
¡Y hablaba usted de los cervantistas!...
Yahuda me mira, ingenuo y sorprendido. Luego pro-
rrumpe en una risa ancha, bonachona, pueril: —¡Tiene
usted razón!... —exclama—. Esa es, por lo visto, la ma-

50
laria ibérica... Don Quijote, que era un loco, nos vuelve
locos a todos... Y es algo que está en el aire de España,
porque yo, la verdad, ¡no he leído el Ouijote!...

El Parlamentario

Luis Antón del Olmet, el batallador periodista, ex co-


rresponsal de guerra en Marruecos, autor de novelas esti-
mables y hombre de garra, pícaro de una categoría supe-
rior, funda El Parlamentario, periódico subvencionado
por los aliados, de cuya redacción (en la Carrera de San
Jerónimo) forman parte Vidal y Planas, Pedro Luis de
Gálvez y otros hampones de menos categoría.
El Parlamentario, a más de su aliadofilia, cultiva el
chantage en forma más o menos encubierta, a cargo de
los redactores, porque Antón del Olmet, prudentemente,
no da la cara.
De esos negocios periodísticos, él se lleva la parte del
león y cuando alguno protesta, como Pedro Luis, Antón,
que es un Hércules, lo coge en vilo y lo saca por una
ventana y lo tiene así suspendido sobre la calle hasta que
su víctima pide gracia.
Los redactores de Antón sólo participan ampliamente
en los contratiempos, cuando alguno de los atacados por
ellos se presenta en la redacción en demanda de un des-
agravio... Así, Vidal y Planas llevó varios días vendada
la cabeza a consecuencia de unos golpes que le propinó
el dueño de una casa de préstamo, llamado Veguilla, muy
conocido por sus manejos usurarios... Y todavía Antón
del Olmet, al verlo con la cabeza vendada, le decía zum-
bón: —Hola, ¿qué hay, baturro?...
He podido ver a Antón del Olmet en La Pecera y es
un hombre de aspecto formidable, por el estilo de Carlos
Micó, y se concibe que infunda miedo a los burgueses,
editores y hombres de empresa de vida más o menos
sucía.
Paco Torres nos cuenta que practica la táctica del sa-
blazo diario —un billete de cien pesetas, que le saca en

yl
el Congreso a algún diputado cunero a cambio de bombos
en su periódico.
Así se está haciendo un hotelito a todo lujo en Cara-
banchel.
Luis Antón del Olmet es la antítesis de su hermano,
el marqués de Dos-Fuentes, el diplomático que natural-
mente vive mucho peor que él...
Antón es el prototipo del novelista venal, que alquila
su pluma al mejor postor, cobra del fondo de reptiles,
introduce de contrabando mulas en Francia y, sin embar-
go, presume de quijote, de amparador de humildes, etc.,
porque sus tiros sólo van contra los ricos...

Un banquete burlesco

Andresito González Blanco y su troupe tienen un buen


humor de estudiantina, y siempre están ideando bromas y
chuscadas más o menos inocentes para divertirse a costa
del prójimo.
Ahora le ha tocado la vez a este buen hombre de don
Antonio Sancho, el autor de Tersaida y, con la mayor
seriedad aparente, han organizado un banquete en su ho-
nor que será un pretexto para correr una juerguecilla en
los Viveros, donde ha de celebrarse... Una pequeña cu-
chipanda —dice Verita— en la que el anfitrión hará el
gasto... Naturalmente me han invitado en mi calidad de
periodista... Y aunque la cosa no me hace mucha gra-
cia, voy allá, pues si no lo hiciera, también don Antonio
podría molestarse. El hombre es tan ingenuo, que toma
completamente en serio el homenaje, aunque se muestra
sorprendido y afecta aires de modestia: —Cosas de An-
dresín —dice—. Yo nunca habría imaginado que mis vet-
suchos mereciesen tanto honor. ¡Un homenaje!
—Sí, amigo don Antonio, usted se merece eso y mu-
cho más —chilla Verita—. ¡Hay que homenajear al
genio!...
Y el poetastro se encoge de hombros y se resigna:
—¡Cuando Verita lo dice!... ¡Es mucho hombre ese Ve-

52
rita!... ¡Y Andrés, que es un gran crítico, mejorando lo
presente!...
No hay que decir que La Pecera, con el Gran Simpá-
tico a la cabeza, se suma con todo entusiasmo al home-
naje: —¡Como un solo hombre, don Antonio! Usted es
muy modesto; pero hay que levantarlo sobre el pavés. Va
a ser un acto resonante. ¡Todo Madrid a los Viveros!
Y si no todo Madrid, por lo menos toda La Pecera,
con su directiva, don José, el de las alpargatas; don Al-
berto Nadal, el de las camas; Manuel Machado, Celedo-
nio J. de Arpe, Biedma fotógrafo, se han dado cita esta
noche en los Viveros. ¡Cualquiera se pierde el espec-
táculo!
Ya están allí casi todos cuando llego. —¡Salve, genio!
—me saluda el matemático con su voz estridente—. Aquí
tiene usted al otro genio, al genio de los genios, ¡don
Antonio Sancho!
El buen viejo, que esta noche se ha recortado un poco
el pelo y los grandes bigotes canosos, pero que conserva
su aire desastrado en su traje nuevo, ya lleno de dobleces
y manchas, me mira emocionado con sus ojos fatigados
de búho y me tiende sus manos, gruesas y velludas:
— ¡Muchas gracias, hombre! ¡Ha venido usted!...
—¡Cómo no, don Antonio!
Andresín, con su jipi y su bastoncín, me saluda tam-
bién con su afectuosidad fría y, cogiéndome de la mano,
me dice: —Venga, que voy a presentarle a Dicenta.
Joaquín Dicenta, el autor de Juan José, está allí, en
mangas de camisa, sentado en un catrecillo, con un porrón
de vino tinto delante, en el suelo terroso. A fuer de con-
cejal, está como en su casa en aquella dependencia del
Ayuntamiento y ha instalado allí su campamento de ve-
rano. Andresín y Vera le han enterado del homenaje a
don Antonio, al que ya conocía como habitual del Sana-
torio y La Campana y en el acto se ha sumado con todo
entusiasmo al homenaje. Los organizadores le han ofre-
cido un puesto en la cabecera de la mesa, que él acepta
muy honrado y agradecido.
Don Antonio no sale de su asombro y se siente en ple-
na apoteosis. ¡Todo un Dicenta diciendo que lo admira,
que se sabe de memoria versos de Tersaida! Y que es
verdad, no hay duda, pues para probarlo empieza a recitar

33
el célebre soneto: «Asquea el ventisquero de la trata /
cual hiede nauseabunda la sentina...», etc., etc.
—:¡Pero, don Antonio! —jalea Paco Torres—. Es que
usted mismo no sabe lo que vale. ¡Le pasa lo que a to-
dos los grandes hombres!
—¡Es usted un genio! —chilla Verita.
—:¡Chico, qué tomadura de pelo! —me cuchichea Mo-
yita, el ubicuo gacetillero de La Epoca—. Y lo más tris-
te es que el pobre hombre lo toma en serio... No hay
derecho... ¡Pero, en fin, con tal que comamos bien!
—Si no comemos bien, por lo menos nos reiremos un
poco —observa San Germán—. Y además, he visto por
ahí unas chicas monísimas, unas ninfas del Manzanares
como para raptarlas...
—Bueno, déjalas para después, San Germán —ironi-
za Moyita—. Primero hay que comer. Yo prefiero unos
langostinos a todas las ninfas del mundo... Y además,
ya sabes lo que dijo Rubén: «El peludo cangrejo tiene
espinas de rosa / y los moluscos reminiscencias de muje-
res...», ¡y son más sabrosos! ¡Vamos allá, no se acaben
los entremeses!
Como en todos los banquetes, la voracidad inicial ab-
sorbe toda la atención de los comensales. Sólo al segundo
plato empieza a despertarse el ingenio y de un extremo
al otro de la mesa se cruzan alusiones más o menos vela-
das a la intención burlesca del homenaje. Todas las mira-
das convergen en don Antonio, el único que no come em-
bargado por la emoción de los elogios irónicos con que
lo abruman sus compañeros de presidencia. En un mo-
mento se le oye decir, apurado: —Pero, señores, esto es
demasiado... Yo no merezco tanto... He hecho alguna
cosilla, pero...
—¡Es usted el rey del Soneto! —dice Paco Torres.
Y Dicenta afirma: —¡Yo daría mi Juan José por hacer
un soneto de los suyos! ¡Ele!
Córrense por la mesa risas mal reprimidas. Moyita, en
tanto busca con sus ojos miopes el langostino más rolli-
zO, murmura compungido:
—i¡Lo van a volver loco del todo al pobre hombre!...
En el fondo todo esto es muy triste..., recuerda las bur-
las de los duques a don Quijote... No hay derecho, por-
que el pobre don Antonio todo lo toma en serio... A mí

54
me dan ganas de llorar..., pero ¿dónde está la mayo-
nesa?...
Pero llega el momento solemne. Paco Torres se levan-
ta, reclama silencio y anuncia que va a leer las adhesio-
nes. Se aclara la voz con un vaso de vino y procede a dar
lectura a un fajo de papeles que muestra en su mano con
aire triunfal:
—Vean ustedes, señores, cuántas adhesiones se han
recibido y todas de calidad... ¡Oído al parche!
Y va soltando nombres prestigiosos de literatos, no-
velistas, cronistas, comediógrafos: don Miguel Moya...,
don Alfredo Vicenti..., don Benito Pérez Galdós, ¡el gran
don Benito, señores!.... doña Emilia Pardo Bazán...,
¡doña Emilia!..., don Jacinto Benavente..., ¡el premio
Nobel!..., ¡atiza!..., los hermanos Quintero...
A cada nuevo nombre don Antonio mira en torno suyo
asombrado, atónito, con sus ojos de búho deslumbrado.
¡Pero, hombre, don Benito..., doña Emilia!... ¡No creía
yo que me conocieran!...
— ¡Pues lo conocen, don Antonio! —le dice Dicenta—.
El genio no puede estar oculto.
—Pero hay más, señores... Gómez Carrillo, el gran
cronista, envía desde París su adhesión, con estas pala-
bras: «Como el muérdago a la encina, me adhiero a ese
banquete de tres cincuenta con que rinden ustedes ho-
menaje al gran poeta de Tersaida...»
—Enhorabuena, don Antonio —gritan los comensa-
les—. Su nombre ha pasado las fronteras...
—-Pasado y traspasado —encarece Paco Torres.
—El genio es universal y ecuménico —chilla el mate-
mático.
—;¡Alto! —grita Paco Torres—. Señores, estoy emo-
cionado: entre las adhesiones figura una firmada por la
sobrina de Gorki... Sonia Gorki, que por lo visto está
en Madrid —¡ojo, señores periodistas!— y se adhiere
al homenaje en su nombre y en el de su tío... ¡Vaya
tío!... Lo demás no se entiende bien, pues, por lo visto,
no domina el castellano y escribe sin ortografía...
—:¡Digo, la sobrina de su tío!... Gorki, el de los ex
hombres!... Es natural que se adhiera al homenaje...
—observa Moyita—. Chico, esto es la mar de triste...
y no nos dan puro...
a)
—¿Qué más quieres por tres cincuenta? —replica San
Germán—. Y además vienes de tifus...
—Tienes razón..., pero es una pena...
Siguen luego los discursos ditirámbicos, en que Paco
Torres, Andresín y Dicenta compiten en ironía, y el úl-
timo baraja los nombres de don Quijote y Sancho, en
cubileteo atrevido, diciendo: «Este hombre, que por un
error de generación se llama Sancho, cuando debía llamar-
se Quijote...» Es un fino modo de llamar «bastardo» al
poetastro.
Así lo entienden los comensales y la algazara y los
bravos y las risas son generales.
Pero de pronto se produce una gran expectación. Sue-
nan voces reclamando silencio: —;¡Silencio, señores, que
Cantó va a improvisar!
Todas las miradas convergen en un hombre viejo, fla-
co, de cara entrelarga, con barba y bigote, que se ha le-
vantado y agarrado a la mesa. Retorciéndose como un
energúmeno, empieza a declamar unos versos ramplones,
disparatados y premiosos, dignos de los sonetos de San-
cho, y cuyos consonantes persigue y busca el autor por
la mesa, en el aire, alargándose como una serpiente y lle-
vándose tras de sí los manteles, copas y botellas...
Los esfuerzos del improvisador son una verdadera ago-
nía y a veces, por la tardanza en encontrar el consonante,
alarga la respiración en un estertor cavernoso... El pú-
blico, que al principio lo jaleaba, concluye por gritar:
—.¡Basta, basta, Cantó! —Pero Cantó sigue, se crece, con-
tinúa lanzando su cinta interminable de ripios, jadea, es-
tertorea, se tambalea, poniendo en peligro de ser derti-
bados a sus vecinos de mesa, que huyen alarmados del
fogoso vate, al que, según parece, no hay ya forma de
callar...
Finalmente lo sujetan entre todos, le tapan la boca y lo
desploman en su asiento, donde cae sudoroso, babeante
como un epiléptico..., pero triunfal, pues ha podido más
que nadie.
—Yo podría estarme improvisando así una hora —dice
hipando—. Siempre me ocurre lo mismo... Me hacen ca-
llar a la fuerza... Yo una vez que cojo cuerda, ya no hay
quien me pare... Yo he improvisado delante del gran
Campoamor y el hombre se hacía cruces: «No siga us-

56
ted, Cantó..., es usted un fenómeno... ¡Yo que tengo
que pensar tanto lo que escribo!»... Pues a mí, ya lo ve
usted, don Ramón, no me cuesta trabajo ninguno...
Termina el banquete con este colofón inesperado —co-
mo dice Moyita. Los comensales rodean a don Antonio
y lo abruman con sus felicitaciones y sus espaldarazos,
malignamente vigorosos, cordiales. Fácil es ver que An-
dresín y Verita están completamente borrachos. El mate-
mático, que es dispéptico, empieza a tener bascas.
— ¡Ya verá usted mañana la Prensa, don Antonio! Lea
usted La Epoca —le dice Moyita.
—Y el ABC —le dice San Germán.
— ¡Y La Corres! —le digo yo.
Don Antonio se deshace en gracias. Lloraría si no tu-
viese ya secos sus ojos seniles.
— ¡Pobre hombre! —murmura Moyita—. ¡Se creerá
que La Epoca va a dar cuenta de este banquete parodia!
—. ¡Bueno, señores, vámonos! —suena el grito gene-
ral—. Vamos a dar unas vueltas por estos merenderos...
¡Vamos a casa Juan, que hay buenas chicas! !
Se desbandan todos. Yo, por un sentimiento absurdo
de piedad, me quedo con don Antonio, que inquieto por
Andresín y Verita, trata de llevarlos a sus casas en un
coche. Los dos guasones están pagando las consecuencias
de su broma. No pueden tenerse en pie. Entre los dos
los llevamos a un coche, y los subimos en él. Los senta-
mos junto a las ventanillas, para que se despabilen con
el aire fresco. No bien arranca el coche, ambos empiezan
a arrojar y van dejando en el camino un reguero vinolento
y pestífero. Don Antonio los mira paternal y lamenta:
—Pobres chicos... No saben beber... ¡Y tan buenos
como son!

Sigue la burla

El autor de Tersaida, don Antonio Sancho, Sancho-


Quijote —como lo llamara Dicenta en el banquete—, vive
ahora en plena apoteosis. Con su buena fe innata, este vie-
57
jo simpático y estrambótico se cree lo que le dicen en
chunga sus amigos y se considera un «consagrado».
—Nada, don Antonio —lo jalea Paco Torres en La Pe-
cera—, usted es ya de los que han llegado..., está usted
en el pináculo... Sólo le falta la Academia y todo se an-
dará... Es usted el hombre del día... Su nombre y su eft-
gie ruedan por los periódicos... Yo a su lado soy un
cutrinche...
Don Antonio hace un gesto de falsa modestia. Se atusa
los bigotes y exclama sonriendo: —¡Qué cosas dice este
Paco Torres!
—Nada, lo dicho —insiste el sevillano—. Hay que ver
qué adhesiones se recibieron al banquete... La Pardo
Bazán..., la sobrina de Gorki... Amigo Biedma, yo creo
que se impone una ronda...
—Desde luego —falla el Censor—. Zancuda, ponte a
las Órdenes del señor Sancho...
¡Las rondas que su éxito le ha costado al pobre hom-
bre! Pero todo está bien empleado, ya que a estos ami-
gos de una parte, y a Andresito y los suyos de otra, debe
su consagración. Ahora ya, todos en su oficina, empezan-
do por el jefe, lo tratan con especial respeto. Se han
enterado de que tenían allí a un gran hombre. Ya los sa-
ludos de Verita, el matemático-teósofo y megalómano, no
le suenan irónicos y los acoge con toda naturalidad, sólo
que tapándose los oídos lastimados por su estridencia:
— Salve, genio!
Burla burlando, don Antonio se ha convertido en genio.
Y el buen hombre, casado sin hijos, con un buen suel-
do que le permitiría ahorrar, se lo gasta todo con los
amigos y prodiga los dobles de cerveza y los cafés con
media en La Campana y en el café de París, adonde to-
das las tardes va a jugar su partidita de tresillo. Y se
deja operar de buen grado por esos bohemios, cínicos e
insolentes, que se llaman Pedro Luis de Gálvez y Gon-
zalo Seijas. Este último es el más cínico de todos y se
permite cachear al buen hombre y sacarle el dinero del
bolsillo, cuando aquél rara vez trata de defenderse. La
otra noche se le llevó la estilográfica. Y don Antonio se
limitó a abrir unos ojos desorbitados y exclamar: —¡Po-
bre, chico!
¡Pobre chico! Y hay que verlo a él, mal vestido, desali-
58
ñado, sucio también como un hampón... Pero él sólo vive
para sus sonetos y cualquier elogio lo enternece y arrasa
en simpatías franciscanas. Así, no es extraño que llegue
a fin de mes sin un céntimo y tenga que pedir anticipos
al habilitado, que se asombra: —Pero ¿qué hace usted
con el dinero, don Antonio?
Pero don Antonio se encoge de hombros. Si precisa-
mente en su utopía social de Tersaida se declara enemigo
de la moneda, del vil metal. Don Antonio vive ya en su
Tersaida y es feliz.
El único que le amarga la vida es su hermano, el caza-
dor intrépido, el hombre amante del campo, del oxígeno
y de la escopeta y los perros. Recio, coloradote, rebosan-
do salud, este hermano menor de don Antonio suele pre-
sentarse de cuando en cuando en el café de París, con
un gesto de horror —él que no fuma ni bebe— ante
aquel ambiente enrarecido, cargado de humo y de vahos
y ruidoso de toses y carraspeos. No se digna sentarse;
permanece un momento de pie ante la mesa de juego, ful-
minando con sus ojos al poeta, que lo mira tímido, por
encima de sus gafas.
—Te estás arruinando la salud en esta atmósfera...,
luego sales a la calle y te enfrías..., así no te curas nunca
ese catarro... Haces la vida de bohemio y acabarás mal
y pronto... Yo te lo advierto... Y esos periodistas gorro-
nes que te toman el pelo y te sablean, te volverán loco,
es decir, te han vuelto ya y te dejarán en la miseria...
Don Antonio lo mira afectuoso y compasivo. ¿Qué
sabe el cazador de Poesía ni del placer exquisito de per-
seguir el consonante? Él sólo sabe tirar a las perdices...
—Siéntate, hombre, y toma una cerveza... —lo invita.
—No, gracias, ya sabes que no bebo..., me voy... He
venido a advertirte..., pero ya veo que es inútil... Ahí
te quedas pudriéndote... Me voy.
Y se va. Don Antonio les hace a los amigos un gesto,
implorando indulgencia para el ignorante, y sigue ju-
gando...
Otro que también le crispa los nervios a don Antonio
es Astranilla, el virtuoso del piano, sordo como Beetho-
ven, que está siempre tecleando en el aire, a falta de
piano que no tiene. Astranilla se complace en llevarle la

59
contra a don Antonio tocante a sus teorías sociales y su
odio a los ideólogos, que él llama «magos».
— ¡Usted también es un mago, don Antonio —le
dice—. También usted tiene un ideal, su Tersaida..., ergo,
es usted un mago... Y además, se contradice... Reniega
de la moneda y la indumentaria... y cobra un sueldo del
Estado y gasta en invierno abrigo y bufanda..., ja..., Ja...
Don Antonio se le queda mirando fijo y perplejo...
Y no sabe qué replicar. ¿Tendrá Astranilla razón?... ¿De-
berá dejar, por lo menos, la bufanda?... Pero ¿y sí coge
una pulmonía?... ¿Deberá renunciar a los sonetos de tipo
social y tendencioso?...
Todas esas interrogaciones desvelan muchas noches al
cantor de Machaquito o el renacimiento del toreo. Du-
rante unos días no ha hecho más que sonetos de arte
puro, cantando la belleza de la paloma alpina, que rima
con peregrina y divina... Pero él siente otra cosa y sus
sonetos abortados que lleva en el buche lo ahogan. Tiene
razón su hermano: —¡Entre todos lo están volviendo
loco!

La sagrada cripta de Pombo

Ramón, el futurista Ramón, ha fundado una tertulia


literaria en la antigua botillería de Pombo, que se con-
serva como en los tiempos de su inauguración, allá bajo
el reinado de Isabel II.
El joven escritor ha conseguido que el dueño le acote
los sábados, para él y sus amigos, una parte del café, un
saloncito, contiguo a la cocina, con mesas a uno y otro
lado y en el testero principal una plataforma con otra
mesa a la cual se sienta él con sus predilectos. Estos son
un joven poeta, que está empleado no sé dónde y se llama
Manuel Abril, el escultor Bartolozzi, Ricardo Baeza, Goy
de Silva, dos hermanos pintores, los Zubiaurre, sordomu-
dos e invertidos, y un joven pequeñito, moreno y bien
plantado como un Radamés que se llama Tomás Borrás
y hace crítica de teatros en La Tribuna.

60
En las demás mesas se agrupan Avecilla, Candamo,
Andrés González-Blanco, un poeta viejo —Alcaide de Za-
fra—, hermano de una escritora, Angelina, ya viejecilla
y soltera, que, por su pelo rojo y su vestir estrafalario,
llama la atención en la Carrera de San Jerónimo en los
atardeceres. Angelina es conocida por su libro La vida
de un gato.
Ramón se destaca a recibirme: —Vamos, por fin vino
usted... Pase aquí a la presidencia... Le hemos nombrado
socio fundador. En seguida servirán el banquete.
—Gracias..., pero prefiero quedarme aquí.
—¿Qué le parece esto?... Está muy bien, ¿verdad?...
Tiene carácter..., es una cosa de los tiempos de Figaro...,
ese reloj isabelino, ese espejo empañado, que quizá haya
reflejado la efigie del glorioso suicida...
Yo asiento, sonriendo: —Sí, está bien, sólo que no
me parece muy futurista...
Ramón frunce el entrecejo y sigue: —Nos reuniremos
todos los sábados..., y además organizaremos banquetes
periódicos... He hablado con el dueño y nos hace una
rebaja... Pero, claro, hay que hacer propaganda..., traer
gente..., usted les hablará a sus amigos... Tiene que ayu-
darnos..., hablar en el periódico..., ¡eh!... —Me apunta
con su pipa apagada, decorativa.
Se lo prometo y me siento. El saloncito se llena de
humo de cigarros y del runrún de las conversaciones.
Chismorreos literarios, epigramas a los ausentes, de cuan-
do en cuando exclamaciones desentonadas: — ¡Ramón!
¡Qué grande es Ramón! —Candamo no puede prescindir
de su elroneía y comenta: —Sí; como sus libros..., que
yo, claro está, no he leído..., ni usted tampoco, ¿verdad?
Avecilla pondera: —Se está aquí bien, ¿verdad? ¡Qué
distinto esto de las cachupinadas de Carmen!... Yo no
he vuelto por allí hace tiempo...
Candamo apura su café y pregunta: —Pero, bueno,
¿para qué nos hemos reunido aquí? Si somos futuristas,
¿qué hace entre nosotros ese anacrónico poeta de Alcaide
de Zafra, eh?
—+Es el único que está bien aquí —observa Andresi-
to—. Es de la edad del reloj isabelino y el espejo em-
pañado...

61
—Menos mal que no ha traído a su hermana —obser-
va Avecilla.
—¡Y que Ramón tampoco se ha traído a Colombine!
—agrega Candamo—. Dios es grande y misericordioso.
Ramón, desde su presidencia, como un buen anfitrión,
interpela a los contertulios, les dirige palabras halagie-
ñas: —¿Qué tal?... Un poco de paciencia..., en seguida
nos servirán...
Ramón se levanta y pasa a la cocina. Los camareros
empiezan a poner los manteles y servir los entremeses.
Los comensales se lanzan voraces sobre ellos...
—+Esto no está mal... —observa Candamo—, pero es-
tos entremeses son greguerías... Yo quiero algo más só-
lido..., espero el bisté con patatas...
—Señores —anuncia Ramón, volviendo de la coci-
na—. Ya está aquí el consommé... Luego tenemos bisté
con patatas y lubina... y...
—+¿NOo habría sido mejor langosta con mayonesa? —in-
sinúa un joven flaco, con una gran nariz moqueante como
la de Avecilla y unas canas prematuras.
—¡Hombre! —disculpa Ramón—. No sea usted exi-
gente, Taxonera..., ¿qué más quiere por un duro?
—Este Ramón —murmura Candamo— está en com-
binación con el dueño..., ¡cómo le hace el cartel!... ¿No
tendrá parte en los beneficios?... Pues yo he venido una
vez por curiosidad...¡pero no vuelvo como no dé tarje-
tas a la Prensa!...
Pero ya están sirviendo el menú... y los comensales,
hambrientos, se lanzan sobre las viandas... Suenan los te-
nedores y cuchillos y el ruido innoble de las mandíbu-
las... Se oyen protestas parciales: —Este bisté está duro
como una suela...
—No hay quien lo coma..., ¡se parece a los libros de
Ramón.!...
Una voz, quizá la de Tomás Borrás: —¡Ramón tiene
mucho talento! ¡Ramón es muy grande!
—Un metro escaso —ironiza Candamo.
—¡Oh, cómo se aburre ese pobre de Alcaide de Za-
fra! —compadece Andresito—. Habría que decirle algo...
Un joven flaco, largo, estirado, que saca de la tirilla
un cuello largo con una carita menuda, con lentes, grita
con voz tonante:

62
—¿Te aburres, genio?
—¡Cállate, Verita! —le reprende Andresito.
—Pero ¿no es un genio? Aquí todos somos genios...
Ramón es un genio... Yo soy un genio... ¡Viva el genio!
—¡Tú ya la has cogido, Verita!... Cállate, que va a
hablar Ramón...
—¡Bravo! ¡Que hable el genio!
Ramón se levanta, requiere silencio dando con una cu-
charilla en el vaso y empieza a hablar, exponiendo la sig-
nificación del banquete, el simbolismo del reloj isabelino
y el espejo empañado, evoca la figura de Larra, que fue
el primer pombiano, etc., etc.
Candamo le pone comentarios con sordina... —Bue-
no, pero en fin de cuentas, ¿qué somos los pombianos?...
De eso nos quedamos en ayunas... ¡eh!
—Quiere decir que somos ramonianos —explica An-
dresito—. Este Ramón es un genio de la propaganda...
Termina Ramón y estallan aplausos ruidosos e iróni-
cos... Empieza el desfile. Pero Ramón lo contiene. An-
tes de irse hay que firmar en el álbum de Pombo. Y ade-
más, dedicará su último libro a cada uno de los comen-
sales. Un camarero le pone sobre la mesa un rimero de
libros.
— ¡Y encima tenemos que cargar con ese librote! —re-
funfuña Candamo—. Los regala para poder decir que
agotó la edición.
Vamos desfilando todos. Ramón nos pregunta: —¿Ha
comido usted bien? —luego nos da su libro dedicado y
una cédula de comulgante, por el estilo de las que dan
en las parroquias a los que cumplen el precepto pascual.
¡Oh, qué espíritu protocolario tiene este Ramón!...
—Sí —comenta Candamo—, pero ¿por qué le da por
los símbolos clericales? ¿Será un agente de los jesuitas?
Una voz recia, dogmática:
— ¡Ramón tiene mucho talento!
— ¡Ramón es muy grande!
—¡Ramón tiene un nombre admirable para un pelu-
quero!
—¡Adiós, Ramón, genio, yo te saludo! —truena Ve-
rita con su voz estridente.
Los camareros recogen el servicio y nos miran. Debe-

63
mos parecerles una partida de locos. Pero somos tontos,
nada más. Yo salgo bostezando, como Alcaide de Zafra...

Un sabio bohemio

Ya es un hecho la creación en Madrid de una cátedra


de Lengua y Literatura Rabínicas a favor del doctor Yahu-
da. Ha sido un triunfo para él y para nosotros que lo
apoyábamos en la Prensa. Se ha logrado algo que parecía
imposible en este país de principios inconmovibles, y se
ha logrado con todos los honores, pues nuestro amigo no
ha tenido que renunciar a su pasaporte británico para
sentarse en esa cátedra española.
El doctor Yahuda viene, pues, a verme, radiante de júbi-
lo y de gratitud. Su nombre ha vuelto a sonar en los pe-
riódicos, con los epítetos de sabio y orientalista profundo
y recibe felicitaciones de todas partes y apretones de mano
a la española, tan efusivos y cordiales que le lastiman las
muñecas.
Triunfo completo. Hasta los reaccionarios se han su-
mado a él, absteniéndose de impugnar los méritos del
nuevo catedrático.
Su Majestad el Rey ha querido conocer al sabio sefardí
y en la oportuna entrevista ha estado con él muy afectuo-
so y se ha hecho explicar las materias objeto de su asig-
natura, y la distinción entre sefardíes y asquenazíes. ¡Muy
interesante!
—Nosotros, Señor —díjole Yahuda—, somos españo-
les, hemos aprendido el español en nuestros hogares y
ahora volvemos a España como a nuestra antigua patria...
Aquí está ahora también un sefardí ilustre, el doctor Max
Nordau...
—¿Quién es Max Nordau?...
Don Alfonso —comenta el doctor Yahuda—, tan ente-
rado de todo lo referente a deportes, no conocía a Max
Nordau...
También el Rey tuvo su poquito de ironía achulapada,
preguntándole al sabio sefardí, cuando éste hacía protesta

64
de su españolismo: —¡Pero usted, según tengo entendi-
do, es súbdito británico!...
Yahuda se aturulló un momento. Pero luego se repu-
so: —No es culpa nuestra, Señor... El edicto de expul-
sión nos echó a los caminos del éxodo... España se privó
así de miles de hijos suyos...
Entonces fue el Rey el que debió de aturullarse. Yahuda
se siente orgulloso de haberle hablado así a S. M. Ca-
tólica.
—A mí —dice— no me impuso Su Majestad ni la pom-
pa del palacio en que me recibió... ¡Yo pensaba en Sa-
lomón y en su palacio incomparable!... Y me decía:
— ¡Éste que tengo ante mí es un miserable gusano!...
¡Sólo Jeovah es grande!...
La inauguración de la cátedra ha despertado expecta-
ción. El doctor ha empezado sus clases con algunos jóve-
nes de la Facultad de Letras que quieren especializarse
en esas disciplinas, prometiéndose un porvenir. Hasta ha
asistido el inevitable curita.
Son, sin embargo, muy pocos y Farache, el oficioso
Farache, asiste a las clases para hacer bulto y contribuir
al éxito del profesor.
—Hay que ayudar a Yahuda —dice—. Usted también
debería asistir...
Pero el entusiasmo ha durado muy poco. Pasó como
verdura de las eras. Los alumnos han ido abandonando
el aula. Uno de ellos, un joven llamado Bermejo y que
justifica el apellido con su cara llena y colorada, como de
sangre y de vino, me explica que esos estudios no tienen
porvenir profesional.
Por su parte, Farache no ha podido vencer la antipatía
que el sefardí germanizado le inspiró desde el primer mo-
mento y ha dejado de asistir a sus conferencias, repelido
por sus eructos... ¡la choucroute! —Es un boche —mur-
mura—, y aún dudo de que sea sefardí...
Hoy ya, al mes, sólo el curita sigue yendo a las clases.
Y ese frente a frente del judío con el inquisidor descon-
cierta al sabio. ¡Es un espía!
... Lo peor es que el pobre Yahuda tiene sólo un suel-
do nominal, que no percibe, porque no está incluido en
el presupuesto del año económico. El sabio vuelve a sus
idas y venidas de cuando gestionaba la cátedra. Visita el

65
Ministerio, apela a Pulido, hace presente su situación pre-
caria... Sus ahorrillos se le están acabando y no recibe
fondos del extranjero. Pero todos le dicen lo mismo:
—Aguarde usted a que se confeccionen los nuevos pre-
supuestos..., el año que viene figurará usted en ellos...
—Pero ¿y hasta entonces?... —murmura el sabio.
— ¡Pues no se puede hacer otra cosa!...
Pulido llega a tildarlo de materialismo, de avaricia ju-
daica: —Mire, Yahuda, usted no se da cuenta del triunfo
tan grande que hemos conseguido... ¿No sabe usted apre-
ciar el honor de su nombramiento?... Un catedrático ju-
dío en España... ¡Eso no se había visto desde los tiempos
de Abraham Zacuto!... Y ¿va usted a preocuparse de
unos miserables intereses?...
Yahuda baja la cabeza ante esa grandilocuente orato-
ria y se limita a comentar conmigo: —¡Soy un mendigo
cargado de honores!...
... Existe la bohemia científica y en ella ha caído Yahu-
da, que va ahora trampeando con préstamos que sus co-
rreligionarios de aquí le hacen judaicamente, reverentes
ante la Ciencia que él simboliza. Hay que alimentar al sa-
bio, gloria de la raza. Y esos comerciantes levantinos en
perlas, que la guerra ha atraído a la neutral España, cotizan
generosamente para mantener al sabio..., lo invitan por
turno a su mesa y al despedirse ponen en sus manos un
óbolo...
Así va viviendo el hombre célebre, el catedrático de
la Central, el representante ilustre del sefardismo en Es-
paña...
Pero no sea impaciente, hombre; aguarde al año que
viene y estará usted en el paraíso del Presupuesto...
Total, un año, nada; cuéntelo usted por un día, como
en el Génesis...

El marqués de Dos-Fuentes

El marqués de Dos-Fuentes, el hermano mayor de An-


tón del Olmet, me dedica un grueso volumen titulado

66
Himnos iberos y con este motivo me visita en el pe-
riódico.
El marqués de Dos-Fuentes es la antítesis perfecta de
su hermano. Tiene todo el tipo del clásico caballero espa-
ñol, sin que le falte siquiera la barba, esa barba que ya
va desapareciendo de todos los rostros y sólo sobrevive
en los retratos de época.
El marqués de Dos-Fuentes es diplomático, ha desem-
peñado destinos en América y, sobre todo, ha residido
unos años en Pekín, cuando todavía China era el celeste
imperio. De allí ha traído antigiedades curiosas y un viso
pajizo en el rostro, vestigio de la fiebre endémica en el
país. Es en cierto modo un amarillo. Mi interés filológico
se despierta ante ese dato; pero el marqués me confiesa
que nunca sintió curiosidad por penetrar los misterios
del idioma y, sobre todo, de la escritura chinos.
Completaremos la semblanza del marqués diciendo que
es sevillano y soltero, y tiene una hermana igualmente sol-
tera, Casilda Antón del Olmet, que también hace versos.
De su hermano evita hablar. ,
Como poeta, el marqués de Dos-Fuentes es una cala-
midad. Ninguna de las dos fuentes de su título es la de
Hipocrene. Sus versos son ripiosos, duros, ramplones y
prosaicos. Además, están al servicio de una tendencia po-
lítica: el nacionalismo. Sus Himnos iberos son una pesada
y prolija exaltación de las virtudes ibéricas, entre las que
cuenta la fe católica. El marqués de Dos-Fuentes, como
el de Bradomín, es católico, feo y sentimental.
A sus Himnos iberos les ha puesto un prólogo en pro-
sa, que resulta interesante, pues trata eruditamente el
problema de los celtiberos, negando que hubiese nunca
tal fusión de celtas e iberos, ya que los pretendidos cel-
tas eran también iberos, íberos, como él acentúa. Esa es
una innovación que el marqués aspira a imponer, así como
también pretende introducir en el castellano —lo que no
estaría mal— el posesivo de tercera persona plural lur, a
semejanza del leur francés. En estos tiquis miquis revela
el marqués disposiciones y pujos de académico.
Hago una pequeña crítica del libro, atacando su ten-
dencia nacionalista, su chauvinismo cerrado, en nombre de
un ideal de más amplia comprensión humana.
67
Nordau me escribe: «Vous avez bien rivé son clou a ce
petit marquis...»
El petit marquis reacciona en forma cortés y mesu-
rada. Agradece que haya hablado de él y no trata de con-
vencerme.
Así se inicia entre nosotros una amistad superficial,
sostenida por encuentros casuales acá y allá y breves char-
las de pie.
El marqués de Dos-Fuentes, a pesar de su tradiciona-
lismo, es un hombre tratable y si literariamente es infe-
rior a su segundón, en lo moral es infinitamente superior
a ese desenfadado condottiere de la pluma.

Bagaría, el caricaturista

Conozco en Pombo a Bagaría, el caricaturista catalán,


que la empresa de La Tribuna se ha traído a Madrid.
Es un mocetón gordo, pletórico, jovial y simpático, que
habla exagerando su acento catalán de comedia y cuenta
anécdotas picarescas y chistes verdes. Tiene facha de es-
cultor, más bien que de dibujante, por lo sólido de su
complexión y sus manos grandes y recias. Es un bebedor
insaciable de cerveza, coñac y todo lo bebible. Ha sido
amigo, y sigue siéndolo, de Rusiñol y corrido con él más
de una juerga.
En Pombo da la nota animadora y se ríe de esos cachi-
vaches, como el reloj isabelino y el espejo empañado, que
Ramón ha elevado a la categoría de símbolos...
Él se siente más a sus anchas en Fornos o en casa de
la Concha. Allí lo encuentro días después, en compañía
de Avecilla y otros amigos, que me invitan a sentarme
con ellos,
Bagaría está muy amable conmigo, me mira con ojos
de artista y, sin que yo lo advierta, me hace una carica-
tura en una hoja de papel y me la presenta como un espe-
jo para que yo me vea en ella.
Todos encuentran que ha logrado captar mis caracte-
rísticas, mis melenas acaroladas saliendo por debajo de

68
un sombrero que por ellas parece demasiado pequeño...,
como un cucurucho de flores.
Yo cojo el apunte que Bagaría ha firmado y me lo guar-
do como un trofeo... ¡Un trabajo de Bagaría!...
Lo enseñaré a la Hermana y lo pondré, prendido con
unas chinches, en la pared desnuda de mi despacho (!!!)
de escritor...
Allí estará hasta que —oh dolor— sus rasgos a lápiz
se vuelvan borrosos y se desdibujen, como también los de
mi cara envejecida...

La Novela de Bolsillo

Desde que se anunció el concurso de La Novela de


Bolsillo empezaron a acudir a La Campana literatos jóve-
nes, amigos de Paco Torres, que venían a saludarlo y
tomar un chatito con él y recordar los buenos tiempos.
¡Nada más, claro!...
Así tuve ocasión de conocer a Carlos Micó, un chico
fuerte, de aspecto militar, un mala cabeza que estuvo en
el Tercio, y ahora vuelve a hacer periodismo; Juan Cas-
tro, militar efectivo, hermano del gran Cristóbal... y que
en nada se parece al cronista, alto, tieso, con rigidez mat-
cial: —¡Un hombre que une las Letras y las armas! —pro-
clama el Gran Simpático... Fernando Mora, el costum-
brista de los barrios bajos, escritor de la cuerda de Di-
centa y López Silva, un hombre bajo, gordo, con una
caraza redonda y colorada, cruzada por un ancho bigote
negro, que usa capa y emplea en la conversación térmi-
nos achulapados... —¡Fernando Mora, el autor de El
misterio de la Encarna!..., ¡una obra maestra! —pondera
Torres.
Y también tuve ocasión de ver allí a otros literatos
conocidos, como Andresito, el enciclopédico, con su bas-
toncito y su sonrisa admirativa ante aquellos hombres
absurdos..., y a Alberto Valero Martín, el cuñado de
Catarineu, el cojito, con su cara ancha, su nariz gorda
y sus cien kilos de peso..., y finalmente a Antonio An-
dión, el poeta, hijo del Presidente de La Pecera, un joven

69
pálido, flaco, de cara entrelarga, que parece una reducción
de su padre, con el que, según me dicen, no se lleva
bien, por la incomprensión del alpargatero.
El Gran Simpático los recibe a todos con su efusi-
vidad acostumbrada, los presenta a sus amigos con frases
hiperbólicas, los hace sentarse y los obsequia con el chato
de rigor. El Presidente y el Secretario los miran de reojo
como a bohemios y gente sin solvencia económica; pero
Biedma el fotógrafo se deshace con ellos en cumplidos
y los invita a pasar por su estudio, Fuencarral..., ya
saben. Biedma colecciona fotos de gente conocida, que
algún día pueden estar de actualidad... Manolo Machado
tiene para todos frases de trivial cortesía..., en corres-
pondencia a sus elogios... Todos le preguntan por su
hermano Antonio... —El pobre allá en Soria, en su cá-
tedra de Francés... ¡El primer poeta de España! ...
En La Pecera, los solicitantes no se atreven a ser ex-
plícitos. Sólo preguntan a Paco Torres en general cómo
va el concurso. —¡Estupendamente bien! —responde el
Gran Simpático—. Cada día recibimos un montón de
originales, que después de clasificados pasan a examen del
Jurado... Es una labor abrumadora...
Manolo Machado pone una cara condolida: —¡Cuán-
to escribe la gente!
—Entre ellos —prosigue Paco Torres— hay algunos
muy notables..., que se nota a la legua que son de escri-
tores ya conocidos..., de maestros... Acuden al alhiguí
de las quinientas pesetas..., yo estoy abrumado a reco-
mendaciones..., pero no hago caso... Aquí se juega lim-
pio..., estamos dispuestos a proceder con absoluta impar-
cialidad y justicia... ¡Además, como en último término
es el público el que ha de votar el premio!...
Los contertulios lo oyen con una sonrisa escéptica.
Biedma insinúa: —¿No habrá embuchado, Paco?...
— ¡Nada de eso! ¡Estas serán unas elecciones perfecta-
mente legales!... ¡Ante notario!...
Todos aplauden esas declaraciones... — Así se hace...
Que haya al fin un concurso sin favoritismo ni compa-
drazgo... ¡Muy bien, Paco!
Se van y, al despedirse, Paco Torres los acompaña has-
ta el mostrador y allí habla con ellos, en voz bastante
alta, para que se le oiga decir: —No tengas cuidado...,

70
no vamos a morir de un empacho de legalidad... Pero
yo tengo que decir eso...
—¡Ya..., ya!...
Cuando vuelve a La Pecera, Paco Torres se lleva las
manos a la cabeza y exclama: —¡Josú y qué golosas son
las quinientas!... No lo dejan a uno en paz... Pero eso
sí, ¡qué éxito para La Novela de Bolsillo!...
Andión, el poeta, guarda una actitud encogida ante
su padre. Éste lo mira de reojo, con cierto desprecio
compasivo, al que el joven corresponde con una sonrisa
despectiva. Es, por lo que se ve, un joven orgulloso y
ególatra, que se ha rebelado contra su padre, que es un in-
comprensivo y autoritario, que querría tenerlo como un
dependiente más, tras el mostrador de la alpargatería...
Pero él se ha independizado de su padre, ganó plaza en
unas oposiciones a Telégrafos y vive por su cuenta,
en un pisito muy cuco, que le arregla una asistenta.
—La gente cree que todo se lo debo a mi padre, que
es rico... —me dice—, pero no hay nada de eso..., sino
todo lo contrario... Mi padre es precisamente el obstácu-
lo para que yo triunfe... Mi padre tiene un criterio de
comerciante y cree que la literatura es un negocio..., un
mal negocio... Cuando publiqué mi primer libro, él me
costeó la edición y se encargó de colocarla en las libre-
rías..., como si fuera una partida de alpargatas... Quería
que los libreros le pagasen en firme los ejemplares y al
ver que en el comercio de libros regían otras costumbres,
cogió la edición íntegra y la arrumbó en los sótanos...
Así que el libro apenas circuló entre los compañeros... y
sólo algún que otro periódico habló de él... Mi padre
es mi mayor enemigo... Ahora mismo, su sombra me
sigue a todas partes... Si publico algo en Prensa Gráfica,
los maldicientes dicen: —¡Claro! ¡Como tiene un padre
rico!... ¡Tentado estoy a adoptar un seudónimo!
El joven Andión parece, sin embargo, sentir cierto ot-
gullo de ser hijo de su padre... Se ahueca, al ver el des-
potismo con que en su calidad de Presidente trata a los
miembros de La Pecera y el acatamiento que ellos, menos
Nadal, el fabricante de camas, le rinden.
—Mi padre, en el fondo, es un gran hombre..., ha na-
cido para mandar... Sólo que es un incomprensivo... y
en cosas de arte... un perfecto ignorante... —y el joven

yl
Andión apura su chato con avidez. En eso se parece a su
padre, el viejo alcohólico...
... Como de pasada, Manolo Machado me pregunta:
—.«¿Ha mandado usted algo al concurso?... Entre los ori-
ginales recibidos hay uno que me pareció de usted por
el estilo y lo puse aparte... Se titula El pobre Baby.
Yo sonrío de un modo sospechoso. El poeta insiste:
—Debe decírmelo con franqueza..., pues si es suyo, lo
defenderé con energía... Este Paco Torres es un gran
fresco y capaz de venderse a cualquiera... Es un cana-
llita simpático...
Vacilo todavía. El poeta disipa mis escrúpulos: —No
tenga usted reparo en romper el secreto... Aquí jugamos
con las cartas boca arriba... Todos ésos que vienen a ver
a Paco Torres han enviado su novelita al concurso...
También Andión hijo... Aquí se lucha a cara descubiet-
ta... Así que no sea tonto y dígamelo...
Finalmente, se lo digo: —El pobre Baby es mío —le
confieso con cierto rubor—. Pero yo no aspiro al pre-
mio... A mí me basta con que a usted le haya gustado...,
no me atrae un premio en torno al cual se desarrollan
tantas intrigas...
El poeta hace un gesto de aprobación comprensiva y
me estrecha la mano...
Paco Torres sigue diciendo a gritos:
—Aquí, señores, se procede con absoluta legalidad...
Hagan juego, señores..., aquí jugamos limpio... ¡Quere-
mos dar a conocer al genio desconocido!...

Colombine vengativa

Rencorosa y ctuel, Colombine publica en El Cuento


Semanal una novelita titulada El abogado, que es una
biografía satírica del autor de Sincerasto el parásito.
Barriobero, naturalmente, se ve a sí mismo en ese es-
pejo deformante y como abogado le presenta a Colom-
bine querella por injuria y difamación.
El asunto trasciende a la Prensa y Colombine moviliza
sus influencias empezando por el pae Ferrándiz, que es-

72
cribe en su defensa un artículo ditirámbico, sin prescindir
de alusiones al procedimiento poco caballeroso del aman-
te despechado.
Lo notable es que Barriobero es hombre de izquierdas
y los amigos de Colombine también. Así que estos últi-
mos se ven en un dilema...
Barriobero es también masón y Colombine teme que
la masonería tome parte en la lucha contra ella...
Pero Colombine es mujer de recursos. Por lo pronto,
se quita de en medio y planea un viaje a América... El
obligado viaje de todos los literatos españoles... Va a dar
unas conferencias y estrechar lazos... y traerse alguna
plata...
Esta tarde nos habla de sus proyectos y nos muestra
los vestidos que se está haciendo, para presentarse bien
ante aquel público de Buenos Aires, que, según le han
dicho, es muy exigente en ese punto.
—Eso es verdad —asiente Francés—. Aquel público
es frívolo y superficial... El fracaso reciente de Anatole
France, nada menos, se debió a que se presentó con unos
chaqués anacrónicos...
Colombine se ha gastado un dineral en sus toilettes
y nos enseña orgullosa encajes antiguos, collares de aza-
bache, zarcillos de oro y perlas...
Carrere, el autor del doliente poema de «La amada
mal vestida», lo contempla todo embobado, como un pa-
leto, sopesa en sus manos morenas y velludas los blancos
encajes que se le enredan como telarañas, con riesgo de
quebrarse...
—-Principesco, maravilloso —murmura.
Moyita insinúa: —Va usted a tener un éxito..., es
decir, el modista —agrega por lo bajo.
Ketty me dice: —Carmen se va..., no nos podremos
ver en algún tiempo... Pero te escribiré desde Almería...

Premio y banquete

—¡Enhorabuena, maestro! —me saluda a gritos Paco


Torres, el gran Paco Torres, como todos lo llaman—.
Va usted en la terna...

73
Inmediatamente el Censor, Biedma fotógrafo, ordena
con voz estentórea: —Zancuda, ponte a las Órdenes del
señor...
Andión padre tuerce el gesto. Se acuerda de su chico...
Los peces me felicitan... Nadal, el de las camas, muy sa-
tisfecho por la derrota del alpargatero, se levanta y me da
ceremoniosamente la mano.
Arpe, ese hombre que tiene el valor de llamarse Cele-
donio, se estira como un matasuegras y sale de su sopor
habitual para decirme solemnemente: —Bravo, pollo, us-
ted llegará.
Biedma fotógrafo jalea, estirándose los puños:
—;¡Ahora hay que ir por las quinientas!
Paco Torres, arqueando el cuerpo por encima de la
mesa, le sale al paso:
—Eso depende de lo que vote el público... Eso no
es cosa mía ni de los jurados... Se publicarán los tres
trabajos elegidos —los otros dos son de González Blanco
y Juan Castro, respectivamente— y los lectores decidi-
rán... —dirigiéndose a mí: —Usted debe ahora movili-
zar a todos sus amigos, que manden boletines de votación
a su nombre... Esto es una elección en regla...
Yo me encojo de hombros y sontío. ¿Qué amigos voy
a movilizar?...
El de las camas, muy serio y protocolario, dice:
—Por lo pronto le votará a usted toda La Pecera...
—Como un solo pez —agrega Biedma fotógrafo, in-
clinándose ceremonioso.
—¡Oh, La Pecera, La Pecera! —murmura solemne Ce-
ledonio—. ¡Tiene mucha fuerza La Pecera!...
... Paco Torres se encara conmigo y cogiéndome de los
botones de la americana, confidencialmente, me dice:
—Mire usted, maestro, yo querría que se llevase usted
el premio..., en primer lugar porque es usted paisano
mío y escribe muy bien y me es muy simpático, lo primero
en el mundo es ser simpático..., mientras que a sus ri-
vales no los jamo... Escribirán muy bien, no lo niego,
pero usted no se queda corto en eso y además la sim-
patía... Pero vuelvo a decírselo usted..., movilice a sus
amigos, sus compañeros del periódico..., hable usted mu-
cho por ahí de La Novela de Bolsillo...
Biedma fotógrafo asiente... — Tiene razón Paco To-
74
rres... —y luego, bajando la voz: —¡Pásese usted por
mi estudio..., le haremos unas fotos para la prensa, eh!...
No haga usted caso de Paco Torres..., el premio es suyo...

Días de ansiedad... Todas las tardes Paco Torres va


dando un avance de la votación... — Están ustedes em-
patados... Andresito lleva ventaja... Los últimos boleti-
nes le dan a usted mayoría... Ese Juan Castro está mo-
vilizando todo el Ejército, hasta los capellanes castren-
ses...
Manolo Machado, cumplida su misión de jurado, no
dice nada, pero me dirige miradas expresivas...
Biedma fotógrafo comenta: —Este Paco Torres es el
diablo... ¿Qué enjuague estará haciendo?... ¡Paco, no
metas embuchado..., legalidad!
Don José Andión sonríe con su cara de zorro y repi-
quetea con los dedos sobre la mesa..., mirando de reojo
al Gran Simpático...
Paco Torres grita: —Yo, si pudiera, les daría el pre-
mio a los tres..., pero en esto no puedo hacer nada...
¡Es el público, el pueblo soberano!
Nadal, maurista, sonríe irónico.
Biedma fotógrafo comenta: —¡Qué gran corazón tie-
nes, Paco! ¡Si fueras mujer!...
Déjanse ver por La Pecera Andresín y Juanito de Cas-
tro. Muy circunspectos y reservados..., sólo vienen a sa-
ber cómo va la votación... Me miran y se miran uno a
otro con ojos recelosos, inquisitivos... Paco Torres les
dedica palabras alentadoras... Todavía no se ha cerrado
la votación..., no puede decir nada decisivo.
Ellos asienten: —¡Claro! ¡Claro!...
Paco Torres exclama:
—Yo en esto, señores, me lavo las manos...
Y todos vuelven a sonteír.
—¡Bravo, Pilatillo! —comenta Biedma fotógrafo.
Paco Torres, confidencialmente, esto es, a gritos, dice:
—+Esos individuos han querido sobornarme... Han ido
a verme, cada uno por su lado, para decirme que si les
doy mayoría en la votación renuncian a las quinientas
pesetas... ¡Habráse visto! ¿Quién se creen que soy yo?...
¡Bonito soy para esos enjuagues!... Todo el mundo sabe
de sobra quién es Paco Torres...

19)
—El Gran Simpático —observa Biedma fotógrafo.
Celedonio, saliendo de su sopor, exclama: —Todo un
caballero de capa y espada...
—O de ganzúa —añade, imprudente, don José Andión.
Se arma un gran barullo. Paco Torres protesta, doli-
do... Biedma fotógrafo, en funciones de Censor, ordena
al Presidente que retire sus palabras y lo condena a una
ronda.
Manolo Machado disculpa al alpargatero: —;¡Hombre.
ha sido una metáfora!
El Presidente se queda perplejo: ¿Qué será una me-
táfora?... ¡Pero acepta la explicación!
Paco Torres vocifera: —¡Eso es una insidia!... Tendrá
que darme una satisfacción...
Nadal lo apoya... Apabullado el Presidente, explica a
Paco Torres que no tuvo intención de ofenderlo, que fue
una «metáfora»..., una «metáfora»..., y le tiende su
mano... El otro se la estrecha...
Celedonio, sacudiendo su tupé sagastino, comenta:
— ¡Eso es! ¡Muy bien!... Así se hace entre caballeros.
Don José invita a otra ronda. Y todos a coro entonan
la muñeira.

Finalmente, Paco Torres anuncia el resultado de la


votación: —¡Ha tenido usted mayoría, maestro! —me
dice—. Tengo una gran satisfacción en comunicárselo...
El premio es suyo...
Ovación. Felicitaciones. Barullo indescriptible. La ron-
da obligada. Eso hay que celebrarlo...
Después que se aplaca un tanto el alboroto, Paco To-
rres, solemne, expone:
—Hay que dar aire a la cosa... Usted, Biedma, mande
la foto del amigo a los periódicos... Yo enviaré la gace-
tilla, anunciando el resultado de la votación y el banquete
con que vamos a homenajear al autor premiado... Sí, no
se ponga usted colorado..., vamos a hacer las cosas en
grande... Un banquete en el Inglés... Yo llevaré a él a
Ricardo León... Irá La Pecera en pleno, ¿verdad?... Será
una consagración... Señores, todo por el autor...
—Y por La Novela de Bolsillo —añade Biedma fotó-
grafo.
— ¡Viva La Novela de Bolsillo!

76
—¡Hablen ustedes mucho por ahí de La Novela de
Bolsillo! —implora, patético, el Gran Simpático.

Hay que resignarse al banquete... Hay que recorrer


todo el via crucis a que nos condena la vanidad literaria
y hacer el papel de protagonista en esta farsa grotesca,
dándose cuenta perfecta de su ridiculez... ¿Qué pensará
de todo esto el incorruptible Zaratustra?... Pero hay que
aceptarlo por los seres sencillos, ingenuos, que dan valor
a estas apoteosis vulgares, por la Hermana y sus amigas,
que creen que soy un genio, y por esos amigos serios,
ajenos a la literatura, que creen en el valor de estas con-
sagraciones y lo ven ya a uno en la Academia, y por los
hombres protocolarios como don Julio, el de Renacimien-
to, y, en fin, hasta por los compañeros envidiosos y cobar-
demente malignos...
Y la noche indicada, vistiendo mi traje modesto, re-
pasado por la Hermana, con una inquietud y premura
que me recuerda a nuestra madre planchándome a prisa
la camisa la mañana del examen, y despedido con tiernos
besos, casi llorosos, de la Hermana, subo las escaleras del
restaurante del Café Inglés y penetro azorado en el co-
medor, que —con gran asombro mío— está lleno de
gente...
Paco Torres me aguardaba impaciente en compañía de
un señor bajo, delgado, con lentes y una cara fláccida,
toda pómulos, nariz y bigotes, con una nuez prominente
que le baila en el cuello de pajarita y vestido de riguroso
luto. —Ricardo León, uno de los jurados, el autor de
Casta de hidalgos, que tiene ya talla y aire de académico.
Me alarga su mano huesuda y me felicita... Es un
hombre simpático, con traza de caballero español, a lo
Felipe Trigo, por más que ambos difieran totalmente en
ideas y estilo.
Paco Torres, con su efusividad acostumbrada, celebra
el éxito del banquete... —Vea usted..., todo lleno..., más
de cien comensales..., esto parece la cuarta de Apolo...
Manolo Machado asiente sonriendo.
Yo, al pronto, no distingo a nadie en particular; pero
luego, pasado el deslumbramiento de tanta luz, empiezo
ya a ver caras conocidas... Está aquí casi toda La Pecera,
con su Presidente y su Secretario, el ceremonioso Nadal,

El
Biedma fotógrafo... Ramón con sus pombianos..., los
amigos de La Tribuna... Ah, y mis compañeros de terna,
Andresín y Juan de Castro, este último de uniforme...
Apretones de manos, saludos, alguien grita de lejos:
— ¡Aquí estamos, genio!... —Es Verita el matemático,
que yergue sobre la mesa su larga figura de muñeco desat-
ticulado.
Paco Torres me acomoda en la presidencia, entre Ri-
cardo León y Manuel Machado, a cuyos lados respectivos
coloca a Andresín y a Castro. La mesa está adornada con
un gran ramo de flores...
Empiezan los camareros a servirnos... Ruido de cu-
biertos, voces, exclamaciones joviales, protestas..., lo ha-
bitual en todo banquete... Algún rezagado que entra lige-
ro y busca sitio... :
Yo apenas como..., estoy emocionado, aunque lo con-
templo todo con una sonrisa embobada, un tanto iróni-
ca..., esa sonrisa que tanto molesta a algunos..., ¡mi
sonrisita de sevillano!... Oigo confusamente las voces,
apenas me entero de las palabras halagadoras que Ricardo
León me dirige...
Llega por fin la hora de los brindis... Paco Torres re-
clama silencio... Se van a leer las adhesiones... San Ger-
mán empieza a leer cartas y tarjetas, deteniéndose a veces
por no entender las letras... Una voz grita: —Bueno,
sólo las firmas... —Una retahíla de nombres, entre los
cuales me hacen estremecer los de Colombine y Ketty...,
y en otro sentido, el de Nordau, recalcado por el lector...
Los brindis. Hablan Paco Torres, el primero, para de-
dicar el homenaje, y aprovecha la ocasión para hacer pro-
paganda de La Novela de Bolsillo, que está abierta a
todos, como puede verse por este premio que consagra
a un novel..., y luego nos dedica al jurado y a los de
la terna unos elogios hiperbólicos que nos obligan a hacer
gestos de modestia... —¡Bravo, Paco Torres! ¡Eres un
orador formidable! ¡Viva La Novela de Bolsillo!
Luego que se calman los aplausos, habla también Ri-
cardo León, que empieza con la consabida frase de: —No
soy orador, etc. —y se expresa en un tono académico, re-
lamido, como su prosa. Nos dedica elogios a los tres
galardonados, dignos los tres del premio, aunque, natu-
ralmente, El pobre Baby, por su originalidad y estilo,

78
merecía la palma que se ha llevado... Yo sonrío en mi
interior. ¿Cómo es posible que sea sincero? ¿Cómo al
escritor seudoclásico puede haberle gustado mi prosa mo-
derna, modernista, tan alejada de la suya?... Pero, en
fin..., debo darle las gracias y se las doy, tan falsas como
sus elogios...
Y finalmente me hacen hablar a mí y hablo, abando-
nándome a mi impulso, y no sé lo que digo, pero al ter-
minar oigo asombrado unos aplausos atronadores, y veo
que los comensales han abandonado sus asientos para oír-
me más de cerca y muchas manos se me tienden ansiosas
por felicitarme y muchos brazos quieren cogerme para
llevarme consigo... —¡Muy bien! ¡Ha estado usted muy
bien!... Nos ha conmovido a todos... ¡Caray! ¡Me ha
hecho usted llorar!...
¿Qué habré yo dicho?... Tengo una vaga idea de ha-
ber hablado del pobre Baby, símbolo de nuestra pobre
juventud, sin amor, de la Hermana...
Alguien ha dicho: —Ese ramo de flores hay que llevár-
selo a la Hermana —y carga con él.
... Empieza el desfile... Paco Torres me coge del bra-
zo: —Venga usted con nosotros, maestro... Vamos a se-
guir celebrando su éxito en La Campana.
Y vamos allá formando grupo, con Ricardo León y
Manuel Machado..., seguidos de los peces y el hombre
con el ramo de flores...
Irrumpimos en La Campana y allí se repiten las ova-
ciones y las rondas. Ricardo León saborea, mirando al
trasluz las copas, con aire de buen catador, la que él llama
sangre de Cristo..., el dorado vino andaluz... Paco To-
rres lo jalea... —Este es un hombre..., un escritorazo,
académico, y escribe y bebe como los ángeles...
Algazara, cánticos de borracho, humareda de puros,
confusión... No sé cómo termina eso ni cómo me en-
cuentro finalmente solo, en la madrugada, camino de casa,
rendido, mareado, con un empachoso olor a vino...
¿Y el ramo de la Hermana?... Se quedó allí..., aquel
hombre se lo llevaría..., y al notar su falta yo siento
ganas de llorar...
¡Oh Hermana! ¡Me aguardas desvelada e inquieta y no
te traigo ni un ramo de flores!...

19
Al día siguiente, Paco Torres nos cuenta que acompa-
ñó al académico a su casa, allá por los altos de Goya, ya
amaneciendo, y a esa hora anduvieron buscando una taber-
na abierta, para tomar la mañana. —¡Y si vieran uste-
des!... Ricardo León es un barbián... ¡Bebe el aguardiente
en vaso!... ¡Es un hombre completo! ¡Se traga las hostias
y los vasos de aguardiente!

El sueño de América

Colombine nos invita para despedirse de nosotros, pues


tiene ya tomado el pasaje para América. Piensa ir direc-
tamente a la Argentina, donde dará unas conferencias,
y de allí quizá a otras capitales americanas. La escritora
quiere seguir la ruta de nuestros modernos conquistado-
res literarios.
—Voy bien preparada —nos dice—. Llevo cartas de
presentación para elementos influyentes de allá..., hasta
para los masones..., que allí tienen mucho poder. Espero
que la tournée será un éxito. Me he gastado un dineral
en trajes, porque allí hay que ir bien presentada... Esos
indios verdes se pagan mucho de la ropa...
—Y ¿va usted a ir sola, Carmen? —pregunta don
Carlos.
—No, me llevo conmigo a Maruja.
—¿Y Ketty? —pregunto.
—Ketty se queda aquí para guardar la casa..., como
una gatita..., con mi hermano Lorenzo... Si en mi ausen-
cia necesitan algo...
—«¿Y no tienes miedo a los submarinos? —pregunta
con su voz compungida la tímida Violeta—. ¡Qué valor
tienes, Carmen!
—i¡Bah! —replica la escritora—. Ya la guerra va de
vencida... Y además, que como éste (por mí) ha dicho,
yo soy una Valkiria... morena.
Bueno. Le deseamos a la escritora un éxito completo
y nos despedimos de ella hasta la vuelta. Una pregunta
que no se atreve a formularse, está en los labios de to-
dos: —¿Y Ramón»?...

80
Al retirarme, Ketty, que todo el tiempo me ha estado
mirando con sus grandes ojos tristes, escrutadores, me
aprieta significativamente las manos y me dice: —¡Bueno,
hasta que vuelva Carmen!
—¿Y no podré verte en todo ese tiempo?
—No... —me responde ella—. ¿Con qué pretexto vas
a venir a casa? ¡Como no te hagas amigo de Lorenzo!...
Yo pongo un gesto decepcionado. Hacerme amigo de
ese hombre ramplón, prosaico, que juega al billar con
otros amigos igualmente prosaicos y vulgares...
Ella me comprende y resignada dice: —HEntonces...
hasta que vuelva Carmen. —Se encoge de hombros y me
suelta la mano.
Colombine, que algo adivina, nos dice: —¡Ya estáis
como siempre!... ¡Pero cuando yo vuelva, ya arreglare-
mos esto!...
Y sonriendo, me amaga con su mano regordeta, ma-
ternal...
Y con esa promesa ambigua, bajo pensativo la esca-
lera...
Don Carlos comenta: —¡Esta Colombine! Es la per-
fecta arribista... ¡El poder de las faldas!... ¡Es tan grande
como el de las sotanas!... ¡Pero ella se lo atribuye todo
a la escritora!... ¡Si tuviera un tipo como el de la pobre
Violeta! —¡O fuera un viejo calvo, con el bigote teñido,
como usted! —pienso yo.

Buena persona

Paco Torres, el gran Paco Torres, me echa el brazo


por el hombro y me dice: —Bien, querido amigo, ya es
usted un autor premiado, un escritor famoso, la Prensa
toda ha publicado su retrato, ya está usted a la altura
de los grandes..., ya tiene todas las puertas abiertas...,
y todo eso se lo debe usted, en primer lugar, a su ta-
lento; pero también, usted lo reconocerá, a Paco Torres...,
a este Paco Torres, tan difamado y que en el fondo es
una buena persona... No lo dude usted..., yo he defen-
dido su premio a capa y espada, como usted no tiene

81
idea, Ricardo León se inclinaba a Castro... Machado era
el único que lo defendía..., pero yo, con mi voto, decidí
su triunfo... Andión me ofrecía el oro y el moro porque
le diera el premio a su hijo..., pero yo, nada, la justicia
ante todo... Además, que me ha sido usted simpático
desde el primer día, porque usted también es una buena
persona..., y eso es lo primero, ¡estamos rodeados de ca-
nallas!
Suspira y bebe. Yo lo escucho atento, pensando ¿adón-
de irá a parar? — Ahora bien —prosigue Paco Torres—,
usted ahora querrá su dinerito..., las quinientas del ala...
Es natural... pero, amigo mío de mi alma, debo confesár-
selo, aunque me dé rubor, yo de momento no puedo abo-
narle esa cantidad..., yo estoy hasta aquí... —se lleva la
mano a la nuez—, yo estoy ahogado..., yo salgo adelante
no sé cómo..., yo soy un luchador..., este Paco Torres
tan alegre, si usted viera..., yo tengo mujer e hijas...,
tengo que sostener una casa..., en fin..., ¿para qué ha-
blar de eso?... Usted, que es buena persona, se arreglará
de momento con un billetito y, además, yo le abro un
crédito en La Campana, para que pueda obsequiar con
rondas a los peces y no haga mal papel..., ¿comprende?
Y, además, seguirá publicando en La Novela de Bolsillo...
y también podrá publicar en Los Contemporáneos, pot-
que después del triunfo le tomarán lo que les lleve... De
modo que ahí va eso —y me tiende un billete de cien
pesetas—. ¿Estamos?... Y diga usted por ahí a todo el
mundo que Paco Torres es una buena persona...
Acepto el billete con aire perplejo... El Gran Simpá-
tico comprende mi decepción y siente la necesidad de
justificarse.
—Oh, usted está empezando y no sabe todavía bien
lo que es la lucha en Madrid... Yo soy sevillano, como
usted sabe, y vine a la corte hace una porción de años,
¡ay!, con las ilusiones de estrenar en el teatro... Me aga-
rré a Arniches, le hice la corte como a una novia, lo cuidé
como a un geranio, logré estrenar una cosilla con él...,
pero en seguida salieron los envidiosos, los intrigantes...,
los dueños del cotarro..., me echaron la zancadilla..., me
habría hundido si no fuera porque no tengo nada de ton-
to y en seguida me hice cargo..., había que ser pícaro y
lo fui... Este es un patio de Monipodio y yo me había

82
leído toda la picaresca... Necesitaba una base económica
y me la busqué sin pararme en barras. Cogí y pergeñé una
carta de recomendación para Dato, el Presidente del Con-
sejo, firmada por el cacique conservador de Sevilla, y me
fui con ella a verlo... Don Eduardo me recibió como al
propio cacique, me dio un empleo en Gobernación... Lue-
go se enteró, naturaca, del engaño; pero le hizo gracia y
siguió protegiéndome... Hoy tengo ese empleo y además
otros enchufes que he sabido buscarme..., soy hasta repa-
rador de los postes del telégrafo..., pero con todo eso
siempre ando hasta aquí... Se necesita mucho dinero para
vivir en Madrid como es debido... Yo tengo también algo
mío... Yo soy viudo de la hija de don Juan de Dios de
la Rada y Delgado, el que no era ni Dios ni Rada ni Del-
gado, como dice el epigrama, y heredé a su muerte alguna
cosilla. Mi mujer actual, doña María, también trajo su
dinerito. Eso me permite salir todos los días de casa
con un duro en el bolsillo, a la busca de un caballo blan-
co... Yo busco un caballo blanco, y lo encontraré..., yo
conozco a todo el mundo, tengo influencias en todas pat-
tes y todo el mundo me necesita... Todo el mundo recu-
rre a Paco Torres... Y Paco Torres sirve a todo el mun-
do, por su porqué..., yo no hago nada de balde..., sería
del género tonto..., claro está que con los verdaderos
amigos es otra cosa... Por los amigos de verdad hago yo
lo imposible..., pero ¿cuántos son los verdaderos ami-
gos?... Los amigos del alma son precisamente los que
le tiran a uno al codillo, los que lo desacreditan por ahí...
Gracias que de Paco Torres no tienen nada que decir...
Yo no doy sablazos, yo no soy gorrón, mi duro va siem-
pre por delante... Ahora, que yo me reservo para un
buen golpe..., para cuando encuentre un caballo blan-
co..., un caballo percherón, de los grandes... Entonces
Paco Torres será un personaje..., triunfará y se acordará
de sus verdaderos amigos... Entonces no le pesará a us-
ted haber conocido a Paco Torres...
Yo pongo una cara agradecida. Él insiste:
—No lo dude usted... Yo soy todo de los buenos ami-
gos... Me acordaré de usted..., lo haré célebre, lo llevaré
a la Academia..., , si quiere estrenar tendrá todos los tea-
tros abiertos...
Yo hago un gesto evasivo.

83
—Usted se lo merece todo, porque es una buena per-
sona... Lo primero que hay que ser en el mundo es bue-
na persona...
Llegan otros socios de La Pecera y las confidencias se
acaban... Paco Torres recobra su empaque y su aire alegre
y frívolo de payaso. Es otra vez el Gran Paco Torres,
el hombre feliz, que se ha puesto el mundo por mon-
tera...

Bien..., pero lo cierto es que tendré que decepcionar


a la Hermana y recurrir otra vez a los anticipos en el
periódico y poner un gesto de falsa satisfacción ante las
felicitaciones de los amigos...
Preparo un original y, animado por las palabras de mi
Mecenas, lo llevo a Los Contemporáneos. —No me lo re-
chazarán —pienso en el camino para presentarme allí
con aplomo... Me recibe un señor, que parece no haberse
enterado de nada y, de buenas a primeras, me dice que
tiene el cajón de su mesa abarrotado de originales y que
no puede admitir ninguno más...
¡He ahí las primeras señales del triunfo!

Plagio y pornografía

La conversación en los círculos literarios versa hoy so-


bre la demanda judicial que Ricardo García Prieto, el
viejo escritor republicano con ribetes de libelista y una
historia de pendenciero, que lo ha hecho mal mirado
y temido, acaba de presentar contra Fernando Mora, el
autor de El hotel de la Moncloa, que según él es un
plagio de una obra suya de teatro titulada Lo primero
es vivir.
Fernando Mora había conocido esa obra por conducto
de Paco Torres, a quien el autor se la confió, y le gustó
tanto que la hizo suya, sin más que convertirla en novela.
La denuncia de Prieto sólo ha servido para demostrar
lo difícil que es probar el plagio y los magistrados, pet-
plejos, han optado por sobreseerla.
El otro tema de comento es el proceso incoado a ins-

84
tancias del fiscal contra Alvaro Retana por la publicación
de su novelita El tonto, que aquél estimó pornográfica.
Con este motivo se ha planteado una vez más la cues-
tión de la pornografía en arte, se han citado opiniones de
críticos en pro de Retana —entre otras la de Cejador—.
Retana, que no es tonto, se ha defendido bien y al final
salió absuelto.
El proceso sólo habrá servido para propaganda del
autor.

Claudio Santos

Aparece en La Pecera un hombre pequeñito, vivara-


cho, canoso, con una eterna sonrisita irónica en el labio
colgante... Entra preguntando: —¿Adónde está ese gran
poeta y borrachín que se llama Manuel Machado?...
En el acto el poeta se levanta, reconoce entornando
los ojos al interpelante y le tiende los brazos con gran
efusión: —Pero, hombre, Claudio, ¿usted por aquí?
Luego nos lo presenta: —¡Claudio Santos, el gerente
de la Casa Garnier de París, donde estuvimos traducien-
do mi hermano Antonio y yo!
Luego nos presenta a nosotros y el visitante va estre-
chando sucesivamente manos y repartiendo saludos.
—Don José Andión, el Presidente —recalca Paco To-
rres, adulando al gallego, que no depone su habitual ceño
adusto ante la llegada de desconocidos.
Claudio Santos le hace al Presidente una reverencia ce-
remoniosa. Luego, invitado, se sienta... Entre él y el
poeta se cambian evocaciones melancólicas... ¡Cuánto
tiempo que no se veían!... Aquella Rotonde de París,
aquellos amigos..., Gómez Carrillo..., Rubén..., bohe-
mia, juventud..., ¡ya tenemos canas!...
Biedma fotógrafo interviene: — Bueno, señores, ale-
egría... Vinum laetificat cor hominis, Yo creo que se im-
pone una ronda... ¡Zancuda!...
Llega la bandeja con las cañas... Claudio las paladea
como conocedor. ¡Vino de España!... Bebe y chasca la
lengua.
85
Paco Torres grita: —¡Esto es oro líquido! ¡Esto es
mejor que esos menjurjes que beben ustedes en París!
—<Ca est ca! —asiente el forastero.
—Pero bien, dinos, ¿a qué has venido? ¿Es que te ha
echado la guerra? —pregunta Manolo.
—Pues hasta cierto punto, sí. La guerra ha paralizado
allí los negocios... Además, se ha recrudecido el chau-
vinisme francés..., la situación se hacía molesta para el
extranjero que no se enrolaba..., así que yo, que tenía
unos cuartejos ahorrados, decidí venirme a España y mon-
tar aquí una pequeña editorial... ¿Qué te parece?...
Machado hace un gesto escéptico. Pero Paco Torres
aguza el oído: —¿Una editorial? ¡Magnífico!... Yo pue-
do asesorarle a usted..., porque de momento estará des-
pistado... Yo conozco a todos los autores...
—¡Merci, bien! —agradece el futuro editor, displi-
cente. A
— ¡Ya Paco Torres olió el negocio! —comenta Biedma
fotógrafo—. Yo creo que se impone otra ronda.
—«¿Y ha pensado usted en el título? — insiste el sevi-
llano—. Porque todo depende del título..., un título bo-
nito, sonoro...
—Sí —responde el forastero—. ¡La pienso llamar Edi-
torial Mercurio!... ¡Eso recuerda al Mercure de France!...
— ¡Magnífico! —aplaude el Gran Simpático—. Eso hay
que celebrarlo... ¡Una ronda y brindemos por la Colec-
ción Mercurio!... ¡Y por don Claudio Santos!... Esta va
por mí; pero usted, don José, debe echar otra ronda...
En la Colección Mercurio podrá publicar su chico...
—Desde luego —asiente Claudio—. ¿El señor tiene
un hijo literato?
—«¿Cómo si tiene?» —replica Paco Torres—. Un gran
poeta, Antonio Andión, el autor de Salmos, trenos y me-
ditaciones... Algo serio...
El Presidente suspira...
—Bueno; Claudio Santos, es decir, la Colección Met-
curio, acogerá todas las obras de los noveles que tengan
talento, sin dejarse deslumbrar por el oropel de los pres-
tiglos...
—¡Muy bien! —aplaude, saliendo de su estupor, Ce-
ledonio J. de Arpe—. Eso es filantropía..., mecenismo...
El editor agradece modesto el ditirambo.
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Bueno. Desde esa noche, Claudio Santos es ya un ha-
bitual de La Pecera. Su presencia atrae allí a Cascales,
a Astranilla, al autor de Tersaida..., al genio del soneto...
Todos rodean y exaltan al filantrópico editor que busca
al genio desconocido...
Claudio Santos expone gradualmente los progresos de
su labor organizadora: ya tiene imprenta, ya está en tra-
tos con la Papelera... y ya tiene un montón de manus-
critos... Ha tirado unos prospectos en papel de color y
los reparte profusamente... ¡Todos se los guardan como
si fuesen décimos de lotería!
Astranilla, según su costumbre, se ha pegado como con
sindeticón al pródigo editor, se ha hecho su insepara-
ble..., y desde luego le ha entregado el manuscrito de
un libro sensacional, La vida en los conventos y semina-
rios, muy superior, según dice él mismo, al Ad majorem
Dei gloriam de Pérez de Ayala...: —Un libro de escán-
dalo, que se va a vender como pan bendito... y va a ha-
cer pupa..., ¡porque en él se da mucho palo!...
En tanto se arregla lo del papel, Claudio Santos se
dedica a dar satisfacción a sus nostalgias madrileñas y
aprovechando que es verano, recorre las verbenas en la
clásica manola, luciendo a su lado la clásica chulapa con
mantón de Manila, bebe el morapio en las tascas castizas
y se da un verde de costumbrismo madrileño... —¡Oh,
este Madrid, digan lo que digan, es maravilloso... Es
Goya, don Ramón de la Cruz y Ventura de la Vega y
Arniches, todo junto!... Algo único..., sobre todo vinien-
do de París, donde todo el mundo es tan guindé... Aquí,
en cambio, qué campechanía, qué sencillez..., ¡qué Lbon-
homie!... Estos chulos son almas de Dios..., estas mu-
jeres de la rue son unas buenas chicas, con psicología de
novias..., ¡c'est admirable!
Una noche, Claudio se presenta en La Pecera afónico
y con el labio inferior colgante, rojo y tumefacto. A
las preguntas que le hacen, responde con indiferencia:
—¡Bah! No es nada..., un poco de frío..., bebí una san-
gría demasiado helada... y tengo el labio un poco esco-
riado...
—A ver —clama Paco Torres—. ¡Que se lo vea a usted
don Juan!
87
Don Juan, el médico castizo, se ofrece servicial: —¡A
ver ese labio, hombre! Si parece el de un camello.
Claudio se acerca, don Juan lo examina entornando los
ojos y diagnostica sardónico, con un buen humor de in-
terno de hospital:
— ¡Una escoriación, eh!... Bueno, pues ya puede usted
echar mano del 606. ¡Ja..., ja! ¿De qué color tenía las
medias, amigo Claudio?
—Pero ¿es posible?» —exclama desconcertado el edi-
tor—. Sería notable..., haber venido de París a coger aquí
la avariosis...
— ¡Pues así es, amigo! —ríe el médico—. Y que ha
sido de las buenas... ¡Claro! ¡Estas chicas son así de ge-
Nerosas:.., Ja... Jalo..
Claudio Santos no sale de su asombro. El Presidente
sonríe: —Para que te fíes... ¡Detrás de la cruz está
o demo!
Paco Torres comenta zumbón:
—Va usted a tener que tomarse todo el mercurio de
su colección...
—Es la jettatura del nombre —dice Claudio sonrien-
do forzadamente con el labio escoriado—. Debí haber ele-
gido el de Colección Minerva...
—Tarde piache —ríe don Juan—. Pero a tratarse en
seguida. Vaya a ver a Asúa...
Desde aquel día, Claudio Santos sigue el consejo del
médico y se gasta en el tratamiento los francos que había
traído de París..., pierde la moral —como él dice— y
deja de ocuparse en sus asuntos... Y un día desaparece
inopinadamente y Machado nos cuenta que se ha vuelto
a París..., con sólo unos francos.
—¡Es mucho Madrid! —comenta Paco Torres—. ¡Aquí
se pierde el valor, la juventud y el poder!...
— ¡Y la pasta! —agrega el médico castizo—. ¡Que es
lo que más duele!... ¡Ja..., ja!

El único que ha sacado tajada es Astranilla, cuyo libro


dejó ya tirado en la imprenta el galicoso editor. —La
vida en los conventos y seminarios, ese libro sensacio-
nal, que cae, como aquí todo —lamenta el ex seminaris-
ta—, en el vacío...

88
El secretario de Ricardo León

Suele concurrir a La Pecera el secretario de Ricardo


León, un malagueño con tipo de moro, alto, pelinegro y
ojinegro, con barbita en punta, protocolario y ceremonioso
como su jefe, y de habla tan floja que hace gues de las
jotas. Y dice, por ejemplo: —Estaba en un gardín con
una señorita... y le digue: —Señorita, ¿está usted eno-
gada?..
Se llama Fernando Luque, y contra lo que suele ocu-
rrir con los secretarios de grandes hombres, es un admi-
rador apasionado del académico.
Se entusiasma hablando de él, y entre caña y caña, nos
pondera sus éxitos: —Don Ricardo vende dieciséis mil
ejemplares de sus libros, cifra munca alcanzada por nin-
gún escritor, ni por Felipe Trigo... Ricardo León es el
autor predilecto de las señoras —más que Martínez Sie-
rra— y constantemente recibe cartas de admitadoras y
abanicos para que en ellos estampe algún pensamiento...
Por cierto, que muchas veces está tan atareado, que tiene
él que suplirlo, de suerte que andarán por ahí un buen
número de pensamientos apócrifos del gran novelista...
Fernando Luque nos introduce también en la vida ín-
tima del novelista y nos habla de sus alifafes físicos que
hacen de él un viejo prematuro, de sus relaciones más
o menos platónicas con Concha Espina, que por él manda
en la Academia como en su casa y, finalmente, de los
apuros en que lo pone su pasión por la propiedad terri-
torial. Don Ricardo compra casas en todas partes, a cré-
dito, y luego tiene que hipotecar unas para pagar otras.
Actualmente es propietario en Santillana del Mar, en Má-
laga y en Madrid. Esa es su manía y por ella se ve siem-
pre entrampado, a pesar de sus cuantiosos ingresos como
autor y como funcionario del Banco de España, donde
para eximirlo de todo trabajo lo han nombrado bibliote-
cario y además le han hecho o le están haciendo una
edición de sus Obras completas cuyo beneficio será para
él íntegro.
—i¡Vaya, vaya con don Ricardo! —comenta Cascales,
el eterno aspirante a académico—. Así ya se puede ser
beato... No pierde ripio..., en ningún sentido...

89
Los hampones

La Puerta del Sol, a media noche, cuando la gente sale


de los teatros y afluye a ella, presurosa en busca del úl-
timo tranvía, y los grandes focos se apagan, es un her-
videro de larvas de toda especie, algo así como la gran
caldera de las brujas de Macbeth. Allí pululan, en fra-
ternal confusión, busconas baratas y hampones literarios,
los verdaderos hampones de la Literatura, no esos que
Zaratustra ha satirizado en su libelo...
Son esos individuos indefinibles, abúlicos, incapaces de
una labor continuada, medianías con alguna chispa de ge-
nialidad, perezosos para vencer las dificultades del éxito
y a los que Emilio Carrere ha acabado de desmoralizar
con sus apologías de la bohemia literaria. Son la escuela
desperdigada y errante de ese falso bohemio, hijo bas-
tardo de un influyente personaje, gracias al cual tiene su
empleo en el organismo oficial menos literario, en el
Tribunal de Cuentas.
Ellos lo reconocen como su maestro genial, se saben
de memoria sus versos y recitan en las esquinas y al
pie de los faroles su elegía de «La amada mal vestida» y
otros por el estilo, en que se canta el lirismo de los hara-
pos y el hambre.
Carrere los ha tomado de modelos para sus novelas
cortas, presentándolos como hombres que viven de la pi-
rueta, vocablo de amplitud indefinida en el que cabe todo,
desde el sablazo hasta la pequeña estafa y el chantaje, y
bajo el imperio de Nuestra Señora la Casualidad.
Son los individuos que duermen en los bancos públicos
o en los desmontes, cuando no han logrado reunir du-
rante el día los cincuenta céntimos para ocupar un sitio
en esos lechos promiscuos de la casa de Han de Islandia,
donde todos duermen revueltos, unos con otros y con
los piojos y las chinches y las ladillas, que se les pegan
a los cuerpos, sin que ellos se tomen ya la inútil molestia
de tratar de ahuyentarlos.
Han llegado ya a una pasividad de fakires, en que las
ropas, pegadas al cuerpo como una segunda piel, se les
caen a jirones, llevan los cabellos hirsutos por encima
de los cuellos sucios y flojos, las botas se les abren, de-

90
jando ver los dedos de los pies, y las manos denegridas
hacen la impresión de llevar guantes.
Todo el día se les va tras la búsqueda de unos cénti-
mos para la cama y la ración de judías y el panecillo, en
esas tabernuchas inmundas como la del Barbas o Eladio.
Cuando han tenido fortuna en sus acometidas a algún
mecenas ocasional o a algún literato de los que cotizan
su firma, van a darse un festín a la famosa casa de Prócu-
lo o a la no menos famosa de Pascual, y entonces se re-
galan con el bisté de patatas o la cazuela de guisado,
en que todos meten fraternalmente la mano pringosa, y
copiosos frascos de vino tinto. El vino es lo que princi-
palmente los sostiene y los infunde la exaltación lírica
con que magnifican sus harapos y se creen ser verdadera-
mente unos bohemios de Murger, unos genios incompren-
didos de los burgueses, y parodian, sin darse cuenta, las
famosas escenas de Bohéme, sin Mimi ni Musotte; porque
estos hampones sórdidos no tienen siquiera un amor de
mujer y su miseria espanta aun a las miserables mujeres
de las esquinas. :
El ídolo literario de estos hampones es Emilio Carre-
re, el autor de La musa del arroyo y el novelador de lo
que él llama El reino de la calderilla, pero su jefe inme-
diato es ese otro poeta con facha de bandido, ojos de
búho, nariz corva, greñas hirsutas y hablar ceceante y ra-
yente, alcohólico habitual, de un histrionismo innato,
agravado por el alcohol, y hábil en todas las artimañas
de la picaresca, que se llama Pedro Luis de Gálvez.
Este don Pedro Luis, como le llaman sus admiradores,
es un hombre terrible, un malagueño del Perchel, capaz,
teóricamente al menos, de la puñalada y que sabe tocar
todos los registros, desde el halago servil hasta la ame-
naza encubierta, para obtener el duro o las dos pesetas;
que marcan el límite de sus aspiraciones.
Don Pedro Luis explota el patetismo de sus guiñapos,
de su pobre mujer, de sus hijitos, que le piden pan,
etc., etc., llora, se aporrea las mejillas, implora como
el más humilde mendigo; pero si sus resortes melodra-
máticos no surten efecto, apela, súbitamente y sin transi-
ción, a la amenaza, sacando partido de su leyenda de ex
presidiario.

91
Porque don Pedro Luis estuvo en la cárcel de Málaga,
como reo de un delito de imprenta, de lesa majestad, y
de allí salió gracias a las gestiones de don Miguel Moya,
presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, el
cual, luego de obtenido su indulto, se lo trajo a la corte
y le abrió las columnas de El Liberal, donde publicó al-
gunas crónicas que le granjearon una fama merecida de
escritor castizo y académico, de la raza de su paisano
Ricardo León.
Don Pedro Luis es un hombre que, por su carácter,
ha malogrado un porvenir. Pudo haber llegado a la Aca-
demia, como su paisano, pero por su inadaptación se ha
quedado en los suburbios de la literatura y sólo cuenta
con la admiración de sus hampones, que se saben de me-
moria sus sonetos zahirientes, de un estro resentido y un
corte quevedesco, redicho y amanerado... Pero lo que más
le admiran es su audacia, su cinismo, las mil anécdotas
pintorescas y crudas que se cuentan de él..., empezando
por aquella de cuando se le murió un hijito recién na-
cido y lo metió en una cajita de pasas y lo paseó por
los cafés, empleándolo como recurso patético para sacar
unas pesetas...
Don Pedro Luis es de los que cobran el diezmo del éxi-
to a los colegas. Y así se me acercó una noche, a raíz del
premio de El pobre Baby, y se me dio a conocer: —Yo
soy Pedro Luis de Gálvez..., ya me conocerá usted, ¿no?
—Sí, claro... —Bueno, pues yo también lo conozco y lo
admiro..., he leído su Candelabro y su Pobre Baby...,
oh, el pobre Baby, que buscaba una madre... Cómo me
ha hecho llorar..., a mí, a Pedro Luis de Gálvez, que
tiene fama de bandido..., sí, me ha hecho llorar..., ¡mal-
dita sea!... —Y el hombre lloraba lágrimas alcohólicas...
Luego, en tono contrito: —Y sin embargo, oh maestro,
yo he tenido el valor de escribir contra usted un artícu-
lo..., ¿recuerda?, sí, en ese periodicucho de Carrere...,
el Gil Blas..., sí, yo lo escribí con esta mano que querría
cortarme ahora..., pero la necesidad..., maestro, no fue
idea mía, sino de ese miserable de Carrere y de Valero
Martín... ¡Oh, cómo me pesa, maestro, necesito que us-
ted me perdone..., estoy dispuesto a besarle los pies!...
Haber cometido ese sacrilegio... ¡La maldita miseria!...
Mi mujer, mis hijitos...

92
Yo recordaba aquel artículo que Fabián Vidal malig-
namente me había enseñado..., y del que no había hecho
caso alguno. Tranquilicé al hampón, le aseguré que ya
había olvidado aquello, rehuí sus demostraciones de con-
trición lacrimosa y todo terminó en que Pedro Luis me
hizo escuchar uno de sus sonetos, plagados de ripios como
de piojos, como su cuerpo, y al final me pidió un duro...,
bueno, dos pesetas..., bueno, unas perras para tomar un
vaso... Desde entonces quedé convertido en tributario
suyo, inscrito en su libro de señas y periódicamente me
sale al paso o me envía a un hijo suyo con una esquelita
a lápiz, pidiéndome unos cobres...
Porque don Pedro Luis tiene —según dicen— un libro
de señas de los que pudiéramos llamar sus suscriptores,
tan copiosos ya que tiene uno para cada día del año.
Y cuando algún cofrade no sabe a quién dirigirse, acude
a él para que le dé una seña de sableable seguro...
Don Pedro Luis emplea también el truco de comprar
libros de viejo en los baratillos, intonsos de restos de
edición, y dedicárselos como propios a los aficionados co-
nocidos, dejando a su buena voluntad la remuneración.
Don Pedro Luis es el inventor de miles de fórmulas
picarescas, que sus admiradores le copian.
Es toda una picaresca literaria que a la media noche
convierte la Puerta del Sol en una Corte de los Milagros
o un Patio de Monipodio...
Hay el hampón pasivo, resignado y hasta orgulloso de
serlo, y hay también el hampón agresivo, duro, insolen-
te, que reacciona violento ante la negativa, sin apelar si-
quiera a los histrionismos melodramáticos de Pedro Luis.
Uno de ellos es Cubero, Antonio Cubero, un joven
cordobés, con cara lobuna, que posa de filósofo y escribe
cosas en periódicos que nadie lee, en periódicos sapos,
como El Globo, que viven de subvenciones y sólo tiran
unos cuantos números, que no llegan al público.
Cubero es duro, zahiriente..., feroz con los que le nie-
gan el óbolo. Él mismo cuenta que para vengarse de esas
negativas finge aturdimiento y les pisa los callos o les da
empujones a los refractarios.
Cubero es abogado. Terminó la carrera y su padre, un
terrateniente de Priego, le envió en recompensa una can-
tidad que fue el origen de su desgracia. Cubero se fue

93
a París, se gastó el dinero alegremente en unos cuantos
días, en el Moulin Rouge y en el barrio Latino, cogió una
sífilis y para volver a España tuvo que apelar a la picares-
ca. Y ése fue el principio de su bohemia hampona.
Eso cuenta él; y sus amigos añaden que Cubero es
otro hombre que ha malogrado su porvenir. De vuelta
en España, conoció en una casa, donde se reunían amigos
a jugar a la lotería y a las prendas, a una señorita de bue-
na familia, la cual se enamoró de él y se le entregó...,
quedando encinta de un hijo... Al enterarse un hermano
de la joven, muy bien situado en política, quiso arreglar
la cosa y legalizar aquellos amores, y, puesto que el se-
ductor era abogado, colocarlo en un alto puesto buro-
crático... Pero al decírselo así la muchacha al bohemio,
éste aspeó los brazos, según su costumbre, y salió huyendo,
y ni la madre ni la hija lo han vuelto a ver más...
—.¡Cipote! —tal es la exclamación habitual de Cube-
ro—. Me querían pescar..., cualquiera me pesca a mí...
Cubero no es un tipo simpático..., tiene tendencia a
lo fúnebre, a lo macabro... Va impelido de una curiosi-
dad morbosa al anfiteatro de San Carlos y al depósito
judicial y se complace en asustar a sus amigos con des-
cripciones espeluznantes de lo que en ellos ve... Cube-
ro es un cuervo que ronda la carne putrefacta... Cubero
huele a cadaverina, esa esencia predilecta de Emilio Ca-
rrére. Cubero parece venir siempre de la Estigia...
Otro hampón de temple bravo, pero cohibido por una
cobardía ingénita, es Dorio de Gádex —seudónimo que
encubre un apellido vulgar—, un gaditano pequeño, en-
clenque, que se proclama d'annunziano y es el autor de
un librillo, De los divinos, de los malditos, escrito en un
estilo preciosista y rebuscado. También Dorio de Gádex
vino de su Cádiz natal con algún dinero, heredado del
padre, y se lo gastó, según dicen, en una breve tempo-
rada de esplendor con tres queridas simultáneas, de las
que era el sultán. De esa época relámpago conserva cier-
tos resabios de dandismo, que consisten en gastar som-
brero hongo y monóculo y beber ajenjo, cuando puede.
Hasta tiene un gran perro, con el que pasea algunas ve-
ces, quizá imitando a Alejandro Sawa, que es uno de
sus ídolos literarios...
Pero hay hampones completamente pintorescos e in-

94
ofensivos, como don Tirso Alcalde, un hombrecillo con
lentes, guantes y boquilla de ambarina y chaquet, que
fue seminarista, colgó los hábitos y se casó, tuvo un hijo
y colgó también a la mujer. A fuer de seminarista que
ha sido, don Tirso Alcalde posa de teólogo y en ese pun-
to no consiente que nadie le discuta, y le tapa la boca al
caballero Pujana, que es el único que se atreve a contra-
decirle. —¡Usted, Pujana —le dice muy serio—, será un
filósofo, no se lo discuto; pero de Teología no sabe usted
una palabra!
Don Tirso Alcalde es un tipo curioso. No es un bohe-
mio puro. Tiene temporadas de burgués, de hombre orde-
nado, desaparece de Madrid y hace seguros en provin-
cias. Pero de pronto le entra el venate y se presenta en
la corte, vestido aún de punta en blanco, con sus guantes,
sus botitos, su bastoncito y su reloj con cadena, prendas
que paulatinamente van desapareciendo, hasta dejarlo en
su atuendo de hampón... Entonces don Tirso maneja el
tirso, es decir, el sable, reniega de los seguros y renace
en él el poeta lírico, el autor de El príncipe bufón, esa
especie de auto sacramental, que, con su voz chillona,
recita a sus amigos, a lo largo de las calles o en los cafe-
tines de los barrios bajos. El príncipe bufón es el propio
don Tirso, que hace befa de sí mismo para regocijo de
la humanidad. Don Tirso es un tipo curioso, de una dua-
lidad interesante, un hombre que se metamorfosea...
—Yo tengo fases —grita él— como la luna... Yo soy
una sirena y no puedo hundirme en la vida, porque las
sirenas flotan siempre... —Don Tirso es eufórico y egó-
latra. Cree en el sino que lo protege... Fue la voz del
sino la que le aconsejó colgar los hábitos... —Estaba en
el patio del seminario y de pronto sentí la voz y, sin pa-
rarme a pensar, tiré el bonete y grité: —¡Vivat libertas!...
¡Yo tengo mi daimon, como Sócrates!
Don Tirso tiene en sus apuros mecenas eclesiásticos,
ex compañeros suyos de estudio, algunos de los cuales,
como Gandásegui, han llegado a obispos. En esa clien-
tela clerical opera el sable de don Tirso. Esos amigos lo
acogen siempre bien, lo equipan y lo lanzan a provincias
a ejercer el apostolado social..., y don Tirso se porta
magníficamente, hasta que de nuevo oye la voz del de-
monio del arte, lo deja todo y se viene a Madrid...
95
Otro tipo de hampón inofensivo y pintoresco es un
tal Santaló, un muchacho cordobés, que explota el truco
del enfermo cardíaco y a todos les invita a palpar su lado
izquierdo, donde el corazón le palpita desaforado como
un reloj de pared descompuesto... Santaló está encantado
con la bohemia, que es un reino mágico de sorpresas
inesperadas: —¡Pides un pantalón y te dan una america-
na..., pides para un bisté y te dan para una ración de
judías!... Es muy divertido... —Santaló es de los que,
como dice Carrere, se embriagan con la media tostada.
Pero el tipo más interesante de toda esta bohemia ham-
pona es Alfonso Vidal y Planas, otro ex seminarista ca-
talán, que colgó también los hábitos, sentó plaza en el
Tercio y ahora escribe en El Parlamentario de Antón
del Olmet crónicas de tono exaltado y también artículos
de campaña con miras al chantaje... Alfonso Vidal y
Planas es un joven flaco, con una cara fina, morena, en
la que, bajo una cabellera alborotada, brillan unos enor-
mes ojos negros, agrandados de fiebre y de un ansia de
gloria y amor. Toda su figura tiene algo de genial y ha
merecido que Romero de Torres le fije en el lienzo, como
una réplica a su Musa gitana. Ni que decir tiene que ese
magnífico retrato ha permanecido muy poco tiempo en
poder de Alfonso y ha ido a parar a la tienda de Veguilla
por unas pesetas... ¿Dónde iba a guardarlo su errabundo
modelo?...
Vidal y Planas blasona de no haber leído nada y de ahí
deduce su originalidad absoluta. Pero ha leído por lo me-
nos a Dostoyuski —como él dice— y se cree el Dosto-
yuski español..., aunque lo que sí podría ser es uno de
sus personajes.
—'¡Es un delirante! —afirma San Germán—. ¡La mala
comida!... ¡Aquí en España no se come..., no se pasa
de la media tostada... o el vaso de vino! ¡Todos estamos
pretuberculosos... o medio dementes! ¡Aquí imperan el
espiroqueto pálido y la tuberculina!... ¡Habría que ha-
cerlos una oda!...
San Germán, que me aguarda en Teléfonos, tira de
mí y me conduce al Colonial, cuyo ambiente luminoso
parece una Gloria, después de cruzar este Infierno de
trágicas sombras de la Puerta del Sol en la medianoche.

96
El Colonial

Poco a poco, sin yo pretenderlo, me veo convertido en


cabecera de una tertulia literaria. Jóvenes poetas, tímidos
como lo era yo en otro tiempo para los escritores que ad-
miraba, se me acercan espontáneos, se me presentan con
un primer libro en las manos trémulas o simplemente
con un verso no escrito en los labios, solicitando ser admi-
tidos en mi círculo del Colonial. Nuestra mesa toma un
carácter marcadamente literario, que aleja a los antiguos
amigos como Daguerre, Alsagak, etc., que, con aire de
superioridad, miran a estos noveles, atacados, como ellos
dicen, del sarampión de la literatura. Desde sus mesas,
me miran con aire compasivo, me hacen guiños irónicos
y condolidos, y cuando me cogen aparte, me dicen:
—Pero, hombre, ¿cómo soporta usted esas tabarras?...
Yo protesto: —¿Tabarras? —y los miro a mi vez, con-
dolido. Pero ellos me sonríen escépticos y con un aire de
complicidad que me molesta... y halaga al mismo tiem-
po..., pues en el fondo se trata también de celos de
amistad.
Lo cierto es que en este café ruidoso y bullente, de
prosa y vulgaridad frívola, nuestro rinconcito es un pe-
queño Parnaso en el cual sólo se habla de literatura...,
se recitan versos, se leen páginas inéditas, se hacen planes
de grandes obras, se discuten valores... y se acarician sue-
ños de gloria, que ponen ardientes de fiebre los ojos y los
dilatan como estrellas...
¿Quiénes son estos noveles, todavía ignorados de la
Crítica, desdeñados de los colegas, que ya tienen un nom-
bre, y que vienen a mí, como a un hermano mayor, en
demanda de comprensión y ayuda?... Larga sería la enu-
meración de sus nombres, que a veces yo mismo ignoro,
pues los hay que vienen circunstancialmente, se van y tar-
dan en volver, y otros los sustituyen, sin que notemos
la diferencia..., siempre el mismo entusiasmo loco, la mis-
ma exaltación, los mismos ojos de fiebre y el mismo tem-
blor en la voz...
Me aguardan impacientes a veces en los alrededores del
café y en cuanto aparezco con mi aire lento y triste, me
rodean y me forman cortejo hasta el diván.

97
¡Oh, qué simpáticos estos muchachos, poseídos de esa
divina inquietud, que era la mía en otro tiempo, y en
los cuales me veo yo a mí mismo como en otros tantos
espejos pretéritos!... Los hay que están callados, como yo
lo estaba en la tertulia doméstica de Villaespesa o en la
mesa del Universal, ante el magnífico Alejandro Sawa...
Otros, más audaces, me interpelan con un aire de simpá-
tica camaradería y me requieren como árbitro en sus dis-
cusiones con los compañeros, adoptando ellos también un
tono de pequeños ministros..., porque han publicado ya
alguna cosita en periódicos provincianos o en revistillas
absurdas que nadie lee...
Todos ellos son seguidores del modernismo, epígonos,
como yo los llamo, de Villaespesa, los Machado y Juan
Ramón Jiménez..., a los que imitan en la forma y el
tono..., aunque creyéndose absolutamente originales. En
ellos puede estudiarse la psicología del novel, a un tiem-
po humilde y orgulloso, de un orgullo egolátrico, tan des-
medido que resulta ingenuo e inocente. Llegan cohibidos,
se sientan en el pico de la mesa, pero en cuanto oyen
de mis labios una palabra alentadora, yerguen el busto,
se arrellanan en los divanes y alzan la voz, prontos a dis-
cutir conmigo mismo... ¡Oh, y cómo crece y se desarro-
lla a ojos vistas esta tierna planta del novel!
Ahí está ese jovencito gallego, que estudia Filosofía y
Letras y se llama Eugenio Montes... Al principio, apenas
si se atrevía a hablar. Ninguno de sus compañeros le ha-
cía caso. Pero bastó que yo aprobase alguna de sus opi-
niones literarias para que el hombrecito se creciera y ahue-
case doctoralmente su voz y hablase con una energía que
hacía temblar la mesa como una máquina Singer.
Entre estos noveles hay la natural emulación, los celos
y menudas envidias, propias de todo grupo de humanos.
Todos pretenden tener el secreto del arte y de la obra
maestra, y todos miran con desdén al compañero. Todos,
en una palabra, se creen genios... Pero ¡qué simpática
esta petulancia juvenil, esta iconoclastia del novel, este
radicalismo en los juicios! Me parece que vuelvo a respi-
rar la atmósfera apasionada de las tertulias modernistas,
que vuelvo a oír aquellas voces tonantes y negadoras, que
ya el éxito ha apagado. ¡Ahora se diría que todo vuelve
a empezar otra vez! Y yo soy ahora para estos muchachos

98
lo que entonces eran para mí aquellos hermanos mayores,
ya aureolados por un nimbo sólo para mis ojos visible...

Con una sonrisa comprensiva y alentadora, les oigo sus


versos y asisto a sus discusiones acaloradas, que a veces
hacen volver la cabeza, asombrados, a los vecinos de
mesa... ¡Qué vehemencia, qué gritos, qué disputas tan en-
conadas, no por una mujer, sino por esa cosa fantástica,
irreal, que se llama la Literatura!...
¡Cómo llegan casi a desafiarse por una discrepancia en
el juicio, por cuestiones pueriles, como si Rubén Darío
sigue siendo grande o está ya agotado, o si Víctor Hugo
es O no superior a Verlaine!..., ¡o si se debe escribir de
este o del otro modo!...
Eugenio Montes, el galleguito, que delata cierto pe-
dantismo universitario, exclama a veces despectivo: —¡És-
tas son charadas de mesa de café!... Opiniones irrespon-
sables...
Pero ¿no es ése el mayor encanto de estas tertulias?
San Germán se engalla y le replica: —¡Hombre!, tie-
ne usted madera de catedrático... Pero el arte es libre, in-
tuitivo, antiacadémico... ¡Hay que cultivar la albór-
bola!...
San Germán ha pescado, él sabrá dónde, esta palabra
y la emplea a cada paso. La albórbola es la alharaca, el
gesto fanfarrón, el grito retador y jocundo, el «evohé»
de los griegos...
San Germán lanza ese grito en Recoletos, en los bailes
de máscara y en el café... San Germán ama el arte, pero
también ama la vida. Ahora está escribiendo una gran
novela, que se titulará Mamá Rocío y en la que saldremos
todos, y que será —dice él— la epopeya de la vida mo-
derna.
—Eso es periodismo —le objeta Montes—. El arte
no debe copiar la vida...
Pero San Germán le objeta: —El arte hoy debe ser pe-
riodismo... ¡Algo nervioso, vivo, palpitante!... ¡como la
vida!...
Y lanza una albórbola. San Germán no es un artista
puro —según Montes. San Germán no protesta, sino todo
lo contrario... ¡Él tiene sangre, nervios!... San Germán
es el único que mantiene el nexo con las antiguas tertu-

99
lias de cupletistas y calaveras, y mira a las mujeres con
aire de conquistador y a los hombres que las llevan del
brazo con ojos impertinentes de reto... San Germán está
siempre deseando que alguien le dé motivo para levantar
en el aire una botella... y darle, como él dice, una lec-
ción... Hay que educar a la gente —sin reparar en que él
es el impertinente y el provocador...
San Germán desentona un poco en esta tertulia de poe-
tas puros —según ellos—, pedantes y ególatras.
No puede contener una sonrisa irónica cuando le oye
al joven Andión, el hijo del Presidente de La Pecera,
compararse con Leonardo de Vinci o con Goethe y ha-
blar de su genio enciclopédico, que domina todas las at-
tes, desde la arquitectura hasta la música, como el de los
hombres del Renacimiento.
— ¡Eres polimórfico, proteico y polifacético! —comen-
ta burlón.
San Germán, a veces, se levanta y va a hacerle un mo-
mento la corte a la Fru-Fru o a charlar con Luis Esteso,
el caricato de la cara triste, o con Ernesto Polo, el colabo-
rador de Pepito Romeo, que escribe sus obras en el café
y, de cuando en cuando, se interrumpe para reírse sus chis-
tes y frotarse las manos, pensando ya en el éxito y en los
trimestres...
—¿Qué tal, Polito? ¿De qué te ríes?
—Verás, chico..., se me ha ocurrido un chiste... que
va a hacer que el público se tronche de risa...
Y lee el chiste, uno de esos chistes verdes como cara-
melos de menta, que son la gala de su ingenio y hacen
no reír, sino berrear, al público de Novedades, compuesto
de tenderos y verduleras.
—Bien, Polito —aprueba San Germán—. ¡Eres un bár-
baro!
—Gracias, chico —replica el currinche, que se cree un
Aristófanes...
San Germán nos mantiene unidos a la vida y a la rea-
lidad, en este ambiente de ensueño que crea la literatu-
ra... San Germán ama la vida, como yo mismo, y odia,
como yo lo odio, ese ambiente de cripta pombiana, de
hipogeo, en que la pasión literaria, enrarecida, se convier-
te en un tóxico...
Yo le digo: —Bien por San Germán, valiente y galan-

100
te, que conserva las tradiciones de la corte de Francia...
¡Viva la albórbola!...

San Germán se emancipa

San Germán llega al café, nervioso y vociferante, con


un aire de falsa albórbola...
—Chico, se acabó la esclavitud..., desde hoy soy un
hombre libre... Me he salido de ABC..., no soy ya
un esclavo de don Torcuato...
—+¿Cómo ha sido eso, hombre?
—-Pues que ya estaba harto... y hoy cogí una silla para
tirársela a Mariné... No tuve la suerte de darle... y eso
es lo que siento... Se armó el consiguiente escándalo...
Yo cogí mi sombrero y mi bastón y me salí diciendo:
ahí os quedáis, esclavos... Era ya mucho, hombre... Por
cincuenta duros al mes no se puede exigir tanto..., que
no tenga usted ningún otro empleo..., que vista usted
decorosamente..., que no se haga usted traer a la redac-
ción ni un café ni una cerveza... Eso es la esclavitud, la
ergástula... Eso no lo puede sufrir nadie que tenga dig-
nidad...
—«¿Y qué vas a hacer ahora?...
San Germán se encoge altivamente de hombros...:
—Pues escribir..., hacer libros..., vivir de la pluma, como
Dickens, como Balzac... Tengo ya planeada una serie de
novelas en las que describiré las miserias del periodismo,
la bohemia literaria..., la incultura de los directores de
periódicos, como ese don Torcuato que confunde excre-
mento con incremento..., y ese Cánovas Cervantes, el de
La Tribuna, que ha sido cargador de muelle y trata a los
redactores a patadas, y como ese Juan de Aragón que tú
padeces... Van a ser libros de escándalo..., te lo asegu-
ro... Hay que barrer toda esta basura moral..., hay que
limpiar los establos de Augias...
San Germán dice todo eso a gritos y estos atraen la
atención de los periodistas que hay en el café. Alsagak,
siempre con su Fru-Fru, lo interpela desde lejos: —¿Qué
te pasa, Pepe?... —Astranilla, que ahora forma en el cor-

101
tejo de Fernández Luna, adivinando por sus gestos de
qué se trata, aplaude: —Bien, San Germán, palo..., eso
es lo que digo yo, aquí hace falta palo...
Daguerre, el viejo periodista, mira curioso a San Ger-
mán y sonríe escéptico. Está harto de oír tales cantatas...
San Germán continúa:
—Sí, hay que desenmascarar a toda esa gente... De-
nunciar todas esas miserias. Yo pienso llevar el asunto
a la Asociación de la Prensa... Aquí el periodista no
come..., todos estamos pretuberculosos... La tuberculina
impera..., he consultado estadísticas... En cambio los di-
rectores están todos gordos como cerdos y tienen queridas
y coche... Esta es la selección al revés y esto debe aca-
barse... Si es preciso iremos a la huelga...
— ¡Bravo! ¡Bravo! —aplaude Astranilla.
Daguerre, el viejo periodista, sonríe escéptico. Yo lo
imito. San Germán insiste:
—Hay que luchar... Tú eres un fakir, un idealista,
pero yo tengo ambiciones muy justas, yo quiero vivir la
vida..., tener coche y queridas, como don Torcuato...
A mí no me basta con el opio de la Poesía... Yo quiero
gozar de la vida... Á ver, camarero, venga una copa
de coñac..., para todos..., quiero celebrar mi emancipa-
ción... Esta noche correré una juerga... y desde mañana
a casita a trabajar por mi cuenta, como Galdós..., a ha-
cer obra... El ABC no me dejaba tiempo para nada...
El ABC es un apagavelas... Por cincuenta duros, se traga
hasta la gloria de un escritor.
Para celebrar su liberación, San Germán hasta se hace
limpiar las botas. Y sin advertir la inconsecuencia, llama:
—A ver, esclavo, límpiame los coturnos...
San Germán es un caso de la eterna y general pro-
testa del escritor contra el ambiente hostil... Días pa-
sados un joven literato gallego, Prudencio Iglesias Her-
mida, me decía en la puerta de Teléfonos, esgrimiendo
un garrote: —Mire usted, maestro, lo que me he busca-
do... Desde ahora ésta va a ser mi pluma. Estoy ya harto
de que los directores me devuelvan mis manuscritos. Aquí
por las buenas no se consigue nada... Aquí sólo vale el
palo..., y sólo se atiende a los matones como el Carretero
Audaz... Pues desde hoy, voy a ser un matón... Ya oirá
usted hablar de mí...

102
El Loco

Esta noche, en la Puerta del Sol, los vendedores de


periódicos vocean el primer número de El Loco, por Vi-
dal y Planas..., contra los jóvenes bárbaros... Y entre
ellos, nervioso y excitado, como un verdadero loco, bri-
llantes los ojos de fiebre, revueltas las melenas, va y viene
el propio Vidal y Planas, mirando a todas partes, retador
y receloso como un demente escapado de los loqueros.
Al verme a mí se adelanta y me interpela:
—«¿Ha visto usted El Loco?..., ¿las cosas que le digo
a Lerroux y a los jóvenes bárbaros?... Decían que me
iban a matar..., pero todavía no han venido... Y estoy
aquí, esperándolos..., el sitio no puede ser más visible...,
en plena Puerta del Sol...
— ¡Debía usted retirarse ya —le digo—, ya está bien,
Alfonso!
—No —grita él—, pienso estarme aquí toda la no-
che..., a ver si vienen... E
—Pero ¿por qué la ha emprendido usted con Lerroux?
—Porque es un aventurero de la política..., un met-
cader de las ideas y un explotador de los obreros y los
periodistas...
Dejo al autor de El Loco y entro en el café. Allí, Da-
guerre y Luis Esteso me llaman: —Venga usted, hom-
bre, y escuche las cosas que El Loco le dice a Lerroux...,
es algo todavía más violento que el folleto de Rodríguez
de la Peña...
—Es algo grosero, pornográfico, de mal gusto —<co-
menta el caricato, respingando su naricilla—. Oiga usted
un botón de muestra: «Ese hombre inmundo, que al na-
cer copuló ya con su madre...»
—Absurdo y estúpido —comenta Daguerre—. Ese
hombre es realmente un loco...
—O un cuco —rectifica Esteso—. Seguramente se
mete con Lerroux porque Maura le ha dado dinero...
Esa gentecilla vende su pluma..., son sencillamente ham-
pones... Y ni siquiera tienen gracia para eso... Son re-
pugnantes... Yo les aplicaba la ley de vagos... ¡No lea
usted más, Daguerre!...
Daguerre deja el periódico y me dice irónico: —¡Ya

103
tiene usted ahí a sus poetas! ¡Vaya usted, gran hombre!
—Otros que tales —murmura Esteso—. ¡Lo compa-
dezco, amigo mío!
Dejo al bufón dispéptico y triste y voy a reunirme
con los poetas jóvenes, impertinentes acaso, vanidosos,
pero candorosos e ilusionados..., que aún no han sentido
la tentación de cambiar su pluma por un garrote...

Visita de Juan Ramón

Inesperadamente, me anuncian en el periódico la visita


de Juan Ramón Jiménez..., que estaba en Moguer y del
cual no tenía más noticias que sus libros.
Bajo emocionado al locutorio y allí encuentro al poe-
ta, largo, fino y pálido como siempre, de pie porque el
diván está ocupado.
Le estrecho la mano y le digo:
—Venga usted por aquí, Juan Ramón, busquemos otro
sitio..., aquí no podemos hablar...
Lo conduzco a otra habitación de la planta baja y —oh
fatalidad— también está ocupada...
Tenemos que permanecer de pie, a alguna distancia de
aquellas personas.
—Qué contrariedad —digo—. No podemos hablar li-
bremente...
Juan Ramón me explica: —No importa..., nuestras
almas se comunican... Yo he venido a verlo a usted, por-
que pienso marchar a América..., ¡me caso!... —estu-
pefacción por mi parte— con una mujer exquisita y que
se llama Zenobia, como una reina de Bizancio...
Querría seguir oyendo más detalles al poeta... Pero
ante estos extraños, el diálogo es imposible...
Yo pongo una cara condolida:
—Ya ve usted, Juan Ramón, una fatalidad... cuánto
lo siento...
—No se preocupe —me responde él —. Yo venía sen-
cillamente a verlo —estamos junto a una ventana y Juan
Ramón me mira fijamente— y ya lo he visto... Me voy.
¡Adiós! ...

104
Y me estrecha la mano con su fría cordialidad caracte-
rística y desaparece, dejándome a mí todo emocionado
2 > ., 2? .

y triste...

Alfonso Vidal y Planas

Este Alfonso Vidal y Planas, al que he podido tratar


después de su espectacular aparición en la puerta de Te-
léfonos, es un buen muchacho al que la inquietud lite-
raria lanzó de su casa, exponiéndolo a todos los azares
de esta bohemia española, rayana con la hamponería. Mi-
litó en el Tercio y publicó un libro, Los legionarios, que
hizo impresión en el público, pero no le abrió las puertas
de los grandes periódicos... y por consiguiente no lo
sacó de su vida miserable e incierta. Vidal y Planas hubo
de colaborar en periodicuchos de combate y hasta de
chantage, como El Parlamentario de Antón del Olmet.
Esto perjudicó su buen nombre y desvalorizó su plu-
ma, una pluma vibrante, bella y a ratos genial. La pluma
de Alfonso, rebelde, denunciadora, es de esas que quitan
el sueño al burgués. Vidal, que estuvo unos años en el
seminario, conserva un fermento evangélico que lo mueve
a erigirse en paladín de los humildes, de los oprimidos,
de los niños pobres y de las mujeres del arroyo. Y no se
crea que la suya es literatura simplemente, pues responde
a un sentimiento sincero de simpatía y amor a todas las
víctimas de las injusticias sociales, a los miserables de
Víctor Hugo, a los humillados y ofendidos de Dosto-
yevski. Yo lo he visto echarles perras a los golfos y dete-
nerse en la madrugada a escuchar enternecido la débil
vocecita de las viejas vendedoras de periódicos. Cuando
Vidal cobra algún trabajo, convida pródigo a sus compa-
ñieros oscuros de bohemia.
Alfonso tiene, sobre todo, hambre y sed de amor. De
amor de mujer, se entiende, y busca a esa mujer en el
sector donde sería más fácil, al parecer, encontrarla, en
los prostíbulos, y se fantasea allí novias románticas, a las
que sueña con redimir y que naturalmente se burlan del
coplero, cuyo exaltado lirismo no comprenden. Más de

105
una vez me ha rogado que lo acompañase a alguna casa
de la calle Tudescos, adonde iba a llevarle una cajita de
bombones a alguna de esas novias ideales, con la que
estaba citado y que no lo esperaba...
Vidal y Planas es una especie de Jesús en los meretri-
cios...
Vidal es un hiperestésico, que pasa de los estados de-
presivos más hondos a las euforias casi egolátricas, con
que los compensa. Discutido, ridiculizado por sus com-
pañeros circunstanciales de bohemia, Vidal se proclama
un genio, un Dostoyevski, y provoca las risas de sus ca-
maradas. Y la verdad es que si no genio completo, tiene
algo de genial y es único por su temperamento y estilo
entre los jóvenes y aun entre los viejos escritores de hoy.
Sus imágenes, sus metáforas, son incomparables. Su es-
tilo, voluntariamente popular, recuerda al Dicenta de Juan
José y quién sabe si un día escribirá una obra que con-
mueva las fibras del pueblo como aquélla.
Los señoritos de la literatura, los críticos sensatos como
Díez Canedo, tienen confinado a Vidal en los suburbios de
la literatura, lo miran con asombro como a un energúme-
no, no le dan beligerancia; lo tienen por inculto, lo que no
es cierto, pues Vidal no ha olvidado su latín del seminario
y aunque él contribuya a confirmar esa falsa opinión
alardeando de no haber leído nada, para proclamar su ori-
ginalidad absoluta, ha leído lo que todos nosotros, por lo
menos.
Vidal está incubando ahora una obra elaborada con
sus vivencias y extraída de la entraña de la vida pobre
y pecadora, Santa Isabel de Ceres, canonización de una
mujer del arroyo buena y desgraciada...
Vidal ha simpatizado mucho conmigo, me llama a gri-
tos cuando me ve y me descubre su alma noble y pura
en medio de la inmundicia en que vive...
Poco a poco se va imponiendo, frecuenta El Gato Ne-
gro y hombres de éxito como Muñoz Seca lo sientan a su
lado en el diván.
Alfonso Vidal y Planas ha creado un tipo de poeta
bohemio, bueno y generoso, defensor de los humildes,
Abel de la Cruz, que es él mismo.
Abel de la Cruz es la sublimación de Alfonso Vidal
y Planas... Esperemos...

106
Los Quijotes

Linera, un hombre gordo, cetrino, con una cara redon-


da y fofa y unos ojos abotargados, que quieren ser mali-
ciosos, y todo el aire de un tagalo, tiene una imprentilla
en el pasaje de la calle de la Montera, uno de esos tabucos
típicos de dicho pasaje, donde apenas pueden rebullirse
dos personas. Allí, además de los trabajos de encargo, el
tal Linera, que es un hombre soñador y utópico, republi-
cano y masón, edita una revistilla, titulada Los Quijotes,
en la que publica versitos de su cosecha y cosas de sus
amigos, en unión de algunos anuncios, el principal uno
gráfico de la Lavativa Cenarro (!).
Ahora bien; ha llegado el momento en que Linera quie-
re dignificar literariamente su revistita, publicando cosas
de verdaderos literatos, y viene a mí en demanda de co-
laboración...: —Como usted conoce a tantos poetas jó-
venes..., noveles, que no pueden publicar en Prensa Grá-
fica... Pues aquí pueden publicar cuanto quieran, siempre
que esté bien... Ahora —añade con una sonrisa bobali-
cona, que quiere ser cuca— que nosotros no pagamos...,
nosotros lo hacemos todo por amor al arte..., ¡nosotros
somos Quijotes!...
¡Bah! ¿Qué importancia tiene eso? ¿Qué significa el
dinero para los poetas? Lo que importa es darse a cono-
cer..., hacerse un nombre... Linera cree ingenuamente
que publicando en su revistita —como él dice con dimi-
nutivo cariñoso— puede hacerse famoso un literato... ¡Su
revistita se lee mucho..., su revistita la piden de Améri-
ca!..., ¡no se vayan ustedes a creer!...
—Bueno..., ¡pues tendrá usted colaboración, Linera!
—le digo. Y, efectivamente, los poetas del Colonial res-
ponden a mi invitación, llevándome a la mesa del café
original bastante para llenar veinte números de la dimi-
nuta revista. La noticia cunde por ahí, y a la tertulia del
café acuden jóvenes espontáneos con su «ofrenda lírica»
—<como ellos dicen.
Linera está encantado y, hasta cierto punto, aterrado...
¿Dónde va a meter todo eso?... Pero ya se irá publican-
do..., todo se publicará —dice con su expresión alelada
y Optimista.

107
La imprentilla del pasaje, diminuta como la revista,
resulta también insuficiente para contener a los poetas
que allí acuden. Parece la redacción de un periódico serio.
Linera se ve tan asediado como Verdugo o Campúa... y
adopta aires mecenáticos y displicentes.
Pero hay quienes fruncen el ceño ante aquella invasión
lírica. Son dos jóvenes que hasta entonces fueron los úni-
cos colaboradores asiduos de la revista. El uno se llama
César A. Comet y es un empleado de Correos, un joven
ya mayorcito, rubio y de ojos azules tras los lentes, taci-
turno y monosilábico, que ha logrado reducir su léxico
habitual a estas dos palabras: ¡admirable!-¡lamentable!,
que emplea alternativamente, según los casos. Si se alaba
delante de él alguna obra literaria, Comet subraya: —¡Es
admirable! —si por lo contrario, se censura, Comet asien-
te: —¡Es lamentable!...
Por lo demás, Comet, que es algo sordo y se resiente
de una meningitis infantil, es de una ideación tarda, ger-
mánica y abstrusa, y compone unos versos enrevesados,
gongorinos, que desesperan a Linera, que no los entien-
de: —Pero ¿por qué no escribe usted más claro, hombre?
¡Así no hay quien lo lea!
Comet reflexiona un rato y luego asiente compungi-
do: —¡Es lamentable!
El otro poeta es..., ¿quién se figuran ustedes?..., pues
un chico empleado en el Ayuntamiento, que se llama Jai-
me Ibarra y es hijo de aquel tranviario, Ibarra, que aque-
lla noche remota de mi adolescencia me sacó del País y
me invitó a una copa de cazalla, para consolarme de la
brusquedad del ya difunto don Antonio Catena...
Jaime Ibarra, que hace unos versos sentimentales, finos,
juanramonescos, ha debido formarse en su infancia, por
reflejo del padre, procesado, juntamente con Nakens, en
el asunto de Morral, una psiquis de resentido, que le hace
parecer, siendo tan joven, un viejo fracasado.
Jaime Ibarra, bajo, delgadito, moreno, con entrecejo
hirsuto, ojos de hurón, y una naricilla de aletas peludas,
husmeantes, inquisitivas, tiene siempre un gesto de hom-
bre ofendido. Todo lo encuentra mal. Azorín lo suble-
va, Unamuno lo saca de quicio... Ni siquiera Baroja le
satisface, a pesar de su rebeldía gorkiana... — Todos son

108
—refunfuña— unos farsantes, que claudican ante el ré-
gimen...
—¡Es lamentable! —aprueba Comet.
Ibarra, que se ha formado en la escuela republicano-
socialista del padre, es, en el fondo —según dice él—,
un anarquista, un admirador de Morral, que también qui-
siera lanzar su bomba, no sobre el Rey, sino sobre los
burgueses intelectuales, sobre los ateneístas y los acadé-
micos, y los colaboradores de ABC y Prensa Gráfica, don-
de sus poemitas no encuentran acceso. —¡Habría que aca-
bar con esa gente —dice con su voz bronca y queda, pues
el joven Ibarra habla siempre bajo, cual si temiera ser oído
de esbirros y polizontes—, que desenmascararlos..., todos
son unos plagiarios indecentes... y además unos jesuitas!
Ibarra es un brote tardío del Motín y las Dominicales.
Comet le hace coro a todo cuanto dice. Su rebeldía le
parece ¡admirable! Pero ¿dónde meterse con ellos? —;Si
tienen de su parte a la Prensa! —exclama rechinando los
dientes el joven anarquista... Y Comet supira: —¡Lamen-
table! ;
Linera, que también es un rebelde, y además piensa
como director de Los Ouijotes en la réclame que eso sig-
nificaría para su revistita, aplaude al joven iconoclasta y
lo anima a la lucha: —Bravo, así me gusta. ¡Es usted
un verdadero Quijote! ¡Duro con los yangúeses!... Si no
tiene usted tribuna, yo le ofrezco mi revista... Aquí se
puede usted meter con todo el mundo... Los Quijotes
no le temen a nadie...
— ¡Admirable! —aprueba Comet.
— ¡Sí! —gruñe Ibarra—, pero luego esos tipos, que
se las dan de caballeros y son unos espadachines, te vie-
nen con la cuestión de honor y te mandan los padrinos
y tienes que batirte...
—Eso sí..., ¡es lamentable! —deplora Comet.
—Podía firmar uno de los artículos con un seudónimo
—observa Ibarra—. O no firmarlos...
—¡Admirable! —aplaude Comet.
—.¡Ah, sí! —interviene Linera irónico—. ¿Quieren us-
tedes que yo, como director, cargue con el mochuelo?...
Hombre, muy bonito... Ustedes se meten con la gente y
yo recibo los golpes, ¿no?...
Ibarra y Comet quedan perplejos... Luego Ibarra dice,

109
frunciendo el entrecejo y lanzando una mirada torva:
—Es que nosotros somos intelectuales..., no tenemos
músculo... —Ibarra, en verdad, está, como diría San Ger-
mán, bajo el imperio de la tuberculina—, mientras que us-
ted es un atleta...
Esas palabras halagan al impresor, que, efectivamente,
tiene la pretensión, no obstante su aspecto fofo de dia-
bético, de ser un atleta. Linera se jacta a cada paso de
su fuerza física, asegura que levanta pesas de cien kilos
y que todos los días hace gimnasia sueca y aporrea un
punching-ball para hacer puños de boxeador.
—Bueno —dice Linera—. Pues hagan ustedes la cam-
paña, sin firma..., yo me las entenderé con los reclaman-
tes... Nada de padrinos ni de campos de honor... Yo les
largo un directo en la barbilla y los dejo sin muelas...
—'¡Admirable! —aplaude Comet.
—Sí, pero —objeta Ibarra— ¿y si descubren a los
verdaderos autores de los artículos?..., las cosas se sa-
ben... y entonces...
—;¡Sí, eso sería lamentable! —deplora Comet.
Linera entonces pierde la paciencia y, encarándose con
los dos maldicientes, les increpa: — ¿Saben ustedes lo
que les digo”... ¡Que son ustedes unos cobardes..., unos
envidiosos y unos impotentes!... Se acabó... ¡No les to-
lero que hablen mal de nadie!... ¡No tienen ustedes...
reaños!
Ibarra refunfuña... Comet deplora compungido: —¡Es
lamentable! ...
Ibarra y Comet, esos dióscuros biliosos, no llevan aho-
ra bien eso de tener que compartir las columnas de Los
Quijotes con los nuevos colaboradores. —¿Quién es ese
Puche..., y ese Eugenio Montes..., y ese Paulino Fernán-
dez Vallejo? ¿De dónde han salido? ¿Quién los cono-
ce?... ¡Y se han apoderado de la revista!...
—¡Lamentable! —asiente Comet.
En el café miran de reojo a esos colegas que, a su jui-
cio, son unos intrusos, aunque no se atreven a expresarles
claramente su desdén literario. —¡Cualquiera se mete con
ese borracho de Puche, que es un campesino y tiene unas
manos huesudas como tenazas!...
Puche, Eliodoro Puche, es, efectivamente, un campe-
sino, hijo de un terrateniente de Lorca, que está derro-

110
chando en la corte los dineros del padre y su fuerte salud
pueblerina por las tabernas más inmundas. Es un mocetón
alto, recio, con una osamenta de dinosaurio, ojos de búho
tras los lentes redondos, greñas revueltas y casposas, bajo
el ancho chambergo, y chalina pobre sobre una camisa
siempre sucia, casi negra. Y para que se note más su
desaliño y suciedad, viste siempre de negro. Eliodoro Pu-
che ha sido comparado con un ataúd puesto de pie y
también con un espantapájaros. Ha publicado por su cuen-
ta un librito titulado Corazón de la noche y se cree un
Baudelaire, un poeta maldito, porque bebe el vino de las
tabernas con meretrices de baja estofa y hampones como
Pedro Luis de Gálvez y Cubero. Es un rebelde contra la
gramática y la ortografía y, para demostrarlo, se ha qui-
tado la H inicial del nombre y firma Eliodoro, con la pro-
testa de los regentes de imprenta. —La hache —dice—
es algo antiestético... Y cuentan, a propósito de eso, que
Manuel Machado, comentándolo, dijo: —-Está bien...,
pero ¿por qué no se ha quitado también el Puche?...
Eliodoro es un hombre terrible. Se desayuna con mora-
pio y empieza el día, mejor dicho, la noche, ya borracho.
Y se echa a la calle, a recorrer tabernas y tertulias litera-
rias, donde su aparición tiene algo de apocalíptico. Cuan-
do Puche aparece ya no hay forma de seguir hablando.
Puche se dobla sobre las sillas y los hombros de los con-
tertulios, ataja las conversaciones tapándoles las bocas a
los que hablan con sus manos sucias y profiriendo anate-
mas y sentencias de muerte inapelables...: —¿Quién, Ra-
món?... ¡Ramón es un idiota y debe morirse!... Goy de
Silva..., otro idiota..., también debe morirse... y se mo-
rica...á
—;¡Claro, como te morirás tú también! —le dice iró-
nico otro poeta, Prieto Romero, un bohemio, también bo-
rracho y tuberculinizado, como él, que lo sigue a todas
partes, como su bufón, encargado de decirle las verdades.
— ¡También Danuncho es un idiota... y debe morir-
se!... Yo lo he admirado antes... El Fuco no está mal...,
pero ahora se ha vuelto militarista... y eso no..., eso no
se lo tolero, señor Danuncho. ¡Usted debe morirse..., se-
ñor Rapagneta! ¡Vaya un nombrecito!
—-Pues mira que el tuyo, Puche —tíe Prieto Romero.
Eliodoro, el etiópico, como su a látere lo llama, es un

111
poeta de una fecundidad inverosímil. Procrea como los in-
sectos... Lleva siempre todos los bolsillos atestados de
papeles con versos y los saca para leérselos a los amigos...,
capaces de escucharlo..., a cambio de cigarros y vasos de
vino.
San Germán, con su carácter puntilloso y mosqueteril,
no puede aguantar al poeta borracho y plebeyo, que no
deja hablar a nadie y se apoya familiarmente en el hom-
bro de cualquiera.
—Eliodoro —lo amonesta—, es usted un incorrecto
y un impertinente..., está muy mal educado..., voy a te-
ner que darle una lección...
—«¿A quién, a mí?... ¡Es usted un cretino..., usted
debe morirse!...
Más de una vez ha tenido ya San Germán empuñada
la botella del agua o la silla para arrojársela al poeta mal-
dito y sólo se ha contenido ante mi amonestación... y la
oportuna intervención de Prieto Romero, que ha apartado
al borracho: — Vamos, Puche, vente..., que nos aguar-
dan en casa Pascual...
Pero una noche, como el hombre de Lorca se empeñase
en leernos un imponente fajo de poesías que tenía en la
mano, San Germán no pudo contenerse y le dio un ma-
notazo brusco. Las hojas rodaron por el suelo... Prieto
se agachó a recogerlas... El borracho se encabritó, aspeó
los puños..., todos esperábamos una tragedia...
Pero Puche, muy tranquilo, soltó una carcajada hueca
y, llevándose una mano a otro bolsillo, sacó un nuevo
fajo de cuartillas, garrapateadas de versos..., se afianzó los
lentes en la huesuda nariz y reanudó la lectura...
San Germán trocó la indignación en risa... ¡Un Augus-
to de circo!...

Verano periodístico

Los veranos son tranquilos y plácidos en el periódico.


El director se va de veraneo con su familia y viene a sus-
tituirlo Fernando Soldevilla, el viejo periodista, de la épo-
ca prerromana.

112
Soldevilla ha conocido a los otros directores, Solsona
y Mellado, es de la escuela antigua, de los tiempos en
que reinaba en la prensa una bohemia simpática y se co-
braba menos, pero se tenían compensaciones pecuniarias
a la sombra de la influencia política de los diarios, que
no eran de empresa, sino de partido. Cuando el partido
subía al poder, subían también los periodistas.
De aquellos tiempos tiene Soldevilla un empleo en Go-
bernación, en el que ya es jefe de negociado, y tiene ca-
tegoría de gobernador civil. En aquellos tiempo el perio-
dista tenía entrada gratis en todas partes, mesa puesta
en restaurantes y cafés, pues todo lo pagaba con gaceti-
llas. Aún no había puesto precio la Administración a los
bombos, y el periodista podía elogiar a sus amigos.
A la sombra del periódico podía hacerse una fortuna.
Soldevilla la tiene hoy y vive en las afueras, en un hotel
de su propiedad. Y edita un Año Político, que se agota
entre los diputados y es una renta segura.
Soldevilla es muy cordial y tolerante con nosotros; nos
tutea y nos llama «muchachos»...
Los veranos son propicios para el literato periodista;
falta original y Pizarroso, encargado de la platina, me
pide casi llorando que vea si tengo en mi cajón algún
artículo... Es mi desquite. Me veo solicitado como un
autor de éxito.
En la redacción sesteamos, leyendo, escribiendo o dis-
cutiendo minucias, acariciados por las frescas ráfagas in-
termitentes del ventilador.
Pepito, que tiene un genio mercantil, ha improvisado
una cantina y nos vende vasos de refresco con su ganancia
correspondiente.
Luego se tumba en el diván, enciende un cigarrillo,
y para matar el tiempo, nos cuenta conquistas inverosími-
les..., tartarinescas, de interiores de alcoba sorprendidos
por él en sus correrías nocturnas de mujeres que lo aguar-
dan al pie de la ventana para desnudarse y exhibírsele...
Otras veces se coge al teléfono y entabla diálogos a me-
dias con la telefonista de turno, dándole citas ilusorias...
Soldevilla bosteza. De pronto entra el ordenanza manco
con telegramas y..., gracias a Dios, se acabó el aburri-
miento.

113
La plaza de Oriente

La plaza de Oriente, con su forma circular, invita a ce-


ñirla con nuestros pasos indolentes en estas plácidas no-
ches veraniegas y a veces salimos del café y nos ponemos
a dar vueltas en torno a sus estatuas de reyes y reinas
antiguas..., todas ellas más o menos mutiladas. ¡Oh, la
pobre doña Berenguela, que sería hermosa a pesar de su
nombre, si no hubiese perdido la nariz!...
En nuestras circunvoluciones alrededor de la plaza, mis
jóvenes amigos recitan versos, entonan viejas arias, Alva-
ro de Orriols canta la bella sardana del Ampurdán que
habla de una payesa que en sus brasos té un infant...
A veces nos encontramos a Pedro de Répide, que nos
cuenta la historia del Palacio y anécdotas isabelinas con
su melosa dicción de abate.
Al pasar ante la puerta de la Armería encontramos sen-
tado en una butaca y leyendo a la luz municipal de los
arcos voltaicos a Adolfo Aponte, el poeta premiado por
su drama El rey ciego y que es capitán de Infantería...
Poetas por todas partes, ¡hasta en el cuartel!... Las ar-
mas y las letras. Un poeta que acaba de venir de Italia,
y está entusiasmado con Mussolini, entona con fresca voz
el himno Giovinezza y Orriols le contesta bajito con la
Internacional...
Empieza a amanecer y el alocado coro se desbanda...

¡O Giovinezza, giovinezza!

Un maestro de periodistas

Juan de Aragón, despatarrado en medio de la sala y


armado de tijera, repasa la prensa, a la caza de alguna
noticia interesante que se nos haya escapado. Cuando la
encuentra, es cruel el gesto con que hunde la tijera en
el papel, como en el pecho de un adversario, antes de
recortar el trozo deseado. En tanto repasa con su mirada

114
experta los periódicos, emite juicios y comentos despec-
tivos para la labor de los colegas...: —-Aquí nadie en-
tiende de periódicos... Vean ustedes qué periódicos hace
el Trust..., con los elementos que tiene..., ¡rediez!... Si
yo los tuviera, habría que ver lo que yo hacía... Pero
ese marqués y su camarilla me atan las manos..., ¡re-
cristo!... No acaban de enterarse de que para hacer un
periódico lo primero que hace falta es dinero..., como
para hacer un cocido lo primero que hacen falta son los
garbanzos y la carne..., ¡reconcho! Pues esta cosa tan
sencilla no les cabe en la cabeza a esa gente... Aquí tie-
nen ustedes el ABC... ¿Por qué se vende tanto este pe-
riódico que no trae nada de particular?... Don Torcuato
no sabe jota de periódicos..., es un fabricante de jabón,
y, sin embargo, ha hecho este ABC, que lo leen hasta
los obreros... ¿Y por qué?... Pues porque tiene elemen-
tos, ¡recristo! Sin elementos no se puede hacer nada, ¡re-
diez!
Todos callamos en señal de asentimiento. Pepito Romeo
nos mira, como asombrado de la perspicacia de su her-
mano. Fabián Vidal murmura, en tono plañidero: —¡Tie-
ne usted razón, don Leopordo!
—;¡Pero éste es un país de cretinos! —clama el direc-
tor—. Cuando sale un hombre con ideas, nadie le hace
caso. Yo me he desgañitado en el Congreso pidiendo la
implantación de la moneda de siete céntimos, que nos
permitiría elevar el precio de los periódicos y acabar con
esa vergiienza de la perra chica y no he logrado convencer
a nadie... Yo he tratado de hacerle comprender a Tor-
cuatito la necesidad de formar un contra-frus£, fusionando
administrativamente ABC con La Corres... Pues no ha
habido manera... Este es un país imposible...
Una pausa, en la que sólo se oye el rasgueo de la plu-
ma incansable de Fabián Vidal. El director se deja caer
en el sofá con su rimero de periódicos y pide un pitillo.
Bonnat saca uno de su pitillera de plata y se lo da. Una
cerilla... Se encienden simultáneamente varias en una
emulación fervorosa. El director se arrellana en el diván,
lanza una bocanada de humo y prosigue: —Aquí nadie
le ayuda a uno... Ahí tienen ustedes a los aliados...
Nosotros estamos haciendo la guerra periodística a su
favor..., ayudándolos a ganar la guerra..., ¡y ellos en

115
qué nos ayudan, recristo!... Gastan el dinero con cuen-
tagotas... En cambio, los alemanes lo reparten a manos
llenas... Yo no digo que las campañas se hagan por inte-
rés; pero sí que se debe ayudar a los amigos..., si no,
corre uno el peligro de quedarse solo... Los alemanes
ayudan a sus amigos... Ya habrán ustedes leído la noticia
del nuevo periódico germanófilo que va a salir, La Na-
ción..., con ocho páginas, extraordinarios, huecograba-
do, etc., etc. Lo va a dirigir el hijo de Polavieja con
Juan Pujol como redactorjjefe... Y a propósito, ¿quién es
ese Juan Pujol?
—Es un periodista de Cartagena, que hizo la famosa
campaña contra el cacique García Vaso..., un periodista
de combate —dice Fabián Vidal, que se lee todos los
días la prensa de provincias...
—¡Un don Nadie! —comenta el director.
—Es también poeta —añado yo, que recuerdo su
Ofrenda a Astartea.
—¡Un poeta! —exclama Juan de Aragón con profun-
do desprecio—. Y ¿un hombre así va a dirigir un perió-
dico?, porque el verdadero director será él; que el niño
de Polavieja es, como todo el mundo sabe, un perfecto
idiota, un hijo de su padre... Lo que digo..., éste es
un país de opereta... Aquí nadie sabe de nada..., nadie
está en su puesto... Así va ello... Aquí sólo se fían en
la etiqueta, pero no en el contenido del frasco... No se
moleste usted, Fabiancito, sus crónicas de guerra están
muy bien..., mejor que las de ese Armando Guerra del
Debate..., pero nadie pasa a creer que sean suyas..., todo
el mundo cree que se las inspira un general o por lo
menos un coronel..., no les cabe en la cabeza que las
escriba un hombre como usted, que ni siquiera ha set-
vido al rey..., pero que es un verdadero periodista...
— ¡Gracias, don Leopordo! —exclama emocionado el
granadino—. Á mí no me inspira nadie, como usted
sabe...
— ¡Ya! ¡Ya! —aprueba el director—, lo que pasa, ¡re-
cristo!, es que usted tiene criterio, sentido común..., eso
que aquí no tiene nadie... Pero voy a escribir una serie
de artículos, que les va arder a todos el pelo...
Y el director tira los periódicos al suelo, se levanta y se
mete en su despacho, cerrando la puerta con estrépito,

116
cual si quisiera darles en las narices al Trust, a don Tor-
cuato y a todos los que no dejan cuajar sus grandes ideas
de maestro de periodistas...
Pepito Romeo nos mira orgulloso de su hermano. Bon-
nat murmura su consabida frase: —Tiene razón el loco...
Días después, me sorprende una carta de Juan Pujol
solicitando mi colaboración para el nuevo periódico e in-
vitándome a un banquete en el Palace, con que la em-
presa quiere obsequiar a sus redactores y colaboradores...
La invitación del amigo, que sólo vi una vez en compañía
de Villaespesa, me conmueve y me enorgullece. Desde
luego, acepto la colaboración e iré al banquete del Palace.
Voy allá la noche indicada y me reúno en el gran co-
medor con los demás invitados, que son muy numerosos,
como para llenar una larga mesa, en torno a la que ya se
agitan los camareros solícitos y en cuyo centro se yergue
un gran ramo de flores. Están allí, formando animados
grupos, que charlan y fuman, casi todos los escritores
conocidos, que no pertenecen al Trust ni a ABC, cronis-
tas, poetas, autores de novelas cortas... Juan Pujol —pe-
queño, moreno, con una como sombra judaica en el rostro
oliváceo— se destaca del grupo que le rodea, me tiende
las manos efusivo y me presenta al hijo del general, un
hombre joven, en la plenitud de sus energías, correcto,
amable, pero inexpresivo, que justifica el desdén de Juan
de Aragón. Luego Juan Pujol se aparta para atender a
otros invitados y yo recorro los grupos, en busca de caras
amigas.
Encuentro allí a Carrere, con su chalina, su pipa y su
ojo bizco, impertinente e insidioso; a Candamo —el Nar-
dito de los tiempos modernistas—, a Astranilla, que es
uno de los redactores del flamante periódico y va y viene,
soltando carcajadas intempestivas y huecas de sordo; a
Andresito González Blanco, con su eterna sonrisa de
asombro ante los hombres y la vida, igualmente absurdos,
y que, al verme, me mira y exclama: —¿Ha visto usted?
Pujol dirigiendo un periódico... Y ese Polavieja..., el hijo
del general cristiano... ¿Adónde querrán ir a parar?...
Desde luego, que Ratibor paga... Hay que reconocer que
hacen las cosas en grande..., eh
—-Por lo menos —observa Candamo— el menú es ex-
celente... Tenemos langosta a la mayonesa... y escalopes

117
y pollo asado... ¡Hombre!, y los entremeses son exqui-
sitos... Voy a picar en ellos...
Me siento a la mesa entre Andresín y Candamo. Éste
nos ameniza la comida con observaciones irónicas, profe-
ridas en voz discreta: —Comamos a satisfacción..., que
Ratibor paga... Desde luego que este banquete es ten-
dencioso, pero los manjares son neutrales... La cocina
del Palace es francesa y la langosta no tiene nada de ger-
manófila..., no ha sido pescada en el Báltico, ¡eh!... Nada
de esto nos compromete... Yo soy francófilo, como todas
las personas inteligentes; pero aquí sólo se trata de co-
mer bien, ¿no? La gastronomía no tiene patria...
Y así sigue el mordaz crítico de teatros de El Mundo,
hasta que nos sirven la bombe glacée, el café y el puro:
—; ¡Caramba! ¡Hasta puro! —comenta Candamo—. ¡Esto
es admirable!
—;¡Heliogábalo y Sardanápalo! ¡Suntuosidad pérsica y
papal! —recuerda Andresito.
Pero ya Juan Pujol reclama silencio, golpeando con una
cucharilla en una copa, anuncio de que van a leerse las
adhesiones y a pronunciarse los inevitables brindis.
—Esto es lo malo de los banquetes —comenta Can-
damo—. Ahora tendremos que aguantar la tabarra de los
brindis... ¿Por qué habrá brindis al final de los banque-
tes?... ¿No sería mejor irse sencillamente a la calle?
—Baja la voz, hombre —amonesta Andresín—, que
ya empiezan a hablar
Candamo presta oídos. En el silencio absoluto se oye
la voz de Pujol, que hace la presentación del joven Po-
lavieja, en los naturales términos ditirámbicos, y habla
de sus grandes proyectos periodísticos y literarios..., de
su temple viril, heredado de su padre, el glorioso caudillo
cuyas victorias en Filipinas frustraron la rapacidad de los
yanquis...
Grandes aplausos. El aludido, emocionado, le estrecha
la mano al orador. Candamo, por lo bajo, murmura: —Sí,
el general glorioso, que fusiló a Rizal... Pero ¿quién
habla ahora? ¿Quién es ese cretino?
—Es Vicente Gay —explica Andresito—, el catedráti-
co de Economía Política... Un hombre sórdido..., intri-
gante y jesuítico...
El catedrático, de negro, delgado y con una cara de

118
falso beato, recoge la alusión de Pujol al general y ges-
ticulando aparatosamente, con los ojos en blanco como
un medium espiritista, clama: —¡Oh general glorioso! ¡Yo
veo tu sombra cubriendo esta mesa..., tu espíritu inmor-
tal está aquí, nos oye... y en silencio nos habla!... ¡Y no-
sotros debemos demostrarle que no lo hemos olvidado!
— ¡Caray! —comenta Candamo—. Este adulador nos
va a amargar la comida... Qué lacayuno..., yo no veo
nada más que los restos de la cena...
— Así pues —termina el orador—, yo propongo, seño-
res, que rindamos un homenaje a la memoria del general
insigne y vayamos mañana todos a rezar una oración sobre
su tumba, y llevarle ese ramo de flores...
Clamor de asentimiento unánime, pero forzado. Se ve
que la proposición ha dejado perplejos a los comensales.
Candamo comenta: —Pero ese hombre es macabro...
Y este banquete se parece al del Tenorio..., termina en
el cementerio... ¡Esa es la sombra del Comendador!...
Pero ya está acordado. Polavieja hijo da las gracias,
conmovido, al catedrático y luego a todos los presentes,
en un breve discurso encabezado con la consabida frase:
«No soy orador...», y a continuación Pujol nos anuncia
a todos que al día siguiente, a las tres de la tarde, un
ómnibus de la empresa de La Nación trasladará a quienes
lo deseen al cementerio de San Isidro, donde radica la
última morada del general glorioso.
— Iremos todos —es la réplica de los comensales...

... No vamos todos, al día siguiente, pero sí los bas-


tantes para formar un compacto grupo. El ómnibus nos
conduce al antiguo camposanto, donde tienen su tumba
políticos y personajes ilustres de la Regencia. Allí se ha
mandado ya construir su mausoleo don Antonio Maura,
con una gran cruz de piedra por todo ornamento. Va-
gamos por entre las tumbas, guiados por Vicente Gay,
que lleva en sus manos el gran ramo de flores que ornó
la mesa del banquete. El hijo del general camina emo-
cionado, compungido, fija la vista en la tierra herbosa...
Llegamos finalmente a la tumba del general cristiano, del
fusilador de Rizal, del amigo de Nozaleda, y allí el cate-
drático de Economía Política, más emocionado que el
propio hijo del caudillo filipino, se arroja al suelo, besa

119
el mármol de la lápida y la tierra que la rodea, y deja
allí el ramo de flores, y se lo ofrenda al difunto hablándole
en un lenguaje de visionario, con gestos de epiléptico...
—Recibe benigno, general insigne, este ramo de flores,
que te dedicamos tus fieles, los que no te olvidamos, los
que mantenemos el fuego del ideal cristiano que tú abri-
gabas... Tu espíritu no ha muerto..., tu espíritu vive
en nosotros..., vive y yo lo veo..., lo veo surgir de tu
tumba, transfigurado como el de Santiago, para salvar
a España..., lo veo..., lo veo...
Pujol y el mismo Polavieja tienen que contener y su-
jetar al convulsionario, alzándolo del suelo, con los pan-
talones llenos de polvo y de yerbajos y la mirada extra-
viada, perdida...
—¡Qué repugnante histrión! —murmura Candamo,
quien me ha buscado entre los grupos—. ¡Qué modo de
arrastrarse!
—Así ganó la cátedra de Economía Política —subraya
Andresito—. Es el título de Echegaray. ¡A fuerza de arras-
trarse!...
Empieza el desfile. Contemplamos un momento el cielo
de la tarde que pone como una apoteosis de nubes blan-
cas y azules sobre el camposanto, erizado de negros ci-
preses. Frente a nosotros se extiende, más allá del río,
estrecho y blanco, el panorama de Madrid, con su Palacio
Real, su cúpula de San Francisco, sus chimeneas humean-
tes..., y su nébula difusa como la respiración de la gran
ciudad...
—¡Qué panorama tan espléndido! —dice Andresito
apoyado en su bastoncín—. Esto es Velázquez, Goya...
—Y el Greco —completa Candamo—. Esto vale la
pena de haber venido...

Fantomas

Un hombre gordo, cincuentón y de marcado acento


portugués se acerca a nuestra mesa del Colonial y, muy
atento, nos pide permiso para sentarse con nosotros, en
nombre de un joven —que nos indica con la cabeza—
muy atildado y pulcro, elegante, vestido de negro, que

120
está en un rincón, hundido en el diván con aire melan-
cólico.
—Es un inocente al que la policía ha hecho triste-
mente famoso..., ya lo conocerán ustedes... ¡Fantomas!
—¡ Hombre, sí! ¡Fantomas! —exclama San Germán...
—Y después de obtener mi aprobación, añade con su
aire de albórbola: —¡Que venga Fantomas... Dígale
que sí...
—Muchas gracias —dice el hombre gordo y se va en
busca de su amigo.
En tanto, recordamos lo que los periódicos han dicho
estos últimos días de Fantomas. Detenido como rata de
hotel, en el Palace, puesto luego en libertad, Fantomas
fue unos días la actualidad periodística. Los reporteros
publicaron prolijas informaciones sobre la ambigua pet-
sonalidad del detenido, que resultaba ser un chico ar-
gentino, un inofensivo gigolo, algo excéntrico, que usaba
kimonos bordados para estar en casa y se teñía hasta las
uñas de los pies..., un punto de cabaret porteño, acaso
un conquistador de viejas ricas, bailarín de tango, cocó-
mano, pero nada más... Lo bastante, sin embargo, para
hacerse sospechoso de la policía.
Pero ya está aquí Fantomas. Correcto, con todos los
detalles de un pollo pera, como se dice ahora, con bo-
titos, monóculo y una gardenia en la solapa negra, se
acerca a nosotros, con aire melancólico, wertheriano; y con
acento marcadamente criollo, nos da las gracias por la
buena acogida. Trae en sus manos un ejemplar de mi
Candelabro y me lo muestra diciendo:
—-Perdone usted, maestro..., pero tenía tantas ganas
de conocerlo personalmente... Su Candelabro ha ilumina-
do mis noches de angustia y ahora es mi breviario... Lo
llevo siempre conmigo y me sé trozos de él de memo-
ria... Querría formar parte del coro de sus admiradores...
Yo pongo la natural cara de asombro y lo invito a sen-
tarse. El portugués exclama:
—Gracias, señores... Crean que hacen una obra de
filantropía, acogiendo tan cordialmente a mi amigo... El
pobre está tan triste..., ha querido suicidarse..., con-lo
joven que es y su buen tipo, ¿verdad?... Hay que animar-
lo..., ¡anímate, Eddy!
Eddy esboza una sonrisa triste y desencantada... Para

121
él, la vida ha perdido todo atractivo... Sólo le sirve de
consuelo mi Candelabro...: —Qué pensamientos tan pro-
fundos, qué imágenes tan brillantes..., qué conocimiento
del corazón humano... ¡Yo quiero morirme pronto y que
me entierren con este libro maravilloso!...
—i¡No hables de morirte, Eddy! —le amonesta el por-
tugués—. ¡Me partes el alma! Tú puedes aún rehacer tu
vida..., tienes ante ti un porvenir brillante.
Eddy hace un gesto de indolencia triste y deja caer
el monóculo, como el pétalo de una flor marchita. El
portugués insiste: —¿Ven ustedes, señores? Siempre tan
mustio... Nada le divierte... Las mujeres se lo rifan...,
podría tener cuantas queridas se le antojasen..., mujeres
ricas, cocottes de bandera..., porque su detención le ha
hecho una réclame enorme... Las camareras del Candelas
se vuelven locas por él..., todas tienen curiosidad por
verle las uñas pintadas de los pies... y, sin embargo,
él... nada..., ¡siempre tan triste y pensando en el sui-
cidio!...
—Pues nada —le exhorta San Germán, protector, dán-
dole un golpecito en el hombro—. Hay que animarse,
amigo Fantomas. ¡La vida es una albórbola!
—¿Qué? —interroga Eddy, desconcertado.
—Pues eso, una albórbola..., que hay que reír y bai-
lar y hacer el ganso... El suicidio es ya una cosa anacró-
nica..., de un romanticismo trasnochado...
Eddy nos mira con ojos melancólicos, de una desola-
ción infinita, y murmura: —Tiene usted razón..., pero
es que no puedo..., no puedo alegrarme... Sólo me con-
suela un poco el Candelabro..., es una especie de Kem-
pis..., es mi pasto espiritual.
Nos miramos perplejos. ¡Es notable! Fantomas cita el
Kempis, Fantomas tiene cultura, probablemente hará ver-
sost9
No; no los hace..., pero se sabe de memoria trozos
de Rubén Darío y de Amado Nervo... y de Alfonsina
Storni, la suicida...
—¿Ves? —observa San Germán—. El veneno del
arte...
¿Quién es en el fondo este Fantomas?... ¿De dónde
ha salido?... ¿Cómo y de qué vivió hasta ahora?... El
portugués tampoco lo sabe, pues lo conoció recientemen-

122
te, quizá en la cárcel, porque también él tiene toda la
facha de un aventurero, de un pícaro, de un manager de
boxeadores, de cualquier cosa rara... Ahora ha encontra-
do a Fantomas y trata de beneficiar en provecho de am-
bos la réclamme involuntaria que le hizo la policía...
—Yo —explica— siento por Eddy una gran compa-
sión... Con todo lo que han dicho de él y es un alma
de Dios, lo que se dice un niño... Si no fuera por mí,
ya se habría muerto... Ni siquiera sabe sacar partido de
esa tristeza suya que lo hace tan interesante para las
mujeres... Vamos al Candelas, al Café de la Paz, al Ma-
xim's y las camareras me preguntan: —Pero ¿qué tiene tu
amigo?... ¿Por qué está tan triste?... ¿Qué podríamos
hacer para alegrarlo?... ¿Es que no tiene dinero?...
Y estarían dispuestas a desprenderse por él de sus sor-
tijas y sus arracadas..., pero él no les hace caso... —No
tiene alma de chulo —dice—. Pero como siga así —añade
confidencialmente— va a tener que morirse de veras...
Fantomas lo oye todo con gesto indiferente: —Yo soy
un cadáver... ¡Un cadáver elegante, con su monóculo y
su gardenia en el ojal!...
—i¡ Vamos, vamos! —lo anima San Germán—. ¡Hay
que alegrarse, amigo Eddy!... Todo eso es literatura...
¡Hay que vivir la vida!... Y si no, vístase usted el sayal
de los hijos de San Bruno y métase en la Trapa...
— ¿Para qué? —suspira Fantomas—. Yo llevo la Trapa
conmigo... Mi alma es un claustro solitario y oscuro...
— ¡Vaya! —exclama el portugués—. Bebe algo, Eddy,
y obsequia a estos señores...
Eddy obedece solícito: —Camarero, sirva a los señores
lo que quieran. A mí whiskey and soda...
—No bebas esas cosas —le aconseja el portugués—.
Bebe cognac o ajenjo... El whiskey es triste...
—El whiskey sabe a enfermedad —encarece San Ger-
mán, recordando unos versos de Paulino.
Eddy se encoge de hombros. —¿Qué más da?... ¡Yo
quiero morirme y que me entierren con El candelabro
de los siete brazos!

Fantomas nos plantea un caso psicológico. ¿Quién es


Fantomas? ¿Un perturbado o un poseur? ¿Qué busca
entre nosotros? ¿Quizá un medio de despistar a la poli-

123
cía que aún sigue vigilándolo, cubriéndose con el manto
sagrado de la literatura?
Al Colonial vienen también policías que San Germán,
como periodista activo, conoce y saluda. Sobre todo Fer-
nández Luna, el comisario, ese hombre largo, flaco, de
cara amarillenta, ojos de sabueso y perilla, siempre de
negro, entra todas las noches de madrugada, seguido
de subalternos, y pasea por todo el café sus miradas insi-
diosas, insolemteselAhorapee fija más en nuestra mesa,
por la presencia de Fantomas...
—«¿Le estaremos sirviendo de tapadera? —insinúa San
Germán. Pero él mismo se contesta con un amplio ges-
to: —¡Bah! ¿Qué importa?... Nosotros no somos poli-
cías... Fantomas es un chico correcto, bien educado y
eso es lo principal... Fantomas, en el fondo, es un senti-
mental..., un alma selecta..., insatisfecha..., que un día
se pega un tiro o se mete fraile... Fantomas va buscan-
do a Dios... —Nada, Fantomas, usted se sienta aquí con
nosotros..., es usted un epígono... —Fantomas se cala
el monóculo y lo mira interrogante—. Sí, un epígono,
y si se suicida, nosotros le pondremos El candelabro de
los siete brazos sobre su féretro y le dedicaremos una
elegía..
—Gracias, San Germán —le dice conmovido Fanto-
mas, y deja caer laciamente el monóculo.

Manuel Sawa

Manuel Sawa, el más helénico físicamente de los Sawa,


más alto que el ya fallecido Alejandro y más arrogante
todavía que él, pues hasta desdeña escribir, suele salirme
al paso, en la calle de la Montera, para preguntarme con
un tono elegantemente frívolo:
—Jere, kirie, ¿tendría usted unos cobres?...
Naturalmente los tengo y él los toma en sus manos
largas y finas, dándome las gracias con la misma natura-
lidad elegante.
—Voy a bebérmelos en esa tasca. Me alimento de al-
cohol. Es una gran cosa. El alcohol quema las grasas y yo
no quiero parecer un beocio. ¡Abur, kirie, jerete!

124
Manuel Sawa gusta de intercalar en su conversación
esas palabrillas griegas, que es lo único que le queda del
tesoro de sus abuelos, los piratas griegos que un día arri-
baron a Málaga.
Es un gran honor que Manuel Sawa me pida unos co-
bres; pues él, como aquel famoso perro de su hermano
Alejandro, sólo muerde a los hombres de talento. A los
demás los desprecia y no se dignaría jamás pedirle ni
aceptar nada de un cretino.
Algunas veces también se aventura a buscarme en el
Colonial, y entonces se sienta de cara a mí, volviéndoles
la espalda a esos poetastros que no son Hugo ni Verlaine
y a los que sólo se dirige alguna vez para increparlos.
La otra noche hablaba Paulino Fernández Vallejo de
la vida en el pueblo y de las imposiciones de los militares
sobre los paisanos:
—No le dejan bailar a uno con la novia... Había allí
un capitancito que siempre me quitaba la pareja... De
buena gana le habría dado un bofetón; pero como era
un militar...
—Pero ¿era Alejandro Magno? —lo interpeló Sawa.
—No —respondió el joven, confuso—. Pero y el uni-
forme...
—Pero ¿era Alejandro Magno? — insistió Manuel Sawa
ahuecando la voz.
—NOo..., pero... —repitió el poeta.
—-Pues entonces —sentenció Sawa tajante—, si no era
Alejandro Magno, usted es un... ¡soplapollas!
Y le volvió la espalda.
¿De qué vive, de qué ha vivido siempre Manuel
Sawa?... De la pirueta, como diría Carrere. Hay quien
pretende saber que en su juventud explotaba el físico y
vivía a costa de ciertas queridas viejas, que lo mantenían
para refocilarse con él.
Ahora vive del sablazo y de las simpatías que el re-
cuerdo de su hermano le granjea. También de pequeños
trucos a lo Silvestre Paradox. Pretende poseer un secreto
infalible para conservar y prolongar la belleza de las se-
ñoras; una fórmula japonesa, que él titula pomposamen-
te «Elixir de la diosa Bentelu». Con ella podría ha-
cerse millonario, sólo que le haría falta un socio capi-

125
talista para empezar... Naturalmente, siempre anda a la
caza de ese caballo blanco...
Una vez, ya remota, encontró uno y gozó una época
de relativo esplendor. Puso un instituto de belleza en
Cedaceros, hizo gran publicidad..., se vistió en el Corte
Inglés y hasta se echó una queridilla menopáusica, que
por lo visto no usaba el elixir de la diosa Bentelu.
Fue una época fugaz, un dorado crepúsculo de su vida,
y de nuevo volvió a hundirse en la noche bohemia. Aho-
ra, como digo, anda por ahí roto, sucio, con barbas de
Cristo bizantino, pero sin perder munca la altivez de su
olímpica casta, complaciéndose en mostrar sus andrajos
con un gesto grande cual si fuesen galas.
—Mire usted, no gasto calzones, y si me descuido,
enseño los testículos... He suprimido también la cami-
sa..., no tengo camisa, como el hombre feliz...
Es amargo oírle hablar así, con esa frivolidad afec-
tada...
—Vea usted, soy un autófago... Me estoy comiendo
a mí mismo... Ya me comí los músculos..., ahora me
estoy comiendo las grasas..., luego me roeré los huesos...
Así es mejor; no les dejaré nada a los gusanos... Cuando
vayan a buscar mi cadáver, me habré evaporado y me
ahorraré esa porquería de la inhumación... Me habré des-
vanecido como un héroe de la Ilíada, sobre la pira glo-
riosa y en la llama de Helios... ¡Será la apoteosis!...
Y no tendré que pagarle a Caronte... Bueno, ¿puede us-
ted prestarme unos cobres? ¡Ya se los devolveré, si la
diosa Bentelu me protege!...
Coge las monedas, da una elegante media vuelta y se va.
Lo veo alejarse con pena. ¡Pobre griego desterrado
como sus dioses, y como ellos bello y arrogante!
Un día pasaré por esta esquina y ya no me saldrá al
paso.

La Editorial América

Blanco Fombona, hombre mundano y hábil, logró sa-


carle en el curso de unas cenas alegres un contrato estu-
pendo a ese alemán llamado Muller, director de la Socie-

126
dad General Española de Librería, fundada en Madrid
con dinero de Rothschild, según dicen. Esa Sociedad, que
no edita, limitándose a administrar las obras que le pre-
sentan ya editadas, se compromete por ese contrato a to-
marle a Fombona en firme cuantos libros edite cada mes.
Así pues, a editar traducciones que no paguen dere-
chos. El mundo de los grandes escritores muertos e inmot-
tales, nos pertenece. Fombona idea un formato de libro
decoroso, recomienda al impresor derroche las regletas y,
con pocas páginas de original, llena el volumen.
Como traductores nos elige a Andresito y a mí... Nos
ofrece cuantos libros podamos hacer... Y como nos da
carta blanca, yo, por mi parte, requiero la colaboración
de los epígomos necesitados como Panedas y Comet y de
esa manera les proporciono unos ingresos.
Ellos, que hacen su debut como traductores, me so-
meten sus trabajos antes de entregárselos a Fombona y
me consultan sobre sus dudas y perplejidades.
Por cierto, que Rivas Panedas me sorprende escribien-
do palabras absurdas como cuareinta en vez de cuareñta
y al advertírselo me contesta muy serio: —¿No se dice
treinta?...
Bien, el caso es que trabajamos de firme y yo, por
lo menos, despacho dos tomos al mes. Fombona está en-
cantado... Y el alemán también, pues el americano pro-
diga con él los convites... Fombona ha sabido cogerle
el flaco a ese hombre borracho y mujeriego.
La Editorial América publica también libros de auto-
res americanos casi ignorados en España, como Julio del
Casal, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, etc., crónicas de la
Conquista, documentos para la historia de la gesta de
Bolívar, el ídolo, y así justifica su nombre...
Fombona está muy satisfecho del éxito de su editorial
en América... y de nuestra labor de traductores...
¡A la bonne heure! Pero como la guerra lo ha enca-
recido todo, eso no basta. Traduzco también para Blasco
Ibáñez, que ha fundado en Prometeo una sección para
dar a conocer a los nuevos novelistas franceses y me ha es-
crito solicitando mi colaboración. He comprado una má-
quina de escribir y trabajo en casa por las noches y tam-
bién a pluma en el periódico, entre telegrama y telegrama.
El director, que me ve siempre escribiendo, se inclina so-

127
bre mis cuartillas y exclama: —¡Rediez, me está usted gas-
tando el papel del periódico! Nos ha fastidiado... ¡Le
voy a pasar la cuenta!...
—Bueno... —asiento yo con una dignidad enfática.
Pero el hombre entonces sonríe: —Bien..., que rabie
Paniagua..., siga usted...
Desde entonces, el baturro me pone como ejemplo
cuando entra de pronto y sorprende a los redactores gri-
tando, fumando o tomando café...
—.¡Rediez, cómo perdéis el tiempo! Me caso en... ¿Por
qué no imitáis al poeta? No estaría de más que estudia-
seis geografía para hacer bien los telegramas...
Todos ponen cara compungida.
Caramanchel hunde la cabeza en el Montaner y Simón.

Fantomas se entierra

Con su sonrisa melancólica de pobre Baby, Fantomas


nos anuncia su próximo entierro... y nos invita a él.
¿Cómo?... —Sí —nos explica su manager, el portu-
gués—. No tiene más remedio que enterrarse de mentiriji-
llas, para que no lo entierren de veras... Hemos agotado
todos los recursos... y no queda más que ése... Ya he ha-
blado con el dueño del Palace, que nos cede un sótano
en el vestíbulo... Estarás muy bien allí, Eddy..., en tu
caja..., no tendrás nada que hacer..., todo se reduce a
ayunar quince días y luego te darás un banquete... No
tengas cuidado, yo estaré contigo...
Fantomas hace un gesto triste de resignación.
San Germán exclama: —¡Bravo! Fantomas va a hacer
el Papuss..., en su urna. Después de todo, todos lo hace-
mos sin solemnidad... Pero dígame, eso tendrá su in-
tríngulis, ¿verdad?... Porque vamos, eso de ayunar quin-
ce días, en absoluto, no lo resiste ni el caballero Pujana...
—Desde luego que tiene su secreto— confiesa el por-
tugués—, sólo que no puede decirse, porque es un se-
creto... Ya comprenderá usted...
—¡Claro! ¡Claro! Si eso se divulgara, se habían aca-
bado las casas de huéspedes...
—Ahora, espero —ruega el portugués— que los seño-

128 .
res periodistas nos harán la réclame... Eddy, vas a ser
el hombre del día... Ya las mujeres están intrigadas...
Todas te compadecen..., un joven tan guapo y elegante
y tener que enterrarlo en la flor de su edad... Yo les
hago creer que corres peligro, pero no tengas cuidado,
Eddy, yo respondo de todo...
Resulta que no es éste el primer amigo que el portu-
gués entierra y ya tiene práctica en esas cosas... Cuando
el asunto se pone feo, pues a enterrar a un amigo...,
luego el amigo resucita y recoge una porrada de dinero,
para seguir viviendo... El público es curioso y acude dia-
riamente en tropel, con la sana intención de ver si el
enterrado se muere de verdad... y también para ver de
descubrir el truco... Es cosa que no falla...
—Ya verás, Eddy, nos haremos ricos y podrás regresar
a tu país...
Eddy nos mira tristemente. A pesar de las seguridades
del portugués, no está muy seguro... y tiene un supers-
ticioso temor a ese sepelio simulado... ¡Y si sobreviene
un colapso!... La cosa tiene sus peligros... 4
Pero el portugués lo anima: —HEsto te hace muy inte-
resante, Eddy... Ya nuestras amigas te compadecen como
si fueras a enterrarte de verdad... Julita, la camarera, es-
taba dispuesta a vender sus últimas alhajas para salvarte...
Pero esto nos va a producir mucho más... El Palace va
a ser una romería...
Efectivamente, desde que cundió la noticia del entie-
rro de Eddy, éste vuelve a ser la actualidad en los comen-
tarios del café. Se entablan discusiones en todas las me-
sas sobre ése que llaman timo del entierro..., se habla de
Papuss, cuyo recuerdo perdura todavía, y se emiten las
más diversas opiniones sobre la posibilidad de guardar
ayuno absoluto durante quince días... Salen a relucir los
fakires de la India, la virtud maravillosa de ciertas plan-
tas, las catalepsias periódicas de las marmotas... Algunos
afirman en redondo que se trata de una superchería...
Las mujeres, como es natural, son las más impresiona-
das por la noticia. Algunas se llegan a nuestra mesa y le
preguntan apiadadas al argentino: —Pero, Eddy, ¿es ver-
dad que te vas a enterrar?
Y ante la respuesta afirmativa, suspiran: —¡Pobre chi-
co, tan guapo!

129
Es curioso; todas toman en serio el entierro de Eddy,
y lo compadecen como en Semana Santa se apiadan del
entierro de Jesús... Diríase que resucitan las antiguas
Adonias de Biblos y que Fantomas es un símbolo del jo-
ven dios inmolado por culpa de los hombres crueles...
En víspera del entierro, Fantomas se despide de noso-
tros como para toda la vida, y mostrándome un ejemplar
de mi Candelabro me dice:
—Maestro, voy a enterrarme con su libro... Sus siete
brazos luminosos alumbrarán las tinieblas de mi sepul-
tura...

Fantomas enterróse ya en el vestíbulo del Palace y


nosotros vamos a visitar su tumba todas las noches, en
la madrugada. Aquello es una romería continua. Todo el
Madrid nocturno acude a esa hora a ver cómo sigue el po-
bre Eddy. Señoritos juerguistas, camareras de café, bus-
conas elegantes rodeadas de amigos, que descienden de
coches lujosos y penetran en el vestíbulo conteniendo sus
voces, como en una iglesia, y apoyan sus brazos desnudos
y tintineantes de pulseras sobre la baranda, que domina
el hipogeo...
Allá abajo, en el sótano iluminado por una luz poten-
te, tendido en su urna, vestido de pijama, pálido y triste,
está Fantomas, teniendo a su lado, bien visible, El can-
delabro de los siete brazos. Al verme, me lo enseña con
un lacio gesto. Desde arriba, hombres y mujeres lo inter-
pelan: —¿Cómo estás, Eddy? ¿Cómo llevas el ayuno?...
Eddy contesta con un gesto débil, vago. El portugués
previene: —El pobre no oye nada. Yo me comunico con
él por este tubo... Voy a preguntarle: —¿Cómo estás,
Eddy?
Eddy le contesta por el tubo. El portugués explica:
—Dice que está bien..., pero no hay que hablarle dema-
siado..., necesita tranquilidad, reposo..., háganse cargo,
señores, cinco días ya sin probar bocado... Lo mantiene
la fuerza de la voluntad...
Hay comentos irónicos... Algunos creen haber encon-
trado la clave... Por ese tubo acústico le echan al misti-
ficador alimento líquido, leche, cacao, caldo, cuando no
hay público... El portugués sale al paso de esas suspica-
cias... —No hay nada de eso, señores... Se trata de un

1530
experimento científico... Eddy es un caso..., los señores
médicos vienen a estudiarlo con interés... Eddy aprendió
estas cosas de los fakires de la India..., en un monasterio
del Tíbet...
Los hombres sonríen..., las mujeres, siempre dulces y
evangélicas, se conduelen... —¿Pero no habrá peligro?
—El portugués, para aumentar su emoción, hace un gesto
ambiguo: —En estas cosas nadie sabe..., puede sobre-
venir un colapso..., no lo molesten ustedes...
Salimos de allí como de visitar un monumento en Se-
mana Santa..., un poco serios pese a nuestro escepticis-
mo... Siempre es peligroso meterse en un ataúd... Pero
al fin se cumplen los días del ayuno y Eddy resucita como
Adonis... Pero al sacarlo de su tumba el pobre chico se
desmayó, hubo que llamar al médico y el portugués se
llevó un gran susto... ¿Habría que enterrar de veras a
su querido Eddy?

Eddy se enterró y sobre su simulado ataúd cayó algo


más pesado que la paletada de tierra; el inevitable soneto
de Pedro Luis de Gálvez:

EPITAFIO A EDDY ARCOS

Aquí yace un genial aventurero


de otro tiempo. Se burla de la muerte.
La maldad de los hombres fue su sepulturero.
Es el ejemplar único de otra raza más fuerte.
Más filósofo y grande que el gran Carlos Primero;
tendido en su sepulcro, de Madrid se divierte;
se ríe de este pueblo, cuyo Dios, el torero,
parece su aborigen, petrificado, inerte...
Quiso subir al cielo —se trocó en aviador—;
su vuelo fue más raudo que el del temido azor.
Se han cernido sus alas sobre la alta espadaña.
Y, por probarlo todo, por saber toda cosa,
se pasa siete días enterrado en la fosa...
¡Es un ejemplo heroico para el hambre de España!

PEDRO Luis DE GÁLVEZ

151
Epígonos

Cada noche llegan nuevos epígonos a nuestra mesa del


Colonial, que ya no es una mesa, sino dos o tres em-
palmadas... San Germán dice: —Esto es una invasión...,
¡cuántos epígonos!... ¡Debíamos fijar una cuota de en-
trada!...
¡Sí, cuántos epígonos!..., jóvenes, adolescentes, con el
primer bozo y el primer poema, que nos leen con voz
tímida y temblorosa. Ese primer poema que, a falta de
otra cosa, tiene el encanto innegable de la sinceridad...
y, a veces, tales aciertos instintivos, una imagen fulgu-
rante, como un relámpago de belleza espontánea, que me
hacen prorrumpir en exclamaciones de un entusiasmo que
puede parecer irónico...
Es inefable la emoción con que ellos me oyen elogiar
sus versos, de cuyo valor ellos mismos dudan, y decirles:
——Démelo, démelo para Los Ouijotes... —Pero su timidez,
su cortedad sólo duran lo que tardan en recibir mi con-
sagración; en seguida se crecen, se creen ya grandes poe-
tas, se yerguen sobre sus compañeros y no temen discutir
conmigo mismo.
San Germán se indigna: —Eres demasiado acogedor...,
hay que marcar las distancias... Ramón los tiene a raya
en Pombo... y hace muy bien... La gente es ineducada
y no sabe apreciar la bondad... Con tus elogios los es-
tropeas... Hay que guardar el protocolo...
Yo me río. ¡Bah! Todo eso son argucias de viejos co-
bardes ante la bella osadía de los jóvenes. Estos poetas
noveles tienen a veces intuiciones, hallazgos que no logran
los viejos maestros... ¿Por qué callar la admiración que
nos producen?... ¿Por qué hacerles pasar los desalientos,
las amarguras que nosotros en nuestra adolescencia hemos
pasado?... ¿Por qué no revelarles su propio valer y afir-
mar el brío de sus alas nacientes?... ¿Que se crecen a
nuestro nivel y, salvando ciclos de años, discuten como si
ya se sentasen sobre una montaña de libros?... Si tienen
razón, ¿por qué no dársela y reconocer nuestro error?...
Hay que luchar con los jóvenes, exponerse a sus golpes
de esgrima, a cuerpo limpio, como si fuéramos igualmen-
te jóvenes y noveles, sin escudarse en prestigios discuti-

132
bles... ¡y sálvese el que pueda!... Eso es peligroso, pero
es lo noble.
Y los acojo a todos como iguales, sin exigirles más que
talento, sensibilidad, aunque adolezcan de esa petulancia
juvenil, tan simpática en el fondo... Es hermoso contem-
plar el espectáculo de su emulación, de su vanidad ino-
cente, de la impaciencia con que golpean las puertas de
la fama.
Linera, el mofletudo propietario de Los Ovijotes —esa
revista de noveles—, se queja también de esa turba de
poetillas que invaden su imprenta con gesto impertinente
y lo increpan: —Pero ¿cómo no ha salido lo mío? ¿Cuán-
do piensa usted darlo? —¡Eh, poco a poco, joven! ¿Qué
se figura usted? ¿Que yo estoy aquí para servirlo? ¡O
que el mundo entero está esperando sus versos? ¡Vaya
con el pollo!
Pero, en el fondo, se siente halagado: —-Somos muy
grandes —dice—. Los Ouijotes, ¿lo creerá usted,?, se ven-
den... ¡Vamos a dejar chiquita a La Esfera!...
Lo que más le admira a Linera es, naturalmente, el
desinterés de estos poetillas —como él dice—, que no co-
bran. Son idealistas y por eso se les puede perdonar
todo...
Y el hombre se entusiasma cada vez que le envío las
primicias de algún nuevo poeta: —¿Otro genio en cier-
ne?... ¡Bravo!... ¿Pedro Garfias?... Pero, hombre, ¿de
dónde saca usted tantos poetas?... Bien, se publicará...
Ya publicamos también los retratos... y el día de ma-
ñana en la colección de Los Quijotes podrán verse las
efigies juveniles de estos poetas, que para entonces ya ha-
brán logrado la celebridad... y tendrán canas y arrugas...
¡Y qué interesante será entonces repasar las hojas ya ama-
rillentas de la vieja revista!... Allí perdurarán melenas,
que ya una prudente tijera habrá rapado, y ojos exaltados,
chispeantes de juventud que ya habrá apagado el tiempo...
Y allí podrán leerse nombres que acaso brillen en placas
conmemorativas o... en lápidas sepulcrales... Porque, oh
inevitable sino, entre estos poetas habrá los malogrados...
Ya podemos contar uno... Ese joven Rello, uno de los
hermanos Rello, esos dos adolescentes de aire tan román-
tico, que llamaban la atención al entrar en el café, con
sus capas a lo Judex.

133
Otros también se cansarán o se agotarán, como paja-
rillos de poca voz, derivarán hacia lo práctico, pondrán
bufete o ingresarán en un escalafón y se asombrarán, si
repasan la revista, de haber podido escribir alguna vez
versos tan exaltados, tan tristes o tan locamente eufó-
ricos...
Es emocionante pensar todo ese contingente futuro, al
ver ante sí a estos jóvenes de cabellera alborotada, ojos
febriles y palabra torpe de pura pasión, grávidos de genio
posible y de obras maestras hipotéticas, que se agrupan
en torno a nuestra mesa como otros jóvenes aún anóni-
mos se agruparon antaño en torno a la de Hugo o Ver-
laine...
Pedro Garfias, andaluz, moreno, con aire de estudiante
ruso, por sus lentes y sus alborotados cabellos... Eugenio
Montes, el galleguito fino, sutil, con una cara aguda como
su pensamiento metafísico... Xavier Bóveda, alondra sa-
lida de los campos gallegos, admirador devoto de Curros
Enríquez y Rosalía de Castro... Álvaro Orriols, el rima-
dor terrible, escalatorres del verso... Rivas Panedas, el
cojito, que parece un mutilado de guerra literaria..., etc.,
etc., pues no pretendemos hacer inventarios como los
de Ramón en sus anuarios de Pombo. El futuro investi-
gador de la literatura los hallará a todos en la colección
de Los Quijotes.
Hay además los que vienen de paso, los huéspedes de
una noche, que nos dejan el recuerdo de una frase feliz
y un cordial apretón de manos, el turista literario que
viene a conocernos, porque la fama de nuestro cenáculo
ha llegado hasta la provincia, el escritor fracasado que
tomó otro rumbo y nos mira y nos admira con un gesto
ambiguo, de piedad y de envidia, asombrado de que toda-
vía haya locos en el mundo...
Daguerre, el viejo periodista, me dice sonriendo:
—:¡Qué valor tiene usted!...
Luis Esteso tuerce el gesto al pasar y me lanza una mi-
rada compasiva... Cuando me encuentra solo, me dice:
—Pero ¿cómo puede usted aguantar a esos pelmazos?
—Y luego, como si hubiera encontrado la clave, aña-
de: —¡Bueno, a usted le sirven de diversión, claro!...
Goy de Silva, grave, finchado, con su figura de perso-
naje del Greco, me amonesta: —Tenga usted cuidado,

134
reuniéndose con noveles, será usted también siempre un
novel... Lo sé por experiencia... Y eso es fatal...
Pero ¿acaso la literatura es un escalafón?... ¿Y hay
cosa más divina que ser siempre un novel, es decir, un
joven?... ¡Bah! ¿Ya pasó la época de las barbas?... ¡Hoy
la Gillette a todos nos hace jóvenes!... ¡Viva la Gillette
literaria!...

Ferragut

Comparece en nuestra tertulia veraniega de Recoletos,


Julián Fernández Piñero, un joven sevillano que escribe
en Prensa Gráfica y ha hecho famoso su seudónimo de
Ferragut.
Julián Fernández Piñero es un guapo muchacho, de
aire toreril, con grandes ojos negros como el pelo y un
hablar ceceante y sonoro.
Ferragut, con esa su voz sonora, grita en Recoletos que
él es quien le escribe sus novelas al Caballero Audaz y
se queja de la tacañería con que el escritor erótico lo
retribuye...
—.Hasta que me harte de hacer el negro y deje de tra-
bajar para él..., y todo su tinglado de novelista se venga
abajo... Se está haciendo un nombre a costa mía... y yo
trabajando para él dejo de hacer mi obra...
Lo oímos con cierta perplejidad... Pero habla con un
tono tan firme y campanudo...
¡Si no fuera cierto, se expondría a la represalia del
Carretero, que es un espadachín temible!...

Un alma pura

Hay almas puras, ingenuas, ilusionadas, que viven en


un mundo ideal, en el que todo es bello y amable y al
que no llegan los zarpazos de la realidad.
Una de esas almas es la de doña Carlota Remfry de
185
Kidd, esa española-inglesa nacida y criada en la colonia
británica de Linares y casada con un compatriota en las
mismas condiciones que ella, ingeniero de aquellas minas.
Doña Carlota vive en Linares como en un mundo de
hadas, en un hotelito que ella describe rodeado de un
jardín, en el que florecen a un tiempo jazmines, rosas,
claveles, violetas y campanillas, sin que en ninguna esta-
ción del año esté desamparado y yermo. En sus cartas
suele enviarme pétalos de flores, semejantes a alas de ma-
riposas.
Doña Carlota, que no ha tenido más novio que su es-
poso, y disfrutó siempre de una dorada medianía, no ha
tenido que sufrir ningún desengaño de la vida y conserva
todo el candoroso optimismo de su niñez. Para ella todas
las personas son buenas, ingenuas y candorosas como ella
misma, sobre todo los escritores.
Desde su rincón florido de Linares, doña Carlota ima-
gina nuestra vida literaria cual un jardín lleno de flores
como el suyo, en todo tiempo, como un paraíso sin ser-
piente, como un reino de fraternidad, en que todos se
quieren y se ayudan y comparten de buena fe triunfos
y fracasos. Si existe la bohemia, ella se la figura segura-
mente con música de Puccini.
Doña Carlota escribe páginas que reflejan esa angélica
candidez de su alma, y que escribe por puro desahogo
de sus sentimientos, sin ambiciones de lucro ni de fama.
Ella está al margen de nuestras luchas y emulaciones y
es como un hada madrina de los que escribimos en esta
miserable corte de los milagros.
Un solo pesar guarda en su pecho esta mujer feliz y
es el de su maternidad no lograda. Quizá por eso le con-
movió tanto mi Pobre Baby, esa tragedia de un huérfano,
y a raíz de publicarse me escribió enternecida y ofrecién-
dome los tesoros intactos de sus maternales sentimientos.
En todas sus cartas me llama su Baby y se firma su Little
old mother.
Pero esa madrecita candorosa y buena no sabe los apu-
ros en que a veces se encuentra su Baby, esos apuros pro-
saicos que salen del orden sentimental en que su afecto
se mueve y que sólo podrían confiarse a una madre ver-
dadera. Ni sabe tampoco que el mundo de los escritores
no es ese reino ideal de mutuo amor que ella se imagina.

136
Eso es causa de que sus cartas muchas veces resulten
inoportunas e involuntariamente irónicas, como cuando
me da el pésame por la muerte de un colega del que a lo
mejor ha recibido uno ataques o en un día de apuro, de
esos en que la Hermana anda por la casa como loca, y
truena contra la Literatura y querría que su hermano no
supiera leer, llega a mis manos una carta de doña Car-
lota, interesándose por algún escritor de cuya miseria se
han hecho eco los periódicos y mandándome alguna can-
tidad para socorrerlo.
—Esto parece una burla —clama la Hermana—, qué
inoportuna es esa mujer... No sabe que nos pone en una
tentación... No le escribas más a esa boba...
Así ocurre ahora, con motivo de la muerte de Ramón
Godoy, el autor de La tizona, que deja un hijo y una
viuda, para los cuales El Liberal ha abierto una suscrip-
ción. Doña Carlota se ha erigido también en madrecita
de ese hijo del poeta y me envía donativos, que no esta-
rían de más en nuestra casa..
—Vaya una madrecita BUE te ha salido... —comenta
la Hermana—. ¿Por qué no se la cedes a Godoy?
Naturalmente, esas crisis fraternales son pasajeras. Y la
Hermana, como yo mismo, concluye rindiéndose ante la
ingenuidad maravillosa de esa mujer, para quien la vida
es un jardín de rosas sin espinas. ¿Qué culpa tiene ella
de haber sido siempre dichosa? Pero por eso mismo pue-
de esparcir en torno suyo y proyectar lejos esas ondas de
ternura, esos pétalos de flores fragantes, aun estrujados.
Doña Carlota colabora en Los Quijotes por puro amor
al arte, y cuenta con el amor de todos los que en esa
hoja romántica escribimos. El afecto de doña Carlota es
un lujo sentimental. Sólo la conocemos por su retrato y
tiene así para nosotros una existencia mítica de hada bue-
na que velase por nosotros y quién sabe si en un momento
trágico nos pudiera salvar. Nunca la desengañaremos so-
bre la falsa idea que tiene de los literatos y la litera-
tura. Es dulce pensar que hay alguien para quien somos
todos nosotros buenos, generosos, como hermanitos que
se quieren y se llevan bien... Ah, doña Carlota es la
traducción original de Gabriel Miró...

137
Los manguitos

Juan de Aragón ha tenido otra de sus felices iniciati-


vas, siempre preocupado del bienestar de sus redactores.
Ahora se le ha ocurrido que, para evitar que las mangas
de las americanas cojan brillo, los redactores deben usar
manguitos cuando se ponen a escribir. Y con su esplen-
didez acostumbrada, nos ha encargado sendos pares de
manguitos negros a todos nosotros a cuenta de la Admi-
nistración, y él también se ha encargado otros, que ya
luce para dar el ejemplo:
—+¿Ven ustedes?... Así no se gasta la americana ni coge
brillo del roce con la carpeta... Se pone uno los man-
guitos para escribir y luego se los quita..., ¡eh!... Es
una cosa sencilla y práctica..., que sin embargo no se
les ha ocurrido a don Miguel Moya ni a don Torcuato...
Porque, rediez, lo primero que hay que tener es cabeza...
Como siempre, Fabián Vidal ha sido el primero en se-
guir el ejemplo del director y ponerse los manguitos, con
lo que tiene un aire perfecto de hortera o cagatintas.
—Esto es admirable, don Leopordo, así no se ensucia
UD
Aznar, el redactor-jefe, también luce sus manguitos y
se mira los brazos con aire satisfecho y aprobatorio, aun-
que impregnado de su inevitable tristeza de dispéptico:
—Está muy bien, don Leopoldo.
Pepito Romeo, el delfín, se pasea por la redacción con
sus manguitos, haciendo alharacas y piruetas: —-—Esto
está la mar de bien..., sipipi... Me ha dado idea para
un número de revista... «El loco de los manguitos»,
¿qué tal?
El más reacio en ponerse los manguitos es Catarinéu,
que con su torpeza manual se hace un lío para atarse los
bramantes al antebrazo y refunfuña protestas que hacen
reír al director: —Pero, rediez, si es muy fácil... ¡Verá
usted, hombre!... —y el baturro le ayuda, mientras el crí-
tico sigue refunfuñando: —Sí, será muy fácil..., pero a
mí Dorita me tiene que atar los cabetes de las botas...
—¡Pero usa usted botas! —se asombra el director—.
Pero si ya todo el mundo gasta zapatos...

138
—Todo el mundo, no —interviene Pepito—. Fabián
Vidal gasta botas de elástico y calzones con cinta...
—Pero ¿es posible? —ríe el director—. A ver, que
las enseñe...
Fabián Vidal, el héroe que todos los días les gana una
batalla a los alemanes en su crónica de la guerra, se pone
colorado y defiende sus extremidades de los intentos de
Pepito por descubrirle las botas de elástico y las cintas
de los calzoncillos...
Juan de Aragón ríe a carcajadas...: —Yo creía que ya
nadie llevaba esas cosas, como no fuera el marqués de
Vadillo..., ja..., ja... Mire usted, Fabiancito, yo gasto
calzón corto y liga...
Y se remanga el pantalón y deja ver la pierna negra
y peluda. Fabián pone cara compungida: —¡Es que eso
es muy complicado, don Leopordo!
Don Leopordo vuelve a reírse y comenta: —¡Este Fa-
bián es notable!... Y ¿qué, cuándo se se casa usted, Fa-
biancito?
—¡Cuando tenga más dinero, don Leopordo!
—¿Sí?... Pues si espera usted a que Paniagua le suba
el sueldo...
—Es que ahora —explica Pepito— piensa estrenar una
zarzuela...
— ¡Una zarzuela!
—Sí, La Reina de Cambaya..., en colaboración con
Delgado Barreto... Ya tienen los cantables... Unos de
ellos empieza: «La Reina de Cambaya, / que vaya... que
vaya...»
—Ja..., ja... —ríe don Leopoldo—. Pero ¿es verdad,
Fabiancito?
Fabián asiente con aire abochornado...
—-Y además —añade Pepito—, hay un personaje que
le dice a otro: «Mientras tú lías blanquillo y clorato /
yo en la rebotica me haré el café...»
—Ja..., ja... —vuelve a reír el director—. «Mearé el
café»... ¡Ja, ja, ja!
—+¿Qué dice usted, Caramanchel?
—Que es genial... Este bandido va a dejar chiquito a
Catulla..., con su Rica y noble pastora...
—¡Hombre! —protesta Fabián—. Es que La Reina
de Cambaya es una obra cómica...

139
—Tanto hablar mal del teatro y luego vamos tras del
trimestre —observa el crítico...
—ZIa idea ha sido de Barreto —se disculpa el grana-
dino—. La mayor parte de los chistes son suyos...
—-Pero ¿qué pasa, señores? —pregunta entrando Ba-
rreto, pequeñito, ecuánime, con sus ojillos negros y su
bigotillo de estudiante—. Sí, estamos escribiendo La Ret-
na de Cambaya..., ¿y qué pasa? Este es un país de ope-
reta y hay que hacerle reír... Aquí todo el mundo se
muere de aburrimiento... Ni siquiera tenemos un perió-
dico festivo, desde que murió Gedeón... Yo pienso tam-
bién sacar uno, El Mentidero, escrito por Félix del Mam-
porro y de la Sonrisa... Desde luego cuento con la co-
laboración de ustedes..., de usted, Caramanchel, y us-
ted, Bonnat...
—¡ Hombre! Si don Félix paga...
—;¡Pero esto es el caos! —comenta don Leopoldo.
El caos parece, en efecto; pues desde la redacción se
oye el escándalo que Juanito Barreto le está armando a
un redactor de su agencia que se ha dejado escapar una
noticia referente al arzobispo de no se sabe qué dió-
cesis.
—Pero, hombre, por San Apapucio y el Copón, ¿no
sabe usted que nuestros periódicos son católicos?..., y
se deja usted escapar una noticia como ésa... ¡Por vida de
toda la corte celestial! ¿En qué está usted pensando? ¡Me
chincho en la Custodia! ¡Aquí somos católicos, recristo!
El contraste entre esa afirmación de fe y el lenguaje
blasfematorio que Juanito emplea no puede ser más cómi-
co. Su hermano corre allá a refrenarlo y el director se
levanta y se mete en su despacho repitiendo: —¡El caos!
El redactor-jefe pone una cara triste y respinga los la-
bios, dejando ver sus dientes caballunos. Parece un em-
pleado de la funeraria.
Catarinéu, no bien se ha alejado el director, se quita
los manguitos y los guarda en su cajón: —¡Parece uno
un carnicero! —refunfuña, tirándose de los lacios bigo-
tes.
Al cabo de unos días ya nadie se pone los manguitos...
Bonnat se queja: —El otro día me olvidé quitármelos y
me encontré con ellos calle Mayor arriba..., todo el mun-

140
do me miraba... Lo mejor para no olvidar quitárselos
es no ponérselos...
Y contra lo que hubiera sido de esperar, el propio re-
dactor-jefe le da la razón y también se quita sus man-
guitos y declara displicente:
—Es una idea admirable..., pero poco estética...
¡Aznar preocupándose de la estética!...
—Oh, ¿pero no saben ustedes —cuchichea luego Pi-
zarroso— que el hombre de las pompas fúnebres está
enamorado?
— ¡Enamorado! ¿De quién? ¿De Pilarcita?
—;¡Ca!, no es por ahí... Miren ustedes al balcón de
enfrente...
—¡Pero, hombre, sea usted más explícito..., no dé las
noticias como Herrerita!
—Por hoy no puedo decir más... Pero observen uste-
des y descubrirán el secreto... ¡Yo no quiero parecer
chismoso..., como Sánchez de León! ¡Ya he dicho bas-
tante!
—Oye, no te metas conmigo —dice el petimetre de
la boca llena de sopas—. Si eso lo saben ya hasta en Bel-
chite... ¡Paco Aznar está enamorado de la vecinita!
Pero ¿era posible?... Todos nos echamos a reír. ¡De
burla y de indignación! ¡Pretender un hombre tan tétrico
y ramplón que le hiciese caso la vecinita de enfrente,
aquella señorita tan linda y adusta a la que todos admi-
raban y hacían carantoñas, sin haber logrado arrancarle
una sonrisa ni siquiera fijar su mirada!... ¡Un hombre tan
tétrico que parecía un cuervo, pretender el amor de aque-
lla palomita blanca!
Desde entonces todos espiaban los gestos del arago-
nés, cuando levantándose de su mesa, con aire fatigado,
se salía al balcón a tomar un poco de aire, alzaba la vista
al cielo vespertino... y volvía a meterse dentro... ¡Bah!
Eso no era posible..., si no cruzaba la mirada con la ve-
cinita..., si no le hacía la menor seña..., ¡así pensaba
enamorarla!...
Y sin embargo, una tarde el aragonés nos sorprendió
a todos, adelantando la hora de su salida. Estrenaba traje
de color y hongo café. Nos asomamos todos al balcón
y lo vimos salir a la calle y quedarse esperando. Y poco
después vimos salir a la joven, que lucía un traje verde

141
e iba acompañada de su madre, una señora grave, de ne-
gro. El aragonés se acercó a ellas, las saludó y los tres,
formando grupo, echaron a andar.
— ¡Para que veas! —dijo Pizarroso.
Y todos, hasta yo mismo, que nunca había mirado con
intención a la vecinita, sentimos una extraña impresión
de desencanto y despecho, como aquellos panaderos del
delicado cuento de Gorki...

Eliodoro Puche y Prieto Romero

Eliodoro Puche, el poeta murciano, y su inseparable


Prieto Romero, el madrileño achulapado, forman una pa-
reja de excéntricos de circo. Siempre juntos y siempre
a la greña, buscándose las cosquillas. Se emborrachan de
la misma botella; pero el vino del murciano es grave,
tétrico y el del madrileño travieso y burlón. Prieto Ro-
mero maneja a Puche como el gitano al oso; se divierte
a su costa y goza en meterle en lances apurados. Quizá
con eso se desquita del tono autoritario con que Puche,
que es «el pagano», lo trata, como si fuese su escudero.
Anoche el madrileño nos contaba, con maligna alegría,
la última jugada que le ha hecho a su ingenuo amigo
Puche, que al fin y al cabo es un «paleto», tiene una
ingenuidad rural. No sólo se cree un gran poeta, sino
también un tenorio irresistible y ése es uno de los flacos
por donde su travieso amigo lo ataca.
Se ha de saber que ambos poetas frecuentan un café de
la calle San Bernardo, por donde también suele ir Ca-
rrere, atraído por la música y la presencia habitual de
mujeres comprometidas, de esas que se hacen pasar por
decentes. Comprometidas y comprometedoras.
Puche se había fijado en una de ellas, una buena «jicha»
—según dice su amigo—, bien faldada y hasta con su
buen golpe de bisutería fina en oreja y dedos. La mujer
solía estar allí sola, pero Prieto Romero sabía que espe-
raba a su hombre, un contratista de obras, un tío bruto,
pero con mucho parné.
Puche empezó a mirarla, pretendiendo timarse con ella

142
y ser correspondido. Se alborotaba las greñas y recitaba
con voz cavernosa versos de su libro Corazón de la noche,
mirándola de reojo. Prieto Romero le advirtió: —Cui-
dado, Eliodoro, que esa señora tiene su dueño..., y como
se cabree...
Pero Eliodoro contestaba: —¡Bah! Eso es pan comi-
do..., ¿no ves cómo se tima?... Y además, ¿te crees
tú que a mí me da miedo ningún tío?... ¿No te has fijado
en mis bíceps?
Y el esquelético poeta arqueaba el brazo escuálido e
invitaba al amigo a palparle los huesos.
—.¡Eso sí, ya lo sabemos, Eliodoro, eres un boxeador!...
Lo saben las madres..., eres un rato largo de valien-
te... Y tienes razón..., la señora se tima... ¡Eres irresis-
tible, Eliodoro!
— ¡Claro! —reía Eliodoro con su risa cristalina, hue-
ca, infantil.
—Pues anda al toro que es de mazapán... Yo estaré
al quite.
— ¡Bah! —decía despectivo el terrible Eliodoro—.
¿Crees tú que a mí me hace falta tu ayuda?... ¡Tiene
gracia! —y reía con su candor campesino.
El resultado fue que Puche se envalentonó cada vez
más y ya se timaba con la individua hasta delante del
querido, aquel hombre vulgar y yangiés, con facha de
maestro de obras.
—Mira, Eliodoro —le advertía aún el amigo por lo
bajo—, aunque sé que eres un hombre terrible, ten cui-
dado, que ese tío tiene lo suyo y te mira como para em-
bestirte...
— ¡Claro! Como que es un cornúpeto —reía Puche—.
Pero a mí...
—;¡A mí, puche! —terminaba Prieto Romero.
... Y sucedió al fin que el cornúpeto acabó por amos-
carse y una noche ya se levantó y se fue derecho al poeta.
—-Oiga usted, ¿por qué mira usted tanto a mi señora?
¿No le es igual mirarme a mí?
Puche tuvo el atrevimiento de contestarle: —¡No, pot-
que es usted muy feo! —Y subrayó la burla con una de
sus risas estridentes.
—e¿Sí? Pues yo tengo ganas de verme las caras con
usted...

143
—Pues ya me está usted viendo...
—Agquí no, que hay señoras..., y se podrían desmayar
del susto..., vámonos a la calle..., que es donde los hom-
bres ventilan las cuestiones...
—i¡Magnífico! Vamos a la calle...
Todavía el amigo trató de contener a Eliodoro, tirán-
dole de la manga.
—Mira, Eliodoro, que ese tío es muy bruto...
— ¡Sí! Pues así me gustan a mí... Yo no tengo con
él ni para empezar...
Se ajustó los lentes, se enarcó y salió del café tamba-
leándose. El otro ya lo había precedido, después de tran-
quilizar a la querida.
Salieron a la calle y Prieto Romero detrás, regodeán-
dose de antemano con el espectáculo que se prometía.
No bien salieron a la calle, el contratista cogió a Elio-
doro por un brazo y lo zamarreó; y como siempre, bastó
aquello para que el poeta se desplomase en el suelo como
una botella falta de base.
Y ya su adversario en el suelo, el contratista empezó
a darle golpes como quien sacude una alfombra, al com-
pás de insultos todavía más terribles que los golpes: —Es
usted un sinvergúenza, un fresco... que molesta a las se-
ñoras decentes.
Y entre golpe y golpe, el poeta alzaba el brazo y decía:
—No tiene usted razón... No hay derecho...
Total: que lo molió «a modo» —cuenta Prieto Ro-
mero— y cuando ya se hartó de sacudirle, lo dejó allí ti-
rado y se volvió al café.
Entonces Prieto Romero, que había presenciado toda
la escena, sujetándose los costados, para no troncharse
de risa, acudió con fingida inquietud a levantar al amigo.
Puche, que había perdido los lentes, no se podía tener en
pie. —¿No te lo había dicho yo, Eliodoro? ¿Por qué
no me hiciste caso?
Pero el terrible Eliodoro, ya repuesto del susto, re-
funfuñaba: —Ese tío es un cobarde... ¿No has visto cómo
ha echado a correr? Si no se va, lo dejo knocked-out
(nokau).
; —Hombre, eso ya se sabe... ¡Menudo eres tú, Elio-
oro!

144
Desdes entonces Puche dejó de ir al café de las seño-
ras comprometidas.

Un oficioso

Juanito González-Olmedilla, el poeta del Cancionero


del Heraldo, que ahora es redactor de periódico, ese se-
villanito ceceante, bajito, con chambergo, chalina y ca-
chimba, que es una especie de Gran Simpático en peque-
ño, oficioso y entrometido, viene a nuestra tertulia a la-
mentarse, cuando lo echan de las otras, de Pombo o de
Fornos, donde sigue pontificando Don Ramón del Valle-
Inclán...
— ¡Mardita sea..., ha visto usté..., va uno con el co-
razón en la mano y no lo saben estimar..., por vía de la
Girarda!... :
—Es que, Juanito, sin darte cuenta, eres muy impet-
tinente. No sabes tratar a los maestros —lo amonesta
Alfredo Villacián, un joven alto, moreno, grave, de ne-
gros ojos serios y melancólicos, que viste un gabán dema-
siado largo, regalo de Antonio de Hoyos, al que ahora
sirve de intérprete y secretario.
Villacián, que publica en La Tribuna unos artículos
largos, de prosa apretada y barroca, incrustada de citas
y nombres exóticos, es un joven que —como él dice—
tiene el sentido de las jerarquías, es respetuoso con los
que considera «maestros», con Valle-Inclán, con Ortega y
Gasset, con Ramón y conmigo. Villacián no interpela a los
maestros bruscamente, opina delante de ellos con timidez
y pide permiso para sentarse. Todo lo contrario que Ol-
medilla, que tiene la efusividad familiar y pegajosa del
andaluz.
—No sabes tratar a los maestros —le dice Villacián—.
Hay que ser respetuoso, Olmedilla... Y debes tener cui-
dado, porque esta noche, ya lo has visto, si no te vas
a tiempo, don Ramón te tira la botella del agua...
—¡Mardita sea!... —lamenta el sevillano—. Es que la
gente no sabe apreciar los sentimientos... Yo soy un hom-

145
bre cordial y bueno..., yo quiero a todo el mundo..., yo
soy —como dijo Machado— oloroso y sencillo como el
rometo..., y, sin embargo, todos me quieren pisar...
—Es que el hombre, Juanito, es un cuervo para su
hermano —observa Paulino Fernández Vallejo, otro jo-
ven andaluz, cordobés, un chico de familia acomodada,
simpático, pulcro, con tipo de señorito juerguista, de jo-
ven prematuramente gastado y con el aire entre frívolo
y pesimista de un pequeño Byron.
—Tienes razón, Paulino —asiente Olmedilla—. Pero
es que estos gallegos y castellanos son hombres de mucha
concha..., nosotros los andaluces llevamos el corazón en
la mano y ellos lo esconden, si es que lo tienen..., son
falsos, suspicaces..., no pueden entendernos...
—Mira, Olmedilla —le interrumpe Villacián, que es
castellano—, no hagas psicología de las regiones..., las
psicologías colectivas son falsas... Todo se reduce a que
tú, como te lo he dicho tantas veces, no sabes tratar a los
maestros...
—Bueno, home —concede Olmedilla—, pero no lo
hago a mal hacer..., quizá yo peque, pero es por causa
de mi sinceridad... Yo puedo decir, como Rubén: «Si
hay un alma sincera, ésa es la mía»... Yo soy un hombre
bueno, yo quiero a todo el mundo..., yo creo que en la
vida lo más grande es la bondad... Yo, ya lo sabes tú,
Villacián, me desvivo por reconciliar a los enemigos, por
darles a todos noticias agradables, yo voy a todas las
tertulias sin distinción, yo doy bombos en El Heraldo a
todo el mundo..., ahora que yo no dejo tampoco que
me pisen..., soy pequeñito, pero soy gente... Esta noche,
si no hubiera sido por respeto a sus años y a su obra,
le tiro a don Ramón de sus barbas de chivo...
—¡Habrías hecho muy mal, Olmedilla!... Eso habría
sido un sacrilegio... Tuviste la impertinencia de interrum-
pir a don Ramón cuando estaba hablando de Estética..., y
don Ramón sabe de eso y de todo más que tú...
—Don Ramón es un pedante... y además un plagia-
rio, como se lo ha demostrado Julio Casares en su Crí-
tica profana..., un plagiario de D'Annunzio y de Barbey
d'Aurevilly y hasta de Ega de Queiroz...
—Alto ahí, Olmedilla —le interrumpe Xavier Bóve-
da, enérgico—. Don Ramón es lo más grande que hoy

146
tenemos... Es un estilista, un orfebre... Ha creado un
tipo inmortal..., un mito..., el marqués de Bradomín.
Algo tan original como Don Quijote y el Tenorio...
—Tú dices eso —le arguye el sevillano— porque eres
gallego... Pero don Ramón en el fondo es un mistifica-
dor..., y sobre todo una mala persona... maldiciente,
soberbio y agresivo..., y en este mundo, lo repito, lo
primero es ser bueno... Yo prefiero ser Amado Nervo
a ser Rubén Darío...
—¡Vaya, hombre —ríe Bóveda zumbón—, qué pláti-
cas nos echa el padre Olmedilla!...
—Ríete cuanto quieras —insiste el sevillano—, pero
lo que vale en el mundo es la bondad... Yo seré todo lo
malo que quieras como poeta, pero soy una buena perso-
na... Yo soy humilde, yo tengo un alma franciscana...
Villacián sonríe, maligno... Bóveda comenta: —Bien
por el hermano Juan...
—Ríete cuanto quieras..., pero yo tengo un alma fran-
ciscana... Yo amo a la hermana agua y al hermano lobo...
Yo amo a todo el mundo..., a los hombres, a los anima-
les, a las plantas... y a los niños... Yo voy a la Casa de
Fieras a recitarles versos a los leones y los tigres..., y
los leones y los tigres se amansan y me miran con ojos
húmedos de llanto...
— ¡Se comprende, si los versos son tuyos!
—-Y también les recito versos en el Parterre a los ni-
ños y a las niñeras...
—Y a los militares sin graduación...
—:¡Sí; también a ellos..., Xavier! Yo me subo en un
banco de piedra y empiezo a recitar... Y los niños dejan
sus pelotas y sus aros y me escuchan embelesados..., no
entenderán bien lo que oyen, pero perciben la música
del verso y se inician en los misterios del arte... Así se
educa el alma infantil...
—¡Bravo, Olmedilla! Eres un pedagogo por todo lo
alto... Te subes a los bancos de piedra y dices como Je-
sús: Dejad a los niños que vengan a mí..., ya que no
vienen los mayores...
Juanito continúa, dirigiéndose a mí:
—+¿Verdad, maestro, que es una bella obra?... ¡Lle-
var la Poesía a los niños, a las mujeres ingenuas..., al
pueblo! Yo ya he convencido a otros poetas, como More-

147
nas de Tejada, Camino Nessi y Llovet, y también ellos van
a dar recitales en el Parterre...
—Muy bien, Olmedilla —aplaudo.
Olmedilla se engalla: —¿Lo ven ustedes?
Eugenio Montes, el otro galleguito, observa con su
acento galaico, cantarino: —Tú olvidas, Olmedilla, lo que
dijo Cervantes: la Poesía es una casta y honesta doncella
que no gusta de ser traída y llevada por calles y plazas.
—En eso no estoy de acuerdo con el manco inmortal...
Yo creo que debe llevarse la Poesía a todas partes...,
a las calles, a las plazas..., a los cuarteles..., a las cárce-
les..., a los prostíbulos... Sí, a los prostíbulos...
—¡Hombre, eso es más agradable! ¡Vamos a llevarle
la Poesía a la Carmiña!
—Sí, la Poesía purifica y redime... Las prostitutas de
la calle de Andrés Borrego lloran con los versos de Ca-
rrere y de Vidal y Planas...
—Y los tuyos también, ¿verdad?
—Sí, también con los míos... —concede, modesto, Ol-
medilla—. Yo creo que no soy tan malo como poeta...
Pero repito que lo principales ser bueno... Y yo, aunque
me esté mal el decirlo, lo soy... Yo no tengo preten-
siones de genio..., yo he venido a Madrid a trabajar
en un periódico para sostener a mi vieja y a mi mujer-
cita y nada más..., y por mi vieja y mi mujercita lo
aguanto todo... ¿Que Rocamora me trata con imperti-
nencia, como todos los directores?... ¿Que algún que-
rido compañero me pisa un reportaje?... Pues me aguan-
to y me digo: Juanito, no te sulfures..., ¿a qué has ve-
nido tú aquí? ¿No has venido a ganarte un sueldo para
mantener a tu vieja y a tu mujercita?... Pues aguanta
y sufre por ellas... ¿No es eso lo que debo hacer?
—¡ Hombre, desde luego. .., eres un santo, Olmedilla...,
un San Juanito!... —aprueban todos con irónico aplauso.
Porque eso de la bondad de Olmedilla... Villacián, que
lo conoce a fondo, lo califica de tópico literario. Olme-
dilla es simplemente un oficioso, un chisgarabís..., un
hombre que va de tertulia en tertulia llevando y trayen-
do chismes... y que, con pretexto de reconciliar a los
enemigos, lo que hace es enemistarlos más... Olmedilla
practica, al revés, ese oficio de alcahuete que Cervantes
elogia como beneficioso en las repúblicas.
148
Olmedilla, con su cara triste —pobre Juan de la triste
cara—, se acerca a un colega atacado por otro y en tono
de funeral le dice: —Hombre, ya he leído eso que Fu-
lano ha escrito contra usted y crea que me ha dolido
el ataque como si fuera contra mí... Pero no debe usted
hacer caso... ¿Le va usted a contestar?
—Pero ¿a qué artículo se refiere usted?
—Ah, pero ¿no lo ha leído?... Pues al de Mengano....
en El Imparcial..., yo creía que lo había usted leído...
Pero no le haga usted caso..., no le conteste...
—¡Que no voy a contestarle! ¡Ya verá usted!...
Otras veces, Juanito le dice a uno: —Ya sé que entre
usted y Ramón hay cierto pique... Ramón habla mal
de usted..., la otra noche protesté yo en Pombo..., pero
no haga usted caso..., en el fondo lo aprecia...
Estos son los buenos oficios de Olmedilla, que la gente
no sabe agradecer... ¡Es tan mala la gente!... Pero Ol-
medilla sigue adelante en su campaña de bondad... ¡Hay
que ser buenos!... ¡Hay que ser como el sándalo, que per-
fuma el hacha que lo hiere!
En el terreno particular, todo el mundo sabe también
a qué atenerse sobre lo de su vieja y su mujercita... Ol-
medilla es un pequeño sátiro que se gasta su sueldo en
pequeñas aventuras con señoritas del conjunto. Quizá por
eso se equivoca alguna vez y se lleva la máquina de
escribir o el gabán de un amigo... —¡Cuidado con Jua-
nito! —advierte Villacián... Por una de esas distraccio-
nes, Villaespesa lo echó de su casa y el hombre de la
bondad se vengó, denunciando en la Prensa, en vísperas
del estreno, ya anunciado en la cartelera del Español, que
El rey Galaor era un plagio patente de una obra de Euge-
nio de Castro. No hay que decir que el estreno no llegó
a celebrarse y que Paco Villaespesa no se lo perdonará
nunca. Pero claro que Juanito formuló su denuncia,
no por animadversión al autor del Alcázar de las Perlas,
sino por amor a la justicia.
—No se pueden permitir esas cosas... ¡Ya está bien
que Villaespesa plagiase en su Alcázar al escritor grana-
dino Goyena, al que ha tenido que dar la mitad de los
derechos de autor!... ¡No faltaba más!... Yo admiro a
Villaespesa como poeta... ¡Pero lo principal en este mun-
do es ser bueno!...
149
Villacián, que está enterado de la vida íntima de Ol-
medilla, quítale ese penacho helénico a su gesto, y nos
explica que su denuncia contra Villaespesa fue una repre-
salia por otra que el poeta había presentado contra él,
por sustracción de una máquina de escribir...

Pastora Imperio

Un grupo de escritores jóvenes, entre los que descue-


lla Ramón Pérez de Ayala, han hecho de la bailarina Pas-
tora Imperio un símbolo de la raza, una especie de Dama
de Elche viva, y construido toda una metafísica de sus
danzas.
Y a modo de consagración le han organizado en Pari-
sina un banquete al que asistieron personalidades tan dis-
pares como Felipe Trigo, el novelista erótico, y el grave
don Miguel de Unamuno.
A mí, que voy en representación del periódico, me toca
sentarme al lado de Trigo, al que ya conozco, y enfrente
del rector de Salamanca, al que veo de cerca por primera
vez. Don Miguel, el hombre que les crispa los nervios a
los lectores vulgares con sus paradojas y su eterno espí-
ritu de contradicción, y también con su singular modo de
vestir, a lo pastor protestante —chaleco cerrado hasta arri-
ba, sin tirilla ni corbata, chaqueta enlevitada—, siempre
de negro, sus barbas y su cara dura de vasco, a la que los
lentes redondos dan un aire de búho —búho minervino—,
es el verdadero héroe de la fiesta. Acapara la atención ge-
neral con su locuacidad tajante y dogmática que, entre el
ruido de cucharas y platos, no llega hasta nosotros. Ob-
servo que entre plato y plato, el filósofo se entretiene en
hacer bolitas con la miga del pan, lo que, según me di-
cen, es una de sus distracciones favoritas, juntamente con
la de hacer pajaritas de papel...
Felipe Trigo nos habla de sus obras en preparación
y, respondiendo a las preguntas de algunos vecinos de
mesa —«¿Por qué no hace usted teatro?»—, contesta
diciendo que el teatro no le interesa y, por lo demás,

150
tampoco le atraen los trimestres que cobran Arniches y
otros, pues a él sus novelas le producen mucho más...,
como podría demostrarlo con sus liquidaciones. Él es muy
leído, sobre todo por las mujeres, que son las que hacen
la fama de los escritores. Alguien alude a sus conquistas
y Trigo confiesa displicente y discreto: —¡Sí!... Tengo
muchas admiradoras..., recibo todos los días un montón
de cartas femeninas... La principessa Yolanda...
Empiezan la lectura de adhesiones y apaga su voz.
Luego vienen los discursos. Pastora Imperio, joven, er-
guida y seria, escucha con gravedad de ídolo gitano los
panegíricos metafísicos de su figura y de su arte, que pro-
bablemente no entiende. Luego da las gracias a todos con
unas palabras ingenuas y breves, diciendo que ella sólo
sabe hablar con los pies. Se la aplaude frenéticamente.
Moyita, el de La Época, congestionado del abuso del
vino, se me acerca y me dice: —Bueno, chico, aquí entre
nosottos..., ¡qué vergúenza!...

Xavier Bóveda

Xavier Bóveda, este chico gallego que por su tosque-


dad parece un Han de Islandia en miniatura, es un hijo
de la naturaleza pervertido por la literatura bohemia de
Carrere.
Hasta ayer vivió oscuramente en su aldea natal de
Orense, donde su padre, según dicen, ejerce el macabro
oficio de carpintero de ataúdes. Calzaba almadreñas de
campesino y debía de trabajar en el campo, pues sus ma-
nos, recias y callosas, parecen desprender aún pellas de
barro.
Poeta espontáneo, sin estudios de ninguna clase, alon-
dra del terruño, incitado a cantar por los versos de Ro-
salía de Castro y Curros Enríquez, sintió al leer libros
de Carrere, como La cofradía de la pirueta, la ambición
de conquistar Madrid, incorporándose a esa cofradía pin-
toresca y absurda.

51
Y un día dejó su aldea, tiró las almadreñas, se calzó
botas de ciudadano y se vino a la corte. Su primera visita
fue para Carrere.
Indagó su domicilio y se presentó en él, en el momen-
to en que el poeta bohemio estaba ausente. Lo recibió la
mujer rodeada de sus hijos.
—Emilio no está —le dijo—. Pero si quiere usted
esperatlo...
Bóveda aceptó la invitación y se sentó a aguardarlo.
El poeta tardaba; era la hora de la cena y la mujer,
visto que el visitante no se iba, se decidió a servir la
mesa a los chicos, que ya estaban impacientes. Puso los
manteles y los platos y fue a la cocina por la fuente de
la cena.
—Con su permiso —dijo a Bóveda— vamos a cenar.
Si usted quiere acompañarnos...
Bóveda, ignorante de los cumplidos cortesanos, tomó
la invitación al pie de la letra. Se sentó a la mesa y em-
pezó a engullir con un buen apetito aldeano. Según cuen-
tan, ingería de tan buena gana que dejó sin comer a los
hijos del poeta. Luego, como Carrere no llegaba, se
marchó.
Al día siguiente se repitió la escena, ya esta vez en pre-
sencia de Carrere. Bóveda cenó con la familia..., invita-
do por el poeta. Carrere díjole a su admirador las frases
de rúbrica: —Esta es su casa, amigo Bóveda... Puede us-
ted venir cuando quiera... Esté yo o no esté, es lo
mismo...
Bóveda, con el candor de un campesino, se hizo desde
entonces comensal cotidiano de la casa... Fue preciso
que el propio Carrere, hostigado por su mujer, le hiciera
presente que su casa no era una casa de huéspedes. El
asombro del discípulo, su decepción, no tuvieron lími-
tes... Riñó con el maestro y lo llamó farsante.
Esa fue la primera lección que le dio la corte. Le había
fallado su primer mecenas. Pero Bóveda, como buen ga-
llego, no se desanimó y siguió adelante practicando la pi-
rueta. Hizo amistad con Pedro Luis de Gálvez, Vidal y
Planas y otros ilustres hampones literarios, que le dieron
cursos de picaresca y de esgrima del sable. Bóveda comió
y bebió con ellos en las tascas y figones baratos, durmió
en la famosa casa de Han de Islandia, se llenó de piojos

ND2
y se cubrió de esa costra de suciedad que aún no lo ha
abandonado. Pero esa época de bohemia miserable duró
poco. Bóveda se dio cuenta de la fuerza de los paisanos
que un gallego tiene en Madrid, y que van desde el guar-
dia y el sereno hasta el ministro. Los gallegos todos son
hermanos y, amparado en ese título, Bóveda fue a ver
a don Basilio Alvarez, el curita aventurero, alma de la
Casa de Galicia, y a don Benigno Bugallal, uno de los ca-
ciques máximos de la región.
La figurilla de Bóveda, su osadía y su ingenuidad, su
acento galaico, aún no deformado por el trato con los
madrileños, les hacía gracia a todos y les traía como una
ráfaga fresca de la tierra lejana.
Gracias a esas protecciones, Bóveda se abrió pronto
paso y empezó a colaborar en Prensa Gráfica, alternando
con su ex ídolo Carrere. Además, aprendió el truco de
editarse por su cuenta unos libritos de versos, dedicados
a sus mecenas con frases ditirámbicas.
Hoy Bóveda es redactor de El Parlamentario de An-
tón del Olmet, lo cual le da importancia y facilidades
para buscárselas, haciéndoles interviews a personajes in-
fluyentes y rumbosos. Y como en el fondo no tiene nada
de bohemio, se administra bien y regulariza su vida. Bó-
veda viste bien, a lo señorito, gasta chalina, chambergo
y pipa, sin que muestre otros indicios de bohemia que la
suciedad inveterada de su cuello y sus manos, que pare-
cen calzar siempre mitones.
De igual modo, también el ex campesino ha reformado
y refinado su lenguaje y emplea unos términos de peque-
ño profesor, evitando vulgaridades y populismos. Bóveda
ha leído a Valle-Inclán, a Unamuno y hasta a Ortega y
Gasset, y es un pequeño filósofo, no al estilo de Azorín,
sino un filósofo en pequeño... Sólo se trata con persona-
lidades cultas y hasta científicas, como Alomar, el doc-
tor Novoa Santos, paisano suyo, y Basilio Alvarez: —Bue-
no —le ataja Puche—, ¡vaya un pícaro de sotana! ¡La
cultura que tenga ese tío!...
—¡No ofendas a don Basilio!... ¡Don Basilio será lo
que se quiera, pero sabe latín..., es un humanista!
— ¡Claro que sabe latín! —dice Puche—. Pero en otro
sentido... ¡Sabe latín y griego!... Y levanta muertos en
las timbas...
153
Bóveda elude dignamente contestar a esas imputacio-
nes y sigue desarrollando su tesis de la cultura.
Villacián lo apoya, con grave convicción: —El escritor
moderno debe estar al tanto del movimiento de las ideas...
Debe conocer la teoría de la relatividad, la geometría neo-
euclidiana de Riemann, debe leer a Avenarius...
—Mira, Villación ——protesta Puche—, ya estás con
esos nombres raros que incrustas en tus crónicas de La
Tribuna... Eres un barroco y un pesado..., como Eugenio
Noel... Te ahoga la cultura y nunca harás nada... Yo soy
un poeta y no necesito saber nada de eso... Pero, en cam-
bio, no hay quien entienda a Verlaine y D'Annunzio como
yo... Y he leído a Proust... ¿A ver si tú, con todo tu
saber, escribes Il Fuco (sic)? Yo bebo en mi vaso...,
ja..., ja... ¡Mí vaso es pequeño, pero mío!
—Lástima que sea pequeño, ¿verdad? —observa Vi-
llacián irónico.
Puche celebra la alusión con una de sus grandes carca-
jadas, huecas, cristalinas, infantiles.
—;¡Chócala, Villacián! Ahí has acertado en parte. ¡Yo
el vino lo bebo en pucheros!...

Bóveda, como el Pepe Conde de Muñoz Seca, tiene


«cultura».
Es casi un intelectual.
Desprecia a Carrere, que no ha leído más que a Ver-
laine y Baudelaire, para plagiarlos indecorosamente, y re-
comienda muy serio a Puche, ese otro campesino mut-
ciano, poeta espontáneo como él, que se haga una cultu-
ra. Puche, el melenudo alcohólico, lo manda a..., ¡nos ha
fastidiao!
Pero a pesar de su cultura, Bóveda no ha perdido su
fondo regional, galaico, sigue admirando a Rosalía de Cas-
tro y a Curros Enríquez, de los que se sabe versos de
memoria, pone por encima de todos sus contemporáneos
a Valle-Inclán, del que también recita trozos de su Ade-
ga, y es, en suma, un panegirista y un apóstol del celtismo
gallego: —Yo soy un celta —dice con orgullo y buena
fe absoluta.
—Sin embargo —suaviza—, esto no quiere decir que
desprecie a las demás regiones de España. Andalucía ha

154
dado los Machado y Villaespesa y Juan Ramón; Catalu-
ña tiene su Maragall...
Bóveda no cae en el extremo separatista de su paisano
Correa Calderón, un universitario con lentes, que niega
todo lo ibérico, se declara gallego enxebre, palabra que
explica con sutilezas metafísicas, es miembro de A Irman-
dade da Fala y escribe artículos en gallego, con ayuda
del diccionario.
Entre Bóveda y Correa Calderón se entablan discusio-
nes exaltadas y pintorescas, en las que ambos se anatemati-
zan mutuamente. Justo es decir que Bóveda da mues-
tras en ellas de una serenidad verdaderamente filosófica,
sin abandonar nunca la sonrisa... Porque Bóveda tiene
noción del humorismo y la etroneia... Para algo ha leído
a Ega de Queiroz... El humorismo —dogmatiza— es de
origen celta.
En una palabra: que Bóveda es un pequeño gran
hombre, que cada día va creciendo más. Ya tiene su pe-
queña obra lírica, pero aún no ha hecho su obra.
—Yo —me dice— aún me estoy formando... Piense
usted que acabo de dejar las almadreñas... Pero espero ha-
cer algo grande...
Xavier Bóveda es un chico simpático. Tiene una bella
sonrisa de niño, en que se le forman hoyos a ambos lados
de la boca. Y hasta su pedantería es simpática, muy dis-
tinta de la de su paisano Eugenio Montes. Es el ansia na-
tural de los pigmeos físicos por parecer gigantes o no
dejarse aplastar por ellos.

Guardaespaldas

Puche y su inseparable aparecen por El Colonial y nos


anuncian que dejan la corte para hacer una tournée por
provincias.
—+e¿Dando conferencias? ¿O recitales?
Eliodoro y su amigo se ríen con picardía.
—¡Ca, hombre! —exclama Eliodoro con aire de impor-
tancia—. Se trata de algo más serio..., de un negocio...
—¡Un negocio!

155
—Sí..., un negocio de juego —explica Prieto Romero.
—-Pero ¿vais a montar una banca?
—:¡Qué más quisiéramos!... Pero no tenemos dinero...
Vamos contratados por el banquero..., todo pagado y
sueldo... En el fondo, es mejor porque así no arriesgamos
nada...
—Pero ¿de qué vais, de croupiers?
—No, vamos de guardaespaldas... ¡De matones, va-
mos! Como aquí Eliodoro es un hombre terrible...
—Es un negocio que no tiene quiebra... —pondera
Eliodoro.
—Claro que... —insinúa Prieto Romero—, que puede
escaparse un tirito y darnos a nosotros... ¡Pero eso no
tiene importancia!
—:¡Claro! ¡Eso no tiene importancia! —ríe Eliodoro
con su risa alegre, infantil.
Y ambos amigos se miran muy ufanos y funden sus ri-
sas, encogiéndose de hombros... ¡Con lo ternes que son
ellos!... ¡Un tiro! ¿Qué importancia tiene un tiro?...

José María de Granada

En La Pecera, en ese ambiente de colmado, frívolo y


ruidoso, conozco esta noche a José María de Granada,
cuyo verdadero nombre es José María Martín López, el
famoso autor de El niño de oro, que cuenta por miles
las representaciones y que yo no he llegado a ver.
José María de Granada es un curita joven que colgó
los hábitos para dedicarse a escribir y trocó el templo
de Cristo por el de Talia. Ahora está entregado de lleno
al vino, el cante flamenco y las mujeres. Dicen que es el
querido de las célebres cupletistas Las Cortesinas, que
son tres, la madre y dos hijas, y hace cama redonda con
las tres.
El aplaudido sainetero, émulo de su paisano Muñoz
Seca, ha venido a La Pecera a ver al Gran Simpático
y todos los peces lo jalean, haciendo coro a las pondera-
ciones hiperbólicas del amigo de todo el mundo.
— ¡José María de Granada!... ¡Una tontería!... ¡El

1563
autor de El niño de oro!... ¡Quítese usted el sombre-
ro..., don José!... ¡Zancuda, trae más vino!..
El comediógrafo, que es un hombre joven, guapo, ja-
carandoso, se deja querer, cuenta chascarrillos verdes, in-
timidades femeninas y bebe el vino haciendo gestos de
experto catador. Paco Torres se entusiasma: —¡Olé los
curitas barbianes y flamencos!... ¡Viva mi niño!... ¡Mira,
Pepe, tenemos que hacer una obra en colaboración, ele!...
En tanto hablan y gritan, yo contemplo curiosamente
al cura renegado, al hombre que tuvo en sus manos tan-
tas veces el sagrado copón y ahora tiene en ellas la caña
de manzanilla, al sacerdote que entonaba prefacios litúr-
gicos y ahora canta coplas gitanas en los colmados, al
clérigo réprobo que dejó a la Esposa mística de la Igle-
sia por las concubinarias Cortesinas.
¿Hasta qué punto será sincera su alegría? Si no ha per-
dido del todo sus creencias, debe de tener a veces ratos
espantosos..., pues, según su fe, está viviendo en perpe-
tuo pecado mortal... Sea como fuere, no quisiera hallarme
en su caso... ¡El éxito es efímero y quién sabe si ma-
ñana este niño loco y pródigo tendrá que llamar de ro-
dillas a la puerta del Templo, como tantos otros!... *
Esta noche La Pecera es escenario de un sacrilegio.

Muere Rubén Darío

Muere en León (Nicaragua), a los cuarenta y nueve


años de edad, el gran Rubén Darío, víctima de su vida
pródiga, de su poesía y de su ajenjo.
La Prensa española le hace unos funerales dignos de
los que sus compatriotas le han dedicado con toda la pom-
pa eclesiástica.
Por cierto, que ha sido Mariano de Cavia, tan ajeno a
su credo poético, quien, fiel a su vieja amistad, se ha
destacado en ese duelo por el gran poeta innovador, con-
sagrándole toda una columna de El Imparcial con el tí
tulo de «Responso pagano», digna en su prosa bellamente

* Así ocurrió efectivamente en nuestra postguerra. (Nota del


Autor.)

157
elegíaca de equipararse con el que el maestro muerto
rimó sobre la tumba de Verlaine...
Los poetas que más o menos directamente procedían
de su paternidad lírica, no se han unido en coro para
llorarlo....
¿Será que la pena les embarga la voz?
¿Estarán templando sus liras?

Así era en verdad; el arte no es tan espontáneo como


el sentimiento. Y hasta dos años después, en 1918, no
aparecerá en la Editorial América, de Blanco-Fombona, ese
libro titulado La ofrenda de España a Rubén Darío, que
recoge el llanto coral de los poetas por el maestro mági-
co, y es como un gran ramo de siemprevivas sobre su re-
cuerdo...

Estrenos

Por mi don de lenguas, siempre que nos visita alguna


compañía de teatro extranjera me envían a mí a los estre-
nos, y así he podido ver artistas como la italiana Tina di
Lorenzo en Zaza; al gran actor, también italiano, Grossi
y a Mimi Agueglia en la Figlia di Jorio, de D'Annunzio,
y a Nounet Sully en el Chanteclair de Rostand, obra de
la que guardaré siempre una impresión deslumbrante.
También asistí a una temporada en la Comedia de tea-
tro Guignol, cuyo repertorio lo forman obritas breves,
como relámpagos de tragedia, de una intensidad acrecen-
tada por su misma brevedad.
Es un teatro en el que los personajes, arrastrados por
la fatalidad, parecen efectivamente muñecos de guiñol.

Juan Ramón regresa

Juan Ramón Jiménez regresa a España, ya casado con


su novia neoyorkina, Zenobia Camprubí, hija de un anti-

158
cuario catalán que se ha enriquecido en Norteamérica.
Ese matrimonio, que ha salvado de la indigencia al poeta
de Rimas, que últimamente —según don Julio del Mo-
ral— vivía de la munificencia de Martínez Sierra, le ha
costado a aquél esfuerzos heroicos. Juan Ramón conoció
a su Zenobia en el curso de un viaje que ésta hizo con
sus padres a la Península, y desde el primer momento se
conquistó su corazón. Pero los padres de la joven, ente-
rados de la precaria situación del poeta, se opusieron te-
nazmente al noviazgo y, para que no siguiera adelante,
se llevaron a su hija a Nueva York. Pero Juan Ramón, el
abúlico y desencantado Juan Ramón, no se arredró por
ello y, ayudado por amigos poderosos, lo arregló todo para
presentarse dignamente en Nueva York y hasta reunió
un lote de cuadros de primeras firmas como regalo para
el futuro suegro. Este acabó por rendirse y la boda se
celebró. De ella, hasta ahora, no hay más que un fruto
literario: ese interesante Diario de un poeta recién casado
en que el poeta trueca su tono elegíaco por un fino humo-
rismo.
En colaboración con su esposa, Juan Ramón está edi-
tando las obras de Rabindranath Tagore, el poeta indio,
el menos indio de todos; y esta tarde tuve la sorpresa de
encontrarlo en la flamante librería Rivadeneira, del nota-
rio don José Toral, examinando las liquidaciones de los
tomos publicados y discutiendo con el gerente.
No puedo negar que sentí cierto asombro y desencan-
to. ¡Juan Ramón examinando números y discutiendo inte-
reses!... El hombre que sólo vivía para el arte y el en-
sueño, el poeta de Arias tristes y Jardines lejanos. ¡Que
eso lo haga Blanco-Fombona, un hombre de lucha, de pa-
siones y ambiciones mundanas! ¡Pero Juan Ramón...,
nuestro Kempis del Sanatorio!

El nuevo Felipe Trigo

En Renacimiento, don Julio Gómez del Moral me dice:


—FEste Felipe Trigo está desatentado..., no sé lo que le
159
pasa... Le ha entrado de pronto delirio de grandezas...
ha montado un picadero en la calle del Prado..., una
garconniere, como se dice ahora..., quiere comprar un
automóvil... y fundar una gran revista, Vida, en el nú-
mero de cuyos colaboradores le incluye a usted, por cier-
to... Y naturalmente para todo eso necesita dinero y
viene por aquí a que yo se lo anticipe... Nosotros tene-
mos con él un contrato y le pasamos mil pesetas al mes...,
¡creo que ya está bien!... Pues a él no le basta... Ya le
hemos adelantado unos cuantos meses y hoy ha estado
aquí con nuevas pretensiones de anticipo... Yo he tenido
que negárselo y hablarle con franqueza: «Mire usted, que-
rido Trigo, esto no puede ser... Sus libros se venden...,
pero no en la medida que usted se figura..., hay que com-
primirse.» Él estaba nervioso..., se fue malhumorado...
Pero yo no tengo más remedio que defender los intereses
de Gregorio... No sé..., pero como siga así Felipe, le
auguro una catástrofe... Va a ser víctima de su misma li-
teratura... Un hombre que podía vivir tan bien..., con
su mujer y sus hijos... Pero le ha dado por meterse a
Tenorio a su edad..., le da por la fruta verde..., ¡y la
fruta verde a sus años es indigesta!...
Yo sonrío ante las aprensiones del pacato contable...
Días después recibo una amable carta del escritor in-
vitándome a pasar por el Casino para hablar de la proyec-
tada revista. Voy allá en la noche y lo encuentro ecuá-
nime y tranquilo como siempre, lleno de optimismo. Me
expone sus planes, me enseña el formato de la revista
y el índice de colaboradores: —¡Como verá usted, está
incluido en la lista!...
— ¡Gracias!...
Hablamos de diversas cosas.
— ¿Sigue usted yendo por casa de Colombine? —A mi
respuesta afirmativa, corresponde con una sonrisa desde-
ñosa y benévola: —Es una George Sand para andar por
casa... Ahora creo que anda por América y... complicada
con Ramón..., la mujer matronal ha encontrado ese joven-
cito... Algo por el estilo de la historia de Safo y Faón...
Esos amores desiguales suelen ser trágicos... ¿Y Violeta,
va por allí?... Pobre Violeta... Yo la conozco hace la mar
de tiempo, de cuando yo era médico de la fábrica de Tru-

160
$

bia... Su marido era un simple operario..., estaba tubercu-


loso y yo lo asistía... Ella me hacía cucamonas, peto yo ja-
más le hice caso... ¡Pobre mujer!... ¡Siempre fue un
antídoto contra la lujuria!... ¡Luego, al volver de Filipi-
nas, me la encontré hecha una escritora!...
Luego me habla de sus éxitos, de las grandes tiradas
de sus libros, de sus traducciones a otros idiomas, de
los artículos de crítica que les dedican en el extranjero...
y de la resonancia que ha de tener su revista, en la que
colaborarán todos los escritores de mente liberada... ¡Cla-
ro que no un Ricardo León ni una Concha Espina!...
Yo hablo en nombre de la Vida y el amor integral...
Yo soy un educador de las nuevas generaciones y mis
ideas acabarán por imponerse sobre las mojigaterías y los
prejuicios de esta vieja España...
Nos despedimos con un cordial apretón de manos y él,
ya al irme, me repite: —¡Cuento con usted... vaya pre-
parándome algo!...
Dejo al novelista y vuelvo a sonreírme de las apten-
siones del ingenuo don Julio... ¿Qué sabe él de la psi-
cología de los escritores?... ¿No sabe que la literatura
misma es un conjuro contra las psicosis?

La Novela para Todos

Con este generoso título empieza a publicarse en Ma-


drid una colección de novela corta, cuyo director y pro-
pietario me hace el honor de pedirme un original. Le en-
vío uno dialogado, de sentido alegórico, y me lo publi-
ca precedido de una presentación encomiástica, firmada
por él.
El fundador de la publicación es, según me dicen, un
empleado del Ayuntamiento, amante de las letras y tam-
bién su cultivador.
Es un hombre comprensivo, pues el esquema dramáti-
co que le he enviado es más bien un trozo de literatura
difícil y la primera parte de una trilogía que, si la publi-
161
cación perdura, podré completarla y quedará más claro
su sentido alegórico...
Ramón me escribe una carta elogiosa muy efusiva.

Por desgracia, no es así, y La Novela para Todos no


tarda en ser para nadie...

Gómez Carrillo en El Liberal

Murió don Alfredo Vicenti, el director de El Liberal,


y para sustituirle en su puesto Moya trajo de París a En-
rique Gómez Carrillo, el brillante cronista. Gómez Carri-
llo era, según dicen, pese al contraste entre su frivolidad
y la austeridad del difunto, el niño mimado de don Al-
fredo, el cual lo llamaba «mi lobito». Y aparte todo, puede
que por eso el Trust haya pensado ahora en él.
Gómez Carrillo, que enviaba desde París crónicas de
guerra, ha venido a Madrid a posesionarse de su cargo
y lo primero que ha hecho ha sido cambiar la fisonomía
del periódico. Contra lo que era de esperar, ha suprimido
la sección de versos —«Los líricos»>—, que don Alfredo
publicaba diariamente, así como la de cultos, con el anun-
cio exclusivo de los que se celebraban en las capillas pro-
testantes (don Alfredo pasaba por adepto a esos credos)...
También ha suprimido las tradicionales crónicas, una de
las atracciones del periódico, y dado la preferencia, sobre
todo, a los reportages. Reporteros oscuros, como Larios
de Medrano o Leopoldo Bejarano, han ascendido a la ca-
tegoría de lo que Carrillo llama courieristes y firman sus
informaciones, que aparecen en primera plana con gran-
des titulares. De los antiguos cronistas sólo queda él,
Gómez Carrillo.
Otra de las cosas que Carrillo ha hecho ha sido obli-
gar a Juan de Aragón a retirar ese entrefilet que diaria-
mente publicaba La Corres: «Este periódico no pertenece
al Trust.»
Gómez Carrillo, respondiendo a su fama de duelista
agresivo, insertó en El Liberal una nota mordaz en estos

162
términos: «Dice la vieja Corres, decrépita y soporífera,
que no pertenece al Trust... ¡Qué más quisiera ella!...»
Con este motivo, hubo sus dimes y diretes entre Juan
de Aragón y el lobito, y en la redacción estábamos todos
alarmados. ¿Qué iba a pasar entre los dos bravos?... Ya
se preveía el duelo... Juan de Aragón bufaba..., pero por
fin se conjuró la catástrofe... Juan de Aragón retiró el
entrefilet y él y Gómez Carrillo quedaron tan amigos...,
y hasta cenaron juntos una noche en el Casino para ce-
lebrarlo.

Un bello rasgo de Goy de Silva

Esta noche, en El Colonial, presencio un bello gesto


de Goy de Silva, uno de esos gestos espontáneos que no
se preparan y sólo brotan sobre un fondo de innata ó ad-
quirida bondad...
Lo ocurrido fue así: había entrado en el café una po-
bre vieja, mal vestida, que apenas llevaría en el bolso
más de lo justo para tomarse un cafetito... Y quizá por
desconfianza o porque su facha grotesca inspirase desdén,
los camareros no querían servirla...
La viejecilla protestaba: —¿Por qué? —y mostraba en
alto un pañolito con un nudo en que llevaría sus mo-
nedas...
Surgía una disputa entre la vieja y los camareros, y los
guasones del café, que nunca faltan en ninguna parte,
hicieron causa común con aquéllos, la emprendieron a but-
las con la viejecilla y de tal modo la abroncaron que la
cuitada se levantó para irse...
Pero en esto surgió del fondo del café Goy de Silva,
alto, severo, imperativo, impuso silencio a los guasones
de aire matonesco, cogió tiernamente de un brazo a la
vieja, la hizo sentar, llamó al camarero, hízola servir,
sentóse junto a ella custodiándola y viendo la fruición con
que ingería su café caliente...
Luego que la mujer apuró su vaso y quiso retirarse,
Goy de Silva la cogió delicadamente del brazo, la ayudó

163
a levantarse y salió con ella, protegiéndola todavía de al-
guna posible burla...
La pobre viejecita lloraba...
El gesto de Goy tenía tanto más valor cuanto que no
podía esperar el poeta que fuere conocido... Ni siquiera
llegó a notar mi presencia en el café...
Por un gesto así, en que el poeta hace de ángel, se le
pueden perdonar muchos ripios y muchas diabluras...

José García Mercadal

Juan de Aragón procura rodearse de redactores batu-


rros y ahora se ha traído a La Corres a un periodista
zaragozano, ya destacado en aquella Prensa, que se llama
José García Mercadal, un joven de treinta y tres años,
alto, moreno, ojinegro y pelinegro y, según dicen, de fa-
milia acaudalada. Viste bien, fuma emboquillados y el
director lo trata con consideración.
Mercadal publica crónicas en el periódico, comentan-
do la actualidad, y en ellas recoge ecos de la prensa ex-
tranjera.
Caramanchel se las muerde y Fabián Vidal muerde
al autor, suspirando: —¿Qué necesidad tendrá este seño-
rito de ser periodista?...
Las crónicas de Mercadal caen todas en el vacío, me-
nos una que ha promovido un alboroto en ciertos perió-
dicos. Se titulaba «Matemos al gato», y en ella exponía
el autor los peligros que para la transmisión de enferme-
dades representan los gatos, y terminaba pidiendo su ex-
terminio: «Matemos al gato.»
Algunos cronistas sensibles y la Sociedad Protectora
de Animales protestaron contra la inhumana exhortación
del enemigo del gato y el nombre de Mercadal rodó por
los periódicos en una escala de airados epítetos.
Pepito Romeo lanzó la idea de ponerle en su pupitre
un gato con un lacito y un letrero de: «No me mates...
con tomate...»

164
Visita a Gómez Carrillo

Invitado por Gómez Carrillo, voy a verlo una tarde


a la redacción de El Liberal. Encuentro al cronista sen-
tado a la mesa redonda del periódico, repasando la pren-
sa entre sus redactores, en mangas de camisa... y consul-
tando con ellos la confección del número del día si-
guiente...
Qué diferencia entre este director tan llano y el so-
lemne y protocolario don Alfredo, siempre metido en su
concha directorial, es decir, en su despacho, desde donde
con sus carraspeos y sus toses mantenía en tensión a sus
redactores... y hacía temblar al novel que esperaba en la
antesala.
Gómez Carrillo me tiende efusivo la mano, agradece
mi visita..., me pide que aguarde un momento..., un
petit moment..., estamos preparando el número...
Los redactores, sus queridos courieristes, Bejarano, La-
rios de Medrano, etc., me saludan también como antiguos
conocidos.
Pero ya el gran Enrique se levanta, me coge del brazo
y me hace pasar a su despacho, que él ha transformado
en un camerino de artista... Litografías parisinas de la
Sara Bernhard, la Mistinguette, Raquel, Chevalier...
En una repisa de la chimenea, sola, una foto de D'An-
nunzio, con esta dedicatoria: «A mon cher, Enry, cette
image de ma melancholie.»
Carrillo me invita a un ajenjo y lo tomamos con las
consiguientes evocaciones de París... y el inevitable Ver-
laine...
Luego, el cronista me expone sus proyectos literarios...
Piensa fundar una editorial y una revista...
—Grandes proyectos, mon cher, para los que cuento
con su colaboración (me inclino). Hay que renovar esta
literatura... Y lo haremos... ¡Si surgiese otro Rubén!...
Hablamos todavía un rato... Pero yo creo notar cierta
inquietud en Enrique... Recuerdo: —Es la hora de que
vaya por Raquel...
Me levanto y me despido. Carrillo me dice: —A tan-
tÓf..., porque nos veremos en La Pecera, ¿verdad? Esos
peces son muy simpáticos...

165
Me acompaña hasta la escalera. ¡Qué distinto de don
Alfredo!

Felipe Trigo se suicida

He aquí la noticia del día... Felipe Trigo, el teórico


del Amor integral, el hombre que hablaba en nombre
de la Vida, ha puesto fin a la suya esta mañana, dispa-
rándose un tiro de revólver en la sien en su hotelito de
la Ciudad Lineal...
Los augurios de don Julio se han cumplido. El escritor
naturalista y ya viejo, se ha suicidado con el anacrónico
gesto romántico de un Werther o un Fígaro... Los perió-
dicos dan la noticia y formulan conjeturas sin fundamento
sobre los móviles del suicidio... «Nada —dicen— hacía
presentir su fatal propósito... La familia no sospechaba
nada... Les sorprendió a todos el disparo del arma, que
sonó en su despacho... Acudieron y encontraron al no-
velista en pijama, caído en el suelo..., con un hilo de
sangre manando de su sien... Estaba moribundo y sólo
tuvo alientos para pronunciar unas palabras pidiendo lo
perdonasen...» Eso es todo... Yo, que recuerdo las pa-
labras de don Julio, acojo con menos asombro la noti-
cia... y, sin embargo, experimento una emoción profunda
y sincera... Al hombre que hablaba en nombre de la
Vida lo ha matado la vida misma... El ansia de apurarla
en toda su plenitud y hasta el fondo, antes de que huyera
definitivamente de su lado... ¡Pobre amigo!... Y de pron-
to, siento el anhelo de verlo, antes de qua la tierra lo
cubra y, atareado todo el día, recojo a mis amigos en la
noche, los hago levantar de sus sillas de Recoletos y em-
prendo con ellos una peregrinación piadosa mitad en tran-
vía, mitad a pie, hasta el cementerio de Canillas, en cuyo
depósito reposa provisionalmente su cadáver...
Llegamos allá en la madrugada, bajo un cielo aborre-
gado, de tormenta. En los alrededores del camposanto,
siéntese el zumbido vital de la noche de agosto, zurean
unas palomas, empiezan a cantar los gallos... El cadáver
del escritor reposa sobre un lecho de mampostería, plá-
cido, sereno, casi sonriente, en pijama, como si estuviera

166
durmiendo la siesta en su cuarto del hotel... Apenas si
en la sien derecha se advierte un goterón de sangre, cual
un rubí diminuto...
Lo contemplamos en silencio y le rezamos un responso
laico... Y pensamos: —¡El cantor del Amor y de la Vida
está rodeado aun en su lecho de muerte por el amor y la
vida de esta noche de agosto!...
Esperábamos, yo al menos, encontrar un cadáver im-
ponente como los demás... Pero este cadáver del suici-
da, muerto en plenitud de vida y de salud, es, si se me
permite la frase, un cadáver alegre, que en vez de negar,
afirma la vida, una vida misteriosa, atrayente, más bella
que la de los vivos.
Y salimos del camposanto no abatidos ni tristes, sino
todo lo contrario, animados, vivificados, llenos de un jú-
bilo heroico, que nos hace despreciar y desafiar a la muer-
te... Como paganos, para los que no hubiera más que
vida..., vida eterna, eternamente renovada y siempre bella
y espléndida y alegre...
Dijérase que venimos de ver el cadáver de Sócrates, o
de algún filósofo antiguo, que mañana irán a quemar en
el fuego purificador y bello de la pira, vertiendo en ella
leche y vino...
Es que no hemos visto allí ningún cura, ningún féretro
negro con la cruz en galones de oro ni nada que recuerde
el tétrico aparato de nuestras defunciones...
Y salimos recitando los versos de Rubén Darío a Ver-
laine, el único responso digno de esa muerte laica:

Y que sobre tu tumba no se derrame el llanto,


sino rocío y vino y miel...

¿No era también nuestro Felipe, como el pobre Lelian,


un panida, Pan él mismo?...

Escritores venales

La guerra es una mina para esos escritores venales


que trafican con sus plumas. Las embajadas remuneran

167
bien, según ellos dicen, a los que con la pluma secundan
sus campañas marciales y les atribuyen y predicen la vic-
toria final.
Alemania es, por lo visto, la más espléndida y su em-
bajador, príncipe de Ratibor, dispone para la propaganda
de fondos fabulosos.
El río de sangre de la guerra corre paralelo al gran río
de tinta... A mí se me ha presentado la tentación por boca
de Yahuda: —¿Por qué no escribe usted a favor de los
aliados?... —El podía ponerme al habla con Mr. Wal-
ter, el delegado de Prensa de la Embajada británica—.
Podría usted ganar muy buenas libras...
Yo le agradecí al amigo su buena intención; pero no
hice uso de ella...
No..., la idea de contribuir a esa matanza de hom-
bres con mi pluma me pareció un crimen de lo más ho-
rrendo... La vida de un alemán, de un boche, es para mí
tan sagrada como la de un inglés... No puedo considerar-
lo como un beligerante sobre el que haya de disparar mi
pluma cual si fuera un fusil...
—Es usted un místico —me dijo el sabio orientalista.

Un banquete de desagravio

Paco Torres vuelve al teatro y en colaboración con su


amigo Aurelio Varela, ese curial, pequeñín, prematura-
mente envejecido por una vida de crápula —vino y mu-
jeres— estrena en Apolo una revista titulada La herra-
dura de Su Excelencia (—¡Vaya un titulito, Paco! —co-
menta Biedma fotógrafo. —¡Cómo —replica Paco To-
rres—, la herradura de la buena suerte!) que no pasa
de las tres noches de rigor, sin que pueda salvarla la amis-
tosa claque de los miembros de La Pecera, que asistimos
en pleno.
Paco Torres estaba seguro del éxito y fiaba sobre todo
en la partitura que había encomendado a Martínez Aba-
des, ese marinista que de pronto se descubrió insospe-
chadas aptitudes musicales y salió haciendo cuplés, agra-

168
dables, pegadizos, que le hicieron más popular que sus
cuadros. Machado, Biedma fotógrafo y hasta Nadal, que
es lego en esas cosas, le decían: —Pero, Paco, ¿crees que
ese musiquillo improvisado, autor de cuplés, podrá hacer
una partitura, aunque sea de una revista?
Pero el Gran Simpático, riendo de sus aprensiones,
les decía: —Lo de menos es la música que haga..., lo
importante es su nombre... Su nombre llenará el teatro
y el público aplaudirá a rabiar... ¿Qué queréis? Que le
encargue la partitura a un músico sabio que nos haga un
tostón... El público quiere música ligera, que se pegue
al oído..., etc., etc. Ya verán ustedes qué exitazo... Nos
vamos a hinchar...
Pues contra todo su optimismo, no se hincharon. El
público no aguantó aquellas escenas inconexas de la re-
vista, semejantes a una sucesión de números de variétés
y pese a nuestros aplausos y a toda la popularidad de
Martínez Abades, la obra se fue al foso la noche del es-
treno...
Ahora, como es natural, Paco Torres le echa la culpa
del fracaso al marinista, y reconoce que sus amigos tenían
razón. Pero como es hombre que de todo saca partido
(Raja —dice Biedma fotógrafo) se le ha ocurrido la fe-
liz idea de que sus amigos les organicemos a él y a Va-
rela un banquete de desagravio en vez del banquete-
homenaje con que ya contaba. De esa manera, parecerá
que el fracaso fue un triunfo y, además, le dará a enten-
der al marinista, excluido del desagravio, que toda la cul-
pa del fracaso ha sido suya...
Escuchando estas explicaciones del Gran Simpático, don
José, el de las alpargatas, sonríe burlón y nos mira a to-
dos como diciendo: —¡Vaya un pícaro que está hecho
el tal Paco Torres!
Biedma fotógrafo, siempre diplomático y circunspecto,
le hace observar: —Pero, Paco, eso es muy fuerte, hom-
bre... ¡Excluir al músico del banquete de desagravio!...
Yo creo que eso no está bien... Eso es tanto como darle
una bofetada...
Pero Paco Torres se muestra inexorable con el pobre
pintor de marinas: —Hay que darle una lección..., que
vuelva a coger los pinceles y se deje de las corcheas y se-
mifusas... No sabe una palabra de eso... Su musiquilla

169
está tomada de acá y de allá... Un hombre que toca el
piano con un dedo...
—Pero eso ya lo sabías de antes —observa juiciosa-
mente Biedma fotógrafo.
Pero no hay modo de disuadir a Paco Torres y el ban-
quete de desagravio a los autores de la letra de La bhe-
rradura se celebra en Casersa, con asistencia de La Pece-
ra en pleno y de muchedumbre de amigos, llevados allí
por las simpatías del Gran Simpático.
Paco Torres exulta y habla pestes del músico... Los
amigos lo corean cuando dice: —Lo hemos dejado sin
comer, por malo...
Pero al empezar el banquete, prodúcese un movimien-
to de expectación. Un caballero alto, correcto, con bar-
bita de prócer y aire distinguido y mundano entra en el
salón... Es Martínez Abades... ¿Qué va a pasar? Paco
Torres se incorpora, apercibido a la defensa. Pero el ma-
rinista, muy tranquilo, se dirige a él y, tendiéndole la
mano, saluda: —Buenas noches, querido amigo, vengo
a sumarme al banquete...
Paco Torres queda confuso. Biedma murmura: —Anda,
él es el que te ha dado una lección.

La poetisa

Esta noche, al llegar al Colonial, una señora de cierta


edad, modestamente vestida y acompañada de una joven-
cita morena, delgada, de grandes ojos negros y pasionales,
se me acerca, guiada por los camareros, que ya nos cono-
cen, y se me presenta, diciendo:
—Perdone usted mi atrevimiento; pero aquí esta hija
mía, Carmencita, tiene la manía de hacer versos y yo que-
rría que usted leyese algo suyo y me dijese, con toda im-
parcialidad, si vale o no vale..., y si estimase bueno lo
que escribe, se lo publicase en Los Quíijotes...
Así dijo la madre, en tanto la muchacha me miraba
curiosa con sus grandes ojos negros, como los de la Leo-
nor de Villaespesa y los de Ketty de Burgos...
— ¿Conque es usted poetisa?... Magnífico..., pero ven-

170
gan ustedes, siéntense con nosotros..., les presentaré a
mis amigos...
La madre vacila. Pero Carmencita le ruega: —Sí,
mamá..., si viera usted las ansias que tenía por conocer
literatos... Yo hasta ahora no he conocido ningún poe-
ta..., nadie que me pudiera orientar..., yo hago mis ver-
sos según se me vienen a la pluma, sin saber nada de
métrica... ni haber leído más que algo de Bécquer..., Es-
pronceda y también de Rubén Darío... Eso es todo.
Así. ques.
—Bien, bien... Señores, les presento a ustedes a esta
señorita que hace versos... y desea conocer poetas... ¡Has-
ta ahora ha sido un ruiseñor que cantaba solo!...
¡Una poetisa! ¡Y joven y guapa! No hay que decir la
emoción de estos poetas, que también son jóvenes. Pepe
San Germán se levanta galante y versallesco y les ofrece
un asiento a ella y a su madre en el diván. Xavier Bóve-
da, el autor de Madrigal a las hermosas, se inclina tam-
bién reverencioso y tiende sus manos denegridas, como
calzadas en mitones, y pondera: ;
—Vaya, señorita..., una poetisa..., como Rosalía de
Castro. ¿Es usted gallega?
—No, somos malagueñas —explica la madre.
—Bien..., eso es lo mismo —concede Bóveda.
Comet pondera: —¡Una poetisa! ¡Es admirable!
Ibarra mira a la recién llegada con recelo y murmura:
—¡Otra Gloria de la Prada!...
Pero Bóveda, con una sonrisa benévola de catedrático,
insinúa alentador: —Bueno, señorita, yo creo que usted
debería leernos algo..., ofrecernos las primicias de su ge-
nio... ¿No le parece a usted, maestro?
Yo asiento: —¡Claro! ¡Claro!... Léanos usted algo...,
usted trae ahí unas cuartillas...
—Sí —balbucea la poetisa—. Le traía unas cosas para
Los Quijotes... Pero yo leo muy mal..., me aturullo...
—SÍ, es tan nerviosa... —encarece la madre.
—Bueno — interviene San Germán—, deme usted las
cuartillas y leeré yo...
—Es usted muy amable..., gracias —dice Carmencita,
toda encarnada—. Tome usted..., ¡no sé si entenderá la
letra!z...
—Oh, no se preocupe usted —la tranquiliza San Ger-
171
mán, con su amplio gesto fanfarrón—. Yo sé descifrar
los palimpsestos...
Coge en su mano el manuscrito, examina un momento
aquella letra femenina, ondulante y un poco inclinada:
— ¡Letra interesante, femenina! —se escombra ruidosa-
mente, estira los brazos y empieza a leer aquellos versos
ingenuos, apasionados, de una pasión sin objeto, impreg-
nados de eso que Trigo llamaba «sed de amar», y de una
rima libre, arbitraria, espontánea y torpe de su misma
emoción...

Yo en mis sueños te llamo y tú no me respondes.


Oh amado, ¿por qué callas y a mí no vienes?
¿Por qué a mi voz no acudes, oh cobarde?
Si el amor es la vida, ¿por qué tanto temerle?

Hay una pausa admirativa. Bóveda pondera: —¡Bravo,


señorita! ¡Es usted digna hermana de Delmira Agustini
y Alfonsa Storni..., las grandes cantoras del amor!...
San Germán encarece: —Es otra condesa de Noailles...
Pero atención, señores, déjenme terminar la lectura...
Se dispone a hacerlo, pero en aquel instante, he aquí
que aparece el terrible Eliodoro Puche seguido de su ca-
marada Prieto Romero, borracho como él pero más dueño
de sí mismo, y con la lucidez suficiente para apreciar y
burlarse de la grotesquez del amigo...
Eliodoro se acerca a la mesa, saluda con un bronco:
— ¡Buenas noches, señores! —se apoya sin ceremonia al-
guna sobre el respaldo de la silla del lector y, sin haber
escuchado apenas nada, exclama:
—¡Uf, qué malo es eso!... San Germán, no es por
ahí... ¡Eres un poetastro!
Su acompañante lo amonesta: —Cuidado, Eliodoro, no
metas la pata..., ¡que estás borracho! ¡Borracho de vinazo
indecente!
San Germán aparta todavía, conteniéndose, a Eliodoro
y muy serio le intima: —¡Haga el favor de no molestar!...
¡Y tenga en cuenta que hay señoras!
Eliodoro se yergue tambaleándose y suelta una carca-
jada idiota:
—Eso qué tiene que ver para que sus versos sean muy
malos... ¡San Germán, como poeta, eres una birria!...

172
Pero San Germán pierde la paciencia: —Eliodoro, es
usted un grosero y un mal educado y le voy a dar una
lección...
— ¡Usted debe morirse!... —le increpa Eliodoro, apun-
tándole con el índice—. ¡Eso!
Pero ya San Germán se ha puesto en pie: —Ya que se
empeña le daré una lección de urbanidad. —Alarga el
brazo contra el pecho del borracho y el terrible Eliodoro
se desploma en el suelo, como una botella falta de base.
Los lentes se le caen, queda momentáneamente ciego y
se le nota que sangra por la nariz. Prieto Romero se aga-
cha a recogerlo, diciéndole con maligna risita de borra-
cho: —¿No te lo decía yo, Eliodoro? Te han dejado para
el arrastre... Tienes una cogorza indecente..., no sabes
beber vino...
Eliodoro, ayudado del amigo, se levanta, refunfuñan-
do amenazas, se cala los lentes, se enjuga la nariz con su
gran pañuelo de yerbas y se deja conducir por su com-
pinche, que quiere llevarlo a la Casa de Socorro.
San Germán, muy tranquilo, le aconseja: —Sí, llévelo
a que le den el amoníaco..., no se apuren ustedes..., eso
de la nariz es una ligera epistaxis... —y al público, que
se ha vuelto a mirar: — Señores, aquí no ha pasado
nada..., la culpa es de los camareros, que dejan pasar bo-
rrachos...
Eliodoro se va tambaleándose y diciendo: —Me voy,
pero volveré...
San Germán se sienta en la silla y hace ademán de que-
rer proseguir la lectura. Pero ya no es posible. La madre
de la poetisa está asustada y quiere retirarse. La poetisa
se ha emocionado tanto, que brillan lágrimas en sus largas
pestañas negras: —¡Oh —cbalbucea—, qué dolor!... Yo
creía que los poetas se querían ustedes, que eran como
hermanos... Ha estado usted algo duro, San Germán...
Y ahora volverá él... Yo no quiero que riñan ustedes
por mi culpa...
—¡Es algo lamentable! —comenta Comet.
Pero San Germán, enteramente sereno, tranquiliza a la
poetisa y a su madre: —No tengan ustedes cuidado...,
no pasa nada... Ahora, cuando se serene, vendrá a darme
las gracias por la lección... A la gente hay que educarla...
Yo sonrío escéptico y me creo en el deber de amones-
173
tar al irascible: —Eres muy vehemente, San Germán...
Y tienes una pedagogía de dómine con palmeta...
— ¡Es que ese Eliodoro es un bárbaro! —murmura
Ibarra.
Bóveda expresa su sentimiento: —Señora, señorita,
crea usted que lamento en el alma el incidente... Pero
no se afecten demasiado... Puche no volverá...
Pero Puche vuelve... Ya está ahí, seguido de su ami-
go Prieto, que vanamente pugna por detenerlo. Ya más
sereno, por efecto del aire fresco de la calle, calados los
lentes, uno de cuyos cristales se ha roto, se adelanta hacia
nuestra mesa, en dirección a su agresor. Expectación uná-
nime. San Germán se dispone a la defensa. Se levanta e
interpela al borracho: —¿Qué quiere usted?... ¿No está
satisfecho? ...
Prieto Romero ríe: —+Eliodoro, que te van a repetir
la dosis...
Pero ante la general sorpresa, Eliodoro le tiende la
mano a San Germán, y con su lengua estropajosa le dice:
—Perdone usted, San Germán, comprendo que he es-
tado inconveniente y le agradezco la lección... Son cosas
del vino...
—Bien —replica San Germán—, venga esa mano... No
beba más y no dará lugar a estas escenas...
—¿Me permite usted que me siente?
—Sí, hombre, siéntese usted... Pero antes dele usted
una satisfacción a esta señora y a esta señorita...
Eliodoro lo hace así, con toda la finura de que es ca-
paz este rural poetastro, y luego se sienta muy modosa-
mente en su silla...
Prieto Romero comenta irónico: —¡Vaya, Eliodoro,
eres un buen chico!... Así se hace... ¡Con unas cuantas
lecciones como ésta, serás un caballero de la Tabla Re-
donda!....
Risa general. Pero la poetisa, con su carita morena de
virgen andaluza, sigue triste e impresionada. Yo la miro
y pienso: —¡Pobre cantora del amor, que soñabas la vida
literaria como un reino de paz y de fraternidad!... ¡Y pen-
sabas que entre los poetas estaba el amor, por el cual
suspira tu alma solitaria!... ¡Ya ves cómo es esta vida lite-
raria y cómo somos los poetas!

174
Don Agus

El suceso del día entre los literatos es la agresión de


que Carlos Micó, el famoso espadachín, ha sido objeto
por parte de un señor anciano, inofensivo, llamado don
Agustín no sé cuántos, al que había ridiculizado, según
él, en una novelita, publicada en... La Novela de Bol-
silo,
El tal señor, que, según dicen, es un hombre rico y
estrafalario, por el estilo del autor de Tersaida, reaccionó
ante el vejamen con una violencia inesperada, fue a bus-
car a Carlos Micó en su domicilio esta mañana, lo encon-
tró todavía en el lecho y le disparó a bocajarro unos tiros
en la cabeza. El escritor está grave y se teme por su
vida. Don Agus ha quedado detenido y explica el hecho
en la forma ya expuesta.
Con este motivo, reina esta noche gran animación en
La Pecera. Todos comentan el suceso, y las opiniones se
dividen en dos bandos principales, según la psicología de
los peces. El Presidente y el Secretario, comerciantes y
hombres de orden, condenan a Micó y le dan toda la ra-
zón a don Agus.
—NO hay derecho a ridiculizar en letras de molde a una
persona, penetrar en la vida privada y sacar a relucir inti-
midades..., no hay derecho a tomar a nadie por un mu-
ñieco y exponerlo a la risa del público, por lucirse y ga-
nar unas pesetas. Don Agus debía haberlo dejado en el
sitio.
Así se expresan el gallego y el catalán, unánimes en
esto, aunque en otras cosas discrepen. Don José, suscrip-
tor de El Liberal, como ya sabemos, es aliadófilo; don
Jaime, maurista y germanófilo. Pero en esto están de com-
pleto acuerdo.
En cambio, Paco Torres, Machado y Celedonio J. de
Arpe defienden la libertad del escritor y culpan a don
Agus de incomprensivo y tratan de hacerles entender a
sus contrincantes que el don Agus de la novela era un
ser ideal, distinto del don Agus de carne y hueso. Una
creación del novelista y aquél no tenía derecho a darse
por aludido.
—¡Bah! ¡Bah! —protesta Andión—. Todo eso son bo-

175
badas... Todo el mundo podía ver que se trataba de don
Agus... Ni siquiera le cambió el nombre... Ese Micó es
un sinvergienza..., como todos los de su calaña... ¡Brr!
—y mira de soslayo a Paco Torres y a su bando: —Esa
gente de pluma... :
Surgen las naturales protestas... Machado tuerce el ges-
to. Celedonio alza sus largos brazos patéticos y, sacudién-
dose el tupé, murmura con su voz sorda, sepulcral:
—Hombre, don José, eso no se puede decir... ¡Está usted
ofendiendo a Cervantes!...
—i¡Yo a Cervantes! —se asombra el alpargatero—. Yo
me refiero a Micó...
Don José sólo sabe de Cervantes por el monumento
de la Plaza de España.
—Es que está usted diciendo palabras muy fuertes
—protesta Paco Torres—. Nos ofende usted a todos...
Censor, imponga usted una multa al señor Presidente.
Biedma fotógrafo, circunspecto y protocolario, estirán-
dose los puños y ajustándose los lentes, interpela al alpar-
gatero:
—Señor Presidente, ¿retira usted sus palabras?
—Y o no retiro nada —insiste don José—. Yo digo que
hay que proceder contra esa gentecilla, que hace de la
pluma una ganzúa...
—¡Oh! ¡Oh! —murmura el de las camas—, tanto
como eso... Aunque, en el fondo, tiene razón don José...
No hay derecho a meterse en la vida privada de nadie...
— ¡Claro! —grita Paco Torres—, cuando esa vida pri-
vada es sucia, ¿no?... A usted, don José, no le gustaría
que lo sacasen a la plaza pública y descubriesen sus trapi-
cheos con los coroneles de Intendencia para sacar contra-
tas de alpargatas podridas y el modo brutal como trata
a sus dependientes y a sus propios hijos...
— ¡Alto ahí, mala lengua!... —clama el Presidente—.
Me está usted calumniando... Yo soy un hombre honra-
do..., yo no hago enjuagues... Yo no exploto a ningún
caballo blanco... ¡Ven ustedes si tengo yo razón!... Lo
que son todos estos bohemios. ¡Puah! —escupe.
Arrecia el alboroto... El catalán hace unos gestos per-
plejos, sin saber qué partido tomar, pues, en el fondo,
le halaga aquella tempestad que se ha levantado contra el
Presidente, al que aspira a suplantar en el cargo. Cele-

176
donio vuelve a gesticular, patético, se yergue en su asien-
to, amaga con el dedo al Presidente y lo increpa: —¡Eso
es una insidia! —y vuelve a desplomarse, agotado. Bied-
ma fotógrafo agita una campanilla simbólica y amonesta:
—Señores peces, chiquitos, chiquitos...
— ¡Una insidia! —repite irónico Paco Torres—. ¡Va-
liente insidia! ¡Es un insulto declarado!... Ese hombre
es un grosero... Hay que destituirlo de la Presidencia...
Nos trata como a maleantes...
Don José ríe con su risa de zorro: —¡Maleantes!...
—murmura—. Que se lo pregunten a don Agus...
—Sí, como a maleantes —insiste Paco Torres—, y eso
no se puede tolerar. Nosotros somos unos caballeros...
—SÍ..., sí... —ríe don José—. No me haga usted ha-
blar...
Don José tiene mucho que decir, pues todos los del
bando literario le deben dinero. Hasta Manuel Machado.
Todos lo han pimpeado, a cuenta de bombos periodísti-
cos a su hijo, el poeta. Pero Paco Torres no se intimida.
Y lo desafía temerario: —Hable usted, hombre, hable
usted..., ¿qué tiene que decir de nosotros?... ¿Quiere
dar a entender que le debemos algo”... Usted es quien
nos debe a nosotros... En primer lugar, el honor que le
hacemos de admitirlo en nuestra peña y además nombrar-
lo Presidente..., porque ¿quién es usted, sino un triste
alpargatero, cuya mujer se arrodilla ante los clientes para
probarles las alpargatas..., y quiere tener a sus hijos tras
el mostrador... Por eso se le ha ido a usted Antonio...
— ¡Mi hijo es un desgraciado como ustedes! —gime el
alpargatero.
— ¡Nosotros no somos desgraciados! ¡Que se cree us-
ted eso! Nosotros tenemos más dinero que usted, sino
que lo gastamos, vestimos mejor que usted, que va he-
cho un facha, vivimos mejor que ustedes, somos persona-
lidades conocidas, tenemos relaciones, influencias... ¡Us-
ted no se puede comparar con nosotros!...
—Ni quiero —replica airado y despectivo el comer-
ciante—. ¡Caballeros!..., ji..., ji... ¡Son unos caballe-
ros!... Pero cuando se ven apurados acuden a menda...,
al alpargatero... Vamos, señores, no me hagan hablar...
—¡Hable usted! —lo desafía el Gran Simpático. Ma-
177
chado lo contiene con un gesto conciliador: —Déjalo,
hombre, no le irrites más...
Pero Paco Torres insiste: —Hable usted... ¿Qué pue-
de usted decir? ¿Que le hemos pedido dinero?... ¡Pues
qué se creía usted!... Que le íbamos a servir de balde...,
¡por lo simpático que es usted!... ¿Y los bombos a su
hijo? ¡Y la foto en El Heraldo!... ¡Cree usted que eso
no vale nada!... ¿Que su hijo se lo merece?... ¿Va us-
ted a tomar en serio nuestros bombos? Ja..., ja...
La cuestión se agria. Se está convirtiendo en una cues-
tión personal. Paco Torres habla ya de padrinos, de campo
del honor... Biedma fotógrafo se desgañita, reclamando
orden...: —Señores peces, se están ustedes extralimitan-
do..., voy a tener que imponer sanciones...
Arpe, con su voz cavernosa, grita: —Pido un voto de
censura para el Presidente...
El catalán se atusa los bigotes. No sabe qué decir:
—"Verdaderamente..., verdaderamente...
Don José se levanta. Con gesto despectivo y rotundo
dice: —Señores, no se molesten... ahí dejo la Presiden-
cia... Dimito como Presidente y como pez...
Pero ante aquel gesto, hay un movimiento general de
contrición y súplica. Todos tienden sus brazos al dimi-
sionario. El catalán le tira de la chaqueta. Biedma fotó-
grafo se niega a admitirle la dimisión. Se oyen voces:
—Usted no puede irse, don José..., usted no puede
dejarnos... Usted es socio fundador..., usted es el alma de
La Pecera... Aquí todos le queremos mucho...
—Estas son bocanadas del vino... ¡Siéntese usted, don
José!
Don José se resiste. Biedma, a fuer de censor, falla:
—Ea, señores, aquí no ha pasado nada... Tú, Paco To-
rres, y usted, don José, se van a abrazar ahora mismo...
y van a pagar sendas rondas... Todo esto, en el fondo, es
falta de vino... Vinum laetificat cor hominis... A ver,
Zancuda, ponte a las órdenes de estos señores...
Con el aplauso de todos los peces, don José y el Gran
Simpático se abrazan...
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Así se hace... —aprueba
Biedma fotógrafo—. ¡Qué buena foto haría para la his-
toria, si tuviera aquí la máquina! ...
Termina el incidente cantando todos a coro la Albo-

178
rada de Veiga... Don José, enternecido, suspira: —¡Qué
bien la canta mi hijo!...
Un aturuxo unánime y desafinado atruena La Pecera.
Biedma fotógrafo, que estudió con los jesuitas, se fro-
ta las manos y beatíficamente dice: — Ad majorem Dei
gloriam... Todo ocurre siempre así... ¡Esos tiros de don
es han sido «un: reclamo enotme para La Novela de
Bolsillo!... ¡Te vas a hinchar, Paco!...

La yesca y el eslabón

Ante la carestía del calzado y de las cerillas, Pepito


Romeo inicia una campaña encaminada a formar la «Liga
de la alpargata y el eslabón».
Escribe artículos imitando el estilo de su hermano y pu-
blica las adhesiones que recibe.
Para dar ejemplo, él mismo viene a la redacción cal-
zando alpargatas negras y armado de yesca, piedra y es-
labón. No contento con sus artículos, trata de reclutar
prosélitos entre nosotros e imitando los gestos y visajes
dictatoriales del director, trata de convencer a hombres
como Catarinéu y Bonnat, para que también usen alpar-
gatas y enciendan sus pitillos con la mecha y el eslabón.
—¡Ya verán ustedes qué bien se anda con alpargatas!
¡Son manteca pura! —dice. Y los da lecciones sobre el
manejo de la yesca, la piedra y el eslabón: —¿Ven uste-
des qué fácil es? ¡Chas! Y brota la chispa..
—:¡Sí, al centésimo golpe! —ríe Bonnat.
—Pruebe usted, Ricardo —propone Pepito.
Catarinéu, cuya torpeza manual es famosa, prueba inú-
tilmente a arrancar chispa y le devuelve los trebejos al
currinche.
Estas escenas recuerdan las de cuando Juan de Aragón
les impuso a sus redactores los célebres manguitos. Pero
como su hermano no es el director, fracasa en su cate-
quesis interna. Y finalmente también en la exterior.
La «Liga de la alpargata» no llega a constituirse, entre
otras cosas porque Juan de Aragón, enemigo de toda ini-

179
ciativa que no sea la suya, le corta los vuelos a su her-
manito diciéndole: —Pero rediez, ¿quieres dejar de po-
nernos en ridículo? —Y le rompe en sus narices el últi-
mo de sus artículos, recogido de la imprenta. —Y haz
el favor de no venir por aquí con alpargatas.
—+Ese es tu hermanito —le dice Fabián—, como el per-
sonaje de El puñao de rosas. «La piedra y el eslabón /
van a armar, / van a armar / la revolución...»
La campaña del currinche ha tenido el mismo éxito
que la de su hermano en pro de la moneda de siete cén-
timos. —¡Este es un país imposible, de borregos! —la-
menta respingando su naricilla torcida.
Pero Pepito siquiera sabe sacar partido de su fracaso.
Ha compuesto un numerito de revista —La yesca y el es-
labón— que todos en la redacción cantan a coro, como
aquel de «¡El reino de Cambaya / que vaya que vaya!»

Vuelve la poetisa

Borrada la impresión de la primera noche, Carmencita,


la poetisa malagueña, reaparece este sábado en el Colo-
nial con su madre. Para desagraviarla, los poetas, sobre
todo Bóveda y San Germán, le forman una corte de ad-
miradores como la que se forma en torno de Fru-Fru, la
cupletista... Estos jóvenes, sin amor, se inflaman de un
erotismo circunstancial en la presencia de la muchachita
honesta, que tiene el encanto de una virgencita, de una
novia posible para todos... Y todos se esfuerzan por ha-
lagarla, por deslumbrarla con sus frases de ingenio y tam-
bién con sus lecciones de Estética. Todos quieren captar
su alma y su corazón, hacerla su amada y su discípula al
mismo tiempo.
Bóveda le da lecciones de métrica, con una pedantería
pueril: —Mire usted, señorita, sus versos están muy
bien..., pero, perdóneme usted, son incorrectos desde el
punto de vista de la métrica..., no mide usted bien las
sílabas... y unas veces el verso resulta largo y otras
corto...

180
—¡Bah! —se burla San Germán—, eso es lo de me-
nos... Lo principal es el sentimiento... Ríase usted de la
Preceptiva, Carmencita...
—Yo ya se lo he dicho a ustedes..., yo no he estudia-
do Retórica..., no he tenido tiempo..., pero quiero apren-
der y les agradezco mucho...
—No hay de qué, señorita... Yo con mucho gusto...
—Hay que leer —interviene Andión hijo, que se sien-
ta ahora con nosotros—. El genio es fruto del estudio...
—i¡Bah! No hay que leer nada... —objeta San Ger-
mán—. Los ruiseñores no leen... Las lecturas quitan ori-
ginalidad...
—Sin embargo... Sin embargo...
La poetisa me mira desconcertada. Yo sonrío...
Se acerca a la mesa Álvaro Orriols, un chico catalán,
que es un rimador terrible, que además toca el violín y
pinta y pretende dominar todas las artes. Es un joven
alto, flaco, nervioso, con patillas románticas y unos ojos
tristes y desencantados... Álvaro Orriols sobresale en el
acróstico y demás travesuras métricas, como, por ejemplo,
dibujar con el verso una botella o una torre, lo que le
pidan.
Álvaro de Orriols es —pronto se advierte— un con-
quistador, un joven que se cree irresistible. Y desde lue-
go, se ofrece a la poetisa para imponerla en todos los
secretos de la Métrica y capacitarla para que haga con el
verso las mismas maravillas que él.
La poetisa le da las gracias. Y lo mismo su madre.
Bóveda, que está interesado por Carmencita, se explaya
en burlas del catalán.
—-Orriols —le dice—, tú eres un dómine cervatana...
Tú confundes la poesía con la rima... y no es eso... Hay
grandes poetas que han hecho su obra prosa... ¿No co-
noces los poemas en prosa de Baudelaire?...
—Querrás decir Bodeler,
—Bueno, Bodeler..., mo nos abrumes con tu erudición,
Orriols... Yo no sé francés..., pero conozco a Bodeler...
Tú no conoces más que a Carulla...
—Yo conozco a Baudelaire y a Verlaine..., y a Mallar-
mé..., y a Maragall, y a...
—No sigas, hombre, que pareces un catálogo de li-
brería...
131
Orriols se encoge de hombros con aire de superioridad.
La poetisa vuelve a mirarme perpleja... ¿A quién hacer
caso? ¿A quién dar la razón? ¿Dónde está la razón en
literatura?...
Yo asisto curioso a esa rivalidad de los poetas jóvenes,
que es ahora, en el fondo, rivalidad amorosa. Todos se
disputan el corazón de la poetisa. Bóveda las ha invitado
ya a ella y a su madre al teatro con las entradas del Par-
lamentario y luego las ha obsequiado a chocolate. San
Germán ha pretendido pasear solo con ella, sin la madre,
y no lo ha conseguido... La cantora del amor es una se-
ñorita de la clase media..., que sólo sueña con un novio
para casarse... ¡Y San Germán no se casa!...
Una noche, casualmente, ha aparecido por El Colonial
Eduardo Barriobero y se ha acercado también a nuestra
mesa, atraído por el cartel de la poetisa. Y valido de su
prestigio social de abogado famoso y diputado, ha inicia-
do un flirteo con la joven, y hasta ha pretendido visitarla
en su casa. Pero Carmencita es una joven honesta y le
cortó en seguida los vuelos al Tenorio.
Barriobero le volvió la espalda, despechado: —-¿Una
cantora del amor, que se asusta del amor?
¡No pensaba que de quien ella se asustaba no era del
amor, sino de él! Carmencita viene a verme al periódico,
con el pretexto de traerme versos para Los Quijotes, y
me cuenta sus desencantos de los hombres, es decir, de
los poetas: —Yo los creía idealistas, soñadores..., román-
ticos, pero son todos unos materialistas..., como los de-
más... ¡Todos menos usted, maestro!... ¡Usted sí que es
bueno!... Aconséjeme... ¿Qué debo hacer?... ¿Cómo
debo escribir?... Ellos, con tantas opiniones distintas, me
vuelven loca... Yo antes hacía mis versos como me salían
del alma..., es decir, no los hacía..., me salían ya he-
chos..., pero ahora, cuento las sílabas... y no acierto...,
me hago un lío con las sinalefas y los diptongos... Orriols
me ha regalado una Retórica..., pero con tanta regla, re-
sulta que ya no me atrevo a escribir... Me van a matar la
inspiración...
—No haga usted caso de opiniones... Siga usted la voz
de su inspiración... Abandónese al sentimiento... ¿Qué
más da que un verso cojee, si el corazón no cojea?...
—¡Oh, qué bueno es usted! —suspira la poetisa—.

182
¡Y qué alientos me da con sus palabras!... ¡Qué agrade-
cida le estoy!...
Se me aproxima instintivamente, me roza las mejillas
con sus negros flequillos, siento el calor de su boca... Por
un momento, vacilo..., siento vértigo... ¿Será sólo la lite-
ratura lo que la trae a mí?... ¡Oh, yo podría satisfacer
la sed de amar de esta virgencita morena!... Pero de
pronto me acuerdo de que ya no soy enteramente joven
y me domino. Sería indigno valerse de la literatura para
lograr un amor. Y despido a la poetisa, estrechándole
simplemente la mano. Como un vilano, queda revolotean-
do en el aire un beso frustrado.

La maja de Goya

Encuentro casualmente en la plaza de Santa Ana a


Paco Villaespesa, acompañado de un hombrecillo menu-
do, ya canoso y de aire servil.
El poeta, al que aún le escuece la dura crítica que Pé-
rez de Ayala le hizo de su Maja de Goya, me interpela:
—¿Has visto cómo me ha tratado Ayalita?... Es un ver-
dadero Zoilo...
—Sí —asiento—. Ha estado algo duro...
— ¡Cómo duro! Un verdadero antropófago... Ahora
que yo no le he dado importancia... ¿Sabes lo que hice
cuando leí la crítica?... Estaba yo en El Cocodrilo, to-
mando cerveza y quisquillas, y fui y le dije a don Pepi-
tón —señalando al hombrecillo de aire servil, que lo
acompaña y que sonríe: —Mire usted, don Pepitón, tome
esta peseta y vaya ahora mismo a la botica y que le den
un papelón de ruibardo.
»Fue allá don Pepitón y yo, mientras, le escribí a Ra-
moncito unas líneas, diciendo: «Querido Ramón, como
veo por tu crítica que andas mal del hígado, te envío
ese paquete de ruibarbo para que te cures.»
»Volvió don Pepitón de la botica, yo cerré la carta,
se la di y le dije: —Tome usted, don Pepitón, y llévele
todo esto a don Ramón Pérez de Ayala... Entrégueselo
usted en propia mano...

183
—:¡Qué te parece, eh!
El poeta ríe como un niño su genial ocurrencia.
Don Pepitón también la celebró con una sonrisa la-
dina.
Don Pepitón, que también es algo poeta, actúa ahora
de paje de Villaespesa, en sustitución de Oliverio del
Gamo, ese siniestro personaje de catadura lombrosíana,
que justificaba su apodo... Villaespesa lo despidió por
aquel chantaje de que hizo objeto a Amado Nervo con
motivo de unas cartas de tono wildiano.
Don Pepitón por lo menos parece un buen hombre.

Una promesa olvidada

En la puerta de Teléfonos veo pasar todas las noches,


ya de retirada, al gran don Ramón del Valle-Inclán, que
viene de Fornos, rodeado de su corte de amigos...
Pasa con centelleo de lentes y el ceceo de su locuacidad
inagotable y dogmática.
Fija en mí sus ojos un momento y me saluda. Y sigue
adelante. Hace mucho tiempo ya que don Ramón es para
mí simplemente un hombre público, un escritor famoso,
del que sólo sé lo que dicen los periódicos y lo que chis-
morrean los amigos. Sólo ese saludo que data de princi-
pios de siglo, de aquellas noches del Nuevo Levante, con
Villaespesa, Bargiela, etc., sigue uniéndonos, cada vez más
débil y precario, como mi admiración antigua a su obra.
Su notoria arrogancia, su aire pontifical, me alejó siem-
pre de sus tertulias y más ahora que yo también ponti-
fico y tengo mi tertulia. Años hará que no cruzamos la
palabra, limitándonos a ese saludo ceremonioso y frío,
reliquia de un efímero trato juvenil, que fue flor de un
día o, mejor dicho, de unas noches.
Pero esta noche, el autor de las Sonatas, al pasar ante
mí por Teléfonos, se aparta de sus amigos, se me acerca
y después de saludarme, me dice: —¿Dónde podría yo
mandarle mi último libro?
—A La Correspondencia.

184
—Muy bien..., ¡se lo enviaré allí! ¡Adiós!
Y se aleja con sus amigos, recogiéndose, según su ges-
to habitual, amorosamente con su brazo sano la manga
flotante del otro brazo mutilado.
Pese al poco entusiasmo que ya me inspira el escritor
tan admirado en otro tiempo, el momento ha sido para
mí de gran emoción. Es la primera vez que Valle-Inclán,
el gran don Ramón, va a enviarme un libro y someterse
a mi crítica. Eso es tanto como reconocerme su igual.
Desgraciadamente, don Ramón se olvida luego y su
Lámpara maravillosa no viene a brillar en mis noches jun-
to a mi Candelabro.

Fombona viudo

Ante la copa de vermouth, en los Italianos, don Julio


me explica la verdad de ese suceso que los periódicos
refieren en términos lacónicos y ambiguos. La muerte
—e¿suicidio?— de la joven esposa de Blanco-Fombona.
—Se trata —me dice— de un suicidio..., ese Fombo-
na es un bárbaro, un indio verde... ¡Figúrese usted! Te-
nía relaciones allá en Caracas con esa señorita, de una
de las mejores familias, y la dejó allí cuando se vino
a Europa huyendo de Vicente Gómez... Hizo la bohemia
en París, con Rubén Darío, Gómez Carrillo, etc., etc.,
noches de juerga..., ajenjo..., trapisondas con muje-
res, etc., etc. Usted ya ha leído La lámpara de Aladino...
Bueno, pues en París conoció a una joven normanda, que
logró fijar un poco esa cabeza loca... Vivieron juntos,
tuvieron dos hijos, y al venir él a España, se la trajo
consigo en unión de los niños y —;¡fíjese usted!— la
instaló en un piso, a dos pasos de donde él vive, en Alta-
mirano... Y así las cosas, va y se casa por poderes con
la de Caracas y se la trae a Madrid... La muchacha, inte-
ligente y que debía de conocer a nuestro Don Juan y te-
ner sus sospechas, no tardó en descubrir lo de la nor-
manda y los chicos... Y nerviosa, impresionable, algo

185
neurasténica —ni qué decir tiene— sufrió tal desencan-
to, que se suicidó con Veronal... Al volver a su casa una
noche, de ver a la otra, se la encontró Fombona mori-
bunda. Eso es lo ocurrido. Ese Barba Azul del trópico
ha sido quien la ha matado. Ahora anda la mar de triste,
se muestra inconsolable, vierte lágrimas de cocodrilo y,
como es de rigor, le dedicará un tomito de versos, lamen-
tando su pérdida... Estos literatos no tienen pizca de
sentido moral.
Don Julio del Moral se enjuga los grandes bigotes y
prosigue:
—No se moleste usted por lo que digo..., pero así es...
Ahí tiene usted, sin ir más lejos, a Gregorio... Con una
mujer como la que tiene, esa María, que vale un tesoro
y a la que debe el argumento de Canción de cuna, va y
se enreda con la Bárcena... Claro que él dice que sólo
se trata de una amistad artística, de una colaboración, ya
que ella es la intérprete genial de sus obras, la actriz
ingenua de la voz de oro... Pero todo el mundo sabe
a qué atenerse... Ahora que María es otra clase de mujer
que la de Fombona... María es una intelectual... Al des-
cubrir la traición de Gregorio, lo llamó a capítulo y le
dijo: —Mira, ya veo que has dejado de amarme..., eso
es fatal, lo sé, en el sentimiento nadie manda y yo no
he de hacer mada por mantener una fachada conyugal
hipócrita... Te dejo en libertad... Sigue con la Bárcena
y yo me iré a viajar por el extranjero... Gregorio, que
es también un espíritu a la moderna, le dio las gracias,
le besó las manos y le entregó un libro de cheques..
Y así se solucionó el conflicto, sin suicidio y sin divor-
cio... Pero claro está que yo, aunque quiero mucho a
Gregorio, no apruebo su conducta... ¿Para qué se casan
estos literatos?... Yo a mi mujer no la he faltado en
la vida... Yo no soy un literato..., yo soy un triste con-
table, pero soy un hombre moral...
Yo bromeo: —¡Claro! ¡Lo lleva usted en el apellido!
—i¡No se ría usted, pollo!... Ya sé que le pareceré
algo vulgar..., hasta grotesco... Pero yo no mato a dis-
gustos a una mujer, para luego hacerle versitos sobre
su tumba...
Y el hombre, satisfecho, apura su vermouth, saca el

186
reloj y se dispone a marcharse. Es puntual en todo y no
quiere llegar retrasado a la cena.

Días después encuentro a Fombona en la calle del Prín-


cipe. Me abre los brazos, con gesto cordial y patético...
—Ya sabrá usted..., venga, entremos en El Gato Ne-
gro y le contaré...
Entramos y el hombre se deja caer en el diván, abru-
mado, rendido. Y, mientras paladeamos el amargo ver-
mouth, me cuenta la misma historia que ya sé por don
Julio, claro que en una versión más favorable para él...
Pero reconoce que fue una imprudencia suya el traer a
la muerta a Madrid, estando aquí la otra..., tan cerca...
Tenía que enterarse... Pero fue el sino...
—Y qué mujer tan tierna, tan delicada, tan sensiti-
va..., nunca la podré olvidar..., ha adquirido para mí la
inmortalidad de la muerte... Vea usted, yo nunca había
creído del todo eso que cuentan de María Antonieta,
que encaneció en la Conserjería... Siempre pensé que fue
debido a no disponer de tinte en la prisión..., pero ahora
sí lo creo, porque mire usted cuántas canas me han salido
en estos pocos días...
Y el poeta inclina su cabeza y se entreabre los mecho-
nes de pelo, mostrándome hacecillos de canas insidiosa-
mente ocultos en él.
—Sí, ahora creo que se puede encanecer en una no-
che...
Yo trato de consolarlo: —Tiene usted el arte... Y ella
ahora será su Musa...
—Sí, eso... Busco consuelo en el arte..., le hago ver-
sos y así aplaco mi dolor... Le dedicaré un libro de ele-
gías, como el In memoriam, de Tennyson..., o La amada
inmóvil, de Nervo... Se titulará el Cancionero del amor
infeliz..., ¿qué le parece?...
—¡Magnífico! No puede ser más expresivo.
Hablamos luego de Renacimiento, de Gregorio, de don
Julio... —Don Julio Gómez del Moral —recalca con có-
mico énfasis Fombona.
Para el poeta, hecho a tratar con grandes hombres,
tanto Gregorio como su contable son unos pobres hom-
bres. Su tendencia a la sátira lo anima y le hace olvi-
darse de su pena.
187
—Ya sabrá usted que Renacimiento pasa a otras ma-
nos. Gregorio lo deja todo para consagrarse al teatro
y... a la Bárcena... Quiere hacer moneda con su voz de
oro... Gregorio tiene alma de comerciante... Hasta aquí
explotó el talento de su mujer..., que es quien le escribe
sus libros... Ahora va a explotar la voz de oro de la
Bárcena... Ha encontrado una mina... Por eso don Julio
lo admira tanto..., tiene instinto mercantil... Y a pro-
pósito de don Julio del Moral..., ¿sabe usted que, como
el don Agapito de la zarzuela famosa, no es moral, sino
morral?... ¡Figúrese usted! Es un sátiro..., un caprípe-
do, que les hace el amor a las mujeres o amigas de los
autores de la casa..., como un usurero enamorado... El
otro día se llevó un susto mayúsculo... Dio con Amada,
la amiga de Eugenio Noel, ese hombre grotesco que man-
da su querida a tratar con los editores... Llevaba un libro
para Renacimiento... Don Julio la recibió muy galante,
y quedó deslumbrado... ¡Tiene tan pocas ocasiones de
ver de cerca una mujer guapa!... Amada, que ha sido
bailarina del Real, posee el arte de la escena..., empezó
a coquetear con él. Nuestro hombre se animó, se permi-
tió familiaridades con ella y de pronto, como el clérigo
rijoso de Mallarmé, se lanzó al ataque... Amada se so-
brecogió ante la embestida del hombre barrigón y bigo-
tudo y como una dama de Echegaray, se desmayó...
Y allí fueron los apuros de don Julio... En un momento
vio el escándalo, la ruina de su reputación... Por Dios,
Amada, ¡vuelva en sí! Perdóneme..., perdóneme... —se
había puesto de rodillas—. El libro de Eugenio se pu-
blicará....
»Salió al pasillo, gritó: —¡Agua, un poco de agua para
esta señora!... Finalmente, Amada abrió los ojos, suspi-
ró, preguntó: —¿Qué me ha pasado?
—Nada, un ligero desvanecimiento...
—Claro —explicó ella—. La debilidad... Estoy en ayu-
nas desde ayer... Esta vida bohemia...
»Don Julio mandó en seguida que le trajeran un con-
somé y un bisté con patatas del café Castilla, se quedó
con el original y le dio a la mujer unos duros a cuenta...
Ahí tiene usted al hombre moral...
Fombona recobra por un momento su aire retador,

188
mosqueteril. Esa historia drolática lo ha puesto de buen
humor...

Una mujer sin importancia

El estreno de esta obra de Wilde, adaptada por Pla-


ñiol, un reportero de El Imparcial, autor con Lepina de
algunas zarzuelillas, ha dado lugar a un escándalo de cierta
importancia.
Ricardo Baeza, que tiene pretensiones de albacea lite-
rario de Oscar Wilde y único traductor de sus obras, se
personó en el teatro de la Princesa, la noche del estreno,
con un ejemplar de su versión en la mano y desde las
primeras escenas clamó plagio. Se levantó de la butaca
y se fue a denunciar el hecho en el Juzgado de guardia,
consiguiendo que el juez —algún amigo suyo— suspen-
diese las representaciones.
Como lo del plagio no era muy de probar, Baeza alega-
ba también tener la exclusiva para traducir todas las obras
de Wilde. El plagio se convertía así en robo.
Inmediatamente Baeza encargó a Serrán de entablar la
correspondiente demanda; y Serrán empezó por llamar a
su despacho a Plañiol, para convencerle de que debía re-
tirar la obra y no exponerse a los riesgos de un proceso.
Plañiol, que también había consultado a su abogado,
se resistía al principio y alegaba que las obras de Wilde
eran de dominio público, por haberlas declarado así el
Gobierno inglés.
—Está usted en un error —díjole el astuto malague-
ño—. Usted ignora el convenio de Berna... Voy a mos-
trárselo a usted...
E hizo ademán de buscar uno de los gruesos volúme-
nes de su librería. Su gesto revelaba tanto aplomo, que
Plañiol se intimidó y se avino sin más a retirar la obra.
—i¡Lo apurado que yo me habría visto —comenta Se-
rrán— si el hombre aguarda un minuto más! Yo no tenía
allí más que el Alcubilla...
Ahora la obra se representa (por García Ortega) según

189
la versión de Baeza y el público, atraído por el escándalo
periodístico, llena la sala... Wilde será en adelante tabú
para todos los escritores.

El desconcierto de la poetisa

Nuestra poetisa me sorprende con un soneto publica-


do en Los Ouijotes, dedicado «al maestro de la juven-
tud» y concebido en unos términos ditirámbicos, que col-
marían las exigencias del más vanidoso, y encendido en
un afecto que hace olvidar sus incorrecciones de forma.
San Germán comenta: —¡Pero, hombre, eso es una
declaración de amor!
Xavier mueve la cabeza y sonríe: —¡Vaya..., vaya,
maestro!
Pero yo rechazo esas insinuaciones como una tenta-
ción... —¡Bah! —exclamo—. No sean ustedes malicio-
sos... Sólo se trata de la admiración ingenua de un alma
candorosa y afectiva...
Pero en el fondo...
Le doy las gracias a la poetisa cuando viene el sábado
y le reprendo cariñosamente sus hipérboles.
Ella, muy colorada, me dice: —No son hipérboles,
maestro, más bien me he quedado corta... Usted se me-
rece mucho más por sabio y por bueno... Yo siento no
saber hacer algo mejor... Es el primer soneto que hago
en mi vida...
—Pues está muy bien, Carmencita... —apruebo—. La
forma es lo de menos, el sentimiento es lo que vale en
poesía...
Orriols, el hombre de la preceptiva, examina el soneto
y se complace malignamente en señalar defectos: —¡No
cuenta usted las sílabas, Carmencita! Le salen versos
cojos...
—¡Como Valero Martín! —comenta Bóveda.
Orriols prosigue con su aire de dómine: —¡Hay que
estudiar, Carmencita! Es una lástima... Usted necesita
quien la imponga en los secretos del ritmo y de la rima...

190
—¡Oh! —exclama la poetisa—. Tiene usted razón...
Y yo no deseo otra cosa sino aprender... El arte es más
difícil de lo que yo creía... Debo estudiar, ¿verdad,
maestro?
Yo sonrío: —Claro que sí..., pero no hasta el punto
de matar la inspiración... Un verso incorrecto, pero ins-
pirado, es como una frase bella escrita sin ortografía...
No por eso es menos bella...
—¡Eso digo yo! —asiente con fervor la poetisa. Y me
mira con ojos de enternecida gratitud.
Bóveda encarece: —Ahí tiene usted a Unamuno, que
es un altísimo poeta y, sin embargo, rima peor que Ca-
vestany...
San Germán exclama, despectivo:
— ¡Este Orriols es un pedantuelo! ¡No le haga usted
caso, Carmencita! Usted lo que necesita es un amor... y
un dolor..., vivir la vida..., lanzarse a la vorágine..., como
esas grandes poetisas que se llaman la Ibarborou y la
Storni... |
Carmen pone un gesto angustiado. Su madre se inquie-
ta. ¡Vaya unos consejos!... San Germán prosigue, inexo-
rable: —Sí..., hay que dejar los prejuicios y ñoñeces de
la clase media..., hay que arder en la llama de la pa-
sión..., de las pasiones..., si no, ya la veo a usted co-
siendo los calcetines de un marido imbécil, de un ofici-
nista...
—¡Oh! —suspira angustiada la joven—. ¿Entonces
para hacer poesía tiene una mujer que ser loca...? —Y me
mira interrogante.
Yo acudo en su auxilio: —¡No haga usted caso, Car-
mencita! Esas son cosas de San Germán. Paradojas y so-
fismas... No hay nada tan interesante y poético como el
candor, la ingenuidad... Y el vago anhelo de amar es su-
perior al amor mismo... La poesía no está reñida con la
moral...
—Ni con las reglas... —termina Orriols.
—¡Otra vez las reglas! —ríe Bóveda—. ¡Para hacer
acrósticos y botellas como tú!
Carmencita está perpleja. Nos mira a todos alternati-
vamente. Y por fin, a punto de echarse a llorar, exclama:
—¡Oh, yo no creía que hacer versos fuera una cosa
tan complicada!... ¡Es terrible, maestro!
191
Su madre suspira: —Ya te decía yo, hija, que te deja-
ses de versos y te dedicases a la taquigrafía...
¡Oh, los sabios consejos de las madres!
Pero Orriols la anima: —¡No se apure usted, Car-
mencita!... Usted tiene inspiración, pero le falta dominio
de la rima... Si usted quiere y con permiso de su madre,
yo le enseñaré todos los secretos de la métrica... Apren-
derá usted a hacer acrósticos, botellas, pirámides con los
versos y será usted una poetisa perfecta... Yo me brindo
a ello sin interés alguno... Yo no tengo nada que hacer...
— ¡Este Orriols —murmura Bóveda— es un jesuita!

El pobre Simeón

Vicente Simeón, este pobre chico valenciano, caído no


se sabe cómo en medio de los hampones literarios de la
corte, recuerda al joven protagonista de La busca, de
Baroja. Delgadito, rubito, con el pecho hundido y una
cara angulosa, contraída siempre en un rictus de dispép-
tico, enfermizo y delicado, es como Santaló, el cordobés,
un individuo de los menos indicados para soportar la
bohemia. Es de una ignorancia absoluta, como un campe-
sino de la huerta valenciana, anda desorientado por la
vida, pero tiene una gran curiosidad, un hambre casi físi-
ca de saber y de formarse un concepto de la vida, una
pequeña filosofía.
Tímido por naturaleza y también por la conciencia de
su ignorancia, se arrima a esos hampones más o menos
cultos y decididos, como Cubero y Vidal y Planas, los es-
cucha, trata de asimilarse lo que les oye y luego, a sus
solas, se entrega a largas cavilaciones sobre lo que les
ha oído y hace por conciliar sus afirmaciones, siempre
contradictorias y confusas.
Simeón está siempre asaltado de dudas y desconfiando
del saber de sus compañeros, busca alguien superior a
ellos, que pueda ilustrarlo y aclararle esos enigmas que le
quitan el sueño, tanto como los piojos y las chinches de
los tugurios donde duerme.

192
Yo soy uno de los que él considera maestros capacita-
dos para eso y suele abordarme respetuosamente en mis
paseos nocturnos, para interrogarme sobre cuestiones tan
peliagudas como la filosofía del superhombre, o pregun-
tarme cosas tan sencillas como si Rubén el poeta y Rubens
el pintor son una misma persona o quién era ese Dosto-
yuski, con el cual se compara Vidal y Planas, preguntas
que él no se atreve a formularles a sus compañeros de
bohemia por temor a sus burlas. A veces también me
cuenta alguna discusión que ha tenido en una tasca o en
un cafetín sobre tal o cual punto de Geografía o Histo-
ria, que él cree saber de cuando iba a la escuela y se que-
da muy ufano y se da un golpecito en el pecho cuando,
por casualidad, puedo darle la razón.
—Ya decía yo... —exclama—. Esos tipos se las dan
de sabios y tratan de coaccionarme, porque han leído cua-
tro libros de literatura barata. Pero ellos mismos no saben
lo que se dicen..., se arman un lío y me lo arman a mí.
Además, siempre están borrachos cuando discuten y aca-
ban insultándose.
Vicente Simeón es un bohemio, a pesar suyo. Él, quizá
por sentirse enfermo, querría hacer una vida ordenada,
poder estudiar, y apartarse de esos amigos hampones, que
le hacen trasnochar, y beber y comer cosas indigestas
y fuertes, que le provocan náuseas y vomiteras. Él no
ha nacido para esa vida; pero ¿cómo salir de ella? Le
falta voluntad, fe en sí mismo y, además, la preocupación
de buscarse diariamente la ración de judías o el puche-
rito, le quitan tiempo para pensar en otra cosa.
Simeón, como sus compañeros, tiene que practicar el
sablazo de cada día, «operar» como ellos dicen y hacer
pequeñas suplantaciones y menudos chantajes, cuidando
—eso sí— de no caer en el Código, pues le tiene un ho-
rror instintivo a los calabozos de las comisarías, de donde
se sale plagado de pulgas y piojos.
Simeón camina cautamente por el borde de la delin-
cuencia, desempeña comisiones sin riesgo aparente que
los hampones de más copete que él le confían —no tie-
nes más que ir a ver a don Fulano y le dices, etc.—, se
hace pasar por autor de algún libro, comprado en un
baratillo, para implorar un donativo de algún mecenas,
o de un artículo elogioso publicado en un periódico para

193
operar al escritor elogiado, etc., etc. Lo más audaz que
ha hecho Simeón ha sido hacerse pasar por periodista
para recibir esos sobrecitos que los ministros suelen repar-
tir entre los reporteros indigentes.
Con todos estos trucos va viviendo Vicente Simeón,
pero siempre inquieto, asustado, pues aunque parezca que
no, todo eso tiene sus riesgos. Una vez, por ejemplo, fue
Simeón a implorar un donativo de cierto señor hacién-
dose pasar por autor de un libro de versos y resultó que el
autor había fallecido y era amigo del señor «operable»,
el cual lo recibió con una cordialidad guasona, diciéndole:
—¡Hombre, cuánto celebro que haya usted resucitado!...
—Luego se puso serio y le dijo: —¿Sabe usted que eso
que ha hecho se llama suplantación de personalidad y tie-
ne su pena en el Código? —No hay que decir el susto
que se llevaría Simeón.
Por unos días, se abstuvo de apelar a tales trucos pe-
ligrosos. Pero al cabo reincidió. ¿Qué hacer? Si él encon-
trara alguna bicoca, por ejemplo, un empleo en un Minis-
terio para no ir... más que a cobrar... —Pero para eso
hay que tener un nombre, una firma...
Y Simeón sigue haciendo su vida de hampón, «operan-
do», rodando por tascas y casas de dormir, siempre con la
ilusión de encontrar un protector generoso y poder «po-
nerse de patrona» como huésped de la clase de estables.
—Dos quimeras —como dice Benítez, riendo—. ¡Pues no
pides tú poco!
Por consejo del propio Benítez, Simeón intentó tam-
bién explotar el físico, un físico como el suyo, tan poco
explotable. Y se hizo novio de una cocinera, que le daba
bocadillos y sobras suculentas de la mesa de los señores.
Pero la tal cocinera resultó una vampiresa insaciable y en
vez de resolverle el problema de la mantenencia, lo que
hacía era complicárselo más, por lo que el pobre chico
tuvo que cortar muy pronto aquellas relaciones extenua-
doras, en las que explotar el físico equivalía a perderlo.
Así pues, Simeón sigue adelante con sus trucos, dando
tumbos, dejándose guiar por sus compinches, aprendiendo
de ellos cada día nuevas fórmulas de picaresca y exponién-
dose a los consiguientes tropiezos con la policía o con
algún sujeto demasiado irascible.
Simeón admira de una parte y de otra desprecia a sus
194
compañeros de hamponería. ¡Las cosas que saben y los
medios que emplean para vivir! ¡Y cómo viven!
No hablemos de Pedro Luis de Gálvez, que es un ver-
dadero bandido andaluz que coacciona con amenazas a sus
víctimas; ni de Seijas, el gallego, que vive de explotar
a las esquineras de la calle Tudescos y Horno de la
Mata...; ni de Vidal y Planas, que levanta muertos en las
timbas y hace chantage, a la sombra de Antón del Olmet,
en El Parlamentario. Pero aun los más decentitos, como
Fornovi, son unos indignos maleantes que se cubren con
la capa de la Literatura.
Carrere los ha idealizado en sus novelas, pero él mismo
es otro hampón como ellos, que hace chantaje en sus pe-
riodicuchos y también levanta muertos y cobra el barato
en las timbas, resguardado por su amigo Valero, el atleta
cojitranco, y explota a poetastros mediocres como Rol-
dán, el camisero, proclamándolos genios en sus cuchi-
pandas.
— ¡Qué gentecilla! —se asombra Simeón—. Todos se
las dan de grandes hombres, el uno es un gran poeta,
el otro un filósofo superior a Niche (sic), el otro un teó-
logo, superior a Santo Tomás... Cuando están de buenas,
se elogian mutuamente, se reconocen sus méritos cada
cual en su esfera; pero en cuanto beben un poco, se lían
a discutir y se niegan toda «beligerancia»..., se insultan y
parece que se van a matar. Pero luego no pasa nada
y a los minutos están tan amigos.
Todo eso tiene su encanto malsano y a él se abandona
Simeón; pero siempre haciendo propósitos de enmienda,
entre otras cosas, porque su salud se resiente. —Simeón
—le dice el implacable Benítez—, tú estás tuberculoso
y vas a morir en el hospital. No aguantas unos vasos de
vino... debes irte a tu tierra, si no espichas... Para ser
bohemio hay que tener la salud que yo tengo, mira —y
se abre la camisa y le muestra el pecho prominente y ve-
lludo.
Benítez abusa de su robustez natural y se ensaña con
los débiles como Simeón y Santaló. Pero este último, que
es miocardíaco, sabe al menos explotar el truco de la en-
fermedad y conmover con su miocarditis a los burgueses
remolones para dejarse «operar».

195
Simeón no se atreve a darle estado profesional a sus
cavernas, pues eso sería tanto como creer en ellas, y el
pobre chico es muy aprensivo. Cierto que algunas veces
echa algo rojo por la boca; pero es vino, piensa él. O qui-
zá tendrá una bronconeumonía, como diagnostica Cubero,
que lee libros de medicina y tiene amigos estudiantes de
la Facultad. Pero eso es efecto del trasnocho, del poco
abrigo en invierno. Pero en cuanto él encuentre un pro-
tector y pueda ponerse de patrona, todo eso de las caver-
nas se acabará...
Yo siento una piedad sincera por este pobre chico,
obligado a hacer una vida para la que, como dice Benítez,
no ha nacido. Lo animo, le aclaro sus dudas, escucho sus
lamentaciones, entrecortadas de nerviosos golpes de pe-
cho, como llamadas a su dormido corazón, y finjo creer
sus fugaces arranques de energías, aunque sé que es un
abúlico irremediable, que ha caído en un tremedal y se
hunde en él...

Novedades

Grandes novedades en el periódico. Delgado Barreto,


que con su semanario satírico El Mentidero ha tenido un
éxito inesperado, revelándose como un gran humorista
de vena popular, al crear ese tipo de Don Feliz del Mam-
porro y de la Sonrisa, chulo, cínico y reaccionario, que
todo lo resuelve con el vergajo y arremete festivo contra
republicanos y socialistas, deja La Corres para fundar La
Acción, Órgano maurista, para el cual ha dado unos mi-
llones la marquesa de Argúelles. Con él se va Agustín
R. Bonnat, que, según dice, ya estaba harto de aguantar
a ese bruto de Juan de Aragón.
Nuestro baturro no sale de su asombro... Pero, rediez,
¿qué es esto? Ahora resulta que Barretito es un gran
periodista y encuentra quien le dé millones para fundar
un periódico... y que Fabiancito es un estratega formi-
dable..., mientras que él no encuentra quien le ayude...
¡El mundo se ha vuelto loco!...

196
Otra novedad. Nuestro tétrico redactor-jefe, «que las
mata callando» según Pizarroso, se casó con la señorita
del balcón sin tardar más tiempo que el preciso para sa-
car los papeles..., y tras una breve luna de miel, ya lo
tenemos de nuevo en su mesa, rodeado de periódicos y
armado de su grueso lápiz rojo.
A las felicitaciones de los compañeros, responde con
su displicente sonrisa de dispéptico:
— ¡Psch!... El matrimonio es una cosa inevitable...,
no se puede pasar sin mujer..., uno necesita quien le haga
el cocido y le cosa los botones... y... lo demás... —son-
ríe malicioso—. Llega un momento en que la mujer de
la calle no satisface... Yo en Zaragoza era un cliente asi-
duo de los prostíbulos... Cuando cobraba en el periódi-
co, apartaba una cantidad y la invertía en vales para los
burdeles, de igual modo que sacaba el abono para el res-
taurante... Pero aquéllos eran los tiempos de la des-
preocupación... Ahora es distinto..., hay que pensar en
el porvenir..., crearse un hogar..., comer a sus horas
y... también a sus horas...
Fabián suspira. También él, en cuanto le suban el suel-
do, se casará con su prima de Granada... Pizarroso, en
cambio, comenta: —SÍ..., sí..., el matrimonio es una gran
cosa..., para andar de cabeza... Ya verá usted en cuanto
empiecen a venir chicos...
El redactor-jefe sonríe displicente: —¡Bah!... Ya ve-
remos... Los chicos son la espuela..., todo será cuestión
de trabajar un poco más.
El redactor-jefe tiene esperanzas para el porvenir. Juan
de Aragón, del que es secretario, está haciendo ahora
campaña para que su jefe, Romanones, le nombre Gober-
nador Civil de Madrid y seguramente lo conseguirá; y si
lo consigue..., pues ya pueden venir hijos...
Paco Aznar espera llegar él también a ser un personaje
a la sombra de su jefe...
—¡Está aviado! —murmura Catarinéu—. Ese hombre
lo quiere todo para él...
Catarinéu, el hombre siempre agobiado por los proble-
mas domésticos, está cada vez más lacio y pesimista. Ade-
más, tiene una tosecilla ronca que lo trae preocupado.
Los médicos le han prohibido fumar y, en sustitución del
tabaco, lleva siempre pastillas de malvavisco en la boca,

197
lo que aumenta su secreción salivosa, que siempre fue
abundante.
Cuando lo oye toser, Fabián le dice con su maligna
jovialidad:
—¡Cuídate, Caramanchel!... Que te vas a morir...,
piensa en tus hijos...
—¡Calla, bandido! —le replica el crítico—. Tienes el
humorismo de un cuervo... ¡Esto no es más que un lige-
ro catarro!
—Sí..., sí, eso es el resultado de tu vida de crápula...
Ahora las vas a pagar todas juntas... El bacilo de Koch
va a vengar a las autores maltratados...
—Pero será animal este granadino —se asombra el crí-
tico—. ¡Vaya unas bromas que gasta!...
—¡De salón de limpiabotas! —ríe Pepito Romeo.
—¿Y usted no se casa? —me pregunta inesperadamen-
te Pilarcita, la mecanógrafa.
Yo hago un gesto desorientado y sorprendido. Ella son-
ríe: —Así tendría usted quien le pegara los botones...
Venga usted, que le voy a coser ése que le cuelga en la
americana...
Y me lleva a su despachito y se arma de hilo y aguja:
—Estése quieto un momento. —Yo me estoy quieto, pero
todo temblando...

Vuelve don Tirso

Don Tirso, el teólogo, ha vuelto triunfante de una de


sus campañas como propagandista de Acción Social Cató-
lica, por Andalucía.
Ha batido el récord como productor; su mecenas, Gan-
dásegui, lo ha felicitado y tiene unas pesetas de remanente
en su cartera.
Hasta las mujeres se han rendido a su suasoria y su
tipo, y cuenta que en Sevilla, en lo alto de la Giralda,
una chica joven, un pimpollito de mujer, una andaluza
de sangre mora, con unos ojos de fuego y unos labios
de clavel, más guapa que la Leonis, para probarle su amor,

198
le dijo: —¡Mándame que me tire de cabeza abajo y me
tiro, Tirsito!
Él, naturalmente, la contuvo, porque aquello era una
añagaza del demonio y, además, no quería verse en líos
de justicia. Pero cuánto trabajo le costó desprenderse de
ella. Tuvo que salir de Sevilla huyendo.
Ahora don Tirso piensa descansar una temporadilla so-
bre sus laureles. Como está presentable, hecho un figu-
rín, visitará los saloncillos de los teatros, se relacionará
con la gente de la farándula, cómicos, autores y músicos,
y conseguirá que Vives le haga la partitura para su Prín-
cipe bufón, que será un éxito de clamor.
—La música tiene que ponérsela Vives, que es el úni-
co digno de musicar una letra como la mía. Y aun así,
tendrá que ajustarse a los motivos que yo le indicaré.
Porque hay en mi obra cantables, como el de «La mari-
posa», que no pueden llevar más música que esta...
Lara... rara... lara... rara... Mariposa de las alas de
oro... —Y el viejo teólogo rompe a tararear una musi-
quilla de su invención, imitando con sus brazos aspeantes
el vuelo de una mariposa de alas de oro...
Sus oyentes no pueden contener la risa. En vez de una
mariposa, don Tirso semeja un lechuzo. Pero él no se
inmuta. Y recalca: —¡Si Vives no se aviene a aceptar
mis motivos, le quito el libreto! En último caso, me hago
yo la partitura. Yo no sé solfa, pero tampoco Franz Lehar
la sabe y sin embargo... El todo es la inspiración, el
creator Spiritus...
Se pasan ratos divertidos oyéndole a don Tirso recitar
tiradas de versos de su Principe bufón, haciendo gala de
su riqueza métrica y de la hondura teologal de sus can-
tables. Todo tiene su intención, su sensus reconditus, y
la obra entera es un símbolo. Ese príncipe que renuncia
al trono y se hace bufón, para divertir a la plebe de sus
vasallos, es un brote evangélico.
—Mi Príncipe bufón —chilla don Tirso— es un auto
sacramental digno de Calderón, aunque tratado en ope-
reta... Ese momento en que mi príncipe, vestido de arle-
quín, empieza a hacer piruetas e invita a sus vasallos a
una gran comilona, cantando: «Venga juerga y alegría, /
llenad, amigos, la andorga, / vuestro príncipe os convi-
da / a gozar vida birlonga. / Vengan pavos y capones, /

199
corra a torrentes el vino, / gocen todos a porfía, / viejos,
mujeres y niños...» Ese momento, digo, tiene un sentido
eucarístico.
—¡Es algo genial, don Tirso! —<comentan burlones
sus oyentes. Benítez se relame los gruesos labios de ca-
mello: —¡Se me hace la boca agua, don Tirso! ¡Supongo
que cuando estrene usted su obra, nos dará un banquete
en casa del Segoviano!
—:¡Oh, desde luego! —promete don Tirso—. Os daré
a todos un banquete como el de mi príncipe a sus vasa-
llos. ¿No habéis comprendido que ese príncipe bufón
soy yo mismo? Yo, que podría ser un príncipe de la
Iglesia y, sin embargo, lo dejé todo por amor a vosotros,
hijos míos, y ando por esta vida con un traje de arlequín...
¡Mi príncipe bufón y yo somos una hipóstasis..., una
hipóstasis!
Y don Tirso se contonea, jugando el bastoncito y tara-
reando: «¡Venga juerga y alegría, / llenad, amigos, la
andorga, / vuestro príncipe os convida / a gozar vida bir-
longa!»

El juego

La pasión del juego se ha hecho general.


Se juega en Madrid, en todas partes. Fúndanse círculos
recreativos que Jorge Cartier llama donosamente ¡uegati-
vos y que son verdaderas timbas donde periodistas y lite-
ratos pierden el dinero con la ilusión de ganarlo.
San Germán es una víctima de esa pasión. Ayer estaba
desesperado: —Vengo del Círculo de Actores y me he
dejado en él toda la paga de este mes que acababa de
cobrar...
También en el Centro de Reporteros se juega, pero
como la banca es de ellos, obtienen ganancias considera-
bles que se reparten equitativamente. Es decir, se repar-
tían; porque asombrados los directores de la transforma-
ción que se había operado en sus personas, hicieron una
información y averiguada la causa, cortaron los vuelos
a esa prosperidad inmoral.

200
Los reporteros se lamentan: —¡Esos directores lo quie-
ren todo para ellos!

Conocimiento con Icaza

En vísperas de marcharse a veranear a la Sierra —esta


vez la guerra le cierra los caminos de Francia—, Fom-
bona me propone ir a cenar —cena de despedida— en
Parisiana, al aire libre...
El jardín, iluminado con farolillos de colores y ador-
nado con columnas de follaje, está lleno de un público
elegante y ambiguo, en el que abundan las mujeres des-
cotadas de un aire provocativo de cocotas...
Fombona en el acto se siente tenorio, husmea el aire
con un respingo de sátiro, se sacude la lacia melena, se
ajusta los lentes y lanza acá y allá miradas de seducción
y reto...: —¡De buena gana les quitaría sus mujeres a
esos tenderos enriquecidos que las acompañan!... ¡Si es-
tuviéramos en la selva!... —murmura—. ¡La Belleza debe
ser para los poetas!...
Apenas atiende al camarero, elige un menú en el que
reina la langosta y se apresura a beberse la primera copa
de vino rojo que nos sirven. Está nervioso, encabritado
y, cuando esgrime el tenedor, parece irlo a clavar no
en el escalope que tiene en el plato, sino en alguno de
aquellos descotes suculentos o en alguna de aquellas caras
congestionadas de hombre.
Luego, al ver que ni le sonríen las mujeres ni los hom-
bres lo desafían, se aplica seriamente a consumir el menú,
poniendo reparos al camarero... Los escalopes están du-
ros..., la langosta algo pasada...
Se empeña luego en abonar la cuenta y desahoga su
malhumor rectificando las columnas de cifras... Después,
al levantarse, me dice muy serio: —¿Ha visto usted? El
muy pendejo quería ponernos banderillas... Pero yo...
Me río cordialmente y mi risa lo contagia y ríe tam-
bién con la ingenuidad de un estudiante. ¡Bueno es él
para aguantar banderillas!...
201
Damos unas vueltas sin rumbo por los jardines, donde
el bastón de Fombona se engancha en las sillas y las
piernas de los paseantes. Ese terrible bastón que parece
el truco de un excéntrico y que el poeta lleva quizá con
una nostalgia de lira... o caduceo...
Luego nos internamos por los salones del Casino, don-
de hay hombres que discuten o dormitan, con los lentes
calados y un periódico sobre las rodillas. Fombona son-
ríe e insinúa: —Habrán leído alguna crónica de Gómez
de Baquero...
Salimos a los pasillos, por donde cruzan mujeres ves-
tidas de verano, incitantes y sonrientes. Van en dirección -
a una puerta entornada, biselada de luz. Fombona se
detiene y me dice con malicia y misterio: —¡Es la sala
del crimen!...
Y ante mi gesto de sorpresa, me explica: —La sala de
juego... ¿Quiere que probemos fortuna?
—Yo no soy jugador —le digo—. Ni siquiera conozco
los juegos y me veo apurado cuando en las traducciones
de novelas exóticas salen a relucir... Además, no me agra-
da exponerme a un desaire más de la Fortuna, cuando
tantos recibimos sin eso...
—Tiene usted razón —aprueba Fombona—. Es usted
un filósofo. Pero yo voy a probar fortuna. Un billetito
nada más...
Empuja la puerta y entra en el salón, adonde yo lo
sigo. La inmensa mesa de juego está circundada por un
público compacto, heterogéneo, congestionado, en el que
se destacan mujeres elegantes de traza pecadora, entre
las que reconozco algunas de esas amigas circunstancia-
les, que uno encuentra en las sombras nocturnas, vaga-
bundeando por las calles. Una de ellas me reconoce y me
sonríe con sus labios rojos, gruesos y sensuales que yo,
¡ay, delicioso remordimiento!, he besado tantas veces...
¡La Emilia!... Ahora recuerdo haber oído decir que la
sala de juego de Parisiana se ha convertido en un paraíso
para esas beldades callejeras y me explico su ausencia de
las ventanas de los cafés. La Emilia tiene ante su pingie
pecho un montoncito de fichas.
Gira la ruleta, los croupiers gritan su «¡Hagan juego,
señores!», y hay una ilusión de Montecarlo o Niza en el
ambiente. La ruleta tiene un prestigio lírico y una atrac-

202
ción de que sólo me libra mi pobreza. Además, la Emilia,
hermosa y lejana y pingiie como un pleno, me tiene inhi-
bido. Y así, me estremezco de asombro cuando Fombo-
na, que puso su billete y lo perdió, sin que yo me diese
cuenta, me da un golpecito en el hombro y con cara
larga me dice: —¡Vámonos ya! Esos bandidos se me lle-
varon el billete...
¡Un billete de cien pesetas!... Lo que él paga por una
traducción!...
—¡Bah!... Ya no tengo suerte en el juego..., ni tam-
poco en amor... 1! 1 y a que la jeunesse...
Aquel desaire de la Fortuna lo ha puesto pesimista.
Yo le dedico una última mirada a la Emilia y le deseo
buena suerte. Sí, que siga engordando y comprándose be-
llos vestidos y adquiriendo aires de gran dama, con su
montón de fichas delante, en este brillante y distinguido
salón adonde no pueden perseguirla los guardias. Ella por
lo menos no será una Manon ni una Margarita Gauthier y
eso le alivia a uno el alma.
En uno de los salones que volvemos a cruzar con di-
rección a la salida, Fombona se encuentra con un hom-
brecillo pequeño, barbudo, de cara agria y naturalmente
enfurruñada. Fombona va hacia él con los brazos abiertos
y una cordialidad demasiado excesiva para no parecer iró-
nica: —¡Caramba! ¡Mi querido Icaza! ¡Usted por aquí! ...
El otro le contesta displicente y receloso: —-Sí, vine
a respirar un poco de aire fresco... y estoy sudando...
Fombona me presenta y el viejo poeta, ahora metido
a erudito, tiene para mí palabras de elogio, a que su
mal genio da un alto valor...
En tanto, yo examino al poeta de aquellos versos tan
repetidos en los cenáculos modernistas: «Qué pena dará
mirarla / con hijos que no son míos / durmiendo sobre
su falda...» Él echa pestes contra los académicos, que
no entienden una palabra del Quijote, contra Rodríguez
Marín que es un asno y se extiende en una larga diser-
tación sobre La tía fingida, de Cervantes...
Fombona le corta los vuelos, diciéndole: —Bien, bra-
vo, querido Icaza, pero hablemos de Poesía... Su traduc-
ción de los poemas en prosa de Nietzsche está muy bien...
Ese es su terreno...
—He traducido a Nietzsche y a Hebbel... Ninguno de

203
los dos había encontrado traductores dignos de ellos...
Ese Baeza ha traducido a Hebbel del inglés y además
no tiene sentido artístico... Hay que ver su traducción
de Wilde... Resulta que los más grandes autores contem-
poráneos han encontrado aquí los peores traductores...
Anatole France a Ruiz Contreras, Bernard Broutá... a
Brutal..., quería decir..., dan ganas de liarse a mandobles
con todos esos yangiieses de la pluma...
—Pues hágalo, amigo Icaza..., duro con ellos... —lo
anima Fombona, al que siempre le entusiasman esas re-
yertas de las plumas y los bastones—. Hay que limpiar
los establos de Augias... Y usted también debe ayudar
a ello, ya que es un crítico... —añade encarándose con-
migo, que aburrido de esas minucias estoy pensando en
mi amiga, la Emilia, transfigurada, presidiendo opulenta
como una cornucopia de la Abundancia aquella mesa de
la Fortuna.
Ambos amigos siguen hablando, el mejicano en su tono
de cascarrabias, el venezolano en el suyo displicente, de
irónico aplauso.
Hasta que al cabo, Fombona, también aburrido y so-
ñoliento, empieza a bostezar y doblarse sobre su bastón.
Y finalmente se disculpa: —Bien, bien, querido Icaza,
ya seguiremos hablando otra vez de La tía fingida. Per-
done, yo ya he perdido la costumbre de trasnochar...
Au revotr, querido Icaza...
Nos despedimos del irascible poeta, que querría seguir
despotricando contra los malos cervantistas y los malos
traductores y, ya en el pasillo, Fombona comenta iróni-
nico: —Ya ha conocido usted a Icaza... ¡Pobre hombre!
Era un poeta estimable y se ha convertido en un erudito
a la violeta... Por eso está tan rabioso... La bilis de los
eruditos es peor que la de los poetas..., no sirve para
hacer el divino foigras del verso... Él hizo unos cuantos
que quedarán... Y ya es bastante... El poeta tiene la
vida muy corta...
Yo recito maquinalmente aquellos, ya transcritos, que
en nuestra juventud melancólica nos encantaban por su
melancolía...
—Ya ve usted —dice Fombona—, la vida nos des-
miente... Ahora tiene dos hijas que aparentemente son
suyas..., aunque no se le parecen en nada... Bonitas e

204
inteligentes... Yo ya no lo leo, pero voy a verlo de
cuando en cuando por sus hijas... ¡Esa es la gloria, ami-
go mío! No hay más que la belleza viva, la dulce carne
de mujer... Pero también en eso deja uno de ser poeta,
para volverse erudito... ¡Oh la jeunesse, la jeunesse!..
El poeta modula esa palabra en tono pretérito y yO
la siento con apremio presente: —Mañana mismo —pien-
so— iré a ver a la Emilia... —Salimos de Parisiana cuan-
do la juerga está en todo su apogeo, pero a Fombona ya
se le cierran los ojos... La Suerte no le sonríe y las mu-
jeres no le hacen caso...

¡Estos humoristas!

Wenceslao Fernández Flórez me aguarda esta noche


en el café para protestar, amistosamente desde luego, con-
tra algunas apreciaciones que sobre su novela Volvoreta
hacía yo en una crítica.
El hombre se siente desvalorizado en su calidad de
humorista y en la relación de dependencia en que yo lo
ponía respecto a Ea de Queiroz.
Me hace sentar con él en el diván, y durante una hora
larga, con la mayor seriedad del mundo, trata de con-
vencerme, en primer lugar, de que él es un humorista
auténtico, y en segundo, que él no tiene nada que ver
con el autor de La religiosa; que su humorismo gallego
es muy distinto del del portugués, y que, finalmente, la
literatura galaica es madre y no hija de la lusitana. Incluso
me da una lección de fonética gallega, lamentándose de
que los autores de zarzuelas hagan hablar a sus personajes
galaicos con tendencia a cambiar las oes en ues...
El humorista se duele en términos patéticos de ese
desconocimiento de las cosas de su región y con la mejor
intención trata de prevenirme para que no incurra yo en
esos errores.
En tanto él habla, yo contemplo curioso su rostro duto,
de una rigidez marcial, agravada por esa nariz, aguda
como un cuchillo torcido, que se la parte en dos, y me

205
explico por qué el hombre se retrata siempre de perfil.
¡Es mucha nariz esa nariz! Es la tragedia del humorista,
que lucha con ella como con un biombo, interpuesto entre
él y su interlocutor. Es, además, causa de que hable gan-
goseando, como un acatarrado eterno. Alguna vez tiene
que darse en ella un papirotazo, para despejar las obs-
trucciones mucosas que se la taponan. ¡Cuánto no daría
el hombre por librarse de esa nariz tan molesta!
Finalmente, no puedo reprimir una sonrisa ante lo có-
mico del personaje y de nuestra situación. ¡Qué más hu-
morismo que el que destila esa nariz semejante a un
pez-espada que se interpone entre nosotros y el de esta
singular conversación en que un humorista, con toda la
seriedad del mundo, trata de convencerme de que lo
es!... ¿Qué partido no sacaría de esto un verdadero hu-
morista?...
Me doy por convencido y Wenceslao —¡vaya un nom-
brecito!— me da emocionado las gracias y se va tan
contento y tan orgulloso...

José Mas. Erotismo y misterio

Andresito González Blanco me presenta a Pepe Mas,


el escritor sevillano, que ya conocía yo como autor de
esas novelas truculentas y bobaliconas que se titulan El
baile de los espectros, La orgía..., etc., etc. ¡Qué escritores
nos manda Andalucía!
Pepe Mas es un joven más allá de los treinta, moreno,
con ojos y pelo negrísimos, hasta parecer un negroide,
como Insúa, y hablar ceceante con acento andaluz muy
marcado. Es el hijo —me dice— del escritor sevillano
don José Mas y Prat, autor de unas novelas que no co-
nozco y de una zarzuela, Agustina de Aragón, que encantó
algunas tardes de domingo de mi niñez, en el Duque, de
Sevilla... Don José Mas y Prat murió en un manicomio
y su hijo parece haber heredado algo de la locura del
padre, a juzgar por su nerviosidad y su egolatría. Pepe
Mas se tiene por el sucesor legítimo de Blasco Ibáñez, que

206
para él es el único novelista auténtico, aunque, claro está,
ya en declive. Pepe Mas cree hallarse en posesión del
verdadero concepto de la novela, y por lo tanto se con-
sidera el único novelista, después de Blasco. Para ganar-
se a los lectores, dispone de una fórmula infalible:
erotismo y misterio. No hay quien resista a esos dos re-
sortes bien manejados.
—Al público —dice, explayando sus teorías estéticas,
en tanto Andresito me mira con sus ojos de admiración
irónica—, al público lo atrae el misterio, la intriga, que
sólo se descubre al final y ése es el secreto del éxito del
folletín, y al mismo tiempo gusta de sentir el escarbujeo
erótico, lo que explica el éxito de Felipe Trigo... Pues
bien, yo reúno ambos elementos y mis novelas, como sabe
Andresito, se agotan a poco de salir y tengo que hacer
en seguida reediciones... El baile de los espectros va ya
por el décimo millar y La orgía por el duodécimo..., y
me han producido muchos miles de duros... Yo vendo
más que nadie... en España. Se lo puedo demostrar con
cifras...
Pepe Mas, que de profesión es tenedor de libros y via-
ja por cuenta de la Sociedad de Explosivos, lleva sus
libros de contabilidad, en que anota los gastos e ingresos
de sus otros libros. Sabe en cualquier momento lo que
cada uno de ellos le ha producido.
—Pepe Mas —observa Andresito— une las letras y
los números. Es un pitagórico...
—Soy un hombre que no quiere dejarse explotar por
los editores... Yo me hago mis libros por mi cuenta y
los anuncio en los periódicos..., y me entiendo directa-
mente con los libreros... Y como sé de cuentas, no pue-
den engañarme en las liquidaciones... ¡Si todos ustedes
hicieseis lo mismo!
Andresito pone una cara condolida.
—Yo escribo —continúa el sevillano— para ganar di-
nero... Yo soy un escritor popular..., no quiero ser un
exquisito... Los exquisitos se mueren de hambre...
Andresito acentúa el gesto condolido... El de los ex-
plosivos tiene razón.
—Naturá... —dice con acento de Curro Meloja—. Yo
soy casado, tengo chicos.
—¡Ah! —exclamo.
207
—Por cierto que usted conoce a mi mujer... Sí, hom-
bre, la hija de don Enrique Roger, aquel amigo de Na-
kens, al que usted ayudó a hacer un texto de Geografía,
traduciendo del francés...
—Ah sí, ya recuerdo... (Recuerdo a aquel hombre gor-
do, calvo, krausista, que fumaba pitillos emboquillados,
peroraba sobre Pedagogía, citando a Spencer y Tiberghion
y de pronto daba unos resoplidos enormes, con alarmas
de embolia.) Entre los dos pergeñamos un texto que le
había encargado Muro, el diputado republicano y cate-
drático de Geografía, prometiéndole a cambio una cáte-
dra... ¿Se la dio por fin?
—_Qué se la iba a dar... Mi suegro murió absolutamente
sin un céntimo y yo tuve que cargar con la Pastora...
—«¿La Pastora?
—Sí, mi suegra...
—¿Y de qué murió? —pregunto curioso.
—De repente, de una embolia...
Bien. Vea usted por donde Pepe Mas me completa un
trozo de estas memorias literarias.
El novelista sigue contando su biografía con el orgullo
de un hombre que ha luchado y todo se lo debe a sí mis-
mo. Estuvo de contable en Fernando Poo, y eso le dio
materia para escribir ese libro, En el país de los bubis,
que mereció una carta de don Miguel de Unamuno, que
él hizo reproducir por sus amigos de la Prensa. Su em-
pleo actual en Explosivos se lo debe a Mario Méndez
Bejarano, que también le ha hecho el honor de incluirlo
en su Diccionario bio-bibliográfico de escritores sevilla-
nos. El catedrático de Literatura es para Pepe Mas un
sabio, mucho más que Rodríguez Marín y que Menéndez
Pelayo. ¡Lo que sabe ese tío!... Y además, un sevillano
con buena sombra, que suelta cada chiste..., y sin per-
der la seriedad... Eso es humour, ¿no es verdad, An-
dresito?
Andresito asiente, sonriendo...
Pepe Mas sigue dando rienda suelta a su locuacidad
autobombista y se hace su artículo con insistencia de via-
jante.
—Agquí nadie escribe novelas, lo que se llama novelas,
y por eso luego se quejan de que no venden..., ¿cómo
van a vender? ¿Hay quien les hinque el diente a las no-

208
velas filosóficas de Pérez de Ayala? ¿Ni a las del propio
Unamuno? Esos son intelectuales, pero no novelistas...
¡No conocen España e incurren en cada gazapo!... Yo,
como viajante, conozco España y su gente al dedillo...,
la conozco mejor que Eugenio Noel, que presume de
eso... Cejador me ha hecho justicia... y ha dicho de mí
que conozco Castilla tan bien como Andalucía... ¡Naturá
que sí!...
Pese a esos elogios y consagraciones, Pepe Mas no está
satisfecho. Le duele el desdén con que los que él iróni-
camente llama exquisitos lo tratan. Los críticos oficiales,
quitando a Andresito, no le hacen justicia: —Los que-
ridos compañeros —lamenta— son muy malos..., envi-
diosos, maldicientes..., no le perdonan a uno el triunfo...
Le hacen la conspiración del silencio... (¿Estoy oyendo
hablar a Vidal y Planas?) Pero a mí no me importa...
Yo sigo mi camino adelante... El movimiento se demues-
tra andando..., yo doy una novela cada tres meses a lo
más... ¡Hago obra... y que rabien! Yo mando mis libros
a los grandes críticos del extranjero... Yo estoy en co-
rrespondencia con el académico sueco Magnus Grof-
wold..., que es un hispanista y uno de los que otorgan
el Premio Nobel... ¡A lo rejó, quién sabe!
Andresito me mira en silencio con sus ojos asombra-
dos... ¿Adónde llega la egolatría de este hombre? ¿Su
egolatría y su verbosidad andaluza?
Afortunadamente Pepe Mas está siempre de prisa. Es
un hombre ordenado que, como él dice, con frase poé-
tica, «lleva enroscado a la muñeca el vampiro del tiem-
po». Y así sus tostones no son excesivamente largos.
Siempre está citado con alguien. Pepe Mas no fuma, no
trasnocha, sólo se deja ver un rato por las tardes en
El Gato Negro, formando tertulia con Muñoz Seca, Die-
go San José, Verita el matemático y... Millán Astray, el
fundador de la Legión, que confina con la literatura por
su hermana Pilar, la de los sainetes.
—Bueno, Andresito, vamos, que se hace tarde... Adiós,
ya volveré a verlo. Andresito puede decirle a usted que
soy su admirador ferviente... Ya creo haberle mandado
mis libros..., pero le mandaré la obra completa..., sin
compromiso, naturá..., aunque me gustaría mucho cono-
cer su opinión... ¡Hasta la vista!... ¡Viva la Girarda!

209
Tira de Andresito, que lo sigue reacio... ¿Adónde
irán? ¡Bah! Lo importante es que se han ido...

Muere Joaquín Dicenta

En Alicante, adonde se había retirado a cuidar su que-


brantada salud, fallece el autor de Juan José, tan célebre
por sus obras, sus crónicas de El Liberal y su leyenda
de bohemio alcohólico, pendenciero y provocador.
Tenía todo el complejo del escritor finisecular, incré-
dulo, pesimista y rebelde. En torno a su nombre habíase
creado un anecdotario copioso como en torno a los de
Cavia y Granés. Como ellos, profesaba un romanticismo
aristocrático, que no desdeñaba codearse con la plebe.
Eran hombres que tenían la altivez de su intelectualidad;
pero bebían el vino barato de las tabernas y fraternizaban
con el obrero por odio a la estulticia dorada.
Comprendía al pueblo y eso explica el éxito de sus
obras: Juan José, Curro Vargas, etc.
Su estilo era recio, pujante, lleno de vitalidad, exage-
rando la nota viril, y a veces de una fuerza bíblica. Era
un escritor macho.
Republicano en política, era actualmente concejal y,
por consejo de los médicos, se pasaba la vida en los
Viveros, al aire libre, pero con el porrón de tintorro al
lado. Así lo vimos cuando el banquete a don Antonio
Sancho.
Ultimamente se había hecho muy amigo de Pedro de
Répide, su antítesis como escritor y como hombre... Qui-
zá los uniese la semejanza de su enfermedad, que en Ré-
pide no pasaba de aprensión...
El nombre de Juan José era un escudo que defendía
a Dicenta de las reacciones violentas que su lenguaje agre-
sivo provocaba en los obreros, a los que llamaba «escla-
vos», «borregos», etc., achaque propio de aquellos es-
critores de su época, que a un tiempo mismo amaban
y despreciaban al pueblo.
Más de una bofetada anónima perdióse en sus mejillas.
Escritor ante todo, nunca dejó de redactar su crónica
210
de El Liberal, ni aun en sus noches de borrachera. En
el Sanatorio, que frecuentaba, tomaba en esos casos una
taza de café bien cargado y se encerraba en un reservado
para escribir su crónica. Hombre de muchos amoríos, deja
varios hijos, legítimos y bastardos.

Pepe Mas y los editores

Pepe Mas es un hombre que se las tiene tiesas con


los editores y no se inmuta cuando éstos le dicen que su
libro no se vende...
—LDe eso tiene usted la culpa —les replica—, pues no
hace propaganda... Tiene que hacer propaganda de mis
libros, y si no romperé el contrato y me entenderé con
otro editor... Mis libros siempre se han vendido mucho...
Pepe Mas es también muy cuidadoso, tocante a inscri-
bir sus obras en el Registro de la Propiedad Intelectual
y dotarlas de ese copyright que ahora empieza a hacerse
constar en la portada de los libros y que nadie sabe en
qué consiste...
No quiere que ningún desaprensivo se eche sobre sus
obras como del dominio público y las exploten cual ese
joven Andrés Guilmain ha hecho con las obras de juven-
tud de Blasco Ibáñez, La araña negra, Romeu el guerri-
llero, etc., que se están vendiendo a millares, sin que Blas-
co perciba un céntimo...
Él no quiere que nadie se enriquezca a su costa.

El Señor del Gran Poder

Debido a la popularidad de Paco Torres, La Pecera es


un incesante desfile de gente conocida... Todo el que ne-
cesita algo o tiene algún asunto que resolver o alguna
fórmula para ganar dinero y busca un socio capitalista
recurre a Paco Torres.
—Tienes más devotos que el Cristo de Medinaceli —le
dice con irónica admiración Biedma fotógrafo.

211
—¡Ele! —confirma el Gran Simpático—. Yo no soy
nadie; pero todos en sus apuros se acuerdan de Paco
Torres. ¡Se figuran que soy el Señor del Gran Poder!...
Todos vienen a pedirme; ninguno a dar. Ahora que como
yo soy así..., gozo sirviendo a la gente...
—Si hubieras sido mujer, Paco —comenta el de las
camas—, habrías sido más famoso que la Chana.
Sí; efectivamente, Paco Torres es, pudiéramos decir,
una Mesalina de los afectos. Conoce a toda clase de gen-
tes —empresarios, editores, ministros, magistrados—
tiene relaciones en todas partes, hasta en las Salesas, y
está en condiciones de hacer un favor a cualquiera. Y se
lo hace; pero cobrando su tanto por ciento. Él mismo
lo dice con simpático cinismo. No es una Mesalina, sino
una Matildona o una Chana. Para que él haga un favor,
tienen que ofrecerle su dinerito o algo que lo valga...
—Yo lo acepto todo —dice—, desde un billete gran-
de hasta una caja de puros o un objeto de arte..., como
los de los Juegos Florales... Pero eso de servir a nadie
por su bella cara..., ¡piscis!... ¡Para bella cara, la mía!
Una tarde fui a su casa a recomendarle un asunto de
un amigo mío, que se había metido en un mal paso con
una menor. Paco Torres me dijo: —Desde luego, yo pue-
do arreglarle el asunto. Tengo allí en las Salesas a un
íntimo amigo y colaborador mío, Aurelio Varela, que se
tira de cabeza al río por mí; pero dígale usted a Cerezo
que yo no trabajo de balde... Mire usted —y me enseñó
las habitaciones de su casa—, ¿ve usted ese cuadrito?
¿Y esa estatua de bronce? ¿Y ese bargueño?... Pues son
regalos de individuos a los que yo he servido... Yo no
trabajo para el obispo, ¿me entiende?
Esa es la filantropía de Paco Torres. Pero como al fin y
al cabo está en condiciones de servir a la gente, todo el
mundo acude a él, muy contento de darle su parte como
se le abona su minuta a un abogado. A Paco Torres se le
puede hablar con franqueza y proponerle toda clase de
asuntos, aun de aquellos que bordean —que bordean so-
lamente— el Código... Porque si caen dentro de él...,
entonces no hay que hablar. Paco Torres para eso es una
anguila.
Así hay días que La Pecera recuerda efectivamente los
viernes de Medinaceli. Viejos actores, como Ontiveros,

2
Mesejo y Julio Ruiz, que un tiempo fueron el ídolo de
los públicos y ahora no encuentran quien quiera con-
tratarlos, y se hunden definitivamente en esa bohemia
alcohólica que fue la causa de su fracaso, literatos de
cierto nombre, pero de cierto nombre nada más, como ese
Alfonso Hernández Catá, el cuñado de Alberto Insúa,
un joven melifluo y gangoso que habla en términos paté-
ticos de su bohemia heroica con Felipe Sassone y Eugenio
Noel y se da aires de un D'Annunzio, cuyo arte exquisito
no encuentra aquí ambiente, escritores de garra como el
malagueño Enrique López Alarcón, que tiene algo de ra-
yente y torvo como su paisano Pedro Luis de Gálvez y
como él es especialista en sonetos, toreros retirados como
Minuto, que anda tras de fundar una academia taurina
y no encuentra un socio capitalista... arbitristas desacre-
ditados como Jorge Cartier, el de la panificadora, todos
acuden al hombre relacionado e influyente, que siempre
tiene algún proyecto teatral, editorial o de cualquier clase
que fuere y anda siempre también a la busca de un ca-
ballo blanco, en el que ellos se hacen la ilusión de mon-
tar a su zaga.
Paco Torres está en mejores condiciones que ellos para
encontrar ese caballo. Su dinerito heredado de su primera
mujer y sus múltiples enchufes le ponen a cubierto de
tener que practicar el sablazo inmediato, para salir del
día, y le permite ejercer una esgrima más fina.
Paco Torres —ya lo sabemos— sale de su casa todos
los días con las necesidades cubiertas y un duro en el
bolsillo. Paco Torres, cuando le hace el amor a algún
caballo blanco, es el primero en convidarlo y en soltar
su duro. Paco Torres sabe poner cebo en la trampa y
aguardar pacientemente el momento oportuno, el momen-
to psicológico. Y entonces se lo cobra todo de una vez.
Paco Torres practica la alta picaresca, la picaresca de
guante blanco, de coturno. Procede como una gran co-
cotte, mientras sus congéneres son como pobres busconas,
que tienen que entregarse por la necesidad del momento...
Paco Torres no se rebaja jamás a pedir un duro ni dos,
porque sabe que eso es el descrédito y el fracaso.
—No pida usted jamás un duro —me dice algunas ve-
ces en tono tutelar—. De pedir, pida usted de mil pese-
tas para arriba... Pero, sobre todo, no pida usted nunca...

213
Proponga negocios... Eso es digno y nos pone en plan
de igualdad con el payo... A la gente hay que engañarla
y hacerle creer que uno es el engañado... No se encoja
usted nunca ante nadie... Cuando le lleve un manuscrito
a un editor, ofrézcaselo como si le hiciera un favor, pre-
sentándoselo como una obra maestra... A la gente hay
que fascinarla...
Otra máxima de mundología de Paco Torres, de este
Rochefoucauld de la picaresca, es esta: —Cuando pre-
tenda usted una cosa, diríjase siempre a las cabezas, no
a los subalternos... ¡A los cascos!, como decía Nelson.
Si se trata de un periódico, al director...; si de un minis-
terio, al ministro...; nada de secretarios... El poder lo
tienen los jefes y ellos miran las cosas desde más alto...
Yo, cuando quiero algo del Heraldo, me dirijo a Roca-
mora, no a Celedonio José de Arpe..., y si se trata de
la Academia, a don Francisco Rodríguez Marín... Otra
cosa..., ¡el vino! Es lástima que usted no beba... El vino
es la gran cosa..., ése sí que es el Gran Simpático..., el
gran nivelador... Yo he hecho todas mis grandes amis-
tades en los colmados... Ante la caña de manzanilla todo
el mundo fraterniza..., suelta su lengua..., declara sus
secretos más íntimos..., se queda en cueros... No hay
quien le niegue a usted un favor, después de haberse em-
borrachado juntos... Yo tuteo a generales, a académicos,
magistrados del Supremo y hasta canónigos... Y haga
usted cuenta que quien le abre el corazón, le abre tam-
bién la bolsa...
¿Cómo un hombre tan listo y maquiavélico como Paco
Torres no ha triunfado aún plenamente en la vida?...
Empezó bien, estrenó obras en colaboración con Arni-
ches, publicó un librito, Lo más serio es reír, alternó
en los saloncitos y en los carteles con Paso y García Al-
varez..., tuvo abiertas todas las puertas..., ¿por qué no
triunfó?... Él lo explica por su inexperiencia de enton-
ces... El vino es un arma de dos filos..., luego las muje-
res..., se enredó con cómicas... Luego, y ahí está el
quid..., Paco Torres tiene, según él, demasiada cultu-
ra... literaria..., ha leído a los clásicos y los místicos.
..,
es un purista... Cuando se pone a escribir, se acuerda
de Cervantes, de Quevedo, de Santa Teresa y suelta la
pluma...

214
—«¿Para qué escribir»... Lo mejor es que los otros
escriban para uno, hacerse editor, empresario..., el es-
critor no sale de pobre; el editor o empresario se hace
rico... Como que miles de individuos se devanan los se-
sos y escriben para él..., y mientras tanto él se fuma su
puro y se queda con la parte del león... El escritor sueña
con la gloria... Pero ¿qué es la gloria?... Humo, querido
amigo... Yo no quiero la gloria después de muerto, sino
en vida... Yo quiero comer bien, beber mejor, fumar ve-
gueros, tener queridas, vivir en casa propia, ser casero...,
aunque esté mal mirado... Esa casa de Cardenal Cisneros
en que vivo ha de ser mía... Oh el día que yo encuentre
un gran caballo blanco... ¡Que lo encontraré, no hay
duda!...
Esa seguridad tienen también esos arribistas sin fortu-
na que le hacen el amor a esta gran cocotte de Paco To-
rres. Éste llegará a ser un día director de un gran pe-
riódico o una gran editorial o empresario de un gran
teatro..., o quién sabe si algo más... Y entonces se acor-
dará de los amigos...
Entre tanto, él los va sacando de sus pequeños apu-
ros... —Mira, Paco —le dice López Alarcón, que está
casado con una actriz, la hija del fallecido crítico de
teatros Zeda y anda metido en negocios teatrales—, que
tengo que salir con la compañía a una tournée por pro-
vincias y los tengo citados a todos esta tarde en la esta-
ción y no tengo ni para sacarles los billetes... Tienes que
solucionarme el problema..., si no estoy perdido...
—Pero, home..., así tan de sopetón... ¡Un plazo tan
perentorio!... Pero bueno, espera —se acaricia la bar-
billa, se tira del lunar de pelo...—. Ya está..., ¡aguárda-
me en la estación!
—Mira, Paco —le advierte gravemente el malagueño—.
¡No me vayas a dejar colgado!
—;¡Descuida! ¡O estoy allí con el dinero o... mi ca-
dáver!
Otra vez es Rogelio Pérez Olivares, un sevillano mas-
todóntico, con unos pies enormes, como su cara y su
cabeza (Paco Torres dice que debía pagarles doble a los
limpiabotas), el cual viene a proponerle un negocio...
—¡Habla, home! ¿Qué es ello?
—Pues que Belmonte quiere instruirse y formarse una

215
biblioteca... No repara en gastos... Podíamos nosotros
formársela y ganarnos una buena comisión... Tú que lo
tratas tanto...
—¡Quién! ¡Juanito y yo! ¡Uña y carne!... Hará lo
que yo le diga...
Y le forman al torero una biblioteca de libros caros,
de ediciones de lujo, que el hombre desde luego no lee-
rá..., pero lucirá ante las visitas...
Y así sucesivamente. Otras veces Paco Torres introdu-
ce en La Pecera verdaderos hombres de negocios, que
tratan, por ejemplo, de pasar mulas para el ejército fran-
cés por la frontera y a los que Paco Torres se encarga
de gestionarles el permiso.
Hay tardes en que La Pecera rebosa de gente abiga-
rrada y zumba como un avispero. Ontiveros grita con su
voz estridente y canta cosas del repertorio que lo hizo
famoso: «El terrible Pérez», «El santo de la Isidra».
Mesejo remeda a Carreras, en el Perro chico, Paco To-
rres y Biedma fotógrafo se animan y cantan aquello de
«Tengo una cana, tengo una cana, tengo una cana...,
¡riera!», y hasta Nadal los acompaña, tecleando sobre la
mesa con sus sortijas..., don José, el Presidente, ríe con
su risa de zorro y murmura: —¡Qué olla de grillos!...
Las rondas se suceden y Zancuda no da abasto a las
demandas. Don Juan, el médico, exulta: —¡Andad, hijos
míos, haced méritos para la cirrosis!... Ya me lo diréis...
Celedonio José de Arpe sale de pronto de su sopor
como del fondo de una tumba, se sacude el tupé y em-
pieza a recitar parlamentos de Calderón de la Barca:
«Apurar cielos pretendo...»
—Apura la caña, Celedonio, y no sigas...
Hernández Catá recaba la atención de Manuel Macha-
do y la mía y nos habla de simbolistas, parnasianos y
decadentes, de Gabriel el imaginífero, del temblor con
que se pone a escribir, pensando en la obra maestra...,
de sus lecturas..., que van del Ranmayana al Tálmud...
—Pero ¿se dice Tálimud? —exclama Paco Torres, dan-
do un respingo—. Yo siempre creí que se decía Talmud...
—Tálmud o Talmud, ¿qué más da? —dice Machado,
con su habitual indiferencia—. Es lo mismo... Un tos-
tón, que además nadie ha leído, con perdón de Catá...

216
Los taurófilos comentan la campaña antitaurina de
Eugenio Noel y celebran que en Sevilla unos guasones
le hayan cortado las melenas.
—Muy bien hecho —aplaude Paco Torres—, ese tío
es un pelmazo...
—Sin embargo —observa Celedonio—, eso es un desa-
cato a la persona, impropio de caballeros... ¡Protesto so-
lemnemente! ¡Que conste en acta!
—Constará —afirma con no menos solemnidad Nadal,
el Secretario.
Biedma fotógrafo le insinúa a Catá: —Vaya por casa
y tendré mucho gusto en hacerle una foto..., desintere-
sadamente... —y se inclina ceremonioso.
Se habla de todo y al mismo tiempo. Machado, como
siempre que bebe de más, repite su estribillo de que
Martínez Sierra es un comerciante de la literatura. ¿Por
qué se acuerda siempre de él en tales ocasiones?
Llega Cascales, jovial y campanillero, como de cos-
tumbre.
—;¡Cascales! ¡Aquí está Cascales! ¿Cuándo te hacen
académico, Cascales?
—;¡Aquí está Cascales! ¡El jefe de los atunes! ¡Que
convide Cascales!
— ¡Señores, esto es el huerto del francés! No hago
más que llegar y...
—Que se siente Cascales y convide... ¡Cascales, te va-
mos a llevar a la Academia! ¿Verdad, Paco Torres?
—Ni que decir tiene..., lo llevaremos en hombros y en-
trará por la puerta grande..., pero nos ha de traer una
lata de atún... ¡Yo no hago nada de balde!...
Sigue el barullo, la animación y crece la embriaguez
de estos peces que nadan en vino... Al final, se canta la
muñeira por todos y salimos de La Campana dando tras-
piés:
Paco Torres se coge a mi brazo y me ruega lo acom-
pañe a Teléfonos, donde tiene que poner un telefonema
no sé a quién... Paco Torres está radiante: —¿Ha visto
usted? ¡Cuánta cordialidad! ¡Todo el mundo quiere a
Paco Torres! ¡Y Paco Torres quiere a todo el mundo!...
Soy el Gran Simpático, qué bien puesto me está el nom-
bre, ¿verdad?
Entramos en el vestíbulo de Teléfonos, repartiendo y

217
devolviendo saludos... De pronto Paco Torres interpela,
jovial y afectuoso, a un periodista gordo, con grandes
bigotes y anchos hombros de atleta: —Home, el que lle-
ves macferlán no es razón para que no saludes a los
amigos...
Bruscamente, el interpelado se vuelve, enarbola el bas-
tón y le sacude al Gran Simpático un bastonazo que lo
hace rodar por el suelo, doblado como un papel. El agre-
sor lo deja allí tirado y sigue adelante, murmurando des-
pectivo para los que han presenciado el hecho: —¡Venir-
me a mí con bromitas!... ¡A mí, que peso cien kilos!...
Yo me inclino a levantar a Paco Torres, que clama
desolado: —¡Ha visto usted, maestro! ¡Han visto uste-
des!... ¡Tratarme así a mí, que lo saludaba de tan bue-
na fe!... ¡A mí, que soy el Gran Simpático!...
Se acercan algunos redactores del Trust y de El País...,
conocidos de Paco Torres, los cuales, por rivalidad pe-
riodística, se conduelen de él.
—Ese Palacio Valdés es un bruto... Se piensa que es
algo por ser sobrino de su tío...
—Esos redactores de ABC son todos lo mismo...
¡Como de derechas!
. Paco Torre: s- echa en brazos de aquellos amigos...:
—Ya han visio ustedes..., por una simple broma... Pero
esto no puede quedar así... ha sido una agresión rufia-
nesca, que me ha cogido de improviso... Pero me ha de
dar una satisfacción en el terreno de los caballeros...
Porque yo soy un caballero...
—Bah —le aconseja uno—. ¡No haga usted caso y coja
un coche y váyase a acostar!
Pero Paco Torres ya se ha anudado la corbata y esti-
rado los puños y requerido su bastón... —No —insis-
te—, yo no me voy a casa hasta no dejar zanjada esta
cuestión... Tengo que enviarle los padrinos esta misma
noche... Tengo que buscar a Manuel Bueno..., o a An-
tón del Olmet, que entienden de estas cosas... Yo no
podría dormir sin haber lavado esta ofensa... Hacerme
esto a mí, ¿no es un contradiós? ¿No es para dar pena?
Los amigos prevén una noche azarosa... Paco Torres
la ha cogido llorona. Por fin, lo convencen y entre todos
lo metemos en un coche... Paco Torres me obliga a que

ZE0
suba con él... Ha hecho bien; porque lo mismo es aco-
modarse sobre los cojines del simón que quedarse pro-
fundamente dormido y soy yo quien tiene que darle las
señas al auriga...
Supongo que entre sus máximas de mundología inclui-
rá desde hoy esta otra: «No gastarles bromas a los redac-
tores de ABC.»

Fernando López Martín

Por conducto de Pepe Mas, se me hace presentar el


poeta Fernando López Martín, un muchachote de aparien-
cia atlética, que alardea de pulsar en sus versos la nota
viril y se proclama enemigo del arte decadente, erotómano
y bohemio. -
—Fernando López Martín —pondera Pepe Mas— es
un poeta macho. No frecuenta los cafés, hace vida sana,
siempre al aire libre, no bebe ni fuma, y compone sus
versos paseando a paso gimnástico por el Retiro o la
Moncloa... Ya conocerá usted sus Sinfonías bárbaras, un
libro recio, formidable. Ahora está escribiendo un drama
en verso para el Español, que se titulará Blasco Jimeno
y que es algo grande. Quiere conocerlo a usted personal-
mente y leerle el manuscrito. Tanto él como yo, le agra-
deceremos que le conceda una entrevista.
Accedo de buen grado y el novelista hispalense me
presenta al autor de Sinfonías bárbaras. López Martín
responde al título de su libro, parece un bárbaro. Pero
un bárbaro cansado, decadente, que guiña nerviosamente
los ojos y habla interrumpiéndose a cada momento con
un hipo convulsivo... No es ciertamente un buen cartel
de propaganda de la vida sana. Él mismo siente la nece-
sidad de disculparse y confiesa que está pasando una cri-
sis de neurastenia.
Me presto, naturalmente, a escuchar la lectura de su
drama y él, que no trasnocha, accede a hacer una excep-
ción en atención a mí.

219
Y esta noche, en el rincón de un café de la calle San
Bernardo, el hombre me lee fatigosamente su drama, in-
terrumpiéndose a cada instante por sus tics nerviosos y
llevando el compás de sus versos con una de sus manos
recias y velludas. En un entreacto, pide bicarbonato al
camarero.
Yo lo animo con mis gestos de aprobación, aunque en
realidad ese drama, retoño extemporáneo del teatro ro-
mántico de fin de siglo, no me interesa en absoluto. Al
final, le hago una observación. El poeta emplea «égida»
en el sentido de hégira.
—Tiene usted razón —me dice—, no había caído en
ello. Tendré que corregirlo... Pero estoy tan cansado...
Los ojos se le cierran de sueño..., la boca se le abre...
—Usted perdone —me dice en un arranque de sinceri-
dad—, pero me caigo..., la falta de costumbre...
Nos levantamos y salimos a la calle. Nos despedimos
con un gran apretón de manos y el atleta neurasténico
monta pesadamente en un tranvía.
Yo me quedo perplejo ante el humorismo que tiene
la vida...

El poeta helénico y heráldico

Aparece ahora en El Colonial Rafael Lasso de la Vega


(Lakso, como todos lo llaman), ese poeta sevillano que
a principios de siglo veíamos en la terraza de Fornos,
acompañando al lírico americano Pedro César Dominici,
hinchado y papudo como un Heliogábalo. Lasso de la
Vega era un jovencito con traza de efebo. Ahora, es ya
un hombrecito de treinta años, más o menos, tiene los
dientes podridos y llenos de mellas, los ojos turbios y la
cara oscurecida por una barba que su dueño olvida afei-
tarse a tiempo. Su indumentaria delata la bohemia en
que vive: camisa sucia, pantalones desflecados, chalina
grasienta y sombrero de mugrientas alas; pero eso sí, nun-
ca le faltan sus botitos y su monóculo. Ramón ha dicho
de él que «parece el criado que se ha puesto el traje
220
de su señor». Pero eso es exacto hasta cierto punto; por-
que, ¿qué señor usaría esos trajes? La verdad es que
Lasso de la Vega viste de desecho, de lo que le regalan
los amigos. Lasso de la Vega siempre cultivó el parasi-
tismo, desde los tiempos de su amistad con Dominici;
siempre anduvo tras los poetas americanos attachés a las
embajadas de sus países, medianos y generosos, y nadie
como él en este sentido contribuyó a la patriótica tarea
de estrechar lazos. Lasso de la Vega se agarra a sus me-
cenas como una boa. Cuando coge a uno, no lo suelta
hasta agotarlo. Lasso de la Vega tiene algo de cocotte
literaria.
Todo el mundo sabe cómo vive Lasso y cómo resuelve
el problema de las dos comidas diarias. Lasso de la Vega
es el invitado espontáneo que surge inopinadamente, en
restaurantes y figones, a la hora en que unos amigos con
dinero acaban de sentarse a la mesa. Fombona le llama
«la sombra de Banquo». Lasso de la Vega tiene un husmo
especial para oler, a muchos kilómetros de distancia, el
tufillo incitante de un cochinillo de Botín o de unas judías
a la bretona en casa de Pascual. No hay sitio tan escon-
dido que no lo descubra el olfato de Lasso de la Vega.
—Es un caso de telepatía —dice Xavier Bóveda. Lasso
sabe cuándo el poeta gallego ha cobrado unos versos en
Prensa Gráfica o Eliodoro Puche ha recibido un giro de
su padre u Olmedilla, su paisano, ha hecho alguna com-
binación afortunada.
Lo notable es la técnica insidiosa y jesuítica que el se-
villano emplea. Nunca pide nada de un modo directo y
franco, que sería humillante. Lasso llega al restaurante
o a la tasca con aire displicente, byroniano, se planta
ante la mesa y con aire de asombro distraído, dice: —Bue-
nas noches, señores. Pero, ¡estaban ustedes aquí! ¡Qué
casualidad! Yo venía buscando a Fulano..., pero si uste-
des lo permiten, me sentaré un momento...
Lasso se sienta con aire indiferente. Tiende una mira-
da distraída sobre los entremeses y, de pronto, exclama:
—¡ Hombre, pepinillos!..., eso está bien... Con su per-
miso, voy a coger uno...
Luego, siempre con el permiso de los comensales, la
emprende con las aceitunas: —¡Hombre!, aceitunas sevi-
llanas..., con lo que a mí me gustan las aceitunas..., yo

221
soy como los griegos, que se perecían por ellas... ¿No
habéis leído el Symposion de Platón?...
Luego, Lasso de la Vega pica en las patatas fritas:
—Una nada más..., un capricho..., las patatas fritas a la
inglesa son mi debilidad...
Y así sigue hasta que los comensales, molestos, acaban
por resignarse y lo invitan formalmente. Entonces Lasso,
con aire condescendiente, se arrellana en la silla, se arma
de cubierto y dice: —No tengo apetito, pero, en fin, co-
meré con vosotros...
— ¡Vamos! —exclama el anfitrión, Bóveda, Puche o
Paulino F. Vallejo—. Lasso de la Vega nos hace el honor
de comer con nosotros, aunque no tiene gana... ¡Hay que
agradecérselo!...
Lasso de la Vega se inclina y empieza a ingerir y re-
sulta que devora.
—+¿No decías que no tenías ganas?
—Y así era en verdad —asiente el sevillano impertur-
bable—. Pero es asombroso... Yo mismo me sorprendo...
Sin duda es que la conversación abre el apetito...
Lasso de la Vega sabe muy bien lo que de él se dice
y se piensa en los corrillos literarios, pero no se da por
entendido. Él conserva siempre el aire olímpico propio
de un poeta helénico, juntamente con el empaque abu-
rrido de un dandy británico que sabe jugar con el mo-
nóculo y dejarlo caer en el momento oportuno. Se ve
que su modelo inmediato es Antonio de Hoyos, aunque
él pretenda haber aprendido ese y otros detalles de ele-
gancia en París y Londres, donde fue íntimo del Prín-
cipe de Gales. Este bohemio que viste de desecho, cono-
ce al dedillo todo el protocolo de la indumentaria britá-
nica y explica a sus amigos cuándo hay que llevar gorra
y cuándo hay que ponerse el hongo o la chistera, la le-
vita o el smoking, y, en fin, cómo hay que proceder para
ser un Brummel.
—Lasso de la Vega, Ramón está en lo cierto..., tú has
sido ayuda de cámara... —le dice Paulino. Pero Lasso
de la Vega no se inmuta lo más mínimo y con toda
naturalidad replica: —Ramón es un plebeyo y no sabe de
estas cosas... Si supiera de Heráldica, sabría la rancia
nobleza de los Lasso, que venimos en la rama sevillana
de don Pedro el Cruel... Nuestra familia vino a menos

222
cuando la Revolución, pero yo me he criado con ayo y
ayuda de cámara... y volveré a tenerlo, cuando se re-
suelva a nuestro favor un pleito que sostenemos en Se-
villa con el Cabildo...
Lasso de la Vega se extiende en una prolija disertación
sobre genealogía, de donde resulta que su familia está
emparentada con la familia real y con toda la grandeza
española. Antonio de Hoyos, por ejemplo, es primo
suyo...
—¡Qué honor para la familia! —comenta irónico Bó-
veda.
—i¡Lasso de la Vega tiene sangre azul! —ríe Puche—.
TARA
—;¡Lasso de la Vega es un cursi! —observa Paulino—.
¡Venirse con esas cosas a estas alturas!... ¿Por quién nos
tomas, Lasso?
Pero Lasso no depone su olimpismo greco-británico.
Se aísla mentalmente de los demás y saca un librito en
griego y lo hojea con fruición... s
—Pero si tú no sabes griego, Lasso..., ¡tú eres un
poseur!... Si aquí no sabe griego ni Unamuno... —le in-
crepa Eugenio Montes.
Lasso de la Vega, como si no hubiera oído nada, pon-
dera: —¡Qué admirable Luciano de Samosata!... ¡Qué
eironeta!..., ¡qué sofrosíne!... ¡Y qué moderno! ¡Parece
de hoy!... Su viaje a la luna es delicioso... En él se ins-
piró Cyrano de Bergerac...
—i¡Mira, Lasso, déjanos ver el libro!... —le dice
Puche.
Lasso, con toda naturalidad, esquiva el libro...: —¡Para
qué, si tú no sabes griego!...
Pero Puche, violento, se lo arrebata, lo hojea con sus
manazas sucias y prorrumpe en una risotada hueca, de
epileptoide: —Pero si trae la traducción al lado... ¡Ese
es el griego que tú sabes, Lasso!...
Pero el sevillano no se inmuta. Es una edición bilin-
gile..., pero él lee el texto griego. Él es un helenista. El
se sabe de memoria tiradas de versos homéricos. El es
capaz de dibujar en la mesa del café las ruinas del Par-
tenón...: —Mira, ésta es la Acrópolis..., éste es el Pro-
pileo..., aquí estaba la estatua de Palas Atenea...
—.¡Eso lo has leído en el Larousse!...

223
—Así no se puede hablar... —dice Lasso impertur-
bable.
—Tiene razón — interviene San Germán, al que le di-
vierten las mistificaciones del sevillano—. Siga usted,
Lasso... Todo eso es muy interesante y educativo...
El sevillano le da las gracias y acaba de dibujar el
Partenón... Luego hace alarde de su saber heráldico y di-
buja el blasón de los Lasso de la Vega, y de algunos
grandes de España y finalmente, agradecido, le inventa
uno a San Germán, que indudablemente viene de los
Saint-Germain de Francia, que ostentan lises en su escu-
do... —¡Vea usted!
San Germán sonríe escéptico y le da un espaldarazo al
poeta: —¡Es usted un rey de armas, querido Lasso! Efec-
tivamente, los San Germán llevamos lises en el blasón...,
se lo oí decir a mi abuela...
Lasso de la Vega corresponde a las atenciones y lar-
guezas de sus colegas líricos, inventándoles así genealogías
y blasones, ennobleciéndolos como un verdadero rey de
armas.
De pronto le dice a uno: —Usted sabrá que somos pri-
mos. Lo mismo usted que yo descendemos de don Pedro
el Cruel, o mejor dicho, el Justiciero..., y sabrá también
que tiene derecho a ser alcaide del castillo de Carmona...
y guardar sus llaves...
—¡Hombre! No lo sabía... ¡Muchas gracias, Lasso!
Celebro mucho que seamos parientes...
—De eso no hay duda —corrobora el poeta—. Nues-
tros antepasados fueron caballeros veinticuatro de la ciu-
dad de Sevilla y tenían derecho a percibir una dobla de
plata de los distintos gremios...
—¡Hombre! —comenta San Germán—. ¡No le ven-
dría mal eso ahora, Lasso!
—Por desgracia, perdimos ese derecho con la Revolu-
ción..., pero a la llave de Carmona, sigue mi primo te-
niendo derecho...
—i¡Menos mal!
—¡Ah! Y también al marquesado de Iscar... Podría
rehabilitar el título... ¡Claro que hay que pagar a la Ha-
cienda!... ¡Por eso yo no soy gentilhombre!
—¡El vil metal! —comenta San Germán, condolido y
risueño.

224
En esas fruslerías pasa el tiempo este poeta, primo
de S. M., que vive en la bohemia más terrible, siempre
en busca de un mecenas vanidoso que se preste a dejarse
ennoblecer... Ahora anda haciéndole la corte a Fombona,
que le huye como a un espectro, mejor dicho, como a un
esbirro del barbarócrata Juan Vicente Gómez... Desde
los tiempo de Dominici, Lasso anda desorientado, como
perro que no encuentra amo estable... El poeta olímpico
se rebaja, según dicen, hasta a hacerle el amor a esa vieja
cocotte francesa, todavía vistosa en su otoño, como la
Cristina del caballero Pujana, y como ella maquillada y
cuajada de bisutería coruscante, que viene al Colonial,
con su perrito en brazos.
Lasso de la Vega la saluda ceremonioso, se sienta a
su lado, acaricia al chucho y dirige a su dueña madrigales
en francés... A veces sale con ella, acompañándola como
un rodrigón, llevando el perrito..., serio y solemne como
un chambelán...
Los amigos comentan: —Lasso de la Vega es capaz
de asesinar impunemente a esa vieja rica... Ha leído el
libro de Tomás de Quincey... La matará a ella y se co-
merá al perrito... ¡Y escapará luego, sin dejar rastro!

Académicos

Los amigos me animan a que presente mis dos tomos


de crítica al premio Fastenrat de la Academia..., me con-
vencen y accedo. No pierdo nada y además ésa es una
ocasión de ver de cerca a los académicos.
Empiezo por ver a don Daniel de Cortázar, el mate-
mático, y lo encuentro en un lindo hotelito de la calle
Velázquez, hecho a la andaluza, con su patio de mármol,
sus macetas y su fuente. Allí está él sentado en amplio
butacón, somnoliento.
Es un hombre ya bastante viejo, con el pelo blanco
cortado al rape, respira con dificultad y al hablar ester-
torea.
Hasta él me ha conducido una doncellita joven y linda,
como de teatro, con delantal y cofia.

223
Le explico el objeto de mi visita y él me dice: —Mire
usted, joven, yo no leo literatura. Yo soy sólo matemá-
tico. Cuando me nombran jurado, delego en mi hija...
y casi siempre doy mi voto en contra... Figúrese que úl-
timamente le dieron el premio a esa novela tan porno-
gráfica de Pedro Mata Un grito en la noche... Yo voté
en contra. Mi hija me dijo: —Papá, esa novela es inde-
cente..., no pasé de los primeros capítulos... Bueno, lo
mismo haré con su libro... Espero será mejor que lo que
hoy se escribe.
Se deshace en diatribas contra los literatos actuales
y se sofoca y tiene que pedir agua...
Acude otra linda doncellita con un servicio pulquérri-
mo. El viejo la mira y parece beberse la frescura de su
rostro...
Yo me levanto y me retiro...

El segundo que visito es el doctor Cortezo, un hombre


que se ha quedado ciego y se hace leer todo por su secre-
tario, un tal Sicilia...
Como es natural, todo depende de que a Sicilia le guste
el libro...
El señor Cortezo, ni qué decir tiene, es un clásico...
Apenas si tiene una vaga idea de Rubén Darío... Encuen-
tra bien la «Sonatina» porque la ha elogiado doña Emi-
lia..., y se la hizo leer por Sicilia, pero de los demás,
Cero...
Puesto que el doctor Cortezo es Sicilia y yo no sé quién
es Sicilia, saludo al académico y me retiro.
¿Y a qué seguir visitando fósiles?

La Anticristesa

Alfredo Villacián nos presenta a Mauricio Bacarisse, un


poeta joven, pariente de Carrere, que habla con su mis-
ma voz cantarina, enfática, pero que cultiva el verso di-
fícil, áspero y rebuscado, lleno de neologismos y arcaís-
mos intencionales. Acaba de publicar un libro, El esfuer-
zo, del que nadie ha hablado.

226
—i¡Maestro! —implora Villacián con voz patética—.
Hable usted de Bacarisse. ¡Hay que formar sobre su fren-
te la bóveda de las espadas!
El ya habló de Bacarisse en La Tribuna, pero él no
tiene autoridad... ¡Hable usted, maestro!
—¡Bien, hablaremos de él! —le prometo.
Bacarisse está empleado en un banco y además estu-
dia Filosofía y Letras... —Hay que ayudarlo..., hay que
defenderlo de la incomprensión del vulgo...
Este Villacián es un noble muchacho. Se salió de su
casa, por no sé qué drama íntimo, y lleva una bohemia
que le hace fraternizar, a pesar suyo, con tipos como
Vidal y Planas y Eliodoro Puche, y buscar el mecenismo
tacaño y peligroso de Antonio de Hoyos. Villacián lleva
una gran tristeza en el alma y en su rostro y una gran
bondad en su corazón. Villacián lo comprende todo y sabe
sacar el oro que a veces arrastra el cieno.
Él ha traído a nuestra tertulia a esa mujer extraña,
con tipo de andrógino, que se llama Bettina Giacometti
y de la que no podemos saber cómo es en realidad, pues
una máscara de suciedad le cubre el rostro, mo dejando
ver más que sus ojos azules, de un azul infantil, angélico.
Bettina Giacometti es holandesa, pintora, y en un espa-
ñol chapurreado nos cuenta sus historias con la policía,
que la detuvo por sospechosa de espionaje..., y gra-
cias que el cónsul de su país intervino en su favor. Ese in-
cidente, al parecer, ha dejado hondas huellas en la psiquis
de Bettina, y es posible que sea la causa de su abandono.
Bettina es una desencantada, como Fantomas.
Villacián, que le ha dedicado un artículo en La Tribu-
na, con el título de «La Anticristesa», pretende que Bet-
tina es una personalidad interesantísima y una artista que
se adelanta a su época. Dos columnas, de prosa compacta,
le ha inspirado a Villacián esta mujer sin formas femeni-
nas, sucia como un ermitaño del Tíbet y a la que San
Germán quisiera enviar a Yeserías.
— ¡Qué cosas. descubre Villacián! —comenta—. Pero
¿es que se puede tener talento con esa costra encima? Lo
primero es lavarse... A esa mujer habría que fumigarla...
Yo no le doy la mano..., toda el agua del mar sería poca
para lavar esa mancha, como dice Macbeth...
Bóveda, que tampoco brilla por su limpieza, es más

227
benévolo: —Eso no tiene importancia... Se puede ser
sucio y tener talento... Este San Germán es un refinado...
Villacián defiende a su pintora: —¡Bettina ha sufrido
tanto! ¡Hay que ayudar a Bettina!...
—Sí, hay que regalarle entre todos una caja de pasti-
llas de jabón —propone San Germán.
—¡Oh! —clama desolado Villacián—. Hay que ser
comprensivos... Hay que ayudar a Bettina...
Él la ayuda dándole ánimos, acompañándola al cónsul,
llevándola a ver los museos y las exposiciones de pintu-
ra... Villacián es el paño de lágrimas de Bettina... y tam-
bién el pregonero de su arte novísimo, extraño, origina-
lísimo..., angélico y demoníaco, arte de anticristesa...,
la ha exhibido en Pombo, la ha puesto en relación con
sus colegas de Bellas Artes..., pero en dondequiera, la su-
ciedad de la anticristesa los ha hecho retroceder a todos...
—El eterno estribillo... Que empiece por lavarse...
¡Sólo ven eso! No quieren ver su genio..., ni sus ojos...,
¡oh los ojos de Bettina! ¡Un cielo prerrafaélico!
—Mira, Villacián —dice Bóveda—. Tú a mí no me en-
gañas... Bettina es un camelo..., pero tú estás enamorado
de Bettina...
—Sería un caso de coprofilia —define San Germán.
Villacián se sincera. ¡El enamorado de Bettina!... ¡Ena-
morado de su genio, de su alma quizá!
—De su alma tendría que ser —asiente San Germán—,
porque de su cuerpo. ¡La suciedad la ciñe de un cinturón
de castidad!
—Bettina —proclama Villacián— no es una mujer...,
es un espíritu, una idea.
El único que comparte la admiración de Villacián por
la anticristesa es, por modo insospechado, el poeta helé-
nico Lasso de la Vega, que en emulación con su descu-
bridor, se ha constituido también en cavaliere servente de
la holandesa.
— ¡Es muy interesante! —dice—. No es helénica, pero
puede inspirar una oda pindárica...
Lasso de la Vega visita a la pintora en su pensión, le
da lecciones de castellano, y, esto es lo principal, se le
brinda a ir a lista de Correos a retirar los giros que su
familia le envía desde Holanda...

228
El poeta dinámico e intersticial

Guillermo de Torre —Guillermito— es un nuevo tipo


de novel, ingenuo, candoroso y al mismo tiempo de una
audacia y un aplomo invulnerables a desaires y burlas.
Pequeñito, vestido como un pollo pera, con el pelo cor-
tado al rape, unos ojos inexpresivos, unas orejas como
ventiladores y un hablar gangoso debido a la nariz torci-
da, y llevando bajo el brazo una carterita de colegial, pre-
sentóse ante mí un día diciéndome: —Soy Guillermo de
Torre, poeta dinámico e intersticial, y vengo a verlo a us-
ted porque los críticos manchegos..., yo soy de la Man-
cha, como don Quijote..., han dicho que soy su discípulo
y quiero que usted me lo confirme... Así que le traigo
a usted esta cartera, parte de mi obra, para que usted la
examine y me diga si en verdad soy o no su discípulo...
Y dejó en mis manos un montón de recortes de pro-
sas publicadas en La Voz de Ciudad Real, El Correo Man-
chego y otros grandes rotativos por el estilo... Le prometí
leerlo todo con la atención debida y él me anunció que
volvería a verme dos días después.
Repasé aquel fárrago de prosa barroca, incrustada de
neologismos y terminachos tomados de los manifiestos fu-
turistas y pombianos y, cuando el adolescente volvió, le
dije: —Esos críticos manchegos no tenían razón. Usted
no es discípulo mío...
Él puso una cara compungida y gangoseó: —Pues ¿de
quién entonces?... Porque, para empezar, todos tenemos
que tener un maestro..., eso es tan indispensable como
tener un padre...
—Vaya usted a ver a Ramón —le aconsejé—, creo ad-
vertir en usted ciertos rasgos ramonianos...
— ¿Cree usted?
—Sí..., vaya a hacerse la reacción ramoniana..., quizá
resulte positiva...
El adolescente cargó con su cartera y a los pocos días
volvió: —Es desesperante —gangoseó—. Tampoco Ra-
món me reconoce como discípulo... No sé qué hacer...
No encuentro un padre literario... Soy un expósito...
—No se desanime usted. .., siga buscando. .., puede que
al fin lo encuentre, como en los folletines...

229
Por lo pronto, el novel me dejó unos originales para
Los Quijotes y se fue a proseguir sus investigaciones...

El Fígaro

Subvencionado por los aliados, surge un nuevo diario,


El Fígaro, dirigido por un tal señor Boix, e instalado en
un local magnífico de la Carrera de San Jerónimo.
En él es redactor el amigo Candamo, el cual me invita
a colaborar en una hoja literaria que publica el periódico.
Voy a ver a Nardo y los dos evocamos, ya con nostal-
gia, los tiempos de nuestras sesiones en casa de Villaes-
pesa. Candamo me anuncia con justo orgullo que el pe-
riódico paga.
Casualmente, aparece por allí Emilio Daguerre, el viejo
periodista que dejó El Radical, a la zaga de Ricardo Fuen-
te, y ahora es redactor de El Fígaro.
Tiene siempre el mismo gesto cansado y displicente.
¿Cansado de qué? Candamo me explica: —Es una figura
decorativa, vamos, al decir, pues no hace otra cosa que
pasear de sala en sala o asomarse al vestíbulo... y fumar,
fumar de lo nuestro... Cuanto a coger una pluma..., ja-
más... Eso es tabú para Daguerre... El hombre ha per-
dido ya la costumbre y no sabe llenar una cuartilla... Es-
cribe un renglón y la rompe..., y a otra..., hasta que le
decimos: —Déjelo usted, Daguerre...
Daguerre se acerca a nosotros y nos saluda con su cor-
dialidad acostumbrada: —¿Qué hay, gran hombre?...
—«¿Es usted redactor del Fígaro? Enhorabuena...
Él me mira con ojos furibundos: —¿Enhorabuena?...
Pagan mal y estoy echando el bofe... Aquí no hay nadie
que trabaje más que yo... Acabo derrengado... Como siga
esto así, lo dejo...
—Hará usted bien, Daguerre...
—Esta gente no sabe ni escribir una vulgar gacetilla...
Estamos rodeados de cretinos...
—Bueno, amigo Daguerre, hasta la noche...
—Hasta la noche. —Y con gesto displicente: —¿Tiene
usted un pitillo?

230
El Ultra

La xenofobia francesa nos envía una legión de jóve-


nes poetas y estudiantes hispanoamericanos, entre los
cuales viene Vicente Huidobro, el chileno, autor de Las
pagodas ocultas, con el cual ya había yo cruzado cartas,
a propósito de ese libro, en que la crítica chilena —según
él decía— había descubierto analogías sospechosas con mi
Candelabro.
Vicente Huidobro, un joven simpático, de cara aniña-
da y modales dengosos de baby mimado, attaché a la em-
bajada de su país en Lutecia y poeta que siempre buscó
la novedad en sus creaciones y cultivó todos los estilos.
Ahora Vicente Huidobro traía las últimas novedades
literarias de París y vino a verme para mostrarme con
toda solemnidad unas plaquettes que él había publica-
do, con arreglo a las nuevas tendencias, en francés.
—Quiero que las conozca usted primero que nadie,
pues es usted el crítico más comprensivo de España. Tam-
bién quiero que conozca usted estos manifiestos, en que
expongo el canon de mi nueva estética, el Creacionismo.
Crear un poema como la naturaleza crea un árbol. Aquí
encontrará usted la teoría del poema situado, de la ima-
gen doble y triple, cosas todas absolutamente nuevas,
originales y que yo he descubierto a costa de grandes tor-
turas y noches de insomnio... Esta es la última palabra
del arte y no creo que se pueda ir más allá... He mar-
cado un límite infranqueable...
Examino con curiosidad las plaquettes y las mues-
tro a los epígonos... ¡Oh, qué revuelo..., qué gestos de
asombro, qué sonrisas escépticas en algunos!... Guiller-
mito encuentra que nada de eso tiene novedad, que ya
él se había anticipado al pretendido innovador... Con su
gangosa dialéctica, se enreda en discusión con el chileno,
dando lugar a escenas hilarantes... Los demás los escu-
chan perplejos. Huidobro dogmatiza: —Nadie antes que
yo había dicho cosas como estas: «Los pájaros beben el
agua de los espejos...» Yo he sido reconocido unáni-
memente por los poetas avanzados de París, por Apolli-
naire, Reverdy, Tristán Tzara, y por críticos de la talla
de Noziere Lurc como el creador indiscutible de una nue-
231
va estética... Yo he descubierto el cubismo literario an-
tes que Picasso el cubismo pictórico... Yo marco una
fecha en literatura, como Riemann en la geometría eucli-
diana... Aquí no han pasado ustedes todavía del moder-
nismo...
Guillermito no tiene nada que responder a eso. La
verdad es que Huidobro nos coge a todos de sorpresa
con sus revelaciones y nos descubre un mundo ignorado
de inquietud literaria, que el telón de la guerra nos ha-
bía ocultado. No conocíamos a ninguno de esos poetas
que Huidobro cita... Ni siquiera Carrillo, que había lle-
gado de París y siempre fue el cronista de todas las modas
literarias, nos había dicho una palabra de las nuevas es-
cuelas... Si no el creador, Huidobro, por lo menos, era
el revelador. Y prescindiendo de ciertos trucos inocentes
como la supresión de las mayúsculas, y aun de toda pun-
tuación, había que reconocer que aquello era nuevo, que
aquello representaba una revolución estética... Podría
discutirse en detalle, pero en bloque había que seguir por
ahí si no queríamos quedar rezagados en la literatura de
anteguettra.
Yo me pongo resueltamente al lado de Huidobro y
proclamo caducado el modernismo. Xavier Bóveda reco-
ge mis palabras en El Parlamentario y adopta el lema
«Ultra» propuesto por mí para designar el nuevo movi-
miento poético. Un movimiento en el que cabrán todas
las tendencias y modalidades, con tal que sean nuevas...
¡Abajo todo lo viejo! El cronista termina su artículo pi-
diéndole al fiscal la cabeza de Cejador, símbolo del crítico
incomprensivo y cerril.
Empieza así para nuestros poetas una época de intensa
ebullición y lucha entre ellos mismos, que el público con-
templa con escándalo y burla. Los epígonos se resisten
a adoptar los muevos módulos y cambiar la clavija de
su inspiración. Pombo se alarma... Ramón desautoriza
a Huidobro y reclama para sí el título de único innovador.
Huidobro va una noche a Pombo, discute con Ramón
y le llama despectivamente plagiario de Marinetti y de
Jules Renard y, finalmente, vuelve la espalda, diciéndole:
—¡Usted es un señor gordo y viejo!...
Guillermito, que considera igualmente viejos a Ramón
y a Huidobro, hace la maleta y se planta en París, y vuel-

232
ve de allá trayendo folletos y revistas que prueban que
Huidobro es un simple plagiario de Reverdy. Y Reverdy
nos escribe sendas cartas denunciando al chileno como un
mistificador, que le ha usurpado el título de creador del
creacionismo.
¿Quién tendrá razón? Lo cierto es que ahora surge
otro aspirante al título en la persona de Joaquín Edwards
Bello, un chileno y primo precisamente de Huidobro.
Llega al café Edwards con un grupo de jóvenes america-
nos, recién venidos de París, y entre ellos una joven muy
bella e interesante, de grandes ojos pasionales y tristes,
y un gesto amargo y desdeñoso en los labios pintados.
Viste de negro y sobre el descote luce una crucecita ne-
gra, que casi se pierde en el surco de sus mórbidos pechos.
Se sienta en el diván con aire desesperado, cruza las
piernas y fuma en una larga boquilla de marfil que maneja
como un puntero, en tanto le sirven una copa de coñac.
Edwards, que parece el que capitanea el grupo, es un
chico simpático, bajito, de grandes ojos negros, lánguidos
y cansados, con unas pestañas larguísimas, de vedette, y
una elegancia natural que resiste al hongo café con que
se cubre, se me presenta como Joaquín Edwards Bello,
primo de Huidobro, y a la joven de la crucecita negra
como a la poetisa argentina Teresa de la Cruz, la autora
de Anuari, émula de la Ibarbourou y la Storni.
Teresa de la Cruz me tiende su mano bella y enjoyada
y con las uñas pintadas de rojo, nerviosa y viril. La joven
poetisa parece poseída de una pena y un desencanto uni-
versales. Edwards se desvive por halagarla y distraerla.
Pero ella acepta sus halagos con gesto de reproche y es-
cepticismo y busca su consuelo en el alcohol. Edwards le
ruega: —No bebas más, Teresa, debemos marcharnos.
Ella hace un gesto de indiferencia absoluta.
Edwards me explica: —Hemos estado de farra y vi-
nimos sólo por conocerlo a usted. Verdaderamente esta-
mos un poco cansados...
Me habla luego con ironía de su primo Vicente, el fun-
dador del creacionismo, que ya estaba creado: —Mi pri-
mito es un furiste y un rastaquoutre..., usted le ha hecho
demasiado caso...
Teresa en tanto habla con los otros jóvenes, y reitera
sus copas de coñac. Luego pide pernod... Edwards le rue-

233
ga: —No bebas más, Teresa, vámonos a casa... —Y en
un aparte me dice: —Esta Teresa se está arruinando la
salud..., bebe, toma coca, se pincha... ¡Es un dolor!...
—Teresa, ¿por qué te matas así?
Teresa lo mira fijamente y le dice: — Demasiado sa-
bes por qué...
Al fin, Edwards y los amigos se la llevan y la autora
de Anuarí se va, sin que yo pueda recordar de ella nin-
guna frase interesante, pero dejándome inundado de su
perfume capitoso, extraño y maléfico, de flor baudelariana.

Vuelvo a ver a Edwards, esta vez en compañía de Lasso


de la Vega, el poeta helénico, que se ha hecho su inse-
parable.
Edwards me explica: Está pasando una crisis de ner-
vios espantosa... ¿Neurastenia? ¿Surmenage?... No sa-
be..., pero a veces cree que se va a motrir..., se ahoga...,
tiene que salirse al aire libre... Ayer dejé a la mani-
cura sin que terminase de hacerme las manos... Y lue-
go, este Madrid, tan áspero y bronco... Ayer, por la
calle, vi una niña lindísima, tanto que no pude conte-
nerme y le acaricié los ricitos... Su madre, una mujerona,
me increpó: «Oiga usted, ¿por qué no soba a su abue-
la?»... Otra vez pasa a mi lado una chica muy mona y
le digo: «Es usted muy linda» y ella, remedando mi
acento, me dice: «¡Oh y qué fino! ¡Apio!» Este es un país
imposible. Estas mujeres rutinarias, vulgares y sucias, se
asombran de todo..., de que se cuide uno las manos, y
los dientes..., ¡hasta se creen que me rizo las pestañas...,
figúrese usted!...
Lasso de la Vega le da la razón. Pero añade: —Tú exa-
geras algo..., es que estás hiperestésico..., te falta sofro-
sine... Es el resultado de tu vida de París..., de faire
la bombe... Debes moderarte, Edwards... Sobre todo, de-
jar a Teresa, que es una ninfómana insaciable..., una vam-
piresa...
—Es verdad... Pero ¿cómo dejarla? Ella me persigue...
Me mudé de pensión, pero ella descubrió mi escondite,
fue a buscarme una noche y como no me encontrara, dejó
en la puerta una cruz roja, trazada con sangre de su mens-
truo... Es una mujer terrible... Una fleur du mal...
—Una sirena, Edwards —le previene Lasso—. Debes

234
ser como Ulises... Déjate guiar de mí... Yo seré tu
Néstor...
Edwards crispa sus labios en una sonrisa irónica...

Resulta que Edwards ha encontrado en Madrid una chi-


ca honesta, una virginidad impoluta, una azucena, creci-
da a la sombra de la Iglesia, pues es sobrina de un cura
de Carabanchel. La muchacha, para la que Edwards era
el primer amor, se le entregó a los primeros asaltos, que-
dó encinta, el tío descubrió la cosa y la echó de su casa,
como era de esperar. Edwards la instaló en su pensión y
ahora viven juntos los dos, es decir, los tres, porque el
poeta helénico no los deja un momento solos, come con
ellos, se viste del guardarropa del amigo, se fuma sus ci-
garros y cuando Edwards sale, la acompaña a todas pat-
tes, como Mentor acompañaba al joven Telémaco.
La situación del pobre Edwards no puede ser más
desagradable y se comprende su crisis de nervios. Tiene
que huir de Teresa y del cura de Carabanchel, que lo
persigue como un inquisidor para hacerle que se case
con la sobrina, y tiene que huir de Lasso, que le devora
sus giros de América y le impide saborear su idilio con
la amada ingenua...
¿Qué va a hacer para salir de esa situación? Casarse
no puede de momento, por razones familiares... y eco-
nómicas..., y por estas últimas, tampoco puede seguir
sosteniendo a esa otra querida con pantalones de Lasso,
que le sale más cara que una cocotte de lujo... —¡Es algo
entre melodrama y sainete!... —murmura.
Lo más notable es que el poeta helénico, que de todo
naturalmente se da cuenta, conserva su imperturbable ata-
raxia greco-británica y con una naturalidad maravillosa,
y una dignidad olímpica, hace su papel de parásito con el
joven Trimalción chileno.
—Querido Edwards, ¿tienes un cigarrillo? Querido
Edwards, ¿te parece que cenemos?...
Lasso de la Vega tiene un resorte infalible para domi-
nar a su amigo. Y es el de halagar su vanidad literaria
y proclamarlo ante todo el mundo como el verdadero crea-
dor del creacionismo..., contra las pretensiones de su pri-
mo, que es un mistificateur...
Lasso de la Vega, por el trato con Edwards y sus ami-

235
gos, que vienen de París, ha adquirido de pronto el do-
minio del francés y escribe poemas en ese idioma esti-
mando que el español es una lengua anquilosada, anti-
poética. Él escribiría por su gusto en griego, pero entonces
no lo entendería nadie...
Los poemas franceses de Lasso de la Vega sorprenden
e irritan a sus compañeros que, como Eliodoro e Ibarra,
no conocen nada de ese idioma.
Pero Lasso, imperturbable a las burlas y las críticas,
dice: —¡Pero si el francés es muy sencillo! ¡A mí me
cuesta más trabajo escribir en español!...
Desde luego que no debe de costarle gran trabajo cons-
truir esos poemas, formados de palabras sueltas, tomadas
de los diccionarios: —Assumotr Bouteille Poignard Fem-
me morte... Morgue... —Voilá tout!
—Esa es una mentecatez —lo increpa Eliodoro—. Eso
no es un poema. Eso es un rompecabezas...
—Ese es el poema dadá... Yo soy Presidente Dadá...
Dadá es la liberación... Alegría de ser poeta dadá...
Guillermito no quiere ser menos y también construye
poemas con listas de palabras incoherentes —Cigale So-
leil Faux... grillon... Paysan... Suffocation... —He ahí
el poema del verano...
Verdaderamente es fácil ser poeta dadá...
¡Alegría de ser poeta... dadá!
Dadá se ríe de todo... Dada s'en fiche de tout... Dada
c'est... dada!

Duelo por la Mata-Hari

Esta noche en El Colonial encuentro a Edwards Bello,


en unión de otros muchachos americanos que han venido
de París... Están muy tristes e indignados por la ejecu-
ción de la famosa bailarina, y, sin duda para consolarse,
han bebido y siguen bebiendo. Edwards clama: —¡Parece
mentira! ¡Francia, la dulce Francia de los artistas y poe-
tas, haber destruido esa obra maestra de arte, ese poema
vivo que era la Mata-Hari!... —Y luego agrega indigna-
do: —¡Y ese Gómez Carrillo, ese souteneur, que la ha

236
entregado por dinero a la policía francesa de la frontera!
¡Ha acabado de deshonrarse y a deshonrado a América!...
Sus compañeros le hacen coro: —¡Sí —dicen—, da ver-
gúenza, después de eso, llamarse americano!
Con la exaltación de la embriaguez se deshacen en in-
vectivas contra el cronista, ese chulo internacional, adu-
lador de tiranos y expoliador de mujeres, que ahora anda
tras la Raquel Meller, vampiro de carne bella y fresca
que entregó a las autoridades francesas a la gran bailarina,
y ávido siempre de dinero, le armó una emboscada a la
pobre Mata-Hari, a la que encontró en el Casino de San
Sebastián, la emborrachó, la metió engañada en un auto
y así la introdujo en territorio francés, donde la detuvie-
ron los gendarmes.
— ¡Y la bella artista, ese prodigio de líneas y de ritmos,
esa Venus moderna cuyo cuerpo había sido una fuente
inagotable de placeres, cayó en el foso del fuerte de Vin-
cennes, con el vientre acribillado por los sádicos mordis-
cos de las balas!... ¡Cómo no les temblaron las manos
y dejaron caer los fusiles los soldados del piquete!...
Y cuentan que la artista tuvo un gesto magnífico, digno
de Friné..., se alzó las faldas con sublime impudor y, des-
cubriendo el vientre —ese vientre que tantos habrían be-
sado de rodillas—, les dijo a los muchachos: —Apuntad
aquí... —cual si quisiera celebrar una cópula simbólica
con todos ellos... ¿Admirable, no? Y los soldados tira-
rían sobre aquel vientre, redondo como una luna que
brillaría en todas sus noches con una furia lasciva de pá-
nicos sagitarios, a ese vientre adorable, codiciado e inac-
cesible que ahora seguirán viendo en sus sueños... ¡Oh,
habría que componer en honor de la Mata-Hari un res-
ponso lírico, un responso pagano como el que Rubén Da-
río le dedicó a Verlaine!...
Lasso de la Vega, que está presente, cual compañero
inseparable de su mecenático amigo, asiente: —¡Sí, un
poema de exámetros griegos..., yo lo intentaré, Jacques!
Edwards lo mira despectivo y aburrido.
¡Oh, la Mata-Hari, la gran cortesana internacional, la
radiante estrella de esa constelación de las Cleo de Me-
rode, las Otero y las Carmen Chimay, lunas de nuestro
cielo de adolescentes!... ¡Su muerte trágica es digna de
ser llorada por todos los poetas del mundo!...

237
En el café esta noche, todos hablan de ella, con gesto
condolido, y todos execran a su Judas... Algunos recuer-
dan haberla visto trabajar en Madrid en una temporada
fugaz y evocan el encanto de sus danzas exóticas de una
voluptuosidad refinada y perversa...
Y el viejo Daguerre nos sorprende a todos con una re-
velación inesperada. Él tuvo la dicha de ser el amante de
una noche de la famosa artista.
—¡ Hombre, usted!
El viejo periodista explica displicente...: —Sí, yo... La
Mata-Hari me estaba agradecida por mis gacetillas en El
Radical... No sabía cómo corresponderme..., yo no había
de aceptar dinero... Y una noche en su camerino, al des-
pedirme, me retuvo y me dijo: —Esta noche no se va us-
ted..., me ha de acompañar al hotel... Y nada..., que me
llevó al hotel, me hizo cenar con ella y luego... ya com-
prenderéis...
—¿Y qué tal, Daguerre?
—Pues como todas —y el viejo periodista se encoge
de hombros—. Aunque, desde luego, una mujer exquisita,
perfumada, limpia, recién salida del baño.
—Qué lástima, ¿verdad?...
El viejo periodista le lanza una mirada feroz.

Pepe Mas eufórico

Pepe Mas está eufórico. El gran editor Palomeque, el


de los bolsos y las estilográficas, picó en la propaganda
que el sevillano hace de sus obras y le ofreció un contrato
en exclusiva por tres años, en condiciones ventajosísimas:
una peseta por ejemplar vendido a tres cincuenta. Las
obras saldrán bien presentadas, con ilustraciones de Má-
ximo Ramos.
—Magnífico, ¿verdad? —exclama el autor de El baile
de los espectros, frotándose las manos—. Ya tengo un
editor. El autor necesita editor. Eso le da más prestigio
que si se edita él mismo sus obras. Don Manuel Palo-
meque es un hombre de negocios como yo, y así nos hemos

238
entendido fácilmente... Me reeditará todo lo ya publi-
cado y además cosas nuevas... El hombre está entusias-
mado, porque sabe que después de Blasco Ibáñez yo soy
aquí el novelista que más vende...
— ¡Pues vaya, Pepe Mas, que sea enhorabuena!...
Reparo de pronto en que Pepe Mas se ha afeitado el
bigote.
—Hay que modernizarse —me explica—. Ya nadie
gasta bigote... El propio Blasco se lo ha afeitado... Yo
me he comprado una Gillette y me afeito yo mismo...
Así me ahorro dinero y tiempo..., que es también dine-
ro... Los Quintero tienen razón... Esta es la época de la
prisa.
Pepe Mas, ya lo sabemos, tiene siempre una prisa de
azogado... Es el eterno viajante, que siempre teme per-
der el tren... A cada momento, mientras habla, se está
mirando el reloj de pulsera: «El vampiro del tiempo»,
y de pronto se pone en pie y se despide y echa a andar
a grandes zancadas... No; no perderá el tren este perse-
guidor del Nobel.

Catarinéu enfermo

El pobre Catarinéu está seriamente enfermo. Su ron-


quera habitual se ha convertido en afonía casi completa.
Los médicos le han prohibido fumar y trasnochar y para
suplir al cigarro y engañar la costumbre lleva ahora ca-
ramelos en los bolsillos... A pesar de lo cual, no pierde
su acritud satírica... y sus críticas siguen siendo tan acet-
bas como antes... Nunca será un crítico acaramelado...
Todos sabemos que lo que tiene es una tuberculosis
laríngea; pero él, como los enfermos de esa clase, no se
da cuenta de su gravedad y piensa que sólo se trata de
un catarrillo pertinaz... y hace planes de obras..., nunca
se ha sentido más rico de ideas.
Fabián, con su malignidad de siempre, le advierte:
—Caramanchel, cuídate ese catarrillo..., no les vayas a
dar un alegrón a los autores...
209
Y otras veces: —¿Ves los resultados de la mala vida?...
Ahora las vas a pagar todas juntas..., ji..., Jl...
Él, con su voz áfona, le increpa: —Calla, bandido,
ave de mal agúero...
Como no puede trasnochar, no asiste a los estrenos y
hace las críticas ateniéndose a los ensayos generales...
y luego alguno de la redacción recoge la impresión del
estreno. El redactor-jefe, Paco Aznar, tuerce el gesto y
dice: —Esto no puede ser..., a veces no concuerda lo
que él escribe, según los ensayos, con el fallo del públi-
co... No se pueden hacer así las críticas...
Paco Aznar, que acaba de tener su primer hijo, nece-
sita nuevos ingresos y salta a la vista que está tratando
de sustituir al crítico enfermo: —Eso no se cura —dice
con cara triste, hipócritamente compasiva—. El pobre
Caramanchel se las lía...
Y se encoge de hombros, dando una larga chupada al
Cigarro...
... Un día, como resultado de los conciliábulos del re-
dactor-jefe con el director, Juan de Aragón llama a Cata-
rinéu a su despacho y tiene una larga conversación con
él. Luego los vemos salir; el crítico viene cabizbajo, ti-
rándose de los lacios bigotes...; el director le da palma-
ditas en el hombro y en tono persuasivo y alentador le
dice: —¡Nada, quedamos en eso, eh!... Usted deja por
lo pronto la crítica y se dedica a cuidarse..., necesita
reposo... Paco Aznar lo suplirá hasta que se restablez-
ca..., y entonces vuelve usted a encargarse del escalpe-
lo... Conque, ya lo sabe usted..., no se preocupe de
nada... ¡y a cuidarse!
El crítico hace un gesto de forzada resignación... y
murmura: —Gracias, Romeo...
El director se vuelve a su despacho. Caramanchel que-
da entre nosotros, perplejo. Pepito, el hermano del direc-
tor, comenta: —¿Ve usted, Ricardo?... ¡Leopoldo se in-
teresa por usted!...
El crítico murmura: —Sí, yo se lo agradezco mucho...,
pero el caso es que con esta combinación pierdo parte
del sueldo... No sé qué dirá Dorita.
Fabián ríe: —Caramanchel, ya te han quitado el escal-
pelo..., ahora descansarán los autores...

240
Pizarroso, en voz baja, observa: —Ya Paco Aznar se
apunta otro sueldo... Como siga teniendo hijos, nos echa
de aquí a todos...

El baleador

Gómez Carrillo, que por esta vez se había dejado ga-


nar la delantera, inicia una serie de crónicas en El Libe-
ral sobre las nuevas corrientes literarias francesas y en
ellas apenas si habla del joven chileno.
Huidobro se indigna y manda un largo mamotreto al
cronista que Carrillo arroja al cesto de los papeles. Hui-
dobro habla de desafiarlo, y como alguien le recuerda la
fama de espadachín de Carrillo, él dice que no le asusta
lo más mínimo, que él también es un baleador terrible,
una especie de Guillermo Tell, un campeón de tiro, y para
probárnoslo nos lleva a la verbena y pide un rifle y dis-
para siete veces seguidas a los huevos sin hacer un
blanco.
Puche suelta una carcajada impertinente y el chileno
arroja el rifle sobre el mostrador y tiene un altercado con
el dueño de la caseta, que no tiene sus armas en regla...
Para convencerlo de lo contrario, el dueño coge el rifle,
dispara y hace varios blancos seguidos...
Huidobro no puedé ocultar su confusión. Eliodoro co-
menta: —Usted es un buen tirador de imágenes, pero
con el rifle no hace una...
A todo esto, los ultraístas empiezan a fabricar poemas
en el nuevo estilo, y a publicarlos en Los Quijotes y en
Cervantes. Linera los acepta encantado, porque todo lo
que sea revolucionario le encanta, pero Yagiúes lo hace
a regañadientes, llevándose las manos a la cabeza. Y en
confianza, nos pregunta: —Pero ¿es que yo estoy tonto
o es que estos poetas se han vuelto locos»... Yo no en-
tiendo estos rompecabezas... Cuando los leo, tengo que
tomar aspirina...
Lo cierto es que se ha removido la charca y las ranas
croan. De todas partes de la Península, los saurios —como

241
dice Guillermito— nos lanzan ataques. Un periódico ga-
llego, que Xavier nos muestra, me llama a mí «corruptor
de la juventud». Los poetas consagrados me hacen res-
ponsable del desdén con que ahora los tratan los jóvenes,
Ramón me escribe cartas, entre suplicantes y conminato-
rias, invitándome a dejar a esos ultraístas e ir a sentarme
a su lado en el presbiterio de Pombo...
De Sevilla nos llega un aliado terrible que se llama
don Isaac del Vando Villar, un joven gordo, con una
gran cabeza y una cara mofletuda y lustrosa, conocido
en su ciudad como chamarilero, con pretensiones de anti-
cuario, especializado en la venta de Grecos y Murillos
a los turistas... La adhesión de don Isaac es algo compro-
metedora, pues —según Paco Torres— ya estuvo inter-
nado en el manicomio de Miraflores.
Don Isaac, como todos lo llaman ya en guasa —por
su aire finchado y egolátrico—, viene decidido a dar la
batalla al arte viejo. Se me presenta como un admirador
entusiasta, que además siente por mí un cariño fraternal,
de hermano menor, y está dispuesto a dar su sangre
POr mi.
Yo se lo agradezco y recuerdo ahora... Fombona, a la
vuelta de un viaje en Semana Santa a Sevilla, me habló
de un poeta grotesco, llamado don Isaac del Vando Villar,
que era un furibundo admirador mío: —Se puso como
un energúmeno de entusiasmo al saber que yo lo cono-
cía a usted y me dijo que él le profesaba un cariño fra-
ternal y que su ilusión era que usted se casase con su
hermana... Y la pobre hermana me lo confirmó, diciendo
que la había amenazado con un cuchillo si no se prestaba
a esa boda... Ya ve usted, y ni siquiera le conoce.
Ahora don Isaac estaba en Madrid..., y desde el pri-
mer instante asumía el papel de «jefe del movimiento»,
con indignación de Guillermito, y así se titulaba en los
membretes de sus cartas.
Don Isaac era incapaz de pergeñar un poema, ni aun
ultraísta, padecía de estreñimiento e insomnio y siempre
estaba quejándose: —¡Esta cabeza!... —verdaderamente
debía de pesarle ¡por su volumen!... ¡Pero en cambio
tenía unas condiciones magníficas de organizador y en
seguida lanzó una revista, Tableros, a base de publici-
dad, y como director de ella, imponía su voluntad despó-

242
tica a los poetas, que hasta le hacían poemas para que
él los firmase...
Don Isaac tenía una moral muy personal. Cuando le
faltaba dinero para pagar la imprenta, inventaba un pre-
texto contra el regente y le imponía sanción..., es decir,
no le pagaba y se iba con la revista a otra imprenta...
Don Isaac era un hombre terrible y grotesco. No be-
bía, aunque era andaluz, no iba con mujeres, se recogía
temprano, porque necesitaba concentrar todas sus enet-
gías para producir y luego no producía nada... ¡pero
era igual! ¡Había que ver el empaque con que se sentaba
en el diván del café, con su puro en la boca y extendidos
los pies descomunales, y cómo dogmatizaba, repitiendo lo
que había oído a otros, y cómo sentenciaba, condenán-
dolo al cesto de los papeles al imprudente ultraísta que
osaba contradecirlo!
A los profanos los trataba con un desdén olímpico; y
cuando alguien le preguntaba: —Pero, don Isaac, díga-
nos usted..., por favor, ¿qué es el ultraísmo?... Don
Isaac se retrepaba en el asiento, guiñaba el ojo con ma-
licia y decía: —¿El ultraísmo?... ¿Quiere saber lo que
es el ultraísmo?... ¡Cuando precisamente lo grande del
ultraísmo es no tener definición!... ¡Cualquiera sabe lo
que es el ultraísmo!...
Aquello era convincente y satisfacía a los más curiosos.
¡Cualquiera sabía lo que era el ultraísmo!
Astranilla era el único que lo sabía:
—¿El ultraísmo?... Pues una estupidez..., ja..., ja...
Astranilla andaba ahora, como sabemos, mezclado con
policías y escribientes del juzgado. Entraba en El Colo-
nial a la zaga de Fernández Luna y de un hombre gordo,
cuadrado, con una gran cara fofa, que era de la Mancha
y había publicado dos grandes infolios, pretendiendo de-
mostrar que el Quijote no era obra de Cervantes, sino
de un señor manchego llamado Juan de Vargas que lo
tenía a su servicio. Astranilla le daba la razón, a cambio
de sus convites, y empezaba a hacerse también erudito
y competir con Rodríguez Marín y Cejador.
Para Astranilla, los ultraístas eran unos cretinos y tú
lo sabes —me decía—, sino que te sirven de diversión.
Y como yo protestase, él, insidioso, amparándose en su
sordera, decía:

243
—.¿Ves? ¡Claro!... ¡Eso ya lo sabía yo..., ja..., ja!...
Astranilla era ya un personajillo. Escribía en Los Lunes
de El Imparcial, denunciando gazapos de los cervantistas
famosos, y enviaba a La Vanguardia de Barcelona unos
artículos de crítica literaria, en que dejaba tamañitos a
Valbuena y Clarín.
Al mismo tiempo, nos sorprendía traduciendo a Sha-
kespeare y rectificando a Mac Pherson y al marqués de
Dos-Hermanas, como si sólo él supiera inglés.
— ¡Ha visto usted a Astranilla!l —comentaba sorpren-
dido Andresito—. ¡Es un hombre absurdo!... Se ha hecho
erudito de la noche a la mañana. ¡Es maravilloso!
Pero Astranilla, con su inmunidad de sordo, se pavo-
neaba, accionaba con el bastón y decía:
— ¡Aquí nadie sabe nada de Cervantes ni de Queve-
do!... ¡Ese Rodríguez Marín es un idiota..., fuera —y
hacía un gesto simbólico con el bastón—, ese Cejador...,
un plagiario..., lo voy a denunciar al juez de guardia!...
¡A la cárcel! —y lo empujaba con el bastón...
Astranilla divirtió al público una temporada con sus
artículos feroces contra Rodríguez Marín y Cejador, des-
cubriéndoles gazapos y plagios a granel y haciéndoles res-
ponsables hasta de las erratas.
El venerable don Francisco no se dignó contestarle;
pero en su nombre lo hizo el poeta-erudito Martínez
Kleiser, inculpándolo de mala fe, puesto que todos los
errores que le achacaba al glorioso académico ya estaban
subsanados en ediciones posteriores.
Cejador, más combativo, le contestó, motejándole de
soficoco, es decir, de hombre que pretendía ser el coco
de los sabios; pero que a él no le metía miedo el so-
ficoco.
Astranilla le retrucó llamándolo soficaco, y amenazán-
dolo con el juzgado de guardia. Cejador le replicó, re-
mangándose la sotana y diciendo que el soficoco era como
los chicos, que cuando riñen y llevan la peor parte, salen
llamando a los guardias, pero que él era un hombre y
citaba al soficoco al terreno de los hombres... El sofi-
coco no se dignó acudir a ese terreno, hizo como que le
perdonaba la vida al soficaco y así terminó aquella diver-
tida pelea verbal entre el soficoco y el soficaco.

244
Las amistades peligrosas

Noche de verbena en el barrio de don Hilarión y las


chulapas... Un gentío denso, abigarrado y atronador llena
totalmente la amplia plaza de la Cebada. Nuestros ojos
y nuestra alma se bañan en tipismo. Sentados en una
terraza, contemplamos el lento desfile de los mantones
de Manila, los gorritos colorados de papel y las grotescas
narices postizas...
De pronto, vemos pasar a alguna distancia a Antonio
de Hoyos, con su prima Gloria Laguna y un grupo de
amiguitos y amiguitas que no se distinguen bien. Cierra
el cortejo Alfredo Villacián, cuya figura corpulenta, con
la de Hoyos, se destaca entre todas.
Hay un revuelo entre la gente. Unos jóvenes achula-
dos que toman horchata en nuestra terraza murmuran:
—Ahí van los maricas y las bolleras...
Uno, más atrevido, alza la voz y grita la frase de moda:
—¡Apio!
Su voz se pierde entre el ruido y grita más fuerte:
—;¡Apio!
Antonio de Hoyos y sus amigos siguen adelante y se
paran ante una rifa.
Villacián se vuelve, nervioso y descompuesto, y mira
en derredor, buscando al autor del grito:
—¿Quién es ese gracioso que ha gritado ¡apio!?...
¡Que salga, si es hombre! ¡A ver, que salga!... ¡Quiero
verle la cara para partírsela!
Silencio. El joven literato insiste todavía, vocifera y
gesticula en actitud de reto.
— ¡Que salga, si es hombre!
Harto por fin de retar en vano al procaz, Villacián se
vuelve y va a incorporarse con sus amigos, que no se han
enterado de nada.
No bien se ha alejado un poco, la misma voz anónima
de antes grita con voz atiplada: —¡Apio!
Pero ya Villacián no la ha oído. ¡Pobre muchacho!
Hontado y pundonoroso. Yo ya estaba inquieto y dispues-
to a acudir en su ayuda, si hubiese hecho falta... Por
"fortuna no ha sido así... Pero él ha dejado bien plantado
su pabellón de hombre, a riesgo de recibir esa puñalada

245
perdida que amaga siempre en estas noches verbeneras...
¡Bravo por Villacián!

Biblioteca Hispania - Biblioteca Nueva

En la cripta de Pombo conocí a Miguel A. Ródenas,


un joven simpático, de cara llena y sonrosada, pulcro y
correcto, como un señorito de buena familia. Tiene dine-
ro y aficiones literarias y ha fundado una Biblioteca His-
pania, en la que publica obras de su amigo Ramón.
También se ha acordado de mí y ha tenido la atención
de pedirme un original para su biblioteca.
Le llevo una cosa que titulo El secreto de la sabiduría
(parábola) y el buen amigo, sin mirarla, me la acepta y me
la publica.
Por desgracia la Biblioteca Hispania tiene una vida efí-
mera. No hay entre nosotros un público selecto tan nu-
meroso como para sostener una editorial de esa clase.
Más suerte ha tenido la Biblioteca Nueva, fundada por
otro amigo de Ramón, don José Ruiz Castillo, editor ya
experto en esas lides, editor profesional, antiguo socio
de Martínez Sierra.
Ruiz Castillo es personalmente un hombre alto, delga-
do, moreno, con una expresión de impasibilidad en el ros-
tro. Es bastante culto en materia literaria y presume de
ser un literato que no escribe. Muy amigo de Ortega y
Gasset y de los demás intelectuales.
Ruiz Castillo, que sabe llevar bien un negocio, se que-
ja de que el suyo va mal, pues su amor a la literatura
selecta lo arruina. Edita a Ramón, y a Gabriel Miró y
Alomar por puro espíritu mecenático, sin agotar las ti-
radas.
—Compenso los déficit —explica— con las traduc-
ciones.
A mí me ha encargado traducciones —«pero que las
haga usted, no ningún negro»— y además me ha pedido
un original para una colección de ensayos, en que ya figu-
raba Ramón —el primero—, Alomar, Hernández Catá,
etc. Yo le ofrezco un libro titulado El divino fracaso,

246
en que se exponen las desazones del escritor, y él me lo
acepta desde luego, sin hacerme ningún anticipo, remitién-
dome a la liquidación, es decir, a los seis meses.
No sé si hará lo mismo con todos los autores. Pero si
es así, ¿cómo pueden éstos arruinarlo?...
Ruiz Castillo vive en la calle Lista, al final de Madrid.
Quizá se haya ido tan lejos huyendo de los literatos.

Música, luz y alegría

El Gran Simpático está radiante de efusivo júbilo. ¡Se


sacó la espina de La herradura... Estrenó en Novedades
una revista, Música, luz y alegría, en colaboración con su
inseparable Varela y partitura de Paco Alonso, y obtuvo
un éxito clamoroso, como dice la prensa, y esta vez con
razón. Asistimos al estreno los miembros de La Pecera,
pero esta vez no tuvimos que hacer de claque. El público
reía los chistes y aplaudía aquellos números de música
ligera y pegadiza. El único que no reía era Victoriano So-
bera, el representante del empresario don Evelio, y los
autores que esperan turno en el saloncillo para estrenar.
Música, luz y alegría se va a hacer centenaria en los cat-
teles. Aparicio, el actor cómico, de una mímica desco-
yuntada y grotesca, y su mujer, María Lacalle, una actriz
diminuta, graciosa y traviesa, que imita a la Loreto Pra-
do, han tenido un éxito personal...
Paco Torres está imponente, su efusividad se desbor-
da. Va y viene por el saloncillo y los camerinos, repar-
tiendo saludos, felicitaciones y piropos a las artistas, pe-
llizquitos a las chicas de conjunto, consejos magistrales
a los autores que aguardan. Mientras Aurelio Vatela, dis-
péptico, hipocondríaco y quién sabe cuántas cosas más, se
eclipsa en un rincón, Paco Torres parece el único autor
de la obra y recibe, riendo de satisfacción, las felicitacio-
nes de los amigos. El único autor de la obra y también
el empresario parece Paco Torres...
—¡Un éxito clamoroso, inenarrable! —exclama—.
¿Han visto ustedes? El público lo que necesita es eso...,

247
¡música, luz y alegría!..., ¡luminosidad, vistosidad, panto-
rrillas! Musiquilla ligera..., que se pegue al oído... El
público está harto de melodramas que le encogen el cora-
zón... El público quiere reír...
Se encara con don Evelio, el tendero de la Colegiata,
que no tiene más criterio que la taquilla, y le dice:
—¡Nos vamos a hinchar, don Evelio!... ¡Ya puede usted
darme las gracias!... Le he traído la obra que usted es-
peraba..., la obra de la temporada... Nos hemos librado
del «sepelio».
Se vuelve al impasible Victoriano Sobera y le amaga
con unas cosquillas en el abdomen: —¿Qué dice usted,
amigo Victoriano?... Pero ríase usted, que parece el hom-
bre de piedra de Sevilla... No sea usted tan tétrico..., va
a enfermar del hígado... ¡Música, luz y alegría!...
Sobera sonríe con una sonrisa más triste que su se-
riedad.
—Sobera —comenta Polito, que es asiduo del salon-
cillo—, se ríe por dentro..., ja..., ja..., ja... —y ríe él
mismo como si hubiera hecho un gran chiste.
Naturalmente, los autores de la casa, aunque otra cosa
aparenten, están muy contrariados por el éxito del que
consideran un intruso y soportan a duras penas la des-
bordante personalidad del sevillano que, con su labia y
su influencia, ha venido a torcer el rumbo que seguía este
teatro de arrabal, donde aún resuenan los aplausos de
La Chicharra, ese melodrama con gotas de sainete, con
que se dieron a conocer dos autores noveles, Giménez
y Paradas, discípulos y recomendados de Arniches, hor-
tera el uno y un modesto contable el otro, que de pronto
se vieron célebres y reyes del trimestre. Tenían ya otra
obra aceptada cuando se presentó Paco Torres y conven-
ció a don Evelio para que cambiase de rumbo y se orien-
tase a la revista... Ahora los dos muchachos andan con
caras largas murmurando por los rincones: —Pero ¿quién
es este hombre? ¿Es acaso Arniches?...
Pero ante el sevillano, todos disimulan su contrariedad.
El Gran Simpático los domina a todos, los envuelve, los
fascina como a don Evelio.
Madrigal, el amigo Madrigal, el atleta frustrado, el re-
presentante de la fuerza bruta, que mide a los demás por
la calidad de sus bíceps, es el único que le hace frente

248
a Paco Torres y lo felicita por el éxito, estrechándole
fuerte y zarandeándole la mano, hasta hacerle chillar.
Pepito Romeo le advierte: —¡Pero, Madrigal, qué bru-
to eres!
Madrigal se encoge de hombros: —Yo seré muy bruto,
pero a mí no me achica nadie... ¿Quién es Paco To-
rres?... Pues un currinche, como todos ustedes, ¡ele! Yo
lo cojo y me lo cargo al hombro como un cochinillo...
Madrigal sólo tiene respeto por los atletas y los bo-
xeadores, como Ochoa o Uzcudun o, como él dice, por
los verdaderos hombres de talento, entre los que me hace
el honor de incluirme: —¿Ves tú? —le dice a Romeo—,
yo ante este señor me descubro —y se quita el hongo—,
pero ante un Paco Torres, ¡naranjas de la China!...
A la zaga del Gran Simpático recorro yo también los
interiores del popular teatrillo de la calle Toledo, que
guarda para mí recuerdos juveniles, de sábados y domin-
gos bulliciosos y alegres. El teatro no ha cambiado de
fisonomía. Pero los actores y músicos son otros. Ya no
dirige la orquesta el maestro San Felipe, gordo y bona-
chón, sino Cayo Vela, el baturro con planta arrogante
de buen mozo y rudeza aragonesa y, en vez del amane-
rado y afónico Ibáñez, dirigen la compañía el mencionado
Aparicio y su mujer, María Lacalle, que se ha quedado
con el apodo de La Chicharra. En la compañía figuran
varios actores cómicos, con más temperamento que el
director Aparicio, como suele ocurrir. María Lacalle es la
que llena el teatro, pues ha logrado compenetrarse con
el público de un modo tan perfecto como su modelo, Lo-
reto Prado, con el suyo.
Pepito Romeo me presenta sucesivamente a esos acto-
res que no conozco: Gómez-Bur, Gayo, Codorniú..., y al
más interesante de todos, Cumbreras, un andaluz que
empezó de torero y tuvo que dejar el ruedo por el esce-
nario a causa de una cogida, de cuyas resultas aún cojea
ligeramente. Cumbreras es un cómico instintivo, que sabe
sacar partido de su ceceo andaluz, que exagera, hasta pa-
recer un sarasa, de su cojera y sus equivocaciones en la
letra del papel..., que sustituye con morcillas. Todo lo
que hace Cumbreras le cae en gracia al público, que
lo interpela familiarmente desde las localidades altas, como

249
el de los teatrillos de Lavapiés a Luis Esteso: —Eh, Cum-
breras, ten cuidado, que viene el toro...
Cumbreras es un cómico francamente malo. Pero como
persona es excelente y además de una complejidad inte-
resante. Cumbreras es supersticioso, espiritista y román-
tico. Antes de salir a escena, se santigua cual si echase
de menos la capilla de la plaza de toros, consulta a los
espíritus con un velador que tiene en su camerino y sos-
tiene relaciones, hasta ahora enteramente platónicas, con
una artista de circo, una equilibrista, con la que piensa
casarse en cuanto ahorre algún dinero... Cumbreras es un
hombre que pasa ya de los cuarenta y su amada es una
joven de veinticinco... Esos amores desiguales son mo-
tivo de burlas y alusiones malintencionadas por parte de
los currinches: —Cuidado, Cumbreras, tú que has sido
torero, no vayas a hacer de toro...
En el saloncillo de Novedades se pasa la noche más
agradablemente que en el patio de butacas, oyendo los
chistosos diálogos de los currinches y viendo las entradas
y salidas de cómicos y cómicas, caracterizados para la es-
cena. Es algo tan interesante y distraído como una sa-
cristía. Se asiste a las pequeñas rencillas entre los autores,
a las rivalidades entre los artistas, se entera uno de las
intimidades de la farándula. En general, es admirable la
buena armonía que reina entre los elementos de la com-
pañía, que todos se quieren y se ayudan, aunque a veces
tengan sus piques, por si el público aplaudió más al uno
que al otro. Sentados en el saloncillo, vestidos como más-
caras, los modestos actores de este teatro popular, con
una cara grave bajo el maquillaje bufonesco, le cuentan
a uno sus ilusiones —la mayor de las cuales es llegar a
debutar en un teatro del centro—, anécdotas de su épo-
ca de bohemia, en las que salen a relucir nombres famo-
sos, etc., etc. La ilusión de los actores es trabajar en
un teatro del centro y la del empresario, en cambio, atraer
a su teatro a los autores que proveen las carteleras de
esos teatros. Sobre todo a Arniches, al que respetuosa-
mente llaman todos don Carlos. Lograr una obra de don
Carlos es el sueño dorado de don Evelio y su represen-
tante. Poco huecos que se pusieron la noche del estreno
de Música, luz y alegría cuando supieron que don Carlos,
traído por Paco Torres, ocupaba un palco con unos ami-

250
gos y luego lo vieron asomar por el saloncillo, con su
alta figura y su aire de gran señor del trimestre... ¡Cómo
se deshacían en zalemas y demostraciones de alegre agra-
decimiento!... ¡Si hubiera sido posible, lo habrían hecho
salir a escena en unión de los autores!... ¡Y cómo cotrió
por el saloncillo y los camerinos que don Carlos le había
prometido a don Evelio una obra para la próxima tem-
porada!... ¡Eso, aparte del éxito, era darle categoría al
teatro, ponerlo al nivel del Cómico o la Zarzuela y con-
sagrar a María Lacalle como a otra Loreto Prado!
Y en esa ocasión también los autores de la casa se
alegraban y enorgullecían, porque todos ellos son admi-
radores idolátricos e imitadores del gran sainetero. Pa-
radas y Giménez, los autores de La Chicharra, confiesan
que todo lo que saben de teatro se lo deben a Arniches,
que se han hecho autores viendo y leyendo sus obras
y que ahora, antes de ponerse a escribir, se leen antes unas
escenas de cualquier obra de don Carlos... Incluso Ma-
drigal, el iconoclasta, se inclina ante Arniches, y no se
propasa a apretarle malignamente la mano, reconociendo
en él a un verdadero talento, infinitamente superior a to-
dos estos currinches... —Mira —dice—, don Carlos en-
tre los autores es como don Antonio Maura entre los po-
líticos...
Oh qué grato resulta este ambiente, sobre todo por
la ingenua ilusión que en él difunden estos cómicos mo-
destos, que se creen iguales a las primeras figuras de los
grandes coliseos y trabajan con un entusiasmo enorme,
esperando destacarse y llamar la atención, de forma que
algún empresario del centro se fije en ellos y venga a pro-
ponerles un contrato y los saque de este limbo en que
vegetan... Y entre tanto, ¡qué importancia le dan a una
ovación, arrancada con un buen mutis, o un gesto opot-
tuno, a un bombo de amigo en un periódico o a la noticia
de que entre el público había por acaso algún escritor
conocido...! ¡Cómo se engallan en seguida dando a en-
tender que se creen iguales, si no superiores, a esos cole-
gas famosos, que se llaman Chicote, Peña, Carmen An-
drés, etc., y que todo lo deben, en fin de cuentas, al es-
caparate...!
El saloncillo resulta especialmente animado las noches
" en que Aparicio o María Lacalle celebran sus beneficios,

231
sobre todo ella. Esas noches se ponen de manifiesto las
simpatías que la diminuta actriz tiene entre el público;
el saloncillo se llena de cestos de flores, que embalsaman
el ambiente y acentúan el parecido con una sacristía, y
se pone negro de señores vestidos de ese grave color,
admiradores del barrio que vienen a felicitar a su actriz
predilecta, periodistas y autores de prestigio como Estre-
mera, con su gran calva, Lucio, Paso y otros que infali-
blemente le prometen obras y fingen, bromeando, querer
quitársela a don Evelio... Qué alegría, cuánta cordiali-
dad, cuánta emoción en todos..., qué brillo en los ojos
y en los semblantes congestionados..., ¡qué olor a puros
y qué humo también!... Hay que abrir las ventanas que
dan a la angosta calleja de Santa Clara, y como siempre
esos beneficios se celebran a final de temporada, se oye
allá fuera el tímido canto de algún grillo precoz, quizá
el primero del verano, que anuncia las verbenas y nos in-
funde esa melancolía juvenil de los finales de curso, que
aún dura en nuestra alma...

Muere Catarinéu

Murió Catarinéu..., los periódicos le dedican necro-


logías, recordando su labor de poeta y sobre todo de
crítico perspicaz y cáustico. En nuestro periódico, ese
último tributo al finado ha corrido a cargo de Fabián
Vidal, que ha puesto en sus líneas la expresión de un
sincero afecto y ahora anda compungido por la redac-
ción, sorbiendo las narices y murmurando: —¡Mardita
sea!... —También Juan de Aragón, de vuelta de dar el pé-
same a la viuda, nos mira a todos según su costumbre
y hace gestos de inútil compasión... Los redactores co-
mentan la situación en que queda la familia..., el drama
de siempre que muere un escritor...: —El periódico
—dice el baturro— no ha podido hacer más... Además,
ahí está su padre, que ha venido de Barcelona y es rico...
¡El padre de Catarinéu! He tenido ocasión de verlo.
Es un hombre alto, delgado, seco, que pasa de los seten-
ta y se conserva muy bien... Tiene un aire serio, severo
más bien, de caballero antiguo, enemigo de toda bohemia,

2532
de todo desorden, uno de esos viejos rutinarios y avaros
que pinta Balzac..., un hombre por el estilo de don José
Andión, el Presidente de La Pecera.
Recuerdo las quejas del pobre amigo con respecto a ese
padre inflexible, que nunca le perdonó su vocación poé-
tica y siempre se resistió a socorrerle en sus apuros —gra-
cia que no lo desheredase— y tercamente se negaba a
morirse.
Catarinéu algunas veces, tirándose de los bigotes, de-
jaba escapar estas frases freudianas...: —Mi padre tiene
una salud de hierro..., nos va a enterrar a todos...
Pues por lo menos a él lo ha enterrado...
En general, todos han sentido la muerte del compa-
ñiero... Recuerdan sus frases mordaces contra autores y
cómicos, sus campañas contra el «protector» de esa me-
dianía de Merceditas Pérez de Vargas y don Tirso Escu-
dero, sus claudicaciones impuestas por la necesidad, su
amor ejemplar a su Dorita..., parece que aún lo vemos,
paseando arriba y abajo por la redacción, tirándose de
los lacios bigotes de chino y haciendo la prolija cuenta
de sus gastos familiares...
—Pobre Caramanchel —suspira Fabián, que ahora se
ha quedado sin quien le dé la réplica..., en una esgrima
de ironías, que terminaba en risas cordiales y palmaditas
en los hombros.
Pepito el currinche comenta: —¡No somos naíide, ami-
go Fabián!...
Todos han sentido al compañero, que no les hacía
sombra. Los únicos que muestran una compasión sospe-
chosa de hipocresía son Juan de Aragón, que ahora pue-
de borrar un renglón en la nómina del periódico, y Paco
Aznar, su secretario, al que, con ese motivo, le han su-
bido el sueldo... Es como una herencia que le deja el di-
funto...

La terminación de la guerra con el triunfo de los alia-


dos y de Fabián Vidal, su cronista, distrae la atención
del recuerdo de Caramanchel. La redacción se llena de
amigos que vienen a felicitar al director y al cronista
por su acierto, al ponerse de parte de los aliados. Hasta
el marqués, obeso y jovial, con su cara barbuda de mo-
“narca asirio, ha venido a festejar el triunfo.

239
—+¿No te lo decía yo, tengo o no tengo ojo de perio-
dista? —le dice el baturro, radiante.
—Sí, hombre, sí —ríe el obeso marqués—. Ya sabe-
mos que eres un periodista..., ji..., ji...
Fabián Vidal recibe las felicitaciones con su eterno aire
compungido, cierra los atlas que le han servido para sus
crónicas y suspira: —Vaya, ya se acabó este incordio.
Se habla de un homenaje al cronista de guerra. Prime-
ro, un viaje a Francia, en compañía de otros periodistas
aliadófilos; luego, la Legión de Honor, un gran banquete
en el Palace, con asistencia del cuerpo diplomático alia-
do..., y hasta se habla de regalarle una casa costeada por
la administración del periódico.
—Canuto —le dice Pepito Romeo—, ya puedes poner-
te hueco...
Fabián Vidal acoge todos los parabienes con su gesto
triste y modesto de hospiciano y dice: —¡Todo se lo debo
a usted, don Leopordo!...
El director lo mira, nos mira a nosotros y suelta una
carcajada: —¡Habráse visto pobre hombre como éste!
—debe de pensar para sus adentros el gran arribista que
a la sombra de las crónicas de su redactor se ha hin-
chado, como dice Sánchez de León, el necrólogo, de pasar
mulas por la frontera...

El armisticio

Con el armisticio ha vuelto a la redacción el simpático


Rollin, que trae como recuerdo de la guerra un trozo de
metralla en la rodilla y los últimos libros por ella susci-
tados: El fuego, de Barbusse; La grande pitié, de Peguy,
y varias revistas de arte nuevo... ¡Ah! Y la Madelonne,
esa nueva Marsellesa, de origen anónimo y popular. Rollin
nos la canta y todos la coreamos, arrebatados por su ritmo
arrollador y fragoroso...
Con Rollin ha vuelto, también de Francia, Alberto In-
súa, el criollo moreno que, según dicen, tiene sangre de
negro... (Carrere, ese hombre sucio, asegura que despide

254
el tufillo característico de los negros), que mandaba desde
París crónicas al periódico por cuenta de los aliados.
El autor de La mujer fácil nos habla del éxito de sus
novelas en Francia, de sus traducciones al francés, y reba-
ja quilates al valor literario de esos Cuatro jinetes del
Apocalipsis, que le han valido una millonada a Blasco
Ibáñez.
Insúa está muy fino conmigo, muestra interés por sa-
ber mi opinión sobre sus novelas y me promete espontá-
neamente enviarme dedicados todos sus libros... Yo le
doy las gracias sin mucho entusiasmo.

La victoria ha reconciliado con la Republique a Rollin,


el antiguo camelot du roi, lector asiduo y entusiasta de
L'Action francaise, que achacaba al régimen democrático
todos los males de su país.
Ahora, Rollin es entusiasta de Mariana y de Clemen-
ceau, el tigre, y anda aquí en compañía de los intelectua-
les, más o menos republicanos y socialistas, como Araquis-
táin y Álvarez del Vayo y don Manuel Azaña, que tiene
su tertulia en el viejo Fornos..., en torno a veces del
gran don Ramón del Valle-Inclán, el patriarca de todos
los Ramones...
Le hago notar la evolución de sus ideas y el parisiense
se encoge de hombros: —Parbleu!...

Fabián Vidal recorre los campos de batalla de Francia


en compañía de otros periodistas ilustres, como el viejo
marqués de Valdeiglesias, y vuelve aterrado de los horro-
res que ha visto, él, que ha sido el Homero de esa mo-
derna lliada...
Como era de rigor, trae como trofeo un casco de sol.
dado alemán, que todos se prueban sucesivamente..., in-
cluso el director..., que es a quien mejor le sienta... ¡Está
imponente!... —¡Pero, rediez, cuánto pesa!

Se celebra el banquete-homenaje a Fabián Vidal en el


Palace, con asistencia del cuerpo diplomático aliado y la
plana mayor de las redacciones que sostuvieron su cau-
sa... Desde luego que en la Presidencia figuran Juan de
Aragón y el obeso marqués de Santana... Fabián Vidal
está encogido, como azorado entre tanto personaje..., Y

255
acentúa su expresión compungida, más propia de un fune-
ral que de un banquete, y el extravío de su ojo izquierdo,
velado por una nube..., ojo típico de asilado, de niño po-
bre... Al final se pronuncian discursos apologéticos de su
labor de cronista que supo pronosticar la victoria, sin de-
jarse seducir como otros (alusión a Armando Guerra) por
los triunfos iniciales de los boches... Los embajadores de
Inglaterra y Francia le expresan la gratitud de sus nacio-
nes y el de Francia le anuncia solemnemente la concesión
de la Gran Cruz de la Legión de Honor... Por su parte,
Juan de Aragón, de acuerdo con el marqués de Santana,
declara que el periódico proyecta la construcción de un
hotel, que será regalado al sagaz y brillante cronista...
— Asuqueca, una casa... —comenta Pepito—. ¡Ya pue-
des casarte, Fabián!...
El granadino sonríe escéptico. La realidad es que, ter-
minado el banquete, el brillante cronista vuelve a la redac-
ción a entendérselas con un montón de telegramas...,
mientras el director se va en coche al Congreso, y el mar-
qués al Casino...
Paniagua, el cajero, que también ha asistido al banque-
te, se asombra: —¡Una casa! Pero ¿de dónde va a salir
eso? ¡Una casa cuando estamos a punto de que nos echen
de la nuestra!... ¡Esto es la caraba!

Una «cena de las burlas»

Terminada la guerra con el triunfo aliado, Max Nor-


dau y Yahuda dan por levantado su exilio forzoso y mar-
chan a toda prisa a Londres, con objeto de asistir al
Congreso Sionista que allí se celebra, para tratar de pun-
tualizar el sentido que ha de darse a la vaga promesa de
lord Balfour de que Inglaterra concederá en Palestina
un hogar a los judíos.
Ninguno de los dos lleva impresiones muy halagiieñas
de España. Nordau no recibió los debidos homenajes de
los intelectuales ni la Prensa.
A Yahuda lo nombraron catedrático de Lengua y Lite-
256
ratura Rabínicas en Madrid; pero en tres años no llegó
a percibir un céntimo del presupuesto de Instrucción Pú-
blica y hubo de hacer una vida de bohemio, sableando
como cualquier hampón a sus compatriotas de Oriente,
aquí venidos huyendo de los horrores de la guerra. Algo
bochornoso para el Gobierno español.
Por si algo faltaba, su despedida del doctor Pulido fue
algo catastrófico. Invitólo Pulido a cenar con él y su
esposa y Yahuda aceptó halagado. Pero durante la cena,
el doctor, que, según dicen, está neurasténico y se cree
en la ruina por haber perdido acciones de empresas ale-
manas, se le quejó al orientalista de que los sefardíes
no hubiesen correspondido crematísticamente a su campa-
ña. Salió en su defensa Yahuda y Pulido se acaloró en
términos descompuestos, de una violencia excesiva, se
puso rojo, se atragantó..., se ahogaba...
Y entonces, su esposa exclamó: —¡Oh, Ángel, no te
sulfures..., que ya has sufrido bastante por los dichosos
judíos... Bien hicieron en expulsarlos los Reyes Católicos.
Aquello era tanto como expulsar a Yahuda, y el hom-
bre se levantó, se quitó la servilleta del cuello, hizo una
reverencia y vino a gritarme su pena a los pies del Via-
ducto.
Ahora el sionismo le abre un nuevo horizonte. Piensa
que los Sasoon, que son sus parientes, le procurarán el
nombramiento de virrey en Palestina, se casará con una
judía rica inglesa y podrá cultivar desinteresadamente la
Ciencia... Se despide con un abrazo casi paternal y me
promete escribirme desde Londres...
Yo me separo casi llorando de ese hombre bueno y
sencillo, a pesar de todo su saber...

Amor y Poesía

El amor florece para los poetas. César A. Comet, el


rimador abstruso, se ve sorprendido por un diploma de
. la Academia de Bellas Letras de Málaga, nombrándole co-
rrespondiente en Madrid. El diploma viene firmado por

2oÍ
el director de la Academia, el famoso y anciano poeta
de los Cantares, Narciso Díaz Escobar, un contemporá-
neo de aquel otro coplero terrible, Melchor de Palau.
Comet, que es un hombre de ideación torpe y difícil,
no sabe explicarse a qué debe la inesperada distinción...
¿Será que su fama ha llegado hasta Málaga?...
—+Esa es la gloria —le dice burlón Ibarra—. Ya eres
académico..., debías dejarte la barba.
—¡Sí, es lamentable! —asiente el poeta ideólogo.
Después de divertirse unos días con la autoridad ex-
citada del poeta, Linera le explica por fin que todo ha
sido obra de Luciano de San-Saor...
— ¡Pero entonces se trata de un tío! —exclama decep-
cionado el poeta.
Pero Linera ríe con su cara bobalicona... —No, hom-
bre, no... Luciano es Lucía, una poetisa... que ha adop-
tado ese seudónimo.
El poeta respira... —¡Ah, vamos! ¡Es admirable!
Las palabras de Linera son una revelación para todos
nosotros... Ese Luciano de San-Saor, que publica en Los
Ouijotes unos versos tan valientes, tan viriles y tan bellos,
es Lucía Sánchez Saornil, la hija de un viejo republicano,
amigo de Linera, que murió dejando una caterva de hijos
pequeños, de los que el mayor es esa Lucía, la que ahora
los sostiene a todos con su empleo de telefonista.
Personalmente sólo Linera la conoce, pues la mucha-
cha, siempre ocupada en su empleo y en sus tareas de
madrecita, no tiene tiempo para acudir a tertulias.
Linera comenta: —Por lo visto, se ha enamorado de
usted... Ese diploma es una declaración de amor...
— ¡Es admirable! —se asombra el favorecido.
— ¡Y se queda tan fresco! —se asombra a su vez Li-
nera—. Por lo menos debía usted darle las gracias. No
debe usted portarse como un grosero...
—¡Es verdad! ¡Sería lamentable!...
Linera le prepara al poeta una entrevista en Los Qui-
jotes con la poetisa y ésta, según luego nos cuenta Comet,
le ofrece su casa y lo invita a visitarla un domingo.
—Este poeta es un pasímao —comenta Linera, que vive
en los barrios bajos y emplea términos achulapados—.
Tiene uno que ponerse las medias azules... Otro cualquie-
ra se habría vuelto loco...

258
Lucía, según nos dice Comet, es una chica «que no
está mal», muy modestita y afectuosa... y tímida a pesar
de la audacia de sus versos... Tendrá que ir a verla un
domingo...
—Sí, hombre, vaya usted —lo animamos—. ¡Una mu-
chacha buena, con talento!, ¡una poetisa!, ¡podía ser la
novia ideal para usted!
—¡Y además gana su sueldo! —encarece Linera.
El único que frunce el ceño es Ibarra, que delata un
temperamento misógino. Ha leído a Schopenhauer y a
Nietzsche y sólo ve en las supuestas vocaciones artísticas
de la mujer un ardid para pescar marido.
—Ten cuidado, Comet —le advierte—. No sea que
te vayan a cazar...
— ¡Sería lamentable! —comenta Comet.
Comet vive con un hermano mayor casado, Braulio,
telegrafista de profesión y astrónomo de afición y, además,
todo lo contrario que él, un sátiro callejero, perseguidor
incansable de menores y al que él, por todo eso, admira
como un gran hombre. Comet vive atendido y mimado
por el matrimonio sin hijos, la vida le resulta económica
y no siente el menor deseo de cambiarla por la de casado.
—El matrimonio la voz apaga —comenta irónico Li-
nera.
Sin embargo, hasta donde se lo permite su pesadez teu-
tónica, el poeta ideólogo está emocionado ante la visita
del domingo. Y el domingo —según luego nos cuenta—
se viste de punta en blanco y se dirige a casa de la poe-
tisa. De la posible novia ideal.
Lucía vive allá abajo, por Santa María de la Cabeza,
y el poeta sufre su primera decepción al encontrarse ante
una casucha de sólo dos plantas, en cuyo portal juegan
unos chicos desharrapados y sucios... ¡Pero si esto es una
covacha de traperos! —se asombra. Una portera des-
greñada y sucia lo encamina al piso alto, por una vieja
escalera derrengada que cede bajo los pies. El poeta mio-
pe está a punto de caerse varias veces... Por fin llega,
atraviesa un corredor, donde juegan más chicos mocosos
y arrapiezos y saltan unos perrillos igualmente sucios que
se le abalanzan ladrando a los picos de los pantalones
—ilamentable!—, y llama por fin ante la puerta de la

259
poetisa, tirando de un cordel que asoma como rabo de
rata...
Lucía ya está esperándolo y la puerta se abre en se-
guida:
—Pase usted, César..., por aquí..., gracias por haber
venido...
Pasa César y se encuentra en una salita, limpia, pero
muy pobre, con unas sillas de enea y una mesita de pino,
cubierta por un tapete, en el que se marcan dobleces
antiguos... Sobre una silla, en un rincón, unos cuantos
libros y en la pared una ampliación con el retrato, ya bo-
rroso, del padre republicano. Grandes bigotes, barba,
ojos retadores y altivos, de tragacuras..., y cierto empa-
que victorhuguesco.
Por el suelo juguetean unos cuantos chicos mocosos,
que se quedan mirando fijo al visitante y luego cuchichean
y se ríen. Son los hermanitos de Lucía. César se sienta
en la silla que la poetisa le ofrece y la silla cruje, hacién-
dole dar un respingo, que provoca la hilaridad de los her-
manitos de la joven. Por fin se acomoda, con el sombrero
sobre las rodillas, y se queda él también mirándolo todo,
al través de los lentes. Uno de los chicos le coge el som-
brero y se ponen a jugar con él. Lucía se lo quita de
las manos y lo coloca encima de una silla. Luego echa
de allí a los chicos: —Idos a jugar al corredor, con los
amiguitos.
Vuelve y se sienta enfrente del poeta, que ella ha he-
cho académico: —Usted perdone, César, pero ya sabe
cómo vivo..., no tengo tiempo para nada... Soy como
una madre de familia y además como un padre..., la ofi-
cina... No sé ni cómo hago versos...
—¡Es admirable! —pondera Comet—. ¡Sencillamente
admirable!... —Y vuelve a su mutismo, bajo el cual pa-
recen bullir pensamientos profundísimos...
La poetisa habla un rato, le elogia sus versos, tan lle-
nos de ideas, tan complicados como una sinfonía de Bee-
thoven..., qué pensamientos, qué ritmos..., ante ellos,
Lucía se avergúenza de los suyos...
César agradece los elogios y se los devuelve...: —Tam-
bién usted...
—No, yo no valgo nada..., yo soy una pobre chica
ignorante..., yo escribo con el corazón... Yo no tengo

260
más que corazón... Ahora, que el corazón también vale
algo..., ¿no cree?... ¿No piensa usted que el amor es lo
más grande?...
—¡Oh, desde luego! —asiente el poeta—. ¡Es admira-
ble... —Y en su interior piensa: —Ibarra tiene razón...,
ésta quiere pescarme...
—«¿Hay algo más hermoso que dos almas que se com:-
prenden y se unen... y vibran al unísono? ¿Y compo-
nen entre las dos una rima maravillosa? —se pregunta la
poetisa.
—¡Oh, admirable! —asiente el poeta.
—«¿ Hay algo más triste que la soledad de un corazón
sensible? —vuelve a preguntar la poetisa. Y el poeta
asiente:
—:¡Oh, lamentable!...
—Yo estoy tan sola —suspira la poetisa...
¡Tan sola! Y en aquel momento, como para desmen-
tirla, irrumpen de nuevo en el cuarto sus hermanitos, co-
rriendo tras un perro grandote y sucio. El poeta teme
otra vez por sus pantalones, encoge las piernas... Lucía
espanta al perro, reprende a sus hermanos, les limpia los
mocos y los besa...: —Los pobrecillos..., algo traviesos,
pero tan buenos... Yo los quiero como una madre...
Y ellos me enseñan a serlo un día de verdad... ¿Le
gustan a usted los niños, César?...
—¡Oh, sí..., son admirables!...
Uno de los chicos pregunta a Lucía con la graciosa
impertinencia de los niños: —Lucía, ¿este señor es tu
novio?...
Lucía se pone colorada. El poeta da un respingo.
—i¡Cosas de niños! —disculpa la poetisa—. ¡Son de una
ingenuidad encantadora! Pero no haga usted caso, César.
Pero César ya tiene colmada la medida. Se ve ya ca-
zado y casado, haciendo de padre de aquellos chicos, para
los cuales no bastarán los dos sueldos juntos..., viviendo
en aquella zahúrda, entre aquel barullo...
Saca el reloj y venciendo su pesadez teutónica se pone
en pie...
—Usted perdone, Lucía... Es lamentable, pero tengo
que irme... Son ya las ocho...
—Oh, sí, lo he entretenido demasiado... Usted per-
done... Y sin embargo, apenas si hemos hablado... Tenía

261
tantas cosas que decirle... Pero ya tendremos tiempo,
¿verdad?... Usted volverá por aquí, ¿no es eso?
Le ofrece el sombrero y en la penumbra que se ha
hecho en el cuarto se acerca a él, le roza con sus pechos
y lo mira extática, apasionadamente... Aquel hombre
enigmático, meditativo y taciturno, ensimismado como un
Beethoven, la sugestiona, la obsede... ¡Qué hombre tan
grande..., qué genio!... ¡Qué pequeña se siente ante él!...
Comet, impasible, se despide, le estrecha la mano, pro-
mete volver y sale al corredor, dejando en la ingenua
muchacha una impresión verdaderamente cesárea... En la
calle, César respira y murmura: —¡Lamentable!
—«¿Y no piensa usted volver por allá? —le pregunta-
mos—. ¿Va usted a desdeñar un amor así?
Comet replica tranquilo: —¡Es una cosa lamentable!
—FEste Comet —comenta Bóveda— no tiene cora-
zÓn... Y sin corazón no se puede ser poeta... ni nada...
Por eso, lo castigará Cupido... Ya lo dice su nombre...
¡Cesare Comet!... En su propio nombre lleva..., , ¿no
se había usted fijado?
—¡Oh —asiente asombrado Comet—, tiene razón...,
es admirable!
—;¡Y lamentable! —ríe Bóveda...

Idilio en Liliput

Bóveda sí tiene corazón. Y el cielo lo recompensa, po-


niendo en su camino la novia ideal..., que, por cierto,
se llama Margarita, como la heroína del Fausto... Nom-
bre predestinado... ¡Margarita!...
—Pues sí —nos cuenta Xavier, con su simpática am-
pulosidad ceremoniosa de catedrático—. He encontrado
esa perla negra..., la amada ideal..., capaz de colmar to-
das las exigencias de un hombre selecto, superior, como
somos los poetas...
—¿Y dónde la conoció, Xavier? —pregunta irónico
Paulino.

262
—Pues en la calle... entre la gente, como quien se
encuentra un brillante que los demás han mirado como
un trozo de vidrio... y que el poeta, con sus ojos mara-
villosos y su intuición prodigiosa, sabe reconocer en se-
guida... Es la atracción de las almas gemelas, que dijo
el gran Platón..
—Mira, Xavier — interrumpe Paulino—, no te pongas
en plan de Ortega Gasset... Cuéntalo todo, sencilla-
mente...
— ¡Bien! —accede Bóveda, sonriendo benévolo—. Te
contaré la anécdota, pero conste que tiene categoría...
Y Bóveda nos cuenta cómo conoció a su Margarita,
antes de saber que era Margarita...
—'¡Naturalmente, hombre!...
—Si no me dejas hablar...
Bueno, le interesó, mejor dicho, eso es vulgar, sintió
el flechazo, la siguió, se acercó a ella, con toda la finura
de un caballero: —-Señorita, es usted muy interesante...,
quisiera hablar con usted... ¿Tendría usted inconveniente
en aceptarme un aperitivo?... —Se resistió al principio,
porque es una chica decente, pero al fin aceptó y ya, pa-
ladeando el vermuth, le contó su historia..., una historia
extraordinaria, sorprendente... Resulta que "Margarita es
esa joven de que dieron cuenta los periódicos, que huyó
de su casa porque su padre incestuoso la perseguía y,
disfrazada de muchacho, se puso a trabajar de peón de
albañil en una obra... ¿No recuerdan ustedes?... Se des-
cubrió luego que era mujer, intervino la policía, unas
señoras se interesaron por ella, le costearon estudios de
taquimeca y la colocaron en una oficina... Un admirable
ejemplo de voluntad, de mujer moderna... ¿No es eso?...
Yo, al oírle su historia, quedé asombrado, admirado y
me dije: —Una chica así, no hay más remedio que amar-
la... ¡Tiene carácter!...
Quedamos citados para el día siguiente, a la salida
de la oficina... La vi venir lenta, triste..., y le pregunté:
—¿Está usted triste, señorita? —Triste no —me respon-
dió ella—. Ensimismada nada más... —y yo me dije en mi
interior: —¡Tate, tiene cultura! Porque esa distinción
entre tristeza y ensimismamiento es de una sutileza psico-
_ lógica verdaderamente admirable... ¿No es verdad?...
Y desde aquel momento me enamoré verdaderamente de

263
ella... y tuve la intuición de haber encontrado mi media
naranja, como dice el vulgo, la mitad de mi andrógino,
según el divino Platón...
—+¿Otra vez vuelves a la lucubración? —se burla Pau-
lino—. Limítate a contar... ¡La anécdota!
— ¡Pero es que la anécdota tiene categoría! — insiste
Bóveda.
—Categoría de jefe de administración —ríe Paulino.
— Además, ya lo he contado todo... Sólo falta añadir
que desde hace unos días Margarita y yo vivimos juntos,
y que soy perfectamente feliz... Ella me cose la ropa, me
pega los botones y, además, me pone en limpio mis ver-
sos, que yo le dicto primero y toma en taquigrafía...
Una maravilla, queridos amigos, la amada perfecta..., el
todo, el ideal..., la Venus de Milo con unos brazos ha-
cendosos. No se puede pedir más...
—Bueno, y físicamente... ¿cómo es? —interroga Pau-
lino.
—Su belleza física corresponde a su belleza moral, se-
gún la teoría platónica... Es un camafeo, una Tanagra...,
como las que describe Pierre Louys... Pero ya la veréis
vosotros mismos, porque cualquier noche de éstas os la
presentaré...
—; ¡Bah! Alguna birria —murmura Paulino—, otra ena-
nita como él...
Y noches después, un sábado, Xavier se presenta en la
tertulia del brazo de su Margarita, orgulloso y feliz... Pau-
lino suelta una risita impertinente: —¡Lo que yo decía! ...
El poeta y su amada ideal forman verdaderamente una
parejita de liliputienses. Son un doble diminutivo. Ella
es tan pequeñita como él, con unos ojitos y una boquita
y unas manecitas de muñeca, pero armoniosa y bien pro-
porcionada. Es algo encantador verlos juntos, tan iguali-
tos y tan bien acoplados. —¡Admirable! —murmura
Comet.
— ¡Encantador! —ríe Paulino—. No tendrán conflictos
de espacio... ¡Pueden dormir los dos en la carbonera!...
Todos felicitamos a Xavier y a su Margarita por ha-
berse encontrado y reconocido.
—Todo encuentro en amor —dice Lasso el helénico—
es una anagnórisis.
—La anagnórisis —explica Xavier a Margarita— es un

264
volverse a encontrar..., ya tú sabes la teoría del divino
Platón... (a nosotros), Margarita tiene cultura... y...
—Oh —suspira ella, mirándolo agradecida—. Yo ha-
bía leído un poco..., pero ahora voy aprendiendo muchas
cosas de ti... ¡Tú eres mi maestro, Xavier!...
Xavier se pavonea. Luego, modesto: —Y yo de ti,
Margarita... El amor es el mejor maestro... Amor y pe-
dagogía, que ha dicho Unamuno.
Ella le mira embobada: —¡Cuánto sabes, Xavier!...
— ¡Bah! —sontríe Xavier, halagado—. Uno ha leído
un poco..., ha estudiado... Yo soy un autodidacta... He
procurado formarme una cultura... He leído El especta-
dor..., la biblioteca filosófica del maestro Zozaya..., Pla-
tón..., Séneca..., Kant..., hay que leer a Kant, Marga-
rita...
—¿Y a Tolstoi dónde lo dejas? —le interrumpe Pau-
lino—. Todo cuanto soy se lo debo a Tolstoi...
—¡Y a Tolstoi también! —asiente Xavier muy serio.
—Y a Kropotkin, que es un hombre que no tiene in,
y a Max Nordau, que se me había o/vidaz..
Estos andaluces —lamenta Bóveda— todo lo toman
a broma... Pero sí, lo leeremos todo, Margarita...
—-Y sobre todo, nos amaremos mucho, ¿verdad? —sus-
pira Margarita.
—:¡Oh, qué idilio tan encantador! —comenta Pauli-
no—. Todo en tono menor... Todo pequeñito... Es como
para llorar... Hay que sacar el pañolito... Cualquier día
se queda Margarita como una violeta entre las páginas
de un libro... ¡A ver, camarero, un whiskey and soda!...

El regreso de Colombine

Los periódicos dan la noticia del regreso de Colombine


y en los mentideros literarios se dice que el viaje a Amé-
rica ha sido un fracaso; las conferencias no tuvieron éxito,
como tampoco las toilettes de la conferenciante y ade-
más... se habla de cierto tropiezo de Marujita con un
famoso dramaturgo porteño, el autor de Fruta picada,
hombre ya viejo y aficionado a la fruta verde...

265
Vamos a visitar a Colombine y la encontramos rodea-
da de sus habituales. La escritora hace un paréntesis en
su charla para saludarnos y luego prosigue sus diatribas
contra los guachindangos, contra el público y la prensa
de Buenos Aires... —Aquello es un horror..., esos in-
dios están por civilizar..., deberían llevar todavía el pena-
cho de plumas verdes... Los más cultos no pasan de ser
unos rastacueros, que se creen unos refinados porque han
estado en París y conceden más importancia al corte de
una levita que al más bello y profundo discurso...
En tanto ella habla, yo miro a Ketty, que, como siem-
pre, me sonríe enigmática. Maruja, que ya está hecha una
mujer, como si el trópico hubiera madurado sus pechos
y agrandado sus negros ojos, muestra una actitud enfu-
rruñada y voluntariosa. La miro y me hace un gracioso
mohín.
Valero Martín hace coro a la escritora y observa: —En
América no hay nada que valga sino la piña...
Colombine prosigue: —Y luego, ¡qué corrupción! ¡Es
repugnante! Un libertinaje sin arte... Al menos en Pa-
rís... Pero allí todo es grosero, brutal... El que llaman
gran mundo es una colección de pollos pera y viejos
verdes...
—¿Y es verdad eso que dicen del incidente que tuvo
usted con García Velloso?
—Sí —se apresura a decir la escritora—, pero no como
las malas lenguas de aquí lo cuentan... Lo ocurrido fue
que en una reunión de escritores me presentaron a ese
señor, que es un viejo verde, y naturalmente se fijó en
Maruja y empezó a hacerle la corte a espaldas mías...
Y como Marujita es tan ingenua, se engañó respecto a la
intención de aquellos halagos y aceptó una invitación del
vejete para que visitase un chalet que posee en las afue-
ras de Buenos Aires... Aquello era una encerrona; pero
gracias que alguien me avisó y llegué a tiempo para evi-
tar la catástrofe... Llegué como una tromba y le dije al
viejo calavera lo que se merecía y... estaba tan nerviosa
que le rompí un abanico en la cara...
—¡Bravo, Colombine! —aplauden todos—. Así hace
una madre...
Marujita hace un mohín burlón y exclama: —No era

266
para tanto..., te pusiste muy melodramática... El pobre
hombre estuvo conmigo muy respetuoso...
—Calla, Maruja..., ¡ven ustedes qué ingenua es!... Eso
la pierde..., yo se lo digo: —Maruja, hay que tener más
picardía..., tú no conoces a los hombres y debes hacer
caso a tu madre... Eres demasiado inocente y te compro-
metes y das que hablar sin motivo... Ahora Maruja quie-
re dedicarse al teatro..., ser actriz..., y yo no se lo quito
de la cabeza, porque tiene condiciones..., pero le advierto
que en ese mundo del teatro hay que andar con mucho
ojo, porque hay cada tío... Bien está que visites los sa-
loncillos, pero siempre con tu madre...
—;¡Claro! ¡Claro! —asentimos todos.
Maruja se levanta aburrida y dice:
—Mamá, tú estás anticuada y llena de prejuicios... Yo
soy ya una mujer, tú misma lo dices, y estoy en edad de
saberme defender yo sola..., no necesito carabina...
—i¡Mujer! ¿Llamas carabina a tu madre? ¿Han visto
ustedes qué falta de respeto? :
Maruja acaba de amohinarse y se sienta muy seria en
un rincón. Ketty nos mira sonriendo.
Colombine prosigue: —Pues ten en cuenta que no te
voy a dejar salir sola... Esta niña no comprende... La
gente es mala y suspicaz y está siempre deseosa de escán-
dalo... Yo tengo un nombre conocido, muchos envidiosos
y envidiosas que aprovechan la menor cosa para despres-
tigiarme... Ya han sacado bastante partido de lo de Ve-
lloso... Yo he tenido que sufrir muchas calumnias, pero
al fin he logrado hacerme una reputación respetable...
Y no es cosa de que ahora esta niña lo eche a perder
todo... Ramón tiene razón..., hay que velar por el buen
nombre...
—Ramón es un métome en todo..., se las da de mo-
derno y es un burgués anticuado...
— ¡Ramón tiene mucho talento! —clama Colombine—.
Hay que guardar las formas... Hay que contar con la
gente...
—e¿Sí? ¡Guardar las formas! —replica Maruja inso-
lente—. Y tú ¿por qué no las guardas con él»... ¿Te
creerás que lo vuestro no se sabe?...
Colombine, desolada, grita: —¿Han visto ustedes qué

267
niña tan descarada?... ¡Maruja, ten cuidado que te voy
a dar unos azotes...
Hace ademán de levantarse... Maruja corre a refugiar-
se junto a Valero. El poeta gordo la acoge paternal y le
acaricia los negros rizos de su cabecita de Salomé. Maru-
ja se le sienta abandonadamente en sus rodillas...
—Maruja —le advierte su madre—, que no tienes ya
edad de sentarte en las rodillas de los hombres...
—¡Oh, déjela usted, Carmen! —ruega Valero indul-
gente—. Pero si a pesar de todo es una niña...
—e¿Tú también? —protesta Maruja y se levanta—.
Pues yo no soy ninguna niña... Yo soy una mujer...
Enarca el busto y sonríe orgullosa de sus pechitos tur-
gentes y sus amplias caderas... Verdaderamente es una
mujer, una mujer que se asemeja a la madre, cuando ésta
fuera joven...
Ketty se acerca suavemente a mí y me pregunta en
tono de reproche: —¿Qué has hecho en todo este tiem-
po?... Ni una vez siquiera te has acordado de mí... Sólo
te interesa ahora el ultraísmo...
Yo me disculpo perplejo. Es verdad..., ¡cosa notable!
En la ausencia, no me acuerdo de Ketty... Su figura se
me borra... Sólo cuando la veo renace en mí el amor,
más bien el deseo malsano que su demiviergismo me
inspira.
Colombine, que nos espía, me dice:
—«¿Sabes que Ketty es ahora profesora de la Escuela
del Hogar?... Pues sí. Logré colocarla allí y tiene su suel-
decito... Ketty es ahora un buen partido...
Don Carlos mueve la cabeza, admirativo. Seguramente
piensa: —Esta Colombine es una arañita.
Yo felicito a Ketty. Ella me da las gracias irónica y
adopta un cómico aire de importancia: —Ya lo ves...,
soy un buen partido...
Colombine grita de pronto, inoportuna: —Ya lo sabes,
Rafa, no la dejes perder...
Yo debo ponerme colorado, pues siento ardor en mis
mejillas. Todos fijan en mí sus ojos curiosos... Don Car-
los mueve la cabeza irónico. —¡Y luego habla Colombine
de su hija!...

268
Mundo Latino

Nuestra vida literaria se anima extraordinariamente.


Nuevas editoriales, nuevas publicaciones.
La editorial Mundo Latino, que llevaba una vida lan-
guideciente, entra en nueva actividad. Su director, don
José Yagúes, un hombre gordinflón y simpático, con len-
tes, empleado en el Banco de España, resucita la revista
iberoamericana Cervantes, que había fundado Villaespesa
y abandonado luego por falta de apoyo económico.
Don José Yagúes, que ha heredado de su padre una
imprenta y un taller de encuadernación, y está de anti-
guo relacionado con escritores y artistas —en el mismo
Banco tiene por compañeros a Ricardo León y a López
de Sáa—, y es además cuñado del director de la Sociedad
General Española de Librería, ha hecho con ésta un con-
trato ventajoso, que lo anima a emprender grandes pro-
yectos.
Don José, al que ya conocía yo de antes, me llama y
me ofrece traducciones, y la dirección del sector español
de Cervantes. En su casa de la plaza del Cordón, un gran
caserón vetusto, con aire de palacio, como la mayoría de
los edificios de esa parte del viejo Madrid, conozco a su
señora, una mujer todavía joven, de aire honesto y sen-
cillo; a su hija mayor, una linda señorita, con todo el
encanto de la adolescencia, y a sus chicos, que corretean
por la casa y nos miran con curiosidad.
Allí conozco también a esos dibujantes famosos que
se llaman Ribas, Penagos, al escultor Juan Cristóbal,
émulo de Julio Antonio, al escritor ecuatoriano César E.
Arroyo, un joven moreno, con cara aindiada y unos bra-
zos largos de chimpancé —a Fombona le indigna que ese
hombre sea un representante del continente americano—,
a Edmundo González Blanco, el filósofo bohemio y al-
cohólico, hermano antitético del modosito Andrés, que
le escribe a Yagijes unos libracos farraginosos, profundos
y oscuros como cavernas, que el editor le toma por pura
filantropía, como él dice, por lástima a ese pobre Edmun-
do, que vive con su mujer y sus chicos en un marco de
inmunda miseria..., y llega siempre allí sucio, mal ves-
tido y borracho, y conozco también a Ballesteros de Mar-

269
tos, un joven valenciano, pequeñito, con lentes, melena
y chalina, siempre de negro como un eterno huérfano y
que habla con efusión meridional, levantina, y tartamu-
dea cuando se acalora.
Ballesteros de Martos es el hombre de confianza del
editor, y el árbitro en todas las cuestiones que allí se plan-
tean. Basta asistir una vez a las reuniones que allí se
celebran por la tarde para comprender en seguida el pre-
dicamento de que Ballesteros goza en aquella casa. El
valenciano presume de crítico de arte; la pintura y la es-
cultura son su dominio exclusivo y él es quien en esas
materias asesora e impone su criterio al editor. Balleste-
ros de Martos se ríe de José Francés, que no sabe una
palabra de pintura, porque nunca tuvo un pincel en su
mano, mientras que él pintaba ya de chico en Valencia
y oía elogios de Sorolla, sino que tuvo que dejar su vo-
cación porque se le irritaban los ojos. Por su gusto no
editaría Yagies el Año artístico de Francés, que es un
mamotreto.
Ballesteros de Martos está en casa de Yagúes como
en su propia casa. Es una especie de director espiritual,
da consejos de conducta a don José, que tiene sus ribetes
de hombre galante —<«¡con esa facha!», pondera el valen-
ciano—, y a veces se enreda en aventuras peligrosas con
las modelos de sus amigos artistas, y falta a la cena fami-
liar pretextando trabajos extraordinarios en el Banco.
Ballesteros lo suple en sus ausencias, consuela a la
esposa inquieta, entretiene a los chicos y dice madrigales
discretos a Conchita, la linda adolescente, adoptando un
paternal aire campoamoriano.
Ballesteros es la clave de la editorial. El que quiera
algo de don José tiene que empezar por serle simpático
a Ballesteros. Yo he tenido esa suerte y así el valenciano
está siempre de acuerdo conmigo y me obsequia con sus
confidencias, revelándome las intimidades de aquella fa-
milia.
Don José es un tarambana, que no entiende nada de
arte, y además en su conducta es un verdadero cerdo,
como en su facha... Su mujer, doña Lola, una pobre már-
tir, una verdadera señora, digna de mejor suerte..., a la
que él le sirve con gusto de paño de lágrimas...
Bien; Ballesteros de Martos va a ser el secretario de

270
Cervantes, donde al mismo tiempo publicará críticas de
exposiciones y salones de pintura. Y lo hará sin contem-
placiones. Hay que desenmascarar a los falsos presti-
gios... Él no se vende por un cuadro como Francés, que
tiene su casa convertida en un museo... Él no se rinde
tampoco a la amistad... ¡Amicus Plato, sed magis amica
Veritas... Ve...e...ri...tas! ¡Pa...lo y ten...te tie...so!...
Don José se frota las manos, previendo el escándalo
que servirá de reclamo a la revista.
César E. Arroyo, con su voz melosa de criollo, observa:
—Muy bien, Ballesteros, la verdad ante todo..., pero hay
que saber decirla..., envolver el palo en seda... ¡Crítica
de guante blanco!...
Ballesteros se encoge de hombros, despectivo...
—SÍ..., sí..., aquí somos celtiberos..., aquí hay que
manejar el garrote para hacer pupa...
Ballesteros usa un bastón nudoso y con él subraya sus
argumentos. Y lo primero que hace, cuando habla con
un nuevo conocido, es participarle que él practica todos
los días la gimnasia sueca y levanta pesas de cien kilos.
Es pequeñito, pero bravo como un japonés.
Por todo ello, Ballesteros es el hombre que hace falta
en una casa..., en la casa de Yagúes, que es un burgués
comodón y pacato, que se deja coaccionar por esos ham-
pones como Pedro Luis de Gálvez y cede ante sus exi-
gencias...
¡Si él fuera algo más que un amigo en aquella casa!...
—¡Aquí hace falta un hombre! —murmura, y da con
el bastón en el suelo...

Despedida a Carrillo

Terminada la guerra, también Gómez Carrillo se vuel-


ve a su querido París. La Pecera acuerda despedirlo con
una cena en una tasca típica.
El brillante cronista acepta encantado y la noche de-
signada para el ágape se presenta en La Pecera acompa-
ñado de su inseparable Manuel Machado... y trayendo

271
del brazo a una joven morena, de ojos pasionales, en la
que reconozco sin dificultad a... Marujita, la hija de Co-
lombine, la incipiente actriz, la cual al verme me sonríe
y me tiende la mano con toda naturalidad.
Maruja muestra un aire frívolo y despreocupado de
cocotte y parece gozar exhibiéndose ante aquellos burgue-
ses del brazo de Carrillo, y provocando el escándalo con-
siguiente.
Los socios respetables de La Pecera, empezando por
don José y Nadal, tuercen el gesto ante la sorpresa que
les reservaba el cronista. Este presenta a su amiga como
a una actriz novel, de mucho talento, que promete ser
una Duse... y con mucho temperamento...
—¡Bah!, ¡no seas blagueur, Enrique! —le amonesta
Maruja con un gracioso mohín...
En la taberna, una taberna gallega elegida por el alpar-
gatero, sita en los soportales de la Plaza Mayor, tienen
ya preparada una gran mesa con entremeses, botellas de
vino y de Litines, que ahora están de moda y que hacen
presagiar que la comida ha de ser pesada. Lo es en efec-
to, porque la minuta elegida por Andión se compone de
platos gallegos, presididos por el pote famoso.
No hay que decir que se trata de una de esas tascas
típicas, viejas y sucias, llenas de moscas y cucarachas, y
que a cierta parte del público le encantan por lo casti-
zas. Don José pondera, al ver que Marujita hace remil-
gos: —¡Aquí todo es verdad, carayo!... Ya verá usted
qué pote nos sirven mis paisanos..., todo sustancia...,
no como en los restaurantes, donde sólo sirven platos de
mentirijillas...
Enrique le da la razón. Él está ya harto de los grandes
hoteles...
El pote resulta sustancioso, demasiado sustancioso.
Don José lo celebra, se chupa los dedos y anima a Carri-
llo: —Eh, ¿qué tal? —Carrillo apenas come, pero asien-
te: —¡Maravilloso! ¿Verdad, Marujita?
Marujita hace un mohín de displicencia...: —Yo habría
preferido un entrecot. Estos platos gallegos son tan pe-
sados... Voy a tener dispepsia...
Don José frunce el ceño. —¡Bah! —dice Carrillo—.
Con un poco de bicarbonato...
Afortunadamente, en la mesa están las botellas de Li-

212
tines. Nadal, atento, le ofrece un vasito a Maruja. Pero
ésta le hace ascos también...
—Oh —murmura—, yo bebería champaña... ¿No hay
champaña, Enrique?
Enrique hace un gesto irónico, mundano: —¡Qué ori-
ginal eres, Marujita! Eso es como pedir cotufas en el
golfo...
El Gran Simpático exclama: —Maruja tiene razón...
Sí, señor, champaña... Si no lo hay, se manda por él...
Don José, picado, protesta: —Bah, champaña... Esas
son bebidas de extranjis... Aquí tenemos un buen vino
de Ribeiro, que es lo que le va al pote..., ¡carayo!...
Carrillo trata de contentar a Maruja: —+Esta es una
comida típica, Marujita... Hay que hacer honor a la co-
cina gallega... y a estos buenos amigos que nos obse-
quían...
Para acabar de desarrugarle el ceño a la amiga, le echa
el brazo por el cuello, la estrecha fuerte y la besa en la
mejilla, entre sus rizos negros:
—Maruja, di como la Sulamita..., tus besos son más
sabrosos que el vino...
¿La ha besado? ¿Es posible?... Los comensales se mi-
ran unos a otros, asombrados y ofendidos. Algunos se
levantan en sus asientos: —¡Hombre —murmuran—, eso
estará bien en París..., pero aquí estamos en España!
Nadal, el maurista, carraspea, se atusa los bigotes, re-
funfuña: —Eso es ofendernos a los demás..., hacernos
de menos... Se ha venido aquí con una buscona..., no
hay derecho...
El cronista no se da por enterado y sigue permitién-
dose toda clase de libertades con su amiguita, que parece
muy satisfecha del escándalo que produce...
Algunos, en los extremos de la mesa, murmuran: —¡No
hay derecho, si él la besa la besaremos todos!... —Uno
grita: —¡Et carballeira, que vamos allá!...
Don José, perplejo, se rasca la gruesa nariz y balbucea:
— ¡Carayo..., carayo!
Biedma fotógrafo comenta: —Hombre, qué lástima no
haberme traído la maquinita.
Nadal, muy digno, se incorpora en su asiento con in-
"tención de marcharse... —Esto es demasiado..., aquí no
213
estamos en París para aguantar esas desvergúenzas... Este
cronista es un golfo y esa señorita es una furcia.
—Hombre —intervengo—, es la hija de Colombine...,
una señorita decente..., ésas son cosas de artistas...
—-Pues nosotros no tenemos que tolerarlas..., que se
vayan a otro sitio...
El cronista, que ha menudeado sus libaciones —;¡oh,
este vinillo del Ribeiro es excelente!—, sigue sin darse
cuenta de nada..., se ha sentado a Maruja en sus rodillas
y le pone bocaditos en la boquita menuda y roja..., lla-
mándola Herodiada...
La indignación de los comensales toca en su colmo.
Parece que van a lanzarse, medio borrachos como ya es-
tán todos, sobre Herodiada y que vamos a presenciar
una escena parecida a la que inicia la Figlia dí Jorio.
Afortunadamente, Manuel Machado interviene y le mur-
mura unas palabras admonitorias al cronista. Este se da
cuenta al fin y se quita a Marujita de sobre las rodillas.
La indignación se calma. Paco Torres sujeta a Nadal y
para distraer la atención de los comensales vocifera, arma
jaleo e inicia los brindis, levantando su copa por el gran
escritor, por el brillante cronista, gloria de las Letras
hispanoamericanas, etc., etc.
Suenan aplausos guasones... Alguno murmura: —Será
todo lo gran escritor que quieran, pero como persona es
un golfo...
El cronista se levanta y da las gracias a todos, empe-
zando por el más viejo suscriptor de El Liberal —An-
dión, halagado, baja la cabeza— y dice otra vez que su
título de miembro honorario de La Pecera lo estima más
que el de caballero de la Legión de Honor, cuya cintita
roja luce en el ojal...
La politesse de Carrillo, su gracia mundana y su fasci-
nante atractivo personal neutralizan la mala impresión
que su cinismo galante había producido.
Todos lo aplauden con sinceridad. Manolo Machado
aprovecha el momento para ponerle su capa y llevárse-
lo... El cronista se deja conducir, siempre del brazo de
Maruja, que pasea su mirada insolente y provocativa por
las caras de aquellos hombres feos, enardecidos por el
erotismo del vino. Al pasar ante mí, me saca la lengiie-
cilla roja y me dice: —Recuerdos de Ketty..., ¡bobo!...

274
Luego que se han ido, los comentarios estallan en ple-
na libertad...
— ¡Vaya un caballero de la Legión de Honor!...
—Esa es Francia, que nos envía su basura... Lástima
que los alemanes... —exclama Nadal, que durante la gue-
rra ha sido germanófilo...
—Y la niña de Colombine se las trae...
—Nos ha puesto los dientes largos...
—Eso sí... —asiente Paco Torres—. Hay que conti-
nuar la juerga... Tenemos que ir en masa a casa de la
Matildona... ¡Jamará con la niña!
Don José, perplejo, pregunta: —¿Y por qué la llama-
ba Herodiada?... ¿Es su nombre de guerra?...

Rivales

Ballesteros de Martos encuentra un rival serio en Gui-


llermo de Torre, el poeta adolescente, que yo he presen-
tado en Cervantes.
Como sabemos, Guillermito andaba visitando a todos
los escritores de nombre, desde Eugenio Noel hasta Fom-
bona, a la búsqueda de un padre literario..., siempre con
su carterita bajo el brazo, audaz e imperturbable, no ha-
bía nada que le detuviera, burlaba todas las consignas y
se presentaba ante sus presuntos maestros, sorprendién-
dolos en su intimidad. Era una especie de comendador
que se filtraba por las paredes. Y un día también, inopi-
nadamente, nos lo encontramos en nuestras reuniones en
casa de Yagije. Había logrado del editor que lo nombrase
del Comité directivo de la revista.
Ballesteros de Martos estaba indignado: —¡Este Ya-
gie!... —¡Obligarlo a él a alternar con un niño bitongo
y pedantuelo, que escribía aquellas cosas absurdas en una
prosa cacofónica, que no tenían pies ni cabeza!... ¡Un
niño que debía estar en la escuela de párvulos..., que no
tenía la menor noción de sintaxis ni de sindéresis!...
Pero Guillermito, por su mismo desparpajo, les hacía
gracia a todos. La señora de Yagie lo miraba maternal-
mente y decía: —¡Pero, Señor, si es tan joven!

27)
El ecuatoriano César E. Arrollo ponderaba: —Recuer-
da a Vargas Vila... Es novedoso..., no hay que ponerle
veto a ninguna manifestación de arte...
Acabó Ballesteros por transigir y su indignación derivó
hacia la risa. Cada prosa de Guillermito servía de motivo
para alegres comentarios. Llegaron todos a asimilarse
aquel léxico híspido y estrambótico del novel y a aplicar-
se mutuamente aquellos epítetos de «dehiscente», «eclosi-
vo», «intersticial», etc., y aquellas invocaciones de «Oh
Fémina aviadora y porvenirista» y «Oh mi corazón pluri-
florido y poliaustral»... y demás frasecillas por el estilo.
—Muy bien, Guillermito —aprobaba el ecuatoriano—.
Es usted el poeta porvenirista... El descubridor de una
nueva Estética... Es usted superior a D'Annunzio, que
ya está anticuado..., y a Marinetti..., y a Ramón... Sus
orejas son dos antenas vibrátiles que captan las ondas
más sutiles, las vibraciones más tenues del misterioso cos-
mos poético... Es usted el poeta adolescente, que con su
aguda lanza lírica, ha de arponear a los viejos saurios fó-
siles de la literatura...
Y el adolescente que había andado afanosamente en
busca de su maestro, clamaba ahora con su voz gangosa:
—Sí..., hay que dar la batalla a los viejos maestros an-
quilosados... Todos son fósiles como los megaterios y los
ictiosaurios..., Ramón es un fósil..., aunque él crea lo
contrario... Su modernidad está ya demodée... Ramón
es un pasatista... Pombo es una tienda de anticuario...,
habría que quemarla...
Ballesteros de Martos argúía: —Pues usted bien que
va por allí...
—Yo voy a todas partes, porque soy ubicuo e inters-
ticial... Pero eso no quiere decir que yo sea pombiano...
Yo capto ondas, sencillamente... Yo soy el testigo ocu-
lar... Yo lo anoto todo para mi gran obra futura de crí-
tica demoledora y fosilicida...
—Pero ¿qué dice ese chico? —preguntaba el editor—.
¿Por qué habla de ese modo? ¿Quiénes son los saurios?...
¡Con lo fácil que es hablar claro!...
Pero Arrollo explicaba: —El poeta, amigo don José,
no puede hablar el lenguaje del vulgo... Tiene su lengua-
je especial, hermético, hierático, que requiere una inicia-
ción...

276
Ballesteros de Martos reía: —Todo eso son cuentos...,
y Cuentos viejos... El artista que tiene algo que decir,
lo dice o lo pinta... claro, para que todo el mundo lo
entienda... Ahí está Zorrilla, ahí está Sorolla... Lo demás
es impotencia...
—;¡Zorrilla..., Sorolla! —se asombraba Guillermito—.
Usted está anquilosado... Usted no percibe la onda de la
emisora moderna...
—Puede que sea así —asiente irónico el valenciano—.
¡Como no tengo sus orejas!...

Las preocupaciones de Bóveda

Xavier, el poeta de los madrigales a las hermosas, llega


a la tertulia con una expresión de cara entre compun-
gida y zumbona, típicamente galaica, y haciendo ampu-
losos aspavientos con sus manos toscas y enmitonadas de
suciedad.
—¿Qué le pasa, Xavier?
Xavier se sienta en el diván, nos mira con sus ojillos
maliciosos de campesino gallego, al que se le hubiera
muerto una vaquiña y sospechase de maleficios y explica:
—'Una cosa trágica..., esa Margarita...
—¿Qué, Xavier, habla!
—-Pues que resulta que tenía un amigo del alma, un
hermano espiritual, según ella decía... Bueno, yo soy un
hombre comprensivo, culto, civilizado..., yo he leído a
Ibsen y a Tolstoi..., y le dije: «Mira, Margarita, la base
de todo amor es la sinceridad y la lealtad..., ¿quién es
ese chico?... Preséntamelo y si es un chico decente, le
concederé mi amistad...» Ella me dijo: «Es un artista,
un pintor que va a San Fernando y hace ya unas cosas
que están muy bien..., se llama Alberto y es muy sim-
pático, ya lo verás...» Y Margarita me presentó a Alberto,
que efectivamente es un muchacho encantador..., y me
dijo: «Yo quiero a Margarita como a una hermana...,
no tenga usted celos...» Yo ¿cómo voy a tener celos?
Yo sé que los celos son un signo de inferioridad, un sen-

277
timiento impropio de seres civilizados... Yo tengo con-
fianza en Margarita y en usted...
—¡Magnífico, Bóveda! ¡Eres un tolstoiano!
Bóveda sonríe irónico.
—FEsa es la actitud que debe adoptar todo hombre cul-
to... Un civilizado no puede concebir el crimen pasio-
nal... Ese es un resto atávico...
—Bueno, pues entonces qué es la cosa trágica...
—Pues que verán ustedes..., que yo estaba tan tran-
quilo, cuando voy días pasados a buscar un libro en mi
biblioteca...
— ¿Biblioteca y todo?
—Sí..., ya les dije que habíamos puesto nuestra casi-
ta... Don Gabino (Bugallal) es mi Mecenas... Yo no ne-
cesito más que pedirle una cosa para que me la haga.
Yo entro en casa de don Gabino como en la mía... Los
dos somos gallegos y los dos damos lustre a Galicia, cada
cual en lo suyo, él en la política, yo en la literatura...
Yo trato a don Gabino como a mi padre..., me siento
en su mesa de despacho, me fumo sus puros... Los galle-
gos somos todos hermanos. Bien; pues yo le dije a don
Gabino: —Mire usted, don Gabino, yo estoy ya harto
de la bohemia; necesito regularizar mi vida para poder
trabajar..., y para eso necesito poner casa y usted tiene
que ayudarme... Don Gabino me ayudó...
—No divagues, Xavier... ¿Fuiste a buscar un libro
y qué?
—Pues que me encontré con que la biblioteca estaba
casi vacía..., esa Margarita me había ido sustrayendo los
libros para ayudar a su Alberto... Habían desaparecido
de allí obras de Rubén Darío, de Curros Enríquez y de
poetas de ahora, que yo estimo y que me las habían dedi-
cado con palabras de afecto y admiración que me honra-
ban... Aquello era algo trágico...
— ¡Verdaderamente, hombre! Esa Margarita no es la
del Fausto. Pero, en fin, unos libros...
—Pero la cosa no para ahí —prosigue Bóveda—.
Aquello me alarmó y abrí los cajones de la cómoda, don-
de guardaba mis camisas, mis corbatas y mis calcetines...
Todo había desaparecido... Margarita se lo había llevado
todo para dárselo a su Alberto... Aquello era ya dema-
siado... Llamé a Margarita y con toda delicadeza le dije:
278
«Margarita, esto es ya un abuso de mi confianza... Ya
comprenderás que esto no puede tolerarse... Bien está
que ayudes a Alberto y lo vistas; pero sin desnudarme
a mí...» Margarita se echó a llorar: «Tienes razón, Xa-
vier..., pero no puedo remediarlo..., yo amo a Alberto...
y también te amo a ti..., ¡eso es lo horrible!» Yo le se-
qué sus lágrimas..., yo soy un sentimental, pero le dije:
«Margarita, es una cosa trágica; pero ya comprenderás
que no podemos seguir viviendo juntos..., formando eso
que llaman un menage d trois..., eso sería indecoroso..
así que debemos separarnos..., yo te querré como siem-
pre porque eres una buena chica y Os ayudaré a ti y a
Alberto en lo que pueda, pero tenemos que separarnos...
—¡Oh qué corazón tan grande tienes, Xavier! dio
Margarita—. Yo también te querré siempre, pero com-
prendo que hay que resignarse ante la fatalidad... A mí
siempre la fatalidad me ha perseguido..., soy una desgra-
ciada... —Yo la consolé lo mejor que pude, le di algún di-
nero y unos besos y nos despedimos llorando, y yo sentía
que en aquel momento la amaba más que nunca...: —Se-
guiremos siendo buenos amigos, porque tú no tienes culpa;
es la tragedia y precisamente la tragedia consiste, como
ha dicho Pérez de Ayala, en un conflicto, en el que todos
tienen razón..., en que todos son inocentes...
— ¡Bravo, Xavier! Tienes un corazón que no te cabe
en el cuerpo...
—Los gallegos somos así..., sentimentales y compren-
sivos, al revés de los castellanos... Es cuestión del me-
dio... Galicia es un país verde y jugoso... Castilla una
meseta árida... El clima influye en la psicología de los
hombres..., ya lo dijo Taine...
—-Pero ¡qué cultura, Xavier!
— ¡Psch! He leído algo... y aún tengo que leer más...
Sin cultura no hay arte... Para todo hace falta una base
de filosofía... Yo estoy ahora leyendo a Ortega y Gasset..
La filosofía es la que salva al hombre... Si no fuera por
ella, no habría podido soportar la traición de Margari-
ta..., y habría adoptado una actitud trágica..., mientras
que ahora lo que haré será sublimar la pasión y compo-
ner un poema como el de Dante y Beatriz...
—¡Admirable, Xavier! —aplaudo.

289
—Sí; además pienso irme de aquí..., haré el viaje de
América... Todo gallego debe visitar por lo menos una
vez América... Ya le he hablado a don Gabino para que
me consiga un pasaje de primera en la Transatlántica...
Voy a descubrir América...
—¡Magnífico, Xavier! ¡Eres un pequeño gran hombre!
—aplaude Paulino—. ¡Un gran hombre en Liliput!...
Xavier sonríe benévolo con aire de superioridad:
—:¡Esos andaluces!...

Las ediciones clandestinas

Pepe Mas viene a contarme la «canallada» que don Ma-


nuel Palomeque ha tratado de hacerle y que él ha evitado,
gracias a una casualidad afortunada... y a su habilidad
detectivesca.
—Figúrese usted..., ese hombre es un bandido; me
ha estado haciendo ediciones clandestinas de mis libros...
Contratábamos tres mil ejemplares y tiraba seis mil...,
y yo, naturalmente, en la higuera... Pero el otro día, un
aprendiz de la imprenta de la calle del Norte, donde se
imprimen mis obras, vino a verme y me dijo: «Señor
Mas, sepa usted que en la imprenta de Marzo le están
haciendo dobles tiradas de sus novelas...» Al muchacho
lo habían despedido y ésa era su venganza... Yo, inme-
diatamente, di un brinco... y me puse en pie de guerra...
Había que proceder con habilidad y coger desprevenido
al regente... Hablé con Pepe Alvea, el de los seguros, y
éste me aconsejó lo que tenía que hacer... Presentarme
de improviso en la imprenta, con un notario de incógni-
to, comprobar el fraude y que aquél levantase acta nota-
rial del mismo... Me fui entonces a ver al amigo Toral,
que es notario y literato, el autor de El condenado..., le
conté el caso y el hombre se alegró la mar de esa ocasión
de sentarle la mano a un editor desaprensivo... Nos pre-
sentamos los dos en la imprenta y yo, con aire despreocu-
pado, le pregunté al regente: «¿Qué hay, están ustedes
ya tirando mi novela?» «Sí, señor Mas...» «Bueno, su-
pongo que tirarán los seis mil ejemplares convenidos, ¿no

280
es eso?» El hombre se desconcertó un poco, pero al ver
mi naturalidad, asintió: «Sí, señor..., eso..., los seis
mil...» Entonces yo me volví al amigo Toral y le dije:
«Señor notario, haga el favor de levantar acta...» El re-
gente se quedó pálido; pero ya no podía enmendar su pi-
fa...
Aquella misma noche, a las ocho, a la hora en que la
tienda de Palomeque está llena de público, presentóse
allí el amigo Alvea, pidiendo hablar con don Manuel.
Lo pasaron al escritorio que, como usted sabe, está con-
tiguo a la tienda, y Alvea, muy serio, le dijo a Palome-
que: «Soy abogado y vengo en nombre de don José Mas
a pedirle a usted una indemnización por esas tiradas clan-
destinas de sus obras...»
»Don Manuel se aturrulló, balbució unas palabras de
asombro, haciéndose de nuevas, y le rogó a Alvea que ba-
jase la voz...
»—Pero, hombre, eso es un error de don José Mas...
Yo soy un caballero... y se lo explicaré todo... Dígale
que venga a verme o que yo iré a verlo adonde me indi-
que y hablaremos de amigo a amigo...
»Pero Alvea, lejos de bajar la voz, lo que hizo fue al-
zarla más y decirle:
»—Mire usted, señor Palomeque, mi cliente ha puesto
su asunto en mis manos y si usted no accede a lo que
voy a proponerle, el asunto seguirá su curso y ya sabrá
usted que lo que ha hecho es una estafa —aquí alzó to-
davía más la voz— que tiene su pena en el Código y es
un caso de Juzgado de guardia...
»—Baje usted la voz —volvió a suplicar Palomeque—.
¿Qué es lo que el señor Mas desea?
»—El señor Mas lo aguarda a usted en su casa, esta
noche hasta las diez, con un cheque, y si no se presenta
usted allí, lo demandaremos por delito de estafa...
»—Bien..., bien —dijo don Manuel azorado—. Dígale
usted al señor Mas que, en cuanto cierre la tienda, iré a
verlo y arreglaremos el asunto como buenos amigos y ca-
balleros... ¿Qué necesidad tenía el señor Mas de enviarme
ningún abogado?...
»Con aquella promesa de Palomeque, retiróse de allí el
amigo Alvea... y efectivamente, antes de las diez, ya es-
taba el bandido de Palomeque en mi casa. Llegó con aire

281
de ofendido, farfullando excusas y justificaciones y que-
jándose de que yo le hubiese enviado un abogado.
»Yo lo atajé y le hice que se ciñera al asunto. Había
echado la cuenta de lo que me correspondía por los ejem-
plares fraudulentos de todas mis obras y le intimé:
»—Tiene usted que darme un cheque por valor de vein-
te mil pesetas, de lo contrario le diré a mi abogado que
proceda contra usted judicialmente.
»—Está bien —refunfuñó Palomeque—. Me ha ganado
usted por la mano...
»Sacó el talonario de cheques y la estilográfica y garra-
pateó nerviosamente uno por la cantidad indicada: — Ahí
tiene usted —me dijo con su cólera fría de inglés—.
Pero le advierto que le va a pesar... Voy a poner a la
venta sus libros en la vía pública, a peseta, y perderá
su prestigio.
»—¡Alto ahí! No había pensado en ello... Pero ya que
me da usted la idea, va a firmarme ahora mismo un papel
comprometiéndose a no rebajar el precio de los libros...,
y si no, no sale usted de aquí...
» Y rechinando los dientes, el hombre firmó el docu-
mento, dio media vuelta y se fue...
»Ha sido una lección..., así aprenderá a no hacer edi-
ciones clandestinas... Hay que hacer un escarmiento con
esa gentuza...
—Bravo, Pepe Mas... —le digo—. Se ha portado us
ted como un Sherlock Holmes...
—¡Naturá! —contesta él muy ufano—. ¡Para algo es
uno andaluz!...

Como es natural, Palomeque, la primera vez que voy


a verlo, me da una versión totalmente distinta de lo ocu-
rrido, mostrándose como víctima de un chantage del no-
velista en combinación con aquel individuo que ahora re-
sulta que no es abogado... ¡Si lo llega a saber a tiempo!...
¡Qué calumnia! ¡Decir que él hace ediciones clandes-
tinas de las obras de un autor, cuyas ediciones legales
no se venden y se pudren en los almacenes!... —¿Para
qué voy yo a tirar seis mil ejemplares si no vendo los
tres mil?... ¡Hablar de estafa!... El verdadero estafador
es el señor Mas, que me hizo creer que vendía tanto y
cuanto para que picara en el cebo... ¡Estafador yo!...

282
Cuando todo el mundo sabe que soy un perfecto caba-
llero y como comerciante cumplo escrupulosamente to-
dos mis compromisos... Y él, ¿quién es? Un viajante de
comercio, trapalón y pícaro, como todos los de su laya...
En fin, no hablemos más del asunto... Él es el que pier-
de... Ya no será Pepe Mas, sino Pepe Menos... ¡El su-
cesor de Blasco Ibáñez!... ¡El futuro premio Nobel!...
Ja..., ja... Le digo a usted que entre unos y otros le
quitan a uno las ganas de ser editor... Si no fuera porque
entre los autores los hay como usted, que es un perfecto
caballero, etc., etc.
Manolito, el del Gas, asiste a este monólogo de su
jefe poniendo unos ojos desorbitados de escándalo y pie-
dad... Y ante las palabras de elogio que aquél me dirige,
exclama entusiasmado: —¡Ele, sí, señor! ¡Es la fetén!...
Si todos fueran como usted...
—;¡Gracias, Manolito! —sonrío.
Y para mí pienso: —¿Cuánto me costarán estos elo-
glos?

Iniciativa

Para salvar el periódico, que va derecho a la ruina,


Juan de Aragón ha tenido la feliz idea de lanzar cuatro
ediciones diarias de La Corres, una por la mañana; la
segunda a las dos de la tarde, cuando la gente se va a
casa a comer; la tercera a las ocho de la noche, cuando
la gente se recoge en sus casas para cenar, y la última
a las doce de la noche, cuando todo el mundo sale de los
teatros y cines.
De esa manera, La Corres brindará a todos las últimas
noticias del día y nadie se escapará de comprarla.
—Eh, ¿qué tal? —pregunta a los redactores convoca-
dos a ese efecto.
—i¡Magnífico..., magnífico! —aplauden todos...
Por lo bajo alguien murmura: —No se venden las dos
ediciones y se van a vender las cuatro...
—¿Qué dice usted?
—Nada, que es una idea genial, don Leopoldo.

283
Ya no queda en la redacción nadie que se atreva a con-
tradecirlo...
—Bueno, pues hala, escuchad mis instrucciones...
Y el baturro, echado de bruces sobre la gran mesa, dis-
tribuye los turnos de trabajo, da órdenes al regente y
recomienda a todos el mayor esmero para recoger infor-
mación...
—Hay que trabajar de firme..., el que se deje pisar
una noticia va a la calle... Y las ediciones tienen que salir
a la hora en punto...
Así se hace desde el día siguiente... Pero sucede que
las máquinas son demasiado viejas y no funcionan con la
rapidez necesaria y las ediciones salen retrasadas, cuando
ya no hay nadie en las calles. La de las doce de la noche
sale a la una y las vendedoras la dan por un pitillo...
¡Por un pitillo, La Corres!...
Juan de Aragón patalea, le echa la culpa a todo el mun-
do, al país, al público, que no aguarda la salida de las
ediciones, a los cajistas... y a Paniagua...
—Está —dice Pizarroso— como para que le pidan la
pulga...
Aznar, su secretario, pone un gesto trágico, desolado...
Sin duda se acuerda de su mujer y sus chicos...

Los ultraístas

Atraídos por el fragor del Ultra, llegan a nuestra ter-


tulia del Colonial varios escritores argentinos, unos mu-
chachos jóvenes, que simpatizan con las nuevas tendencias
estéticas.
Jorge Luis Borges, un joven alto, delgado, con lentes
y aire de profesor. Viene de recorrer Europa en compa-
ñía de su hermana Norah, que hace unos dibujos muy
modernos. Ha estado en Alemania, es poliglota y tiene
un enorme fondo de cultura. Aún no publicó ningún libro.
pero ya en su país se hizo notar por su colaboración en
revistas literarias.
Se adhiere, desde luego, al Ultra y se propone ser su
introductor en la Argentina.

284
Arturo García Caraffa me hace una interview para una
revista bonaerense.
Luis Emilio Soto, otro joven de talento y cultura, do-
tado sobre todo de espíritu crítico..., que ya tiene cierto
nombre en su país...
Es un joven serio, que ahora lo es más, porque acaba
de perder en Madrid a su joven esposa, con la que rea-
lizaba un viaje nupcial..., y al que consolamos con tópi-
cos de la vieja filosofía...
Viene también un joven judío-argentino, al que llevo
a ver la antigua sinagoga, hoy iglesia cristiana de San Lo-
renzo, en Lavapiés, cuya vista le produce intensa emoción.
Jorge Luis y su hermana celebran reuniones literarias
en su casa, a las que acude Guillermo de Torre que, se-
gún me dicen, le hace el amor a Norah, a la que califica
de «fémina dinámica y porvenirista»...
Los jóvenes del Ultra acogen con entusiasmo a estos
nuevos adeptos y claman: —¡El Ultra se extiende, el Ul-
tra traspasa las fronteras!... ¡El Ultra se impone, maes-
tro!... ¡Viva el Ultra!... | E

Agresión a Luisito Pomés

Los periódicos dan cuenta de un dramático suceso que


parece arrancado de una novela decadente, de Lorrain o
Rachilde, y cuyo protagonista y víctima ha sido Luisito
Pomés, el lindo rmignon de Antonio de Hoyos.
Al salir del último baile de Carnaval en el Lírico, Lui-
sito Pomés, que iba disfrazado de bebé, fue agredido
a puñaladas por un sujeto desconocido que lo dejó caído
sobre las gradas del teatro, en un charco de sangre, entre
la barahúnda de máscaras que de él salían.
El episodio es digno de ser descrito por el amigo de
la víctima, el autor de El caso clínico. Es posible que
éste no anduviera muy lejos; pero los periódicos no lo
citan.
En cambio, nos dicen —y ahora nos enteramos— que
“Luisito Pomés es empleado en el Ministerio de Fomen-

285
to —detalle algo desilusionante y prosaico, tratándose
de una figura tan novelesca.
Ahora, como es natural, lo expulsarán del Cuerpo y el
pobre chico se encontrará en la calle, si sobrevive.
Para que la cosa sea más patética, Luisito Pomés tiene
madre, como Vicente Pastor. Una madre anciana y sin
otro amparo que ese hijo descarriado.

Enrique Jardiel

El reporter judicial de La Corres, Enrique Jardiel, vie-


ne raras veces por la redacción.
Es un hombre simpático, locuaz, dicharachero, gordo
y colorado que acredita esa Rioja de donde es natural...
Está casado con una mujer que se llama Inocencia y es
cómico oírle decir que él se acuesta y se levanta con la
Inocencia...
Cuando aporta por la redacción siempre organiza algu-
na merendola a la que invita a todos.
Romeo siempre encuentra algún reproche que hacerle
por la forma de sus reportajes; pero no logra cortarle el
buen humor...
Jardiel tiene una hija que estudia árabe y me ruega le
escriba yo alguna frasecilla arábiga en su abanico.
También tiene un hijo llamado como él, Enrique, que
tiene pujos literarios... Ya me traerá alguna cosilla para
que la vea...
Yo lo felicito por la hija y lo felicito a medias por
el hijo.

El pan de sus bijos

Blanco-Fombona está decidido a defender como una


fiera el pan de sus hijos, es decir, su Editorial América.
En este terreno no aguanta bromas. La guerra ha provo-
cado entre nosotros una crisis económica.

286
Ahora bien, días pasados Canedito, en su «Cena de las
burlas», de La Voz, se permitió hacer unas eutrapelias
de las suyas, a costa de una desdichada traducción de Ega
de Queiroz publicada en dicha editorial con la firma de
Andresito González Blanco.
Fombona, que no había leído el manuscrito del joven
polígrafo, leyó los donaires del crítico e inmediatamente
montó en cólera. Contra el infiel traductor y contra el
chistoso ironista. Cogió su bastón y se fue derecho a ver
a Canedo, subiendo de dos en dos los escalones del pe-
riódico. Allí estaba el sonriente y melifluo Canedo, con
su facha ajesuitada, sus lentes de erudito y su voz de
tenorino aflautada: —;¡Hombre, Fombona! ¡Cuánto gus-
to! ¿Qué desea usted?
Fombona lo cogió por las solapas y le dijo sin preám-
bulos: —Mire usted, Canedito, vengo a decirle a usted
que a mí me tiene sin cuidado que se meta usted con
Andresín, que es un pendejo; pero no le tolero que me
desprestigie usted mi editorial, porque eso es el pan de
mis hijos... Í
Y dijo esta frase patética, de sainete arnichesco, blan-
diendo ya el bastón.
Canedito, con su eterna sonrisita y su voz atiplada,
diole, naturalmente, toda clase de satisfacciones, prome-
tiéndole respetar en adelante el pan de sus hijos.
Fombona le echó el brazo por el hombro con toda
cordialidad.
Luego, el poeta se fue en busca de Andresín, que es
ahora director de La Jornada, ese periódico aliadófilo que
tiene su redacción en Recoletos.
Irrumpió como un puma en el vestíbulo, dispuesto a
subir la escalera. El portero lo detuvo: —¿Adónde va
usted?
—A ver al director —respondió Fombona rechinando
los dientes.
—El director no está.
—:¡Que no está! —exclamó Fombona con voz caverno-
sa—. Bueno, pues déme recado de escribir, voy a ponerle
unas líneas...
—Agquí tiene usted, señor...
Fombona sacó su estilográfica y en la misma portería
empezó a escribirle una cartita a Andresín, prodigándole

287
los peores epítetos de su repertorio, como si fuese el ti-
rano Gómez...
—Pero a medida que iba escribiendo —me cuenta Fom-
bona—, en vez de aplacarme con aquel desahogo, me
ponía más furioso..., hasta que al fin cogí el papel, lo es-
trujé, me guardé la pluma, requerí el bastón y subí como
una tromba las escaleras... Llegué a la redacción, empu-
jé la mampara y pasé adentro gritando: ¿Dónde está
ese pendejo que se llama Andresito González-Blanco?...
Dos o tres redactores que escribían en una gran mesa,
alzaron los ojos y se me quedaron mirando sorprendi-
dos... Yo fui hasta el fondo de la sala, donde en una
mesita había alguien que se tapaba la cara con un perió-
dico desplegado. Este es mi hombre, me dije. Aparté
de un manotón el periódico y descubrí tras él la cara
pálida, demudada, de Andrés... —¡Ah, por fin lo encon-
tré, pendejo!... Alcé el bastón y ese gesto bastó para que
el hombre se desplomase debajo de la mesa... Fue algo
tan cómico —termina Fombona— que no pude contener
la risa. Y en vez de pegarle, lo ayudé a levantarse del
suelo. El hombre se deshacía en excusas, pedía perdón
como un chico de la escuela, amenazado por el puntero
del maestro. Sequeiros, que andaba por allí dentro, acu-
dió desalado en defensa de su admirado amigo: — ¡Por
Dios, Fombona, no le haga usted nada a Andresito!...
—Pero yo no pensaba en hacerle nada. Estaba que me mo-
ría de risa... Ahora me alegro de que la cosa terminara
así... Ese Andresín es un buen chico en el fondo, y yo
lo quiero... Pero, eso sí, no volverá a hacerme más tra-
ducciones... Yo debo mirar por el prestigio de mi edi-
torial...
—Que es el pan de sus hijos... —termino yo maqui-
nalmente. Y ambos nos echamos a reír.

Un divino fracaso

Uno no piensa que la literatura sea una cosa práctica


ni un medio de vida. Para eso está el periodismo y la
traducción. Yo entrego mis originales sin condiciones, con

288
la sola pretensión de que me los publiquen, y si a veces
firmo contratos, es porque el editor me lo exige para su
seguridad, pero no hago caso de ellos, pues sé por expe-
riencia que no han de cumplirlos. Esos tantos por ciento
sobre la venta del libro son puramente teóricos y nunca
llega a verlos el autor. Para qué pedir liquidaciones, si
ya sabe uno de memoria que el editor pondrá una cara
triste, compasiva, y nos dirá: —Le haré la liquidación,
pero desde ahora le advierto que no tiene usted saldo
favorable... Sus libros se venden poco y lentamente... Es
una injusticia, pero es así... Usted escribe para los exqui-
sitos, que son una minoría... Yo le edito a usted por puro
afecto...
El autor tiene que avergonzarse y dar todavía las gra-
cias...
Otras veces, el editor se enoja: —Pero ¿cómo, duda
usted de mí? ¿Cree que si tuviera algún saldo a su favor
no se lo habría yo abonado, sin que me lo pidiese? Yo le
creía amigo mío, pero veo que desconfía de mí...
El autor debe sincerarse, disculparse, y dar también las
gracias por el honor que el editor le hace al contarlo entre
sus amigos.
Por eso, hace tiempo, yo arrumbo los contratos en el
fondo del cajón y no vuelvo a acordarme de ellos. Hago
incluso por no acordarme, para no perder el sueño. Ade-
más, que esas preocupaciones de dinero distraen al es-
critor, lo achabacanan, lo mercantilizan. No concibo a un
Fombona montando una administración editorial ni a Pepe
Mas llevando su libro de contable.
Pero, a veces, se acentúa la penuria en la casa, la Her-
mana suspira en los rincones y uno cae en la tentación
de ver si tiene algunas monedas en la hucha del editor.
Así me ocurrió a mí anoche y esta mañana, haciendo
un esfuerzo, me levanté temprano y emprendí el camino
de la calle Lista, donde tiene su casa y su editorial José
Ruiz Castillo, el antiguo socio de Martínez Sierra, el edi-
tor de Miró y Gómez de la Serna, el hombre que alardea
de refinado y de protector de la literatura no asequible
al vulgo, y en cuya Biblioteca Nueva publiqué el año
pasado un librito de ensayos titulado El divino fracaso.
- Llegué allá y él mismo salió a abrirme la puerta y me
hizo pasar a su despachito, decorado con originales de las

289
cubiertas de sus libros, retratos de autores y, sobre un
bargueño, una cabeza en escayola de Beethoven.
Ruiz Castillo, que es un aprensivo como en sus tiempos
Juan Ramón Jiménez, tomó en mi presencia medio vasito
de un líquido lechoso, se enjugó el bigotillo reformado
según la moda de la postguerra, me ofreció un cigarro
emboquillado y, previendo el objeto de mi visita, empezó
a hablarme con cara compungida de los tópicos consabi-
dos... La poca afición de los españoles a la lectura..., lo
poco que se vende..., el sacrificio que a él le representa
editar las obras de Miró y de Gómez de la Serna... Ya ve
usted, Miró..., un gran escritor, y Ramón, un escritor
tan interesante... Pues no se venden... Me cuestan di-
nero... Gracias que me defiendo .con las traducciones...
Aquel preámbulo me cortó los vuelos. Pero el recuer-
do de la Hermana me dio valor para decir:
—¿Y mi Divino fracaso?
—Pues que ha sido un divino fracaso —me contestó
el editor.
—Pero ¿cómo?... ¿No ha producido nada?
—Nada, querido amigo. —Y el editor me mostró sus
manos morenas y vacías.
Sólo había producido ese retruécano fácil que acababa
de oírle.
Para consolarme de mi nada divino fracaso, Ruiz Cas-
tillo me ofreció traducciones.
—Mire usted —dijo con negligencia—. Usted podría
hacerme un gran favor... Aquí tengo este manuscrito
—señaló a un mamotreto—. Es una traducción de una
obra de Hardy, Teresa de Ubervilles... Se la confié al her-
mano de Ortega y Gasset, el ingeniero, que sabe inglés
y tenía mucho empeño en firmar una traducción... Pero
el hombre no es literato y me ha traído un manuscrito
imposible..., habría que corregirlo..., acaso rehacerlo...
¿Quiere encargarse de él?
No pude contener un gesto de desagrado. Pero al fin
acepté.
—Comprendo que es una labor engorrosa..., pero ya
le daré una compensación...
—¿Algún libro original?...
—Acaso... No sería difícil... Usted es un gran escri-
tor y yo lo admiro, ya lo sabe... Pero ahora estoy metido

290
en eso de Miró... Pero ya veremos... Ahora corríjame
usted este manuscrito... Tome el original inglés, para que
lo confronte... Se lo pagaré como una traducción... Pero
haga usted mismo el trabajo...
—;¡Claro que yo mismo!
—Es que —dice el editor, sonriendo con una sonrisa
aguda de puñal— Ramón me ha dicho que tenía usted
un regro...
Yo le contesto con una risa sardónica:
—¡Un negro! Pero con lo mal pagadas que están las
traducciones, quién podría permitirse el lujo de tener un
negro...
—Bien..., no se moleste usted... Son chismes de la
Cripta... Yo sé que es usted una buena persona...
Me da unas palmaditas en el hombro y me acompaña
hasta la puerta.
Salgo de allí con mi mamotreto y voy pensando que
un escritor no debería saber lenguas, ni francés, para que
los editores «generosos» no pudieran ofrecerle esta clase
de compensaciones.
¡El traductor te mata, pobre escritor!

Concha Espina

En Renacimiento —la vieja editorial que ahora dirige


Ricardo León— encuentro a la ilustre escritora Concha
Espina, a la que admiro desde que leí su Niña de Luzme-
la y su Rosa de los vientos, esos libros autobiográficos,
ingenuos y tristes. La figura de la escritora responde al
diseño de su protagonista en esas novelas, con ese traje
sencillo, esa pamela romántica y ese velillo, que encubre
su cara todavía joven y melancólica. Una Claudina hones-
ta, que no ha perdido su aire candoroso de aldeana mon-
tañesa, y a la que el trato mundano ha impreso modales
de gran señora.
Concha Espina lleva en su corazón un drama que ex-
plica su tristeza; como Carmen de Burgos, su antítesis en
ideas —Concha es católica, Carmen es librepensadora—,
tuvo la desgracia de enamorarse en su juventud de un
291
señorito calavera, y se casó con él, pese a la oposición de
su familia y a cierta diferencia de edad, y como Carmen,
no tardó en sentirse decepcionada. Aquel hombre la llevó
a América y allí le mostró su verdadero carácter, su alma
de canallita, de mujeriego y borracho. La escritora, ma-
dre de su primer hijo, Víctor, tuvo que recurrir a la labor
agotadora de la aguja, hasta que por una serie de circuns-
tancias se improvisó escritora. Luego se vino con su niño
a España y en Santillana del Mar conoció a Ricardo León,
al que el Banco había destinado allí, y empezó unas rela-
ciones sentimentales y literarias de las que, según dicen
las malas lenguas, salieron varios libros y un par de hi-
jos... Luego, vinieron ambos a Madrid. León tuvo con
sus libros el éxito que ya sabemos, ingresó en la Academia
y con su prestigio e influencia contribuyó a la fama de su
amiga, consiguiendo que cada año la Academia le conce-
diese algún premio de los que tiene instituidos... Esto
dio también que hablar a los murmuradores, incluso a los
compañeros de Academia de Ricardo León, entre ellos a
don Armando Cotarelo y Mori, el Secretario de la Corpo-
ración, al que una vez le oí decir: —Ese caballerito se ha
propuesto que la Academia le costee su querida...
La autora de La esfinge maragata es una mujer que se
sabe calumniada y siente su éxito, por lo demás muy me-
recido, amargado por ese dolor. En realidad, ella como
escritora vale infinitamente más que su supuesto Mece-
nas, ese novelista y poeta de estilo engolado, amanerado
y clasicote, protocolario y falso, como su persona, y que,
en fin de cuentas, ha hecho su carrera agarrándose a los
faldones de don Antonio Maura.
Para colmo de penas, el amigo de la juventud, al que
la escritora amó románticamente cuando aún apenas era
otra cosa que un simple empleado del Banco de España,
y además estaba enfermo, lleno de alifafes como un an-
ciano precoz, acaba de traicionarla, casándose inespera-
damente con una jovencita madrileña... Concha Espina
tuvo noticia de esa boda por los periódicos y para dis-
traer su dolor, se marchó a Alemania —la Alemania de
la postguerra—, y de allí vuelve ahora con un libro, El
cáliz rojo, en el que, a nombre de Isabel Valtenebros,
cuenta su propia tragedia.
No es extraño que la novelista muestre hoy ese aire

292
displicente y contrariado, y emplee ese tono de acre iro-
nía en todo cuanto dice.
Concha Espina está, según parece, esperando a Ricar-
do León y se queja de su tardanza... —Pero ¡ese director
tiene abandonada la editorial! —dice.
Agustín, el contable, que ha venido a sustituir a don
Julio del Moral, un sujeto insignificante, que es además
empleado del Monte de Piedad, disculpa al director y tra-
ta de apaciguar el mal humor de la escritora.
—No tardará en venir —dice, mirando al reloj—. Siem-
pre viene a eso de las seis...
—Pues ya debiera estar aquí —insiste Concha Espi-
na. Luego la escritora se fija en unas galeradas y en una
cubierta de libro que hay sobre la mesa: —Las esfinges
—deletrea—, por Germán de la Mata... ¡Hombre! —ex-
clama Concha Espina, dando un respingo—. ¡Les esfin-
ges!... Eso es robarme el título... ¿Quién es este señor?
Yo no lo he oído mentar nunca... Para mí es otra esfin-
ge..., ¡no maragata, eh!
Me mira interrogante. Yo tampoco he oído su nom-
bre... Pero sí..., he visto algunas traducciones suyas del
francés...
—Es —balbucea Agustín, azorado— un chico compa-
ñiero de Pepe Francés en Correos... Parece que no escribe
mal... Trajo el libro y se le aceptó...
—¿Quién se lo aceptó? ¿León?...
—¡Claro!...
— ¡Vaya! Así, de buenas a primeras... ¡Debe ser una
obra genial! —comenta irónica Concha Espina.
Hay un silencio molesto. Agustín garrapatea en sus
libros, pero se nota que está pendiente de la puerta...
Por fin, suena el timbre de entrada, el ordenanza acude
y Agustín deja sus libros y sale a recibir al visitante:
—-¡Ahí está ya don Ricardo!
Entra el autor de Casta de hidalgos, lento, ceremonioso
y circunspecto. Saluda a Concha Espina con un aire con-
trito, de reo y me tiende a mí la mano con falsa cordia-
lidad. De sobra debe saber que su literatura anticuada no
provoca mi entusiasmo. El hombre de las «próvidas le-
gumbres» y de la Lira de bronce, tan pesada como su títu-
lo, ese Tirteo enano, es la antítesis de nuestros anhelos
ultraístas.
293
Concha Espina le reprocha: —Tiene usted esto aban-
donado, señor León... Viene una a ver al director y sólo
encuentra al contable...
Ricardo balbucea unas excusas, sin atreverse a mirar a
la cara a su ex amiga. Sus ocupaciones, el Banco...
—¡Y la familia, verdad! —ironiza Concha—. Pero
cuando no se puede atender un cargo, se deja...
Ricardo León se ajusta los lentes y tose... Concha vuel-
ve a la carga: —¿Y quién es este pollo de Las esfim-
ges?... ¿No le parece que debía haber escogido otro tí-
tulo?... ¿Quién lo ha traído aquí?
Ricardo León carraspea, se suena con el blanco pañue-
lo que desdobla como una bandera.
—Lo ha presentado Agustín —explica.
Agustín se azora, se aturrulla al contestar...: —Ha sido
cosa de don Victorino..., según parece venía muy reco-
mendado...
— ¡Ah! — insiste Concha—. De modo que aquí se acep-
tan libros sin contar con el director... Y el director se
aviene a todo... ¡Claro, así marcha esto!
León hace gestos tímidos de cachorrillo: —-Es que...
comprenda usted, Concha...
—Yo no comprendo nada..., lo que digo es que esto
anda manga por hombro... No hacen ustedes propaganda
de mis libros..., tienen que reeditar varias novelas mías
que el público pide continuamente... y en cambio se lan-
zan a editar Esfínges..., cuyo autor desconocido es otra
esfinge... Y luego dirán que mis libros no se venden...
—¡Oh! —exclama presuroso León—. Pero ¿quién le
ha dicho a usted eso?... ¿Que sus libros no se venden?...
¡Pero si se venden como pan bendito!... ¿Que no hace-
mos propaganda?... Pero si precisamente estamos proyec-
tando una serie de folletos de propaganda para los auto-
res de la casa y usted irá la primera...
—;¡Ah, sí, vamos, gracias!... Pero Agustín no dice lo
mismo cuando le pido las liquidaciones...
Asombro del académico... Confusión del contable.
León le dice al último: —¿Cómo es posible eso? Ensé-
ñele usted los libros a doña Concha, para que se con-
venza...
Pero doña Concha no quiere ver los libros. Y desdeño-
sa, dice: —Entonces, ¿por qué me ponen dificultades

294
cuando pido dinero? ¿Por qué me dicen que estoy alcan-
zada?
—Pero ¿quién le dice a usted eso? Se tratará de un
error... Usted puede pedir todo el dinero que quiera...
Estamos en deuda con usted...
—;¡Ah, sí!... Enhorabuena... Pero Agustín siempre me
dice otra cosa...
—-¿Qué sabe Agustín?
—Agustín es el contable... ¡Pero, Dios mío, qué casa
es esta!... Aquí no hay director ni gerente... Ese pobre
don Victorino no entiende nada de literatura y como el
director no está nunca aquí... lo engaña cualquiera... Aho-
ra anda tras él ese pirata de Antón del Olmet..., que lo
va a embargar en una empresa ruinosa... Y usted, León,
no hace nada para evitarlo...
—Yo, Concha, ya se lo he advertido..., pero como él
es el socio capitalista...
—-Bueno —dice Concha, levantándose—. Yo he veni-
do para aclarar la cuestión de las liquidaciones... Queda-
mos en que puedo mandar el recibo, ¿no?...
—Desde luego..., desde luego —responde obsequioso
y humilde Ricardo León—. Cuando usted quiera, Con-
cha... ¡Ya lo sabe usted, Agustín!
—-Y además, esas reediciones...
—Naturalmente..., naturalmente...
La escritora se despide de mí con un gesto afectuoso
y triste y se dirige a la puerta, seguida del académico, ga-
lante.
—Muchas gracias, ya sé el camino...
Vuelve el académico, enjugándose la calva con el blan-
co pañuelo. Luego se sienta junto a mí y me mira iróni-
co: —Estas escritoras... —suspira con picardía.
Después, cambiando de tono: —Bueno..., pues es ver-
dad lo que yo decía. Tenemos pensado hacer unos folletos
de propaganda, estudiando la labor de nuestros autores,
y yo quería saber si a usted le gustaría hacer el de Concha
Espina... Usted ha hablado muy bien de sus libros en el
periódico... A ella le halagará mucho que lo haga usted...
Yo acepto encantado, pues admiro sinceramente a la
escritora montañesa.
Quedamos, pues, de acuerdo... y pasamos a hablar de

235
otras cosas... Estoy ya para despedirme, cuando suena
la puerta y Agustín sale disparado, diciendo: —¡Ahí está
don Victorino!...
Ricardo León se estira los puños y se ajusta el nudo de
la corbata. Se pone en pie adoptando un aire oficial, bu-
rocrático, académico.
Entra Agustín, siguiendo solícito, oficioso, a un señor
bajo, rechoncho, tripón, con una nariz grande, gruesa,
colgante y color de berenjena, una nariz como la de Pue-
yo, el finado editor de los modernistas, y una cara bona-
chona y pazguata, en la que un largo veguero se funde
con la gruesa nariz.
El hombrecillo se detiene un momento para escuchar
benévolo la presentación que de mí hace el académico y
luego me pide permiso para pasar a su despacho. Ricardo
León pone una cara de circunstancias y me estrecha la
mano: —Quedamos de acuerdo en lo del folleto, ¿ver-
dad?... Gracias..., hasta cuando quiera...
Salgo acompañado hasta la puerta por Agustín.
—Este don Victorino —me encarece— es una entidad
financiera... Es socio de Romanones en la mar de nego-
cios... Se quedó con la editorial, porque Martínez Sierra
le debía mucho dinero... No entiende nada de literatu-
ra..., pero es el tío de las pesetas..., la gallina de los
huevos de oro..., y hay que cuidarlo... Usted perdo-
natá...
—Sí, sí..., vaya usted... Adiós...
Al empezar a bajar la escalera, oigo los timbres llaman-
do al contable.
¡Pobre don Victorino! ¡Lo cuidarán tanto, que acaba-
rán por curarle su obesidad!

En Renacimiento se nota el influjo de su actual direc-


tor. Zamacois está reeditando todos sus libros, y como
los de su juventud son de un marcado tono erótico, no
quiere el hombre espantar a la clientela burguesa de la
editorial y envuelve los ejemplares de sus obras más pe-
caminosas en unas fajas, en las que hace constar que las
nuevas ediciones están expurgadas por el autor, que daría
una de sus manos por no haberlas escrito... Zamacois,
cincuentón, empieza a ser un hombre moral.

296
Juan de Aragón «Poncio»

Juan de Aragón ha visto al fin logrados sus anhelos...


Romanones, su jefe político, lo ha nombrado Gobernador
Civil de Madrid.
—;¡Ea, ya tenemos a Periquito hecho... Gobernador!
—<comenta irónicamente el viejo Soldevilla, que no ha lo-
grado su sueño dorado de suplantar al baturro en la di-
rección del periódico—. ¡Ya tiene donde meter mano...
hasta el codo!
Por iniciativa de Paco Aznar, se abre una suscripción
entre los redactores para regalarle al nuevo Poncio el bas-
tón de borlas, insignia de su cargo.
Juan de Aragón, en justa correspondencia, nos obsequia
con un lunch, al que asiste también su secretario oficial
en el Gobierno, un señor ya viejo, correctamente vestido,
grave y protocolario, con lentes y barbita canosa y más
aire de gobernador que su jefe. ¡Lleva tantos años hacien-
do de secretario perpetuo con gobernadores que vienen y
van! ¡A cuántos lunchs como éste no habrá asistido y
cuántas veces no habrá largado, con ligeras variantes, este
mismo speech ampuloso y enfático!...
Juan de Aragón expone sus planes, todo un sistema de
reformas, para engrandecer Madrid... (—;¡Claro! —mur-
mura por lo bajo Soldevilla—. ¡Hacer muchas obras y
guardarse la mitad del dinero!) —+HEdificar solares, ex-
propiar terrenos, acometer grandes obras de urbaniza-
ción..., quitar ese tapón de la calle de Cedaceros, esa valla
que afea una de las calles más céntricas de la urbe...
¡Porque, rediez, esa valla es una ignominia!..., y no hay
derecho a que un señor Lequerica, valiéndose de su in-
fluencia, se burle de las autoridades... Yo he de acabar
con eso..., ¡rediez!
—i¡Muy bien! —aplauden todos. Pepito Romeo nos
mira serio, como diciendo: —¡Ese es mi hermanito!...
El baturro remata su arenga con esta afirmación ines-
perada: —¡Porque yo le demostraré a ese señor Lequeri-
ca que tengo coj....!
El secretario del Gobierno recibe esa exclamación como
un impacto y da un involuntario respingo; pero en segui-

291
da se recobra y dice: —¡Muy bien! ¡Hay que tener ener-
gía, señor Gobernador!
Soldevilla comenta por lo bajo: —¡Guarda, que es po-
denco!... ¡Te vas a ver negro con el tal Lequerica!...
Bien... Ya es Juan de Aragón un capitoste —un pica-
toste, como bromea Serrán, el yerno del marqués, que ha
asistido también al lunch y trata a Romeo con una res-
petuosidad irónica, ya que él no es más que concejal, a la
que el baturro corresponde con cierto recelo.
Paco Aznar se frota las manos, aunque sin deponer su
mueca triste, de dispéptico. Desde ahora tendrá otro suel-
do, como secretario particular del Gobernador. Buena falta
le hace, pues ya le ha nacido su segundo hijo...
Todos aguardan curiosos las iniciativas del nuevo Go-
bernador... Lo primero que éste hace es inundar Madrid
de unas placas azules, que dicen: «Quedan terminante-
mente prohibidas la mendicidad y la blasfemia bajo la
multa de quinientas pesetas.»
—Hay que acabar con esas dos plagas —explica en la
redacción—. La blasfemia ofende los oídos de las perso-
nas decentes, sobre todo de las señoras, y no se puede to-
lerar... Y la mendicidad callejera nos denigra ante los
extranjeros y fomenta la vagancia y la picaresca... Los
mendigos no le dejan a uno dar un paso..., ¡rediez!, son
pegajosos como moscas...
Todos aplauden, aunque no pueden menos de sonreír-
se ante aquella condenación de la blasfemia por un hom-
bre que blasfema tan copiosa y pintorescamente. Si su
edicto se cumpliese, no tendría dinero bastante para pagar
multas...
—Y cuanto a multar con quinientas pesetas a los men-
digos, ¿me negarás la paradoja? —dice Serrán, que cono-
ce a Wilde.
Cada día tiene el baturro una nueva iniciativa. Hoy se
le ha ocurrido la de fundar un comedor de caridad, para
los indigentes que acrediten como es debido su condición
de tales. Se les dará un buen cocidito, raciones de judías,
y hasta callos... Ahora bien, en el comedor se instalará
un puesto de policía, donde los famélicos exhibirán su
documentación...
— ¡Una ratonera! —comenta Pizarroso—. Vas a comer
y sales de allí para la comisaría...

298
Por lo demás, la comida es excelente, según dicen Pi-
zarroso, el necrólogo y cronista, Sánchez de León y Pe-
pito Romeo que han ido a probarla: —Chico, te chupas
los dedos...
Pero los periódicos del Trust, esos enemigos declara-
dos del genial baturro, comentan su iniciativa en tono
humorístico y hasta insidioso... Juan de Aragón se indig-
na ante tamaña ingratitud y falta de cooperación... Tratar
así a un hombre que quiere acabar con esa doble plaga
de la blasfemia y la mendicidad... Hasta La Acción de
Barreto se mete con él... ¡Cría cuervos!...
Lo que sobre todo divierte a esa prensa hostil, es el
pleito del Gobernador con el tal Lequerica. El Poncio
hace todos los días a los reporteros la declaración solem-
ne de que al día siguiente no estará allí la famosa valla,
pues si hace falta, irá a quitarla él mismo... Bueno es él
para aguantar bromas de nadie, por muy Lequerica que
sea, ¡me caso en Cristo!
Pero al día siguiente la valla sigue allí... Lequerica,
amparado en no sé qué textos, desafía al Gobernador a
que intente quitar la valla, advirtiéndole de la responsa-
bilidad en que incurriría... Juan de Aragón retruca, ha-
ciendo valer los fueros de la autoridad... y repitiendo
su amenaza... Pero la valla sigue allí... y la calle de
Cedaceros se ha convertido en un lugar de romería para
el público curioso por ver cuál de los dos adversarios pue-
de más. Don Félix del Mamporro, en El Mentidero, hace
chistes a costa del Poncio y dice que, por lo visto, Leque-
rica es más baturro que él... Juan de Aragón ha encon-
trado la horma de su zapato...
El pleito con Lequerica le amarga a Romeo las dulzu-
ras de su cargo. Lo peor es que sus enemigos no lo atacan
en serio, sino que lo toman a broma: —¡Este es el país
de la chufla! —ruge el baturro—. ¡Aquí no se puede ha-
cer nada serio!... ¡Recristo! Pero por estas barbas les
juro... —y se mesa las barbas ya canosas...
Hay periódico que lo compara con Sancho Panza, y le
dice que si se ha creído que Madrid es la Insula Barata-
ria... ¡Habráse visto!... —Pero ¡me caso en...! Yo les
demostraré quién soy yo... ¡Recristo!...
- Así pasan los días y la valla sigue... ¿Quién ampara
a Lequerica? ¿Quién está detrás de él? Y ¿por qué el

299
bravo Gobernador no va a derribar la famosa valla con
sus bomberos?
—¡Que venga si se atreve! —le reta Lequerica—. ¡Ese
es el enano de la venta! ¡Que venga, que aquí lo aguar-
doler
Juan de Aragón ruge y patalea y lanza blasfemias que
supondrían un millón en multas. Pero no va a derribar la
valla...
Serrán goza secretamente con el espectáculo de esas
iracundias impotentes y jalea al baturro, diciéndole:
—¡Hay que saltarse la valla a la torera, Romeo! Si usted
quiere, vamos allá una noche y la quitamos...
Serrán fue aquel que la noche de mi banquete le cortó
el capote a un guardia... Pero Serrán es maurista y Juan
de Aragón es liberal... Un liberal no puede hacer eso...
—+¿Ve usted? —le dice Serrán—. Esa es la lacra de la
democracia... Aquí, como dice La Acción, está haciendo
falta una dictadura...
—En eso tiene usted razón —asiente Romeo—. Si a
mí me dejaran..., pero, rediez, tengo atadas las manos...
—y gesticula como si realmente fuese así...
Paco Aznar extrema su gesto de hombre empachado...
Pepito Romeo propone: —Una noche vamos allí todos
y le prendemos fuego...
Pero el Gobernador vuelve su rabia contra el currinche:
— ¡Mira, Pepito, no me... jodas! ¡Ya me pones bastante
en ridículo con tus revistillas en Novedades! ¡Como te
metas en esto, rediez, te rompo la crisma!...
Pepito baja la cabeza compungido y se encoge de hom-
bros. Rollin asiste con su sonrisa irónica, impasible a es-
tas escenas, y luego tararea... —Mr. Lequerica... ¿l ta-
pote toujours sur son harmonica...

El pleito por la valla de Cedaceros llevaba traza de


convertirse en el cuento de la buena pipa, cuando de pron-
to vino a cortarlo una crisis política. Cayó Romanones
y con él su Poncio... Los mendigos siguieron pululando
por las calles, las blasfemias siguieron ofendiendo los oídos
de las señoras... y la valla de Lequerica continuó afeando
la calle de Cedaceros... Juan de Aragón tuvo un ataque
de ictericia... y desahogó su malhumor escribiendo furi-

300
bundos artículos contra su rival, en primera plana y con
tipo del ocho...

Otras contrariedades vinieron también a amargarle la


vida al gran baturro. La huelga de tipógrafos, con la
que se solidarizaron los periodistas, y que dio por resul-
tado que el soberbio Júpiter tonante del periodismo tu-
viese que aguantar en su periódico un delegado de los
sindicatos, con poderes para ejercer la censura. ¡Aquello
era inaudito! ¡Tener que parlamentar con subalternos, que
trabajaban a sus Órdenes, pasar por el sonrojo de que és-
tos le tachasen frases de sus artículos, a él, el director!
— ¡Pero me caso en los coj...!, ¿es que esto puede
tolerarse? ¿Adónde vamos a llegar?... ¡Va a haber que
quemar esa Casa del Pueblo!... ¿No comprenden ustedes
que esos dirigentes los llevan al desastre y están engor-
dando a costa vuestra? ¿Quién era Saborit hasta ayer?
Pero si lo he tenido yo aquí, trabajando en las cajas...
¡Y ahora es diputado y tiene coche!
El regente ponía cara condolida, se encogía de hom-
bros y se disculpaba:
—;¡ Tiene usted razón, don Leopoldo! Pero ¿qué vamos
a hacerle» ¡Son órdenes del Sindicato!...
Y nada, que en nombre del Sindicato le rechazaban
los artículos o se los mutilaban con un lápiz rojo, lo mis-
mo que Paco Aznar hacía antes con los de los redac-
tores...
—¡Donde las dan, las toman! —decía Serrán, el frívolo
yerno del marqués, que gozaba con todas estas dificul-
tades del baturro..., cuyo puesto aspiraba a ocupar...
Juan de Aragón se desesperaba, se daba a todos los
diablos, inventaba nuevas blasfemias y olvidándose de que
era liberal, clamaba por un dictador o un rey absoluto
y le hacía coro a La Acción, que, como ABC, empleaba
esquiroles y hacía campaña a favor del poder personal del
monarca...
La cosa llegó a su colmo cuando los periodistas, a su
vez, contagiados del virus socialista, se declararon en huel-
ga y fundaron también su Sindicato. La Corres tuvo que
suspender su publicación, hasta que se solucionó la huelga
y su director, como los de otros colegas, aceptó las bases;
aumento de sueldos, descanso dominical, etc., etc.

301
Pero ahí puso el baturro en juego un maquiavelismo
que le permitió vengarse en cierto modo del Trust, que
no aceptó las bases del Sindicato y en cuyo seno, por esa
razón, se produjo un cisma. Pero este requiere una des-
cripción más extensa y un tono épico más levantando.
Trataremos de responder a esas dos exigencias...

Huelga de periodistas

Estalló al fin la huelga de periodistas, secundada por


los tipógrafos. Madrid está hoy sin periódicos; sólo se
publican ABC y La Acción, que cuentan con personal no
asociado. El Trust y La Corres se niegan a aceptar las
bases de los huelguistas y suspenden su salida. Contra lo
que podía esperarse de su tozudez baturra, Juan de Ara-
gón no ha querido enfrentarse con el Sindicato y renuncia
a tomar esquiroles. ¡Cosa rara! Su actitud parece más
bien alegre y hay algo de sospechoso en la prisa que se
da a echarnos a todos a la calle. Yo me había hecho la
ilusión de aprovechar estos días de vacaciones para escri-
bir mis cosas, en la amplia sala tranquila, pero el director
me urge: —¡Váyase, váyase usted! ¡Podrían creer que
hay aquí esquiroles y venir a apedrearme los cristales!
Me voy, pues, y, sin rumbo, me dirijo instintivamente
a Teléfonos. El amplio vestíbulo rebosa de huelguistas
que discuten y vociferan, comentando los rumores que
allí llegan. Forman una masa compacta, en la que distingo
caras conocidas... Allí están Antonio Heredero, el redac-
tor de El País, el gran malediciente, el hombre que de-
nuncia a gritos las vergonzosas intimidades de los direc-
tores, empezando por el suyo, ese niño bitongo que se
llama Juanito Catena y al que ahora han elegido presi-
dente del Sindicato de Periodistas; su compañero Paco
Escolá, el masón, con su aire de importancia, sus ojos
ahuevados de miope, su tripa incipiente y su pata fólica,
como dicen sus amigos; Ezequiel Endériz, de El Liberal,
un joven fornido y de aire retador que se ha destacado
como cronista..., y otros hombrecillos insignificantes, vie-

302
jos con el pelo blanco, veteranos del periodismo, que no
han logrado hacerse una firma... El entusiasmo es gene-
ral..., esta vez va de veras... Hasta ahora los periodistas
solos no pudieron imponer sus reivindicaciones; pero aho-
ra los secundan los obreros y la Casa del Pueblo los apo-
ya... Entre los grupos van y vienen unos individuos del
partido socialista, expertos en huelgas y que dan leccio-
nes de táctica a los periodistas bisoños... Recomiendan
firmeza y sobre todo orden, serenidad...
A cada momento se reciben noticias alentadoras... La
huelga se extiende a la Prensa de provincias... —Esto
va bien, señores —dice Heredero, empinando sobre los
grupos su pálida figurilla—. Los directores tendrán que
hocicar o diñarla. Hay que dignificar la clase... El pe-
riodista tiene derecho a comer... Hasta ahora hemos
sido la Cenicienta, pero esto se acabó... Estamos en huel-
ga... ¡A ver qué hacen ahora sin nosotros esos negreros!
Bravos delirantes acogen sus palabras... —¡Bien por
Heredero!...
—'¡Orden, señores, calma!...
De pronto llega una noticia alarmante: —En El Libe-
ral se están practicando coacciones... Gastón Moya, el
hijo de don Miguel, trata de presionar a los redactores
para que no secunden la huelga... y ese traidor de Leo-
poldo Bejarano lo apoya... A Gabirondo lo tienen secues-
trado...
—Pues hay que ir a impedirlo... Compañeros, vamos
al Liberal...
Un grupo imponente se destaca y toma la dirección del
viejo periódico. Por curiosidad me uno a él y me dejo
arrastrar por aquel alud de protestas y amenazas a lo lar-
go de la calle Alcalá, hasta la misma redacción, donde me
encuentro sin saber cómo...
Ante el estrépito de aquella irrupción, sale presuroso
el hijo de don Miguel Moya, el joven Gastón, que se pa-
rece notablemente a su padre, sólo que más alto y más
delgado y sin barbas.
—+¿Qué desean ustedes, señores?... Yo estoy dispues-
to a escucharlos... Pero les ruego depongan su actitud...,
aquí no pasa nada...
A gritos le explican: —SÍ..., aquí se están practicando
coacciones... Tienen ustedes secuestrado a Gabirondo...

303
Don Gastón, muy fino y parlamentario, sonríe:
—+¿Quién les ha contado a ustedes ese cuento? Aquí no
se coacciona a nadie... Para que se convenzan ustedes,
van a ver a Gabirondo y él os lo dirá...
—Eso..., queremos ver a Gabirondo...
—Muy bien..., aguarden ustedes un momento... y se
convencerán...
Leopoldo Bejarano, el camorrista, célebre por sus due-
los y pendencias, ha acudido también al oír el tumulto
y, encarándose con los huelguistas, corrobora las palabras
de don Gastón:
—Eso es un infundio... Gabirondo está aquí por su
propia voluntad...
—:¡Queremos ver a Gabirondo!...
Yo me pregunto ¿quién será ese Gabirondo, que tanta
importancia asume en estos momentos?
Pero he aquí que ya Bejarano nos muestra a Gabiron-
do, en el marco de una ventana frontera donde aparece
en la actitud de un Ecce Homo. Es un joven de tipo
vulgar, de reportero anónimo, que parece asombrado de
la expectación que causa...
—¡Gabirondo! —claman varias voces—. Di la verdad:
¿te están coaccionando?...
Gabirondo, pálido, nervioso como el Mario Cavara-
dossi de Tosca, murmura:
—No, compañeros, a mí no me coacciona nadie...
—: ¡Di la verdad!
—Y a lo digo... Estaba aquí recogiendo unos papeles. ..,
pero ya me iba a ir... ¡Yo no soy esquirol! ...
—¡Pues entonces vente con nosotros, Gabirondo!
Gabirondo titubea. Don Gastón, muy correcto y neu-
tral, lo anima:
—Sí..., váyase usted, Gabirondo... Así se convence-
rán de que no lo coaccionamos...
Gabirondo, que sin duda tenía intenciones de esqui-
rol, se une de mala gana al grupo de huelguistas, que lo
sacan del periódico en triunfo, como si lo hubieran sal-
vado de las torturas de Gastón-Scarpia...
¡El anónimo Gabirondo ha logrado de un golpe la no-
toriedad!
Los huelguistas convocan a un mitin en el teatro Ma-
drileño, de la calle Atocha, y en el mismo escenario don-

304
de hemos visto a tantas cupletistas procedentes del fogón
cogerse la pulga, vemos ahora a unos oradores improvisa-
dos sacudirse la pulga del tópico revolucionario.
Heredero, Endériz y otros desconocidos, reporteros de
sucesos o de las agencias periodísticas, desfilan por aquel
tabladillo, pronunciando arengas y soflamas, idénticas a
las que tantas veces han recogido en sus informaciones.
La dignificación de la clase, la necesidad para ello de
unirse a los proletarios e ingresar en la Casa del Pue-
blo... El periodista, después de todo, es un obrero como
los demás..., un obrero de la pluma, que si no tiene ca-
llos en las manos, los tiene en el cerebro...
—'¡Bravo, bravo!
Algún veterano encanecido en la galera periodística ex-
clama: —¡Ya era hora!... Pero muchos de los que forman
el público, reporteros, redactores políticos, con sueldo en
algún ministerio, redactores con firma que han ido allí
más bien por curiosidad, tuercen el gesto al oírse equipa-
rar con los obreros... ¡Y, sobre todo, esa proposición de
ingresar en la Casa del Pueblo!... Eso es demagogia...
Se oyen murmullos contenidos: ——Aquí hay elementos
extraños..., agitadores profesionales... Se ve la mano de
los socialistas... ¡Y eso no!...
De pronto salta al escenario la corpulenta figura del
Caballero Audaz, que estaba no sé dónde, confundido
entre los grupos... Alto, hasta parecer un gigante sobre
aquella peana del tabladillo, arrogante, gordo, bien ves-
tido con su chaleco de fantasía y sus botitos, como un
socio del Casino de Madrid, el arribista que debe su fama
a esas noveluchas eróticas como Alma desnuda (cuyo títu-
lo más justo sería Cuerpo desnudo) y su lujo llamativo
y vulgar, su abrigo de pieles, sus sortijones y su alfiler,
a su casamiento con una cocotte menopáusica, El Carre-
tero Audaz, con su vocejón plebeyo, de labriego andaluz,
arremete despectivo y retador con los oradores que lo han
precedido, sobre todo con Endériz (con el que parece te-
ner algún pique personal), y los acusa de estar al servicio
de la Casa del Pueblo y querer utilizar a los periodistas
para sus fines subversivos..., y eso no puede tolerarse...,
eso es rebajar en vez de dignificar a la clase periodística
y él no está dispuesto a tolerarlo y en nombre de la ele-

305
gancia espiritual (?) se opone a esa alianza de la pluma
con la alpargata...
Se oyen aplausos y protestas mezcladas. Ezequiel En-
dériz sube al tabladillo para contestar a las insidias del
novelista erótico. Endériz, que cultiva una prosa violen-
ta, tiene también corpulencia de púgil. ¿Qué va a pasar?
Pues no pasa nada... Su réplica a El Carretero Audaz
es tímida, balbuciente..., casi plañidera. El novelista se
engalla más aún y se entabla entre ambos un duelo de
palabras, en que el terrible cronista sale batido y pálido
y nervioso baja del escenario... El Carretero Audaz queda
allí erguido como un campeón en el ring...
La reunión termina a farolazos, como alguien define.
Los reunidos se desbandan, en un estado de ánimo desalen-
tado y confuso... Los periodistas viejos murmuran: —Ya
sabíamos que de aquí no saldría nada... Los periodistas
somos irredentos...
Algunos, los jóvenes, protestan: —¡Ese Carretero Au-
daz!... ¿Quién le habrá pagado para esto?... ¡Habría que
lincharlo!
Pero ninguno se atreve a iniciar el menor gesto agre-
sivo. ¡Ese novelista pornográfico tiene unos bíceps de
boxeador y además es un espadachín!...

Sin embargo, la directiva del Sindicato sigue tenaz en


su labor. Redacta unas bases de subida de sueldo, supre-
sión de meritorios y descanso semanal que somete a los
directores. Los de El País y La Corres las aprueban y
reanudan el trabajo. Los periódicos del Trust las recha-
zan. En El Liberal se produce una escisión. Los redactores
de firma, Zozaya, el maestro de la crónica, Manuel Ma-
chado, Luis de Oteyza, Lezama, Pedro de Répide y el
famoso Gabirondo se separan de la redacción y fundan
un nuevo diario, La Libertad, cuyo director será Oteyza,
que es quien merced a sus relaciones financieras ha alle-
gado el capital necesario.
Y aquí es donde resalta el maquiavelismo de Juan de
Aragón, que, gracias a la huelga, ha logrado su desquite
contra el Trust. Ahora, por lo que le oigo a Paco Aznar,
resulta que durante la huelga Juan de Aragón celebraba
entrevistas con los disidentes de El Liberal, alentándolos
a la escisión... Ahora celebra su triunfo, pues le ha qui-

306
tado a don Miguel Moya sus mejores redactores, sus más
prestigiosas firmas, y además ha hecho un negocio, puesto
que, faltos por el momento de local, los fundadores de
La Libertad tirarán el periódico en la imprenta de La
Corres y utilizarán sus locales.
El baturro se frota las manos, nos mira a todos, como
recabando un aplauso, haciendo «¡hum..., hum...!» y son-
riendo con aire cuco.
Y como es natural, todos le contestan:
—¡Muy bien, don Leopoldo!... —aunque piensen por
dentro otra cosa.
Como es natural, el periódico ha aceptado oficialmente
las bases. Pero luego, el cajero, Paniagua, se encarga de
advertirnos a todos que la subida de sueldo es nominal,
porque ¿de dónde va a salir ese dinero? —y nos enseña
la caja vacía...
El pobre cajero está cada día más pálido y flaco... En-
tre el marqués y Jaime el Barbudo se llevan todas la re-
caudación... El hombre pasa unos berrinches tremendos,
pierde el apetito y el sueño y hace un consumo enorme
de bicarbonato...
—Le debe estar saliendo una úlcera —ríe Pepito
Romeo, el currinche, que ahora está de muy buen humor
porque ha estrenado con éxito en Apolo —en la cate-
dral del género chico— un vodevil, La cara del ministro,
en colaboración con Polito, y ya anda por las cien re-
presentaciones. Un exitazo... —Paniagua —añade— va
a morir un día de un patatús al pie de la caja. ¡La trage-
dia de un cajero!... ¡Buena idea para un melodrama!
¡Ja:s:, ja!

Como todos

Encuentro casualmente a San Germán y él se coge a


mi brazo y me dice: —Perdona que no vaya por la ter-
tulia, pero es que no tengo tiempo... Trabajo como un
negro... Ya sabrás que entré en La Acción de Barreto...
Aquí no puede un escritor vivir de la pluma, como no

307
tenga un empleo oficial para no ir o no sea rico por su
casa, como Ramón... Los demás tenemos que bajar la
cabeza y dejar que nos pongan el yugo... Yo quise eman-
ciparme, dejé el ABC, me encerré en casa y me puse a
trabajar... Me hice tres novelas..., ¿y qué?... Pues que
ya me cansé de pasearlas por Madrid... Aquí no hay edi-
tores... más que para los consagrados... Así que acepté
un puesto en La Acción y allí me tienes, echando el bofe
para esos Barretos, que son unos negreros..., peores to-
davía que don Torcuato, porque además de explotarlo a
uno, le pagan a pijotadas... Ellos se gastan el dinero de
la de Argúelles en vivir a lo grande... Tienen hoteles,
queridas..., lo de siempre..., los directores van en coche
y los redactores no tienen ni para el tranvía... Este es
un país de pícaros, cabrones e hipócritas... El hombre
noble y franco no puede vivir... Hay que hacer como el
Carretero Audaz o Prudencio Iglesias Hermida... Pero
yo no tengo estómago para eso...
—No hay que desanimarse —lo aliento—. No hay que
dejar la pluma...
—¡No, si no la dejo! Eso es lo peor. Lleva uno en la
sangre el veneno del arte... Ahora estoy escribiendo por
las noches una novela que hará pupa..., La tragedia de
una pulga..., algo humorístico, nuevo, simbólico... Ya lo
verás..., ya te la mandaré..., si encuentro editor... Pero
perdona que te deje tan pronto..., tengo prisa..., ya 1ré
a verte una noche, un sábado, al Colonial... ¡Adiós!
Me estrecha fuerte la mano y se aleja a toda prisa...
¡Pobre chico! Guapo, digno, con talento, con valor per-
sonal, sin esos vicios que arruinan un temperamento.
¿Cómo no triunfa este simpático San Germán?... Pues
por eso mismo, porque es digno, altivo, noble... en este
país de hampones, pícaros y advenedizos encumbrados y
crueles con el talento del escritor.

Confidencias

Suelo encontrar a Pedro de Répide, paseando en la


noche, por la plaza de Oriente o por esas viejas calles de

308
Puerta de Moros, llenas de recuerdos. El ilustre escritor
es también un sabio erudito en antigiiedades o vejeces
madrileñas y un paseo con él por los barrios viejos de
la corte es tan ameno como instructivo. Perico, con su
saber arqueológico, pone nombre a esos lugares madrileños
que yo suelo recorrer como un simple soñador y me
cuenta la historia y la leyenda de cada rincón y aun de
cada casa. Pedro de Répide es el más sabio de nuestros
madrileñistas y, además, el mejor escritor de ellos, y en
vano tratan de competir con él esos otros émulos suyos,
como Velasco Zazo, Plácido Soria y Diego San José.
Esta noche de verano lo encuentro en la plaza de
Oriente, que parece ejercer especial atracción sobre el
antiguo secretario de la reina Isabel. Me saluda con su
cordialidad acostumbrada y empezamos a charlar, dando
la vuelta al ruedo de la plaza, en cuyo centro se yergue
la estatua ecuestre de Felipe V. Con su voz pastosa, me-
liflua, Pedro, Perico o don Pedro, va desgranando evo-
caciones históricas, anécdotas, leyendas sugeridas por el
viejo palacio, que él refiere con un aire lento de pavana.
Luego seguimos hacia el Viaducto y desde allí, desde
aquella altura de cien metros, contemplamos el inmenso
panorama nocturno, sobre cuyas sombras parpadean lu-
minosamente los focos de señales de Cuatro Vientos.
Recostados sobre la baranda, con el rostro acariciado
por la bocanada de aire fresco que llega del río invisible,
Perico me cuenta anécdotas de suicidios famosos, como
el frustrado de aquel panadero que se arrojó a la calle
Segovia y quedó enganchado por la blusa a un saliente
del Viaducto, debiendo a ello su salvación.
Luego, volviéndose a las casas de enfrente, señala a
aquella en que habito ahora y me confía que en esa casa,
en el piso debajo del mío —el segundo—, nació él.
—Sí, señor —dice relamiéndose el caramelo de la len-
gua—, en esa casa vine yo al mundo. Y ahora vive usted
en ella... El Ayuntamiento tendrá que poner en su día
dos placas conmemorativas...
El cronista me revela cosas que yo ignoro de estos lu-
gares que veo todos los días.
Luego, en tanto fumamos un pitillo, se explaya espon-
táneamente en confidencias y me habla de cierta niña
precoz, tan linda como inteligente, hija de un obrero, de

309
la que él es padrino. Sus padres se la dejan por tempo-
radas y él lleva a su amiguita en sus excursiones a Sego-
via, Toledo y demás ciudades vetustas de Castilla. Así
consuela sus soledades de clérigo sin corona y sublima
—pienso yo— sus inclinaciones anormales.
—Es' mi pequena novia ideal —dice el cronista—. La
estoy formando y seguramente saldrá una escritora..., una
poetisa..., ya se sabe de memoria versos de Rubén Da-
río... y míos...
Recojo con interés esos datos de la vida de este escri-
tor, cuya biografía está también envuelta en una nebulosa
de misterio y leyenda. Nadie, por ejemplo, sabe decir
a punto fijo quiénes son o fueron sus padres, habiendo
quien lo supone hijo natural del famoso obispo Nozaleda,
y quien asegura que su apellido de Répide es una inven-
ción... En los enciclopédicos no se registran más datos
biográficos suyos que el de ser licenciado en Derecho y Fi-
losofía y Letras, haber ampliado estudios en la Sorbona
y sido bibliotecario de la destronada reina Isabel en Pa-
rís. Los que lo conocen más a fondo cuentan que vive
solo, en un pisito de la calle Santa Engracia, atendido
por la portera... Todo es misterioso en la vida de este
anormal poeta, al que sus inclinaciones anormales lo obli-
gan a envolverse en el misterio. Un misterio, por lo de-
más, diáfano, pues su cara empolvada y sus gestos ama-
damados lo traicionan. Su inocente amor a esa ahijadita
es probablemente el término natural de una pederastia
que la edad y la fama le hacen ya imposible.

Bajas poéticas

Esta gripe de la postguerra (a la que el pueblo ha pues-


to el mote de «El Soldado Desconocido»), se nos ha lleva-
do a Antonio Andión, el poeta de Trenos, salmos y jacu-
latorias, el pequeño Goethe, como irónicamente lo lla-
maban sus amigos. Ha muerto el pobre homúnculus, sin
haber podido demostrarle a su padre, el rudo comerciante
enriquecido, que valía tanto como él y hasta el final ha

310
sido simplemente el hijo de su padre y ha vivido, a pesar
suyo, bajo su égida... Todo, aunque pretendiera igno-
rarlo, se lo debía a ese padre, cuyo nombre, no voceado
por los periódicos, era el que le abría las puertas de las
redacciones. Si publicaba en La Esfera, debíalo a que su
padre, allí como en todas partes, tiene amigotes, o con-
currentes de La Pecera y comensales de La Parrilla; si El
Heraldo y El Liberal publicaban su retrato y ahora han
dado la noticia de su muerte, era por atención a las al-
pargatas de su padre, no a sus versos...
El homúnculus quiso demostrarle a su padre que no lo
necesitaba para nada, que podía vivir y triunfar sin su
ayuda; pero ¿qué hubiera hecho con su sueldo mezquino
de telegrafista, y los cinco duros de una colaboración
eventual, si su padre, el alpargatero, no le hubiese pro-
tegido bajo cuerda, haciendo la vista gorda cuando veía
salir a la madre cargada con un cestito de comida para el
hijo rebelde o cuando notaba la falta de unos billetitos
en su cartera...? Gracias a eso, el homúnculus podía vestir
bien, gastar botitos y presumir en el café, consumir cenas
de medianoche y docenas de ostras ante sus compañeros
famélicos, y adoptar aires de escritor que ha triunfado...
Ahora mismo, al enterarse don José de que el hijo
estaba enfermo, envió allá médicos, abrió ampliamente su
bolsa para todos los gastos y se presentó en el humilde
pisito en que el hijo vivía, valido de que en su delirio
no podía conocerlo..., pues de otro modo lo habría re-
chazado...
Así hasta el último momento, el hijo ingrato y sobet-
bio, se lo debió todo a su padre, aunque en la incons-
ciencia de la enfermedad no llegara a saberlo...
El hombre rudo, el gallego ignorante que, sin embar-
go, ha sabido reunir un capital, a fuerza de trabajo y cons-
tancia, durmiendo al principio bajo el mostrador de la
tienda del amo, no saliendo de allí sino los domingos y
ahorrando céntimo a céntimo de su mezquino sueldo de
entonces, ha triunfado dolorosamente en esta lucha jeho-
viana del genio mercantil con la medianía intelectual.
Triunfo lamentable, porque don José amaba a ese hijo,
que era su primogénito y en el fondo estaba ingenuamen-
te creído de que era un genio literario y, lo mismo que
él, atribuía su fracaso a envidias y conjuras de los ému-

DL
los, y sentía los mismos rencores y amargores que el hijo.
Todo ello, naturalmente, sin darlo a entender, sín rom-
per la corteza de su brusquedad aparente, por miedo a
mostrar su blandura o por imposibilidad física de depo-
ner ese ceño que se había grabado en su rostro como
una máscara necesaria para imponerse a sus empleados
y subalternos.
Por ese ceño, don José se ha hecho una fama de hom-
bre despótico, duro e insensible y lo peor es que ya, aun-
que él quisiera, no podría deponer ese rictus despectivo
de sus labios y desahogar su pena en sollozos y llantos
como cualquier hombre sencillo que ha perdido a su hijo
más dilecto. Su dolor, por el contrario, se trasluce en
una agravación de esa mueca, en una hosca expresión de
hostilidad a todos los que podrían simpatizar con su do-
lor de padre.
Estuvo unos días sin venir a La Pecera y ahora ha vuel-
to fingiendo una indiferencia estoica, contestando con la-
cónica sequedad a las frases de condolencia de sus ami-
gos, como si no hubiera pasado nada, como si no se le
hubiera muerto ningún hijo... Sólo se le nota su tragedia
en el irónico desdén con que escucha los chistes y las
baladronadas del Gran Simpático, que ahora hace una
exhibición insolente de su triunfo, por haber encontrado
al fin el caballo blanco que tanto tiempo persiguiera en
forma de ese banquero granadino que quiere invertir en
negocios a nombre ajeno unos millones salvados de su
quiebra.
Paco Torres grita: —Señores, ya tengo mi caballo blan-
co y ahora se va a ver quién es Paco Torres... Tomare-
mos la Zarzuela, contrataremos las tiples más guapas y las
chicas del conjunto más bonitas y haremos una temporada
lírica a base de pantorrillas y el público irá allí a dejarnos
su dinerito en la taquilla...
Don José lo mira con la vista baja y sonríe. Salta a la
vista que piensa: —De los frescos es el mundo...
El Gran Simpático lo nota y lo increpa:
—No ponga usted esa cara de marrajo..., hombre...
Se hace usted antipático a todo el mundo... Y lo que
vale en el mundo es la simpatía... Yo soy el Gran Sim-
pático y por eso triunfo...
Don José recalca el gesto irónico. Biedma fotógrafo,

12
para conjurar un posible incidente, exclama frotándose las
manos:
—¡Cómo te vas a poner, Paco!... Vas a parecer un
sultán... Pero yo creo que debes convidar a una ronda...
¡Zancuda!
—Yo convido a una ronda y a todas las que ustedes
quieran... Yo no soy gallego, sino andaluz..., ¡ole!
—;¡ Andaluz... fulero! —murmura el Presidente.
— ¡Andaluz de buten y a mucha honra! —recalca el
Gran Simpático—. Andalucía es lo que más vale en el
mundo..., y de Andalucía, Serva la bari, Seviyiya...
—Hombre, hombre —protesta Nadal, el catalán, esti-
rándose los puños—, tanto como eso... Barcelona...
—Bueno, Barcelona también tiene lo suyo —concede
el sevillano—, pero ¿quiere usted decirme qué hay en Ga-
licia?... Grelos y lacones...
—En Galicia —ruge ya airado don José— lo que hay
es mucha vergienza..., ¡reconcho!...
—Paco, eso va por ti... — insinúa Biedma fotógrafo.
Nadal pone una cara grave, protocolaria, y mueve la
cabeza en señal de desaprobación. El catalán no gusta de
esas alusiones que él, maurista, antidemócrata, considera
parlamentarias.
Paco Torres se encoge de hombros y ríe... —¡Bah!
Es que don José es así..., ¿quién va a pedirle peras al
olmo?...
—¡A ver! ¿Cómo soy yo?... Lo que yo soy es un hom-
bre honrado, serio, que no le debe nada a nadie..., cosa
que no podrían decir otros...
Machado y Arpe ponen una cara triste. La alusión de
don José les ha hecho blanco... El catalán repite su gesto
de desaprobación.
Paco Torres se engalla. Pero elude el impacto del ga-
llego, derivando hacia la broma. Por algo es el autor de
Lo más serio es reír.
—+Este don José —dice— es un don Quintín el amar-
gao..., odia a todo el mundo..., y no puede ver una cara
alegre..., ¿por qué? ¿Tenemos nosotros la culpa de lo que
le pasa?... Nosotros, don José, lo queremos mucho y la-
mentamos que tenga usted ese carácter, que es la causa
de todo..., se hace usted antipático... en su casa y en

313
todas partes... No sabe usted apreciar el honor que se
le hace..., está usted rodeado de escritores...
— ¡Vaya un honor! —comenta sardónico el gallego.
—+¿Ven ustedes? —clama Paco Torres—. Gastar finu-
ras con este hombre es como echar margaritas a puercos.
—:¡Eh, alto ahí! —grita el Presidente—. ¿Qué es eso
de puercos?... Yo no soy ningún puerco... ¡El puerco
lo será usted!
— ¡Hombre! —interviene Machado—. No hay que to-
marlo al pie de la letra..., es una metáfora...
—Una metáfora... —repite el catalán—. Hay que te-
ner cultura...
—Un hombre así —grita Paco Torres— no puede ser
nuestro Presidente... Habrá que dimitirlo... Yo presen-
to contra él un voto de censura... Que deje la Presiden-
cia de La Pecera y se vaya a presidir La Parrilla, com-
puesta de tenderos como él...
Don José hace un gesto despectivo: —Lo que es por
mie?
Biedma fotógrafo interviene: —Hombre, Paco, eso es
muy fuerte... Habría que someterlo a votación... ¿Y
quién presentaría su candidatura a la Presidencia?
—¿Quién? —replica Paco Torres—. Pues yo creo que
cualquiera que contase con nuestras simpatías... Yo desde
ahora mismo votaría por Nadal, que es un caballero co-
rrectísimo...
Nadal baja la cabeza en señal de gracias, se retuerce
los largos bigotes y murmura: —Muy agradecido, Paco,
pero verdaderamente... yo creo que don José... desem-
peña muy dignamente el cargo..., ahora que si ustedes
se empeñan...
Don José pasea la mirada recelosa por todos los ros-
tros, tiémblale la aguda nariz de zorro, husmeando una
conjura contra él... ¡Esos literatos que han sido la causa
de la perdición de su hijo están confabulados en su con-
tra! Pícaros, ingratos. Todos le deben dinero y así se lo
pagan..., poniéndole enfrente a ese Nadal, que es otro
comerciante enriquecido como él, sólo que se las da de
petimetre... y es además catalanista, reaccionario..., mien-
tras que él es el más viejo suscriptor de El Liberal.
En un arranque de soberbia, don José se levanta y gri-

314
ta: —¡Bien, pues si quieren la Presidencia, ahí la tie-
nen!... Yo me voy..., ¡abur, señores!
Pese a su entereza aparente, la voz le tiembla, con ba-
rruntos de llanto.
Ante su gesto, Biedma fotógrafo, Arpe, Machado y el
propio Nadal se levantan y tienden sus brazos para su-
jetarlo...: —Hombre, don José —ruegan—, no lo tome
usted tan por lo trágico... Ya sabe que todos lo quere-
mos... Usted es nuestro Presidente...
Todos lo quieren, porque saben que el rudo gallego
es pródigo y vulnerable al ruego, mientras que el catalán
no es capaz de solucionarles sus apurillos de fin de mes.
El propio Paco Torres intercede ante los ruegos de
los demás...: —Vamos, siéntese usted, hombre... Yo sólo
quería darle a usted una lección con la mejor buena fe...
Hay que ser simpático en esta vida..., no poner esa
jeta... ¿Qué le hemos hecho nosotros, qué le he hecho
yo, para que a las primeras de cambio me enfrontile?
(Arpe aprueba con la cabeza ese término taurino.) Usted
es buena persona en el fondo, pero lo pierde su carácter...
Por eso su chico...
—No me hable usted de mi hijo —clama angustiado
don José y se desploma rendido en su asiento y se cubre
la cara con las manos velludas—. Mi hijo era un desgra-
ciado... Yo hice por él todo lo que pude..., como un
buen padre...
Se le siente sollozar tras la pantalla de sus manos...
El momento es tan patético, que todos callan... Por el
ramplón ámbito de La Pecera, el genio de la tragedia
pasa...

También nos enteramos tardíamente de otra pérdida


preciosa que nos ha causado la gripe: la de nuestra querida
poetisa Carmen Gutiérrez de Castro, ese ruiseñor natural
que cantaba sin saber de música...
Nos lo comunica Alvaro de Orriols, su novio y maes-
tro de Retórica, que con la mejor intención, sin duda, se
había propuesto infundirle su don de rimador correcto
y huero.
¿No habrá sido su muerte precoz el desenlace de un
- conflicto psíquico entre espontaneidad y artificio?... Lo
lamentable es que la muerte ha malogrado una carrera

315
lírica, quizá una nueva Safo; porque Carmencita era una
hipersensible, un alma nacida para el amor, que ha muer-
to sin encontrarlo.
No deja para poner sobre su tumba más que las pocas
poesías que había publicado en Los Quijotes..., no llegó
al libro, al librito con que ella soñaba, y su nombre no
podrá figurar en ninguna historia de la Literatura...
Pero yo quiero por lo menos dedicarle una siempre-
viva en estas páginas, recuerdo de aquel puro beso de her-
mana que en un momento de pena puso sobre mi frente...

Otra vez Pueyo

En Renacimiento encuentro a Pueyo, el impresor —que


no tiene nada que ver con aquel otro Pueyo, el editor
de los modernistas, que ya pasó a mejor vida y cuya casa
regenta ahora su hijo Gorito, vástago degenerado de aquel
viejo garduña. Este Pueyo pone empeño en que no se le
confunda con el otro: —Yo soy Juan Pueyo, de Priego,
Córdoba, ¡ele!, ¿qué pasa...? Ésos son otros López, digo,
otros Pueyos...
Juan Pueyo, el impresor, al que no había visto desde
los tiempos de Villaespesa, ¡ya ha llovido! —dice él—,
está ahora más gordo y naturalmente más viejo: —+Estoy
hecho una birria, tengo reúma, artritismo y no sé cuántas
cosas más..., y no tengo dinero... Siempre trabajando
como un burro... ¿Y usted? Tampoco parece que le luce
mucho el pelo... ¡Y eso que vale! Yo, señor, no entiendo
nada de estas cosas, yo soy un analfabeto, pero lo bueno
se conoce por el husmo y, además, oigo a unos y a otros
y todos hablan muy bien de usted... Y, sin embargo, ahí
sigue usted, en La Corres, aguantando a ese animal de
Juan de Aragón y ayudándose con traducciones... Claro,
es usted honrado y así no se va a ninguna parte... ¡Éste
es el país de la picaresca, señor!...
Juan Pueyo es de una verbosidad inagotable, pintores-
ca y maldiciente, cuajada de timos chulescos y gestos his-
triónicos que divierten a quien lo escucha y quitan ma-

316
lignidad a sus diatribas. Juan Pueyo habla mal de todo el
mundo, especialmente de los editores, que le dan traba-
jo, y de los literatos, que andan siempre tras de darle el
pego. Para él todos son unos «pelaos», unos «cagaos»,
amén de unos petardistas, maricas o cabrones o hijos de
puta. Conoce la historia íntima de todos los editores, di-
rectores de periódico y literatos, para todos los cuales ha
trabajado y todos los cuales le han dejado a deber algún
pico... Desde Villaespesa, el bohemio, hasta los más res-
petables. Ahora yo no lo engañan... Cuando algún novel
se le presenta con algún librito, pintándole una perspec-
tiva de éxito seguro, Pueyo le dice: —Mire usted, señor,
yo no soy ningún Mecenas..., yo vivo de mi trabajo, yo
tengo que pagarles todos los sábados a mis obreros, así
que si no echa usted el dinero por delante, no hay libro...
Juan Pueyo se jacta de que él se las tiene tiesas con
los grandes hampones de la literatura, con Pedro Luis de
Gálvez, con Prudencio Iglesias Hermida, y no se deja
intimidar por sus garrotes y sus baladronadas... Incluso
no le da miedo el arrogante Blanco-Fombona..., que al
principio quiso «pimpearlo»... —Mire usted, señor, us-
ted en la selva, en el Amazonas, habrá matado muchos
indios verdes, pero aquí no estamos en la selva... ¡Éste
es un país civilizado, señor!
Juan Pueyo sólo tiene respeto a los escritores serios
que le pagan sus pliegos de impresión puntualmente. Sien-
do así, cualquier medianía le parece un genio... Por eso,
aparte de su mérito indiscutible de sabio, su admiración
máxima es para don Santiago Ramón y Cajal, cuyas obras
se están imprimiendo en su casa.
—Ése es un hombre —dice—, un señor ante el que
yo me quito el sombrero... Los demás son todos unos pe-
laos... Don Santiago honra mi casa, cuando se sienta en
ella... Yo le digo: «Señor, usted hace célebre mi modesto
boliche, el día de mañana pondrán aquí una lápida como
en la imprenta donde se tiró el Quijote...» Don Santiago
sonríe... Es un hombre tan modesto...
Juan Pueyo tiene fama de haber hecho un capitalito
con su imprenta, que después de la de Blass, el alemán,
es una de las mejor surtidas de la corte y de las que más
" pulcra y cuidadosamente sacan los libros. Pueyo tiene dos
correctores y es raro que se les escape una errata. Su clien-

317
tela es toda solvente. Pero él afecta, por táctica defensi-
va, actitudes de pobrecito, de hombre que va tirando...
Toda la vida luchando, y qué gracias que tenga un hoteli-
to en Torrelodones, con su poquito de jardín para pasar
los domingos... A todo el que por primera vez entra en
su imprenta de la calle del Pez, una inmensa planta baja,
que formó antaño parte del enorme caserón-palacio del
conde de Cheste, y lo felicita por el número de sus má-
quinas y operarios, le dice en seguida:
—¿Qué, le gusta a usted la imprenta, señor? Pues se
vende... ¡Si sabe usted de algún comprador, agradecido,
señor!
Él está ya harto de imprenta, de clientes morosos, de
gente que no paga..., de reivindicaciones obreras, de inje-
rencias de la Casa del Pueblo...
—Ahí tiene usted —dice, señalando a dos rimeros de
papelotes que cuelgan de la pared, sujetas por sendas ma-
necillas de metal—. Si me pagaran todas esas cuentas,
sería rico... Es notable, señor... A mí pueden dejarme
a deber y yo, en cambio, tengo que pagarles todos los sá-
bados al compañero tipógrafo... ¿Es eso justo, señor?...
Pese a su gimoteo, al que nadie da fe, Pueyo tiene
hasta una secretaria..., claro que una pobre chica escuá-
lida y legañosa, que parece salida de un asilo de noche,
pero muy servicial y dócil. Eso es sobre todo lo que apre-
cia en ella su jefe que, como todos los republicanos vie-
jos —Pueyo lo es, aunque no milite—, es en sus dominios
un tirano. ¡Hay que ver cómo trata a sus obreros, cómo
los pone cuando cometen la menor torpeza, cómo se des-
quita en insultos del jornal excesivo que le impone la
Casa del Pueblo! ¡Cómo despotrica contra los líderes so-
cialistas, desde Besteiro hasta Saborit, Quejido y Corde-
ro! —Todos unos enchufistas, unos pelaos que se han
hecho personajes a costa de los obreros... El propio Pablo
Iglesias ¿qué hizo toda su vida sino explotar la blusa y la
alpargata?... ¡Esto está podrido, señor!... Aquí hace falta
un hombre..., ¿qué pasa? —y se encara con un contra-
dictor imaginario.
Pueyo no debe andar tan mal como dice, pues tam-
bién, aunque en pequeña escala, se ha metido a editor y
lanza traducciones de esas novelas rosa escritas por mu-
jeres que, después de la guerra, nos han llovido de Fran-

318
cia... Necesita traductores y me ha invitado a trabajar
para él... Con este motivo, suelo ir en la tarde por su
imprenta y paso allí un rato, oyendo sus monólogos pin-
torescos y maldicientes, en los que no deja a nadie hueso
sano. Quizá por su fobia de librepensador, el blanco pre-
dilecto de sus ataques son Ricardo León y Concha Espina.
—Ricardo León —dice— es un chupacirios, un lame-
culos de Maura, y a eso lo debe todo... Sus libros no se
venden..., ¡se lo digo yo, señor! Pero todavía se venden
menos los de su ex querida Concha Espina..., que tam-
bién es una beatona... Ahora han encontrado un filón en
ese imbécil de don Victorino, que no entiende una puñe-
tera palabra de libros y está en Renacimiento represen-
tando a Romanones, que se quedó con la editorial para
cobrarse... Entre León y Espina, ¡vaya unos nombreci-
tos!, con la complicidad de Agustín, lo van a dejar in al-
bis... Yo soy librepensador, como el de la zarzuela, y no
me asusto de nada..., pero me indigna la hipocresía...
Que se las dé de virtuosa una mujer casada que ha tenido
hijos con Ricardo León...
Juan Pueyo es tan valiente para lanzar estas maledi-
cencias como cobarde para sostenerlas. Fombona, comen-
tando este rasgo de su carácter, me cuenta: —En una oca-
sión Pueyo, por buscarme la gracia, me dice que Pruden-
cio Iglesias Hermida se dedicaba a hablar mal de mí...
Yo fui a buscar a Hermida dispuesto a aclarar la cosa:
«Me extraña mucho, querido Hermida, etc., etc.» «¿Quién
le ha dicho a usted eso?» «Pueyo», le dije. «Pues venga
usted conmigo..., a ver si delante de mí lo sostiene...»
Hermida me cogió del brazo, tiró de mí y a la carrera
me trajo a la imprenta de Pueyo... Entramos y Hermida
irrumpió como una tromba en el despachito del chismo-
so, gritando: «¿Dónde está ese sinvergienza, ese villano
que calumnia a caballeros?», y descargó su garrote de
Rey de Bastos sobre la mesa... Pero Pueyo ya, muerto
de miedo, se había dejado caer debajo de la mesa... Y yo
por poco me muero de risa...

En una de mis visitas a la imprenta de Pueyo he tenido


ocasión de ver de cerca y saludar y oír de sus labios pa-
labras encomiásticas a don Santiago Ramón y Cajal. El
hombre habla poco y ofrece pocas posibilidades para el

319
diálogo, porque está sordo como una tapia. Pero es sufi-
ciente honor haberle estrechado la mano y oídole decir
que me mandará sus libros y que desearía —él, una ce-
lebridad europea— conocer mi opinión...
—Don Santiago —me dice luego el impresor— es un
hombre modesto..., un verdadero sabio... El Nobel lo
cogió de sorpresa, en su laboratorio, inclinado sobre el
microscopio... Don Santiago no se arrastra por las sacris-
tías, como ese pelao de Ricardo León... Don Santiago es
un materialista, que sólo cree en lo que ve... Conmigo
tiene confianza y me dice: «Amigo Pueyo, no crea usted
en nada sobrenatural..., en espíritus y demás zarandajas...
Hace poco, no sé quién, introdujo en mi casa a una cria-
da, que empezó a hacer catequesis espiritista con mi mu-
jer y con mi hija... Yo también me interesé por curiosi-
dad científica... La socia era una médium formidable y
nos hacía materializaciones..., aportes..., etc., etc. Pues
bien; un domingo que ella había salido, yo me procuré
una llave y le abrí el baúl, en presencia de mi familia...
Y allí encontramos un hábito de monja, con que se pre-
sentaba uno de sus espíritus, un rosario, un ramo de rosas
artificiales, todo lo que le servía para sus trucos... Mi
mujer y mi hija se hacían cruces...» ¡Eso es un sabio,
señor!
... En casa de Pueyo encuentro también como corrector
de pruebas a ese chico cordobés, poeta, que publica ver-
sos en Prensa Gráfica y se llama Pedro Iglesias Caballe-
ro..., un joven que vino a conquistar el Olimpo cortesano
y ha quedado para corregir las obras de los demás...,
aunque, ¡claro!, no desespera de publicar las suyas...
Y también he encontrado, trabajando como cajista, a
ese cómico malo de Novedades, que se llama como a pro-
pósito Codorniú y hacía allí papeles de barba.
El hombre, un poco avergonzado, me explica: —El tea-
tro va mal..., lo mata el cine, y he tenido que agarrarme
al componedor...
Según Pueyo, es tan mal cajista como cómico... ¡Co-
dorniú en todos los terrenos!
Finalmente he conocido allí a un tipo muy curioso, co-
rredor de artículos de imprenta, un hombre flaco, largui-
rucho, con barbita en punta, nariz acaballada, manos lar-
gas, huesudas, gesticulantes, que presume de aristócrata

320
y católico. Lleva siempre un crucifijo en el bolsillo y lo
saca y lo besa delante de todo el mundo. No deja de
ir un primer viernes de mes al Cristo de Medinaceli, y
pretende tener visiones y hablar con el Niño Jesús, cara
a cara, como Santa Teresa. Cuando tiene algún apuro,
le dice: —Mira, niño mío, tienes que sacarme de él...
—y el niño lo saca...
Pueyo tiene con él unas discusiones tremendas, y lo
pone de «chalao»... y también de «cucanda»... —¿Cree
usted que yo voy a tragarme esos cuentos?... ¡Vamos,
hombre!... En el siglo xx...
Pero el otro, con aire untuoso, insinúa: —Usted aca-
bará por creer..., mi niño lo convencerá..., le tocará el
corazón...
— ¡Como no me toque los...! —contesta Pueyo, procaz.
El beato se santigua a prisa varias veces y se va. La se-
cretaria mira a su jefe con un gran susto en sus ojos
legañosos... ¡Qué hombre tan terrible y tan grande debe
de parecerle!

Caída en la bobemia

Prieto Romero, el amigo de Puche, ha caído en la ho-


rrible bohemia de los hampones. Ya no publica en los
periódicos, ni se atreve a presentarse en el café, porque
los camareros lo echan. Nos lo encontramos vagando por
la Puerta del Sol, desharrapado, con una chaqueta hecha
jirones y casi descalzo. Nos pide un cigarro o unas perras
para refugiarse en una tasca y dormitar allí, en un rin-
cón, un sueño turbado por las picadas de los piojos. Ha-
bla con incoherencia, más de loco que de borracho, en
unos términos misteriosos, amenazantes y proféticos. Se
queja de Ramón, que no lo admite en Pombo, truena con-
tra el señoritismo y anuncia que aquí va a ocurrir algo
gordo. Los hermanos trabajan..., los hermanos van a aca-
bar con toda esta basura... Esta es la ciudad alegre y
confiada. Pero los hermanos...
¿Quiénes serán esos hermanos? Desde luego, no se-
rán los Alvarez Quintero..., ¿verdad?
321
—;¡Claro! Son los hermanos... Ya os enteraréis... Yo
estoy en contacto con ellos..., pero no puedo decir más...
Chitón, que viene la bofia...
¿Qué le ha ocurrido al poeta, para que se le haya tras-
tornado el cerebro?... Bóveda opina que eso es conse-
cuencia del ultraísmo...
Lasso de la Vega, el poeta helénico, lo encuentra muy
natural..., las Furias, las Euménides... ¡Es un poseído,
como Orestes!
Alfredo Villacián nos explica con gesto condolido:
—No hay nada de eso. Lo que pasa es que el pobre
Prieto Romero tenía un hijo ya mayorcito y se lo ha
matado un taxi... Vino en los sucesos de los periódicos.
Desde entonces el hombre anda así, huido de su casa,
rodando por tascas y refugios nocturnos, calentándose en
las estufas públicas, como un vagabundo gorkiano... Prie-
to Romero es ya un ex-hombre, sólo se alimenta de vino
y morirá de un delirium tremens... Todo el mundo le
huye, hasta Eliodoro... ¡Pobre Prieto Romero!...
Hay un silencio de responso...
¡Pobre Prieto Romero!... Y ¡qué buen muchacho es
este Villacián!

Cómo se hunde un hombre

Comentando el caso de Prieto Romero, su caída en la


golfemia, Cubero, ese otro golfo, nos explica la tragedia
del hombre que, por lo que fuere, se encuentra tres días
solamente sin hogar —esa tragedia que es la suya.
Es ésta una de las pocas veces que el reticente filósofo
se ha expresado con claridad y explicitud. Habría valido
la pena recoger sus palabras, los términos impresionantes
con que nos describió ese rápido hundirse fatalmente en
el tremedal de los irredimibles, en que él mismo se de-
bate ya sin esperanza de salvación...
—Tres o cuatro días bastan para hacer de un burgués
relativo un vagabundo; el tiempo que tarda en ensuciár-
sele a uno la camisa, ajársele la tirilla, llenársele de barro

322
las botas y crecerle la barba y el pelo. Si en ese breve pla-
zo no encuentra el hombre quien lo salve, está perdido.
Porque ya con esa facha, que le da al más pulcro bur-
gués una catadura siniestra de facineroso —añada usted
los ojos enrojecidos, de no dormir, legañosos y bizquean-
tes—, no tiene ya el individuo caído lugar adonde pre-
sentarse a pedir ayuda. No puede acercarse a ninguna
puerta, a aquella donde quizá está el amigo o el protector,
capaz de tenderle una mano, porque de todas las partes
lo echan los porteros como a un perro sarnoso. Salen de
sus garitas como fieras. Se le interponen en el camino,
se lo cierran con el cuerpo. «¿Adónde va usted? Fuera,
me va usted a manchar la alfombra.» No quieren creer
que el vagabundo vaya a ver a don Fulano, que tenga
tal amigo y que tal amigo se aviniese a recibirlo. Lo echan
de allí con malos modos: «Aguárdelo usted en la calle...,
pero aquí no.» Y el desdichado tiene que rondar la casa,
a la intemperie, con el frío que le hace tiritar, con la llu-
via que le cala los huesos y la ropa y lo pone todavía
más impresentable... Y no ve llegar al amigo, y si lo ve
llegar, no se atreve ya a abordarlo, porque él mismo se
inspira repugnancia y siente todo lo innoble y repelente
de su estado... La gente se interesa por el individuo
que conserva todavía restos de su bienestar anterior, pero
por un golfante sólo siente asco y desprecio... Es una
estampa que le revuelve el estómago... Si por caso raro
se ablanda, le dará la primera vez un duro, la segunda
dos pesetas, la tercera unas perras y la cuarta nada. Al
individuo sólo le queda el recurso de ir a comer un poco
de bazofia en un comedor de caridad y a dormir al Re-
fugio, donde en una noche se llena de piojos... Y ya,
con piojos bulléndole bajo la ropa, ajada, sucia, malolien-
te, nuestro hombre, nuestro ex-hombre, ya está fuera del
trato social. Ya está hecho un golfo, y sólo puede tra-
tarse con golfos, que tienen piojos como él y visten an-
drajos. Ya es un golfo o, peor aún, un golfante. De
ellos será de quienes pueda esperar algún favor, que le
indiquen los comedores públicos, donde la bazofia es me-
nos mala o más abundante, los burgueses caritativos que
regalan a los vagabundos las ropas que desechan, el arte
de aletargar a los parásitos, contrayendo el cuerpo, y te-
niéndolos así oprimidos, en fin, las mil maturrangas de

323
la clásica picaresca. Y empezará a rodar por asilos de
noche y comisarías, y pasará quincenas y sufrirá empello-
nes de los guardias, y sofiones de todo el mundo, se verá
mezclado a pesar suyo con carteristas, grifas y maleantes
de toda índole, que serán sus únicos amigos... Ha caído
en un hoyo, del que ya no saldrá nunca. Podrá tener días
relativamente felices, en que comerá, beberá y dormirá
bien a pesar de sus liendres. Pero siempre ya en el hoyo.
¿Entiende usted? Tres días de no dormir en cama ni mu-
darse de ropa bastan para hacer de una persona decente,
de un caballero, al que todo el mundo saluda y respeta,
un indecente golfo irredimible. Pero la gente no sabe de
estas cosas y cuando ve a un golfante piensa que lo ha
sido toda su vida, que siempre fue así, que nació ya con
esas barbas y esa cochambre encima, que nunca tuvo una
camisa limpia y una tirilla almidonada. ¡Y ésa es la tra-
gedia, cipote!

Las dormivelas de Pueyo

Llego a la imprenta de Pueyo y encuentro a éste me-


dio hundido en su sillón, con los pies extendidos por de-
bajo de la mesa y los ojillos beatíficamente cerrados.
Al sentir mis pasos, el hombre dá un respingo y se in-
corpora: —Usted perdone..., he venido a despertarlo...
—No estaba dormido —me responde el hombre gordo,
mirándome con sus ojillos pequeñines y cucos—. Es que,
verá usted, yo tengo la facultad de quedarme adormilado
cuando quiero y representarme cosas agradables, sin lle-
gar a dormirme... Por ejemplo, que viene una mujer her-
mosa y se me acerca zalamera y me dice:
»—Señor Pueyo, míreme usted, ¿no le gusto? ¿No
querría usted ser mi amante?...
»—Señora —le contesto—, yo soy casado... —y me
echo mano al bolsillo donde tengo la cartera— y además,
soy ya perro viejo para que me la dé nadie...
»—OHh qué desconfiado es usted, señor Pueyo, ¿es que
no cree en el amor?...

324
»—¡El amor, el amor! —me río—. ¿Cree usted que
yo soy poeta?
lla—, no sea usted
así..., déjeme que le dé un besito... ¡Está usted tan solo!
Ni siquiera tiene un perro... —y empieza a hacerme cu-
camonas y yo la dejo..., hasta que ya la tía logra encala-
brinarme y entonces la echo a empujones, abro los ojos
y me encuentro con que es esa vecinota guapa de arriba,
que me dice con su acento catalán: —Señor Pueyo, vosté
perdone, querría hablar por teléfono.
»—-Otras veces, es un señor de aire extranjero que se
planta ante mi mesa y me dice:
»—Señor Pueyo, sé que quiere usted vender su impren-
ta y vengo a comprársela... por lo que usted pida —y
saca un talonario de cheques. Discutimos y quedamos en
que se lo cedo todo por X millones. El hombre saca el
talonario de cheques y la estilográfica... Yo alargo la mano
para cogerlo y, al abrir los ojos, me encuentro con algún
visitante conocido, como ahora con usted..
—Pues siento, señor Pueyo, haberle estropeado el ne-
gocio...
—Bah, no importa —bosteza Pueyo—. ¡Volveré a so-
ñarlo cuando quiera!

Don Antonio Sancho hace mutis

Don Antonio Sancho, el autor de Tersaida, el buen


hombre y mal poeta, hizo su último soneto y se fue de
este mundo... modesta, calladamente, como cuando se
embozaba en su capa raída y se iba de La Pecera diciendo:
—Abur, amigos.
Pero esta vez se ha ido sin decir nada. Se notaba su
ausencia en La Pecera, pero no se le daba importancia...
¿A qué se le da importancia en aquel ambiente alegre
y ruidoso, entre el tintineo de los vasos y las vocifera-
ciones de los bebedores joviales?...
Fue el dueño de La Campana, El gordo y bonachón
Ricardo, quien se interesó por su cliente y averiguó que

325
estaba enfermo..., pero sin precisar de qué... Un cata-
rrillo mal cuidado..., total, nada. Hubo quien comentó:
—Algún ripio que se le ha indigestado... Pronto lo vere-
mos por aquí..., con un nuevo fruto de su ingenio..
Pero no lo vimos... Lo vimos luego en su casa, ten-
dido en el féretro, rígido, con los ojos cerrados y los
bigotes erguidos y como escarchados de canas. A su lado
lloraba la viuda, a la que veíamos por primera vez, una
mujer pequeñita y dulcemente envejecida; también estaba
allí su hermano el cazador, recio, colorado y adusto, que
nos miraba como si fuésemos los causantes de su locura
y de su muerte... Sobre la mesa camilla un gran gato
morisco, hecho plácidamente un ovillo, nos miraba con
sus ojos dorados adormecidos.
Estaba allí toda La Pecera, con su Presidente, don José
Andión, a la cabeza y por aquella vez los alegres bebe-
dores estaban graves y condolidos. Hasta el Gran Sim-
pático estaba serio. Alguno preguntó: —Pero ¿de qué ha
muerto?... —El cazador explicó secamente: —De la vida
que hacía... El vino, los trasnochos, el ambiente cerrado
de los cafés, la manía de los versos, que lo habían vuelto
loco... Ya se lo decía yo... ¡Pobre hermano!
La viuda subrayaba esas palabras con sollozos: —;¡Po-
bre Antonio mío! Venía de madrugada, cuando yo me
había dormido, cansada de tanto esperarlo, y el brasero
se había quedado frío... y se acostaba sin cenar... No
comía nada... La manía de los versos lo tenía desatenta-
do... Ahí ha dejado montones de papel escrito con una
letra que yo no entiendo... ¡Pobre Antonio mío! Hasta
en sueños hacía versos... Y ahora ¿qué vamos a hacer
con esos papeles?...
—¡Quemarlos! —dice secamente el cazador.
—i¡Con lo bueno que era! —solloza la mujer.
—Eso, sí —asienten todos—. Un alma de Dios, un
santo...
—¡Una buena persona! —exclama Paco Torres—.
¡Y simpático, que es lo primero que hay que ser en el
mundo!...
El muerto está ahí impasible en su caja, con los ojos
cerrados y una rigidez marmórea en el rostro, insensible
a elogios y censuras. Ya vive en el mundo ideal de su

326
Tersaida, quién sabe si en la gloria de esos poetas malos
que han sido hombres buenos.
Abajo piafan ya los caballos negros de la funeraria.
Salimos de la habitación para dejar espacio a los té-
tricos empleados de las pompas fúnebres que cargan con
el féretro, tropezando en las esquinas. Bajamos las esca-
leras y vamos ocupando los coches que han de formar la
comitiva.
Yo monto en el del Presidente y puedo comprobar
que don José está triste y nervioso. Quizá se acuerde de
su hijo, el poeta, malogrado por la funesta manía de los
versos..., quizá sienta aprensión por sí mismo, viejo, al-
coholizado y bronquítico. Tose y carraspea. Y de cuando
en cuando me mira en silencio con sus grandes ojos pa-
rados de vaca gallega.
Ya estamos en el Este, junto a la tumba abierta para
recibir el cuerpo inanimado del amigo. Estamos en pie,
destocados en torno suyo, como en La Pecera, cuando es-
perábamos que nos recitase un soneto. Don Jaime Nadal,
nervioso, se estira los puños y se arregla el cuello de
pajarita. Biedma fotógrafo, que se ha educado en los
jesuitas, contesta como un acólito al responso del sacerdo-
te, con su sotana manchada de cera: —¡Et lux perpetua
luceat eís!... —Paco Torres murmura bajito con su acento
andaluz: —¡Adiós, don Antonio, hasta el valle de doña
Josefa!
Queremos mirarlo por última vez. Su faz marmórea,
sus ojos cerrados, su nariz cárdena, erizada de un vello
negro y fuerte, sus bigotes tiesos escarchados de canas...
Vuelven a cubrirlo con un pañuelo y un leve airecillo
marzal hace que el pequeño sudario aletee como una ma-
riposa blanca sobre la faz del muerto. Se diría la res-
piración del difunto...
Los sepultureros empiezan su fúnebre faena..., suenan
los primeros golpetazos de la tierra sobre la caja... El ca-
zador aprieta los puños y clama sin llanto: —¡Adiós, her-
mano mío!
Salimos a la desbandada hacia los coches. Y para repo-
nernos de la mala impresión, vamos a La Pecera, donde
campea el lema salomónico: «Vinum laetificat cor ho-
minis.»

327
Pérez Bojart

En Mundo Latino conozco personalmente a Pérez Bo-


jart, el escritor bohemio, del cual ya conocía algunas cró-
nicas y multitud de anécdotas referentes a su vida erra-
bunda y rara. Pérez Bojart es un vagabundo, poseído de
manía ambulatoria que, como Noel, ha recorrido casi toda
España en plan pedigijeño, mendicante. Ha pasado tem-
poradas en monasterios, asilos y hospitales. En estos úl-
timos, no sin cierto derecho, pues es un tuberculoso de-
clarado que, según él mismo dice, tiene hemoptisis fre-
cuentes. De tuberculoso es su figura enclenque, rostro
pálido, agudo, ojos febriles, pómulos descarnados. Parece
un San Francisco de marfil o escayola, salvo que se afeita
cuidadosamente su barba, que de otro modo crecería bra-
va y punzante.
Pérez Bojart viste de un modo estrafalario, pero pul-
cro, a lo proletario. Sigue la moda de los sinsombreristas,
que surgió después de la guerra, mostrando al aire su ca-
beza rapada y limpia. No usa chaleco y por la abertura
de su mal abrochada camisa le asoma una pelambre recia
y de un negror azulenco. Gasta alpargatas. Aunque naci-
do en Madrid, su aspecto es el de un levantino, seco y
sarmentoso. Por murciano lo tenía yo, por paisano de
Azorín y de Gabriel Miró. Habla con una voz fina, insi-
nuante y entrecortada, como si le faltase el aliento a su
pecho de pájaro.
Espiritualmente, Pérez Bojart es, como Sánchez Rojas,
una rara mezcla de refinamiento decadente y de plebeyez
hampona. Tiene una extraña amalgama de misticismo y
erotismo galante, y refiere anécdotas de este último matiz
con la voz untuosa y meliflua de un abate dieciochesco.
A ratos recuerda a Répide. No sé si con fundamento, lo
circunda una leyenda de tipo wildiano, que parecen con-
firmar sus gestos y su voz, a más de sus amistades estre-
chas con Augusto D"Halmar, Goy de Silva, Baeza y otros
coridones notorios. Quizá por esa faceta de su vida, que
se presiente al través de la discreción con que él la vela,
no se haga del todo simpático... y cause esa impresión
inquietante de todo individuo que sospechamos afiliado
a una masonería.

328
Pérez Bojart como literato, no pasa de una medianía
decorosa. Su talento se desperdiga en crónicas de perió-
dico y en traducciones. Y también en charlas peripatéticas.
Es un hombre que oscila entre un misticismo, que le vie-
ne de su temor a la muerte, una muerte que le ronda
y de cuando en cuando le da aldabonazos en el pecho en-
fermo, y una lascivia de sátiro, contenida por ese mismo
miedo. Sus súbitas desapariciones de la corte tienen todo
el carácter de fugas, de evasiones de la urbe viciada y vi-
ciosa, en busca de la salud de los campos y la vida natural
y sana. Responden a sus crisis morbosas. El escritor se
pierde y vuelve luego más animoso y confiado en la vida.
Hasta que al fin un día no vuelva.
Cuando está en Madrid, Pérez Bojart se refugia en el
Ateneo, a la sombra de su amigo Candamo, que es allí
una institución. Allí lee, escribe y se calienta en invierno.
Golondrina errante, cuelga su nido por temporadas en
la docta casa, donde es una figura tan familiar como la de
Rafael Urbano...
Pérez Bojart es un bohemio limpio, bien educado y
aunque alterna con los Cubero y los Gálvez en las tascas
y los cafetines, y bebe el inevitable alcohol, que ayuda
a conllevar la vida perra —como dice Vidal y Planas—,
nunca se le ve borracho ni con manchas de vino en la
pulcra camisa.

San Germán se casa

En la redacción me entregan un sobre. Lo abro y me


encuentro con una hoja impresa, firmada por José San
Germán.
No puedo contener una exclamación. Es una participa-
ción de boda, pero concebida en términos humorísticos
y estrafalarios.
El indiscreto de Pizarroso acude en seguida y al ver
de lo que se trata, me quita la hoja de la mano y la lee
en voz alta, entre las risas de los compañeros.
Es un documento literario interesante. Querría conser-

329
varlo; pero Pizarroso, que anda a la caza de curiosidades
por el estilo, menús de banquetes, prospectos y carteles,
para el archivo que está formando su amigo y compañero
de El Imparcial Eduardo Muñoz, me ruega que se la
deje, y tanto insiste que al fin cedo.
¡Cuánto lamentaré luego esa debilidad!
Sólo me queda la emoción de saber que San Germán,
el alegre y arrogante compañero de locura juvenil, se ha
casado, poniendo sobre sus ilusiones esa losa de los sue-
ños del matrimonio...
Es como si lo hubiéramos perdido definitivamente...
Por lo demás, ya lo habíamos perdido. Ya hacía mucho
tiempo que el periodismo se lo había tragado... Ya eran
una leyenda sus famosas albórbolas, sus gritos y desplan-
tes en El Colonial y en Recoletos, sus intentos de ca-
morra en los bailes de El Lírico y la Zarzuela... A él
mismo hacía ya mucho tiempo que no se le veía...
Pero no sé qué será..., mientras un amigo de la juven-
tud no se casa nos parece que no lo hemos perdido...

El vertedero

Don Carlos Cerrillo Escobar, el hombre que llegó re-


trasado a la literatura, ha muerto sin haber tenido tiem-
po de estrenar ninguna de sus obras teatrales ni de pu-
blicar su brava novela, El vertedero, realista descripción
de las crudas escenas por él observadas en el Asilo de
la Paloma, de donde era maestro...
Amargo fin de un hombre optimista y soñador, que
a sus cincuenta y tantos años aún tenía ilusiones de glo-
ria y fe en una revelación súbita de su genio que le hi-
ciera ganar de una vez todo el tiempo perdido...
Lo que había hecho por darse a conocer... la tena-
cidad y paciencia que había derrochado..., aviniéndose al
ridículo inevitable de su alternar con noveles jóvenes, en-
tre los que desentonaba con su gordura senil y sus canas
mal teñidas... ¡Cuántas impertinencias, cuántas bromas
de mal gusto no tuvo que aguantar entre esa alegre e

330
irrespetuosa juventud..., que ejercitaba a su costa un in-
genio fácil, en el salón de Colombine, en la redacción
de El País, en todas partes donde aparecía con sus ma-
nuscritos y la amenaza de una lectura tabarrosa!...
Pero él lo soportaba todo, con tal de figurar en los
periódicos, en una lista de asistentes a un banquete o de
introducir en El País, a la sombra de su masonería, algún
articulito que todos encontraban plúmbeo y saltaban ya,
sin leerlo. Hasta de sus apellidos hacían burla y lo lla-
maban Carrillo Escoba.
Y a pesar de toda esa paciencia y mansedumbre, de
su eterna sonrisa cachazuda, el escritor ha muerto igno-
rado, en su modesto pisito de los Cuatro Caminos, y a
su entierro sólo hemos acudido unos cuantos amigos, sus
hermanos en el Triángulo, Roberto Castrovido, Paco Es-
colá y Fernández Sol, que se encargó de hacer guardia
en la antesala para que no entrase allí ningún cura y de
arrancar luego del féretro la cruz de galones dorados, el
director del Asilo de la Paloma y el director de El Globo,
don Manuel Becerra..., estirado y solemne.
Dos coches constituían todo el cortejo fúnebre. En la
glorieta de la Alegría aún quedó más mermado, pues el
señor Becerra se despidió allí, pretextando la necesidad
de estar en su periódico a la hora del cierre.
—¡ Hombre, sí! —aprobó irónico Castrovido—. ¡El
cierre! ¡Eso es muy importante! ¡Figúrense ustedes!
El cierre en un periódico como El Globo, un sapito que
sólo tira tres ejemplares, uno para el Ministerio de la
Gobernación, otro para el Banco de España y otro para
la Transatlántica, organismos que lo tienen subvencio-
nado...
Los demás, seguimos adelante hasta el Cementerio ci-
vil, donde nuestro amigo tuvo sepelio laico...
Allí tuvimos el dolor de verlo caer en el vertedero,
en el último y definitivo vertedero, de donde ya no puede
uno levantarse más...
Allí dejamos con un responso laico al hombre ilusio-
nado, de las canas mal teñidas, al viejo novel, de cuya
muerte mañana sólo hablarán El País, La Corres y... El
Globo.
Y todo el mundo se preguntará ¿quién era don Carlos
Cerrillo Escobar? Nadie lo conocerá, porque su obra maes-

331
tra, El vertedero, queda inédita e incompleta en poder
de una mujer buena e ignorante y unos hijos incapaces de
comprender a su padre, y de los que el uno es tipógrafo
y el otro empleado de contabilidad en un banco. Su pa-
dre, desengañado en el fondo de la Literatura, quiso dar-
les una educación práctica.
¿Qué será ahora de sus obras de teatro inéditas, de
sus dramas sociales a lo Ibsen?... ¿Adónde irán a parar
ese montón de papeles sin valor cotizable?
Pues a la basura, al vertedero también, como los ma-
nuscritos de don Antonio Sancho, el estrafalario autor de
Tersaida.
¡Pobre don Carlos!
¡ Y pobres nosotros, que a pesar de esos avisos segui-
mos escribiendo!

Manuel Ugarte

En Mundo Latino conozco al gran escritor argentino


Manuel Ugarte, que habitualmente reside, desde hace mu-
chos años, en Niza, y ahora ha venido a Madrid para
editar un libro contra el imperialismo yanki.
Es un hombre simpático, de una planta de gran señor,
con una cara inteligente, en la que se acusan rasgos de
un elegante escepticismo y el cansancio de una vida agi-
tada. Estrecho con emoción la ancha mano que me tiende
con toda cordialidad como a un viejo amigo, pues real-
mente lo somos al través de sus libros y mis artículos de
crítica. Á pesar de su larga estada en el extranjero, no ha
perdido su acento criollo, y se le escapan interjecciones
típicas, como «¡che!» y «¡qué vida!»
Me agradece mi interés por las cosas de América y él,
a su vez, se interesa por el ultraísmo, aunque como expe-
riencia nada más. Él sigue en su modernismo, en su época
heroica de Rubén y Nervo, etc. Por lo demás, hace ya mu-
cho tiempo que no hace versos, pues se ha consagrado
casi por completo a su labor de gran política americana.

332
Para obsequiarle con algo típico madrileño, Yagies or-
ganiza una cena en Botín, con el clásico cochinillo servido
en cazuelas de palo y los no menos clásicos bartolillos.
Allí, en torno a nuestro anfitrión, nos reunimos todos los
amigos de la editorial.
El poeta argentino está encantado, tanto con el cochi-
nillo como con la vetustez del edificio, que data del si-
glo XVI O XVII, y conserva toda su arcaica traza, escaleras
de caracol y techos abovedados. Se cree uno en la épo-
ca de los Felipes, y piensa que van a aparecer allí de
pronto Quevedo, Lope de Vega... y quizá el propio Cer-
vantes.
Pero quien aparece a la hora de los bartolillos es el
inevitable Lasso de la Vega, en compañía de su mecená-
tico amigo, el chileno Edwards Bello. Vienen de cenar en
otro departamento del viejo restaurante y traen una ale-
gría juvenil y... vinícola.
Lasso de la Vega hace las presentaciones y ambos se
sientan un momento con nosotros. Surge el tema del ul-
traísmo y Edwards aprovecha la ocasión para desacreditar
a su primo Huidobro, acusándolo, como siempre, de pla-
giario y atribuyéndose toda la modernidad de su poesía,
como puede verse por su libro Metamorfosis..., que nin-
guno de nosotros ha leído.
Se entabla una discusión sobre lo nuevo y lo viejo en
literatura y pintura, se habla de Reverdy y Picasso. Ba-
llesteros de Martos contiende tartamudeando con Edwards
y califica de paparruchas los cuadros cubistas del pintor
malagueño, que es un poseur, pues hasta se ha afrance-
sado el apellido: —¡A mí no me la dan con que... so!
—dice.
Lasso de la Vega busca si queda algo de vino en las
botellas. Ugarte, con visibles muestras de aburrimiento,
saca el reloj y expresa su deseo de retirarse: —Es mi-
nuit —dice. Nos levantamos y salimos con él. El poeta
se disculpa: —En Francia he perdido la costumbre de
trasnochar. Además, que ya va uno siendo viejo.
Ugarte tendrá ahora alrededor de los cincuenta, aun-
que a mí no hay que hacerme caso, pues no sé calcular
la edad de las personas. Sus negros ojos conservan una
gran vivacidad y en sus negros cabellos apenas apuntan

29%
algunas canas. Da la impresión de ser más joven que
Fombona.
En la puerta de Botín, el poeta argentino toma un co-
che para regresar a su hotel. Los demás vamos a dispet-
sarnos, pero Edwards, que está en plan de faire la bom-
be, nos propone continuar la noche visitando cabarets
y dándole remate con el obligado viaje a Citeres.
Lasso de la Vega aprueba con entusiasmo la helénica
iniciativa de su amigo Yagúes, que con sus lentes y su
panza de hombre serio es un terrible sátiro, acepta la
idea y discutiendo y recitando versos vamos a parar de
madrugada en esa casa de la calle San Marcos, cuyas pu-
pilas jóvenes y pulcras parecen vestales...

Velada ultraísta

Los ultraístas celebran en Parisiana una velada, cuyo


organizador ha sido el titulado jefe del movimiento, el
pomposo Isaac del Vando Villar. No asisto a ella y me
entero de lo ocurrido por los poetas que vienen a contár-
melo al café... Todos, en general, están muy satisfechos,
porque la velada fue un escándalo... Guillermito, con su
voz gangosa, celebra: —Hemos hecho rabiar a los sau-
rios... Ha habido insultos, tomates..., luchas cuerpo a
cuerpo..., magnífico... Poco faltó para que llamasen a los
guardias... ¡Qué éxito!
Isaac lamenta que yo no estuviera presente y conside-
ra mi ausencia como una defección... Yo sontío: —¿Qué
falta hacía yo si estabas allí tú?
Lasso de la Vega, el helénico, comenta: —Ha sido algo
estupendo... Parecía enteramente la reproducción de un
capítulo del Poeta asesinado, de Apollinaire... Hasta sur-
gió allí un señor desconocido, un poeta provinciano, lla-
mado Pernil, gordo, grotesco, que se empeñó en recitar
unos versos estrambóticos y no nos dejaba a los demás...
lo echábamos y él iba de un lado para otro por el esce-
nario, como un pernil flotante, provocando las risas del
público... Ha sido algo delicioso...

334
Pero Eliodoro y el grave Comet están justamente in-
dignados con su joven colega Ernesto López Parra, el cual
los traicionó a todos, descolgándose con unos versos de
corte rubeniano que gustaron al público y provocaron ova-
ciones y gritos de «¡Esto es otra cosa..., ésos son vet-
sos..., fuera los ultraístas!»
—¡Has sido un traidor! —le increpa Eliodoro, ama-
gándole con el índice—. Debes morirte.
López Parra, un jovencito pequeño, moreno, con unos
ojillos negros, penetrantes y un modo de hablar recalcado
y preciso, se justifica tomando a risa las inculpaciones de
los otros:
—¿Qué culpa tengo yo de que el público os abuchease
a vosotros y a mí me aplaudiese?... Yo fui al festival
de buena fe...
—Sí; pero llevaste unos versos modernistas..., y eso
no está bien...
—Mis versos son tan ultraístas como los tuyos... En
el Ultra cabe todo, ¿verdad, maestro?
Yo sonrío ante esas puerilidades...
Bueno; lo principal es que ha habido escándalo. .., lo
cual demuestra que el público, aun ese público frívolo
de Parisiana, se interesa por la Poesía...
—Esto se va poniendo como París —gangosea Guiller-
mito—. Los saurios se despiertan... ante la dehiscencia
de nuestras eclosiones porveniristas... Hemos de organi-
zar otros recitales y también manifestaciones públicas con
pancartas..., hay que hacer rabiar a las mentalidades pa-
satistas y paleontológicas, quitarles el sueño con el zum-
bido letífico y triunfal de nuestras hélices aviónicas y pot-
veniristas..., de nuestros altavoces liricofónicos...
—Hay que gritar Dada —afirma el poeta helénico—.
Dada es la palabra mágica... ¡Dada, alegría de ser poeta!
—Sí —ruge el terrible Eliodoro—, pero hay que eli-
minar de entre nosotros a los traidores... Tú, Parra, no
puedes seguir con nosotros... No eres ultraísta...
—¡Bah! —ríe Parra—. ¿Por qué? ¿Y tú lo eres?...
Tú eres simplemente un epígono..., empleas imágenes
viejas... Y además, ¿quieres decirme en qué consiste el
ultraísmo?...
90D
Eliodoro balbucea palabras incoherentes. Luego ríe con
su risa sandia de borracho, que quiere ser irónica: —El
ultraísmo, ¿que qué es el ultraísmo? Pues no quieres sa-
ber poco... El ultraísmo...
—Por lo visto consiste en decir disparates —comenta
Parra—, cosas que nadie entiende...
—¡Claro! —aprueba Eliodoro—. Lo que entiende todo
el mundo es vulgar, despreciable...
—Pues yo a ti te entiendo muy bien, Eliodoro... —ríe
Parra—. Lo que ocurre es que no dices nada... Aquí no
hay más ultraísta que Guillermito...
Los demás protestan. Rivas Panedas, el cojito, César
Comet, Ibarra reclaman su título de ultraístas. Guiller-
mito se pavonea ufano. Lasso de la Vega proclama: —Yo
soy dadaísta... Dada es lo más moderno que existe...
El orondo Isaac, con los pies siempre fatigados como
si pensara con ellos, puestos amorosamente sobre una silla,
sonríe con aire de superioridad y me hace guiños de inte-
ligencia.
¡Hay que ver..., tantas disputas por la modernidad
cuando el poeta más moderno es él!...

De todo esto resulta que los titulados ultraístas se es-


pían unos a otros, para descubrirse mutuamente super-
vivencias de la época en que imitaban a los poetas moder-
nistas, Juan Ramón, los Machado, Villaespesa, Carrere
—cestigmas pasatistas, como diagnostica Guillermito— y
denunciarlos como infractores de un credo poético, que
ninguno sabe por lo demás en qué consiste. Y se ven
apurados para no incurrir en esas censuras y anatemas,
y tardan horas y días en construir un poema mediana-
mente pasable como muestra de modernidad.
—Esto es más difícil de lo que parece —se lamenta
Panedas—. Yo antes me hacía diariamente dos o tres
poemas..., pero ahora me cuesta la mar de trabajo hacer
siquiera uno...
—'¡Sí, es lamentable! —corrobora Comet.
—Pero ¿es que queréis montar una fábrica de poe-
mas? —ironiza Linera.
—Los poetas del Ultra están en una situación trágica
—comenta Bóveda—. El buitre de la modernidad les roe

336
el hígado... ¡Van a terminar locos y usted tiene la culpa,
maestro!...
— ¡Es lamentable! —suspira Comet.
El empleado de Correos extrema lo abstruso de su
ideación confusa de meningítico, y casi iguala a Guiller-
mito en sus poemas herméticos, incrustados de neologis-
mos y de una tendencia apocalíptica.
En uno de ellos ha predicho: «Nos comerán los patos
y las ranas...»
—«¿Por qué los patos y las ranas, Comet? —le pre-
gunta sonriendo Bóveda—. Los patos y las ranas no son
carnívoros...
—Es una imagen —contesta muy serio el burócrata.
Esos versos de Comet se han hecho por lo menos po-
pulares y Astranilla los repite por ahí, comentando:
—¡Qué barbaridad!...
Astranilla publica en Buen Humor unas críticas cha-
bacanas y venenosas, metiéndose con los pobres ultraís-
tas, a los que pone de idiotas, imbéciles y... sospechosos
de invertidos...
Eliodoro dice: —Ese Astranilla debe morirse... y yo
lo voy a matar de una patada...
Cuando pasa Astranilla, pavoneándose, en el cortejo del
policía Fernández Luna, Eliodoro lo increpa con su voz
cavernosa: —Astranilla, eres un perfecto idiota..., te de-
bes morir...
Pero Astranilla, valido de su sordera, se hace el desen-
tendido y ríe con su risa huera y destemplada: —¡Muy
bien, Eliodoro! ¡De acuerdo!
Este Astranilla es insidioso..., me guiña el ojo con
aire de inteligencia, como dando a entender que está en
el secreto... —Cómo te diviertes con esos poetastros...,
los vas a volver locos... ¡Los comerán los patos y las
ranas!... ¡Ja..., ja!
—No hay tal cosa, Astranilla... ¡No seas insidioso!
—:¡Claro! —contesta él, tergiversando mis palabras—.
Ya lo sé yo... ¡Conformes..., ja..., ja..., ja!
Este soficoco es verdaderamente intolerable. Tendría
que cogerlo, clavarlo en la pared como a un murciélago
y gritarle en sus mismas orejas:
—NOo hay tal cosa, Astranilla... Yo no soy capaz, como
tú, de burlarme de ningún poeta..., un poeta es algo de-

337
masiado tierno y delicado para burlarse de él, por más
torpe que sea... Precisamente los malos poetas son los
que más aman, con rabia de pretendientes desdeñados,
a la poesía que se les resiste... El último de estos poetas,
con todas sus extravagancias y sus vanidades pueriles, vale
infinitamente más que tú, venenoso Zoilo... Yo no me
divierto a costa de sus tropiezos y resbalones en la cu-
caña del arte y los sigo emocionado, deseoso de verlos
llegar al final, porque yo he sido como ellos y sé el dolor
que representa esa alegría de ser poeta, que canta Lasso
de la Vega, para engañarse a sí mismo...

Vargas Vila

En una terraza de la plaza de España tomamos sendas


cañas de cerveza Rufino Blanco-Fombona, Vargas Vila
y yo. Es la primera vez que veo de cerca al grandilocuen-
te autor de Ibis, pues hasta ahora sólo lo había visto de
lejos, hace ya muchos años, cuando tomó parte en aquella
velada del Ateneo en celebración del centenario de la pu-
blicación del Ouijote.
Entonces derramaba desde la tribuna como desde un
Sinaí, las cataratas de una elocuencia lírica y musical, que
a todos electrizaba y daba la impresión de un coloso.
Ahora, visto de cerca, es un hombre pequeñito, mi-
núsculo, con una carita rasurada y mofletuda de niño, bajo
su pelo albeante de viejo. Fombona lo trata con cierta
reverencia irónica, tratando de halagar benévolamente al
hombrecito, que por su parte acepta de buena fe sus
lisonjas.
— Aquí tiene usted —me dice Fombona— al gran Var-
gas Vila, al cóndor lírico, al fulminador de los tiranos, al
escritor que con su verbo novedoso, esmaltado de imáge-
nes, ha vuelto loco a todos los poetas jóvenes de Hispa-
noamérica...
Vargas Vila sonríe y bebe un sorbo de cerveza. Fombo-
na prosigue:
—El navegante solitario..., que ha hecho suya la sen-

338
tencia de Ibsen: «El hombre más fuerte es el más solo»...
El eterno célibe..., invulnerable a los cantos de sirena...
¡Oh amigo Vargas Vila, usted es un hombre!
Hablan luego los dos antiguos amigos de sus recuet-
dos juveniles, de sus épocas de lucha lírica y política.
Pero, ¡cosa notable!, es Fombona quien hace el gasto.
Vargas Vila se expresa en tono corriente, práctico, y no
profiere ni una siquiera de esas frases coruscantes que
a manos llenas prodiga en sus escritos. Nos separamos
sin que le haya oído nada digno de recordarse. Diríase
que se le han apagado los fuegos a ese gran pirotécnico
de la palabra. Me deja la impresión pura y simple de un
hombre pequeñito.

Desafío

La comidilla del día, en los mentideros literarios, es


el desafío de Ricardo Baeza con el terrible espadachín
El Caballero Audaz.
La causa del duelo fue una insidia deslizada por El Ca-
ballero en un artículo, en que llamaba a Baeza «wildiano»
en el mal sentido de la palabra.
Inmediatamente el crítico le mandó los padrinos, uno
de los cuales era José Serrán, muestro compañero de re-
dacción. Se concertó el duelo a pistola, a diez pasos, y,
afortunadamente, no hubo sangre.
José Serrán nos cuenta ahora los pormenores del en-
cuentro. El primer disparo correspondía a Baeza en su
calidad de ofendido y el crítico afinó tanto la puntería,
que le agujereó el sombrero a su adversario.
El Carretero Audaz disparó a su vez y lo hizo al aire.
Repitió Baeza y falló el tiro. El Carretero disparó por
segunda vez al aire.
Entonces Baeza se indignó, estimó que aquello era un
desprecio y reclamó el apoyo de sus padrinos: —Esto-es
una burla —decía—. ¡No hay derecho! Yo he venido a ba-
tirme de veras...
Los padrinos le hicieron comprender que su adversario

39
era muy dueño de disparar adonde quisiese. El Carretero
Audaz sonreía desdeñoso e insolente:
—Yo disparo adonde me da la gana...
Entonces Baeza, enrabietado como un chico, tiró la pis-
tola y dijo que, en vista de eso, daba por terminado el
desafío.
Los padrinos, curiosos, rodearon al Carretero y le pre-
guntaron:
—Pero ¿por qué ha hecho usted eso?
Con su voz bronca y burda de pueblerino cordobés,
El Carretero explicó: —Porque si le tiro a dar y tengo
la desgracia de acertarle y matarlo, después de haberlo lla-
mado lo que le llamé, habría tenido:que irme de Ma-
drid...
¡He ahí la explicación de su generosidad! ...

Cartas patéticas

«Maestro: Estoy en la calle con mi mujer y con mis


hijos, y en la más extrema desolación.

Un abrazo.
Pedro Luis de Gálvez.»

«Mi querido Maestro: Tengo un frío tremendo. ¿Quie-


re usted cederme su gabán viejo? Como usted bajo él,
seguiré yo soñando con el clima del Sur.
Póngame a los pies de la Santa.

Le abraza,
Pedro Luis de Gálvez.

Volveré a recoger la respuesta pasado un cuarto de


hora.»

Ambas cartas, escritas con lápiz, pintan la tragedia del


poeta bohemio otras veces tan arrogante y acosado ahora
por la necesidad.

340
No hay que decir que fueron atendidas, aunque el abri-
go viejo del maestro aún no había llegado a la edad de
jubilación...

Pero he aquí otra carta de Pedro Luis, escrita a pluma


y en un papel con membrete de taberna, noblemente ex-
presiva de gratitud:

«Amigo Cansinos: He leído en La Correspondencia de


anoche un artículo de usted donde me alude con cariño.
¡Ulcerado y bueno! Gracias, Rafael. Usted ha escrito toda
mi tragedia en esos dos calificativos.

La mano.
Pedro Luis de Gálvez.»

Muere José Pablo Rivas

Los periódicos dan la noticia de la trágica muerte del


escritor mejicano don José Pablo Rivas, decapitado por
un ascensor cuando se inclinaba sobre la barandilla de su
piso para despedir a un amigo...
La noticia me impresiona, por lo horrible del caso,
y evoca en mí con vivo resalte, como a la luz del fogo-
nazo de la muerte, la figura del mediocre escritor, autor
de La ranchería del Jamapa, un poema de ambiente me-
jicano que fue objeto de muchas bromas por el título
y que, por lo demás, nadie leyó.
Conocí yo al finado allá a principios de siglo, cuando
andaba a caza de traducciones. Don José Pablo, que tenía
pujos de autor teatral y dinero, quería traducir obras del
alemán, y como no conocía ese idioma, solicitaba mi co-
laboración,
Me invitó a su casa y en su despacho me expuso sus
proyectos... Era un hombre bajito, rechoncho, de cara
mofletuda y rubicunda y pelo rubio oscuro en el que ya
apuntaban canas.
Me dedicó su libro, me contó sus cuitas..., tenía a su
mujer muy enferma, tanto que su existencia era ya una

341
agonía prolongada... Él, a impulsos del dolor, le había
compuesto un libro entero de elogios, llorándola ya cual
si se hubiese muerto... —Naturalmente —observó—, no
podré publicarlo hasta que se muera... Pero será algo
notable...
Parecía lamentar ese aplazamiento obligado...
No nos entendimos y no volví a verle... Luego, por
los chismorreos literarios, supe que su mujer se había
muerto al fin y él no había publicado su libro de elegías...,
sino que se había ido a vivir con una comicastra, una tal
Herma, una mujer alta, larguirucha y desgarbada, cuyos
ojos saltones, ahuevados, eran el único rasgo saliente de
su fisonomía. Por ella don José se había metido a empre-
sario, tomado el teatro Cervantes y derrochado el dinero
en temporadas desastrosas, en sobornos a los críticos y en
lujosos trajes para la actriz.
Últimamente había tenido que rendirse a la evidencia
y renunciar a hacer de su Herma una María Guerrero
o una Rosario Pino...
—Esa comiquilla —comentaba Catarinéu— es más
mala todavía que la Merceditas Pérez de Vargas y el po-
bre don José no tiene el dinero de don Tirso...
Tan no lo tenía, que se ayudaba con traducciones y re-
cientemente había hecho la de Madame Bovary, bastante
alrosamente por cierto...
Pues bien..., esta noche Rivas Panedas, el cojito, se
presentó en la tertulia, vestido de luto. Y contestando
a nuestras preguntas, explicó:
—Llevo luto por mi padre... ¿No han leído ustedes
la noticia? El escritor decapitado por el ascensor era mi
padre...
—;¡Ah!
—SÍ..., nosotros no lo veíamos desde que murió nues-
tra madre... y se lió con la Herma... nos fuimos de casa
yo y mi hermano Humberto, que anda por Barcelona...
No queríamos tenerle que agradecer nada a esa mala mu-
jer, tan mala mujer como mala actriz... Ahora hemos
nombrado abogado para reclamar la herencia, pero segu-
ramente nuestro pobre padre no habrá dejado nada... Esa
mujer es una vampiresa...
Admiramos la energía moral de este buen muchacho,
que arrastra su muleta como una lira y vive de un modo

342
inverosímil, escribiendo con la misma pluma que sus ver-
sos esos rótulos en cartulina que vemos en los escapara-
tes de los ultramarinos, sobre fuentes de judías del Barco
y que dicen: «Comedme... somos manteca pura», y otras
cosas por el estilo...
Rivas Panedas lleva su bohemia con absoluta dignidad.
Pasa privaciones, pero no pide nada a nadie... Su fuerza
de voluntad se refleja en sus mandíbulas apretadas y en
su frente surcada de una profunda arruga... Y en el modo
como maneja sus muletas, parece que va trepando ilusio-
nado y terco hacia el Parnaso, poniendo cuñas en su pen-
diente abrupta...

Críticos

Desde que la muerte de Caramanchel dejó vacante el


puesto de crítico teatral, hemos tenido cuatro críticos.
Serrán, el yerno del marqués, Baeza, Goy de Silva y José
Alsina, el crítico del fenecido El País, ninguno de los
cuales ha tenido tiempo de despicar una pluma.
Serrán, el buen mozo que no entiende nada de nada,
escribía bajo la inspiración de su admirado Goy de Silva,
y el no menos admirado Ricardo Baeza, que a su vez son
furibundos admiradores de Jacinto Grau, el dramaturgo
fracasado al que comparan con Shakespeare. Goy de Silva
y Baeza se admiran también el uno al otro, pero Goy está
celoso de Grau, que es la admiración máxima de Baeza.
Esa trilogía de críticos pretendía sin duda imponer a
Grau, que por entonces estrenó su Hijo pródigo, con mala
fortuna, y en vista del fracaso, desistieron y dimitieron
el escalpelo. Alsina no pudo aguantar a Juan de Aragón
y se pasó a ABC.
Todo ello redundó en beneficio de Paco Aznar, el re-
dactor-jefe, el hombre tétrico y prolífico, que cada día
necesita más dinero.
Y así, ese periodista sin historia ha venido a suceder
en la crítica téatral al gran Catarinéu, que tenía un pres-
tigio y una autoridad indiscutibles.
¡Ha ocurrido como en las Academias!...

343
Muere D. Miguel Moya

Juan de Aragón está radiante... Su rival, don Miguel


Moya, ese otro maestro de periodistas, alma del Trust,
ha muerto, según dicen, a consecuencia del disgusto que
le produjo la actitud que durante la huelga adoptaron
algunos de los principales redactores de El Liberal...,
hombres que él había creado, por decirlo así. Don Miguel
Moya, que con sus larguezas mecenáticas se había gran-
jeado el epíteto de «padre de los periodistas», que siem-
pre tenía la mano abierta para los pedigiieños y las co-
lumnas de los periódicos del Trust para los noveles, no
ha podido resistir al dolor de ver que sus favorecidos,
que antes lo adulaban con artículos y dedicatorias diti-
rámbicas en las portadas de sus libros, ahora, con mo-
tivo de la huelga, se volvían contra él y lo ponían de
negrero y le negaban toda capacidad literaria y todo saber
periodístico...
Juan de Aragón no puede ocultar su júbilo. Muerto
don Miguel, el Trust se derrumba... Gastón Moya, el in-
geniero, no entiende nada de periódicos; Sacristán es un
buen financiero, pero como periodista... nulo. El Liberal,
privado de sus cronistas, redactado por plumas anónimas,
dejará de ser un gran periódico y sus suscriptores se
pasarán a La Libertad... Zozaya, el viejo cronista, «el
maestro de la crónica, el grande, el único, el incompara-
ble maestro Zozaya», al que leen los obreros, los emplea-
dos, los militares, los curas y las porteras —todo el mun-
do, menos los literatos—, se llevará tras de sí a la gran
masa de lectores... En la escisión que se produjo en El
Liberal, ZZozaya fue el factor decisivo... Gastón y Oteyza
se lo disputaban con igual ahínco y el maestro de la cró-
nica, que es un rígido krausista, como Salmerón y Pi y
Margall, sostuvo —según confiesa— grandes luchas con-
sigo mismo, antes de decidirse entre el sentimiento que
lo retenía en la vieja casa de la calle del Turco y su con-
ciencia, que le mandaba seguir el partido de los disiden-
tes. Ál fin triunfó su conciencia y el hombre se pasó
a La Libertad...
En nuestra redacción, donde provisionalmente se tira
el nuevo periódico, he tenido ocasión de ver y hablar con

344
el gran Zozaya, que se conserva muy erguido y pimpan-
te, a pesar de sus sesenta años y pico, con su traza de
antiguo caballero español que no se ha quitado la barba,
como tantos hombres de su edad, en esta época de la
postguerra, que ha impuesto el rasurado romano de los
yankis. Caso curioso el de este maestro de la crónica, al
que todos sus colegas tienen por un imbécil y un hipó-
crita, un Harpagón, dueño de casas y usurero, que pre-
sume de pobreza y austeridad y de vivir modestamente
de su pluma y al que, sin embargo, todos tratan con
respeto, mejor dicho, con reverencia, por la masa de lec-
tores que le siguen... Hasta el irónico Oteyza tiene con
él deferencias de acólito... ¡Zozaya va a ser el eje de La
Libertad!
Y Zozaya trata a sus jóvenes compañeros con un aire
de benevolencia tutelar, afecta modestia, finge admiracio-
nes, proclama humildemente que él no es más que un
pobre cronista... Pero en el fondo, harto se ve que se
cree un Víctor Hugo...
En tono patético cuenta sus luchas espirituales entre
sentimiento y deber, cuando la huelga, tan terribles que,
dice, hubo momento en que pensó ponerles fin «tirándose
de cabeza al Viaducto».
Lo ocurrido fue que —según Oteyza— el maestro Zo-
zaya no tenía fe en que sus gestiones con los financieros
tuviesen éxito y no se decidió hasta que aquél encontró
apoyo en el marqués de Albaida y en don Santiago Alba...
Entonces vio ya claro la conciencia del filósofo austero.
Los redactores de La Libertad pululan ahora por nues-
tra redacción desde las primeras horas de la tarde, pre-
parando ya su trabajo de la noche. Endériz, Gabirondo,
el famoso Gabirondo, rescatado por los huelguistas de
las garras del Trust; un joven moreno, de voz bronca
y grandes bigotes negros que tiene el nombre absurdo de
Heliodoro Evangelista, es reportero de sucesos, y emplea
términos y gestos achulapados; un tipo conocido de las
verbenas y los bailes de máscara. Pedro de Répide, si-
nuoso y melifluo, con su cara dada de unos polvos que
no encubren del todo el viso azulado de su bronca barba
de artesano y —según dicen— con camisa de mujer, bajo
el chaleco hasta arriba... Pedro de Répide, cuyas andan-
zas tras los chulos por los barrios bajos todos conocen,

345
pero todos fingen ignorar..., gran triunfo del escritor de
talento que se hace perdonar los vicios del hombre...;
Manuel Machado, siempre discreto y displicente; Luis
de Oteyza, locuaz, jovial y cortesano...
Todos están muy agradecidos a Juan de Aragón, que
les ha facilitado con su cuenta y razón, naturalmente, los
medios de echar a la calle el primer número del periódico
y lo tratan con suma deferencia, le siguen la corriente
en sus excentricidades y escuchan sus consejos de maes-
tro del periodismo, sin perjuicio de no hacerle luego
caso...
Juan de Aragón se hace la ilusión de haber doblado la
plana de sus redactores, de dirigir dos periódicos, y va
y viene, dando órdenes y solucionando pequeños conflic-
tos. O se sienta en el diván, espatarrado, y gasta bromas
a todos —aunque no se atreve a tirarles de las orejas—
y evoca recuerdos de sus tiempos heroicos de El Evange-
lio, y cuenta anécdotas y habla tartarinescamente de sus
viajes a Londres y de las maravillas que allí vio...
—Hay en Londres, en la redacción del Daily Tele-
graph —dice, por ejemplo—, un reloj maravilloso, que
marca las horas, las medias, los cuartos, el día del mes,
con su nombre... Algo prodigioso...
—i¡Bah! —le replica Endériz—. Eso no tiene nada de
particular... En Hamburgo hay un reloj que marca todo
eso y además las cotizaciones de Bolsa...
El baturro lo fulmina con la mirada y se mete en su
despacho. Endériz es el único que se atreve a contradecir
a Juan de Aragón, y a discutir con él sobre si el bastón
que gasta es Malaca o no lo es...
Nuestro Tartarín se enreda con él en discusión, levan-
ta el grito, profiere pintorescas blasfemias, hace aspavien-
tos de cómico asombro...
—Pero, rediez, ¿me va usted a dar lecciones a mí?...
Yo he vivido muchos años en Filipinas y conozco todas
las maderas que allí se dan... ¿Va usted a enseñarme
a mí lo que es Malaca?
—¡Pues yo le digo a usted que ese bastón no es Ma-
laca! — insiste, tozudo, Endériz.
Juan de Aragón ruge, lanza miradas de tigre a su con-
tradictor, aspea los brazos como un náufrago... —¡Re-

346
diez, me caso en los...! Este pollo quiere saber más que
yo..., cuando me duelen los coj... de saber estas cosas...
Entonces interviene Oteyza, jovial y risueño, y le da
unas palmaditas en el hombro... —No se ponga usted
así, Leopoldo, es que este Endériz es aragonés como us-
ted... ¡Ha encontrado la horma de su zapato..., ji..., ji!...

La redacción de La Corres parece haberse duplicado


con esos elementos nuevos. Pero, en realidad, ha dismi-
nuido... Hemos perdido a Fabián Vidal. El buen mucha-
cho, harto de tanto trabajar por poco sueldo y disgustado
además por no haberle cumplido el periódico la promesa
de regalarle un hotelito en las afueras, dimitió su plaza
y se marchó, sin oír los ruegos del baturro... —-Pero,
Fabiancito, hombre..., no nos deje usted..., aguarde un
,

poco...
Pero el granadino se había hartado ya de aguardar...
Y se fue... —Una locura —comenta Paco Aznar, el cual
se ha sumado a su sueldo parte del del dimisionario, a
cambio de hacer extranjero. (Paco Aznar no sabe ni fran-
cés.) ¡Una locura!... ¿Adónde va a ir ese hombre?...
¡Y ahora que se ha casado!... (Porque el granadino se
casó al fin con su prima, su primera y única novia, todo
un poema.)
¿Que adónde va a ir?... Pues, según dicen, al perió-
dico que piensa lanzar don Nicolás María de Urgoiti, el
director de la Papelera Española, con el que están entram-
pados todas las publicaciones madrileñas y ya tiende sus
tentáculos sobre El Imparcial. El nuevo periódico se lla-
mará La Voz y en tanto sale a la calle, don Nicolás le
pasa el sueldo a su futuro director, Fabián Vidal...
—¡Otro ingrato! —murmura Juan de Aragón—. Todo
me lo debe a mí, yo lo hice hombre, yo me lo traje de
Granada a este gran periódico y ahora que gracias a mí
tiene un nombre, me abandona..., ¡rediez! ¡Cría cuervos!

La muerte de don Miguel Moya deja vacante la Pre-


sidencia de la Asociación de la Prensa... Habrá que cele-
brar elecciones para sustituir al finado y nuestro baturro
no oculta sus aspiraciones al puesto. Sólo don Torcuato
podrá disputárselo, pero los redactores de La Libertad
lo animan...

347
—¡No tenga usted cuidado, Romeo, nosotros lo apo-
yaremos como un solo hombre! —le dice Oteyza—. Ten-
drá usted mayoría abrumadora... ¿Quién es don Torcua-
to? ¿Qué sabe de periodismo?... ¿Qué va a hacer en
la Asociación de la Prensa?... Allí se necesita un viejo
luchador como usted...
El baturro se engalla, y empieza ya a desarrollar el pro-
grama de sus iniciativas al frente de la Asociación, en
pro de la dignificación del periodista, de la mejora eco-
nómica de la clase...
— ¡Bravo! —aplaude Oteyza—. Usted es hombre de
iniciativas... Usted ha levantado La Corres.
El baturro lo mira un poco escamado ante la sonrisita
del joven periodista. ¿Querrá aludir a la moneda de siete
céntimos o a los manguitos? ¿O a la valla de Lequerica?
Pero se hace el desentendido y acepta como de buena
fe los irónicos elogios del jovial director de La Libertad.
—El diputado por Belchite irá por la Presidencia y se
la llevará. ¡Eso lo saben ya hasta en Belchite! —exclama
Oteyza.

La lenta agonía de «Mundo Latino»

A pesar de los pronósticos de César E. Arroyo, murió


Cervantes. Don José Yagijes se cansó de perder dinero
en la revista... Gracias que siguiese con la editorial. Es-
taba harto de tratar con autores impertinentes y recelosos,
que lo traían a mal traer con sus sospechas de ediciones
clandestinas.
Parecía que todo el mundo —latino y no latino— ha-
bíase conjurado contra él.
Rufino Blanco-Fombona, con el cual se codeaba en la
Sociedad Española General de Librería, creyóse ofendido
por algunas palabras suyas que unos chismosos le trans-
mitieron y le escribió una carta insultante, amenazándolo
con escupirle en el rostro dondequiera que se lo encon-
trase...
Aquello era la tragedia, pues conociendo el carácter del
americano, no había duda de que cumpliría su palabra

348
y el editor no iba a estarse encerrado siempre en su domi-
cilio. Y como tampoco iba a andar por ahí con aquel
escupitajo gravitando sobre su rostro, no le quedaba otro
recurso que meterse el revólver en el bolsillo al salir a la
calle y en cuanto viese al irascible poeta, anticiparse y
paf...
Él era hombre pacífico, pero no toleraba que nadie
le escupiese..., tomándolo por un orinal. —Pero, señor,
¿por qué ese bárbaro la habrá tomado conmigo? ¿Soy
yo acaso el tirano de Venezuela?... ¡Pero no es él sólo...,
todos se han propuesto amargarme la vida!...
—d¿Por qué te meterías a editor? —suspiraba la mu-
jer, toda angustiada.
—¡Bah! —reía Ballesteros—. No es para ponerse tan
trágico... No es tan fiero el león como lo pintan... No
hace falta revólver..., con un garrote basta. ¡Dejémelo
usted a mí!...
De buena gana se lo habría dejado el editor, pero eso
habría sido indecoroso, y además, que también le irritaba
eso de que aquel mequetrefe estuviese dándole siempre
lecciones de hombría delante de su mujer...
—Nada de garrote..., el revólver..., dicen que él es
un gran baleador, pero ya veremos si es verdad...
—¡Por Dios! —gemía la señora—. No te precipites,
Pepe..., que eres artrítico... Lo mejor sería tratar de arre-
glar eso por las buenas... (dirigiéndose a mí). Usted es
amigo de Fombona..., ¿por qué no va a hablarle?
—Si ustedes me autorizan...
Don José, como venciéndose a sí mismo, insinuó:
—Yo, por mi parte, no me opongo..., yo soy un hom-
bre pacífico... Estoy dispuesto a una avenencia..., aunque
repito que a mí ese indio bravo no me asusta... Pero
puesto que Dolores lo quiere, vaya usted, asegúrele que
sus suspicacias no tienen fundamento, que yo lo admiro
como poeta y que soy un enemigo de Vicente Gómez...
Ballesteros sonreía zumbón. Doña Dolores se enjugaba
los ojos con su pañolito de Dolorosa. Conchita hojeaba
ávidamente la última novela erótica del Caballero Audaz,
editada por su padre.
Yo fui a ver a Fombona y le expuse la tragedia con-
yugal que había provocado. Le hablé de la actitud bélica
en que se había colocado el editor. Fombona exclamó,

349
rechinando los dientes: —Ese Yagijes es un pendejo...
¿Se ha puesto bravo? Tant mieux... Así me gustan a mí
los hombres...
—Pero piense usted en su mujer... La pobre señora
está consternada...
—Me lo figuro... ¿Cómo va a estar la mujer de un
hombre tan grotesco?... Pero, en fin... (después de refle-
xionar), yo soy un hombre galante..., estoy dispuesto
a retirar mi escupitajo en vista de sus explicaciones y has-
ta a hacer las paces con él, ya que usted me lo ruega...,
y aún voy a hacer más... Dígale usted que le hago el ho-
nor de confiarle la edición de mis obras... Yo necesito
un editor, porque no está bien que me edite a mí mis-
mo..., y él presenta bien los libros... Dígaselo usted y si
acepta cenaremos juntos una noche y sellaremos las paces
ante un escalope de ternera... ¿Está usted contento?
Cuando le transmití al editor las palabras de Fombona,
exclamó el buen hombre ingenuamente: —Pero ¿por qué
todos se empeñarán en que yo les edite? ¿Es que no hay
más editor que yo en el mundo?
Ballesteros comentó: —Ya puede usted echarse a tem-
blar... Eso va a ser peor que el escupitajo... Fombona
lo va a dejar a usted como para pedir plaza en San Ber-
nardino...
Sin embargo, el editor aceptó. Todo antes que el escu-
pitajo. Cenó con Fombona y cargó con el primer tomo
de sus Obras completas.
Desde entonces, el enemigo de Vicente Gómez entraba
allí como en su casa. Siempre a pedir dinero. Con él no
valían las argucias acostumbradas. Él era también editor
y conocía los trucos. Con brusquedad estudiada, Fombo-
na entraba en la editorial empujando las puertas, tro-
pezando con el bastón en las sillas y gritando con voz
cavernosa y falsamente jovial: —¿Dónde está ese hom-
bre?.....
Ese hombre se ponía pálido, se terciaba de muerte. Se
negaba a salir de su despacho... Pero Ballesteros en se-
guida se brindaba: —¿Quiere usted que salga yo y lo
despache? —y el editor, picado en su amor propio, salía...
Eran escenas tragicómicas, que luego Fombona comen-
taba riendo:
—Ese pendejo está acostumbrado a robar a los auto-

350
res... Pero ha dado conmigo, que los voy a vengar a
todos.
La llegada del poeta a la editorial era algo apocalíptico,
sólo comparable a la del terrible Eliodoro, siempre borra-
cho, pegajoso y tenaz, siempre con la pretensión de que
Yagúes le tomase sus libros. —Eliodoro, lo siento mu-
cho..., pero no hay papel...
—¿Que no hay papel?... Y para el Audaz sí lo hay,
¿no?... Usted tiene papel de sobra para un escritor por-
nográfico... Usted es un hombre inmoral... y, además,
un cretino..., usted debe morirse... —y le apuntaba con
el dedo...
—Mire usted, Eliodoro, no me ofenda —rogaba el edi-
tor—. Yo lo quiero a usted mucho y más adelante...
—Váyase usted, Eliodoro —le aconsejaba Ballesteros—.
Vuelva usted otro día... Tiene usted un tablón inde-
cente...
—Eso es otra cosa —asentía Eliodoro—. Eso no tiene
nada que ver... También Verlaine se emborrachaba...,
ja..., ja... Hay que emborracharse de algo. Usted no ha
leído a Bodeler... Pues léalo...
—Bueno, lo leeré, Puche..., pero ahora váyase...
—«¿Es que quiere usted echarme?
—No, hombre, se lo ruego solamente...
—¡Ah, vamos..., eso es otra cosa!... Por darle gusto
a usted, me voy..., pero volveré..., ¡qué conste!...
Se iba tambaleándose... y todos respiraban... Pero lue-
go volvía..., con la terquedad del borracho, y se desha-
cía en dar explicaciones y pedirles perdón a todos...
—+Está bien..., pero váyase, hombre, que tenemos que
hacer...
—Bueno, me voy..., pero volveré..., ¡qué conste!...
Se iba por fin. Pero entonces llegaba Edmundo, el filó-
sofo báquico que hablaba de Kant en las tabernas y tenía
una verbosidad inagotable.
—Pero, señor —clamaba don José—, ¿por qué caerán
sobre mí todos los borrachos?
Lo peor fue cuando Eliodoro convenció al editor para
que publicara la traducción de la Obra completa del Po-
bre Lelian. Don José aceptó, viendo en ello un negocio
. editorial, pero Eliodoro impuso la condición de ser él el
traductor exclusivo.
351
—Pero ¿usted sabe francés, Eliodoro?
— ¡Toma que si sé francés! —se indignaba el borra-
cho—. Yo lo hablo de carrerilla... Y además, que yo
bebo..., como Verlaine..., y nadie mejor que yo puede
entenderlo... Ni Canedo, ni Carrere, ni Bacarisse beben...
¿Cómo podrían traducir a Verlaine?... Ja... Ja...
No hay que decir las traducciones que Eliodoro llevaba
a Yagies, en hojas de papel sucio, garrapateado a lápiz
en las tabernas y llenas de salpicones de vinazo. Aquello
no podía leerse y, además, si se leía, no se podía enten-
.der. De la imprenta devolvían las cuartillas... Aquello no
tenía pies ni cabeza...
Eliodoro protestaba, dilatando su rostro huesudo en
una risa infantil, angélica... —Claro, ¿cómo lo van a en-
tender?... ¿Es que cualquiera va a entender a Verlaine?...
¿Es que se puede entender a Verlaine como si fuera As-
trana Marín?... ¡Qué barbaridad!... ¡Para entender a Ver-
laine hay que ser un poeta de su categoría... y haberse
emborrachado muchas veces!... Yo no necesito consultar
el diccionario... ¡Mi diccionario es un frasco de vino tin-
traia.
Cuánto trabajo (y dinero) no costó convencer al terri-
ble Eliodoro para que accediese a dar parte en la labor
a otros traductores, como Carrere, Díez Canedo, Baca-
risse... Cuántas escenas tragicómicas en casa del editor...,
ruegos de doña Dolores, amonestaciones enérgicas de Ba-
llesteros, gestos desolados de don José...
—¡Qué vida ésta! —clamaba el editor—. Si me lo lle-
gan a decir...
Doña Dolores suspiraba: —Sí..., yo también creía que
los poetas eran otra cosa..., unos seres ideales, ingenuos,
desinteresados... Ahora veo que estaba equivocada. Pen-
sar que así serían también Bécquer y Zorrilla...
— ¡Pues lo mismo que éstos, doña Dolores! —reía Ba-
llesteros—. Y lo mismo son los Villaespesas y los Carre-
re y toda esa gentecilla... Don José no sabe tratarlos...,
si me dejara a mí...
Pero no lo dejaban..., y así, ¡pues que se chinche!
—decidía el valenciano.
Y eso hacía don José. ¡Qué vida tan amarga! Don José
huyendo de aquellos borrachos apocalípticos empezó a no
parar en la casa. Ballesteros lo sustituía. Era allí el amo.

352
Un día don José salió a recibirnos, diciéndonos que su
esposa estaba indispuesta..., había tenido un niño, tan
poco viable, que se estaba muriendo...
—No se asusten ustedes..., se trata de un embrión...,
de un feto..., lo tenemos ahí, en una incubadora, pero
el médico no cree que se logre... Ya les digo..., es un
feto...
Nos retiramos, sorprendidos de la poca importancia
que el editor concedía al suceso... ¡Qué padre tan poco
sensible!... ¡Un feto!... —Bien; pero aquel feto era hijo
suyo..., ¡fruto de las entrañas de su mujer! —ponderaba
el ecuatoriano.
También nos sorprendió no ver por allí a Ballesteros...,
ni tampoco el lunes siguiente, cuando ya doña Dolores
estaba restablecida. Don José nos dijo:
—Ballesteros de Martos ha presentado su dimisión...,
dice que va a emprender no sé qué trabajos...
Pero luego encontramos a Ballesteros, o él nos encon-
tró a nosotros, y nos explicó el enigma: —¡Aquel fruto
malogrado... era suyo!
Desde entonces, don José trató de regenerarse. Cortó
el trato con poetas y pintores, dejó de publicar libros por-
nográficos y bajo la inspiración de un hombre serio, Ciges
Aparicio, el autor de Del cautiverio, trazó un plan de
publicación de clásicos griegos y latinos. Obras de fondo,
obras serias, obras inmortales.
Ciges Aparicio, al que yo no había visto desde los tiem-
pos de Villaespesa, era ya un hombre cincuentón, con
facha de septuagenario, calvo, sin dientes, encorvado y
siempre friolero, frotándose las huesudas manos... Se ha-
bía casado con una hermana de Azorín, tenía varios chi-
cos, uno de los cuales era su preocupación, pues no quería
estudiar y le robaba libros de sus biblioteca para vender-
los... Hablaba con voz cavernosa, apocalíptica, siempre
prediciendo catástrofes, anuncia la Revolución, con temo-
res de pequeño terrateniente, pues tenía unos pegujales
por Orihuela...
—No, señores míos —decía carraspeando—, no lo to-
men a broma... Esto se va... y no sabemos lo que vendrá
_ después... Los republicanos están divididos... El cam-
pesino es anarquista... Esto va a ser la hecatombe... Y por

353
el lado internacional, no digamos... Amenaza una nueva
conflagración...
La culpa de todo la tenía, según él, el abandono de las
Humanidades... Había que volver a los clásicos, fuente
de serenidad y moderación... Platón, Aristóteles, Séne-
ca... Y a ese fin respondía la fundación de esa biblioteca
clásica que aconsejaba a Yagies, sobre la base económica
de un capitalista amigo suyo que estaba dispuesto a hacer
de Mecenas, con su tanto por ciento correspondiente.
Yagies aceptó, encantado de aquella inyección de ca-
feína crematística que tanto necesitaba, y la editorial se
llenó de señores graves, viejos o prematuramente enve-
jecidos, con lentes y rodilleras en los pantalones, cate-
dráticos de Instituto o archiveros, tímidos los unos y arro-
gantes y dogmáticos los otros, todos dispuestos a verter
al castellano más puro las grandes obras de la antigiiedad
clásica.
Ciges Aparicio les brindaba, pródigo y complaciente,
los despojos de aquellos inmortales: —¿Quiere usted en-
cargarse de Aristóteles?... ¿Qué le parece Cicerón? Bue-
no, pues usted se queda con Séneca.
De Platón no había que hablar, pues le correspondía
por derecho al gran platónico don Emeterio Mazorriaga,
catedrático de griego, helenista profundo, que ponía en
duda que Unamuno ni nadie más que él supiera griego
en España, y tenía a Platón metido en el bolsillo.
Quedó realizado el reparto, a satisfacción de todos,
se les dio anticipos y Ciges Aparicio los despidió dicien-
do: —Ea, señores, ahora a trabajar con fe... Hay que
regenerar a esta juventud podrida por el materialismo y
poner un contrapeso al cine, al fútbol y a la literatura
pornográfica del Caballero Audaz y Guido de Verona...
Y encarándose con don José le decía: — Así redimirá
usted sus pecados, ya que tanto ha contribuido a la difu-
sión de esa literatura frívola y corruptora...
Y don José bajaba la cabeza contrito, dispuesto a edi-
tar todos los clásicos de este mundo.
Lo malo fue que, cuando ya todo estaba en marcha
y los traductores habían recibido anticipos alentadores,
Ciges Aparicio se presentó un día en la editorial, carras-
peando y haciendo gestos como de rasgar sus vestiduras.
—¿Qué pasa? —interpelólo el editor, inquieto.
354
—Pues ¡una friolera! —exclamó Ciges—. Que el edi-
tor se ha rajado...
Y ante la expectación de Yagiies, explicó:
—Ese Paco Torres, que es una cocotte..., lo ha con-
quistado con su labia andaluza y sus cañas de manzanilla
y en vez de nuestra edición de clásicos, le ha propuesto
un negocio teatral y lo ha convencido... Van a tomar el
teatro de la Zarzuela o Martín, para hacer en él género
chico..., revistas con mujeres medio en cueros. La fri-
volidad triunfa..., ésta es la ciudad alegre y confiada...
Claro que el hombre perderá todo su dinero y Paco To-
rres hará su agosto... ¡Pero cosi va il mondo, bimba mia!
Y ruede la bola... Ahora que no saben lo que va a venir...
Resultó, pues, que el Gran Simpático, alegre, dicha-
rachero y optimista, venció al lúgubre descendiente de
Ciges, el rey de Lidia, y las suripantas y divettes bellas
y locas destronaron a los graves y barbudos sabios de
la antigiiedad clásica.
Ciges Aparicio quedó relegado a segundo término y
hubo de aguantar los reproches del tripudo editor, que
clamaba: —¿Y qué voy a hacer yo ahora? ¿Y quién me
resarce del dinero que ya había gastado? ¿Quién me va
a salvar de esta crisis?
Y, en confianza, nos decía: —La culpa la tengo yo por
haberme fiado de ese hombre tétrico que parece una le-
chuza... ¿Quién le va a hacer caso a un hombre así, que
viste de negro y todo lo ve negro?
Afortunadamente surgió el salvador, en la persona del
pomposo y melifluo estilista Alfonso Hernández Catá, que
estaba en relación con algunos elementos financieros y sen-
tía el prurito de mangonear una editorial y desarrollar
en ella sus iniciativas modernas en punto a presentación
artística del libro, elección de cubiertas, tipo de letra,
papel y demás factores del éxito editorial.
—Hay que presentar dignamente el libro —decía—.
Un libro mal presentado es como un hombre mal vesti-
do... No se le recibe en ninguna parte...
Él, el director ahora de Mundo Latino, iba siempre bien
vestido, con un lujo chillón de rastacuero, chaleco de
fantasía, botitos grises, sortijas en los gruesos dedos y
. chambergo y chalinas de bohemio elegante... Hablaba
con una voz gangosa, escuchándose, y tenía modales un-

30)
tuosos, gestos episcopales. Y como un familiar, lo acom-
pañaba siempre Daguerre, que ahora hacía de su amigo
del alma y, como un perro callejero que ha encontrado
amo, lo seguía a todas partes, silencioso, grave, con sus
duros pómulos y sus ojos severos y avizorantes de poden-
co, que se alarmaban cuando alguien hacía un gesto de
sacar un pitillo.
El d'annunziano lo llevaba como su bastón o su para-
guas y lo dejaba en el recibimiento, a un lado, mientras
él prodigaba saludos melifluos y elogios, en demanda de
reciprocidad.
Era admirable verle revisar con displicencia de peque-
ño gran hombre los dibujos para las cubiertas de los libros
y hacerles observaciones a los artistas, hombres oscuros,
elegidos por él, a título mecenático, en atención a que
cobraban poco, y extenderse a propósito de eso en diser-
taciones sobre la estética de las ilustraciones y hablar de
Urrabieta y Doré, etc., etc.
Luego cogía con mano devota las galeradas de su libro
en prensa y se ponía los lentes para descubrir las erratas,
prorrumpiendo en amargas lamentaciones cuando encon-
traba alguna: —Ese Galo (el impresor, un hombre peque-
ñín, con una carita colorada y un pelo enteramente blanco,
que parecía una figulina del siglo xvI11) no cuida las erra-
tas, no corrige... Y eso no puede ser..., una errata desluce
el más bello párrafo...
Cuando estaba Galo delante, lo increpaba directamen-
te, con un gesto de inmenso dolor: —Pero, Galo, me es-
tropea usted la obra... Tira usted el pliego sin hacer las
correcciones...
Galo ponía una cara hipócritamente compungida: —Tie-
ne usted razón, don Alfonso, pero es que corría prisa ter-
minar... La máquina no puede estar parada... Los sába-
dos se echan encima...
Todos procurábamos consolar al preciosista desolado.
Galo sonreía y nos miraba de reojo, irónico. Él sabía bien
que era insustituible, porque cobraba menos que ningún
otro colega, por la tarifa china. Ahora que él no podía
estar aguardando a que el meticuloso orfebre del estilo,
despachase las pruebas. Él tenía que pagarle a su gente
los sábados, y Yagies siempre estaba en deuda con él.
El d'annunziano se resignaba y, con un aire de hipó-

356
crita modestia, nos preguntaba nuestra opinión sobre lo
que ya estaba impreso de su nuevo libro: —¿Qué les pa-
rece a ustedes?... La idea es original, ¿verdad? Y el esti-
lo..., oh el estilo es todo... Yo trabajo el estilo como
un orfebre... Yo antes de coger la pluma, me pongo en
estado de gracia..., me encomiendo a Hugo y a D'Annun-
zio..., alguien me ha llamado el D'Annunzio español...
Catá se pavoneaba por la editorial como un monarca
de las Letras, lanzaba madrigales a la linda Conchita y
alentaba a los artistas gráficos con gesto mecenático. Ellos
se emocionaban ingenuamente ante aquellos elogios y
aquellas desinteresadas lecciones de Estética... ¡Cuánto
sabía aquel hombre! ¡Qué grande era!
Pero luego se lamentaban en confianza: — ¡Aquel
Catá! ¡Qué hinchado y qué hueco! Y qué sórdido...
¡Cómo les sacaba dibujos de balde para adornar su despa-
cho, y hasta retratos de él y de su familia!...
Aquellos artistas humildes, que se llamaban Ávila, Ri-
quer, etc. Fracasados y comidos de envidia a los Ribas,
Penagos y Demetrios, tenían que avenirse a aquellos ex-
polios, contentándose con los ditirambos hiperbólicos del
novelista: —¡Oh, este Riquer, qué intuición tiene! ¡Va-
mos a hacer de él un gran artista! ¡Cómo maneja el cla-
roscuro!... Y vean ustedes qué cara tan interesante...,
¡parece un pensador sueco!...
Por aquella época publicó Catá esos libros tan alam-
bicados como el Bebedor de lágrimas, influidos por la
literatura francesa de la postguerra y que sus amigos de
El Sol y La Voz ponderaron como obras maestras.
Pero su éxito más sensacional fue El ángel de Sodoma,
esa vindicación del invertido, escrito a la luz de las teo-
rías del doctor Marañón, lo mismo que el Tigre Juan de
Pérez de Ayala.
Alfonso estaba ufano de haber hecho una obra maes-
tra, al par que de caridad, escribiendo esa historia paté-
tica de un homosexual, un chico modelo, un angelito en
lucha con su fatalidad y que se suicida por no sucumbir
a. ella.
El ángel de Sodoma hizo llorar de emoción a todos los
invertidos de la literatura y le valió a su autor felicita-
- ciones agradecidas de los Pepito Zamora y los Pepito
Ojeda, que ahora ostentaban el cartel wildiano tan des-

3537
caradamente como Antonio de Hoyos y Répide al co-
mienzo del siglo.
Alfonso venía a ser el defensor del homosexual, como
el otro Alfonso, Vidal y Planas lo era de la prostituta...
y se daba ínfulas de apóstol social. Ese libro le permitía
mirar de igual a igual a su cuñado Insúa, que acababa
de obtener un éxito resonante con El negro que tenía
el alma blanca.
Daguerre, por su parte, encontraba muy bien escrita la
obra, pero lamentaba que el autor hubiese elegido ese
argumento. Aquello era peligroso; lo iban a incluir a él
en el número de los invertidos y a atribuirle la psicología
de su héroe. Y diz que se prestaba no poco a la suspica-
cia, con sus gestos ampulosos y su voz gangoseante y me-
liflua... Él había tratado de disuadirlo, pero en vano...
Puede que esa discrepancia fuese causa de la ruptura
de Daguerre con su amigo del alma... Daguerre dejó de
girar en la órbita del estilista y volvió a sus merodeos so-
litarios por la Puerta del Sol y los cafés. Y cuando tro-
pezaba con un amigo de confianza, explayaba sus lamenta-
ciones:
—Ese Catá es un hombre vacío, vanidoso y engreí-
do..., y además mala persona. Él se había echado en
mis brazos, porque tenía la pretensión de hacer teatro,
y no tiene la menor visión de las tablas... Quería que co-
laborásemos... Bien, yo le di ideas, planes, argumentos...,
hice algunas escenas..., vamos, continúe usted..., pero
¡que si quieres!..., a él no se le ocurría nada..., nada más
que discutir y criticar lo que yo proponía..., pero escri-
bir..., ¡ni una letra!... Yo iba a su casa desde por la
mañana y allí me estaba hasta la noche, con el fin de
hacerlo trabajar..., pero inútil... Hágalo usted, Dague-
rre, ya lo veremos luego..., y me dejaba allí trabajando...
y se iba... Otras veces se quedaba..., pero no para tra-
bajar, sino para andar por la casa, en kimono, como una
cocotte, y hacer payasadas con su mujer... ¡Las cosas que
he tenido que presenciar!..., como para poner colorado
a un guardia civil... Se abría el kimono y le decía a su
mujer: «¿Qué tal, Sarita?... ¿Verdad que parezco un
Apolo?...» Luego vino lo de El ángel de Sodoma... Yo
se lo quise quitar de la cabeza..., discutimos..., él salió
diciendo que yo quería arrebatarle un éxito, que era un

358
fracasado, un amargado... Su mujer se puso de su parte
y entre das poco menos que me echaron de allí... Vea
usted qué ingratitud... ¡Y luego quieren que no sea uno
misántropo!...
Por su parte, el d'annunziano se lamentaba:
—Ese pobre Daguerre es un buen hombre..., pero in-
soportable... Se le pega a uno como una lapa... Lo tenía-
mos en casa todo el día, de testigo ocular. Ni siquiera
podía yo tener un rato de intimidad con mi mujer... Lle-
gaba por la mañana, se instalaba en mi despacho, se fu-
maba mis cigarros, comía y cenaba con nosotros..., sin
darse por enterado de nuestras indirectas... Se erigía en
director espiritual, me daba consejos, trataba de elegirme
los amigos..., se metía en todo... Hasta que, por fin, no
tuvimos más remedio que darle a entender claramente que
nos estaba estorbando... Y ahora anda por ahí difamán-
dome... Pero que hable lejos de mí cuanto quiera... Lo
principal es que nos lo hemos quitado de encima... ¡Es
mucho Daguerre!... Daguerre por la mañana, Daguerre
por la tarde... ¡Daguerre a todas horas!... Y además,
todo el mundo sabe que es un jettatore... Si vieran us-
tedes los estropicios que hemos tenido en casa cuando él
venía... ¡Como que yo me había comprado este fetiche!
—y enseñaba un cuernecillo de coral, prendido como dije
en la cadena del reloj.

Por lo demás, el maldiciente Daguerre no tenía razón,


al dar por estéril la imaginación teatral de Catá, pues
aquel mismo año estrenó Alfonso, en colaboración con
Insúa, un drama titulado Don Luis Mejía, réplica al Don
Juan Tenorio de Zorrilla, en que se hace la apología del
émulo del burlador, desde el punto de vista de la valora-
ción moral.
Don Luis Mejía aparece allí como el verdadero amador,
fiel a su doña Inés, mientras don Juan es simplemente
un conquistador...
Hernández Catá siguió asociado con Yagúes hasta que
se le acabaron los subsidios... y se retiró dignamente...
Por otra parte, su persona empezó a ser mal mirada,
corrióse el rumor de que era agente del dictador Machado
-en Madrid y la colonia cubana de la corte, sobre todo
los estudiantes jóvenes, le hicieron una mala atmósfera.

359
Catá terminó yendo a su isla, Mundo Latino arrastró
una vida languideciente y acabó sus días dejándose tra-
gar por ese leviatán de la CIAP, que apareció en el pié-
lago literario años después.
Hernández Catá, el d'annunziano, pereció por aquellos
días en un accidente de aviación, pareciéndose en eso, por
antítesis, a su ídolo Gabriele que era navinato.

Romeo candidato

Con objeto de granjearse votos para la elección de pre-


sidente de la Asociación de la Prensa, a la que presenta
su candidatura frente a la de don Torcuato, Juan de Ara-
gón empieza a publicar en La Corres una novela corta
diaria, para la que ha pedido colaboración a reporteros
y periodistas oscuros, empezando por el inevitable Gabi-
rondo, que desde la huelga es un personajillo.
En su novela corta no admitirá el baturro a ningún
escritor de prestigio, les tiene miedo a las grandes figuras
que no escriben para el vulgo y se toman con él libertades
censurables...
Cuando nos exponía sus planes para la publicación de
esas novelitas y citaba nombres de medianías literarias,
yo me atreví a insinuarle tímidamente:
—Invitará usted a colaborar a Unamuno..., a Valle-
Inclán...
Él me interrumpió bruscamente aspeando los brazos:
—¡Quite usted allá, rediez, a Unamuno que no lo en-
tiende nadie!... ¡A Valle-Inclán, que es capaz de salirme
hablando de piojos... y de hi de pu...! ¡Oh, nada de eso!
Yo quiero cosas que lea la gente y que sean morales...
¡recristo! Yo tengo hijas mayorcitas... Criterio..., ame-
nidad y moralidad..., no siendo así, no escribe aquí ni
Cervantes...
«Desde luego, yo no escribiré», pienso.
En cambio, Paco Aznar, el tétrico secretario, se impro-
visa novelista y colabora casi a diario en la sección.
—Yo creía —dice— que eso era más difícil..., pero

360
ahora veo que es sumamente fácil... Yo cojo cuarenta
cuartillas y una botella de coñac, me bebo una copita,
enristro la pluma... y entre copita y copita, la novela va
saliendo sola...
La obra maestra de Aznar en este terreno ha sido la
novelita titulada Pincharranas, novela de clave, dirigida
contra el yerno del marqués, José Serrán. El Pincharra-
nas es el hombre que ni hace ni deja hacer...
—Este tío dispara con bala rasa —comenta Pizarroso.

Muere Cavia

La noticia del día es la muerte de Mariano de Cavia,


el famoso cronista de El Imparcial, famoso por sus cró-
nicas, por su clavelón en el ojal y sus borracheras.
Había hecho sus primeras armas en El Liberal y de allí
pasó a El Imparcial, donde fue redactor hasta su muerte.
Hacía ya mucho tiempo que no escribía, enfermo de una
neurastenia aguda, que le provocaba crisis terribles al
menor ruido que hería sus oídos.
Mariano de Cavia había sido crítico taurino con el nom-
bre de Sobaquillo, y luego erigióse en purista, definidor
de vocablos, por lo que la Academia lo eligió miembro
suyo, la muerte le ha impedido ocupar su sillón.
Cavia era famoso sobre todo por una crónica-inocen-
tada, publicada en El Liberal en 1891, con la falsa noticia
de haberse incendiado el Museo del Prado, lo que dio
lugar a que se adoptasen las medidas necesarias para que
la realidad no confirmase el bulo.
Cavia había inventado personajes representativos, como
el Vicente de la Rea, el hombre gregario que va adonde
va la gente.
Pero sobre todo era famoso por las anécdotas que so-
bre él corrían por tabernas y colmados, que frecuentaba
en compañía de Dicenta, alternando con una plebe que
a veces se le insolentaba, ante su procacidad de borracho.
Gracias que siempre salía alguno en su defensa: —Pero,
hombre, que es don Mariano de Cavia —así como de Di-
centa decían: —Que es el autor de Juan José...

361
Yo no gustaba de la prosa relamida y académica de Ma-
riano de Cavia. Personalmente sólo lo vi aquella vez que
ya cuento, en una cervecería, bebiendo fraternalmente con
Rubén Darío...
Cavia era un hombre de fin de siglo, mordaz, agresivo,
creyendo en la inmunidad del escritor, epigramático como
Granés, y como éste, una copia de los escritores france-
ses del Segundo Imperio. Su mérito mayor es haber com-
prendido y querido a Rubén Darío y bebido mano a mano
con él. Y su mejor página el Respomso pagano que a su
muerte la dedicó...

Juan de Aragón fracasa

Juan de Aragón fracasó como candidato a la Presiden-


cia de la Asociación de la Prensa. Don Torcuato lo derro-
tó en toda la línea y ahora el baturro está furioso y lanza
tal cantidad de pintorescas blasfemias que si se le apli-
case el bando que dictó cuando fue Gobernador Civil, ten-
dría que pagar millones... Paco Aznar lo escucha con
gesto condolido y todos los redactores ponen las caras
largas...
Tienen motivo para ello, no por la derrota del direc-
tor, sino porque éste, en su malhumor, exagera su gro-
sería habitual, todo lo encuentra mal y entre sus blasfe-
mias mezcla interpelaciones zafias y amenazas de echar
a la calle a todo el que no sirva.
Irrumpe en la redacción como un tigre, con el perió-
dico en la mano y echando centellas por los ojos. Extien-
de el periódico sobre la gran mesa, se echa sobre él, marca
un punto con su grueso dedo velludo y grita: —¡Pero, me
caso en Cristo! ¿Quién es el imbécil que ha escrito esta
gansada?... ¡Esto no tiene sintaxis!... ¿Cómo ha dejado
usted pasar esto, Aznar?
Aznar se pone colorado, hasta donde su natural pali-
dez se lo permite, balbucea y ante la apremiante mirada
del jefe declara al fin. Resulta que el autor del engendro
ha sido Pepito, el hermano del director.

362
— ¡Pues aunque sea mi hermano, como repita con otra,
lo echo a la calle, rediós!
Otras veces es el reportero de sucesos el que tiene que
acudir perentoriamente llamado por teléfono, para dar
cuenta de por qué se ha dejado pisar una noticia.
El pobre hombre se disculpa diciendo: —Don Leopol-
do, como tiene usted prohibido que se den los suici-
dios...
El baturro refunfuña y no sabe qué contestar. Pero
como sería lesivo para su dignidad callarse, exclama: —Yo
he prohibido dar suicidios, pero me caso en los coj...,
hay que saber interpretar las órdenes...
Otras veces se queja de que las hojas del periódico no
pegan bien y hace subir al regente y lo increpa:
— ¡Pero, recristo, vea usted...!
Abre el periódico y separa sus hojas. El regente lo mira,
curioso, con ojos de miope.
—¡Yo no veo nada, don Leopoldo!
—¡Que no ve usted nada, rediós! ¿No ve usted que
estas hojas no pegan?
— ¡Ah! —exclama calmoso el socialista—. ¡Eso es fal-
ta de engrudo, don Leopoldo!
—¡Naturalmente que es falta de engrudo..., me caso
en los coj...! ¡Vaya un descubrimiento... Pues eso es pre-
cisamente!... ¿Por qué no pone usted más engrudo?...
—Si sólo era eso, se le pondrá, don Leopoldo... Pero
es que Paniagua nos lo escatima, diciendo que se gasta
mucho...
—+Ese Paniagua es la rémora... Con su tacañería me
está matando el periódico... ¿De qué sirve que uno se
desleche haciendo periódico si luego las hojas no pegan?
El secreto del ABC es lo bien que ajustan sus hojas.
—Pero es que no es a base de engrudo, sino de cosi-
do, y háblele usted de eso a Paniagua... —y el regente
ríe irónico—. Bueno, don Leopoldo, ¿puedo retirarme?
El regente es un hombre gordo, flemático, al que no
le asustan las iracundias del director. Se siente apoyado
por la Casa del Pueblo. Luego que se va, el baturro des-
foga su indignación en diatribas contra los socialeros y
contra esa Casa del Pueblo, foco de huelgas y agitación
proletaria. Y olvidando que es liberal reclama, como Ba-
rreto en La Acción, un dictador con mano fuerte:

363
—¡Me caso en los coj..., me caso en el obispo, voy a
escribir un artículo que va a hacer pupa!... ¡A ver, Az-
nar, resérveme usted dos columnas en la primera plana,
con letra del diez...!
Y dando un portazo estrepitoso, se encierra en su des-
pacho para escribir ese artículo que va a hacer pupa...

Todo esto crea un ambiente de inquietud y malestar


insoportables... Las plumas de los redactores corren rea-
cias sobre las cuartillas, por temor a «meter la pata»...
Y, sin embargo, la meten. El otro día, un redactor, inter-
pretando mal un telegrama, dio la noticia de que Su Ma-
jestad el rey había hecho un vuelo en aeroplano, cuando
se había limitado a visitar un hangar. No hay que decir
la que se armó. El baturro diose prisa a ordenarle a Az-
nar que redactase la consabida gacetilla de «Ha dejado
de pertenecer a la redacción de este periódico don Fulano
de Tal»...
—Así no se puede escribir..., está uno nervioso...
—dicen todos.
Lo peor es que la situación económica del periódico
es más angustiosa que nunca. El administrador, ese pobre
Paniagua, que parece llevar la jettatura de su apellido, y
cada día tiene una cara más terrosa y hace más dispendio
de bicarbonato, recibe a los redactores cuando van a co-
brar con una risa sardónica, y con cierta complacencia
masoquista, nos enseña la caja vacía y montones de cuen-
tas sin abonar...
—Esta es la hecatombe... —dice—. Debemos la casa,
debemos el papel, debemos la Biblia... Ese Jaime el Bar-
budo nos va a dejar en el arroyo... Sólo sabe pedir dinero
para jugárselo en el Casino... y vivir a lo grande y a los
demás que nos parta un rayo...
Paniagua, como es natural, le echa toda la culpa al
director, pero también el marqués pone de su parte cuan-
to puede para arruinar el periódico. Siempre jovial, con
su tripa de rey Pausolle —como decía Rollin— y su
barba de monarca asirio y su puro en la boca, se ríe de los
aspavientos apocalípticos del cajero y sigue adelante con
sus comilonas y sus trapisondas con chicas del conjunto.
El baturro y él son tal para cual y entre los dos están

364
repartiéndose a porfía los restos del gran periódico que
fundó el primitivo marqués de Santana.
La única que se preocupa de la situación, pensando en
el porvenir de sus hijos, es la marquesa, la cual —beata,
según dicen— considera a Romeo como una especie de
Anticristo y quisiera a toda costa verse libre de él.
Pizarroso, que siempre está bien enterado, menos de
las noticias municipales que tiene a su cargo, cuenta que
cuando Fabián Vidal dejó el periódico y fue a despedirse
de los marqueses, la señora le ofreció la dirección de La
Corres y, llorando, le rogó:
—Por Dios, Fabián, usted que es un hombre honrado,
sálvenos de la ruina y acepte la dirección del periódico...
¡Ese hombre es un demonio!
Fabián rehusó por delicadeza... y el director se salvó...
Pero no podrá cantar victoria mucho tiempo..., porque
ahí está Serrán, el yerno del marqués, el niño mimado
de la marquesa..., y ése es el que va a echar el gato al
agua...
Efectivamente, Serrán, el buen mozo malagueño, joven,
ambicioso, metido en política y con aspiraciones de llegar
a ministro y archipámpano con la base del periódico, don-
de ya tiene una avanzadilla en su despacho de la planta
baja, sube ahora a la redacción con una frecuencia sospe-
chosa, conversa afable con todos, incluso con Aznar, y
lleva su camaradería hasta el extremo de tomar café con
nosotros y poner una banca de juego a la siete y media...
—Este Serrán —dice Pizarroso como trabajando una
candidatura— es verdaderamente simpático..., campecha-
no, fino, como se debe ser... —Y luego añade confiden-
cialmente: —Hay que tratarlo bien porque se lo merece
y además porque va a ser el director...
—¿Cómo es eso, Pizarroso? Hable usted.
Pero Pizarroso, que goza dándose importancia, tose, se
estira los bigotes y murmura:
—'¡Chitón! Que viene el magiar... (El magiar es el té-
trico secretario de Juan de Aragón...)

Sí; efectivamente, Pizarroso estaba bien informado. La


marquesa y Paniagua habían tramado una conjura para
convencer al marqués y derribar al baturro, poniendo en
su lugar al bel ami malagueño. Pero el administrador, ese

365
Adame, antiguo compañero de periodismo del director,
al cual debe su puesto, advirtió a tiempo al baturro y le
dio armas para hacer fracasar la conspiración. El baturro,
documentado por Adame, cogió al marqués a solas y le
dijo:
—Mira, Fernando, para que veas que soy un buen ami-
go tuyo, voy a decirte quién es tu yerno... Creyéndose ya
dueño del periódico, estaba en negociaciones con un usu-
rero para venderle las máquinas... Gracias que el Matatías
quiso informarse bien y acudió a Adame..., que si no
ese niño bitongo te deja sin periódico...
De esa manera paró el golpe el baturro... y su posi-
ción, al parecer, es ahora más firme que nunca...
Serrán ha dejado de subir a la redacción. Paco Aznar
sontíe hasta donde se lo permite su congénita melanco-
lía... Aznar parece un Kempis encuadernado en negro...
Y está siempre triste, aunque es seguro que no ha leído
el Kempis... Es la suya, la tristeza del hombre rijoso y pro-
lífico que no gana bastante para zapatos de chicos...

El cálculo albúrico

Pujana, el caballero Pujana, es actualmente objeto de


las burlas y sarcasmos de sus compañeros, los hampones...
Benítez, el ex-legionario, el Atila de los sueños, me
explica con maligna alegría su fiasco al tratar de ensayar
su método para hacer saltar las bancas de las casas de
juego, fundado en el cálculo albúrico.
—Figúrese usted... que de tanto oírle hablar de su
famoso método, científico, infalible, ese desgraciado de
Gramage... Gramage, ¿no conoce usted a Gramage?...
Sí, hombre..., bueno..., uno de tantos, un pobre chico
que había heredado unas pesetas de un tío suyo, picó en
la cosa y le ofreció esas pesetas para hacer el experimento
de su martingala.
Pujana, naturalmente, quería ir a Montecarlo, pero
como el dinero de Gramage no daba para tanto, se con-
formaron con ir a San Sebastián y hacer saltar la banca
del Gran Casino.

366
Pujana se pertrechó de un cuadernito, para hacer sus
cálculos, presenciaba las jugadas, reflexionaba muy grave
y apuntaba, seguro de ganar... Giraba la ruleta..., salía
la bolita, saltaba sobre el tapete verde y luego se detenía...
Pujana, digo Gramage, había perdido. El filósofo se ras-
caba las liendres, abría unos ojos tamaños, aquello con-
tradecía todos sus cálculos científicos. Y como éstos eran
infalibles, era la ruleta la que se equivocaba...
—No tengas cuidado —le decía a Gramage—, saca más
dinero..., a lo último tenemos que ganar... Mis cálculos
son infalibles.
Y Gramage, refunfuñando, sacaba más dinero... Y así
la primera noche y la segunda y la tercera..., hasta que
a Gramage se le acabó el dinero...
Entonces surgió la bronca: ——Eres un imbécil, Puja-
na... Me has hecho perder toda la herencia de mi pobre
tío de un modo idiota. Eres un canalla, un timador in-
decente...
Y Pujana, muy serio, le contestaba: —Mis cálculos son
infalibles. Yo no tengo la culpa de que se te haya aca-
bado el dinero... Precisamente ahora que íbamos a ga-
nar... Unas pesetas más y hacemos saltar la banca.
—Quien va a saltar por esa ventana vas a ser tú —ru-
gía Gramage.
Total, que tuvieron que volverse a Madrid, a pie y sin
dinero, riñendo todo el camino.
Gramage ahora se lamenta: —-Si siquiera me hubiese
gastado la herencia de mi tío con una tía guapa... Pero
habérmela gastado con Pujana. Los bistés y los vasos de
vino que podía haberme zampado... ¡Es para matarte,
Pujana!
Pero Pujana sigue sosteniendo la infalibilidad de sus
cálculos albúricos. Su error —dice— fue aceptar un socio
capitalista con tan poco capital como Gramage... Para
hacer el experimento de su sistema se necesita más dine-
ro..., por lo menos un milloncejo...
Lo cierto es que quien verdaderamente ha salido per-
diendo es Gramage, al que le está muy bien empleado
por idiota... ¡Hacerse caso de Pujana!... El fakir, por
lo menos, ha llenado la andorga por unos días, a costa
del incauto, y se ha paseado con su chambergo y su ca-
chimba por San Sebastián... ¡Y que le quiten lo bailao!...

367
Mientras que a Gramage, de la rabia, le van a salir cálcu-
los en la vesícula... ¡Ja..., ja! ¡Habráse visto imbéciles!...
¡A mí me la iba a dar el chulo de la Cristina!

Fabián se bate

Gran revuelo en los medios periodísticos...


Don Nicolás María Urgoiti, el director de la Papelera
Española, con el cual están entrampados casi todos los
periódicos, el dueño del papel, está preparando la salida
de dos diarios, que se titularán, respectivamente, La Voz
y Luz, serán el uno matutino y vespertino el otro.
La dirección de La Voz se la tiene ya prometida el se-
ñor Urgoiti a Fabián Vidal, será un diario populachero
y sensacionalista.
Pero además de eso tiene el industrial bilbaíno preten-
siones sobre la propiedad de El Imparcial, de cuya redac-
ción forma parte el ya referido Lorenzo, elevado por don
Nicolás a la categoría de director. Félix Lorenzo se ve
cogido entre dos fuegos, pues la empresa del periódico
no lo reconoce como tal director, y trata de expulsarlo
de allí judicialmente o a mano airada... El verdadero di-
rector es para la empresa López Ballesteros, el autor de
La cueva de los búhos.
Ahora bien, no sé por qué razón concreta, esas disen-
siones han puesto frente a frente a Fabián Vidal, el pre-
sunto director de La Voz, con Ballesteros; han cambiado
insultos; Ballesteros, que goza de fama de duelista, ha
desafiado a Vidal, y este hombre pacífico y pacifista, que
apenas si sabe esgrimir un sable como un garrote, ha mos-
trado de pronto un valor insospechado.
Fabián se ha batido como un hombre con Ballesteros,
a sable naturalmente, en los sótanos de La Tribuna de
la calle Aduana, profusamente iluminados a ese efecto;
y dicen que, para evitar la intromisión de la policía, ambos
contendientes fueron al improvisado campo del honor en
camiones de la Papelera, envueltos entre bobinas de pa-
pel. Vidal salió honrosamente del paso con una heridilla

368
en un brazo y hoy recibe, con su habitual gesto compun-
gido, los parabienes de sus amigos...
El desafío ha sido para él un incordio más. Pero ya no
habrá quien le dispute la dirección de La Voz...

Adiós al periodismo

Desde ayer, no soy periodista... Dejé de ser esclavo


de Juan de Aragón... Vuelvo a ser simplemente litera-
to, como cuando hace trece años traspuse de mala gana
las puertas de ese periódico... Trece años que ingresé en
esa redacción y la dejo ahora que los sueldos, aunque sólo
sea nominalmente, han aumentado y aunque sólo sea no-
minalmente también, tiene derecho el periodista a un des-
canso semanal... Quizá mi gesto tenga mucho de teme-
rario... y la Hermana al pronto ha puesto cara triste y
preocupada... Pero estaba ya harto de oír a ese baturro
despotricar a gritos contra los literatos y decir que él
no quería allí más que periodistas, y como allí no había
ya más literato que yo, sus palabras me sonaban como
una ofensa personalmente dirigida a mí...
Y ayer, cuando hablaba en esos términos, sentí un im-
pulso irrefrenable de dignidad, me levanté de mi asiento
y le dije:
—Pues mire usted, ahí le dejo un puesto libre... Pue-
de usted traer un periodista...
Él me miró con una expresión inverosímil, se quedó
plantado ante mí, aspeando los brazos como un náufrago
y sin acertar a decir las palabras que, como buchadas de
agua, le afluían a la boca. Por fin, balbució: —Pero ¿a
qué viene eso?... ¡Siéntese usted, hombre!... ¿Quién le
ha dicho a usted nada, rediós, y qué genio!
Yo, con una serenidad asombrosa, le contesté:
—No me ha dicho nada..., pero yo comprendo que no
debo seguir aquí... Yo tengo la conciencia de no ser pe-
riodista..., sino uno de esos literatos que usted tanto de-
“nigra...
Y a todo esto, ya había empezado a recoger los pape-

369
les de mi gaveta del pupitre, poemas, comienzos de nove-
la, cosas que iba haciendo entre telegrama y telegrama,
mientras los otros perdían el tiempo en discusiones gá-
rrulas.
—Pero, hombre — insistía el baturro—. ¿Han visto us-
tedes? ¡Recristo, con estos literatos!
Paco Aznar, el tétrico secretario, había puesto una cara
más tétrica que de costumbre. Dio unos pasos hacia mí,
como para disuadirme.
Pero yo seguía arreglando mis papeles. El director, sin-
ceramente asombrado y dolido, al parecer, se justificaba:
—Yo creo que lo he tratado a usted siempre bien...
Claro que no es usted propiamente un periodista, pero
reconozco que tiene talento... y da lustre a la redacción...
Yo le tengo afecto y si no fuera por eso, no le hubiera
tenido aquí trece años...
—Muchas gracias. Pero yo no puedo seguir aquí, abu-
sando de su afecto... Usted necesita periodistas, no lite-
ratos.
—Eso desde luego —confirmó el baturro—. Para mí
lo principal es la noticia. Información. Ese es mi crite-
rio... Porque, rediez, yo no soy más que un periodista...
Yo prefiero un repórter de sucesos a todos los Unamunos
y Valle-Inclanes... Pero con usted hacía gustoso una ex-
cepción:..:
—Se lo agradezco. Pero le repito...
—¡Mire usted! Si yo lamento que no sea usted perio-
dista, es por lo mucho que le quiero... La literatura no
da nada. En cambio el periodismo... Aquí me tiene usted
a mí, ¡ya ve cómo vivo, eh!... Y ahí tiene usted a Fabián
Vidal, que aquí se hizo y de aquí ha salido para dirigir
La Voz... Yo quise también hacer de usted un buen pe-
riodista... Pero, recristo, usted es un bohemio, un idea-
lista, un hombre que sueña con la estatua... Yo no quiero
estatuas después de muerto... Yo, me caso en los coj...,
quiero vivir bien...
—Está en su derecho. Pero ya ve que tenemos puntos
de vista diferentes... Así que debo dejarlo... Somos in-
compatibles...
Había recogido ya mis papeles y me disponía a retirar-
me. El baturro se plantó delante y mirándolos a todos,
como tomándolos por testigos, gritó:

370
—Conste que yo no lo despido..., que se va usted por
su propia voluntad...
—Desde luego, no tenga usted cuidado... No pienso
acudir al Sindicato en demanda de indemnización...
—Oh, no lo decía por eso... Pero verdaderamente...
Nada, que no lo comprendo... ¡Rediez con estos lite-
ratos!
—é¿Ve usted? —sonreí yo—. No podemos compren-
dernos... Usted es el hombre de la noticia y yo el del
poema... Somos incompatibles... Bueno, quede usted con
Dios... ¡Buenas tardes, señores!
Era patético, a pesar de todo, el gesto de asombro, in-
dignación y acaso piedad con que ese hombre orgulloso
y grosero procuraba retenerme:
—Bueno, váyase usted, si ése es su gusto, pero sepa
usted que aquí deja un amigo... Si en algo puedo servirle
alguna vez... Si alguna vez nos encontramos...
—Será difícil... Nuestros caminos son divergentes...
Me dirigí con paso firme a la puerta, cogí mi sombreto
y salí ante el asombro de los ordenanzas... El director
se quedó haciendo gestos y comentarios admirativos... No
estaba acostumbrado a tales gallardías... Catarinéu, Sol-
devilla, todos los eliminados por él, aguardaron a que los
despidiese..., y todos contaban con más medios de vida
que yo... Pero tenían familia, ambiciones, eran ya hom-
bres viejos, mientras que yo soy joven todavía y no tengo
más familia que una Hermana, que si no hace poemas es
digna de figurar en ellos.
Salí a la calle, con la frente alta, con la impresión, algo
grotesca, lo sé, de haber sacrificado un porvenir a la Li-
teratura, de representar en aquel momento la Poesía, in-
comprendida y vejada, pero triunfante..., de ser la golon-
drina que abandona una casa ruidosa y vulgar, que además
amenaza ruina...
En casa, la Hermana, lejos de reprochar mi determi-
nación, la aplaude, orgullosa de la digna actitud del her-
mano poeta.
—Verdaderamente —dice— debías haberlo hecho mu-
cho antes... Yo sentía cierta vergiienza de verte confun-
dido con esos reporteros... Me sublevaba cuando te oía
llamar periodista... ¡Mi hermano no es periodista, es lite-

SAL
rato!... ¡Con la fama que tienen los periodistas!... Ahora
ya se desvaneció el equívoco...
—Pero ya se acabaron las entradas de teatro..., los bi-
lletes de favor...
—Oh, ¿crees que a mí eso me gustaba?... Yo no quie-
ro ir de favor a ninguna parte, sino pagando, como todo
el mundo... ¡Ahora iré al teatro, cuando pueda pagar la
entrada!...
Se deshizo el equívoco, sí..., para eso y para todo lo
demás... Ya ahora, si escucho algún elogio al escritor, no
tendré la sospecha de si será un halago al periodista, un
insidioso intento de soborno, y complicidad, algo con cat-
go al fondo de esa sociedad del bombo mutuo y el tacto
de codos, a que se atribuyen los éxitos del escritor-perio-
dista.
Ya los que a mí se me acerquen, sabrán que no puedo
darles nada, que no dispongo de publicidad, que estoy tan
desvalido como ellos. Y si me tienden su mano y me ex-
presan admiración, podré estar seguro de que su gesto
y su palabra son sinceros...
¡Sinceridad! Todo desde ahora va a ser sincero en nues-
tra vida... Trabajaremos, lucharemos a cuerpo limpio, sin
ese escudo del periódico..., sin esa famosa palanca... Si
no triunfamos, si nos hundimos, aceptaremos honrada-
mente el fracaso e iremos a sentarnos en los bancos de
los asilos... He volado todos los puentes y siento que he
hecho el verdadero poema ultraísta.

Gloria Torrea

Eduardo M. del Portillo, ese joven alto, gordo, de


grandes ojos abultados, con un aire a lo Luis XIV, que
acaba de estrenar Las alas de la hormiga en el Español,
me ruega lo acompañe a ese teatro, a ver a la joven actriz
Gloria Torrea, espíritu inquieto que desea la instruya yo
sobre el verdadero sentido y valor del movimiento ul-
traísta.

HZ
—Nadie más indicado que usted, que es su padre —me
dice Portillo.
— ¡Su padre! —sonrío—. Yo soy solamente su padri-
no... Cualquiera sabe quién es su padre... ¡Son tantos
los que se disputan esa paternidad!...
—Bueno —dice Portillo—, pero de todos, venga usted
a ver a Gloria... Le prevengo que es una mujer estu-
penda...
Vamos, pues, allá. En su camerino, descansando de la
función de tarde, nos recibe la artista, en elegante kimono,
teniendo a su lado a su madre, una señora de edad, y un
jovencito pequeño, correcto y atildado, de cara vulgar,
en la que se destaca una nariz larga y torcida, cual de
un papirotazo. Es —lo sé por Portillo— el amante
de Gloria, un amante con aspiraciones de marido.
Gloria, que como actriz no es ninguna gran cosa, como
mujer es estupenda, según la calificación de Portillo. Sor-
prende por una belleza archiespañola, exuberante y llena
de vida y expresión. Llena también de carnes mórbidas,
frescas, macizas. Y de una corpulencia corporal que casi
llena el camerino, arrinconándonos a los demás. Su aspi-
rante a marido no le llega a los hombros.
Me invita a sentarme en una sillita baja y ella per-
manece en pie, agachándose a mí para interpelarme, de
un modo que sus pechos semidesnudos casi me rozan la
cara. Su carne joven y aromada me lanza un vaho que casi
me marea.
¿Cómo contestar serena y doctoralmente a su interpe-
lación? —Maestro, dígame usted en seguida, pues estoy
ansiosa por saberlo, qué es eso del Ultra, si esos poetas
son unos guasones o están verdaderamente locos.
Afortunadamente, no aguarda mi contestación y ella
misma se da la réplica;
—Yo creo que están locos, porque si no yo estaría
tonta. No entiendo una palabra de cuanto escriben ni
tampoco de cuanto pintan, porque también hay pintores
ultraístas... Yo me quedo bizca cuando miro esos cua-
dros..., bizca de verdad...
—Mire usted, Gloria —le digo—, esos pintores tra-
tan de renovar nuestros órganos visuales... Realmente
nosotros no vemos con los ojos de los griegos... Es na-

313
tural que nos cueste trabajo acomodar nuestra visión a los
nuevos objetos... Y de igual modo nuestra percepción
espiritual a las nuevas imágenes poéticas...
—:¡Tendremos que cambiarnos los ojos!... —comenta
Gloria.
—Sería una lástima en usted, Gloria, que los tiene tan
hermosos —madrigaliza Portillo.
El amigo de la actriz pone una cara triste, no porque
tuviera que cambiarse Gloria los ojos, sino porque los
tenga tan hermosos.
—Bueno —dice la actriz—, pero dejemos hablar al
maestro... Hable usted, por Dios, siga desarrollando sus
teorías...
Así apremiado, no tengo más remedio que hablar y,
mareado como estoy ante esa mujer espléndida, hablo sin
saber lo que digo, apelando a la paradoja sin convicción,
sintiendo que debería ser un Wilde para estar a la altura
de mi papel y que, naturalmente, no lo soy.
Pero con gran asombro mío, veo que Gloria me escu-
cha con atención y me interrumpe de cuando en cuando
con aplausos y... con risas.
—:¡Oh, muchas gracias, maestro, ya sé a qué atenerme
sobre el Ultra!... Esos poetas y pintores son unos chifla-
dos y usted un gran guasón, que los ha vuelto locos...
Pero de ahora en adelante, yo también seguiré la broma
y diré muy en serio que los comprendo... y que también
yo soy ultraísta...
Yo respiro. He salido bien del paso. Y aprovecho ese
feliz momento para iniciar la retirada. Si siguiera aquí,
correría riesgo de perder el sentido de veras. Me levanto
y estrecho la mano que efusivamente me tiende la actriz.
—Venga usted por aquí —me ruega—. Y escriba para
mí una obra ultraísta..., yo se la estrenaré...
—Gracias —me inclino. La madre me hace una reve-
rencia. El pretendiente me tiende su mano con gesto me-
lancólico y algo celoso. Él no entiende de Literatura.
Portillo, con su aire de Luis XIV, me acompaña hasta
la puerta.
Ya en la calle, respiro como un estudiante que ha
aprobado.
—eéNo le dije a usted que era una mujer estupenda?

374
—Desde luego..., elefancíaca, como diría Alejandro
Sawa. Es una Gloria carnal... Pero está demasiado gorda
para entender el Ultra..., ¿verdad?

Meses después, me sorprende la noticia que traen los


periódicos del suicidio de la actriz española Gloria To-
rrea, que realizaba una tournée por Hispanoamérica en
compañía de su madre. Los periódicos insinúan que el
suicidio ha sido debido, al parecer, a contrariedades amo-
rosas, no relacionadas, desde luego, con su pierrot ma-
drileño, que se había quedado en la Península.
Aquella hermosa, joven y sana mujer, comparable a
una Hygiea helénica, tenía, por lo visto, en sí gérmenes
de psicosis, que al fin estallaron a impulsos del amor. Bajo
su mole carnal llevaba, y es suficiente, el gusano del arte.
Su preocupación por el ultraísmo era ya un síntoma in-
quietante. Al final, la neurosis la pondría en situación de
comprenderlo...
Pero, ironías aparte, la muerte de la bella e infortu-
nada artista es una de esas cosas que sorprenden, apenan
e indignan como una inmoralidad de la naturaleza. Como
un crimen y un absurdo. ¡Que se desvanezca de ese modo
una Obra maestra de la vida!... ¡Cómo es posible que
hubiese un hombre capaz de no amarla!...
Encuentro ahora a veces por ahí a su desdeñado galán,
el cual me saluda con una cara triste y siempre va solo.
A no ser por el temor al ridículo, se habría puesto de
luto. La primera vez que nos encontramos, vino a mí todo
condolido y me estrechó la mano como en un funeral:
—¡Ha visto usted, la pobre Gloria!... —me dijo, sollo-
zando. Y sin temor al ridículo, amante desdeñado, mos-
traba un dolor, no entibiado por los celos. ¡Un hombre
chiquito con un alma grande! ¡Otra sorpresa!... Yo lo
consolé como a un viudo. Y desde entonces cambiamos,
siempre que nos vemos, unas palabras en recuerdo de
Gloria... La infortunada actriz me ha dejado un bello re-
cuerdo y un amigo más. Las mujeres hermosas, al pasar,
siempre nos dejan algo...
Ella se llamaba Gloria. Es el caso de decir Sic transit
gloria mundi.

375
La Dorada

La publicación de mi novela corta La Dorada ha re-


volucionado todo este barrio del Viaducto. La casa es un
jubileo de vecinas que vienen a felicitar al escritor y a su
hermana. Yo les sonrío, pero mi hermana no pone muy
buena cara, porque entre otras cosas no tienen sillas bas-
tantes en que sentarse. Ahora, con tanta gente, resalta
más la desnudez del piso.
—¡Vaya, vaya! —dice doña Amalia, la señora del ter-
cero—. ¡Vaya con Rafael! ¡Y qué calladito se lo tenía!
Sin duda quería darnos una sorpresa... ¡Pero ya está us-
ted pregonando! Mire usted, ¿quién es éste?
Y me alarga un ejemplar de la novela, con mi retrato
en la portada.
Como es natural, todas las otras vecinas se agrupan
curiosas y comentan ante todo el mayor o menor parecido
de mi efigie, encontrando que el original es más guapo.
Mi hermana, desdeñosamente, dice: —¡Sí que ha salido
bien! ¡Con esos bigotes!
—No diga usted, Pilar —le arguye doña Modesta, la
mujer del señor Evaristo, el carnicero, una mujer agotada
por las maternidades—. Que aunque no lo hayan sacado
del todo bien, ya se ve que es un chico guapo..., aunque
yo no debiera decirlo... —y un leve rubor colorea sus
fláccidas mejillas...
Doña Amalia insiste: —Ahora va usted a tener las chi-
cas así... —y junta las yemas de sus dedos en un ideo-
grama de abundancia.
— ¡Claro que sí! —asiente Pepita, la hija mayor de
doña Modesta, una jovencita a la moderna con los labios
y las uñas de los dedos pintados, que ha subido en kimono
y habla guiñando sus ojillos menudos y húmedos, como
llorosos.
—Mujer —la amonesta la madre—, eso parece una de-
claración...
—Oh —ríe ella a su modo compungido—, yo ya estoy
fuera de concurso... Yo tengo mi novio...
—Es verdad... —asiente doña Amalia—, y que tam-

376
bién es artista... Pero ten cuidado..., que los artistas
son muy picarones... No hay que fiarse de ellos... Ya ves
Rafael, qué callado se tenía lo de su novela... Pues lo
mismo hará con las novias... Dios sabe cuántas tendrá
por ahí...
Yo no puedo evitar un gesto de tristeza. —¡Yo soy un
solitario! —-digo.
—Sí..., sí..., cualquiera lo cree... ¿Verdad, Pilar?
—Los artistas todos son hombres corridos —dice doña
Modesta, y pasándose la gruesa mano cuajada de sortijas
por la cara como para borrar un recuerdo, agrega: —Yo
antes de conocer al señor Evaristo tuve un pretendiente
que era escritor... Pero no le hice caso... porque me
parecía un coplero...
—Es que los artistas —explica Pepita, que acaso se
lo haya oído a su novio— necesitan vivir intensamente...,
porque si no ¿de dónde iban a sacar argumentos para sus
obras?... .
—Ya, ya... —asiente doña Amalia—. Porque hay que
ver lo que costará escribir esas cosas... Porque diga us-
ted, Rafael, ¿toman ustedes de la realidad o se lo sacan
todo de la cabeza?
—Hay de todo, doña Amalia —le digo sonriendo.
—Mujer —explica Pepita—, tienen que tener una
base, ¿verdad? Ahora que luego ellos lo arreglan a su
gusto.
—Pero de todos modos, ¡hay que ver!... ¡Cuánto ta-
lento necesitan!... Qué cabeza.
Todas me miran a la cabeza, absortas como ante un
fenómeno, y doña Modesta suspira: —¡Cuántas cosas ten-
drá usted guardadas bajo ese pelito rizado!...
Y la buena mujer se ruboriza, en su cara de madre
envejecida y fofa.

Lo que más asombra al vulgo profano es el misterio


de la concepción literaria.
En la feria de libros, Tomasito Tornos, el joven libre-
ro, moreno, con entrecejo corrido, lo que según los fre-
nópatas es un signo de incomprensión, me abruma tam-
bién con preguntas análogas a las de las vecinas.
ER
Empieza preguntándome cuánto he cobrado por la no-
vela.
—Treinta duros, Tomasín —le respondo.
—:¡Psch! No es mucho —comenta—. Pero, después de
todo, para el trabajo que a ustedes les cuesta escribir...
Se lo sacan todo de la cabeza... Se les ocurre una idea y
paf, se ponen a escribir...
Yo sonrío. Él recapacita un momento y añade: —Ahora
que eso es lo notable, ¿cómo se les ocurren a ustedes las
ideas?... Á mí no se me ocurre ninguna.
—+¿Qué se te va a ocurrir a ti, mastuerzo? —ríe don
Carlos, ese viejo librero de viejo dependiente de Bataller,
que ha sido sacamuelas y recorrido medio mundo—. Para
que se ocurran ideas es preciso tenerlas ya..., ¿compren-
des?... A mí se me ocurren ideas, aunque no las es-
cribo —agrega desdeñoso—. Yo soy un hombre de ac-
ción..., pero si me rasco la cabeza, en seguida me brotan
ideas...
—¡Ah! —comenta Tomasín—. Tiene gracia. Se rasca
la cabeza y en seguida le brotan... Pues me la rascaré yo...
—Por mucho que tú te rasques la tuya, no te brotará
sino algún piojo... —ríe don Carlos—. ¡Ha visto usted
qué entendederas!...
—.Hombre, como decía usted...
—Yo quería decirte que así como a quien tiene piojos
éstos le saltan por entre el pelo, a quien tiene ideas tam-
bién le brotan así, sin que tenga que poner nada de su
parte..., ¿entiendes?
—¡Bah!, yo no entiendo nada..., porque lo que yo digo
es que ¿cómo se tienen ideas... para que luego le broten
a uno?
— ¡Ah! —exclama don Carlos con misterio—. Ese es
el busilis, Tomasín. Hay quien tiene ideas de suyo y quien
no las tiene... Voila!
—Es notable —murmura Tomasín—. Conque para te-
ner ideas es preciso tenerlas ya..., ¡valiente lío!... Usted
me toma el pelo...
Don Carlos se encoge desdeñosamente de hombros.
—Tomasín —dogmatiza—, hay cosas que no entenderás
nunca... ¡Qué le vamos a hacer!
La llegada de un cliente corta el absurdo diálogo...

378
Don Armando Palacio Valdés

Don Armando Palacio Valdés, el autor de La Herma-


na San Sulpicio, tiene fama de ser uno de los novelistas
que más venden (el otro es Pedro Mata), y Pueyo, el
impresor, sueña con editar una obra suya, para levantar
su decaído negocio. Pero temeroso de exigencias excesi-
vas de parte del Patriarca de las Letras, me ruega vaya
a verlo y explorar su ánimo. Y yo, aprovechando la oca-
sión de conocer personalmente al escritor, me presto a rea-
lizar esa gestión diplomática.
Vive don Armando en una vieja casa de la calle Goya,
próxima a Serrano, en un piso segundo, al final de una
escalera de mármol, de peldaños extrañamente desgas-
tados.
El anciano escritor, cuya efigie ya conozco sobradamen-
te por las fotos periodísticas —ojillos azules, vivos y jo-
viales, mejillas sonrosadas de color de manzana asturiana,
barbita blanca, redonda y bien cuidada—, me recibe en
un despachito adornado con retratos desteñidos, diplomas
y trofeos juveniles.
En conjunto, don Armando da una impresión de hom-
bre sencillo, campechano, optimista y risueño. Como de-
talle de su sencillez, fuma en una boquilla de cerezo, re-
quemada por el uso.
A mis primeras indicaciones sobre el objeto de mi visi-
ta, don Armando prorrumpe en una risotada jovial.
—:¡Oh! Lamento que se haya molestado. Yo estoy muy
contento con mi editor, el señor San Martín, el librero de
la Puerta del Sol, que me paga espléndidamente. Yo tiro,
de primera intención, diez mil ejemplares de mis libros
y San Martín me abona al contado diez mil pesetas, a ra-
zón de peseta por ejemplar. No tengo que aguardar a las
liquidaciones, pues él sabe que la edición se vende en se-
guida. No creo que el señor Pueyo quisiera mejorar estas
condiciones... Y en igualdad de condiciones, ¿para qué
cambiar?
Le doy naturalmente la razón. El novelista sigue exten-
diéndose en su autoapología y enumerándome las edicio-
nes que alcanzan sus obras, muy superiores a todas las
demás.
19
—Yo puedo decir que soy el escritor más leído de Es-
paña, aunque la Prensa no me jalee como a otros. Yo he
tenido la desgracia de venir al mundo literario con medios
de vida por mi casa y no haber tenido que pasar por la
bohemia..., lo cual ha hecho que me miren como a un
burgués, con cierto recelo y hasta envidia. Yo, además,
no me he metido nunca en política, no he tenido el apoyo
de ningún partido. De ahí que haya hecho menos ruido
que Galdós. Galdós era republicano, escribía obras de ten-
dencia, como Electra y La familia de León Roch; era un
energúmeno y la Prensa izquierdista le hacía una propa-
ganda terrible. Luego, Galdós, en sus últimos tiempos,
conmovía a la gente con el recurso patético de su enfer-
medad, de su ceguera. Era un mendigo literario. Yo no
podía apelar a esos trucos; yo siempre he tenido la des-
gracia de ser un hombre fuerte, sano, no he hecho exce-
sos, no he bebido, no he tenido más vicio que el del tabaco
y así he llegado, como usted me ve, a los setenta y tres
años, ágil, entero, sin ningún achaque... He sobrevivido
a todos mis contemporáneos y aún pienso vivir mucho
tiempo, Dios mediante —y el ególatra anciano suelta una
risa Cuca.
Luego habla de sus éxitos, de los homenajes de que
ha sido objeto en su vida y del entretenimiento que le ha
proporcionado la composición de sus obras, escritas por
puro placer, sin apremios de ninguna clase.
—El éxito se me ha venido siempre a las manos, sin
que yo lo buscase. Nunca me he preocupado de hacerme
la réclame, mis libros se han vendido solos y, sin embar-
go, he tenido cuantos honores se pueden desear. Soy aca-
démico de la Española desde hace muchos años... y ahora
mis amigos están trabajando para que me den el Nobel.
—i¡Sólo le falta a usted eso!
Él da una chupadita al cigarro y exclama con vivacidad:
—Oh, eso del Nobel me tiene sin cuidado. Si me lo dan,
a nadie le amarga un dulce... Pero yo no haré nada por
conseguirlo... Si viera usted qué intrigas se ponen en jue-
go alrededor del Nobel y a qué medios se apela para in-
fluir sobre los jurados suecos, que andan naturalmente
despistados tocante a nuestra literatura... Figúrese usted
que un año estuvieron a punto de darle el Nobel a Sal-
vador Rueda... Ya estaba decidido y se hubiera consu-

380
mado el absurdo si, enterada la Academia Española a
tiempo, no hubiéramos escrito unos cuantos a nuestro
embajador en Estocolmo, Julio Valtmitjana, el cual se
apresuró a advertir a aquellos señores que si daban el
Nobel a Rueda, se cubrirían de ridículo, pues Rueda no
era más que un simple coplero, al que apenas si nadie
conocía en España... Gracias a eso pudo pararse el gol-
pe...! ¡Imagínese usted! ¡El autor de La cópula premiado
con el Nobel! ¡El colmo! Cuando no lo habían tenido ni
Valera, ni la Pardo Bazán, ni Galdós...
Don Armando se estremece todavía ante la evocación
del peligro corrido y hace aspavientos de beata, salteados
de risas despectivas, mejor dicho, de risitas de fraile. Apa-
rece de pronto ante mí el escritor de las derechas, el no-
velista que somete sus obras a la censura eclesiástica y se
procura el salvoconducto de la célula de comunión —se-
gún afirma su colega Adolfo de Sandoval—, el frecuen-
tador de iglesias y sacristías, cuyos pantalones muestran
las rodilleras de las genuflexiones devotas. El enemigo
de Galdós. Sus ojos azules adquieren para mí una frialdad
felina. Este viejecito sencillo y aparentemente modesto,
que fuma en boquilla de cerezo, cuyas obras son un mo-
numento de medianía burguesa, sin ninguna palpitación
de su tiempo, y que no tiene otro mérito que haber so-
brevivido a sus gloriosos coetáneos, me resulta, bajo su
aire campechano y jovial, un tremendo hipócrita, un egó-
latra desmedido y un intrigantuelo de academia y sacris-
tía. ¡Vanagloriarse de haberle quitado su Nobel a ese po-
bre Salvador Rueda, luchador y andariego, poeta innova-
dor que ha hecho por la literatura lo que nunca hizo él
con sus novelitas rosa, él, mero imitador de sus contem-
poráneos ilustres, sin más mérito que cierta amenidad na-
rrativa!
¡Qué más quisiera él que haber escrito La cópula!
¡Siento ganas de decírselo así..., siento ganas de pegar-
le, por haberle quitado la gloria y las coronas suecas del
Nobel al poeta admirable, que ahora viejo vegeta enfer-
mo, pobre y olvidado en su tierra malagueña!
Pero como sería cruel turbarle su euforia a este ancia-
no de rostro rubicundo y risueño, como el anuncio de un
. buen vino y al que uno se imagina, con su bata floreada
y sus zapatillas, sentado al amor de la lumbre, como el

381
buen burgués de los folletines, me levanto y doy por ter-
minada la entrevista, estrechando levemente su mano.
Al fin y al cabo, la entrevista no ha sido enteramente
inútil, pues de ella he sacado por lo menos un dato inte-
resante para nuestra historia íntima de la literatura.

Santa Isabel de Ceres

Alfonso Vidal y Planas, el ex-seminarista y ex-legio-


nario, el bohemio-hampón, huésped de las casas de dot-
mir y los prostíbulos más inmundos, comensal de las tas-
cas más humildes, puede hoy por primera vez sentarse
ampliamente en el banquete de la vida, gracias al éxito
de su Santa Isabel de Ceres, esa canonización de una po-
bre ramera con corazón de Margarita Gauthier. Esa santa
pagana, que Alfonso pretende haber conocido realmente
en un lenocinio de la calle de Ceres, uno de esos tugurios
del placer, frecuentados por soldados, randas y hampones
literarios, le ha dado la celebridad y la riqueza momen-
táneas al escritor abandonado de las madonas. Aunque
también ha tenido el escritor padrinos que han colabo-
rado en la obra de la santa: Muñoz Seca, el discutido co-
mediógrafo, rey del trimestre, con facha de señorón an-
daluz, alto, arrogante, bigotes kaiserianos y botitos de
financiero, que le sugirió la idea de teatralizar el argumen-
to de su obra que, como novela, se tostaba al sol de los
baratillos y le ayudó con su experiencia, y Martínez Sie-
rra, ese hombre bueno y sencillo, que lleva el éxito con
tanta modestia y que, como empresario de Eslava, acogió
amorosamente la obra primera del novel, que en cierto
modo seguía las huellas de su Lirio entre espinas, sin asus-
tarse de sus crudezas plebeyas, su léxico del arroyo y su
inmoralidad aparente. Entre ambos animaron al desespe-
rado escritor, tildado de loco por la burguesía literaria,
y lo auparon al proscenio, donde le esperaba la gloria.
La gloria, sí, porque pese a las burlas de los críticos,
como Enrique de Mesa, que es ahora, muerto ya Cara-
manchel, el terror de autores y actores, y al desdén de los

382
intelectuales, Santa Isabel de Ceres ha tenido un éxito
clamoroso, popular, sólo comparable al de Juan José en
su tiempo. Esa obra de un novel, llena de fuego y de
pasión ingenua, salta por encima de treinta años de teatro
inexpresivo y va a empalmar directamente —apología de
la ramera pobre, de la proletaria del placer— con esa
otra exaltación del martirologio del obrero.
Vidal y Planas anda ahora por ahí, completamente
transformado, transfigurado por el éxito, limpio, rasura-
do, vestido como un señorito, come en los restaurantes
de moda —en los Italianos, en Tournié, en Casersa—,
viste con elegancia, se exhibe en coche en las verbenas,
al lado de pecadoras de postín, y siempre se le ve rodeado,
como a un torero famoso, de una corte de aduladores
y parásitos, antiguos compañeros de la casa de Han de
Islandia y la taberna del Barbas, que ahora se llaman
también a la parte en el éxito del bohemio triunfante.
Cubero, el filósofo cínico, de cara lobuna, sucio como un
perro que hoza en los basureros; don Tirso, el teólogo
de voz estridente y dogmática, y el imponente Pedro Luis
de Gálvez, señor indiscutible, monarca acatado del que
Carrere llama el «reino de la calderilla».
Pero Alfonso los deja a todos en cuanto me ve y viene
a mí con los brazos tendidos: —¡Ya has visto qué éxi-
to!... Yo tenía razón y tú también... ¿Te acuerdas cuan-
do te decía que mi Santa Isabel iba a ser otro Juan
José?... Muñoz Seca me lo había predicho...
Recuerdo aquellos días en que Vidal y Planas, nervio-
so, exaltado, con su gesticular epileptoide, me hablaba de
su Obra en gestación, cuyas escenas le iba leyendo diaria-
mente en El Gato Negro al gran Muñoz Seca, que con su
experiencia corregía generosamente sus torpezas de novel,
rechazando las ofertas de colaboración que aquél le ha-
cía... —No; la obra es suya y usted debe firmarla y co-
brarla solo... Yo no hago más que llevarle a usted la
mano..., pero sin eso, la obra tiene tanta fuerza que se
impondría...
— ¡Y se impuso, ya lo ves! —exclama con pueril vani-
dad Alfonso—. Y he triunfado. .., los eunucos impotentes
- como Enrique de Mesa tendrán que chincharse... El tea-
-tro se sigue llenando todas las noches..., la obra me ha
producido ya veinte mil duros y eso que aún faltan las

383
provincias y América... Tengo dinero... Di, ¿no quieres
tomar algo...? ¿No quieres venir a cenar con nosotros?...
—Gracias, Alfonso...
—Ya sé que tú eres un fakir..., un austero... ¡Pero
toma un pitillo siquiera, hombre!... Son Lucky... em-
boquillados.
Alfonso fuma ahora cigarrillos ingleses, gold-flake...
Los otros, en tanto, se impacientan. Gritan: —Alfon-
so, hombre, ¿no vamos a cenar?
Alfonso hace un gesto de contrariedad: —¿Has visto?
No me dejan..., esos hampones se me pegan como tába-
nos..., están viviendo a mi costa..., comida, bebida, hasta
mujeres... Y por todas partes me asedian los sablistas...
Hay día que el ir desde la pensión —porque ahora vivo
en una pensión confortable de las Cuatro Calles— me
cuesta trescientas pesetas... Todos quieren cobrarme el
diezmo del éxito... Pero ¿ellos quiénes son? ¿Por qué
no trabajan?... Yo he trabajado y el dinero que tengo
es mío...
Me asombra oírle al hampón de ayer las mismas la-
mentaciones que a propósito de él habrán expresado tan-
tas veces las víctimas de su «sable».
Como tarde en separarse de mí, los otros se acercan.
Pedro Luis me examina de arriba abajo, me husma y con
su voz aguardentosa me saluda: —;¡Maestro!... —Luego,
sardónico, señalando a Alfonso: — Aquí tiene usted al
loco..., se le ha subido un poco el triunfo a la cabeza...,
traje nuevo, botitos..., recién afeitado..., sólo le falta el
monóculo... ¡Se ha vuelto todo un señorito, eh!
—Bien, déjate de bromas, Pedro Luis —ruega Alfon-
so, contrariado—. Ya sabes que yo siempre fui un seño-
rito..., mi padre era coronel del ejército..., tengo un her-
mano comandante..., la bohemia ha sido en mi vida sen-
cillamente un episodio... También Dostoyuski...
— ¡Se compara con Dostoyevski..., eh! —comenta con
su voz rayante y sardónica el hampón—. Ja..., ja... Con
Dostoyevski podría compararme yo, que he estado en
presidio... “Tú no tienes nada de Dostoyevski, como no
sea la epilepsia... Ni siquiera sabes pronunciar su nom-
bre... Eres un ignorante y por eso tu obra ha gustado
al público... Tú no has leído nada y todo lo que sabes, lo
sabes por mí...

384
—No digas eso, Pedro Luis... Yo he estado en un se-
minario, he estudiado cuatro años de latín y dos de teo-
logía... Y he leído a Víctor Hugo...
—Y a Rocambole —completa burlón Cubero—. ¡Al-
fonso tiene cultura!
Al oír la palabra teología, don Tirso, el hombrecillo
de los lentes y el bastoncito, protesta con su voz estri-
dente: —Alto ahí, amigo Alfonso, la teología es cosa
mía... Usted tiene intuición, pero de teología no sabe
una palabra... De teología no sabe aquí ni Ortega y Gas-
set... En su Santa Isabel de Ceres le hace usted decir
a su Abel de la Cruz la mar de desatinos..., > verdaderas
herejías... Por eso su obra irá justamente a parar al
Indice...
Alfonso me mira con expresión de irónica condolencia.
Luego se yergue, nervioso, exaltado, con vehemencia de
epiléptico. Vuelve a ser el hampón que aquella noche de-
safiaba a los jóvenes bárbaros.
—Yo sé de teología y de todo..., yo tengo la ciencia
infusa, porque soy genial... Yo soy un Dostoyuski..., un
Gorki... Yo soy un Cristo moderno... Yo amo al pueblo,
a la plebe... a las prostitutas..., a los golfos..., basura
preciosa... Yo he rodado por las cárceles y los prostíbu-
los... Yo soy el mismo Abel de la Cruz..., y Cristo me
ha hablado desde el crucifijo de una comisaría... Yo he
encontrado a mi Santa Isabel en una pocilga y la he
elevado hasta la santidad, como la Magdalena... Yo soy
un redentor y el pueblo me sigue... y las mujeres se me
echan a los pies...
—¡Un Cristo con botitos! —ríe Pedro Luis.
—Bueno —tercia Cubero, aburrido, aguzando su hoci-
quillo de lobo—. ¿No vamos a cenar?... Pues vámonos
a casa de Pascual y allí podremos seguir discutiendo...
y matizando... ¡Anda, Alfonsito!
Alfonso me lanza una mirada de desolación. Pero
se resigna: —¿No quieres acompañarnos?... Bueno...,
adiós... Ya sabes, si quieres entradas para el teatro no tie-
nes más que pedirlas... Tú también tienes tus amigui-
tas... —Y de pronto, protector: —¿Por qué no haces
algo para el teatro? El teatro es lo que da dinero... Yo
- te aconsejaría... ¡Bueno, adiós!
Me estrecha nerviosamente la mano con la suya huesu-

385
da y se aleja con sus compañeros de bohemia, esos adu-
ladores condicionales, que no saben halagar sin morder,
porque cada uno de ellos se cree tan grande por lo menos
como ese pobre Alfonso, niño bonito, premiado por azar
en la lotería del éxito...

Un aparecido

No puedo evitar un estremecimiento, cuando el orde-


nanza del periódico me anuncia:
—Un señor que se llama don Tomás Morales desea
verlo.
¡Tomás Morales!... ¡El autor de Poemas del amor, de
la gloria y el mar!... ¿Será posible?...
Salgo a prisa y en el locutorio me encuentro un hom-
bre alto, delgado, con una cara pálida, demacrada bajo
los lacios cabellos negros y un libro en la mano.
—+¿No me recuerda usted? Soy Tomás Morales... Como
han pasado tantos años...
Pero sí..., a pesar del brillo apagado de sus ojos y su
voz cascada, lo reconozco... Y en seguida viene a mí el
eco de su vibrante voz de otro tiempo, recitando aquello
de «Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro Atlántico...»
—;¡Bien, siéntese usted..., dígame..., cuénteme!...
—-Pues nada..., que, como usted sabe, me marché a
Canarias, terminé mi carrera de médico, me dediqué a ella,
sin dejar del todo, claro está, los versos, y ahora vengo
a Madrid, porque estoy algo enfermo y quiero consultar
a los especialistas..., y además a presentar mi nuevo libro
de versos, del que le traigo a usted un ejemplar dedi-
cado...
Me tiende el libro, un grueso volumen, en cuya cubier-
ta, en medio de unos dibujos alegóricos, campea el título
Las rosas de Hércules...
Sonrío involuntariamente ante la ironía de esas rosas
hercúleas, traídas por un pobre enfermo espiritado...
Él sigue: —Son temas de allá..., del mar, de la mon-
taña..., no sé si le gustará a usted, porque yo no soy ul-
traísta..., yo sigo fiel a Rubén..., yo rimo el verso robusto

386
y con música... Yo creo que la poesía sin música es
prosa...
—Bien, bien, seguro que me gustará... —le digo, to-
mando el libro.
¿Cómo discutir con un hombre enfermo..., que nece-
sita ilusión y confianza en sí mismo?...
Hablamos todavía un momento..., de poetas canarios,
de Alonso Quesada, el autor de El lino de los sueños...,
de las marinas de Néstor..., evocamos los tiempos heroi-
cos de Villaespesa... ¡Ni una palabra de Colombine!
Finalmente, el poeta se levanta... y me tiende su mano
fofa y ardiente... —Bueno, lo dejo a usted... Le ruego
lea mi libro y me dé su opinión sincera, aunque sea ad-
versa... Gracias desde ahora...
Se lo prometo y lo acompaño hasta la escalera.
— ¡Adiós!
No presumía yo, a pesar de todo, que aquel adiós fue-
ra el último... Poco después supe que el poeta había
vuelto a Tenerife y fallecido allí... Y yo no había cum-
plido mi promesa de hablar de su libro...
Mi admiración juvenil por el poeta se había desvane-
cido ya como su salud juvenil y aquellas rosas de Hércu-
les me parecían marchitas, sin olor, como flores de
muerto...

El último duro

En La Pecera, Rogelio Pérez Olivares, que ha suspen-


dido por falta de apoyo económico la revista Mundial, que
dirigía, se gasta su último duro, según dice, para obse-
quíar a sus amigos.
—Desde ahora, querido Paco Torres, no tengo ya un
céntimo y no sé cómo voy a salir adelante, pues necesito
para mi casa mil pesetas al mes como mínimum.
Paco Torres y los demás lo animan: —No te apures,
hombre, ya saldrá otra cosa... ¡Alegría! Brindemos por
tus nuevos triunfos...
Rogelio Pérez Olivares bebe y deja la copa dando con
* ella sobre la mesa un golpe que semeja una paletada de
tierra...
387
Bóveda vincitor

En la puerta de Teléfonos encuentro esta noche aguar-


dándome a... Xavier Bóveda y su inseparable Margari-
ta. Parecen un matrimonio liliputiense. El poeta muestra
un cartapacio bajo el brazo. Xavier Bóveda acaba de re-
gresar de América.
—¡Hombre, Bóveda! ¡Usted por aquí de nuevo! ¿Qué
tal América? Ritorna vincitor!
El poeta galaico, muy serio y protocolario, sonríe y me
explica: —Un triunfo, maestro. Estuve en Buenos Aires,
di recitales de mis versos, escuché ovaciones tremendas...,
fui recibido por el Presidente Alvear, que tuvo la gen-
tileza de dedicarme un retrato suyo... Mire, aquí lo trai-
go en esta carpeta, para enseñárselo a usted, y una infini-
dad de recortes de Prensa... ¡Pasemos al café y se lo
mostraré todo...! ¡Ha sido algo de apoteosis!
—;¡Bravo, Xavier! ¡Y siempre con su Margarita! ¡Es
conmovedor!...
—:¡Oh, sí! —suspira Margarita—. Pero no será por
mucho tiempo... ¡Xavier se nos casa!...
— ¡Cómo es eso!
—Mira, Margarita —dice Bóveda, muy grave y engo-
lado—. No pongas esa cara triste. Hay que ser razonable.
Nosotros no podemos casarnos, después de lo de Alber-
to... Yo te quiero, pero como a una hermana..., como
a una hermana buena..., pero nada más. Y he conocido
allí a esa señorita decente, culta, hija de padres gallegos
como yo..., hemos simpatizado y nos vamos a casar... Ya
es hora de que yo deje la bohemia...
Margarita pone una cara triste y unas lagrimillas aso-
man a sus ojos diminutos. Todo en ella, hasta su pena,
es pequeñito. Suavemente protesta: —Eso de Alberto fue
más bien compasión... me daba lástima el pobre mu-
chacho.
—¡Y por él me dejaste a mí sin libros y sin calcetines!
—sontíe Bóveda—. Pero bueno, no hablemos más de
eso... Aquéllas eran cosas de juventud... Yo tengo ya
cuarenta años..., hay que afrontar la vida con filosofía.
Margarita suspira, resignada, y se enjuga los ojitos con
su pañolito. Ya en el café, sumerge su penita en una jícara

388
de chocolate con picatostes, en tanto Xavier me enseña
su álbum de recortes y luego, con tono doctoral, me
expone la evolución que ha experimentado su psiquis.
Bóveda mira ahora con cierto desdén la Poesía; él as-
pira a ser filósofo. Está leyendo con toda atención las
obras de Ortega y Gasset, de Bergson y La razón pura,
de Kant, las extracta en cuadernitos y medita sobre ellas...
—Hay que hacerse una cultura —dice—. Yo era antes
un pequeño salvaje, que apenas si había leído “algo a sal-
to de mata. Ahora comprendo que hay que sistematizar
las lecturas, proceder con método... La cultura sólo así
se adquiere; y sin cultura no se puede ser ni poeta...
Yo ahora hago versos, pero con un fondo filosófico...,
como Unamuno y Lugones y Arturo Capdevila... ¿No
conoce usted al autor de Los cantos de Melpocone?... Él
le conoce a usted... Es algo formidable... Yo me estoy
iniciando también en Mitología... El mito es la creación
poética de los pueblos... Un poeta debe conocer la Mito-
logía... Yo estoy estudiando incluso la Teoría de la Re-
latividad de Einstein...
—Te estás haciendo un sabio —suspira Margarita—.
Pero te vas a casar y ya no te veremos... Te irás a Amé-
rica y yo me quedaré aquí, llorando tu ausencia..., sola...
— ¡Con tu Alberto! —ríe el poeta galaico—. No te lo
digo como reproche, pero tú tampoco debes reprocharme
a mí... Hay que ser razonables y comprensivos... Alberto
es un pintor y no tiene cultura..., pero un hombre como
yo, que he leído la Crítica de la razón pura...
—¡Oh, sí! —suspira Margarita—. Ya comprendo que
estoy muy lejos de ti... No tengo cultura... Pero tengo
corazón. ¿Y si me tomase un frasco de sublimado corro-
sivo?
—Ese sería un gesto anacrónico, Margarita. Una mu-
chacha moderna como tú no puede reaccionar de ese
modo... En todo caso, hay otros medios de suicidio más
modernos...
—Pues me haré morfinómana, cocainómana, me mori-
ré y tú tendrás la culpa... Me haré el hara-kiri como ma-
dame Butterfly...
—Eso ya es otra cosa —sonríe Bóveda—. Después de
todo pareces una japonesita, una musmé... Yo te haría

389
un poema en hai-kais... y Alberto te inmortalizaría en un
cuadro...
— ¡Eres un sádico, Xavier! ¡Te complaces en atormen-
tarme!... Dudas de mi amor... ¡Oh, Dios mío, qué des-
graciada soy!... Siento tentaciones de crimen pasional...
Margarita parece ir a tener una crisis de nervios. Bó-
veda trata de apaciguarla, le seca el llanto, la implora:
—Por Dios, Margarita, sé razonable... Yo te amo y te
amaré siempre..., pero debo seguir mi camino... Tú debes
comprenderlo...
—Sí, lo comprendo —gime Margarita—, y no seré un
obstáculo en tu vida... ¡Pero soy muy desgraciada!...
—Es la fatalidad del nombre —observa Bóveda—.
¿Por qué te llamas Margarita?... ¿Ves como todo es
fatal y trágico en la vida?...
Y el filósofo sonríe satisfecho, como un profesor que
ve confirmada su teoría.

Armando Buscarini

En los cotrrillos de la Puerta del Sol ha aparecido una


nueva figurilla, pues se trata de un adolescente, casi un
niño, más aniñado aún por su diminuta estatura, pero
con unos ojos negros, llenos de malicia, y unos labios
carnosos y sensuales, fruncidos en una sonrisa hipócrita
y taimada de hombre corrido y zarandeado por la vida.
Se llama Armando Buscarini. ¿De dónde ha venido este
pobre muchacho, extraña mezcla de candor angélico y de
astucia diablesca, cuyo rostro moreno, con sus ojos ne-
gros, grandes, estrábicos y alucinados, y sus orejas, se-
mejantes a alas de murciélago, muestra signos evidentes
de anormalidad y hasta de delincuencia, pues recuerda los
que hemos visto en las ilustraciones de Lombroso? Hay
algo de falso, de premeditadamente astuto en la aparente
humildad con que este Armando Buscarini se acerca a uno,
la sonrisa en los labios y le llama maestro, y le ofrece
sus «opúscolus», esos plieguecillos de prosa o verso que
él mismo se edita y vende, y en cuyas portadas campea

390
su retrato de anormal, de individuo de la maffia napolita-
na, con su mechón de lacio pelo negrísimo, su nariz grue-
sa, sensual y esa sonrisa cínica, insistente, empalagosa y
engreída.
Buscarini, como su nombre lo indica, es italiano por
parte de padre y eso explica el italianismo de sus faccio-
nes. Y también de su psicología. Su padre, al cual no ha
conocido, era un atorrante de la golfemia porteña, al-
cohólico y maleante, que sedujo a su madre, una pobre
mujer que había emigrado a Buenos Aires en busca de
fortuna y sólo encontró la de conocer a aquel perdulario,
que la hizo madre de este niño inquietante y huyendo
del cual se volvió a España. Buscarini es un bastardo y
tiene todo el complejo de esa clase de seres. No ha co-
nocido a su padre, pues como él dice, con ufanía egolá-
trica, nació en el mar, a bordo del buque en que regre-
saba su madre y es, pues, navinato, como D'Annunzio.
Espiritualmente, Buscarini es un producto complejo de
lecturas o más bien —porque ¿qué habrá podido leer este
chico criado en el arroyo?— de cosas oídas en los corri-
llos de los hampones ilustrados, como Cubero el filósofo
y don Tirso el teólogo y Pedro Luis de Gálvez, el Grin-
goire de esta corte de los milagros literaria... Sabe versos
de Carrere, como las rameras humildes de la calle San
Bernardo, y también de Villaespesa, ha leído alguna no-
vela corta de Vidal y Planas, desde luego Santa Isabel
de Ceres, y La rosa blanca, de Pedro Luis de Gálvez, y
conoce los nombres de Verlaine, Baudelaire y D'Annun-
zio... Ha devorado toda esa literatura malsana de su
tiempo y está enfermo de ella. En sus opúsculos la re-
produce inconscientemente y se cree un poeta maldito,
un hijo del pecado, santificado por la gracia poética.
El rasgo dominante de Buscarini es la egolatría. Pese
a ese gesto de humildad a que le obliga su miseria de pe-
digijeño, él se cree superior incluso a sus maestros. Su
egolatría es ingenua y cómica. Se queja ya a los dieciséis
años de no ser comprendido y se expresa con la amargura
de un viejo fracasado, hablando mal de todo el mundo.
—El mundo es malo —dice—. No sabe comprender
al poeta... Lo deja morir de hambre... Yo voy a escribir
* mis Memorias y luego me suicidaré...
Buscarini, efectivamente, está escribiendo y publican-

391
do fragmentariamente sus Memorias a los dieciséis años,
con la melancolía de un Chateaubriand.
Buscarini sería un nuevo Chatterton, si no fuese por
su sensualidad, por sus groseras apetencias de placeres,
que le llevan a ejercer un pordioseo indigno en todas las
formas. Buscarini pide dinero a todo el que puede dár-
selo; a los escritores de venta, a los políticos, a los bur-
gueses conocidos por sus aficiones literarias, valiéndose
del pretexto de sus opusculitos, dedicados con frases di-
tirámbicas. Sus mecenas más constantes son Muñoz Seca,
los Quintero —a los que él llama los hermanos— y Sán-
chez Guerra. Este último, compadecido del niño bohe-
mio, le ofreció colocarlo en la burocracia oficial. Pero
Buscarini rechazó la oferta muy digno, con toda la digni-
dad del poeta. Él no ha nacido para andar con el baldu-
que como esos empleados de los que Carrere se burla...
Buscarini es un homúnculo literario que quiere vivir
en la redoma de la literatura. Da sablazos para editar sus
hojitas y luego las va vendiendo por las mesas de los
cafés, al módico precio —como él dice— de dos pese-
tas..., una más con su autógrafo... Y añade: —Hay que
ayudar al poeta... —Pero su vanidad es tan grande que
no puede prescindir del autógrafo y cuando el cliente
dice: «No, sin autógrafo», Buscarini sonríe benévolo y
concede: «Bueno. .., se lo pondré por el mismo precio...»
Y tira de estilográfica.
La figurilla de Buscarini vendiendo sus opúsculos, como
esos otros individuos que venden sortijas más o menos
falsas, estilográficas, corbatas y hojas de afeitar por los
cafés, es popular en Fornos, en Regina, en El Colonial,
en todos los cafés céntricos de Madrid... Además, cuan-
do los guardias se lo permiten, coloca sus frutos litera-
rios, prendidos con clavos y cuerdas, en la fachada del Mi-
nisterio de Hacienda, como si fuesen periódicos, y él se
planta allí, con su sonrisa astuta y estilográfica en ristre...
Y su eterna frase impersonal: —Hay que ayudar al
ROGÍar.:
La gente se para, contempla aquel tinglado, mira al
poeta adolescente y, por lo general, pasa de largo. Pero
algún señor grave y anciano, alguna mujer vieja y sin
hijos, que siente despertarse su fibra maternal, y sobre

392
todo las busconas de la media noche, se enternecen y «suel-
tan el óbolo», como dice cínicamente el poeta...
¿Cómo este expósito de la literatura no ha encontrado
un Mecenas de verdad, un hombre viejo y rico que, como
en los folletines, lo llevase a su palacio y lo adoptase
o una mujer loca y tierna o viciosa, una Magdalena o una
Santa Isabel de Ceres, que se enamorase de él y se lo
llevase a su elegante tugurio?... De esto último parece
que ha habido conatos (véase La cortesana del Regina,
en las Obras completas de Buscarini); pero esos intentos
de seducción se han estrellado contra la misoginia del poe-
ta, que es..., para que nada le falte, un wildiano.
Buscarini se contenta con el óbolo y rechaza el ósculo
de esas mujeres generosas.
Y sigue vendiendo sus libritos en la fachada de Hacien-
da, a escondidas de los guardias, o por los cafés, llegán-
dose a las mesas con su sonrisa insinuante, empalagosa...
y su frasecita estereotipada: —Hay que ayudar al Poeta...
La sonrisa es el talismán de Buscarini. —La sonrisa
lo vence todo; la sonrisa es la clave del éxito, como dice
el maestro Yoritomo... (¡Qué cultura descubre de pron-
to Buscarini!)
Buscarini es objeto de burlas y reproches por parte
de sus compañeros de golfemia literaria, que lo acusan de
rebajar la literatura, sin perjuicio de buscarlo y adularlo,
cuando la noche se le ha dado bien, para que la termine
alegremente con ellos en casa de Pascual o en otras tas-
cas distinguidas.
Los escritores de alguna importancia lo rechazan con
desdén, entre otras cosas porque Buscarini es sucio y
pestilente, casi tanto como Sánchez Rojas, y como el can-
tor de la dorada Salamanca, es sospechoso de albergar
piojos bajo su camisa denegrida...
Pero Buscarini sonríe imperturbable a esos desdenes.
Él tiene fe en su buena estrella, es supersticioso y, ade-
más de su sonrisa, tiene otro talismán, que enseña confi-
dencialmente a las personas de su confianza; un crucifijo
de metal que le dio una vieja prostituta y que es tan mi-
lagroso como una herradura...
Con todos estos trucos Buscarini se las busca, como
" dice Cubero el filósofo, que hace retruécanos de barrios
bajos como cualquier currinche. Incluso su anormalidad

393
le sirve de medio para lograr el óbolo. Salillas y Juarros
lo estudian como tipo interesante y lo socorren y ayudan.
Y lo mismo hace el doctor Sicilia, especialista en enferme-
dades secretas, a cuya consulta acude el poeta, que pa-
dece una sífilis de origen misterioso, atendida su miso-
ginia. Buscarini es un adolescente con todos los vicios y
taras de un viejo libertino.
No hay puerta a la que Buscarini no llame ni persona
a la que no tienda su mano. Su campo de acción, como
el de los mendigos, es infinito. Ingenuamente dice: —¡Es
maravilloso, maestro!... Pensar que puedo pedirle a todo
el mundo, a los hombres, a las mujeres, a los jóvenes,
a los viejos, a los conocidos y a los desconocidos, a los
clérigos y a los militares... sin que nadie pueda impedír-
melo... Y siempre habrá gente, mucha gente, millones de
personas a las que pueda pedir el óbolo... Es notable,
prodigioso, ¿verdad? ¡Así el poeta no se morirá nunca
de hambre!...
Y hasta ahora no se muere... Buscarini va viviendo,
tiene su corte de parásitos y hasta un admirador, una
especie de escudero en la persona de otro bohemio, joven,
delgado, erguido, con pretensiones de dandy, que se llama
o se hace llamar con el romántico nombre de Mario Ar-
nold y rima versos almibarados, madrigales de letra de
tango a las jovencitas de ojos azules y melenitas de oro,
que perdieron su pureza en una noche loca de cabaret...
Mario Arnold y Buscarini se completan. Mario —dice
él mismo— lleva siempre la vista alta, hacia el cielo, en
tanto Armando la lleva puesta en el suelo. Así él coge
estrellas, mientras Buscarini sólo coge colillas. Arnold
admira a Buscarini como poeta, pero lo desprecia como
persona; querría regenerarlo y se permite darle consejos:
—Mira, Armando —le dice—, tú te arrastras por el sue-
lo como un reptil; pero el Poeta debe volar como los
cóndores... Yo pienso volar, volar sobre el mar, y po-
sarme en América, sobre la cumbre de los Andes... Tú
estás perdiendo tu juventud en esta charca pútrida de
Madrid... Te has acostumbrado al sablazo de dos pese-
tas... y eso es indigno y denigrante... No serás nunca
nada...
Buscarini sonríe... —Mira, Arnold, hay que tener pa-
ciencia..., ¿no has leído al maestro Yoritomo?... Yo

394
triunfaré... Ya soy conocido..., puedo decir que estoy
consagrado... Sólo me falta estrenar una obra de teatro
y la estrenaré y será un éxito superior al de Vidal y Pla-
nas... Mi Cortesana del Regina me hará rico... Martínez
Sierra me ha prometido leer la obra y los hermanos me
protegen y están dispuestos a ayudar al Poeta...
Mario Arnold se encoge de hombros, escéptico: —Tú,
Buscarini, te estás desacreditando con el sablazo... Mar-
tínez Sierra te da dos pesetas y en paz... Y los hermanos
te dejan un duro bajo sobre en la portería —para el Poe-
ta— y no vuelven a acordarse de ti...
—Eres un pesimista, Mario —replica Buscarini—. Hay
que tener fe, como yo... Yo confío en mi buena estrella
y además en mi talismán infalible..., en mi crucifijo mi-
lagroso...
Mario Arnold se encoge de hombros y ambos siguen
andando, el uno buscando estrellas en el cielo; el otro,
colillas en el suelo.
Buscarini acaso no estrene su obra en Eslava..., pero,
por lo pronto, le sirve de pretexto para caer por el tea-
tro, en demanda del óbolo para el Poeta... Aunque Art-
nold tiene razón..., nunca pasa del duro. Gregorio le da-
ría más, pero Armando tropieza allí con su perro de pre-
sa, don Julio Gómez del Moral, que no lo deja llegar
hasta el escritor. —¡Eh, adónde va usted! —le grita y lo
coge por el vuelo de la americana. —A ver a don Grego-
rio. —¿Qué quiere usted, pedirle dinero? —Verá usted
—sontíe Buscarini—, eso es, naturalmente..., necesito
cinco duros para ayudar al Poeta. —Ya se contentará usted
con dos pesetas... —le dice zumbón el cancerbero. —¿Y
en qué quedó la cosa, Buscarini? —Pues llegamos a una
transacción... ¡y me dio un duro!...
—Eres el hombre de los poquitos, Buscarini... Publi-
cas opusculitos, das sablacitos y tienes alitas de hormiga...
Buscarini sonríe. Poquito a poco, va formando con
sus opusculitos un volumen gordo, como los de Pedro
Mata..., y a dos pesetas y dos pesetas, va cobrando por
adelantado los trimestres de La cortesana del Regina...
—Hay que tener calma... Arnold... Tú por quererlo
todo de una vez, no logras nada...
" —Yo desprecio los mendrugos —dice Arnold—. Yo
prefiero pasar hambre a recoger migajas... Yo no tengo

39)
alma de mendigo como tú... ¡Yo no soy un gorrión, sino
un cóndor!...
Mario Arnold ha leído a Vargas Vila... y está conta-
minado de su léxico.
Buscarini le objeta: —Ya veremos quién tiene razón...
Cada cual sigue su sino... Tú eres un soberbio y yo tengo
un alma franciscana... y llevo a Jesús en mi bolsillo... y
al maestro Yoritomo en mis labios...

Accidente sospechoso

Los periódicos de la mañana dan cuenta del accidente


sufrido por Antonio de Hoyos, al bajar la escalera del
Metro de Progreso. El famoso escritor ha sido hospita-
lizado en una clínica; según parece, tiene probable frac-
tura de la base del cráneo.
El accidente es lamentable, pero explicable, ya que ocu-
rrió de noche. El escritor, como todo el mundo sabe, es
bastante cegato y las escaleras del Metro son muy resba-
ladizas. En cualquier otro caso, nadie lo comentaría.
Pero por haber ocurrido precisamente de noche y en
esos aledaños de los barrios bajos, en esa plaza del Pro-
greso, donde siempre pululan golfos y maleantes, y donde
el conocido homosexual tiene su campo de operaciones,
la gente forja una leyenda en torno al suceso, dando como
seguro que Antonio de Hoyos fue objeto de una agresión
por parte de algún chulo rebelde a su catequesis o de-
seoso de sacarle dinero.
El accidente se convierte así en un episodio digno de
figurar en la novelística del decadente escritor. Las per-
sonas morales quieren ver en lo ocurrido un escarmiento.
Lo cierto es que Antonio —el pobre Antonio, que en
el fondo es un buen muchacho, víctima de sus aberracio-
nes— yace en su lecho de la clínica, sin sentido desde
hace veinticuatro horas, y los médicos se muestran pet-
plejos y algo pesimistas.
Esperemos que ese pesimismo no se confirme.

396
Amoureuse trinité

Voy a ver a Xavier Bóveda, que está enfermo, y lo


encuentro en su pensión de la Gran Vía, donde lo asisten
fraternalmente su amada Margarita y su rival, el joven
pintor Alberto, un chico guapo y vestido con elegancia
bohemia.
Xavier, que reposa en una hamaca, se incorpora, me
tiende las manos y sus primeras palabras son para enca-
recer los cuidados que debe a sus dos enfermeros. Mar-
garita tiene un corazón de oro y Alberto no le va a la
zaga. Á no ser por ellos, ¿quién lo habría asistido?...
Pero ellos, además, le han dado ánimos, le han hecho reac-
cionar de la depresión que le produjo el diagnóstico pesi-
mista del primer médico que lo vio.
—Me hizo radiografiar y me declaró tuberculoso...
¡Carayo!... Pero gracias que Margarita y Alberto me bus-
caron otro doctor, un hombre tan sabio como modesto,
que se rió del primer diagnóstico y me dijo: ——Usted
lo que tiene es simplemente una crisis de surmenage. Con
una temporada en el campo y sobrealimentación, que-
dará como nuevo... Por lo pronto, va usted a ponerse unas
inyecciones... Ya he empezado a ponérmelas, es decir,
me las pone Margarita y en cuanto me sienta un poco
más fuerte, me vuelvo a Buenos Aires...
Margarita suspira. —No suspires, Margarita —la con-
suela Xavier—. Ya sabes que no tengo más remedio...
Mi porvenir está allí... Pero ahora no te quedas sola...,
te acompañará Alberto... Alberto es un buen chico y te
quiere...
Alberto asiente con la cabeza. —Nos queremos todos
—pondera Xavier—. Ya los celos absurdos se han acaba-
do. Somos comprensivos y razonables los tres. Sabemos
que una buena amistad vale más que el amor. Yo no tengo
celos de Alberto ni Alberto de mí... Vea usted, Alberto
es tan buen muchacho, que hasta se queda a velarme
por las noches con Margarita... ¿No es esto hermoso,
maestro? Yo ya no me enfado porque Alberto se ponga
mis corbatas o se fume mis cigarrillos... Aquello era ab-
surdo... Alberto es mi hermano..., los tres somos herma-
nos... Yo entonces era un simple poeta..., pero ahora

397
he leído a Ortega y Gasset y a Arturo Capdevila..., soy
un filósofo... Los filósofos son altísimos poetas... ¡Ven
acá, Alberto, dame tu mano, y tú también, Margarita!
¿Qué le parece a usted, maestro, este espectáculo?
—¡Conmovedor, Xavier, conmovedor! Esta noche, al
recordarlo, me hará llorar...
—Es que usted también es un filósofo..., sentimen-
tal..., los tres lo queremos a usted y usted nos quiere
a los tres... Oh, qué hermoso es esto, ¿verdad?
—Xavier, no sigas —ruega Margarita—. Me destro-
zas el corazón... Parece que deliras o que te vas a morir...
Xavier lanza una carcajada hueca.
—i¡No digas simplezas, Margarita! Nunca he estado
mejor que ahora... Pienso vivir mucho... y escribir mu-
chas obras maestras..., no lo dudes... Me iré a la Argen-
tina y me casaré, porque ése es mi porvenir; tú te casarás
con Alberto, pero seguiremos queriéndonos y yo vendré
de cuando en cuando a España, a presenciar y compartir
vuestra dicha... Alberto es un pintor genial y se impon-
drá..., también los dos vendréis a Buenos Aires, cono-
ceréis a mi esposa y los cuatro nos querremos. Nuestros
hijos jugarán juntos..., ¡qué cuadro tan sublime!...
Xavier muestra una exaltación sospechosa. ¿Euforia de
tuberculoso? ¿Habrá sido una mentira piadosa el diag-
nóstico del segundo doctor?
Margarita me mira con cierta angustia. Alberto empie-
za a hacer los preparativos para una inyección.
Yo me retiro... —¡Bueno, adiós, querido Xavier! Es
tarde... Ya volveré por aquí...
—:¡ Adiós, maestro! Cuando venga, le leeré un poema
que estoy terminando... en mi nuevo estilo...
Margarita y Alberto me acompañan hasta la puerta y
se vuelven para velar al enfermo.
¡Qué patético ménage 4 trois!
¡Todo literatura!...

Los hermanos

Buscarini me cuenta su última historia con los Quinte-


ro, que prueba la delicada sensibilidad de los ilustres co-
mediógrafos.

398
El bohemio fue a buscarlos a su casa de la calle Veláz-
quez y el portero le dijo que se habían ido de veraneo
a su hotel de El Escorial.
Buscarini reunió unos céntimos y se fue allá, a bus-
carlos. Les escribió una carta patética, en la que les pin-
taba su miseria y terminaba diciéndoles que «si no ayu-
daban al poeta, encontrarían al día siguiente, al abrir los
balcones de su hotel, su cadáver colgado de un árbol».
—La cartita —dice Buscarini, guiñando sus ojos de de-
lincuente lombrosiano— hizo su efecto. Inmediatamente
recibí un sobre con cinco duros dentro y prometiéndome
seguir ayudando al poeta... Luego vi personalmente a los
hermanos en Eslava, y Joaquín me dijo muy serio: —No
vuelva usted a hacer eso, Buscarini, nos dio usted una
mala noche...
Buscarini llama a los Quintero los hermanos, como si
se tratase de alguna comunidad religiosa.
—Los hermanos se interesan mucho por mí.
—Los hermanos me han prometido que estrenaré.
—Los hermanos me van a costear la publicación de
mis Memorias.
¡Las Memorias de un joven de dieciséis años!

Panida, Pan tú mismo

Don Isaac del Vando Villar, el pomposo jefe del mo-


vimiento ultraísta, que vino a conquistar Madrid, con su
puro y su arrogante facha de bersagliere, el hombre que
aspiraba a conducir coros líricos, como Verlaine en el
responso de Darío, hacia el Propileo sacro, es ahora con-
ductor de turistas hacia el refectorio de una pensión his-
panoamericana de la Carrera de San Jerónimo. La pen-
sión Colón.
Así nos lo comunica un amigo, al que preguntamos por
él: —Pero ¿cómo? ¿No lo sabían ustedes? Don Isaac
dio el braguetazo y se casó con la dueña de esa pensión,
una viuda con hijos de veinte años y que también podría
ser su madre... El hombre resolvió así el problema de
las subsistencias...
399
¡Qué hombre tan grande es don Isaac! Figúrense us-
tedes que andaba por ahí, rodando por figones y tugurios,
depauperado y triste, cuando encontró un Mecenas, un
poeta hispanoamericano, que se hospedaba en la pensión
Colón y se lo llevó allá, para que se repusiera a su costa.
Tuvo el filántropo que ausentarse unos días y a su vuelta
preguntó por don Isaac:
—+¿Quiere usted decir el dueño de la casa?
—No, don Isaac del Vando Villar..., un huésped, que
dejé aquí al marcharme...
—Bueno, señor... Pues ése es ahora el dueño de la
casa...
Unos cuantos días habían bastado para que el jefe del
movimiento conquistase a la viuda y se casase con ella,
pese a la oposición de los hijos. No hay quien se resista
al tipo y la labia de don Isaac.
Ahora don Isaac lleva el negocio con una seriedad y
una exactitud inexorables. No hay huésped que no pague
su cuenta al día. Don Isaac es implacable con los moro-
sos. Días pasados, un escalatorres portugués, que se hos-
peda allí, disponíase a hacer al día siguiente una exhibi-
ción de su habilidad; recibió por la noche la visita de
don Isaac, armado de factura.
—Como mañana va usted a escalar la Torre de Santa
Cruz y es probable que sufra un accidente, le traigo la
cuenta de estos días que aquí lleva. De ese modo, si le
ocurre una desgracia, morirá usted con la conciencia tran-
quila...
El portugués quiso matarlo.
Por lo demás, don Isaac es un hombre bonachón con
los huéspedes que pagan. Preside las comidas en la mesa
redonda con su cara oronda y sonriente, les habla de lite-
ratura y de sobremesa les lee poemas inéditos que los
predisponen gratamente al sueño.
A las horas de llegada de trenes, don Isaac baja en
persona a la estación y recluta turistas, voceando el su-
gestivo título del glorioso descubridor de América. Cuan-
do adivina un americano, se va a él, lo coge de la solapa
y le intima: —Usted debe venir a la pensión Colón...
Es un modo de estrechar los lazos con la madre patria.
Don Isaac organiza excursiones turísticas a Toledo,
a El Escorial, etc., en las que él hace de guía y cicerone...,

400
desplegando todo su saber arqueológico y pictórico, de
antiguo chamarilero, inventor de Grecos, Murillos y Ve-
lázquez...
Hay que ver a don Isaac al frente de su troupe turís-
tica. Gordo y lustroso otra vez, con su puro en la boca,
su pantalón chanchullo y su aire de bardo ultraísta, está
magnífico. Sólo le falta el tirso.
Parece realmente un conductor de masas líricas. Su
gallarda planta de buen mozo y su labia andaluza fascinan
a las señoras otoñales del cortejo.
Y al verlo pasar, recuerda uno los versos de Rubén
vueltos en parodia por el destino:

Liroforo celeste, Panida, Pan tú mismo


que coros condujiste
al refectorio sacro
que amaba tu alma triste...
al son del sistro y el tambor...
¡Qué grande es don Isaac!
¡Don Isaac del Vando Villar!...
¡Para... panpan... pan!

Los moribundos Lunes de El Imparcial

Gómez Rodiño, un joven gallego, que fue cronista de


guerra de El Imparcial, sucede como director de Los Lu-
nes a don José Laserna y me invita a hacer un artículo
semanal de crítica literaria.
Me resisto a aceptar y él insiste, dedicándome elogios
hiperbólicos, y me dice que el actual propietario del pe-
riódico, don Ricardo Gasset, tiene decidido empeño en
que yo sea el crítico de Los Lunes.
—Tendrá usted absoluta independencia, juzgará los li-
bros como quiera, sin recibir indicaciones de nadie... Hoy
no hay Crítica en España. Hace falta un crítico imparcial,
como usted..., que no se rinda a la amistad, como Andre-
sito, ni a los compromisos, como Anxdrenio...
Y creyéndome ya ganado, añade en tono ligero: —Y de

401
cuando en cuando, si el autor lo merece, un palo... ¡Al
público eso le gusta!...
Estoy ya a punto de negarme ante esa excitación a la
violencia, pero Rodiño lo advierte en mi gesto y se apre-
sura a añadir: —Claro, que cuando usted lo crea justo...,
¡si no nada!...
Acepto reacio finalmente, y salgo del periódico pensan-
do en ese afán de vapulear a los autores, que se nota ge-
neralmente entre nosotros, en esa tendencia a darle sensa-
cionalidad a la crítica, con el espectáculo del autor mal-
tratado por el crítico y la posible reacción violenta de
aquél, provocadora de polémicas con insultos mutuos, des-
plantes y retos. Lo que menos interesa es la Crítica en sí,
sino el escándalo.
Pero Gómez Rodiño se equivoca. Yo no soy un crítico
a lo Astrana Marín. No busco fama, luciendo mi ingenio
procaz a costa de los autores mediocres y aun pésimos.
¡Harta desgracia tienen ya los pobres!
José Mas, que está enterado de todo, me explica: —-El
Imparcial ha bajado mucho. Y es natural que quieran le-
vantarlo buscando firmas de prestigio. ¡Las críticas de us-
ted se leen mucho!
¿Será cierto?

La eterna cuestión

Vuelve a agitarse entre los escritores la idea de defen-


der sus intereses frente a los editores, formando una so-
ciedad por el estilo de la de los autores de teatro.
Andrenio patrocina la iniciativa en El Sol y, secunda-
do por escritores de prestigio, convoca a una reunión en
el Ateneo, para tratar del asunto y trazar las líneas gene-
rales del proyecto... El modelo de la nueva Asociación
será la Société des Gens de Lettres, de París, fundada por
Balzac.
Reina gran entusiasmo, todos reconocen la necesidad
de salvaguardar al autor contra las rapacidades editoria-
les, incumplimiento de contrato, ediciones clandestinas,

402
etc., etc. Hablan en ese sentido Andrenio, Insúa, Catá,
Araquistáin, etc.
—La Société des Gens de Lettres —dice un orador—
nombra un delegado suyo para controlar las tiradas en la
imprenta y presenciar la distribución de los cajetines lue-
go de tirados los ejemplares convenidos. Pues hay que
imitar esa medida de precaución.
Pero al llegar a este punto las opiniones se dividen.
Los escritores modestos aplauden con entusiasmo la idea;
pero los grandes, la aristocracia literaria, protesta. Insúa,
sobre todo, grita:
— ¡Eso es vejatorio! ¡A mí nadie me controla mis ti-
radas!...
Se arma un gran barullo y Andrenio, que preside, le-
vanta la sesión.
Pepe Mas, que es quien me da estas referencias, co-
menta:
—Es lo de siempre. Esos bluffistas, que alardean de
vender muchos miles de ejemplares de sus obras, cuando
apenas llegan a los tres mil, no quieren que se les descu-
bra el truco... Viven del engaño... Y como tienen la
Prensa a su favor, nos revientan a los demás...
Pero «los demás», acaudillados por el autor de La bru-
ja, van a recoger la bandera, que los menos abandonan.
—Venga usted esta tarde conmigo al café del Prado,
donde vamos a celebrar una reunión para tratar del
asunto.
Tira de mí y me lleva al café del Prado, ese café ha-
bitualmente tan tranquilo y que esta tarde rebosa de un
público hervoroso como de mitin.
Allí están Andresito, Verita, Dieguito San José, todos
esos hombrecitos que se designan con diminutivos, Het-
nández Luquero, el de los guiños, en una palabra, todo
el pequeño Madrid literario de los segundones de las
Letras.
Se vocifera, se gesticula, se formulan denuncias contra
los editores, Pepe Mas cita su escandaloso incidente con
Palomeque.
La actitud de los reunidos es unánime. Hay que formar
la Sociedad de Autores sobre el modelo de la de París,
y, por lo pronto, todos se comprometen a no tratar direc-
tamente con los editores, en tanto no se apruebe por la

403
Sociedad una fórmula general de contrato. Uno de los
más entusiastas es Dieguito San José, el homúnculo, que
asoma su cabeza gorda de pigmeo por entre sus amigos,
que lo ocultan con sus cuerpos.
Pepe Mas suda de satisfacción.
Verita, con prisa como siempre, es de los primeros en
disponerse a marchar: —Bien, queridos genios, ya me ten-
dréis al tanto de lo que pase. —Me tiende la mano y de
pronto me dice: —¿No conoce usted a Roso de Luna?...
Voy a presentárselo.
Y me presenta a un señor gordo, bajo, ancho de hom-
bros y con una cara enorme, roja literalmente como un
cangrejo cocido. —¡El maestro Rosso de Luna, el mago
de Logrosán! ¡El hombre que ha descubierto una estrella!
El maestro sonríe, me estrecha la mano con la suya
y me dice: —Ya lo conocía a usted..., lo he leído y sé que
no está usted muy de acuerdo con mis teorías...
Hago un gesto débilmente negativo. Él insiste: —Es
natural..., no ha leído usted a fondo mis libros... Yo no
puedo enviárselos, porque no puedo permitirme ese
lujo..., soy un pobrecito burgués... que vive de sus pe-
queñas rentas y de sus obras... Pero venga usted por mi
Ateneo Teosófico de la calle del Factor y verá cosas inte-
resantes..., rayanas en la taumaturgia...
Ante mi sonrisa escéptica, el hombre gordo se enfurru-
ña y exclama:
—¡Bah! Ya sé que no han de convencerle... Ustedes
los representantes de la Ciencia oficial...
A duras penas contengo la risa: —¡Yo, representante
de la Ciencia oficial! ...
Queda cortado ahí el diálogo y nos separamos con fin-
gida cortesía.
Es la única vez que he hablado con el maestro del
ocultismo. Y su figura me ha hecho la misma impresión
grotesca que su prosa enrevesada, farraginosa, ramplona
y autobombística.
El mago de Logrosán parece un mago de barraca de
feria, con su carota roja como embadurnada de almagre.
¡Ah! ¡Pero ha descubierto una estrella!

Días después Pepe Mas me refiere, indignado, la trai-


ción de Dieguito San José:

404
—¿Querrá usted creerlo? Pues al día siguiente de
nuestra reunión, Dieguito, me consta, fue a ver a Yagiies
para ofrecerle sus libros, sin condiciones... Ese enano de
Velázquez es un esquirol... Con tipos así no se puede ha-
cer nada...

Y efectivamente, nada se hizo. La reunión en el café


del Prado ha sido tan inútil como la del Ateneo...
El literato no tiene redención...

Villaespesa en Madrid

Hace unos meses que tenemos aquí a Paco Villaespe-


sa, que vuelve de una gira triunfal por América, con ob-
jeto de formar compañía para representar en Caracas su
trilogía dramática Bolívar, que ha compuesto por encargo
del Gobierno venezolano y que ya le ha valido un anti-
cipo de miles de bolívares.
No he tenido ocasión ni interés por ver a ese ídolo
juvenil, que ya no me inspira la admiración antigua y que
además —según lo que me cuentan— es un hombre egó-
latra, embriagado, enloquecido por el éxito, con la vani-
dad de un D'Annunzio y rasgos de una perversión nero-
niana repelente.
El antiguo bohemio, tan conmovedor en su pobreza,
con su ciego amor a la Poesía y sus sueños de gloria, lle-
vaba en sí unas latencias viciosas que el éxito ha desarro-
llado en proporciones repulsivas. Se ha vuelto alcohólico,
brutalmente lascivo, megalómano y pródigo por afán de
verse adulado aun de la gente más baja.
Me lo describen servido por negros que se trajo de
América, rodeado de una corte de parásitos, que lo sa-
quean, y viviendo en una gran casa, con las habitaciones
atestadas de pieles de tigre y oso y decoradas con tapices
orientales, de esos que los argelinos venden por los cafés.
Dicen que también tiene cuartos enteros convertidos en
pajareras de aves tropicales —loros, colibríes, cacatúas,
etc., etc. Allí se pasa los días, tendido en un diván, como

405
un príncipe árabe decadente, recitando o haciéndose re-
citar versos, bebiendo licores, y así recibe a los cómicos
que van a solicitar de él una contrata y que lo atacan por
el flaco de la vanidad, ponderándole el honor que será
para ellos figurar en la compañía de tan gran poeta, su-
perior a Marquina y sólo comparable al gran Zorrilla en
sus tiempos.
Villaespesa, lisonjeado, los contrata, les da un anticipo
y cuando ellos se retiran comenta: —¿Creerá ese comi-
castro que lo voy a llevar a América?
Pero el comicastro ya se ha llevado el anticipo.
Ni que decir tiene que ningún actor ni actriz de pres-
tigio se avendría a obtener una contrata al precio de esas
adulaciones y que tampoco el autor de Bolívar se aven-
dría en su vanidad a ir a buscarlos. De suerte que, como
primera actriz, lleva a esa joven tan vanidosa como él,
y sin más méritos que su juventud y su belleza inexpre-
siva, que se llama Cristina Martos; y a tenor de ella son
los demás elementos con que cuenta.
Ningún actor serio tiene fe en el éxito de la tournée
y sobre todo en la probidad de ese hombre desastrado,
informal, que se gasta el dinero con la prodigalidad de
un nuevo rico, del que además se cuentan cosas tan feas
y de una amoralidad tan sublevante.
Las noches en casa de Villaespesa son, según dicen,
unas orgías sólo dignas del Satyricón. Y, si es verdad lo
que cuenta el pobre Buscarini, habría razón para lapidar,
por lo menos moralmente, al poeta.
Figuraos que, según Buscarini, Villaespesa, en el curso
de una de sus orgías nocturnas, emborrachó a ese pobre
niño y luego lo entregó a la lascivia de sus negros. Bus-
carini se despertó de su embriaguez, cuando ya amanecía,
en una cama revuelta y frente a un negrazo bestial que
lo zamarreaba, diciéndole: —¡Ea! ¡Levántate y vete por
ahí! ¡Aquí no queremos invertidos! —Buscarini, sintien-
do un dolor característico, exclamó: —Pero ¿qué es esto?
¿Qué han hecho conmigo? —El negro lanzó una carcajada
y le dijo: —Ya puedes figurártelo... Ahí tienes el tarrito
de vaselina...
Buscarini salió de la casa a empellones del negro, que
lo echaba como a una basura.
La anécdota tiene una coletilla grotesca. Buscarini, al

406
salir de la casa, se encontró casualmente con Pedro Luis
de Gálvez y le contó lo sucedido. Pedro Luis se indignó:
—Ese Villaespesa es un canalla... Pero esto no puede
quedar así... Voy a subir ahora mismo y a exigirle una
reparación... Por lo menos, que te dé algún dinero...
Si no, al Juzgado de guardia...
Buscarini diole las gracias a su defensor. Pedro Luis
subió, permaneció allá arriba unos momentos y luego vol-
vió junto al agraviado. Buscarini esperaba ansioso unas
monedas. Pero Gálvez le dijo:
—He hablado con Villaespesa y dice que todo eso lo
has soñado tú en tu borrachera..., que él es incapaz de
tal cosa... Y me lo ha jurado con tal seriedad, que no
puedo menos de creerlo... Sí, eso lo has soñado tú, Bus-
carini... Olvídalo y no hables mal de Villaespesa, que
podría denunciarte por calumnia...
—;¡Pero y este dolor que todavía me dura..., y aquel
tarro de vaselina..., y las risas del negro!
— ¡Bah! No hagas caso... Son alucinaciones tuyas...,
un caso de autosugestión... ¡Villaespesa es un caballero!...
Anda, ven, que te convido al desayuno...
Y así terminó la historia.
Nadie podría decir si fue verdad o invención de ese
Buscarini, que es un anormal...
Pero, en todo caso, no siento interés por visitar una
casa en la que ocurren escenas tan equívocas...

Bóveda se va a América

Bóveda, el poeta galaico, está en vísperas de embarcar


para América, donde casará con la hija de ese paisano
suyo enriquecido... Y el hombrecito emplea la última pla-
ta que trajo de allá en comprar esas pieles de oso y de
tigre y esos tapices y alfombras que unos discutibles per-
sas van ofreciendo por los cafés. El hombrecito quiere
adornar su hogar de casado.
—FEsas cosas —dice— cuestan allí muy caras.
En tanto embarca para su viaje argonáutico, el poeta
apura la colilla de su amor a Margarita: —Es algo dulce
407
y triste al mismo tiempo —lirifica—, como un ocaso de
otoño.
Margarita se enjuga una lagrimita y suspira. Bóveda le
dice con su voz doctoral: —Mira, Margarita, no nos amat-
guemos los últimos instantes de felicidad... Hay que ser
fuertes y aceptar la vida con filosofía. Yo antes sólo era
un poeta lírico; pero ahora soy un poeta filosófico... He
leído a Spengler y a Ortega y Gasset...
—Pero ¿qué va a ser de mí cuando te hayas ido?
—gime Margarita.
—Mira, Margarita, no te pongas patética... Cuando yo
me vaya, te quedará Alberto...
—.¡Alberto! —protesta Margarita—. Eres cruel, sádi-
co... Siempre me estás reprochando mi culpa..., rece rdán-
dome lo que quiero olvidar. Yo sólo te amo a ti...
Bóveda sonríe: —;¡Eres una Ana Karenine!... ¿No has
leído al gran Tolstoi? Pero ya ves; yo antes era un poeta
y me emocionaba con esas frases; pero ahora soy un filó-
sofo y me sontío... Comprendo la vida, Margarita, y no
te reprocho lo de Alberto... Comprender es perdonar,
como dijo madame Savigné...

Buen compañero

Fabián Vidal —pese a su gesto huraño, mascara acaso


de su timidez— es un hombre cordial, que se acuerda de
sus antiguos compañeros de La Corres. Elevado ahora a la
dirección de La Voz, en un encuentro casual me propone
si no querría ingresar en la redacción del periódico...
Le respondo que se lo agradezco, pero que estoy harto
de periodismo y no quiero someterme de nuevo a la dis-
ciplina burocrática que hoy se exige en él.
—Tienes razón —asiente con triste sonrisa—. Hay que
estar allí a su hora... y tú eres un bohemio incorregible...
Pero si no quieres entrar de redactor, mándame artícu-
los, cuentos, lo que quieras y te los publicaré..., y los
cobrarás..., que es lo importante, ¿no?
Hago un gesto de indiferencia respecto a lo último,
pero acepto el ofrecimiento del amigo y le estrecho la
mano: —Gracias, querido Fabián —y nos separamos.

408
Días después, voy a verlo con un original en el bol-
sillo. Pregunto por el director y me conducen a los ta-
lleres, donde a aquella hora vespertina hay un ruido in-
fernal de máquinas y gritos.
Fabián Vidal está sobre una plataforma, en el centro
de aquel infierno trepidante, examinando galeradas, dan-
do órdenes, indicando el lugar donde han de ir los pa-
quetes tipográficos. Suda y se seca el rostro con un gran
pañuelo. Al verme, me saluda con un ojo, según su cos-
tumbre, y baja de su plataforma: —-Ya ves, estoy su-
dando. ¡Esto es un incordio!...
Cambiamos unas palabras a gritos y él me coge el ori-
ginal y se lo guarda: —Se publicará... Bueno, chico,
perdona...
El regente lo requiere para una consulta... Le estrecho
la mano y salgo de allí, aturdido, ansiando respirar el aire
fresco de la calle..., compadeciendo a ese pobre director
de un gran rotativo moderno... ¡Qué diferencia de los
antiguos directores, y aun de los modernos como Juan
de Aragón!... Fabián Vidal no tiene coche ni acta de
diputado..., ¡ni ningún enchufe!... En su puesto de di-
rector, sigue siendo un burro de carga...

Los gorriones del Prado

Vidal y Planas ha vuelto a caer en la bohemia misera-


ble de que lo sacó su Santa Isabel de Ceres... Lo encuen-
tro solo, mal vestido, con la barba crecida y los ojos fe-
briles... Se me queja de los amigos, sus compañeros de
bohemia, que lo han saqueado y se le han comido los
dineros del éxito y encima se burlan de él, diciéndole
que lo de Santa Isabel fue una chiripa, que sonó la flauta
por casualidad..., pero que en esa obra se agotó...
Al hablar de eso, se anima y enardece y tiene una reac-
ción de egolatría:
—Pero yo les demostraré que se equivocan..., ahora
tengo en Eslava otra obra, más fuerte todavía que Santa
Isabel, y que seguramente tendrá más éxito que ella...
Martínez Sierra está entusiasmado..., la va a estrenar en

409
seguida... Dice que eso es lo mío, que soy el heredero
directo de Dicenta... Claro que tengo todavía inexperien-
cias, pero él me ha dado algunos consejos muy útiles...
Lo principal es tener la visión del teatro y ésa la tengo...
Mi nueva obra se titula Los gorriones del Prado y en
ella saco a esas mujeres miserables, a esas rameras de lo
más humilde, que por allí pululan... Será algo sensacio-
nal... Ya sabes que yo no me equivoco. .., recuerda lo que
te decía cuando iba a estrenar Santa Isabel...
— Tienes razón, Alfonso... Seguramente será un éxito...
—Y ahora —afirma él— no me pasará lo que con
Santa Isabel... No me gastaré el dinero con hampones...
Pienso poner casa, ordenar mi vida... Conozco una mu-
chacha bonita y buena..., una chica que ha sufrido, que
ha rodado por los burdeles..., pero que tiene un corazón
puro y una inocencia infantil..., ya la conocerás..., te ha
leído y te admira como yo... La encontré en un burdel
y tiene una historia patética..., su madre la vendió cuan-
do era una niña..., pero ella, en vez de encenagarse, co-
gióle horror al vicio..., soñaba con Cristo como la Mag-
dalena y su Cristo he sido yo... Ella, con su ternura, res-
tañará las heridas que me han hecho los hombres malos...
—Bien; te felicito, Alfonso..., y te deseo un éxito como
el de Santa Isabel.
—Del éxito no hay que dudar... Tú serás testigo, por-
que te mandaré una entrada, todas las que quieras, para
el estreno...
—Gracias, Alfonso...
Nos despedimos... Pasaron unos días; los periódicos
anunciaron el estreno de Los gorriones del Prado y yo
recibí la entrada prometida; una butaca de las filas úl-
tímas.
Fui allá dispuesto a ayudar con mis aplausos al éxito.
El teatro rebosaba de público, ruidoso y apercibido a ver
algo sensacional. Naturalmente, había en las butacas mu-
chos literatos conocidos, curiosos por ver si el autor con-
firmaba su éxito o se hundía definitivamente... Cerca de
mi butaca, ocupaba la suya Antón del Olmet, el director
de El Parlamentario, donde Alfonso trabaja, y que tam-
bién tiene una obra anunciada para estrenarse, Los caba-
llos negros, en colaboración con el terrible Pedro Luis
de Gálvez, un drama cuyo argumento es el juego... Antón

410
del Olmet, recio, fuerte, tostado como un almogávar, me
saluda, moviendo dubitativo la cabeza: —Veremos si el
pobre Alfonso acierta esta vez... Yo me alegraría —añade
con sinceridad dudosa..., ya que si Los gorriones triunfan,
sus Caballos tendrán que esperar...
Se alza el telón en medio de una expectación tensa,
nerviosa, y desde el primer momento se advierte que el
público se siente defraudado. Aquéllas son escenas de co-
media corriente, vulgar; comedidas, atildadas, sin nada
detonante... Se ve en ellas la mano de Martínez Sierra,
el acaramelado autor de Canción de cuna... Eso no es Vi-
dal y Planas... Hasta abundan los chistes y retruécanos
y las situaciones cómicas...
Lo fuerte, lo sensacional que el público espera, sólo
aparece en el tercer acto, en que la escena representa el
paseo del Prado, es decir, esa parte oscura del paseo, en
cuyas sombras pulula esa clase de mujeres viejas, grotes-
cas y espantables, detritus del vicio pobre, que Joaquín
Belda ha ridiculizado en sus Noches del Botánico. Esos
son al fin los gorriones del Prado, y aquí está también
animándolos como su numen el autor de Santa Isabel.
Pero esas escenas de un realismo crudo, cruel, no en-
cuentran al público preparado para sentirlas. Un público
que ha empezado riendo con situaciones cómicas no pue-
de, de pronto, sentirse patético. La risa tira de él y le
hace tomar como caricaturas monstruosas aquellas escenas
de un tragicismo miserable y sin grandeza. Aquellas muje-
rucas, cuyos hijos pequeños andan por allí, aguardando
a que sus madres hagan su vergonzoso oficio para pedir-
les unas perras, aquel borracho nihilista, que quiere ma-
tar la vida, la vida perra, la vida cochina, y dispara su
pistola contra ella... provocan no el llanto, sino la risa
del público... El telón cae en medio de una silba y un
pateo estrepitosos... Nuestros aplausos de amigos, lejos
de imponerse a los silbidos, los enardecen... Antón del
Olmet hace un gesto resignado y dolido: —¡No podemos
salvar la obra!... ¡Pobre Alfonso!...
La gente sale del teatro como después de haber visto
una obra de Carulla, riendo y comentando a gritos:
—:¡Qué barbaridad!... Pero ¿cómo estrenan estas cosas?
¡No hay derecho!...
Salgo yo también, a la zaga del público... El teatro

411
ha tardado tanto en desalojarse, que ha habido tiempo
para que el autor salga por la puerta lateral, reservada
a los artistas. Y desde la escalinata veo venir a Vidal y
Planas, pálido, nervioso, envuelto en su capita y cogido
del brazo de una jovencita menuda, rubia... que le llega
al hombro. Vidal se mueve entre la gente con tambaleo
de borracho, y mira a todas partes con ojos desorbitados,
retadores... Al verme, me grita:
—«¿Has visto?... No le perdonan a uno los cuarenta
mil duros de Santa Isabel de Ceres...
No sigue hablando porque la muchedumbre lo arrastra
hacia la calle Arenal...

Manolo Tovar

Tengo que hacerme una caricatura para la revista


Flirt, que dirige don José de Urquía, el editor de La No-
vela Corta, y debo posar ante el popular Manolo Tovar.
Vive el dibujante en un piso de la cuesta de San Vi-
cente y me recibe en su estudio, lleno de carteles, bocetos
y caricaturas. Me hace sentar, me busca el perfil más fa-
vorable a su intención y se sienta él enfrente con su car-
tulina y su lápiz y empieza a trazar rasgos ágiles y se-
guros.
Mientras él me estudia, yo lo estudio a él. Pequeñito,
gordo, con una cabeza vulgar y en ella bigotes gruesos de
artesano, nada en él delata al artista, salvo los ojos...
Unos ojos grandes, negros, penetrantes y tristes. Como
todos los que cultivan el lado ridículo de la vida, tam-
bién Tovar es un hombre triste. Hablando para entrete-
nerme, me cuenta que está dispéptico y sospecha si tendrá
una úlcera... Como es natural, lo disuado.
De pronto, él se detiene, me mira, mira su trabajo
y haciendo molinetes con el lápiz exclama:
—Querido amigo, todo en usted son curvas, caraco-
les..., no tiene usted aristas..., elude le caricatura... Hay
caras que ya de por sí lo son. Pero la suya hay que
crearla...
Instintivamente, hago un gesto de disculpa... —¿Falta
de personalidad? —insinúo.

412
—No, no es eso, quizá lo contrario... Algo serpenti-
no, ondulante..., se escurre usted como una anguila...
Pero, en fin, ya está... ¿Qué le parece?
Me parece horrible; pero lo aplaudo... Lo importante
es que ya hemos terminado y puedo levantarme, estirarme
y lanzarme a la calle de nuevo a recoger ese oro que aún
queda del crepúsculo.
Estrecho la mano gordezuela del artista y bajo a sal-
E la escalera, ligero y alegre, como después de una con-
esión...

El poeta cartero

Nuestro cartero del Viaducto, Ricardo Martínez, es


también literato. Yo me quedé sorprendido la primera
vez que me llevó una carta certificada. (Porque ya. los
carteros no suben a los pisos el correo corriente, limitán-
dose a llamar a los destinatarios con un pito. Se acabó la
tragedia del cartero, con los pies hinchados de subir esca-
leras, así como también se acabó lo de la perra chica
que se les daba.) Me quedé sorprendido —repito— al en-
contrarme con aquella cara mansurrona de ojos adormila-
dos y nariz fernandina, que ya conocía de haberla visto
entre los grupos bohemios de Platerías y la Puerta del
Sol. Era Ricardo Martínez, el dramaturgo inédito, culti-
vador de un teatro patológico, ibseniano, cuyos personajes
eran alcohólicos, paranoicos o paralíticos, imaginados con
miras a que los interpretase Tallaví.
—Pero ¿no sabía usted que yo era cartero? —me dijo
Martínez—. ¡Pues sí, pertenezco al Cuerpo de Correos,
como Pepe Francés!... Hay que vivir..., hum..., en la
bohemia se muere uno de hambre..., hum... ¡El que no
tiene la suerte de nacer de un padre rico, como Ramón,
hum!...
Ricardo habla, intercalando entre frase y frase esa ex-
clamación sorda...
—i¡ Yo dedico unas horas a repartir la correspondencia
y luego me queda tiempo para escribir mis obras...,
hum..., mire usted...

413
Y Ricardo Martínez abre su cartera y, mezcladas con
las cartas del día, me enseña un rimero de cuartillas, su-
cias y sobadas, escritas con pluma o lápiz.
Yo hago un gesto instintivo de horror. ¡Si le da por
leérmelas!... Ricardo me explica: —Son dramas patoló-
gicos, documentados..., hum... Yo he estudiado Medi-
cina Legal y Psiquiatría, he asistido a las clases de Salillas
y de Juarros..., hum... Yo no escribo a tontas y a locas,
como Vidal y Planas, es un suponer, un ejemplo...
Martínez abusa también de esa doble muletilla, así:
—+Es un suponer, un ejemplo...
— Además, uno tiene experiencia de la vida... Yo, como
usted sabrá, he corrido mucho mundo... Yo he sido acró-
bata de circo, he actuado en todas las capitales europeas,
hasta en Petersburgo..., pero tuve que dejarlo porque
sufrí una caída de la que todavía se resiente mi pierna...
Yo conozco la vida del circo mejor que Benavente, el de
-La fuerza bruta, porque la he vivido..., hum..., las cosas
hay que vivirlas..., hum...
Esa leyenda que Martínez se forja es, naturalmente,
una leyenda. Precisamente Martínez ha nacido en una
de estas calles que rodean el Viaducto y aún quedan ve-
cinos que lo han conocido de chico y saben que nunca se
ha movido de Madrid. Pero hay que aceptar esa leyenda
como la sabiduría teológica de su amigo don Tirso Al-
calde, el teólogo por antonomasia.
Ricardo Martínez es un tipo popular en el barrio. Es
el hombre que nunca tiene prisa, que se detiene a hablar
de literatura en cuanto se encuentra a un amigo, discu-
tiendo valores, exponiendo argumentos de dramas pato-
lógicos, quejándose amargamente de la incomprensión de
los empresarios y proclamando que en este país de igno-
rantes y cretinos no es posible hacer nada; todo lo cual lo
refuerza con frases de grandes escritores, que son sus ami-
gos. Y con la mayor naturalidad dice: —Es lo que me
decía ayer Benavente... Amigo Martínez, aquí no hay si-
tio para el genio... Yo podría hacer grandes cosas, pero
tengo que darle gusto al público..., ¡hum! Es un supo-
ner, un ejemplo...
Martínez explaya sus peroratas y lucubraciones en ple-
na calle, recostado sobre una pared o un farol, cargado
con su cartera, en la que lleva una correspondencia siem-

414
pre atrasada, juntamente con sus no menos atrasadas cuar-
tillas, y un cuarterón de picadura. A veces, cuando el
interlocutor se presta, lo mete en una tasca y le lee unas
escenas de algún drama suyo.
Es un verdadero desastre encontrarse con Martínez,
pues no hay modo de quitárselo de encima en unas horas.
—Martínez —le dice uno—, que tiene usted que repartir
esas cartas..., se le van a hacer viejas en la cartera... Los
vecinos lo estarán esperando...
—¿Qué más da? —exclama Martínez con flema filosó-
fica—. Que esperen..., lo mismo dicen hoy que mañana...
¡Y si traen alguna mala noticia!..., hum...
Con esa filosofía, Martínez llega siempre tarde a su
distrito... Los vecinos, impacientes, sobre todo las veci-
nas, ya lo están aguardando y se lanzan a su encuentro
antes de que toque el pito. —Pero, hombre, Ricardo,
¿qué hace usted?... A ver, mire si hay carta para mí...
Martínez sonríe. Si es una joven, dice malicioso: —¿Es-
pera usted cartita del novio?, ¡hum!... Pues tenga usted
cuidado..., que los hombres son unos canallitas... Pero
vamos a ver...
Y Martínez, con toda cachaza, rebusca en la cartera, se
embarulla y deja caer cartas al suelo... Los chicos se las
recogen... —¡Se han manchado del barro..., ji..., ji!
—Es igual —dice Martínez, limpiándolas con el revés
de la manga...
— ¡Pero qué hombre éste! —se admiran las mujeres—.
Ande, que la mujer que tenga la desgracia de casarse con
usted, va aviada...
Pero no hay peligro. Martínez no piensa en casarse...
Es un solterón consciente... Un nietzscheano misógino.
—i¡La mujer —dice— es un ser inferior, hum!... ¡Cabe-
llos largos e ideas cortas..., hum! Y como dicen en el
dúo de La africana: «El matrimonio la voz apaga...»,
¡hum!...
—'¡Así va usted! —exclama despectiva y ofendida la
mujer—. Hecho un facha..., sin botones en la guerre-
ra..., con los vuelos de los pantalones llenos de barro y
con barba de tres días... ¡Uf, qué birria de hombre!...
Martínez sonríe con filosófica indiferencia. —¿Qué más
da?... ¿Y si me caso y me toca una Xantipa? Hum...
¡Una Xantipa!... La mujer se queda confusa. ¿Qué

415
será una Xantipa? —¡Oiga usted! ¡que también hay mu-
jeres honradas!... ¡Se conoce que usted sólo anda con
golfas!
Martínez se desentiende de aquellos improperios y si-
gue hablando de literatura, es decir, contando chismorreos
de los cafés y las tascas bohemias, anécdotas de Pu-
che, de Pedro Luis de Gálvez, de don Tirso, el teólogo; de
Vidal y Planas, el loco..., del que piensa sacar partido
para protagonista de uno de sus dramas patológicos.
—¿Vio usted Los gorriones del Prado?... Un pateo
justificado... Ya se lo decía yo..., hum... Y le di conse-
jos..., pero no me quiso hacer caso... ¡Es un paranoi-
co, hum!
Sí, Martínez siempre entrega también con retraso los
libros y revistas, que ha tenido la franqueza de confesarme
que se lee antes de traérmelas, pero si como cartero es
una calamidad, como estafeta literaria es utilísimo. Por
él está uno siempre al tanto de lo que se dice en Pombo,
de los incidentes que tiene Ramón con los monstruos que
acuden a la cripta los sábados, de sus discusiones a veces
violentas con los ultraístas: Lasso de la Vega por poco
si le pega la otra noche..., de la última bofetada que en
casa de Pascual le dieron a Puche..., de los muertos que
Carrere, respaldado por Valero, el atleta claudicante, le-
vanta en el Círculo de Autores y en otras timbas más mo-
destas..., el cuento de nunca acabar, todo ello entreve-
rado de sus inevitables «¡hum!..., ¡hum!» y «es un su-
poner, un ejemplo...», y sus tartarinescos: «Ayer me de-
cía don Jacinto...»
Cuántas horas no me ha tenido así el terrible Martí-
nez, detenido por su verbosidad inagotable, en la esquina
del Viaducto, al salir de casa impaciente por lanzarme al
mundo y a la vida, sin reparar en mis gestos desesperados
y mis pies piafantes..., y cuántas, después de eso, cuando
ya finalmente me iba, no me ha dicho, de pronto: —¡Ah,
se me olvidaba..., tengo aquí una carta para usted!...

Pues bien... Esta tarde, Ricardo Martínez trae una no-


ticia verdaderamente sensacional y fresquita, pues todavía
no la han divulgado los periódicos... Alfonso Vidal y Pla-
nas acaba de matar de un tiro en el pecho a Antón del
Olmet... —Los gorriones se volvieron cuervos, ¡hum!

416
—<comenta—. Ya lo decía yo..., ¡hum! Eran aves de mal
agúero...
—.¡Pero, hombre, Martínez, es posible!...
—Y tanto... ¡Ya lo leerá usted en los diarios de la
noche!...
—-Pero ¿por qué ha sido eso?
—Pues por celos literarios y también de los otros...
Vidal le achacaba a Antón del Olmet el fracaso de sus
Gorriones, creyendo que había llevado reventadores la no-
che del estreno y además tenía celos de él, porque pen-
saba que le hacía el amor a su Elenita..., ¡hum!... Las
Elenas son trágicas, hum... El padre Homero..., ya lo
vio bien... En cuanto hay una mujer por medio..., hum...
¡Es un suponer, un ejemplo, se toman afecto dos ami-
gos..., hum..., pero se atraviesa una mujer y surge el
crimen..., hum!
Querría creer que lo que cuenta Martínez es un infun-
dio que le han contado a él. Pero no; los diarios de la
noche confirman la noticia. Es la primera vez que Mar-
tínez no trae un mensaje retrasado.

Adiós a Los Lunes

Dejo de colaborar en Los Lunes. Esa hoja literaria,


que llegó a alcanzar tanto prestigio, se resiente de la cri-
sis económica que atraviesa El Imparcial, como sus cole-
gas en el antiguo Trust, El Liberal y El Heraldo, y, en
general, todos esos que al principio del siglo eran gran-
des diarios, cada cual con su imponente masa de lectores.
Decaen ahora y se extinguen en una agonía indigna, como
El Imparcial y La Correspondencia de España, en manos
de directores torpes o venales, que conscientes de su fatal
ruina sólo atienden a salvar para ellos mismos lo que
pueden en esa liquidación de restos.
El País y La Tribuna murieron definitivamente. El Li-
beral y El Heraldo se han convertido en periódicos de
campañas interesadas, y hasta de chantage, cuyos redac-
tores, mal pagados, se buscan una compensación por ca-
minos tortuosos, con la aquiescencia de los directores,
417
satisfechos de ver así aligerada su nómina. Ambos perió-
dicos han pasado a ser propiedad de unos comerciantes
catalanes, los Busquets, que los utilizan para sus fines.
Sus directores, Fondevila y Villanueva, son periodistas sin
historia ni prestigio, vividores de la política, salidos de
los turbios medios barceloneses, advenedizos que ahora
tratan de dorar sus orígenes. Fondevila, por ejemplo, es,
según dicen, un buscador de antigúedades, en cuya adqui-
sición se gasta el presupuesto de los redactores. Allí no
cobra nadie, pero todos tienen las manos libres para toda
clase de combinaciones reprobables. Es la vuelta a la bohe-
mia literaria de fines de siglo...
La Acción se sostiene por el apoyo del partido mau-
rista y esa masa neutra, que odia por instinto a los polí-
ticos y en su mentalidad simplista clama por un dictador
con mano de hierro, que meta en cintura a liberales y so-
cialistas. Pero también los hermanos Barreto sólo miran
por ellos mismos, por sostener el tren opulento en que
viven, con queridas, coches y hotelitos en las afueras. La
única firma que atrae al público es la del Duque de Él
—seudónimo de Manuel Delgado Barreto—, que hace
abiertamente campaña a favor del gobierno personal del
Rey, y con sus vibrantes y hábiles artículos mantiene la
expectación del público.
La Correspondencia de España rueda directamente ha-
cia el declive. Los artículos de Juan de Aragón, con su
fraseología baturra, ya sólo hacen reír. El desprestigio
del periódico es tal que, como El Heraldo, lo dan los ven-
dedores por un pitillo... —¡La Corres..., El Heraldo por
un pitillo! —vocean en la Puerta del Sol.
El único periódico que conserva su rango y es cada
día más leído, incluso por los obreros, cuyos principios
socialistas combate, es ABC, ese periódico burgués, hecho
por esquiroles, que cuenta con una base económica pode-
rosísima y que, para dar la batalla a la Casa del Pueblo,
paga a sus operarios no asociados más de lo que exigen
las bases de trabajo. Colaborar en ABC es la aspiración
suprema de todos los literatos, capaces de avenirse a la
estrecha ideología de ese periódico.
Con ABC sólo compite La Libertad, muy leída también
por las masas y en la que colaboran el maestro Zozaya
y todos los antiguos cronistas de El Liberal, pero que en

418
lo económico no puede luchar con el órgano de don Tor-
cuato. Los grandes industriales, las grandes compañías,
sólo dan su publicidad a ABC y, en las condiciones ac-
tuales, un periódico no puede vivir solamente de la venta
en la calle, pues por notable paradoja, cuánto más vende,
más pierde.
Con La Libertad comparten el favor del público los
dos periódicos de Urgoiti, el de la Papelera, el amo del
papel, La Voz, que dirige Fabián Vidal, y :El Sol, cuyo
director es Félix Lorenzo, que ahora vuelve a acreditarse
de fino cronista en unos apretados y sentenciosos comen-
tos a la actualidad, que firma con el seudónimo de He-
liófilo. Para la mayoría de los lectores, que no saben nada
de Félix Lorenzo, Heliófilo es una revelación.
Fabián Vidal y Félix Lorenzo son los directores de
sus periódicos. Pero todo el mundo sabe que su inspira-
dor es Ortega y Gasset, el representante oficial, por de-
cirlo así, de la filosofía española, que ha logrado gran-
jearse la alianza de don Nicolás Urgoiti, el representante
de la plutocracia bilbaína. Como si dijéramos, la alianza
de Apolo con Pluto, que Goethe consideraba indispen-
sable.
Fuera de estos periódicos, queda El Debate, el órgano
de las derechas católicas, con su programa definido y es-
tricto y una base económica sostenida por una oligarquía
de banqueros.
Sólo ABC puede ofrecer a sus colaboradores una remu-
neración decorosa y segura. Pero ¡cuántas bajezas y renun-
ciaciones hay que hacer para lograrla!
Bien..., pues volviendo al principio... Dejé la colabo-
ración de Los Lunes ante la absoluta insolvencia del pe-
riódico..., declarada por el propio administrador, un hom-
bre por el estilo de don Andrés Paniagua, el de La Corres,
que con masoquista complacencia auguraba el próximo fin
del periódico, cuyos últimos recursos está dilapidando Ri-
cardo Gasset. Por lo pronto, ya han alquilado parte del
antiguo edificio de la calle Duque de Alba para una sas-
trería...
Y he aquí que en seguida he tenido un sucesor en
la persona de ese hombre terrible que se llama Astrana
- Marín... Sin duda, piensa prestar nueva vida a ese ago-
nizante, con sus críticas groseras y agresivas... Allá él...

419
Caída de Juan de Aragón

José Serrán, el buen mozo malagueño, logró al fin des-


bancar a Juan de Aragón y éste ha dejado de ser el direc-
tor de La Correspondencia de España. Así lo anuncia el
periódico a sus lectores...
Y esta tarde, al volver a casa, la Hermana me dice
que ha estado allí un guardia municipal, enviado por Se-
rrán con el ruego de que pase a verlo... Según parece,
el guardia manifestó que don José Serrán deseaba que
yo volviese al periódico y se deshizo en elogios de mi
talento, mi modo de escribir, etc., etc. La cosa me emo-
ciona, porque demuestra que los elogios que siempre tuvo
para mí Serrán eran sinceros...
Por lo demás, ya el periódico no me interesa y dejo
pasar los días sin ir a ver al buen amigo...
En Teléfonos encuentro a Pizarroso y él me da detalles
de lo ocurrido. Serrán, apoyado por la marquesa, logró
rehabilitarse a los ojos del marqués que, abúlico siempre,
lo es más ahora, que por efecto de sus apuros económicos
ha tenido una hemiplejía, de la que ha quedado medio
paralítico. La marquesa lo maneja a su antojo. Serrán,
que es un chico listo, descubrió que el baturro estaba
haciendo en el periódico campañas venales, en su prove-
cho propio, y le fue con el cuento a la marquesa, la cual
influyó en el ánimo del marido y recabó de él plenos po-
deres a favor de Serrán. Y éste, una mañana, se presentó
en la imprenta, mandó retirar un artículo de Romeo y
como éste, airado, le pidiese explicaciones, Serrán le dijo
con una franqueza verdaderamente baturra:
—Lo he mandado retirar yo, porque tengo plenos po-
deres del marqués y desde este momento soy aquí el di-
rector.
Juan de Aragón refunfuñó, lanzó un surtido de blas-
femias como para tener que pagar un millón de multas,
pero al fin tuvo que resignarse y darse por dimitido. Eso
sí; ha reclamado una indemnización por valor de muchos
miles de duros que, en principio al menos, le ha sido
concedida. En principio, porque ¿de dónde va el mar-
qués a sacar el dinero?...
La Correspondencia ha legado a una situación que no

420
hay ya quien la salve... Serrán es un niño bonito, que sólo
piensa en divertirse, y no tiene nada que envidiarle a Juan
de Aragón, tocante a desaprensivo y fresco... El periódico
tiene las máquinas hipotecadas, vive al día, de la venta
callejera, y el pobre don Andrés Paniagua está cada día
más enfermo del hígado, más amarillo y flaco, de ver que
en la caja no hay más que pagarés y letras cuyo venci-
miento lo aterra... Es la tragedia de un cajero... El pobre
hombre no hace más que revolver aquellos papelotes, sus-
pirar, alzar los brazos al cielo y lanzar maldiciones inútiles
al hombre nefasto que ha arruinado a una noble familia
y hundido un periódico, que era el más antiguo y el pri-
mero de España...

Parodia de suicidio

El Viaducto, famoso trampolín de suicidas, se alborotó


esta tarde, según me cuenta Ricardo, el cartero, con un
cómico intento de suicidio, llevado a cabo por Buscarini...
El pobre bohemio, deseoso de llamar la atención por
cualquier medio, apeló a ese truco sensacional... y des-
pués de dar varias vueltas a lo largo del Viaducto e incli-
narse sobre las barandillas, como para sondear su pro-
fundidad, con lo que naturalmente llamó la atención de
los guardias y los transeúntes, dio un salto y se descolgó
por uno de los extremos, y vino a caer en uno de los
altozanos verdes, a un metro escaso de profundidad. De
suerte que no se hizo daño alguno en la caída. Su gesto
atrajo allí un gran corro de curiosos, a más de los guar-
dias que inmediatamente dieron la vuelta al Viaducto y
procedieron a levantar al caído y conducirlo a la comisaría
próxima..., entre un gran barullo de chicos y perros y
exclamaciones irónicas y compasivas de hombres y mu-
jeres.
El comisario, asombrado ante ese nuevo tipo de suici-
da, le interrogó sobre las causas de su trágica determi-
“nación.
Buscarini contestóle en términos patéticos que él era

421
el poeta Buscarini, Armando Buscarini, y que harto de lu-
char contra la incomprensión del vulgo y las envidias de
los compañeros que le cerraban el paso, había decidido
quitarse la vida. Él no tenía valor para matar a nadie
como Vidal y Planas...
—¿Qué edad tiene usted? —preguntóle el comisario.
—. ¡Dieciséis años, señor!
—«¿Y a esa edad se da usted ya por fracasado?
—+Es que además, señor comisario, no como...
Ante esa franca declaración, el comisario mandó que le
trajeran un cocido de la taberna próxima. Entre tanto,
le echó un pequeño discurso haciéndole saber que lo que
había hecho constituía un delito y si reincidía, se vería
en la precisión de enviarlo a un reformatorio...
—No hay derecho —le dijo el comisario— a atentar
contra la vida... Nuestra vida no es nuestra, sino de Dios
y de la sociedad...
Y mirando a sus empleados, comentó: —Dieciséis años
y ya está harto de luchar... ¡Qué diríamos nosotros!
En resumen: que Buscarini comió y también bebió un
vasito a cuenta de la comisaría, y ya más animado, teco-
bró la sonrisa de Yoritomo, recitó versos de su obra cum-
bre, La cortesana del Regina, que enternecieron a los guar-
dias y les colocó a todos, empezando por el comisario,
sendos ejemplares con dedicatoria autógrafa, que sumaron
unas cuantas pesetas...
El rumor del suicidio frustrado, propalado por el pro-
pio Buscarini, circuló rápidamente por los mentideros lite-
rarios, por el café de Platerías, donde Ricardo el cartero
preside una peña, por los corrillos de los hampones y su
feliz desenlace es posible que provoque una epidemia de
suicidios entre esos émulos de Buscarini...

La Pecera se extingue

La Pecera está en las últimas..., muere por consun-


ción..., como dice don Juan, el médico, al que encuentro
allí esta noche, en la única compañía de Nadal, el de las
camas, meditando como un búho sobre unas tuinas...

422
Paco Torres, que era el alma de La Pecera, encontró
su caballo blanco, se metió en negocios teatrales, hizo
una temporada en la Zarzuela, desastrosa para el caballo,
pero magnífica para él, encontró en seguida otro caballo
y ahora ahí lo tiene usted en el Martín, llenándose de di-
nero los bolsillos a base de obras sicalípticas y mujeres
guapas... Ese Paco Torres es un niño de la bola... Todo
le sale bien...
Biedma fotógrafo se hartó de retratar niños de prime-
ra comunión y hacerles cucamonas a sus madres, traspasó
la fotografía y aceptó el cargo de gerente de El Laurel
de Baco... Se ha convertido en un financiero y anda siem-
pre haciendo números... y revolviendo papelotes... ¡No
les va a dejar a los del Laurel más que el laurel para un
estofado..., ja..., ja! :
—«¿Y don José Andión?
—Oh, al pobre don José le ha llegado la hora de sentar
la cabeza. Ya era hora... Mis compañeritos lo han puesto
a caldo, como a mí... Tiene arterioesclerosis, artritismo,
una bronconeumonía crónica y qué sé yo cuántos alifafes
más... Le hemos prohibido el tabaco, la bebida y el tras-
nocho... Así que ya no es Presidente de La Pecera, sino
de nombre... Pobre don José... Desde la muerte de su
hijo, el poeta, no levanta cabeza... Y eso que no lo que-
ría..., ¡si llega a quererlo!... En conclusión: que La Pe-
cera se deshace... Pasa a la historia, como la Cuerda gra-
nadina, a la que Cascales, el erudito, acaba de dedicar un
grueso volumen. Cascales hará también la historia de La
Pecera. ¡Los eruditos son como los traperos, que cargan
con los restos..., ja..., ja!
El médico, abstemio a la fuerza, parece sentir un sá-
dico placer ante la disolución de esta sociedad de borra-
chuzos —como él los llamaba,
—El vino puede más que todo —dice—. Es peor que
un berrendo. Ahí tiene usted a Manolo Machado... Es
joven todavía, pero ya tiene el hígado hecho polvo...,
ya toma el vino con bicarbonato. Y el amigo Celedonio
José de Arpe..., ídem de lienzo... Un día sí y otro no,
de vomitera...
Los únicos que todavía mantienen el honor de La Pe-
«cera son Nadal, el maurista, que ahora es concejal por el
partido y está regenerando el Ayuntamiento; Biedma ex-

423
fotógrafo y el menudo cascabelero Cascales. Esos son los
asiduos, los bravos que se lanzan derechos al toro como
los grandes espadas... Los demás, ya andan remolones
y si siguen viniendo a La Pecera es por la negra hon-
rilla...
Así que las sesiones de La Pecera son ahora fúnebres
como velatorios.
Don José, que no deja en absoluto de venir, por no
perder la Presidencia —ése y el de «más viejo suscriptor»
de El Liberal son sus únicos títulos—, llega mohíno y ca-
bizbajo, saluda apenas con dos dedos engarabitados y se
hunde en su asiento. Por guardar el rito, pide un inocente
vermuth con mucho seltz y levanta la copa con un gesto
de sacrificio, como Anfortas en Parsifal.
Machado y Arpe llegan muy garbosos y animados, pero
a las dos cañas ya empiezan a dar señales de coma —se-
gún dice don Juan.
Las conversaciones languidecen por falta de humor. El
catalán se enfrasca en largas peroratas sobre los gatuperios
que hacen los concejales, comerciando con todo, incluso
con los faroles del alumbrado... y repitiendo siempre los
tópicos de La Acción de Barreto sobre la politiquería
y la necesidad de una mano dura —la de don Antonio
Maura, naturalmente.
Su voz suena seca, monótona, dura por su acento aca-
talanado.
Biedma ex-fotógrafo murmura: —¡Vivan las caenas!...
Pero no se entablan discusiones violentas. Los ánimos
están cansados. —¡Falta de vino! —comenta irónico don
Juan.
La Pecera sólo vuelve a ser por un momento La Pe-
cera cuando el Gran Simpático hace una de sus raras apa-
riciones. Todos vuelven a él sus ojos como a un salvador
y prorrumpen en gritos casi lastimeros de «Paco, aquí
está Paco... Pero, Paco, ¿dónde te metes?...»
El Gran Simpático entra prodigando saludos hiperbó-
licos y aparatosos y exclamaciones de: —Pero ¿qué es
esto, señores? ¿Es que están ustedes rezando el rosario en
familia?... A ver, despabílense ustedes... Zancuda, da
aquí más luz... ¡Música, luz y alegría!... Y vino... ¡Vinum
laetificat cor hominis!...

424
Machado y Arpe ponen caras contritas... Pero beben...
La efusividad de Paco Torres es irresistible.
—Y usted, don José, ¿por qué está tan mustio? ¡Beba
usted vino..., no haga caso de los doctores!... Aquí me
tiene usted a mí... Siempre flaco, saliéndome por la tiri-
lla..., con fama de tisiquillo y, sin embargo..., tan ter-
ne..., jele!... Trabajando como un negro —todos abren
unos ojos desmesurados—, luchando con los artistas y lo
que es peor, con las artistas..., todo el santo día y la santa
noche, sin salir del teatro...
—;¡Claro! —exclama Biedma ex-fotógrafo—. Allí lo
tienes todo, Paco. Ese es tu harén... Estás allí como un
sultán entre tanta mujer guapa...
—;¡Y que lo digas! Allí no entra una fea, por más bue-
na voz que tenga... Lo que yo necesito no son buenas vo-
ces, sino buenas pantorrillas...
—Y además, claro, que la socia se preste al derecho
de pernada... —agrega el de El Laurel...
—¡Home! Eso desde luego, aunque sea simbólica-
mente...
Don José los mira a todos con ojos de censura... El
catalán, muy serio, mueve la cabeza: —Eso, verdadera-
mente, es un síntoma de la corrupción general...
Pero el Gran Simpático ríe: —¡Qué corrupción ni qué
ocho cuartos! Allí todo es juventud y frescura... Vengan
allá una noche y se convencerán... Les presentaré en sus
camerinos a la Caballé y la Tina de Jarque..., ¡qué mu-
jeres, señores!... Hacen bufar al público de las butacas...
¡Venga usted una noche, don José, y usted, Nadal, y ve-
rán lo que es bueno! ¿O es que se la van a echar ahora
de Tartufos?...
Paco Torres parece un proxeneta, haciendo el cartel de
sus tiples y chicas del conjunto. Al catalán le chisporro-
tean los ojos...
Don Juan grita, zumbón:
—Antes de ir, fórrense bien la cartera..., ja..., Ja...
—Bien, Paco, iremos... Señores, ¿por qué no vamos
esta noche? —propone el de El Laurel.
— ¡Aprobado! —aplauden Arpe y Machado—. Iremos
a tu burdel, Paco. ¡Pero con pase de Prensa, eh!
— ¡Claro! —asiente Torres—. Mis amigos no pagan...
Son el tifus de la amistad.
425
¡Bravo!... Por un momento, todos se animan; menu-
dean las rondas, olvidándose de sus estómagos y de sus
hígados... Pero bien pronto pasa aquella euforia... Y al
levantarse para irse, todos se tambalean y tienen arcadas...
Los «perdona, Paco, pero...» se suceden. Paco se queda
solo... y también se siente aprensivo..., y pide bicarbo-
nato en el mostrador.
Don Juan exclama:
—Anda, ¿tú también, Paco? ¡Ja..., ja! ¡Las cañas se
vuelven lanzas!... —Y encarándose con Ricardo, el dueño
del colmado: —;¡Mira, Ricardo, como esto siga así, vas
a tener que cerrar y poner una lechería..., ja..., ja!

Un bello rasgo

El autor de El ángel de Sodoma ha tenido un bello


rasgo noble y generoso, más bello quizá que toda su obra.
Le ha editado al bohemio Buscarini un libro de ver-
sos, en el que se han refundido sus opusculitos anterio-
res y que él, Hernández Catá, ha encabezado con un pró-
logo, lleno de comprensión y ternura para ese pobre huér-
fano de las Musas.
Armando Buscatini tiene, pues, ya su libro como todo el
mundo; un libro serio, bien presentado —mejor que
él, desde luego— y que se exhibe en los escaparates, al-
ternando con los de autores célebres. El sueño dorado
de este niño iluso, extrañamente ingenuo, puro y corrom-
pido, maleado por el trato con los hombrones duros y ma-
los de la literatura.
Armando Buscarini —este Armando que, como él dice
en un poema, debería llamarse Amando— ha sentido lle-
gar a su alma de expósito algo así como la caricia de un
hada, como un bálsamo que le alivia sus llagas de men-
digo y lo reconcilia con esta humanidad hostil al soñador
y que hasta ahora sólo tuvo para él vejámenes y burlas.
Bajo ese halago de la suerte, Buscarini, el niño feo
con estigmas lombrosianos en su rostro de anormal, dila-

426
ta en una sonrisa angélica su jeta sensual e innoble de
maleante precoz y muestra su libro con la ingenua alegría
de un niño al que los Reyes Magos hubiesen traído su
juguete predilecto.
Buscarini anda por ahí con su libro como un niño con
zapatos nuevos, se lo enseña a todo el mundo y se em-
pina para verlo en los escaparates. Su libro flamante, su
hijo espiritual, mejor vestido que él, limpio, impoluto y ad-
mitido en la comunidad de los grandes autores. Una esca-
la de Jacob desde Buscarini hasta Cervantes.
—Maestro —me dice—, la gente no es tan mala... Se
interesa por el poeta. Hernández Catá me ha publicado
mi libro... Los hermanos me prometen estrenarme mi
obra... Las cosas van muy bien... El poeta se impone...,
el poeta va a triunfar...
—i¡Muy bien, Buscarini!... ¡Enhorabuena!
Buscarini guiña el ojo con picardía y me dice:
—Mi talismán da resultado... —y me enseña a medias
ese pequeño crucifijo de metal que le regaló una vieja
ramera—. ¡Es formidable! Con él y con la sonrisa todo
se consigue..., la sonrisa es la llave, como dice el maestro
Yoritomo...
Y el bohemio dilata sus labios gruesos, sensuales en
una sonrisa que quiere ser seráfica y resulta faunesca.
Oh, la cara de Buscarini, con sus negros ojos de vicioso,
su nariz ciranesca y su boca grande, ancha, simiesca...
¡Cara de archivo policíaco! ¡Cara de adolescente pervet-
tido, delincuente en potencia, sobre cuyos rasgos bestiales
brilla, sin embargo, el celestial destello de la luz apolí-
nea! ¡Cara de perturbado, que puede ser también la de
un genio en potencia!, ¡quién sabe!... ¿No se dio esa mez-
cla de bien y de mal, de perversidad e inocencia en Rim-
baud y Verlaine?
Los que mortifican ahora a Buscarini son sus compañe-
ros de bohemia, haciéndole notar que en el prólogo de
su libro hay frases insidiosas de falso elogio y que Catá
se ha servido de él para hacerse publicidad a costa suya
y dárselas de Mecenas. ¡Es el colmo!
Por fortuna, Buscarini no hace caso de esas calumnias
- y está tan contento con su libro como si le hubieran con-
cedido el Nobel.

427
La Dictadura

La gran noticia del día es el pronunciamiento militar


del General Primo de Rivera, en Barcelona, según dicen
de acuerdo con S. M., que, por lo menos, ha llamado
al General a Madrid y lo ha encargado de formar Gobier-
no. Es el final de un largo conflicto entre las ambiciones
de poder personal del Rey y la oposición de los políticos
y el triunfo de la campaña sostenida en ese sentido por
Delgado Barreto en La Acción. Desde ayer, vivimos bajo
una dictadura militar...
Como todos los dictadores, el General Primo de Rivera
se anuncia cual un hombre que viene a regenerar el país,
corrompido por la política, a acabar con las corruptelas
de la administración y las demasías de los partidos ex-
tremos.
Estas palabras, como siempre, impresionan a las almas
ingenuas, que son las más, y es cierto que la masa neutra
—según se la llama— ha acogido con júbilo el golpe de
Estado de Primo de Rivera, viendo cada uno en él al hom-
bre que le va a solucionar sus conflictos. En todas partes
reina efervescencia y se entablan discusiones acaloradas
y violentas.
Don Federico, nuestro vecino, el supuesto arquitecto,
que tiene ínfulas aristocráticas y está casado con una mu-
jer que ha sido cocinera y ahora se las da de señora «de
cuna», discutía esta tarde en el rellano de nuestro piso
con don José, el cortador de El Aguila, un malagueño
largo, flaco, dispéptico, que como tantos andaluces, cul-
tiva la impasibilidad británica.
Don Federico se alegraba de la derrota de los politi-
quillos, repitiendo tópicos de La Acción, y aplaudía al
General, que viene a meter en cintura a los socialeros, a
acabar con el despotismo de la Casa del Pueblo mango-
neada por los Besteiro, los Saborit, los Largo Caballero,
los Prieto y demás gentecilla, que medra a costa de los
papanatas que los siguen... ——Ahora ya se les acabarán
los momios..., los enchufes..., el chupar. ¿Es que se pue-
de tolerar que un Cordero o un Muiño tenga tres o cua-
tro enchufes y se guarde a fin de mes tres sueldos?
Don José le da en cierto modo la razón; pero no ve

428
bien que el Rey haya violado la Constitución... Don José
es liberal, monárquico, pero liberal.
—Ya sabe usted —agrega— que el Rey se ha echado
en brazos del General, para evitar que siguiera adelante
el expediente Picasso... y sofocar la voz del Parlamento...
—Déjese usted de garambainas —objeta don Federi-
co—. ¡La voz del Parlamento! ¡Como si ésa fuese la voz
del pueblo!... Todos sabemos cómo se hacen aquí las elec-
ciones... ¡Pucherazo y tente tieso!...
—Sin embargo..., sin embargo... —replica don José—.
El paso que el Rey ha dado es grave... No sabemos lo
que pueda venir...
— ¡Aquí no viene nada..., aquí en viendo el palo...
todo el mundo chitón! Ya verá usted dónde se meten
ahora esos agitadores que tanto se movían antes... ¡No
hay nada como el palo, amigo mío! Se acabaron las huel-
gas, el ir tarde los empleados a la oficina, el encarecer
arbitrariamente los artículos los tenderos y todo marchará
como una seda... :
—En fin —dice don José, bostezando—. Ojalá sea
como usted dice... Hasta luego, que ya me llaman para
comer.
Efectivamente, ya sus chicos, deslizándose por el pa-
samanos de la escalera, lo llaman: —-Papá..., papá..., que
ya está la comida en la mesa.

También Pueyo el impresor está de enhorabuena. Se


acabaron ya las insolencias de los proletarios. —La tiranía
de la Casa del Pueblo... ¿Qué era eso, que no podía
usted reñirle a un aprendiz ni despedir a un oficial, por-
que en seguida se le declaraban todos en huelga por soli-
daridad? Vamos, hombre, eso ya se acabó... Ahora podré
echar a la calle al que no gane honradamente su jornal...
Coge usted la gorrita y se va a la puñetera rue... El que
no produce, no come... ¿Estamos?

En La Pecera también se discute con una animación


que recuerda los mejores tiempos de su historia.
Nadal, el maurista, como hombre de orden, aplaude la
determinación del Rey, pero lamentando que haya elegido
- para dictador a un hombre como el General, que ha sido
toda su vida un calavera, bebedor, jugador y putero, y
429
tramposo insolvente. La elección regia debía haber recaí-
do en don Antonio Maura.
Cascales, el erudito, se resuelve por igual contra Primo
de Rivera y contra Maura; él es liberal de toda la vida,
y como intelectual, le repugna tener la bota militar sobre
su cabeza... Ahora bien, entre don Antonio Maura y Pri-
mo de Rivera, se queda con este último, que al fin es an-
daluz, amigo del vino, jaranero y simpático... —No hay
nada más terrible —dice con su voz chillona— que los
hombres austeros.
Paco Torres le da la razón: —-Sí señor, tiene razón
Cascales... Primo de Rivera es un hombre simpático y lo
primero en este mundo es la simpatía...
Celedonio J. de Arpe, el autor de Trianeras, corrobora
las palabras de Torres y refiere una anécdota personal con
el dictador.
—Primo de Rivera es un hombre recto... Figúrense
ustedes... El jefe de mi negociado tuvo la avilantez de
dejarme cesante porque, según él, no iba yo a la oficina...
—ZLo cual es verdad —exclama Paco Torres...
—Bueno, eso es aparte..., pero déjame hablar... Yo
cogí el cese y me fui a ver a Miguel... (yo tuteo al Gene-
ral, de toda la vida) y le cuento el caso: —Miguelito de
mi alma, tú has venido como el arcángel San Miguel a
matar al diablo, pero resulta que me has matado a mí...
—¡Es que hay que ir a la oficina, Celedonio! —Pero si
yo no he faltado a la oficina un solo día (toses irónicas).
Te lo juro por la santa memoria de mi madre y por la
salud de mis hijos... —¿Es cierto eso que me dices?
—Como te lo digo, Miguelito de mi alma... —+¿Sí?...
Pues está tranquilo, que yo me informaré... Y como eso
sea cierto, a ese jefe de negociado le va a oler la cabeza
a pólvora... —Yo entonces, junté las manos y le dije:
—Oh, eso no, Miguelito..., que es un padre de familia...
Me basta con que me repongas... —Está bien, Celedo-
nio, veo que tienes corazón... Descuida, no se le hará
nada..., y tú desde ahora estás repuesto... —Gracias, mi
General —le dije cuadrándome (y Celedonio se cuadra)—,
puedes contar conmigo como el más leal de tus adictos,
capaz de derramar por ti hasta la última gota de mi san-
gre... —Y él, conmovido, me echó los brazos sobre los
hombros y me dijo: —Gracias, Celedonio, contaré conti-

430
go en caso de peligro... —Ya ven ustedes qué recto, qué
llano, qué buena persona es el excelentísimo señor don
Miguel Primo de Rivera... Por eso yo no toleraré que
nadie lo ataque en mi presencia..., ¡eso!
Aplausos guasones corean las solemnes palabras del
gran Celedonio José de Arpe, el cual los acoge seriamente
emocionado, moviendo la cabeza, donde su tupé sagastino
ondea como un negro penacho, desteñido a trechos, por
ondas blanquecinas...

Don José, el sastre, le pregunta a mi hermana:


—«¿Y su hermano cómo ve esto?...
—-Pues mal, lo mismo que usted...
—¡Claro, claro! ¡Como todos los hombres de talento!...

431
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este período (la firma del armisticio,
la posguerra europea, el pronuncia-
miento de Primo de Rivera, etc.),
Madrid se moderniza lentamente,
nacen editoriales como Mundo Latino
o Biblioteca Nueva y las viejas tertu-
lias del Nuevo Levante son sustituidas
por las del Café Colonial, El Gato
Negro, Pombo, Fornos, La Pecera,
regidas por figuras como Valle-Inclán,
el propio Cansinos o Ramón Gómez
de la Serna. España entra en un nuevo
período de su historia y se perfila una
generación de jóvenes poetas, entre
otros Federico García Lorca, Jorge
Guillén y Rafael Alberti. Sólo un tipo
parece resistirse al cambio: el bohe-
mio acosado por el hambre y la mise-
ria, personaje ineludible de esta apa-
sionante «novela» que tiene su culmi-
nación y clausura en su tercer volu-
men (AT 281), que abarca de 1923
hasta el comienzo de nuestra Guerra
Civil.
ISBN 84-206-3149-3 3413149

9"788420"631493

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