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VIII AVENTURA

CÓMO SIEGFRIED VIAJÓ HACIA EL PAÍS DE


LOS NIBELUNGOS

Entonces Siegfried se fue al puerto en la playa


En su gorra mágica donde encontró el navío:
Allí, invisible, estaba parado el hijo del rey Siegmund.
Pronto partió manejándolo como si soplara el viento.

Y nadie vio al barquero aunque el navío adelantó rápidamente,


Por las fuerzas de Siegfried que eran tan grandes,
Entonces se imaginaban, que un fuerte viento lo empujaba:
¡No! Siegfried lo guiaba el hijo de la bella Sieglinde.

Después de haber pasado un día y una noche más,


Llegó a un país de poder enorme:
Era de largo cien millas y todavía más
El país de los nibelungos donde había ganado el gran tesoro.

El héroe viajó solo hacia una pradera ancha,


Amarró bien su barco el caballero siempre dispuesto.
Sobre una montaña encontró situado un castillo,
Y buscó posada como suelen hacerlo los cansados del viaje.

Entonces llegó ante el portal que estaba cerrado:


Guardaban su honor como todavía era costumbre en el país,
Empezó a tocar en la puerta el hombre desconocido;
Ésta estaba bien cuidada: encontró adentro
A un hombre monstruo, que allí guardaba el portal,
A su lado siempre yacían sus armas.
Éste dijo: «¿Quién toca tan violentamente afuera a la puerta?»
Entonces Siegfried, el temerario, ante ella, disimuló su voz.

Y dijo: «Soy un caballero abridme el portal:


Muchos hoy tendrán que seguirme todavía,
Quienes con gusto descansarían y quedarían en su cuarto.»
Esto disgustó al portero cuando Siegfried habló de este modo.

El valiente gigante se había puesto su armadura,


Levantado el yelmo a la cabeza, el hombre fuerte:
Ahora agarró su escudo, y abrió de par en par el portal.
¡Cómo atacó corriendo a Siegfried tan ferozmente, ante él!

¿Cómo podía atreverse a despertar a tantos hombres valientes?


Entonces impartió rápidos golpes con su mano.
El noble forastero se protegió de muchos golpes:
Entonces el portero le astilló el adorno de su escudo,

Con una barra de fierro: así que el espada sufrió apuros


Casi empezó a temer la muerte Siegfried, el héroe.
Cuando el portero tan furiosamente lo golpeó. Por ello, su señor
Siegfried le otorgó sus favores.

Batallaron tan fuertemente, que todo el castillo resonó,


La fuerza de ambos combatientes era tan grande y completa.
Pero finalmente venció al portero, de modo que lo amarró;
La noticia fue conocida en todo el país de los Nibelungos.
La feroz lucha la oyó desde lejos a través de la montaña,
Alberich el fuerte un enano, duende muy valiente.
Pronto se armó y corrió a donde encontró
A este noble forastero desconocido por ambos.

Alberich estaba iracundo además bastante fuerte:


Yelmo y armadura de malla llevaba en su cuerpo,
Y un látigo pesado, de oro en su mano.
Entonces corrió rápidamente adonde encontró a Siegfried.

Siete bolas pesadas, estaban colgadas del látigo,


Con las cuales ante la izquierda el escudo del hombre valiente,
Astilló amargamente casi se deshizo en astillas,
El magnífico huésped tuvo apuros por su vida.

El escudo, totalmente roto lo lanzó de su mano,


Tiró de su lado un arma muy larga:
No quería matar al guardián de su tesoro,
Cuidaba de su gente como le mandó su virtud.

Con manos fuertes atacó violentamente a Alberich,


Y agarró de su barba al hombre anciano.
Y lo jaló violentamente: el enano gritó de dolor:
El castigo del joven héroe le humilló en el corazón.

De voz alta gritó el valiente: «Ahora dejadme la vida:


Y si no me hubiera sometido ya a un héroe,
A quien tenía que jurar que soy su vasallo,
Os serviría hasta mi muerte», así habló el enano astuto.

También amarró a Alberich como antes al gigante:


fuerzas de Siegfried le dolían mucho.
El enano empezó a preguntarle: «¿Cómo os llamáis?»
Él dijo: «Soy yo, Siegfried: pensé que me conocíais bien.»
Entonces dijo el enano Alberich: «¡Ay, bien de estas nuevas!
Pesadamente lo he experimentado en vuestras hazañas,
Que bien lo habéis merecido, de ser dueño de este país.
Hago lo que me mandéis si me dejáis libre.»

Entonces dijo el espada Siegfried: «Bien, apuraos rápidamente


Y traedme aquí a los mejores, que están en el país,
Mil Nibelungos que quiero ver aquí.»
Lo que quería con ellos todavía lo calló.

Entonces soltó a Alberich y al gigante de las cadenas.


Corrió rápidamente el enano donde encontró a los héroes.
Despertó en grandes apuros a aquellos vasallos de Niblung,
Y dijo: «Despertad, héroes debéis venir con Siegfried.»

Saltaron de las camas e inmediatamente estuvieron listos:


Mil rápidos caballeros que pronto estaban vestidos.
Se fueron allá y encontraron parado a Siegfried.
Entonces se cambiaron muchos saludos afectuosos no sin temor.

Mandaron prender muchas velas: le escanciaron vino puro:


De que hubieran llegado tan pronto les dio a todos las gracias.
Él dijo: «Debéis seguirme de aquí allende del mar.»
Todos estaban dispuestos estos héroes buenos y temerarios.

Como treinta veces cien espadas habían llegado inmediatamente:


De ellos escogieron mil de los mejores.
A ellos trajeron los yelmos y otra armadura,
Cuando quería llevarlos al país de Brunhilde.

«Escuchad, vosotros, buenos caballeros voy a deciros una cosa:


Debéis llevar vestidos ricos allá en la corte,
Pues nos tendrán que ver muchas mujeres bellas,
Por eso debéis adornar vuestro cuerpo con vestidos buenos.»
Ahora los tontos quizá quisieran acusarme de mentiroso:
¿Cómo podrían reunirse tantos caballeros?
¿De dónde tomaron los alimentos? ¿De dónde tantos vestidos?
Y si poseyera treinta países, jamás podría lograrlo.

Cuán rico era Siegfried lo conocéis bien.


Le sirvió el tesoro de Niblung y el país del rey,
Por eso dio a sus espadas completamente de todo;
Nunca disminuía el tesoro aunque tomaran tanto de él.

Temprano en una mañana empezaron ellos el viaje:


¡Qué hombres tan rápidos se agrupaban alrededor de Siegfried!
Llevaban buenos caballos y vestidos magníficos:
Sin peligro alguno llegaron al país de Brunhild.

Entonces en las ventanas se asomaban muchas doncellas bonitas.


Y luego dijo la princesa: «¿Sabe alguien, quiénes son,
Aquellos que veo llegar tan lejos por el mar?
Llevan velas blancas más blancas todavía que la nieve.»

Entonces dijo el señor del Rhin: «Es mi séquito guerrero,


Que abandoné durante el viaje, no lejos de aquí:
He mandado por ellos: ahora, señora, han llegado.»
Recibieron con amabilidad a los maravillosos huéspedes.

Entonces vieron a Siegfried parado a la cabeza del barco,


En vestidos riquísimos con muchos hombres más.
Entonces dijo la hija de reyes: «Señor rey, queréis decirme:
¿Debo saludar a los huéspedes o negarles el saludo?»

Él dijo: «Debéis ir a su encuentro, cortésmente,


Que comprendan inmediatamente, que nos da gusto verlos aquí.»
Entonces hizo la princesa, como el rey se lo aconsejó:
A Siegfried distinguió con su saludo entre los demás.
Les dieron posada y guardaron sus vestidos.
Entonces habían llegado tantos huéspedes al país,
Que en todas partes se alborotaron con las huestes del país:
Entonces los temerarios querían volver a viajar a su país, con los Burgundios.

Entonces dijo la princesa: «Siempre recibiría mis favores,


Quien quisiera repartir mi plata y mi oro
A mis huéspedes y también lo del rey, de quien gané tanto.»
Le contestó Dankwart, vasallo del valiente Geiselher:

«Nobilísima princesa, dejadme cuidar de las llaves:


Lo voy a repartir de modo», dijo el espada valiente
«Que si me gano vergüenza, que sólo caiga en mí.»
Que era un hombre generoso, todos lo reconocían.

Cuando el hermano de Hagen se encargó de las llaves,


La mano del héroe ofreció muchos regalos ricos.
Quien deseaba un marco le dieron tanto,
Que todos los pobres podían vivir en alegría.

Como cien libras regaló sin selección:


Entonces partieron muchos de la sala, en vestidos ricos,
Que jamás en su vida anteriormente habían llevado vestidos tan distinguidos.
La reina lo supo: y le causó bastante dolor.

Entonces dijo la princesa: «Quisiera evitarlo, rey,


Que nada quedara para mí ante vuestros camariegos
De todas mis riquezas: él malgasta todo mi oro.
Quien resistiera a eso siempre tendría mis favores.
Da regalos tan ricos: El espada parece imaginarse,
Que he mandado por la muerte: pero quiero vivir todavía;
La herencia de mi padre yo misma puedo despilfarrarla.»
Nunca una reina ganó a un camariego tan generoso.

Entonces habló de Tronje Hagen: «Señora, debéis saber:


El rey del Rhin tiene oro y ricos vestidos
Para darlos, una tal abundancia, que no ha menester,
Que nos llevemos de aquí una parte de la riqueza de Brunhild.»

«No, si me amáis», empezó la reina,


«Veinte escrinios de viaje me deben llenar
De oro y de seda: que los reparta mi propia mano,
Tan pronto como lleguemos allá al país de los Burgundios.»

Entonces cargaron los cajones de piedras preciosas.


Sus propios camariegos tenían que estar presentes:
No quería confiarlo al súbdito de Geiselher.
Gunther y Hagen por eso empezaron a reírse.

Entonces dijo la princesa: «¿A quién voy a dejar mi país?


Primero vamos a determinarlo vuestra mano y la mía.»
Entonces dijo el noble rey: «Pues llamad a alguien,
Quien os guste para eso, a fin de que reciba el cargo de gobernante.»

A uno de sus mejores amigos vio la doncella a su lado:


Era el hermano de su madre, a él empezó a hablar:
«Dejaos encomendado mis castillos y mi país,
Hasta que el rey Gunther haya mandado a sus funcionarios.»

De su séquito elegía inmediatamente a mil hombres,


Que debían viajar con ella al país de los Burgundios,
Con aquellos mil héroes del país de los Nibelungos.
Así se preparaban para el viaje: los vieron cabalgar hacia la playa.
Llevaba también consigo a ochenta y seis mujeres.
Además cien doncellas muy bellas de ver.
Ya no tardaban más ya querían partir:
Aquellas que dejaron allí, tantas empezaron a llorar.

En modales virtuosos la mujer abandonó su país,


Besando a sus amigos más próximos, que estaban a su lado.
Con buena licencia llegaron a la mar,
Al país de su padre nunca más volvió la doncella.

Durante el viaje sonaba mucha diversión y juego


Tenían toda clase de divertimientos.
También se levantó para el viaje el buen viento sobre el agua:
Se separaron de la tierra: lo lloraban muchos hijos de madres.

Pero no quería amar al rey durante el viaje:


Esta diversión se aplazó hasta que llegaran a su casa,
En Worms, en el castillo hasta un banquete de corte,
Adonde con sus huestes alegremente llegaron después.

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