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Acto 9 de julio - 2002

El hombre de este siglo se ha acomodado en el espacio conquistado por las anteriores


generaciones, que en busca de la realización de las grandes utopías, levantaron las banderas
de la razón, la libertad y de la igualdad. Hoy se crea el mito de la libertad sin límites. Rotas las
cadenas de las represiones impuestas en el pasado por intereses políticos e imperialistas, se
vive la ilusión de la libertad. Sin embargo, a pesar de creerse liberado los mensajes de
sometimientos externos, el hombre actual se hace presa fácil de los mensajes de los medios
que le imponen cuidadosamente lo que conviene hacer, consumir y pensar.

Paradójicamente, la realidad, le manifiesta su cara más dura: la marginación social, la falta de


oportunidades para ejercer un rol digno en la sociedad, desempleo, peligrosas adicciones,
modas      sociales que crean insatisfacciones y constantes ansias de consumo, individualismos
que ciegan al hombre y lo inclinan hacia una vida materialista, alejada de valores espirituales
y trascendentes.

¿Cómo vamos a gestar, hoy, un movimiento emancipador como lo está demandando nuestra
patria, con la preeminencia de ese individualismo y materialismo generalizado en esta nuestra
sociedad actual?.    Solamente sería factible si retomáramos el ejemplo de aquellos sacerdotes,
militares, abogados, simples ciudadanos argentinos, que mostraron al mundo cómo es posible
torcer el rumbo de los acontecimientos cuando la acción es empujada por un corazón
decidido, despojado de intereses mezquinos, dispuesto a ofrendarse en bien de la comunidad.

Evoquemos el ayer. Comenzaba el año 1816, y ofrecía un panorama muy conflictivo:


fronteras amenazadas por los realistas, negado el reconocimiento como nación libre, dividido
el pueblo argentino en bandos irreconciliables, sin cañones y sin fusiles. ¿Quién salvaría a la
Patria? Fue necesario una fuerza invencible que anidara en los corazones y en las mentes de
aquellos hombres que salvando distancias, desde diferentes partes del territorio, acudieron a
Tucumán, bajo el conjuro de los ideales de Libertad e Independencia. Surge así, el histórico
diálogo con la Gloria, en sublime contrapunto de heroísmo y grandeza. Cuando el
escepticismo del pueblo se había vuelto indiferencia y no se esperaba tamaña decisión, los
congresistas, bajo la presidencia de Narciso Laprida , hicieron posibles las estrofas de aquel
himno que ya se había hecho canción y emoción en los corazones argentinos, aquel himno
sediento de patria que repetía: "Libertad ... Libertad...", condensando en estas palabras el ideal
de los hombres de Mayo, que fue la meta soñada por nuestros prohombres y que constituyó el
más sublime legado para nuestras generaciones pasadas, presentes y futuras, depositarias de
esta herencia de gloria y heroísmo.

Las generaciones posteriores a 1816 deberíamos ser las que hoy tuviéramos el deber de
afianzar conquistas alcanzadas y de hacer que la Patria sea, en la paz y en el trabajo, símbolo
de amor y de justicia.

Esa lucha por la libertad ha tomado distintos nombres y matices y uno de ellos es el desafío de
afirmar una concepción nueva de la vida, de comprometernos en medio de la crisis histórica y
humana, en la búsqueda de una hermandad legitimada por un pasado compartido que no se
edificó en un mármol, sino con hombres de carne y sangre. Y a partir de ese pasado, es
nuestro compromiso y responsabilidad construir una Argentina de esperanza, no para unos
pocos, sino para todos, en la que sea posible defender con valentía los valores de Libertad e
Independencia.

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