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Sociopolítica Del Hecho Religioso - Angel Belena López
Sociopolítica Del Hecho Religioso - Angel Belena López
SOCIO POLÍTICA
DEL HECHO RELIGIOSO
Una introducción
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2007 by ÁNGEL BELEÑA LúPEZ
© 2007 by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290, 28027 Madrid
Fotocomposición. M. T., S. L.
ISBN: 978-84-321-3633-7
Depósito legal: M. 11.746-2007
Presentación . .. . . .. . . . .. . . .. . . .. . . . .. . . .. . . .. . . . .. . . .. . . . .. . . .. . . .. . . . 9
5
3. La religión en un Estado de derecho. Plura-
lismo religioso y tolerancia ............................ 47
3.1. Concepto de Estado de Derecho ........... 47
3.2. Libertad religiosa y pluralismo .............. 49
3.3. Los riesgos del fundamentalismo político . 51
6
2. La dimensión moral de la religión y las éticas
filosóficas ...................................................... 133
2.1. Las fuentes de la moralidad ................... 133
2.2. Ética pública y ética privada .................. 136
3. Las religiones como fuente de utopía y su in-
fluencia en los cambios sociales ..................... 139
3.1. Utopía religiosa y utopía política ........... 140
7
Presentación
9
entre religión y política. A partir de unas breves considera-
ciones históricas, se señalan los planteamientos que dificul-
tan el provecho de dicha relación, y se apuntan las líneas
fundamentales que permiten, respetando auténticamente
ambas esferas, un justo y adecuado entendimiento entre
ellas.
La presencia social del hecho religioso, abordada en el
segundo capítulo, es fuente de numerosas disputas y ma-
lentendidos. Es una cuestión de máxima relevancia, por
cuanto a propósito de ella entran en liza las concepciones
fundamentales sobre la existencia humana. Aquí, pues,
acotar bien los términos resulta de una importancia for-
midable. El enfoque elegido ha sido más bien negativo,
esto es, primando la exposición de cómo no debe com-
prenderse el hecho religioso en la vida social, para evitar
modelos cerrados de sociedad y, en cambio, posibilitar los
modelos abiertos.
Por último, en el tercer capítulo, se plantean los pro-
blemas derivados de la búsqueda de modelos para la vida
en una sociedad pluralista, de una base moral de la vida
social. Dicha búsqueda se presenta muchas veces como
una colisión entre la religión y la ética. Aclarar previa-
mente algunos conceptos básicos es esencial también aquí
para cualquier discusión que pretenda abordar esta pro-
blemática con cierta solvencia.
Cada uno de los capítulos se ha querido acompañar
de una serie de textos complementarios que pudieran ser-
vir, bien para enmarcar mejor alguna de las cuestiones,
bien para profundizar algo más, bien para suscitar una
posterior reflexión del lector que despierte su interés en el
estudio de alguno de los aspectos tratados. No se trata,
pues, de un elenco de documentos básicos y esenciales al
respecto -aunque a veces lo sean-, sino de una misce-
10
lánea de textos de carácter heterogéneo: unos, efectiva-
mente, de obligada referencia; otros elegidos por su ca-
rácter sugerente, e incluso provocador; otros por la clari-
dad con la que plantean alguna de las cuestiones tratadas;
otros, finalmente, al hilo de cuestiones de actualidad.
11
CAPÍTULO 1
POLÍTICA Y RELIGIÓN.
Las relaciones Iglesia-Estado. Tolerancia y libertad
religiosa. Teocracia y fundamentalismos.
13
l. EL PROBLEMA DE LA INTERACCIÓN
ENTRE POLÍTICA Y RELIGIÓN
14
1.1. Naturaleza de la Política y de la Religi6n
1 Entre los autores clásicos, tal vez sea Aristóteles quien más nítida-
mente haya insistido en el carácter social del ser humano: <<No entendemos
por suficiencia el vivir para sí solo una vida solitaria, sino también para los
padres y los hijos y la mujer, y en general para los amigos y conciudadanos,
puesto que el hombre es por naturaleza una realidad social» (ARISTóTELES,
Ética a Nicómaco). «[Entre las ciencias humanas] el fin de la política es el
mejor, y ésta pone el mayor cuidado en dotar a los ciudadanos de cierto ca-
rácter y hacerlos buenos y capaces de acciones nobles>> (!bid.).
15
leza social y que la dimensión religiosa es natural al ser
humano, fácilmente se entiende que la religión tenga
también una dimensión social. El propio Aristóteles afir-
mará en la Polftica que la religión es un deber y un dere-
cho cívico. Es decir, aunque la religión interpela a lo más
íntimo de cada persona (su relación personal con Dios),
esto no significa que la dimensión religiosa esté desvincu-
lada de los demás ámbitos de la vida humana, sino que,
muy al contrario, aspira a integrar todos ellos dándoles
un sentido nuevo 2 • El punto de vista religioso, no sólo le
permite al hombre verse a sí mismo en su relación con
Dios, sino también dentro de una comunidad que se ca-
total y libre del hombre hacia un Trascendente personal, del que se reconoce
depender en absoluto, y del que espera la consecución de sus propios destinos.
El aspecto subjetivo de la religión queda muy bien reflejado en estos tex-
tos de Kierkegaard: «No hay más que una vida desperdiciada, la del hom-
bre que vivió su vida engañado por las alegrías o los cuidados de la vida; la
del hombre que nunca se decidió con una decisión eterna a ser consciente
en cuanto espíritu, en cuanto yo; o lo que es lo mismo, que nunca cayó en
la cuenta ni sintió profundamente la impresión del hecho de la existencia
de Dios y que 'él', él mismo, su propio yo existía delante de Dios.>> (KIER-
KEGAARD, La enfermedad mortal). <<El heroísmo cristiano ( ... ) consiste en
que uno se atreva a ser sí mismo, un hombre Individuo, este particular
hombre concreto, solo delante de Dios, solo en la inmensidad de este es-
fuerzo y de esta responsabilidad.>> (!bid.).
En su aspecto objetivo, 'religión' denota todo cuanto implique la exis-
tencia de la religión en sentido subjetivo, ya sea como presupuesto, ya sea
como consecuencia natural; así por ejemplo, un conjunto de verdades creí-
das, una obediencia moral, un culto externo, el sacrificio, y sobre todo, la
oración.
Un intento de integrar los dos aspectos -objetivo y subjetivo-lo
constituye la definición de religión que propone Manuel Guerra: <<con-
junto de creencias, celebraciones y normas ético-morales por medio de las cua-
les el ser intelectual reconoce, en clave simbólica, su vinculación con lo divino
en la doble vertiente, a saber, la subjetiva y la objetivada o exteriorizada me-
diante diversas formas sociales e individuales>> (Historia de las Religiones, Ma-
drid, 2002, p. 26).
16
racteriza por su común dependencia de Dios. Y en este
sentido, sobre todo cuando Dios es entendido como Pa-
dre, adquieren significado los vínculos de fraternidad que
plantea la perspectiva religiosa, señaladamente la cris-
tiana. De este modo, si la noción que indica la pertenen-
cia a la comunidad política es la de «ciudadanía», la que
indica la pertenencia a la comunidad religiosa es la de
«fraternidad».
De hecho, la religión ha sido tradicionalmente un
elemento fundamental como factor de cohesión y articu-
lación polftico-social. Dicho en otros términos, el con-
junto de creencias sobre Dios y sobre el destino eterno
del hombre, en la práctica, han sido siempre determi-
nantes para entender la idiosincrasia de un determi-
nado pueblo. Esto es así porque hablar de religión es
hablar de los valores que uno considera más importan-
tes. De este modo, no es extraño que la identificación
de la pertenencia como miembros de una sociedad haya
estado vinculada de manera habitual a la aceptación de
tales valores, mientras que, por contra, su no acepta-
ción haya dificultado -o incluso impedido- dicha
pertenencia.
17
toísmo chino, e incluso, en algunos aspectos, el judaís-
mo (el pueblo hebreo es impensable si se prescinde de la
religión).
El término 'étnico', que se aplica a estas religiones,
permite, por una parte, no excluir aquellas sociedades
cuyo núcleo viene dado por la familia, el clan o la tribu,
y, por otra parte, incluir en cierto sentido gran parte de
las llamadas iglesias nacionales. En todas ellas podemos
encontrar -siguiendo a Manuel Guerra-, como sus ca-
racterísticas más comunes las siguientes:
18
nestar nacional terreno, atrayendo hacia sí la bendición o
la maldición divina, respectivamente.
d. Pragmatismo religioso. De lo anterior se desprende
un pragmatismo religioso en el sentido de que el buen
ciudadano es, al mismo tiempo, e inseparablemente, el
creyente que cumple con sus deberes religiosos. Se tiende
aquí, por tanto, a identificar pecado y delito.
e. Cardcter teocrdtico del Estado. El poder supremo
-también el político-, le corresponde a la divinidad.
Esto puede traducirse en que la autoridad religiosa y la
política coincida en las mismas personas, o bien, como
sucede en la historia del pueblo hebreo, que el poder po-
lítico descanse en un rey elegido directamente por Dios
pero no perteneciente a la casta sacerdotal.
f. Falta de espfritu proselitista. El número de miem-
bros de cada religión étnico-política está condicionado al
de nacidos en la respectiva tribu o nación. Aquélla está
integrada por cuantos son ciudadanos: no pueden ser
más, pero tampoco menos. Con el tiempo, algunas de es-
tas religiones se abrieron en distinto grado a personas de
otras procedencias, llamados precisamente «prosélitos» o
«advenedizos». En algunos casos, por ejemplo entre los
judíos, la conversión a otra religión implica la exclusión
de los derechos del Estado e incluso de su misma familia
de sangre.
19
1.3. Las diversas formas de la relaci6n
entre Religi6n y Política
20
(1) Monismo polftico-religioso. Hoy lo asimilaríamos
alfundamentalismo3• La sociedad se organiza con-
forme a los principios religiosos, de manera que
el poder político tiende a identificarse con el reli-
gioso. Es una forma de relación en la que tiende a
suprimirse la distinción. Por supuesto, aquí po-
drían incluirse las religiones étnico-políticas.
Dentro de las tres grandes tradiciones monoteís-
tas, son los casos del pueblo judío (al menos hasta
la destrucción del templo de Jerusalén en el 70 d.
C.); en cierto modo, del cesara-papismo de los
primeros siglos cristianos o, sobre todo, del hoy
llamado fundamentalismo islámico. Estos regí-
menes políticos suelen denominarse teocracias
(«gobierno de Dios»). En no pocas ocasiones, la
máxima autoridad religiosa será la máxima auto-
ridad política.
(2) Confesionalidad del Estado. Ya en la época mo-
derna, cuando en Europa aparecen propiamente
los Estados nacionales, este modo de subordina-
ción de la política a la religión se plasma en la
forma del Estado confesional, el cual hace suya,
21
como la oficial del país, una determinada reli-
gión, de manera que sus principios, reglas y valo-
res fundamentales son también norma para la or-
ganización política. Aquí hay ya una distinción
teórica entre el ámbito político y el religioso, gra-
cias al influjo de la filosofía griega y, sobre todo,
al concepto de ley natural, que permitía una cierta
autonomía del orden natural (en este caso el or-
den socio-político) respecto del orden sobrenatu-
ral. Sin embargo, la concepción voluntarista de la
ley natural que tiene lugar a partir del siglo XIV
con la decadencia de la escolástica, unida a los en-
frentamientos de diversos reinos cristianos con el
Papado, propició en Europa la aparición de unos
Estados confesionales, con tendencia a establecer
una Iglesia nacional, especialmente en el ámbito
protestante. Se impidió así una adecuada distin-
ción práctica de las dos esferas, la política y la re-
ligiosa4.
22
político ha sido la primera posición, y se ha mantenido
de un modo más o menos constante hasta la Edad Con-
temporánea.
23
(a) bien porque ésta escapa de hecho a la posibili-
dad de un control absoluto por parte de los pode-
res públicos6 ;
(b) o bien porque de derecho no se reconoce a la
religión una dimensión auténticamente social,
sino que se concibe como una actividad mera-
mente individual o privada.
24
e) Relación de equilibrio armónico
entre la Religión y la Polftica
25
patibilidad entre la obediencia política y la obediencia reli-
giosa. Pero no nos dice cómo es posible llevarla a cabo.
En honor a la verdad, pues, hay que decir que la posi-
bilidad de discernir cada ámbito en su propia esfera sur-
gió en la tradición cristiana, si bien no siempre se ha sido
capaz de llevarla a la práctica.
26
Sin embargo, tuvo también los aspectos negativos que
todos conocemos, como son la intolerancia con respecto a
los ciudadanos que no profesaran la religión oficial-dan-
do lugar a injustas discriminaciones-, la consiguiente in-
vasión de las conciencias de los ciudadanos por parte de
los poderes públicos, o las llamadas «guerras de religión»
(que muchas veces encubrían en realidad meras luchas por
el poder). Por otra parte, en la medida en que, especial-
mente en Europa, desapareció la unidad religiosa que su-
ponía la existencia de unas mismas creencias compartidas,
la sociedad no pareció poder organizarse desde dichos pre-
supuestos religiosos. No obstante, como ya se ha indicado,
tal búsqueda de unas bases políticas distintas a las religio-
sas estuvo mezclada con la pretensión de suprimir a la reli-
gión desde el poder político, o bien de subordinarla a sus
propios intereses (es el caso del cesaropapismo).
En orden a tener una mejor perspectiva de los diversos
avatares sufridos por las relaciones entre la religión y la polí-
tica (en su caso, entre las diversas confesiones religiosas y el
Estado), vamos a considerar brevemente cómo se afronta
este problema en las tres grandes religiones monoteístas por
excelencia Qudaísmo, Cristianismo e Islamismo), esto es,
cómo se ha abordado históricamente en cada una de estas
tradiciones las relaciones entre la religión y el poder político.
Desde luego, como señaló Sheed, entre lo espiritual y
lo temporal hay una región fronteriza incierta8 • Sólo un
ingenuo podría desconocer que donde hay frontera es casi
imposible que no haya incidentes. Ante estos incidentes
la historia atestigua las dos reacciones extremas que he-
mos apuntado y que, desgraciadamente, no han sido in-
27
frecuentes. No obstante, como afirmó el Consejo de Eu-
ropa, puede ser precipitado atribuir la ocurrencia de tales
acontecimientos históricos a la religión:
28
tacados del propio Nuevo Testamento acerca de esta cues-
tión. Ya dijimos que el texto clave es el de Mateo, 22.
¿Cómo interpretar a partir de él la relación entre la auto-
ridad política (el César) y la religiosa (Dios)? La frase de
Cristo parece avalar la absoluta independencia y autono-
mía del poder político con respecto a los «derechos de
Dios», más aún si recordamos también su diálogo final
con Poncio Pilatos para dejar claro que su reino no es de
este mundo Quan 18, 33-37). Por otra parte, pocos años
después, San Pedro, el primer Papa, afirma: «Someteos,
por el Señor, a toda humana institución: sea al rey, como
soberano, sea a los gobernantes, como delegados suyos»
(1 Carta de San Pedro 2,13). Luego la obligación de obe-
decer al poder establecido no se justifica en último tér-
mino por motivos políticos («es necesario someterse, no
sólo por razón del castigo, sino también por motivos de
conciencia», dirá San Pablo en Rom. 13, 5), sino que la
obediencia política es, ante todo, un deber cristiano («por
el Señor»).
Entonces, ¿cuál es la razón última que fundamenta la
obligación de obedecer al poder político? La respuesta
nos la proporciona Pablo en su Carta a los Romanos:
«Que todo hombre se someta a las autoridades superio-
res, porque no hay autoridad que no provenga de Dios; y
las que existen, por Dios han sido constituidas. Así pues,
quien resiste a la autoridad, resiste al plan de Dios»
(Carta a los Romanos 13,1). ¿Cómo hay que interpretar
esto? ¿Suponen estas afirmaciones una «divinización» del
poder político, es decir, otro «monismo político-reli-
gioso» más? Lo que el cristianismo interpretará como de
institución divina no es que el gobernante de turno sea
elegido directamente por Dios, sino la existencia misma
de autoridad política en la sociedad: es de ley natural
29
(propio de la naturaleza humana), es decir, es ley de la
Creación, no de la Revelación. Sin embargo, ese deber de
obediencia tendrá sus limitaciones, en la medida en que
las leyes civiles pueden ser injustas. Y entonces será «pre-
ciso obedecer a Dios antes que a los hombres», como dirá
Pedro (Hechos de los Apóstoles 5, 29). Precisamente porque
no hay una identificación de ámbitos es posible el con-
flicto. Esta noción de ley injusta y, por tanto, de la even-
tual legitimidad ética de la desobediencia civil, está muy
alejada de las tradiciones religiosas no cristianas, y en es-
pecial de las religiones étnico-políticas.
De la persecución a la teocracia
30
concepción pública -y política- de la religión en la so-
ciedad contemporánea, prácticamente común a todo el
mundo antiguo.
El Imperio era capaz de aceptar la aparición de nuevos
dioses o la implantación de nuevos cultos, como había
probado durante siglos la generosa y constante amplia-
ción del Panteón romano y la expansión, ordinariamente
tolerada, de las religiones de misterios. Pero la religiosidad
del Imperio no podía asimilar el personalismo cristiano
que iba a traer al mundo el concepto nuevo de libertad re-
ligiosa proclamada políticamente, por primera vez en la
historia, en la Constitución milanesa de Constantino y
Licinio del año 313.
La teología política del sistema tetrárquico era una
elaboración grandemente artificiosa de elementos históri-
cos o tradicionales y alguna idea nueva. Pero era, hasta
cierto punto, un sistema coherente y políticamente efi-
caz. Resultaba, de hecho, incompatible con el cristia-
nismo, tanto en el plano teórico, por la génesis divina
atribuida a los emperadores, como en la práctica a causa
del culto imperial en el ejército y en la vida civil.» 9 •
este sentido, resulta curioso que Voltaire viniera a considerar que la causa
de las persecuciones romanas contra los cristianos no fue otra que la into-
lerancia... de los propios cristianos: <<Mártires fueron, pues, los que se alza-
ron contra los falsos dioses. Era muy sabio, muy piadoso, no creer en estos
dioses; pero a fin de cuentas, si no contentos con adorar un dios en espí-
ritu y en verdad, se levantaron violentamente contra el culto tradicional,
por muy absurdo que pudiera ser ese culto, estamos obligados a reconocer
que ellos mismos eran intolerantes» (Tratado sobre la tolerancia). Afirmar
que los cristianos <<Se levantaron violentamente contra el culto tradicional»
no deja de ser, cuando menos, chocante. Desde luego, considerar que la
<<objeción de conciencia>> que alegaron los primeros cristianos para no dar
culto al emperador y a los dioses romanos fue un ejercicio de intolerancia,
implica una concepción un tanto peculiar de la tolerancia, acaso presente
en la persecución religiosa de la Revolución francesa. Sobre esta cuestión,
ver el Capítulo siguiente.
31
La situación cambió a partir del Edicto de Galerio
(311) y el llamado «Edicto» de Milán (313) -de Cons-
tantino y Licinio-, que supusieron para la Iglesia, res-
pectivamente, pasar de la persecución religiosa a la mera
tolerancia, y de ésta a la plena libertad religiosa 10 • Pronto
el cristianismo va a convertirse en la religión oficial del
Imperio. La fuerte expansión del cristianismo -unida a
la «conversión» del propio Constantino- propiciará el
inicio de una fase que se ha dado en llamar cesaro-pa-
pismo, donde el emperador, especialmente en Oriente,
convocaba Concilios y utilizaba su autoridad en las con-
troversias religiosas, llegando a recibir poderes para nom-
brar al clero y ponerlo a su servicio 11 •
La situación es compleja, pues si bien la religión se apoya
en el poder político para extender y salvaguardar la fe, no es
menos cierto que el poder político va a apoyarse en la reli-
gión para dominar. En cualquier caso, la religión -ahora la
cristiana- seguía estando llamada a desempeñar una fun-
ción en orden a la cohesión política europea, especialmente
en la medida en que el poder de los diversos reinos que iban
a ir constituyéndose fue cobrando fuerza. En un universo
cristiano, como fue la Europa medieval, el Papado era la
única autoridad moral común (hierocratismo).
32
«La cristiandad no era propiamente la Iglesia, sino
algo un poco más complejo: una sociedad de cristianos
bajo un mismo Imperio, aun perteneciendo a diversas
naciones; una agrupación trasnacional cristiana, que se
desarrolla frente a sociedades de signo religioso distinto
(paganos, musulmanes, o los mismos súbditos del Impe-
rio bizantino), cuyos miembros tienen en común la
misma religión, mismos ideales y compromisos tempora-
les. A la cabeza de esta agrupación se encuentra el Papado
-prestigiado por los hombres que ocuparon el solio
pontificio en un largo periodo de tiempo- no tanto
como jefe de la Iglesia, sino como guía del conjunto de
cristianos. (... ) ¿Hasta dónde llega, entonces, la compe-
tencia del Papa, fuera del campo estrictamente religioso?
¿Qué poder podría ejercer sobre emperadores y reyes?
Una cierta aproximación al tema puede resolverse en la
imagen de las «dos espadas». Una correspondería a los re-
yes y emperadores, que la emplean con independencia en
los asuntos que son de su autoridad; otra correspondería
al Papa, en los casos que rozaban la religión o la defensa
de la misma, en el ejercicio de su autoridad moral. De to-
das formas, esta distinción se torna confusa cuando -si-
guiendo los razonamientos de los teóricos del hierocra-
tismo- la potestad del Papa alcanza por vía indirecta
(potestas indirecta, ratione peccati) la actuación de prínci-
pes y emperadores, con implicaciones morales, sí, pero
con consecuencias también políticas de primer orden.»
(NAVARRO-VALLS, R. y PALOMINO, R., Estado y Religión).
33
nismo en Francia, que, sin separarse de la Iglesia, man-
tendrá un pulso con Roma hasta el mismo siglo XX. En
cambio, el anglicanismo sí supondrá la ruptura con
Roma. El rey Enrique VIII, después de haber apoyado al
Papa en la disputa contra Lutero, al no conseguir la nuli-
dad de su primer matrimonio para contraer segundas
nupcias, en 1534 se erige en cabeza de la Iglesia de Ingla-
terra. A partir de entonces, el anglicanismo será la reli-
gión oficial de Inglaterra, y el rey (o reina) el jefe supremo
de la Iglesia.
Un claro ejemplo de la confusión entre política y reli-
gión lo constituyeron los tribunales de la Inquisición, ins-
titución fundada en el siglo XIII por el papa Gregario IX
para combatir la herejía. Su sentido originario era garanti-
zar la unidad de la fe, pero, en la medida en que la religión
se convierte en el principal elemento de unidad, no dejará
de tener un sentido político. En un primer momento tuvo
por objeto combatir las herejías cátara y valdense. En Es-
paña, los Reyes Católicos la instituyen a finales del siglo
XV (sobre todo contra los pseudo-convertidos del juda-
ísmo y el Islam), prolongándose su existencia hasta princi-
pios del XIX. En contra de lo que suele pensarse, los mo-
mentos más duros de la Inquisición son posteriores a la
Edad Media (durante los siglos XVI y XVII) y no necesa-
riamente en España. Por otra parte, en los estados en los
que se establecieron diversas iglesias reformadas o protes-
tantes surgieron tribunales para reprimir a los que discre-
paban de la religión oficial 12 •
torno a la Inquisición, diremos que, en España, entre los años 1540 y 1700,
de un total de 44.674 juzgados por herejía, fueron ejecutados el 1,8%
(unos 800). Y en toda la historia de la Inquisición española, de ciento vein-
ticinco mil procesos, acabaron en condenas, muchas veces de carácter espi-
34
En resumidas cuentas, y con muchos matices, lo que
parece producirse durante la Edad Media y el comienzo
de la Edad Moderna es un tránsito de la teocracia pagana
del Imperio Romano a una teocracia cristiana donde,
tanto la Iglesia católica como las Iglesias reformadas, no
fueron capaces de mantener la distancia apropiada con el
poder temporal.
De la teocracia a la integración
en la sociedad democrdtica
ritual, entre ell,5 y el2% (unos dos mil). Durante tres siglos, el número
de brujas condenadas por la Inquisición no llegó al centenar. Por contra,
durante ese mismo periodo, los tribunales civiles condenaron a 100.000
brujas en toda Europa, de las que 50.000 fueron a la hoguera. En Alema-
nia, donde no había Inquisición y contaba con mayoría protestante, fueron
condenadas por los tribunales civiles 25.000 brujas (Cfr. BoRROMEO,
Agostino (ed.), L 1nquisizione, Biblioteca Vaticana, Callana <<Studi e testi»,
Citta del Vaticano, 2004).
35
al reconocimiento de una legítima autonomía de las acti-
vidades temporales (pero manteniendo una concepción
religiosa de la existencia humana), mientras que para
otros suponía la vía hacia el abandono definitivo de la re-
ligión. El primer planteamiento fue el que la Iglesia Ca-
tólica recogió en el Concilio Vaticano II; el segundo era el
que se derivaba, directa o indirectamente, de las posicio-
nes ilustradas más racionalistas. Las posiciones más tradi-
cionalistas dentro de la Iglesia lo entendieron también en
este segundo sentido -esto es, que la secularización im-
plicaba necesariamente negación de la religión-, y por
eso no aceptaron buena parte del Concilio.
36
en una sociedad teocrática (la 'umma', de la raíz árabe
umm, madre). A su regreso, demostró sus dotes de caudi-
llo socio-político adueñándose de La Meca y consi-
guiendo la unificación de las belicosas e idólatras -poli-
teístas- tribus árabes. Muerto Mahoma, sus sucesores,
los cuatro primeros califas (Abú Bakr, Ornar, Otmán y
Alí) tendrán un carácter guerrero y, en 24 años, expandi-
rán el Islam mediante la yihad o «guerra santa» desde Ara-
bia y la franja sahariana al sur, hasta el mar Negro al
norte, Tripolitania al oeste y el río Indo al este. La apari-
ción de diversos grupos o tendencias dentro del Islam se
explica precisamente por esa concepción unitaria de lo re-
ligioso y lo político, por lo que la vinculación a una u otra
rama del Islam está en estrecha dependencia de la dinas-
tía política que se reconozca como sucesora legítima de
Mahoma.
Los sunfes (de Sunna, tradición) son considerados
como la ortodoxia islámica. Dentro de ellos pueden dis-
tinguirse varias tendencias, desde la hanafita (la más am-
plia y tolerante, base de la jurisprudencia turca), hasta la
hanbali (la más rigorista, vigente en nuestros días en Ara-
bia Saudí). Los sunfes se apoyan en que Mahoma, en los
últimos años de su vida, fue delegando varias de sus fun-
ciones en algunos de los que comenzaron con él y que ha-
bían demostrado su capacidad de gobierno. De entre ellos
surgió la esplendorosa dinastía de los Omeya, que exten-
dió su imperio por África del Norte, la Península Ibérica
(uno de los Omeya, Abderramán, fundará el califato in-
dependiente de Córdoba), el valle del Indo y parte de
China. Constituyen actualmente casi el90% de los mu-
sulmanes.
Los chiles (de chía, partido), en torno al 10% del to-
tal, estiman que la dinastía de los Omeya era ilegal, pues
37
gobernaron a partir del asesinato de Alí, primo de Ma-
homa que se casó con Fátima, la hija del Profeta. Alí sería
para los chiles el verdadero sucesor (khalifo) de Mahoma.
Creen que el imanato (una suerte de sacerdocio con atri-
buciones políticas) es de institución divina y transmitido
por generación desde Mahoma, a través de los descen-
dientes de Alí. Entre los sunles, en cambio, el imán es me-
ramente un laico que ha realizado los estudios teológicos,
dirige la plegaria, etc. Actualmente los chiíes están pre-
sentes sobre todo en Irán (97 % de la población) e Irak
(60 %). La identificación de lo sagrado y lo secular sería
aquí más notoria, por cuanto los sacerdotes forman la je-
rarquía tanto religiosa como política, en cuya cúpula es-
tán los Ayatollah (entre seis y diez personas).
La yihad (guerra santa) está vigente de modo habi-
tual entre los chiles (o chiftas) como un sexto pilar (obli-
gación ético-religiosa) del Islam (junto a la profesión de
fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a
La Meca). Algunos intérpretes del Corán la dividen en
«gran yihad» o guerra santa contra el enemigo interior
(malas pasiones, cobardías del alma, etc.) y «pequeña
yihad» o guerra contra los enemigos exteriores, los infie-
les. Se recurre a ella al menos siempre que corren peli-
gro la paz, la seguridad y la existencia de la comunidad
islámica.
Además de sunles y chiles, existen otras escisiones
pero de carácter muy minoritario. Aunque, como puede
verse, los musulmanes no forman un grupo uniforme,
con respecto al tema que nos ocupa hemos de considerar
que el islamismo es una religión totalizadora, en tanto
que abarca a «todos los hombres» y a «todo el hombre».
Cuando dice que abarca a todos los hombres, no quiere
decir simplemente que es una religión universal a la que
38
todos los hombres están llamados: esto lo compartiría
con el cristianismo. Lo específico del Islam es la afirma-
ción de que todo hombre nace musulmán. Son sus pa-
dres los que lo hacen judío o cristiano. Ser hombre es ser
musulmán, de la misma manera que la religión consiste
en el Islam. Pero además, comprende a todo el hombre en
el sentido de que la fe islámica se inserta necesariamente
en el entramado político-cultural. La sharia, o ley corá-
nica para regular las acciones humanas, afecta al musul-
mán dondequiera que se halle y afecta a todos los ámbi-
tos de la actividad humana. En general no se ha
planteado las exigencias de la libertad religiosa, puesto
que no da cabida a la distinción entre la ley del creyente
y la ley del ciudadano.
39
En el siglo XIX y principios del XX, con el desmoro-
namiento de los dominios turcos -junto con la coloni-
zación del norte de África por las potencias occidenta-
les-, el Islam parecía haber perdido su fuerza y empuje.
Actualmente existen tres actitudes o movimientos con los
que los musulmanes han procurado salir de ese «letargo».
40
sado (salafiyya) quieren revitalizar el Islam, volviendo al
espíritu de los primeros califas pero rechazando muchas
medidas que consideran elaboraciones posteriores a
Mahoma o no esenciales al islamismo. Promoverían la
equiparación de la mujer con el varón en el derecho, los
estudios, el ejercicio de la profesión ... La salafiyya aspira a
la reunificación en una sola nación o imperio, por lo que
apoyan la sharia, si bien muy reformada. Actualmente es-
taría presente de algún modo en Egipto, Libia, Túnez,
Argelia, Marruecos, India y Pakistán.
e) El fundamentalismo islamista. Pretenden aplicar
la sharia en todo su rigor. Para ello defienden la guerra
santa, tanto contra los infieles como contra la sociedad
musulmana que consideran idólatra (especialmente a los
gobernantes). Quieren imponer la religión y todas sus
reglas desde el poder. Los Hermanos musulmanes (fun-
dados en 1928) y otros grupos fundamentalistas, preten-
den imitar a Mahoma llevando a cabo una hégira (huida)
desde la ignorancia o barbarie de los centros urbanos
(«La Meca» actual) hacia los suburbios, el campo, o paí-
ses no islámicos («Medina»), pero con la intención de,
como Mahoma, conquistar el poder (esto es, «retornar a
La Meca») e imponer la sharia. Es el origen del terro-
rismo islamista. Algunos movimientos intentan lo
mismo pero desde la base, mediante la islamización de la
vida ordinaria14 •
41
2.3. El judaísmo y el poder político
42
si bien suena a galicismo), si poseen el documento de
identidad que les acredita como ciudadano del Estado de
Israel. (Manuel GUERRA, Historia de las Religiones).
43
periodos de prosperidad o decadencia, respectivamente.
Así, por ejemplo, la esclavitud en Egipto o el esplendor
de los reinados de David y Salomón.
Durante este periodo el pueblo sufrirá deportaciones
y dominaciones extranjeras. Especialmente desde la pri-
mera destrucción del templo (por Nabucodonosor en
587 a. C.) los judíos esperarán un Mesías que, o los hi-
ciera retornar a su tierra, o los librara de la dominación
extranjera, pues a partir de la primera destrucción del
templo, su país va a estar ya sometido sucesivamente bajo
diversos dominios (babilónico persa, greco-macedonio,
romano, y después, árabe, turco y británico).
El poder supremo, pues, reside en Yahvé, verdadero
«Rey de Israel». De hecho, durante mucho tiempo, el
pueblo careció de un poder político temporal, siendo
guiado por los Patriarcas, Profetas y Jueces. La envidia
hacia los otros pueblos les lleva a pedir a Dios que les dé
un rey, que será el elegido de Yahvé. Sin embargo, sumo-
noteísmo les impedirá divinizar a sus reyes y gobernantes.
Por su parte, los sacerdotes, asociados a la tribu de Leví,
uno de los doce hijos de Jacob, serán los encargados de
oficiar el culto.
El primero de estos reyes de Israel fue Saúl (siglo XI a.
C.), aunque el esplendor y la prosperidad se conoció du-
rante los reinados de David y Salomón, quien llevará a
cabo la construcción del Templo de Jerusalén. Después
de la muerte de Salomón (a finales del siglo X a.C.), Is-
rael se dividió, a su vez, en dos reinos: el del norte, que
conservo el nombre de Israel (cuyos habitantes eran los
israelitas); y el del sur o reino de Judá, llamado así por
coincidir su territorio con el asentamiento de la tribu de
este mismo nombre. El reino de Israel fue dominado por
los asirios, un pueblo situado al norte del actual Irak (722
44
a.C.) y los israelitas se mezclaron con los invasores o fue-
ron deportados; como consecuencia, el reino perdió su
unidad política. Posteriormente, en el año 586 a.C. el
reino de Judá fue conquistado por Nabucodonosor, rey
de Babilonia (un estado situado entre los ríos Eufrates y
Tigres que en la actualidad pertenece a Irak), lugar al que
fueron deportados los habitantes de Judea. En este año se
produjo la primera destrucción del templo de Jerusalén.
En los siglos posteriores, el pueblo judío pudo regre-
sar a su tierra y el templo de Jerusalén fue construido de
nuevo; sin embargo, sufrieron la dominación de persas,
griegos y romanos. En el 66 d.C. se produjo una insu-
rrección de judíos contra el dominio romano; cuatro años
después las tropas del emperador Tito conquistaban Jeru-
salén y destruían de nuevo el templo.
45
El Estado nacional judfo. El judafsmo ortodoxo
y la secularización del Estado de Israel
46
la mayoría de sus gobernantes, sean ateos o agnósticos, la
sociedad mantiene numerosas prescripciones legales de
orden religioso; así, por ejemplo, las normas derivadas del
descanso sabático, las referidas a los alimentos compati-
bles (en los restaurantes no pueden servir carne y produc-
tos lácteos en la misma comida), etc.
47
liberal anglosajón como desde el racionalismo ilustrado
de Kant. Se trata de una figura aparentemente contradic-
toria, pues su esencia es que el poder esté sometido a una
norma sin por ello dejar de ser tal poder.
El Estado de Derecho consiste en la sujeción del poder
a una norma, es decir, que quienes asumen el poder se su-
jeten a una ley para ejercer dicho poder. Es un sistema,
pues, cuya finalidad es dificultar la posibilidad de un
abuso de poder 16 •
El Estado de Derecho no deja de ser un sistema de
garantías formales. En otras palabras, no garantiza la
justicia de las leyes o mandatos, salvo que se entienda
que lo justo reside en la voluntad popular, es decir, que
una ley es justa con tal de que sea aprobada en el Parla-
mento por los representantes de los ciudadanos (en este
último caso, tenemos el Estado democrático de Dere-
cho). En cualquier caso, lo que garantiza el Estado de
Derecho es la imparcialidad de los procedimientos de
ejercicio del poder.
48
3.2. Libertad religiosa y pluralismo
49
nezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde,
en común con los demás miembros de su grupo, a tener
su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia re-
ligión y a emplear su propio idioma.» (Pacto internacional
de Derechos civiles y políticos (1966) de la Asamblea Gene-
ral de Naciones Unidas. Artículos 26 y 27).
50
primera noción indicaría que la conciencia no está orien-
tada a ninguna verdad, sino que ella misma es un abso-
luto. Ninguna religión sería entonces verdadera (o todas
lo serían igualmente). Sería un relativismo, en este caso
religioso. La segunda, defiende meramente el derecho de
toda persona a no ser obligada a aceptar una creencia, aun
pudiendo ser ésta verdadera. Aunque la expresión utili-
zada habitualmente sea la primera (libertad de concien-
cia), lo importante, más allá de la expresión, es advertir
que puede haber dos interpretaciones diferentes.
51
APÉNDICE:
TEXTOS Y DOCUMENTACIÓN
52
confusión de las esferas religiosa y política y de los correspon-
dientes órganos del poder- del mundo precristiano en su repre-
sentación política más típica, los grandes imperios teocráticos.
Es interesante observar cómo, en cierto modo, el fenómeno
se repite también en el pueblo judío, que fue el que tuvo antes
de nuestra Era un tipo de religión más «moderno», más alejado
de la teocracia politeísta del mundo antiguo. En Israel, como en
los demás pueblos de su época, existe una casta sacerdotal, pero
el supremo poseedor del poder político y religioso, al menos en
los siglos de su hegemonía, no es el sumo sacerdote, sino el rey.
Los imperios teocráticos convierten al rey en hijo de los dioses;
en Israel no es tal, pero sí es el elegido de Dios. Yahvé elige al rey
y dialoga directamente con él-o con el juez o el caudillo, se-
gún el momento histórico-, o le envía su profeta; el sumo sacer-
dote, y la clase sacerdotal, son personajes a este respecto secun-
darios, con funciones fundamentalmente cultuales. Se da, pues,
aquel tipo de teocracia que era compatible con las creencias reli-
giosas del pueblo judío, las cuales no admitían ninguna forma
de divinización de la persona que ostenta el poder, pero sí una
forma de divinización del poder mismo.
Diferente fue, en cambio, el caso de Atenas, principal ejem-
plo que ofrece el mundo antiguo de un sistema político en
buena medida desvinculado de implicaciones teocráticas. Por
desgracia, Roma -que recogió tanta parte de la cultura
griega- extendió su soberanía sobre Grecia cuando la demo-
cracia ateniense era ya sólo un recuerdo ahogado bajo el domi-
nio macedónico; desde el 338 a. C. Atenas queda sometida a la
dinastía de Filipo y Alejandro Magno; en el196 a. C. es «libe-
rada» por los romanos; en el 12 a. C., Octavio Augusto incor-
pora a su dignidad imperial el título de Pontífice Máximo, y la
República romana, que había sido ya una sombra desde la su-
bida al poder de César (en el 60 a. C. se constituye el primer
Triunvirato), deja paso otra vez a una teocracia.»
53
TEXTOS n. 0 2 y 3. Los primeros mártires cristianos
54
carro, que se hirió en la espinilla. Sin embargo, sin hacer el me-
nor caso, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar a
pie animosamente, conducido al estadio, en el que reinaba tan
gran tumulto que era imposible entender a alguien. (... ) Mien-
tras lo conducían hacia el tribunal, se levantó un gran tumulto
al correrse la voz de que habían prendido a Policarpo.
Al llegar a presencia del procónsul, le preguntó si él era Poli-
carpo. Respondiendo afirmativamente el mártir, el procónsul
trataba de persuadirle para que renegase de la fe, diciéndole:
«Ten consideración a tu avanzada edad», y otras cosas por el es-
tilo, según tienen por costumbre, como: «Jura por el genio del
César; muda de modo de pensar; grita: ¡Mueran los ateos!».
A estas palabras, Policarpo, mirando con grave rostro a toda
la muchedumbre de paganos que llenaban el estadio, tendiendo
hacia ellos la mano, dando un suspiro y alzando sus ojos al cielo,
dijo:
-«Sí, ¡mueran los ateos!»
-«Jura y te pongo en libertad. Maldice de Cristo».
Entonces Policarpo dijo:
-«Ochenta y seis años hace que le sirvo y ningún daño he
recibido de El; ¿cómo puedo maldecir de mi Rey, que me ha sal-
vado?»
Nuevamente insistió el procónsul, diciendo:
-«Jura por el genio del César.»
Respondió Policarpo:
-«Si tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio,
como tú dices, del César, y finges ignorar quién soy yo, óyelo
con toda claridad: yo soy cristiano. Y si tienes interés en saber en
qué consiste el cristianismo, dame un día de tregua y escú-
chame.»
Respondió el procónsul:
-«Convence al pueblo.»
Y Policarpo dijo:
-«A ti te considero digno de escuchar mi explicación, pues
nosotros profesamos una doctrina que nos manda tributar el
honor debido a los magistrados y autoridades, que están estable-
55
cidas por Dios, mientras ello no vaya en detrimento de nuestra
conciencia; mas a ese populacho no le considero digno de oír mi
defensa.»
Dijo el procónsul:
-«Tengo fieras a las que te voy a arrojar, si no cambias de
parecer.»
Respondió Policarpo:
-«Puedes traerlas, pues un cambio de sentir de lo bueno a
lo malo, nosotros no podemos admitirlo. Lo razonable es cam-
biar de lo malo a lo justo.»
Volvió a insistirle:
-«Te haré consumir por el fuego, ya que menosprecias las
fieras, como no mudes de opinión.»
Y Policarpo dijo:
-«Me amenazas con un fuego que arde por un momento y
al poco rato se apaga. Bien se ve que desconoces el fuego del jui-
cio venidero y del eterno suplicio que está reservado a los im-
píos. Pero, en fin, ¿a qué tardas? Trae lo que quieras» [... ]
Enseguida fueron colocados en torno a él todos los instru-
mentos preparados para la pira y como se acercaban también
con la intención de clavarle en un poste, dijo:
-«Dejadme tal como estoy, pues el que me da fuerza para
soportar el fuego, me la dará también, sin necesidad de asegu-
rarme con vuestros clavos, para permanecer inmóvil en la ho-
guera.»
Así pues, no le clavaron, sino que se contentaron con atarle.
Él entonces, con las manos atrás y atado como un cordero egre-
gio, escogido de entre un gran rebaño preparado para el holo-
causto acepto a Dios, levantando sus ojos al cielo dijo:
-«Señor Dios omnipotente, Padre de tu amado y bende-
cido siervo Jesucristo por quien hemos recibido el conocimiento
de Ti (... ):Yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta
hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz
de Cristo para resurrección de eterna vida, en alma y cuerpo, en
la incorrupción del Espíritu Santo. ¡Sea yo con ellos recibido
hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable, conforme
56
de antemano me lo preparaste y me lo revelaste y ahora lo has
cumplido, Tú, el infalible y verdadero Dios! Por lo tanto, yo te
alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico, por media-
ción del eterno y celeste Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu siervo
amado, por el cual sea gloria a Ti con el Espíritu Santo, ahora y
en los siglos por venir. Amén.»
Apenas concluida su súplica, los ministros de la pira pren-
dieron fuego a la leña. Y levantándose una gran llamarada, vi-
mos un gran prodigio aquéllos a quienes fue dado verlo; aqué-
llos que hemos sobrevivido para poder contar a los demás lo
sucedido. El fuego, formando una especie de bóveda, rodeó por
todos lados el cuerpo del mártir como una muralla, y estaba en
medio de la llama no como carne que se abrasa, sino como pan
que se cuece o como el oro y la plata que se acendra al horno.
Percibíamos un perfume tan intenso como si se levantase una
nube de incienso o de cualquier otro aroma precioso.
Viendo los impíos que el cuerpo de Policarpo no podía ser
consumido por el fuego, dieron orden al confector para que le
diese el golpe de gracia, hundiéndole un puñal en el pecho. Se
cumplió la orden y brotó de la herida tal cantidad de sangre que
apagó el fuego de la pira, y el gentío quedó pasmado de que hu-
biera tal diferencia entre la muerte de los infieles y la de los es-
cogidos.»
57
la oración. Concibió por esto odio contra ellos y, con lamenta-
ciones mujeriles, incitaba a su hijo, que no era menos supersti-
cioso que ella, a eliminar a estos hombres. Así pues, durante
todo el invierno ambos emperadores tuvieron reuniones a las
que nadie era admitido y en las que todos creían que se trataban
asuntos del más alto interés público. El anciano se opuso a su
apasionamiento tratando de hacerle ver lo pernicioso que sería
turbar la paz de la tierra mediante el derramamiento de la san-
gre de muchas personas. Insistía en que los cristianos acostum-
bran a morir con gusto y que era suficiente con prohibir la prác-
tica de esta religión a los funcionarios de palacio y a los
soldados. Pero no logró reprimir la locura de este hombre apa-
sionado. Por ello, le pareció oportuno tantear la opinión de sus
amigos. Así era, en efecto, su malvado carácter: cuando tomaba
alguna medida beneficiosa lo hada sin pedir previamente con-
sejo, a fin de que las alabanzas recayesen sólo sobre él; por el
contrario, cuando la medida era perjudicial, como sabía que se
le iba a reprochar, convocaba a consejo a muchos, a fin de que
se culpase a otros de aquello de lo que sólo él era responsable. Se
hizo, pues, comparecer a unos pocos altos funcionarios y milita-
res y se les fue interrogando siguiendo el orden jerárquico. Algu-
nos, llevados de su odio personal contra los cristianos, opinaron
que éstos debían ser eliminados en cuanto enemigos de los dioses
y de los cultos públicos; los que pensaban de otro modo coinci-
dieron con este parecer, tras constatar los deseos de esta persona,
bien por temor, bien por deseo de alcanzar una recompensa. Pero
ni aun así se doblegó el emperador a dar su asentimiento, sino
que prefirió consultar a los dioses y, a tal fm, envió un arúspice al
Apolo Milesio. Éste respondió como enemigo de la religión di-
vina. Así pues, cambió de idea y, dado que no podía ya oponerse
ni a sus amigos, ni al César, ni a Apolo, se esforzó, al menos, en
que se observase la limitación de que todo se hiciese sin derrama-
miento de sangre, en tanto que el César deseaba que fuesen que-
mados vivos los que se negasen a ofrecer sacrificios.
Se busca el día favorable y propicio y resulta elegida la fiesta
las Terminales, que se celebran el 23 de febrero, como si con ello
58
se quisiese poner término a nuestra religión. Aquel día fue la
causa primera de la muerte, la causa primera de los males que se
abatieron sobre ellos y sobre todo el orbe de la tierra. Al amane-
cer de este día (... ), cuando la luz era aún tenue se presentó de
improviso en la iglesia el prefecto acompañado de los jefes y tri-
bunos militares y de los funcionarios del fisco. Arrancan las
puertas y buscan la imagen de Dios; descubren y queman las Es-
crituras; se les permite a todos hacer botín; hay pillajes, agita-
ción, carreras.
Mientras tanto, los dos emperadores desde un lugar estraté-
gico -pues al estar la iglesia en un lugar elevado era visible
desde palacio- discutían entre sí largamente si no sería preferi-
ble prender fuego a la iglesia. Se impuso el parecer de Diocle-
ciano, temeroso de que, al provocar un gran incendio, ardiese
también alguna parte de la ciudad, pues la iglesia estaba rodeada
por todas partes de numerosos y grandes edificios. Así pues, se
presentaron los pretorianos formados en escuadrón, provistos
de hachas y otras herramientas y, acometiéndolo por todas par-
tes, en pocas horas arrasaron hasta nivel del suelo este soberbio
templo.
Al día siguiente se publicó un Edicto en el que se estipulaba
que las personas que profesasen esta religión fuesen privadas de
todo honor y de toda dignidad y que fuesen sometidas a tor-
mento, cualquiera que fuese su condición y categoría; que fuese
lícita cualquier acción judicial contra ellos, al tiempo que ellos
no podrían querellarse por injurias, adulterio o robo; en una pa-
labra, se les privaba de la libertad y de la palabra.
Cierta persona, dando muestras de gran valentía, aunque de
poca prudencia, arrancó este Edicto y lo rompió, al tiempo que
decía, entre burlas, que se trataba de victorias sobre godos y sár-
matas. Al punto fue detenido y no sólo torturado, sino cocido
lentamente, como mandan los cánones, lo que soportó con ad-
mirable paciencia, y por último fue quemado.»
59
TEXTOS n. 0 4 y 5. Los Edictos romanos de tolerancia
y libertad religiosas
60
entre las cosas que han de beneficiar a todos los hombres, o que
deben ser primero solucionadas, una de ellas es la observancia de
la religión; debemos, por consiguiente, dar, así a los cristianos
como a todos los otros, libre oportunidad para profesar la religión
que cada uno desee para que por este medio, cualquiera que sea la
divinidad entronizada en los cielos, pueda ser benigna y propicia
con nosotros y con todos los que han sido puestos bajo nuestra
autoridad. Por lo tanto, pensamos que la siguiente decisión está
de acuerdo con una sana y verdadera razón: que nadie que haya
aceptado la creencia cristiana o cualquiera otra que parezca ser la
más conveniente para él, sea obligado a negar su convicción, para
que así la Suprema Divinidad, cuyo culto observamos libremente,
pueda asistimos en todas las cosas con su deseado favor y benevo-
lencia. Por cuyo motivo es necesario que V. E. sepa que es nuestra
voluntad que todas las restricciones publicadas hasta ahora en re-
lación a la secta de los cristianos, sean abolidas, y que cada uno de
ellos, que profese sinceramente la religión cristiana, trate con em-
peño en practicar sus preceptos sin temor o peligro. Creemos que
debemos llamaros la atención sobre esto para que sepáis que he-
mos dado a los cristianos permiso libre e incondicional para que
profesen su religión. Ahora que ya sabéis lo que les hemos otor-
gado, V. E. también debe saber que, por la conservación de la paz
en nuestros días, hemos concedido a los otros el mismo derecho
público y libre para practicar sus creencias o culto, para que de
esta manera cada uno pueda tener libre ocasión para rendir adora-
ción según su propio deseo. Hemos obrado así para que no pa-
rezca que favorecemos a una religión más que a otra.»
61
nidad de la persona que, por su naturaleza libre, no puede ser
obligada a abrazar la verdad. Pero el documento no afirma,
como algunos quisieron ver, que no exista una verdad religiosa.
62
jimo como a sí mismos, sean cuales sean las raíces y las formas
de concebir la religión»
63
nombre. Incluso la lucha entre palestinos e israelíes no es, en
primer término, una guerra de religión. Comenzó como una
contienda territorial y a partir de 1967 ambas partes empezaron
a invocar a Dios. Pero, para los israelíes y palestinos seculariza-
dos, el motivo de la guerra sigue siendo la tierra.
La lucha contra el terrorismo no es una guerra de religión.
Quien invoca a Dios en una guerra lo convierte en un dios na-
cional belicoso y, en términos teológicos, en un ídolo. Las ideas
fundamentalistas sobre Dios solo son quimeras religiosas, pro-
yecciones hechas a medida humana. Las guerras religiosas son
siempre conflictos bélicos políticos, en los que la religión do-
minante se convierte en justificación ideológica. Esto lleva a la
paradójica situación de que, en caso de guerra entre Estados de
la misma religión, ambos pidan al mismo Dios que bendiga sus
armas.
La primera gran guerra en Europa, la guerra de los Cien
Años entre Inglaterra y Francia, enfrentó a dos naciones católi-
cas. En la segunda guerra mundial, lucharon católicos, protes-
tantes y ortodoxos; sin embargo, no fue una guerra de religión,
sino que se unieron todos contra el neopaganismo nazi. Es ver-
dad que en nombre de la religión se ha causado mucho sufri-
miento en el mundo, pero las guerras más sangrientas no han
sido religiosas ni de nombre.
Pero si bien las guerras de religión no existen, eso no quiere
decir que una guerra no pueda ayudar a despertar sentimientos
religiosos. La gente va más a la iglesia, reza más, no porque con-
sidere a Dios como caudillo de la guerra, sino porque experi-
menta la fragilidad de la vida humana. El hombre es confron-
tado entonces con los fundamentos mismos de la existencia, y es
justo ahí donde la idea religiosa de Dios encuentra su lugar más
adecuado.
Visto así, la leyenda God bless America no es un disimulado
lema marcial, sino una expresión colectiva e individual de fe. Y
quizá se pueda considerar incluso una bendición en medio de la
gran tragedia, una blessing in disguise, lo cual también se puede
ver desde una óptica secularizada. Es una cruel ironía de la his-
64
toria que desastres nacionales puedan generar nuevas posibilida-
des y ventajas a largo plazo para personas y sociedades. Como
de las ruinas de la segunda guerra mundial surgió una Europa
nueva y próspera, también puede surgir una América nueva,
después de haberse visto obligada a reflexionar.»
65
feta, intuían coordinar, esporádicamente, sus esfuerzos en torno
a variables políticas en el marco, sobre todo, de una organiza-
ción internacional: La Organización de la Conferencia Islámica
(O.C.I.). (... )
En el plano constitucional, las diferencias entre los Estados
miembros son considerables. Algunos de estos Estados parecen
adherirse a un Islam militante hasta el punto de verse expuestos
a menudo a la intolerancia. Esto es así especialmente en Arabia
Saudita, en Irán y en Pakistán.
En Arabia Saudita, el Estatuto fundamental del poder, esta-
blecido ell de marzo de 1992, y que ocupa el lugar de la Cons-
titución, expresa que «el reino de Arabia Saudita es un Estado
árabe e islámico, totalmente soberano, cuya religión es el Islam,
la Constitución el libro de Alá y la «Sunnah» de su profeta.»
En Irán, la Constitución está fundada sobre consideraciones
estrictamente religiosas hasta el punto de que nada escapa a la
religión. Las acciones que deben regir y los medios a utilizar se
inscriben todos en la única esfera de lo religioso, o más exacta-
mente del islamismo chiíta.
En Pakistán, la Constitución del 12 de abril de 1973 de-
fine, en su preámbulo, de manera precisa, el marco musulmán
dentro del cual se mueven el Estado y la sociedad: «Ya que la
soberanía sobre el universo entero pertenece solamente al Todopo-
deroso Ald, y la autoridad que ha de ser ejercida por el pueblo del
Pakistdn dentro de los límites prescritos por El es un encargo sa-
grado... Por lo tanto a los musulmanes se les permitird ordenar sus
vidas en los dmbitos individual y colectivo de acuerdo a las ense-
ñanzas y requisitos del Islam tal corno se expresan en el sagrado
Cordn y la Sunnah ... »
Por otra parte descubrimos, entre los Estados considerados
musulmanes, algunos que se identifican claramente a favor del
laicismo o el secularismo o que expresan una cierta tibieza con
relación al Islam. Los ejemplos son, en este aspecto, relativa-
mente numerosos. En Turquía, como muestra, la Constitución
de 1982 dispone, en su artículo 2, que «la República de Turquía
es un Estado democrático, laico y social».
66
En Níger, cuya población es un 90 por ciento musulmana,
la Constitución del 26 de diciembre de 1992 hace de la separa-
ción del Estado y la religión un principio fundamental (art. 4).
En el Senegal, con una población musulmana del 85 por
ciento, la Constitución expresa, en su artículo primero, que «la
República de Senegal es laica «. (... )
Indiscutiblemente encontramos un uso teológicamente po-
lítico del Islam en países como Arabia Saudita, Irán, Pakistán,
Afganistán o Sudán. Por el contrario, de manera general, el
África subsahariana no parece estar tentada por una militancia
musulmana. (... )
Históricamente, el entrelazamiento de lo religioso, lo polí-
tico y lo jurídico en la tierra del Islam era tal que no había lugar
para plantearse la pregunta de sus relaciones, puesto que, en úl-
timo término, lo político, y lo jurídico no tenían autonomía
propia y toda distinción en este dominio frecuentemente tenía
un alcance muy limitado e incluso insignificante.
Sólo a partir del siglo XIX, y bajo el efecto de la entrada de
las ideas europeas en el mundo musulmán, empezaron a plantearse
preguntas sobre este tema ... »
<<Hoy los países que niegan plenos derechos civiles a los ju-
díos son pocos y alejados entre sí, y la legislación en cuestión se
aplica no solamente a los judíos sino a todas las minorías que no
comparten la religión dominante. (Aparte de Gran Bretaña, los
ejemplos se hallan principalmente en el mundo musulmán). En
casi todas partes donde viven, los judíos están, les guste o no,
sometidos a la constitución, la ley y el sistema fiscal sobre las
mismas bases que los demás ciudadanos. Generalmente son
también libres de expresar su identidad distintiva si lo desean;
67
en muchos países hay una legislación especial y unas disposicio-
nes ad hoc que protegen sus requerimientos religiosos. Aunque
no es inhabitual, sobre todo en Estados Unidos, especular sobre
un «voto judío», no hay ningún partido político judío.
La visible excepción a todo esto es Israel. Sólo en este país,
con su mayoría judía, los problemas de religión y estado están
lejos de estar resueltos, y la identidad y la observancia religiosa
judías están en lugar destacado del programa político. Como
hemos visto, hay partidos políticos judíos, que gozan de un pe-
queño pero significativo apoyo, y las cuestiones judías conducen
con harta frecuencia a choques violentos. Además, los temas en
cuestión tienen una influencia directa sobre los derechos de las
minorías no judías y sobre las relaciones entre judíos y no ju-
díos, así como sobre la condición de los movimientos judíos
progresistas.
La volátil situación actual no puede mantenerse indefinida-
mente, pero es imposible en el momento actual predecir en qué
dirección se resolverán las tensiones. Lo que se puede predecir es
que, si no se encaran, esas tensiones se harán más graves. Ya hay
marcadas desigualdades entre diferentes categorías de ciudada-
nos, desigualdades que no se pueden tolerar en un estado demo-
crático secular. La existencia de dos definiciones oficiales distin-
tas de la identidad judía (la del estado y la del rabinato) acarrea
considerables dificultades personales, sobre todo pero no exclu-
sivamente en relación con el matrimonio y el entierro. Los po-
deres de los que se ha investido al rabinato en un sistema here-
dado del Imperio Otomano no son adecuados para el siglo XXI.
La polarización entre el conservadurismo religioso arraigado y
secularismo antirreligioso militante que es una de las dos princi-
pales fuentes de conflicto en la sociedad israelí, es la consecuen-
cia directa de la actual constitución mixta, en la cual el carácter
democrático y secular del estado está deliberadamente limitado
con vistas a proteger la posición del sector religioso.
Hasta hace poco tiempo, la diáspora judía (con la excepción
del pequeño factor religioso ultratradicional, que en cualquier
caso es ambivalente u hostil al estado) se ha guardado de inmis-
68
cuirse en estos asuntos internos judíos. De manera creciente
desde los años setenta, sin embargo, conforme las organizacio-
nes progresistas (incluyendo las conservadoras) de Occidente se
han tomado más en serio a Israel (fundando cuarteles generales,
escuelas rabínicas, congregaciones e incluso kibbutzim), han
sido arrastradas al debate sobre el marco político que les pone
en grave desventaja, y al mismo tiempo las facciones políticas
democráticas de Israel han pedido directamente el apoyo de la
diáspora. Los debates posteriores abarcan no sólo las cuestiones
concretas de la religión y el estado sino también cuestiones más
generales de derechos civiles, entre ellas la de las mujeres y la de
los no judíos. Los problemas de Israel son ahora los problemas
de todo el mundo judío. Falta por ver si este progreso impulsará
u obstaculizará una solución.
Entretanto quedan por resolver cuestiones más generales
que atañen a Israel. Se centran en el tema fundamental de la na-
turaleza de un «estado judío». Esta expresión, que en el lenguaje
sionista significaba originariamente un estado para los judíos,
también se puede entender que remite a un antiguo debate ha-
ldjico y filosófico acerca del carácter de un estado gobernado
con arreglo a principios judíos. Las fuentes religiosas y seculares
tienen mucho que decir sobre el tipo de virtudes que incorpora-
ría un estado ideaL»
69
Se ha llegado a mi juicio al punto en que ya no es posible (si
es que alguna vez lo ha sido) describir al judaísmo en términos
de un único modelo ideal (por ejemplo la Torá revelada) y dife-
rentes maneras de relacionarse con él (el judaísmo rabínico
acepta la Torá tal como es interpretada por los rabinos; el cara-
ísmo acepta la Torá pero rechaza a los rabinos; la reforma acepta
la Torá y a los rabinos pero somete a una y a otros a una crítica
histórica, y así sucesivamente). Antes bien, ahora nos enfrenta-
mos a diferentes modelos de judaísmo, que existen unos al lado
de otros.
Un destacado teórico de la unidad judía, Jonathan Sacks, ha
argumentado que la halajd, la ley, es un rasgo indispensable del
judaísmo y que no hay ningún judaísmo auténtico que no reco-
nozca la autoridad divina de la halajd. Sacks representa una po-
sición ortodoxa que se esfuerza conscientemente en ver los as-
pectos positivos de las formas no ortodoxas de judaísmo y en
alcanzar un modus vivendi práctico con ellas en interés de la uni-
dad del pueblo judío. La debilidad de su modelo es que no es
aceptado, ni puede serlo, por la reforma ni por los judíos secula-
res. Para ellos, el concepto de una halajd ordenada según la divi-
nidad es un concepto desfasado que es incapaz de proporcionar
el marco para una auténtica vida judía.
La halajd no es el único tema que divide hoy en día a los ju-
díos; (... ) es la teología que la respalda lo que realmente separa al
judaísmo ortodoxo de los movimientos progresistas y secularis-
tas. Sencillamente no es posible que los judíos progresistas o se-
cularistas acepten la idea de la halajd como una ley venida del
cielo. Sin embargo, si se interpreta de cualquier otra manera, la
halajd no es la halajd de los ortodoxos. Muchos judíos conserva-
dores llevaban una vida que no se puede distinguir exterior-
mente de la de un judío ortodoxo moderno. Sin embargo hay
una profunda diferencia entre ellos, a saber, la doctrina de la
Torá venida del cielo. Los judíos reconstruccionistas y reformis-
tas insisten mucho en la observancia: el judaísmo no se limita a
estar en la mente y el corazón sino también en la acción. Mu-
chos judíos secularistas afirman también que algunas observan-
70
cías son necesarias para que uno no pierda todo contacto con lo
que significa ser un judío. Pero su observancia difiere de la ob-
servancia idéntica practicada por un judío ortodoxo a causa de
esta cuestión del origen y la sanción divinos.
71
CAPÍTULO 11
SOCIEDAD Y RELIGIÓN.
La «religión civil». Laicismo.
El ateísmo como política de Estado
73
otros se trata más bien de una mejor comprensión de la
verdadera función de la religión. No es ésta una cuestión
puramente teórica que sólo interese a pensadores e inte-
lectuales. Se hace necesario calibrar muy bien la posición
a adoptar en este punto, pues sus consecuencias no pue-
den ser triviales. Las ideas, de por sí, no actúan; pero toda
actuación responde a unas ideas, lo sepa uno o no. Y
cuando uno no es consciente de las ideas y presupuestos
que están dando lugar a su modo de proceder, acecha el
riesgo de ser, en el fondo, un mero instrumento en ma-
nos de otros.
l. SociEDAD Y RELIGióN
75
Por tanto, para lo que aquí nos interesa -esto es, la refle-
xión sobre la religión-, esta postura viene a afirmar que
la religión surge a partir de unos condicionamientos so-
ciales y que, en definitiva, no es algo de lo que pueda de-
cirse que surge como respuesta del ser humano a una au-
téntica realidad trascendente, sino que es meramente un
elemento de la estructura social que cumple una función
de integración. Un planteamiento similar puede verse
también en la concepción marxista de la religión.
Por consiguiente, el reduccionismo sociológico abso-
lutiza los aspectos sociales de la religión y la reduce a una
de sus dimensiones (la social), ignorando así toda función
psicológica y existencial que ésta pueda tener en la vida
de los individuos. Para esta concepción, en definitiva, la
religión carece de sentido por si misma.
76
En realidad, como señala el filósofo alemán Robert Spae-
mann, el término fundamentalismo puede tener una do-
ble interpretación: 1) como la defensa irracional de unos
postulados (religiosos o no), que han de ser rigurosa-
mente aplicados sin interpretación posible; o 2) como la
defensa de algo incondicionado o absoluto que está por
encima incluso de la autoridad política. Según la primera,
fundamentalista sería «alguien que niega todo discurso,
un fanático con el que no se puede hablar». En el segundo
sentido, estaríamos hablando de «Un hombre para el que
algo es sagrado y no está dispuesto a negociarlo».
Es importante señalar estas diferencias, porque hoy
día se tiende a llamar a alguien fundamentalista por cum-
plir lo segundo, para inmediatamente atribuirle lo pri-
mero. Pero una persona que, pongamos por caso, no está
dispuesta a negociar derechos humanos fundamentales,
no tiene por qué ser alguien irracional, pues puede poseer
sólidas razones para aquello que defiende. De ahí quepo-
damos decir que fundamentalista, en su acepción negativa
(1), es aquel cuyas posiciones no pueden ser sometidas a un
examen racional que, en principio, pueda ser compartido
por todos.
Desde este punto de vista, existen concepciones fun-
damentalistas de la sociedad, según las cuales, ésta ha de
regirse por las normas y prescripciones que su religión se-
ñala, de manera que otro tipo de contribuciones difícil-
mente podrían tener vigencia social: cómo ha de ser y es-
tar organizada una sociedad, vendría perfectamente
definido por la Voluntad divina. Se trata de una concep-
ción de la sociedad que podríamos llamar «sacral», pues en
ella los rasgos sociales proceden de una revelación divina y,
por consiguiente, introducir en ellos innovaciones o apor-
taciones que tengan su origen en la capacidad creativa del
77
hombre no puede ser aceptado, sino que, más bien, dichas
aportaciones tendrían que ser calificadas poco menos que
como profanaciones o sacrilegios. Este planteamiento da
lugar a sociedades rígidas e inmovilistas.
Esta fuerte compenetración entre lo civil y lo religioso,
se traduce fácilmente en que los clérigos (o, en general,
aquellas personas investidas de una autoridad religiosa)
asuman -directa o indirectamente- competencias civi-
les, de modo que el régimen clerical o eclesiástico no se
distinga con claridad del régimen civil; o bien, en que las
autoridades civiles estén revestidas de un carácter sagrado.
En buena medida, esta situación estuvo muy presente en
la Edad Media, cuando las creencias religiosas eran com-
partidas por el conjunto de la sociedad. La concepción
teologal (referida a Dios) de la existencia, propia del me-
dievo, desembocó de hecho en una tendencia a «sacralizar»
todos los ámbitos de la vida social (arte, cultura, ciencia,
etc.), impidiendo su legítima autonomía. Este, llamé-
moslo así, clericalismo, es el que quiso ser superado progre-
sivamente por el llamado proceso de secularización.
Sin embargo, entre los primeros cristianos, la concep-
ción teologal (referida a Dios) de la existencia no estuvo
ligada a un proyecto confesional para el orden social. Así
lo atestiguan escritos como la Carta a Diogneto (siglo II),
donde se dice de los cristianos: «Ni habitan ciudades ex-
clusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni lle-
van un género de vida aparte de los demás (... );sino que,
habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte
que a cada uno le cupo, y, adaptándose en vestido, co-
mida y demás género de vida a los usos y costumbres de
cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta,
admirable y, por confesión de todos, sorprendente» (Anó-
nimo, Epfstola a Diogneto, V).
78
2. EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN
79
originalmente para designar a aquellos que no forman
parte del clero.
Si en la Europa medieval cristiana, la sociedad tuvo
como principal principio unificador a la estructura ecle-
siástica -que presidía de alguna manera todos los órde-
nes de la vida-, podría decirse que la historia europea
moderna se identifica, en buena medida, con el fenómeno
de la secularización, entendido como un proceso en vir-
tud del cual lo civil y secular afirma su fisonomía y con-
sistencia propia como distinta e independiente de lo ecle-
siástico. En el origen de este proceso hay que situar, sin
duda, la ruptura de la unidad religiosa, las consiguientes
guerras de religión, y las apelaciones a la tolerancia y li-
bertad religiosas. Pero acaso habría de tenerse también en
cuenta la reivindicación del orden natural por parte de la
filosofía y teología tomistas -destacando especialmente
el influjo de la Escuela de Salamanca 18- y, en último tér-
mino, las apelaciones evangélicas a distinguir entre «lo de
Dios y lo del César». Sea como fuere el origen de este pro-
ceso, lo que aquí interesa destacar son las diferentes inter-
pretaciones sobre el sentido y meta de dicho proceso. Son fun-
damentalmente dos:
fos y teólogos del siglo XVI que, basándose principalmente en las doctri-
nas de Tomás de Aquino (siglo XIII) acerca de la ley natural, pusieron las
bases del llamado «derecho de gentes>>, precursor del moderno derecho in-
ternacional. Destacaron en ella, entre otros, Francisco de Vitoria, Do-
mingo de Soto y Mdchor Cano.
80
cristiano. Se trataría de reclamar la legítima autonomía de
las realidades temporales, sin que ello implique la nega-
ción de una realidad trascendente. En el seno del cristia-
nismo, dicho reconocimiento no ha sido claro hasta el
Concilio Vaticano IP 9• En el judaísmo y, sobre todo, en
el Islam, este planteamiento aún se está abriendo paso, no
sin grandes dificultades.
2) Presentarlo como un proceso que, mediante la
superación de unas etapas históricas en las que la reli-
gión misma supondría un momento «infantil» en el de-
sarrollo de la humanidad, se encamina a una madurez
que, en su estado final, implicaría la total supresión de
la religión. Es lo que se conoce como laicismo o secula-
rismo. Esta concepción supone una interpretación del
hombre y de la sociedad que analizaremos en los siguien-
tes epígrafes.
figura del clérigo (que no se dedica a las <<cosas del mundO>>, sino a las «co-
sas de Dios»). Cualquier intento de hacer presente en la sociedad el espí-
ritu de una determinada religión sólo puede ser concebido entonces como
una actividad clerical.
En el mundo cristiano, este clericalismo se manifestó -progresiva-
mente desde el comienzo de la Edad Media- en el desprecio de la condi-
ción laical como camino de salvación. Vivir la religión en plenitud supon-
dría, por tanto, un alejamiento de la vida civil, apartarse del mundo. Este
fenómeno está muy relacionado con el posterior proceso de <<seculariza-
ción>>: si la sociedad no era lugar adecuado para el buen cristiano, los ciu-
dadanos iban a ir distanciándose cada vez más de la religión. La solución
pretendida en el ámbito protestante para no minusvalorar a las personas
que no estaban consagradas, no evitó un clericalismo que, en este caso,
tenderá a manifestarse en una asignación de «funciones clericales» a todos
los creyentes. En el ámbito católico han sido frecuentes también las solu-
ciones clericales, bien «atrayendo al laico a las sacristías», o bien <<seculari-
zandO>> al sacerdote. El paradigma de esto último lo constituyó la figura de
los curas-obreros.
81
Esta diferencia entre 'secularidad' y 'secularismo', entre
'laicidad' y 'laicismo', con su diversa valoración, puede verse
planteada muy claramente en el siguiente texto conciliar:
82
Por un lado, en tanto que civil, al eludir las apelaciones a un
fin sobrenatural del hombre -propias de cada religión-,
sería válida para todos los ciudadanos. Por otro, en tanto
que religión, mantendría para sus preceptos el carácter abso-
luto que la religión imprime a sus mandatos. En último tér-
mino, consistió en la comprensión de la civilidad como una
religión o, incluso, en la utilización de la religión para fines
políticos.
Y es que, simultáneamente a la consideración de la reli-
gión como una dificultad para la paz y la unidad políticas,
algunos autores que tuvieron gran relevancia en el desarro-
llo de la Ilustración, no dejaron de percibir el indiscutible
valor que, lo que podríamos llamar espfritu religioso, tiene
para regular las conductas. El máximo exponente de esta
concepción lo representó Jean-Jacques Rousseau21 • El pen-
sador ginebrino propuso sustituir la vigencia social de las re-
ligiones tradicionales por una religión civil. Consideró que,
en relación con la sociedad, habría tres tipos de religiones:
83
gélico», sin templos, sin altares, sin ritos. Por ser pura-
mente espiritual no es adecuada para la unidad social:
«sin relación alguna especial con el cuerpo político», no
sirve para reforzar las leyes. «Lejos de entroncar los cora-
zones de los ciudadanos con el Estado, los separa de él
como de todas las cosas de la tierra. No conozco nada más
contrario al espíritu social».
b) La religión del ciudadano, propia de cada nación,
que identifica la obediencia política con la religiosa (teo-
cracia). Esta religión, según Rousseau, tiene la ventaja de
favorecer un fiel servicio al Estado. Pero, fundada en el
error y la mentira, llega a ser exclusiva y tiránica, convir-
tiendo a un pueblo en supersticioso, intolerante y sangui-
nano.
e) La religión del sacerdote, donde destacaría el cato-
licismo. Ésta, «dando a los hombres dos legislaciones,
dos jefes y dos patrias, les somete a deberes contradic-
torios, impidiéndoles poder ser a la vez devotos y ciu-
dadanos». Por ello, tampoco sería recomendable para la
unidad social.
84
a creer en ellos, puede expulsar del Estado a quienquiera
que no los admita o acepte; puede expulsarlo, no como
impío, sino como insociable, como incapaz de amar sin-
ceramente las leyes, la justicia y de inmolar en caso ne-
cesario su vida en aras del deber. Si alguien, después de
haber reconocido públicamente estos dogmas, se con-
duce como si no los creyese, se le castiga con la muerte:
ha cometido el mayor de los crímenes, ha mentido ante
las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser simples, en
número reducido, enunciados con precisión sin explica-
ciones ni comentarios. La existencia de la Divinidad po-
derosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente,
la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los
malvados, la santidad del contrato social y de las leyes: he
ahí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los
limito a uno solo: la intolerancia, que forma parte de to-
dos los cultos por nosotros excluidos.
(... ) Hoy, que no hay ni puede haber religión nacio-
nal exclusiva, deben admitirse todas aquellas que toleran
a las demás, en tanto que sus dogmas no sean contrarios
en nada a los deberes del ciudadano. Pero quien intente
decir: fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser arrojado
fuera del Estado (... ). Tal dogma sólo es bueno en un go-
bierno teocrático; en cualquier otro es pernicioso.» (Jean
Jacques Rousseau, El contrato social)
85
2.3. El laicismo
86
ellas, se salvaguardara el carácter sagrado de la «voluntad
general», esto es, del Estado 22 •
La concepción laicista tiene una fuerte presencia en
las sociedades democráticas actuales, que, sin prohibir la
religión, tienden a sofocarla. Últimamente se ha manifes-
tado con virulencia con motivo de la cuestión de la pre-
sencia de símbolos religiosos en la escuela, o de la ense-
ñanza de la religión, especialmente en la escuela pública.
El laicismo entiende que dicha enseñanza viola la laicidad
del Estado. Sin embargo, es indudable que la negativa a
que la religión pueda tener la más mínima presencia en el
sistema educativo, no deja de ser una toma de posición
particular.
En cualquier caso, como han reconocido las diversas
declaraciones internacionales de derechos, los padres han
de poder elegir el tipo de educación religiosa que quieren
para sus hijos. Muchos entienden que dicha educación
puede tener lugar también en la escuela, donde los padres
han delegado el ejercicio de un derecho -la educación
de sus hijos- cuya titularidad principal les corresponde
a ellos, y no al Estado.
87
una postura definitivamente hostil hacia la religión. El
proceso de secularización es visto aquí, pues, como el ca-
mino hacia la eliminación de la religión. Sin embargo, lo
que se produce es la proclamación de una suerte de «reli-
gión del Estado», pero no en el sentido de las antiguas
teocracias, esto es, constituyendo el Estado a partir de
una religión determinada, sino revistiendo al Estado
mismo de un carácter absoluto 23 •
En esta deificación del Estado jugaron un papel de pri-
mera magnitud las doctrinas de G. W. F. Hegel (1770-
1831). En consonancia con el pensamiento idealista e inma-
nentista que le precedió, este filósofo, que originariamente
había estudiado Teología, entendió que la realidad era cons-
tituida por el propio pensamiento (<<todo lo real es racional
y todo lo racional es real»). La Historia no sería otra cosa
que el proceso de autorrealización de la realidad (denomi-
nada por Hegel el Espíritu o la Idea) mediante el desarrollo
de la Razón misma. Dicha Historia alcanza su plenitud o
momento final cuando el Espíritu Absoluto toma concien-
cia de sí. Su plasmación política es el Estado, manifestación
de la divinidad en el mundo que Hegel vio realizada en el
Estado prusiano de su tiempo. El Estado supone la síntesis
superadora de las formas sociales inferiores (la familia y la
sociedad civil).
La concepción de Hegel podría verse como un pan-
tefsmo, pues entiende que existe un solo ser que va des-
plegándose de diversas formas a lo largo del tiempo. Pero,
por lo mismo, es interpretable como un ateísmo: si existe
una única realidad, no hay lugar para la trascendencia.
88
La reducción de todo a una única realidad que se rea-
liza mediante un proceso racional y necesario guiado por
leyes internas, estará presente en las filosofías materialis-
tas de Feuerbach (1804-1872) y Marx (1818-1883), para
quienes esa única realidad no es otra que la materia. Si no
hay más realidad que la materia, carece de sentido la refe-
rencia a otra vida de la que hablan las religiones. Enton-
ces, ¿cómo interpretar la religión?
Para Marx, «toda la llamada historia universal no es
otra cosa que la generación del hombre mediante el tra-
bajo». En esa historia se habría producido una situación
-el capitalismo- en la que una parte de la humanidad
(burguesía) se opone y explota a la otra parte (proleta-
riado). De esta forma, el hombre se encuentra alienado y
pierde la conciencia de la realidad. Y la religión sería una
de las formas de alienación 24 :
89
hombre el ser supremo», dice Feuerbach en La esencia del
cristianismo, y Marx con él. El origen del hombre se explica
como una autocreación de éste por medio del trabajo. «No
es Dios quien ha creado al hombre, sino el hombre el que
ha creado a Dios». Pero no basta con afirmar el ateísmo teó-
ricamente, sino que también ha de hacerse prácticamente,
es decir, luchar contra la religión hasta hacer que desapa-
rezca de la cabeza y del corazón de los hombres; y esto sólo
se conseguirá si se hace la crítica teórica y práctica de la base
económico-política que ha hecho posible la religión, es de-
cir, mediante la supresión de la propiedad privada.
El sistema capitalista, pues, sería superado mediante
la estatalización de los medios de producción («dictadura
del proletariado» 25 ) y la consiguiente supresión de las cla-
ses sociales. Así, sin la causa que la producía, la religión
dejaría de existir. Ahora bien, aunque en los Estados tota-
litarios de inspiración marxista se admitió que lo ideal se-
90
ría que la religión no existiese, se encontraron con la im-
posibilidad material de eliminarla de la conciencia indivi-
dual. Marx no había propugnado la supresión directa de
la religión mediante su persecución violenta. Como he-
mos señalado, la «alienación religiosa» desaparecería de
modo necesario cuando desapareciera la causa que la pro-
ducía, que no era otra, según él, que la explotación eco-
nómica del hombre por el hombre, pues la religión había
surgido como un consuelo del proletariado que le permi-
tiera sobrellevar la opresión que sufría y anestesiara así sus
impulsos revolucionarios. Sin embargo, una vez elimi-
nado el sistema capitalista, los Estados comunistas no
veían que la religión desapareciera por sí sola, por lo que
«Se vieron obligados» a perseguirla directamente.
91
En contra de las «profecías» de Marx, para quien la re-
volución había de acontecer en aquellos lugares donde el
capitalismo estuviera más desarrollado (Inglaterra, Fran-
cia, Alemania, etc.), la primera implantación del comu-
nismo marxista tuvo lugar en la Rusia campesina como
consecuencia de la revolución bolchevique de 1917 lide-
rada por Lenin y Trotsky. Sólo entre 1917 y 1921 fueron
ejecutados, según las estadísticas oficiales, 1.760.000 per-
sonas, entre ellas 25 obispos y 1.200 sacerdotes. A la
muerte de Lenin (1924), éste fue sucedido por Stalin, en
cuya época de terror, e independientemente de las purgas
-sólo en la colectivización forzada de 1932-34 fueron
suprimidos millones de personas-, continuó la persecu-
ción de la actividad religiosa. La misma línea, de prohibi-
ción y persecución, fue seguida por Mao Tse-Tung en
China. Tanto en su forma leninista como maoista, el ateís-
mo marxista ha tenido implantación -generalmente vio-
lenta- en numerosos países: los de Europa del Este, paí-
ses asiáticos como Camboya, Vietnam, Corea; africanos
como Angola, Mozambique ... ; americanos como Cuba,
.
N 1caragua ... 26
Sin embargo, distinta fue la estrategia que emprendie-
ron los marxistas inspirados por el revisionista italiano
Antonio Gramsci (1891-1937), fundamentalmente en
Europa occidental. Puesto que en las democracias occi-
dentales no parecía posible llevar a cabo la revolución
«desde abajo», el marxismo se propuso realizarla desde el
mundo de la cultura. En lo que se refiere a la religión,
comprendiendo que la destrucción de la Iglesia no era
92
posible por vía de persecución en su forma tradicional
-pues «la sangre de los mártires es semilla de cristianos»
(Tertuliano)-, el marxismo procuró introducirse en la
Iglesia para, politizándola, destruirla desde dentro.
Otro caso de ateísmo de Estado lo constituyó el na-
cional-socialismo de AdolfHitler, que terminó siendo una
causa directa de la Segunda guerra mundial y del genoci-
dio de millones de personas en campos de concentración.
El nazismo niega cualquier valor absoluto por encima de
la propia voluntad humana, y supone un endiosamiento
de la raza, la nación, y el poder del Estado. Ciertamente,
tuvo una menor entidad cuantitativa que el marxismo en
cuanto a su implantación, pues su círculo de influencia
se circunscribió a la Alemania nazi de los años 30 y prin-
cipios de los 40: su derrota en la guerra impidió su ex-
pansión.
De este modo, el marxismo y el nazismo, las dos gran-
des ideologías ateas del siglo XX, tienen el dudoso honor
de haber llevado a cabo los mayores genocidios que ha
conocido la humanidad.
3. LA PERVIVENCIA DE LA RELIGIOSIDAD
EN LAS TRADICIONES POPULARES
93
3.1. Las fiestas
94
como dice Tomás de Aquino, es lo que se celebra el do-
mingo. Ese día se celebra lo que por lo demás sirve de
fundamento de todas las demás festividades: la afirma-
ción de la creación. Asimismo ha sido entendido siempre
el «séptimo día» como un anticipo del «último y más su-
blime» de los dones que Dios tiene preparados para el fu-
turo: el descanso eterno de todo ser en Dios. ( ... )
El día de culto de la cristiandad, todas las semanas
reiterado, está en condiciones de realizar ambas cosas: el
retorno al inicio creador y la actualización de la felicidad
futura. Y al poner ante los ojos del alma el tiempo inicial
y el tiempo final, se abre el horizonte infinito, necesario
para que se desplieguen las grandes fiestas» (Josef Pieper,
Una teoría de la fiesta)
95
vuelta a la sociedad sacralizada y clerical. Se trataría más
bien de que el conjunto de la existencia personal (el tra-
bajo, las relaciones familiares, sociales, profesionales, ... )
se vivencie como algo ligado a una referencia trascen-
dente.
Por otro lado, la institución de fiestas puramente civi-
les constituye un fenómeno relativamente reciente, que
quizá pueda estar relacionado con la asunción por parte
de la política del papel de la religión.
«¿En qué punto del globo podría darse una fiesta ba-
sada en un simple acto legislativo, en una decisión parla-
mentaria? ¿A quién corresponde fundar una fiesta? Pla-
tón ha calificado al «intervalo» de la fiesta de fundación
divina. ( ... )
El hombre, bien puede hacer la celebración, pero no
lo que se celebra, el motivo y el fundamento por el que se
celebra. La felicidad de haber sido creado, la bondad
esencial de las cosas, la participación en la vida divina, la
victoria sobre la muerte, todos esos motivos de las gran-
des fiestas tradicionales son puro don. Dado que nadie
puede regalarse a sí mismo una cosa, tampoco puede ha-
ber verdadera fiesta fundada única y exclusivamente por
el hombre» (J osef Pieper, Una teoría de la fiesta)
Las coftadias
96
(por ejemplo, a Cristo, a una advocación de la Virgen, a
un santo, etc.). Y constituyen también un cauce para re-
forzar los vínculos sociales.
97
APÉNDICE:
TEXTOS Y DOCUMENTACIÓN
98
parroquia, al margen de su confesionalidad religiosa. Se prohibía
asimismo a los obispos toda comunicación con Roma. Tan sólo, y
en su momento, se le comunicaría el resultado de las elecciones.
La Constitución Civil del clero representaba la implanta-
ción de la moral ilustrada, (... ) y la lógica culminación de una
larga trayectoria galicana que había buscado la supremacía de la
iglesia nacional sobre las directrices de Roma. (... )
El bajo clero, desconectado de Roma, formado en el galica-
nismo, había acogido favorablemente la nueva situación. Fue-
ron sin embargo los representantes eclesiásticos en la Asamblea
los que comenzaron a reaccionar. En octubre de 1790, 30 de los
32 obispos que aún figuraban entre los representantes, exigieron
que, antes de que entrara en pleno vigor la Constitución, se de-
bería contar con la opinión de Roma. Sólo Talleyrand y Gobel
(... ) se opusieron a ese deseo.
La respuesta de la Asamblea a esta actitud no se hizo esperar.
En noviembre de 1790 se decidía exigir a todos los sacerdotes
-como ciudadanos franceses- el juramento cívico de fideli-
dad a la nación, al rey y a la Constitución política (de la que for-
maba parte la Constitución Civil del clero). Accedieron a pres-
tar el juramento cuatro obispos y aproximadamente la mitad del
clero francés. El porqué de esta adhesión posiblemente puede
encontrarse en el galicanismo tradicional. (... )
En enero de 1791, la Asamblea endurecería aún más su acti-
tud respecto a la Iglesia. Los sacerdotes que no jurasen serían
considerados como dimisionarios. Y aquí se originó la división
de la Iglesia católica en Francia: iglesia constitucional por un
lado, fiel a las decisiones legales; y sacerdotes «refractarios» a
prestar el juramento, por su fidelidad a Roma.
EllO de marzo de 1791 [el papa] Pío VI(... ) condenaba la
Constitución Civil del clero (... ). El13 de abril( ... ) se conde-
naba el juramento constitucional. Se declaraban suspensos a di-
vinis a quienes lo hubieran prestado, y se amenazaba con la ex-
comunión a quienes no se retractasen.
Un importante sector del clero -entre los que habían ju-
rado- acató la indicación romana. (... ) En cualquier caso, no
99
volvieron todos de su acuerdo. Talleyrand, por su parte, había
ordenado 60 obispos de forma que, en mayo de 1791, después
de los breves pontificios, la iglesia constitucional ya estaba en
marcha. Se había consumado el cisma de una parte considerable
de la Iglesia en Francia, con el apoyo del nuevo Estado. (... )
A fmales de noviembre del año 91 se volvía a exigir a todos
los sacerdotes que prestasen el juramento cívico. (... ) El 27 de
mayo apareció un nuevo decreto. Dirigido contra los refracta-
rios, les exigía que abandonasen sus oficios; mandaba que fue-
ran alejados de sus residencias y amenazaba con la pena de
muerte a los que intentasen emigrar. (... )
El26-VIII-1792la Asamblea decretó la deportación de los
sacerdotes refractarios. Y llegó a producirse lo peor: ante el
avance de los invasores, una violenta reacción popular produjo
el asalto de las cárceles parisinas. Fueron las «matanzas de se-
tiembre» (2/5-IX-1792). Fueron asesinadas unas 1.300 perso-
nas, aproximadamente la mitad de los detenidos, especialmente
nobles y sacerdotes refractarios. De éstos murieron 300. (... )
El21-IX-1792 se abrió la Convención girondina con la pro-
clamación de la República y la instauración del nuevo calendario
revolucionario. Una época nueva, no sólo para Francia, sino -así
lo querían los girondinos internacionalistas- para todo el mundo,
precisaba una nueva datación. El 21 de setiembre de 1792 sería
el día 1 del año l. Los meses recibirían nombres de los procesos
naturales (Florea!, Germinal, etc.), a la búsqueda de eliminar
cualquier recuerdo religioso. Mantuvo la Convención girondina
todas las disposiciones legales contra los refractarios. (... )
Cara al tema religioso, eran igualmente radicales. Bajo la
Convención jacobina, impulsada por los sans-culottes, se inició
la campaña sistemática de descristianización de Francia. (... ) Se
trataba de llevar a sus últimas consecuencias el criticismo reli-
gioso del XVIII: se quería la negación práctica de todo lo sobre-
natural. Si hasta el momento se había mantenido la existencia
precaria de los refractarios junto a la existencia legal de la iglesia
constitucional, ahora se buscaría aplastar con la misma violencia
a una y otros.
100
Octubre de 1793 fue un mes decisivo. En él se terminaría la
redacción de la Constitución del Año 1: sufragio universal mas-
culino; referéndum, proclamación de la libertad de los pueblos
para disponer de sí mismos; y derechos sociales: la sociedad de-
bía prestar los medios necesarios para asegurar la subsistencia de
los necesitados y debía igualmente encargarse de la educación
de todos. Constitución muy descentralizadora (tanto como la
de 1791), merecería en adelante la alabanza continuada de los
demócratas: Babeuf, Buonarrotti, Louis Blanc, Jaurés, etc. Tuvo
únicamente un defecto: no se aplicó nunca. Y la proclamada
descentralización fue sustituida por un gobierno tiránico férreo
que se encauzó en los dos Comités que sustituyeron al débil
Consejo Ejecutivo ministerial previsto por la Constitución: Co-
mité de Salud Pública -en el que llegaría a dominar Maximi-
lian de Robespierre- y Comité de Seguridad General. Pero oc-
tubre de 1793 tiene especialmente importancia porque en él se
abrió el Terror. (... )
Los tribunales revolucionarios especiales comenzaron a fun-
cionar en octubre de 1793. Estuvieron vigentes hasta julio del
siguiente año. Llevaron el Terror a toda Francia. Produjeron el
encarcelamiento de 300 mil a 500 mil personas y sus víctimas
pueden calcularse entre 30 y 40 mil. De forma aproximada, de
éstas, el 31 % fueron artesanos y burgueses; el 28 %, campesi-
nos; y el resto (41 %), nobles y clérigos: proporcionalmente, es-
tos últimos representaron el número más elevado.
(... ) Fueron también decisivas las medidas antirreligiosas.
En octubre de 1793 se puso en práctica el decreto anterior de
26-VIII-1792. Todos los refractarios serían deportados; si se re-
sistían, serían condenados a muerte. Se recompensaría a quienes
los denunciaran y se aplicaría también la pena de muerte a quie-
nes les acogieran.
También en octubre de 1793, la Convención jacobina deci-
dió la liquidación de la iglesia constitucional. Gobel, uno de sus
fundadores, junto con otros dos obispos y algunos sacerdotes,
depuso públicamente su sacerdocio. Sin embargo, la mayoría de
los constitucionales -dirigidos por su cabeza, el obispo Henri
101
Grégoire- se negaron a aceptar la presión revolucionaria. Para
sustituir la religión que pensaba definitivamente eliminada, el
Gobierno instituía el culto a la diosa Razón, que, en la persona
de una actriz, era solemnemente entronizada en Notre-Dame de
París.
Se suele decir que la Revolución devora a sus hijos. En
marzo de 1794, Robespierre, dueño de la situación, mandaba
guillotinar a los representantes de los sans-culottes, el ala iz-
quierda de la situación. Moría así Hébert (24-III-1794) y con él
eran también guillotinados Chaumette -el impulsor del culto
a la diosa Razón- y Gobel. Días después, los moderados co-
rrían igual suerte. A primeros de abril la guillotina eliminaba a
Danton, Camille Desmoulins, Fabre d'Eglantine, etc. Robespie-
rre sustituía a la diosa Razón por el culto al «Ser Supremo». Se
proclamaban en abril del 94 los dos dogmas en los que había
que creer: «El pueblo francés reconoce el Ser Supremo y la in-
mortalidad del alma».
No se trataba de un juego trágico. Los convencionales eran
conscientes que el acentuado proceso de descristianización aca-
baría por lanzar el pueblo contra ellos. En la medida de Robes-
pierre hay que ver, más bien, el intento de ensalzar, con las for-
mas de la liturgia católica, a la Humanidad, como elemento de
unidad de la nueva Francia que nada entre sangre.
En junio se produjo un recrudecimiento del Terror: se sus-
pendieron las garantías -ya de por sí reducidas- de los tribu-
nales revolucionarios. Fue demasiado. Todos se pusieron contra
Robespierre. Este estuvo, sin embargo, a punto de hacerse con
la situación. Pero fue vencido. El9 de Termidor (27-VII-1794)
Robespierre y sus amigos eran detenidos. Serían guillotinados al
día siguiente. Francia respiraba y se disponía a la redacción de
una nueva Constitución. Para la Iglesia católica, el fm del Terror
supondría también un respiro que se prolongaría hasta el nuevo
golpe de Estado jacobino de Fructidor (4-IX-1797).
Eliminados los girondinos, desaparecidos los jacobinos más
destacados, la dirección política recayó sobre el centro de la
Convención -le marais-, representado por hombres como
102
Cambacéres y Boissy d'Anglas, con los que cooperaron algunos
de los jacobinos que habían sobrevivido (Tallien, Barras, etc.).
La obra jaco bina pareció culminar cuando el 18 de no-
viembre de 1794 desapareció el presupuesto de culto. Sin em-
bargo, algo - y muy sustancial- había cambiado. Y así el 21
de diciembre del mismo año se escuchaba en la Convención la
voz de Grégoire que protestaba públicamente: la falta de liber-
tad religiosa era contraria a la Declaración de Derechos del
Hombre.
103
Signos religiosos prohibidos
Valores republicanos
104
«No se trata, de modo alguno -aclaró el presidente-, de
hacer de la escuela un lugar de uniformidad, de anonimato,
donde estarían proscritos el hecho o la afiliación religiosa. Se
trata de permitir a los profesores y a los directores de centros, hoy
en primera línea y enfrentados a verdaderas dificultades, ejercer
serenamente su misión con el establecimiento de una regla clara».
La regla es la recomendada por la «comisión Stasi» respecto a los
símbolos religiosos prohibidos y los permitidos. Chirac añadió
que, al aplicar la futura ley, «se deberá buscar sistemáticamente el
diálogo y la concertación antes de tomar una medida».
105
fender la libertad de conciencia y velar por la coexistencia entre
todos los componentes de la sociedad». Debe luchar también
«contra todas las formas de marginación social que puedan fa-
vorecer un repliegue comunitarista».
106
no tienen en cuenta la realidad del islam en Francia». En resu-
men, el Consejo advierte que el informe Stasi «pone en cuestión
la ley y la jurisprudencia actual, reemplazándolas por disposicio-
nes discriminatorias contra los musulmanes». En fin, consideran
que el informe sanciona «el fracaso de la política de integración».
107
poner por obra por su modo de funcionamiento, no poniendo
condiciones de entrada. La escuela debe dar la experiencia con-
creta de los valores del diálogo y del conocimiento, libres de
toda autoridad religiosa. Es esa experiencia la que abre los espí-
ritus a la laicidad, más eficazmente que una obligación previa
suscrita sin verdadera adhesión».
De ahí que desconfíen de la oportunidad de una ley, que
nunca podrá sustituir al ejercicio prudente de las responsabili-
dades por parte de la autoridad escolar. «Hay que distinguir en-
tre el pañuelo de significación religiosa, que debe ser discreto, y
el pañuelo-provocación, a menudo asociado a comportamientos
activistas y proselitistas, que es inadmisible».
Cuestión de dignidad
108
por mujeres intelectuales, artistas, profesoras ... «El velo islá-
mico -afirman- nos remite a todas, musulmanas y no musul-
manas, a una discriminación intolerable contra la mujer. Toda
tolerancia a este respecto sería percibida por cada mujer de este
país como un atentado personal a su dignidad y a su libertad».
En consecuencia, piden una ley contra el uso de signos religio-
sos visibles en la escuela y en los servicios públicos.
Pero alguna francesa no debe de sentirse tan representada
por las abajo firmantes de Elle. Elisabeth G. Sledziewski, cate-
drática de Ciencia Política de la Universidad Rennes-1, utiliza la
ironía para salir al paso de los que se escandalizan por el velo.
Dirigiéndose a las jóvenes con velo, les dice: «En cuanto a los
que estigmatizan vuestros pañuelos en nombre de la igualdad y
de la dignidad de la mujer, podéis estar orgullosas de haber con-
seguido apasionarlos por esta causa. ( ... )Pues ved lo bien que se
han habituado, por el contrario, a las imágenes más degradantes
de la feminidad, a las maniquíes ninfómanas, a las posturas hu-
millantes, a los pares de labios, de senos, de nalgas de mujer visi-
bles, ostensibles y ostentosas, que enganchan por todas partes al
ciudadano-consumidor».
109
«Artículo 18. (... ) 2. Nadie será objeto de medidas coerciti-
vas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la
religión o las creencias de su elección.
3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias
creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas
por la ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el or-
den, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades
fundamentales de los demás.
4. Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen
a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores le-
gales, para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa
y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
Artículo 27. En los Estados en que existan minorías étnicas,
religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que perte-
nezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en co-
mún con los demás miembros de su grupo, a tener su propia
vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a em-
plear su propio idioma.»
110
dió que denegarle el carné de conducir a un ciudadano sik por
negarse a conducir con casco, prohibiéndole el turbante que sus
convicciones religiosas demanda, era una discriminación inser-
tada en la Motor Vehicle Act que debía ser eliminada para estos
ciudadanos.
2) En el caso Tinker el Tribunal Supremo de EE.UU. de-
claró inconstitucional prohibir a los estudiantes norteamerica-
nos llevar brazaletes negros por la Guerra de Vietnam.
Sin embargo, en el caso Cooper el Tribunal Supremo de
Oregón manifestó que la existencia de normas estatales en con-
tra de la vestimenta de tipo religioso por parte de los profesores
resultaba admisible para evitar la apariencia de influencias secta-
rias, favoritismos o de aprobación oficial de una determinada
creencia en la escuela pública.
3) El Tribunal Constitucional Federal alemán, en una sen-
tencia de 24 de septiembre de 2003, ha dispuesto que las profe-
soras musulmanas podrán, durante el ejercicio de su docencia,
emplear el velo islámico en tanto los estados federados no lo
prohíban por ley, ya que el uso de prendas religiosas por parte
de una profesora no es potencialmente peligroso para la laici-
dad del Estado. De esta manera quedan revocadas las senten-
cias anteriores en las que se apoyaba la decisión del Estado de
Baden-Wurtenberg de impedir el uso de simbología religiosa
en las aulas.
Sin embargo, anteriormente la Corte Federal Administra-
tiva en el mismo caso denegó el uso del velo islámico a la profe-
sora. El fundamento de la decisión se encuentra, de un lado, en
la neutralidad del Estado que determine que el profesor en
cuanto representante suyo en el aula no aparezca como una per-
sona meramente privada respaldando una determinada confe-
sión religiosa. De otro lado, en que la garantía constitucional de
la libertad religiosa exige que los alumnos sean protegidos de
posibles influencias estatales sobre religiones extrañas a ellos.
111
TEXTOS n. 0 5 y 6. Laicismo y laicidad
112
allí que las religiones monoteístas sean, en esencia, profunda-
mente antidemocráticas, y de allí también la necesidad de regu-
lar y controlar su actividad pública en nuestros días. Una de las
obligaciones del Estado consiste en defender la libertad religiosa de
sus ciudadanos, pero ello no sólo implica respetar las ideas de cada
uno, sino impedir que un individuo o un grupo intente imponer
sus creencias a los demds.
Por ello, creo que el debate sobre los límites de la laicidad no
debe ser percibido como un combate específico contra el islam,
sino que debe ser analizado desde una perspectiva más amplia.
Sin duda, el fanatismo musulmán es un problema que afecta de
modo especial la vida de las sociedades modernas, pero es necesa-
rio recordar que este fenómeno no es exclusivo del islam y que
también existe entre numerosas comunidades cristianas y judías.
Del mismo modo, aunque ciertos sectores feministas se oponen
al uso del velo a fm de luchar contra la discriminación de la mu-
jer, creo que tampoco debemos privilegiar este enfoque a la hora
de abordar este problema: como otros sectores feministas han ad-
vertido, numerosas mujeres musulmanas afirman usar el velo li-
bres de cualquier presión masculina, sin que ello las haga sentirse
inferiores o sometidas (de seguro una monja católica aplicaría el
mismo razonamiento). Por ello, a la hora de dirimir esta cuestión
resulta mejor adoptar una perspectiva general que busque regular
el comportamiento público de todas las religiones.
En contra de lo que pueda pensarse, el uso de símbolos reli-
giosos en lugares públicos, y particularmente en las escuelas es-
tatales, no es una decisión personal como cualquier otra. Si bien
es cierto que, como advirtió José Vidal-Beneyto en estas mismas
páginas, en términos absolutos un velo no es más que una
prenda de vestir -y un crucifijo un adorno de madera, y un so-
lideo una especie de sombrero-, en el fondo se trata de objetos
cargados de connotaciones y, lo que es peor, implican una acti-
tud profundamente discriminatoria. Quien ostenta estos admi-
nículos no sólo trata de mostrar un rasgo individual, ni de ador-
narse, ni de distinguirse de los demás, sino de excluir a quienes
no lo utilizan del dominio de la verdad.
113
Creo que éste es el argumento nodal de la discusión, y el
único que permite celebrar la decisión del presidente Chirac de
implementar una ley prohibiendo la exhibición ostensoria del
velo islámico y de cualquier otro símbolo religioso en las escue-
las. Al hacerlo, el Estado francés no discrimina a quienes usan
estos símbolos, sino que protege de la discriminación a quienes
no los utilizan. Aunque no sean conscientes de ello, las niñas
que emplean el velo islámico, los niños que exhiben grandes
crucifijos o los que llevan kippas en la cabeza quieren mostrar
que pertenecen a una comunidad privilegiada. De manera tá-
cita, pero no por ello menos poderosa, las religiones monoteís-
tas inducen a sus fieles a condenar a quienes no comparten su
fe: sólo quienes piensan como ellos poseen la Verdad -sólo
ellos se salvarán en la vida ultra terrena-, mientras que los otros,
esos otros que no profesan sus creencias, terminarán en el in-
fierno o en el limbo (o, en el mejor de los casos, graciosamente
perdonados por un Dios compasivo). La misión de las escuelas
públicas debe ser, pues, la contraria: enseñar a los niños las coinci-
dencias éticas y morales de las grandes religiones históricas, pero
privdndolas, eso sí, de su cardcter de verdades eternas y reveladas.
Oponiéndose a esa visión del mundo que se obstina en separar a
los creyentes de los ateos y a los fieles de los herejes -y, de paso,
al eje del bien del eje del mal-, las escuelas públicas deben ser-
vir para inculcar en los niños el verdadero respeto hacia las ideas
de los otros, la verdadera tolerancia, la verdadera búsqueda de la
igualdad. Las escuelas públicas deben ser el fundamento de la vida
democrdtica y el lugar donde los niños aprendan que las verdades
absolutas no existen y que uno debe defender sus ideas por medio
del didlogo y la razón. (... ) En una época que se pretende conci-
liadora, incluyente y democrática, el único ámbito posible para
la religión debe ser el privado: el de los hogares, los templos, las
escuelas y las organizaciones confesionales. Tal como Jesús ex-
pulsó a los mercaderes del templo, nosotros debemos expulsar a
Dios de las escuelas. (En cualquier caso, recordemos que el Es-
tado laico mexicano, nacido del horror decimonónico hacia la
Iglesia católica, era hasta hace poco más severo que el francés: la
114
prohibición de usar atuendos religiosos -lo que la ley denomi-
naba 'ropas talares'- se extendía a todos los lugares públicos,
incluida la calle.) Como ha señalado recientemente el novelista
francés Michel Houllebecq, ganándose la ira de todos los secto-
res fundamentalistas, el monoteísmo pudo haber sido una gran
invención en la antigüedad, pero resulta extremadamente peli-
groso en nuestros días. Frente a los fandticos cristianos, judíos y
musulmanes que siguen dispuestos a morir en jerusalén -y en mu-
chas partes del mundo- para defender su particular versión de la
Verdad, nos queda el recuerdo del viejo y tolerante politeísmo griego
y romano a partir del cual surgió la democracia. La única forma
de convivir pacíficamente en nuestro tiempo, a pesar de nues-
tras infinitas diferencias, consiste en mantener un espacio pú-
blico laico -libre de absolutos-, donde cada uno acepte que
sólo posee una verdad parcial que necesita confrontar y armoni-
zar día a día con las verdades parciales de los otros.»
115
porque el liberalismo político, si se lo toma en serio, exige que to-
dos los ciudadanos sean tratados con igual consideración y res-
peto, que la vida compartida se articule de tal forma que no se
sientan unos tratados como ciudadanos de primera y otros
como ciudadanos de segunda.
Es ciudadano aquél que es su propio señor junto a sus igua-
les en el seno de la comunidad política, y esta noción de ciuda-
danía resulta ser revolucionaria: exige asegurar a todos los ciuda-
danos una base de igualdad tal que les permita llevar adelante
sus planes de vida, siempre que no impidan a los demás hacer lo
propio; no cortarlos a todos por el mismo patrón, sino garanti-
zar esa igualdad cívica desde la que puedan desarrollar libre-
mente sus proyectos vitales.
Ocurre, sin embargo, y aquí topamos a mi juicio con el
nudo gordiano de la cuestión, que la ciudadanía igual se puede
entender al menos de dos modos, según se interprete la idea de
igual dad, como ciudadanía simple o como ciudadanía compleja.
De entenderla de una forma u otra se siguen consecuencias in-
calculables.
En el primer caso se trata a los ciudadanos como iguales
cuando se eliminan todas las diferencias de religión, cultura, raza,
sexo, capacidad física y psíquica, tendencia sexual, y nos queda-
mos con un ciudadano sin atributos. Reconocer, por el contra-
rio, una noción compleja de ciudadanía implica aceptar que no
existen personas sin atributos, sino gentes cuya identidad se teje
con los mimbres de su religión, cultura, sexo, capacidad y opcio-
nes vitales, y que, en consecuencia, tratar a todos con igual res-
peto a su identidad exige al Estado no apostar por ninguna de
ellas, pero sí tratar de integrar las diforencias que la componen.
Entender la ciudadanía al modo simplista implica esforzarse
por borrar las diferencias en la vida pública, mientras que enten-
derla como compleja exige intentar gestionar la diversidad, arti-
culándola.
En lo que hace a la religión en concreto, históricamente se
han ido perfilando -a mi juicio- tres modelos de Estado, dos
de los cuales optan por el simplismo, por eliminar diversidades
116
que dificultan la gestión de la vida pública y son el modelo confe-
sional y el laicista, mientras que el tercero asume que la realidad
social es compleja y como compleja hay que tratarla. Es el Es-
tado laico, que se esfuerza por gestionar una sociedad pluralista.
En efecto, el Estado confesional se compromete oficialmente
con una religión determinada, con lo cual quienes optan por ella
son tratados como ciudadanos de primera y los demds quedan rele-
gados al papel de ciudadanos de segunda. Pero lo mismo ocurre con
el Estado laicista, aunque en versión contraria, que se empeña en
borrar de la vida pública cualquier símbolo religioso, como si fuera
algo obsceno que hay que recluir en la vida privada, condenando a
los creyentes de distintas religiones a la ciudadanía de segunda divi-
sión. Ciertamente, en España hemos vivido décadas de confesio-
nalismo y en los «Países del Este» vivieron décadas de laicismo, y
la experiencia no ha sido positiva en ninguno de los dos casos,
porque ambos matan la vida al intentar mutilar la diversidad de
la realidad social.
Pero existe una tercera forma de Estado, el Estado verdadera-
mente laico, que no apuesta por una religión determinada ni por
borrarlas a todas de la vida pública, sino que intenta articular insti-
tucionalmente la vida compartida de tal modo que todos se sientan
ciudadanos de primera, sin tener que renunciar a la expresión de sus
identidades. Es, creo yo, la forma de Estado coherente con una
sociedad pluralista, en que las gentes llevan el bagaje de distintas
culturas, lenguas, capacidades desde las que se identifican, pero
también de distintas religiones o de ninguna de ellas. Y precisa-
mente porque la identidad se teje desde la diversidad, el Estado
laico y la sociedad pluralista asumen como irrenunciable la cui-
dadosa construcción de una ciudadanía compleja en lo que se re-
fiere a las distintas dimensiones de la identidad personal.
Es ésta sin duda una tarea difícil y delicada, que precisa
tanto el concurso del Estado como el de la sociedad civil para
llevarse adelante con éxito. Del Estado requiere neutralidad, no
entendida como distanciamiento de todas las creencias, sino
como la negativa a optar por una de ellas en detrimento de las
demás, pero a la vez como compromiso activo en la labor de ar-
117
ticular de tal modo las instituciones públicas que todos los ciu-
dadanos puedan expresar serenamente su identidad. La sociedad
civil, por su parte, debería ir incorporando esa virtud central en
el mundo pluralista que es el respeto activo, el hábito de respetar
activamente las creencias o no creencias religiosas que, aunque
no se compartan, sean respetables. No todas las opciones son
respetables, sí lo son las que comparten los mínimos de justicia
propios de una ética cívica, comprometida con la igual dignidad
de las personas.
Privatizar las religiones y las distintas morales no es la solución,
porque las gentes tienen derecho a expresar su identidad en público,
siempre que no atente contra los mínimos de la ética cívica. Tampoco
es buena consejera en este negocio la «heurística del temor», la
tendencia a agitar el espantajo del fundamentalismo para reprimir
cualquier expresión de fe religiosa, identificando «religión» con
«fundamentalismo» y tirando al niño con el agua de la bañera. Ni
es de recibo asustar al mundo occidental con la especie de que el
musulmán trae convicciones fuertes con las que nos van a avasa-
llar, no por el valor de lo creído, sino por la fuerza de la convic-
ción. Da la impresión de que más que a otra cosa tememos a nues-
tra propia «falta de fe» en el valor de la dignidad personal, en la
necesidad urgente de proteger los derechos de todos los seres hu-
manos. Más que a otra cosa tememos a nuestra anemia en convic-
ciones morales, que necesita dosis ingentes de vitaminas.
La tarea del orfebre, que intenta engarzar las piedras con pa-
ciencia y esmero, es la que ha de asumir el Estado laico. El res-
peto activo a quien piensa de forma diferente es la virtud de una
sociedad civil realmente pluralista. Pero también las religiones
tienen que hacer sus deberes, y en vez de intentar avasallar o
presentarse como armas arrojadizas, enterarse de una vez porto-
das que la opción de fe es radicalmente personal, que nadie
puede imponerla. Que sólo desde la libertad puede invitarse a
ella, como sólo desde la libertad puede aceptarse.»
118
TEXTO n. 0 7. El judaísmo y la secularización.
119
listas, pero estos últimos ejercen en los primeros una poderosa
influencia por lo que respecta a la halajd [la ley], la teología y la
cultura. Lo mismo es cierto, en buena medida, en Israel.
Tampoco han conseguido los dirigentes de la ortodoxia re-
solver lo que se reconoce ampliamente como deficiencias de la
halajd, que tienen que ver principalmente con cuestiones de
condición personal. El más agudo de estos problemas tiene que
ver con la condición de la agund y el mamzer*. (... )
Un tercer tema polémico es el matrimonio de levirato y la
halitsd. Si un esposo muere sin hijos, la Biblia (Deuteronomio
25,5-10) prescribe que su hermano se case con ella y tenga un
hijo con ella para perpetuar el nombre de su hermano difunto.
Esto se denomina matrimonio de levirato. Si se niega a casarse
con la viuda de su hermano debe tener lugar la ceremonia cono-
cida como halitsd: ella le quita a él el zapato, le escupe en la cara
y dice: «Así hay que hacer con un hombre que no quiere recons-
truir la casa de su hermano». Se han suscitado objeciones tanto
al matrimonio de levirato como a la halitsd por diversos moti-
vos. En Israel el matrimonio de levirato fue abolido en 1950,
pero la halitsd se sigue practicando. Pueden surgir otros proble-
mas si el hermano es un niño o un menor, si vive lejos o en pa-
radero desconocido, si se niega a sufrir la halitsd o si no es judío
o ha adoptado otra religión.
Estos tres aspectos de la halajd, junto con otros que han
atraído críticas, afectan principalmente a los judíos ortodoxos y
tradicionalistas. El judaísmo reformista ha rechazado los tres. El
judaísmo conservador no reconoce el matrimonio de levirato y
es más flexible que la ortodoxia en su manera de tratar a la agund
y al mamzer.
120
La condición de las mujeres y su lugar en el culto y en la
vida pública judíos es otro aspecto que preocupa especialmente
a la ortodoxia. El judaísmo reformista y el conservador han
aceptado el principio de la igualdad de los sexos, pero la ortodo-
xia se ha negado sistemáticamente a hacerlo y no da señales de
avance en esta dirección. El acercamiento al tradicionalismo mi-
lita contra este avance. Falta por ver si este movimiento conse-
guirá conservar su atractivo defendiendo una postura que pa-
rece estar tan fuera de tono con la vida contemporánea.»
121
CAPÍTULO 111
ÉTICA Y RELIGIÓN.
Ética pública y éticas privadas
123
orientar las prácticas personales y comunitarias, una ética
laicista considera imprescindible para la realización de las
personas eliminar de su vida el referente religioso, extir-
par la religión, porque ésta no puede ser sino fuente de
discriminación y degradación moral.
Por el contrario, la ética cívica es una ética laica, no
hace ninguna referencia explícita a Dios ni para tomar
su palabra como orientación ni para rechazarla. No cie-
rra la ética y la política a la religión, las deja abiertas,
pero tampoco afirma que la religión es el único funda-
mento de la moral. La ética laica puede ser asumida por
creyentes y no creyentes siempre que no sean fundamen-
talistas religiosos o fundamentalistas laicistas» (Adela
Cortina, Ética civil, Lección inaugural de la Universidad
Ramón Llull, 1-X-97).
124
moral requiere alguna reflexión sobre las relaciones entre
la ética y la religión.
125
puede, ni siquiera para los creyentes en algún credo reli-
gioso, hacer superflua a la ética. Ésta no es una alternativa
para quien carece de una fe religiosa. Por ser una refle-
xión de la razón humana sobre la vida humana, es claro
que afecta a todo hombre, sea creyente o no. La dimen-
sión moral es esencial al ser humano. La religión puede
ofrecer una nueva luz o unas motivaciones añadidas para
llevar a cabo determinadas acciones, ya sean las mismas
que nos muestra la ética o exigencias morales cuyo conte-
nido sobrepasa las que puede descubrir la ética en un exa-
men meramente racional. Pero, en todo caso, no ha de
haber contradicción ni incompatibilidad entre la moral
religiosa y las exigencias de la ética: estaríamos, o ante
una religión inhumana o ante una ética mal planteada29 •
Porque además, teniendo en cuenta que vivimos en
una sociedad pluralista, si un creyente no es capaz de en-
contrar otras razones que las religiosas como justificación
de la conducta recta, está a un paso del fundamentalismo.
Una moral que tiene como punto de partida la fe, al ser
de carácter sobrenatural, no puede ser exigida o impuesta
a los demás, precisamente porque la fe no se alcanza
como consecuencia de una evidencia o de un razona-
miento (se define a sí misma justamente como un don
sobrenatural). Sin embargo, la ética, por su carácter más
básico, por apelar al ámbito natural del hombre, no se
funda en creencias, sino en razones asumibles por todos,
tengan fe o no. En este sentido resultan demagógicas las
argumentaciones según las cuales, por ejemplo, estar en
126
contra del aborto o de la eutanasia, es una cuestión de fe
religiosa y nada más.
127
sales éticos», es decir, unos principios morales comunes
en los temas fundamentales (no matar, no robar, no men-
tir, respetar a los padres, educar a los hijos, etc.), que esta-
rían presididos por la llamada regla de oro: «no hagas a los
demás lo que no quieras que te hagan a ti».
Y es que todas las grandes religiones admiten unas
mismas verdades básicas sobre el hombre como ser creado
por Dios. Así, numerosas normas morales se derivan del
reconocimiento de la vida como un don de Dios. Ésta se-
ría la fuente del respeto que merece el ser humano y, por
tanto, entre otras cosas, de:
128
de la moral superior a la mera ley, como puede verse en
las Bienaventuranzas y en el llamado «mandamiento
nuevo». El Islam, admitiendo en esencia los preceptos del
decálogo, tiende a ver la moral como el cumplimiento de
unos ritos o preceptos ordenados por Dios para que el
hombre demuestre su efectivo sometimiento a Él (los
cinco pilares del Islam).
129
«Üs doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como Yo os he amado así os améis
también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán
todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos
a los otros» (Juan 13, 34-35).
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos
es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, por-
que ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los
que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de co-
razón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que
trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de
Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justi-
cia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventura-
dos seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Ale-
graos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande
en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los
profetas anteriores a vosotros» (Mateo 5, 1-12).
130
nes libremente así lo eligieran. En cambio, una ética de
minimos consistiría en la aceptación de un mínimo ético
de valores y actitudes -entre ellos, la tolerancia ante idea-
les ajenos- comunes a todos los miembros de una socie-
dad pluralista. En la misma línea parece ir el «proyecto de
ética mundial» (Projekt Weltethos) o universal, por parte
de intelectuales como Hans Küng.
Según Küng (ex-teólogo católico), lo que tendrían que
hacer las iglesias es una especie de gran concilio ético de
cuyo seno salga una propuesta unitaria y esencial: el mante-
nimiento de la paz mundial y los derechos humanos. El
contenido auténtico de la religión no sería otro que esto.
Ahora bien, como ha señalado José María Barrio, lo que no
está claro en el planteamiento de Küng es que para llegar a
tal Ethos mundial las iglesias o las religiones tengan que ca-
llarse lo que realmente les interesa, a saber, no cómo hacer
más cómodo este mundo, sino cómo hacerlo más parecido
al que diseñó Dios al crearlo. El problema ético-religioso,
en su consistencia más profunda, se refiere no tanto a cómo
caminar por este mundo sino en cómo llegar al otro, cierta-
mente a través de éste. En cambio, lo que plantea Küng es
que cada religión habría de olvidarse, al menos mientras no
haya paz mundial-es decir, hasta el otro mundo- de sus
concretas propuestas dogmáticas y morales, pues eso lleva a
la división y no a la armonía. Las convicciones son prisio-
nes, como diría Nietzsche, y es mejor, para preservar la to-
lerancia y la buena armonía, que no tengamos demasiadas
convicciones, o que si las tenemos, no nos las creamos de-
masiado y nos las guardemos, en todo caso, para nosotros
solos pues, como suele decirse, todo el que tiene una biblia
acaba dando bibliazos en la cabeza a quien no la comparte
con él. Pero para alguien que posea una convicción reli-
giosa, estar en posesión de la verdad no significa otra cosa
131
que estar posefdo por la Verdad, lo cual no tiene por qué de-
sembocar en intolerancia e imposición, sino que puede ser
ofrecido como una propuesta para ser aceptada libremente.
En todo caso, la propuesta de Adela Cortina puede
enfocarse de otro modo. No se trataría tanto de destacar
un mínimo común compartido, como de establecer una
distinción entre aquellos preceptos que la ética pueda re-
conocer como obligaciones de justicia y aquellas pautas de
conducta que van más allá de dicha obligación moral (por
ejemplo, amar a los enemigos). El reconocimiento de un
ámbito moral no exigible como deber -la realización de
ciertos valores ideales- es algo normal en la mayoría de
las teorías éticas. Por ello, quizá la noción de «ética de mí-
nimos» no sea demasiado afortunada, pues sugiere que, si
fuera el caso, uno tendría que renunciar a valores que
considera irrenunciables con tal de alcanzar un consenso.
Pero si uno, pongamos por caso, entendiera que el aborto
o la pena de muerte son crímenes intolerables, no parece
de recibo que se le pida desdramatizar el asunto porque
no todo el mundo está de acuerdo.
En otras palabras, la apelación a unos criterios de justi-
cia exigibles a todos los hombres está en relación con la exis-
tencia real de diversos niveles morales (lo prohibido, lo obli-
gatorio, lo permitido, lo valioso que excede el deber ... ),
más que con la búsqueda de unos mínimos comunes a toda
concepción moral. La noción de mínimos morales se referi-
ría entonces a ese nivel ético de lo obligatorio, o prohibido
(es decir, aquello que hay obligación de evitar).
132
por lo menos de igual fuerza (... ). Por el contrario, resulta
claro que otras exigencias no tienen carácter tan estricto,
sino que son más bien exhortaciones que auténticas pre-
tensiones. Ponen un ideal ante nosotros, algo mejor, óp-
timo o sumo, sin que vivamos respecto de ellas una estricta
obligación de realizarlas» (Hans Reiner, «Fundamentos y
rasgos fundamentales de la ética», en Vieja y nueva ética,
Revista de Occidente, Madrid, 1964)
133
discípulos, más bien minoritario. Ahora bien, el pluralismo
de las sociedades modernas requiere acudir a fuentes dis-
tintas de la religión para justificar las propuestas éticas. Esta
es la principal razón de la importancia de una ética filosó-
fica o «racional», potencialmente asumible con indepen-
dencia de las convicciones religiosas que se sustenten. No
quiere decirse que una ética de base religiosa sea irracional,
sino, simplemente que al no ser alcanzable por el mero uso
de la razón, difícilmente puede ser exigida para todos.
Sin embargo, la apelación a una ética filosófica como
punto de encuentro entre creyentes y no creyentes, no
está exenta de dificultades, pues a nadie se le escapa que
existe un buen número de éticas filosóficas, todas ellas
con la pretensión de dar razón de lo que está bien y lo
que está mal, lo que debe hacerse y lo que no. Sin ánimo
de exhaustividad, pueden destacarse tres concepciones
fundamentales de la ética:
134
en cualquier situación dada es el que producirá el mejor
resultado total, juzgado desde un punto de vista imperso-
nal que da igual peso a los intereses de todos. Para ello:
1) Propone un criterio para ordenar los estados de cosas
totales de mejor a peor. 2) Defme la acción correcta como
aquella que produce el más alto de los estados de cosas
que pueden producir los agentes en su situación» (Sa-
muel Scheffler, Consequentialism and its critics, Oxford
University Press, 1988)
135
la peculiaridad de considerar la ética como una fase
transitoria (la vida racional) que, aunque supone una
superación de la fase estética (la vida sensual), el hom-
bre está llamado a superar a su vez mediante el salto a la
esfera religiosa, el salto de la fe, donde el hombre mues-
tra su grandeza al reconocer su responsabilidad última
para con Dios 30 •
136
Se entendería por ética pública aquella que marca unas
«reglas de juego» generales, incorporadas por el Derecho
para hacer posible la vida pública, la convivencia. Sería
una ética procedimental: lo único que importa es el pro-
cedimiento mediante el cual se establecen dichas reglas, a
saber, un consenso derivado del diálogo racional. Mien-
tras que la ética privada consistiría en los valores que cada
cual quiera personalmente asumir por las razones que sea
(religiosas o no), siempre que se respete el marco estable-
cido por la ética pública. En el fondo es una distinción
muy similar a la de ética de mínimos y ética de máximos.
Los problemas surgen cuando nos preguntamos qué con-
tenidos habrían de tener tales éticas.
Por un lado, la ética pública no incluiría unos conte-
nidos concretos, pues su función sería meramente la de
garantizar las condiciones que posibiliten la elección por
parte de cada uno de su plan de vida personal. Sin em-
bargo, ¿qué garantiza que las reglas establecidas según los
procedimientos adecuados van a posibilitar tal elección?
Por otro lado, no parece que podamos determinar qué
contenidos han de estar presentes en una ética privada,
pues ésta incluiría los que cada uno quisiera darle. Con
estas premisas, da la impresión de que la ética podría con-
sistir en cualquier cosa.
La ética pública señalaría los límites que las éticas pri-
vadas no pueden traspasar. Pero, ¿cómo podría hacer esto
sin señalar unos contenidos precisos? La ética pública,
aunque se presenta como neutra, incluye unas normas
concretas, quiéralo o no. Imaginemos que se establece
como norma de ética pública la prohibición de practicar
cualquier religión. Si uno dijera que eso no puede ser (no
debe ser), es porque ya posee otros criterios (¿privados?)
de juicio, esto es, que no han sido determinados por con-
137
senso. Las normas éticas no pueden ser tales sólo porque el
derecho las establezca según un determinado mecanismo
jurídico. La tolerancia misma, asumida como un valor de
ética pública, ¿acaso no procede de una particular convic-
ción, esto es, de una ética «privada»? Lo mismo ocurre con
cualquier otra norma aspirante a formar parte de una ética
pública (respetar la vida de los demás, no discriminar por
razones de sexo, raza o religión, pagar salarios justos, etc.).
Uno puede aceptar normas de este tipo precisamente por
convicción, porque las considera valiosas de por sí, no por-
que hayan sido establecidas por procedimientos democrá-
ticos. Por ejemplo, ¿por qué nadie tiene derecho a impo-
ner sus convicciones por la fuerza? Porque eso atentaría
contra la dignidad humana. Pero la dignidad humana es
un valor verdadero no sólo porque lo reconozca el dere-
cho. También lo es cuando no se reconoce plenamente.
El problema surge de la confusión que produce la ex-
presión «privada» aplicada a la ética, pues sugiere una
ética arbitraria, cuyo valor descansaría única y exclusiva-
mente en haber sido elegida por un sujeto. Sin embargo,
cuando uno dice «no debe utilizarse a las personas como
si fueran cosas», no está planteando simplemente un plan
de vida íntimo y personal para relacionarse con las demás
personas, sino que entiende que dicha proposición afirma
algo objetiva y universalmente verdadero, potencialmente
aceptable por todo el mundo.
Aunque no se pueden identificar los valores con las valo-
raciones sociológicamente mayoritarias, tampoco se puede
negar la importancia de que los valores morales, de cara a su
efectiva vigencia, conserven un cierto grado de evidencia co-
mún. Ello significa, cabalmente, que «Un enunciado verda-
dero (acreditado como tal por la evidencia inmediata o me-
diata) es un enunciado al que esencialmente pertenece el
138
'merecer-ser-intersubjetiva' y que, de esta suerte, aunque in
actu no esté teniendo una intersubjetividad fáctica, posee,
no obstante, una intersubjetividad ideal: fundamenta un
consenso que puede no darse nunca, pero no sólo es posible,
sino que debe darse, siendo este 'deber-darse' una necesidad
ideal y, por lo mismo, algo enteramente independiente de
las contingencias o eventualidades del acontecer subjetivo»32 •
No todo el mundo, pues, acepta esta distinción tajante
entre ética pública y ética privada: sólo puede haber una
ética, la que corresponde a lo que el ser humano es. Cierta-
mente éste tiene una dimensión privada y una pública.
Pero, ¿por qué la ética habría de exigir conductas distintas
según el ámbito de que estemos hablando, de suerte que,
por ejemplo, sería lícito mentir en la vida privada y no en la
vida pública, o viceversa? Si, por ejemplo, encontramos que
la sinceridad es un valor, parece que habría de serlo siempre.
139
creyentes o no, tiene un origen religioso. Es en el marco
de las religiones donde aparecen las apelaciones a un
mundo nuevo, transformado. Dicha transformación afec-
taría, por supuesto, a cada hombre, pero también a la co-
munidad humana considerada en su conjunto.
140
das, no sin cierto fundamento, de insistir en ello a costa
de olvidarse de las cuestiones terrenales. Sin embargo, tal
concepción religiosa de la vida ha sido también un motor
para intervenir en el devenir histórico con una meta en el
horizonte, es decir, buscando disponer las cosas conforme
al ideal del paraíso futuro.
Dios y la ciudad de los hombres, la del Bien y la del mal, digamos; pero
ambas convivirían juntas hasta después del final de los tiempos. Para el
cristianismo, el «mundo nuevo>> (<mn cielo nuevo y una tierra nueva>>) es
algo metahist6rico, es decir, que está más allá de la historia. Una de las
primeras explicaciones de la historia que plasman el estado final perfecto
dentro de la historia, es la del te6logo Joaquín de Fiare (siglo XII) que di-
vidía la historia en la Edad del Padre, la Edad del Hijo y la fase final o
Edad del Espíritu Santo, concibiendo, pues, el logro del estado ideal final
como algo intrahist6rico. A partir del Renacimiento, comenzaron a proli-
ferar -por influjo no s6lo cristiano, sino también de la República de Pla-
t6n-las descripciones de sociedades ut6picas, como Utopla (1516), de
Tomás Moro, que origina el término, la Ciudad del Sol (1602), de Tom-
maso de Campanella, o La Nueva Atldntida (1627), de Francis Bacon.
141
timo para cuyo logro se destinan todos los esfuerzos. In-
dudablemente, este modo de enfocar la existencia ha te-
nido enormes repercusiones en lo que se refiere a la me-
jora de las condiciones de la vida humana, propiciando la
lucha contra las injusticias de forma desinteresada. Mu-
chas personas han gastado sus vidas incluso a sabiendas de
que ellas mismas tal vez no llegarían a ver los resultados.
Desde un planteamiento creyente, existe el convenci-
miento de que dicho estado ideal será alcanzado plena-
mente, al menos en la otra vida. Situar la consecución de
dicho ideal social en el tiempo presente, como algo in-
trahistórico, es característico de las posiciones fundamen-
talistas que, como suele decirse, «pretendiendo a toda
costa alcanzar el cielo en la tierra, terminan trayendo un
infierno». Es también el caso de algunas «teologías de la
liberación» que han convertido la religión en política.
Esto último -la pretensión de instaurar a toda costa
el «cielo» en la tierra- ha sido también característico de
algunas teorías, que, en el fondo representan doctrinas re-
ligiosas secularizadas. Es el caso de las teorías políticas
que entienden que en última instancia la historia ha de
desembocar en un sistema final perfecto y que, para ello,
cualquier medio es lícito. Tal vez el caso más paradigmá-
tico haya sido el comunismo marxista. Es entonces
cuando las utopías pasan de ser un positivo factor de cam-
bio y transformación social para convertirse en justifica-
ción de las mayores aberraciones.
En el ámbito religioso, hoy día los planteamientos utó-
picos pueden verse reflejados sobre todo en determinados
fundamentalismos de origen islámico, que pretenden la
implantación, forzada violentamente si es preciso, de una
sociedad a la medida de los presuntos deseos de Dios.
142
APÉNDICE:
TEXTOS Y DOCUMENTACIÓN
143
4. Nos comprometemos a defender el derecho de toda per-
sona humana a vivir una existencia digna, según al propia iden-
tidad cultural y a formar libremente una familia.
5. Nos comprometemos a dialogar con sinceridad y pacien-
cia, sin considerar lo que nos diferencia como un muro imposi-
ble a superar, sino por el contrario reconociendo que el encuen-
tro con la diversidad de los demás puede convertirse en una
oportunidad para mejorar la comprensión recíproca.
6. Nos comprometemos a perdonarnos mutuamente los
errores y prejuicios del pasado y del presente, y a apoyarnos en
el común esfuerzo por derrotar el egoísmo y la prepotencia, el
odio y la violencia, así como a aprender del pasado que la paz
sin la justicia no es una auténtica paz.
7. Nos comprometemos a estar de la parte de los que sufren
a causa de la miseria y el abandono, haciéndonos portavoces de
quien no tiene voz y trabajando concretamente para superar tales
situaciones, con la convicción de que nadie puede ser feliz solo.
8. Nos comprometemos a hacer nuestro el grito de quien
no se resigna a la violencia y al mal y queremos contribuir con
todas nuestras fuerzas para dar a la humanidad de nuestro
tiempo una esperanza real de justicia y de paz.
9. Nos comprometemos a alentar toda iniciativa que pro-
mueva la amistad entre los pueblos, convencidos de que el pro-
greso tecnológico, cuando falta un entendimiento solidario en-
tre los pueblos, expone al mundo a crecientes riesgos de
destrucción y muerte.
1O. Nos comprometemos a pedir a los líderes de las nacio-
nes que hagan todos los esfuerzos posibles para crear y consoli-
dar, a nivel nacional e internacional, un mundo de solidaridad y
paz, basado en la justicia.
144
postura característica de nuestra época, el individualismo libe-
ral, Íntimamente ligada a una noción de ética pública que no
deja lugar para una concepción objetiva y compartida del bien y
la justicia.
145
por las formas varias de orden político; y la respuesta a la pre-
gunta de quién debe gobernar será quien quiera que tenga tanto
las habilidades como el interés de mantener o de promover cada
tipo de orden. El tipo de orden que cada cual promueve depen-
derá, por supuesto, de sus propios intereses. La política como
un estudio teórico se concierne primariamente, desde esta pers-
pectiva, con el punto máximo en el que los intereses rivales pue-
dan promoverse y, sin embargo, permanecer conciliados y con-
tenidos por un único orden.
Por contraste, para aquellos cuya lealtad fundamental queda
de parte de los bienes de la excelencia, la política en cuanto es-
tudio teórico tiene que ver primariamente con la manera en que
el respeto hacia la justicia concebida relevantemente pueda pro-
mocionarse, de modo que favorezca una comprensión compar-
tida y lealtad hacia los bienes de la polis y sólo secundariamente
hacia los conflictos de interés, especialmente en la medida en
que puedan ser destructivos del movimiento hacia una com-
prensión compartida y hacia la lealtad.»
146
cucho argüir de ese modo. Lo primero que se da aquí por su-
puesto, de forma indebida, es que los profesores de SCR van a
dedicar la asignatura a impartir los citados valores democráticos.
Y es que no es eso. No estamos ante una Formación del espíritu
constitucional, o democrático, por parafrasear el nombre de la
denostada «maría» del franquismo. La asignatura tiene como
objeto mostrar cómo las sociedades han vivido, a lo largo del
tiempo, la relación con Dios, y cómo esa relación se ha hecho
cultura. En ese gran contexto, la democracia y las constituciones
son meras anécdotas. Pero, además, late el prejuicio de que la re-
ligión no forma. Estudiar religión sería como un capricho, o un
lujo, que los creyentes se permiten. Algo así como un taller de
macramé o de bailes de salón. Por eso insisten en que se imparta
en los despachos parroquiales. Y, sin embargo, la realidad es la
contraria. Los chicos que no estudian religión se ven privados
de la más auténtica fuente de los valores. La democracia y la
constitución son entes contingentes, o sea, que existen pero po-
drían no existir, si hubiésemos inventado formas mejores de
convivencia. Y no fundan ningún valor. Los valores en ellas con-
tenidos emanan de algo externo a sí mismas. Sin religión (o sin
ética, o sin historia, según creencias) los «valores constituciona-
les» tienen los pies de barro.
Derechos humanos, igualdad, pluralismo político ... ¿Qué
significa eso para quien no sabe en qué se diferencia de un toro?
Stalin y Hitler fueron fruto de filosofías. ¿Qué puede salir de
unas cabezas alimentadas con códigos?»
147
demás como fines y no como medios» o «hay que cumplir las
promesas» pertenecerían a una ética «privada», de donde se de-
duciría que entonces no tienen por qué ser válidas para todos.
Frente a esa posición, Termes arguye que, o bien la ética pública
no contiene norma alguna y es un concepto vacío, o bien toma
sus contenidos de una concepción determinada.
148
nuestro plan de vida para alcanzar el bien, la virtud, la felicidad
o la salvación; es decir, para elegir libremente nuestra ética pri-
vada. Supone la ética pública un esfuerzo de racionalización de
la vida política y jurídica para alcanzar la humanización de to-
dos. Es un medio para un fin, que es el desarrollo integral de
cada persona.
La ética privada es una ética de contenidos y de conductas
que señala criterios para la salvación, la virtud, el bien o la felici-
dad, es decir orienta nuestros planes de vida. Es cauce directo
para la humanización. Puede ser religiosa o laica, y su meta es la
autonomía o independencia moral. Tiene dos dimensiones, la
individual y la social. La primera tiende directamente al obje-
tivo de regular nuestra conducta a su fin último, mientras que la
segunda lo hace a través de nuestras relaciones sociales con las
demás personas. Un ejemplo de esta segunda son los principios
de que hay que tratar a los demás como fines y no como medios
o de que hay que cumplir las promesas.
La ética privada puede ser obra de uno mismo, o asumida
desde la propuesta de una Iglesia o de una concepción filosófica.
En todo caso la autonomía es un rasgo necesario de la ética pri-
vada en tanto en cuanto exige o la creación o la aceptación per-
sonal de esos criterios de comportamiento. Además tiene que
ser susceptible de ser ofrecida a los demás como una ley general,
y este requisito de la universalidad parece que se cumple auto-
máticamente con la doctrina de una Iglesia, y que exige mayor
cuidado en las concepciones éticas individuales. Una patología
de la universalidad existe cuando se piensa que, llevada a sus úl-
timas consecuencias, exige convertir a la ética privada en ética
pública, que se enfrenta con la tolerancia y con el pluralismo,
que son rasgos esenciales de este proceso de racionalización de la
ética pública, en su relación con el poder y el Derecho.
Para entrar en el núcleo del tema, los reduccionismos, o los
errores que vician el sentido de la relación, se producen cuando
desde una ética privada, que es sólo de sus creyentes, se pretende
extender sus preceptos al conjunto de los ciudadanos que no son
todos creyentes de esa ética privada. Se identifican verdad y líber-
149
tad, como lo hace Juan Pablo 11 en la «Veritatis Splendor» y se
quebranta el pluralismo de propuestas de ética privada, y tam-
bién de ética pública. Es la tentación fundamentalista de las reli-
giones en general. Algunos críticos radicales piensan que esta pa-
tología es consustancial a toda postura religiosa y que sólo una
aproximación laica es compatible con la ética pública de la mo-
dernidad. Aunque yo me sitúo en un punto de vista laico, creo
que existen posiciones religiosas moderadas o no fundamentalis-
tas, compatibles con el pluralismo, en concreto la que represen-
taron los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI y el Concilio
Vaticano 11, en su Constitución sobre la Iglesia en el mundo ac-
tual. Es cierto que el auge de ciertos institutos seculares, su in-
fluencia doctrinal y la doctrina de la «Veritatis Splendor», pro-
porcionan sólidos argumentos a aquellos sectores radicales.
El reduccionismo contrario se produce cuando se pretende
imponer la ética pública como ética privada, es decir, cuando la
moralidad pública de un Estado y de su Derecho, son, al mismo
tiempo, ética privada de sus ciudadanos, a los que se convierte,
por esa razón, también en creyentes. Es la patología del Estado
totalitario, tanto en su versión nazi como stalinista, marxista-le-
ninista. Tanto el creyente ciudadano, como el ciudadano cre-
yente, son dos modelos a rechazar como expresión de una con-
fusión indeseable entre ética pública y ética privada. Un
ciudadano puede ser al mismo tiempo creyente y todo creyente
es ciudadano, pero no hay una coincidencia o identificación en-
tre esas dos dimensiones de la persona, aunque sí puede haber
naturalmente influencias recíprocas.
En este caso, del segundo reduccionismo, naturalmente la
ética pública no es solamente una ética procedimental, sino
también una ética material de contenidos y de conductas. En el
primer reduccionismo, por el contrario, la ética privada no es
sólo una ética material, sino también procedimental. ( ... ) En
todo caso, el modelo de la ética pública de la modernidad es un
paradigma teórico que evita los dos reduccionismos que se con-
cretan en el Estado confesional y en el Estado totalitario. Es la
ética pública del Estado social y democrático de Derecho la que
150
expresa el valor y la proyección futura de la modernidad, frente
a sus críticos, y quizás el único camino para superar la compleji-
dad y la fragmentación.»
151
del individuo. De forma que no hay virtudes privadas y virtudes
públicas; la ética «pública» que, según Antonio Millán-Puelles, es
la que rige el comportamiento del humano, precisamente en
cuanto ciudadano, no es otra cosa que una concreción en este
campo, de las objetivas, permanentes y universales normas éticas.
Yo, obviamente, pienso tener razón, porque si no lo pen-
sara, me pasaría al lado de Peces-Barba, cosa que haría si algún
día sus argumentos me convencieran. De momento voy a inten-
tar rebatirlos, porque ser liberal, que no es ser indiferente, escép-
tico o cínico, no me impide defender mis propias convicciones.
Aunque nuestro conocimiento sea incierto, el convencimiento
de que la verdad existe es precisamente lo que justifica el diálogo
racional en busca de ella. Si la verdad no existe o cualquier cosa
puede ser verdad no vale la pena pensar.
Peces-Barba dice que la ética pública, que caracteriza como
«procedimental», ha de limitarse a ofrecer unas condiciones de
posibilidad para que la ética privada pueda ser elegida libremente,
para lo cual la ética pública debe limitarse al Derecho positivo o,
cuando este Derecho aún no esté establecido, a una «moralidad
crítica». Pero «crítica» en sentido kantiano significa precisamente
«condiciones de posibilidad». Es decir, para Peces-Barba, lo im-
portante es que la ética pública no ofrezca contenidos concretos.
En cuanto a la ética privada, la descripción que hace es tre-
mendamente vaga: cada uno debe tener «su plan de vida úl-
timo». Pero todos son igualmente lícitos. Se esgrime así la auto-
nomía o independencia moral como ideal de la ética privada.
De esta forma la ética privada también queda vaciada de conte-
nido. Si todo «plan de vida último» es igualmente legítimo, con
tal que cada individuo lo haya elegido libremente, la ética pri-
vada tampoco aporta contenidos concretos.
El resultado es que Peces-Barba cae en lo mismo que intenta
criticar. Para él, cuando se confunde ética privada y ética pú-
blica se arruina la tolerancia y el pluralismo. Este ha sido, según
él, el error de las Grandes Iglesias, a las que acusa de ser «críticas
con la modernidad», aunque no nos dice de qué «modernidad»
toma prestados los conceptos que maneja. Pero él, al vaciar de
152
contenido tanto la ética pública como la privada, de hecho las
está confundiendo; ambas tienen el mismo objetivo: una auto-
nomía absoluta, una libertad sin verdad.
Peces-Barba se muestra «generoso» cuando afirma que si
bien algunas actitudes religiosas caen en el fundamentalismo, él
piensa que eso no les pasa a todas las éticas religiosas. Y concreta
un poco más: en el fundamentalismo caen quienes confunden
verdad y libertad. Porque, según él, para que todas las opciones
privadas sean igualmente válidas, ninguna debe ser verdadera.
Esta es la triste consecuencia del relativismo o pluralismo mal
entendido: sin verdad que sirva de punto de referencia, nada es
mejor ni peor. Menos mal que Peces-Barba no lleva hasta el ex-
tremo su propia teoría, ya que al despojar la ética de la verdad,
él mismo está rozando el fundamentalismo, esa actitud que no
admite ninguna discrepancia. Porque negar la aspiración hu-
mana a conocer la verdad es racionalmente imposible. El mismo
hecho de negarlo implicaría ya la suposición de que se cree ver-
dadero lo que se está sosteniendo.
A la teoría de Peces-Barba se le suele aplicar la benevolencia
que sugiere José Antonio Marina en su «Ética para náufragos»
cuando trata de las éticas «procedimentales», esta palabreja que
nuestro catedrático de Filosofía del Derecho coloca en un ar-
tículo de periódico como si todo el mundo tuviera que saber de
qué se trata. Los predicadores de la ética procedimental tienen
tanto interés en demostrar que juegan limpio que actúan como
prestidigitadores: «nada por aquí, nada por acá», los procedi-
mientos van a actuar. Pero en el fondo estos procedimentalistas
aceptan muchas más cosas de las que reconocen. Aceptan que
todos los seres que intervienen en la búsqueda de consenso son
seres racionales, personas dignas; aceptan que todos admitirán
los limites que impone la convivencia; aceptan que cualquier
persona por el hecho de serlo está inclinada a respetar las deci-
siones justas; etcétera. ( ... )»
153
TEXTO n. 0 7. Utopía y libertad.
154
pensar que alguien pueda todavía creer en una «utopía» que ha
de mantenerse volviendo discretamente el rostro para no ver la
sangre de los muertos, y que no sabía que existiera el derecho
democrático de defender a los que escupen sobre los derechos
democráticos. ¿Pueden acaso existir el derecho democrático a la
segregación, a la lapidación, a la ablación? Los derechos demo-
cráticos son sólo derechos de los individuos, no de los grupos,
ni de las ideas, ni de los ideales (aunque sean utópicos), y son
sólo derechos democráticos si son democráticos. ¿Por qué no es
esto evidente para todo el mundo?
Piensen en Ezra Pound, que hizo una serie de retransmisio-
nes radiofónicas criticando el esfuerzo bélico americano en la 11
Guerra Mundial y se pasó doce años encerrado en un sanatorio
psiquiátrico. Piensen en Louis-Ferdinand Céline, que escribió
unos encendidos panfletos antisemitas y fue detenido y encarce-
lado. Piensen en P. G. Wodehouse, que contó humorosamente
por la radio cómo le habían hecho prisionero los alemanes, y
provocó en su país tal oleada de resentimiento que hubo de emi-
grar a Estados Unidos y vivir allí hasta el fin de sus días. ¡Qué
sensibilidad, Dios mío, qué ternura, qué consideración para con
las víctimas! ¡Por hablar, por escribir, por bromear, la cárcel, el
manicomio, el exilio! Pero ¿qué sucede con las víctimas del co-
munismo? ¿Por qué los intelectuales que han defendido y siguen
defendiendo a pleno pulmón esos sistemas siniestros no son juz-
gados y encarcelados? ¿Por qué no se ven obligados a exiliarse?
¿Es que las víctimas de Castro pertenecen a una clase especial de
seres humanos que no merecen nuestra compasión, nuestra ver-
güenza y nuestras lágrimas?
La Cuba de Castro, como China, como la URSS, no es una
utopía, ni lo fue jamás, ni estuvo a punto de serlo jamás, ni po-
dría haberlo sido jamás. Ser un «utópico» no es ser un idealista
ingenuo, es ser voluntariamente ciego, sordo y mudo.
«Cuando las lilas florecieron en el patio de atrás», escribe
Whitman, «yo lloré, y volveré a llorar con cada primavera que
vuelve», porque el eterno retorno de las flores le recordaba los
miles de muertos anónimos de la guerra civil americana. Es-
155
cribo esta columna para llorar por las víctimas de la dictadura
de Castro y también para llorar por los millones de víctimas
anónimas, no lloradas y no cantadas de todas las revoluciones y
todas las utopías y todos los «paraísos en la tierra» de nuestro
desgraciado, ciego, sordo y mudo siglo XX.»
156
Bibliografía
157
ÜLLERO, Andrés, España, ¿un Estado laico?, Civitas, 2005.
J
PIEPER, osef, Una teoría de la fiesta, Madrid, Rialp, 1974.
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STEINER, G.: Presencias reales, Barcelona, Destino, 1992 2 •
TRfAS, E.: Pensar la religión, Barcelona, Destino, 1997.
158
ESTE LIBRO, PUBLICADO POR
EDICIONES RrALP, S. A.,
ALCALÁ, 290, 28027 MADRID,
SE TERMINO DE IMPRIMIR EN
GRÁFICAS ROGAR, S. A.,
NAVALCARNERO (MADRID),
EL DÍA 2 DE ABRIL DE 2007.
La religión es la cuestión sobre la que más se ha
escrito a lo largo de todos los tiempos. Basta echar un
vistazo a los catálogos de cualquier biblioteca prestigiosa
para comprobarlo. Libros sobre temática religiosa los
hay de todo tipo. Este breve estudio trata sobre las
implicaciones socio-políticas de la religión, asunto
que nunca deja de estar de actualidad. Porque,
como se ha afirmado con razón, "ni la política puede
desentenderse de la religión ni la religión de la política".
ISBN 978-84-321-3633-7