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SOCIOPOLÍTICA

DEL HECHO RELIGIOSO


Una introducción
ÁNGEL BELEÑA LÓPEZ

SOCIO POLÍTICA
DEL HECHO RELIGIOSO
Una introducción

EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2007 by ÁNGEL BELEÑA LúPEZ
© 2007 by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

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ISBN: 978-84-321-3633-7
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Gráficas Rógar, S. A., Navalcarnero (Madrid)
Índice

Presentación . .. . . .. . . . .. . . .. . . .. . . . .. . . .. . . .. . . . .. . . .. . . . .. . . .. . . .. . . . 9

Capítulo l. Política y Religión .............................. 13


l. El problema de la interacción entre Política
y Religión ..................................................... 14
1.1. Naturaleza de la Política y de la Religión . 15
1.2. Las religiones étnico-políticas ................ 17
1.3. Las diversas formas de la relación entre
Religión y Política ................................. 20
2. Poder político y religión en las diferentes tra-
diciones religiosas .......................................... 26
2.1. Cristianismo y poder político. De la per-
secución a la teocracia. De la teocracia a
la integración en la sociedad democrática . 28
2.2. El Islam y el poder político ................... 36
2.3. El judaísmo y el poder político. El Es-
tado nacional judío. El judaísmo ortodoxo
y la secularización del Estado de Israel .. . 42

5
3. La religión en un Estado de derecho. Plura-
lismo religioso y tolerancia ............................ 47
3.1. Concepto de Estado de Derecho ........... 47
3.2. Libertad religiosa y pluralismo .............. 49
3.3. Los riesgos del fundamentalismo político . 51

Apéndice: Textos y documentación .................... 52

Capítulo 11. Sociedad y Religión .......................... 73


l. Sociedad y Religión ....................................... 74
1.1. La concepción de la religión en el «SO-
ctologtsmo» ........................................... 74
1.2. La concepción de la sociedad en el fun-
damentalismo religioso ......................... 76
2. El proceso de secularización .......................... 79
2.1. Perspectiva histórica y diversas interpre-
taciones ................................................ 79
2.2. La «religión civil» .................................. 82
2.3. El laicismo ............................................ 86
2.4. El ateísmo como política de Estado ....... 87
3. La pervivencia de la religiosidad en las tradi-
ciones populares ............................................ 93
3 .l. Las fiestas .. .... .. .. .. .. .. .. .. .... .... .... .. .. .. .. .. .... 94

Apéndice: Textos y documentación ......................... 98

Capítulo 111. Ética y Religión ............................... 123


l. La dimensión moral de la religión en sus dife-
rentes tradiciones .......................................... 124
1.1. Ética y religión ...................................... 125
1.2. Las constantes morales de las diferentes tra-
diciones religiosas ................................. 127
1.3. ¿Éticas de máximos y ética de mínimos? . 130

6
2. La dimensión moral de la religión y las éticas
filosóficas ...................................................... 133
2.1. Las fuentes de la moralidad ................... 133
2.2. Ética pública y ética privada .................. 136
3. Las religiones como fuente de utopía y su in-
fluencia en los cambios sociales ..................... 139
3.1. Utopía religiosa y utopía política ........... 140

Apéndice: Textos y documentación ........................ 143

Bibliografía ............................................................ 157

7
Presentación

Guste o no, la religión es la cuestión sobre la que más


se ha escrito a lo largo de todos los tiempos. Basta echar
un vistazo a los catálogos de cualquier biblioteca presti-
giosa para comprobarlo. Libros sobre temática religiosa
los hay para todos los gustos. Este breve estudio trata so-
bre las implicaciones socio-políticas de la religión, asunto
que, no nos engañemos, nunca deja de estar de actuali-
dad. Presentar una obra completa y exhaustiva sobre el
tema, excedería con mucho su propósito. No se ha pre-
tendido tampoco llevar a cabo una investigación porme-
norizada de algún aspecto particular. Lo que el lector
puede encontrar en la presente obra -al menos en eso
confía modestamente su autor- es una introducción a
los problemas fundamentales que ha planteado y plantea
la dimensión política y social del hecho religioso en sus
elementos más esenciales. Valga como pequeña contribu-
ción para la tan necesaria tarea de superar la monumental
confusión que impera hoy día acerca de estos temas.
En el primer capítulo se ha querido hacer una síntesis
de los principales problemas planteados por la relación

9
entre religión y política. A partir de unas breves considera-
ciones históricas, se señalan los planteamientos que dificul-
tan el provecho de dicha relación, y se apuntan las líneas
fundamentales que permiten, respetando auténticamente
ambas esferas, un justo y adecuado entendimiento entre
ellas.
La presencia social del hecho religioso, abordada en el
segundo capítulo, es fuente de numerosas disputas y ma-
lentendidos. Es una cuestión de máxima relevancia, por
cuanto a propósito de ella entran en liza las concepciones
fundamentales sobre la existencia humana. Aquí, pues,
acotar bien los términos resulta de una importancia for-
midable. El enfoque elegido ha sido más bien negativo,
esto es, primando la exposición de cómo no debe com-
prenderse el hecho religioso en la vida social, para evitar
modelos cerrados de sociedad y, en cambio, posibilitar los
modelos abiertos.
Por último, en el tercer capítulo, se plantean los pro-
blemas derivados de la búsqueda de modelos para la vida
en una sociedad pluralista, de una base moral de la vida
social. Dicha búsqueda se presenta muchas veces como
una colisión entre la religión y la ética. Aclarar previa-
mente algunos conceptos básicos es esencial también aquí
para cualquier discusión que pretenda abordar esta pro-
blemática con cierta solvencia.
Cada uno de los capítulos se ha querido acompañar
de una serie de textos complementarios que pudieran ser-
vir, bien para enmarcar mejor alguna de las cuestiones,
bien para profundizar algo más, bien para suscitar una
posterior reflexión del lector que despierte su interés en el
estudio de alguno de los aspectos tratados. No se trata,
pues, de un elenco de documentos básicos y esenciales al
respecto -aunque a veces lo sean-, sino de una misce-

10
lánea de textos de carácter heterogéneo: unos, efectiva-
mente, de obligada referencia; otros elegidos por su ca-
rácter sugerente, e incluso provocador; otros por la clari-
dad con la que plantean alguna de las cuestiones tratadas;
otros, finalmente, al hilo de cuestiones de actualidad.

Ortigosa del Monte, febrero de 2007

11
CAPÍTULO 1
POLÍTICA Y RELIGIÓN.
Las relaciones Iglesia-Estado. Tolerancia y libertad
religiosa. Teocracia y fundamentalismos.

Hoy en día nos parece muy evidente que la religión no


debe mezclarse con la política. Por una parte, se entiende
que la política debe atenerse a criterios que sean indepen-
dientes de las creencias religiosas (aquella afectaría necesa-
riamente a un espacio común, mientras que éstas no). Por
otra, que la religión se desnaturaliza, pierde su especificidad,
cuando se rige por criterios puramente políticos, donde en-
tran en liza unos juegos de poder y de intereses incompati-
bles con la esencia de la vivencia religiosa. Pero, aunque casi
todo el mundo admita que la política y la religión son cosas
distintas, sin embargo, como ha afirmado Luis Gómez Llo-
rente, «ni la política puede desentenderse de la religión ni la
religión de la política». ¿En qué sentido cabe afirmar esto?
Todo depende de cómo se entiendan las siempre complejas
relaciones entre ambas. El problema no es sencillo. Acaso,
como se verá, entre quienes más insisten en la separación,
podamos encontrar -paradójicamente- a quienes en ma-
yor medida terminan por identificarlas, a su manera, de un
modo nuevo y peculiar. En otras palabras, no sólo cabe un
integrismo religioso, sino también un integrismo político.

13
l. EL PROBLEMA DE LA INTERACCIÓN
ENTRE POLÍTICA Y RELIGIÓN

Es evidente que si puede hablarse de las relaciones en-


tre la política y la religión es porque de suyo no se trata
de la misma cosa. Es decir, son dos realidades distintas.
Ciertamente, la distinción excluye la identidad. Sin em-
bargo, dicha distinción no significa necesariamente sepa-
ración. La ética, por ejemplo, es distinta de la política.
Ello no significa que hayan de estar absolutamente sepa-
radas, de suerte que un político, cuando realizara su tra-
bajo -o cualquier ciudadano en una actuación pú-
blica-, pudiera alegar: «esto es política, no ética». Del
mismo modo, no parece que un creyente pueda poner
entre paréntesis sus principios religiosos cuando se trata
de actuar en la vida pública (si así fuera, ¿qué sentido ten-
dría esa «religiosidad»?). Es difícil sostener seriamente que
un cristiano, por ejemplo, haya de renunciar al amor fra-
terno que Cristo predicó porque ello tenga una dimen-
sión política. Otra cosa es que intentara derivar todas sus
actuaciones políticas a partir de la religión, o que preten-
diera el rango de ley civil para preceptos estrictamente re-
ligiosos. Pero que sus puntos de vista concuerden con su
religión, es natural: si no fuera así, abandonaría sus pun-
tos de vista, o abandonaría su religión.
Seguramente, el lector ya empieza a detectar que no
se trata de un problema sencillo. En cualquier caso, du-
rante toda la historia del ser humano, la religión y la polí-
tica han estado fuertemente relacionadas (con mejor o
peor fortuna). Se trata de un hecho innegable. Para en-
tender por qué esto ha sido así se hace necesario primera-
mente recordar la temática de ambas, cuál es la realidad a
la que apunta cada una de ellas.

14
1.1. Naturaleza de la Política y de la Religi6n

La polftica hace referencia a la dimensión social del


hombre. El término viene del griego, 'polis' (ciudad, en el
sentido de comunidad organizada mediante leyes). De
ahí que los miembros de la polis' sean los ciudadanos. En
latín, los términos empleados fueron 'civitas' (ciudad) y
'cives' (ciudadano), de donde podemos reconocer nues-
tros términos civil, cívico ... La actividad política presu-
pone un bien común que requiere, para su logro, una ade-
cuada organización y una autoridad con poder para
dirigir y armonizar esa vida común. La razón de ello es
que la vida humana no parece ser individualmente auto-
suficiente. Por eso, Aristóteles concibió la polis como el
lugar necesario para la plena realización moral del hom-
bre, en tanto que éste es social por naturaleza («el hombre
es un animal político», dirá en su obra Polftica) 1• Sin esa
relación armónica con los demás, el hombre no podría al-
canzar sus fines, aquello que llamamos «realizarse»: desarro-
llar su personalidad, actualizar sus potencialidades, ser fe-
liz... , en definitiva, ser persona.
La religión hace referencia a la dimensión trascendente
del hombre. Presupone un bien de las personas que va
más allá de su existencia meramente mundana. Pero si
admitimos que el hombre es verdaderamente de natura-

1 Entre los autores clásicos, tal vez sea Aristóteles quien más nítida-

mente haya insistido en el carácter social del ser humano: <<No entendemos
por suficiencia el vivir para sí solo una vida solitaria, sino también para los
padres y los hijos y la mujer, y en general para los amigos y conciudadanos,
puesto que el hombre es por naturaleza una realidad social» (ARISTóTELES,
Ética a Nicómaco). «[Entre las ciencias humanas] el fin de la política es el
mejor, y ésta pone el mayor cuidado en dotar a los ciudadanos de cierto ca-
rácter y hacerlos buenos y capaces de acciones nobles>> (!bid.).

15
leza social y que la dimensión religiosa es natural al ser
humano, fácilmente se entiende que la religión tenga
también una dimensión social. El propio Aristóteles afir-
mará en la Polftica que la religión es un deber y un dere-
cho cívico. Es decir, aunque la religión interpela a lo más
íntimo de cada persona (su relación personal con Dios),
esto no significa que la dimensión religiosa esté desvincu-
lada de los demás ámbitos de la vida humana, sino que,
muy al contrario, aspira a integrar todos ellos dándoles
un sentido nuevo 2 • El punto de vista religioso, no sólo le
permite al hombre verse a sí mismo en su relación con
Dios, sino también dentro de una comunidad que se ca-

2 En su aspecto subjetivo, puede entenderse por religión la proyección

total y libre del hombre hacia un Trascendente personal, del que se reconoce
depender en absoluto, y del que espera la consecución de sus propios destinos.
El aspecto subjetivo de la religión queda muy bien reflejado en estos tex-
tos de Kierkegaard: «No hay más que una vida desperdiciada, la del hom-
bre que vivió su vida engañado por las alegrías o los cuidados de la vida; la
del hombre que nunca se decidió con una decisión eterna a ser consciente
en cuanto espíritu, en cuanto yo; o lo que es lo mismo, que nunca cayó en
la cuenta ni sintió profundamente la impresión del hecho de la existencia
de Dios y que 'él', él mismo, su propio yo existía delante de Dios.>> (KIER-
KEGAARD, La enfermedad mortal). <<El heroísmo cristiano ( ... ) consiste en
que uno se atreva a ser sí mismo, un hombre Individuo, este particular
hombre concreto, solo delante de Dios, solo en la inmensidad de este es-
fuerzo y de esta responsabilidad.>> (!bid.).
En su aspecto objetivo, 'religión' denota todo cuanto implique la exis-
tencia de la religión en sentido subjetivo, ya sea como presupuesto, ya sea
como consecuencia natural; así por ejemplo, un conjunto de verdades creí-
das, una obediencia moral, un culto externo, el sacrificio, y sobre todo, la
oración.
Un intento de integrar los dos aspectos -objetivo y subjetivo-lo
constituye la definición de religión que propone Manuel Guerra: <<con-
junto de creencias, celebraciones y normas ético-morales por medio de las cua-
les el ser intelectual reconoce, en clave simbólica, su vinculación con lo divino
en la doble vertiente, a saber, la subjetiva y la objetivada o exteriorizada me-
diante diversas formas sociales e individuales>> (Historia de las Religiones, Ma-
drid, 2002, p. 26).

16
racteriza por su común dependencia de Dios. Y en este
sentido, sobre todo cuando Dios es entendido como Pa-
dre, adquieren significado los vínculos de fraternidad que
plantea la perspectiva religiosa, señaladamente la cris-
tiana. De este modo, si la noción que indica la pertenen-
cia a la comunidad política es la de «ciudadanía», la que
indica la pertenencia a la comunidad religiosa es la de
«fraternidad».
De hecho, la religión ha sido tradicionalmente un
elemento fundamental como factor de cohesión y articu-
lación polftico-social. Dicho en otros términos, el con-
junto de creencias sobre Dios y sobre el destino eterno
del hombre, en la práctica, han sido siempre determi-
nantes para entender la idiosincrasia de un determi-
nado pueblo. Esto es así porque hablar de religión es
hablar de los valores que uno considera más importan-
tes. De este modo, no es extraño que la identificación
de la pertenencia como miembros de una sociedad haya
estado vinculada de manera habitual a la aceptación de
tales valores, mientras que, por contra, su no acepta-
ción haya dificultado -o incluso impedido- dicha
pertenencia.

1.2. Las religiones étnico-políticas

Piénsese, por ejemplo, en las denominadas religiones


étnico-polfticas, donde la relación recíproca entre religión
y comunidad social resalta especialmente. Así, por ejem-
plo, las religiones «olímpicas» de las distintas polis grie-
gas, la religión oficial de Roma, la de los egipcios, sume-
ríos, acadios, elamitas, babilónicos, asirios, hititas, la de
la India, la de los celtas, la azteca, la maya, la inca, el sin-

17
toísmo chino, e incluso, en algunos aspectos, el judaís-
mo (el pueblo hebreo es impensable si se prescinde de la
religión).
El término 'étnico', que se aplica a estas religiones,
permite, por una parte, no excluir aquellas sociedades
cuyo núcleo viene dado por la familia, el clan o la tribu,
y, por otra parte, incluir en cierto sentido gran parte de
las llamadas iglesias nacionales. En todas ellas podemos
encontrar -siguiendo a Manuel Guerra-, como sus ca-
racterísticas más comunes las siguientes:

a. Confusión de los orfgenes de la religión y los del Es-


tado-nación. Estas religiones tienden a remontar sus orí-
genes en «la noche de los tiempos» de sus antepasados,
identificando la aparición de su pueblo como comunidad
política y religiosa. Así, es frecuente que la historia sa-
grada no se distinga de la historia civil.
h. Vinculación ciudadana o «polftica» con la divini-
dad. Es decir, la relación de cada miembro con la divini-
dad no se realiza en cuanto individuo, sino en cuanto ciu-
dadano, de manera que podría hablarse de una ineficacia
salvífica de estas religiones respecto de los individuos di-
rectamente. Las acciones de cada individuo afectan de al-
guna manera a todo el pueblo (para bien y para mal): po-
dría decirse que cada pueblo se salva o se condena
solidariamente, admitiéndose habitualmente la capacidad
salvífica que cada religión tiene para cada pueblo. Como
dirá Cicerón, «cada nación posee su religión, como noso-
tros tenemos la nuestra» (Pro Flacco 28, 69).
c. Tendencia a la conservación y prosperidad de la co-
munidad. El «carácter social» de estas religiones se traduce
también en que, tanto la observancia de la ley divina como
los pecados, repercuten positiva o negativamente en el bie-

18
nestar nacional terreno, atrayendo hacia sí la bendición o
la maldición divina, respectivamente.
d. Pragmatismo religioso. De lo anterior se desprende
un pragmatismo religioso en el sentido de que el buen
ciudadano es, al mismo tiempo, e inseparablemente, el
creyente que cumple con sus deberes religiosos. Se tiende
aquí, por tanto, a identificar pecado y delito.
e. Cardcter teocrdtico del Estado. El poder supremo
-también el político-, le corresponde a la divinidad.
Esto puede traducirse en que la autoridad religiosa y la
política coincida en las mismas personas, o bien, como
sucede en la historia del pueblo hebreo, que el poder po-
lítico descanse en un rey elegido directamente por Dios
pero no perteneciente a la casta sacerdotal.
f. Falta de espfritu proselitista. El número de miem-
bros de cada religión étnico-política está condicionado al
de nacidos en la respectiva tribu o nación. Aquélla está
integrada por cuantos son ciudadanos: no pueden ser
más, pero tampoco menos. Con el tiempo, algunas de es-
tas religiones se abrieron en distinto grado a personas de
otras procedencias, llamados precisamente «prosélitos» o
«advenedizos». En algunos casos, por ejemplo entre los
judíos, la conversión a otra religión implica la exclusión
de los derechos del Estado e incluso de su misma familia
de sangre.

Sin esta profunda interdependencia entre política y


religión, no es posible entender la historia de las civiliza-
ciones. Tal vez la religión no sea el único elemento a tener
en cuenta, pero es, desde luego, uno de primer orden.
Gran parte de los valores que históricamente han susten-
tado las formas de convivencia social y de organización
política han procedido de la religión.

19
1.3. Las diversas formas de la relaci6n
entre Religi6n y Política

En el punto anterior hemos considerado las religiones


étnico-políticas precisamente por ser un caso especial-
mente notorio para advertir la profunda relación que
puede darse, y de hecho se da, entre lo político y lo reli-
gioso. Pero a lo largo de la historia, los modos en que se
ha establecido esta relación política-religión han sido di-
versos, muy ligados a sus respectivos momentos cultura-
les. En síntesis, tres son las formas fundamentales que
puede adquirir la articulación entre los ámbitos político y
religioso: subordinación de la Política a la Religión, su-
bordinación de la Religión a la Política, y relación de
equilibrio o armonía.

a) La Polftica supeditada a la Religión

Es la primera posición histórica que encontramos,


la más típica de los pueblos antiguos. El fundamento
último de esta posición consistiría en que, puesto que
los valores religiosos son superiores a los estrictamente
políticos, éstos han de subordinarse a los primeros en la
regulación misma del orden social. Dentro de esta forma
podemos distinguir, a su vez, dos: según si (1) la reli-
gión configura por completo el sistema político y sus
leyes (fundamentalismo), o bien (2) es regla, pero no
exclusiva, para un determinado sistema político («con-
fesionalismo»). En el primer caso, tenemos un mo-
nismo político-religioso; en el segundo se admite la
dualidad pero sin distinguir adecuadamente los dos
ámbitos.

20
(1) Monismo polftico-religioso. Hoy lo asimilaríamos
alfundamentalismo3• La sociedad se organiza con-
forme a los principios religiosos, de manera que
el poder político tiende a identificarse con el reli-
gioso. Es una forma de relación en la que tiende a
suprimirse la distinción. Por supuesto, aquí po-
drían incluirse las religiones étnico-políticas.
Dentro de las tres grandes tradiciones monoteís-
tas, son los casos del pueblo judío (al menos hasta
la destrucción del templo de Jerusalén en el 70 d.
C.); en cierto modo, del cesara-papismo de los
primeros siglos cristianos o, sobre todo, del hoy
llamado fundamentalismo islámico. Estos regí-
menes políticos suelen denominarse teocracias
(«gobierno de Dios»). En no pocas ocasiones, la
máxima autoridad religiosa será la máxima auto-
ridad política.
(2) Confesionalidad del Estado. Ya en la época mo-
derna, cuando en Europa aparecen propiamente
los Estados nacionales, este modo de subordina-
ción de la política a la religión se plasma en la
forma del Estado confesional, el cual hace suya,

3 El término fundamentalismo es relativamente reciente. Se empleó

por vez primera a principios del siglo XX para referirse a determinados


grupos de cristianos protestantes, cuya tendencia a una interpretación lite-
ral de la Biblia, les llevó a rechazar toda doctrina que no derivara de ella,
llegando incluso, en algunos casos, a segregarse del resto de la sociedad
para organizar sus comunidades según dicha interpretación. Aquí pode-
mos situar a los amish, los cuáqueros (pacifistas cuyo origen se remonta al
siglo XVII) y diversos grupos calvinistas. A partir de la segunda mitad del
siglo XX, el término fundamentalismo se ha aplicado con más frecuencia
al mundo islámico de fuerte tendencia teocrática. Retroactivamente, y por
analogía, podemos emplear el término para referirnos a las religiones ét-
nico-políticas.

21
como la oficial del país, una determinada reli-
gión, de manera que sus principios, reglas y valo-
res fundamentales son también norma para la or-
ganización política. Aquí hay ya una distinción
teórica entre el ámbito político y el religioso, gra-
cias al influjo de la filosofía griega y, sobre todo,
al concepto de ley natural, que permitía una cierta
autonomía del orden natural (en este caso el or-
den socio-político) respecto del orden sobrenatu-
ral. Sin embargo, la concepción voluntarista de la
ley natural que tiene lugar a partir del siglo XIV
con la decadencia de la escolástica, unida a los en-
frentamientos de diversos reinos cristianos con el
Papado, propició en Europa la aparición de unos
Estados confesionales, con tendencia a establecer
una Iglesia nacional, especialmente en el ámbito
protestante. Se impidió así una adecuada distin-
ción práctica de las dos esferas, la política y la re-
ligiosa4.

De todas formas, la distinción en la práctica entre es-


tas dos modalidades (monismo y confesionalidad) puede
no ser clara algunas veces. En cualquier caso, histórica-
mente, esta preeminencia de la religión sobre el poder

4 Ya desde la Edad Media, se concibió que el gobernante debía legis-


lar conforme a criterios naturales de justicia. Santo Tomás definirá la ley
como la <<Ordenación racional dirigida al bien común y promulgada por
quien tiene autoridad>>. Dicha ordenación tendría como referente la misma
naturaleza de las cosas. Pero cuando - a partir del voluntarismo legalista,
potenciado por la Reforma-, la ley natural se entendió como fruto de
una Voluntad arbitraria de Dios, la tarea del gobernante había de ser legis-
lar conforme a dicha Voluntad divina, que se expresaba en la Revelación
sobrenatural. De este modo, la política perdía su autonomía natural para
quedar mediatizada por la religión.

22
político ha sido la primera posición, y se ha mantenido
de un modo más o menos constante hasta la Edad Con-
temporánea.

b) La Religión supeditada a la Polftica

Aquí el Estado se concibe como un absoluto, como el


bien mayor. Los fines políticos o del Estado están por en-
cima de cualquier consideración. Ya en Maquiavelo (s. XV),
ante la «razón de Estado» palidece cualquier otra razón, sea
de índole ética o religiosa. Pero el origen de esta posición hay
que situarlo en el creciente ascenso de la filosofía inmanen-
tista5, que tendió progresivamente a situar al hombre -ya
en sentido genérico (la Humanidad), ya en sentido indi-
vidual (cada hombre)- como algo absoluto, autónomo e
independiente de cualquier otra realidad que no fuera él
mismo. El momento álgido de este planteamiento tendrá
lugar en la llamada Ilustración. La consecuencia a nivel polí-
tico había de ser esta relativización y subordinación de la es-
fera religiosa. En este caso pueden darse dos posibilidades:

(1) que la religión se convierta en un mero instrumento


para los fines políticos (sería la llamada religión civil,
que estudiaremos en el siguiente Capítulo);
(2) que el Estado sofoque la religión, extirpándola
del ámbito público y consintiéndola exclusiva-
mente en el ámbito de la estricta intimidad,

5 Se entiende por inmanentismo la actitud filosófica que niega la tras-


cendencia. Puede ser gnoseológico (nuestro conocimiento no va más allá de
nuestra propia conciencia} u ontológico (no hay más realidad que la que
nos es dada en la experiencia}.

23
(a) bien porque ésta escapa de hecho a la posibili-
dad de un control absoluto por parte de los pode-
res públicos6 ;
(b) o bien porque de derecho no se reconoce a la
religión una dimensión auténticamente social,
sino que se concibe como una actividad mera-
mente individual o privada.

Estas dos posibilidades -(1) y (2)- pueden de he-


cho coexistir, como a veces sucede en las democracias
modernas bajo la forma del denominado laicismo. El
laicismo no es meramente la defensa de un Estado no
confesional, sino una cierta «confesionalidad» de nuevo
cuño. No es sólo que el Estado adopte una postura de
neutralidad respecto de las diversas religiones, sino que
toma partido -explícita o implícitamente- en favor
del ateísmo, cuando menos del ateísmo práctico o ag-
nosticismo. La diferencia entre un Estado laico y un
Estado laicista será examinada con más detalle en el Ca-
pítulo II.

6 Aquí se considera que lo ideal sería que la religión no existiese;

pero se encuentra con la imposibilidad material de eliminarla de la con-


ciencia individual. Este caso ha sido característico de los Estados totali-
tarios de inspiración marxista. Es cierto que Marx no propugnaba la su-
presión directa de la religión mediante su persecución violenta.
Concebía la religión como algo negativo, una alienación (<<el opio del
pueblm>, dirá), pero que desaparecería de modo necesario cuando desa-
pareciera la causa que la producía, que no era otra, según él, que la ex-
plotación económica del hombre por el hombre: la religión había sur-
gido como un consuelo del proletariado que le permitiera sobrellevar la
opresión que sufría y anestesiara sus impulsos revolucionarios. Sin em-
bargo, una vez eliminado el sistema capitalista, los Estados comunistas
no veían que la religión desapareciera por sí sola, por lo que «se vieron
obligados» a perseguirla directamente.

24
e) Relación de equilibrio armónico
entre la Religión y la Polftica

Si la primera forma de subordinación sofoca la nece-


saria e imprescindible autonomía del poder político, la
segunda pretende desembarazarse totalmente de la reli-
gión, considerándola un enojoso lastre para el progreso
humano. Frente a ambas posiciones, cabe defender una
relación mutuamente respetuosa, manteniendo cada una
los fines que les son propios. Esta posición, expresada en
la famosa frase de Jesucristo «dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22, 21), es la
que hoy suele suscitar el reconocimiento general. No obs-
tante, no resulta tan sencilla de llevar a la práctica como
pudiera parecer a primera vista. De hecho, esa es la razón
de que los fariseos a quienes Jesucristo dio aquella res-
puesta, se fueran perplejos. Recordemos el pasaje.
Los discípulos de los fariseos preguntan a Jesús si es lí-
cito pagar el tributo al César o no. Lo que buscaban era po-
nerle en un aprieto, pues si decía que sí, le acusarían de su-
misión al poder romano (reconociendo un poder temporal
-político- por encima de Dios); y si decía que no, podía
ser acusado de rebelión ante las autoridades políticas. (En el
fondo es como si le quisieran hacer decantarse por una de
las dos posturas que hemos considerado anteriormente: la
esfera religiosa sometida por la política o viceversa). Jesús les
pide que le muestren una moneda y les pregunta de quién
es la efigie. Y al decirle ellos que es del César, es cuando les
contesta «pues dad al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios». El evangelio nos dice que «al oírlo, se que-
daron admirados y, dejándole, se fueron». Indudablemente,
la respuesta de Jesucristo quiere manifestarnos que, aun
siendo de carácter distinto, no tiene por qué haber incom-

25
patibilidad entre la obediencia política y la obediencia reli-
giosa. Pero no nos dice cómo es posible llevarla a cabo.
En honor a la verdad, pues, hay que decir que la posi-
bilidad de discernir cada ámbito en su propia esfera sur-
gió en la tradición cristiana, si bien no siempre se ha sido
capaz de llevarla a la práctica.

2. PODER POLÍTICO Y RELIGIÓN EN LAS


DIFERENTES TRADICIONES RELIGIOSAS

Si vemos las cosas con una adecuada perspectiva histó-


rica, podremos percibir que la dependencia del poder polí-
tico respecto de la religión tuvo algunos aspectos positivos,
y no de poca importancia. Así, por ejemplo, la función que
desempeñó como factor de cohesión social, esto es, como ele-
mento decisivo para afrontar una vida común y favorecer la
«solidaridad» de unas personas con otras. En este sentido,
no debemos olvidar el sentido de pertenencia a la umma en-
tre los musulmanes, y las obligaciones de mutuo apoyo que
genera entre los miembros de la comunidad; o el papel que
ha jugado el cristianismo en la configuración de la unidad
europea desde el comienw de la Edad Media. En segundo
lugar, no puede negarse su función en el afianzamiento de
las normas morales -tan necesarias para las relaciones socia-
les-- y en el fomento del respeto a las leyes de la conviven-
cia. En tercer lugar, la religión proporcionó un modo de le-
gitimar elpoder polftico, algo necesario para gestionar el bien
común de la sociedad7•

7 Piénsese en la idea de una consagración del poder temporal (entro-


nización}, por ejemplo en el Sacro Imperio Romano Germánico, o en el
papel de los <<augures>> junto al césar romano. Éstos eran una especie de
sacerdotes-profetas que debían aconsejarle acerca de las consecuencias que
tendrían sus decisiones temporales en el ánimo de los dioses.

26
Sin embargo, tuvo también los aspectos negativos que
todos conocemos, como son la intolerancia con respecto a
los ciudadanos que no profesaran la religión oficial-dan-
do lugar a injustas discriminaciones-, la consiguiente in-
vasión de las conciencias de los ciudadanos por parte de
los poderes públicos, o las llamadas «guerras de religión»
(que muchas veces encubrían en realidad meras luchas por
el poder). Por otra parte, en la medida en que, especial-
mente en Europa, desapareció la unidad religiosa que su-
ponía la existencia de unas mismas creencias compartidas,
la sociedad no pareció poder organizarse desde dichos pre-
supuestos religiosos. No obstante, como ya se ha indicado,
tal búsqueda de unas bases políticas distintas a las religio-
sas estuvo mezclada con la pretensión de suprimir a la reli-
gión desde el poder político, o bien de subordinarla a sus
propios intereses (es el caso del cesaropapismo).
En orden a tener una mejor perspectiva de los diversos
avatares sufridos por las relaciones entre la religión y la polí-
tica (en su caso, entre las diversas confesiones religiosas y el
Estado), vamos a considerar brevemente cómo se afronta
este problema en las tres grandes religiones monoteístas por
excelencia Qudaísmo, Cristianismo e Islamismo), esto es,
cómo se ha abordado históricamente en cada una de estas
tradiciones las relaciones entre la religión y el poder político.
Desde luego, como señaló Sheed, entre lo espiritual y
lo temporal hay una región fronteriza incierta8 • Sólo un
ingenuo podría desconocer que donde hay frontera es casi
imposible que no haya incidentes. Ante estos incidentes
la historia atestigua las dos reacciones extremas que he-
mos apuntado y que, desgraciadamente, no han sido in-

8 Cfr. SHEED, F. J., Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona, 1976,


p. 240.

27
frecuentes. No obstante, como afirmó el Consejo de Eu-
ropa, puede ser precipitado atribuir la ocurrencia de tales
acontecimientos históricos a la religión:

«(... ) 3. (... ) El extremismo no es la religión en sí, sino


una distorsión o perversión de la misma. Ninguna de las
grandes religiones antiguas predica la violencia. El extre-
mismo es una invención humana que desvía la religión
de su ruta humanista, para convertirla en un instrumento
de poder.
4. No depende de los políticos el decidir sobre cues-
tiones religiosas. De igual forma que no corresponde a las
religiones ponerse en lugar de la democracia o tomar el
poder político; las religiones deben respetar el concepto
de derechos humanos contenido en la Convención Euro-
pea de Derechos Humanos y el Estado de Derecho.
5. Religión y Democracia no son incompatibles. Al
contrario. La democracia se ha demostrado como la mejor
estructura para la libertad de conciencia, el ejercicio de las
creencias y el pluralismo religioso. Por su parte, la religión
-a través de su empeño moral y ético, de los valores que
propugna, de su enfoque crítico y de su expresión cultural-
es una válida compañía de la sociedad democrática. (... )
7. Los problemas surgen cuando las autoridades in-
tentan emplear la religión para sus propios fines, o cuando
las religiones intentan abusar del Estado con el propósito
de lograr sus objetivos.» (De la Recomendación 1396
(1999) de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Eu-
ropa «Religión y Democracia»).

2.1. Cristianismo y poder político

En primer lugar, para valorar la concepción cristiana


del poder político es obligado acudir a los textos más des-

28
tacados del propio Nuevo Testamento acerca de esta cues-
tión. Ya dijimos que el texto clave es el de Mateo, 22.
¿Cómo interpretar a partir de él la relación entre la auto-
ridad política (el César) y la religiosa (Dios)? La frase de
Cristo parece avalar la absoluta independencia y autono-
mía del poder político con respecto a los «derechos de
Dios», más aún si recordamos también su diálogo final
con Poncio Pilatos para dejar claro que su reino no es de
este mundo Quan 18, 33-37). Por otra parte, pocos años
después, San Pedro, el primer Papa, afirma: «Someteos,
por el Señor, a toda humana institución: sea al rey, como
soberano, sea a los gobernantes, como delegados suyos»
(1 Carta de San Pedro 2,13). Luego la obligación de obe-
decer al poder establecido no se justifica en último tér-
mino por motivos políticos («es necesario someterse, no
sólo por razón del castigo, sino también por motivos de
conciencia», dirá San Pablo en Rom. 13, 5), sino que la
obediencia política es, ante todo, un deber cristiano («por
el Señor»).
Entonces, ¿cuál es la razón última que fundamenta la
obligación de obedecer al poder político? La respuesta
nos la proporciona Pablo en su Carta a los Romanos:
«Que todo hombre se someta a las autoridades superio-
res, porque no hay autoridad que no provenga de Dios; y
las que existen, por Dios han sido constituidas. Así pues,
quien resiste a la autoridad, resiste al plan de Dios»
(Carta a los Romanos 13,1). ¿Cómo hay que interpretar
esto? ¿Suponen estas afirmaciones una «divinización» del
poder político, es decir, otro «monismo político-reli-
gioso» más? Lo que el cristianismo interpretará como de
institución divina no es que el gobernante de turno sea
elegido directamente por Dios, sino la existencia misma
de autoridad política en la sociedad: es de ley natural

29
(propio de la naturaleza humana), es decir, es ley de la
Creación, no de la Revelación. Sin embargo, ese deber de
obediencia tendrá sus limitaciones, en la medida en que
las leyes civiles pueden ser injustas. Y entonces será «pre-
ciso obedecer a Dios antes que a los hombres», como dirá
Pedro (Hechos de los Apóstoles 5, 29). Precisamente porque
no hay una identificación de ámbitos es posible el con-
flicto. Esta noción de ley injusta y, por tanto, de la even-
tual legitimidad ética de la desobediencia civil, está muy
alejada de las tradiciones religiosas no cristianas, y en es-
pecial de las religiones étnico-políticas.

De la persecución a la teocracia

Desde el primer momento, pues, el cristianismo sus-


tenta una posición diversa del monismo político-religioso.
Que los primeros cristianos entendieron así las cosas lo
demuestra su actitud ante el poder político de Roma, que
llevó a muchos al martirio. Lo que no estuvieron dispues-
tos a aceptar fue precisamente el carácter divino del empe-
rador, ni la obligación de rendir culto a los dioses «nacio-
nales». Las persecuciones son un caso paradigmático de la
confusión entre política y religión vigente en el Imperio
Romano. Se entiende así que la actitud de los cristianos
reivindicando su derecho a no profesar el culto religioso
oficial, fuera vista por el poder como un delito de alta trai-
ción que ponía en peligro la unidad política:

«La gran persecución del 303 había tenido una moti-


vación política perfectamente coherente con el programa
de restauración imperial de Diocleciano (del que era
pieza esencial la teología política de la tetrarquía) y con la

30
concepción pública -y política- de la religión en la so-
ciedad contemporánea, prácticamente común a todo el
mundo antiguo.
El Imperio era capaz de aceptar la aparición de nuevos
dioses o la implantación de nuevos cultos, como había
probado durante siglos la generosa y constante amplia-
ción del Panteón romano y la expansión, ordinariamente
tolerada, de las religiones de misterios. Pero la religiosidad
del Imperio no podía asimilar el personalismo cristiano
que iba a traer al mundo el concepto nuevo de libertad re-
ligiosa proclamada políticamente, por primera vez en la
historia, en la Constitución milanesa de Constantino y
Licinio del año 313.
La teología política del sistema tetrárquico era una
elaboración grandemente artificiosa de elementos históri-
cos o tradicionales y alguna idea nueva. Pero era, hasta
cierto punto, un sistema coherente y políticamente efi-
caz. Resultaba, de hecho, incompatible con el cristia-
nismo, tanto en el plano teórico, por la génesis divina
atribuida a los emperadores, como en la práctica a causa
del culto imperial en el ejército y en la vida civil.» 9 •

9 FoNTAN, A., Humanismo Romano, Barcelona, 1974, p. 155. En

este sentido, resulta curioso que Voltaire viniera a considerar que la causa
de las persecuciones romanas contra los cristianos no fue otra que la into-
lerancia... de los propios cristianos: <<Mártires fueron, pues, los que se alza-
ron contra los falsos dioses. Era muy sabio, muy piadoso, no creer en estos
dioses; pero a fin de cuentas, si no contentos con adorar un dios en espí-
ritu y en verdad, se levantaron violentamente contra el culto tradicional,
por muy absurdo que pudiera ser ese culto, estamos obligados a reconocer
que ellos mismos eran intolerantes» (Tratado sobre la tolerancia). Afirmar
que los cristianos <<Se levantaron violentamente contra el culto tradicional»
no deja de ser, cuando menos, chocante. Desde luego, considerar que la
<<objeción de conciencia>> que alegaron los primeros cristianos para no dar
culto al emperador y a los dioses romanos fue un ejercicio de intolerancia,
implica una concepción un tanto peculiar de la tolerancia, acaso presente
en la persecución religiosa de la Revolución francesa. Sobre esta cuestión,
ver el Capítulo siguiente.

31
La situación cambió a partir del Edicto de Galerio
(311) y el llamado «Edicto» de Milán (313) -de Cons-
tantino y Licinio-, que supusieron para la Iglesia, res-
pectivamente, pasar de la persecución religiosa a la mera
tolerancia, y de ésta a la plena libertad religiosa 10 • Pronto
el cristianismo va a convertirse en la religión oficial del
Imperio. La fuerte expansión del cristianismo -unida a
la «conversión» del propio Constantino- propiciará el
inicio de una fase que se ha dado en llamar cesaro-pa-
pismo, donde el emperador, especialmente en Oriente,
convocaba Concilios y utilizaba su autoridad en las con-
troversias religiosas, llegando a recibir poderes para nom-
brar al clero y ponerlo a su servicio 11 •
La situación es compleja, pues si bien la religión se apoya
en el poder político para extender y salvaguardar la fe, no es
menos cierto que el poder político va a apoyarse en la reli-
gión para dominar. En cualquier caso, la religión -ahora la
cristiana- seguía estando llamada a desempeñar una fun-
ción en orden a la cohesión política europea, especialmente
en la medida en que el poder de los diversos reinos que iban
a ir constituyéndose fue cobrando fuerza. En un universo
cristiano, como fue la Europa medieval, el Papado era la
única autoridad moral común (hierocratismo).

10 Recogemos dichos documentos al final de este Capítulo.


11 <<A diferencia de lo que sucedía en Occidente, en el Imperio de
Oriente se instaura de forma progresiva una teocracia de Estado. Al empe-
rador se le dan los títulos de <<consiervo de los obipos», arjeus Basileus o ca-
beza del Estado y de la Iglesia, <<sumo rey y pontífice», <<magistrado de la
fe», llegando a ser reconocido como jefe real de la Iglesia, con poder de le-
gislar en materia eclesiástica, presidir los concilios, poner y deponer obis-
pos y patriarcas, imponer decretos dogmáticos, etc. Se llega a tales abusos,
que en algunas ocasiones intervienen los papas de Roma para aclarar la
doctrina de las competencias de la Iglesia y del EstadO>> (NAVARRO-V ALLS,
R. y PALOMINO, R., Estado y Religión, Ariel, Barcelona, 2003).

32
«La cristiandad no era propiamente la Iglesia, sino
algo un poco más complejo: una sociedad de cristianos
bajo un mismo Imperio, aun perteneciendo a diversas
naciones; una agrupación trasnacional cristiana, que se
desarrolla frente a sociedades de signo religioso distinto
(paganos, musulmanes, o los mismos súbditos del Impe-
rio bizantino), cuyos miembros tienen en común la
misma religión, mismos ideales y compromisos tempora-
les. A la cabeza de esta agrupación se encuentra el Papado
-prestigiado por los hombres que ocuparon el solio
pontificio en un largo periodo de tiempo- no tanto
como jefe de la Iglesia, sino como guía del conjunto de
cristianos. (... ) ¿Hasta dónde llega, entonces, la compe-
tencia del Papa, fuera del campo estrictamente religioso?
¿Qué poder podría ejercer sobre emperadores y reyes?
Una cierta aproximación al tema puede resolverse en la
imagen de las «dos espadas». Una correspondería a los re-
yes y emperadores, que la emplean con independencia en
los asuntos que son de su autoridad; otra correspondería
al Papa, en los casos que rozaban la religión o la defensa
de la misma, en el ejercicio de su autoridad moral. De to-
das formas, esta distinción se torna confusa cuando -si-
guiendo los razonamientos de los teóricos del hierocra-
tismo- la potestad del Papa alcanza por vía indirecta
(potestas indirecta, ratione peccati) la actuación de prínci-
pes y emperadores, con implicaciones morales, sí, pero
con consecuencias también políticas de primer orden.»
(NAVARRO-VALLS, R. y PALOMINO, R., Estado y Religión).

Ahora bien, las pugnas entre la Iglesia y el respectivo


poder temporal, puesta especialmente de relieve por el
conflicto de las investiduras (la intervención del poder po-
lítico en los nombramientos eclesiásticos), a la larga trae-
rán como consecuencia la tendencia a formar Iglesias a la
medida de la propia nación. Así, por ejemplo, el galica-

33
nismo en Francia, que, sin separarse de la Iglesia, man-
tendrá un pulso con Roma hasta el mismo siglo XX. En
cambio, el anglicanismo sí supondrá la ruptura con
Roma. El rey Enrique VIII, después de haber apoyado al
Papa en la disputa contra Lutero, al no conseguir la nuli-
dad de su primer matrimonio para contraer segundas
nupcias, en 1534 se erige en cabeza de la Iglesia de Ingla-
terra. A partir de entonces, el anglicanismo será la reli-
gión oficial de Inglaterra, y el rey (o reina) el jefe supremo
de la Iglesia.
Un claro ejemplo de la confusión entre política y reli-
gión lo constituyeron los tribunales de la Inquisición, ins-
titución fundada en el siglo XIII por el papa Gregario IX
para combatir la herejía. Su sentido originario era garanti-
zar la unidad de la fe, pero, en la medida en que la religión
se convierte en el principal elemento de unidad, no dejará
de tener un sentido político. En un primer momento tuvo
por objeto combatir las herejías cátara y valdense. En Es-
paña, los Reyes Católicos la instituyen a finales del siglo
XV (sobre todo contra los pseudo-convertidos del juda-
ísmo y el Islam), prolongándose su existencia hasta princi-
pios del XIX. En contra de lo que suele pensarse, los mo-
mentos más duros de la Inquisición son posteriores a la
Edad Media (durante los siglos XVI y XVII) y no necesa-
riamente en España. Por otra parte, en los estados en los
que se establecieron diversas iglesias reformadas o protes-
tantes surgieron tribunales para reprimir a los que discre-
paban de la religión oficial 12 •

12 Como ejemplos reveladores de la confusión que suele reinar en

torno a la Inquisición, diremos que, en España, entre los años 1540 y 1700,
de un total de 44.674 juzgados por herejía, fueron ejecutados el 1,8%
(unos 800). Y en toda la historia de la Inquisición española, de ciento vein-
ticinco mil procesos, acabaron en condenas, muchas veces de carácter espi-

34
En resumidas cuentas, y con muchos matices, lo que
parece producirse durante la Edad Media y el comienzo
de la Edad Moderna es un tránsito de la teocracia pagana
del Imperio Romano a una teocracia cristiana donde,
tanto la Iglesia católica como las Iglesias reformadas, no
fueron capaces de mantener la distancia apropiada con el
poder temporal.

De la teocracia a la integración
en la sociedad democrdtica

Con la aparición de las Iglesias reformadas {lutera-


nismo, calvinismo y anglicanismo) la integración del po-
der político y el religioso salió reforzada. De hecho, sirvió
para acrecentar el sentimiento nacional de no pocos Esta-
dos. Así, las llamadas «guerras de religión» entre católicos
y protestantes, tuvieron unas motivaciones políticas en
muchos casos difíciles de deslindar de las estrictamente
religiosas.
El camino hacia la separación de ambas esferas, deno-
minado proceso de secularización -que volveremos a tra-
tar en el Capítulo siguiente-, recorrido paulatinamente
desde el siglo XVIII hasta el XX, tuvo en realidad dos in-
terpretaciones bien distintas. Unos lo vieron como el paso

ritual, entre ell,5 y el2% (unos dos mil). Durante tres siglos, el número
de brujas condenadas por la Inquisición no llegó al centenar. Por contra,
durante ese mismo periodo, los tribunales civiles condenaron a 100.000
brujas en toda Europa, de las que 50.000 fueron a la hoguera. En Alema-
nia, donde no había Inquisición y contaba con mayoría protestante, fueron
condenadas por los tribunales civiles 25.000 brujas (Cfr. BoRROMEO,
Agostino (ed.), L 1nquisizione, Biblioteca Vaticana, Callana <<Studi e testi»,
Citta del Vaticano, 2004).

35
al reconocimiento de una legítima autonomía de las acti-
vidades temporales (pero manteniendo una concepción
religiosa de la existencia humana), mientras que para
otros suponía la vía hacia el abandono definitivo de la re-
ligión. El primer planteamiento fue el que la Iglesia Ca-
tólica recogió en el Concilio Vaticano II; el segundo era el
que se derivaba, directa o indirectamente, de las posicio-
nes ilustradas más racionalistas. Las posiciones más tradi-
cionalistas dentro de la Iglesia lo entendieron también en
este segundo sentido -esto es, que la secularización im-
plicaba necesariamente negación de la religión-, y por
eso no aceptaron buena parte del Concilio.

2.2 El Islam y el poder político

En contraste con el cristianismo, el Islam no diferen-


cia entre «lo de Dios y lo del César». Como es sabido, is-
lam significa 'sometimiento', 'aceptación', y nada, ni si-
quiera el orden político, puede quedar excluido de ese
sometimiento a la voluntad de Alah revelada en el Corán.
Aunque hay que decir que actualmente el Islam no es una
realidad monolítica, sino que pueden distinguirse diver-
sos focos según su adscripción geográfica y, sobre todo,
dinástica, sin embargo, es algo característico en práctica-
mente todo el mundo musulmán la unidad de lo político
con lo religioso.
Desde sus mismos inicios con Mahoma a principios
del siglo VII, el Islam se expandió mediante la conquista.
Después de un primer rechazo por parte de su propia
tribu -que le obliga a huir con sus fieles de La Meca a
Medina-, Mahoma proclamó la sustitución de la vincu-
lación tribal por la hermandad de todos los musulmanes

36
en una sociedad teocrática (la 'umma', de la raíz árabe
umm, madre). A su regreso, demostró sus dotes de caudi-
llo socio-político adueñándose de La Meca y consi-
guiendo la unificación de las belicosas e idólatras -poli-
teístas- tribus árabes. Muerto Mahoma, sus sucesores,
los cuatro primeros califas (Abú Bakr, Ornar, Otmán y
Alí) tendrán un carácter guerrero y, en 24 años, expandi-
rán el Islam mediante la yihad o «guerra santa» desde Ara-
bia y la franja sahariana al sur, hasta el mar Negro al
norte, Tripolitania al oeste y el río Indo al este. La apari-
ción de diversos grupos o tendencias dentro del Islam se
explica precisamente por esa concepción unitaria de lo re-
ligioso y lo político, por lo que la vinculación a una u otra
rama del Islam está en estrecha dependencia de la dinas-
tía política que se reconozca como sucesora legítima de
Mahoma.
Los sunfes (de Sunna, tradición) son considerados
como la ortodoxia islámica. Dentro de ellos pueden dis-
tinguirse varias tendencias, desde la hanafita (la más am-
plia y tolerante, base de la jurisprudencia turca), hasta la
hanbali (la más rigorista, vigente en nuestros días en Ara-
bia Saudí). Los sunfes se apoyan en que Mahoma, en los
últimos años de su vida, fue delegando varias de sus fun-
ciones en algunos de los que comenzaron con él y que ha-
bían demostrado su capacidad de gobierno. De entre ellos
surgió la esplendorosa dinastía de los Omeya, que exten-
dió su imperio por África del Norte, la Península Ibérica
(uno de los Omeya, Abderramán, fundará el califato in-
dependiente de Córdoba), el valle del Indo y parte de
China. Constituyen actualmente casi el90% de los mu-
sulmanes.
Los chiles (de chía, partido), en torno al 10% del to-
tal, estiman que la dinastía de los Omeya era ilegal, pues

37
gobernaron a partir del asesinato de Alí, primo de Ma-
homa que se casó con Fátima, la hija del Profeta. Alí sería
para los chiles el verdadero sucesor (khalifo) de Mahoma.
Creen que el imanato (una suerte de sacerdocio con atri-
buciones políticas) es de institución divina y transmitido
por generación desde Mahoma, a través de los descen-
dientes de Alí. Entre los sunles, en cambio, el imán es me-
ramente un laico que ha realizado los estudios teológicos,
dirige la plegaria, etc. Actualmente los chiíes están pre-
sentes sobre todo en Irán (97 % de la población) e Irak
(60 %). La identificación de lo sagrado y lo secular sería
aquí más notoria, por cuanto los sacerdotes forman la je-
rarquía tanto religiosa como política, en cuya cúpula es-
tán los Ayatollah (entre seis y diez personas).
La yihad (guerra santa) está vigente de modo habi-
tual entre los chiles (o chiftas) como un sexto pilar (obli-
gación ético-religiosa) del Islam (junto a la profesión de
fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a
La Meca). Algunos intérpretes del Corán la dividen en
«gran yihad» o guerra santa contra el enemigo interior
(malas pasiones, cobardías del alma, etc.) y «pequeña
yihad» o guerra contra los enemigos exteriores, los infie-
les. Se recurre a ella al menos siempre que corren peli-
gro la paz, la seguridad y la existencia de la comunidad
islámica.
Además de sunles y chiles, existen otras escisiones
pero de carácter muy minoritario. Aunque, como puede
verse, los musulmanes no forman un grupo uniforme,
con respecto al tema que nos ocupa hemos de considerar
que el islamismo es una religión totalizadora, en tanto
que abarca a «todos los hombres» y a «todo el hombre».
Cuando dice que abarca a todos los hombres, no quiere
decir simplemente que es una religión universal a la que

38
todos los hombres están llamados: esto lo compartiría
con el cristianismo. Lo específico del Islam es la afirma-
ción de que todo hombre nace musulmán. Son sus pa-
dres los que lo hacen judío o cristiano. Ser hombre es ser
musulmán, de la misma manera que la religión consiste
en el Islam. Pero además, comprende a todo el hombre en
el sentido de que la fe islámica se inserta necesariamente
en el entramado político-cultural. La sharia, o ley corá-
nica para regular las acciones humanas, afecta al musul-
mán dondequiera que se halle y afecta a todos los ámbi-
tos de la actividad humana. En general no se ha
planteado las exigencias de la libertad religiosa, puesto
que no da cabida a la distinción entre la ley del creyente
y la ley del ciudadano.

«La aspiración a convertir la «humanidad» en


<<Umma-nidad». Este es el objetivo de los musulmanes. La
consustancialización de religión y de la nación-estado es,
para ellos, una exigencia revelada e impuesta por Alah.
Han fracasado los esporádicos intentos por interpretar de
otro modo el Corán (... ) Al llegar a Medina, tras su huida
de La Meca, Mahoma enseñó que todos los musulmanes
«integran una comunidad única (umma) distinta de las
de los hombres» o no musulmanes. Pues todos los cre-
yentes en Alah forman una familia: «los creyentes son
hermanos» (Corán 49, 10; 9, 11). El monoteísmo estricto
repercutió en todos los planos e impulsó a los musulma-
nes hacia la unicidad: un solo Dios (Alah), un solo Pro-
feta (Mahoma), un solo libro sagrado (el Corán), un solo
señor en la tierra (califa, imán), una sola persona origen
de todos (Adán) y una sola umma regida por una sola ley,
la coránica o voluntad de Alah (sharia). Cuando la umma
abarque a la humanidad, ésta habrá retornado a su situa-
ción originaria» (Manuel Guerra, Historia de las Religio-
nes, pp. 297-8).

39
En el siglo XIX y principios del XX, con el desmoro-
namiento de los dominios turcos -junto con la coloni-
zación del norte de África por las potencias occidenta-
les-, el Islam parecía haber perdido su fuerza y empuje.
Actualmente existen tres actitudes o movimientos con los
que los musulmanes han procurado salir de ese «letargo».

a) El laicismo político: modernizar el Islam «occiden-


talizándolo». Trata de eliminar la sharia como factor polí-
tico. Rige en Turquía desde 1923, donde se ha impuesto
-no sin seria oposición de partidos políticos integristas 13-
la monogamia, el alfabeto latino, el calendario gregoriano,
la igualdad de hombres y mujeres en cuestiones como el de-
recho al voto, herencia, etc. Visten al modo occidental y
sólo admiten la guerra por razones de Estado (no religiosas).
b) El reformismo: modernizar el Islam sin «occiden-
talizarlo». Movidos por la nostalgia del esplendor del pa-

13 Caso del Refah Partisi (Partido de la Prosperidad) que, fundado el

19 de julio de 1983, obtuvo aproximadamente el22% de los votos en las


elecciones legislativas turcas de 1995 y alrededor del35% de los votos en
las elecciones municipales del 3 de noviembre de 1996. Tras la elecciones
legislativas de 1995, el Refoh se convirtió en el primer partido político
turco con un total de 158 escaños en la Gran Asamblea Nacional de Tur-
quía (que tiene 450 escaños en total). El28 de junio de 1996 el Refah ac-
cedió al poder formando un gobierno de coalición con el Partido de Do-
gru Yol (Partido de la Vía Justa), de tendencia centro derecha, dirigido por
la señora Tansu Ciller. En 1997 fue presentada ante el Tribunal Constitu-
cional turco una acción de disolución del Refah, acusado de pretender im-
plantar la sharia y defender la guerra santa, atentando así contra los princi-
pios democráticos y de laicidad del Estado. El Refoh Partisi acudió al
Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, alegando viola-
ción del derecho a la libertad de asociación. El Tribunal declaró, por cua-
tro votos contra tres, que no hubo tal violación (Cfr. Sentencia Tribunal
Europeo de Derechos Humanos Estrasburgo (Sección 3a), de 31 julio
2001 Caso Refah Partisi y otros contra Turquía, Repertorio de Jurispru-
dencia Aranzadi, TEDH 2002/20).

40
sado (salafiyya) quieren revitalizar el Islam, volviendo al
espíritu de los primeros califas pero rechazando muchas
medidas que consideran elaboraciones posteriores a
Mahoma o no esenciales al islamismo. Promoverían la
equiparación de la mujer con el varón en el derecho, los
estudios, el ejercicio de la profesión ... La salafiyya aspira a
la reunificación en una sola nación o imperio, por lo que
apoyan la sharia, si bien muy reformada. Actualmente es-
taría presente de algún modo en Egipto, Libia, Túnez,
Argelia, Marruecos, India y Pakistán.
e) El fundamentalismo islamista. Pretenden aplicar
la sharia en todo su rigor. Para ello defienden la guerra
santa, tanto contra los infieles como contra la sociedad
musulmana que consideran idólatra (especialmente a los
gobernantes). Quieren imponer la religión y todas sus
reglas desde el poder. Los Hermanos musulmanes (fun-
dados en 1928) y otros grupos fundamentalistas, preten-
den imitar a Mahoma llevando a cabo una hégira (huida)
desde la ignorancia o barbarie de los centros urbanos
(«La Meca» actual) hacia los suburbios, el campo, o paí-
ses no islámicos («Medina»), pero con la intención de,
como Mahoma, conquistar el poder (esto es, «retornar a
La Meca») e imponer la sharia. Es el origen del terro-
rismo islamista. Algunos movimientos intentan lo
mismo pero desde la base, mediante la islamización de la
vida ordinaria14 •

14 <<Los fundamentalistas y otras ramas islámicas obligan a las muje-

res a llevar el shadorlchador o velo que recubre toda la cabeza, incluida la


cara, menos los ojos. Creen que lo mandó llevar Mahoma. Pero las muje-
res de Arabia lo usaban ya en el siglo II d. C., como lo atestigua Tertu-
liano en su tratado De velandis virginibus (17, 2)» (Manuel GuERRA, His-
toria de las religiones, 303).

41
2.3. El judaísmo y el poder político

Como ya dijimos, el judaísmo o hebraísmo cumple


bastantes características de las religiones étnico-políticas.
Su origen podemos situarlo en la promesa hecha por
Yahvé a Abrahán y sus descendientes. Aunque hoy es ha-
bitual utilizar los términos hebreo, judío, israelita, etc.,
con un mismo significado, parece conveniente aclarar los
matices diferenciadores antes de abordar los aspectos más
esenciales de la concepción del poder político que se da
en esta tradición religiosa.

En la Biblia se llama «hebreo» a Abrahán porque uno


de sus antepasados se llamaba Heber (etimología popular,
no científica), según la genealogía de Gén 11, 10-32.
Después de la muerte de Salomón (c. 922 a. C.) su reino
se dividió en dos, a saber, el del norte: «Israel», nombre
impuesto a Jacob por el ángel (Gén 32,29), y el del sur:
«Judea», con capital en Jerusalén. Los «israelitas», o habi-
tantes del reino de Israel, fueron deportados por los asi-
rios (año 722 a. C.), perdiendo su entidad y unidad ét-
nico-política para siempre a no ser para los adeptos de las
sectas actuales integradoras del «Movimiento de Identi-
dad», que ven sus sucesores en los anglosajones.
A partir del 722 a. C. «hebreos» son sólo los del reino
de Judea, llamado así porque su territorio coincidía, más
o menos, con el del asentamiento de la tribu de Judá, uno
de los 12 hijos de Jacob. Durante su cautiverio en Babilo-
nia y después del mismo, ellos y sus sucesores son nom-
brados por las designaciones alternativas «hebreo, judío,
hebraísmo, judaísmo». Los adjetivos «hebreo, judío» se
dicen principalmente de las personas; «hebraico, judaico»
de las cosas; «israelí» de las personas y de las cosas. Tras la
constitución del Estado de Israel el14-5-1948, los he-
breos o judíos se llaman «israelíes» (también «israelitas»,

42
si bien suena a galicismo), si poseen el documento de
identidad que les acredita como ciudadano del Estado de
Israel. (Manuel GUERRA, Historia de las Religiones).

De este modo, en estricta puridad, Abrahán, Isaac, Ja-


cob, etc., fueron hebreos pero no judíos; David, Jesu-
cristo, etc., hebreos y judíos. En cualquier caso, siguiendo
la práctica común, aquí utilizamos los términos indistin-
tamente.
A grandes rasgos, en la relación del pueblo judío con
el poder político podemos distinguir tres etapas: desde
sus orígenes hasta la destrucción del templo de Jerusa-
lén (70 d. C.); desde la destrucción del templo hasta la
constitución del Estado de Israel (1948); y desde 1948
hasta hoy.

De los orfgenes a la destrucción del templo (70 d. C.)

A diferencia de otras religiones de carácter étnico-po-


lítico, el origen de la religión judía no se pierde en la ne-
bulosa de los tiempos. Tiene un momento muy concreto:
la alianza de Dios (Yahvé) con Abrahán (en torno al
2.000 a. C.). De dicho pacto surgen una serie de dere-
chos y obligaciones recíprocas que marcan la fisonomía
peculiar del pueblo descendiente de Abrahán, tanto en el
aspecto estrictamente religioso como socio-político (si
cabe hacer la distinción). Abrahán y sus descendientes se
comprometen a tener a Yahvé como único Rey y a obede-
cer sus preceptos, para ser merecedores de Su protección
(«Yo haré de ti una gran nación») y del cumplimiento de
Sus promesas («la tierra prometida», el envío del Me-
sías ... ). La fidelidad o infidelidad a Yahvé marcarán los

43
periodos de prosperidad o decadencia, respectivamente.
Así, por ejemplo, la esclavitud en Egipto o el esplendor
de los reinados de David y Salomón.
Durante este periodo el pueblo sufrirá deportaciones
y dominaciones extranjeras. Especialmente desde la pri-
mera destrucción del templo (por Nabucodonosor en
587 a. C.) los judíos esperarán un Mesías que, o los hi-
ciera retornar a su tierra, o los librara de la dominación
extranjera, pues a partir de la primera destrucción del
templo, su país va a estar ya sometido sucesivamente bajo
diversos dominios (babilónico persa, greco-macedonio,
romano, y después, árabe, turco y británico).
El poder supremo, pues, reside en Yahvé, verdadero
«Rey de Israel». De hecho, durante mucho tiempo, el
pueblo careció de un poder político temporal, siendo
guiado por los Patriarcas, Profetas y Jueces. La envidia
hacia los otros pueblos les lleva a pedir a Dios que les dé
un rey, que será el elegido de Yahvé. Sin embargo, sumo-
noteísmo les impedirá divinizar a sus reyes y gobernantes.
Por su parte, los sacerdotes, asociados a la tribu de Leví,
uno de los doce hijos de Jacob, serán los encargados de
oficiar el culto.
El primero de estos reyes de Israel fue Saúl (siglo XI a.
C.), aunque el esplendor y la prosperidad se conoció du-
rante los reinados de David y Salomón, quien llevará a
cabo la construcción del Templo de Jerusalén. Después
de la muerte de Salomón (a finales del siglo X a.C.), Is-
rael se dividió, a su vez, en dos reinos: el del norte, que
conservo el nombre de Israel (cuyos habitantes eran los
israelitas); y el del sur o reino de Judá, llamado así por
coincidir su territorio con el asentamiento de la tribu de
este mismo nombre. El reino de Israel fue dominado por
los asirios, un pueblo situado al norte del actual Irak (722

44
a.C.) y los israelitas se mezclaron con los invasores o fue-
ron deportados; como consecuencia, el reino perdió su
unidad política. Posteriormente, en el año 586 a.C. el
reino de Judá fue conquistado por Nabucodonosor, rey
de Babilonia (un estado situado entre los ríos Eufrates y
Tigres que en la actualidad pertenece a Irak), lugar al que
fueron deportados los habitantes de Judea. En este año se
produjo la primera destrucción del templo de Jerusalén.
En los siglos posteriores, el pueblo judío pudo regre-
sar a su tierra y el templo de Jerusalén fue construido de
nuevo; sin embargo, sufrieron la dominación de persas,
griegos y romanos. En el 66 d.C. se produjo una insu-
rrección de judíos contra el dominio romano; cuatro años
después las tropas del emperador Tito conquistaban Jeru-
salén y destruían de nuevo el templo.

De la didspora a la creación del Estado de Israel

La destrucción del templo en el año 70 por el empe-


rador Tito supone para los judíos la didspora, esto es, la
dispersión por todo el orbe, sin poder volver a su tierra
hasta la creación del moderno Estado de Israel. En este
periodo se produjo una descentralización de la autoridad
religiosa, sustituyéndose los sacerdotes por los rabinos o
maestros de la ley: desaparecido el templo, el estudio de
la Torah (o Pentateuco: 5 primeros libros del Antiguo
Testamento) o el Talmud (libro de comentarios rabíni-
cos) suple completamente la ofrenda de sacrificios. Du-
rante todos estos siglos, los judíos ortodoxos han venido a
sentirse como extranjeros en tierra extraña, aceptando la
autoridad política de turno y cumpliendo sus leyes siem-
pre que no fueran contrarias a la Ley de Dios.

45
El Estado nacional judfo. El judafsmo ortodoxo
y la secularización del Estado de Israel

Después de la Segunda Guerra Mundial, el Holo-


causto fue un buen argumento para que la comunidad
internacional se sintiera obligada a otorgar al pueblo he-
breo un territorio en Palestina, donde pudieran reunirse
los judíos dispersos por el mundo. La presión de los sio-
nistas y los ultra-ortodoxos en este sentido -que había
comenzado a finales del siglo XIX- parece que llegó a
tener lugar durante la propia persecución nazi, que algu-
nos de estos grupos habrían visto al principio con bue-
nos ojos por favorecer la consecución de sus objetivos.
Pero ni siquiera todos los judíos ortodoxos están de
acuerdo con la realidad temporal (es decir, política) del
Estado de IsraeF 5•
Se produce la paradoja de que el Estado de Israel se
concibe por motivos étnico-religiosos -inspirándose no
pocas normas en la ley religiosa- y al tiempo se consti-
tuye en una democracia según el modo occidental mo-
derno. Aun cuando gran parte de sus ciudadanos, incluso

15 El término <<sionismO>>, derivado de <<Sióm>, designación del monte


sobre el cual fue construido el templo al sur de Jerusalén, se refiere al mo-
vimiento puesto en marcha en 1895 con la publicación del libro Der Ju-
denstaat =<<El Estado judím> de Theodor Herzl (1860-1904). «Sionista»,
antes de 1948, era el que aspiraba a fundar el Estado hebreo/judío de Is-
rael en la «tierra prometida» por Dios a Abrahán y a sus descendientes
(Gen 15, 13ss). Después de su constitución en dicho año y conforme a la
«ley del retorna>>, «sionista>> es todo el que reconoce que al Estado de Israel
pertenecen sus ciudadanos y todo el pueblo hebreo. Vulgarmente «he-
brea>> es todo el que se identifica como tal. Pero los grupos religiosos, o
sea, de sangre y religión hebrea, más o menos activistas y radicalizados,
tratan de imponer la definición tradicional, según la cual hebreo/judío es
el nacido de madre hebrea, así como el convertido según las leyes estable-
cidas (Cfr. GuERRA, Manuel, Historia de las religiones, pp. 311-312).

46
la mayoría de sus gobernantes, sean ateos o agnósticos, la
sociedad mantiene numerosas prescripciones legales de
orden religioso; así, por ejemplo, las normas derivadas del
descanso sabático, las referidas a los alimentos compati-
bles (en los restaurantes no pueden servir carne y produc-
tos lácteos en la misma comida), etc.

3. LA RELIGIÓN EN UN ESTADO DE DERECHO.


PLURALISMO RELIGIOSO Y TOLERANCIA

Durante los últimos dos siglos ha ido tomando


cuerpo en el mundo occidental la idea de que el Estado
-ahora entendido, no ya sólo como la comunidad polí-
ticamente organizada, sino como el aparato institucional
que actualiza y garantiza la unidad-, debe mantenerse al
margen de las creencias de sus ciudadanos. Sus leyes han
de tener una base distinta de dichas creencias, pues la per-
tenencia a una determinada comunidad política no puede
suponer la aceptación de un credo religioso determinado.
Se entiende que el poder político debe justificarse y ejer-
cerse conforme a criterios universales que todo el mundo
pueda reconocer con independencia de su confesión reli-
giosa. Pero, ¿cuál podría ser la base para esa justificación y
ejercicio del poder?

3.1. Concepto de Estado de Derecho

La figura política que ha hecho fortuna para garanti-


zar la igualdad de derechos de los ciudadanos y su protec-
ción respecto de un hipotético poder parcial, es la del Es-
tado de Derecho, elaborada tanto desde el pensamiento

47
liberal anglosajón como desde el racionalismo ilustrado
de Kant. Se trata de una figura aparentemente contradic-
toria, pues su esencia es que el poder esté sometido a una
norma sin por ello dejar de ser tal poder.
El Estado de Derecho consiste en la sujeción del poder
a una norma, es decir, que quienes asumen el poder se su-
jeten a una ley para ejercer dicho poder. Es un sistema,
pues, cuya finalidad es dificultar la posibilidad de un
abuso de poder 16 •
El Estado de Derecho no deja de ser un sistema de
garantías formales. En otras palabras, no garantiza la
justicia de las leyes o mandatos, salvo que se entienda
que lo justo reside en la voluntad popular, es decir, que
una ley es justa con tal de que sea aprobada en el Parla-
mento por los representantes de los ciudadanos (en este
último caso, tenemos el Estado democrático de Dere-
cho). En cualquier caso, lo que garantiza el Estado de
Derecho es la imparcialidad de los procedimientos de
ejercicio del poder.

16 Este postulado no tiene sentido si no se instrumenta un control de

que efectivamente d poder se somete a la ley o no, y si no se instrumenta


un medio de que d poder que ha de someterse a la ley, no pueda modifi-
car ésta. Para dio han de suceder dos cosas: (1) que d poder esté dividido
en centros de ejercicio del mismo, de tal modo que un poder (legislativo)
dicte las normas a las que ha de sujetarse en su actuación otro poder (eje-
cutivo); y (2) que un tercer poder (judicial) pueda contrastar jurisdiccio-
nalmente (y con poderes ejecutivos absolutamente autónomos) la confor-
midad entre la actuación del segundo poder y la ley. Esta división de
poderes, después de una primera formulación por parte de Locke, fue pro-
puesta como tal por Montesquieu. La posibilidad real de tal división de
poderes ha sido cuestionada tanto desde d liberalismo (para limitar d po-
der hay que reducir d Estado), como desde d socialismo (el poder reside
en d pueblo y, por tanto, es uno).

48
3.2. Libertad religiosa y pluralismo

En el aspecto religioso, ¿qué aporta el Estado de De-


recho?
Por un lado, tanto la unidad general de Europa, como
la interna de los diversos Estados, ya no podía descansar
en una religión común que ya no existía, donde el plura-
lismo religioso comenzaba a ser una realidad patente. Por
otro lado, la idea de libertad como autonomía, condujo a
prestar mayor atención sobre el individuo como sujeto de
derechos. Así lo entenderán las Declaraciones universales
de Derechos:

«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en


dignidad y derechos y, dotados como están de razón y
conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos
con los otros.» (Declaración Universal de Derechos Huma-
nos (1948). Artículo 1).

El Estado de Derecho, concebido así como un Estado


neutral, excluirá privilegiar los derechos de una determi-
nada concepción política o religiosa. Prevalece la libertad
de las personas.

«Todas las personas son iguales ante la ley y tienen


derecho sin discriminación a igual protección de la ley. A
este respecto, la ley prohibirá toda discriminación y ga-
rantizará a todas las personas protección igual y efectiva
contra cualquier discriminación por motivos de raza, co-
lor, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cual-
quier índole, origen nacional o social, posición econó-
mica, nacimiento o cualquier otra condición social.
En los Estados en que existan minorías étnicas, reli-
giosas o lingüísticas, no se negará a las personas que perte-

49
nezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde,
en común con los demás miembros de su grupo, a tener
su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia re-
ligión y a emplear su propio idioma.» (Pacto internacional
de Derechos civiles y políticos (1966) de la Asamblea Gene-
ral de Naciones Unidas. Artículos 26 y 27).

Interesa recalcar que este reconocimiento de la liber-


tad religiosa, y la consiguiente aceptación del pluralismo
religioso, no prejuzga el hecho de que pueda existir una
religión verdadera o no. Simplemente no entra a dirimir
esa cuestión. Lo que se quiere es proteger la dignidad de
la persona, respetando su derecho a abrazar en libertad la
creencia que estime verdadera. Así lo entendió también la
Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II:

«Este Concilio Vaticano declara que la persona hu-


mana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad
consiste en que todos los hombres han de estar inmunes
de coacción, sea por parte de personas particulares como
de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello
de tal manera, que en materia religiosa, ni se obligue a
nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que
actúe conforme a ella en privado y en público, solo o aso-
ciado con otros, dentro de los límites debidos. Declara,
además, que el derecho a la libertad religiosa está real-
mente fundado en la dignidad misma de la persona hu-
mana, tal como se la conoce por la palabra revelada de
Dios y por la misma razón. Este derecho de la persona
humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el
ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se
convierta en un derecho civiL» (Dignitatis Humanae, 2)

En este sentido, algunos autores han distinguido en-


tre libertad de conciencia y libertad de las conciencias. La

50
primera noción indicaría que la conciencia no está orien-
tada a ninguna verdad, sino que ella misma es un abso-
luto. Ninguna religión sería entonces verdadera (o todas
lo serían igualmente). Sería un relativismo, en este caso
religioso. La segunda, defiende meramente el derecho de
toda persona a no ser obligada a aceptar una creencia, aun
pudiendo ser ésta verdadera. Aunque la expresión utili-
zada habitualmente sea la primera (libertad de concien-
cia), lo importante, más allá de la expresión, es advertir
que puede haber dos interpretaciones diferentes.

3.3. Los riesgos del «fundamentalismo político»

Las últimas décadas han visto los esfuerzos del hom-


bre (especialmente en Occidente) por evitar el fundamen-
talismo e integrismo religiosos. Parece existir un acuerdo
en que el ordenamiento jurídico de los Estados tenga sus
propias bases y no imponga sobre las conciencias de los
ciudadanos obligaciones para las que no está legitimado.
El pluralismo religioso -hoy presente dentro de un
mismo Estado-, es consecuencia lógica de esa «libertad
de conciencia», y exige la tolerancia entre quienes posean
creencias diferentes. Sin embargo, la intolerancia no es
patrimonio exclusivo del fundamentalismo religioso. El
papel del Estado como establecedor de los valores domi-
nantes puede llegar a exagerarse de tal modo, que su de-
seable neutralidad se torne en defensa de unos postulados
que, por su carácter «sagrado» e incuestionable, convier-
tan así la política en una nueva religión (y una «religión»
fundamentalista).

51
APÉNDICE:
TEXTOS Y DOCUMENTACIÓN

TEXTO n.o l. El monismo político-religioso

«Según lo que nos es dado conocer hoy por hoy, en etapas


más primitivas de la humanidad el hombre vivió encerrado en
círculos pequeños, dentro de los cuales reinaba en todos los te-
rrenos un absoluto monocolor: una misma raza, misma religión,
mismo espacio vital, mismos intereses colectivos. Dentro de
cada círculo, no cabía oposición entre el orden religioso y el
temporal. Y pronto formas políticas más desarrolladas dieron
paso a la identificación entre el poder político y el sagrado, o, lo
que es lo mismo, a que el poder político tuviese un carácter sa-
grado o el poder religioso un carácter político.
El mundo precristiano es, pues, un mundo monista: religión
y política aparecen confundidas; el hombre es dirigido hacia sus
fmes individuales y sociales por un poder investido simultánea-
mente del doble carácter religioso y temporal; religión y política
constituyen un todo único y armónico. A esta realidad respon-
den, dentro del ámbito geográfico en que se va a desarrollar la ci-
vilización occidental, sistemas que abarcan desde el régimen fa-
raónico a los imperios precolombinos, pasando por Persia y Roma:
salvando todas las reservas que una tal simplificación de la histo-
ria entraña, puede en efecto afirmarse el monismo -identidad o

52
confusión de las esferas religiosa y política y de los correspon-
dientes órganos del poder- del mundo precristiano en su repre-
sentación política más típica, los grandes imperios teocráticos.
Es interesante observar cómo, en cierto modo, el fenómeno
se repite también en el pueblo judío, que fue el que tuvo antes
de nuestra Era un tipo de religión más «moderno», más alejado
de la teocracia politeísta del mundo antiguo. En Israel, como en
los demás pueblos de su época, existe una casta sacerdotal, pero
el supremo poseedor del poder político y religioso, al menos en
los siglos de su hegemonía, no es el sumo sacerdote, sino el rey.
Los imperios teocráticos convierten al rey en hijo de los dioses;
en Israel no es tal, pero sí es el elegido de Dios. Yahvé elige al rey
y dialoga directamente con él-o con el juez o el caudillo, se-
gún el momento histórico-, o le envía su profeta; el sumo sacer-
dote, y la clase sacerdotal, son personajes a este respecto secun-
darios, con funciones fundamentalmente cultuales. Se da, pues,
aquel tipo de teocracia que era compatible con las creencias reli-
giosas del pueblo judío, las cuales no admitían ninguna forma
de divinización de la persona que ostenta el poder, pero sí una
forma de divinización del poder mismo.
Diferente fue, en cambio, el caso de Atenas, principal ejem-
plo que ofrece el mundo antiguo de un sistema político en
buena medida desvinculado de implicaciones teocráticas. Por
desgracia, Roma -que recogió tanta parte de la cultura
griega- extendió su soberanía sobre Grecia cuando la demo-
cracia ateniense era ya sólo un recuerdo ahogado bajo el domi-
nio macedónico; desde el 338 a. C. Atenas queda sometida a la
dinastía de Filipo y Alejandro Magno; en el196 a. C. es «libe-
rada» por los romanos; en el 12 a. C., Octavio Augusto incor-
pora a su dignidad imperial el título de Pontífice Máximo, y la
República romana, que había sido ya una sombra desde la su-
bida al poder de César (en el 60 a. C. se constituye el primer
Triunvirato), deja paso otra vez a una teocracia.»

(Alberto de la HERA, Carlos SOLER, <<Historia de las doctrinas so-


bre las relaciones entre la Iglesia y el Estado», en Tratado de Derecho
Eclesidstico, Pamplona, 1994, pp. 37-38).

53
TEXTOS n. 0 2 y 3. Los primeros mártires cristianos

Más allá del carácter apologético de estos textos, proporcio-


nan detalles significativos de la persecución romana del cristia-
nismo en los años indicados. Como es natural, esta persecución
no tuvo siempre y en todas partes la misma intensidad, ni fue-
ron idénticas las sanciones que se aplicaron.

Martirio de Policarpo de Esmirna (155)

«Sabiendo que habían llegado sus perseguidores, bajó y se


puso a conversar con ellos. Se quedaron maravillados al ver la
edad avanzada y su enorme serenidad, y no se explicaban todo
aquel aparato y afán para prender a un anciano como él. Al mo-
mento, Policarpo dio órdenes de que se les sirviera de comer y
de beber cuanto apetecieran, y les rogó, por su parte, que le con-
cedieran una hora para orar tranquilamente. Se lo permitieron
y, puesto en pie, se puso a orar tan lleno de gracia de Dios, que
por espacio de dos horas no le fue posible callar. Todos los que
le oían estaban maravillados, y muchos sentían remordimientos
de haber venido a prender a un anciano tan santo.
Una vez terminada su oración, después de haber hecho en
ella memoria de cuantos en su vida habían tenido trato con él,
lo montaron sobre un pollino y así le condujeron a la ciudad,
día que era de gran sábado. Por el camino se encontraron al jefe
de policía Herodes, y a su padre Nicetas, que lo hicieron montar
en su carro y sentándose a su lado, trataban de persuadirle, di-
ciendo: «¿Pero qué inconveniente hay en decir: César es el Se-
ñor, y sacrificar y cumplir los demás ritos y con ello salvar la
vida?»
Policarpo, al principio, no les contestó nada; pero como vol-
vieron a preguntar de nuevo, les dijo finalmente: «No tengo in-
tención de hacer lo que me aconsejáis». Ellos, al ver su fracaso
de intentar convencerle por las buenas, comenzaron a proferir
palabras injuriosas y le hicieron bajar tan precipitadamente del

54
carro, que se hirió en la espinilla. Sin embargo, sin hacer el me-
nor caso, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar a
pie animosamente, conducido al estadio, en el que reinaba tan
gran tumulto que era imposible entender a alguien. (... ) Mien-
tras lo conducían hacia el tribunal, se levantó un gran tumulto
al correrse la voz de que habían prendido a Policarpo.
Al llegar a presencia del procónsul, le preguntó si él era Poli-
carpo. Respondiendo afirmativamente el mártir, el procónsul
trataba de persuadirle para que renegase de la fe, diciéndole:
«Ten consideración a tu avanzada edad», y otras cosas por el es-
tilo, según tienen por costumbre, como: «Jura por el genio del
César; muda de modo de pensar; grita: ¡Mueran los ateos!».
A estas palabras, Policarpo, mirando con grave rostro a toda
la muchedumbre de paganos que llenaban el estadio, tendiendo
hacia ellos la mano, dando un suspiro y alzando sus ojos al cielo,
dijo:
-«Sí, ¡mueran los ateos!»
-«Jura y te pongo en libertad. Maldice de Cristo».
Entonces Policarpo dijo:
-«Ochenta y seis años hace que le sirvo y ningún daño he
recibido de El; ¿cómo puedo maldecir de mi Rey, que me ha sal-
vado?»
Nuevamente insistió el procónsul, diciendo:
-«Jura por el genio del César.»
Respondió Policarpo:
-«Si tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio,
como tú dices, del César, y finges ignorar quién soy yo, óyelo
con toda claridad: yo soy cristiano. Y si tienes interés en saber en
qué consiste el cristianismo, dame un día de tregua y escú-
chame.»
Respondió el procónsul:
-«Convence al pueblo.»
Y Policarpo dijo:
-«A ti te considero digno de escuchar mi explicación, pues
nosotros profesamos una doctrina que nos manda tributar el
honor debido a los magistrados y autoridades, que están estable-

55
cidas por Dios, mientras ello no vaya en detrimento de nuestra
conciencia; mas a ese populacho no le considero digno de oír mi
defensa.»
Dijo el procónsul:
-«Tengo fieras a las que te voy a arrojar, si no cambias de
parecer.»
Respondió Policarpo:
-«Puedes traerlas, pues un cambio de sentir de lo bueno a
lo malo, nosotros no podemos admitirlo. Lo razonable es cam-
biar de lo malo a lo justo.»
Volvió a insistirle:
-«Te haré consumir por el fuego, ya que menosprecias las
fieras, como no mudes de opinión.»
Y Policarpo dijo:
-«Me amenazas con un fuego que arde por un momento y
al poco rato se apaga. Bien se ve que desconoces el fuego del jui-
cio venidero y del eterno suplicio que está reservado a los im-
píos. Pero, en fin, ¿a qué tardas? Trae lo que quieras» [... ]
Enseguida fueron colocados en torno a él todos los instru-
mentos preparados para la pira y como se acercaban también
con la intención de clavarle en un poste, dijo:
-«Dejadme tal como estoy, pues el que me da fuerza para
soportar el fuego, me la dará también, sin necesidad de asegu-
rarme con vuestros clavos, para permanecer inmóvil en la ho-
guera.»
Así pues, no le clavaron, sino que se contentaron con atarle.
Él entonces, con las manos atrás y atado como un cordero egre-
gio, escogido de entre un gran rebaño preparado para el holo-
causto acepto a Dios, levantando sus ojos al cielo dijo:
-«Señor Dios omnipotente, Padre de tu amado y bende-
cido siervo Jesucristo por quien hemos recibido el conocimiento
de Ti (... ):Yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta
hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz
de Cristo para resurrección de eterna vida, en alma y cuerpo, en
la incorrupción del Espíritu Santo. ¡Sea yo con ellos recibido
hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable, conforme

56
de antemano me lo preparaste y me lo revelaste y ahora lo has
cumplido, Tú, el infalible y verdadero Dios! Por lo tanto, yo te
alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico, por media-
ción del eterno y celeste Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu siervo
amado, por el cual sea gloria a Ti con el Espíritu Santo, ahora y
en los siglos por venir. Amén.»
Apenas concluida su súplica, los ministros de la pira pren-
dieron fuego a la leña. Y levantándose una gran llamarada, vi-
mos un gran prodigio aquéllos a quienes fue dado verlo; aqué-
llos que hemos sobrevivido para poder contar a los demás lo
sucedido. El fuego, formando una especie de bóveda, rodeó por
todos lados el cuerpo del mártir como una muralla, y estaba en
medio de la llama no como carne que se abrasa, sino como pan
que se cuece o como el oro y la plata que se acendra al horno.
Percibíamos un perfume tan intenso como si se levantase una
nube de incienso o de cualquier otro aroma precioso.
Viendo los impíos que el cuerpo de Policarpo no podía ser
consumido por el fuego, dieron orden al confector para que le
diese el golpe de gracia, hundiéndole un puñal en el pecho. Se
cumplió la orden y brotó de la herida tal cantidad de sangre que
apagó el fuego de la pira, y el gentío quedó pasmado de que hu-
biera tal diferencia entre la muerte de los infieles y la de los es-
cogidos.»

(Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelium, 7-11,


13-16, en J. Antonio Loarte, El tesoro de los padres, Rialp (1998),
pp.50-53)

Persecución de Diocleciano (303)

«Su madre adoraba a los dioses de las montañas y, dado que


era una mujer sobremanera supersticiosa, ofrecía banquetes sa-
crificiales casi diariamente y así proporcionaba alimento a sus
paisanos. Los cristianos se abstenían de participar y, mientras
ella banqueteaba con los paganos, ellos se entregaban al ayuno y

57
la oración. Concibió por esto odio contra ellos y, con lamenta-
ciones mujeriles, incitaba a su hijo, que no era menos supersti-
cioso que ella, a eliminar a estos hombres. Así pues, durante
todo el invierno ambos emperadores tuvieron reuniones a las
que nadie era admitido y en las que todos creían que se trataban
asuntos del más alto interés público. El anciano se opuso a su
apasionamiento tratando de hacerle ver lo pernicioso que sería
turbar la paz de la tierra mediante el derramamiento de la san-
gre de muchas personas. Insistía en que los cristianos acostum-
bran a morir con gusto y que era suficiente con prohibir la prác-
tica de esta religión a los funcionarios de palacio y a los
soldados. Pero no logró reprimir la locura de este hombre apa-
sionado. Por ello, le pareció oportuno tantear la opinión de sus
amigos. Así era, en efecto, su malvado carácter: cuando tomaba
alguna medida beneficiosa lo hada sin pedir previamente con-
sejo, a fin de que las alabanzas recayesen sólo sobre él; por el
contrario, cuando la medida era perjudicial, como sabía que se
le iba a reprochar, convocaba a consejo a muchos, a fin de que
se culpase a otros de aquello de lo que sólo él era responsable. Se
hizo, pues, comparecer a unos pocos altos funcionarios y milita-
res y se les fue interrogando siguiendo el orden jerárquico. Algu-
nos, llevados de su odio personal contra los cristianos, opinaron
que éstos debían ser eliminados en cuanto enemigos de los dioses
y de los cultos públicos; los que pensaban de otro modo coinci-
dieron con este parecer, tras constatar los deseos de esta persona,
bien por temor, bien por deseo de alcanzar una recompensa. Pero
ni aun así se doblegó el emperador a dar su asentimiento, sino
que prefirió consultar a los dioses y, a tal fm, envió un arúspice al
Apolo Milesio. Éste respondió como enemigo de la religión di-
vina. Así pues, cambió de idea y, dado que no podía ya oponerse
ni a sus amigos, ni al César, ni a Apolo, se esforzó, al menos, en
que se observase la limitación de que todo se hiciese sin derrama-
miento de sangre, en tanto que el César deseaba que fuesen que-
mados vivos los que se negasen a ofrecer sacrificios.
Se busca el día favorable y propicio y resulta elegida la fiesta
las Terminales, que se celebran el 23 de febrero, como si con ello

58
se quisiese poner término a nuestra religión. Aquel día fue la
causa primera de la muerte, la causa primera de los males que se
abatieron sobre ellos y sobre todo el orbe de la tierra. Al amane-
cer de este día (... ), cuando la luz era aún tenue se presentó de
improviso en la iglesia el prefecto acompañado de los jefes y tri-
bunos militares y de los funcionarios del fisco. Arrancan las
puertas y buscan la imagen de Dios; descubren y queman las Es-
crituras; se les permite a todos hacer botín; hay pillajes, agita-
ción, carreras.
Mientras tanto, los dos emperadores desde un lugar estraté-
gico -pues al estar la iglesia en un lugar elevado era visible
desde palacio- discutían entre sí largamente si no sería preferi-
ble prender fuego a la iglesia. Se impuso el parecer de Diocle-
ciano, temeroso de que, al provocar un gran incendio, ardiese
también alguna parte de la ciudad, pues la iglesia estaba rodeada
por todas partes de numerosos y grandes edificios. Así pues, se
presentaron los pretorianos formados en escuadrón, provistos
de hachas y otras herramientas y, acometiéndolo por todas par-
tes, en pocas horas arrasaron hasta nivel del suelo este soberbio
templo.
Al día siguiente se publicó un Edicto en el que se estipulaba
que las personas que profesasen esta religión fuesen privadas de
todo honor y de toda dignidad y que fuesen sometidas a tor-
mento, cualquiera que fuese su condición y categoría; que fuese
lícita cualquier acción judicial contra ellos, al tiempo que ellos
no podrían querellarse por injurias, adulterio o robo; en una pa-
labra, se les privaba de la libertad y de la palabra.
Cierta persona, dando muestras de gran valentía, aunque de
poca prudencia, arrancó este Edicto y lo rompió, al tiempo que
decía, entre burlas, que se trataba de victorias sobre godos y sár-
matas. Al punto fue detenido y no sólo torturado, sino cocido
lentamente, como mandan los cánones, lo que soportó con ad-
mirable paciencia, y por último fue quemado.»

(LACTANCIO, De mortibus persecutorum XI-XIII, traducción de


Ramón Teja, Gredos, Madrid (1982}, pp. 96-103}

59
TEXTOS n. 0 4 y 5. Los Edictos romanos de tolerancia
y libertad religiosas

«Edicto» de Galerio (311)

«... Por motivos que desconocemos se habían apoderado de


ellos una contumacia y una insensatez tales, que ya no seguían las
costumbres de los antiguos, costumbres que quizá sus mismos an-
tepasados habían establecido por vez primera, sino que se dictaban
a sí mismos, de acuerdo únicamente con su libre arbitrio y sus pro-
pios deseos, las leyes que debían observar y se atraían a gentes de
todo tipo y de los más diversos lugares. Tras emanar nosotros la dis-
posición de que volviesen a las creencias de los antiguos, muchos
accedieron por las amenazas, otros muchos por las torturas. Mas,
como muchos han perseverado en su propósito y hemos consta-
tado que ni prestan a los dioses el culto y la veneración debidos, ni
pueden honrar tampoco al Dios de los cristianos, en virtud de
nuestra benevolísima clemencia y de nuestra habitual costumbre
de conceder a todos el perdón, hemos creído oportuno extenderles
también a ellos nuestra muy manifiesta indulgencia, de modo que
puedan nuevamente ser cristianos y puedan reconstruir sus lugares
de culto, con la condición de que no hagan nada contrario al orden
establecido. (... ) Así pues, en correspondencia a nuestra indulgen-
cia, deberán orar a su Dios por nuestra salud, por la del Estado y
por la suya propia, a fm de que el Estado permanezca incólume en
todo su territorio y ellos puedan vivir seguros en sus hogares.»

(LACTANCIO, De mortibus persecutorum XXXIV traducción de Ra-


món Teja, Gredos, Madrid (1982), p. 165-167.)

«Edicto» de Mildn (313)

«Nos, los emperadores Constantino y Licinio, habiéndonos


reunido felizmente en Milán, y puesto en orden las cosas que per-
tenecen al bien común y a la seguridad pública, juzgamos que,

60
entre las cosas que han de beneficiar a todos los hombres, o que
deben ser primero solucionadas, una de ellas es la observancia de
la religión; debemos, por consiguiente, dar, así a los cristianos
como a todos los otros, libre oportunidad para profesar la religión
que cada uno desee para que por este medio, cualquiera que sea la
divinidad entronizada en los cielos, pueda ser benigna y propicia
con nosotros y con todos los que han sido puestos bajo nuestra
autoridad. Por lo tanto, pensamos que la siguiente decisión está
de acuerdo con una sana y verdadera razón: que nadie que haya
aceptado la creencia cristiana o cualquiera otra que parezca ser la
más conveniente para él, sea obligado a negar su convicción, para
que así la Suprema Divinidad, cuyo culto observamos libremente,
pueda asistimos en todas las cosas con su deseado favor y benevo-
lencia. Por cuyo motivo es necesario que V. E. sepa que es nuestra
voluntad que todas las restricciones publicadas hasta ahora en re-
lación a la secta de los cristianos, sean abolidas, y que cada uno de
ellos, que profese sinceramente la religión cristiana, trate con em-
peño en practicar sus preceptos sin temor o peligro. Creemos que
debemos llamaros la atención sobre esto para que sepáis que he-
mos dado a los cristianos permiso libre e incondicional para que
profesen su religión. Ahora que ya sabéis lo que les hemos otor-
gado, V. E. también debe saber que, por la conservación de la paz
en nuestros días, hemos concedido a los otros el mismo derecho
público y libre para practicar sus creencias o culto, para que de
esta manera cada uno pueda tener libre ocasión para rendir adora-
ción según su propio deseo. Hemos obrado así para que no pa-
rezca que favorecemos a una religión más que a otra.»

(LACTANCIO, De mortibus persecutorum XL VIII, traducción de


Ramón Teja, Gredos, Madrid (1982}, p. 203-206}

TEXTO n. 0 6. La Declaración Dignitatis Humanae


del Concilio Vaticano 11

La Dignitatis Humanae es el principal documento de la Igle-


sia Católica sobre la libertad religiosa. Ésta es fundada en la dig-

61
nidad de la persona que, por su naturaleza libre, no puede ser
obligada a abrazar la verdad. Pero el documento no afirma,
como algunos quisieron ver, que no exista una verdad religiosa.

«Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser per-


sonas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y, por
tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, tienen la
obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se re-
fiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la
verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de
la verdad. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación
de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de liber-
tad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción
externa. Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se
funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su
misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta inmunidad per-
manece también en aquellos que no cumplen la obligación de
buscar la verdad y de adherirse a ella; y su ejercicio no puede ser
impedido con tal que se guarde el justo orden público.»

(Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, 2)

TEXTOS n. 0 7 y 8. Sobre las «guerras de religión»

«Nada hay más contrario a la vida del espíritu que el dog-


matismo, y él es el que realmente tiene la responsabilidad de las
guerras de religión, incluso de las que con gran frecuencia han
utilizado la fe como pretexto cuando en realidad sólo la política
era su móvil, y de esa infernal ansia de poder, que es la causa de
la mayoría de los males que padecen las sociedades humanas. Es
completamente injusto incriminar a los dogmas cuando los úni-
cos culpables son los hombres; y si es cierto que determinados
fanáticos están dispuestos a aniquilar a sus vecinos en nombre
del primer mandamiento de la ley de Dios, sólo podrían hacerlo
a condición de olvidar el segundo, el que les manda amar al pró-

62
jimo como a sí mismos, sean cuales sean las raíces y las formas
de concebir la religión»

{André FROSSARD, Preguntas sobre Dios, Madrid, Rialp, 1991)

El Dr. Wil van den Bercken, historiador de las universida-


des de Utrecht y Nimega, defendió en el diario NRC Handels-
blad (29 septiembre 2001) que el actual conflicto desencade-
nado por los ataques terroristas en Estados Unidos no se explica
por motivos religiosos.
«Si pensamos en términos religiosos, hay más puntos de
unión que discrepancias entre las tres religiones monoteístas:
cristianismo, judaísmo e islam. Quizá suene raro, pero Dios no
viene al caso en el actual conflicto. Quienes, como las sectas
cristianas fundamentalistas, ven en el ataque al World Trade
Center un castigo de Dios a la Torre de Babel del capitalismo,
tienen una idea de Dios tan deformada como los pilotos suici-
das que indudablemente dijeron antes del ataque «¡Alá es
grande!».
En el actual conflicto ha habido un momento en el que sí se
ha hablado de Dios correctamente. Me refiero a la crítica de los
musulmanes al uso del término justicia Infinita [primer nombre
dado por EE.UU. a su respuesta militar]. En este sentido tenían
razón, y de nuevo coinciden las tres religiones en la idea de que
solo Dios puede administrar la justicia infinita.
Pero no es la primera vez en la historia que se invoca el nom-
bre de Dios en una guerra. En ambos bandos, incluso cuando
los dos eran cristianos. En la guerra de las Malvinas, Thatcher
estaba tan con vencida de que Dios estaba al lado de Gran Bre-
taña que en los servicios religiosos se negaba a rezar por todas las
víctimas. Tal incomprensión religiosa demuestra la creencia en
un dios como si fuera una especie de Marte cristiano.
Tampoco el conflicto de Irlanda del Norte tiene que ver con
la religión, aunque los contendientes se llamen católicos y pro-
testantes. Se trata de un conflicto social y territorial, y si los ha-
bitantes no tuvieran ninguna religión, los partidos llevarían otro

63
nombre. Incluso la lucha entre palestinos e israelíes no es, en
primer término, una guerra de religión. Comenzó como una
contienda territorial y a partir de 1967 ambas partes empezaron
a invocar a Dios. Pero, para los israelíes y palestinos seculariza-
dos, el motivo de la guerra sigue siendo la tierra.
La lucha contra el terrorismo no es una guerra de religión.
Quien invoca a Dios en una guerra lo convierte en un dios na-
cional belicoso y, en términos teológicos, en un ídolo. Las ideas
fundamentalistas sobre Dios solo son quimeras religiosas, pro-
yecciones hechas a medida humana. Las guerras religiosas son
siempre conflictos bélicos políticos, en los que la religión do-
minante se convierte en justificación ideológica. Esto lleva a la
paradójica situación de que, en caso de guerra entre Estados de
la misma religión, ambos pidan al mismo Dios que bendiga sus
armas.
La primera gran guerra en Europa, la guerra de los Cien
Años entre Inglaterra y Francia, enfrentó a dos naciones católi-
cas. En la segunda guerra mundial, lucharon católicos, protes-
tantes y ortodoxos; sin embargo, no fue una guerra de religión,
sino que se unieron todos contra el neopaganismo nazi. Es ver-
dad que en nombre de la religión se ha causado mucho sufri-
miento en el mundo, pero las guerras más sangrientas no han
sido religiosas ni de nombre.
Pero si bien las guerras de religión no existen, eso no quiere
decir que una guerra no pueda ayudar a despertar sentimientos
religiosos. La gente va más a la iglesia, reza más, no porque con-
sidere a Dios como caudillo de la guerra, sino porque experi-
menta la fragilidad de la vida humana. El hombre es confron-
tado entonces con los fundamentos mismos de la existencia, y es
justo ahí donde la idea religiosa de Dios encuentra su lugar más
adecuado.
Visto así, la leyenda God bless America no es un disimulado
lema marcial, sino una expresión colectiva e individual de fe. Y
quizá se pueda considerar incluso una bendición en medio de la
gran tragedia, una blessing in disguise, lo cual también se puede
ver desde una óptica secularizada. Es una cruel ironía de la his-

64
toria que desastres nacionales puedan generar nuevas posibilida-
des y ventajas a largo plazo para personas y sociedades. Como
de las ruinas de la segunda guerra mundial surgió una Europa
nueva y próspera, también puede surgir una América nueva,
después de haberse visto obligada a reflexionar.»

{Recogido en ACEPRENSA, 24-X-01)

TEXTO n. 0 9. Estado y Religión en el Islam

«Cuando se hace referencia a la Constitución y a la religión


en los Estados musulmanes, los conceptos, e incluso a veces los
términos, resultan tan variables, que acaban por parecer rebel-
des a las definiciones y hasta a las delimitaciones. Eso resulta
evidente cuando hablamos del Estado musulmán, de la Consti-
tución y de la religión.
El Estado musulmán, ¿es singular o puede ser conjugado en
plural? Esta es una pregunta fundamental en el mundo musul-
mán. A priori, la multitud no se plantea estar en el Islam o, más
exactamente, en un cierto pensamiento musulmán. La comuni-
dad musulmana, la Umma, es una e indivisible, unida más allá
de las fronteras, más allá del tiempo, en torno al mensaje del
profeta Mahoma, en torno al Islam. De manera oficial, es la di-
visión o, al menos, una neta diferenciación la que queda consu-
mada.
Es la multitud la que prevalece, de manera oficial y coti-
diana, desde que se puso fin, en 1924, al régimen del califato
que simbolizaba la unidad de la Umma y más desde el momento
en que ya no era símbolo de integración política. Desde enton-
ces ya no tiene sentido seguir haciendo Estado y, más concreta-
mente, Estado musulmán. Así que hay Estados musulmanes, o
que se presentan o son presentados como tales. Si tuviéramos
que ser más concretos tendríamos que decir simplemente que
hay Estados que se reclaman del Islam. Estos Estados, no pu-
diendo unirse en torno a lo que es constante, el mensaje del Pro-

65
feta, intuían coordinar, esporádicamente, sus esfuerzos en torno
a variables políticas en el marco, sobre todo, de una organiza-
ción internacional: La Organización de la Conferencia Islámica
(O.C.I.). (... )
En el plano constitucional, las diferencias entre los Estados
miembros son considerables. Algunos de estos Estados parecen
adherirse a un Islam militante hasta el punto de verse expuestos
a menudo a la intolerancia. Esto es así especialmente en Arabia
Saudita, en Irán y en Pakistán.
En Arabia Saudita, el Estatuto fundamental del poder, esta-
blecido ell de marzo de 1992, y que ocupa el lugar de la Cons-
titución, expresa que «el reino de Arabia Saudita es un Estado
árabe e islámico, totalmente soberano, cuya religión es el Islam,
la Constitución el libro de Alá y la «Sunnah» de su profeta.»
En Irán, la Constitución está fundada sobre consideraciones
estrictamente religiosas hasta el punto de que nada escapa a la
religión. Las acciones que deben regir y los medios a utilizar se
inscriben todos en la única esfera de lo religioso, o más exacta-
mente del islamismo chiíta.
En Pakistán, la Constitución del 12 de abril de 1973 de-
fine, en su preámbulo, de manera precisa, el marco musulmán
dentro del cual se mueven el Estado y la sociedad: «Ya que la
soberanía sobre el universo entero pertenece solamente al Todopo-
deroso Ald, y la autoridad que ha de ser ejercida por el pueblo del
Pakistdn dentro de los límites prescritos por El es un encargo sa-
grado... Por lo tanto a los musulmanes se les permitird ordenar sus
vidas en los dmbitos individual y colectivo de acuerdo a las ense-
ñanzas y requisitos del Islam tal corno se expresan en el sagrado
Cordn y la Sunnah ... »
Por otra parte descubrimos, entre los Estados considerados
musulmanes, algunos que se identifican claramente a favor del
laicismo o el secularismo o que expresan una cierta tibieza con
relación al Islam. Los ejemplos son, en este aspecto, relativa-
mente numerosos. En Turquía, como muestra, la Constitución
de 1982 dispone, en su artículo 2, que «la República de Turquía
es un Estado democrático, laico y social».

66
En Níger, cuya población es un 90 por ciento musulmana,
la Constitución del 26 de diciembre de 1992 hace de la separa-
ción del Estado y la religión un principio fundamental (art. 4).
En el Senegal, con una población musulmana del 85 por
ciento, la Constitución expresa, en su artículo primero, que «la
República de Senegal es laica «. (... )
Indiscutiblemente encontramos un uso teológicamente po-
lítico del Islam en países como Arabia Saudita, Irán, Pakistán,
Afganistán o Sudán. Por el contrario, de manera general, el
África subsahariana no parece estar tentada por una militancia
musulmana. (... )
Históricamente, el entrelazamiento de lo religioso, lo polí-
tico y lo jurídico en la tierra del Islam era tal que no había lugar
para plantearse la pregunta de sus relaciones, puesto que, en úl-
timo término, lo político, y lo jurídico no tenían autonomía
propia y toda distinción en este dominio frecuentemente tenía
un alcance muy limitado e incluso insignificante.
Sólo a partir del siglo XIX, y bajo el efecto de la entrada de
las ideas europeas en el mundo musulmán, empezaron a plantearse
preguntas sobre este tema ... »

(Abdelfattah Amor, <<Constitución y Religión en los Estados mu-


sulmanes>>, Conciencia y Libertad 10, 1998)

TEXTO n. 0 10. Aspectos políticos del judaísmo

<<Hoy los países que niegan plenos derechos civiles a los ju-
díos son pocos y alejados entre sí, y la legislación en cuestión se
aplica no solamente a los judíos sino a todas las minorías que no
comparten la religión dominante. (Aparte de Gran Bretaña, los
ejemplos se hallan principalmente en el mundo musulmán). En
casi todas partes donde viven, los judíos están, les guste o no,
sometidos a la constitución, la ley y el sistema fiscal sobre las
mismas bases que los demás ciudadanos. Generalmente son
también libres de expresar su identidad distintiva si lo desean;

67
en muchos países hay una legislación especial y unas disposicio-
nes ad hoc que protegen sus requerimientos religiosos. Aunque
no es inhabitual, sobre todo en Estados Unidos, especular sobre
un «voto judío», no hay ningún partido político judío.
La visible excepción a todo esto es Israel. Sólo en este país,
con su mayoría judía, los problemas de religión y estado están
lejos de estar resueltos, y la identidad y la observancia religiosa
judías están en lugar destacado del programa político. Como
hemos visto, hay partidos políticos judíos, que gozan de un pe-
queño pero significativo apoyo, y las cuestiones judías conducen
con harta frecuencia a choques violentos. Además, los temas en
cuestión tienen una influencia directa sobre los derechos de las
minorías no judías y sobre las relaciones entre judíos y no ju-
díos, así como sobre la condición de los movimientos judíos
progresistas.
La volátil situación actual no puede mantenerse indefinida-
mente, pero es imposible en el momento actual predecir en qué
dirección se resolverán las tensiones. Lo que se puede predecir es
que, si no se encaran, esas tensiones se harán más graves. Ya hay
marcadas desigualdades entre diferentes categorías de ciudada-
nos, desigualdades que no se pueden tolerar en un estado demo-
crático secular. La existencia de dos definiciones oficiales distin-
tas de la identidad judía (la del estado y la del rabinato) acarrea
considerables dificultades personales, sobre todo pero no exclu-
sivamente en relación con el matrimonio y el entierro. Los po-
deres de los que se ha investido al rabinato en un sistema here-
dado del Imperio Otomano no son adecuados para el siglo XXI.
La polarización entre el conservadurismo religioso arraigado y
secularismo antirreligioso militante que es una de las dos princi-
pales fuentes de conflicto en la sociedad israelí, es la consecuen-
cia directa de la actual constitución mixta, en la cual el carácter
democrático y secular del estado está deliberadamente limitado
con vistas a proteger la posición del sector religioso.
Hasta hace poco tiempo, la diáspora judía (con la excepción
del pequeño factor religioso ultratradicional, que en cualquier
caso es ambivalente u hostil al estado) se ha guardado de inmis-

68
cuirse en estos asuntos internos judíos. De manera creciente
desde los años setenta, sin embargo, conforme las organizacio-
nes progresistas (incluyendo las conservadoras) de Occidente se
han tomado más en serio a Israel (fundando cuarteles generales,
escuelas rabínicas, congregaciones e incluso kibbutzim), han
sido arrastradas al debate sobre el marco político que les pone
en grave desventaja, y al mismo tiempo las facciones políticas
democráticas de Israel han pedido directamente el apoyo de la
diáspora. Los debates posteriores abarcan no sólo las cuestiones
concretas de la religión y el estado sino también cuestiones más
generales de derechos civiles, entre ellas la de las mujeres y la de
los no judíos. Los problemas de Israel son ahora los problemas
de todo el mundo judío. Falta por ver si este progreso impulsará
u obstaculizará una solución.
Entretanto quedan por resolver cuestiones más generales
que atañen a Israel. Se centran en el tema fundamental de la na-
turaleza de un «estado judío». Esta expresión, que en el lenguaje
sionista significaba originariamente un estado para los judíos,
también se puede entender que remite a un antiguo debate ha-
ldjico y filosófico acerca del carácter de un estado gobernado
con arreglo a principios judíos. Las fuentes religiosas y seculares
tienen mucho que decir sobre el tipo de virtudes que incorpora-
ría un estado ideaL»

(Nicho las de Lange, El judalsmo, Cambridge U niversity Press,


2000)

TEXTO n. 0 11. Pluralismo religioso dentro del judaísmo

«Está claro que el pluralismo es una vez más un hecho de la


vida judía, como lo fue en la época tardía del Segundo Templo.
Los principales movimientos religiosos, y de hecho las principa-
les filosofías no religiosas, alardean todos ellos de tener un nú-
mero sustancial de adeptos y ninguno de ellos puede razonable-
mente afirmar que es la única expresión auténtica.

69
Se ha llegado a mi juicio al punto en que ya no es posible (si
es que alguna vez lo ha sido) describir al judaísmo en términos
de un único modelo ideal (por ejemplo la Torá revelada) y dife-
rentes maneras de relacionarse con él (el judaísmo rabínico
acepta la Torá tal como es interpretada por los rabinos; el cara-
ísmo acepta la Torá pero rechaza a los rabinos; la reforma acepta
la Torá y a los rabinos pero somete a una y a otros a una crítica
histórica, y así sucesivamente). Antes bien, ahora nos enfrenta-
mos a diferentes modelos de judaísmo, que existen unos al lado
de otros.
Un destacado teórico de la unidad judía, Jonathan Sacks, ha
argumentado que la halajd, la ley, es un rasgo indispensable del
judaísmo y que no hay ningún judaísmo auténtico que no reco-
nozca la autoridad divina de la halajd. Sacks representa una po-
sición ortodoxa que se esfuerza conscientemente en ver los as-
pectos positivos de las formas no ortodoxas de judaísmo y en
alcanzar un modus vivendi práctico con ellas en interés de la uni-
dad del pueblo judío. La debilidad de su modelo es que no es
aceptado, ni puede serlo, por la reforma ni por los judíos secula-
res. Para ellos, el concepto de una halajd ordenada según la divi-
nidad es un concepto desfasado que es incapaz de proporcionar
el marco para una auténtica vida judía.
La halajd no es el único tema que divide hoy en día a los ju-
díos; (... ) es la teología que la respalda lo que realmente separa al
judaísmo ortodoxo de los movimientos progresistas y secularis-
tas. Sencillamente no es posible que los judíos progresistas o se-
cularistas acepten la idea de la halajd como una ley venida del
cielo. Sin embargo, si se interpreta de cualquier otra manera, la
halajd no es la halajd de los ortodoxos. Muchos judíos conserva-
dores llevaban una vida que no se puede distinguir exterior-
mente de la de un judío ortodoxo moderno. Sin embargo hay
una profunda diferencia entre ellos, a saber, la doctrina de la
Torá venida del cielo. Los judíos reconstruccionistas y reformis-
tas insisten mucho en la observancia: el judaísmo no se limita a
estar en la mente y el corazón sino también en la acción. Mu-
chos judíos secularistas afirman también que algunas observan-

70
cías son necesarias para que uno no pierda todo contacto con lo
que significa ser un judío. Pero su observancia difiere de la ob-
servancia idéntica practicada por un judío ortodoxo a causa de
esta cuestión del origen y la sanción divinos.

(Nicholas de LANGE, Eljudalsmo, Cambridge University Press,


2000)

71
CAPÍTULO 11
SOCIEDAD Y RELIGIÓN.
La «religión civil». Laicismo.
El ateísmo como política de Estado

Hemos visto cómo la religión no tiene lugar única-


mente en el interior de las personas, sino que se expresa
también en su dimensión social y comunitaria. Incluso es
defendido que no se trata sólo de una manifestación ex-
terna, sino de un elemento constitutivo de la sociedad
misma. Algunos estiman que la dimensión religiosa es
tan esencial al ser humano que la sociedad misma no se
entendería sin ese origen y vinculación común de todos
los hombres del que hablan las religiones (piénsese, por
ejemplo, en la noción de «fraternidad» divulgada por la
Revolución francesa: es difícil hablar de hermanos sin la
existencia de un padre). Otros autores, por el contrario,
sostienen que la religión ha sido producto de determina-
das condiciones de la sociedad que propiciaron su apari-
ción, pero que no responde a una auténtica realidad: la
religiosidad sería una característica de algunos pueblos,
sociedades -o de determinados grupos sociales-, pero
no una exigencia innata del ser humano. En este sentido,
algunos interpretan la moderna secularización de la socie-
dad como un proceso de desaparición de la religión. Para

73
otros se trata más bien de una mejor comprensión de la
verdadera función de la religión. No es ésta una cuestión
puramente teórica que sólo interese a pensadores e inte-
lectuales. Se hace necesario calibrar muy bien la posición
a adoptar en este punto, pues sus consecuencias no pue-
den ser triviales. Las ideas, de por sí, no actúan; pero toda
actuación responde a unas ideas, lo sepa uno o no. Y
cuando uno no es consciente de las ideas y presupuestos
que están dando lugar a su modo de proceder, acecha el
riesgo de ser, en el fondo, un mero instrumento en ma-
nos de otros.

l. SociEDAD Y RELIGióN

Como ya se ha ido advirtiendo en el capítulo anterior,


el fenómeno religioso, sin dejar de tener indudablemente
un carácter muy íntimo y personal, ha tenido también
-en todas las religiones- implicaciones de índole so-
cial. La estrecha relación existente entre las características
de la vida social y la concepción religiosa de la existencia
puede ser interpretada de dos formas extremas: redu-
ciendo la religión a un origen sociológico, o fundamen-
tando la sociedad y todas sus manifestaciones conforme a
un planteamiento religioso.

1.1. La concepción de la religión en el «sociologismo»

Una de las formas de afrontar el hecho religioso es in-


terpretar éste exclusivamente desde factores de naturaleza
social. Es lo que puede llamarse fundamentación socioló-
gica de la religión.
74
La sociología es una ciencia reciente. Sin negar la exis-
tencia de consideraciones sociológicas con anterioridad,
el asentamiento de la sociología como ciencia tiene lugar
especialmente a partir del siglo XIX, de la mano de A.
Comte y, sobre todo, de su seguidor Émile Durkheim,
que dio lugar a la llamada «escuela sociológica francesa».
Por sociologia puede entenderse sin más el estudio de los fe-
nómenos sociales. Ahora bien, hay que distinguir entre so-
ciología y «sociologismo». Éste no sería una ciencia, sino
una tendencia: la tendencia que hace prevalecer el com-
ponente sociológico en las disciplinas a cuyo estudio se
aplica. Es decir, el sociologismo sería una doctrina según la
cual toda realidad (científica, cultural, moral, religiosa,
etc.) puede ser reducida a una explicación sociológica. En
este sentido gran parte de los iniciadores de la sociología
tuvieron una fuerte inclinación hacia planteamientos so-
ciologistas, por hacer depender el sentido que pueda tener
cualquier cosa a partir de las condiciones sociales en que
acontece 17•
Es como si la sociedad fuera una entidad con vida
propia, que trasciende a los individuos ejerciendo sobre
estos una constricción externa (en este caso «imponién-
doles» determinados sentimientos y creencias religiosas).

17 El término mismo de sociologla fue introducido y propagado por

Augusto Comte (1798-1857), creador de la corriente filosófica conocida


como positivismo, que vendrá a reducir toda verdad a los datos empíricos,
a lo accesible según el método científico experimental, no sólo para los fe-
nómenos físicos, sino también para los puramente espirituales, para el
mundo de lo social y de lo moral. En la propuesta de Comte, la sociología
abarca, pues, en última instancia, todas las ciencias del espíritu. La defensa
como Absoluto de un objeto enteramente «positivO>> (dado a la experien-
cia), de una entidad no trascendente, sino cercana y perfectamente cog-
noscible (como es la Humanidad revelada en la historia), le llevará a pro-
poner la religión de la Humanidad.

75
Por tanto, para lo que aquí nos interesa -esto es, la refle-
xión sobre la religión-, esta postura viene a afirmar que
la religión surge a partir de unos condicionamientos so-
ciales y que, en definitiva, no es algo de lo que pueda de-
cirse que surge como respuesta del ser humano a una au-
téntica realidad trascendente, sino que es meramente un
elemento de la estructura social que cumple una función
de integración. Un planteamiento similar puede verse
también en la concepción marxista de la religión.
Por consiguiente, el reduccionismo sociológico abso-
lutiza los aspectos sociales de la religión y la reduce a una
de sus dimensiones (la social), ignorando así toda función
psicológica y existencial que ésta pueda tener en la vida
de los individuos. Para esta concepción, en definitiva, la
religión carece de sentido por si misma.

«Como positivista discípulo de A. Comte, Durkheim


niega la realidad de lo sagrado, reteniendo sólo como ob-
jeto de estudio científico positivo las creencias, los ritos y
el aspecto comunitario de la religión. En último término,
Durkheim identifica el fenómeno religioso con la estruc-
tura social aprehendida teóricamente y la vida religiosa
con un aspecto de la vida social» (Joaquín Ferrer, Filoso-
fía de la religión, Madrid, 2001)

1.2. La concepción de la sociedad


en el fundamentalismo religioso

En el extremo opuesto al reduccionismo sociológico


tenemos el fundamentalismo religioso. Está posición se ca-
racteriza por concretar todos los aspectos de la vida social a
partir de las creencias inscritas en una determinada religión.

76
En realidad, como señala el filósofo alemán Robert Spae-
mann, el término fundamentalismo puede tener una do-
ble interpretación: 1) como la defensa irracional de unos
postulados (religiosos o no), que han de ser rigurosa-
mente aplicados sin interpretación posible; o 2) como la
defensa de algo incondicionado o absoluto que está por
encima incluso de la autoridad política. Según la primera,
fundamentalista sería «alguien que niega todo discurso,
un fanático con el que no se puede hablar». En el segundo
sentido, estaríamos hablando de «Un hombre para el que
algo es sagrado y no está dispuesto a negociarlo».
Es importante señalar estas diferencias, porque hoy
día se tiende a llamar a alguien fundamentalista por cum-
plir lo segundo, para inmediatamente atribuirle lo pri-
mero. Pero una persona que, pongamos por caso, no está
dispuesta a negociar derechos humanos fundamentales,
no tiene por qué ser alguien irracional, pues puede poseer
sólidas razones para aquello que defiende. De ahí quepo-
damos decir que fundamentalista, en su acepción negativa
(1), es aquel cuyas posiciones no pueden ser sometidas a un
examen racional que, en principio, pueda ser compartido
por todos.
Desde este punto de vista, existen concepciones fun-
damentalistas de la sociedad, según las cuales, ésta ha de
regirse por las normas y prescripciones que su religión se-
ñala, de manera que otro tipo de contribuciones difícil-
mente podrían tener vigencia social: cómo ha de ser y es-
tar organizada una sociedad, vendría perfectamente
definido por la Voluntad divina. Se trata de una concep-
ción de la sociedad que podríamos llamar «sacral», pues en
ella los rasgos sociales proceden de una revelación divina y,
por consiguiente, introducir en ellos innovaciones o apor-
taciones que tengan su origen en la capacidad creativa del

77
hombre no puede ser aceptado, sino que, más bien, dichas
aportaciones tendrían que ser calificadas poco menos que
como profanaciones o sacrilegios. Este planteamiento da
lugar a sociedades rígidas e inmovilistas.
Esta fuerte compenetración entre lo civil y lo religioso,
se traduce fácilmente en que los clérigos (o, en general,
aquellas personas investidas de una autoridad religiosa)
asuman -directa o indirectamente- competencias civi-
les, de modo que el régimen clerical o eclesiástico no se
distinga con claridad del régimen civil; o bien, en que las
autoridades civiles estén revestidas de un carácter sagrado.
En buena medida, esta situación estuvo muy presente en
la Edad Media, cuando las creencias religiosas eran com-
partidas por el conjunto de la sociedad. La concepción
teologal (referida a Dios) de la existencia, propia del me-
dievo, desembocó de hecho en una tendencia a «sacralizar»
todos los ámbitos de la vida social (arte, cultura, ciencia,
etc.), impidiendo su legítima autonomía. Este, llamé-
moslo así, clericalismo, es el que quiso ser superado progre-
sivamente por el llamado proceso de secularización.
Sin embargo, entre los primeros cristianos, la concep-
ción teologal (referida a Dios) de la existencia no estuvo
ligada a un proyecto confesional para el orden social. Así
lo atestiguan escritos como la Carta a Diogneto (siglo II),
donde se dice de los cristianos: «Ni habitan ciudades ex-
clusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni lle-
van un género de vida aparte de los demás (... );sino que,
habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte
que a cada uno le cupo, y, adaptándose en vestido, co-
mida y demás género de vida a los usos y costumbres de
cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta,
admirable y, por confesión de todos, sorprendente» (Anó-
nimo, Epfstola a Diogneto, V).

78
2. EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN

Durante los tres últimos siglos se ha producido en la


sociedad occidental lo que se ha dado en llamar «proceso
de secularización». En términos generales, dicho proceso
está relacionado con la disminución de la presencia de
factores religiosos en la sociedad. Se trata de una realidad
histórica compleja, sujeta a muy diversas lecturas. Para si-
tuarse ante ellas lo más adecuadamente posible, distin-
guiendo los importantes matices, es necesario recordar el
contexto histórico y socio-cultural en que tal proceso
tiene lugar.

2.1. Perspectiva histórica y diversas interpretaciones

El término «secular» tiene, paradójicamente, un ori-


gen religioso. Procede del término «siglo» (saeculum en
latín), utilizado en la terminología eclesiástica (bíblica en
última instancia) para referirse a la realidad temporal del
mundo. En el Nuevo Testamento se habla de «este siglo»
para designar a «este mundo»: el transcurrir presente, an-
terior al final de los tiempos. En la literatura cristiana
pasó a significar, por un lado, la sociedad civil como dis-
tinta de la Iglesia; por otro, la vida en el mundo por opo-
sición a la vida monástica, que implicaba un abandono
del mundo (o siglo). Así, se hablará de «ocupaciones secu-
lares», «actitudes seculares», etc. Frente a lo consagrado
-separado y apartado para Dios- está lo secular. Por
eso, cuando un sacerdote o religioso es dispensado de los
compromisos de su estado clerical se habla de «seculariza-
ción» o «reducción al estado secular o laical». Laico (del
griego laos, pueblo) es sinónimo de secular, y se utilizó

79
originalmente para designar a aquellos que no forman
parte del clero.
Si en la Europa medieval cristiana, la sociedad tuvo
como principal principio unificador a la estructura ecle-
siástica -que presidía de alguna manera todos los órde-
nes de la vida-, podría decirse que la historia europea
moderna se identifica, en buena medida, con el fenómeno
de la secularización, entendido como un proceso en vir-
tud del cual lo civil y secular afirma su fisonomía y con-
sistencia propia como distinta e independiente de lo ecle-
siástico. En el origen de este proceso hay que situar, sin
duda, la ruptura de la unidad religiosa, las consiguientes
guerras de religión, y las apelaciones a la tolerancia y li-
bertad religiosas. Pero acaso habría de tenerse también en
cuenta la reivindicación del orden natural por parte de la
filosofía y teología tomistas -destacando especialmente
el influjo de la Escuela de Salamanca 18- y, en último tér-
mino, las apelaciones evangélicas a distinguir entre «lo de
Dios y lo del César». Sea como fuere el origen de este pro-
ceso, lo que aquí interesa destacar son las diferentes inter-
pretaciones sobre el sentido y meta de dicho proceso. Son fun-
damentalmente dos:

1) Considerarlo como la superación de un período


histórico circunstancial que desemboca finalmente en el
reconocimiento de la secularidad (o laicidad) como un
valor positivo, no sólo humano, sino también, en su caso,

18 Se conoce como <<Escuda de Salamanca>> a un conjunto de filóso-

fos y teólogos del siglo XVI que, basándose principalmente en las doctri-
nas de Tomás de Aquino (siglo XIII) acerca de la ley natural, pusieron las
bases del llamado «derecho de gentes>>, precursor del moderno derecho in-
ternacional. Destacaron en ella, entre otros, Francisco de Vitoria, Do-
mingo de Soto y Mdchor Cano.

80
cristiano. Se trataría de reclamar la legítima autonomía de
las realidades temporales, sin que ello implique la nega-
ción de una realidad trascendente. En el seno del cristia-
nismo, dicho reconocimiento no ha sido claro hasta el
Concilio Vaticano IP 9• En el judaísmo y, sobre todo, en
el Islam, este planteamiento aún se está abriendo paso, no
sin grandes dificultades.
2) Presentarlo como un proceso que, mediante la
superación de unas etapas históricas en las que la reli-
gión misma supondría un momento «infantil» en el de-
sarrollo de la humanidad, se encamina a una madurez
que, en su estado final, implicaría la total supresión de
la religión. Es lo que se conoce como laicismo o secula-
rismo. Esta concepción supone una interpretación del
hombre y de la sociedad que analizaremos en los siguien-
tes epígrafes.

19 Es típico del «clericalismO>> tomar como modelo del fiel creyente la

figura del clérigo (que no se dedica a las <<cosas del mundO>>, sino a las «co-
sas de Dios»). Cualquier intento de hacer presente en la sociedad el espí-
ritu de una determinada religión sólo puede ser concebido entonces como
una actividad clerical.
En el mundo cristiano, este clericalismo se manifestó -progresiva-
mente desde el comienzo de la Edad Media- en el desprecio de la condi-
ción laical como camino de salvación. Vivir la religión en plenitud supon-
dría, por tanto, un alejamiento de la vida civil, apartarse del mundo. Este
fenómeno está muy relacionado con el posterior proceso de <<seculariza-
ción>>: si la sociedad no era lugar adecuado para el buen cristiano, los ciu-
dadanos iban a ir distanciándose cada vez más de la religión. La solución
pretendida en el ámbito protestante para no minusvalorar a las personas
que no estaban consagradas, no evitó un clericalismo que, en este caso,
tenderá a manifestarse en una asignación de «funciones clericales» a todos
los creyentes. En el ámbito católico han sido frecuentes también las solu-
ciones clericales, bien «atrayendo al laico a las sacristías», o bien <<seculari-
zandO>> al sacerdote. El paradigma de esto último lo constituyó la figura de
los curas-obreros.

81
Esta diferencia entre 'secularidad' y 'secularismo', entre
'laicidad' y 'laicismo', con su diversa valoración, puede verse
planteada muy claramente en el siguiente texto conciliar:

«Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir


que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias
leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y or-
denar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia
de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente
los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a
la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la
creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, ver-
dad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el
hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodo-
logía particular de cada ciencia o arte. (... ) Pero si «autono-
mía de lo temporal» quiere decir que la realidad creada es
independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin
referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le
escape la falsedad envuelta en tales palabras. (... ) Por el ol-
vido de Dios la propia criatura queda oscurecida» (Concilio
Vaticano 11, Constitución Gaudium et Spes, n. 36)

2.2. La «religión civil»

Uno de los casos más significativos que se produjeron al


hilo del proceso de secularización lo constituyó la propuesta
de una «religión civil». Se trata de un concepto un tanto pe-
culiar, que surgió en un marco de pensamiento naturalistd-0 •

20 Aunque d espectro de significados que puede adquirir d término

naturalismo es muy variado, puede resumirse en la actitud o doctrina filo-


sófica que afirma que la Naturaleza y sus procesos espontáneos son la
única realidad auténtica. Aunque existan precedentes en la cultura clásica,
se puede decir que empieza a fraguarse en torno al siglo XV, y su máximo
desarrollo tendrá lugar a partir del siglo XVIII.

82
Por un lado, en tanto que civil, al eludir las apelaciones a un
fin sobrenatural del hombre -propias de cada religión-,
sería válida para todos los ciudadanos. Por otro, en tanto
que religión, mantendría para sus preceptos el carácter abso-
luto que la religión imprime a sus mandatos. En último tér-
mino, consistió en la comprensión de la civilidad como una
religión o, incluso, en la utilización de la religión para fines
políticos.
Y es que, simultáneamente a la consideración de la reli-
gión como una dificultad para la paz y la unidad políticas,
algunos autores que tuvieron gran relevancia en el desarro-
llo de la Ilustración, no dejaron de percibir el indiscutible
valor que, lo que podríamos llamar espfritu religioso, tiene
para regular las conductas. El máximo exponente de esta
concepción lo representó Jean-Jacques Rousseau21 • El pen-
sador ginebrino propuso sustituir la vigencia social de las re-
ligiones tradicionales por una religión civil. Consideró que,
en relación con la sociedad, habría tres tipos de religiones:

a) La religión del hombre, limitada al culto puramente


interior. Rousseau la identifica con un «cristianismo evan-

21 Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), nacido en Ginebra, se rela-

cionó primeramente con los enciclopedistas, pero consideró que la sociedad


y la cultura habían corrompido al hombre, que sería bueno en su estado na-
tural. Este «estado de naturaleza>> constituye, pues, el punto de referencia de
toda consideración social y moral. No se trata de llevar a cabo una vuelta a
dicha existencia, anterior a la constitución de la sociedad y al nacimiento de
la civilización, sino de purificar la maldad y el egoísmo acumulados por el
hombre, mediante el libre sometimiento a la voluntad general expresada en
el Estado democrático. En el Emilio señaló sus ideas pedagógicas para llegar
a la pureza del hombre natural mediante la supresión de toda la maldad acu-
mulada por la cultura artificiosa y la desigualdad humana. Sus ideas políti-
cas, expresadas principalmente en El Contrato social, influyeron considera-
blemente en la Revolución francesa, que adoptó el lema <<Igualdad, Libertad
y Fraternidad» y que intentó, particularmente en la Constitución de 1793,
copiar las ideas esenciales de la doctrina jurídica del Contrato.

83
gélico», sin templos, sin altares, sin ritos. Por ser pura-
mente espiritual no es adecuada para la unidad social:
«sin relación alguna especial con el cuerpo político», no
sirve para reforzar las leyes. «Lejos de entroncar los cora-
zones de los ciudadanos con el Estado, los separa de él
como de todas las cosas de la tierra. No conozco nada más
contrario al espíritu social».
b) La religión del ciudadano, propia de cada nación,
que identifica la obediencia política con la religiosa (teo-
cracia). Esta religión, según Rousseau, tiene la ventaja de
favorecer un fiel servicio al Estado. Pero, fundada en el
error y la mentira, llega a ser exclusiva y tiránica, convir-
tiendo a un pueblo en supersticioso, intolerante y sangui-
nano.
e) La religión del sacerdote, donde destacaría el cato-
licismo. Ésta, «dando a los hombres dos legislaciones,
dos jefes y dos patrias, les somete a deberes contradic-
torios, impidiéndoles poder ser a la vez devotos y ciu-
dadanos». Por ello, tampoco sería recomendable para la
unidad social.

De este modo, como alternativa a estas religiones,


Rousseau va a proponer una «religión civil» que favorece-
ría la adhesión a la voluntad general y, por tanto, la uni-
dad social, y al mismo tiempo evitaría la intolerancia, que
sería característica, según él, de los demás tipos de reli-
gión.

«Existe, pues, una profesión de fe puramente civil,


cuyos artículos deben ser fijados por el soberano no pre-
cisamente como dogmas de religión, sino como senti-
miento de sociabilidad, sin los cuales no se puede ser
buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin poder forzar a nadie

84
a creer en ellos, puede expulsar del Estado a quienquiera
que no los admita o acepte; puede expulsarlo, no como
impío, sino como insociable, como incapaz de amar sin-
ceramente las leyes, la justicia y de inmolar en caso ne-
cesario su vida en aras del deber. Si alguien, después de
haber reconocido públicamente estos dogmas, se con-
duce como si no los creyese, se le castiga con la muerte:
ha cometido el mayor de los crímenes, ha mentido ante
las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser simples, en
número reducido, enunciados con precisión sin explica-
ciones ni comentarios. La existencia de la Divinidad po-
derosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente,
la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los
malvados, la santidad del contrato social y de las leyes: he
ahí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los
limito a uno solo: la intolerancia, que forma parte de to-
dos los cultos por nosotros excluidos.
(... ) Hoy, que no hay ni puede haber religión nacio-
nal exclusiva, deben admitirse todas aquellas que toleran
a las demás, en tanto que sus dogmas no sean contrarios
en nada a los deberes del ciudadano. Pero quien intente
decir: fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser arrojado
fuera del Estado (... ). Tal dogma sólo es bueno en un go-
bierno teocrático; en cualquier otro es pernicioso.» (Jean
Jacques Rousseau, El contrato social)

No deja de ser un tanto irónico que, mediante esta re-


ligión civil que ordena expulsar del Estado a quien no la
admita o castigar con la muerte a quien se conduzca
como si no la creyese, Rousseau pretenda evitar la intole-
rancia. Por lo demás, no queda claro el encargado de fijar
los dogmas de esta religión: «deben ser fijados por el so-
berano (¿el pueblo?)», pero a continuación los establece el
propio Rousseau.

85
2.3. El laicismo

En el fondo, la propuesta de Rousseau suponía una


clara consideración de la política por encima de la reli-
gión. La Ilustración contribuyó a este fenómeno por ten-
der a situar al Hombre como ser autónomo, que se da a sí
mismo toda ley y, por tanto, no ha de tener ninguna de-
pendencia respecto de algo que trascienda al propio hom-
bre. De ahí que se pretenda, no ya sólo que la religión se
separe del poder político, sino también que se mantenga
al margen de la vida social. En último término, se trataría
de extirparla de raíz del ámbito público (como mucho, se
concibe como una actividad meramente individual o pri-
vada). Esta posición, conocida como laicismo, parte, pues,
de una determinada concepción del hombre y del Estado.
El laicismo no es meramente la defensa de un Es-
tado no confesional, sino una cierta «confesionalidad»
de nuevo cuño. No es sólo que el Estado adopte una
postura de neutralidad respecto de las diversas religio-
nes, sino que toma partido -explícita o implícita-
mente- en favor del ateísmo, cuando menos del ateís-
mo práctico o agnosticismo. Se define como Estado laico
o aconfesional aquel que no se compromete oficialmente
con una religión determinada, pero admite las manifes-
taciones sociales que pudieran tener las diversas religio-
nes, garantizando así el ejercicio de la libertad religiosa
de sus ciudadanos. El Estado laicista, por el contrario, se
compromete con una determinada concepción religiosa,
concretamente con aquella que considera la religión de
manera negativa, adoptando, si acaso, una especie de
«religión» civil, o mejor, del Estado. Ya Rousseau acep-
taba que el Estado consintiera cualesquiera convicciones
privadas de los ciudadanos, con tal que, por encima de

86
ellas, se salvaguardara el carácter sagrado de la «voluntad
general», esto es, del Estado 22 •
La concepción laicista tiene una fuerte presencia en
las sociedades democráticas actuales, que, sin prohibir la
religión, tienden a sofocarla. Últimamente se ha manifes-
tado con virulencia con motivo de la cuestión de la pre-
sencia de símbolos religiosos en la escuela, o de la ense-
ñanza de la religión, especialmente en la escuela pública.
El laicismo entiende que dicha enseñanza viola la laicidad
del Estado. Sin embargo, es indudable que la negativa a
que la religión pueda tener la más mínima presencia en el
sistema educativo, no deja de ser una toma de posición
particular.
En cualquier caso, como han reconocido las diversas
declaraciones internacionales de derechos, los padres han
de poder elegir el tipo de educación religiosa que quieren
para sus hijos. Muchos entienden que dicha educación
puede tener lugar también en la escuela, donde los padres
han delegado el ejercicio de un derecho -la educación
de sus hijos- cuya titularidad principal les corresponde
a ellos, y no al Estado.

2.4. El ateísmo como política de Estado

Si la «religión civil» roussoniana suponía convertir la


religión en un mero instrumento para los fines políticos,
el laicismo -que está ya latente en aquella- supondrá

22 Las pretensiones contemporáneas, por parte de algunos gobiernos,

de introducir en el sistema educativo un área de <<Educación para la ciuda-


danÍa>>, no están muy lejos de esta concepción laicista o defensora de una
suerte de «religión>> civil.

87
una postura definitivamente hostil hacia la religión. El
proceso de secularización es visto aquí, pues, como el ca-
mino hacia la eliminación de la religión. Sin embargo, lo
que se produce es la proclamación de una suerte de «reli-
gión del Estado», pero no en el sentido de las antiguas
teocracias, esto es, constituyendo el Estado a partir de
una religión determinada, sino revistiendo al Estado
mismo de un carácter absoluto 23 •
En esta deificación del Estado jugaron un papel de pri-
mera magnitud las doctrinas de G. W. F. Hegel (1770-
1831). En consonancia con el pensamiento idealista e inma-
nentista que le precedió, este filósofo, que originariamente
había estudiado Teología, entendió que la realidad era cons-
tituida por el propio pensamiento (<<todo lo real es racional
y todo lo racional es real»). La Historia no sería otra cosa
que el proceso de autorrealización de la realidad (denomi-
nada por Hegel el Espíritu o la Idea) mediante el desarrollo
de la Razón misma. Dicha Historia alcanza su plenitud o
momento final cuando el Espíritu Absoluto toma concien-
cia de sí. Su plasmación política es el Estado, manifestación
de la divinidad en el mundo que Hegel vio realizada en el
Estado prusiano de su tiempo. El Estado supone la síntesis
superadora de las formas sociales inferiores (la familia y la
sociedad civil).
La concepción de Hegel podría verse como un pan-
tefsmo, pues entiende que existe un solo ser que va des-
plegándose de diversas formas a lo largo del tiempo. Pero,
por lo mismo, es interpretable como un ateísmo: si existe
una única realidad, no hay lugar para la trascendencia.

23 En los años inmediatamente posteriores a la Revolución francesa

pueden percibirse ya, en estado embrionario, los tres grados de seculariza-


ción aquí examinados. Ver documentación en p. 98.

88
La reducción de todo a una única realidad que se rea-
liza mediante un proceso racional y necesario guiado por
leyes internas, estará presente en las filosofías materialis-
tas de Feuerbach (1804-1872) y Marx (1818-1883), para
quienes esa única realidad no es otra que la materia. Si no
hay más realidad que la materia, carece de sentido la refe-
rencia a otra vida de la que hablan las religiones. Enton-
ces, ¿cómo interpretar la religión?
Para Marx, «toda la llamada historia universal no es
otra cosa que la generación del hombre mediante el tra-
bajo». En esa historia se habría producido una situación
-el capitalismo- en la que una parte de la humanidad
(burguesía) se opone y explota a la otra parte (proleta-
riado). De esta forma, el hombre se encuentra alienado y
pierde la conciencia de la realidad. Y la religión sería una
de las formas de alienación 24 :

«La miseria religiosa es, por un lado, la expresión de


la miseria real, y, por otro, la protesta contra la miseria
real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, la
conciencia de un mundo sin corazón, así como ella
misma es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el
opio del pueblo» (Karl Marx, Contribución a la crítica de
la filosofía del derecho de Hegel)

La negación de Dios es el presupuesto necesario para


afirmar al hombre: se trata de sacar las consecuencias de que
nada hay superior a la humanidad: «El hombre es para el

24 Alienación o enajenación: concepto acuñado por Hegel, y popula-

rizado por Marx, que indica un desgarramiento, ruptura o escisión en el


interior del ser humano. Implica una pérdida de conciencia de sí. Estar
alienado, entonces, sería <<estar en otro>>, no pertenecerse. En el caso de la
alienación religiosa, concepto que Marx toma de Feuerbach, el hombre se
estaría entregando a una invención suya.

89
hombre el ser supremo», dice Feuerbach en La esencia del
cristianismo, y Marx con él. El origen del hombre se explica
como una autocreación de éste por medio del trabajo. «No
es Dios quien ha creado al hombre, sino el hombre el que
ha creado a Dios». Pero no basta con afirmar el ateísmo teó-
ricamente, sino que también ha de hacerse prácticamente,
es decir, luchar contra la religión hasta hacer que desapa-
rezca de la cabeza y del corazón de los hombres; y esto sólo
se conseguirá si se hace la crítica teórica y práctica de la base
económico-política que ha hecho posible la religión, es de-
cir, mediante la supresión de la propiedad privada.
El sistema capitalista, pues, sería superado mediante
la estatalización de los medios de producción («dictadura
del proletariado» 25 ) y la consiguiente supresión de las cla-
ses sociales. Así, sin la causa que la producía, la religión
dejaría de existir. Ahora bien, aunque en los Estados tota-
litarios de inspiración marxista se admitió que lo ideal se-

25 En la interpretación marxista de la historia, una vez llegado el ca-


pitalismo a su grado máximo de opresión, se produciría necesariamente la
revolución proletaria. Pero ésta no engendraría inmediatamente la socie-
dad sin clases, sin Estado, etc., sino que requiere, de modo transitorio, la
instauración de un Estado proletario o dictadura del proletariado, donde
«la represión es todavla necesaria, pero es ya la represión ejercida por una
mayoría de explotados contra una minoría de explotadores» (Lenin, Es-
tado y Revolución). Sin embargo, la dictadura del proletariado fue -no
podía ser de otro modo, pues <<lo universal>> no actúa de por sí- la opre-
sión que otra minorla (las personas concretas que dominaban el Partido)
ejercieron sobre la mayoría (el pueblo). Refiriéndose a la dictadura comu-
nista en la U.R.S.S., Sartre, que compartía numerosos presupuestos mar-
xistas, dirá: <<La dictadura real es la de un grupo que se reproduce a sí
mismo, y que ejerce el poder -en nombre de una delegación que el pro-
letariado nunca le había dado- sobre la clase burguesa, sobre la clase
campesina, y sobre la misma clase obrera. ( ... ) Y la razón por la que la dic-
tadura del proletariado no ha aparecido nunca (como ejercicio real del po-
der por la totalidad de la clase obrera) es que la idea misma es absurda>>
Qean-Paul Sartre, Critica de la razón dialéctica).

90
ría que la religión no existiese, se encontraron con la im-
posibilidad material de eliminarla de la conciencia indivi-
dual. Marx no había propugnado la supresión directa de
la religión mediante su persecución violenta. Como he-
mos señalado, la «alienación religiosa» desaparecería de
modo necesario cuando desapareciera la causa que la pro-
ducía, que no era otra, según él, que la explotación eco-
nómica del hombre por el hombre, pues la religión había
surgido como un consuelo del proletariado que le permi-
tiera sobrellevar la opresión que sufría y anestesiara así sus
impulsos revolucionarios. Sin embargo, una vez elimi-
nado el sistema capitalista, los Estados comunistas no
veían que la religión desapareciera por sí sola, por lo que
«Se vieron obligados» a perseguirla directamente.

«La religión sería un producto (proyección-protesta)


ante una situación terrena de miseria. Pero esto no es un
análisis de la religión real: es universalmente experimenta-
ble que la religión no es sólo, ni principalmente, un «con-
suelo» ante las miserias terrenas; hasta el punto que, por
fidelidad a la religión, millones de hombres han aceptado
libremente muchas «miserias», incluida la muerte, que se
habrían ahorrado con sólo renunciar a la religión. ¿Es que
Marx no se dio cuenta de esto? Seguro que sí, pero dentro
de la abstracción hegeliana las evidencias no tienen im-
portancia decisiva. El marxismo nos dirá, con toda tran-
quilidad, que efectivamente la religión «no parece» ser lo
que dice Marx de ella, pero que se trata de simple aparien-
cia. ( ... ) Lo que importa es que las teorías cuadren con
unos principios -a los que no se está dispuesto a renun-
ciar-, aunque para eso haya que violentar las evidencias
más patentes del conocimiento espontáneo sobre la reali-
dad de las cosas.» (Fernando Ocáriz, El marxismo. Teoría y
prdctica de una revolución, Palabra, Madrid, 1976)

91
En contra de las «profecías» de Marx, para quien la re-
volución había de acontecer en aquellos lugares donde el
capitalismo estuviera más desarrollado (Inglaterra, Fran-
cia, Alemania, etc.), la primera implantación del comu-
nismo marxista tuvo lugar en la Rusia campesina como
consecuencia de la revolución bolchevique de 1917 lide-
rada por Lenin y Trotsky. Sólo entre 1917 y 1921 fueron
ejecutados, según las estadísticas oficiales, 1.760.000 per-
sonas, entre ellas 25 obispos y 1.200 sacerdotes. A la
muerte de Lenin (1924), éste fue sucedido por Stalin, en
cuya época de terror, e independientemente de las purgas
-sólo en la colectivización forzada de 1932-34 fueron
suprimidos millones de personas-, continuó la persecu-
ción de la actividad religiosa. La misma línea, de prohibi-
ción y persecución, fue seguida por Mao Tse-Tung en
China. Tanto en su forma leninista como maoista, el ateís-
mo marxista ha tenido implantación -generalmente vio-
lenta- en numerosos países: los de Europa del Este, paí-
ses asiáticos como Camboya, Vietnam, Corea; africanos
como Angola, Mozambique ... ; americanos como Cuba,
.
N 1caragua ... 26
Sin embargo, distinta fue la estrategia que emprendie-
ron los marxistas inspirados por el revisionista italiano
Antonio Gramsci (1891-1937), fundamentalmente en
Europa occidental. Puesto que en las democracias occi-
dentales no parecía posible llevar a cabo la revolución
«desde abajo», el marxismo se propuso realizarla desde el
mundo de la cultura. En lo que se refiere a la religión,
comprendiendo que la destrucción de la Iglesia no era

26 El estudio más completo de la barbarie llevada a cabo por d comu-

nismo en todo d mundo, puede verse en Stephane CouRTOIS y otros, El li-


bro negro del comunismo, Editorial Planeta-Espasa, Madrid, Barcelona, 1998.

92
posible por vía de persecución en su forma tradicional
-pues «la sangre de los mártires es semilla de cristianos»
(Tertuliano)-, el marxismo procuró introducirse en la
Iglesia para, politizándola, destruirla desde dentro.
Otro caso de ateísmo de Estado lo constituyó el na-
cional-socialismo de AdolfHitler, que terminó siendo una
causa directa de la Segunda guerra mundial y del genoci-
dio de millones de personas en campos de concentración.
El nazismo niega cualquier valor absoluto por encima de
la propia voluntad humana, y supone un endiosamiento
de la raza, la nación, y el poder del Estado. Ciertamente,
tuvo una menor entidad cuantitativa que el marxismo en
cuanto a su implantación, pues su círculo de influencia
se circunscribió a la Alemania nazi de los años 30 y prin-
cipios de los 40: su derrota en la guerra impidió su ex-
pansión.
De este modo, el marxismo y el nazismo, las dos gran-
des ideologías ateas del siglo XX, tienen el dudoso honor
de haber llevado a cabo los mayores genocidios que ha
conocido la humanidad.

3. LA PERVIVENCIA DE LA RELIGIOSIDAD
EN LAS TRADICIONES POPULARES

A pesar del proceso de secularización, experimentado


sobre todo en Occidente, la religión no ha dejado de te-
ner una importante presencia social en la vida pública.
Esta presencia puede observarse especialmente en la cele-
bración de las fiestas, cuyo origen es esencialmente reli-
gioso. Las cofradías, especialmente en países como Es-
paña, constituyen otro fenómeno en el que se manifiesta
socialmente la religiosidad.

93
3.1. Las fiestas

Una fiesta no es solamente un momento de descanso,


sino que alude a una celebración. Desde el principio de
los tiempos, el hombre ha expresado en la fiesta una rup-
tura con la mera temporalidad, con la sucesión uniforme
del tiempo. Celebra su propia existencia, reconociéndole
un sentido trascendente que la remite más allá del tiempo.
La alegría propia de la fiesta cobraba así significado por re-
ferencia al origen y al destino último del hombre.

«La ausencia de fiesta puede denominarse ahora,


desde ese punto de vista, con un nuevo término que atina
en el núcleo del asunto: significa el «emparedamiento» del
hombre en el ámbito cerrado de la actualidad, «la instala-
ción dentro de las barreras de la historia». La fiesta, por el
contrario, libera, porque quien la celebra descubre y pene-
tra en la gran realidad que la existencia cotidiana del
mundo del trabajo relativiza al llevarla dentro de sí. ( ... )
«Para tener alegría por algo, se debe aprobar todo»
(Nietzsche). A toda alegría festiva excitada por algo con-
creto antecede necesariamente un asentimiento universal,
que se extiende al mundo en su conjunto, tanto a la reali-
dad de las cosas como a la existencia humana. (... ) todo
lo que existe es bueno y es bueno que exista» Qosef Pie-
per, Una teoría de la fiesta, Madrid, 1974)

En las tres religiones monoteístas (judaísmo, cristia-


nismo e islamismo) se reserva especialmente un día de la
semana (sábado, domingo y viernes, respectivamente)
para el reconocimiento y culto divinos.

«... «el don de haber sido creado», ('beneficium crea-


tionis'), «el primero y más excelso» de los dones divinos,

94
como dice Tomás de Aquino, es lo que se celebra el do-
mingo. Ese día se celebra lo que por lo demás sirve de
fundamento de todas las demás festividades: la afirma-
ción de la creación. Asimismo ha sido entendido siempre
el «séptimo día» como un anticipo del «último y más su-
blime» de los dones que Dios tiene preparados para el fu-
turo: el descanso eterno de todo ser en Dios. ( ... )
El día de culto de la cristiandad, todas las semanas
reiterado, está en condiciones de realizar ambas cosas: el
retorno al inicio creador y la actualización de la felicidad
futura. Y al poner ante los ojos del alma el tiempo inicial
y el tiempo final, se abre el horizonte infinito, necesario
para que se desplieguen las grandes fiestas» (Josef Pieper,
Una teoría de la fiesta)

Ciertamente, con el proceso de secularización las fies-


tas han perdido en gran parte la referencia a su funda-
mento y origen religiosos. Pero, precisamente, este fenó-
meno parece tender a vaciarlas de sentido. Así, fiestas de
gran implantación social, como la Navidad, se convierten
para muchas personas en momentos de hastío y depre-
sión, pues tanta «alegría sinsentido» se convierte para
ellos en un absurdo incomprensible.
«[Hay que preguntarse] en qué reside la esencia de lo
festivo y qué hay que hacer para que el hombre de nues-
tro tiempo conserve o reconquiste la capacidad de parti-
cipar festivamente en auténticas fiestas. ( ... )
Es de suponer que sólo un trabajo lleno de sentido
puede ser suelo sobre el que prospere la fiesta. Quizá am-
bas cosas, trabajar y celebrar una fiesta, viven de la misma
raíz, de manera que si una se apaga, la otra se seca» (Josef
Pieper, Una teoría de la fiesta)

No se quiere, pues, decir aquí que la recuperación del


genuino sentido de la fiesta implique la necesidad de una

95
vuelta a la sociedad sacralizada y clerical. Se trataría más
bien de que el conjunto de la existencia personal (el tra-
bajo, las relaciones familiares, sociales, profesionales, ... )
se vivencie como algo ligado a una referencia trascen-
dente.
Por otro lado, la institución de fiestas puramente civi-
les constituye un fenómeno relativamente reciente, que
quizá pueda estar relacionado con la asunción por parte
de la política del papel de la religión.

«¿En qué punto del globo podría darse una fiesta ba-
sada en un simple acto legislativo, en una decisión parla-
mentaria? ¿A quién corresponde fundar una fiesta? Pla-
tón ha calificado al «intervalo» de la fiesta de fundación
divina. ( ... )
El hombre, bien puede hacer la celebración, pero no
lo que se celebra, el motivo y el fundamento por el que se
celebra. La felicidad de haber sido creado, la bondad
esencial de las cosas, la participación en la vida divina, la
victoria sobre la muerte, todos esos motivos de las gran-
des fiestas tradicionales son puro don. Dado que nadie
puede regalarse a sí mismo una cosa, tampoco puede ha-
ber verdadera fiesta fundada única y exclusivamente por
el hombre» (J osef Pieper, Una teoría de la fiesta)

Las coftadias

En España, las cofradías constituyen un fenómeno de


relevancia social. Su origen se remonta a los gremios me-
dievales (asociaciones en torno a una determinada profe-
sión, generalmente bajo el patronazgo de algún santo).
Actualmente las cofradías son asociaciones de fieles cris-
tianos que tienen la finalidad de extender el culto público

96
(por ejemplo, a Cristo, a una advocación de la Virgen, a
un santo, etc.). Y constituyen también un cauce para re-
forzar los vínculos sociales.

«Las organizaciones sociales de la devoción (herman-


dades, cofradías y afines) o la asistencia ( ... ) constituye-
ron (y constituyen todavía, aunque no de igual manera)
un evidente sistema de aglutinación y cohesión social;
vinculado, a veces, con estatus sociolaborales muy con-
cretos y, otras, con modelos anteriores, más o menos des-
vaídos, de clara intención corporativa» (Carlos Álvarez
San taló, La religiosidad popular, Anthropos, Barcelona,
1989)

Para muchas personas -tal vez la mayoría- pertene-


cer a una cofradía o participar en sus actos de culto (por
ejemplo, una procesión de Semana Santa, o una romería)
supone un modo de expresar externamente sus creencias
religiosas 27• Pero, en algunos casos, dicha pertenencia o
participación se ha convertido en la vivencia de una mera
tradición popular desvinculada de su significación reli-
giosa, o incluso cercana a la superstición. Y es que, si en
última instancia, tal culto no estuviera orientado a Dios,
se consideraría una perversión de la auténtica religiosidad.

27 Sólo en Andalucía, pueden encontrarse un total de 1.228 patro-

nes, con sus respectivas fiestas, divididos por provincias de la siguiente


manera:
Granada......... 314 Almería... ... ... 136
Córdoba......... 196 Jaén............. 135
Sevilla........... 147 Hudva.......... 99
Málaga.......... 139 Cádiz...... ...... 62
Fuente: Guia de Fiestas Populares de Andalucia, Consejería de Cultura
de la Junta de Andalucía, Sevilla, 1982.

97
APÉNDICE:
TEXTOS Y DOCUMENTACIÓN

TEXTO n. 0 l. La persecución religiosa propiciada


por la Revolución Francesa

En el siguiente texto puede apreciarse que numerosos aspec-


tos de las variantes del proceso de secularización estudiadas («re-
ligión civil», laicismo, ateísmo de Estado) estaban de algún
modo presentes en los años posteriores a la Revolución francesa,
cuyas consecuencias en materia religiosa se hicieron notar a par-
tir de la Constitución Civil del clero (1790):

«Al pasar los eclesiásticos franceses a depender del Estado se


había hecho precisa una regulación de la situación de la Iglesia en
Francia. Las líneas básicas de la Constitución Civil del clero fue-
ron las siguientes: prohibición de los votos solemnes; supresión de
los religiosos contemplativos; habían de existir tantos obispados
como departamentos civiles. La organización departamental,
también obra de la Constituyente, había dividido a Francia, de
forma racional, en 83 departamentos. Los 135 obispos existentes
se habían, pues, de reducir a 83. Uno de los puntos más graves de
esta Constitución era el sistema propugnado para la elección de
obispos y párrocos: serían éstos designados por votación popular,
debiendo intervenir en ella todos los moradores en la diócesis o

98
parroquia, al margen de su confesionalidad religiosa. Se prohibía
asimismo a los obispos toda comunicación con Roma. Tan sólo, y
en su momento, se le comunicaría el resultado de las elecciones.
La Constitución Civil del clero representaba la implanta-
ción de la moral ilustrada, (... ) y la lógica culminación de una
larga trayectoria galicana que había buscado la supremacía de la
iglesia nacional sobre las directrices de Roma. (... )
El bajo clero, desconectado de Roma, formado en el galica-
nismo, había acogido favorablemente la nueva situación. Fue-
ron sin embargo los representantes eclesiásticos en la Asamblea
los que comenzaron a reaccionar. En octubre de 1790, 30 de los
32 obispos que aún figuraban entre los representantes, exigieron
que, antes de que entrara en pleno vigor la Constitución, se de-
bería contar con la opinión de Roma. Sólo Talleyrand y Gobel
(... ) se opusieron a ese deseo.
La respuesta de la Asamblea a esta actitud no se hizo esperar.
En noviembre de 1790 se decidía exigir a todos los sacerdotes
-como ciudadanos franceses- el juramento cívico de fideli-
dad a la nación, al rey y a la Constitución política (de la que for-
maba parte la Constitución Civil del clero). Accedieron a pres-
tar el juramento cuatro obispos y aproximadamente la mitad del
clero francés. El porqué de esta adhesión posiblemente puede
encontrarse en el galicanismo tradicional. (... )
En enero de 1791, la Asamblea endurecería aún más su acti-
tud respecto a la Iglesia. Los sacerdotes que no jurasen serían
considerados como dimisionarios. Y aquí se originó la división
de la Iglesia católica en Francia: iglesia constitucional por un
lado, fiel a las decisiones legales; y sacerdotes «refractarios» a
prestar el juramento, por su fidelidad a Roma.
EllO de marzo de 1791 [el papa] Pío VI(... ) condenaba la
Constitución Civil del clero (... ). El13 de abril( ... ) se conde-
naba el juramento constitucional. Se declaraban suspensos a di-
vinis a quienes lo hubieran prestado, y se amenazaba con la ex-
comunión a quienes no se retractasen.
Un importante sector del clero -entre los que habían ju-
rado- acató la indicación romana. (... ) En cualquier caso, no

99
volvieron todos de su acuerdo. Talleyrand, por su parte, había
ordenado 60 obispos de forma que, en mayo de 1791, después
de los breves pontificios, la iglesia constitucional ya estaba en
marcha. Se había consumado el cisma de una parte considerable
de la Iglesia en Francia, con el apoyo del nuevo Estado. (... )
A fmales de noviembre del año 91 se volvía a exigir a todos
los sacerdotes que prestasen el juramento cívico. (... ) El 27 de
mayo apareció un nuevo decreto. Dirigido contra los refracta-
rios, les exigía que abandonasen sus oficios; mandaba que fue-
ran alejados de sus residencias y amenazaba con la pena de
muerte a los que intentasen emigrar. (... )
El26-VIII-1792la Asamblea decretó la deportación de los
sacerdotes refractarios. Y llegó a producirse lo peor: ante el
avance de los invasores, una violenta reacción popular produjo
el asalto de las cárceles parisinas. Fueron las «matanzas de se-
tiembre» (2/5-IX-1792). Fueron asesinadas unas 1.300 perso-
nas, aproximadamente la mitad de los detenidos, especialmente
nobles y sacerdotes refractarios. De éstos murieron 300. (... )
El21-IX-1792 se abrió la Convención girondina con la pro-
clamación de la República y la instauración del nuevo calendario
revolucionario. Una época nueva, no sólo para Francia, sino -así
lo querían los girondinos internacionalistas- para todo el mundo,
precisaba una nueva datación. El 21 de setiembre de 1792 sería
el día 1 del año l. Los meses recibirían nombres de los procesos
naturales (Florea!, Germinal, etc.), a la búsqueda de eliminar
cualquier recuerdo religioso. Mantuvo la Convención girondina
todas las disposiciones legales contra los refractarios. (... )
Cara al tema religioso, eran igualmente radicales. Bajo la
Convención jacobina, impulsada por los sans-culottes, se inició
la campaña sistemática de descristianización de Francia. (... ) Se
trataba de llevar a sus últimas consecuencias el criticismo reli-
gioso del XVIII: se quería la negación práctica de todo lo sobre-
natural. Si hasta el momento se había mantenido la existencia
precaria de los refractarios junto a la existencia legal de la iglesia
constitucional, ahora se buscaría aplastar con la misma violencia
a una y otros.

100
Octubre de 1793 fue un mes decisivo. En él se terminaría la
redacción de la Constitución del Año 1: sufragio universal mas-
culino; referéndum, proclamación de la libertad de los pueblos
para disponer de sí mismos; y derechos sociales: la sociedad de-
bía prestar los medios necesarios para asegurar la subsistencia de
los necesitados y debía igualmente encargarse de la educación
de todos. Constitución muy descentralizadora (tanto como la
de 1791), merecería en adelante la alabanza continuada de los
demócratas: Babeuf, Buonarrotti, Louis Blanc, Jaurés, etc. Tuvo
únicamente un defecto: no se aplicó nunca. Y la proclamada
descentralización fue sustituida por un gobierno tiránico férreo
que se encauzó en los dos Comités que sustituyeron al débil
Consejo Ejecutivo ministerial previsto por la Constitución: Co-
mité de Salud Pública -en el que llegaría a dominar Maximi-
lian de Robespierre- y Comité de Seguridad General. Pero oc-
tubre de 1793 tiene especialmente importancia porque en él se
abrió el Terror. (... )
Los tribunales revolucionarios especiales comenzaron a fun-
cionar en octubre de 1793. Estuvieron vigentes hasta julio del
siguiente año. Llevaron el Terror a toda Francia. Produjeron el
encarcelamiento de 300 mil a 500 mil personas y sus víctimas
pueden calcularse entre 30 y 40 mil. De forma aproximada, de
éstas, el 31 % fueron artesanos y burgueses; el 28 %, campesi-
nos; y el resto (41 %), nobles y clérigos: proporcionalmente, es-
tos últimos representaron el número más elevado.
(... ) Fueron también decisivas las medidas antirreligiosas.
En octubre de 1793 se puso en práctica el decreto anterior de
26-VIII-1792. Todos los refractarios serían deportados; si se re-
sistían, serían condenados a muerte. Se recompensaría a quienes
los denunciaran y se aplicaría también la pena de muerte a quie-
nes les acogieran.
También en octubre de 1793, la Convención jacobina deci-
dió la liquidación de la iglesia constitucional. Gobel, uno de sus
fundadores, junto con otros dos obispos y algunos sacerdotes,
depuso públicamente su sacerdocio. Sin embargo, la mayoría de
los constitucionales -dirigidos por su cabeza, el obispo Henri

101
Grégoire- se negaron a aceptar la presión revolucionaria. Para
sustituir la religión que pensaba definitivamente eliminada, el
Gobierno instituía el culto a la diosa Razón, que, en la persona
de una actriz, era solemnemente entronizada en Notre-Dame de
París.
Se suele decir que la Revolución devora a sus hijos. En
marzo de 1794, Robespierre, dueño de la situación, mandaba
guillotinar a los representantes de los sans-culottes, el ala iz-
quierda de la situación. Moría así Hébert (24-III-1794) y con él
eran también guillotinados Chaumette -el impulsor del culto
a la diosa Razón- y Gobel. Días después, los moderados co-
rrían igual suerte. A primeros de abril la guillotina eliminaba a
Danton, Camille Desmoulins, Fabre d'Eglantine, etc. Robespie-
rre sustituía a la diosa Razón por el culto al «Ser Supremo». Se
proclamaban en abril del 94 los dos dogmas en los que había
que creer: «El pueblo francés reconoce el Ser Supremo y la in-
mortalidad del alma».
No se trataba de un juego trágico. Los convencionales eran
conscientes que el acentuado proceso de descristianización aca-
baría por lanzar el pueblo contra ellos. En la medida de Robes-
pierre hay que ver, más bien, el intento de ensalzar, con las for-
mas de la liturgia católica, a la Humanidad, como elemento de
unidad de la nueva Francia que nada entre sangre.
En junio se produjo un recrudecimiento del Terror: se sus-
pendieron las garantías -ya de por sí reducidas- de los tribu-
nales revolucionarios. Fue demasiado. Todos se pusieron contra
Robespierre. Este estuvo, sin embargo, a punto de hacerse con
la situación. Pero fue vencido. El9 de Termidor (27-VII-1794)
Robespierre y sus amigos eran detenidos. Serían guillotinados al
día siguiente. Francia respiraba y se disponía a la redacción de
una nueva Constitución. Para la Iglesia católica, el fm del Terror
supondría también un respiro que se prolongaría hasta el nuevo
golpe de Estado jacobino de Fructidor (4-IX-1797).
Eliminados los girondinos, desaparecidos los jacobinos más
destacados, la dirección política recayó sobre el centro de la
Convención -le marais-, representado por hombres como

102
Cambacéres y Boissy d'Anglas, con los que cooperaron algunos
de los jacobinos que habían sobrevivido (Tallien, Barras, etc.).
La obra jaco bina pareció culminar cuando el 18 de no-
viembre de 1794 desapareció el presupuesto de culto. Sin em-
bargo, algo - y muy sustancial- había cambiado. Y así el 21
de diciembre del mismo año se escuchaba en la Convención la
voz de Grégoire que protestaba públicamente: la falta de liber-
tad religiosa era contraria a la Declaración de Derechos del
Hombre.

(Gonzalo Redondo, La Iglesia en el mundo Contempordneo, Eunsa,


Pamplona)

TEXTO n. 0 2. El debate sobre los signos religiosos


en la escuela francesa

En casi todos los países europeos, las jóvenes musulmanas


que van a la escuela con el pañuelo islámico son sólo un tipo
más de la variopinta vestimenta juvenil. En cambio, en Francia
han provocado un debate nacional sobre la laicidad y los signos
religiosos. Políticos, líderes religiosos, comisiones parlamenta-
rias, intelectuales han debatido el caso, hasta el pronuncia-
miento del presidente Jacques Chirac que, por ahora, ha zan-
jado la cuestión.

«Los casos conflictivos de jóvenes con pañuelo islámico han


ido menudeando en los últimos años). En julio, Chirac encargó
a una comisión ad hoc, presidida por el mediador de la Repú-
blica (ombudsman), Bernard Stasi, un estudio de la cuestión.
Formaban la comisión, entre otras personas, Régis Debray (au-
tor de un informe, encargado por el ministro de Educación, so-
bre la enseñanza del hecho religioso en la escuela), el sociólogo
Alain Touraine y el politólogo Gilles Kepel (que ha escrito libros
sobre el integrismo islámico).

103
Signos religiosos prohibidos

En su dictamen, hecho público el 11 de diciembre, la «co-


misión Stasi» recomienda que se prohíban por ley en la escuela
«las prendas y los signos religiosos (... ) ostensibles, como cruces
de gran tamaño, el velo o el kippa». En cambio, se pueden per-
mitir «signos discretos como medallas, pequeñas cruces, estrellas
de David, manos de Fátima o pequeños Coranes».

Chirac contra los particularismos

El 17 de diciembre pasado, Chirac hizo pública la decisión


que había tomado a la vista del informe Stasi. El presidente sus-
cribe la recomendación principal de prohibir por ley los signos
religiosos ostensibles en la escuela.
El presidente dedicó buena parte de su largo discurso a defen-
der el principio de laicidad, «piedra angular de la República», frente
a las tendencias «comunitaristas» (las demandas de estatutos espe-
ciales por parte de grupos particulares). La laicidad, dijo, al estable-
cer la neutralidad del espacio público, «permite la coexistencia ar-
moniosa de las distintas religiones»: «garantiza la libertad de
conciencia»; «protege la libertad de creer o no creer»; «asegura a
cada uno la posibilidad de expresar y practicar su fe pacífica y libre-
mente, sin la amenaza de que le impongan convicciones ajenas».

Valores republicanos

Llegado el momento de extraer conclusiones, el presidente


comenzó por la necesidad de «reafirmar con fuerza la neutrali-
dad y la laicidad del servicio público», y más precisamente de la
escuela. Los principios que deben presidir la vida escolar, según
Chirac, son la neutralidad o laicidad, y la impartición de la
misma enseñanza y el mismo régimen para todos los alumnos,
con independencia del sexo, el origen étnico o la religión.

104
«No se trata, de modo alguno -aclaró el presidente-, de
hacer de la escuela un lugar de uniformidad, de anonimato,
donde estarían proscritos el hecho o la afiliación religiosa. Se
trata de permitir a los profesores y a los directores de centros, hoy
en primera línea y enfrentados a verdaderas dificultades, ejercer
serenamente su misión con el establecimiento de una regla clara».
La regla es la recomendada por la «comisión Stasi» respecto a los
símbolos religiosos prohibidos y los permitidos. Chirac añadió
que, al aplicar la futura ley, «se deberá buscar sistemáticamente el
diálogo y la concertación antes de tomar una medida».

La laicidad, vista por los representantes religiosos

[Lo que empezó como un problema concreto de la indu-


mentaria de algunas chicas musulmanas ha terminado por con-
vertirse en un debate sobre la presencia de la religión en la vida
pública. De ahí que otras confesiones (católicos, protestantes,
judíos ... ), que vivían pacíficamente en el marco de la laicidad,
se hayan visto obligadas a tomar postura. ]
El aire que ha tomado el debate preocupa al historiador
René Remond, católico, miembro de la comisión Stasi, quien
ha declarado: «Mi experiencia de los debates en el seno de la co-
misión Stasi me ha hecho ver que la laicidad tiene sus integristas
y sus fundamentalistas» (Le Monde, 7-Xl-03).
Mons. Jean-Pierre Ricard, presidente de la Conferencia
Episcopal, y el cardenal Jean-Marie Lustiger expusieron la pos-
tura de la Iglesia católica ante la comisión Stasi. Los obispos hi-
cieron notar el riesgo de una involución de la libertad religiosa
como reacción en este conflicto y se opusieron a hacer una ley
sobre los signos religiosos en la escuela.
La inquietud de los obispos franceses se manifestó también
durante la asamblea plenaria que tuvo lugar en noviembre. «Si
el Estado es laico, la sociedad civil no lo es», advirtió Mons. Ri-
card. En el discurso de clausura, Ricard abogó por una laicidad
«vigilante y acogedora». El Estado debe estar vigilante para «de-

105
fender la libertad de conciencia y velar por la coexistencia entre
todos los componentes de la sociedad». Debe luchar también
«contra todas las formas de marginación social que puedan fa-
vorecer un repliegue comunitarista».

Las Iglesias cristianas rechazan una ley

La preocupación de las Iglesias cristianas por el giro del de-


bate sobre la laicidad, dio lugar a una iniciativa desacostum-
brada, tres días antes de que la comisión Stasi hiciera públicas
sus propuestas. En una carta dirigida al presidente Chirac, los
representantes de las Iglesias católica, protestantes y ortodoxas,
le comunicaban su oposición a una ley que prohibiera los signos
religiosos en la escuela.
Los líderes religiosos, tras manifestar su acuerdo sobre <<Una
visión común de la laicidad» y sobre la ley de 1905, exponían su
interpretación: «La laicidad ( ... )no tiene por misión crear espa-
cios vacíos de lo religioso, sino ofrecer un espacio en el que to-
dos, creyentes y no creyentes, puedan debatir ( ... ), sin silenciar
las convicciones y las motivaciones de los unos y de los otros,
pero sin enfrentamientos ni propaganda».
Los responsables de las Iglesias cristianas rechazan «las amalga-
mas que asimilan el llevar cualquier signo religioso a un problema
de orden público» y hacen notar que «los sitios donde el enfrenta-
miento predomina sobre el debate son por fortuna minoritarios».

Los musulmanes se sienten estigmatizados

Tras conocer las conclusiones del informe Stasi y dos días


antes de que Chirac se pronunciase, el Consejo Francés del
Culto Musulmán expresó en una carta al presidente su «viva in-
quietud» ante las propuestas de la comisión.
El Consejo estima que «el espíritu y el tono del informe estig-
matizan esta componente nacional [los musulmanes franceses] y

106
no tienen en cuenta la realidad del islam en Francia». En resu-
men, el Consejo advierte que el informe Stasi «pone en cuestión
la ley y la jurisprudencia actual, reemplazándolas por disposicio-
nes discriminatorias contra los musulmanes». En fin, consideran
que el informe sanciona «el fracaso de la política de integración».

Laicidad positiva y laicidad de exclusión

Uunto al debate político ha habido también un debate doc-


trinal, a través de las intervenciones en los medios de comunica-
ción de conocidos intelectuales.]
Lo primero que se necesita aclarar es la concepción de la lai-
cidad francesa. Pocos más autorizados para hacerlo que Émile
Poulat, historiador de las religiones, que acaba de publicar el li-
bro Notre lai"cité publique (Ed. Berg lnternational). En unas de-
claraciones a Le Monde (13-XII-2003), recuerda que ya en 1936,
bajo el Frente Popular, el ministro de Educación hizo una circu-
lar por la que se prohibían en la escuela las insignias políticas
(entonces el problema eran las ligas de extrema derecha) y un
año después la extendió a la prohibición de «propagandas confe-
sionales». No se invocaba la laicidad, sino el orden público.
Para Poulat, «la noción de orden público es más pertinente
que la de signos ostensibles. En cuanto se pasa de lo que afecta al
orden público, que es función propia del Estado, a los problemas
de signos religiosos, se entra en una nueva guerra de religión».
Monique Canto-Sperber y Paul Ricoeur, filósofos, advertían
que <<Una laicidad de exclusión es el mayor enemigo de la igual-
dad» (Le Monde, 11-XII-2003).
Los partidarios de prohibir por ley los signos religiosos en la
escuela afirman que la escuela es un lugar neutral, donde nadie
debe singularizarse por su religión. Canto-Sperber y Ricoeur ad-
miten la neutralidad religiosa en la enseñanza y en el profeso-
rado, pero se preguntan si hay que exigir la misma neutralidad a
los alumnos, «desencarnándolos» de su ambiente. «Esos valores
que distinguen a la escuela respecto al mundo exterior, los debe

107
poner por obra por su modo de funcionamiento, no poniendo
condiciones de entrada. La escuela debe dar la experiencia con-
creta de los valores del diálogo y del conocimiento, libres de
toda autoridad religiosa. Es esa experiencia la que abre los espí-
ritus a la laicidad, más eficazmente que una obligación previa
suscrita sin verdadera adhesión».
De ahí que desconfíen de la oportunidad de una ley, que
nunca podrá sustituir al ejercicio prudente de las responsabili-
dades por parte de la autoridad escolar. «Hay que distinguir en-
tre el pañuelo de significación religiosa, que debe ser discreto, y
el pañuelo-provocación, a menudo asociado a comportamientos
activistas y proselitistas, que es inadmisible».

El problema es el integrismo isldmico

Jean-Marie Colombani, director de Le Monde, indica en su


diario (13-XII-2003) que el velo llevado por jóvenes musulma-
nas encubre situaciones diversas: puede ser «impuesto» por el
orden patriarcal, «escogido» libremente por las propias mujeres
o «reivindicado» por un discurso militante y extremista.
El problema es el integrismo islámico, y la prohibición por
ley del pañuelo en la escuela tiene tres peligros: «lanzar un men-
saje de retroceso de la laicidad, por la afirmación de una laicidad
cerrada en detrimento de una laicidad abierta»; «estigmatizar,
marginar y excluir a una parte de la población en un momento
en que el país necesita más que nunca integración»; y el peligro
de hacer el juego a la extrema derecha, al convertir la identidad
en una cuestión clave.

Cuestión de dignidad

La dignidad de la mujer y la lucha contra la discriminación


estaría amenazada por el velo, a juzgar por una carta abierta di-
rigida a Chirac desde las páginas de Elle (8-XII-2003), firmada

108
por mujeres intelectuales, artistas, profesoras ... «El velo islá-
mico -afirman- nos remite a todas, musulmanas y no musul-
manas, a una discriminación intolerable contra la mujer. Toda
tolerancia a este respecto sería percibida por cada mujer de este
país como un atentado personal a su dignidad y a su libertad».
En consecuencia, piden una ley contra el uso de signos religio-
sos visibles en la escuela y en los servicios públicos.
Pero alguna francesa no debe de sentirse tan representada
por las abajo firmantes de Elle. Elisabeth G. Sledziewski, cate-
drática de Ciencia Política de la Universidad Rennes-1, utiliza la
ironía para salir al paso de los que se escandalizan por el velo.
Dirigiéndose a las jóvenes con velo, les dice: «En cuanto a los
que estigmatizan vuestros pañuelos en nombre de la igualdad y
de la dignidad de la mujer, podéis estar orgullosas de haber con-
seguido apasionarlos por esta causa. ( ... )Pues ved lo bien que se
han habituado, por el contrario, a las imágenes más degradantes
de la feminidad, a las maniquíes ninfómanas, a las posturas hu-
millantes, a los pares de labios, de senos, de nalgas de mujer visi-
bles, ostensibles y ostentosas, que enganchan por todas partes al
ciudadano-consumidor».

{Tomado de Aceprensa, 7-I-04)

TEXTO n. 0 3. Sobre el derecho a la libertad


religiosa en la enseñanza.

«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento,


de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de
cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de mani-
festar su religión o su creencia, individual y colectivamente,
tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica,
el culto y la observancia»
(Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948. Ar-
tículo 18).

109
«Artículo 18. (... ) 2. Nadie será objeto de medidas coerciti-
vas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la
religión o las creencias de su elección.
3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias
creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas
por la ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el or-
den, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades
fundamentales de los demás.
4. Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen
a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores le-
gales, para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa
y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
Artículo 27. En los Estados en que existan minorías étnicas,
religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que perte-
nezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en co-
mún con los demás miembros de su grupo, a tener su propia
vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a em-
plear su propio idioma.»

(Pacto internacional de Derechos civiles y políticos (1966) de la


Asamblea General de Naciones Unidas)

TEXTO n. 0 4. La utilización de símbolos religiosos


en la vida pública

La consideración, por parte de los tribunales, de los símbo-


los religiosos en la vida pública está siendo muy dispar, como
puede verse en los siguientes casos

1) En Canadá, en el caso Grant v. Canadá, el Tribunal Su-


premo desestimó la demanda de inconstitucionalidad contra la
norma que vetaba a los miembros siks de la Policía Montada la
utilización en su vestuario de signos religiosos.
Pero en la sentencia Dhillon v. British Columbia del Tribu-
nal de Derechos Humanos de la Columbia Británica, se enten-

110
dió que denegarle el carné de conducir a un ciudadano sik por
negarse a conducir con casco, prohibiéndole el turbante que sus
convicciones religiosas demanda, era una discriminación inser-
tada en la Motor Vehicle Act que debía ser eliminada para estos
ciudadanos.
2) En el caso Tinker el Tribunal Supremo de EE.UU. de-
claró inconstitucional prohibir a los estudiantes norteamerica-
nos llevar brazaletes negros por la Guerra de Vietnam.
Sin embargo, en el caso Cooper el Tribunal Supremo de
Oregón manifestó que la existencia de normas estatales en con-
tra de la vestimenta de tipo religioso por parte de los profesores
resultaba admisible para evitar la apariencia de influencias secta-
rias, favoritismos o de aprobación oficial de una determinada
creencia en la escuela pública.
3) El Tribunal Constitucional Federal alemán, en una sen-
tencia de 24 de septiembre de 2003, ha dispuesto que las profe-
soras musulmanas podrán, durante el ejercicio de su docencia,
emplear el velo islámico en tanto los estados federados no lo
prohíban por ley, ya que el uso de prendas religiosas por parte
de una profesora no es potencialmente peligroso para la laici-
dad del Estado. De esta manera quedan revocadas las senten-
cias anteriores en las que se apoyaba la decisión del Estado de
Baden-Wurtenberg de impedir el uso de simbología religiosa
en las aulas.
Sin embargo, anteriormente la Corte Federal Administra-
tiva en el mismo caso denegó el uso del velo islámico a la profe-
sora. El fundamento de la decisión se encuentra, de un lado, en
la neutralidad del Estado que determine que el profesor en
cuanto representante suyo en el aula no aparezca como una per-
sona meramente privada respaldando una determinada confe-
sión religiosa. De otro lado, en que la garantía constitucional de
la libertad religiosa exige que los alumnos sean protegidos de
posibles influencias estatales sobre religiones extrañas a ellos.

(Tomado de Rafael Navarro Valls, <<Laicidad y simbología reli-


giosa>>, publicado en El Mundo, 19-XII-03)

111
TEXTOS n. 0 5 y 6. Laicismo y laicidad

Los dos artículos que se proponen a continuación -del es-


critor Jorge Volpi y de la catedrática de Filosofía Adela Cortina,
respectivamente- pueden resultar de gran interés por cuanto
resumen magníficamente las dos posiciones principales que se
debaten en la actualidad acerca de la presencia social de la reli-
gión. El subrayado es nuestro.

«Si bien desde hace años me considero un agnóstico tole-


rante y Dios ha dejado de ser uno de mis blancos predilectos,
dos experiencias recientes me impulsan ahora a escribir en su
contra: el pasado mes de diciembre realicé un viaje a Jerusalén
y unos días antes me tocó presenciar el reciente debate sobre la
laicidad en Francia. (... ) Se trata de un tema extremadamente
complicado: más que una simple discusión sobre el uso de sím-
bolos religiosos en las escuelas -el empleo de la hiyab o velo
islámico por parte de las niñas musulmanas-, en el centro del
debate se halla un aspecto nodal de la vida contemporánea: el
conflicto entre la libertad individual-en este caso, la libertad
religiosa- y el Estado laico. Antes de desmenuzar algunos por-
menores de este dilema, prefiero dejar claro de una vez mi
punto de partida: aun cuando la libertad religiosa es uno de los
derechos fundamentales del ser humano, pues protege su capacidad
de adoptar las creencias que mejor decida, estoy convencido de que
es necesario luchar, empleando todos los medios legítimos a nuestro
alcance -en especial el didlogo, pero asimismo la fuerza de la
ley-, contra todas las variantes del oscurantismo y la irracionali-
dad que aún persisten en nuestros días y que se manifiestan a tra-
vés de la religión. (... )
El mayor problema generado por las religiones reveladas -y
en particular de las versiones más militantes del islam y del cris-
tianismo- radica en su carácter ecuménico y totalitario. En
todo momento sus creyentes -y en particular sus sacerdotes-
se hallan convencidos de poseer la verdad: no una verdad capaz
de ser conciliada con otras, sino de la única Verdad posible. De

112
allí que las religiones monoteístas sean, en esencia, profunda-
mente antidemocráticas, y de allí también la necesidad de regu-
lar y controlar su actividad pública en nuestros días. Una de las
obligaciones del Estado consiste en defender la libertad religiosa de
sus ciudadanos, pero ello no sólo implica respetar las ideas de cada
uno, sino impedir que un individuo o un grupo intente imponer
sus creencias a los demds.
Por ello, creo que el debate sobre los límites de la laicidad no
debe ser percibido como un combate específico contra el islam,
sino que debe ser analizado desde una perspectiva más amplia.
Sin duda, el fanatismo musulmán es un problema que afecta de
modo especial la vida de las sociedades modernas, pero es necesa-
rio recordar que este fenómeno no es exclusivo del islam y que
también existe entre numerosas comunidades cristianas y judías.
Del mismo modo, aunque ciertos sectores feministas se oponen
al uso del velo a fm de luchar contra la discriminación de la mu-
jer, creo que tampoco debemos privilegiar este enfoque a la hora
de abordar este problema: como otros sectores feministas han ad-
vertido, numerosas mujeres musulmanas afirman usar el velo li-
bres de cualquier presión masculina, sin que ello las haga sentirse
inferiores o sometidas (de seguro una monja católica aplicaría el
mismo razonamiento). Por ello, a la hora de dirimir esta cuestión
resulta mejor adoptar una perspectiva general que busque regular
el comportamiento público de todas las religiones.
En contra de lo que pueda pensarse, el uso de símbolos reli-
giosos en lugares públicos, y particularmente en las escuelas es-
tatales, no es una decisión personal como cualquier otra. Si bien
es cierto que, como advirtió José Vidal-Beneyto en estas mismas
páginas, en términos absolutos un velo no es más que una
prenda de vestir -y un crucifijo un adorno de madera, y un so-
lideo una especie de sombrero-, en el fondo se trata de objetos
cargados de connotaciones y, lo que es peor, implican una acti-
tud profundamente discriminatoria. Quien ostenta estos admi-
nículos no sólo trata de mostrar un rasgo individual, ni de ador-
narse, ni de distinguirse de los demás, sino de excluir a quienes
no lo utilizan del dominio de la verdad.

113
Creo que éste es el argumento nodal de la discusión, y el
único que permite celebrar la decisión del presidente Chirac de
implementar una ley prohibiendo la exhibición ostensoria del
velo islámico y de cualquier otro símbolo religioso en las escue-
las. Al hacerlo, el Estado francés no discrimina a quienes usan
estos símbolos, sino que protege de la discriminación a quienes
no los utilizan. Aunque no sean conscientes de ello, las niñas
que emplean el velo islámico, los niños que exhiben grandes
crucifijos o los que llevan kippas en la cabeza quieren mostrar
que pertenecen a una comunidad privilegiada. De manera tá-
cita, pero no por ello menos poderosa, las religiones monoteís-
tas inducen a sus fieles a condenar a quienes no comparten su
fe: sólo quienes piensan como ellos poseen la Verdad -sólo
ellos se salvarán en la vida ultra terrena-, mientras que los otros,
esos otros que no profesan sus creencias, terminarán en el in-
fierno o en el limbo (o, en el mejor de los casos, graciosamente
perdonados por un Dios compasivo). La misión de las escuelas
públicas debe ser, pues, la contraria: enseñar a los niños las coinci-
dencias éticas y morales de las grandes religiones históricas, pero
privdndolas, eso sí, de su cardcter de verdades eternas y reveladas.
Oponiéndose a esa visión del mundo que se obstina en separar a
los creyentes de los ateos y a los fieles de los herejes -y, de paso,
al eje del bien del eje del mal-, las escuelas públicas deben ser-
vir para inculcar en los niños el verdadero respeto hacia las ideas
de los otros, la verdadera tolerancia, la verdadera búsqueda de la
igualdad. Las escuelas públicas deben ser el fundamento de la vida
democrdtica y el lugar donde los niños aprendan que las verdades
absolutas no existen y que uno debe defender sus ideas por medio
del didlogo y la razón. (... ) En una época que se pretende conci-
liadora, incluyente y democrática, el único ámbito posible para
la religión debe ser el privado: el de los hogares, los templos, las
escuelas y las organizaciones confesionales. Tal como Jesús ex-
pulsó a los mercaderes del templo, nosotros debemos expulsar a
Dios de las escuelas. (En cualquier caso, recordemos que el Es-
tado laico mexicano, nacido del horror decimonónico hacia la
Iglesia católica, era hasta hace poco más severo que el francés: la

114
prohibición de usar atuendos religiosos -lo que la ley denomi-
naba 'ropas talares'- se extendía a todos los lugares públicos,
incluida la calle.) Como ha señalado recientemente el novelista
francés Michel Houllebecq, ganándose la ira de todos los secto-
res fundamentalistas, el monoteísmo pudo haber sido una gran
invención en la antigüedad, pero resulta extremadamente peli-
groso en nuestros días. Frente a los fandticos cristianos, judíos y
musulmanes que siguen dispuestos a morir en jerusalén -y en mu-
chas partes del mundo- para defender su particular versión de la
Verdad, nos queda el recuerdo del viejo y tolerante politeísmo griego
y romano a partir del cual surgió la democracia. La única forma
de convivir pacíficamente en nuestro tiempo, a pesar de nues-
tras infinitas diferencias, consiste en mantener un espacio pú-
blico laico -libre de absolutos-, donde cada uno acepte que
sólo posee una verdad parcial que necesita confrontar y armoni-
zar día a día con las verdades parciales de los otros.»

Qorge Volpi, <<Expulsar a Dios de las escuelas>>, en El Pafs, 26-I-


2004)

«La polémica del velo islámico, recurrente como el Guadiana,


surge de tanto en tanto en sociedades con democracia liberal, y en
los últimos tiempos ha llegado a tal grado de virulencia en el país
vecino que sus dirigentes se han sentido obligados a promulgar
una ley regulando, entre otras cosas, su uso. En España algunas
voces se han alzado pidiendo que se imite a los franceses en algu-
nas de sus propuestas, por entender que también aquí aumenta la
población musulmana y que las escuelas públicas no son suficien-
temente laicas. Al hilo de la disputa urge recordar -creo yo-
cuál es el núcleo de la cuestión, y desde dónde conviene aportar
orientaciones que sean justas con la realidad social. Y no sólo por-
que suele suceder con el tiempo que los lodos vienen de polvare-
das que se levantaron sinrazón, sino porque actuar de acuerdo
con la naturaleza de la realidad social es de justicia.
El problema se plantea en países con democracia liberal, sean
o no de tradición republicana, y se plantea en ellos justamente

115
porque el liberalismo político, si se lo toma en serio, exige que to-
dos los ciudadanos sean tratados con igual consideración y res-
peto, que la vida compartida se articule de tal forma que no se
sientan unos tratados como ciudadanos de primera y otros
como ciudadanos de segunda.
Es ciudadano aquél que es su propio señor junto a sus igua-
les en el seno de la comunidad política, y esta noción de ciuda-
danía resulta ser revolucionaria: exige asegurar a todos los ciuda-
danos una base de igualdad tal que les permita llevar adelante
sus planes de vida, siempre que no impidan a los demás hacer lo
propio; no cortarlos a todos por el mismo patrón, sino garanti-
zar esa igualdad cívica desde la que puedan desarrollar libre-
mente sus proyectos vitales.
Ocurre, sin embargo, y aquí topamos a mi juicio con el
nudo gordiano de la cuestión, que la ciudadanía igual se puede
entender al menos de dos modos, según se interprete la idea de
igual dad, como ciudadanía simple o como ciudadanía compleja.
De entenderla de una forma u otra se siguen consecuencias in-
calculables.
En el primer caso se trata a los ciudadanos como iguales
cuando se eliminan todas las diferencias de religión, cultura, raza,
sexo, capacidad física y psíquica, tendencia sexual, y nos queda-
mos con un ciudadano sin atributos. Reconocer, por el contra-
rio, una noción compleja de ciudadanía implica aceptar que no
existen personas sin atributos, sino gentes cuya identidad se teje
con los mimbres de su religión, cultura, sexo, capacidad y opcio-
nes vitales, y que, en consecuencia, tratar a todos con igual res-
peto a su identidad exige al Estado no apostar por ninguna de
ellas, pero sí tratar de integrar las diforencias que la componen.
Entender la ciudadanía al modo simplista implica esforzarse
por borrar las diferencias en la vida pública, mientras que enten-
derla como compleja exige intentar gestionar la diversidad, arti-
culándola.
En lo que hace a la religión en concreto, históricamente se
han ido perfilando -a mi juicio- tres modelos de Estado, dos
de los cuales optan por el simplismo, por eliminar diversidades

116
que dificultan la gestión de la vida pública y son el modelo confe-
sional y el laicista, mientras que el tercero asume que la realidad
social es compleja y como compleja hay que tratarla. Es el Es-
tado laico, que se esfuerza por gestionar una sociedad pluralista.
En efecto, el Estado confesional se compromete oficialmente
con una religión determinada, con lo cual quienes optan por ella
son tratados como ciudadanos de primera y los demds quedan rele-
gados al papel de ciudadanos de segunda. Pero lo mismo ocurre con
el Estado laicista, aunque en versión contraria, que se empeña en
borrar de la vida pública cualquier símbolo religioso, como si fuera
algo obsceno que hay que recluir en la vida privada, condenando a
los creyentes de distintas religiones a la ciudadanía de segunda divi-
sión. Ciertamente, en España hemos vivido décadas de confesio-
nalismo y en los «Países del Este» vivieron décadas de laicismo, y
la experiencia no ha sido positiva en ninguno de los dos casos,
porque ambos matan la vida al intentar mutilar la diversidad de
la realidad social.
Pero existe una tercera forma de Estado, el Estado verdadera-
mente laico, que no apuesta por una religión determinada ni por
borrarlas a todas de la vida pública, sino que intenta articular insti-
tucionalmente la vida compartida de tal modo que todos se sientan
ciudadanos de primera, sin tener que renunciar a la expresión de sus
identidades. Es, creo yo, la forma de Estado coherente con una
sociedad pluralista, en que las gentes llevan el bagaje de distintas
culturas, lenguas, capacidades desde las que se identifican, pero
también de distintas religiones o de ninguna de ellas. Y precisa-
mente porque la identidad se teje desde la diversidad, el Estado
laico y la sociedad pluralista asumen como irrenunciable la cui-
dadosa construcción de una ciudadanía compleja en lo que se re-
fiere a las distintas dimensiones de la identidad personal.
Es ésta sin duda una tarea difícil y delicada, que precisa
tanto el concurso del Estado como el de la sociedad civil para
llevarse adelante con éxito. Del Estado requiere neutralidad, no
entendida como distanciamiento de todas las creencias, sino
como la negativa a optar por una de ellas en detrimento de las
demás, pero a la vez como compromiso activo en la labor de ar-

117
ticular de tal modo las instituciones públicas que todos los ciu-
dadanos puedan expresar serenamente su identidad. La sociedad
civil, por su parte, debería ir incorporando esa virtud central en
el mundo pluralista que es el respeto activo, el hábito de respetar
activamente las creencias o no creencias religiosas que, aunque
no se compartan, sean respetables. No todas las opciones son
respetables, sí lo son las que comparten los mínimos de justicia
propios de una ética cívica, comprometida con la igual dignidad
de las personas.
Privatizar las religiones y las distintas morales no es la solución,
porque las gentes tienen derecho a expresar su identidad en público,
siempre que no atente contra los mínimos de la ética cívica. Tampoco
es buena consejera en este negocio la «heurística del temor», la
tendencia a agitar el espantajo del fundamentalismo para reprimir
cualquier expresión de fe religiosa, identificando «religión» con
«fundamentalismo» y tirando al niño con el agua de la bañera. Ni
es de recibo asustar al mundo occidental con la especie de que el
musulmán trae convicciones fuertes con las que nos van a avasa-
llar, no por el valor de lo creído, sino por la fuerza de la convic-
ción. Da la impresión de que más que a otra cosa tememos a nues-
tra propia «falta de fe» en el valor de la dignidad personal, en la
necesidad urgente de proteger los derechos de todos los seres hu-
manos. Más que a otra cosa tememos a nuestra anemia en convic-
ciones morales, que necesita dosis ingentes de vitaminas.
La tarea del orfebre, que intenta engarzar las piedras con pa-
ciencia y esmero, es la que ha de asumir el Estado laico. El res-
peto activo a quien piensa de forma diferente es la virtud de una
sociedad civil realmente pluralista. Pero también las religiones
tienen que hacer sus deberes, y en vez de intentar avasallar o
presentarse como armas arrojadizas, enterarse de una vez porto-
das que la opción de fe es radicalmente personal, que nadie
puede imponerla. Que sólo desde la libertad puede invitarse a
ella, como sólo desde la libertad puede aceptarse.»

(Adela Cortina, <<Confesionalismo, Laicismo, Pluralismo», en


ABC, 4-I-2004)

118
TEXTO n. 0 7. El judaísmo y la secularización.

«La vida judía se ha estructurado tradicionalmente en torno


a la familia y a la comunidad o sinagoga. Las dos instituciones
han ido cambiando, y es posible que los cambios estén interrela-
cionados. Tradicionalmente una pareja, al casarse, entraba a for-
mar parte de una sinagoga, bien la de los padres de la novia o de
los padres del novio bien otra sinagoga si se trasladaban a una
nueva zona. Algunas parejas deciden no casarse en una sinagoga
sino solamente por lo civil; otras no se casan. Muchas veces no
entran a formar parte de la sinagoga hasta la época en que tie-
nen hijos. ( ... ) Las sinagogas no suelen ser muy hospitalarias
con las personas que no se ajustan al modelo de la familia tradi-
cional. Algunas sinagogas están haciendo un esfuerzo por reme-
diar esta situación, y al hacerlo así tienden a alterar su propio ca-
rácter. Estos cambios apenas han empezado a tener efectos, pero
se harán más marcados con el paso de los años. También puede
que sean un intento de las clases dirigentes de cerrar Hlas alrede-
dor de la familia tradicional, cuya desaparición puede parecerles
a algunos amenazadora. Es improbable que esta resistencia re-
sulte eficaz. ( ... )
De las tres principales confesiones religiosas, la ortodoxia, el
conservadurismo y la reforma, es la ortodoxia la que se está en-
frentando con los mayores desafíos. Tras sufrir un importante
eclipse en Occidente a finales del siglo XIX y principios del XX,
primero se dejó llevar por la corriente y se hizo más liberal, y des-
pués, sobre todo como consecuencia de la inmigración de Eu-
ropa Oriental, puso freno y pareció empezar a descubrir una
identidad nueva y más segura. Conforme la escisión entre el or-
todoxo y los demás movimientos modernistas (sobre todo el con-
servadurismo) se fueron definiendo de manera más marcada, la
ortodoxia se sintió fuertemente presionada a aproximarse al sec-
tor tradicionalista (<<Ultraortodoxo» o haredí); este paso, aunque
ha agradado a algunos, ha hecho que otros se sintieran confusos
y traicionados. Actualmente hay en Estados Unidos idea de que
existe como el triple de ortodoxos modernos que de tradiciona-

119
listas, pero estos últimos ejercen en los primeros una poderosa
influencia por lo que respecta a la halajd [la ley], la teología y la
cultura. Lo mismo es cierto, en buena medida, en Israel.
Tampoco han conseguido los dirigentes de la ortodoxia re-
solver lo que se reconoce ampliamente como deficiencias de la
halajd, que tienen que ver principalmente con cuestiones de
condición personal. El más agudo de estos problemas tiene que
ver con la condición de la agund y el mamzer*. (... )
Un tercer tema polémico es el matrimonio de levirato y la
halitsd. Si un esposo muere sin hijos, la Biblia (Deuteronomio
25,5-10) prescribe que su hermano se case con ella y tenga un
hijo con ella para perpetuar el nombre de su hermano difunto.
Esto se denomina matrimonio de levirato. Si se niega a casarse
con la viuda de su hermano debe tener lugar la ceremonia cono-
cida como halitsd: ella le quita a él el zapato, le escupe en la cara
y dice: «Así hay que hacer con un hombre que no quiere recons-
truir la casa de su hermano». Se han suscitado objeciones tanto
al matrimonio de levirato como a la halitsd por diversos moti-
vos. En Israel el matrimonio de levirato fue abolido en 1950,
pero la halitsd se sigue practicando. Pueden surgir otros proble-
mas si el hermano es un niño o un menor, si vive lejos o en pa-
radero desconocido, si se niega a sufrir la halitsd o si no es judío
o ha adoptado otra religión.
Estos tres aspectos de la halajd, junto con otros que han
atraído críticas, afectan principalmente a los judíos ortodoxos y
tradicionalistas. El judaísmo reformista ha rechazado los tres. El
judaísmo conservador no reconoce el matrimonio de levirato y
es más flexible que la ortodoxia en su manera de tratar a la agund
y al mamzer.

* La agund o «mujer encadenada>>, es una mujer legalmente casada


con un hombre con el cual no vive. No puede volver a casarse aun cuando
su marido haya desaparecido sin dejar huella (en el judaísmo no existe la
presunción de muerte). El mamzer alude a la cuestión de la unión adúltera
o incestuosa. No se permite a un mamzer casarse con otro judío (puede
casarse con otro mamzer o con un prosélito, en cuyo caso todo hijo será
mamzer).

120
La condición de las mujeres y su lugar en el culto y en la
vida pública judíos es otro aspecto que preocupa especialmente
a la ortodoxia. El judaísmo reformista y el conservador han
aceptado el principio de la igualdad de los sexos, pero la ortodo-
xia se ha negado sistemáticamente a hacerlo y no da señales de
avance en esta dirección. El acercamiento al tradicionalismo mi-
lita contra este avance. Falta por ver si este movimiento conse-
guirá conservar su atractivo defendiendo una postura que pa-
rece estar tan fuera de tono con la vida contemporánea.»

(Nicholas de Lange, Eljudaismo, Cambridge University Press, 2000)

121
CAPÍTULO 111
ÉTICA Y RELIGIÓN.
Ética pública y éticas privadas

¿En qué se fundamentan las valoraciones morales que


hacemos? ¿Son la Ética y la Religión excluyentes entre sí?
¿Hay que elegir una de las dos para guiar la conducta?
¿Hay una ética «pública» y una ética «privada»?
La religión ha sido tradicionalmente una fuente para
orientar la conducta humana. Pero el fenómeno de la in-
creencia ha supuesto un reto a la hora de poder afirmar
un conjunto de normas o valores morales compartidos en
sociedad. Para ello, unas veces se exige al creyente que re-
nuncie a sus convicciones en favor de los valores social-
mente dominantes; otras veces, se plantea la necesidad de
recuperar los valores religiosos como la vía para garantizar
la rehabilitación moral de la sociedad. Pero tal vez no sea
necesario plantear la cuestión de un modo tan dicotó-
mico, y sea posible la convivencia armónica de ambas
realidades, no sólo en la sociedad en general, sino tam-
bién en los propios individuos.

«Mientras que una ética religiosa es aquella que apela


a Dios expresamente como referente indispensable para

123
orientar las prácticas personales y comunitarias, una ética
laicista considera imprescindible para la realización de las
personas eliminar de su vida el referente religioso, extir-
par la religión, porque ésta no puede ser sino fuente de
discriminación y degradación moral.
Por el contrario, la ética cívica es una ética laica, no
hace ninguna referencia explícita a Dios ni para tomar
su palabra como orientación ni para rechazarla. No cie-
rra la ética y la política a la religión, las deja abiertas,
pero tampoco afirma que la religión es el único funda-
mento de la moral. La ética laica puede ser asumida por
creyentes y no creyentes siempre que no sean fundamen-
talistas religiosos o fundamentalistas laicistas» (Adela
Cortina, Ética civil, Lección inaugural de la Universidad
Ramón Llull, 1-X-97).

l. LA DIMENSIÓN MORAL DE LA RELIGIÓN


EN SUS DIFERENTES TRADICIONES

Todas las religiones poseen una dimensión moral,


aunque, como señaló José Antonio Marina, la religión no
debe confundirse con la moral: «reducir la religión a mo-
ral desnaturaliza la religión y suele ser un accidente mor-
tal para ella». Como ya se ha dicho, la religión se ocupa
de las relaciones entre Dios y el hombre, incluyendo una
idea de la divinidad, del hombre y de la comunicación
entre ambos. Pero es natural que de ello se derive una mo-
ral. Así, por ejemplo, cuando en el judaísmo se habla de
las tablas de la ley que Yahvé entregó a Moisés, se está ha-
blando de unas normas de conducta; o cuando el cristia-
nismo afirma que Jesucristo es Dios hecho hombre, está
proponiéndolo como modelo de conducta para el hom-
bre. Esta presencia en las religiones de un componente

124
moral requiere alguna reflexión sobre las relaciones entre
la ética y la religión.

1.1. Ética y religión

Antes de proseguir, y para evitar confusiones, hay que


indicar que los términos «ética» y «moral» pueden ser en-
tendidos como sinónimos, y así son utilizados habitual-
mente en el lenguaje ordinario 28 • Designan una caracte-
rística presente en el comportamiento humano cuyo
estudio corresponde a una parte de la Filosofía, que es de-
nominada, precisamente, Etica o Filosofía moral.
Sin mayores complicaciones, puede aceptarse «como
una definición adecuada para la Etica [o la Moral] aque-
lla que afirma que la cuestión de la que se ocupa es la re-
ferente a lo que está bien o lo que está mal en la conducta
humana» (G. E. Moore). Entonces, quizá aquellas perso-
nas que poseen una fe religiosa firme y personal puedan
pensar que no necesitan adentrarse en tal clase de refle-
xión intelectual: ellos ya cuentan con un esquema moral
satisfactorio y no tienen por qué complicarse la vida con
cuestiones de ética filosófica. Sin embargo, es importante
aclarar que la ética de ningún modo debe presentarse
como una suerte de alternativa a la religión. Y ello, no
sólo con la finalidad de no propiciar un enfrentamiento u
oposición entre ética y religión, sino por el carácter pre-
vio y universal que posee la ética natural. La religión no

28 En un sentido más técnico, el término «moral>> puede utilizarse para

hacer referencia a las convicciones que inspiran el modo de conducta pro-


pio, y «ética>> para referirse a la reflexión intelectual sobre estas cuestiones.
Pero el hecho es que tales significados son en ocasiones intercambiables.

125
puede, ni siquiera para los creyentes en algún credo reli-
gioso, hacer superflua a la ética. Ésta no es una alternativa
para quien carece de una fe religiosa. Por ser una refle-
xión de la razón humana sobre la vida humana, es claro
que afecta a todo hombre, sea creyente o no. La dimen-
sión moral es esencial al ser humano. La religión puede
ofrecer una nueva luz o unas motivaciones añadidas para
llevar a cabo determinadas acciones, ya sean las mismas
que nos muestra la ética o exigencias morales cuyo conte-
nido sobrepasa las que puede descubrir la ética en un exa-
men meramente racional. Pero, en todo caso, no ha de
haber contradicción ni incompatibilidad entre la moral
religiosa y las exigencias de la ética: estaríamos, o ante
una religión inhumana o ante una ética mal planteada29 •
Porque además, teniendo en cuenta que vivimos en
una sociedad pluralista, si un creyente no es capaz de en-
contrar otras razones que las religiosas como justificación
de la conducta recta, está a un paso del fundamentalismo.
Una moral que tiene como punto de partida la fe, al ser
de carácter sobrenatural, no puede ser exigida o impuesta
a los demás, precisamente porque la fe no se alcanza
como consecuencia de una evidencia o de un razona-
miento (se define a sí misma justamente como un don
sobrenatural). Sin embargo, la ética, por su carácter más
básico, por apelar al ámbito natural del hombre, no se
funda en creencias, sino en razones asumibles por todos,
tengan fe o no. En este sentido resultan demagógicas las
argumentaciones según las cuales, por ejemplo, estar en

29 En este sentido, podríamos preguntarnos si la prohibición de

transfusiones de sangre en los testigos de Jehová es compatible con la ética


natural, o si es compatible la obligación moral de decir la verdad con una
hipotética norma religiosa que eximiera de hacerlo con los «infieles>>.

126
contra del aborto o de la eutanasia, es una cuestión de fe
religiosa y nada más.

«Una razón es algo que justifica el contenido de una


afirmación ante cualquier otra inteligencia. No puede
confundirse con los motivos privados por los que cada
cual actúa. Comprendo, por ejemplo, las motivaciones
religiosas para condenar el aborto, comprendo las moti-
vaciones personales para defenderlo, pero lo importante
son aquellas razones que no estén fundadas en la religión
propia o en el problema personal. Tienen que ser justifi-
caciones válidas para cualquier inteligencia que considere
el tema con detenimiento, información, imparcialidad y
sabiendo valorar las distintas evidencias» (José Antonio
Marina, «Atenerse a razones», en ABC Cultural).

Esto, evidentemente, no quiere decir que el creyente


deba renunciar, en su relación con los demás, a la visión
de la vida que le proporciona su fe; ni tampoco que el no
creyente no necesite de la religión por tener bastante con
la ética. Por el contrario, una ética que sea honesta, libre
de prejuicios, ha de mantenerse abierta a la posibilidad de
la trascendencia.

1.2. Las constantes morales de las diferentes


tradiciones religiosas

Podría pensarse que, puesto que las diversas religiones


sostienen creencias distintas, los valores morales a que
dan lugar serán también muy distintos entre sí. Sin em-
bargo, no es así. Más allá de sus diferencias en el modo de
concretarse, presentan unas evidentes coincidencias en lo
que se ha dado en llamar «constantes morales» o «Univer-

127
sales éticos», es decir, unos principios morales comunes
en los temas fundamentales (no matar, no robar, no men-
tir, respetar a los padres, educar a los hijos, etc.), que esta-
rían presididos por la llamada regla de oro: «no hagas a los
demás lo que no quieras que te hagan a ti».
Y es que todas las grandes religiones admiten unas
mismas verdades básicas sobre el hombre como ser creado
por Dios. Así, numerosas normas morales se derivan del
reconocimiento de la vida como un don de Dios. Ésta se-
ría la fuente del respeto que merece el ser humano y, por
tanto, entre otras cosas, de:

-que nadie tiene derecho a atentar directamente


contra la vida humana (ni siquiera contra la de uno
mismo), excluyendo por tanto toda acción que implique
el homicidio voluntario, entre ellas el suicidio, el aborto o
la eutanasia;
- que el plan de Dios sobre el origen de la vida hu-
mana no puede ser alterado por el hombre, excluyendo
generalmente los métodos de reproducción artificial,
como la clonación humana;
- que no respetar los bienes de los demás supone en
cierto modo no respetar el desarrollo de sus propias vidas;
-que no decir la verdad, además de ir contra Dios
(la Verdad misma), sería un modo de despreciar al otro,
de utilizarlo para la propia conveniencia;
- que el ejercicio de la sexualidad debe respetar el plan
de Dios y no ser reducido a una mera fuente de placer.

El judaísmo encuentra sus normas morales básicas en


el denominado Decdlogo (los diez mandamientos). El cris-
tianismo admite el Decálogo, pero insiste en el amor
-más rotundamente que el judaísmo- como una base

128
de la moral superior a la mera ley, como puede verse en
las Bienaventuranzas y en el llamado «mandamiento
nuevo». El Islam, admitiendo en esencia los preceptos del
decálogo, tiende a ver la moral como el cumplimiento de
unos ritos o preceptos ordenados por Dios para que el
hombre demuestre su efectivo sometimiento a Él (los
cinco pilares del Islam).

He aquí algunos textos ético-religiosos de la tradición


judea-cristiana:

«Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado del país de


Egipto, de la casa de la esclavitud.
No tendrás otro dios fuera de mí. ( ... )
No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano,
pues el Señor no dejará impune al que tome su nombre
en vano.
Recuerda el día del sábado, para santificarlo. Durante
seis días trabajarás y harás tus tareas. Pero el día séptimo
es sábado, en honor del Señor, tu Dios. ( ... )
Honra a tu padre y a tu madre para que se prolon-
guen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te da.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No dirás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás los bienes de tu prójimo; ni codiciarás
la mujer de tu prójimo, ni su esclavo ni su esclava, ni su
buey, ni su asno ni nada de lo que pertenezca a tu pró-
jimo» (Éxodo 20, 2-17).
«Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor
es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas pala-
bras que yo te dicto hoy, estén en tu corazón» (Deutero-
nomio 6, 4-6).

129
«Üs doy un mandamiento nuevo: que os améis los
unos a los otros. Que, como Yo os he amado así os améis
también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán
todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos
a los otros» (Juan 13, 34-35).
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos
es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, por-
que ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los
que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de co-
razón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que
trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de
Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justi-
cia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventura-
dos seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Ale-
graos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande
en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los
profetas anteriores a vosotros» (Mateo 5, 1-12).

1.3. ¿Éticas de máximos y ética de mínimos?

Hace varios años la catedrática de Ética Adela Cortina


-a partir de su obra Ética minima (1986)- propuso la
distinción entre «ética de mínimos» y «éticas de máxi-
mos». Dicha distinción tenía el propósito de encontrar
una ética común y universal («ética de mínimos»), que
evitara las diferencias entre las éticas particulares de las
diversas religiones («éticas de máximos»).
Se denominarían éticas de mdximos aquellas que pro-
ponen un ideal de vida, de santidad moral que, como tal,
no sería exigible para todos los hombres, sino para quie-

130
nes libremente así lo eligieran. En cambio, una ética de
minimos consistiría en la aceptación de un mínimo ético
de valores y actitudes -entre ellos, la tolerancia ante idea-
les ajenos- comunes a todos los miembros de una socie-
dad pluralista. En la misma línea parece ir el «proyecto de
ética mundial» (Projekt Weltethos) o universal, por parte
de intelectuales como Hans Küng.
Según Küng (ex-teólogo católico), lo que tendrían que
hacer las iglesias es una especie de gran concilio ético de
cuyo seno salga una propuesta unitaria y esencial: el mante-
nimiento de la paz mundial y los derechos humanos. El
contenido auténtico de la religión no sería otro que esto.
Ahora bien, como ha señalado José María Barrio, lo que no
está claro en el planteamiento de Küng es que para llegar a
tal Ethos mundial las iglesias o las religiones tengan que ca-
llarse lo que realmente les interesa, a saber, no cómo hacer
más cómodo este mundo, sino cómo hacerlo más parecido
al que diseñó Dios al crearlo. El problema ético-religioso,
en su consistencia más profunda, se refiere no tanto a cómo
caminar por este mundo sino en cómo llegar al otro, cierta-
mente a través de éste. En cambio, lo que plantea Küng es
que cada religión habría de olvidarse, al menos mientras no
haya paz mundial-es decir, hasta el otro mundo- de sus
concretas propuestas dogmáticas y morales, pues eso lleva a
la división y no a la armonía. Las convicciones son prisio-
nes, como diría Nietzsche, y es mejor, para preservar la to-
lerancia y la buena armonía, que no tengamos demasiadas
convicciones, o que si las tenemos, no nos las creamos de-
masiado y nos las guardemos, en todo caso, para nosotros
solos pues, como suele decirse, todo el que tiene una biblia
acaba dando bibliazos en la cabeza a quien no la comparte
con él. Pero para alguien que posea una convicción reli-
giosa, estar en posesión de la verdad no significa otra cosa

131
que estar posefdo por la Verdad, lo cual no tiene por qué de-
sembocar en intolerancia e imposición, sino que puede ser
ofrecido como una propuesta para ser aceptada libremente.
En todo caso, la propuesta de Adela Cortina puede
enfocarse de otro modo. No se trataría tanto de destacar
un mínimo común compartido, como de establecer una
distinción entre aquellos preceptos que la ética pueda re-
conocer como obligaciones de justicia y aquellas pautas de
conducta que van más allá de dicha obligación moral (por
ejemplo, amar a los enemigos). El reconocimiento de un
ámbito moral no exigible como deber -la realización de
ciertos valores ideales- es algo normal en la mayoría de
las teorías éticas. Por ello, quizá la noción de «ética de mí-
nimos» no sea demasiado afortunada, pues sugiere que, si
fuera el caso, uno tendría que renunciar a valores que
considera irrenunciables con tal de alcanzar un consenso.
Pero si uno, pongamos por caso, entendiera que el aborto
o la pena de muerte son crímenes intolerables, no parece
de recibo que se le pida desdramatizar el asunto porque
no todo el mundo está de acuerdo.
En otras palabras, la apelación a unos criterios de justi-
cia exigibles a todos los hombres está en relación con la exis-
tencia real de diversos niveles morales (lo prohibido, lo obli-
gatorio, lo permitido, lo valioso que excede el deber ... ),
más que con la búsqueda de unos mínimos comunes a toda
concepción moral. La noción de mínimos morales se referi-
ría entonces a ese nivel ético de lo obligatorio, o prohibido
(es decir, aquello que hay obligación de evitar).

«Hay exigencias del deber ser que percibimos como


absolutamente obligatorias, de tal manera que sólo pode-
mos considerarnos desligados de su cumplimiento, a lo
sumo, cuando entra en conflicto con ellas otra exigencia

132
por lo menos de igual fuerza (... ). Por el contrario, resulta
claro que otras exigencias no tienen carácter tan estricto,
sino que son más bien exhortaciones que auténticas pre-
tensiones. Ponen un ideal ante nosotros, algo mejor, óp-
timo o sumo, sin que vivamos respecto de ellas una estricta
obligación de realizarlas» (Hans Reiner, «Fundamentos y
rasgos fundamentales de la ética», en Vieja y nueva ética,
Revista de Occidente, Madrid, 1964)

2. LA DIMENSIÓN MORAL DE LA RELIGIÓN


Y LAS ÉTICAS FILOSÓFICAS

La articulación entre los aspectos morales de la religión


y la ética como saber humano, exige el reconocimiento de
que al hombre le es posible alcanzar por sí mismo cierto co-
nocimiento del bien y el mal objetivos. Es decir, que aun-
que las diversas tradiciones religiosas proporcionen al hom-
bre un conjunto de valores morales, aquéllas no pueden ser
la única razón para aceptarlos: dichos valores podrían verse
entonces como arbitrarios o meramente optativos.

2.1. Las fuentes de la moralidad

Como ya se vio, la diferencia fundamental entre una


moral religiosa y una ética filosófica estriba en su fuente:
la primera toma sus valoraciones de la fe, mientras que la
segunda considera una base natural en la que no sea nece-
saria una particular creencia religiosa.
Lo cierto es que, de hecho, a lo largo de la historia, a la
humanidad la han educado fundamentalmente las grandes
tradiciones religiosas. Los filósofos nunca fueron los gran-
des maestros de la humanidad, sino sólo de un grupo de

133
discípulos, más bien minoritario. Ahora bien, el pluralismo
de las sociedades modernas requiere acudir a fuentes dis-
tintas de la religión para justificar las propuestas éticas. Esta
es la principal razón de la importancia de una ética filosó-
fica o «racional», potencialmente asumible con indepen-
dencia de las convicciones religiosas que se sustenten. No
quiere decirse que una ética de base religiosa sea irracional,
sino, simplemente que al no ser alcanzable por el mero uso
de la razón, difícilmente puede ser exigida para todos.
Sin embargo, la apelación a una ética filosófica como
punto de encuentro entre creyentes y no creyentes, no
está exenta de dificultades, pues a nadie se le escapa que
existe un buen número de éticas filosóficas, todas ellas
con la pretensión de dar razón de lo que está bien y lo
que está mal, lo que debe hacerse y lo que no. Sin ánimo
de exhaustividad, pueden destacarse tres concepciones
fundamentales de la ética:

a) las éticas de la virtud, para las que hay acciones que


perfeccionan o mejoran el modo de ser natural del hom-
bre, mientras que otras le apartan de su ser natural, le im-
piden alcanzar esa mejora que su naturaleza exige. Su re-
presentante originario sería Aristóteles.
b) las éticas consecuencialistas, que determinan la mora-
lidad de las acciones mediante las consecuencias que se pre-
tenden producir. La modalidad principal es el utilitarismo
cuyo criterio es «la mayor felicidad para el mayor número de
gente». Es decir, lo que definiría la moralidad de cualquier
acción sería su tendencia a producir el mayor bienestar posi-
ble. Bentham y Mili serían sus máximos representantes.

«El Consecuencialismo en su forma más pura y sim-


ple es una doctrina moral que dice que el acto correcto

134
en cualquier situación dada es el que producirá el mejor
resultado total, juzgado desde un punto de vista imperso-
nal que da igual peso a los intereses de todos. Para ello:
1) Propone un criterio para ordenar los estados de cosas
totales de mejor a peor. 2) Defme la acción correcta como
aquella que produce el más alto de los estados de cosas
que pueden producir los agentes en su situación» (Sa-
muel Scheffler, Consequentialism and its critics, Oxford
University Press, 1988)

e) las éticas deontológicas (o del deber), que establecen


deberes universales, válidos para todo ser racional, cuya
determinación corresponde precisamente a la sola razón.
Algo debe hacerse porque la razón lo percibe como un fin
en sí mismo, no como medio para otra cosa. Ponen el én-
fasis en el motivo de las acciones, esto es, en qué es lo que
mueve a la voluntad al realizarlas. Kant -máximo repre-
sentante de esta posición- señaló que las acciones pue-
den ser realizadas esencialmente por dos motivos: por in-
clinación natural (deseo, conveniencia ... ) o por respeto
al deber. La acción es buena cuando la voluntad es mo-
vida por lo segundo, esto es, cuando se cumple el deber
porque es un deber.

«Obra de tal modo que puedas querer que tu norma


de conducta se convierta en ley universal. ( ... ) Obra de
tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona
como en la de los demás, nunca como un mero medio,
sino siempre al mismo tiempo como un fm en sí mismo»
(Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres).

Existen también otras teorías éticas, como el existen-


cialismo (Kierkegaard, Sartre), o la ética de los valores
(Scheler). La propuesta de Kierkegaard (siglo XIX) tiene

135
la peculiaridad de considerar la ética como una fase
transitoria (la vida racional) que, aunque supone una
superación de la fase estética (la vida sensual), el hom-
bre está llamado a superar a su vez mediante el salto a la
esfera religiosa, el salto de la fe, donde el hombre mues-
tra su grandeza al reconocer su responsabilidad última
para con Dios 30 •

En cualquier caso, puede verse que la apelación a una


ética laica (esto es, no religiosa), no tiene un sentido uní-
voco, por lo que invocarla sin más frente a la ética reli-
giosa no deja de ser un ejercicio de ambigüedad31 •

2.2. Ética pública y ética privada

La constatación de diferentes concepciones de la ética,


no ya sólo por convicciones religiosas, sino incluso dentro
del ámbito natural o filosófico, puede estar en la base de
otra distinción muy habitual: la de ética pública y ética
privada. En nuestro entorno cultural ha sido especial-
mente defendida por Gregario Peces-Barba. Estos dos
conceptos son fáciles de definir en una primera aproxima-
ción, pero la cuestión es más compleja de lo que parece.

° Cfr. el texto de Kierkegaard citado en la nota 2, capítulo l.


3
31 Por lo demás, la misma ética filosófica o natural parece necesitar la
existencia de Dios para una comprensión cabal del bien y el mal morales.
En la película Delitos y faltas (1989), Woody Allen muestra el dilema que
se le plantea a un oftalmólogo judío -pero agnóstico- para rechazar co-
meter un crimen que le salvaría de un apuro. Siente que su conciencia se
lo impide; sin embargo, no entiende por qué habría de estar mal hacerlo:
si nadie se entera ... Ya en Los hermanos Karamazov Dostoievski escribió:
«Si Dios no existe, todo está permitido>>.

136
Se entendería por ética pública aquella que marca unas
«reglas de juego» generales, incorporadas por el Derecho
para hacer posible la vida pública, la convivencia. Sería
una ética procedimental: lo único que importa es el pro-
cedimiento mediante el cual se establecen dichas reglas, a
saber, un consenso derivado del diálogo racional. Mien-
tras que la ética privada consistiría en los valores que cada
cual quiera personalmente asumir por las razones que sea
(religiosas o no), siempre que se respete el marco estable-
cido por la ética pública. En el fondo es una distinción
muy similar a la de ética de mínimos y ética de máximos.
Los problemas surgen cuando nos preguntamos qué con-
tenidos habrían de tener tales éticas.
Por un lado, la ética pública no incluiría unos conte-
nidos concretos, pues su función sería meramente la de
garantizar las condiciones que posibiliten la elección por
parte de cada uno de su plan de vida personal. Sin em-
bargo, ¿qué garantiza que las reglas establecidas según los
procedimientos adecuados van a posibilitar tal elección?
Por otro lado, no parece que podamos determinar qué
contenidos han de estar presentes en una ética privada,
pues ésta incluiría los que cada uno quisiera darle. Con
estas premisas, da la impresión de que la ética podría con-
sistir en cualquier cosa.
La ética pública señalaría los límites que las éticas pri-
vadas no pueden traspasar. Pero, ¿cómo podría hacer esto
sin señalar unos contenidos precisos? La ética pública,
aunque se presenta como neutra, incluye unas normas
concretas, quiéralo o no. Imaginemos que se establece
como norma de ética pública la prohibición de practicar
cualquier religión. Si uno dijera que eso no puede ser (no
debe ser), es porque ya posee otros criterios (¿privados?)
de juicio, esto es, que no han sido determinados por con-

137
senso. Las normas éticas no pueden ser tales sólo porque el
derecho las establezca según un determinado mecanismo
jurídico. La tolerancia misma, asumida como un valor de
ética pública, ¿acaso no procede de una particular convic-
ción, esto es, de una ética «privada»? Lo mismo ocurre con
cualquier otra norma aspirante a formar parte de una ética
pública (respetar la vida de los demás, no discriminar por
razones de sexo, raza o religión, pagar salarios justos, etc.).
Uno puede aceptar normas de este tipo precisamente por
convicción, porque las considera valiosas de por sí, no por-
que hayan sido establecidas por procedimientos democrá-
ticos. Por ejemplo, ¿por qué nadie tiene derecho a impo-
ner sus convicciones por la fuerza? Porque eso atentaría
contra la dignidad humana. Pero la dignidad humana es
un valor verdadero no sólo porque lo reconozca el dere-
cho. También lo es cuando no se reconoce plenamente.
El problema surge de la confusión que produce la ex-
presión «privada» aplicada a la ética, pues sugiere una
ética arbitraria, cuyo valor descansaría única y exclusiva-
mente en haber sido elegida por un sujeto. Sin embargo,
cuando uno dice «no debe utilizarse a las personas como
si fueran cosas», no está planteando simplemente un plan
de vida íntimo y personal para relacionarse con las demás
personas, sino que entiende que dicha proposición afirma
algo objetiva y universalmente verdadero, potencialmente
aceptable por todo el mundo.
Aunque no se pueden identificar los valores con las valo-
raciones sociológicamente mayoritarias, tampoco se puede
negar la importancia de que los valores morales, de cara a su
efectiva vigencia, conserven un cierto grado de evidencia co-
mún. Ello significa, cabalmente, que «Un enunciado verda-
dero (acreditado como tal por la evidencia inmediata o me-
diata) es un enunciado al que esencialmente pertenece el

138
'merecer-ser-intersubjetiva' y que, de esta suerte, aunque in
actu no esté teniendo una intersubjetividad fáctica, posee,
no obstante, una intersubjetividad ideal: fundamenta un
consenso que puede no darse nunca, pero no sólo es posible,
sino que debe darse, siendo este 'deber-darse' una necesidad
ideal y, por lo mismo, algo enteramente independiente de
las contingencias o eventualidades del acontecer subjetivo»32 •
No todo el mundo, pues, acepta esta distinción tajante
entre ética pública y ética privada: sólo puede haber una
ética, la que corresponde a lo que el ser humano es. Cierta-
mente éste tiene una dimensión privada y una pública.
Pero, ¿por qué la ética habría de exigir conductas distintas
según el ámbito de que estemos hablando, de suerte que,
por ejemplo, sería lícito mentir en la vida privada y no en la
vida pública, o viceversa? Si, por ejemplo, encontramos que
la sinceridad es un valor, parece que habría de serlo siempre.

3. LAS RELIGIONES COMO FUENTE DE UTOPÍA.


Y SU INFLUENCIA EN LOS CAMBIOS SOCIALES

«Ütro mundo es posible», oímos muchas veces. La as-


piración expresa un ideal ético: no nos conformamos con
el mundo tal como es, sino que deseamos un mundo me-
jor (tal como debería de ser). Pero esta actitud, perfecta-
mente razonable y asumida por muchos seres humanos,

32 MILLÁN PuELLES, Antonio, El valor de la libertad, Madrid, Rialp,

1995. En su significación <<material>> -contenidos valiosos--, a esto se re-


firió Max Scheler, e incluso el propio Ortega con su concepto de vigencias
colectivas. Desde un punto de vista más formal, la necesidad de un con-
senso axiológico mínimo está clara en H. Kelsen, R. von Ihering, Savigny
o, en nuestros días, en las ideas del norteamericano Barber sobre filosofla
pública o democracia fuerte.

139
creyentes o no, tiene un origen religioso. Es en el marco
de las religiones donde aparecen las apelaciones a un
mundo nuevo, transformado. Dicha transformación afec-
taría, por supuesto, a cada hombre, pero también a la co-
munidad humana considerada en su conjunto.

«La imagen utópica es un cuadro de lo que debe ser, lo


que el autor de ella desearía que fuese real. Se suele hablar
también de que las utopías son imágenes de deseos, mas
tampoco con eso se ha dicho bastante ... Va unido a algo
sobrepersonal que se comunica con el alma, pero que no
está condicionado por ella. Lo que impera es el afán por lo
justo, que se experimenta en visión religiosa o filosófica, a
modo de revelación o idea, y que por su esencia no puede
realizarse en el individuo, sino sólo en la comunidad hu-
mana. Utopía significa desenvolvimiento de las posibilida-
des que encierra la convivencia humana en un orden justo»
(Martín Buber, Caminos de Utopía, FCE, México).

3.1. Utopía religiosa y utopía política

«Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque


el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar
no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que
bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una
novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que de-
cía desde el trono: «Ésta es la morada de Dios con los
hombres ( ... ),y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni
gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado». En-
tonces dijo el que estaba sentado en el trono: «Mira que
hago un mundo nuevo»» (Apocalipsis 21, 1-4).

Las religiones ponen la esperanza última del hombre


en un más allá. De hecho, muchas veces han sido acusa-

140
das, no sin cierto fundamento, de insistir en ello a costa
de olvidarse de las cuestiones terrenales. Sin embargo, tal
concepción religiosa de la vida ha sido también un motor
para intervenir en el devenir histórico con una meta en el
horizonte, es decir, buscando disponer las cosas conforme
al ideal del paraíso futuro.

«Me parece que la religión se distingue de la moral


precisamente en que exige pensar la libertad misma bajo
el signo de la esperanza. ( ... ) La libertad según la espe-
ranza es una libertad que se plantea pese a la muerte, y se
quiere, frente a todas las señales de la muerte, un des-
mentido de la muerte» (Paul Ricoeur, Introducción a la
simbólica del mal, Megápolis, Buenos Aires, 1976)

La esperanza de alcanzar dicha meta se conoce como


pensamiento utópico. Utopfa, literalmente significa «lugar
que no existe, que no está en ninguna parte», de ahí que se
aplique a cualquier plan, proyecto, doctrina o sistema op-
timista que aparece como irrealizable en el momento de
su formulación 33 • Una utopía es, por tanto, un ideal óp-

33 San Agustín (siglos IV-V) había distinguido entre la Ciudad de

Dios y la ciudad de los hombres, la del Bien y la del mal, digamos; pero
ambas convivirían juntas hasta después del final de los tiempos. Para el
cristianismo, el «mundo nuevo>> (<mn cielo nuevo y una tierra nueva>>) es
algo metahist6rico, es decir, que está más allá de la historia. Una de las
primeras explicaciones de la historia que plasman el estado final perfecto
dentro de la historia, es la del te6logo Joaquín de Fiare (siglo XII) que di-
vidía la historia en la Edad del Padre, la Edad del Hijo y la fase final o
Edad del Espíritu Santo, concibiendo, pues, el logro del estado ideal final
como algo intrahist6rico. A partir del Renacimiento, comenzaron a proli-
ferar -por influjo no s6lo cristiano, sino también de la República de Pla-
t6n-las descripciones de sociedades ut6picas, como Utopla (1516), de
Tomás Moro, que origina el término, la Ciudad del Sol (1602), de Tom-
maso de Campanella, o La Nueva Atldntida (1627), de Francis Bacon.

141
timo para cuyo logro se destinan todos los esfuerzos. In-
dudablemente, este modo de enfocar la existencia ha te-
nido enormes repercusiones en lo que se refiere a la me-
jora de las condiciones de la vida humana, propiciando la
lucha contra las injusticias de forma desinteresada. Mu-
chas personas han gastado sus vidas incluso a sabiendas de
que ellas mismas tal vez no llegarían a ver los resultados.
Desde un planteamiento creyente, existe el convenci-
miento de que dicho estado ideal será alcanzado plena-
mente, al menos en la otra vida. Situar la consecución de
dicho ideal social en el tiempo presente, como algo in-
trahistórico, es característico de las posiciones fundamen-
talistas que, como suele decirse, «pretendiendo a toda
costa alcanzar el cielo en la tierra, terminan trayendo un
infierno». Es también el caso de algunas «teologías de la
liberación» que han convertido la religión en política.
Esto último -la pretensión de instaurar a toda costa
el «cielo» en la tierra- ha sido también característico de
algunas teorías, que, en el fondo representan doctrinas re-
ligiosas secularizadas. Es el caso de las teorías políticas
que entienden que en última instancia la historia ha de
desembocar en un sistema final perfecto y que, para ello,
cualquier medio es lícito. Tal vez el caso más paradigmá-
tico haya sido el comunismo marxista. Es entonces
cuando las utopías pasan de ser un positivo factor de cam-
bio y transformación social para convertirse en justifica-
ción de las mayores aberraciones.
En el ámbito religioso, hoy día los planteamientos utó-
picos pueden verse reflejados sobre todo en determinados
fundamentalismos de origen islámico, que pretenden la
implantación, forzada violentamente si es preciso, de una
sociedad a la medida de los presuntos deseos de Dios.

142
APÉNDICE:
TEXTOS Y DOCUMENTACIÓN

TEXTO n. 0 l. Constantes morales de las diferentes


tradiciones religiosas

Representantes de las confesiones religiosas más importan-


tes, reunidos en Asís, elaboraron este Decálogo por la paz.

Decdlogo de Asís por la paz

l. Nos comprometemos a proclamar nuestra firme convic-


ción de que la violencia y el terrorismo son incompatibles con el
auténtico espíritu de la religión y, condenando todo recurso a la
violencia y a la guerra en nombre de Dios o de la religión, nos
comprometemos a hacer todo lo que nos sea posible para desa-
rraigar las causas del terrorismo.
2. Nos comprometemos a educar a la gente en el respeto y la
estima mutuos para favorecer una convivencia fraterna y pacífica
entre personas de diferentes grupos étnicos, culturas y religiones.
3. Nos comprometemos a promover la cultura del diálogo
para que crezcan la comprensión y la confianza recíproca entre
individuos y pueblos, siendo éstas las premisas de la paz autén-
tica.

143
4. Nos comprometemos a defender el derecho de toda per-
sona humana a vivir una existencia digna, según al propia iden-
tidad cultural y a formar libremente una familia.
5. Nos comprometemos a dialogar con sinceridad y pacien-
cia, sin considerar lo que nos diferencia como un muro imposi-
ble a superar, sino por el contrario reconociendo que el encuen-
tro con la diversidad de los demás puede convertirse en una
oportunidad para mejorar la comprensión recíproca.
6. Nos comprometemos a perdonarnos mutuamente los
errores y prejuicios del pasado y del presente, y a apoyarnos en
el común esfuerzo por derrotar el egoísmo y la prepotencia, el
odio y la violencia, así como a aprender del pasado que la paz
sin la justicia no es una auténtica paz.
7. Nos comprometemos a estar de la parte de los que sufren
a causa de la miseria y el abandono, haciéndonos portavoces de
quien no tiene voz y trabajando concretamente para superar tales
situaciones, con la convicción de que nadie puede ser feliz solo.
8. Nos comprometemos a hacer nuestro el grito de quien
no se resigna a la violencia y al mal y queremos contribuir con
todas nuestras fuerzas para dar a la humanidad de nuestro
tiempo una esperanza real de justicia y de paz.
9. Nos comprometemos a alentar toda iniciativa que pro-
mueva la amistad entre los pueblos, convencidos de que el pro-
greso tecnológico, cuando falta un entendimiento solidario en-
tre los pueblos, expone al mundo a crecientes riesgos de
destrucción y muerte.
1O. Nos comprometemos a pedir a los líderes de las nacio-
nes que hagan todos los esfuerzos posibles para crear y consoli-
dar, a nivel nacional e internacional, un mundo de solidaridad y
paz, basado en la justicia.

TEXTOS n. 0 2 y n. 0 3. ¿Ética neutra?

Alasdair Maclntyre ha hecho notar que la presunta neutrali-


dad moral de la ideología dominante no deja de ser la toma de

144
postura característica de nuestra época, el individualismo libe-
ral, Íntimamente ligada a una noción de ética pública que no
deja lugar para una concepción objetiva y compartida del bien y
la justicia.

«Para el individualismo liberal, la comunidad es sólo el te-


rreno donde cada individuo persigue el concepto de buen vivir
que ha elegido por sí mismo, y las instituciones políticas sólo
existen para proveer el orden que hace posible esta actividad au-
tónoma. El gobierno y la ley son, o deben ser, neutrales entre las
concepciones rivales del buen vivir, y por ello, aunque sea tarea
del gobierno promover la obediencia a la ley, según la opinión
liberal no es parte de la función legítima del gobierno el incul-
car ninguna perspectiva moral.
En cambio, según la opinión antigua y medieval( ... ), la co-
munidad política no sólo exige el ejercicio de las virtudes para
su propio mantenimiento, sino que una de las obligaciones de la
autoridad paterna es educar a los niños para que lleguen a ser
adultos virtuosos. La enunciación clásica de esta analogía es la
de Sócrates en el Critón. De la aceptación de la opinión socrá-
tica acerca de la comunidad política y la autoridad política no se
deduce que debamos asignar al Estado moderno la función mo-
ral que Sócrates reclamaba para la ciudad y sus leyes. En reali-
dad, la fuerza del punto de vista liberal individualista deriva en
parte del hecho evidente de que el Estado moderno carece com-
pletamente de aptitudes para ser educador moral de cualquier
comunidad. Pero la historia de cómo surgió el Estado moderno
es en sí misma una historia moraL»

(Alasdair Maclntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987).

«Los que subordinan los bienes de la excelencia a los de la


efectividad, si son coherentes, entenderán la política como el
ruedo en el que cada ciudadano busca alcanzar, en la medida de
lo posible, lo que quiere con los constreñimientos impuestos

145
por las formas varias de orden político; y la respuesta a la pre-
gunta de quién debe gobernar será quien quiera que tenga tanto
las habilidades como el interés de mantener o de promover cada
tipo de orden. El tipo de orden que cada cual promueve depen-
derá, por supuesto, de sus propios intereses. La política como
un estudio teórico se concierne primariamente, desde esta pers-
pectiva, con el punto máximo en el que los intereses rivales pue-
dan promoverse y, sin embargo, permanecer conciliados y con-
tenidos por un único orden.
Por contraste, para aquellos cuya lealtad fundamental queda
de parte de los bienes de la excelencia, la política en cuanto es-
tudio teórico tiene que ver primariamente con la manera en que
el respeto hacia la justicia concebida relevantemente pueda pro-
mocionarse, de modo que favorezca una comprensión compar-
tida y lealtad hacia los bienes de la polis y sólo secundariamente
hacia los conflictos de interés, especialmente en la medida en
que puedan ser destructivos del movimiento hacia una com-
prensión compartida y hacia la lealtad.»

(Alasdair Maclntyre, justicia y racionalidad, Eiunsa, Barcelona,


1994)

TEXTO n. 0 4. Religión y valores democráticos

«En uno de tantos foros que se han organizado con motivo


de las bodas de plata constitucionales, alguien ponía sobre el ta-
pete la famosa cuestión de la Religión en la escuela, arguyendo
un curioso motivo para arrinconarla. En esa materia alternativa
llamada Sociedad, Cultura y Religión, decía, los escolares van a
ser instruidos acerca de los valores democráticos y constitucio-
nales. Privar de tan preciado alimento a los muchachos que es-
cojan la asignatura confesional no sería de recibo.
Tiene gracia el argumento, porque se basa en dos descara-
dos apriorismos. No conozco de primera mano la ponencia,
pero me atrevo a comentarla porque no es la primera vez que es-

146
cucho argüir de ese modo. Lo primero que se da aquí por su-
puesto, de forma indebida, es que los profesores de SCR van a
dedicar la asignatura a impartir los citados valores democráticos.
Y es que no es eso. No estamos ante una Formación del espíritu
constitucional, o democrático, por parafrasear el nombre de la
denostada «maría» del franquismo. La asignatura tiene como
objeto mostrar cómo las sociedades han vivido, a lo largo del
tiempo, la relación con Dios, y cómo esa relación se ha hecho
cultura. En ese gran contexto, la democracia y las constituciones
son meras anécdotas. Pero, además, late el prejuicio de que la re-
ligión no forma. Estudiar religión sería como un capricho, o un
lujo, que los creyentes se permiten. Algo así como un taller de
macramé o de bailes de salón. Por eso insisten en que se imparta
en los despachos parroquiales. Y, sin embargo, la realidad es la
contraria. Los chicos que no estudian religión se ven privados
de la más auténtica fuente de los valores. La democracia y la
constitución son entes contingentes, o sea, que existen pero po-
drían no existir, si hubiésemos inventado formas mejores de
convivencia. Y no fundan ningún valor. Los valores en ellas con-
tenidos emanan de algo externo a sí mismas. Sin religión (o sin
ética, o sin historia, según creencias) los «valores constituciona-
les» tienen los pies de barro.
Derechos humanos, igualdad, pluralismo político ... ¿Qué
significa eso para quien no sabe en qué se diferencia de un toro?
Stalin y Hitler fueron fruto de filosofías. ¿Qué puede salir de
unas cabezas alimentadas con códigos?»

(Jesús Sanz Rioja, <<Religión y <<valores constitucionales>>>>, en


www.piensaunpoco.com, 2.XII.03)

TEXTOS n. 0 5 y n. 0 6. Ética pública y ética privada

En los dos artículos siguientes se defiende y critica, respecti-


vamente, la entidad propia que posea la noción de ética pública.
Peces-Barba considera que normas como <<hay que tratar a los

147
demás como fines y no como medios» o «hay que cumplir las
promesas» pertenecerían a una ética «privada», de donde se de-
duciría que entonces no tienen por qué ser válidas para todos.
Frente a esa posición, Termes arguye que, o bien la ética pública
no contiene norma alguna y es un concepto vacío, o bien toma
sus contenidos de una concepción determinada.

«Para la comprensión de lo que supone la ética pública es


necesario estipular su sentido y distinguirla de la ética privada.
Así, ética pública es sinónimo de justicia, que ha sido el nombre
tradicional desde Platón y Aristóteles. Es la moralidad con voca-
ción de incorporarse al Derecho positivo, orientando sus fines y
sus objetivos como Derecho justo. Cuando aún no se ha incor-
porado al Derecho positivo, y sirve como criterio para juzgar a
éste, y como programa para alcanzar el poder, la llamamos mo-
ralidad crítica. Cuando se ha incorporado al Derecho positivo la
llamamos moralidad legalizada o positivizada. Un ejemplo de
estas dos dimensiones es el criterio ampliamente justificado
desde el punto de vista racional de que la pena de muerte es una
pena cruel, inhumana y degradante, que arraiga en las naciones
civilizadas, y que será moralidad crítica, hasta que se convierte
en Derecho positivo. En España ese paso sólo se producirá a
partir de la Constitución de 1978 (artículo 15 «in fine»).
Ética pública y ética privada se distinguen pero se comuni-
can. Uno de los grandes errores de los críticos de la modernidad
y en concreto de las Grandes Iglesias (en nuestro ámbito cultu-
ral es la Iglesia Católica la más relevante) es la confusión entre
ética pública y privada, tanto la de convertir a la ética privada en
ética pública, como la de pensar que la ética pública puede
transformarse en ética privada. La ética pública es una ética pro-
cedimental que no señala criterios, ni establece conductas obli-
gatorias, para alcanzar la salvación, el bien, la virtud o la felici-
dad, ni fija cuál debe ser nuestro plan de vida último. Marca
criterios, guías y orientaciones, para organizar la vida social, de
tal manera que sitúe a cada uno de nosotros, para actuar libre-
mente en esa dimensión última de escoger nuestro camino,

148
nuestro plan de vida para alcanzar el bien, la virtud, la felicidad
o la salvación; es decir, para elegir libremente nuestra ética pri-
vada. Supone la ética pública un esfuerzo de racionalización de
la vida política y jurídica para alcanzar la humanización de to-
dos. Es un medio para un fin, que es el desarrollo integral de
cada persona.
La ética privada es una ética de contenidos y de conductas
que señala criterios para la salvación, la virtud, el bien o la felici-
dad, es decir orienta nuestros planes de vida. Es cauce directo
para la humanización. Puede ser religiosa o laica, y su meta es la
autonomía o independencia moral. Tiene dos dimensiones, la
individual y la social. La primera tiende directamente al obje-
tivo de regular nuestra conducta a su fin último, mientras que la
segunda lo hace a través de nuestras relaciones sociales con las
demás personas. Un ejemplo de esta segunda son los principios
de que hay que tratar a los demás como fines y no como medios
o de que hay que cumplir las promesas.
La ética privada puede ser obra de uno mismo, o asumida
desde la propuesta de una Iglesia o de una concepción filosófica.
En todo caso la autonomía es un rasgo necesario de la ética pri-
vada en tanto en cuanto exige o la creación o la aceptación per-
sonal de esos criterios de comportamiento. Además tiene que
ser susceptible de ser ofrecida a los demás como una ley general,
y este requisito de la universalidad parece que se cumple auto-
máticamente con la doctrina de una Iglesia, y que exige mayor
cuidado en las concepciones éticas individuales. Una patología
de la universalidad existe cuando se piensa que, llevada a sus úl-
timas consecuencias, exige convertir a la ética privada en ética
pública, que se enfrenta con la tolerancia y con el pluralismo,
que son rasgos esenciales de este proceso de racionalización de la
ética pública, en su relación con el poder y el Derecho.
Para entrar en el núcleo del tema, los reduccionismos, o los
errores que vician el sentido de la relación, se producen cuando
desde una ética privada, que es sólo de sus creyentes, se pretende
extender sus preceptos al conjunto de los ciudadanos que no son
todos creyentes de esa ética privada. Se identifican verdad y líber-

149
tad, como lo hace Juan Pablo 11 en la «Veritatis Splendor» y se
quebranta el pluralismo de propuestas de ética privada, y tam-
bién de ética pública. Es la tentación fundamentalista de las reli-
giones en general. Algunos críticos radicales piensan que esta pa-
tología es consustancial a toda postura religiosa y que sólo una
aproximación laica es compatible con la ética pública de la mo-
dernidad. Aunque yo me sitúo en un punto de vista laico, creo
que existen posiciones religiosas moderadas o no fundamentalis-
tas, compatibles con el pluralismo, en concreto la que represen-
taron los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI y el Concilio
Vaticano 11, en su Constitución sobre la Iglesia en el mundo ac-
tual. Es cierto que el auge de ciertos institutos seculares, su in-
fluencia doctrinal y la doctrina de la «Veritatis Splendor», pro-
porcionan sólidos argumentos a aquellos sectores radicales.
El reduccionismo contrario se produce cuando se pretende
imponer la ética pública como ética privada, es decir, cuando la
moralidad pública de un Estado y de su Derecho, son, al mismo
tiempo, ética privada de sus ciudadanos, a los que se convierte,
por esa razón, también en creyentes. Es la patología del Estado
totalitario, tanto en su versión nazi como stalinista, marxista-le-
ninista. Tanto el creyente ciudadano, como el ciudadano cre-
yente, son dos modelos a rechazar como expresión de una con-
fusión indeseable entre ética pública y ética privada. Un
ciudadano puede ser al mismo tiempo creyente y todo creyente
es ciudadano, pero no hay una coincidencia o identificación en-
tre esas dos dimensiones de la persona, aunque sí puede haber
naturalmente influencias recíprocas.
En este caso, del segundo reduccionismo, naturalmente la
ética pública no es solamente una ética procedimental, sino
también una ética material de contenidos y de conductas. En el
primer reduccionismo, por el contrario, la ética privada no es
sólo una ética material, sino también procedimental. ( ... ) En
todo caso, el modelo de la ética pública de la modernidad es un
paradigma teórico que evita los dos reduccionismos que se con-
cretan en el Estado confesional y en el Estado totalitario. Es la
ética pública del Estado social y democrático de Derecho la que

150
expresa el valor y la proyección futura de la modernidad, frente
a sus críticos, y quizás el único camino para superar la compleji-
dad y la fragmentación.»

(Gregario Peces-Barba Martínez, <<Ética pública y ética privada>>,


Tercera deABC, 10-III-1995)

«Cuando en una discusión alguien sostiene una tesis diame-


tralmente opuesta a la mía, acostumbro a pensar, siguiendo a Pop-
per, que él puede estar equivocado o puedo estarlo yo, así como
muy bien puede suceder que lo estemos los dos. Lo que nunca se
me ocurre pensar es que los dos podemos tener razón, porque
pienso que la verdad objetiva existe y, por lo tanto, dos afirmacio-
nes contrarias, si bien pueden ser falsas las dos, no pueden ser am-
bas verdaderas al mismo tiempo. Un color no puede ser blanco y
negro al mismo tiempo, aunque puede ser otra cosa: marrón, por
ejemplo; y no digo gris, para no sugerir que la verdad pueda ha-
llarse en un consensuado término medio. La verdad nunca puede
ser objeto ni de consenso ni de votación. La verdad es la que es.
Estas ideas se me hacen presentes cada vez que leo los artícu-
los de Gregario Peces-Barba en este periódico, ya que práctica-
mente siempre estoy en total desacuerdo con las tesis que él sos-
tiene. Por esto, no tengo más remedio que concluir que, si ambos
no estamos equivocados, él tiene la razón o la tengo yo; lo que,
ni por cortesía, puedo admitir es que los dos tengamos razón.
No entra en mis propósitos contestar todos los artículos de
mi ilustre colega de Academia, pero sí me interesa hacerlo en re-
lación con el que no hace mucho publicó sobre «Ética pública y
ética privada>>, porque él lleva tiempo intentando demostrar que
ética pública y ética privada son dos cosas distintas y yo llevo
prácticamente el mismo tiempo afirmando que no hay más que
una ética, una moral. Es decir, una vez que se ha escogido la ética
que corresponde a la antropología, a la idea del hombre, a la que
uno se siente vinculado, esta única ética se ha de poner de mani-
fiesto en la vida personal, familiar, social, profesional y política

151
del individuo. De forma que no hay virtudes privadas y virtudes
públicas; la ética «pública» que, según Antonio Millán-Puelles, es
la que rige el comportamiento del humano, precisamente en
cuanto ciudadano, no es otra cosa que una concreción en este
campo, de las objetivas, permanentes y universales normas éticas.
Yo, obviamente, pienso tener razón, porque si no lo pen-
sara, me pasaría al lado de Peces-Barba, cosa que haría si algún
día sus argumentos me convencieran. De momento voy a inten-
tar rebatirlos, porque ser liberal, que no es ser indiferente, escép-
tico o cínico, no me impide defender mis propias convicciones.
Aunque nuestro conocimiento sea incierto, el convencimiento
de que la verdad existe es precisamente lo que justifica el diálogo
racional en busca de ella. Si la verdad no existe o cualquier cosa
puede ser verdad no vale la pena pensar.
Peces-Barba dice que la ética pública, que caracteriza como
«procedimental», ha de limitarse a ofrecer unas condiciones de
posibilidad para que la ética privada pueda ser elegida libremente,
para lo cual la ética pública debe limitarse al Derecho positivo o,
cuando este Derecho aún no esté establecido, a una «moralidad
crítica». Pero «crítica» en sentido kantiano significa precisamente
«condiciones de posibilidad». Es decir, para Peces-Barba, lo im-
portante es que la ética pública no ofrezca contenidos concretos.
En cuanto a la ética privada, la descripción que hace es tre-
mendamente vaga: cada uno debe tener «su plan de vida úl-
timo». Pero todos son igualmente lícitos. Se esgrime así la auto-
nomía o independencia moral como ideal de la ética privada.
De esta forma la ética privada también queda vaciada de conte-
nido. Si todo «plan de vida último» es igualmente legítimo, con
tal que cada individuo lo haya elegido libremente, la ética pri-
vada tampoco aporta contenidos concretos.
El resultado es que Peces-Barba cae en lo mismo que intenta
criticar. Para él, cuando se confunde ética privada y ética pú-
blica se arruina la tolerancia y el pluralismo. Este ha sido, según
él, el error de las Grandes Iglesias, a las que acusa de ser «críticas
con la modernidad», aunque no nos dice de qué «modernidad»
toma prestados los conceptos que maneja. Pero él, al vaciar de

152
contenido tanto la ética pública como la privada, de hecho las
está confundiendo; ambas tienen el mismo objetivo: una auto-
nomía absoluta, una libertad sin verdad.
Peces-Barba se muestra «generoso» cuando afirma que si
bien algunas actitudes religiosas caen en el fundamentalismo, él
piensa que eso no les pasa a todas las éticas religiosas. Y concreta
un poco más: en el fundamentalismo caen quienes confunden
verdad y libertad. Porque, según él, para que todas las opciones
privadas sean igualmente válidas, ninguna debe ser verdadera.
Esta es la triste consecuencia del relativismo o pluralismo mal
entendido: sin verdad que sirva de punto de referencia, nada es
mejor ni peor. Menos mal que Peces-Barba no lleva hasta el ex-
tremo su propia teoría, ya que al despojar la ética de la verdad,
él mismo está rozando el fundamentalismo, esa actitud que no
admite ninguna discrepancia. Porque negar la aspiración hu-
mana a conocer la verdad es racionalmente imposible. El mismo
hecho de negarlo implicaría ya la suposición de que se cree ver-
dadero lo que se está sosteniendo.
A la teoría de Peces-Barba se le suele aplicar la benevolencia
que sugiere José Antonio Marina en su «Ética para náufragos»
cuando trata de las éticas «procedimentales», esta palabreja que
nuestro catedrático de Filosofía del Derecho coloca en un ar-
tículo de periódico como si todo el mundo tuviera que saber de
qué se trata. Los predicadores de la ética procedimental tienen
tanto interés en demostrar que juegan limpio que actúan como
prestidigitadores: «nada por aquí, nada por acá», los procedi-
mientos van a actuar. Pero en el fondo estos procedimentalistas
aceptan muchas más cosas de las que reconocen. Aceptan que
todos los seres que intervienen en la búsqueda de consenso son
seres racionales, personas dignas; aceptan que todos admitirán
los limites que impone la convivencia; aceptan que cualquier
persona por el hecho de serlo está inclinada a respetar las deci-
siones justas; etcétera. ( ... )»

(Rafael Termes Carreró, <<¿Ética pública y ética privada?>>, Tri-


buna Abierta ABC, 8-VI-1995)

153
TEXTO n. 0 7. Utopía y libertad.

El autor de este artículo se manifiesta contrario a las utopías


por considerarlas fuentes seguras de crímenes y de cercena-
miento de la libertad.

«Hace algunos años me dediqué a leer utopías, comenzando


con las clásicas de Tomás Moro, Campanella y Bacon, y si-
guiendo con las menos conocidas como nuestra Sinapia, e in-
cluso exhumé en la Biblioteca Nacional alguna que otra utopía
olvidada del siglo XVIII español. Y hay una cosa clara: todas las
utopías son dictaduras. Las utopías de unos son las distopías de
muchos otros. Una utopía dieciochesca francesa que hubiera
fascinado a Stalin (¿era de Restif de la Bretonne?) propone, por
ejemplo, la creación de cárceles especiales para la reeducación de
intelectuales díscolos. Las palabras «utopía» y «utópico», que
suelen pronunciarse con un dejo de nostalgia y de fervor, tienen
para mí un sonido siniestro. Señalan el gran mito de la moder-
nidad, el mito del futuro, el tiempo en que la sociedad será per-
fecta y lo que hoy nos parece injusto (el régimen bárbaro de Pi-
del Castro, por ejemplo) se volverá justísimo, y el arte que hoy
nos parece horrible nos parecerá hermosísimo. Pero no hay fu-
turo: sólo hay presente, el presente de la naturaleza, el continuo
presente de la vida. Ahora mismo es primavera en Madrid, y las
lilas estallan por doquier, y son las mismas lilas que veía florecer
Walt Whitman «en el patio de atrás» en su elegía al presidente
Lincoln. Pero los que sueñan con Utopía no suelen amar en ex-
ceso la democracia ni, me temo, tampoco las lilas. La naturaleza
nunca ha sido utópica.
Cuento todo esto a raíz de unas palabras tremendas leídas
en la última página de un periódico. Francisco Umbral escribe
que Garda Márquez, que es sin duda un genio de las letras (eso
nadie lo discute), tiene derecho a mantener la postura política
que le parezca, y que su negativa a condenar los últimos asesina-
tos de Fidel Castro se debe a su «discreción» y a que quiere
«mantener la utopía». Y tengo que confesar que me horroriza

154
pensar que alguien pueda todavía creer en una «utopía» que ha
de mantenerse volviendo discretamente el rostro para no ver la
sangre de los muertos, y que no sabía que existiera el derecho
democrático de defender a los que escupen sobre los derechos
democráticos. ¿Pueden acaso existir el derecho democrático a la
segregación, a la lapidación, a la ablación? Los derechos demo-
cráticos son sólo derechos de los individuos, no de los grupos,
ni de las ideas, ni de los ideales (aunque sean utópicos), y son
sólo derechos democráticos si son democráticos. ¿Por qué no es
esto evidente para todo el mundo?
Piensen en Ezra Pound, que hizo una serie de retransmisio-
nes radiofónicas criticando el esfuerzo bélico americano en la 11
Guerra Mundial y se pasó doce años encerrado en un sanatorio
psiquiátrico. Piensen en Louis-Ferdinand Céline, que escribió
unos encendidos panfletos antisemitas y fue detenido y encarce-
lado. Piensen en P. G. Wodehouse, que contó humorosamente
por la radio cómo le habían hecho prisionero los alemanes, y
provocó en su país tal oleada de resentimiento que hubo de emi-
grar a Estados Unidos y vivir allí hasta el fin de sus días. ¡Qué
sensibilidad, Dios mío, qué ternura, qué consideración para con
las víctimas! ¡Por hablar, por escribir, por bromear, la cárcel, el
manicomio, el exilio! Pero ¿qué sucede con las víctimas del co-
munismo? ¿Por qué los intelectuales que han defendido y siguen
defendiendo a pleno pulmón esos sistemas siniestros no son juz-
gados y encarcelados? ¿Por qué no se ven obligados a exiliarse?
¿Es que las víctimas de Castro pertenecen a una clase especial de
seres humanos que no merecen nuestra compasión, nuestra ver-
güenza y nuestras lágrimas?
La Cuba de Castro, como China, como la URSS, no es una
utopía, ni lo fue jamás, ni estuvo a punto de serlo jamás, ni po-
dría haberlo sido jamás. Ser un «utópico» no es ser un idealista
ingenuo, es ser voluntariamente ciego, sordo y mudo.
«Cuando las lilas florecieron en el patio de atrás», escribe
Whitman, «yo lloré, y volveré a llorar con cada primavera que
vuelve», porque el eterno retorno de las flores le recordaba los
miles de muertos anónimos de la guerra civil americana. Es-

155
cribo esta columna para llorar por las víctimas de la dictadura
de Castro y también para llorar por los millones de víctimas
anónimas, no lloradas y no cantadas de todas las revoluciones y
todas las utopías y todos los «paraísos en la tierra» de nuestro
desgraciado, ciego, sordo y mudo siglo XX.»

(Andrés Ibáñez, <<Utopía mata>>, en ABC Cultural}

156
Bibliografía

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158
ESTE LIBRO, PUBLICADO POR
EDICIONES RrALP, S. A.,
ALCALÁ, 290, 28027 MADRID,
SE TERMINO DE IMPRIMIR EN
GRÁFICAS ROGAR, S. A.,
NAVALCARNERO (MADRID),
EL DÍA 2 DE ABRIL DE 2007.
La religión es la cuestión sobre la que más se ha
escrito a lo largo de todos los tiempos. Basta echar un
vistazo a los catálogos de cualquier biblioteca prestigiosa
para comprobarlo. Libros sobre temática religiosa los
hay de todo tipo. Este breve estudio trata sobre las
implicaciones socio-políticas de la religión, asunto
que nunca deja de estar de actualidad. Porque,
como se ha afirmado con razón, "ni la política puede
desentenderse de la religión ni la religión de la política".

¿Cómo ha de entenderse la presencia de lo religioso


en el ámbito social? ¿En qué sentido la religión es o no
un asunto absolutamente individual y privado? ¿Hay
un conflicto entre la moral religiosa y la llamada "ética
pública"? ¿Qué significa "Estado laico"? Lo que el lec-
tor puede encontrar en la presente obra es una intro-
ducción -que permita un análisis riguroso- a los pro-
blemas fundamentales que ha planteado y plantea la
dimensión política y social del hecho religioso en sus ele-
mentos más esenciales.

ISBN 978-84-321-3633-7

1111 11111111 111111111111111 111


9 788432 136337

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