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temporánea es el nombre con el que se designa al periodo histórico comprendido

entre la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa


o Guerras de independencia hispanoamericanas, y la actualidad. Comprende, si se
considera su inicio en la Revolución francesa, de un total de 234 años, entre 1789
y el presente. En este período, la humanidad experimentó una transición
demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo)
y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los países
recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los
límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización
del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han
elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma
antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales
y dejan planteadas para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.1

Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones


aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre
de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se
construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el
declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y
desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon
distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las
transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo,
totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores
guerras conocidas por la humanidad.

La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y


fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea
(liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público
y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos
medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que
les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y
las vanguardias y aún no se ha superado.2

En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y
político),3 puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las
fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y
alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que
durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía;
y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.

En el siglo xix, estos elementos confluyeron para conformar la formación social


histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras la crisis del Antiguo
Régimen.4 El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque
intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique
a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los
privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-
social) o la economía moral5 contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada
por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular
de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y
fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador
perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para
que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no
homogénea, sino de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia
incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de
capital. Esta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora,6
consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya
base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos
estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez
controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En el siglo xx este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones
mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera
Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por
ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en
los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena
parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda
este como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del
movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar
el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre
la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente
combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase,
enfrentados entre sí: el anarquismo y el socialismo (dividido a su vez entre el
comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los
presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica,
keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la
incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de
juegos -estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-).
La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble
desafío de los totalitarismos estalinista y fascista (sobre todo por el
expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).7

En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación


que se dio a la revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación
alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser el actor predominante en las
relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los
grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1976, portugués desde
1821 hasta 1975; ruso, alemán, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento
en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés,
neerlandés y belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la
independencia durante los siglos xix y xx, no siempre resultaron viables, y muchos
se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces
provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los
anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después
de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el
mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados
Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea)
no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las
organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su
funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.

La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo xxi, en
que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen
tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo
tipo de identidades,8 personales o individuales,9 colectivas o grupales,10 muchas
veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, culturales,
étnicas, estéticas,11 educativas, deportivas, o generadas por una actitud -
pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso
las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente,
el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí mismos se hacen
individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a ser sinónimo de
sociedad contemporánea.12

Modernidad: ruptura y continuidad

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de


guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
La denominación «Edad Contemporánea» es un añadido reciente a la tradicional
periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división
tripartita en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto
que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la
historiografía europea continental (específicamente la francesa, española y
portuguesa), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían
como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo
Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parece tan marcada para el
resto de los historiadores, como los anglosajones que prefieren utilizar el término
Later o Late Modern Times o Age («Últimos Tiempos Modernos», «Edad Moderna Tardía»
o «Edad Moderna Posterior»), contrastándolo con el término Early Modern Times o Age
(«Tempranos Tiempos Modernos», «Edad Moderna Temprana» o «Edad Moderna Anterior»)
ya que siguen usando la periodización de Celarius; mientras que restringen el uso
de Contemporary Age para el siglo xx, especialmente para su segunda mitad.13

La cuestión de si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la


Contemporánea depende, por tanto, de la perspectiva. Si se define la modernidad
como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del
antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo
centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de
libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.;
entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación
de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del
siglo xv y comienzos del xvi, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la
Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia
europea de finales del siglo xvii, que incluyó la Revolución Científica y preludió
a la Ilustración. Las revoluciones de finales del xviii y comienzos del xix pueden
entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período
precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico y tecnológico
se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo;
y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al
agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas
fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el
darwinismo social y los totalitarismos de signo opuesto; aunque las formulaciones
políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo
notablemente la doctrina de los derechos humanos que, desarrollada a partir de
elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo
(como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en
América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de
gobierno, con notables excepciones.

Sin embargo, fue la evidencia del triunfo de las fuerzas de la modernidad lo que
hizo que precisamente en la Edad Contemporánea se desarrollara un discurso paralelo
de crítica a la modernidad, que en su vertiente más radical desembocó en el
nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el
romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía
de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y posteriores movimientos
(irracionalismo, vitalismo, existencialismo, Escuela de Fráncfort);14 en los rasgos
más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea que, no
obstante, reivindican para sí la condición de literatura o arte moderno
(expresionismo, surrealismo, teatro del absurdo); en concepciones teóricas como la
postmodernidad; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero
como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la gran transformación15
de economía y sociedad. Superar el ideal ilustrado de progreso y confianza
optimista en las capacidades del ser humano, implicaba una noción progresista y de
confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas
«superaciones de la modernidad» fueron de hecho nuevas variantes del discurso
moderno.16

La «Era de la Revolución» (1776-1848)


En los años finales del siglo xviii y los primeros del siglo xix se derrumba el
Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una
aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales
conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas
en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una revolución,
y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.17 Suele hablarse de tres
planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el
triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el
predominio del sector primario (Revolución industrial); el social, caracterizado
por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el
mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los
privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e
ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas
representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes,
justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Revolución industrial
Artículo principal: Revolución Industrial

Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y


la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en
todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.

Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo xix.


La Revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas
verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la
Revolución Neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora
en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces
los siguientes milenios de prehistoria e historia.

La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad


industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación
del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante
los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras
técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos
(especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la
papa). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto,
Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la
Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en
las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial,18 era
necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando
una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel
tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces,
empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una
población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la
mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible
para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos
(domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles
(factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable
proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se
proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que
realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y
repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en
el siglo xx, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo
y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de
los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es
menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo
consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente,
en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su
elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también
explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la
producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la
abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.

La Revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo xviii se


extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica
(transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se
denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo xix), al resto de los
posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a
Alemania, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional
y a Europa Oriental). A finales del siglo xx, en el contexto de la denominada
Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados
(especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la
influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto
del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los
países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes
cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El
mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que
conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban
prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y
neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los
procesos de independencia de los siglos xix y xx).

Motivos por los cuales la Revolución industrial surgió en Inglaterra


La Revolución industrial se originó en Inglaterra a causa de diversos factores,
cuya elucidación es uno de los temas historiográficos más trascendentes.

Como factores técnicos, era uno de los países con mayor disponibilidad de las
materias primas esenciales, sobre todo el carbón, mineral indispensable para
alimentar la máquina de vapor que fue el gran motor de la Revolución industrial
temprana, así como los altos hornos de la siderurgia, sector principal desde
mediados del siglo xix. Su ventaja frente a la madera, el combustible tradicional,
no es tanto su poder calorífico como la mera posibilidad en la continuidad de
suministro (la madera, a pesar de ser fuente renovable, está limitada por la
deforestación; mientras que el carbón, combustible fósil y por tanto no renovable,
solo lo está por el agotamiento de las reservas, cuya extensión se amplía con el
precio y las posibilidades técnicas de extracción).

Como factores ideológicos, políticos y sociales, la sociedad inglesa había


atravesado la llamada crisis del siglo xvii de una manera particular: mientras la
Europa Meridional y Oriental se refeudalizaba y establecía monarquías absolutas, la
guerra civil inglesa (1642-1651) y la posterior revolución gloriosa (1688)
determinaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria (definida
ideológicamente por el liberalismo de John Locke) basada en la división de poderes,
la libertad individual y un nivel de seguridad jurídica que proporcionaba
suficientes garantías para el empresario privado; muchos de ellos surgidos de entre
activas minorías de disidentes religiosos que en otras naciones no se hubieran
consentido (la tesis de Max Weber vincula explícitamente La ética protestante y el
espíritu del capitalismo). Síntoma importante fue el espectacular desarrollo del
sistema de patentes industriales.

Como factor geoestratégico, durante el siglo xviii Inglaterra (que tras las firmas
del Acta de Unión con Escocia en 1707 y del Acta de Unión con Irlanda en 1800,
después de la derrota de la rebelión irlandesa de 1798, consiguieron la unión con
Escocia e Irlanda, formando el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda) construyó una
flota naval que la convirtió (desde el tratado de Utrecht, 1714, y de forma
indiscutible desde la batalla de Trafalgar, 1805) en una verdadera talasocracia
dueña de los mares y de un extensísimo imperio colonial. A pesar de la pérdida de
las Trece Colonias, emancipadas en la Guerra de Independencia de Estados Unidos
(1776-1781), controlaba, entre otros, los territorios del subcontinente indio,
fuente importante de materias primas para su industria, destacadamente el algodón
que alimentaba la industria textil, así como mercado cautivo para los productos de
la metrópolis. La canción patriótica Rule Britannia (1740) explícitamente indicaba:
rule the waves (gobierna las olas).

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro

The Iron Bridge - el puente de Hierro en Shropshire, (Inglaterra) - se convirtió en


una de las estructuras más importantes de la Revolución industrial al mostrar el
uso que se le podía dar al hierro.

El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.


La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón
de Alejandría) que se reanudó en el siglo xvi (los españoles Blasco de Garay y
Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo xvii había producido resultados
alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas
Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor
suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas
mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba
decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos.
Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una
revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera
volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (spinning Jenny de James Hargreaves
-1764-, hiladora hidráulica de Richard Arkwright -1769, movida con energía
hidráulica, aplicada en Cromford Mill desde 1771- y la mula de hilar de Samuel
Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico
(power loom de Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los
cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados,
poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de
telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y
posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio
obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer
toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana
que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con
coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Hierro, 1781). El vapor, el carbón y el
hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización.
El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización,
e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.

Oposición a los cambios

Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885). La papa se convirtió en un


alimento casi único en muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas
hambrunas, como la hambruna de Irlanda de 1845-1849, que además originó una
emigración masiva.
Estas novedades no siempre fueron bien acogidas. La sustitución del trabajo humano
por máquinas condenaba a los trabajadores de la artesanía tradicional al desempleo
si no se adaptaban a las nuevas condiciones laborales o la pérdida del control del
proceso productivo si lo hacían. La resistencia contra ello condujo en algunos
casos a la destrucción física de las nuevas industrias mecanizadas (ludismo). Los
nuevos empresarios, liberados de las restricciones gremiales, consiguieron la
ilegalización de cualquier forma de asociación de defensa de los intereses
laborales, dejando únicamente en el contrato individual y el mercado libre la
negociación de las condiciones de trabajo y salario. Simétricamente, tampoco se
consentía la asociación de empresarios, por atentar contra el principio de libre
competencia, fuente de toda prosperidad según el triunfante liberalismo económico
de Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776). El debate historiográfico sobre
si la industrialización fue un proceso más o menos perjudicial para las condiciones
de vida de las clases bajas ha sido uno de los más activos, y no está resuelto.19
No disminuyeron los puestos de trabajo, por el contrario, aumentaron, haciendo
necesaria la llegada a los masificados barrios obreros del norte de Inglaterra
(Mánchester, Liverpool) de masas de emigrantes del campo (de donde eran expulsados
por las poor laws -leyes de pobres- y las enclosures -cercamientos-). Por el
contrario, la liberalización del precio de los alimentos básicos tuvo que esperar a
mediados del siglo xix para la abolición de las Corn Laws (leyes de granos,
vigentes entre 1815 y 1846) que defendían los intereses proteccionistas de los
terratenientes británicos, desproporcionadamente representados en el Parlamento y
combatidos por el grupo de presión del capitalismo manchesteriano. La rebaja en el
nivel salarial (que David Ricardo justificó como expresión de una necesidad
económica, la ley de bronce), los horarios prolongados en trabajos insalubres y la
degradación social generalizada, condujeron al pauperismo (las durísimas
condiciones sociales fueron retratadas en las novelas de la época, como Los
miserables de Víctor Hugo, u Oliver Twist de Charles Dickens); al tiempo que
también creaban las condiciones para el surgimiento de una conciencia de clase y el
inicio del movimiento obrero. También tuvieron expresión política en las
revoluciones de 1830 y 1848, burguesas en su calificación social, pero con un
fuerte protagonismo obrero, en particular en Francia; así como el cartismo
británico.

Revolución demográfica
Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la
población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el
inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera
en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo
régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se
incorporaron al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se
habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad
catastrófica -hambrunas y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de
natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado
las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una
disminución del número de hijos).

Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la
presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca
(por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras
zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin
nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las
colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los
franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados
Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como
élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sudeste asiático o el
África subsahariana). Explícitamente los defensores del imperialismo británico,
como Cecil Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los
problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar
lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.20 Una de las mayores
emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-
1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de
población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en
ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP, cuyas
siglas significan blancos anglosajones protestantes en español). Otras oleadas
posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes, italianos y
de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo xix y
comienzos del siglo xx, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revoluciones liberales
Artículos principales: Revolución liberal, Revoluciones burguesas y Revoluciones
atlánticas.
Contexto social, político e ideológico
Véanse también: Antiguo Régimen, Ilustración y Despotismo ilustrado.

Voltaire en la corte de Federico II de Prusia, de Adolph von Menzel (reconstrucción


historicista, de hacia 1850; el hecho representado sucedió cien años antes).
Antes incluso de que las transformaciones ligadas a la revolución industrial
inglesa afectasen de forma notable a otros países, el poder económico creciente de
la burguesía chocaba en las sociedades de Antiguo Régimen (casi todas las demás
europeas, a excepción del Reino Unido y los Países Bajos) con los privilegios de
los dos estamentos privilegiados que conservaban sus prerrogativas medievales
(clero y nobleza). La monarquía absoluta, como su precedente la monarquía
autoritaria, ya había empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno,
llamando como ministros a miembros de la baja nobleza, letrados e incluso gentes de
la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de
Luis XIV. La crisis del Antiguo Régimen que se gesta durante el siglo xviii fue
haciendo a los burgueses cobrar conciencia de su propio poder, y encontraron
expresión ideológica en los ideales de la Ilustración, divulgados notablemente con
L'Encyclopédie (1751-1772). Con mayor o menor profundidad, varios monarcas
absolutos adoptaron algunas ideas del reformismo ilustrado (José II de Austria,
Federico II de Prusia, Carlos III de España), los llamados déspotas ilustrados a
quienes se atribuyen distintas variantes de la expresión todo por el pueblo, pero
sin el pueblo.21 Lo insuficiente de estas tibias reformas quedaba evidenciado cada
vez que se mitigaban, postergaban o rechazaban las más radicales, que afectaban a
aspectos estructurales del sistema económico y social (desamortización,
desvinculación, libertad de mercado, supresión de fueros, privilegios, gremios,
monopolios y aduanas interiores, igualdad legal); mientras que las intocables
cuestiones políticas, que implicarían el cuestionamiento de la misma esencia del
absolutismo, raramente se planteaban más allá de ejercicios teóricos. La
resistencia de las estructuras del Antiguo Régimen solamente podía vencerse con
movimientos revolucionarios de base popular, que en los territorios coloniales se
expresaron en guerras de independencia.

En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones


filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas: la teoría de los derechos humanos y
el constitucionalismo. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los
seres humanos es antigua (Cicerón o la escolástica), pero se asociaba al orden
supramundano. Los ilustrados (John Locke o Jean-Jacques Rousseau) defendieron la
idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por
igual, por el mero hecho de ser seres racionales, y por ende ni son concesiones del
Estado, ni se derivan de ninguna condición religiosa (como la de ser «hijos de
Dios»). La secularización de la política no implicaba necesariamente el
agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros
cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a
la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y
compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo
ser el personaje más polémico de la época.

Estos derechos son «derechos naturales», se conciben como anteriores a la ley del
Estado por oposición a los «derechos positivos» consagrados por los distintos
ordenamientos jurídicos. Los «derechos del hombre» son recogidos en una
Constitución («derechos constitucionales») pero no creados por ella. Las
constituciones o las declaraciones de derechos explícitamente declaran que tales
derechos pertenecen al hombre con carácter universal, y no en virtud de ningún
hecho propio o ajeno, o por una condición particular (nacionalidad, lugar o familia
de nacimiento, religión, etc.).22

Atribuyendo al Estado la inevitable tendencia a arrollar estos derechos (por la


corrupción inherente al ejercicio del poder), los ilustrados concibieron garantizar
la libertad individual limitándolo mediante una «Constitución Política»,
prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque podían diferir sobre
sus preferencias en cuanto a la definición del sistema político, desde la mayor
autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (Montesquieu, El
espíritu de las leyes, 1748) y, en su extremo, el principio de voluntad general,
soberanía nacional y soberanía popular (Jean Jacques Rousseau, El contrato social,
1762), entendían que debía regirse por una Ley Suprema que atendiera a las
exigencias de la razón y que proporcionara más felicidad pública (o más bien
permitiera la búsqueda de la felicidad individual de cada individuo). Tal
constitución, en su interpretación más radical, debía ser generada por el pueblo y
no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la
soberanía que reside en la nación y en los ciudadanos (no en el monarca, como
predicaban los defensores del absolutismo desde el siglo xvii: Thomas Hobbes o
Jacques-Bénigne Bossuet). Para garantizar el equilibrio de los poderes, el poder
judicial habría de ser independiente, y el legislativo ejercido por un parlamento
que represente a la nación y sea elegido por el pueblo, o al menos en su nombre,
por un cuerpo electoral cuya representatividad podía entenderse más o menos amplia
o restringida. Estas formulaciones, basadas en la práctica del parlamentarismo
británico posterior a la Gloriosa Revolución de 1688, se convirtieron en el cuerpo
doctrinal del liberalismo político.

Fue trascendental la influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración


tuvo ese ejemplo, reconocido en los escritos de Voltaire o Montesquieu. También la
Constitución de los Estados Unidos de América (1787), está fuertemente imbuida en
la tradición jurídica consuetudinaria británica. La opción por una constitución
escrita en vez de consuetudinaria se explica tanto por la influencia de la
ideología de la Ilustración en los constituyentes americanos como por el hecho de
que el proceso jurídico británico se había producido en el lapso de unos 600 años,
mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década. El
texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde
la nada, al contrario del caso británico, que había evolucionado con sucesivas
adiciones y decantado con en el paso de los siglos. Se plasmaba en el prestigio de
varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros
modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con
jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio
de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y
sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las
primeras constituciones escritas en Europa fueron la polaca (3 de mayo de 1791)23 y
la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal
moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue
el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la
efímera República Corsa (1755-1769).24 Las primeras españolas aparecieron como
consecuencia de la Guerra Peninsular: la redactada en Bayona por los afrancesados
(8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las
Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo
por otras en Europa. En Hispanoamérica las primeras constituciones fueron creadas
entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera
fase del movimiento independentista hispanoamericano provocando las guerras
coloniales. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó
la Constitución de Cúcuta (o de la Gran Colombia que incluía las actuales Colombia,
Ecuador, Panamá y Venezuela) en 1819 y que el Congreso de Cúcuta terminaría
proclamando de forma oficial en 1821. Todos estos movimientos formarían parte de lo
que se conocería como revoluciones atlánticas o ciclo atlántico.

Independencia de los Estados Unidos


The tree of liberty must be refreshed from time to time with the blood of patriots
and tyrants
El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con sangre de patriotas y
tiranos.
Thomas Jefferson, 1787.25
Artículos principales: Revolución de las Trece Colonias y Guerra de Independencia
de los Estados Unidos.

La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de


septiembre de 1787) comienza con el célebre We the People («Nosotros, el Pueblo»),
que define el sujeto de la soberanía. El precedente inmediato había sido, además de
la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos de Virginia (12 de
junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo
que se denominó Carta de Derechos (1789). Desde entonces ha sido profusamente
enmendada.
Los ingleses se habían instalado en las Trece Colonias de la costa noroccidental
americana desde el siglo xvii. Durante la gran guerra colonial entre Reino Unido y
Francia (1756-1763), y que fue correlato americano de la Guerra de los Siete Años
europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de hasta qué punto sus
intereses eran divergentes de los de la metrópolis (imposibilidad de recibir un
trato equilibrado, o de ascender en el ejército), así como de los límites de la
capacidad de esta y de su propio poder. En los años siguientes, ante apremiantes
necesidades fiscales, se intentó incrementar la extracción de recursos de las
colonias imponiendo tasas sin ningún tipo de control local ni representación en su
discusión, tales como la Ley del azúcar y la Ley del sello. Tras el enfriamiento
progresivo de relaciones, los colonos y los casacas rojas (tropas británicas
llamadas así por el color de su uniforme) tuvieron las primeras refriegas en
incidentes menores cuya importancia se magnificaba convirtiéndolos en simbólicos
(masacre de Boston, 1770; motín del té, 1773; batallas de Lexington y Concord,
1775). En 1776, en un Congreso Continental reunido en la ciudad de Filadelfia,
representantes enviados por los parlamentos locales de las Trece Colonias
proclamaron la independencia. La guerra, liderada por George Washington en el lado
colonial, que recibió el apoyo internacional de Francia y España, terminó con la
completa derrota de los británicos en la batalla de Yorktown (1781). En el Tratado
de París de 1783 se reconoció por el Imperio británico la independencia de los
Estados Unidos.

Durante los primeros años hubo dudas entre los padres fundadores sobre si las Trece
Colonias seguirían cada una su camino como otras tantas naciones independientes, o
si formarían una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en
Filadelfia (1787), acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un
estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los
Estados miembros, bajo el mandato de una única carta fundamental: la Constitución
de 1787. La Federación, denominada Estados Unidos de América, se inspiró para su
creación y para la redacción de su carta magna (sobre todo de las numerosas
enmiendas que hubo que añadir progresivamente a los siete artículos iniciales) en
los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, además de en la
práctica política del autogobierno local experimentado durante más de un siglo, e
incluso en el ejemplo de un peculiar sistema político indígena americano (la
Confederación Iroquesa).26 El sistema político se basó en un fuerte individualismo
y en el respeto a los derechos humanos (aunque en su cultura política se expresaron
como derechos civiles), entre los que destacaban las mayores garantías nunca
existentes en ningún ordenamiento jurídico anterior a la neutralidad del estado en
cuestiones propias de la vida privada y al respeto a las libertades públicas
(conciencia, expresión, prensa, reunión y participación política, posesión de
armas) y concretamente a la propiedad privada como vehículo para la búsqueda de la
felicidad (Life, liberty and the pursuit of happiness).27 La construcción de la
democracia, en muchas de sus implicaciones, como el sufragio universal, no fue de
rápida consecución, especialmente en cuanto a los problemas de la esclavitud, que
diferenciaba a los estados del norte y el sur; y la relación con las naciones
indígenas, por cuyos territorios se expandieron. Las nociones de república e
independencia pasaron a ser dos referentes simbólicos de la nueva nación, y durante
mucho tiempo, características casi exclusivas frente al resto del mundo.
Jean-Jacques Rousseau (Quentin de la Tour, 1753) es el padre intelectual de las
revoluciones de finales del siglo XVIII. Ve en la sociedad corrupta del Antiguo
Régimen menos valores que en el buen salvaje (avanzado en su Discours sur les
Sciences et les Arts -«Discurso sobre las ciencias y las artes»- y popularizado con
la novela Emilio). Su doctrina de Contrato social, basado en ese concepto de bondad
natural del hombre, llevará a la búsqueda de la soberanía nacional, y más adelante,
de la democracia, pero también está en el origen intelectual del estado uniformador
y totalitario de las dictaduras del siglo XX.
Jean-Jacques Rousseau (Quentin de la Tour, 1753) es el padre intelectual de las
revoluciones de finales del siglo xviii. Ve en la sociedad corrupta del Antiguo
Régimen menos valores que en el buen salvaje (avanzado en su Discours sur les
Sciences et les Arts -«Discurso sobre las ciencias y las artes»- y popularizado con
la novela Emilio). Su doctrina de Contrato social, basado en ese concepto de bondad
natural del hombre, llevará a la búsqueda de la soberanía nacional, y más adelante,
de la democracia, pero también está en el origen intelectual del estado uniformador
y totalitario de las dictaduras del siglo xx.

Declaración de Independencia de John Trumbull, 1817.[28] Presentación al Congreso


Continental por la comisión de los «cinco hombres» de la propuesta de Declaración
de Independencia de los Estados Unidos (4 de julio de 1776). Aparecen entre otros
Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, John Adams y James Wilson. En este texto se
aplicaron los valores de la Ilustración a la construcción del primer sistema
político contemporáneo. La recepción de esta experiencia en Europa, principalmente
en Francia, fue una mezcla de simpatía y paternalismo: el mito del buen salvaje
contribuyó a ello, y también la habilidad diplomática del propio Franklin,
embajador en París. Los estadounidenses se presentaron a sí mismos como resistentes
a la tiranía, con referencias neoclásicas a la antigua República Romana, de la que
se verán herederos de allí en adelante (Nueva Roma)
Declaración de Independencia de John Trumbull, 1817.28 Presentación al Congreso
Continental por la comisión de los «cinco hombres» de la propuesta de Declaración
de Independencia de los Estados Unidos (4 de julio de 1776). Aparecen entre otros
Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, John Adams y James Wilson. En este texto se
aplicaron los valores de la Ilustración a la construcción del primer sistema
político contemporáneo. La recepción de esta experiencia en Europa, principalmente
en Francia, fue una mezcla de simpatía y paternalismo: el mito del buen salvaje
contribuyó a ello, y también la habilidad diplomática del propio Franklin,
embajador en París. Los estadounidenses se presentaron a sí mismos como resistentes
a la tiranía, con referencias neoclásicas a la antigua República Romana, de la que
se verán herederos de allí en adelante (Nueva Roma)

El general y primer presidente George Washington despide al noble francés y también


general Gilbert de La Fayette (1784). Al frente de tropas de la monarquía francesa
había apoyado la independencia de las Trece Colonias frente a Inglaterra, al igual
que hicieron el gobernador español de Luisiana Bernardo de Gálvez y Madrid y el
militar francés Jean-Baptiste Donatien de Vimeur de Rochambeau, en un ajuste de
cuentas de la anterior Guerra de los Siete Años. La Fayette, influido por su
experiencia americana, fue partidario de las reformas moderadas y de una monarquía
constitucional durante la posteriores acontecimientos revolucionarios en Francia.
El general y primer presidente George Washington despide al noble francés y también
general Gilbert de La Fayette (1784). Al frente de tropas de la monarquía francesa
había apoyado la independencia de las Trece Colonias frente a Inglaterra, al igual
que hicieron el gobernador español de Luisiana Bernardo de Gálvez y Madrid y el
militar francés Jean-Baptiste Donatien de Vimeur de Rochambeau, en un ajuste de
cuentas de la anterior Guerra de los Siete Años. La Fayette, influido por su
experiencia americana, fue partidario de las reformas moderadas y de una monarquía
constitucional durante la posteriores acontecimientos revolucionarios en Francia.
El británico Thomas Paine tuvo una trayectoria vital ligada a las revoluciones
americana y francesa. Expulsado de Inglaterra, también tuvo problemas con el
periodo de El Terror, y acabó su vida en suelo norteamericano. Fue autor de tres
importantes libros: el liberal Common Sense (El sentido común) donde defiende la
independencia de Estados Unidos, el polemista The Rights of Man (Los derechos del
hombre) respondiendo al ataque a los excesos revolucionarios de Francia de Edmund
Burke (quien, por el contrario, había defendido la americana, aunque con argumentos
más conservadores que los radicales de Paine); y el anticlerical y volteriano The
Age of Reason (La edad de la razón).
El británico Thomas Paine tuvo una trayectoria vital ligada a las revoluciones
americana y francesa. Expulsado de Inglaterra, también tuvo problemas con el
periodo de El Terror, y acabó su vida en suelo norteamericano. Fue autor de tres
importantes libros: el liberal Common Sense (El sentido común) donde defiende la
independencia de Estados Unidos, el polemista The Rights of Man (Los derechos del
hombre) respondiendo al ataque a los excesos revolucionarios de Francia de Edmund
Burke (quien, por el contrario, había defendido la americana, aunque con argumentos
más conservadores que los radicales de Paine); y el anticlerical y volteriano The
Age of Reason (La edad de la razón).

Revolución francesa e Imperio napoleónico


Qu'est-ce que le tiers état? Tout. Qu'a-t-il été jusqu'à présent dans l’ordre
politique? Rien. Que demande-t-il? À y devenir quelque chose.
¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden
político? Nada. ¿Qué demanda? Llegar a ser algo.

Emmanuel Joseph Sieyès, ¿Qué es el tercer estado?, 1789.


Artículo principal: Revolución francesa

Muerte de Marat, por Jacques-Louis David. La mayor parte de los personajes de la


Revolución francesa tuvieron trágicos finales.
Francia había apoyado activamente a las Trece Colonias contra el Reino Unido, con
tropas comandadas por el Marqués de La Fayette; pero aunque la intervención fue
exitosa militarmente, le costó cara a la monarquía francesa, y no solo en términos
monetarios. Sumada a la deuda cuyos intereses ya se llevaban la mayor parte del
presupuesto, y en medio de una crisis económica, llevó a la monarquía al borde de
la quiebra financiera. Las deposiciones sucesivas de Charles Alexandre de Calonne,
Anne Robert Jacques Turgot y Jacques Necker, los ministros que proponían reformas
más profundas, hicieron al gobierno de Luis XVI y María Antonieta aún más
impopular. El rey, sin apoyo entre la aristocracia que controlaba las instituciones
(negativa de la Asamblea de notables de 1787), aceptó como mejor salida convocar a
los Estados Generales, parlamento de origen medieval en el que estaban
representados los tres estamentos, y que no se reunía desde hacía más de cien años.
Durante la elección de los diputados, se habían de redactar cuadernos de quejas,
peticiones que representaban el pulso de la opinión de cada parte del país.
Siguiendo el argumentario ilustrado, las del Tercer Estado (el pueblo llano o los
no privilegiados, cuyo portavoz era la burguesía urbana) pedían que los estamentos
privilegiados (clero y nobleza) pagaran impuestos como el resto de los súbditos de
la corona francesa, entre otras profundas transformaciones sociales, económicas y
políticas. Una vez reunidos, no hubo acuerdo sobre el sistema de votación (el
tradicional, por brazos, daba un voto a cada uno, mientras que el individual
favorecía al Tercer Estado, que había obtenido previamente la convocatoria de un
número mayor de estos). Finalmente, los diputados del Tercer Estado, a los que se
sumaron un buen número de nobles y eclesiásticos próximos ideológicamente a ellos,
se reunió por separado para formar una autodenominada Asamblea Nacional.

El 14 de julio de 1789 el pueblo de París, en un movimiento espontáneo, tomó la


fortaleza de La Bastilla, símbolo de la autoridad real. El rey, sorprendido por los
acontecimientos, hizo concesiones a los revolucionarios, que tras la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano y la eliminación de las cargas feudales, en lo
relativo a la forma de gobierno solo aspiraban a establecer una monarquía limitada
como la británica, pero con una Constitución escrita. La Constitución de 1791
confería el poder a una Asamblea Legislativa que quedó en manos de los más
radicales (los miembros de la Constituyente aceptaron no poder ser reelegidos) y
profundizó las transformaciones revolucionarias. Tras el intento de fuga del rey,
este quedó prisionero, y en 1792 la Francia revolucionaria tubo de rechazar la
invasión de una coalición de potencias europeas, decididas a aplastar el movimiento
revolucionario antes de que el ejemplo se contagiase a sus territorios. La eficacia
del ejército revolucionario, motivado por el patriotismo (La Marsellesa, La patrie
en danger -La patria en peligro-, Levée en masse -Leva en masa-)29 y la defensa de
lo conquistado por el pueblo, frente a los desmotivados ejércitos mercenarios,
cuyos oficiales no lo eran por mérito, sino por nobleza, demostró ser suficiente
para la victoria. En el interior, la revuelta del 10 de agosto de 1792,
protagonizada por los sans culottes (la plebe urbana de París) forzó a la Asamblea
a sustituir al rey por un Consejo provisional y convocar elecciones por sufragio
universal a una Convención Nacional, que dominaron los jacobinos. Su política de
supresión de toda oposición, llamado posteriormente El Terror (1793-1795), eliminó
físicamente a la oposición contrarrevolucionaria (muy fuerte en algunas zonas,
representada en las Guerras de Vendée y de los Chaunes) así como a los elementos
revolucionarios más moderados (girondinos), mientras los que pudieron huir (nobles
y clérigos refractarios, que no habían aceptado jurar la constitución civil del
clero) salían al exilio. Se estableció un régimen político republicano, que
transformó incluso el calendario, establecía un sistema de precios y salarios
máximos (ley del máximum general) y controlaba todos los aspectos de la vida
pública mediante el Comité de Salud Pública dirigido por Maximilien Robespierre. El
número de ejecuciones, por el igualitario método de la guillotina fue muy alto, e
incluyó al rey y a la reina, a los girondinos (como Jacques Pierre Brissot y
Nicolas de Condorcet), así como a varios de los propios jacobinos, como Georges-
Jacques Danton, y a un gran científico, Antoine Lavoisier (en ocasión de su
condena, se dijo: la revolución no necesita sabios). Un golpe de Estado (conocido
como reacción thermidoriana, por el nombre en el nuevo calendario del mes en que se
produjo) acabó físicamente con Robespierre y su régimen e instauró un sistema mucho
más moderado: el Directorio (1795-1799).

Modelo de proceso revolucionario


La Revolución francesa asentó así un modelo de proceso revolucionario dividido en
fases: iniciada con una revuelta de los privilegiados, pasa por una fase moderada y
una fase radical o exaltada para acabar con una reacción que propicia la plasmación
de un poder personal. Las expresiones, comunes en la historiografía, destacan por
su similitud con las fases en que se dividió la Revolución rusa. Georges Lefebvre
señala tres fases en la primera parte de la revolución: aristocrática, burguesa y
popular. Para Karl Marx (en su estudio comparativo que tituló El 18 Brumario de
Luis Bonaparte), el proceso de la revolución de 1789 fue ascendente, mientras que
el de la de 1848 fue descendente.30

Para Hannah Arendt, mientras que la Independencia de los Estados Unidos sería un
modelo de revolución política, y de ahí su continuidad, la Revolución francesa
sería un modelo de revolución social, y de ahí su fracaso, como el de las
revoluciones que siguen su modelo (especialmente la rusa); pues (como planteaba ya
Alexis de Tocqueville) los logros políticos de la libertad y la democracia
solamente se consolidan cuando son el resultado de procesos sociales y económicos
anteriores, y no cuando se plantean como requisitos previos para conseguir estos.31

La analogía entre los periodos de la historia de Roma (Monarquía-República-Imperio)


y los mucho más efímeros de la Revolución de 1789 (repetidos en la evolución
posterior de la historia de Estados Unidos)32 no dejó de ser tenida en cuenta por
los propios contemporáneos, que no solo se inspiraban en la antigüedad grecorromana
para el arte neoclásico, sino también para su sistema político y sus símbolos
(gorro frigio, fasces, águila romana, etc.).

Napoleón Bonaparte
Artículo principal: Napoleón Bonaparte
En ese contexto se inició la carrera de Napoleón Bonaparte, un militar proveniente
de una familia de provincias que nunca hubiera conseguido ascender en el ejército
de la monarquía, y que se convirtió en un héroe popular por sus campañas en
Italia33 y en Egipto y Siria. En 1799 se sumó al golpe de Estado del 18 de brumario
(nombrado por la fecha en que se llevó a cabo el golpe según el calendario
republicano francés) que derribó al Directorio e instauró el Consulado, del que fue
nombrado primer cónsul para, en 1804, proclamarse Emperador de los franceses (no de
Francia, en una sutil diferenciación con el régimen monárquico que pretendía
mantener los ideales republicanos y de la revolución). En sus años en el poder
(hasta 1814, y luego el breve periodo de los cien días de 1815), Napoleón consiguió
dejar un extenso legado. Consciente de que no podía retomar el Derecho del Antiguo
Régimen, pero sumergido en el marasmo de la atropellada y caótica legislación
revolucionaria, dio la orden de compendiar todo ese legado jurídico en cuerpos
legales manejables. Nació así el Código Civil de Francia o Código Napoleónico,
inspiración para todos los demás estados liberales, y que contribuyó a propagar la
Revolución en cuanto superestructura jurídica que expresaba la sociedad burguesa-
capitalista. Le siguieron después un Código de Comercio, un Código Penal y un
Código de Instrucción Criminal, este último antecedente del derecho procesal
moderno. Emprendió una serie de reformas administrativas y tributarias, que
eliminaron privilegios y fueros territoriales a favor de una nación unitaria y
centralizada, que concebía como un Estado de Derecho (en sus propias palabras: el
hombre más poderoso de Francia es el juez de instrucción). Para sustituir a la
antigua nobleza creó la Legión de Honor, la más alta distinción del Estado, que
reconocía no el privilegio de cuna o la riqueza, sino el mérito personal. Su
círculo de confianza, compuesto por parientes como sus hermanos José o Jerónimo, y
generales como Joaquín Murat o Carlos XIV Juan de Berbadotte, terminaron ocupando
tronos europeos. Frente a la descristianización emprendida en El Terror, aprovechó
la sumisión del papado para la firma de un Concordato que ponía el clero bajo
control estatal, pero garantizaba la continuidad del catolicismo como religión de
Francia, pretendiendo simbolizar con ello la reconciliación de los franceses.34 El
régimen político, jurídico e institucional napoleónico, reconducción en un sentido
autoritario de los ideales revolucionarios de 1789, se transformó en modelo para
muchos otros por todo el mundo.

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 26 de agosto de 1789. Con
una voluntad universalista e ilustrada, supuso una invitación a la extensión de las
ideas revolucionarias a las demás naciones.
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 26 de agosto de 1789. Con
una voluntad universalista e ilustrada, supuso una invitación a la extensión de las
ideas revolucionarias a las demás naciones.

Ejecución de Luis XVI, 21 de enero de 1793. La ejecución por su pueblo de un rey


que según todo el ideario político de su tiempo, tenía poderes absolutos, causó un
impacto enorme, ya con todas las monarquías europeas solidarizaron en guerra contra
la Revolución.
Ejecución de Luis XVI, 21 de enero de 1793. La ejecución por su pueblo de un rey
que según todo el ideario político de su tiempo, tenía poderes absolutos, causó un
impacto enorme, ya con todas las monarquías europeas solidarizaron en guerra contra
la Revolución.

Napoleón cruzando los Alpes de Jacques-Louis David, 1801. Hijo de la Revolución, de


ideario igualitarista (se dice que ponía en la mochila de cada soldado el bastón de
mariscal), plasmó los ideales revolucionarios en una nueva institucionalidad
política, administrativa y jurídica.
Napoleón cruzando los Alpes de Jacques-Louis David, 1801. Hijo de la Revolución, de
ideario igualitarista (se dice que ponía en la mochila de cada soldado el bastón de
mariscal), plasmó los ideales revolucionarios en una nueva institucionalidad
política, administrativa y jurídica.

El tres de mayo de 1808 en Madrid, por Francisco de Goya, 1814. La lucha entre las
fuerzas napoleónicas y los defensores del Antiguo Régimen obligó a los pueblos
europeos a tomar partido no solo militar, sino también ideológico, e ingresar así a
la Edad Contemporánea.
El tres de mayo de 1808 en Madrid, por Francisco de Goya, 1814. La lucha entre las
fuerzas napoleónicas y los defensores del Antiguo Régimen obligó a los pueblos
europeos a tomar partido no solo militar, sino también ideológico, e ingresar así a
la Edad Contemporánea.

Movimiento independentista en América Latina


Rebelión de esclavos en Haití
Artículo principal: Revolución haitiana

Toussaint-Louverture, líder de la revolución haitiana, la única basada en la


rebelión de los esclavos negros.
Con una represión cada vez mayor hacia los mulatos y negros en la colonia francesa
de Saint-Domingue, empezó a darse las primeras insurrecciones entre 1748 y 1790. El
14 de agosto de 1791, se celebró la ceremonia de Bois Caïman, organizada por el
sacerdote vudú Dutty Boukman, que termina con la orden de levantarse de forma
organizada. Esto provocó que pocos días después comenzaran una sangrienta masacre
en el norte de la isla. A la muerte de Boukman en noviembre del mismo año, se da la
abolición de la esclavitud en 1792 por Léger-Félicité Sonthonax, en parte debido a
la búsqueda de aliados para combatir contra las tropas españolas y británicas.

Con la llegada del general Toussaint Louverture al mando de un puñado de soldados,


logró retener a las tropas británicas e invadir la parte española de la isla,
consiguiendo el poder de la colonia. Esto llevó a que Napoleón enviara a 20.000
efectivos encabezados por Charles Leclerc a restablecer su dominio en la isla
(1801). Toussaint respondió a la reconquista francesa con la quema de tierra y
empezando una guerra de guerrillas. En 1802, el revolucionario le ofrece su
capitulación con la condición de quedar libre y de que sus tropas se integraran en
el Ejército francés. Leclerc logra capturar a Toussaint y lo envía a Francia para
ser aprisionado. Pese a que este fue capturado, Jean-Jacques Dessalines dirigió la
rebelión, iniciando una ofensiva que termina con la decisiva batalla de Vertières
(1803), cuya victoria termina con la proclamación de la independencia del país
(1804), proclamándose como el Imperio de Haití y declarando a Dessalines como
Jacques I de Haití.

Brasil: de colonia a Imperio independiente


Artículo principal: Independencia de Brasil
Después del exilio de la Corte portuguesa por la invasión de las tropas francesas
dirigidas por Napoleón I (1807), estableciéndose en Río de Janeiro, Juan VI, en
reemplazo de su madre incapacita María I, decidió elevar a Brasil de colonia a
reino (1808), formándose el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve (1815).

En 1820, cuando estalla la Revolución liberal en Portugal, las Cortes portuguesas


obligan a la familia real portuguesa a regresar a Lisboa. Sin embargo, antes de
salir, el rey Juan VI nombra a su hijo mayor, Pedro de Alcántara Bragança, conocido
como Pedro IV, como príncipe regente de Brasil (1821). Las Cortes portuguesas
intentaron transformar a Brasil en una colonia una vez más, privándolo de los
derechos que poseía desde 1808, provocando el rechazo de los brasileños. El
principal líder de la oficial portuguesa, el general Jorge Avilés, obligó al
príncipe a renunciar pero este se rehusó por su posición a favor de la causa
brasileña. Después de la decisión de Pedro a desafiar a las Cortes, cerca de dos
mil hombres dirigidos por el mismísimo Jorge Avilés se amotinaron antes de
centrarse en el Monte Castelo, que pronto fue rodeado por 10 000 brasileños
armados, dirigidos por la Guardia Real de la Policía. Los liberales radicales se
mantuvieron activos: por iniciativa de Joaquim Gonçalves Ledo, fue dirigida una
representación a Pedro para exponerle la conveniencia de convocar a una Asamblea
Constituyente. El príncipe decretó su convocatoria el 13 de junio de 1822. La
presión popular llevaría la convocatoria adelante. José Bonifácio resistió a la
idea de convocar a la Constituyente, pero fue obligado a aceptarla. Intentó
desacreditarla, proponiendo elecciones directas, lo que acabó prevaleciendo contra
de la voluntad de los liberales radicales, que defendían la elección indirecta.
Después de esto, José Bonifácio fue nombrado Ministro de Asuntos Exteriores del
Reino. Bonifácio estableció una relación amistosa con Pedro, que comenzó a
considerar al experimentado estadista como su mayor aliado.

Pedro partió a São Paulo para asegurarse la lealtad de la provincia a la causa


brasileña. Llegó a su capital el 25 de agosto y permaneció allí hasta el 5 de
septiembre. Cuando regresó a Río de Janeiro el 7 de septiembre, recibió dos cartas,
una de José Bonifácio, que aconsejaba a Don Pedro a romper con la metrópoli, y otra
de su esposa, María Leopoldina, que apoyaba la proclamación de independencia. El
príncipe se enteró de que las Cortes habían anulado todos los actos del gabinete y
retirado el poder restante que todavía tenía. Pedro se volvió hacia sus compañeros
y con la frase de «¡Independencia o muerte!» (evento conocido como Grito de
Ipiranga), rompió los lazos políticos con Portugal. El 12 de octubre de 1822, en el
Campo de Santana, el príncipe Pedro fue proclamado como Pedro I, emperador
constitucional y Defensor Perpetuo de Brasil. Asimismo, fue el inicio del reinado
de Pedro y del Imperio de Brasil.

Consolidado el proceso en la región sudeste de Brasil, la independencia de las


otras regiones de la América portuguesa fue conquistada con relativa rapidez.
Contribuyó a este apoyo diplomático y financiero de Gran Bretaña. Sin un ejército y
sin una Armada, se hizo necesario reclutar mercenarios y oficiales extranjeros. Así
se ahogó la fortaleza portuguesa en las provincias de Bahía, Maranhão, Piauí y
Pará. El proceso militar se completó en 1823, dejando adelante la negociación
diplomática del reconocimiento de la independencia de las monarquías europeas.
Brasil negoció con Gran Bretaña y accedió a pagar una indemnización de 2 millones
de libras esterlinas a Portugal en un acuerdo conocido como el Tratado de Río de
Janeiro. Y así la independencia brasileña se mantuvo definitivamente.

Pedro I, primer emperador del Imperio de Brasil.


Pedro I, primer emperador del Imperio de Brasil.

José Bonifácio, una de las figuras más importantes durante el proceso de


independencia brasileña.
José Bonifácio, una de las figuras más importantes durante el proceso de
independencia brasileña.

Independencia hispanoamericana
Artículo principal: Guerras de Independencia Hispanoamericanas

En color azul, los territorios independizados; en rojo, los recuperados.


La parte de América sometida desde el siglo xvi al dominio colonial español y que
entre el siglo xvii y comienzos del XVIII había pasado por una situación crítica de
descontrol externo (la actividad de los corsarios, contrabando generalizado e
intervención de otras potencias europeas, destacadamente Inglaterra) mientras se
asentaba un cierto autogobierno local en cuestiones internas; para mediados del
siglo xviii ya se había estabilizado. La estructura social era la de una pirámide
de castas en la que, por encima de la gran mayoría de indígenas, mestizos, mulatos
y negros (cuya opinión no contaba, y tampoco contó en el proceso de independencia),
se alzaba una próspera clase de hacendados y mercaderes españoles nacidos en
Hispanoamérica (los criollos), que cada vez soportaba peor las numerosas trabas
administrativas, legales, burocráticas o mercantiles impuestas por la metrópolis
(como la alcabala), y la práctica que reservaba comúnmente los altos cargos a
peninsulares nombrados en la lejana Corte. Los criollos buscaban no tanto
emanciparse como cambiar en su beneficio las relaciones de poder; solo una minoría
ideologizada de exaltado, buena parte agrupados en logias masónicas como la Logia
Lautarina, tenían la independencia como uno de sus propósitos. Las reformas
ilustradas que desde Carlos III fueron relajando el monopolio comercial de Cádiz en
beneficio de otros puertos peninsulares o de países neutrales (Decretos de libertad
de comercio con las colonias americanas, 1765, 1778 y 1797), no fueron consideradas
suficientemente atractivas. Otras propuestas más radicales, que pretendían una
reestructuración del sistema virreinal dotando a los virreinatos americanos de
cierto grado de autonomía, no fueron tenidos en cuenta por las estructuras de poder
de la monarquía. Las numerosas expediciones españolas que durante el siglo xviii
recorrieron el continente con el objetivo de aumentar control sobre el territorio a
partir del conocimiento de la zona no tuvieron el resultado deseado.

La independencia no se inició a partir de rebeliones indigenistas, como la


promovida por Túpac Amaru II en Perú (1780-1782); sino que el desencadenante del
proceso fue el cautiverio de Fernando VII al inicio de la Guerra de Independencia
Española (1808). Napoleón Bonaparte envió emisarios a Hispanoamérica para exigir el
reconocimiento de su hermano José I Bonaparte como rey de España después de las
Abdicaciones de Bayona. Las autoridades locales se negaron a someterse, por razones
tanto externas como internas. Externamente era evidente la debilidad de la posición
francesa en ese continente (fracasos de Napoleón en retener la Luisiana, vendida a
Estados Unidos en 1803, y Haití, independizado en 1804) frente a la más efectiva
presencia británica (invasiones inglesas en el Río de la Plata, 1806-1807) que
gracias a su predominio naval y económico, y a la habilidad con que dosificó su
apoyo político a las nuevas repúblicas, terminó convirtiéndose en la potencia
neocolonial de toda la zona, y de hecho el principal beneficiario de la
disgregación del Imperio español. Internamente existía la presión de una
movilización popular muy similar a la que simultáneamente estaba produciéndose en
la Península, a la que se añadía en este caso el sentimiento independentista
(primero minoritario pero cada vez más extendido entre los criollos). El movimiento
juntista, en nombre del rey cautivo o invocando el poder nacional soberano (en
consonancia con la ideología liberal) organizó Juntas de Gobierno convocadas en
cada capital de gobernación o virreinato, aprovechando la ocasión para introducir
reformas económicas, incluyendo la libertad de comercio o la libertad de vientres.
Las Juntas hispanoamericanas no tuvieron una integración, como sí las peninsulares,
en las nuevas instituciones que se formaron en Cádiz (Regencia y Cortes de Cádiz),
y las autoridades enviadas por estas para restablecer la normalidad institucional
en América no fueron recibidas con normalidad. Los elementos más fidelistas o
realistas se enfrentaron a los juntistas, mediante maniobras políticas (arresto del
virrey José de Iturrigaray en México) o incluso abiertamente y por mano militar
(enfrentamiento entre Francisco de Miranda y Domingo de Monteverde en Venezuela o
José Gervasio Artigas y Francisco Javier de Elío en la Banda Oriental), sobre todo
tras la victoria del bando patriota en la Guerra de Independencia Española, que
trajo como consecuencia la reposición en el trono de Fernando VII (1814). En
consonancia con la política de restauración absolutista emprendida en la Península,
se inició una movilización militar para abatir el movimiento insurgente de las
colonias, cada vez más emancipadas de hecho. Los patriotas hispanoamericanos
quedaron definitivamente abocados a luchar inequívocamente por la independencia, al
ser evidente que tanto la libertad política como la económica estaba vinculada a
ella y no podría conseguirse como concesión del gobierno absolutista de Fernando
VII. Se formaron ejércitos, y en campañas militares de varios años, los caudillos
libertadores consiguieron acabar con la presencia española en el continente, muy
debilitada y no eficazmente renovada (el cuerpo expedicionario reunido en Cádiz en
1820 no embarcó a su destino, sino que se utilizó por el militar liberal Rafael de
Riego para forzar al rey a someterse a la Constitución durante el llamado trienio
liberal). La independencia hispanoamericana fue así, a la vez, tanto una de las
principales consecuencias como una de las principales causas de la crisis final del
Antiguo Régimen en España.35

La Revolución de Mayo (1810) derrocó al último virrey en las actuales Argentina y


Uruguay (que se unió a la revolución con el Grito de Asencio, 1811), y en plena
guerra, se declara independiente (1816). Más tarde y a pesar de no tener el apoyo
del gobierno de Buenos Aires, José de San Martín invadió Chile a través de los
Andes (1817), y desde allí, con el apoyo del gobierno de Bernardo O'Higgins y del
militar británico Thomas Cochrane, se embarcó rumbo a Perú (1820), conectándose con
las fuerzas dirigidas por Simón Bolívar. Bolívar había desarrollado previamente
exitosas campañas (batallas de Carabobo, 1814 y Boyacá, 1819) por la zona que pasó
a denominarse Gran Colombia (conformadas por las actuales Venezuela, Colombia,
Ecuador y Panamá); aunque no logró el triunfo decisivo hasta que uno de sus
lugartenientes, el Mariscal José de Sucre derrotó al último bastión realista
enclavado en la zona de Perú y Bolivia (denominada así en su honor) en las batallas
de Pichincha (1822) y Ayacucho (1824). Paralelamente, en México se desarrolló un
movimiento revolucionario propio, que con el debatido Grito de Dolores (1810),
desencadenó levantamientos armados dirigidos por José María Morelos y Vicente
Guerrero que llevó a la proclamación de la independencia por Agustín de Iturbide,
nombrado Emperador (1821), título derivado de la posibilidad, ofrecida a Fernando
VII y rechazada por este, de restablecer la monarquía española en América del Norte
de una manera pactada, con un título imperial y sin competencias efectivas. También
San Martín había propuesto una solución semejante (cuyo título hubiera derivado en
un descendiente inca con la propuesta rioplatense del Plan del Inca), a la que
renunció ante la radical oposición de Bolívar, firme partidario del republicanismo
y de la total desvinculación de cualquier lazo con España (Entrevista de Guayaquil,
26 de julio de 1822).36

A pesar de los ideales panamericanos de Simón Bolívar, que aspiraba a reunir a


todas las repúblicas a semejanza de las Trece Colonias, estas no solo no se
reunieron, sino que siguieron disgregándose. La Gran Colombia se disolvió en 1830
por la separación de Venezuela y Ecuador, quedando formado la República de la Nueva
Granada. Por su parte Uruguay, provincia oriental de las Provincias Unidas del Río
de la Plata y provincia Cisplatina durante la ocupación luso-brasileña, se
independizó de su núcleo central, Argentina y del Imperio del Brasil en 1828
(Convención Preliminar de Paz), quedando consolidado en 1830. La independencia de
Bolivia lo desvinculó tanto de Argentina, que previamente había aceptado la no
incorporación de Potosí, que estaba prevista, y de Perú al declararse la República
de Bolívar (1825). Años después, en un intento por crear una Confederación Perú-
Boliviana (1836-1839), terminó con su derrota militar a manos de las tropas
chilenas y de los restauradores peruanos, provocando la disolución de la
confederación. Las Provincias Unidas del Centro de América (independizadas
pacíficamente de España en 1821, anexadas a México en 1822) se independizaron del
Primer Imperio mexicano al transformarse este en república (1823) para formar la
República Federal de Centroamérica, que a su vez se disolvió en las actuales Costa
Rica, El Salvador, Honduras, Guatemala y Nicaragua entre 1838 y 1840, años después
de la guerra civil de 1826-1829. El Haití Español (actual República Dominicana),
independizado en 1821 y que pretendía quedar incorporada a la Gran Colombia,
terminó anexada por fuerzas haitianas en 1822, independizándose de Haití en 1844.
Paraguay, que había iniciado su andadura independiente en 1811 sin oposición
efectiva tras fracasar el intento rioplatense de incorporarlo (Tratado confederal
entre las juntas de Asunción y Buenos Aires, 1811), permaneció ajeno a esas
unificaciones y divisiones, al igual que Chile.
El republicanismo hispanoamericano no construyó opciones políticas democráticas, y
la igualdad se veía (en términos similares a los de Tocqueville) como una amenaza
al equilibrio social de una ciudadanía en precaria construcción. Las luchas
internas entre federalistas y centralistas caracterizaron las primeras décadas del
siglo xix, seguidas por las que dividieron a liberales y conservadores.37

El cura Hidalgo, precursor de la independencia de México.


El cura Hidalgo, precursor de la independencia de México.

Simón Bolívar, el más decisivo de los libertadores en Hispanoamérica.


Simón Bolívar, el más decisivo de los libertadores en Hispanoamérica.

José de San Martín, desde Argentina ejerció un papel de similar importancia.


José de San Martín, desde Argentina ejerció un papel de similar importancia.

Otros movimientos y ciclos revolucionarios


La denominada era de las revoluciones38 extendió el ejemplo estadounidense y
francés. En algunos casos, de forma simultánea a estas y con mayor o menor éxito,
como ocurrió en algunas ciudades autónomas de Europa (Lieja en 1791, por ejemplo).
En la primera mitad del siglo xix se han determinado una serie de ciclos
revolucionarios, denominados por el año de inicio (1820, 1830 y 1848).

Revolución de 1820
La Revolución de 1820 o ciclo mediterráneo se inició en España (la sublevación o
pronunciamiento de Rafael de Riego frente al cuerpo expedicionario que iba a
embarcarse para América, 1 de enero de 1820) y se extendió, por un lado a Portugal,
que en las llamadas Guerras Liberales -revolución de Oporto-, el 24 de agosto de
1820 se obliga al gobierno portugués a regresar de Brasil en una guerra civil en la
que, al contrario que en el caso de la independencia hispanoamericana, fue en la
metrópoli donde los elementos más liberales controlaron la situación en perjuicio
de la rama más tradicionalista de la dinastía; y por otro a Italia donde sociedades
secretas, como los carbonarios, inician levantamientos nacionalistas contra las
monarquías austríaca en el norte y borbónica en el sur, proponiendo la española
Constitución de Cádiz como texto aplicable para sí mismos. De un modo menos
vinculado, también se sitúa cronológicamente próxima la sublevación de los griegos
iniciada en 1821, que se emanciparon del Imperio otomano en 1829 con el decisivo
apoyo de las potencias europeas (principalmente Francia, Inglaterra y Rusia),
proclamando el Estado Griego. Significativamente fueron las mismas potencias (con
la excepción de Inglaterra y la adición de Austria y Prusia) quienes protagonizaron
activamente la contrarrevolución para sofocar conjuntamente, mediante la Santa
Alianza los brotes revolucionarios que podían amenazar la continuidad de las
monarquías absolutas, y lo siguieron haciendo hasta 1848.

Revolución de 1830
La revolución de 1830, iniciada con las tres gloriosas jornadas de París en que las
barricadas llevan al trono a Luis Felipe de Orleans, se extiende por el continente
europeo con la independencia de Bélgica y movimientos de menor éxito en Alemania,
Italia y Polonia. En Inglaterra, en cambio, el inicio del movimiento cartista opta
por la estrategia reformista, que con sucesivas ampliaciones de la base electoral
consiguió aumentar lentamente la representatividad del sistema político, aunque el
sufragio universal masculino no se logró hasta el siglo xx. El doctrinarismo fue la
ideología que exprese esa moderación del liberalismo.

Revolución de 1848. La «primavera de los pueblos» y el nacionalismo


Artículos principales: Nacionalismo y Revolución de 1848.
La era de la revolución se cerrará con la revolución de 1848 o primavera de los
pueblos. Fue la más generalizada por todo el continente (iniciada también en París
y difundida por Italia y toda Europa Central con una velocidad pasmosa, solo
explicable por la revolución de los transportes y las comunicaciones), e
inicialmente la más exitosa (en pocos meses cayeron la mayor parte de los gobiernos
afectados). Pero, en realidad, estos movimientos revolucionarios no condujeron a la
formación de regímenes de carácter radical o democrático que lograran suficiente
continuidad, y en la totalidad de los casos la situación política se recondujo en
poco tiempo hacia la moderación. En el caso de Francia, una insurrección logró
derrocar a la monarquía reinante, dando paso a la Segunda República, que duraría
hasta el golpe de Estado de 1851, del que se instauraría el Segundo Imperio con
Napoleón III (1852-1870); mientras que en Italia, después del estallido de la
Primera Guerra de la Independencia Italiana, dio paso al comienzo de la unificación
del país, que no culminaría hasta 1870; por otro lado en Alemania la revolución
duró hasta 1849, y pese a su fracaso parcial, fue el precedente directo de la
eventual disolución de Confederación Germánica (1866), del que abrió el debate
sobre como llevar a cabo el proceso de unificación alemana (cuestión alemana).

A partir de este momento clave, localizado a mediados del siglo xix y que Eric
Hobsbawm denomina la era del capital, las fuerzas históricas cambian de tendencia:
la burguesía pasa de revolucionaria a conservadora y el movimiento obrero comienza
a organizarse; aunque sin duda los más capaces de movilizar a las poblaciones serán
los movimientos nacionalistas.

Revoluciones fuera de Europa


Fuera del mundo occidental, aunque no puede hablarse de movimientos revolucionarios
desencadenados por causas socioeconómicas similares (revolución burguesa), sí se
suele a veces utilizar el término revoluciones para designar a uno u otro de los
diferentes movimientos occidentalizadores o modernizadores que se implantaron con
mayor o menor éxito en uno u otro país, y que estaban inspirados de un modo más o
menos lejano en la idea de progreso, la Ilustración o alguna referencia más o menos
explícita a alguno de los ideales de 1789. Generalmente, en ausencia de base
social, fueron promovidos desde el poder o círculos próximos a él, y explícitamente
condenaban lo que de desorden o desestabilización pudiera tener el término
revolucionario: Era Meiji en Japón (1868), la fallida Rebelión de los cipayos en
India (1857), los denominados Jóvenes Otomanos y Jóvenes Turcos en el Imperio
otomano (1871 y 1908), rebeliones como la Taiping (1850) y de los bóxers (1900-
1901) demostró el descontento social que más tarde desencadenó el levantamiento de
Wuchang en 1911 que abolió el Imperio chino (Revolución de Xinhai), distintas
iniciativas de reforma del Imperio ruso (como la abolición de la servidumbre de
1861) etc.; y que llegaron cronológicamente hasta la Primera Guerra Mundial.

Reacción contra la Ilustración: el Romanticismo


Artículo principal: Romanticismo

La libertad guiando al pueblo, por Eugène Delacroix (1833).


El Romanticismo es la superación de la razón como método de conocimiento, en
beneficio de la intuición y el sentimiento compartido (endopatía). En lugar de al
individuo sujeto de derechos universales, concibe a las personas singulares,
vinculadas en comunidades naturales: los pueblos (concepto cultural propio del
romanticismo alemán -volk, pueblo, y volkgeist, espíritu del pueblo-) y las
naciones (tal como la entendían los liberales franceses, la comunidad política
basada en la voluntad). Si la Ilustración entendía que la reunión de los hombres
origina la sociedad, el romanticismo invierte los términos, negando la existencia
de un hombre en estado de naturaleza. Románticos son tanto el tradicionalismo
reaccionario como el nacionalismo revolucionario. Los primeros (Louis de Bonald,
Joseph de Maistre) conciben el pueblo como una realidad histórica, anclada en el
pasado y cuyos miembros vivos no pueden decidir su destino ni arrogarse derechos
que no tienen, como tomar decisiones contra sus instituciones, costumbres y
valores. Los segundos (Giuseppe Mazzini) se atreven a cambiar el mundo y remover
fronteras seculares con tal de que incluyan a individuos de un único pueblo, que
deberá ser soberano, independiente de cualquier autoridad que no emane de él mismo
y libre para decidir su destino.

El prerromanticismo había surgido en la segunda mitad del XVIII (Las desventuras


del joven Werther de Goethe, o la novela gótica de Horace Walpole), coincidiendo
con el predominio del neoclasicismo, de modo que aunque uno es reacción contra el
otro, hay quien afirma que son dos fases de un mismo movimiento intelectual.39 La
revolución se identificó con las virtudes heroicas de la Antigüedad clásica
expresadas pictóricamente en el neoclasicismo de Jacques-Louis David (Juramento de
los Horacios, retratos de Napoleón).

La literatura del Romanticismo se llenó de tipos literarios atormentados por las


pasiones, en lucha constante contra una sociedad que se niega a dar libertad al
individuo. Los ingleses Lord Byron, Percy Shelley y Mary Shelley representaron el
ideal romántico no solo en la literatura, sino en su tempestuosa vida y temprana
muerte. Otros autores románticos fueron el francés Victor Hugo (que provocó en el
estreno de Hernani una verdadera batalla campal entre los románticos y los
clásicos), el ruso Aleksandr Pushkin, el italiano Alessandro Manzoni, el español
Mariano José de Larra o el estadounidense Edgar Allan Poe. La exploración de las
antiguas tradiciones populares (el folklore), produjo recopilaciones de cuentos
como la de los Hermanos Grimm, o la versión definitiva del ciclo mitológico de
Finlandia en el moderno Kalevala copilado por Elias Lönnrot.

Nacida de la evolución sombría de la última etapa de Francisco de Goya, la pintura


romántica se inauguró en Francia con el escándalo de La balsa de la Medusa
(Théodore Géricault, 1822), debido no solo a su técnica, sino porque fue
interpretada como una metáfora del hundimiento de Francia bajo el gobierno de
Carlos X. La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix proporcionó el emblema
icónico de la revolución. La música romántica, a partir de las últimas obras de
Ludwig van Beethoven, se encuentra en Héctor Berlioz, Nicolás Paganini, Fryderyk
Chopin o Robert Schumann, que superaron las convenciones del clasicismo musical con
mayores libertades compositivas y acentuando los efectos musicales sobre la forma.
Giuseppe Verdi o Richard Wagner aprovecharon las enormes posibilidades de la
música, y sobre todo de la ópera como espectáculo total, para mover las emociones
colectivas con el nacionalismo musical.

El idealismo racionalista e ilustrado del criticismo kantiano se verá conducido al


romanticismo por el denominado idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel (quien
identificará el espíritu absoluto con el Estado prusiano). Su expresión en el
derecho fue la Escuela histórica del Derecho de Friedrich Karl von Savigny, quien
propugnaba la necesidad de encontrar el verdadero Derecho Alemán, expurgando el a
su juicio extranjero e intruso Derecho Romano.

Equilibrio europeo
El equilibrio europeo buscado desde el Tratado de Westfalia (1648) hasta el Tratado
de Utrecht (1714) caracterizó las relaciones internacionales del siglo xviii;
superada la época de las hegemonías española (1521-1648) y francesa (1648-1714).
Mientras Inglaterra consolidaba su supremacía naval (que la permitió adquirir una
red de enclaves estratégicos en islas y puertos seguros en todos los océanos,
además de su gradual penetración territorial en la India), en el continente
europeo, del que prefería orgullosamente desentenderse cuando le era posible,
procuraba mantener el equilibrio entre los posibles bloques de potencias que
amenazaran con imponerse sobre los demás. El más obvio, formado por España, Francia
y los reinos italianos de la casa de Borbón (vinculados por los Pactos de Familia),
no siempre fue efectivo. En Europa Central, la rivalidad entre Austria y Prusia las
neutralizó mutuamente; mientras que el ascenso del Imperio ruso benefició a ambas
en los denominados repartos de Polonia. El Imperio otomano, tras el fracaso del
segundo sitio de Viena (1683), dejó de ser una amenaza para Europa Central y a lo
largo del siglo xviii pasó a convertirse en una potencia declinante (el hombre
enfermo de Europa), que perdía paulatinamente el control efectivo sobre sus
provincias periféricas.

Los conflictos más destacados que se produjeron en el continente europeo fueron la


Guerra de Sucesión Austriaca, la Guerra de Sucesión Polaca y la Guerra de los Siete
Años (1756-1763). En las colonias de ultramar, las guerras o las paces en Europa
solo representaban un lejano marco para una competencia constante, que solo en
algunos casos encontró cauces diplomáticos restringidos y temporales (acuerdos
entre España y Portugal sobre el territorio de Misiones).

1748, la Europa del equilibrio posterior al Tratado de Utrecht.


1748, la Europa del equilibrio posterior al Tratado de Utrecht.

1812, la Europa del bloqueo continental, máxima expansión del Imperio napoleónico.
1812, la Europa del bloqueo continental, máxima expansión del Imperio napoleónico.

Guerras revolucionarias y guerras napoleónicas


Artículos principales: Guerras revolucionarias francesas y Guerras napoleónicas.
La Revolución francesa fue vista por las monarquías (tanto absolutas como
parlamentarias) como un foco contagioso a extirpar, sobre todo tras el intento de
fuga de Luis XVI (1791) y la llegada de los emigrados que huían de El Terror. El
manifiesto de Brunswick (1792) desencadenó las guerras revolucionarias: hasta 1815,
siete coaliciones fueron sucesivamente derrotadas por el ejército revolucionario
francés, que impuso una nueva forma de hacer la guerra: la guerra total, basada en
la movilización nacional de ingentes masas de hombres estimulados por el
patriotismo que se desplazaban velozmente; y en la imposición de bloqueos
comerciales. Inicialmente Francia se limitó a defenderse, pero tras la batalla de
Valmy (1792) pasó decididamente a utilizar la guerra como un instrumento de
expansión ideológica revolucionaria frente a la reacción.

El ascenso de Napoleón Bonaparte desequilibró de forma definitiva el statu quo


continental en beneficio de una clara hegemonía francesa. En una década de guerras,
desde la campaña de Italia (1796-1797, 1799-1800) hasta la formación de la
Confederación del Rhin (1806), conquistó todos los pequeños burgos, señoríos y
reinos sobrevivientes en Alemania e Italia, y derrotó decisivamente a Austria
(batalla de Austerlitz, 1805), que pasa a ser aliada, como lo era ya España desde
el Tratado de San Ildefonso (1796). Simultáneamente, la batalla de Trafalgar
impidió el control hispano-francés de los mares, necesario para la invasión a
Inglaterra, que no pudo producirse ante la derrota contra la flota de Horacio
Nelson. En 1807 se llegó a un acuerdo con Rusia (Tratado de Tilsit) en lo que podía
entenderse como un precedente de reparto de Europa en dos esferas de influencia.
Napoleón intentó destruir económicamente a Inglaterra con el bloqueo continental,
para impedir que los productos de la Revolución industrial accedieran al
continente; pero los puntos débiles del proyecto estaban uno en cada extremo de
Europa: Portugal (opuesta desde el comienzo) y Rusia (que reabrió sus puertos en
1810). La invasión franco-española de Portugal se convirtió en una prolongada
ocupación militar en España (Guerra de Independencia Española o Guerra Peninsular,
1808-1814) con un alto coste. La campaña de Rusia de 1812 fue todavía más
desastrosa pues, aunque se ocupó Moscú en la batalla de Borodinó, las imposibilidad
de mantener las líneas de abastecimiento y el incendio posterior de Moscú obligaron
a una retirada en penosísimas condiciones y jalonada de derrotas (batalla de
Leipzig, 1813) que condujeron a la abdicación del Emperador, que aceptó retirarse a
la Isla de Elba (Tratado de Fontainebleau, 1814) mientras el trono de Francia era
ocupado por Luis XVIII, hermano del rey guillotinado en 1793.

Negociaciones del Congreso de Viena (Jean-Baptiste Isabey, 1819).


Congreso de Viena
Artículos principales: Congreso de Viena y Europa de la Restauración.
El equilibrio europeo se procuró restablecer con criterios legitimistas en el
Congreso de Viena (1815), reponiendo a los monarcas de las casas tradicionales en
sus tronos, aunque el statu quo anterior a 1789 nunca se recuperó. Incluso la
vuelta de los Borbones al trono de París se vio amenazada durante los cien días de
1815 en que Napoleón retomó el mando e intentó desafiar de nuevo a las potencias
coaligadas en la batalla de Waterloo, que supuso su derrota final y su
confinamiento en la isla de Santa Elena. El recelo hacia Francia se pretendió
conjurar con el reforzamiento de estados tapón en su fronteras: el reino de Cerdeña
(germen de la unidad italiana) y el reino de Holanda (de creación napoleónica, al
que se incorpora Bélgica hasta su independencia en 1830).

Espléndido aislamiento, Santa Alianza y Sistema Metternich


Artículos principales: Espléndido aislamiento, Santa Alianza y Concierto europeo.
Inglaterra consolidó su predominio mundial conjugado con su política de aislamiento
en temas europeos, mientras Rusia se convertía en el gendarme de Europa. El sistema
Metternich, diseñado por el canciller austríaco y basado en la coincidencia de
intereses de las potencias de la Santa Alianza (la católica Austria, la luterana
Prusia y la ortodoxa Rusia, que invocaban a la Santísima Trinidad en el inicio de
su documento fundacional), mantuvo el equilibrio continental hasta 1848, mediante
la convocatoria de congresos: Congreso de Aquisgrán (1818), de Troppau (1820), de
Liubliana (1821) y de Verona (1822); basados en el principio de intervención para
sofocar y evitar la extensión de cualquier brote revolucionario. Inglaterra, una
monarquía parlamentaria, no se sumó a la Santa Alianza, sino a una Cuádruple
Alianza a la que posteriormente se adhirió Francia.

Apertura de espacios continentales «vírgenes»


Aunque la era del imperialismo40 no llegó hasta el último cuarto del xix (repartos
de África y de Asia), desde comienzos de siglo xix se produjo una presión
expansiva, cuyo origen es la revolución demogáfica, sobre los espacios
continentales vírgenes de la zona boreal (el Canadá británico, el Oeste
estadounidense, el Oriente ruso)41 y austral (Colonia del Cabo, neerlandés hasta la
conquista británica en 1806; Australia, parte de la cual se convirtió en una
colonia penitenciaria; Nueva Zelanda, colonia británica desde la firma del Tratado
de Waitangi (1840); la Patagonia argentina y chilena, la Amazonia brasileña,
colombiana y peruana, etc.).

La virginidad atribuida a esos espacios, a pesar de su evidente vacío demográfico


en comparación con las saturadas zonas urbanas europeas, no era en realidad un
vacío humano y cultural. Los aborígenes australianos, maoríes, zulúes, xhosas,
patagones, mapuches, qom, tupíes, sioux, shoshoni, apaches, lapones, buriatos,
chukchis, inuit y toda una constelación de pueblos indígenas cuya relación con la
tierra respondía a lógicas no solo preindustriales, sino a menudo preneolíticas,
fueron ignorados en cuanto habitantes y sus posibles valores despreciados como
primitivos.

En otros contextos, sobre zonas muy pobladas cuya civilización no podía ignorarse,
la presión del Imperio austrohúngaro y de Rusia sobre los Balcanes otomanos y el
inicio de la colonización francesa de Argelia (1830) respondía a la misma lógica.
La penetración británica en la India venía ya del siglo xviii.

Expansión de los Estados Unidos


Go West, young man, go West.
Ve al Oeste, muchacho, ve al Oeste.

Horace Greeley, 1833.42

Construcción del Canal de Panamá (1907). La Zona del Canal de Panamá, donde se
encontraba el canal homónimo, permaneció bajo control estadounidense desde el
comienzo de su construcción, en 1903, hasta 1977, siendo entregado a Panamá en
1999.
La fortaleza de la independencia estadounidense se apoyó firmemente en su
inmensidad territorial. Debido a las grandes tensiones que hubo por el bloqueo
naval que los británicos emprendieron para evitar que los estadounidenses puedan
comerciar con Francia y a las pretensiones estadounidenses de anexar Canadá condujo
a la guerra de 1812, del que la capital Washington D. C. fue incendiada en 1814, y
del que tras la firma del Tratado de Gante (1814) y la tardía batalla de Nueva
Orleans (1815) condujo a la Era del Good Feeling (1815-1825) que estableció la
unidad nacional. Estados Unidos habían incorporado las colonias francesa de
Luisiana (Compra de Luisiana, 1803) y la española de Florida (Tratado de Adams-
Onís, 1819), adquiriendo una fachada marítima hacia el sur. No obstante, su
principal ampliación territorial, mediante conflictos contra México (siendo la
última la invasión a este país), fueron los territorios desde Texas (independizado
en 1836, incorporado en 1845) hasta California (Tratado de Guadalupe Hidalgo,
1848). Por añadidura quedaba el inmenso interior continental, que habían explorado
Meriwether Lewis y William Clark en una expedición hacia la costa del Pacífico
(1804-1806). La épica del Lejano Oeste fue formando una identidad nacional basada
en el individualismo del colono de la frontera, que tras recorrer la pradera en
carromato, levantaba su cabaña de troncos y se apropiaba de tanta tierra como
pudiera cultivar y defender de los nativos americanos. La relación de estos con la
tierra no tenía nada que ver con el concepto liberal de propiedad que se impuso por
la colonización; privados de ella, se vieron forzados a la reclusión en reservas,
no sin lucha (Guerras Indias). Otra figura mitificada fue la de los mineros que
acudían a las sucesivas fiebre del oro de California (1849 -los fortyniners-) y
Alaska (comprada a Rusia en 1867, y afectada por la fiebre del oro de Klondike en
1897 -descrita por Jack London en Colmillo Blanco-). La anexión de Hawái
(incorporada en 1898) fue la última en el que un territorio organizado incorporado
obtendría la categoría de estado (1959).

El presidente James Monroe enunció en 1823 la denominada Doctrina Monroe (América


para los americanos), que promovía el aislamiento continental: ni Estados Unidos
intervendría en los asuntos políticos de Europa, ni dejaría que Europa hiciera lo
propio en Estados Unidos. Se entendía que el contexto, el momento clave de las
guerras de independencia hispanoamericanas, incluía una suerte de extensión de la
declaración a todo el continente. La doctrina Monroe, inicialmente defensiva, se
acompañó posteriormente de la doctrina complementaria del Destino Manifiesto (es el
destino de los Estados Unidos, decidido por Dios, llevar la libertad y la
democracia al resto de las naciones del globo), en un verdadero «derecho de
intervención» sobre el resto del continente, que de forma más explícita se expresó
como la Big Stick Policy («Política del Gran Garrote») aplicada decididamente por
Theodore Roosevelt (presidente entre 1901 y 1908, con su política de Corolario
Roosevelt), especialmente en los procesos de independencia cubana y filipina
(Guerra hispano-americana, 1898) y en la Independencia de Panamá, como consecuencia
de la construcción del canal (1903).

El fuerte proceso de industrialización afectó de forma divergente al Norte (liberal


y dinámico, receptor de grandes contingentes de emigrantes) y al Sur (conservador y
elitista, basado en la agricultura esclavista). La tensión llegó a su punto álgido
con la presidencia de Abraham Lincoln, y en 1861 estalló la guerra civil, en la que
se impuso el Norte.

La cultura estadounidense fue conjugando la tradición occidental con los valores


autóctonos del «país de frontera», entre la construcción de una épica de identidad
nacional (James Fenimore Cooper, El último mohicano; Walt Whitman, Hojas de
hierba), y la influencia europea (Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne).

Formación y expansión de los estados latinoamericanos


La libertad, como medio, el orden como base, y el progreso como fin.
Gabino Barreda, 1867.
Después de su proceso de emancipación, las jóvenes repúblicas de América Latina
debieron afrontar la tarea de darse una organización propia, fracasados los grandes
proyectos panamericanos (la Gran Colombia, la Confederación Perú-Boliviana). En lo
político, el sello común fue la oscilación entre la inestabilidad política y el
autoritarismo. En algunos casos, a imitación del Imperio napoleónico, se dieron una
forma política imperial, caso del Imperio del Brasil (1822-1889) o del Imperio
mexicano (1821-1823). En otros, prolongadas dictaduras, como las de Juan Manuel de
Rosas en Argentina o Antonio López de Santa Anna en México. Hubo densas guerras
civiles en las que se ventilaron intereses políticos locales y que doctrina
política elegir para gobernar (federalismo o centralismo). Numerosas guerras
tuvieron carácter territorial, alterando el trazado fronterizo entre las nuevas
naciones, como la Guerra del Pacífico (Perú y Bolivia contra Chile, 1879-1884) y la
Guerra de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay -que acabó
prácticamente desprovisto de su población masculina adulta-, 1864-1870).

A pesar de la enfática declaración de la doctrina Monroe (que Estados Unidos no


estuvieron en condiciones de sostener eficazmente hasta finales del siglo xix) hubo
intentos de reconstruir la presencia imperialista europea en Latinoamérica. En 1865
España envió una expedición naval contra Chile y Perú (Guerra hispano-sudamericana,
1865-1866), mientras que en 1864, y bajo pretexto de cobrarse la deuda externa de
México, fue Francia la que realizó una intervención militar que impuso la
entronización de un emperador títere (Maximiliano de Austria, 1864-1867). El
expansionismo estadounidense frente a México ya había significado la anexión de
todo sus territorios septentrionales (Texas, Nuevo México y California). Cuando los
Estados Unidos estuvieron en posición de intervenir más al sur con base en su
presencia en Cuba (en plena guerra de independencia, 1895-1898) y Puerto Rico, del
cual derivó en la Guerra hispano-americana (1898), se convirtieron ellos mismos en
la principal potencia imperialista de la región: intervención en la crisis de
Panamá de 1885; ocupación militar de Cuba después de la guerra contra España (1898)
hasta su plena independencia (1902); imposición a Colombia de la separación de
Panamá por Theodore Roosevelt después de la guerra de los mil días, 1903;
intervención en Nicaragua 1909, contra la que se levantó Augusto Sandino; apoyo a
las actividades de la United Fruit Company en las denominadas repúblicas bananeras,
etc.

La poderosa oligarquía de comerciantes y hacendados desarrolló una imagen de sí


misma como élite ilustrada y europeizada. Fue en el siglo xix, y no en la época
colonial anterior, cuando se produjeron: la más decisiva expansión del idioma
español en Hispanoamérica (Andrés Bello) y del idioma portugués en Brasil (Joaquim
Machado de Assis); y el control sobre los indígenas que habitaban territorios que
el Imperio español apenas nominalmente pretendía poseer (como en la Patagonia,
Ocupación de la Araucanía en Chile y Conquista del Desierto en Argentina
respectivamente). Esa élite, en las grandes naciones sudamericanas, también intentó
llevar a cabo la industrialización, atrayendo para ello las inversiones de
capitales procedentes de Europa, sobre todo de Inglaterra, verdadera potencia
neocolonial durante todo el siglo xix. El protagonismo exterior perpetuó la
dependencia económica y la inclusión de la región en la división internacional del
trabajo como productora de materias primas y mercado importador de productos
manufacturados. Lo limitado del progreso económico no impidió la importación de los
problemas de la era industrial, creando también en Latinoamérica una cuestión
social que en su caso se agudizaba por la multietnicidad latinoamericana (indígena,
europea y africana).

En la segunda mitad del siglo xix, la literatura latinoamericana se ciñó a los


experimentos derivados del realismo europeo, y a inicios del XX, a los de las
vanguardias. La reivindicación indigenista llegaría más adelante, asociándose con
la izquierda política. El movimiento intelectual dominante fue el positivismo, la
corriente filosófica con influencia más trascendente en la región tras la
escolástica luso-hispana colonial, y que en términos políticos fue más decisiva que
el propio liberalismo (Melchor Ocampo, Domingo Faustino Sarmiento, Honório Carneiro
Leão, etc.).43

Juan Manuel de Rosas, principal dirigente de la Confederación Argentina (1835-


1852).
Juan Manuel de Rosas, principal dirigente de la Confederación Argentina (1835-
1852).

Pedro II, último emperador del Imperio del Brasil (1831-1889).


Pedro II, último emperador del Imperio del Brasil (1831-1889).

Benito Juárez, presidente de México, de tendencia radical (1867-1872).


Benito Juárez, presidente de México, de tendencia radical (1867-1872).

Expansión de Rusia
Alejandro I, tras la derrota de Napoleón, procuró evitar toda posible nueva
revolución en Europa, mientras que en su propio territorio tuvo que hacer frente a
la Revuelta Decembrista (1825), fácilmente reprimida. Tanto él como Nicolás I
(apodado el gendarme de Europa) se esforzaron en asentar la autocracia zarista y
evitar que la modernización económica de Rusia trajera consigo cambios sociales o
políticos. Alejandro II, por el contrario, emprendió una serie de reformas
liberalizadoras, como la emancipación de los siervos (1861). Su política
reformista, similar a los planteamientos del despotismo ilustrado del XVIII, no fue
aceptada por los partidarios de transformaciones radicales (nihilismo), que optaron
por la violencia mediante varios intentos de magnicidio, hasta el definitivo en
1881.

El Imperio ruso se convirtió en la potencia territorial dominante de Eurasia,


expandiendo su frontera sur desde el Danubio y el Cáucaso hasta el Asia Central, la
Frontera del Noroeste de la India Británica y los confines del Imperio de China;
mientras que por el Pacífico norte llegaba hasta Alaska. La gran extensión de
Siberia fue objeto de una discontinua colonización. A finales del siglo xix se
conectaron sus aislados núcleos con el trazado del ferrocarril transiberiano entre
Moscú y Vladivostok (puerto en el Pacífico fundado en 1860 tras la Anexión de
Amur).

La búsqueda de salidas a mares libres de hielos (su gran debilidad geoestratégica)


caracterizó la política rusa de toda la época, y lo siguió haciendo tras la
Revolución soviética de 1917. En lo concerniente a los Balcanes, estos intereses
territoriales se expresaron ideológicamente en el paneslavismo, con el que
patrocinó los movimientos independentistas frente al Imperio otomano, un punto de
fricción determinante para la estabilidad europea que se denominó Cuestión de
Oriente.

La «era victoriana» británica


La sociedad británica pasó de la era georgiana, que cubre el siglo xviii y el
primer tercio del xix, a la era victoriana (el reinado de excepcional duración de
Victoria I, 1837-1901, seguido sin solución de continuidad por la era eduardiana de
su hijo, el eterno príncipe de Gales, Eduardo VII, 1901-1910). Convertida por su
protagonismo en la revolución industrial en el taller del mundo, la supremacía
naval hacía del Reino Unido el gendarme de los mares. Su dominio imperial era
justificado con una ideología paternalista (abolición de la esclavitud, libertad de
actividades para los misioneros, extensión del progreso y el conocimiento
científico a través de la exploración geográfica y los beneficios del libre
comercio, etc.). La extraordinaria red de correos permitió que durante su viaje en
el Beagle (1831-1836), el joven naturalista Charles Darwin pudiera mantener un
contacto regular bidireccional con sus familiares y profesores.

El parlamentarismo británico demostró la flexibilidad suficiente para acoger


paulatinas ampliaciones del cuerpo electoral al tiempo que mantenía características
tradicionales, como la aristocrática Cámara de los Lores y la desigualdad de
representación territorial (ciudades industriales sin diputado frente a rotten
boroughs -«burgos podridos», circunscripciones de muy pocos votantes-). El sistema
mayoritario implicaba el turno en el poder de primeros ministros tory
(conservadores, como Benjamin Disraeli, que representaban los intereses de la
gentry o clase terrateniente) y whig (liberales, como William Gladstone, que
representaban los intereses comerciales y financieros de la City); aunque lo
verdaderamente característico del sistema político británico fue que en vez de
polarizarse, ambos partidos convergían en lo esencial, correspondiendo muchas veces
a los conservadores realizar las reformas de mayor calado. No obstante, la
recepción de las demandas sociales fue muy desigual: el movimiento cartista
consiguió solo parcialmente y con el tiempo ver atendidas algunas de sus
reivindicaciones laborales y políticas; mientras que el movimiento autonomista
irlandés vio constantemente rechazadas sus pretensiones de autogobierno, e incluso
las desesperadas peticiones de ayuda durante la gran hambruna de Irlanda (1845-
1849) se veían ignoradas en nombre de la libertad económica, lo que condujo a la
convicción de que solo el independentismo radical conseguiría resultados.

La «Era del Capital» y la «Era del Imperio» (1848-1914)

Los imperios coloniales hacia 1898.


Lenin definió al imperialismo como fase superior de desarrollo del capitalismo
(1905); y John A. Hobson (1902) estudió su relación con el crecimiento demográfico
y el descenso de la tasa de beneficio en los países europeos, fenómeno para el que
la emigración y los imperios coloniales servía como válvula de escape para reducir
tensiones sociales, cuyo estallido de otro modo hubiera sido difícilmente evitable
según su estudio.44 La segunda mitad del siglo xix fue sin duda la Era del
Capital,45 no solo por eso, sino por la aparición de El Capital de Karl Marx (1867,
completado póstumamente en 1885 y 1894). Las tensiones, no obstante, no dejaron de
acumularse por más que las opiniones públicas de finales del siglo xix, optimistas
y despreocupadas, confiaran en el progreso indefinido (al tiempo que mostraban la
proclividad de la naciente sociedad de masas a la manipulación de sus más bajas
pasiones y su violencia latente -resentimiento social, lucha de clases,
ultranacionalismo, antisemitismo, revanchismo, chauvinismo, jingoísmo, supremacismo
blanco-). Tras el engañoso periodo de paz entre las grandes potencias que se
prolongó entre 1871 y 1914 (denominado Belle Époque), la inviabilidad de la
continuidad de las estructuras quedó violentamente puesta de manifiesto por el
estallido de la Primera Guerra Mundial y sus trascendentales consecuencias.

Cuestión de Oriente, levantamientos nacionalistas y Sistema Bismarck


En la segunda mitad del siglo, la Cuestión de Oriente, las unificaciones italiana y
alemana y la competencia por los repartos coloniales fueron los principales motivos
de conflicto internacional, que encontraron su cauce en una nueva red de alianzas y
congresos conocida como sistema Bismarck.

El complejo problema internacional de los Balcanes se remontaba a la década de 1820


con la independencia griega, que se sustanció gracias al apoyo de las potencias
occidentales. A partir de entonces, la delicada situación en que quedó el Imperio
otomano frente a las multiétnicas poblaciones locales fomentó los expansionismos
rivales ruso y austríaco. En su búsqueda del mantenimiento del statu quo (que
resultaría gravemente alterado sobre todo en el caso de que Rusia consiguiera
abrirse paso hasta el Mediterráneo), Inglaterra se identificó con los intereses
turcos, organizando una coalición internacional en su apoyo en la Guerra de Crimea
(1853-1863). La situación no se estabilizó, y se repitieron periódicamente los
conflictos: Guerra ruso-turca (1877-1878) y Guerras de los Balcanes (1912-1913); y
las mediaciones internacionales (Congreso de Berlín de 1878, que recondujo el
Tratado de San Stefano, muy favorable a Rusia).

Los movimientos nacionalistas se generalizaron por toda Europa Central y Oriental,


en algunos casos a partir de las organizaciones surgidas en la emigración a
América, de donde surgirán sus cuadros dirigentes.46

Tras de la derrota austriaca en la Guerra austro-prusiana (1867), los húngaros, que


previamente se habían sublevado en 1848, se encontraron en situación de exigir al
Emperador el denominado Compromiso Austrohúngaro por el que se constituyó una
dúplice monarquía conocida como Imperio austrohúngaro, encauzado como expresión de
la tradicional visión multinacional de los Habsburgo.

Los Balcanes en 1899. En verde los territorios aún pertenecientes al Imperio turco.
Los Balcanes en 1899. En verde los territorios aún pertenecientes al Imperio turco.

Distribución étnica del territorio europeo del Imperio turco hacia 1876.
Distribución étnica del territorio europeo del Imperio turco hacia 1876.

Territorios sucesivamente incorporados al Reino de Italia. En anaranjado pálido, el


Reino de Piamonte-Cerdeña, fue el núcleo a partir del cual se incorporan los
territorios austriacos (en verde) de Lombardía (1859) y Véneto (1866), el Reino de
Nápoles (1860, en gris), los territorios de Italia central (1860, varios colores) y
por último, los Estados Pontificios en torno a Roma (1870).
Territorios sucesivamente incorporados al Reino de Italia. En anaranjado pálido, el
Reino de Piamonte-Cerdeña, fue el núcleo a partir del cual se incorporan los
territorios austriacos (en verde) de Lombardía (1859) y Véneto (1866), el Reino de
Nápoles (1860, en gris), los territorios de Italia central (1860, varios colores) y
por último, los Estados Pontificios en torno a Roma (1870).

El Imperio alemán unificado de 1871. En azul, el Reino de Prusia, ya había


incorporado los ducados daneses de Schleswig-Holstein (1864-66). Los distintos
reinos, especialmente en el sur (Reino de Baviera) mantuvieron su personalidad. Los
departamentos franceses anexionados formaron el Territorio imperial de Alsacia y
Lorena.
El Imperio alemán unificado de 1871. En azul, el Reino de Prusia, ya había
incorporado los ducados daneses de Schleswig-Holstein (1864-66). Los distintos
reinos, especialmente en el sur (Reino de Baviera) mantuvieron su personalidad. Los
departamentos franceses anexionados formaron el Territorio imperial de Alsacia y
Lorena.

Unificaciones de Alemania e Italia


Artículos principales: Unificación alemana y Unificación italiana.
Previamente, en 1864, se había iniciado una serie de guerras, cuidadosamente
diseñadas desde la cancillería prusiana por Otto von Bismarck, que impuso su visión
de una pequeña Alemania frente a la posibilidad alternativa: una gran Alemania que
incluyera a su rival, la monarquía austriaca. La fuerte personalidad del canciller
de hierro era expresión de los intereses sociales de la clase terrateniente
prusiana (junkers), comprometida con el peculiar desarrollo industrializador y la
unidad de mercado que se venían desarrollando desde la Zollverein (unión aduanera
de 1834) y la extensión de los ferrocarriles. Con la victoria de la coalición de
estados alemanes en la Guerra franco-prusiana (1871) se llegó a la proclamación del
Segundo Reich con el rey de Prusia Guillermo I como káiser.

En 1859 se había iniciado un diseño unificador similar para Italia desde el Reino
de Piamonte-Cerdeña, en el que destacaron las iniciativas del Conde de Cavour,
Víctor Manuel II y el decisivo apoyo francés frente a Austria. Las románticas
campañas de Giuseppe Garibaldi plantearon una dimensión popular que fue
neutralizada por las élites dirigentes (la burguesía industrial y financiera del
norte en la Segunda Guerra de la Independencia Italiana, 1859, y la aristocracia
terrateniente del sur en la Expedición de los Mil, 1860). Para 1866, tras la
Tercera Guerra de la Independencia Italiana, solo quedaba la ciudad de Roma, último
reducto de los Estados Pontificios cuya continuidad quedaba garantizada por el
compromiso personal de Napoleón III de Francia. La caída de este en 1870 permitió
la anexión final, convirtiendo al Papa Pío IX en el prisionero del Vaticano. El
papado, que había condenado al liberalismo como pecado,47 mantuvo esa incómoda
situación (Cuestión romana) con el Reino de Italia y la Casa de Saboya (considerada
la más liberal de las casas reinantes en Europa) hasta el Tratado de Letrán,
negociado con la Italia fascista de Benito Mussolini en 1929.

Francisco José I de Austria, heredó el imperio de los Habsburgo en el momento


crítico de la revolución de 1848. Su entidad multinacional le hacía el principal
obstáculo tanto para la unificación alemana como para la italiana. Logradas ambas,
la vocación de la dúplice monarquía (austrohúngara) fue el control de la zona
danubiana y los balcanes, frente a la descomposición del Imperio otomano y el
expansionismo del ruso.
Francisco José I de Austria, heredó el imperio de los Habsburgo en el momento
crítico de la revolución de 1848. Su entidad multinacional le hacía el principal
obstáculo tanto para la unificación alemana como para la italiana. Logradas ambas,
la vocación de la dúplice monarquía (austrohúngara) fue el control de la zona
danubiana y los balcanes, frente a la descomposición del Imperio otomano y el
expansionismo del ruso.

Giuseppe Garibaldi y los camisas rojas simbolizaron el sentimiento popular que


llevó a la unificación italiana o risorgimento, aunque su tendencia política
radical fue reconducida en beneficio de la burguesía industrial del norte y la
monarquía de los Saboya.
Giuseppe Garibaldi y los camisas rojas simbolizaron el sentimiento popular que
llevó a la unificación italiana o risorgimento, aunque su tendencia política
radical fue reconducida en beneficio de la burguesía industrial del norte y la
monarquía de los Saboya.

Richard Wagner representa estilísticamente el paso del romanticismo al nacionalismo


musical, y un proceso ideológico y vital similar. Su tetralogía de óperas El anillo
del nibelungo (1848-1878) recrea la mitología nórdica en beneficio de la
construcción de la identidad nacional alemana. El mecenazgo del excéntrico rey Luis
II de Baviera construyó para gloria suya el Teatro de la Ópera de Bayreuth. Todas
las ciudades importantes del mundo civilizado construyeron edificios más o menos
costosos, incluso en sitios tan alejados de Europa como Manaus o Iquitos (durante
la fiebre del caucho, como se reflejó en la película Fitzcarraldo).
Richard Wagner representa estilísticamente el paso del romanticismo al nacionalismo
musical, y un proceso ideológico y vital similar. Su tetralogía de óperas El anillo
del nibelungo (1848-1878) recrea la mitología nórdica en beneficio de la
construcción de la identidad nacional alemana. El mecenazgo del excéntrico rey Luis
II de Baviera construyó para gloria suya el Teatro de la Ópera de Bayreuth. Todas
las ciudades importantes del mundo civilizado construyeron edificios más o menos
costosos, incluso en sitios tan alejados de Europa como Manaus o Iquitos (durante
la fiebre del caucho, como se reflejó en la película Fitzcarraldo).

Giuseppe Verdi cumplió un papel semejante en Italia. Alguna pieza de sus óperas
como el Coro de los esclavos (Va, pensiero de Nabucco, 1842) se extendió
popularmente como himno revolucionario. De hecho, vitorear su propio nombre (¡Viva
V.E.R.D.I.!) se utilizaba clandestinamente como acrónimo de Vittorio Emmanuele Rege
di Italia.
Giuseppe Verdi cumplió un papel semejante en Italia. Alguna pieza de sus óperas
como el Coro de los esclavos (Va, pensiero de Nabucco, 1842) se extendió
popularmente como himno revolucionario. De hecho, vitorear su propio nombre (¡Viva
V.E.R.D.I.!) se utilizaba clandestinamente como acrónimo de Vittorio Emmanuele Rege
di Italia.

Caricatura de Cecil Rhodes, uno de los principales colonialistas británicos, como


moderno coloso de Rodas, que al tiempo que asienta firmemente sus botas sobre
África, ejerce de portador de la civilización en forma de hilo telegráfico y
ferrocarril entre El Cabo y El Cairo, el sueño del «imperio continuo» (1892).

En una caricatura de finales del siglo xix, la tarta de China empieza a repartirse
entre la Reina Victoria de Gran Bretaña, el Káiser Guillermo II de Alemania, el Zar
Nicolás II de Rusia, Marianne (personificación de Francia) y un samurái japonés.
El reparto colonial
Véase también: Reparto de África
La Revolución industrial permitió a las naciones europeas un salto gigante en el
arte de la guerra. El antiguo barco a vela fue superado por las naves impulsadas
por carbón primero, y por petróleo después. A comienzos del siglo xix los barcos a
vapor eran una curiosidad; apenas medio siglo después se botaba al mar el primer
acorazado (1856). El barco de hierro e impulsado por carbón se transformó en
símbolo del Nuevo Imperialismo, hasta el punto que la política europea de imponerse
por la vía directa del ultimátum militar pasó a ser motejada como diplomacia de
cañonero. Los progresos de la guerra en tierra no fueron menores (ametralladora,
pólvora sin humo, fusil de retrocarga). El sistema de reclutamiento del Antiguo
Régimen fue sustituido por el servicio militar obligatorio, inspirado por el más
puro sentido democrático de que todos los habitantes de la República deben
contribuir a su defensa, lo que permitió a las naciones europeas poner en pie de
guerra a ejércitos de literalmente millones de hombres, por primera vez.

El sistema internacional impulsaba a la creación de imperios. En los siglos xvi y


xvii, a diferencia de la colonización de América, y la presencia en África y el
Pacífico (limitada a bases costeras), la intervención europea en el continente
asiático se había visto obstaculizada por grandes potencias que les impedían el
paso (Imperio otomano, Gran Mogol de la India, Imperio chino e Imperio del Japón).
En el siglo xviii, varios de ellos manifestaban una franca declinación, y las
potencias europeas más audaces se aprovecharon para obtener ventaja de ello. La
penetración paulatina en la India sustituyó a los poderes locales con gobernantes
de facto, manteniendo el Raj Mogol una autoridad puramente nominal, hasta su
derrocamiento definitivo en 1857.

A estos vacíos geoestratégicos que las potencias coloniales se apresuraban a llenar


fuera de Europa, se correspondía en el continente la gestión de un delicado
equilibrio de poderes (Nuevo Imperialismo), que después del Congreso de Viena
procuraba evitar la posibilidad de reconstruir la hegemonía de ninguna potencia con
capacidad de abatir a todas sus rivales. Los nuevos territorios de ultramar
significaban el acceso a nuevas fuentes de materias primas demandadas por el
proceso industrializador.

Beneficiados por los resultados de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), que
expulsó a Francia de la India y Canadá (Guerra franco-india y Guerras carnáticas),
los británicos pudieron mantener la delantera en la carrera por un imperio mundial.
A finales del siglo xix, el Imperio británico se extendía por aproximadamente una
cuarta parte de todas las tierras emergidas, incluyendo numerosas zonas de África
(Kenia, Nigeria, Ghana, Egipto, Sudáfrica, Rodesia, etc.), la India, Australia,
Nueva Zelanda, Canadá, Jamaica, Singapur y una fuerte influencia en China. Francia
le había seguido de cerca; tras la colonización de Argelia (1830) comenzó la de
Indochina y la consolidación de sus colonias ya adquiridas (Marruecos francés,
Madagascar, África Occidental Francesa, África Ecuatorial Francesa, etc.). Los
Países Bajos asentaron su dominio sobre Indonesia, el Caribe y Surinam después de
su pérdida de influencia en África. España perdió gran parte de su imperio,
conservando solo Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas (perdidas ante los Estados
Unidos en la Guerra hispano-americana, 1898), y solo consiguió acceder a una
pequeña porción del reparto de África (Guinea Ecuatorial, el Sahara español y el
Marruecos español). Portugal logró adquirir Angola y Mozambique, y retener la
Guinea portuguesa, Macao y Timor después de la pérdida de sus colonias en
Sudamérica. Italia y Alemania, unificadas tardíamente, no alcanzaron a generar
grandes imperios coloniales, debiendo conformarse con el dominio de algunas islas
en la Polinesia y algunos territorios africanos (Libia y Somalia los italianos;
Camerún y Tanganika los alemanes).

África era un continente casi inexplorado por las potencias europeas, y la labor de
colonización fue precedida por acuciosas empresas de exploración; a finales del
siglo xix solo subsistían Liberia, Orange, Transvaal y Abisinia como naciones
independientes, cada una por razones diversas. El gran beneficiado del reparto
africano fue Leopoldo II de Bélgica, que basándose en una reputación filantrópica
(que en la práctica suponía las más atroces técnicas de explotación) consiguió
hacerse con un imperio de grandes dimensiones en el Congo que legó al pueblo belga.
Francia e Inglaterra compitieron por un imperio continuo (de costa a costa) por el
que chocaron en el incidente de Fachoda (Sudán, 1898), correspondiendo a los
británicos la posibilidad de construirlo tras la derrota alemana en la Primera
Guerra Mundial, teniendo éxito después de superar los intentos de los nativos de
pararlo en el sur de África (Guerra anglo-zulú y Guerras de los Bóeres).

En India hubo un masivo levantamiento popular contra la presencia británica


(Rebelión de la India o Rebelión de los cipayos en 1857), que llevó a la disolución
de la Compañía de las Indias Orientales y a su anexión directa a la Corona como Raj
o Imperio de la India. Los intentos de penetración en Afganistán, en medio del gran
juego contra los rusos por el dominio territorial de lo que se definió como área
pivote de Eurasia no fueron efectivos, haciendo de Afganistán un estado tapón. Siam
(actual Tailandia) también logró retener su independencia siendo un estado colchón
entre el Reino Unido y Francia en el Sudeste asiático. La expansión de Birmania
descencadenó las Guerras anglo-birmanas, cuyo resultado fue su anexión por parte
del Imperio británico bajo el nombre de Birmania británica. En China las Guerras
del Opio significó la sumisión colonial efectiva del Celeste Imperio, debilitado
internamente (en buena medida, por el propio consumo del opio cuyo intento de
prohibición causó la guerra, en nombre del libre comercio) así como también la
pérdida territorial (Hong Kong en la Primera Guerra del Opio y Kowloon en la
Segunda Guerra del Opio). En 1853 una escuadra estadounidense comandada por el
comodoro Matthew Perry llegó hasta la bahía de Yedo y arrancó al Shogunato Tokugawa
un tratado por el cual los japoneses se vieron forzados a abrirse al comercio
internacional (Tratado de Kanagawa, 1854) que desencadenó la guerra Boshin y la
posterior Restauración Meiji. En su caso, en vez de condenarles al colonialismo,
significó un revulsivo nacionalista que condujo a la Era Meiji y la modernización.

Hacia finales del siglo xix, el mundo entero era regido desde Europa o Estados
Unidos. En 1885, la Conferencia de Berlín repartía el mundo entre las potencias
europeas sin que los repartidos tuvieran voz ni voto.

El racismo era una postura intelectual ampliamente defendida. Se llegó a afirmar


que la conquista del mundo habitado era la «sagrada misión del hombre blanco»,48 de
llevar la civilización a los salvajes. Para el europeo del siglo xix era natural
pensar que las demás razas, eran por naturaleza inferiores (supremacía blanca).
Irónicamente, el darwinismo vino a proporcionar nuevos argumentos para esta
postura, ya que algunos consideraron muy seriamente que el hombre blanco era la
cumbre de la evolución humana. El epítome de esta ideología fue la creencia en la
superioridad intrínseca de la «raza nórdica», que terminará teniendo crudas
consecuencias en el siglo siguiente.

Positivismo y «eterno progreso»


Artículos principales: Positivismo y Progreso.

Uno de los primeros daguerrotipos (1839).

Charles Darwin caricaturizado como un mono (1871), en una de las muchas burlas a su
teoría de la evolución.
Desde mediados del siglo xix, la vida intelectual basculó nuevamente, desde la
postura idealista propia del romanticismo, a una objetivista y vinculada al
desarrollo científico. El éxito de las potencias imperialistas europeas al
extenderse sobre el planeta llevó a la convicción de que la cultura europea era el
epítome de la civilización. La ciencia y la tecnología estaban alcanzando un nivel
de desarrollo y retroalimentación que posteriormente se ha definido como la
interdependencia de ciencia, tecnología y sociedad. Se depositaba una inmensa fe en
la ciencia. Se pensaba que el progreso de la humanidad era imparable, y que con
tiempo, la ciencia resolvería todos los problemas económicos y sociales. A este
dogma filosófico se le llamó positivismo (Auguste Comte, Curso de filosofía
positiva, 1830-1842).

La confianza en el paradigma newtoniano se veía respondida con el descubrimiento


del planeta Neptuno (1846) o la elegancia predictiva de la tabla periódica de los
elementos (Dmitri Mendeléyev, 1869). Si la termodinámica debía más a la máquina de
vapor que al revés,49 ya no se podía decir lo mismo para el convertidor Bessemer,
la fotografía, el motor de explosión o las diversas aplicaciones de la
electricidad. Si la vacuna de la viruela fue la afortunada aplicación de una
antigua tradición rural, las vacunas de Louis Pasteur (carbunco, 1881, rabia, 1885)
eran fruto de una microbiología consciente. Georges Cuvier, James Clerk Maxwell o
Lord Kelvin, como muchos otros grandes científicos, fueron tan admirados
públicamente como lo habían sido los artistas del Renacimiento. El testamento de
Alfred Nobel (1896), fruto confesado de su mala conciencia por una vida dedicada a
los explosivos (inventó la dinamita) respondió de un modo preciso a ese espíritu
con la institución de los Premios Nobel, que aún siguen siendo el referente mundial
de la excelencia científica.

En 1859, después de más de dos décadas de reflexión que solo se atrevió a


interrumpir ante el estímulo de ser adelantado por Alfred Russel Wallace, Charles
Darwin publicó El origen de las especies. Aunque las ideas evolucionistas ya
estaban presentes en el debate científico (Linneo, Buffon, Lamarck), la idea de
selección natural como mecanismo fue la clave de su potencia explicativa. La
polémica que generó aún no ha dejado de producir consecuencias (nada tiene sentido
en biología si no es a la luz de la evolución).50 El llamado darwinismo social, que
utilizaba una lectura sesgada del evolucionismo, veía en conceptos tales como la
lucha por la vida y la supervivencia del más fuerte la justificación de prejuicios
disfrazados de teorías científico-sociales (Herbert Spencer).

Las primeras novelas de Julio Verne, utilizando el trasfondo del relato de


aventuras, son una glorificación de la ciencia y la técnica (Viaje al centro de la
Tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna, La vuelta al
mundo en ochenta días). El Verne más tardío escribió relatos mucho más sombríos,
poniendo énfasis en los peligros de la ciencia incontrolada (Los quinientos
millones de la Begún, La misión Barsac), al tiempo que su contemporáneo Herbert
George Wells hacía algo similar (La guerra de los mundos, El hombre invisible, La
isla del Doctor Moureau o La máquina del tiempo). También en el reverso del
optimismo, el realismo literario y sobre todo el naturalismo reaccionaron contra
los excesos sentimentales del romanticismo tardío construyendo una literatura
pretendidamente científica y objetiva, que estudiaba los problemas sociales de la
época (Émile Zola y su denuncia de las injusticias de la industrialización: Naná,
Germinal, etc.).

El asentamiento de la revolución liberal

La oficina del algodón en Nueva Orleans, Edgar Degas, 1873. Ante una muestra de una
de las materias primas clave de la Revolución industrial, comerciantes ataviados
con las levitas, chisteras o bombines propios de la moda burgesa de mediados del
xix (pocas generaciones antes, solo las clases bajas, los sans-culottes de la
Revolución francesa, vestirían pantalones, se dejarían barba y no llevarían
peluca). Examinan el género, consultan informaciones en prensa y dialogan para
establecer transacciones y fijar los precios según la oferta y la demanda del
mercado libre.

Laboratorio de Menlo Park, organizado por Thomas Alva Edison con un criterio tanto
científico-tecnológico como capitalista.
Capitalismo industrial y financiero. Segunda revolución industrial
La política de librecambismo reemplazó, al menos en parte, al proteccionismo de la
época mercantilista, aunque los intercambios del comercio internacional estaban
sobre todo presididos por el llamado pacto colonial que reservaba las colonias como
mercado cautivo de sus respectivas metrópolis. Aun así, las barreras para el
comercio y la inversión a escala planetaria eran sustancialmente menores que en
cualquier época anterior. Los empresarios exitosos ya no estaban limitados por el
mercado nacional a la hora de invertir y buscar ganancias.

La industrialización y el desarrollo de nuevas técnicas entró en el último tercio


del siglo xix en una segunda fase de la revolución industrial que abrió nuevos
mercados para recursos que hasta entonces carecían de toda utilidad, como el
petróleo y el caucho. En determinados casos, la extraordinaria demanda generó
verdaderas fiebres (fiebre del salitre en el norte de Chile, tras la Guerra del
Pacífico, fiebre del caucho en la Amazonia brasileña y peruana). El mundo entero se
convirtió así en un enorme y vasto mercado global, creándose así por primera vez
una red de comercio internacional de escala literalmente mundial, no solo por su
alcance geográfico, sino también por la interconexión entre los distintos productos
que se comerciaban a lo largo y ancho del planeta, sirviendo unos como materias
primas a otros y alargando las cadenas de producción, haciéndolas más intrincadas e
interdependientes.

Las figuras jurídicas de las empresas se sofisticaron, permitiéndose la disolución


de la responsabilidad individual del empresario en responsabilidad limitada a su
aportación de capital (en el Reino Unido desde 1855, en Francia desde 1863),
permitiendo la acumulación de numerosos capitales privados en sociedades anónimas
que se constituyeron en grandes corporaciones industriales, mercantiles,
ferroviarias, navieras, financieras, etc. que superaban la capacidad de cualquier
fortuna familiar, incluso las fabulosas acumuladas por los Baring, los Grosvenor,
los Rotschild, los Pereire, los Vanderbilt, etc. La concentración de empresas
adquirió formas sofisticadas (cártel, trust, holding) que alejaba cada vez más la
propiedad de la gestión (confiada a ejecutivos responsables ante los miembros de
los consejos de administración) y de la producción directa.

Las potencias industriales de Europa Occidental empezaron a experimentar la


competencia de un espacio de industrialización más tardía, pero mucho más
acelerada: Alemania (unificada económicamente desde el Zollverein de 1834 y
políticamente desde 1870). Un comportamiento similar tuvieron Japón (desde la
restauración Meiji, 1866) y los Estados Unidos (desde la victoria del norte en la
guerra civil estadounidense, 1865). Europa Meridional y Oriental tuvieron una
industrialización más lenta y localizada en focos aislados (Lombardía en Italia,
País Vasco y Cataluña en España, Bohemia en el Imperio austrohúngaro y varios
núcleos en la inmensa Rusia).

La ideología individualista y los límites al poder político configuraron a los


Estados Unidos, en continua expansión territorial y demográfica, como el lugar más
idóneo para el desarrollo del capitalismo industrial y financiero, a pesar de su
mayor recelo a la constitución de las figuras jurídicas desarrolladas en Europa. A
pesar de ello, las grandes fortunas surgidas en la industria petrolífera y el acero
(David Rockefeller y Andrew Carnegie) lograron constituir verdaderos monopolios.
Otros poderosos grupos empresariales surgieron en el sector terciario: el imperio
periodístico de William Randolph Hearst o los primeros estudios de cine (siendo los
más destacados los ubicados en Hollywood). La necesidad de innovación científico
tecnológica demandaba la superación de los inventos como una inspiración o
genialidad individualista: Thomas Alva Edison fue pionero en la idea de reunir a un
grupo de científicos, ingenieros y trabajadores especializados en un verdadero
taller de invenciones en el que importaba el proyecto de investigación común, no la
figura del inventor. El temor a que los monopolios destruyeran el ideal de libre
empresa (empresarios privados de iniciativa individual en el marco de un mercado
libre) era ampliamente compartido. La idea de concentración de poder económico era
tan amenazadora como la de concentración de poder político, y el monopolio se
asociaba a la tiranía. Se dictaron leyes antimonopolios, e incluso Rockefeller fue
llevado a juicio. Su firma, la Standard Oil Company (Esso), fue condenada a
disgregarse en 1911. Sin embargo, estas acciones no impidieron que en el paso de
los siglos xix al xx se concentrara el capital en manos de un selecto club de
multimillonarios, y que se crearan las modernas transnacionales.

La mano de obra de los sectores punteros ya no podía ser el indiferenciado


proletariado desprovisto de cualificación profesional de los sectores maduros (que
siguieron siendo mayoritarios hasta mucho más adelante). Henry Ford tenía que pagar
a los obreros de su cadena de montaje unos salarios muy superiores a los del resto
de la industria; argumentaba que era la mejor manera de convertirlos en clientes
que pudieran comprar un automóvil, el bien de consumo típico de la segunda
revolución industrial (el prototipo de Benz apareció en 1886 y el Ford T comenzó a
producirse en 1908 -hasta 1927, más de 15 millones de unidades-).

La aplicación de la electricidad a todos los aspectos de la vida cotidiana, desde


el teléfono a la iluminación, cambió incluso la forma y tamaño de las ciudades. Dos
nuevas formas de desplazamiento: el ascensor en vertical y el tranvía eléctrico en
horizontal (ambas debidas en parte a Frank Julian Sprague, 1887 y 1892),
permitieron a las viviendas alejarse de los lugares de trabajo, a los edificios
elevarse en alturas insospechadas (los negocios y las viviendas de los ricos ya no
se limitaban al primer piso y los áticos, antes reservados a los pobres, pasaron a
ser los más cotizados) y a los barrios diversificarse socialmente. Chicago fue la
primera ciudad en experimentar el nuevo modelo, gracias a su reconstrucción tras el
incendio de 1871. El Metro de Londres (inaugurado en 1863) se electrificó desde
1890, y a partir de entonces se extendió ese modelo de movilidad urbana por las
mayores ciudades del mundo. La construcción del Canal de Suez supuso un hito en la
ingeniería al ser la primera vía artificial moderna en unir dos mares (el mar
Mediterráneo y el mar Rojo), acortando el viaje entre Europa y Asia. La forma del
suministro del fluido eléctrico desató una guerra de las corrientes entre
Westinghouse (Nikola Tesla) y General Electric (Thomas Edison), uno de cuyos
episodios más morbosos fue el patrocinio de la silla eléctrica (1890) por Edison
para demostrar los peligros de la corriente alterna generada por su competidor.

La cuestión social y el movimiento obrero


Artículo principal: Movimiento obrero

El cuarto estado (Giuseppe Pellizza da Volpedo, 1901). La percepción del papel de


las masas populares como agente histórico se hizo evidente para los observadores
contemporáneos y para la historiografía desde la Revolución francesa (Jules
Michelet), pero quien le dio máxima importancia fue la definición del concepto
marxista de clase obrera. En la actualidad se suele considerar que el paradigma del
materialismo histórico ha dejado de ser el dominante (como lo fue en el ambiente
universitario en las décadas centrales del siglo xx, hasta años después del mayo
francés de 1968); habiendo recibido críticas desde posturas de derecha, así como su
revisión desde la propia izquierda. Autores británicos como E. P. Thompson
reivindican un menor mecanicismo para el estudio de la formación de la clase obrera
y el concepto de conciencia de clase, utilizando las mismas sofisticaciones
teóricas que tiene la antropología cultural con las sociedades primitivas.51
Socialismo y anarquismo
La grave crisis social encontró respuesta a nivel doctrinal en ideologías
alternativas al liberalismo.

Un grupo de aquellas respuestas fueron las identificables con el término anarquismo


(del griego, ‘sin jefes’). Los anarquistas predicaron que las reglas coactivas en
sí eran nefastas, y que debían ser abolidas por completo, en particular el Estado,
que se sostendría por la coacción y así logra imponer una economía monopólica
burguesa, para derivar a una sociedad en donde los seres humanos se regularan a sí
mismos por la vía de contratos enteramente privados. Se dividió en varias
vertientes, básicamente las evolucionarias y las revolucionarias. Una de ellas, de
índole pacifista, encarnada entre otros por León Tolstói, sostenía que debía
llegarse a esa sociedad anarquista por medios no violentos (anarquismo pacifista),
e intentaba crear comunidades ejemplares de este modelo de sociedad. Otra
vertiente, preconizada por Mijaíl Bakunin o Piotr Kropotkin (anarcocomunismo),
sostuvo que los gobiernos debían ser derribados por la fuerza, haciendo de los
métodos insurreccionales un método de lucha contra la opresión de los gobiernos,
teniendo mayor implantación en la Europa Meridional y Oriental (destacadamente en
España, Francia y Rusia) en la segunda mitad del siglo xix y primera mitad del xx.
La utilización de la violencia por individuos o pequeños grupos terroristas que se
justificaban en la retórica de la acción directa y la propaganda por el hecho dio
lugar a numerosos magnicidios y atentados contra patronos, y sirvió a su vez para
justificar la durísima respuesta represiva contra todo tipo de organizaciones
obreras (violentas o no) por parte de los estados. La corriente mayoritaria del
movimiento anarquista se centró en la estrategia sindical (anarcosindicalismo).

Otras fueron las distintas modalidades del socialismo. A comienzos del siglo xix,
una serie de pensadores o activistas políticos imaginaron utopías sociales para la
redistribución de los bienes o diferentes prácticas de producción comunitaria para
evitar la diferenciación social (Henri de Saint-Simon, Robert Owen, Charles
Fourier, Louis Blanc, Louis Auguste Blanqui, Pierre-Joseph Proudhon, etc.). Karl
Marx los calificó despectivamente de socialistas utópicos, por sostener que sus
modelos no eran sostenibles en la realidad, en contraposición a sus propias ideas,
a las que calificó de socialismo científico. Marx también despreciaba la función
intelectual del filósofo (los filósofos han interpretado el mundo de diferentes
maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo),52 y buscó el compromiso
social con las organizaciones del movimiento obrero, con el que se identificó. Su
famoso lema ¡Trabajadores del mundo, uníos!, dentro del Manifiesto comunista que
redactó junto a Friedrich Engels, se publicó en Londres el mismo día que estallaba
la Revolución de 1848 en París.

A pesar del fracaso inicial del movimiento, continuó con las actividades de
formación de la Primera Internacional (1864) en colaboración con Bakunin, del cual
finalmente terminaría por separarse por sus profundas discrepancias ideológicas y
políticas. Intelectualmente trabajó de forma continuada en su obra clave, El
capital, de la que publicó una primera parte y dejó la segunda inacabada. El
marxismo, desde un análisis intelectual crítico de la economía política del
liberalismo clásico e inspirado filosóficamente en el idealismo alemán (dialéctica
de Friedrich Hegel), y socialmente en la crítica social de los utópicos y en la
práctica de lucha del movimiento obrero; llegaba a una concepción de la historia
(materialismo histórico) que incluía un diseño estratégico de acción y un ambicioso
plan de futuro (simplificado en las vulgarizaciones difundidas por propagandistas
como Paul Lafargue y sistematizado posteriormente en el materialismo dialéctico
soviético): Comenzaría con la toma de conciencia por parte del proletariado
(conciencia de clase) de que únicamente él mismo podía ser el protagonista de su
propia emancipación, y que esta solo podía provenir de la lucha de clases contra
los propietarios de los medios de producción (los dueños del capital o
capitalistas: la burguesía). Un determinismo histórico conduciría inevitablemente a
la intensificación de las contradicciones inherentes al capitalismo, de modo que
los trabajadores se impondrían mediante una revolución proletaria que les daría el
poder. Ese poder político, junto con el poder económico que les daría la
expropiación de los medios de producción, serían usados para transformar la
sociedad mediante la dictadura del proletariado, fase previa a la abolición
completa del Estado y la construcción de una sociedad comunista, sin clases
sociales, en la que surgiría un hombre nuevo.

Tras la renovación de la Internacional en 1889 (Segunda Internacional), las ideas


marxistas fueron adaptadas por numerosos actores políticos desde dos planteamientos
opuestos: los revolucionarios (Rosa Luxemburgo en Alemania, Lenin y los
bolcheviques en Rusia, posteriormente denominados comunistas soviéticos), que
planteaban la necesidad de ir hacia la revolución proletaria mediante una
estrategia insurreccional diseñada por una minoría dirigente (el partido) que
actuaría como vanguardia revolucionaria; y los revisionistas (Eduard Bernstein) que
entendían que la participación política, sin una perspectiva inmediata de
revolución proletaria, podía conducir a la mejora de las condiciones sociales en
beneficio de la clase trabajadora. En Alemania, como respuesta al régimen de Otto
von Bismarck, surgió la socialdemocracia alemana que se encauzó dentro de las vías
parlamentarias. En Francia, con la alternancia entre los movimientos monárquicos y
republicanos hizo que estos últimos se formara los llamados republicanos moderados,
de los cuales serían la base de la izquierda francesa. En Inglaterra, desde
similares planteamientos moderados, la Sociedad Fabiana y los sindicatos (Trade
Unions) conformarían el laborismo.

Proudhon y sus hijos, por Gustave Courbet (1865). Era de los considerados
socialistas utópicos por los posteriores, autodenominados científicos. Sin embargo
la observación científica frente a las ensoñaciones románticas fue uno de los
postulados de Proudhon.
Proudhon y sus hijos, por Gustave Courbet (1865). Era de los considerados
socialistas utópicos por los posteriores, autodenominados científicos. Sin embargo
la observación científica frente a las ensoñaciones románticas fue uno de los
postulados de Proudhon.

Karl Marx, quien por sus planteamientos sobre la política y la economía del cual
fue la base ideológica de los movimientos socialistas en el mundo, se convirtió en
el máximo referente del comunismo.
Karl Marx, quien por sus planteamientos sobre la política y la economía del cual
fue la base ideológica de los movimientos socialistas en el mundo, se convirtió en
el máximo referente del comunismo.

Mijaíl Bakunin, una de las persona más destacadas entre aquellas que plantearon la
aplicación del anarquismo.
Mijaíl Bakunin, una de las persona más destacadas entre aquellas que plantearon la
aplicación del anarquismo.

William Morris, artista e intelectual, sin vincularse ideológica ni orgánicamente


al marxismo ni al anarquismo, se aproxima al movimiento obrero como muchos otros
reformistas sociales.
William Morris, artista e intelectual, sin vincularse ideológica ni orgánicamente
al marxismo ni al anarquismo, se aproxima al movimiento obrero como muchos otros
reformistas sociales.

Cuestión social y leyes sociales

Dibujo satírico de Punch (1891) contra la jornada de ocho horas, reivindicación


clásica del movimiento obrero que dio origen a la celebración reivindicativa del
Día internacional de los trabajadores en el primero de mayo en honor a los muertos
en la revuelta de Haymarket. El personaje enmascarado y con hacha es el nuevo
sindicalismo, que presenta una versión socialmente igualitarista del antiguo lecho
de Procusto: todos los trabajadores deberán ajustarse a él, alargándose o
acortándose aunque no les convenga.
La cuestión social, es decir, la conciencia de la grave situación de las clases
bajas, y su percepción como amenaza por parte de las clases medias y altas, se
había convertido en un tópico. Los escasos medios paliativos de la caridad
tradicional, del paternalismo de muchos empresarios y de las llamadas a la justicia
social por parte de instituciones religiosas o de otro tipo de asociaciones
humanitarias, no parecían suficientes dada la magnitud de las masas degradadas a la
condición del lumpemproletariado. Incluso desde las posiciones políticas burguesas
(conservadoras, reformistas o liberales) se planteaba la necesidad de leyes (el
derecho laboral) que protegieran a los trabajadores de las consecuencias más graves
del pauperismo y la degradación social, a pesar de que tal cosa fuera incompatible
con el concepto de estado mínimo liberal o con el respeto a la literalidad de las
propuestas de la economía clásica. Desde fechas tan tempranas como 1830, aunque de
forma esporádica e inorgánica, se fue prohibiendo o limitando el trabajo infantil;
y mucho más adelante se fueron estableciendo diferentes tipos de controles
sanitarios o de seguridad laboral e inspección de trabajo. Con la misma lógica, se
establecieron descansos en domingos y festivos, jornadas máximas,53 salarios
mínimos y todo tipo de seguros sociales: de invalidez, de enfermedad, de vejez y de
desempleo; así como políticas de contenido social como la escolarización
obligatoria. En muchos países se fue permitiendo que la actividad sindical, cuya
prohibición era un requisito de la libre contratación necesaria para el mercado
libre, fuera convirtiéndose en legal (derecho de asociación, derecho de huelga),
del mismo modo que se levantaron las prohibiciones a las asociaciones
empresariales. En cualquier caso, tanto unas como otras habían tenido acogida en
otras instituciones (montepíos, clubes de todo tipo, cámaras de comercio, etc.).

El primer cuerpo orgánico de leyes protectoras de los trabajadores se implantó en


Alemania entre 1870 y 1880 por iniciativa de Otto von Bismarck, quien a pesar de su
origen social en la aristocracia prusiana y sus apoyos entre la burguesía
capitalista, entendió la necesidad de combatir políticamente a los socialistas
privándoles de sus principales causas de queja y conseguir la estabilidad social y
la cohesión nacional del nuevo estado unificado, que como todos los europeos y
americanos, fue implantando el sufragio universal. Un estado que reconoce al más
pobre la misma capacidad de decisión política que al más rico, por su propia
seguridad se ve obligado a procurar que también pueda ejercer su libertad en
mínimas condiciones de dignidad humana. Es el denominado estado social, precedente
del estado de bienestar y pieza necesaria de la sociedad de consumo de masas.

La sociedad de masas

Un grupo de trabajadores en una fotografía rotulada: Mediodía ante la cantina,


leyendo The Hog Island News (Filadelfia, Estados Unidos, 1918).
El siglo xix, como producto de la industrialización, vio el surgimiento de la
moderna sociedad de masas, como oposición a la vieja división entre una reducida
élite aristocrática y la gran masa del bajo pueblo. Esto ocurrió porque los costos
de producción de las mercancías bajaron, quedando la producción a disposición de
nuevos actores sociales, la clase media, con nuevos medios económicos provenientes
de las profesiones liberales, y que por ende pudieron ascender socialmente. Los
nuevos inventos tendrían un impacto en la sociedad sin precedentes, como el
envasado de comida en latas (desarrollado inicialmente por Nicolás Appert para el
ejército napoleónico), que permitió que las nuevas clases sociales accedieran a
nuevas fuentes de alimentación, o el cinematógrafo de Auguste y Louis Lumière, que
marcó un antes y un después en la industria del entretenimiento.

A esto contribuyó la implantación, a lo largo del siglo xix, del sistema de


educación primaria obligatoria, que tendió a reducir drásticamente las tasas de
analfabetismo en Europa (si bien no a erradicarlo). La mayor cantidad de público
lector incentivó el desarrollo de la prensa escrita, incluyendo fenómenos tales
como la prensa amarilla. Los modernos métodos de impresión, por su parte,
permitieron aumentar la producción de libros. A inicios del siglo xix, el libro de
poemas El corsario de Lord Byron se transformó en el primer libro en la historia
con un tiraje inicial superior a los 10 000 ejemplares. También se desarrolló una
nueva forma de literatura popular, el folletín, híbrido entre la prensa escrita y
la antigua novela, que se publicaba por entregas en los diarios. A través del
folletín fueron dadas a conocer obras como Los misterios de París de Eugène Sue,
Los tres mosqueteros y El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Los miserables
de Víctor Hugo o David Copperfield y Oliver Twist de Charles Dickens. A finales del
siglo, por iniciativa del mencionado Víctor Hugo, surgieron los primeros convenios
internacionales sobre derecho de autor.

Todos estos nuevos sucesos, por supuesto, abarcaban tan solo a la sociedad europea,
y en medida más reducida a la de América. En el resto del mundo, sometido al
dominio colonial europeo, las nuevas condiciones de vida alcanzaban tan solo a la
clase social europea, mientras que los nativos proseguían viviendo el magro estilo
de vida que habían heredado desde antaño.

Véase también: Sociedad preindustrial


Moral victoriana, tradiciones inventadas y comunidades imaginadas

La reina Victoria en su Jubileo (1887).


La característica más notoria de las costumbres sociales de la época fue el
puritanismo moral, cuyo símbolo máximo se encarnó en la Reina Victoria (según
Lytton Strachey, ese rasgo solamente se acentuó después del fallecimiento de su
esposo, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo, en 1861),54 caracterizado por una
exacerbación de los principios morales, y en la represión sistemática de las
pasiones, en particular las de orden sexual.

Cualquier desviación de conducta se calificaba como libertinaje, cuya presencia


social era también notoria: es el caso de Oscar Wilde, que pagó su desafío
literario y personal a las convenciones sociales con una condena a presidio. La
pureza moral como ideal social ocultaba una evidente hipocresía o doble moral,
denunciada por el propio Strachey (Victorianos eminentes) y por el fundador del
psicoanálisis, el austríaco Sigmund Freud, que interpretó las enfermedades mentales
y neurosis como derivadas de la represión sexual. La figura real de Jack el
destripador muestra hasta qué punto la sordidez del mundo de la prostitución en
callejuelas portuarias no era ajena a los personajes de la alta sociedad
londinense. En el mundo de la ficción, la misma realidad dual es genialmente
representada con El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde, 1890), El extraño caso del
Dr. Jekyll y Mr. Hyde (R. L. Stevenson, 1886) o Drácula (Bram Stoker, 1897).

En Francia, teóricamente de costumbres mucho más relajadas, Gustave Flaubert y


Charles Baudelaire tuvieron que enfrentarse a procesos judiciales contra Madame
Bovary y Las flores del mal (ambas de 1857). La aparente alegría de vivir y el
ambiente de vodevil en el París libertino de Naná (Émile Zola, 1889) no dejaba de
presentar también un lado oscuro que empujaba a la búsqueda de Los paraísos
artificiales (Charles Baudelaire, 1860) por parte de Los poetas malditos (Paul
Verlaine, 1888).

Paradójicamente, las tradiciones en nombre de cuyos valores se ejercía la censura


moral o política, y se construían las identidades nacionales de todos los países,
eran en buena medida inventadas, y las mismas comunidades, imaginadas. Tal
condición no les restaba eficacia, sino todo lo contrario, exigía una gran energía
social y la aplicación de mecanismos ideológicos de todo tipo, como los grandes
programas monumentales que inmortalizaban en piedra y bronce las glorias nacionales
y los ejemplos de vida virtuosa.55

Véase también: Moral victoriana


Abolición de la esclavitud
Artículo principal: Abolicionismo

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