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Es lo que ha mostrado el brillante estudio de J. Casanova, Religiones públicas en
el mundo moderno, Madrid, 2000, pp. 286-315.
formas de vida animales. Los signos y dibujos de las tumbas, los
alimentos y los objetos que las rodean, la preocupació n por el difunto,
má s allá de la destrucció n del cadá ver, son testimonio de personas que se
preguntan por el significado de la muerte y se preocupan por la posible
vida de ultratumba del muerto2. Los monumentos funerarios de la
antigü edad testimonian la preocupació n religiosa má s que los mismos
templos y santuarios, y son tan antiguos o má s que ellos.
Todas las religiones contienen ritos de pasaje, es decir, ofrecen un
amplio repertorio de ritos y creencias para abordar las experiencias
límites del nacimiento y de la muerte. Y es que aquí tocamos uno de los
elementos constitutivos de la conciencia humana, que la hacen diferente
del resto de los animales. El hombre es el ser que se pregunta por el
sentido de su existencia y que no asume el nacimiento y la muerte como
meros hechos, desnudos de significació n. Nuestro reloj natural o
bioló gico no es fundamentalmente diferente del resto de los animales,
pero sabemos que vamos a morir y nos preguntamos por el significado y
el porqué del nacer y el morir. Esta pregunta es fundamental, ya que
segú n la evaluació n
2
El interés por los muertos es constatable en el Paleolítico inferior y las
sepulturas más antiguas tienen más de cien mil años, aunque el apogeo de la
ornamentación y enriquecimiento de las tumbas no se da hasta el homo sapiens sapiens.
Cf. F. Facchini, «La emergencia del homo religiosas. Paleoantropología y paleolítico», en J.
Ríes (ed.), Tratado de antropología de lo sagrado 1. Los orígenes del hombre religioso,
Madrid, 1995, pp. 15M82.
que hagamos del origen y del final de la existencia humana, así también
configuramos nuestra vida. Es una paradoja la constante preocupació n de
los vivos por el significado de la muerte, siempre culturalmente
interpretada.
Podemos hablar del hombre como del ver arrojado a la vida, en la
línea de Heidegger, o ver la existencia como un don divino, en la línea de
las tradiciones bíblicas, pero siempre nos interrogamos sobre ella. Lo
mismo ocurre en lo que concierne a la muerte, de la que siempre
ofrecemos una interpretació n, sin quedarnos en su mera facticidad
bioló gica. Y es que las experiencias límites del origen y final de la vida
despiertan una gran cantidad de resonancias, expectativas y temores, que
luego se tematizan y conceptú an formando Los grandes sistemas
filosó ficos. En torno a ellas surgen mú ltiples significados y
hermenéuticas, que no solo se relacionan con la racionalidad, sino que
abarcan el campo de las experiencias vitales y suscitan afectos dispares
de gozo y temor, de esperanza y de angustia, de sentido y de sinsentido.
Entramos en contacto con el nacimiento y la muerte de forma global y
unitaria, y reaccionamos racional y afectivamente desde nuestras
carencias y temores, expectativas y deseos.
Es toda la persona, con distintos registros y niveles, la que se siente
concernida y cuestionada por el hecho del nacimiento y de la muerte. La
racionalizació n y evaluació n de estas vivencias es lo que viene luego. Lo
inicial es una experiencia pre reflexiva que con cierne a toda persona y a
la que no puede responderse simplemente con una hermenéutica
conceptual. El marco de la experiencia es previo y mucho má s amplio que
el de la conciencia y sus intentos de racionalizació n. Nos sentimos
cuestionados por situaciones de vida y muerte, sobre todo cuando se
trata de seres queridos y cercanos, y desde esa vivencia global
reflexionamos sobre su significado, apoyá ndonos en los moldes culturales
que tenemos. Por eso son eventos que no pueden reducirse a simples
hechos bioló gicos, susceptibles de un mero tratamiento médico o
científico. Son acontecimientos fundamentales que suscitan en cada
persona resonancias, preguntas, expectativas y temores en los que se
mezclan los componentes emotivos con los racionales.
El hombre emerge de la vida animal con una constitució n
paradó jica, que le predispone para que estas preguntas y vivencias surjan
de forma espontá nea e insoslayable. Los animales está n objetivamente
regulados por los mecanismos instintivos y reaccionan con respuestas
inmediatas y necesarias a los estímulos que reciben. En cambio, el
hombre es un animal metafísico por excelencia, es decir, no se comporta
simplemente de acuerdo con el mecanismo regulador de los instintos,
sino que los supera. Puede jugar y luchar contra algunos instintos tan
determinantes corno el de supervivencia, el sexual o la agresividad. No es
la descarga de la presió n instintiva el ú nico mecanismo regulativo de la
conducta humana, sino que el hombre suple sus carencias instintivas y su
limitació n bioló gica con su capacidad de aprendizaje. La cultura es
nuestra segunda naturaleza y recurrimos a ella para afrontar esos
acontecimientos. El ser humano necesita valores, ideales y horizontes de
comprensió n para responder a las preguntas acerca de qué es el hombre
y cuá l es el significado de la vida.
El saber cultural no es simplemente un problema de curiosidad
intelectual, ni se trata de una mera actitud pragmá tica de la que
podríamos prescindí como un lujo innecesario. El ser humano es un
animal que se pregunta y las preguntas, má s que las mismas respuestas,
son la estructura misma del pensamiento. Pensar es aprender a
preguntarse y crecer es ejercitarse en la pregunta, como hace el niñ o
pequeñ o, que lo cuestiona rodo, en lugar de quedarse en un mero asumir
facticidades. Si el hombre es un animal de realidades, como afirma Zubiri,
lo que es problemá tico es la realidad misma, tanto la de la naturaleza
como la del ser humano, que son las que nos interpelan.
No es que el hombre pueda decidir libremente si se pregunta o no,
sino que la realidad misma le obliga a interrogarse. Las realidades exigen
ser evaluadas e interpretadas, y la conciencia humana es siempre
intencional y referencial. Pero no se trata solo de una problemá tica
racional, sino que es existencial, ya que el hombre es un problema para sí
mismo. Tiene que aprender a afrontar la realidad no solo desde la
curiosidad intelectual, sino también desde la inquietud no exenta de
angustia y temores que le produce su propia existencia. El quién soy, de
dó nde vengo y adó nde voy marcan la diná mica de la bú squeda humana y
constituyen la raíz desde la que tenemos que evaluar todos los saberes.
En este contexto, las creencias son inevitables. Precisamente porque
somos hijos de una cultura, lengua y tradició n, asumimos cosas de las que
no tenemos experiencias directas e inmediatas. Por aprendizaje cultural
asumimos muchas informaciones, a las que prestamos crédito aunque no
las hayamos comprobado por nosotros mismos. Asentimos a lo que nos
enseñ an, ya que toda enseñ anza implica una jerarquizació n de saberes
que hay que impartir, y con ello ampliamos el horizonte de nuestra
experiencia con las aportaciones de las generaciones que nos han
precedido.
Esto os lo que hacen los sistemas filosóficos. El hombre es un animal
social y político, se guía por aprendizaje social y establece su identidad en
el contexto de una cultura, que constituye su segunda naturaleza. Ahí es
donde surgen los primeros problemas específicamente humanos: el
significado del nacimiento y la muerte; la necesidad de valores desde los
que orientar su conducta; las actitudes con las que hay que afrontar los
acontecimientos de la vida, etc. Es un animal que se pregunta, que
interpreta y que aprende reglas sociales de comportamiento. En este
sentido es un animal metafísico. Necesita cosmovisiones para edificar
desde ellas su identidad personal y colectiva, que no le viene dada por los
meros instintos y que está determinada por las relaciones interpersonales,
tanto en el plano individual como en el colectivo.
La filosofía se desarrolla poco a poco como un saber con pretensiones
de universalidad y de verdad. Analiza las distintas dimensiones de la
cultura, de la sociedad y de la naturaleza, y establece evaluaciones críticas,
reflexivas e interpretativas. No tiene un objeto específico ni se limita a un
á mbito determinado, sino que abarca todo el espacio de las relaciones
humanas. Si el hombre es un animal de realidades tiene que evaluarlas,
juzgarlas y darles un significado. Por eso no basta con la mera facticidad,
sino que hay que interpretarla y darle significado. Surge así el amor a la
sabiduría, la capacitació n del hombre para dominar conceptualmente la
realidad, el afá n de evaluar la validez, el significado y las consecuencias de
las construcciones humanas. La filosofía se erige en juez, vigilante,
acomodadora, interprete y también instancia reguladora de los distintos
saberes y disciplinas. Por eso surge una filosofía política, social y religiosa,
una cosmología y una antropología, una teología racional y una estética,
una ética y una gnoseología.
El punto de partida es la razó n y hay que reflexionar sobre có mo la
utilizamos, có mo se constituye y cuá les son sus pretensiones y sus límites
(Kant). Hay que estudiar también las realidades constitutivas del hombre,
que generan diversas disciplinas filosó ficas, segú n los objetos de
conocimiento, que se multiplican constantemente: filosofía de la ciencia, de
la cultura, de la historia, del arte, de la religió n, etc. En Occidente la
filosofía ha tenido unas pretensiones mayores que en otras culturas.
Partiendo de la correlació n entre pensamiento y ser (desde Parménides) y
de la potencialidad universal de la razó n (todo lo racional es real y
viceversa: Hegel) ha buscado racionalizarlo todo y someterlo al test de la
reflexió n filosó fica. Contra estas pretensiones ha reaccionado la misma
filosofía, poniendo límites a la capacidad y uso de la racionalidad. De ahí la
importancia de la Ilustració n como esfuerzo global por establecer la
validez de la razó n y sus á mbitos, a partir de una pluralidad de corrientes.
Cada escuela da la primacía a una dimensió n de la realidad, del
conocimiento y del mismo hombre: empirismo, racionalismo,
romanticismo, vitalismo, existencialismo, etcétera.
Theologische Holzwege, Tübingen, 1971; Das Elend derTheologie, Harnburg, 1979. Como
rc~puesta al racion.,lisnw uítico remito a J. A.
Estrada, Dios en las tradictones filosóficos 11. De la muerte de D1cs a la cns¡s delsujeto,
Yladrjd, 1996, pp. 239-280.
Las creencias y los saberes responden a expectativas humanas que
superan la racionalidad, ya que tienen raíces corporales. En la modernidad,
desde Spinoza a Freud, pasando por Nietzsche y el mismo Schopenhauer,
hay una larga tradició n que acentú a que no poseemos algo, un cuerpo o
afectos, ni siquiera ideas, sino que somos realidades psicosomá ticas, sin
que haya un yo que se constituya al margen de ellas. El subsuelo de la
razó n es el mundo de la afectividad y hay una interdependencia constante
entre ambos. El hombre reacciona globalmente ante los acontecimientos y
las pasiones penetran en nuestras mismas racionalizaciones, sin que
podamos establecer una clara demarcació n entre ambas como pretende el
planteamiento cartesiano. Ni sabemos lo que sentimos, ni a veces sentimos
lo que sabemos. De ahí la trampa de las racionalizaciones que no logran
penetrar en el entramado de las pasiones que canalizan a la misma
racionalidad.
Con razó n afirmaba Kant, radicalizando el principio socrá tico del
«conó cete a ti mismo», que solo el que ha bajado al infierno del
autoconocimiento puede superar la tendencia a la autodivinizació n que
hay en cada hombre7 8. En la época contemporá nea ha sido Freud el que
mejor ha mostrado hasta qué punto el «yo no es dueñ o de su casa» y có mo
las diná micas de la afectividad se cuelan en las mismas racionalizaciones. Y
es que la razó n no lo es todo, aunque tiene que estar en todas partes. Por
eso hay que criticar las pretensiones totalitarias de la razó n, aunque no
podemos caer en la crítica total de la razó n, ya que la racionalidad es
estructural del ser humano.
La razó n no lo es todo ni puede responder a todas las carencias,
proyectos y preguntas humanos, como bien afirmaba Pascal, pero tiene que
estar en todas partes, ya que la irracionalidad se vuelve contra el hombre,
bloqueando su capacidad reflexiva y su libertad. El deseo, la imaginació n y
la fantasía van mucho má s allá de lo que nos permite la razó n, pero sin ellos
tendríamos una razó n estéril, má s repetitiva que creativa. Y es que la razó n
que no dialoga con «lo otro», de lo que depende y que está má s allá de ella,
es la que produce monstruos, como bien indica Francisco de Goya. El pan-
racionalismo que quiere acabar con las ilusiones, en la línea de Freud4, cae
asimismo en la ilusió n de que es posible vivir con la mera y desnuda razó n.
7
«Solo la bajada al infierno del autoconocimiento destierra el camino que
lleva a la autodivinización» (La metafísica de las costumbres, Madrid, 1989, p. 307
[Kantswerke VI. Die Metaplrysik der Sitien, Berlín, 1968, p. 44 Jj).
8
«La primacía de! intelecto está, desde luego, muy lejana, pero no
infinitamente, y, como es de prever, habrá de marcarse los mismos fines cuya
realización esperan ustedes de su Dios: el amor al prójimo y la reducción de!
sufrimiento [...] Nuestro dios logos realizará todo lo que de estos deseos pérmica la
naturaleza exterior a nosotros, pero muy poco a poco, en un futuro impreciso y para
nuevas criaturas humanas» (S. Freud, El porvenir de una ilusión, Madrid, ,019K4, p.
191).
Pero la razó n pura no existe, es una ilusió n.
9
Éste es el sentido de las proposición 6.45 del Tractatus: «La visión del mundo
sub specie aeterm es su contemplación como un rodo limitado. Sentir el mundo como un
todo limitado es lo místico» (L. Wittgcnsrein, Tractatus Logico-Philosophi- cus, Madrid,
*1980, p. 201).
rebasan esos límites, al qué podemos saber, hacer y esperar.
A su vez, la angustia heideggeriana del ser para la muerte es una
tematizació n metafísica de la conciencia de nuestra infundamentació n y de
la pretensió n de supervivencia que se da en todo hombre. A ella responden
las metafísicas y las religiones, que inicialmente estaban unidas y
mezcladas, ya que eran saberes culturales que provenían de una
experiencia comú n10. Hay que subrayar la importancia que tiene esta
conciencia difusa de finitud y contingencia, ya que es una expresió n radical
de la conciencia que tenemos de la infundamentació n de la vida humana y
del universo en el que surge. Las viejas metafísicas plató nicas y
aristotélicas, que buscaban principios explicativos y constitutivos de la
realidad, responden a las mismas inquietudes que los sistemas religiosos
antiguos. Las metafísicas plató nica y aristotélica recurren a principios
divinos para explicar la realidad del mundo y del hombre. Ambas parten
de una convicció n ontoló gica y existencial: el orden y sentido del ser no
puede justificarse por sí mismo.
Todos ellos contienen una conciencia de infundamentació n que es el
reverso de la contingencia ontoló gica de la realidad que experimentan, y
rechazan que la totalidad de la realidad pueda explicarse desde el mundo
material y empírico circundante. La onto-teología griega tiende a hacer de
Dios la clave de bó veda de su sistema de interpretació n del ser. Esta
sistematizació n racional obedece a lo incompleto e imperfecto de la
realidad, tal y como la capta el logos humano. Por eso, la religió n no solo
surge en el campo de la ética sino también en el de la ontología. Aristó teles
busca explicar la realidad desde principios metafísicos y desde una causa
divina. Surge así la teología natural, tan criticada por Heidegger, en la que
se identifica a Dios con un principio filosó fico. Pero este proceder,
inadmisible en cuanto que integra a Dios en un sistema del que es parte,
obedece a una intuició n global de la que participan los griegos: el universo
no se explica por sí mismo y la pregunta por Dios surge de forma
espontá nea al contemplarlo y reflexionar sobre él. No se demuestra a Dios,
pero se alude a uno de los lugares que tradicionalmente han originado la
bú squeda religiosa: la contemplació n del universo.
Hay una intuició n global de la contingencia y finitud del cosmos y de
todo lo que encierra. Se buscan referentes trascendentes desde los que
explicar por qué existe el mundo y el hombre, rechazando la mera
facticidad positiva y buscando causas, fundamentos, principios o agentes a
los que achacar su existencia. Las cú pulas de viejos templos primitivos
representan, a veces, el espacio estrellado, con su grandiosidad e infinitud,
10
Remito al miro como punto de partida de la ciencia, la filosofía y la religión: J.
A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas i. Aportas y problemas de la teología natural,
Madrid, 1994, pp. 29-47.
que suscitan la admiració n y el temor del hombre. Desde ahí se recurre a la
divinidad (una o plural) como autora y fundamento del universo.
Los viejos sistemas metafísicos y los credos religiosos tienen puntos
comunes. Por un lado, buscan dar respuestas totales al hombre, tanto en lo
que concierne a su existencia como en lo que respecta al universo. Esta
pretensió n de totalidad está inserta en la misma constitució n natural
humana. El hombre no se conforma con la fragmentan edad y parcialidad
de su ser y del presente histó rico en el que vive, ni se circunscribe a la
realidad limitada con la que entra en contacto. Inevitablemente pasa de los
entes al ser, del contexto a la pretensió n de absolutez, de la particularidad
concreta a la universalidad global. Parece que hay en la naturaleza humana
un rasgo trá gico. Somos finitos, pero ansiamos la infinitud, mortales
sedientos de inmortalidad, humanos, pero ansiosos de lo divino.
Junto a la experiencia de contingencia está la pretensió n de absolutez,
ante la inevitable infundamentació n de la realidad. Buscamos un
fundamento ú ltimo, que siempre cognitivamente es penú ltimo y remite a
otro posterior, que se nos escapa indefinidamente. La imposibilidad de
ultimidad se basa en la finitud, limitació n e incapacidad de la conciencia
humana, que siempre se refiere a un todo al que no puede llegar ni abarcar
por sí misma. Solo el «ojo divino» podría abarcar la totalidad de lo
existente, mientras que la perspectiva humana extrapola e interpreta lo
existente, sabiendo que traspasa los límites de la experiencia y de la razó n,
en pos de lo ú ltimo que nunca se alcanza. Buscamos certezas de ultimidad,
que no podemos fundamentar aunque justifiquemos nuestras certezas con
razones y argumentos. Así surgen las creencias y las convicciones, que
responden de forma ú ltima y global a las preguntas inevitables que nos
hacemos. En realidad todas las respuestas son penú ltimas, ante cuestiones
siempre replanteadas. No hay respuestas universales que convenzan a
todos y tenemos que quedarnos con convicciones particulares y nuestra
pretensió n de universalizarlas argumentativamente. Asumimos que son
saberes y, como tales, hermenéuticas de origen humano, aunque pudieran
estar inspiradas por la divinidad, si es que existe11.
De esta forma las religiones pretenden ultimidad y absolutez, má s allá
de la experiencia empírica y mundana. Nace así lo sagrado, lo inmutable, lo
absoluto, lo divino, lo santo como el á mbito ú ltimo desde el que hay que
comprender la realidad. Hay un campo comú n en el que surgen los
principios meta físicos constitutivos del ser, propio de las grandes
ontologías clá sicas, los teoremas científicos y los dioses de las religiones.
11
Remiro al sugerente estudio de R. Avila, «Razón, virrud, felicidad. La crisis de la
metafísica como crisis de La razón y de la fe»; Revista de Filosofía 11 (1999), pp. 43-67. La
profesora Avila defiende un sentido fuerte de la metafísica, en cuanto necesidad y
exigencia humana, aunque los diversos sistemas metafísicos sean, inevitablemente,
hermenéuticas globales siempre criticables y replanteables.
Todos buscan causas y principios desde los que explicar la realidad
existente y captar su significado. Los sistemas filosó ficos buscan explicar
racionalmente el mundo, los científicos dominarlo de forma utilitarista y
pragmá tica, los religiosos ofrecer pautas de comportamiento y
significaciones simbó licas para la vida.
Hay una relació n de rivalidad cosmovisional y de complementariedad
entre filosofía y religió n, ya que la primera se limita al á mbito de la razó n y
desde ella evalú a los pronunciamientos religiosos. Esta cercanía crítica ha
sido especialmente fuerte en la cultura occidental. El comienzo del
segundo milenio está marcado por la fe que pregunta al intelecto
(Anselmo de Canterbury), por la complementariedad entre fe y razó n
(Tomá s de Aquino) y por los intentos de subordinar la filosofía a la
religió n (Escolá stica) y de criticar la religió n en nombre de la razó n
(tradició n ilustrada). El segundo milenio es escenario de una interacció n
constante y mutua entre filosofía y religió n, pasando por etapas y autores
que buscan confrontarlas, reconciliarlas o integrarlas en uno de los dos
polos. Esta tensió n diná mica, que se inició ya con la helenizació n del
cristianismo y la asunció n de la filosofía griega, es una de las claves para
comprender lo que es Occidente y el cará cter diná mico y crítico de la
religió n y la filosofía en su á rea de influencia.
Hoy las religiones en Occidente está n sometidas a fuertes tensiones.
El desarrollo científico ha planteado problemas a su visió n del mundo
(Galileo) y del hombre (Darwin), obligando a una relectura crítica de sus
textos fundacionales. Hoy el problema se agudiza en el á mbito de la moral
teoló gica, ya que ésta corresponde a una visió n del hombre que ha
quedado superada por los avances científicos. Por eso la religió n pierde
credibilidad y plausibilidad. También desee el punco de vista filosó fico la
religió n ha sido sometida a una dura crítica a nivel de creencias
(desviació n ideoló gica), de funció n social (crítica política), de praxis ética
(moralismo) y de cosmovisió n (lo sobrenatural como construcció n
platonizante). Los dos ú ltimos siglos han criticado lo religioso desde
diversas instancias, insistiendo en su cará cter de construcció n humana
(proyecció n) sin referente alguno.
15
Un buen análisis de los cambios socio-culturales que han llevado al nacimiento
de la filosofía de la religión como heredera del viejo teísmo filosófico es el que ofrece A.
Torres Queiruga, L¿i constitución moderna de la razón religiosa, E.siella, 1992, pp. J 49-
222.
el teísmo racional, propio de la teología natural o filosó fica, y el teísmo
revelado, basado en experiencias de los grandes fundadores de las
religiones. Ambos ofrecen un sistema de creencias. En el primer caso se
considera accesible para la razó n y origina lo que Kant llamaba la fe
racional y la religió n en los límites de la razó n. En el segundo se basa en las
vivencias, valores e interpretaciones de una personalidad religiosa y crea
una religió n determinada. En las religiones bíblicas ambas tradiciones
convergen en la afirmació n de un Dios que se comunica a personas
inspiradas y que puede ser encontrado por la razó n humana a partir de la
creació n.