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ORIGEN Y SIGNIFICADO

DE LAS CREENCIAS RELIGIOSAS

La existencia de las religiones, su universalidad y su pervivencia es uno de


los fenó menos humanos má s sorprendentes. A pesar de las reiteradas
ocasiones en que se ha pregonado la muerte de la religió n, las religiones
concretas han tenido capacidad para afrontar y superar sus crisis,
evidentemente a costa de una transformació n y evolució n, a veces radical.
A finales del siglo XX constatamos incluso el auge de algunas tradiciones
religiosas, que se anuncian como componentes esenciales para lo que será
el siglo XXI. El fenó meno religioso tiene una relevante importancia para
comprender lo que ocurre en nuestras sociedades. Sus implicaciones
alcanzan todos los dominios: la ética, la enseñ anza, la política, la economía,
la demografía, el orden internacional, etc. Es necesario por tanto analizarlo,
con independencia de cuá l sea la postura personal de cada uno, creyente o
increyente, aunque, inevitablemente, el propio credo influirá en la
valoració n de las cosmovisiones religiosas y sus consecuencias. Se crea en
Dios o no, las religiones existen, y su universalidad y persistencia tienen
que ser explicadas y evaluadas.
En este capítulo queremos indicar algunas experiencias que han dado
lugar al nacimiento de las creencias religiosas, para desde ahí analizar por
qué y para qué de la religió n, y explicitar su significado antropoló gico y
social. Veremos también sus vinculaciones, interdependencias y
confrontaciones con la filosofía y, en menor medida, con la ciencia. No se
puede escribir la historia de la religió n sin tener en cuenta su interrelació n
con la filosofía; y en los ú ltimos siglos han cobrado relevancia el diá logo y
la confrontació n con la ciencia. Pero es que, a su vez, las filosofías y las
ciencias nunca se han desarrollado al margen de las religiones. Má s aú n,
inicialmente la cosmovisió n global que dominaba la sociedad era religiosa.
El saber unitario, de fusió n global, propio de las sociedades primitivas, que
reconocemos en las mitologías, no deja dudas sobre el tronco comú n del
que nacieron, inicialmente mezcladas, la religió n, la filosofía y la ciencia,
sin que se pudiera establecer un criterio de demarcació n estricto entre
ellas.
En una era científica como la nuestra no se puede reflexionar sobre lo
específico de cada religió n sin tener en cuenta el diá logo con las ciencias y
con las distintas filosofías de la ciencia. Entre ellas destaca el racionalismo
crítico, quizá s la corriente que má s resonancia ha tenido en la segunda
mitad del siglo XX. Fin relació n con ella intentaremos mostrar el significado
de las creencias y de las cosmovisiones religiosas, qué es lo que aportan y
en qué sentido van má s allá de las comprensiones científicas y de las
mismas cosmovisiones filosó ficas. Hablaremos de las creencias religiosas,
pero no desde un lugar neutro, que no existe, ni desde una abstracció n que
intente superar las propias convicciones religiosas y culturales. El
referente de estas reflexiones es esencialmente la religió n cristiana,
aunque muchas de sus afirmaciones son también aplicables al judaísmo y
el islam, las dos religiones del Libro emparentadas con el cristianismo.
Cuando hablamos de la religió n en general, son estas religiones concretas
las que nos sirven de trasfondo. Intentaremos ver qué experiencias
humanas privilegian las religiones personalistas, como son las del Libro, y
cuá les favorecen las religiones có smicas o naturalistas, como las asiá ticas.
Ló gicamente, se trata de clasificaciones pedagó gicas, má s que de estrictos
criterios de demarcació n, ya que hay elementos personales en las segundas
y naturales en las primeras.
Una importancia especial tienen las tareas que desempeñ an las
religiones. Las religiones son fenó menos culturales y desempeñ an
funciones sociales propias y específicas. El «imaginario religioso» es
determinante para comprender qué es el hombre, individual y
colectivamente, ya que en todas las civilizaciones hay un nú cleo mítico y
religioso, que es bá sico para comprender cada cultura. Por eso, las
religiones tienen siempre dimensiones pú blicas, incluida la política1.
Dedicaré a esas funciones un apartado y finalizaré con algunas reflexiones
sobre la praxis y el compromiso religioso, dando especial realce a las
implicaciones entre la religió n, la ética y la política.

1. Experiencias humanas y creencias

Los antropó logos e historiadores de las religiones afirman que la religió n


es tan antigua como el hombre. Las referencias religiosas aparecen en los
yacimientos arqueoló gicos má s antiguos, en correlació n con tumbas y
enterramientos que denotan una preocupació n por la muerte, que es una
señ al constitutiva de la emergencia de la vida humana. Cuando no se deja
el cadá ver abandonado para que sea comido por los animales o para que
se desintegre en la naturaleza, ya hay vida humana y no simplemente

1
Es lo que ha mostrado el brillante estudio de J. Casanova, Religiones públicas en
el mundo moderno, Madrid, 2000, pp. 286-315.
formas de vida animales. Los signos y dibujos de las tumbas, los
alimentos y los objetos que las rodean, la preocupació n por el difunto,
má s allá de la destrucció n del cadá ver, son testimonio de personas que se
preguntan por el significado de la muerte y se preocupan por la posible
vida de ultratumba del muerto2. Los monumentos funerarios de la
antigü edad testimonian la preocupació n religiosa má s que los mismos
templos y santuarios, y son tan antiguos o má s que ellos.
Todas las religiones contienen ritos de pasaje, es decir, ofrecen un
amplio repertorio de ritos y creencias para abordar las experiencias
límites del nacimiento y de la muerte. Y es que aquí tocamos uno de los
elementos constitutivos de la conciencia humana, que la hacen diferente
del resto de los animales. El hombre es el ser que se pregunta por el
sentido de su existencia y que no asume el nacimiento y la muerte como
meros hechos, desnudos de significació n. Nuestro reloj natural o
bioló gico no es fundamentalmente diferente del resto de los animales,
pero sabemos que vamos a morir y nos preguntamos por el significado y
el porqué del nacer y el morir. Esta pregunta es fundamental, ya que
segú n la evaluació n

2
El interés por los muertos es constatable en el Paleolítico inferior y las
sepulturas más antiguas tienen más de cien mil años, aunque el apogeo de la
ornamentación y enriquecimiento de las tumbas no se da hasta el homo sapiens sapiens.
Cf. F. Facchini, «La emergencia del homo religiosas. Paleoantropología y paleolítico», en J.
Ríes (ed.), Tratado de antropología de lo sagrado 1. Los orígenes del hombre religioso,
Madrid, 1995, pp. 15M82.
que hagamos del origen y del final de la existencia humana, así también
configuramos nuestra vida. Es una paradoja la constante preocupació n de
los vivos por el significado de la muerte, siempre culturalmente
interpretada.
Podemos hablar del hombre como del ver arrojado a la vida, en la
línea de Heidegger, o ver la existencia como un don divino, en la línea de
las tradiciones bíblicas, pero siempre nos interrogamos sobre ella. Lo
mismo ocurre en lo que concierne a la muerte, de la que siempre
ofrecemos una interpretació n, sin quedarnos en su mera facticidad
bioló gica. Y es que las experiencias límites del origen y final de la vida
despiertan una gran cantidad de resonancias, expectativas y temores, que
luego se tematizan y conceptú an formando Los grandes sistemas
filosó ficos. En torno a ellas surgen mú ltiples significados y
hermenéuticas, que no solo se relacionan con la racionalidad, sino que
abarcan el campo de las experiencias vitales y suscitan afectos dispares
de gozo y temor, de esperanza y de angustia, de sentido y de sinsentido.
Entramos en contacto con el nacimiento y la muerte de forma global y
unitaria, y reaccionamos racional y afectivamente desde nuestras
carencias y temores, expectativas y deseos.
Es toda la persona, con distintos registros y niveles, la que se siente
concernida y cuestionada por el hecho del nacimiento y de la muerte. La
racionalizació n y evaluació n de estas vivencias es lo que viene luego. Lo
inicial es una experiencia pre reflexiva que con cierne a toda persona y a
la que no puede responderse simplemente con una hermenéutica
conceptual. El marco de la experiencia es previo y mucho má s amplio que
el de la conciencia y sus intentos de racionalizació n. Nos sentimos
cuestionados por situaciones de vida y muerte, sobre todo cuando se
trata de seres queridos y cercanos, y desde esa vivencia global
reflexionamos sobre su significado, apoyá ndonos en los moldes culturales
que tenemos. Por eso son eventos que no pueden reducirse a simples
hechos bioló gicos, susceptibles de un mero tratamiento médico o
científico. Son acontecimientos fundamentales que suscitan en cada
persona resonancias, preguntas, expectativas y temores en los que se
mezclan los componentes emotivos con los racionales.
El hombre emerge de la vida animal con una constitució n
paradó jica, que le predispone para que estas preguntas y vivencias surjan
de forma espontá nea e insoslayable. Los animales está n objetivamente
regulados por los mecanismos instintivos y reaccionan con respuestas
inmediatas y necesarias a los estímulos que reciben. En cambio, el
hombre es un animal metafísico por excelencia, es decir, no se comporta
simplemente de acuerdo con el mecanismo regulador de los instintos,
sino que los supera. Puede jugar y luchar contra algunos instintos tan
determinantes corno el de supervivencia, el sexual o la agresividad. No es
la descarga de la presió n instintiva el ú nico mecanismo regulativo de la
conducta humana, sino que el hombre suple sus carencias instintivas y su
limitació n bioló gica con su capacidad de aprendizaje. La cultura es
nuestra segunda naturaleza y recurrimos a ella para afrontar esos
acontecimientos. El ser humano necesita valores, ideales y horizontes de
comprensió n para responder a las preguntas acerca de qué es el hombre
y cuá l es el significado de la vida.
El saber cultural no es simplemente un problema de curiosidad
intelectual, ni se trata de una mera actitud pragmá tica de la que
podríamos prescindí como un lujo innecesario. El ser humano es un
animal que se pregunta y las preguntas, má s que las mismas respuestas,
son la estructura misma del pensamiento. Pensar es aprender a
preguntarse y crecer es ejercitarse en la pregunta, como hace el niñ o
pequeñ o, que lo cuestiona rodo, en lugar de quedarse en un mero asumir
facticidades. Si el hombre es un animal de realidades, como afirma Zubiri,
lo que es problemá tico es la realidad misma, tanto la de la naturaleza
como la del ser humano, que son las que nos interpelan.
No es que el hombre pueda decidir libremente si se pregunta o no,
sino que la realidad misma le obliga a interrogarse. Las realidades exigen
ser evaluadas e interpretadas, y la conciencia humana es siempre
intencional y referencial. Pero no se trata solo de una problemá tica
racional, sino que es existencial, ya que el hombre es un problema para sí
mismo. Tiene que aprender a afrontar la realidad no solo desde la
curiosidad intelectual, sino también desde la inquietud no exenta de
angustia y temores que le produce su propia existencia. El quién soy, de
dó nde vengo y adó nde voy marcan la diná mica de la bú squeda humana y
constituyen la raíz desde la que tenemos que evaluar todos los saberes.
En este contexto, las creencias son inevitables. Precisamente porque
somos hijos de una cultura, lengua y tradició n, asumimos cosas de las que
no tenemos experiencias directas e inmediatas. Por aprendizaje cultural
asumimos muchas informaciones, a las que prestamos crédito aunque no
las hayamos comprobado por nosotros mismos. Asentimos a lo que nos
enseñ an, ya que toda enseñ anza implica una jerarquizació n de saberes
que hay que impartir, y con ello ampliamos el horizonte de nuestra
experiencia con las aportaciones de las generaciones que nos han
precedido.
Esto os lo que hacen los sistemas filosóficos. El hombre es un animal
social y político, se guía por aprendizaje social y establece su identidad en
el contexto de una cultura, que constituye su segunda naturaleza. Ahí es
donde surgen los primeros problemas específicamente humanos: el
significado del nacimiento y la muerte; la necesidad de valores desde los
que orientar su conducta; las actitudes con las que hay que afrontar los
acontecimientos de la vida, etc. Es un animal que se pregunta, que
interpreta y que aprende reglas sociales de comportamiento. En este
sentido es un animal metafísico. Necesita cosmovisiones para edificar
desde ellas su identidad personal y colectiva, que no le viene dada por los
meros instintos y que está determinada por las relaciones interpersonales,
tanto en el plano individual como en el colectivo.
La filosofía se desarrolla poco a poco como un saber con pretensiones
de universalidad y de verdad. Analiza las distintas dimensiones de la
cultura, de la sociedad y de la naturaleza, y establece evaluaciones críticas,
reflexivas e interpretativas. No tiene un objeto específico ni se limita a un
á mbito determinado, sino que abarca todo el espacio de las relaciones
humanas. Si el hombre es un animal de realidades tiene que evaluarlas,
juzgarlas y darles un significado. Por eso no basta con la mera facticidad,
sino que hay que interpretarla y darle significado. Surge así el amor a la
sabiduría, la capacitació n del hombre para dominar conceptualmente la
realidad, el afá n de evaluar la validez, el significado y las consecuencias de
las construcciones humanas. La filosofía se erige en juez, vigilante,
acomodadora, interprete y también instancia reguladora de los distintos
saberes y disciplinas. Por eso surge una filosofía política, social y religiosa,
una cosmología y una antropología, una teología racional y una estética,
una ética y una gnoseología.
El punto de partida es la razó n y hay que reflexionar sobre có mo la
utilizamos, có mo se constituye y cuá les son sus pretensiones y sus límites
(Kant). Hay que estudiar también las realidades constitutivas del hombre,
que generan diversas disciplinas filosó ficas, segú n los objetos de
conocimiento, que se multiplican constantemente: filosofía de la ciencia, de
la cultura, de la historia, del arte, de la religió n, etc. En Occidente la
filosofía ha tenido unas pretensiones mayores que en otras culturas.
Partiendo de la correlació n entre pensamiento y ser (desde Parménides) y
de la potencialidad universal de la razó n (todo lo racional es real y
viceversa: Hegel) ha buscado racionalizarlo todo y someterlo al test de la
reflexió n filosó fica. Contra estas pretensiones ha reaccionado la misma
filosofía, poniendo límites a la capacidad y uso de la racionalidad. De ahí la
importancia de la Ilustració n como esfuerzo global por establecer la
validez de la razó n y sus á mbitos, a partir de una pluralidad de corrientes.
Cada escuela da la primacía a una dimensió n de la realidad, del
conocimiento y del mismo hombre: empirismo, racionalismo,
romanticismo, vitalismo, existencialismo, etcétera.

Desde esta perspectiva Occidente ha evolucionado en una línea


crecientemente crítica. En primer lugar, la crítica de la religió n y de las
proposiciones sobre Dios; luego se analizaron las cosmovisiones o
imá genes globales del mundo, poniendo límites a la capacidad racional de
extrapolar e impugnando los grandes sistemas tradicionales. Este largo
caminar está marcado por los grandes pensadores ilustrados: Descartes,
Spinoza, Leibniz, Hume, Kant, Hegel, etc. La muerte de Dios y la crisis de la
metafísica fueron hitos en el camino ilustrado. La modernidad desembocó
en la crisis de los valores orientadores de los sistemas éticos y políticos, las
ideologías y creencias, para concluir en la impugnació n de la razó n misma
y su pretensió n de verdad, y rechazar la concepció n humanista del
hombre, herencia de la misma modernidad.

Las tradiciones filosó ficas han ido tejiendo y destejiendo al mismo


tiempo la malla del cuerpo de doctrinas y valores que han dado significado
al hombre. En los dos ú ltimos siglos la deconstrucció n ha tenido la
primacía, y la sombra del nihilismo —en referencia a lo ontoló gico— y del
escepticismo —en relació n con el conocimiento— se cierne sobre la
cultura actual al final de una época. Parece como si Occidente hubiera
perdido la confianza en su propia visió n del hombre y del cosmos,
extendiéndose la amenaza del absurdo y las pretensiones modestas del
postmodernismo respecto de los credos y convicciones fuertes de épocas
pasadas.

Hoy la filosofía se encuentra en una época de transició n, que


definimos como postmodernidad. De la muerte de Dios hemos pasado a la
crisis del sujeto, y con ella al derrumbe de los grandes sistemas metafísicos
que han servido de orientació n cultural. El problema es que el hombre
sigue haciéndose preguntas metafísicas, es decir, que desbordan lo
positivo, lo fá ctico dado, y que necesita de cosmovisiones dadoras de
identidad. No es posible dejar vacía la cultura de valores, ideales, creencias
e ideas que canalizan la conducta, determinan las reglas de juego sociales y
ofrecen modelos de identidad. Por eso, la supuesta superació n de la
metafísica en la sociedad postmoderna encubre el triunfo de una ideología
global, la del fin de las ideologías, que consagra el triunfo del liberalismo y
de la razó n funcional, la má s determinante hoy. No hay sociedades
postmetafísicas, porque no podemos prescindir de una visió n del mundo y
del hombre. La postmodernidad expresa la toma de conciencia de que
estamos cerrando una época y abriendo oirá . Por eso los viejos sistemas
metafísicos han perdido credibilidad y plausibilidad, pero otras ideologías
se aprestan a ocupar el terreno que han dejado vacío. La pregunta sigue
siendo si el pensamiento débil puede ser algo má s que un corrector de los
viejos sistemas filosó ficos o, por el contrario, una alternativa vá lida y
sustitutoria con la que afrontar los retos que plantea el nuevo siglo.

2. Ciencia, filosofía y religión

Se puede decir que la raíz metafísica del hombre estriba precisamente en


la superació n de las leyes meramente físicas y bioló gicas de su
constitució n animal, para abrirse a evaluaciones, significados y vivencias
que son específicos y no se encuentran en el resto de los animales. A partir
de ahí podemos hablar del nacimiento de la filosofía, de la ciencia, del arte
y de la misma religió n, como saberes que intentan ofrecer significados,
conocimientos y pautas de comportamiento3. Desde diversas perspectivas
se ha aludido a la curiosidad del hombre por la naturaleza y por él mismo,
como el origen de los grandes saberes de la cultura, entre los cuales está n
los sistemas científicos.
Por una parte, del asombro y admiració n ante el mundo surgen la
curiosidad y el ansia de conocer de qué está constituida la realidad, có mo
funciona y cuá les son sus leyes y estructuras. Hay que comprender y
controlar el mundo4. Interesa el có mo de la realidad, hacer inteligible la
naturaleza, que se convierte en el gran libro abierto a la racionalidad
humana. Se intenta penetrar en los grandes enigmas del mundo, que se
convierten en retos científicos, y se articula la significació n y referencia del
lenguaje científico desde el principio de verificació n en sus diversas
modalidades, incluida la falsació n o contraste de las hipó tesis con los
hechos empíricos. El lenguaje de la ciencia tiene pretensiones realistas,
objetivas y positivas; La conflictiva relació n del hombre con la naturaleza,
de la que forma parte y a la que, al mismo tiempo, trasciende desde su
racionalidad y su libertad, no solo está determinada por la voluntad de
poder, que es un eje fundamental de la actividad científico- técnica y de su
afá n por controlar el mundo, sino también por el ansia de conocer sus
leyes.
El de dó nde y el para qué del cosmos y del hombre lleva tanto a la
3
Remito a mí estudio «Diferencias entre las funciones del lenguaje religioso,
científico y filosófico», en Sociedad Castellano-Leonesa de Filosofía (ed.), Lenguajes
sobre Dios, Salamanca, 1998, pp. 29-48. Resumo aquí las tesis principales del citado
estudio.
4
La curiosidad como punto de partida de la ciencia y de la filosofía, y el
significado de la ciencia en cuanto autoafirmación humana, han sido analizadas por H.
Blumenberg, Die Génesis der kopernikaniseben Welt, Frankfurt a. M., 1975; Id., Die
Legitimitát der Neuzeil, Frankfurt a. VI., 21985, pp. 263-302.
ciencia como a la filosofía. Por eso el paso de la ciencia, centrada en el
có mo de la realidad, a la filosofía, preocupada por su significado y valor, es
gradual y muchas veces imperceptible. Tradicionalmente, la filosofía parte
de la experiencia vivida y busca articularla en una comprensió n global de
la realidad, que produce los grandes sistemas metafísicos. La filosofía
busca el sentido de la realidad y del hombre mismo y, a partir de ahí,
prescribe una forma de vida adecuada, es decir, justificable racionalmente.
No se contenta con saber có mo es el mundo, sino que lo valora y analiza en
funció n del hombre.
Toda la tradició n filosó fica y científica está marcada por las
interacciones entre ambos saberes, siendo las revoluciones científicas
generadoras de grandes cambios filosó ficos. Al mismo tiempo, las grandes
tradiciones metafísicas, en cuanto ideologías globales que ofrecen
orientació n y reglas de conducta, preparan los descubrimientos científicos
má s relevantes, como ocurrió en la tradició n plató nica y aristotélica. Es el
ser humano el que se pregunta por la compleja realidad, de ahí la
inevitable convergencia de la filosofía y de la ciencia y el hecho de que una
lleve a la otra, a veces sin siquiera advertirlo sus mismos creadores, tanto
en la época clá sica griega como en la má s reciente historia del
pensamiento contemporá neo. Los filó sofos griegos nos transmitieron
muchas observaciones científicas y hoy son los científicos los que pasan
fá cilmente de la ciencia a la filosofía, sobre todo en relació n con el
universo y la evolució n natural.
Cuando el científico analiza el origen y la evolució n del universo, es
inevitable que pase a hacerse preguntas metafísicas, como las del
significado de la vida humana en él. Y el filó sofo que se pregunta por el
hombre tiene que tener en cuenta los conocimientos científicos. Por eso
ambas formas de conocimiento está n relacionadas e interaccionan. La
ciencia busca la estructura y constitució n interna de los fenó menos, así
como su origen y desarrollo, mientras que la filosofía indaga MI significado,
pero éste está ligado a las causas que lo generaron. Por eso la filosofía
vincula la cosmogonía y la cosmología, la antropogonía y la antropología,
con lo que se vuelve a las ciencias y dialoga con ellas.
Hoy somos má s conscientes que nunca del indudable trasfondo
metafísico de la ciencia. Por eso relativizamos las pretensiones científicas
de objetividad, imparcialidad y neutralidad, así como su proceder
deductivo y analítico. Somos conscientes de que la ciencia es un fenó meno
social, condicionado política, econó mica y socio-culturalmente, y de que la
subjetividad del científico es determinante a la hora de seleccionar los
hechos relevantes para cada disciplina científica e incluso para la
experimentació n, como bien muestra la física cuá ntica. La idea de una
ciencia sin sujeto, que es la que posibilitaba la neutralidad valorativa y
cognoscitiva, se ha hundido en la segunda mitad del siglo xx, con lo que se
ha replanteado el cará cter de construcció n social que tiene la misma
investigació n científica.
Dentro de las diversas corrientes filosó ficas de inspiració n científica
destaca el racionalismo crítico, que parte de una razó n condicionada social
y culturalmente, y admite el cará cter hipotético de las teorías científicas5.
Para esta corriente de filosofía de la ciencia no se trata de demostrar ni de
fundamentar las cosmovisiones científicas, sino de falsarias. Es decir,
elaboramos teorías que expliquen có mo funciona la naturaleza, las
perfeccionamos «por tanteo y error», y buscamos sus contradicciones y
apenas para mejorarlas o, en caso dado, sustituirlas por otras mejores.
Partimos de una razó n científica finita y limitada, que ha mostrado su
eficacia y su validez, y que nos sirve como modelo de conocimiento para
saber qué y có mo es el mundo. Pero es una razó n con presupuestos
filosó ficos y que ro puede nunca liberarse de la cultura de la que parte.
De esta forma la curiosidad intelectual se une al pragmatismo
operativo. Se trata de conocer para dominar la naturaleza y ponerla al
servicio del hombre. Desde esta perspectiva, la ciencia es el saber má s
fiable, má s eficaz y má s universal. No está exenta de presupuestos
metafísicos (el de una naturaleza racionalizable, estable y universal, con
leyes universales constantes y homogéneas) ni de problemas irresueltos
(como el de hacer compatible la microfísica y la macrofísica, a Heisenberg
y a Einstein). Sin embargo, permite una cosmovisió n material del mundo
(aunque en realidad no sabemos exactamente qué es la materia), en la que
es posible pasar evolutivamente de los niveles inferiores a los superiores,
que son los que designamos tradicionalmente con Los términos de
espíritu, conciencia o mente. Un universo emergente, evolutivo y con
niveles materiales cualitativamente diferenciados es una cosmovisió n
filosó fica ampliamente defendida hoy, no solo compatible con la
racionalidad científica sino claramente inspirada en ella7.
Evidentemente, un sistema filosó fico que asume como inspiració n la
racionalidad científica y pretende no salirse de ella, sino aplicarla a todos
los problemas humanos, no puede recurrir nunca al postulado de Dios. La
ciencia es metodoló gicamente atea: busca explicar el fenó meno por sí
5
5 Esta corriente está representada por Kart R. Popper, La lógica de la
investigación científica, Madrid. *1982; Conocimiento objetivo, Madrid, 1974; Conjeturas y
refutaciones, Barcelona, 1983; El universo abierto, Madrid, 1984; Realismo y el objetivo de
la ciencia, Madrid, 1985; Teoría cuántica y el cisma en física. Madrid, 1985; Búsqueda sin
términos, Madrid, 1985; En búsqueda de un mundo mejor, Barcelona, 1994; El mito del
marco común, Barcelona, 1997. Las aplicaciones del racionalismo crítico a la religión han
sido desarrolladas por H. Atberr, Tratado sobre la razón crítica, Buenos Aires, 1973;
Theologische Holzuwege, Tiibingen, 1973; Das Elend der Theologie, Hamburg, 1979. Como
respuesta al racionalismo crítico remito a J. A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas II.
De la muerte de Dios a la crisis del sujeto, Madrid, 1996, pp. 239-280.
mismo, inmanentemente a la realidad material analizada y sin recurrir a
otros principios no materiales. Exista Dios o no, no se puede recurrir a él
para resolver los problemas científicos. Para la ciencia no hay misterios,
sino preguntas que todavía no se pueden responder. Tampoco hay
milagros, sino enigmas científicos. Por extraordinario que sea un
acontecimiento y por má s dificultades que ofrezca para una explicació n
racional e inmanente, la ciencia rehú sa recurrir a principios divinos,
porque dejaría de ser un planteamiento científico.
El recurso a un Dios tapagujeros, que actú a como Deus ex machina
para resolver problemas todavía irresolubles, es inadmisible para la
ciencia, ya que ésta, por principio, no puede recurrir a ningú n principio o
entidad que trascienda el universo material que se pretende estudiar. Sin
embargo, desde la perspectiva religiosa se puede postular una
intervenció n divina aunque conozcamos las causas inmanentes y
materiales que han producido el fenó meno, ya que la apelació n a un Dios
trascendente para afrontar los acontecimientos no es incompatible con
averiguar las causas internas del fenó meno. Si Dios existe, actú a
respetando las leyes de la naturaleza, mucho má s si es él quien ha creado el
universo con esas leyes. Se trata de dos registros distintos, de dos formas
diversas de enfocar un mismo fenó meno: la persona religiosa se pregunta
por el significado de un acontecimiento a la luz de sus creencias en Dios, y
esa misma persona en cuanto científico busca las causas material íes que Jo
han determinado.
De ahí la clara tendencia positivista del materialismo científico: no hay
que hacerse preguntas a las que no se puede responder con falsaciones
verificables. Serían preguntas carentes de sentido y especulaciones que
pertenecen a un arquetipo trasnochado de la razó n, má s mítico que
filosó fico. Fá cilmente se pasa de los planteamientos científicos, que exigen
siempre la contrastació n empírica de las teorías, a los filosó ficos, que
ofrecen teorías globales de explicació n del mundo. La filosofía responde a
la necesidad humana de orientació n y de identidad, ofreciendo imá genes
globales del mundo, cosmovisiones y sistemas metafísicos. Hay también
aquí una apelació n a la experiencia, que permite discernir entre sistemas
mejores o peores, segú n su capacidad para explicar el mundo (su valor
heurístico), pero al ser cosmovisiones universales resulta mucho má s
difícil falsarios o refutarlos. Las grandes metafísicas son sistemas de
creencias que interpretan el mundo. Pueden ser má s o menos
convincentes, perder credibilidad o resultar razonables y plausibles. Pero
siempre son extrapolaciones con pretensiones de universalidad. No se
pueden confundir con las teorías científicas que pretenden explicar có mo
es el mundo, sino que son horizontes de comprensió n que orientan al ser
humano a partir de una evaluació n en la que se ofrece sentido y
significació n racional, evaluaciones del hombre, del mundo y de la relació n
entre ellos.
Las pretensiones de falsació n tampoco son aplicables en sentido
estricto a las religiones. Dios no puede ser falsado, es decir, no es posible
demostrar su existencia o negarla a partir de un hecho material o de un
evento histó rico, ya que Dios, por definició n, no es inmanente a este
mundo, no es «algo» ultramundano. Si Dios no se identifica con ninguna
parte del universo material, por definició n, no puede ser refutado por
ninguna experiencia empírica. Por eso, no hay demostració n científica ni
filosó fica de la existencia de Dios, aunque sí pueden ofrecerse razones
desde las que justificar la creencia en un ser trascendente, desde el que se
explica el origen y significado del universo y del mismo hombre. Por el
contrario, desde la perspectiva del materialismo científico Dios no es una
hipó tesis a la que se pueda recurrir. Apelar a Dios no solo equivaldría a
salirse del á mbito de la ciencia y rechazar el materialismo como principio
ú ltimo de explicació n, sino que sería una especulació n vacía de contenido,
una palabra sin significado real. Pero esto no es un problema científico
sino filosó fico. Se basa en una interpretació n global de que todo lo que
existe es materia y que no hay nada ni nadie má s allá del universo
observado por la ciencia.
La racionalidad científica sirve también de punto efe partida para
cosmovisiones filosó ficas, que se apoyan en ella pero que se salen ya del
á mbito de la ciencia. El racionalismo crítico trata de aplicar algunos
principios de la teoría de la ciencia a los problemas sociales, en la línea de
una ingeniería social que combina el liberalismo ideoló gico, el
pragmatismo reformista y un talante autocrítico. Por el contrario,
desconfía del pensamiento utó pico, de las revoluciones que buscan un
cambio global de la sociedad, en lugar de resolver poco a poco los
problemas concretos, y de las grandes ideologías. Sobre todo de las
religiones, dada su tendencia dogmá tica, la imposibilidad de falsar o
contrastar sus postulados y principios inspiradores, y por la tendencia
dualista que le es inherente, en cuanto que apelan a un mundo del espíritu
claramente diferenciado del material. El materialismo científico en cuanto
sistema global de interpretació n del hombre y del mundo es
necesariamente ateo, pero como cosmovisió n ha dejado de ser ciencia
para convertirse en metafísica, en una imagen filosó fica del universo. 6
6

6. Esta corriente está representada por Karl R. Popper, LA ló~:;ca de la mvestigación


científica, Madrid, ¡;1982; Conocimiento objetivo, Madrid, 1974; Conjeturas yre{11taciones,
Barcelona, 1983; El universo abierto, Madrid, 1984; Re,z/i.•mo y el vb¡e·tivo de la ciencia,
Madrid, 1985; TéOría cuántica y el ciswa en (ístca Madrid, 1985;Búsqueda sin términos,
Madrid, 19~5; E11 búsqueda de 1111 mundo mejor, Barcelona,1994; El mito del marco
común, Barcelona, 1997. Las aplicacione~ del r~KionaJi,mocrí(ico a la religión h:m sido
desarrolladas por H. Alberr, TratadiJ .,obre la rm:óncríttca, Buenos Aires, 1973;
Las creencias filosó ficas forman parte de sistemas metafísicos e imá genes
culturales del mundo. Son cosmovisiones orientadoras que ofrecen un
horizonte global a partir de la integració n de multiplicidad de saberes y
especialidades. Ofrecen pautas de orientació n desde un saber global con
pretensió n de totalidad. Junto a ellas existen también creencias religiosas,
que no solo responden racionalmente a las preguntas humanas, como
pretenden la ciencia y la filosofía, cada una en su á mbito, sino que ofrecen
orientaciones y valores que apelan a la razó n, pero también a las pasiones,
a los afectos y necesidades vitales.
La religió n tiene funciones propias respecto de la filosofía y de la ciencia
como respuesta global para el ser humano. Las dos ú ltimas son
fundamentalmente racionales, aunque en ellas juegan un gran papel la
intuició n y la imaginació n. Ambas tienen que pasar la prueba de la
racionalidad experimental, sea en la línea de teorías constadas o
justificadas empíricamente o como sistemas hipotéticos fecundos que
permiten explicar de forma coherente y razonada la naturaleza y la
historia, las leyes naturales y los dinamismos socio-culturales. La religió n,
y también en su medida el arte, ofrecen, por el contrario, motivos para
vivir y para esperar, también para luchar y para resistir. Responden a la
doble pregunta sobre el qué puedo esperar y el qué puedo hacer, ya que
ambas cuestiones está n vinculadas. Las religiones se relacionan con la
realidad de una forma intuitiva y vivencial, ofreciéndonos significados,
valores y perspectivas que iluminan la realidad. Intentan conectar no solo
con las preguntas racionales humanas, sino también con las expectativas y
vivencias má s profundas, cargadas de afectividad y elementos pasionales,
ya que responden a inquietudes y preguntas prerracionales y
prerreflexivas.
El ser humano no solo se pregunta por có mo es la realidad (ciencia), ni por
su significado y sentido racional (filosofía), sino que la percibe como algo
misterioso que suscita admiració n, asombro y ansiedad. No solo se afronta
la vida desde la razó n, sino que es toda la persona con sus deseos,
carencias, expectativas, proyectos y esperanzas, miedos y temores la que
se enfrenta con la realidad. La naturaleza humana tiene una base pasional
y no solo racional, aunque esta ú ltima sea un elemento imprescindible a la
hora de determinar el sistema de creencias.

Theologische Holzwege, Tübingen, 1971; Das Elend derTheologie, Harnburg, 1979. Como
rc~puesta al racion.,lisnw uítico remito a J. A.
Estrada, Dios en las tradictones filosóficos 11. De la muerte de D1cs a la cns¡s delsujeto,
Yladrjd, 1996, pp. 239-280.
Las creencias y los saberes responden a expectativas humanas que
superan la racionalidad, ya que tienen raíces corporales. En la modernidad,
desde Spinoza a Freud, pasando por Nietzsche y el mismo Schopenhauer,
hay una larga tradició n que acentú a que no poseemos algo, un cuerpo o
afectos, ni siquiera ideas, sino que somos realidades psicosomá ticas, sin
que haya un yo que se constituya al margen de ellas. El subsuelo de la
razó n es el mundo de la afectividad y hay una interdependencia constante
entre ambos. El hombre reacciona globalmente ante los acontecimientos y
las pasiones penetran en nuestras mismas racionalizaciones, sin que
podamos establecer una clara demarcació n entre ambas como pretende el
planteamiento cartesiano. Ni sabemos lo que sentimos, ni a veces sentimos
lo que sabemos. De ahí la trampa de las racionalizaciones que no logran
penetrar en el entramado de las pasiones que canalizan a la misma
racionalidad.
Con razó n afirmaba Kant, radicalizando el principio socrá tico del
«conó cete a ti mismo», que solo el que ha bajado al infierno del
autoconocimiento puede superar la tendencia a la autodivinizació n que
hay en cada hombre7 8. En la época contemporá nea ha sido Freud el que
mejor ha mostrado hasta qué punto el «yo no es dueñ o de su casa» y có mo
las diná micas de la afectividad se cuelan en las mismas racionalizaciones. Y
es que la razó n no lo es todo, aunque tiene que estar en todas partes. Por
eso hay que criticar las pretensiones totalitarias de la razó n, aunque no
podemos caer en la crítica total de la razó n, ya que la racionalidad es
estructural del ser humano.
La razó n no lo es todo ni puede responder a todas las carencias,
proyectos y preguntas humanos, como bien afirmaba Pascal, pero tiene que
estar en todas partes, ya que la irracionalidad se vuelve contra el hombre,
bloqueando su capacidad reflexiva y su libertad. El deseo, la imaginació n y
la fantasía van mucho má s allá de lo que nos permite la razó n, pero sin ellos
tendríamos una razó n estéril, má s repetitiva que creativa. Y es que la razó n
que no dialoga con «lo otro», de lo que depende y que está má s allá de ella,
es la que produce monstruos, como bien indica Francisco de Goya. El pan-
racionalismo que quiere acabar con las ilusiones, en la línea de Freud4, cae
asimismo en la ilusió n de que es posible vivir con la mera y desnuda razó n.
7
«Solo la bajada al infierno del autoconocimiento destierra el camino que
lleva a la autodivinización» (La metafísica de las costumbres, Madrid, 1989, p. 307
[Kantswerke VI. Die Metaplrysik der Sitien, Berlín, 1968, p. 44 Jj).
8
«La primacía de! intelecto está, desde luego, muy lejana, pero no
infinitamente, y, como es de prever, habrá de marcarse los mismos fines cuya
realización esperan ustedes de su Dios: el amor al prójimo y la reducción de!
sufrimiento [...] Nuestro dios logos realizará todo lo que de estos deseos pérmica la
naturaleza exterior a nosotros, pero muy poco a poco, en un futuro impreciso y para
nuevas criaturas humanas» (S. Freud, El porvenir de una ilusión, Madrid, ,019K4, p.
191).
Pero la razó n pura no existe, es una ilusió n.

a) Por qué surge la pregunta religiosa

A partir de aquí resulta posible explicitar el porqué y para qué de las


creencias religiosas en general, y de las cristianas en particular. Por un
lado, las religiones son soterioló gicas. Es decir, no solo ofrecen respuestas
teó ricas a las preguntas humanas, sino que proponen un camino de
realizació n personal. La oferta de salvació n está vinculada a la pregunta
por el significado y sentido de la existencia a partir de las experiencias del
cará cter contingente y finito de la vida humana. El hombre es el animal
que se pregunta no solo por qué hay algo y no nada, sino, sobre todo, por
qué existe él mismo y cuá les son sus expectativas. Desde el comienzo hay
una conciencia intuitiva, global, no tematizada y no refleja, de contingencia
y finitud. El ser humano no está fundamentado, sino abocado a la
casualidad o el azar, o también al designio responsable o providente de
otros seres, para explicar su contingencia. El saber científico y filosó fico
sobre las condiciones de generació n de la vida humana y del universo no
bastan para satisfacer nuestras preguntas e inquietudes. Por eso el ser
humano busca refugio en un sistema de respuestas, creencias y prá cticas,
que respondan a su inquietud existencial, dentro de la cual se integra su
bú squeda intelectual.
En este sentido, la religió n implica siempre extrapolació n, un ir má s
allá de los límites (de la razó n, del mundo, de la historia) que no pueden
justificar la racionalidad filosó fica ni científica9. No se asume simplemente
la finitud y la contingencia como dimensiones fá cticas de la vida humana,
sino que se busca darles un fundamento y significado, má s allá de la
realidad material, de lo limitado y finito, de lo mortal y perecedero. La
pregunta por el significado de la vida humana no solo desborda los límites
del cosmos y de la vida terrena, sino que es moteada y canalizada má s allá
de los límites de la razó n situada y finita. La religió n es siempre hija del
deseo, de la carencia y de la esperanza, y no solo una construcció n de la
razó n. No puede ser antirracional, pero tampoco permanece dentro de los
límites de la razó n, ya que sus preguntas la desbordan, impulsadas por la
afectividad, la imaginació n y la creatividad. Por mucho que nos esforcemos
por no superar especulativamente los límites de la razó n, como pretendía
Kant, es la misma diná mica existencial la que nos lleva a preguntas que

9
Éste es el sentido de las proposición 6.45 del Tractatus: «La visión del mundo
sub specie aeterm es su contemplación como un rodo limitado. Sentir el mundo como un
todo limitado es lo místico» (L. Wittgcnsrein, Tractatus Logico-Philosophi- cus, Madrid,
*1980, p. 201).
rebasan esos límites, al qué podemos saber, hacer y esperar.
A su vez, la angustia heideggeriana del ser para la muerte es una
tematizació n metafísica de la conciencia de nuestra infundamentació n y de
la pretensió n de supervivencia que se da en todo hombre. A ella responden
las metafísicas y las religiones, que inicialmente estaban unidas y
mezcladas, ya que eran saberes culturales que provenían de una
experiencia comú n10. Hay que subrayar la importancia que tiene esta
conciencia difusa de finitud y contingencia, ya que es una expresió n radical
de la conciencia que tenemos de la infundamentació n de la vida humana y
del universo en el que surge. Las viejas metafísicas plató nicas y
aristotélicas, que buscaban principios explicativos y constitutivos de la
realidad, responden a las mismas inquietudes que los sistemas religiosos
antiguos. Las metafísicas plató nica y aristotélica recurren a principios
divinos para explicar la realidad del mundo y del hombre. Ambas parten
de una convicció n ontoló gica y existencial: el orden y sentido del ser no
puede justificarse por sí mismo.
Todos ellos contienen una conciencia de infundamentació n que es el
reverso de la contingencia ontoló gica de la realidad que experimentan, y
rechazan que la totalidad de la realidad pueda explicarse desde el mundo
material y empírico circundante. La onto-teología griega tiende a hacer de
Dios la clave de bó veda de su sistema de interpretació n del ser. Esta
sistematizació n racional obedece a lo incompleto e imperfecto de la
realidad, tal y como la capta el logos humano. Por eso, la religió n no solo
surge en el campo de la ética sino también en el de la ontología. Aristó teles
busca explicar la realidad desde principios metafísicos y desde una causa
divina. Surge así la teología natural, tan criticada por Heidegger, en la que
se identifica a Dios con un principio filosó fico. Pero este proceder,
inadmisible en cuanto que integra a Dios en un sistema del que es parte,
obedece a una intuició n global de la que participan los griegos: el universo
no se explica por sí mismo y la pregunta por Dios surge de forma
espontá nea al contemplarlo y reflexionar sobre él. No se demuestra a Dios,
pero se alude a uno de los lugares que tradicionalmente han originado la
bú squeda religiosa: la contemplació n del universo.
Hay una intuició n global de la contingencia y finitud del cosmos y de
todo lo que encierra. Se buscan referentes trascendentes desde los que
explicar por qué existe el mundo y el hombre, rechazando la mera
facticidad positiva y buscando causas, fundamentos, principios o agentes a
los que achacar su existencia. Las cú pulas de viejos templos primitivos
representan, a veces, el espacio estrellado, con su grandiosidad e infinitud,

10
Remito al miro como punto de partida de la ciencia, la filosofía y la religión: J.
A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas i. Aportas y problemas de la teología natural,
Madrid, 1994, pp. 29-47.
que suscitan la admiració n y el temor del hombre. Desde ahí se recurre a la
divinidad (una o plural) como autora y fundamento del universo.
Los viejos sistemas metafísicos y los credos religiosos tienen puntos
comunes. Por un lado, buscan dar respuestas totales al hombre, tanto en lo
que concierne a su existencia como en lo que respecta al universo. Esta
pretensió n de totalidad está inserta en la misma constitució n natural
humana. El hombre no se conforma con la fragmentan edad y parcialidad
de su ser y del presente histó rico en el que vive, ni se circunscribe a la
realidad limitada con la que entra en contacto. Inevitablemente pasa de los
entes al ser, del contexto a la pretensió n de absolutez, de la particularidad
concreta a la universalidad global. Parece que hay en la naturaleza humana
un rasgo trá gico. Somos finitos, pero ansiamos la infinitud, mortales
sedientos de inmortalidad, humanos, pero ansiosos de lo divino.
Junto a la experiencia de contingencia está la pretensió n de absolutez,
ante la inevitable infundamentació n de la realidad. Buscamos un
fundamento ú ltimo, que siempre cognitivamente es penú ltimo y remite a
otro posterior, que se nos escapa indefinidamente. La imposibilidad de
ultimidad se basa en la finitud, limitació n e incapacidad de la conciencia
humana, que siempre se refiere a un todo al que no puede llegar ni abarcar
por sí misma. Solo el «ojo divino» podría abarcar la totalidad de lo
existente, mientras que la perspectiva humana extrapola e interpreta lo
existente, sabiendo que traspasa los límites de la experiencia y de la razó n,
en pos de lo ú ltimo que nunca se alcanza. Buscamos certezas de ultimidad,
que no podemos fundamentar aunque justifiquemos nuestras certezas con
razones y argumentos. Así surgen las creencias y las convicciones, que
responden de forma ú ltima y global a las preguntas inevitables que nos
hacemos. En realidad todas las respuestas son penú ltimas, ante cuestiones
siempre replanteadas. No hay respuestas universales que convenzan a
todos y tenemos que quedarnos con convicciones particulares y nuestra
pretensió n de universalizarlas argumentativamente. Asumimos que son
saberes y, como tales, hermenéuticas de origen humano, aunque pudieran
estar inspiradas por la divinidad, si es que existe11.
De esta forma las religiones pretenden ultimidad y absolutez, má s allá
de la experiencia empírica y mundana. Nace así lo sagrado, lo inmutable, lo
absoluto, lo divino, lo santo como el á mbito ú ltimo desde el que hay que
comprender la realidad. Hay un campo comú n en el que surgen los
principios meta físicos constitutivos del ser, propio de las grandes
ontologías clá sicas, los teoremas científicos y los dioses de las religiones.
11
Remiro al sugerente estudio de R. Avila, «Razón, virrud, felicidad. La crisis de la
metafísica como crisis de La razón y de la fe»; Revista de Filosofía 11 (1999), pp. 43-67. La
profesora Avila defiende un sentido fuerte de la metafísica, en cuanto necesidad y
exigencia humana, aunque los diversos sistemas metafísicos sean, inevitablemente,
hermenéuticas globales siempre criticables y replanteables.
Todos buscan causas y principios desde los que explicar la realidad
existente y captar su significado. Los sistemas filosó ficos buscan explicar
racionalmente el mundo, los científicos dominarlo de forma utilitarista y
pragmá tica, los religiosos ofrecer pautas de comportamiento y
significaciones simbó licas para la vida.
Hay una relació n de rivalidad cosmovisional y de complementariedad
entre filosofía y religió n, ya que la primera se limita al á mbito de la razó n y
desde ella evalú a los pronunciamientos religiosos. Esta cercanía crítica ha
sido especialmente fuerte en la cultura occidental. El comienzo del
segundo milenio está marcado por la fe que pregunta al intelecto
(Anselmo de Canterbury), por la complementariedad entre fe y razó n
(Tomá s de Aquino) y por los intentos de subordinar la filosofía a la
religió n (Escolá stica) y de criticar la religió n en nombre de la razó n
(tradició n ilustrada). El segundo milenio es escenario de una interacció n
constante y mutua entre filosofía y religió n, pasando por etapas y autores
que buscan confrontarlas, reconciliarlas o integrarlas en uno de los dos
polos. Esta tensió n diná mica, que se inició ya con la helenizació n del
cristianismo y la asunció n de la filosofía griega, es una de las claves para
comprender lo que es Occidente y el cará cter diná mico y crítico de la
religió n y la filosofía en su á rea de influencia.
Hoy las religiones en Occidente está n sometidas a fuertes tensiones.
El desarrollo científico ha planteado problemas a su visió n del mundo
(Galileo) y del hombre (Darwin), obligando a una relectura crítica de sus
textos fundacionales. Hoy el problema se agudiza en el á mbito de la moral
teoló gica, ya que ésta corresponde a una visió n del hombre que ha
quedado superada por los avances científicos. Por eso la religió n pierde
credibilidad y plausibilidad. También desee el punco de vista filosó fico la
religió n ha sido sometida a una dura crítica a nivel de creencias
(desviació n ideoló gica), de funció n social (crítica política), de praxis ética
(moralismo) y de cosmovisió n (lo sobrenatural como construcció n
platonizante). Los dos ú ltimos siglos han criticado lo religioso desde
diversas instancias, insistiendo en su cará cter de construcció n humana
(proyecció n) sin referente alguno.

b) Diferentes tradiciones y religiones

En el campo de las religiones hay una diferenciació n fundamental segú n


que se privilegie la naturaleza como realidad explicativa ú ltima o la
relació n Ínter personal, es decir, el encuentro con el otro. Las religiones
naturales o có smicas ven el mundo como la realidad por excelencia y
privilegian el paradigma objetivo del ser como el principio desde el que
comprender al mismo hombre. Es lo que encontramos en la metafísica
griega y en las religiones có smicas. Li referencia ú ltima divina se
manifiesta en la naturaleza o se identifica con ella. De ahí que elementos de
la naturaleza tales como á rboles, fuentes, ríos, etc., se conviertan en
lugares sagrados. Son religiones naturales, con hierofanías
(manifestaciones) mundanas que vinculan lo sagrado, es decir, lo ú ltimo y
absoluto, a entes naturales que revelan a la divinidad.
Si el hombre es un microcosmos, el mundo se ve como una realidad
impregnada de fuerzas espirituales y subjetivas como las que cada persona
percibe en sí misma. La fusió n entre el hombre y la naturaleza lleva a
naturalizar al primero y a espiritualizar lo segundo. De ahí la interacció n
entre el hombre y la naturaleza, de la que resultan un cosmos sacralizado,
una cultura animista y la magia como forma primitiva de la religió n. El
mundo trasparenta a la divinidad y las realidades mundanas se convierten
en sacramentales, es decir, en lugares sagrados de encuentro. Y es que el
espacio no es homogéneo, sino diferenciado y jerá rquico, constituye un
cosmos ordenado dentro del cual se ubica el hombre. Es lo propio de las
culturas arcaicas, que tienen en el Neolítico su momento histó rico de
mayor apogeo. Hay una gran cantidad de mitos que responden a esta
concepció n numinosa de la naturaleza y naturalista de lo divino. Por eso,
las religiones son las grandes integradoras de la existencia humana en el
cosmos12.
Por el contrario, religiones como el judaísmo, el cristianismo y el
islam ponen el acento en la historia y en las relaciones personales. A partir
de la relació n parental del niñ o, para el cual el yo materno y paterno es el
referente fundamental, se busca a un dios personal desde la analogía con el
tú humano. El cará cter interpersonal del hombre se basa en la experiencia
personal, en la que el niñ o se inculturiza y surge como individuo con
identidad propia, llamado a la autonomía desde una experiencia de
socializació n, Nos identificamos afectivamente con modelos referencia les,
comenzando por los padres, los imitamos y adquirimos una identidad
cultural concreta.
Y es que la individuació n del ser humano es la otra cara de su
socializació n y la ontogénesis se da en el marco de la filogénesis. El
contexto relacional que marca la evolució n del niñ o ve a la madre como
prototipo no solo de la naturaleza sino de lo absoluto, numinoso, divino. A
partir de ahí hay una profundizació n, tanto en la línea de la subjetividad
singular (la del niñ o y la identificació n de los padres) como de la identidad
cultural (miembro de una sociedad). De la misma forma surgen de aquí
religiones personales y sociales. Si los padres son lo má s valioso, los que
nos dan alimento y seguridad, los modelos que imitamos y que deseamos,
12
M, Eliade, Lo sagrado y lo profano., Madrid, *1973, pp. 101 136; E. C issi- rer,
Filosofía de tas formas simbólicas II. El pensamiento mítico, México, 1972, pp. 271-285.
entonces lo divino tiene que asemejarse a ellos, tiene que ser personal y
tener rasgos maternos y paternos.
Si para el niñ o el rostro materno y paterno es lo sagrado, el referente
ú ltimo y absoluto, la imagen misma de lo divino, resulta comprensible que
se busque a dioses personales como destinatarios ú ltimos de las
bú squedas humanas. A partir de ahí, hay un desplazamiento de la
naturaleza respecto de la historia, y con ella una mayor valoració n de la
libertad humana que ya no está subordinada al determinismo de las leyes
naturales como reguladoras de la conducta. Si la experiencia primera y
fundamental es la vinculació n Ínter personal, no la relació n con la
naturaleza, entonces es ló gico que cuando se plantee lo divino bajo sus
diversas denominaciones (lo santo, lo sagrado, lo absoluto, etc. 14) se
recurra a los dioses o a Dios, superando el cará cter cosista de lo sagrado
propio de las religiones có smicas. A su vez, la relació n con Dios es
constitutiva de la identidad personal y hay una correlació n entre la
concepció n de Dios y del hombre. Feuerbach, y mucho antes que él
Jenó fanes, apuntaba a que los dioses son imá genes proyectivas del
hombre, y que toda teología es antropología. Pero también es verdad a la
inversa: segú n el Dios al que se adora, así también resulta la identidad del
adorador, porque toda antropología implica una visió n de Dios.
La experiencia de Dios y la presunta revelació n de las religiones se da
siempre en un contexto socio-cultural determinado. Segú n la manera que
tenemos de percibir la realidad, de comprender al hombre y de
plantearnos la posible comunicació n de lo divino, así también resulta
nuestra comprensió n de él, tanto al percibirlo como al interpretarlo y
comunicarlo. No es posible separar netamente la experiencia puntual de la
divinidad y el trasfondo cultural y biográ fico desde el que se percibe13 14. Es
inevitable que una potencial comunicació n de Dios al hombre se
comprenda de forma diversa en una persona occidental que en una
oriental, ya que a la hora de expresar y traducir la vivencia de Dios se
recurre a elementos de la propia cultura, especialmente los de la tradició n
religiosa de pertenencia, para desde ahí expresar lo experimentado,
interpretá ndolo.
La revelació n de la divinidad, en caso de que se dé, se capta
respetando los condicionamientos histó ricos, socio-culturales y biográ ficos
de aquellos que lo viven. Cualquier posible comunicació n divina es
recibida, comprendida e interpretada segú n los pará metros culturales a los
que se pertenece. Es decir, en el caso de que el mismo dios se comunicase a
personas de diferentes culturas, éstas comprenderían el mensaje de forma
13
Una visión sintética de las distintas concepciones de lo santo es la que ofrece R.
Schaefflcr, Religión und kriliscbes Betvnsstseút, Freiburg Br., 1973, pp. 107-154.
14
W. P. Alston, Percievitig God. The epistmnology of rcUgions Experience, Irha- ca,
1993, pp. 68-101.
diferente. Por eso, la pretendida palabra de Dios que defienden las
religiones es siempre inevitablemente palabra humana, sea o no inspirada,
motivada o no por los dioses. Cada persona parte de unos
condicionamientos y prejuicios religiosos ya dados, desde los que se abre a
cualquier nueva experiencia o vivencia de lo divino. De ahí la importancia
de la teología negativa que nos obliga a distinguir entre lo que Dios es en sí
mismo y nuestras representaciones de él, inevitablemente
antropomó rficas (en la línea a la que apunta la crítica de Feuerbach). Es lo
que llevaba a san Agustín a afirmar que si lo conocemos, es que no es Dios,
oponiéndose a integrar a Dios en un sistema de creencias, es decir, a
identificar las representaciones de la divinidad con ella misma.
Ademá s, si Dios existe, no solo se ha dado a conocer por medio de
«religiones reveladas», sino que ha dejado sus huellas en la misma
naturaleza y la historia, en el á mbito mundanal y humano. Es lo que ha
dado origen a la teología natural, en un contexto marcado por la
naturaleza, a la teología filosó fica, desde una referencia má s antropoló gica,
y finalmente a la filosofía de la religió n en el contexto de la Ilustració n 15.
Las realidades má s supremas y valiosas para el hombre son las que se
utilizan para hablar de Dios. Probablemente de ahí viene la idea de Dios
como el «Altísimo», como el ser supremo y celestial, figura que
encontramos en las religiones má s arcaicas. La contemplació n del cielo,
signo por antonomasia de grandeza y trascendencia, es la que lleva a
hablar de Dios como ser trascendente y a hacer del firmamento el lugar
simbó lico de la divinidad. De ahí la repetició n constante de la bó veda
celeste en tantos santuarios, templos y lugares sagrados. También la
tendencia del orante a orar con las manos abiertas, desde una postura
erguida y mirando al cielo, que es lo que encontramos en el cristianismo en
la época de expansió n en el Imperio romano 17 . Las alturas simbolizan el
poder y ambos se ponen en correlació n con la divinidad, que sería la
realidad suprema y omnipotente.
Segú n que el hombre viva la naturaleza como realidad final o ponga el
acento en la relació n interpersonal como referente ú ltimo, así surge una
concepció n có smica o personal de Dios. Dios es el referente absoluto
irrebasable desde el que explicamos el mundo y el hombre, y lo
representamos segú n la realidad que nos aparece como má s valiosa, el
cosmos o el hombre mismo. De ahí que lo divino o el dios emerja como la
piedra angular ú ltima de las cosmovisiones religiosas. Es el principio que
trasciende todo lo que existe y que lo fundamenta al mismo tiempo. DL- ahí

15
Un buen análisis de los cambios socio-culturales que han llevado al nacimiento
de la filosofía de la religión como heredera del viejo teísmo filosófico es el que ofrece A.
Torres Queiruga, L¿i constitución moderna de la razón religiosa, E.siella, 1992, pp. J 49-
222.
el teísmo racional, propio de la teología natural o filosó fica, y el teísmo
revelado, basado en experiencias de los grandes fundadores de las
religiones. Ambos ofrecen un sistema de creencias. En el primer caso se
considera accesible para la razó n y origina lo que Kant llamaba la fe
racional y la religió n en los límites de la razó n. En el segundo se basa en las
vivencias, valores e interpretaciones de una personalidad religiosa y crea
una religió n determinada. En las religiones bíblicas ambas tradiciones
convergen en la afirmació n de un Dios que se comunica a personas
inspiradas y que puede ser encontrado por la razó n humana a partir de la
creació n.

4. Del sentido de la muerte a la vida como sentido

La creencia religiosa tiene funciones esenciales para el hombre. A partir de


la comprensió n del nacimiento como un don y de la muerte como un
trá nsito a una forma nueva y superior de vida, se ofrece un significado a la
historia de cada persona. Las experiencias del sufrimiento, del mal en sus
diversas dimensiones, y de los distintos acontecimientos, se interpretan
desde el trasfondo de la relació n con Dios. No se trata necesariamente de
asumir que todo lo 16 que ocurre proviene de Dios, ni de que éste sea la
causa ú ltima de todo lo que sucede, pero sí se exige vivirlo y asumirlo todo
desde la relació n con él. Una concepció n providencial de Dios exige asumir
los eventos que se presentan en la vida como situaciones con sentido. Este
es el gran reto que tiene la teodicea. Hay que aprender a hallar a Dios en
todos los acontecimientos, especialmente cuando se trata de situaciones
personales, aunque Dios no sea el agente ú ltimo ni tampoco causa segunda
de lo que acontece.
La providencia divina no es omnicausalidad, ya que hay que respetar
la autonomía de las leyes de la naturaleza y de los acontecimientos
histó ricos. El Dios providente es el que puede sacar bien del mal, el que
posibilita mantener la esperanza y la confianza en medio de las
dificultades. Desde la creencia religiosa es posible reconocer a Dios en los
acontecimientos, sin que se le achaque la causalidad de cada uno de ellos.
En ú ltima instancia, la afirmació n de una creació n distinta de Dios supone
aceptar que Dios no lo es todo para el hombre (ya que existe el mundo y el
ser humano como instancias reales de sentido), de la misma forma que el
hombre no lo es todo para Dios. Si no somos marionetas en las manos
divinas, es que somos libres y tenemos autonomía respecto del mismo
Dios. La aceptació n de que el mundo no es divino implica reconocer que
16
Cf. J. Ries, «El hombre religioso y lo sagrado a la luz del nuevo espíritu
antropológico», en Id. (ed.), Tratado de antropología de lo sagrado I. l os orígenes del
botnbrc religioso, Madrid, 1995, pp. 44 4 S.
sus leyes se imponen, sin que el Dios providente intervenga para arreglar
su obra creadora, como proponían los discípulos de Newton en contra de
la opinió n de Leibniz.
Por eso, la religió n está vinculada no solo a la razó n, sino, sobre todo,
al deseo, a las vivencias y experiencias má s hondas. Brota del subsuelo de
la vida y canaliza el rechazo que espontá neamente provoca el mal en el
hombre, así como promueve las acritudes má s positivas y gratificantes.
Esto es lo que se expresa en la oració n, que puede ser una alabanza y un
quejido, una acció n de gracias o una petició n de ayuda, porque es acció n
comunicativa en la que el hombre se presenta globalmente ante la
divinidad. En la oració n se actualiza la persona ante Dios mismo y surgen
todas las dimensiones de la vida, como algo unitario que se presenta a
Dios. Es todo el hombre el que vive sus experiencias ante Dios, religá ndose
a él y dá ndoles un sentido en funció n del sistema de creencias que orienta
su vida. Por inadecuadas que sean las representaciones y peticiones, que
siempre pecan de antropomorfismo, lo importante es la pretensió n del ser
humano de vivir esas situaciones desde la religació n a Dios. Por eso hay
que analizar la religió n no tanto desde la perspectiva de Dios cuanto desde
la del hombre. En ella expresamos acatamiento, confianza, fe y esperanza.
No se trata de influir en Dios, que no necesita de las oraciones, sino de que
por el mismo hecho de orar y pedir ya nos ponemos en situació n de
afrontar la vida desde un planteamiento religioso.
La religió n ha sido tradicionalmente la gran dadora de sentido, la que
ha ofrecido pautas de interpretació n convincentes para abordar los
acontecimientos. De allí su importancia personal y social en lo que
concierne a la identidad y a la cohesió n de los miembros de una sociedad,
al ofrecer un marco de interpretació n en el que se pueden integrar todos
los acontecimientos. Es muy difícil encontrar una sociedad sin un sistema
de creencias y de prá cticas que, en ú ltima instancia, remitan a Dios. Desde
ellas es posible también abordar el terror del hombre a la historia, el
miedo que produce el fluir del tiempo como una repetició n incesante y sin
sentido18. Parece que el curso del tiempo se acelera cuanto má s edad se
tiene y que los añ os se vivencian como má s cortos cuanto má s se envejece,
con lo que aumenta la conciencia de finitud y limitació n. El fluir del tiempo
es una de las fuentes de la inseguridad e incluso de la angustia humana, y
las preguntas religiosas se agudizan en proporció n a nuestra vivencia de
que el tiempo tiene un curso acelerado que progresivamente nos acerca al
final.
La religació n a Dios permite transformar lo que ocurre, dar un sentido a lo
fá ctico, encontrar significado y validez a lo que no lo tiene por sí mismo. Si
toda ontología es hermenéutica, es decir, interpretació n con pretensió n
global de sentido, la religió n es una de las má s universales y má s eficaces. Y
es que la historia personal y colectiva del hombre no tiene un sentido en sí
misma, sino que se lo dan los hombres, generalmente a partir de un sistema
de creencias religiosas. De ahí la importancia de afrontar los
acontecimiento desde el trasfondo de la promesa de salvació n de un Dios
que es garante del futuro. Las religiones fomentan la esperanza, relativizan
los acontecimientos y permiten mantener abierta la historia.
Cuando La inmanencia se abre a la trascendencia es posible sustraerse a La
mera facticidad histó rica y encontrar sentido a La vida en medio de
sucesos que por sí mismos lo contradicen. El precio a pagar es el de la
inseguridad de la fe: la promesa futura puede ser una falsa ilusió n.
La religió n es también esencial como un conjunto de valores, normas,
mandamientos y orientaciones para el comportamiento. No se trata
simplemente de evaluar lo que acontece como algo en lo que es posible
encontrarse con Dios, sino de introducir sentido, influir en Dios, que no
necesita de las oraciones, sino que se lo dan los hombres, generalmente a
partir de un sistema de creencias religiosas. De ahí la importancia de
afrontar los acontecimiento desde el trasfondo de la promesa de salvació n
de un Dios que es garante del futuro. Las religiones fomentan la esperanza,
relativizan los acontecimientos y permiten mantener abierta la historia.
Cuando La inmanencia se abre a la trascendencia es posible sustraerse a La
mera facticidad histó rica y encontrar sentido a La vida en medio de
sucesos que por sí mismos lo contradicen. El precio a pagar es el de la
inseguridad de la fe: la promesa futura puede ser una falsa ilusió n.
La religió n es también esencial como un conjunto de valores, normas,
mandamientos y orientaciones para el comportamiento. No se trata
simplemente de evaluar lo que acontece como algo en lo que es posible
encontrarse con Dios, sino de introducir sentido de que por el mismo
hecho de orar y pedir ya nos ponemos en situació n de afrontar la vida
desde un planteamiento religioso.
La religió n ha sido tradicionalmente la gran dadora de sentido, la que
ha ofrecido pautas de interpretació n convincentes para abordar los
acontecimientos. De ahí su importancia personal y social en lo que
concierne a la identidad y a la cohesió n de los miembros de una sociedad,
al ofrecer un marco de interpretació n en el que se pueden integrar todos
los acontecimientos. Es muy difícil encontrar una sociedad sin un sistema
de creencias y de prá cticas que, en ú ltima instancia, remitan a Dios. Desde
ellas es posible también abordar el terror del hombre a la historia, el
miedo que produce el fluir del tiempo como una repetició n incesante y sin
sentido17. Parece que el curso del tiempo se acelera cuanto má s edad se
tiene y que los añ os se vivencian como má s cortos cuanto má s se envejece,
con lo que aumenta la conciencia de finitud y limitació n. El fluir del tiempo
17
M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, 21973, pp. S4-98.
es una de las fuentes de la inseguridad e incluso de la angustia humana, y
las preguntas religiosas se agudizan en proporció n a nuestra vivencia de
que el tiempo tiene un curso acelerado que progresivamente nos acerca al
final.
La religació n a Dios permite transformar lo que ocurre, dar un sentido
a lo fá ctico, encontrar significado y validez a lo que no lo tiene por sí
mismo. Si toda ontología es hermenéutica, es decir, interpretació n con
pretensió n global de sentido, la religió n es una de las má s universales y
má s eficaces. Y es que la historia personal y colectiva del hombre no tiene
un sentido en sí misma, sino que se lo dan los hombres, generalmente a
partir de un sistema de creencias religiosas. De ahí la importancia de
afrontar los acontecimientos desde el trasfondo de la promesa de
salvació n de un Dios que es garante del futuro. Las religiones fomentan la
esperanza, relativizan los acontecimientos y permiten mantener abierta la
historia. Cuando la inmanencia se abre a la trascendencia es posible
sustraerse a la mera facticidad histó rica y encontrar sentido a la vida en
medio de sucesos que por sí mismos lo contradicen. El precio a pagar es el
de la inseguridad de la fe: la promesa futura puede ser una falsa ilusió n.
La religió n es también esencial como un conjunto de valores, normas,
mandamientos y orientaciones para el comportamiento. No se trata
simplemente de evaluar lo que acontece como algo en lo que es posible
encontrarse con Dios, sino de introducir sentido en la realidad.
Precisamente porque tos mecanismos instintivos son insuficientes para
canalizar la vida humana, es necesario ofrecer pautas de conducta, que se
transmiten por aprendizaje y herencia cultural. Esto es lo que lleva a la
ética y a las motivaciones morales, que han sido uno de los elementos
decisivos de las religiones. Todas las religiones definen el bien y el mal,
apelan a una conducta coherente con la ley divina o se inspiran en unos
valores que permiten guiar el comportamiento humano.
Las religiones han sido tradicional mente grandes reservas de las que han surgido la ética y la moral,
así como grandes legitimadoras de las leyes sociales. No son las ú nicas instancias generadoras de normas
éticas y sociales, pero sí de las má s universales y duraderas. Desde el momento en que hay un bien y un mal
que se sustraen a la mera arbitrariedad subjetiva de cada individuo o sociedad, es posible establecer pautas
de conducta universales. Se puede interpretar el bien y el mal en funció n de los mandatos divinos, o de una
naturaleza humana que tiene sus propias exigencias, o a partir de unos principios inherentes a la
conciencia, que hacen de la moral un «hecho de la razó n» en la línea de Kant. También como principios
universales consensuados y que tienen un valor transcultural. Pero siempre que aludimos a un bien y un
mal, con pretensiones de universalidad y de validez intercultural, confesamos de forma indirecta que no
todo está permitido y que la persona no puede reducir el bien y el mal a lo bueno y malo «para mí».
Es Jo que hacen las religiones al correlacionar el bien y el mal con una divinidad, sobre todo en las
religiones monoteístas, desde la que hay que comprender la naturaleza humana. Y es que el hombre no
puede vivir en una anomia constante, sin un orden normativo en el que socializarse y desde el que puede
crecer como individuo autó nomo. Las religiones vinculan esos valores a la misma ley divina, dá ndoles así
una universalidad y fundamentació n trascendentes, a las que tiene que subordinarse la subjetividad
individual. En las sociedades tradicionales esta fundamentació n normativa se ha hecho basá ndose en una
ley revelada, aunque no es posible establecer una delimitació n clara entre lo que es la presunta inspiració n
divina y lo que sería construcció n socio-cultural del hombre. El pecado es la instancia que má s ha reforzado
la culpa ante una acció n inmoral, ya que da un sentido trascendente a una conducta destructiva humana.
Pero la normatividad de la vida humana tiene un cará cter ambiguo. Es necesaria para regular los
conflictos sociales y para orientar la conducta individual, pero puede ser opresiva y asfixiar la libertad
individual y colectiva. La religió n fomenta esta ambigü edad desde la culpabílizació n del hombre, que ha
sido un rasgo permanente y decisivo del cristianismo a lo largo del segundo milenio. La ausencia de culpa,
por otro lado, es el signo del vacío moral que hoy se da en nuestras sociedades, ya que la tolerancia y el
respeto a la libertad personal han dejado paso a la indiferencia cínica, en la que todo está permitido y nadie
es culpable. Surge así el mal banal, sin que nadie se sienta culpable, y que por ello es fá cilmente olvidado. La
religió n, por el contrario, mantiene la memoria del mal pasado, aunque ofrezca perdó n, y deja abierta la
pregunta.
Cuanto má s tradicional es una sociedad, tanto má s necesaria es la legitimació n religiosa de las pautas
sociales de comportamiento. El progreso, tanto religioso como ético, va en la línea de potenciar la
conciencia personal y colectiva, que tiene que discernir y evaluar en las situaciones concretas en funció n de
principios cada vez má s universales y también má s formales. La regla de oro que establece la reciprocidad
en las relaciones interpersonales es uno de los principios universalistas comunes a las tradiciones bíblicas
(Lev 19,18), así como el principio cristiano de que el amor a Dios es el reverso del amor al pró jimo y
viceversa. Los sistemas éticos y religiosos evolucionan en la línea de una mayor personalizació n de la
conciencia, de una creciente universalidad y de una ampliació n constante de la dignidad de la persona
humana, má s allá de los particularismos socio- culturales y de los egoísmos personales. En el proceso de
maduració n de la sociedad hay una orientació n no solo hacia una moral postconvencional sino también
hacia religiones universalistas, que juegan un papel fundamental en la superació n del mero utilitarismo del
pacto social y de la funcionalidad de la moral18 19.
Las religiones han sido grandes reservas utó picas y prá cticas que se han esforzado por dar sentido a la
historia y por generar prá cticas liberadoras y potenciadoras del hombre. Unen su capacidad para dar
consuelo personal a su potencial socializador y de cohesió n. De hecho el «imaginario religioso», como lo
llama Castoriadis, es el nú cleo mítico de la sociedad20. Es decir, aunque se pueda racionalizar un sistema
ético que integre los valores socio- culturales, éstos se apoyan mayoritariamente en un referente religioso
que desborda lo meramente racional. Por eso, la perdida de las imá genes míticas y religiosas del mundo no
ha llevado a una racionalizació n ética de la sociedad. La reacció n en contra de una religió n autoritaria y
represiva, rasgos que han marcado al cristianismo en buena parte del segundo milenio, ha llevado no a la
superació n de la moral autoritaria sino a un peligroso vacío moral.
La secularizació n y racionalizació n social ha creado un vacío de sentido y propiciado el surgimiento de
nuevos mitos y pseudo-religiones laicas que suplen el vacío dejado por las cosmovisiones religiosas. Es lo
que ocurre, por ejemplo, con el nacionalismo, que aglutina hoy buena parte de las energías que antes se
integraban en los sistemas religiosos. Desde el momento en que es necesario un proyecto existencial en el
que integrarse, podemos hablar de pseudo-religiones cuando sistemas ideoló gicos incorporan las funciones
propias de las religiones y se impregnan de sus elementos vitales, afectivos y existenciales. La idea de la
patria juega hoy un papel similar al de Dios en las sociedades de final de siglo y ha asimilado muchos de los
rasgos sacrales y trascendentes de las religiones.
El hombre desencantado y racionalista de nuestras sociedades postradidonales no puede vivir sin
mitos, sin metafísicas y sin religiones. Es decir, no puede renunciar a las grandes creencias, aunque conozca
que son extrapolaciones racionalmente criticables. No es que hayamos superado el mito y la religió n, sino
que vivimos en un mundo reencantado y mitificado, aunque sean muchas cosmovisiones seculares las que
ejerzan de pseudo-religiones. En buena parte, el futuro de la humanidad depende de la evolució n de las
religiones, ya que éstas son parte esencial determinante de los sistemas éticos y de los comportamientos
morales. El ecumenismo intracristiano y el diá logo de las religiones es fundamental para el encuentro de
las culturas y la superació n de los conflictos. El potencial movilizador de la religió n se une a su capacidad
para dar sentido y para simbolizar la solidaridad humana, vinculando la integració n social y la dimensió n
expresiva del hombre. Por eso la religió n supera la mera racionalidad argumentativa y no puede ser
sustituida por un consenso ético argumentado, sino que se basa en convicciones má s testimoniadas que
defendidas con razones.
Má s allá de las pretensiones de verdad teó rica de las creencias religiosas hay también una apelació n a
la veracidad del creyente, que se expresa desde un testimonio que genera confianza y respeto, o rechazo y
desconfianza. No solo se pretende justificar una postura ética, sino impulsar a un comportamiento. Para
ello es determinante el ejemplo, que suscita adhesió n y seguimiento. Las religiones se basan en una opció n
de fe y en la esperanza, que no puede ser fundada racionalmente, pero sí testimoniada. De ahí que la
historia de la tradició n ética y la religiosa estén íntimamente relacionadas, en interacció n y crítica
18
F.I paso a una inoral postconvencional que defiende Kohlberg recoge contenidos de empatia y de justicia, en los que
juega un papel la motivación moral que ofrecen las religiones desde le regla de oro. Cf. J. Habermas, Aclaraciones a la ética del
discurso, Madrid, 2000, pp. 55-81; W. Edelstein y G. Nunner (eds.), Zur Besti??!- mttng der Moral, Frankfurt a. M., 1986, pp. 205-
246.
19
Hsre es también el punto de partida de la comprensión de K. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa,
Madrid, 1982. Al margen de la identificación que hace Durkheün de la conciencia colectiva con la divinidad, apoyándose en una
epistemología feuerbachiana, hay que valorar positivamente la importancia que concede a los elementos afectivos y a las
representaciones simbólicas, contra el primado de la razón.
constante. Mucho má s en tradiciones como la judeo-cristiana, que establecen una correlació n entre fe y
razó n, entre el Dios que se revela y el creador que se hace presente en la naturaleza humana y en la
historia.
En conclusió n, la religió n tiene consistencia porque responde a preguntas y necesidades humanas que
no pueden ser resueltas por la ciencia y tampoco por la filosofía, aunque sea ésta la que má s se acerca a la
religió n en cuanto sistema metafísico de creencias. Exista Dios o no, la religió n permanece, porque
responde a preguntas existenciales inevitables y mantiene el cará cter misterioso del universo y del
hombre.

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