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39. Ciertamente cabe el peligro del «formalismo» social: es decir, la prescripción de muchas
normas sociales que acaban por ahogar la espontaneidad porque están vacías de contenido: ya no sig-
nifican nada. Las normas sociales deberían ser un código gestual con el que manifestamos nuestra in-
terioridad; un código que conviene conocer para saber relacionarnos correctamente. Si no sabemos
que un determinado gesto es ofensivo y no es precisamente de bienvenida es difícil que podamos ha-
cernos nuevos amigos.
142 LA PERSONA HUMANA
ción de proteger del frío, sino que también protege nuestra intimidad de las mira-
das ajenas (el pudor es buena muestra de ello), y refleja a la vez el modo en que
queremos «presentarnos» ante los demás: a través de mi modo de vestir estoy ya
diciendo algo de mi intimidad. Sin embargo, las manifestaciones corporales (ges-
tos, vestido, etc.) no sólo expresan nuestra intimidad, sino que también la puede
ocultar: nuestra intimidad no es totalmente transparente. Cabe la simulación (ges-
tos o palabras que ocultan nuestro desafecto) o el disfraz (mediante el cual quere-
mos pasar inadvertidos, o pasar por lo que no somos).
40. MILLÁN-PUELLES, A., Voz «Persona», en Léxico Filosófico, Rialp, Madrid 1984, p. 457.
LA FUNDAMENTACIÓN METAFÍSICA DE LA PERSONA HUMANA 143
precisamente estriba su dignidad (la personalidad)» 41. Para Kant, ser digno equi-
vale a ser libre (ser fin de sí mismo) puesto que la libertad, en último término, es
aquello en virtud de lo cual destaca sobre los demás seres no racionales. La auto-
posesión libre es el particular valor intrínseco de la persona humana, de tal modo
que no puede ser tratado nunca como un medio, sino como un fin en sí mismo 42.
De ahí que la persona no tenga precio sino dignidad. «Como fin en sí mismo (...)
el sujeto de la acción se convierte en valor absoluto. Un objeto, una cosa, puede
tener también valor, que es lo que llamamos precio. Todo lo que tiene precio pue-
de ser sustituido por algo equivalente. El valor, en cambio, de lo que es absoluta-
mente sujeto se halla ya por encima de todo precio. El sujeto posee un valor ab-
soluto al que Kant llama dignidad. Por ella, el sujeto humano pasa a ser
considerado persona» 43. Los objetos, en efecto, son valiosos en la medida en que
son valorados por sujetos; por tanto, su valor es meramente extrínseco. Pero los
sujetos personales poseen un valor que es independiente de cualquier valoración
que desde fuera se haga de ellos. Por eso dice Kant que poseen valor intrínseco,
que es justamente la «dignidad».
Ahora bien, según el planteamiento kantiano, más que existir un fundamen-
to de la dignidad humana, hay sólo una explicación, porque en sentido radical, es
decir, en su raíz última, la fundamentación habría de ser metafísica, y esto resulta
inaceptable en su planteamiento. El único argumento es el de la razón práctica
que mediante el imperativo moral me ordena en cualquier caso respetar a la per-
sona como un fin en sí mismo. En efecto, existe algo en mi conciencia que me
ordena imperativamente tratar a cada hombre como un fin en sí mismo. Pero ¿es
posible algún correlato real y objetivo que justifique este hecho de conciencia?
41. MILLÁN-PUELLES, A., Sobre el hombre y la sociedad, Rialp, Madrid 1976, pp. 99-100.
42. «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cual-
quier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca simplemente como un medio». KANT, I.,
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. 2, Tecnos, Madrid 2005, p. 117.
43. BASTONS, M., Conocimiento y libertad. La teoría kantiana de la acción, EUNSA, Pamplona
1989, pp. 272-273.
144 LA PERSONA HUMANA
El positivismo jurídico afirma que los valores sociales son los que en cada
caso determina la sociedad, hasta el punto de que una conducta, por ejemplo, no se
castiga porque sea mala, sino que es mala porque se castiga. El positivismo condu-
ce a pensar que los derechos humanos se ligan a una determinada situación históri-
ca, social o cultural, y por tanto no son universales. El valor que se defiende hay
que adscribirlo a un lugar geográfico en el que haya adquirido vigencia legal, pues-
to que la ley positiva se debe exclusivamente a la autoridad que la promulga, cuyo
mandato se restringe a un espacio y un tiempo. De este modo, estamos obligados a
admitir el carácter exclusivamente cultural de los Derechos Humanos, y por tanto
relativos a la época y cultura en que son admitidos. La idea de dignidad humana
inspira la promulgación de leyes y derechos de las personas; estas leyes vendrían a
ser unos complejos «mecanismos» de defensa que el hombre mismo inventa para
protegerse frente a los individuos de su misma especie. Gracias a esos «mecanis-
mos» defensivos la especie humana ha sido capaz de subsistir con el paso del tiem-
po. El planteamiento positivista reconoce un valor y dignidad en la persona, gracias
al cual se convierte en algo valioso y respetable. Pero se trata de un valor concedi-
do, y por tanto, relativo a la sociedad que le otorga ese valor. No obstante, como
apunta Spaemann, si todo valor es relativo al sujeto que valora, entonces «no se
puede llamar crimen a la aniquilación completa de todos los sujetos que valoran» 44.
Si no queremos caer en la devaluación práctica de la palabra «dignidad» he-
mos de otorgarle un valor previo, absoluto e independiente de toda valoración
extrínsecamente otorgada. En otras palabras, «o hay un fundamento metafísico
para reconocer esa especial dignidad a todos los ejemplares de la especie huma-
na o ésta sólo se puede atribuir al hecho histórico contemporáneo de que la co-
munidad internacional se ha puesto mayoritariamente de acuerdo en reconocer-
la» 45. Si la dignidad personal descansa en un valor ontológico es algo que se
posee desde un principio, y no se basa en un acuerdo entre los hombres. La dig-
nidad humana es una realidad que se reconoce porque es previa a todo reconoci-
miento jurídico. «El concepto de los Derechos Humanos sólo es comprensible
como la garantía jurídica de unos valores (...) que son previos e independientes
de todo acto de valoración. Antes de que esos valores sean estimados de hecho,
son de derecho estimables. El valor, por tanto, es inderivable de los hechos» 46.
reconoce que respetando a los demás, respeto a Aquél que me hace a mí respeta-
ble frente a ellos. La persona es un absoluto relativo, pero el absoluto relativo
sólo lo es en tanto que depende de un Absoluto radical que está por encima y res-
pecto del cual todos dependemos. Si prescindimos de esta fundamentación, el
concepto de Derechos Humanos resulta vacío, quedando su contenido a merced
de la contingencia histórica o del arbitrio.
De todo lo dicho anteriormente se puede plantear una posible objeción. Si toda
persona humana es «imagen y semejanza de Dios» toda persona debe ser tratada
dignamente, respetando su libertad. ¿Por qué se admiten en una sociedad avanzada
medidas que atentan contra la dignidad personal, como es, por ejemplo, la condena
a cumplir una pena en una cárcel? ¿No sería esto un reconocimiento expreso de que,
de hecho, no toda persona humana es digna, o al menos igualmente digna? Se dice
en el lenguaje cotidiano que tal persona es «indigna» para ocupar tal cargo. ¿Se pue-
de hablar así en sentido estricto? Parece evidente que hay comportamientos que es-
tán en armonía con la naturaleza humana y otros que son contrarios a tal naturaleza,
y son por tanto indignos. Es preciso distinguir, por tanto, una doble dignidad:
a) Una dignidad ontológica o natural que deriva de su índole de persona,
«imagen y semejanza de Dios» y que se manifiesta en su actuar libre, es decir, ser
dueño de sí mismo y dominar su mundo circundante.
b) Una dignidad moral, que depende del uso que se haga de la libertad.
La dignidad ontológica no se gana ni se pierde por el uso que se haga de la
libertad, mientras que la segunda sí cabe obtenerla o perderla: se obtiene por el
buen uso de la libertad, y se pierde cuando se hace mal uso de ella 51. Se trata de
una dignidad adquirida, y tiene que ver más con el «obrar» de la persona que con
su «ser-persona». Sin embargo, la dignidad moral ni quita ni pone nada en la ra-
dical dignidad que, en tanto que persona, le corresponde a todo ser humano. La
dignidad ontológica o innata es la que fundamenta los derechos humanos 52. Por
su parte, en la tradición cristiana «la imagen divina está presente en todo hom-
bre». Cabe ser buena o mala persona, pero siempre sobre la base de que se es per-
sona, por lo que se le confiere un valor intrínseco absoluto: una persona puede
ser indigna de ocupar un cargo público o de gozar de la libertad de movimientos
(por resultar un peligro a la sociedad) pero nunca pierde su dignidad ontológica,
puesto que de la misma manera que no se puede «ganar» tampoco se puede «per-
der»: «¿Por qué no puede perderse ese mínimo de dignidad que llamamos digni-
dad humana? No se puede perder porque tampoco puede perderse la libertad en
tanto que moralidad posible» 53. Esta moralidad posible, unida a la condición libre
del hombre, se basa en la fundamentación en su acto de ser personal.