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¿qué hacemos con lo que escapa a la razón?

Me aferro a los sentimientos como ley, no puedo desobedecerles. Pero “hay en mi dos fuerzas
contrarias irreconciliables: la inteligencia y el corazón. El corazón ama, es crédulo, confiado, se
enternece. La inteligencia duda, se rebela, desdeña, niega.” En cuanto a la religión, desde
chica me mordió la duda. Tenía miedo de perder la fe. Trataba de no razonar, de tener la fe
absoluta. Más tarde pensé que la cobardía era mala consejera. Miré de frente lo que me
inquietaba. Sufrí. Pensé que había que hacer el bien por el bien, sin esperanza de recompensa.
Y que había que evitar el mal por asco, no por miedo al castigo. Y sin embargo siento en mí,
todavía, alzarme hacia el dios oculto. ¿Será una necesidad infantil de protección física?
Supongo que llevo en mí un patrimonio inconsciente, una herencia milenaria de lo que no es
fácil deshacerse.

Nada hacía prever, un 7 de abril de 1890 a las cuatro y media de la tarde, cuando nací frente al
Convento de las Catalinas, el vuelco que iba a dar el mundo. Las palomas se posaban en las
cornisas de la iglesia como ahora.
La patria insignificante que me había tocado estaba “in the making”. Nacía en una futura gran
ciudad que merecía el nombre de Gran Aldea, todavía. Las familias de origen colonial, las que
lucharon y se enardecieron por la emancipación de la Argentina, tenían la sartén por el mango,
justificadamente. Yo pertenecía a una de ellas, es decir a varias, porque todas estaban
emparentadas o en vías de hacerlo. Aquellas familias de corte patriarcal vivían estrechamente
unidas por la sangre, la amistad o la enemistad, las ilusiones o los rencores, las querellas y las
reconciliaciones, por la fe en una nueva nación. Iba yo a oir hablar de los ochenta años que
precedieron a mi nacimiento, y en que los argentinos adoptamos ese nombre, como asuntos de
familia. La cosa había ocurrido en casa, o en la casa de al lado, o en la casa de enfrente:
San Martín, Pueyrredón, Belgrano, Rosas, Urquiza, Sarmiento, Mitre, Roca, López… todos
eran parientes o amigos. El país entero estaba poblado de ecos de fechas históricas con aire
de cumpleaños caseros, de nostalgias sentidas por quienes me ideaban y mimaban.

- Cuando se iba a caballo a la quinta del padrino de tu tía Carmen, Don Miguel de
Azcuenaga… hoy la residencia presidencial.
- Cuando se ponían días y días para llegar a la estancia de tu tía Clara, la estación Cobo.
- Cuando pegaban con brea los moños colorados.
- Cuando vendían duraznos en la calle… y cabezas.
- Cuando Sarmiento venía a tomar café con Ocampo…
- Cuando se escondieron en casa los López, perseguidos, después del derrocamiento de
Juan Manuel…
- Cuando tío Vicente Lopez venía a Villa Ocampo a ver a tu tata…

Mi tatarabuelo, Manuel José de Ocampo fue designado, en 1810, Gobernador del Cabildo de
Buenos Aires, y en esa calidad le tocó desempeñar un papel (dicen que destacado) en las
jornadas de Mayo.
Ese mismo año, el 15 de septiembre, en Buenos Aires, bautizó a su hijo con el nombre de
Manuel José de Ocampo y Gonzalez. Este iba a ser mi tata C

Yo solo se que habre prolongado, por un camino de apariencia muy distinto, no el rastro de sus
virtudes, fuesen las que fuesen, sino su amor tenaz, y a veces encabritado, por un país ingrato
y querido, que precisa, hoy más que nunca, una suma enorme de amor desinteresado para
criarse y crearse, como los niños chiquitos.

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