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PRIMEROS RECUERDOS INFANTILES

¿Cómo iniciar unas líneas acerca de una vida existente pero irreal? Vida en la que el
justo límite de la locura trastoca ya todas las nociones Quiero decir: confío en mis
recuerdos. Confío en la verdad de mi historia como un objeto sólo mío y compartido
hasta ahora solo a grades penas y no en lo sustancial, sino por el símbolo, la alegoría y
una especie de mitología personal que ya enmascara, ya desnuda sólo
momentáneamente hasta al hueso lo que de carne me viste. Mas confío también en la
realidad de mis ensueños, de mi autismo, que han configurado la parte de mi vida que
yo considero más interesante. No es una vida sólo interior: es una vida que comunica
todo el tiempo con el exterior en el que me debato y me muestro al ojo agudo de la
gente a la que sin embargo apenas comprendo, y la cual apenas me comprende también.
Mis mociones psicológicas, son pues, realidades objetivas que, ya fuera de mí, han
regresado a mí por seguir alimentándome, atormentándome en todo caso, poniendo un
sello de vergüenza que podría ser mi único orgullo, mi identidad.
Contrario a lo que Freud supone o argumenta en su obra Tres ensayos de
psicología sexual, yo guardo muchos recuerdos de mi vida de infante, desde alrededor
de los tres años; recuerdos que aún ahora me atribulan, si bien he dejado de llorar por
ellos. No recuerdo de la primera infancia la alegría, la risa, la inocencia. Mi infancia fue
más bien grave y gris. Las emociones que tiñeron la memoria precoz de esos momentos
que recuerdo tan vividamente fueron la angustia, la aflicción y el horror.
Al borde de mis treinta años, entiendo que mi vida no cambiará en lo sustancial.
Y que los que se podrían suponer los mejores años de mi vida ya fueron entregados al
espanto, a la locura, a la muerte. Parece claro que no podré vivir ya bien, si no es
medicado: esos químicos que producen en mí una falsa alegría separada del resto de las
cosas, una falsa risa, un falso sueño por las noches, y otorgan a mi vida nerviosa la
cualidad de un sistema organizado para un relativo bienestar y que no es mi sistema, el
mío verdadero. A esta edad mi cuerpo ya está bastante desgastado por la vida. Las
emociones han dañado mis órganos. Mi estómago e intestinos sufren constantemente
inflamación y malestares. Y a pesar de sentirme todavía niño, o quizá mejor,
adolescente, intuyo que el desgaste empieza a prefigurarse irreversible. Han aparecido
los primeros síntomas alarmantes.
No sé si nací ya con este autismo. O me fue dado por un golpe, por un gran
susto. En todo caso ya desde muy pequeño estaba como suspendido en una realidad
limítrofe, ensimismada, con una pobre relación con el exterior. En esa primera infancia,
más que jugar, cuestionaba, vivía como temeroso de algo que aún no conocía, y que
muy probablemente era yo mismo. De niño, antes que todo sufrí y lloré hasta la mera
extenuación física.
Nací en el seno de una familia modesta. Mi padre era ya entonces comerciante.
Una persona rígida, autoritaria y estricta. Fui el cuarto hijo en la familia. Y estaba
destinado a ser el último, el más pequeño de ella. Nací en Puerto Vallarta en 1986, en un
hospital público. Mi familia vivía entonces en un segundo piso frente a la plaza del
Pitillal, una colonia que entonces era un pueblo junto a la creciente ciudad en desarrollo
económico. Y nos mudamos a la ciudad de Aguascalientes. Mi padre buscaba un
cambio de aires, estaba enfadado de esa ciudad ya al parecer. Él siempre tuvo esa clase
de ímpetus de moverse de una ciudad a otra, sin reflexionarlo mucho, por mero
hartazgo, sin atender mucho la necesidad o el deseo de la esposa o los hijos, y sin prever
el futuro. Mi padre creyó que, después de tal mudanza podría rehacer una vida familiar
en esa ciudad, tal como lo había hecho en otras ocasiones. No supo que nos llevaría allí
a vivir la peor época de nuestras vidas, que en mí fue determinante. Y puedo decir que
afectó también, de modos que no sabría capaz de precisar, a mis otros hermanos.
Llegamos en las condiciones más adversas. Y en la adversidad resistimos
muchas humillaciones, muchas carencias. Estoicamente. Aún cuando esos años los pasé
en casa, encerrado, junto a mis hermanos, la experiencia que tengo de ello es la de la
soledad. Una soledad incomunicable, pues no sabía saquera que la estaba sobrellevando.
Mis tres hermanos mayores iban a la escuela por el día. Yo pasaba todo el día en casa,
con mi madre en casa y el hermano menor que allí nació con una diferencia de un año y
meses. En una situación tal, mis padres no deseaban tener más hijos. Es sabido en la
familia que mi hermano menor fue lo que ellos llamaron “el pilón”: las pastillas
anticonceptivas de mi madre no funcionaron. Pero ellos lo aceptaron cuando sabían que
nacería. Y mi padre decidió hacerse la vasectomía. Este hermano menor no tendría más
cuna que una caja de cartón y bebería su lecho de biberón en unas condiciones tales que
estuvo a punto de morir por una fuerte infección estomacal, muy pequeño. Mi madre,
por cierto, permaneció varios días más en el hospital, fingiendo malestar, porque mis
padres no tenían dinero para pagar la deuda del parto. Tras una negociación con la
trabajadora social del hospital, en la que mi padre expuso muy preocupado y con toda
honestidad la severa crisis económica en la que se hallaba y la amplitud ya de nuestra
familia, mi madre regreso por fin a casa, a enfrentar un nuevo problema.
Yo también bebí leche de biberón. Todos los hijos de mi madre lo hicieron. Pues
sus conductos lactarios no eran funcionales, y había que hacerle una operación inviable
para rapárselos. Por lo que fuimos alimentados artificialmente desde siempre. Al nacer
mi hermano, yo ya había alcanzado un desarrollo relativamente normal. Pero supongo
que las condiciones no estaban aún para el fortalecimiento de una seguridad personal,
sobre todo por las condiciones de pobreza y limitación en las que vivíamos. Mi madre
pues, se ocupada pues, desde que recuerdo, de las tareas domésticas (la recuerdo
zurciendo calcetines) y de hacer café de una gran olla de café por las noches para
venderlo por la madrugada en la central camionera. Éste fue uno de autoempleos
emergentes que mi familia debió improvisar para hacer frente a los gastos, pues la
severidad de nuestra pobreza era muchos días encarnizada. La idea de vender de manera
ambulante y de manera ilegal había surgido poco antes cuando, al quedarle a mi padre
solo con unos cuantos pesos de capital, sin empleo, con la necesidad de pagar la renta y
las comidas de los hijos, tuvo la idea de invertir eso en algo de harina de maíz, un poco
de carne y manteca, para elaborar unos tamales y venderlos en la calle.
Mi padre había sido un hombre ingenioso y productivo a la hora del trabajo.
Habiendo trabajo desde niño en la albañilería y siendo maestro oficial de obra ya en la
adolescencia, aprendió en la construcción otros oficios: cortador de azulejos, plomero,
carpintero. La carpintería sería el oficio al que más se dedicaría, desde la carpintería de
utilería domestica hasta la elaboración de muebles finos y artesanales diseñados por él
mismo. La disciplina la obtuvo en el ejercito, antes de casarse con una primera esposa.
Habiendo cursado hasta el cuarto año de primaria, era sin embargo una persona
informada, y con una buena cultura, lector de clásicos literarios y conocedor de las
grandes ideas del pensamiento, aunque a muy grandes rasgos. De filiación comunista,
fue siempre crítico con el poder institucional y con el gobierno.
Pero al llegar mi padre a la cuidad de Aguascalientes, lo hizo de una manera más
que austera. Pasamos los primeros días en un hotel, el cual no abandonábamos por no
tener a dónde ir, y por no tener dinero. Comíamos muchas veces sólo tortillas con sal y
cenábamos sólo un té de limón o a lo mucho un vaso de leche solo. Y cuando la
indiscreción del hambre de los hijos menores llegaba a los encargados del hotel y delata
nuestra condición casi mendicante, preguntaban a mi padre serios acerca del pago y del
día en que habríamos de partir. Una vez instalados en una casa muy modesta, mi padre
instaló un bazar que, como tal, no funcionaba y no rendía frutos, pues la gente sólo
entraba y rara vez compraba algo; así que tuvo la idea de vender café en las madrugadas
en la central camionera, ya que no había en eso competencia entonces. Café negro de
olla, y a veces tamales y avena cocida con leche. Mis hermanos mayores a veces debían
madrugar para ayudar a mi madre a preparar los alimentos o a vender en el pleno frío de
la calle.
Así como pudimos costear los insumos básicos. Pero cocinábamos con petróleo
y nuestra casa tenía un fuerte olor, impregnado hasta en las ropas, a petróleo, y nuestros
cabellos olían así también. Y al no tener estufa, lo hacíamos en un fogón improvisado
con latas con combustible y piedras. Igualmente, las camas eran improvisaciones con
tablas y telas. Los pocos muebles (un comedor y algo más) fueron hechos por mi padre
ex profeso, con materiales de rehusó. Lo que podría haber de valor, cosas usadas o de
segundo mano de cualquier modo, estaba exhibido en el bazar de la entrada. Había un
cuarto que era un taller de carpintería donde mi padre hacía algunos cuantos trabajos de
vez en cuando, sobre pedido, o para exhibir en su bazar. Sin embargo, a mi padre
exasperaba que mi madre generara más ingresos con su diario trajinar y vender. Así fue
ella el sustento principal un tiempo, ante la impotencia y el estrés de mi padre.
Yo en tanto, pasaba los días rondando solo por la casa, únicamente
deambulando, como abstraído, sin tener qué hacer. Mi único juguete fue un triciclo de
segunda mano que llegó después, como algo lujoso y en el cual sólo podía dar vuelas en
círculos en un reducido patio interior. Pero podía ver la televisión. Así que desde las tres
de la tarde que empezaba la barra infantil hasta la noche en que mi familia hacía uso de
ella, yo veía unos tras otros las caricaturas y programas infantiles: El tío Gamboín,
Cositas, Los Thundercats, Tom y Jerry y Los superamigos son los que más recuerdo. Yo
disfrutaba mucho a Los Thundercats, con su hálito de misterio y monstruosidad. No
había pues, oportunidad de socializar mientras no llegara a entrar al jardín de niños. Y
yo recuerdo que, como quedaba a unas cuadras de la casa, cuando pasaba con mi madre
por allí después de haber ido por alguna compra, y habiéndome dicho ella que allí iría a
reunirme con otros niños en cuanto tuviera edad, yo deseaba ya tanto que ese día
llegara, que constantemente, pasando los meses preguntaba si ya faltaba poco, o cuantos
años o meses faltaban. Lo que me ilusionaba de allí, era el espacio abierto, amplio y
tener la relación con otros niños de mi edad, algo que yo desconocía. Por ello mis
modales en el trato eran rudos o muy tímidos con relación a mis hermanos y los
pequeños vecinos con los que un día platiqué, casi como hablando sólo conmigo mismo.
Me invitaron a comer con su casa y allí sorprendí con mi falta de pulcritud al comer
platillos que en casa no probaba, y con mi manera tosca de exigir que se me pasaran
tortillas para llenar, pues en casa no había aprendido modales de mesa.
Mi familia era prácticamente sola. No había amigos de la familia entonces, salvo
una familia que a veces nos visitaba más para incomodarnos con que les atendiéramos
con lo que teníamos que para compartirnos algo; mis papás los llamaban “Los picudos”,
por encajosos. Por su parte, mi padre denostaba la noción de visitas casera. Y tanto nos
prohibía determinantemente visitar una casa ajena como traer niños a nuestra casa. Los
castigos para el primero serían severos. Mi padre argumentaba que no debíamos ir a
causar molestias a los padres de otros niños, que nadie quería batallar con niños ajenos,
y que era muy peligroso para nosotros en todo caso. Mis hermanos no traerían amigos
de sus escuelas a casa a ver las condiciones de pobreza y miseria en las que nos
debatíamos. Así que mi soledad estaba asegurada. Podría jugar eventualmente con mis
hermanos mayores; pero en todo caso ellos jugaban más entre sí y yo les hacía
compañía, observándolos e inmiscuyéndome en las minúsculas acciones que por mi
edad podía hacer.
A pesar de que sentía cierto resentimiento por mi hermano menor, algunas veces
deseaba jugar con él, pero mi mayor fuerza física y habilidad y quizá mi rechazo
inconsciente a él me hacían siempre terminar mal con él, quien acababa molesto o
llorando e iba a refugiarse en mi madre. Así la atención que debía estar puesta también
en mi desarrollo estaba puesta principalmente en él, que era más demandante. De alguna
manera había aprendido o me había acostumbrado a ser independiente. A vivir solo la
mayor parte del tiempo y a no tener comunicación de valor prácticamente con nadie.
Mis hermanos tenían sus propias ocupaciones. En muchos casos, me evadía de esa
realidad soñando despierto o sublimando mi energía en preocupaciones intelectuales
muy tempranas.
La ciencia ha encontrado que es muy típico en esos casos en los que hermano se
sienta desplazado por otro sólo un poco menor que en el primero surjan síntomas
neuróticos, manifestación de su temor por su futuro y por su sensación de abandono.
Así yo, sabiendo ya aprendido a controlar mis esfínteres desde hace tiempo, volví a
orinarme en la cama. Casi a diario. Puedo figurarme claramente que me producía una
especie de placer sentirme mojado por mi orina caliente mientras dormía, como si de un
chorro de afecto que cubría la mitad inferior de mi cuerpo se tratase. Una especie de
calor que me daba a mí mismo. Leyendo lo que he leído de psicología infantil al
respecto, puedo decir que sería más esto que quizá la rebeldía que interpretaron en ellos
mis padres. Rebeldía, que también manifesté en algún grado, por cierto, por no tener la
suficiente atención de mis padres, y por la envidia al hijo mejor que suplantó de algún
modo mi lugar. El término clínico para nombrar el retorno de fases ya superadas en el
crecimiento de regresión. Y ésta no sólo se dio en el orinarme en la cama. Sino que
también, viendo como mi hermano sorbía biberón y se le daban las prerrogativas de un
niño indefenso, yo, desde otro tipo de indefensión, deseaba volver a sorber la leche tibia
desde una mamila. Así me empecé en volver a mamar biberón a mis tres años. Mis
padres, considerando que esto sería un berrinche transitorio, me dejaron hacerlo para
callar mis grandes berrinches, ya que llegaba a reclamar usar mamila llorando
desaforadamente. Mi padre, un hombre que no toleraba los caprichos y estricto hacia el
comportamiento de sus hijos, una vez hizo el agujero más grande de la mamila, para que
yo me atragantara con la leche y ya no deseara beberla. Pero no contaba con que yo
demandaría una mamila nueva. Entonces no hubo más remedio que comprar una nueva.
Pero la nueva no tenía la suave blandura de la anterior: era una mamila más bien rígida
que me desagradaba. Quisieron persuadirme de que con el uso de la mamila ésta se
ablandaría, lo cual yo daba por cierto. Pero yo deseaba una mamila blanda en ese
momento, porque había sabido por las mamilas de mi hermano que algunas venían más
blandas de empaque. Por la que tras un nuevo escándalo desesperante debieron buscar
una mamila blanda. La mamila nueva no era realmente blanda; pero si más blanda que
la anterior. Entiendo ahora el alcance psicológico de mi comportamiento con la mamila.
A través de esa sensación de placer de la succión de la leche tibia, compensaba un
afecto que no me era dado de ningún otro modo.
Y es que más bien en la casa reinaba la incertidumbre de mis padres, que era
trasmitida a todos en la casa. Recuerdo una vez que me aleccionó y quedó en mi
memoria como uno de los recuerdos más tristes de mi infancia. Yo una mañana desperté
dolorido del estómago y aparte febril. Mi hermana me había dado un té, pero yo sentía
mucho malestar en todo mi cuerpo, mucha fatiga y ganas de estar postrado. Cuando vi
que llagaba mi madre de vender el café, me esperanzó en mi dolor la atención que ella
podría darme. Quizá ella me daría una pastilla. O quizá me abrazaría y me apretaría a
ella para confortarme. Pero recuerdo que mi madre estaba sumamente angustiada. Había
discutido con mi padre al llegar, por cuestiones de dinero que no alcanzaban para
mejorar nuestra calidad de vida. Y se sentía intranquila y acongojada. Yo la llamé con
los brazos y le dije que estaba enfermo. Entonces ella se acercó y, acomodando solo un
poco mi sábana, se quedó unos instantes conmigo y yo no quería que se fuera. Pero ella
debía marcharse a asuntos que le parecían más urgentes. Mi padre seguía reprochándole
desde otro lado de la casa y se notaba que mi madre estaba secretamente desesperada,
que no sabía que hacer. Al abrazarme, más que amor me trasmitió dolor y una
desesperación ya declarada. Cuando lo hizo, fue muy suplicante y me dijo: “por favor,
hijo”. Me había pedido así con ese gesto que le diera oportunidad de resolver sus
conflictos, que no me quejara para no empeorar todo, y que fuera paciente y resistiera
mi enfermedad en silencio. Yo lo hice. Porque noté en ese momento en su abrazo un
dolor en el alma tan grande como el mío.
Quizá allí pude darme cuenta de lo que habría que esperar si demandaba amor
con el corazón a mis padres. A mi padre, por otro lado, siempre lo percibí como una
figura fría, distante, sólo ocupado de asuntos de productividad e incapaz de mostrarle a
sus hijos afecto. Su forma de ser padre, decía él, era preocupándose por nuestro
sustento, por hacernos personas de provecho, exigirnos buen comportamiento y
rendimiento en la escuela. Entonces mi vida se volvío más retraída. Se había operado
una separación entre yo y mí mismo. Permanecía absorto horas y horas sin hablar. O
tenía comportamientos repetitivos, obsesivos y sin sentido. Generalmente a escondidas.
Y los que hacía mientras mis hermanos estaban eran considerados un juego. Pero yo no
sentía en eso placer. Lo hacía mecánicamente. Como dominado por una fuerza exterior.
Y en realidad percibía mi exterior como algo mecánico, frío, regido por la crueldad,
carente de alma. Como si el movimiento no fuera tal o no hiciera alguna diferencia.
Asimismo, me volví también irritable. Y lloraba durante horas por causas sin sentido.
Hasta que era tanto el cansancio muscular y emocional por haberme agotado así, que me
quedaba relajado y tranquilo.
Por ejemplo, un día salí a la calle con mi hermana y vi a unas niñas gemelas de
mi edad, cada una con una paleta de hielo de limón. Yo nunca había probado una paleta
de hielo. Pero vi el placer, la felicidad manifestada en la fruición de ese par de gemelas
que las lamian con despreocupación. No creo haberlas envidiado. En mi mirada no
había odio hacia ellas, sino más bien el deseo enorme y lánguido de tener una paleta de
limón, pensando que quizá así mi humor sería de esa manera, y estaría tan
despreocupado y con un semblante infantil lozano que yo no tenía. Pedí a mi hermana
una paleta de limón como esa. Pero mi hermana argumentó que no había dinero para
ello. Pediría a mis padres permiso para tomar del cambio del mandado y regresaríamos
por una si ellos accedían. Hice un berrinche muy grande cuando se me negó, una y otra
vez. Una y otra vez. Mi padre, hincado para ponerse a mi altura, me explicó que esas
cosas eran lujosas, que no eran necesarias, que sólo las tenían otros niños. Que había
poco dinero en casa y debía ser comprensivo y no hacer que malgastáramos el poco
dinero en ello. Así que lloré más porque me di otra vez cuenta de mi terrible condición:
además de mi carencia de afecto, vivía en una limitación económica adversa, tal que me
distanciaba de los niños felices. Entonces fui al jardín para que mis padres no me vieran
llorar y no pensaran que no tenía respeto por su pobreza. Pero mi dolor a causa de este
descubrimiento fue tan doloroso que no podía dejar de llorar. Lloré para mí solo casi
tres cuartos de hora si parar en el jardín. Pero mi hermana mayor que había escuchado
todo el tiempo mi llanto, vino hacia mí, y trayendo una moneda que ella había guardado
para sí misma de lo que a veces le daban para gastar a causa de la escuela, me tomó de
la mano y con el permiso de mis padres fue a la tienda a comprarme una paleta igual a
la que deseaba. Ella me la sacó del envase de plástico y me la dio a comer. Era una
paleta en forma de barra, de un intenso verde. La cual chupé y saboreé como pocas
cosas en la vida. Pero, en el mismo jardín, mientras mi hermana veía el placer intenso
que me daba la ocasión de tener algo que ya me había resignado a no tener, por mi
inexperiencia con las paletas de hielo, habiendo comido la mita de la paleta, el resto se
fragmentó y separó del palito, cayendo a la tierra. No había modo de levantarla para
comer el hielo saborizado. Mi hermana solo me explicó que eso podía pasar, que luego
quizá podría tener otra paleta. Yo callé agradecido. Porque sabía en mis adentros que no
era digno hacer un nuevo berrinche por la paleta a mis padres, pues de cualquier modo
no tenían dinero para ello. Comprendí la noción de un bien supremo y abstracto, que
acaso estaba emparentado con el sacrificio. Y quedé más que satisfecho por haber
logrado ese deseo tan caro, sin siquiera proponérmelo, solo habiendo conmovido
profundamente a mi hermana mayor con mi sufrimiento real y desesperanzado. Hasta
los veintitrés años me enteraría que ella, quien era la única que cuidaba mejor de mí
(había cambiado mis pañales y cuidado mis enfermedades de bebé), era únicamente mi
media hermana. Fue ella quien me enseñaría, en casa, a leer precozmente, a la edad de
casi cuatro años.
Un vínculo se habría formado con mi hermana mayor. Ya que, todas las
preguntas angustiantes que me albergaban, en cuanto a asuntos del mundo que a nadie
le comunicaba, ella me las resolvía con su conocimiento escolar. Asuntos respecto a los
animales, las plantas, los astros, el día y la noche, los fenómenos naturales: las cosas
típicas que inquietan a los niños a esa edad. Así pude saber, por ejemplo, a esa edad, a
cerca de la teoría de la evolución, de la reproducción de los animales y las plantas. Y
supe que todo ese conocimiento se cifraba en las letras, y se guardaba en los textos. Y
que los libros tenían el conocimiento adquirido por los hombres.
Yo empezaba a desarrollarme intestinalmente de modo rápido. Pero no así mi
seguridad personal, ni mi psicología que seguía siendo regresiva, autista. Seguía
bebiendo biberón por las noches, si bien ya no me orinaba, pues llegó a desagradarme
no tener sábanas limpias y secas al dormir, y dejé de hacerlo espontáneamente. Pero por
nada deseaba dejar el biberón. Mis padres, suponiendo que era un capricho inocuo, me
dejaban con ello. Por que, aunque parezca curioso, era yo mismo el que se preparaba el
biberón, y le ponía a la leche calentada una cucharada de azúcar para hacerla más
sabrosa. Mi autosuficiencia entonces llegó a tal grado que, una noche en que todos
dormían como para darme la leche calentada, yo la puse en una taza de peltre, prendí la
estufa con los cerillos (ya teníamos una pequeña estufa), supervisé su temperatura, y la
vertí con todo cuidado; todo apoyado por una silla para alcanzar la estufa. Sabía ya
perfectamente que esto era un acto muy peligroso y que yo no debía hacerlo por mí
mismo. Pero yo no deseaba provocar molestias en mi familia, que ya tenían suficiente
con las de mi irracionalidad que brotaba en los momentos más inoportunos. Esas
extravagancias de mi comportamiento me eran como dictados por una fuerza superior a
mí que me hacía demandarlos de manera tiránica. Como si por un momento y de golpe
exigiera tener toda la atención que no me era dada en mi vida solitaria y retraída. Por
ejemplo, gustaba de acostarme y exigir a mi madre o hermanos que plancharan con la
mano cada arruga de la sábana que me cubría, como si yo fuese un emperador; con una
arrogancia tal supervisaba que no quedara un solo pliegue, por diminuto que fuera, y
cuando estaba totalmente convencido de que mi estricta orden había sido cumplida,
permanecía unos segundos inmóvil, para luego destruir la obra de planchado que se
había realizado. Eso me daba una sensación de poder que compensaba la precariedad de
los demás aspectos de mi existencia.
Otro ejemplo. Una vez sonaba un grillo en el patio donde estaba el lavadero, y
yo me quedé fascinado por ese sonido. Un sonido extraño para mí, monocorde y que
captaba toda mi atención sin remedio. Yo deseaba saber qué lo producía. Mi madre me
dijo que era un grillo. Que un grillo era un animal pequeño y demás. Pero yo no conocía
los grillos físicamente. Y no me podía explicar a mí mismo que un animal hiciera ese
tipo de ruido que dominaba el silencio. Ese ruido intermitente que llevaba mucho rato
dominando reinando esa parte de la casa donde estábamos reunidos. No era en todo caso
sólo un animal pequeño como me dijeron: era además un animal secreto. Yo quería
verlo. Ansiaba verlo. Sentía que necesitaba verlo. Mi madre, pues, no tenía tiempo para
esos berrinches absurdos míos. Necesitaba terminar de enjuagar la ropa, luego tenderla
y ya era de noche y toda la ropa lavada parecía mucha. Entonces empezó mi amargo
llanto de frustración. Pero mi padre estaba en casa. Y estaba molesto. Mi padre no era
de cualquier modo muy tolerante. Y así no iban a salir buenas cosas de esa situación.
Así que, antes de que sucediera algo desagradable debido a que mi padre hubiera
perdido la paciencia, mi hermana mayor, previendo, esperó a que el grillo sonara y así
pudo poco a poco seguir el sonido, hasta que después de unos momentos, lo encontró
debajo de un tabique. Ese día, pues me había salvado del castigo que mi padre solía
imponerme cuando se hartaba de mis berrinches. Me sumergía de cabeza en una pila
llena de agua helada, una y otra vez, debiendo aguantar yo la respiración para luego
aspirar profundamente una vez emergido, hasta que el agua helada y mi respiración
producían un efecto calmante en mis nervios, y entonces yo le decía muy sutilmente:
“ya, papá”, y él comprendía que ya estaba sedado y tranquilo. Luego comprendí que esa
es una especie de terapia de agua por choque térmico, usual en los manicomios, y que
mi padre habría aprendido quizá de sus tiempos de soldado.

Texto abandonado en marzo de 2014, en Guanajuato, Mex.

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