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Capitanes y
Reyes
ePub r1.0
Pepotem2 08.12.14
Título original: Captains and the kings
Taylor Caldwell, 1972
Traducción: Pedro Debrigode
Taylor Caldwell
PRIMERA PARTE
Mucha memoria o la
remembranza de muchas cosas
es lo que se llama experiencia.
No he robado su dinero,
señor, sino que lo tomé como un
préstamo, bajo palabra de
honor. Me han ofrecido un buen
empleo en Pittsburgh y
necesitaba algún dinero para
resistir hasta instalarme. Señor,
usted podrá encontrar esta
acción censurable, pero le
ruego confíe en mí unos cuantos
meses, y entonces le devolveré
su dinero con el seis por ciento
de interés. No soy un ladrón,
señor, sino únicamente un pobre
escocés en circunstancias
desesperadas. Respetuosamente
su servidor,
Joseph Armagh.
Despertó en la grisácea
semiclaridad que precede al amanecer.
El tren estaba inmóvil y Joseph tuvo la
sensación de que no se movía desde
hacía algún tiempo. Estaban detenidos
en una vía próxima a una estación y,
súbitamente, vio el rótulo: WINFIELD.
Bajo aquella luz imprecisa la
estación se hallaba casi desierta, aunque
estaba adornada con guirnaldas y
banderas agitadas por la tenue brisa de
la aurora. En el terraplén había
numerosas cajas de madera y barriles
que algunos hombres somnolientos
descargaban de los vagones de
mercancías. Sus voces llegaban a
Joseph, sofocadas. La locomotora
humeaba con languidez, mientras el
vapor se elevaba desde las ruedas.
Más allá de la estación, Joseph
podía ver la lóbrega ciudad y algunas de
sus empedradas callejuelas.
Joseph pensó: «No he visto a mi
hermano y a mi hermana desde hace
años. ¿Es posible que los pueda ver
ahora?». Tocó la campanilla y entró el
camarero.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos
en esta ciudad? —preguntó Joseph.
—Calculo que vamos a irnos pronto,
señor. Hemos estado aquí cerca de dos
horas. Demora en las vías. Trenes de
tropa, al parecer.
«Si me hubiese despertado tan sólo
una hora antes podría haberles visto»,
pensó Joseph. «Regina piensa en mí,
pero no puede recordarme, casi seguro,
como a un hermano y una persona.
También he ido convirtiéndome en algo
lejano y extraño para Sean». Su control
interno se había quebrantado la noche
anterior; ahora sentía que una vez más se
agrietaba, y sonrió con desagrado contra
sí mismo. Pero la nostalgia y el
apremiante anhelo estaban torturándole y
sintió horror y temor al ser asaltado por
algo que pensaba haber enterrado y
dominado hacía ya mucho tiempo.
Sentándose cubrió de nuevo su
ventana con la cortina. Permaneció
rígido, pugnando contra sí mismo,
imprecándose íntimamente,
ridiculizándose y maldiciéndose. El tren
comenzó a moverse; tintinearon
campanas; bufó el vapor; zumbaron los
silbatos. Era demasiado tarde para ver a
Sean y a Regina. «A Dios gracias»,
pensó Joseph. Se durmió cuando el tren
adquirió velocidad.
Cuando despertó el sol primaveral
estaba destellando a través de la cortina.
Estaba empapado en sudores y
temblando de debilidad. Pero crispó los
maxilares y fue al cuarto de baño a
lavarse y vestirse. No podía mirarse ni
siquiera con indiferencia. Desviaba los
ojos.
Montrose le esperaba en el comedor.
Fue sorprendido por el aspecto del
joven, ya que el rostro habitualmente
terso y pálido de Joseph estaba
moteado, como por magullamiento o
presión, con una coloración carmesí
estrecha y netamente delimitada sobre
los duros pómulos. Montrose pensó que
tenía la apariencia de quien ha pasado la
noche con una mujer y tal idea le
divirtió. Todavía le produjo más
diversión ver que los dedos de Joseph
mostraban un débil temblor y que su
mirada era insegura, como si estuviera
preso de malestar o hubiera sido
humillado o hubiese incurrido en
complacencia consigo mismo en modo
indecible.
—Los viajes largos resultan
cansinos —dijo Montrose—. ¿Dormiste
bien?
—Muy bien.
—Estas demoras de tiempos de
guerra son muy tediosas —dijo
Montrose—. Hubo otro tren militar hace
escasas horas. Mi camarero me trajo un
periódico. Hay tumultos muy graves en
Nueva York contra el reclutamiento. Se
rumorea que más de ocho hombres
resultaron muertos anoche en las calles
por la policía y los militares. ¿Crees
entonces que los alborotadores
simpatizan con el Sur y por ello desean
no servir bajo las armas?
—Nunca pensé en ello —dijo
Joseph.
—Pues puedes tener la seguridad de
que no era por simpatizar con el Sur, o
se hubieran sublevado hace ya dos años,
en protesta. Temen únicamente combatir,
temen la muerte. Cuando los demás
peleaban y morían, no les importaba a
estos protestadores, pero cuando se les
pidió servir se pusieron frenéticos. Y
ahora gritan que es una guerra «injusta».
Es la «Guerra de Lincoln». Vociferan
que es un dictador y exigen su
destitución. Es una guerra
anticonstitucional, proclaman con
pancartas. Lo que verdaderamente
quieren decir es que no quieren servir a
su país, que no aman a su país, y desean
solamente que les dejen en paz para
disfrutar los frutos de las muertes y
sacrificios de los demás, y calentarse al
sol de una prosperidad de guerra para
ganar dinero y conseguir sus propios
beneficios.
Joseph olvidó su propia agitación
íntima y contempló con la primera
curiosidad concentrada a Montrose.
Titubeaba. Las preguntas no eran
estimuladas por los hombres de Healey.
Pero Joseph se oyó decir:
—Perdóneme, señor Montrose, pero
siempre tuve la impresión de que usted
era un sudista, por su acento y modales.
Si estoy en lo cierto, ¿no siente simpatía
por la Confederación?
Montrose elevó sus cejas amarillas.
Cortó cuidadosamente la punta de uno
de sus cigarros filipinos y lo encendió
para estudiar reflexivamente el extremo
encendido por algunos instantes. Luego
exhibió su sonrisa felina, como si
Joseph fuese un poco absurdo pero
hubiera decidido seguirle la corriente.
—Señor Francis, no tengo vínculos
de fidelidad ni nunca los tuve, con Dios,
hombre o nación. No es que haya sido
objeto de su famosa ferocidad, ni que
haya sufrido a causa de ellos. Nunca
quise, nunca fui robado, nunca
traicionado, nunca me hicieron sufrir. En
consecuencia, no soy vengativo. En
consecuencia, no estoy indefenso. Elegí
calmosamente mi manera de vivir.
Nunca me permití deberle nada a otro
hombre, ni he permitido que otros me
adeuden. Vivo solamente mi propia vida
y la disfruto inmensamente y no quiero
tener otra. ¿Contesta esto a tu pregunta?
Joseph no replicó. Estaba
considerando cada una de las palabras
de Montrose y estaba un poco
confundido. Repentinamente comprendió
que había creído que los hombres de
Healey estaban, como él mismo, en
guerra contra el mundo por tristes y
desastrosas razones, motivaciones en
cierto modo similares a las suyas. «¿Es
posible», pensó, «que si yo hubiera
tenido la vida que este hombre ha
insinuado, fuese el que soy, o sería
alguien enteramente diferente? ¿Son
siempre las circunstancias nuestro
conductor, nuestro carcelero, nuestro
móvil, y somos moldeados desde fuera o
desde dentro? ¿Elegimos convertirnos
en lo que somos… o nos vemos
obligados a esta conversión? ¿Somos
víctimas o agentes de nuestro destino?».
Otra vez se sentía mortificado por no
haber pensado antes en esto, pero había
aceptado como verdadero que los
hombres eran víctimas de la calamidad y
que la respuesta no consistía en admitir
que podía tratarse de su propia culpa o
de su elección, y que si alguien tenía que
ser recriminado era «Dios» o los
hombres más fuertes y arrogantes.
Montrose, con su estilo elegante,
estaba en guerra con el mundo que nunca
le perjudicó, torturó, maltrató o
ridiculizó. Era soberbiamente compacto.
Nunca sería atormentado por trastornos
ni lacerado por las circunstancias.
Nadie sería jamás capaz de conmoverle.
No conocía el miedo ni nunca lo
conoció. Si devolvía golpe por golpe al
mundo no lo hacía impulsado por la ira
o por la injusticia, sino por propio
interés y en legítima protección. Y lo
haría sin el menor impulso vengativo,
sin odio y sin emoción.
Como si hubiera oído cuanto Joseph
pensaba, Montrose dijo:
—Todos elegimos lo que deseamos
ser. Nadie nos empuja ni obliga.
Podemos embaucarnos a nosotros
mismos pensando que es así, pero no lo
es. El mismo viento que impulsa una
nave contra las rocas pudo impulsarla
hacia un refugio seguro. En pocas
palabras, no es el viento, sino la
colocación de las velas. Un hombre que
niega esta verdad es un débil que desea
echarle la culpa a otros por el rumbo de
su vida.
Sonrió. Hizo una breve pausa y
añadió:
—Cuando yo era un muchacho un
viejo negro analfabeto me dijo: «Mi
joven amo, recuerde esto siempre: el
ángel que lleva las cuentas de nuestros
actos no aceptará su excusa de que otros
le hicieron como es, y que usted no tiene
culpa». Nunca lo olvidé, señor Francis.
Joseph, impulsivamente, dijo:
—Pero existen aquellos que
nacieron en la esclavitud, aquellos que
nacieron en la desgracia…
Montrose meneó la cabeza en
negativa:
—Y también existen los que se
niegan a ser esclavos en sus corazones,
en sus pensamientos y en sus almas,
como sea que quieras llamarlo, y
aquellos que se sirven de la desgracia
para instruirse y elevarse. Sigue siendo
tu elección, señor Francis. Si yo creyese
en cualquier deidad le agradecería y
bendeciría por esta libertad de elección,
ya que de otro modo seríamos
ciertamente esclavos.
—Yo no elegí… —empezó a decir
Joseph.
Montrose arqueó nuevamente sus
cejas:
—¿Verdaderamente no, señor?
Cuanto antes te hagas a ti mismo esta
pregunta más rápido te salvarás de la
esclavitud del mundo. Un centenar de
opciones están a diario al alcance de
todo hombre, y nosotros hacemos
nuestra elección. Nadie, por ejemplo, te
obliga a seguir en esta misión, señor
Francis. Ninguna fuerza ha sido
impuesta en ti; no estás desvalido. Si lo
deseas, puedes abandonar este tren en la
próxima parada y nadie te lo impedirá.
—¿Y si otros dependen de uno,
señor Montrose?
—Entonces ya desciendes al terreno
de los sentimentalismos —dijo
Montrose—. Un hombre verdaderamente
fuerte nunca es sentimental. Nunca toma
en consideración a los demás. Considera
y lucha únicamente para sí mismo. Todo
lo demás es debilidad.
XVII
Proverbios, 4:17
I
Añadió Rory:
—Y luego citaremos a los israelitas
llorando en el cautiverio de Babilonia.
Todo irlandés llora siempre por Irlanda,
y su «exilio», aunque escasos son los
que jamás vuelven. Pero plañirse le
sienta bien al corazón. Todo tibio,
melancólico y lloroso por dentro. Los
judíos y los irlandeses son los pueblos
más sentimentales del mundo, pero
tampoco se les puede embaucar. Exacto,
sí, «un arpa por arpón».
—Bueno, pero recuerda en Boston
que eres un americano —dijo Timothy.
Rory le asestó una rápida y aguda
mirada y su rostro se hizo compacto
como si los músculos se hubieran
tensado bajo sus facciones.
—¿Es que crees que voy a olvidarlo
nunca ni por un minuto?
Timothy sorprendióse no sólo por la
expresión y la pregunta de Rory, sino
por algo que ahora era intangible pero
real, casi sombrío, en Rory.
La banda les precedió hacia Boston.
La adecuada y satisfactoria concurrencia
fue convocada para acudir al tren en que
viajaba Rory, y que no era el vagón
privado de su padre. Hombres, mujeres
y niños recibieron banderines
americanos. Era una calurosa mañana de
agosto, reluciente y placentera, porque
había una leve brisa refrescante. La
banda restalló en cobres, trompetas y
tambores interpretando: «Las Estrellas y
Listas siempre». (Himno Nacional
EE. UU.). Las aclamaciones resonaron.
Había centenares de caras irlandesas.
Timothy hizo una señal y la banda tocó
suavemente en ritmo obsesionante al ir
interpretando «El arpa que antaño por
los salones de Tara»… Apenas la mitad
de los irlandeses presentes había oído
alguna vez aquella canción plañidera y
conmovedora, pero la música era
familiar para sus espíritus primitivos y
algunos lloraron abiertamente, y otros
que conocían la letra cantaron con
trémulas voces.
Y Rory se erguía en los peldaños del
tren, ondeando su sombrero hongo,
aureolada su cabeza rojo y oro por el
sol de la mañana, sonriente y radiante el
guapo rostro. Timothy le había visto en
aquella postura, con aquel mismo aire y
sonrisa, en múltiples ocasiones durante
los pasados meses, y no obstante por
alguna razón la apariencia de Rory
aquella mañana nunca se borraría de su
memoria. ¿Hubo alguna cualidad
especial en Rory, entonces, una
irradiación especial? Timothy nunca
sería capaz de contestarse a su propia
pregunta.
Fueron a un hotel casi nuevo,
cercano al centro comercial de Boston.
Rory había pasado muchos años en la
universidad próxima a Boston. Había
pasado semanas cada año, hasta ser
diputado, en las oficinas de su padre en
aquella ciudad. Sin embargo, desde que
Marjorie le abandonó, la ciudad se la
había hecho extraña, ajena a él, como la
fotografía de una realidad que antaño
conoció y ahora semiolvidada
contemplaba con indiferencia. Se detuvo
tras una de las ventanas de su «suite» y
miró hacia abajo a los árboles de la gran
plaza.
—¿Como en tiempos antiguos, eh?
—dijo Timothy, observándole.
—No particularmente, nada de
nostalgia —replicó Rory.
Repiqueteaba con los dedos en el
antepecho de la ventana. Había estado
de buen temple casi siempre, por cuanto
heredó la animación física de su madre.
Sin embargo, repentinamente, la luz
solar le pareció menguar y los árboles
volverse fríos y parduscos, monótonos.
Sacudió la cabeza como para despejar
un velo de sus ojos.
Timothy y él estaban a solas en la
alcoba de Rory, pero en los cuartos
contiguos se oían las voces ruidosas,
excitadas, de los políticos discutiendo
con vehemencia, algunos gritando, otros
riendo. El humo debía ser espeso allí, y
el whisky y la ginebra sin límites.
Estaban esperando a Rory desde hacía
horas, y pronto tendría que pasar a
aquellas habitaciones y charlar con ellos
en una algarabía de saludos, palmadas
en la espalda, dedos hincados en
costados, gritos, aclamaciones,
preguntas rudas y bromas aún más rudas.
La mayoría de ellos eran irlandeses y
estaban en alegre disposición de ánimo.
La puerta de la habitación de Rory tenía
una entrada particular desde el
vestíbulo, y sabía que en el exterior
había dos de sus escoltas armados,
hombres calmosos y vigilantes que
conocían su oficio. Irritaban a Rory. Era
demasiado pletórico por naturaleza para
temer el peligro, o aceptar
objetivamente su posibilidad. Si un
asesino acudía dispuesto a balear a un
hombre, este asesino cazaba a su
hombre, aunque fuera un Presidente, y
él, Rory Armagh todavía no había sido
ni designado por su Partido.
Indudablemente el Comité, de Estudios
Extranjeros había declarado su
preferencia por Woodrow Wilson, y
Rory sabía que ellos no se conformarían
con métodos de discreta violencia, si
fuera necesario. Pero primero
esperarían a los resultados de la
Convención, como era lógico. Por
entonces, él esperaba haber conseguido
muchas victorias en las primarias.
Entonces sí que sería el momento de los
escoltas armados, en el caso de que
fuera designado candidato.
Su cambiante carácter derivaba
ahora hacia la melancolía. Sin mirar a
Timothy, dijo:
—Tengo la curiosísima sensación de
que no sólo nunca seré Presidente de
esta nación sino que ni siquiera seré
designado candidato.
—Pero ¿qué pasa contigo? —indagó
Timothy, sorprendido—. Naturalmente
que sí. Serás ambas cosas. Tu padre está
echando fuera millones sobre millones y
juega sobre seguro. No empieces a
pensar siquiera en el fracaso. Esto es
fatal. Apenas pienses que puedes ser
derrotado, acabarás por serlo. Y ningún
Armagh se hace derrotar, ¿cierto?
—No. Se hace matar —dijo Rory,
pensando en su tío Sean y en su
hermano.
Timothy se puso en pie bruscamente
y su agradable rostro cuadrado, curtido
por el sol occidental, empalideció.
—Maldita sea, Rory. ¿Qué pasa
contigo?
Rory se volvió de espaldas a la
ventana y se echó a reír. Pero Timothy
no le imitó. Miraba fijamente al joven al
que instruyó desde niño y al que quería
como a un hijo, y sus anchas facciones
se removían penosamente.
—¡Vaya cosa más infernal que se te
ocurrió decir! —añadió.
—¿Qué, qué dije? Ah, acerca de
Sean y Kevin. Y de mi nombramiento.
Bien, puedo tener mis dudas, ¿no?
Pero Timothy no contestó. Fue hacia
la puerta y comprobó que estaba
cerrada. Abriéndola, miró al exterior.
Los dos escoltas se pusieron
inmediatamente alertas. Rory observaba
todo aquello divertido manos en los
bolsillos. Se reclinó indolentemente
contra la ventana Timothy cerró la
puerta, echando el pestillo. Comentó
Rory:
—Tal vez pienses que necesitaría
también una niñera.
—Ya no vas a dormir solo en esta
alcoba. La voy a compartir contigo.
Rory estalló en una carcajada.
Desde abajo llegaron los compases de
«El Arpa que Antaño por los salones de
Tara»… Los hombres en los cuartos
contiguos empezaron a cantar,
emocionados, apasionada y
ruidosamente. Rory meneó la cabeza,
acrecentada su diversión. Su temple
había cambiado nuevamente, desde
aquella indescriptible melancolía
irlandesa a la jovialidad.
—Consígueme un trago, quieres,
Tim, pero no dejes entrar todavía aquí a
nadie de esa chusma. Quiero primero
almorzar. No se puede confiar en ningún
político con el estómago vacío.
En silencio, Timothy abrió una
puerta interior comunicante y al
momento todo quedó invadido en una
oleada de bramidos, canciones, risas,
gritos y nubes de humo. Rory tuvo un
rápido vislumbre de hombres sudorosos,
arremolinándose, ondeando vasos,
fumando enormes cigarros, y le pareció
que cada hombre era obeso y tenía un
rostro colorado de ojos saltones. Eran
estos hombres, los ayudantes de los
caciques, los políticos mezquinos, los
jefes gremiales, los bribones exigentes,
los que decidían quién habría o no de
ser designado, y no los presidentes de
las comisiones estatales o nacionales,
pese a todas sus pretensiones, corteses
sonrisas y conspiraciones.
«Bien, ¿y por qué no?», pensó Rory
tranquilamente. «Democracia en acción.
Larga vida tenga. Puede apestar a veces,
y fuertemente, pero es lo mejor que
tenemos y probablemente será siempre
lo mejor». Alguien llamó a la puerta
exterior y Rory instintivamente se
dirigió a ella. Habría quitado el pestillo
abriéndola de no haber entrado de nuevo
Timothy en la gran habitación iluminada
por el sol. Timothy lanzó un bramido y
Rory se detuvo con la mano en el puño
de la puerta.
Timothy dejó sobre la mesa el
whisky, la soda y los vasos, exhaló un
hondo resuello, y dijo:
—¡Maldita sea, Rory! ¿Es que no
tienes sentido común? ¿Crees que tu
padre cuando nos advirtió estaba
jugando a indios y colonos?
Su rostro estaba pálido y rabioso.
Fue hacia la puerta y bruscamente
empujó con el hombro a Rory a un lado,
obligándole a adherirse a la pared. Era
robusto aunque Rory fuera más alto.
Gritó a través de la cerrada puerta:
—¿Quién es?
Uno de los escoltas replicó:
—Soy yo, Malone, señor Dineen.
Alguien ha hecho subir una tarjeta para
el senador. ¿Quiere que la eche por
debajo de la puerta?
Timothy dedicó a Rory un vistazo
airado, ya que Rory había vuelto a
reírse.
—¡Sí! —exclamó Timothy.
Un sobre delgado fue deslizado bajo
la puerta y Timothy, gruñendo, se inclinó
para recogerlo. Dentro había una tarjeta
elegante, tenuemente cremosa, y
magníficamente grabada en relieve.
Leyó Timothy en voz alta:
—General Curtis Clayton, Ejército
de los Estados Unidos.
Al reverso estaba escrito con letras
rotuladas con precisión: «Ruego al
senador Armagh me conceda unos
minutos. Urgente».
Arrancó Rory la tarjeta de la mano
de Timothy leyéndola, y dijo:
—Vaya, nada menos que el general.
¿Qué crees que quiere? Hasta el
Presidente le teme a este viejo bastardo.
—¿Le reconocerías si le vieses,
Rory?
—Naturalmente. Nos hemos visto en
varias fiestas y reuniones, aunque nunca
hablamos. Barrunto que me supone
simplemente un muchacho jugando a ser
senador. Pero simpatizó mucho con
Claudia. Bien, déjale subir.
Timothy colocó la cadenilla en la
puerta y cautelosamente la entreabrió,
diciéndole a los dos escoltas:
—El senador verá al general
Clayton… unos minutos.
Hizo una señal de asentimiento al
botones que estaba mirando fijamente
con pasmo a los hombres evidentemente
armados junto a él.
—El senador concederá
graciosamente una audiencia al general
Clayton… unos minutos —se burló Rory
—. Tim, éste es el sujeto más poderoso
en Washington, aparte del Presidente.
Cuando eructa, soplan los clarines,
redoblan los tambores, los batallones se
ponen firmes, las autoridades civiles se
esconden bajo las mesas y las banderas
trepan por los mástiles. Hasta Teddy
«Bear». (Oso). Roosevelt corre a
ponerse a cubierto, cosa que no haría
ante un elefante embistiendo. Los
gabinetes ministeriales retiemblan por
donde camina. Tiene porte y presencia,
Tim. Un viejo guerrero. Y odia a los
paisanos, especialmente los senadores
que impugnan sus presupuestos
militares. ¿Nunca oíste hablar de él?
—Sí. Y ahora que lo mencionas, si
es un viejo guerrero, como dices, ¿por
qué se opuso a la guerra con España?
—Lo ignoro. Teddy prácticamente le
llamó traidor. Desde entonces, le ha
infundido un santo pavor a Teddy Bear.
No sé cómo. Alguien que pueda hacerle
esto a Teddy merece la Medalla de
Honor del Congreso por heroísmo
extraordinario bajo el fuego enemigo.
Hubo otra llamada en la puerta.
Timothy la entreabrió dejando la
cadenilla puesta. Le hizo una señal a
Rory que vino a atisbar a través de la
rendija. Exclamó:
—¡Vaya, vaya, general! ¡Es
verdaderamente un honor!
El general Clayton, no de uniforme,
entró después que Timothy hubo quitado
la cadenilla. Observó cómo volvía a
colocarla Timothy, y dijo con voz grave:
—Una excelente idea, señor, una
excelente idea.
Después, el general volvióse hacia
Rory y estrechó la mano del joven en
rápida sacudida, militar y precisa.
—Senador —dijo lacónicamente.
Aunque con ropa de paisano, el
general no podía ser confundido sino
que resaltaba como un hombre de
disciplina, orden, aplomo y fuerza. Era
casi tan alto como Rory, pero de recia
complexión compacta, y aunque se
aproximaba a los sesenta años, un
dominio de sí mismo y una vida de
continencia le hacían aparecer mucho
más joven y sosegadamente vigoroso. Su
cara era absolutamente rectangular, lo
mismo que sus facciones, hasta la forma
de sus cuencas oculares. Su cabello
rapado en corto era castaño grisáceo.
Hombre cortés, su voz era honda y
fuerte.
—General, le presento a mi gerente
Tim Dineen. Tim, el general Curtis
Clayton.
Timothy y el militar se estrecharon
las diestras sobriamente. El general
estudiaba a Timothy. Aceptó la
invitación de Rory de beber algo y
vigiló a Rory mientras escanciaba, y sus
ojos se entornaron reflexivos mientras
recorrían el rostro de Rory, su traje
magníficamente cortado y su cuerpo
atlético. No le habían inducido a error,
pensó. El muchacho senador era un
hombre, maduro anticipadamente. El
general volvió a sonreír dedicando una
breve inclinación de cabeza a Rory al
aceptar su vaso. Sentóse y Timothy se
instaló cerca de él. Pero Rory se sentó
en la esquina de una mesa. Escucharon
por unos instantes el creciente alboroto
tras la puerta contigua. Dijo Rory:
—Mis muchachos. Todos
politiqueros. No se escuchan unos a
otros, sino solamente su propio vocerío.
Si braman como toros corriendo tras una
ternera en celo, es tan sólo su modo de
ser, general.
—Estoy bien relacionado, quizá
demasiado, con los políticos —dijo el
general—. «Control civil de los
militares», como dice la Constitución, y
es excelente cosa… la mayor parte de
las veces. Pero ahora me pregunto…
Rory aguardó a que continuase, pero
quedó completamente en silencio, fijos
los ojos en el vaso que empuñaba. Por
lo cual dijo Rory:
—¿Qué le trae a Boston, general?
El general alzó la vista.
—Usted, senador.
Rory arqueó las cejas y dedicó toda
su atención al militar.
—¿Yo?
—Si bien nosotros los militares
estamos bajo el control de los políticos,
vigilamos a los políticos. No nos
atrevemos a más. En consecuencia he
estado leyendo algunos de sus discursos,
senador, pronunciados por todo el país.
Los he estudiado muy de cerca, por
cierto, muy cuidadosamente.
Alzó Rory más las cejas y Timothy
concentró más su atención. Dijo Rory:
—General, los discursos estaban
destinados solamente a las tropas, como
usted mismo diría. Generalizaciones
alegres. Hermosas promesas vagas.
Hostigando a Taft y a Roosevelt.
Emisión de principios, animadores, no
muy bien definidos —y encogiendo los
hombros, agregó—: Ya conoce a los
políticos.
—Los conozco —dijo el general—.
Todos ustedes son tramposos geniales y
expertos mentirosos. El pueblo no
quisiera que fuesen de otra manera. Pero
el motivo por el cual estoy aquí es
porque creo que usted será elegido
Presidente.
Sonrió Rory:
—Ojalá estuviera yo tan seguro,
general.
—Yo sí estoy seguro. El Partido
Republicano está siendo dividido por
Roosevelt, aunque ignoro si lo hace o no
a propósito. Por consiguiente, si es usted
designado por su Partido será elegido.
—Alzó una mano—. Déjeme terminar,
por favor. No es solamente por la
riqueza de su padre, aunque sea el factor
principal. Usted será elegido porque los
votantes quieren algo nuevo, quizás algo
más vital que el promedio de los
políticos, quizás alguien más joven, más
atractivo y original. Usted no es un
hombre aburrido, senador.
Rory miró a Timothy divertido, pero
Timothy estaba escuchando tensamente
al militar.
—No hubiese efectuado este viaje
de incógnito a Boston si no creyese que
usted será designado y probablemente
elegido, senador. ¿Delegados?
¿Políticos locales? Su padre ya los ha
comprado. O sea que demos por
asumido confidencialmente que usted
será designado y elegido.
Rory frunció algo el entrecejo y
dijo:
—He oído rumores. Acerca del
gobernador de Nueva Jersey, Woodrow
Wilson, que puede contrarrestar mi
nombramiento si es que los politiqueros
me toman seriamente en consideración.
Es tan sólo un rumor.
Los planos faciales del general se
hicieron súbitamente pétreos,
inexpresivos. Dijo:
—No es un rumor —y dejó el vaso
sobre la mesa.
Como magnetizados tres pares de
ojos contemplaron fijamente en silencio
el vaso vacío. Por fin añadió el general:
—Pero tengo el pálpito de que usted
ya sabe que no es simplemente un rumor,
senador.
Las facciones de Rory se relajaron,
herméticas. Aguardaba.
—Deseo referirme a los recortes de
sus discursos —dijo el general—. Los
periódicos principales dejaron traslucir
un final muy sobresaliente de todos los
discursos de usted. Solamente unos
pocos y modestos periódicos lo
imprimieron. Sin duda los periódicos
principales estimaron que era superfluo
resaltarlo por estos días que corremos.
Usted termina sus discursos del modo
siguiente: «Por encima de todo,
trabajaré para la paz no solamente de
América sino del mundo».
Los ojos del general adquirieron
gran penetración al posarse fijamente en
Rory. Agregó:
—Ahora bien, ¿por qué ha de hablar
usted de paz en un mundo que está en
paz, excepto por algunas pequeñas
escaramuzas en remotas partes del
globo, que siempre están guerrilleando?
Hasta los Balcanes están apacibles. En
La Haya ya no se mencionan más las
guerras, sino únicamente una esperanza
en una futura liga de naciones. Rusia
está disfrutando una desacostumbrada
era de bienestar, libertad y prosperidad,
bajo un zar inteligente, y la elegida
Duma. El Imperio Británico está bien
reglamentado y es el péndulo del mundo.
Alemania prospera enormemente.
América se está recuperando del Pánico
del año 1907. En resumen, senador, la
paz es ahora un estado aceptable y
garantizado en el mundo. Por lo tanto,
¿por qué habla usted invariablemente de
la paz? No hay amenaza de guerra en
ninguna parte. ¿Entonces, senador…?
Rory y Timothy intercambiaron una
rápida ojeada que captó el general,
quien reclinóse en su sillón con un
suspiro, como aliviado. El rostro de
Rory seguía blando e inescrutable.
Sonrió ampliamente.
—Bien, general, no hace daño
alguno hablar de paz, ¿verdad? Un
pequeño florilegio o floritura.
El general dijo con deliberada
lentitud:
—Senador, no le creo. Ésta es la
razón por la cual estoy aquí, con
esperanza. No le creo. Es mi opinión
que usted sabe algo que solamente unos
pocos conocen, incluyéndome a mí.
Dígame, señor, ¿ha oído usted alguna
vez mencionar el Comité de Estudios
Extranjeros?
Antes que pudiera dominarse, notó
Rory el cambio involuntario en su
semblante, pero tras un momento dedicó
al general su cándida y tranquila mirada
azul.
—Me parece haberlo oído
mencionar en algún sitio. ¿No es una
organización privada dedicada al
estudio de las tendencias extranjeras en
negocios, asuntos bancarios y aranceles?
¿Cosas aburridas por el estilo?
El general volvió a sonreír.
—¿Y sin duda, también, habrá oído
mencionar únicamente por casualidad a
la Sociedad Scardo en América,
compuesta por autodeclarados
intelectuales y «liberales»?
Rory encogió los hombros.
—Tal vez. Los políticos oyen de
todo.
Pero el general seguía sonriente.
Rory percibió un leve sudor entre los
omoplatos.
—Su padre —dijo el general—
pertenece tanto al Comité de Estudios
Extranjeros como a la Sociedad Scardo.
—Si es así, yo lo ignoro, general.
El general cerró brevemente los
ojos.
—Senador, no juguemos el uno con
el otro, por favor. Intento ser lo bastante
sincero con usted, pero usted no es
sincero conmigo. No puedo ser más
explícito. Ni tampoco es necesario.
Usted sabe perfectamente de lo que
hablo. Por consiguiente, demos por
asumido que tenemos una mutua base de
conocimiento, aunque sólo sea a modo
de hipótesis.
—Únicamente a modo de hipótesis
—asintió Rory.
El general se puso en pie y comenzó
a pasear por la amplia estancia
inclinada la cabeza como si estuviera a
solas y reflexionando en voz alta para sí
mismo.
—Hay quienes creen que los
militares como yo mismo pueden
solamente vivir y funcionar durante las
guerras, y que estamos ansiosos por
disponer de guerras. Esto es una falacia.
No hacemos las guerras. La función de
un militar es defender a su país, cuando
es convocado por el Presidente de los
Estados Unidos y el Congreso, quienes
tan sólo… hasta ahora… tienen la
facultad de declarar la guerra. Se está
diciendo ahora, y es una mentira, y
conozco el móvil para ello, que las
grandes instituciones militares
«provocan» las guerras. Son los
paisanos quienes inducen a un
gobernante a declarar la guerra, quienes
trafican con armamento y municiones.
Hasta la fecha, ninguna nación amenaza
a otra. ¿Siguen mi razonamiento,
señores? Estamos en el siglo veinte.
Ninguna guerra será proclamada en este
siglo excepto por la única inducción y
beneficio de civiles… y no por la mera
conquista de territorios ni siquiera
únicamente para conseguir mercados
mundiales.
Hizo una pausa, y añadió, casi con
humildad:
—Los soldados no son elocuentes.
Pasamos apuros ensartando palabras, y
no somos políticos. Déjenme afirmar
que las guerras de este siglo serán
llevadas a cabo para controlar las
mentes y almas de los hombres, para
deshumanizar la humanidad. Será una
guerra de poderosos civiles contra otros
civiles.
Miró a sus dos oyentes.
—Pero esto ya lo saben. Conocen
todo lo referente a Cecil Rhodes. Ya
está muerto, pero sus ideas, y las de
Ruskin, sobreviven y van acumulando
mayor fuerza. Tales ideas resultan
odiosas para militares como yo.
Se detuvo ante Rory y sus claros
ojos pardos tenían casi fiereza.
—Las guerras no serán efectuadas
por una nación agresiva contra otra.
Serán guerras de gobiernos contra sus
propios pueblos, para conseguir la
tiranía sobre sus propias naciones.
Tendió las manos como en gesto de
disculpa.
—Si no creyese que ustedes,
señores, ya sabían todo esto, no estaría
ahora aquí.
Aguardó los comentarios, pero los
dos oyentes, apartaban la mirada
reflexiva. Añadió el general:
—Yo fui discípulo de Rhodes —y
sentóse como si estuviera agotado.
Ellos conocían todo lo referente al
enormemente rico socialista fabiano,
Cecil Rhodes. Sabían que sus ideas,
propagadas a todo lo ancho del mundo,
eran tan estériles como piedras
desgastadas, tan antiguas como el polvo,
y tan sin esperanza para la humanidad
como la misma muerte. Pero los
modernos estudiantes de política y
muchos políticos las mencionaban como
«nuevas, excitantes, progresivas,
dinámicas y, por encima de todo,
misericordiosas». Y las masas ingenuas
les escuchaban como si fueran
portavoces de bienestar humano.
Dijo el general:
—Aunque apenas puedan hoy
creerlo, naturalmente, yo fui un
estudiante muy aplicado por aquella
época. Pero un año en Inglaterra, como
discípulo de Rhodes, ¡fue más que
suficiente! Regresé ingresando en West
Point. Fue mi manera de aprender a
defender mi patria contra los hombres
que me habían dado enseñanzas en
Inglaterra durante mis años de estudio.
Rory y Timothy estaban ahora
mirándole fijamente, pero siguieron sin
decir nada.
Prosiguió el general:
—Pueden o no saberlo, pero la
apertura de fuego contra la humanidad se
iniciará dentro de pocos años, tal vez en
1917, 1918, o quizás antes. Debemos
intentar enseñar a nuestro pueblo que
América es el blanco final contra el que
va dirigido el poder financiero del
mundo, ya que sólo América, ahora, se
interpone en el camino de los hombres
ambiciosos. Ésta es la encrucijada
crucial: poder militar contra dinero.
Ésta es la moderna y oculta lucha. No
hay otra.
Levantándose quedó erguido ante los
dos hombres silenciosos. Dijo:
—Senador, sus amigos en las otras
habitaciones han empezado a reclamarle
a gritos con impaciencia. Ahora ya sabe
por qué vine hoy. Creo que usted puede
preservar a nuestra nación de toda
guerra, y hasta evitar las guerras
extranjeras. La diplomacia respaldada
por la fuerza, y la voluntad de emplear
esta fuerza para la supresión de las
guerras serán suficientes. Bastará la
simple amenaza. Cuando sea usted
designado, podrá decirle la verdad a
nuestro pueblo.
—¡Dios mío, no! —exclamó
Timothy—. Esto nunca serviría para
nada, general. Tal como están las
cosas…, ellos… sospechan ya de Rory,
aunque no sé por qué. Ha sido
plenamente tratable. Ellos proclaman
que están solamente «dubitativos» sobre
su designación debido a su raza y
religión. Usted y yo sabemos cómo se
manipulan los golpes de Estado. Rory
debe esperar hasta que sea Presidente, y
aun entonces estaría siempre en
constante peligro inminente… y esto
también lo sabe usted, general.
—Un soldado siempre está en
peligro —dijo el general—. Lo mismo
que un hombre que insiste en decir la
verdad. —Tendió la mano a Rory y su
sonrisa fue repentinamente cordial—.
Los irlandeses son rara vez, por no decir
nunca, traidores. También saben que
solamente los fuertes pueden mantener la
paz.
—Sí —intervino Timothy—, pero
Rory todavía tiene que conseguir la
designación por su Partido, ¿sabe
usted?, en contra de una muy…
formidable… oposición.
—Lo conseguirá —dijo el general
—. Y por esta razón deben tener el
máximo cuidado… —y titubeó—:
¿Aceptarían un contingente de soldados
míos, con ropa de paisano, como
complemento a sus propios escoltas?
—Sí —dijo inmediatamente
Timothy.
Pero Rory, riendo, dijo:
—No. Es ridículo. Aquí estoy
simplemente dejándome ver por la gente
a través del país para que vayan
familiarizándose conmigo. He indicado
sin ambages que me agradaría ser
elegido Presidente el próximo año, pero
todavía no he ingresado siquiera en la
ronda primaria. Pero de todos modos,
gracias por su oferta, general.
El general le miró con insistencia
pensando en lo espléndido que era aquel
joven tanto en aspecto como en
magnetismo. Recordaría aquella última
visión de Rory el resto de su vida.
Cuando el general se hubo
marchado, Rory, desaparecida del rostro
la expresión risueña, dijo:
—Hay abajo periodistas de Nueva
York lo mismo que de otros sitios
locales. Tráelos aquí arriba, Tim. Voy a
decirles parte de la verdad.
Timothy quedó estupefacto durante
varios segundos. Dijo por fin:
—¿Perdiste el juicio o qué?
—Pese a todo, sigo teniendo el
presentimiento de que no obtendré la
designación y menos aún seré
Presidente, y por lo tanto debo decir
algo de la verdad ahora… hoy… antes
que sea demasiado tarde. Vamos, Tim.
Tráelos aquí arriba. Hablo en serio.
Más tarde, Timothy se preguntaría si
la entrevista con los periodistas tuvo o
no que ver con lo que iba a suceder
aquella misma noche.
XXI
El tumulto y el vocerío se
extinguen
los capitanes y los reyes
mueren.
Permanece tu antigua
inmolación,
un humilde y contrito corazón.
ESPECIALMENTE
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