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Comentario a los artículos 29 a 34 del Código civil (Del nacimiento y la


extinción de la personalidad civil de las personas naturales)

Chapter · January 2000

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Carlos Martínez de Aguirre Aldaz


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Comentario a los artículos 29 a 34 del Código civil (Del nacimiento y la


extinción de la personalidad civil de las personas naturales) *

Carlos Martínez de Aguirre


Catedrático de Derecho civil

[239] 1.– “El nacimiento determina la personalidad”


A) Planteamiento.
1. El art. 29 Cc da comienzo con una afirmación breve y, al menos en apariencia,
contundente: “el nacimiento determina la personalidad”. Leída tal proposición
aisladamente, parece que se impondrían dos conclusiones: la primera, que antes del
nacimiento el Derecho desconoce por completo al concebido, que carecería, siempre y
sin matizaciones, de personalidad: su vida jurídica daría comienzo con el nacimiento, y
nunca antes; la segunda, que a partir del mismo momento del nacimiento, el nacido
gozaría inmediatamente de personalidad plena ante el Derecho. Ninguna de estas dos
conclusiones es, sin embargo, cierta, ni siquiera a la luz de la regulación de los artículos
29 y 30 (sin entrar, por tanto, en el análisis del significado de esa “personalidad”
contemplada en el precepto: a ello dedicaremos alguna atención más adelante): a efectos
de atribución o reconocimiento de personalidad (siquiera pueda ser calificado de
ficticio, limitado y retroactivo), el periodo relevante es el que media entre la concepción
—art.29— y las veinticuatro horas siguientes al nacimiento —art. 30—. En ese periodo,
el momento del nacimiento es clave, pero no el único relevante. Cuál sea, entonces, la
situación (o situaciones) jurídica de ese ser humano antes de las veinticuatro horas
siguientes al nacimiento, si puede ser claro a determinados efectos prácticos (pienso
sobre todo en los derechos sucesorios, o en las donaciones), es más confuso desde otros
puntos de vista. También, porque las reglas del Cc no son las únicas que es preciso
tomar en consideración: la admisión del aborto en determinados casos, o la normativa
sobre técnicas de reproducción asistida o donación y utilización de embriones y fetos
humanos, deben ser tomadas, y no poco, en consideración.
Pero antes de ello conviene considerar con algo más de detalle la proposición que da
título a este epígrafe: “el nacimiento determina la personalidad”. Del nacimiento
trataremos más abajo, al comentar las previsiones del art. 30. Corresponde ahora, pues,
hacer referencia a esa “personalidad” que viene determinada por el nacimiento.
2. Tiene razón Capilla Roncero cuando afirma que “la palabra personalidad es
polisémica, carece de un valor técnico jurídico preciso en nuestro Derecho, tanto desde
el punto de vista de los textos legales, como si se atiende a los usos lingüísticos de los
juristas” [CAPILLA RONCERO, voz “Personalidad”, en Enciclopedia Jurídica Básica,
t. III —Madrid, Civitas, 1995—, p. 4871]. Así, el propio autor menciona el significado
procesal del término (art. 533 LEC), su empleo en los arts. 29 y 32 Cc, o el significado
que le debe ser atribuido en el art. 10 de la Constitución. La polisemia del citado
término (que entraña inevitablemente equivocidad) es propia no solo del campo

*
Publicado en J. Rams Albesa (coord.) y R. Mª Moreno Flórez (coord. adj,), Comentarios al
Código civil, t. II, vo. 1º (Barcelona, J.M. Bosch Editor, 2000 pp. 239-351. El número de página de la
versión publicada es indicado en el texto poniendo [número] antes de la primera palabra de cada una de
las páginas de la citada versión publicada.
2

jurídico, sino que se extiende también al lenguaje ordinario, en el que, por ejemplo, no
es lo mismo tener personalidad que ser una personalidad.
En esta misma línea, cabe señalar ya desde ahora que tampoco el significado del
término parece claro en el mismo Cc, y más aún en su redacción originaria, en la que
conviven la “personalidad” del art. 29, con los “efectos civiles” del art. 30, la
“personalidad civil” del art. 32, y aún la “personalidad jurídica” (y la “personalidad
jurídica restringida”) en el primitivo párrafo 2º del art. 32, derogado como es sabido por
la ley 13/1983, de 24 de octubre. Estas apreciaciones convencen de la inutilidad de
buscar un concepto técnico completamente perfilado de “personalidad” en el Cc;
concepto inexistente a lo que entiendo, precisamente porque el codificador carecía de él.
Lo cual no quiere decir que la terminología empleada por el Cc, y sus previsiones en
esta sede, no ofrezcan materiales aprovechables sobre [240] los que construir un cierto
concepto técnico jurídico de “personalidad”, o para apuntar la diferencia —clásica ya
entre nosotros— entre capacidad jurídica y de obrar [cfr., ad rem, BADOSA COLL, “La
personalitat civil restringida. Les seves causes. El seu estatut juridic”, Anuari de la
Facultat de Dret, —Lérida 1984—, pp. 1 y ss.; o RAMOS CHAPARRO, La persona y
su capacidad civil, —Madrid, Tecnos, 1995—, pp. 124 y s.].
Como en tantas otras ocasiones, un acercamiento intuitivo (pero no necesariamente
superficial) a la “personalidad” a que se refiere el art. 29 —a cuya consideración voy a
limitarme de momento—, permite obtener ya algunos elementos de interés: parece claro
que de lo que se trata es de establecer el momento temporal en el que da comienzo la
que ahora denominaríamos subjetividad jurídica de la persona física, del mismo modo
que el art. 32 Cc establece el momento temporal en que dicha subjetividad cesa
[parecidamente, RAMOS CHAPARRO, op. cit., p. 180]. A partir de ahí la estrecha
relación conceptual del término “personalidad” con los de “persona”, “subjetividad
jurídica” y “capacidad jurídica” resulta tan evidente [cfr. también CAPILLA
RONCERO, op. cit., p. 4872], como poco claro el significado técnico de cada una de
estas expresiones, las eventuales diferencias que separan unas de otras y, en suma, el
entramado de relaciones que puede establecerse entre ellas. Pero tampoco es este el
lugar oportuno para abordar todo ello en profundidad: empeño éste que probablemente
es de utilidad, incluso teórica, bastante relativa.
B) Ser humano, persona, sujeto de derecho.
3. Volvamos, pues, al punto de partida: el nacimiento determina la personalidad. En una
primera aproximación, lo que parece decir el precepto es que la cualidad de persona —
en ese sentido cabe entender inicialmente el término “personalidad” [asi lo hacen, por
ejemplo, ALBALADEJO, Derecho civil I-1º —12ª ed., Barcelona, J.M. Bosch Editor,
1991—, p. 213; LETE DEL RIO, Derecho de la persona —Madrid, Tecnos, 1986—, p.
22; y O’CALLAGHAN MUÑOZ, en O’CALLAGHAN MUÑOZ y PEDREIRA
ANDRADE, Introducción al Derecho y Derecho civil patrimonial, vol. I —Madrid,
CEURA, 1992—, p. 372; similarmente, en Compendio de Derecho civil, t. I, 2ª ed. —
Madrid, EDERSA, 1992—, p. 240]— ante el Derecho se tiene a partir del nacimiento.
Ello conduciría a otra cuestión, que cabe calificar como fundamental: ¿qué es ser
persona ante el Derecho? Pero antes de contestarla, debemos formularnos nuevas
preguntas, ahora desde otra perspectiva distinta, que contribuirán a centrar
adecuadamente la cuestión.
A partir de la citada previsión del art. 29 Cc, podemos preguntarnos si el precepto
citado, al decir lo que dice, prescribe o describe; es decir, si se limita a constatar algo
que no depende en sus aspectos más radicales de lo que establezca el Derecho, algo que
3

el Derecho tiene como recibido, sobre lo que carece de verdadero poder decisorio
(describe), o si, por el contrario, lo que hace es atribuir al nacido algo de lo que él
carece (la personalidad, entendida por ahora como cualidad de persona ante el Derecho),
y de lo que no goza hasta (y en la medida) que el Derecho se lo atribuya (prescribe).
Con otras palabras: ¿la cualidad de ser persona ante el Derecho un ser humano depende
in radice de que el Derecho se la atribuya? ¿Así como el art. 29 dice que el nacimiento
determina la cualidad de persona ante el Derecho del nacido, podría decir que esa
cualidad viene determinada por otra circunstancia diferente, más restrictiva —raza,
religión, situación social, etc.— (y prescindo ahora del dato constitucional, a efectos
argumentales)? En definitiva, ¿qué es lo que corresponde —y qué es lo que hace:
aunque como veremos, no es exactamente lo mismo— al Derecho: atribuir o reconocer
la personalidad al nacido?
[241] Estas cuestiones, que son claves para el entendimiento (y para el enjuiciamiento
y valoración) de cualquier sistema jurídico, conducen directamente, como he dicho, a la
pregunta por el concepto jurídico de persona. A cuyo interrogante caben muy diversas
contestaciones.
La tentación más inmediata pasaría por fundamentar la respuesta en la diferenciación
entre un concepto extrajurídico, que engarzaría con el concepto ordinario de persona
(ser humano) y tendría innegables componentes filosóficos, y un concepto jurídico. Este
último, a su vez, asumiría un carácter más bien formal, a través de su conexión con la
subjetividad jurídica: en este planteamiento, persona equivaldría a ser sujeto de
derechos, es decir, a tener subjetividad jurídica, o capacidad jurídica, lo que vendría
también a ser lo mismo. Expresa esta idea concisamente Hualde Sanchez cuando
escribe: “desde el punto de vista del Derecho civil, ser persona es tener aptitud para ser
sujeto de derechos, o sujeto activo o pasivo de una relación jurídica. En definitiva, ser
persona es tener capacidad jurídica o, lo que es lo mismo según nuestro Código civil,
tener personalidad” [HUALDE SANCHEZ, en PUIG FERRIOL y otros, Manual de
Derecho civil I, —Madrid, Marcial Pons, 1995—, p. 107: parecidamente, LACRUZ
BERDEJO-DELGADO ECHEVERRIA, en Elementos de Derecho civil I-2º, —
Barcelona, J.M. Bosch Editor, 1990 (reimpresión actualizada en 1992)—, p. 9]. Aquí,
como he dicho, persona quiere decir tanto como sujeto de derechos.
La conexión entre el concepto jurídico y el extrajurídico de persona, tal y como acaban
de ser delimitados, se produce a través de la afirmación, corriente en la doctrina actual,
de que “son personas, en primer lugar, y por antonomasia, todos los seres humanos,
hombres y mujeres” [LACRUZ-DELGADO, op. et loc. cit.; vid., también, por todos,
ALBALADEJO, Derecho civil I-1º, 12ª ed., —Barcelona, J.M. Bosch Editor, 1991—, p.
214; DIEZ-PICAZO y GULLON, Sistema de Derecho civil I, —reimpr. de la 8ª ed.,
Madrid, Tecnos, 1993—, p. 223; HUALDE SANCHEZ, op. et loc. cit.]. Es decir: desde
el punto de vista jurídico, persona equivale a sujeto de derechos —concepto jurídico—,
pero son sujetos de derechos, primordial y necesariamente, los seres humanos —
concepto extrajurídico—. Y esto es así por exigencias de carácter ético-jurídico, ligadas
a la dignidad inherente a la naturaleza humana: “la personalidad no es mera cualidad
que el ordenamiento jurídico pueda atribuir de una manera arbitraria, es una exigencia
de la naturaleza y dignidad del hombre que el Derecho no tiene más remedio que
reconocer” [DIEZ-PICAZO y GULLON, op. et loc. cit.; la opinión es también común
en la doctrina: además de los ya indicados, vid. también CABANILLAS SANCHEZ,
“Comentario al artículo 29”, en Comentarios al Código civil y Compilaciones forales —
dirs. ALBALADEJO y DIAZ ALABART—, t. I, vol. 3º, —2ª ed., Madrid, EDERSA,
4

1993—, pp. 764 y s.; CAPILLA RONCERO, voz “Persona”, en Enciclopedia Jurídica
Básica, cit., p. 4860].
Según esto, a la pregunta por el concepto de persona para el Derecho (qué es “persona”
para el Derecho), propiamente habría que responder que jurídicamente persona equivale
a sujeto de derechos. Y a la pregunta de quién es persona para el Derecho —quién es
sujeto de derechos—, habría que contestar que primaria y necesariamente, más allá
incluso del poder decisorio del Derecho positivo, el ser humano.
La distancia entre ambos conceptos no existiría, o sería irrelevante, si el único sujeto de
derechos posible fuera el ser humano, porque entonces decir persona, sujeto de
derechos, o ser humano, sería utilizar palabras o expresiones con idéntico significado.
El alejamiento se produce, sin embargo, si hay otros sujetos de derechos diferentes del
ser humano, porque entonces la equivalencia antes planteada debe quebrar en algunos
de sus términos: o persona y ser humano se identifican [242] (pero entonces no con
sujeto de derechos, porque los hay que no son seres humanos, y por tanto —en este
planteamiento— que no son personas), o se identifican persona y sujeto de derechos
(pero entonces no con ser humano, por la misma razón). Pues bien, como es sabido, es
esta última la opción que ha parecido predominar, al menos terminológicamente, en
cuanto el Ordenamiento conoce otros sujetos de derechos, que no son seres humanos,
pero que sí son calificados como personas: las llamadas (entre nosotros) personas
jurídicas (organizaciones sociales, de carácter público o privado, a las que se atribuye
subjetividad jurídica). A partir de este dato, la conclusión parece imponerse: no cabe
identificar jurídicamente persona con ser humano, porque —insisto, jurídicamente
hablando— hay personas (las llamadas “personas jurídicas”) que no son seres humanos
[lo cual es una constatación elemental en nuestro sistema jurídico; lo ponen de relieve,
por ejemplo, LACRUZ-DELGADO, op. cit., pp. 9 y s.; ALBALADEJO, op. cit., p. 214;
HUALDE SANCHEZ, op. cit., p. 108, y en esa misma obra, PUIG FERRIOL, p. 366;
CAPILLA RONCERO, voz “Persona” cit., p. 4860; o MARIN LOPEZ, en
CARRASCO PERERA et al., Derecho civil. Introducción. Derecho de la persona.
Derecho subjetivo. Derecho de propiedad. —Madrid, Tecnos, 1996—, p. 196], y que
son calificadas como personas precisamente en cuanto son sujetos de derechos —o en
cuanto gozan de capacidad jurídica, que al final en eso viene a consistir la subjetividad
jurídica—. En palabras de Capilla, “la equiparación entre persona y capacidad jurídica
provoca que el principio según el cual sólo los seres humanos son personas no se
cumpla en su totalidad: existen organizaciones sociales dotadas de capacidad jurídica,
esto es, de la aptitud de ostentar la titularidad de relaciones jurídicas. Son las personas
jurídicas: luego no solo el ser humano es persona, sino que también hay personas que
no son seres humanos” [CAPILLA RONCERO, voz “Persona” cit., p. 4860; el
subrayado es del autor]. Esta afirmación es inmediatamente matizada, haciendo
referencia a la distancia que media entre la persona física (ser humano) y la jurídica
(organización social), en la línea ya apuntada más arriba: “el Derecho no es libre para
atribuir o negar la condición de persona al ser humano, siendo ello consecuencia, entre
otros, del principio consagrado en el artículo 10 CE, pues considerar a un ser humano
como no persona atentaría contra su dignidad. Por el contrario, el grado de libertad del
ordenamiento para personificar o no a las organizaciones sociales es grande, pudiendo
dispensar ese atributo en función de diferentes criterios de utilidad, razonabilidad,
conveniencia, etc.” [CAPILLA RONCERO, voz “Persona” cit., loc. cit.; parecidamente,
entre otros, LACRUZ-DELGADO, op. et loc. cit.; HUALDE SANCHEZ, op. cit., p.
108]. Tal es, nuevamente, el punto de conexión entre las dos perspectivas (formal o
abstracta y real o concreta) de que vengo tratando.
5

4. Así formulado, el concepto jurídico de persona englobaría realidades bien distantes


entre sí, cuyas diferencias además son fundamentales, no solo desde el punto de vista
natural, sino también en una perspectiva estrictamente jurídica. Pero si esto es así,
resulta también claro que ese concepto jurídico de persona tiene que ser —es—, cada
vez más, meramente formal o abstracto [cfr. COTTA, voz “Persona (filosofia)” en
Enciclopedia del Diritto, vol. XXXIII —Milano, Giuffré, 1983—, p. 162; RAMOS
CHAPARRO, op. cit., pp. 126 y s.], dotado asi de la suficiente amplitud —e incluso
ambigüedad— como para poder amparar realidades tan esencialmente diferentes;
rayano, en fin, con el nominalismo: “persona ha devenido un nombre genérico
convencional que no pretende ser designación de realidad alguna prejurídica, sino la
síntesis verbal de un fenómeno jurídico de carácter variable y complejo, como es la
subjetividad en los derechos y deberes” [RAMOS CHAPARRO, op. cit., pp. 127 y s.].
Lo cual produce [243] inevitablemente un alejamiento respecto al concepto
extrajurídico de persona (donde, evidentemente, la persona jurídica no es considerada
como persona) y la creciente reducción del concepto jurídico a ese contenido
meramente formal o abstracto (concepto jurídico-formal). A este alejamiento volveré a
referirme enseguida.
Para que esto sea así, como hemos visto, el concepto de persona jurídica aparece como
clave: pero es también, con esa misma intensidad, un concepto perturbador, en un doble
sentido: tanto para una correcta comprensión del concepto de persona, como para la
adecuada concepción —y tratamiento jurídico— de las llamadas personas jurídicas.
Desde el primer punto de vista, ha escrito De Castro: “el problema de la llamada
persona jurídica ha oscurecido mucho la visión del concepto de persona; no se debe
partir del prejuicio de ser necesario un concepto que abarque, y del mismo modo, al
hombre, a la asociación y a la fundación: el camino natural es buscar una concepción
clara de la persona humana, para sobre esta base determinar la significación de la
«persona jurídica»” [DE CASTRO, Derecho civil de España, t. II, —Madrid, Instituto
de Estudios Políticos 1952 (reedición facsimil Madrid, Civitas, 1984)—, p. 29]. Por lo
que respecta al segundo punto de vista, se ha operado paradójicamente una
aproximación del concepto jurídico-formal al concepto sustantivo, precisamente a través
de la identidad terminológica, que actúa nuevamente como via de comunicación entre
ambos conceptos, y del método de inversión: si en ambos casos se es persona (concepto
jurídico-formal), podemos plantearnos aplicar a la persona jurídica, al menos
parcialmente, regulaciones propias de la persona física (ser humano: concepto
sustantivo); así ocurre a mi entender, destacadamente (pero no solo), con lo relativo a
los derechos de la personalidad —en cuya discusión, por lo demás, no debo entrar en
este momento—. Pero esta segunda aproximación puede ser también, en ocasiones,
distorsionadora para un adecuado tratamiento de las personas jurídicas.
El concepto jurídico-formal de persona, que lo identifica según digo, con la subjetividad
jurídica —o con la capacidad jurídica— incurre además, al decir de doctrina
especialmente autorizada, en un círculo vicioso: “a la pregunta ¿quién es persona?
contesta: el capaz de derechos y obligaciones; a la pregunta ¿quién es capaz de derechos
y obligaciones? responde: la persona” [DE CASTRO, op. cit.; vid., también,
HERNANDEZ GIL, El cambio político español y la Constitución, ahora en Obras
completas, t. VII, —Madrid, Espasa Calpe, 1988—, p. 312].
Con todo, y como apunta Ramos Chaparro [op. cit., p. 128], esta circularidad es propia
de niveles explicativos superficiales. El círculo queda roto, en mi opinión, si se
considera que, en realidad, las preguntas hechas más arriba, por un lado no son
exactamente la misma, y por otro resultan contaminadas por la polisemia del término
6

“persona”. En efecto, la pregunta por la persona —en sentido jurídico—, es una


pregunta por el concepto (qué es persona, podríamos decir): qué se quiere decir en
Derecho cuando se emplea el término “persona”; la respuesta, de acuerdo con el
planteamiento formal, sería “sujeto de derechos” o, lo que es lo mismo, capaz de
derechos y obligaciones (capacidad jurídica). La pregunta por quién es capaz de
derechos y obligaciones es, en realidad, la pregunta por quién es persona, y no por qué
es persona. La relación adecuada entre pregunta y contestación podría ser, entonces,
como sigue: ¿qué es persona para el Derecho? el sujeto de derechos, o el centro de
imputación de derechos y obligaciones (plano formal); ¿quién es persona, en ese
sentido? el ser humano, por antonomasia (plano sustantivo), y además otras
organizaciones sociales a las que el Derecho atribuye subjetividad jurídica.
5. El riesgo de una construcción como la que vengo exponiendo es fácil de apre-
[244]ciar: reducir en primer lugar el concepto jurídico de persona a su versión jurídico-
formal —persona quiere decir sujeto de derechos— y después considerarlo sometido
por completo a la decisión del legislador, que es el que decide en cada momento quienes
deben ser considerados en un momento y lugar determinado sujetos de derechos
(personas). Más aún cuando en un caso (las personas jurídicas) esto ocurre más
claramente así [ponen de relieve la importancia de la concesión-reconocimiento estatal
para la existencia de las personas jurídicas, entre otros, ALBALADEJO, op. cit., pp.
214 y 376 y ss.; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. cit., p. 617; PUIG FERRIOL, op. cit.,
p. 369].
Me he referido más arriba al alejamiento entre el concepto jurídico-formal y el
sustantivo de persona, propiciado por este planteamiento. Esa disociación quiere decir
que el ser humano ya no es, jurídicamente hablando, la persona por excelencia, sino uno
de los tipos de persona (de sujetos de derechos) jurídicamente posibles. Pero entonces la
condición de persona puede ser, cada vez más, considerada como una mera veste
formal, externa, con que el Derecho reviste al ser humano: una cualidad que le es
atribuida por el Derecho Positivo. Esta idea de disociación cada vez más radical entre
ser humano y persona puede considerarse expresada en el del ALR prusiano, I.1.§1: el
hombre, en cuanto goza de determinados derechos en la sociedad civil, será llamado
persona [tomo la traducción de CAPILLA RONCERO, voz Persona, cit., p. 4860,
quien lo cita como paradigma del moderno concepto técnico-jurídico de persona]. En
definitiva, se es persona porque lo dice el Derecho: naturalmente, lo que esto quiere
decir no es que se es ser humano porque lo dice el Derecho, sino que se es sujeto de
derechos porque lo dice el Derecho. Es muy ilustrativa la siguiente cita de Radbruch
[apud HERNANDEZ GIL, op. et loc. cit.]: “la igualdad jurídica, la capacidad jurídica
igual que constituye la esencia de la persona, no está implícita en los hombres y en las
sociedades humanas, sino que es atribución posterior del ordenamiento jurídico.
También las personas físicas son, en sentido estricto, personas jurídicas”.
Esta opinión puede verse sustentada en una doble consideración: i) por un lado, el hecho
de que a lo largo de la Historia ha sido muy habitual que diferentes culturas jurídicas
hayan negado la condición de sujeto de derechos a determinados seres humanos (el
ejemplo más característico es la esclavitud), lo que permitiría concluir que, en efecto, el
ordenamiento es dueño de determinar quienes son y quienes no sujetos de derechos (lo
cual incluiría qué seres humanos son, y cuáles no, sujetos de derechos) —sobre ello
volveré, brevemente, más adelante—; ii) por otro, el hecho de que existan junto a los
seres humanos sujetos de derechos más claramente contingentes (las personas jurídicas),
cuya subjetividad jurídica depende por completo y más radicalmente de la atribución
realizada por el Derecho —sobre lo que me parece que no es preciso insistir más—
7

[sobre esta noción formal de persona, vid. HERNANDEZ GIL, op. cit., pp. 3019 y ss.;
HOYOS CASTAÑEDA, El concepto jurídico de persona, —Pamplona, EUNSA,
1989—, especialmente pp. 133 y ss., 147 y ss., y 191 y ss.; y RAMOS CHAPARRO,
op. cit., pp. 122 y ss.].
Incluso, aunque no se mantenga explícitamente esta opinión, no cabe duda de que el
planteamiento a que ahora me refiero impregna en cierta medida muchas construcciones
al uso acerca de la persona, en las que la afirmación de que el ser humano es la persona
(en sentido jurídico: el sujeto de derechos) por excelencia parece situarse en un plano
más cercano al deber ser: el Derecho debe reconocer personalidad jurídica al ser
humano por el hecho de serlo; con cuya afirmación, implícitamente, parece también
afirmarse que hay una disociación entre ser humano y subjetividad jurídica, que el
Derecho no puede por menos que cerrar atribuyendo subjetividad jurídica a todo ser
humano; pero [245] entonces es claro que mientras tal atribución (o reconocimiento)
no tenga lugar, el ser humano puede no ser considerado como persona ante el Derecho
—sujeto de derechos—. Lo cual —forzoso es reconocerlo— encontraría un evidente
fundamento en la constatación de que ha habido culturas jurídicas que han negado a
determinados seres humanos su condición (jurídica: más no pueden) de personas. Lo
que ocurre es que, como advierte Hervada, la pregunta acerca de si todos los hombres
son personas no debe ser contestada en el plano de los hechos: no se trata de saber si
todos los ordenamientos jurídicos reconocen hoy en día a todos los hombres como
personas en sentido jurídico, sino si todos los hombres son, de suyo, personas en sentido
jurídico o no [cfr. HERVADA XIBERTA, “Concepto jurídico y concepto filosófico de
persona”, La Ley 1981-1, p. 944] . Sobre todo esto volveré más adelante.
6. La construcción de que vengo hablando, que reconduce el concepto jurídico de
persona a la cuestión de la subjetividad jurídica, es insuficiente desde dos puntos de
vista.
a) Porque el ser humano es para el Derecho mucho más que el sujeto de la
relación jurídica, o de los derechos subjetivos. “¿Qué significa en el orden jurídico
reconocer al hombre como persona? —se preguntan Díez-Picazo y Gullón [Sistema…,
cit., p. 223]— Creemos que no basta con reconocerle la aptitud para ser sujeto de
derechos y obligaciones o, si se quiere, de relaciones jurídicas, pues sería minimizarla.
Significa sobre todo que las normas jurídicas han de darse y desarrollarse teniendo en
cuenta la dignidad del hombre como persona y sus atributos”.
Este planteamiento, que tiende a devolver al ser humano el puesto central en el Derecho,
por encima de construcciones lógico-formales que ven en él meramente uno de los
posibles sujetos de las relaciones jurídicas (que, éstas sí, constituirían ese concepto
jurídico central), es tributario de la fundamental propuesta de De Castro, sobre el
significado técnico e institucional de persona [op. cit., pp. 32 y s.]:
1) Significado técnico: “la persona, por su carácter de individualidad, por su
unidad, continuidad e identidad a través de cambios locales y estructurales y por su
permanencia en el tiempo, es imprescindible como punto de convergencia y centro de
imputación de derechos y deberes” (los subrayados son del autor); el significado técnico
se reconduce, pues, a la subjetividad jurídica, y liga con la capacidad jurídica y de obrar.
2) Significado institucional: “ la persona tiene un propio significado interno, un
valor específico que se manifiesta —expresa o tácitamente— en las normas que le
afectan; y sin que quepa expresarlo en conceptos abstractos o técnicos [añade ahora De
Castro, a pie de página: «ni tampoco puede confundirse ya con el concepto de sujeto de
8

derechos»], se exterioriza en los principios jurídicos que imponen ese su especial matiz
(personal) a todas las relaciones jurídicas que implican directamente a la persona. La
importancia básica, general y permanente para todo el ordenamiento jurídico, hace que
se pueda designar a este aspecto como el significado institucional de la persona. [ ]
Este significado institucional […] se deriva del valor intrínseco de la persona, de su
especial dignidad, de su carácter de ser con propios fines, que el Derecho tiene que
respetar y debe proteger”; el significado institucional, pues, va más allá de la
subjetividad jurídica, y enlaza con la consideración del ser humano como causa
eficiente y final, a la vez, del Derecho: el Derecho existe porque existen seres humanos,
y el Derecho existe al servicio de (para) los seres humanos. De ambos significados, el
de mayor relevancia (y radicalidad) es el significado institucional, a cuyo servicio debe
entenderse el significado técnico.
No otro es el sentido que, a lo que entiendo, hay que dar a la conocida expresión de
Hermogeniano hominum causa [246] omne ius constitutum sit (en elegante traducción
de Las Partidas, “por causa, razón y favor de las personas se hacen y componen los
derechos”). Dicho con otras palabras: si no hubiera seres humanos, no habría Derecho
(ni derechos subjetivos, ni relaciones jurídicas); el Derecho existe porque previamente
existen los hombres, y necesariamente se relacionan entre sí. Pero, además, existe al
servicio de los seres humanos: para organizar óptimamente la convivencia de acuerdo
con criterios de justicia.
b) Estas afirmaciones conducen, a su vez, a una consideración más radical de las
cuestiones de que estamos tratando, de la mano fundamentalmente (pero no solo) de
Hervada [HERVADA XIBERTA, op. cit., pp. 942 y ss.]. El punto de partida puede ser
el que acabamos de dejar sentado: el Derecho existe porque existen seres humanos: sin
ellos no habría Derecho objetivo, ni relación jurídica, ni derechos subjetivos ni, desde
luego, otros sujetos de derechos no humanos (las llamadas personas jurídicas). La
argumentación puede condensarse como sigue:
i) La existencia del Derecho es un hecho natural (no cultural), ligado a la
dimensión de justicia que necesariamente (por su propia naturaleza) presentan las
relaciones entre seres humanos: “aún suponiendo que todo sistema jurídico fuese una
creación positiva, no es cultural ni la capacidad del hombre de ser sujeto de derecho, ni
la tendencia a relacionarse jurídicamente, ni el hecho mismo de que exista el Derecho.
… . La ajuridicidad natural es impensable, porque esto significaría que, por naturaleza,
las relaciones de hombre a hombre no conocerían ni lo recto, ni lo justo, ni ninguna
exigibilidad, ni ningún poder; sería el estado de pura anomia y de miseria absoluta. … .
La juridicidad natural significa que, por naturaleza, el hombre está relacionado
jurídicamente con los otros y, en consecuencia, que es por naturaleza protagonista del
sistema jurídico” [HERVADA, op. cit., p. 943].
El propio Hervada trae oportunamente a colación a este respecto el conocido ejemplo
del lenguaje, que es, al decir de D’Agostino, “el ejemplo más típico y vistoso de la
libertad de forma poseida por el hombre a partir del principio ontológico de la necesidad
de comunicación intersubjetiva” [D’AGOSTINO, Linee di una filosofia della famiglia
—Milano, Giuffré, 1991—, p. 78]: “es claro que cualquier sistema de comunicación
oral —todo idioma— es una creación cultural; toda palabra es convencional y cada
idioma o dialecto es un producto histórico. Pero no son culturales, sino naturales, la
capacidad de hablar, la tendencia a la comunicación oral y el hecho mismo de esa
comunicación. Y porque esto es natural, quien marca los sujetos de la comunicación
oral no es la cultura, sino la naturaleza” [HERVADA, op. cit., p. 943].
9

ii) El hombre es, pues, el protagonista de las relaciones sociales, que son
también (al menos en parte), relaciones jurídicas; en esa misma medida, el ser humano
es, de suyo, protagonista —sujeto— de las relaciones jurídicas, y por tanto del Derecho.
Como he señalado ya en varias ocasiones, si el Derecho existe porque existen seres
humanos, y si el Derecho tiene, además, ese carácter natural y necesario que se acaba de
indicar, entonces es claro que desde esa misma perspectiva natural los seres humanos
son los protagonistas básicos del Derecho: sus sujetos. “Si el hombre no fuese
naturalmente sujeto de derecho, persona en sentido jurídico —sujeto natural de
juridicidad—, el fenómeno jurídico no existiría por imposibilidad de existencia”
[HERVADA, op. cit., p. 944; la misma y gráfica expresión —el hombre como
protagonista de las relaciones sociales— es también empleada por CAPILLA
RONCERO, voz Persona, cit., p. 4859].
iii) De lo anterior se deriva, con toda claridad, que todo ser humano
(cada ser humano) es, por su propia naturaleza (humana) sujeto de derecho —persona,
en sentido técnico-jurídico—: “como sea que la personalidad jurídica es, en su raíz, un
[247] dato natural, la consecuencia es obvia: todo hombre es persona; allí donde hay un
ser humano hay una persona en sentido jurídico. Advirtiendo que esta personalidad
jurídica natural no es solamente la capacidad para ser titular de derechos y obligaciones,
sino que, además, comporta la titularidad de derechos y deberes naturales. … . No se
trata de que toda persona en sentido ontológico sea persona en sentido jurídico por una
coincidencia de hecho, sino de que si todo ser humano —toda persona en sentido
ontológico— es persona en sentido jurídico, lo es porque ser persona en sentido
ontológico implica por definición ser persona en sentido jurídico” [HERVADA, op. et
loc. cit.]. Y eso no en un determinado Ordenamiento positivo, sino en cualquiera. De ahí
también que el Derecho positivo propiamente no atribuya, sino reconozca la
subjetividad jurídica de los seres humanos, que cada uno de éstos tiene como propia.
Como dice el art. 6 de la Declaración Universal de Derechos Humanos —en adelante,
DUDH—, “todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su
personalidad jurídica”. La versión inglesa es, desde algún punto de vista, más expresiva
[lo advierten también, HERVADA y ZUMAQUERO, Textos internacionales de
derechos humanos (Pamplona, EUNSA, 1978), en nota al citado art. 6 DUDH, p. 142,
nota 239; y LACRUZ-DELGADO, Elementos… cit., p. 9]: everyone has the right to
recognition everywhere as a person before the law: todo ser humano tiene el derecho a
ser reconocido en todas partes como persona ante el Derecho; como lo que es,
podríamos decir.
Anotando este precepto escriben Hervada y Zumaquero (la cita es larga pero
ilustrativa): “el sentido de este artículo no es solo ni principalmente que todo hombre
tenga derecho en todas partes a que se le reconozca la personalidad que le atribuye el
Derecho nacional que regula su estatuto personal. Su genuino significado es que todo
hombre, por serlo, es no solo persona en sentido filosófico, sino también persona en
sentido jurídico, es decir, sujeto de derechos y obligaciones, por lo menos los derechos
humanos y los deberes correlativos. Todo ser humano es persona en sentido jurídico,
tiene una personalidad jurídica, que en todas partes debe ser reconocida. … Los textos
castellano y francés … son igualmente rotundos, porque su redacción presupone partir
—como expresamente aparece en las actas de las comisiones que intervinieron en la
redacción del documento— de que todo hombre posee, por el mero hecho de serlo, su
personalidad jurídica propia [el subrayado es mío]; es esa personalidad jurídica propia
de todo ser humano —su personalidad jurídica— para la que se pide el reconocimiento
en todas partes. Supuesto que todo hombre es titular de los derechos humanos, todo
10

hombre es sujeto de derechos, esto es, persona en sentido jurídico. Y como esos
derechos son inherentes, esenciales, naturales, todo hombre tiene una personalidad
jurídica inherente, esencial, por Derecho natural, no por concesión de la sociedad”
[HERVADA y ZUMAQUERO, op. et loc. cit.].
En este planteamiento, es correcto afirmar que el ser humano es no solo sujeto de
derechos, sino también sujeto del Derecho (objetivo): es, precisamente, el sujeto por
excelencia del Derecho, el protagonista natural y necesario de las relaciones jurídicas,
que no existirían sin él y existen por y para él, en el sentido ya indicado. El hombre es,
pues, sujeto del Derecho con respecto al que actúa simultáneamente, según ya se ha
apuntado, como causa eficiente y final.
iv) Vale la pena insistir, porque es dato fundamental en el planteamiento
que estoy exponiendo, en que todo ser humano no solamente es sujeto potencial de
derechos, sino titular actual de derechos y obligaciones por el mero hecho de ser
hombre: entre él y los demás seres humanos intervienen relaciones de estricta justicia,
ancladas en sus respectivas dignidades naturales, que determinan esa necesa-[248]ria
dimensión jurídica del hombre, y la mencionada titularidad actual de derechos y
obligaciones —los más elementales: derecho a la vida, a la integridad física, etc.—: “si
tenemos en cuenta que existen derechos naturales, entonces es evidente que ser persona
tiene su origen en la naturaleza, porque el hombre es, por naturaleza, no ya capaz de
derechos y obligaciones, sino titular de derechos y deberes” [HERVADA, op. cit., pp.
943 y s.]. Desde este punto de vista, el hombre es sujeto de derechos (subjetivos), por su
propia naturaleza: es titular de los derechos fundamentales y por tanto, ineludiblemente,
sujeto de derechos (de esos derechos, sin la menor duda).
v) A partir de cuanto antecede cabe extraer ya alguna conclusión: “Si la
persona es un ser que es dueño de su propio ser, y de su entorno en cuanto capaz de
apropiación, y titular de derechos naturales, ser persona implica de suyo el fenómeno
jurídico como hecho natural y la dimensión de ser sujeto de derecho. La condición
ontológica de persona incluye la subjetividad jurídica, de modo que el concepto jurídico
de persona no puede ser otra cosa que el concepto mismo de persona en sentido
ontológico, reducido a los términos de la ciencia jurídica. Dicho en otros términos, el
concepto jurídico de persona no es más que aquel concepto que manifiesta lo jurídico
de la persona o ser humano” [HERVADA, op. cit., pp. 944 y s.; los subrayados son del
autor].
7. Quiero subrayar que en este planteamiento se produce una suerte de inversión de la
secuencia lógica a la que estamos acostumbrados, “personalidad jurídica-titularidad de
derechos”; inversión que afecta básicamente a los derechos naturales primarios. En
efecto, lo que vengo sosteniendo, tras los pasos de Hervada, es que el ser humano, por
el hecho de serlo, es titular actual de esos derechos fundamentales primarios (a la vida y
la integridad física), y que, por tanto, en esa misma medida, debe ser considerado,
inevitablemente, como sujeto de derechos (con toda claridad, de esos de los que es
titular). Ello, por la razón más evidente, y es que efectivamente los tiene: no cabe negar
la condición de sujeto de derechos a quien es —como mínimo— titular actual y efectivo
de los derechos fundamentales, y ello ocurre con todo ser humano. Desde este punto de
vista, la secuencia no sería tanto primero ser sujeto de derechos, y solo después
atribución de la titularidad de los derechos que sea, sino que puede ser considerada
exactamente la inversa: por su propia naturaleza el ser humano es titular de derechos, y
de ahí que, inevitablemente, deba ser considerado como sujeto de derechos (lo es
porque los tiene: o, a la inversa, si los tiene —los derechos— es porque lo es —sujeto
11

de derechos—): como mínimo, insisto, de esos derechos de los que es titular; le


corresponde, además, también por el mero hecho de ser hombre, la potencialidad de ser
titular de cualesquiera otros derechos y obligaciones. Al final, la distinción de que estoy
tratando (subjetividad jurídica y titularidad de derechos) es meramente lógica o
académica, en cuanto, en el ser humano, la segunda (que existe, como estamos viendo,
necesariamente) implica también necesariamente la primera; supone, en suma,
distinguir dos aspectos ineludiblemente unidos: por el mero hecho de ser hombre se es
titular de esos derechos naturales primarios y, simultáneamente, por eso mismo, se es
sujeto de derechos; y además, en términos generales, se ostenta la potencialidad
titularidad de cualesquiera otros derechos y obligaciones.
Según lo que hemos visto, cabe afirmar que el hombre es sujeto del Derecho (objetivo)
y sujeto de derechos (subjetivos). Lo primero, como consecuencia de lo segundo, pero
consecuencia lógica y no, si se me permite la expresión, cronológica: no es que el ser
humano sea, temporalmente, primero titular (como mínimo) de los derechos naturales
primarios, después sujeto de derechos, y después, sujeto del Derecho. Todo ello ocurre
simultáneamente, sin distancia temporal entre uno y [249] otro aspectos: el ser
humano, por su propia naturaleza, es titular de esos derechos, por tanto (lógicamente),
pero a la vez (cronológicamente) sujeto de derechos, por tanto (lógicamente), pero a la
vez (cronológicamente) sujeto del Derecho.
Conviene quizás recordar que este planteamiento, desarrollado hasta ahora casi
exclusivamente en el plano teórico o conceptual, cuenta con el importante respaldo
normativo que supone la DUDH, cuyos arts. 1 (en su parte bastante, todos los seres
humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos) y 6 (todo ser humano tiene
derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica) sirven para
fundamentar, ahora desde otra perspectiva, el carácter innato —lo que es tanto como
decir natural— de los derechos humanos, su anclaje en la dignidad natural del hombre,
y su incidencia sobre el reconocimiento de personalidad jurídica por los ordenamientos
positivos. Por lo que se refiere a nuestro Derecho, los artículos citados de la DUDH
sirven para interpretar las normas constitucionales relativas a los derechos
fundamentales (art. 10.2 CE). Con todo, conviene también advertir que la titularidad de
los derechos fundamentales, y por tanto la estrecha vinculación entre la subjetividad
jurídica y la naturaleza humana, no deriva originariamente de la propia DUDH, sino que
es más bien ésta la que se funda en la previa existencia de esos derechos, y se dirige a
declararlos y protegerlos.
Con este bagaje podemos enfrentarnos de nuevo, pero ahora mejor pertrechados, con la
“personalidad” contemplada en el art. 29 Cc.
C) De nuevo sobre “personalidad”.
8. Como he indicado más arriba, no parece que el Cc emplee el término “personalidad”
con un contenido técnico perfectamente delimitado. A lo que más se aproxima,
probablemente, es a la idea de subjetividad jurídica, de forma que personalidad, en este
sentido, valdría tanto como cualidad de ser sujeto de derechos, y estaría, entonces,
estrechamente relacionada con la capacidad jurídica, sin que desde este punto de vista
sea demasiado relevante establecer si la capacidad jurídica es causa o efecto de la
personalidad, o si se identifica con ella. Así se deduce del uso de este mismo término en
otros preceptos del Cc estrechamente relacionados con el artículo que se está
examinando: la personalidad que las personas físicas adquieren con el nacimiento (art.
29), se extingue con la muerte (art. 32, que habla de personalidad civil). Del mismo
modo, el art. 35, relativo a las personas jurídicas, habla del comienzo de la personalidad
12

de las corporaciones, fundaciones y asociaciones de interés público (desde que hubiesen


quedado válidamente constituidas con arreglo a Derecho), así como de la atribución
legal de la personalidad a las asociaciones de interés particular como requisito para que
puedan ser consideradas personas jurídicas; de aquí se deduce que se es persona jurídica
—y a lo que entiendo la afirmación solo vale para las personas jurídicas, por las razones
que ya he expuesto, y a las que habrá que aludir de nuevo más adelante— porque se
tiene personalidad, y en cuanto se tiene personalidad: lo que constituye a la persona
jurídica como tal “persona” (donde persona vale tanto como sujeto de derechos) es,
pues, la atribución legal de personalidad (es decir, de la condición de sujeto de
derechos). En las llamadas personas jurídicas, como sabemos, el concepto de
personalidad aparece ligado más directamente —y con toda claridad— al concepto
formal o abstracto de persona, entendida ésta como sujeto de derechos.
Esta identificación entre personalidad y subjetividad jurídica tropezaba, en la versión
original del Cc, con el obstáculo que supuso en su momento —pero que sigue siendo
relevante para intentar determinar cuál es el significado de “personalidad” en el Cc— la
redacción inicial del segundo párrafo del art. 32, suprimido por la reforma de 24 de
octubre de 1983. De [250] acuerdo con dicho párrafo, en la parte que aquí interesa, la
menor edad, la demencia o imbecilidad, la sordomudez, la prodigalidad y la
interdicción civil no son más que restricciones de la personalidad jurídica. Esta
previsión es, conceptualmente, incompatible con la idea más extendida de personalidad
como subjetividad jurídica, que no admite variaciones ni restricciones, sino que es
siempre una y la misma para todos los sujetos de derechos.
La incorrección del Código fue tempranamente denunciada por Sánchez Román, a partir
de un concepto puramente formal de persona (“entendemos por persona, en dicho
sentido jurídico,«toda entidad física o moral, real o jurídica y legal, susceptible de
derechos y obligaciones, o de ser término subjetivo en relaciones de derecho»”
[SANCHEZ ROMAN, Estudios de Derecho civil, tomo 2º —reimpresión modificada de
la 2ª ed., Madrid, 1911—, p. 110]); escribe dicho autor: “la personalidad no varía, se
restringe, ni modifica, porque es un atributo esencial del sujeto, en cuanto es capaz para
la relación de derecho” [SANCHEZ ROMAN, op. cit., p. 130]. La denuncia halló eco
en la doctrina posterior, bien directamente, al señalar la presencia de ese defecto como
tal [cfr., por ejemplo, CASTAN TOBEÑAS, Derecho civil español, común y foral, I-2º,
—Madrid, Reus, 1971—, p. 147; DIEZ-PICAZO, “Comentario al artículo 32” en
Comentarios al Código civil y Compilaciones forales (dir. ALBALADEJO), t. I, 1ª
ed.,— Madrid, EDERSA, 1978—, p. 822], bien indirectamente, al advertir que las
restricciones de la personalidad a que se refería el art. 32 no lo eran de la capacidad
jurídica — es decir, de la personalidad—, sino de la capacidad de obrar [cfr., por
ejemplo, LACRUZ BERDEJO, Elementos de Derecho civil I, —Barcelona, Librería
Bosch, 1974—, p. 99; y BADOSA COLL, “La personalitat civil restringida” cit., p. 4],
o que no es posible admitir una personalidad jurídica restringida [MARIN LOPEZ, en
CARRASCO PERERA et al., Derecho civil., cit., p. 60]. En el caso del derogado
párrafo segundo del art. 32 Cc, no estaríamos, pues, ante una verdadera restricción de la
personalidad, sino más bien de la capacidad de obrar; o mejor, lo restringido —a lo que
hace referencia el precepto— no es la misma personalidad (capacidad jurídica) a que se
refieren los preceptos a que más arriba he aludido.
Esa incorrección técnica, probablemente, no obedece solo al hecho de que algunos
conceptos (como, señaladamente, los de capacidad jurídica y de obrar) no estuvieran
todavía suficientemente perfilados cuando tuvo lugar nuestra codificación civil, sino
que puede ser ligada también a lo que cabría denominar como contenido negativo del
13

art. 32: la exclusión de la muerte civil, realizada a través de la afirmación de que


únicamente la muerte física extingue la personalidad de las personas físicas. A partir de
ahí, el párrafo segundo advierte que las situaciones a que él mismo hace referencia son
solo (y vale la pena subrayar con doble trazo el adverbio) restricciones de la
personalidad: con otras palabras, que no la extinguen, de manera que el menor, el
sordomudo o demente, el pródigo, etc., siguen siendo —con plenitud— sujetos de
derecho, pero no gozan de la plenitud de capacidad (de obrar) de quien no se ve
afectado por esas circunstancias.
9. Desde una perspectiva más bien gramatical, se ha dicho que personalidad es la
condición o cualidad de persona [asi, por ejemplo, ALBALADEJO, Derecho civil I-1º
cit., p. 213); LETE DEL RIO, Derecho de la persona, cit., p. 22; y O’CALLAGHAN
MUÑOZ, en Introducción al Derecho y Derecho civil patrimonial, vol. I, cit., p. 372;
similarmente, en Compendio de Derecho civil, t. I, cit., p. 240] . La afirmación, así
dicha, y aún siendo cierta, podría no ser suficientemente significativa, en la medida en
que depende del concepto de persona de que se parta: así, “personalidad” podría
significar tanto “cualidad de ser humano” como “cualidad de sujeto de derechos”.
[251] Con todo, a partir de una consideración realista del concepto de persona, como la
que aquí se sostiene, se ha apuntado que el término “personalidad” se caracteriza por
tener una específica connotación jurídica. En palabras de De Castro, “la distinción entre
persona como realidad existente y la personalidad como manifestación de la esencia de
aquélla permite utilizar este término en sentido especialmente jurídico. La personalidad
sería la «cualidad jurídica de ser titular y perteneciente a la comunidad jurídica, que
corresponde al hombre (como tal) y se reconoce o concede (traslativamente) a ciertas
organizaciones humanas»” [op. cit., p. 31; similarmente, FLORENSA TOMAS, voz
“Persona física” en Nueva Enciclopedia Juridica Seix, t. XIX —Barcelona, Seix,
1989—, p. 614 y ss.; RAMOS CHAPARRO, op. cit., pp. 144 y ss.]. Gráficamente,
Ramos Chaparro llega a decir que “personalidad es la «naturaleza jurídica» del hombre”
[op. cit., p. 145]. Cualidad o naturaleza jurídica que, en todo caso, corresponde (es
inherente) al ser humano por el hecho de serlo.
Ahora bien, si, como se ha apuntado más arriba siguiendo a Hervada, “el concepto
jurídico de persona no es más que aquel concepto que manifiesta lo jurídico de la
persona o ser humano” [op. cit., p. 945], entonces resulta que el propio concepto de
persona, al menos tal y como aquí es asumido, tiene ya una connotación jurídica. De
manera que, nuevamente, podría decirse que personalidad es la cualidad de ser persona,
es decir, por excelencia, el ser humano en cuanto sujeto natural y necesario de derechos
(y del Derecho): esa cualidad es ostentada también, traslaticiamente y por disposición
del Derecho, por las personas jurídicas.
Sí vale la pena subrayar en la caracterización del concepto de personalidad que ofrece
De Castro, la alusión que realiza a la persona en cuanto perteneciente a la comunidad:
esta es una idea que puede ser rica en consecuencias, a los efectos que aquí interesan.
Ello ha sido puesto también de relieve por Ramos Chaparro: “la relevancia de la
comunidad jurídica en la definición de Castro, elimina todo rasgo de individualismo
(serio peligro de la noción real) y ha permanecido en la doctrina española, sin que ello
signifique, en general, referencia totalitaria o socializante alguna, sino tan solo la
integración de la dimensión colectiva del hombre, que es básica para el Derecho y, por
tanto, debe formar parte de la definición jurídica. La persona no surge de la comunidad,
sino al revés, pero su situación jurídica general se explica únicamente en el marco de la
sociedad civil y del Estado” [op. cit., pp. 144 y s.].
14

Pero para profundizar en estas cuestiones me parece necesario hacer una alusión al
contenido de la personalidad.
10. Algunos autores, entre nosotros, han identificado el propio concepto de personalidad
con los derechos (fundamentales) de que la persona es titular. Asi, Roca Trías define la
personalidad como “el complejo de derechos que el ordenamiento reconoce al hombre
por el hecho de serlo. … . La personalidad es el contenido esencial de la persona y
consiste en la atribución de derechos fundamentales, con la amplitud que éstos aparecen
formulados en el texto constitucional” [ROCA TRIAS, “Comentario al artículo 29”, en
VV.AA., Comentarios al Código civil, t. I (Madrid, Ministerio de Justicia, 1993), p.
224].
Tales derechos son, más bien, el contenido de la personalidad; como escribe Hervada,
“la personalidad jurídica es una dimensión de la persona, ser sujeto de derecho, que no
se confunde con el conjunto de derechos y deberes que constituyen el contenido de la
personalidad” [op. cit., p. 945; similarmente, CAPILLA RONCERO, voz
“Personalidad” cit., p. 4873]. Es mérito, sin embargo, de la propuesta de Roca Trías
poner gráficamente de relieve la estrechísima unión que existe entre los derechos
fundamentales y los conceptos de persona y personalidad, en el sentido ya aludido más
arriba: son, en realidad, [252] inseparables, en la medida en que es precisamente la
titularidad actual de los derechos humanos más elementales, que corresponde a todo ser
humano por el hecho de serlo, y cuyo respeto puede exigir en justicia a los demás, la
que justifica su consideración como sujeto natural y necesario de derechos.
Una nueva precisión debe ser hecha, por lo demás, al planteamiento de Roca Trías, esta
vez de la mano de Capilla Roncero: esta autor, tras adherirse a la opinión de que el
contenido de la personalidad está constituido por los derechos fundamentales, añade:
“pero … no necesariamente por los derechos fundamentales tipificados, sino también
por los que carecen de nomen constitucional, precisión que se salva si se considera que
la enumeración constitucional de derechos fundamentales no es numerus clausus, sino
que está abierta a la incorporación de otros, precisamente por el cauce del artículo 10.1
CE” [op. cit., p. 4873]. En último extremo, la existencia y titularidad de los derechos
fundamentales no depende de su consagración constitucional o, más en general,
positiva, sino que deriva directamente (y con carácter plenamente jurídico) de la
naturaleza humana.
A partir de este planteamiento es posible dar un nuevo paso adelante, que me parece de
especial relevancia, ahora de la mano de Hervada (la cita es larga, pero muy sugerente):
“en primer lugar, debemos recordar que el contenido de la personalidad incluye un
conjunto de derechos naturales y, básicamente, los llamados derechos naturales
primarios. En segundo término, ese contenido incluye también factores positivos, cuya
regulación corresponde a la ley positiva. En tercer lugar, la ley positiva puede regular la
personalidad en su conjunto, atendiendo a las necesidades del tráfico jurídico, y, asi,
puede negar al nacido inviable derechos sucesorios, establecer plazos para el comienzo
del disfrute de los derechos (v. gr., veinticuatro horas después del nacimiento), etc.
Ahora bien, esta potestad de regulación tiene dos límites claros: primero, no puede la
ley positiva negar de raíz la personalidad a un ser humano (bien de principio, no
reconociéndole la personalidad, bien privándole de ella por la muerte civil), cualquiera
que sea su condición (nacido o no nacido, viable o inviable, de una u otra raza, etc.), y
segundo, la limitación de la personalidad no puede extenderse a los derechos naturales,
según la regla romana contenida en las Instituciones: naturalia iura civilis ratio
perimere non potest, la ley civil no puede destruir los derechos naturales” [HERVADA
15

XIBERTA, op. cit., p. 946]. Este planteamiento, que se resuelve en la existencia de lo


que cabría denominar un contenido mínimo necesario de la personalidad jurídica de los
seres humanos, es rico en consecuencias, también a la hora de interpretar este artículo
29, y más concretamente la proposición (“el nacimiento determina la personalidad”)
que en este momento nos ocupa.
Ese contenido mínimo consistiría, formulado abstractamente, en la titularidad actual de
los derechos naturales primarios (y de los deberes correspondientes a la concurrencia de
esos mismos derechos en otras personas), y la potencialidad de titularidad de
cualesquiera otros derechos y obligaciones: en lo cual la situación de todos los seres
humanos es exactamente la misma. En efecto, es doctrina común que la uniformidad
que caracteriza la personalidad jurídica, o la capacidad jurídica, no significa igual
atribución actual de derechos a las personas, sino igual atribución potencial; como
advierten Lacruz-Delgado, “la homogeneidad del concepto de capacidad jurídica no
significa, pues, que todos los hombres tengan in actu y en cada momento las mismas
oportunidades y posibilidades en el campo del derecho, y sí que a cada uno se le brinda
en el momento de nacer un elenco exactamente igual de posibilidades abstractas de
actuar, cuyo ejercicio será accesible a todos cumpliendo unas mismas condiciones” [op.
cit., pp. 11 y s.; similarmente, [253] LETE DEL RIO, op. cit., p. 23; o HUALDE
SANCHEZ, en Manual de Derecho civil, cit., p. 109]. La igualdad, sin embargo, es real
y actual, cuando se trata de los derechos de la personalidad, de los que todo ser humano
es titular, como advierte muy oportunamente Hualde [op. et loc. cit.].
D) ¿El nacimiento determina la personalidad?
11. Según lo que llevamos visto hasta ahora, puede afirmarse que el ser humano es
sujeto de derechos por su propia naturaleza; tiene, por tanto, personalidad en esa misma
medida (y su propia personalidad: propia en cuanto que es la suya, pero también en
cuanto la tiene por él mismo, y no porque le haya sido concedida por una instancia
exterior). Si esto es así, ¿cómo debe entenderse la afirmación del art. 29 Cc, de que el
nacimiento determina la personalidad? ¿Cómo debe entenderse también —aunque a
ello me referiré con mayor detalle más adelante— la afirmación contenida en el art. 30,
en cuya virtud solo se reputa nacido a quien tenga figura humana y haya vivido
veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno? ¿Quieren ambos
preceptos decir que el ser humano no nacido, o nacido pero con menos de veinticuatro
horas de vida, carece radicalmente de personalidad ante el Derecho? ¿No se es tan ser
humano veintitres horas antes de nacer, en el momento del nacimiento, y veintitres
horas después? Porque evidentemente al Derecho positivo no le compete atribuir la
condición de ser humano, decidir quién lo es y quien no. Ello sería tanto como empezar
un proceso de abstracción y formalización jurídica de la expresión “ser humano” similar
al experimentado por “persona”.
Desde otro punto de vista, si entendemos que el concebido es un ser humano, ¿habría
que atribuirle personalidad jurídica plena desde el momento de la concepción?
¿Deberíamos obviar, entonces, las previsiones de los arts. 29 y 30 Cc, por ser contrarias
a los derechos naturales de ese ser humano? Responder a estas cuestiones, y aún a otras
conexas a ellas, exige profundizar algo más en la misma dirección que llevamos.
12. La clave para dar respuesta a tales cuestiones puede ser encontrada, en mi opinión,
en el propio planteamiento de Hervada, y más concretamente es la referencia que hace a
la existencia de una potestad de regulación que incumbe al Derecho positivo respecto a
la personalidad. Si se asume —como yo hago— la propuesta de Hervada, resulta que
esa potestad de regulación que corresponde al Derecho positivo en relación con el
16

contenido de la personalidad (y con la misma personalidad), por un lado existe, pero por
otro es limitada. Dicho de otra forma, tratándose de un ser humano el Ordenamiento
puede limitar el contenido de la personalidad, pero no hasta extinguirla; no puede
negarle de raíz la personalidad. Y al decir no puede no quiero decir solamente no debe,
sino que hablo estrictamente de que no puede (es imposible para él) negarle una
personalidad que, en realidad, no le ha concedido, sino que tiene el ser humano como
inherente a su misma naturaleza (sobre lo cual me extenderé algo más infra); desde este
punto de vista, lo más que puede hacer el Derecho —rectius, el Poder— es tratar a un
ser humano como si no tuviera personalidad, pero no decidir sobre si la tiene o no.
Sí puede, en cambio, dar a la personalidad un tratamiento de conjunto del que deriven
limitaciones a ese contenido abstracto al que más arriba me he referido. Pero no
cualesquiera limitaciones —no limitaciones arbitrarias, o por razones contingentes de
mera conveniencia—, sino limitaciones suficientemente justificadas: la limitación, por
lo demás, deberá estar tanto más fuertemente justificada cuanto más relevantes sean los
derechos afectados. Y la limitación, por último, no podrá afectar a los derechos
naturales primarios: cuando menos, la vida y la integridad física. Así, lo que cabe
limitar es, en realidad, la potencialidad de ser sujeto de cualesquie-[254]ra derechos y
obligaciones distintos de esos derechos naturales primarios a que acabo de referirme.
Pero, como acabo de apuntar, esta limitación (que así dicha, lo es de la personalidad),
que es cualitativa y cuantitativamente de gran importancia, no puede producirse
arbitrariamente, y ni siquiera por razones de mera conveniencia, o más o menos
contingentes; y ello porque es cierto que uno de los derechos fundamentales del ser
humano es ver reconocida en todas partes su personalidad jurídica (art. 6 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos), lo cual, genéricamente, incluye dicha
potencialidad. Es una limitación que debe ser admitida muy restrictivamente, y por
razones suficientemente fundadas ¿Cuándo, pues, puede proceder semejante limitación?
¿Cuáles pueden ser esas razones?
A lo que entiendo (y es aquí donde enlazo con la alusión a la integración del hombre en
la comunidad que De Castro incluye en su concepto de persona, y que subraya después
Ramos Chaparro), una limitación como la que acabo de indicar solo procede cuando,
por razones estrictamente naturales (ligadas también a un dato derivado de la naturaleza,
al que es directamente reconducible la limitación de que se trate), no hay una
integración plena y autónoma del ser humano en la comunidad social; es decir, no
cuando es la sociedad (normalmente a través del Derecho) la que impide esa integración
—de manera que la falta de integración puede ajustadamente ser calificada como
artificial—, sino cuando la situación de ese ser humano en concreto es, de suyo, por su
propia naturaleza, desde este punto de vista y a estos efectos, distinta a la de los demás
seres humanos.
Los conceptos de persona y personalidad tienen desde el punto de vista jurídico, un
contenido relacional, de alteridad podríamos decir, fundamental, en la medida en que el
Derecho mismo lo tiene: para que exista Derecho es preciso que se instauren relaciones
de convivencia y justicia al menos entre dos seres humanos. Como dicen Lacruz-
Delgado, “al tratar de explicar qué cosa sea el Derecho es frecuente contraponer el
hombre en sociedad a Robinson en su isla. Este —se dice— no pudo tener ninguna
relación jurídica mientras estaba solo. El Derecho es asunto de la sociedad, es decir, de
una pluralidad de seres humanos en contacto, que deben resolver sus conflictos de
intereses, sabiendo cada uno qué es «lo suyo» y precisan, todos, una autoridad que cuide
de las incumbencias comunes. Si solo hubiese una persona en el mundo, o únicamente
varias aisladas entre sí, separadas por miles de kilómetros y sin posible contacto entre
17

ellas, el Derecho no podría existir. En cambio, la convivencia de los seres humanos hace
indispensable el Derecho, que nace ineludiblemente en cuanto los hombres viven juntos
y en relación” [Elementos…, I-1º (Barcelona, J.M. Bosch Editor, 1988), p. 9; sobre el
sentido de la parábola de Robinson Crusoe, vid. también HATTENHAUER, Conceptos
fundamentales del Derecho civil —Barcelona, Ariel, 1987—, p. 18 ].
Cabe, por tanto, afirmar, que para el Derecho solo se es persona en relación con otras
personas (en realidad, solo hay Derecho —y derechos— cuando hay relaciones
interpersonales) [vid., en este sentido, A. D’ORS, Una introducción al estudio del
Derecho, (4ª ed., Madrid, Rialp. 1979), p 64; la 5ª ed. (1982), sin embargo, no recoge ya
esta idea, que por lo que indico me parece muy sugerente, aunque no comparta algunas
de sus derivaciones: cfr. MARTINEZ DE AGUIRRE Y ALDAZ, El Derecho civil a
finales del siglo XX (Madrid, Tecnos, 1991) p. 118, nota 149]. Cuando existen esas
relaciones —que inevitablemente tienen una dimensión y un contenido de justicia: son
relaciones jurídicas—, y con ellas el Derecho (aunque sea en sus manifestaciones más
elementales y primitivas), el ser humano tiene plena personalidad jurídica, derivada
precisamente de su condición de ser humano. Ello, sin perjuicio de las eventuales
limitaciones a que hace alusión Hervada, se-[255]gún hemos visto; limitaciones que,
debe insistirse, nunca pueden llegar a afectar a los derechos naturales primarios: así, por
ejemplo, se puede señalar el plazo de veinticuatro horas para reconocer plena
personalidad civil al nacido, como hace nuestro art. 30, pero durante ese plazo es claro
que el nacido es ya titular del derecho a la vida, a la integridad física, al honor, etc.: las
limitaciones afectan básicamente a los derechos patrimoniales; pero sobre todo esto
volveré más adelante.
Si esto es así, ¿cuándo cabe considerar que un ser humano está en una situación
especial, desde el punto de vista de sus relaciones —o de la inexistencia o limitación de
sus relaciones— con los demás? A mi modo de ver, únicamente en un caso: el del
concebido y no nacido, que, precisamente por no haber nacido, carece todavía de una
vida social propia y autónoma. Lo apunta expresivamente la por otro lado discutible (en
mi opinión) sentencia del TC de 11 de abril de 1985, sobre la despenalización del
aborto, en su FJ 5º, cuando afirma que el nacimiento tiene una relevancia peculiar “ya
que significa el paso de la vida albergada en el seno materno a la vida albergada en la
sociedad” [los subrayados son míos].
En efecto, la vida social del concebido no es propia y autónoma, sino que transcurre a
través de la madre; hay, en efecto, relaciones interpersonales (en primer lugar, y con una
intensidad muy específica, con la propia madre), pero no directas y autónomas, sino
mediatizadas por el hecho de la gestación. A partir de ahí se puede fácilmente justificar
que el concebido carezca como regla de derechos y obligaciones, en la medida en que
carece de vida social autónoma; ahora bien, en cuanto es ser humano —y si no lo es
durante la gestación, dificilmente lo sería al nacer—, y en cuanto tiene relaciones con
otros seres humanos (su madre, y eventualmente otras personas a través de ella), es
evidentemente titular de los derechos naturales primarios frente a ellos, y por tanto
sujeto de esos mismos derechos. Pero la sociedad puede razonablemente decidir que de
ningún otro, de forma que careciera de esa potencialidad de ser titular de cualesquiera
derechos y obligaciones a que me he referido más arriba (del mismo modo que podría,
tan razonablemente como en el caso anterior, decidir reconocerle personalidad jurídica
plena desde la concepción: las razones para no hacerlo no son estrictamente técnicas,
sino de política legislativa). Si esto es así —y creo que lo es—, sí podríamos hablar en
relación con la situación del concebido no nacido de una verdadera restricción de su
personalidad, que quedaría limitada a la titularidad de los derechos naturales primarios.
18

Este planteamiento es, precisamernte, el que inspiró la regulación de los dos Códigos
ilustrados más característicos: el ALR prusiano (I.1., §§ 10 a 13) y el ABGB austriaco
(§ 22). En ambos, como veremos con mayor detalle infra, se dispone una protección
personal en favor del concebido desde el momento de la concepción, mientras que los
derechos de carácter civil dependen en último extremo del nacimiento.
Quiero insisitir en que en este caso estamos ante una limitación de la personalidad
posible, derivada de razones atendibles, que son las que se acaban de exponer. Pero
puede decirse que si estas razones permiten, y aún aconsejan que el Derecho proceda a
una tal limitación de la personalidad del concebido todavía no nacido, no la imponen.
Como acabo de apuntar, otras soluciones (típicamente, reconocer personalidad plena
desde el momento de la concepción) son técnicamente posibles, aunque históricamente
no hayan sido practicadas, entre otras razones por el estado de los conocimientos
médicos y biológicos. El estado actual de esos mismos conocimientos hace que esta
última solución sea más practicable, aunque personalmente no encuentro razones que la
hagan preferible (y sí algunos inconvenientes importantes, relativos a la seguridad de
los derechos). Pero no es [256] este un tema en el que deba centrarme ahora.
13. Cuanto antecede puede ayudar, en mi opinión, a entender mejor el sentido del art. 29
Cc, cuando dispone que el nacimiento determina la personalidad. Esta expresión, en la
interpretación que aquí se viene manteniendo —y que, no hace falta advertirlo, no creo
que vaya a ser en absoluto pacífica— podría ser entendida como sigue:
i) La personalidad que comienza con el nacimiento no puede afectar a los
derechos naturales primarios, que corresponden a todo ser humano por el hecho de serlo
(y, por tanto, desde que lo es). Así, todo ser humano (si se me permite acudir a la
expresión del art. 15 de la Constitución, todos) es sujeto titular de esos derechos
naturales primarios (a la vida, a la integridad física), frente a lo que decidió el TC en su
mencionada sentencia de 11 de abril de 1985 (textualmente: “los argumentos aducidos
por los recurrentes no pueden estimarse para fundamentar la tesis de que al nasciturus le
corresponda también la titularidad del derecho a la vida” —FJ 7—). Desde este punto
de vista, ese ser humano, en cuanto es sujeto de derechos, tiene personalidad jurídica.
Esta afirmación es reconducible, como vengo insistiendo, al art. 6 de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, aludida más arriba: todo ser humano tiene
derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica.
ii) Sin embargo, antes del nacimiento (más adelante me referiré a los requisitos
del art. 30 Cc, y su significado), su personalidad está limitada a la titularidad actual de
esos derechos naturales primarios de que vengo hablando. El Ordenamiento español, a
través del art. 29 Cc, impide al ser humano no nacido tomar parte autónomamente, y
con plenitud, en la vida jurídica (lo cual tiene el razonable fundamento de que tampoco
toma parte autónomamente en la vida social). Antes del nacimiento su personalidad
está, pues, restringida (y aquí sí se podría hablar de una verdadera restricción de la
personalidad).
iii) La personalidad contemplada por el art. 29 Cc viene a completar esa
limitada personalidad de que he hablado sub i, reconociendo al nacido plena capacidad
jurídica (con toda claridad, si reúne los requisitos del art. 30: pero sobre las discutibles
limitaciones que introduce este precepto volveremos infra): es decir, la posibilidad de
ser titular de cualesquiera derechos y obligaciones, y por tanto de participar
autónomamente en la vida jurídica (aunque el ejercicio de esa capacidad autónoma sea
muy limitado, como consecuencia de su falta de capacidad de obrar). La personalidad
que se adquiere con el nacimiento (en las condiciones que veremos más adelante) es
19

tendencialmente plena, y en ella ya no caben más restricciones que las derivadas del art.
30: esa aptitud potencial para ser sujeto de cualesquiera derechos y obligaciones (que,
como he dicho, se identifica con la capacidad jurídica) es homogénea, una y la misma
para todos. Lo cual es, también, una derivación de la dignidad natural del ser humano,
igualmente reconducible al art. 6 de la DUDH , pero también a los arts. 1 (todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos), 7 (todos son iguales ante
la ley, y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley) y concordantes, de
la misma Declaración.
Desde este punto de vista se puede decir que lo característico del art. 29, lo que
verdaderamente añade a esa limitada personalidad que tiene el concebido por el mero
hecho de tratarse de un ser humano, es la potencialidad de ser sujeto activo y pasivo de
cualesquiera otras relaciones jurídicas. Es decir, la capacidad jurídica, entendida ya en
plenitud (siempre con las salvedades derivadas del art. 30). Ese es, como digo, el
sentido más característico de la personalidad del art. 29.
Como he advertido, a cuanto antecede hay que añadir que nuestro ordenamiento sí
conoce todavía una temporalmente li-[257]mitada y criticable restricción de la
capacidad jurídica que se adquiere con el nacimiento. Me refiero a la derivada del art.
30, en cuya virtud para los efectos civiles, solo se reputará nacido el feto que tuviere
figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno.
De esta disposición cabe deducir que durante esas primeras veinticuatro horas de vida,
el nacido tiene una personalidad jurídica sin duda más intensa que mientras era un
concebido, pero todavía no en plenitud, al na adquirirla a efectos civiles hasta pasado el
citado plazo. Pero sobre todo esto debo remitirme a cuanto expondré más adelante, al
abordar con mayor detalle el análisis del art. 30 Cc.
14. Todo lo que llevamos visto hasta ahora, sobre todo en las últimas páginas, conduce
ya al análisis de la situación jurídica del concebido, a la luz básicamente de este mismo
art. 29. Pero antes de acabar con este planteamiento más general me parece oportuno
hacer todavía dos breves anotaciones:
i) No precisa de especial justificación la afirmación de que no siempre ni en
todas partes todo ser humano ha sido reconocido como persona (como sujeto de
derechos) por todos los Ordenamientos positivos. El ejemplo más típico es el de la
esclavitud, que hacía de algunos seres humanos objeto y no sujeto de los derechos. Pero
eso no quiere decir que tales seres humanos no fueran personas, ni sujetos de derechos,
o que realmente fueran objeto de derechos. Lo que quiere decir es que una determinada
sociedad —me resisto a decir que un determinado Derecho, por el contenido ético ínsito
en el propio concepto de Derecho [cfr. D’ORS, Derecho Privado Romano, 8ª ed.
revisada (Pamplona, EUNSA, 1991), p. 43] ha decidido tratarles como si no fueran
personas, como si carecieran de derechos, o como si fueran objeto de derechos: más no
puede, porque no es la sociedad, a través de su ordenación jurídica, la que da al ser
humano su condición de persona, sino que corresponde al ser humano, como tanto
vengo insistiendo, por su propia naturaleza.
Asi como la sociedad (el Poder) no puede impedir que un ser humano sea ser humano,
no puede privarle de la naturaleza humana, tampoco puede, por la misma razón, privarle
de su condición inata de sujeto (titular) de derechos. Puede tratarle como si no fuera un
ser humano, pero sin conseguir que deje de serlo; puede tratarle como a una cosa, pero
no convertirle en cosa.
20

ii) Cuanto ha quedado expuesto en las páginas que anteceden debe ser entendido
como referido al ser humano; en la terminología convencionalmente aceptada, a las
personas físicas. Las personas jurídicas carecen de esa dimensión ético-jurídica derivada
de su propia naturaleza, de forma que la explicación de la subjetividad jurídica en lo que
se refiere a ellas debe seguir derroteros distintos de los que aquí hemos transitado: así
como del ser humano cabe afirmar que es un prius para el Derecho, condición de
existencia del mismo, de las personas jurídicas (cuya subjetividad jurídica puede ser
considerada como una técnica de regulación de determinados grupos humanos u otras
realidades, a ejemplo del hombre) no es posible hacer una afirmación semejante. Hago
mías, en este sentido, las siguientes palabras de De Castro: “no puede haber —parece
demostrarlo la secular experiencia— una doctrina común a la persona física y a la
persona jurídica; cada una tiene su propio significado y sus peculiares principios.
Siendo la realidad jurídica primeramente y más completamente regulada la de la
persona física, se han utilizado los distintos conceptos y reglas de la persona física para
la persona jurídica (capacidad jurídica y de obrar, nacimiento y muerte, etc.); pero no
debe olvidarse que se trata de una aplicación analógica y que siempre, en cada caso, se
podrán advertir diferencias en la aplicación” [DE CASTRO, Derecho civil de España,
cit., p. 34; parecidamente, entre otros, ALBALADEJO, op. [258] cit., p. 214, y DIEZ-
PICAZO y GULLON, op. cit., p. 617]. La perspectiva es, pues, necesariamente
diferente, pero no es este el lugar oportuno para extenderse sobre ello.
2.– “El concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean
favorables”.
A) Planteamiento.
15. Tras disponer, como hemos visto, que el nacimiento determina la personalidad, el
art. 29 sigue haciendo una referencia a la situación del concebido no nacido, encabezada
significativamente por una conjunción adversativa: pero el concebido se tiene por
nacido para todos los efectos que le sean favorables, siempre que nazca con las
condiciones que expresa el artículo siguiente. A las condiciones del nacimiento me
referiré más adelante, al abordar el comentario del art. 30 Cc. Toca ahora, pues, afrontar
la no fácil cuestión de la situación jurídica del concebido, al hilo de lo establecido por el
art. 29.
Hasta hace pocos años, la situación jurídica del nasciturus venía determinada por la
regulación penal y la civil. A la primera correspondía ofrecer la protección más intensa,
referida básicamente a la vida del concebido, a través del delito de aborto; de ahí que De
Castro afirmara que “la protección jurídica del concebido corresponde directa y
especialmente, al Derecho penal” [Derecho civil de España, cit., p. 113; similarmente,
MANRESA, Comentarios al Código civil español, t. I, —reimpresión (1987) de la 7ª
ed., revisada por MARIN PEREZ, Madrid, Reus, 1956—, p. 346]. El Derecho civil se
ocupaba, más accesoriamente, de ordenar la eventual adquisición de determinados
derechos (o, en terminología del Cc, de la producción de efectos favorables) por —en
beneficio de— el concebido, para el caso de que llegara a nacer, y así adquirir plena
subjetividad jurídica. De esta manera la protección ofrecida era tendencialmente
completa: la vida del concebido (en los términos ya vistos, su derecho natural primario a
la vida) quedaba protegida a través de los mecanismos más intensos y radicales del
Derecho penal, y se ofrecía también una protección más limitada, y eventual
(subordinada la nacimiento) para aspectos fundamentalmente —pero no solo—
patrimoniales, a través del art. 29 Cc.
21

Esta protección global se correspondía, a su vez, con una consideración unitaria de la


situación jurídica del concebido, sin distinguir fases o periodos en dicha situación, que
eventualmente pudieran corresponderse con el desarrollo de la gestación, o, mejor, del
propio nasciturus. El concebido era tratado siempre de la misma manera, tanto penal
como civilmente, fuera cuál fuera el momento de la gestación o su desarrollo biológico.
Así, el atentado contra la vida del nasciturus provocaba siempre la reacción penal, fuera
el que fuese el momento en que se hubiera producido; del mismo modo, la eventual
adquisición (por ejemplo) de derechos hereditarios por parte del concebido se producía
del mismo modo, y siguiendo el mismo mecanismo, tuviera lugar cuando tuviera la
apertura de la sucesión (siempre, naturalmente, que para entonces la concepción ya se
hubiera producido).
Este panorama ha variado considerablemente, como consecuencia tanto de
descubrimientos y avances médicos y biológicos (básicamente, las técnicas de
reproducción humana asistida, y los ligados directa o indirectamente a ellas), como de
novedades legislativas (regulación de dichas técnicas y despenalización del aborto,
fundamentalmente). Estas alteraciones han hecho que, sin haberse visto modificada la
letra del art. 29, su interpretación y aplicación se produzca en unas coordenadas bien
distintas, que precisan en más de un momento enfoques y planteamientos novedoso —
enfoques y planteamientos novedosos que, todo hay que decirlo, [259] se han
producido ya en nuestra doctrina, como iremos viendo—.
A continuación, nos detendremos, con la brevedad que imponen estos comentarios, en
un examen de los antecedentes históricos del precepto (y de la regla que en él se
contiene), para abordar después su análisis (con alusión ya a algunas de las cuestiones
que plantean esas nuevas coordenadas a que me he referido) y terminar, por último, con
una referencia a los problemas específicos suscitados por los referidos avances médicos
y biológicos, y por las novedades legales también aludidas.
B) Antecedentes históricos.
16. La regla en cuya virtud el concebido se tiene por nacido a todos los efectos que le
sean favorables nace, como es sobradamente conocido, en Derecho Romano. La
protección fue, inicialmente, —ya desde las XII Tablas: D. 38, 16, 3, 9— sucesoria;
como explica De Castro [Derecho civil de España, cit., pp. 113 y s.] “ la herencia se
abre a la muerte del causante, sucediéndole los herederos que vivan en ese momento;
conforme a esta regla, quien nace al morir o después de la muerte de su padre no puede
heredarle ni concurrir a la herencia con sus hermanos. [ ] Para evitar este injusto
resultado, se admitirá primero que el hijo concebido («in utero») concurra a la herencia
paterna y después, en general, a la sucesión legítima”.
A partir de ahí, se produce una progresiva ampliación de la regla en un doble sentido.
Primero, en cuanto al ámbito personal o subjetivo de la protección ofrecida, que se
extiende de los concebidos póstumos [sobre el concepto de póstumo, D’ORS, Derecho
Privado Romano, cit., p. 315] a cualquier concebido [cfr. DE CASTRO, op. cit., p.
114]. Segundo, en cuanto al alcance de la regla, que va más allá del derecho hereditario,
e incluso patrimonial, llegando a afectar también aspectos más directamente personales,
ligados al estado (status) de las personas: así ocurre, por ejemplo, en relación con el
status libertatis, de manera que el concebido por madre libre que ha pasado a ser
esclava al tiempo del nacimiento nace libre, ya que la desventura de la madre no debe
dañar al concebido (D. 1, 5, 2) [tomo la traducción de D’ORS et al., —Pamplona,
Aranzadi, 1968—]; o respecto al status civitatis y status familiae: si es desterrada la
22

que concibió de justas nupcias, pare un ciudadano romano y bajo la potestad del padre
(D. 1, 5, 18).
Fruto de estas ampliaciones es la formulación de una regla de carácter general, en cuya
virtud se considera al concebido como nacido a cualesquiera efectos favorables: se
protege al hijo concebido como si hubiese nacido, siempre que se trate de sus ventajas
propias, pues antes de nacer no puede favorecer a tercero (D. 1, 5, 7); los hijos ya
concebidos son considerados en casi todo el Derecho civil como nacidos (D. 1, 5, 26);
el ya concebido se considera que, en cierto modo, ya existe (D. 38, 16, 7); lo que
decimos de que se tiene por nacido al que se espera que nazca, es cierto siempre que se
trate de su derecho, pues para otros efectos solo cuenta desde que nace (D. 50, 16,
231).
Esta ampliación es habitualmente atribuida al Derecho romano justinianeo, y a la
influencia del pensamiento cristiano, de forma que textos como los reproducidos, y aún
otros que podrían citarse, habrían sido interpolados por los compiladores precisamente
en el sentido indicado [cfr. GANDOLFI, “Nascituro (storia)”, en Enciclopedia del
Diritto, XXVIII —Milano, Giuffré, 1977—, pp. 532 y ss.; ARROYO I AMAYUELAS,
La protección al concebido en el Código civil —Madrid, Civitas, 1992—, p. 35], pero
no faltan autores que sostienen, con argumentos apreciables, el carácter clásico de la
regla [destacadamente, GANDOLFI, op. et loc. cit.].
Es preciso advertir que la regla y los textos citados coexisten con otros de los que parece
deducirse una distinta consideración del concebido, como mera mulieris [260] portio
vel viscerum (D. 25, 4, 1, 1), de forma que todavía no está in rebus humanis (D. 44, 2, 7,
3) o in rerum natura (D. 30, 24, pr.) [pueden verse más textos en GANDOLFI, op. cit.,
p. 532; o IGLESIAS, Derecho romano (11ª ed., Barcelona, Ariel, 1994), p. 110].
En cuanto a estos últimos textos, la contradicción con la regla anterior —advierte
Gandolfi—, puede no existir (de hecho, la traducción de D’ORS, en más de un caso,
permite directamente evitar esa contradicción): los textos que establecen la protección
del concebido no llegan a decir que el concebido esté in rerum natura como lo está el
nacido, sino que es considerado a ciertos efectos como si estuviese ya in rerum natura
[cfr. GANDOLFI, op. cit., p. 532].
En cuanto al primero (consideración del concebido como mulieris portio vel viscerum),
del propio texto citado cabría deducir que lo que no es posible es la exhibición del hijo,
o su entrega al marido, precisamente por estar en el seno materno, y por tanto, no ser
patente la existencia real de un concebido (y a ambas cosas podría ser reconducida la
expresión mulieris portio vel viscerum: es significativo que el propio pasaje establezca
un complejo procedimiento para intentar cerciorarse si hay o no embarazo): resulta muy
claramente de este rescripto que no tenían lugar los senadoconsultos sobre
reconocimiento de hijos al disimular o negar la mujer su embarazo, y no sin razón,
pues el hijo, antes del parto, es una porción de la mujer o de sus vísceras. Claro que,
una vez que ha nacido de su madre, puede ya el marido pedir de propio derecho,
mediante un interdicto, que le sea exhibido el hijo o que se le permita llevárselo. El
problema no es, pues, de determinación de la condición jurídica del concebido, sino de
imposibilidad de ejercitar el interdicto de liberis exhibendis o ducendis, por estar el hijo
en el seno de la madre, de forma que a tales efectos puede ser considerado como una
porción de la mujer o de sus vísceras, no susceptible de exhibición o traslado [cfr.
también GANDOLFI, voz “Nascita”, en Enciclopedia del Diritto, vol. XXVII cit., p.
508]
23

De la regulación romana, tal y como resulta de los textos recopilados en el Digesto,


interesa destacar ahora algunas conclusiones: i) La protección al concebido aparece
formulada como una regla general, para cualesquiera efectos que le sean favorables. ii)
Entre esos efectos se cuentan no solo los de carácter patrimonial (básicamente,
sucesorios), sino otros claramente extrapatrimoniales, como son los relativos al status
(entre los que se encuentra el importantísimo del status libertatis). iii) El concebido se
tiene por nacido únicamente en su propio beneficio, y no en beneficio de terceros. iv) Se
preven también algunas medidas dirigidas a salvaguardar los intereses del concebido, a
la espera de su nacimiento: se suspende la atribución de la herencia a quienes serían
herederos de grado posterior al concebido, o se cuenta con él a efectos de repartir la
herencia entre los de su mismo grado; se concede a la madre la bonorum possessio de
los correspondientes bienes hereditarios; y se prevé el nombramiento de un curator
ventris, con la finalidad de proteger tanto al concebido, como los bienes hereditarios
destinados a él.
17. El Derecho visigodo experimentó también en este punto la influencia romana [cfr.,
ad rem, MALDONADO Y FERNANDEZ DEL TORCO: La condición jurídica del
“nasciturus” en el Derecho español —Madrid, Ministerio de Justicia-CSIC, 1946—,
pp. 43 y ss.]. El Liber Iudiciorum (IV, 2, 19) dispone que en caso de que el marido
muriese dejando encinta a su mujer, le herede el hijo póstumo junto con los restantes
hermanos; y si el póstumo resulta ser el único hijo del fallecido, quedan reservadas a su
favor tres cuartas partes de la herencia. La regla se recoge en el Fuero Juzgo (IV, 2, 20):
Nos fazemos servicio a Dios cuando conseiamos aquellos que han de nacer. E por ende
establescemos que si el marido muriere, e [261] dexa la muier prennada, el fiio que
nasciere depues sea heredado egualmientre en la buena del padre con los otros fiios. E
si non dexare ningun fiio e diere su buena a quien quisiere, mandamos que pueda dar la
quarta parte, e las tres partes deve aver aquel que nascio depues de la muerte del padre
(hace notar DE CASTRO [Derecho civil de España, cit., p. 114, n. 6] que en el texto
romanceado falta la palabra misericordie, presente sin embargo en la versión latina).
Aunque se trata, como puede verse, de una protección básicamente sucesoria, no están
ausentes por completo aspectos más personales —dejando de lado lo referente a la
protección de la vida e integridad física del concebido—, relativos, como hemos visto
que ocurría también en las fuentes romanas, al status libertatis [cfr. MALDONADO,
op. cit., p. 48]
También los fueros altomedievales contienen reglas dirigidas a salvaguardar los
intereses patrimoniales, principalmente hereditarios, del concebido [a más de otros
relativos, como digo, a su vida e integridad física: cfr., por extenso, MALDONADO,
op. cit., pp. 87 y ss.]. Regla de carácter sucesorio es también la del Fuero Real 3, 6, 3 —
que MALDONADO entronca con la regulación del Fuero de Soria [op. cit., pp. 137 y
s.]—: si el que muriere dexare su muger preñada, e no hobiere otros fijos, los parientes
mas propinquos del muerto en uno con la muger escriban los bienes del muerto ante el
Alcalde: e tengalos la muger, e si despues nasciere fijo, o fija, e fuere baptizado, haya
todos los bienes del padre.
Tras la recepción del Derecho romano, destaca, por la amplitud de su formulación y por
su influencia ulterior, la regulación contenida en las Partidas. En palabras de Maldonado
[op. cit., pp. 144 y s.] “son las Partidas, que, aunque tardaron en entrar en vigor,
continuaron siendo efectivamente aplicadas hasta el mismo siglo XIX, las que contienen
una teoría completa del «nasciturus», tomada de fuentes romanas y con cierta influencia
canónica en algunos puntos, y son, al mismo tiempo, las que representan el núcleo
fundamental de la marcha del Derecho Privado de España durante varios siglos”. Texto
24

clave es el de P. 4, 23, 3: En que estado et de que condicion es la criatura mientre que


sea en el vientre de su madre. Demientre que estoviere la criatura en el vientre de su
madre, toda cosa que se faga o que se diga a pro de ella, aprovechase ende, bien asi
como si fuese nascida; mas lo que fuese dicho o fecho a daño de su persona o de sus
cosas, nol empesce. Subraya con razón Maldonado que el texto reproducido habla de la
persona y las cosas del concebido: “sin que se quiera exagerar el rigor técnico de estas
expresiones, creo que sirven también para transparentar el pensamiento del redactor de
la ley” [MALDONADO, op. cit., p. 152].
Es esta una regla general, concretada después en aplicaciones más específicas [que
pueden verse con un cierto detalle en MALDONADO, op. cit., pp. 147 y ss.],
entroncadas muy directamente con sus antecedentes romanos. Desde el punto de vista
que aquí interesa, “la defensa de los intereses económicos del «nasciturus» puede verse
en dos instituciones, tomadas también, en su esencia y hasta en detalles, del Derecho
romano: en la suspensión de la adquisición de la herencia en las sucesiones «ab
intestato», cuando quedare embarazada la mujer del causante, y en la invalidez del
testamento del padre, en que hubiese sido preterido un hijo póstumo” [MALDONADO,
op. cit., p. 154].
También la literatura jurídica se ocupó de la cuestión [una exposición con cierto detalle
de la doctrina española —destacadamente PEREZ DE LARA— en MALDONADO, op.
cit., pp. 169 y ss.].
Del Derecho Intermedio proceden también las máximas nasciturus pro iam nato
habetur quotiens de commodis eis agitur, conceptus pro iam nato habetur, u otras
parecidas, que sin ser propiamente romanas, se fundamentan claramente en textos
romanos [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. [262] 114; D’ORS, Derecho Privado Romano,
cit., p. 315].
De Castro [op. cit., pp. 121 y s.] resume la doctrina común, a formada a partir de los
textos romanos, como sigue: “1. La equidad, que origina la excepción respecto al
Derecho estricto, se emplea como criterio para marcar el alcance de los beneficios
concedidos al concebido; 2. Las medidas de protección de los bienes que pueden
corresponder al concebido comienzan desde que se cree, o se avisa, que la mujer está en
estado; 3. Los derechos no son atribuidos al concebido, sino que, desde que se tiene
noticia de la concepción, quedan reservados, se impide la atribución a los herederos,
queda la herencia, y hasta el testamento en que se ha preterido al póstumo, en situación
de interinidad, en suspenso; retrotrayéndose luego los efectos, en favor del nacido o de
los herederos, en caso de frustración de las esperanzas de nacimiento; 4. El
nombramiento de un curador («curator ventris») se hace con un doble fin: el de
garantizar alimentos a la madre (en beneficio indirecto al concebido) y para custodiar
bajo inventario los bienes recibidos, para que se conserven íntegros en favor de quien
correspondan; esta es la razón —se dice— por la que se nombra un curador de bienes, y
no un tutor, al concebido”.
18. Esta es también la doctrina que recibirá la Codificación [cfr. DE CASTRO, op. cit.,
p. 322]. Cabe destacar, entre los autores reconocidamente más influyentes en la
Codificación francesa, a Domat y Pothier, entre quienes hay una diferencia de
tratamiento de la situación del concebido aparentemente formal, pero que puede resultar
significativa, desde algún punto de vista. Así, Domat aborda la cuestión con un alcance
más general, y en una sede (el estado de las personas) que actualmente calificaríamos
como de teoría general de la persona [Les lois civiles dans leur ordre naturel, tit. II —
Des personnes—, sec. 1ª —De l’état des persones par la nature—, nº 6] —aunque el
25

propio Domat ejemplifique con los casos concretos ya conocidos, y muy especialmente
con las sucesiones—: “los niños que está todavía en el seno de su madre no tienen
regulado su estado, y no debe serlo hasta el nacimiento;… Pero la esperanza de que
nazcan vivos hace que se les considere, en lo que a ellos concierne, como si ya hubieran
nacido”.
Por su parte, Pothier no realiza una exposición semejante, sino que trata de la situación
del concebido al hilo de instituciones concretas en las que su presencia puede ser
relevante. La exposicón más general la hace precisamente en el Traité des personnes,
parte I (Des personnes), Tit. VI (Division des personnes par rapport aux différentes
puissances qu’elles ont droit d’exercer sur d’autres, ou qui s’exercent sur elles), pero a
propósito de la curatela (Sección V, Art. III —Des curateurs aux ventres—): “el niño
cuyo nacimiento se espera, pero que todavía no ha nacido, no puede tener tutor, ya que
el tutor está establecido principalmente para gobernar la persona del menor, de donde se
deduce que no puede haber tutor cuando todavía no existe la persona del menor. Sin
embargo, como el niño cuyo nacimiento se espera es considerado como nacido siempre
que se trate de su interés, qui in utero est, pro iam nato habetur, quoties de eius
commodis agitur, y es interés del póstumo, si llega a nacer, que los bienes que le vayan
a pertenecer cuando nazca sean mientras tanto administrados, debe ser considerado
como nacido, no a efectos de que se le nombre un tutor, porque no existe persona que
pueda ser gobernada, sino a fin de que se le nombre un curador para la administración
de los bienes que deben pertenecerle un día”. Además, como digo, hay varias breves
referencias a la situación del concebido, en relación a problemas más concretos, en otras
sedes: en relación con la pérdida de la condición de noble (no la pierde quien ya estaba
concebido cuando la perdió su padre: Traité des personnes, I, I, I, IV), con la donación
inter vivos [263] (Traité des donations entre-vifs, II, II, IX), con el douaire debido a
los hijos (Traité du douaire, II, IV, I, nº 347) o con las sucesiones (Traité des
succesions, I, II, I).
El Code sigue en su regulación original esta misma línea, y se ocupa del concebido al
hilo de situaciones o problemas concretos: arts. 393 (nombramiento de un curator
ventris cuando la viuda queda encinta —debe advertirse que actualmente no existe esta
figura—), 725 (capacidad para suceder, determinada a contrario, al establecer la
incapacidad del no concebido) y 906 (capacidad para ser donatario, tanto inter vivos
como mortis causa). Como se ve, un planteamiento muy cercano a la doctrina clásica,
tal y como ha quedado expuesta, según la falsilla ofrecida por Pothier; es decir, sin que
se llegue a regular en su conjunto, y a través de una regla de carácter general, la
situación del concebido. La idea que late —o que latía, al menos, en el codificador de
1804— tras esta regulación es la de que el concebido existe ya desde el mismo
momento de la concepción, aunque existe en una situación peculiar, que justifica, de
acuerdo por lo demás con la doctrina tradicional, que se exija, complementariamente, el
posterior nacimiento (y viabilidad). Es ilustrativa, a este respecto, la opinión de Chabot,
en su Relación al Tribunado, respecto al art. 725: “no es preciso que el individuo haya
nacido para ser capaz de suceder; basta con que esté concebido, porque el niño existe
realmente desde el instante de la concepción, y es reputado como nacido en aquello que
le beneficia”; en el mismo sentido, el Tribuno Simeón justifica en su discurso el
regimen propuesto (y después aprobado) afirmando que “sería contrario a la equidad y
la razón que su existencia cierta [del concebido], aunque no se haya desarrollado por
completo, no constituya obstáculo para [la sucesión de] los parientes más alejados”
[pueden verse ambos en Motifs et discours prononcés lors de la presentation du Code
civil —Paris 1867—, pp. 344 y 363 respectivamente].
26

19. Otra es, sin embargo, la vía elegida por los Códigos ilustrados, cuyos dos mejores
exponentes (el ALR prusiano de 1794 y el ABGB austriaco de 1811) coinciden en
otorgar una fuerte protección al concebido, que incluye también (con mayor claridad en
el ALR) contenidos personales: se trata, pues, de una protección de carácter integral.
El ALR dedica los §§ 10 a 13 del Título I de su Parte I a los derechos de los no nacidos.
El sistema diseñado en estos parágrafos es, como digo, completo, y se basa en la ya
mencionada distinción entre los derechos naturales primarios (derechos generales de la
humanidad —allgemeinen Rechte der Menchsheit—, en traducción más literal), y los
derechos de carácter civil. Los primeros corresponden al concebido desde el mismo
momento de la concepción (§ 10); a su vez, los deberes de protección del concebido
incumben a aquellos que estarían obligados a velar por él si ya hubiera nacido (§ 11).
En cambio, los derechos civiles que pudieran corresponderle quedan reservados hasta
que tenga lugar su nacimiento (§ 12). Estos preceptos deben ser completados con las
previsiones de los §§ 17 y 18, que el ALR refiere a los nacidos sin forma humana
(Mißgeburten): conforme al primero, los nacidos sin forma ni figura humana carecen de
cualquier pretensión de Derecho civil o de familia; sin embargo (aclara el § 18),
mientras vivan, y en la medida en que sea posible, deben ser cuidados en los términos
del § 11 más arriba citado. Puede verse de nuevo como la regulación se fundamenta en
la distinción entre los derechos de índole civil, y los que vengo llamando derechos
naturales primarios.
El ABGB austriaco es más parco en su regulación, contenida en el relativamente breve
§ 22: los niños todavía no nacidos tienen derecho a la protección de las leyes desde el
momento de su concepción (esta es la protección integral de que ha-[264]blaba más
arriba). Además (y entramos ya en el ámbito tradicional de las reglas sobre el
concebido), son considerados como nacidos siempre que se trate de derechos que les
sean atribuidos, pero si nace muerto, es considerado, en lo que respecta a los derechos
que le habían sido reservados, como su nunca hubiera sido concebido.
El planteamiento de estos Códigos ilustrados no tuvo influencia en nuestra propia
codificación. Sin embargo, no creo que esté de más recogerlo, como muestra del
panorama legal existente cuando el proceso codificador español (en su sentido más
amplio) dió comienzo.
20. Nuestra codificación siguió inicialmente el modelo francés, con alguna variación de
carácter técnico (que no afecta, pues, al sentido general de la regulación), pero
significativa. En efecto, el proyecto de Cc de García Goyena (1851) no contiene una
regla general relativa a la situación del concebido, sino que se limita —como hemos
visto que ocurría con el Code napoleónico— a algunas disposiciones especiales:
destacadamente, los arts. 786 a 799 (“De las precauciones que deben tomarse cuando la
viuda queda encinta”), en los que se dispone, entre otras cosas, la suspensión de la
división de la herencia y el nombramiento de un administrador que se haga cargo de la
misma hasta que se verifique el parto o el aborto —esta última es, precisamente, la
innovación técnica a que me refería, en cuanto se sustituye el curator ventris por este
administrador [vid., también DE CASTRO, op. cit., pp. 122 y s.]—; debe ser
mencionada también la previsión contenida en el art. 644 (“la preterición de alguno o de
todos los herederos forzosos en línea recta, sea que vivan al otorgarse el testamento o
nazcan despues, aún muerto el testador…).
La primera redacción del art. 29 Cc se situó entre el casuismo del Code y del Proyecto
de García Goyena, y los planteamientos más generales de Domat o, con el mayor
alcance ya visto, del ALR o el ABGB, pero más cercana al primero. En efecto, el art.
27

29, en esa primera redacción, decía: el nacimiento determina la personalidad sin


perjuicio de los casos en que la ley retrotrae a una fecha anterior los derechos del
nacido. Tales casos eran los contemplados en el art. 627 —cuya dicción se vió también
afectada por la segunda redacción del Cc— (donación al concebido), el art. 814
(preterición del concebido), y los arts. 959 a 967 (precauciones a tomar cuando la viuda
quede encinta). Escribe con razón Arroyo Amayuelas que “ya no existe tan sólo una
mención expresa al concebido en las secciones destinadas a regular las sucesiones o las
donaciones, sino que, además, se consagra un artículo que determina de manera
genérica que el póstumo o concebido va a ser favorecido. Pero la redacción del precepto
demuestra que los derechos del no nacido van a ser tan solo aquellos expresamente
previstos en la ley: tan solo aquellas excepciones al principio general tasadas y
concretas” [ARROYO I AMAYUELAS, La protección al concebido en el Código civil,
cit., p. 150].
Esta redacción, sin embargo, topó con reticencias tanto en las Cámaras legislativas
como entre los primeros comentaristas, por haber descuidado la protección del póstumo,
olvidando la tradición española, consagrada en la regla general de las Partidas recogida
más arriba [cfr. ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 152 y ss.: allí puede verse
también un resumen de la discusión]. Ello propició la vigente redacción del art. 29 Cc
—el nacimiento determina la personalidad; pero el concebido se tiene por nacido para
todos los efectos que le sean favorables, siempre que nazca con las condiciones que
expresa el artículo siguiente—, justificada en las Exposición de Motivos con las
siguientes palabras: “también ha modificado la Comisión no el concepto sino la forma
del artículo 29, que declara la condición y los derechos de los póstumos. Decía este
artículo, en su redacción primitiva, que aunque el nacimiento determi-[265]na la
personalidad humana, la ley retrotrae en muchos casos a una fecha anterior los derechos
del nacido. Hallándose estos casos señalados en diversos lugares del Código, y siendo
todos aquellos en que podía optar el póstumo a algún beneficio, esta disposición no
alteraba al precepto de nuestra antigua legislación, que consideraba al póstumo como
nacido para todo lo que le fuera favorable. Mas para que no pueda quedar duda de que
este mismo es el sentido del artículo 29, se ha variado su redacción, adoptando la
fórmula genérica y tradicional de nuestro antiguo derecho”.
El alcance de la reforma es muy superior a lo que la propia Exposición de Motivos
quiere dar a entender: se pasa de una regla general a la que se señalan algunas
excepciones concretas, tipificadas legalmente, a esa misma regla general a la que se
señala una excepción formulada ahora también con carácter general, de la que esos
casos concretos (que el Cc mantiene) no serían más que aplicaciones concretas [cfr.
MALDONADO, op. cit., p. 205; ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., p. 160]. En
palabras de De Castro, “la segunda redacción del artículo 29 ha cambiado ciertamente
algo más que la primitiva forma; la fórmula genérica empleada conserva el concepto,
pero amplia indefinidamente su contenido. La alteración consistió en ensanchar el
ámbito de la disposición, sin que se tocase al sistema de la eficacia; por ello pudieron
conservarse, sin necesidad de modificarlos, los artículos en que se hacía aplicación
especial del sistema” [DE CASTRO, op. cit., pp. 120 y s.; contra, sin embargo,
BUSTOS PUECHE, El Derecho civil ante el reto de la nueva genética, —Madrid,
Dykinson, 1996—, pp. 37 y s., donde, con apoyo precisamente en la Exposición de
Motivos de la segunda redacción del Cc sostiene que la protección dispensada al
nasciturus por el art. 29 se limita a algunos concretos y determinados intereses
patrimoniales, en materia de sucesiones y donaciones]. Además, la protección no se
restringe ya al póstumo (sobre cuyo concepto podían surgir dificultades de
28

interpretación), sino que se extiende a cualquier concebido [cfr., más extensamente,


ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 31 y ss.]. La modificación es, pues, rica en
consecuencias, como se podrá comprobar a lo largo de este comentario.

C) La protección de los intereses del concebido en el art. 29 Cc.


a) Caracterización.
21. La regla que establece el contenido y alcance de la protección al concebido en
nuestro Cc se presenta, al menos gramaticalmente, como una excepción al principio,
sentado en la proposición que abre el art. 29, en cuya virtud el nacimiento determina la
personalidad. La excepción, como iremos viendo, por un lado no lo es tanto (no se llega
a conceder personalidad al concebido, ni siquiera limitadamente); por otro, aparece
contenida en una fórmula de alcance general, que le da mayor amplitud y relevancia. A
su análisis dedicaremos las páginas que siguen.
Antes, sin embargo, quiero hacer un breve apunte de índole más bien teórica. Se ha
discutido en la doctrina (y todavía se discute) acerca de lo que cabría denominar, con De
Castro, la naturaleza jurídica de los mecanismos tradicionales de protección al
concebido, tal y como son conocidos desde el Derecho romano. Es una discusión que
llama la atención, tanto por su misma amplitud, como por su relativa complejidad. En
palabras nuevamente de De Castro, “aunque no sea éste uno de los lugares preferidos
para sus elucubraciones, abundan las teorías de modo extraño, si se comparan con lo
reducido del tema. Es un resultado reflejo de la variedad de las teorías sobre los
conceptos de persona, patrimonio y derecho subjetivo, que aquí encuentran una especial
aplicación. Mayor obstáculo a la claridad es que las diversas opiniones se refieren casi
siempre a aspectos parciales de la cues-[266]tión. Para no perderse en estas
confusiones, conviene considerar que se trata de responder a estas tres cuestiones
distintas: 1.ª, quién es el sujeto de los derechos o relaciones; 2.ª, naturaleza de los
derechos; 3.ª, qué eficacia tienen estos derechos. Cada una de ellas se plantea en dos
momentos: 1.º, durante el periodo de la concepción; 2.º, al nacer el concebido. Todavía
podría añadirse que se refieren no solo a derechos subjetivos, sino a la situación de uno
o varios patrimonios y a relaciones jurídicas de toda naturaleza” [DE CASTRO, op. cit.,
p. 115]. Sin embargo, no voy a exponer aquí esa discusión, entre otras razones porque
buena parte de las cuestiones se encuentran resueltas para nosotros por nuestra
legislación positiva, y la interpretación mayoritaria de la doctrina [quien desee mas
noticias sobre el debate, puede ver: DE CASTRO, op. cit., pp. 115 y ss., con
interesantes observaciones críticas (especialmente, pp. 117 y ss.); ARROYO I
AMAYUELAS, op. cit., pp. 49 y ss.; CABANILLAS SANCHEZ, “Comentario al
artículo 29”, en Comentarios al Código civil y Compilaciones Forales —en adelante,
Comentarios Edersa— (dir. ALBALADEJO y DIAZ ALABART), t. I —2ª ed.—, vol.
3ª —Madrid, Edersa, 1993—, pp. 769 y ss.; CALLEJO RODRIGUEZ, Aspectos civiles
de la protección del concebido no nacido —Madrid, McGraw-Hill 1997—, pp. 16 y
ss.].
b) Alcance y contenido de la protección al concebido.
22. Como queda dicho, la protección a los intereses del concebido en la segunda y
definitiva redacción del art. 29 Cc, se plasma en una fórmula de alcance general (en lo
que ahora interesa: el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean
favorables). En una aproximación inicial, sobre todo si se contrapone a la redacción
originaria, cabe apreciar que la protección que se dispensa al nasciturus tiene carácter
29

también general (insisto: para todos los efectos que le san favorables), no limitada,
pues, a unos casos determinados tipificados legalmente: más allá, por tanto, de los
supuestos concretos en que el Cc protege efectivamente dichos intereses [así, por
ejemplo, SANCHEZ ROMAN, Estudios de Derecho civil, cit., p. 174; MALDONADO,
op. cit., p. 205; DE CASTRO, op. cit., pp. 120 y s.; DIEZ-PICAZO y GULLON,
Sistema…, cit., p. 227; ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., p. 160; HUALDE
SANCHEZ, Manual de Derecho civil, cit., p. 120; contra, como ha quedado dicho,
BUSTOS PUECHE, op. cit., pp. 37 y s.; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp. 37 y
ss.].
Es verdad que esos efectos son, primeramente, los regulados expresamente por el Cc;
coinciden, además, con aquéllos en que tradicionalmente ha consistido la protección al
concebido, según se ha expuesto. Pero no son los únicos, Históricamente habría que
sumar a los contemplados en el Cc los relativos al status de las personas: recuérdese que
en diversos momentos históricos la regla de protección al concebido ha sido aplicada
para reconocerle la condición de libre, o la de noble: ambos supuestos carecen hoy de
relevancia, pero no así otros, como veremos, reconducibles también a la idea de status.
Del mismo modo, la doctrina se refiere a otros posibles efectos favorables, de los que
hablaremos poco más adelante. Pero antes, conviene hacer algunas precisiones.
23. Aunque la regla se refiera —sobre todo en los casos regulados por el Cc—
principalmente a efectos favorables de carácter patrimonial [lo resalta MONTES
PENADES en A. LOPEZ, V. MONTES et al., Derecho civil. Parte General (Valencia,
Tirant lo Blanch, 1992), p. 117], no son éstos los únicos posibles. Acabo de referirme al
hecho de que históricamente la regla de que venimos hablando era empleada para
resolver también problemas de status (de índole personal, por tanto). También ahora
esta afirmación me parece segura [expresamente, en la doctrina, BERCOVITZ
RODRIGUEZ-CANO, Derecho de la persona (Madrid, Montecorvo, 1976), p. 167;
CABANILLAS SANCHEZ, op. [267] cit., p. 779; contra, STORCH DE GRACIA Y
ASENSIO, “Acerca de la naturaleza jurídica del concebido no nacido”, La ley 1987-II,
p. 1113; y BUSTOS PUECHE, op. cit., p. 37; y ARROYO I AMAYUELAS, op. cit.,
pp. 103 y ss.].
Esta opinión tiene aplicaciones concretas. Se admite unánimemente, en efecto, la
posibilidad de reconocimiento de la filiación antes del nacimiento [por todos,
SANCHO-RIVERO, Elementos…, IV-2º (3ª ed., Barcelona, J.M. Bosch, 1989), pp. 113
y s.; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. cit., p. 228; por extenso, DE LA CAMARA,
“Comentario a los artículos 120 a 126”, en Comentarios Edersa, t. III, vol. 1º (Madrid,
Edersa, 1984), pp. 427 y ss.; CAÑIZARES LASO, El reconocimiento testamentario de
la filiación (Madrid, Montecorvo, 1990), pp. 147 y s.; CALLEJO RODRIGUEZ, op.
cit., pp. 39 y ss.]. Del mismo modo, la DGRN, en su Resolución de 31 de marzo de
1992 ha señalado que “no hay motivos suficientes para excluir del ámbito de aplicación
del artículo 29 del Cc las hipótesis de adquisición de la nacionalidad española iure
sanguinis”, llegando a afirmar expresamente que el art. 29 Cc “contiene una regla
general de protección en el campo civil del concebido, que no se agota en la esfera
patrimonial” (en igual sentido, cabe citar también la R. de 12 de julio de 1993) [frente a
ello, había escrito con anterioridad DE CASTRO que “las disposiciones que basan el
estado en el nacimiento, como la nacionalidad (art. 17) y la vecindad (art. 15) no pueden
ser referidas a la concepción”: op. cit., pp. 129 y s.; ad rem vid., también, CALLEJO
RODRIGUEZ, op. cit., pp. 44 y ss., donde se expone brevemente el status quaestionis].
30

24. Los efectos para los que se considera nacido al concebido son los favorables. Sobre
este punto, la doctrina hace algunas precisiones:
i) “El término efectos favorables no ha de entenderse como si en cada situación
que afecte al concebido haya de separarse la parte favorable de la desfavorable. Si ello
fuera así, sería tan injusto como absurdo. Significa darle la facultad, en sí favorable
(aunque no impuesta), de adquirir derechos; pero que si se acepta la herencia, la
donación o el derecho de que se trate, será con las cargas y gravámenes que sobre ellos
pesen, aunque resulten éstos superiores a los beneficios” [DE CASTRO, op. cit., p. 129;
tras sus pasos, LETE DEL RIO, Derecho de la persona (Madrid, Tecnos, 1986), p. 43;
ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 99 y s.; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit.,
p. 778; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., p. 38].
No se trata, pues, de propiciar una participación general del concebido en la vida
jurídica, aunque sea a través del mecanismo indirecto diseñado por el art. 29: ello
provocaría mayores distorsiones que las que el precepto intenta evitar. Se trata
fundamentalmente de permitir que el concebido (que ya existe, aunque sea en el seno de
su madre) pueda adquirir, en su momento, los derechos que le son atribuidos mientras
tiene lugar la gestación, pero que exigen el nacimiento para que dicha adquisición pueda
producirse. Hay, además, una suerte de consideración puramente abstracta de lo que es
favorable y desfavorable, de manera que el ordenamiento considera favorable, en todo
caso, la atribución de una herencia (que puede ser gravosa) o de una donación (que
puede estar sometida a modo). En palabras de Hualde, “con carácter general habrán de
considerarse favorables al concebido los negocios jurídicos mortis causa en los que
aparezca instituido como heredero o legatario y los negocios inter vivos que, como la
donación, tengan por causa la mera liberalidad del bienhechor” [HUALDE SANCHEZ,
op. cit., p. 120]. En tales casos es claro que la herencia se adquiere con las deudas, y la
donación sometida al modo [cfr., también, HUALDE SANCHEZ, op. cit., p. 120].
No se incluye entre los efectos favorables, por ejemplo, la posibilidad de celebrar de un
contrato oneroso, por muy beneficioso (en términos normalmente patri-[268]moniales)
que pueda ser, en cuanto supone la asunción de obligaciones por parte del concebido —
aunque, como es sabido, existen otros medios para hacer recaer sobre el concebido los
efectos de un contrato celebrado mientras duró la gestación: estipulación en favor de
tercero, contrato con facultad de subrogación, contrato para persona a designar, etc.—.
Con todo, la clave no reside solo en el carácter oneroso o lucrativo del acto de que se
trate, sino también en una consideración del modo en que nace la situación jurídica que
podría afectar al concebido. A lo que entiendo, se trata de impedir que el concebido
pueda verse perjudicado por el hecho de no haber nacido todavía —existiendo, como
existe, en el seno de su madre—, con la pérdida de derechos —o, en general, de “efectos
favorables”— que le serían atribuidos, sin contar con su voluntad o actuación, en caso
de haber nacido ya: una herencia (que depende del fallecimiento del causante y de los
llamamientos sucesorios), una donación (que depende de la voluntad del donante), etc.
La alteración de la realidad jurídica no es imputable al concebido, aunque su presencia
sí afecta a esa nueva situación creada básicamente por otros: gráficamente, podría
decirse que el concebido “se encuentra” con ese derecho o, más en general, efecto
favorable. Es consecuente con esto que el mecanismo diseñado por el Derecho sea,
como veremos más adelante, el de la paralización de esa atribución hasta el momento
del nacimiento. Pero por eso mismo no se incluye la posibilidad de que sea el propio
concebido el que impulse (necesariamente a través de representantes o cuasi-
representantes) la adquisición de derechos, como ocurriría si se le permitiera celebrar un
31

contrato: hay aquí una alteración de la realidad jurídica debida a la actuación


representativa o cuasi-representativa —no a la mera presencia—, del concebido.
ii) “Ha de entenderse que el favor o lo favorable ha de ser para el
concebido, y no para un tercero” (DE CASTRO, op. cit., pp. 128 y s.; también,
ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., p. 100; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p.
778; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., p. 38]. Se recibe así lo que era afirmación
común ya desde el Derecho romano (recuérdese D. 1, 5, 7: se protege al hijo concebido
como si hubiese nacido, siempre que se trate de sus ventajas propias, pues antes de
nacer no puede favorecer a tercero), mantenida después durante toda la evolución de
esta regla.
Debe ser mencionada aquí la STS de 5 de junio de 1926. Esta sentencia aplicó el art. 29
Cc a efectos de considerar viuda con hijos a la viuda que estaba encinta cuando falleció
su marido en accidente laboral, y del consiguiente reconocimiento de la indemnización
correspondiente a dicha condición de viuda con hijos. En ocasiones esta resolución ha
sido presentada como una posible excepción al principio citado en el párrafo anterior
[cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 129, nota 1]. Se ha dicho también que en este caso, la
indemnización, cuyo derecho habría correspondido a la madre, beneficiaba
indirectamente al hijo: la interpretación del TS sería, entonces, “enteramente razonable
y plausible” [cfr. DIEZ-PICAZO, Estudios sobre la jurisprudencia civil, vol. I (2ª ed.,
Madrid, Tecnos, 1973), p. 41].
No hay, sin embargo, tal, en mi opinión, pese a la confusa dicción de la sentencia.
Efectivamente, en la resolución de que vengo hablando se tuvo a la hija —que,
efectivamente, nació tras el accidente, en las condiciones del art. 30— por nacida a
efectos de que la indemnización fuera la correspondiente al caso en que el fallecido
dejara viuda e hijos. Pero aunque la sentencia atribuye a la viuda la indemnización
solicitada, no cabe identificar aquí ni una excepción al principio de que el beneficio ha
de ser para el concebido, ni siquiera un caso de aplicación del art. 29 cuando el
beneficio para el concebido sea meramente indirecto. En realidad, lo que hay a mi
entender es un efecto directamente beneficioso para la [269] hija, y por tanto una
aplicación perfectamente correcta del art. 29 Cc. Para justificarlo, conviene retener dos
datos:
1) El primero, deriva del art. 6 de la Ley de Accidentes de Trabajo de 10 de
enero de 1922, conforme al que se resolvió la cuestión. Dicho precepto establecía que
las indemnizaciones en él contempladas correspondían a la viuda, descendientes
legítimos o naturales reconocidos, menores de dieciocho años años o inútiles para el
trabajo y ascendientes. Es decir, que la ley atribuía la indemnización tanto a la viuda
como al hijo, en ambos casos por derecho propio (y, en el caso resuelto,
conjuntamente); desde este punto de vista, se puede hablar, como he apuntado, de un
efecto directamente favorable para el hijo.
2) El segundo deriva de la propia sentencia, de cuya exposición de hechos
resulta con toda claridad que la viuda demandó en su propio nombre y en representación
de su hija. Asi pues, la indemnización correspondía conjuntamente a madre e hija, y
fueron ambas las que la reclamaron (la madre, como he indicado, en representación de
su hija menor de edad). El efecto es, pues, directamente favorable para la hija, de modo
que entre en el campo de aplicación del art. 29 Cc.
Caso parecido es el resuelto por la sentencia de 15 de marzo de 1927; en él el fallecido
dejó una hija natural, todavía no nacida cuando el fallecimiento se produjo. Es claro que
32

en este caso no había viuda, pero sí una hija natural, cuya filiación había quedado
determinada por sentencia, y a la que el art. 6.2 de la citada Ley de Accidentes de
Trabajo reconocía el derecho a ser indemnizada. Pues bien, el TS concedió la
indemnización en favor de la hija, por aplicación del mencionado art. 6.2 de la citada
Ley, en relación con el art. 29 Cc. Como en el caso anterior —quizás con mayor
claridad, al ser la hija la única beneficiaria de la indemnización— la indemnización es,
paladinamente, un efecto beneficioso para la hija.
En esta misma regla (el beneficio ha de ser para el concebido, y no para un tercero)
fundamenta —razonablemente— Marín López la no equiparación entre el concebido y
el nacido a efectos de reconocer la indemnización a los progenitores por su
fallecimiento, en el “Sistema para la valoración de los daños y perjuicios causados a las
personas en accidentes de circulación”, puesto en vigor por la Disposición Adicional 8ª
de la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros
Privados [MARIN LOPEZ, “Los perjudicados por la muerte en accidentes de
circulación”, Aranzadi civil, septiembre de 1997, p. 39].
Brevemente, ahora, sobre una cuestión suscitada al hilo de estas sentencias: se trata de
determinar si el beneficio indirecto del concebido justificaría la aplicación del art. 29
Cc. Por la negativa se inclinan Díez-Picazo y Gullón, a partir de la regulación legal de
las donaciones y herencias al concebido [op. cit., p. 228]; también, Hualde [op. cit., p.
120]. La solución parece de nuevo razonable, habida cuenta el carácter de excepción, en
los términos ya vistos, que incumbe a la regla de protección al concebido en el art. 29
Cc.
c) La atribución de derechos sucesorios al concebido.
25. Los arts. 959 a 967 Cc (integrantes de la sección relativa a las precauciones que
deben adoptarse cuando la viuda queda encinta) contienen una regulación detallada —
y bastante anticuada: pero en cuanto a esto debo remitirme al comentario de tales
preceptos— de los derechos sucesorios del concebido; o, quizá mejor, de las
consecuencias que tiene en el ámbito sucesorio la presencia de un concebido con
eventuales derechos sobre una herencia. Este es precisamente, como sabemos, el
problema que dió origen en Derecho romano a la regla consagrada hoy, tras la
evolución sintéticamente relatada supra, en el art. 29.
Una primera advertencia. Aunque la dicción literal, tanto de la rúbrica de la [270]
sección como de los preceptos que la componen, se refiera a “la viuda que queda
encinta”, la doctrina entiende unánimemente que las previsiones allí contenidas son
aplicables analógicamente a cualquier supuesto en que un concebido pueda tener
(eventualmente) cualquier derecho en una sucesión [cfr., por todos, MALDONADO, La
condición jurídica del “nasciturus en el Derecho español, cit., p. 244; DE CASTRO,
op. cit., p. 125; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 782; ARROYO I
AMAYUELAS, op. cit., pp. 69 y ss.; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp. 132 y s.].
En palabras, nuevamente, de De Castro, “las precauciones que deben tomarse cuando la
viuda queda encinta (…) tienen un doble objeto: la protección de las personas que
tengan en la herencia un derecho de tal naturaleza que pueda desaparecer o disminuir
por le nacimiento del póstumo (art. 959) y la protección del mismo póstumo (art. 965)”
[op. cit., pp. 123 y s.]:
i) Por un lado, de acuerdo con los precedentes históricos, se suspende la división
de la herencia (art. 966), que queda sometida a administración (art. 965) en tanto se
verifica el nacimiento en las condiciones del art. 30, o tiene lugar el aborto (arts. 965 y
33

967: el Cc preve también el transcurso del término máximo para la gestación, pero esta
es una de las previsiones legales que deben considerarse superadas por los avances
médicos). No hay, pues, atribución de la herencia al concebido, sino paralización del
fenómeno sucesorio hasta que por el nacimiento o el aborto quede claro quien o quienes
van a ser herederos. Esto quiere decir que los arts. 959 y ss. no reconocen capacidad
sucesoria al concebido [cfr., con mayor detalle, ARROYO AMAYUELAS, op. cit., pp.
57 y ss.]: su existencia provoca únicamente una paralización de la situación jurídica que
le afecta; puede hablarse entonces, como hace la doctrina, de una situación de pendencia
[por todos, DE CASTRO, op. cit., p. 125; ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 88 y
ss.; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 771; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., p.
24]. Quiere también decir que, en esta fase —antes de que tenga lugar el nacimiento—,
el concebido no es tratado como si ya hubiera nacido (si así fuera, habría que haberle
atribuido la herencia). Retener este dato es importante a efectos de la interpretación del
propio art. 29, para la que estas previsiones son especialmente relevantes; en este
sentido, afirma De Castro que “la importancia de estas disposiciones está en que regulan
la cuestión más importante de entre las que puede crear la existencia del concebido, la
que dió motivo al beneficio excepcional que se le concede y la que es objeto de
especiales disposiciones legislativas; de aquí su valor ejemplar, como expresión del
criterio del legislador, debiendo servir como guía en los casos en que sea ello posible”
[op. cit., p. 123].
Por lo demás, conviene también retener que la administración de la herencia no es en
beneficio del nasciturus, sino de quien llegue a ser su titular o titulares definitivos, sea o
no el concebido (entonces, ya nacido): asi resulta con claridad del art. 967 Cc.
ii) Por otro lado se adoptan medidas dirigidas a evitar todo fraude a los terceros
que podrían ver afectados sus derechos por la presencia, y posterior nacimiento en las
condiciones legalmente exigidas, del concebido. Así, por ejemplo, las previsiones
relativas a la suposición del parto, o a que se dé por viable un nacido que no lo es (arts.
959 a 962, fundamentalmente). Es lo cierto, sin embargo, que estas disposiciones han
quedado superadas por los avances médicos, que permiten tanto cerciorarse de la
existencia de embarazo desde fechas muy tempranas, como prolongar la vida del nacido
con graves defectos orgánicos más allá del plazo de 24 horas fijado por el art. 30 [el
anacronismo de las previsiones del Cc es denunciado también por ALONSO PEREZ,
Comentarios EDERSA, t. XIII-2 (Madrid 1981), p. 2]. Pero sobre estos aspectos, y más
en general sobre la abundante proble-[271]mática derivada de los preceptos a que
ahora me estoy refiriendo, me remito a su comentario [vid. también ALONSO PEREZ,
op. cit., pp. 1 y ss.; ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 57 y ss.; CALLEJO
RODRIGUEZ, op. cit., pp. 127 y ss.].
26. Una breve referencia, ahora, a algunas cuestiones más concretas:
i) Como escribe De Castro “si existiese más de una herencia, en las que haya que
reservar derechos en beneficio del mismo concebido, cada una tendrá su administrador
propio e independiente, sin que se confundan los patrimonios” [DE CASTRO, op. cit.,
p. 125; también, CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 784].
ii) Señala Cabanillas, por su parte, que la preterición del concebido producirá los
efectos que para tal caso establece el art. 814, puesto que si nace en las condiciones del
art. 30 ostentará la cualidad de heredero forzoso [CABANILLAS SANCHEZ, op. cit.,
p. 778]. No está de más recordar que la preterición del póstumo estaba expresamente
contemplada en la primera redacción del art. 814 Cc (la preterición de alguno o de
34

todos los herederos forzosos en línea recta, sea que vivan al otorgarse el testamento, o
sea que nazcan después de muerto el testador…).
iii) Se ha suscitado tanto en la doctrina como en la jurisprudencia el problema de
si el concebido debe entenderse incluido en las disposiciones testamentarias por las que
se nombra heredero o legatario a los hijos o descendientes (nietos, biznietos) del
testador. La doctrina ha advertido que estamos, en realidad, ante una cuestión de
interpretación de la cláusula testamentaria, y de determinación de la voluntad del
testador [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 129; ALABALADEJO, Derecho civil, cit., p.
220]; sin embargo, a falta de datos que permitan resolver dicha cuestión interpretativa,
no parece descaminado aplicar el art. 29 Cc para considerar nacido al concebido, a los
efectos claramente favorables de entenderle incluido en la mencionada cláusula.
El TS, por su parte, en un caso en que el testador estableció un legado de cantidad en
favor de los biznietos nacidos al ocurrir el fallecimiento, entendió que “definida como
se halla en el art. 29 Cc la significación jurídica que debe darse a la palabra «nacido»,
obligando a tener como tal al concebido para todos los efectos que le sean favorables, es
consecuencia precisa de lo expresado la de que al ocuparse los Tribunales de determinar
el alcance de las palabras con que [el testador] favoreció con un legado de cantidad a los
biznietos que hubieran nacido antes de su fallecimiento, tengan que comprender entre
ellos a los que en dicha época estuvieran ya concebidos y hayan subsistido … en las
condiciones del art. 30 de dicho cuerpo legal, a no ser que de una manera evidente
aparezca que el testador, pudiendo hacerlo, por no afectar su disposición a las legítimas,
quiso dar a las palabras por él usadas significado distinto del que las leyes atribuyen”. Y
añade el TS que no obsta a esa interpretación la expresión “nacido al ocurrir mi
fallecimiento” empleada por el testador [STS de 27 de octubre de 1903; parecidamente,
respecto al principio paralelo recogido en las Partidas, puede verse la STS de 18 de
octubre de 1899; muestra reticencias a esta doctrina DE CASTRO, op. cit., p. 129, aún
afirmando que “el artículo 29 puede ser tenido en cuenta como expresión de una regla
de equidad, que en ciertos casos es presumible fuese la voluntad del otorgante,
especialmente si la cláusula ha sido redactada por persona perita en Derecho”].
Por su parte, la DGRN entendió, en fechas muy cercanas a las de la sentencia reseñada,
que “aunque el sentido literal de la cláusula 18ª del testamento …, referente, a no dudar,
a un legatario que viviere o existiere al tiempo de morir el testador, pudiera ampliarse al
que en ese día hubiera sido concebido, aplicando para ello el art. 29 Cc… es del todo
punto evidente que en el hijo de D. J. V., concebido antes de morir el testador, pero
nacido después, no concurrió la circuns-[272]tancia de llevar el nombre y apellido de
aquél en el momento de su muerte, condición exigida también por el testador en la
cláusula 18ª mencionada” [RDGRN de 30 de diciembre de 1902; los subrayados son del
original]. En este caso la DGRN considera suficientemente clara la voluntad del
testador, que es la que impediría atribuir el legado al concebido, por no cumplirse la
condición fijada por el mismo disponente (que el legatario llevase el nombre y apellido
del testador en el momento del fallecimiento, lo que, como bien recuerda la DGRN, no
ocurre tratándose de un nasciturus).
iv) En los casos que acabo de exponer se trataba de sendos legados establecidos
por el testador. La atribución de un legado al concebido no nacido presenta algunas
peculiaridades, derivadas de la regulación contenida en el Cc (destacadamente, del art.
881: el legatario adquiere derecho a los legados puros y simples desde la muerte del
testador, y lo transmite a sus herederos). En mi opinión, es claro que el concebido no
adquiere en dichos términos el legado deferido en su favor. Tal legado, por lo que al
35

nasciturus respecta, debe entenderse sometido a la condición suspensiva (legal) de su


nacimiento en las condiciones del art. 30. Seguirá, pues, el régimen de los legados bajo
condición suspensiva. Una vez haya tenido lugar el nacimiento con los requisitos
legalmente exigidos (es decir, una vez se haya cumplido la condición), el legado deberá
entenderse adquirido —salvo repudiación— en el momento de la apertura de la
sucesión, por aplicación de las previsiones del art. 29 —lo cual puede ser relevante, por
ejemplo, a efectos de los previsto en el art. 882 Cc—. Por lo demás, el heredero vendrá
obligado a reservar y custodiar los bienes destinados al concebido, al modo como debe
hacerlo, según veremos inmediatamente, el donante [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 126;
HUALDE SANCHEZ, op. cit., p. 121; contra, CALLEJO RODRIGUEZ, quien
entiende que el legado habrá de ponerse en administración: op. cit., pp. 194 y s.].
v) Se ha planteado también en la doctrina la relevancia del art. 29 Cc en relación
con la limitación al segundo grado en las sustituciones fideicomisarias (art. 781). Lo
hace Maldonado con las siguientes palabras: “en el marco concreto del 781 del Código
civil cuando el nombrado sustituto fideicomisario no hubiese sido engendrado al morir
el testador, el fideicomiso no podrá pasar del segundo grado, y cuando estuviese ya
nacido en ese momento no cabe duda de que el fideicomiso vale sin limitación. Ahora
bien, cuando en ese instante el que así hubiese sido instituído estuviese ya concebido,
pero aún no nacido, ¿deberá aplicarse la limitación impuesta al primer caso o habrá de
ser equiparado al segundo” [MALDONADO, op. cit., p. 238]. Para este autor no cabe
duda de que el concebido no cuenta a efectos del cómputo de la limitación del segundo
grado, por que ya vive en el momento de apertura de la sucesión, de manera que entra
dentro de las personas que vivan al tiempo del fallecimiento del testador. Conclusión a
la que llega no por aplicación del art. 29, sino por (razonable) interpretación del propio
art. 781. En cualquier caso, concluye Maldonado del siguiente modo: “me parece que
no era necesario recurrir a esa aplicación [del art. 29] y que bastaba considerar como
existente al concebido. Pero el caso es que por un camino u otro se debe reconocer el
derecho de éste. Así deberá hacerse también en el problema del art. 781, bien por la
interpretación directa que propongo, o bien, si se prefiere, por aplicación de ese
principio. Y el resultado será que las sustituciones fideicomisarias hechas en favor de
uno que esté concebido y no nacido al fallecimiento del testador siempre serán válidas,
aunque pasen del segundo grado” [MALDONADO, op. cit., p. 240; le sigue CALLEJO
RODRIGUEZ, op. cit., pp. 200 y s.].
vi) Por último, parece oportuno recordar, esta vez de la mano de Cabanillas
[273] Sánchez, que el art. 9.1 de la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida deja sin
efectos civiles la filiación biológica a patre fruto de la fecundación post mortem, de
manera que, al no producirse efectos sucesorios ni de otro tipo, “carece … de sentido la
invocación del artículo 29 del Código civil para que el nacido pudiese participar en la
herencia del varón fallecido” [CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 779]. Este autor
no olvida las previsiones del art. 9.2 y 3, en cuyos casos se admite que una fecundación
post mortem pueda producir vínculo legal de filiación y, por tanto, generar
eventualmente derechos sucesorios; pero advierte también que el hijo concebido post
mortem carecería igualmente de tales derechos (a salvo llamamientos legales en favor
de concepturi) en la herencia de su padre “por la sencilla razón de que ni siquiera estaba
concebido en el momento de la muerte de aquél”, de manera que el art. 29 no sería
aplicable [CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 780, nota 34]. Sobre las cuestiones
relacionadas, más en general, con la incidencia de la Ley sobre Técnicas de
Reproducción Asisitida en las previsiones del art. 29, volveré más adelante.
36

d) Las donaciones realizadas en favor del concebido.


27. El Cc regula también expresamente, en su art. 627, las donaciones hechas a los
nascituri: las donaciones hechas a los concebidos y no nacidos podrán ser aceptadas
por la persona que legítimamente los representarían, si se hubiera verificado ya su
nacimiento. Como en el caso del art. 29, también este precepto fue modificado con
ocasión de la segunda edición del Cc. La primera redacción establecía que los póstumos
podrán adquirir por donación, siempre que al tiempo de hacerla estuvieren concebidos
y nacieren con vida. La alteración es, como puede verse, significativa. Se amplía, por un
lado, el ámbito subjetivo de aplicación, al sustituir el término “póstumos” por la
expresión de superior alcance, “concebidos y no nacidos” [vid. DE CASTRO, op. cit.,
p. 126; le sigue CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 781]. Por otro lado, se asegura
la posición del concebido, a través del establecimiento del peculiar mecanismo pseudo-
representativo fijado por el precepto. En efecto, como explica De Castro, al disponer el
Cc que la donación no obliga ni produce efecto sino la aceptación, unas previsiones
como las del primitivo art. 627 dejaban, a falta de aceptación, indefenso al concebido: el
donante podía revocarla libremente antes del nacimiento o, incluso, la muerte del
donante provocaba la ineficacia de la donación no aceptada. A fin de evitar esas
consecuencias perjudiciales, por razones de equidad, se introdujo esa posibilidad de que
la donación fuera aceptada por quienes serían representantes del concebido caso de
haber nacido, deviniendo así la donación irrevocable durante el periodo de gestación
[cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 126; similarmente, por todos, ALBALADEJO,
“Comentario al artículo 627”, en Comentarios EDERSA, t. VIII-2 (Madrid, 1986), p.
130; LACRUZ-DELGADO, op. cit., p. 26; ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp.
137 y s.; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 781].
La aceptación de la donación pueden realizarla, para el concebido, las personas que
legítimamente los representarían, si se hubiera verificado ya su nacimiento: los padres,
en la forma establecida por el art. 156 y concordantes Cc. Parece que, puesto que al
tratarse del periodo de gestación, madre siempre ha de existir [MALDONADO, op. cit.,
p. 257; ALBALADEJO, op. cit., p. 131], no deberían plantearse especiales problemas;
sin embargo, cabe pensar, con los citados autores, en el caso de la donación realizada en
favor de un concebido que vive en el seno de su madre, soltera e incapacitada —la cual,
por tanto, no sería su representante legal de haberse verificado su nacimiento—, cuando,
además, el padre no es conocido (en otro caso, le correspondería aceptar a él: art. 156
Cc). En tal caso entiende Albala-[274]dejo que habrá de nombrarse un defensor
judicial para que acepte la donación [op. et loc. cit.; le sigue CALLEJO RODRIGUEZ,
op. cit., p. 113], mientras que Maldonado, tras los pasos de Mucius Scaevola, señaló,
para la regulación de la tutela anterior a la reforma de 1983, que la aceptación
correspondería realizarla al tutor de la madre [op. cit., p. 260]. A lo que entiendo, esta
última opinión debe ser desechada, porque parece claro que el tutor de la madre, por
este solo hecho, no sería representante legal del concebido si ya hubiera nacido. Más
fundada es la propuesta de Albaladejo, que podría apoyarse en el art. 299.2º Cc. Cabría,
sin embargo, pensar en que tal aceptación incumbiría mejor al Ministerio Fiscal, al
amparo del art. 299 bis Cc, en la medida en que a él corresponde la representación y
defensa del menor que deba ser sometido a tutela en tanto no haya nombramiento
judicial del tutor; presenta también la ventaja de simplificar y abreviar la tramitación
precisa para que la aceptación pueda producirse: mientras que aquí bastaría con solicitar
del Ministerio Fiscal que acepte, con base en el citado art. 299 bis, para nombrar
defensor judicial habría que acudir a un procedimiento de jurisdicción voluntaria,
innegablemente más lento y complicado.
37

Hay todavía algunas cuestiones que deben ser abordadas, con brevedad (para un estudio
más pormenorizado me remito al comentario al art. 627, en esta misma obra).
28. La primera se refiere a la entrega efectiva de la cosa donada: ¿debe el donante
entregarla a quien la ha aceptado en nombre del concebido, y puede este cuasi-
representante exigirla? De Castro entendió que no: “los derechos quedan en situación de
pendencia (con la condición de reservados); pero al faltar un especial titular interino
creado por la ley, los bienes siguen en poder del donante … pero con la obligación y la
responsabilidad de custodia en beneficio del concebido” [op. cit., p. 126; esta es la
opinión dominante: por todos, LACRUZ-DELGADO, op. cit., p. 26; ALBALADEJO,
op. cit., p. 133; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. cit., p. 229; CABANILLAS
SANCHEZ, op. cit., p. 782; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., p. 118]. Por la
afirmativa se inclina, sin embargo, Marín López, para quien, a partir de la consideración
de que, en efecto, los bienes donados entrarían en una situación de pendencia, y su
conservación correspondería a los propios cuasi-representantes del concebido —
inmediatamente justificaré el empleo de esta expresión—, en tanto durase la citada
situación de pendencia; paralelamente, si el donatario no llegara a nacer con las
condiciones del art. 30 Cc, el donante tendría derecho a solicitar la restitución de lo
donado [MARIN LOPEZ, en CARRASCO PERERA et al., Derecho civil, cit., p. 67].
La respuesta que se dé a esta cuestión está ligada estrechamente a la opinión que se
sustente en torno al modo de actuar el precepto. A ello dedicaré mi atención más
adelante. Creo, sin embargo, que de los datos que ofrecen el art. 627, y concordantes,
pueden extraerse algunas conclusiones. En efecto, la previsión contenida en el precepto
tiene un cierto tinte excepcional, que se compadece mal con una interpretación del art.
29 Cc que permitiera al concebido adquirir inmediatamente el bien donado, y a sus
padres reclamar su entrega, aunque sometido todo ello a una posible resolución en caso
de no nacer el concebido con las condiciones del art. 30 cc. Si el art. 29 estableciera un
mecanismo de adquisición inmediata de los derechos por el concebido —o de atribución
inmediata de cualesquiera otros efectos favorables—, pero sometidos a la expresada
condición resolutoria, el art. 627 no tendría sentido: el nasciturus se tendría por nacido
desde el momento de la concepción, y por constituido el correspondiente mecanismo de
representación legal, al que incumbiría la aceptación y, en su caso, reclamación de las
donaciones efectuadas en favor del concebido. La previsión del citado art. 627
presupone que el concebido carece de personalidad [275] civil, y también, por tanto, de
un sistema propio de representación legal, de manera que es precisa una nueva
intervención legal, complementaria de lo dispuesto en el art. 29, a fin de que existan
personas legitimadas para aceptar de la donación hecha al nasciturus, y así hacerla
irrevocable: tal es el sentido del art. 627. Y no está de más recordar que se trata de un
precepto modificado también con ocasión de la segunda redacción del Cc, como ya se
ha señalado más arriba.
Esta legitimación para aceptar las donaciones en favor del concebido, que deriva del art.
627 en favor de quienes representarían al concebido en caso de haber ya nacido, no es la
correspondiente a una inexistente representación legal: la expresión utilizada por el
precepto (las personas que legítimamente los representarían, si se hubiera verificado ya
su nacimiento) es singularmente significativa, y sería innecesaria si hubiera de
entenderse ya constituida la representación legal [lo apunta DE CASTRO, op. cit., p.
121]. Se trata más bien de una legitimación extraordinaria establecida por el art. 627 en
favor de unas personas determinadas, y para un acto determinado: aceptar la donación.
Para cualquier otra actuación distinta (por ejemplo, reclamar la entrega de los bienes
donados) sería precisa una nueva previsión legal en tal sentido.
38

De manera que, a lo que entiendo (y me sumo así a la opinión mayoritaria), no cabe


pedir al donante la entrega de los bienes donados antes de que el nacimiento de
produzca. Esta solución es, además, congruente con el principio, que en mi opinión es el
que rige el art. 29 y sus concretas aplicaciones, de menor alteración de las situaciones
jurídicas: la presencia del nasciturus se traduce, respecto a las situaciones jurídicas
favorables que puedan afectarle, en la paralización de las mismas, de manera que
quedan en situación de pendencia, sin prejuzgar su destino final, ni provocar más
variaciones en dicha situación que las imprescindibles para que esa paralización pueda
producirse.
Cosa distinta es que, como apunta Cabanillas, “por voluntad de las partes los bienes
pueden ser inmediatamente entregados a los padres, que asumirán la administración de
los bienes donados” [op. cit., p. 782, nota 39]. La opinión parece razonable, entre otras
cosas porque es la voluntad del donante, que sigue siendo propietario de la cosa donada,
la que produce la modificación de la situación. En caso de que no se produzca el
nacimiento, habría que proceder a la devolución de los bienes, con sus frutos y rentas
desde la fecha de la entrega, salvo que las partes acuerden otra cosa.
Del mismo modo, los frutos que produzcan los bienes donados en el periodo que media
entre la donación y el nacimiento (o, mejor, su entrega efectiva al nacido),
corresponderán al concebido ya nacido, en lo que excedan de los gastos de producción y
custodia [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 130; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p.
782]. En ese mismo periodo, y como ya se ha apuntado, pesa sobre el donante la
obligación de custodiar los bienes donados, que deben considerarse reservados en favor
del concebido, para el caso de que llegue a nacer [cfr. DE CASTRO, op. cit, p. 126;
DIEZ-PICAZO y GULLON, op. cit., p. 229; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p.
782].
29. Cuanto se acaba de exponer conduce a abordar, siquiera sea brevemente, la cuestión
de la representación (legal) del nasciturus. Se ha discutido en nuestra doctrina si, más
allá de lo previsto en el art. 627 para el caso de las donaciones al concebido, aunque con
apoyo en el propio precepto, es posible hablar de un mecanismo estable de
representación legal del nasciturus.
La respuesta afirmativa se fundamenta tanto en la previsión particular del art. 627, como
en la consideración de ser la existencia de dicha representación un efecto favorable de
los contemplados en el art. 29 [cfr., entre otros, MALDONADO, [276] op. cit., pp. 260
y s. —quien habla de una representación impropia, sustentada en la ficción de
personalidad contenida en el art. 29—; F. HERNANDEZ GIL, “Sobre la figura del
defensor judicial de menores”, RDP 1961, pp. 217 y ss.; MORENO MARTINEZ, El
defensor judicial —Madrid, Montecorvo, 1989—, pp. 157 y ss.].
La contestación negativa procede básicamente de De Castro, a cuya opinión se
adhirieron después numerosos autores: “en nuestro Derecho no hay representante del
concebido, ni está representado por el padre, la madre o un tutor especial. La mecánica
de la representación legal y la de la protección del concebido son dispares; por la
representación legal, el patrimonio de los llamados incapaces de obligarse responde por
los actos del representante; el concebido carece, hasta su nacimiento, de un patrimonio,
y la especial protección que se le otorga es para remediar su falta de personalidad” [DE
CASTRO, op. cit., p. 126; sobre sus pasos, entre otros, DIEZ-PICAZO y GULLON, op.
cit., p. 228; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 781; ROCA TRIAS y MONTES
PENADES, en LOPEZ LOPEZ et al., Derecho civil. Parte General —Valencia, Tirant
lo Blanch, 1992—, p. 120; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp. 105 y s.].
39

En mi opinión no hay aquí, propiamente hablando, una representación del concebido:


como ya he indicado, la dicción literal del precepto, al hablar de personas que
representarían al concebido es suficientemente clara al respecto: si es preciso establecer
esta legitimación extraordinaria es porque el concebido carece de representantes legales,
legitimados en cuanto tales para aceptar la donación; y el propio art. 627 permite
concluir que carece de tales representantes legales hasta el momento del nacimiento. La
alusión del art. 627 a las personas que le representarían no es sino un modo de designar,
per relationem, las personas legitimadas para aceptar las donaciones realizadas en favor
del concebido, y convertirlas así en irrevocables.
Dos nuevas razones, apuntadas en la doctrina, abonan esta conclusión: i) como señala
De Castro, la especial protección que ofrece el Derecho al concebido es para remediar
su falta de personalidad [op. cit., p. 126], y por tanto la imposibilidad de que tenga un
patrimonio propio, y representantes legales cuya misión sea gestionarlo en beneficio de
su representado; dicho brevemente, mientras la representación legal lo que tiende es a
solucionar problemas de falta de capacidad de obrar de quien tiene personalidad, el art.
627 —y, en general, el art. 29— se dirige a solucionar problemas de falta de capacidad
jurídica (de falta de personalidad); ii) el Cc no establece lo que Lacruz-Delgado
denominan “un organismo habitual para representar” al concebido [op. cit., p. 26], ni en
el art. 29, ni en el art. 627; es más, como vengo insistiendo, la existencia de este último
presupone la falta de dicho organismo habitual de representación, que es la que da
sentido a la legitimación extraordinaria dispuesta por el precepto.
Lo que sí hay es una actuación cuasi-representativa, dirigida a asegurar la posición del
concebido en cuyo favor se ha realizado una donación, y amparada en la legitimación
extraordinaria establecida expresamente por el art. 627, en favor de quienes
representarían al concebido caso de haber nacido ya. Una vez haya tenido lugar el
nacimiento del concebido, la actuación de esos cuasi-representantes pasa a ser
considerada, con efectos retroactivos, plenamente representativa.
Cosa distinta es que, a partir de la regla contenida en el art. 627, quepa ofrecer la misma
solución en otros casos en que se acredite identidad de razón suficiente, a través de la
analogía (art. 4.1). Es decir, cuando la adquisición de un derecho por el concebido
dependa de que exista una aceptación, dirigida, como en el caso de la donación, a evitar
la eventual revocación del efecto favorable. Por ejemplo, en el caso de la estipulación
en favor del concebido (art. 1257.2), que devendría irrevocable mediando aceptación
[277] de quienes representarían al concebido de haber nacido ya (y comunicación al
obligado, naturalmente), aunque la obligación no sería exigible hasta que tuviera lugar
efectivamente el nacimiento: la única eficacia inmediata de esa aceptación —siempre
comunicada al obligado, insisto— sería la de evitar la eventual revocación de la
estipulación. En cambio la aplicación analógica del art. 627 no ampararía la reclamación
de la obligación, del mismo modo que el citado precepto no ampara la reclamación de
los bienes donados, según se ha visto. Esta extensión analógica del art. 627 podría
producirse, igualmente, en otros supuestos de idénticas características.
Para cuando esto se produzca (y también para el caso regulado por el art. 627), no es
descabellado pensar que, de existir conflicto de intereses entre el concebido y las
personas que lo representarían si ya hubiera nacido —hipótesis dificil, pero no
imposible—, habría que nombrar un defensor judicial que aceptara la donación (o, en
término más generales que emitiera la correspondiente aceptación). Ello por la sencilla
razón de que en caso de conflicto de intereses con sus padres el concebido que ya
hubiera nacido estaría representado precisamente por el defensor judicial [ad rem cfr.,
40

aunque desde presupuestos parcialmente no coincidentes con los aquí sostenidos: para
la regulación derogada, F. HERNANDEZ GIL, op. cit., p. 221; para la regulación
vigente, MORENO MARTINEZ, op. cit., p. 159; FLORENSA I TOMAS, El defensor
judicial —Madrid, Civitas, 1990—, pp. 87 y ss.].
Por lo demás, las mismas razones que permiten afirmar que no hay representación legal
en sentido estricto, por falta de capacidad jurídica, impiden reconocer capacidad para
ser parte en un proceso al concebido [asi, DE CASTRO, op. cit., p. 127; LACRUZ-
DELGADO, op. cit., p. 26; contra, MALDONADO, op. cit., p. 262, quien distingue,
siguiendo a GUASP, entre la capacidad para ser parte, y la capacidad procesal, de la que
efectivamente carecería el nasciturus].
e) Revocación de donaciones por superveniencia de hijos.
30. Muy próxima, aunque sea solo sistemáticamente, a la que acabamos de abordar, se
encuentra la cuestión de si la existencia de un concebido puede ser motivo bastante para
revocar una donación por la causa primera del art. 644 (recordemos el precepto: toda
donación entre vivos, hecha por persona que no tenga hijos ni descendientes, será
revocable por el mero hecho de ocurrir cualquiera de los casos siguientes: 1º Que el
donante tenga, después de la donación, hijos, aunque sean póstumos).
Siguiendo a Díaz Alabart [“Comentario al artículo 644”, en Comentarios EDERSA,
VIII-2 cit., p. 314], conviene distinguir dos supuestos en los que se suscitan dudas:
i) Que la donación se efectúe antes de que se haya producido la concepción. En
relación con este supuesto, cabe a su vez plantearse dos cuestiones:
1) ¿Puede el donante revocar la donación después de la concepción, pero
antes del nacimiento, con fundamento en el art. 29? La argumentación sería como sigue:
si, de acuerdo con el art. 29, el concebido se tiene por nacido, el padre donante podría
revocar desde el mismo momento de la concepción, puesto que ya desde entonces
(insisto) se tendría por nacido al concebido. La respuesta, sin embargo, debe ser
negativa, con la mejor doctrina, que ha puesto de relieve, entre otras consideraciones de
menor entidad, que la revocación de la donación no favorece al concebido, sino que
beneficia al patrimonio de su padre, como asi es [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 127;
DIAZ ALABART, op. cit., p. 317; ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., p. 143]; más
matizada es la opinión de Maldonado [op. cit., pp. 228 y s.], para quien aunque del
propio art. 644 puede deducirse que no se pensaba en la revocación an-[278]terior al
nacimiento, “puede, en algún caso, existir una razón de beneficio del concebido que
haga entrar en juego la regla general del artículo 29, que no tiene en este supuesto
concreto de la revocación de donaciones un precepto especial que impida su
aplicación”. No se me representa fácilmente, sin embargo, tal eventualidad.
Por otro lado, la posibilidad de permitir en tal caso al padre la revocación de la
donación, no acaba de encajar con las finalidades y el sentido del propio art. 29, y
resulta escasamente funcional. En efecto, si después el concebido no llega a nacer, es
como si nunca hubiera exisitido, de manera que la revocación quedaría privada de
fundamento y eficacia con efectos retroactivos, y de nuevo los bienes donados habrían
de ser devueltos al donatario. El mecanismo del art. 29, como veremos, no consiente
alteraciones tan importantes, sino que se dirige más bien a paralizar las situaciones que
pueden verse afectadas por la presencia del concebido, en espera de que nazca, o ya no
vaya a hacerlo. Desde este punto de vista el mecanismo del art. 29 poco tiene que hacer
respecto a la revocación de las donaciones, puesto que una vez haya sucedido el
nacimiento el padre podrá en todo caso revocar la donación: no hace falta, pues,
41

paralizar nada. Todo esto, insisto, además del hecho de que la revocación de que vengo
hablado dificilmente puede considerarse beneficiosa para el propio concebido (lo cual
es, como sabemos, presupuesto ineludible de la aplicación del art. 29 Cc).
2) Si despues de la donación y la concepción —por ese orden
cronológico—, y antes del nacimiento, fallece el padre donante, ¿puede ser reconocida
en favor del concebido la posibilidad de revocar la donación? Lo que es claro, en este
supuesto, es que la dicción literal del art. 644, y su referencia a la facultad revocatoria
cuando el hijo sea póstumo, permite concluir que dicho hijo póstumo recibe de su padre
fallecido la mencionada facultad de revocar la donación, y que podrá ejercitarla una vez
nacido (vid., también, art. 646 Cc) [DE CASTRO, op. et loc. cit.] Pero, ¿podrá hacerlo
antes, con fundamento en el art. 29 Cc?
Este caso se distingue del anterior en que aquí si es relativamente facil identificar un
beneficio del concebido: el bien donado revertiría al que va a ser, normalmente, su
propio patrimonio (como heredero de su padre fallecido); incluso, si se entendiera que la
eventual revocación solo podría tener eficacia a partir del nacimiento, apunta
Maldonado que “puede ser beneficioso para el concebido que se permita pedir esa
revocación sin esperar a que se produzca su nacimiento, pues aunque no llegue a tener
efectividad para él hasta entonces, resultará beneficiado en relación con la devolución
de los frutos”, que se cuenta desde la fecha de interposición de la demanda (art. 651 Cc)
[MALDONADO, op. cit., p. 228].
Frente a esta opinión se ha señalado, desde De Castro, que “la revocación de donaciones
en nombre del póstumo chocaría, además, con graves obstáculos prácticos: si sólo
puede ejercitar la acción el concebido después de la donación, habría que probar
(¿cómo?) el momento de la concepción y su posterioridad a la donación; si se trata de
póstumo, habría que declararle heredero (a pesar del art. 966) y nombrarle un
representante; si había otros herederos, tenerlos en cuenta para ejercitar la acción y, en
fin, garantizar los derechos del donatario para el caso de que no se produjese el
nacimiento (¿aplicación de arts. 1121, 1123?)” [DE CASTRO, op. cit., p. 127, nota 6].
Esta última opinión parece más segura, si se acude nuevamente a las finalidades
perseguidas por el art. 29. En efecto, como apuntó ya De Castro, ¿quid si, tras permitir
la revocación en nombre del nasciturus (¿por quién, en su nombre?), resulta que no
llega a nacer con los requisitos del art. 30? La revocación debería ser considerada nula,
y los bienes donados devueltos al donatario. Nada de ello es [279] preciso para
garantizar al concebido la posibilidad de revocar la donación, que ostentará después de
haber nacido, como ya ha quedado indicado: se impondría, entonces, una reducción
teleológica, en la medida en que fuera necesaria. Del mismo modo, y por razones
similares, tampoco la posibilidad de lucrar más frutos a que alude Maldonado me parece
suficiente para permitir la interposición de la demanda de revocación en nombre del
concebido: nótese, en efecto, que quien no puede todavía revocar, tampoco puede pedir
la revocación, ni siquiera a esos limitados efectos.
Según esto, el concebido: 1) no puede revocar, porque no es preciso reconocerle esa
facultad mientras está concebido: la tendrá cuando nazca, de acuerdo con el art. 646; no
estamos, pues, ante la excepción a una regla general, como en el caso de las sucesiones;
ni en el intento de consolidar la donación, como en el caso del art. 627: el
reconocimiento inmediato de la facultad revocatoria no añade al nasciturus nada que no
fuera a tener despues de nacido, ni asegura su situación frente a posibles revocaciones o
modificaciones perjudiciales; en cambio, reconocer la facultad revocatoria es
perturbador, y sí que altera de forma importante la situación jurídica a que afecta, en
42

perjuicio del donatario; 2) si no puede revocar, no puede interponer la demanda


pidiendo la revocación: esto es consecuencia de aquello, y no cabe darle autonomía
exclusivamente a efectos de que se puedan lucrar los frutos desde algunos meses antes.
Los obstáculos prácticos y funcionales apuntados por De Castro vienen a demostrar que,
efectivamente, la economía del art. 29 y el espíritu del Cc en esta materia se
compadecen mal con ese reconocimiento inmediato al concebido de la facultad
revocatoria. desde cualquier punto de vista, lo coherente con el art. 29 y sus finalidades
es esperar a que el concebido nazca, y entonces proceder a la revocación de la donación,
si sus representantes legales (ya los tendrá) la consideran conveniente.
ii) Vamos ahora con el segundo de los supuestos que he anunciado: que la
donación haya tenido lugar despues de la concepción. La duda que se suscita entonces
es la de saber si dicha donación es o no revocable. Aunque la discusión es más amplia,
los argumentos que aquí nos interesan son los relativos a la aplicabilidad o no del art.
29, que es el precepto en que debe centrarse ente comentario.
Desde este limitado punto de vista, la eventual aplicación del art. 29 conduciría a tener
por nacido al concebido, de manera que en el momento de efectuar la donación, habría
que considerar que el donante ya tenía hijos (el concebido al que hemos dado por
nacido), de manera que la donación sería irrevocable: recordemos, en efecto, que el art.
644 concede la facultad revocatoria solo a quien realiza una donación sin tener hijos ni
descendientes (toda donación entre vivos, hecha por persona que no tenga hijos ni
descendientes, será revocable…). Sin embargo, como ocurría también anteriormente, no
cabe entender que la irrevocabilidad de la donación sea un efecto favorable para el
menor, por lo que la aplicación del art. 29 en este caso, debe ser excluida [así, DIAZ
ALABART, op. cit., pp. 316 y s.]. Dicho con otras palabaras, el art. 29 no sirve para
considerar que estamos ante una donación irrevocable. Para resolver la cuestión habría
que acudir a argumentos diferentes, derivados del propio art. 644; pero no es este el
lugar para hacerlo: me remito, pues, al comentario a dicho precepto en esta misma obra
[ con todo, sobre la discusión doctrinal, cfr. DIAZ ALABART, op. cit., pp. 315 y ss.;
ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 140 y ss.].
f) Otros casos.
31. En la doctrina se han señalado todavía otros ámbitos en los que puede desempeñar
un papel el art. 29 Cc. Algunos de esos casos han sido ya mencionados en las páginas
que anteceden: así, al abordar la cuestión de si los efectos beneficiosos de que habla el
citado precepto son [280] únicamente de carácter patrimonial, fueron mencionados
tanto el reconocimiento de la filiación como la adquisición originaria de la nacionalidad
española; también se ha aludido con brevedad a la falta de capacidad del nasciturus para
ser parte en un proceso. Quedan, sin embargo, algunos supuestos que deben ser objeto
ahora de especial consideración.
i) A partir del magisterio de De Castro, es afirmación usual la de que “el nacido
tiene derecho a ser indemnizado por los daños sufridos durante el periodo de gestación,
en los bienes que le correspondan, en su situación familiar (muerte del padre o de la
madre al dar a luz) y respecto a su misma persona (defectos físicos, lesiones orgánicas
que le fueran ocasionadas, artículos 1902, 1905, 1907, 1908 Cc)” [DE CASTRO, op.
cit., p. 131; similarmente, LACRUZ-DELGADO, op. cit., p. 26; HUALDE SANCHEZ,
op. cit., p. 120; MARIN LOPEZ, op. cit., pp. 65 y s.].
La procedencia de dicha indemnización, en lo que se refiere directamente a la persona
del nasciturus, se ve reforzada por la existencia de un específico delito de lesiones al
43

feto, aceptado por el TS (Sala 2ª) en su sentencia de 5 de abril de 1995 para el Código
penal derogado, y consagrado por el vigente en sus arts. 157 y 158. Habiendo delito de
lesiones al concebido, en los términos señalados, la responsabilidad civil por los
eventuales perjuicios que le hubieran producido tales lesiones resulta con claridad de los
arts. 116 y concordantes del Código penal (arts. 19 y ss., y 101 y ss. del Código penal de
1973). Si esto es así, también lo será, lógicamente, en cuanto a los demás eventuales
perjuicios sufridos por el concebido durante el periodo de gestación, en su esfera
familiar o patrimonial, según apuntó De Castro.
ii) Del mismo modo, no hay inconveniente en que el nasciturus sea beneficiario
de un seguro (y ejemplifica Hualde: un seguro de vida concertado por su padre fallecido
antes de su nacimiento), en cuyo caso el asegurador vendría obligado “a reservar y
custodiar los bienes destinados al concebido en las mismas condiciones que las
expresadas para el donante” [HUALDE SANCHEZ, op. cit., p. 121; similarmente,
LACRUZ-DELGADO, op. cit., p. 26; MARIN LOPEZ, op. ult. cit., p. 66].
iii) En cuanto a los derechos de la personalidad, se ha mantenido, con una cierta
ambigüedad, que el art. 29 “permite hoy en día una protección desde el campo del
Derecho civil de todos los aspectos que se relacionan con la «persona» del concebido,
en especial con los bienes de la personalidad” [BERCOVITZ RODRIGUEZ-CANO,
Derecho de la persona, cit., p. 167; le sigue CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p.
779]. A lo que entiendo, de lo que se trata ahora no es de determinar en qué medida el
concebido es ya titular de todos o algunos de los derechos de la personalidad: sobre ello
ya he indicado más arriba que, en mi opinión, el nasciturus, en cuanto ser humano, es
titular actual de los derechos fundamentales primarios (vida, integridad física), que
pueden justamente ser calificados como derechos de la personalidad; ello, pese a la STC
de 11 de abril de 1985, sobre la que volveremos más adelante. Hemos visto también
cómo las lesiones al concebido pueden generar indemnización a su favor (pero siempre
que nazca en las condiciones fijadas por el art. 30 Cc).
Se trata más bien de saber si el peculiar mecanismo del art. 29 es también de aplicación
cuando el efecto favorable de que se trate está ligado a (o, directamente, consiste en) un
derecho de la personalidad, —habría que añadir: distinto de esos derechos
fundamentales primarios a que he aludido en el párrafo anterior—; pero entonces en las
condiciones que para su aplicación fija con carácter general el propio art. 29: es decir,
siempre que nazca con los requisitos establecidos por el art. 30. En cuanto a esto, no
encuentro especial inconveniente en considerar incluidos los derechos de la
personalidad en el régimen del art. 29 Cc. Este sometimiento tendría dos concrecio-
[281]nes distintas: 1) por un lado, las violaciones de los derechos de la personalidad
del concebido darían lugar a la indemnización correspondiente en favor del nasciturus,
una vez hubiera nacido con los requisitos fijados por el art. 30 Cc; 2) por otro lado, los
ataques a esos derechos de la personalidad podrían provocar una reacción jurídica antes
del nacimiento, dirigida a preservar, ya desde ese momento, el contenido esencial del
derecho de que se trate: en este sentido, no es descartable, por ejemplo, que puedan
producirse actuaciones contrarias a la intimidad del concebido, con eventuales
repercusiones en esa misma esfera de intimidad tras su nacimiento (revelación pública
de una filiación incestuosa, realizada durante el embarazo, que puede ser efectuada por
sus propios padres biológicos); si esto es así, sería bastante para provocar una reacción
tuitiva por parte del ordenamiento, dirigida a impedir la publicidad de ese dato —o de
otros datos semejantes—, a fin de preservar el buen nombre actual y futuro de ese ser
humano en gestación, o simplemente la que en su momento sería su esfera de intimidad
personal. En efecto, la publicidad de lo relativo al vínculo de filiación, sobre todo
44

cuando se trata de supuestos que se alejan de lo que es considerado sociológicamente


como normal (y más, cuanto más se alejan), es cuestión sensible, desde el punto de vista
tanto del honor como de la intimidad de los afectados —y el nasciturus lo es—: a ello
atiende el Ordenamiento, como queda demostrado por la consideración de lo previsto en
los arts. 2.5 y 7.2 LTRA [Art. 2.5: todos los datos relativos a la utilización de estas
técnicas deberán recogerse en historias clínicas individuales, que deberán ser tratadas
con las reservas exigibles, y con estricto secreto de la identidad de los donantes, de la
esterilidad de los usuarios y de las circunstancias que concurran en el origen de los
hijos asi nacidos. Art. 7.2: en ningún caso la inscripción en el Registro civil reflejará
datos de los que pueda inferirse el carácter de la generación].
En esta misma línea no veo especiales problemas en la aplicación del art. 125
(autorización judicial con intervención del Ministerio Fiscal) en los casos en los que
pueda quedar determinada legalmente una filiación incestuosa antes del nacimiento,
mediante el reconocimiento de ambos progenitores hermanos o consanguíneos por línea
recta. Lo protegido en este caso es claramente (como, a lo que entiendo, en los
preceptos reproducidos de la LTRA), el honor y la intimidad personal del concebido, en
cuanto puede llegar a ser sujeto de derechos pleno.
En estos casos, cuando parezca necesario o simplemente conveniente para la defensa de
los interesas del nasciturus, habrá que designarle un cuasi-representante: sus padres, el
ministerio Fiscal o un defensor judicial, en los términos que han quedado recogidos en
las páginas que anteceden.
iv) Se ha planteado también en la doctrina, la posibilidad de que el concebido
pudiera ser adoptado, o aún acogido, antes de su nacimiento, al amparo de lo previsto en
el art. 29 Cc.
La adopción del concebido era considerada como posible por un importante sector
doctrinal, en el régimen anterior a la reforma de 1987, aunque no faltaran voces
contrarias [cfr. la exposición del status quaestionis que realiza FELIU REY,
Comentarios a la ley de adopción, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 113 y ss.]. Después de la
reforma, parece más segura la opinión contraria, fundada básicamente en el art. 177.2.2º
(no afectado en este punto por la reforma de 1996), que prevé que el asentimiento de la
madre [a la adopción proyectada] no podrá prestarse hasta que hayan transcurrido
treinta días desde el parto. Menos aún podrá, entonces, prestar su necesario
asentimiento antes de que el parto haya ocurrido [asi, FELIU REY, op. cit., p. 115;
LETE DEL RIO, “Personas que pueden adoptar y ser adoptadas”, en Estudios de
Derecho civil en [282] homenaje al prof. Lacruz Berdejo, vol. 1, Barcelona, Bosch,
1992, p. 493; IGLESIAS REDONDO, Guarda asistencial, tutela “ex lege” y
acogimiento de menores, Barcelona, 1996, p. 76; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp.
43 y s.].
La misma respuesta debe ser dada, a mi parecer, a la cuestión de si procedería el
acogimiento de un concebido. Plantearse simplemente esta posibilidad, como parece
que hace Méndez Pérez [El acogimiento de menores, Barcelona, Editorial Bosch, 1991,
pp. 141 y ss.], resulta llamativo: por carecer el concebido de vida social independiente,
no es pensable que pueda ser acogido más que en la medida en que sea acogida su
madre, y con ella; pero entonces el acogimiento es de la madre, y no del hijo. Para el
acogimiento de un menor es imprescindible que el nacimiento haya tenido lugar: solo
entonces hay una persona con vida independiente que puede ser acogida en el seno de
una familia, de un hogar funcional o de una residencia; antes, esttá acogido, también
biológicamente, en el seno de su madre. Cosa distinta (y es a lo que se refiere, según
45

creo entender, el autor citado) es que se pueda acordar el acogimiento antes del parto,
para que sea efectivo después de él. O que, como plantea Iglesias Redondo [op. cit., pp.
76 y s.], se adopten medidas de apoyo a la madre gestante que realiza conductas que
podrían hacer peligrar la vida del nasciturus (alcoholismo, drogodependencia),
incardinables más bien en las actividades de asistencia social, y que podrían llegar, al
decir de este último autor, a la “constitución de una sui generis guarda asistencial
convencional cuyo objeto sería el cuidado y protección de la persona de la futura
madre” [op. cit., p. 77]. Pero debe quedar claro que, en uno y otro caso, ya no estamos
ante medidas referidas al concebido (aunque se tomen en consideración principal a su
existencia, y para su beneficio), sino que su destinatario inmediato es la madre gestante.

D) Modo de actuar la protección al concebido en el art. 29 Cc.


32. Es habitual en la doctrina explicar el funcionamiento del art. 29 Cc diferenciando
dos momentos distintos, cada uno con su eficacia propia: el relativo al periodo de
gestación, y el posterior al nacimiento, en las condiciones fijadas por el art. 30 Cc. En
palabras de Lacruz-Delgado, “el concebido, mientras no nace, no se conduce, ni él ni
otro por él, como persona, si bien su existencia produce ya ciertos efectos, que no
alcanzan a la atribución provisional de los bienes que le estarán destinados si obtiene la
condición de persona. Una vez llegado ese momento, se consideran las cosas como si
hubiera sido persona al producirse la vocación sucesoria o la oferta, lo cual, puesto que
no lo era realmente, es una ficción merced a la cual, y al haberse dejado todo en
suspenso hasta que se produzca el nacimiento o no, las cosas pueden funcionar con
mecanismo idéntico al de la condición suspensiva” [LACRUZ-DELGADO, op. ult. cit.,
p. 27; cfr. también, por todos, DE CASTRO, op. cit., pp. 120 y ss. —donde afirma que
más que ante una ficción estaríamos ante una metáfora (p. 120), o ante el “despliegue
de la eficacia propia de las situaciones interinas (p. 130)—; ALBALADEJO, op. cit., p.
219; MONTES PENADES y ROCA TRIAS, op. cit., p. 120; HUALDE SANCHEZ, op.
cit., p. 122]. La primera de esas fases es, a su vez, explicada acudiendo a la existencia
de una situación de pendencia, en tanto tiene lugar el nacimiento, o es ya seguro que no
se va a producir [asi, entre otros, DE CASTRO, op. et loc. cit.; CABANILLAS
SANCHEZ, op. cit., p. 771; MONTES PENADES y ROCA TRIAS, op. cit., p. 119;
CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., p. 24].
Se fundamenta esta opinión, por un lado, en la dicción literal del precepto, de acuerdo
con la cual la afirmación de que al concebido se le tiene por nacido está condicionada
por las palabras siempre que, “las que, refiriéndose al hecho (ne-[283]cesariamente
posterior) del nacimiento, imponen la retroacción” [DE CASTRO, op. cit., p. 120, nota
1; también, LACRUZ-DELGADO, op. et loc. ult. cit.]; en expresivas palabras de
Albaladejo, al concebido “solo se le tiene por nacido si nace y cuando nazca con dichas
condiciones, aunque se le tiene —entonces— por nacido desde que fue concebido” [op.
et loc. cit.]. Se basa también en la primera redacción del art. 29 Cc, que, como sabemos,
contenía una referencia explícita a la eficacia retroactiva de la atribución de derechos al
concebido [cfr. DE CASTRO, op. et loc. cit; LACRUZ-DELGADO, op. et loc. ult. cit.].
Y, por último, se apoya en lo que resulta de los casos particulares regulados
expresamente en el Cc (sucesiones y donaciones, según hemos visto) [especialmente,
ROCA TRIAS, “Comentario al artículo 30”, en Comentarios Ministerio de Justicia, cit.,
p. 230, y MONTES PENADES y ROCA TRIAS, op. cit., p. 119].
No han faltado, sin embargo, planteamientos diferentes, que han obtenido escaso eco y
hoy pueden considerarse ya prácticamente abandonados. En sus Notas al t. I del Tratado
46

de Derecho civil de Enneccerus, Kipp y Wolf [Barcelona, Librería Bosch, 1934, p. 331],
Pérez González y Alguer defendieron que, como regla, y salvo los casos para los que el
propio Cc dispusiera otra cosa, “la solución más adecuada es considerar que el efecto
jurídico se produce inmediatamente a favor del concebido, resolviéndose si no llega a
nacer legalmente. Esta solución está, a nuestro juicio, más en armonía con el texto legal
que dice «el concebido se tiene por nacido», que la solución opuesta consistente en
suspender el efecto hasta el nacimiento”. De esta misma opinión son Maldonado [op.
cit., p. 217] y F. Hernández Gil, quien argumenta prolijamente a partir del texto del
precepto [Sobre la figura del defensor judicial de menores, cit., p. 220].
33. Inspirándose en Comas, dice Castán [Derecho civil español, común y foral, t. I-2º,
reimpresión de la 14ª ed, revisada y puesta al día por DE LOS MOZOS, (Madrid, Reus,
1987), p. 130] que el Derecho puede proveer a la nota de eventualidad de los derechos
del concebido de tres maneras:
1) Abriendo un paréntesis a la vida jurídica de todas las relaciones en que esté
interesado el concebido, que se cerraría con el nacimiento. En tal caso, apunta Comas el
peligro de que caduquen los derechos, desaparezcan los bienes o, en general, se
compliquen las relaciones afectadas [COMAS, La revisión del Código civil español,
Parte especial (Madrid, Imprenta y Litografía de los Huérfanos, 1895), p. 67]. Por ello,
esa paralización debería ir acompañada de mecanismos dirigidos a evitar o minimizar
esas posibles complicaciones, y a garantizar que los bienes, derechos o relaciones que
interesen al concebido pueden ser adquiridos, utilizados o aprovechados por él tras su
nacimiento, o por las personas a quienes en su defecto irían destinados, caso de que el
nacimiento no llegara a producirse.
2) Dejando surtir a esas relaciones todos sus efectos, pero no en favor del
concebido, sino de las personas a quienes aquéllas beneficiarían, caso de no realizarse el
nacimiento. Previsión que (añado yo), debería complementarse, si de lo que se trata es
de bienes, derechos o relaciones destinados al concebido si llega a nacer, con la
atribución de tales bienes al concebido tras su nacimiento, con o sin efectos retroactivos.
3) Atribuyendo los efectos inmediatamente al concebido (y en su nombre a
quien lo represente), a reserva de restituirlos si el concebido no naciese.
Para aclarar por cual de estas opciones se inclina nuestro Cc, la interpretación
gramatical, a la que acuden unos y otros, como hemos visto, me parece insuficiente, en
la medida en que, efectivamente, no solo permite sostener razonablemente
interpretaciones diferentes, sino sobre todo, porque aboca a resultados poco
satisfactorios, puesto que conduciría a la segunda o la tercera de las posibilidades [284]
apuntadas, pero nunca a la primera, si contamos (insisto) únicamente con el elemento
gramatical.
A mi intender, el precepto admite las dos interpretaciones gramaticales apuntadas por la
doctrina, pero quizás no con las consecuencias que señalan los autores:
i) El concebido se tiene por nacido ya en el momento en que se producen los
efectos favorables de que puede aprovecharse, pero si no nace tales efectos deben
resolverse retroactivamente (este sería el sentido de la expresión siempre que nazca):
estaríamos entonces ante la tercera de las posibilidades apuntadas más arriba.
ii) El concebido se tiene por nacido solo cuando ya se haya producido el
nacimiento, pero entonces con efectos retroactivos desde el momento de la concepción;
solo se le tiene por nacido antes de hacerlo, cuando ya haya nacido efectivamente: ahora
47

bien, si esta interpretación es correcta, hasta después del nacimiento el concebido no es


posible atribuirle los efectos favorables; y, por otro lado, nada prevé el precepto acerca
del destino de los bienes o derechos atribuidos al nasciturus durante la gestación; el
sistema que resulta entonces, solo del art. 29, en esta interpretación, sería la atribución
de los efectos favorables (sobre todo cuando se trata de bienes o derechos) a las
personas a quienes estarían destinados en defecto del concebido —porque todavía no lo
podemos tener por nacido—, atribución que debería ser rectificada con efectos
retroactivos producido el nacimiento, para destinar esos bienes o derechos al concebido
desde el momento de la concepción; estaríamos ahora ante la segunda de las
posibilidades indicadas.
Ninguna de estas dos posibilidades es satisfactoria, ya que introduce distorsiones
importantes en la atribución de los bienes o derechos de que se trate, sometida en uno y
otro caso —ya sea en favor del concebido, ya de las personas que deberían recibirlos en
su defecto— a su posible resolución con efectos retroactivos. Ninguna de esas dos
posibilidades es, tampoco, la que cabe deducir de los casos concretos regulados en el
Cc, del planteamiento que subyace en el propio art. 29 Cc, ni del sentido general de la
evolución histórica de la figura. Hay que acudir, pues, a otros parámetros, que permitan
—si nuestro Derecho lo autoriza— llegar a una solución más satisfactoria —la primera
de las apuntadas por Castán, sobre los pasos de Comas—, que es, además, la
patrocinada por la doctrina mayoritaria.
34. De Castro condensa el sistema de protección al concebido, tal y como resulta del Cc,
en las siguientes ideas fundamentales —como siempre en este autor, enormemente
clarificadoras—: “1.º La protección otorgada tiene su origen, y conserva tal carácter, en
consideraciones de equidad; su alcance y su límite están determinados por su finalidad:
la de que el concebido no sea perjudicado por su retraso en nacer. 2.º Que la concepción
ni el aviso atribuyen personalidad o capacidad, ni ellas hacen posible la representación
del concebido o supuesto concebido. 3.º Al concebido no se le atribuyen derechos
patrimoniales ni personales; es el nacimiento el que determina esta atribución , aunque
con efectos retroactivos hasta el momento de la concepción. 4.º Si hubo aviso o
conocimiento de la concepción, el patrimonio (o patrimonios) y derechos que por
sucesión puedan corresponder al concebido deberán quedar en situación de pendencia.
Afirmaciones —continúa De Castro— que parecen seguras, de la letra de los preceptos,
de los antecedentes históricos y del sistema del Código civil” [op. cit., pp. 119 y s.].
Como hemos visto en las páginas que anteceden, tanto en el caso de atribución al
concebido de derechos hereditarios como de donaciones, lo buscado por la regulación
del Cc es paralizar, “congelar” podríamos decir la atribución de que se trate, a la espera
de ver si el nacimiento se produce o no; en el ínterin, el Derecho provee a la
administración de los bienes hereditarios (art. 965), se suspende la di-[285]visión de la
herencia (art. 966), o, tratándose de donaciones, se establece un mecanismo cuasi-
representativo que permita consolidar la donación efectuada, haciéndola irrevocable
(art. 627). En todos estos casos, lo pretendido no es atribuir los bienes o derechos al
concebido, ni tampoco a aquellos que habrían de recibirlos caso de fallar el concebido,
sino dejarlos en una situación de interinidad hasta que se sepa quien va a ser el titular
definitivo, con efectos retroactivos. La finalidad de la protección dispensada al
concebido (“que el concebido no sea perjudicado por su retraso en nacer”: De Castro)
queda así suficientemente cubierta, sin necesidad de provocar situaciones claudicantes,
sometidas a la eventualidad de que el nacimiento tenga o no tenga lugar. Esta finalidad,
y el modo como atiende a ella el Cc en los supuestos concretos en que regula la
situación del concebido, permiten entender que esta es la forma más adecuada de
48

afrontar, con carácter general, la cuestión de la protección al concebido durante el


periodo de gestación.
Pero conviene detenerse algo más en estos asuntos. La propia índole de la protección
ofrecida por el art. 29, exige más que aconseja distinguir entre la situación del
concebido antes de su nacimiento (cuando, por tanto, no es seguro que vaya a nacer en
las condiciones del art. 30), y la que retroactivamente le será atribuida, para ese mismo
periodo, una vez haya nacido.
Durante la gestación, la presencia del nasciturus (que no es ficción de existencia, como
parece pretender Arroyo Amayuelas [op. cit., p. 59], sino existencia real, aunque no
biológicamente independiente, en el sentido que ya hemos visto) se traduce en la
paralización de los efectos jurídicos favorables que pueden afectarle, que quedan, si se
me permite la expresión, “en expectativa de destino”, de manera que ni son atribuidos al
concebido, ni lo son tampoco a las personas que eventualmente se beneficiarían de ellos
si el concebido no llega a nacer. Quedan, como dijera ya De Castro y entiende la mejor
doctrina, en situación de pendencia. No hay pues, en este momento, ficción de
personalidad, ni en realidad se tiene al concebido (todavía) por nacido; simplemente, el
Derecho toma nota de su existencia, y adopta las medidas necesarias para garantizar
que, tras su nacimiento, podrá beneficiarse de los efectos favorables que pudieran serle
atribuidos durante el periodo de gestación.
Pero paralización, o pendencia, no quiere decir pasividad. No es eso lo que hace el Cc.
Las medidas a adoptar suponen, casi siempre, el desarrollo de actuaciones dirigidas
específicamente a conseguir la finalidad que se pretende. Es verdad que, tratándose de
derechos hereditarios, se suspende la partición, pero la herencia es sometida a
administración para garantizar su integridad y subsistencia. Del mismo modo, como
sabemos, en el caso de las donaciones hechas al concebido el Cc no se limita a reservar
a su favor los bienes, sino que establece la posibilidad de que la donación sea aceptada
—lo cual es una modificación importante de la situación creada por el hecho de la
donación—, para que así devenga irrevocable y se logre eficazmente la finalidad
pretendida de que el concebido pueda adquirir la donación, en los términos a que
enseguida aludiré, una vez nacido. Del mismo modo, según se ha visto, la regla de
protección al concebido del art. 29 puede exigir que se tomen medidas inmediatas
dirigidas a proteger su (futuro y eventual) derecho al honor, o a la intimidad personal,
ya durante el periodo de gestación. Por otro lado, hay efectos favorables que no precisan
de la adopción de medida jurídica alguna, durante el periodo de la gestación: para
reclamar la indemnización por las lesiones causadas al concebido, por ejemplo, o
adquirir la nacionalidad, solo hay que esperar al nacimiento, y actuar entonces con base
en el art. 29. En cualquier caso, de lo que se trata, como vengo insistiendo, es de adoptar
las medidas precisas para garantizar el [286] disfrute de los efectos favorables
atribuidos al concebido durante el tiempo de gestación, una vez haya nacido.
Una vez que ha tenido lugar el nacimiento, con los requisitos del art. 30, se retrotrae la
personalidad adquirida con ese nacimiento al momento de la concepción; o, más
correctamente, al momento en que se produjeron los efectos favorables de que se trate, a
fin de permitir su adquisición, cuando sea necesario, desde tal fecha: los efectos se
consolidan en él como si en ese momento estuviera ya nacido. Se habla entonces de
ficción de personalidad [LACRUZ-DELGADO, op. ult. cit., p. 27; desde su propia
perspectiva, MALDONADO, op. cit., pp. 214 y ss.], calificación que parece adecuada
—el concebido carece de personalidad civil hasta el nacimiento: considerar que la tiene
antes, aunque se haga después del nacimiento, es fingir que la tiene [vid. también, con
49

cierto detalle, ARROYO I AMAYUELAS, op. cit., pp. 82 y ss.]—, aunque De Castro
prefiriera referirse, como ya he indicado más arriba, a una “metáfora” [op. cit., p. 120”],
que supone “el despliegue de la eficacia propia de las situaciones interinas” [op. cit.,
130].
Por lo demás, advierte De Castro [op. cit., p. 130] que “hay efecto inmediato, pero no
efecto automático; con lo que se evita que los beneficios concedidos por el artículo 29
se conviertan en gravosos. El paso de los bienes hereditarios (y de la responsabilidad
hereditaria) requiere la aceptación de la herencia por el representante legal del menor
(art. 992 Cc), retrotrayéndose su efecto al momento de la muerte del «de cuius» (art.
989 Cc); las donaciones condicionales u onerosas que fueran aceptadas por las personas
que legalmente lo representarían, si se hubiese verificado ya el nacimiento (art. 627 Cc),
para que obliguen al nacido requieren además la conformidad (intervención a
posteriori) de quien sea ahora su legítimo representante (art. 626 Cc); en fin, los
contratos a favor del concebido precisan, para su eficacia, la aceptación del
representante legal del nacido (art. 1257 Cc)”. Si la donación es simple, no es preciso
aceptarla —la aceptación se ha producido ya al amparo del art. 627—, pero cabe
reclamar la entrega de los bienes donados. Del mismo modo, es ya posible reclamar la
indemnización por lesiones sufridas por el concebido durante el embarazo, o el pago del
seguro concertado a su favor —pero han de ser reclamados—. Y así, sucesivamente.
En cuanto al cese de la actuación del sistema tuitivo dispuesto por el art. 29, señala el
mismo De Castro que “terminan las medidas precautorias y de protección en los
siguientes casos: 1.º El nacimiento, al verificarse el parto con los requisitos del artículo
30; 2.º El aborto o verificarse el parto sin los requisitos del artículo 30 (art. 745); 3.º El
haber transcurrido con exceso el término máximo de la gestación (arts. 965, 966).— Si
nace el concebido, habrá lugar a los efectos estudiados en el apartado siguiente; en los
otros dos casos terminan las situaciones de pendencia y administración del artículo 965,
quedan sin eficacia las donaciones y demás actos realizados en favor del concebido, el
administrador cesa en su cargo y habrá de dar cuenta de su gestión a los herederos o a
sus legítimos representantes” [DE CASTRO, op. cit., p. 128].
Una última advertencia, ahora en palabras de Coca Payeras: “la premisa de la que se
parte en el campo civil, por contra a lo que sucede en el penal y en el administrativo, es
la de la unidad de la figura del concebido y no nacido. El nasciturus es objeto de
regulación uniforme como figura única, sin distinguir diferentes regímenes jurídicos en
función de fases o momentos en la gestación. No juega, en suma, la distinción que
realizan la Ley 35/1988 sobre técnicas de reproducción asistida y la Ley 42/1988 sobre
donación y utilización de embriones y fetos humanos, sobre las tres fases del concebido
y no nacido: preembrión (óvulo fecundado en sus primeros catorce días, hasta que
[287] anida establemente en el útero), embrión (situación de desarrollo embrionario
desde la anidación en el útero hasta dos meses y medio más tarde) y feto (últimos seis
meses de gestación)” [COCA PAYERAS, voz “Concebido y no nacido”, Enciclopedia
Jurídica Básica, vol. I (Madrid, Civitas, 1995), p. 1337]. Cuestiones éstas sobre las que
habremos de volver más adelante.

E) Prueba del tiempo de la concepción.


35. Como escribe Hualde, la importancia de determinar el momento de la concepción se
comprende fácilmente, “puesto que solo podrá beneficiarse de la regla del artículo 29 el
nacido que efectivamente estuviera concebido al ofertarse la donación, en el momento
50

de la apertura de la sucesión o cuando se produjo una atribución de derechos en su


favor. Como no hay previsión legal sobre la fijación del momento de la concepción —
sigue el citado autor—, existe un amplio acuerdo doctrinal en aplicar el plazo máximo
de gestación establecido por el artículo 116 Cc, al ser la solución más favorable al
nacido entender que fue concebido lo antes posible. De esta manera, el momento de la
concepción podría situarse en cualquier instante dentro de los trescientos días anteriores
al nacimiento con el carácter de presunción iuris tantum, admitiéndose la prueba en
contrario (normalmente mediante dictamen pericial médico) por quien esté interesado
en sostener que la concepción se produjo en un momento más próximo al del
nacimiento. En los supuestos de filiación obtenida mediante técnicas de reproducción
asistida, la prueba resulta simplificada, pues se puede conocer con precisión cuando se
produjo la inseminación o la implantación del óvulo fecundado” [HUALDE
SANCHEZ, op. cit., p. 122; atestigua la existencia de ese amplio consenso doctrinal la
consulta, por todos, de DE CASTRO, op. cit., pp. 132 y s.; LACRUZ-DELGADO, op.
ult. cit., p. 27; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. cit., p. 230; CABANILLAS SANCHEZ,
op. cit., pp. 784 y s.].
No ha faltado, sin embargo, quien ha propuesto que la presunción se extienda no ya a
los trescientos días a que se refiere el art. 116, sino solo a los doscientos setenta días
anteriores al nacimiento, al ser esta (nueve meses) la duración normal de un embarazo.
Ello, con la única excepción de que “mediando matrimonio y siendo atribuible al
marido el hijo concebido entre los trescientos y doscientos setenta días, se presumirá
que es hijo de éste y estaba concebido desde los trescientos, cuando en otro caso no
heredaría (por ejemplo, el causante, tío del marido, nombró herederos a los hijos de
éste) ya que, entonces, no adoptar el plazo de los trescientos días, iría contra la
presunción del art. 116” [asi, ALBALADEJO, Curso de Derecho civil, V —Barcelona,
José María Bosch Editor, 1997—, pp. 77 y s.; le sigue, con alguna matización,
CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp. 47 y s.]. Aún comprendiendo el fundamento de
esta opinión, me parece más seguro extender la presunción hasta los trescientos días,
conforme propone la doctrina mayoritaria. Los doscientos setenta días de que habla
Albaladejo constituyen un plazo igualmente convencional —aunque sea más cercano a
lo habitual—, de manera que puede también no coincidir con la duración real de la
gestación concreta con respecto a la que se intenta determinar el momento de la
concepción; tiene como ventaja, su mayor proximidad a lo que suele ser el plazo normal
de una gestación, pero su inconveniente principal es que carece de fundamento legal
explícito. Todo ello aconseja, como digo, optar por el plazo legal del art. 116; más aún,
cuando las eventuales consecuencias perjudiciales de ese plazo tan extenso pueden
evitarse mediante la prueba en contrario, al tratarse de una presunción iuris tantum.
En efecto, a la hora de argumentar la admisibilidad de la prueba en contra, se utilizan
precisamente consideraciones paralelas a las que se acaba de aludir. Así, [288] escribe
Cabanillas: “es evidente que la mayoría de los embarazos duran menos de trescientos
días (nueve meses), por lo que situar en todo caso el momento de la concepción en los
trescientos días anteriores al nacimiento, podría perjudicar los legítimos derechos de
terceras personas. Por consiguiente, el plazo de trescientos días solo debe tener el valor
de una presunción a favor del concebido, frente a la cual cabe la correspondiente prueba
en contrario” [CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 785].
Señala Albaladejo, que “la presunción de la época de la concepción debe admitir prueba
en contra, salvo que tal prueba afecte a la matrimonialidad del hijo” [op. ult. cit., p. 78;
la idea está presente también en DE CASTRO, op. cit., pp. 132 y s., quien habla de la
eventualidad de contradicción insuperable entre la fecha que resulte de la prueba
51

pericial y la que resulte de la presunción iuris et de iure de legitimidad; sin embargo,


debe tenerse en cuenta que desde la reforma legal del régimen de la filiación en 1981, la
presunción legal de matrimonialidad admite con gran amplitud la prueba en contra].
Esta opinión no es compartida, sin embargo, por Callejo Rodríguez, para quien “dado
que la presunción de matrimonialidad del artículo 116 Cc no funciona como presunción
absoluta, sino como presunción iuris tantum, hay que admitir la prueba contraria a la
presunción, aunque la misma afecte a la matrimonialidad del hijo. Ahora bien —
continúa dicha autora—, en aquellos supuestos en que la prueba contraria a la
presunción del artículo 116 pueda afectar a la matrimonialidad del hijo, únicamente
sería admisible conforme a los artículos 136 y 137, pues lo contrario significaría
legitimar para el ejercicio de la acción de impugnación de la filiación matrimonial a
cualquier persona” [CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp. 47 y s.].
Esta opinión debe ser objeto, a mi entender, de alguna matización. En efecto, cuando de
lo que se trata es de determinar, en el marco de la correspondiente acción judicial, si una
persona estaba o no concebida, a efectos de adquisición de una herencia, o de una
donación, o de cualquier otro efecto favorable, no creo que deba haber obstáculos a la
práctica de las pruebas conducentes a aclarar dicho extremo: cabría, entonces, proponer
y realizar prueba relativa al momento de la concepción, aunque ello pudiera afectar,
indirectamente, a la matrimonialidad de la filiación. Lo que ocurre es que no estamos
aquí ante una acción de filiación, lo cual quiere decir: i) que en el curso del proceso en
que se ha realizado la prueba, no cabe declarar la extramatrimonialidad del nacido: para
tal cosa sería preciso ejercitar una acción de impugnación de la paternidad, esta vez sí
en los términos señalados por el Cc; ii) que, por tanto, tampoco deben operar respecto a
dicho proceso las limitaciones contenidas en los arts. 136 y 137, que son propias de las
acciones de filiación (y esta, como digo, no lo es), y no deben extenderse a otras, en
perjuicio de quienes estén legitimados para ejercitar dichas otras acciones, pero no las
de filiación.
Ahora bien, supuesto que en una acción, por ejemplo, de petición de herencia, se
acreditase que la concepción de una persona tuvo lugar tras el fallecimiento del causante
(y, por tanto, que no era hijo del causante), ¿qué consecuencias tendría esto respecto a la
filiación de dicha persona? La respuesta es: ninguna, salvo si se ejercita una acción de
filiación, por quien está legitimado para hacerlo. Lo cual podría abocar a la situación
(ciertamente absurda) de que quien legalmente es hijo, porque nadie ha impugnado la
filiación, no herede a su padre (legal) porque se probó que no estaba concebido en el
momento de apertura de la sucesión.
Pero hay más. De ejercitarse, en ese mismo supuesto, la acción de impunación de la
filiación, ¿qué relevancia tendría la prueba practicada en la acción de petición de
herencia, de la que resulta que el (apa-[289]rente) hijo no estaba concebido en el
momento del fallecimiento de su (aparente) progenitor? Lo primero que hay que
advertir es que, en sentido estricto, no hay cosa juzgada. El Juez que conozca de la
acción de filiación no estará, por tanto, vinculado por el contenido de dicha sentencia
previa (en la que, insisto, no se han resuelto cuestiones de filiación): podría declarar la
matrimonialidad del hijo, por ejemplo, en virtud de nuevas pruebas practicadas que a su
juicio la demostraran (lo cual sería nuevamente un resultado absurdo, pero no
impensable).
36. La prueba en contra será, normalmente, pericial médica. Señala De Castro que esta
prueba, al basarse en el desarrollo del niño, por un lado es falible y arbitraria, y por otro
solo sería posible al poco de nacer el niño, “pero cuando se plantea la cuestión judicial,
52

dado el tiempo que tarda en iniciarse el proceso y llegarse al periodo de prueba, los
peritos no podrán dictaminar ya con base suficiente” [DE CASTRO, op. cit., p. 132, y
nota 5; le sigue LETE DEL RIO, Derecho de la persona, cit., p. 45]. Esto sirve —y para
ello lo emplean los autores citados— para descartar como mecanismo general de
determinación del momento de la concepción el de la prueba pericial médica, pero no
para excluir ni su posibilidad, ni su eficacia en orden a destruir la presunción de que
venimos hablando. Por lo demás, creo que las cosas ya no son exactamente asi. Sobre lo
cual, conviene distinguir:
i) Por un lado, durante el periodo de la gestación —en el que el mero aviso de la
madre de estar encinta puede, en una aproximación inicial, ser suficiente para poner en
marcha los mecanismos del art. 29 Cc: cfr. arts. 959 y 960 Cc—, es fácil comprobar,
con los medios médicos actuales, si hay o no embarazo, y esto desde fecha muy
temprana [lo pone también de relieve ALONSO PEREZ, en Comentarios Edersa, XIII-
2, cit., p. 2 y 19]. Ello podría bastar, cuando al producirse el efecto favorable de que se
trate (vgr., apertura de la sucesión, realización de la donación), se anuncie la existencia
del concebido, o esta conste ya previamente (y no solo en el caso reflejado en el art.
964: reconocimiento por el marido en documento público de la preñez de su esposa); a
partir de entonces deberán tomarse, por ejemplo, las medidas previstas en los arts. 965 y
966, o podrá tener lugar la aceptación de la donación. En esta fase, pues, la prueba es,
actualmente, sencilla.
¿Ahora bien, quien debe facilitar dicha prueba, la madre que alega su embarazo, o quien
podría verse afectado —perjudicado— por el mismo? Es verdad que, como acabo de
apuntar, el Cc parece considerar suficiente el mero aviso de la madre, de forma que a
partir de entonces se tomarían las medidas indicadas, y la eventual prueba en contra
correría a cargo de los perjudicados. Es significativo, en efecto, que dado el aviso por la
madre, las medidas que deba tomar el juez sean las conducentes a evitar la suposición
de parto, o que la criatura que nazca pase por viable, no siéndolo en realidad (art. 960
Cc): ninguna a asegurar, pues, la existencia del embarazo. El Cc no recoge, en esta
línea, ningún sistema enderezado a la comprobación del embarazo, similar a los
conocidos ya desde el Derecho romano —D., 25, 4, 1, 1: es significativo que la rúbrica
del Título se refiera a la inspección del vientre (De inspiciendo ventre custodiendoque
partu)—, recogidos después en Las Partidas (P. 6, 6, 17), y contemplados
genéricamente todavía en el Proyecto de García Goyena, cuyo art. 787 preveía que los
interesados podrán pedir al alcalde que se proceda oportuna y decorosamente a la
averiguación de si es cierta o no la preñez; que, a partir de estos antecedentes, el Cc no
contenga previsión alguna al respecto podría parecer suficiente para entender que, en
efecto, basta con el solo aviso de la madre que —de nuevo la expresión del art. 959 es
significativa— crea haber quedado encinta [sobre esta expresión y sus antecedentes,
cfr. ALONSO PEREZ, op. cit., p. 19; CALLEJO RO-[290]DRIGUEZ, op. cit., pp. 138
y s.]. Sin embargo, a la luz de los avances médicos y biológicos, cabe considerar como
contraria a la buena fe, y constitutiva de abuso de derecho (art. 7 Cc), la actitud de la
madre que se niega a probar su embarazo, cuando, como digo, tal prueba es facil,
accesible, rápida y fiable. Escribe en este sentido ALONSO PEREZ que “en nuestros
días la creencia de estar embarazada debe ir unida a la certeza de estarlo sin ningún
género de duda: hay medios científicos sólidos que aseveran fehacientemente la
gestación. Las pruebas de análisis clínicos hoy se realizan en cualquier centro sanitario
o en cualquier expendeduría de fármacos. La mujer que desee averigar si está o no
encinta, además de los medios tradicionales, más o menos seguros —como la
interrupción del ciclo menstrual—, tiene medios rápidos e inconcusos de orden clínico
53

que despejan con celeridad cualquier género de duda” [ALONSO PEREZ, op. cit., p.
19].
ii) Cuando la cuestión se plantea en los términos a que alude De Castro (una vez
ha pasado un tiempo apreciable despues del nacimiento), es cuando opera la presunción
a que he hecho referencia más arriba; presunción que puede quedar desprovista de
eficacia frente a prueba en contra, formulada por quien afirme no estar concebido el ya
nacido al tiempo en que debió estarlo para adquitrir el bien o derecho de que se trate.
Esta prueba puede no ser tan dificultosa como señala el citado autor, atendiendo no solo
al posible conocimiento de testigos o al empleo de otros medios probatorios
(demostrativos, por ejemplo, de que en dicha fecha la concepción era imposible), sino
principalmente a la muy probable existencia de un historial médico de la madre, que
puede servir para documentar con detalle suficiente el tiempo estimado de la
concepción: así, bastaría con comprobar que el parto fue prematuro para excluir, en este
caso concreto, una gestación de trescientos días.

3. Aplicación del artículo 29 en caso de concepción mediante el empleo de técnicas


de reproducción asistida.
37. La puesta a punto y (relativa) difusión de las técnicas de reproducción asistida
plantea algunos problemas a la hora de aplicar las previsiones del art. 29, en los cuales
difícilmente pudo pensar el legislador de 1889.
Es afirmación relativamente habitual en la doctrina (no demasiado numerosa) que se ha
ocupado de estas cuestiones, la de que entre el concebido mediante dichas técnicas, y
quien lo ha sido por métodos naturales no hay diferencias que justifiquen un tratamiento
distinto [así, VIDAL MARTINEZ, Las nuevas formas de reproducción humana —
Madrid, Civitas, 1988—, p. 90; MORO ALMARAZ, Aspectos civiles de la
inseminación artificial y la fecundación “in vitro” —Barcelona, Libreria Bosch,
1988—, pp. 116 y s., y 128 y ss.; HERRERA CAMPOS, La inseminación artificial —
Granada, Universidad de Granada, 1991—, pp. 83 y ss.; CABANILLAS SANCHEZ,
op. cit., pp. 793 y ss.; CALLEJO RODRIGUEZ, op. cit., pp. 32 y ss.; también ROCA
TRIAS, “Comentario al art. 30” cit., p. 231, aunque a los solos efectos de adquisición de
personalidad]. Desde el punto de vista sustantivo, o de fondo, se pone de relieve que el
resultado de la concepción es (biológicamente) idéntico, sea cual sea el método que se
utilice; tras los pasos de De la Oliva, escribe Cabanillas que “el embrión y el nasciturus
no son realidades distintas, porque si lo fueran se podría llegar a la conclusión de que
los seres nacidos de mujer tras la fecundación natural o artificial no son equiparables. …
. el nasciturus en que podía pensar el legislador del siglo pasado o, muchos siglos atras,
los juristas romanos, no es en absoluto distinto, real y matrialmente, del producto de la
fecundación in vitro” [CABANILLAS SANCHEZ, op. et loc. cit]. Desde el punto de
vista jurídico, se ha resaltado también que el art. 29 tiene amplitud suficiente como para
englobar [291] los concebidos artificialmente (no conoce espacios en blanco, dice
gráficamente Vidal Martínez [op. et loc. cit.]), sobre todo si es interpretado conforme a
la realidad social de nuestros días —art. 3.1 Cc— [cfr. MORO ALMARAZ, op. cit., p.
129; HERRERA CAMPOS, op. cit., p. 84; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 794].
38. Los argumentos que acabo de sintetizar tienen fuerza evidente. Sin embargo,
entiendo que la cuestión, probablemente, no es tan sencilla como aparenta, y conviene
distinguir.
54

No es indiferente, en primer lugar, el método conforme al que se produce la concepción


artificial. Si estamos ante una inseminación artificial, efectivamente no hay diferencias
significativas, tampoco (a lo que entiendo), accidentales, con el concebido
naturalmente: en ambos casos la fecundación es intracorpórea, y la gestación se produce
sin solución de continuidad. La plena equiparación entre el concebido de una forma y de
otra, a efectos de la aplicación del art. 29, me parece obligada.
Más problemático me parece el caso de la fecundación in vitro, que, como es sabido, es
extracorpórea. Los problemas son menores si la fecundación es seguida,
inmediatamente, de la implantación. En tal caso no me parece que deba haber especiales
dificultades en entender que el así concebido queda bajo el amparo del art. 29, desde el
mismo momento de su concepción (in vitro): no hay en el proceso ninguna interrupción
o paralización, sino que se desarrolla sin solución de continuidad desde que tiene lugar
la fecundación, hasta el nacimiento, en un plazo muy similar (por no decir idéntico) al
de la concepción natural. Como digo, no veo especiales problemas, producido el
nacimiento, en extender la eficacia retroactiva propia del art. 29 hasta el momento de la
concepción in vitro, sin tener que esperar a la implantación en la madre [contra,
ARROYO I AMAYUELAS, La protección al concebido…, cit., p. 18: para la autora, el
sujeto protegido por el art. 29 Cc “es el nasciturus, entendiendo por tal aquel que,
aunque no nacido todavía, se encuentra ya concebido en el seno de su madre”, con
especial hincapié en este último requisito].
Sin embargo, como es sabido, lo habitual (por lo menos hasta el momento de escribir
estas líneas, aunque los recientes avances en crioconservación de óvulos permiten
pensar que el panorama puede cambiar sustancialmente en breve plazo) es fecundar
varios óvulos a fin de evitar intervenciones sucesivas sobre la madre —o la donante de
óvulos—, en caso de fracasar la primera implantación. En tal caso, uno o varios de los
embriones así concebidos son implantados, mientras que los demás se congelan, con
vistas a su ulterior implantación. Los problemas se presentan en relación con los
embriones congelados, en la medida en que pueden distorsionar gravemente la
aplicación del art. 29. En efecto, baste pensar que, de acuerdo con el art. 11 de la Ley
de Técnicas de Reproducción Asistida, de 22 de noviembre de 1988, —en adelante,
LTRA—, los preembriones sobrantes de una fecundación in vitro se conservarán por un
máximo de cinco años, y pasados dos quedarán a disposición de los Bancos autorizados.
En tal caso, entender que existe un concebido de los contemplados en el art. 29, desde
que se produce la fecundación in vitro, y extender la protección del precepto a todos los
embriones congelados, tendría graves consecuencias: por ejemplo, la de prolongar la
situación de interinidad, impuesta por la existencia de un concebido, no ya durante los
nueve o diez meses en que razonablemente pudo pensar el legislador en relación con el
art. 29, sino durante los cinco años a que se refiere el art. 11 —o aún más, en tanto el
embrión siga crioconservado—. Además, podría resultar que esa situación de
interinidad debiera cesar, pasado ya algún tiempo, no por el nacimiento o la muerte del
concebido anterior al mismo (arts. 965 y 967 Cc), sino por ser implantado el embrión
congelado en otra mujer distinta [292] (y, entonces: ¿habría que retrotraer los efectos
hasta la fecha de la concepción in vitro, respecto a las relaciones en que el concebido
pudiera verse involucrado a través de la mujer en que ha sido implantado?), bien por
haber quedado a disposición del Banco al pasar dos años (art. 11.4 LTRA), o
directamente por donación (art. 5 LTRA).
Desde otro punto de vista, no está claro, a falta de determinación legal expresa, cuál
deba ser el destino de los embiones congelados una vez pasado el plazo de los cinco
años legalmente establecido. Una de las opciones que se baraja es la de su destrucción
55

(muerte) —ya llevada a cabo en otros países con regulaciones similares, como Gran
Bretaña—, en cuyo caso resulta problemático calificar al embrión crioconservado como
nasciturus, ya que su destino bien puede ser no la muerte natural, sino la destrucción
(que es también su muerte, pero provocada) por haber sobrepasado el plazo legal de
conservación. Que llegue a nacer no es sino una de las posibilidades existentes, al
mismo nivel (legal) que la muerte provocada, pasado dicho plazo.
Como puede apreciarse con este breve apunte, la aplicación en estos casos del
mecanismo previsto por el art. 29, tal y como ha sido diseñado en las páginas
precedentes, crea más problemas que soluciones ofrece. Para dar una respuesta
adecuada a la cuestión, habría nuevamente que distinguir:
1) Me parece claro que biológicamente, el embrión concebido in vitro es, en
cuanto tal embrión, igual al concebido naturalmente: ambos son seres humanos en el
primer estadio de su desarrollo. Es este aspecto el que justifica un tratamiento igual, en
los aspectos más radicales: pienso, fundamentalmente, en lo relativo a la protección de
que son acreedores en cuanto miembros actuales de la raza humana. Dicho de otra
forma, la igualdad a que se refiere la doctrina que más arriba he recogido se refiere
básicamente a este aspecto: si el nacido —fruto temporalmente mediato de la
concepción— tiene la misma naturaleza (humana), con independencia del método
seguido para concebirlo, y es acreedor del misma tratamiento desde el punto de vista
jurídico, el embrión —fruto inmediato de la concepción— acredita igualmente
naturaleza humana con independencia de la forma en que haya sido concebido, y por
tanto, en los aspectos más directa y radicalmente vinculados con su naturaleza humana
(los que arriba he denominado derechos naturales primarios), debe ser objeto del mismo
tratamiento jurídico. Lo que ocurre es que: i) como sabemos, el art. 29 no se ocupa de
tales cuestiones, sino precisamente de aquello sobre lo cual el Derecho tiene capacidad
de disposición; ii) y, de todas formas, como veremos poco más adelante, la protección
del ser humano en esta primera fase de su desarrollo no está suficientemente garantizada
en nuestro Derecho positivo, ya sea la concepción natural, ya sea artificial —aunque si
se trata de fecundación in vitro la situación del concebido es más debil, como
consecuencia básicamente de la regulación contenida en la Ley de 28 de diciembre de
1988, de Donación y Utilización de Embriones y Fetos Humanos o de sus Células,
Tejidos u Organos (en adelante, LDUE): sobre ello volveré más adelante—.
2) Sin embargo, el hecho de que la fecundación in vitro sea extracorpórea, como
la posterior congelación del embrión antes de los 14 días desde que se produjo la
fecundación (arts. 15.1.a y 20.2.B.c LTRA), supone introducir una diferencia
jurídicamente relevante, tanto respecto a la concepción natural como a la realizada
mediante inseminación artificial o, como ya he indicado, a la efectuada in vitro, pero
seguida inmediatamente de la implantación. La diferencia reside, a mi modo de ver, en
que el embrión congelado carece, en su peculiar situación biológica, de la posibilidad
actual de desarrollarse normalmente, hasta llegar al nacimiento; para ello sería precisa la
des-[293]congelación y su implantación en una madre en la que la gestación pudiera
llevarse a cabo. Si se me permite la (inadecuada pero ilustrativa) expresión, es el propio
embrión el que se encuentra, biológicamente, en situación de interinidad, a la espera de
ser implantado en un plazo que puede ser relativamente largo. Esto no le priva de su
naturaleza humana, ni de su condición de ser humano —como la hibernación de un ser
humano adulto, de ser posible, no le privaría de su naturaleza humana, idéntica a la de
cualquier otro—, ni, por tanto, de los derechos naturales primarios de que he hablado en
repetidas ocasiones; pero sí justifica, en cambio, que no quede amparado por el sistema
protector establecido por el art. 29 Cc (que, insisto, no se refiere a esos derechos
56

naturales primarios) en tanto no haya sido implantado. Esta me parece la solución más
razonable y más coherente con el espíritu y finalidad del art. 29 Cc. Se evitan así las
distorsiones que introduciría la aplicación de este precepto a los casos de fecundación in
vitro seguida de congelación del embrión, tal y como ya se ha indicado.
39. También la fecundación post mortem, sea mediante inseminación artificial o in
vitro, plantea algunos problemas específicos, en relación con el art. 29 Cc. Básicamente,
los relativos a los eventuales derechos sucesorios del así concebido en la herencia de su
progenitor premuerto.
La regla general es la contenida en el art. 9 LTRA: no podrá determinarse legalmente la
filiación ni reconocerse efecto o relación jurídica alguna entre el hijo nacido por la
aplicación de las técnicas reguladas en esta ley y el marido fallecido, cuando el
material reproductor de éste no se halle en el útero de la mujer en la fecha de la muerte
del varón. Esto quiere decir, a lo que entiendo: 1) que cabe la fecundación post mortem
sin más limitaciones que las generales previstas para el empleo de las técnicas de
reproducción asisitida; 2) pero que dicha fecundación carecerá, como regla de efectos
jurídicos en lo que respecta a las relaciones entre el progenitor fallecido y el hijo fruto
de esa fecundación.
A continuación, el propio precepto establece una excepción, en su número 2: no
obstante lo dispuesto en el apartado anterior, el marido podrá consentir, en escritura
pública o testamento, que su material reproductor pueda ser utilizado en los seis meses
siguientes a su fallecimiento, para fecundar a su mujer, produciendo tal generación los
efectos legales que se derivan de la filiación matrimonial. A continuación, el número 3
contempla esa misma posibilidad, con algunas variaciones, en relación con el varón no
unido por vínculo matrimonial.
40. A partir de esta regulación (que presenta, como veremos enseguida, algunos puntos
oscuros), se pueden hacer las siguientes consideraciones:
i) El precepto contempla la fecundación post mortem (son significativas a este
respecto las alusiones al material reproductor del varón: es decir, a los gametos
masculinos; el embrión no debe ser ya calificado como material reproductor); no, por
tanto, los eventuales casos de implantación post mortem de un embrión que ya existía
como tal antes del fallecimiento del marido (o del varón). Este es un problema distinto,
que no está regulado expresamente en la LTRA, de manera que será preciso aplicar, en
mi opinión, las soluciones que con carácter general se han ofrecido más arriba.
Asi, no parece que haya problema alguno en reconocer efectos legales (filiación,
derechos sucesorios, etc.) a la fecundación in vitro efectuada antes del fallecimiento del
padre, cuando la implantación del embrión se produce, sin solución de continuidad (sin
que haya sido congelado el embrión), inmediatamente después de dicho fallecimiento.
No me parece que quepa aquí una aplicación analógica del art. 9.1 LTRA, conducente a
entender que el embrión debe estar implantado ya en el momento del [294]
fallecimiento: es diferencia suficiente, en mi opinión, la que media entre un gameto (el
material reproductor de que habla el precepto) y un embrión, que merece el calificativo
de ser humano —existente ya, aunque sea en esa fase inicial, cuando su progenitor
fallece—.
Si el embrión ha sido congelado, y es implantado con posterioridad —es decir, si en la
línea de lo ya señalado, hay solución de continuidad (representada por la
crioconservación) entre la fecundación y la implantación— la situación varía:
probablemente lo más razonable es entender que estamos ante un hijo matrimonial
57

(consta, en efecto, que ha sido concebido constante matrimonio), que carece sin
embargo de derechos sucesorios en la herencia de su padre, en cuanto la retroactividad
del art. 29 solo alcanzaría —de aceptarse cuanto he defendido más arriba— hasta el
momento de la implantación. Cabría, en todo caso, como solución alternativa, la
apicación del régimen previsto en los arts. 191 y 192 para la sucesión a que es llamado
un ausente, según propuso Rivero, con carácter más general, antes de la promulgación
de la LTRA [RIVERO HERNANDEZ, “La fecundación artificial «post mortem»”, RJC
1987-4, p. 901].
ii) Pasemos ya al supuesto regulado, como he dicho, en el precepto: fecundación
artificial (in vitro o mediante inseminación: a estos efectos es indiferente) realizada tras
el fallecimiento del varón, con su material reproductor. Lo primero que creo que debe
quedar claro, ya desde ahora, es que, en puridad, no estamos ante un caso de aplicación
del art. 29 Cc, porque, por hipótesis, todavía no hay concebido (no lo habrá en tanto no
se haya producido la fecundación post mortem) [cfr. CABANILLAS SANCHEZ, op.
cit., p. 780, nota 34]. El problema es, precisamente, que la retroactividad propia del
precepto ahora comentado solo alcanza hasta la fecha de la concepción, de manera que
no llega, en ningún caso, a la fecha de apertura de la sucesión (por hipótesis, como digo,
anterior). La situación es muy similar —aunque presenta también algunas diferencias
notables— a la del concepturus.
De acuerdo con el art. 9.2 LTRA, a la generación asi producida le corresponden los
efectos legales que se derivan de la filiación matrimonial (para las situaciones de
convivencia more uxorio, véase el equivalente —que no idéntico— art. 9.3 LTRA). No
aclara, sin embargo, entre otras cuestiones relevantes [sobre las cuales vid., corrosiva
pero atinadamente, PANTALEON PRIETO, “Contra la ley sobre técnicas de
reproducción asistida”, en Homenaje al profesor Roca Juan —Murcia, Universidad de
Murcia, 1989—, pp. 658 y ss.], si entre los efectos de la filiación matrimonial (o, en su
caso, extramatrimonial: art. 9.3 LTRA) se cuentan los derechos sucesorios o no. La
cuestión no es sencilla. En efecto, por un lado es claro que los derechos (legales) a la
herencia de una persona estan directamente vinculados a la relación de parentesco (arts.
807 y 930 y ss. Cc), de manera que son los hijos —matrimoniales o no— quienes tienen
derecho a heredar, en la forma y cuantía legalmente establecida, haya o no testamento;
y, desde luego, la condición de hijo puede concurrir en el que ha sido fruto de una
fecundación post mortem, ex art. 9.2 y 3. Pero, por otro lado, es también cierto que el así
concebido no existía en el momento de la apertura de la sucesión; ni siquiera estaba
concebido en dicho momento (ni era seguro que fuera a estarlo con posterioridad: la
fecundación post mortem es autorizada por el varón fallecido, pero en último extremo
depende de la voluntad de la mujer). De ahí que se haya apuntado que “la norma del
artículo 9.2 de la ley TRA debe concordarse con los aspectos sucesorios toda vez que el
llamado debe estar, al menos concebido (nasciturus) en el momento en que se produce
la muerte del causante (vid. artículos 29, 627 y 959 a 967 Cc …)” [BLASCO GASCO,
“La ley sobre técnicas de reproducción asistida: constitucionalidad y aplicación”, ADC
1991, p. 707].
[295] La duda es, pues, si esos efectos legales que se derivan de la filiación
matrimonial (o su equivalente en el caso del art. 9.3 LTRA) incorporan una derogación
para este caso de la regla según la cual el llamado debe existir en el momento de
apertura de la sucesión; o si más bien esta es una regla propiamente sucesoria (por tanto,
no directamente vinculada a la filiación), de alcance general, aplicable a cualquier
sucesión hereditaria: también a aquella a la que estaría llamado, en su caso, el concebido
post mortem (esta parece ser la opinión de Blasco Gascó, cuando afirma que el art. 9.2
58

LTRA debe concordarse con las reglas del fenómeno sucesorio: luego, no las desplaza).
Por lo demás, en caso de entender que la LTRA atribuye derechos sucesorios al hijo
nacido como consecuencia de una fecundación post mortem, hay que reconocer, con
Pantaleón, que la regulación de la ley es muy imperfecta, entre otras cosas por
insuficiente. Se pregunta el propio Pantaleón, con razón: “desde la postura permisiva de
la Ley, ¿cómo es posible que no se haya incorporado un precepto que indique qué hacer
con la herencia del difunto durante los seis meses en que consintió la fecundación con
su semen de su mujer o compañera more uxorio?” [op. ult. cit., p. 662]. En efecto, nada
se dice acerca de cuál es la situación de la herencia en tanto tiene lugar —o no— la
fecundación post mortem. La solución que ofrece el Código de Sucesiones catalán, en
su art. 9, párrafo 3º es la de considerar concebido al tiempo de la apertura de la sucesión
al hijo que nazca dentro del periodo legal (se refiere al fijado por el art. 9 de la Ley de
Filiaciones —en adelante, LF—, de 27 de abril de 1991), si el causante ha expresado de
forma fehaciente su voluntad de fecundación asistida post mortem: pero esto es así en
virtud de una específica disposición legal dirigida, precisamente, a remover el obstáculo
que representa el hecho de que el concebido post mortem no existía, tampoco como
concebido, en el momento de la apertura de la sucesión.
Como he indicado, la cuestión no es sencilla. Para darle solución, puede ser oportuno
distinguir:
1) Casos en los que el llamamiento sucesorio es voluntario, en los que
cabría pensar, como se ha propuesto para el concepturus [cfr. RIVERO, en LACRUZ et.
al., Elementos de Derecho civil, V —5ª ed., Barcelona , J. M. Bosch Editor, 1993—, p.
61; lo apunta el propio RIVERO en “La fecundación artificial post mortem”, cit., p.
901], que el llamamiento directo en favor del fruto de una eventual fecundación post
mortem es válido y eficaz. La herencia, entonces, habría de ser puesta en administración
hasta que el nacimiento sobreviniera, y se produciría una doble interinidad: la primera,
durante un plazo de seis meses (nueve, prorrogables hasta doce, en la legislación
catalana: art. 9 LF), durante el que debe producirse la fecundación para que, de acuerdo
con el art. 9.2, tenga efectos legales en la relación paterno-filial; otra, una vez concebido
el nasciturus, que comprendería el tiempo normal de la gestación, y que sería ya
jurídicamente equiparable a cualquier otra gestación.
2) Sucesión intestada y derechos legitimarios. Ya hemos visto como el Derecho
catalán lo soluciona entendiendo que el hijo que nazca de él (el causante) dentro del
periodo legal también se considerará concebido al tiempo de la sucesión (art. 9 del
Código de Sucesiones). Nada parecido prevé la LTRA. A lo que entiendo, en tal caso
deben ser aplicadas las reglas generales del Derecho de sucesiones, en cuya virtud el
llamado debe estar al menos concebido en el momento de apertura de la sucesión
[contra, pero como propuesta de lege ferenda, formulada antes de la promulgación de la
LTRA, RIVERO, “La fecundación artificial post mortem”, cit., p. 904, donde liga los
derechos sucesorios a la filiación]. No creo que ello atente contra el principio de
igualdad entre los hijos, puesto que la diferencia entre existir o no en el momento de
apertura de la sucesión es ya suficientemente justificati-[296]va de un trato desigual.
Estaríamos pues ante un hijo matrimonial (art. 9.2 LTRA) o extramatrimonial (art. 9.3
LTRA), pero carente de derechos sucesorios, no en cuanto hijo, sino en cuanto no
existente en el momento en que se produjo el fallecimiento del causante.
59

5.– De nuevo sobre la situación jurídica del concebido en el Derecho español.


41. Ya hemos visto más arriba cómo el art. 29 Cc regula la situación del concebido
unitariamente: no hay en este precepto diferenciación alguna en fases o periodos
distintos, que se correspondan con un tratamiento jurídico diferente, o con una distinta
intensidad de la protección ofrecida. Desde este punto de vista —estrictamente
jurídico—, no hay diferencia alguna entre el nasciturus recién concebido, el que tiene
dos, cuatro o seis meses de vida, o el que está ya en trance de nacer: a todos se aplica
por igual la protección derivada del art. 29 Cc.
Esta configuración unitaria de la situación del concebido, plasmada en un tratamiento
jurídico uniforme a lo largo de todo el periodo de gestación, ha quedado rota como
consecuencia de modificaciones legales de especial relevancia, que han incidido
singularmente sobre aspectos radicales de la protección que el Ordenamiento brinda —o
puede brindar— al concebido. Tanto la legislación permisiva del aborto, como LTRA y
la LDUE, han distinguido diferentes fases temporales (las que cabría denominar edades
del concebido) en la gestación, que afectan a la situación jurídica del concebido, en lo
que se refiere, precisamente, tanto a la protección de su vida —de su posibilidad de
desarrollarse normalmente hasta llegar al nacimiento—, como a lo que cabría llamar su
integridad física —afectada por su posible utilización, en los términos a que enseguida
haré referencia, con fines diagnósticos, terapéuticos, farmacéuticos, científicos o de
investigación y experimentación—.
Haremos, a continuación, un breve repaso a los datos legales y constitucionales (éstos,
en sentido amplio: básicamente, los emanados de la jurisprudencia constitucional)
determinantes de esta situación, para seguir después con una breve —no otra cosa
permite la índole de este comentario— reflexión crítica.

A) Los datos legales.


42. El art. 417 bis del Código penal de 1973, introducido mediante LO de 5 de julio de
1985, y conservado en vigor por la Disposición Derogatoria Unica, 1. a) del vigente
Código Penal de 1995 permite, como es sabido: 1) el aborto por grave peligro para la
vida o salud física o psíquica de la embarazada en cualquier tiempo —aquí se mantiene
el tratamiento unitario, aunque sea a efectos de aborto—; 2) el aborto en caso de
embarazo debido a una violación durante las doce primeras semanas de vida del feto:
aquí ya la situación varía considerablemente, puesto que no es indiferente, sino todo lo
contrario, que el concebido tenga una “edad” superior o inferior a esas doce semanas; 3)
el aborto eugenésico, cuando se presuma que el feto nacerá con graves taras físicas o
psíquicas, durante las veintidos primeras semanas de gestación: de nuevo en este caso
la “edad” del concebido es determinante del mayor o menor grado de protección a su
vida que el Ordenamiento ofrece.
Como es sabido, el TC, en su sentencia de 53/1985, de 11 de abril, relativa a la
despenalización del aborto, dió por buena la constitucionalidad de esta regulación,
entendiendo que no quedaba afectado por ella el art. 15 CE. La suficientemente
conocida doctrina sentada en esta sentencia puede sintetizarse, en lo que ahora interesa,
como sigue: 1) “la vida humana es un devenir, un proceso que comienza con la
gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y
sensitivamente configuración humana, y que termina con la muerte; … la gestación ha
generado un tertium existencialmente [297] distinto de la madre, aunque alojado en el
seno de esta. …” (FJ 5º); 2) “dentro de los cambios cualitativos en el desarrollo del
60

proceso vital y partiendo del supuesto de que la vida es una realidad desde el inicio de la
gestación, tiene particular relevancia el nacimiento… . Y previamente al nacimiento
tiene especial trascendencia el momento a partir del cual el nasciturus es ya susceptible
de vida independiente de la madre, esto es, de adquirir plena individualidad humana”
(FJ 5º); 3) “la vida del nasciturus, en cuanto éste encarna un valor fundamental —la
vida humana— garantizado en el art. 15 de la Constitución, constituye un bien jurídico
cuya protección encuentra en dicho precepto fundamento constitucional” (FJ 5º); 4) sin
embargo, el nasciturus no es titular del derecho fundamental a la vida consagrado en el
art. 15 CE (FJ 5º y 6º); 5) “esta protección que la Constitución dispensa al nasciturus
implica para el Estado con carácter general dos obligaciones: la de abstenerse de
interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un
sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la
misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también como última
garantía, las normas penales. Ello no significa que dicha protección haya de revestir
carácter absoluto: pues, como sucede en relación con todos los bienes y derechos
constitucionalmente reconocidos, en determinados supuestos puede y aun debe estar
sujeta a limitaciones” (FJ 7º).
43. Por su parte, la LTRA (y también la LDUE, que presupone esa distinción) distingue,
tres etapas en el desarrollo del concebido, que se corresponden con su configuración —
jurídica, con pretendido fundamento biológico— como preembrión (o embrión
preimplantatorio), embrión y feto. Los respectivos conceptos, y su delimitación
temporal, no son estrictamente legales [lo apunta también ROCA TRIAS, “El Derecho
perplejo: los misterios de los embriones”, Revista de Derecho y Genoma Humano,
1994-1, p. 136], sino que aparecen formulados en la Exposición de Motivos de la
LTRA. De acuerdo con ella “generalmente se viene aceptando el término «preembrión»
—también denominado «embrión preimplantatorio», por corresponder a la fase de
preorganogénesis— para designar el grupo de células resultantes de la división
progresiva del óvulo desde que es fecundado hasta aproximadamente catorce días más
tarde, cuando anida establemente en el interior del útero —acabado el proceso de
implantación que se inició días antes—, y aparece en él la línea primitiva. … . Por
«embrión» propiamente dicho se entiende tradicionalmente a la fase del desarrollo
embrionario que, continuando la anterior si se ha completado, señala el origen e
incremento de la organogénesis o formación de los órganos humanos, y cuya duración
es de unos dos meses y medio más … . Finalmente, por «feto», como fase más avanzada
del desarrollo embriológico, se conoce el embrión con apariencia humana y sus órganos
formados, que maduran paulatinamente preparándole para asegurar su viabilidad y
autonomía después del parto”.
Como he indicado, no estamos ante conceptos propiamente legales. Sin embargo, es lo
cierto que tanto la LTRA como la LDUE utilizan con profusión esa terminología, con
ese preciso significado (cfr., por ejemplo, arts., 4, 5, 11, 12, 12, 14, 15, 16 y 20 LTRA).
Se convierte asi en una terminología (y una periodificación) legal, cuyo contenido no
puede ser otro, razonablemente, que el recogido en la Exposición de Motivos de la
LTRA. Quizá el aspecto más delicado sea el de la determinación de la frontera temporal
entre las diferentes etapas, donde la relativa indeterminación con que se produce el
legislador (recordemos: “aproximadamente catorce días más tarde” para el preembrión,
y “unos dos meses y medio más” para el embrión) se compadece mal con la
consecuencias legales que puede tener el ser calificado, por ejemplo, como embrión o
preembrión. Con todo, alguna [298] alusión a la duración de la primera fase puede
61

encontrarse en el articulado de la LTRA: así, cuando se alude al plazo de catorce días a


partir de la fecundación, en los arts. 15.1.b y 20.2.B.c de la citada Ley.
Esta diferenciación en tres etapas, y la terminología que la sustenta, no es inocua ni,
todo hay que decirlo, pacífica, sobre todo en lo que se refiere al preembrión [cfr. las
críticas a este concepto, no universalmente aceptado, que pueden verse en SANCHO
REBULLIDA, “Los estudios previos y las líneas previsibles de la futura regulación
española”, en La filiación a finales del siglo XX, cit., pp. 103 y ss.; y LEJEUNE, ¿Qué
es el embrión humano? —Madrid, Rialp, 1993—, pp. 43 y ss.]. En cuanto al primer
aspecto, la misma Exposición de Motivos de la LTRA se encarga de aclarar que
“partiendo de la afirmación de que se está haciendo referencia a lo mismo, el desarrollo
embrionario, se acepta que sus distintas fases son embriológicamente diferenciables,
con lo que su valoración desde la ética, y su protección jurídica, también deberían
serlo”. En efecto, como señala Roca Trias, “la cuestión (terminológica) es importante en
todos los niveles de discusión a los efectos de la determinación del tiempo a partir del
cual la ley no puede permitir ninguna experimentación o la fijación de los límites
temporales para la implantación” [ROCA TRIAS, “El Derecho perplejo…”, cit., p. 137]
La regulación contenida en estas dos leyes adolece de falta de claridad, lo que es
especialmente peligroso en una materia tan necesitada de seguridad jurídica, en vista de
los bienes y valores (por emplear la terminología del nuestro TC) que están juego: la
vida e integridad del concebido, en los términos a que inmediatamente haré referencia.
Pueden, sin embargo, apuntarse algunas diferencias relevantes entre la situación del
llamado preembrión (regulada fundamentalmente en la LTRA), por un lado, y la de
embriones y fetos (regulada específicamente por la LDUE, aunque con alusiones
significativas en la LTRA). Asi, cabe señalar:
1) La donación de preembriones se admite con carácter general (art. 5 LTRA),
mientras que la de embriones y fetos solo si merecen la consideración de no viables —
concepto este al que luego me referiré— (art. 2 LDUE). Si bien es verdad que aquí hay
entre una y otra situación (biológica) una diferencia relevante, en la medida en que el
preembrión in vitro puede ser donado para ser implantado, y permitir así su ulterior
desarrollo hasta llegar al nacimiento: en tal caso la donación es favorable para el
preembrión.
2) Se admiten las intervenciones sobre preembriones viables o no viables, con
fines diagnósticos, lo que puede desembocar en que se desaconseje su transferencia para
procrear (lo que eliminaría las posibilidades de desarrollo del propio preembrión
abocándole normalmente a la destrucción —muerte provocada—) —art. 12.1 LTRA—.
En cambio, tratándose de embriones o fetos, toda intervención con fines diagnósticos no
es legítima si no tiene por objeto el bienestar del nasciturus y el favorecimiento de su
desarrollo, o si está amparada legalmente (art. 12.2 LTRA); y está amparada
legalmente solo si los embriones o fetos no son viables (art. 2.e LDUE).
3) Se admite la investigación o experimentación, con fines terapéuticos o
preventivos, sobre preembriones viables (art. 15.2 LTRA), mientras que parece
excluirse por completo tratándose de embriones o fetos viables (art. 2.e LDUE).
A partir de estos datos, y todavía de otros que proporcionan ambas leyes, es fácilmente
apreciable que, junto con la periodificación de la gestación a que ya he aludido,
adquiere capital importancia para establecer el grado de protección que se ofrece al
concebido el concepto de viabilidad o no viabilidad de preembriones, embriones y fetos.
De la calificación como viable o no viable de un concebido van a depender, en último
62

extremo, las posibilidades de que sea utilizado para fi-[299]nalidades distintas de su


propio desarrollo vital. No es este el lugar oportuno para extenderse sobre la cuestión.
Baste señalar que preembrión, embrión o feto no viable es preembrión, embrión o feto
vivo (aunque, eso sí, podríamos decir que en fase terminal), ya que en diferentes
ocasiones las normas distinguen, por ejemplo, el embrión muerto del no viable, como
realidades biológicamente distintas: véase el art. 17 LTRA o, con toda claridad, el art.
2.e LDUE.
A partir también de estos datos, se ha llegado a afirmar en la doctrina que el
preembrión viable, sin llegar a ser persona, es acreedor de la protección del
ordenamiento, mientras que el no viable se transforma en una cosa (el subrayado es
mío), susceptible de manipulación con fines diversos [cfr. ROCA TRIAS, “Comentario
al art. 30” cit., p. 231; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 793].
Por lo demás, es sobre el empleo del criterio de la inviabilidad sobre el que el TC ha
hecho reposar, en buena medida, la constitucionalidad de la LDUE (con la salvedad del
inciso con las adaptaciones que requiera la materia del art. 9.1), en su sentencia
212/1996, de 19 de diciembre. Esta Sentencia desarrolla su argumentación a partir de la
doctrina sentada por la anterior STC 53/1985, sobre la despenalización del aborto; así,
en el FJ 3, sobre la base de que el concebido no es titular de un derecho subjetivo a la
vida, señala que “en esta Ley, por su propio objeto y desarrollo, no se encuentra
implicado el derecho fundamental de todos, es decir, de los nacidos, a la vida”. A
continuación, el FJ 5 desarrolla lo que es, a los efectos que aquí interesan, el centro de
gravedad de la argumentación del TC: “la regulación que en la Ley se contiene de la
donación y utilización de embriones y fetos humanos parte de un presupuesto
fundamental, implícito, pero no por ello menos constante, cual es el carácter, cuando
menos, no viable de dichos embriones y fetos humanos [conviene recordar que de los
preembriones se ocupa específicamente la LTRA]. «Viable» es adejetivo cuyo
significado el diccionario describe como «capaz de vivir». Aplicado a un embrión o
feto, su caracterización como «no viable» hace referencia concretamente a su
incapacidad para desarrollarse hasta dar lugar a un ser humano, a una «persona» en el
fundamental sentido del artículo 10.1 CE. Son, así, por definición, embriones o fetos
humanos abortados en el sentido más profundo de la expresión, es decir, frsutrados ya
en lo que concierne a aquella dimensión que hace de los mismos «un bien jurídico cuya
protección encuentra en dicho precepto (el art. 15 CE) fundamento constitucional»
(STC 53/1985, fundamento jurídico 5º), por más que la dignidad de la persona (art. 10.1
CE) pueda tener una determinada proyección en determinados aspectos de la regulación
de los mismos, como más adelante veremos. La Ley parte, por tanto, de una situación en
la que, por definición, a los embriones y fetos humanos no cabe otorgarles el carácter de
nascituri toda vez que eso es lo que se quiere decir con la expresión «no viables», que
nunca van a «nacer», en el sentido de llevar una propia «vida independiente de la
madre» (STC 53/1985, fundamento jurídico 5º). Puede decirse, así, que la Ley se
enfrenta con la realidad de la existencia de embriones y fetos humanos, ya sea muertos o
no viables, susceptibles de utilización con fines diagnósticos, terapéuticos o de
investigación o experimentación, pretendiendo abordar en todo caso esta realidad de
modo acorde con la dignidad de la persona. Las puntuales referencias a fetos humanos
viables van todas ellas dirigidas a preservar su viabilidad, es decir, a prevenir o evitar
que ésta pueda frustrarse”.
63

B) Reflexiones críticas.
44. Cuanto ha quedado expuesto sub A tiene repercusiones importantes (en el sentido
más gramatical de la expresión, fundamentales) en relación con el art. 29, y más en
concreto respecto al sentido y [300] fundamento último de la protección que el
precepto otorga al concebido. Hay una radical incoherencia axiológica entre los
principios que inspiran el art. 29 Cc, y los que inspiran, en esta perspectiva, la
legislación permisiva del aborto, o la relativa a la situación de preembriones —abocados
legalmente, en ocasiones, a la destrucción (muerte provocada)—, embriones y fetos en
nuestro Ordenamiento. En otro lugar he hablado de una suerte de esquizofrenia jurídica,
“que sería la única capaz de explicar cómo el nasciturus, ehn una determinada fase de la
gestación, no goza de la protección del Derecho —en lo más importante: para seguir
viviendo—, pero sí goza de la protección del Derecho —en lo accesorio: la posibilidad
de llegar a adquirir una herencia, una donación u otra ventaja patrimonial—”
[MARTINEZ DE AGUIRRE, El Derecho civil a finales del siglo XX —Madrid,
Tecnos, 1991—, p. 120]. A partir de un análisis similar, en la doctrina francesa se ha
dicho que la condición jurídica del concebido viene determinada por la superposición de
dos sistemas que responden a dos lógicas diferentes, y que determinan dos situaciones
diferenciadas [THERY, “La condition juridique de l’embryon et du foetus”, Rec. Dalloz
1982, Chr. XXXV, p. 237].
Esta incoherencia ha sido denunciada también en la doctrina, tanto española como
extranjera. Así, entre nosotros Garrido de Palma ha señalado que toda la normativa
mediante la que se establece un sistema protector del concebido, en sus aspectos
patrimoniales y sucesorios, se desploma en caso de aborto [GARRIDO DE PALMA,
“El «nasciturus» y el Derecho civil” RDN 120 (abril-junio de 1983), p. 131: en las
páginas anteriores expone el complejo sistema protector que contiene el Cc, a partir del
art. 29]. En la doctrina italiana, De Cupis ha hablado de una fractura en la estructura
interna del Derecho civil, como consecuencia de la legalización del aborto [DE CUPIS,
“La crisis dei «valori» del Diritto civile”, Riv. Dir. Civ. 1986-1, p. 203], y Oppo ha
llegado a recordar el ius vitae ac necis, reconocido ahora no al pater familias, sino a la
madre [OPPO, “L’inizio della vita humana”, Riv. Dir. Civ. 1982-1, p. 519;
similarmente, en Francia, LABRUSSE-RIOU, “L’enjeu des qualifications: la survie
juridique de la personne”, en Droits. Revue française de théorie juridique, 13 (1991), p.
21]. En la doctrina francesa, además de lo ya indicado, se ha puesto de relieve cómo el
aborto falsea el espiritu latente bajo el sistema de adquisición de la personalidad
[GOUBEAUX, Les personnes, en el Traité de Droit civil, dirigido por GHESTIN —
Paris, LGDJ, 1989—, pp. 54 y s.].
45. En mi opinión, lo fundamental es saber si el concebido es un ser humano, forma
parte de nuestra misma especie, y por tanto es un semejante, con independencia de su
grado de desarrollo (de su edad, en definitiva). Y me refiero a si es un ser humano, no a
si el Derecho va a tratarlo como un ser humano, porque es fácilmente apreciable que son
dos cosas bien distintas (y también que el Derecho —la sociedad— tiene una
lamentable y excesivamente recurrente capacidad de decidir que a determinados seres
humanos va a tratarlos como si no lo fueran, por razones de raza, religión, ciudadanía,
status…).
Puede constituir un buen punto de partida el propuesto por Rodríguez Mourullo, quien
señala que “el concepto constitucional de vida es un concepto puramente naturalístico.
Vida equivale aquí a ser humano vivo y se presenta como una forma de ser que se
contrapone, por un lado, a lo que «no es todavía vida» y, por otro, a lo que «es ya
64

muerte». La presencia de vida, asi entendida, se determina conforme a criterios


científico-naturalísticos. … . Al decir que el concepto constitucional de vida es un puro
concepto naturalístico, se quiere subrayar que la existencia o inexistencia de vida no se
puede hacer depender de valoraciones sociales y que, en cuanto se cumplen los
correspondientes presupuestos biofisiológicos, hay que reconocer la presencia de vida,
sea cual-[301]quiera que sea el estado, condición y capacidad de prestación social de
su titular” —los subrayados son del autor— [RODRIGUEZ MOURULLO,
“Comentario al artículo 15”, en Comentarios a la Constitución española de 1978 —dir.
ALZAGA VILLAAMIL—, t. II —Madrid, Cortes Generales-EDERSA, 1997—, pp.
272 y s.].
En esta perspectiva, es claro en primer lugar que no cabe considerar al concebido, sea
cuál sea su grado de desarrollo, como una mera pars viscerum matris [como,
sorprendentemente, parecen entender todavía ARROYO I AMAYUELAS, La
protección al concebido…, cit., p. 44, y MARIN LOPEZ, en Derecho civil, cit., p.62]:
la afirmación carece hoy del más mínimo fundamento biológico. El propio TC, en su
citada sentencia 53/1985 deja bien sentado que “la gestación ha generado un tertium
existencialmente distinto de la madre, aunque alojado en el seno de esta”. El concebido
es pues, desde el mismo momento de la concepción, un ser distinto de la madre, aunque
estrechamente dependiente de ella para su superviviencia.
El concebido tiene, además, naturaleza humana —id est, pertenece a la especie humana,
y no a ninguna otra—, lo que se demuestra considerando que el resultado de su
desarrollo normal es inequivocamente uno (o varios) miembros de la especie humana:
no hay cambio ni variación esencial que afecte a su naturaleza, sino que los cambios que
experimenta son mera manifestación —desde luego, importante— del desarrollo vital
de ese mismo ser, conforme a su naturaleza (humana). Desde este punto de vista no se
produce en ningun momento cambio alguno en la naturaleza propia de ese ser, desde su
concepción hasta (en realidad) su fallecimiento —lo cual es también reconocido por la
STC 53/1985, según hemos visto—: el ser que surge de la concepción es tan humano al
día siguiente, como catorce días más tarde, tres meses después, o transcurridos cinco o
veinte años; no hay paso de una especie animal a otra, o duda sobre la especie a la que
ese ser pertenece en todo momento. Los cambios que se producen (importantes, insisto),
no son de naturaleza —que es lo que determina que ese ser sea humano, y no otra
cosa—, sino, como digo, de desarrollo. La opinión citada por Cárcaba [“Hacia un
estatuto jurídico del embrión humano”, cit., p. 393, nota 6], según la cual los embriones
de ternera, pollo y humano al principio son idénticos en la medida en que los productos
vivos de que están formados tienen el mismo origen biológico, olvida que en ningún
caso un embrión de pollo dará lugar a una ternera, o un embrión de ternera a un ser
humano: son, pues, seres de distinta naturaleza —de distinta especie—, aunque sus
respectivas estructuras biológicas sean paralelas y respondan a mecanismos biológicos
similares [una explicación científicamente rigurosa, de tono divulgativo y, además,
amena por las circunstancias en las que se produjo, en LEJEUNE, ¿Qué es el embrión
humano? —Madrid, Rialp. 1993—, especialmente, pp. 35 y ss.].
Lo que sí es cierto es que no son idénticos un embrión de tres o quince días, que un feto
de cuatro meses, un recién nacido o una persona de cuarenta años. Pero la diferencia —
debo insistir de nuevo— no es de naturaleza, entre un ser que pertenece a la espcie
humana, y otro que no; es meramente de desarrollo vital: es la diferencia biológica que
hay entre un ser humano de tres días y otro de cuarenta años. A partir de ahí es facil de
apreciar lo equívoco que resulta afirmar que un embrión no es persona, o incluso ser
humano, cuando lo que se correcto sería decir es que un embrión no es un ser humano
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de dos, veinte o cuarenta años; lo cual es rigurosamente cierto, como también lo es que
ese ser humano de cuarenta años empezó siendo un embrión de tres días. Nada de ello
afecta a la respectiva pertenencia a la especie humana (y no a ninguna otra). En este
planteamiento, y aún comprendiendo la parte de razón que tiene la expresión, no es del
todo correcto [302] afirmar que el embrión es un ser humano potencial, o en potencia:
lo que es, es un potencial ser humano nacido, o un potencial ser humano de cuarenta
años; pero su pertenencia a la especie humana, su naturaleza humana, no es potencial
sino actual. Nunca tendrá otra.
Si esto es así, y si recordamos cuanto ha quedado dicho en este mismo comentario, sub
1, es evidente que la permisión del aborto, y la regulación tanto de la LTRA como de la
LDUE, sobre preembriones, embriones y fetos, supone un desconocimiento del derecho
primario natural de esos seres humanos (que, efectivamente, lo son) a la vida —
manifestado, en el caso del concebido, en el derecho a que su desarrollo vital no se vea
interrumpido por mano del hombre, hasta su nacimiento—, y a la integridad física —
manifestado, en el caso del concebido, en el derecho a no sufrir intervención alguna, sea
cuál sea su naturaleza o finalidad, que no vaya dirigida a posibilitar su desarrollo o
tenga carácter terapéutico—. [Naturalmente, como un inciso, debo recordar aquí que no
es esta la opinión de nuestro TC, que ha considerado constitucionales —en los aspectos
que aquí estamos debatiendo— tanto la despenalización del aborto como la regulación
contenida en la LDUE; pero debo también decir que son dos sentencias que me parecen
especialmente desafortunadas, desde este mismo punto de vista, por las razones que
vengo exponiendo a lo largo de este comentario].
Sobre estos fundamentos, me parece que se impone la conclusión de que, en realidad, lo
que hace nuestro Ordenamiento es tratar de forma diferente, por lo que se refiere a la
protección de la vida y la integridad física, a los seres humanos, en función de su grado
de desarrollo biológico; es decir: en la medida en que ese desarrollo biológico se plasma
legalmente en unos determinados periodos de tiempo, en función de su edad. El
Derecho positivo español ha optado, pues, por no reconocer la condición de persona a
algunos seres humanos, en las primeras etapas de su formación. A partir de ahí, ya no se
puede decir que el Derecho no crea la persona, sino que esta es un prius para él, porque,
como vemos, el Derecho decide quien es persona, y en consecuencia qué seres humanos
deben ser protegidos, y cuáles no [reflexiones similares en COTTA, op. cit., p. 160].
Este planteamiento que critico es asumido implícitamente, en ocasiones. Asi, por
ejemplo, cuando Roca Trías afirma que “lo más importante, a efectos del Derecho no es
saber cuándo empieza la vida, sino cuándo hay que protegerla y cómo debe hacerse. …
. La existencia de vida y la combinación con la viabilidad determinan la aplicación de
una determinada normativa; la inexistencia de vida o la no viabilidad permiten la
experimentación” [ROCA TRIAS, “El Derecho perplejo…” cit., p. 143; el subrayado es
mío]. Y ya antes la autora había escrito: “creo que no es una cuestión discutible a nivel
biológico que la vida existe antes de la implantación del embrión; otra cuestión más
compleja es cuál debe ser la protección que el Ordenamiento jurídico reconoce a esta
vida asi creada” [ROCA TRIAS, op. ult. cit., p. 132]. Según esto, como ya ha quedado
apuntado, cabe decidir que una determinada vida (humana) no es protegible, o es menos
protegible, por ser inviable (lo que sería tanto como afirmar —y ya está siendo
afirmado— que otra determinada vida humana, esta vez de un nacido, es menos
protegible cuando está enferma en fase terminal).
ROCA TRIAS obtiene conclusiones bien significativas, al analizar el criterio de la
viabilidad: transcurridos los plazos legalmente establecidos (catorce días desde la
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fecundación, o cinco años de crioconservación), “en ese momento el embrión deja de


ser considerado como bien jurídico protegido y pasa a tener la consideración de cosa,
pudiendo ser objeto de experimentación: ya no hay vida protegible. […] Por ello, parece
que puede deducirse que no puede ser objeto de infracción, y [303] por tanto no
aparece incluido en los supuestos previstos en el art. 20 de la ley 35/1988 la destrucción
del embrión después del día 14 de su creación, cuando no se haya implantado o bien se
demuestre su inviabilidad, ya que en este momento deja de ser viable y, por tanto,
puede convertirse en objeto de investigación. […]. De la misma manera que cuando el
embrión pierde los sujetos que podría protegerle, se convierte en objeto de
investigación, como parece deducirse de lo dispuesto en el art. 2.f) de la ley 42/1988,
que establece que se podrá utilizar el embrión «si fallecieren los progenitores y no
consta su oposición expresa»” [ROCA TRIAS, op. cit., p. 145, y nota 45; los
subrayados, nuevamente, son míos].
Creo que puede apreciarse fácilmente cómo la ambigua regulación contenida tanto en la
LTRA y la LDUE permite interpretaciones comom la que acabo de recoger, que
amplían notablemente el concepto de inviabilidad, considerando como no viables
embriones que biológicamente lo serían (si fueran implantados, naturalmente: en
realidad, todo embrión in vitro, congelado o no, solo es viable —por ahora— si es
implantado), pero que no han sido implantados en los plazos legales o, simplemente,
que han quedado “huérfanos”. Gráficamente, ha escrito Labrusse-Riou que, asi las
cosas, no cabe extrañarse de que el embrión sea considerado como un mero amasijo de
células a falta de un proyecto parental en que se inserte [cfr. LABRUSSE-RIOU,
“L’enjeu des qualifications: la survie juridique de la personne”, en Droits. Revue
française de théorie juridique, 13 (1991), p. 21; no hace falta decir que la autora no
comparte esta calificación, sino que la critica]. La pregunta es, naturalmente, qué es lo
que cambia en el embrión por el mero hecho de que fallezcan sus padres, y lo convierte
en un mero amasijo de células no protegible, o lo hace inviable.
46. Como puede observarse, una de las claves que determinan falta de protección
suficiente de la vida e integridad física del concebido, es la aplicación del ambiguo y
escasamente definido criterio de la viabilidad, a la hora de autorizar determinadas
intervenciones sobre el preembrión, embrión o el feto.
Me parecen particularmente esclarecedoras, desde este punto de vista, las
consideraciones que realiza el Magistrado D. José Gabaldón López, en su voto
particular a la STC 212/1996, sobre la LDUE. Aunque la cita sea larga, creo que vale la
pena:
“Lo cierto es que la ley no se refiere siempre a embriones o fetos muertos. De hacerlo
así habría seguido las recomendaciones del texto número 1046 (1986) de la Asamblea
Parlamentaria del Consejo de Europa, concretados y reproducidos por el posterior 1100
de 1989, y habría aplicado estrictamente el criterio de la sentencia antes citada [se
refiere a la STC 53/1985]. Y en lugar de referirse reiteradamente a la antítesis
embriones o fetos vivos frente a viables o no viables, habría establecido una clara
distinción entre fetos o embriones vivos y muertos o no vivos porque, si ha de
protegerse la vida, el único término de exclusión será el de que se trate de organismos
en que ya no hay vida. Mientras la haya, es decir, mientras no pueda decirse que falta y
por consiguiente que están muertos, los embriones y fetos no viables tienen vida,
incluso aunque no tengan esperanza razonable de seguir viviendo.
» [la LDUE] lejos de distinguir nítidamente la situación en que los fetos o embriones
estan vivos de aquella otra en la que ya no lo están, introduce un término equívoco e
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indeterminado, cual es el de la viabilidad o inviabilidad, cuya aplicación necesariamente


va a diferenciar los embriones o fetos vivos de aquéllos que, mediante una ulterior
interpretación normativa o bien mediante una apreciación clínica o científica, se
consideren no viables con la consecuencia de que éstos, pese a estar vivos, ya no estarán
protegidos y tendrán la misma consideración de objeto aplicable a cualesquiera tejidos
de [304] un ser humano despues de muerto. Asi, la aplicación de una eventual
calificación de la ley, les excluye de la protección constitucional que ha de darse a la
vida.
»Esta consecuencia no puede quedar justificada por una argumentación que distingue lo
viable como capaz de vivir de lo no viable, como incapaz de desarrollarse hasta dar
lugar a un ser humano, porque ser humano es ya mientras no haya muerto. Aquella
argumentación se opone, pues, a la lógica porque el embrión que pueda calificarse como
no viable es porque todavía está vivo, cualesquiera sean los pronósticos que acerca de
sus posibilidades de desarrollo puedan hacerse. Si está vivo, debe ser protegido y los
preceptos legales que permitan una interpretación y aplicación contraria, apartándose de
la citada doctrina de este Tribunal sobre la materia, vulneran el art. 15 CE”.

5.– La reserva de derechos en favor del no concebido.


48. Es habitual en nuestra doctrina abordar brevemente la situación del no concebido
(concepturus o nondum conceptus), después de haber analizado la del concebido [cfr.,
por todos, DE CASTRO, op. cit., pp. 133 y ss.; CASTAN-DE LOS MOZOS, Derecho
civil español común y foral, 1-II cit., pp. 132 y s.; LACRUZ-DELGADO, Elementos…
I-2º, cit., p. 28; DIEZ-PICAZO y GULLON, Sistema…, cit., pp. 230 y s.;
CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., pp. 786 y ss.; HUALDE SANCHEZ, Manual de
Derecho civil, I, cit., p. 123]. Sin embargo, como ha puesto de relieve De Castro, la
semejanza entre el concebido y el no concebido es más superficial que sustantiva [op.
cit., p. 133; igualmente, CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 786]. En efecto, el
concebido es un ser humano ya existente, acreedor por tanto de una protección
específica, que el Ordenamiento le brinda a través de diferentes mecanismos, entre los
que se cuenta el art. 29. El no concebido, sin embargo, no existe; como ha escrito Díez
Pastor, “«no concebido» no es un sujeto lógico, sino gramatical”, y su empleo es
únicamente una forma de facilitar el entendimiento de algunas cuestiones jurídicas
[DIEZ PASTOR, “Apéndice pseudopolémico”, AAMN VI, 1952, p. 592]; o, en
palabras ahora de Alcántara, “el nasciturus es un ser fisiológica y jurídicamente. El
concepturus no es, ontológicamente, un ser” [ALCANTARA SAMPELAYO,
“Atribuciones patrimoniales a favor de «concepturus»”, RDP 1953, p. 96]. No hay,
pues, ni siquiera in itinere, un sujeto de derecho, ni un ser humano que pueda sustentar
la subjetividad jurídica, aunque sea en la mínima expresión que corresponde al
concebido, según hemos visto. Es, pues, un supuesto que queda claramente extramuros
del art. 29 Cc [cfr. HUALDE SANCHEZ, op. et loc. cit.]. El no concebido no puede ser,
en conclusión, titular de derechos [cfr. DIEZ-PICAZO y GULLON, op. ult. cit., p. 230].
Esta fundamental diferencia entre el nasciturus y el concepturus engarza con otra no
menos relevante. En el caso del no concebido “ya no juega la idea de protección a la
persona” [DE CASTRO, op. cit., p. 133], sino que el interés protegido a través de las
técnicas y mecanismos jurídicos a que inmediatamente haré referencia, es la libertad
contractual, testamentaria, etc. del disponente [DORAL GARCIA DE PAZOS, “La
personalidad jurídica”, RDP 1977, p. 114].
68

Y es que lo que sí puede haber, según acepta unánimemente la doctrina, es la reserva de


bienes o derechos en favor del no concebido [emplean esta acertada expresión DE
CASTRO, op. cit., p. 133, y tras él DIEZ-PICAZO y GULLON, op. et loc. ult. cit. y
CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 786]: se significa así que esos bienes o derechos
son destinados a (reservados para) un ser humano que todavía no existe, y por el que,
por tanto, no pueden ser adquiridos (tampoco por aplicación del art. 29, como ya se ha
indicado). Lo que es evidente es el destinatario o reservatario de tales bienes o derechos
habrá de exisitir (primero ser concebido, a los [305] efectos del art. 29, y después nacer
en las condiciones fijadas por el art. 30) para llegar a adquirirlos. Lo que hay, entonces,
es “un acto de disposición que favorecerá a una persona todavía no concebida
situándola en posibilidad de adquirir cuando llegue, si llega a ser concebida y nacer”
DIEZ PASTOR, op. cit., p. 592]. Desde este punto de vista, es más expresiva la
terminología latina (concepturus —el que será concebido—, o nondum conceptus —
todavía no concebido—), que tiene un elemento positivo de esperanza y previsión de
que se produzca la concepción, y tras ella el nacimiento, que la meramente negativa “no
concebido”, que carece de esa connotación (connotación que es precisamente la que da
sentido a la figura).
49. Se trata, pues, de determinar si cabe reservar o destinar derechos en favor de
personas que todavía no existen, ni siquiera como concebidos. Doctrina y
jurisprudencia, mayoritariamente en ambos casos, han dado respuesta afirmativa a este
interrogante, a través del recurso a técnicas bien diversas, en diferentes campos:
1) En el Derecho sucesorio, es habitual la mención de la sustitución
fideicomisaria [cfr., por todos, DIEZ PASTOR, “Las disposiciones testamentarias en
favor de los no concebidos”, AAMN VI (1952), pp. 543 y ss.; LACRUZ-DELGADO,
Elementos… 1-2º cit., p. 28; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. ult. cit., pp. 230 y s.;
CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 787; HUALDE SANCHEZ, op. cit., p. 123]. Se
admite también en la doctrina la institución directa, que se entiende sometida a la
condición de que nazca el instituido [LACRUZ-RIVERO, Elementos… V —5ª ed.,
Barcelona, J.M. Bosch Editor, 1993—, p. 61; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. ult. cit.,
p. 231; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., pp. 788 y ss.; HUALDE SANCHEZ, op. et
loc. cit.], opinión que cuenta con apoyo claro tanto en la jurisprudencia del TS
(sentencias de 25 de abril de 1963, 3 de abril de 1965, 4 de febrero de 1970 o 28 de
noviembre de 1986) como en la doctrina de la DGRN (resoluciones de 27 de diciembre
de 1982 y 29 de enero de 1988). En tanto se produce el nacimiento, los bienes
hereditarios quedan en administración, conforme a las previsiones de los arts. 801 a 804
Cc [STS de 4 de febrero de 1970; cfr. también CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p.
790].
2) En cuanto a las donaciones, la doctrina mayoritaria se inclina por excluir la
posibilidad de donaciones directas en favor del no concebido, asi como la aplicabilidad
del art. 627 [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 137; ALBALADEJO, “Comentario al art.
627”, cit., pp. 133 y ss. —con un amplio análisis—; LACRUZ-DELGADO, op. et loc.
cit.; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 792. Contra, sin embargo, DIEZ PASTOR,
“La donación al no concebido”, AAMN VI (1952), pp. 120 y ss., especialmente, con
respecto a la aceptación para el no concebido, pp. 145 y ss.; ALCANTARA
SAMPELAYO, op. cit., p. 107]. En cambio, se admite sin graves dificultades la
posibilidad de destinar bienes al no concebido mediante una donación con cláusula de
reversión —art. 641 Cc— [cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 137; LACRUZ-DELGADO,
op. et loc. cit.; DIEZ-PICAZO y GULLON, op. ult. cit., p. 231; HUALDE SANCHEZ,
op. et loc. cit.].
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3) Cabe también reservar o destinar bienes o derechos al no concebido, mediante


actos inter vivos, a través de diferentes mecanismos contractuales, como son —con sus
respectivas peculiaridades de régimen—, el contrato a favor de tercero, el contrato para
persona a designar, el contrato con facultad de subrogación, o instituciones similares
[cfr. DE CASTRO, op. cit., p. 138; CABANILLAS SANCHEZ, op. cit., p. 791].
Cabe concluir, con De Castro, que “el derecho permite al testador (o a los contratantes),
por la amplitud dejada a su autonomía (e indirectamente por razones de equidad) que
cree situaciones de pendencia (vinculaciones limitadas) en favor de personas no
existentes, pero determinables” [DE CASTRO, op. cit., p. 138]. Por [306] lo demás, el
estudio pormenorizado de todos estos mecanismos, y de la problemática que plantean,
deberá abordarse en sus sedes respectivas.

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