Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Sentimos la necesidad de hacer algo para cambiar, el problema es que no sabemos por dónde comenzar.
Programa de vida espiritual Sería bueno pensar en cómo se encuentra nuestra vida cristiana
para luego emprender el camino hacia la perfección.
Este crecimiento nos puede parecer muy difícil, pero ¡son tantos los medios que tenemos!.
Algunos de ellos son esenciales, tales como; la lucha contra el pecado, estar alertas para no
caer en tentaciones, acudir a los sacramentos frecuentemente, ya que la vida sacramental nos
fortalece; luego, las buenas obras, que nos alcanzan méritos allá en el cielo; y por supuesto, la
oración, ese diálogo con Dios en donde se pueden encontrar las fuerzas necesarias y pedir
aquellos dones que nos hacen falta, ¡tenemos tantas carencias!.
Además de los esenciales, tenemos otros medios, los secundarios. Que pueden ser internos,
entre los cuales encontramos: la presencia de Dios en nuestra alma, el examen de conciencia
para conocer nuestras debilidades o fallas, tener el deseo de alcanzar la perfección, pues sin
esto no vamos a ir muy lejos, estar conformes con la voluntad de Dios, es decir, aceptar Su
plan para mi, por muy difícil que sea, ser fieles a la gracia recibida, mejorar el propio
temperamento, trabajar en la formación del carácter.
Luego, tenemos los medios externos. Estos son la lectura espiritual, mediante la cual podemos
ir conociendo nuestra fe, el círculo de amistades, hay que saber escogerlas bien, la dirección
espiritual cuando sea posible, el servicio a los demás y el plan o programa de vida.
Muchas veces hemos sentido que algo anda mal con nuestra vida espiritual. No sabemos
exactamente qué pasa, pero no estamos contentos con nuestra relación con Dios.
De este sentimiento surge la necesidad de hacer algo para cambiar la situación. El problema es
que, a veces, no sabemos ni por dónde comenzar.
Vivimos con tanta prisa, que ni tiempo tenemos de pensar en qué tenemos que cambiar, ni
cómo hacerlo, ni por dónde empezar.
¿Queremos cambiar nuestra vida? La solución es fácil. Comencemos por hacer un plan o un
programa de vida.
Pero, ¿qué es eso? Eso, no es otra cosa que un programa de vida espiritual resultado de un
autoconocimiento. Cada quien debe realizarlo, después de meditar en qué es lo que le aparta
de Dios. Debe ser concreto y realista, sin divagaciones, sin justificaciones, es un trabajo
espiritual, fruto del conocimiento de sí mismo.
Con el plan de vida, que poco a poco, vamos descubrir cómo hacerlo, vamos a poder hacer los
cambios necesarios para eliminar esos defectos que a Dios no le gustan de cada uno.
Entonces, tendremos una mejor relación con Dios, con nosotros mismos y con los demás.
En el plan de vida debe existir un objetivo, una meta, un ideal al que se tiende. Para
establecerlo, hay que descubrir muchas cosas y conocer el camino para trabajarlo.
Aquí podremos ir aprendiendo cómo hacerlo, cómo trabajarlo. Como resultado, obtendremos
una mayor paz interior, una mayor alegría.
¿Cómo hacer un programa de vida?
El primer paso para hacer un programa de vida.
No nos ha faltado ni buena voluntad, ni carácter. Lo que sucede es que hemos fallado en el
método. Si queremos en verdad llegar a un verdadero cambio de vida , lo que necesitamos es
descubrir nuestro defecto dominante, hacer un plan para atacarlo y poner manos a la obra.
Esto se llama hacer un programa de vida, un verdadero programa para reformar nuestra vida
y lograr ser un hombre o una mujer nueva. Es fácil, pero requiere de una técnica, de unas
herramientas y de constancia en el trabajo.
Mírate en un espejo.
Sí, no tengas miedo. Hombre o mujer, joven o adolescente, ¿qué más da? Cuando tienes unos
kilos de más, cuando quieres alcanzar una mejor figura, un mejor rostro, no te da pena y te
miras al espejo. Ahí, frente a frente descubres lo que está bien, o eso que está mal. Y decides
comenzar ¡cuánto antes, por favor! una dieta, un tratamiento de belleza o un régimen físico
para estar y sentirte mejor. Y eso lo logras sólo si eres capaz de verte en el espejo y ver la
realidad de las cosas.
Con la vida del espíritu sucede lo mismo. Debes mirarte en el espejo y contemplar a un hijo o
una hija de Dios. Y debes ver el contraste. Esa imagen que ves en el espejo quizás no es la
imagen ideal de un hijo de Dios. Contemplas una persona que puedas estar alejada de Dios o
que está en camino de acercarse a él, pero ¿qué le hace falta? Te das cuenta que estás lleno
de defectos, de actitudes que no corresponden a las de un buen cristiano. Vicios que se han
arraigado con el tiempo y que forman ya parte de una personalidad, pero una personalidad
que se aleja del camino de Dios. ¿Qué puedes hacer?
No puedes pasarte la vida entera frente al espejo y lamentar tu situación y decir simplemente:
“Eso de ser hijo de Dos no es para mí”. No puedes conformarte con pensar que si Dios te hizo
de esa manera deberás continuar así durante toda la vida. Esa es la historia de muchos
católicos, que llamados a una vida mejor, a una vida de verdadera santidad, se conforman con
ir tirando, con no ser malos y no son capaces de lanzarse a las alturas. Se parecen un poco al
polluelo de águila, que herido a la mitad del camino, lo encuentra un campesino y lo lleva a su
granja. Lo mete en el corral de las gallinas y espera un poco de tiempo a que se cure. El
polluelo se adapta a la vida delas gallinas, come como las gallinas, hace todo igual que las
gallinas. Y en el momento en que debe levantar el vuelo a las alturas, a mirar al sol de frente,
no es capaz de hacerlo, se queda en tierra picando la tierra, buscando su alimento entre
lombrices y granos de trigo.
Como católicos estamos llamados a alcanzar las alturas de la santidad: ¡ser santo! Así, entre
signos de admiración. Esa imagen que debes contemplar en el espejo es la de un verdadero
santo, la de una verdadera santa. En medio de la vida cotidiana, santificándote con tu esposa
y tus amigos, con tus parientes, con tu novio en el antro, en todas partes. ¿Te miras al espejo
y no te reconoces como santo?
Si no somos santos, no te disculpes ni busques pretextos. Hay un refrán que dice “cuando los
defectos se inventaron, se acabaron los tontos”. Tu mismo podrías hacerme aquí una lista de
pretextos: no soy santo porque no he sido llamado a la santidad, no soy santa porque no me
dan los medios, no soy santo porque me da miedo, no soy santo porque otros no me dejan ser
santo. Y así la lista podría seguir al infinito.
No te compliques y saquemos una conclusión: no eres santo porque no has luchado con
inteligencia para alcanzar la santidad. Fíjate muy bien que he subrayado la palabra con
inteligencia. Quizás después de un retiro espiritual, de unas jornadas de oración o de un taller
de vida cristiana hayas sentido ganas de ser santo, de ser mejor, de acercarte más a Cristo.
Eso es muy bueno. Querer es poder, alguien ha dicho por ahí. Pero... ¿has puesto los medios?
No basta simplemente con querer. Hay que poner los medios. Y uno de los medios más
importantes para ser santo es descubrir tu defecto dominante y trabajar por combatirlo.
Todos tenemos defectos que debemos atacar para conseguir la santidad: Yo me enojo muy
pronto y pierdo el control de mí mismo, hay quien no puede ser caritativo con los demás
porque está más allá de sus propias fuerzas, los hay que se quedan a mitad del camino de la
santidad porque la pereza les paraliza del todo. Eso es normal. Decir que tenemos defectos
equivale a decir que somos humanos, equivale a describir nuestra naturaleza, por lo cual no
tiene nada de especial que en el camino de la santidad hayas encontrado esos defectos. Ahora
bien, hay muchos defectos que combatir, ¿por cuáles debemos comenzar? Son muchos y de
muy variada especie...
En la vida espiritual todos los defectos los podemos agrupar en dos grandes grupos: los
defectos cuya raíz están en la soberbia y los defectos que tienen su raíz en la sensualidad.
La soberbia no es más que sentirme yo el centro del universo, pensar que yo siempre tengo la
razón y que todos deben obedecerme, creer que mi punto de vista es infalible. Algunas
manifestaciones de la soberbia son: deseo de estima, vanidad, dureza de juicio, dureza en el
trato con los demás, terquedad, altanería, impaciencia, autosuficiencia, desesperación, rencor,
juicios, temerarios, envidia, crítica, racionalismo, respeto humano, individualismo, insinceridad,
ira, temeridad en las tentaciones, apego a los cargos, desprecio de los demás, compararme
con los demás, hacer distinción de las personas y no verlas a todas como hijos de Dios, vivir
como si Dios no existiera haciéndolo a un lado en la propia vida, susceptibilidad, no saber
escuchar, servirme de Dios y no buscar servirlo, ver a Dios más como señor y juez que como
Padre y amigo.
De otro lado, tenemos los defectos cuya raíz va a la sensualidad que es poner nuestra
comodidad como el valor supremo de nuestra vida. Algunas manifestaciones de sensualidad
son: flojera, pérdida de tiempo, huida de todo lo que suponga sacrificio, concupiscencia de la
vista y de la mente, sexualidad desordenada, excesos en el comer y en el beber, deseos
desordenados de tener y de consumir, despilfarro, lecturas, conversaciones y espectáculos que
fomentan la sensualidad y la vulgaridad.
Aquí tenemos los dos grandes pesos que nos impiden alcanzar la santidad: la soberbia y la
sensualidad con una gama de manifestaciones. Cada uno de nosotros tiene manifestaciones de
soberbia y de sensualidad. Un ejército no se gobierna lanzando batallones de infantería a
diestra y siniestra. Se analiza el enemigo, tratamos de conocer sus armas, su potencial y se
lanza el ataque enfocándolo a objetivos muy precisos. Lo primero que debemos hacer es
conocer a nuestro enemigo: ¿con quién vamos a enfrentarnos? ¿Con la soberbia o con la
sensualidad? No se trata de hacer un elenco exhaustivo de todas esas manifestaciones.
Debemos combatir con inteligencia, ya lo hemos dicho. Hacer una lista de todas las
manifestaciones que me alejan de Dios no tiene ningún caso. Se necesita descubrir la raíz de
esas manifestaciones y lograr llegar a decir: “yo estoy alejado de Dios porque soy un soberbio
con tales manifestaciones” o decir también: “yo no soy hija de Dios cuando me dejo llevar por
mi defecto dominante que es la sensualidad con estas y estas manifestaciones”. ¿Cómo puedo
llegar a esto?
Todas las noches, antes de acostarte, haz un pequeño balance y en una hoja escribe las fallas
que hayas tenido en ese día. Debes ser muy sincero y no aparentar nada a ante nadie. Sé
humilde y escribe: me enojé con mi hermano, no fui lo suficientemente paciente con mi
esposa, se me fueron los ojos al ver tal o cual revista, no escuché a mi compañero de trabajo,
traté de imponer mi punto de vista sin escuchar a los demás.
Después de hacer esa lista, cataloga cada una de las faltas, poniendo las letras “So” si han
sido manifestaciones de soberbia o “Se” si han sido manifestaciones de sensualidad. Haz el
propósito de revisarte todas las noches haciendo estas clasificaciones de faltas. Después de
una semana habrás encontrado tu defecto dominante, pues tú mismo te darás cuenta si es la
soberbia o la sensualidad la raíz de tus faltas más frecuentes. Seguirás siendo como todos los
humanos teniendo defectos de soberbia o de sensualidad, pero habrás descubierto que uno de
ellos es el que más te aleja de Dios.
Ahora, con tu defecto dominante ya conocido, será más fácil comenzar el camino de la
santidad.
Cuestionario.
1. ¿Llevé a cabo el balance del día, tratando de descubrir el defecto dominante? Sí____
No____
¿Por qué?
4. ¿He revisado durante todas las noches mi programa de crecimiento interior, mediante las
preguntas de control?
Sí____ No____
¿Por qué?
¿Qué conclusión has sacado de las respuestas a este cuestionario? Y por favor... he hecho
estas preguntas no para descorazonarte sino simplemente para que te sirvan como guía en el
camino de tu santidad.
Muchas veces nos sucede que comenzamos un camino nuevo. Como en el Año Nuevo o
después de asistir a unas jornadas de oración, a un retiro o asistir a un evento significativo
(la muerte de un ser querido, un accidente, el nacimiento de uno de nuestros hijos).
Percibimos que Dios nos pide algo más, nos damos cuenta que no podemos seguir siendo los
mismos y surge en nuestro interior el deseo de alcanzar la tan anhelada santidad. Pero...
más tardamos en hacer ese propósito que en comenzar a quebrantarlo. Quizás te haya
sucedido lo mismo con tu programa de reforma de vida. Analizaste tu defecto dominante,
apuntaste sus manifestaciones, escribiste los medios, pasa el tiempo y te das cuentas que no
avanzas. ¿Qué sucede? ¿No hay ilusión por cambiar? ¿No hay “campanas” en tu interior que te
muevan a ser mejor, a alcanzar las metas que te propusiste? Puede ser que tengas esa
ilusión, pero lo que ha faltado es fuerza de voluntad. Nos sucede lo que Ovidio expresaba en
una frase latina que ha quedado esculpida para la eternidad: “Veo lo mejor y lo apruebo,
pero sigo lo peor.”
Es dura esta frase, pero es muy cierta. Quieres alcanzar la santidad, pero no has podido.
Quieres combatir tu defecto dominante que es el que te tiene atado y no te deja ser mejor.
Ves el bien, estás de acuerdo con él, pero has seguido el camino del mal, has seguido siendo
el mismo, no has logrado conquistar tus ideales. Ante todo calma, “Roma no se conquistó en
un día”. Estás comenzando a combatir a un enemigo que ya se había convertido en un
huésped permanente de tu corazón. ¿Y pretendes deshacerte de él de la noche a la mañana?
No va a ser fácil, pero no será imposible. Lo que debes hacer es revisar que tal está tu
fuerza de voluntad.
Muchas veces sucede que vislumbramos perfectamente lo que debemos hacer para alcanzar
la santidad. La fe y la razón nos lo están diciendo: “Haz esto, no hagas lo otro” Y lo hemos
consignado en nuestro programa de vida espiritual. Pero nuestros sentimientos nos pueden
jugar una mala pasada y cualquier eventualidad nos desmorona. Desde los cambios de clima
hasta los enojos más grandes nos hacen sentir mal. En una mañana lluviosa nos cuesta más
trabajo estar de buenas y ceder el paso a todos, sonriendo de oreja a oreja. Si nos dejamos
guiar por los sentimientos somos como una hoja en tiempo de vendaval. En un momento
podemos estar en un prado verde, lleno de flores. Pero sopla el viento y nos lleva al techo
de una casa. Vuelve a soplar y nos encontramos en medio de la suciedad más grande. Si
nuestra vida gira al vaivén de las circunstancias y de lo más o menos sensibles que estemos o
de la forma en qué percibamos dichos factores externos, no llegaremos muy lejos.
“El hombre es su voluntad”, ha dicho Rosmini, un escritor espiritual del siglo XIX. Y es
cierto. Tú eres lo que te propongas. No lo que sueñes, no lo que te imaginas, no lo que
tengas ganas. Necesitas un poco de ilusión para querer alcanzar tu meta. Necesitas también
la motivación suficiente para seguir siempre cuesta arriba, como decían esos versos del
escritor inglés Rudyard Kipling: “Aunque vayan mal las cosas, como a veces suelen ir.
Aunque ofrezca tu camino, sólo cuestas que subir. Aunque tengas poco haber, pero mucho
que pagar. Un descanso, si acaso debes dar, pero nunca desistir”.
Tener fuerza de voluntad no significa el no sentir las cosas, el no tener dificultades, ser un
iluso que no se da cuenta de que las cosas a veces nos cuestan especialmente en el plano de
la vida espiritual. La fuerza de voluntad es una facultad, es una capacidad que tiene el
hombre y la debe cultivar. No es que unos hombres hayan nacido con más o menos fuerza de
voluntad que otros. Como facultad que es se desarrolla con la repetición de actos. Como la
fuerza física o la agilidad. Los atletas, los deportistas no nacieron con esa masa de músculos
en sus pechos o con agilidad en sus piernas. La fueron desarrollando a través de unos
ejercicios muy bien pensados. Con la fuerza de voluntad nos sucede lo mismo. Tenemos que
desarrollar esa fuerza de voluntad todos los días, a través de la repetición de actos, algunas
veces sencillos, otras veces difíciles.
Mejor no seguimos con las preguntas y te dejo a continuación unos tips para fortalecer tu
voluntad. Podrán parecerte tontos o ingenuos. ¿qué tiene que ver el dejar de fumar a ciertas
horas con mi defecto dominante? ¿En qué se relaciona el levantarme a la primera y no
quedarme acurrucado en la cama durante diez quince o veinte minutos con mi pasión
dominante? Decíamos que la voluntad es una facultad. Al desarrollarla a través de esos
actos, la vamos preparando para combatir con mayor fuerza nuestro defecto dominante. Así
como un futbolista ejercita su resistencia su fuerza a través de un campamento en la
montaña, nosotros podremos ser más eficaces cuando combatamos nuestro defecto
dominante si contamos con una voluntad fuerte, decidida, pronta a vencer nuestras
inclinaciones más inmediatas.
Como te decía antes, es difícil el camino, pero no imposible. Te dejo esta lista para que la
practiques y la integres a tu vida. Verás como en unos días serás diferente. NO tengas miedo.
Nadie ha muerto por exceso de fuerza de voluntad. Sin embargo muchos se han quedado a
medias en su camino a la santidad porque no han tenido una gran voluntad.
No me extiendo más. Te dejo la lista y nos vemos en el próximo artículo... si tienes la fuerza
de voluntad para seguir leyéndome.
4. No prendas el radio del coche durante ciertos días, o por lo menos después de haber
conducido durante diez minutos.
5. Sé puntual en todos tus compromisos (aunque sepas que otras personas van a llegar
tarde).
Defecto dominante:
Principales manifestaciones:
Virtud a conquistar:
Luces
1. Busca pequeños actos en los que puedas vencerte y luchar. Aunque caigas, levántate y
vuelve a empezar.
2. Vence tus gustos y tus inclinaciones más inmediatas.
3. Mientras más motivación tengas, más fuerza de voluntad irás adquiriendo.
4. Fija para tu vida objetivos claros, precisos, bien delimitados y estables.
5. Busca en tu vida lo más arduo y difícil, por pequeño que sea.
6. Gobiérnate a ti misma: no te dejes llevar por enfados, sentimientos o estímulos primarios.
7. Incluye en tu vida la constancia en tus actos.
8. Busca una sana proporción entre los objetivos y metas de tu vida y los instrumentos que
utilizas para obtenerlos.
9. Incorpora la fuerza de voluntad en todos tus quehaceres.
10. La educación de la voluntad no tiene fin.
2. Medita en el hombre o mujer perfecto, imagen de Dios que llevas dentro de ti.
3. Proyecta esa imagen a tu vida actual y señala con una cruz o con una paloma el
cumplimiento de las siguientes pautas de la felicidad y lo que puedes hacer para alcanzarla.
Guía rápida y sencilla para hacer de la oración una fuente de crecimiento interior.
1. Buscar el mejor lugar y el mejor momento para hacer la oración. Recordar que Dios habla
en el silencio.
2. Buscar un texto adecuado para mi crecimiento interior. Un texto que me ayude a combatir
mi defecto dominante: un libro de algún autor espiritual, el evangelio, algún libro sugerido por
una persona avanzada en su crecimiento interior.
3. Ponerse en presencia de Dios. Saber que Dios me escucha y que está presente en la
oración:
a) Acto de fe: creo Señor en ti. Ayúdame a seguir creyendo.
b) Acto de esperanza: confío en tu ayuda, en que me darás “el agua” de tu gracia para seguir
creciendo interiormente.
c) Acto de caridad: te amo porque eres infinitamente bueno y porque a Ti solo debo amarte
con todo mi ser.
4. Pedir la ayuda del Espíritu Santo para que me guíe y me ilumine en la oración.
5. Abrir el alma y aceptar cumplir la voluntad de Dios: “Señor, yo quiero cumplir tu voluntad”.
6. Leer el texto seleccionado en forma pausada, buscando que las palabras hablen a mi alma,
más que a mi inteligencia.
7. Detenerme en el momento en que una idea ilumine mi alma o sienta que me ayuda en mi
crecimiento interior.
9. Atrapar la gracia: identificar lo que tengo que hacer para cumplir con su voluntad.
10. Llevar la gracia a mi corazón: querer cumplir en el corazón lo que Dios me ha pedido.
11. Identificar los medios prácticos para llevar lo visto en la oración a la acción. Escribirlo, si es
necesario.
Cuestionario 1.
1. ¿Llevé a cabo el balance del día, tratando de descubrir el defecto dominante? Sí____
No____
¿Por qué?
4. ¿He revisado durante todas las noches mi programa de crecimiento interior, mediante las
preguntas de control? Sí____ No____
¿Por qué?
Cuestionario 2.
5. ¿Qué medios concretos voy a seguir poniendo para aprovechar mejor estas “Luces”?
Cuestionario 3.
2. ¿Cuáles fueron las manifestaciones de mi defecto dominante en las que más trabaje durante
la semana pasada?
3. ¿Puedo decir que ya se están comenzando a notar los frutos de mi conversión? ¿En qué
aspectos?
a) Conmigo mismo:
b) Con mi esposo (a):
c) Con mis hijos:
d) Con mis amigos y con la sociedad en general:
4. ¿Qué frutos he obtenido de mi purificación interior? ¿Siento que ya tengo la fuerza de Dios
(su gracia) para trabajar más fuertemente contra mi defecto dominante?
Cuestionario 4.
2. ¿Puedo decir que he aprendido en esta última semana a ya no girar en torno a mí, sino en
torno a Dios y a los demás?
3. ¿Cuáles fueron los actos de caridad que cumplí con más dificultad?
5. ¿Puedo decir que cada día me acerco más al hombre perfecto que Dios ha puesto en mí?
Cuestionario 5.
1. ¿He comenzado a hacer mi oración de acuerdo a la guía que me han dado? ¿Por qué sí o
por qué no?
2. ¿He comenzado a experimentar los frutos de la oración? ¿Mayor paz y tranquilidad? ¿Fuerza
para continuar con mi programa de crecimiento interior? ¿Luz para mi vida?
3. ¿He comenzado a “atrapar” las gracias de Dios en la oración? ¿Cuáles han sido las gracias
que he recibido en la oración, durante la semana pasada?
4. ¿Cuáles han sido los obstáculos o las dificultades más grandes que he enfrentado para
cumplir con mi oración? ¿Cansancio? ¿Aburrimiento? ‘No le he dado la importancia debida?
5. ¿Qué voy a hacer para vivir mi oración la siguiente semana?
Cuestionario 6.
3. ¿Siento vivamente cuando he cometido a una falta en cualquiera de los aspectos anteriores?
¿o ya estoy acostumbrado?
4. ¿Qué he hecho por conocer la aplicación de la Ley de Dios en mi vida diaria? ¿He ido a la
deriva, guiando mi conciencia según la opinión de los demás, o según lo que Dios me va
indicando?
En nuestro artículo anterior dimos a conocer algunas herramientas para fortalecer nuestra
voluntad. Algo así como una “gimnasia para fortalecer la voluntad”. Como toda facultad, si no
se usa, puede atrofiarse. Y la voluntad también puede atrofiarse cuando no se practica.
Existen muchos peligros hoy en día que no nos dejan practicar nuestra fuerza de voluntad.
Vamos a explicar algunos de ellos y así estar conscientes del efecto que pueden causarnos en
nuestro camino para alcanzar la santidad.
¿Cómo va a ser posible que la voluntad me lleve a cumplir los propósitos de mi programa de
reforma de vida, si en el fondo yo creo que no voy a conseguir nada objetivo en orden a la
santidad? Y esta actitud muy bien puede tener su origen en la soberbia o en la sensualidad.
Soberbia porque no quiero dejar de ser como soy para transformarme en lo que Dios quiere
que sea. Es una soberbia muy sutil, muy “encaramelada” muy cubierta de buenas formas: “así
soy yo”, “yo no he nacido para esto”, “me conformo con no hacer mal a nadie”. Y puede darse
también una actitud de sensualidad porque sabemos que el cambio implica sacrificio, dejar
posturas cómodas, hábitos arraigados y ante la lucha nos viene temor, dudamos, no estamos
seguros de nosotros mismos.
Otro obstáculo para lograr una voluntad grande y fuerte es el formado por nuestros
sentimientos. Nos dejamos llevar por los sentimientos de cada día. Hoy puedo haberme
levantado con una gran ilusión por ser santo, pero... mi marido no se despidió de mí con un
beso como siempre sueles hacerlo..., mi jefe en el trabajo me impuso unas órdenes que a mí
no me corresponden cumplir..., el profesor en la clase fue injusto conmigo y me dejó más
tarea que a los demás... Y cada uno de estas circunstancias nos golpean nos hieren. Eso es
normal. No somos de palo y si Dios nos ha dado una sensibilidad es para enriquecer nuestro
espíritu, para vibrar con las necesidades de los demás, para comprender el dolor ajeno. Los
sentimientos son pasajeros: van y vienen. Pero nuestra razón debe imponerse a ellos, es más
debe aprender a gobernarlos y así, puede aprovechar aquellos sentimientos positivos y
rechazar los negativos. Si yo en la mañana me levanto con ganas de comerme el mundo, pero
el día que está nublado y lluvioso hace que me deprima y que me quede en la cama o que
salga con una cara de enfado y malestar, señal es que soy una persona que se deja llevar por
los sentimientos. Si por el contrario, tengo metas claras y una voluntad forme, entonces
aprovecharé ese sentimiento positivo con el que amanecí y encauzaré las ganas de comerme
el mundo en forma positiva para cumplir con perfección mi deber. Y si el día está nublado pues
aplicaré lo de “al mal tiempo, buena cara”. Es decir, que teniendo una voluntad firme, no me
dejaré llevar por los sentimientos. Dejarme llevar por los sentimientos es soltar el timón de mi
vida y dejarla al garete de las circunstancias, de los hechos, de las emociones. De esa forma el
barco no puede llegar a ningún puerto.
Otro peligro que puede atacar mi voluntad, hasta el punto de paralizarla es el hedonismo.
Tener el placer y la comodidad como el máximo valor en mi vida y por lo tanto, encauzar todo
mi ser a la adquisición de aquellos bienes o circunstancias que me proporcionen mayor placer,
mayor bienestar, mayor comodidad. Frente a un sacrificio que me pueda exigir mi programa
de reforma de vida, si toda mi persona tiende a la ley del mínimo esfuerzo, no seré capaz de
mover un solo dedo para sacrificarme y lograr la meta que me he propuesto. El hedonismo se
va pegando en toda mi persona hasta tal punto que compromete mi libertad esclavizándola.
¿Te has preguntado cuántas veces has elegido lo más cómodo, lo más fácil, lo más inmediato,
porque te hacía sentir bien? ¿Eres capaz de sacrificar un poco de charla insustancial con las
amigas o con los amigos para dedicar ese tiempo a algún apostolado o alguna acción social en
beneficio de los más necesitados? Preguntas sencillas, como las de una encuesta, pero que
nos permiten conocer hasta qué punto estamos esclavizados por lo más inmediato, por lo que
nos proporciona un placer pasajero.
Estos son los peligros que pueden enredar y entorpecer mi voluntad hasta llegar a atrofiarla.
Con la voluntad atrofiada no podré conseguir nunca mi meta de alcanzar la santidad.
Para fortalecer mi voluntad, además de hacer esos actos voluntarios en los que yo me niego a
mí mismo con el fin de ejercitar el “músculo” de la voluntad y así siempre tener flexible en
cualquier momento, debo contar con un mot-or. Mot-or viene de la unión de dos palabras
claves en la formación de mi voluntad. Mot: de motivación. Or: de orden.
Motivación. No es fácil ponernos metas en nuestras vidas. Más difícil es luchar por
conseguirlas. Y muchísimo más difícil es tener constancia para adquirirlas. Si yo no estoy
motivado por alcanzar esas metas, como los boxeadores “voy a tirar la toalla” a la mitad de la
pelea, o.. cuando comience lo difícil de la pelea. Estar motivado no es sólo “desear” hacer las
cosas. Estar motivado es quererlo alcanzar y tener siempre en mente el ideal al que queremos
llegar. ¿Te acuerdas de la imagen del espejo que utilizamos al comienzo de esta serie de
artículos? Bueno, pues estar motivado es tener siempre presente esa imagen, ese modelo que
queremos alcanzar. Y nuestro modelo por excelencia es Cristo. Debemos, como nos invita el
Papa en la Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte no. 1 aprender a “contemplar el rostro de su
Esposo y Señor”. Ver a Cristo, no como alguien lejano, perdido en el pasado histórico, sino
como nuestra meta. Alguien al que debemos imitar, al que debemos seguir de cerca. Viendo
su rostro podremos tener la motivación necesaria para alcanzar la santidad, para no
desfallecer en el camino. Si no tenemos constantemente presente ese rostro, nos
desalentaremos frente a los fracasos y dejaremos de luchar por alcanzar la santidad de vida a
la que estamos llamados. Ver el rostro de Cristo es revisar cada noche nuestro programa de
reforma de vida, aceptar humildemente nuestras derrotas, dar gracias por los éxitos y
proponernos ser mejores el día siguiente para parecernos, para convertirnos más a Cristo. Ver
el rostro de Cristo y motivarnos en nuestra vida, debe ser una misma cosa.
Orden Trabajar con orden, con método. Trabajar con nuestro programa de reforma de vida.
En los negocios, en los proyectos, existe una ruta crítica que debemos seguir; un programa
una guía un calendario. Los pilotos de vuelos, los capitanes de barco siguen una bitácora de
viaje para llegar a tiempo y sanos y salvos a su destino. Los mejores platillos en la cocina se
preparan siguiendo minuciosamente las recetas. Las tareas en la escuela se realizan siguiendo
un orden. Si queremos conseguir algo estable y duradero debemos seguir un orden. Lo mismo
en nuestra vida espiritual. Hay que fijarnos metas, hay que dar los pasos necesarios para
adquirir esas metas. Es necesario un orden. Tu puedes fijarte en tu programa de reforma de
vida las metas para cada mes. Recuerda lo que decía Tomás de Kempis en su libro “La
imitación de Cristo”: “Si cada año quitáramos de nuestra vida un defecto, al final de nuestras
vidas seríamos santos”. Pero para quitar un defecto cada año es necesario trabajar con orden,
con constancia. “Festina lente”, despacio, que voy deprisa, decían los latinos. Tenemos prisa
por ser santos, pero debemos trabajar cada día luchando por adquirir la virtud necesaria para
combatir nuestro defecto dominante.
Cuestionario.
5. ¿Qué medios concretos voy a seguir poniendo para aprovechar mejor este curso de
“Luces?”
¿Qué calificación obtuviste? Lo importante no es la calificación, sino las actitudes que has
venido desarrollando a partir del momento en que has comenzado tu programa de crecimiento
interior, que no es otra cosa que tu programa de conversión. Y es que quizás, lo más difícil de
aceptar en nuestro camino de conversión es constatar que no somos lo que deberíamos de
ser. Y esto, que suena un poco a trabalenguas, no es un trabalenguas sino una de las
verdades dela vida espiritual más profundas y verdaderas: no somos lo que estamos llamados
a ser. Lo que deberíamos ser.
Te invito a hacer un viaje por la Biblia y a descubrir esta realidad. Toma tu Biblia en el libro del
Génesis capítulo 3, versículo 8. Ahí lees lo siguiente: “Oyeron luego el ruido de los pasos de
Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se
ocultaron de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín.” Nos damos cuenta que
Dios acostumbraba venir a la hora de la brisa, a platicar con el hombre, con el dueño de la
creación, con aquél que es su imagen y semejanza. Lo había creado de tal forma que Dios
podía verse en el hombre y el hombre a su vez podía verse en Dios. Pero después de la caída,
que te invito a leer en el mismo libro del Génesis, versículos del 1 al 7, el hombre, se ha
movido del lugar en que Dios lo ha dejado. Ya no está en el puesto en que Dios lo dejó, se ha
movido de lugar.
Movernos del lugar donde Dios nos quiere puede encerrar la verdad de una vida alejada de
Dios, hecha de acuerdo a lo que nosotros creemos que es lo verdadero y no hecha de acuerdo
a lo que Dios quiere para nosotros. Nuestro defecto dominante no es ni más ni menos que esa
fuerza que nos mueve del lugar en el que Dios nos quiere. Dios me quiere, por ejemplo como
un esposo fiel, un padre providente y atento a las necesidades de mis hijos y un hombre
honrado en mi trabajo. Ahí es dónde Dios me quiere, ésa es la forma cómo Dios me ha
pensado desde toda la eternidad. Pero si “muerdo el anzuelo de la tentación” como Adán y Eva
y soy un marido infiel, un padre despreocupado de la formación de sus hijos y un hombre que
en negocio hace triquiñuelas disfrazadas de legitimidad, entonces dejo de ser lo que Dios ha
querido para mí. Y este mismo ejemplo lo puedo aplicar a mi caso personal, como esposa,
como madre, como hija, como estudiante de universidad o preparatoria.
Dios me quiere de un modo muy preciso en cada uno de los lugares en donde me muevo, con
las amistades que frecuento, con las palabras que digo. Nada escapa a esa imagen que Él
quiere para mí. Y que por otro lado, cumpliendo con esa imagen, seré plenamente feliz, con
una felicidad semejante a la que tenían Adán y Eva en el Paraíso. Porque viviendo la vida de
gracia que no es otra cosa que vivir en amistad con Dios a través de la huída del pecado
mortal y venial, viviré con una felicidad plena y total.
Mi defecto dominante es esa fuerza que me lleva a dejar de ser lo que tengo que ser. Llamado
a ser hijo de Dios, prefiero vivir de acuerdo a lo que yo pienso que me puede hacer más feliz.
Pero al reconocer que me he equivocado, que no voy por el buen camino, estoy ya haciendo
mucho en mi labor de conversión: estoy siendo humilde y la humildad es la clave de la
conversión, la clave de mi crecimiento interior.
De nada me sirve cumplir con mi programa de vida si no acepto que me he desviado de lo que
Dios quiere para mí. Ya lo dice Juan Pablo II en su encíclica “Redemptoris missio”, número 43:
“La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de humildad, ante todo en sí
mismos, lo cual se traduce en la capacidad de un examen de conciencia, en el ámbito personal
y comunitario, para conseguir en los propios comportamientos lo que es antievangélico y
desfigura el rostro de Cristo”.
Acercarnos a este rostro de Cristo, como el mismo Juan Pablo II nos lo dice en la carta
apostólica Novo Millenio Ineunte:“Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el camino
ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la
mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.” (Cfr. no. 16)
La posibilidad de serlo nos la da el mismo Cristo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto”. Podemos serlo, en la medida de nuestra humanidad. Pero lo seremos en realidad
en la medida de nuestra humildad. Mientras no reconozcamos que estamos alejados de Cristo,
mientras no reconozcamos que estamos llamados a copiar en nuestras personas la persona y
el rostro de Cristo, mientras no aceptemos que estamos alejados de Cristo, entonces no
lograremos avanzar en nuestro camino de santidad y de conversión interior.
¿Qué necesito para ser santo? Reconocer lo que soy: un hijo de Dios, llamado a imitar a Cristo,
pero alejado de esa imagen por el pecado y principalmente por mi defecto dominante.
¿Cómo puedo ser humilde? ¿Cómo puedo vivir sustancialmente en mi vida práctica la
humildad? Esto lo veremos en nuestro siguiente artículo.
Es cierto que con nuestro programa de reforma de vida, estamos creciendo interiormente,
pero mientras no tengamos una clara conciencia de que somos criaturas de Dios, de que
dependemos de Él, nuestro avance será lento en el camino para adquirir la santidad.
Estaremos construyendo nuestra santidad en la arena y no en roca firme, como nos sugiere el
Evangelio. Podemos entusiasmarnos por unos días, por unas semanas, o por unos meses en
este camino que hemos emprendido. Pero tarde o temprano, si en la base de este combate
contra el defecto dominante no está la humildad, nos desanimaremos y dejaremos de realizar
cualquier esfuerzo para seguir adelante.
Toma tu evangelio y ábrelo en el capítulo 15 de San Lucas, de los versículos 11 al 31. Ahí
Cristo nos relata la historia del hijo pródigo. ¿Cuántas veces hemos meditado estas parábolas?
Ahora quiero que las leas con calma, saboreándolas y aplicándolas a tu vida, principalmente a
tu programa de crecimiento interior. Detente un poco en esta frase: “Y entrando en sí mismo
dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me
muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante
ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y,
levantándose, partió hacia su padre.” (Lc. 15, 17-20)
Para ser humilde debemos seguir los pasos de este hijo pródigo en ese momento, que es el
momento de su conversión. Este hijo pródigo, después de desperdiciar la herencia, se da
cuenta que lo ha perdido todo:¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia,
mientras que yo aquí me muero de hambre! Él, como nosotros, ha malgastado la hacienda que
le ha dado su padre, que no es otra cosa que la capacidad de ser Hijo de Dios. Nosotros como
criaturas nos hemos revelado frente a Dios, como los ángeles caídos (2Pe, 4) y le hemos dicho
que preferimos seguir con nuestro defecto dominante que seguirlo a Él.
La humildad es reconocerse criatura de Dios. Y muchas veces criatura alejada de Dios por el
pecado.
Muchos autores espirituales de nuestros días han expresado esta idea con diversos
simbolismos. Escuchemos a uno de ellos:
“Yo anhelo, Señor, esta santa indiferencia
que me anulará a mí mismo para fundirme en Ti.
Y poder yacer en tus manos como fiel de balanza
Para que Tú lo inclines hacia donde se te antoje.
Pero ser humilde no es buscar en el exterior las cosas que nos hagan ser más humildes.
Humilde no es el que vive arrumbado en un rincón, lejos de la vista de todos, con la mirada
siempre agachada, temeroso de que lo vean. Esa puede ser una caricatura de la humildad y
esconder ahí una gran soberbia. Humilde es el que se reconoce como hijo de Dios y basándose
en ese reconocimiento acepta las condiciones de esa filiación, acepta las condiciones de la
amistad con Cristo. Que esas condiciones le piden aceptar una enfermedad, o un malestar
físico pasajero... pues las acepta gozoso porque es humilde y se sabe que es lo que Dios
quiere de Él en ese momento. Que a su esposo le ha ido bien en el negocio y pueden disfrutar
de un fin de semana extra o comprarse un vestido nuevo, pues lo acepta por que en esos
momentos es la voluntad de Dios y no lo anda presumiendo entre sus amigas. Que uno de sus
hijos está pasando por un mal momento y necesita quizás un poco más de comprensión y
cercanía... como es humilde sabe renunciar quizás a una tarde de dominó con los amigos y
decide invitar a ese hijo o hija a cenar, a tomar un café y platicar con él o con ella, a estar
cerca de él. Que en la Universidad me han ofrecido el plan de irme de vacaciones de Semana
Santa a una playa de ensueño, pero sé que también podría dedicar ese tiempo para catequizar
a comunidades que pocas o raras veces tienen la oportunidad de escuchar la palabra de Dios...
como es humilde sabe posponer los planes personales por los planes de Dios.
No podemos dar un recetario mágico ni una casuística pormenorizada de los casos en que se
vive la humildad. Debemos partir de la base que cada uno debe reconocerse como hijo de Dios
para aceptar las condiciones de esta filiación y de esta amistad. Esto requiere mucha reflexión.
Mucho dominio de sí mismo y mucha valentía. La humildad es una virtud para almas fuertes,
para almas que quieren ser santos y no para almas apoquinadas que se conforman con “ir
tirando más o menos” en su vida de cristianos.
Tienes la meta que es tu conversión, tu santidad. Tienes los medios que son tu programa de
reforma de vida, tu programa de crecimiento interior. Tienes el motor motivación-orden, que
es tu fuerza de voluntad. Pero si no tienes la base que es la humildad para reconocer lo que
eres, en donde te encuentras y hacia donde quieres llegar, no podrás avanzar mucho en tu
camino hacia la santidad.
Para ser humilde debes reconocerte en todo momento como hijo o hija de Dios. Y cuando
fallas, aceptar esas fallas como un alejamiento de lo que Dios quiere de ti. Eso lo veremos en
el siguiente artículo, cuando hablemos de las fallas en tu condición de criatura. Te dejo con
unas claves de la humildad que te ayudarán a vivir cada día tu condición de criatura. No son
fáciles de leer, porque no son fáciles de vivir, pero bien vale la pena hacer el esfuerzo.
Estas claves te recordarán a cada momento lo que debes ser. A veces parecerán duras, pero
en realidad llevan una gran sabiduría espiritual. Intenta vivir una cada día. Verás como al final
de un tiempo tú mismo acabarás por no reconocerte. Empezarás a ser verdaderamente una
criatura de Dios: hijo de Dios y hermano de Jesucristo.
No es algo fácil definir la oración y muchos menos decir por qué es importante. ¿Por qué las
flores necesitan del sol para vivir? ¿Por qué sin agua las flores se marchitan y pierden su
hermosura?
La oración nos ayuda a centrarnos en nuestra condición de criaturas y nos da la fuerza para
seguir luchando por alcanzar la meta que nos hemos propuesto en nuestro programa de
reforma de vida. Nos da el aliento para seguir combatiendo nuestro defecto dominante.
Nuestra voluntad puede flaquear por momentos. Puede llegar hasta nosotros la tentación de
dejar este trabajo espiritual. Son momentos de dificultad que fácilmente nos pueden asaltar en
cualquier momento del camino.
Para estos momentos y en general, para nuestro trabajo en el combate del defecto dominante
se necesita esa fuerza que constantemente nos esté empujando a luchar. Esta fuerza debe ser
una luz que ilumine nuestra vida, un alto para ver hacia donde me dirijo, una fuente de
energía y una guía segura y eficaz para poner en práctica mi programa de reforma de vida.
Todo esto y más es la oración.
La oración no es más que un diálogo del alma con Dios y de Dios con el alma. Es un
movimiento de la persona que busca a Dios y de Dios que está buscando hablar a la persona,
comunicarse con ella. Debemos distinguir entre lo que es la oración y lo que son los rezos o la
recitación de oraciones, incluso la lectura pausada del evangelio, de los salmos o de algún
buen libro espiritual.
Leer un libro espiritual, los salmos alguna parte de la Biblia, puede también ayudarme a tener
una gran tranquilidad de alma y de corazón. Puedo encontrar paz en mi conciencia.
Orar es dialogar con Dios. Platicar con él. Decía Santa Teresa de Jesús que “orar es hablar con
Aquél que sabemos que nos escucha”. ¿Pero de qué vamos a platicar? La oración, insistimos,
es un diálogo personal e íntimo con Dios que ilumina y robustece en el alma y en el corazón la
decisión de identificarse con la razón de ser de la propia vida: la voluntad santísima de Dios.
Es una renovación desde Dios que debe abarcar los criterios, los afectos, las motivaciones y las
decisiones personales.
7. Soberbia y sensualidad
Manifestaciones de la soberbia y de la sensualidad. Virtudes a cultivar.
En este apartado encontrarás una lista de manifestaciones tanto de la soberbia como de la
sensualidad que te ayudarán a detectar con mayor precisión dichas manifestaciones y a su vez
se encuentran las virtudes con las que podemos vencer estas manifestaciones. Es
recomendable que selecciones las manifestaciones que tienes y al final evalúes mediante el
conteo de las manifestaciones, tanto de la soberbia como de la sensualidad, cual es tu defecto
dominante.
Manifestaciones de la soberbia
Autosuficiencia: creer que me basto a mi mismo, que no necesito de Dios ni de los demás.
Autocomplacencia: estar muy satisfecho de uno mismo y por eso gloriarse de sí mismo, auto
alabarse, complacerse de todo.
Altanería: Actitud despreciativa hacia los demás en palabras, gestos, miradas, ponerse al tu
por tu con los demás.
Vanidad: querer aparentar lo que no se es, actuar o hablar para quedar bien, aún a costa de la
verdad.
Apropiarse de los méritos ajenos: ante los éxitos ajenos, manejar las cosas de tal que modo,
que parezca que el mérito es mío y así sacar yo el provecho.
Afán de singularidad: buscar ser original, especial, para presumir o llamar la atención. Querer
tener privilegios o derechos que los demás no tienen.
Desaliento: desanimarse ante los propios errores o fracasos y tomar una actitud de pesimismo
y de reproche.
Falta de aceptación personal: no estar conforme consigo mismo y por eso auto reprocharse,
reprocharle a Dios por como se es y por ello ser inseguro (en el fondo porque se sueña con
una imagen ideal que no es real o porque se compara con los demás)
Envidia: mirar con malos ojos cualidades éxitos de otros, que lleven a desanimarse o a desear
un mal a otro.
Orgullo: rebeldía, querer que todo se haga como una quiere, enojo cuando se le contradice,
apego al propio juicio.
Dureza de juicio: terquedad, ser necio, juzgar despreciativamente a los demás, mal interpretar
sus actos.
Egoísmo: querer ser el centro y criterio de todo, interesarse solo por si mismo y por sus cosas.
Imponer el propio juicio y gustos: querer que todos aprueben, acepten y apoyen las propias
opiniones, gustos, iniciativas, sin aceptar la de los demás.
Timidez: temor a fallar, a no tener éxito o a caer mal a los demás, no por eso es callado, uno
no se abre a los demás.
Cavilaciones: darle muchas vueltas y vueltas a las cosa, complicándolas más de lo que son.
Suspicacia: complicar mucho las cosas, buscando siempre en las acciones, palabras o gestos
de los demás, una intención secreta hacia uno de lastimar, ridiculizar, engañar, etc.
Racionalismo: querer entender todo con la razón y la lógica personal, incluso los misterios de
fe, y no aceptar lo que no “entre” por ahí.
Ambición: afán de triunfar, de tener éxito, para sentirse bien con uno mismo, sentirse
poderoso, mejor que los demás.
Juicios temerarios: emitir juicios negativos sobre otros, sin fundamento en la verdad.
Crítica: manifestar abiertamente fallos, errores, defectos de los demás, con intención de dejar
mal a la otra persona, ante otros.
Espíritu calculador: calcular siempre en todo los beneficios y perjuicios que se van a obtener y
actuar según la convivencia. Por desconfianza en los demás, estarse siempre cuidando de que
los otros no lo vayan a herir o engañar.
Arrebatar la palabra
Virtudes a cultivar
Cultivar una sana autocrítica para reconocer con realismo las propias cualidades y
defectos y atribuir lo bueno a dones recibido de Dios y a mérito personal.
Apertura y llaneza, bondad en el trato con los demás, sencillez y flexibilidad.
Pureza de intención y transparencia en el obrar y actuar, ser sencillamente lo que soy.
Reconocer, aceptar y a alabar los éxitos de los demás, con objetividad y libertad
interior.
Humildad para reconocerse como uno más y buscar vivir con sencillez.
Aceptar con humildad y realismo las propias limitaciones (sin agrandarlas) y tomar una
actitud de lucha y superación con confianza en Dios y sano optimismo.
Cimentar la seguridad personal en el amor personal de Dios, aprender a ver con
objetividad todas las cualidades personales, verse desde Dios y no desde la opinión de
otros o de una imagen soñada.
Valorar con sinceridad las cualidades de los demás, sin compararse, con la libertad de
espíritu.
Desprendimiento personal y flexibilidad para abrirse a lo que es diferente, a los
cambios, a los demás, etc.
Apertura de mente y de espíritu para aceptar diversidad de opiniones y criterios.
Bondad de corazón para comprender a los demás. Juzgar siempre por el lado positivo.
Caridad y generosidad, apertura e interés sincero por los demás, sus gestos,
necesidades, estar en actitud de entrega y servicio.
Desprendimiento personal y actitud de escucha para acoger iniciativas, opiniones, con
disposiciones de adaptarse a los demás.
Apertura sencilla y seguridad personal. Ser lo que se es, sin cuestionar la opinión de
los demás.
Visión objetiva de las cosas, sencillez y llaneza para no complicarlas.
Confianza en los demás, sencillez y seguridad personal.
Fe y espíritu sobrenatural. Humildad para aceptar la limitación humana de la razón.
Pureza de intención. Humildad para enriquecer a los demás. Buscar beneficios para
otros y no solo para uno mismo.
Hablar sólo de los hechos de los que se conozca con certeza la verdad objetiva e
informarse siempre bien antes de emitir un juicio.
Aprender a silenciar los errores ajenos y saber descubrir y alabar las cualidades o
virtudes y saber defender a los demás cuando se presencia una crítica.
Autenticidad y transparencia en el hablar y en el obrar.
Sencillez y generosidad. Confianza en los demás, apertura sencilla y llana.
Manifestaciones de la sensualidad:
Comodidad: buscar siempre lo más fácil, lo que implique menos esfuerzo y por ello hacer las
cosa a medias.
Pereza: dejarse llevar por la apatía, perder mucho el tiempo sin hacer nada, hacer el mínimo
esfuerzo posible en todo.
Falta de disciplina: vivir según el sentimiento o impulso del momento, sin someterse nunca a
un horario o a una orden.
Divagación de la mente: vivir con la mente dispersa, pensando en mil cosas sin concentrarse
en lo que se está haciendo.
Huída del sacrificio: huir y sacarle la vuelta a todo lo que cueste o exija desprendimiento
personal.
Sentimentalismo: vivir al vaivén de los sentimientos dejándose manejar por ellos. Ver siempre
las cosas a través del sentimiento del momento, sin objetividad.
Sensiblería: valorar las cosas sólo en la medida en que producen sentimientos bonitos, sin
buscar los sólidos, lo consciente.
Castillos en el aire: vivir siempre como evasión, en posibles sueños y deseos irreales, buscando
en ello compensación o satisfacción.
Curiosidad: querer saber siempre todo, estar enterada de todo leer escritos o escuchar
conversaciones que no me competen.
Vida de sentidos: buscar satisfacción en verlo todo, experimentarlo todo, no poder vivir sin
ruido, sin el “disfrute de la vida”.
Gula: comer o beber en exceso, por puro placer, o como manifestación de insatisfacción o
desfogue.
Búsqueda del placer físico: buscar todo aquello que produzca placer corporal, en posturas, en
relación con los hombres o mujeres, masturbación, etc. (como compensación de algunas
carencias).
Virtudes a cultivar
o Cultivar el espíritu de trabajo, formar una voluntad firme, escoger siempre lo mejor no
lo más fácil, ni lo más cómodo.
8. La purificación interior
En la lucha por adquirir la perfección espiritual, tener muy presentes los enemigos de nuestra alma.
En la lucha por adquirir la perfección espiritual, la santidad, el asemejarnos más y más con
Cristo debemos tener muy presentes los enemigos de nuestra alma. Ya hemos hablado de
ellos anteriormente. ¿Lo recuerdas? Mencionábamos el demonio, el mundo y nosotros mismos.
En este momento te preguntarás: ¿qué voy a hacer con mi defecto dominante? Lo primero que
debes hacer es felicitarte. Sí, felicitarte porque te has conocido un poco más a ti mismo. Si haz
elegido ser mejor católico, luchar por alcanzar la santidad de vida a la cual todos estamos
llamados, entonces ¡felicidades! Ya sabes por donde enfocar todas tus baterías, ya sabes cuál
es el enemigo que debes vencer: tu soberbia o tu sensualidad.
San Agustín, ese gran pensador y filósofo, hombre de su tiempo y de todos los tiempos, nos
ha dejado una frase que viene muy al caso ahora que estamos por iniciar el camino de nuestra
santidad. Él decía “Conócete, acéptate, supérate”. Y es lo que vamos a seguir en nuestras
vidas. Conocernos en lo más íntimo de nuestro ser. Y esto lo hemos logrado revisándonos día
tras día, sin afán de aparentar nada, siendo muy sinceros con nosotros mismos y llegando a la
realidad de nuestra vida: yo soy un soberbio o soberbia del tamaño del mundo. O bien,
aceptar que en lo que se refiere a la sensualidad no hay quien me gane. Debes aceptar esta
realidad si quieres seguir adelante. Fíjate bien que San Agustín dice aceptar. Él no dice debes
resignarte. Porque entre aceptar y resignarse hay una diferencia muy grande. Resignarse es
reconocerse como soy y creer que ya no se puede cambiar. “He tratado tantas veces de ser
paciente, especialmente con mi suegra... pero ya me conozco, no puedo cambiar. Es algo
superior a mis fuerzas”. “No me digan que es posible que yo deje de ser un donjuán. Por
favor, eso ni ustedes mismos se lo creen”. Estas personas que así hablan, en lo profundo de su
ser se han resignado a ser como son. No se han aceptado. Porque aceptarse es reconocer lo
que uno es y estar dispuesto a cambiar, a transformarse a ser otro, a convertirse en un mejor
católico. “Yo acepto que me cuesta mucho guardar la castidad en mi noviazgo”. “Yo acepto
que no es fácil vivir siempre con la sonrisa en la boca, tratando de comprende el carácter tan
cambiante de mi esposa”. Es una postura muy diversa el aceptar que el resignarse.
Una vez que hemos aceptado lo que somos y que queremos cambiarlo para ser mejores,
entonces viene la superación, el trabajo constante y continuo para alcanzar la santidad. Pero
no corramos prisas y no nos adelantemos. Estamos aún dando los primeros pasos en nuestro
camino de santidad, en nuestro camino de conversión. ¿Qué tenemos que hacer ahora?
Date cuenta que mientras más preciso seas en bajar al detalle en las manifestaciones de tu
defecto dominante, tendrás más armas para combatirlo. Porque ahora debes iniciar el trabajo
positivo, es decir, lanzarte a la conquista de la santidad, combatiendo cada una de las
manifestaciones que has escrito.
Te recomiendo ahora que estás iniciando este camino de santidad que te limites a escribir
cuatro o cinco manifestaciones de tu defecto dominante, no más. Y por cada manifestación de
tu defecto dominante deberás escribir un medio concreta para combatirlo. Aquí tienes que ser
muy sincero y muy valiente. Debes ir a la raíz del problema, recordando las palabras de
Jesucristo en el evangelio: “Si tu ojo te es causa de escándalo, arráncatelo...” Aquí vamos a ir
al fondo, sin piedad. Proponte aquellos medios que más te convengan para erradicar el
defecto.
Pueden ser medios sobrenaturales y medios prácticos. Medios sobrenaturales como la oración,
para pedirle paciencia y pureza a Dios. Rezar un misterio del rosario todos los días para pedirle
a la Virgen que te dé el don de la paciencia. Comulgar uno o dos días entre semana para
vencer la pereza. Y luego están los medios prácticos. Pero por favor, que sean muy prácticos:
“No voy a hablar con mis amigas por teléfono más de media hora”. “Sólo voy a usar el internet
para contestar el correo electrónico y siempre lo voy a usar en presencia de algún familiar en
mi casa”. “Los jueves voy a consultar a mi esposa qué haremos en familia ese fin de semana”.
Escribe los medios sobrenaturales y los medios prácticos en una lista y también y haz una lista
de forma que puedas revisarlos todos los días y llevar el control de cada uno de ellos,
colocando una señal positiva si has cumplido o una señal negativa si has fallado. Así al final del
mes podrás darte cuenta cómo vas trabajando en tu camino por alcanzar la santidad.
Para ayudarte a vivir con mayor motivación este programa de vida espiritual puedes encontrar
un lema que te ayude en cada momento a recordar los medios que te has propuesto. El lema
es como un grito de guerra, corto, sencillo que para ti puede tener un gran significado y lo
puedes usar en los momentos en que se te presenta la tentación de caer en el pecado. Si
llegando a tu casa abres la puerta y te das cuenta que acaba de llegar tu suegra y que lo más
fácil sería darle un beso y helado y decidir ignorarla durante tu visita, busca en tu interior de tu
alma el lema y grítalo en tu corazón “Por Cristo y por las almas”. “Señor, todo por ti”. Si abres
el Internet y te das cuenta que en tu correo electrónico tienes una invitación para visitar un
sitio no conveniente, interiormente puedes recordar tu lema: “Pureza ante todo”. Por ello,
aunque parece algo sencillo, el lema es la piedra de toque que te recordará todo tu programa
de vida, precisamente en los momentos de duda, de tentación, de máxima dificultad.
Piensa bien el lema pues él te traerá a la mente y al corazón todos los medios para alcanzar la
santidad en el momento preciso.
Algo que también te puede ayudar es fijarte una virtud a conquistar que generalmente es lo
opuesto a las manifestaciones de tu defecto dominante. Escríbela para tener siempre presente
lo que quieres alcanzar.
10. Recapitulación.
No bastan las ilusiones, es necesario una voluntad firme.
Es bueno detenernos un poco y hacer un resumen de lo que hemos hablado hasta este
momento. Espero que al mismo tiempo que has leído todos estos artículos también los hayas
ido poniendo en práctica. Tú bien sabemos que lo aquí expuesto no es simplemente para
contemplarse, sino para ser llevado a la práctica de cada día. Ojalá que antes de seguir
adelante con este programa de crecimiento interior puedas detenerte por un momento para
hacer un balance de lo ya adquirido. ¿He mejorado? ¿Reconozco en mí al hombre y la mujer
que Dios quiere de mí? ¿Vislumbro ya algunas cosas buenas? ¿En qué he cambiado más? ¿Qué
me falta por cambiar? ¿Qué me cuesta más del cambio que debo hacer?
Preguntas sencillas, pero que están en cierto modo desordenadas. Vamos a tratar de ir
haciendo un resumen y así lograr un orden en nuestra recapitulación.
Comenzamos estos artículos buscando la imagen que Dios había puesto en nosotros mismos,
sabiendo que al alcanzar esa imagen conseguiríamos nuestra felicidad. Nos dimos cuenta que
si no tengo clara esa imagen de lo que Dios quiere de mi vida la rutina de la vida, las
distracciones y tentaciones del mundo pueden ir borrando esa imagen y entonces ponemos
todos nuestros afanes en cosas que no nos dan una verdadera felicidad. Por lo tanto, y este
sería el primer momento de nuestra recapitulación, habría que revisar con cuánta frescura
recuerdo el ideal al que debo llegar. Y más que frescura yo te propondría que revisaras con
cuánta ilusión recuerdas y tienes presente el ideal al que quieres llegar. Los atletas cuando se
preparan a una competencia muy importante, deben realizar un entrenamiento duro y pesado:
largas horas de gimnasio, ejercicios que parecen no tener fin, jornadas agotadoras que
comienzan en la mañana y terminan ya muy entrada la tarde, una alimentación en la que no
hay nada de antojos. ¿Y todo por qué? Por que se tiene en mente el triunfo, la competencia, el
siguiente torneo, la próxima Olimpíada. El atleta cada día mide su avance, compara sus
músculos en el espejo con aquella imagen ideal que él se ha formado. Y no nos vayamos muy
lejos. Cuántas mujeres y hombres que sin ser atletas al saberse que están un poco pasados de
peso se ponen a régimen. La dieta de la luna, la dieta anti-grasa, la dieta basada en
aminoácidos o carbohidratos, la dieta de ensaladas y frutas. ¿Y todo por qué? Porque se tiene
en mente una figura con cinco, diez o quince kilos menos. Y esa imagen es la que les hace
aguantarse las ganas de comer un pastel de chocolate con crema chantillí o una malteada de
fresa.
La lucha del espíritu requiere también una gran fortaleza. Somos hombres y mujeres, con
nuestras tendencias a lo fácil, lo menos pesado. Podemos disfrutar la felicidad pasajera y
pensar que esa es la verdadera felicidad. Entonces hipotecamos nuestra felicidad eterna por
un momento de esta felicidad terrena. Y así, pensamos que la felicidad plena y total está en la
posesión de bienes, en el poder, en la capacidad de hacer que se haga lo que yo quiero en
todo momento y frente a todas las personas. Es necesario por tanto, tener siempre presente el
ideal que Dios ha pensado para nosotros y no el ideal que nosotros nos hemos forjado.
Y ese programa de reforma de vida debe tener dos cualidades primordiales: ser capaz de
enfrentarte a tu defecto dominante y darte una gran fuerza, ilusión y motivación espiritual. Si
faltan algunos de estos dos ingredientes, el programa estará cojo y tarde o temprano caerá
por tierra. Si no te ayuda a ver de frente a tu defecto dominante corre el peligro de convertirse
en un programa “muy bonito”, “muy piadoso” . Te ayudará a pasar mejor esta vida, a acercarte
más a Dios, no hay duda de esa, pero dudo mucho que seas eficaz en tu labor de irte
transformando poco a poco en ese hombre y mujer que Dios siempre ha pensado de ti. No
estará luchando por nada concreto, solamente por sentirte bien espiritualmente, pero ¿te
estarás transformando en un nuevo Cristo que el mundo necesita? Permíteme decirte que lo
dudo mucho.
Si a tu programa de reforma de vida le falta la ilusión, la energía espiritual que todos los días
debe hacerte brincar y lanzarte hacia nuevas conquistas, pequeñas pero duraderas, podrá
convertirse en un martirio. No con esto quiero decir que no haya lucha y que no haya
sacrificio. ¿Qué se puede conseguir en la vida que sea bueno y duradero que no cueste
trabajo? Lo que intento decir es que si no hay en tu programa una ilusión por avanzar, por ser
mejor cada día, sin ese elemento de ilusión muy pronto podrás caer en un defecto que hace
de las almas llamadas a alcanzar grandes metas, unas almas que se debaten en la
mediocridad. Me refiero al defecto de la rutina. Hacemos las cosas, porque debemos hacerlas.
Hacemos las cosas porque es bueno mantenernos en gracia de Dios y así alcanzar la vida
eterna. Hacemos las cosas porque tenemos miedo a Dios que nos puede castigar y lanzar a los
infiernos. Hacemos las cosas, porque no sabemos hacer otras cosas diferentes. ¡Qué pena es
cuando un alma ha perdido esa lozanía, esa frescura de la que hablábamos al principio de este
capítulo! Se parecen a aquellas personas que van por la vida, como zombis, como autómatas,
actuando como robots, sin ver más allá de un horizonte gris e igual para todos los días. Con un
poco de ilusión, teniendo la meta cercana a su corazón la vida espiritual puede ser no
solamente interesante, sino apasionante: buscar siempre nuevas metas, nuevos horizontes.
Hemos visto también que junto con la ilusión y las metas claras y bien definidas, debe darse
una voluntad bien formada. No bastan las ilusiones, es necesario una voluntad firme que te
ayude a alcanzar tus metas espirituales. ¿Recuerdas los ejercicios que te aconseje para
alcanzar esa fuerza de tu voluntad? De vez en cuando es bueno recordarlos, ¿no crees?
Además, conforme se avanza en la vida espiritual las metas pueden hacerse más difíciles y es
entonces cuando requerimos de una mayor fuerza de voluntad.
Por último hemos aprendido a quitar esos abrojos y espinos de nuestro corazón a través de la
purificación interior. Con nuestra confesión bien llevada podemos estar seguros de hacer ese
“servicio de mantenimiento” cada vez que sea necesario y así tener nuestro corazón siempre
en regla, siempre en orden.
Si te has dado cuenta, la recapitulación hecha hasta ahora nos ha servido para darnos una
idea del lugar en donde nos encontramos. Aún nos falta un poco de camino.
Una vez que hemos hecho esta recapitulación vale la pena que te pregunte qué estas haciendo
con tu vida, hacia dónde la estas dirigiendo. Si has cumplido con honestidad cada una de las
actividades de los artículos precedentes seguramente habrás experimentado ya un cambio en
tu vida. Los procesos de introspección, de evaluación diaria, de purificación y el haber
comenzado a fortalecer tu voluntad deberán desembocar en una vida cada vez más cercana a
Dios y a sus intereses, a su voluntad.
Piensan por un momento en los corazones jóvenes. Sin corazones con ganas de hacer las
cosas, son corazones en busca de hacer tanto. Corazones que comienzan a latir y a buscar
amar. Pero aquí esta la cuestión importante. ¿Qué es lo que aman? Aman lo que se les
presenta a su corazón. En el momento en que su corazón ve un objeto digno de amar, un
ideal por el cual vale la pena dar la vida, el joven o la joven se exponen a cualquier cosa con
tal de lograr alcanzar ese ideal. Es necesario la fuerza de voluntad para alcanzar ese ideal,
pero en el momento en que el corazón ama el ideal, en ese preciso instante el corazón
comienza a amar y la voluntad persigue su objeto hasta alcanzarlo. Una actividad peligrosa
esta de amar, porque cómo bien dice un refrán tradicional “el amor es ciego”. Y con la
ceguedad se pueden cometer muchos errores. Hay jóvenes cuyo corazón está guiado por un
ideal positivo, un ideal bueno. Recuerdo el caso del terremoto de 1995 en la ciudad de México.
Jóvenes universitarios que día y noche se lanzaron a las calles de la gran metrópolis a realizar
aquellas labores que el Estado por distintas circunstancias no fue capaz de resolver. Jóvenes
que dirigían el tráfico, organizaban albergues, se lanzaban al rescate de víctimas atrapadas en
los escombros, distribuían víveres que llegaban de países extranjeros. Pero al mismo tiempo
pienso que en esos mismos momentos otros jóvenes, del otro lado del Atlántico, con un
corazón que les hervía en el pecho organizaban actos de terrorismo en España, en Irlanda del
Norte, o en el mismo continente americano en la guerrilla de algún país centroamericano o en
Colombia. ¿Dos tipos de jóvenes? Yo no diría eso. Un mismo tipo de joven, un solo corazón
pero que han seguido un distinto ideal. “El amor es ciego”, busca alcanzar su objeto. Se les ha
presentado el objeto en forma interesante, en forma de reto y el joven ha ido tras ese reto,
tras ese ideal.
Esto que hemos explicado para el corazón de un joven, también lo podemos explicar para
cualquier tipo de corazón. Hay otro refrán que dice así “para el amor no hay tiempo que
valga”. Se ama a cualquier edad. ¿Quién te diría cuando tenías diez o doce años que serías
capaz de dar tu vida por un hombre o una mujer? ¿Habrías sospechado pasarte noches en vela
al lado de la cama de un niño porque su vida dependía de tus cuidados? ¿Preveías en tus años
mozos lo mucho que te alegrarías al oír a tu primer hijo llamarte “papá” o “mamá”? Así es el
amor: capaz de los más grandes sacrificios, pero capaz también de los actos más míseros y
ruines. ¿Y por qué esta diferencia?
Vamos a tratar de explicar un poco este proceso del amor, porque en el verdadero amor se
encuentra el concepto de la felicidad. ¿Cuál es el sentido auténtico del amor?
Nuestro corazón, ya lo hemos dicho, tiene una fuerza enorme, capaz de mover montañas,
capaz de grandes sacrificios. Busca realizar aquello que la inteligencia le presenta como bueno,
como apetecible, como portador de felicidad. Puede dirigirse a derecha o izquierda, arriba o
abajo. No importa si es fácil o difícil. Mientras la inteligencia le marque el norte como una
brújula marca obstinadamente el polo norte, nuestro corazón irá en busca de ese objeto.
Por lo tanto, es muy conveniente presentarle a nuestro corazón un objeto. Pero sucede que en
la vida diaria, esto no es fácil. En la vida de todos los días se nos presentan diversos objetos.
Se nos presentan objetos desde el nivel más sencillo, podríamos decir biológico, hasta los
niveles espirituales. Y cada uno de esos objetos nos reportan un a cierta felicidad.
¿Podemos decir entonces que existen diversos grados de felicidad? Efectivamente. Hay tipos
de felicidad que se nos presentan en forma inmediata. Hay tipos de felicidad que se nos
presentan a más largo plazo. Los hay que bombardean y llaman a nuestros sentidos mientras
que hay otros niveles de felicidad que miran más hacia el espíritu.
No somos espíritu puro ni somos materia pura. Participamos de la materia y del espíritu que
juntas forman la persona humana. ¿Habrá que buscar pues metas u objetos en el espíritu y
metas u objetos en la materia? Esto sería como dividir un poco nuestra persona. Imagínate:
ahora soy más materia que espíritu, por lo tanto me dejo llevar por mis instintos: como hasta
llegar a la gula, me doy todo tipo de concesiones en los placeres de la carne. Y al día siguiente
soy más espíritu y me olvido que soy materia: grandes momentos de meditación y
contemplación hasta olvidarme casi de comer y de ver por mis necesidades más elementales.
¿Cómo resolvemos este aparente dilema?
Volvamos al ejemplo con el que iniciamos este artículo. El joven o la joven que ayudaban
durante el terremoto de la ciudad de México o aquellos jóvenes que estaban en ese mismo
momento urdiendo un golpe de terrorismo en España o en la Irlanda del Norte. Por un ideal,
eran capaces, ambos tipos de jóvenes de no comer, no dormir, sacrificarse lo necesario para
ver cumplido su ideal: unos, al ver unas cuántas víctimas del terremoto salir de los escombros,
otros, al ver cómo morían muchas personas después del estallido de un coche bomba.
El ideal polarizaba sus corazones, sus mentes, sus espíritus. Por el ideal eran capaces de darlo
todo. Se olvidaban por un momento de sus necesidades más humanas, con tal de alcanzar el
ideal que se habían propuesto. Tal era el grado de felicidad que una u otra actividad les
reportaba que los otros grados de felicidad como podrían ser el comer, el descansar, el pasarla
muy bien con los amigos durante una tarde, pasaban a segundo plano. Sin embargo el mismo
ideal les obligaba, a no sobrepasarse y a mirar por sus necesidades más básicas en la medida
en que podían luego volver con mayor entusiasmo y mayor fuerza a conquistar su ideal. No se
olvidaban de socializar, de comer, de frecuentar a sus amigos. Pero cada una de esas
actividades las realizaban “tanto en cuanto” les ayudaba a alcanzar la meta que su corazón
quería alcanzar.
Hemos tocado una palabra clave, una palabra casi mágica que nos da el sentido de todo este
embrollo espiritual. “Tanto en cuanto”. Es una regla muy sencilla y muy simple. Hago la
aclaración que yo no he inventado esta regla. Es una regla casi tan antigua como la
humanidad misma, pero quien en verdad la ha descubierto y la ha explicado maravillosamente
desde hace un poco más de 550 años ha sido San Ignacio de Loyola.
El gran soldado de las vascongadas, Iñigo de la ciudad de Loyola, con todo ese genio humano
con que Dios le dotó, además de su gran espíritu contemplativo, al idear por inspiración divina
los Ejercicios espirituales, escribió esta pequeña pero sabia regla del tanto en cuanto. Tres
palabras que encierran tanta sabiduría. Tres palabras que nos enseñan a educar nuestro
corazón y a decirle la forma en qué debe amar. ¿Qué es lo que debe amar? ¿Cómo lo debe
amar? ¿Con cuánta fuerza debe amarlo? ¿Cuándo lo debe amar? Todo se resuelve con la regla
del “tanto en cuanto”.
12. Perseverancia
Lo importante es que poner los medios para perseverar en el camino iniciado.
Con este último artículo llegamos al principio. ¿Al principio? ¿Me habré equivocado o se habrá
equivocado el editor de catholic.net al escribir estas palabras? No. No ha habido ninguna
equivocación en ninguno de nosotros. Lo confirmo: con este último artículo llegamos al
principio. Al principio de la historia de tu vida que de ahora en adelante deberás escribir de
cara a Dios.
Son muchas cosas las que hemos aprendido juntos en esta serie. No he pretendido ni con
mucho abarcar todo lo referente a un programa de vida. Podríamos continuar incesantemente
nuestra charla ahondando en diversos puntos, ejemplificando quizás un poco más algunos
pasajes que podrían parecer oscuros. Pero este no es nuestro cometido. Tan sólo he querido
dejarte un par de alas para que volaras hacia la santidad. ¿He logrado mi objetivo? No lo sé.
La respuesta me la darás tú con tu vida de santidad. Y es más. No me la darás a mí, sino a
Dios y a la humanidad que tanto necesitan de santos en nuestros días.
Vencerse a sí mismo
En pocas palabras, ahora conoces la ruta de tu vida y cuentas con los aparejos necesarios para
llegar a puerto seguro.
¿Qué sigue?
La pregunta inevitable es ¿y ahora qué? Por un lado nos damos cuenta que ya no somos los
de antes, pero por otra parte aún no hemos alcanzado lo que nos hemos propuesto en nuestro
programa de vida. Entonces, ¿qué hemos comenzado a hacer? Hemos comenzado a vivir un
catolicismo integral. Integral con una doble vertiente: personal y social. Personal porque está
abarcando toda la persona humana con sus valores físicos intelectuales, volitivos, afectivos,
espirituales y morales. Y social pues debe extenderse a todos los niveles de nuestra vida
social: comenzando con nuestra familia, en nuestra actividad profesional o estudiantil, con
nuestras amistades, con todas aquellas personas con las que convivimos diariamente y
sobretodo con las que más necesidad pueden tener de nosotros, ya sea en lo espiritual o en lo
material.
Este catolicismo integral al que nos ha portado nuestro programa de reforma de vida no es a
prueba del tiempo. Es necesario renovarlo, estar al pendiente de los avatares que sobre él
puedan acaecer. Existe en primer lugar el peligro del desgaste de la vida diaria. Podemos
dejarnos superar por los golpes que nos da la vida, o simplemente por esa erosión constante y
continua a la que nos sometemos todos los días y que sin darnos cuenta va rebajando
cotidianamente le frescura de nuestra entrega. Cuántas veces nos sucede que después de la
experiencia de una jornada de desierto o de retiro espiritual volvemos con mucho entusiasmo
a combatir nuestro defecto dominante. Y sin embargo después de unas semanas, de unos
meses, esa frescura se ha ido marchitando y lo que nos parecía ligero, lo que no nos costaba
trabajo parecería que con el paso del tiempo ha ido acumulando quién sabe de dónde, un peso
insoportable. Es el desgaste de la vida diaria.
O bien puede ser ese cansancio del alma en el cotidiano ejercicio de las virtudes que nos hace
siempre cuesta arriba el camino de la santidad. Lo sabemos: no somos ángeles, somos santos
y llevamos en nuestra carne mortal el constante punzón de la tentación por seguir el camino
más fácil, la senda menos perfecta, lo que se acomoda más a nuestras pasiones. Y el trabajar
un día y otro día contra nuestro defecto dominante, ver que avanzamos poco o nada, o incluso
que llegamos a retroceder puede causarnos malestar y como los boxeadores en el cuadrilátero
cuando se ven apabullados por el adversario, sentir unas ganas terribles de “arrojar la toalla”,
sacar una bandera o un pañuelo blanco y pedir paz por un instante.
Debemos por lo tanto estar alertas y no pensar que la perseverancia en la lucha por el bien,
en la carrera por adquirir la santidad es así de fácil y sencillo. No basta hacernos el firme
propósito de querer cumplir con el programa de reforma de vida. Debemos poner medios para
perseverar en su cumplimiento.
Los medios
Busca los mejores medios para perseverar. Aquellas formas en las que puedas renovar tu
espíritu para no dejarlo marchitar por el sol y el bregar de la lucha cotidiana. Date un tiempo
para retirarte de todo y buscar la frescura de tu entrega. ¿Qué te parece una jornada de
oración al mes, un día de completo retiro y aislamiento, donde tu alma pueda encontrar
nuevamente el espacio vital para crecer, fortalecerse, recobrar fuerzas? Los atletas tienen
también sus tiempos de descanso para dejar que los músculos se recuperen después de un
arduo esfuerzo. ¿Crees que tu alma puede ir en la vida sin reposo, sin serenidad, sin un
tiempo de encuentro entre ella y su creador?
¿Cómo te vendría el buscar un grupo de oración en donde cada semana pudieras refrescar tus
ideales y ponerlos en común? Alguien ha dicho que el sentirse acompañado en la lucha por el
bien da más ánimos que la soledad en la lucha.
La lista podría ser infinita. Lo importante es que pongas los medios para perseverar en este
camino que has iniciado.
Autodominio Cristiano
Lo que no conocemos no nos permite acercarnos a Dios.
El alma ha sido creada a imagen de Dios y no puede acercársele sin percibir qué distinta es de
aquel a cuya imagen fue creada.
INDICE
Capítulo 1 Conócete
Capítulo 2 Disciplínate
Capítulo 9 Persevera
Capítulo 1: Conócete
Existen dos esferas del conocimiento en las que hay que profundizar para lograr el crecimiento
espiritual:
Conocimiento de Dios
Conocimiento de sí
El alma ha sido creada a imagen de Dios y no puede acercársele sin percibir qué distinta es de
aquel a cuya imagen fue creada.
Conocer a Dios es conocerse. No conocer a Dios es caminar en tinieblas y compararnos.
Aquellos que se cierran a Dios completamente en sus vidas pueden vivir en una tonta, sino
feliz, ignorancia del fracaso que son sus vidas.
¿Cómo es posible que nos ceguemos, con graves consecuencias, a aquello que es evidente a
todos, excepto a nosotros mismos?
Hacemos juicios erróneos de nosotros mismos. Muchos de nosotros hemos sido confrontados
en un defecto y lo hemos negado con indignación en el sincero convencimiento de que la
acusación no es verdadera y es posible que posteriormente nos demos cuenta de nuestro error
y veamos que la crítica era correcta.
La experiencia nos nuestra que frecuentemente, el otro tiene la razón y que, en muchos casos,
el hombre es el peor juez de sí mismo.
Puede ser que tengamos un profundo conocimiento del temple moral del ser humano en
general y a la vez ser profundamente ignorantes del propio. Vemos con ojos penetrantes los
defectos de otros y esos mismos ojos se nublan cuando se tornan hacia dentro y examinan el
propio ser. Más aún, hemos de recordar que el auto conocimiento poco tiene que ver con la
astucia o la profundidad intelectual; es más bien un conocimiento primordialmente moral.
En esta era de gran conciencia de sí en la que pasamos mucho tiempo haciendo cosas para
nosotros mismos, es sorprendente encontrarnos con tan poco conocimiento de sí.
Conocemos bien nuestro defecto dominante en el que hemos luchado a través de los años con
coraje y concientes de la ayuda de Dios. Esas faltas son visibles, tangibles y las podemos
combatir frente a frente.
Lo que no vemos lo impalpable, lo misteriosos, paraliza hasta al más fuerte de los hombres. El
miedo, las dudas, lo que no conozco, luchando con Dios, a quien deseo servir y de quien deseo
asirme con todo el corazón.
Otras veces la sequedad nos hace perder la esperanza.
Es posible imaginar cualquier cosa cuando nos encontramos frente a frente en el hecho de que
somos prácticamente unos desconocidos para nosotros mismo. Nos alarmamos cuando
encontramos una intención, motivación o ambición y no podemos definir ni clasificar y que
parece escondérsenos y eludirnos. Respetamos al hecho de que hay motivaciones que nos
mueven y que no podemos analizar y que parecen haber ganado terreno y poder en el paso del
tiempo aún cuando recientemente nos hayamos hecho concientes de su existencia.
Estos momentos de introspección nos revelan de manera sorprendente lo poco que realmente
sabemos de nuestra vida interior-cómo hemos crecido y nos hemos formado inconcientemente
en quienes somos.
Encontramos cuestas, valles, cultivos, tierra abandonada, inexplorada. A veces, los ojos del
alma se nublan y nos preguntamos si lo que vimos esa realidad o una fantasía.
La rutina de la vida nos limita y confina y la presión de la realidad de la vida son contundentes
y aplastantes y nos obligan muchas veces a olvidar nuestros sueños y a cumplir en lo que el
mundo nos demanda.
Sin embargo, aquel que ha hechado un vistazo, aunque sea de su riquísima vida interior, no
puede ser el mismo de antes. Ha de ser mejor, peor o tratar de olvidarlo. He visto que lejos de
la existencia rutinaria, existe otra vida y no sabe dónde. Siente que tiene gran capacidad para al
bien o el mal ha despertado, en trémulo asombro, el descubrimiento de que si vida va más allá
de su conocimiento y es más grandioso de lo que alguna vez soñó.
Ante un gran pecado o justo después de que ocurra, el espíritu se despierta y protesta y
convence al hombre de que no es únicamente un animal y que tiene deseos espirituales de
gran profundidad. Estos deseos son más reales que lo sensual y aparecen para enfrentarse al
hombre que se encuentra en el camino de la ruina y le muestran una clara visión de las
posibilidades que está dejando pasar.
Estos destellos de nostalgia espiritual, llevan al hombre a hacer o decir cosas que parecen
irreales a quienes le conocen. Pero no son irreales, son despertares del alma que quieren
llevarla a Dios.
El pecado ha sido una ocasión de levantar la bruma que le impedía ver la altura de la vida
espiritual y el hombre se ha visto sorprendido ante las alturas y profundidades que jamás
imaginó existieran.
A veces, cuando nos damos cuenta de lo poco que nos conocemos, nos damos cuenta también
de que nos entendemos poco, y de lo distinto que somos de la idea que tenemos de nosotros
mismo. Una ocasión maravillosa para percatarnos de lo anterior es el efecto que tiene en
nosotros un cambio fuerte en las circunstancias de la propia vida.
El sufrimiento o el dolor no realizan estos cambios, los desarrollan o nos los revelan.
Imaginamos cómo seremos ante un evento o en determinada circunstancia, nuestras
predicciones son frecuentemente erróneas. El efecto que tienen en nosotros es totalmente
distinto al que esperábamos o temíamos.
Cuando nos encontramos en circunstancias diferentes a los habituales, nos percatamos de que
somos muy distintos a los que creemos ser.
Nuevas faltas y fallas salen a la luz; nuevas virtudes para socorrernos; viejas tentaciones nos
asaltan en nuevos terrenos y nos damos cuenta de que el mero cambio de circunstancias
externas nos muestran que somos distintos de lo que creíamos ser.
Tejemos a la textura de nuestra vida muchas cosas que son realmente externas a ella y no
separamos nuestro pensamiento de nuestra actividad. Caemos en la rutina y esto produce sus
efectos; debemos estar particularmente atentas a caer en juzgarnos a nosotros mismos y a lo
que nos rodea en una sola cosa. Tenemos que detectar dónde acaba lo externo y dónde
empezamos nosotros.
Los cambios influyen en áreas de la personalidad que antes no había hecho concientes. El
resultado es que el hombre no se reconoce; el efecto del cambio sorprende todos sus
pronósticos y propósitos.
De tal manera, un gran cambio en la vida, particularmente de lo que ocurre alrededor de los
40-45 años, actúan como un agente de descubrimiento de disposiciones, defectos y hábitos de
los que no somos concientes.
El conocimiento parcial que tenemos de nosotros mismos nos impide profundizar en el mismo.
En casi todos nosotros, existen uno o dos defectos muy marcados y una multitud de estos no
tan bien definidos pero reales.
Muchas veces la mente está obsorta en estos defectos marcados al punto de no profundizar y
analizar lo más sutiles y delicados movimientos del alma.
Si siempre fijamos la vista en lo mismo, no percibimos que aunque parezca que ese pecado es
estático, gradualmente provocaré un debilitamiento general que nos impedirá resistirlo. El
conocimiento de ese pecado particular nos cierra los ojos a un conocimiento profundo.
Hay una apariencia de autoconocimiento que nace del hecho de que la persona cree que sabe
lo miserable que es, pero no hay nada más alejado de la realidad. No es capaz de saber lo malo
que es excepto en este punto particular y no sabe lo bueno o malo que es en estos campo y si
progresa o retrocede en el vida espiritual.
La imagen que podemos formarnos de una persona es muy diversa a su realidad. Ese juicio
previo tenía elementos verdaderos y falsos, era inarmónico y prejuiciado. Era una caricatura,
después de conversar algún tiempo con esa persona nos damos cuenta que muchos elementos
componen su personalidad y no alguno o algunos de estos elementos.
Así el conocimiento de sí mismo es mucho más profundo y complejo que auto análisis; sin duda
alguna, podemos tener un autoconocimiento muy profundo con poco auto análisis. Aquí hay
que considerar una cosa muy sutil, el ser, que elude todo análisis.
Puedo conocer muchas cosas sobre mi mismo, puedo ser muy introspectivo y examinar
detalladamente mi alma. A pesar de esto puedo también no ver el ser profundo que pone en
marcha la maquinaria que he visto trabajando y que matiza o unifica los fragmentos de
autoconocimiento que he logrado reunir.
Este tipo de autoconocimiento, así como el conocimiento que adquirimos a través del contacto
con otras personas, es más moral que intelectual.
Gran parte del auto examen se convierte en una conquista o carrera intelectual y no produce
los resultados que se esperaría dado el trabajo y entusiasmo invertido en el mismo.
Al ver lo que podrá haber sido, veo lo que soy mientras más perfecta sea la vida que cruce mi
camino, más clara y penetrante la luz que nunca mi alma. Toda la luz que otras vidas han
derramado sobre nosotros palidece como tímidos destellos frente a aquella que emana de la
presencia de Jesucristo… y la vida era la luz de los hombres (Jn. 1,4)… y en tu luz vemos la luz
(Salmo 36,10) en toda su plenitud.
Nuestro auto examen degenera en un poco verdadera forma de auto análisis por que se realiza
en las tinieblas. Podrá ser realizado en presencia de aquel que calma nuestros más nobles y
perfectamente olvidados, ideales.
Prueba tu autoconocimiento
Este es el verdadero significado de la tentación. Cada tentación es una pregunta hecha al alma
¿Qué clase de criatura eres? ¿Amas a Dios o sigues tus pasiones? Cuando Dios permite la
tentación como un medio por el cual nos manifestamos a su favor o en su contra, lo mejor que
podemos hacer es hacer una experiencia para ganar en autoconocimiento.
Examínate en la acción
Ponte a prueba a lo largo del día para examinarte y observa las respuestas que te dan los
hechos. Proponte, por ejemplo por la mañana mortificar la lengua X número de veces en el día.
Creo que los resultados de unos cuantos días de esfuerzo para cumplir ese propósito te
sorprenderán cuanto fallas y que débil eres con tu lengua.
No hay nada más fácil que imaginamos en situaciones ideales; no hay más despertar más
brusco que los resultados que arroja el experimento. Un día de experimento en algunas
regiones no explanadas de la vida espiritual resulta en un brusco pero sano despertar de los
sueños erróneos que tenemos acerca de nosotros mismos.
Las respuestas que dicho experimentos arrojan nos convencen de la verdad y muy
frecuentemente son como huecos en las nubes que no nos permiten ver y así somos capaces
de adquirir aproximado real de nuestra fortaleza y debilidad a la luz de estas experiencias, el
examen es más serio y real; encontramos después de algunos meses que hemos cambiado
poco a poco y que la mejor forma de describir el cambio es afinando que el auto examen ha
dejado de ser el estudio de detalles para convertirse en el conocimiento de una persona. Los
detalles de una vida han de ser, sin lugar a dudas, examinados, pero no como datos aislados:
hemos de verlos como emanando de una persona viva. Los hechos examinados a la luz de la
vida personal cambiar todo su sentido.
(Hay que ver los efectos de las cosas; más aún hay que ver los efectos a la luz de su causa)
Capítulo 2: Disciplínate
Todo lo que sabemos sobre el bien y el mal y la lucha espiritual, aparte de la revelación, lo
conocemos a través de nuestra propia naturaleza.
En esta tierra, no hay conocimiento moral alguno, aparte de la revelación, que pueda
alcanzarnos si no es a través de nuestra propia naturaleza.
¿Quién pueda dudar que esta naturaleza nuestra es capaz de revelarnos el bien y el mal? Las
cumbres de la vida espiritual son conocidas por pocas, pero creo que las profundidades de la
maldad son conocidas por menos aún.
Nuestra naturaleza puede revelarnos la perfección de la virtud o del vicio, al parecer, con igual
facilidad.
¿Por qué, entonces, si nuestra naturaleza es igualmente capaz del bien y del mal, no es tan fácil
cometer el mal?
El hombre de fortaleza necesita desarrollar y usar todo lo que le ha sido confiado y todas sus
facultades para ser simplemente humano.
No existe algo en el hombre – sustancia, poder y facultad que sea malo en si mismo. La
doctrina católica de la encarnación enseña que Nuestro Señor asumió nuestra naturaleza en su
totalidad y que todo lo que pertenece a nuestra naturaleza estaba en Él.
Analiza el alma del más grande pecador y del más grande santo, y no encontrarás en el
pecador una sola cosa que no esté en el santo. Compara el alma de María Magdalena o de San
Agustín antes y después de su conversión. Como santos no fueron debilitados o privados de
nada. No perdieron ni destruyeron nada; estaban en plena posesión de todas sus facultades y
poderes.
Habrá mucho en María Magdalena que nunca habrá usado, que probablemente nunca soñó,
hasta que alcanzó a Nuestro Señor. Él le reveló el secreto del verdadero desarrollo personal,
que es otra palabra para santidad. Encontró bajo su guía todo lo que tenía en ella para ser
usado de una forma más plena y rica de la que alguna vez pudo imaginar.
Cada poder, cada facultad, casa don de nuestra naturaleza nos fue dado para el bien. Para el
servicio de Dios y en la capacidad de ser usados para servirle a Él. Cuando tomamos estos
dones de Dios, y los utilizamos para un fin indigno, pecamos. Él corazón que puedo elevar a
Dios para unirme a Él, puedo utilizarlo para amar aquellos que Dios más deteste.
La misma voluntad con la que elijo el bien puedo utilizar para escoger el mal. Mi voluntad es
buena independientemente de aquello para lo que la utilice. Al regresare el mal violento mi
naturaleza y debilito mi voluntad. Al elegir el bien, actúo de acuerdo a mi naturaleza y mi
voluntad crece cada vez más fuerte y confiable.
Cuando escojo el mal no reside en la voluntad, sino en los objetos sobre los que se ejerce la
decisión. El mal es el abuso de una gran y noble potencialidad. Para ser bueno, he de utilizar mi
voluntad en la elección decidida del bien.
Así, podemos considerar una por una esas facultades que han sido causa del más grande
pecado, y ver como, a pesar de haber sido instrumentos de pecado, son en sí mismas buenas,
y a través del uso de las mismas, los santos ses hicieron santos.
Agustín no dejó sus grandes dotes intelectuales cuando abandonó errores maniqueos para
convertirse en seres de Cristo. Vemos más bien, la emancipación de su intelecto. La verdad
liberó.
Es necesario ser muy claro en este punto pues de él depende toda nuestra visión de la reforma
de vida personal.
El cambio de una vida de pecado a una de santidad no es más que un cambio de los objetos
sobre lo que ejercitamos las potencialidades que Dios nos ha dado. Esto no es imposible al
contrario, es muy razonable.
Hay una inmensa motivación en el pensar que estoy esforzándome en usar mis potencialidades
para aquel fin para el amor a Dios, habrán grandes dificultades en el entrenamiento consistente
en apartarlo de objetos indigno, pero no puedes dudar del hecho de que puede amar a Dios.
Esfuérzate algún tiempo y tendrás éxito.
Examina la estructura de tu ser y una cosa te impresionará: Toda facultad de tu mente, toda
potencia, todo miembro de tu cuerpo fue hecho para actuar. El cuerpo es el instrumento de la
acción de la mente; los sentidos son los canales a través de los cuales se alimenta. Todo ha de
convertirse en instrumento de la manifestación del alma en servicio de Dios.
La mortificación, que nos ayuda a utilizar nuestras facultades como debemos, no es un fin en sí
mismo; es un medio para conseguir un fin, y el fin es el verdadero y pleno uso de lo que
tenemos.
“… en vez del gozo que le ofrecía, soportó la cruz..” (---12,2): no soportamos el dolor por sí
mismo, sino por aquello que está más allá del mismo. Soportamos esos actos de negación y
contención personal por que sentimos y sabemos sobra que solamente a través de esos actos
podemos recuperar el señorío sobre todas aquellas facultades que hemos utilizado
erróneamente y que aprendemos a usarlos con un gozo y vigor que no habríamos conocido
antes.
Los labios que frecuentemente se han sellado en silencio penitencial por haber pronunciado
palabras amargas, por críticas poco. Por criticas poco caritativas, irreverencia o parloteo
incesante, encuentran momentos en los que pueden reparar y curar con palabras llenas de
caridad a quienes han herido en el pasado, o hablar con ardorosa elocuencia de la fe de la que
alguna vez blasfemó.
San Pablo no exhorta a que nuestros miembros sirvan a la justicia hasta llegar a la santidad.
Cuando nos dice que no nos pide que renunciemos al uso de alguno de estos poderes o que los
dejemos ociosos; nos pide más bien que no nos entreguemos al pecado, sino a Dios, como uno
resucitado de entre los muertos y que usemos toda potencia que tengamos para servir a Dios
como instrumento de la justicia hasta llegar a la santidad. Usarlos para aquello para lo que nos
fueron dados. En el poder de la acción positiva el poder mortífero del pecado es vencido. Deja a
Dios reinar en tu corazón y encontrarás trabajo suficiente para tu cabeza y tus manos.
Entre este riguroso vivir en el pleno y libre ejercicio de todas las potencialidades y la vida de
pecado, se encuentra ese periodo de disciplina y mortificación durante el cual las potencias mal
utilizadas han de ser contenidas, restringidas y entrenadas para su verdadero trabajo. Habrán
días de oscuridad cuado parezca que este trabajo es imposible.
Encontraremos sostén en dos pensamientos: que la facultad mal usada es en sí buena y que
únicamente usándola para lo que nos fue dada encontrará redención. Nos sostendrán estas
ideas y nos motivarán a soportar el sufrimiento, precio de la redención.
El gozo al que nos enfrentamos nos ayuda a sobrellevar la cruz de la disciplina.
Este es el verdadero centro de la ascesis cristiana. Sin una motivación tan grande, carece de
sentido y es una cruel auto tortura. Necesitamos llenar la propia vida, no vaciarla.
Muchas almas que han renunciado a una cosa tara otra y han vaciado su vida, aprende
dolorosamente, que sus energías, al no encontrar forma de expresión, se han reflejado al
interior del alma y se vengan a través de un mental auto análisis y escrúpulos enfermizos.
Necesitan estas energías una salida; necesitan intereses.
Conocemos la tendencia que tienen nuestras potencias querer una vida independiente, de vivir
y actuar no para el bien de la persona, sino para su propia gratificación, dañando muy
frecuentemente a la persona.
Muchas veces no nos damos cuenta de esto sino hasta que nos percatamos de que hemos
perdido el control de nosotros mismos – que una tras otra de nuestras facultades y sentidos
(nuestros “miembros” como los llama San Pablo) se niegan a obedecernos y viven su propia
vida por separado; más aún, en múltiples ocasiones forman facciones y se agrupan para
destrozar la conciencia y colocar alguna pasión para gobernar al todo. Aquí está teniendo lugar
una revolución bien organizada, tan silenciosa que la conciencia no se alarma realmente sino
hasta que se percata de que su poder ha desparecido de verdad.
En la medida en que cada facultad, cada sentido vive para sí, en esa proporción adquiere fuerza
al absorber para sí la vida destinada a alimentar a toda la naturaleza y así agota y disminuye a
los demás.
Es sin duda una extraña sublimación del orden de la naturaleza que el hombre no pueda usar
sus potencialidades con la libertad espontánea que quisiera, sino que éstas la utilicen a él.
¿Alguien ignora lo que es encontrar alguna parte de su naturaleza actuando en directo desafío
de su voluntad? En primera instancia parecerá que la desobediencia no es deliberada, como si
fuera una falta de cuidado de parte nuestra y que hemos de ser más firmes al ordenar.
Posteriormente no hay posibilidad de duda: la voluntad ha dado una orden y está siendo
desobediencia con desafío.
¿Cómo sucede esto? ¿De dónde adquiere esta parte desafiante voluntad propia?
Del corazón que ha empezado a querer lo que la razón y la conciencia prohíben. La razón lo
ridiculiza, la conciencia da estrictas órdenes, pero el corazón con un catálogo de pasión arrasa
con todo a su paso, a pasear de las protestas de la conciencia y de los dictámenes de la razón,
y se sale con la suya.
Este es el trabajo de la mortificación que enfrenta cualquier persona que, por descuido,
consentimiento propio o pecado, ha perdido en alguna medida el poder de autogobierno. Sus
facultades han salido de control y se han disgregado persiguiendo cada una su fantasía. Deben
aprender que pueden ser útiles en el reino del alma únicamente cuando obedecerá la autoridad
soberana de la voluntad y cooperar con todas las otras potencias para el bienestar del alma.
Debe dejar saber a estas facultades indisciplinadas que tienen su lugar y trabajo por hacer, y
que cuado hayan aprendido controlarse, harán su trabajo mejor y encontrarán mayor
satisfacción en el mismo y una mayor libertad de que tuvieron en sus días de mayor libertinaje.
Hemos de reunir a las facultades y potencias vagundas y llevarlas al mundo del orden y
enseñarlas a marchar marcando el mismo paso, refrenando a la s más impulsivas y entusiastas
urgiendo a las perezosas a pasar a l frente, lidiando pacientemente con las que han sido
ganadas de una vida fácil e independiente para unirse al servicio de la patria del alma.
La disciplina ha de ser para todas como una motivación para trabajar mejor que nunca, siempre
unidas y bajo la guía de la conciencia para combatir a los enemigos del alma. La unión, claridad
de objetivos, docilidad y obediencia, contribuyen a la consecución de objetivos y resultados.
Por tanto, todas las potencias de mente y cuerpo deben disciplinarse para lograr el bienestar de
la persona. La más brillante facultad de mente poco puede lograr sin las más humildes y
pobres. Cuando una pasión o facultad se ha colocado a si misma en una posición de
prominencia o autoridad que no le corresponde, es necesario ubicarla por un tiempo en el
último lugar, castigándola si es necesario, disminuyendo su fuerza y espíritu rebelde con el
único fin de que se aprenda a realizar su trabajo mejor.
Prudencia: No podemos pensar que la bondad de una causa puede eximir a una persona
de las ordinarias leyes de la prudencia al ejecutar; menos aún podemos esperar que Dios
remedio los efectos de la propia imprudencia. La acción de la gracia depende de los cimientos
construidos sobre las leyes de la naturaleza.
Una persona no puede desembarazarse de aquello a lo que se ha habituado por años de
autocomplacencias. Lo que sea en sí malo puede y debe abandonar ya que actuar mal nunca es
útil o necesario. Al querer abandonar lo que no esta mal, no debemos actuar con demasiada
prisa.
Guiado por prudencia, aquel que ha de cambiar, será entrenado gradualmente a que Prescinda
de aquello que se ha convertido casi en una necesidad para él. Hemos de lograr una existencia
normal antes de emprender la vida ascética.
La lucha por ser dueños de nosotros mismos nos sobrepasa. No podemos contentarnos
meramente con ser lo que éramos, hemos de ser más. Si deseamos recuperarnos hemos de
llamar al gran médico y en sus manos encontrar una vida nueva y un mundo nuevo que se
descubrirá a nuestros ojos.
Capítulo 3: Vive según las leyes del espíritu
La vida espiritual de cualquier persona puede surgir de cualquiera de dos puntos de partida: El
pensamiento de Dios o el pensamiento de sí. Hay mentes que se vuelven a Dios naturalmente y
para quienes las cuestiones de fe han sido siempre naturales. Existen otros que han alcanzado
a Dios a partir del conocimiento de sus grandes creencias. La tendencia natural de estas
mentes consiste en ver hacia dentro y no hacia fuera. Pueden ver hacia fuera y hacia arriba por
lo que han descubierto dentro de sí.
La vida espiritual de casi todos los hombres surge entonces del conocimiento de Dios o de si y
el fin ha de ser el mismo. De la grandeza y santidad de Dios, uno aprenderá la grandeza del
destino del hombre a quien Él se ha revelado. Del otro, a partir de sus grandes carencias,
aprenderá de la grandeza y del amor de Dios que redime.
Aquel que siente que la indigencia de su naturaleza no puede ser satisfecha que por algo más
que su naturaleza buscará lo sobrenatural en Cristo.
Dos miembros del Colegio Apostólico representan estos dos puntos de partida del conocimiento
cristiano y de la vida: San Juan y San Pablo.
San Juan es el prototipo de la mente objetiva. Mira hacia arriba y hacia fuera. Ve al sol. En sus
escritos nos dice poco o nada de si mismo y de sus luchas. Le conocemos principalmente como
el espejo en el que se refleja la Corona de Cristo. Es el gran contemplativo. Cuando llega a
hablar de su persona, se refiere de sí mismo casi de forma impersonal: es “el discípulo que
Jesús amó” (Jn 21,1); es aquel cuya vida estaba “escondida con Cristo en Dios (Jn 21, 20; Cel
3,3).
Es incierto afirmar que la única cosa necesaria para vencer al pecado y alcanzar la perfección es
un más perfecto conocimiento de nuestra naturaleza y sus leyes.
Si en algo nos conocemos, estaremos dolorosamente concientes de que bajo el influjo de una
gran tentación, frecuentemente actuamos en oposición directa a nuestro conocimiento.
Aunque ciertamente no es del todo verdadero afirmar que la ignorancia es la única o principal
causa del fracaso, sin duda tiene algo de verdad. Muchas personas entusiastas han perdido
todo el gozo y éxito conciente en la vida espiritual por no entenderse. Si nos entendiéramos
mejor, ciertamente seríamos capaces de aplicarnos mejor.
Hay muchos que han fracasado persiguiendo lo imposible.
La ignorancia de las más elevadas, sutiles y misteriosas leyes de nuestro más profundo ser
forzosamente conllevar fracaso y sufrimiento.
En realidad, necesitamos conocernos y conocer las leyes que gobiernan nuestras vidas, así
como conocer y utilizar los remedios que Dios nos proporciona para curara la enfermedad
provocada por la relación de estas leyes.
No hay dos personas iguales y de cierta manera cada individuo se encuentra solo.
Cuando tenemos frente a nosotros una gran decisión o tentación sentimos la soledad de la
propia personalidad. Es imposible poner en palabras las cosas para que otro pueda entender lo
que hace de la dificultad mi dificultad.
Sin embargo, son tan parecidos los corazones humanos, es tan una la naturaleza humana, que
el conocimiento de nosotros mismo nos ayuda a entender a otros y hace posible analizar la
estructura y operación del alma para así adquirir algún conocimiento de las causas y resultados
de las luchas intensas comunes a todos los hombres. Las tentaciones y disposición de uno
pueden ser muy distintas de las de otro, y aún así las causas de la tentación, el fracaso o el
éxito pueden ser – y son –las mismas en todos.
San Pablo, como en el caso de todos los grandes maestros, nos enseña con tal sencillez que
nos hace preguntarnos cómo no llegamos a muchas conclusiones nosotros mismos.
San Pablo nos describe la incesante lucha que se libra en cada corazón humano. El hombre no
es uno consigo mismo. El alma es como una casa dividida, como un reino en revolución. Este
conflicto no es entre cuerpo y alma; es más profundo y más íntimo. Se encuentra en los
mismos manantiales de nuestro ser.
El alma en su profundidad no es una condigo misma. Frecuentemente tiene que decidir y actuar
en el torbellino de una oposición directa que surge del interior. Si el alma completa tuviese
enfrentar la oposición o tentación que viene de fuera, sería una cuestión más sencilla; al venir
de dentro es más complicado. Lo experimentamos todos los días y aún así no nos damos
cuenta de lo anómalo que es “Solamente el hombre es así; todas las demás creaturas
conservan la unidad en sí mismas. Únicamente el hombre no es dueño de sí. Se encuentra
rasgado y torturado por el conflicto interno, por su incapacidad de dirigir todas las fuerzas
dentro de sí para conseguir su fin y obtener su propia perfección.
San Pablo nos muestra donde se asienta este conflicto interno: en la más alta región de la vida
del alma.
Amamos el espíritu del no ser de este mundo y somos mundanos hasta el centro de nuestro
corazón. Detestamos la falta de sinceridad y somos elocuentes en la alabanza de la verdad y
somos poco veraces.
Esta oposición entre nuestros ideales y nuestro actuar no surge de la hipocresía sino del hecho
de que “no hacemos las cosas que queremos”
Dichas paradojas son tan comunes que escasamente reparamos en ellas y si lo hacemos, nos
referimos a ellas como las inconsistencias comunes a la fragilidad humana, Pero no son
comunes, se encuentran en oposición directa a la invariable ley de acción que impone en todos
los otros campos de la vida humana.
Esta es, entonces, la causa de la pérdida de la unidad interna de la que cada uno somos
concientes. El hombre no es uno consigo mismo. No está seguro de sí mismo. No tiene la
certeza de que pueda y hará todo lo que quiera hacer; no es señor de los numerosos dones de
su naturaleza porque no está seguro de su falta de lealtad, se que traicionará sus más elevados
y que vendrá su primogenitura, de hijo de Dios, por un plato de lentejas (Gen: 25, 29 – 34).
San Pablo encuentra que estas extraordinarias inconsistencias morales surgen por que nuestra
naturaleza es el foro de la lucha constante de cuatro fuerzas, cada una de las cuales lucha por
la dirección del alma. No son impulsos o pasiones.
A estas cuatro leyes las llama “la ley de los miembros la ley de la mente, la ley del pecado y la
ley de, Espíritu de la Vida. (Gen 25,29 – 34)
A estas cuatro leyes, que trabajan con la persistencia y precisión de la ley, atribuye todo lo que
pasa en el alma para bien o para mal; al conflicto entre ellas atribuye casi todas las paradojas.
Encontramos que estas cuatro leyes operan en pares. Un para trabaja para el mal y el otro para
el bien.
El conflicto no es uno entre el pecado y la santidad. Existe una fuerza , una ley que conduce al
pecado, una tendencia en el alma, no directamente pecaminosa, que le prepara para el pecado,
al que, si se le permite operar, llevará al alma cautiva del pecado, a su libertades, la ley del
Espíritu de Vida, que la libera de la ley del pecado y de la muerte.
De acuerdo a San Pablo hay una ley que trabaja en nuestro interior y de esa labor resultan
actos y deseo que no son pecaminosos en sí mismos pero que preparan el camino para el
pecado. Todos distinguimos lo que está claramente bien o mal pero existen cosas que se ubican
en el terreno de lo debatible, en la región del crepúsculo. El alma que vive bajo la ley de esta
tierra con seguridad acabará por mudarse al reino de la oscuridad y el pecado.
El nudo del conflicto lo pelean las cosas que en sí mismas no están ni bien ni mal. El hombre
que decide no hacer lo que es claramente malo, pero que hace todo lo demás que desea hacer,
encontrará que, a la larga, no puede escapar del pecado real.
Se dan en la vida del hombre palabras, actos, deseos e inclinaciones que, aunque parezcan
independientes, pueden ser agrupadas en la misma categoría – el trabajo de una ley suyo
objeto es subyugado bajo el dominio de pecado. A esto llama San Pablo la “ley de los
miembros”. Permiten a un hombre ceder al control de esta ley es permitir que pronto sea un
cautivo de la ley del pecado.
Al principio huimos y evitamos los pecados que posteriormente nos esclavizar. No nos hemos
habilitado aún a aquellas cosas que debilitan la voluntad y disminuyen el tono moral
preparando el camino para la terrible caída. Pequeños actos indulgentes, no malos en sí mismos
– el deleitarse en el gozo de los sentidos, el evitar el sacrificio sistemáticamente, el refugiarse
en amistades para evitar la cotidianidad y realidad domética - han ido fraguando el naufragio
del alma. Todos estos actos fueron el resultado del trabajo constante de la ley de los miembros
que conduce al hombre al cautiverio de la ley del pecado.
Es contra esta ley ha de ser combatida sin descanso o se corre el riesgo de que nos derrote.
Solamente una vida mortificada y disciplinada puede resistir los embates del pecado. San Pablo
nos dice que se libra una batalla constante e incesante entre la ley de los miembros y la ley de
la mente de que la ley del pecado pueda ejercitar su poder sobre el alma.
San Juan nos dice que “… el pecado es la transgresión de la ley” (1 Jn 3.4) El pecado es la
violación de la ley de vida del alma, pero el pecado tiene su propia terrible ley.
El pecado es la entrada a la vida espiritual del hombre de aquello que se encuentra en mortífera
oposición a la misma, y que opera bajo su propia ley. La ley del pecado es la ley de la muerte.
Es la destrucción de la vida espiritual. Cuando el pecado tomas posesión de un alma, esta
muere. La voluntad, aún cuando se encuentre fortalecida para otro tipo de trabajo, se
encuentra debilitada ante los embates del pasado. La razón se obnuvila y oscurece para la
acción moral. Las potencias del alma se rehusan a cooperar para su bien. Un cuerpo enfermo,
marchito y macilado es una buena imagen del alma deshonrada y traspasada por el pecado.
Una vez que el pecado ha sido aceptado y consentido, crece y se desarrolla según su propia
ley. La vida del pecado es la muerte del alma, su fortaleza la debilidad del espíritu y su
crecimiento la descomposición del alma.
No podemos negociar con él. Únicamente podemos hacer dos cosas: matarlo – extriparlo como
cáncer – o dejarlo crecer de acuerdo a su ley y sin control alguno por parte nuestra.
Aquel que cede a la ley de los miembros se encontrará entregado a la ley del pecado. Estas en
las dos fuerzas que cooperas para – del alma comenzando con el disfrute de todo lo que ofrece
la vida, alejándose de todo lo doloroso y terminando con la oscura y desesperanzada esclavitud
del pecado.
Hoy estas dos fuerzas que trabajan con igual persistencia y cooperara para el bienestar del
alma y si liberación: la ley de la mente y la ley del Espíritu de visa en Jesucristo Nuestro Señor.
Una de estas es natural y la otra sobrenatural, aún así ambas operan por ley, y siempre
trabajan juntas.
La obediencia a la ley natural de la mente es la preparación por la cual el alma llega a sujetarse
a la ley del poder sobrenatural del Espíritu de vida.
Hay una ley cuyo objeto es elevar el alma a lo mejor que tiene en sí y por encima de ella a lo
sobrenatural. Siempre actúa de forma incesante y constante y siempre en la misma dirección.
No es una ley abstracta, ni una ley externa promulgada desde fuera como la del Sinaí. Se
encuentra por encima de todo lo personal; San Pablo la llama “la ley de mi mente” Interpreta la
ley externa para el individuo. Existen obligaciones y deberes que obligan a unos y no a otros y
surgen de la vocación, condición de vida, formación y logros espirituales; todo esto es tomado
en consideración. La ley de la mente conoce y sopesa el pasado, entiende la capacidad del
alma, sus posibilidades y destino. Es la ley de la perfección del alma espiritual. Cualquiera que
sean las complicaciones derivadas del pecado pasado, esta ley puede indicar el camino de la
libertad.
Como toda ley, su fuerza y debilidad radica en que actúa tanto los detalles minúsculos como en
grandes cosas. La ley de la mente se encuentra siempre actuante en los más pequeños detalles
de la vida diaria.
Con la mira puesta en el futuro ordena en el presente para que pueda el alma entran a la
contemplación de Dios.
La ley de la mente trabaja moldeando lo que toca de manera casi imperceptible. Cada dirección
de la conciencia debe ser obedecida para que pueda dirigir al hombre a su salvador. Es Él quien
salva, no la conciencia.
La luz de la mente lleva al alma a su libertador: el Espíritu de vida en Jesucristo, Nuestro Señor.
Este Espíritu de vida opera por ley. Su acción sobre el alma no es caprichosa.
Guía al alma a través de la ley de la mente. La conciencia es una válvula de escape a través de
la cual la gracia del Espíritu de Dios inunda el alma. Si la conciencia se cierra y se viola la ley de
la mente, el flujo de la gracia se ve interrumpido; si la conciencia se abre, el arroyo de la gracia
se convierte en un torrente potente, refrescante, vigorizante que eleva todas las potencias del
alma. Se da entonces una doble acción: la conciencia escucha la voz del Espíritu y se ve
iluminada con una luz y sensibilidad sobrenatural y así se abre con mayor frecuencia, hasta
que, por el flujo incesante de la gracia que empapa a todas las facultades, el ser completo es
sobrenaturalizado.
Una vez la batalla no se libra entre el --- pecado y la virtud, sino entre la ley de los miembros y
la ley de la mente. Del ganador de esta batalla depende cuál de estas dos leyes gobierne el
alma.
Tras estos dos combatiente se encuentran los poderes de la vida y de la muerte, del pecado y
la rectitud aguardando el desenlace.
El resultado supremo de las numerosísimas actividades que llenan y ejercen presión sobre la
vida humana es la formación del carácter. Aquello que provea de interés a los acontecimientos,
los importantes y los triviales, es el saber que estas cosas temporales tienen su parte en la
formación del carácter para la eternidad.
El carácter del hombre es forjado por todas las fuerzas de sí que aparentemente son incapaces
de interpretación moral y que han sido diseñadas para obligarle a actuar: las necesidades de
cuerpo y alma, las ambiciones a pasiones que llevan al hombre a vivir existencias extenuantes,
o la falta de motivación que le convierte en veleta, el esfuerzo por obtener alimento, el deseo
de poder, dinero o influencias, las cosas o personas que demandan el tiempo, interés o afectos
del hombre…. Todas estas cosas compelen al hombre a actuar o lo condenan a la ociosidad.
Todo tiene un supremo y eterno resultado: la formación del carácter.
¡Qué poco nos percatamos del supremo objetivo de la vida! La gran pregunta no es qué hemos
hecho, sino el efecto de nuestra acción en la propia alma.
Algunos son concientes de esto, otros nunca lo piensan pero es cierto para todos, lo creamos o
lo neguemos. Todos hemos sido marcados por la vida; nadie puede escapar al hecho de que un
efecto duradero de la vida es el carácter.
El hombre tiene sus fines y todos son temporales; Dios tiene su fin y es eterno.
Es curioso que, de todas las empresas que emprende eh hombre, lo que es considerado como
meros accidentes en muchas ocasiones son sus importantes resultados y que las empresas
mismas, su éxito o fracaso, son verdaderamente accidentes.
El éxito o fracaso de la vida no puede ser medido por resultados materiales; ha de ser evaluado
“en la balanza del santuario”. Cada uno de nosotros es arrojado al caldero ebulliente del mundo
con posibilidades latentes de bien y mal, y salimos bien formados, fuertes y llenos de sentido, o
triturados, deformes y desmoralizados.
Es entonces cuando somos inducidos a mirar bajo la superficie de lo que ocurre a nuestro
alrededor y ver todo como la maquinaria diseñada por Dios para formar el carácter. Esto ha de
motivarnos cuando estemos en dificultades o nos encontramos deprimidos en la lentitud de
nuestro progreso y la pequeñez de los resultados obtenidos, nos ayudará a ver la grandeza de
lo que tenemos entre manos y a considerar la grandeza de la maquinaria a emplear.
Imagina la cantidad de energía de cuerpo y mente que se usa en un día en una gran ciudad, y
compararlo en los resultados netos vistos por el ojo de Dios, los resultados que perduran y
perduran por siempre - una pequeña profundización del temple de cada persona involucrada,
los hilos de un hábito tejido más compactante, la voz de la conciencia más o menos clara, la
voluntad sumida algo mas en la rutina, aquí y allá una gran victoria para el bien o el mal. La
comparación de dichos resultados, como los únicos permanentes, con todo lo que se ha
invertido para producirlos, han de forzarnos a darnos cuenta de lo diferente que es el cálculo de
Dios del verdadero valor de las cosas al nuestro.
La vida es, entonces la maquinaria que forma el carácter. Pero al juzgar el carácter del hombre,
lo juzgamos como un todo, como una unidad con sus paradojas y contradicciones.
Una virtud no hace bueno a un hombre ni un vicio lo hace un hombre enteramente malo. Los
mejores hombres tienen graves faltas y los peores sus virtudes. Ej: Pedro y Judas.
Sin duda, existen no pocos buenos hombres que tienen faltas más graves que hombres que
sabemos malos. Y hay hombres a quienes justamente conciliamos malos que nunca han hecho
algo tan malo en sí mismo como un hombre justamente considerado bueno.
¿Podemos decir entonces que el fin de la vida es la formación del carácter? Y siendo el carácter
algo tan complejo, ¿cómo juzgarlo? ¿Cómo comparar hombres tan distintos?
¿Cómo entonces es posible dar el peso y consideración debida a todas las circunstancias de
temperamento, educación y formación religiosa? Hemos de juzgar a los hombres por lo que
hacer, y solamente podemos juzgar a los actos en sí mismos como buenos o malos.
Sin embargo, cuando pasamos del acto a juzgar a la persona que lo cometió, una multitud de
consideraciones que influencian y modificar nuestro juicio han de ser considerados. El acto en sí
es fácilmente juzgable como bueno o malo, pero el acto considerado en relación a la persona
que lo ejecutó es una cara bien distinta.
Cuando enunciamos que el supremo de esta vida es la formación del carácter, dicha
aseveración implica que existe un tabulador común por el que podemos ser juzgados, a pesar
de todos los accidentes de la vida.
¿Existe un parámetro común por el cual todos podemos ser examinados? Sí. El resultado moral
que producen las fuerzas e influencias que actúan en cualquier vida puede ser visto por el
efecto que ejercen en la acción de la voluntad en una dirección en concreto. ¿Busca la voluntad
aquello que el hombre considera correcto, o bien elige deliberada y concientemente lo que
considera incorrecto? La respuesta de su vida a estas preguntas nos dará una idea clara de su
carácter.
Ningún hombre puede ser juzgado por un parámetro o ley que desconocía. “Aquel que conoce
la ley será juzgado según la ley; el que no, será juzgado sin ella”. Tampoco se puede ser
juzgado por no alcanzar el parámetro de otro solamente se juzgará por el parámetro que se
conoce.
Al juzgar el carácter, todo lo demás adquiere una importancia secundaria con aspecto a lo
anterior. Es de capital importancia conocer la verdad, pero es poco útil para una persona
conocen la verdad si ha puesto su voluntad, de manera deliberada, en contra de verdad. No
podemos exagerar el valor del conocimiento de la voluntad de Dios. Aún así, el hombre que
desconoce la voluntad de Dios en respecto a sí mismo pero se empeña en conocerla, se
encuentra mejor aquel que la conoce y se niega a obedecerla.
Por esta puesta puede juzgarse a la raza humana. De un lado se encuentran los que se
esfuerzan por hacer lo que creen correcto; del el otro, aquellos que deliberadamente escoger lo
que saben que está mal.
Algunos pueden tener una idea incipiente e imperfecta del bien y el mal, sin culpa suya, y sus
parámetros forzosamente serán distintos. Mientras cada persona lucha por vivir fiel a lo que
sinceramente cree, esa persona es buena. Ej: un católico que conoce la revelación y tiene una
conciencia bien formada y un animista africano con una conciencia pobremente educada que se
esfuerzan por vivir lo que creen.
Para que un acto constituya un acto moral, debe de ser libre. Nadie puede ser considerado
responsable por hacer algo que no podrá evitar.
A pesar de ser seres libres, existen muchas ocasiones en los que esa libertad parece fallarnos al
momento de una gran tentación. La tenemos antes y la tenemos después, pero en la crisis de
la decisión, parecemos perderla.
¿Quién puede ser tan temerario para afirmar que en cualquier momento el hombre es libre de
escoger lo que desea sin impedimentos? ¿Qué la acción de la voluntad no se ve afectada por el
pasado? ¿Qué independientemente de cuántas veces haya cedido el hombre a un pecado su
voluntad en todo momento se encuentra libre del poder de ese pecado?
Cada decisión tomada desarrollada una tendencia a elegir en la misma dirección. Mientras más
frecuentemente escojamos algo, más fácil es elegirlo otra vez. La ley del hábito reina en el
orden moral con misma certeza que la ley de la gravedad impera en el orden físico.
La ley del hábito ejerce su influjo sobre la voluntad, conduciéndola al canal que ha salvado para
sí haciendo más u más difícil desviar su cauce. La marea entrante de una pasión o inclinación
en el momento de la tentación es la presión de la ley del hábito.
Sería peor que un engaño el decir a un hombre que por mucho tiempo la cedido a los hábitos
del pecado que podría en un momento dado, sin oración constante, vigilancia y gran esfuerzo,
ejercer su libertad y nunca caer otra vez. Podemos darle una mejor inspirada esperanza: le
podemos decir que debe luchar por su libertad. Podemos decirle que el hábito puede ser
conquistado únicamente por otro hábito; que debe adquirir hábitos buenos para conquistar los
malos, hábitos de resistencia para combatir los de rendición. Podemos decirle que ha nacido
libre, no esclavo y que ese sentido inherente de libertad nunca podrá perder. Le podemos decir
que no es a través de esfuerzos esporádicos y violentos que podrá triunfar, sino a través de
esfuerzos constantes y comprometidos de perseverancia. La ley del hábito solamente puede ser
vencida por la ley de la perseverancia. La voluntad se encuentra sometida a una ley; y puede
ser liberada por otra ley que actúe con constancia y persistencia. Los vínculos que ligan al alma
han de ser desenredados uno a uno. El trabajo de años no puede ser corregido en horas. El
ignorar esto puede desesperarnos. Hay que recordar, sin embargo, que aquel que se ha
vendido como esclavo ha de comprar su libertad por el precio exacto que recibió por su
degradación.
La ley no teme un brote violento de una masa furiosa. La ley es más fuerte, por numerosa que
sea la turba y violento su ataque. Lo que teme, y teme con razón, es una revuelta organizada –
ley contra ley, organización contra organización. De igual manera, ninguna lucha momentánea,
por determinada que sea, puede vencer la firme sujeción del hábito. Es únicamente la disciplina
constante y perseverante de la voluntad que puede desde el cautivismo recuperar su libertad.
La perseverancia del hábito es sin duda la más grande fuente de consolación. Es la más grande
fuente de estabilidad de carácter. Si es difícil vencer malos hábitos, es difícil vencer el bien. El
hecho de que la atracción a algún pecado persiste a pesar de todos los esfuerzos para
conquistarlo debe motivarnos a sentir que debe ser por lo menos tan difícil para la tentación
vencer o derrotar en un momento un hábito de virtud.
Pero sabemos, demasiado bien, como los hábitos del pasado cuelgan de nosotros, qué poder de
resistencia muestran. Esta misma dificultad para vencer al mal debe darnos una sensación de
seguridad: bien vale esforzarse por formar un hábito que hará un buen servicio y se convertirá
en fundamento de carácter.
Sin duda alguna los hombres buenos tienen sus fracasos pero ciertamente no deben
descorazonarse; los hábitos de toda una vida no se destruyen por un fracaso. Si se arrepienten,
estos hábitos bien formados perdurarán.
El pecado siempre es malo pero no debemos subestimar el poder del bien porque no
percatamos del poder del mal.
Así mientras se forman lo hábitos el carácter se finca sobre el bien o el mal sobre cimientos no
fáciles de sacudir. Y el hábito de elegir o intentar elegir lo correcto construye el carácter el firme
y estable cimiento de la rectitud moral y quien así actúe es un hombre bueno.
Todo aquello en lo que la voluntad actúa la afecta de alguna forma para bien o para mal y
construye la materia para la autodisciplina, ayudándola o desayudándola en su gran obra de la
elección del bien o el mal. Las muchísimas cosas que cada día nos obligan a llegar a una
decisión y elegir son el campo de entrenamiento de la voluntad. En todo lo que hacemos, por
providencia divina, la voluntad ha de ejercitarse y adiestrarse y como resultado se fortalece o se
debilita, permanece libre o se vuelve esclava, se torna firme o vacilante. Cada una de estas
decisiones puede ser pequeña y de no mucha importancia, pero su frecuencia incrementa su
valor y determina el resultado en cuestiones más serias.
La voluntad tiene sus propias características que fueron desarrollándose en esferas de elección
que tenían poco o nada de peso moral. El que está habituado a la lucha en cosas buenas, tiene
menos probabilidad de fracasar ante la tentación de placeres ilicititos. La victoria y la derrota en
un súbito o violento asalto de alguna pasión puede depender del hecho de haber practicado la
auto disciplina o mortificación en cuestiones pequeñas referentes, por ejemplo, al comer o al
dormir o pequeños gustos lícitos.
Antes de que se dispare la primera bala, el asunto está prácticamente decidido. Por eso, la
lucha debe ser sin tregua. El hombre ha de ser el señor de todos sus poderes e inclinaciones,
también de lo externo que Dios puso en el mundo a su alrededor; no ha de ser esclavo de
nada.
Dan a todo su lugar concreto le ayudará a la voluntad a no fallarle a la hora de la tentación. “El
que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho”.. (Lc 16,10). }
Es bueno recordar que se la voluntad se ha debilitado y esclavizado por le pecado, no está solo
en la lucha por recuperar su libertad. Hay alguien con ella para guiarla y fortalecerla. Alguien
que le mostrará el camino, que iluminará a la mente con luz sobrenatural y que dotará a la
voluntad de fuerza divina. No podrá levantarse cons sus propias fuerzas. Desde la profundidad
de su desesperación debe mirar al Altísimo. En su ruina absoluta debe valuar la vista a aquel
quien lo creó sólo Él puede levantarla y restaurarla.
El pecador debe ser no solamente perdonado sino restaurado antes de gozar de visión de Dios.
En cada paso de esta reestructaración, debe haber un acto del alma y uno de Dios.
La voluntad esforzándose y Dios ayudado. “…sin Mí no podeís hacer nada” (Jn 15,5) dice el
Señor, sin embargo, sin nuestra cooperación Dios no puede hacer nada.
A lo largo de la lucha mientras batalla, ala alma aplastada por su propio peso, la tenue luz de la
fe inspira una esperanza que la mueve a realizar un esfuerzo más persistente. Poco a poco el
alma vuelve a la vida y sale en su intención que aquel que “… estaba muerto he vuelto a la
vida, se había perdido y ha sido hallado”. (Lc 15, 32)
Una de las características más sorprendentes de todas las formas de vida orgánica es el poder
de adaptación que muestra a circunstancias cambiantes. Y a pesar de todas estas adaptaciones,
conserva su identidad.
El hombre posee esta característica en tal vez mayor grado que cualquier otra forma de vida.
Ej. Pasar de vivir en trópico a un lugar o viceversa.
Con los cambios externos se dan cambios correspondientes en la persona, sin duda en el
interior y el exterior, pero no afectan su identidad. A pesar de los cambios, el hombre es el
mismo.
El hombre tiene estas necesidades y otra vida además de su naturaleza física. Puede tener todo
y ser miserable o bien, vivir en la pobreza, sufrimiento y soledad y ser feliz.
Nunca podemos juzgar a una persona únicamente por su entorno físico. Un cuerpo sano y la
posesión de las cosas buenas de este mundo no son necesariamente indicadores de una vida
feliz .
La vida del hombre es sobre todo una vida mental. Nunca pueda desembarazarse de los
compañeros de su mente. No es una mera creatura de sus circunstancias externas. Hay cosas
más íntimas y cercana que lo externo. Las cosas tocan la superficie de su ser; sus
pensamientos entran al santuario de su alma.
Puedes conocer a un hombre por sus amigos, pero no hay amigos más íntimos que sus
pensamientos. Si conocer a los compañeros de su mente, sabrás que clase de hombre es.
No son los sufrimientos o emociones de la vida que directamente afectan el carácter, sino los
pensamientos que el hombre tiene de los mismos cuando suceden. Ninguna cosa externa
puede en sí misma afectar la visa interior del alma. El hombre es material; el alma espiritual.
Las mismas cosas dañan a algunos y benefician a otros (Ej: sufrimiento, pobreza) El valor de
estas cosas se deriva de los pensamientos que el alma invita cuando se topa con ellas.
El alma debe escoger a cuales pensamientos escuchará y cuales rechazará, y por esa elección
levantarse o caer. Una persona elige pensamientos que lo curan, motivan y fortalecen; otros
aquellos que le amargan y hacen que se revele. La moral recae no en la cosa sino en la
persona.
Nunca podemos predecir el efecto moral que una combinación de circunstancias y eventos
producirá en alguien, ni siquiera en quienes creemos conocer mejor. De hecho, no podemos
anticipar el efecto de las circunstancias en nosotros mismos.
Las cosas en si mismas so en si mismas amorales – ni buenas ni malas – y que el efecto moral
ha de remitirse a los pensamientos que sugieren y son ocasión de nuestra elección.
El alma escoge, y lo que elige probablemente eligirá una y otra vez, hasta que ese pensamiento
escogido gana el derecho de entrada, cierra la puerta a los demás, y se convierte en constante
compañero del alma. Y en cada evento, grande o pequeño, entra y toma su lugar instruyendo
al alumno sobre su significado, lo interpreta y explica o lo explica erróneamente y gradualmente
se convierte en el señor de toda su vida, en el escultor del carácter.
Sin duda, estos secretos e invisibles compañeros del alma, intangible y volátiles, afectan
nuestra visión del hombre y lo que nos rodea. Todos van a donde va el alma y son más
cercanos de lo que cualquier cosa material jamás podrá ser. La mente es la que ve no el ojo.
Un hombre malo ve maldad por alguien, un hombre bueno ve al mundo radiante de bondad. La
impresión es el resultado de lo que sus mentes buscaron.
Nuestros pensamientos afectan nuestro juicio del hombre y las cosas cuando afectan el juicio
de nosotros mismos. Muchos podemos aparecer ante nosotros mismos como personas muy
diferentes a las que somos en realidad. La compañía constante de un pensamiento que nos
repliega sobre nosotros mismos ha afectado negativamente la utilidad y ha truncado el
crecimiento de vidas llenas de promesa. Muchos hombres que siempre se veían bajo una luz de
desprecio de sí y timidez han envuelto su talento en una servilleta sin hacer nada para el
mundo o para sí, (Lc. 19, 12-26)
Judas en dos cortos años recorrió toda la escala de la experiencia espiritual. En pocos años ,
San Pablo con su desprecio por los gentiles rompió con la formación de su juventud y exclamó,
“en Cristo no hay griego ni judío… bárbaro o escita, siervo o libre” (Col 3,11). En adelante, San
Pablo se regocijó en ver al Dios de los judíos como Dios del mundo entero, y el Mesías, no
como el salvador de un pequeño pueblo, sino como salvador de la raza humana.
Siempre hemos de recordar este casi ilimitado poder de la mente humana para adaptarse con
relativa facilidad a la presencia de pensamientos que antes desconocía u odiaba. La constante
presencia de un compañero incompatible con nosotros mismos, la hostilidad de alguien cuya
voluntad hemos contrariado, el sentimiento de tener algo que no entristece – esas cosas son
frecuentemente ocasión de pensamientos que con vertiginosa rapidez, toman posesión de la
mente y dejan la huella de su presencia en el carácter.
La mente poco a poco se habitúa a pensamientos que le eran extraños hasta que le controlan.
Tenemos el poder de rechazar la entrada a esos pensamientos. En esta cuestión somos libres
de escoger a nuestros amigos, aún así no podemos confiarnos; muchos han caído después de
que sus caracteres y hábitos habían sido formados. No somos responsables de la presencia de
un pensamiento qu7e instantáneamente rechazamos. En la presión de la presencia de una
multitud que entra y le, sin duda a veces un pensamientos disfrazado burla la conciencia y
puede ser expulsado en el momento en que se reconozca.
Tu mente puede habilitarse a escoger ciertos pensamientos.
Con el paso del tiempo, el poder de elección va siendo menos libre. Con el paso de los años los
hombres hacen pocos nuevos amigos pero cada vez se unen más a los que tienen.
Así ocurre con la mente: sus decisiones han sido tomadas hace mucho tiempo. Las demandas
de los pensamientos que han sido sus compañeros durante años, ejercen presión y no cederán
fácilmente a un despido. Un pensamiento que alguna vez pudo haber sido expulsado fácilmente
y es desdén domina ahora el alma con presunción insolente y la negativa por encima de su
asustado señor. La elasticidad y entusiasmo de la juventud han pasado; la mente no tiene ya la
resistencia que antes tenía, ni el poder de echar lejos a sus viejos socios.
El carácter dependerá entonces de los pensamientos. Soy lo que pienso – más que ser lo que
hago ya que es el pensamiento lo que interprete la acción. Un acto bueno en sí puede tenerse
malo por el pensamiento que lo inspira: “…si no tengo caridad, nada tengo” (1 cor 13,3).
Una persona amable es una cuyos pensamientos son amables; una persona amargada lo es
porque sus pensamientos son amargos. Una persona que combate el primer ataque de cada
pensamiento es menos proclive a ceder al pecado a la hora de la tentación, pero uno que ha
permitido a su mente habituarse a dichos pensamientos caerá a la hora del asalto cuando la
ciudadela de su alma sea traicionada.
Detrás del velo del silencioso mundo del pensamiento es donde las batallas más grandes de la
vida han de ser liberadas y ganadas o perdidas, sin ojo humano que puede testificar, ni voces
que vitoreen o animen.
No importa donde se encuentre una persona, sino lo que está pensando. El edificio integro de
la vida espiritual puede estar derrumbándose hasta la ruina y el enemigo entrando como una
fortísima inundación mientras la persona se encuentra recitando oraciones de rodillas.
Es pues, en el interior donde la gran batalla de la vida de ser peleada; es en el interior, con
nuestros propios pensamientos que debemos batallas si deseamos ver al mundo de los
hombres y las cosas como en realidad es.
Nuestro carácter, por tanto, dependerá en gran parte de la práctica de esta disciplina interna
por la que podremos controlar nuestros pensamientos.
Hemos de luchar por ganar el control sobre nuestros pensamientos, vigilando las entradas de la
mente, para que ninguno pueda ejercer una autoridad independiente.
Esta tarea no es fácil. Existe la dificultad inherente de ejercer una constante vigilancia y el
hecho de que cuando empezamos a tomar en serio el trabajo frente a nosotros, la mente ya ha
tomado hábitos. Existe otra dificultad aún mayor u fraguada con in peligro mayor.
Existe el peligro que surge de la excesiva delicadeza y sensibilidad de la mente misma. Una
introspección a desatiempo produce una condición enferma que no pocas veces tiene peores
resultados que la falta de disciplina en sí. Ha sucedido que un esfuerzo decidido de obtener el
control sobre una mente deshabilitada desde antaño a la disciplina, al ser ejercitada sin el
prudente cuidado y discreción, no únicamente derrota su propio objetivo, sino que acarrea una
parálisis mental que impide cualquier tipo de concentración al pensar o sobrecalienta la
maquinaria ala punto de poner en peligro el equilibrio mental.
Por ello, el esfuerzo para los pensamientos ha de realizarse con gran cuidado. Los resultados
deseados nunca podrán ser obtenidos por intentos agotadores de alejar pensamientos que de
han vuelto habituales. Los esfuerzos violentos por desaparecerlos únicamente los fortalecen.
Ej: el esfuerzo por no ser soberbio no necesariamente nos acerca ni un paso a la humildad es
algo mucho más positivo y vital que la ausencia de soberbia.
No permitimos que el mal venza tu mente “vence el mal con el bien (Rom 12, 21). Vacía la
mente del mal llenándola de bien la naturaleza odia el vacío. Se ahuyente de oscuridad
encendiendo una luz. Si se desea llenar un vaso con agua, no se saca primero el aire; se saca
llenando el vaso con agua.
En la vida moral, al entrar el bien forzosamente sale el mal. Por ello, el esfuerzo del alma debe
ser dirigido a llenar la mente de pensamientos sanos de forma que no quepan otros – tratando
de pensar no tanto en lo que es malo o no e lo que es bueno.
La pereza mental, la carencia de interés intelectual deja la mente expuesta a ser presa de
cualquier pensamientos que pueda entrar, o se repliega sobre sí. Si la mente se mantiene con
un sano nivel de actividad y su interés cautivo, muchos percances son evitados.
Sin Él, nada podemos hacer. Sin embargo, el auxilio de la divina gracia nunca nos dispensa del
ejercicio de la prudencia y el sentido común.
El que desee superar algún hábito de malos pensamientos ha de hacerlo de manera indirecta,
tratando no tanto de consentir el enojo sino de llenar la mente con pensamientos amables y
caritativos, enfrentando lo que nos cuesta regocijándose en la voluntad de Dios, el replegarse
sobre sí en la presencia de Dios – poniendo el pensamiento lo más pronto posible en algo que
aborda su pensamientos totalmente cuando sea conciente de la presencia o aproximación del
mal.
Esto, y el constante esfuerzo por mantener el alma interesada y ocupada en cuestiones sanas
de las que pueda disfrutar sin agotamiento o preocupación logrará mucho en el esfuerzo por
librarle de los malos efectos de la faltad e disciplina. Es muy importante saben cómo relajarla
sin ser laxo, y a partir de sus estudios y recreo, prepararle para la oración y para trabajos más
demandantes. La mente que se alimenta sanamente huirá del veneno sin importar su primorosa
presentación.
No hay que olvidar que la naturaleza opera mejor si no se le contempla a cada momento. Tiene
sus propias reglas en las que no debemos interferir demasiado, Es una experiencia no
desconocida que escrúpulos torturantes pueden llegar a tomar el lugar de la laxitud de
conciencia y puede aparecer una introspección incesante que es el enemigo de toda frescura y
naturalidad. Debemos entonces tener cuidado para que al combatir un mal no caigamos en otro
peor. Hay que confiar en el poder de la mente para rectificar si se le alimenta y ejercita
correctamente.
Si pusiéramos nuestros pensamientos bajo control y los disciplinásemos orientándoles al mejor
objetivo, pronto encontraríamos que no tenemos que lidiar únicamente en nuestros
pensamientos. Los pensamientos son el producto de la mente, así como los actos son productos
del cuerpo. Del estado en que se encuentra la mente, se derivará el estado de los
pensamientos. Cualquier defecto en la mente se manifiesta de inmediato en los pensamientos.
Una mente vigorosa producirá pensamientos sanos, una mente enferma pensamientos no
sanos. Muchas veces no puede hacerse lo que se quiere con la mente hasta que se supere o
mejore la falta de salud o la falta de formación.
En el plan original de Dios, la mente del hombre era una unidad, con todos sus poderes
operando para el bienestar de la persona y guiando y auxiliando a la voluntad en su elección de
Dios.
Pero a parte del pecado original, por nuestra naturaleza caída, la razón y el corazón tienden a
prepararse. El intelecto se separa de los afectos, la especulación de la práctica, la razón pura de
la vida espiritual. La razón actúa solo como si fuera autosuficiente. En amor fuera de control y
sin guía de la razón , actúa como un impulso ciego, como un arrebato pasional. Pierde brillo y
su fuego queda como cenizas encendidas en los sentidos, consumiendo la naturaleza entera.
Necesitamos entonces, a partir de la disciplina constante, unir estos dos arroyos que se han
salido de cauce y mezclar sus aguas. No hay que contentarse con saber la verdad; hay que
llevar al corazón a amarle. No hay que contentarse con un amor a la belleza de la verdad que
se a poco inteligente; conócela, estúdiala, piénsala,
“Amarás al Señor Tu Dios con todo tu corazón (…) y con toda tu mente (Mt 22, 37)
Es algo terrible permitir que el corazón viva su vida separado del intelecto y más aún viva de
aquello que el intelecto condena. Tal divorcio entre las dos potencias, que deban cooperar y
ampliarse naturalmente, lleva al fin a una doble vida de falsedad e insinceridad en la que cada
una toma su camino, y el poco caritativo y frío intelecto y el corazón apasionado y poco
razonable crea un desastre en la vida interior.
El amor abre la vida a lo que la razón, sino su auxilio no podrá ver o entender. Nadie puede
conocer a quien no ama. Si el intelecto está más desarrollado que el corazón el intelecto
encontrará cerrados varios campos del conocimiento para los que el corazón tiene la llave. Uno
que ha vivido la vida de los afectos descuidando el intelecto nunca disfrutará plenamente de los
afectos. Existe el amor intelectual que surge de y se mezcla con el conocimiento; tal es el amor
que Dios quiere que le tengamos cuando dice “amarás al Señor tu Dios con toda tu mente”
Cultivemos inteligencia y amor para llegar a la verdad.
El alma se encuentra entre el pasado y el futuro. El pasado ya fue y el futuro no es y la luz del
presente brilla momentáneamente sobre ella. Así, parecerá que el alma está rodeada de
oscuridad.
Sin embargo, un hombre debe ver hacia atrás y hacia delante. No puede vivir en el presente
que se escapa. Del pasado vienen experiencias, advertencias y lecciones han de guiarle, y si no
puede ver un poco hacia el futuro, se detendá temblando en la luz del presente, lleno de miedo
y timidez, sin poder seguir, debe ver hacia atrás y hacia delante para ver el mejor uso del
momento presente. Las corrientes del pasado han de arrojarlo hacia delante; la anticipación del
futuro ha de atraerle.
Dios le ha dado dos grandes facultades: memoria e imaginación. Sin la memoria, no acumulará
experiencia ni adquirirá conocimiento. Con ella encendemos la lámpara de la mente hacia el
pasado y se ahuyente la oscuridad y se pueda ver el pasado aunque en la tenue luz del
recuerdo. Por la memoria podemos acumular la sabiduría y experiencia del pasado y llevar
nuestras mentes con conocimientos incrementando sus tesoros cada día. Las voces del pasado
nos traerán de la memoria palabras de advertencia, motivación e instrucción, urgiéndose a ir
hacia delante, deteniéndonos y mostrándonos el camino.
Así, podemos ver al pasado y hacia delante y en la sabiduría del pasado y la anticipación del
futuro, caminar con la cabeza en alto y la visión clara del camino por recorrer.
Estas dos facultades pueden ser, sin embargo, causa de estancamiento y fracaso. Hay que
recordar siempre que son medios, no fines y que no puedan usarse indiscriminadamente.
¿Quién que haya pasado la mitad de su vida no conoce el peligro de convertir el recinto de la
memoria en un lugar se sueños lúgubres, de recriminaciones vanas y nostalgias desgastantes
donde el lo que pudo haber hecho y lo que se hizo surge del pasado con ojos acusadores
enfermando al corazón con desesperación?
Si extraemos algo del tesoro de la sabiduría de la memoria del pasado, la imaginación nos urge
a ir siempre adelante.
Es en este gran poder que transforma la vida y crea nuevos mundos puede se, y lo es por
muchos, prostituido para convertirse en fuente de esparcimiento ocioso y de indulgencia.
Existen también quienes los emplean para evadirse de las realidades de la vida o pasa
refugiarse de las exigencias de la vida en un mundo irreal y de sueños. El poder que ha actuado
como uno de los grandes estímulos para el hombre es utilizado por personas así como una
droga bajo cuyo influjo se contentan con soñar su propia existencia.
Es labor de la disciplina mental recuperar los poderes de la mente para el trabajo que les fue
dado y restaurado a su unidad y equilibrio propios para el servicio de Dios.
En cuanto a las discusiones acerca de la naturaleza de Cristo que han durado siglos, la Iglesia
ha conservado el equilibrio entre las partes contendientes y ha enseñado que “Cristo es
perfecto Dios y perfecto hombre” .
Así con las doctrinas referentes a la vida humana. La Iglesia, reconociendo plenamente todo el
bien y el mal existente en el hombre, enseña que su naturaleza no es totalmente mala o
totalmente buena; que es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, pero caído, y que sin la
gracia de Dios puede adquirir la perfección.
En cuanto a la vida espiritual del hombre ha habido quienes han enseñado que el acto más
grande del hombre es permanecer quieto y dejar a Dios trabajar en su interior – que el hombre
nada puede hacer; Dios ha de hacerlo todo. Por otro lado, ha habido otros que, al sentir la
intensidad de la propia lucha y poco el auxilio sobrenatural, han enseñado que el hombre debe
pelear sus propias batallas lo mejor que pueda. La Iglesia, reconociendo lo verdadero y
rechazando lo erróneo y equivocado, ha enseñado la verdad en la gran paradoja de San Pablo:
“(…) trabajad por vuestra salud. Pues es de Dios quien obra en vosotros (…)” (Fil 2,12-13).
Si alguien se dedica a la tarea se desarrolla únicamente una parte de la vida, pronto encontrará
que falta en perfeccionar una parte, porque necesita muchas cosas que llegan de otras.
Existe el mismo peligro en la lucha contra el pecado y el esfuerzo por formar las virtudes.
Muchos que se han propuesto conquistar una falta y ponen toda su mente en ello encontrarán,
que si no tienen cuidado, habrán caído en otra.
Puede darse el crecimiento desordenado de una virtud hasta no dejar espacio para otras que
son igualmente necesarias o más necesarias aún. O por otro lado, podemos desarrollar una
virtud de un departamento de la vida descuidando todas las demás.
Una virtud no es una virtud cristiana si se vive con excepciones. Debe tener su raíz en la
persona y cubrir todos los aspectos de la vida interior.
Al esforzarme por conquistar nuestras faltas hemos de estar alertas a los peligros de la
polarización. Las virtudes que trabajamos por corregir no son tan simples como parecen, y los
materiales de los que se forman, si no son mezclados en proporciones exactas, pueden producir
no una virtud sino una falta o un vicio.
La humildad es la mezcla perfecta de los más altos y bajos pensamientos de si. El humilde tiene
a la vez conciencia de su nada y de su exaltación como criatura de Dios a quien Él atrajo hacia
sí. Y logra, con el sentido de su indignidad mantener una dignidad que gana respeto. Si deja
fuera el respeto de sí, su humildad no es verdadera humildad y termina siendo una degradación
propia.
Así también la caridad cristiana que odia al pecado, pero ama al pecador con in amor que
emerge del amor de Dios. La verdadera caridad cristiana mezcla, en perfecta proporción,
justicia y amor.
Toda virtud requiere el equilibrar y mezclar características que en un primer momento pueden
parecer opuestas y de esa manera abrazar los múltiples dimensiones de la naturaleza humana y
mantener al hombre proporcionado.
Tenemos una vida propia y un deber para con nosotros mismos y una vida en relación a los
demás. Un deber es una deuda, algo que debemos. Esto no es algo que hayamos hecho
nosotros mismos. Es uno bajo la cual nos encontramos colocados –una ley que podemos
libremente cumplir o quebrantar, pero si la rompemos, habremos de afrontar las
consecuencias; la consecuencia inmediatamente es un daño moral para nosotros mismos.
No puedo con impunidad violar el deber conmigo mismo por el más grande vínculo amistoso, o
de parentesco y no puedo violar mi deber con otros en ventaja propia.
Dios ha ordenado que el bienestar y la perfección del individuo se encuentren ligadas a otros:
“(…) “ No es bueno que el hombre esté solo “(Gen 2,18) sin embargo, ha de guardar y proteger
su propia vida para no perderla.
Desde el despertar de la conciencia y alo largo de la vida, nuestros deberes para con otros y
nuestras relaciones con ellos son más complejas y extensas, y nuestro deber hacia nosotros
mismos más absoluto y exigente.
En la vida de cada hombre cuyo carácter se este desarrollando dentro de los parámetros
deseados, habrán dos características aparentemente contradictorias: dependencia e
independencia. Estas dos deben mezclarse y armonizar en la proporción adecuada en la medida
que la vida avanza. El hombre que es irresponsablemente indiferente a otros lleva la marca del
fracaso estampada en sí mismo, y aquel quien es totalmente dependiente pierde toda
individualidad y todo poder de influir en el mundo.
Una vida sana debe por tanto, arraizada la familia humana y la naturaleza humana ha de estar
abierta al mundo que le rodea. Al mismo tiempo debe poseer un profundo sentido de los
reclamos de Dios, de la conciencia y de la verdad para que nunca desee aislarse de los otros
pero que a la vez pueda levantarse contra el mundo entero en cumplimiento del deber.
Ningún hombre es independiente en sus alegrías o sus penas. Cualquiera puede robarme la
alegría por lo menos un momento, cualquiera puede darme un gozo pasajero.
Dado si cualquier combinación de meras circunstancias pueda darnos tanta felicidad o dolor
como otra persona.
¡Que poder guarda la personalidad! Un niño pequeño puede hacer más por alegrar el corazón
de madre que todo lo que el mundo pueda ofrecerle. Una persona tiene más poder para dar
felicidad o dolor a otro que toda la riqueza o influencia del mundo. El corazón no puede
descansar o encontrar satisfacción en estas cosas; si una persona se encuentra en medio de
ellas todo lo cambia.
Sin duda es verdad que cada uno de nosotros, irresponsables y poco pensantes como tendemos
a ser, tenemos entre manos la felicidad y los dolores de otros. No podemos escapar de esto.
Este poder se encuentra inalienablemente en nosotros desde que nacemos hasta que morimos
–porque somos personas- y somos responsables del uso que hagamos del mismo. Sin duda, tan
misterioso es este poder que la mera presencia de una persona que no se da cuenta de su
responsabilidad es frecuentemente la fuente del dolor más agudo que existe. La absoluta
indiferencia es más difícil de soportar que el desprecio agresivo.
Extraño poder confiado a menos débiles e indignas; sin embargo podría existir algo peor: que
nadie pudiera intervenir con las alegrías y penas de los demás, sería un mundo de individuos
aislados, envueltos por un egoísmo invencible.
Este poder de dar felicidad y dolor a otros surge principalmente de dos grandes pasiones que
existen en todos los hombres: amor y odio. Son los más fuertes y profundos poderes que
poseemos. Con estos se rige el mundo. Sin duda los grandes movimientos dependen del
pensamiento. Las masas no son movidas por conceptos filosóficos; son movidas por la pasión.
El amor y el odio son los poderes más universalmente sentidos y los más fácilmente excitables
de todos los poderes de nuestra naturaleza y afectan el gozo y el dolor de otros. La presencia
del amor hará algo por aligerar los dolores y asegurar la felicidad de estos; el odio equipa a
cualquiera para producir dolor.
El odio y el amor son dones divinos. El amor involucra y requiere del odio. Dios aborrece el mal
y dicho odio debe ser un atributo esencial de Dios. El poder de odiar es, entonces, un don
divino al hombre creado a imagen de Dios, y un elemento tan necesario en el carácter cristiano
como el amor.
Aquel que es incapaz de odiar lo es porque es incapaz de amar. La intensidad del poder odiar
siempre está en proporción al poder de amar. Instintivamente sentimos que un hombre puede
odiar, u cuyo enojo e indignación moral no pueden ser despertados, es una pobre creatura.
El amor puede ser tan dañino como el odio cuando se da un objeto indigno y de manera
incorrecta, pero no por ello es algo malo y tampoco lo es el odio. Son parte de la naturaleza del
hombre. Juntos trabajan, crecen y mueren.
El instrumento con el que el odio pelea sus batallas es el enojo. El enojo es también parte
esencial de la naturaleza human, por ser igualmente un atributo divino. Es un mandato
apostólico. “si os enojáis, no peguéis (…) (Ef 4,26).
Sin embargo, si hay que preguntar que ha lastimado los afectos, roto los corazones y arruinado
los hogares de los hombres más que ninguna otra cosa, responderíamos que el enojo.
Sin embargo, ninguna persona que merezca el nombre de persona no deja de enojarse algunas
veces. Sin duda, el enojo de nadie es más terrible que el del justo y el bueno.
El enojo es la espada que Dios pone en manos del hombre para librar las grandes batallas
espirituales de la vida. Mientras más ama un hombre a Dios más amará el bien y aborrecerá
todo aquello que asalte o amenace al bien. Ha de odiar todo lo que se oponga al amor de Dios
y de lo que se encuentra en El.
El hombre puede alejarse de Dios y vivir para sí mismo. Al alejarse de Dios, el hombre no
pierde ninguno de sus poderes; ahora usa esos poderes para sí y con objetivos muy opuestos
para los que Dios se los dio.
El enojo es bueno y dado por Dios; lo que puede ser malo es el uso que se le puede dar.
No hay nada más noble que la indignación moral de un hombre bueno ante lo que sea es
aborrecible para Dios. ¿Hay algo más humillante que los golpes del hombre soberbio y egoísta,
propinado por la espada deshonrada y sin filo del enojo mal empleado?
Necesitamos del enojo como una parte esencial de nuestro equipo moral. Ha de ser controlado,
más que aniquilado para ser santificado para el servicio de Dios.
Si hemos de tener éxito en controlarlo, hemos de conquistar aquello que es causa de su abuso
y eso es el vivir para sí y no para Dios. Al elegir a Dios como fin de nuestra vida, poco a poco
con seguridad todas las partes de nuestra naturaleza ocuparán su lugar y trabajarán para lograr
el crecimiento del alma como su creatura y a su servicio.
El hombre que es esclavo del enojo ha permitido que el odio, que al principio era odio del mal,
se separe del amor y actúe independientemente. Ya no tiene nada que ver con el amor de Dios.
Se ha mudado al lado del propio ser.
Aún cuando se levante con enojo contra el mal, se convierte en un sentimiento personal de
amargura e irritación. No es entonces, la navaja del amor, es su enemigo. El amor de Dios
obtiene y santo y ennoblecedor odio del pecado; pero ningún odio, ni siquiera el odio del
pecado puede obtener el amor de Dios.
Al amar a Dios, el alma ama a todo en y por Dios, y odiará solo lo que Dios aborrece.
Gobierna tu amor
Esto es para lo que el amor nos ha sido dado, para llevarnos a la unión con el infinito, para
darnos el poder para conquistar al mundo.
Si perdemos a Dios de vista y venimos para un fin terreno, no perdemos esta poderosa fuerza.
Al poderla emplear libremente no hay que olvidar que pierde mucho de su poder y agota la
naturaleza que lo mal usa, pero aún así en su debilidad es grande.
El amor no es una pasión ciega. Debe ser controlado por la razón. “El amor tiene ojos” y el ojo
del corazón es la razón.
Es en los primeros movimientos que las emociones del corazón han de ser controlados.
Después podría ser imposible. Si el corazón no es controlado se convierte en lo más violenta
pasión. Es por la capitulación a cosas pequeñas e insignificantes en sí mismas, y a las que se
podría haber insistido fácilmente, que el amor se convierte en una pasión desordenada y en
fuente de sufrimiento y miseria para su víctima y el mundo.
Por otro lado, es por cosas pequeñas que frecuentemente, el amor que debemos a tros es
matado gradualmente.
Los afectos sólo pueden ser verdaderamente disciplinados cuando la corriente del alma fluya
hacia Dios. No es meramente con este o este otro pecado, por exceso o defecto del amor que
hay que lidiar. Hay que buscar en lo profundo. Únicamente cuando intentamos amar a Dios
correctamente podemos amar al hombre como debemos. Sólo volviendo nuestros corazones
con seguridad hacia Dios seremos capaces de ir poniendo en marcha su movimiento hacia el
hombre.
Una gran escuela para los afectos es la ley moral: los diez mandamientos. Nuestro Señor
interpreta toda la ley como la enseñanza del amor a Dios y el amor a los hombres. Es
importantes notar el orden: el amor a Dios ha de ser el primero.
Nuestro corazón se vuelve a su verdadero fin cuando nos ponemos bajo la regencia de algunos
mandamientos y prohibiciones. Estos mandamientos no hablan directamente acerca del amor.
Prohíben aquello que lo destruya y recomienda ciertas prácticas que tienden a desarrollarlo
adecuadamente; el amor esta ahí.
Es imperativo amar a Dios sobre todas las cosas. Si no es así, si no damos a Dios lo que le
corresponde, poco a poco nuestro amor languidecerá y un ídolo será instalado en nuestro
corazón, no daremos a Dios su tiempo y dejaremos de amarle.
Es solamente por la observancia del primer y más grande mandamiento que podremos guardar
el segundo. Mientras más amemos a Dios, más amaremos a los hombres; mientras menos
amemos a Dios, menos amaremos, en verdad, al hombre. Nuestro amor se tornará caprichoso,
berrinchudo, poco confiable, no será caridad, será pasión.
Si sientes que tu amor por el prójimo se muere en los vapores del egoísmo, hay una sola
manera de revivirlo: busca y pide el amor de Dios. Al volverse el corazón a su origen, se
despertará y expandirá. No existe un verdadero y duradero espíritu de caridad apartado de la
práctica religiosa.
No podemos guardar los mandamientos que nos muestran nuestro deber para con el hombre
mientras no guardemos los que nos enseñan nuestro deber para con Dios. Estos últimos
educan y disciplinan nuestros afectos.
Si encuentras que fallas en la caridad, pregúntate si, por amar erróneamente o por no amar
como debieras, por amar mucho o por amar poco, estás rompiendo uno de los diez
mandamientos deliberadamente. ¿Estás cediendo al enojo o sensualidad, al egoísmo, a la falta
de delicadeza al hablar, al descontento o envidia o celos? Todos los anteriores, o cualquiera de
ellos, lastiman o destruyen ese espíritu de caridad que es el amor de Dios que se manifiesta en
el amor del corazón humano hacia las criaturas.
Obedece la ley, ponte bajo sus mandatos y frenos y tu amor dejará de ser una pasión, y,
guiada por la razón, será una fuente de bendiciones para ti y para el mundo.
Las especulaciones con respecto a la causa de esta lucha han llegado casi siempre a la
conclusión de que la materia es mala y el alma divina, y que éstas han de luchar hasta que el
alma se emancipe y libere del contacto con la materia.
Otras veces parecería que el cuerpo se eleva y participa de y contribuye a las alegrías del
espíritu. Ola tras ola del gozo espiritual irrumpe a través de los canales abiertos de la carne y le
llena de un nuevo e intoxicante gozo, ante el cual los placeres de la carne parecen pobres y
enemigos. En estos momentos apreciamos sumamente la posibilidad de que el cuerpo sea
levantado y espiritualizado y entre en una unión más íntima en la vida del alma.
[Los momentos de exaltación espiritual nos alertan que la lucha no ha terminado y que antes
de lograr la unión de cuerpo y alma, necesitamos una vigilancia y autodisciplina renovadas.
Nadie recuerda cuando empezó esta lucha, pero de acuerdo a la experiencia, no acaba en esta
tierra; no escapamos de ella capitulando a la carne o viviendo para el espíritu. Nadie ha llegado
a la cumbre espiritual donde puede relajar la vigilancia y dejar de luchar.
El dualismo existe donde hay hombres. Sabemos bien que a pesar del gran enriquecimiento de
la vida en lo material y de la gran extensión del conocimiento, aún no se ha tomado ni el más
pequeño paso para lograr la unidad interna del hombre.
No podemos suponer que el Dios del orden y la unidad haya creado al hombre en este estado
de desorden como excepción a toda su creación.
Algunos han vivido como si pudiesen aplastar o conquistar el espíritu, hasta ahora su último
aliento, mientras las pasiones desencadenadas de la carne irrumpen como aguas sin cauce y lo
inundan. Hoy existen personas que parecen haber tenido éxito en haber sacado de sí, a golpes
al hombre y haber introducido en sí, a golpes al animal. Pero no importa que tan bajo hayan
caído, lo fuerte de la naturaleza animal y lo débil de los espiritual, el espíritu continúa viviendo
aunque sea para reprobar y condenar. El hombre no puede destruirlo y vivir feliz como bestia.
Cuando ha caído en lo más bajo, empieza a soñar con la Casa de su Padre y en posibilidad de
levantarse de esta degradación. Ha tratado esforzadamente y por largo tiempo de destruir el
dualismo que lo atormente asesinando su naturaleza espiritual, pero es imposible porque es su
propio ser.
Otros han buscado acabar con esta lucha interna por la destrucción del cuerpo. Han visto al
mismo como una trampa en la que el hombre, ser espiritual, se ha quedado atrapado. Si lo
aplasta, detesta, mata de hambre e intenta vivir lo más posible como si no tuviese cuerpo, el
alma se fortalecería y lo haría a un lado para siempre como un espíritu puro.
El cuerpo se rehúsa a ser sacrificado de tal manera sin dejar profundas huellas de esa protesta
a través de las heridas morales que provoca al alma. Los efectos de un absentismo pagano sin
una violación de la naturaleza. El alma no se levanta ni fortalece; se torna soñadora e irreal.
Entre ésta práctica y la ascesis cristiana hay una diferencia tan grande como aquella que existe
entre la vida y la muerte.
El cuerpo frecuentemente se revela a ser tratado con severidad poco razonable, más aún a
cualquier esfuerzo por ignorarlo y asaltará al alma con las mismas tentaciones de las que ha
buscado escapar.
Después de la caída la lucha se tornó más feroz; en ocasiones parecía que la carne vencía y
destronaba al espíritu; los hombres se preguntaban unos a otros cuál será el fin. No hubo
respuesta completa sino hasta la venida de Cristo.
Su respuesta fue que el dualismo que nos encadenan y tortura no es obra de Dios sino propia.
Tuvo un principio y tendrá un fin. Es la pena por la desobediencia de Adán por la cual sacrificó
la unión sobrenatural con Diosa que mantenía el cuerpo sujeto al alma. El alma sino ser
auxiliada no es capaz de mantener a la naturaleza con un orden armónico.
La unión se perdió por el pecado. Sin embargo el cuerpo, por rebelde que sea. Es parte integral
de la naturaleza humana. Ha de ser salvado en cuerpo y alma o no puede ser salvado en lo
absoluto.
El cuerpo se levantará otra vez, y ese cuerpo resucitado y glorioso vivirá en perfecta unión con
el alma
Entre ambas se encuentra la dispensa de Cristo por la cual otorga al hombre el don
sobrenatural de la gracia por la que se restaura la unidad con Dios. No es una unidad como la
que tenía antes de la caída pero de al hombre un poder por el cual puede tener control sobre el
cuerpo para disciplinarle y mostrarle su lugar como siervo y no señor del alma. Así se preparará
para la resurrección donde una vez más, el cuerpo y el alma se encontrarán y vivirán en
perfecta unión en la que no existe lucha o discordia. Esta unión se logra cuando acaba de
pagarse el precio de la caída y el hombre es restaurado en su unidad.
En su vida terrena, nuestro señor se negó a tratar al hombre como un ser meramente
espiritual. En todas sus acciones, en toda curación (cuál fue el instrumento que utilizó? Su
cuerpo. El toque de sus manos resucitó a los muertos. La humedad de sus labios dio luz a los
ojos carentes de vista. Sus dedos abrieron los oídos de los sordos a la escucha. Con tocar su
vestido la hemorroisa fue curada. En su trato en el hombre lo trató como un ser compuesto y le
enseñó a reverenciar el cuerpo.
La Iglesia enseña lo mismo. El ascetismo cristino prepara al cuerpo para el cielo. Sena los que
sean los cambios que experimente el cuerpo por la resurrección, la vanidad orgánica entre el
cuerpo resucitado y el mortal será preservada: “...y desde mi carne yo veré a Dios” (Job 19,
26).
El rostro es el espejo en el que se refleja el alma, en el que quedan marcadas con arrugas cada
vez más profundas sus pensamientos, pasiones y ambiciones.
El cuerpo nos habla de la historia moral de la vida del alma. Muchas características están tan
claramente marcadas que es imposible no verlas.
El cuerpo ha de resucitar llevando impresos en él, para bien o para mal, los trazos de su vida
terrena.
Si somos capaces de formarnos una idea sobre la condición del cuerpo resucitado, nos ayudará
y guará en la práctica del dominio propio. El objetivo de toda disciplina es conquistar al cuerpo
y llevarle a un estado de obediencia por el que se prepare para la vida resucitada.
[Será un cuerpo, nos dice San Pablo, incorrupto, gloriosos, poderoso y espiritual (I Cor 15, 4 2-
44). No podemos experimentar esto en la tierra pero podemos esperar experimentar en
nosotros aquello de lo que se derivan esos resultados: los movimientos espirituales del alma y
la demás del cuerpo. Priva a tu cuerpo de cualquier cosa que debilite la unión tu alma con Dios.
Cuando al fin de la vida el cuerpo y el alma se encontraban juntos, la agonía de la mente los
acechaba. [Una vez resucitado el hombre], se encuentran otra vez unidos, y por las venas
fluyen los torrentes de la vida. El tiempo ya no significa nada y el trabajo no fatiga. Los siglos
se suceden y el cuerpo, no tocado por el tiempo, es perennemente joven. La energía de la vida
divina [es patente].
¿De dónde obtiene el cuerpo esta vitalidad maravillosa? El cuerpo no posee en sí mismo el don
de la inmortalidad. Su fuente se encuentra en el alma; fluye al cuerpo desde el alma.
¿De dónde obtiene el alma su poder? Lo recibió aquí en la tierra. Sus primeros gérmenes le
fueron dedos en la fuente bautismal.
Esta vida abundante recibida en el bautismo es nutrida por los sacramentos y desarrollada por
la lucha con el pecado. Surge de la unión con El que es la fuente y el manantial de la vida
eterna. Esa vida que fluye en la resurrección con tanta energía debió ser cultivada y
desarrollada en medio de las dificultades terrenas. Cada lucha la fortaleció, cada sacramento
aumentó su poder. Y ahora cuando su periodo de prueba ha concluido, toda dificultad ha sido
vencida y su unión con Cristo se perfecciona, la vida que tiene el alma fluye al cuerpo, lo
transforma y convierte en coheredero de sus alegrías.
Para obtener este glorioso don para el cuerpo, el alma, durante la vida terrena, tuvo que luchan
constantemente con él para disciplinarlo, rehúsan sus demandas y corregir sus exageraciones.
Frecuentemente tuvo que ser estricta con el cuerpo, haciéndole sufrir a veces para domarle.
Todo para ganarle el regalo de bodas glorioso de la inmortalidad con el que habría de
obsequiarle en la mañana de la resurrección.
Este debe ser entonces el primer principio de la practica del auto-dominio: negar al cuerpo
aquello que pueda debilitar o posponer la unión del alma con nuestro Señor. Es bueno recordar
que al negarle indulgencia, le estamos ganando la mejor indulgencia: la inmunidad del
sufrimiento eterno.
Después de la muerte, cuando el cuerpo sea glorificado, brillará con una luz que lo
transformará. “entonces los justos brillarán (...)” (mt 13,43). La palidez y el deshonor de la
muerte han pasado como la noche pasa ante el nuevo día.
¿y el alma? ¿cuándo fue encendida por esta luz divina que irradia y no le consume? La primera
chispa de ese fuego fue encendida en la tierra y fue cuidada y guardada a lo largo de todas las
tormentas y problemas terrenos. Es el don de la santidad, la presencia en el alma del espíritu
que descendió sobre los apóstoles en Pentecostés en forma de lenguas de fuego (Hechos 2,3).
Ese fuego es encendido primero en el bautismo, y avivado por el trabajo de la vida hasta ser
una flama cada vez más y más brillante. El fuego debe estar dentro, brillando hacia fuera.
La obra de la vida es, pues, alimentar el fuego de la santidad que ha sido cuidado desde dentro
de cualquier corriente que lo haga peligrar; y cada acción y pensamiento santos ayuda
alimentar y proveer de oxígeno a la flama. En la proporción a la brillantez del fuego que arde en
el alma cuando vaya al encuentro de su juez será la gloria con la que vista el cuerpo en la
mañana de la resurrección.
Hay otro fuego que puede arder en nosotros, ante cuyas horribles flamas la luz divina palidece
y disminuye hasta extinguirse: el fuego que al principio, como la más débil chispa, arde en la
carne y crece con atemorizante rapidez, exigiendo más y más combustible, has que todo lo que
es noble en el alma es sacrificado para atender estas llamas devoradoras, y el fuego divino se
extingue exhausto y descuidado.
Por ello, constantemente tenemos que elegir. No podemos matan de inanición a uno para
alimentar al otro. Al alimentar el fuego divino en el alma, el fuego de la carne muere por falta
de alimento.
Existe un solo camino seguro y cierto. Utiliza todos tus esfuerzos para alimentar el fuego del
alma; sacrifica todo aquello que pueda alimentar a la carne y ese fuego morirá. Quien pone
todos sus pensamientos y esfuerzos al cuidado del fuego del cielo encontrará con el tiempo,
que el fuego terreno se ha extinguido.
Ningún hombre ha tenido éxito en encadenar sus pasiones. El único remedio es volverse a Dios,
vivir cada vez más cerca de El y negar al cuerpo dedicando todos nuestros intereses y energías
al cultivo del espíritu. Al irse venciendo el desorden de la naturaleza, las pasiones purificadas y
disciplinadas, encuentran su sitio propio.
[Justo después de la muerte, cuando el hilo de la vida se rompe, el alma avanza en soledad y el
cuerpo está vencido].
Este don no es inherente al cuerpo; se imparte al mismo desde el alma. Se imparte al alma por
su unión con nuestro Señor por el don de la divina gracia.
Fue el don al que el Señor se refería cuando dijo, “Porque me consume el celo de tu casa (...)
(Sal 69,9). Fue de esto de los que su gran servidor habló cuando clamó “(...) dando al olvido a
lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, (...) hacia la meta, hacia el galardón
de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús “(Fil 3,13-14).
Nada puede detener a ese espíritu que fue enardecido desde lo alto, y el pobre cuerpo
exhausto debe obedecer y seguirle mientras lo arrastra con su tempestuosos celo de este a
oeste, de un extremo de Europa u otro.
Cada uno en su grado y medida debe manifestar una chispa de ese fuego divino aquí en la
tierra si ha de enriquecer su cuerpo con él después. Cada victoria del espíritu sobre la carne
obtendrá un obsequio más rico para el cuerpo que somete. Cada hora de oración, cada noche
de vigilia, cada día de ayuno, cada obra de caridad y cada acto de misericordia hecho por amor
a Dios y calentado por el fuego del santo celo, a pesar de las protestas de la carne, fortalecerán
en el espíritu esa divina energía que le permitirá revestir al cuerpo con su fuerza en la mañana
de la resurrección.
La intensidad de la vida del espíritu se irradia a través de cada nervio y tejido, quema todo lo
burdo y terreno, y lo eleva a una sociedad perfecta con su vida gloriosa.
El poder que esto obra lo recibe el alma en la tierra y ha de desarrollarse en medio de las
dificultades de la vida. El alma auxiliada por el poder de la divina gracia y alimentando el fuego
del amor de Dios, debe esforzarse lo más que pueda para espiritualizar el cuerpo, refinándola y
purificándole. Hay muchas cosas que no son pecado y que pueden ser o no consentidas.
Mientras más fuerte sea el influjo de las cosas buenas de este mundo tengan sobre el cuerpo,
más débil será el alma. Existe algo llamado la vida en los sentidos- el deleite de los sentidos a
través de su propio goce- lo que san Pablo llama “in tras la carne”. No es lo que ordinariamente
llamamos sensualidad serio que es simplemente el reverso de lo espiritual. Es la proporción en
que vivimos esa vida, la vida espiritual se debilita la vida espiritual y las cosas de la fe pierden
algo de su poder.
En la lucha del alma para vencer esta tendencia [a permitirse todo lo permitido que corre el
riesgo de insubordinarse] el alma desarrolla un poder que, en la resurrección eleva al cuerpo a
esa unión con ella por la que es un “cuerpo espiritual resucitado”.
Así, la resurrección se convierte en el pensamiento más práctico de la vida diaria del Católico.
La visión por la que trabaja y el por qué ejercita su cuerpo para la santificación, cuando el
dualismo terrenal habrá cesado, y, abrazada por los poderosos brazos del alma, entrará en su
gozo y participará de su gloria.
Hay dos palabras que resuenan a través de las enseñanzas de nuestro Señor y sus apóstoles:
vida y muerte.
El evangelio de Jesucristo, dicen algunos, [es un evangelio de vida. Respira el vigor de una vida
fresca, llena de energía de principio a fin. (Cfen. Jn 1,4; 1010; 5,40;11, 25-26; 6,35; Rom 8,2).
De lo primero a lo ultimo, está lleno de su pensamiento de vivir más que morir, de avanzar más
que contener, de lanzarse a la acción más que detenerse con tímida represión de sí.
Estos hombres nos dicen que el evangelio es un evangelio de vida, y que en la vida, no en la
muerte, en la acción más que en la mortificación, hemos de encontrar el remedio para nuestras
necesidades. Al oírlos hablan, más aún al verlos vivir, sentimos que ciertamente no poseen la
totalidad de la verdad, y parte de una verdad muchas veces es muy engañosa. De alguna
manera aunque estas personas, citan las palabras de nuestro Señor sobre la vida, parecen estar
may lejos de producción la vida llena de paz y fuerza que vivió y enseñó.
Hay otros que leen sus enseñanzas de forma muy distinta y dicen: “no, su evangelio es un
evangelio de muerte.
Su mensaje de esperanza y gozo es sólo para aquellos que se encuentran listos para renunciar
a todo y morir por [ese mensaje] (Cfer Lc 9,25;Mt 16,25; Jn 12,24-25;Col 2,12; Rom 8,13; i Cor
15,31; Gal 6, 17)”.
Esas palabras también pueden contener parte de las enseñanzas de nuestro Señor, pero
ciertamente no la tienen completa. Con sus vidas sentimos el frío y el rigor de la muerte que
tiene poco de nuestro Señor, pero ciertamente no la tienen completa. Con sus vidas sentimos el
frío y el rigor de la muerte, pero de una muerte que tiene poca alegría o esperanza y aún
menos amor. Dios no nos ha dado las cosas meramente para que renunciemos a ellas, o los
poderes para no usarlos.
Cada uno de estos dos grupos ha visto un lado de la enseñanza de Cristo y ha ignorado el otro.
Estas dos palabras, vida y muerte, aparecen en equilibrio y ritmo, siempre una cerca de la otra.
Nunca están separadas en las enseñanzas de nuestro Señor. Ninguna permanece sola. Es deber
de quienes hemos de seguirle reconciliar estas dos visiones con la propia vida.
No cabe duda que es más fácil tomar una de ellas pero no sería una vida cristiana. [sin una o
sin la otra] no tendrías esa exquisita gracia, esa maravillosa mezcla de características apuestas
libres de extremos tan esencialmente verdaderas, que es el producto el seguimiento fiel de la
enseñanzas de Cristo.
Debemos entonces, en nuestra vida práctica luchan por reconciliar estos dos principios de vida
y muerte.
Una vida sin mortificación pronto se descompone, y la mortificación practicada como un fin en
sí mismo .
Una vida sin mortificación pronto se descompone, y la mortificación practicada como un fin en
sí mismo pronto se convierte en dureza y cinismo. En cada acto de morir, hemos de asomarnos
a la tumba con María Magdalena hasta que la veamos transformada por la visión de vida y
belleza que se encuentra después de ella y que brilla a través de ella. En cada acto de vida,
debe existir un justo elemento de mortificación que nos impide drenar la vida y agotar sus
energía en la muerte de la descomposición, de ahí no hay puerta que nos lleve a una vida
posterior. Todos conocemos el cansancio y la desilusión que siguen pronto a la propia
indulgencia.
No existe una ventaja particular en el mero acto de renunciar a lo que nos gusta. La idea de
renunciar a las cosas buenas de la vida, sus placeres y goces, simplemente porque es mejor en
sí mismo prescindir de ellas, es sin duda errónea. No hay necesariamente una ventaja espiritual
en el mero acto de privarnos de algo no dañino en sí. El hecho de no tener no hace a un
hombre mejor que el hecho de tener.
Menos aún podemos suponer que el dolor de un acto de sacrificio es en sí mismo, como dolor,
grato a Dios. El sufrimiento, a pesar de lo importante que es, es accidental. Muchos piensan
que en la medida en que dejan de sentir el dolor de un acto de negación, este pierde su valor,
y frecuentemente se torturan con miedo porque ya no sufren más; [se convierte entonces en]
el elemento esencial por el que contienen valor a cualquier acto de negación de sí y esto no es,
en definitiva cristiano.
La práctica de la mortificación no esté basada sobre la idea de que las cosas a las que
renunciamos son malas en sí mismas. Todo en este mundo fue creado por Dios, y en la mañana
de la creación, [Dios vio lo que había creado era bueno (Gen 1,31). Las cosas que han causado
el mayor mal sobre la tierra son buenas y capaces de hacer el bien. El mal no radica en las
cosas, sino en los hombres que las abusan y son esclavizados por ellas.
La Iglesia siempre ha sido firme en mantener que “(...) toda criatura de Dios es buena y nada
hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues en la palabra de Dios y la oración
queda santificado” (1ª. Timoteo 4,4-5).
El valor de la mortificación es de medio para obtener un fin. El fin no es la muerte, sino la vida.
No es el acto de mortificación en sí mismo ni el sufrimiento que cuesta lo que le da valor, sino
lo que se gana: la renuncia de algo bueno en sí mismo por algo mejor. El dolor del sacrificio
tienen valor como testigo y prueba de los que vale aquello por lo que se hace el sacrificio y la fe
de aquel que lo realiza. Es una entrega e lo menos por lo más de morir a cosas que vale menos
tener para ganar cosas más costosas.
El morir no es sino el pasar a una vida más grande. No morimos por morir (...) San Pablo dice
de nuestro Señor que,”(...) en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz” (Heb 12,2). En la
oscuridad El vio la luz y se esforzó por alcanzarla. En su Pasión se volcó hacia la Resurrección.
No podemos obtener nada que valga la pena obtener en este mundo sin pagar por ello. Para
adquirir algo, por frágil y perecedero que sea, hemos de dejar algo que ya poseemos y a lo que
valoramos tenemos que aquello que hemos de adquirir. Olvidamos la pérdida por el gozo de la
adquisición. Es la posesión que nos produce gozo, más que el costo. La pregunta es qué
valoramos más. [acordarse de la parábola del tesoro en un campo (Mt 13,44)]. El dolor de
separarse de todo fue perdido y olvidado con el gozo de la nueva posesión.
Tal es, pues, el principio de la mortificación enseñado por nuestro Señor y ejemplificado en las
vida de [los santos]. El santo realiza en una esfera más alta aquello que se hace todos los días
en las plazas. El que valora su vida más que aquella que sucede a la tumba comprará sus goces
y placeres al costo de esa vida. Aquel que cree que fue hecho para la eternidad, y que su hogar
y felicidad están en el otro mundo, estará listo para sacrificar éste mundo por el otro. Por el
gozo del tesoro escondido, está listo para vender el campo.
Estate listo para “morir” para llegar a un estado de vida más elevado.
No es siempre que hemos de sacrificar este mundo por el otro. Se levantan ante nosotros en
esta vida mundos de posibilidades más altas que aquellas que habitamos. Si hemos de
elevarnos a mundos más altos debemos sacrificar aquel en el que vivimos.
Estos mundos llenos de promesa y esperanza se abren ante nosotros mismos, llevándonos a
entrar y hacer nuestras las cosas buenas que nos ofrecen, pero siempre con una condición:
nadie puede subir sin morir a lo inferior. Podemos vivir en el angosto mundo del egoísmo,
midiendo todo y a todos con la medida estrecha de su relación con nosotros mismos, o
podemos superarnos y elevarnos a las esferas siempre crecientes del pensamiento, interés y
actividad, hasta que el propio ser haya sido perdido de vista en medio de las demandas que
acosan por doquier al corazón y al cerebro.
Qué difícil es elevarse. Qué pronto nos amarrara los vínculos a la vida inferior. Qué oscura e
impalpable la visión del mundo que se encuentra más arriba que nosotros hasta que entramos y
tomamos posesión del mismo y qué sustancial el amarre de aquellas cosas por las que vivimos
hasta que, con dolor y lágrimas, nos escapamos y morimos hacia el mundo más elevado. Qué
pobre, lúgrube e indigno parece el mundo que dejamos cuando lo venos desde arriba.
Así pasamos del extremo más bajo al más alto de la naturaleza human, siempre muriendo para
poder vivir más plenamente, el camino de nuestra vida repleto de aquellas cosas que alguno
vez valoramos y que dejamos de lado para llevarnos las manos de cosas más preciosas-el ojo
siendo más agudo al valuar las cosas, y la mano más sensible al tacto.
Hay ocasiones en las que la mayoría de los hombres se sienten capaces de cosas más grandes
de las que ofrece este mundo: una posibilidad de conocimiento y acción que sedea una esfera
mayor de la que puede encontrar en la tierra, un amor que no puede ser saciado. Como águilas
cautivas, los hombres golpean los barrotes de la creación y desean valor hacia lo alto, al
infinito.
Habiendo subido de un reino a otro en el orden natural, de una vida de placer e indulgencia a
una de pensamiento y utilidad, el hombre no puede descansar.
¿Dónde puede encontrar una guía que lo levante? Puede hacer todo lo que es humano dentro
de los límites y posibilidades de su naturaleza. Si ha de elevarse, ha de ser levantado pro sobre
las barreras y situado dentro de los confines de la ciudad celeste por manos de uno más fuerte
que él, por un Ciudadano del cielo.
[En la parábola del sembrador (Mt 13, 3-8), Jesucristo nos muestra cómo es posible pasar de
un reino inferior a uno superior y que ese era el objetivo de su Encarnación.
Existe una solo manera por la que el reino inferior puede salvar el abismo y entrar en el reino
superior. Si un visitante del reino superior desciende y se introduce en el reino inferior y se une
a él, tomando lo inorgánico para sí y comunicándole el don de su propia vida y lo levanta al
reino del que ha vencido. Sólo así puede elevarse. El poder para levantarse no lo tienen en sí
mismo; le es comunicado por otro, por uno que tienen vida. Por la unión de ese visitante no lo
tiene en sí mismo; le es comunicado por otro, por uno que tiene vida. Por la unión de ese
visitante del mundo de la vida, la materia inerte puede ser partícipe de este don.
La semilla desciende a la tierra, se entierra en su seno, toma para sí los elementos que provee
la tierra, los hace parte de sí, lo teje todo a la textura de la planta que crece, los levanta a la
barrera antes imposible de cruzar, y al trasplantar, transforma.
¿Quién puede reconocer la tierra tan transformada por el toque mágico de la vida? ¿Quién
podría adivinar las posibilidades latentes que la semilla reveló? De la vida que estaba en la
semilla recibió la flor su forma, color y estructura, pero del material que se encontraba en la
tierra fue que se formó.
¿De dónde proviene la gloria de esa bella flor? Viene de la vida. Es la corona de gloria que la
vida puede colorar sobre la tierra inerte que se presta a sus manos.
Mientras esa presencia, invisible pero vibrante en cada átomo, los mantenga unidos viven y son
partícipes de la gloria del reino al que han sido trasplantados, si relaja su prensa, vuelven a la
tierra de la que vinieron.
Nuestro Señor dijo a sus apóstoles,”(...) el reino de Dios es como un hombre que arroja la
semilla en la tierra”(Mc 4,26).
Si el hombre quiere trascender los límites de su propia naturaleza y entrar al reino de Dios,
puede elevarse únicamente por las mismas leyes por las que la materia inorgánica puede entrar
al reino de la vida.
Un visitante del reino más alto debe descender al más bajo, tomar para sí los elementos de los
cuales se compone ese reino más bajo, hacerles suyos, infundirles su propia vida, tomarlos en
su puño, darles su poder, enriquecerlos con sus atributos, coronarlos con su belleza y
penetrarlos con su belleza, y de esta manera trasplantarlos al reino del que El viene.
Esto ocurrió de una vez por todas [con la encarnación (Mc 4,26)]. Se realiza por cada uno de
nosotros en lo individual cuando, en el bautismo, el sembrador siembra la semilla de la vida
encarnada en nuestra naturaleza. Ahí nos es impartido en nuestra debilidad un poder que
puede elevarnos por encima de las capacidades de nuestra naturaleza, haciéndonos, nos dice
San Pablo,”...partícipes de la divina naturaleza...” (2 Pe 1,4) y nos transplanta del reino
terrestre al reino de los cielos, del reino de la naturaleza al reino de la gracia.
Ahí donde ha sido plantada esa semilla divina, todas las cosas se vuelven posibles. El reino de
los cielos con todas sus riquezas, se encuentra abierto para que entremos y tomemos posesión
del mismo:”...todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”(I Cor 3, 22-23).
El material, si vale la expresión, de las virtudes de los santos es humano; la fuerza creativa es
divina. Los elementos con los cuales se forman las más nobles virtudes cristianas son elementos
tomados del barro de nuestra pobre naturaleza humana, pero la fuerza modeladora se
encuentra en la semilla que es la palabra de Dios”.
Todos los esfuerzos de la naturaleza del hombre no le habilitan para realizar un acto que
sobrepasa su naturaleza; toda su inteligencia, valor y determinación no lo habilitan para dar un
paso más hacia el reino e los Cielos. Este es el trabajo de esa nueva vida, de esa fuerza
transformadora que, como una semilla ha sido plantada en él.
Siempre hay una sensación de pérdida en un primer momento al pasar de una vida inferir a una
superior, pero la pérdida pronto se olvida por la ganancia. El romper con lo que nos ate a la
tierra es doloroso.
Cuando pasamos del estado subdesarrollo e ignorancia espiritual de ciudadanos del reino
terreno y nos convertimos en ciudadanos del reino terreno y nos convertimos en ciudadanos del
reino e los cielos. Entramos “... en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,21). Esta
es la mortificación que exige la vida cristiana: la entrega de todo nuestro ser a la nueva vida
que desciende desde lo alto para santificarnos y energizar cada uno de los poderes y facultades
de nuestra naturaleza para que seamos preparados para entrar en la Presencia de Dios.
Capítulo 9: Persevera
La vida es una escuela de carácter y dominio. Hemos sido puestos aquí para formarnos para la
eternidad. Hemos llegado informes y plásticos y puestos en nuestras circunstancias que tienen
un poder singular sobre nosotros para bien o para mal. Cada uno de nosotros tiene dones,
poderes y tendencias latentes, y las fuerzas de la vida actúan sobre nosotros, moldeándonos, y
esculpiéndonos por su fuerza y presión.
Estamos tan sensiblemente constituidos que todo lo que está a nuestro alrededor nos afecta: el
aire que respiramos. El lugar que ocupamos en la tierra, las personas con quienes entramos en
contacto. Puedes saber algo de las características de una persona por su localización
geográfica, el clima y calidad de la tierra que habita. Somos sensibles a todo, moldeables al
tacto de todo en este mundo maravilloso en el que fuimos colocados para disciplinarnos y
ejercitarnos.
A donde vayamos en la tierra, sobre nosotros se encuentran los cielos, cuya influencia afecta
todo lo que vemos mezclándose con todo, dándole color, haciendo sonreír, gesticular o llorar a
la naturaleza. Así se inclina la presencia de Dios sobre nosotros afectando nuestra perspectiva
de la vida.
Perseveremos en aquellas cosas que nos hemos trazado o en cualquiera de las cosas que Dios
quiere revelar a quines le buscan con ahínco. Determinemos no descansar hasta haber
penetrado todas las habitaciones y pasillo, luchado con los mensajeros que nos traen
información desde afuera o que ejecutan órdenes desde dentro llenándolo todo en el ruido y
tumulto de su actividad- hasta que hayamos forzado nuestra marcha a través de todo esto y
entrado a la cámara de la presencia, levantado el velo y nos hayamos visto cara a cara a
nosotros mismos.
Disciplinemos todos los poderes de cuerpo y mente y no permitamos que las voces de la
inclinación o pasión, manden o asisten autoridad alguna hasta que el orden haya sido
restaurado en el reino del alma, y que su gobernante reciba sus órdenes de Dios.