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brujas,comadronas y enfermeras

historia de las sanadoras

dolencias y trastornos
política sexual de la enfermedad

Bárbara Ehrenreich-Deirdre English

JldCofruátíiJvuA
Título original:
WTTCHES, MIDWIVES AND n u r s e s .
COMPLAINTS AND DISORDERS.

Traducción:
Mireia Bofill y Paola Lingua

Diseño portada:
Irene Bordoy

® 1973, Barbara Ehrenreich y Deirdre English


® 1981,1984,1988, de la traducción y de la edición en castellano:
laSal, edicions de les dones
Valencia, 226.08007 Barcelona

ISSN: 0212-3371
ISBN: 84-85627-09-1
Depósito Legal: B.29.521-1988
Impreso en Romanyá-Valls, S. A. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
NOTA EDITORIAL

Ya en las primeras reuniones de mujeres interesadas en la creación


de una editorial nuestra —allá por 1976—, apareció la idea de publicar
textos de pequeña extensión que fueran elementos de trabajo, de dis­
cusión y de reflexión en los grupos de mujeres o entre cada una y la
palabra escrita, ya en sí misma espacio de discusión.
A lo largo de estos tres años de existencia como laSal, edicions de
les dones, han ido llegando a nuestras manos textos qye tienen carác­
ter de aportación a un aspecto de un tema determinado. Observamos
que la elaboración teórica a base de trabajos puntuales de pequeña
extensión, elaborados como respuesta a necesidades inmediatas es una
característica comúií a todo el movimiento de mujeres. Es la realidad,
la confrontación de experiencias, la que genera el discurso teórico, que
no aparece en form a de «manuales básicos» incuestionables y cerrados,
sino a m anera de publicaciones que sólo quieren ser un instrumento
más de trabajo y reflexión.
Así se han ido configurando estos cuadernos inacabados, fruto de la
necesidad de empezar a confrontar de una manera abierta, dinámica,
elástica, las ideas, estudios y experiencias de las mujeres de todo el
mundo. Los lanzamos a modo de piedra en el agua a fin de encontrar
el eco de nuestras palabras en otros cuadernos y así generar una con­
versación rica, viva y por siempre inacabada...
REFLEXIONES SOBRE UNA EXPERIENCIA

Daia, Grup de Dones

En 1981 seguimos teniendo, lamentablemente, testimonios claros


del papel qué la medicina juega en la opresión de la mujer.
Es por ello que consideramos importante la distribución en este
país de los textos que conforman este cuaderno y que analizan desde
una perspectiva histórica, y por separado, las dos formas distintas de
exclusión y manipulación que vivimos las mujeres en contacto con la
institución médica: la primera como trabajadoras de la sanidad, rele­
gadas hoy a papeles absolutamente secundarios, cuando persiste toda­
vía fresco en nuestra memoria el hecho de que las prácticas y sustan­
cias curativas fueron durante muchos siglos de nuestra exclusiva com­
petencia; la segunda como sujetos pasivos en los que la medicina, des­
de su aparición como institución, ha encontrado un verdadero filón
dadas nuestras características fisiológicas.
Somos conscientes de que el problema de la salud y la dependencia
del individuo con respecto a la medicina no es una cuestión exclusiva
de las mujeres. Pero en nuestro caso ha tomado siempre un cariz dis­
tinto dado que en la institución médica y en la Iglesia ha encontrado el
sistema patriarcal los argumentos que necesita para justificar nuestra
inferioridad.
Al tom ar conciencia de esta opresión específica que ejerce en noso­
tras la medicina como institución, hemos intentado rebelarnos contra
ella, pero nuestro ataque no ha conseguido en ningún momento llegar
a las raíces de la misma, o sea destruir el poder de la medicina como
un poder más de tipo patriarcal, sino que, en muchos casos, pese a
nuestra buena intención, lo que hemos hecho y hacemos es, precisamen­
te, fortalecer este poder.
En el movimiento feminista se evidencian en este aspecto, dos for­
mas distintas de actuación:
La prim era es consecuencia de la falta de asistencia básica sanitaria
en todos los aspectos específicos de la mujer. La desastrosa organi­
zación clasista e insuficiente, ha llevado al movimiento de mujeres a
asumir como suyas reivindicaciones que no son exclusivamente de
las mujeres, sino de tipo mucho más general. Los grupos de muje­
res se han visto obligados a suplir muchas veces esas ausencias, sin
poder plantearse ni cuestionarse, ante la urgencia, si esta asistencia
puede significar un avance real del movimiento. Un ejemplo de ello
son los grupos específicamente dedicados a cuestiones de informa­
ción de anticonceptivos, abortos, etc... que si bien, potencialmente,
pueden suponer un espacio en donde podemos tom ar conciencia de
muchos aspectos que nos conciernen, en muchos casos se limitan a
una asistencia muy superficial centrada en el aspecto técnico y des­
cuidando las implicaciones ideológicas.
La lucha por la extensión de la información de anticonceptivos,
el aborto, los centros de planing y el tuestionamiento de nuestra se­
xualidad, pese a ser un intento de romper el poder del médico sobre
la mujer, no ha evitado el tecnicismo en este campo ni cortado la
dependencia con respecto de la institución médica. A las mujeres
que trabajam os en este campo se nos ha convertido en «las exper­
tas» y se nos exige muchas veces que actuemos como los médicos.
El conocimiento higiénico-sanitario es hasta este momento exclu­
sivo de la clase médica: el que dispone de la técnica, dispone del
poder. Un poder peligroso, incluso en nuestras manos, si queda re­
ducido a unos pocos grupos de mujeres.
Por nuestra experiencia consideramos que las reivindicaciones
que surgen de necesidades inmediatas y parciales, y se quedan ahí,
en realidad no nos ayudan, no resultan en absoluto emancipadoras,
en una palabra> son reformistas dejando de lado el problema de
fondo.
Este deseo hecho consigna, de recuperación de nuestro cuerpo, ha
llevado también a muchas mujeres a iniciar experiencias que cues­
tionan realmente* el *papel de los técnicos en medicina en algu­
nos aspectos de la salud de la m ujer (grupos de self-help, partos na­
turales, nacimientos sin violencia, etc...). Estos movimientos soca­
ban verdaderos cimientos que sostienen a la institución médica,
puesto que demuestran la inutilidad de muchos procedimientos, de­
senmascaran la ideología que los impulsa y sobre todo devuelven a
ciertos procesos (embarazo, parto, menopausia, etc...) que la me­
dicina trata como patológicos, su carácter natural en la fisiología de
la mujer.
Pero la alternativa de estos grupos, francamente revolucionarios
en sus planteamientos, por su misma estructura de funcionamiento
puede convertirse en elitista, dado que responde a prácticas indivi­
dualistas basadas en las necesidades de las componentes de cada
grupo concreto; quizás alejadas de la realidad social donde se en­
cuentran la mayoría de mujeres. Por otro lado, debemos contar con
que el poder, basándose en el hecho de que son minoritarios, les
quita peligrosidad y los atrapa en su propio esquema social, dándo­
les la categoría de marginales.
¿Cuál sería pues la alternativa para conseguir una vivencia de
nuestro cuerpo alejada del fantasma que de él crea la institución mé­
dica? Es difícil valorarla cuando se cuenta con que cualquier reivin­
dicación, por muy transform adora que parezca, será recuperada por
las estructuras del poder e instituciones sociales en general, incluso
bajo la etiqueta de marginales.
No debemos olvidar que nuestro cuerpo ha sido considerado so­
cialmente como una gran fuente de limitaciones en toda su globali-
dad: nuestra debilidad física, nuestras alteraciones cíclicas debidas
a la aparición de las reglas, nuestra fragilidad psíquica y física du­
rante el embarazo, nuestro descontrol durante el parto, nuestra pro­
pia negación del ser m ujer durante la menopausia, nuestro fracaso
reproductivo frente a un aborto, nuestros flujos «malolientes» re­
flejando y evidenciándonos día tras día la suciedad de nuestros
genitales desconocidos, nuestros pechos considerados simplemente
como provocativos, nuestras matrices que sangran descontrolada
y desordenadamente avergonzándonos, nuestras vaginas demasia­
do estrechas para parir y demasiado obligadas para producir
placer...
No es tan fácil dejar de lado todas estas vivencias asumidas
desde tiempo, para rehacer una imagen de cuerpo eñ armonía, sano
y libre y, sin embargo, resulta indispensable para luchar contra el
poder médico buscar dicha armonía. Cuestionarnos punto por pun­
to nuestras «peculiaridades» con sus limitaciones y posibilidades, su
realidad y su parte imaginaria, debe ser un paso previo para sentir
nuestra biología. ♦
No obstante, el amor y el respeto a nuestro cuerpo y la lucha
por su salud no debe suponer en ningún caso una idealización de
éste con todos sus procesos, considerándolos todos como naturales
y fácilmente controlables, ni caer en la hipocondría de la búsque­
da obsesiva de los niveles máximos de salud. Los grupos que in­
tentamos cambiar la realidad de la mujer debemos evitar una serie
de tópicos en nuestro avanzar que nos puedan convertir en apolo­
gistas de un nuevo tipo de salud rígido, estricto y con tantos veri­
cuetos científico-ideológicos que lo hagan difícilmente asumible por
la mayoría de mujeres.
Debemos considerarlo simplemente inmerso en un proceso evo­
lutivo donde se producen de forma normal deterioros lógicos.
Debemos tener en cuenta, entre muchos otros factores, que la
magia que envuelve la armonía o desarmonía de nuestro cuerpo,
es fruto de un total desconocimiento del mismo. Desconocimiento
que nos hizo, años ha, depender de tratamientos y diagnósticos que
hoy nos pueden parecer ridículos y nos hace, actualmente depender
de la magia que envuelve al saber médico con todos sus esoteris-
mos lingüísticos, medicamentosos y científicos. Esta dependencia
sólo podrá romperse a través del conocimiento, y más concreta­
mente del autoconocimiento, del estudio de nuestro cuerpo, tenien­
do en cuenta que su actividad biológica viene condicionada por
nuestra actividad social y que no tiene mucho sentido pretender
incidir en una, sin modificar la otra.
Queda claro, pues, que la institución médica nos ha sido siem­
pre desfavorable, a pesar de su aparente objetividad y cientifismo,
y no podemos esperar que en una sociedad como la actual pueda
cambiar esta relación. Intentemos que nuestra lucha destruya este
poder, cambiando la sociedad hacia niveles mayores de armonía
y equilibrio en nuestras actividades, y, olvidándonos de objetivida­
des y cientifismos, escuchemos nuestro cuerpo.
Barcelona, 1981
BRUJAS, COM ADRONAS Y ENFERMERAS

Historia de las sanadoras


INTRODUCCIÓN

Las mujeres siempre han sido sanadoras.* Ellas fueron las prime­
ras médicas y anatomistas de la historia occidental. Sabían procurar
abortos y actuaban como enfermeras y consejeras. Las mujeres fueron
las prim eras farmacólogas con sus cultivos de hierbas medicinales, los
secretos de cuyo uso se transm itían de unas a otras. Y fueron también
comadrones que iban de casa en casa y de pueblo en pueblo. Durante
siglos las mujeres fueron médicas sin título; excluidas "de los libros y
la ciencia oficial, aprendían unas de otras y se transmitían sus expe­
riencias entre vecinas o de madre a hija. La gente del pueblo las lla­
maba «mujeres sabifes»; aunque para las autoridades eran brujas o
charlatanas. La medicina forma parte de nuestra herencia de mujeres,
pertenece a nuestra historia, es nuestro legado ancestral.
Sin embargo, en la actualidad la medicina se halla exclusivamente
en manos de profesionales masculinos. El 93 % de los médicos de los
Estados Unidos son varones y casi todos los altos cargos directivos y
administrativos de las instituciones sanitarias también están ocupados
por hombres. Las mujeres todavía son mayoritarias en la profesión —el
70 % del personal sanitario es femenino—, pero se nos ha incorporado
como mano de obra dependiente a una industria dirigida por los hom­
bres. Ya no ejercemos autónomamente ni se nos conoce por nuestro
nombre y se nos valora por nuestro trabajo. La mayoría somos ahora
un simple peonaje que desarrolla trabajos anónimos y margínales: ofi­
cinistas, dietistas, auxiliares técnicas, sirvientas.
Cuando se nos permite participar en el trabajo médico, sólo pode­
mos intervenir en calidad de enfermeras. Y las enfermeras, cualquiera
que sea nuestra cualificación, siempre realizamos un trabajo subordina­
do con respecto al de los médicos. Desde la auxiliar de enfermera, cu­
yas serviles tareas se suceden mecánicamente con precisión de cadena
de montaje, hasta la enfermera «profesional», que transmite a la auxi­
liar las órdenes del médico, todas compartimos la condición de sirvien­
tas uniformadas bajo las órdenes de los profesionales varones domi­
nantes.
Nuestra subordinación se ve reforzada por la ignorancia, una igno-

* Hemos traducido el inglés healers (de to heal: sanar o curar) por el término sanadoras/es, esto
es, personas que sanan al que está enfermo, de uso tal vez menos corriente pero con la ventaja
de estar libre de las connotaciones negativas, de superstición e ineficacia, que acompañan al con­
cepto de curandera/o. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que estas connotaciones son en
gran parte ideológicas y que ambos conceptos de hecho son equivalentes en su etimología. Así,
cuando en el texto se. dice que los médicos son sólo un grupo concreto de sanadores, podría de­
cirse con la misma propiedad que son un grupo de curanderos, connotaciones negativas incluidas.
(N. de la T.)
rancia que nos viene impuesta. Las enfermeras aprenden a no hacer pre­
guntas, a no discutir nunca una orden. «¡El médico sabe m ejor lo que
debe hacerse!» Él es el brujo que mantiene contacto con el universo
prohibido y místicamente complejo de la Ciencia, el cual —según nos
dicen— se halla fuera de nuestro alcance. Las trabajadoras de la sani­
dad se ven apartadas, alienadas, de la base científica de su trabajo. Re­
ducidas a las «femeninas» tareas de alimentación y limpieza, constitu­
yen una mayoría pasiva y silenciosa.
Dicen que nuestra subordinación está determinada biológicamente,
que las mujeres estamos m ejor dotadas por naturaleza para ser enfer­
meras que para médicos. A veces incluso nosotras mismas intentamos
buscar consuelo en la teoría de que la anatomía nos había derrotado ya
antes de que lo hicieran los hombres, que estamos tan condicionadas
por los ciclos menstruales y la función reproductora que nunca hemos
actuado como sujetos libres y creadores fuera de las paredes de nues­
tros hogares. Y además debemos enfrentam os con otro mito alimenta­
do por la historia convencional de la medicina, a saber, la noción de
que los profesionales masculinos se impusieron gracias a su superiori­
dad técnica. Según esta concepción, la ciencia (masculina) habría sus­
tituido de form a más o menos automática a la superstición (femenina),
que en adelante quedaría relegada a la categoría de «cuentos de viejas».
Pero la historia desmiente estas teorías. En tiempos pasados las mu­
jeres fueron sanadoras autónomas y sus cuidados fueron muchas veces
la única atención médica al alcance de los pobres y de las propias mu­
jeres. A través de nuestros estudios hemos constatado además que, en
los períodos examinados, fueron más bien los profesionales varones
quienes se aferraban a doctrinas no contrastadas con íá práctica y a
métodos rituales, m ientras que las sanadoras representaban una visión
y una práctica mucho más humanas y empíricas.
El lugar que actualmente ocupamos en el mundo de la medicina no
es «natural». Es una situación que exige una explicación. ¿Cómo hemos
podido caer en la presente subordinación, perdiendo nuestra anterior
preponderancia?
Nuestra investigación al menos nos ha permitido averiguar una
cosa: la opresión de las trabajadoras sanitarias y el predominio de los
profesionales masculinos no son resultado de un proceso «natural», di­
rectamente ligado a la evolución de la ciencia médica, ni mucho menos
producto de una incapacidad de las mujeres para llevar a cabo el tra­
bajo de sanadoras. Al contrario, es la expresión de una toma de poder
activa por parte de los profesionales varones. Y los hombres no triun­
faron gracias a la ciencia: las batallas decisivas se libraron mucho an­
tes de desarrollarse la moderna tecnología científica.
En esa lucha se dirimían cosas muy importantes. Concretamente, el
monopolio político y económico de la medicina, esto es, el control de
su organización institucional, de la teoría y la práctica, de los benefi­
cios y el prestigio que su ejercicio reporta. Y todavía es más importan­
te lo que se dirime hoy en día, ahora que quien controla la medicina
tiene el poder potencial de decidir quién ha de vivir y quién debe morir,
quién será fértil y quién estéril, quién está «loca» y quién está cuerda.
La represión de las sanadoras bajo el avance de la medicina insti­
tucional fue una lucha política; y lo fue en primer lugar porque forma
parte de la historia más amplia de la lucha entre los sexos. En efecto,
la posición social de las sanadoras ha sufrido los mismos altibajos que
la posición social de las mujeres. Las sanadoras fueron atacadas por su
condición de mujeres y ellas se defendieron luchando en nombre de la
solidaridad con todas las mujeres. Y, en segundo lugar, la lucha tam ­
bién fue política por el hecho de form ar parte de la lucha de clases.
Las sanadoras eran las médicas del puebk>, su ciencia formaba parte de
la subcultura popular. La práctica médica de estas mujeres ha conti­
nuado prosperando hasta nuestros días en el seno de los movimientos
de rebelión de las clases más pobres enfrentadas con la autoridad insti­
tucional. Los profesionales varones, en cambio, siempre han estado
al servicio de la clase dominante, tanto en el aspecto médico como po­
lítico. Han contado con el apoyo de las universidaes, las fundaciones
filantrópicas y las leyes. Su victoria no es tanto producto de sus esfuer­
zos, sino sobre todo el resultado de la intervención directa de la clase
dominante a la que servían.
Este breve escrito representa sólo un primer paso en la vasta in­
vestigación que deberemos realizar si queremos recuperar nuestra his­
toria de sanadoras y trabajadoras sanitarias. El relato es fragmentario
y se ha recopilado a partir de fuentes generalmente poco precisas y de­
talladas y muchas veces cargadas de prejuicios. Las autcfras somos mu­
jeres que no podemos calificamos en modo alguno de historiadoras
«profesionales». Hemos restringido nuestro estudio al ámbito de la his­
toria de Occidente, puesto que las instituciones con que actualmente
nos enfrentamos son producto de la civilización occidental. Todavía no
estamos en condiciones de poder presentar una historia cronológica­
mente completa. A falta de ello, hemos optado por centrar nuestra
atención en dps importantes etapas diferenciadas del proceso de toma
del poder médico por parte de los hombres: la persecución de las bru­
jas en la Europa medieval y el nacimiento de la profesión médica mas­
culina en los Estados Unidos en el siglo xix.
Conocer nuestra historia es una manera de retom ar la lucha.
BRUJERIA Y M EDICINA EN LA EDAD M EDIA

Las brujas vivieron y murieron en la hoguera mucho antes de que


apareciera la moderna ciencia médica. La mayor parte de esas mujeres
condenadas como brujas eran simplemente sanadoras no profesionales
al servicio de la población campesina y su represión marca una de las
primeras etapas en la lucha de los hombres para eliminar a las mujeres
de la práctica de la medicina.
La eliminación de las brujas como curanderas tuvo como contrapar­
tida la creación de una nueva profesión médica masculina, bajo la pro­
tección y patrocinio de las clases dominantes. El nacimiento de esta
nueva profesión médica en Europa tuvo una influencia decisiva sobre
la caza de brujas, pues ofreció argumentos «médicos» a los inquisi­
dores: * '
...Dado que la Iglesia Medieval, con el apoyo de los soberanos, de los prín­
cipes y de las autoridades seculares, controlaba la educación y la práctica de la
medicina, la Inquisición (caza de brujas) constituye, entre otras cosas, uno de
los primeros ejemplos de cómo se produjo el desplazamiento de las prácticas ar­
tesanales por los «profesionales» y de la intervención de estos últimos contra el
derecho de los «no profesionales» a ocuparse del cuidado de los pobres. (Tho-
mas Szasz, The manufacture of madness [Cómo se fabrica la locura].)

La caza de brujas tuvo consecuencias duraderas. En efecto, desde


entonces un aspecto del ser m ujer ha ido siempre asociado a la bru­
jería y las mujeres que han continuado actuando como sanadoras han
seguido rodeadas de un halo de superstición y temor. Esa destructiva
y tem prana exclusión de las mujeres del ejercicio autónomo de la me­
dicina fue un precedente violento y una advertencia para el futuro, que
llegaría a convertirse en un leit-motiv de nuestra historia. La presente
lucha del movimiento feminista en el terreno de la medicina y la salud
de la m ujer tiene sus raíces en los aquelarres medievales y los respon­
sables del despiadado exterminio de las brujas son los antecesores de
nuestros actuales adversarios.
La caza de brujas
El períodp de la caza de brujas abarcó más de cuatro siglos (desde
el siglo xiv> ál xvn), desde sus inicios en Alemania hasta su introduc­
ción en Inglaterra. La persecución de las brujas empezó en tiempos del
feudalismo y prosiguió, con creciente virulencia, hasta bien entrada la
«Edad de la razón». Adoptó diversas formas según el momento y lugar,
pero sin perder en ningún momento su característica esencial de cam­
paña de terror desencadenada por la clase dominante y dirigida contra
la población campesina de sexo femenino. En efecto, las brujas repre­
sentaban una amenaza política, religiosa y sexual para la Iglesia, tanto
católica como protestante, y también para el Estado.
Las dimensiones de este sangriento fenómeno histórico son impre­
sionantes. Entre finales del siglo xv y principios del xvi se registraron
muchos millares de ejecuciones —en su mayoría condenas a ser que­
madas vivas en la hoguera— en Alemania, Italia, España y otros países.
Hacia mediados del siglo xvi, el terror se había propagado a Francia y
finalmente tam bién se extendió a Inglaterra. Un autor calcula que en
algunas ciudades alemanas las ejecuciones alcanzaron un promedio de
600 anuales, aproximadamente dos diarias «sin contar los domingos».
En la región de Wertzberg, 900 brujas murieron en la hoguera en un
solo año y otras 1.000 fueron quemadas en Como y sus alrededores. En
Toulouse llegaron a ejecutarse 400 personas en un solo día. En 1585,
de toda la población femenina de dos aldeas del obispado de Trier sólo
se salvó una m ujer en cada una de ellas. Numerosos autores cifran en
varios millones el número total de víctimas. El 85 % de todos los con­
denados a m uerte eran mujeres: viejas, jóvenes y niñas.*
El mero alcance de la caza de brujas ya sugiere que nos hallamos
ante un fenómeno social profundamente arraigado y que trasciende
los límites de la historia de la medicina. Tanto geográfica como cro­
nológicamente la persecución más encarnizada de las brujas coincide
con períodos de gran agitación social, que conmovieron los cimientos
del feudalismo: insurrecciones campesinas de masas, conspiraciones po­
pulares, nacimiento del capitalismo y aparición del protestantismo. In­
dicios fragmentarios — que el feminismo debería investigar— sugieren
que, en algunas regiones, la brujería fue la expresión de una rebelión
campesina encabezada por las mujeres. No podemos detenernos aquí a
investigar a fondo el contexto histórico en que se desarrolló la caza de
brujas. Sin embargo, es preciso superar algunos tópicos sobre la per­
secución de las brujas, falsas concepciones que las despojan de toda su
dignidad y que descargan toda la responsabilidad de lo ocurrido sobre
las propias brujas y las masas campesinas a quienes éstas servían.
Por desgracia, las brujas, mujeres pobres y analfabetas, no nos han
dejado testimonios escritos de su propia historia y ésta, como ocurre
con el resto de la historia, nos ha llegado a través de los relatos de la
élite instruida, de modo que actualmente sólo conocemos a las brujas a
través de los ojos de sus perseguidores.
Dos de las teorías más conocidas sobre la caza de brujas son esen­
cialmente interpretaciones médicas, que atribuyen esta locura histórica
a una inexplicable explosión de histeria colectiva. Una versión sostiene
que los campesinos enloquecieron y presenta la caza de brujas como
una epidemia de odio y pánico colectivos, materializada en imágenes de
turbas de campesinos sedientos de sangre blandiendo antorchas encen­
didas. La otra interpretación psiquiátrica, en cambio, afirma que las
locas eran las brujas. Un acreditado historiador y psiquiatra, Gregory
Zilboorg, escribe que:
...los millones de hechiceras, brujas, endemoniadas y poseídas constituían una
enorme masa de neuróticas y psicóticas graves... durante muchos años el mundo
entero pareció haberse convertido en un verdadero manicomio...

* Omitimos toda referencia a los procesos de brujería realizados en Nueva Inglaterra en el siglo xvii.
Estos procesos tuvieron un alcance relativamente reducido, se sitúan en un momento muy tardío
de la historia de la de brujas y en un contexto social totalmente* distinto del que existía
en Europa en los inicios de la caza de brujas.
Pero, de hecho, la caza de brujas no fue ni una orgía de linchamien­
tos ni un suicidio colectivo de mujeres histéricas, sino que siguió pro­
cedimientos bien regulados y respaldados por la ley. Fueron campañas
organizadas, iniciadas, financiadas y ejecutadas por la Iglesia y el Es­
tado. Para los inquisidores, tanto católicas como protestantes, la guía
indiscutible sobre cómo llevar a cabo una caza de brujas fue el Mañeas
Maleficarum o Martillo de Brujas, escrito en 1484 por los reverendos
Kram er y Sprenger («hijos dilectos» del Papa Inocencio VIII). Duran­
te tres siglos, todos los jueces, todos los inquisidores, tuvieron este sá­
dico libro siempre al alcance de la mano. En una larga sección dedicada
a los procedimientos judiciales, las instrucciones explican claramente
como se desencadenaba la «histeria».
El encargado de poner en m archa un proceso de brujería era el vi­
cario o el juez del distrito, quien debía hacer pública una proclama por
la cual se
...ordena, manda, requiere y advierte que en el plazo de doce días... todo
aquel que esté enterado, haya visto u oído decir que cualquier persona tiene
reputación de hereje o bruja o es particularmente sospechosa *de causar daño
a las personas, animales o frutos del campo, con perjuicio para el Estado, deberá
ponerlo en nuestro conocimiento.

Quienquiera que dejara de denunciar a una bruja se exponía a la ex­


comunión y a sufrir una larga lista de castigos corporales.
Si esta amenazadora proclama perm itía localizar al menos una bru­
ja, su proceso podía ayudar luego a descubrir muchas más. Kramer y
Sprenger ofrecían detalladas instrucciones sobre el uso de la tortura
para arrancar confesiones y nuevas acusaciones. Por regla general, se
desnudaba a la acusada y se le afeitaba todo el vello corporal. Luego
le machacaban los dedos, la ponían en el potro, la torturaban con cla­
vos ardientes y le ponían «botas quebrantahuesos», la dejaban sin ali­
m ento y la azotaban con el látigo. La conclusión es evidente: la furia
de la caza de brujas no surgió espontáneamente entre la población cam­
pesina, sino que fue el resultado de una calculada campaña de terror
desencadenada por la clase dominante.
Los delitos de las brujas
¿Quiénes fueron, pues, las brujas y qué horribles «delitos» come­
tieron para provocar una reacción tari violenta de las clases dominan­
tes? Sin duda, durante los varios siglos que duró la caza de brujas, la
acusación de «brujería» abarcó un sinfín de delitos, desde la subver­
sión política y la herejía religiosa hasta la inmoralidad y la blasfemia.
Pero existen tres acusaciones principales que se repiten a lo largo de la
historia de la persecución de las brujas en todo el Norte de Europa.
Ante todo, se las acusaba de todos los crímenes sexuales concebibles en
contra de los hombres. Lisa y llanamente, sobre ellas pesaba la «acusa-
ción» de poseer una sexualidad femenina. En segundo lugar, se las acu­
saba de estar organizadas. La tercera acusación, finalmente, era que te­
nían poderes mágicos sobre la salud, que podían provocar el mal, pero
tam bién que tenían la capacidad de curar. A menudo se las acusaba
específicamente de poseer conocimientos médicos y ginecológicos.
Comencemos examinando la acusación de crímenes sexuales. La Igle­
sia católica medieval era misógina por principio. El Málleus declara:
«Si una m ujer piensa sola, tendrá malos pensamientos.» La misoginia
de la Iglesia —en caso de que la caza de brujas en sí no sea ya una
prueba suficiente— queda demostrada por la doctrina que afirmaba
que, en el coito, el varón depositaba en el cuerpo de la m ujer un ho­
múnculo, es decir un «pequeño hombre» completo, con. el alma incluida,
hombrecillo que simplemente pasaba nueve meses cobijado en el útero,
sin recibir ningún atributo de la madre. Aunque el homúnculo no es­
tarla realmente a salvo hasta pasar otra vez a manos de un hombre, el
cura que debía bautizarlo, asegurando de este modo la salvación de
su alm a inmortal.
Otra deprimente fantasía de ciertos pensadores religiosos medieva­
les era" que en el momento de la resurrección todos los seres humanos
renacerían bajo forma de varones (!).
La Iglesia asociaba la m ujer al sexo y condenaba todo placer se­
xual, considerando que éste sólo podía proceder del demonio. Se su­
ponía que las brujas habían experimentado por prim era vez el placer
sexual copulando con el demonio (a pesar del miembro frío como el
hielo que se le atribuía) y que luego contagiaban a su vez el pecado a
los hombres. Es decir que se culpaba a la m ujer de la lujuria, ya fuera
masculina o femnina. Por otra parte, también se acusaba a las brujas
de causar impotencia en los hombres y de hacer desaparecer sus genita­
les. En lo tocante a las mujeres, de hecho se las acusaba de ofrecer
consejos anticonceptivos y de efectuar abortos:
Ahora bien, como dice la bula pontificia, existen siete métodos de los que se
valen para embrujar el acto venéreo y la concepción en el vientre: Primero, in­
clinando los pensamiento de los hombres hacia una pasión desenfrenada;. se­
gundo, obstruyendo su fuerza procreadora; tercero, haciende desaparecer los
órganos adecuados para tal acto; cuarto, transformando a los hombres en bestias
con su magia; quinto, destruyendo la facultad de procrear en las mujeres; sex­
to, practicando abortos; séptimo, ofreciendo niños al demonio, así como tam­
bién otros animales y frutos de la tierra, con lo cual causan grandes males...
(Malleus Maleficarum).
A los ojos de la Iglesia, todo el poder de las brujas procedía en últi­
ma instancia de la sexualidad. Su carrera se iniciaba con un contacto
sexual con el diablo. Cada bruja recibía luego la iniciación oficial en
una reunión colectiva (el sábat) presidida por el demonio, a menudo
bajo form a de macho cabrío, el cual copulaba con las neófitas. La bruja
prometía fidelidad al diablo a cambio de los poderes que recibía. (En
la imaginación de la Iglesia incluso el mal sólo podía concebirse en úl­
tima instancia en términos masculinos.) Como explica el Malleus, el de­
monio actúa casi siempre a través de la hembra, como hizo ya en el
Edén:
Toda magia tiene su origen en la lujuria de la carne, que es insaciable en
la mujer... Para satisfacer su lujuria, copulan con demonios... Queda suficien­
temente claro que no es de extrañar que la herejía de la brujería contamine a
mayor número de mujeres que de hombres... Y alabado sea el Altísimo por
haber preservado hasta el momento al sexo masculino de tan espantoso delito...

Las brujas no sólo eran mujeres, sino que además eran mujeres que
parecían estar organizadas en una amplia secta secreta. Una bruja cuya
pertenencia al «Partido del diablo» quedaba probada, era considerada
mucho más temible que otra que hubiese obrado sola y la obsesión de
la literatura sobre la caza de brujas es averiguar qué ocurría en los
«sábats» de las brujas o aquelarres (¿devoraban niños no bautizados?
¿Practicaban el bestialismo y la orgía colectiva? Y otras extravagantes
especulaciones ...).
De hecho, existen testimonios de qüS las mujeres acusadas de ser
brujas efectivamente se reunían en pequeños grupos a nivel local y que
estos grupos llegaban a convocar multitudes de cientos o incluso miles
de personas cuando celebraban alguna festividad. Algunos autores han
adelantado la hipótesis de que estas .reuniones tal vez eran actos de
culto pagano. Y sin duda alguna, esos encuentros también ofrecían una
oportunidad de intercambiar conocimientos sobre las hierbas medici­
nales y transmitirse las últimas noticias. Tenemos pocos datos sobre la
importancia política de las organizaciones de las brujas, pero resulta
difícil imaginar que no tuvieran alguna relación con las rebeliones cam­
pesinas de la época. Cualquier organización campesina, por el mero
hecho de ser una organización, atraía a los descontentos, mejoraba los
contactos entre aldeas y establecía un espíritu de solidaridad y autono•
mía entre los campesinos.
Las brujas como sanadoras
Llegamos ahora a la acusación más absurda de todas. No sólo se
acusaba a las brujas efe asesinato y envenenamiento, de crímenes sexua­
les y de conspiración, sino también de ayudar y sanar al prójimo. He
aquí lo que dice uno de los más conocidos cazadores de brujas de In­
glaterra:
En conclusión, es preciso recordar en todo momento que por brujas o brujos
no entendemos sólo aquellos que matan y atormentan, sino todos los adivinos,
hechiceros y charlatanes, todos los encantadores comúnmente conocidos como
«hombres sabios» o «mujeres sabias»... y entre ellos incluimos también a las
brujas buenas, que no hacen el mal sino el bien, que no traen ruina y destruc­
ción, sino salvación y auxilio... Sería mil veces mejor para el país que desapa­
recieran todas las brujas, y en particular las brujas benefactoras.
Las brajas sanadoras a menudo eran las únicas personas que pres­
taban asistencia médica a la gente del pueblo que no poseía médicos
ni hospitales y vivía pobremente bajo el yugo de la miseria y la enfer­
medad. Particularmente clara era la asociación entre la bruja y la co­
madrona: «Nadie causa mayores daños a la Iglesia católica que las co­
madronas», escribieron los inquisidores Kramer y Sprenger.
La propia Iglesia contribuía muy poco a mitigar los sufrimientos del
campesinado:
Los domingos, después de misa, multitudes de enfermos se acercaban im­
plorando socorro, pero sólo recibían palabras: «Has pecado y ahora sufres el
castigo de Dios. Debes darle gracias, pues así disminuyen los tormentos que te
esperan en la vida venidera. Sé paciente, sufre, muere. ¿No tiene acaso ya la
Iglesia sus oraciones para los difuntos?» (Jules Michelet, Satanismo y magia.)

Ante la realidad de la miseria de los pobres, la Iglesia echaba mano


del dogma según el cual todo lo que ocurre en este mundo es banal y
pasajero. Pero también se aplicaba un doble rasero, pues la Iglesia no
se oponía a que las clases altas recibieran atención médica. Reyes y
nobles tenían sus propios médicos de corte, que eran varones y a veces
incluso sacerdotes. Lo que realmente estaba en cuestión era el control
de la medicina. Se consideraba aceptable que médicos varones aten­
dieran a la clase dominante bajo los auspicios de la Iglesia, pero no en
cambio la actividad de las mujeres sanadoras como parte de una sub-
cultura campesina.
La Iglesia concebía la persecución de las sanadoras campesinas
como un combate contra la magia y no contra la medicina. Se creía
que el demonio realmente poseía poderes terrenales y el ejercicio de
ese poder por unas campesinas —ya fuera con fines benéficos o malé­
ficos— aterrorizaba a la Iglesia y al Estado. Cuanto mayor fuera la ca­
pacidad satánica de los campesinos para resolver su propios problemas,
menos dependerían de Dios y de la Iglesia y mayor sería el riesgo po­
tencial de que emplearan esas facultades para oponerse a la ley de
Dios. En efecto, se consideraba que los hechizos eran al menos tan efi­
caces como las oraciones para sanar a los enfermos, pero mientras que
éstas últimas estaban sometidas al beneplácito y control de la Iglesia,
los hechizos y magias escapaban a ellos. Por tanto, las curas mágicas,
aun cuando dieran resultado, constituían una interferencia perversa
contra la voluntad divina y debían su éxito a la intervención del demo­
nio. La propia curación aparecía como un hecho maligno. La distin­
ción entre curaciones divinas y diabólicas no constituía ningún proble­
ma, pues evidentemente el Señor actuaría a través de los curas y mé­
dicos y no por mediación de mujeres campesinas.
Las mujeres sabias, o brujas, poseían multitud de remedios experi­
mentados durante años y años de uso. Muchos de los preparados de
hierbas curativas descubiertos por ellas continúan utilizándose en la
farmacología moderna. Las brujas disponían de analgésicos, digestivos
y tranquilizantes. Empleaban el cornezuelo (ergotina) contra los dolo­
res del parto, en una época en que la Iglesia aún los consideraba un
castigo de Dios por el pecado original de Eva. Los principales prepa­
rados que se emplean actualmente para acelerar las contracciones y fa­
vorecer la recuperación después del parto son derivados del cornezuelo.
Las brujas y sanadoras empleaban la belladona —todavía utilizada
como antiespasmódico en la actualidad— para inhibir las contraccio­
nes uterinas cuando existía riesgo de que se produjera un aborto es­
pontáneo. Existen indicios de que la digitalina —un fármaco todavía
muy im portante en el tratam iento de las afecciones cardíacas— fue
descubierta por una bruja inglesa. Sin duda, otros muchos remedios
empleados por las brujas eran en cambio pura magia y debían su efi­
cacia —cuando la tenían— a un efecto de sugestión.
Los métodos utilizados por las brujas-sanadoras representaban una
amenaza tan grande (al menos para la Iglesia católica y en menor me­
dida también para la protestante) como los resultados que aquellas
obtenían. En efecto, las brujas eran personas empíricas: confiaban más
en sus sentidos que en la fe o en la doctrina; creían en la experimenta­
ción, en la relación entre causa y efecto. No tenían una actitud religio­
sa pasiva, sino activamente indagadora. Confiaban en su propia capa­
cidad para encontrar formas de actuar sobre las enfermedades, los
embarazos y los partos, ya fuera mediante medicamentos o con prácti­
cas mágicas. En resumen, su «magia» era la ciencia de su época.
La Iglesia, en cambio, era profundamente antiempírica, subvalora­
ba el mundo material y desconfiaba profundamente de los sentidos.
Consideraba innecesario investigar las leyes naturales que rigen los fe­
nómenos físicos, pues concebía el mundo como una continua creación
divina renovada en cada instante. Kramer y Sprenger citan en el
Malleus las palabra/de- San Agustín sobre el engaño de los sentidos:
(...) Ahora bien, la causa de los deseos se percibe a través de los sentidos
o del intelecto, ambos sometidos al poder del demonio. En efecto, como dice
San Agustín en el Libro 83: Este mal, que es parte del demonio, se insinúa a
través de todos los contactos de los sentidos; se oculta bajo figuras y formas,
se confunde con los colores, se adhiere a los sonidos, acecha bajo las palabras
airadas e injuriosas, reside en el olfato, impregna los perfumes y llena todos
los canales del intelecto con determinados efluvios.

Los sentidos son el terreno propio del demonio, el ruedo al que in­
tenta atraer a los hombres, apartándolos de la fe y arrastrándolos a la
vanidad del intelecto o a la quimera de la carne.
En la persecución de las brujas, confluyen la misoginia, el antiempi­
rismo y la sexofobia de la Iglesia. Tanto el empirismo como la sexua­
lidad representaban para ésta una rendición frente a los sentidos, una
traición contra la fe. La bruja encam aba, por tanto, una triple amena­
za para la Iglesia: era m ujer y no se avergonzaba de serlo; aparente­
mente formaba parte de un movimiento clandestino organizado de
mujeres campesinas; y finalmente era una sanadora cuya práctica es­
taba basada en estudios empíricos. Frente al fatalismo represivo del
cristianismo, la bruja ofrecía la esperanza de un cambio en este
mundo.

Desarrollo de la profesión médica en Europa


Las brujas ejercían en el seno del pueblo. Las clases dominantes,
por su parte, contaban con sus propios sanadores laicos: los médicos
formados en las universidades. En el siglo xm , esto es, el siglo ante­
rior al inicio de la caza de brujas, la medicina empezó a afianzarse en
Europa como ciencia laica y también como profesión. Y la profesión
médica ya había iniciado una activa campaña contra las mujeres sana­
doras —excluyéndolas de las universidades, por ejemplo— mucho an­
tes de empezar la caza de brujas.
Durante más de ochocientos años, desde el siglo v al x m , la pos­
tu ra ultraterrenal y antimédica de la Iglesia obstaculizó el desarrollo
de la medicina como profesión respetable* Luego, en el siglo x m , se
produjo un renacimiento de la ciencia, impulsado por el contacto con
el mundo árabe. En las universidades se crearon las primeras escuelas
de medicina y xm número creciente de jóvenes de condición acomodada
empezó a seguir estudios médicos. La Iglesia consiguió imponer un ri­
guroso control sobre la nueva profesión y sólo permitió su desarrollo
dentro de los límites fijados por la doctrina católica. Así, los médicos
que habían recibido una formación universitaria no estaban autoriza­
dos a ejercer sin la asistencia y asesoramiento de un sacerdote y tam ­
poco se les perm itía tratar a un paciente que se negara a confesarse.
En el siglo xiv, los cuidados de los médicos ya eran muy solicitados en­
tre las clases acomodados, a condición de que continuaran dejando bien
patente que las atenciones que prodigaban al cuerpo no iban en detri­
m ento del alma. De hecho, por las descripciones de la formación que
recibían los médicos, parece más probable que sus cuidados fueran fa­
tales precisamente para el cuerpo.
Los estudios de medicina de finales de la Edad Media no incluían
nada que pudiera entrar en conflicto con la doctrina de la Iglesia y
comprendían pocos conocimientos que actualmente podamos concep­
tu ar de «científicos». Los estudiantes de medicina, al igual que los res­
tantes jóvenes universitarios, dedicaban varios años al estudio de Pla­
tón, Aristóteles y la teología cristiana. Sus conocimientos médicos se
lim itaban por regla general a las obras de Galeno, antiguo médico ro­
mano que daba gran importancia a la teoría de la «naturaleza» o «ca­
rácter» de los hombres, «por lo que los coléricos son iracundos, los
sanguíneos amables, los melancólicos envidiosos», y así sucesivamente.
Mientras estudiaban, los futuros médicos raras veces veían algún pa­
ciente y no recibían ningún tipo de enseñanzas experimentales. Ade­
m ás existía una rigurosa separación entre la medicina y la cirugía, esta
últim a considerada en casi todas partes como una tarea degradante e
inferior; la disección de cadáveres era prácticamente desconocida.
Ante una persona enferma, el médico con formación universitaria
tenía escasos recursos aparte de la superstición. La sangría era una
práctica corriente, en particular como tratam iento para las heridas. Se
aplicaban las sanguijuelas siguiendo consideraciones de tiempo, hora
del día, ambiente y otras por el estilo. Las teorías médicas se basaban
m ás en la «lógica» que en la observación: «Algunos alimentos produ­
cen buenos humores, otros malos humores. Por ejemplo, el berro, la
mostaza y el ajo producen una bilis rojiza; las lentejas, la col y la car­
ne de macho cabrío o de buey producen una bilis negra.» Se creía en
la eficacia de las fórmulas mágicas y de rituales casi religiosos. El mé­
dico del rey Eduardo II de Inglaterra, bachiller en teología y licencia­
do en medicina por la universida de Oxford, recomendaba tratar el do­
lor de muelas escribiendo sobre la mandíbula del paciente las palabras
«En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén», o bien
tocar una oruga con una aguja que luego se acercaría al diente afecta­
do. Un tratam iento muy frecuente contra la lepra consistía en admi­
nistrar un caldo preparado con la carne de una serpiente negra captu­
rada en terreno árido y pedregoso.
Tal era la situación de la «ciencia médica» en la época en que se
perseguía a las brujas-sanadoras por practicar la «magia». Las brujas
llegaron a tener amplios conocimientos sobre los huesos y los múscu­
los del cuerpo, sobre hierbas y drogas, mientras los médicos continua­
ban basando sus diagnósticos en la astrolfcgía y los alquimistas seguían
intentando transform ar el plomo en oro. Tan amplios eran los cono­
cimientos de las brujas que, en 1527, Paracelso, considerado como el
«padre de la medicina moderna», quemó su manual de farmacología
confesando que «todo lo que sabía lo había aprendido de las brujas».
La eliminación de las sanadoras
La implantación de la medicina como profesión para cuyo ejercicio
se exigía una formación universitaria facilitó la exclusión legal de lás
m ujeres de su práctica. Con escasas excepciones, el acceso a las uni­
versidades estaba vetado a las mujeres (incluso a las mujeres de clase
alta que habrían podido pagarse los estudios) y se promulgaron leyes
que prohibían el ejercicio de la medicina a las personas sin formación
universitaria. Y aunque era imposible imponer estas leyes, ya que sólo
existía un puñado de médicos frente a la gran masa de sanadoras no
tituladas, siempre podía aplicarse selectivamente la sanción. Los pri­
meros blancos no fueron las sanadoras campesinas, sino las mujeres
instruidas que competían’con los médicos doctorados por la atención a
la misma clientela urbana.
Así tenemos, por ejemplo, el caso de Jacoba Felicie, denunciada en
1322 por la Facultad de Medicina de la universidad de París, bajo la
acusación de ejercicio ilegal de la medicina. Jacoba era una m ujer
instruida que había seguido unos «cursos especiales» de medicina sobre
los cuales no tenemos más detalles. Es evidente que todos sus pacien­
tes eran de clase acomodada, como se desprende del hecho de que hu­
bieran consultado a célebres médicos graduados antes de dirigirse a ella
(según declararon en el juicio). Las principales acusaciones formuladas
contra Jacoba Felicie fueron que
(...) curaba a sus pacientes de dolencias internas y heridas o de abcesos ex­
ternos. Visitaba asiduamente a los enfermos examinaba la orina tal como hacen
los médicos, les tomaba el pulso y palpaba todas las partes del cuerpo.
Seis testigos afirmaron que Jacoba los había sanado cuando muchos
médicos ya habían desistido, y un paciente declaró que la sanadora era
m ás experta en el arte de la cirugía y la medicina que cualquier otro
médico o m aestro cirujano de París. Pero estos testimonios fueron uti­
lizados en contra suya, pues no se la acusaba de ser imcompetente, sino
de haber tenido la osadía de curar, siendo mujer.
Partiendo del m ism o\prejuicio, algunos médicos ingleses enviaron
una petición al Parlamento quejándose de las «indignas y presuntuo­
sas m ujeres que usurpan la profesión» y solicitando que se impusieran
m ultas y «largas penas de prisión» a toda m ujer que intentara «ejer­
cer la práctica de la física (medicina)». A finales del siglo xiv, la cam­
paña de los médicos profesionales contra las sanadoras urbanas ins­
truidas había conseguido su propósito prácticamente en toda Europa.
Los médicos varones habían conquistado un absoluto monopolio sobre
la práctica de la medicina entre las clases superiores (a excepción de
la obstetricia que continuaría siendo competencia exclusiva de las co­
m adronas durante otros tres siglos, incluso entre estas clases sociales).
Había llegado el momento de dedicar toda la atención a la eliminación
de la gran m asa de sanadoras, las «brujáis».
La alianza entre la Iglesia, el Estado y la profesión médica alcanzó
su pleno apogeo con motivo de los procesos de brujería, en los que el
médico desempeñaba el papel de «experto», encargado de prestar una
apariencia científica a todo el procedimiento. Se pedía su asesoramien-
to para determ inar si ciertas mujeres podían ser acusadas de practicar
la brujería y si determinados males tenían su origen en prácticas má­
gicas. El Molleas dice: «Y si alguien preguntara cómo es posible de­
term inar si una enfermedad ha sido causada por un hechizo o es con­
secuencia de un defecto físico natural, responderemos que ante todo
todo debe recurrirse al juicio de los médicos...» (Este subrayado y el
siguiente son nuestros). Durante la caza de brujas, la Iglesia legitimó
explícitamente el profesionalismo de los médicos, denunciando como
herejía los tratam ientos efectuados por no profesionales: «Una m ujer
que tiene la osadía de curar sin haber estudiado es una bruja y debe
morir.» (Naturalmente, las mujeres no tenían ninguna posibilidad de
estudiar.) Por último, la fobia contra las brujas proporcionó a los mé­
dicos una cómoda excusa para sus cotidianos fracasos: todo lo que no
podían curar era, lógicamente, producto de un hechizo.
La distinción entre superstición «mujeril» y medicina «varonil»
quedó consagrada, por tanto, a través de los mismos papeles que re­
presentaron médicos y brujas en los procesos de la Inquisición. El pro­
ceso situaba repentinamente al médico varón en un plano moral e in­
telectual muy superior al de la mujer sanadora, sobre la cual se le lla­
maba a em itir juicio. Le situaba al lado de Dios y de la Ley, equipa­
rándole profesionalmente a los abogados y teólogos, mientras adscribía
a la m ujer al mundo de las tinieblas, del mal y de la magia. El médico
no obtuvo esta nueva posición social en virtud de sus propios logros
médicos o científicos, sino por gracia de la Iglesia y del Estado, cuyos
intereses tan bien supo servir.
Consecuencias
La caza de brujas no eliminó a las sanadoras de extracción popular,
pero las marcó para siempre con el estigma de la superchería y una
posible perversidad. Llegaron a estar tan desacreditadas entre las na­
cientes clases medias que, en los siglos xvii y xvin, los médicos pudie­
ron empezar a invadir el último bastión de las sanadoras: la obstetricia.
Practicantes no profesionales varones —«barberos-cirujanos»— inicia­
ron el ataque en Inglaterra, alegando una supuesta superioridad técnica
basada en el uso del fórceps obstétrico. (El fórceps estaba clasificado le­
galmente como instrumento quirúrgico y las mujeres tenían prohibida
jurídicam ente la práctica de la cirugía.) Una vez en manos de los bar­
beros-cirujanos, la práctica de la obstetricia entre las clases medias
perdió rápidam ente su carácter de servicio entre vecinas para conver­
tirse en una actividad lucrativa, de la que finalmente se apropiaron los
médicos propiam ente dichos en el siglo xviii . En Inglaterra, las coma­
dronas se organizaron y acusaron a los varones intrusos de especu­
lación y de abuso peligroso del fórceps. Pero ya era demasiado tarde y
las protestas de las mujeres fueron acalladas fácilmente acusándolas de
ser ignorantes «curanderas» aferradas a las supersticiones del pasado.
l a s m u j e r e s y e l n a c i m i e n t o d e l a p r o f e s ió n
MÉDICA EN LOS ESTADOS UNIDOS

En los Estados Unidos, el dominio masculino en el campo de la


sanidad se inició más tarde que en Inglaterra o en Francia, pero acabó
teniendo mucho mayor alcance. En la actualidad, probablemente no
existe ningún otro país industrializado con un porcentaje tan bajo de
mujeres médicas como el que tenemos en los Estados Unidos. En efec­
to, Inglatera cuenta con un 24 % de médicas y Rusia con un 75 %, mien­
tras que en los Estados Unidos sólo representan el 7 % del cuerpo
médico. Y mientras que el trabajo de las comadronas sigue siendo una
próspera actividad en manos de las mujeres en Escandinavia, Holanda,
Inglaterra, etc., se halla prácticamente prohibido en los Estados Uni­
dos desde principios del siglo xx. Al comenzar el presente siglo, la
práctica de la medicina en nuestro país estaba totalmente vedada a
las mujeres, a excepción de una escasísima minoría de mujeres deci­
didas a todo y de clase adinerada. El único trabajo al que se les dejó
libre acceso fue el de enfermeras, el cual desde luego no podía susti­
tuir en modo alguno el papel autónomo que desempeñaban cuando
eran comadronas y sanadoras.
Luego, lo que debemos preguntamos no es tanto cómo se produjo la
exclusión de las mujeres de la medicina y éstas quedaron reducidas
al papel de enfermeras, sino cómo llegaron a crearse precisamente
esas categorías. Dicho de otro modo, ¿por qué circunstancias una ca­
tegoría concreta de sanadores, que casualmente eran varones, blancos
y de clase media, lograron eliminar toda la competencia de las sana­
doras populares, comadrones y otras «médicas» y «médicos», que do­
minaban el panorama de la medicina norteamericana a principios del
siglo xix?
Evidentemente, la respuesta habitual de los historiadores oficiales
de la medicina es que siempre existió una verdadera profesión médica
en los Estados Unidos: una reducida cuadrilla de hombres que deri­
vaban su autoridad científica y moral directamente de Hipócrates, Ga­
leno y los grandes maestros de la medicina europea. En la América de
los colonizadores, estos médicos no sólo tuvieron que enfrentarse con
los habituales problemas de la enfermedad y la muerte, sino que tam ­
bién tuvieron que combatir los abusos de una multitud de sanadores
no profesionales, entre los que .generalmente se cita a mujeres, ex­
esclavos, indios y alcohólicos vendedores de productos medicinales.
Afortunadamente para la profesión médica, hacia finales del siglo xix
el pueblo estadounidense adquirió de pronto un sano respeto por los
conocimientos de los médicos y perdió su anterior confianza en los
charlatanes, concediendo a la auténtica profesión médica un duradero
monopolio de las artes curativas.
Pero la verdadera explicación no está en este dramático enfrenta­
miento prefabricado de la ciencia contra la ignorancia y la supersti­
ción. La versión real de los hechos forma parte de la larga historia de
las luchas de clases y sexos por el poder en todos los ámbitos de la
vida durante el siglo xix. Mientras las mujeres tuvieron un lugar en
la medicina, su actividad se desarrolló en el marco de la medicina po­
pular, y cuando ésta quedó eliminada, las mujeres ya no tuvieron ca­
bida, excepto en el papel subordinado de enfermeras. El grupo de sa­
nadores que pasaron a constituir la clase médica profesional no se di­
ferenciaba tanto de los demás por sus vínculos con la moderna cien­
cia, sino sobre todo por su asociación con la naciente clase empre­
sarial norteamericana. Con el debido respeto a Pasteur, Koch y otros
grandes investigadores médicos europeos del siglo xix, la victoria final
de la profesión médica estadounidense se logró gracias a la interven­
ción de los Camegie y los Rockefeller.
La realidad social de los Estados Unidos durante el siglo xix di­
fícilmente podría haber sido menos favorables para el desarrollo de
la profesión. Muy pocos médicos titulados emigraron a América desde
Europa y había muy pocas escuelas de medicina, así como escasos
centros de enseñanza superior en general. La opinión pública, todavía
recientes los recuerdos de la guerra de la independencia, era enmiga
de todo tipo de profesionalismos y elitismos «extranjeros».
Mientras en la Europa occidental los médicos con título universi­
tario contaban ya con varios siglos de monopolio sobre el derecho a
curar, en los Estados Unidos la práctica médica estaba abierta tradi­
cionalmente a toda aquella o aquel que demostrara capacidades para
curar a los enfermos, sin discriminaciones de estudios formales, raza
o sexo. Ann Hutchinson, dirigente religiosa disidente del siglo xvm ,
practicaba la «física (medicina) general», al igual que otros muchos mi­
nistros del culto y sus esposas. El historiador de la medicina Joseph
Kett cuenta que «uno de los médicos más respetados a finales del
siglo xvm en Windsor, Connecticut, por ejemplo, era un ex-esclavo
negro al que llamaban «Doctor Primus». En Nueva Jersey, la prácti­
ca médica, con escasas excepciones, siguió esencialmente en manos de
las mujeres hasta 1818...»
Era frecuente que las mujeres tuvieran una consulta conjunta con
sus maridos, en la que él actuaba como cirujano y ella hacía de coma­
drona y ginecóloga, compartiendo todas las demás tareas. También se
daba el caso de que la m ujer empezara a ejercer después de haber
adquirido una cierta práctica asitiendo a miembros de su familia, o
tras un aprendizaje con algún pariente o un sanador ya consagrado.
Por ejemplo, H arriet Hunt, una de las primeras mujeres licenciadas en
medicina de los Estados Unidos, empezó a interesarse por la medicina
con motivo de la enfermedad de su hermana, trabajó una temporada
con un equipo «médico» integrado por un matrimonio y luego colgó
simplemente un cartel con su nombre en la puerta de su casa. (Sólo
más tarde seguiría estudios regulares.)
Aparece el médico
A principios del siglo xix también había ya un número creciente
de médicos que habían seguido estudios regulares, con los cuales pro­
curaban diferenciarse por todos los medios de la masa de practicantes
no titulados. La distribución más importante residía en que los mé­
dicos con estudios universitarios, o médicos «regulares» como les gus­
taba denominarse, eran varones, generalmente de clase media y casi
siempre más caros que sus competidores con títulos. Las consultas de
los «regulares» generalmente sólo atendían a personas de clase media
o alta, que podían perm itirse el lujo de hacerse curar por un «caba­
llero» de su misma condición social. Hacia finales de siglo, llegó a im­
ponerse la moda de que las mujeres de clase media y alta acudieran a
médicos «regulares» para cuestiones ginecológicas, costumbre conside­
rada absolutamente indecente entre las gentes más sencillas.
En cuanto a habilidad y conocimientos médicos, los llamados médi­
cos «regulares» no ofrecían ninguna ventaja con respecto a los prac­
ticantes no titulados. De hecho, sus estudios «regulares» eran bien po­
bres incluso con respecto a los niveles europeos de la época. Los cur­
sos de medicina oscilaban entre pocos meses y dos años de duración
como máximo, muchas escuelas de medicina no tenían contactos con
ningún hospital y no se exigía tener estudios de bachillerato para in­
gresar en ellas. Aunque, unos estudios médicos serios tampoco les ha­
brían servido de gran cosa, pues aún no existía un cuerpo científico
en el cual basar las enseñanzas. A falta de ello, los «regulares» apren­
dían a tratar casi todas las enfermedades con curas enérgicas: vio­
lentas sangrías, fuertes dosis de laxantas, calomel (un laxante que con­
tiene mercurio) y, más tarde, opio. (La escuela europea tampoco po­
día ofrecer mucho más en aquella época.) Sin duda algunas, tales
«curas» resultaban muy a menudo letales o más perjudiciales que la
propia enfermedad. Oliver Wendell Holmes Sr., médico ilustre a su
vez, considera que si hubieran arrojado al m ar todos los métodos
usados por los médicos «regulares», la humanidad habría salido muy
beneficiada, con el correspondiente perjuicio para los peces.
Los métodos de los practicantes no titulados eran indudablemente
más seguros y eficaces. Éstos preferían recetar medicamentos suaves
a base de hierbas, cambios en la alimentación y palabras de consuelo,
en vez de las intervenciones «heroicas». Puede que no tuvieran ma­
yores conocimientos que los médicos «regulares», pero al menos tenían
menos probabilidades de dañar al paciente. De no haber mediado in­
terferencias exteriores, probablemente habrían acabado desplazando a
los «regulares» incluso entre la clientela de clase media de la época.
Pero no conocían a las personas apropiadas. En cambio los «regula­
res», estrechamente vinculados a la clase dominante, gozaban del am­
paro de la ley. En 1830, trece estados habían aprobado ya disposiciones
legales prohibiendo las «prácticas «irregulares» y declarando a los mé­
dicos «regulares» como únicos sanadores legalmente autorizados.
Pero fue una medida prem atura. La idea del profesionalismo mé­
dico y el propio grupo de sanadores que lo reivindicaban en exclusiva
no contaban con el apoyo popular. Fue imposible hacer cumplir las
nuevas leyes; era inútil intentar impedir jurídicamente la actividad
de los sanadores que gozaban de la plena confianza del pueblo llano.
Peor aún —desde el punto de vista de los «regulares»— , este prema­
turo intento de monopolizar el ejercicio de la medicina provocó una
oleada de indignación, plasmada en un movimiento popular radical que
estuvo a punto de acabar definitivamente con el elitismo médico en
los Estados Unidos.
£1 «Movimiento Popular para la Salud»
Las historias tradicionales de la medicina suelen despachar el Mo­
vimiento Popular para la Salud (Popular Health Movement) presen­
tándolo como la culminación de la charlatanería y la superchería mé­
dicas en los Estados Unidos. Pero, en realidad, éste fue el frente mé­
dico de una insurrección social de carácter general, impulsada por el
movimiento feminista y el movimiento obrero. Las mujeres constitu­
yeron el núcleo central del Movimiento. Se crearon infinidad de «So­
ciedades Fisiológicas Femeninas» (Ladies Physiological Societies), equi­
valentes a nuestros cursos de autoconocimiento, que facilitaban ele­
mentales nociones de anatomía e higiene personal a un entusiasmado
público de mujeres. Se insistía sobre todo en la medicina preventiva,
contrapuesta a los criminales «tratamientos» empleados por los médi­
cos «regulares». El Movimiento propugnó la necesidad de bañarse con
frecuencia (muchos médicos «regulares» de la época consideraban el
baño como una depravación), el uso de vestidos poco ceñidos para las
mujeres, una dieta a base de cereales integrales, la temperancia y mu­
chas otras reivindicaciones próximas a las mujeres. Y cuando la madre
de Margaret Sanger * todavía era una niña, algunas mujeres del Movi­
miento ya abogaban en favor del control de la natalidad.
El Movimiento representó un ataque radical contra la medicina dé
élite y una reafirmación de la medicina popular tradicional. «Cada
cual es su propio médico» fue el lema de un sector del Movimiento, y
dejaron bien claro que con ello se referían también a cada mujer. Se
acusaba a los médicos «regulares» de ser miembros de las «clases pa­
rasitarias no-productivas» que sobrevivían sólo gracias a la «depravada
afición» de las clases acomodadas a los laxantes y sangrías. Se denun­
ció a las universidades (donde se instruía la élite de los médicos «re­
gulares») como lugares donde los estudiantes «aprenden a desdeñar el
trabajo como una cosa servil y degradante» y a identificarse con las
clases pudientes. Los sectores radicales de la clase obrera se adhieren
a la causa, dirigiendo su ataque simultáneamente contra los «reyes,
curas, abogados y médicos», considerados como los cuatro grandes ma­
les de la época. En el estado de Nueva York, el representante del Mo­
vimiento en la asamblea legislativa fue un miembro del Workingmarís
Party [Partido del Trabajador] que no perdía ocasión de denunciar
a los «médicos privilegiados».
Los médicos «regulares» se encontraron pronto en minoría y en
una situación comprometida. El ala izquierda del Movimiento llegó a
rechazar totalmente la idea misma del ejercicio de la medicina como
una ocupación remunerada y con mayor razón aún como profesión
excesivamente remunerada. El sector moderado, en cambio, engendró
una serie de nuevas filosofías médicas o sectas, que entraron, a compe­
tir con los «regulares» actuando en iguales términos, entre ellas el
eclecticismo, la homeopatía y otras de menor importancia. Las nuevas
sectas crearon sus propias escuelas de medicina (en las que se insis­
tía en los cuidados preventivos y las curas suaves a base de hierbas)

* Margaret Sanger (1883-1966) fue la principal impulsora del control de la natalidad en los Estados
Unidos. Inicialmente feminista y socialista, luego evolucionó hacia posturas integradoras, antife-
ministas, clasistas y racistas. (Para mayor información, véase pág. 73 de este cuaderno.) (TV.
de la T.)
y empezaron a conceder sus propios títulos de medicina. En este cli­
ma de agitación dentro del mundo de la medicina, los antiguos mé­
dicos «regulares» aparecían ya sólo como otra de tantas sectas, y con­
cretamente una secta cuya particular filosofía privilegiaba el uso del
calomel, las sangrías y demás recurso^ de la medicina «heroica». Re­
sultaba imposible establecer quiénes eran los «verdaderos» médicos y
hacia 1840 en casi todos los estados se habían abolido las leyes que
regulaban el ejercicio de la medicina.
El apogeo del Movimiento Popular para la Salud coincidió con los
albores de un movimiento feminista organizado y ambos estuvieron
tan íntimamente ligados que resulta difícil decir dónde empezada uno
y dónde acababa el otro. Según el conocido historiador de la medicina
Richard Shryoch «esta cruzada en favor de la salud de la m ujer [el Mo­
vimiento Popular para la Salud] estuvo vinculada, como causa y tam­
bién como efecto, a la reivindicación general de los derechos civiles de
la m ujer y ambos movimientos —el sanitario y el feminista— llegaron
a confundirse en este sentido.» El movimiento sanitario se preocupó de
los derechos generales de la m ujer y el movimiento feminista prestó
particular atención a la salud de la m ujer y a sus posibilidades de ac­
ceso a los estudios de medicina.
De hecho, dirigentes de ambos grupos recurrieron a los estereoti­
pos sexuales imperántes para argumentar que las mujeres estaban me­
jor dotadas que los hombres para el papel de médicas. «Es innegable
que las mujeres poseen capacidas superiores para practicar la ciencia
de la medicina», escribió Samuel Thomson, un dirigente del Movi­
miento Popular para la Sauld, en 1834. (Pero añadía que la cirugía y
la asistencia a los varones debía estar reservada a los médicos de sexo
masculino.) Las feministas iban más allá, como Sarah Hale que en
1852 declaró: «¡Pensar que se ha llegado a decir que la medicina es
una esfera que corresponde al hombre y exclusivamente a él! Es mil
veces más plausible y razonable afirmar [como hacemos nosotras] que
es una esfera que corresponde a la m ujer y exclusivamente a ella.»
Las escuelas de medicina de las nuevas «sectas» de hecho abrieron
sus puertas a las mujeres, en una época en que les estaba totalmente
vetada la asistencia a los cursos «regulares». Harriet Hunt, por ejem­
plo, no fue admitida en la Escuela de Medicina de Harvard y en cam­
bio pudo hacer sus estudios académicos en la escuela de medicina de
una «secta». (En realidad, el claustro de la facultad de Harvard se
mostró favorable a su admisión, junto con la de algunos alumnos ne­
gros varones, pero los estudiantes amenazaron con crear graves dis­
turbios si alguno de ellos pisaba los terrenos de la escuela.) La mis­
ma escuela «regular» (una pequeña escuela de medicina del inte­
rior del estado de Nueva York) que puede vanagloriarse de haber
licenciado a la prim era médica «regular» de los Estados Unidos, 'des­
pués aprobó rápidamente una resolución vetando la inscripción de
nuevas alumnas. La prim era escuela mixta de medicina fue el «irre­
gular» Eclectic Central Medical College de Nueva York, en Syracuse.
Y también fueron «irregulares» las dos primeras escuelas de medicina
únicamente para mujeres, una en Boston y otra en Filadelfia.
El movimiento feminista debería estudiar con mayor atención el
Movimiento Popular para la Salud, que desde nuestra perspectiva ac­
tual probablemente es mucho más importante que la lucha de tas
sufragistas. En nuestra opinión, los aspectos más interesantes del Mo­
vimiento Popular para la Salud son: 1) El hecho de haber conjugado
la lucha de clases y la lucha feminista. Actualmente, en algunos am­
bientes se estila desdeñar las reivindicaciones exclusivamente fem i­
nistas, tachándolas de preocupaciones pequeño-burguesas. Pero en el
Movimiento Popular para la Salud vemos confluir claramente las fuer­
zas fem inistas y obreras. ¿Ocurrió así porque aquel movimiento atraía
por su propia naturaleza a todo tipo de disidentes e inconformistas,
o bien existía una identidad de objetivos de carácter más profundo?
2) E l Movimiento Popular para la Salud no fue únicamente un movi­
miento dedicado a reivindicar una mejor y mayor asistencia médica,
sino que también luchó por un tipo de asistencia sanitaria radicalmen­
te distinta. Representó un profundo desafío contra los mismos funda­
mentos de la medicina establecida, tanto a nivel de la práctica como
de la teoría. Actualmente, en cambio, tendemos a limitar nuestras
críticas a la organización de la asistencia médica, casi como si consi­
derásemos intocable el substrato científico de la medicina. Pero tam­
bién deberíamos empezar a desarrollar una crítica general de la «cien­
cia» médica, al menos en los aspectos que afectan a los mujeres.
Los médicos pasan a la ofensiva
En su momento de máxima expansión, entre 1830 y 1840, el Mo­
vimiento Popular para la Salud llegó a asustar a los médicos «regula­
res», antepasados de los médicos actuales, obligándoles a replegarse.
Más adelante, en el mismo siglo xix, cuando el movimiento perdió
energía de base y degeneró en una multitud de grupos enfrentados en­
tre sí, los «regulares» volvieron a la ofensiva. En 1848, fundaron su pri­
m era organización nacional, presuntuosamente denominada Asociación
Americana de Medicina (American Medical Association) y empezaron
a reconstruir a nivel de cada estado y de distrito las sociedades médi­
cas que se habían desmembrado durante el apogeo de la anarquía mé­
dica de las décadas de 1830 y 1840.
A finales de siglo estaban preparados para desencadenar el ataque
definitivo contra los practicantes no titulados, los médicos de las sec­
tas y las mujeres en general. Los distintos ataques estaban interrela-
cionados: se atacaba a las mujeres porque apoyaban a las sectas y se
atacaba a las sectas porque estaban abiertas a las mujeres. Los ar­
gumentos esgrimidos contra las mujeres oscilaban entre el paterna-
hsmo (¿cómo podría desplazarse de noche una m ujer respetable en
caso de emergencia?) y la pura misoginia. En su discurso inaugural
ante la asamblea general de la Asociación Americana de Medicina
(AAM), en 1871, el doctor Alfred Stille declaró:
Algunas mujeres intentan competir con los hombres en los deportes mascu­
linos. .. y las más decididas los imitan en todo, incluso en el vestir. De este fcnedo
pueden llegar a suscitar una cierta admiración, la misma que inspiran todos los
fenómenos monstruosos, en particular cuando se proponen emular modelos más
elevados.

Las escasas mujeres que consiguieron frecuentar una escuela de


medicina «regular» tuvieron que superar una serie inacabable de obs­
táculos sexistas. En prim er lugar, debían soportar los continuos co­
mentarios mordaces y a menudo soeces de los estudiantes varones. Al­
gunos profesores se negaban a hablar de anatomía en presencia de una
dama. Había libros de texto como aquel famoso manual de obstetricia,
publicado en 1848, que afirmaba: «[la m ujer] tiene la cabeza casi de­
masiado pequeña para el intelecto, pero de las dimensiones precisas
para el amor». Circulaban respetables teorías ginecológicas acerca de
los efectos dañinos de la actividad intelectual sobre los órganos re­
productores de la mujer.
Una vez terminados los estudios académicos, las aspirantes a mé­
dica generalmente se encontraban con una barrera que les impedía
pasar a la siguiente etapa. Los hospitales en general no aceptaban mé­
dicas y aún en caso contrario, no se les perm itía trabajar como inter­
nas. Si una m ujer por fin conseguía abrir su propia consulta, sus co­
legas «regulares» eran reacios a mandarle pacientes y se negaban ro­
tundamente a admitirla en las asociaciones médicas.
Vista esta situación, nos parece todavía más desconcertante, y más
lamentable, que lo que podríamos denominar «Movimiento para la
salud de la mujer» comenzara a separarse, a finales del siglo xix, del
Movimiento Popular para la Salud dentro del cual había surgido e in­
tentara adquirir respetabilidad. Algunas escuelas de medicina femeni­
nas expulsaron del cuerpo docente a los miembros de las sectas «irre­
gulares». Doctoras eminentes, como Elizabeth Blackwell, unieron sus
voces a las de los vagones «regulares» para exigir que se pusiera fin
al libre ejercicio de la obstetricia y se exigieran «estudios médicos
completos» a todos los que quisieran practicarla. Y todo esto en una
época en que los «regulares» aún tenían poca o ninguna ventaja «cien­
tífica» sobre los médicos de las sectas o los sanadores profanos.
La explicación se encuentra tal vez en el hecho de que las mujeres
que entonces tenían interés en seguir estudios regulares de medicina
pertenecían a la clase inedia y debía resultarles más fácil identificarse
con los médicos «regulares» de su misma clase que con las sanadoras
de origen social más bajo y con los grupos de médicos de las sectas (a
los que anteriormente se solía identificar con los movimientos radi­
cales). El cambio de orientación probablemente se vio facilitado por
el hecho de que, en las ciudades, las sanadoras no tituladas tendían
a ser cada vez más a menudo mujeres inmigradas. (Al mismo tiem­
po, las posibilidades de crear un movimiento feminista interclasista
en torno a cualquier problemática también fueron desapareciendo a
medida que las mujeres proletarias se incorporaban a las fábricas,
mientras las mujeres de clase media-alta se adaptaban al nuevo con­
cepto Victoriano de feminidad.) Pero cualquiera que sea la explicación
exacta, el resultado fue que las mujeres burguesas renunciaron a todo
ataque de fondo contra la medicina masculina y aceptaron las condi­
ciones fijadas por la naciente profesión médica masculina.
El triunfo de los «profesionales»
Los «regulares» todavía no estaban en condiciones de dar el si­
guiente paso hacia la conquista del monopolio de la medicina. Para
empezar, aún no podían reivindicar ningún método exclusivamente
eficaz ni tampoco un cuerpo científico particular. Por otra parte, un
grupo profesional no obtiene el monopolio de la profesión únicamente
en base a una superioridad técnica. Una profesión reconocida no es
simplemente un grupo de expertos que se autoproclaman como tales,
sino una corporación que tiene autoridad legalmente reconocida para
seleccionar a sus miembros y regular su práctica profesional, esto es,
para monopolizar determinado campo de actividad sin interferencias
exteriores. ¿Cómo puede llegar a adquirir un grupo concreto un esta­
tus profesional con todas las prerrogativas? Como dice el sociólogo
Elliot Freidson:
Una profesión obtiene y mantiene su posición gracias a la protección y al pa­
trocinio de algunos sectores privilegiados de la sociedad que han llegado a con­
vencerse de que su trabajo ofrece algún interés especial.

En otras palabras, las profesiones son una emanación de la clase


dominante. Para llegar a ser la profesión médica, los médicos «regu­
lares» necesitaban, ante todo, el apoyo de la clase dominante.
Por una afortunada coincidencia —afortunada para los regulares,
esto es—, hacia finales de siglo tuvieron a su alcance tanto el soporte
científico como el apoyo de la clase dominante. Científicos franceses
y, sobre todo, alemanes habían desarollado la teoría microbiana de las
enfermedades, que por primera vez en la historia de la humanidad apor­
taba una base racional para la prevención y el tratam iento de las
enfermedades. Mientras el médico estadounidense corriente todavía
farfullaba comentarios sobre los «humores» y atiborraba de calomel a
los pacientes, un reducido grupo de privilegiados empezó a desplazar­
se a las universidades alemanas para aprender la nueva ciencia. És­
tos regresaron a los Estados Unidos llenos de fervor reformista. En
1893, los médicos formados en Alemania (con la ayuda económica de
filántropos locales) fundaron la prim era facultad de medicina según
los esquemas alemanes, la Johns Hopkins Medical School.
En lo tocante al plan de estudios, la gran innovación de la Hop­
kins fue aunar el trabajo de laboratorio, fundamento de la ciencia
médica, con una mayor práctica hospitalaria. Otras reformas fueron
la contratación de profesorado con plena dedicación, el énfasis en la
investigación y la estrecha vinculación de la facultad de medicina a
una verdadera universidad. La Johns Hopkins Medical School intro­
dujo tam bién el moderno modelo de carrera de medicina —cuatro cur­
sos de estudios de medicina, precedidos de otros cuatro cursos de es­
tudios superiores—, el cual evidentemente cerraba el acceso a los
estudios de medicina a la mayoría de las personas de clase obrera o
sin medios económicos.
Mientras tanto, los Estados Unidos empezaban a convertirse en la
prim era potencia industrial del mundo. Las fortunas amasadas gracias
al petróleo, el carbón y la ininterrumpida explotación de la clase obre­
ra estadounidense se transformaron en grandes imperios financieros.
Por prim era vez en la historia de la nación, hubo una concentración
suficiente de riquezas en manos de las grandes sociedades anónimas
para que éstas pudieran desarrollar una actividad filantrópica masiva y
organizada, esto es,, para perm itir la intervención de la clase domi­
nante en la vida social, cultural y política del país. Como instrumen­
tos estables de esta intervención, se crearon las fundaciones; las fun­
daciones Rockefeller y Camegie nacieron en la prim era década del pre­
sente siglo. Uno de los primeros y más importantes puntos de su pro­
grama era la «reforma médica», la creación de una profesión médica
respetable y científica en los Estados Unidos.
Como era de esperar, las fundaciones obviamente decidieron apo­
yar con su dinero a la élite científica de los médicos «regulares». (Mu­
chos de éstos pertenecían a la clase dominante y todos eran caballe­
ros de origen ciudadano y licenciados en las universidades.) A partir
de 1903, el dinero de las fundaciones comenzó a fluir por millones hacia
las escuelas de medicina «regulares». La alternativa era clara: adap­
tarse al modelo de la Jonhs Hopkins Medical School o cerrar. Para di­
fundir estas normas, la Camegie Corporation designó a uno de sus
miembros, Abraham Flexner, quien emprendió una larga gira por to­
das las escuelas de medicina del país, desde Harvard hasta las escue­
las comerciales de menor categoría.
Flexner decidió prácticamente por su cuenta qué escuelas recibirían
los dineros y, por tanto, sobrevivirían. Las escuelas más grandes y de
mayor renombre (esto es, aquellas que ya tenían suficiente dinero para
empezar a implantar las reformas prescritas) podían aspirar a sustan­
ciosas subvenciones de la fundación. Harvard fue una de las afortuna­
das elegidas y su presidente pudo declarar con recochineo en 1907:
«Señores, el sistema de obtener fondos para la medicina es m ejorar la
enseñanza médica.» En cuanto a las escuelas más pequeñas y más
pobres, entre las que se contaban la mayor parte de las escuelas de las
sectas y las escuelas especiales dedicadas a la formación*de mujeres y
negros, Flexner no las consideró dignas de ser salvadas. Sólo les que­
daba la posibilidad de cerrar o bien continuar abiertas y ser denuncia­
das publicamente en ¿1 informe que estaba preparando Flexner.
El Informe Flexner, publicado en 1910, fue un verdadero ultimátum
de las fundaciones a la medicina estadounidense. A resultas de este
informe, muchísimas escuelas de medicina se vieron abligadas a ce­
rrar, entre ellas seis de las ocho escuelas de medicina para negros de
los Estados Unidos y la mayoría de las escuelas «irregulares» que ha­
bían sido el refugio de las mujeres. Con ello, la medicina quedaba
definitivamente consagrada como una ram a «superior» del saber, ac­
cesible sólo a través de prolongados y costosos estudios universita­
rios. Evidentemente es cierto que a medida que fueron desarrollándo­
se los conocimientos médicos, fue haciéndose necesario prolongar el
período de formación. Pero Flexner y las fundaciones no tenían la
menor intención, de poner esta formación al alcance de la gran masa
de sanadores y sanadoras no titulados y de médicos y médicas «irre­
gulares». Al contrario, dieron con la puerta en las narices a los ne­
gros, a la mayoría de las mujeres y a los blancos pobres. (En su in­
forme, Flexner se quejaba de que cualquier «mozo o empleadillo» pu­
diera seguir estudios de medicina.) La medicina se había convertido
en una ocupación reservada a los varones blancos de clase media.
Pero era más que una ocupación. Por fin había llegado a ser una
profesión. Más exactamente, un grupo concreto de sanadores, los mé­
dicos «regulares», se habían convertido en la profesión médica. Y no
debían su victoria a ningún mérito propio. En efecto, el médico «re­
gular» corriente no empezó a dominar súbitamente la ciencia médica
con la publicación del Informe Flexner. Pero, en cambio, éste le con­
firió el halo de la ciencia. ¿Qué im portaba que el Informe Flexner
condenara a su propia universidad? ¿Acaso él no era miembro de la
Asociación Americana de Medicina y ésta no se hallaba en la vanguar­
dia de la reforma científica? El médico se transformó así —gracias a
algunos científicos extranjeros y a las fundaciones de la costa atlán­
tica de los Estados Unidos —en un «hombre de ciencia» por encima
de toda crítica y de toda reglamentación, inmune casi a la misma
competencia.
k 'S .

Las comadronas quedan fuera de la ley


Nuevas y rígidas leyes de habilitación fueron sellando en un estado
tras otro el monopolio de los médicos sobre el ejercicio de la medi­
cina. Ya sólo quedaban en pie los últimos bastiones de la antigua me­
dicina popular: las comadronas. En 1910, cerca del 50'% de los niños
nacían con ayuda de una comadrona, la mayoría de ellas negras u
obreras inmigradas. Ésta era una situación intolerable para la nacien­
te especilidad de la obstetricia. En primer lugar, toda m ujer pobre que
acudía a una comadrona era otro caso perdido para la docencia y la
investigación. El vasto «material de investigación» obstétrica que ofre­
cían las clases pobres estadounidenses se desperdiciaba en manos de
ignorantes comadronas. Además, las mujeres pobres gastaban cerca
de 5 millones de dólares anuales en comadronas, 5 millones que hubie­
sen podido ir a parar en cambio a los bolsillos de los «profesionales».
Oficialmente, los tocólogos lanzaron su ataque contra las coma­
dronas en nombre de la ciencia y de las reformas. Se ridiculizó a las
comadronas como personas «incurablemente sucias, ignorantes e in­
competentes». Particularmente, se las hizo responsables de la amplia
difusión de septicemias puerperales (infecciones uterinas) y de las of­
talmías neonatales (ceguera provocada por una gonorrea). Ambos ma­
les podían prevenirse fácilmente con técnicas accesibles incluso á la
más ignorante de las comadronas (limpieza de las manos para las sep­
ticemias puerperales y gotas oculares para la oftalmía); la solución más
obvia habría sido difundir y poner al alcance de la gran masa de
comadronas las técnicas preventivas apropiadas. Así se hizo, de hecho,
en Inglaterra, en Alemania y en la mayoría de las naciones europeas;
las comadronas recibieron la formación necesaria y llegaron a conver­
tirse en profesionales reconocidas e independientes.
Pero los médicos estadounidenses no estaban realmente interesados
en m ejorar los tratam ientos obstétricos. De hecho, el estudio realizado
por un profesor de la Johns Hopkins, en 1912, pone de relieve que la
mayoría de los médicos estadounidenses eran menos competentes que
las mismas comadronas. No sólo no eran expertos en la prevención
de las septicemias y la oftalmía, sino que también eran demasiado pro­
pensos a utilizar técnicas quirúrgicas perjudiciales para la madre y
el hijo. Por tanto, más bien se debería haber dejado el monopolio legal
de la obstetricia a las comadronas, y no a los médicos. Pero éstos te­
nían el poder y las comadronas no. Bajo la intensa presión de los
médicos profesionales se aprobaron, en tfedos los estados, leyes contra
las comadronas, en virtud de las cuales sólo se permitía a los médicos
la práctica de la obstetricia. Para las mujeres pobres y para las obre­
ras esto significó una peor o nula asistencia obstétrica. (Por ejemplo,
un estudio sobre la mortalidad infantil realizado en Washington pone
de relieve un aumento de la misma en los años inmediatamente pos­
teriores a la promulgación de la ley que prohibía la actuación de las
comadronas.) Para los nuevos profesionales médicos varones, el ale­
jam iento de las comadronas significó una reducción de la competencia.
Y las mujeres perdieron sus últimas posiciones independientes.
La dama de la linterna
La única posibilidad abierta a las mujeres en el campo de la sa­
nidad era hacer de enfermeras. La profesión de enfermera no existía
como ocupación remunerada, hubo que inventarla. A principios dél
sigle xix, se denominaba «enfermera» simplemente a la m ujer que
por casualidad asistía a otra persona, ya fuera un niño enfermo o un
pariente anciano. HaBía hospitales que contaban con sus propias en­
fermeras, pero los hospitales de aquella época tenían más bien la
función de asilos para indigentes moribundos y los tratamientos que
ofrecían eran meramente simbólicos. La historia relata que las enfer­
m eras de los hospitales tenían muy mala reputación, eran propensas
a la bebida, la prostitución y el robo. Y las condiciones generales de
los hospitales muchas veces eran escandalosas. Hacia finales de la
década de 1870, un comité de investigación no consiguió encontrar ni
un trocito de jabón en todo el edificio del Bellevue Hospital de Nue­
va York.
Si bien el trabajo de enfermera no era exactamente una ocupación
atractiva para las mujeres trabajadoras, en cambio constituía un te­
rreno abonado para las «reformadoras». Para reformar la asistencia
hospitalaria era preciso reformar ante todo la actividad de las enfer­
m eras y para dar a este trabajo un carácter aceptable para los médi­
cos y las mujeres de «buen corazón» era indispensable crear una nueva
imagen de la enfermera. Florence Nightingale logró introducir este
cambio en los hospitales de campaña de la guerra de Crimea, donde
sustituyó a las anticuas «enfermeras» que seguían a los ejércitos por
un batallón de disciplinadas y sobrias damas de mediana edad. Doro-
thea Dix, reformadora hospitalaria estadounidense, introdujo el nue­
vo tipo de enfermera en los hospitales de la Unión durante la Guerra
civil norteamericana.
La nueva enfermera —«la dama de la linterna»— que asistía desin­
teresadam ente a los heridos causó impacto en la imaginación popular.
Inmediatamente después de finalizar la guerra de Crimera empezaron
a crearse auténticas escuelas de enfermeras en Inglaterra y también en
los Estados Unidos tras la guerra civil. Al mismo tiempo, comenzó a
ampliarse el número de hospitales para cubrir las nuevas necesidades
de la enseñanza médica. Los estudiantes de medicina necesitaban hos­
pitales para hacer sus prácticas; y los buenos hospitales, como empeza­
ban a descubrir los médicos, requerían buenas enfermeras.
De hecho, las primeras escuelas de enfermeras de los Estados Uni­
dos hicieron todo lo posible por reclutar sus alumnas entre las clases
acomodadas. Mis Euphemia Van Rensselear, perteneciente a una vieja
familia de la aristocracia neoyorquina, honró con su presencia la pri­
m era clase de la escuela de Bellevue. Y en la Johns Hopkins Medical
School, donde Isabel Hampton instruía a las enfermeras en el Hos­
pital Universitario, la única queja que pudo form ular un destacado
médico fue:
Miss Hampton ha tenido mucho éxito en el reclutamiento de aspirantes [estu­
diantes] de las clases superiores; pero desgraciadamente las selecciona sólo por
su atractivo físico y el personal del hospital se halla a estas alturas en un estado
lamentable.

Es conveniente examinar más detenidamente quiénes fueron las


m ujeres que inventaron la figura de la enfermera, pues esta tarea, tal
como la conocemos en la actualidad, es un producto muy directo de
la opresión de las mujeres en la época victoriana. Dorothea Dix era
la heredera de una considerable fortuna. Floreñce Nightingale y Louisa
Schuyler (la eminencia gris que impulsó la creación de la prim era es­
cuela de enfermeras de los Estados Unidos según el modelo de F.
Nightingale) eran verdaderas aristócratas. Todas huían del ocio for­
zado que les imponía el modelo Victoriano de feminidad. Dix y Nigh­
tingale iniciaron sus carreras de reformadoras cuando, cumplidos ya
los treinta años, tuvieron que enfrentarse con la perspectiva de una
larga y vacía vida de solteronas. Concentraron sus energías en el cui­
dado de los enfermos porque era un «interés» natural y aceptable para
las mujeres de su clase.
Florence Nightingale y sus discípulas directas m arcaron la nueva
profesión con los prejuicios de su propia clase. La enseñanza insistía
más en el carácter que en la habilidad profesional. El producto aca­
bado, la «enfermera Nightingale», era simplemente la M ujer Ideal tras­
plantada del hogar al hospital y libre de obligaciones reproductoras.
E sta m ujer ofrecía al médico la obediencia absoluta, virtud de una
buena esposa, y al paciente la altruista devoción de una madre, mien­
tras ejercía sobre el personal subalterno del hospital la gentil pero
firme disciplina de un ama de casa acostumbrada a dirigir la servi­
dumbre.
Pero, pese a la atractiva imagen de la «dama de la linterna», la
mayor parte del trabajo de las enfermeras era simplemente trabajo
doméstico mal pagado y muy pesado. No tardó en constatarse que
las escuelas de enfermeras sólo atraían a mujeres de clase obrera y
de clase media baja, cuyas únicas alternativas eran la fábrica o la
oficina. No obstante, la filosofía que inspiraba la educación de las
enfermeras no varió; no debe olvidarse que las educadoras seguían
siendo mujeres de clase media y alta. Al contrario, todavía reforzaron
su insistencia en la necesidad de desarrollar actitudes idealmente fe­
meninas y la socialización de las enfermeras adquirió el carácter de
imposición de los valores culturales de las clases dominantes a m uje­
res de la clase obrera, carácter que ha seguido teniendo durante todo
el siglo xx. (Por ejemplo, hasta tiempos muy recientes se enseñaba
a las alumnas gracias de sociedad tales como ofrecer el té, comentar
apreciativamente las obras de arte, etc. Y a las auxiliares de enfermera
durante el período de aprendizaje todavía se les enseña a vestirse, a
maquillarse y a imitar en general los modales de una verdadera
«dama».)
Pero la «enfermera Nightingale» no era sólo una proyección del
concepto de feminidad de las clases superiores sobre el mundo del tra­
bajo; también personificaba la esencia tnism a de la feminidad según
los cánones de la sexista sociedad victoriana. La enfermera era la Mu­
jer con mayúscula. Las inventoras de este oficio veían en él una vo­
cación natural para las mujeres, superada sólo por la maternidad.
Cuando un grupo de enfermeras inglesas propuso la creación de un
cuerpo profesional, con exámenes y título a semejanza de la profesión
médica, Florence Nightingale replicó que «las enfermeras no pueden
ser sometidas a exámenes ni se les pueden exigir títulos, como tampo­
co es posible exigírselos a las madres». (El subrayado es nuestro.)
O como diría un historiador casi un siglo más tarde: «La m ujer es
enfermera por instinto y recibe su instrucción de la Madre Natura­
leza.» (Victor Robinson, M.D., White Caps, The Story of Nursing [Cofias
blancas, la historia de las enfermeras].) Si bien para Nightingale las
mujeres eran enfermeras por instinto, el mismo instinto, en cambio,
no les perm itía ser médicos. Florence Nightingale dijó acerca de las
pocas médicas de su época: «Sólo han intentado ser hombres y úni­
camente han conseguido llegar a ser hombres de tercera categoría.»
Y en efecto, a finale# del siglo xix, a la vez que aumentaba el número
de estudiantes de enfermera, empezó a disminuir el número de muje­
res que estudiaban medicina. Las mujeres habían encontrado su lu­
gar dentro del sistema sanitario.
Así como el movimiento feminista no se había opuesto al naci­
miento del profesionalismo médico, tampoco discutió la situación
de opresión para las mujeres implícita en la profesión de enfermera.
De hecho, las feministas de finales del siglo xix también empezaban a
aclamar el modelo de feminidad encam ado en la enfermera-madre. El
movimiento feminista norteamericano había abandonado la lucha por
la plena igualdad entre los sexos para concentrarse exclusivamente en
la cuestión del voto; y con tal de conseguir el derecho a voto, las fe­
ministas estaban dispuestas a adoptar las afirmaciones más sexistas de
la ideología victoriana. Las mujeres necesitaban el derecho a voto, ar­
gumentaban, no por el hecho de form ar parte del género humano, sino
porque eran Madres. «La m ujer es la m adre de la estirpe», afirmaba
con entusiasmo la feminista bostoniana Julia Ward Howe, «la guardia-
na de su infancia indefensa, su prim era maestra, su más celosa de­
fensora. La m ujer también es la encargada de crear un hogar, ella se
ocupa de los detalles que embellecen y glorifican la vida familiar.»
Y proseguía de esta guisa en un panegírico penoso de repetir.
El movimiento de las mujeres abandonó su primitiva insistencia
en la necesidad de abrir todas las profesiones a las mujeres. ¿Para
qué trocar la Maternidad por las mezquinas actividades masculinas?
Y, evidentemente, el ataque contra el carácter sexista y elitista del pro­
fesionalismo había muerto hacía tiempo.. El nuevo objetivo era pro­
fesionalizar las funciones femeninas naturales. Las labores del hogar
fueron revestidas con el esplendor de una nueva disciplina, la «econo­
mía doméstica». Se ensalzaba la m aternidad como vocación que exigía
tanta preparación y habilidades técnicas como el trabajo de una en­
fermera o una maestra.
Así, mientras algunas mujeres se dedicaban a profesionalizar los
roles domésticos femeninos, otras se encargaban de «domesticar» al­
gunos roles profesionales, como el trabajo de las enfermeras, las
maestras y, más adelante, las asistentas sociales. Estas ocupaciones se
ofrecían a las mujeres que decidían expresar sus energía femeninas
fuera de las paredes domésticas, como simples prolongaciones del pa­
pel doméstico «natural» de la mujer. Y recíprocamente, se alentaba
a la m ujer que permanecía en su casa a considerarse una enfermera,
enseñante y consejera que ejercía su trabajo dentro de los límites
de la familia. De este modo, las feministas de clase media de finales
del siglo xix diluyeron algunas de las más flagrantes contradicciones
del sexismo.
El médico necesita a la enfermera
Naturalmente, el movimiento feminista tampoco estaba en situación
de decidir sobre el futuro de la profesión de enfermera. Sólo la pro­
fesión médica podía tom ar esta decisión. Al principio, los médicos
varones desconfiaban un poco de las nuevas «enfermeras Nightingale»,
tal vez porque sospechaban que se tratara de una nueva tentativa de
infiltración de las mujeres en la medicina. Pero la infatigable obedien­
cia de las enfermeras les convenció. (Nightingale era un poco obse­
siva sobre este particular. Cuando llegó a Crimea con sus flamantes
enfermeras, los médicos primero las ignoraron por completo. Enton­
ces Florence Nightingale se negó a permitir que sus mujeres movie­
ran ni un dedo para ayudar a los millares de soldados heridos y en­
fermos hasta que así se lo ordenaran los médicos. Finalmente éstos
cedieron, impresionados, y mandaron a las enfermeras a limpiar el
hospital.) Para los atareados médicos del siglo xix, las enfermeras
fueron un regalo del cielo. Por fin aparecían imas trabajadoras sani­
tarias que no querían competir con los médicos «regulares», que no
pretendían divulgar ninguna doctrina médica y cuyo único fin en la
vida parecía ser servir a los demás.
Mientras los médicos corrientes acogían complacidos la aparición
de las enfermeras, los nuevos médicos científicos de principios del
siglo xx se encargaron de hacerlas necesarias. El nuevo médico de la
época posterior al Informe Flexner estaba todavía menos dispuesto
que sus predecesores a entretenerse observando la evolución de sus
pacientes. Diagnosticaba, recetaba y seguía adelante. No podía des­
perdiciar su talento o su costosa preparación académica en los abu­
rridos detalles de la asistencia al enfermo. Para ello necesitaba una
auxiliar paciente y obediente, una persona que no rehuyera las tareas
más humildes, en resumen, una enfermera.
Curar, en el sentido más amplio de la palabra, engloba tanto el
tratam iento médico como el cuidado general del enfermo, la tarea del
médico y también la de la enfermera. Las antiguas sanadoras y sana­
dores de otros tiempos cumplían ambas funciones y eran apreciadas
por las dos. (Las comadronas, por ejemplo, no se lim itaban a asistir al
parto, sino que permanecían en la casa hasta que la m adre estaba en
condiciones de volver a atender a sus hijos.) Pero con el desarrollo de
la medicina científica y de la moderna profesión médica, ambas fun­
ciones quedaron irremisiblemente separadas. El tratam iento médico
llegó a ser privativo de los médicos y los demás cuidados quedaron de­
legados en la enfermera. Todo el mérito de la curación del paciente
correspondía al médico y su técnica, pues sólo él compartía el aura de
la Ciencia. Las tareas de la enfermera, por su parte, apenas se dife­
renciaban de las de una sirvienta. No tenía poder, no tenía magia y
no podía reivindicar ningún mérito.
Las actividades del médico y de la enfermera surgieron como fun­
ciones complementarias y la sociedad, qu* había definido como feme­
nino el papel de la enfermera, atribuyó sin dificultad características
intrínsecamente «masculinas» al papel del médico. Si la enfermera
era la Mujer Ideal, el médico sería el Hombre Ideal, en cuya figura
confluían la inteligencia y la acción, la teoría abstracta y un inflexible
pragmatismo. Las mismas cualidades que hacían idónea a la m ujer
para el trabjo de enfermera, le impedían acceder a la profesión mé­
dica, y viceversa. La fragilidad femenina y su innata espiritualidad es­
taban fuera de lugar en el mundo duro y lineal de la ciencia. La infle-
xibilidad y la natural curiosidad masculinas incapacitaban al hombre
para las largas horas de paciente vela junto al lecho del enfermo.
Estos tópicos han resultado prácticamente invulnerables. Las ac­
tuales dirigentes de la Asociación Norteamericana de Enfermeras (Ame­
rican Nursing Association) pueden insistir tanto como quieran en que
el oficio de enfermera ya no es una vocación femenina sitio una «pro­
fesión» neutra. Pueden pedir que se incremente el número de «enfer­
meros» [asistentes sanitarios] varones para transform ar la «imagen»
e insitir en que las tafeas de la enfermera requieren casi tanta pre­
paración como las del médico, etc. A pesar de todo, los esfuerzos por
«profesionalizar» el papel de las enfermeran sólo son, en el m ejor de
los casos, una huida de la realidad sexista del sistema sanitario. Y, en
el peor de los casos, pueden llegar a ser sexistas a su vez, en la me­
dida en que contribuyen a profundizar la división entre los trabaja­
dores de la sanidad, al mismo tiempo que refuerzan una jerarquía
dominada por los hombres.

CONCLUSIÓN
Vivimos nuestro propio momento de la historia y sobre él debemos
actuar; tenemos nuestras propias luchas. ¿Qué podemos aprender del
pasado que pueda sernos útil —en el contexto de un movimiento para
la salud de la m ujer— en la actualidad?
Nosotras hemos llegado, entre otras, a las siguientes conclusiones:
— Las mujeres no hemos sido observadoras pasivas a lo largo de
la historia de la medicina. El presente sistema surgió de, y fue confi­
gurado por, la competencia entre sanadores y sanadoras. La profe­
sión médica, en particular, no es simplemente una institución más
que casualmente nos discrimina. Es una fortaleza pensada y construida
para discriminamos. Lo cual significa que el sexismo del sistema sani­
tario no es accidental, no es un mero reflejo del sexismo general de
los sanadores varones de clase acomodada y que nos relegó a un
te. Tiene raíces históricas más antiguas que la propia ciencia médica;
es un sexismo institucional, profundamente enraizado.
— Nuestro enemigo no son simplemente los «hombres» o su ma-
chismo individual, sino todo el sistema clasista que dio la victoria a
los sanadores varones de clase acomodada y que nos relegó a un
lugar subordinado. El sexismo institucional se apoya en un sistema
de clases que sustenta el poder masculino.

— La exclusión de las mujeres de las tareas de sanadoras no tiene


ninguna justificación históricamente coherente. Las brujas fueron acu­
sadas de pragmáticas, empíricas e inmorales. Pero en el siglo xix se
invirtió la retórica: las mujeres pasaron a ser demasiado acientíficas,
delicadas y sentimentales. Los estereotipos han ido variando según las
convenciones masculinas; pero nosotras no hemos cambiado y ningún
aspecto de nuestra «naturaleza femenina innata» justifica nuestra pre­
sente subordinación.

— Los hombres mantienen el poder dentro del sistema sanitario


a través del monopolio de los conocimientos científicos. Nos deslum­
bran con la ciencia y nos enseñan a creer que está irremisiblemente
fuera de nuestro alcance. Frustradas, a veces sentimos la tentación de
rechazar la ciencia, en vez de desafiar a los hombres que la monopo­
lizan. Pero la ciencia médica podría ser una fuerza liberadora, capaz
de dam os un auténtico control sobre nuestros cuerpos y poder en
nuestras vidas de trabajadoras de la sanidad. En el momento ac­
tual de nuestra historia, cualquier esfuerzo por dominar y com partir
los conocimientos médicos es una parte vital de la lucha, desde los
cursillos y publicaciones de autoconocimiento de nuestro cuerpo a los
grupos y consultorios de self-help y las clínicas autónomas para mu­
jeres.

— El profesionalismo médico no es más que la institucionalización


de un monopolio de los varones de la clase dominante. No debemos
Confundir en ningún momento el profesionalismo con la capacidad pro­
fesional. La capacidad profesional es algo que debemos intentar do­
m inar y compartir; el profesionalismo es —por definición— elitista
y exclusivo,, sexista, racista y clasista. En el pasado, en los Estados
Unidos, las mujeres que deseaban seguir estudios formales de medi­
cina se m ostraron dispuestas a aceptar el profesionalismo inherente
a ellos. Su estatus social mejoró, pero sólo lo lograron a expensas
de sus herm anas menos privilegiadas, las comadronas, enfermeras y
sanadoras no tituladas. Actualmente, nuestro objetivo no debería ser
nunca conseguir el acceso de las mujeres a la profesión médica exclu­
sivista, sino hacer accesible la medicina a todas las mujeres.

— Esto significa que debemos empezar por destruir las distincio­


nes y barreras que separan a las trabajadoras sanitarias de las muje­
res consumidoras de servicios médicos. Debemos poner en común
nuestros problemas. Las consumidoras deben comprender las necesi­
dades de las mujeres que trabajan en la sanidad, las trabajadoras sa­
nitarias deben estar en contacto con las necesidades de las mujeres
como usuarias de la sanidad. Las trabajadoras sanitarias pueden de­
sempeñar un papel destacado en los proyectos colectivos de sétf-help
y autoconocimiento y en las luchas contra las instituciones sanitarias.
Pero necesitan el apoyo y la solidaridad de un fuerte movimiento de
usuarias de la sanidad.

— Nuestra opresión como trabajadoras de la sanidad se halla inex­


tricablemente ligada a nuestra opresión como mujeres. El oficio de
enfermera, nuestro principal papel dentro del sistema sanitario actual,
es simplemente una extensión al mundo del trabajo de nuestros pape­
les de esposa y madre. Se socializa a la enfermera para hacerle creer
que la rebelión no sólo es contraria a su «profesionalización», sino tam ­
bién a su propia feminidad. Esto significa que la élite médica mascu­
lina tiene un interés muy particular en mantener el sexismo dentro
del conjunto de la sociedad. Los médicos son los jefes de una indus­
tria cuyos trabajadores son predominantemente mujeres. El sexismo
en el conjunto de la sociedad garantiza que la mayoría femenina de
la fuerza de trabajo de la sanidad sean «buenas» trabajadoras, dóciles
y pasivas. La desaparición del sexismo suprimiría uno de los pilares
en que se apoya la jerarquía sanitaria.
En la práctica, esto significa para nosotras que es imposible separar
la organización de las trabajadoras sanitarias de la organizción dentro
del movimiento feminista. Dirigirse a las trabajadoras sanitarias en su
condición de trabajadoras significa dirigirse a ellas como mujeres.
DOLENCIAS Y TRASTORNOS

Política sexual de la enfermedad


INTRO DUCCIÓN
Anotaciones sobre el papel social de la medicina

Las instituciones médicas son un punto clave para la liberación de


la m ujer. El sistema médico controla toda la tecnología relacionada
con la reproducción: control de la natalidad, aborto, medios para faci­
litar y hacer más seguro el parto. De él depende que se haga realidad
la posibilidad de liberar a las muperes de los centenares de temores y
dolencias no expresadas que las han atenazado a lo largo de la histo­
ria. Guando exigimos el control sobre nuestro cuerpo, ^nuestra reivin­
dicación va dirigida sobre todo al sistema médico, en cuyas manos se
halla la solución.
Pero el sistema médico también es un punto clave en la opresión
de las mujeres. En nuestra cultura, la ciencia médica ha sido una de
las más poderosas fuentes de ideología sexista. Las racionalizaciones de
la discriminación sexual —en la educación, en el trabajo, en la vida pú­
blica— deben basarse en últim a instancia en lo único que nos diferen­
cia de los hombres: nuestros cuerpos. Las teorías de la superioridad
masculina parten en último térm ino de la biología.
La medicina desempeña el papel de intermediaria entre la biología
y la política social, entre el «misterioso» mundo del laboratorio y la
vida de cada día. La medicina interpreta para el público las teorías bio­
lógicas y nos ofrece los resultados médicos de los descubrimientos
científicos. La biología descubre las hormonas; los médicos especulan
públicamente sobre la posibilidad de que los «desequilibrios horm ona­
les» incapaciten a la m ujer para el ejercicio de cargos públicos. Gene­
ralizando más, diríamos que la biología investiga los orígenes de la
enfermedad, en tanto que los médicos dictaminan sobre quién está
enfermo y quién puede considerarse sano.
La principal contribución de la medicina a la ideología sexista ha
sido su definición de las mujeres como personas enfermas y potencial­
mente peligrosas para la salud de los hombres.
Evidentemente, la medicina no inventó el sexismo. La noción de que
las m ujeres son versiones «enfermas» (degradadas) o defectuosas de
los hom bres se remonta al Paraíso bíblico. En el pensamiento occiden­
tal tradicional, el hombre representa la perfección, el vigor y la salud.
La m ujer es «un hombre espurio», débil e incompleto. Desde que Hi­
pócrates definió a las mujeres como «perpetuas enfermas», la medici­
na no ha hecho más que repetir la reacción masculina dominante, tra ­
tando el embarazo y la menopausia como enfermedades, las m enstrua­
ciones como una afección crónica y el parto como un problem a qui­
rúrgico. Pero, al mismo tiempo, la «debilidad» de la m ujer nunca le
ha impedido realizar trabajos pesados y su «inestabilidad» nunca la ha
eximido de la absoluta responsabilidad en la crianza de los hijos,
En la psicología del sexismo el desprecio siempre va unido a un
cierto temor. Si la m ujer és una enferma, siempre existe el riesgo de
que contamine á los hombres. Los tabúes menstruales y del puerperio,
detinados a proteger a los varones dél contacto con la m ujer «impura»,
son prácticamente universales en todas las culturas humanas y, como
era de esperar, son particularmente rígidos cuanto más patriarcal es
la sociedad. En el pasado, la medicina corroboró el peligro asociado a
las mujeres, presentándolas como fuente de enfermedades venéreas.
Actualmente, en cambio, es más probable que nos presenten como una
amenaza para la salud mental (castradoras con los hombres y destruc­
tivamente dominantes con los niños).
La medicina heredó de la religión el papel de guardiana de la
ideología sexista. Los primeros textos cristianos están llenos de de­
claraciones sobre la inferioridad espiritual de las mujeres y su con­
tagiosa sexualidad, capaz de arrastrar al hombre al lodazal de la pa­
sión. «Toda m ujer debería avergonzarse al pensar que es una mu­
jer», escribió Clemente de Alejandría (150-215 d.C.). Y San Juan Cri-
sóstomo (347-407 d.C .)—un antiguo padre de la Iglesia que en cierta
ocasión despeñó a un m ujer por un barranco para dem ostrar su in­
munidad a la tentación— dijo: «No existe bestia salvaje tan peligro­
sa como la mujer.» En la Europa medieval, la Iglesia regulaba la vida
reproductiva de la m ujer, con leyes sobre el aborto y la anticoncep­
ción y con la prohibición de utilizar hierbas para aliviar los dolores del
parto. Denegaba los sacramentos a las mujeres durante el período mens­
trual y en las primeras semanas después del parto. Controlaba la acti­
vidad de las comadronas y, en algunos casos, de los médicos en ge­
neral.
El protestantism o norteamericano también opuso resistencia a la
legalización de la anticoncepción y del aborto, e incluso al uso de la
anestesia durante el parto. Pero, en general, tuvo una actitud más to­
lerante y paternalista. Otorgó una espiritualidad a las mujeres, aun­
que sólo a cambio del sacrificio de su sexualidad. Les concedió la
«igualdad», a condición de que no salieran de la esfera de la vida do­
méstica que les había «asignado Dios». Y el protestantism o, a dife­
rencia del catolicismo, se alió gustoso con la ciencia en la investiga­
ción y defensa del «orden natural» de las cosas. Los dirigentes religio­
sos del siglo xxx completaron gustosos las justificaciones religiosas- del
sexismo con las nuevas racionalizaciones biomédicas. Poco a poco, los
hipotéticos defectos físicos de las mujeres prevalecieron sobre sus de­
fectos morales como justificación de la supremacía masculina. La se­
cularización de la dominación masculina ha progresado rápidamente
en las últimas décadas. Los anticonceptivos son legales cuando los
receta él médico. El aborto ya no es una aberración moral,* sino un
asunto privado «entre la mujer y su médico».
No es casual, pues, que actualmente el movimiento de liberación
de la m ujer de tanta importancia a los temas relacionados con la
salud y el «cuerpo». Las mujeres dependen de la medicina oficial para
ejercer el control más elemental sobre su reproductividad. Al mismo
tiempo, en sus relaciones con el sistema médico, las mujeres se en­
frentan cara a cara con el sexismo en su versión más inconfundible­
mente directa e insultante.
Para nosotras en España, con la penalización del aborto, la situación todavía es muy distinta.
(N. de la T.)
Decidimos escribir este texto motivadas por nuestra experiencia de
mujeres, de usuarias de la asistencia sanitaria y de militantes en el
movimiento para la salud de la mujer. Al redactarlo hemos intentado
trascender nuestra experiencia personal (y nuestra rabia) y examinar
el sexismo de la medicina en tanto que fuerza social, que contribuye
a definir las opciones y papeles sociales de todas las mujeres.
Nuestro enfoque es principalmente histórico. En la prim era parte,
intentamos describir la aportación de la medicina a la ideología sexis­
ta y la opresión sexual de finales del siglo xix y principios del xx
(desde 1865 hasta 1920, aproximadamente, aunque algunos importantes
libros de medicina se escribieron antes de estas fechas). Hemos esco­
gido este período como punto de partida porque en ese momento se
produjo un importante cambio de actitud en la racionalización del se­
xismo, que abandonó las justificaciones religiosas por los argumentos
biomédicos, al mismo tiempo que se creaba la clase médica tal como
la conocemos en la actualidad, esto es, como una élite masculina que
detenta el monopolio legal del ejercicio de la medicina. Pensamos que
el período considerado ofrece una perspectiva fundamental para com­
prender nuestras relaciones con las modernas instituciones médicas. En
las dos últimas partes, intentamos aplicar dicha perspectiva a estable­
cer la conexión entre aquel pasado y nuestra presente situación y
al análisis de los problemas que actualmente nos preocupan.
Queremos dejar bien sentado que nuestra intención no era escri­
bir una historia social definitiva y completa de las relaciones entre
las mujeres y la medicina en los Estados Unidos, como tampoco he­
mos intentado hacer una valoración objetiva sobre el estado de salud
de las mujeres o sobre la calidad del tratam iento médico que recibie­
ron en el pasado y reciben en el presente. Nos interesan sobre todo
las concepciones de la medicina en lo tocante a las mujeres y en par­
ticular aquellas ideas y temas que a nosotras nos llamaron la aten­
ción y que consideramos importantes para llegar a comprender nues­
tra propia situación. Confiamos que nuestro trabajo no sea recibido
como un juicio definitivo y cerrado, sino como una invitación a con­
tinuar investigando.
En este texto nos hemos centrado en las mujeres y sus relaciones
con la práctica y las creencias médicas. Pero el contexto trasciende
el campo de la medicina y afecta también a todos los grupos de opri­
midos. En el período histórico estudiado, se invocó la ciencia de forma
generalizada para justificar las desigualdades sociales impuestas en
razón de la pertenencia a una clase social, una raza y también un sexo
determindos. La tecnología industrial, utilizando el trabajo de millones
de trabajadores, empezaba a crear la riqueza de la élite empresarial
que aún hoy gobierna los Estados Unidos. Y si la tecnología podía
dar riqueza y poder a algunos hombres, sin duda la ciencia también
debía poder justificar su poder. El sexismo, y también el racismo, pa­
recieron abandonar el oscuro ámbito de los prejuicios para pasar a la
luz de la ciencia «objetiva». Se describía a los negros y los inmi­
grantes europeos como personas congénitamente inferiores a los blan­
cos anglosajones y protestantes, dotadas de un cerebro más pequeño,
músculos más desarrollados y muchas otras características sociales
«hereditarias». La opresión racial y de clase, así como la opresión se­
xual, no aparecían de este modo como prácticas sociales antidemocrá­
ticas, sino como simples hechos «naturales».
Durante este período de transición, la ciencia aún aparecía combi­
nada con la m oral en la ideología de la dominación. Los científicos
creían que algunos defectos morales —como la supuesta pereza de los
negros o el carácter pendenciero de los inmigrantes irlandeses— eran
hereditarios. Los funcionarios de sanidad hablaban de «leyes sanita­
rias divinas» y los mismos médicos se consideraban guardianes de la
salud tanto moral como física de las mujeres. Actualmente la transi­
ción parece completa; la ciencia ya no necesita la ayuda del púlpito.
Cuando emite juicios sobre el coeficiente de inteligencia de los negros
o sobre la determinación prenatal de las diferencias psicológicas entre
los sexos, dice hablar sólo en términos «objetivos». Con la desaparición
de los últimos vestigios de moralismo religioso, la ideología científica
ha adquirido un carácter todavía más mistificador y ha incrementado
su eficacia como instrumento potencial de dominación. Esperamos que
los datos históricos que a continuación expondremos nos ayuden a con­
fiar más en nosotras mismas y a ver qué se esconde detrás de las co­
berturas «racionales» y «científicas» del poder.
LAS MUJERES Y LA M EDICINA
A FINALES DEL SIGLO XIX Y PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
El contexto histórico

Las mujeres no son una clase; no están uniformemente oprimidas


y el sexismo no las afecta a todas de igual manera. En el período
que se extiende desde 1865 a 1920, las diferencias de clase entre las
mujeres estadounidenses fueron particularm ente marcadas. El estilo
de vida, los modales y las expectativas de las mujeres de clase alta
tenían muy poco en común con las de las mujeres de clase obrera.
Este período se caracterizó por la rápida industrialización, la urbani­
zación y una polarización de las clases que afectó a todos los habitan­
tes del país. En las ciudades —y en este estudio nos centraremos en
el medio urbano, donde- se marcaban las pautas que seguiría la medi­
cina— dos clases, sustancialmente nuevas en la sociedad estadouniden­
se, comenzaban a dominar el panorama: una clase media alta cuya
riqueza procedía del comercio y de la industria y una clase obrera
industrial cuyo trabajo producía esa riqueza.
Los papeles sociales de las mujeres de estas dos clases eran casi
diametralmente opuestos. La sociedad imponía a las mujeres ricas
una vida de ociosa indolencia, al mismo tiempo que condenaba a las
mujeres obreras a un trabajo agotador. Una única ideología sexista no
habría podido abarcar ambas realidades ni justificar estos dos papeles
sociales divergentes. En consecuencia, el pensamiento biomédico tuvo
que aportar dos concepciones distintas de la mujer: una apropiada
para la clase media alta (y para la clase media que aspiraba al estilo
de vida de la clase alta) y otra apropiada para las mujeres pobres y
de clase obrera.
Las mujeres parecían dividirse en dos especies humanas distintas,
A las mujeres ricas se las consideraba personas perpetuamente en­
fermas, demasiado débiles y delicadas para todo excepto los más mo­
citos pasatiempos, mientras se consideraba sanas y robustas por natu­
raleza a las mujeres de clase obrera. Pero la realidad era muy dis­
tinta. Las mujeres obreras, que trabajaban largas horas con una ali­
mentación inadecuada y sin el descanso necesario, corrían muchísimo
mayor riesgo de contraer enfermedades contagiosas y de sufrir compli­
caciones al dar a luz.
Pero los médicos invirtieron la relación de causa y efecto. Para
ellos, la vida blanda y «civilizada» de las clases altas era mucho más
peligrosa para la salud, y más interesante desde el punto de vista
médico, que el trabajo duro y las privaciones. El doctor Lucien War­
ner, famosa autoridad médica,* escribió en 1874: «Luego, el trabajo y
* Hemos decidido citar sólo los nombres de aquellos médicos que nos han parecido representati­
vos de su época, según se desprende de los libros populares de ginecología que figuran en la
colección de la Academia de Medicina de Nueva York.
las privaciones no son la causa de la debilidad de las mujeres de nues­
tro país. Al contrario, ésta se debe al tipo de vida que llevan, condi­
cionado por la supuesta bendición de la riqueza y los refinamientos.»
Y un periodista de la época se expresó así en un artículo sobre la
falta de servidumbre publicado en The Nation (1912):
Barrer su habitación, hacer la cama, quitar el polvo del salón y preparar
la cena serían actividades realmente favorables para la salud de la mujer; pero
la civilización ha debilitado de tal forma sus energías físicas que se precisarán
un par de generaciones de vida deportiva, de golf, de piragüismo y de natación,
para que su sexo recupere el vigor que poseía antaño, cuando las virtudes do­
mésticas incluían la ejecución de las tareas del hogar.

Alguien tenía que gozar de suficiente salud para poder ocuparse


de estas tareas y, en consecuencia, las mujeres de la clase obrera no
estaban enfermas. Como señaló con alivio el doctor Warner: «Las ne­
gras africanas que trabajan duramente junto a sus maridos en las
plantaciones del Sur, y las criadas que lavan, barren y hacen la lim­
pieza en nuestras casas del Norte, en general gozan de buena salud y
son relativamente inmunes a las molestias uterinas.»
Pero aunque no estuvieran tan enfermas como para no poder tra­
bajar en la casa o en los campos, las diversas criadas v sirvientas
en realidad no gozaban de buena salud; eso se desprende al menos
de las descripciones de los observadores de clase alta, que presenta­
ban a las mujeres inmigrantes como personas congénitamente sucias
y posiblemente contagiosas. Puede que la mujer de clase obrera no se
desmayara y no sufriera «molestias uterinas», pero desde luego era
portadora de los gérmenes del tifus, el cólera y las diversas enferme­
dades venéreas. Además, su actividad procreadora estaba considera­
da como una amenaza para la salud pública, pues minaba la «raza»
norteamerican con su progenie «inferior».
Tras estos prejuicios discurrían dos antiguas corrientes de la ideo­
logía sexista: el desprecio hacia todas las mujeres, consideradas seres
imperfectos, y el temor que inspiraban por su carácter de personas
peligrosas y contaminadas. Estas dos actitudes se separaron en la
época que nos ocupa; la prim era se aplicó a las mujeres ricas y la
segunda a las pobres. Las mujeres de clase alta y clase media alta
estaban «enfermas»; las mujeres obreras eran «portadoras de enferme­
dades». A continuación, nos ocuparemos en prim er lugar de las muje­
res «enfermas» de la clase media alta, de sus relaciones con las ins­
tituciones médicas y de la ideología que se les aplicaba, para pasar a
considerar luego las concepciones biomédicas sobre la clase obrera
en general y sobre las mujeres obreras en particular.
LA M UJER ENFERMA DE LAS CLASES ACOMODADAS

La m ujer llevaba en general una vida apacible y reservada, encerra­


da en su casa; cosía, dibujaba, leía novelas, planificaba los menús de
las comidas, vigilaba a la servidumbre y a los niños. Sus vestidos, una
prisión portátil compuesta de estrechos corsés y largas faldas, le impe­
dían cualquier actividad enérgica aparte del habitual paseo dominical.
La sociedad reconocía su fragilidad y sus constantes indisposiciones.
Su delicado sistema nervioso requería tantos cuidados como su cuerpo;
en efecto, el más ligero sobresalto podía obligarla a guardar cama. Eli-
zabeth B arrett Browning, por ejemplo, a pesar de haber sido una m ujer
extraordinariamente productiva, pasó seis años en la cama tras la
m uerte de su hermano en un accidente de navegación.
Pero ni aun la más protegida de las mujeres vivía en el limbo. A las
puertas mismas del sofocante mundo del saloncito y el tocador, se ex­
tendía otro universo de horror industrial. Era el período de la revolu­
ción industrial norteamericana, una revolución basada en la despiada­
da explotación de las gentes trabajadoras. Las mujeres, y los niños a
p artir de los seis años, trabajaban catorce horas diarias en las fábricas
y talleres de trabajo a destajo, a cambio de sueldos de hambre. Los
conflictos laborales eran violentos y a veces casi desembocaban en au­
ténticas guerras civiles. Para los empresarios, la supervivencia también
constituía una ruda batalla: se exprimía al máximo a los obreros, se
aplastaba a los competidores y se salía adelante con la ayuda del diablo.
Las fortunas se hacían y deshacían en pocas horas, arrastrando consigo
a millares de pequeños industriales.
La sofisticada y ociosa dama de las clases acomodadas no consti­
tuía una anomalía en un mundo de despiadada lucha por la supervi­
vencia, sino que también era un producto directo de ese mundo, en la
misma medida que lo eran su marido o los obreros que trabajaban para
él. Gracias a la riqueza producida en aquel cruel mundo exterior, el
hombre podía permitirse mantener una esposa totalmente ociosa. Ella
era el adorno social que demostraba el éxito de su marido. Con su fri­
volidad, su delicadeza, su infantil ignorancia de la «realidad», confería
al hombre aquella «clase» que el dinero solo no podía comprar. Y la
misma crueldad del mundo exterior inducía al hombre a concebir su
hogar cómo un refugio —«un lugar sagrado, un templo de vestales»,
una «tienda de campaña en medio de un mundo fallido»— en el que
reinaba una m ujer dulce y etérea. En las clases acomodadas, el mundo
de los hombres y el de las mujeres se fueron distanciando cada vez
más, cada uno con sus pautas divergentes de decoro, de salud, e inclu­
so de moralidad.
Hubo mujeres excepcionales de clase alta, mujeres que se rebelaron
contra aquella vida de forzada inactividad, contra la imposibilidad de
desarrollar un trabajo útil, y éstas son las mujeres que suelen figurar
en los libros de historia. Muchas fueron activistas en favor de los de­
rechos de la m ujer o reformadoras sociales. Un pequeño grupo de va­
lientes luchó para abrirse paso en las distintas profesiones y, hacia
finales del siglo xix, un número creciente de ellas empezó a exigir, y
conseguir, una educación universitaria. Pero la mayoría de las mujeres
de clase alta o media alta tenían pocas posibilidades de llevar una vida
autónoma, pues dependían económicamente de sus maridos o sus pa­
dres. Tenían que aceptar su papel —al menos en apariencia— y perma­
necer obedientemente confinadas en sus casas, convertidas en bonitas
muñecas de adorno con las manos enguantadas. Evidentemente, sólo
una pequeña minoría de las mujeres de las ciudades podía perm itirse
llevar una vida de absoluto ocio, pero eran muchísimas las mujeres de
clase media que aspiraban a esa vida y hacían todo lo posible por vivir
como «señoras».
El culto a la invalidez femenina
El tedio y el aislamiento de las mujeres ricas favorecieron un mal­
sano culto a la hipocondría —la «invalidez femenina»—, cuyos oríge­
nes se remontan a mediados del siglo xix y que no desapareció por
completo hasta principios de la década de 1920. La enfermedad domi­
naba la cultura femenina de la clase alta y media alta. Los balnearios
medicinales y los especialistas en dolencias femeninas se m ultiplicaban
por doquier y llegaron a constituir el entorno habitual de las damas
de sociedad. Alrededor de 1850, empezó a publicarse un flujo continuo
de populares libros de lectura familiar escritos por médicos y todos
ellos centrados en el tema de la salud de la mujer. La literatura diri­
gida a las mujeres se recreaba en la visión romántica de la enfermedad
y la muerte; las revistas femeninas más populares publicaban relatos
con títulos como El sepulcro de m i amiga o Canto a la m uerte. La pali­
dez y la apariencia lánguida y decaída (acompañadas de transparentes
camisones blancos) se pusieron de moda. Era aceptable, refinado in­
cluso, permanecer en cama con «migraña», «crisis nerviosas» y un sin­
fín de misteriosas dolencias.
Las escritoras feministas y las médicas reaccionaron expresando su
desazón ante la invalidez crónica de las mujeres de clase acomodada.
La doctora Mary Putnam Jacobi, una eminente médica de finales del
siglo xix, escribió en 1895:
...se considera natural y casi digno de encomio caer enferma en cuanto sur­
ge el menor contratiempo —un descuido invernal, un problema con la servi­
dumbre, una disputa con una amiga, sin mencionar otras causas más razona­
bles ... Las mujeres, que consideran normal guardar cama cada vez que tienen
la menstruación, piensan que caerán desmayadas si por casualidad tienen que
permanecer algunas horas en pie durante estos períodos de crisis. Constante­
mente preocupadas por sus nervios, obligadas a ocuparse de ellos por conseje­
ros miopes, aunque bien intencionados, pronto se convierten en un simple ma­
nojo de nervios.
Charlotte Perkins Gilman, la escritora y economista feminista, llegó
a la triste conclusión de que los hombres norteamericanos habían «en­
gendrado una raza de mujeres lo suficientemente débiles para ser con­
sideradas inválidas o lo suficientemente débiles mentales para fingir
que lo son y disfrutar con ello.»
Es imposible determinar retrospectivamente hasta qué punto eran
reales las dolencias de estas mujeres de clase media alta. La esperanza
media de vida de las mujeres era ligeramente superior a la de los hom­
bres, aunque la diferencia era mucho menos m arcada que en la actua­
lidad. Sin embargo, lo cierto es que las m ujeres — todas las mujeres—
tenían que enfrentarse a unos riesgos que los hombres no compartían,
o no en el mismo grado. En prim er lugar, estaban los peligros relacio­
nados con el embarazo y el parto, muy importantes en aquella época
de primitivas técnicas obstétricas y en la que prácticamente se desco­
nocía la importancia de la alimentación de la madre gestante. En 1915
(el prim er año para el que se dispone de datos estadísticos a nivel na­
cional) murieron 61 mujeres por cada 10.000 niños nacidos vivos,
m ientras que en la actualidad la relación es de 2 por cada 10.000 naci­
dos vivos, y la tasa de m ortalidad m aterna sin duda debía ser todavía
más elevada en el siglp xix. Sin métodos anticonceptivos adecuados, y
habitualmente sin método alguno, una m ujer casada podía contar con
correr repetidas veces el riesgo del embarazo y el parto en el curso de
su vida fértil. Después de cada parto, la m ujer podía sufrir todo tipo de
complicaciones ginecológicas, como prolapsos uterinos o desgarros irre­
parables en la zona pelviana, que la aquejarían durante el resto de
su vida.
Otro riesgo que afectaba particularm ente a las mujeres era la tu­
berculosis, la «peste blanca». Hacia mediados del siglo xix, la tubercu­
losis alcanzó proporciones epidémicas y continuó constituyendo una
grave amenaza hasta bien entrado el siglo xx. La enfermedad afectaba
a todo el mundo, pero las mujeres, y en particular las mujeres jóvenes,
eran particularmente vulnerables y a menudo morían, en una propor­
ción dos veces más alta que los hombres del mismo grupo de edad.
En 1865, de cada cien mujeres de veinte años más de cinco habían
m uerto de tuberculosis antes de llegar a los treinta y más de ocho an­
tes de llegar a los cincuenta. (Actualmente se cree que las alteraciones
hormonales asociadas a la pubertad y el embarazo fueron la causa de
la mayor vulnerabilidad de las'm ujeres jóvenes.)
Los peligros del embarazo y la tuberculosis debieron ensombrecer
la vida de las mujeres de una form a actualmente desconocida para
nosotras. Pero estos peligros no pueden explicar el fenómeno cultural
de la «invalidez femenina» que, a diferencia de la tuberculosis y la
mortalidad materna, era patrimonio exclusivo de las mujeres de de­
term inada clase social. Esta moda no se fundamentó en los riesgos rea­
les que amenazaban a las mujeres, sino que se apoyó en las racionali­
zaciones de la profesión médica.
Las ideas de los médicos sobre la salud de la m ujer no se limitaban
a considerar los riesgos asociados a la reproducción, sino que iban
mucho más allá y definían todas las funciones orgánicas femeninas
como intrínsecamente insanas. La pubertad estaba considerada como
una «crisis» que trastornaba todo el organismo femenino. Las mens­
truaciones —o la falta de éstas— eran consideradas períodos patoló­
gicos durante toda la vida de la mujer. El doctor W. C. Taylor, en su
libro A Physiciarís Counsels to Woman in Health and Disease [Un mé­
dico aconseja a la m ujer en la salud y en la enfermedad] (1871), ofrece
esta recomendación, típica de los manuales populares de medicina de
la época:

Nunca insistiremos demasiado en la importancia de considerar estos períodos


menstruales como períodos de mala salud, días en los que deben suspenderse o
modificarse las ocupaciones habituales... En tales períodos deben evitarse a toda
costa los largos paseos, los bailes, ir de compras, montar a caballo y acudir a
fiestas.
...Otra razón que nos obliga a considerar que la mujer enferma una vez al
mes es que el flujo menstrual agrava cualquier molestia uterina previa y
vuelve a avivar con facilidad las llamas adormecidas del mal.
Análogamente, se consideraba que la mujer encinta estaba «indis­
puesta». Los médicos se opusieron a la intervención de las comadro­
nas, alegando que el embarazo era una enfermedad y como tal requería
los tratam ientos de un verdadero médico. La menopausia, finalmente,
era la enfermedad definitivamente incurable, la «muerte de la m ujer
dentro de la mujer».
La mayor propensión de la mujer a contraer la tuberculosis se con­
sideraba una prueba de la intrínseca debilidad fisiológica femenina. El
Dr. Azell Ames escribió en 1875: «Indudablemente la consunción...tiene
su origen en el fallo de la función [menstrual] en la adolescente...lo
uno genera lo otro y viceversa.» En realidad, como sabemos ahora, la
tuberculosis puede tener como resultado la suspensión de las reglas.
En aquella época, en cambio, se pensaba que la consunción tenía su
origen en la naturaleza de la mujer y en su aparato genital. Cuando un
hombre enfermaba de tuberculosis, los médicos apelaban a factores
ambientales, como los abusos excesivos, para explicar la enfermedad.
Pero en la imaginación popular la consunción era siempre afeminada.
En general, en las novelas de la época sólo sufrían tuberculosis tipos
«degenerados» de varones como los poetas y los artistas y otros hom­
bres «incapaces» de empresas serias y viriles.
La conexión entre la tuberculosis y la innata debilidad femenina
se veía confirmada por el hecho de que la tuberculosis suele ir acom­
pañada de trastornos emocionales diversos, lo que puede provocar en
el enfermo o la enferma un comportamiento inestable, con repentinas
crisis de excitación o de depresión. El comportamiento característico
de esta enfermedad se adecuaba perfectamente a la supuesta personali­
dad femenina y el aspecto físico se adaptaba muy bien a los cánones de
belleza femenina dominantes, que probablemente la propia enferme­
dad contribuyó a crear. La mujer tuberculosa no perdía su identidad
femenina; al contrario, la personificaba. Los ojos brillantes, la piel
transparente y los labios encendidos eran sólo una exageración de la
bellea femenina tradicional. Se creó un mito romántico en torno a la
figura de la m ujer tísica, mito que se expresó en la pintura y en la
literatura. Un ejemplo es el dulce y trágico personaje de Beth en Mu­
jer citas. No sólo se consideraba enfermizas a las mujeres, sino que la
enfermedad misma se consideraba femenina.
Evidentemente, el hecho de que los médicos creyeran que las muje­
res eran personas congénitamente enfermas no las hizo enfermar, ni las
convirtió en seres ociosos. Sin embargo, ofreció un argumento de peso
para no perm itir a las mujeres ningún otro tipo de comportamiento. Se
utilizaron argumentos médicos para justificar la exclusión de las muje­
res de las escuelas de medicina (se habrían desmayado en las clases de
anatomía), de la enseñanza superior en general y del derecho a voto.
Un legislador de Massachussetts, por ejemplo, proclamó:
Dad el voto a las mujeres y tendréis que construir manicomios en cada dis­
trito y crear un tribunal de divorcios en cada ciudad. Las mujeres son dema­
siado nerviosas e histéricas para permitirles acceder a la política.
Los argumentos médicos parecían eximir a la opresión sexualde
toda intención dolosa. Si se prohibía a las mujeres toda actividad o
empresa interesante, era sólo por su propio bien.
El Interés de los médicos en las dolencias femeninas
El mito de la fragilidad femenina y el indiscutible cultivo de la hi­
pocondría femenina que parecía corroborar tal mito, favorecían direc­
tam ente los intereses económicos de la clase médica. A finales del si­
glo xix y principios del siglo xx, los médicos «regulares» de la Asocia­
ción Americana de Medicina [American Medical Association] (los ante­
pasados de los médicos de hoy) no detentaban aún el monopolio legal
de la práctica médica y tampoco tenían derecho a controlar el número
de personas que podían atribuirse el título de «doctor» o «doctora». La
competencia de las sanadoras y sanadores no titulados y de los varones
con estudios formales de medicina, cuyo número consideraba excesivo
la Asociación Americana de Medicina, tenía alarmados a los médicos.
Buena parte de la competencia procedía de las mujeres. En efecto, las
sanadoras no tituladas y las comadrones dominaban en los «ghettos»
urbanos y en muchas zonas del campo y las sufragistas empezaban a
aporrear las puertas de las escuelas de medicina.
Para los médicos oficiales, el mito de la fragilidad femenina cum­
plía, por tanto, dos propósitos: les ayudaba a descalificar a las m uje­
res como sanadoras y, lógicamente, potenciaba su papel de pacientes.
En 1900, había 173 médicos (dedicados al cuidado directo de los pa­
cientes) por cada 100.000 habitantes, mientras que la proporción actual
es de 50 médicos por cada 100.000 habitantes. En consecuencia, estos
médicos tenían todo el interés en cultivar las dolencias de sus pacientes
y prodigarles frecuentes visitas domiciliarias y extravagantes «trata­
mientos». A un médico le bastaba tener unas cuantas señoras acomoda­
das como pacientes para asegurarse el éxito de una consulta urbana.
Las mujeres —al menos aquellos cuyos maridos podían pagar los hono­
rarios— llegaron a constituir una «casta natural de clientes» para la
naciente profesión médica.
En muchos aspectos, la m ujér de clase alta y media alta era la pa­
ciente ideal. En efecto, sus enfermedades —y la cuenta bancaria de su
m arido^- parecían casi inagotables. Además, solía ser una persona su­
misa, dispuesta a acatar todas las «órdenes del médico». En 1888, S.
Weir Mitchell, el famoso médico de Filadelfia, expresó en estos térm i­
nos la profunda estima de su profesión por la m ujer enferma:
A pesar de su debilidad, de su inestable emotividad y de su propensión a
las perversiones morales cuando sufre prolongados desequilibrios nerviosos, la
mujer es una paciente mucho más fácil, es mucho más sencillo hacerla entrar
en razón y se adapta mejor que el hombre a su condición de paciente en
circunstancias relativamente parecidas. Las razones son tan evidentes que no
me extenderé en ellas y los médicos acostumbrados a tratar con pacientes de
ambos sexos podrán confirmar mis afirmaciones.

Para Mitchell, las mujeres no sólo eran pacientes más fáciles, sino
que veía en la enfermedad la clave misma de la feminidad: «El hom­
bre que no ha visto nunca a una m ujer enferma, no conoce a las mu­
jeres.»
Algunas mujeres llegaron pronto a la conclusión de que al menos
parte de las dolencias femeninas tenían su origen en el interés de los
médicos. Elizabeth Garrett Anderson, una doctora estadounidense, afir­
mó que los médicos varones exageraban mucho el grado de invalidez
de las m ujeres y que las funciones naturales de la m ujer no eran en
realidad tan debilitantes. Las mujeres de las clases trabajadoras, obser­
vó, continuaban trabajando durante la menstruación «sin interrupcio­
nes y, normalmente, sin efectos perjudiciales». (Naturalmente, las mu­
jeres trabajadoras no habrían podido pagar los costoso cuidados mé­
dicos que requería la invalidez femenina.) Mary Livermore, una lucha­
dora por el derecho al voto, se opuso a la «monstruosa suposición de
que la m ujer es una inválida por naturaleza» y denunció a «las contami­
nadas huestes de "ginecólogos" que parecen empeñados en convencer a
las m ujeres de que sólo poseen un tipo de órganos, y que éstos están
siempre enfermos». Y la doctora Mary Putnam Jacobi expresó su ta­
jante juicio en 1895: «En definitiva, pienso que el creciente interés por
las m ujeres, y en particular su nueva función de lucrativas pacientes,
difícilmente imaginable un siglo atrás, explican buena parte de las do­
lencias que las aquejan, dolencias recién descubiertas en nuestros
tiempos...»
La explicación «científica» de la fragilidad femenina
En su condición de comerciante, el médico tenía un interés directo
en un papel social de la m ujer que la incitara a considerarse enferma.
En su condición de médico, tenía a su vez la obligación de averiguar
las causas de las dolencias femeninas. Y el resultado fue que el médico,
en su condición de «científico», acabó proponiendo unas teorías médi­
cas que de hecho eran otras tantas justificaciones del papel social de
la m ujer.
En aquella época, esto no planteaba mayores dificultades, pues na­
die tenía nociones demasiado claras sobre la fisiología humana. La for­
mación que recibían los médicos incluso en las mejores escuelas de los
Estados Unidos, ponía pocas trabas a su imaginación. En efecto, sólo
se les ofrecía una breve introducción a lo poco que se sabía de anato­
mía y fisiología y no se les preparaba para aplicar una rigurosa metodo­
logía científica. En consecuencia, los médicos gozaban de considerable
libertad para inventar cualquier teoría que les pareciese socialmente
apropiada.
En general los médicos atribuían las molestias femeninas a un «de­
fecto» congénito de las mujeres o bien a cualquier actividad —particu­
larmente sexual, atlética o mental —que saliera del marco de las más
ligeras tareas «femeninas». Así, la promiscuidad, los bailes en ambien­
tes demasiado caldeados y la sumisión a un marido excesivamente ro­
mántico se citaban como factores causantes de enfermedades, junto
con la desmesurada afición a la lectura, un carácter demasiado serio
o ambicioso y las preocupaciones.
Estas ideas tenían su origen en una teoría médica de la debilidad
femenina basada en lo que los médicos consideraban la ley fundamental
de la fisiología: «la conservación de la energía». Según el prim er pos­
tulado de esta teoría, cada cuerpo humano contenía una cantidad deter­
minada de energía, la cual se encauzaba en mayor o menor medida ha­
cia uno u otro órgano o función. En consecuencia, cada órgano o acti­
vidad sólo podía desarrollarse en detrimento de los demás, sustrayendo
energía a las partes que no se desarrollaban. En particular, los órga­
nos sexuales competían con los demás órganos por la utilización de
esta cantidad fija de energía vital. El segundo postulado de la teoría
decía que la reproducción era el aspecto fundamental de la vida bioló­
gica de la mujer. Por tanto, en su caso, la competencia era muy desi­
gual y los órganos de la reproducción dominaban casi por completo
todo su cuerpo.
La teoría de la «conservación de la energía» tuvo importantes impli­
caciones en la determinación de los papeles masculinos y femeninos.
Examinémosla más detenidamente.
Es curioso observar que la misma perspectiva científica no llevaba
a considerar que los hombres pusieran en peligro su capacidad repro­
ductora cuando se entregaban a actividades intelectuales. Al contrario,
puesto que la misión de los hombres de clase alta y media alta era
construir y producir, y no engendrar y reproducirse, debían procurar
que la sexualidad no sustrajera energías a sus «funciones más eleva­
das». Los médicos advertían a los hombres del peligro de «despilfarrar
su semen» (esto es, la esencia de su energía) y les instigaban a reser­
varse para las «tareas civilizadoras» que les eran propias. Se apartaba
celosamente a los estudiantes de las mujeres —con la sola excepción de*
algunas escasas noches de juerga en la ciudad— y con frecuencia se ala­
baba tanto la virginidad del hombre como la de la mujer. Se conside­
raba que los «excesos» debilitaban el esperma, con el riesgo de engen­
drar enanos, criaturas enfermizas y niñas.
Por otra parte, puesto que la reproducción era el objetivo máximo
en la vida de una m ujer, todos los médicos coincidían en afirmar que
las mujeres debían encauzar su energía física hacia dentro, hacia la
matriz, y debían m oderar o interrum pir cualquier otra actividad du­
rante los períodos de máximo consumo de energía sexual. Cuando apa­
recían las primeras reglas, se recomendaba guardar cama con frecuen­
cia a fin de concentrar la energía en la regulación de los períodos mens­
truales, aunque se requirieran años para lograrlo. Cuanto más tiempo
permanecía tranquilamente en cama la m ujer embarazada, m ejor para
ella. Y no era raro que al llegar a la menopausia las mujeres fueran
confinadas otra vez en su lecho.
Médicos y educadores sacaron rápidamente la lógica conclusión de
que los estudios superiores podían ser físicamente perjudícales para las
mujeres. Un excesivo desarrollo del cerebro atrofiaría la matriz, de­
cían. El desarrollo del aparato reproductor era totalmente incompati­
ble con el desarrollo intelectual. En una obra titulada Sobre la debili­
dad fisiológica e intelectual de las mujeres, el científico alemán P. Moe-
bius escribía:
Si queremos que la mujer cumpla plenamente su deber de madre, no pode­
mos pretender que posea un cerebro masculino. Si las mujeres desarrollaran
sus capacidades en la misma medida que los hombres, sus órganos materiales
sufrirían y las veríamos transformarse en híbridos repugnantes e inútiles.

En los Estados Unidos esta tesis fue sostenida con particular énfa­
sis por el doctor Edgard Clarke de la universidad de Harvard, quien
en su influyente libro Sex in Education [Sexo y educación] (1873) ad­
virtió que la educación ya estaba destruyendo la capacidad reproduc­
tora de las mujeres estadounidenses.
Pero incluso la m ujer que optaba por dedicarse a actividades inte­
lectuales u otras ocupaciones «no femeninas» tenía pocas posibilidades
de escapar al dominio de sus ovarios y su matriz. En su obra The Di-
seases of Women [Las enfermedades de las mujeres] (1849), el doctor
F. Hollick escribe: «No debe olvidarse que la Matriz [con mayúscula
en el original] es el órgano que controla el cuerpo femenino, pues es
el más excitable de todos y por tanto se halla íntimamente vinculado
a todas las demás partes del cuerpo a través de las ramificaciones de
sus numerosos nervios.» Otros teóricos de la medicina atribuían en
cambio el papel central a los ovarios. El siguiente párrafo del doctor
W. W. Bliss (1870) es muy típico de la época, pese a su estilo altiso­
nante:
Si admitimos, pues, el gigantesco poder e influencia de los ovarios sobre
toda la economía animal de la mujer; si pensamos que son los agentes más
poderosos de todas las conmociones que afectan a su organismo y que de
ellos depende su reputación intelectual en la sociedad, su perfección física y
todo lo que da belleza a sus finos y delicados contornos, constante objeto de
admiración, así como todo lo que en ella hay de grande, noble y bello, todo lo
que es voluptuoso, tierno y seductor; si pensamos que su fidelidad, su devoción,
su perpetua vigilancia, su intuición y todas aquellas cualidades de la mente y
el carácter que inspiran respeto y amor, y la convierten en la más segura con­
sejera y amiga del hombre, tienen su origen en los ovarios, ¡cuál no será la
influencia y poder de estos órganos sobre la gran vocación de la mujer y los
augustos fines de su existencia cuando los ataca la enfermedad! ¿Cómo espe­
rar que la trayectoria de la mujer en el cumplimiento de su misión sobre la
tierra no sea una sucesión de penas, sufrimientos y múltiples dolencias, todas
ellas provocadas por la influencia de tan importantes órganos?

Y esto no era una simple retórica de manual. En su práctica real,


los médicos diagnosticaban «anomalías» uterinas y de los ovarios como
causa de casi todas las molestias que aquejaban a las mujeres, desde
el dolor de cabeza hasta la inflamación de garganta o la indigestión. La
escoliosis, los defectos de postura y todos los dolores en la mitad infe­
rior del cuerpo podían ser el producto de un «desplazamiento» de la
matriz, y un médico explicó ingeniosamente el estreñimiento como una
consecuencia de la presión de la matriz sobre el recto. En 1869, el doc­
tor M. E. Dirix escribió:
Así, se trata a las mujeres de dolencias del estómago, el hígado, los riño­
nes, el corazón, los pulmones, etc; sin embargo, en la mayoría de los casos, si
se investiga a fondo, se descubrirá que estas enfermedades en realidad no son
táles, sino sólo reacciones reflejas o los síntomas de una sola enfermedad, con­
cretamente una enfermedad de la matriz.

La psicología de los ovarios


De la idea de que la matriz y los ovarios podían dominar todo el
organismo de la m ujer a la noción de que los ovarios determinaban
toda su personalidad había sólo un breve paso. En el siglo xix se pen­
saba básicamente que la psicología femenina funcionaba como un m ero
apéndice de la función reproductora y que la naturaleza de la m ujer
estaba absolutamente determinada por dicha función. El punto de vis­
ta médico habitual se expresaba en frases como: «Los ovarios... dan a
la m ujer todas sus características físicas e intelectuales...» Y el doctor
Bliss observó con cierta malevolencia que «la influencia de los ovarios
sobre la mente de la m ujer se manifiesta en su astucia y duplicidad».
Según esta «psicología de los ovarios», todas las características «natu­
rales» de la m ujer tenían su origen en los ovarios y cualquier altera­
ción —desde la irritabilidad hasta la locura— podía atribuirse a una
enfermedad de aquéllos. Como escribió un médico: «Todos los distin­
tos y múltiples desarreglos del aparato reproductor característicos de
las mujeres pueden contribuir a llevarlas a la locura.» Recíprocamente,
se pensaba que los verdaderos trastornos físicos y enfermedades de la
mujer, incluido el cáncer, tenían su origen en las malas costumbres o
actitudes.
La masturbación se consideraba un defecto particularmente perni­
cioso, capaz de- provocar trastornos físicos, y aunque esto era válido
tanto para las m ujeres como para los hombres, la masturbación feme­
nina parecía alarm ar particularm ente a los médicos, quienes advertían
que «El Vicio» podía causar trastornos menstruales, afecciones uteri­
nas y lesiones en los genitales. La masturbación era una forma de «hi-
persexualidad» y esta últim a figuraba entre las supuestas causas de la
tuberculosis, la cual a su vez podía exacerbar la sexualidad. La aso­
ciación entre «hipersexualidad» y tuberculosis quedaba fácilmente «de­
mostrada» por la alta incidencia de esta enfermedad entre las prostitu­
tas. Todo lo cual alimentaba la noción de que las «anomalías sexua­
les» provocaban enfermedades y viceversa, que los deseos sexuales de
las mujeres tenían su origen en alguna enfermedad.
El modelo médico de la naturaleza femenina tal como aparece en la
«psicología de los ovarios» separaba rigurosamente la reproducción de
la sexualidad. Los manuales de salud y los médicos instigaban a las mu­
jeres a vigilar continuamente su salud y a considerarse la personifica­
ción del «Sexo» con mayúscula. Tenían que consagrarse por completo
a desarrollar su capacidad reproductora, sus instintos maternales, su
«feminidad» en suma. Pero al mismo tiempo les decían que carecían de
impulsos sexuales «naturales». Se suponía que estaban totalmente go­
bernadas por la matriz y los ovarios, pero en cambio el acto sexual en
sí las repugnaba. Los impulsos sexuales se consideraban de hecho an­
tifemeninos, patológicos y posiblemente perjudiciales para la suprema
función de la reproducción. (Al mismo tiempo se pensaba que los hom­
bres sí tenían impulsos sexuales y muchos médicos llegaron a justificar
la prostitución, alegando que la sensualidad de los hombres de clase
alta tenía que encontrar satisfacción sin necesidad de perturbar a sus
delicadas esposas.)
Los mismos médicos no parecieron creer nunca del todo en esta
concepción de la naturaleza femenina. En efecto, mientras negaban la
existencia de la sexualidad femenina con tanto vigor como todos los
demás hombres de su época, al mismo tiempo acechaban continua­
mente sus manifestaciones. Esta vigilancia se justificaba médicamente
por la idea de que la sexualidad femenina sólo podía ser patológica.
Por tanto, a muchos médicos les parecía muy natural explorar la posi­
ble presencia de reacciones sexuales acariciando los pechos o el clíto-
ris de sus pacientes. Sin embargo, bajo la severa desaprobación con­
tinuaba latente el antiguo tem or a, y fascinación por, la «insaciable lu­
juria» de la m ujer, que una vez despierta podía llegar a ser incontrola­
ble. En 1853, cuando sólo tenía veinticinco años, el médico inglés Ro-
bert Brudenell Cárter escribió (en una obra titulada On the Pathology
and Treatment of Hysteria [Patología y tratam iento de la histeria]):
...todos los que han observado el alcance de la perversión moral en que
pueden llegar a caer las jóvenes... cuyos deseos libidinosos se han multipli­
cado con el uso del cáñamo indio y en parte encuentran satisfacción en las
manipulaciones de los médicos, no podrán negar que el remedio es peor que
la enfermedad. Yo... he visto jóvenes solteras de clase media, reducidas al
estado psíquico y moral de prostitutas por el uso continuado del espéculum, que
intentaban procurarse la misma satisfacción con la práctica del vicio solitario
y solicitaban a todos los médicos... un examen ginecológico.

(¿Realmente fumaban «cáñamo indio» y suplicaban que les hicie­


ran exámenes internos las pacientes del doctor Cárter? Por desgracia
las únicas pruebas que tenemos al respeto son las afirmaciones del
propio doctor.)
Tratamientos médicos
Sin ningún conocimiento que actualmente podamos considerar cien­
tífico sobre el funcionamiento del cuerpo humano, la práctica médica
de principios de siglo se basaba en gran parte en conjeturas y consistía
sobre todo en antiguas recetas y algún aventurado experimento de vez
en cuando. Según estimaciones médicas, hasta 1912 el paciente medio
que acudía a un médico corriente en los Estados Unidos sólo tenía un
50 por ciento de probabilidad de beneficiarse de la visita. De hecho, el
paciente medio corría un considerable riesgo de empeorar a resultas de
la intervención del médico; las sangrías, los violentos laxantes, las fuer­
tes dosis de medicamentos a base de mercurio e incluso de opio eran
tratam ientos habituales en el siglo xix para los pacientes de uno y otro
sexo. Hasta bien entrado el siglo xx se emplearon pocos medios tera­
péuticos que actualmente podamos clasificar en el ámbito de la mo­
derna tecnología médica. Los riesgos de una intervención quirúrgica
seguían siendo muy elevados, no se conocían los antibióticos ni otros
«medicamentos milagrosos» y se sabía muy poco, en términos médi­
cos, sobre la relación entre alimentación y salud o sobre el papel de
las hormonas en la regulación de los procesos fisiológicos.
Todos los pacientes sufrían con estas arriesgadas terapéuticas, pero
algunos tratam ientos aplicados a las mujeres parecen particularmente
inútiles y estrafalarios desde vina perspectiva actual. Por ejemplo, ante
lo que el médico diagnosticaba como una inflamación de los órganos
genitales, podía intentar «expulsar» el mal creando lo que él conside­
raba una contrairritación a base de provocar la aparición de llagas o
ampollas en las ingles o los muslos. La habitual práctica médica de la
sangría con sanguijuelas también adoptó formas muy peculiares en ma­
nos de los ginecólogos. El doctor F. Hollick comentó a propósito de
los métodos empleados para curar la amenorrea (la ausencia crónica
de los ciclos menstruales): «Algunos autores hablan en términos muy
encomiosos de los buenos resultados logrados con la aplicación de san­
guijuelas a los labios externos [de los genitales] pocos días antes del
previsto inicio de la menstruación.» La aplicación de sanguijuelas so­
bre los pechos, sigue señalando, también podía ser eficaz, dada su es­
trecha conexión con los órganos sexuales. En algunos casos, incluso se
aplicaban las sanguijuelas en el cuello del útero, pese al peligro de que
pudieran llegar a penetrar en la misma matriz. (Que nosotros sepamos,
a ningún médico se le ha ocurrido jamás la posibilidad de atentar de
este modo contra los órganos masculinos.)
Podríamos excusar estos métodos como resultado de una experi­
mentación bien intencionada, aunque algo lasciva, en una época de pro­
funda ignorancia médica. Pero había otros «tratamientos» aún mucho
más siniestros, concretamente aquellos encaminados a modificar la con­
ducta de la m ujer. El menos destructivo desde un punto de vista psí­
quico se basaba simplemente en el aislamiento y el reposo ininterrum­
pido. Este método se empleaba para tra tar un sinfín de dolencias diag­
nosticadas como «trastornos nerviosos».
La receta más importante era la pasividad, seguida de los baños
calientes y fríos, una alimentación sin carne ni especias y rica en cam­
bio en leche y flanes, cereales y «frutas ligeramente ácidas». Las muje­
res debían estar al cuidado de una enfermera —que no fuera pariente
suya—, no se les permitía recibir visitas y, én palabras del doctor Dirix,
debía «protegérselas celosamente de cualquier posible excitación men­
tal». El doctor S. Weir Mitchell recetó este tipo de tratamiento a Char­
lotte Perkins Gilman, con la recomendación de renunciar a todos sus
libros y a su pluma. Gilman describiría luego esta experiencia en The
Yellow Wallpaper* [El papel de pared amarillo], protagonizado por
una m ujer que desea ser escritora y cuyo médico, que también es
su marido, le recomienda «reposo»:
De manera que debo tomar fosfatos o fosfitos, ya no me acuerdo, y tónicos,
y aire, y debo viajar y hacer ejercicio, y me está absolutamente prohibido
«trabajar» hasta que mejore.
Personalmente, discrepo de sus ideas.
Personalmente, pienso que un trabajo agradable, interesante y variado me
iría bien.
¿Pero qué puedo hacer?
Escribí durante un tiempo, pese a sus órdenes; pero realmente me excita
bastante, por la necesidad de disimular tanto... o de luchar contra su fuerte
oposición.

La heroína de Gilman va perdiendo lentamente el contacto con la


realidad («Empieza a costarme un gran esfuerzo pensar racionalmente.
Debe ser sólo esta debilidad nerviosa, supongo.») y acaba escapando
de su prisión... para refugiarse en la locura, dando vueltas y más
vueltas en tom o a su habitación, murmurando palabras ininteligibles
sobre el papel de las paredes.
Pero los tratam ientos médicos más brutalmente directos para los
«trastornos de la personalidad» en la m ujer se inventaron en el campo
de la cirugía ginecológica. Y el tratam iento de los problemas psico­
lógicos de la m ujer por métodos quirúrgicos encontró un fundamento
teórico supuestamente sólido en la teoría de la «psicología de los ova­
rios», A fui de cuentas, si toda la personalidad de una m ujer estaba
dominada por sus órganos reproductores, la cirugía ginecológica cons­
tituía la vía más lógica para tratar cualquier problema psicológico
en la mujer. Desde finales d^ la década de 1860 los médicos empe­
zaron a llevar a la práctica este principio.
Al menos uno de sus tratam ientos probablemente era eficaz: la
ablación quirúrgica del clítoris para suprim ir la excitación sexual.
Un texto de medicina de la época afirmaba: «El desarrollo anómalo del
clítoris... puede inducir probablemente a la inmoralidad y provocar
también graves enfermedades... pudiendo ser necesaria la amputación.»
* Traducción catalana de próxima publicación en laSal, edicions de les dones.
Aunque muchos médicos no eran demasiado partidarios de la prác­
tica de am putar el clítoris, todos tendían a coincidir en que esta ope­
ración podía llegar a ser necesaria en casos de «ninfomanía». (La úl­
tima clitoridectomía de que se tiene noticia en los Estados Unidos fue
realizada hace veinticinco años a una niña de cinco años como reme­
dio contra la masturbación.)
Más frecuente era la extirpación quirúrgica de los ovarios —ovario-
tomía o «castración de la mujer». Entre 1860 y 1890 se realizaron mi­
les de operaciones de este tipo. En su artículo «The Spermatic Eco-
nomy» [La economía espermática], Ben Barker-Benfield describe
cómo se inventó la «ovariotomía normal» o extirpación de los ovarios
como tratam iento contra dolencias no ováricas, invento realizado en
1872 por el doctor Robert Battey de Rome, Georgia.
Entre los males para los que se recomendaba la intervención figuraban un
carácter dísolo y difícil, una excesiva afición a la comida, la masturbación, las
tentativas de suicidio, las inclinaciones eróticas, la manía persecutoria, la sim­
ple «maldad» y la dismenorrea. Entre la enorme variedad de síntomas para los
que los médicos tendían a recomendar la castración destacaba la manifestación
de fuertes apetitos sexuales por parte de la mujer.

Con frecuencia, las pacientes acudían al médico de la mano de sus


maridos que se quejaban de su indisciplinada conducta. Cuando vol­
vían a su lado/ya «castradas», se mostraban «tratables, ordenadas, in­
dustriosas y limpias», según nos dice el doctor Battey. (Actualmente no
existen indicios de que la ovariotomía, como complemento de una his-
terectomía por ejemplo, tenga tales efectos sobre la personalidad. No
podemos evitar preguntamos qué cambios debía sufrir la personalidad
de las pacientes del doctor Battey, en el supuesto de que realmente
cambiara.) Prescindiendo ya de los efectos, algunos médicos afirmaban
haber extirpado entre mil quinientos y dos mil ovarios y, según dice
Barker-Benfield, «los exhibían sobre bandejas, como trofeos, en las
reuniones de las asociaciones de médicos».
Podríamos continuar enumerando otras absurdas teorías y escan­
dalosos tratam ientos, pero el aspecto esencial ya debería estar claro:
los tratam ientos médicos que se aplicaban a las mujeres en el siglo xix
tenían muy poco sentido desde el punto de vista médico, pero sin
duda eran muy eficaces para mantener subyugadas a ciertas mujeres,
concretamente las que podían permitirse pagar a un médico. Como he­
mos visto, no era raro que se recurriera a la cirugía con la finalidad ex­
plícita de «domar» a una mujer de carácter fuerte e, independiente­
mente de que fuera eficaz o no, la misma amenaza de una intervención
quirúrgica probablemente ya bastaba para poner en vereda a muchas
mujeres. El reposo que se recomendaba a las mujeres era a todas luces
poco más que un amable encarcelamiento y en cuanto a la prohibición
de toda actividad intelectual, ¡sobran comentarios!
Pero estos eran sólo los «tratamientos» para casos extremos. La
inmensa mayoría de las mujeres de clase media alta no sufrieron nun­
ca una operación ginecológica ni tuvieron que guardar cama durante
largo tiempo, pero sí fueron víctimas de las ideas vigentes sobre la
«debilidad» femenina y la necesidad de frecuentes cuidados médicos.
Cuantos más «cuidados» les prodigaban los médicos, mayor era la
propensión de las mujeres a considerarse enfermas. Toda la mitifica-
ción de la enfermedad femenina —las visitas a domicilio, los tónicos y
medicinas, los balnearios medicinales —servía sobre todo para mante­
ner ocupadas a muchísimas mujeres en la tarea de no hacer nada. El
mito de la fragilidad femenina causó estragos incluso entre las mujeres
de clase media que no podían costearse los cuidados permanentes de
un médico y que no gozaban del tiempo libre necesario para abando­
narse plenamente a la invalidez, en cuyo caso sustituían los costosos
«tratamientos» de los profesionales por baratos medicamentos patenta­
dos (a menudo peligrosos).
Una consecuencia muy im portante fue una mucho mayor dependen­
cia de las mujeres de clase media alta con respecto a los hombres.
Desde luego, las ociosas damas de las clases «bienestantes» ya depen­
dían económicamente de sus maridos. Pero el culto a la invalidez les
creó una dependencia de su médico y su marido para su misma su­
pervivencia física. Las mujeres podían estar cansadas de verse so­
metidas a custodia, podían anhelar una vida útil y activa, pero si es­
taban convencidas de hallarse gravemente enfermas o en peligro de
estarlo, ¿cómo podían atreverse a escapar? ¿Cómo podían pensar tan
sólo en sobrevivir sin los costosos cuidados médicos que les pagaban
sus maridos? Al final, posiblemente debían llegar a convencerse inclu­
so de que sus propias inquietudes eran «síntomas de su enfermedad»,
una prueba más de que debían llevar una vida recluida e inactiva.
Y si una m ujer llegaba a superar la paralizante noción de la congénita
enfermedad femenina y empezaba a infringir las normas de comporta­
miento, siempre podía encontrarse un médico dispuesto a recetar el
retorno a la supuesta normalidad.
De hecho, los cuidados médicos dirigidos a estas mujeres constituían
un sistema de vigilancia que podía llegar a ser muy eficaz. Los médicos,
por su situación, podían detectar las primeras manifestaciones de re­
beldía e interpretarlas como síntomas de una «enfermedad» que era
preciso «curar».
La subversión del papel de enferma
Sería un error suponer que las m ujeres sólo fueron víctimas pasi­
vas de un reinado de terror médico. En algunos aspectos lograron
aprovechar ventajosamente su papel de enfermas, sobre todo como
una forma de control de la natalidad. Para la m ujer «formal» que
consideraba realmente repugnantes las relaciones sexuales, al mismo
tiempo que creía su deber someterse a ellas, y también para cualquier
m ujer que desease evitar el mbarazo, «sentirse indispuesta» era una
escapatoria, y no había muchas más. Era prácticamente imposible te­
ner acceso a los métodos anticonceptivos y los abortos eran peligro­
sos e ilegales. A un médico respetable jamás se le habría ocurrido
dar consejos a una señora sobre cómo evitar el embarazo (suponiendo
que tuviera algún consejo que ofrecer, cosa poco probable). Y tam­
poco se ofrecería a realizar un aborto (al menos si nos atenemos a la
propaganda de la Asociación Americana de Medicina). De hecho, los
médicos dedicaron considerables energías a «demostrar» que los mé­
todos anticonceptivos y el aborto eran intrínsecamente perjudiciales
para la salud y que podían provocar enfermedades como el cáncer.
(¡Todavía no se conocía la pildora!) Pero el médico podía ayudar a
una m ujer confirmando sus afirmaciones de que estaba demasiado en­
ferma para tener relaciones sexuales: podía recomendar la abstinen­
cia. ¿Quién sabe, pues, cuántas de las lánguidas tuberculosas y decaí­
das inválidas de la época eran en realidad mujeres sanas que fingían
estar enfermas para eludir el coito y el embarazo?
Y si algunas mujeres recurrían a la enfermedad como un medio
de control de la natalidad —y la sexualidad—> otras sin duda la em­
pleaban para llam ar la atención y obtener cierto grado limitado de
poder en el ámbito familiar. Actualmente todas conocemos el mito
(sexista) de la suegra cuyos síntomas se manifiestan muy conveniente­
mente cada vez que estalla una crisis familiar. En el siglo xix las
mujeres desarollaron, en proporciones epidémicas, un completo sín­
drome que incluso algunos médicos interpretaban a veces como un
instrumento de poder más que como una verdadera enfermedad. La
nueva dolencia era la histeria, la culminación del culto a la invali­
dez femenina en más de un aspecto. El mal afectaba casi exclusiva­
mente a las mujeres de clase alta y media alta, no tenía ninguna base
orgánica demostrable y era totalmente inmune a los tratam ientos mé­
dicos. Ya sólo por estos motivos, merece la pena examinarla con cier­
to detalle. Un médico de la época describió así la crisis histérica:
La paciente... pierde la habitual expresión de su cara y adquiere una mirada
ausente; se agita; cae al suelo si estaba de pie; sacude convulsivamente los
miembros; retuerce el cuerpo en toda suerte de violentas contorsiones; se golpea
el pecho; a veces se arranca los cabellos e intenta morderse y morder a los de­
más; y, aún siendo una mujer delicada, manifiesta una fuerza muscular que
a menudo requiere el concurso de cuatro o cinco personas para llegar a con­
tenerla.
La histeria no sólo se manifestaba en forma de convulsiones y des­
mayos, sino de todas las maneras posibles: pérdida histérica de la
voz, pérdida del apetito, toses y estornudos histéricos y, evidentemen­
te, gritos, risas y llantos histéricos. La enfermedad se propagó vertigi­
nosamente, aunque casi exclusivamente entre una selecta clientela
de mujeres blancas de la clase media y alta de las ciudades y de eda­
des comprendidas entre los quince y los cuarenta y cinco años.
Los médicos llegaron a estar obsesionados con esta «desconcer­
tante, misteriosa y rebelde enfermedad». En algunos aspectos, era la
enfermedad ideal para ellos: nunca tenía consecuencias mortales y re­
quería una cantidad casi ilimitada de cuidados médicos. Pero en cam­
bio no era una enfermedad ideal desde el punto de vista del marido y
la familia de la m ujer afectada. La invalidez resignada era una cosa; los
violentos ataques de histeria eran algo muy distinto. De manera que
la histeria puso a los médicos en un brete. Para conservar su presti­
gio era esencial encontrar una causa orgánica de la enfermedad, y cu­
rarla, o bie ndesenmascarar su carácter de inteligente comedia.
Había abundantes pruebas en favor de este último punto de vista.
Con creciente suspicacia, los libros de medicina empezaron a observar
que las mujeres histéricas nunca sufrían ataques cuando estaban so­
las y siempre buscaban algún objeto blando sobre el cual desplomar­
se. Un médico las acusó de peinarse de manera que sus cabellos se des­
parram aran atractivamente cuando se desmayaban. El «tipo» de mu­
jer histérica empezó a caracterizarse como una «pequeña tirana» con
«ansias de dominar» a su marido, sus criados y sus hijos y también, si
era posible, a su médico.
Según la interpretación histórica de Carroll Smith-Rosenberg, las
acusaciones de los médicos tenían cierto fundamento: para muchas
mujeres, el ataque de histeria debía ser la única manera aceptable de
desahogar su rabia, su indignación o simplemente su energía, que les
estaba permitida. Pero sus posibilidades como forma de rebelión eran
muy limitadas. Por grande que fuera el número de mujeres que la
adoptaran, siempre sería un acto completamente individual: las histé­
ricas no se unen para luchar. Como confrontación de fuerzas, el ata­
que de histeria podía conceder una breve ventaja psicológica sobre el
marido o el médico, pero en última instancia favorecía a los médicos,
confirmando su concepción de la m ujer como una persona irracional,
inestable y enferma.
Sin embargo, en conjunto, los médicos continuaron insistiendo en
que la histeria era una verdadera enfermedad, una enfermedad del
útero en realidad. (Histeria tiene su origen en la palabra griega que
designa el útero.) No cejaron en su convicción de que las visitas a
domicilio y los elevados honorarios que cobraban eran absolutamente
necesarios; pero al mismo tiempo los médicos adoptaron una actitud
cada vez más indignada y amenazadora tanto en sus tratamientos
como en sus escritos. Un médico escribió: «A veces es aconsejable co­
mentar en tono firme, en presencia de la paciente, la necesidad de
raparla o de darle una ducha fría si su estado no mejora.» Y a conti­
nuación ofrece una racionalización «científica» de este tratamiento:
«La influencia sedante del miedo puede calmar, según he podido ob­
servar, la excitación de los centros nerviosos...»
Carroll Smith-Rosenberg escribe que los médicos recomendaban so­
focar a las mujeres histéricas hasta que cesaba el ataque, golpearles
la cara y el cuerpo con toallas mojadas y ponerlas en ridículo ante
la familia y amigos. Cita esta recomendación del doctor F. C. Skey:
«Ridiculizar a una m ujer de espíritu sensible es un poderoso recur­
so... pero no existe emoción comparable al temor y la amenaza de
castigo corporal... Obedecerán entonces la voz de la autoridad.» Cuan­
to más aumentaba el número de mujeres histéricas, más acusada se
fue haciendo la actitud punitiva de los médicos hacia la enfermedad.
Y al mismo tiempo empezaron a verla por todas partes jhasta que
llegaron a diagnosticar cualquier acto independiente de una mujer, en
particular su actividad en favor de los derechos de la mujer, como
una manifestación «histérica».
Con la histeria llegó a su conclusión lógica el culto a la invalidez
femenina. La sociedad había destinado a las mujeres de clase acomo­
dada a una vida de reclusión e inactividad y la medicina había jus­
tificado este papel describiéndolas como personas congénitamente en­
fermas. Con la epidemia de la histeria, las mujeres estaban aceptando
su inherente condición de enfermas al mismo tiempo que encontra­
ban la manera de rebelarse contra un papel social intolerable. La en­
fermedad, que había llegado a constituir una m anera de vivir, se
convirtió en una form a de rebelión y el tratam iento médico, que
siempre había tenido fuertes connotaciones coactivas, adoptó méto­
dos abierta y brutalm ente represivos.
Pero la histeria representa algo más que una anécdota singular
dentro de la historia de la medicina. La epidemia de histeria del si­
glo xix tuvo efectos duraderos porque introdujo una actitud «cien­
tífica» totalmente nueva en el tratam iento médico de las mujeres.
Mientras el conflicto entre las mujeres y sus médicos por la cues­
tión de la histeria seguía exacerbándose en los Estados Unidos, Sig-
mund Freud comenzaba a desarrollar en Viena un tratam iento que
sustraería por completo la enfermedad del ámbito de la ginecología.
De un solo golpe, Freud resolvió el problema de la histeria y creó
una nueva especialidad médica. «El psicoanálisis —como ha señalado
Carroll Smith-Rosenberg—, es hijo de la mujer histérica.» El trata­
miento de Freud se basaba en una modificación de las reglas del jue­
go: en prim er lugar, eliminando e l problema de si la m ujer fingía o
no. El psicoanálisis, como ha puesto de relieve Thomas Szasz, insiste
en que fingirse enfermo es una enfermedad y, de hecho, una enfer­
medad «más grave que la histeria». En segundo lugar, Freud deter­
minó que la histeria era una enfermedad mental. Proscribió los «tra­
tamientos» traumáticos y consagró una relación entre médico/a y en­
ferm o/a basada excluivamente en la conversación. Su terapia consistía
en invitar a la paciente a confesar su resentimiento y rebeldía y acep­
tar finalmente su papel de mujer.
Bajo la influencia de Freud, el bisturí con que se diseccionaba la
naturaleza femenina pasó por fin del ginecólogo al psiquiatra. En
ciertos aspectos, el psicoanálisis representó una brusca ruptura con el
pasado y un auténtico avance para las mujeres: no era físicamente
dañino y permitía una sexualidad a las mujeres (aunque limitada a
las sensaciones vaginales, consideradas las normales en las mujeres
adultas mientras que las sensaciones clitorideanas eran «inmaduras»
y «masculinas»). Pero en otros importantes aspectos, la teoría freu-
diana de la naturaleza femenina fue la directa prolongación de la con­
cepción ginecológica que vino a substituir. Seguía afirmando que la
personalidad femenina era congénitamente imperfecta, esta vez a cau­
sa de la carencia de pene y no por la presencia dominante de la ma­
triz. Las mujeres siguieron siendo personas «enfermas» y continuaron
estando totalmente predestinadas a la enfermedad por su anatomía.
LAS MUJERES «PORTADORAS DE ENFERMEDADES»
DE LA CLASE TRABAJADORA

Mientras los médicos se entretenían inventando enfermedades para


las mujeres ricas, las condiciones de vida en los cada vez más extensos
arrabales de las ciudades ponían en verdadero peligro la vida de las
mujeres pobres. Las miserables y desvencijadas casas de alquiler, a
veces con un solo excusado para docenas de familias, eran un fértil
terreno de cultivo para el tifus, la fiebre amarilla, la tuberculosis, el
cólera y la difteria. Las mujeres que trabajaban fuera de casa con
frecuencia pasaban diez o más horas diarias encerradas en los estre­
chos y mal ventilados locales de las fábricas o talleres de trabajo a
destajo con el constante peligro de sufrir un accidente industrial que
podría acabar con sil vida o dejarlas permanentemente desfiguradas.
Una m ujer que trabajó en la industria de confección entre 1900 y
1910 nos ha dejado esta descripción de sus condiciones de trabajo:
Todavía veo las peligrosas escaleras rotas de prácticamente todas esas fá­
bricas. Las escasas ventanas tan sucias que los rayos del sol raras veces pene­
traban hasta esos interiores. Los suelos de madera se barrían una vez al
año... No había vestuarios aparte del inmundo y maloliente lavabo en el oscuro
pasillo. No disponíamos de agua potable para beber aparte de las gaseosas del
viejo y miserable vendedor ambulante. Talleres en los que los ratones y cuca­
rachas estaban tan integrados al ambiente como las máquinas y las personas
que allí trabajaban...

Las enfermedades, el cansancio y los accidentes eran elementos ha­


bituales en la vida de la m ujer obrera. Las enfermedades contagiosas
siempre atacan primero y con más fuerza los hogares de los pobres.
El embarazo, para una m ujer que tenía que subir a diario las esca­
leras hasta un quinto o sexto piso, era realmente extenuante y el parto,
en un cuarto de alquiler lleno de gente, se convertía a menudo en un
exasperante tormento. Emma Goldman, que era comadrona titulada
además de dirigente anarquista, describió «la tenaz lucha que libran
a ciegas las mujeres pobres contra los frecuentes embarazos» y ex­
puso la angustia de ver crecer a los niños «enfermizos y desnutridos»
cuando lograban sobrevivir la prim era infancia. La salud de las muje­
res que trabajaban fuera de casa sufría enormemente debido a las
condiciones de trabajo. El informe de un estudio sobre «Las jóvenes
trabajadoras de Boston», realizado en 1884 por el Departamento de
Estadística Laboral de Massachussetts, declaraba:
...la salud de muchas jóvenes es tan mala que las obliga a interrumpir el tra­
bajo durante largos períodos; una muchacha llegó a estar de baja un año por
este motivo. Otra tuvo que dejar de trabajar por su mal estado de salud y una
tercera declaró que no podía trabajar durante todo el año, pues su debilidad
no le permite soportar ese esfuerzo. Una muchacha... fue obligada a dejar el
trabajo en vistas de su mala salud, totalmente deteriorada por la permanencia
en el ambiente mal ventilado del taller, y se le impuso un descanso de ocho
meses; trabajó durante una semana estando incapacitada, pero lo dejó para
salvar su vida. Dice que tiene que trabajar casi hasta la muerte para obtener
la indemnización (actualmente 12 dólares a la semana).

Pero por muy enfermas o cansadas que estuvieran las mujeres


obreras, ciertamente no tenían tiempo ni dinero para cultivar la in­
validez. Los patronos no les concedían bajas por embarazo o para re­
cuperarse después del parto y mucho menos con motivo de la m enstrua­
ción, aunque las* esposas de esos mismos patronos frecuentemente
guardaban cama en tales ocasiones. Una mujer podía perder el ern*
pleo Si faltaba un solo día al trabajo y en sus casas no tenían cómodos
divanes donde permanecer acostadas mientras la servidumbre se en­
cargaba de las tareas domésticas y los médicos se ocupaban de la en­
fermedad. Dos mujeres que trabajaron en la industria de la confección
recuerdan:
Sólo íbamos de la cama al trabajo y del trabajo otra vez a la cama...
y las pocas veces que nos sentábamos un rato en casa antes de acostarnos
estábamos tan cansadas que no podíamos hablar con los demás y apenas sabía­
mos qué decíamos. Y a pesar de que nuestras vidas transcurrían entre la
cama y la máquina, no podíamos ganar lo suficiente para sobrevivir durante la
temporada baja.

Los médicos, tan indulgentes y atentos con las enfermedades de


las mujeres ricas, no tenían tiempo para los pobres. Lillian Wald, una
enfermera que abrió un consultorio en el Lower East Side * de Nueva
York, describió sus tribulaciones para encontrar un médico que qui­
siera visitar a una m ujer moribunda en los suburbios. Cuando Emma
Goldman preguntó a los médicos que conocía si podían darle informa­
ción sobre métodos anticonceptivos para recomendarlos a los pobres,
recibió respuestas como «la culpa es de los pobres; se abandonan de­
masiado a sus apetitos» y «cuando (las mujeres pobres) usen más su
cerebro, sus órganos reproductores funcionarán menos». En general,
los cuidados médicos que recibían los pobres se limitaban a los reme­
dios caseros o medicamentos patentados. Sólo aquellos cuyo estado era
tan grave que ya no podían protestar ingresaban en un hospital público,
donde los cuidados insuficientes y las condiciones de insalubridad dis­
minuían de hecho las posibilidades de supervivencia.
Si bien la opinión pública no se preocupaba de la salud de las
mujeres pobres, existía en cambio una gran inquietud entre las cla­
ses altas y medias por la influencia de los pobres sobre la «salud» de
las ciudades.
Lós norteamericanos se preciaban de tener una sociedad sin cla­
ses, pero era imposible ignorar la realidad de la creciente polariza­
ción de las clases en las ciudades, donde muchas veces sólo un breve
viaje en trolebús separaba las elegantes casas de los ricos de barrios
miserables tan conocidos como HelVs Kitchen [La cocina del infierno]
o el Lower East Side de Nueva York y el sector norte de Boston.
Evidentemente siempre había habido pobres, pero éstos no habían

* Antiguo ghetto judío de Nueva York. (N. de la T.)


sido nunca tan numerosos ni tan visiblemente distintos del resto de
la gente. Las oleadas de inmigrante^ procedentes del sur y el este de
Europa habían creado una clase obrera con un lenguaje y unas cos­
tumbres diferenciadas. Hacia finales del siglo xix los trabajadores in­
migrados eran más numerosos qué los «norteamericanos autóctonos»
en las principales ciudades industriales: Nueva York, Cleveland y Chi­
cago. Ciudades que antaño fueran pacíficos dominios de la clase me­
dia se transform aron en escenarios de epidemias, vicios, corrupción
municipal y —lo más preocupante de todo— disturbios callejeros y
huelgas violentas. Los motivos del malestar obrero saltaban a la vista,
para todo aquel que quisiera verlos, pero era más fácil y más cómodo
culpar a los mismos pobres. Cuando se creó una cadena de disturbios
y represión, que alimentaba nuevos disturbios, las gentes acomoda­
das empezaron a sentirse asediadas en su propia tierra, sitiadas por los
sucios y turbulentos pobres «no americanos».
La lucha de clases —desde la perspectiva de una clase media cada
vez más pagada de sí misma y más próspera— era antinatural, anti­
norteamericana, algo que sólo sucedía «allá», en la decadente Europa.
Por suerte la «ciencia» ofrecía una terminología que permitía hablar
de la polarización de clases sin menoscabo para el orgullo nacional. La
idea central —que los pobres eran «naturalmente» inferiores— pre­
senta un notable paralelismo con las teorías médicas sobre las mu­
jeres.
Primero apareció la teoría darwiniana de la evolución, que se
popularizó muy oportunamente en las décadas de 1860 y 1870, justo
a tiempo para explicar la creciente polarización entre las clases. El
hecho de que algunos tuvieran más que otros —más dinero, más tiem­
po libre, mejores casas, etc.— era simplemente un ejemplo más de
los efectos de la gran ley natural: la supervivencia de los más capa­
citados. Habría sido «anticientífico» considerar la pobreza como una
consecuencia de las injusticias sociales cuando era sólo el sistema ele­
gido por la naturaleza para apartar a los manifiestamente «incapaces».
Desde el punto de vista de los grandes proyectos evolutivos de la
naturaleza, la rebelión de los pobres era cuando menos corta de mi­
ras, aunque lo más habitual era considerarla una infracción de la
ley natural y, por tanto, una enfermedad. Las metáforas de la época
sobre la lucha de clases citaban tanto a la medicina como a Marx.
Por ejemplo, inmediatamente después de los disturbios de Haymarket
de 1886, un autor declaraba en una revista económica que la anarquía
era una «enfermedad de la sangre» a la que, aparentemente, sólo eran
inmunes los estadounidenses de ascendencia yanqui.
En 1885 un destacado clérigo recomendó abordar de un modo ra­
cional el m alestar laboral, que tenía un origen fundamentalmente
«fisiológico». El mismo tratam iento se dispensaba a los problemas so­
ciales, con ejemplos tan extravagantes como la teoría propuesta por
el doctor Samuel A. Cartwright antes de la guerra civil norteamericana,
la cual afirmaba que la tendencia de los esclavos a fugarse tenía su
origen en una anomalía congénita de la sangre, anomalía que dignifi­
có con la denominación latina «drapetomania» (curable, evidentemente,
m ediante el trabajo y los azotes). Así como los ginecólogos veían en
las inquietudes femeninas un síntoma de un trastorno ovárico funda­
mental, los observadores sociales también veían a los pobres como
una «raza» aquejada de tendencias rebeldes de origen patológico.
La guerra biológica entre las clases
£1 darwinismo social era una teoría reconfortante para las per­
sonas situadas en el extremo superior de la escala social, pero nunca
consiguió disipar totalmente el temor de que, por alguna ironía de la
historia natural, los pobres acabaran triunfando en la nueva guerra
biológica entre las clases. Ante todo existía el peligro de contagiarse
de los pobres. La enfermedad se consideraba invariablemente como
algo venido de fuera, importada en los barcos de inmigrantes e incu­
bada en sus barrios. A mediados del siglo pasado, un ex-alcalde de
Nueva York escribió en su diario que los inmigrantes eran:
sucios, borrachos, ignorantes de las comodidades de la vida y sin ningún respeto
por las normas de convivencia... se amontonan en las pobladas ciudades del
oeste, llevando consigo las enfermedades engendradas en los barcos y exacer­
badas por las malas costumbres una vez en tierra, enfermedades que transmiten
a los habitantes de esas hermosas ciudades.

En su manual casero de higiene (Wornen, Plumbers and Doctors, or


Household Sanitation [Mujeres, fontaneros y médicos, o Sanidad do­
méstica, 1885]), la señora H. M. Plunkatt advertía:
Un hombre puede vivir en la espléndida «avenida», en una mansión dotada
del sistema más moderno y costoso de tuberías, pero si a media milla de allí,
al alcance de su ventana abierta, hay un barrio de «barracas» o incluso una
casa de pisos en mal estado, los vientos recogerán los gérmenes de la enferme­
dad y los transportarán, distribuyéndolos entre todos aquellos que encuentren
a su paso, sean millonarios o mendigos, con imparcialidad perfectamente de­
mocrática y niveladora.

La teoría microbiana de la enfermedad, difundida públicamente en


la década de 1890 (en forma algo distorsionada), confirió una base
más concreta a los temores de contagio. La enfermedad ya no podía
atribuirse a la «suciedad» en abstracto, a los efluvios malsanos o a la
voluntad divina. Eran gérmenes reales, materiales, que se transm itían a
través de los seres humanos y de los objetos que tocaban. Los esta­
dounidenses, que sólo una generación atrás temían los efectos perjudi­
ciales del baño, empezaron a preocuparse de los microbios. Se reco­
mendaba no transitar por los barrios pobres, no por el riesgo de ser
atracados sino por el peligro de contagio. De hecho, cualquier lugar
u objeto público eran sospechosos, como sugieren los siguientes titu­
lares publicados en revistas populares entre 1900 y 1904: «Los libros
propagan el contagio», «Contagio por teléfono», «Las infecciones y los
sellos de correos», «Enfermedades transmitidas en las lavanderías pú­
blicas», «Peligros de la barbería».
Desde luego, el temor a los pobres como fuente de contagio tenía
un cierto fundamento racional. La incidencia de las enfermedades in­
fecciosas entre los pobres era elevada y, puesto que los mismos cien­
tíficos no sabían con certeza cómo se transmitían los microbios, pro­
bablemente debía parecer más seguro evitar en lo posible cualquier
contacto con los pobres. Pero para lo que aquí nos interesa, la distin­
ción entre inteligentes precauciones y auténticos prejuicios no tiene de­
masiada importancia. Lo fundamental es que las gentes de clase alta
y clase media frecuentemente expresaban el miedo que les inspiraban
los pobres bajo la forma de temor a los microbios, del mismo modo
que las personas blancas afirman en la actualidad que no tienen nada
en contra del contacto con los negros en sí, pero les preocupa la cri­
minalidad (o las drogas).
El segundo frente de la guerra biológica entre las clases no se
centraba en los gérmenes, sino en los genes. Una lectura optimista de
Darwin sugería que las gentes de la «mejor» clase pronto serían más
numerosas y dominarían a las menos capacitadas. La pobreza llevaba
implícita su propia cura; las enfermedades epidémicas que aquejaban
a los pobres eran en última instancia un instrumento benigno de
selección natural. (En la década de 1870 un observador señaló que el
problema racial no tardaría en resolverse por sí solo. La abyecta mi­
seria en que vivían los esclavos liberados en las ciudades del norte
parecía en vías de provocar su rápida extinción.) Pero hacia finales
de siglo empezaron a aparecer indicios de que, por alguna m onstruo­
sa aberración de la ley natural, las que parecían condenadas a la ex­
tinción eran las clases «buenas».
La tasa de natalidad entre los norteamericanos blancos de ascen­
dencia anglosajona y protestantes había disminuido continuamente
desde 1820 aproximadamente. Los inmigrantes y los negros, pese a su
m ortalidad mucho más elevada, en apariencia se reproducían prolífi-
camente. Edward Ros$, un autor de principios de nuestro siglo, libe­
ral para su época, relacionó la fecundidad de los inmigrantes con «su
burda filosofía campesina del sexo», «sus riñas y sus placeres anima­
les». Todo eso repugnaba a las gentes delicadas, pero la perspectiva
de la extinción era igualmente espantosa.
Un tal profesor Edwin Conklin de Princeton escribió alrededor
de 1890:
Lo que es motivo de alarma es la disminución de la natalidad entre los
mejores elementos de una población, mientras continúa aumentando entre los
elementos más pobres. Los descendientes de los puritanos y los caballeros... ya
se están extinguiendo y, dentro de un par de siglos como máximo, habrán ce­
dido su lugar a razas más fértiles...

En 1903, el presidente Theodore Roosevelt advirtió amenazadora­


mente a la nación del peligro del «suicidio racial»:
Entre los seres humanos, como ocurre entre todas las restantes criaturas vivien­
tes, si los mejores individuos no se reproducen, mientras los individuos menos
desarrollados siguen haciéndolo, se inicia una decadencia de la especie [raza]. Si
los norteamericanos de vieja cepa llevan una vida de célibe egoísmo... o si los
casadoss son presa de ese degradado miedo a la vida que les impide tener más de
uno o dos hijos, por consideraciones personales o pensando en sus propios hijos,
la nación se verá abocada al desastre.

Theodore Roosevelt no se opuso por principio a los métodos anticon­


ceptivos y reconocía que «sin duda hay comunidades cuya desapa­
rición beneficiaría a la humanidad», pero en el caso de las norteame­
ricanas blancas de ascencencia anglosajona y religión protestante con­
sideraba francamente antipatrióico el control de la natalidad.
La específica amenaza de las mujeres obreras
Los hombres de la clase obrera solían estar en la primera línea
de la lucha política de clases a campo abierto, ya fuera como huel­
guistas, agitadores; o terroristas. Las mujeres obreras, por su parte,
aparecían como la vanguardia de la insidiosa guerra biológica. Su ca­
pacidad reproductora parecía superior a la de las delicadas y «ner­
viosas» damas de las clases más favorecidas. Como potenciales porta­
doras de enfermedades eran especialmente peligrosas, dadas las posi­
bilidades —mucho mayores que en el caso de los varones de su clase—
de que llegaran a tener estrecho contacto con gentes acomodadas.
Mientras los hombres permanecían apartados en el ámbito de la in­
dustria pesada, las mujeres de clase obrera buscaban empleo en algu­
nas de las ocupaciones que habían dejado libres las ociosas mujeres
de clase media y clase alta. Las «señoras» ya no cosían sus ropas ni
se ocupaban de* las tareas domésticas y sus refinados modales no les
perm itían satisfacer los apetitos sexuales de sus maridos. En conse­
cuencia, las mujeres de clase obrera tenían fácil acceso a ocupaciones
en el campo del servicio doméstico, la fabricación de prendas de vestir
y la prostitución.
¿Cuando una m ujer trabajadora, o sus productos, entraban en los
hogares de las clases «superiores» no entrarían con ella los microbios?
Se sospechaba que las prendas de vestir, cosidas en minúsculos talle­
res de trabajo a destajo situados en los pisos de las casas de alquiler,
introducían gérmenes infecciosos en los hogares de los ricos y el sindi­
cato de obreras de la confección abonaba este tem or instando a la
gente a comprar ropas con la etiqueta del sindicato, que se confeccio­
naban en «higiénicas» fábricas y no en talleres incontrolados. El gana­
dor del premio de ensayo de la Federación Americana del Trabajo
(American Federation of Labor) sobre el tema «La etiqueta del sin­
dicato» (c. 1912) escribió: «La etiqueta del sindicato constituye real­
mente la única garantía de que los productos de cualquier industria
pueden entrar sin tem or en un hogar limpio y decente.» Evidentemen­
te, el propósito del sindicato era lograr que la preocupación de los
consumidores por la higiene les indujera a apoyar la causa de los tra­
bajadores, pero esta estrategia a veces tuvo consecuencias adversas.
El presidente de la Federación se quejaba en 1903 de que ciertos gru­
pos de consumidores integrados por «damas filantrópicas bien inten­
cionadas» habían creado sus propias etiquetas de garantía que conce­
dían sobre la exclusiva base de las condiciones de salubridad, sin te­
ner en cuenta los salarios, condiciones de trabajo y duración de la
jom ada laboral de las trabajadoras, y a veces compitiendo incluso con
la etiqueta de las propias trabajadoras.
No era tan sencillo resolver el problema de las sirvientas, «las ex­
trañas tras nuestras propias puertas». Eran imprescindibles, ¿pero se
podía confiar en ellas? Una superviviente de las primeras décadas de
este siglo nos contó: «Si algo se echaba de menos, un cubierto de
plata por ejemplo, se daba por seguro que lo había cogido una sir­
vienta. Si enfermaba algún miembro de la familia, lógicamente se
sospechaba que lo habían contagiado las sirvientas.»
El caso de «Mary, la tífica» atrajo la atención del público hacia los
peligros de contagio a través de la servidumbre doméstica. Una breve
descripción de este caso permite hacerse una idea de su dramático
impacto.
Mary Mallon era una cocinera de origen irlandés que trabajaba en
los barrios refinados: Oyster Bay, Park Avenue, Sands Point, Dark Har-
bor, Maine. Tenía buenas referencias, a sus patronos les gustaban los
platos que cocinaba y quedaban frecuentemente impresionados por
la entereza con que hacía frente a los desastres familiares, que pare­
cían ser una constante en la vida laboral de la señora Mállon.
Cuando por fin fue confinada en 1915, había dejado tras sí una
huella de cincuenta y dos casos de tifus, tres de ellos mortales, en
las familias para las que había trabajado. Sus patronos siempre ten­
dían a atribuir los brotes de tifus a alguna otra criada, hasta que
la inexorable labor de investigación del Departamento de Sanidad de
la ciudad de Nueva York la señaló como culpable. Los análisis de
laboratorio confirmaron la acusación: la señora Mállon era portadora
de los gérmenes del tifus aunque ella misma no sufría la enfermedad.
Fue detenida por primera vez en 1907 y quedó recluida en solitaria
cuarentena en un islote del East River, que se le permitió abandonar
al cabo de tres años con la condición de que no volviera a cocinar.
En 1913, Mary Mallone desapareció y no se volvió a saber de ella has­
ta dos años más tarde, cuando la encontraron —nuevamente como
cocinera— en un hospital del barrio de Queens afectado por el tifus.
La señora Maltón siempre aseguró que nunca había tenido tifus,
que no era una partadora de la enfermedad y que estaba siendo uti­
lizada como chivo expiatorio por los funcionarios sanitarios ansiosos
de publicidad. Cuando las autoridades sanitarias acudieron a detener­
la en 1907, primero les hizo frente armada con un gran tenedor, luego
huyó por una ventana trasera y se parapetó tras unos barriles. Fue
trasladada por la fuerza en un automóvil hasta él laboratorio del ser­
vicio de salud con la eminente autoridad sanitaria doctora Josephine
Baker sentada sobre su pecho para poder controlarla. Según el New
York Times, su última captura en 1915 fue «casi tan animada como la
primera», con otra persecución a través de ventanas y patios inte­
riores.
El caso de Mary Mallon simbolizaba la guerrilla biológica en su
forma más virulenta. Los suplementos dominicales de los diarios la ca­
ricaturizaban como una arpía con una sartén llena de calaveras huma­
nas en la mano mientras que el New York Times explicaba los peli­
gros de contratar servidumbre sin investigar cuidadosamente sus re­
ferencias. Mary, la tífica, sobrevivió en el folklore como un símbolo de
la m ujer «portadora de enfermedades» que contamina todo lo que toca.
Evidentemente ahora sabemos que su condición de portadora del
tifus constituía una anomalía médica, una rara excepción. Pero para
las personas de clase media de su época simbolizó la amenaza que
se escondía detrás de todas las mujeres obreras, que podían tener un
aspecto inocentemente robusto y sano, pero en última instancia quién
sabía qué espantosa enfermedad ocultaban.
Las prostitutas y las enfermedades venéreas
Aunque todas las sirvientas y las mujeres trabajadoras en general
eran vagamente sospechosas, ninguná exacerbaba los temores de la
clase media a los gérmenes como lo hacía la prostituta. La prostitu­
ción representaba una reserva de espantosas enfermedades, que con­
tinuamente salpicaban también a las familias decentes: infectando el
feto en la matriz, mutilando a inocentes esposas y arrastrando a los
varones descarriados a la perdición. La prostitución no había consti­
tuido un problema en los primeros tiempos de la nación, pero la ur­
banización y la pobreza la transform aron en una floreciente industria a
finales del siglo xix y principios del xx. Para las ciudadanas y ciuda­
danos con propósitos reformadores (entre ellas muchas luchadoras en
favor de los derechos de la mujer), la prostitución era mucho más
que un problema sanitario; era el Mal Social con mayúscula, la causa
oculta de la corrupción municipal, la disolución de las familias de
clase baja y la inmoralidad pública en general.
Algunos de los mejores datos que poseemos sobre la incidencia
de la prostitución y las enfermedades venéreas durante las primeras
décadas del presente siglo proceden de una serie de estudios patrocina­
dos por la Oficina de Higiene Social de John D. Rockefeller Jr. (una
organización privada de voluntarios). Según uno de los informes de la
Oficina, preparado por el doctor Howard Woolston, la preocupación
por el tema alcanzó su máxima amplitud en la segunda década del
siglo cuando la posible intervención de los Estados Unidos en la Pri­
mera Guerra Mundial «hizo comprender a los norteamericanos como
no lo había logrado ningún otro acontecimiento anterior de nuestra
historia, la amenaza que representaba la prostitución y las enferme­
dades venéreas para los jóvenes de nuestro país.»
En 1917 (fecha del informe), los esfuerzos de la policía ya habían
reducido drásticamente la práctica del oficio y aún así el doctor Wools­
ton localizó 200.000 mujeres «en las filas regulares del vicio», de las
cuales entre un 60 y un 75 % eran portadoras de enfermedades vené­
reas. Ello tenía como consecuencia la contaminación de un 25 a un
35 % de la población urbana adulta. Las víctimas no eran sólo tra­
bajadores con sus «placeres animales», sino también empresarios, es­
tudiantes y profesionales.
Sólo las personas más clarividentes —feministas y reformadores
sociales— vieron la prostitución como una consecuencia de la mi­
seria y de unos papeles sexuales opresivos. Los moralistas la achaca­
ban a «la lujuria masculina y la flaqueza femenina». Otros observado­
res más «científicos» culpaban a la propia prostituta o más bien a
sus «defectos congénitos». En su estudio realizado en 1917, el doctor
Woolston hizo enormes esfuerzos para negar toda posible motivación
económica de la prostitución y llegó a la seria conclusión de que
«la prostituta corriente parece ser una mujer baja y gruesa». Además,
al menos una tercera parte de ellas sufrían taras mentales:
Es un hecho sabido que la debilidad mental es hereditaria. En consecuencia,
algunas de las anomalías mentales que presentan las prostitutas pueden atribuir­
se directamente a la debilidad de su casta... En 297 de las 1.000 familias [de pros­
titutas estudiadas] ... se encontraron individuos activamente viciosos o de acti­
tudes manifiestamente degeneradas. Es probable que una investigación más com­
pleta hubiera revelado un número aún superior de casos de este tipo.
Sin embargo, no se consideraba a las prostitutas como una raza
diferenciada de la m ujer trabajadora corriente. El doctor Woolston y
otros investigadores observaron que había un considerable trasvase
en uno y otro sentido entre la prostitución y trabajos mal pagados
como el servicio domástico. En la fantasía popular, todas las mujeres
trabajadoras eran peligrosas para la salud en cierta medida, ya fuera
porque transm itían enfermedades o bien porque degradaban la «raza»
con su descendencia inferior y demasiado abundante. Mientras que la
mujer de clase media alta tenía problemas de salud, la m ujer obrera
era un problema sanitario. Las atenciones del médico dominante e
indulgente no eran para ella; de la m ujer trabajadora se ocupaban los
funcionarios sanitarios.
La ofensiva de la clase media: la sanidad pública
A partir de las últimas décadas del siglo pasado, las clases más favo­
recidas lanzaron una ofensiva política organizada contra los pobres
y los trabajadores. Se implantaron medidas represivas contra los obre­
ros, «reformas» cívicas encaminadas a reducir la fuerza electoral de
los grupos de inmigrantes y, más tarde, leyes que prohibían la in­
migración de italianos, judíos, polacos y otras razas «inferiores». En
la guerra biológica de clases, la clase media lanzó sus principales ata­
ques a través de los movimientos de sanidad pública y de control
de la natalidad, dirigidos contra los peligros simultáneos del contagio
y la «sobrerreproducción», respectivamente.
Los avances que lograron estos movimientos son evidentes: legali­
zación de los métodos anticonceptivos, servicio gratuito de recogida
de basuras, vacunación obligatoria, por citar sólo unos pocos. Pero
su historial como movimientos sociales es un poco más ambiguo: am­
bos movilizaron a gran número de mujeres de clase media y clase alta
de una forma que consolidó su nueva relación con las mujeres trabaja­
doras, con una actitud de redentoras y no de hermanas.
El movimiento popular para la salud tenía unas connotaciones evan­
gélicas que lo situaron en la misma línea moralizante que los movi­
mientos contra el consumo de bebidas alcohólicas y por la «pureza
social» (contra la prostitución). De hecho, la distinción entre «suciedad»
y «pecado» todavía era poco clara. Una generación anterior había
atribuido todas las enferdmedades a la inmoralidad y había preferido
las oraciones a las medidas de salubridad para salvaguardarse de las
epidemias. La teoría del pecado como origen de las enfermedades ofre­
cía una cómoda explicación de la mayor virulencia de las epidemias
en las zonas habitadas por «viciosos, borrachos y ateos» obreros inmi­
grantes. Pero la teoría empezó a resultar menos reconfortante cuando
se evidenció que las epidemias también podían atacar a los banque­
ros, ministros del culto y damas de la buena sociedad. Entonces se
responsabilizó a la «suciedad» en vez de al pecado, pero las implica­
ciones morales casi no variaron. Las epidemias de tifus, según el
manual de higiene doméstica ya citado, solían considerarse «visitas
purificadoras de Dios para castigar los delitos morales»; la «ciencia»
sanitaria contemporánea las identificaba en cambio como «rigurosos
ajustes de cuentas por la infracción de Sus leyes físicas». La doctora
Elizabeth Blackwell definió la higiene pública como «la reverente acep­
tación de las divinas leyes de la salud». (Los subrayados son nues­
tros.)
El aspecto moral del movimiento de sanidad pública también se
reflejó en sus importantes vinculaciones burocráticas con la policía. En
la ciudad de Nueva York, que creó un modelo de servicios públicos
de sanidad que luego sería imitado por otras ciudades, el control de
la sanidad pública fue inicialmente una función de la policía y en la
prim era Comisión Metropolitana de Salud había igual número de mé­
dicos que de funcionarios de policía. La vinculación entre las funcio­
nes sanitarias y policíacas (la delincuencia y la enfermedad) se refor­
zó cuando se comprendió, en los últimos años de la década de 1900,
que las enfermedades se transm itían principalmente a través de las
personas y no de los libros, las monedas o la atmósfera. Entonces los
propios funcionarios sanitarios empezaron a desempeñar funciones po­
licíacas, persiguiendo y recluyendo en cuarentena (como en el caso
de Mary, la tífica) a las personas sospechosas de transm itir enferme­
dades. El celo anticriminal de los funcionarios sanitarios queda bien
patente en un artículo publicado en The Nation en 1910, solicitando
que se concedieran atribuciones policiales a los funcionarios sanita­
rios para perseguir a un número de aproximadamente 20.000 tuber­
culosos «incontrolados »:
Es como si el enemigo se hubiera infiltrado en nuestras filas durante la no­
che y no tuviéramos policías ni soldados para buscarlo. Los bacilos de lá tubercu­
losis recorren la ciudad agitando sus alas silenciosas, burlándose macabramente
de los folletos y conferencias y obras de caridad dispersas cuya acción pueden
eludir con enorme facilidad.
Los apóstoles de la sanidad pública no ocultaban en absoluto s¡u
interés de clase por la reforma. La Asociación Nacional para el Estu­
dio y Prevención de la Tuberculosis presentó detallados cálculos sobre
los costes de la tuberculosis de los pobres para la clase media —en
términos de absentismo laboral, de asistencia a los huérfanos, etc. En
una vena más lírica, la señora Plunkett, la experta en higiene domés­
tica, sé preguntaba cómo se podría resolver el problema de la miseria
y ia enfermedad y respondía a su propia pregunta:
A través del egoísmo ilustrado ... las 10.000 personas situadas en la cumbre
de la escala social están aprendiendo que su bienestar sanitario está indisoluble­
mente ligado al de los 10 millones que viven en los niveles más bajos de la so­
ciedad y esta percepción de la realidad ha provocado la «oleada de interés emo­
cional» por las condiciones de vida de las clases más pobres... La clase que se
desea redimir reacciona ofendida ante la supervisión y no se preocupa por la
salud o la higiene hasta que se le enseña, pero ya se han logrado grandes y evi­
dentes progresos en algunos aspectos.

Era lógico que las mujeres se situaran a la vanguardia de la guerra


contra la suciedad y los gérmenes. ¿No eran acaso las autoridades sá~
nitarias de sus propios hogares por nombramiento divino? En 1881,
un manual de higiene doméstica estadounidense citaba unas palabras
del presidente de la Asociación Británica de Medicina (probablemente
más influyente que la Asociación Americana de Medicina en los Es­
tados Unidos en aquella época), quien atribuía prácticamente toda la
responsabilidad en el cuidado de la salud «al carácter del genio que
preside el hogar o sea a la mujer que reina en ese pequeño dominio»*
Pero las responsabilidades sanitarias de las mujeres evidentemente nd
podían concluir en el umbral de sus casas. En su tesis sobre los movi­
mientos en favor de la «pureza social» del siglo xix, David Pivar dice:
Las mujeres de clase media eran muy exigentes en materia de higiene y lim­
pieza y temían los contagios, que situaban en los suburbios pobres y en las ca­
lles. Los trajes largos que se arrastraban por el suelo recogían barro, polvo y
gérmenes introduciéndolos en el hogar. Las ropas confeccionadas eñ los talleres
domiciliarios penetraban én los hogares de clase media. No bastaba cerrar la
puerta para cortar el paso a la enfermedad. Si querían proteger su hogar, las
mujeres no podían recluirse entre sus paredes; estaban obligadas a hacer más
«habitable» la comunidad. Sólo un avance en el campo de la salud y la moral
públicas podía garantizar la seguridad del hogar.
Las médicas se incorporaron en proporción desmesurada a los
servicios sanitarios (en parte porque a una mujer le era más fácil tra­
bajar en la sanidad pública que abrir su propia consulta privada). Las
bases del movimiento en favor de la sanidad pública estaban integradas
en gran parte por mujeres (de clase media alta) y mantenían estre­
chos vínculos con el movimiento contra el consumo de bebidas alcohó­
licas y el movimiento sufragista.
La ofensiva de la clase media: el control de la natalidad
La sanidad pública siempre fue respetable, en cambio el .movi­
miento en favor del control de la natalidad nació en la poco recomen­
dable compañía de anarquistas, socialistas y feministas extremistas.
Emma Goldman fue encarcelada por dar charlas sobre el control de
la natalidad y la joven Margaret ’Sanger lo defendió en su revista fe­
minista socialista The Wornan Rebel [La mujer rebelde]. Al princi­
pio, otras reformadoras y reformadores de clase media veían el con­
trol de la natalidad como un perverso proyecto encaminado a «supri­
mir el castigo del vicio» y «degradar a la esposa a la categoría de
prostituta».
Pero cuando el movimiento maduró bajo la dirección personal de
Margaret Sanger y consiguió el apoyo de miles de mujeres de clase
media y clase alta, empezó a resultar francamente atractivo para los
intereses egoístas de la clase media alta. A finales de la década de
1910, Sanger ya atribuía a la superpoblación todos los problemas de
la humanidad —la guerra, la pobreza, la prostitución, el hambre, la
debilidad mental —y culpaba directamente de ella a las mujeres:
Al mismo tiempo que erigía inconscientemente los cimientos de las tiranías
y abastecía de material humano las conflagraciones raciales, la mujer también
creó inconscientemente los arrabales, llenó los manicomios de locos y los asilos
de otros deficientes. Reabasteció las filas de las prostitutas, proporcionó material
humano a los tribunales y presos a las cárceles. Su actuación no podría haber
sido más eficaz de haber planificado deliberadamente este trágico resultado en
términos de despilfarro y miseria humanas.

Y por si no quedaba claro qué mujeres eran las responsables, San­


ger escribió en 1918 que «todos nuestros problemas son consecuen­
cia de la excesiva fecundidad de la clase obrera».
El control de la natalidad ofrecía la posibilidad de establecer un
control tanto cualitativo como cuantitativo sobre la población. «Más
hijos de las personas capacitadas, menos de las no capacitadas, tal es
el principal objetivo del control de la natalidad», declaró Sanger en
1919. Lo que no quedaba n^da claro era quiénes eran concretamente
las personas capacitadas y las no capacitadas, y cómo se impodría eí
control de la natalidad a un grupo y se impediría su utilización por
el otro. Margaret Sanger por regla general limitó su definición de
«incapaces» a los deficientes mentales (definidos según los resultados
de los tests de inteligencia recién inventados), pero algunos de sus
colaboradores en la Liga Norteamericana de Control de la Natalidad
(American Brith Control League) eran declaradamente racistas.
Guy Irving Burch, funcionario del Comité Nacional sobre Legisla­
ción Federal en favor del Control de la Natalidad creado por Sanger,
explicó así su interés por el control de la natalidad:
Mi familia desciende por ambas partes de antiguos colonos y pioneros y yo
he colaborado durante muchos años con la Coalición Americana de Sociedades
Patrióticas (American Coalition of Patriotic Societies) a fin de impedir el des­
plazamiento del pueblo americano por gentes de raza negra o extranjera, ya sea
como resultado de la inmigración o debido a una natalidad exageradamente alta
entre otras razas en nuestro país.
Otro prom otor del control de la natalidad insistía en que «para
defenderse del llamado "peligro amarillo"», los Estados Unidos debe­
rían «difundir información sobre el control de la natalidad en el ex­
tranjero y reducir el número de habitantes de esos pueblos cuya re­
producción incontrolada es un peligro para la paz internacional».
Unos cuanto médicos con visión de futuro se unieron a la cam­
paña con la intención de lograr que los anticonceptivos fueran acep­
tados por la clase media a base de señalar su potencial como méto­
dos de control demográfico. En su discurso de investidura como pre­
sidente de la Asociación Americana de Medicina, en 1912, el doctor
Abraham Jacobi se declaró partidario del control de la natalidad, que
justificó citando la elevada fertilidad de los inmigrantes y los costes
cada vez más elevados de los servicios sociales. El doctor Robert Di-
ckinson, un ginecólogo y uno de los más firmes aliados de Margaret
Sanger entre la clase médica, en 1916 invitó a sus colegas a «ocuparse
de este asunto [el control de la natalidad] y no dejarlo en manos de
los radicales.» Con la ayuda de hombres como el doctor Dickinson,
la señora Sanger consiguió poner en marcha los primeros centros de
control de la natalidad, localizados —muy coherentemente— en los
barios bajos de la ciudad de Nueva York.
Los métodos anticonceptivos no quedaron legalizados hasta que
los tribunales dictaminaron en 1938 que los médicos podían importar,
remitir por correo y recetar dispositivos para él control de la nata­
lidad. Esto representó un importante progreso para las mujeres y
gran parte del mérito por este avance corresponde a Margaret Sanger,
que luchó por él con gran valor y firmeza.
Queremos dejar bien clara nuestra postura sobre este tema. En
nuestra opinión todas las mujeres de todas las clases y grupos étnicos
deberían tener acceso al control de la natalidad sin restricciones. No
suscribimos la idea de que el control de la natalidad es liberador para
algunas mujeres, pero un «genocidio» para otras. Nuestras críticas van
dirigidas contra las posiciones que adoptó el movimiento en favor del
control de la natalidad para conseguir sus propósitos. Al haber adop­
tado una posición racista y clasista, incluso la victoria final del movi­
miento en favor del control de la natalidad resulta dudosa.
Sin embargo no podemos dejar de preguntarnos si el movimiento
en favor del control de la natalidad podría haber salido adelante de
otro modo, ha dado el contexto de la sociedad estadounidense de la
época. ¿Si el movimiento hubiera defendido la anticoncepción con ar­
gumentos exclusivamente feministas, habría podido conseguir él poder
o la influencia necesarios para triunfar? Algo parecido podríamos
preguntarnos en relación al movimiento en favor de la sanidad pública:
¿Se habría logrado alguna reforma sanitaria si éstas no hubieran fa­
vorecido directamente los intereses dé los ricos y los poderosos? Evi­
dentemente es imposible responder a estos interrogantes, pero él dile­
ma que plantean pone de relieve la ambigüdad fundamental de las
reformas en una sociedad generalmente opresiva.
Las m ujeres «redimen» a otras mujeres
El movimiento en favor de la sanidad pública nunca consiguó po­
ner en cuarentena a todos los habitantes cargados de gérmenes que
poblaban los barrios bajos y el movimiento en favor del control de
la natalidad tampoco vio cumplido su propósito de «purificar» la raza.
De hecho, las medidas de sanidad pública hicieron más habitables
las ciudades, tanto para los pobres como para los ricos, y el control
de la natalidad, irónicamente, afectó sobre todo el crecimiento demo­
gráfico de las propias clases medias y altas. Indiscutiblemente, debe­
mos muchísimo a las masas de mujeres que participaron en estos dos
movimientos cualesquiera que fuesen sus motivaciones. Lo triste es
que los movimientos de reforma contribuyeran a acentuar la divi­
sión de las mujeres según su pertenencia de clase: imas (las muje­
res de clase media y clase media alta) eran las reformadoras, las otras
Gas mujeres de clase obrera) las reformadas.
Las reformadoras eran mujeres que no aceptaban la vida de inú­
til ocio que se exigía a una «dama». Querían hacer algo, buscaban un
proyecto a la altura de su desaprovechada sensibilidad moral y preo­
cupación social. Para muchas este proyecto fue la gran tarea de «re­
dimir» a las mujeres trabajadoras. La sanidad pública y el control de
la natalidad eran los aspectos más impersonales de la campaña, pero
a través de ella muchas reformadoras tuvieron contacto directo con
las mujeres pobres. Las mujeres integradas en la campaña contra el
vicio intentaron reformar a las prostitutas; las asistentas sociales acu­
dían a los suburbios para enseñar economía doméstica y los «valores
norteamericanos» a las mujeres pobres; los clubs de mujeres crearon
grupos de discusión sobre temas éticos para las jóvenes trabajadoras.
Según se desprende de los manuales de economía doméstica de la
época, incluso las mujeres que permanecían en sus casas tenían la
responsabilidad redentora de instruir a sus criadas en m ateria de hi­
giene y moral y prepararlas para qué fueran «buenas esposas».
Las activistas de clase media alta <Je la última década del siglo xix
y principios del xx muy poco tenían que ver con sus hermanas que
continuaban tendidas en sus divanes, recluidas en su cuarto de enfer­
mas o curándose en un balneario medicinal. Habían rechazado la ideo­
logía médica que las definía como personas enfermas y las condena­
ba a la inactividad. Pero todo indica que sólo obtuvieron su «liber­
tad» con la condición de que siguieran manteniéndose fieles a los in­
tereses de su clase y adoptaran papeles sociales que en lo esencial
eran una prolongación del papel de esposa y madre, ya fuera como
asistentas sociales o como «redentoras» voluntarias. En estos pape­
les de transm isoras del evangelio de la higiene, la sanidad pública, la
economía doméstica, etc., esas mujeres debían adoptar forzosamente
una actitud paternalista, y a veces antagónica,'en sus relaciones con
las mujeres pobres.
El problema de la salud —la salud de las mujeres y la salud fami­
liar—, que podría haber unido a las mujeres de las distintas clases
sociales, acabó dividiéndolas en reformadoras por una parte y «pro­
blemas» por otra. Las mujeres de clase media alta no se enfrentaron
con la profesión médica que las había aprisionado y había rechazado
a las mujeres pobres; no se unieron con éstas para crear un movimien­
to capaz de reivindicar un solo criterio de salud y de asistencia sanita­
ria para todas las mujeres. En los movimientos en favor de la sanidad
pública y del control de la natalidad esas mujeres se aliaron con los
médicos contra el peligro que representaban los pobres.
Pero no queremos crear la impresión de que las mujeres de cla­
se media alta simplemente se dejaron «desviar», por consideraciones
ideológicas, de la tarea de crear un movimiento de salud para., y con
la participación de, todas las mujeres. Es cierto que las mujeres de
toaos los grupos sociales pueden encontrar una factor potencial de
unidad en torno a las experiencias biológicas que les son comunes.
Y también en cierto que la ideología médica — tanto en forma de
teoría «científica» como de creencias populares— hizo todo lo posi­
ble por negar esa generalidad de la experiencia de las mujeres y las
dividió en enfermas (o vulnerables) y «portadoras de enfermedades»
(o peligrosas). Pero los hombres — o las mujeres— de las clases aco­
modadas no habrían aceptado nunca esta ideología si no hubiera te­
nido un fundamento en la realidad económica.
Las situaciones de las mujeres de las clases que hemos considerado
eran complementarias en muchos aspectos. Las mujeres de clase alta
y clase media no habrían podido gozar del tiempo libre necesario
para ser inválidas, o reformadoras, sin la explotación de las gentes tra­
bajadoras (incluidas las mujeres y los niños); no habrían podido elu­
dir las tareas domésticas sin el trabajo de las sirvientas y de las
obreras de tas fábricas de confección y de otros utensilios domésti­
cos que antes se hacían en casa. Los mitos médicos y los temores bio­
lógicos no crearon las diferencias de clases entre las mujeres; úni­
camente les dieron credibilidad «científica».
NOTAS SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL

Han transcurrido ya cien años desde los tiempos de las ovarioto-


mías indiscriminadas, la histeria y la invalidez forzosa. La teoría mé­
dica ya no afirma que algunas mujeres son personas congénitamente
enfermas, en tanto que otras son potenciales portadoras de enferme­
dades. Sin embargo, en algunos aspectos importantes, la relación en­
tre las mujeres y el sistema médico ha cambiado muy poco y tal vez
nada.
Las mujeres de clase alta y media siguen constituyendo una «casta
de clientes» para la profesión médica. Por un sinfín de razones rela­
cionadas con su función reproductora, las mujeres continúan visitan­
do a los médicos e ingresando en los hospitales con mucha mayor
frecuencia que los hombres. Aunque ya no se describe explícitamente
como una enfermedad, el embarazo sigue siendo tratado como un
problema médico, exactamente en las mismas instalaciones y con el
mismo personal empleado para tratar los trastornos realmente pato­
lógicos. El parto ya no obliga a una prolongada reclusión, pero sigue
siendo —más que nunca— una hecho quirúrgico que escapa al con­
trol de las mujeres. Las irregularidades en la menstruación han de­
jado de representar verdaderos desastres, pero los médicos se apre­
suran a ofrecer con exagerado celo costosos «tratamientos» hormo­
nales. Y si bien la menopausia ha dejado de ser motivo para recetar
reposo absoluto durante el resto de la vida de una mujer, todavía se
describe a los estudiantes de medicina como «el trastorno endocrino
más grave después de la diabetes», «curable» evidentemente con un
costoso tratam iento a base de estrógenos. Y aunque es muy posible
que los alegres tiempos de los pioneros de la cirugía hayan pasado de­
finitivamente, algunos médicos, como Robert McCleery en One Life,
One Physician [Una vida, un médico] (1971), reconoce que aproxima­
damente la m itad de las histerectomías realizadas en los Estados Uni­
dos (y posiblemente una gran proporción de las mastectomías radi­
cales * realizadas en todo el mundo) son innecesarias.
De hecho, es posible que la dependencia de las mujeres con res­
pecto a los médicos (y por tanto también la dependencia de los mé­
dicos con respecto á las mujeres) haya aumentado desde principios
de siglo. Los médicos han ido copando cada nuevo derecho sexual
o reproductivo a medida que se iban concediendo y actualmente con­
trolan el aborto y casi todos los métodos anticonceptivos seguros.
Incluso la falta de respuesta sexual —la reacción «natural» de nuestras
bisabuelas— se ha convertido en un problema médico, con sus «clí­
nicas» de sexualidad y su gama particular de especialistas médicos.
* La mastectomía es la extirpación quirúrgica de la mama. En algunos casos también llega a afec­
tar los músculos de la parte superior del brazo.
Todavía subsisten profundas diferencias de clase en las relaciones
de las m ujeres con el sistema médico. En el mercado de servicios mé­
dicos, millones de mujeres —muchas más que las clasificadas como
«pobres» en las estadísticas— no pueden costearse ni los servicios
preventivos más esenciales y no digamos ya los tratamientos de lujo.
La distribución fragmentaria de los servicios sanitarios para las mu­
jeres de bajos ingresos —un dispensario de enfermedades venéreas
aquí, un centro de planificación familiar allá, y casi en ninguna parte
un centro general de salud a precios asequibles— demuestra que to­
davía se las considera más como problemas sanitarios que como se­
res humanos que requieren una atención médica individualizada. Esto
es particularm ente cierto en el caso de las mujeres negras, portorri­
queñas y chicanas. Las mujeres del Tercer Mundo, que antes entra­
ban en la categoría de las «razas inferiores» conjuntamente con italia­
nas, polacas y otras inmigrantes, constituyen ahora casi el único blan­
co de medidas de control de población tales como la esterilización
involuntaria.
Podríamos continuar buscando similitudes entre los últimos años
del siglo xix y los primeros del xx y nuestra época, pero todavía nos
parecen más chocantes las diferencias. La situación de los médicos
y también la de las mujeres ha cambiado drásticamente. Los tiem­
pos del ocio total han terminado para las mujeres, incluso para las
de clase media alta. Cada vez es mayor el número de mujeres que
trabajan fuera de casa y también ha desaparecido el servicio domés­
tico. La m ujer que trabaja fuera de casa tiene dos ocupaciones, una
como trabajadora asalariada y otra no remunerada como ama de casa
y madre. Incluso el ama de casa más rica y «desocupada» debe mos­
trarse saludable y activa en todo momento, debe ser capaz de hacer
de chófer de sus hijos, administrar la casa y actuar como gentil es­
posa y anfitriona con las relaciones de su marido. Un ama de casa de
clase trabajadora resumió la situación en una frase que podríamos
suscribir casi todas: «A veces quisiera estar enferma, pero no tengo
tiempo», le dijo a un sicólogo.
Y los médicos tampoco parecen tener tiempo de ocuparse de nues­
tras enfermedades. Según criterios actuales, a finales del siglo xix
había demasiados médicos en las ciudades. La competencia era encar­
nizada y existían poderosos motivos para exagerar los cuidados pro­
digados a las mujeres enfermas y para detectar enfermedades imagi­
narias en las mujeres sanas. Pero en la primera década de este siglo
la profesión médica obtuvo el derecho legal de controlar a quienes la
practicaban, imponiendo unos ciertos niveles a las escuelas de medi­
cina, cerrando las escuelas que no se ajustaban a sus criterios, etc.
(Véase la prim era parte de este cuaderno, «Sobre brujas, comadronas
y enfermeras».) Al cierre de las escuelas de medicina en las décadas
de 1910 y 1920 siguieron varias décadas de presión parlamentaria de
la Asociación Americana de Medicina para impedir la concesión de
ayudas federales a las escuelas de medicina, que acabaron creando
una penuria de médicos de cabecera. Actualmente sólo un reducido
número de médicos basan su actividad en el cuidado íntimo de un
reducido círculo de gentes adineradas. La mayoría distribuyen sus su­
perficiales atenciones entre un amplio número de personas de clase
media y clase obrera. El resultado es la consulta ginecológica de diez
minutos, el chequeo anual de quince minutos (éste es el tiempo fi­
jado para estos servicios en uno (Je los consultorios colectivos más
importantes y con mejor reputación de la zona de Nueva York) y en
estas rápidas visitas se reduce al mínimo el diálogo entre médico y
paciente.
Por tanto, para la mayoría de nosotras, la relación íntima y pa­
ternalista entre médico y paciente característica del siglo xix se ha
convertido prácticamente en una curiosidad histórica. La enfermedad
ya no encaja con nuestros papeles sociales y tampoco existe la posi­
bilidad práctica de estar enfermas dada la escasez de médicos. Nues­
tra imagen médica ha dado un giro de cas| '180° desde los tiempos
de la invalidez femenina. Dado que la esperanza de vida es mayor para
las mujeres que para los hombres, con menor incidencia de las afec­
ciones cardíacas, los infartos y el cáncer de pulmón, nosotras estamos
consideradas ahora como el sexo «más fuerte» y los manuales popu­
lares de salud nos prodigan consejos sobre la manera de mantener
vivos y sanos a nuestros maridos. Y como siempre, los cuidados mé­
dicos que recibimos contribuyen a reforzar nuestro papel social, sólo
que ahora nos corresponde trabajar (en las tareas domésticas o en
otras cosas) y no ser mimadas inválidas.
Cuando xm médico no consigue detectar enseguida la causa orgánica
de una dolencia de una mujer, se apresura a sospechar un origen psi-
cosomático, es decir, úna «comedia». Un estudio realizado en 1973 por
dos médicos, Jean y John Lennane, y publicado en una prestigiosa re­
vista médica, llegaba a la siguiente conclusión:
La dismenorrea (dolores menstruales), los vómitos durante el embarazo, los
dolores del parto y las perturbaciones infantiles de la conducta se consideran
habitualmente como trastornos provocados o agravados por factores psicógenos.
Aunque los datos científicos existentes señalan claramente la intervención de cau­
sas orgánicas, la aceptación de un origen psicógeno ha desembocado en actitu­
des irracionales e ineficaces en el tratamiento de estos problemas. Toda vez que
se trata de trastornos que sólo afectan a las mujeres, las confusas explicaciones
que caracterizan la bibliografía sobre el tema podrían estar determinadas por
una forma de prejuicio sexual.

La profesión médica contribuyó a crear la concepción popular de


las mujeres como personas enfermizas; ahora parece haber cambiado
de chaqueta y culpa a las víctimas de la enfermedad. Las pacientes
son consideradas personas maniáticas, demasiado preocupadas por
ellas mismas y supersticiosas. Se recurre a los calmantes para que
sigamos trabajando cuando no se consigue encontrar una solución mé­
dica rápida para nuestros males. ¿Cuántas veces hemos ido al mé­
dico sintiéndonos enfermas y hemos salido de allí creyéndonos locas
después de recibir un diagnóstico de «trastornos psicosomáticos»?
De hecho, la tendencia de los médicos a atribuir un origen psico-
somático a nuestras molestias revela que la concepción médica de las
mujeres en realidad no ha pasado de consideramos personas «enfer­
mas» a conceptuamos como «sanas»; en vez de «físicamente enfermas»
ahora se nos considera «mentalmente enfermas». En lá actualidad, la
noción sexista de la imperfección fundamental de la m ujer es susten­
tada sobre todo por la psiquiatría, mucho más que por la ginecología.
En la teoría psicoanalítica clásica no existe la m ujer mentalmente
sana: la m ujer ambiciosa que no se contenta con su papel de esposa
y madre aparece como una neurótica que rechaza su feminidad, en
tanto que la m ujer que sólo desea estar con su familia puede ser con­
siderada «infantil». Ambas pueden llegar a provocar enfermedades
en las personas que las rodean. Las mujeres ambiciosas pueden «cas­
trar» a los hombres y las madres demasiado devotas pueden «transmi­
tir» sentimientos de culpabilidad y dependencia a sus hijos varones.
Entre otras cosas, el resultado, como señala Phyllis Chesler en su libro
Women and Madness [Mujer y locura] (1972), es que las mujeres tie­
nen más probabilidades de ser encerradas en hospitales psiquiátricos
que los hombres.
En general, la corriente principal de la teoría psicológica sigue afir­
mando que las mujeres de clase media no deberían salir de casa, aun­
que por distintas razones. En el pasado, la ginecología justificó la
reclusión de las mujeres en el hogar apelando a su supuesta debili­
dad física y su incapacidad para las actividades exteriores. En cam­
bio, ahora que las mujeres de clase media por fin tienen la fortaleza
física necesaria para trabajar fuera de casa, se Ies dice que sus hijos
son demasiado «delicados» para vivir sin ellas. La psicología ha «des­
cubierto» que los niños necesitan una atención m aternal individualiza­
da hasta los tres años por lo menos (!). La que lleva su hija o hijo
a una guardería o contrata a una canguro la/o expone supuestamente
al riesgo de neurosis permanente. (Los pediatras añaden que las guarde­
rías son un im portante centro de propagación de enfermedades in­
fecciosas.) Conque ahora son las hijas o hijos pequeños de la m ujer
de clase media quienes son demasiado «delicados» para soportar el
«mundo exterior» de las guarderías, canguros y grupos de tiempo li­
bre. En cambio, los hijos de las madres que reciben subsidios fami­
liares * —m ujeres que deberían salir a trabajar según los criterios mo­
rales vigentes— tienen la resistencia emocional suficiente para sopor­
tar hasta la más despersonalizada guardería de tipo industrial.
No puede dejar de admiramos la plasticidad de una «ciencia»
médica capaz de ajustar sus teorías de acuerdo con la edad, el sexo
o la clase social, en consonancia con las necesidades del momento.
Sin duda, la ciencia, para ser ciencia, debe transform ar sus teorías
para dar cabida a los nuevos datos. Lo sorprendente de la «ciencia»
médica, cuando trata de las mujeres, es que las teorías evolucionan eñ
completo acuerdo con las necesidades de la ideología machista do*
minante.

* En los Estados Unidos, y también en Inglaterra y otros países, las madres solteras o abando­
nadas por el marido y que tienen dificultades económicas reciben una ayuda del Estado de
acuerdo con el número de hijos a su cargo. Las condiciones impuestas para recibir esta ayuda
(no tener relaciones, permanentes o esporádicas con ningún hombre, por ejemplo) han provocado
movimientos de protesta en los que ha participado el movimiento feminista. Al igual que otros
subsidios sociales (subsidio de paro), esta ayuda a las mujeres con hijos a su cargo es muy
criticada por los sectores conservadores. (N, de la T.)
¿Y AHORA QUÉ?

Algunas conclusiones

— El sistema médico no es sólo una industria de servicios. Consti­


tuye un poderoso instrumento de control social, que sustituyó a la
religión organizada como fuente principal de la ideología sexista y
como institución capaz de imponer unos papeles sexuales. Evidente­
mente no es el único reducto del sexismo institucional en nuestra
sociedad; el sistema educativo puede ser igual o incluso más impor­
tante. Pero posee la autoridad exclusiva de dictaminar quién está en­
fermo y quién está sano, quién es normal y quién no lo es. El su­
puesto fundamento científico de la medicina da credibilidad a estos
dictámenes aunque, como hemos visto, éstos no tienen ningún fun­
damento biológico consistente. En cierta época, las mujeres de deter­
minada clase social estaban consideradas uniformemente como per­
sonas enfermas, en tanto que las mujeres de otra clase social estaban
catalogadas uniformemente como personas sanas aunque potenciales
portadoras de enfermedades que transmitían a los demás. Actualmente,
todas estamos sanas o al menos gozamos de suficiente salud para
trabajar; nuestras enfermedades son «sólo mentales». Nuestros papeles
sociales, y nuestra biología innata, determinan nuestro estado de sa­
lud. La medicina no inventa nuestros papeles sociales; se limita a
presentárnoslos como si fueran nuestro destino biológico.

— Como feministas nos oponemos totalmente al sistema médico


por su condición de fuente de ideología sexista. Pero al mismo tiempo
dependemos totalmente de la tecnología médica para acceder a las
más básicas y elementales libertades que precisamos como mujeres:
libertad de los embarazos no deseados, libertad de las dolencias físicas
crónicas. Puede repugnamos el descarado sexismo de algunos médicos
y puede enfurecemos el sexismo sofisticado que nos quieren hacer
pasar como teoría médica, pero son nuestra única posibilidad de con­
seguir abortos, diafragmas, antibióticos e intervenciones quirúrgicas
esenciales.
Nuestra total dependencia física de la tecnología médica todavía
refuerza el poder del sistema médico como fuente de ideología sexista.
Nos tienen cogidas por los ovarios, como si dijéramos. Demasiado a
menudo las mujeres aceptan humildemente los juicios ideológicos del
médico («estás enferma», «tienes manías», «estás histérica», «no eres
normal», etc.) como el precio a pagar por las libertades tecnológicas
que consiguen extraer al sistema. Y las que ahora empezamos a dar
un poco por sentadas estas libertades, a veces exageramos la actitud
contraria rechazando la teconología en sí porque no soportamos el
envoltorio ideológico con que nos llega.
— Parecemos estar cogidas, pues, entre dos exigencias contradicto­
rias. El sistema médico posee algo que nosotras queremos, que nos es
indispensable para vivir, ¿pero podremos conseguirlo en las condicio­
nes que nosotras queremos? Cuando planteamos reivindicaciones al
sistema médico o a una institución sanitaria en concreto, ¿qué estamos
pidiendo en realidad? ¿Queremos simplemente «más servicios», cuan­
do cada uno de ellos lleva implícito un mensaje de opresión? ¿Cuan­
do esos servicios pueden tener poca relación con nuestras verdaderas
necesidades y de hecho pueden prescindir de ellas o sustituirlas por
necesidades médicamente prefabricadas?
Es evidente que nuestras reivindicaciones deben trascender el nivel
meramente cuantitativo. Queremos más que «más»; queremos un nuevo
estilo y un nuevo contenido en la práctica médica relacionada con
las mujeres. Y sin embargo no debemos perm itir que la preocupa­
ción por los detalles ideológicos nos haga olvidar que sólo el «más»
sigue siendo crucial —una cuestión de supervivencia— para millones
de m ujeres que aún carecen de la atención médica y los servicios
preventivos más elementales y que no podrán funcionar plenamente
como mujeres hasta que los obtengan.
— Sólo en el contexto de nuestra ambivalencia frente al sistema
médico podremos valorar plenamente la importancia histórica del
movimiento de autoexamen y autoconocimiento (self-help).
El self-help, que da prioridad al autoexamen y al conocimiento
del propio cuerpo, es un intento de apropiación de la tecnología sin
aceptar también la ideología. El self-help puede ampliarse tanto como
nuestra imaginación y nuestros recursos lo permitan. Podría ir mu­
cho más allá del autoexamen e incluir el tratam iento no profesional
(aunque en manos de personas preparadas) de muchos problemas co­
rrientes: asistencia no profesional durante el embarazo y el parto,
abortos no profesionales, etc. Pero aunque nuestra imaginación no
tiene límites, nuestros recursos son limitados. Si queremos ocuparnos
de atender todos los problemas —y no sólo los poco complejos tras­
tornos de la juventud— de todas las mujeres —y no ocuparnos sólo
de aquellas que disponen de tiempo libre para participar en proyec­
tos de self-help— volvemos a topar con el sistema médico, con su
cara y compleja teconología.
De hecho, la utilidad del self-help queda de manifiesto precisamen­
te en este enfrentamiento. Nos da valor y argumentos para reivindi­
car lo que necesitamos y no lo que otros creen que deberíamos reci­
bir. Nos proporciona una visión de lo que podría representar la aten­
ción médica, de un sistema que no satisfaciera nuestras necesidades a
costa de nuestra dignidad.
El self-help no constituye una alternativa que perm ita eludir el
enfrentamiento con el sistema médico y la exigencia de una reforma
de las instituciones sanitarias existentes. El self-help, o más general­
mente, el autoconocimiento, es vital para llevar adelante ese enfren­
tamiento.
— La salud como problema feminista puede llegar a franquear las
divisiones raciales y de clase. El sistema médico, más que ninguna
otra institución de nuestra sociedad, nos reduce a una categoría bio­
lógica sin tener en cuenta nuestras ocupaciones, estilos de vida e in-
media adopten una actitud misionera o de «organizadoras» de refor­
mas sanitarias con respecto a las mujeres pobres y obreras es muy
remota, pues las mujeres de clase media empiezan a ser intensamente
conscientes de su propia opresión dentro del sistema médico. El desa­
rrollo de la conciencia feminista nos ofrece por primera vez la oportu­
nidad de crear un movimiento de masas realmente igualitario en favor
de la salud de la mujer.
Pero sería ingenuo pensar que el hecho de que todas las mujeres
sufran el mismo sexismo médico significa que todas tengan las mis­
mas necesidades y prioridades en el momento presente. Aunque menos
marcadas que hace ochenta años, las diferencias de clase en el trata­
miento médico que se ofrece a las mujeres siguen siendo muy reales.
En el caso de las mujeres negras, el racismo médico con frecuencia
es aún más grave que el sexismo médico y llega a enmascararlo.
Y para las mujeres pobres de todos los grupos étnicos, el problema
de conseguir servicios de todo tipo prevalece frecuentemente sobre
cualquier preocupación de orden cualitativo. Y todas, excepto las más
ricas, siempre vivimos con la constante preocupación de lograr una
atención médica que cumpla las más mínimas condiciones de com­
petencia técnica, dejando en un segundo plano los problemas secun­
darios de la dignidad y la cortesía.
Un movimiento que reconoce nuestra similitud biológica pero nie­
ga la diversidad de nuestras prioridades no puede ser un movimiento
para la salud de la mujer, sino sólo un movimiento para la salud de
algunas mujeres. Por ejemplo, es importante reivindicar una asistencia
más respetuosa y que perm ita una mayor participación en el mo­
mento del parto. Pero priorizar la reivindicación de que se nos permita
vivir el parto en toda su hermosa plenitud —mientras miles de mu­
jeres no reciben una alimentación adecuada durante el embarazo o
no tienen acceso a los medios para evitar un embarazo no deseado—
no sólo es ingenuo sino también cruel.

— No cuesta mucho decir que debemos reconocer la diversidad


de las necesidades de las mujeres y que las reivindicaciones que plan­
teemos al sistema médico deben abarcar la más amplia gama posible
de experiencias de las mujeres. Pero en cuanto empezamos a plan­
tear exigencias que van más allá de los servicios mínimos vitales (anti­
concepción, prevención del cáncer, etc.) entramos en terreno resbala­
dizo. ¿Hasta qué punto son reales y no prefabricadas nuestras «nece­
sidades»? Por ejemplo, en nuestra cultura el tratamiento médico del
embarazo sin duda acentúa nuestras ansiedades ante el hecho de
estar encinta, y esa ansiedad puede transform ar un malestar secunda­
rio en la apremiante necesidad de asistencia médica. La «necesidad»
es perfectamente real en ese momento, pero en cierto sentido es un
hecho artificial, prefabricado para aum entar nuestra dependencia del
sistema médico. Igualmente, en un plano más general, el mismo desco­
nocimiento de nuestros cuerpos nos obliga a buscar información y
palabras tranquilizadoras cuando no precisamos ningún tratamiento
médico propiamente dicho —otro ejemplo de dependencia prefabri­
cada.
Por otra parte, pese a toda la indignación ante el hecho de ser
tratadas como casos «psicosomáticos» cuando nos sentimos realmente
enfermas, no podemos descartar la posibilidad de que muchas muje­
res recurran a la enfermedad como una manera de escapar a su opre­
sión como esposas y como trabajadoras. Estás mujeres no mienten ni
intentan engañar a nadie. Nuestra cultura fomenta la expresión de la
resistencia como «enfermedad», del mismo modo que nos alienta a
considerar la rebelión como una reacción «malsana». La opresión es
real; la resistencia es real; pero la enfermedad es prefabricada.
¿Hasta qué punto son reales entonces las «enfermedades» de las
mujeres? ¿Hasta dónde es una necesidad biológica y hasta dónde un
artificio social nuestra dependencia del sistema médico? Antes hablá­
bamos de la contradicción entre nuestro rechazo de la ideología médi­
ca y nuestra auténtico necesidad de la teconología médica. ¿Pero has­
ta qué punto es auténtica esa necesidad? ¿Estamos tan obnubiladas por
la ideología (que, en uno u otro sentido siempre nos considera en­
fermas) para no ser capaces de definir nuestras necesidades?
El movimiento de mujeres ha tenido una actitud absolutamente
ambivalente al respecto. Algunas feministas querrían negar incluso
que sufrimos trastornos particulares por el hecho de ser mujeres; para
ellas los dolores menstruales, los mareos y vómitos del embarazo, etc.,
son todas reacciones de origen cultural, «curables» con una dosis de
autoconciencia y un breve cursillo de fisiología. Otras feministras, en
cambio, parecen absolutamente obsesionadas por los sufrimientos
menstruales, la depresión postparto y la menopausia. Y hay quienes
piensan que el embarazo y el parto son tan peligrosos y degradantes
que deberíamos negarnos a tener hijos hasta que puedan incubarse
en probetas. Y finalmente, hay feministas para quienes el embarazo y
el parto son tan sanos y gratificantes que constituyen la experiencia
culminante en la vida de una mujer. ¡Parecemos oscilar entre las acu­
saciones contra el sistema médico por tratarnos como enfermas y
el reproche de que los médicos no comprenden que realmente sufri­
mos mucho!
El problema es que todo lo que digamos puede ser, y es, utilizado
en contra nuestra. Si decimos que la menstruación es dolorosa y an­
gustiante se impedirá arbitrariamente el acceso de las mujeres a pues­
tos que exijan concentración y responsabilidad. Si decimos que es una
bagatela y que siempre nos sentimos físicamente tan en forma como
se supone que se sienten los varones, se obligará a las mujeres a le­
vantar los mismos pesos y a trabajar jomadas tan largas como las que
se exigen a los varones sin tener en cuenta las reacciones físicas de
cada cual. Si decimos que los últimos meses del embarazo son difí­
ciles, nos despedirán en cuanto se nos empiece a notar el bombo. Si
decimos que «el embarazo no es una enfermedad», nos obligarán a
trabajar ocho horas diarias cinco días a la semana hasta el momen­
to del parto. La subvaloración o exageración de nuestras necesidades
como mujeres encierra graves peligros para todas nosotras.

— No existe una «línea correcta» cuando se trata de nuestros


cuerpos. No tenemos manera de determinar nuestras «verdaderas»
necesidades, nuestra «verdadera» fuerza y nuestras «verdaderas» fla­
quezas en el contexto de una sociedad sexista, como tampoco tene­
mos manera de llegar a desentrañar en qué consiste realmente la
«naturaleza mujeril». ¿Cómo llegar a «conocernos» si las únicas imá­
genes que tenemos de nosotras son imágenes forjadas por una socie­
dad de opresión?
No podemos llegar a reconciliarnos con nuestros cuerpos, en el
marco de cualquier «subcultura» femenina que intentemos crear, por­
que en el fondo lo que está en juego no son nuestros cuerpos. El
problema no es la biología, sino el poder bajo todas las manifesta­
ciones en que nos afecta. Podríamos discutir interminablemente, por
ejemplo, sobre si la tensión premenstrual es «real» o psicosomática,
sobre si los últimos meses del embarazo son vigorizantes o debilita­
dores. Pero el verdadero problema es: ¿Quién decide sobre las con­
secuencias? Podríamos enfrentam os en un debate sobre el culto al
embarazo, sobre si tener «hijos-probeta» sería más «sano» o más libe­
rador que el embarazo y el parto naturales. ¿Pero quién decide qué
opciones están realmente a nuestro alcance? Y lo que es más impor­
tante, ¿quién controla el contexto social del parto, desde la posibi­
lidad de abortar hasta la posibilidad de encontrar una guardería?
Lo cual no significa que no necesitemos más información sólida
sobre nuestra biología y nuestras necesidades en materia de salud. Sin
duda, la necesitamos. Tenemos que conocer mucho mejor los riesgos
laborales específicos de las mujeres, las verdaderas alteraciones emo­
cionales que acompañan la menstruación y el embarazo, los riesgos
potenciales de los diversos métodos anticonceptivos y muchos otros
temas ignorados o distorsionados por la medicina. Pero nuestro in­
terés por conocer mejor nuestra biología, para nuestros propios fines,
no nos debe hacer perder nunca de vista el hecho de que no estamos
oprimidas por nuestra biología, sino por un sistema social basado
en la dominación sexual y de clase.
Comprender que nuestra opresión está socialmente, y no biológi­
camente, determinada es a nuestro entender la actitud más profunda­
mente feminista y liberadora. Una acción basada en esta comprensión
supone reivindicar más que el «control sobre nuestros propios cuer­
pos». Supone reivindicar, y luchar por conquistar, el control sobre las
alternativas sociales que se nos ofrecen y sobre todas las institucio­
nes sociales que ahora definen esas alternativas.
Nota de agradecimiento
Varias personas nos han ayudado en la redacción de este texto. Ros
Baxandall, Betts Collett, Linda Friedman, Linda Gordon, Jenny Knauss,
Susanne Paul, Steve Rose, Steve Talbot y Shirley Whitney comentaron
los primeros manuscritos. Otras muchas personas aportaron sus su­
gerencias y críticas durante el proceso de elaboración. Rachel Fruchter
y Susan Reverby, en particular, dedicaron largas horas a discutir con
nosotras algunas de las ideas que aquí se exponen.
Agradecemos al equipo de The Feminist Press su paciencia y estímu­
lo, y a Donna Obojski, de la biblioteca del Oíd Westbury College, su en­
tusiasta ayuda.
Finalmente, deseamos dejar constancia de la enorme colaboración
de John Ehrenreich en la discusión de ideas, en la búsqueda de difíci­
les datos estadísticos, con sus palabras de aliento y con su participa­
ción más que proporcional en el cuidado de los niños.
Barbara Ehrenreich y Deirdre English
BIBLIOGRAFIA

Primera parte: Sobre brujas, comadronas y enfermeras

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Segunda parte: Dolencias y trastornos

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Szasz, Thomas S.: The Myth of Mental lllness. New York: Dell, 1961.
2. Sobre el contexto histórico (incluimos los textos que nos han resultado es­
pecialmente útiles tanto por sus interpretaciones como por la información que
ofrecen):

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Cott, Nancy F., ed. Root of Bittemess: Documents of the Social History of Ame­
rican Wornen. New York: Dutton, 1972.
Fruchter, Rachel Gillett: «Women’s Weakness: Consumption and Women in
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Gilman, Charlotte Perkins: The Yellow Wallpaper. Oíd Westbury, New York:
The Feminist Press, 1973. [Traducción catalana de próxima publicación en
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Higham, John’: Strangers in the Land: Patterns of American Nativism (1860-
1925). New York: Atheneum, 1971.
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New Haven: Yale University Press, 1970.
Pivar, David J.: The New Abolitionism: The Quest for Social Purity (1876-1900).
Ann Arbor: Nniversity Microfilms, 1965.
Rosenberg, Charles E.: The Cholera Years. Chicago and London: The Univer­
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Smith-Rosenberg, Carroll: «The Hysterical Woman: Sex Roles in Nineteenth
Century America.» In Social Research , 39:4 (invierno, 1972), pp. 652-78.
Vicinus, Martha, ed.: Suffer and Be Still: Women in the Victorian Age. Bloo-
mington and London: Indiana University Press, 1972.
Zaretsky, Eli: «Capitalism, the Family and Personal Life.» In Socialist Revolu-
tion, 3:13 y 14 (enero-abril, 1973), pp. 69-125. [Traducción castellana: Familia
y vida personal en la sociedad capitalista. Barcelona: Anagrama, 1978.]
3. Otros libros y artículos para quienes deseen profundizar en el tema (algunos
son de difícil localización; nosotros utilizamos para nuestras consultas las si­
guientes bibliotecas: New York Academy of Medicine Library y New York Pu­
blic Library, Main Branch, 42nd Street and 5th Avenue):

Historia social general.


Banks, J. A., y Banks, Olive: Feminism and Family Planning in Victorian En*
gland. New York: Schocken Books, 1964.
Crow, Duncan: The Victorian Woman. New York: Stein and Day, 1971.
Hofstadter, Richard: The Age of Reform . New York: Alfred A. Knopf, 1965.
Mann, Arthur: YanK.ee Reformers in the Urban Age. Cambridge, Massachus-
setts: Belknap Press, 1954.
Historias de la medicina, la sanidad pública y las enfermedades.
Graham, Harvey: Eternal Eve: The Mystery of Birth and the Customs that
Surround It. London: Hutchinson and Co., 1960.
Freud, Sigmund: Dora-An Analysis of a Case of Hysteria. New York: Collier
Books, 1963. [Traducción castellana en S. Freud, Obras Completas, tomo III,
«Análisis fragmentario de una histeria (“Caso Dora")», PP- 933-1002. Madrid:
Ed. Biblioteca Nueva, 1972.]
Rosebury, Theodor: Microbes and Moráis: The Strange Story of Venereal Di-
sease. New York: Ballantine Books, 1971.
Rosen, George: A History of Public Health. New York: M. M. Publications, 1958.
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Veith , Ilza: Hysteria: The History of A Disease. Chicago and London: The
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Otros temas.
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