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dolencias y trastornos
política sexual de la enfermedad
JldCofruátíiJvuA
Título original:
WTTCHES, MIDWIVES AND n u r s e s .
COMPLAINTS AND DISORDERS.
Traducción:
Mireia Bofill y Paola Lingua
Diseño portada:
Irene Bordoy
ISSN: 0212-3371
ISBN: 84-85627-09-1
Depósito Legal: B.29.521-1988
Impreso en Romanyá-Valls, S. A. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
NOTA EDITORIAL
Las mujeres siempre han sido sanadoras.* Ellas fueron las prime
ras médicas y anatomistas de la historia occidental. Sabían procurar
abortos y actuaban como enfermeras y consejeras. Las mujeres fueron
las prim eras farmacólogas con sus cultivos de hierbas medicinales, los
secretos de cuyo uso se transm itían de unas a otras. Y fueron también
comadrones que iban de casa en casa y de pueblo en pueblo. Durante
siglos las mujeres fueron médicas sin título; excluidas "de los libros y
la ciencia oficial, aprendían unas de otras y se transmitían sus expe
riencias entre vecinas o de madre a hija. La gente del pueblo las lla
maba «mujeres sabifes»; aunque para las autoridades eran brujas o
charlatanas. La medicina forma parte de nuestra herencia de mujeres,
pertenece a nuestra historia, es nuestro legado ancestral.
Sin embargo, en la actualidad la medicina se halla exclusivamente
en manos de profesionales masculinos. El 93 % de los médicos de los
Estados Unidos son varones y casi todos los altos cargos directivos y
administrativos de las instituciones sanitarias también están ocupados
por hombres. Las mujeres todavía son mayoritarias en la profesión —el
70 % del personal sanitario es femenino—, pero se nos ha incorporado
como mano de obra dependiente a una industria dirigida por los hom
bres. Ya no ejercemos autónomamente ni se nos conoce por nuestro
nombre y se nos valora por nuestro trabajo. La mayoría somos ahora
un simple peonaje que desarrolla trabajos anónimos y margínales: ofi
cinistas, dietistas, auxiliares técnicas, sirvientas.
Cuando se nos permite participar en el trabajo médico, sólo pode
mos intervenir en calidad de enfermeras. Y las enfermeras, cualquiera
que sea nuestra cualificación, siempre realizamos un trabajo subordina
do con respecto al de los médicos. Desde la auxiliar de enfermera, cu
yas serviles tareas se suceden mecánicamente con precisión de cadena
de montaje, hasta la enfermera «profesional», que transmite a la auxi
liar las órdenes del médico, todas compartimos la condición de sirvien
tas uniformadas bajo las órdenes de los profesionales varones domi
nantes.
Nuestra subordinación se ve reforzada por la ignorancia, una igno-
* Hemos traducido el inglés healers (de to heal: sanar o curar) por el término sanadoras/es, esto
es, personas que sanan al que está enfermo, de uso tal vez menos corriente pero con la ventaja
de estar libre de las connotaciones negativas, de superstición e ineficacia, que acompañan al con
cepto de curandera/o. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que estas connotaciones son en
gran parte ideológicas y que ambos conceptos de hecho son equivalentes en su etimología. Así,
cuando en el texto se. dice que los médicos son sólo un grupo concreto de sanadores, podría de
cirse con la misma propiedad que son un grupo de curanderos, connotaciones negativas incluidas.
(N. de la T.)
rancia que nos viene impuesta. Las enfermeras aprenden a no hacer pre
guntas, a no discutir nunca una orden. «¡El médico sabe m ejor lo que
debe hacerse!» Él es el brujo que mantiene contacto con el universo
prohibido y místicamente complejo de la Ciencia, el cual —según nos
dicen— se halla fuera de nuestro alcance. Las trabajadoras de la sani
dad se ven apartadas, alienadas, de la base científica de su trabajo. Re
ducidas a las «femeninas» tareas de alimentación y limpieza, constitu
yen una mayoría pasiva y silenciosa.
Dicen que nuestra subordinación está determinada biológicamente,
que las mujeres estamos m ejor dotadas por naturaleza para ser enfer
meras que para médicos. A veces incluso nosotras mismas intentamos
buscar consuelo en la teoría de que la anatomía nos había derrotado ya
antes de que lo hicieran los hombres, que estamos tan condicionadas
por los ciclos menstruales y la función reproductora que nunca hemos
actuado como sujetos libres y creadores fuera de las paredes de nues
tros hogares. Y además debemos enfrentam os con otro mito alimenta
do por la historia convencional de la medicina, a saber, la noción de
que los profesionales masculinos se impusieron gracias a su superiori
dad técnica. Según esta concepción, la ciencia (masculina) habría sus
tituido de form a más o menos automática a la superstición (femenina),
que en adelante quedaría relegada a la categoría de «cuentos de viejas».
Pero la historia desmiente estas teorías. En tiempos pasados las mu
jeres fueron sanadoras autónomas y sus cuidados fueron muchas veces
la única atención médica al alcance de los pobres y de las propias mu
jeres. A través de nuestros estudios hemos constatado además que, en
los períodos examinados, fueron más bien los profesionales varones
quienes se aferraban a doctrinas no contrastadas con íá práctica y a
métodos rituales, m ientras que las sanadoras representaban una visión
y una práctica mucho más humanas y empíricas.
El lugar que actualmente ocupamos en el mundo de la medicina no
es «natural». Es una situación que exige una explicación. ¿Cómo hemos
podido caer en la presente subordinación, perdiendo nuestra anterior
preponderancia?
Nuestra investigación al menos nos ha permitido averiguar una
cosa: la opresión de las trabajadoras sanitarias y el predominio de los
profesionales masculinos no son resultado de un proceso «natural», di
rectamente ligado a la evolución de la ciencia médica, ni mucho menos
producto de una incapacidad de las mujeres para llevar a cabo el tra
bajo de sanadoras. Al contrario, es la expresión de una toma de poder
activa por parte de los profesionales varones. Y los hombres no triun
faron gracias a la ciencia: las batallas decisivas se libraron mucho an
tes de desarrollarse la moderna tecnología científica.
En esa lucha se dirimían cosas muy importantes. Concretamente, el
monopolio político y económico de la medicina, esto es, el control de
su organización institucional, de la teoría y la práctica, de los benefi
cios y el prestigio que su ejercicio reporta. Y todavía es más importan
te lo que se dirime hoy en día, ahora que quien controla la medicina
tiene el poder potencial de decidir quién ha de vivir y quién debe morir,
quién será fértil y quién estéril, quién está «loca» y quién está cuerda.
La represión de las sanadoras bajo el avance de la medicina insti
tucional fue una lucha política; y lo fue en primer lugar porque forma
parte de la historia más amplia de la lucha entre los sexos. En efecto,
la posición social de las sanadoras ha sufrido los mismos altibajos que
la posición social de las mujeres. Las sanadoras fueron atacadas por su
condición de mujeres y ellas se defendieron luchando en nombre de la
solidaridad con todas las mujeres. Y, en segundo lugar, la lucha tam
bién fue política por el hecho de form ar parte de la lucha de clases.
Las sanadoras eran las médicas del puebk>, su ciencia formaba parte de
la subcultura popular. La práctica médica de estas mujeres ha conti
nuado prosperando hasta nuestros días en el seno de los movimientos
de rebelión de las clases más pobres enfrentadas con la autoridad insti
tucional. Los profesionales varones, en cambio, siempre han estado
al servicio de la clase dominante, tanto en el aspecto médico como po
lítico. Han contado con el apoyo de las universidaes, las fundaciones
filantrópicas y las leyes. Su victoria no es tanto producto de sus esfuer
zos, sino sobre todo el resultado de la intervención directa de la clase
dominante a la que servían.
Este breve escrito representa sólo un primer paso en la vasta in
vestigación que deberemos realizar si queremos recuperar nuestra his
toria de sanadoras y trabajadoras sanitarias. El relato es fragmentario
y se ha recopilado a partir de fuentes generalmente poco precisas y de
talladas y muchas veces cargadas de prejuicios. Las autcfras somos mu
jeres que no podemos calificamos en modo alguno de historiadoras
«profesionales». Hemos restringido nuestro estudio al ámbito de la his
toria de Occidente, puesto que las instituciones con que actualmente
nos enfrentamos son producto de la civilización occidental. Todavía no
estamos en condiciones de poder presentar una historia cronológica
mente completa. A falta de ello, hemos optado por centrar nuestra
atención en dps importantes etapas diferenciadas del proceso de toma
del poder médico por parte de los hombres: la persecución de las bru
jas en la Europa medieval y el nacimiento de la profesión médica mas
culina en los Estados Unidos en el siglo xix.
Conocer nuestra historia es una manera de retom ar la lucha.
BRUJERIA Y M EDICINA EN LA EDAD M EDIA
* Omitimos toda referencia a los procesos de brujería realizados en Nueva Inglaterra en el siglo xvii.
Estos procesos tuvieron un alcance relativamente reducido, se sitúan en un momento muy tardío
de la historia de la de brujas y en un contexto social totalmente* distinto del que existía
en Europa en los inicios de la caza de brujas.
Pero, de hecho, la caza de brujas no fue ni una orgía de linchamien
tos ni un suicidio colectivo de mujeres histéricas, sino que siguió pro
cedimientos bien regulados y respaldados por la ley. Fueron campañas
organizadas, iniciadas, financiadas y ejecutadas por la Iglesia y el Es
tado. Para los inquisidores, tanto católicas como protestantes, la guía
indiscutible sobre cómo llevar a cabo una caza de brujas fue el Mañeas
Maleficarum o Martillo de Brujas, escrito en 1484 por los reverendos
Kram er y Sprenger («hijos dilectos» del Papa Inocencio VIII). Duran
te tres siglos, todos los jueces, todos los inquisidores, tuvieron este sá
dico libro siempre al alcance de la mano. En una larga sección dedicada
a los procedimientos judiciales, las instrucciones explican claramente
como se desencadenaba la «histeria».
El encargado de poner en m archa un proceso de brujería era el vi
cario o el juez del distrito, quien debía hacer pública una proclama por
la cual se
...ordena, manda, requiere y advierte que en el plazo de doce días... todo
aquel que esté enterado, haya visto u oído decir que cualquier persona tiene
reputación de hereje o bruja o es particularmente sospechosa *de causar daño
a las personas, animales o frutos del campo, con perjuicio para el Estado, deberá
ponerlo en nuestro conocimiento.
Las brujas no sólo eran mujeres, sino que además eran mujeres que
parecían estar organizadas en una amplia secta secreta. Una bruja cuya
pertenencia al «Partido del diablo» quedaba probada, era considerada
mucho más temible que otra que hubiese obrado sola y la obsesión de
la literatura sobre la caza de brujas es averiguar qué ocurría en los
«sábats» de las brujas o aquelarres (¿devoraban niños no bautizados?
¿Practicaban el bestialismo y la orgía colectiva? Y otras extravagantes
especulaciones ...).
De hecho, existen testimonios de qüS las mujeres acusadas de ser
brujas efectivamente se reunían en pequeños grupos a nivel local y que
estos grupos llegaban a convocar multitudes de cientos o incluso miles
de personas cuando celebraban alguna festividad. Algunos autores han
adelantado la hipótesis de que estas .reuniones tal vez eran actos de
culto pagano. Y sin duda alguna, esos encuentros también ofrecían una
oportunidad de intercambiar conocimientos sobre las hierbas medici
nales y transmitirse las últimas noticias. Tenemos pocos datos sobre la
importancia política de las organizaciones de las brujas, pero resulta
difícil imaginar que no tuvieran alguna relación con las rebeliones cam
pesinas de la época. Cualquier organización campesina, por el mero
hecho de ser una organización, atraía a los descontentos, mejoraba los
contactos entre aldeas y establecía un espíritu de solidaridad y autono•
mía entre los campesinos.
Las brujas como sanadoras
Llegamos ahora a la acusación más absurda de todas. No sólo se
acusaba a las brujas efe asesinato y envenenamiento, de crímenes sexua
les y de conspiración, sino también de ayudar y sanar al prójimo. He
aquí lo que dice uno de los más conocidos cazadores de brujas de In
glaterra:
En conclusión, es preciso recordar en todo momento que por brujas o brujos
no entendemos sólo aquellos que matan y atormentan, sino todos los adivinos,
hechiceros y charlatanes, todos los encantadores comúnmente conocidos como
«hombres sabios» o «mujeres sabias»... y entre ellos incluimos también a las
brujas buenas, que no hacen el mal sino el bien, que no traen ruina y destruc
ción, sino salvación y auxilio... Sería mil veces mejor para el país que desapa
recieran todas las brujas, y en particular las brujas benefactoras.
Las brajas sanadoras a menudo eran las únicas personas que pres
taban asistencia médica a la gente del pueblo que no poseía médicos
ni hospitales y vivía pobremente bajo el yugo de la miseria y la enfer
medad. Particularmente clara era la asociación entre la bruja y la co
madrona: «Nadie causa mayores daños a la Iglesia católica que las co
madronas», escribieron los inquisidores Kramer y Sprenger.
La propia Iglesia contribuía muy poco a mitigar los sufrimientos del
campesinado:
Los domingos, después de misa, multitudes de enfermos se acercaban im
plorando socorro, pero sólo recibían palabras: «Has pecado y ahora sufres el
castigo de Dios. Debes darle gracias, pues así disminuyen los tormentos que te
esperan en la vida venidera. Sé paciente, sufre, muere. ¿No tiene acaso ya la
Iglesia sus oraciones para los difuntos?» (Jules Michelet, Satanismo y magia.)
Los sentidos son el terreno propio del demonio, el ruedo al que in
tenta atraer a los hombres, apartándolos de la fe y arrastrándolos a la
vanidad del intelecto o a la quimera de la carne.
En la persecución de las brujas, confluyen la misoginia, el antiempi
rismo y la sexofobia de la Iglesia. Tanto el empirismo como la sexua
lidad representaban para ésta una rendición frente a los sentidos, una
traición contra la fe. La bruja encam aba, por tanto, una triple amena
za para la Iglesia: era m ujer y no se avergonzaba de serlo; aparente
mente formaba parte de un movimiento clandestino organizado de
mujeres campesinas; y finalmente era una sanadora cuya práctica es
taba basada en estudios empíricos. Frente al fatalismo represivo del
cristianismo, la bruja ofrecía la esperanza de un cambio en este
mundo.
* Margaret Sanger (1883-1966) fue la principal impulsora del control de la natalidad en los Estados
Unidos. Inicialmente feminista y socialista, luego evolucionó hacia posturas integradoras, antife-
ministas, clasistas y racistas. (Para mayor información, véase pág. 73 de este cuaderno.) (TV.
de la T.)
y empezaron a conceder sus propios títulos de medicina. En este cli
ma de agitación dentro del mundo de la medicina, los antiguos mé
dicos «regulares» aparecían ya sólo como otra de tantas sectas, y con
cretamente una secta cuya particular filosofía privilegiaba el uso del
calomel, las sangrías y demás recurso^ de la medicina «heroica». Re
sultaba imposible establecer quiénes eran los «verdaderos» médicos y
hacia 1840 en casi todos los estados se habían abolido las leyes que
regulaban el ejercicio de la medicina.
El apogeo del Movimiento Popular para la Salud coincidió con los
albores de un movimiento feminista organizado y ambos estuvieron
tan íntimamente ligados que resulta difícil decir dónde empezada uno
y dónde acababa el otro. Según el conocido historiador de la medicina
Richard Shryoch «esta cruzada en favor de la salud de la m ujer [el Mo
vimiento Popular para la Salud] estuvo vinculada, como causa y tam
bién como efecto, a la reivindicación general de los derechos civiles de
la m ujer y ambos movimientos —el sanitario y el feminista— llegaron
a confundirse en este sentido.» El movimiento sanitario se preocupó de
los derechos generales de la m ujer y el movimiento feminista prestó
particular atención a la salud de la m ujer y a sus posibilidades de ac
ceso a los estudios de medicina.
De hecho, dirigentes de ambos grupos recurrieron a los estereoti
pos sexuales imperántes para argumentar que las mujeres estaban me
jor dotadas que los hombres para el papel de médicas. «Es innegable
que las mujeres poseen capacidas superiores para practicar la ciencia
de la medicina», escribió Samuel Thomson, un dirigente del Movi
miento Popular para la Sauld, en 1834. (Pero añadía que la cirugía y
la asistencia a los varones debía estar reservada a los médicos de sexo
masculino.) Las feministas iban más allá, como Sarah Hale que en
1852 declaró: «¡Pensar que se ha llegado a decir que la medicina es
una esfera que corresponde al hombre y exclusivamente a él! Es mil
veces más plausible y razonable afirmar [como hacemos nosotras] que
es una esfera que corresponde a la m ujer y exclusivamente a ella.»
Las escuelas de medicina de las nuevas «sectas» de hecho abrieron
sus puertas a las mujeres, en una época en que les estaba totalmente
vetada la asistencia a los cursos «regulares». Harriet Hunt, por ejem
plo, no fue admitida en la Escuela de Medicina de Harvard y en cam
bio pudo hacer sus estudios académicos en la escuela de medicina de
una «secta». (En realidad, el claustro de la facultad de Harvard se
mostró favorable a su admisión, junto con la de algunos alumnos ne
gros varones, pero los estudiantes amenazaron con crear graves dis
turbios si alguno de ellos pisaba los terrenos de la escuela.) La mis
ma escuela «regular» (una pequeña escuela de medicina del inte
rior del estado de Nueva York) que puede vanagloriarse de haber
licenciado a la prim era médica «regular» de los Estados Unidos, 'des
pués aprobó rápidamente una resolución vetando la inscripción de
nuevas alumnas. La prim era escuela mixta de medicina fue el «irre
gular» Eclectic Central Medical College de Nueva York, en Syracuse.
Y también fueron «irregulares» las dos primeras escuelas de medicina
únicamente para mujeres, una en Boston y otra en Filadelfia.
El movimiento feminista debería estudiar con mayor atención el
Movimiento Popular para la Salud, que desde nuestra perspectiva ac
tual probablemente es mucho más importante que la lucha de tas
sufragistas. En nuestra opinión, los aspectos más interesantes del Mo
vimiento Popular para la Salud son: 1) El hecho de haber conjugado
la lucha de clases y la lucha feminista. Actualmente, en algunos am
bientes se estila desdeñar las reivindicaciones exclusivamente fem i
nistas, tachándolas de preocupaciones pequeño-burguesas. Pero en el
Movimiento Popular para la Salud vemos confluir claramente las fuer
zas fem inistas y obreras. ¿Ocurrió así porque aquel movimiento atraía
por su propia naturaleza a todo tipo de disidentes e inconformistas,
o bien existía una identidad de objetivos de carácter más profundo?
2) E l Movimiento Popular para la Salud no fue únicamente un movi
miento dedicado a reivindicar una mejor y mayor asistencia médica,
sino que también luchó por un tipo de asistencia sanitaria radicalmen
te distinta. Representó un profundo desafío contra los mismos funda
mentos de la medicina establecida, tanto a nivel de la práctica como
de la teoría. Actualmente, en cambio, tendemos a limitar nuestras
críticas a la organización de la asistencia médica, casi como si consi
derásemos intocable el substrato científico de la medicina. Pero tam
bién deberíamos empezar a desarrollar una crítica general de la «cien
cia» médica, al menos en los aspectos que afectan a los mujeres.
Los médicos pasan a la ofensiva
En su momento de máxima expansión, entre 1830 y 1840, el Mo
vimiento Popular para la Salud llegó a asustar a los médicos «regula
res», antepasados de los médicos actuales, obligándoles a replegarse.
Más adelante, en el mismo siglo xix, cuando el movimiento perdió
energía de base y degeneró en una multitud de grupos enfrentados en
tre sí, los «regulares» volvieron a la ofensiva. En 1848, fundaron su pri
m era organización nacional, presuntuosamente denominada Asociación
Americana de Medicina (American Medical Association) y empezaron
a reconstruir a nivel de cada estado y de distrito las sociedades médi
cas que se habían desmembrado durante el apogeo de la anarquía mé
dica de las décadas de 1830 y 1840.
A finales de siglo estaban preparados para desencadenar el ataque
definitivo contra los practicantes no titulados, los médicos de las sec
tas y las mujeres en general. Los distintos ataques estaban interrela-
cionados: se atacaba a las mujeres porque apoyaban a las sectas y se
atacaba a las sectas porque estaban abiertas a las mujeres. Los ar
gumentos esgrimidos contra las mujeres oscilaban entre el paterna-
hsmo (¿cómo podría desplazarse de noche una m ujer respetable en
caso de emergencia?) y la pura misoginia. En su discurso inaugural
ante la asamblea general de la Asociación Americana de Medicina
(AAM), en 1871, el doctor Alfred Stille declaró:
Algunas mujeres intentan competir con los hombres en los deportes mascu
linos. .. y las más decididas los imitan en todo, incluso en el vestir. De este fcnedo
pueden llegar a suscitar una cierta admiración, la misma que inspiran todos los
fenómenos monstruosos, en particular cuando se proponen emular modelos más
elevados.
CONCLUSIÓN
Vivimos nuestro propio momento de la historia y sobre él debemos
actuar; tenemos nuestras propias luchas. ¿Qué podemos aprender del
pasado que pueda sernos útil —en el contexto de un movimiento para
la salud de la m ujer— en la actualidad?
Nosotras hemos llegado, entre otras, a las siguientes conclusiones:
— Las mujeres no hemos sido observadoras pasivas a lo largo de
la historia de la medicina. El presente sistema surgió de, y fue confi
gurado por, la competencia entre sanadores y sanadoras. La profe
sión médica, en particular, no es simplemente una institución más
que casualmente nos discrimina. Es una fortaleza pensada y construida
para discriminamos. Lo cual significa que el sexismo del sistema sani
tario no es accidental, no es un mero reflejo del sexismo general de
los sanadores varones de clase acomodada y que nos relegó a un
te. Tiene raíces históricas más antiguas que la propia ciencia médica;
es un sexismo institucional, profundamente enraizado.
— Nuestro enemigo no son simplemente los «hombres» o su ma-
chismo individual, sino todo el sistema clasista que dio la victoria a
los sanadores varones de clase acomodada y que nos relegó a un
lugar subordinado. El sexismo institucional se apoya en un sistema
de clases que sustenta el poder masculino.
Para Mitchell, las mujeres no sólo eran pacientes más fáciles, sino
que veía en la enfermedad la clave misma de la feminidad: «El hom
bre que no ha visto nunca a una m ujer enferma, no conoce a las mu
jeres.»
Algunas mujeres llegaron pronto a la conclusión de que al menos
parte de las dolencias femeninas tenían su origen en el interés de los
médicos. Elizabeth Garrett Anderson, una doctora estadounidense, afir
mó que los médicos varones exageraban mucho el grado de invalidez
de las m ujeres y que las funciones naturales de la m ujer no eran en
realidad tan debilitantes. Las mujeres de las clases trabajadoras, obser
vó, continuaban trabajando durante la menstruación «sin interrupcio
nes y, normalmente, sin efectos perjudiciales». (Naturalmente, las mu
jeres trabajadoras no habrían podido pagar los costoso cuidados mé
dicos que requería la invalidez femenina.) Mary Livermore, una lucha
dora por el derecho al voto, se opuso a la «monstruosa suposición de
que la m ujer es una inválida por naturaleza» y denunció a «las contami
nadas huestes de "ginecólogos" que parecen empeñados en convencer a
las m ujeres de que sólo poseen un tipo de órganos, y que éstos están
siempre enfermos». Y la doctora Mary Putnam Jacobi expresó su ta
jante juicio en 1895: «En definitiva, pienso que el creciente interés por
las m ujeres, y en particular su nueva función de lucrativas pacientes,
difícilmente imaginable un siglo atrás, explican buena parte de las do
lencias que las aquejan, dolencias recién descubiertas en nuestros
tiempos...»
La explicación «científica» de la fragilidad femenina
En su condición de comerciante, el médico tenía un interés directo
en un papel social de la m ujer que la incitara a considerarse enferma.
En su condición de médico, tenía a su vez la obligación de averiguar
las causas de las dolencias femeninas. Y el resultado fue que el médico,
en su condición de «científico», acabó proponiendo unas teorías médi
cas que de hecho eran otras tantas justificaciones del papel social de
la m ujer.
En aquella época, esto no planteaba mayores dificultades, pues na
die tenía nociones demasiado claras sobre la fisiología humana. La for
mación que recibían los médicos incluso en las mejores escuelas de los
Estados Unidos, ponía pocas trabas a su imaginación. En efecto, sólo
se les ofrecía una breve introducción a lo poco que se sabía de anato
mía y fisiología y no se les preparaba para aplicar una rigurosa metodo
logía científica. En consecuencia, los médicos gozaban de considerable
libertad para inventar cualquier teoría que les pareciese socialmente
apropiada.
En general los médicos atribuían las molestias femeninas a un «de
fecto» congénito de las mujeres o bien a cualquier actividad —particu
larmente sexual, atlética o mental —que saliera del marco de las más
ligeras tareas «femeninas». Así, la promiscuidad, los bailes en ambien
tes demasiado caldeados y la sumisión a un marido excesivamente ro
mántico se citaban como factores causantes de enfermedades, junto
con la desmesurada afición a la lectura, un carácter demasiado serio
o ambicioso y las preocupaciones.
Estas ideas tenían su origen en una teoría médica de la debilidad
femenina basada en lo que los médicos consideraban la ley fundamental
de la fisiología: «la conservación de la energía». Según el prim er pos
tulado de esta teoría, cada cuerpo humano contenía una cantidad deter
minada de energía, la cual se encauzaba en mayor o menor medida ha
cia uno u otro órgano o función. En consecuencia, cada órgano o acti
vidad sólo podía desarrollarse en detrimento de los demás, sustrayendo
energía a las partes que no se desarrollaban. En particular, los órga
nos sexuales competían con los demás órganos por la utilización de
esta cantidad fija de energía vital. El segundo postulado de la teoría
decía que la reproducción era el aspecto fundamental de la vida bioló
gica de la mujer. Por tanto, en su caso, la competencia era muy desi
gual y los órganos de la reproducción dominaban casi por completo
todo su cuerpo.
La teoría de la «conservación de la energía» tuvo importantes impli
caciones en la determinación de los papeles masculinos y femeninos.
Examinémosla más detenidamente.
Es curioso observar que la misma perspectiva científica no llevaba
a considerar que los hombres pusieran en peligro su capacidad repro
ductora cuando se entregaban a actividades intelectuales. Al contrario,
puesto que la misión de los hombres de clase alta y media alta era
construir y producir, y no engendrar y reproducirse, debían procurar
que la sexualidad no sustrajera energías a sus «funciones más eleva
das». Los médicos advertían a los hombres del peligro de «despilfarrar
su semen» (esto es, la esencia de su energía) y les instigaban a reser
varse para las «tareas civilizadoras» que les eran propias. Se apartaba
celosamente a los estudiantes de las mujeres —con la sola excepción de*
algunas escasas noches de juerga en la ciudad— y con frecuencia se ala
baba tanto la virginidad del hombre como la de la mujer. Se conside
raba que los «excesos» debilitaban el esperma, con el riesgo de engen
drar enanos, criaturas enfermizas y niñas.
Por otra parte, puesto que la reproducción era el objetivo máximo
en la vida de una m ujer, todos los médicos coincidían en afirmar que
las mujeres debían encauzar su energía física hacia dentro, hacia la
matriz, y debían m oderar o interrum pir cualquier otra actividad du
rante los períodos de máximo consumo de energía sexual. Cuando apa
recían las primeras reglas, se recomendaba guardar cama con frecuen
cia a fin de concentrar la energía en la regulación de los períodos mens
truales, aunque se requirieran años para lograrlo. Cuanto más tiempo
permanecía tranquilamente en cama la m ujer embarazada, m ejor para
ella. Y no era raro que al llegar a la menopausia las mujeres fueran
confinadas otra vez en su lecho.
Médicos y educadores sacaron rápidamente la lógica conclusión de
que los estudios superiores podían ser físicamente perjudícales para las
mujeres. Un excesivo desarrollo del cerebro atrofiaría la matriz, de
cían. El desarrollo del aparato reproductor era totalmente incompati
ble con el desarrollo intelectual. En una obra titulada Sobre la debili
dad fisiológica e intelectual de las mujeres, el científico alemán P. Moe-
bius escribía:
Si queremos que la mujer cumpla plenamente su deber de madre, no pode
mos pretender que posea un cerebro masculino. Si las mujeres desarrollaran
sus capacidades en la misma medida que los hombres, sus órganos materiales
sufrirían y las veríamos transformarse en híbridos repugnantes e inútiles.
En los Estados Unidos esta tesis fue sostenida con particular énfa
sis por el doctor Edgard Clarke de la universidad de Harvard, quien
en su influyente libro Sex in Education [Sexo y educación] (1873) ad
virtió que la educación ya estaba destruyendo la capacidad reproduc
tora de las mujeres estadounidenses.
Pero incluso la m ujer que optaba por dedicarse a actividades inte
lectuales u otras ocupaciones «no femeninas» tenía pocas posibilidades
de escapar al dominio de sus ovarios y su matriz. En su obra The Di-
seases of Women [Las enfermedades de las mujeres] (1849), el doctor
F. Hollick escribe: «No debe olvidarse que la Matriz [con mayúscula
en el original] es el órgano que controla el cuerpo femenino, pues es
el más excitable de todos y por tanto se halla íntimamente vinculado
a todas las demás partes del cuerpo a través de las ramificaciones de
sus numerosos nervios.» Otros teóricos de la medicina atribuían en
cambio el papel central a los ovarios. El siguiente párrafo del doctor
W. W. Bliss (1870) es muy típico de la época, pese a su estilo altiso
nante:
Si admitimos, pues, el gigantesco poder e influencia de los ovarios sobre
toda la economía animal de la mujer; si pensamos que son los agentes más
poderosos de todas las conmociones que afectan a su organismo y que de
ellos depende su reputación intelectual en la sociedad, su perfección física y
todo lo que da belleza a sus finos y delicados contornos, constante objeto de
admiración, así como todo lo que en ella hay de grande, noble y bello, todo lo
que es voluptuoso, tierno y seductor; si pensamos que su fidelidad, su devoción,
su perpetua vigilancia, su intuición y todas aquellas cualidades de la mente y
el carácter que inspiran respeto y amor, y la convierten en la más segura con
sejera y amiga del hombre, tienen su origen en los ovarios, ¡cuál no será la
influencia y poder de estos órganos sobre la gran vocación de la mujer y los
augustos fines de su existencia cuando los ataca la enfermedad! ¿Cómo espe
rar que la trayectoria de la mujer en el cumplimiento de su misión sobre la
tierra no sea una sucesión de penas, sufrimientos y múltiples dolencias, todas
ellas provocadas por la influencia de tan importantes órganos?
* En los Estados Unidos, y también en Inglaterra y otros países, las madres solteras o abando
nadas por el marido y que tienen dificultades económicas reciben una ayuda del Estado de
acuerdo con el número de hijos a su cargo. Las condiciones impuestas para recibir esta ayuda
(no tener relaciones, permanentes o esporádicas con ningún hombre, por ejemplo) han provocado
movimientos de protesta en los que ha participado el movimiento feminista. Al igual que otros
subsidios sociales (subsidio de paro), esta ayuda a las mujeres con hijos a su cargo es muy
criticada por los sectores conservadores. (N, de la T.)
¿Y AHORA QUÉ?
Algunas conclusiones
Otros temas.
Reberby, Susan: Sex O’Clock in America: Prostitution, White Slavery, the Pro-
gressives and the Jews (1900-1917). No publicado 1973.
Salmón, Lucy Maynard: Domestic Service. New York: Macmillan, 1911.
Soper, George A.: «The Curious Career of Typhoid Mary.» En la revista The Di
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