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240 p. ; 22 x 18 cm.
ISBN 978-950-686-197-1
1. Novela. 2. Gauchos. 3. Historia. I. Título.
CDD A863
Primera edición
Agradecimientos
Roland Barthes
«Según el informe de 1765 elevado al gobernador por el Sargento
Mayor Juan Broín de Osuna, había entre el Paraná y el Gualeguay
tres o cuatro estancias, en el Gualeguaychú unas diez o doce fami-
lias y en la zona del Arroyo de la China todavía no se encontraban
pobladores. Por otra parte, ya desde 1750 la región era explorada
por hacendados de Buenos Aires. Juan Carlos Wright se asienta
en la zona del Gualeguaychú desde ese año. En 1768, en la ense-
nada del Uruguay con el Gualeguaychú, formó estancia el Presbí-
tero Dr. Pedro García de Zúñiga — ex-párroco de Montevideo —,
y entre el Gualeguaychú y los arroyos Gená y Gualeyán puso una
estancia Justo Esteban García de Zúñiga»
Claudio Biondino
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
La taba
y la muerte
Al norte de Gualeguay
Miércoles 3 de marzo de 1784
—El día que lo vea a Dios con barro hasta las orejas y co-
miendo carne seca a la intemperie lo voy a consultar a ver qué
quiere hacer con la hacienda —cortó Zapata.
—Bueno, será con Dios o con el diablo pero mañana llega-
mos al Clé—dijo el Peludo.
Bartolito se recostó sobre el apero y miró al cielo. Había tan-
tas estrellas…¿Cómo no pensar, aún sin conocerla, en la pa-
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labra misterio?
sí mismo.
Lisandro sabe que en esos casos tiene que darle rienda, de-
jarlo que corra y se desahogue, pero no, por el contrario, lo
carga en la boca y el malacara se bolea. Todos se agarran la
cabeza al ver que el caballo cae hacia atrás y aplasta al jinete
que, aunque intenta dar un salto, no puede evitar que todo
el peso del lomo del animal caiga sobre su cadera. La cabeza,
como si estuviera desprendida del cuerpo, golpea con un sor-
do crujir sobre el pasto reseco. Después vino la oscuridad.
Casi una semana estuvo Lisandro tirado en un catre deli-
rando por la fiebre y el dolor. Cuando logró recuperarse, los
caballos ya no estaban, su trabajo tampoco y lo último que
alcanzó a darse cuenta cuando al fin pudo incorporarse, fue
que por debajo de su miembro viril solo había quedado una
mustia bolsita vacía y aún amoratada.
Doña Teresa, la yuyera, lo dejó llorar hasta que no tuvo más
lágrimas, recién entonces lo abrazó como a un hijo y le susu-
rró al oído:
—Quédese tranquilo m´hijo, nadie tiene porqué saber nada
de esto. Yo lo entiendo y sé que en este mundo es más fácil
vivir siendo leproso que capón.
— ¿Y ya no voy a servir más como hombre? —preguntó eli-
giendo las palabras.
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La anciana lo miró con ternura y lo acarició secándole las
lágrimas:
—Echar cría no vas a poder pero quedáte tranquilo que con
cha, Zapata.
El hueso parecía pesar cien kilos en la mano sudada del
niño; sabía cómo lanzarla, cómo no saberlo si lo había hecho
cientos de veces pese a la prohibición paterna, pero esta vez
era distinto, no se jugaba ni un anzuelo ni una tiento. Se ju-
gaba la vida de todos. Y su propia vida.
Sopesó la taba, se secó el sudor de los ojos y la lanzó. La tiró
de roldana, como le gustaba hacerlo a los gurises, que fuera
por el aire girando hacia adelante, de ese modo, todo era azar,
tirarla de vuelta y media o de dos vueltas era para los que ha-
cían de ese vicio un arte, no para los pequeños que jugaban a
ser tahúres a la hora de la siesta.
Todos, en silencio, vieron girar el hueso brilloso hasta que
cayó, rodó sobre la tierra seca y quedó de costado.
Bartolito caminó hacia el otro extremo sin escuchar el gri-
terío que había provocado ese tiro nulo. En los dos extremos
de la cancha los rostros de los suyos estaban tensos, ninguno
gritaba ni reía, solo esperaban.
El niño recogió la taba del suelo y la hizo girar sobre la mano
para quitarle la tierra. Respiró hondo y volvió a lanzarla. Ésta
cayó rodando sobre el suelo, dos, tres, cuatro veces y la mues-
ca quedó mirando al cielo.
— ¡Suerte, carajo! —gritó Bartolito y salió corriendo hacia
donde estaba su padre.
—Vamos a terminar con esto —dijo Zapata al Colorao que 31
parecía disfrutar de todo aquello—, págueme y nos vamos de
una vez, que el viaje es largo.
Uno de los que había salido de la casa junto al Colorao y que
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García Petisco montó su alazán tras acomodar el bolso y se
marchó rumbo a la Villa de San Josef de Gualeguaychú, a es-
casos minutos de ahí. Una tenue sonrisa de satisfacción se
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
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Wright descendió sin apuro de la galera y permitió que uno
de sus hombres lo tomara del brazo para ayudarlo. Le gustaba
mostrarse frágil, aunque, de ser necesario, sin dudas habría
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
guay—, son animales que se criaron sin ley y sin Dios, viven
como animales, comen como animales, duermen como ani-
males…
—Y deben ser perseguidos y morir como lo animales que
son, entonces —remató García Petisco terminante.
— ¡Desde luego que sí! —golpeó el bastón contra el piso Wri-
ght— Ya es hora de poner manos a la obra y terminar de una
bendita vez con esas bestias.
—Precisamente —retomó Zúñiga—, palabras más, pala-
bras menos es lo que reza la carta que le escribimos al virrey y
que esperamos que todos suscriban.
Todos asintieron.
—Como descontaba vuestro apoyo —continuó Zúñiga—,
me adelanté a solicitar a mi buen amigo de Gualeguaychú un
hombre de su confianza para que se encargara de velar por
la seguridad de nuestras familias, y mi buen curita me re-
comendó al capitán García Petisco, persona de su confianza
plena, para hacerse cargo de tan ingrata pero necesaria tarea.
—Quiero que tengáis la tranquilidad de que voy a mantener
estas tierras libres de toda esa gentuza, aunque me vaya la
vida en ello.
—Pero, ¿no deberíamos esperar a que el virrey nos dé el vis-
to bueno antes de encomendar esta tarea a Don García Petis-
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co? —dudó Rébora.
—Por supuesto que sí —se adelantó Petisco a Zúñiga, que
iba a responder—, y mientras tanto que violen a nuestras ni-
hablarse en la mesa.
Armaron dos cigarros y disfrutaron por algunos segundos
del sonido de los grillos y la caricia de la brisa fresca en los
cuerpos transpirados.
— ¿Crees que podrán?
—Vamos a tener que poder —respondió Bartolo—, las noti-
cias que están llegando no son buenas.
—No, hay rumores que los portugueses se han adentrado en
las Misiones orientales y el viejo José Urquiza no tuvo mejor
idea que echarlo a Serrano.
— ¿Juan José Serrano, el jefe de las milicias de Gualeguaychú?
—El mismo.
— ¿Y se conoce quién lo va a reemplazar?
—Ahí está el problema, Urquiza le pidió un par de nombres
para remplazarlo nada menos que al cura Gordillo.
— ¡Mirá justo a quién!, ¿y ya se sabe si tiró algún nombre?
—Se sabe, sí, se sabe —aspiró con fuerza la última pitada y
luego apagó la colilla con la punta de la bota— lo recomendó
a García Petisco.
— ¿Ese sinvergüenza?
—Es más, junto con él lo quieren meter también a Mariano
Elía.
— ¿El juez?
—Ex juez, querrás decir. Ese hijuna gran puta cuatrero, la-
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drón, que encima se dio el lujo de sablearlo a Serrano y reírse
de la ley. Ese mismo. Y para completar la terna, a Sopeña.
Bueno, no es raro todo esto, o no te acordás quien estaba de
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Piedras del río
Villa de Gualeguaychú
Lunes 5 de enero de 1807
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Despacho del comandante Josef Urquiza
Arroyo de la China
Jueves 8 de enero de 1807
mi comandante.
Urquiza largó una risotada que solo terminó cuando el do-
lor lo hizo doblarse sobre una rodilla hinchada y deformada
por el reuma. Comenzó a restregársela.
—Yo no voy a poder acompañarlos en esta campaña —agre-
gó molesto—, estos dolores me están matando, coincido con
usted en que no es momento de distraerse en peleas internas
que solo lograrían debilitarnos. Vaya, llévese a sus hombres y
que estén bajo su mando, pero eso sí, o vuelven victoriosos y
leales o mejor que no vuelvan.
—Gracias, señor. Ya volveremos a hablar de ese tema a mi
regreso.
El teniente Sopeña se cuadró y luego estiró la mano para es-
trechársela al comandante, pero este ya estaba mirándose las
piernas y más preocupado por su dolor que por el protocolo.
En ese momento, irrumpió en el salón una rubia furia de
unos seis años y se montó sobre el dolorido hombre doblado
sobre sí mismo.
— ¡Vamos, arre caballo, arre!
—Noo, lo último que me faltaba, Justo José, vas a matar a
tu pobre padre.
— ¡Arre, arre! Siguió gritando el niño a las risas mientras
las pesadas puertas del salón se cerraban dejando a padre e
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hijo en su mundo propio.
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Pese al sol —es verdad que tímido aún— que se colaba por
la ventana este del despacho, el frío todavía se sentía con ga-
nas en ese recinto. Solo un brasero era toda la calefacción y
la pava que tenía encima daba la sensación de sacarle toda
su pobre energía. Josef Urquiza siempre se jactó de no sentir
frío, sensación que catalogaba como propia de maricones y
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no de soldados; no por casualidad su despacho, durante el in-
vierno, era conocido por la tropa como “la tumba”.
El cura Redruello había llegado hacía unos minutos y pese
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
La cabeza de
la Medusa
Villa de Gualeguay
Sábado 20 de octubre de 1810
de esto.
—Me parece —dijo el pata e´ bola— que mi rancho va a te-
ner que esperar un poco más para que lo termine.
Cerca de Paysandú
Domingo 21 de octubre de 1810
las embarcaciones.
—Así se hará, señor —respondió un enorme y fiel mulato
llamado Manuel.
—Tú, Manuel, no regreses, vete a la Villa y toma contacto
con nuestra gente de allá para que vayan preparándose para
nuestra llegada.
— ¿A quién debo buscar?
—Ve a la parroquia, pregunta por un sacerdote, Redruello es
su nombre, dile que vienes de parte del rey. Él comprenderá.
Villa de Gualeguaychú, casa del alcalde García Petisco
Martes 23 de octubre de 1810
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Arroyo de la China
Martes 6 de noviembre de 1810
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Juego de espejos
Arroyo de la China
Domingo 9 de diciembre de 1810
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Gualeguay Grande
Lunes 10 de diciembre de 1810
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188
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Montevideo
Lunes 7 de enero de 1811
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de Entre Ríos.
Villa de Gualeguaychú
Sábado 2 de marzo de 1811
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El olvido
Arroyo de la China
12 de marzo de 1811
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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Arroyo de la China
Miércoles 20 de marzo de 1811, 20 hs
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Padre e hijo corren por las praderas gualeyas soñando con que
el tiempo no existe, el dolor no existe, los adioses no existen.
Y el sol era cada vez más fuerte, más fuerte, hasta que dejó
de sentirlo y apenas un instante de frio precedió al silencio
total.
— Mi hijo, mi hijo —repetía don Irineo, pero ya nadie había
quedado en la habitación para escucharlo.
Cementerio de Concepción del Uruguay
22 de marzo de 1811
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Epílogo
5 Prólogo
15 La taba y la muerte
57 El espantapájaros
99 El noveno círculo
225 El olvido
245 Epílogo