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castillo, héctor luis

Crónica de héroes y traidores / Héctor Luis Castillo. - 1a ed . - Paraná :


Dirección Editorial de Entre Ríos, 2016.

240 p. ; 22 x 18 cm.

ISBN 978-950-686-197-1
1. Novela. 2. Gauchos. 3. Historia. I. Título.
CDD A863

Fecha de catalogación: Abril 2016.

premio fray mocho 2014

Diseño de tapa y diagramación interior:


Rocío García. Dpto. Gráfico Editorial de Entre Ríos.

Primera edición

©2016 / Editorial de Entre Ríos.


25 de Junio 39 (e3100fga) / Paraná, Entre Ríos. Argentina.
editorialentrerios@gmail.com
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
HÉCTOR LUIS CASTILLO
Prólogo

Estoy cada vez más convencido de que la historia es una ver-


dad llena de mentiras y la literatura, una mentira llena de
verdades. A partir de aquí, es fácil inferir que una novela his- 5
tórica, cualquiera sea su recorte, está disculpada respecto de
la autenticidad de los hechos que relata porque pone en juego
otros elementos más interesantes: agitaciones, nervios, gri-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


tos, fragores y desplantes que la historiografía, en su severa
búsqueda, ignora u olvida. Por eso, la ficción es mucho más
amable con sus lectores, les acerca un mundo posible, conje-
tural pero posible, como sólo el arte puede hacerlo. Y es aquí,
cuando escuchamos, sentimos y comprendemos lo que los
documentos no alcanzan a hacer nunca. Es la mirada com-
prensiva, piadosa del novelista la que le devuelve a los pro-
tagonistas de la historia, reconocidos u olvidados, su altura
humana, su verdadera condición de sujetos inquietos e in-
quietantes.
Seguramente el mayor mérito de esta hermosa novela que
Héctor Luis Castillo ha titulado “Crónica de héroes y traidores”
resida en la construcción, desde lo literario, de un personaje
singular, Bartolo Zapata, cuya singularidad nace del brutal
contraste con una época de hombres ambiguos, arrastrados
por miserias y debilidades de siempre, como la codicia, la so-
berbia, el doble discurso, la cobardía y la relatividad de la trai-
ción (quién traiciona a quién, cuando nada parece estar muy
claro, ni siquiera para los revolucionarios de Mayo que dicen
una cosa y hacen otra). Sin embargo, en este contexto, tan
frecuente en la historia argentina en todas sus épocas, Bar-
tolo es uno de los pocos esclarecidos, no desde la opinión de
afuera, sino desde sus propias cavilaciones, acerca de lo que
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hay que hacer para salvar a la patria, su patria, su lugarcito
en el mundo desde el que será posible tener una vida libre y
mejor, sin ataduras a ningún amo de afuera o de adentro.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Castillo elige para su novela, un gaucho olvidado que arras-


tra a otros gauchos, que en su osadía libertaria pone en evi-
dencia la cobardía y la genuflexión de los poderosos y esto se
paga siempre en un país como el nuestro, primero con la vida
y después con el olvido, un país acostumbrado a cercenar
la historia y llenarla de mentiras. Zapata representa precisa-
mente la gran omisión, la elipsis canalla del poder, por eso
“Crónica de héroes y traidores” no es sólo una gran novela, es
también un acto de justicia histórica.
A mis hijos Julieta, Agustina, Juan
Pablo y Alejandro, realidades que
superaron a todos mis sueños.

Agradecimientos

A Susana Lizzi, por su amistad incondicional, su capacidad y buen


juicio a la hora de corregir mis borradores.
A Manuel, mi hermano, por su aporte fundamental a esta novela mer-
ced a su conocimiento de la vida y costumbres camperas.
La historia es siempre
y ante todo una elección
y los límites de esa elección.

Roland Barthes
«Según el informe de 1765 elevado al gobernador por el Sargento
Mayor Juan Broín de Osuna, había entre el Paraná y el Gualeguay
tres o cuatro estancias, en el Gualeguaychú unas diez o doce fami-
lias y en la zona del Arroyo de la China todavía no se encontraban
pobladores. Por otra parte, ya desde 1750 la región era explorada
por hacendados de Buenos Aires. Juan Carlos Wright se asienta
en la zona del Gualeguaychú desde ese año. En 1768, en la ense-
nada del Uruguay con el Gualeguaychú, formó estancia el Presbí-
tero Dr. Pedro García de Zúñiga — ex-párroco de Montevideo —,
y entre el Gualeguaychú y los arroyos Gená y Gualeyán puso una
estancia Justo Esteban García de Zúñiga»

César Pérez Colman


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«Todo este proceso estaba cruzado también por el conflicto entre

HÉCTOR LUIS CASTILLO


los grupos de pastores-labradores y los hacendados más podero-
sos —como Wright y García de Zúñiga, por ejemplo—. Los últimos
buscaban imponer arriendos o trabajos, o incluso expulsarlos, a los
primeros apelando a derechos de propiedad sobre las tierras que los
campesinos ocupaban. También en este caso los pobladores se apo-
yaron en autoridades superiores —como la de Rocamora—para
proteger sus intereses, debido a que la Corona estaba interesada en
asentar poblaciones y no grandes propiedades en la zona, a fin de
protegerla de los avances portugueses.
Debido justamente a este último factor, la militarización de la
población a través del sistema de milicias fue también un rasgo
clave de la organización social entrerriana en esta última etapa del
período colonial. Tras la plantificación de las tres villas orientales,
Rocamora reorganizó el sistema de milicias de la provincia, tornado
más activa la participación bélica de unos pobladores acostumbra-
dos, por otra parte, a situaciones violentas en el contexto de su vida
cotidiana»

Claudio Biondino

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CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
La taba
y la muerte
Al norte de Gualeguay
Miércoles 3 de marzo de 1784

Algún mugido aislado y el sordo ruido de los pastos aplasta-


dos por decenas de pezuñas cansadas cortan —cada tanto— el
resoplido áspero del viento. El arreo, lentamente, se dirige ha-
cia el norte, a los campos de Ormaechea, casi bordeando el Clé.
Los troperos, estratégicamente distribuidos, acompañan la
hacienda: Moreno y el peludo Pantaleón a la derecha; Alma-
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da y Bartolito por la izquierda y, cerrando la tropa, Don Irineo
Zapata, padre de Bartolito.
Un novillo pampa se aleja de la manada, primero despacio

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y, a medida que se siente más solo, aumenta la velocidad has-
ta quedar casi a unos cuarenta metros del resto. Es entonces
cuando estalla el grito desde el fondo:
— ¡Bartolito!
El niño, que apenas supera los nueve años, gira su cabeza
hacia donde viene el grito de su padre. Ve que éste comienza
a galopar a toda velocidad hacia el novillo y no puede creer lo
que está viendo, la sonrisa se agranda a medida que el cora-
zón se acelera por una extraña conjunción de temor y alegría.
¡Es su oportunidad! va a ser la primera vez, y de yapa junto a
su tata. ¡Lo ha visto hacerlo tantas veces!... ha soñado con eso
y ahora, de repente, en ese llano interminable y polvoriento,
su sueño está a punto de hacerse realidad.
—Bartolito, andá por afuera, gurí, que yo lo topo por adentro.
Ajustar las riendas y clavar los talones en los flancos del
moro es un solo movimiento; el caballo, acostumbrado a es-
tas lides, pareciera que ni precisa que lo dirijan. A todo galope
se acerca al costado del novillo que, de repente, observa los ji-
netes venir hacia él a toda velocidad y, por instinto, comienza
a correr.
El padre por un lado y el hijo por el otro, en forma simul-
tánea, se colocan a cada lado del vacuno. Los sombreros fla-
meando desde el cuello dejan ver los pañuelos grises sobre
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las cabelleras de ambos jinetes, la sonrisa de satisfacción en
el más grande, el ceño fruncido y las pupilas dilatadas en el
otro; los pies bien afirmados en los estribos, una mano suje-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

tando las riendas y la otra con el rebenque cortando el vien-


to. Las cabezas de los tres animales están alineadas, son tres
piezas a punto de encastrarse en una sola. Llega entonces la
orden:
—Ahora, m´hijo, métale las paletas.
Y los caballos se recuestan sobre el novillo como un grillete
de músculos y pelos y su instinto le indica al indefenso pam-
pa que nada puede hacer contra esa furia, que debe dejarse
llevar —y es lo que hace— y, como si de un solo animal se tra-
tase, los tres se encaminan nuevamente rumbo a la manada.
Al separarse los dos jinetes, el novillo continúa su carrera
inercial hasta confundirse con el resto del grupo; el viejo Za-
pata tira de las riendas hasta que la barbilla del zaino roza el
pecho batiente y salta con ambos pies para luego correr hacia
donde está —todavía pálido y agitado—, su hijo.
Lo toma de la cintura y el pequeño se deja caer en los brazos
orgullosos de su padre.
—Ja, ja, ¡así se hace compañero! — grita alborozado.
—Gracias Tatita— es todo lo que alcanza a decir antes de col-
garse del sudoroso cuello del resero y mojarlo más aún de lo
que está, pero con lágrimas.
—Ahora sí, ya es un hombre, amigazo.
Almada y el Peludo lanzan gritos estridentes que la manada
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ignora mientras aprovecha a pastar, el primero de ellos hace
un galope corto y de cruce golpea con la punta del lazo los fun-
dillos del pequeño.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Le falta nomás agarrarse un buen pedo ahora para ser un
hombre en serio. ¡Jua, jua!
—No le diga nada a su madre de todo esto —dice ignoran-
do la humorada del otro—, para ella todavía es un cachorro
faldero y no vale la pena dejarla preocupada cada vez que nos
vamos.
—Claro, Tatita, quédese tranquilo, yo sé que las mujeres no
entienden nada de estas cosas de hombres.
—Así es, m´hijo, —sonríe en silencio—, pero, vamos, súba-
se al moro y sigamos que todavía nos queda un trecho largo.
—Sí, Tatita, y quién sabe si por ahí no se le da a otro bruto
por retobarse y tenemos que ir a paletearlo de nuevo.
Cuando terminaron de atravesar los totorales, el sol ya daba
un respiro y un agradable viento del este acompañaba el cre-
púsculo.
—Vamos a meterlos en el bajo —gritó Zapata—; vos, More-
no, anda armando un bendito en aquel tala.
Sin estridencias la oscuridad fue ganando el cielo, algún
que otro bufido cansado llegaba desde el bajo en donde un pe-
queño arroyo hacía de cerco natural y permitía, a la vez, cal-
mar la sed de la hacienda tras un largo día de marcha.
—Calculo que para el mediodía ya estaremos llegando —
dijo el Peludo.
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—Si está de Dios —agregó Moreno.
—El día que lo vea a Dios con barro hasta las orejas y co-
miendo carne seca a la intemperie lo voy a consultar a ver qué
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

quiere hacer con la hacienda —cortó Zapata.


«Bartolito se persignó por lo bajo. Era temeroso de Dios pero
más lo era de su padre, afectuoso hasta la exageración pero
al que no le temblaba la mano cuando tenía que sacudirle un
sopapo correctivo. Era casi habitual escucharlo renegando de
Dios, a quien le achacaba haberlo dejado sin padres cuando
todavía era demasiado chico para defenderse solo.
Una sola vez lo había escuchado contar esa historia, unos
meses atrás, llevando tropa cerca del Arroyo de la China. La
noche estaba cerrada y los bichos nocturnos erizaban el aire
con sus sonidos aterradores, más aún para los oídos de un
niño, aunque éste sienta que está camino a convertirse en
hombre; el fuego tiznaba la pava en donde el agua se man-
tenía caliente para el mate que circulaba de mano en mano.
Bartolito nunca había andado por esa zona y preguntó:
— ¿No hay peligro con los indios por aquí, Tatita?
—No, m´hijo, acá los indios nunca fueron ni serán un pe-
ligro, no es de ellos de quien tiene que cuidarse sino de los
patrones.
—Como dicen que son tan salvajes.
— ¡Salvaje un indio! Dejenmé de joder. ¡Si los pobrecitos
andan como cuscos asustados escondiéndose para que no los
maten! Aquí nomás, en la estancia Centella, en Gualeguay-
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chú, el capataz de García Zúñiga tiene perros entrenados para
cazar gurisitos indios.
Bartolito sintió que la piel se le erizaba y la mandíbula se

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contraía en una arcada inevitable.
—Los cazan como conejos —aportó Moreno—, y después los
despellejan y los cuelgan a secar. Con eso alimentan los pe-
rros. Les matan el hambre y de paso los ceban más todavía
para hacerlo mejores cazadores.
Zapata encendió un cigarro en el rescoldo del fuego y con-
tinuó.
—Pero no solamente con los indios chicos se las agarran
estos maulas, los criollos somos para ellos lo mismo que un
negro esclavo y menos todavía que una mula. Porque a una
mula la cuidan más que a uno, que se ve que habemos de so-
bra. Como se ve que sobraba mi padre en la estancia en la que
servía; lo acusaron de robarse un caballo y el patrón lo hizo
estaquear al sol durante dos días… cuando mi madre quiso
acercarse a darle agua la azotaron con una cadena hasta de-
jarla tendida medio muerta al lado de él. Yo miraba escondi-
do desde atrás de la pierna del vasco Sarratea, mi padrino, que
me tapaba los ojos para que no viera eso. Pero él tenía solo dos
manos así que no podía taparme los oídos para que dejara de
escuchar los gritos de mis padres junto a las burlas y los insul-
tos de la peonada servil que no pensaba, o no quería pensar,
que podría haber sido cualquiera de ellos quien estuviera en
ese lugar con los tientos cortándole los tendones.
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Cuando llegó el tercer día y aún no tenían decidido cómo se-
guir con el suplicio, apareció el caballo. Alguien le avisó al pa-
trón y este se dignó acercarse hasta donde estaban mis padres
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

agonizando. Miró hacia un lado y hacia otro, disfrutando de


cómo todos bajaban la mirada ante el peso de la suya y luego
sentenció: Bueno, si no era ahora, en algún momento me iba
a robar este inservible.
Y a los dos los mataron a machetazos.
Como no quería ver cómo los mataban, miré al cielo, bus-
cándolo inútilmente a Dios para preguntarle qué mal habían
hecho ellos y qué había hecho yo. Pero el cielo es mudo para
los pobres y yo nací y voy a morir siendo pobre, así que ese día
perdí las esperanzas de que Dios me hablara. Capaz habla, y
como yo soy un gaucho bruto y no entiendo de esas cosas de la
religión, no sé escucharlo, pero a mí, si me preguntan, a mí
no me habló nunca.
Así que —miró directamente a los ojos a su hijo— no vuelva
a decirme que los salvajes son los indios.»

—El día que lo vea a Dios con barro hasta las orejas y co-
miendo carne seca a la intemperie lo voy a consultar a ver qué
quiere hacer con la hacienda —cortó Zapata.
—Bueno, será con Dios o con el diablo pero mañana llega-
mos al Clé—dijo el Peludo.
Bartolito se recostó sobre el apero y miró al cielo. Había tan-
tas estrellas…¿Cómo no pensar, aún sin conocerla, en la pa-
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labra misterio?

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Cercanías de Arroyo Clé
Jueves 4 de marzo de 1784

Con las primeras luces del alba, Eusebio Moreno aviva el


fuego —mortecino ya— y cambia la cebadura del mate. No
tarda en levantarse el Peludo Pantaleón quién, antes de decir
buenos días, se aleja unos pasos y echa una meada en los pa-
jonales, después sí, se acerca al fuego mientras se despereza
como si fuera a partirse en dos.
—Si andamos bien, antes de la tardecita ya estamos llegando.
—Para esa hora ya quisiera estar volviendo —parece gruñir
Moreno—, no me gusta esa gente, le desconfio.
— ¿No amaneció siquiera y ya están quejándose como viejas
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ustedes dos?—dijo Zapata.
Ninguno respondió nada.
—Tienen razón —continuó—, no son gente de fiar, en espe-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

cial el Colorao Malvárez, que quedó de encargado desde que se


murió el viejo Herrero.
—Ese era buena gente según dicen—aportó el Peludo.
—No sé —respondió Zapata mientras lentamente echaba
tabaco sobre el papel para armar un cigarro—, parece ser que
la muerte los vuelve a todos buena gente, todavía hay varios
que llevan en el lomo la cicatriz de cuando Herrera los marca-
ba como ganado.
Bartolito se despierta con la conversación pero permanece
sin moverse para dejarlos hablar sin que su presencia los in-
comode, en particular a su padre. Reconoce entonces la voz
de Almada:
—Eso es verdad, el finao Montiel me contó una vez que jun-
to con él marcaron como a quince peones y dos o tres se mu-
rieron a los pocos días agusanados como bofes.
—Y eso que le mandaban bastante ceniza para evitar las bi-
cheras —reforzó Moreno mientras le acercaba el primer mate
a Zapata.
—Sí, pero andaban muy ocupados con el asunto de un mi-
lico —un tal Rocamora—, que lo habían mandado a poner un
poco de orden y eso les acortó el invierno; esa marcada fue
casi a fines de setiembre, si mal no recuerdo.
—Lo escuché nombrar al Rocamora ese —dijo Zapata—,
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vino con intenciones de sujetar al cura Gordillo para que deje
de robarse las limosnas del santo.
El estallido de las carcajadas hizo saltar a Bartolito que ya

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no pudo continuar fingiendo dormir y se sumó a la rueda
mientras el sol comenzaba a brillar sobre las guampas que so-
bresalían desde el bajo.
—Ahora nomás creo que Rocamora andaba por Gualeguay-
chú o por Arroyo de la China, que ya no se llama más así… ni
sé cómo le pusieron ahora —dijo el Peludo.
—Ganas de joder cambiándole el nombre a los lugares —
agregó Moreno mientras escupía un palito de yerba.
—Menos mal que al pago nuestro le dejaron Gualeguay no-
más —bromeó Almada—, sino capaz que cuando volvíamos ni
siquiera lo encontrábamos.
—Por lo que oí —dijo Zapata poniéndose serio—, lo de Roca-
mora es mucho más que llamarlo al orden al cura, parece que
por fin alguien se dio cuenta que tres tipos se han repartido
todas las tierras y que con la plata y el chumbo tienen más
poder que el rey de España.
—Eso es verdad —dijo Moreno—, a mí me lo contó uno de
los que García Zúñiga echó a los guascazos de Gualeguaychú
y que se tuvieron que ir a buscar donde caerse muertos cer-
ca de Arroyo de la China. Y no solo eso sino que además, me
aseguraron, el hijo e´puta cerró los pasos de Gualeyán Chico
y Rincón del Gato y no deja pasar a nadie. Si hasta un juez
que, dicen, fue a pedirle que abriera los pasos, lo sacaron a
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los empujones.
— ¡Linda se las va a ver el Rocamora éste! —acotó Almada
mientras hacía sonar la bombilla de una chupada.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Bueno —cortó Zapata—, vamos juntando los cueros y


marchemos que el sol hoy va a pegar fuerte por lo que se ve.
Recién en ese momento pareció darse cuenta que el hijo es-
taba sentado a su lado.
— ¿Cómo durmió, compañero? —le preguntó mientras le
golpeaba suavemente la cabeza con el ala del sombrero.
—Sin miedo, Tatita —fue toda su respuesta.
El cielo límpido y celeste permitía que el sol castigara con
inusual dureza apenas despuntada el alba. Tras el recuento
de rutina, el arreo recomenzó su marcha en el tramo final.
Almada, siguiendo las instrucciones de Zapata, iba cerran-
do la tropa. Lisandro Almada era el más veterano del grupo;
cercano a los 50 años, su largo pelo blanco y áspero le daba
un aspecto aindiado. Había nacido en una estancia cerca de
la Bajada Grande; de una madre paraguaya y un padre al que
no conoció, llegó a Gualeguay con una tropa de redomones
y soñando con los ojos de la hija menor del gallego Albañi-
guez—quien había instalado hacía un par de años una prós-
pera tienda— y si bien ella nunca le había dicho que sí, tam-
poco le había dicho que no a sus aisladas insinuaciones.
Albañiguez, llegado desde La Coruña a través de Monte-
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video junto a su mujer y cinco hijas, prosperó rápidamente
mientras diversificaba sus negocios; así, había intermediado
en la venta de 40 caballos traídos desde Corrientes con destino

HÉCTOR LUIS CASTILLO


final a los campos de Landa, algunas leguas al sur de Guale-
guaychú. Lisandro Almada, que por ese entonces rondaría los
18 años, era reconocido como uno de los mejores domadores
de la zona por lo que, justo es decirlo, esto le servía, además
de para ganar el sustento, para ser bastante codiciado por las
jovencitas que asistían algunos domingos a las fiestas de ji-
neteadas en donde Lisandro exhibía su arte y su coraje a pelo
limpio.
Con Marianela Albañiguez apenas si cruzaron las miradas
en tres o cuatro oportunidades, la última fue cuando prepa-
raban el arreo de caballos y ella acompañó a su padre a dar las
últimas directivas a quien estaba a cargo del trabajo. En esa
ocasión, él, sin bajarse del caballo y aprovechando una dis-
tracción del gallego, le susurró: le voy a robar esos ojos para
que me iluminen de noche en el camino. Y se fue sin volver la
mirada pero presintiendo el ardor en las mejillas adolescen-
tes de Marianela.
Llegando a Gualeguay, días más tarde, una apuesta lo hizo
montar un malacara que se destacaba por ser puro nervios en
la tropilla, duro de boca y, para completarla, un confiado e
irresponsable jinete que como todo freno le colocó un bocado
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hecho a las apuradas.
—Largálo nomás. Gritó antes de acomodarse bien sobre el
potro que, asustado y brioso, pegó un salto y se arqueó sobre
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

sí mismo.
Lisandro sabe que en esos casos tiene que darle rienda, de-
jarlo que corra y se desahogue, pero no, por el contrario, lo
carga en la boca y el malacara se bolea. Todos se agarran la
cabeza al ver que el caballo cae hacia atrás y aplasta al jinete
que, aunque intenta dar un salto, no puede evitar que todo
el peso del lomo del animal caiga sobre su cadera. La cabeza,
como si estuviera desprendida del cuerpo, golpea con un sor-
do crujir sobre el pasto reseco. Después vino la oscuridad.
Casi una semana estuvo Lisandro tirado en un catre deli-
rando por la fiebre y el dolor. Cuando logró recuperarse, los
caballos ya no estaban, su trabajo tampoco y lo último que
alcanzó a darse cuenta cuando al fin pudo incorporarse, fue
que por debajo de su miembro viril solo había quedado una
mustia bolsita vacía y aún amoratada.
Doña Teresa, la yuyera, lo dejó llorar hasta que no tuvo más
lágrimas, recién entonces lo abrazó como a un hijo y le susu-
rró al oído:
—Quédese tranquilo m´hijo, nadie tiene porqué saber nada
de esto. Yo lo entiendo y sé que en este mundo es más fácil
vivir siendo leproso que capón.
— ¿Y ya no voy a servir más como hombre? —preguntó eli-
giendo las palabras.
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La anciana lo miró con ternura y lo acarició secándole las
lágrimas:
—Echar cría no vas a poder pero quedáte tranquilo que con

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ese tiento que estuve curando estos días a más de una mocita
la vas a dejar suspirando.
Lisandro Almada no pudo más que reír de la ocurrencia de
la vieja y se abrazó a ella quién sabe si no pensando que, de
algún modo, estaba abrazando a su madre.
—Nadie va a saber nada de esto —repitió la anciana.
Pero los secretos, sabemos, en ningún tiempo ni lugar se
sostienen para siempre.
Alrededor de las cinco de la tarde, el ganado ya estaba meti-
do en los corrales. A Bartolito le llamó la atención la cantidad
de esclavos negros que había en ese lugar, todos ellos con la
marca de la estancia en las paletas.
Llegaron hasta la puerta de un rancho blanqueado a la cal
y ahí bajaron de los caballos. Bartolito amagó con aflojar el
apero pero un casi imperceptible gesto de su padre le indicó
que no lo hiciera.
Solo el ruido de las vacas y el viento se escuchaba. Había un
incómodo silencio que nadie podía evitar notarlo. Un mestizo
salió de adentro del rancho y se dirigió a Zapata.
—Dice el patrón que está bien, que pueden irse nomás.
—Dígale a su patrón que va a estar bien cuando nos paguen
lo que acordamos—dijo Zapata.
Unos minutos más tarde —que parecieron horas— salió
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Malvárez, el Colorao Malvárez, flanqueado por dos mestizos.
— ¿Anda con ganas de tener problemas el amigo?
—Ni una cosa ni la otra —respondió Zapata—, ni quiero
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

problemas ni soy su amigo. Habíamos arreglado el precio del


arreo en 13 pesos. Págueme y nos vamos antes que nos agarre
la noche.
— ¡13 pesos! —repitió el Colorao aflautando la voz—, ni que
los hubieran traído alzando a los novillos.
Los otros dos que estaban con festejaron a los gritos la hu-
morada. El Colorao siguió:
—Mirá, mándense a mudar antes de que se me acabe la pa-
ciencia.
De adentro del rancho salieron cuatro o cinco más que, jun-
to a algunos negros, fueron formando un círculo alrededor
del grupo. Almada, instintivamente, llevó la mano a la cin-
tura y acarició el cabo del facón. El peludo se enrolló la guasca
del rebenque. Bartolito sintió que el corazón se le quería esca-
par por la garganta. Zapata habló:
—No quisiera que se le acabe la paciencia, solamente quiero
cobrar lo que acordamos.
—Hoy estoy de buen humor —dijo el Colorao—, así que va-
mos a jugar un rato así no se van con caras largas.
En ese momento pareció caer en la cuenta de la presencia
del niño y se le acercó hasta quedar pegado a él:
— ¿Te gusta jugar a la taba?
—No señor —tartamudeó Bartolito—, al tata no le gustan
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esos juegos.
—Pero seguro que hoy el tata va a hacer una excepción —
dijo mirando de reojo a Zapata. Mirá —continuó—, vas a ha-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


cer una tirada, si sale suerte, les pago y se van todos conten-
tos, si sale culo los degüello a uno por uno…
Bartolito miró a su padre buscando una respuesta y le vio el
rostro duro en donde no podía adivinarse una sola expresión.
Las manos permanecían sobre el recado como sujetándose
una a la otra. Zapata presintió una inútil matanza y evaluó
las pocas chances de escapar. Miró a su hijo y con voz firme
le dijo:
—Tire, m´hijo.
El Colorao lo tomó al niño de la cintura y lo puso sobre la
tierra como quien manipula un muñeco. Zapata adelantó el
caballo hasta donde estaba el Colorao, a dos o tres pasos y aga-
chándose sobre el pescuezo le dijo:
—Le volvés a poner las manos encima a mi hijo y te las corto.
El Colorao lanzó una risotada ignorando la advertencia y pi-
dió a los gritos una taba.
Un negro, solícito, se la entregó. Una hermosa taba calzada
con hierro y remaches dorados.
—Un solo tiro —recuperó la seriedad el Colorao—: suerte, se
van; culo: no queda ninguno.
Zapata, el Peludo y Almada se apearon de los caballos; los
negros y los peones se colocaron a ambos lados de la impro-
visada cancha. En un extremo, Bartolito sentía que en cual-
30 quier momento las piernas se le aflojarían y caería de cara
al suelo; a su lado, el Colorao y, en frente de este, Lisandro
Almada. En el otro extremo, en donde iba a caer la taba, se
plantó el Peludo. A unos dos metros de la cabecera de la can-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

cha, Zapata.
El hueso parecía pesar cien kilos en la mano sudada del
niño; sabía cómo lanzarla, cómo no saberlo si lo había hecho
cientos de veces pese a la prohibición paterna, pero esta vez
era distinto, no se jugaba ni un anzuelo ni una tiento. Se ju-
gaba la vida de todos. Y su propia vida.
Sopesó la taba, se secó el sudor de los ojos y la lanzó. La tiró
de roldana, como le gustaba hacerlo a los gurises, que fuera
por el aire girando hacia adelante, de ese modo, todo era azar,
tirarla de vuelta y media o de dos vueltas era para los que ha-
cían de ese vicio un arte, no para los pequeños que jugaban a
ser tahúres a la hora de la siesta.
Todos, en silencio, vieron girar el hueso brilloso hasta que
cayó, rodó sobre la tierra seca y quedó de costado.
Bartolito caminó hacia el otro extremo sin escuchar el gri-
terío que había provocado ese tiro nulo. En los dos extremos
de la cancha los rostros de los suyos estaban tensos, ninguno
gritaba ni reía, solo esperaban.
El niño recogió la taba del suelo y la hizo girar sobre la mano
para quitarle la tierra. Respiró hondo y volvió a lanzarla. Ésta
cayó rodando sobre el suelo, dos, tres, cuatro veces y la mues-
ca quedó mirando al cielo.
— ¡Suerte, carajo! —gritó Bartolito y salió corriendo hacia
donde estaba su padre.
—Vamos a terminar con esto —dijo Zapata al Colorao que 31
parecía disfrutar de todo aquello—, págueme y nos vamos de
una vez, que el viaje es largo.
Uno de los que había salido de la casa junto al Colorao y que

HÉCTOR LUIS CASTILLO


estaba parado al lado de la taba, la volteó con el pie y dijo en-
tre dientes:
—Me parece que se apuraron mucho a festejar, va a tener
que tirar de nuevo, che. Y si el gurí no se anima que tire algu-
no que tenga güevos —dijo mirando a su costado.
Lisandro Almada sintió la estocada y se abalanzó facón en
mano:
—Vení, carajo, yo te voy a enseñar a vos cómo se tira una
taba y quién tiene güevos también.
El otro sacó el facón y ambos se encorvaron frente a frente
midiéndose en silencio, todos tenían la mirada fijada en ellos
y por eso nadie vio al negro salir de entre un grupo y, sin que
mediara una palabra, clavarle un puñal de fierro entre las pa-
letas a Lisandro.
Cayó de rodillas abriendo los brazos y con el cuchillo araña-
ba el suelo como buscando apoyo. De la boca escapó una baba
rojiza y quedó con los ojos abiertos contra el suelo.
El oponente se quedó petrificado ante la irrupción del escla-
vo y miraba hacia todos lados como buscando una explicación
que nadie daba. El Colorao sacó un facón con cabo de plata,
tomo al negro por las motas y le abrió el vientre de lado a lado
antes que este pudiera darse cuenta de nada.
El negro soltó el fierro y llevó, inútilmente, las dos manos
32
hacia el abdomen abierto por donde brotaban las tripas colo-
radas y latientes. Ya en el piso, con la mirada perdida, trataba
de meterse nuevamente los intestinos grises de polvo como si
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

de ese modo pudiese recuperar la vida que se le iba escapando;


tiró un par de espasmódicas patadas al aire y luego quedo tieso.
— ¡Negros cagones! —gritó mirando a todos y a ninguno—,
ni para matar sirven estas mierdas cobardes.
Se dirigió entonces a Zapata:
—Tome, acá está su plata. Agarre a su compañero y váyan-
se de acá. Ya se acabó la fiesta.
Se dio vuelta y gritó nuevamente:
—Se acabó, carajo, ¿me entendieron?
En silencio comenzaron a dispersarse. Dos esclavos carga-
ron al negro muerto y se lo llevaron. No pasó mucho para que
se escucharan los llantos desconsolados de una mujer.
Lisandro Almada no tenía a nadie que lo esperara y los úni-
cos que lo podían llorar estaban ahí. Al caer el sol lo enterra-
ron en un descampado. Nadie rezó por él ni por su alma.
Esa noche Bartolito no tuvo vergüenza de hacer como que
dormía mientras temblaba abrazado a su padre.

33

HÉCTOR LUIS CASTILLO


La mesa está
servida
En las afueras de Gualeguaychú
Domingo 23 de octubre de 1791

Cerca de las 9 de la mañana, en la pulpería del vasco Irrazá-


bal apenas dos paisanos se hallaban acodados al mostrador.
Al costado, pegado a la ventana, otro más, con el chambergo
cubriéndole los ojos, dormitaba junto a un gato barcino que
parecía de adorno. La humedad se colaba por la paja del techo
y con el aire pesado formaba un cielorraso junto al humo que
escapaba del tabaco negro de los cigarros. Un olor a cuero y 37
chorizo seco invadía todo el rancho desde la pieza del fondo.
El vasco no vendía más pan, pese a estar autorizado a hacerlo,
debido a que los primeros panes salían casi simultáneamente

HÉCTOR LUIS CASTILLO


con los últimos borrachos lo que provocaba no pocas peleas
para intentar cerrar el boliche y descansar un poco cuando el
olorcito del pan recién salido del horno tentaba los famélicos
estómagos de la paisanada; carne no podía vender ya que es-
taba prohibido por el alcalde quien, casualmente, era el úni-
co que podía hacerlo; pero bueno, había que negociar, este se
quedaba con el monopolio del negocio de la carne pero inter-
mediaba con algunos estancieros para que la peonada se pro-
veyera en forma exclusiva con Irrazábal a cambio de bonos.
Plata circulando había poca.
De todos modos, mal no le iba y a pesar de los 18 pesos
anuales que pagaba de impuestos, de a poco había podido ir
haciéndose de algunos campos y poblándolo de animales; la
pulpería estaba bastante bien surtida, no faltaba caña, gine-
bra, aguardiente ni vino carlón y, de una de las paredes, col-
gaba una vihuela por si algún parroquiano quería amenizar
una noche con alguna décima o una vidalita.
Para alguien que no sabía leer ni escribir, la posición que
había alcanzado no era menor. Conocía en el pueblo, natu-
ralmente, a todo el mundo —aún con lo pequeño que podría
ser ese mundo— por eso la entrada de ese hombre le llamó la
atención.
La figura atravesó la puerta abierta y la fragancia del per-
38 fume provocó picor en las narices poco acostumbradas a esos
aromas. Se acercó hasta el mostrador, colocó al pie de éste el
bolso de cuero que traía y saludó con cortesía.
—Buenos días, caballeros.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Los dos paisanos sacudieron la cabeza sin decir palabra; el


vasco respondió, sin emoción, con otra pregunta:
— ¿Qué se le ofrece al hombre?
—Agua, por favor—dijo sorprendiendo a todos—, llevo mu-
chas horas de marcha y traigo una sed de lobos.
—El agua no se la puedo cobrar—dijo Irrazábal sin ocultar
fastidio.
—Pero yo sí se la puedo pagar así que, agua, por favor —el
tono fue terminante.
El pulpero le sirvió un generoso tarro con agua con un indi-
simulable olor a vino rancio.
— ¿Viene de lejos? —disparó Irrazábal como para iniciar
una conversación.
—De Santiago del Estero.
—Eso es lejos —aportó uno de los dos parroquianos que no
dejaban de observar las ropas lujosas del forastero; calzones y
chaleco de pana negra sobre una camisa tornasolada que de
lejos se notaba que era fina. Y cara.
—Pero, qué descortesía la mía. Permítanme presentarme:
soy el capitán de milicias Francisco García Petisco. A sus ór-
denes —agregó consciente del efecto que había provocado en
sus interlocutores.
— ¿Y qué anda haciendo por estos pagos un capitán y sin
ejército? —preguntó el que estaba al lado del gato y parecía
haber revivido con la llegada del intruso. 39
—Vengo a afincarme en estas hermosas tierras y poner mi
espada al servicio de la Comandancia. La sed y mis ansias de
ir conociendo a quienes serán mis copoblanos me hicieron de-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


tenerme antes de llegar a la Villa.
— ¿Así que no está de paso, entonces?
—No, ya es hora de dejar de andar de un lado para otro y
afincarme de una bendita vez. Espero pronto traer a mi fa-
milia así que por ahora todo mi esfuerzo estará en conseguir
algún sitio en donde poder darles un cobijo digno.
—Y…casas, lo que se dice casas, hay pocas —dijo uno.
— ¡Pues si no hay, tendremos que construirla, hombre! Su-
pongo que acá habrá muchos como vosotros, fuertes y con ga-
nas de trabajar, ¿verdad?
Los dos paisanos se miraron en silencio; el de la mesa acari-
ció al gato que amenazó con despertarse.
Bebió lentamente hasta terminar el jarro mientras sentía
las miradas de todos sobre sus hombros. Lanzó un ruidoso
eructo como si hubiera bebido champaña y no agua y apoyó la
jarra sobre la barra.
—Bueno, no los distraigo más, ya volveremos a vernos, sin
duda —se tocó el ala del sombrero y salió sin más.
Los cuatro hombres lo vieron marcharse y no fue sino hasta
que escucharon el piafar del caballo antes de emprender la
marcha que Irrazábal comentó fastidioso:
— ¡Y no me pagó el agua!

40
García Petisco montó su alazán tras acomodar el bolso y se
marchó rumbo a la Villa de San Josef de Gualeguaychú, a es-
casos minutos de ahí. Una tenue sonrisa de satisfacción se
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

dibujaba en su rostro; el primer paso estaba dado, impresio-


nar a los lugareños y dejar que la voz anunciando su presencia
se esparciera sola. Él sabía bien cómo manejar los rumores;
su padre, Don Simón, allá en Castilla la Vieja, solía decirle:
“Que la fama, buena o mala, preanuncie tu llegada”. Consejo que el
capitán supo aprovechar desde siempre. Aunque ese siempre
pueda aplicarse desde su llegada a América. Tras su paso por
Santiago del Estero, en donde había ganado no pocos enemi-
gos oficiando desde hacía dos años como pulpero, había llega-
do al partido de Entre Ríos anoticiado de que habría muchas
posibilidades para satisfacer su codicia por estos lares; poca
población, muchos iletrados y miles de hectáreas fértiles y
realengas lo aguardaban.
Conocedor de la lisonja y los contactos adecuados, había co-
menzado unos meses antes a mantener una correspondencia
con los terratenientes locales utilizando un incierto título de
capitán de milicias y consideró que ya era hora de conocerlos
en persona.
Estaba seguro de que tras su breve paso por la pulpería, la
noticia de la llegada de alguien importante sería no solo in-
minente sino altamente efectiva; la segunda visita, en ese
ventoso domingo de octubre, era a la capilla. Sabía que la
misma estaba a cargo de Mateo Fortunato Gordillo, un cura
41
que, debido a sus aceitadas relaciones con los terratenientes
locales, no tenía miedo de enfrentar al incipiente poder polí-
tico, lo que podría ser utilizado a su favor manejándose con

HÉCTOR LUIS CASTILLO


astucia, pensaba.
No fue muy difícil encontrar la iglesia en una Villa que ape-
nas superaba los 50 ranchos, el camino estaba aún fangoso
por una lluvia de la semana anterior y, solo al entrar, ya cua-
tro o cinco perros lo seguían en silencio.
Llegó a la capilla de barro ubicada frente al lodazal de la pla-
za Independencia y, desde afuera, podía oírse la voz atronado-
ra del cura hablándole a su feligresía.
Ingresó en silencio y se arrodilló al tiempo que se persig-
naba y santiguaba con exagerada solemnidad. Fue inevitable
que todos giraran la cabeza para ver a ese extraño surgido de
la nada que permanecía estático como un penitente esperan-
do la expiación. Al cura, naturalmente, tampoco pasó desa-
percibida esa entrada teatral por lo que, rápidamente, retomó
el control del rebaño distraído dirigiéndose al recién llegado:
—Adelante, la casa de Dios está abierta para todos aquellos
que buscan cobijo y solaz a sus almas pecadoras.
Rápido de reflejos, García Petisco retrucó:
—Perdóneme Padre, porque he pecado.
—Ponte de rodillas y piensa en tus pecados, hijo, mientras
concluye la misa, más tarde podremos hablar acerca de ellos.
García Petisco, sumiso, permaneció con las rodillas clava-
das en la tierra maldiciendo por lo bajo al cura. Nunca le pare-
42 ció más interminable una misa que aquel día, pero el objetivo
estaba cumplido ya que hablarían en privado más tarde. O al
menos eso es lo había dicho el cura que, por lo visto, era tan
hábil como se lo habían descripto. Habría que cuidarse de él,
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

pensó el capitán al tiempo que sentía que las piernas comen-


zaban a entumecerse.
Cerca del mediodía, la iglesia se vació mientras el capitán
aún permanecía de rodillas; sintió la mano sobre su hombro
y recién entonces levantó la cabeza.
—Venga, vamos a caminar un poco, creo que le va a venir
bien —dijo, irónico, el cura.
—Sin dudas, Padre; son muchas leguas las que tenido que
hacer para llegar hasta aquí —respondió sin acusar la estoca-
da.
— ¿Quién eres y qué te trae por aquí?
—Soy el capitán de milicias García Petisco, Francisco García
Petisco, natural de Castilla la Vieja, obispado de Salamanca.
—Estás muy lejos de tu casa, capitán.
—Estuve en Santiago del Estero, sirviendo al servicio de Su
Majestad; tengo algunos amigos en la zona y me pidieron que
viniera a echarles una mano. Por lo que me cuentan, hay mu-
cho indio y mucho gaucho que desoyen las leyes y causan pro-
blemas a las gentes de bien, como mis amigos y sus familias.
—Comprendo —respondió el cura midiendo las palabras —
bueno, venga, supongo que no tendrá dónde alojarse así que
le conseguiré algún lugar y después podremos ir a comer un
buen asado.
43
—Le agradezco mucho, Padre.
—No tienes nada que agradecer, es la obligación de todo
buen cristiano asistir a un hermano. Ahora, dime —hizo una

HÉCTOR LUIS CASTILLO


estudiada pausa—, ¿quiénes son esos amigos con los que te
escribes?
Villa de San Josef de Gualeguaychú,
casa del alcalde Domingo Regeral
Jueves 3 de noviembre de 1791.

Antonio, un negro que no pasaría los 20 años y esclavo del


cura Gordillo, colocó un pedazo de lata sobre el piso de tierra;
volvió enseguida con unas brasas que desparramó sobre éste y,
finalmente, apoyó la pava. El cura tomó la manija con un tra-
po rojo y cebó el primer mate; después, pasó la pava a su escla-
vo para que éste prosiguiera con la tarea. A su derecha, García
Petisco, impecable en su vestimenta como siempre, sostenía
algunos papeles sobre sus piernas; en frente de ellos, forman-
do una rueda, el sargento mayor Lorenzo de Santander, quien
44
estaba a cargo del cuerpo de policía recientemente creado, don
Juan Aguilar, don Fernando Bela, cabildantes ambos, y Do-
mingo Regeral, alcalde de la Villa y dueño de casa.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Serían cerca de las siete de la tarde y el sol aún se negaba a


esconderse; por fortuna, una suave y fresca brisa sumada a la
sombra de un frondoso paraíso, convertía el fondo de la casa
en un agradable lugar de reunión. Era un secreto a voces el
motivo de la misma, no obstante, el protocolo indicaba hacer
como si nada se supiera.
El cura hizo sonar la bombilla contra el fondo del mate, lo
devolvió al negro, quién lo cebó, lo regresó al cura y éste lo
pasó a Aguilar. Recién entonces habló:
—Señores, creo que estaremos todos de acuerdo con que el
bien común de nuestra Villa es nuestra preocupación más
importante —hizo silencio y escudriñó los rostros buscando
asentimiento. Prosiguió: Este caballero que supongo ya todos
conocéis —dirigió la mirada hacia García Petisco y éste mo-
vió la cabeza levemente casi como una reverencia— nos ha
sido recomendado para asistiros en la ardua tarea de gober-
nar. A nadie escapa que más allá de vuestras generosas inten-
ciones y denodados esfuerzos, no hemos logrado que nuestro
señor el virrey, hasta ahora, satisfaga las demandas de nues-
tra gente. La parroquia, sin ir más lejos, de no ser porque es
la casa de Nuestro Señor, no se diferencia de la un herrero; la
cárcel, por otro lado —se dirigió al sargento mayor—, coinci-
dirá conmigo, sargento, que es algo inusual que una cárcel
45
carezca de puerta…
—Tiene usted razón, Padre —interrumpió Bela—, fíjese que
tenemos que agradecer la generosa hospitalidad de don Do-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


mingo para poder reunirnos en su casa ya que el cabildo ni
siquiera tiene una letrina decente.
—Usted lo ha dicho mejor que nadie, don Fernando —conti-
nuó el cura mientras recogía el mate vacío de manos de Agui-
lar, lo hacía cebar nuevamente y se lo pasaba al sargento Lo-
renzo—, por eso no dudo en tildar de proverbial la llegada de
nuestro amigo don Francisco García Petisco, un hombre de
vasta experiencia y muy buenas relaciones que nos ayudarán
a llevar a buen puerto nuestras intenciones.
— ¿Y cómo podría ayudarnos don Francisco, Padre? —pre-
guntó don Domingo sospechando de antemano la respuesta.
—Bueno, si ninguno de vosotros piensa lo contrario, creo
que es la persona ideal para ser alcalde de Gualeguaychú.
—Discúlpeme, Padre —balbuceó el sargento— no es que quie-
ra poner en duda sus palabras ni la honorabilidad de don Fran-
cisco, pero…apenas hace unas semanas que llegó al pueblo.
—Ya lo sé, hijo mío, ya lo sé, a primera vista se ve casi como
una locura que alguien recién llegado se haga cargo de los
destinos de un pueblo pero, no lo olvides nunca, los caminos
del Señor son insondables; recordarán todos, sin dudas, la bí-
blica historia de José, hijo de Jacob y el faraón. Si preferís que
os la recuerde solo debéis decírmelo.
—Con el debido respeto —el ahora ya ex alcalde se acomodó
46
en su silla para hablar—, yo creo que no debemos…
—Don Domingo —lo cortó el cura colocándole una mano so-
bre el hombro—, ya mucho se ha hablado y creo que es hora
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

ya de agradecer a Nuestro Señor por todo cuanto hace por no-


sotros. Los hombres proponemos y Nuestro Señor dispone, ya
habrá tiempo de volver sobre este y otros temas que a todos,
sin duda, nos preocupan pero, hay un tiempo para cada cosa
como nos lo recuerda la sagrada Biblia y este, don Domingo,
es tiempo de agradecer. Si es tan amable, comience con las
intenciones, por favor.
Las polvorientas calles de la Villa de Gualeguaychú vieron
esa noche retirarse en silencio y con indisimulada satisfac-
ción rumbo a la capilla al cura Gordillo, su esclavo Antonio y
al nuevo alcalde, Francisco García Petisco, para quién ya ha-
bían quedado lejos tanto su oscura pulpería en Santiago del
Estero, capital de la provincia de Tucumán, como su deuda
como residente de Potosí con Buenos Aires por 36.043 pesos
fuertes. Ahora era tiempo de festejos y de olvidos, una nueva
etapa se iniciaba junto a este cura que —cada vez era más evi-
dente— manejaba los hombres y sus destinos con las formas
de un temerario y habilidoso ajedrecista.

47

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Cerca de Gualeguaychú,
Estancia de Pedro García de Zúñiga
Sábado 21 de abril de 1792

La galera no podía, de ningún modo, pasar desapercibida;


no solamente porque casi no se veían de ese tipo en una zona
atravesada por pesados carretones traídos desde Tucumán o
Mendoza, sino por el color negro y plata que la hacían lucir
como un ensueño. Cuatro caballos de largas crines debían ir
siendo permanentemente sujetados por el postillón ya que los
caminos no estaban preparados para la velocidad que podría
alcanzar aquel vehículo con esas hermosas bestias liberadas
en su poderío. Seis jinetes eran su escolta, a los que se suma-
48 ban dos a la vanguardia y otros dos a la retaguardia.
Don Juan Carlos Wright venía solo desde una de sus estan-
cias en el Ibicuy. En sus viajes de negocios jamás permitía ser
acompañado por ningún familiar; a lo sumo, cuando era pre-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

ciso, su yerno Juan Manuel —hombre avezado para los núme-


ros—, iba con él. Aunque jamás lo reconoció públicamente,
era innegable que lo consideraba más un empleado que un
familiar.
De no ser en esas ocasiones, disfrutaba de viajar solo, gus-
taba de contemplar las interminables tierras de las que era
propietario; le complacía recordar las maniobras a las que
había debido recurrir para ir apropiándose de todo aquello;
las eternas mediciones del matemático Sourriere de Souillac,
quien cada noche, exhausto de medir interminables exten-
siones de campo, preguntaba asombrado ¿aún no termina-
mos? Aún no, respondía él, y en su mente solo tenía grabado
un nombre que lo obsesionaba: Campos floridos; la estancia
de Esteban García de Zúñiga con sus 188.000 hectáreas. Esa
era su quimera y el motivo de sus desvelos; quería ser el más
grande, el más poderoso y, por qué no, el único.
Había sido invitado por don Pedro García de Zúñiga para es-
cuchar un cantor “recién llegado que seguramente será de su agrado”
según mencionaba la carta que había recibido. Como toda la
comunicación epistolar entre ambos, jamás se mencionaba
un nombre, una fecha concreta ni un sitio específico. En este
caso, “es tiempo de compartir un asado con los amigos” y otras claves le
comunicaban de una reunión con algunos estancieros locales
49
para concretar un tema sobre el que hacía rato venían traba-
jando. Hoy era ese día y el “cantor” invitado no era otro que
Francisco García Petisco.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Serían las 10 de la mañana cuando los dos jinetes de van-
guardia llegaron a la estancia; allí, el capataz los estaba espe-
rando. Con fascinación, y no sin cierto asombro, los jinetes
habían atravesado más de una legua de árboles frutales de
todo tipo y color hasta llegar al casco de la majestuosa estan-
cia; estaban asombrados con el estado de los caminos, anchos
y bien afirmados; un verdadero batallón de esclavos trabajan-
do con el orden y el silencio de las hormigas; más cerca de
la casa principal, la tierra emitía ramilletes interminables de
flores de colores hipnotizantes, a lo que se sumaba un aroma
que lo envolvía todo; racimos de aljabas rosas y azules, cor-
taderas que parecían jugar con el viento, jazmines y plume-
rillos rosados; más allá, una hilera de ceibos conducía hasta
una pérgola en donde las santarritas fucsias, blancas y ama-
rillas se abrazaban impúdicamente a sus blancos pilares.
— ¿Todo está bien por acá?
—Dígale a su patrón que todo está muy bien y que lo están
esperando —dijo el capataz.
—A la gente importante siempre se la está esperando —res-
pondió entre dientes y volteó su caballo rumbo a la salida.
— ¡Te crees que vas a golpear en tapera aquí, gaucho rotoso!
—balbuceó el capataz, pero el otro ya se había ido.

50
Wright descendió sin apuro de la galera y permitió que uno
de sus hombres lo tomara del brazo para ayudarlo. Le gustaba
mostrarse frágil, aunque, de ser necesario, sin dudas habría
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

sido capaz de montar un bagual en pelo de un solo salto. Unos


pasos más allá, el dueño de casa lo aguardaba con una sonri-
sa. Lo vio bajar, acomodarse la ropa, el sombrero, y, apoyán-
dose sobre el bastón con mango de plata y con sus iniciales
grabadas en oro, comenzar a caminar.
—Bienvenido, amigo mío, sabe que está en su casa.
—Lo sé, lo sé, por eso es siempre un placer volver a este lugar.
Se fundieron en un protocolar abrazo.
—Anoche comenzaron a llegar algunos de los invitados y
hoy temprano lo hizo don Francisco —informó Zúñiga mien-
tras caminaban hacia la casona.
—Bien, bien —asintió Wright—, ¿ya han adelantado algo?
— ¡Don Juan Carlos! Cómo cree usted que comenzaríamos
sin esperarlo.
Ingresaron. De los cuatro que estaban allí dentro, tres se
acercaron presurosos a estrechar la mano del recién llegado,
solo García Petisco permaneció estático en su lugar aguardan-
do ser presentado. Al llegar frente a él, Zúñiga dijo:
—Éste, don Juan Carlos, es el hombre que nos envía nuestro
buen cura desde Gualeguaychú. Desde ya, trae las mejores re-
comendaciones.
—Un placer conocerlo, don Juan Carlos. ¿Ha tenido usted
un buen viaje?
51
—Podría decirse que sí, si no fuera porque hasta para andar
por mis propias tierras debo ir acompañado de quienes velen
por mi seguridad, ¿usted cree que eso es justo?

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Si creyera eso no estaría hoy aquí, don Juan Carlos.
—Por favor, tomen asiento. ¡Tomasa! —llamó el dueño de
casa, y una negra brotó desde el otro cuarto—, trae bebidas
frescas para los señores y luego, que nadie nos moleste.
La negra desapareció e inmediatamente reapareció junto a
dos más con sendas bandejas, una copa de cristal para el re-
cién llegado y cinco botellas de colores diversos que acomoda-
ron sobre la mesa al lado de las que ya estaban allí.
Una panera de madera tallada llena de rebanadas de pan
blanco hacía de centro de mesa; rodeándola, pequeños reci-
pientes de porcelana conteniendo queso trozado, aceitunas,
aceite de oliva, nueces y almendras descansaban sobre un im-
pecable mantel blanco de lino bordado.
—Bien —arrancó Zúñiga una vez que el silencio se apode-
ró de la sala—, creo que todos coincidirán conmigo en que es
hora de hacer lo que el gobierno no quiere o no sabe hacer y
que es mantener el orden en estas tierras.
— ¡Desde luego que no es incapacidad sino displicencia! —
levantó la voz Facundo Echeverría, propietario de la estancia
La aguada—, todos sabemos que hacen la vista gorda con to-
dos esos vagos que deambulan por nuestros campos como Jua-
nes por su casa.
— ¿Vagos? ¿Vagos, dice usted, don Facundo? —Interrumpió
52 Zúñiga—, ojala fueran solo vagos; son ladrones, cuatreros,
changadores. Roban nuestros cueros y matan nuestro ganado
sin importarles un rábano.
— ¡No respetan nada! —Agregó Baltasar Rébora, de Guale-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

guay—, son animales que se criaron sin ley y sin Dios, viven
como animales, comen como animales, duermen como ani-
males…
—Y deben ser perseguidos y morir como lo animales que
son, entonces —remató García Petisco terminante.
— ¡Desde luego que sí! —golpeó el bastón contra el piso Wri-
ght— Ya es hora de poner manos a la obra y terminar de una
bendita vez con esas bestias.
—Precisamente —retomó Zúñiga—, palabras más, pala-
bras menos es lo que reza la carta que le escribimos al virrey y
que esperamos que todos suscriban.
Todos asintieron.
—Como descontaba vuestro apoyo —continuó Zúñiga—,
me adelanté a solicitar a mi buen amigo de Gualeguaychú un
hombre de su confianza para que se encargara de velar por
la seguridad de nuestras familias, y mi buen curita me re-
comendó al capitán García Petisco, persona de su confianza
plena, para hacerse cargo de tan ingrata pero necesaria tarea.
—Quiero que tengáis la tranquilidad de que voy a mantener
estas tierras libres de toda esa gentuza, aunque me vaya la
vida en ello.
—Pero, ¿no deberíamos esperar a que el virrey nos dé el vis-
to bueno antes de encomendar esta tarea a Don García Petis-
53
co? —dudó Rébora.
—Por supuesto que sí —se adelantó Petisco a Zúñiga, que
iba a responder—, y mientras tanto que violen a nuestras ni-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


ñas, maten nuestro ganado e incendien nuestras tierras, ¿es
eso lo que usted sugiere?
—Desde luego que no, pero…
—¡Desde luego que no! que no hay tiempo para aguardar lo
que ya sabemos que el virrey, con buen criterio, nos responde-
rá. Ya bastante tengo con mis obligaciones en Gualeguaychú
así que lo mejor para mí sería sentarme a esperar la respuesta
del virrey pero, ¿alguno de vosotros cree que no pienso en mi
familia? ¿En mi tierra?
—Yo creo que ya es suficiente —intervino Wright—, no
vamos a discutir entre nosotros cosas obvias. Si todos están
de acuerdo, enviemos la carta con la petición al virrey pero,
mientras tanto, que don Francisco vele por la seguridad de
nuestras familias y nuestros bienes.
—Estoy en un todo de acuerdo —dijo Rébora y los demás lo
siguieron.
—Y que se faculte además —agregó Zúñiga—, a don Francis-
co García Petisco a confiscar cueros, realizar embargos, quitar
marcas y todo aquello que él considere necesario y oportuno
para garantizar la paz de este partido.
García Petisco sentía que su corazón estaba a punto de ex-
plotar, las venas de sus sienes se sacudían como serpientes en
el fuego, disimuladamente secaba sus manos húmedas en la
54 pana de sus calzones. Su conquista estaba a punto de iniciar-
se. Sentía que debía hacer algo para aliviar su excitación. Se
adelantó a la mesa, tomó una copa y le elevó hacia el techo:
—Propongo un brindis por ustedes señores, por lo que es-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

táis haciendo por el bienestar de vuestras familias, por Dios y


por el rey. ¡Salud!
— ¡Salud! Exclamaron todos.
El espantapájaros
Cerca de Gualeguay
Domingo 24 de febrero de 1804

El horcón estaba bien plantado y cubierto de paja y bolsas;


a su alrededor, pequeños pozos semejantes a vizcacheras di-
ficultaban el acceso al mismo. Unos metros más allá, un lo-
dazal de unos veinte centímetros de profundidad y cuatro o
cinco metros de perímetro. Un enorme zapallo colocado enci-
ma, daba un aspecto entre cómico y grotesco a esa especie de
espantapájaros alzado en medio de la nada.
57
Los cuatro jóvenes jinetes ajustaban las cinchas y revisaban
las riendas y la ación de los estribos; en el momento de la car-
ga, el pingo se maneja con los pies por lo que una falla en esta

HÉCTOR LUIS CASTILLO


correa puede costar una caída y con ella, quizás hasta la vida.
Bartolomé Zapata se demora en revisar el nudo al final de
las riendas, luego lo toma junto a un puñado de crines y, sin
usar el estribo, salta sobre el malacara.
Un poco más allá, el pata e´ bola hace lo propio; su nom-
bre es Martín pero todos lo conocen como el pata e´ bola de-
bido a una cojera cuyo origen es tan incierto como todo su
pasado. Tendría en ese entonces unos 20 años, había llegado
a Gualeguay haría dos o tres y deambulado por varios campos
hasta que, en una pulpería, conoció a Bartolomé Zapata. En
realidad lo conoció dos días después de que Zapata le salvara
el pellejo ya que, totalmente borracho, no toleró las bromas
acerca de su pie derecho y había querido enfrentar con su fa-
cón a tres paraguayos que andaban de paso en un arreo. Za-
pata cargó entonces con una muerte y la vida, a cambio, le
entregó un amigo. De esto, el pata e´ bola nunca tuvo certeza,
ya que Bartolo jamás quiso hablar del tema, pero dentro de sí
sabía que ese hombre, sin conocerlo, había salvado su vida;
y de tanto no saber, también sabía que su gratitud sería eter-
na y, que mientras tuviera vida, cuidaría de ese gaucho con
la suya. Desde entonces no se separó más de Bartolo Zapata,
éste lo trajo a su chacra a trabajar bajo su responsabilidad;
el pata e´ bola no le hacía asco al trabajo, no cuestionaba el
58
magro salario ni tampoco volvió a trenzarse en ninguna pelea
que pudiera perjudicar el nombre de su patrón y amigo.
Preguntado, a veces relataba que un lobo le había comido
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

tres dedos cuando era un recién nacido, otras veces hablaba


de una mordedura de yarará y que tuvieron que sacrificarle
algunos dedos para salvarle la vida; y algunas otras se limi-
taba a decir que había nacido así nomás, con la pata deforme
por unos deditos pequeños y amontonados como repulgue de
empanada que lo obligaban a cojear. Fiel como perro curao de
las bicheras, no se separó nunca más de Bartolomé Zapata, a
quien consideraba, sin más, su hermano.
Un poco más allá, un cordobés llamado Juan Pedro Gutié-
rrez, conversaba animadamente con Pedro Pablo Rojas, el
paraguayo. Gutiérrez, aunque solo contaba con 19 años, ya
conocía al menos cuatro estancias, era rudo en el trabajo y
sumiso a las órdenes pero, eso sí, ante lo que él consideraba
una injusticia era irreflexivo y sanguinario. Había llegado a
trabajar junto a los Zapata hacía unos meses proveniente de
Santa Fe; junto a él, un esclavo chileno que no pasaba de los
13 años lo seguía a sol y sombra como un escudero. Juan se
llamaba o así le decían a falta de otro nombre. Se decía nacido
en Chile, cosa difícil de demostrar tanto por la falta de pape-
les que acreditaran su nacimiento como por la ausencia de
tonada en el hablar; hablaba tan poco en realidad.
Gutiérrez lo había conocido en un campo cerca de Córdoba,
en una estancia a la que había llegado un tiempo atrás y en
59
donde se encargaba del cuidado de los potros árabes que cria-
ba el patrón. Uno de los amansadores, el mejor, según todos
decían, cayó de su caballo durante una de las montas provo-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


cando la risa de todos los que rodeaban el corral apreciando el
espectáculo; Echeverría, tal el nombre del domador, se levan-
tó del piso más dolido en su orgullo que en el cuerpo y buscó
en quien descargar su ira; al costado de uno de los postes del
portón de entrada, Juan, el chileno, miraba como todos los
demás y no se rio, ya que él sabía el significado del dolor en el
cuerpo. Pero era el más chico y era esclavo. El primer guasca-
zo lo dio de lleno en la cara y lo volteó hacia atrás.
—Son estos negros de mierda, que traen mala suerte —gritó.
Habría descargado dos o tres golpes más sobre el cuerpo del
negro que se retorcía en el suelo cuando intervino Gutiérrez.
—Ni los caballos ni los esclavos devuelven los golpes, com-
pañero, por qué no se mete con uno que pueda defenderse.
El domador volvió la mirada fuera de sí y se abalanzó revo-
leando el rebenque sobre su cabeza.
—Yo te viá enseñar a vos, gaucho…
No alcanzó a terminar la frase cuando el facón de Gutiérrez
lo estaba atravesando hasta tocar con la punta del metal el
espinazo. Cayó tendido con la boca y los ojos abiertos. Cuando
llegó a oídos del patrón la muerte de su mejor domador, Gu-
tiérrez y el chileno ya llevaban varias horas de ventaja camino
a Santa Fe.
El paraguayo Rojas, por su parte, fue el único sobreviviente
60
de su familia diezmada por una epidemia de viruela que azo-
tó a su pueblo natal a fines del siglo anterior; los pocos que
alcanzaron a escapar se desparramaron por el Chaco y Misio-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

nes. Rojas, con la peste grabada para siempre en su rostro,


deambuló por todo el norte hasta afincarse en 1801 en Guale-
guay, donde Zapata lo conoció y más tarde lo llevó a trabajar
con él.
El paraguayo era sumamente habilidoso con el trenzado, lo
que hacía destacar sus aperos con facilidad; sus vainas hechas
con cuero de potro eran codiciadas hasta por los más afama-
dos guasqueros de la zona que, la verdad sea dicha, tampoco
eran tantos ni tan buenos. Sin embargo era generoso con sus
conocimientos y hasta tenía varios aprendices, entre ellos, el
chileno Juan y Bartolo Zapata, quién, doblegado por la impa-
ciencia, nunca logró terminar ni siquiera una trenza chata.
Terminaron de acomodar los cueros y, ya montados, pres-
taron atención a las indicaciones de Apolinario Troncoso, un
paisano de Nogoyá que era el único con experiencia en com-
bate de todo aquel grupo.
Troncoso había pertenecido al cuerpo de blandengues en el
fuerte de Sunchales, una fuerza creada inicialmente para lu-
char contra los indios, por lo que, muchas de las tácticas de
combate allí practicadas tenían más que ver con la lucha de
guerrillas y monte adentro que con las sofisticadas lecciones
que algunos oficiales traían desde Europa y en la que se ha-
blaba de enfrentamientos entre ejércitos regulares y no de la
61
realidad en las tierras litoraleñas.
La idea de Zapata no era, de ninguna manera, conformar
una fuerza militar, pero el desmesurado crecimiento en el ta-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


maño y cantidad de estancias de los terratenientes, cada vez
más insatisfechos y asimismo más sanguinarios, obligaba a
estar preparado para defenderse de las tropas paramilitares
que estos habían formado.
Él sabía de García Petisco, por ejemplo, un español que hacía
apenas un par de años se hallaba afincado en Gualeguaychú
y que, merced a sus tropelías bajo la protección de Wright
y Zúñiga —entre otros—, ya se había apoderado de cinco
estancias a puro machete y prepotencia. E iba por más.
Uno de los campos de Petisco estaba muy cerca de los cam-
pos de Zapata, por lo que estar preparados para pelear no era
ninguna desmesura. Por otra parte, ciertos rumores de movi-
mientos de tropas por Montevideo hacían pensar en escena-
rios poco tranquilizadores.
Montaron los cuatro y a un costado —a caballo también—,
Trocoso comenzó con las directivas.
—Lo primero es lo primero —arrancó con firmeza—, me-
tansé en la cabeza que jinete caído es hombre muerto. Pelear
de a pie es una pelea perdida antes de empezar así que vamos
a arrancar siendo uno solo con el pingo.
— ¿Y las armas? —se apresuró el cordobés.
—Lo primero es lo primero —repitió la muletilla Tronco-
so—, ya habrá tiempo de aprender a usarlas. Por ahora lo que
62
quiero es que cuelguen las riendas sobre el pescuezo y avan-
cen contra el horcón plantado ahí. Ese es su enemigo. Llegan
hasta él, lo rodean y vuelven acá. ¿Comprendido?
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Sin esperar respuesta, ordenó: arrancá vos Gutiérrez, que


se te ve apurado.
El cordobés metió las riendas bajo el cojinillo, apretó las ro-
dillas contra las paletas del zaino y con un estridente grito se
lanzó en línea recta; apenas había avanzado un par de metros
el caballo en el terreno fangoso, cuando Gutiérrez empezó a
mover el cuerpo de un lado a otro buscando el equilibrio cada
vez más endeble a medida que avanzaba; logró atravesar el
lodazal pero, ante la primera vizcachera, el potro giró brus-
camente hacia la izquierda y el cordobés siguió de largo salpi-
cando barro hacia todos lados en su caída.
Conocedores del carácter bastante poco jovial del instruc-
tor, nadie se atrevió a largar la risotada que provocó la brusca
caída del cordobés.
— ¿Te das cuenta, ahora? —dijo Troncoso sin emoción—,
si hubieras llevado una tacuara te la estaríamos sacando del
culo ahora. ¿Quién sigue?
Cuando el sol empezaba a esconderse, los cuatro gauchos
ya giraban como una noria sincronizada alrededor del palo y
Troncoso disfrutaba de ver como hombre y caballo iban sien-
do, poco a poco, una sola cosa.

Al entrar al rancho, el olorcito del puchero que burbujea-


63
ba en la olla lo llevó a una infancia feliz y siempre presente.
Su padre, sentado a la cabecera de la pequeña mesa, se veía
pensativo y algo distante, algo poco usual en él. Su madre,

HÉCTOR LUIS CASTILLO


casi en penumbras, acomodaba algo en su cuarto; cuando lo
escuchó entrar, se acercó a la cocina.
—Ya era hora —gruñó en un fingido rezongo.
— ¿Cómo les fue? —interrogó el padre abandonado sus ca-
vilaciones.
—Hola mama. Bien, tata, muy bien —respondió Bartolo
arrimándose a la mesa—, ese paisano realmente es increíble
lo que sabe y me parece que es capaz de hacer un soldado de
una bolsa de harina.
—Tiene experiencia, sí —dijo escuetamente Irineo Zapata.
—Todavía me acuerdo cuando en esta casa los domingos
eran para ir a misa y no para andar jugando a ser milico.
—No me rezongue que se me pone vieja y fiera, mama —
bromeó Bartolo.
—Te voy a dar vieja y fiera a vos —dijo amenazándolo con
una espumadera.
— ¿Qué olorcito, eh?
—Mejor olorcito tenía al mediodía, ahora arreglesé con las
sobras.
— ¡Mmm! —dijo Bartolo cerrando los ojos mientras llegaba
la fuente al centro de la mesa— yo me casaría con la mujer
que me sirviera sobras como ésta todos los domingos.
— ¡Casarse! Psst, no me falta nada ya.
64 Al rato, los tres comían en silencio. Pese a las bromas, un
aire de preocupación flotaba en el aire. Pero se respetó el si-
lencio hasta terminada la cena; recién entonces, padre e hijo
salieron a mirar la noche y a hablar de cosas que no deben
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

hablarse en la mesa.
Armaron dos cigarros y disfrutaron por algunos segundos
del sonido de los grillos y la caricia de la brisa fresca en los
cuerpos transpirados.
— ¿Crees que podrán?
—Vamos a tener que poder —respondió Bartolo—, las noti-
cias que están llegando no son buenas.
—No, hay rumores que los portugueses se han adentrado en
las Misiones orientales y el viejo José Urquiza no tuvo mejor
idea que echarlo a Serrano.
— ¿Juan José Serrano, el jefe de las milicias de Gualeguaychú?
—El mismo.
— ¿Y se conoce quién lo va a reemplazar?
—Ahí está el problema, Urquiza le pidió un par de nombres
para remplazarlo nada menos que al cura Gordillo.
— ¡Mirá justo a quién!, ¿y ya se sabe si tiró algún nombre?
—Se sabe, sí, se sabe —aspiró con fuerza la última pitada y
luego apagó la colilla con la punta de la bota— lo recomendó
a García Petisco.
— ¿Ese sinvergüenza?
—Es más, junto con él lo quieren meter también a Mariano
Elía.
— ¿El juez?
—Ex juez, querrás decir. Ese hijuna gran puta cuatrero, la-
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drón, que encima se dio el lujo de sablearlo a Serrano y reírse
de la ley. Ese mismo. Y para completar la terna, a Sopeña.
Bueno, no es raro todo esto, o no te acordás quien estaba de

HÉCTOR LUIS CASTILLO


comandante antes de Urquiza.
—La verdad que no.
— ¡Esteban García de Zúñiga!
—Tenés razón. Sin duda vamos a tener que cuidarnos más
de éstos que de los portugueses.
—Lo mismo creo, hijo, lo de los portugueses es pura políti-
ca, lo de estos tipos es ambición, su único patrón es el oro y su
bandera los privilegios.
—Me parece que vamos a tener que ir buscando gente de
confianza y seguir preparándonos para lo que pueda venirse.
—Presiento que lo que va a venir no es nada bueno, m´hijo.
Nada bueno.

66
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Piedras del río
Villa de Gualeguaychú
Lunes 5 de enero de 1807

Las dos noticias, si bien una era consecuencia de la otra,


ocasionaron un día fuera de lo común en la tranquila Villa
de Gualeguaychú. Los ingleses habían tomado hacía tres días
la ciudad de Montevideo y, desde la comandancia del Partido
de Entre Ríos, convocaban a todas las fuerzas leales al Virrey
para reconquistarla.
La pulpería de Pedro Guizper se hallaba tan concurrida y ani-
69
mada que parecía un día de fiesta y no un lunes de enero. Ape-
nas pasaban las 9 de la mañana y ya el calor hacía presagiar un
día agobiante; las moscas parecían haber amanecido tempra-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


no y zumbaban, molestas y cargosas, por todo el salón.
El rengo Izurrieta fue quien trajo la noticia del desembarco
pirata junto a la convocatoria de Josef de Urquiza.
—Tienen que presentarse todos —confirmó con un dejo de
tranquilidad ya que él, por su pierna tiesa, estaba exento—,
de 14 años para arriba, todos. Así dijeron.
—Me parece que esta vez va a haber más desertores esca-
pándose que milicos peleando —refutó, sin entusiasmo, uno
desde la barra.
—Dicen que los ingleses se vienen con todo esta vez, como
ya los corrieron el año pasado de Buenos Aires parece que se
quedaron calentitos —Y mirando de soslayo al del comenta-
rio anterior, agregó —también escuché que a los desertores lo
van a colgar cabeza abajo en la plaza principal. Pero yo no creo
que se vayan a tomar tantas molestias, para mí que los van a
degollar nomás.
—Entoncesya va siendo hora de ponerse en marcha —dijo
la voz firme que apuraba una caña en uno de los extremos del
mostrador. Vamos gurises —instó a los dos paisanos que lo
acompañaban.
—Tranquilo, Samaniego —intervino el pulpero—, tampoco
es cuestión de salir a lo loco.
—Vea, don Pedro, creo que ya está empezando a ser hora
70
de sacar las bolas de arriba el recado y ponerla donde corres-
ponda. Primeros fueron los terratenientes, ahora los ingle-
ses, después serán los portugueses y nosotros qué, ¿vamos a
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

seguir mansos como borregos esperando a ver quién nos es-


quila? Yo y mi gente vamos a ir a alistarnos, los demás, hagan
como quieran.
Gregorio Samaniego vivió en Gualeguaychú desde que tenía
memoria, quizás hasta hubiera nacido ahí, eso era irrelevan-
te; dos veces los echaron a él y a su familia a punta de trabuco
y látigo para quedarse con las tierras que consideraban pro-
pias. Tierras que no eran de nadie y al mismo tiempo habían
asegurado que era para quien las trabajara. Hoy los matones
de uno, mañana los del otro, Gregorio Samaniego supo desde
siempre que no podía sentarse a esperar que alguien viniera
a pelear por sus derechos; sabía o presentía que era tan im-
portante saber leer como manejar un sable y fue así como se
esforzó por conocer tanto el secreto de las letras como el de la
espada. En un lugar en el que apenas uno o dos de los cabil-
dantes sabía leer y escribir, que él hubiera aprendido a hacer-
lo no era poco privilegio.
Había escuchado que en Gualeguay un tal Bartolomé Zapa-
ta estaba preparando una tropa informal con el gauchaje y
creyó necesario, cuando así se diera la ocasión, ir a buscarlo,
a ponerse a sus órdenes, si eso era preciso, o a tenerlo bajo las
suyas. No era hombre a quien lo desvelaran el poder o el di-
nero, no tenía aspiraciones de estanciero y siempre sintió que
71
el uso de las armas tenía sentido solamente cuando estaba al
servicio de la patria. Una patria que aún no había nacido pero
cuya gesta empezaba a respirarse en todas partes; en los cabil-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


dos y en las pulperías, en las casonas y en las ranchadas, en
el agobio de los criollos y en el nerviosismo de los opresores.
Gregorio Samaniego sintió que, de algún modo, su destino
se estaba entrelazando con el del paisano de Gualeguay, de
quien solo se oían rumores acerca de su honradez y valentía.
Comandancia de la villa de Gualeguaychú
Martes 6 de enero de 1807

El teniente Valentín Sopeña recibió el mate que le alcan-


zaba un subordinado, lo bebió sin apuro y recién entonces
levantó la mirada y se dirigió a su segundo, el alférez don Al-
fonso Galindo.
—¿Cuánta tropa calcula que podremos juntar?
—Con suerte unos 40 o 50.
—¿Gente de armas?
—Casi ninguno.
En ese momento un milico se cuadró en la puerta y anunció
a los gritos:
72
—Parte para mi comandante.
—Pasá. ¿De dónde viene?
—Del Arroyo de la China, señor.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—¡Cuándo nos iremos a acostumbrar a que ya no se lla-


ma más así!—pensó mientras abría el grueso papel. Lo leyó
en silencio al tiempo que movía los labios; estiró la mano
para recibir otro mate pero no alcanzó a entregárselo el cabo
cuando se puso de pie y golpeó con fuerza el puño contra la
mesa. Ah, no, esto es demasiado. Pueden retirarse —dijo sin
intentar calmarse— quédese usted nomás Galindo.
Se retiraron los dos milicos y el comandante se quedó con
los dos puños sobre la mesa. El alférez permanecía en silen-
cio observando el rostro cada vez más rojo del comandante;
consideró oportuno no preguntar nada y esperar a que Sopeña
decidiera hablarle.
—Prepare las cosas y arme un grupo de cuatro o cinco, esta
tarde misma salimos para Concepción del Uruguay.
— ¿Algún problema, señor?
—Problema no, alférez, solamente que tenemos que mane-
jarnos con cautela.
— ¿Podría ser un poco más claro, señor? No entiendo nada.
—Vamos a marchar en unos días a Montevideo, a pelear con
los ingleses.
—Sí, eso era previsible, por algo nos convocaron.
—Ahá, ¿y también era previsible que haya quienes crean te-
ner derecho a cuestionar las órdenes de su comandante? Aho-
73
ra resulta que desde el cabildo se oponen a que la tropa esté a
cargo de García Petisco.
—Y…la verdad que no es alguien muy querido. Discúlpeme

HÉCTOR LUIS CASTILLO


el atrevimiento, yo sé que es su amigo, pero ese rumor del
descontento hace rato que se viene oyendo.
—Más que un amigo es un hermano, por eso debemos cui-
darnos y evitar que los enemigos hoy dispersos encuentren
una causa común para enfrentarnos. Así que deje de hablar-
me de rumores y prepárese que mañana mismo quiero ver a
Urquiza.
—Sí, señor.¿Y, usted piensa que lo irán a dejar nomas a
Petisco?
—Lo que yo piense no interesa, Urquiza es mi superior y no
pretendo pedirle explicaciones ni contradecirlo, pero como
subordinado y amigo es mi obligación cuidarle las espaldas y
advertirle lo que puede venirse. Son tiempos difíciles éstos y
uno no sabe a ciencia cierta de donde puede salir la puñalada.

74
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Despacho del comandante Josef Urquiza
Arroyo de la China
Jueves 8 de enero de 1807

El calor reinante y la humedad aumentaban el ya de por


sí irascible carácter del comandante Urquiza. De muy mala
gana había accedido a recibir a la gente de Gualeguaychú ya
que había sido informado de los motivos de esa visita y no era
algo que lo alegrara precisamente. Frente a su escritorio, de
pie, el teniente Sopeña y el alférez Galindo aguardaban que
Urquiza concluyera la lectura de la misiva en donde solicita-
ban el retiro de García Petisco al frente de las milicias.
— ¿A usted no le parece que esto es lisa y llanamente un
acto de insubordinación? —Arrancó Urquiza visiblemente 75
molesto.
—Depende como se lo mire, mi querido amigo y comandan-
te, lo que estoy haciendo no es simplemente transmitir a mi

HÉCTOR LUIS CASTILLO


superior el sentimiento de una tropa sino advertirle que en
cualquier momento esa misma tropa se nos puede volver en
contra. En otros tiempos, los hubiera colgado a uno por uno
por sugerir una cosa de esta, pero ahora, con esta situación
que surgió en Montevideo, la verdad, los necesitamos.
—Quejarse no es propio ni digno de un soldado.
—Llamarle a esta chusma soldados es elogiarlos demasia-
do, mi comandante.
—Ya lo sé, mi querido amigo, ya lo sé. ¿Y usted qué me su-
giere hacer?
—Creo que lo más conveniente, por ahora, es enviar a don
Francisco a alguna parte. Alejarlo del foco de conflicto; si us-
ted está de acuerdo, me haré cargo de la tropa y, al volver de
la campaña a Montevideo, yo personalmente me encargaré
de los traidores.
—Veo que no tiene ninguna duda.
—Un soldado no duda, obedece, mi comandante. Y no le
temo a ningún hombre por más cabildante que sea.
— ¿Ya se le olvidó, soldado, de cuando tuve que ir a resca-
tarlo? Sonrió por primera vez Urquiza.
—Cómo me voy a olvidar, si me querían comer crudo esa
vez—rió Sopeña recordando cuando lo habían metido preso
en Gualeguaychú por robar cueros y el comandante lo rescató
76
a puro sablazo haciendo caso omiso a la justicia que lo había
condenado.
— ¿Les siguen gustando los cueros?
—Casi tanto como a usted revolear el sable entre la chusma,
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

mi comandante.
Urquiza largó una risotada que solo terminó cuando el do-
lor lo hizo doblarse sobre una rodilla hinchada y deformada
por el reuma. Comenzó a restregársela.
—Yo no voy a poder acompañarlos en esta campaña —agre-
gó molesto—, estos dolores me están matando, coincido con
usted en que no es momento de distraerse en peleas internas
que solo lograrían debilitarnos. Vaya, llévese a sus hombres y
que estén bajo su mando, pero eso sí, o vuelven victoriosos y
leales o mejor que no vuelvan.
—Gracias, señor. Ya volveremos a hablar de ese tema a mi
regreso.
El teniente Sopeña se cuadró y luego estiró la mano para es-
trechársela al comandante, pero este ya estaba mirándose las
piernas y más preocupado por su dolor que por el protocolo.
En ese momento, irrumpió en el salón una rubia furia de
unos seis años y se montó sobre el dolorido hombre doblado
sobre sí mismo.
— ¡Vamos, arre caballo, arre!
—Noo, lo último que me faltaba, Justo José, vas a matar a
tu pobre padre.
— ¡Arre, arre! Siguió gritando el niño a las risas mientras
las pesadas puertas del salón se cerraban dejando a padre e
77
hijo en su mundo propio.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Cuartel general de las milicias de Gualeguaychú
Miércoles 21 de enero de 1807

Los milicianos de Perdices, Costa Uruguay, Gualeyán, Arro-


yo Gená y Gualeguaychú recibieron la orden de concentrarse
en la comandancia ya que la partida hacia Montevideo era in-
minente. Entre todos, sumaban 36 hombres; cuatro cabos,
dos sargentos y 30 milicos de tropa a cargo del teniente Valen-
tín Sopeña. Entre los milicos reclutados, se hallaba también,
junto a sus dos compadres, Gregorio “Goyo” Samaniego.
El teniente Sopeña miraba esos hombres —campesinos casi
todos— recibir sus armas y se preguntaba en silencio cuántos
de ellos volverían. Se preguntaba, también, cuáles serían los
78
traidores que habían recurrido al cabildo para remover a Gar-
cía Petisco del frente de la tropa, qué intenciones tendrían,
¿acaso, llegado el momento, vendrían también por su cabe-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

za? Recordaba su conversación con Urquiza y —paradójica-


mente— lo tranquilizaba saber que iban a enfrentarse con un
ejército que había recorrido casi toda Europa combatiendo;
veteranos curtidos, profesionales de la guerra. Estos hom-
bres, en cambio, eran gente de campo, chacareros, arrieros,
domadores y desocupados, gente que no dudaba en enfrentar
a cuchillo o bola lo que fuera, pero sin la instrucción militar
mínima para pretender que fuera una lucha pareja. Sin du-
das, debería cuidar más su propio cuero que al de la tropa de
la que, sin dudas, traidores o no, se encargarían los ingleses.
Al día siguiente, apenas despuntara el alba, iban a marchar
hasta encontrarse con el capitán Joaquín Vilches, que venía a
cargo del grupo de Concepción del Uruguay con 127 hombres;
por otra parte, desde Gualeguay llegaría más tarde don Nico-
lás Taborda junto a 68 milicianos más.
Eran casi 240 jinetes, a cargo del ayudante José Pérez, los
que iniciarían el jueves 22 de enero, la marcha hacia Monte-
video. Pero eso sería mañana; aquí y ahora, el teniente ve a la
tropa probándose los uniformes, bromeando con los sables,
haciendo malabares con las chuzas y no siente otra cosa que
tristeza. Entre todos ellos, le llama la atención un joven cuya
destreza descuella en ese grupo heterogéneo. Hace señas a un
asistente.
79
—Ese hombre, ese que está ahí, ¿quién es?
—Un paisano de acá, de Gualeguaychú, el Goyo Samaniego
le dicen.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Dígale que venga a verme cuando terminen con las vituallas.
—A la orden mi teniente.
Se retiró el asistente y Sopeña permaneció mirando con la
pericia que ese hombre manejaba las armas, cómo colocaba
los pies en el momento de la defensa, cómo se recostaba enga-
ñosamente sobre un lado y atacaba con el opuesto, asegurán-
dose de ese modo el flanco y sorprendiendo al otro. Habilidoso
y veloz, pensó.
Cerca de la una de la tarde, avisaron que el asado estaba
listo y los hombres se acercaron hasta el fuego a recibir sus
raciones. Samaniego, notificado por el asistente de Sopeña,
fue a verlo.
—Con su permiso, mi teniente.
—Adelante soldado. Samaniego es usted ¿no?
—Gregorio Samaniego, mi teniente.
— ¿Ya ha combatido antes en el ejército?
—No, señor, es la primera vez que me alisto.
—Sin embargo maneja muy bien las armas para ser un novato.
—Novato con el uniforme, señor, pero por estos pagos si no
sabe manejar un arma es hombre muerto. Es muy fácil para al-
gunos tildarnos de gauchos vagos y cazarnos como vizcachas.
—Sí, algo escuché.
—Habrá escuchado también entonces que acá hay ejérci-
80
tos que llevan uniformes y otros que no, que echan a la gente
como perros para quedarse con las tierras y que los ricos son
cada vez más ricos mientras los pobres andamos deambulan-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

do como indios guachos de un lado para otro.


— ¿Y usted qué tiene que ver con todo eso?
— ¿Qué tengo que ver, mi teniente? A mí y a mi familia ya
nos corrieron tres veces los mercenarios de Zúñiga, como a
otros paisanos les pasó con Wright o con el mismísimo García
Petisco, que de no tener nada ahora anda orillando las 50.000
cabezas de ganado. Por eso tengo qué ver, mi teniente, y has-
ta que no tengamos todos que ver con eso nada va a cambiar
por acá; ayer fue el español, hoy es el inglés, mañana el por-
tugués o el paraguayo, la bota del que nos pisa puede cam-
biar de color pero en el fondo son todas iguales. Esta tierra
es nuestra, como antes lo fue de los indios; algún día deberá
volver a nosotros, en eso confío y por eso lucho.
— ¿De verdad usted cree eso?
— ¿De verdad, mi teniente, usted cree que peleamos por el
virrey? ¿Usted pelea por él? Por todas partes se empiezan a es-
cuchar rumores de independencia y cuando el río suena, mi
teniente, algo se trae.
— ¿Independencia? Esa es una palabra muy peligrosa en es-
tos días para andar diciéndola como si nada.
—Quédese tranquilo, señor —por primera vez, Samaniego
dibujó una sonrisa en su rostro duro—, yo sé delante de quien
la digo. No iría a pelear bajo las órdenes de alguien en quien
81
no confíe. ¿O acaso usted no confía en sus hombres, señor?
—Cuídese, soldado —dijo Sopeña eligiendo las palabras—
son tiempos peligrosos. Los soldados ingleses son muy peli-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


grosos. Los desertores son peligrosos. Los traidores son peli-
grosos.
—Ya lo sé, señor, por eso estoy preparado para degollarlos
en ese orden.
Samaniego se retiró momentos después y Sopeña volvió a
sus cavilaciones. No le gustaba que la palabra independencia
anduviera en las bocas de la gente, menos aún de gente como
Samaniego, un anónimo gaucho que sabía leer y escribir, pe-
lear y, de yapa, sin temor a mencionar en su propia cara sus
intenciones libertarias.
Urquiza tenía razón —pensó—, a la vuelta de la campaña va a
haber que ajustarle la cincha a unos cuantos. Si es que vuelven.
La máscara de
Fernando VII
Inmediaciones de Nogoyá
Jueves 5 de octubre de 1809

Los cinco hombres llegaron hasta lo que parecía una tape-


ra y desmontaron en silencio. El sol estaba casi paralelo a los
sauces anunciando la proximidad del mediodía. Ataron los
caballos debajo de un árbol distante unos veinte metros del
rancho que dejaba ver agujeros en el barro de las paredes y
pelones de paja ausente en su cumbrera.
El negro José se acercó al rancho mientras los otros perma-
85
necían al lado de los caballos; se perdió durante unos segun-
dos y luego reapareció sonriente y haciendo señas para que se
acercaran.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Vos, “Pata”, quedáte acá con los pingos, el resto, venga
conmigo —indicó Zapata cauteloso.
—Como usted diga mi general —respondió el pata e’ bola
llevándose la mano derecha a la sien.
— ¡Rengo payaso! —no pudo evitar reírse Bartolo Zapata
ante esa ocurrencia.
Pocos minutos más tarde una polvareda anunció la llegada
de más gente. Todos llevaron, instintivamente, la mano a los
facones o bien acariciaron con nerviosismo las tacuaras.
Se acercaron los seis hombres y quien estaba al frente del
grupo, sin bajar del caballo, echó el sombrero para atrás y la
misma mano se la extendió a Zapata.
—Amigo mío, un placer como siempre estar con usted.
—Muchas gracias, don Pedro, el placer es mío. Muchachos
—continuó dirigiéndose a sus hombres— este hombre es don
Pedro Celis, de acá, de Nogoyá y quiero que sepan que confío
en él como en ustedes.
—Gracias de nuevo Bartolito —dijo Celis bajándose lenta-
mente del zaino que lo traía— ustedes sabrán disculpar que
tengamos que encontrarnos en un lugar como éste en donde
ni agua fresca tenemos para ofrecerles, pero acá los rumores
corren más rápido que las liebres.
—Ya lo sé, mi querido amigo, somos conscientes de que a
86
medida que más paisanos se sumen a nuestra indignación, los
intentos de destruir nuestra causa van a ser también mayores.
— ¿Cómo están los preparativos?
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—De a poco vamos sumando hombres con más experiencia,


ex milicos algunos, otros más peleadores que soldados; pero
creo que todos tienen en claro que lo que perseguimos es que
nos dejen trabajar en paz, tener nuestro pedazo de tierra y
hacer de él nuestro hogar.
—Es así, Bartolo, cuando no son los terratenientes son los
curas y si no son los curas son los portugueses o los ingleses
o los españoles nostálgicos que no se dan cuenta de que se les
está acabando el tiempo de la conquista y de pretender seguir
haciendo uso de sus títulos de nobleza como si anduvieran en
Cádiz y no en Entre Ríos.
— ¿Cómo están los ánimos por estos lados?
—Es difícil estar seguro. Hay mucho miedo, poca informa-
ción, las noticias que nos llegan son pocas y tergiversadas. De
lo único que nadie duda es que así como estamos no vamos a
poder aguantar mucho más, siguen echando a la gente de las
tierras, metiendo esclavos y persiguiendo gauchos.
El paraguayo Rojas interrumpió la conversación.
—Alguien se acerca, don Bartolo, son dos.
Sin sobresaltarse, Zapata respondió: los estamos esperan-
do, mantenéte alerta de todos modos.
Los dos hombres se acercaron hasta donde estaba el resto
y se saludaron tímidamente. Uno de ellos se quedó con los
87
caballos y el otro, guiado por el paraguayo, entró al rancho en
donde se encontraban los otros dos.
El recién llegado esperó a que el paraguayo se retirara y re-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


cién entonces se cuadró y saludó marcialmente:
—Sargento Ramón Orozco, señor.
—Mucho gusto sargento —, soy Bartolomé Zapata y él es
don Pedro Celis. Él es el enviado de don Martín Rodríguez —
informó.
—Así es señor, me pide mi capitán que le informe que están
llegando a Santa Fe muchos rumores provenientes de nues-
tros aliados en Buenos Aires y que no estaría muy lejano el día
que todos esperamos.
— ¿Podremos contar con él?
—Tenga la plena seguridad señor de que así será, no está
muy claro todavía quién es quién en este juego, pero el ca-
pitán confía en que los que ya se manifestaron leales difícil-
mente se aparten de la causa. Los otros, se irá viendo cuando
llegue el momento.
— Sin dudas, sin dudas —dijo Zapata más para sí que para
el otro —, dígale a su capitán que acá seguimos juntando tro-
pas y preparándonos para actuar cuando sea conveniente,
que agradecemos su apoyo y que no olvide que en estos pagos
tiene amigos fieles como solo un entrerriano sabe serlo.
—Se lo diré señor, pierda cuidado.
Durante una media hora más continuaron hablando aden-
tro del rancho sin que nadie supiera lo que estarían diciendo.
88
Confiaban en sus jefes y con eso era suficiente. El Pata e’ bola
había preparado unos mates así que para cuando terminó la
reunión en la tapera, todos estaban bajo el árbol formando
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

una silenciosa rueda. Los dos milicos se retiraron sin tomar


un solo mate siquiera.
Cerca de las dos de la tarde, se despidieron con un abrazo y
los dos grupos se separaron cada uno por su lado.
Villa de Gualeguaychú
Casa de Francisco García Petisco
Martes 2 de enero de 1810

Había en la casa un inusual revuelo de esclavas que, como


silenciosas hormigas, iban y venían por las habitaciones, las
cocinas, los patios; un ambiente de alegría se vivía en ese ca-
serón como no se observaba desde hacía casi tres años, más
precisamente desde junio de 1807, cuando don Francisco des-
posó a la niña Juanita Lavín. Bueno, es verdad que ya tenía
sus 18 años pero su tez de porcelana y sus modales la hacían
aparentar muchos menos aún. Su padre, don Antonio, no ha-
bía parado de brindar y vivar a los novios ya que no podía ocul-
89
tar la felicidad que le provocaba que su hija desposara a su
amigo más estimado, aunque éste ya estuviera cercano a los
50 años y fuera viudo de una sospechosa viudez anticipada,

HÉCTOR LUIS CASTILLO


según las ponzoñosas lenguas de esta Villa que no soportaban
el bienestar ajeno.
Es verdad que ya habían pasado más de tres años y ella no
quedaba encinta; como él ya tenía dos hijas de su matrimo-
nio anterior, las primeras culpas del infortunio las cargó la
pobre Juanita, aunque no faltó quien dijera que en realidad el
marido, durante su primer matrimonio, estaba más tiempo
haciendo fortuna que calentando su alcoba, por lo que, de al-
gún modo, el rumor popular dividía las culpas.
Pero éste era, sin dudas, un lunes diferente y presagiaba
—cómo dudarlo—, un año excepcional. Dos negras probaban
una tras otra las mantillas sobre la enorme peineta que ador-
naba la cabeza menuda de la señora; don Francisco, por su
parte, llevaba unos pantalones ajustados metidos en unas bo-
tas negras y lustrosas con un pequeño taco, una camisa con
shabeau y puños de encaje sobre la que calzaba una chaqueta
de pana azul corta, al estilo militar. También, cosa que llamó
la atención y provocó una risa que debió contener Juanita, se
había colocado… ¡una peluca!; sin dudas, todo un detalle en
las cortes europeas, pero acá, en Gualeguaychú, y en pleno
enero, se veía rozando lo ridículo.
Naturalmente, la fiel esposa no pudo hacer otra cosa que
elogiar la elegancia y el buen gusto de su marido quien, den-
90
tro de unas pocas horas, ocuparía —nuevamente— el cargo
más importante de la Villa: sería por segunda vez alcalde.
Cerca de las diez de la mañana, Esther, la esclava más vieja,
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

anunció al señor que había llegado la gente que estaba espe-


rando.
—Que pasen al comedor y sírveles algo fresco, o mate, o lo
que les plazca, ahora voy para allá.
Se retiró la negra tras la orden y, tras abrir de par en par
ambas hojas de la puerta que separaba la entrada del come-
dor, hizo pasar a las visitas: Rafael Zorrilla, José Borrajo y Pe-
dro Echazarreta. Los tres estaban allí, con sus mejores ropas
y la felicidad dibujada en los rostros. La mujer de Zorrilla y
Echazarreta irían directamente a la iglesia, Borrajo era viudo
y sus hijos pequeños iban a permanecer en la casa junto a las
criadas. A Basilio Galeano, por su parte, le había sido enco-
mendada la organización, por lo que estaba coordinando todo
para que nada pudiera opacar esa jornada de fiesta.
Minutos más tarde, García Petisco hizo su aparición, un
poco exagerada, quizás, considerando que estaba en su pro-
pia casa. De la mano de su joven esposa, ingresó al salón con
su peluca blanca y oropeles adornando muñecas y cuello.
Fue Borrajo, quien más confianza tenía con el novel alcalde
quien se permitió lanzar una estruendosa risotada.
— ¡Francisco, joder! Que no estamos en la corte, hombre.
—Pero si estoy como para ir de caza —bromeó Petisco.
—Anda, quítate esa peluca y aligérate de oros que si te ven
91
así en lugar de monedas van a pretender que les arrojemos
lingotes.
—Pues les arrojaré mis alhajas entonces.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Alhajas tan falsas como tu cabello blanco ja, ja.
A las once menos cuarto de la mañana, como un cortejo
real, hacían su entrada a la plaza Independencia las nuevas
autoridades. Todo el pueblo se hallaba allí reunido admiran-
do los arcos de laurel que adornaban el cabildo, la iglesia y la
comandancia. Al frente, marchaba García Petisco y su espo-
sa, más atrás, sus amigos y nuevos cabildantes Zorrilla, Bo-
rrajo y Echazarreta y luego los criados, los esclavos y los curio-
sos que iban siguiéndolos de cerca como si de una boda real se
tratase.
Ingresaron a la iglesia en donde el cura Gordillo los aguar-
daba para iniciar el tedeum, más tarde, según lo indicaba el
protocolo, se cruzarían hasta el cabildo a tomar posesión for-
mal del cargo.
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti—arrancó el sacer-
dote.
—Amén —se escuchó en toda la iglesia y las rodillas se cla-
varon en el piso de tierra.
Para García Petisco fue inevitable recordar que pocos años
atrás, se había inclinado ante este mismo altar pidiendo en
silencio por sus sueños, que dos meses más tarde había sido
nombrado por primera vez alcalde y luego, en 1796 el enton-
ces alcalde Gregorio González lo había hecho sacar a punta de
92
pistola de su estancia sobre el Gualeguay;entonces había sido
engrillado y paseado durante ocho días por esa misma plaza
que hoy lo aclamaba. En aquel momento, sus amigos pode-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

rosos lograron hacerlo escapar a Buenos Aires, pero él no se


resignó a perder lo que había conseguido y volvió. Volvió por
sus estancias y sus fueros.
Hoy, a poco más de diez años de esa huida vergonzosa, ya
contaba con ocho estancias, más de 70.000 cabezas de gana-
do, miles de cueros curtidos en Buenos Aires y, por si eso fue-
ra poco, tenía la Villa de San Josef de Gualeguaychú en sus
manos.
La Bajada
Martes 5 de junio de 1810

La “Junta Provisional Gubernativa de las Provincias del Río


de la Plata, a nombre del Señor Don Fernando VII”, también
llamada Primera Junta, se había conformado diez días antes,
el 25 de mayo de 1810, en el cabildo de Buenos Aires; el rey
Fernando VII continuaba por segundo año prisionero de Na-
poleón Bonaparte y nada hacía suponer que los franceses per-
derían el terreno ganado.
Mientras en España, Cádiz se convertía en el último reduc-
to de la monarquía hispánica, por estas tierras americanas la
idea de la independencia comenzaba a solidificarse.
93
Nadie se atrevía a mencionarlo a viva voz por lo que los re-
volucionarios creyeron conveniente utilizar la “máscara de
Fernando VII” es decir, continuar la gesta de la revolución

HÉCTOR LUIS CASTILLO


bajo el paraguas de un rey al que ya presentían ausente para
siempre.
El primer paso había sido dado, conformar una Junta de go-
bierno “autónoma”, ahora era preciso buscar a la brevedad la
legitimación de dicha Junta por todos los cabildos ya que los
vientos contrarrevolucionarios se agitaban velozmente.
El coronel José Espínola y Peña había sido designado en Bue-
nos Aires para llevar la noticia de la nueva Junta al Paraguay
aunque, en realidad, lo que Espínola llevaba escondido entre
sus ropas, más que la noticia de la conformación de un gobier-
no propio y la necesidad de su reconocimiento, era su propia
designación como comandante del ejército apostado allá.
José Espínola y Peña había nacido en Paraguay en 1753 y en
1771se había incorporado al ejército real; durante las invasio-
nes inglesas, había llegado a Buenos Aires a cargo de las tro-
pas paraguayas ya con el grado de coronel, allí permaneció
y luego adhirió a los movimientos revolucionarios locales ya
que quería fortalecer una posición política que le permitiera
recuperar su poder en Paraguay, de donde había sido destitui-
do dos veces debido a su carácter despótico.
El lunes 4 de junio de 1810, Espínola atravesó Santa Fe y
cumplió en comunicar al entonces gobernador Prudencio de
Gastañaduy los sucesos de la conformación de la nueva Junta
94 en Buenos Aires; Gastañaduy, entusiasmado, le sugirió hacer
lo propio en La Bajada.
Tampoco a éste se atrevió Espínola a confesar lo que pocos
conocían, ya que era un absoluto secreto, que no solo iba a
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

comunicar —como fue dicho— las noticias de la revolución en


Asunción del Paraguay sino que, además, llevaba su nombra-
miento como Comandante General de Armas del Paraguay,
cargo que estaba bajo el odiado Bernardo de Velazco, quien,
dicho sea de paso, había sido el responsable de haber desti-
tuido en las dos ocasiones a Espínola, conque no era difícil
imaginar cuál sería su reacción cuando se enterara del nom-
bramiento secreto que éste portaba.
Alrededor de las nueve de la noche, unos quince jinetes lle-
garon hasta las puertas del poblado. La luna apenas se apa-
recía, de a ratos, entre un empedrado de nubes espesas. La
niebla que llegaba desde el Paraná daba un aspecto fantasma-
górico a esas cansadas siluetas que no se detuvieron hasta lle-
gar a la pulpería del “Chile” Castillo, un tucumano locuaz que
introdujo —casi sin que nadie lo notara—, una casa de empe-
ño en la pulpería; allí descansaban, polvorientas, espuelas de
plata, riendas trenzadas, aperos completos, facones y tantos
otros objetos que los gauchos o los mestizos se mentían en
silencio recuperar algún día.
El coronel Espínola y cinco de sus hombres ingresaron al
rancho en donde un pequeño candil lo separaba de la oscuri-
dad de la noche, los demás hombres permanecieron afuera
95
cuidando los caballos.
Los saludos fueron breves y secos. A una mesa, se senta-
ron el coronel y un hombre de barba espesa y chaqueta azul a

HÉCTOR LUIS CASTILLO


quien todos llamaban capitán.
—Parece que nuestra espera ha llegado a su fin—arrancó
Espínola mientras dejaba que un vaso de caña acariciara su
áspera garganta.
—Todos con el rey —susurró irónico el capitán.
—Todos con el rey, por el rey y sin el rey.
—Llegó la hora de ver quién es quién entonces.
—El primer paso fue dado, lo que se busca ahora es contar
con la mayor cantidad de adhesiones en el menor tiempo po-
sible, que cada cabildo envíe a su diputado y de ese modo to-
dos puedan estar no solo representados sino comprometidos.
—Haremos llegar la noticia del nuevo gobierno a los cabil-
dos entrerrianos a la brevedad.
—Cuento con ello, capitán, yo seguiré hacia el norte.
—Bien, habrá que empezar a movilizarse. Esperemos que
todo salga bien y…
—No confíe en nada ni en nadie, capitán. Acabamos de pa-
tear un avispero, eso significa mucho aguijón pidiendo carne
en donde clavarse. No crea en las promesas de los políticos ni
en la moral de los penitentes, acá hay en juego cosas que ni
usted ni yo alcanzamos a imaginar. Tenga cuidado capitán,
mucho cuidado.
—Esté tranquilo mi amigo —el capitán tomó amistosamen-
96
te del brazo al recién llegado— no llegué a tener esta barba por
ser confiado.
—Eso espero, por el bien de la revolución. Ahora, si no le
molesta.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Si lo que piensa hacer es irse sí me molesta, ¿o cree que


los entrerrianos somos capaces de dejar marcharse un hom-
bre con sueño y la panza vacía? Además, Castillo es famoso
por estos pagos por dos cosas: por el locro que preparan dos
angoleñas que compró en Corrientes y porque esas negras no
es locro lo único que saben hacer como nadie.
—La verdad es que tiene un gran poder de convicción, capi-
tán—rió Espínola.
—Humildemente —dijo riendo—, ¡Castillo!
El noveno
círculo
Arroyo de la China
Casa del comandante Josef Urquiza
Miércoles 6 de junio de 1810

Habían terminado la cena, frugal ésta debido a los dolo-


res permanentes del comandante que lo obligaban a evitar
la carne y los guisados; el cura José Bonifacio Redruello —a
los postres—había dado cuenta de dos generosas porciones de
quesillo y dulce de batata ya que debió acompañar en la sobria
cena a su anfitrión. No obstante, al retirar una de las escla-
99
vas la tercera jarra de vino de la mesa, el cura debió acudir al
agua para calmar la sed ya que una mirada del comandante le
transmitió que ya era suficiente.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Pasaron a la sala. Al lado del fuego era placentero fumar un
cigarro, placer al que el comandante no estaba dispuesto a re-
nunciar. El cura aceptó una copa de anís que una negra trajo
en una pequeña bandeja rectangular de plata peruana.
Estaban, por fin, solos. A excepción de esa carta que ha-
bía sido casi como una presencia más durante toda la cena.
Urquiza no la había mencionado por lo que el cura consideró
prudente no preguntar hasta que fuera oportuno hacerlo. El
comandante dio una profunda pitada, exhaló el humo en di-
rección al fuego y recién entonces extendió la carta al cura.
—Lea.
El cura se acercó a la vela que estaba al lado de la mesa y
arrugó la frente mientras recorría con los ojos el informe. Al
acabar de leer, volvió a acomodarse en su sillón y miró a Ur-
quiza.
—Quiero conocer su opinión —dijo secamente Urquiza.
—Traición. Esto no puede tener otro nombre —se exasperó
el cura.
—Cálmese. Debemos ser muy cautos con nuestras emocio-
nes.
—Pero, ¿cómo se atrevieron a destituir a Cisneros?
—No es casual que los llamaran La legión infernal.
El cura se santiguó.
—Hasta un nombre satánico portan —agregó.
100 —Y así arderán en el noveno círculo, el de los traidores.
French, Beruti, Azcuénaga, Saavedra. No falta ningún cons-
pirador, están todos juntos.
— ¡Pero si hasta Mariano Moreno, el abogadillo ése que se
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

atrevió a litigar contra nuestro común amigo García de Zúñi-


ga está entre ellos!
—Y tienen el tupé de buscar nuestro apoyo para este acto
infame.
— ¿Liniers no podrá hacer nada? —el cura apuró la copa de
anís y buscó, en vano, la botella.
—Según mis informantes lo está haciendo. Silenciosamen-
te, claro, no puede exponerse en este momento ante esa hor-
da bárbara. Está tomando contacto, desde Córdoba, con quie-
nes guardamos fidelidad al rey.
Urquiza sabía, aunque no quiso decirlo, que otro urugua-
yense, Melchor José Lavín, ya marchaba rumbo a Córdoba
buscando a Santiago de Liniers con órdenes precisas del virrey
Cisneros para iniciar la contrarrevolución.
— ¿Saldrá de allá la respuesta a esta traición?
—O de acá —hizo una pausa cómplice—, eso dependerá de
nosotros.
— ¿Y qué es lo que ha dicho el alcalde y los cabildantes de
todo esto?
—En el cabildo se enterarán recién mañana.
—Ah.
—Y si los traidores quieren un diputado, lo tendrán.
— ¿Cree que será conveniente? —tragó saliva el cura.
101
—Por ahora apoyaremos esa idea.
— ¿Y quién será el elegido?
—Usted.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Arroyo de la China
Jueves 7 de junio de 1810

La negra Isabel corrió atropellando todo para responder a


los aldabonazos que parecía iban a derribar la puerta. Serían
cerca de las ocho de la mañana pero aún la niebla y la oscuri-
dad eran las dueñas de los jardines y las calles.
—Don Agustín, por Dios, ¿ha sucedido algo?
Sin esperar a ser invitado ingresó al patio de entrada de la
casa.
—Llama urgente a don Domingo. Ah, y no cierres con tra-
ba la puerta que ahora llegará don José. Pero, ¿qué esperas?
Anda, mujer.
102
Agustín Urdinarrain, regidor decano del cabildo de Concep-
ción del Uruguay, había recibido apenas unos minutos antes
la comunicación de la conformación de una Junta de gobierno
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

en Buenos Aires y, tras enviar por el regidor segundo y algua-


cil mayor José Aguirre, se había apresurado a ir a comunicar
la noticia al alcalde de segundo voto y juez de menores, Do-
mingo Morales; este último apareció a medio vestir y con los
escasos cabellos blancos revueltos.
— ¿Qué ha sucedido?
—Calma, don Domingo, discúlpeme la hora y los modos
pero no podía esperar para avisarle a usted y al resto sobre lo
que está sucediendo.
— ¿De qué se trata todo esto?
—Un chasqui llegó a la madrugada, trajo noticias de Bue-
nos Aires, la Liga infernal ha triunfado y lograron la renuncia
del virrey Cisneros, no solo eso sino que el 25 de mayo se ha
conformado una Junta de gobierno.
— ¿Cómo?
—Como lo oye, acá tengo la notificación. Es más, no solo
piden que demos nuestro apoyo al nuevo gobierno sino que
enviemos un diputado.
— ¿Ya lo sabe el alcalde?
—Aún no, me pareció más sensato reunirnos a analizarlo
antes de dar una mala información a don Miguel.
En ese momento ingresó la negra a la sala avisando que el
señor don José Aguirre había llegado.
103
Cerca de las once de la mañana un inusual movimiento se
observaba en el cabildo; junto al alcalde don Miguel Díaz Vé-
lez, los siete cabildantes se hallaban analizando el documen-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


to que circulaba de mano en mano como si no pudieran dar
crédito a lo que leían. A los tres ya mencionados se habían su-
mado el regidor tercero y juez de policía Ramón Martiranía,
el cuarto regidor y juez de pobres y menores Lorenzo Mazaca-
ya y el síndico procurador general don Sebastián López.
Al inicial clima de alborozo prosiguió la zozobra y la duda.
Díaz Vélez percibió que debía actuar con premura.
—Señores —arrancó con solemnidad—, la patria reclama de
nuestras acciones inmediatas. No es momento de dilaciones
ni hay lugar para los tibios y los cobardes. Si hay alguien en
este recinto que no esté en un todo de acuerdo, que lo mani-
fieste ahora mismo o que se retire si así lo prefiere.
—Señor alcalde —carraspeó Martiranía y luego prosiguió—,
como usted bien sabe yo siempre he respondido a usted y al
cabildo con fidelidad, pero…debo ser sincero con todos voso-
tros y…no estoy seguro de que desconocer la autoridad del vi-
rrey sea lo más conveniente en este momento.
— ¿Alguien más piensa como él? —interrogó, visiblemente
molesto, Díaz Vélez.
Mazacaya y López bajaron la mirada sin decir palabra. Díaz
Vélez prosiguió.
—Bien, este asunto es demasiado serio como para que haya
dudas, vamos a convocar a una reunión a los vecinos más no-
104 tables de la Villa y que de ahí surjan las acciones a seguir,
¿están todos de acuerdo?
—Muy razonable —asintió Martiranía.
—Lo mismo creo —dijo López.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Que así sea entonces, convoquen a todos para esta noche.


—¿En la casa de don Calvento como siempre?
—Es la más adecuada, sí, que sea allí.

Con las primeras sombras de la noche, los vecinos más des-


tacados de la Villa comenzaron a llegar, algunos a pie, otros
a caballo; aunque hubieran pretendido la mayor discreción
posible, el inusual movimiento hizo que aquella no fuera una
noche más en la tranquila barriada; el primero en llegar fue
el alcalde Díaz Vélez, que lo hizo acompañado de Agustín Ur-
dinarrain y Domingo Morales. El dueño de casa, don Narciso
Calvento, los hizo pasar personalmente a la gran sala de reu-
niones que tanta veces fuera mudo testigo de las decisiones
trascendentales de la Villa.
—Adelante don Miguel, está en su casa. Don Agustín, don
Domingo, un placer tenerlos a ustedes también, adelante,
adelante por favor.
—¿No ha llegado nadie aún? —preguntó Díaz Vélez al tiem-
po que alcanzaba su sombrero y abrigo a una joven mulata.
—No, don Miguel, son los primeros. Ah, ahí están golpean-
do la puerta.
105
En menos de quince minutos, se habían hecho presentes
José Aguirre, Francisco Ramírez, Domingo Calvo, Juan José
Irigoyen, Belisario Céspedes, Octavino Benítez y unas treinta

HÉCTOR LUIS CASTILLO


personas más.
El dueño de casa dio la bienvenida e inmediatamente cedió
la palabra al alcalde.
—Caballeros, ya todos están al tanto de las razones de esta
convocatoria de emergencia, por así llamarlo. Son tiempos
no solo difíciles sino apremiantes para nuestra patria y en es-
pecial para nuestra provincia. No voy a comprometerlos obli-
gándolos a firmar el acta que a continuación pienso redactar
apoyando al nuevo gobierno, pero recuerden que en algunos
días deberemos convocar a cabildo abierto para elegir un di-
putado que nos represente. Cuando llegue ese momento de-
berán decidir si siguen adelante con nosotros o si están contra
nosotros.
Se escucharon algunos tibios aplausos.
—Si alguien quiere decir algo, este es el momento —dijo
López.
—Si me permiten. —dijo Mazacaya, y comenzó una tediosa
recopilación de hechos, argumentos y anécdotas que solo se
interrumpió cuando Ramírez solicitó acelerar los trámites y
tomar decisiones.
—La traición se huele sin hacer muchos esfuerzos en cada
rincón del Arroyo de la China, lo que debe hacerse hagámoslo
ya y dejemos las dilaciones que solo colaboran a generar más
106 duda e indecisión.
Esta vez los aplausos se escucharon más fuertes.
—Llamen al escribano —ordenó Díaz Vélez—, vamos a re-
dactar esa carta ahora mismo.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Una cosa más, señor alcalde —dijo Martiranía.


—¿Sí?
—Seamos cautos en la redacción del documento.
—¿Qué trata de decir?
—Que nuestro buen idioma nos permite, sabiendo hacerlo,
jugar con las palabras —terció López— no es lo mismo decir
que alguien no es valiente a decir que es un cobarde. ¿Se en-
tiende?
—¿Me sugiere ser ambiguos?
—Si me permite, señor, yo lo llamaría prudentes.
A los pocos minutos, hizo ingreso el escribano mayor del
cabildo, se sentó a la mesa junto a algunos de los presentes y
el alcalde, de pie, comenzó a recitar:

—“Exmo. Señor: Acabamos de recibir con oficio de V. E. de 1° del co-


rriente, los impresos que manifiestan los justos motivos y fines de la ins-
talación de la Junta Provisional Gubernativa de las Provincias del Rio
de la Plata á nombre del Sr. D. Fernando Séptimo, y quedan dadas todas
las disposiciones para que se lleve á debido efecto, en el distrito de esta
jurisdicción, cuanto V. E. se sirve prevenirnos. El más pronto envío del
Diputado de esta Villa y el puntual cumplimiento a las presentes y suce-
sivas órdenes de V. E. acreditan el celo y patriotismo de este vecindario,
107
á cuyo nombre tenemos el honor de felicitar á V. E. Nuestro Señor Guar-
de la vida de V. E. muchos años. Villa de la Concepción del Uruguay, 8
de Junio de 1810. — Exmo. Señor: — José Miguel Díaz Vélez — Domingo

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Morales — Agustín Urdinarrain — José Aguirre.”

Al día siguiente, el 8 de junio de 1810, se refrendaba formal-


mente en el cabildo de Concepción del Uruguay, lo que sería la
primera adhesión al nuevo gobierno.
El tablero
de ajedrez
Villa de Gualeguaychú
Casa de García Petisco
Jueves 21 de junio de 1810

Los hombres estaban reunidos en la sala. Eran pasadas las


dos de la tarde y las cocineras esperaban ansiosas la orden de
servirlos platos a los que se empeñaban en mantener a una
temperatura adecuada para ser puestos en la mesa cuando
el patrón diera la orden. Pero la orden no era dada, asuntos
más urgentes e incomprensibles para ellas lo mantenían en-
111
cerrado escapándose apenas, cuando alguien abría o cerraba
la puerta que daba a la sala, los gritos de don Francisco.
— ¡La madre que los parió! ¿Justo ahora se le da a estos im-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


béciles por jugar a la independencia? Pero, ¿dónde se ha visto
tamaña insensatez?
—Cálmate Francisco —intervino Borrajo— debemos mane-
jarnos con astucia y evitar dejarnos llevar por la ira y las emo-
ciones.
— ¡Emociones mis cojones! Que estamos en un verdadero
atolladero, no creo que podamos dejar pasar mucho tiempo
antes de declarar públicamente si estamos a favor o en contra
de este desmadre.
—Si me permite, don Francisco —dijo Zorrilla tratando de
recomponer los ánimos—, voy a coincidir con don Borrajo en
que debemos proceder con sumo cuidado, ir reconsiderando
la postura según cómo sea conveniente; estas cosas de la po-
lítica son como un juego de ajedrez, en el que no solamente
debemos jugar con nuestras piezas sino también —y funda-
mentalmente—, con las de nuestros oponentes.
—Déjese de tantos rodeos, hombre, y sea claro —bramó Pe-
tisco.
—En concreto, lo que yo sugiero es adherir a este nuevo go-
bierno mientras esperamos a ver cómo responden nuestros
aliados.
—O sea, apoyar a estos traidores.
—No lo tome como algo personal, don Francisco. Por lo que
112 sabemos, nuestros amigos de Arroyo de la China han decidido
hace un par de semanas dar temporalmente —remarcó esta
palabra— su apoyo a la revolución. Por otra parte, sabemos
que el mismísimo Tomás de Rocamora ya ha enviado hace dos
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

o tres días su reconocimiento desde Yapeyú a esta Junta. Ha-


gamos lo propio y esperemos a ver qué sucede.
— ¿Tú estás de acuerdo con esto? —se dirigió a Borrajo.
—Absolutamente, don Francisco. Por otra parte, sabemos
que Montevideo, sin perder tiempo, ha roto relaciones con
esta Junta de Buenos Aires y nos han informado además, que
Liniers está haciendo un buen trabajo en Córdoba.
—Por lo tanto…—apuró Petisco.
—Por lo tanto no es aventurado pensar que la contrarrevolu-
ción ya está en marcha.
—Bien, que así sea entonces. Envíen un hombre a Guale-
guay y que comunique al alcalde nuestra decisión; mañana,
ambos cabildos daremos en forma simultánea nuestro apoyo
a esta Junta. Con Echazarreta y Galeano, mucho cuidado, se-
gún me han informado se los vio demasiado felices con esta
noticia.
—No se preocupe por ellos, don Francisco —dijo Zorrilla—,
nada mejor que mantenerlos ocupados y controlados; les en-
cargaré que convoquen a cabildo abierto para mañana a fin de
dar la buena nueva.

113

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Villa de Gualeguaychú
Viernes 22 de junio de 1810

La noticia de la revolución y del nuevo gobierno corrió rápi-


damente por entre las calles cenagosas, por las cuchillas y los
arroyos. Nadie sabía a ciencia cierta qué beneficios concre-
tos podría traer este cambio de gobierno, si es que lo traería,
porque no faltaba quienes —no sin razón aunque sin argu-
mentos— afirmaban que esto solo conduciría a más guerras
y muerte.
No obstante, todo cambio es una oportunidad y los sufridos
pobladores de la Villa, con más fe que lógica, esperaban a que
las cosas pudieran ir un poco mejor, que las noches fueran un
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poco menos peligrosas que ahora, que los caminos fueran un
poco más que guaridas de forajidos o que las escasas tierras
que poseían pudieran dejar de estar sujetas a los cambios de
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

humor de los terratenientes.


Se precisaba un cambio. El pueblo precisaba cambios, esos
que les eran negados por los poderosos, los que manejaban la
ley a su arbitrio, los que se apoderaban de cada vez mayores
extensiones de tierra, de más cabezas de ganado, de cueros,
de esclavos; señores que eran dueños de la vida y de la muer-
te, autoritarios que parecían no tener fin en sus ambiciones
desmedidas, patrones que pagaban el trabajo con bonos solo
canjeables en las pulperías de su propiedad y en donde un pu-
ñado de harina o de azúcar o de sal podía ser el equivalente a
una semana de jornada a puro sol y viento.
Claro que eso alguna vez debía terminar pero, ¿sería hoy ese
día?, las campanas de la iglesia sonaban a esperanza y hasta
el tibio sol invernal parecía brillar con más fuerza.
A las cinco en punto de la tarde, García Petisco junto a sus
cabildantes, agradecían con sus cabezas y sonrisas los vivas y
los aplausos. El alcalde elevó teatralmente su brazo derecho.
—Pueblo de Gualeguaychú, os hemos convocado a fin de
comunicaros que nos han llegado noticias desde Buenos Ai-
res confirmando que se ha conformado una Junta de Gobier-
no para todas las provincias del Rio de la plata —los aplausos
obligaron a Petisco a hacer una pausa—, consustanciados con
la voluntad popular, es que este honorable cabildo ha decido
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apoyar formalmente a esta junta provisional a fin de hacer
todo cuanto esté a nuestro alcance para sostener los sagrados
derechos de nuestro legitimo soberano, el señor don Fernan-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


do VII.
Echazarreta miró a Galeano como tratando de entender qué
había querido decir Petisco con esa frase. O se estaba con la
Junta o en contra de ella pero, ¿qué era esto de apoyarla a fin
de sostener los derechos de un rey cautivo de los franceses?
Galeano bajó la mirada indicándole que no era ese el momen-
to de decir nada, que ya hablarían luego acerca de lo que este
advenedizo alcalde se traía entre manos.
Afuera comenzaron la música y los festejos, adentro, Ga-
leano increpó al alcalde:
— ¿Puede explicarme qué es esa declaración que ha hecho
ahí fuera?
—Con calma, mi amigo —intercedió el gallego Borrajo—,
dejemos por un rato de ver conspiradores y conspiraciones por
todos lados.
—Es que no me va a negar la ambigüedad de esas palabras.
—Palabras que ya están escritas y listas para su firma, si es
que está de acuerdo con que lo importante en estos difíciles
momentos es resguardar la paz.
—No sé a qué se refiere con eso de resguardar la paz.
—Si me permiten —dijo el cura Gordillo que, hasta ese mo-
mento, parecía haber estado ajeno a la conversación—, inten-
taré mediar para que un día de fiesta como el de hoy no se vea
116
empañado con riñas innecesarias. Todos estamos de acuer-
do en que esta Junta que se ha formado en Buenos Aires qui-
zás, quizás —remarcó—, tenga buenas intenciones, pero los
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

hombres somos imperfectos y falibles y muchas veces, detrás


de las buenas intenciones pueden ocultarse otras que quizás
no lo sean tanto; es decir, sin intentar desconfiar en que los
amigos de Buenos Aires están buscando lo mejor para todas
las provincias, no se me negará que nuestro buen señor el vi-
rrey se ha encargado, dentro de sus posibilidades, de atender
sus territorios del mejor modo posible. En consecuencia, creo
que debemos obrar con mesura y no precipitar los aconteci-
mientos, veo de buen grado los términos del documento que
el capitán Petisco sugiere enviar a la novel Junta, del mismo
modo que creo que sería muy satisfactorio para la unidad del
cabildo y de toda nuestra comunidad, mostrarnos unidos y
expectantes.
—Pero, ¿y el diputado que solicitan que enviemos? —dijo
Echazarreta.
—Lo enviaremos —continuó Gordillo sabiéndose dueño de
la situación—, no tema usted, don Pedro, será públicamente
elegido, como mandan nuestras leyes y será nuestro repre-
sentante ante la Junta. Pero, todo a su tiempo, no nos apresu-
remos que la prisa es mala consejera.
—Pero, padre —quiso intervenir Galeano.
—Creo que lo mejor será dar gracias al señor, pedir su ilu-
minación y rezar a nuestra Santa Madre María —cortó Gor-
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dillo—, y sin permitir mediar más palabras, comenzó: Ave
María, gratia plena, Dominustecum. Benedicta tu in mulieribus, et
benedictus fructus ventris tui, Iesus. Sancta María, Mater Dei, ora pro

HÉCTOR LUIS CASTILLO


nobis peccatoribus, nunc, et in ora mortis nostrae.
—Amén —respondieron todos a coro.
Acto seguido, el síndico procurador leyó el texto que luego
todos firmarían:
Exmo. Señor: Este Ayuntamiento tiene el honor de avisará V. E. el re-
cibo del oficio e impresos relativos a la instalación de la Exma. Junta
Provisional Gubernativa, que ha publicado en esta Villa, según estilo,
y han sido admitidos por el pueblo congregado y sus representantes, con el
mayor aplauso, estimando esta sabia medida como la más oportuna e inte-
resante a la tranquilidad pública, derechos e intereses del Rey.
V. E. cuyos profundos conocimientos políticos se han manifestado por
este hecho, sabrá emplearlos oportunamente, en cuántos casos y ramos se
presenten á beneficio y en protección de los ciudadanos que ocupan el suelo
americano, por lo respectivo á esta jurisdicción no debe dudarse un instante
que en todo caso seguirán sus habitantes la suerte y determinaciones de la
Capital, y que sus votos serán unos con los de ésta, a fin de sostener los sa-
grados derechos de nuestro legitimo soberano el señor don Fernando VII. Se
manifestará nuestra subordinación, respeto y consideración a la Exma. Jun-
ta, remitiendo oportunamente nuestro funcionario público con los poderes
respectivos, entre tanto, felicita á V. E. en su ascenso y ofrece a sus órdenes
con el mayor respeto. Dios guarde á V. E. muchos años. —Gualeguaychú,
Junio 22 de 1810. —
Exmo. Señor: — Francisco García Petisco — Rafael Zorrilla — José Bo-
118
rrajo — Basilio Galeano — Pedro Echazarreta — Síndico Procurador, Juan
Firpo.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Villa de Gualeguay
Viernes 22 de junio de 1810

El pata e´ bola estaba feliz. Estaba feliz y no hacía nada por


disimularlo, contaba apenas con 25 años y ya estaba levan-
tando su propio rancho. Mujer no tenía, es verdad, pero eso
no era difícil de conseguir una vez que se decidiera a sentar
cabeza, algo que en su nómade andar jamás se había dado ni
siquiera el lujo de soñar. Pero una vez más, por si acaso hi-
ciera falta, Bartolo Zapata volvía a mostrar la clase de patrón
que era; se lo había anunciado sin mucho protocolo, como era
él. La semana anterior, cuando apenas habían terminado de
acomodar una hacienda llegada de Nogoyá, Bartolo se había
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acercado hasta el caballo en donde estaba el pata e´ bola y le
había dicho:
—Andá buscando unos lindos palos y avisále a los mucha-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


chos que vengan a darte una mano, vas a elegirte un buen
terreno detrás de los paraísos y ahí vas a armar tu rancho.
— ¿Y un rancho para qué? —preguntó confundido.
—Para lo que vos quieras, para vivir o para morir en él.
O las dos cosas.
El pata e´ bola se tiró prácticamente del caballo sobre el
cuello de Bartolo e hizo lo que no se supone que haga jamás
un gaucho y menos aún delante de los otros peones que obser-
vaban —atónitos— la escena: lloró como una criatura. Lloró
sin pudor, ahogándose con sus propias lágrimas, lloró como
nunca lo había hecho y como creyó, erróneamente, que no
volvería a hacerlo.
Pocos días más tarde, ya estaba plantando los horcones a
una prudencial distancia uno de otro. Sabía que el tamaño no
aumentaría su felicidad y el ostentar opulencia no es buena
práctica en donde solo abunda la pobreza; una vez hecho esto,
colocaron, junto al paraguayo, el chileno y dos más, la cum-
brera horizontal, la que niveló Rojas, el paraguayo, que sabía
tener ojo para esas cosas ya que —mentía—, era una herencia
de su padre, gran constructor de barcos de porte; hecho ese
arco, le buscaron la escuadra en lo que sería la planta de la
construcción para que la habitación fuera rectangular, colo-
caron dos parantes entre los horcones y, tomando la cumbre-
120
ra como referencia, fueron colocando las costaneras y asegu-
rándolas con ataduras, algunas de alambre y otras de cuero.
Alrededor de las diez de la mañana, llegó Bartolo a la cons-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

trucción, el cordobés Gutiérrez, a horcajadas en la cumbrera,


le pegó el grito:
—Lo que es la vida, patrón, de domar árabes a domar tron-
cos jua, jua.
Zapata respondió esbozando una sonrisa. Trataba de ocul-
tar su preocupación pero era demasiado transparente con sus
emociones. El Pata e´ bola se acercó a él empinando un tarro
con agua fresca.
— ¿Viene a controlar la construcción, ingeniero?
—Por lo que se ve no necesitas de ingenieros para levantarla.
—Ah, ¿no? Y yo ¿qué soy? —bromeó Rojas.
—Veo que van bastante rápido.
—Calculamos para la tarde ya estar poniendo los travesa-
ños y asegurándolos con guasquillas para que la semana que
viene o la otra, a más tardar, empecemos a mandarle barro
nomás.
—Me alegro mucho, el lugar que elegiste es hermoso.
—Si se va a alegrar en serio dígalo de otra forma, patrón,
porque si no, no le voy a creer nada.
—Tiene razón, hermano —bajó la cabeza con vergüenza
Bartolo—, usted está disfrutando de un momento único en su
vida y yo en vez de palmearle la espalda vengo con mis proble-
mas a cuesta.
121
—Si usted tiene un problema el problema es de todos, pa-
trón. ¿O me equivoco?
—No, tenés razón. Siempre ha sido así, ¿no?

HÉCTOR LUIS CASTILLO


— ¿Y qué problema tiene, entonces?
—No es un problema…todavía.
— ¿Por qué no deja de dar vueltas y desembucha de una vez?
El pata e’ bola y el cordobés se acercaron a Zapata. Camina-
ron juntos hasta un reparo armado bajo los árboles; el cordo-
bés armó un cigarro.
—Puede parecer una locura lo que voy a decirles pero sé que
tengo que confiar en ustedes; según se dice, esta tarde van a
avisar en el cabildo que se reconoce a la nueva Junta de gobier-
no…
— ¿Cuál Junta de gobierno?
—Tienen razón, ustedes no saben nada. Les cuento desde el
principio.
Zapata relató lo que sabía acerca de la renuncia del virrey,
los acontecimientos de Concepción del Uruguay y Gualeguay-
chú y los rumores de movimientos contrarrevolucionarios
gestándose en Montevideo y Córdoba.
—Entonces —estudió las palabras el cordobés—, no cree que
haya que festejar mucho por ahora.
—Lo que creo es que la revolución ha comenzado y depende
de todos nosotros que no haya vuelta atrás; estos tipos no van
a ver perderse sus privilegios y sus negocios y se van a quedar
con los brazos cruzados. Por el contario, creo que van a reac-
122
cionar no solamente queriendo recuperar el terreno perdido
sino que, seguramente, van a querer dar una lección a los que
se atrevieron a desafiarlos para que no vuelva a repetirse.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

— ¿Y entonces? —dijo el pata e´ bola.


—Entonces vamos a tener que prepararnos para la guerra.
Cara o cruz
Arroyo de la China
Despacho del comandante Urquiza
Lunes 10 de setiembre de 1810

Pese al sol —es verdad que tímido aún— que se colaba por
la ventana este del despacho, el frío todavía se sentía con ga-
nas en ese recinto. Solo un brasero era toda la calefacción y
la pava que tenía encima daba la sensación de sacarle toda
su pobre energía. Josef Urquiza siempre se jactó de no sentir
frío, sensación que catalogaba como propia de maricones y
125
no de soldados; no por casualidad su despacho, durante el in-
vierno, era conocido por la tropa como “la tumba”.
El cura Redruello había llegado hacía unos minutos y pese

HÉCTOR LUIS CASTILLO


a los gruesos mitones de lana azul con que cubría sus manos,
se restregaba una contra la otra sobre el brasero mientras sal-
taba, lenta y acompasadamente, sobre uno y otro pie.
Urquiza estaba visiblemente nervioso y no tenía ningún in-
terés en disimularlo; había citado al cura, su única persona
de confianza, a fin de analizar junto a él los últimos aconte-
cimientos. Por lo pronto, la Junta de Buenos Aires había deci-
dido suspender la elección de delegados; haciendo caso omiso
de esa directiva —que sí habían acatado los otros dos cabil-
dos—, un cabildo abierto había elegido “democráticamente”
como diputado al cura Redruello quien, dado las actuales
circunstancias, era cada vez menos probable que alguna vez
asumiera ese cargo. Pero lo que volvía aún más preocupan-
te todo aquello era la comunicación que acababa de recibir el
comandante —fechada apenas cinco días atrás en Buenos Ai-
res por los integrantes de esa maldita Junta— en donde se le
comunicaba que el partido de Entre Ríos, cuya comandancia
hasta ese momento estaba a su cargo, pasaba a depender de
la Tenencia de Gobierno de Santa Fe.
—Coincidirá conmigo en que esta quita de poder no es algo
casual.
—Sin dudas que no lo es; primero la suspensión de la elec-
ción de diputados, luego esto; creo que es evidente que están
126
forzando a que cada uno tome partido en forma clara a favor o
en contra de esta aventura revolucionaria.
—Así es.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Urquiza no paraba un minuto de caminar por toda la sala a


excepción de cuando se detenía a fregarse una de sus rodillas
y luego proseguía recorriendo, nerviosamente, aquel espacio
tan conocido y evidentemente tan caro para él.
— ¿Y qué es lo que cree más prudente hacer, comandante?
—He estado recibiendo alguna correspondencia desde Mon-
tevideo y la contrarrevolución es inminente.
—Bueno, creo que lo de Salazar es más que una señal, ¿no
lo cree así?
—Sin dudas, mi querido amigo, ya lleva una semana el blo-
queo naval a Buenos Aires por parte de nuestro bien conocido
gobernador José María Salazar.
—Creo entonces que no hay mucho tiempo ni opciones.
—Ya lo creo que no, las malas noticias continúan llegando
a diario.
— ¿A qué se refiere con eso, comandante?
—Liniers, en Córdoba.
—Sí, ¿qué sucedió?
—Lo fusilaron la semana pasada.
— ¡Santo Cristo! —se persignó el cura. El calor que sentía
ahora era insoportable— ¿Y qué es lo que vamos a hacer?
—Por lo pronto, presentaré mi renuncia a este cargo. Si tan-
to lo quieren, que se lo metan por el culo, que ya regresaré por
127
él.
— ¿Le parece prudente una renuncia?
—Por supuesto, lo contrario sería lisa y llanamente una

HÉCTOR LUIS CASTILLO


huida y le recuerdo, mi querido amigo, que yo soy un soldado.
—Desde luego, desde luego —repitió el cura a quien, sin
darse cuenta, le estaban sudando los dedos.
—Bien, ya que está de acuerdo conmigo, siéntese y redac-
te mi renuncia a esos gandules, que mis manos están tiesas
como sables.
—Duras pero filosas como sables —lisonjeó el cura que no-
taba cada vez más deformadas las articulaciones del coman-
dante.
Lo que ninguno decía porque ambos lo sabían muy bien era
que, en Montevideo, los últimos preparativos para la inva-
sión de Entre Ríos ya estaban terminados. La respuesta de la
corona era inminente, lo que significaba que estaba muy cer-
cano el tiempo en que los paisanos entrerrianos, en nombre
de todo un territorio, comenzaran a matar y a morir por su
propia tierra y su gobierno y no como había sido hasta ahora,
regando la tierra con sangre criolla para conquistar o repeler
en nombre de un invasor, cualquiera fuera su lenguaje o su
bandera. Ese detalle no había sido tenido en cuenta por quie-
nes en ese momento planificaban una nueva conquista; en
sus cálculos no había soldados ni ejércitos como enemigos,
solo una chusma gaucha sin instrucción militar, sin líderes y
sin motivaciones más que las inventadas por los comercian-
128
tes porteños que los utilizaban para su propio beneficio.
En los manuales de estrategia que los generales realistas
conocían al dedillo, la palabra patriotismo, evidentemente,
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

no existía y por lo tanto, no podían tenerla en cuenta en sus


cálculos de academia militar.
La Bajada, campamento del general Manuel Belgrano
Sábado 13 de octubre de 1810

La misión de Espínola y Peña en Paraguay, tal como era de


esperarse, había sido un rotundo fracaso; no solo no se lo re-
conoció en el cargo que pretendía dado su nombramiento se-
creto, sino que debió abandonar apresuradamente Asunción
rumbo a Buenos Aires, lo que fue considerado por los para-
guayos lisa y llanamente una huida. Por otra parte, el con-
greso realizado en esa misma ciudad el 24 de julio, además
de repudiar la presencia de Espínola, comunicaba a Buenos
Aires que consideraba pacificada la región y que continuaban
siendo fieles a Fernando VII, a quien consideraban autoridad
129
legítima. Es decir, hablando claro, que consideraban ilegíti-
ma la Junta recién formada.
La respuesta de Buenos Aires no se hizo esperar y decidie-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


ron enviar tropas hacia Asunción a fin de poner un poco de
orden ante tan díscola y poco patriótica actitud; para ello, or-
denó un bloqueo comercial a Paraguay, comisionó a Tomás
de Rocamora para que bloqueara el río Uruguay —evitando,
de este modo la comunicación con Montevideo— y, el 22 de
setiembre, enviaba al vocal de la Junta Manuel Belgrano a pa-
cificar la región. Esto sucedía apenas16 días después de que,
en Buenos Aires, muriera, totalmente caído en desgracia, el
controvertido José Espínola y Peña.
El 10 de setiembre, el General instaló su campamento en La
Bajada, en donde continuó colectando tropa y vituallas para
su campaña; allí fue donde recibió la carta de Urquiza. A su
lado, los gallegos Ferré y Hereñú, oriundos de La Bajada, lo
asistían en todo cuanto Belgrano necesitara. Junto a él estaba
también el General Juan Ramón Balcarce, quien había estado
al frente del ejército durante el cruce por el Paraná cinco días
atrás, dos antes de la llegada del General Belgrano. Los tres se
dieron cuenta, por el rostro de su líder, de que algo traía esa
carta que le provocó ese gesto de disgusto.
— ¿Todo bien, mi General? —preguntó Balcarce.
—No del todo, acaba de llegarme la renuncia del coman-
dante Urquiza desde Concepción del Uruguay.
—No debe haberle gustado mucho el cambio de jurisdicción
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—dijo Ferré.
—Es lo que pretende que creamos pero adivino algo más de-
trás de esta renuncia. Él es un soldado y sabe que las órdenes
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

no se discuten sino que se cumplen y una renuncia no es sino


la cara incruenta de la derrota; no, no es eso, presiento que
ya ha tomado una decisión sobre qué bando estar. Y no es el
nuestro.
— ¿Se la va a aceptar? —preguntó Hereñú.
—Desde luego, no quiero más traidores entre nosotros —se
dirigió entonces a Balcarce—, ¿Quién está a cargo del cabildo
de Arroyo de la China?
—José Díaz Vélez, señor.
— ¿El tucumano?
—El mismo, señor.
—Bien, no es hombre de armas pero al menos sabemos que
está con la causa; envíele el nombramiento para que quede a
cargo de las milicias de Entre Ríos; también avisen a Urquiza
que se le acepta la renuncia Ah, otra cosa, que no le pierdan
pisada para ver qué hace después.
—A la orden señor, ¿algo más?
—Sí, General Balcarce, envíen una compañía, usted dis-
ponga cuál, y que se ponga a las órdenes de Díaz Vélez, si las
cosas suceden como presiento que van a suceder, va a necesi-
tar gente de armas en quien confiar.
Belgrano salió de la tienda y los otros dos lo siguieron en
silencio. El movimiento de hombres era incesante: más de
131
700, preparándose para lo que se conocería más tarde como el
Ejército del Norte, nombre que luego tomaría el general San
Martín para su épica libertadora.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Pero eso sucedería más adelante; aquí y ahora, Belgrano se
prepara para ir al Paraguay a una misión que, a medida que
pasan los días y llegan las noticias, se da cuenta de que será
mucho más difícil de lo que había informado en su momento
Espínola y Peña, pero eso no lo amilana ni lo asusta, es un
hombre que se mueve por el calor de sus ideales y aunque no
tiene la preparación de un soldado, tiene la convicción y la
fortaleza de espíritu con la solo cuentan los héroes.
Tras mirar a sus hombres prepararse, elevó la mirada al
inmenso cielo azul, que era atravesado en ese momento por
enormes nubes blancas y una sonrisa le atravesó el rostro,
¡quién sabe en qué estaría pensando el General mientras
miraba extasiado ese cielo azul y blanco!

132
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
La cabeza de
la Medusa
Villa de Gualeguay
Sábado 20 de octubre de 1810

El descampado que desde hacía tiempo venía oficiando


de campo de entrenamiento militar estaba particularmente
concurrido esa mañana.
Mientras los hombres giraban y castigaban al espantapája-
ros, que en realidad ya eran tres, Bartolo Zapata estaba junto
a su padre, el pata e´ bola y el cordobés, bajo la sombra de un
enorme eucalipto observándolo todo y evaluando la evolución
135
de aquellos paisanos devenidos soldados.
Por cómo venía galopando desde el lado del pueblo el para-
guayo Rojas, a Bartolo se le ocurrió que no traería muy buenas

HÉCTOR LUIS CASTILLO


noticias. El paraguayo recién sofrenó el pingo a metros de la
arboleda, bajó de un salto y dejó las riendas sobre el pescuezo
del alazán que de no haber sido por los bufidos, se hubiera
dicho que estaba embalsamado.
Saludó a los cuatro y, echándose el chambergo a la nuca,
comenzó a hablar:
—Noticias frescas del otro lado.
— ¿Cómo está, hermano? Venga, tómese un respiro y un
mate y cuente. —dijo Irineo Zapata.
—Se largaron nomás —fue toda la respuesta del paraguayo.
— ¿Cómo que se largaron? ¿Quién se largó y a dónde? —pre-
guntó Bartolo.
—Hace como cinco días el nuevo gobernador de Montevi-
deo, uno al que apodan el Vigodo, dio órdenes al capitán Mi-
chelena para que invada Entre Ríos, y no solo eso sino que
desde Colonia del Sacramento salieron también como 200
hombres rumbo a Paysandú.
—Así que se vienen por tierra y agua —dijo Bartolo entre
dientes—, yo sabía que había que estar preparados y que estos
hijunagranputa no se iban a quedar quietos.
—Por lo puede calcularse se van a concentrar primero en
Arroyo de la China y de ahí querrán seguir avanzando —apor-
tó Zapata.
136
—Bueno, encárgate de que se enteren todos los amigos —
dijo Bartolo al paraguayo—, que alguien se cruce a Santa Fe y
vean si ya hay algo en marcha o si no se han enterado todavía
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

de esto.
—Me parece —dijo el pata e´ bola— que mi rancho va a te-
ner que esperar un poco más para que lo termine.
Cerca de Paysandú
Domingo 21 de octubre de 1810

Habían salido de Montevideo con rumbo a Colonia del Sa-


cramento unas semanas atrás; los 80 hombres seguían a su
líder sin dudar ni titubear. Curiosamente, ésta era la primera
vez que notaban que quien parecía desconcertado era él.
Se habían reunido con el grueso de la tropa, unos 150 hom-
bres y marchaban hacia Paysandú para luego entrar a Entre
Ríos.
Hubo una sublevación, habían dicho, y hay que ir a poner
orden y enseñarle quién manda a esos bárbaros. Pero, ¿qué di-
ferencia a esos bárbaros de mí o de mis hombres? se preguntaba el
137
capitán mientras veía a su tropa marchar, algunos a caballo,
otros de a pie, otros colgados del pescante de los carros. El ca-
pitán Artigas, que de él se trata, se jactaba de conocer a cada

HÉCTOR LUIS CASTILLO


uno de sus hombres, y no mentía, sabía del origen de sus pai-
sanos, de sus angustias y sus tribulaciones, sabía que algu-
nos de ellos tenían a sus hijos al lado, botijas de 11ó 12 años,
ya que no tenían la certeza de que iban a estar más seguros
quedándose en el rancho que marchando a la guerra.
José Gervasio Artigas era el capitán de los Blandengues, un
cuerpo que había nacido en febrero de 1797 —apenas 13 años
atrás— a partir de un indulto del gobernador de Montevideo
Antonio Olaguer y Feliú a los delincuentes, desertores y con-
trabandistas que anduvieran huyendo por la campiña; estos,
según rezaba la convocatoria, debían presentarse en forma
voluntaria, con seis caballos y el compromiso de permanecer
en el cuerpo al menos 8 años; él se había incorporado el 10 de
marzo de ese año con el grado de teniente.
El cuerpo de Blandengues se había creado con el objeto de
combatir indios y portugueses que quisieran incursionar con
dudosas intenciones en la Banda Oriental. Nunca se pensó,
o al menos el capitán Artigas nunca pensó, que iba a tener
que enfrentar con ese uniforme a sus propios hermanos en-
trerrianos. Es verdad que se decía que esto no era una revolu-
ción nacional sino apenas la manifestación de los intrigantes
porteños que una vez más hablaban en nombre de quienes no
conocían y defendían derechos que no pasaban de algunas le-
138
guas de su puerto, pero también era verdad que había quienes
habían creído en esa voz revolucionaria y se habían atrevido
a seguirla.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Artigas conocía bien el yugo español, al igual que todos sus


hombres, y sabía que llegaría el día de ver a su tierra libre del
dominio extranjero pero, ¿era éste ese día?
Marchaba a reprimir una revolución que él mismo había
soñado tantas noches, cómo no dudar. Él era un soldado
pero, ¿un soldado de quién? se preguntaba ahora; y desertar,
una opción que jamás había cruzado por su mente ¿sería un
acto de patriotismo o lisa y llanamente de traición y cobardía?
Paysandú, campamento del capitán de navío
Juan Ángel de Michelena
Lunes 29 de octubre de 1810

La orden de recuperar los terrenos perdidos políticamen-


te en Entre Ríos ya era una realidad, las fuerzas de tierra ya
habían llegado y el acoso por agua estaría a cargo de alguien
experimentado y de confianza de la corona, el capitán de na-
vío don Juan Ángel de Michelena; este joven marino —tenía
36 años durante estas acciones— había nacido en Maracai-
bo, por lo que podía considerarse un verdadero criollo; a los
12 años ya se había incorporado a la Real Armada en Cádiz y
había tenido una gran actividad por decenas de puertos en el
139
Mediterráneo, La Habana y Puerto Rico antes de llegar al Río
de la Plata. Eso había sido un par de años antes de las invasio-
nes inglesas, en donde, con el grado de capitán, luchó codo a

HÉCTOR LUIS CASTILLO


codo con el ahora fusilado por traidor Santiago de Liniers en
la primera de las invasiones y había combatido también en la
defensa de Montevideo durante la segunda invasión.
El mismo Liniers —paradójicamente el único virrey crio-
llo— lo había enviado en 1908 a hacerse cargo de Montevideo,
que había quedado en manos de Francisco Javier de Elío mer-
ced a una junta de gobierno que él mismo había armado y que
el virreinato no reconocía; Michelena llegó allí sin escolta y
fue humillado y abofeteado por el propio Elío, pese a lo cual,
éste entregó el gobierno…por nueve días: Michelena debió
huir de Montevideo y de los seguidores de Elío para salvar su
vida.
El 25 de mayo último Michelena estaba en Buenos Aires
cuando se formó la primera Junta, la que, torpemente, no
atinó a evitar que se llevara, junto a Joaquín de Soria, toda la
flota hacia Montevideo, donde ahora se concentraba el pode-
río contrarrevolucionario.
Ahora, cinco meses después, se apresta a entrar por la fuer-
za a los territorios de Entre Ríos con la intención de tomar los
cabildos, unir los grupos opositores y, de ese modo, terminar
con la revolución.
Cerca de las seis de la tarde, los dos hombres escuchaban
atentamente las órdenes de su comandante:
140
—Sabemos que quien está a cargo del cabildo de Concepción
del Uruguay, un tal Díaz Vélez, posee en su estancia un barco
y varios botes; coged algunos hombres y esta noche id a por
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

las embarcaciones.
—Así se hará, señor —respondió un enorme y fiel mulato
llamado Manuel.
—Tú, Manuel, no regreses, vete a la Villa y toma contacto
con nuestra gente de allá para que vayan preparándose para
nuestra llegada.
— ¿A quién debo buscar?
—Ve a la parroquia, pregunta por un sacerdote, Redruello es
su nombre, dile que vienes de parte del rey. Él comprenderá.
Villa de Gualeguaychú, casa del alcalde García Petisco
Martes 23 de octubre de 1810

A las siete de la tarde, Sopeña, el último que faltaba llegar,


ingresó a la casa del alcalde; en la sala, entre murmullos y co-
pas de licor, se hallaban Rafael Zorrilla, el regidor decano del
cabildo; el gallego Borrajo, a la sazón alguacil mayor; Juan
Firpo, el síndico y dos o tres conspiradores más que al princi-
pio Sopeña no alcanzó a reconocer por la escasa luz de los can-
diles ya la que la sala no tenía ventanas al exterior, situación
que algunos criticaban pero a Petisco le daba seguridad. Más
tarde, reconoció que eran los vecinos José Gutiérrez y Andrés
141
Doello.
Se sabía que los planes realistas para ahogar la revolución
consistían en formar una línea de contención entre Montevi-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


deo, Córdoba, el Alto Perú y Paraguay, por lo que las acciones
que se llevaran a cabo desde Entre Ríos serían fundamentales.
—¡Debemos actuar ya! —dijo, enfático, el dueño de casa.
—Por las noticias que tenemos, la llegada de Michelena y
su ejército es inminente —apuntó Firpo.
—Era hora, por Dios —explotó Borrajo— es inadmisible que
pretendan que reconozcamos a una Junta compuesta por mu-
latos. Pero, ¿adónde hemos llegado?
—Sí, estamos de acuerdo en ello —dijo Petisco— pero no ol-
vidéis que esos mulatos, merced a nuestras debilidades y con-
descendencia, hoy son abogados, sacerdotes o militares.
— ¡No por ello dejan de ser lo que son, hombre! —insistió el
gallego.
—Caballeros, por favor —intervino Doello—, creo que está
claro que, de uno u otro modo, todos coincidimos en que hay
que frenar esta aventura revolucionaria, analicemos las ac-
ciones concretas a llevar a cabo para asegurarnos que los re-
sultados finales sean los que todos anhelamos.
—Estoy de acuerdo —terció Zorrilla.
—Bien —dijo Petisco—, no perdamos tiempo entonces. Ca-
pitán, ¿sería tan amable de decirnos qué acciones tiene pre-
vistas?
—Desde luego —arrancó Sopeña—, estas actuaciones, para
142
que tengan efecto, precisan de la articulación de la fuerza mi-
litar y de la astucia de los civiles desde el gobierno; yo me en-
cargaré de la primera parte, la política se las dejo a vosotros.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Eso descuéntelo, capitán—concluyó Petisco.


Costa del río Gualeguaychú
Domingo 28 de octubre de 1810

El falucho San Antonio, una pequeña embarcación que se


destacaba por su vela triangular y su palo muy inclinado ha-
cia popa, llegó procedente de Montevideo cargado de frutos
frescos; estaba a cargo del capitán Francisco Más y, curiosa-
mente, el alcalde García Petisco estaba allí para recibirlo. Por
la hora, era seguro que iba a llegar tarde a misa, cosa que no
pareció preocuparle.
El capitán descendió de la embarcación y saludó afectuosa-
mente al alcalde.
—Bienvenido a la Villa, capitán.
—Muchas gracias, señor, gracias a todos —gritó a la multi- 143
tud que se hallaba detrás del alcalde.
— ¿Ha llegado bien su carga?
—Sin contratiempos, fruta de la mejor calidad desde la

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Banda Oriental.
Ingresó a la embarcación y salió con una importante canti-
dad de folletines impresos en Montevideo. La Gazeta, periódi-
co contrarrevolucionario, era repartido a una multitud albo-
rozada que— ¡vaya paradoja!— era poco probable que supiera
leer.
—Ja, ja, no os amontonéis, que hay para todos.
De repente, se borró la sonrisa de la cara del capitán Más;
García Petisco lo notó y giró para ver qué era lo que había sor-
prendido de tal modo al marino.
—Buenos días, señores. Buenos días señor alcalde.
— ¡Comandante Díaz Vélez!
—El mismo, y veo que se alegra de mi visita, don Francisco.
—Naturalmente. Vaya sorpresa que me ha dado, de haber
sabido que vendría hubiera preparado un mejor recibimiento.
—No era necesario, quédese tranquilo, no son tiempos de
protocolo estos que corren.
— ¿Y a qué debemos el honor de su visita?
—Rutina, simple rutina. Nos anoticiaron de la llegada de
un barco desde la Banda Oriental y es nuestro deber como
funcionarios controlar que todo esté bajo control y dentro de
las reglas.
—Pero, mi comandante —dijo Más—, ¿qué tendría de malo
144
traer algunas frutas a la Villa? Es demasiada pequeña mi em-
barcación para contrabandear algo más que naranjas.
—Tiene razón —rió Díaz Vélez—a quién podría ocurrírsele
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

cosas como esa, ¿verdad?


—Así es, mi comandante —rió Más en forma exagerada.
—Soldados —ordenó cambiando bruscamente el tono Díaz
Vélez —requisen el barco.
—Pero…comandante —balbuceó Petisco.
Pero ya cuatro soldados, de los que había enviado el general
Belgrano para ponerse a las órdenes del comandante, estaban
dentro del falucho.
Afuera se respiraba una tensa calma, García Petisco cami-
naba nervioso de un extremo a otro y todos los que hacía un
momento se hallaban vivando la llegada del barco ahora se
dispersaban tratando de no llamar la atención. Pasaron algu-
nos minutos hasta que de adentro se escuchó el grito:
— ¡Comandante!
—Diga, soldado. ¿Qué pasa?
—Acá hay armas, cartuchos y diarios.
— ¡Capitán Chilavert!
—A la orden, comandante.
—Detenga y llévelo a Santa a Fe al capitán Más, bajo el car-
go de contrabando.
En ese momento el alcalde García Petisco no pudo evitar re-
cordar que solo un par de meses atrás Díaz Vélez había dado
la orden de detenerlo tanto a él como a José Gutiérrez, Andrés
145
Doello y José Borrajo bajo el cargo de conspiración y traición
a la patria; dicha resolución no pudo llevarse a cabo debido a
las urgencias que se avecinaban por el río Uruguay, y ahora,

HÉCTOR LUIS CASTILLO


nuevamente, sentía el acoso del tucumano.
—A la orden, mi comandante, ¡soldados! —gritó el capitán
José Chilavert.
—Pero, ¡por Dios! Qué atropello es éste —explotó el alcal-
de con la ira quemándole el rostro, pero ya los soldados cum-
plían la orden y se lo llevaban al capitán junto al resto de la
tripulación.
—Y esta nave queda confiscada —sentenció finalmente el
comandante.
Al día siguiente el comandante Díaz Vélez debió regresar a
Concepción del Uruguay y el capitán Chilavert debió marchar
a Nogoyá, en donde se lo requería con urgencia. Ingenuamen-
te, dejó a cargo de la comandancia a García Petisco quien,
como no podía ser de otra manera, liberó de inmediato al ca-
pitán Más y a su tripulación.

146
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Arroyo de la China
Martes 6 de noviembre de 1810

Por orden del gobernador militar de Montevideo Gaspar de


Vigodet, a cuyas espaldas todos llamaban Vigodo, del día 16 de
octubre de 1810, el capitán de la marina española Juan Ángel
Michelena debía apoderarse de Entre Ríos. Cumpliendo esa
orden, Michelena se dirigió por agua a Paysandú mientras
una columna por tierra iba a encontrarse con él en este punto.
El 29 de octubre, como ya se relató, Michelena había incur-
sionado en la estancia del mismísimo Díaz Vélez apropiándo-
se de barcos y vituallas, pero, más allá de lo robado, la sen-
sación que, evidentemente buscaba transmitirse, era la de
147
incertidumbre y temor.
A las cinco de la madrugada, una enorme luna iluminaba
el río cuando éste se vio sacudido por el peso de las naves del
mestizo al servicio de la corona Juan Michelena. Con las pri-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


meras luces del día, desembarcaban sin contratiempos en la
costa entrerriana.
Desde hacía casi una semana que la zozobra mantenía en
alerta tanto a Díaz Vélez como a su tropa; no había certezas
del día de la invasión ni de la cantidad de hombres que se-
rían. La única certeza era que se venían. A las seis de la maña-
na, un hombre llegó apresuradamente hasta la comandancia
en la villa de Concepción del Uruguay, descendió del caballo
y dejó sueltas las riendas para no perder tiempo en llevar las
noticias al comandante.
—Permiso, mi comandante.
—Adelante, soldado, dígame qué pasa.
El milico se tomó unos segundos para recuperar el aliento
y luego habló:
—Ya bajaron, mi comandante, ya están aquí.
— ¿Se sabe cuántos hombres son?
—Muchos, señor, muchísimos más que nosotros.
—Está bien, cálmese y vaya con su tropa. ¡Capitán!
—A la orden mi comandante.
—Todos los hombres a caballo, ahora mismo.
—Sí, señor.
A los pocos minutos, toda la tropa de la que se disponía
para la defensa de la Villa estaba montada a caballo mirando
148
como el sol iba apareciendo lentamente desde el lado del río,
el mismo lado desde donde en cualquier momento vendría el
enemigo. Esperando las órdenes de Díaz Vélez estaban los 45
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

hombres al mando del capitán Balcarce, esos que el general


Belgrano había dispuesto para protección de la Villa.
Cerca de las ocho de la mañana, un nuevo jinete se acercó
con más información; parecía que buscaba dónde estaba el
resto de la guarnición ya que no podía creer que esa fuera toda
la defensa. Se aproximó al capitán Diego Balcarce.
—Parte para mi capitán.
—Diga, soldado.
—Son más de 300, señor y traen cañones, tres.
— ¿Están muy lejos?
—Como a media hora de acá, señor.
— ¿Sabe quién está a cargo de la columna de vanguardia?
— Sí señor, el general Rondeau.
Balcarce hizo un gesto de desagrado; conocía la experiencia
y el coraje de José Rondeau. Todos sabían que era imposible
librar una batalla en esas condiciones pero eran soldados que,
como había dicho Belgrano, eran la mejor tropa de caballería
que había conocido.
—Está bien, soldado, forme junto a los demás.
Y allí aguardaron, con los caballos caracoleando segura-
mente por los nervios transmitidos por sus jinetes. No se es-
cuchaba una sola voz, y el pueblo parecía que estaba desierto
ya que por las calles no se veía ni siquiera a los perros.
149
El ruido empezó a aumentar, las tropas enemigas se acerca-
ban, no podían verlos aún pero ya los escuchaban.
—Señor —dijo Balcarce a Díaz Vélez— espero su orden para

HÉCTOR LUIS CASTILLO


proceder al ataque.
Cuando apenas los separaban unos 400 metros, Díaz Vélez
dio la orden:
— ¡Pelotón! Al trote lento…retirada.
Y volviendo los caballos hacia el norte, emprendieron la re-
tirada hacia La Bajada.
Más tarde, durante una parada para descansar, Díaz Vélez
escribió a su General: “Sobre la pérdida inevitable de la villa
de Concepción del Uruguay, me queda la sola satisfacción de
haber retirado la Compañía de caballería de la patria y algu-
nos milicianos que se me reunieron con su capitán don Joa-
quín Vilches, con orden y guardando el decoro correspondien-
te a las armas.”
Sin embargo, el General Belgrano consideró precipitada
aquella huida y más aún cuando supo, por boca del capitán
Balcarce, que éste le había sugerido atacar y Díaz Vélez prefi-
rió la huida.
De este modo, se cumplía la sospecha de Belgrano; se había
perdido la Villa, la primera de ellas; él había querido enviar
sus tropas a reforzar la defensa pero la Junta, equivocándose
otra vez y no confiando en su capacidad, le ordenó seguir ha-
cia el norte. Enterado de la caída de la Villa, volvió a solicitar
a la Junta autorización para regresar y reconquistarla.
150 La respuesta volvió a ser negativa, debía seguir y no volver
atrás. Esa tarde, en Curuzú Cuatiá, el general Belgrano supo
que solamente un milagro podría salvar a la patria de la arre-
metida contrarrevolucionaria.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Mientras tanto, en Concepción del Uruguay, esa noche del


6 de noviembre de 1810, tras haber recibido alborozadamen-
te al invasor, se ofreció un banquete en honor del capitán de
navío Michelena y su gente; a la cabecera de la mesa, junto
al jefe naval, se hallaban Josef Urquiza y el cura Bonifacio Re-
druello.
En las calles, no se respiraba el aire de fiesta de la corte con
que se agasajaba a los invasores; por el contrario, si bien ha-
bía un mandato de no provocar saqueos, los soldados tenían
autoridad para detener, interrogar o castigar a insurgentes o
sospechosos de serlo. Concretamente, palabras más palabras
menos, Michelena había comunicado que “todos los que tuvie-
ran armas se presentaran para servir cuando se los precise, y al que no
esté de acuerdo se le confiscarán los bienes y pondrá en peligro tanto
su vida como la de sus hijos”. Esta orden fue interpretada mali-
ciosamente como la autorización para hacer lo que quisieran,
como lo repitió el cabo Ismael Martínez:
—¡Abran, en el nombre del gobernador!
— ¿Qué es lo que quieren? Acá no hay soldados, somos dos
mujeres solas con su esclavo.
—Tenemos la autoridad para revisar todas las casas de la
Villa, señora, abran o entramos por la fuerza.
151
— ¡Por favor, váyanse, acá no hay nada, por Dios!
— ¡Rompan la puerta!
La puerta crujió al partirse bajo la fuerza de un improvisa-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


do ariete e ingresaron el cabo Martínez junto a seis soldados
más. Instintivamente, las mujeres corrieron hacia el interior
de la casa, perseguidas por las risas de los soldados. Felipe,
un joven esclavo que no pasaría los 16 años intentó interpo-
nerse ante la turba.
—Por favor, díganme lo que necesitan y…
No alcanzó a terminar la frase ya que una lanza de tacuara
le atravesó de lado a lado el pecho; el negro cayó hacia atrás
haciendo retumbar la cabeza contra el mosaico de la sala
mientras se ahogaba con su propia sangre, la que escapaba
por la nariz y la boca convertida en espuma burbujeante.
Las dos mujeres llegan hasta uno de los cuartos e intentan
trabar la puerta con un pesado mueble; demasiado pesado
para poder moverlo una niña de 11 años y su madre. Ésta últi-
ma cae empujada por la puerta cuando los hombres ingresan
a la habitación y, desde el piso áspero de tierra pisada, los ve,
uno tras otro, ultrajar a su pequeña hija que lanza gritos que
laceran sus oídos hasta que—como no deja de gritar y de in-
tentar zafarse de los pesados brazos que la sostienen y le im-
piden defender a su pequeña—,siente que la toman de atrás,
de los cabellos y entonces apenas alcanza a percibir un brutal
ardor en el cuello y luego el calor de un líquido espeso que cae
por su pecho mientras todo se va cubriendo de niebla y silen-
152
cio.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Villa de Gualeguaychú
Miércoles 7 de noviembre de 1810

La tarde del martes, un enviado de Urquiza había llegado


hasta la casa del alcalde García Petisco con la buena noticia de
la toma de Concepción de Uruguay; esa noche misma, reuni-
do con sus cófrades, deciden convocar a cabildo abierto para el
día siguiente. “Debemos hacerles saber cómo se han de reci-
bir a estas tropas, si hemos de defendernos o entregarnos sin
ninguna resistencia”, así rezaba la convocatoria.
A las 9 de la mañana, el cura Fortunato Gordillo envió a su
esclavo con una esquela lacrada que entregó en manos propias
a Petisco, éste la leyó, sonrió entre dientes y luego la acercó al
153
fuego de una de las velas del comedor. Solo ellos sabían el con-
tenido de la misma, pero, evidentemente, debió ser algo que
satisfizo al alcalde ya que apuró sus preparativos para llegar

HÉCTOR LUIS CASTILLO


al cabildo antes de las diez, la hora citada para la toma de una
decisión. Él sabía, todos sabían, que no se trataba de decidir
si combatir o no sino que se trataba de tomar definitivamente
partida por uno de los dos bandos, la hora de las indefinicio-
nes y la política había terminado; con el rey o contra el rey, no
había otra opción.
A las diez en punto de la mañana, todos los cabildantes y
los vecinos más notorios se hallaban allí, decidiendo los des-
tinos de la Villa. El alcalde tomó la palabra.
—La situación es clara —dijo tras una introducción de más
de veinte minutos en la que no se sabía, a ciencia cierta, a
dónde quería llegar—, por un lado, ciertos aventureros, que
yo no dudaría de tildar como traidores, que pretenden desoír
la autoridad del virrey o, lo que es lo mismo, de Fernando VII,
nuestro soberano, que solo Dios nuestro Señor sabe de las pe-
nurias por la que está atravesando en su cautiverio pero que
sin dudas culminará pronto según algunos reportes que nos
llegan desde España —mintió—; por el otro, nuestros verda-
deros protectores, enviados por el gobernador de Montevideo
para nuestra protección, la de nuestras familias y nuestros
bienes. ¿Qué deberemos hacer? ¿Apoyar una causa teñida de
intereses mezquinos, que solo busca quitarnos nuestros na-
turales derechos para equipararlos con los de un esclavo o un
154
mestizo; quitarnos nuestras tierras provistas por el mismísi-
mo rey para distribuirla entre la chusma holgazana que bus-
ca, en definitiva, negando la autoridad del rey negar la mis-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

mísima autoridad de Dios? Si ésta es la opción, preparémonos


para ver muertos a nuestros hijos, incendiadas nuestras pro-
piedades, saqueadas nuestras iglesias. En vosotros está la
decisión, yo —hizo una estudiada pausa— acataré vuestras
órdenes.
Una encendida ovación coronó las palabras finales del ora-
dor. El cura Redruello levantó la mano solicitando la palabra,
la que le fue otorgada de inmediato.
—Mis queridos hermanos, dudo que podría hablar yo con
mayor sensatez y sabiduría que la que acaba de expresar nues-
tro alcalde; solo me limitaré a recordar a todos vosotros, res-
ponsables de decidir por los destinos de nuestra Villa, que
además de las razones ya mencionadas que indicarían a todas
luces lo absurdo de resistir a la verdadera autoridad, aunque
quisiéramos hacerlo, carecemos de armas, soldados, pertre-
chos y, no solo eso, sino que pretenderíamos enfrentar a un
ejército que ya ha demostrado sus quilates en los campos de
batalla de toda Europa. ¿Vamos a enfrentarnos a ellos, a enviar
a nuestros hijos a enfrentarlos, no solo por una causa injus-
ta sino además, desprovistos de lo necesario para combatir?
Cientos de hombres con modernas armas, cañones y caballe-
ría arrasarán nuestras calles, incendiarán nuestros hogares,
verdaderas máquinas de guerra entrenadas para matar cae-
155
rán sobre nosotros como una maldición celestial. Creo que si
enviamos un cordero al matadero tendría más probabilidades
de salir vivo que nuestros soldados. Humildemente opino,

HÉCTOR LUIS CASTILLO


para finalizar, que debemos entregar la Villa sin resistirnos
y acatar las órdenes y disposiciones que traigan quienes, en
definitiva, son nuestros verdaderos gobernantes.
Todos se pusieron de pie y ovacionaron al sacerdote. La de-
cisión estaba tomada, solo quedaba escribir al capitán Miche-
lena e invitarlo a tomar la Villa.
Villa de Gualeguaychú
Sábado 17 de noviembre de 1810

Ya era casi el mediodía y el sol castigaba como si de enero se


tratara, las mujeres habían dejado de lado sus obligaciones en
la cocina pero eso parecía no importar a sus maridos. Todos
observaban en silencio la calle larga que miraba al oeste; por
allí llegaría el poderoso ejército español ante el cual se tem-
blaba con solo nombrarlo. Seguramente cientos de caballos y
soldados con los redoblantes frente a cada escuadra de infan-
tería marcando el compás de las botas irían a hacer retumbar
el gredoso suelo de la Villa. Se había dicho que llegarían como
a las once, pero nadie atinaba a moverse a pesar de la demora.
156 A las puertas del cabildo, García Petisco junto al cura Gordi-
llo, su inseparable esclavo Antonio y todos los cabildantes con
sus mujeres vestidas como para baile, se abanicaban, sudoro-
sos y expectantes.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Un chico como de trece años apareció corriendo como si lo


persiguieran los lobos; agitaba los brazos y gritaba: ¡ahí vie-
nen, ahí vienen!
La sonrisa se dibujó en Petisco y éste la contagió al resto.
De haber tenido Gualeguaychú una banda musical, de seguro
hubiera arrancado con alguna marcha; pero no la había, así
que solo el resoplar cansino de un viento cálido era todo lo que
rompía el monótono silencio de la siesta precoz.
Minutos más tarde, que parecieron horas por la ansiedad,
se apareció el poderoso ejército: dos columnas con veinte
hombres de a pie cada una y al mando de un capitán. Éste
último sí, montado a caballo.
Llegaron hasta la Plaza Independencia, se apeó el capitán y
saludó marcialmente al alcalde. Este se aproximó a saludarlo
como si de un viejo amigo se tratase.
—Bienvenido, Señor —dijo abriendo los brazos—, mi ciu-
dad y mi gente están felices de que hayáis llegado hasta aquí.
— ¿Dónde puedo guardar mi caballo y armar un campa-
mento los hombres? —fue todo el saludo del recién llegado.
—Oh, no se preocupe usted, capitán, está todo previsto. Es
más —eligió las palabras—incluso pensamos que deberíamos
dar cobijo a mucha más gente. ¿Dígame… ustedes son todo el
ejército?
—Conmigo y mis hombres será suficiente, el comandante 157
Michelena me dijo que usted se iba a encargar de entregarnos
a los traidores así que apenas nos indique a quiénes hay que
fusilar vamos a empezar a poner orden en este lugar.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


García Petisco se sintió incómodo y miró hacia todos lados
escudriñando a ver quiénes podrían haber oído tamaña de-
claración de traición, pero todos estaban con la cabeza ga-
cha, sintiendo seguramente vergüenza —por diferentes razo-
nes—, pero vergüenza al fin.
—Bien, los guiaremos apenas terminéis de recibir la bendi-
ción de nuestro párroco, si estás de acuerdo, claro.
—No hay problema, pero que sea breve, mis hombres y yo
tenemos hambre.
—Sí, sí, claro, me imagino. Padre, por favor.
—Gracias don Francisco, capitán. In nomine patris…
Cerca de Nogoyá
Jueves 22 de noviembre de 1810

La preocupación era notoria en esos rostros cansados, ha-


bían dormido mal y poco. El cordobés Gutiérrez, el pata e´
bola, el chileno Juan, junto a Bartolo Zapata, su padre y quin-
ce hombres más —peones algunos de Zapata y otros de cam-
pos vecinos— se sentían exiliados en su propia tierra.
Bartolo ya había manifestado sus dudas y temores frente
a la ambigua carta de adhesión del cabildo de Gualeguay a
la nueva Junta, no confiaba en el alcalde González de Celis,
ni tampoco en Domingo Urquía; éstos, al igual que el vasco
Bengoechea se habían manifestado abiertamente en contra
158
de “los traidores de Buenos Aires” al igual que de los “gauchos
roñosos que de la noche a la mañana quieren ser señores”.
Al único que consideraba un verdadero patriota, pero en sole-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

dad, era a José Santos Lima.


La engañosa fidelidad a la causa —sostenía Zapata— no
tenía otra intención que la de ganar tiempo hasta que el eje
contrarrevolucionario se pusiera en marcha. No se había ale-
grado al enterarse del fusilamiento de Liniers; no solamente
porque, a pesar de que hubiera apoyado ahora a los realistas,
siempre lo había considerado un patriota sino que, además,
sabía que con esa muerte solamente se había cercenado ape-
nas una de las serpientes de una cada vez más poderosa Me-
dusa.
La noticia de la caída de Concepción del Uruguay había sido
un duro golpe, sumado a las circunstancias en que más tar-
de se había perdido Gualeguaychú y, como era previsible, sa-
bían que en esos momentos una columna realista iba camino
a Gualeguay para ser recibidos con los brazos abiertos y los
festejos listos.
Había sido demasiado breve la revolución en Entre Ríos,
¿sería que no era realmente el momento ideal aún? Pero,
¿cuándo es el momento de la explosión sino cuando la chis-
pa aparece? No, sin dudas no era ésa la cuestión, el tiempo
era el que era y las circunstancias las que fueran, no se podía
dar marcha atrás y, menos aún, de la forma canalla y mise-
rable en que se estaba haciendo, sin derramar una sola gota
159
de sangre, sin disparar una bala ni revolear una bola; a un
acto cobarde se le sucedía otro, a un agachar la cabeza, el re-
bencazo indigno, ¿qué pasaba con estos hombres? ¿Qué está

HÉCTOR LUIS CASTILLO


pasando con todos nosotros? Primero lo piensa y luego lo grita
Bartolomé Zapata:
— ¿Qué carajo está pasando con nosotros? Nos están corrien-
do con la vaina estos hijos de puta y lo único que hacemos es
escapamos como mujeres asustadas. Sabemos que van a venir
por nosotros, que nos van a perseguir y nos van a meter presos
o a matar. Eso ya lo sabemos, ahora bien ¿vamos a hacer algo
para evitarlo o solamente vamos a ver quién es el que tiene el
flete más ligero para escapar más lejos?
No era casual la pregunta de Zapata; hacía poco más de un
mes, uno de los suyos los había traicionado, lo cual costó la
vida a tres paisanos seguidores de la causa y otros tantos ha-
bían sido apresados y enviados —engrillados— hacia las oscu-
ras mazmorras del virrey Elío en Montevideo conocidas como
Las Bóvedas. Zapata, junto a algunos de los suyos, habían lo-
grado escapar, milagrosamente, hacia Nogoyá.
—Mire, Don Bartolo —arrancó el cordobés—, yo no soy hom-
bre de muchas palabras y eso usted lo sabe bien, así que lo que
tengo que decir lo digo cortito y claro para que se entienda: yo
a usted lo sigo a muerte y hasta la muerte.
—Y yo ya no quiero seguir corriendo más —dijo el pata e´
bola—, nos traicionaron, nos corrieron como perros guachos
y hasta me robaron el sueño de tener un rancho propio, ¿qué
160
más me pueden sacar?
—Somos varios —dijo el chileno—, no sé si muchos pero
sí varios, y con ganas de que alguna vez nos dejen de tratar
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

como si fuéramos menos que una juntada de mierda; a usted


lo quieren y lo respetan, don Bartolo, no solamente nosotros
sino una cantidad de gauchos que andan desparramados y
guachos por los campos esperando que alguien los lidere. Y
ese hombre es usted, don Bartolo.
El viejo Irineo Zapata puso la mano sobre el hombro de su
hijo y, no sin dificultad por la emoción, dejó salir estas pala-
bras:
—Creo que lo que ha dicho Juan resume el pensamiento de
todos, hijo, necesitamos alguien a quien seguir, en quien
confiar, alguien de honor y con coraje. Con orgullo y humil-
dad te lo pido, Bartolo, sé nuestro líder y vayamos a recon-
quistar nuestra tierra o a morir en el intento.
—Que así sea —dijo Bartolomé Zapata.
Y mientras caía lentamente la tarde entre los verdes paisa-
jes de Nogoyá, por un lado, un grupo de hombres comenzaba
a planificar una guerra de guerrillas contra el invasor; por el
otro, a unos pocos kilómetros de allí, se freían empanadas y
degollaban corderos para agasajar al ejército realista que ve-
nía a defender los fueros de los poderosos.

161

HÉCTOR LUIS CASTILLO


CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

162
Juego de espejos
Arroyo de la China
Domingo 9 de diciembre de 1810

La homilía versaba sobre los preparativos necesarios de todo


buen cristiano para la navidad que no estaba muy lejana:
—Un nacimiento, más aún si del hijo de Dios se trata, no
es una fecha más, un nacimiento es una nueva oportunidad.
Una esperanza. Traemos hijos al mundo para que adoren al
Señor nuestro Dios, para que sigan Sus sagrados preceptos,
165
para que, como bien lo explica nuestra sagrada Biblia, sean
las mansas ovejas que sigan al buen pastor. Ya lo dice el sal-
mo 23: el Señor es mi pastor, nada me faltará, en verdes pra-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


deras me…
— ¡Están atacando el cuartel! —interrumpió a los gritos un
mulato.
Un verdadero revuelo se produjo en la iglesia provocado por
los militares que, confundidos, salían a procurarse noticias y
las mujeres que en la huida —sin saber a ciencia cierta de qué
debían huir—, se atropellaban todo.
Los comerciantes y las autoridades del cabildo palidecieron
ante tamaña noticia.
Todo era confusión y gritos, aunque el cuartel al que se re-
fería el mulato que estaba siendo atacado estaba bastante re-
tirado de la iglesia. Pero el miedo no precisa de razones y la
cobardía aún menos así que, en pocos minutos, solo el cura
quedaba en la iglesia esperando ansiosamente que se retirara
el último feligrés para trabar las puertas.
El capitán Michelena llegó junto con dos oficiales más has-
ta el cuartel general y descendió del caballo como una trom-
ba.
— ¡Sargento!
—A la orden, señor.
—Dígame qué es lo que ha sucedido.
—Fuimos atacados, señor. En realidad fueron más escara-
muzas que otra cosa, se aparecieron unos gauchos forajidos
166
haciendo disparos e intentando prender fuego algunos te-
chos, pero los repelimos al momento.
— ¿Usted se da cuenta de que han venido a tocarnos el culo
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

a nuestra propia casa?


—Sí, señor —dudó el sargento.
— ¿Y los guardias, estaban en su puestos?
—Nno, señor.
—No estaban en sus puestos, ¿y dónde mierda estaban, en-
tonces?
—Es que, como es domingo, señor, estaba todo muy tran-
quilo, nunca pensamos que…
—Nunca pensaron, no me queda ninguna duda de que
nunca pensaron. Quiero a usted y a los guardias que debían
estar de centinelas pensando en el cepo durante cinco días,
¿me entendió?
—Sí, señor, a la orden, señor.
—Espere, no se vaya todavía. Dígame, ¿sabe quiénes son los
que nos atacaron?
—Sí señor, la gente de Zapata.
— ¿Y quién es Zapata?
—Bartolomé Zapata, Bartolo le dicen, señor, es un gualeyo
que tiene algunos campos cerca de Gualeguay y, por lo que se
escucha, es el que está organizando a toda la paisanada para
echarla contra nosotros.
— ¿Gauchos? ¿Me está diciendo que un grupo de gauchos
brutos se atrevió a atacar mi cuartel?
167
El sargento bajó la mirada como toda respuesta.
— ¡Capitán!
—A la orden señor —dijo el capitán cuadrándose.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Quiero que tome un grupo de sus blandengues y salga
enseguida a perseguir a ese tal Zapata y a su banda de delin-
cuentes.
—Prepararé una partida y saldremos en seguida, señor.
—Capitán Artigas, los quiero vivos, ¿me entiende?
—Como usted diga, señor —respondió el capitán de blan-
dengues José Gervasio Artigas.
—A esas rebeliones hay que sofocarlas antes de que nazcan
y no quiero regalarles un mártir, tráigalos a todos acá, en es-
pecial a ese Zapata, que quiero verlos suplicar como mendigos
y llorar como mujeres antes de degollarlos para que sirva de
escarmiento a los que quieran poner en tela de juicio mi auto-
ridad. ¿Comprendido?
—A la orden, señor.

168
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Gualeguay Grande
Lunes 10 de diciembre de 1810

La agreste selva montielera, pródiga en ñandubays, alga-


rrobos y quebrachos, talas y espinillos, era el refugio natural
perfecto para quienes, como ellos, no deseaban ser vistos. No
era difícil, en tan prodigiosa frondosidad, encontrar algún
carpincho, un guazuncho o una vizcacha para clavarla en la
estaca y saciar el hambre.
Curiosa paradoja del destino que el laberinto natural que
mantuviera a cubierto a Bartolomé Zapata y sus hombres —
que serían unos 25—, llevara por nombre Montiel, en home-
naje al terrateniente que fuera el alcalde de Santa Fe en 1715,
169
Antonio Marqués Montiel y propietario de tamaña inmensi-
dad a la que seguramente jamás conoció más que a través de
mapas y por su potencial valor económico.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Pero Zapata y sus hombres no estaban refugiados allí, solo
estaban de paso rumbo a Gualeguay para encontrarse con
otros grupos que, como ellos, hostigaban permanentemente,
según se había acordado, a las fuerzas realistas.
La noche era clara y la luz de la luna formaba caleidoscopios
de sombras con los espinillos y los ñapindaes; Pedro Celis, el
paisano de Nogoyá, sacó de entre su apero una tacuara de
unos 80 cm y tras despellejar y limpiar una enorme vizcacha
que había cazado el cordobés de un bolazo, la ensartó atrave-
sándola de punta a punta y la colocó cerca de un hermoso fue-
go hecho con un viejo ñandubay seco que encontró por ahí.
Las llamas pintaban de dorado el animal mientras otros iban
sacando pedazos de charque o chorizos secos que iban hacien-
do circular.
Zapata miró a sus hombres, gente de campo, gauchos como
él a los que nadie pagaba ni obligaba a jugarse la vida; esta-
ban allí para pelear por su dignidad de trabajar y no ser perse-
guidos por el solo estigma de ser gauchos. Allí sentados, a la
vera del fuego, cansados y sonrientes como si de un arreo se
tratara, llenos de tierra y con el olor a sudor en las ropas des-
hilachadas. Unos pocos, unos ocho o nueve, vestían chaqueta
azul y collarín con vuelta encarnada, recuerdo de su paso por
las milicias, seguramente.
170 A pocas leguas de allí, se alzaba la San Antonio, una de las
estancias de García Petisco, Zapata sabía que allí podría en-
contrar mulas, algunas armas y pertrechos necesarios para
seguir adelante con el hostigamiento previsto.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

— ¿Estás pensando lo que yo creo, Bartolito?


—Así es, tatita, seguramente la San Antonio debe estar des-
guarnecida y nos vendría bien mostrarles que no pueden es-
tar en todas partes.
— ¿Y no tenés miedo de que vayan a querer acusarnos de
ladrones?
—Es lo que me mantenía indeciso cuando encaramos para
este lado pero, pensándolo bien, si bien eso sería una enorme
mancha para nuestro apellido, que gracias a vos, tatita y a los
abuelos, siempre fue sinónimo de honestidad y trabajo, por
otro lado, si nos acaban van a terminar también mancillando
nuestro nombre y, si acaso se nos nombrara alguna vez, sería
como traidores. Y entre que me acusen falsamente de haber
sido ladrón o de haber vendido a mi patria, me quedo con lo
primero.
—Cuánta razón tenés, hijo mío, cada vez me convenzo más
de que no se equivocan estos hombres al seguirte ciegamente
como lo hacen.
—Gracias, tatita —se emocionó Bartolo—, que me siga us-
ted es para mí ya todo un honor y un orgullo. Y se trabaron en
un abrazo que alguno festejó con un estridente sapucai.

171

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Estancia San Antonio, Gualeguay Grande
Viernes 14 de diciembre de 1810

Laureano Valenzuela cumplió con la rutina de cada día;


acostumbraba levantarse antes de que los gallos comenzaran
con su canto y solía jactarse acerca de que era él quien desper-
taba a las aves cada mañana y no al contrario. Las madrugadas
de invierno, disfrutaba de andar por los campos cubiertos de
niebla y escarcha imaginando que recorría un interminable
laberinto desconocido y a la vez familiar, gustaba de guiarse
en su extravío por el cencerro de alguna tambera o bien, espe-
rar sobre el caballo hasta que comenzara a dispersarse la bru-
ma y, con los primeros haces de luz atravesando el cielo como
172
tacuaras de plata, iniciar recién el arreo de las vacas para el
ordeñe, primera actividad del día que, si bien podía delegarla
a los tamberos, disfrutaba de hacerla él mismo.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Bruno Soto, el mayordomo, nunca había entendido esa ma-


nía de Valenzuela de perderse en las madrugadas, pero era
tan eficaz en todas las tareas, riguroso con los peones y duro,
aunque justo, con los esclavos, que nunca le impidió darse
con ese gusto. Durante las cálidas madrugadas de verano, era
la oscuridad la que le permitía el mismo inexplicable juego de
zozobras.
Apenas estaba despuntando el alba cuando ya Valenzuela
regresaba del campo conduciendo lentamente las tamberas
cuando notó cierta inquietud en los animales. Algo estaba
sucediendo aunque no alcanzaba a dilucidar de qué se trata-
ba; un mugido que para otros oídos hubiera sido considera-
do como natural, a él le sonó como una alarma. Se acomodó
el chambergo y apuró las reses mientras miraba hacia uno y
otro lado olisqueando como un animal el viento. Cuando vio
a lo lejos la nube de polvo supo que no se había equivocado,
clavó las espuelas en los flancos del tordillo y encaró a todo
galope hacia el casco.
Cuando Zapata y sus hombres rodearon la casona, Valen-
zuela había puesto a su familia a resguardo dentro de su ran-
cho y advirtió a Soto que no se asomara hasta ver de qué se
trataba. Delante de la entrada principal de la casa, el capataz
estaba de pie, con el machete colgando de su diestra y el pon-
cho envuelto en el otro brazo. 173
Al frente del grupo veníanlos dos Zapata, el pata e’ bola y
el cordobés Gutiérrez; más atrás, Pedro Celis y el paraguayo
Rojas parecían conducir el grueso de la partida. A la retaguar-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


dia, habían quedado el chileno Juan y el esclavo, el negro
también llamado Juan.
—Tranquilo, hermano —arrancó Bartolo notando los ner-
vios del capataz—, que no es con usted la cosa; estamos aquí
por mandato de la Junta de Buenos Aires y precisamos de to-
dos los que estén en condiciones de colaborar con la revolu-
ción, que no es nuestra sino de todos. También de ustedes.
—Nosotros no pedimos ninguna revolución, compañero,
así como estamos, estamos bien —dijo Valenzuela.
—No tengo ninguna duda. Pero no están solos. Y acá nos
salvamos todos o no se salva ninguno.
— ¿Salvarnos de qué?
—Cuando los animales que les sirven cada día no les sirven
más, ¿a dónde acaban?
—En el matadero —respondió el capataz.
— ¿Y usted quiere que ése sea el lugar en donde acabemos
todos? Su mujer, sus hijos, ¿no está cansado, compañero, de
que no lo dejen ni siquiera tener un pedazo de tierra propia
en donde caerse muerto? Entre Ríos es demasiado grande y
pródiga para que la aprovechen solamente unos pocos; su pa-
trón, García Petisco, ¿a quién era que le compró esta estancia?
El capataz bajo la mirada al suelo.
174
—Dígame —apuró Zapata— ¿cuánto era que la pagó?
— ¿Por qué me pregunta eso si ya sabe la respuesta? —explo-
tó el capataz.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Claro que la sé —elevó más aún la voz Bartolo—, y usted


también lo sabe y el otro capataz, Ojeda, también lo sabe. Y el
mayordomo y los peones y los esclavos, todos lo saben; que se
apropió tanto de ésta como de las otras seis o siete estancias
que tiene echando como perros a los que estaban antes que él,
esos que desmontaron a puro machete y hacha una tierra im-
penetrable, que dejaron la vida retorciéndose por el veneno de
las yararaces que los acechaban detrás de cada tronco, que so-
ñaron con levantar su rancho y cuidar sus plantas y sus vacas
para asegurar la leche para los gurises. Y estos hijos de puta,
en nombre de un rey al que no conocen ni les importa cono-
cer, nos quitan los campos, las vacas y lo que es peor, hasta
nos domestican como perros para que aprendamos a mover la
cola cada vez que nos tiran un hueso. Y usté sabe bien lo que
nos pasa si se nos olvida hacerle fiesta cuando llegan.
— ¿Y qué es lo que quieren?
—Solamente aprovisionarnos de cosas que acá están hasta
de más, solamente eso.
Valenzuela dejó caer el machete al suelo sin decir palabra.
—Nadie va a tocar nada que les pertenezca —siguió Barto-
lo—, nos vamos a llevar los caballos, las armas y lo que pueda
servirnos para sacarnos de encima de una vez y para siem-
pre a los que vinieron a quedarse con lo que es nuestro—. Y
175
mirando hacia atrás se dirigió a la tropa—y que a nadie se le
ocurra causar daño ni a los peones ni a los capataces, ni a los
esclavos y mucho menos a las mujeres.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Antes del mediodía, habían ya apartado el arreo que iban a
llevarse y colocado sobre las mulas las armas, espadas, cobi-
jas y varios chifles y algunas barricas.
Cuando iban a marcharse, se apareció Soto, el mayordomo,
desde adentro de la casa y, dirigiéndose a Zapata, lo increpó:
— ¡Con que todo esto es en nombre de la revolución! ¿No?
— ¿Cómo dice, compañero?
—Que usted prometió que no iban a robarnos nada y a mí
me han robado.
Zapata endureció el rostro.
— ¿Qué está diciendo?
—Lo que ha escuchado, me han robado ropa.
— ¿Es verdad lo que dice este hombre? —bramó—, porque si
es verdad quiero que aparezca ahora el ladrón y si está acusan-
do en falso lo degüello. ¿Alguien le robó, sí o no?
Un tal Aparicio Núñez se acercó en silencio con una muda
de calzones y una camisa entre las manos y lo dejó a los pies
del mayordomo.
— ¿Esa es su ropa? —preguntó a Soto.
—Sí, es ésta —respondió casi con vergüenza.
— ¿Le falta algo?
—No, es todo.
El rebencazo pegó de lleno en la cara de Núñez, que cayó de
176
rodillas pegando un alarido; el segundo golpe fue con el cabo
y cayó directamente sobre las paletas. Nadie se atrevió a in-
tervenir hasta que Zapata dejó de golpearlo tras una salva de
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

garrotazos que ninguno se molestó en contar.


—Ahí tiene su ropa, compañero, le pido que me acepte una
disculpa —dijo al mayordomo—, y a éste, cuando se despier-
te, le dice que se vuelva a su rancho, que la patria no necesita
de ladrones para hacerse grande.
Zapata montó su caballo y lo taloneó suavemente. Giró y,
cuando iba a retirarse, oyó la voz del mayordomo.
— ¡Zapata! —le gritó.
Bartolo hizo voltear su caballo y lo miró a los ojos.
—Tome —dijo el mayordomo sacando un enorme facón de
plata de su faja —seguramente le va a hacer más falta que a
mí.
Zapata tomó el cuchillo, lo sopesó y luego lo guardó entre
sus ropas; como todo agradecimiento, se tocó el la del som-
brero y bajó ligeramente la cabeza.
Después siguieron la marcha rumbo a Nogoyá.

177

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Cerca de Nogoyá
Sábado 16 de diciembre de 1810

La idea de José Artigas era, una vez atravesada la costa del


rio Gualeguay, llegarse hasta Jacinta, en donde se hallaba la
estancia de Pablo José de Ezeiza y allí aprovisionarse de ca-
ballos y alimentos para continuar la persecución de los ban-
didos al mando de Bartolomé Zapata y de otra partida más
que, según decían, estaba a cargo del chileno Juan, que anda-
ba haciendo de las suyas por la zona por cuenta y orden de la
Junta de Buenos Aires.
A las tres de la tarde, bajo un agobiante sol, los blanden-
gues alcanzaron a divisar, debajo de una arboleda, un grupo
178
que no podía ser otro que el de los forajidos que andaban per-
siguiendo.
No cabía duda de que si ellos los habían visto, los otros tam-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

bién; el terreno era demasiado llano como para no descubrir-


se mutuamente. El oriental se sorprendió de la pasividad del
grupo.
—En columna y con los sables en la mano, fusileros listos
—ordenó.
Se acercaron al paso y atravesaron el círculo que iban for-
mando al abrirles camino. Los blandengues quedaron en
medio de los forajidos. Miraban hacia uno y otro lado con los
dedos nerviosos y las manos sudadas. Al frente del grupo, Ar-
tigas se elevó sobre los estribos y gritó:
— ¡Quién es Bartolomé Zapata!
Bartolo se puso de pie y avanzó unos pasos hacia el jinete.
—Yo soy Zapata —dijo.
—Queda detenido por orden del gobernador de Montevideo
por saqueo y resistencia a la autoridad.
—Baje y deténgame entonces.
Artigas dudó. ¿Cuál era la estrategia de aquel hombre? ¿Es-
taría cayendo ingenuamente en una trampa mortal y no ha-
bía podido darse cuenta, preso de un exceso de confianza en
sí mismo? Ya era tarde para eso, ahora había sido desafiado
frente a sus hombres y no podía dar marcha atrás. Bajó del
caballo y echó mano al facón. Caminó lentamente hacia Za-
pata. Éste no se movió. A dos pasos de él se detuvo.
179
—Entregáte o sacá el cuchillo y defendéte —dijo con voz fir-
me.
Zapata sacó el facón y dejó la mano al lado del cuerpo. El

HÉCTOR LUIS CASTILLO


oriental se encorvó levemente y empezó a hacer girar la pun-
ta del facón hacia adelante. Bartolo levantó el brazo derecho,
lo estiró apuntando con la punta del facón al pecho de Arti-
gas, y lo dejó caer.
El acero, bien balanceado, se clavó de punta sobre la tierra
con un sonido seco. Artigas se sorprendió:
— ¿Qué está haciendo?
— ¿Usted es Artigas, verdad?
—Así es —respondió confuso.
—El oriental.
— ¿A dónde querés llegar?
— ¿No entiende que yo estoy acá, lejos de mi casa, viviendo
como un perseguido, saqueando estancias, matando gente,
solamente porque quiero la libertad de mi pueblo? He oído
hablar de usted, yo sé bien quién es y cómo es; un hombre
de bien, un paisano que no se diferencia de nosotros ni por
la pilcha ni el acento y mucho menos por el deseo de ver a
nuestra gente sin el yugo que como a bueyes nos ponen los
realistas. Yo sé bien quién es usted, y sé que a su gente, esa
gente que está acá, al lado suyo, no le temblaría ni media vez
la pera para dar la vida por la suya si fuera necesario. ¿Usted
cree, hermano Artigas, que yo sería capaz de mancillar mi fa-
cón con su sangre? Si estoy equivocado y no es el hombre que
180
yo creo, máteme nomás, no voy a defenderme; he sido capaz
de, siendo un hombre de bien, obrar como un bandido por la
causa en la que creo, pero mi límite es bien claro, de ningún
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

modo voy a matar a un hermano.


El oriental sintió que las piernas le temblaban, había tanta
razón en esas palabras, tantas noches él había soñado con la
libertad de su gente, con ver hecha una realidad el anhelo de
una patria grande y americana; con que terminase la guerra
entre hermanos por defender privilegios ajenos. Echó el fa-
cón a la espalda.
—Un soldado no puede dejar caer su arma sino pondría la
mía junto a la suya, hermano.
Zapata recogió el facón y lo guardó en su faja.
—Bueno —dijo Artigas para romper el silencio que parecía
eterno—, mis hombres y yo seguimos viaje, nos han dicho que
por acá cerca andaba un grupo de forajidos así que, con su per-
miso.
—No es de entrerriano dejar ir a nadie con la panza vacía así
que dígale a sus hombres que se acomoden y descansen, de se-
guro esos bandidos no deben de andar muy lejos y podrán alcan-
zarlos cuando quieran.

Un oficio enviado al día siguiente, el 17 de diciembre de 1810,


por el jefe del regimiento de Húsares, el coronel Martín Rodrí-
guez a la Junta de gobierno de Buenos Aires, ponía en conoci-
miento a ésta que era cada vez mayor el número de desertores
del ejército realista hacia las filas patriotas llegando por ello, el
capitán Michelena, a prohibir a sus hombres montar a caballo
sin su expresa autorización ante el riesgo de que estos lo aban-
donaran.
El metal y
la escoria
Cerca de Nogoyá
Jueves 27 de diciembre de 1810

La columna de húsares comandada por el coronel Martín


Rodríguez venía marchando desde Santa Fe; la Junta de Bue-
nos Aires, tras conocer la huida de Díaz Vélez rumbo a La Ba-
jada ante la llegada de los realistas comandados por el capitán
Michelena, había decidido otorgar dicho cargo, es decir, el de
comandante general de Entre Ríos, precisamente a Martín
Rodríguez.
185
Algunos informantes que habían llegado desde el sur, lo ha-
bían anoticiado de la presencia de un paisano de Gualeguay,
Bartolomé Zapata, que estaba hostigando en varios frentes a

HÉCTOR LUIS CASTILLO


los invasores pero, le habían dicho también, que de no reci-
bir los refuerzos adecuados no podría durar mucho tiempo sin
caer en manos enemigas.
Por ello, había enviado un emisario a organizar una reu-
nión con el caudillo entrerriano a fin de conocerlo y coordinar
las acciones que fueran pertinentes a fin de continuar con la
lucha. La reunión se llevaría a cabo en el campo de un simpa-
tizante de la causa que había sido presentado por Pedro Célis,
quién había caído preso junto con Pedro Rojas y otros rebeldes y
condenados a prisión y trabajos forzosos durante seis meses por
orden del aún gobernador de Montevideo Gaspar de Vigodet.
El coronel Rodríguez venía secundado a dicha reunión por
el mayor Estanislao Soler, segundo Jefe del batallón de Par-
dos y Morenos N° 6; por su parte, Bartolomé Zapata lo hacía
acompañado de su padre y el pata e´ bola.
El día había amanecido nublado y amenazaba tormenta,
por lo que el aire estaba húmedo y pesado, los jinetes se en-
contraron y los saludos fueron breves y cortantes.
—Buenos días, coronel, soy Bartolomé Zapata —dijo lleván-
dose la diestra hasta el sombrero—, ellos son mi padre y uno
de mis soldados.
— ¿Soldado? —dijo como todo saludo Rodríguez, y luego
agregó: yo pensaba que había que ser militar para tener sol-
186
dados.
—En mi opinión, capitán, para ser soldado solo hay que te-
ner una causa y las agallas para seguirla; un uniforme, si a
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

eso se refiere, lo lleva cualquier cobarde. Y cucardas… eso se


lo ponemos a los bichos de feria en estos pagos.
Rodríguez no pudo evitar lanzar una franca risa.
—No se me enoje, paisano, era verdad lo que decían de us-
ted en referencia a que sabía cuidar de su gente.—Estiró su
mano hacia Zapata.
—Disculpemé si estuve un poco fuerte, pero últimamente
no se hacen muchas bromas por acá.
— ¿Y quién le dijo que yo estaba bromeando?
—No le entiendo.
—El general Belgrano me encargó que pusiera algunos
hombres a su disposición para poder enfrentar al enemigo y
es lo que pienso hacer. Voy a poner 25 húsares bajo su man-
do…capitán Zapata.
— ¿Cómo ha dicho? —se sorprendió Bartolo.
—Le dije que no bromeaba —continuó Rodríguez—, no pue-
do dejar tropas a cargo de un civil, por eso, con la venia del
General Manuel Belgrano y la Junta de gobierno de Buenos Ai-
res, le confiero, en este mismo instante, el cargo de capitán.
Bartolo permaneció en silencio repitiéndose para sí esas pa-
labras que acababa de oír. La mano de su padre sobre su hom-
bro lo sustrajo de sus cavilaciones.
—Felicitaciones, hijo mío, nada más merecido que eso.
187
—Disculpemé, don Rodríguez —intervino el pata e‘bola—,
¿puedo hacerle una pregunta?
—Sí, claro —dijo el capitán.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


— ¿No se lo puede nombrar general directamente al Bartolo?
De casualidad alcanzó a esquivar el rebencazo que le revoleó
el recientemente nombrado capitán Bartolomé Zapata.

Cerca de las seis de la tarde, una lluvia torrencial comenzó


a aliviar el bochorno de diciembre; en su campamento im-
provisado, Bartolomé Zapata revisaba, junto a su padre y dos
hombres más de su absoluta confianza, el armamento —unos
pocos trabucos, alguna carabina, escasas municiones— y,
ante todo, la estrategia que iba a llevar a cabo para la recon-
quista de los territorios perdidos.
A los 52 paisanos, armados y vestidos a su costa, se suma-
ban ahora 25 soldados, experimentados estos y con el apoyo
explícito del gobierno revolucionario a su causa.
El momento con que tantas noches había soñado, se estaba
acercando.

188
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Montevideo
Lunes 7 de enero de 1811

Apenas detenido el barco, un hombre de baja estatura, co-


lérico y visiblemente cansado, subió junto a los tres hombres
que lo acompañaban a una galera que los estaba esperando.
Inmediatamente se dirigieron hacia el cabildo, en donde era
aguardado sin ansiedad y ningún entusiasmo.
Al ingresar a la sala principal, un capitán y un sargento era
toda la recepción.
— ¿Dónde está el gobernador? —fue todo el saludo que pro-
firió el recién llegado.
—Nos hizo avisar hace un momento que estaba retrasado
189
por algunos asuntos pero que no tardaría en llegar —respon-
dió, con displicencia, el capitán.
Francisco Xavier de Elío, un gallego que ya había sido gober-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


nador de Montevideo y caído en desgracia por esos avatares de
la política, acababa de ser nombrado virrey y capitán general
del Río de la Plata por el consejo de regencia de Cádiz, último
bastión de los seguidores del encarcelado Fernando VII; con
dicho nombramiento, había intentado ser reconocido como
tal en Buenos Aires pero nadie, en pleno fulgor revoluciona-
rio, había tomado en serio las pretensiones de De Elío, por lo
que se dirigió prontamente a Montevideo, eje de la contra-
rrevolución realista, para intentar allí hacer valer sus fueros.
Algo que, naturalmente, al entonces gobernador Vigodet no
le había causado mucha gracia y lo demostraba con estos úl-
timos desaires que podía permitirse, como el de hacer esperar
al nuevo regente.
— ¿Acaso no habíais sido advertidos de mi llegada? —bra-
mó.
—El gobernador es bastante reservado con sus informes así
que parece que no consideró importante avisarnos a nosotros
quién iba a llegar.
—Soy el nuevo virrey, por si no estabais enterado.
—No estábamos enterados, señor, pero si es así, estamos a
sus órdenes.
— ¿Acaso duda usted de mis palabras?
—De ningún modo, señor, pero no tengo autoridad para
190
solicitarle sus papeles, apenas llegue el gobernados resolve-
remos esto.
— ¿Y a qué hora piensa llegar?
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Cómo saberlo, señor, el gobernador no suele darnos ex-


plicaciones de ese tipo y nosotros no nos atreveríamos a pe-
dírselas.
De Elío no era ajeno a todo este juego de intrigas palaciegas,
no desconocía las nulas intenciones de reconocer su autori-
dad y entregarle el gobierno de un enorme territorio en con-
flicto. Pero no estaba dispuesto a dar un paso atrás. Aguardó,
masticando rabia, hasta que, casi cerca del mediodía, llegó
Vigodet. De Elío entregó sus credenciales.
—Pues bien —dijo Vigodet—, no creo que haya ningún
inconveniente en que asuma cuando usted lo desee, soy un
hombre fiel a su rey y como tal, acataré sus deseos.
—Inmediatamente —gritó de Elío—, me haré cargo inme-
diatamente, estos pueblos están poblados por traidores y re-
beldes a su rey y a su patria y no estoy dispuesto a tolerarlo;
eso es lo que son, traidores, y como tal serán tratados y juz-
gados.
—Estoy con usted, señor —respondió, cínicamente, Vigo-
det.
—Usted, capitán, envíe a por Michelena a la brevedad,
quiero darle nuevas órdenes y escuchar sus ideas para recupe-
rar definitivamente la lealtad en todo este virreinato.
—Discúlpeme usted, señor, ¿pero cree usted que será una
191
buena medida que el capitán Michelena deje en este momen-
to su lugar en Concepción del Uruguay?
— ¿Acaso no he sido claro con mis órdenes?

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Sí, señor —respondió incomodo el capitán y se retiró.
A los pocos días, el capitán Michelena, junto al grueso de su
tropa, abandonaba el sur de Entre Ríos rumbo a Mercedes, en
la Banda Oriental, situación ésta que, al tomar conocimiento
de la misma, sería estratégicamente utilizada por las fuerzas
patriotas.
Sin que nadie pudiera imaginarlo, esta pésima decisión to-
mada por el nuevo virrey, propia de la carencia de conoci-
mientos y exceso de confianza, cambiaría en forma definitiva
el rumbo de los acontecimientos del otro lado del río.
Villa de Gualeguay
Lunes 18 de febrero de 1811

Quizás fuera por exceso de confianza —como ya fue di-


cho—, pero mucho más por el desconocimiento absoluto del
coraje y la determinación de nuestros paisanos, que la parti-
da de Michelena hacia Montevideo dejando apenas pequeñas
guarniciones para protección de los cabildos, fue el mensaje
silencioso que necesitaba Bartolomé Zapata para dar comien-
zo a la reconquista.
Zapata sabía que en Gualeguay habían quedado no más de
ocho o diez milicos a cargo de un sargento, por eso preparó
sigilosamente la entrada para sorprender a quienes no ima-
192
ginaron jamás que aquella madrugada se iban a encontrar
frente a la presencia de 52 hombres rodeando el cuartel. Los
milicos se sorprendieron al ver a esos paisanos armados con
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

lanzas, boleadoras, lazos y algunos trabucos; muchos de ellos


semidesnudos y, al frente, la figura imponente del nombre
que se escuchaba casi a diario en las pulperías y que ya empe-
zaba a parecer una leyenda y no alguien real; ese que algún
día iba a venir a terminar este asunto del nuevo gobierno que
había durado tan poco.
—En nombre de la revolución —arrancó Zapata— entreguen
todas sus armas, no se resistan y les garantizo que no van a
sufrir daño.
Los soldados comenzaron a levantar las manos y ponerse de
rodillas uno tras otro en silencio y con cierto temor. Solamen-
te el que estaba a cargo, un cabo santafesino, amenazó con
levantar una carabina.
—Aquí no se rinde nadie, carajo.
Fue todo lo que alcanzó a decir antes de que un sable, en la
mano del paraguayo Rojas, le separara la cabeza del cuerpo.
El uniformado, como una marioneta a quien se le hubieran
cortado los hilos, cayó de rodillas sacudiéndose y salpicando
sangre en todas direcciones hasta que finalmente quedó tie-
so. A un costado, la cabeza mostraba en los ojos abiertos, la
sorpresa y el espanto.
— ¿Hay algún otro valiente o todos quieren seguir con la
cabeza arriba de los hombros? —gritó el paraguayo.
Zapata levantó una mano indicándole que se tranquilizara, 193
los demás soldados continuaron su rendición sin atreverse ni
siquiera a levantar la mirada del piso.
—Que un grupo permanezca acá y se haga cargo del cuartel,

HÉCTOR LUIS CASTILLO


10 hombres que vengan conmigo, vamos al cabildo —ordenó
Zapata.
Las polvorientas calles se vieron sacudidas por el grupo de
hombres que, a galope tendido, recorrían la Villa con la idea
de detectar y sofocar cualquier intento de reacción, pero la
mayoría de los vecinos no se asomaba ni siquiera a ver qué su-
cedía, los escasos soldados que habían quedado como protec-
ción estaban detenidos en el cuartel y los valientes regidores
del cabildo habían huido el día anterior rumbo a Montevideo.
A las puertas del cabildo, José Santos Lima y otros dos pa-
triotas aguardaban a Zapata; si bien estos no se habían vis-
to nunca, desde hacía meses mantenían un fluido contacto
epistolar mediante los cuales iban y venían las noticias rela-
cionadas con los movimientos realistas y el momento más
adecuado para iniciar la reconquista.
Santos Lima había advertido días atrás a Bartolo acerca de
la partida del grueso de las fuerzas y de la oportunidad que se
presentaba; por otra parte, la llegada del grupo revoluciona-
rio se suponía que también era un secreto, sin embargo, los
secretos en tiempo de guerra son difíciles de conservar y dicha
información había llegado hasta los usurpadores del cabildo
quienes, presurosos, abandonaron la villa dejándola librada
a su suerte frente a la inminente llegada de los bandidos de
194
Zapata.
Bartolo llegó hasta el cabildo y descendió del caballo. El cor-
dobés y el pata e´ bola lo flanquearon. Se acercó a Lima, este
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

lo recibió con una sonrisa y un abrazo:


— ¡Capitán Zapata!
—Salud a nuestro nuevo alcalde.
—Mi estimado amigo, ahora es tiempo de festejar y agrade-
cer, ya habrá tiempo de pensar en designaciones.
—Al contrario, mi amigo, lo primero es lo primero y eso es
la organización de esta Villa. Usted y los hombres como usted
tendrán que encargarse de darle nuevos aires a esta histórica
ciudad castigada desde antes de nacer; imagino la alegría que
sentirá don Tomás de Rocamora cuando le lleguen las noti-
cias de que lo que él fundó con tanta ilusión está por fin en
buenas manos.
—Es verdad, paisano, por aquí todavía hay muchas fami-
lias que están castigadas por la angustia de no saber cómo es-
tán sus hombres; la mayoría de los que estaban en contra de
la usurpación, tras ser encarcelados fueron enviados a Mon-
tevideo y casi no hemos tenido noticias de ellos de no ser por
algún viajero que, ocasionalmente, cuenta cosas que ni si-
quiera podemos saber su grado de veracidad.
— ¡Patrón! —interrumpió uno de los gauchos que acompa-
ñaban a Zapata—encontraron un grupo de húsares escondi-
dos en una de las pulperías y andan con ganas de colgarlos.
— ¡Que ni se les ocurra! —estalló Zapata—, Gutiérrez, Ro-
195
jas, vayan para allá y que no vayan a hacer justicia por mano
propia y mucho menos tocar nada ajeno.
— ¡A la orden! —respondió, presuroso, el paraguayo Rojas

HÉCTOR LUIS CASTILLO


mientras ya taloneaba su caballo.
—Escucháme —advirtió Zapata— deciles que si alguno roba
algo le corto las manos y si se les ocurre tocar una mujer les
corto las bolas, ¿está claro?
—Clarísimo, mi capitán —gritó Gutiérrez mientras se aleja-
ban a cumplir el mandato.
—No va a hacer fácil contener tanta bronca acumulada —
dijo Santos Lima.
—Nada nos ha resultado nunca fácil en la vida —dijo Zapa-
ta—, pero no vamos a combatir la barbarie con más barbarie;
yo respondo por cada uno de mis hombres pero, eso sí, si me
fallan, ya no respondo de mí.
—Hoy es un día que, sin dudas, nunca olvidará este pueblo
—dijo Santos Lima empujando las puertas del cabildo—, hoy,
gracias a usted y a sus hombres, se enciende una luz de espe-
ranza en todo el oriente.
—Más que una luz, espero que sea una chispa que haga ex-
plotar, de una buena vez, el deseo de ser libres, de que nos
dejen trabajar en paz, que dejen de esclavizarnos en nombre
de quien sea; este pueblo nuestro es muy manso, compañe-
ro, y por eso hay quienes confunden mansedumbre con servi-
lismo y creen que pueden abusar de nosotros como si fueran
nuestros dueños. El 25 de mayo del año pasado se rompió un
196
dique y lo que se derramó no se puede volver atrás; esto que se
inició ya no puede parar, no debe parar y si bien hoy me tocó
a mí, mañana o en este mismo momento, quizás, otros se
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

estarán levantando en armas contra el europeo opresor, sea


este inglés, español o portugués; todos, en definitiva, buscan
lo mismo, la riqueza de nuestra tierra y brazos esclavos que
la trabajen para ellos. Pero eso se acabó, compañero, con el
triunfo o con la muerte, no hay otro modo.
—Tiene tanta razón, capitán —dijo Santos Lima—, usted solo
es el primero, por fortuna no es ni será el único ni el último;
nuestra tierra, así como es pródiga en hermosura y riqueza,
también es un semillero de héroes, los que, sin duda, harán de
nuestra Entre Ríos, la cuna de la libertad de todo el continente.
— ¡Viva la patria! —gritó uno.
— ¡Viva Entre Ríos, carajo! —gritó Zapata.

197

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Villa de Gualeguay
Jueves 21 de febrero de 1811

Bartolomé Zapata se encontraba sentado desde temprano


ante una pesada mesa de algarrobo que oficiaba de escritorio
y quién sabe cómo habría llegado hasta la comandancia; allí,
se amontonaban mapas, notas y varias hojas arrugadas que
testimoniaban la duda en su escritura. Chupó fuerte la bom-
billa y luego se dio vuelta para buscar la pava pero alguien le
tomó antes el mate.
—Estás preocupado, Bartolito.
—Un poco, tata, a usted no lo voy a engañar.
—Ni aunque quisieras.
198
—Eso es cierto ja, ja.
—Yo cebo, vos contáme.
— ¿Nunca le pasó de sentir esa sensación de que las cosas
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

van pasando y uno va siendo arrastrado sin poder elegir salir-


se de ahí? Yo sé que es difícil de explicar pero…
—Pero yo entiendo perfectamente, hijo. ¿Sabe lo que pasa?
Yo lo crié para ser como yo, hombre de campo, honrado y tra-
bajador, amigo de sus amigos, leal y respetuoso; ése es el hijo
que yo eduqué, no un soldado. Pero uno propone y las circuns-
tancias disponen; la vida, todos los días, nos da a elegir, aun-
que no nos demos ni cuenta de eso, desde que se levanta hasta
que se acuesta está eligiendo qué hacer o qué no hacer, desde
cosas tan chicas que hasta parecen insignificantes —pero que
no lo son—, hasta otras en que nos jugamos el pellejo en la
elección. Yo nací pobre, usted no, pero tampoco soy rico ni le
inculqué la preocupación por serlo, lo que sí le enseñé es a no
agachar la cabeza jamás y menos delante de una injusticia.
Y fueron muchas las injusticias las que soportamos y vimos
soportar, pero la dignidad que usted y yo heredamos nos hizo
decir basta, no para salvarnos solos, que eso no es salvarse,
sino para serle útil a los demás; estoy orgulloso de pensar que
fui un buen padre pero sé que hasta ahí llega mi capacidad de
educar o dar consejos; usted, hijo mío, nació para ser líder,
para guiar a los demás por el camino de la justicia, a que cada
uno pueda pelear nada más que por lo que es suyo y que termi-
na siendo de todos, la libertad. Yo entiendo tu duda, Bartolito
199
—dijo cambiando el tono de voz— pero no puedo ponerme
en tu lugar, es lo que te ha tocado y estoy seguro de que vas a
saber terminar lo que empezaste.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Sin quererlo.
—Nacemos sin quererlo, morimos sin quererlo y vivimos
como podemos; sé que tenés una brasa en la mano, podés
apretarla fuerte, convencido de que no va a quemarte o dejar-
la caer y volverte al rancho silbando bajito, dejando que pase
lo que tenga que pasar; eso sí, de ninguno de los dos lados hay
vuelta.
—Es que nunca me imaginé estar en esta situación, tatita.
— ¿Y vos crees que yo sí, Bartolito?
En ese momento se cuadró un milico en la puerta de la co-
mandancia.
—Con su permiso, capitán.
—Diga.
—Hay un hombre que pide hablar con usté, dice que es ur-
gente.
— ¿Preguntaste quién es?
—Un tal Samaniego, de Gualeguaychú, señor.
—Hacelo pasar.
Gregorio Samaniego atravesó la puerta y al llegar frente al
escritorio se cuadró marcialmente. Vestía un pantalón gas-
tado, chiripá, un sombrero panza e´ burro y unas botas de
potro que de lejos se notaba que eran de fabricación propia;
200
las nazarenas de fierro parecían ser parte del cuerpo por lo
ajustadas. Zapata observó ese gaucho y le llamó la atención
que, pese a la pobreza que traslucía su ropa, era notoria la
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

gallardía y el orgullo que llevaba ese paisano por solo serlo.


—Usted dirá —arrancó Zapata.
—Soy Gregorio Samaniego, señor, vengo de Gualeguaychú
y hace mucho que escucho pronunciar su nombre, primero
con temor, como susurrándolo y ahora cada vez más fuerte.
— ¿Qué es lo que trata de decirme?
—Que la gente cada vez tiene menos miedo de nombrar al
hombre que puede ayudarlos a sacarse de encima la tiranía.
— ¿Y hasta en Gualeguaychú me conocen?
—Si supiera que hasta en Montevideo y en Buenos Aires es-
tán hablando de usted como la única esperanza de la revolu-
ción.
—La gente habla mucho al pedo, Samaniego.
—Ya lo sé señor, pero esta vez no es así.
— ¿Y qué le hace pensar que voy a tener que asumir el papel
de libertador de la patria si lo que a mí me interesaba, que era
reconquistar Gualeguay, ya lo he conseguido?
—Usted sabe bien señor —por primera vez sonrió Samanie-
go— que si no asegura todo el oriente le va a durar poco la
conquista.
— ¿Y qué debería hacer, entonces?
—Déjenos que lo sigamos, señor, venga a Gualeguaychú
que con mi ayuda y algunos de mis paisanos podemos recon-
201
quistarla y, si me apura, le digo que hasta el Arroyo dela Chi-
na no paramos.
— ¿No está yendo un poco rápido?
—Señor, usted sabe mejor que yo que hay que aprovechar la

HÉCTOR LUIS CASTILLO


macana que se mandaron los realistas mandando a Michele-
na a Mercedes, es ahora o nunca. Yo pongo a su disposición
todo lo que tengo y algunos pocos hombres fieles que me si-
guen, seis pistolas y la experiencia que me dio pelear contra
el invasor inglés en Montevideo.
— ¿Sabe quién está a cargo de la milicia en Gualeguaychú?
—Tan bien como usted, señor: Sopeña.
—Ah, sí, Valentín de Sopeña, ¿lo conoce?
— ¿A ese traidor? Sí, señor, lo conozco bien, combatí a sus
órdenes en la Banda Oriental.
— ¿No es un poco fuerte llamar traidor a un hombre con el
que peleó junto?
—Tiene razón, señor, me corrijo, es un cagón.
— ¿Usted dijo que tenía seis pistolas, en dónde las compró?
—En el campo de batalla, señor.
—Me gustan los soldados que compran en ese negocio —
dijo Bartolo y estiró la mano.
Samaniego se la estrechó con ambas manos.
—Vaya, descanse un poco.
— ¿Descansar, señor?
—En unas horas salimos para Gualeguaychú así que le con-
viene estar descansado.
—Gracias, señor, gracias.
202
— ¿Puedo pedirle un favor, Samaniego?
—Por supuesto, el que quiera.
— ¿Me suelta la mano que tengo que seguir escribiendo?
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Villa de Gualeguaychú
Viernes 22 de Febrero de 1811

Bartolomé Zapata era un hombre al cual, si bien podrían


atribuírsele numerosas virtudes, el conocimiento de la ins-
trucción militar no era una de ellas, por lo que sus conoci-
mientos acerca de las estrategias de combate eran apenas
intuitivos. Sabía que el comandante Valentín de Sopeña con-
taba con un número de soldados que nada tenía que ver con
la desguarnecida Gualeguay, estos estaban bien armados y su
jefe, más allá de las cuestiones personales, era un militar de
carrera.
El pensamiento de Zapata, dentro de lo elemental, fue ló-
203
gico: si el enemigo era superior en número, en armamento y
preparación militar, la única alternativa era el elemento sor-
presa. Sopeña y su tropa, se sabía, merodeaban a unas seis

HÉCTOR LUIS CASTILLO


leguas de Gualeguay pero no se atrevían a atacar; Zapata de-
cidió repetir la estrategia anterior y, cerca de la medianoche,
ya se hallaba junto a su tropa en las inmediaciones de Guale-
guaychú.
Un negro al que llamaban Simón —nombre que sin dudas
recordaba la cristiandad de sus antiguos dueños—, tenía un
particular carisma con los perros ya que hasta el más feroz
cimarrón, en pocos segundos, caía seducido por sus mimos
y terminaba pareciendo un faldero; tal como lo había hecho
en Gualeguay, el negro fue el encargado de ir a la vanguardia
evitando que los ladridos alertaran a la población de la llega-
da de extraños.
Una noche sin luna colaboró a que las sombras se desplaza-
ran, silenciosas, hasta ocupar lugares estratégicos escogidos
por Gregorio Samaniego, quien dirigía las acciones dado su
conocimiento del terreno y los movimientos usuales de los
soldados.
Allí permanecieron toda la noche, con los corazones asus-
tados y los ojos bien abiertos; eran hombres de pelea, no esta-
ban acostumbrados a ocultarse como pata e´ bolsa a la espera
de que el marido abandonara el rancho y, por lo tanto, esa
situación aumentaba la angustia y la espera se hacía inter-
minable.
204
A las cinco de la mañana, cuando aún el primer gallo no ha-
bía anunciado el nuevo día, Zapata dio a Samaniego la orden
de atacar. Como si lo hubieran practicado durante años, cada
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

uno de los soldados de Zapata iba encargándose de un enemi-


go casi simultáneamente. Los milicos se despertaban con un
facón o un sable en la garganta y un rostro en penumbras con
aliento a noche larga diciéndole:
—Shh, boca abajo y las manos atrás o date por finao.
Con los tientos preparados para la ocasión, iban sujetando
a los prisioneros y trasladándolos hacia el patio del cuartel.
En menos de cuarenta minutos, el patio se llenó de soldados
de rodillas y con las manos atadas a la espalda viendo amane-
cer el 22 de febrero de 1811.
A medida que tomaban conciencia de la conquista, los ner-
vios iban en aumento.
— ¿Dónde está Sopeña? — Inquirió Zapata a Samaniego —lo
quiero vivo.
—Lo están buscando por todas partes, capitán, no estaba en
su casa ni en el cuartel.
—Que no paren hasta encontrarlo.
Pasadas las ocho de la mañana, con todo el cuartel reduci-
do, Zapata hizo llamar nuevamente a Samaniego.
—Quiero que vaya —le dijo—con una partida y tome prisio-
neros a los cabildantes y a los cabecillas. Lo quiero a Sopeña
—insistió—, y a García Petisco.
—Enseguida, capitán.
205
—Ah, y una cosa más, Samaniego.
—Diga.
—Quiero que me lo busque al médico ese, Juan Lamego, el

HÉCTOR LUIS CASTILLO


portugués.
—Sí, Juan La Palma le dicen acá —sonrió Samaniego—, ya
me imagino por qué.
Al mediodía, la plaza Independencia nuevamente se vestía
de fiesta; a pesar de que no era mucha la gente de Gualeguay-
chú que se acercó a vivar a los triunfadores, quizás por aquello
deque los triunfos eran tan fugaces y las represalias no se ha-
cían esperar, pero aun así no faltaron los curiosos tanto como
los que estaban firmemente consustanciados con la causa de
la revolución.
Samaniego dio el parte.
—Tengo buenas y malas, capitán.
—Arranque por las malas.
—El valiente comandante Sopeña ha huido, es más, parece
que anoche nomás alguien que vio movimientos lo alertó de
nuestra presencia y en vez de despertar a la tropa prefirió sal-
varse solo.
—Pobre hombre —dijo, irónico el cordobés—, ni siquiera
pudo llevarse las miles de vaquitas que tiene pastando por
toda la zona.
—Escuchen todos —lo interrumpió Zapata—, a ustedes les
digo —refiriéndose a los prisioneros—, es bueno que nos vaya-
mos conociendo. Repita lo que me dijo —pidió a Samaniego.
206
Éste repitió en voz alta pero no se detuvo:
—Pero no es el único cobarde que abandonó a su gente an-
tes de la batalla, el alcalde Francisco García Petisco también
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

huyó; según me informan, ya estaría rumbo a Soriano.


Zapata se mordió el labio inferior para contener la bronca.
— ¿Y cuál es la buena noticia? —cortó a Samaniego antes de
seguir escuchando el parte de cobardes.
—El portugués está en su casa, lo tenemos rodeado—dijo
con una sonrisa.
El médico Juan La Palma, quien fuera el primer médico de
Gualeguaychú, había llegado a la Villa tras la autorización
por parte del cabildo, hacía unos 9 años, de una mutualidad
médica; se había dispuesto para el mismo un salario de 400$
anuales; la cuestión es que al doctor La Palma o Lamego,
como le llamaban por su ciudad de origen, no le habían caído
muy en gracia las ideas libertarias de los paisanos de mayo y
mucho menos sus seguidores locales, en especial ese tal Za-
pata, a tal punto que se le había escuchado decir tanto en No-
goyá como en Gualeguaychú que en cada una de estas villas
habría que colgar a los miembros de la Junta de Buenos Aires
así como que a la cabeza de Zapata él mismo se la llevaría de
regalo a Michelena.
—Vamos para allá —dijo Zapata. Y el pata e´ bola y el cordo-
bés lo siguieron.
Llegaron hasta la casa del médico en un galope, bajaron de
los caballos y entraron los tres. Frente a la puerta de la casa,
207
La Palma estaba de pie, en camisa, con tres armas de fuego y
un sable. Había colocado dos pistolas en el suelo y sostenía en
una mano la tercera, y en la otra el sable. Tenía todos los ca-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


bellos desordenados y jadeaba como un animal acorralado. El
pata e´ bola y el cordobés se acercaron por los flancos y Zapata
lo encaró de frente, Lamego miraba a uno y a otro y a Zapata,
recorría con el arma en abanico a los tres y el sable se me-
neaba nervioso a ras del suelo. Ninguno de los dos hombres
estaba armado más que con sus rebenques. El pata e´ bola le
pegó el grito:
—Tirá, ¿o para qué tenés el arma?
La Palma no respondió.
—Que tirés te digo, hijo e´ puta, ¡cagón!
El médico pareció petrificarse con el grito y en ese momento
aprovechó el cordobés para adelantarse y darle con el cabo del
rebenque en plena boca al portugués, lo que lo hizo trastabi-
llar y luego caer escupiendo sangre y dientes rotos.
Levantó la cabeza desde el suelo y a su lado estaba el gualeyo
al que tanto aborrecía. Bajó la mirada.
— ¡Así que éste es el que quiere llevar mi cabeza de regalo!
—dijo Zapata.
La Palma no respondió.
— ¡Si es tan hombre para hablar al pedo, aunque sea míre-
me a la cara cuando le hablo, carajo!
El médico se sobresaltó y miró a los ojos a Zapata. Bartolo se
acercó hasta tenerlo enfrente suyo y que su aliento tocara las
208 barbas del galeno. Sacó el facón, le tomó el brazo derecho al
caído, luego le abrió la mano cerrada como un recién nacido y
le colocó el cuchillo en ella.
—Aquí tiene, doctor —le susurró—, córteme usted mismo
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

la cabeza para llevarla de regalo al mestizo Michelena.


El cuchillo temblaba sobre la mano que solo atinó a abrirse
de nuevo dejando caer el arma al piso.
—Por favor —dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas—,
por favor—. Y se inclinó sobre sus rodillas elevando el facón
como una ofrenda.
Zapata tomó el cuchillo, lo guardó en la funda contra la es-
palda, y volvió hasta donde estaba su caballo.
— Sáquenme estetraidor de aquí —le dijo al teniente que,
petrificado, miraba ese cuadro.
Lo tomaron entre dos soldados por los brazos y se lo llevaron
sollozando. En el lugar en que había estado, junto a los trabu-
cos y unas manchas de sangre, se adivinaba un espeso olor a
transpiración y miedo
— ¿Qué hacemos con él, capitán? —preguntó el teniente
Ventura.
—Que lo junten con los demás rebeldes y los preparen para
enviarlos a Buenos Aires, allá la Junta decidirá qué hacer con
ellos.
—Capitán —inquirió Samaniego.
— ¿Sí?
—Me llega información que hay dos barcos que habían lle-
gado desde Montevideo y enterados de nuestra presencia es-
209
tán preparándose a toda velocidad para zarpar.
— ¿Y qué están esperando para ir a buscarlos? Con las ganas
de pasear en barco que tengo —se rió distendiendo un poco la

HÉCTOR LUIS CASTILLO


tensa calma del momento.
—Teniente —dijo Samaniego a Juan Ventura—, traiga algu-
nos hombres y venga conmigo, vamos a agarrar a esos matu-
rrangos antes de que se nos escapen.
Comenzaron rápidamente los preparativos para ir hacia
donde se hallaban fondeados los barcos y cuando ya estaba
todo listo, Zapata se acercó a Samaniego, que había llegado
junto con los soldados.
—Trate de que no haya bajas, pero si no se puede evitar, que
no sean nuestras.
—Eso está claro mi capitán.

La madrugada del 25 de febrero, partía hacia Buenos Aires


el teniente Juan Ventura con todos los tripulantes prisioneros
tomados en los dos barcos capturados y los vecinos rebeldes de
Gualeguaychú.
La segunda de las tres ciudades caídas en manos españolas
había sido recuperada por Zapata y Samaniego. Con muy po-
cos hombres y una enorme confianza en sí mismos, crecía día
a día la fama y el prestigio de esa fuerza surgida del hastío y
las ansias de ser libres en su propia tierra.
“¿Qué irá a pensar la Junta —se preguntaba Zapata—,
cuando se entere de todo esto? “ En aquella tórrida madruga-
210 da, mirando la columna de soldados y prisioneros salir de la
ciudad, por primera vez pensó que quizás su padre no estaba
tan equivocado cuando se refería a él como un innato líder
predestinado a conducir la verdadera y definitiva revolución
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

de Entre Ríos.
Villa de Gualeguaychú
Sábado 2 de marzo de 1811

Son las ocho de la mañana de un día nublado en la Villa. En


la comandancia, Zapata toma unos mates junto a Gregorio
Samaniego y uno de los nuevos cabildantes. Se pasea por la
sala mirando ya el suelo áspero, ya la paja del techo, pero no
ve nada. Solo piensa y escoge las palabras que cree más ade-
cuadas. Una y otra vez hace releer al escribiente lo que está
dictando y hace modificaciones que el otro lleva a cabo sobre
el papel.
Es el primer parte oficial a la Junta de Buenos Aires. Han
mandado a pedirle que sea él mismo quien informe de los sor-
211
prendentes episodios que están sucediendo en el sur de la Me-
sopotamia. Y hasta quieren publicarlo en La Gazeta.
Zapata dicta:

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Junto a estos hombres valientes que me acompañan, toma-
mos la villa de Gualeguaychú como supongo que ya se les ha
informado.
El escribiente anotó en el papel:
Con esta gente, capaz por su valor y resolución de arrostrar a los ma-
yores peligros, vine a tomar posesión de esta villa de Gualeguay, de la
que ya di el correspondiente parte al General y supongo que él ya lo ha-
brá comunicado a la superioridad.
Apenas 52 paisanos que no sé ni cómo les pago fueron sufi-
cientes para lograr nuestro objetivo —siguió dictando.
El otro escribió:
Junto a 52 hombres, que a mi costa, con sacrificio de mi pobreza, con
mis persuasiones, influjo, y otros arbitrios, pude reunir con el alto fin de
defender a costa de nuestra sangre. Es verdad que en esta villa no hubo
resistencia alguna para su reconquista: pero lo mismo hubiera sido, que
la hubiese habido. A todo estábamos dispuestos.
—A ver, léalo de nuevo a ver cómo quedó —pidió con cierto
pudor.
El escribiente lo leyó con énfasis.
—Bien, sigamos —dijo y continuó extasiado al ver cómo sus
palabras simples se transformaban en relatos literarios.
Yo me avancé a esta empresa condolido de los gravísimos males que
mis coterráneos, defensores de nuestra causa, habían sufrido bajo el
212
cruel mando de los europeos, profesores jurados del inicuo sistema mon-
tevideano ¿Cómo podríamos mostrarnos insensibles, ni yo ni los de mi
mando, al oír que en esta villa se derramaba la sangre inocente de nues-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

tros nobles amerianos, ardiendo por otra parte como ardíamos, en un


vivo incendio patriótico?
—Ahí haga una pausa —indicó.
Chupó lentamente la bombilla hasta que chirrió el mate va-
cío. Prosiguió.
Señor excelentísimo, no es exageración. Ni entre la villa ni en sus in-
mediaciones se permitía un solo criollo. Si divisan alguno, aunque fuera
de lejos, buscaban igual proporción que la que se busca a un pato para
asegurarle el tiro.
De este modo mataron dos de los nuestros y a otro lo hirieron. Otros
muchos se escaparon. Yo confieso, Excelentísimo señor, que me acaloré
en tanto extremo por vengar esta sangre, que me fue de sumo trabajo el
moderar mis acciones, y las de los míos cuando llegó el caso de apode-
rarme de esta villa.
—Creo que es importante, capitán —intervino Samanie-
go— que se sepa que su comportamiento fue ejemplar para
con la población.
— ¿Le parece que será necesario aclarar algo tan natural
como eso?
— ¿Natural, mi capitán? Natural es que se haga lo que hicie-
ron ellos y siguen haciendo en el Arroyo de la China; matar,
violar, robar. Lo que usted hace no es algo que se vea todos los
días ni en todas las guerras; se lo aseguro.
213
—Si usted lo dice —hizo un gesto con el labio inferior hacia
adelante y continuó dictando. Escriba, entonces —ordenó al
escribiente.
Hubiera mi gente empapado sus armas en la sangre de estos rebeldes,

HÉCTOR LUIS CASTILLO


monstruos de ingratitud, crueles e inhumanos, hubieran incendiado sus
hogares, hubieran saqueado sus casas, hubieran, en fin, equilibrado el
castigo con el rigor con que ellos se comportaron. Pero, ¡gracias al cie-
lo! nada sucedió. Nos hemos conducido con toda la moderación posible.
Yo poseía el idioma de mi gente; conocía, a más de esto, la sumisión y
obediencia que me rendían; y por estos medios los contuve dentro de los
límites de la más justa conmiseración.
—Bien dicho, Bartolo —irrumpió su padre, que acababa de
entrar y escuchó, conmovido, las últimas frases leídas por el
escribiente.
—Gracias, tatita, estoy intentando ser lo más sincero posi-
ble con el relato.
—Y se nota, m´hijo, se nota. Pero, siga, siga.
Dejo a la alta comprensión de vuestra excelencia la graduación de
este mérito. Usted, mejor que otro ninguno conoce muy bien el carácter
de un paisano bien cabalgado, con las armas de su manejo en las manos
y ya dominado a su enemigo. Los hombres más ilustrados han llegado
a desconocer los justos límites que en estos casos dicta la caridad ¿Y
cómo podrían respetarlo unos hombres ignorantes como yo y los míos?
Pero, sin embargo, en esta ocasión quisieron darme la más concluyente
prueba de la ciega obediencia que me rinden.
Al padre se le llenaron los ojos de lágrimas y no pudo me-
nos que interrumpir el dictado para apretar en un abrazo a su
214 hijo, quien temblaba de solo imaginarse el destino final de
esas palabras en un diario de Buenos Aires.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Villa de Gualeguaychú
Martes 5 de marzo de 1811

Gregorio Samaniego pasaba revista a la tropa cuando la lle-


gada de dos jinetes hizo que dejara a cargo de la misma a un
sargento ayudante para dirigirse hacia estos.
Los hombres bajaron de los caballos y se cuadraron ante Sa-
maniego.
—Basilio Galván, supongo— dijo Samaniego.
—A sus órdenes, señor —respondió un paisano joven pero
curtido, de barba espesa; la chaqueta azul de pechera roja,
pantalón rojo también y el sombrero con las alas hacia aden-
tro lo hacían inconfundible.
—Venga conmigo, el capitán Zapata lo está esperando. Us- 215
ted, soldado, vaya a refrescarse un poco y descanse.
—Gracias señor —agradeció francamente el soldado que es-
taba blanqueado de tierra.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Se dirigieron a la comandancia. Al verlos aproximarse, el
centinela golpeó a la puerta y luego ingresó.
—Señor.
—Dígame.
—Ahí viene la persona que estaba esperando.
—Hágalos pasar apenas lleguen.
A los pocos minutos, ingresaron Galván y Samaniego. Za-
pata lo saludo primero con la venia militar y luego con un
fuerte apretón de manos.
—Buenos días, señor, traigo el fraternal saludo del coman-
dante Arellano para usted.
—Gracias, soldado. Dígame, cómo están las cosas por allá.
—Cada vez es mayor el número de soldados que se suman a
la causa, señor. Creo que en poco tiempo todos los blanden-
gues vamos a estar al servicio de la patria. El capitán Rondeau
ya desertó de las filas realistas y, por lo que me han dicho,
Hortiguera también.
— ¿De cuántos hombres puede disponer Arellano para en-
viarnos?
—Unos cien, señor.
—Bien, usted estará a cargo de ellos como su capitán, en-
tonces.
216 —Será un honor, señor.
—De acuerdo, tendremos que apresurarnos para atacar
Arroyo de la China antes de que reaccionen. Mañana vamos a
armar una reunión con todos los jefes y en 48 horas vamos a
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

estar reconquistando nuestro territorio.


—Así se hará señor. Ah, otra cosa.
—Dígame.
—Mañana o pasado, a más tardar, llegarán, junto al ba-
queano Blanco, nueve hombres que le envía alguien que me
dijo que lo conocía lo suficiente como para confiarle lo mejor
de su tropa.
Zapata largó una espontánea y estrepitosa risa.
— ¡Ese oriental! Espero encontrarlo pronto para agradecér-
selo entonces.
—Eso mismo dijo el capitán Artigas, que quería verlo pron-
to para agradecerle a usted. ¿Qué casualidad, no?

217

HÉCTOR LUIS CASTILLO


En las afueras de Arroyo de la China
Jueves 7 de marzo de 1811

Desde la noche anterior, Zapata, junto al grueso de su tro-


pa, esperaba el momento oportuno para entrar a la Villa. Su
primera intención había sido repetir la estrategia de Guale-
guay y Gualeguaychú, es decir, aprovechar el factor sorpre-
sa e ingresar causando el menor número de bajas tanto en
su tropa como en la enemiga, pero mientras marchaban, al
atardecer, había llegado la noticia.
—Se están yendo, señor—anunció el soldado visiblemente
fatigado por el viaje.
— ¿Cómo es eso? —preguntó, confuso, Zapata.
218
—Al parecer alguien les advirtió de nuestra llegada mañana
así que se están escapando como ratas.
— ¿Quiénes se han ido?
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

—Los primeros que salieron corriendo hacia Montevideo


fueron el comandante Urquiza con toda su familia, el cura
Redruello y casi todos los cabildantes.
— ¿No quedó ninguna autoridad en el cabildo?
—Solamente dos, José Walton y Mariano Romero, quienes,
por supuesto, no venían siendo bien vistos por el resto de sus
compañeros ya que desde un principio estuvieron a favor de
la revolución.
— ¿Tropas?
—Muy pocas y sin saber a quién responder, todos los jefes
se escaparon, se nota que sin Michelena no son nada estos
cagones.
—Gracias, soldado —cortó Zapata y se quedó pensativo. ¿Y
si acaso fuera una trampa?
Decidió permanecer toda la noche en las afueras de la Villa
y, a la madrugada, hizo avanzar a Basilio Galván y sus cien
hombres mientras él, con su tropa, haría, oportunamente,
lo propio por el flanco.
Cerca de las nueve de la mañana, Bartolomé Zapata entraba
a la Villa de Concepción de Uruguay o, como aún la llamaban
todos, Arroyo de la China, y era aclamado por todo el pueblo a
su paso hasta el cabildo.
Tal como se lo habían reportado, Walton y Romero lo aguar-
219
daban en la puerta. Este último se adelantó.
—¡Capitán Zapata! —exclamó alborozado—, sabíamos que
llegaría el día en que pudiéramos corear su nombre junto al

HÉCTOR LUIS CASTILLO


de la proclama de nuestra libertad, confieso que hubo mo-
mentos en que pensé que no sería yo quién pudiera verlo, pero
quiso Dios que pueda estar hoy aquí para ser privilegiado tes-
tigo de este histórico suceso.
—Muchas gracias —respondió Zapata—, por las descripcio-
nes que me han hecho usted debe ser don Mariano Romero.
—Así es, capitán, yo soy Romero, y él es don Juan José Wal-
ton, defensor de pobres y menores.
—Y usted, si no me informaron mal, es alcalde de segun-
do voto.
—Le informaron muy bien, capitán, cargo que me permi-
tieron conservar más que nada para tenerme cerca y poder
controlar mis movimientos, sin duda.
—Eso también lo sé. A partir de ahora no será más alcalde
de segundo voto.
—Como usted diga, capitán, sin dudas usted tendrá para
mí el lugar que crea que merezco, si es que hay alguno—res-
pondió, sincero y con humildad, Romero.
—Así es señor —continuó Zapata—, no solo su descripción
física y su cargo me han traído mis informantes sino mucho
más que eso: todos coinciden en catalogarlo a usted como un
verdadero patriota; por eso, desde este momento, usted es el
nuevo alcalde de la Villa de Concepción del Uruguay.
220
A Romero se le llenaron los ojos de emoción, aquel enorme
hombre —tenía más de 110 kilos y era casi una cabeza más
alto que Zapata— lloró sin pudor frente a todos sus vecinos
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

que aclamaban su nombre. Lloró no porque hubiera obtenido


ese cargo sino porque la idea de una revolución libertadora
dejaba de ser una idea y se convertía en un hecho.
—Muchas gracias, capitán, espero honrar este cargo más
que nada para poder agradecerle la confianza que está depo-
sitando en mí.
—Estoy seguro de que no me arrepentiré. Ahora bien, ¿que-
dó alguna autoridad en la Villa?
—No, capitán —intervino Walton—, solo algunos soldados
que no saben a quién responder y, bueno…ahora, el alcalde.
— ¿Han tenido noticias del comandante Díaz Vélez?
— ¿Se refiere al carbonero veloz?—. Dijo alguien que luego
Zapata supo que era el cuñado de Romero.
— ¿Cómo?
—Discúlpelo, capitán —intercedió el alcalde—, estamos fe-
lices y a veces nos olvidamos del protocolo; hay quienes lla-
man así al comandante porque, si bien es verdad que desde
hace varios años ha monopolizado el negocio del carbón, no
es menos cierto que su mejor decisión como militar fue elegir
el caballo más veloz para escapar apenas se rumoreaba la in-
vasión de Michelena.
—Sí, es lo que he escuchado —dijo Zapata rascándose la in-
cipiente barba—, he escuchado muchas cosas sobre el coman-
221
dante, además de su rapidez para proteger el cuero; pero, no
nos apresuremos, seguramente regresará pronto y podremos
hablar con él sobre éste y algunos otros temas.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


— ¿Y por qué está tan seguro que va a volver?— preguntó
Galván que se había acercado al grupo.
—Tiene como cinco o seis grandes razones para volver—res-
pondió Zapata en franca alusión a las estancias del coman-
dante.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

222
El olvido
Arroyo de la China
12 de marzo de 1811

Como era esperable que sucediera, Bartolomé Zapata había


quedado a cargo de la comandancia en forma interina hasta
que Díaz Vélez regresara ya que, oficialmente, seguía siendo
el comandante. El día anterior, la Junta de Buenos Aires, en-
terada de este triunfo que permitía quebrar el avance realista
por el Uruguay, había confirmado a Zapata como capitán, car-
go éste que le había sido comunicado por Martín Rodríguez.
225
Sin dudas, pensaba Bartolo, dado su actuación y la triste
participación de Díaz Vélez en los últimos meses, la coman-
dancia sería el premio a su valor y esfuerzo; sabía que la lucha

HÉCTOR LUIS CASTILLO


recién comenzaba pero, del mismo modo, era indiscutible
que hacía apenas unos meses había iniciado la defensa de la
patria con solo un puñado de gauchos movidos por sus ansias
de libertad y lealtad a su líder y que hoy, tenía a su cargo más
de mil hombres, el respeto de la Junta de Buenos Aires y, más
que nada, el antecedente de haber reconquistado tres ciuda-
des. ¿Cómo no pensar que ese cargo sería suyo si méritos eran
lo que le sobraba?
La entrada de don Irineo, su padre, lo sacó de sus cavilacio-
nes.
—Bartolito, me llegan algunas noticias que creo que hay
que prestarles importancia.
— ¿Qué ha pasado?
—Me avisan que está viniendo para acá Francisco Doblas
con unos 80 hombres a su cargo.
— ¿Y eso debería preocuparme? ¿Quién es Doblas?
Francisco Gonzalo Doblas había nacido en Buenos Aires ha-
cía 31 años, se había iniciado en la milicia muy joven y sus in-
fluencias con el poder habían comenzado a notarse también
desde muy joven.
Pocos años atrás, en 1807, había sido ascendido—merced
a su amistad con el virrey Cisneros— a teniente y en pocos
meses más a capitán, provocando la queja y el descontento
226
de muchos oficiales que, con más años y méritos, notaban
las desigualdades y el oportunismo de Doblas. En 1809 ya ha-
bía sido promovido a Segundo comandante de las milicias de
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Entre Ríos, por lo que se trasladó a Concepción del Uruguay,


por entonces a cargo de Josef de Urquiza, a quien no le resultó
nada simpático enterarse que, a poco de llegar para hacerse
cargo del puesto asignado, Doblas había solicitado al virrey
ocupar el puesto de Urquiza en la comandancia en caso de au-
sencia.
El porteño Doblas se las había ingeniado desde siempre
para obtener prebendas y apeló para ello a todo lo que fuera
necesario: la lisonja y las relaciones con los ricos y poderosos
le permitieron ocupar espacios estratégicos en la búsqueda de
poder. Cuando aún era teniente, supo granjearse la amistad
de un próspero empresario y estanciero —el doctor José Mi-
guel Díaz Vélez— dándole el padrinazgo de su hijo, nacido el
23 de diciembre de 1808, lo que repitió con el nacimiento del
nuevo retoño, Gonzalo José Segundo, en junio de 1810.
Cuando Díaz Vélez, ante la inminencia de la invasión de
Michelena a Concepción del Uruguay huyó rumbo a la Bajada
del Paraná, su compadre y segundo comandante Doblas natu-
ralmente iba con él.
Hoy, estaba de regreso, al frente de la misma tropa con la
que cobardemente había escapado dejando la villa desguar-
necida frente al invasor, para hacer una vez más lo que había
hecho siempre en su vida: reclamar cargos inmerecidos.
—Viene a reclamar la comandancia interina hasta que re- 227
grese Díaz Vélez.
—Si cree que le voy a entregar este sillón por el solo hecho de
venir a reclamarlo en nombre de un cobarde está muy equivo-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


cado—. Se encolerizó Bartolo.
—Dicen que es un tipo muy peligroso, hijo.
—Yo puedo ser más peligroso si me buscan.
—Por favor, Bartolo, sé prudente.
Unas horas más tarde, cuando apenas empezaba a caer la
noche, ingresaban a la comandancia Francisco Doblas segui-
do por el teniente Mariano Zejas, hombre de su confianza.
En la comandancia, junto a Zapata se hallaban su padre y
el capitán Vilches. El ambiente era áspero y se respiraba ma-
lestar.
—Señor Zapata, un placer conocerlo, soy el teniente coronel
Doblas—dijo.
—Capitán Zapata —corrigió Bartolo sin acusar la estoca-
da—; ellos son mi padre y el capitán Vilches.
—A sus órdenes —saludó este último.
—Hasta donde yo conozco —continuó Doblas—usted no es
militar de carrera, por lo que su título de capitán es poco se-
rio.
—Mire, señor —respondió, visiblemente molesto Bartolo-
mé Zapata—, en el día de ayer, precisamente, la Junta de Bue-
nos Aires me ha confirmado dicho título pero, aun si no lo
hubieran hecho, tengo bien ganadas mis jinetas ya que era yo
quien estaba al frente de la tropa cuando entramos a tres ciu-
228
dades en donde los militares de carrera estaban demostrando
lo buenos que son para elegir caballos veloces a la hora de es-
capar.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

— ¿Me trata usted de cobarde?


—No, señor.
—Ah, me había parecido.
—No sé en Buenos Aires pero acá, en Entre Ríos, les deci-
mos cagones nomas.
—No le voy a permitir —reaccionó Doblas echando mano al
sable...
—Por favor, señores —intervino Irineo Zapata—, estamos
todos del mismo lado. Controláte, Bartolo; y usted, señor, le
agradecería que fuera más cuidadoso con sus palabras; lo que
mi hijo dice, más allá que no sea el modo más correcto, no
deja de ser cierto. Él se puso al frente de unas tropas a las que
ni ejército puede llamársele pero, aun así, que hoy estemos
festejando esos triunfos se lo debemos a ellos y a mi hijo. Le
pese a quien le pese.
—Bueno, no estoy acá para discutir ni dar explicaciones,
vengo a comunicarle que, dadas las jerarquías existentes y a
las que debemos respetar, quedo a cargo en forma interina de
la comandancia de Entre Ríos hasta el regreso de su legítimo
titular, el capitán Díaz Vélez.
— ¿Ya le avisaron que podía volver? —dijo Zapata.
—Por favor, hijo, basta ya.
—Le dejo la comandancia, entonces. Es toda suya.
229
—Así es como debe ser —dijo Doblas acomodándose la ropa.
—Por ahora —rugió Zapata entre dientes.
Se retiró dando un portazo seguido por su padre y Vilches.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Bartolo, por favor, Bartolo, pará hijo.
— ¿Que pare, tata? ¿Qué pare? Hijos de puta, tendría que
haberlo degollado ahí mismo a ese porteño de mierda.
—Ya lo sé, m´hijo, ya lo sé. Yo hubiera querido hacer lo
mismo en tu lugar pero lo mejor es ser prudente. Va a ser dis-
tinto ahora, ya vas a ver, ya se le van a acabar los privilegios
a estos señoritos que ganan ascenso bailando en los salones,
todo eso va a cambiar, ya vas a ver.
—Recién empezamos, tatita y ya estoy empezando a creer
que fui un ingenuo; nos usaron como trapo culero para hacer
lo que no se animaban a hacer y ahora nos tiran a la basura.
¿O vos crees que Díaz Vélez me va a dejar ocupar el cargo que
cree suyo?
—Es que te lo merecés, Bartolo, la Junta de…
—La Junta, tata, la Junta es una mentira. Creo que lo mejor
que podemos hacer es juntar las pilchas y los hombres y man-
darnos a mudar a las casas.
—No, Bartolo, tené paciencia, tenés que calmarte un poco y
dejar que se aquieten las aguas, estamos todos muy nerviosos
todavía.
—No voy a discutir con usted, tatita, pero me parece que
esta vez, por primera vez, se me equivoca.
Al día siguiente, pese a su total desacuerdo, Bartolomé Za-
230
pata se dirigió junto al capitán Vilches a la sala capitular de
Concepción del Uruguay en donde, tal como se había compro-
metido, firmó el reconocimiento de la comandancia transito-
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

ria a favor de Doblas.


Finalizado el acto, en donde el silencio atravesaba los hú-
medos muros, se dirigieron todos a la iglesia, tal como man-
daban las costumbres, a la misa de acción de gracias.
Doblas, en un momento dado, mientras el cura Ruiz ben-
decía el cáliz, giró la cabeza y vio a Bartolomé Zapata apretar
el ala del sombrero con ambas manos y, aunque quería evi-
tarlo mordiendo con fuerza su labio inferior, unas calladas
lágrimas le surcaban las ásperas mejillas. El porteño no pudo
evitar regalarle una cínica sonrisa de triunfo.
Arroyo de la China
Miércoles 20 de marzo de 1811

Cerca de las seis de la tarde, los primeros parroquianos iban


acercándose a la pulpería de Giménez en un anticipado fin de
semana ya que había sido día de pago. Grupos de cinco o seis,
soldados la mayoría, llegaban bulliciosos, en busca de alco-
hol, diversión y, si se podía, alguna puta que hubieran traído
desde Paysandú o desde la Bajada.
A un costado del rancho, la tierra recién barrida invitaba a
hacer unos tiritos con la taba. El nuevo comandante interino
había adelantado algunos reales a las tropas y eso se notaba.
No solo en las ventas de las pulperías sino también en el incre-
231
mento de las peleas productos del juego y el exceso de alcohol.
Parecía que la guerra había terminado, que era tiempo de
festejos y que de nada valía seguir manteniendo una conduc-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


ta militar, respetar las jerarquías o, lo más importante, recor-
dar que la tarea de las tropas ahora consistía en cuidar a los
pobladores tanto de salteadores ocasionales como encargarse
del mantenimiento del orden, dado el importante aumento
de la población foránea que se había juntado en la Villa.
El pata e´ bola, junto al cordobés Gutiérrez, el paraguayo
Rojas y el negro Juan, se habían acercado también a la pulpe-
ría. Ellos percibían el malestar que acompañaba a su jefe des-
de la forzada capitulación; desconocían los detalles, sabían
que nadie les debía explicaciones ni pretendían pedirlas, pero
sabían también lo que cada uno de ellos y en especial Bartolo,
habían puesto para reconquistar las tres villas y que un por-
teño salido de la nada se había quedado con el pan y con los
bollos. Ingresaron a la pulpería, se acercaron al mostrador y
pidieron unas cañas. No las apuraron, las llevaban despacito,
haciéndolas durar.
— ¿Tendremos para mucho acá? —preguntó el paraguayo.
—Pero si recién llegamos —contestó el negro.
—No sea pavote, hermano —lo reprendió—, me refiero a
este pueblo. No sé por qué, pero me gusta nada.
— ¡Qué quiere que le diga —dijo el pata e´ bola—, a mí tam-
poco!
—Suerte que lo dijeron —intervino el cordobés—ya pensaba
232 que era yo solo el que se sentía como sapo de otro pozo.
—Yo no sé ustedes —dijo Rojas—pero la verdad, la verdad,
me imaginaba de otra forma este momento.
— ¿Saben lo que yo me pregunto desde hace una semana?
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Si será verdad que ganamos, porque tengo más la sensación


de que andamos escondiéndonos que festejando un triunfo.
—Y, con solo verlo al Bartolo se nota que no ganamos nada,
aunque hayamos sacado carpiendo a los españoles.
—Qué sé yo, tengo tantas ganas de irme a la mierda —dijo
el pata e´ bola.
—Y, capaz que si me apuran yo también —dijo el cordobés.
—Vamos a ver qué dice el jefe —dijo Gutiérrez.
—Y sí, no nos vamos a ir sin él ni el resto de los muchachos.
En ese momento entraron al local cinco soldados de la tro-
pa de Zejas. Vieron a los que estaban acodados a la barra y ni
siquiera le ofrecieron una mirada como saludo; el que venía
delante de ellos y traía sobre el pecho una insignia de cabo
gritó al pulpero:
— ¿Acá sirven bebidas para hombres o solamente para se-
ñoritas?
El pata e ‘bola quiso reaccionar pero el cordobés lo detuvo
con un gesto. Gesto que no pasó desapercibido para el cabo,
que vio que el pez había mordido la carnada.
— ¿Qué le sirvo? —preguntó, displicente el pulpero hacien-
do caso omiso de la evidente provocación.
—Lo más fuerte que tenga —dijo—, ¿y mujeres habrá?
—Están todas ocupadas en este momento —contestó el pul-
233
pero.
—Qué raro —separó las piernas y colocó ambas manos sobre
la cintura; junto con el ala del sombrero, echó el cuerpo hacia

HÉCTOR LUIS CASTILLO


atrás mientras, ahora sí, miraba al grupo—, me habían dicho
que habían traído un lote de putas de Gualeguay. ¿Me habrán
mentido, entonces?
Ese fue el límite. El pata e ‘bola en un solo movimiento sacó
el facón y se abalanzó hacia el otro que ya lo estaba esperando
con el fierro en la mano también. Chispearon los metales y
los jadeos eran toda la melodía que acompañaba esa danza
de muerte que, en pocos segundos, convocó a todos los que
estaban jugando a la taba, a los que se acercaban a caballo a
emborracharse, a todos los que, percibiendo en el aire el olor
a sangre, se acercaban a ver el espectáculo del matadero.
El cabo era bueno con el arma, pero el pata e´ bola era me-
jor. Se notaba en la forma de moverse, de revolear el facón
frente a la cara del otro en movimientos hipnotizantes, en las
fintas engañosas que hacía con el cuerpo; el cabo era grande,
le sacaba no menos de dos cabezas y 30 kilos, pero eso le corría
en desventaja. No era pelea cuerpo a cuerpo y acá la velocidad
y los reflejos lo eran todo. El cabo tiró un golpe a fondo que
el pata e ‘bola esquivó y ahí aprovechó para bajar un hachazo
que le abrió en dos el antebrazo.
— ¡Hijo e´ puta! —bramó mientras se tapaba la herida con
la otra mano pero sin soltar el cuchillo que parecía pegado a
los tendones.
234 —Ya está, se acabó la pelea —intervino el cordobés viendo
la indefensión del provocador—, no es necesario llegar a una
muerte.
El pata e´bola, jadeante aún, guardó el facón.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

— ¿Y quién sos vos para decir lo que es necesario y lo que no?


—dijo uno de los soldados que estaban con el cabo al tiempo
que exhibía un trabuco con el que, sin mediar más palabras,
vació en la cabeza del pata e´ bola.
El cuerpo cayó pesadamente en medio de la pulpería, algu-
nos se empujaron para salir apresuradamente de allí; un due-
lo a cuchillo es una cosa, una balacera otra.
El cordobés clavó las rodillas en el piso, que rápidamente se
iba tiñendo de sangre, y apoyó la cabeza destrozada del amigo
sobre su pecho.
—Mándense a mudar de acá hijos de puta o armamos una
carnicería ahorita mismo —gritó. Y el grito pareció partir la
paja del techo.
El pulpero intervino haciendo salir a todos, quedando sola-
mente el cordobés, el paraguayo y el negro Juan junto al cadá-
ver del amigo.
—Solamente esto nos faltaba —dijo por lo bajo el paraguayo
Rojas.
— ¡Cuando se entere don Bartolo! —agregó el negro sollo-
zando.
—Rojas —ordenó el cordobés—, andá vos y contále lo que
pasó a Bartolo antes de que se entere por otra parte y quién
sabe qué cosas; yo me quedo con el negro a encargarme del
235
entierro del patita.
— ¿Vas a estar bien?
—Andá tranquilo, yo me encargo.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


El cordobés se quedó sentado en el piso sosteniendo la cabe-
za y el cuerpo ensangrentados de su amigo en el regazo; era
difícil definir si realmente estaba solo adentro del boliche o
si, súbitamente, la soledad y el silencio habían hecho desa-
parecer a todos para permitirle despedirse de su compinche,
de su hermano. Inevitablemente, lo vio a horcajadas del ma-
dero que iba a ser la cumbrera de su rancho, lo escuchó reírse
de sí mismo y de todos, lo vio llorar cuando por primera vez
creyó posible tener un lugar que fuera suyo; un lugar donde
morirme, había dicho alguna vez; cómo iba a imaginar que
terminaría muriéndose de un modo tan absurdo y tan lejos
de su casa.
Se enfriaba el cuerpo junto con la tarde; el cordobés lo cargó
entonces sobre sus hombros y luego sobre el lomo de su zaino
y se marchó en busca de algún lugar tranquilo para enterrarlo.

236
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES
Arroyo de la China
Miércoles 20 de marzo de 1811, 20 hs

Bartolomé Zapata, junto a don Irineo y cuatro soldados re-


visaban los caballos en los corrales cuando vieron llegar al pa-
raguayo y al negro Juan. Era evidente que algo había sucedi-
do porque el semblante de ambos los delataba. Don Irineo se
adelantó.
—¿Está todo en orden?
— ¿Dónde está el patita? —preguntó Bartolo como presin-
tiendo algo.
— Lo mataron —balbuceó Rojas.
—¡Cómo que lo mataron! ¿Quién lo mato?
237
—Pará Bartolo, tranquilízate —levantó la voz don Irineo—,
¿qué ha pasado? Hablen, por favor.
—En el boliche —arrancó Juan ya que era evidente la angus-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


tia del paraguayo—, lo provocaron unos milicos y al final uno
le pegó un chumbazo, de puro hijo de puta nomás.
— ¿Saben quiénes son? —preguntó Bartolo con la voz trans-
formada.
—Sí —retomó el paraguayo—, por eso no vinimos a avisarte
inmediatamente, sabíamos que ibas a querer conocer el nom-
bre de esos guachos.
—Vamos.
—¡Bartolo!
—Espérenos acá tatita, enseguida volvemos.
— ¡Bartolo! —repitió para sí don Irineo mientras veía a los
tres hombres perderse en el crepúsculo rumbo, probablemen-
te, hacia la muerte.

Ingresaron los tres hombres al campamento armado cerca


del puerto, los primeros fuegos ya habían empezado a encen-
derse y la tropa se preparaba para las últimas fajinas.
Se acercaron hasta la carpa en donde había averiguado el
paraguayo que estaba el cobarde matador junto a los otros.
Pantaleón Saldaña se llamaba, un mulato oriundo de Santa
Fe, milico raso. Cuando se acercaron los tres hombres reco-
nocieron a Zapata y recién entonces sintieron que la bravuco-
nada iba a salirles cara. Estaban sentados alrededor de unas
238
mochilas cuando los tres hombres se pararon al lado.
—¿Quién es Saldaña? —gritó Zapata.
—Yo soy Sald…
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

No alcanzó a terminar la frase el mulato cuando el trabu-


cazo de Zapata le convirtió la cara en una masa deforme de
sangre.
—No tengo más balas pero si hay algún otro macho que
quiera defenderlo que se pare nomás, que acá tengo el facón
—bramó el gualeyo fuera de sí.
Un áspero silencio fue toda la respuesta que se oyó.
—Vamos Bartolo —el paraguayo lo tomó por los hombros—,
vamos, ya no hay más nada que hacer acá.
Se alejaron caminando despacio del campamento, que de-
moró en volver a su rutina. El cabo Saleme, quién había pro-
vocado la pelea en el boliche, se acarició el antebrazo hincha-
do y agradeció a la virgencita haber estado herido.

239

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Comandancia de Arroyo de la China
Jueves 21 de marzo de 1811

—¡Esto es inadmisible! —gritó el coronel Francisco Doblas y


azotó la fusta contra el escritorio de la comandancia—lo úni-
co que faltaba es que un gaucho rotoso se meta a hacer justi-
cia por mano propia con mis hombres.
—Lo peor —apuntó Zejas— es que nadie se animó a decir
nada, eran tres en medio de la soldadesca y parecía que ha-
bían visto entrar al mismísimo demonio.
—A ese demonio lo voy a exorcizar a azotes yo mismo. Vaya
inmediatamente con una partida y lo detiene hasta que deci-
da qué hacer con él.
240 —¿Y si se resiste?
—Es valiente pero no estúpido, pero no corra riesgos inne-
cesarios, ¿me explico?
—Perfectamente, mi comandante.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

El teniente Mariano Zejas salió de la comandancia y su pri-


mer pensamiento fue que no tenía ninguna intención de co-
rrer “riesgos innecesarios”. Miró al cielo y se preguntó qué pa-
saría con el sol que no asomaba cuando eran ya casi las ocho
de la mañana.
—Sargento —ordenó al pasar— busque unos diez hombres
bien armados y venga por mí a la brevedad.
—A la orden, mi teniente.
Minutos más tarde, la partida se dirigía, a pie, hacia donde
se hallaba alojado Zapata. Al llegar a la entrada, uno de los
hombres abrió estrepitosamente la puerta con una patada.
Adentro, Bartolo tomaba unos mates junto a su padre y un
oficial de apellido Galván, quien, según las jerarquías milita-
res, era superior a ese teniente que llegaba con más temor que
celo a cumplir con el mandato.
—¿Qué significa este atropello? —bramó mientras tiraba el
mate al suelo Bartolomé Zapata.
—Están todos detenidos por orden del comandante interino
Francisco Doblas.
— Pero… —balbuceó don Irineo sin lograr hallar palabra al-
guna para expresar su desconcierto.
Tres milicos se adelantaron y tomaron a Galván, uno de
cada brazo mientras el tercero lo apuntaba con su fusil. Otros
dos se dirigieron hacia don Irineo pero Bartolo se adelantó y, 241
tomando del brazo a su padre, lo colocó tras de sí.
—Ni se les ocurra tocar a mi padre o acá va a correr sangre
—gritó y el viejo facón plateado brilló en su diestra.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


—Como vos digas —dijo Zejas y levantando el trabuco lo
descargó sobre el pecho de Bartolomé Zapata.
—¡Noooo, hijo, no!
El cuerpo cayó pesadamente sobre don Irineo que alcanzó a
sostenerlo antes de que diera contra el piso de tierra.
—¡Asesinos! ¡asesinos cobardes! —gritaba mientras perci-
bía cómo entraba el aire cada vez con mayor dificultad en el
pecho de su hijo.
Bartolo no sintió dolor, apenas un golpe no más fuerte que
un rebencazo y luego se encontró con la cara de su padre. No
lloraba. Estaba más joven y reía. Le acariciaba los cabellos,
lo ayudaba a subir a su moro, le aseguraba los pies en los es-
tribos y recién entonces él montaba en su picazo. Uno al lado
de otro, con el sol brillando en lo más alto del cielo, Bartolo le
gritaba:
—Listo tatita.
Y juntos salían al galope, uno al lado de otro, detrás de un
pampa retobado que pretendía alejarse de la manada.
—Ahora, Bartolito ¡a las paletas!
—Sí, tatita, a las paletas.
Y la carrera parecía prolongarse hasta el infinito, con el
viento acariciando las mejillas curtidas, con las sonrisas gra-
242
badas a fuego por el amor de padre a hijo, de hijo a padre,
amor con aroma a espinillo y amaneceres fríos, a poncho
compartido, a primer mate amargo y último buenas noches.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Padre e hijo corren por las praderas gualeyas soñando con que
el tiempo no existe, el dolor no existe, los adioses no existen.
Y el sol era cada vez más fuerte, más fuerte, hasta que dejó
de sentirlo y apenas un instante de frio precedió al silencio
total.
— Mi hijo, mi hijo —repetía don Irineo, pero ya nadie había
quedado en la habitación para escucharlo.
Cementerio de Concepción del Uruguay
22 de marzo de 1811

A las 11 de la mañana, fue sepultado en el camposanto de la


parroquia el cadáver de Bartolomé Zapata; al haber muerto en
forma violenta —de un balazo—, el cura José Basilio López se
negó a darle los sacramentos.

243

HÉCTOR LUIS CASTILLO


CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

244
Epílogo

La Junta ordenó a José Rondeau realizar una investigación


acerca de la actuación y responsabilidad del comandante Do-
blas en referencia a la muerte de Bartolomé Zapata. Rondeau 245
llegó a Concepción del Uruguay el 24 de abril de 1811y allí se
anotició que el sumario ya había sido iniciado por Díaz Vélez,
según argumentó éste: por orden del General Manuel Belgra-

HÉCTOR LUIS CASTILLO


no. Doblas continuó en su cargo hasta agosto del año 1812 en
que fue destinado a Misiones a fin de reclutar soldados para
el general San Martín.
Merced a los triunfos obtenidos por Zapata y su gente en
Entre Ríos, germinó la idea libertaria que provocó el derroca-
miento del Virrey de Elío en la Banda Oriental.
Diez días más tarde de los acontecimientos relatados, Bel-
grano cruzó a Soriano y desde allí designó a Manuel Artigas
para dirigir la insurrección por el norte, a José Gervasio Arti-
gas por el centro y a Venancio Benavidez por el sur. El 20 de
mayo se inició el sitio de Montevideo, al que colaboró la po-
blación de Gualeguaychú enviando dinero, reses y caballos,
sin embargo, el Triunvirato porteño firmó un armisticio con
el virrey en donde no solo negoció la retirada de los ejércitos
patriotas que con tanto sufrimiento habían logrado derrotar
al último bastión realista en el Río de la plata sino que, en el
acuerdo llevado a cabo con los españoles el artículo séptimo
decía:
“Los pueblos del Arroyo de la China, Gualeguay y Gualeguaychú, si-
tuados en Entre Ríos, quedarán de la propia suerte, sujetos al gobierno
del Excelentísimo Señor Virrey…”
Esta traición fue lo que inició el Éxodo oriental liderado por
Artigas, pero…esa es otra historia.
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Valentín Sopeña: Refieren las Actas del cabildo de Guale-
guaychú: “…jamás ha obtenido un empleo político, ni militar, p.rq.e
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

se ha reputado como forastero, sin querer hacer cerbicio alguno, y se ha


mirado con fastidio por revoltoso (…) y por quebrantar un bando de go-
bierno fue mandado preso por la justicia.” No obstante estos infor-
mes, llegó a ocupar el cargo militar más alto y, tras el retiro
de Michelena, se fugó a Montevideo; más tarde llegó a Bue-
nos Aires, en donde participó en la conspiración de Álzaga.
Fue ahorcado en la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo)
el 16 de julio de 1812.
Josef de Urquiza: tras la evacuación de Michelena hacia
Montevideo, se retiró a Colonia junto con algunos soldados
fieles. Posteriormente pasó a Montevideo, regresó a Concep-
ción del Uruguay en 1913. Murió en Buenos Aires en 1829. De
su conducta, hacen referencia las Actas del cabildo de Guale-
guaychú: “(…) pasó por este vecindario con tropas y armas al hombro,
con notable escándalo y desprecio de la jurisdicción ordinaria”

José Bonifacio Redruello: Alertado de la llegada de Zapata


a Concepción del Uruguay escapó a Montevideo. Cuando este
último bastión realista cayó, fue designado como diputado en
la corte lusitana de Río de Janeiro; su misión era procurar ar-
mas, alimentos y ropa para continuar la lucha contra Buenos
247
Aires. Murió en Montevideo el 26 de marzo de 1836 a los 65
años y allí descansan sus restos.

HÉCTOR LUIS CASTILLO


Gregorio Samaniego: Tras los episodios de Concepción de
Uruguay, regresó a Gualeguaychú y continuó luchando con-
tra las fuerzas realistas hasta la caída de estas últimas en la
toma de Montevideo por las fuerzas patriotas en 1814. El 14
de enero de 1813 Samaniego y el capitán José Santos Lima se
apoderaron de la goleta Nuestra Señora del Rosario y otros dos
veleros armados realistas en el arroyo Bellaco (Combate del
Bellaco); el 8 de febrero volvió a derrotarlos en el Combate del
Paranacito, con 36 hombres armados de fusil y 14 de lanza se
apoderó de la balandra Nuestra Señora del Carmen.
Años después, en el conflicto entre José Artigas y el Directo-
rio de Buenos Aires, apoyó a estos últimos y fue desalojado de
Gualeguaychú por las fuerzas artiguistas, murió en Saucesi-
to, Entre Ríos, el 25 de marzo de 1818.

Francisco García Petisco: En el Libro de Acuerdos del ca-


bildo de Gualeguaychú del 18/11/1802 dice textualmente: “La
repugnancia que tiene este becindario a estos nuevos oficiales parece
muy justa que se le exponga a V.E. (…). Dn Fran.co García Petisco es
hombre de mucho lucim.to es Capit.n de Milicias de Santiago del Es-
tero, y cuando entró a esta Villa se le hizo Alc.de con ese motivo tubo
tiempo este vecindario de observar su genio orgulloso y atropellado, y
esto lo confirman dos hechos, el uno fue: agarrar a un alc.de y ponerle
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un puñal a los pechos y otro el martillarle un trabuco a un Regidor…”.
El día previo a la reconquista de Gualeguaychú por Barto-
lomé Zapata y Gregorio Samaniego huyó hacia Montevideo.
CRÓNICA DE HÉROES Y TRAIDORES

Nunca más se supo de él.


Índice

5 Prólogo

15 La taba y la muerte

37 La mesa está servida

57 El espantapájaros

69 Piedras del río

85 La máscara de Fernando VII

99 El noveno círculo

111 El tablero de ajedrez

125 Cara o cruz

135 La cabeza de la Meduza

165 Juego de espejos

185 El metal y la escoria

225 El olvido

245 Epílogo

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