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Este caso, que es contradictorio con el anterior, no es contemplado por la doctrina “mixta”
porque parte de considerar que la función o actividad legislativa sólo es realizada por el órgano
legislativo y la judicial por el órgano judicial.
De tal modo, el único caso de “ultrafuncionalidad” ocurriría en el supuesto de la actividad
administrativa, lo que no se compadece con la realidad.
b) LA FUNCIÓN COMO DATO ORGANIZATIVO.—A partir de fines del siglo XVIII, en
cambio, el Estado cuenta con tres órganos superiores y de máxima jerarquía.
Como los tres realizan –en mayor o menor medida– las tres clásicas actividades estatales, la
materialidad de sus cometidos se torna insuficiente para definirlos y distinguirlos más allá del
aspecto subjetivo u orgánico 41.
Sin embargo, la realidad jurídica no nos muestra un órgano dotado con ilimitadas posibilidades
de ejercer, de cualquier modo, las tres actividades del Estado con relación a la norma jurídica.
Por de pronto, cada uno de los órganos jerárquicos del Estado realiza las tres actividades según
un procedimiento preponderante y específico.
De esta manera, el Ejecutivo expresa su voluntad conforme a un procedimiento
preponderantemente jerárquico, mientras el Legislativo lo hace previa deliberación y decisión
mayoritaria y el Judicial según la regla del silogismo.
Corresponde aclarar, sobre este particular, que si bien la regla de la razonabilidad debe ser
respetada en la toma de decisiones de cualquiera de los tres poderes u órganos, no debe
olvidarse que la rapidez y efectividad obligan a que en el acto emanado del Ejecutivo prime el
criterio jerárquico. En cambio, la decisión del Legislativo exige el debate como garantía de
ponderación en la ley y la decisión mayoritaria como expresión de vigencia de los principios de
la democracia, hoy determinada también por la influencia mediadora de los partidos políticos,
que actúan como poleas de transmisión de la representación popular en los parlamentos. En el
caso del órgano judicial –aun en los tribunales colegiados– la regla del debido proceso exige
que la sentencia sea la manifestación de un perfecto silogismo.
En los tres casos se destaca sólo el aspecto procedimental preponderante, es decir, el que más
caracteriza al comportamiento de los tres órganos que sintetizan y expresan el poder del Estado.
Además –como otra nota delimitadora de la “función”– si bien los tres órganos pueden
expresarse a través de las tres actividades, deben respetar imperativas limitaciones en cuanto a
la materia u objeto de su decisión. Por ello, por ejemplo, es indiscutible que el órgano
ejecutivo realiza actividad legislativa, pero si lo hiciera sobre la materia impositiva –si creara
nuevos impuestos– tal actividad sería inválida, a menos que mediara una delegación legislativa
al respecto (ver supra, cap. IX, § 108).
De aquí que la competencia fijada por la Constitución nacional se muestra como otro elemento
indispensable para distinguir los tres órganos estatales 42.
Del compuesto de órgano, competencia y procedimiento surge la función 43.
La función será entonces la atribución de competencia otorgada por la norma constitucional a
cada uno de los órganos supremos del Estado para que realicen sus actividades jurígenas sobre
materias determinadas y preponderantemente conforme a un procedimiento típico y
preestablecido.
De esta manera, cada órgano debe ajustarse a su propia función, aunque, dentro de lo admitido
por esta, realice materialmente las tres actividades 44.
Desde la perspectiva indicada, entonces, la función es un concepto exclusivamente jurídico, de
base principalmente constitucional, y que se determina por la atribución de competencia que la
Constitución le acuerda al órgano por ella también creado, para ser ejercida conforme con un
procedimiento característico y determinante.
Como concepto jurídico-constitucional, la función sólo puede ser predicada con relación a los
“poderes” u órganos superiores de la Constitución, es decir, los que en sentido estricto tienen a
su cargo el “gobierno federal”. Como veremos en el tomo 2, la Constitución crea también
“órganos constitucionales auxiliares” –privilegiados, entonces, con la jerarquía constitucional–
algunos dotados de “autonomía funcional”, como la Auditoría General de la Nación (art. 85) y
el Defensor del Pueblo (art. 86) y por tanto beneficiados con la atribución de una “función”
constitucional accesoria de la función principal –legislativa, en los casos antes citados– a la que
sirven. En cambio, otros órganos de creación constitucional, como los ministros del Poder
Ejecutivo y el Jefe de Gabinete de Ministros, carecen de autonomía funcional y sólo tienen una
asignación constitucional –y legal– de competencias, es decir, no ejercen funciones, ni siquiera
auxiliares, ya que aunque asisten al Presidente, su actividad se encuentra englobada dentro de
las funciones –administrativa y presidencial, como veremos– que la Constitución le asigna al
Poder Ejecutivo.
La distinción entre funciones principales y auxiliares surge nítida si tomamos en cuenta que el
sistema constitucional crea tres funciones que ejercen la conducción política o gobierno de la
Nación, por lo que las podemos denominar funciones de gobierno, mientras que los órganos a
los que la Constitución les encomendó funciones auxiliares no tienen a su cargo ninguna acción
de conducción o de gobierno, sino el ejercicio de competencias parciales o especiales al servicio
de las asignadas a los órganos con función de gobierno, que los órganos auxiliares ejercen con
autonomía funcional de carácter preponderantemente técnico.
La Constitución distingue las funciones de gobierno en tres, asignando cada una de ellas a un
órgano distinto, a los que denomina “Poder Legislativo”, desempeñado por un Congreso
compuesto de dos Cámaras (art. 44); “Poder Ejecutivo”, desempeñado por el “presidente de la
Nación Argentina” (art. 87), y “Poder Judicial”, “ejercido por una Corte Suprema de Justicia y
los demás tribunales inferiores” que sean creados por el Congreso (art. 108).
En consecuencia, resultará apropiado denominar a estas funciones de gobierno como función
legislativa, función ejecutiva o administrativa y función judicial, respectivamente. Cada una
de ellas, como ya fue dicho, es el producto de la combinación de los regímenes jurídicos que
corresponden al órgano, a la competencia y al procedimiento, ya que la Constitución, al
establecer estos elementos, les otorgó una manera de ser en el mundo del derecho, es decir, un
régimen jurídico. Estos elementos mencionados –órgano, competencia y procedimiento–
integran un verdadero sistema funcional (ver infra, § 54), un compuesto que determina un
régimen jurídico propio para cada función. Así tendremos el régimen jurídico de la función
legislativa, el de la función ejecutiva y el de la función judicial, plenamente diferenciados entre
sí.
La actividad es un concepto que describe el resultado material de una conducta –crear la norma,
aplicarla en la gestión de los asuntos públicos y en la resolución de los conflictos– y que se
“juridiza” cuando es considerada en el seno de la función a que pertenece, es decir, adquiere
consideración jurídica (régimen, efectos, etc.) de manera instantánea y conforme al régimen
jurídico de la función dentro de la cual dicha actividad es ejercida.
Consecuentemente, en el seno de cada función, por tanto, con el régimen jurídico propio de
cada función, se ejercen las actividades legislativas o normativas, las ejecutivas y
administrativas y las jurisdiccionales o de resolución de “causas adversariales”.
Por lo expuesto, la función ejecutiva es la que pertenece al órgano ejecutivo y al complejo
orgánico –Administración Pública– que se le subordina 45.
El derecho público, tan influido por una realidad sustancialmente dinámica como la política o
arte de la conducción comunitaria, no es el mejor lugar para ensayar categorías institucionales
con pretensión abarcativa de la totalidad de la realidad de las mismas instituciones.
Así, el concepto antes explicado de función ejecutiva o administrativa, si bien alcanza
satisfactoriamente para explicar el fenómeno jurídico de la Administración Pública, es
insuficiente para encuadrar a la totalidad de las funciones y actividades desplegadas por el
Presidente de la Nación 46.
Si recorremos el elenco de competencias que el art. 99 de la Constitución –con sus normas
complementarias, como la del art. 76– le otorga al Presidente, veremos que pocas de ellas
suponen, estrictamente, actividad administrativa, legislativa o juridiccional, ni tampoco puede
insertarse en la idea de la función sometida al derecho administrativo, con incidencia, por
analogía o suplencia, del régimen propio de la actividad.
Así, por ejemplo, el caso de los decretos o reglamentos ejecutivos (art. 99, inc. 2º), que son un
complemento necesario o conveniente de la ley que reglamentan y sobre los cuales no puede
predicarse la necesidad del cumplimiento de los requisitos del art. 7º de la Ley de
Procedimientos Administrativos, que determina los elementos sustanciales del acto
administrativo, tanto particular como general.
Los decretos ejecutivos, en definitiva y sin perjuicio del requisito del refrendo ministerial,
emanan de la exclusiva autoridad del Presidente en el despliegue de una actividad
absolutamente discrecional, salvo el sometimiento a la ley que reglamentan y al resto del
ordenamiento jurídico que los supera en jerarquía. Pero todas las decisiones jurídicas –con
efectos jurídicos– del Estado se encuentran sometidas al ordenamiento jurídico de superior
jerarquía. Lo que se quiere decir es que la sanción de estos mal denominados reglamentos –
que es actividad materialmente legislativa o normativa– no puede ser incluida dentro de la
categoría de la función administrativa ni, mucho menos, dentro de la función legislativa que se
somete al régimen jurídico propio del Congreso (p. ej., el requisito general del procedimiento
bicameral) 47.
Lo mismo corresponde decir acerca de los decretos de promulgación, total o parcial, de los
proyectos de ley (arts. 80 y 99, inc. 3º) o del veto, también total o parcial 48, o, mucho más, de la
sanción de decretos de necesidad y urgencia (art. 99, inc. 3º) o de los decretos de legislación
delegada (art. 76).
No encaja tampoco exactamente en la noción de función administrativa la competencia para el
nombramiento de los magistrados judiciales (99, inc. 4º), el indulto y conmutación de penas (99,
inc. 5º), la prórroga de las sesiones ordinarias del Congreso o la convocatoria a sesiones
extraordinarias (99, inc. 9), su participación en la celebración de tratados y concordatos (99, inc.
11) y otros actos vinculados con la política exterior del país, el comando en jefe de todos las
fuerzas armadas de la Nación (99, inc. 12), la declaración de guerra y represalias (99, inc. 15), la
declaración del estado de sitio (99, inc. 16), la declaración de la intervención federal a una
provincia o a la Ciudad de Buenos Aires (99, inc. 20). Ninguno de los entes nombrados puede
calificarse como actividad materialmente administrativa, o legislativa –aunque, corresponde
aclarar, es actividad normativa la celebración de tratados y concordatos, junto con el Congreso–
ni mucho menos como actividad materialmente jurisdiccional.
Se trata de la función presidencial, que también podemos denominar función de jefatura
suprema, calificación que en nuestro sistema presidencialista tiene un valor de especialísima
importancia. Es decir, nos estamos refiriendo a la función que le corresponde al Presidente de
la Nación, resultante de sus “atribuciones” como “jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno
y responsable político de la administración general del país”, para seguir la terminología del
art. 99, inc. 1º, de la Constitución nacional.
En este caso, la función comprende actividades materialmente legislativas y otras que podemos
denominar de conducción superior del Estado –que contempla al Presidente como jefe supremo
de la Nación– con un régimen jurídico exclusivamente de derecho constitucional. Volveremos
sobre estos temas infra, caps. VIII, IX y X, al analizar las competencias estrictamente
legislativas del Presidente en el cap. XI (§ 149) y especialmente en el tomo segundo.
b) EL CASO “NICOSIA”.—Esta situación la advirtió, con meridiana claridad, nuestra Corte
Suprema de Justicia, en la causa “Nicosia, Alberto Oscar”, Fallos, 316:2940, del 9 de diciembre
de 1993, en una decisión unánime de gran riqueza doctrinal.
Se trató de la revisión, por parte de la Corte, de la decisión arribada por la Cámara de Senadores
en el proceso de “juicio político” a un juez de la Nación, en aquel momento anterior a la
reforma constitucional de competencia exclusiva del Senado, según el modelo del impeachment
norteamericano 55. La revisión fue impulsada por Nicosia alegando la violación, por parte del
Senado, de la garantía adjetiva del debido proceso.
La Corte advirtió que el procedimiento del juicio político es de naturaleza política, propia de la
que aquí denominamos “función legislativa”, y por lo tanto, en principio no justiciable 56. Así
lo destacó el voto concurrente de Moliné O’Connor: “El juzgamiento que debe llevar a cabo el
Senado no se identifica con las funciones que competen a los tribunales judiciales, pues es de
naturaleza política”. Sin embargo, no puede negarse la presencia de la actividad materialmente
jurisdiccional, ya que no deja de existir en el caso una “causa o controversia” en los términos
del art. 116 de la Constitución, ya que la Cámara de Diputados acusa, el acusado debe
defenderse y el Senado actúa como “juez” de la causa.
Hay “juicio”, en el sentido material del término, con significativos efectos jurídicos, ya que
como lo señaló el voto mayoritario en “Nicosia”: “Juicio e inviolabilidad de la defensa se
encuentran eslabonados tan inescindiblemente que su enlace en el art. 18 de la Constitución se
proyecta con necesidad al juicio del que habla el art. 45 [actual art. 53], esto es, el llamado
juicio político”.
En consecuencia, la Corte decide aproximarse al caso en dos planos. Primero parte del
reconocimiento de que se encuentra dentro del régimen de la función legislativa, regida por el
derecho constitucional y por los reglamentos de las Cámaras o del Congreso en conjunto. “Lo
atinente a la interpretación de la Constitución en orden a las causales de destitución por juicio
político y la apreciación de los hechos materia de acusación (. . .) conforman ámbitos
depositados por la Ley Fundamental en el exclusivo y definitivo juicio del Senado, no revisables
judicialmente”. Pero el segundo nivel de aproximación no puede evitar el reconocimiento de
la naturaleza jurisdiccional de la actividad llevada cabo por el Senado en cumplimiento de lo
dispuesto por el art. 53 de la Constitución. Y así la mayoría afirma: “Del carácter no
justiciable de la decisión sobre el fondo del juicio político no es dable inferir que análoga
condición invista todo lo atinente a los recaudos impuestos por la Constitución nacional para el
ejercicio de esa atribución, mayormente cuando, por ser la regla el control judicial (arts. 31 y
100 –actual 116– de la Ley Fundamental) toda excepción exige una interpretación cuidadosa y
restrictiva”.
Si bien, entonces, “La Constitución nacional ha conferido al juicio político una naturaleza que
no debe necesariamente, guardar apego estricto a las formas que rodean al trámite y decisión de
las controversias ante el Poder Judicial”, ya que no estamos en presencia de la función judicial y
su régimen jurídico, lo cierto es que “igualmente, debe observar requisitos que hacen a la
esencia y validez de todo juicio, en el caso el de defensa, inexcusablemente inviolable”. Esta
afirmación encuentra su lógica en que, en el supuesto condiderado, efectivamente estamos
frente a la actividad jurisdiccional ejercida en el seno de la función legislativa, por el órgano
designado por la Constitución, con su competencia definida por esta, y que debe actuar de
acuerdo al procedimiento propio, sin perjuicio de que deba aplicar o respetar las garantías
connaturales a toda actividad jurisdiccional, y donde la intervención revisora de los jueces se
encuentra limitada a “asegurar que el Senado se ajuste a un mínimo conjunto de estándares de
procedimiento en la conducción de los juicios políticos”, como darle oportunidad al imputado
de conocer la causa por la que se le acusa, ofrecer y producir prueba 57. La falta de respeto a
estos requisitos debe ser demostrada estrictamente por el apelante para habilitar la revisión
judicial, que justifique el salto excepcional desde el régimen jurídico propio del órgano
constitucional, es decir el régimen jurídico de la función legislativa, al régimen jurídico
adecuado a la actividad material –en el caso, jurisdiccional– efectivamente ejercida.
Como ya hemos anticipado, los decretos de promulgación, total o parcial, de proyectos de ley,
los decretos de necesidad y urgencia, los decretos de legislación delegada y los decretos
ejecutivos, integran el ámbito de competencia perteneciente a la “función presidencial”; no
corresponden a la “función administrativa”.
Por esta razón, ninguno de aquellos actos normativos puede ser calificados como reglamentos
administrativos, categoría que debe quedar circunscripta a los denominados “reglamentos
autónomos” y al resto de normas generales y abstractas emanadas de las autoridades
administrativas con contenido obligacional para el resto de la estructura orgánica que se le
subordina, como es el caso de las instrucciones, circulares, órdenes generales, etc., según lo
analizaremos en el capítulo siguiente.
Este deslinde en la naturaleza jurídica tiene importantes consecuencias. Las normas
presidenciales fruto del ejercicio de la función presidencial, si bien son fuente material del
derecho administrativo, no se encuentran regidas por esta rama del derecho público, sino por el
derecho constitucional. Por ello, aquellas normas de contenido legislativo no se encuentran
alcanzadas por la Ley de Procedimientos Administrativos 19.549, especialmente por la
exigencia de contener los elementos esenciales enumerados en su art. 7º 15, o las condiciones de
impugnabilidad del art. 24 y concordantes de la misma ley, y otros requisitos sustanciales y
adjetivos que resulten del régimen del procedimiento administrativo.
En el marco del ejercicio de la “función presidencial”, el Presidente de la Nación goza de un
grado de discrecionalidad tan alto, o apenas inferior, que el que le corresponde al Congreso.
Veta o promulga, sólo guiado por criterios de oportunidad. Lo mismo con respecto a la
promulgación parcial, mientras no altere el “espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por
el Congreso” (art. 80, Const. nac.). Sanciona decretos de necesidad y urgencia, salvo con
relación a las materias excluidas, definiendo por sí y ante sí la existencia de tal “necesidad y
urgencia” como también el contenido material del decreto en cuestión; cumple con la
delegación decidida por el Congreso, con el exclusivo límite de someterse al tiempo y a las
bases de la delegación; reglamenta las leyes, cuidando sólo de no alterar su espíritu.
Es cierto que, como veremos, los reglamentos autónomos también son emitidos en ejercicio de
competencias discrecionales. Pero la diferencia radica en que esta discrecionalidad se
encuentra limitada por el régimen del art. 7º, LPA, pues no es la discrecionalidad del legislador,
sino la más reducida del administrador.
En cambio, cuando el Presidente emite normas en cumplimiento de la función presidencial, se
desempeña con la discrecionalidad del legislador. Esto lo decimos sólo a título de
comparación expositiva, ya que en realidad, en estos casos, el Presidente actúa ejerciendo la
competencia discrecional que le corresponde como “jefe supremo de la Nación”. Es decir,
“no toma prestadas” competencias discrecionales del legislador, sino que ejerce las suyas
propias, nacidas de la Constitución, en una conducta absolutamente válida, carente de cualquier
reproche. Si la Constitución le otorga la autoridad –competencia– el único reproche que
cabría, y muy severo, sería en el caso en que, debiendo ejercer sus competencias, el Presidente
no lo hiciera. Es decir, el reproche por la falta de liderazgo y no por el uso de ese liderazgo
que le confirió la Constitución.
Las consideraciones precedentes nos ayudarán a abordar el tema del acápite con bases, creemos,
más solidas. Sin duda, tiene que ser diferente la aproximación a la cuestión de la revisión
judicial si nos encontramos frente a una actividad funcionalmente administrativa, con
discrecionalidad limitada, de la que corresponde ante una actividad de amplia discrecionalidad,
comparable a la del legislador.
Para analizar esta cuestión debemos suponer, antes que nada, que se encuentran cumplidos los
requisitos del art. 116 de la Constitución relativos a la habilitación de la jurisdicción o
competencia judicial: la existencia de una causa o controversia, con partes legitimadas que
puedan invocar un derecho propio y de contenido adversarial recíproco, fundado en normas
del ordenamiento (ver tomo 2 de esta obra).
Nos interesa ahora detenernos en este último aspecto: las partes invocan un derecho propio
fundado en normas del ordenamiento. Profundizaremos esta cuestión en el próximo volumen,
pero es necesario adelantar algunas consideraciones.
Para el Poder Judicial, salvo excepciones (en materia penal; para proteger su propia
independencia), el ordenamiento prevé limitados supuestos de habilitación de su
competencia. En realidad, conceptualmente, el ordenamiento brinda sólo uno, el supuesto de
“causa”, “litigio”, “controversia”; un pleito donde las partes contrarias invocan, cada una frente
a la otra, un derecho propio y recíprocamente contradictorio. Estos derechos adversariales
deben encontrarse reconocidos en alguna norma del ordenamiento 16, ya que el juez, para
resolver la causa –y sin perjuicio de las creaciones pretorianas que, en definitiva, son
interpretaciones de un conjunto de normas existentes, como también de las distintas especies de
interpretación judicial y sus efectos– debe hacer coincidir hechos alegados y probados con
normas existentes. El juez goza, desde este punto de vista, de una discrecionalidad limitada,
sólo excepcionalmente creadora de normas originarias.
Entonces el “litigante” debe estar en condiciones de sostener ante el juez que él tiene “derecho a
. . .” o “derecho de . . .”, ya sea en sentido activo o pasivo (p. ej., “derecho a que Juan –haga/no
haga– tal cosa”) fundado en las circunstancias y en el ordenamiento. Es decir, debe poder
ejercer ante el juez una “acción” admitida por el ordenamiento. Si no puede realizar esta
fundamentación, su pretensión –la acción ejercida– será desestimada, ya sea porque su
contraparte sí puede sostener exitosamente estas razones o, simplemente, porque no habrá
“causa judicial” en los términos del art. 116 de la Constitución; es decir, el juez no tendrá
habilitada su competencia.
En general –y más allá de los problemas de legitimación subjetiva, que por ahora no nos
interesan– nadie tiene derecho a la existencia de determinadas normas, o a que el órgano
generador de la norma se abstenga de producirlas. Se tiene derecho, en cambio, a que las
normas inferiores respeten, en su contenido, los requisitos de las normas superiores, de las que
son meras reglamentaciones: si la Constitución garantiza el derecho a ejercer industria lícita,
una ley no puede impedirlo en el caso concreto de Juan, a menos que el Estado pueda invocar
un interés sustancial en hacerlo. Si la norma de superior jerarquía le otorga o reconoce un
derecho a Juan –siempre estamos pensando en supuestos absolutamente concretos, de lo
contrario, y por definición, no habrá “causa”– la norma de inferior jerarquía no puede, en
principio, negárselo.
En estos casos, Juan puede alegar un derecho propio fundado en una norma del ordenamiento,
lo que no ocurre si pretendiese obligar al Congreso a sancionar un determinado proyecto de ley,
o a no sancionarlo, o lo mismo con respecto al Presidente, frente a los distintos tipos de normas
que este puede sancionar.
El punto es que, cuando existe una norma superior que obliga al creador de la norma inferior a
actuar de una determinada manera, dentro de los límites estrictos de esa determinada manera el
creador de la norma inferior se encuentra ejerciendo una actividad reglada, esto es, sometida a
normas. Si Juan ve agraviado su derecho por la falta de acatamiento de la “regla”, entonces
Juan puede accionar, ejercer una pretensión ante el juez, quien tendrá así habilitada su
competencia, ya que le “corresponde (. . .) el conocimiento y decisión de todas las causas que
versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación (. . .) y por los
tratados con las naciones extranjeras”, es decir, casos regidos por reglas o normas del
ordenamiento.
Si no existe una norma superior que, para lo que a Juan interesa, obligue al creador de la norma
inferior a actuar de una determinada manera, dejándole, en cambio, elegir –ya sea el
instrumento o el contenido, o ambos–, la acción del creador de la norma inferior será, por lo
menos para Juan, discrecional 17. Juan carecerá de acción, y el juez no tendrá habilitada su
competencia. No habrá “causa”, según la exigencia del art. 116 de la Constitución.
No sólo Juan, en estos casos, “no tiene derecho”, sino que, reiteramos, los jueces carecen de
competencia. Si la tuvieran, nuestra Constitución sería distinta, y los jueces serían legisladores
o superlegisladores. La nuestra sería una república aristocrática, donde la actuación de los
órganos representativos del pueblo se encontraría supervisada por un grupo de notables, de
sabios, carentes de responsabilidad política que, a su exclusivo criterio, decidirían,
precisamente, las cuestiones políticas, desde las más simples a las más complejas. No es este
nuestro sistema constitucional.
A partir de estos supuestos básicos, corresponde analizar la cuestión según el tipo de norma, sin
perjuicio de la existencia de aspectos comunes, según veremos.
A modo de recapitulación de lo expuesto a partir del cap. VII, debemos recordar que el Estado –
a través de la totalidad de sus órganos con competencias decisorias– se expresa produciendo
normas jurídicas, en el sentido de que todas sus decisiones ingresan en el ordenamiento
normativo, modificándolo.
La cuestión es desentrañar, aislar y conectar sistémicamente, el valor y efectos de las distintas
normas, especialmente según sus fuentes orgánicas de producción.
Hay aquí diversos elementos que deben ser analizados y correlacionados. El primero de ellos
es el procedimiento. Toda la actividad normativa estatal responde a un procedimiento,
teniendo en cuenta que dicho elemento se vincula necesaria-