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TRATADO DE DERECHO ADMINISTRATIVO

Rodolfo Carlos Barra


Tema: Función Administrativa y Presidencial

§49. DERECHO ADMINISTRATIVO Y ACTIVIDAD MATERIALMENTE


ADMINISTRATIVA. CRITERIOS DOCTRINARIOS

Lo expuesto precedentemente permite advertir, en una primera aproximación, que el derecho


administrativo guarda una estricta relación con la Administración Pública, no obstante la
existencia de una fuerte corriente doctrinaria que sostiene “la ruptura de la clásica ecuación
entre Administración Pública y derecho administrativo” 23.
En realidad es posible aislar el ámbito de aplicación del derecho administrativo, en tanto que
régimen jurídico que regula la actuación de la Administración Pública, aun cuando no deba
ligárselo exclusivamente con el tradicional concepto de actividad materialmente
administrativa. Así, como veremos, resultará más apropiado relacionar el derecho
administrativo con el concepto jurídico de función administrativa, lo que permitirá incluir en
aquella cuestionada “ecuación” otros elementos que la perfeccionen, en una tesis superadora de
la habitual asimilación de aquella rama del derecho público con la mera actividad materialmente
administrativa.
Limitándonos a la doctrina nacional, se han expuesto sobre el particular tres criterios para
considerar la actividad administrativa a los efectos del ámbito de aplicación del derecho
administrativo. Ellos son el subjetivo, el objetivo y el mixto.
El primero parte de afirmar que la Administración Pública está integrada por los “órganos
estructurados jerárquicamente que actúan dentro del ejecutivo para el cumplimiento de sus
fines” 24, lo que es correcto.
Sin embargo, afirma también 25 que “en ninguna forma cabe considerar como administrativos los
actos con contenido administrativo que proceden de los órganos legislativo y judicial”, y que
por ello “los únicos actos regidos por el derecho administrativo serán los que emanan de
complejos orgánicos de la Administración Pública entendida en sentido subjetivo”.
Esta concepción, si bien responde en mayor medida a exigencias de nuestro orden jurídico-
constitucional, no alcanza a explicar suficientemente el régimen jurídico ni el porqué de la
existencia de los actos de “contenido administrativo” que no proceden de la Administración
Pública. Tampoco aclara si los actos de contenido legislativo –en el sentido de “normativo”,
con alcance general y abstracto– y jurisdiccional que emanan de la Administración Pública
recibirán el mismo tratamiento jurídico que los de contenido estrictamente administrativo o se
regirán por una regulación diferente.
Esta dificultad es salvada de manera poco convincente: negando el ejercicio de actividad
jurisdiccional por el órgano ejecutivo y limitando la actividad legislativa de este al dictado de
decretos leyes en los accidentales e inconstitucionales gobiernos de facto 26.
La postura objetiva 27, en cambio, se independiza de la consideración del órgano de donde
emana la actividad, para analizar el contenido material del acto, pues “la sustancia de un acto no
se altera por la cualidad del sujeto que lo emite ni por la forma en que se produce” 28.  Por
ello, el concepto de Administración Pública “no agota el contenido del derecho administrativo”
29, pues este regirá también los actos de contenido administrativo procedentes de los otros dos
poderes.
Pero esta tesis no explica por qué razón los actos de contenido legislativo 30 y jurisdiccional
emanados de la Administración Pública continúan regidos por el derecho administrativo (lo que
no es coherente con la afirmación anterior), ya que aunque el acto jurisdiccional y el reglamento
reciban una regulación jurídica diferenciada del acto administrativo 31, continúan siendo
instituciones regidas por el derecho administrativo. En este sentido se puede decir que el
servicio público, el fomento y la policía, por ejemplo, tienen una regulación jurídica
“diferenciada” –y por eso son instituciones diferentes– y sin embargo son regímenes propios del
derecho administrativo, puesto que nadie puede afirmar que –al igual que el reglamento y el
acto jurisdiccional– no pertenecen a la función administrativa, en el sentido que se verá más
adelante.
Para la tesis que aquí denominamos “mixta” 32, la función administrativa se define como “toda
la actividad que realizan los órganos administrativos y la actividad que realizan los órganos
legislativos y jurisdiccionales, excluidos respectivamente los hechos y los actos materialmente
legislativos y jurisdiccionales” 33.
Pero si aplicamos esta doctrina para definir la función (entendida por esta postura como
sinónimo de actividad) propia de los otros poderes u órganos, van a surgir inevitables
superposiciones que invalidan este criterio: por ejemplo, función legislativa es toda la actividad
que realiza el órgano legislativo y la de la misma naturaleza llevada a cabo por el
administrativo y jurisdiccional, excluidos respectivamente los hechos y actos materialmente
administrados y jurisdiccionales.
Como se ve, es un supuesto lógicamente contradictorio con el contemplado en la definición de
“función administrativa”.
Gráficamente, lo expuesto se ve con mayor claridad. GORDILLO desarrolla el siguiente
cuadro, para explicar el alcance de la función administrativa:

Si aplicamos el mismo criterio para explicar la función legislativa, tendremos:

Este caso, que es contradictorio con el anterior, no es contemplado por la doctrina “mixta”
porque parte de considerar que la función o actividad legislativa sólo es realizada por el órgano
legislativo y la judicial por el órgano judicial.
De tal modo, el único caso de “ultrafuncionalidad” ocurriría en el supuesto de la actividad
administrativa, lo que no se compadece con la realidad.

§50. LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA 34

a) LAS “ACTIVIDADES” DEL ORDENAMIENTO ESTATAL.—Para salvar las dificultades


antes expuestas corresponde distinguir los conceptos de actividad y función 35, como explicativos
de dos aspectos plenamente diferenciables del hacer y de la regulación jurídica –
exclusivamente jurídica– de la compleja estructura organizativa del Estado.
Por actividad entendemos la relación de la expresión de la voluntad estatal con la norma
jurídica, ya sea que le dé nacimiento; la aplique a situaciones particulares y concretas, o
resuelva conforme a ella los conflictos intersubjetivos 36.
Podemos individualizar así, desde un punto de vista exclusivamente material, o más
exactamente jurígeno, la actividad legislativa, la actividad ejecutiva o administrativa 37 y la
actividad jurisdiccional 38. Estas tres actividades son connaturales al Estado, pues son los
medios o instrumentos de expresar su poder (causa formal) para obtener su fin propio y
específico: el bien común (causa final).
Históricamente, las tres actividades eran de responsabilidad de un solo órgano, el que se
hallaba en el vértice de la pirámide organizativa estatal.
De esta manera, dentro del desarrollo histórico de la organización que hoy llamamos Estado, el
pater familias, el geronte, el emperador, el señor feudal, el monarca absoluto, gozaban de la
total y excluyente competencia en cuanto a la expresión de la voluntad estatal, sin perjuicio –
claro está– de la delegación de competencias en favor de órganos inferiores.
Es el constitucionalismo moderno el que, respondiendo a exigencias ideológicas del liberalismo
–con el loable resultado de la afirmación de las garantías a los derechos individuales– y como
consecuencia del poder político de la burguesía, crea dos nuevos órganos distintos del rey pero
–en lo que respecta a la actividad que denominamos “jurígena”– con su misma jerarquía.
El triunfo de la revolución burguesa contra la aristocracia (que cubrió gran parte de la segunda
mitad del siglo XVIII y tuvo sus mayores expresiones exitosas en la Revolución Americana y en
la Revolución Francesa, ya en los finales de aquel siglo) significó despojar al rey de las
atribuciones que más afectaban el desarrollo de la burguesía: la legislación sobre materias
atinentes a la libertad personal y propiedad y la interpretación de esas leyes con carácter y
efectos de cosa juzgada.
Por eso se crearon nuevos órganos para el cumplimiento de tales actividades, ya que era
necesario “quitárselas” al rey y otorgárselas a órganos 39 que por su composición (ya sea
electiva, en un sistema de voto calificado, o universitaria o “letrada” en un sistema educativo de
acceso restringido) asegurasen el predominio de los intereses de la burguesía.
Debe notarse que cada uno de estos órganos superiores del Estado ejerce el poder estatal (que es
único e indivisible) de tal manera que cada uno de ellos “tiene” consigo las tres propiedades del
Estado. Esta es la razón por la cual –y este es un fenómeno suficientemente señalado por la
doctrina moderna– es posible descubrir en la “vida diaria” de los tres órganos el desarrollo de
actividades materialmente legislativas, jurisdiccionales y legislativas.
Este fenómeno es mucho más perceptible en el órgano ejecutivo, ya que a él (heredero directo
del rey) le quedaron todas aquellas atribuciones que no fueron conferidas a los nuevos órganos,
por ser ajenos a los intereses más sensibles de la burguesía. Este es el origen del denominado
“criterio residual” 40 muy utilizado por la doctrina para ubicar, más que para definir a la
Administración Pública.
Hasta ese momento histórico –el nacimiento del constitucionalismo moderno– sólo podían
distinguirse las tres actividades estatales en cuanto materialmente diferenciadas, pero
recordando siempre que provenían de un mismo órgano, o podían provenir de él, por no existir
una neta separación de competencias.

b) LA FUNCIÓN COMO DATO ORGANIZATIVO.—A partir de fines del siglo XVIII, en
cambio, el Estado cuenta con tres órganos superiores y de máxima jerarquía.
Como los tres realizan –en mayor o menor medida– las tres clásicas actividades estatales, la
materialidad de sus cometidos se torna insuficiente para definirlos y distinguirlos más allá del
aspecto subjetivo u orgánico 41.
Sin embargo, la realidad jurídica no nos muestra un órgano dotado con ilimitadas posibilidades
de ejercer, de cualquier modo, las tres actividades del Estado con relación a la norma jurídica.
Por de pronto, cada uno de los órganos jerárquicos del Estado realiza las tres actividades según
un procedimiento preponderante y específico.
De esta manera, el Ejecutivo expresa su voluntad conforme a un procedimiento
preponderantemente jerárquico, mientras el Legislativo lo hace previa deliberación y decisión
mayoritaria y el Judicial según la regla del silogismo.
Corresponde aclarar, sobre este particular, que si bien la regla de la razonabilidad debe ser
respetada en la toma de decisiones de cualquiera de los tres poderes u órganos, no debe
olvidarse que la rapidez y efectividad obligan a que en el acto emanado del Ejecutivo prime el
criterio jerárquico. En cambio, la decisión del Legislativo exige el debate como garantía de
ponderación en la ley y la decisión mayoritaria como expresión de vigencia de los principios de
la democracia, hoy determinada también por la influencia mediadora de los partidos políticos,
que actúan como poleas de transmisión de la representación popular en los parlamentos. En el
caso del órgano judicial –aun en los tribunales colegiados– la regla del debido proceso exige
que la sentencia sea la manifestación de un perfecto silogismo.
En los tres casos se destaca sólo el aspecto procedimental preponderante, es decir, el que más
caracteriza al comportamiento de los tres órganos que sintetizan y expresan el poder del Estado.
Además –como otra nota delimitadora de la “función”– si bien los tres órganos pueden
expresarse a través de las tres actividades, deben respetar imperativas limitaciones en cuanto a
la materia u objeto de su decisión. Por ello, por ejemplo, es indiscutible que el órgano
ejecutivo realiza actividad legislativa, pero si lo hiciera sobre la materia impositiva –si creara
nuevos impuestos– tal actividad sería inválida, a menos que mediara una delegación legislativa
al respecto (ver supra, cap. IX, § 108).
De aquí que la competencia fijada por la Constitución nacional se muestra como otro elemento
indispensable para distinguir los tres órganos estatales 42.
Del compuesto de órgano, competencia y procedimiento surge la función 43.
La función será entonces la atribución de competencia otorgada por la norma constitucional a
cada uno de los órganos supremos del Estado para que realicen sus actividades jurígenas sobre
materias determinadas y preponderantemente conforme a un procedimiento típico y
preestablecido.
De esta manera, cada órgano debe ajustarse a su propia función, aunque, dentro de lo admitido
por esta, realice materialmente las tres actividades 44.
Desde la perspectiva indicada, entonces, la función es un concepto exclusivamente jurídico, de
base principalmente constitucional, y que se determina por la atribución de competencia que la
Constitución le acuerda al órgano por ella también creado, para ser ejercida conforme con un
procedimiento característico y determinante.
Como concepto jurídico-constitucional, la función sólo puede ser predicada con relación a los
“poderes” u órganos superiores de la Constitución, es decir, los que en sentido estricto tienen a
su cargo el “gobierno federal”. Como veremos en el tomo 2, la Constitución crea también
“órganos constitucionales auxiliares” –privilegiados, entonces, con la jerarquía constitucional–
algunos dotados de “autonomía funcional”, como la Auditoría General de la Nación (art. 85) y
el Defensor del Pueblo (art. 86) y por tanto beneficiados con la atribución de una “función”
constitucional accesoria de la función principal –legislativa, en los casos antes citados– a la que
sirven. En cambio, otros órganos de creación constitucional, como los ministros del Poder
Ejecutivo y el Jefe de Gabinete de Ministros, carecen de autonomía funcional y sólo tienen una
asignación constitucional –y legal– de competencias, es decir, no ejercen funciones, ni siquiera
auxiliares, ya que aunque asisten al Presidente, su actividad se encuentra englobada dentro de
las funciones –administrativa y presidencial, como veremos– que la Constitución le asigna al
Poder Ejecutivo.
La distinción entre funciones principales y auxiliares surge nítida si tomamos en cuenta que el
sistema constitucional crea tres funciones que ejercen la conducción política o gobierno de la
Nación, por lo que las podemos denominar funciones de gobierno, mientras que los órganos a
los que la Constitución les encomendó funciones auxiliares no tienen a su cargo ninguna acción
de conducción o de gobierno, sino el ejercicio de competencias parciales o especiales al servicio
de las asignadas a los órganos con función de gobierno, que los órganos auxiliares ejercen con
autonomía funcional de carácter preponderantemente técnico.
La Constitución distingue las funciones de gobierno en tres, asignando cada una de ellas a un
órgano distinto, a los que denomina “Poder Legislativo”, desempeñado por un Congreso
compuesto de dos Cámaras (art. 44); “Poder Ejecutivo”, desempeñado por el “presidente de la
Nación Argentina” (art. 87), y “Poder Judicial”, “ejercido por una Corte Suprema de Justicia y
los demás tribunales inferiores” que sean creados por el Congreso (art. 108).
En consecuencia, resultará apropiado denominar a estas funciones de gobierno como función
legislativa, función ejecutiva o administrativa y función judicial, respectivamente. Cada una
de ellas, como ya fue dicho, es el producto de la combinación de los regímenes jurídicos que
corresponden al órgano, a la competencia y al procedimiento, ya que la Constitución, al
establecer estos elementos, les otorgó una manera de ser en el mundo del derecho, es decir, un
régimen jurídico. Estos elementos mencionados –órgano, competencia y procedimiento–
integran un verdadero sistema funcional (ver infra, § 54), un compuesto que determina un
régimen jurídico propio para cada función. Así tendremos el régimen jurídico de la función
legislativa, el de la función ejecutiva y el de la función judicial, plenamente diferenciados entre
sí.
La actividad es un concepto que describe el resultado material de una conducta –crear la norma,
aplicarla en la gestión de los asuntos públicos y en la resolución de los conflictos– y que se
“juridiza” cuando es considerada en el seno de la función a que pertenece, es decir, adquiere
consideración jurídica (régimen, efectos, etc.) de manera instantánea y conforme al régimen
jurídico de la función dentro de la cual dicha actividad es ejercida.
Consecuentemente, en el seno de cada función, por tanto, con el régimen jurídico propio de
cada función, se ejercen las actividades legislativas o normativas, las ejecutivas y
administrativas y las jurisdiccionales o de resolución de “causas adversariales”.
Por lo expuesto, la función ejecutiva es la que pertenece al órgano ejecutivo y al complejo
orgánico –Administración Pública– que se le subordina 45.

§51. SITUACIÓN DEL PRESIDENTE DE LA NACIÓN. LA FUNCIÓN PRESIDENCIAL


O FUNCIÓN DE JEFATURA

El derecho público, tan influido por una realidad sustancialmente dinámica como la política o
arte de la conducción comunitaria, no es el mejor lugar para ensayar categorías institucionales
con pretensión abarcativa de la totalidad de la realidad de las mismas instituciones.
Así, el concepto antes explicado de función ejecutiva o administrativa, si bien alcanza
satisfactoriamente para explicar el fenómeno jurídico de la Administración Pública, es
insuficiente para encuadrar a la totalidad de las funciones y actividades desplegadas por el
Presidente de la Nación 46.
Si recorremos el elenco de competencias que el art. 99 de la Constitución –con sus normas
complementarias, como la del art. 76– le otorga al Presidente, veremos que pocas de ellas
suponen, estrictamente, actividad administrativa, legislativa o juridiccional, ni tampoco puede
insertarse en la idea de la función sometida al derecho administrativo, con incidencia, por
analogía o suplencia, del régimen propio de la actividad.
Así, por ejemplo, el caso de los decretos o reglamentos ejecutivos (art. 99, inc. 2º), que son un
complemento necesario o conveniente de la ley que reglamentan y sobre los cuales no puede
predicarse la necesidad del cumplimiento de los requisitos del art. 7º de la Ley de
Procedimientos Administrativos, que determina los elementos sustanciales del acto
administrativo, tanto particular como general.
Los decretos ejecutivos, en definitiva y sin perjuicio del requisito del refrendo ministerial,
emanan de la exclusiva autoridad del Presidente en el despliegue de una actividad
absolutamente discrecional, salvo el sometimiento a la ley que reglamentan y al resto del
ordenamiento jurídico que los supera en jerarquía. Pero todas las decisiones jurídicas –con
efectos jurídicos– del Estado se encuentran sometidas al ordenamiento jurídico de superior
jerarquía. Lo que se quiere decir es que la sanción de estos mal denominados reglamentos –
que es actividad materialmente legislativa o normativa– no puede ser incluida dentro de la
categoría de la función administrativa ni, mucho menos, dentro de la función legislativa que se
somete al régimen jurídico propio del Congreso (p. ej., el requisito general del procedimiento
bicameral) 47.
Lo mismo corresponde decir acerca de los decretos de promulgación, total o parcial, de los
proyectos de ley (arts. 80 y 99, inc. 3º) o del veto, también total o parcial 48, o, mucho más, de la
sanción de decretos de necesidad y urgencia (art. 99, inc. 3º) o de los decretos de legislación
delegada (art. 76).
No encaja tampoco exactamente en la noción de función administrativa la competencia para el
nombramiento de los magistrados judiciales (99, inc. 4º), el indulto y conmutación de penas (99,
inc. 5º), la prórroga de las sesiones ordinarias del Congreso o la convocatoria a sesiones
extraordinarias (99, inc. 9), su participación en la celebración de tratados y concordatos (99, inc.
11) y otros actos vinculados con la política exterior del país, el comando en jefe de todos las
fuerzas armadas de la Nación (99, inc. 12), la declaración de guerra y represalias (99, inc. 15), la
declaración del estado de sitio (99, inc. 16), la declaración de la intervención federal a una
provincia o a la Ciudad de Buenos Aires (99, inc. 20). Ninguno de los entes nombrados puede
calificarse como actividad materialmente administrativa, o legislativa –aunque, corresponde
aclarar, es actividad normativa la celebración de tratados y concordatos, junto con el Congreso–
ni mucho menos como actividad materialmente jurisdiccional.
Se trata de la función presidencial, que también podemos denominar función de jefatura
suprema, calificación que en nuestro sistema presidencialista tiene un valor de especialísima
importancia. Es decir, nos estamos refiriendo a la función que le corresponde al Presidente de
la Nación, resultante de sus “atribuciones” como “jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno
y responsable político de la administración general del país”, para seguir la terminología del
art. 99, inc. 1º, de la Constitución nacional.
En este caso, la función comprende actividades materialmente legislativas y otras que podemos
denominar de conducción superior del Estado –que contempla al Presidente como jefe supremo
de la Nación– con un régimen jurídico exclusivamente de derecho constitucional. Volveremos
sobre estos temas infra, caps. VIII, IX y X, al analizar las competencias estrictamente
legislativas del Presidente en el cap. XI (§ 149) y especialmente en el tomo segundo.

§52. EL DERECHO ADMINISTRATIVO

a) DERECHO Y FUNCIÓN.—Por lo expuesto en el parágrafo anterior, es posible recomponer


la cuestionada ecuación Administración Pública-derecho administrativo, si bien refiriéndola al
concepto jurídico de “función administrativa”, superando el ámbito estrecho y confuso de la
actividad material 49.
De esta manera, el derecho administrativo es la rama del derecho público que regula el
ejercicio externo e interno de la función administrativa o ejecutiva 50, es decir, la asignada por
la Constitución nacional al órgano por ella creado para ejercerla y que denomina “Poder
Ejecutivo”. Por lo expuesto en el parágrafo anterior, es posible afirmar que la que hemos
denominado “función presidencial” es materia propia del derecho constitucional, sin perjuicio
de que ciertos institutos que la componen deban también ser examinados por el derecho
administrativo –como por ejemplo los “decretos de necesidad y urgencia”– tanto por razones
históricas y tradicionales como por su asentamiento subjetivo en la persona del Presidente de
la Nación, que es también el vértice jerárquico de todas las Administraciones Públicas.
Como ejercicio externo de la función ejecutiva –que también podemos denominar función
administrativa, teniendo en cuenta que el Poder Ejecutivo ejerce sus competencias funcionales
con el auxilio de la Administración Pública– se entiende el que vincula jurídicamente a la
Administración con los administrados, ya sea que estos actúen como meros administrados o
bien como partícipes de la gestión de cometidos concretos inherentes a la función
administrativa, en los supuestos de cogestión y autoadministración (ver infra, t. 2) que hemos
denominado como “delegación transestructural de cometidos”.
En este supuesto (ejercicio externo) la función administrativa se refleja en el establecimiento
directo de relaciones jurídicas regidas por la virtud de la justicia distributiva, o bien –en el
instituto de la policía y de la regulación administrativa en general– de la justicia legal, general o
del bien común.
El ejercicio interno de la función administrativa, en cambio, no supone relaciones jurídicas con
los administrados, si bien está al servicio de la justicia distributiva: se trata de las normas
relativas a la organización interna de la Administración Pública, centralizada y descentralizada,
al servicio del funcionariado público (sin perjuicio de que el régimen de los derechos y deberes
del funcionario público haga a la función administrativa externa) y la actividad interorgánica e
interadministrativa 51.
Claro está que todo el régimen jurídico de la función administrativa interna sirve para hacer más
apto el complejo orgánico Administración Pública, con vista a sus relaciones jurídicas con los
administrados. De aquí su vinculación mediata (desde este punto de vista, ya que globalmente
considerados se encuentran al servicio directo e inmediato del bien común, como toda la
actividad del Estado) con la justicia distributiva 52.
Por consiguiente, el derecho administrativo resultará aplicable a todo el ámbito de ejercicio de
la función ejecutiva o administrativa, incluyendo, claro está, la actividad materialmente
legislativa y materialmente jurisdiccional llevada a cabo por la Administración Pública.
En estos últimos supuestos, el derecho administrativo será el régimen jurídico aplicable, sin
perjuicio de la utilización ocasional de normas del llamado “derecho parlamentario” o del
“derecho procesal” cuando, frente a la ausencia de disposiciones del derecho administrativo,
resulte pertinente recurrir, en forma supletoria (de encontrarse autorizado) o analógica, a las
normas de aquellas otras dos ramas del derecho público que más se correspondan con la
materialidad jurígena de la actividad en cuestión.
Así, por ejemplo, el reglamento administrativo (acto materialmente legislativo, desde el punto
de vista contemplado en este capítulo) adquiere eficacia a partir de su publicación, según lo
dispone el art. 11 de la ley 19.549 (Ley de Procedimientos Administrativos, LPA), pero siempre
conforme al régimen regulado en los arts. 1º, 2º, y especialmente 3º, del Cód. Civil, para las
leyes, aplicando el método de la analogía. Asimismo, el reglamento se encuentra regido por el
art. 7º, LPA, que establece el elenco de los elementos esenciales del acto, generando un cuerpo
de causales de revisión ajeno al aplicable en los casos de las leyes del Congreso, sin perjuicio de
la posibilidad de cuestionar la validez del reglamento en la propia sede de la Administración
(art. 24, LPA) o condiciones de admisibilidad de la acción judicial revisora del reglamento,
regímenes también desconocidos para los casos de impugnación de leyes. En consecuencia, el
reglamento emana de la Administración en ejercicio de la actividad materialmente legislativa,
pero se encuentra sometido al régimen jurídico de la función administrativa 53. Lo mismo
ocurre con los procedimientos, por ejemplo, recursivos o impugnatorios, que se tramitan ante la
Administración cuestionando la validez de actos administrativos. Al respecto, el art. 106 del
Reglamento de Procedimientos Administrativos (RPA) establece: “El Código Procesal Civil y
Comercial de la Nación será aplicable supletoriamente para resolver cuestiones no previstas
expresamente y en tanto no fuere incompatible con el régimen establecido por la Ley de
Procedimientos Administrativos y por este reglamento”, es decir que es posible aplicar a la
actividad materialmente jurisdiccional de la Administración normas del derecho procesal
(judicial) pero siempre dentro del marco de la función ejecutiva o administrativa.
Lo mismo, con sentido inverso, cabe afirmar respecto de las actividades materialmente
legislativas y administrativas emanadas del órgano judicial 54, es decir, en el marco de la función judicial, y de las
actividades materialmente administrativas y jurisdiccionales emanadas del órgano legislativo,
en ejercicio de la función legislativa.
Siempre será primero aplicable el régimen jurídico de la función al que pertenece el órgano
actuante, y sólo supletoria o analógicamente el régimen jurídico de la función con la que la
actividad material en cuestión se identifica más naturalmente (v. gr., al procedimiento
administrativo, aun de materialidad jurisdiccional, se le aplicará el régimen jurídico de la
función administrativa, aunque supletoria o analógicamente podrá aplicársele el régimen
jurídico de la función judicial, que identifica a la actividad materialmente jurisdiccional).

b) EL CASO “NICOSIA”.—Esta situación la advirtió, con meridiana claridad, nuestra Corte
Suprema de Justicia, en la causa “Nicosia, Alberto Oscar”, Fallos, 316:2940, del 9 de diciembre
de 1993, en una decisión unánime de gran riqueza doctrinal.
Se trató de la revisión, por parte de la Corte, de la decisión arribada por la Cámara de Senadores
en el proceso de “juicio político” a un juez de la Nación, en aquel momento anterior a la
reforma constitucional de competencia exclusiva del Senado, según el modelo del impeachment
norteamericano 55. La revisión fue impulsada por Nicosia alegando la violación, por parte del
Senado, de la garantía adjetiva del debido proceso.
La Corte advirtió que el procedimiento del juicio político es de naturaleza política, propia de la
que aquí denominamos “función legislativa”, y por lo tanto, en principio no justiciable 56. Así
lo destacó el voto concurrente de Moliné O’Connor: “El juzgamiento que debe llevar a cabo el
Senado no se identifica con las funciones que competen a los tribunales judiciales, pues es de
naturaleza política”. Sin embargo, no puede negarse la presencia de la actividad materialmente
jurisdiccional, ya que no deja de existir en el caso una “causa o controversia” en los términos
del art. 116 de la Constitución, ya que la Cámara de Diputados acusa, el acusado debe
defenderse y el Senado actúa como “juez” de la causa.
Hay “juicio”, en el sentido material del término, con significativos efectos jurídicos, ya que
como lo señaló el voto mayoritario en “Nicosia”: “Juicio e inviolabilidad de la defensa se
encuentran eslabonados tan inescindiblemente que su enlace en el art. 18 de la Constitución se
proyecta con necesidad al juicio del que habla el art. 45 [actual art. 53], esto es, el llamado
juicio político”.
En consecuencia, la Corte decide aproximarse al caso en dos planos. Primero parte del
reconocimiento de que se encuentra dentro del régimen de la función legislativa, regida por el
derecho constitucional y por los reglamentos de las Cámaras o del Congreso en conjunto. “Lo
atinente a la interpretación de la Constitución en orden a las causales de destitución por juicio
político y la apreciación de los hechos materia de acusación (. . .) conforman ámbitos
depositados por la Ley Fundamental en el exclusivo y definitivo juicio del Senado, no revisables
judicialmente”. Pero el segundo nivel de aproximación no puede evitar el reconocimiento de
la naturaleza jurisdiccional de la actividad llevada cabo por el Senado en cumplimiento de lo
dispuesto por el art. 53 de la Constitución. Y así la mayoría afirma: “Del carácter no
justiciable de la decisión sobre el fondo del juicio político no es dable inferir que análoga
condición invista todo lo atinente a los recaudos impuestos por la Constitución nacional para el
ejercicio de esa atribución, mayormente cuando, por ser la regla el control judicial (arts. 31 y
100 –actual 116– de la Ley Fundamental) toda excepción exige una interpretación cuidadosa y
restrictiva”.
Si bien, entonces, “La Constitución nacional ha conferido al juicio político una naturaleza que
no debe necesariamente, guardar apego estricto a las formas que rodean al trámite y decisión de
las controversias ante el Poder Judicial”, ya que no estamos en presencia de la función judicial y
su régimen jurídico, lo cierto es que “igualmente, debe observar requisitos que hacen a la
esencia y validez de todo juicio, en el caso el de defensa, inexcusablemente inviolable”. Esta
afirmación encuentra su lógica en que, en el supuesto condiderado, efectivamente estamos
frente a la actividad jurisdiccional ejercida en el seno de la función legislativa, por el órgano
designado por la Constitución, con su competencia definida por esta, y que debe actuar de
acuerdo al procedimiento propio, sin perjuicio de que deba aplicar o respetar las garantías
connaturales a toda actividad jurisdiccional, y donde la intervención revisora de los jueces se
encuentra limitada a “asegurar que el Senado se ajuste a un mínimo conjunto de estándares de
procedimiento en la conducción de los juicios políticos”, como darle oportunidad al imputado
de conocer la causa por la que se le acusa, ofrecer y producir prueba 57. La falta de respeto a
estos requisitos debe ser demostrada estrictamente por el apelante para habilitar la revisión
judicial, que justifique el salto excepcional desde el régimen jurídico propio del órgano
constitucional, es decir el régimen jurídico de la función legislativa, al régimen jurídico
adecuado a la actividad material –en el caso, jurisdiccional– efectivamente ejercida.

§126. LA “FUNCIÓN PRESIDENCIAL” COMO DESLINDE DE LA NATURALEZA


JURÍDICA DE LAS NORMAS DE CONTENIDO LEGISLATIVO Y DE LOS
REGLAMENTOS ADMINISTRATIVOS

Como ya hemos anticipado, los decretos de promulgación, total o parcial, de proyectos de ley,
los decretos de necesidad y urgencia, los decretos de legislación delegada y los decretos
ejecutivos, integran el ámbito de competencia perteneciente a la “función presidencial”; no
corresponden a la “función administrativa”.
Por esta razón, ninguno de aquellos actos normativos puede ser calificados como reglamentos
administrativos, categoría que debe quedar circunscripta a los denominados “reglamentos
autónomos” y al resto de normas generales y abstractas emanadas de las autoridades
administrativas con contenido obligacional para el resto de la estructura orgánica que se le
subordina, como es el caso de las instrucciones, circulares, órdenes generales, etc., según lo
analizaremos en el capítulo siguiente.
Este deslinde en la naturaleza jurídica tiene importantes consecuencias. Las normas
presidenciales fruto del ejercicio de la función presidencial, si bien son fuente material del
derecho administrativo, no se encuentran regidas por esta rama del derecho público, sino por el
derecho constitucional. Por ello, aquellas normas de contenido legislativo no se encuentran
alcanzadas por la Ley de Procedimientos Administrativos 19.549, especialmente por la
exigencia de contener los elementos esenciales enumerados en su art. 7º 15, o las condiciones de
impugnabilidad del art. 24 y concordantes de la misma ley, y otros requisitos sustanciales y
adjetivos que resulten del régimen del procedimiento administrativo.
En el marco del ejercicio de la “función presidencial”, el Presidente de la Nación goza de un
grado de discrecionalidad tan alto, o apenas inferior, que el que le corresponde al Congreso. 
Veta o promulga, sólo guiado por criterios de oportunidad. Lo mismo con respecto a la
promulgación parcial, mientras no altere el “espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por
el Congreso” (art. 80, Const. nac.). Sanciona decretos de necesidad y urgencia, salvo con
relación a las materias excluidas, definiendo por sí y ante sí la existencia de tal “necesidad y
urgencia” como también el contenido material del decreto en cuestión; cumple con la
delegación decidida por el Congreso, con el exclusivo límite de someterse al tiempo y a las
bases de la delegación; reglamenta las leyes, cuidando sólo de no alterar su espíritu.
Es cierto que, como veremos, los reglamentos autónomos también son emitidos en ejercicio de
competencias discrecionales. Pero la diferencia radica en que esta discrecionalidad se
encuentra limitada por el régimen del art. 7º, LPA, pues no es la discrecionalidad del legislador,
sino la más reducida del administrador.
En cambio, cuando el Presidente emite normas en cumplimiento de la función presidencial, se
desempeña con la discrecionalidad del legislador. Esto lo decimos sólo a título de
comparación expositiva, ya que en realidad, en estos casos, el Presidente actúa ejerciendo la
competencia discrecional que le corresponde como “jefe supremo de la Nación”. Es decir,
“no toma prestadas” competencias discrecionales del legislador, sino que ejerce las suyas
propias, nacidas de la Constitución, en una conducta absolutamente válida, carente de cualquier
reproche. Si la Constitución le otorga la autoridad –competencia– el único reproche que
cabría, y muy severo, sería en el caso en que, debiendo ejercer sus competencias, el Presidente
no lo hiciera. Es decir, el reproche por la falta de liderazgo y no por el uso de ese liderazgo
que le confirió la Constitución.

§127. LA REVISIÓN JUDICIAL DE LAS NORMAS EMANADAS DE LA FUNCIÓN


PRESIDENCIAL. LA LIMITADA DISCRECIONALIDAD JUDICIAL

Las consideraciones precedentes nos ayudarán a abordar el tema del acápite con bases, creemos,
más solidas. Sin duda, tiene que ser diferente la aproximación a la cuestión de la revisión
judicial si nos encontramos frente a una actividad funcionalmente administrativa, con
discrecionalidad limitada, de la que corresponde ante una actividad de amplia discrecionalidad,
comparable a la del legislador.
Para analizar esta cuestión debemos suponer, antes que nada, que se encuentran cumplidos los
requisitos del art. 116 de la Constitución relativos a la habilitación de la jurisdicción o
competencia judicial: la existencia de una causa o controversia, con partes legitimadas que
puedan invocar un derecho propio y de contenido adversarial recíproco, fundado en normas
del ordenamiento (ver tomo 2 de esta obra).
Nos interesa ahora detenernos en este último aspecto: las partes invocan un derecho propio
fundado en normas del ordenamiento. Profundizaremos esta cuestión en el próximo volumen,
pero es necesario adelantar algunas consideraciones.
Para el Poder Judicial, salvo excepciones (en materia penal; para proteger su propia
independencia), el ordenamiento prevé limitados supuestos de habilitación de su
competencia. En realidad, conceptualmente, el ordenamiento brinda sólo uno, el supuesto de
“causa”, “litigio”, “controversia”; un pleito donde las partes contrarias invocan, cada una frente
a la otra, un derecho propio y recíprocamente contradictorio. Estos derechos adversariales
deben encontrarse reconocidos en alguna norma del ordenamiento 16, ya que el juez, para
resolver la causa –y sin perjuicio de las creaciones pretorianas que, en definitiva, son
interpretaciones de un conjunto de normas existentes, como también de las distintas especies de
interpretación judicial y sus efectos– debe hacer coincidir hechos alegados y probados con
normas existentes. El juez goza, desde este punto de vista, de una discrecionalidad limitada,
sólo excepcionalmente creadora de normas originarias.
Entonces el “litigante” debe estar en condiciones de sostener ante el juez que él tiene “derecho a
. . .” o “derecho de . . .”, ya sea en sentido activo o pasivo (p. ej., “derecho a que Juan –haga/no
haga– tal cosa”) fundado en las circunstancias y en el ordenamiento. Es decir, debe poder
ejercer ante el juez una “acción” admitida por el ordenamiento. Si no puede realizar esta
fundamentación, su pretensión –la acción ejercida– será desestimada, ya sea porque su
contraparte sí puede sostener exitosamente estas razones o, simplemente, porque no habrá
“causa judicial” en los términos del art. 116 de la Constitución; es decir, el juez no tendrá
habilitada su competencia.
En general –y más allá de los problemas de legitimación subjetiva, que por ahora no nos
interesan– nadie tiene derecho a la existencia de determinadas normas, o a que el órgano
generador de la norma se abstenga de producirlas. Se tiene derecho, en cambio, a que las
normas inferiores respeten, en su contenido, los requisitos de las normas superiores, de las que
son meras reglamentaciones: si la Constitución garantiza el derecho a ejercer industria lícita,
una ley no puede impedirlo en el caso concreto de Juan, a menos que el Estado pueda invocar
un interés sustancial en hacerlo. Si la norma de superior jerarquía le otorga o reconoce un
derecho a Juan –siempre estamos pensando en supuestos absolutamente concretos, de lo
contrario, y por definición, no habrá “causa”– la norma de inferior jerarquía no puede, en
principio, negárselo.
En estos casos, Juan puede alegar un derecho propio fundado en una norma del ordenamiento,
lo que no ocurre si pretendiese obligar al Congreso a sancionar un determinado proyecto de ley,
o a no sancionarlo, o lo mismo con respecto al Presidente, frente a los distintos tipos de normas
que este puede sancionar.
El punto es que, cuando existe una norma superior que obliga al creador de la norma inferior a
actuar de una determinada manera, dentro de los límites estrictos de esa determinada manera el
creador de la norma inferior se encuentra ejerciendo una actividad reglada, esto es, sometida a
normas. Si Juan ve agraviado su derecho por la falta de acatamiento de la “regla”, entonces
Juan puede accionar, ejercer una pretensión ante el juez, quien tendrá así habilitada su
competencia, ya que le “corresponde (. . .) el conocimiento y decisión de todas las causas que
versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación (. . .) y por los
tratados con las naciones extranjeras”, es decir, casos regidos por reglas o normas del
ordenamiento.
Si no existe una norma superior que, para lo que a Juan interesa, obligue al creador de la norma
inferior a actuar de una determinada manera, dejándole, en cambio, elegir –ya sea el
instrumento o el contenido, o ambos–, la acción del creador de la norma inferior será, por lo
menos para Juan, discrecional 17. Juan carecerá de acción, y el juez no tendrá habilitada su
competencia. No habrá “causa”, según la exigencia del art. 116 de la Constitución.
No sólo Juan, en estos casos, “no tiene derecho”, sino que, reiteramos, los jueces carecen de
competencia. Si la tuvieran, nuestra Constitución sería distinta, y los jueces serían legisladores
o superlegisladores. La nuestra sería una república aristocrática, donde la actuación de los
órganos representativos del pueblo se encontraría supervisada por un grupo de notables, de
sabios, carentes de responsabilidad política que, a su exclusivo criterio, decidirían,
precisamente, las cuestiones políticas, desde las más simples a las más complejas. No es este
nuestro sistema constitucional.
A partir de estos supuestos básicos, corresponde analizar la cuestión según el tipo de norma, sin
perjuicio de la existencia de aspectos comunes, según veremos.

§149. LOS NIVELES DE LAS COMPETENCIAS DISCRECIONALES. FUNCIÓN


PRESIDENCIAL Y FUNCIÓN ADMINISTRATIVA

A modo de recapitulación de lo expuesto a partir del cap. VII, debemos recordar que el Estado –
a través de la totalidad de sus órganos con competencias decisorias– se expresa produciendo
normas jurídicas, en el sentido de que todas sus decisiones ingresan en el ordenamiento
normativo, modificándolo.
La cuestión es desentrañar, aislar y conectar sistémicamente, el valor y efectos de las distintas
normas, especialmente según sus fuentes orgánicas de producción.
Hay aquí diversos elementos que deben ser analizados y correlacionados. El primero de ellos
es el procedimiento. Toda la actividad normativa estatal responde a un procedimiento,
teniendo en cuenta que dicho elemento se vincula necesaria-

mente, aunque no indispensablemente 86, con la corrección del resultado a lograr.


Salvo la constitución originaria, donde el constituyente podría darse a sí mismo el
procedimiento de actuación –pensemos en la constitución resultante de un movimiento
revolucionario– todas las restantes normas del ordenamiento deben ser generadas conforme a un
determinado procedimiento de elaboración, el que condiciona su validez. El procedimiento
fijado, siempre por una norma anterior y de mayor jerarquía, podrá ser más o menos riguroso,
más o menos detallado, pero siempre, siquiera mínimamente, existe. Porque existe, puede ser
controlado, y de aquí que el órgano de control que se establezca –generalmente judicial o de
tipo judicial– podrá evaluar la validez de la norma producida con relación a su fidelidad de cara
al procedimiento preestablecido.
Existe entonces el principio de la sujeción al procedimiento fijado para la producción de la
norma, como un elemento reglado de toda decisión estatal.
Respetado este principio, nos encontramos con otro dato de trascendental importancia, supuesta
ya la división de la competencia de creación normativa en distintos órganos especializados.  
Todos los órganos gozan de discrecionalidad en la definición del contenido de la norma, pero
en distintos grados. Por discrecionalidad –y sin perjuicio de que le dedicaremos a este tema un
tratamiento especial en el próximo volumen– entendemos el poder de opción de que goza el
órgano a los efectos de definir el contenido de la norma y el objetivo o finalidad a cumplir con
ella.
El constituyente original goza de una casi absoluta discrecionalidad, sólo limitada por las
exigencias del derecho natural –cuyo poder de sanción sólo es advertible en el largo plazo 87– y
por la situación internacional, que difícilmente autorizaría sistemas fundados en el
desconocimiento de los derechos fundamentales.
También, en nuestro sistema, se encuentra en el mismo plano el “preconstituyente” derivado, es
decir, el Congreso, cuando sanciona la ley declarativa de la necesidad de la reforma
constitucional.
El constituyente derivado goza de un grado menor de discrecionalidad, ya que está sometido a
los límites impuestos por la ley declarativa de la necesidad de la reforma.
En ciertos aspectos en el mismo plano que el constituyente –original o derivado– o en un plano
inmediatamente inferior, sometidos a los principios de derecho público fijados por la Consti-
tución, encontramos al Presidente y al Congreso cuando producen el acto complejo federal de
“creación” –por acuerdo con otros estados “soberanos”– de una norma de derecho internacional.
Un caso especial es el del legislador comunitario, en la generación del derecho de la integración
derivado 88. Frente a las normas fundacionales –tratados– el legislador comunitario tiene el
mismo grado de discrecionalidad que el que le corresponde al legislador nacional con respecto a
la Constitución, pero con relación a las normas puramente nacionales, las normas del derecho
derivado gozan de absoluta discrecionalidad, sólo limitada por los tratados fundacionales y por
los principios de derecho público constitucionales, especialmente los vinculados con la
protección de los derechos fundamentales.
El legislador nacional goza de un grado menor de discrecionalidad, aunque en sí mismo muy
fuerte. Esa discrecionalidad se encuentra sometida a la Constitución, que en general establece
principios cuya aplicación a las circunstancias concretas puede admitir diversas opciones
razonables, a los tratados y al derecho de la integración derivado. Los primeros pueden
contener normas de “límites abiertos” –es decir, principios, como en el caso de la Constitución–
o regulaciones más detalladas –que es el caso habitual de las normas de la integración
derivadas– con un poder más vinculante –de mayor fuerza reglada para el legislador– con
respecto a la ley.
En la misma situación que la correspondiente a la discrecionalidad del legislador se encuentra –
aunque con matices y variantes– el Presidente cuando ejerce la que hemos aislado como
“función presidencial”.
Aquí, el Presidente goza de un alto grado de discrecionalidad, cuando sanciona decretos de
necesidad y urgencia –salvo con respecto a las materias prohibidas 89– tanto con respecto a la
apreciación de las causales justificantes como con relación al contenido de la norma. También
en el caso de los decretos delegados, ya sea, mediando la delegación, para llevarla o no a la
práctica o con relación al contenido de la norma, sujeta al tiempo y a las bases de la delegación,
normalmente de límites más abiertos que los mismos principios constitucionales.
Los actos de gobierno o institucionales –que también pueden emanar de los colaboradores
políticos del Presidente, dotados de competencia para ello– denotan, asimismo, un alto grado de
discrecionalidad, aun mayor que el existente para el caso de los decretos de necesidad y
urgencia y de los decretos delegados, al menos en cuanto no se encuentran vinculados a
exigencias justificantes, tiempos autorizados, bases a respetar y a procedimientos específicos de
revisión por el Congreso.
Lo mismo cabe señalar con relación a las instrucciones presidenciales del art. 99, inc. 2º, de la
Constitución nacional, o frente a la promulgación expresa de la ley, o su veto, total o parcial, o
la promulgación parcial de las leyes, aunque, en este último caso, siempre que se respete el
sistema de la ley promulgada parcialmente.
Los decretos ejecutivos reglamentarios de las leyes tienen una situación especial. Son
complementarios de las leyes que reglamentan y de aquí que, por un lado, gocen de una alta
discrecionalidad en la elección de las opciones reglamentarias, pero, por otro, se encuentran
sometidos al respeto del sistema inteligible contenido en la ley reglamentada.
A partir de aquí bajamos un importante escalón cualitativo. Dejamos la función presidencial
para adentrarnos en la función administrativa. Los reglamentos e instrucciones administrati-
vas gozan de discrecionalidad, pero, en la medida que se trata de normas estrictamente
secundarias 90, deben someterse al resto del ordenamiento y, dentro de él, a las exigencias
estructurales contenidas en el art. 7º, LPA, lo que impone una importante limitación de la
discrecionalidad del órgano, especialmente en cuanto a la definición de la finalidad a perseguir
con la decisión a tomar.
Se trata, entonces, de una discrecionalidad restringida, que permite el control de la estructura o
construcción de la decisión, aunque no de su contenido, siempre que este refleje un resultado
razonablemente esperado a partir de, o contenido como razonablemente posible en, aquella
construcción estructural.
Los actos administrativos –y los contratos, en tanto que resultan de un complejo de actos
administrativos “coligados”– pueden ser reglados o discrecionales. En el primer caso, cuando
una norma de superior jerarquía determina con la mayor precisión posible los hechos a
considerar y la consecuencia jurídica que obligatoriamente debe seguirse ante esos hechos, el
órgano decisor goza de la misma discrecionalidad que la atribuida a los jueces 91, ya sea en la
interpretación razonable de los hechos, o de la prueba de estos, y también del sentido de  la
norma en su aplicación al caso. En otros casos –cuando no existe una norma de superior
jerarquía con el contenido antes indicado– el acto será discrecional, con los mismos alcances, a
estos efectos, que los reglamentos administrativos o “autónomos”, aunque sometidos al
principio de la “inderogabilidad singular de los reglamentos”.
La discrecionalidad otorgada al órgano se encuentra en una habitual –aunque no indispensable–
relación con su grado de representatividad democrática, lo que supone la aplicación de un
procedimiento decisor de contenido participativo 92. A mayor representatividad y proceso
democrático en la toma de decisión, mayor discrecionalidad. Pero también, mayor jerarquía
de la norma dentro del ordenamiento.
Así entonces, la norma para cuya creación el órgano goce de mayor discrecionalidad, podemos
decir, democrática, tendrá la fuerza rectora o de orientación de la coherencia del sistema
normativo, ya que las normas de menor discrecionalidad, y entonces, de menor jerarquía,
deberán someterse a aquellas. Estas últimas son las que imponen la dirección coherente del
ordenamiento.
Hemos tejido así una relación entre discrecionalidad, órgano y jerarquía de la norma. 
Debemos agregar el elemento o dato del control.
Cuanto mayor sea el contenido discrecional de la norma, mayor el grado de representatividad
democrática del órgano emisor y, por ende, mayor su jerarquía, menor será el control que
sobre ella ejercerán los órganos controlantes que el ordenamiento establezca a estos efectos.
En el sistema de checks and balances los controles son, en general, cruzados. De todas formas
el control estrictamente normativo ha sido confiado al Presidente, en el veto, al Congreso, para
los decretos de necesidad y urgencia, los delegados y la promulgación parcial de las leyes, y, en
general, al Poder Judicial.
El control general que el Poder Judicial realiza sólo puede llevarse a cabo en “causas
adversariales” y conjuntamente con lo último, según el grado de discrecionalidad de la decisión,
representatividad democrática del órgano decisor, y jerarquía de la norma decidida. No es un
control absoluto. Por el contrario, es relativo en función de la discrecionalidad ejercida,
mediando competencia para ello.
Así, sólo es controlable el elemento reglado de la decisión –por ejemplo, la conformidad de la
reforma de la Constitución con la correspondiente ley declarativa de la necesidad de aquella
reforma–; la competencia del órgano –convención constituyente convocada por la ley
declarativa–; el procedimiento –quórum, deliberación, decisión mayoritaria, según las reglas
establecidas– y la razonabilidad de la opción decisoria arribada, si es que existiese norma
superior que otorgara una clara orientación en este sentido. No es controlable judicialmente lo
que no se encuentra fijado, definido, por una norma de superior jerarquía de la decisión en
cuestión, y siempre que afecte los derechos propios y personales de alguien que necesite la
revisión de tal decisión para la protección y afirmación de su derecho.
En consecuencia, el control judicial debe encontrarse acompasado al grado de discrecionalidad
de la decisión, siempre recordando un principio fundamental: los jueces carecen de competencia
constitucional para sustituir con su propia discreción a la decisión discrecional del órgano
emisor de la norma 93. En el próximo volumen profundizaremos el análisis de la cuestión de la
discrecionalidad, como elemento fundamental en la consideración de la relación jurídica
administrativa.

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