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Laberinto de principios 29-04-20 12:29

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Análisis Jurídico | Regulatorio económico | Artículo 1 de 1

Laberinto de principios
“…Esos buenos propósitos no pueden autorizar al uso de principios como reglas y menos
para alterar el texto expreso de la ley. Esa es una decisión del Congreso, no del contralor
ni de la Corte, porque normalizar el uso de principios como normas de Derecho
Administrativo es al final del día un riesgo para la democracia y para el sistema de
distribución de competencias de la Constitución…”
Miércoles, 29 de abril de 2020 a las 11:39

Luis Cordero

¿Puede la construcción de un principio alterar el texto expreso de una noma


legal aplicable en el Derecho Administrativo? Este es quizás uno de los temas
centrales que ha estado atravesando intensamente la literatura legal y la
jurisprudencia nacional desde hace cerca de 30 años (Vid. Carbonell, Letelier y
Coloma [coord.] 2011), pero que forma parte de los debates del Derecho
Administrativo comparado desde la segunda parte del siglo XIX, especialmente
por el rol que cumple el principio de legalidad en la asignación de competencias
y potestades públicas, así como la intensidad de la reserva de ley establecida

Luis Cordero
por la Constitución en determinados casos para el funcionamiento de la
Administración. Esto explica, como ha señalado Ortega, que “la doctrina se
Ver más muestra más proclive a aceptar el papel de los principios como reglas de control
de la actividad administrativa en garantía de los derechos individuales de los
ciudadanos que como reglas habilitadoras de intervención a favor de los
intereses generales” (2005, p.1963).

Pero el punto ya no es qué principio elige el juez para dar solución a un asunto en donde estén en juego los
derechos fundamentales, el tema es si puede la construcción de uno de estos, especialmente por parte de la
jurisprudencia administrativa de la Contraloría, transformarse en un medio de regulación normativa directa
susceptible de ser invocado por la Corte para decidir un determinado asunto. El tema no es trivial en nuestro
medio, donde los dictámenes de Contraloría son jurisprudencia con fuerza vinculante por mandato de la ley
para la Administración Pública (Cordero Vega, 2010; De La Cruz, 2019).

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Por tal motivo, un caso decidido este mes por la Corte Suprema (SCS 3.4.2020, rol 38853-2019, asunto
“Cáceres Rivera”) tiene tanta relevancia para explicar el laberinto en el cual nos encontramos y que en el
tiempo solo se ha ido profundizando. En él se discutía si la remoción de un funcionario de Contraloría, que
según la ley tiene el carácter de exclusiva confianza, podía ser desvinculado solo en base a dicha condición.
La Corte señaló que, dado que el afectado había sido renovado en su empleo por más de cinco años
sucesivos, le había generado la “confianza legítima de mantenerse vinculado con el órgano de control”, de
modo que solo podía ser removido por sumario administrativo o calificación deficiente. Para llegar a esa
conclusión, la Corte indicó que el organismo contralor no había respetado su propia jurisprudencia al no
cumplir con las exigencias que ella le impuso a la totalidad de la Administración Pública para casos similares
en el dictamen Nº 6400, de 2018.

Esa tesis no es para nada trivial, pues el texto de la ley orgánica de la Contraloría explícitamente señala, tras
una polémica reforma de 1981, que “los demás empleados de la Contraloría serán de la exclusiva confianza
del contralor, quien podrá nombrarlos, promoverlos y removerlos con entera independencia de toda otra
autoridad” (art. 3). El contralor había sostenido que un cargo de confianza es de libre designación y remoción
de la autoridad que tiene el poder de nombramiento, pero la Corte respondió afirmando que la citada regla “no
otorga al recurrido poderes omnímodos para decidir acerca de la remoción de los funcionarios que prestan
servicios en la Contraloría al margen de la ley” (c.7).

Este caso es la demostración del momento en que nos encontramos, en donde el texto de la ley pareciera ser
meramente una referencia frente al cual la Contraloría o la Corte pueden prescindir por momentos a simple
conveniencia. He ahí el riesgo que nos encontramos si no observamos el problema críticamente.

¿Cómo llegamos hasta acá? El origen, en mi opinión, está en la polémica doctrina de la Contraloría de 2016
(Dictamen Nº 22.766), en virtud de la cual, sobre la base del “principio de la confianza legítima”, señaló que si
una persona había tenido al menos dos renovaciones sucesivas de su empleo a contrata, entonces tenía la
“confianza legítima” de obtener una resolución motivada, aun cuando el término de su empleo hubiese sido
por el vencimiento del plazo del último nombramiento como señala la ley. Sobre la base de ese criterio, la
Contraloría decidió emitir un oficio general (el dictamen Nº 6400) en el cual regulaba las hipótesis aceptables
para poner término a un empleo de ese tipo. Ese dictamen se transformó en una norma de alcance general
que, en los hechos, se convirtió en una regla complementaria al artículo 10 del Estatuto Administrativo, sobre
la base de un principio auto invocado.

¿Tenía lógica de política pública esta decisión? Sí, esencialmente porque el sistema de empleo público en la
actualidad descansa en un porcentaje significativo en la Administración nacional, regional y local sobre la base
de empleos transitorios y precarios como son los empleos a contrata. Por esta vía, Contraloría estaba

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imponiendo límites a quienes disponían de estos cargos como parte de un botín electoral. Sin embargo, la
pregunta que dejaba abierta esa decisión era si ese problema de política pública no era más bien una
competencia del Congreso más que de Contraloría.

Pero hubo más. Sobre la base de este criterio, la Tercera Sala de la Corte Suprema fue utilizando dicha
decisión como si fuera una regla, pero además fue estableciendo sus propios estándares en base al “principio
de la confianza legítima”. A la motivación exigida para el término del empleo a contrata fue construyendo un
estándar adicional para aquellos funcionarios que se habían desempeñado en empleos a contrata por más de
diez años, afirmando que si una persona se encontraba en esa situación esta solo podía ser removida por
sumario administrativo o calificación deficiente. En otros términos, la Corte terminó conformando una especie
de planta paralela en los organismos administrativos. Nuevamente: ¿existían buenas razones para adoptar
una decisión de este tipo? Efectivamente. Si un funcionario está un tiempo importante en un empleo, que
abarca más de dos administraciones, es razonable que tenga estabilidad: pero de nuevo, ¿no es esa una
decisión del Congreso?

Por eso el caso “Cáceres Rivera” es tan representativo de este laberinto de principios en el que nos
encontramos. A la construcción de la confianza legítima por parte de la Contraloría para acotar la remoción de
los empleos a contrata imponiendo una verdadera norma estatutaria por dictamen, la Corte reacciona
asignando ese mismo criterio al término de un empleo de confianza exclusiva que tenía esa condición por
expreso mandato de la ley.

Existen buenas razones para reformar el empleo público en nuestro país. Dicha decisión es apremiante para
el correcto desempeño de la Administración Pública y minimizar los actos de clientelismo político, pero esos
buenos propósitos no pueden autorizar el uso de principios como reglas y menos para alterar el texto expreso
de la ley. Esa es una decisión del Congreso, no del contralor ni de la Corte, porque normalizar el uso de
principios como normas de Derecho Administrativo es al final del día un riesgo para la democracia y para el
sistema de distribución de competencias de la Constitución.

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