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LA CARTA A HERÓDOTO DE 

EPICURO

I. Introducción.
En este trabajo nos centraremos en la doctrina epicúrea, basada esencialmente en el
cultivo del materialismo atomista y del hedonismo. Estudio que ya hicieran en su día
Quevedo, en una lectura espiritual y cercana al estoicismo -quizá como dice Acosta
por  “la innata proclividad del carácter hispánico a sublimar e imitar los ideales del
ascetismo estoico”-, Gassendi o el propio Marx.
Analizaremos en primer lugar el contexto en el que se inserta la teoría física de
Epicuro, para luego interesarnos por la posición de diferentes autores en torno a la
cuestión, parafraseando a Marx (quien en su tesis de doctorado subrayó la inmensa
fuerza liberadora que atesoraba la enseñanza de los antiguos atomistas[2]), de si el
modo de explicación de Epicuro “sólo se propone como objetivo la ataraxia de la
autoconciencia, no el conocimiento de la naturaleza en sí y para sí”.
Al hilo de nuestra exposición veremos sólo referencialmente (un examen más detallado
de la cuestión comparativa con Demócrito y Lucrecio exigiría un espacio del que no
disponemos en este ensayo) algunas de las ideas que contraponen el atomismo de
Epicuro al de Demócrito, y echaremos mano en alguna ocasión de la explicación de
Lucrecio, sobre todo en torno a la cuestión del clinamen.
II. Contexto de la Carta a Heródoto: epicureismo.
El sistema filosófico epicúreo, se divide en Canónica, Física y Ética. Siguiendo a García
Gual e Imaz[3], podemos resumir:
La Canónica (expuesta en un libro intitulado Canon) es la teoría del criterio
cognoscitivo, que enseña los fundamentos del proceso por el que llegamos a discernir
lo verdadero de lo falso.
 La Física nos muestra cómo está constituido el mundo sensible y sus postulados
básicos.
 La Ética es a lo que se subordina todo el sistema filosófico del epicureismo.
Para conocer los principios fundamentales de la Física epicúrea, nos podemos remitir a
García Gual e Imaz, que los resumen en seis. Nosotros los expondremos al hilo de la
exposición que haremos siguiendo a Laks.
En todo caso, García Gual e Imaz señalan, en otro momento, el carácter sistemático de
la teoría epicúrea: “recoge, en una hábil síntesis, teorías bien conocidas de otros
pensadores griegos: el atomismo de Leucipo y Demócrito para explicar la constitución
material del universo, el hedonismo de Aristipo de Cirene, el empirismo en la teoría de
la percepción derivado de Aristóteles, y la búsqueda de la serenidad de ánimo, la
ataraxía, de los escépticos”[4].
Por su parte, Laks[5] afirma que el orden en el cual son establecidas las proposiciones
de la Física no es indiferente, sino que esta se presenta de forma pedagógica, bajo la
forma de un conjunto ordenado de elementos proposicionales (stoicheia). Así,
la stoicheiôsis física comporta diez proposiciones, que constituyen el armadura de la
disciplina: 1. Nada nace de lo que no es; 2. Nada se disuelve en lo que no es; 3. El todo
ha sido siempre como es ahora y así se mantendrá siempre; 4. El todo se compone de
cuerpo y de vacío; 5. Los cuerpos son de dos clases, átomos y compuestos de átomos
(los agregados); 6. El todo es infinito; 7. Los átomos son infinitos en número y el vacío
infinito en extensión: 8. Los átomos de forma idéntica son infinitos en número, pero sus
formas son indefinidas en número, pero no infinitas; 9. El movimiento de los átomos es
incesante; 10. Los átomos no tienen más que tres propiedades en común con las cosas
sensibles: la forma, el volumen y el peso.
La doctrina ética de Epicuro se presenta en discusión con las precedentes, sean las de
Platón y Aristóteles o las de Aristipo y Eudoxo, en lo que se refiere a su defensa del
hedonismo. Pero a este rasgo hay que añadir, siguiendo a Molina, algunas
peculiaridades: “Primero, la ética epicúrea se sitúa desde un comienzo en el dominio de
la naturaleza, y no sale de ella; es este sentido, su discusión no es tanto antropológica
como fisiológica. Segundo, el planteo sobre el fin de la vida en Epicuro corre a parejas
con la pregunta por el origen (siempre físico)”[6].
Incluso “el correlato físico de las afecciones, como lo expresa Lucrecio, corresponde a
los átomos y al vacío: la redonda plenitud de los primeros y la oquedad esencial del
segundo”[7].
Los cuatro elementos en los que se resume la receta ética para el buen vivir, expuestos
en la Carta a Meneceo, se conocen como el tetraphármakos: tener opiniones piadosas
respecto de los dioses; saber que la muerte no es nada para nosotros; y habiendo
reflexionado sobre le fin de la naturaleza, comprender el límite de los placeres y de los
dolores.
En resumen, entre las tesis de la ética epicúrea que conviene retener: la felicidad no
depende de un mundo suprasensible (la filosofía de Epicuro es materialista); y quien es
ignorante no es feliz. Teniendo en cuenta que “no hay un conocimiento que no tenga
una dimensión práctica en la vida de los hombres y que el filósofo no es un hombre
teórico”[8]. Esto es, en la ética de Epicuro “se devuelve al hombre la responsabilidad
de su vida al neutralizar la idea de un destino y al eliminar la idea de que el mundo está
regido por los dioses. En su filosofía se muestra la hombre como dueño de su felicidad,
capaz de superar lo que el azar cause en su vida (Cfr. Carta a Meneceo)”[9]. El
conocimiento proviene de los sentidos y de la experiencia, en lo que se ha calificado de
“materialismo sensualista”[10].
Según Laks[11], la teoría epicúrea de la acción descansa sobre el modelo aristotélico,
común a todas las escuelas helenísticas (excepto la cirenaica), según la cual todas
nuestras acciones tienen hacia un fin último (telos), la felicidad. Su especificidad tiene
que ver con la manera en la que esta determina el contenido. Por una lado, el fin, que
concierne a la vez al cuerpo y al alma, reposa sobre una relación compleja donde cada
uno de estos términos puede pretender una cierta prioridad. Por otro, y en especial,
este fin queda definido en términos negativos: cuando el cuerpo no sufre y el alma no
está atormentada, entonces hay placer, corporal y físico. En este mismo sentido, para
un detalle más extenso, nos remitimos al artículo de Molina comentado en la
bibliografía.
Por otro lado, el epicureismo relaciona la búsqueda de la felicidad individual con el ideal
de la no interferencia del Estado, como nos recuerda Fernández Agis[12]. De los tres
niveles que podemos considerar: “el propio de los intereses individuales, el de los fines
del colectivo en que el individuo se integra por voluntad propia y, por último, el de los
intereses generales”, para Epicuro entre los dos primeros no hay salto, pues “la
felicidad no puede plantearse de modo individualista”, pero “con respecto al Estado
sólo cabe buscar la no injerencia del mismo en nuestra búsqueda de la felicidad a
través del cumplimiento formal de las normas establecidas”.
“Las relaciones humanas y sociales, cuya consideración está presidida por los
respectivos conceptos de amistad y de justicia”, complementan así la ética epicúrea
expuesta en la Carta a Meneceo, y las podemos rastrear, como señala Oyarzún[13], en
las Máximas Capitales y en las Sentencias Vaticanas.
La Carta a Heródoto se consagra a la física fundamental, y la Carta a Pitocles a la
meteorología, en el sentido aristotélico, y a la física celeste.
En cuanto a la física celeste, presenta un contraste con las proposiciones de la física
elemental. Según Laks[14] la pintura que Epicuro nos ofrece del mundo no es la de un
mecanismo cósmico unificado (el equivalente a la stoicheiôsis física), sino que muestra
una explosiva multiplicidad de fenómenos independientes, en su doctrina de las causas
múltiples.
En la explicación de los fenómenos “metereológicos” Epicuro no
busca la explicación: una explicación le es bastante. Ante un abanico de posibilidades
explicativas, de medicaciones de eficacia similar, no hay que elegir ni eliminar ninguna,
pues Epicuro, según Salem[15], subordina la búsqueda de la verdad a la consecución
de la felicidad, y la explicación de los fenómenos físicos es asunto de sofistas y
discutidores, y no ayuda al arte de vivir feliz, a alcanzar el placer puro (que se logra al
comprender que no hay que temer a la muerte, al huir de la agitación política y de la
ciega pasión del amor.
No obstante, el atomismo no es una explicación más entre las posibles teorías del
universo, pues Epicuro no es escéptico, sino dogmático.
 III. La Carta a Heródoto.
En este contexto, nos centraremos en La Carta a Heródoto, objeto de nuestro ensayo.
Podemos referirnos a ella en los términos que siguen, tal como exponen Caro y
Silva[16]: “escrita por Epicuro (s. IV a.C.) y rescatada por Diógenes Laercio (s. III d.C.)
[…] es un resumen de carácter mnemotécnico dirigido a estudiantes ya avanzados en
la disciplinas de la Física. El texto versa principalmente sobre los principios básicos de
la naturaleza comprendidos en su atomismo físico junto con algunas consideraciones
sobre psicología, epistemología y cosmología”.
Este es un texto donde se exponen efectivamente las bases para la comprensión
atomista del universo. Pero no es sólo eso: “si comprendemos por medio de los
criterios de conocimiento verdadero que el todo es átomos y vacío y que este todo se
basta a sí mismo por la constitución de sus propias leyes físicas, ahuyentaremos toda
ansiedad fruto de la ignorancia, el escepticismo y la superstición”, pues “no es el celo
científico el que lo estimula a emprender tal proyecto, sino más bien una motivación
profundamente humana: Epicuro no se afana en el saber por el saber, sino por  un
saber en miras a la felicidad, y es ahí donde reside especialmente su valor
filosófico”[17]. Por cierto que en el artículo de Caro y Silva, en tanto que filólogos,
podemos advertir algo esencial que ya hemos comentado en el transcurso del
curso[18]: “la traducción filosófica no sólo exige un basto conocimiento de la lengua,
sino que también y especialmente un conocimiento sobre la materia en cuestión, de
modo que no sólo exprese fielmente lo que dice el autor, sino también lo que quiere
decir”. En este sentido, habría que seguir la regla de oro para toda traducción que
propone Valentín García Yebra: “decir todo lo que dice el original, no decir nada que el
original no diga, y decirlo todo con la corrección y naturalidad que permita la lengua a la
que se traduce”.
En este mismo sentido, A. Long señala que la finalidad de la filosofía de Epicuro es
alcanzar una vida sosegada. De ahí su extraña mezcla con el terco empirismo y la
metafísica especulativa. Cuando Epicuro señala que las cosas están compuestas de
átomos y vacío, ninguno de los cuales es algo que podamos percibir o sentir, al afirmar
que átomos y vacío son las entidades últimas que constituyen el mundo, “Epicuro hace
una afirmación metafísica”[19].
Esto es, para Long, la teoría atomista interesó a Epicuro por otras razones, no ya
meramente teóricas. Diríamos no científicas. Su interés reside en volver superfluas las
explicaciones de la causalidad divina o la de las Formas y el Demiurgo o Alma del
Mundo de Platón o el Primer Móvil y las Inteligencias Celestes de Aristóteles.
Para Sambursky[20] el “matrimonio de ciencia y filosofía fue que los conceptos
científicos fueron modelados en cierta medida según los principios filosóficos”. Esto se
puede comprobar en la relación que el epicureismo mantiene respecto al determinismo
y la causalidad, entendida como que “en toda la naturaleza existe una conformidad con
la ley; nada es arbitrario, todo es por una cierta necesidad, como vemos en la
recurrencia regular de todos los fenómenos”.
Esta creencia en el determinismo proviene ya de Tales, de Leucipo y de Demócrito.
Para Sambursky, Demócrito y Leucipo “pueden considerarse los primeros en dar una
formulación científica a la ley causal en la naturaleza”[21]. Como causalidad mecánica,
sin traducir esto a términos matemáticos.
En este horizonte, Epicuro representa un retroceso “en lo concerniente a la noción de
causa y efecto”. “Epicuro abandona la idea de un predominio total de la ‘necesidad’ en
el cosmos, pero al mismo tiempo muestra una deslumbrante inconsistencia en la
aplicación del principio de uniformidad causal a una cierta categoría de fenómenos
naturales”[22].
Así, para Sambursky, y en esto parece alinearse con García Gual, “Epicuro no se
tomaba en serio la ciencia”, por subordinarla a  uno de los principios básicos de la
doctrina epicúrea: la creencia en la libre voluntad del hombre. Si dotó a los átomos de
libre albedrío, fue motivado por su doctrina ética. Así, se ve claramente en Lucrecio,
que introduce ese elemento de indeterminismo como prueba del libre albedrío: “que la
mente mismo no tenga una determinación interior en todas sus acciones y no se vea
obligada a obrar y padecer como forzada, lo logra esa ligera desviación de los átomos
en un sitio indeterminado y en un tiempo imprevisto” (Lucr. De rer. nat. II 284-293).
“Toda su armonización está dirigida a preservar, por cualquier medio, la paz del lama
humana, evitando cualquier alteración de su equilibrio”, nos dice Sambursky de
Epicuro. El fin de conocer estos movimientos físicos, es la ataraxía.
Sambursky incluso llega a calificar de “bancarrota científica” la doctrina de la física
celeste expuesta en la Carta a Pitocles.
Frente a este desvío epicúreo de la causalidad democrítea, son los estoicos los
legítimos herederos de su legado[23].
Farrington[24] parece discrepar de la opinión de Sambursky. Para Farrington, cuando
Epicuro retoma la elección del atomismo como base física de sus sistema lo que
demuestra es su competencia, dando “nueva vida a toda la tradición de la filosofía
natural jónica, como ciencia pura y como instrumento de lucha contra la superstición,
con la plena conciencia, derivada de la experiencia de Anaxágoras y de los sofistas, de
que esta tarea traía consigo consecuencias no sólo científicas, sino también sociales y
políticas”, y en contra de las ideas platónicas. En este sentido, “Epicuro luchaba por
dos cosas de las que Platón era enemigo irreductible: la tradición científica jónica y la
difusión de la instrucción popular”[25].
“Atomismo y matemática pitagórica son incompatibles. La concepción, no matemática,
sino puramente física, del atomismo: que un cuerpo que tenga extensión en el espacio
y por ello sea matemáticamente divisible, es en realidad físicamente indivisible, era una
ley fundamental de la física, y así lo era para Epicuro”[26].
La defensa que Farrington hace de Epicuro llega a recoger la opinión de Bailey de que
“el atomismo de Demócrito requería la corrección introducida por Epicuro”, pues “a la
doctrina de la naturaleza de los átomos le faltaba la confirmación de la experiencia
sensible”[27]. Así, la teoría del clinamen no es un invención pueril, sino la
consecuencia de hacer caso al testimonio de los sentidos.
Para Serres[28], esta teoría del clinamen es un descubrimiento físico y mecánico
formidable, que rompe con la antítesis común del reposo y del movimiento, de
Parménides y Heráclito, mucho mejor que Platón.
Marx parece situarse del lado de Sambursky, aunque subrayando con Farrington la
apelación de Epicuro al testimonio de los sentidos: “no hay aquí ningún interés en
investigar los fundamentos reales de los objetos: se trata meramente de contentar al
sujeto que explica. En el momento en que todo lo posible es admitido como posible, lo
cual corresponde al carácter de la posibilidad abstracta, evidentemente el azar del
ser se traduce simplemente en el azar del pensamiento. La única regla que Epicuro
prescribe, ‘que la explicación debe no contradecir a la percepción sensible’, se
comprende por sí misma; pues lo posible abstracto consiste precisamente en eso, en
estar libre de contradicción, la cual, por tanto, se ha de evitar. Finalmente confiesa
Epicuro que su modo de explicación sólo se propone como objetivo la ataraxia de la
autoconciencia, no el conocimiento de la naturaleza en sí y para sí. No necesita
comentario alguno, por tanto, la manera como se sitúa Epicuro, también aquí, en total
contraposición con Demócrito”[29].
Laks señala[30], y parece que aquí esté pensando en Long o en Sambursky, que ha
menudo se ha subrayado que la subordinación del saber a la búsqueda de la seguridad
era algo poco favorable al desarrollo de las ciencias teóricas, como por ejemplo las
matemáticas. El funcionamiento de las facultades físicas, y todavía más el ejercicio de
nuestra libertad, deben poder ser explicadas desde una física atomista.
Pero paradójicamente, esto ha llevado a Epicuro a examinar por ella misma, y más
sistemáticamente que ningún otro filósofo hasta entonces, la cuestión de la validez de
nuestros conocimientos. El Canon ha contribuido de manera decisiva a la formación de
un vocablo técnico en la materia. Así por ejemplo, el término “criterio” es un concepto
clave del epicureismo. Frente a la infinidad de falsos juicios y de opiniones sin
fundamento que alimentan nuestros miedos, los criterios son los únicos puntos de
apoyo que permiten orientarnos con seguridad.
Terminemos ya con la que entiendo es una visión contraria entre Laks y Sambursky.
Laks señala que a pesar de lo que puede sugerir la Carta a Pitocles (que trata de la
física celeste), y más en general, de la actitud de los epicúreos respecto a las
ciencias, la subordinación de la física a la parte práctica de la filosofía no es una
muestra de ningún “desinterés”[31].
Para Laks, la parte que la doctrina epicúrea que define de manera reflexiva la
naturaleza no es menos originaria, primera, aunque en otro sentido, que la Canónica.
IV. El atomismo de Epicuro.
Siguiendo las explicaciones de Laks[32], que se desmarca de Furley, hemos de tener
en cuenta que las proposiciones últimas de la física epicúrea no reposan sobre un
análisis conceptual. La imposibilidad de concebir una afirmación, de lo que Epicuro
hace a menudo un argumento, está siempre en último término fundada sobre un dato
de la experiencia.
Pero el hecho de que los átomos comporten partes no debe implicar que sean
“compuestos”, es porque los últimos elementos indivisibles, para poder dar cuenta del
mundo visible, deben poseer una serie de propiedades que no se pueden atribuir más
que a una masa resistente, no a un “mínimo”.
En palabras de Long: “Los átomos epicúreos no pueden desintegrarse en cuerpos más
menudos. Son físicamente indivisibles. Mas no constituyen las ínfimas unidades de
extensión. El átomo mismo consta de partes mínimas que son, no sólo físicamente
desintegrables, sino indivisibles en el pensamiento: nada puede ser concebido más allá
de tales minima. Epicuro suponía que existe un número finito de tales partes mínimas
por cada átomo. Los átomos varían en tamaño, y éste viene determinado por el número
de sus partes mínimas […]. Al dotar a los átomos de parte mínimas, Epicuro
probablemente estaba modificando el atomismo primitivo. Los átomos de Leucipo y
Demócrito eran físicamente indivisibles, pero además, con toda probabilidad, sin partes
y, en consecuencia, también teóricamente indivisibles”.[33]
Igualmente, la indivisibilidad del átomo se explicaría por una nueva propiedad, la
“impasibiidad”, propiedad que Demócrito se podía ahorrar, porque este no hacía
diferencia entre el átomo y el mínimo.
Siguiendo a Pellegrin[34], sabemos que los estoicos y los epicúreos tienen en común el
pensar que el mundo, o los mundos, se constituyen, se desarrollan, y terminan por
desaparecer. A partir de ahí, la teleología estoica toma una forma providencialista que
no estaba presente en el cosmos aristotélico, mientras que el epicureismo retoma, no
sin modificación, el atomismo democríteo fundado en el azar.
Pero el aristotelismo ha dejado sus huellas. Por ejemplo, en la estructura del discurso
físico, vemos que Lucrecio, retomando  quizás así el orden de exposición del
tratado Sobre la naturaleza de Epicuro, en vez de comenzar su poema con la génesis
del Universo, para pasar luego a la de los diferentes seres que lo componen y lo
pueblan, expone primero la pertinencia de la explicación atomista, y de ahí deduce las
diferentes propiedades de los seres, para luego pasar a una aplicación de esos
resultados adquiridos a cada una de las categorías de seres.
Una de las diferencias entre el atomismo de Epicuro respecto al de Demócrito, según
Laks[35], es que para Epicuro los átomos no están sólo dotados de forma y tamaño,
sino también de peso. Igualmente podemos leer esto en Long[36].
Las formas atómicas no pueden ser infinitas, so pena de necesitar franquear el umbral
de lo sensible, por variar infinitamente (según un testimonio tan célebre como difícil,
que un átomo puede tener el tamaño de un mundo).
Estas modificaciones respecto a Demócrito se explicarían por dos hechos. El primero,
por la voluntad de sustraer la doctrina atómica de las críticas que Aristóteles le había
dirigido, sobre todo en los libros IV y VI de la Física. El segundo, como efecto de la
aplicación de las reglas de la Canónica.
En particular, cuando Epicuro señala la propiedad que tiene el átomo para desviarse
mínimamente de su trayectoria.
Si bien es cierto que ni en la Carta a Heródoto ni en ninguna otra de las obras
conservadas se menciona esta “desviación” o clinamen, atestiguada por primera vez en
Lucrecio, es indudable que la doctrina remonta a Epicuro.
A este propósito, resulta de interés destacar el artículo de Caro y Silva. En él, examinan
el pasaje que abre la discusión sobre el movimiento de los átomos y destacan dos
interpretaciones: la de Usener y Bailey, que suponen una laguna textual que se referiría
al concepto de clinamen o desviación atómica, frente a Von der Mühll. “La diferencia
entre ambas lecturas no es insignificante, y genera la controversia de si acaso Epicuro
efectivamente se refirió alguna vez a algo como una declinación en el movimiento de
los átomos”[37]. En este sentido, se decantan por interpretar que no hay referencia
textual, pero que de acuerdo a testimonios antiguos (Diógenes de Enoanda, Aecio y
Plutarco), el término técnico que Epicuro parece haber acuñado para la desviación de
los átomos fue el de parénklisis, del cual no existe un solo ejemplo en toda la obra
propiamente epicúrea que haya llegado hasta nosotros.
Para un análisis más detallado del movimiento de los átomos, nos remitimos a las
obras ya comentadas, pero en todo caso lo que nos interesa destacar es esa relación
entre la desviación atómica de la Física epicúrea y la voluntad libre del hombre en la
Ética. Como dice García Gual: “la parénklisis, declinación o desviación atómica, es uno
de los puntos centrales de la Física, que va a tener también una gran importancia en la
Ética, puesto que esa ‘espontaneidad interna’ que se concede con esa teoría a los
átomos se revela muy útil en la defensa de la libertad del individuo, que, como los
átomos, escapa así al rígido determinismo natural que amenaza, tanto en el sistema de
Demócrito como en el de los estoicos, su actuación y su decisión”[38].
Esta misma idea podemos verla por ejemplo en Long. El desvío de los átomos
introduce un principio de indeterminación relativa en el universo; y este es importante
también para la teoría de Epicuro acerca de la acción humana[39].
Esto lo encontramos sobre todo desarrollado en el texto de Lucrecio. La exégesis
pormenorizada del mismo la podemos ver en Long, al que nos remitimos, quien analiza
los ejemplos que aquel pone respecto a los caballos de carreras y a los hombres. “El
desvío es un suceso físico que se ofrece él mismo a la conciencia como una ‘libre’
voluntad de iniciar un nuevo movimiento”[40].
En su función cosmogónica, a la que debe su nombre, explica que un mundo pueda
formarse en el vacío infinito: los átomos, que se representan por analogía con la caída
de los cuerpos, cayendo paralelamente a través del espacio, no se encontrarían jamás,
pues su velocidad es igual, si al menos uno no se desviara de su curso.
Pero su principal razón de ser es dar cuenta de los movimientos voluntarios de la
libertad humana.
En todo caso, para Laks, la interpretación puramente analógica, que sólo ve en la
libertad del átomo respecto a las determinaciones mecánicas el equivalente de un
movimiento voluntario del cual el átomo sólo atestiguaría la posibilidad o la
imposibilidad, no rinde completamente justicia a la dimensión explicativa de la teoría,
fuertemente marcad por Lucrecio.
En resumen, siguiendo a García Gual[41], son tres las causas para la formación del
cuerpo y del cosmos: 1) los átomos tienen extensión, forma y peso; 2) este último es la
causa del movimiento hacia debajo de los átomos; y 3) aunque en principio pudiera
parecer que las trayectorias de los átomos son paralelas, no es así, sino que sufren
choques a causa de ciertas desviaciones o movimientos de clinamen provocados en su
descenso.
Así, Epicuro se distancia de Demócrito, quien admitía infinidad de tamaños y formas
para los átomos, y no pensaba que el peso fuera la razón fundamental de su
movimiento, sino que afirmaba que estas partículas estaban sometidas desde siempre
a un movimientos de torbellino que era el que causaba choques y agrupaciones en el
espacio infinito.
Lo que sí conserva de Demócrito, frente a Parménides, es su concepción del vacío,
como aquello que permite el movimiento, el espacio donde se mueven los átomos.
Gracias a ese clinamen y a que el alma, material y formada por átomos suaves y
ligeros, puede decidir sobre su propia conducta, Epicuro salva por tanto la libertad del
hombre, frente al determinismo del mundo físico de Demócrito y frente al determinismo
de los estoicos.
Ese conjunto de átomos que conforman el alma Lucrecio los denomina animus (la parte
racional, alojados en el pecho) y ánima (la irracional, extendida por todo el cuerpo).
El hombre, en todo caso, queda libre del miedo a los dioses y del miedo a un azar
caótico que negaría las decisiones libres. “Los átomos, con su movimiento espontáneo
de clinamen, ya no estaban expuestos al determinismo”[42].
No hay Providencia, el mundo es, sin más, el producto del casual movimiento de los
átomos sin destino que cumplir[43].
Como dice Gaudin, eso de afirmar a la vez que la naturaleza de las cosas se reduce a
átomos y que el hombre goza del libre arbitrio, combatir mitos y religiones oficiales aun
manteniendo la existencia de dioses, es practicar, en filosofía, un “mal género”[44].
En todo caso podemos ver una trabazón entre el clinamen y el propio materialismo
actual. Por ejemplo, cuando Juan Pedro García del Campo comenta el materialismo de
Althusser: frente a toda determinación metafísica, precisamente, frente a todo Ser y
todo Sentido, Althusser propone la reivindicación epicúrea del vacío en el que sólo
la desviación, la no-determinación, es originaria: “ni Causa, ni Fin, ni Razón ni
sinrazón”; tan sólo, en todo caso, clinamen[45].

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