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La belleza

La belleza se esconde en las almas extraordinarias por temor a ser corrompida; por eso, si deseas verla,
debes cerrar los ojos, pensó Manuel mientras una paz intensa lo embargaba. Antes de saberlo, el fotógrafo
recorrió todo el mundo intentando encontrarla, asirla, apoderarse de ella.
Inquieto por encontrarse en un mundo lleno de tristeza y opresión, Manuel abandonó su hogar armado
solamente con su cámara de fotos. La belleza tenía que estar en alguna parte, y él quería fotografiarla. En su
viaje vio niños muertos de sed, familias quebradas por la guerra, orfanatos y perreras inundados de almas en
pena. Pero la belleza no se asomaba por ningún rincón.
Vio estrellas reflejadas en los vidrios de una enorme catedral, bajo la que unos mendigos depositaban sus
sueños, casas llenas de guirnaldas y techos de chapa que crujían con el viento. En ese viaje, Manuel
fotografió decenas de rostros, la mayoría tristes o derrotados.
Cierta vez fotografió su rodilla sangrante en una revuelta de Ucrania en busca de la paz, por si la belleza se
hubiera escondido debajo de la sangre. Ni el dolor, ni la tristeza le mostraron lo que deseaba ver. En ese
viaje, Manuel no vio morir a su madre porque se encontraba salvando vidas del otro lado del océano; y ese
dolor tampoco le resultó estético.
Durante años la persiguió con afán tras su obturador, en ciudades, pueblos, caminos desolados, bosques…
La buscó a tientas, grito por ella, rebuscó en la basura: lo único que encontró fue un silencio obtuso y
arrollador y millones de almas perdidas en un mundo devastado por el odio.
Un día se dijo que era en vano. Cerró los ojos y fue encogiendo todo su cuerpo, invadido de frustración y
vacío por dentro. Entonces, Bakunin, un gato negro que había recogido de un refugio afgano, se refugió en
sus brazos y besó su mejilla con ternura. Su lengüita fría fue tallando la piel tersa de Manuel con una
delicadeza y una admiración insobornables. Y, entonces, él lo comprendió todo.

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