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Fragmentos de Análisis y juicio de valor, Carl Dahlhaus, 1970, traducción de Pablo Cuevas

Entre los años 2000 y 2007 la se publicó la obra completa de Carl Dahlhaus (1928-1989), bajo la dirección y
edición de Hermann Danuser (Gesammelte Schriften. Laaber, Laaber-Verlag, 11 volúmenes). La no
disponibilidad de la edición original de Analyse und Werturteil (1970), mucho menos de una edición como la
antes mencionada, impide un estudio y apreciación integral de esta obra. La edición que se tradujo pertenece a
la Pendragon Press (NY-USA), en su serie ‘Monographs in Musicology’ (N°1-1983). N. del Trad.

Juicio de valor y Juicio objetivo

Considerar los juicios estéticos como “subjetivos”, y nada más, es un cliché cuyo significado es
vago e indefinido pero cuya función es inequívoca: tiene el fin de hacer innecesarias la reflexión y la
justificación racional. Por lo tanto, este cliché pertenece, en palabras de Francis Bacon, a los ídolos 1
de la indolencia. Quienquiera que se refiera a éste se siente justificado al insistir en su propio juicio,
sin dejar ser desviado por argumentos que pondrían en peligro las premisas del juicio. El gusto
particular individual, el cual generalmente no es de ningún modo individual sino un reflejo de
normas grupales, aparece como la más alta autoridad en contra de la cual no existe apelación.

Los argumentos basados en hechos objetivos se hacen sospechosos de no ofrecer un


fundamento, sino una mera ilustración del juicio estético, el cual se supone de sentimientos. La
racionalidad aparece como un factor secundario, como una adición o decoración. Sin embargo, el
escepticismo que se cree a sí mismo soberano está vacío: la desconfianza, en sí misma, merece
desconfianza.

Primero, uno debe distinguir el origen, la génesis de un juicio estético de su legitimación. No se


puede negar que el juicio subjetivo provee la premisa psicológica y el punto de partida para el
descubrimiento de las explicaciones racionales; pero esto no excluye que la razón, y no la reacción
subjetiva, decida si un juicio es válido o no.

Segundo, los juicios subjetivos sobre la música, al menos los relevantes, contienen experiencias
musicales previas y percepciones que no son explícitamente conscientes. Por lo tanto, en casos
afortunados, las pruebas y los fundamentos racionales no son un apéndice externo o un disfraz
pseudo-lógico de lo irracional, sino un descubrimiento de lo que subyace tácitamente en los juicios
subjetivos. El intento de justificar nuestra primera impresión es al mismo tiempo un retorno a sus
premisas.

1
Francis Bacon (1561-1626) consideró como ‘ídolos’ (εἲδωλα; en latín idola) a los prejuicios que asaltan el espíritu de
los hombres y de los que hay que librarse con el fin de llevar a cabo la auténtica ‘interpretación de la naturaleza’. Bacon
habla de estos ídolos o ‘falsas nociones’ en los aforismos xxxviii a lxii del ‘Primer Libro de Aforismos sobre la
interpretación de la Naturaleza y el reinado del hombre’ contenido en el Novum Organum, y los divide en cuatro: los
idola tribu (ídolos de la tribu), los idola specus (ídolos de la cueva), los idola fori (ídolos del foro o del ágora) y los idola
theatri (ídolos del teatro o del espectáculo). Por ejemplo, los ídolos de la tribu son propios de toda la raza humana. Son
en gran número: tendencia a suponer que hay en la Naturaleza más orden y regularidad de los que existen, tendencia a
aferrarse a las opiniones adoptadas, influencia nociva de la voluntad y de los afectos, incompetencia y engaño de los
sentidos, aspiración a las abstracciones y a otorgar realidad a cosas que son meramente deseadas o imaginadas.
FERRATER MORA, J. (Ed.): “Ídolo”, en Diccionario de Filosofía. Barcelona, Ariel, Tomo II, 1994, p. 1754. N. del Trad.

1
Tercero, en nuestra resistencia a aceptar argumentos seriamente, con el riesgo de tener que
repudiar nuestros propios (vagos) juicios primarios, existe una actitud aristocrática y anti-burguesa.
La oposición obtusa a la racionalidad no es una cualidad natural, mas una marca histórica del juicio
estético. En los siglos diecisiete y dieciocho, el concepto de gusto, así como con Gracián 2 y Dubos3,
era una categoría aristocrática: el gusto era un privilegio social que no se promovía racionalmente,
sino que se hacía valer irracionalmente. El origen e historia del concepto explica la sensibilidad hacia
el reproche por mal gusto –el hecho extraño de que los veredictos estéticos parecen más difíciles de
soportar que los morales: el reproche estético indica una ofensa en contra de la ambición y el auto-
respeto social. Debido a que la sospecha de racionalidad en lo estético es un vestigio aristocrático o
pseudo-aristocrático –un fragmento del pasado en el pensamiento del presente- no necesita ser
aceptada como si estuviera objetivamente fundada; puede ser suspendida o incluso llevada a su
opuesto: la sospecha de irracionalidad estética. En todo caso, no hay motivo para sostener el
prejuicio arrogante que considera a los argumentos como una pedantería innecesaria, de la cual
cualquiera que reclame buen gusto debería sentirse avergonzado.

Mientras que la convicción de mera “subjetividad” en los juicios estéticos es motivada por la
holgazanería y la arrogancia, la formulación de la idea de “objetividad” es no obstante difícil, si uno
desea hacer justicia a las premisas de los juicios estéticos.

1. El postulado psicológico según el cual uno debe aproximarse a un asunto abnegadamente


con el fin de ser objetivo -en vez de enredarse en sentimientos- parece ser trivial. Pero es
cuestionable hasta el punto en que los juicios basados en sentimientos forman el punto de partida
para el descubrimiento de las causas racionales del juicio: no son la más alta autoridad, pero sí la
primera.
La objetividad emerge no del olvido y el desapego del crítico, sino más bien del esfuerzo
de mediación entre el objeto estético y los atributos inherentes del sujeto. Así, de la misma manera
en que un juicio basado en sentimientos sin contenido objetivo es vacío, también lo es cualquier
intento de objetividad sin el sustento agregado por la emoción.
2. Existe una validez en la identificación sociológica de la “objetividad” con la
“intersubjetividad” –el acuerdo mutuo de los sujetos- siempre y cuando el sentido común, la
percepción normal y la “razón prevalente y general” sean suficientes para juzgar sensiblemente un
caso dado. La ambivalencia entra en juego cuando un juicio, con el fin de ser adecuado, demanda
premisas que son casi inaccesibles y raras: la “intersubjetividad del iniciado” es casi una
contradicción en sí misma. El sentido común en música es el “sentimiento musical natural”, el cual
se convirtió en la autoridad estética del siglo dieciocho -la época del filantropismo-, y del cual los
criterios decisivos son la “apariencia de familiaridad” y la expresividad dentro de los límites de la
belleza. Mientras que sería injusto acusar al sentido común en música simplemente como algo
estrecho, uno no puede negar que éste ha tenido contrastes con el desarrollo de la música –un
desarrollo concentrado menos en la “apariencia de familiaridad” que en lo abruptamente nuevo. Por
lo tanto, la “objetividad”, así como la “intersubjetividad”, son autoridades cuya importancia y
legitimidad están sujetas a cambios históricos.

2
Baltazar Gracián y Morales (1601-1658). Escritor español del Siglo de Oro (siglo XVII). N. del Trad.
3
Jean-Baptiste Dubos (1670-1742). Sacerdote, diplomático, historiador y filósofo francés. N. del Trad.

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3. La “objetividad” no es una cualidad, dada o no dada, sino un postulado más o menos
acatado. Y uno no debe esperar un grado de “objetividad” de un juicio estético que ni siquiera es
alcanzado por un juicio musical fáctico. Quienquiera que presuma de un concepto riguroso de
objetividad y exija que un fenómeno musical, para ser objetivamente válido, debe tener una causa
basada en una estructura acústica, podría ser indiferente a la existencia objetiva de tiempos fuertes en
un compás; en vez de derivarse siempre de la misma base acústica, éstos son marcados por medios
cambiantes y divergentes –no sólo por acentos dinámicos, sino también por pequeñas expansiones
agógicas o por patrones rítmicos y armónicos recurrentes. Los acentos fuertes en un compás son, en
términos fenomenológicos, no “reales”, pero sí “intencionalmente” dados; aún así son “objetivos” –
característicos del objeto. También son “objetivas” las cualidades emocionales unidas a las obras
musicales. La expresión del luto es experimentada como una condición de la “música en sí misma”,
no como una condición del sujeto; al reconocer la música funeraria no necesariamente sacamos
conclusiones respecto a las emociones del compositor o intérprete, así como tampoco necesitamos
estar tristes nosotros mismos.

Por consiguiente, en la experiencia musical la objetividad existe en matices y


gradaciones. Una altura dependiendo de la frecuencia; un tiempo fuerte en un compás con un sustrato
acústico intercambiable; un carácter emocional que aparece como una cualidad de la música en sí
misma sin ser un atributo “real”; y finalmente un juicio estético que atribuya “grandeza” o
“perfección” a una obra: todo esto denota diferentes grados de objetividad. Y mientras que un juicio
estético es innegablemente menos objetivo que la determinación de una altura, aún tiene el derecho
de reclamar objetividad. Todo juicio, tan pronto como es pronunciado, implica este reclamo.

4. Para ser defendibles, los juicios de valor -incluyendo a los aparentemente inofensivos
juicios “subjetivos”- deben estar sustentados por juicios fácticos, al menos bruscamente adecuados
para el caso. Cualquiera que ignore las melodías expresivas en una forma sonata construida según el
principio del desarrollo temático-motívico, y que consecuentemente condene a la obra estéticamente,
no expresa un gusto indiscutible, sino que genera un juicio incorrecto que se hace irrelevante por la
mala interpretación de la forma sonata como un popurrí malogrado.

De todas formas, cuando el juicio estético depende de un juicio factual subyacente, la tesis
positivista –según la cual los juicios estéticos están basados en nada más que “normas de grupo”,
más allá del convencimiento de la razón personal- se hace inválida. El positivismo restringido a
recolectar opiniones no es positivistamente suficiente, ya que no se involucra a sí mismo con el
asunto en sí mismo, las obras musicales. Es un error el conceder a una “norma de grupo” que
considera a una melodía pop como la esencia de la música, y a una sinfonía de Beethoven como un
barullo vacío, los mismos privilegios estéticos que a la “norma de grupo” opuesta. Los juicios
fácticos que subyacen a las normas de grupo no están fundamentados de la misma manera. Un
oyente capaz de hacer justicia a una sinfonía de Beethoven está generalmente equipado para afrontar
las características de una melodía pop, pero el caso inverso no es cierto. La arrogancia del iniciado
no debe ser defendida, pero aunque nadie tiene el derecho de culpar a los iletrados musicales por ser
iletrados, esto no cambia el hecho de que el analfabetismo [musical] provee un fundamento débil
para los juicios estéticos.

3
Juicio histórico, estético y funcional

El fundamento de un juicio de obras musicales según criterios estéticos no es tan evidente como
lo es [era] para un oyente criado en la tradición del siglo diecinueve, una tradición que se adentra
profundamente en el siglo veinte. El concepto de un juicio estético es una categoría histórica –y por
lo tanto variable- cuyo origen no se retrotrae más allá del siglo dieciocho, y la cual parece haber
perdido relevancia en décadas recientes. Uno generalmente identifica a la música de las épocas que
están alrededor del siglo y medio considerado representante de la “propia música”, mediante las
etiquetas burdas de “viejo” y “nuevo”. Esas épocas tienen formas características de juicio que se
distinguen claramente del juicio estético, y se identifican con las fórmulas “funcional” e “histórico”.

1. El juicio estético se centra en la idea de lo bello musical, una idea tan desgastada que la
conciencia histórica debe esforzarse para reconstruir lo que realmente significaba en el siglo
diecinueve. Uno no debe interpretar el concepto en forma estrecha, si se quiere protegerlo del
hundimiento en el lugar común. Significativamente, en el siglo diecinueve se habla de “belleza
característica” en los sistemas estéticos constantemente desarrollados, e incluso se trató de inferir a la
fealdad como un ingrediente dentro de la dialéctica de lo bello. Esta actitud indica, inequívocamente,
que el juicio artístico no se sometía a sí mismo a una noción cerrada de lo bello sino que, por el
contrario, la noción de lo bello dependía del sentimiento artístico y por lo tanto cubría un ámbito
mayor. Difícilmente sería exagerado el hecho de afirmar que la categoría de la belleza cumplió
durante el siglo diecinueve la misma función que el concepto de carácter artístico durante el siglo
veinte.
Mientras que el juicio estético, en términos platónicos, es un enunciado sobre la pertenencia o
no pertenencia de una obra musical a la idea de belleza –un juicio sobre si es arte en el sentido
clásico-romántico del arte-, el juicio funcional, procedente de la sobriedad aristotélica más que de
categorías platónicas tajantes, está dirigido a lo apropiado de una pieza musical, a su aptitud para el
fin que debe satisfacer. Lo decisivo para la Umgangsmusik (“música que circula”), como la llamó
Heinrich Bessler, es si es útil o no. Sería erróneo, ciertamente, el hecho de definir el propósito de la
música funcional de los siglos dieciséis y diecisiete –la música litúrgica y el arte representativo
secular- sobre la base del concepto estrecho y reducido de la Gebrauchsmusik (“música utilitaria”),
la cual se originó sólo a fines del siglo dieciocho y el diecinueve a partir de la escisión entre música
autónoma y música funcional. Si uno interpreta al gran arte del siglo diecisiete como “glorificación”,
entonces –en contraste con las nociones más nuevas de la Gebrauchmusik- las misas artificiosas y el
motete político son, al mismo tiempo, las obras más adecuadas y dignas de acuerdo al criterio
funcional.
Finalmente, el juicio histórico –conectado a la práctica compositiva y teórica de la nueva
música- contrapone a los conceptos de belleza y de [lo] apropiado, los cuales sustentaron los juicios
estéticos y funcionales, la categoría de lo “concordante” o lo “auténtico”, la cual es difícil de
comprender. De acuerdo con Theodor W. Adorno, una obra musical es stimmig (“concordante”)
cuando en su composición técnica es la expresión “auténtica” de lo que –hablando metafóricamente-
“la época pide de histórico y filosófico”. El contenido de la música con sentido no es la historia
empírica, sino la importancia de ésta para la consciencia y la inconsciencia del hombre. Por lo tanto
la “concordancia” es una categoría de la composición técnica, y, por otra parte, una categoría de la
historia y de la filosofía. Este concepto implica la tesis de que los hechos técnicos de la composición

4
pueden leerse como signos histórico-filosóficos. El concepto desafía a una definición, y puede ser
resuelto sólo a través del intento de aclarar la tesis que plantea, mediante análisis e interpretaciones.

2. El modelo instructivo para el juicio funcional en música era el concepto de oficio. El


pensamiento entorno a normas compositivas definidas, las que la música debía obedecer o no
necesitaba obedecer, estaba profundamente conectado con la idea de una función que debía ser
completada por una obra musical –v.g un motete litúrgico o una danza. Uno no debe traducir la
palabra ars –la que en la Edad Media y a principios de la Era Moderna comprendía al concepto de
arte- simplemente como “oficio”. Las categorías modernas de oficio y arte son el resultado de una
escisión que, a fines del siglo dieciocho, segmentó la unidad indivisible implicada en el concepto de
ars en un dualismo y un contraste entre arte y oficio -mucho menos puede ser restaurada la unidad
original por una Kunsthandwerk (“pieza artificiosa artesanal”) que intente superar esta separación.
La estética, alrededor del 1800, refutó a la sobriedad de una teoría del arte derivada del
modelo del oficio, con una invasión entusiasta de categorías religiosas. Herder, aunque era un
teólogo, no dudó en describir a la audición musical como un estado de “devoción”. Wackenroder
intensificó la devoción a un éxtasis en el cual la sentimentalidad religiosa de principios del siglo
diecinueve se convirtió en la estética de fines de ese siglo. Las composiciones eran admiradas, no sin
una pretensión blasfema, como “creaciones”. También, el concepto de “contemplación”, ubicado por
Schopenhauer en el centro de la estética, es inequívocamente de origen religioso.
El sentimiento reconciliando a la religión y la estética, el cual tendió a transformar templos en
museos y museos en templos, se ha hecho sospechoso en el siglo veinte –aunque sobreviviendo- de
ser una mixtura confusa y turbia: una distorsión de la religión y del arte respectivamente. Por otra
parte, el retorno al modelo del oficio en el sentido del concepto viejo e intacto de ars –intentado por
Paul Hindemith y comprensivamente valorado incluso por Stravinsky- es una mera ilusión, más
reminiscente a la “actitud de maestro” de Wagner que al siglo dieciséis. Compositores jóvenes, por
consiguiente, intercambiaron el modelo de artesanía por el de ciencia. El desarrollo del componer se
presenta como un proceso en el cual, análogamente a la evolución de una ciencia, las obras se
presentan como soluciones a problemas planteados por obras anteriores; por su parte, cada solución
provoca problemas que serán enfrentados por obras posteriores, sin final a la vista para la dialéctica
de la creación y la solución de problemas.

3. Un juicio funcional que evalúa una obra musical a través del propósito que se supone debe
satisfacer presupone una teoría convincente, con normas firmes, concernientes a los tipos de
composición musical. Antes del surgimiento de la idea de una música autónoma a fines del siglo
dieciocho, los tipos [de composición musical] estaban basados en funciones –en el rol de música que
acompañaba un acto litúrgico, una danza o una procesión festiva-, de modo que un juicio sobre el
modo en que una obra satisfacía el concepto de un tipo, coincidía con un juicio sobre lo apropiado
del propósito que servía.
Mientras que en la música funcional una obra es fundamentalmente el ejemplar de un tipo –
un ejemplar que alcanza la perfección cuando proyecta las marcas del tipo en forma clara y pura- en
la época de la estética; en el siglo diecinueve, una obra fundamenta su reclamo de ser considerada
arte en lo opuesto, en la individualidad y la originalidad. Esta individualidad encuentra sustento y se
nutre, por cierto, en la tradición del tipo al cual pertenece, pero también intenta elevarse por sobre las
normas y límites del tipo –las que son experimentadas como obstáculos. El hecho de medir la

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individualidad a partir de las desviaciones de un caso típico sería burdo, pero el objeto innegable del
juicio estético desde el siglo diecinueve es la obra musical entendida no como el ejemplo de un tipo,
sino como un individuo con precondiciones internas, únicas y propias. En la música moderna, sin
embrago, la idea de obra –la categoría central de la estética del siglo diecinueve- parece estar
perdiendo relevancia gradualmente. La crítica histórica -característica del siglo veinte, sin ser
dominante- concibe a una pieza musical no como una obra aislada completa en sí misma, sino como
un documento de un paso en el proceso de la composición, como un ingrediente parcial de un work
in progress. Lo decisivo no es la importancia de una obra en sí misma en el presente estético, sino el
grado en que ésta se introduce –e influencia- en el desarrollo del pensamiento musical y los métodos
de composición. Y en el caso extremo, las obras que no importan [que no tienen importancia] se
hacen superfluas.

4. Uno de los criterios estéticos comunes y triviales (para que escape a la reflexión) es si una
obra sucumbe ante el “espíritu vengativo de la desaparición” o trasciende el tiempo de su producción
y permanece en el repertorio de concierto. Tal criterio es inconspicuo por ser omnipresente. No
obstante, la apariencia de evidente del criterio de sobrevivencia es una ilusión: uno se maneja aquí
con una categoría histórica, y por lo tanto variable. En los siglos en donde que una pieza musical era
aprehendida primariamente como el ejemplo de un tipo, no era el ejemplo lo que sobrevivía sino el
tipo, como un complejo de normas y hábitos. Sólo en el siglo diecinueve, cuando los tipos
tradicionales gradualmente se desintegraron, el pensamiento estableció por sí mismo que la obra
única e individual era la sustancia real del arte que debía trascender. La música autónoma, no atada a
funciones, constituía el panteón de las obras maestras (de las cuales Heinrich Schenker se vio a sí
mismo como guardián, en contra de las tendencias desintegradoras del siglo veinte). Y mientras que
la noción de que una pieza musical califica como arte por sobrevivir presupone las ideas categóricas
de obra y arte del siglo diecinueve, ésta [noción] es puesta en peligro por la desintegración [de la
obra y del arte]. Los compositores de nueva música, sensitivos al sonido vacío de la palabra arte y
por lo tanto reacios a presentar obras terminadas, pagan el precio. Ser rápidamente olvidados es una
marca que el avant-garde comparte con la moda, por lo tanto se hace sospechoso de ser en sí mismo
una moda.

5. Los cambios en las formas de juicio –la transición de lo funcional a lo estético, y luego a la
crítica histórica- están conectados a un cambio en las autoridades de la crítica, las que reclamaban
importancia e influencia. La crítica que procedía de la función que servía una pieza musical,
primariamente pertenece a aquellos que aprobaban y establecían las funciones litúrgicas o los
objetivos seculares –aquellos que habían comisionado la pieza. Por otra parte, el juicio estético que
critica obras que se presentan a sí mismas como arte autónomo, pertenece al público, sea éste la
audiencia real o la audiencia utópica cuyo alarmante ensueño fue trazado por Wagner en la escena
final de Die Meistersinger. En el período de la estética la crítica aparece (al menos idealmente) como
lo representativo del público; el público se hace su preceptor sólo cuando la discrepancia entre la
audiencia ideal y la empírica, la diferencia entre la volonté de tous y la volonté générale, se ha hecho
muy estrecha. Consecuentemente, el tipo de crítico característico del siglo diecinueve era el diletante
educado, como lo fueron Rochlitz y Hanslick; y no es casualidad que compositores como Berlioz,
Schumann y Hugo Wolf, al escribir reviews, trataron de ocultar su status de compositor y asumir la
actitud del diletante educado, quien trata con desdén al análisis musical del que no es capaz, y lo

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reemplaza por paráfrasis poéticas. Ni siquiera una línea escrita por Hugo Wolf revela que él podía
leer una partitura.
Mientras que la crítica estética se inclinó a mantener la apariencia de diletantismo, como si
hablar del propio métier fuera poco diplomático, la crítica histórica del siglo veinte –analizando la
obra como el documento de una etapa en el desarrollo de los métodos compositivos y del
pensamiento musical- está obligada, por el contrario, a mostrar elementos de profesionalismo,
incluso cuando los prerrequisitos son pobres. El juicio estético es cambiado a uno tecnológico. Los
esfuerzos del lector para ocultar la irresistible propensión hacia la jerga de las abundantes metáforas,
no minimiza el dilema actual de la crítica, sea en el hecho de ser indiferente a su objeto, o en hacerse
tan esotérica como los trabajos que discute.

Sobre la lógica del juicio estético

El lenguaje en el que son formulados los juicios estéticos es a menudo vago y confuso. Los
puristas de la lógica, obsesionados con el deseo de encajar todas las ideas dentro de definiciones
armadas, deberían evitar la estética y su historia –las que podrían llevarlos a desesperar. Las quejas
sobre un caos terminológico –un caos fuertemente incrementado por innovaciones y las definiciones
estrictas ideadas para contenerlas- se han convertido en el tipo de cliché mediante el cual los
historiadores expresan su preocupación sobre las deficiencias teóricas de su disciplina académica.
Ellos, sin embargo, no pueden mejorarla. Mientras que los historiadores, ciertamente, tienen la tarea
de analizar conceptos equívocos, sería un error la aplicación de una uniformidad terminológica a
través de la reducción y abreviación de los contenidos del lenguaje tradicional de la estética. Pero,
incluso con todas sus complejidades, ese lenguaje todavía es un documento histórico.

1. El concepto de “originalidad” –una de las categorías sobre las que se ha apoyado la estética
desde fines del siglo dieciocho- es un concepto doble. Los dos elementos que contiene (la
presentación de lo inmediato e irreflexivo y la de lo nuevo e impredecible) no siempre son
reconciliables –como se planteó anteriormente. Un historiador perdería su tiempo tratando de reducir
un concepto amplio e impreciso a un término estrecho y determinado. La idea de la originalidad se
ha convertido en históricamente efectiva precisamente por ser una categoría equívoca. Un uso
actualizado de palabras, las cuales se abstraen de la historia por cuestiones de la lógica, encogería al
concepto a una sombra de su significado anterior.
Más complicadas aún son las implicaciones del concepto de autenticidad, el cual como
categoría estética es dudoso e imposible de erradicar. Elementos diversos y heterogéneos se
entrecruzan: la degradación de la dependencia en modelos hacia un epigonismo estéticamente
sospechoso; la expectativa de que la música sea la impresión sincera de las emociones del
compositor; la imagen de manufactura fidedigna, firmemente afianzada y sustraída de los caprichos
de la moda que tienden hacia el “fraude”; y, finalmente, la orientación a una tradición de tipos
musicales, tales como tipos de canción “auténtica” o música de iglesia “auténtica”. Las
contradicciones que escinden al concepto son obvias, pero no reducen su importancia. La tarea del
historiador no es reconciliar o eliminar estas contradicciones al restringir el concepto, sino
entenderlas como marcas de la época en la que la conversión de la “autenticidad” en un lema estético
no fue accidente.

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2. Parece no haber solución para la confusión generada por la admisión de juicios estéticos,
de características diferentes o contradictorias, sobre los mismos hechos compositivos técnicos y
estilísticos –la inclinación hacia un modelo o la desviación desde una tradición de formas y tipos. La
dependencia de obras musicales en modelos a ser imitados o emulados podría ser elogiada como la
expresión de un sentimiento inquebrantable hacia la tradición, o condenada como un epigonismo que
se retira de las demandas estéticas actuales. La combinación y mezcla de premisas compositivas
técnica y estilísticamente heterogéneas, se presenta como una síntesis exitosa o como un eclecticismo
fracturado sin derecho estético a existir. El veredicto de un polemista que sospecha de la “forma
abierta” de una obra que se desvía de la tradición, como “rota”, puede ser rebatido fácilmente con el
juicio de un apologista que justica las formas “rotas” como abiertas.
No hay autoridad con jurisdicción para decidir qué cuenta como tradicionalismo y qué como
epigonismo. No obstante, la arbitrariedad de las sombras de juicios puede ser minimizada a través de
intentos de determinar criterios contradictorios en forma histórica, y así delimitar su amplitud. El
concepto de epigonismo, como se mencionó anteriormente, es una categoría característica del siglo
diecinueve que sería anacrónica de aplicarse a la música de siglos anteriores. Inversamente, la
tradición y el sentimiento por la tradición, los que eran un asunto de oficio en el siglo diecisiete y aún
en el siglo dieciocho, se convirtieron en objetos de reflexión y restauración en el siglo diecinueve
debido a que se las veía en peligro.
De forma análoga, los criterios restantes pueden ser tratados históricamente. La síntesis de
tradiciones heterogéneas no es siempre una posibilidad acertada. Sin un esfuerzo violento (casi
siempre signo de infructuosidad), [la síntesis] parece tener éxito primariamente en las épocas del
clasicismo musical, tales como el siglo dieciséis y fines del siglo dieciocho. Por otra parte, en una
época tan alejada de los clásicos y del clasicismo como la es la del siglo veinte, cualquier planteo
sobre síntesis (y existe superabundancia más que escasez de síntesis [pl.]) despierta la sospecha de
que un mero eclecticismo debe ser enmascarado con un vocabulario sonoro (vocabulario que de
todas formas se ha vaciado a través de un mal uso).

3. Los criterios estéticos rara vez pueden ser aislados sin perder relevancia y color. Ellos no
existen por sí mismos, más bien muestran su importancia y amplitud en complejos de argumentos, en
los que mutuamente se complementan, sostienen, restringen o confrontan. Al ser separados entre sí
se convierten en los esquemas imprecisos e incomprensibles despreciados por los detractores de la
estética.
Así, para un juicio estético no es relevante una riqueza de conexiones en todos los casos, sino
solamente cuando las partes que deben relacionarse son característicamente diversas. En una línea
melódica sin carácter [character] todo parece estar conectado con todo; pero aquí uno se enfrenta a
una falta de diferenciación, más que una abundancia de conexiones. La abundancia de interrelaciones
se convierte en un criterio estético válido sólo como contrapartida de un diseño característico y
definido de las cosas relacionadas.

4. Mientras que una abundancia de conexiones motívicas puede ser (pero no debe ser
siempre) un cualidad relevante para la crítica estética de una obra, la falta de conexiones motívicas
no indica necesariamente una deficiencia (también hay otros medios para producir coherencia). La
ausencia de un criterio no fuerza a una inversión del juicio. Una decisión negativa –el reproche por
coherencia o integración insuficientes- es sostenida adecuadamente sólo a través de la demostración

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de que la característica deficiente es estéticamente necesaria como complemento y contrapartida de
una propiedad dada. La integración escasa o débil de un texto musical no es por sí misma una
deficiencia que reduce el valor estético de la obra, pero se convierte en una [deficiencia] en el caso
de diferenciaciones de gran alcance que [la integración] debe ser capaz de conciliar.

5. Los criterios estéticos, solos o en conjunto, nunca ofrecen sustento suficiente para el juicio
de una obra musical. Cualquier intento de basar a la crítica de la música en una racionalidad perfecta
debería encallar o perderse a sí mismo en el sectarismo. Pero la limitación y lo no adecuado del
juicio racional no permiten que uno concluya que éste es impotente y sumiso ante la irracionalidad
de un juicio de gusto. Pero no hay motivo para que uno se deje intimidar por la pretensión de
irracionalidad que se esconde en los intersticios del conocimiento, y luego afirmar que los restos
oscuros no alcanzados por la razón son en único factor decisivo. La estética capitula al hacer
concesiones a los enemigos de la racionalidad y la reflexión.

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