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Lutero y la Reforma: Cómo un monje descubrió el evangelio

© 2023 por Ministerios Ligonier

Distribuido en América Latina y España por Poiema Publicaciones


Poiema.co

Publicado originalmente en inglés por Ligonier Ministries, bajo el título Luther


and the Reformation: How a Monk Discovered the Gospel
© 2021 by the R.C. Sproul Trust

Ministerios Ligonier
421 Ligonier Court, Sanford, FL 32771
es.Ligonier.org

Impreso en Ann Arbor, Michigan


Cushing-Malloy, Inc.
0000123
Primera impresión

ISBN 978-1-64289-528-5 (Tapa rústica)


ISBN 978-1-64289-529-2 (ePub)

Todos los derechos reservados. Ninguna sección de esta publicación puede ser
reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida en
cualquier forma o por cualquier medio —electrónico, mecánico, fotocopia,
grabación u otro— sin el previo permiso escrito de Ministerios Ligonier a
excepción de las citas breves en las reseñas publicadas.

Diseño de portada: Ligonier Creative


Diseño interior y diagramación: The DESK, Poiema Publicaciones
y Ministerios Ligonier

Traducción al español: Yadín Rodríguez, Julio Caro y Alicia Ferreira


Edición en español: José «Pepe» Mendoza, Erika Ree, Daniel Lobo
y Emanuel Betances

Las citas bíblicas, a menos que se indique lo contrario, son tomadas de


La Nueva Biblia de las Américas (NBLA), Copyright © 2005 por
The Lockman Foundation. Usadas con permiso. www.NuevaBiblia.com

Número de control de la Biblioteca del Congreso: 2022949244


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Contenido

1 De Lutero al rayo

2 El monasterio y la crisis de Roma

3 La experiencia de la torre

4 La construcción de la Basílica de San Pedro

5 La controversia de las indulgencias

6 De camino a Worms

7 La postura católica romana de la justificación, 1a parte

8 La postura católica romana de la justificación, 2a parte

9 La postura protestante de la justificación

10 Respuesta a las objeciones de Roma

Acerca del autor
1

De Lutero al rayo

Por sobre la ciudad moderna de Ginebra, Suiza, se


encuentra un área llamada la Ciudad Vieja. En el centro de
la Ciudad Vieja hay un gran parque peatonal que cuenta con
un gigantesco muro de mármol llamado el Muro de la
Reforma. En el Muro de la Reforma, aparecen las estatuas
de Martín Lutero, Felipe Melanchthon, Juan Calvino, Teodoro
de Beza, John Knox, Martín Bucero, Ulrico Zuinglio y algunos
otros. Además, en la parte superior del muro están
cinceladas las palabras Post tenebras lux, «Después de las
tinieblas, luz», que se convirtieron en el lema de la Reforma
protestante del siglo XVI.
¿Qué era esta oscuridad, estas tenebras? Según la
Reforma, las tinieblas se refieren a lo que le había sucedido
a la Iglesia católica romana durante la Edad Media. La
iglesia había experimentado un cambio constante en su
comprensión del cristianismo bíblico, sobre todo en su
comprensión de la salvación. Lo que se había desarrollado
en Roma durante esa época es lo que llamamos
sacerdotalismo: la idea de que la salvación se consigue
principalmente a través del ministerio de la iglesia, a través
del sacerdocio, y especialmente a través de la
administración de los sacramentos. Este sistema de
salvación, que se había desarrollado dentro de la Iglesia
católica romana, entró en crisis con la Reforma del siglo XVI.
Pero antes de examinar los incidentes históricos que
provocaron esta crisis y las personas que Dios usó para
llevarla a cabo, quiero hacer una distinción importante: los
propios reformadores consideraban que su trabajo era de
reforma, no de revolución. No veían sus actividades como
una revuelta organizada contra la iglesia o contra el
cristianismo histórico. En muchos sentidos, al igual que los
profetas de Israel del siglo VIII y VII a. C., los reformadores
consideraban que su tarea era llamar al pueblo de Dios a
volver a sus orígenes. Querían que la iglesia volviera a sus
formas originales y a la teología original de la Iglesia
apostólica. Es decir, los reformadores no estaban tratando
de crear algo nuevo.
Martín Lutero tenía veintiún años en 1504. Había
completado su maestría en artes y se había matriculado en
la escuela de derecho. Lutero ya se distinguía por su
inteligencia a esa edad. Se había criado en el sistema
educativo clásico, donde los estudiantes debían ser capaces
de hablar latín con fluidez, pues esa era la lengua
universitaria. Era la lengua de los especialistas en
jurisprudencia, de los teólogos, de los médicos y de otros
profesionales. Por lo tanto, la formación de Lutero para ser
abogado le sirvió mucho a lo largo de su vida.
Si quieres hacerte una idea de cómo encaja la vida de
Lutero en la historia de Occidente, imagínate esto: nació en
1483. Eso significa que tenía nueve años cuando Cristóbal
Colón desembarcó en el Nuevo Mundo. El mundo occidental
de esa época estaba experimentando todo tipo de cambios
turbulentos.
Los padres de Lutero habían sido campesinos en
Alemania, cerca del bosque de Turingia. Hans Lutero dejó el
ambiente campestre para convertirse en minero. Tuvo tanto
éxito en la industria minera de la región que, gracias a sus
habilidades de administración y emprendimiento, logró
convertirse en propietario de seis fundiciones y elevó la
posición económica de su familia de forma considerable. Sin
embargo, su gran sueño era la educación de su hijo Martín.
Quería tener un hijo que fuera un abogado destacado, que
se hiciera rico y que pudiera cuidar de sus padres cuando
fueran ancianos. En los primeros años de formación de
Lutero, todo avanzó muy bien en esta dirección. Martín tenía
fama de ser muy brillante en el campo del derecho.
Posteriormente, su papel en la Reforma protestante se vería
muy beneficiado por su comprensión del derecho, pues
tomó sus habilidades y su educación en el campo de la
jurisprudencia y las aplicó al estudio de la ley bíblica.
La crisis que iba a cambiar la vida de Lutero, y que
cambiaría el mundo para siempre, tuvo lugar en julio de
1505, cuando Martín iba de regreso a casa de la
universidad. De forma súbita y en pleno día, se presentó
una tormenta eléctrica muy severa. De repente, un rayo
golpeó el suelo a pocos metros de donde estaba Lutero;
cayó tan cerca de él que lo tiró a la tierra. Martín vio eso
como un mensaje de Dios. Aterrorizado, gritó de miedo:
«Ayúdame, santa Ana; me haré monje».
Dirigió esa súplica a santa Ana, madre de María, porque
ella era la patrona de los mineros y ocupaba un lugar
destacado en las oraciones cotidianas del hogar de Lutero.
Así que, en este momento de crisis, Lutero clamó al cielo
pidiendo la protección de santa Ana. En lealtad a ese voto,
se mudó al monasterio agustino de la ciudad de Erfurt.
Decidió ingresar a ese monasterio en específico porque era
conocido por ser el más riguroso y exigente de las diversas
órdenes monásticas, ya que reflejaba la solidez de su
fundador, Agustín de Hipona.
Lutero se presentó ante la puerta principal del
monasterio, fue recibido por el prior y se le hizo la pregunta
que se le hace a todos los novicios: «¿Qué buscas?». «La
gracia de Dios y la misericordia de ustedes», contestó
Lutero. De esta manera, fue admitido como novicio en la
orden. Al final del día de su ordenación, Lutero se convirtió
en un monje, una ocasión cargada de más ironía que
cualquier otro momento en la historia de la iglesia. La
costumbre era que, cuando un hombre iba a ser ordenado al
sacerdocio o a las órdenes monásticas, se colocaba frente a
las escaleras del cancel del presbiterio. Debía postrarse en
el suelo con los brazos extendidos, de manera que su
cuerpo formara una cruz, todo eso vestido con prendas
sumamente incómodas. En este estado de humillación, se
efectuaba el proceso de ordenación. Entonces, ¿dónde está
la ironía?
Para explicarlo, debo recordar una excursión por la
Alemania de Lutero que dirigí hace unos años. Visitamos
todas las ciudades importantes de la vida de Lutero. Fuimos
a Eisleben, la ciudad de su nacimiento que, en la
providencia de Dios, también terminó siendo la ciudad de su
muerte. Fuimos a Wittenberg, donde enseñó en la
universidad y colocó las noventa y cinco tesis en la puerta
de la Iglesia del Palacio. Fuimos a Worms, donde se celebró
la Dieta Imperial en 1521. Fuimos a Leipzig, donde tuvo
lugar un importante debate. Desde luego también visitamos
Erfurt y el lugar donde Lutero fue ordenado. El año de
nuestra visita estaban celebrando a Lutero y había retratos
suyos colgados en todas partes de lo que, en aquel
entonces, era Alemania Oriental. En todas las iglesias y en
muchas vallas publicitarias, estaba el retrato de Martín
Lutero con el fondo de una silueta de cisne. Pregunté por
qué la imagen del cisne adornaba esos carteles con el
retrato de Martín Lutero, y me enteré de que esa imagen se
remontaba a los acontecimientos que habían ocurrido en
Bohemia, en la ciudad de Praga. Un destacado profesor de
aquella región había publicado obras en las que afirmaba
que solo las Escrituras contenían la Palabra inspirada de
Dios y que no podían ser igualadas por los edictos ni las
enseñanzas de la iglesia. Por esta y otras doctrinas que
enseñó, se metió en problemas con la iglesia establecida y
fue juzgado como hereje. El nombre de aquel hombre era
Juan Hus. La palabra hus en el idioma checo significa
«ganso». Como no se retractó de sus escritos, el obispo
presidente lo condenó a ser quemado en la hoguera.
Cuando Hus estaba a punto de ser ejecutado, le dijo a ese
obispo: «Podrán quemar a este ganso, pero después de mí
vendrá un cisne al que no podrán silenciar». Esa historia se
hizo muy conocida en toda Europa. Así que, cuando Lutero
apareció en escena, fue recibido como el cumplimiento
profético de la idea de Juan Hus sobre el cisne que había de
venir.
Esta es la ironía. Cuando Lutero se presentó frente a la
escalera del presbiterio del monasterio de Erfurt para ser
ordenado y se echó en el suelo con los brazos extendidos,
estaba justo delante del altar; y delante del altar, bajo las
piedras de la capilla, estaba enterrado el obispo que
condenó a muerte a Juan Hus. Cuando Hus le dijo al obispo:
«Podrán quemar a este ganso, pero vendrá un cisne al que
no podrán silenciar», me gusta pensar que el obispo dijo:
«¡Sobre mi cadáver!».
En sus años de juventud, Lutero solía tener una crisis
más o menos cada cinco años. Lo del rayo llegó en 1505.
Fue un rayo que cambió el mundo. Tuvo otra crisis en 1510,
cuando visitó Roma, y una tercera en 1515, cuando
comprendió el evangelio por primera vez en su vida. Sin
embargo, primero tenemos que entender lo que le ocurrió
cuando entró al monasterio.
Las cosas no estaban bien en su casa. Hans Lutero, su
padre, estaba furioso con él por haberlo decepcionado y no
continuar con la carrera de derecho. Cuando Lutero entró al
monasterio, juró que se convertiría en el mejor monje que
pudiera existir. Más tarde reflexionaría y diría: «Si alguien
pudiera llegar al cielo a través del monacato, ese habría
sido yo». Así que se comprometió con la rigurosa disciplina
de la vida monástica. Durante el día, tenía programados
varios momentos de oración que lo impactarían por el resto
de su vida. Lutero fue un hombre disciplinado en la oración
mientras vivió. Pero eso no era todo, también participaba en
la práctica de la confesión diaria. Cada monje tenía un
padre confesor con el que debía reunirse todos los días
como parte de la disciplina religiosa. Lutero no daba más
que disgustos a su padre confesor y a las demás
autoridades del monasterio. Los otros hermanos
confesaban: «Padre, he pecado en las últimas veinticuatro
horas. Anoche codicié la cena del hermano Jonatán y me
quedé despierto cinco minutos después de que se apagaran
las luces». Confesaban sus pecados en cinco minutos,
recibían la absolución y volvían a sus tareas en el
monasterio. Sin embargo, el hermano Lutero iba y
confesaba sus pecados de las últimas veinticuatro horas
durante veinte minutos, media hora, una hora, y a veces
dos o tres horas, hasta que el confesor se exasperaba con él
y le decía: «Hermano Martín, no venga a mí con estas
infracciones menores. Si va a pecar, deme algo que valga la
pena perdonar».
Pero esa era la forma en que funcionaba la mente de
Lutero. Era un estudioso de la ley. Estudiaba la ley con
meticulosidad y esmero. Era consciente, por ejemplo, de
que el gran mandamiento era amar al Señor su Dios con
toda su alma y todas sus fuerzas, y amar a su prójimo como
a sí mismo, y sabía que no había obedecido ese
mandamiento ni siquiera una hora. Al aplicar toda la
profundidad de la ley de Dios a su propia vida, lo único que
veía era culpa. Lo impulsaba una pasión por experimentar
un perdón real y duradero, pero esta pasión nunca se vio
satisfecha en el monasterio.
2

El monasterio y
la crisis de Roma

¿Cómo pudo un hombre de una recóndita ciudad alemana


enfrentarse él solo a toda la Iglesia católica romana? ¿Qué
impulsó a Martín Lutero con tanta pasión? Los estudiosos y
profesionales del campo de la psicología se han preguntado
si era neurótico o incluso psicótico. *1 Al leer sus voluminosos
escritos, no podemos dejar de notar que usaba con
frecuencia un lenguaje desmedido. En los días de Lutero, el
lenguaje polémico y los ataques mordaces contra los
enemigos eran comunes y Lutero era experto en esas
formas de debate. Muchas veces decía que los que no
estaban de acuerdo con él eran «perros». Cuando la iglesia
reaccionaba contra algo que había escrito, Lutero decía:
«Los perros están empezando a ladrar». Esa clase de
lenguaje era suave para él.
Los psicólogos también se han centrado en otros
aspectos de la vida de Lutero. Manifestó una obsesión con la
culpa durante sus días en el monasterio. Nada de lo que
hacía le daba paz mental ni calmaba su conciencia. Pasaba
largos períodos en el confesionario. Muchas veces, después
de estar horas confesando sus pecados ante el padre
confesor y recibir la absolución, volvía a su celda y de
pronto recordaba un pecado que había olvidado confesar.
También se autoflagelaba y participaba en las formas
rigurosas de ascetismo que los monjes usaban para
limpiarse de todo pensamiento maligno. Pero no había nadie
que igualara a Lutero a la hora de infligirse castigos para
calmar su conciencia.
Ahora bien, tenemos que entender el nivel de corrupción
que había en el clero de la Iglesia medieval. Esta era la
época de los papas Médici y Borja, que tenían fama de
escandalosos. Sin embargo, la gente seguía creyendo que la
mejor manera de asegurar la salvación personal era entrar
a las órdenes sagradas, tener una vocación santa y, en
especial, entrar a un monasterio. Eso facilitaba el camino
para que las personas recibieran la santificación y
alcanzaran las puertas del cielo. Por lo tanto, Lutero estaba
decidido a obtener la paz mental que buscaba con tanta
desesperación mediante los rigores de la vida monástica. Le
preguntaron en una ocasión: «Hermano Martín, ¿amas a
Dios?». Él respondió: «¿Amar a Dios? ¿Amar a Dios? A veces
lo odio. Veo a Cristo como un juez furioso con la espada del
juicio en la mano y viniendo a buscarme».
Los psiquiatras modernos han dicho que este sentido
morboso de intranquilidad en la conciencia no es racional.
No es sano. Piensa en ello: se dice que las personas que
pierden la noción de la realidad pierden la capacidad normal
de lidiar con los miedos y la culpa. Por ejemplo, está la
historia de un hombre que no quería salir de su casa. Ni
siquiera quería salir de pícnic porque tenía mucho miedo a
los peligros que se pueden presentar en los lugares de
pícnic. Por lo tanto, su mujer lo llevó a un psiquiatra, que le
preguntó: «¿Por qué tienes tanto miedo de ir de pícnic?».
«Si voy de pícnic —contestó—, la comida estará expuesta al
sol. Podría intoxicarme y morir. Además, podría haber
serpientes en la hierba. Es posible que una serpiente
venenosa me muerda y me mate. O si conduzco hasta el
lugar del pícnic, podría ser embestido por otro coche y
morir. El mundo allá afuera está lleno de peligros a cada
instante». ¿Qué podría decir el psiquiatra? ¿«No hay ningún
riesgo en viajar en un automóvil»? Por supuesto que hay
peligros al subirse a un automóvil. ¿«No hay ningún peligro
de intoxicarse con la comida»? Por supuesto que hay peligro
de intoxicación. ¿«No hay ningún peligro de que te muerda
una serpiente venenosa»? Esos peligros son reales, pero
¿quién evita los pícnics por estos? Tenemos mecanismos de
defensa incorporados en nuestras mentes para protegernos
de los peligros claros y evidentes que hay en cualquier
parte. Alguien puede evaluar de forma precisa los peligros
reales y aun así estar loco porque ha perdido el uso normal
de los mecanismos de defensa.
Ahora aplica esta idea al problema de la culpa. Lutero era
un hombre culpable. Probablemente, entendía la ley de Dios
mejor que cualquier otro cristiano antes que él con la
excepción del apóstol Pablo. Conocía el castigo severo por
quebrantar la ley de Dios y sabía que su alma estaba
expuesta al tormento potencial de la condenación eterna.
Sin embargo, la mayoría de las personas racionalizan y
niegan su culpa. La mayoría de las personas cuentan con un
mecanismo de defensa normal para escapar a cualquier
pensamiento sobre el juicio de Dios. Hay millones de
personas que pasan toda la vida sin pensar en lo que va a
ocurrirles cuando estén ante el Dios santo y tengan que dar
cuentas por cada palabra ociosa que hayan dicho. Verás,
Lutero se tomaba esas enseñanzas de las Sagradas
Escrituras muy en serio. La ley de Dios lo aterraba. Así que
la pregunta es: ¿estaba loco? Se ha dicho que hay una línea
delgada entre la genialidad y la locura. Es posible que
Lutero oscilara de un lado a otro de esa línea a lo largo de
su vida. En muchos sentidos fue víctima de su propia
genialidad.
Lutero experimentó un par de momentos críticos que
pusieron a prueba su cordura. El primero ocurrió cuando iba
a celebrar su primera misa tras su ordenación como monje.
Luego de entrar como novicio al monasterio y antes de
celebrar su primera misa, logró enmendar la relación con su
padre. Quizás Margarita, su madre, le rogó a su marido que
no fuera tan duro con su hijo rebelde, que había elegido la
vida religiosa en lugar de la próspera vida del derecho. Hans
Lutero empezó a presumir de su hijo, el sacerdote ordenado,
ante sus socios del mundo comercial. Invitó personalmente
a sus socios más cercanos del mundo minero a asistir a la
primera misa de Lutero. Hans llevó a sus socios hasta el
monasterio de Erfurt para que presenciaran la primera misa
de su hijo y tenía planeada una fiesta para celebrar
después.
Al comienzo de la misa, Lutero, ataviado con vestimentas
sacerdotales, siguió de forma impecable el orden de la
liturgia hasta que llegó al momento crítico en que se
producía el milagro de la transubstanciación, cuando, según
se creía, los elementos comunes del pan y el vino se
transformaban de forma sobrenatural y milagrosa en el
cuerpo y la sangre real de Jesús. Supuestamente, eso
ocurría durante la oración de consagración. Uno de los
poderes conferidos al sacerdote en la ordenación es el de
rezar la plegaria que Dios escucha para que se produzca
este milagro asombroso. En el momento de la misa en que
debía pronunciar la oración de consagración, Lutero abrió la
boca para decir las palabras, pero no le salió nada. Se
quedó congelado en el altar, petrificado, con gotas de sudor
en la frente, un temblor visible en el cuerpo y los labios
tiritando. Fue incapaz de pronunciar las palabras. En medio
de ese momento vergonzoso, otro de los sacerdotes se puso
de pie, rezó la oración en lugar de Lutero y permitió que
continuara la misa.
Hans Lutero estaba fuera de sí. Había ido a presumir de
su hijo el sacerdote, y este había fracasado en su hora más
sagrada, para el disgusto absoluto y la vergüenza de su
padre. Hans cuestionó el llamado de Martín al sacerdocio.
Básicamente, Lutero le contestó: «¿No lo entiendes? ¡Tenía
el cuerpo y la sangre de Jesucristo en las manos! ¿Cómo
puedo yo, que soy un pecador, manipular esas cosas
sagradas? ¿Cómo puedo hablar con normalidad ante tal
maravilla y prodigio?». Allí estaba el problema. Lutero no
estaba loco. Él creía todo esto. Creía que el Señor Jesucristo
estaba allí. De verdad creía que estaba pisando tierra santa.
Los otros sacerdotes cumplían esos rituales como un asunto
de rutina, pero Lutero temblaba en su humanidad cuando
estaba en presencia de lo santo.
Otro punto de crisis para Lutero tuvo que ver con la
práctica de la peregrinación. Las peregrinaciones consistían
en que el peregrino debía ir a una catedral que tuviera un
relicario, que es la sección donde se guarda una reliquia o
un conjunto de reliquias de la antigüedad. Las reliquias eran
objetos como huesos de los apóstoles, pelos de la barba de
Juan el Bautista y leche del pecho de la virgen María.
Algunas catedrales tenían inmensas colecciones de
reliquias. Cuando la gente peregrinaba a un lugar santo
donde entraba en contacto con esos objetos sagrados,
podía recibir indulgencias y perdón de pecados para ese
instante y para el purgatorio. Las dos ciudades del mundo
más valiosas para peregrinar eran Jerusalén y Roma. Roma
era el centro visible de la Iglesia católica romana, donde se
encontraban los huesos de Pedro y Pablo. Viajar de
Alemania a Roma era una oportunidad increíble.
Lutero fue uno de los dos hermanos seleccionados para
realizar este viaje por asunto de negocios propios de su
monasterio. Probablemente, esta oportunidad le dio más
alegría a Lutero que cualquier otra experiencia que tuvo en
el claustro. Lo único que lamentaba era que su madre y su
padre siguieran vivos, pues quería hacer el viaje a Roma por
los beneficios de la peregrinación y utilizar las indulgencias
del viaje en favor de ellos. Sin embargo, como aún estaban
vivos, no podía hacerlo y por eso dedicó la peregrinación a
sus abuelos. Tardó varios meses en viajar a pie de Alemania
a Roma.
Este viaje fue la desilusión más significativa de la vida de
Lutero. Cuando llegó a Roma, en vez de encontrar una
ciudad santa, encontró una urbe marcada por una
corrupción sin precedentes. Notó que los sacerdotes de la
ciudad hacían cinco o seis misas por hora. Realizaban la
liturgia recitando las palabras lo más rápido que podían
para luego cobrarla. Eso escandalizó a nuestro joven monje
idealista. Peor aún era el comportamiento sexual de los
sacerdotes de Roma, que tenían la práctica habitual de usar
servicios de prostitución, tanto con hombres como con
mujeres. Pero lo más destacado de la peregrinación de
Lutero fue su visita a la Basílica de San Juan de Letrán, que
era la iglesia principal de Roma antes de la construcción de
la Basílica de San Pedro. En la Basílica de San Juan de Letrán
se encontraba la Escalera Santa, que son unos escalones
que recuperaron los soldados cruzados cuando fueron a
Jerusalén. Estos escalones conducían al tribunal donde Jesús
había sido juzgado por Poncio Pilato. La historia dice que de
verdad son los escalones por los que nuestro Señor subió y
bajó. Los cruzados desmontaron toda la escalera en
Jerusalén y la llevaron a Roma, donde se convirtió en un
punto central de indulgencias. Los peregrinos subían los
escalones con las manos y las rodillas, rezando un
padrenuestro o un avemaría en cada escalón hasta llegar a
la cima, para luego recibir las indulgencias de su
peregrinación.
La primera vez que fui a Roma, el lugar que más me
interesaba visitar era la Basílica de San Juan de Letrán, para
ver si la Escalera Santa seguía allí. Y allí estaba. Quería
subirla solo porque deseaba ver el lugar donde Lutero tuvo
esta crisis, pero no pude ni acercarme a la escalera. Estaba
repleta de peregrinos sobre sus manos y rodillas, y en un
cartel grande se explicaba cuántas indulgencias quedaban
disponibles. Así que la práctica de la que Lutero fue testigo
sigue vigente. El propio Lutero siguió el proceso de subir los
escalones de rodillas besando cada peldaño, rezando el
rosario, etc. Cuando llegó a la cima, se puso de pie y dijo en
voz alta, aunque sin dirigirse a nadie en específico: «¿Quién
sabe si esto es cierto?». La duda que brotó en su corazón y
que atravesó su alma ese día no se aliviaría para nada hasta
la llegada de otra crisis que tuvo, cinco años después.
3

La experiencia
de la torre

Como hemos visto, el joven Martín Lutero era propenso a


experimentar una crisis severa cada cinco años. En 1505,
tuvo la experiencia del rayo que lo llevó a ingresar al
monasterio. En 1510, sufrió la desilusión en su viaje y
peregrinación a Roma. Pero quizás la crisis más importante
de su vida, el episodio que lo definió como hombre, como
teólogo, como reformador y como cristiano, ocurrió en 1515,
en lo que se ha descrito como su experiencia de la torre. Sin
embargo, antes de analizar la experiencia de la torre,
debemos saber cómo fue que Lutero pasó de Erfurt a
Wittenberg.
Poco después de volver de su experiencia en Roma, fue
llamado a mudarse de Erfurt al claustro agustino del pueblo
de Wittenberg. Ahora bien, Erfurt era una gran ciudad de
Alemania que contaba con una universidad importante y
Wittenberg era un pueblito de unos dos mil habitantes y
menos de dos kilómetros de largo. El nombre Wittenberg
significa «colina blanca» o «pequeña montaña blanca». El
pequeño pueblo estaba situado en una franja de arena
blanca que bordeaba el río Elba. La importancia de
Wittenberg en ese momento de la historia radica en que su
fundador fue Federico el Sabio, también conocido como
Federico, elector de Sajonia. Federico el Sabio fue uno de los
principales protagonistas de la Reforma protestante, aunque
su participación fue en gran medida involuntaria. El sueño
de Federico era crear un centro cultural e intelectual en
Wittenberg que pudiera competir con la Universidad de
Heidelberg y los demás grandes centros intelectuales de
Alemania. Con ese fin, recorrió la geografía del país
solicitando a varios monasterios que nominaran a sus
mejores jóvenes estudiosos a fin de que se unieran a su
nueva facultad en Wittenberg. Así, pudo conseguir los
servicios de tres académicos jóvenes y brillantes, uno de los
cuales era Martín Lutero. Aunque Lutero aún no había
terminado su doctorado, sí tenía una maestría en estudios
bíblicos y fue llamado a Wittenberg para ser el profesor de
Biblia en dicha facultad.
Además de fundar la Universidad de Wittenberg, Federico
también quiso crear el mejor relicario de Alemania. Su
sueño era convertir a Wittenberg en la Roma alemana, por
lo que, durante unos diez años, buscó por todas partes
diversas reliquias que atrajeran peregrinos de toda Europa.
Llegó a reunir más de diecinueve mil reliquias, cuyo valor
total en indulgencias era 1  902  202 años, más unos siete
meses de exención del purgatorio. De esta manera, Federico
cumplió su sueño de establecer un relicario gigante en
Wittenberg. En la colección de reliquias había paja del
pesebre de Jesús, pelo de Su barba, un trozo de la cruz, un
pedazo de piedra del monte de la ascensión e incluso una
rama de la zarza ardiente de Moisés. Era una colección
impresionante.
Federico el Sabio es conocido como elector de Sajonia
porque era uno de los varios hombres europeos que tenía
derecho a voto en la elección del santo emperador romano,
el hombre que presidiría el Sacro Imperio Romano
Germánico. En 1519, murió el emperador Maximiliano I, así
que el trono quedó vacante y surgieron tres candidatos para
sucederlo. Dos llevaban la delantera y el tercero tenía muy
pocas opciones. Los favoritos eran Francisco, que por ese
entonces era rey de Francia, y Carlos, que era el rey de
España. El tercer candidato era el rey de Inglaterra, Enrique
VIII. El papa de ese tiempo, León X, no quería en absoluto
que Francisco ni Carlos se convirtieran en el nuevo
emperador del Sacro Imperio Romano, así que trató de
convencer a Federico de que presentara su candidatura al
cargo de emperador. Con ese fin, León X lo honró,
concediéndole el honor más alto que el papa podía darle a
un gobernante secular: la Orden de la Rosa de Oro. Le
concedió ese honor con la esperanza de inducirlo a procurar
el cargo de emperador del Sacro Imperio Romano. Sin
embargo, Federico se negó. No le interesaba ser emperador
y, de hecho, emitió uno de los votos decisivos que pusieron
a Carlos en el trono imperial del Sacro Imperio Romano.
Además de tomar la sabia decisión de llevar a Lutero a
Wittenberg, donde comenzó la Reforma, Federico sirvió
como protector de Lutero durante los años críticos. Los
historiadores han dicho que, de no ser por la influencia de
Federico el Sabio, seguramente Lutero habría sido
perseguido y ejecutado. Aunque Federico siguió siendo leal
a la Iglesia católica romana, también era leal con su
profesorado, y quería asegurarse de que Lutero no fuera
perseguido injustamente ni procesado y ejecutado, así que
lo defendió durante muchos años.
Cuando Lutero llegó a Wittenberg como profesor de
Biblia, comenzó sus clases en 1513 con una serie de largas
ponencias sobre el libro de los Salmos. Un aspecto de Lutero
que solemos pasar por alto es que era un excelente
lingüista y un destacado intérprete de la Sagrada Escritura.
De hecho, cuando su método de interpretación bíblica
maduró, hizo que toda la disciplina de la interpretación
bíblica pasara de su enfoque medieval a las formas
modernas de abordar las Escrituras. En la Edad Media, el
método favorito para interpretar la Biblia era el uso de la
«cuadriga». La cuadriga era un método cuádruple de
interpretación bíblica. En primer lugar, el intérprete
observaba el sentido literal del texto, luego encontraba su
sentido ético, después buscaba el significado místico del
pasaje y, finalmente, encontraba su significado alegórico.
Este método condujo a todo tipo de especulaciones
descabelladas e interpretaciones imaginativas de la Biblia a
tal punto que Lutero dijo que, gracias a ese sistema, la
Biblia se había convertido en una nariz de cera moldeable.
Cualquiera podía torcerla y distorsionarla para hacerla
encajar en cualquier teoría que quisiera introducir en las
Escrituras.
Lutero adoptó poco a poco la posición de que el método
adecuado para interpretar las Escrituras es el de encontrar
lo que él llamaba el sensus literalis, el sentido literal. Lo que
Lutero quiso decir al hablar del sensus literalis es que
debemos interpretar la Biblia según como está escrita. Si es
narración histórica, la interpretamos según las reglas de la
narración histórica; si es poesía, la interpretamos según las
reglas de la poesía; si es didáctica, la interpretamos según
esos cánones, y así sucesivamente. Un sustantivo es un
sustantivo, un verbo es un verbo, y, en este sentido,
debemos tratar a la Biblia como a cualquier otro libro.
Ahora, desde luego, no es como ningún otro libro porque es
la Palabra de Dios, pero, de todos modos, Lutero levantó un
cerco para impedir todo intento de interpretar la Palabra de
Dios de forma mística y espiritualizada. Quería buscar el
sentido claro de la Escritura y entender la Palabra de Dios
tal como había sido escrita y entregada originalmente.
Desarrolló este principio de interpretación bíblica durante
los años en que enseñó en Wittenberg, partiendo con su
extensa exposición del libro de los Salmos.
La crisis más importante de Lutero, la experiencia de la
torre, comenzó cuando recibió la tarea de enseñar el libro
de Romanos. Inició leyendo el primer capítulo y llegó a
Romanos 1:16: «Porque no me avergüenzo del evangelio,
pues es el poder de Dios para la salvación de todo el que
cree; del judío primeramente y también del griego».
Después, en el versículo 17, que, según la mayoría de los
estudiosos, corresponde al tema de toda la epístola, Pablo
escribe: «Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela
por fe y para fe, como está escrito: MAS EL JUSTO POR LA FE
VIVIRÁ». El versículo 17 habla del tema que más aterraba a
Lutero: la justicia de Dios. Esa era la razón por la que había
trabajado tanto en el monasterio, por la que había sido tan
riguroso en su ascetismo, en sus peregrinaciones y en sus
confesiones. Lutero sabía que si Dios juzgaba a Lutero
según el estándar de Su justicia, Lutero perecería. También
entendía que, por mucho que se esforzara e hiciera, nunca
podría satisfacer las exigencias de la justicia o la rectitud de
Dios para entrar al cielo. Por lo tanto, la barrera suprema
entre Lutero y su Dios era la justicia divina.
Lutero comprendía en lo más profundo de su alma el
abismo que existe entre la justicia de Dios y la injusticia del
pecador, y no veía ninguna forma de cerrar la brecha. Pero
mientras leía Romanos 1 y preparaba sus lecciones, llegó a
comprender de un modo totalmente nuevo y radical lo que
Pablo estaba diciendo en el versículo 17. Lutero frenó de
golpe y se preguntó: «¿Qué significa que haya una justicia
por fe y para fe? ¿Qué significa que el justo por la fe
vivirá?». Cuando Lutero comenzó a comprender, se dio
cuenta de que Pablo estaba hablando de una justicia que
Dios en Su gracia pone a disposición de los que la reciben
de forma pasiva, no de los que la alcanzan de forma activa;
podían recibirla por la fe y ser reconciliados así con el Dios
santo y justo.
Aquí también había una trampa lingüística. La palabra
latina para hablar de la «justificación» que se utilizaba en
esa época de la historia de la iglesia era justificare. Venía
del sistema judicial romano y estaba compuesta por los
vocablos justus, que significa «justicia» o «rectitud», y
ficare, que significa «hacer». Los padres latinos entendían la
doctrina de la justificación como lo que ocurre cuando Dios
hace justos a los injustos a través de los sacramentos de la
iglesia. Pero Lutero estaba mirando ahora la palabra griega
que aparece en el Nuevo Testamento —dikaiosyne—, no la
palabra latina. La palabra griega no significa «hacer» justo,
sino «considerar» justo, «tener por» justo, «declarar» justo.
Ese fue el momento del despertar de Lutero. Dijo: «¿Quiere
decir que aquí Pablo no está hablando de la justicia por la
que Dios mismo es justo, sino de una justicia que Dios da
gratuitamente por Su gracia a las personas que no tienen
justicia propia?». También leyó un ensayo de Agustín
titulado: «Sobre el Espíritu y la letra», donde afirmaba que
en Romanos, Pablo no hablaba de la justicia de Dios, sino de
una justicia disponible para los creyentes por la fe.
Así, Lutero concluyó que la justicia por la que seremos
salvos no es nuestra. Es lo que él llamó una justitia alienum,
una justicia ajena, una justicia que, propiamente hablando,
le pertenece a otra persona. Es una justicia que es extra
nos, externa a nosotros, es decir, la justicia de Cristo. Lutero
dijo: «Cuando descubrí esto, nací de nuevo del Espíritu
Santo, las puertas del paraíso se abrieron de golpe y yo
entré por ellas». No hay forma de entender la tenacidad y la
determinación de Lutero a no negociar la doctrina de la
justificación por la fe sola, al margen de esta experiencia
que cambió su vida y lo hizo nacer de nuevo, cuando, por
primera vez, entendió el evangelio y lo que significa ser
redimido por la justicia de otro.
4

La construcción de la
Basílica de San Pedro

Años después, Martín Lutero dijo que, cuando entendió la


justicia de Dios, comenzó a verla casi en todas las páginas
de la Biblia. Eso alteró toda su comprensión de la teología y
la vida cristiana.
Mientras tanto, en Roma estaban sucediendo cosas muy
importantes. Durante este tiempo, hubo dos papas en el
poder que incluso los historiadores católicos romanos han
incluido en la lista de los más corruptos de la historia de la
iglesia. Julio II, conocido como el papa guerrero, era el jefe
de sus soldados. Derramó mucha sangre para anexar tierras
al control papal. Julio II tenía un sueño ambicioso: quería
construir una nueva catedral para el obispo romano, una
nueva basílica con una cúpula que cubriera una iglesia
enorme y que albergara los huesos de los apóstoles Pedro y
Pablo. Julio II murió poco después de que se echaran los
cimientos de la Basílica de San Pedro. Fue sucedido por el
papa León X, miembro de la familia Médici, quien vació las
arcas de la Iglesia católica romana. La iglesia estaba al
borde de la bancarrota, así que se detuvo la construcción de
la Basílica de San Pedro. Parecía que el proyecto nunca iba a
completarse.
Mientras León X luchaba con la estrechez financiera de
Roma, en Alemania había un príncipe joven y ambicioso de
la línea Hohenzollern tratando de ascender en el poder.
Aunque, según el derecho canónico, el príncipe Alberto de
Brandeburgo era demasiado joven para ser obispo, ya había
conseguido dos obispados, uno en Halberstadt y otro en
Magdeburgo. Había adquirido esos dos puestos gracias a la
práctica de la simonía. La simonía era el proceso mediante
el cual la gente compraba cargos eclesiásticos. Pagaban al
papa o a las estructuras eclesiásticas la suma necesaria
para ser recompensados con el nombramiento de obispo. El
término simonía viene del libro de los Hechos, que registra
como Simón el mago trató de comprarle a Pedro el Espíritu
Santo al verlo hacer sus milagros (ver Hch 8:9-24). Pedro le
contestó: «Que tu plata perezca contigo», que es una
traducción cortés del lenguaje original.
La simonía se desenfrenó durante la Edad Media. Esa era
la clase de corrupción que Lutero presenció durante su
visita crítica a Roma en 1510. Para empezar, no estaba
permitido ser obispo de más de un lugar. Además, el
derecho canónico tenía un requisito etario para todos los
obispos. Alberto no tenía la edad suficiente y, aun así, no
tenía un solo obispado, sino dos. Alberto quería ser el
clérigo más poderoso de toda Alemania. Cuando quedó
vacante un arzobispado en la gran ciudad de Maguncia, la
codicia de Alberto se inflamó. Sabía que si lograba
conseguir el arzobispado de Maguncia, además de los dos
cargos que ya tenía, podría satisfacer su ambición. Por lo
tanto, negoció con Roma. El papa exigió el pago de doce mil
ducados de oro a cambio del arzobispado de Maguncia. El
príncipe Alberto hizo una contraoferta de siete mil ducados
de oro. El papa había pedido doce mil, mil por cada uno de
los doce apóstoles. Alberto hizo una contraoferta de siete
mil, mil por cada uno de los siete pecados capitales.
Finalmente, acordaron el pago de diez mil ducados de oro,
mil por cada uno de los Diez Mandamientos.
Pero el príncipe Alberto no tenía diez mil ducados de oro
para comprar el arzobispado de Maguncia, así que solicitó
un préstamo a los banqueros de la familia Fúcar de
Alemania. Ellos accedieron a prestarle los fondos, que luego
pasaron a las manos del papa. Entonces, Alberto de
Brandeburgo recibió otro beneficio del papa. Obtuvo el
permiso de dirigir la distribución de indulgencias en todas
las provincias de Alemania donde estuviera políticamente
permitido. De los fondos que Alberto recaudaría mediante la
distribución de indulgencias papales, la mitad iría a Roma
para la construcción de la Basílica de San Pedro, y la otra
mitad estaría destinada a pagar la deuda de Alberto con los
banqueros alemanes. Así comenzó el proceso de venta
generalizada de indulgencias en Alemania.
Para entender cómo funcionaba esto, tenemos que
aclarar algunas cosas. La Iglesia católica romana cree que,
como sucesor del apóstol Pedro y vicario de Cristo en la
tierra, el papa tiene las llaves del reino. Tiene lo que se
denomina el «poder de las llaves». En Mateo 18:18, Jesús
les dijo a los discípulos: «Todo lo que ustedes aten en la
tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desaten en la
tierra, será desatado en el cielo». La Iglesia católica romana
cree que Jesús no solo les entregó las llaves del reino a los
discípulos en general, sino a Pedro en particular, y que la
autoridad de Pedro y la propiedad de las llaves del reino
después pasaron a todos los sucesores de ese apóstol,
hasta llegar a León  X. ¿Por qué eran importantes las llaves
del reino? Las llaves del reino no daban acceso a la bóveda
que contenía los ducados de oro; daban acceso a lo que la
iglesia llama el tesoro de los méritos. El tesoro de los
méritos es el depósito donde están todos los méritos
ganados por Jesucristo. Además de los méritos depositados
por Jesús, también están los méritos de María, José, los
apóstoles y los grandes santos de todas las edades. El
tesoro de los méritos es una vasta suma de méritos
acumulados a lo largo de los siglos mediante la obra de
Cristo, la obra de los apóstoles y la obra de los grandes
santos.
Según la Iglesia católica romana, para que alguien vaya
al cielo, tiene que llegar a un punto en su vida en el cual sea
inherentemente justo, un estado en que no haya ningún
pecado mortal que empañe su carácter o conducta, ni
tampoco pecados veniales: no puede haber absolutamente
ninguna mancha. Si alguien muere con una mancha
adherida a su alma, antes de llegar al cielo debe pasar un
tiempo en el purgatorio, que es el lugar de limpieza que
purga las manchas del alma como el crisol purga la escoria
del oro puro. El tiempo que alguien pasa en el purgatorio
puede variar desde unos pocos días hasta millones de años,
dependiendo de la cantidad de manchas que lleve consigo
al llegar. Por eso, las personas que carecen de méritos para
entrar al cielo deben encontrar una manera de reducir el
tiempo que pasarán en ese lugar de purga. Solo un puñado
de personas en la historia han obtenido suficientes méritos
para ir al cielo de forma directa al morir.
La Iglesia católica romana distingue tres tipos de mérito.
El primero es el mérito de condigno. Este mérito es tan
virtuoso que impone a Dios una obligación de justicia para
que lo recompense. Si alguien posee esa clase de mérito,
Dios sería injusto si no le diera una recompensa adecuada
por este. La iglesia cree que el mérito de Jesús era mérito
de condigno. Pero Jesús no es el único que ha alcanzado
mérito de condigno; otros santos de la historia también lo
han hecho. El segundo tipo de mérito se llama mérito de
congruo. Este mérito no es tan elevado ni tan meritorio
como el mérito de condigno, pero es suficiente para que sea
adecuado o congruente que Dios lo recompense. El mérito
de congruo es parte de la doctrina del sacramento de
penitencia de la Iglesia católica romana, así como también
de su doctrina de la justificación. Un tercer tipo de mérito es
el mérito supererogatorio, que se obtiene mediante obras
de supererogación. Las obras de supererogación son obras
meritorias que van más allá del deber. Son méritos que se
consiguen al hacer más de lo que Dios les exige a los
cristianos obedientes. Por ejemplo, los mártires lograron
obtener méritos supererogatorios con su martirio. Además,
los grandes santos como Jerónimo, Francisco de Asís,
Agustín y Tomás de Aquino fueron tan virtuosos en su vida
que no solo adquirieron suficientes méritos de condigno
para entrar al cielo de forma directa sin tener que pasar por
el purgatorio, sino que además obtuvieron más mérito del
que necesitaban para ir al cielo. Ganaron méritos en exceso
gracias a las obras de supererogación. Los méritos
excesivos ganados por los santos están depositados en el
tesoro de los méritos.
Entonces, podemos ver el panorama: este tesoro
contiene el mérito de Cristo, el mérito de la sagrada familia,
el mérito de los apóstoles y el mérito de los santos. Ese
mérito excedente puede ser distribuido a juicio del papa,
quien tiene el poder de las llaves. Las indulgencias son
concesiones papales por las que se extrae una cierta
cantidad de mérito del tesoro de los méritos para aplicarla a
quienes tienen déficit de méritos con el fin de que su tiempo
en el purgatorio se acorte. Obtener indulgencias era muy
importante en ese entonces (y sigue siéndolo) en el sistema
de salvación de la Iglesia romana.
Para adquirir una indulgencia y obtener la aplicación de
los méritos del tesoro de los méritos, era necesario que
ocurrieran ciertas cosas asociadas al sacramento de la
penitencia. En el sacramento de penitencia, el pecador
contrito se dirige al confesionario, confiesa su pecado ante
el sacerdote, recibe la absolución sacerdotal y luego realiza
obras de mérito de congruo, como rezar avemarías y
padrenuestros o hacer restitución. La limosna también
formaba parte del sacramento de la penitencia. Si alguien
daba limosnas movido por un sentido genuino de
arrepentimiento, esas limosnas podían adquirir la
transferencia de indulgencias a su cuenta. El derecho
canónico de la iglesia dejaba claro que esto no debía
entenderse como una venta burda de perdón por medio de
la cual la gente podía pagar para sacar a sus familiares del
purgatorio. Pero el papa estaba usando este proceso para
obtener los recursos que necesitaba para construir la
Basílica de San Pedro. Esa práctica provocó a Lutero en
Alemania y terminó llevándolo a publicar las noventa y
cinco tesis en 1517.
5

La controversia
de las indulgencias

Después de que el papa León X autorizó la venta de


indulgencias en los territorios católicos romanos, llegó a un
acuerdo con el príncipe Alberto de Brandeburgo para que
este último vendiera indulgencias en Alemania,
exceptuando las regiones donde era ilegal, que incluían la
zona del Electorado de Sajonia. Bajo la autoridad de
Federico el Sabio, la iglesia no tenía el permiso de vender
indulgencias en ese territorio. Sin embargo, el monje
dominico Johann Tetzel supervisó la venta de indulgencias
en otras partes de Alemania. Tetzel era conocido por sus
habilidades comerciales creativas. Cuando los
representantes de la iglesia visitaban una ciudad alemana,
entraban con mucha pompa y esplendor. Venían en una
procesión solemne encabezada por una cruz que contenía el
símbolo del papa y una bula papal, esta última en un cojín
de terciopelo bordado en oro (las bulas papales son edictos
que el papa escribe con su autoridad, mediante los cuales
hace comunicados a la iglesia). La gente del pueblo se
reunía alrededor de Tetzel y él pronunciaba uno de sus
famosos sermones. El objetivo de esos sermones era tocar
la fibra sensible de los campesinos por la situación que
estaban viviendo sus familiares fallecidos en el purgatorio.
Decía cosas como estas: «¿Escuchan sus gritos? ¿Escuchan
cómo les suplican hoy que consigan estas indulgencias para
reducir su tiempo en el purgatorio?». La célebre rima
compuesta por Tetzel se podría traducir así al español:
«Cuando en el cofre una moneda cae, un alma del
purgatorio salta».
Aunque Tetzel no podía cruzar al Electorado de Sajonia,
muchos campesinos de la región de Wittenberg hacían el
corto viaje al territorio aledaño para aprovechar la
oportunidad de comprar indulgencias en favor de sus
familiares fallecidos. Esa acción específica enfureció a
Martín Lutero, quien en ese entonces era profesor de
teología y Biblia en la Universidad de Wittenberg. Por esa
razón, Lutero escribió noventa y cinco tesis de protesta
contra la corrupción de la venta de indulgencias en un
lenguaje claro y llano. Lo que más le molestaba eran las
tácticas de Tetzel, que excedían lo autorizado por la iglesia.
De hecho, el príncipe Alberto había dejado claro que el valor
de las indulgencias dependía de que quienes las compraban
tuvieran un verdadero espíritu de contrición. Sin embargo,
eso quedaba oscurecido en las técnicas mercantiles de
Tetzel. Así que, en un principio, la protesta de Lutero no fue
contra Roma en sí misma, sino contra este agente de la
iglesia que, según la convicción del reformador,
tergiversaba la iglesia.
Lutero escribió sus noventa y cinco tesis en latín, el
idioma de los estudiosos, pero no del pueblo. En la víspera
del Día de Todos los Santos, Lutero recorrió las calles de la
ciudad de Wittenberg acompañado por su amigo Johannes
Agricola hasta llegar a la Iglesia del Palacio, en cuya puerta
clavó las noventa y cinco tesis. En esa época, la puerta
principal de la Iglesia del Palacio servía como mural de
anuncios para la universidad. Al escribir en latín, Lutero
estaba solicitando que la facultad de la universidad
discutiera sus puntos a puerta cerrada. Sin embargo,
ocurrieron un par de cosas que él no esperaba. Primero,
ninguno de los académicos respondió a la invitación. Nadie
se presentó a discutir las noventa y cinco tesis. Pero, en
segundo lugar, algunos estudiantes aventureros que sabían
leer latín y vieron las tesis clavadas en la puerta, se dieron
cuenta de su importancia y, sin que Lutero lo supiera o los
autorizara, las tradujeron al alemán. Aprovechando la
reciente invención de la imprenta de Johannes Gutenberg,
imprimieron miles de copias; se dice que en dos semanas
las noventa y cinco tesis podían hallarse en todos los
pueblos de Alemania.
El teólogo Karl Barth compara lo ocurrido con un ciego
que está subiendo una escalera en la torre de una iglesia.
Cuando pierde el equilibrio, busca cualquier objeto que lo
ayude a estabilizarse, y su mano se agarra de una cuerda.
Sin que el ciego lo sepa, la cuerda está atada a la campana
de la iglesia y, en su inocencia, despierta a todos los
habitantes del pueblo. Lo último que Lutero quería o
esperaba era iniciar una protesta o una reforma. Quería
analizar los temas teológicos inherentes al asunto de las
indulgencias. Lutero tenía la iglesia y el papado en alta
estima. A pesar de la desilusión que experimentó en 1510
durante su peregrinación a Roma, quería ser un hijo
obediente de la iglesia. Por ese motivo, después escribió
una exposición de cada una de las tesis en un lenguaje
mucho más sereno y le envió varias copias al príncipe
Alberto. Al mismo tiempo, Tetzel le envió sus argumentos y
se quejó por la interferencia de Lutero en la recaudación de
los ingresos de las indulgencias. Alberto no se tranquilizó
con la amable exposición de Lutero y envió copias de la
exposición de las tesis a Roma y al papa para protestar
contra Lutero.
En esa época, había una cierta competencia en Alemania
entre la orden monástica de los dominicos y la orden
monástica de los agustinos; Tetzel representaba a los
dominicos y Lutero a los agustinos. Cuando el papa vio las
tesis, su respuesta inicial, según algunos historiadores, fue
más o menos así: «Ah, esto no es más que el trabajo de un
monje alemán borracho. Se le pasará por la mañana». Pero
a Lutero no se le pasó por la mañana, y el problema
comenzó a crecer. En 1518, Tetzel escribió sus propias tesis
en respuesta a las de Lutero y las envió a Wittenberg. Los
estudiantes de la universidad las quemaron. Algunos
exigieron que Lutero fuera convocado a Roma para ser
juzgado por herejía y el propio papa se inclinaba por esa
idea. Sin embargo, Federico el Sabio intercedió en favor de
Lutero e influenció al papa para que abandonara la idea de
llevar a Lutero a Roma.
Lutero siguió solicitando una disputa teológica en que
pudiera debatir con los representantes de la iglesia sobre
los temas planteados en las noventa y cinco tesis. Una de
las ironías de las tesis es que no contienen nada sobre la
doctrina de la justificación, el tema que más adelante llegó
a ser el centro de la Reforma. El énfasis central de las tesis
son las indulgencias y la doctrina del tesoro de los méritos.
Lutero alegaba que Tetzel estaba pasando por alto el
llamado sobrio a la contrición verdadera y que lo estaba
sustituyendo por la atrición. Esta distinción es algo que
debemos tener en cuenta siempre. La atrición es un
arrepentimiento motivado por miedo al castigo o como un
boleto para salir del infierno, mientras que la contrición es el
arrepentimiento motivado por un dolor profundo y serio, y
por el reconocimiento de que hemos ofendido a Dios con
nuestros pecados. Lutero era experto en la experiencia de la
contrición, ya que había pasado mucho tiempo
experimentándola en el monasterio. Lutero veía el
movimiento de las indulgencias como algo que rebajaba el
perdón y la comprensión de la gracia de Dios.
Entre la publicación de las tesis de Lutero en 1517 y la
Dieta de Worms en 1521, Lutero participó en tres reuniones
importantes. La primera tuvo lugar el año 1518 en
Heidelberg, Alemania. El motivo fue una disputa sobre
filosofía y teología entre agustinos y dominicos. El propósito
de la Disputa de Heidelberg no era discutir las tesis, pero se
solicitó la asistencia de Lutero en representación de la
facultad agustina de Wittenberg. En su intervención para
defender al profesorado agustino de Wittenberg, Lutero
presentó algunos de los conceptos más importantes de su
propia teología que, incluso en esa época inicial, ya se
estaban desarrollando; hizo una distinción entre lo conocido
como theologia crucis y theologia gloriae, es decir, la
teología de la cruz y la teología de la gloria. Sentía que la
iglesia se había dejado llevar por su propia exaltación y por
un espíritu triunfante. Lutero decía que el evangelio es una
teología de la cruz, y solo cuando comprendemos la cruz,
entendemos de qué se trata el cristianismo. En esa reunión
específica, Lutero hizo una presentación muy convincente y
brillante y los asistentes se asombraron por la forma en que
trató los temas controvertidos.
En contraste con la imagen habitual de un Lutero algo
grandilocuente y hostil, vemos un cuadro distinto del
reformador en la pluma de un fraile dominico que estuvo
presente en esa reunión de Heidelberg: «Las artimañas de
ellos no lograron moverlo un milímetro [...] Su dulzura al
responder es notable. Su paciencia al escuchar es
incomparable. En sus explicaciones, uno puede reconocer la
agudeza de Pablo, no la de Escoto: sus respuestas breves,
sabias y extraídas de las Escrituras lograron convertir
fácilmente a todos los oyentes en sus admiradores». *1 Me
parece interesante esta observación sobre el
comportamiento de Lutero. Pero lo que me interesa más que
la observación misma es el hombre de cuya pluma salieron
estas palabras. Fueron escritas por un joven estudioso
dominico llamado Martín Bucero. Más adelante, Bucero
influiría sobre otro joven teólogo católico romano: Juan
Calvino.
Después de Heidelberg, en buena parte por la intercesión
de Federico el Sabio, la Iglesia católica romana autorizó dos
reuniones más, una en Augsburgo y otra en Leipzig, donde
Lutero tendría la oportunidad de participar en el debate.
6

De camino a Worms

La visita de Lutero a Heidelberg ganó muchos más adeptos


para la causa luterana en Alemania. Pero la próxima gran
crisis tendría lugar ese mismo año de 1518. En lugar de que
Lutero acudiera a Roma para ser juzgado por herejía, Roma
acudió a Alemania en la persona de su teólogo más hábil: el
cardenal Tomás Cayetano. A Lutero se le prometió un
salvoconducto si accedía a reunirse con Cayetano en
Augsburgo. Algunos de sus amigos lo instaron a que no
fuera, pues temían que fuera traicionado y lo llevaran a
Roma para quemarlo en la hoguera como hereje. Pero
Lutero quería ir a Augsburgo porque para él ese era el
cumplimiento de un deseo. Al fin tendría la oportunidad de
debatir de forma razonable con los príncipes de la iglesia.
En Augsburgo, Lutero se entrevistó cuatro veces con el
cardenal Cayetano, pero las cosas no salieron como
esperaba. En vez de invitarlo a discutir y debatir con
franqueza, el cardenal insistió en que Lutero se arrepintiera,
se retractara de sus enseñanzas y prometiera que no
volvería a enseñar esas doctrinas. Lutero se sintió cada vez
más frustrado y Cayetano se fue enfadando cada vez más.
Los historiadores dicen que Cayetano terminó ganando
porque logró que Lutero adoptara una postura que lo puso
en claro conflicto con la Iglesia católica romana. Gran parte
de su discusión en Augsburgo se centró en el tesoro de los
méritos y en el asunto de las indulgencias, lo cual Lutero
había cuestionado en sus noventa y cinco tesis. Cayetano,
armado con su conocimiento de historia eclesiástica, le
señaló a Lutero que en 1300 el papa Bonifacio VIII había
autorizado, con su autoridad papal, el principio de las
indulgencias y su venta. Luego, en 1343, el papa Clemente
VI, en su encíclica Unigenitus Dei Filius, había desarrollado y
autorizado la doctrina del tesoro de los méritos. Así,
Cayetano logró demostrar que el antagonismo de Lutero
hacia el tesoro de los méritos y la venta de indulgencias
estaba en conflicto con dos papas históricos. Lutero indicó
que esas doctrinas no estaban en la Biblia: se atrevió a
cuestionar la autoridad de los papas en estos asuntos
diciendo que simplemente habían errado.
La doctrina de la infalibilidad papal aún no se había
decretado de forma oficial. Eso no ocurriría sino hasta el
siglo XIX, en el Concilio Vaticano I de 1870 con el papa Pío
IX. Pero el hecho de que la iglesia recién declarara la
infalibilidad papal en 1870 no significa que a partir de ese
tiempo se creyera en la infalibilidad papal por primera vez.
En ese momento, solo se transformó en doctrina oficial de la
iglesia. La tradición siempre había mantenido la idea de la
infalibilidad papal, y Lutero estaba en conflicto directo con
dos papas. Cayetano se enfadó tanto con él que Lutero
apenas logró escapar vivo de Augsburgo para volver a
Wittenberg.
La siguiente disputa ocurrió en 1519 en Leipzig. Lutero
se reunió con Johann Eck, el principal teólogo católico
romano de Alemania. Este debate tomó un rumbo distinto al
de Augsburgo. Eck sacó a colación las doctrinas del
reformador bohemio Juan Hus, que había enseñado cien
años antes. Eck indicó que algunas de las doctrinas por las
que Hus había sido condenado y quemado en la hoguera
eran similares a las enseñanzas de Lutero. Hus sostenía que
la máxima autoridad de la Iglesia cristiana y la única que
podía obligar la conciencia cristiana era la Sagrada
Escritura, la Palabra de Dios. Lutero, después de cuestionar
la autoridad del papa en Augsburgo, ahora estaba
promulgando el mismo mensaje. Así como Cayetano había
logrado que Lutero admitiera sus diferencias con dos papas
de la historia, ahora Eck, con sus propios métodos brillantes,
consiguió que Lutero admitiera que tenía creencias similares
a las de Hus, creencias por las que el reformador bohemio
había sido condenado a muerte, no solo por un papa, sino
por un concilio eclesiástico. En Leipzig, Eck logró que Lutero
dijera que los papas y los concilios de la iglesia pueden
errar.
Ahora Lutero había puesto el hacha a la raíz del árbol del
papado y del árbol de la autoridad de los concilios
eclesiásticos. Lo llamaban el Hus alemán. El año siguiente,
1520, León X emitió una bula papal que condenaba a Martín
Lutero como hereje. Todas las encíclicas papales (cartas del
papa) llevan el nombre de sus primeras palabras en latín. El
nombre de esta bula papal era Exsurge Domine, que
significa «Levántate, oh, Señor». Si parafraseamos su
contenido, dice: «Levántate, oh, Señor: hay un jabalí suelto
en tu viña». Luego añade: «Levántate, san Pedro: hay
alguien desafiando tu autoridad». Más adelante, agrega:
«Levántate, san Pablo». El papa llamó a Cristo y a los
apóstoles a levantarse contra Lutero.
Las obras de Lutero habían llegado a Roma y fueron
quemadas de forma pública en la plaza de San Pedro. La
bula papal tardó tres meses en llegar a Wittenberg, y,
cuando lo hizo, Lutero la quemó en una hoguera. Ahora la
suerte estaba echada y no había marcha atrás.
Al llegar a este punto, las autoridades del Sacro Imperio
Romano Germánico también estaban involucradas en estos
asuntos. Antes de morir, el emperador Maximiliano estaba
indignado ante el furor generado por esta revuelta luterana,
no solo en Alemania, sino también en otros países del Sacro
Imperio Romano. Pero antes de poder hacer algo al
respecto, murió y fue reemplazado por Carlos de España.
Como vimos en el capítulo 3, el papa León X quería que
Federico, elector de Sajonia, fuera el nuevo emperador del
Sacro Imperio Romano Germánico en lugar de Francisco de
Francia o Carlos de España. De hecho, en la primera
votación, los electores no eligieron a Francisco ni a Carlos;
eligieron a Federico. Sin embargo, Federico se negó y le dio
su apoyo a Carlos, que luego se convirtió en emperador.
Carlos no quería alzamientos en la iglesia, así que
convocó una Dieta o Concilio Imperial. La Dieta Imperial se
celebraría en 1521 en la ciudad alemana de Worms. El
emperador convocó a Lutero y le aseguró un salvoconducto.
Una vez más, con cierta ingenuidad, Lutero esperaba
presentarse ante la iglesia y poder defender sus escritos de
forma racional. Sin embargo, sus amigos no confiaban en el
emperador ni en las autoridades de Roma que estarían
representadas en Worms. Ellos le rogaron encarecidamente
a Lutero que no fuera, a pesar del salvoconducto. Sus
amigos le advirtieron que la ciudad estaría llena de
demonios y cada uno de ellos lo estaría buscando para
atacarlo. Ahora bien, Lutero estaba muy familiarizado con
Satanás. Escribió sobre su experiencia de lo que él llamaba
Anfechtung, el ataque implacable de Satanás contra él. Pero
estaba convencido de la veracidad de su enseñanza, que
ahora incluía la doctrina de la justificación por la fe sola, y
tenía que defenderla públicamente. Les dijo a sus amigos:
«Aunque haya tantos demonios en Worms como tejas
naranjas en los techos de la ciudad, igual iré». Pues bien,
casi todas las casas del este de Alemania tienen tejas
naranjas en el techo. Aun así, Lutero y un par de sus amigos
viajaron de Wittenberg a Worms en un carromato de dos
ruedas. Era un medio de transporte bastante incómodo.
Lutero estaba preocupado por lo que le aguardaba al
llegar a Worms. No esperaba que varios kilómetros antes de
llegar a la ciudad las calles estuvieran llenas de campesinos
gritando, animándolo y apoyándolo. Las autoridades se
pusieron nerviosas cuando vieron la popularidad que había
ganado Lutero. Este llegó a la Dieta y entró en el gran salón
donde estaban sentados el emperador y los legados
papales, pero no le dieron la oportunidad de debatir.
Además, un hombre de apellido Eck estaba allí para
interrogarlo (no era el mismo Eck con el que había debatido
en Leipzig).
En el centro del salón, había una mesa apilada con los
libros y folletos que Lutero había publicado en un corto
tiempo. Su interrogador le preguntó: «¿Son estos tus
libros?». «Sí», respondió él. Entonces Eck le dijo: «Debes
decir ante las autoridades aquí reunidas hoy: Revoco», que
significa «me retracto». Lutero comentó que había escrito
sobre todo tipo de temas, muchos de los cuales no estaban
en conflicto con la enseñanza clásica de la Iglesia católica
romana. Quería saber cuáles eran los problemas concretos
que tenían con él. Eck volvió a presionarlo para que
simplemente dijera revoco, y que lo dijera «sin tapujos», es
decir, sin engaño. La sala enmudeció y Lutero le respondió a
Eck de forma inaudible. Eck le pidió que repitiera lo que
había dicho. Lutero pidió veinticuatro horas para reflexionar,
y se las concedieron.
Esa noche, en su celda monástica, esperando su destino,
Lutero escribió una oración conmovedora:

¡Oh, Dios, Dios Todopoderoso y Eterno, cuán terrible


es el mundo! ¡Mira cómo su boca se abre para
tragarme y cuán pequeña es mi fe en Ti!... ¡Oh! ¡La
debilidad de la carne y el poder de Satanás! Si tengo
que depender de cualquier fortaleza de este mundo,
todo ha terminado… Las campanas han sonado… La
sentencia ha sido promulgada. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
¡Oh, Dios mío!, ayúdame contra toda la sabiduría de
este mundo. Hazlo, te lo suplico; Tú deberías hacerlo…
con Tu inmenso poder… Porque la obra no es mía, sino
Tuya. Yo no tengo nada que hacer aquí... ¡No tengo
nada por lo cual contender con estos grandes
hombres del mundo! Yo gustosamente pasaría mis
días en felicidad y paz, pero la causa es Tuya... ¡Y es
justa y eterna, oh, Señor! ¡Ayúdame! ¡Oh, fiel e
inmutable Dios! No me apoyo en el hombre. ¡Eso sería
en vano! Todo lo que es del hombre se tambalea. Todo
lo que procede del hombre ha de fallar. ¡Dios mío,
Dios mío!, ¿acaso no me oyes? ¡Dios mío!, ¿acaso no
vives más? No, Tú no puedes morir; Tú solo puedes
esconderte. Me has elegido para esta labor; ¡yo lo
sé!... Por lo tanto, oh, Dios, cumple Tu propia voluntad
y no me abandones por amor a Tu amado Hijo,
Jesucristo, mi defensa, mi escudo y mi fortaleza.
Señor, ¿dónde estás?... Dios mío, ¿dónde estás?...
¡Ven! Te ruego, estoy listo... Heme aquí, preparado a
dar mi vida por Tu verdad... sufriendo como un
cordero pues la causa es santa. ¡Es Tuya!... ¡No te
soltaré! No, ¡ni por toda la eternidad! Y aunque el
mundo esté lleno de demonios, y este cuerpo, obra de
Tus manos, sea desechado, pisoteado, cortado en
pedazos, consumido hasta las cenizas, mi alma es
Tuya. Sí, tengo Tu propia Palabra que me lo asegura.
¡Mi alma te pertenece y permanecerá contigo para
siempre! ¡Amén! ¡Oh, Dios, envía ayuda, amén! *1

Al día siguiente entró al salón donde se celebraba la


reunión y volvieron a ordenarle que se retractara, que dijera
revoco. Lutero dijo: «Ya que me han pedido que responda
sin tapujos, lo haré. A no ser que sea convencido por la
Escritura o por razón evidente, mi conciencia está cautiva
por la Palabra de Dios. No puedo ni voy a retractarme de
nada, pues actuar en contra de la conciencia no es ni justo
ni seguro. Aquí estoy. No puedo hacer otra cosa. Que Dios
me ayude. Amén». Ese fue el punto de inflexión de la
Reforma protestante. Al oír esas palabras, la audiencia
estalló en furia y confusión. Cuando Lutero iba saliendo del
salón, sus amigos orquestaron un secuestro falso y se lo
llevaron al Castillo de Wartburg, que estaba situado en lo
profundo del bosque. Lutero trabajaría allí durante un año
en la traducción del Nuevo Testamento al alemán disfrazado
de caballero, bajo el nombre de sir Jörg.
7

La postura católica
romana de la
justificación, 1a parte

Cuando a los protestantes nos preguntan por qué somos


protestantes y no católicos romanos, muchos responden
que es porque no creen que sea necesario confesar sus
pecados ante un sacerdote, porque no creen que el papa
sea infalible o porque no creen en la asunción corporal de la
virgen María al cielo. Cuando Erasmo de Róterdam escribió
su diatriba contra Martín Lutero, el reformador le agradeció
por no atacarlo en temas que Lutero consideraba triviales y,
en cambio, abordar el corazón mismo de la Reforma, que
era esta pregunta: ¿cómo encuentra el pecador la salvación
en Cristo? Lutero afirmó que la doctrina de la justificación
por la fe sola es el artículo sobre el cual la iglesia se
sostiene o cae y que este tema tiene que ver con la esencia
misma de la enseñanza bíblica de la salvación. Así que no
queremos estancarnos en asuntos superfluos que tal vez
podrían haberse resuelto con más reuniones y discusiones,
sino que deseamos centrarnos en este asunto. Es el punto
por el que la cristiandad se fracturó gravemente y sigue
fragmentada hasta el día de hoy.
Parte del problema de la doctrina de la justificación y la
distinción entre el protestantismo histórico y el catolicismo
romano tiene que ver con el significado mismo de la palabra
«justificación». La palabra castellana «justificación» viene
del latín justificare, que etimológica y originalmente
significaba «hacer justo». Los primeros padres latinos, que
estudiaban el texto de la Vulgata Latina en vez del Nuevo
Testamento original en griego, desarrollaron su doctrina de
la justificación basándose en cómo entendían el sistema
legal del Imperio romano, que utilizaba el término
justificare, «hacer justo». A medida que la iglesia fue
desarrollando esa doctrina, la idea de la justificación
comenzó a abordar la pregunta de cómo alguien injusto, un
pecador caído, puede ser hecho justo. En Roma, surgió la
idea de que la justificación ocurre después de la
santificación. Es decir, para ser hechos justos, primero
tenemos que ser santificados hasta el punto de mostrar una
justicia que sea aceptable para Dios.
Sin embargo, la Reforma protestante se centró en el
concepto griego de la justificación, que viene de la palabra
dikaioō, que significa «declarar justo», no «hacer justo». El
protestantismo entendía que la justificación era previa al
proceso de santificación. Por lo tanto, desde el principio las
dos comuniones tuvieron ideas diferentes sobre el orden de
la salvación. Desde la perspectiva católica romana, la
justificación ocurre principalmente mediante el uso de los
sacramentos, partiendo con el sacramento del bautismo. Así
que el primer paso en la justificación según Roma es el
sacramento del bautismo. De acuerdo con Roma, el
sacramento del bautismo, al igual que los demás
sacramentos, actúa de forma ex opere operato, lo que
significa «por el hecho mismo de que la acción es
realizada». Los protestantes han entendido que, por así
decirlo, eso significa que el bautismo funciona de forma
automática; si alguien es bautizado, es puesto en un estado
de gracia o de justificación ex opere operato. A la comunión
católica romana no le gusta usar la palabra «automático»,
pues dicen que los receptores del bautismo deben tener una
cierta predisposición; al menos no deben ser hostiles a
recibir el sacramento para que funcione. Sin embargo, Roma
tiene una opinión muy elevada de la eficacia del bautismo a
la hora de lograr que una persona pase al estado de gracia,
ya que afirman que en el sacramento del bautismo se
infunde gracia.
Si presionáramos a un teólogo católico romano para que
definiera lo que entiende por «gracia», tendría el cuidado de
no definirla como una simple especie de sustancia espiritual
o material. Sin embargo, el lenguaje de su teología
sacramental usa términos cuantitativos para referirse a la
gracia, como si pudiera haber aumentos o disminuciones de
esta gracia infundida. Es posible perder parte de esta gracia
sustancial infundida, que, según ellos, habita o reside en el
alma. En cambio, los protestantes describen la gracia como
una acción inmerecida que Dios realiza por Su benevolencia
y amor por las personas. Ahora bien, nosotros sí creemos
que podemos ser llenos del Espíritu Santo, pero eso no es lo
mismo. El catolicismo romano enseña que la gracia y la
justicia de Cristo son derramadas o infundidas en el alma de
las personas en el bautismo y que, desde ese momento,
pasan a estar en un estado de gracia, al menos de forma
condicional. Para que esa gracia justificadora termine siendo
eficaz, la persona que la recibe debe aceptar esa infusión de
gracia y cooperar con ella.
En el Concilio de Trento del siglo XVI, cuando la Iglesia
católica romana definió su postura en contraste con las
protestas de los reformadores, se utilizó el término
cooperare et assentare, es decir, cooperar y asentir a la
gracia que es otorgada en el sacramento del bautismo. Si
alguien asiente a la infusión de la gracia y coopera con esa
infusión, esa persona está en un estado de gracia y de
justificación. Sin embargo, la justificación recibida mediante
la infusión de la justicia de Cristo está lejos de ser
inmutable. Puede cambiar y la gracia recibida en el
sacramento del bautismo puede perderse. De hecho, puede
perderse por completo, de modo que la persona sale del
estado de justificación y queda expuesta a la amenaza de la
condenación. La pérdida de la gracia salvadora ocurre
cuando alguien comete pecados de una clase específica. La
Iglesia católica romana los llama pecados mortales. El
pecado mortal se diferencia del pecado venial. El pecado
venial es un pecado real, pero es menos grave que el
pecado mortal.
Por ejemplo, la teología moral católica romana hace
distinciones respecto a la ingesta de alcohol. Beber alcohol
no es inherentemente pecaminoso. Darse unos tragos es un
pecado venial. Emborracharse por completo es un pecado
mortal. Algunos teólogos morales incluso han enseñado que
faltar a misa es un pecado mortal. No hay un consenso
universal absoluto respecto a lo que constituye pecado
mortal en la Iglesia católica romana, pero se han elaborado
muchos catálogos a lo largo de la historia que delinean
varios pecados. El pecado mortal se llama mortal porque es
tan grave que produce la muerte de la gracia justificadora
infundida en la persona en el bautismo. Los reformadores
creían que en las enseñanzas de Jesús hay descripciones de
pecados mayores y menores. Pero Juan Calvino diría que
todos los pecados son mortales en el sentido de que
merecen la muerte. En la creación, la amenaza dada a Adán
y Eva fue que el alma que peca morirá, y que incluso la falta
leve más pequeña es lo suficientemente seria como para
ser un acto de traición contra el gobierno soberano de Dios
y algo grave que merece la muerte. Sin embargo, Calvino
también diría que, aunque todos los pecados son mortales
en el sentido de merecer la muerte, ningún pecado es
mortal en el sentido de destruir la gracia salvadora que el
cristiano recibe en su justificación.
Esta distinción entre el pecado mortal y el pecado venial
fue parte importante de la lucha del siglo XVI. ¿Qué ocurre
si alguien que ha sido bautizado y, por lo tanto, ha recibido
la infusión de la gracia de la justificación, la justicia
infundida de Jesús, comete un pecado mortal y destruye esa
gracia justificadora? La Iglesia romana tenía un antídoto
para esa situación, un modo en que la persona podía ser
restaurada al estado de justificación ante los ojos de Dios.
Ese antídoto también llegaba a través de un sacramento: el
sacramento de la penitencia. La Iglesia romana del siglo XVI
definía el sacramento de la penitencia como el «segundo
tablón» de la justificación después de que alguien había
naufragado en lo que toca a la fe. Los que naufragaban en
lo que toca a la fe eran los que habían cometido un pecado
mortal y perdido la gracia de la justificación. Pero,
afortunadamente, esas personas podían ser restauradas
mediante el sacramento de la penitencia. Como hemos
visto, el sacramento de la penitencia estaba en el centro del
problema de las indulgencias. La penitencia tenía varios
elementos y uno de los más importantes era la confesión,
que debía involucrar un acto de contrición que demostrara y
probara que la confesión no estaba motivada por mero
miedo al castigo, sino por un dolor genuino por haber
ofendido a Dios. La confesión y la contrición son sucedidas
por la absolución sacerdotal, en la cual el sacerdote le dice
al penitente: «Te absolvo. Yo te absuelvo».
Hoy en día, muchas de las armas del protestantismo
están apuntando contra los elementos rituales de la Iglesia
católica romana. Escuchamos a la gente decir: «No necesito
que un sacerdote me diga que estoy absuelto de mis
pecados. No tengo que confesarle mis pecados a un
sacerdote. Puedo confesar directamente a Dios. No necesito
la mediación de los santos». Sin embargo, no todos los
reformadores se oponían a la confesión. Los luteranos
mantuvieron el acto de la confesión porque creían que,
como dice el Nuevo Testamento, debemos confesarnos los
pecados unos a otros (ver Stg 5:16). Ellos creen que es
saludable que los cristianos confiesen sus pecados ante
alguien en una situación en que esa confesión esté
protegida por la discreción del ministro y que él tiene la
autoridad de declarar la certeza del perdón a quienes están
genuinamente arrepentidos de sus pecados. Muchas iglesias
protestantes practican una confesión de pecado colectiva
durante el culto de adoración, después de la cual se declara
la seguridad del perdón.
Para los reformadores, la confesión no era el problema. El
problema era el segundo paso del sacramento de
penitencia. Para ser restaurado al estado de gracia, era
necesario realizar obras de satisfacción. Aquí es donde
entran en juego las obras. Los protestantes suelen decir que
la diferencia entre nosotros y los católicos romanos es que
nosotros creemos que la justificación es por la fe y que los
católicos romanos creen que es por las obras; que nosotros
creemos que es por gracia y los católicos romanos dicen
que es por mérito; que nosotros creemos que es por Cristo y
ellos creen que es por nuestra propia justicia. Esa es una
calumnia terrible contra Roma, ya que, tanto ahora como en
el siglo XVI y siempre, Roma ha dicho que la justificación
requiere fe y la gracia de Dios, que la justificación requiere
la obra de Jesucristo.
La disputa gira en torno a la palabrita «sola», porque,
para Roma, debemos tener fe más obras; debemos tener
gracia más mérito; debemos tener a Cristo más nuestra
propia justicia inherente. Estos elementos adicionales fueron
los que se tornaron muy problemáticos en el siglo XVI, en
especial el elemento del sacramento de penitencia en el
que el penitente debe hacer obras de satisfacción. Las obras
requeridas pueden ser tan simples como rezar una cierta
cantidad de padrenuestros o avemarías. También pueden
exigirte que restituyas a tu prójimo después de pecar contra
él, que vayas de peregrinación o que des limosnas.
Roma distingue entre distintos tipos de mérito. En el
capítulo 4, vimos la distinción romana entre el mérito de
condigno y el mérito de congruo. El mérito de condigno es
tan meritorio que exige una recompensa. Dios sería injusto
si no recompensara las obras de condigno. El mérito que se
adquiere a través de las obras de satisfacción en el
sacramento de la penitencia no llega al nivel del mérito de
condigno. Se consideran mérito de congruo. Es mérito real,
pero un mérito que depende de la gracia previa; es un
mérito que simplemente hace que sea congruente o
adecuado que Dios restaure a la persona al estado de
gracia. Por lo tanto, en otras palabras, si alguien pasó por el
sacramento de penitencia e hizo las obras de satisfacción
prescritas por los sacerdotes, sería inadecuado o
incongruente que Dios no restaurara a esa persona a un
estado de justificación.
Martín Lutero vio que la enseñanza neotestamentaria de
la justificación por la fe sola era un rayo que acababa con
cualquier tipo de mérito, ya fuera de condigno o de congruo.
Entendió que las personas no deben pensar jamás que
alguna obra que hagan puede contribuir de algún modo a la
satisfacción por nuestros pecados, la cual ha sido lograda
por Cristo y por Cristo solo.
Sin embargo, tenemos que ahondar en el papel de la fe,
especialmente en su relación con la justificación. En el
próximo capítulo, examinaremos este tema.
8

La postura católica
romana de la
justificación, 2a parte

Cuando estalló el problema teológico de la justificación en


el siglo XVI, la Iglesia católica romana respondió
convocando un concilio ecuménico en la ciudad de Trento,
Italia. Cuando analizamos las declaraciones del Concilio de
Trento, vemos los decretos oficiales de la comunión católica
romana sobre su doctrina de la justificación.
Algo que debemos tener en cuenta es que muchas
personas hoy creen que la Reforma ha terminado y que los
decretos del Concilio de Trento no son relevantes para las
discusiones ecuménicas actuales entre los representantes
católicos y protestantes. Pero el Concilio de Trento fue un
concilio ecuménico con todo el peso de la infalibilidad de la
iglesia. Además, Roma padece de una especie de hemofilia
teológica: si la rascas, teológicamente hablando, se
desangra. Por lo tanto, hay un sentido en que, si Roma
quiere mantener su posición triunfante de la autoridad de la
iglesia y la tradición, no puede revocar los decretos del
Concilio de Trento. Hace muy poco, en el catecismo católico
romano de finales del siglo XX, vimos una clara reafirmación
de la autoridad del Concilio de Trento. Por lo tanto, quienes
afirman que la doctrina tridentina de la justificación ya no es
relevante, simplemente ignoran lo que enseña la propia
Iglesia católica romana. Cuando hablo de la iglesia, me
refiero a la comunidad de Roma. Algunos sacerdotes de
Estados Unidos y lugares como Holanda y Alemania
disputan algunas de las enseñanzas ortodoxas de su propia
comunión, pero en lo que respecta a la curia romana, el
Concilio de Trento se mantiene inmutable en su enseñanza
sobre la justificación.
El Concilio de Trento se celebró en varias sesiones. En
cada una de ellas se trataron temas diferentes. Por ejemplo,
el tema de los sacramentos se debatió en la primera sesión,
y el de las Escrituras en la cuarta sesión. Los problemas
relativos a la corrupción del clero como la simonía también
fueron llevados a la iglesia y abordados por el Concilio. Pero
la sexta sesión del Concilio de Trento es la que tiene más
relevancia para nuestra discusión sobre la doctrina de la
justificación. Esa sesión se divide en dos partes. Una
comprende la enseñanza oficial de la posición católica
romana sobre la justificación y está sucedida por los
cánones, que tienen que ver con el repudio del error y la
herejía por parte de la iglesia. Todos los cánones siguen esta
fórmula: «Si alguien dice…, sea anatema».
Los tres primeros cánones están dirigidos contra el
pelagianismo, que ya había sido condenado en concilios
eclesiásticos anteriores, y no están dirigidos de forma
especial contra la Reforma protestante. Si analizamos con
cuidado los cánones de Trento, vemos que, en muchos
casos, cuando Roma apuntó sus armas contra los
reformadores, simplemente no dio al blanco. Los anatemas
del concilio revelan ciertos malentendidos. Por eso, algunos
dicen que el Concilio fue producto de un malentendido y
que ambas partes estaban hablando sin escuchar a su
oponente ni entender realmente los problemas.
Desafortunadamente, eso puede ser verdad hasta cierto
punto, pero no del todo. Algunos de los cánones dan justo
en el clavo, y anatematizan claramente la doctrina
reformada de la justificación por la fe. Eso es importante por
esta razón: si la articulación reformada de la doctrina bíblica
de la justificación es correcta, anatematizarla es
anatematizar el evangelio. Cualquier comunión u
organización que afirme ser cristiana, pero niegue o
condene una verdad esencial del cristianismo, se vuelve
apóstata y deja de ser una iglesia verdadera o válida.
Ese es parte del problema de las discusiones actuales
entre los organismos católicos y protestantes. A muchas
denominaciones protestantes no les importan las
diferencias doctrinales y están contentas de entrar en
discusiones y acuerdos ecuménicos con Roma. Pero si
tomamos en serio la doctrina bíblica de la justificación, no
puede haber acercamientos en torno a este punto. No
puede haber unidad a menos que una de las partes se
rinda, ya que las dos posiciones son incompatibles. En algún
momento, debemos decidir cuál es la correcta. Alguien tiene
razón y alguien está equivocado, y el que está equivocado
ha distorsionado significativamente el evangelio del Nuevo
Testamento. Como escribió el apóstol Pablo a los gálatas:
«Si alguien les anuncia un evangelio contrario al que
recibieron, sea anatema» (Gá 1:9). Dice que incluso si se
trata de un ángel del cielo, «sea anatema» (v. 8). Por lo
tanto, aquí hay alguien bajo el anatema o la maldición de
Dios. Ese asunto no se ha resuelto.
Como señalamos, la sexta sesión del Concilio de Trento
tiene dos partes. El elemento más difícil de resolver está en
la primera parte, donde se define la doctrina católica
romana. Roma se esfuerza mucho por definir la fe salvadora
y lo que esta implica. Como vimos en el capítulo 7, es una
caricatura difamadora decir que nosotros creemos en la
justificación por la fe y que Roma simplemente cree que la
justificación es por las obras, como si la fe no fuera
necesaria. En realidad, Roma enseña con claridad en la
sexta sesión del Concilio de Trento que la fe es lo que
conocemos como una «condición necesaria» para la
justificación. Para Roma, la fe implica tres elementos o
pasos. La sexta sesión habla de la fe como el initium, el
fundamentum y el radix de la justificación. Esto significa, en
primer lugar, que la fe es el inicio de la justificación. Es el
punto de partida, lo que da inicio al proceso de la
justificación. En segundo lugar, la fe es el fundamento, la
estructura fundamental sobre la que se basa la justificación;
sin ese fundamento, no puede haber justificación. En tercer
lugar, la fe es la raíz, el núcleo radical de la justificación. Es
importante que entendamos que, para Roma, la fe no es un
simple apéndice de la justificación; no es un elemento
adicional insignificante que se suma al poder sacramental
de la iglesia. Más bien, la fe es el inicio, el fundamento y el
núcleo radical de la justificación, por lo que es una condición
necesaria. Esto significa que es una condición sin la cual no
puede haber justificación.
Sin embargo, la diferencia es que, según Roma, la fe no
es una condición suficiente. Una condición suficiente es
aquella que, si se cumple, ciertamente produce el resultado
deseado. Por ejemplo, en la mayoría de los casos, el oxígeno
es una condición necesaria para el fuego. Pero no es una
condición suficiente. Necesitas oxígeno para tener fuego,
pero puedes tener oxígeno y aun así no tener fuego, porque
no tiene el poder suficiente para producir fuego. Sabemos
que el Concilio de Trento enseña que la fe no es suficiente
en sí misma para producir la justificación porque, al abordar
el tema de cuando la justificación se pierde por el pecado
mortal, declara explícitamente que alguien puede tener su
fe intacta y, estando en ese estado de fe, cometer pecado
mortal. Cuando cometes un pecado mortal en ese estado de
fe verdadera, no pierdes la fe, pero sí la justificación. En ese
caso, puedes tener lo que podríamos llamar fe salvadora sin
justificación. Puedes conservar la fe, pero perder la
justificación porque cometiste un pecado mortal.
El siguiente punto que debemos entender es lo que la
Iglesia católica romana conoce como la causa instrumental
de la justificación. Cuando hablamos de algo que produce
otra cosa, por lo general pensamos en la causalidad en
términos simples y unidimensionales, pero la Iglesia católica
romana distingue varios tipos distintos de causas. Esto se
remonta a la síntesis medieval de la teología católica
romana y la filosofía del helénico Aristóteles. Cuando
Aristóteles contempló el misterio del movimiento (lo que
hace que algo produzca otra cosa y genere cambios y
mutaciones), examinó lo que rotuló como varios tipos de
causas. La célebre ilustración de Aristóteles tiene que ver
con una estatua fabricada por un escultor. Definió la «causa
material» como aquello de lo que se hace algo. No puedes
tener una escultura de piedra sin piedra. La materia de la
que se forma esa bella escultura es la piedra. Luego,
Aristóteles habló de la «causa formal». Si el artista primero
esboza el aspecto final de la estatua, ese será su modelo,
ese será el formato que va a seguir, la causa formal. La
«causa final» sería la finalidad para la que se está creando
la estatua. Tal vez la están haciendo para embellecer el
jardín de alguien y por eso contrataron al escultor para que
hiciera la escultura. La «causa eficiente», la causa que
realmente transforma la materia en una estatua hermosa,
sería el trabajo del propio escultor. Él es la causa eficiente.
Aristóteles también habló de la «causa instrumental», el
instrumento o las herramientas que se utilizan para producir
el cambio. El escultor no se acerca al bloque de mármol con
una imagen de lo que quiere ver y luego le ordena que se
convierta en una estatua. El escultor tiene que tomar el
martillo y el cincel, y empezar a picar ese bloque de piedra
para darle la forma de una obra de arte. Los utensilios que
usa se conocen como la causa instrumental de la creación
de la estatua.
La Iglesia católica romana usó metáforas de esa clase y
dijo que la causa instrumental de la justificación, el medio o
la herramienta que la iglesia usa para llevar a las personas
al estado de gracia y justificación, es el sacramento del
bautismo. Los reformadores respondieron: «No, la única
causa instrumental es la fe, no el sacramento. Es la fe que
hay en el corazón del creyente. Ese es el instrumento por el
que somos vinculados a la obra de Cristo para nuestra
salvación». El asunto de la causa instrumental de la
justificación no era un tema menor en esa época.
Nosotros decimos que la postura católica de la
justificación es una postura analítica. Una declaración
analítica se caracteriza por ser inherentemente cierta. Es
una verdad formal, una tautología. «Dos más dos es
cuatro»: esa afirmación es analíticamente cierta. Es decir, si
la sometemos a análisis, si examinamos lo que es dos más
dos, decimos que es lo mismo que encontramos al otro lado
de la ecuación, que es cuatro. Es una verdad formal. No es
algo que tengamos que confirmar por la experiencia o la
observación. Es una verdad matemática. Otro ejemplo de
enunciado analítico es «Un soltero es un hombre que no se
ha casado». Aquí no has aprendido nada en el predicado
que no esté en el sujeto. No se ha dicho nada nuevo que
defina al término «soltero» más allá de lo que la propia
palabra contiene de forma inherente. Tanto los protestantes
como los católicos romanos concuerdan en que, a fin de
cuentas, nadie está justificado hasta que Dios lo declara
justo. Esa declaración de Dios es una declaración legal por
Su propio juicio. Cuando decimos que el punto de vista
romano es analítico, eso significa que Dios no declara a
nadie legalmente justo a menos que esa persona, al ser
sometida a análisis, sea realmente justa. Dios no considera
justas a las personas que en realidad no lo son. Por eso, en
el siglo XVI, Roma afirmó que antes de que Dios declare que
alguien ha sido justificado, la justicia o rectitud debe residir
en el alma de esa persona. Nadie es justificado de verdad
sino hasta que, sometiéndose a análisis, Dios revisa su vida,
contempla su alma y ve solo justicia en él. Si alguien muere
en pecado mortal, se va al infierno. Si alguien muere con
algún pecado, con alguna imperfección o mancha en el
alma, esa persona no puede ser admitida al cielo sin antes
pasar por los fuegos purificantes del purgatorio, donde esas
impurezas son limpiadas hasta que la justicia llega a ser
realmente inherente en el creyente.
Creo que ya ves lo que está en juego aquí. Si yo pensara
que, para entrar al cielo, tengo que llegar a un estado de
rectitud pura sin ninguna imperfección, no tendría ninguna
esperanza de obtener la salvación, por mucha gracia que la
iglesia me ofrezca. Esas no son buenas noticias. Son
noticias horribles. Ya vemos por qué este tema teológico es
importante. ¿Qué debo hacer para ser salvo? La Reforma
fue una afirmación del evangelio bíblico: en el instante en
que alguien posee fe salvadora, es transferido del reino de
las tinieblas al reino de la luz, es declarado justo sobre la
base de la justicia de Cristo y es adoptado en la familia de
Dios. No hay purgatorio, no hay necesidad continua de
confesión y absolución ni de restauración de la
gracia salvadora.
9

La postura protestante
de la justificación

En los dos capítulos anteriores, examinamos la doctrina


católica romana de la justificación. Ahora abordaremos la
postura de la Reforma sobre la justificación. El lema de la
Reforma del siglo XVI sobre la doctrina de la justificación era
sola fide. Además de esa afirmación, los reformadores
propusieron otras cuatro solas: sola Scriptura, sola gratia,
solus Christus y soli Deo gloria. Las cinco apuntan a la
importancia central de la doctrina de la justificación por la
fe sola.
Sola fide simplemente significa «por la fe sola».
Recordemos que la comunión romana también afirma que la
fe es necesaria para la justificación. Según Roma, la fe es
una condición necesaria pero no suficiente; no puedes tener
justificación sin fe, pero puedes tener fe sin justificación. Es
por esto que la controversia entre Martín Lutero, los otros
reformadores magisteriales y Roma se centró en esta
palabra sola, en que la justificación es por la fe sola. Ahora
bien, los lemas a veces simplifican demasiado las cosas. La
gente podría preguntarse: ¿acaso no es necesario también
arrepentirse para ser justificado? Sí, por supuesto. Pero en
el concepto reformado de la fe, el arrepentimiento ya está
entendido como una parte esencial de la fe que justifica. El
término sola fide no es más que una abreviación de la idea
de que la justificación es por Cristo solo, que ponemos
nuestra fe en lo que Jesús ha hecho por nosotros, y que, al
poner nuestra fe en Él, encontramos nuestra justificación.
Podemos tratar de enunciar las distintas fórmulas del
siglo XVI. El punto de vista católico romano sería más o
menos así: fe más obras es igual a justificación. (El
antinomianismo, que abunda incluso en el evangelicalismo
estadounidense, cree que la fe es igual a justificación
menos obras). El punto de vista bíblico y reformado es que
la fe es igual a justificación más obras. Ahora bien, fíjate en
el lado de la ecuación en que aparecen las «obras».
Ninguna obra que hagamos como cristianos le añade algo al
fundamento de nuestra justificación. Dios no nos declara
justos por las obras que hagamos. Es por la fe y por la fe
sola que recibimos el don de la justificación. Pablo escribe:
«Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley, lo dice a los
que están bajo la ley, para que toda boca se calle y todo el
mundo sea hecho responsable ante Dios.  Porque por las
obras de la ley  ningún ser humano  será justificado delante
de Él; pues por medio de la ley  viene  el conocimiento del
pecado» (Ro 3:19-20).
 
Postura católica romana de la justificación
Fe + Obras = Justificación
 
Postura antinomiana de la justificación
Fe = Justificación – Obras
 
Postura reformada de la justificación
Fe = Justificación + Obras
 
Luego, Pablo explica con más detalle la doctrina de la
justificación contrastándola con las obras de la ley:

Pero ahora, aparte de la ley, la justicia de Dios ha sido


manifestada, confirmada por la ley y los profetas. Esta
justicia de Dios por medio de la fe  en Jesucristo es
para todos los que creen. Porque no hay
distinción, por cuanto todos pecaron y no alcanzan la
gloria de Dios.
Todos son justificados gratuitamente por Su gracia
por medio de la redención que es en Cristo Jesús, a
quien Dios exhibió públicamente como propiciación
por Su sangre a través de la fe, como demostración
de Su justicia, porque en Su tolerancia, Dios pasó por
alto los pecados cometidos anteriormente, para
demostrar en este tiempo Su justicia, a fin de que Él
sea justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús
(Ro 3:21-26).

En el capítulo 3, hablamos de la experiencia de Martín


Lutero en la torre, una crisis que ocurrió cuando estaba
preparando sus lecciones sobre la carta de Pablo a los
Romanos. Lutero llegó a entender que la justicia por la que
somos justificados, la justicia de Dios, no es la justicia con la
que Dios mismo es justo, sino la justicia que Él les da a los
pecadores que la reciben por la fe. Ahora bien, al centro de
la controversia del siglo XVI estaba esta pregunta: ¿cuál es
la base por la que Dios declara a alguien justo ante Sus
ojos? Básicamente, Pablo plantea la pregunta que aparece
en el Salmo 130:3: «SEÑOR, si Tú tuvieras en cuenta las
iniquidades, /¿Quién, oh Señor, podría permanecer?». Es
decir, si tuviéramos que presentarnos ante Dios basándonos
en Su perfecta justicia y en Su juicio perfecto de nuestro
desempeño, ninguno de nosotros podría permanecer en pie.
Caeríamos porque, como dice Pablo, nadie alcanza la gloria
de Dios (Ro 3:23). Por lo tanto, esta es la pregunta
apremiante de la justificación: ¿cómo es posible que una
persona injusta sea justificada en presencia de un Dios justo
y santo?
En el capítulo 8, identificamos la posición católica
romana como justificación analítica. Las afirmaciones
analíticas son ciertas por definición: «Dos más dos son
cuatro» o «Un soltero es un hombre que no se ha casado».
No hay nada en el predicado que no esté contenido en el
sujeto. No se entrega ni se añade información nueva en el
análisis del tema. En la postura romana sobre la
justificación, Dios declara justas a las personas solo cuando,
bajo Su análisis perfecto, encuentra que esas personas son
justas, que la justicia es inherente en ellas. Recuerda, nadie
puede tener esa justicia sin la fe. Es imposible tenerla sin la
gracia. Es imposible tenerla sin la asistencia de Cristo. Sin
embargo, con todos esos ingredientes, finalmente, debe
haber justicia verdadera en el alma de la persona antes de
que Dios la declare justa.
La postura reformada es que la justificación es sintética y
no analítica. En un enunciado sintético, se agrega algo
nuevo en el predicado que no está contenido de forma
analítica en el sujeto. Si te dijera: «El soltero era pobre», te
estaría diciendo algo nuevo en la segunda parte de la
oración que no está contenido en la simple palabra
«soltero», pues, aunque todos los solteros son hombres que
no están casados, no todos los solteros son pobres. Hay
solteros ricos que no se han casado. Así, cuando hablamos
de la pobreza o la riqueza, eso no es algo que sea inherente
de forma automática en la idea de la soltería. Estamos
diciendo algo nuevo. Hay una síntesis, por así decirlo, algo
que se ha añadido al sujeto.
La postura reformada sobre la justificación es que
cuando Dios declara que una persona es justa ante Sus ojos,
no es por lo que encuentra en esa persona bajo Su análisis,
sino que es sobre la base de algo que se le añade a esa
persona. Lo que le ha sido añadido a esa persona es la
justicia de Cristo. Lutero insistió en que la justicia por la que
somos justificados es extra nos, fuera de nosotros o externa
a nosotros. También la llamó justicium alienum, es decir,
justicia ajena. No es una justicia que nos pertenezca
propiamente hablando, sino una justicia que es ajena a
nosotros. Viene de fuera de la esfera de nuestro propio
comportamiento. Con estos dos términos, Lutero habló de la
justicia de Cristo.
Ahora bien, si hay una palabra que fue central en el
frenesí de la controversia del siglo XVI y sigue siendo central
para el debate incluso hoy, es la palabra «imputación». En
realidad, no podemos entender de qué se trató la Reforma
sin comprender la importancia central de esta palabra. Se
celebraron muchas reuniones después de la Dieta de Worms
para tratar de reparar el cisma que se estaba produciendo.
Los teólogos de persuasión romana se reunieron con los
teólogos reformados magisteriales para tratar de resolver
las dificultades y preservar la unidad de la iglesia, pero la
única palabra que no pudieron superar fue «imputación».
¿Cuál era esa dificultad tan apremiante?
En Romanos 4, cuando Pablo explica la doctrina de la
justificación, se remite al patriarca Abraham en Génesis 15:
«Y  CREYÓ ABRAHAM A DIOS, Y LE FUE CONTADO POR JUSTICIA» (Ro 4:3).
Abraham seguía siendo pecador. En todo el relato de la vida
y las acciones de Abraham, la Escritura revela que aún tenía
pecado. Sin embargo, Dios lo consideró justo porque creyó
en la promesa. En este sentido, «imputar» significa
«transferir legalmente a la cuenta de alguien». Por lo tanto,
Pablo dice que Dios se refirió a Abraham como justo o lo
consideró justo aunque en sí mismo Abraham todavía no era
justo. Esto es muy distinto de la idea católica romana de la
infusión de la gracia, en la que, según ellos, la gracia de
Dios es derramada en el alma del creyente mediante los
sacramentos y, sobre la base de esa justicia infundida, esa
persona se vuelve inherentemente justa, por lo que Dios la
juzga justa.
Por otro lado, Lutero y el resto de los reformadores creían
que el fundamento de nuestra justificación es que Dios
imputa la justicia de otra persona a nuestra cuenta. Desde
luego, lo imputado a nuestra cuenta es la justicia de Cristo.
La célebre fórmula que usó Lutero es simul justus et
peccator. Con esta fórmula, Lutero expresa que somos, al
mismo tiempo, justos y pecadores. En un sentido, somos
justos. En otro sentido, desde otra perspectiva, somos
pecadores. En nosotros mismos, bajo el análisis del
escrutinio de Dios, seguimos teniendo pecado; seguimos
siendo pecadores. Pero por la imputación y por medio de la
fe en Jesucristo, cuya justicia ahora es transferida a nuestra
cuenta, somos considerados justos.
Este es el mismísimo corazón del evangelio. ¿Seré
juzgado por mi justicia o por la justicia de Cristo? Si tuviera
que confiar en mi justicia para entrar al cielo, perdería toda
esperanza de ser redimido. Sin embargo, cuando vemos que
la justicia que es nuestra por la fe es la justicia perfecta de
Cristo, vemos cuán gloriosas son las buenas nuevas del
evangelio. La buena noticia simplemente es esta: puedo ser
reconciliado con Dios. Puedo ser justificado por Dios, pero
no sobre la base de lo que yo hago, sino sobre la base de lo
que Cristo ya hizo por mí.
Es extraño que la Iglesia romana haya reaccionado de un
modo tan negativo a la idea de la imputación, pues en su
propia doctrina de la expiación enseña que nuestros
pecados le son imputados a Jesús en la cruz; de lo contrario,
la muerte expiatoria de Jesús por nosotros no tendría valor.
Por lo tanto, la idea de la expiación está presente en la
teología católica romana. No solo está presente, sino que,
además, cuando hablan de ganar indulgencias mediante la
transferencia de méritos del tesoro de los méritos, ¿cómo se
reciben esos méritos, sino por imputación? Pero en el
corazón del evangelio hay una doble imputación: mi pecado
le es imputado a Jesús; Su justicia me es imputada a mí. En
esta doble transacción vemos que Dios, que no negocia el
pecado, que no transa Su propia integridad en nuestra
salvación, sino que castiga el pecado de forma plena y real
después de que le ha sido imputado a Jesús, retiene Su
propia justicia. Él es el justo y el que justifica (Ro 3:26).
Mi pecado va a Jesús. Su justicia viene a mí ante los ojos
de Dios. Vale la pena morir por esto. Por esto, vale la pena
dividir la iglesia. Este es el artículo sobre el que la iglesia se
sostiene o cae porque es el artículo sobre el que yo me
sostengo o caigo y el artículo sobre el cual tú te sostienes o
caes.
10

Respuesta a las
objeciones de Roma

La Iglesia católica romana tuvo respuestas críticas contra


las afirmaciones y aseveraciones de la Reforma protestante;
una de ellas fue cuando el papa León X excomulgó y
condenó a Martín Lutero como hereje. Sin embargo, los
temas principales que cobraron importancia en el siglo XVI
fueron tres. En primer lugar, a Roma le pareció escuchar
que Lutero y los reformadores estaban enseñando una
especie de antinomianismo. La palabra «antinomianismo»
es un término teológico que alude a un espíritu de anarquía
o libertinaje. Los  antinomianos dicen que lo único que
debemos hacer es creer y que podemos vivir cualquier clase
de vida impía que queramos y aún así ser salvos. Podríamos
decir que se trata de gracia barata o «creencia fácil». Para
contrarrestarlo, los reformadores tuvieron que hacer
distinciones delicadas sobre lo que entendían por fe
salvadora. Como vimos en el capítulo anterior, la fórmula de
Lutero es que somos justificados por la fe sola, pero no por
una fe que está sola. Más adelante, profundizaremos en
esto. Los reformadores definieron tres elementos específicos
de la fe salvadora: notitia, assensus y fiducia.
Notitia se refiere a los datos. Nadie es justificado por
creer simplemente cualquier cosa. Nuestra cultura nos dice
que no importa lo que creamos mientras seamos sinceros.
Si eso fuera cierto, entonces podrías poner tu confianza en
Satanás, y si tu confianza en Satanás es sincera, te
salvarías. Eso es absurdo. Obviamente, desde una
perspectiva cristiana y bíblica, lo que uno cree tiene
profunda importancia. El evangelio incluye un contenido que
debemos entender con la mente y sobre el cual debemos
estar informados, e incluye a la persona y la obra de Jesús y
Su actividad salvadora. Cuando decimos que somos
justificados por la fe, no es por una fe vacía o por cualquier
fe en general. Es por una fe en la persona y obra de Jesús.
No solo eso, sino que la información o los datos que
creemos requieren un assensus o una afirmación
intelectual. Podríamos decirle a alguien que Jesús nació de
una virgen, que sufrió una muerte expiatoria y que resucitó
para nuestra justificación, y luego preguntarle: «¿Entiendes
eso?». La persona dice: «Sí». Entonces, le preguntamos:
«¿Crees eso?». En ese instante, estamos preguntándole si
afirma que esas declaraciones sobre Jesús son verdaderas y
asiente intelectualmente a la veracidad de esas
proposiciones. Pero nota que la Biblia afirma que incluso los
demonios creen y tiemblan. Lo que quiere decir la Escritura
es que el diablo conoce los hechos, los datos, y que no solo
conoce los datos, sino que también sabe que los datos son
ciertos. Trata por todos los medios de persuadir a la gente
de que no son ciertos, pero él sabe cuál es la realidad; al
menos cognitivamente, el diablo conoce la verdad.
Así, el tercer elemento de la fe salvadora que los
reformadores enfatizaron fue la fiducia, que es una
confianza personal y una aprobación voluntaria de Jesús. La
fiducia no es el simple asentimiento intelectual de la mente
a la veracidad de las proposiciones, sino que es la respuesta
del corazón que pone su confianza en el Cristo vivo. Gordon
Clark, un filósofo cristiano del siglo XX, objetó esta idea
diciendo que incluso la fiducia en realidad es un ejercicio
intelectual, que nuestra mente está involucrada en el acto
de confiar. No tengo nada que refutarle; creo que tiene toda
la razón. En el siglo XVIII, Jonathan Edwards dijo algo
parecido en su concluyente obra «La libertad de la
voluntad». Edwards definió la voluntad como la elección de
la mente. Ahora bien, hacemos una distinción entre la
mente y la voluntad, entre pensar y elegir, pero Edwards
dijo que no podemos elegir algo que la mente rechaza.
Cuando la mente tiene cierta afinidad hacia una proposición
y la adopta, eso se llama elegir o querer. Sin embargo, no
hay ningún órgano cerca del hígado o del bazo que se llame
órgano de la voluntad. La voluntad es una actividad de la
mente.
Hay una diferencia entre el asentimiento de Satanás y el
asentimiento que nosotros debemos tener para ser salvos.
Debemos aceptar la dulzura de Cristo, la belleza de Cristo,
la excelencia de Cristo. Satanás conoce la verdad sobre la
persona de Jesús de forma objetiva, pero la odia. No ve ni
reconoce la excelencia ni la belleza de Jesús debido a su
odio. Eso es lo que los reformadores percibieron. También
percibieron que la fe salvadora no es una simple afirmación
a la ligera. No, la fe salvadora es producida por la obra
regeneradora de Dios Espíritu Santo. Si es real, si es
genuina, somos vinculados por el único instrumento de la
justificación, por esa fe, a Cristo, y recibimos todo lo que Él
es y todo lo que ha hecho.
La segunda gran objeción de la Iglesia católica romana
contra la posición reformada sobre la justificación tenía que
ver con lo que Roma denominó una «ficción legal» en torno
a Dios. Una ficción es algo inventado. No necesariamente se
corresponde con la realidad. Roma preguntaba cómo Dios,
en Su justicia y santidad perfecta, podía declarar justo a un
pecador que de hecho no es justo. Hacer eso lo involucraría
en una declaración ficticia. La respuesta de los
reformadores fue relativamente simple. Dios declara a una
persona justa porque de verdad le imputa la justicia
verdadera de Cristo. No hay nada ficticio en la justicia de
Cristo y no hay nada ficticio en la imputación clemente que
Dios hace de esa justicia a aquellos que, cuando son
sometidos a análisis, no la tienen en sí mismos.
La tercera objeción de Roma en el siglo XVI y la más
importante, tuvo que ver con cómo entendía la enseñanza
de Santiago sobre la justificación. Santiago escribió: «¿No
fue justificado por las obras Abraham nuestro padre cuando
ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?  Ya ves que la fe
actuaba juntamente con sus obras, y como resultado de las
obras, la fe fue perfeccionada; y se cumplió la Escritura que
dice: “Y Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia”,
y fue llamado amigo de Dios. Ustedes ven que el hombre es
justificado por  las  obras y no solo por  la  fe» (Stg 2:21-24).
Este texto le fue mencionado a Lutero una y otra vez, quien,
en un momento de debilidad, llegó a cuestionar la
canonicidad del libro de Santiago, diciendo que era una
«epístola de paja». Ese fue su último recurso.
Cuando los académicos analizan las diferencias entre la
enseñanza de Pablo en Romanos 3, 4 y 5 y la de Santiago
en Santiago 2, abordan las discrepancias de diferentes
formas. Algunos dicen que el libro de Santiago fue escrito
antes que la epístola a los Romanos, y que una de las cosas
que Pablo tenía en mente al escribir Romanos era corregir el
error de Santiago. Otros dicen que no, que primero fue
escrito Romanos y luego Santiago, y que parte de la agenda
de Santiago era corregir la enseñanza errónea de Pablo.
Otros dicen que, sin importar quién escribió primero o
segundo, este es un claro ejemplo de que los distintos
apóstoles del primer siglo tenían teologías diferentes y no
hay una postura unificada y consistente de la justificación
en el Nuevo Testamento.
Sin embargo, los que creemos que la Biblia es la Palabra
de Dios, y que tanto el libro de Santiago como el de
Romanos fueron inspirados por el Espíritu Santo, debemos
enfrentar la difícil tarea de reconciliar ambos libros. Ahora
bien, nos gustaría poder decir que cuando Santiago habla
de la justificación, utiliza una palabra griega; y cuando Pablo
habla de la justificación, utiliza otra palabra griega. Pero no,
ambos usan el mismo vocablo griego: dikaiosyne. También
nos gustaría poder decir que Santiago tomó como ejemplo a
un patriarca para explicar su punto de vista y que Pablo
tomó otro testimonio de la historia, pero ambos se refieren
a Abraham.
Para reconciliar las dos epístolas, tenemos que fijarnos
en dos factores importantes. Aunque ambos escritores
bíblicos se refieren a Abraham, Pablo usa Génesis 15,
mientras que Santiago alude a Génesis 22. En Romanos,
Pablo enfatiza que Abraham fue considerado justo antes de
hacer las obras de la ley, antes de sacrificar a Isaac en el
altar. Por lo tanto, desde el capítulo 15 en adelante,
Abraham estaba en un estado de justificación. Por otro lado,
Santiago se refiere a Génesis 22, que registra la obediencia
de Abraham al llamado que Dios le hizo de sacrificar a su
hijo Isaac en el altar. En consecuencia, cuando Santiago
habla de la justificación de Abraham, se refiere
principalmente a la acción que ocurre en Génesis 22,
mientras que Pablo insiste en que, según Génesis 15,
Abraham es justificado de forma gratuita y por gracia, sin
haber hecho ninguna obra, sin jamás haber merecido nada.
Pero la verdadera clave para entender las diferencias
entre los escritos de Pablo y Santiago es pensar en esto:
¿qué pregunta está respondiendo Pablo en Romanos? ¿Es la
misma pregunta que aborda Santiago en el capítulo 2?
Santiago pregunta: «¿De qué sirve, hermanos míos, si
alguien dice que tiene fe, pero no tiene obras? ¿Acaso
puede esa  fe salvarlo?» (Stg 2:14). Luego continúa: «Si un
hermano o una hermana no tienen ropa  y carecen del
sustento diario,  y uno de ustedes les dice: “Vayan en paz,
caliéntense y sáciense”, pero no les dan lo necesario
para  su  cuerpo, ¿de qué sirve?  Así también la fe  por sí
misma, si no tiene obras, está muerta» (vv. 15-17). Santiago
pregunta esto: si alguien dice que tiene fe, pero no fluyen
obras de su profesión de fe, ¿puede salvarlo esa clase de fe?
¿Cómo respondería Lutero a esta pregunta? Él diría: «Por
supuesto que no». Por eso, Lutero dijo que somos
justificados por la fe sola, pero no por una fe que está sola.
Si la fe que profesamos es una fe desnuda sin ninguna
evidencia de obras, esa no es una fe salvadora. Es una fe
muerta. La única clase de fe que justifica a las personas es
la que Lutero llamaba una fides viva, una fe vital, una fe
viva que muestra su vida por la obediencia, por las obras
que fluyen de ella.
Ahora, el fundamento de nuestra justificación no radica
en las obras que fluyen de ella. Pero si no hay buenas obras
que fluyan de nuestra justificación, eso demuestra que no
somos personas justificadas, que no tenemos fe salvadora.
Santiago pregunta: si alguien dice que tiene fe y no tiene
obras, ¿lo salvará esa fe? Y responde: No, esa fe está
muerta y no sirve. Afirma: «Pero alguien dirá: “Tú tienes fe y
yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin las obras, y yo te
mostraré mi fe por mis obras”» (Stg 2:18). Lo principal que
Santiago tiene en mente es la manifestación o la exhibición
de la fe. ¿Ante quién? ¿Acaso Dios tiene que esperar a ver
mis obras para saber si mi profesión de fe es genuina? ¿No
sabía Dios que Abraham poseía fe salvadora desde Génesis
15? Pablo demostró que apenas estuvo presente la fe real y
genuina, Dios consideró a Abraham justo. Pero si yo te digo:
«Tengo fe y no tengo obras», ¿de qué otro modo puedo
demostrarte que mi profesión de fe es auténtica, sino por mi
obediencia, por mi exhibición de obras?
Ahora bien, cuando Pablo utiliza el término «justificar», lo
hace en el sentido teológico más alto, que tiene que ver con
cómo una persona es hecha justa ante Dios, reconciliada y
llevada al estado de salvación. Cuando Santiago habla de la
«justificación» aquí, está hablando de justificar la profesión
de fe ante los hombres. El propio Jesús utilizó el término
«justificación» de manera similar, cuando dijo: «Pero la
sabiduría es justificada por todos sus hijos» (Lc 7:35). ¿Qué
quiso decir con eso? No quiso decir que la sabiduría entra a
una relación de reconciliación con Dios teniendo hijos. Quiso
decir que un acto que nos parece sabio demostrará que es
sabio por el fruto que dará. Así que lo que Santiago está
abordando en su epístola es la demostración o
manifestación de la fe verdadera. Cuando dice que Abraham
nuestro padre fue justificado por las obras cuando ofreció a
su hijo Isaac, Santiago no quiere decir que Abraham fue
justificado ante Dios, sino que demostró que su profesión de
fe era genuina para que todos la viéramos. Santiago dice
que la fe estaba actuando junto con las obras de Abraham,
y que, como resultado de las obras, su fe fue perfeccionada
(Stg 2:22). Y «se cumplió la Escritura que dice: “Y ABRAHAM
CREYÓ A DIOS Y LE FUE CONTADO POR JUSTICIA”» (v. 23). Abraham no
fue justificado ante los ojos de Dios, sino ante los ojos de los
hombres. Su profesión de fe fue reivindicada. Su alma ya
había sido reconciliada.
Por otro lado, Pablo aborda la doctrina de la justificación
en el sentido de nuestra reconciliación final con el Dios justo
y santo. Escribe la epístola a los Romanos para explicar
cómo se efectúa la salvación definitiva. Insiste en que no
somos justificados por las obras de la ley, sino por la fe, al
margen de las obras de la ley. No somos justificados por
nuestra propia justicia, sino por la justicia de Cristo.
Concluimos afirmando que la doctrina de la justificación
por la fe sola no es difícil de entender. No necesitamos un
doctorado en teología para lograr comprender su contenido.
Sin embargo, por muy sencilla que parezca, puede llegar a
ser una de las verdades bíblicas más difíciles de entender a
plenitud. No podemos hacer nada para ganar, merecer o
complementar el mérito de Jesucristo. Cuando nos
presentamos ante el tribunal de Dios, no traemos nada en
nuestras manos, excepto la justicia de Cristo. Nos aferramos
a la cruz de Cristo y ponemos nuestra confianza en Él y en
Él solo. Por eso, los reformadores siempre terminaban su
confesión con las palabras soli Deo gloria, «solo a Dios la
gloria», pues la salvación es del Señor.
Acerca del autor

El Dr. R.C. Sproul fue fundador de Ministerios Ligonier,


primer ministro de predicación y enseñanza en Saint
Andrew’s Chapel en Sanford, Florida, primer presidente del
Reformation Bible College y editor ejecutivo de la revista
Tabletalk. Su programa radial, Renovando Tu Mente, se
transmite en cientos de emisoras a nivel mundial, y también
puede escucharse en la Internet. Fue autor de más de cien
libros, entre ellos La santidad de Dios, Escogidos por Dios y
Todos somos teólogos. Fue reconocido en todo el mundo por
defender elocuentemente la inerrancia de las Escrituras y la
necesidad de que el pueblo de Dios repose con convicción
en Su Palabra.
Ministerios Ligonier es una organización internacional de
discipulado cristiano fundada por el Dr. R.C. Sproul en 1971
para proclamar, enseñar y defender la santidad de Dios en
toda su plenitud a tantas personas como sea posible.
 
Para cumplir con la Gran Comisión, Ministerios Ligonier
comparte recursos de discipulado a nivel mundial en
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Nuestro deseo es apoyar a la Iglesia de Jesucristo ayudando
a los cristianos a saber lo que creen, por qué lo creen, cómo
vivirlo y cómo compartirlo.
 
 
 
 
 
ES.LIGONIER.ORG
Notes
*1.  Ver R.C. Sproul, La santidad de Dios (Sanford, FL; Ministerios
Ligonier, 2022), particularmente el capítulo 5, «La demencia de
Lutero».
Notes
*1.  Gordon Rupp, Luther’s Progress to the Diet of Worms [El progreso
de Lutero hacia la Dieta de Worms] (Nueva York: Harper & Row,
1964), 56-57.
Notes
*1.  Citado en R.C. Sproul, La santidad de Dios (Sanford, FL: Ministerios
Ligonier, 2022), capítulo 5.

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