Está en la página 1de 214

EL CRISTIANISMO Y EL

LIBERALISMO

J. Gresham Machen
Vitítenos en nuestra página web
www.clir.net

reformasigloxxi.wordpress.com
© 2014 Editoral CLIR

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro podrá ser
reproducida, procesada en algún sistema de recuperación, o transmitida en
alguna forma o por algún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o
de cualquier otra manera, sin el permiso previo de la editorial, CLIR 2070-2100,
Guadalupe, Costa Rica.
www.clir.net

Publicado en Costa Rica

Versión 1.0

Diseño de la portada por Andrés Barrientos

Traducción por Valentín Alpuche Martínez

Título original en inglés: Christianity and Liberalism

ISBN: 978-9968-894-64-7
Contenido
Prefacio

Introducción

Capítulo 1: Doctrina

Capítulo 2: Dios y el hombre

Capítulo 3: La Biblia

Capítulo 4: Cristo

Capítulo 5: La salvación

Capítulo 6: La Iglesia
INTRODUCCIÓN A CRISTIANISMO Y
LIBERALISMO POR J. GRESHAM MACHEN

E N SU OBRA CLÁSICA CRISTIANISMO Y LIBERALISMO, JOHN Gresham


Machen (1881-1937) 1 continúa hablándonos en el siglo
XXI. Este libro de diecinueve años sigue siendo relevante
porque los temas que trata también lo son. Machen toma de
frente la pregunta de la viabilidad de una religión
sobrenatural en una era dominada por el
antisobrenaturalismo, como lo fue la época después de la
Primera Guerra Mundial, una generación perdida. Casi un
siglo después, todos sentimos la presión de la viabilidad de
la fe bíblica, por ejemplo, en un plano conversacional en el
que un compañero escéptico, al enterarse de que somos
cristianos, demanda: “¿Cómo puede una persona tan
agradable e inteligente como tú creer en un mito tan
ridículo?” Por esta razón algunas veces, lamentablemente,
ocultamos que creemos en lo que es nuestra verdad y única
esperanza, el evangelio sobrenatural de nuestro Señor
Jesucristo.
Machen vivió en una era modernista que despreciaba la fe
cristiana; que creía en la ciencia, no en la Biblia; y nosotros
vivimos en un tiempo que ha añadido el postmodernismo a
la ecuación, el cual se burla como nunca de la fe cristiana
histórica, que proclama un mensaje que es objeto del odio
del hombre no regenerado: somos pecadores sin esperanza,
completamente dependientes de la gracia de Dios en Cristo,
el único que nos da salvación, posible por la Encarnación y
la Expiación del Señor Jesucristo. Esto es lo que Machen
defiende en esta obra maestra, en contra de todos los
ataques del liberalismo y del naturalismo que afirman que el
cristianismo no es más que intentar ser una buena persona
al igual que Jesús. “Es vida, no doctrina ―dicen―; nuestro
lema ―dice el liberalismo― es ‘hechos, no credos’”. El
liberalismo enseña que Jesús es nuestro máximo ejemplo,
que confió en Dios como ningún otro y que nosotros
debemos vivir como él vivió y amar como él amó.
Sin embargo, ese no es el evangelio. Eso no es
cristianismo, el cual enseña que estamos muertos en
nuestros pecados y no tenemos esperanza aparte de Jesús
que descendió, guardó toda la ley por nosotros, murió en la
cruz por nuestros pecados y resucitó al tercer día. El
cristianismo es una misión de rescate divino, en la cual un
Redentor sobrenatural salva a aquellos incapaces de
salvarse a sí mismos, y no es, como diría el liberalismo, la
forma definitiva del humanismo en la cual buscamos ser las
mejores personas posibles, con Jesús de Nazaret marcando
el camino con su ejemplo y su ética. En primer lugar, el
evangelio no es algo que hacemos, sino algo que Dios hizo
por nosotros en Cristo. De hecho, buscamos obedecer y
seguir a Cristo, pero solo como parte de nuestra respuesta
en gratitud por lo que Él hizo por nosotros. En otras palabras
nos esforzamos por llevar vidas cristianas no para ganar la
aceptación de Dios sino porque ya la tenemos, por quien
Cristo es y por lo que hizo por nosotros. Somos aceptos en
el amado porque aunque por nosotros mismos somos
miserables pecadores, Cristo nos ha hecho aceptables y le
seguimos a Él como quienes han sido declarados justos en
Él. Es esta la carga del presente libro.
Machen escribió Cristianismo y liberalismo con una
seguridad y certeza que resultan vigorizantes y raras en
nuestros días. Lo que nos identifica en nuestra era de
incertidumbre es la inflexión que se eleva al final de la
oración como si todo fuese una pregunta. No todo es una
pregunta para Machen. Él tiene respuestas, no labiosas y
sencillas, sino profundamente bíblicas, para nuestras
preguntas más desconcertantes, y se deleita en
compartirlas con sus lectores con gozo y humildad. Podría
parecer muy seguro de sí mismo para la era cínica en que
vivimos. Ciertamente está seguro, mas no de sí mismo, sino
de su Salvador. Sin embargo, no siempre estuvo tan seguro.
Miremos a Machen más de cerca y veamos qué lo llevó a la
esperanza sólida que le permitió escribir un libro como este.
Resulta instructivo y alentador ver que Machen mismo
libró una lucha titánica con la duda y la inseguridad antes
de llegar a descansar en Dios y en su Palabra como lo hizo.
Ese descanso le permitió dar conferencias ante la
Asociación de Ancianos Gobernantes del Presbiterio de
Chester (a finales de 1921) y publicarlas de esta manera 2 .
Aquel Machen que tantos de nosotros hemos llegado a
conocer y amar como el robusto defensor de la fe en contra
del liberalismo no entró en escena como ese campeón
plenamente formado, como Atena cuando brotó de la
cabeza de Zeus.
El Machen de los años veinte y treinta, gran defensor de la
Palabra de Dios y su certeza, especialmente como se ve en
Cristianismo y liberalismo , no alcanzó tal certeza y
seguridad fácilmente. Antes de obtener certeza, Machen vio
al modernismo cara a cara, percibió su atractivo para la
carne pecaminosa y, por la gracia de Dios, lo rechazó y de
todo corazón abrazó la infalibilidad de la Palabra
incomparable de Dios. Machen rechazó la afirmación
modernista de que el hombre es juez adecuado para la
Palabra y abrazó la verdad de que Dios en su Palabra es
nuestro Juez. Pero por la gracia de Dios, Machen pudo haber
descendido por el mismo camino que Harry Emerson
Fosdick y dado un sermón como el famoso que este dio en
1922: “¿Ganarán los fundamentalistas?” Ese mismo sermón
siguió a las conferencias de Machen que son la base de este
libro pero precedió a la impresión de Cristianismo y
liberalismo , para el cual funciona como un tipo de folio.
Este libro es en parte la contribución de Machen a esta
batalla (la controversia modernista-fundamentalista) y
constituye su intento por derrotar al Modernismo, al
Liberalismo y a sus campeones como Fosdick.
Tomando en cuenta el privilegiado nacimiento de J.
Gresham Machen y su familia aristocrática en la Baltimore
de post Guerra Civil, de ninguna manera se habría predicho
que Machen estaría dispuesto a sufrir con el pueblo de Dios
en lugar de disfrutar de los placeres del pecado durante
aquel tiempo siendo el favorito de los liberales. Machen,
nacido en cuna de plata, bien podría haber rechazado
cualquier relación con los despreciados fundamentalistas de
principios del siglo XX, prefiriendo en lugar de ello a los
cultos aborrecedores del cristianismo, en lugar de los
caminos de la probada fe verdadera. Machen participó de
una educación que bien podría haberlo dirigido rumbo a la
incredulidad de no haber sido por la gracia de Dios y,
humanamente, por la instrucción de sus padres y,
particularmente, las oraciones de su madre.
Como escribiera D.G. Hart: “nacido tercero de tres hijos de
un abogado prominente de Baltimore, Machen creció en un
hogar presbiteriano a la antigua con gustos finos. Machen
se quedó en Baltimore para realizar sus estudios
universitarios y se especializó en estudios clásicos en la
Universidad Johns Hopkins y se graduó en 1901. Se quedó
en Hopkins por otro año para realizar un posgrado con el
renombrado clasicista estadounidense Basil L. Gildersleeve”
3 . Aunque se registró en el Seminario Teológico Princeton al
año siguiente, el único bastión de ortodoxia que quedaba de
la PCUSA, asegurando así, según pensaríamos, su propia
cordura doctrinal, también obtuvo al mismo tiempo una
maestría en filosofía de la universidad (en 1904) y un
bachillerato en 1905.
Gracias a Dios, Machen estuvo bajo la fuerte influencia de
Francis L. Patton, presidente de la Universidad luego
Seminario, y Benjamín Breckinridge Warfield, el brillante
profesor de didáctica y teología polémica, los cuales ambos
le animaron en la dirección de la ortodoxia. El mentor de
Machen en Nuevo Testamento, William Park Armstrong
―haciendo del NT su disciplina principal― también le animó
en la verdad. Sin embargo, Machen permanecía inseguro de
sí mismo después de estos estudios. No estaba seguro si
disfrutaba del llamado ministerial y particularmente
animado por Armstrong, se fue a estudiar a Alemania, en
Marburgo y Gottingen, en 1905. Quizá su profesor más
influyente allí fue Wilhelm Herrmann, profesor también de
Karl Barth, Rudolf Bultmann y otros. Herrmann fue pupilo de
uno de los teólogos liberales más renombrados de
Alemania, Albrecht Ritschl.
Patton, Armstrong y la familia de Machen querían que
regresara de sus estudios en Alemania para enseñar en
Princeton. Aunque lo hizo en 1906, no lo hizo sin cierto
recelo y se rehusó firmemente a buscar ser ordenado (lo
que significó continuar siendo instructor hasta su
ordenación en 1914, tras la cual entró a las filas
profesionales) mientras luchaba por obtener seguridad.
Herrmann y otros, pero particularmente Herrmann,
sacudieron la fe complaciente de Machen y le obligaron a
confrontar lo que quedaba de su propia incredulidad.
Machen, tras escuchar primero a Herrmann, le escribió a
su madre: “Debo confesar que la primera vez que escuché a
Herrmann se podría describir casi como una época de mi
vida. Creo que casi nunca encontré una personalidad tan
abrumadora ―con irresistible sinceridad en su devoción
religiosa―. Herrmann puede ser ilógico y unilateral, pero sin
duda está vivo” 4 . Poco después de esto le escribió a su
padre acerca de Herrmann: “No lo puedo criticar, pues lo
que más siento por él es ya la más profunda reverencia.
Desde que le he estado escuchando, he perdido el interés
en mis otros estudios; pues Herrmann se rehúsa a permitir
que el estudiante vea la religión desde lejos como algo que
meramente se estudia. Habla directo al corazón; y lo que
dice me ha confundido por completo ―mucho más profundo
en su devoción por Cristo que nada que yo haya visto en mí
mismo durante los últimos años―. No sé qué decir aún,
pues la perspectiva de Herrmann es muy revolucionaria” 5 .
¿Qué era precisamente lo que representaba Herrmann tan
efectivamente?, ¿cuáles eran sus perspectivas “ilógicas,
revolucionarias”?, ¿qué era aquello que resultaba tan
desafiante para la ortodoxia de Machen? Era la posición en
vías de desarrollo que había asido a Alemania en los años
1830, a Inglaterra en los 1860 y a América en los 1880: el
historicismo, que aplicado a la Biblia significaba que esta no
era la Palabra de Dios para el hombre sino las palabras del
hombre con respecto a Dios, condicionadas por el tiempo y
el espacio. El historicismo dominó después de la Era de las
Luces y produjo lo que conocemos como liberalismo,
modernismo, neo-ortodoxia y postmodernismo, que es
simplemente modernismo echado a perder. El historicismo
es la idea de que todo es producto del tiempo y el espacio
de modo que no hay verdades universales ni invariables.
El ortodoxo concordaría en que la expresión de la verdad
en la Biblia tiene una historicidad propia que siempre
debemos tomar en cuenta: Dios habló a personas
particulares en momentos particulares y en lugares, de
seguro. Pero por medio de tal discurso ubicado
históricamente, también comunicó la verdad infalible,
inspirada verbalmente, proclamando a todos que Él es
santo, que somos pecadores, y que el único camino de
salvación es en y por medio de su Hijo que ha hecho por
nosotros lo que jamás podríamos hacer por nosotros
mismos, guardando la ley por nosotros y pagando el castigo
por nuestra transgresión.
Machen llegó a darse cuenta cada vez más de estas
verdades del evangelio y dedicó su vida a su propagación
vigorosa y defensa. Pero antes de eso, tuvo que luchar con
el historicismo que promovían Herrmann y otros. Charles
Dennison, entonces historiador de la OPC, en 1986, en el
semi-centenario de la misma, aportó las siguientes ideas a
la lucha de Machen: aunque el presbiterianismo de la
juventud de Machen poseía una amplia visión cultural y
disfrutaba de posición e influencia social extensas, era
menos particularmente Calvinista que ampliamente
presbiteriano, reverenciando la idea de que la iglesia posea
más un aura de respetabilidad que una profunda santidad 6
. En resumen, el presbiterianismo de Baltimore de la casa de
Machen, tal y como reveló también Terry Chrisope en su
obra sobre Machen, “probablemente equipó a su hijo del
medio con las relaciones culturales apropiadas, una genuina
reverencia por la Biblia junto a un sólido conocimiento de su
contenido y un fundamento de rectitud doctrinal, mientas
que quizá al mismo tiempo le preparó sin saber para la
agitación que experimentó en Alemania, cuyo catalizador
fue Herrmann” 7 .
La PCUSA, principal Iglesia Presbiteriana del Norte, no se
encontraba en buen estado para cuando nació Machen en
1881, como lo sugiere Dennison, y como el liberal Lefferts
Loetscher lo celebra al llamarla La iglesia con cada vez
apertura 8 . Es verdad que el Seminario Princeton se vio
involucrado en una gran campaña por la defensa de la fe,
pero muchos de los otros seminarios comenzaban a abrazar
o ya abrazaban una alta crítica bíblica. De seguro, varios
juicios contra herejías en torno a tales declaraciones críticas
resultaron en acusaciones eclesiásticas (Swing de Chicago
en 1874; McCune en Lane en 1877; Briggs en Unión en
1893; Smith en Lane en 1894). Pero desde la re-unión de la
Antigua Escuela y la Nueva Escuela en 1869, reunión a la
que Charles Hodge se opuso, aunque fue apoyada por el
resto de los teólogos de Princeton, la iglesia se vio cada vez
más infectada por errores doctrinales.
Machen no se crió en una iglesia vigorosa, saludable y
vibrante, sino una que estaba a veces más interesada en
mantener el favor de este mundo que en defender
inflexiblemente las verdades del evangelio, sin importar la
persecución u oposición que pudieran surgir de ello. Tal
flexibilidad se manifestó de muchas formas: en 1903, en la
revisión arminianizadora de la Confesión de Westminster, en
la unión con los presbiterianos arminianos de Cumberland
de 1906 y en el Concilio Federal de las Iglesias de 1908. No
es de extrañarse entonces que Machen, habiendo crecido
en un tipo de presbiterianismo suavizado, viera su fe
sacudida cuando se enfrentó al Liberalismo 9 .
Machen emergió de su encuentro con Herrmann y otros
como él con una confianza sólida en la certeza de la Palabra
de Dios, y procedió a escribir, además de Cristianismo y
liberalismo , obras sobre Los orígenes de la religión de Pablo
(1921) y El nacimiento virginal (1930). También se dedicó a
defender incondicionalmente los cinco fundamentos,
particularmente en las Asambleas Generales de 1910, 1916
y 1923: 1) La inerrancia de la Biblia; 2) El nacimiento
virginal de Cristo; 3) La expiación vicaria sustitutiva de
Cristo para satisfacer la justicia divina; 4) La resurrección
física de Cristo; y 5) Los milagros de nuestro Señor, como
“doctrinas esenciales de la Palabra de Dios”.
Pero ninguna se llevó a cabo sin una lucha monumental
que duró hasta mucho después del regreso de Machen a
Alemania, quizá hasta 1912, después de lo cual vemos la
evidente resolución de lo que había iniciado en Alemana, la
convicción de que el liberalismo, tan atractivo y llamativo
como pueda ser, era algo completamente distinto del
cristianismo. Después de escuchar a un conferencista liberal
particularmente poderoso en Gottingen, Machen le escribió
a su hermano Arturo que aunque la enseñanza de Bousset
era tentadora, “queda muy en duda que sea esta [tal
liberalismo] la fe cristiana que se sabe que ha vencido al
mundo” 10 .
Aquí, en forma de semilla, se encuentra el gran argumento
que Machen expondrá en Cristianismo y liberalismo : que el
cristianismo y el liberalismo son afirmaciones distintas e
irreconciliables, de modo que no pueden ser ambas verdad.
El liberalismo no es solo un enfoque o una variación del
verdadero cristianismo, sino algo completamente diferente.
El cristianismo es una fe sobrenatural que nos llama a
confiar en la persona y obra de Jesucristo, el único redentor
de la humanidad; el liberalismo es un programa naturalista
que nos enseña que nosotros también debemos de aspirar
al conocimiento y desarrollo religiosos de Jesús, que
entendió a Dios y le amó como ningún otro. Adolfo von
Harnack, otro pupilo de Ritschl, al igual que Herrmann,
resumió el liberalismo como la enseñanza del reino de Dios
(concebido como la presencia espiritual interior actual del
poder y gobierno de Dios), la Paternidad de Dios y el valor
infinito del alma humana (ambos aplicados a todos los
hombres sin distinción), y la más alta justicia y el mandato
de amar. En otras palabras, el liberalismo redujo al
cristianismo al campo de la ética. Cristo fue el más alto
ideal ético y la salvación, como tal, yace en imitarle a él.
Machen entendió este humanismo que tiene un gran
atractivo para la carne pecaminosa del hombre tal y como
es, como igual a la tentación en el huerto, y lo rechazó por
completo reconociendo la condición difícil del hombre y que
el único remedio para la misma, no en uno que es
simplemente nuestro mayor ejemplo, sino Aquel que, por su
vida y muerte, hizo lo que nosotros ya no podíamos hacer y
deshizo las consecuencias y efectos de Adán y de nuestro
pecado.
En Cristianismo y liberalismo , J. G. Machen advirtió que el
Jesús de la reconstrucción liberal no es el Redentor
sobrenatural presentado en la Biblia como el objeto de la fe,
sino que más bien ha de entenderse y aceptarse como un
patrón de fe ―es decir, los hombres han de ejercer la
misma calidad de fe en Dios que ejerció Jesús―. Machen
dedicó cada gramo de energía a acertar un golpe mortal
contra tal idea. Y actualmente hay entre nosotros algunos
cuyas enseñanzas tienden a encomendar la fe de Jesús
tanto como la fe en Jesús. Debemos, al igual que Machen,
resistir la tentación de reducir la fe a la pregunta: “¿Qué
haría Jesús?”
Este Machen que escribió Cristianismo y liberalismo fue
uno que se opuso a los esfuerzos moderadores de J. Ross
Stevenson en el Seminario Princeton a comienzos de 1914 y
al plan de Unión de todas las iglesias protestantes de 1920.
Con el mismo brío que dio vida a este libro, se opondría
también a la Afirmación de Auburn de 1924, a las
recomendaciones de la Comisión de 1925, a la
Reorganización de Princeton de 1927-9, al Re-planteamiento
de las Misiones de 1931, a la declaración inconstitucional de
la Asamblea General de 1934 ―en resumen, a todas las
tendencias liberalizadoras y modernizadoras de su tiempo―
11 . Sin embargo, no debemos pasar por alto que Machen,
aquel robusto creyente, había sentido antes atracción por
tal liberalismo en una iglesia que había cedido
significativamente ante este desde la Guerra Civil. ¿Dónde
encontró Machen la fuerza para resistir? Después de
regresar para enseñar en Princeton en 1906, fue su estudio
de la Escritura, creciendo en la fe por el poder del Espíritu
Santo, lo que le convenció cada vez más de que la Biblia era
la mismísima Palabra de Dios y que el historicismo de su
época estaba errado.
He aquí como lo presenta Terry Chrisope: “La
determinación de Machen ante el dilema que presentaba la
crítica bíblica fue adherirse a un enfoque de la Biblia que
fuera histórico sin ser historicista” 12 . Machen llegó a
reconocer cada vez más que los historicistas tenían
presuposiciones antisobrenaturales y que su rechazo de la
superintendencia de Dios en la inspiración de su Palabra iba
unido a su rechazo de que Él gobierna y sostiene el mundo
activamente. En otras palabras, Machen rechazó el
historicismo porque abrazaba la providencia. Como vemos
especialmente por lo que escribió en 1912 (“Cristianismo y
cultura”) y en 1915 (“Historia y fe”), Machen había
absorbido una profunda perspectiva de que la soberanía de
Dios gobernaba toda la historia y que ese Dios tenía la
capacidad de darnos su Palabra inerrante, y de hecho lo
había hecho 13 . Es por creer en la Palabra infalible que
Machen obtuvo certeza, misma que le permitió, más
ampliamente en su tiempo, permanecer como Lutero ante
los errores de la PCUSA y del modernismo y animarnos a ser
igualmente fieles en el nuestro.
La fidelidad, claridad y seguridad de Machen nunca fueron
más evidentes que en sus últimas palabras, con razón
famosas, que envió por telegrama a John Murray: “Estoy tan
agradecido por la obediencia activa de Cristo. Sin ella no
tendría esperanza” 14 . Lo que le dio consuelo y una
seguridad firme al Machen agonizante no fue reflexionar en
su propia vida sino confiar en Aquel que no solo había
muerto por sus pecados sino que perfectamente había
guardado toda la ley en su lugar. He aquí el único
fundamento de nuestra seguridad ―que somos “aceptos en
el Amado”, que no podemos agradar a Dios en nuestras
propias fuerzas; de hecho, no podríamos jamás, ni siquiera
por su gracia, agradarle más de lo que ya le agradamos en
Cristo―. He aquí cómo uno puede obtener seguridad:
creyendo en el testimonio que Dios nos ha dado en su
Palabra para la salvación que tenemos en Él que es la
Palabra viva. Este es el legado de John Gresham Machen,
impartido a nosotros de forma destilada en Cristianismo y
liberalismo .
Como se dijo antes, la obra de Machen es una
complicación de charlas y escritos anteriores. Su
organización es sencilla y efectiva. Aún hoy debemos
sostener que la fe Cristiana es una doctrina y no
meramente, ni principalmente, una vida. Así Machen
comienza con el tema “doctrina”, defendiendo la verdad de
que el cristianismo es una religión revelada
sobrenaturalmente para la que la doctrina (enseñanza) es
indispensable. Machen luego continúa presentando, a través
de la enciclopedia teológica, la fe ortodoxa bajo las rúbricas
teológica clásicas: Dios, el hombre, la Biblia, Cristo,
Salvación y la Iglesia. En cada uno de estos focos
teológicos, hace un contraste entre lo que la Biblia enseña y
lo que enseña el modernismo y humanismo, en resumen,
llamado aquí “liberalismo”.
La descripción que hace Machen de la vacuidad del
liberalismo, de la afirmación religiosa que este hace del
naturalismo, de su incapacidad de dar razón por la situación
humana y de su rechazo de un Redentor sobrenatural
siguen siendo una tónica necesaria para nosotros un siglo
después. En nuestra era heterodoxa, necesitamos escuchar
la defensa no claudicante de la ortodoxia que aquí se
encuentra, y en nuestra apática era postmoderna,
necesitamos oír una voz segura y convencida. El tono de
Machen no es estridente ni agudo; más bien muestra la
razón humilde pero segura de la esperanza interior. Todos
debemos estar preparados para dar razón a cualquiera que
pregunte. El libro de Machen nos ayudó entonces y nos
ayudará ahora a lograrlo, con mansedumbre y temor.
Dr. Alan D. Strange
Mid-America Reformed Seminary
Dyer, Indiana, USA
2013
1 . Prevalece una biografía clásica de Machen, la de Ned B. Stonehouse, su
amigo que le admiraba. Fue publicada por primera vez en 1954 y publicada de
nuevo recientemente: J. Gresham Machen: memoria bibiográfica (Willow Grove,
Pa.: Committee for the Historian of the OPC, 2004).
2 . Que incluía también materiales publicados por The Princeton Theological
Review y The Presbyterian.
3 . D.G. Hart, “Machen, John Gresham”, en el Diccionario de la tradición
presbiteriana y reformada en América (Downer’s Grove, IL: IVP, 1999), pp. 145-
146 (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1994), reimpreso recientemente
por P&R Publishing (2003).
4 . Stonehouse, 82.
5 . Stonehouse, 82.
6 . Terry A. Chrisope, Hacia una fe segura: J. Gresham Machen y el dilema de la
crítica bíblica, 1881-1915 (Fearn, Ross-Shire, GB: Christian Focus, 2000), p. 92.
Ver también, de Charles G. Dennison, Historia de un pueblo peregrino, ed.
Danny E. Olinger y David K. Thompson (Willow Grove, Pa.: Committee for the
Historian of the Orthodox Presbyterian Church, 2002), pp. 27-40.
7 . Chrisope, 92.
8 . Para ver un registro de la iglesia liberalizadora a finales del siglo XIX hasta
mediados del siglo XX desde una posición liberal, ver La Iglesia con cada vez
más apertura: estudio de asuntos teológicos en la Iglesia Presbiteriana desde
1869 ( Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1957).
9 . Para ver un registro confiable de esta historia, ver la obra más reciente de
D.G. Hart y John R. Muether, En busca de un mejor país: 300 años de
presbiterianismo estadounidense (Phillipsburg, NJ: P&R Publishing, 2007).
10 . Chrisope, 84.
11 . Todo esto, hasta llegar a la fundación de la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa,
está bien documentado en El conflicto presbiteriano de Edwin J. Rian (1940; rpt.,
Willow Grove, Pa.: Committee for the Historian of the OPC, 1992).
12 . Chrisope, p.187; ver también 137-153 pássim. El presente escritor se apoya
en Chrisope al tratar estos asuntos.
13 . Estas dos obras de Machen pueden encontrarse en su Selección de obras
cortas, D.G. Hart, ed. (Phillipsburg, NJ: P&R Publishing, 2004), 399-410 y 97-108,
respectivamente.
14 . Stonehouse, p. 451.
Capítulo 1

INTRODUCCIÓN

E L PROPÓSITO DE ESTE es resolver el problema


LIBRO NO
religioso del día de hoy, sino meramente exponer el
problema tan nítida y claramente como sea posible, a fin de
ayudar al lector a resolverlo por sí mismo. Ciertamente que
en nuestro tiempo no es muy común exponer un problema
con toda claridad, y hay muchos que prefieren pelear sus
batallas intelectuales en lo que el Dr. Francis L. Paton
aptamente ha llamado una “condición de baja visibilidad”. 1
La definición precisa de los términos en materia religiosa,
que encara frontalmente las implicaciones lógicas de los
puntos de vista religiosos, es considerada por muchos como
un procedimiento impío. ¿Acaso no desalentaría la
contribución a los comités de misiones? ¿Acaso no
obstaculizaría el progreso de consolidación y provocaría una
pobre exhibición en las columnas estadísticas de la Iglesia?
Pero con tales personas no podemos de ninguna manera
concordar. A veces pareciera que la luz es un intruso
impertinente, pero al final siempre es provechosa. El tipo de
religión que solamente se goza en el sonido piadoso de
frases tradicionales sin importar su significado o que evita
los asuntos “controversiales” nunca se mantendrá de pie en
medio de los golpes de la vida. En la esfera de la religión,
como en las demás esferas, las cosas en las que los
hombres se ponen de acuerdo son las que tienden a ser
menos importantes, pero pelearán por las verdaderamente
importantes.
En la esfera de la religión, en particular, nuestro tiempo es
un tiempo de conflicto. La gran religión redentora que ha
sido conocida desde siempre como cristianismo está
trabando combate en contra de un tipo de creencia religiosa
completamente diferente, la cual es de lo más destructiva
para la fe cristiana por hacer uso de la misma terminología
cristiana tradicional. Esta religión moderna irredentiva se
llama “modernismo” o “liberalismo”. Ambos nombres son
insatisfactorios y, particularmente el segundo es una
falacia, ya que da por demostrado lo que pretende probar.
El movimiento llamado “liberalismo” es considerado como
“liberal” solamente por sus amigos, ya que para sus
oponentes les parece que ignora testarudamente muchos
hechos relevantes. Sin lugar a dudas, tal movimiento es tan
variado en sus manifestaciones que uno pareciera perder la
esperanza de encontrar algún nombre en común que se
aplique a todas sus formas. Pero a pesar de las muchas
formas en que el movimiento se exprese, la raíz del
movimiento es una sola: las muchas variedades de la
religión liberal moderna están enraizadas en el naturalismo
—es decir, en la negación de cualquier intervención del
poder creativo de Dios (diferenciado del curso ordinario de
la naturaleza) en conexión con el origen del cristianismo—.
La palabra “naturalismo” se usa aquí en un sentido algo
diferente de su significado filosófico. En este sentido no
filosófico describe con justa exactitud la verdadera raíz de lo
que se ha llamado —pero que al mismo tiempo se ha
tornado en una degradación de una palabra originalmente
noble— religión “liberal”.
El surgimiento de este liberalismo moderno naturalista no
ha sucedido por casualidad, sino que ha sido ocasionado por
cambios importantes que han tenido lugar recientemente
en las condiciones de vida. Los pasados cien años han sido
testigos del inicio de una nueva era en la historia humana
que, aunque podría lamentarse, de ninguna manera puede
ser ignorada ni siquiera por el conservadurismo más
obstinado. El cambio no es algo que resida por debajo de la
superficie y solamente sea visible al ojo sagaz, sino todo lo
contrario, es a todas luces visible hasta para la persona más
sencilla. Las invenciones modernas y el industrialismo que
ha sido construido sobre ellas nos han proporcionado de
muchas maneras un nuevo mundo donde vivir, al grado que
no podemos prescindir de dicho mundo como no podemos
prescindir del aire que respiramos.
Pero tales cambios en las condiciones materiales de la
vida no se produjeron solos, sino que han sido ocasionados
por potentes cambios en la mente humana, dando ellos a su
vez surgimiento a posteriores cambios espirituales. El
mundo industrial del día de hoy ha sido producido no por
fuerzas ciegas de la naturaleza sino por la actividad
consciente del espíritu humano; ha sido producido por los
logros de la ciencia. La característica preponderante de la
historia reciente es una expansión enorme del conocimiento
humano que ha ido de la mano con tal perfeccionamiento
del instrumento de la investigación, que apenas se le
pueden fijar límites en el futuro al progreso en el reino
material.
La aplicación de los modernos métodos científicos es casi
tan amplia como el universo en que vivimos. Aunque los
logros más palpables están en la esfera de la física y la
química, la esfera de la vida humana no puede aislarse de
las demás ciencias sino que, junto con ellas ha aparecido,
por ejemplo, una moderna ciencia de la historia que —junto
con la psicología, la sociología y otras— reclama, aunque no
se lo merezca, igualdad total con sus ciencias hermanas.
Ningún departamento del conocimiento puede mantenerse
aislado de la codicia moderna de la conquista científica.
Tratados de inviolabilidad, aunque consagrados por todas
las sanciones de longevas tradiciones, están siendo hoy
descaradamente desechados.
En una era como ésta es obvio que cada herencia del
pasado tenga que someterse a una crítica meticulosa y,
como consecuencia, algunas convicciones de la raza
humana no han pasado esta prueba devastadora. De hecho,
depender de cualquier institución del pasado algunas veces
es considerado incluso como levantar prejuicios no a favor,
sino en contra de ella. Muchísimas convicciones han tenido
que ser abandonadas al grado de que los hombres algunas
veces han llegado a creer que todas las convicciones tienen
que abandonarse.
Si tal actitud fuese justificable, entonces ninguna
institución encara un prejuicio más hostil que la institución
de la religión cristiana, ya que ninguna otra institución se ha
cimentado tan firmemente en la autoridad de una era de
antaño. Por ahora no estamos investigando si tal ideología
es prudente o se puede justificar históricamente, ya que de
cualquier modo es claro el hecho de que el cristianismo
durante muchos siglos consistentemente ha apelado para
sustentar la verdad de sus demandas, no meramente y ni
siquiera en primer lugar a la experiencia en boga, sino a
ciertos libros antiguos, la mayoría de los cuales fueron
escritos ya hace más de diecinueve siglos. Por eso no es
ninguna sorpresa que tal apelación esté siendo criticada el
día de hoy, ya que los escritores de tales libros en cuestión,
sin duda alguna fueron hombres de su propia época cuyo
punto de vista del mundo material, al ser juzgado por
estándares modernos, tuvo que haber sido del tipo más
primitivo y elemental. Es inevitable que surja la pregunta
sobre si las opiniones de tales hombres podrían por ventura
ser normativas para el hombre moderno; en otras palabras,
¿sería remotamente posible que una religión del primer
siglo estuviera a la par de la ciencia del siglo veinte?
De cualquier forma que se responda a la pregunta,
presenta un serio problema para la Iglesia moderna. De
hecho, algunas veces se ha intentado que la respuesta sea
más fácil de lo que a primera vista pareciera ser. Se dice
que la religión está tan completamente separada de la
ciencia que las dos, al definirse correctamente, de ningún
modo pueden entrar en conflicto. Este intento de separación
—como esperamos demostrar en las siguientes páginas—
está abierto a las objeciones más serias. Pero lo que por
ahora tiene que observarse es que, incluso si tal separación
fuese justificable, no podría efectuarse sino con mucho
esfuerzo porque la solución misma del problema de la
religión y la ciencia constituye en sí misma un problema.
Porque correcta o incorrectamente, la religión durante siglos
se ha conectado con un sinfín de convicciones —
especialmente en la esfera de la historia— que podrían
formar la materia de estudio de la investigación científica,
tal y como, por otro lado, los investigadores científicos se
han adherido —correcta o incorrectamente— a conclusiones
que tocan los recintos más sagrados de la filosofía y la
religión. Por ejemplo, si a algún cristiano sencillo de hace
cien años, o inclusive de hoy día, se le preguntara qué sería
de su religión si la historia demostrara incuestionablemente
que ningún hombre llamado Jesús vivió y murió en el primer
siglo de nuestra era, sin duda alguna respondería que su
religión ha fracasado. No obstante la investigación de los
eventos en el primer siglo en Judea, tanto como en Italia y
Grecia, pertenece a la esfera de la historia científica. En
otras palabras, nuestro cristiano sencillo, ya sea correcta o
incorrectamente, ya sea sabia o imprudentemente, ha
conectado de hecho su religión de una manera que le
parece indisoluble con las convicciones que pertenecen a la
ciencia. Entonces, si tales convicciones ostensiblemente
religiosas que pertenecen a la esfera de la ciencia no son en
lo absoluto religiosas, demostrar este hecho no es una tarea
cualquiera. Inclusive si el problema de la ciencia y la religión
se redujera al problema de liberar a la religión de las
acreciones pseudo-científicas, la seriedad del problema no
por eso disminuye. Desde cualquier punto de vista, por lo
tanto, el problema en cuestión es sumamente relevante
para la Iglesia. ¿Cuál es la relación entre el cristianismo y la
cultura moderna? ¿Puede mantenerse el cristianismo en una
era científica?
Este es el problema que el liberalismo moderno intenta
resolver. Al admitir que ciertas doctrinas de la religión
cristiana están sujetas a objeciones —como la doctrina de la
persona de Cristo y de la redención por medio de su muerte
y resurrección— el teólogo liberal busca rescatar algunos de
los principios generales de la religión. Asimismo el teólogo
cree que tales principios generales constituyen “la esencia
del cristianismo”, y que las doctrinas cristianas son tan solo
símbolos temporales de tales principios generales de la
religión.
Es, sin embargo, cuestionable que tal método de defensa
sea realmente efectivo, ya que una vez que el apologista ha
cedido sus defensas exteriores al enemigo retirándose a su
recinto sagrado, probablemente descubrirá que el enemigo
lo acosa incluso allí mismo. El materialismo moderno,
especialmente en la esfera de la psicología, no se contenta
con ocupar solamente los cuarteles inferiores de la ciudad
cristiana, sino que se abre camino forzado hasta llegar a los
niveles más altos de la vida. Se opone tanto al idealismo
filosófico del predicador liberal como a las doctrinas bíblicas
que el predicador liberal ha abandonado con el fin de
mantener la paz. Por lo tanto, la mera concesión nunca
tendrá éxito en evitar el conflicto intelectual. En la batalla
intelectual del día de hoy no puede haber “paz sin victoria”,
y sólo un partido tiene que ganar.
Por cierto, sin embargo, puede que parezca que la figura
que ha sido usada sea completamente desorientadora; es
más, puede que lo que el teólogo liberal ha retenido
después de abandonar cediendo al enemigo doctrina tras
doctrina, no sea cristianismo en lo absoluto, sino una
religión enteramente diferente al cristianismo al grado que
pertenece a una categoría distinta. Puede incluso que
parezca que los temores del hombre moderno en cuanto al
cristianismo no tuvieran ningún fundamento y que al
abandonar las murallas sitiadas de la ciudad de Dios él ha
huido en pánico innecesario a los llanos abiertos de una
vaga religión natural solamente para caer presa fácil del
enemigo que siempre lo espera escondido para tirarle una
emboscada.
Entonces, podemos hacer dos críticas con respecto al
intento liberal de reconciliar la ciencia y el cristianismo. El
liberalismo moderno puede ser criticado (1) sobre el
fundamento de que es acristiano y (2) sobre el fundamento
de que es acientífico. Nos ocuparemos aquí principalmente
con la primera crítica y nos enfocaremos en demostrar que,
a pesar del uso liberal de la fraseología tradicional, el
liberalismo moderno no solamente es una religión diferente
al cristianismo sino que pertenece a una clase
completamente diferente de religiones. Pero al demostrar
que el intento liberal de rescatar al cristianismo es falso, no
estamos probando que no haya ninguna manera de
rescatarlo. Al contrario, puede que parezca incidental
inclusive en este pequeño libro, que no es el cristianismo
del Nuevo Testamento que se halla en conflicto con la
ciencia, sino el supuesto cristianismo de la moderna Iglesia
liberal, y que la verdadera ciudad de Dios —y sólo esa
ciudad— tiene defensas que son capaces de repeler los
asaltos de la incredulidad moderna. Sin embargo, nuestra
preocupación inmediata es con el otro lado del problema:
demostrar que el intento liberal de reconciliar al
cristianismo con la ciencia moderna realmente ha
renunciado a todo lo distintivo del cristianismo, al grado que
los residuos son en lo esencial aquel mismo tipo indefinido
de aspiración religiosa que existía en el mundo antes de que
el cristianismo apareciera en escena. Al intentar eliminar del
cristianismo todo lo que en nombre de la ciencia pudiera ser
objetable, al intentar sobornar al enemigo con aquellas
concesiones que el enemigo desea ardientemente, el
apologista en realidad ya ha abandonado lo que empezó a
defender. Aquí, como en muchos otros departamentos de la
vida, parece que las cosas que algunas veces se cree son
las más difíciles de defender también son las cosas que más
vale la pena defender.
Al afirmar que el liberalismo en la Iglesia moderna
representa un regreso a una forma acristiana y subcristiana
de la vida religiosa, queremos evitar cualquier tipo de
malentendido. “Acristiano” en tal conexión a veces ha sido
entendido como un término deshonroso. Esa no es nuestra
intención en lo absoluto. Sócrates no era cristiano, ni
tampoco lo era Goethe; no obstante, compartimos
plenamente el respeto con que son considerados sus
nombres. Ellos sobresalen desmedidamente por encima del
prototipo común de los hombres. Si el que es más pequeño
en el reino de los cielos es mayor que ellos, ciertamente no
se debe a que posea una superioridad inherente, sino en
virtud de un privilegio inmerecido que lo debe hacer
humilde en vez de despectivo.
Sin embargo, a tales consideraciones no se les debe
permitir oscurecer la importancia vital del problema en
cuestión. Si pudiera concebirse una condición en que toda la
predicación de la Iglesia debiera estar controlada por el
liberalismo, que en muchos aspectos ya ha llegado a ser
dominante, entonces creeríamos que el cristianismo
finalmente ha llegado a su fin y que el evangelio se ha
dejado escuchar por última vez. Si así fuera, entonces la
investigación que nos ocupa es excesivamente la más
importante de todas aquellas que la Iglesia ha tenido.
Inmensurablemente más importante que todos los
problemas con respecto a los métodos de predicación es la
cuestión fundamental de qué es lo que se tiene que
predicar.
Sin duda, muchos se impacientarán por la investigación —
a saber, todos aquellos que han resuelto el problema de una
manera tal que les es imposible reconsiderarlo—. Tales, por
ejemplo, son los pietistas de quienes todavía hay muchos
por allí. “¿Cuál es la necesidad, aseveran, del argumento
para defender la Biblia? ¿Acaso no es la Palabra de Dios y
conlleva consigo misma una certeza inmediata de su
veracidad, la cual solamente será oscurecida por
defenderla? ¡Si la ciencia entra en contradicción con la
Biblia, pues mucho peor para la ciencia!” Para estas
personas tenemos el más alto respeto, porque creemos que
ellos tienen razón en el punto principal; ellos han llegado
por medio de un sendero directo y fácil a una convicción
que para otros hombres es conseguido solamente a través
de una lucha intelectual. Pero con toda razón no podemos
esperar que ellos estén interesados en lo que nosotros
tenemos que decir.
Hay otra clase mucho más numerosa de personas
desinteresadas. Está compuesta por aquellos que han
resuelto definitivamente el problema de la manera
contraria. Para ellos este pequeño libro, si alguna vez llega a
sus manos, rápidamente será desechado tan solo como otro
intento de defender una posición que está totalmente
perdida. Todavía hay ciertos individuos, dirán, que creen
que la tierra es plana; también los hay quienes defienden el
cristianismo de la Iglesia, los milagros, la expiación y todo lo
demás. En todo caso, se dirá, el fenómeno es interesante
como un ejemplo curioso de un desarrollo frustrado, pero
nada más.
Sin embargo, tal forma de cerrar el caso está basada en
su actual forma en un punto de vista muy equivocado de la
situación; está basada en una consideración
extremadamente exagerada de los logros de la ciencia. La
investigación científica, como ya se ha observado,
ciertamente ha logrado muchas cosas; en muchos aspectos
ha generado un nuevo mundo. Pero hay otro aspecto del
cuadro que no debe ignorarse. El mundo moderno
representa en ciertos aspectos un enorme adelanto
comparado con el mundo de nuestros ancestros; pero en
otros aspectos exhibe un lamentable deterioro. El avance es
evidente en las condiciones físicas de la vida, pero en el
reino espiritual hay una pérdida correspondiente. La pérdida
es tal vez muy evidente en la esfera del arte. A pesar de la
poderosa revolución que se ha generado en las condiciones
externas de la vida, no sobrevive ningún poeta que celebre
tal cambio; la humanidad se ha quedado sin palabras. Se
han esfumado también los grandes pintores y los grandes
músicos y los grandes escultores. El arte que aún subsiste
es mayormente imitativo, y donde no hay imitación el arte
es por lo general muy grotesco. Inclusive el reconocimiento
de las glorias del pasado está siendo gradualmente perdido,
bajo la influencia de una educación utilitaria que solo se
preocupa con la producción del bienestar físico. El libro
“Esbozo de la Historia” de Sr. H. G. Wells, con su despectiva
desatención de todos los rangos superiores de la vida
humana, es un libro completamente moderno.
Este deterioro sin precedentes en la literatura y el arte es
solamente una manifestación de un fenómeno de más largo
alcance. Es solamente un ejemplo del angostamiento del
alcance de la personalidad que ha estado realizándose en el
mundo moderno. Todo el desarrollo de la sociedad moderna
ha tendido poderosamente hacia la limitación del reino de la
libertad del individuo. La tendencia es muy evidente en el
socialismo; un estado socialista significaría la reducción al
mínimo de la esfera de la elección individual. El trabajo y la
recreación, bajo un gobierno socialista, serían ordenadas,
desapareciendo la libertad individual. Pero la misma
tendencia se exhibe actualmente inclusive en aquellas
comunidades donde el nombre de socialismo es de lo más
aborrecido. Una vez que la mayoría ha determinado que un
cierto régimen es benéfico, ese régimen es inmediatamente
impuesto sin piedad al individuo. Parece que nunca se les
ocurre a las modernas legislaturas que aunque el
“bienestar” es bueno, el bienestar impuesto puede ser
malo. En otras palabras, el utilitarismo es llevado hasta sus
conclusiones lógicas: en pro del bienestar físico los grandes
principios de la libertad están siendo despiadadamente
desechados.
El resultado es un empobrecimiento sin parangón de la
vida humana. La personalidad solamente puede
desarrollarse en el reino de la escogencia individual. Y ese
reino, en el estado moderno, está siendo lenta pero
firmemente reducido. La tendencia especialmente se hace
sentir en la esfera de la educación. Se asume ahora que el
objetivo de la educación es la producción de la máxima
felicidad para el máximo número de personas. Pero la
máxima felicidad para el mayor número de personas, se
entiende también, solamente puede ser definida por la
voluntad de las mayorías. Por lo tanto, se dice que las
idiosincrasias en la educación tienen que evitarse, y a los
padres se les tiene que quitar el derecho de elegir una
escuela para sus hijos para que el estado decida por ellos.
El estado, entonces, ejerce su autoridad a través de los
instrumentos que tiene preparado y de inmediato el niño
queda bajo el control de los expertos en psicología, quienes
desconocen por completo las esferas superiores de la vida
humana, y no permiten que los que están bajo su cuidado
se familiaricen con ellas. Tal resultado está siendo
lentamente postergado en Estados Unidos por los residuos
del individualismo anglosajón, pero las señales de los
tiempos son contrarias al mantenimiento de esta posición
media. La libertad ciertamente está siendo retenida a toda
costa, pero ya sus principios subyacentes se han perdido.
Por un tiempo parecía como si el utilitarismo que estuvo en
boga a mediados del siglo diecinueve sería un asunto
puramente académico, sin influenciar la vida diaria. Pero
tales apariencias han probado ser engañosas. La tendencia
dominante, incluso en un país como Estados Unidos, que se
jactaba de estar libre de la regulación burocrática de los
detalles de la vida, se encamina hacia un utilitarismo
sombrío en que se pierde toda aspiración superior.
Las manifestaciones de tal tendencia pueden verse
fácilmente. Por ejemplo, en el estado de Nebraska está
vigente una ley que solamente permite enseñar en inglés en
todas las escuelas del estado, públicas o privadas, y no
debe estudiarse ningún otro idioma hasta que el niño-a
haya aprobado un examen ante el superintendente estatal
de educación, demostrando que ha aprobado el octavo
grado. 2 En otras palabras, no debe estudiarse ningún otro
idioma extranjero, al parecer ni siquiera latín o griego, hasta
que el niño sea capaz de aprenderlo bien. Así es como el
colectivismo moderno se las arregla con una clase de
estudio que es absolutamente esencial para todo genuino
desarrollo mental. Las mentes de la gente en Nebraska, y
otros estados donde se imponen leyes semejantes, 3 deben
ser mantenidas por el poder del estado en una condición
permanente de desarrollo frenado.
Pareciera como si con tales leyes el oscurantismo hubiera
tocado fondo. Pero no es así. En el estado de Oregón, en el
Día de la Elección de 1922, se aprobó una ley por voto
popular según la cual a todos los niños del estado se les
exige asistir a las escuelas públicas. Las escuelas cristianas
y privadas, al menos en los niveles básicos de educación
que son los más fundamentales, han sido erradicadas. Tales
leyes —si prevalece la actitud actual de la gente,
probablemente pronto se extenderán más allá de los límites
de un estado 4 — significan por supuesto la destrucción
final de toda verdadera educación. Cuando uno considera lo
que son las escuelas públicas en Estados Unidos —su
materialismo, su irresponsabilidad ante cualquier esfuerzo
intelectual, su apoyo de peligrosas modas pseudo-científicas
de psicología experimental— no podemos sino horrorizarnos
ante al consenso generalizado que no permite escaparnos
de tal sistema destructor del alma. Pero el principio de tales
leyes y su tendencia fundamental son peores que los
resultados inmediatos. 5 Un sistema de educación pública
en sí mismo es ciertamente de enorme beneficio para la
raza, pero solo es de beneficio si en todo momento permite
completamente la libre posibilidad de la competencia de las
escuelas privadas. Un sistema de educación pública si
significa otorgar educación gratuita a aquellos que la
desean, es un logro loable y humanitario de los tiempos
modernos. Pero una vez que se monopoliza es el
instrumento perfecto de tiranía que ha sido diseñado. La
libertad de pensamiento en la Edad Media fue combatida
por la Inquisición, pero el método moderno es mucho más
efectivo. Coloca la vida de los niños en sus años formativos,
a pesar de las convicciones de sus padres, bajo el control de
los expertos designados por el estado, los obliga a asistir a
escuelas donde las aspiraciones superiores de la humanidad
son aplastadas y donde la mente es saturada del
materialismo del día, y es difícil ver cómo podrían subsistir
los residuos de la libertad. Tal tiranía, apoyada como lo es
por una técnica perversa que se usa como el instrumento
para destruir el alma humana, es con toda razón mucho
más peligrosa que la cruda tiranía del pasado, la cual a
pesar de sus armas de fuego y espada, no obstante permitía
la libertad de pensamiento.
La verdad es que al paternalismo materialista del día de
hoy si se le diera rienda suelta, rápidamente haría de
Estados Unidos una enorme “Main Street”, donde la
aventura espiritual sería desalentada y la democracia sería
considerada como la reducción de toda la humanidad a la
proporción más estrecha y menos dotada de ciudadanos.
¡Dios nos conceda reaccionar y que los nobles principios de
la libertad anglosajona puedan ser redescubiertos antes de
que sea demasiado tarde! Pero cualquiera que sea la
solución para los problemas educativos y sociales de
nuestro país, podemos detectar una lamentable condición
en el mundo en general. No puede negarse que los grandes
hombres sean muy pocos o prácticamente inexistentes, y
que haya habido una reducción general del área de la vida
personal. El mejoramiento material ha ido de la mano con el
declive espiritual.
Tal condición del mundo debiera hacer que la elección
entre el modernismo y el tradicionalismo, entre el
liberalismo y el conservadurismo, se aborde sin ninguno de
los prejuicios que muy a menudo predominan. En vista de
los defectos lamentables de la vida moderna, en realidad un
tipo de religión no debiera ser recomendada simplemente
porque es moderna o simplemente condenada por ser
antigua. Al contrario, la condición de la humanidad es tal
que bien podríamos preguntarnos qué hizo que los hombres
de generaciones pasadas fuesen tan grandes y los hombres
de la generación presente fuesen tan pequeños. En medio
de todos los logros materiales de la vida moderna, bien
podríamos preguntarnos si al ganar el mundo no hemos
perdido nuestra alma. ¿Estamos de por vida condenados a
vivir la sórdida vida del utilitarismo? O, ¿hay algún secreto
escondido que si se redescubriese restauraría a la
humanidad a algo de las glorias del pasado?
Tal secreto el autor de este pequeño libro lo descubre en
la religión cristiana. Pero la religión cristiana en mente no es
ciertamente la religión de la Iglesia liberal moderna, sino un
mensaje de gracia divina, casi olvidado hoy como lo fue en
la Edad Media, pero destinado a revelarse una vez más en el
buen tiempo de Dios, en una nueva Reforma, trayendo luz y
libertad a la humanidad. Lo que este mensaje es, solamente
puede clarificarse, como es el caso con toda definición,
únicamente por la vía de la exclusión, por vía de contraste.
Por lo tanto, al exponer el liberalismo actual, casi dominante
en la Iglesia de hoy, en contra del cristianismo, no somos
impulsados solamente por un propósito negativo o
polémico; al contrario, al mostrar lo que no es el
cristianismo esperamos poder mostrar lo que sí es, a fin de
que los hombres puedan ser llevados de los elementos
débiles y pordioseros, y recurrir nuevamente a la gracia de
Dios.
1 . Francis L. Patton, en la introducción a William Hallock Johnson, The Christian
Faith Under Modern Searchlights [La Fe Cristiana Bajo Escrutinio Moderno],
[1916], p. 7.
2 . Ver Leyes, Laws, Resolutions and Memorials [Resoluciones y Registros]
aprobados por la Legislatura del Estado de Nebraska en la Trigésima Séptima
Sesión, 1919, Capítulo 249, p. 1019.
3 . Por ejemplo, compare las Legislative Acts [Actas Legislativas] de la Asamblea
General de Ohio, Vol. cviii, 1919, p. 614ss; y Acts and Joint Resolutions [Las
Actas y Resoluciones Conjuntas] de la Asamblea General de Iowa, 1919,
Capítulo 198, p. 219.
4 . En Michigan, un acta semejante a la aprobada en Oregón recibió
recientemente un enorme voto en una consulta popular, y se dice que el mismo
entusiasmo continúa.
5 . Se puede ver este malévolo principio con especial claridad en las así
llamadas “Leyes Lusk” en el estado de Nueva York. Una de estas leyes se refiere
a los maestros en las escuelas privadas. Otra estipula que “ninguna persona,
firma, corporación o sociedad deberá conducir, mantener u operar ninguna
escuela, instituto, clase o curso de instrucción en cualquier materia sin solicitar
y hasta que se le conceda una licencia de la universidad del estado de Nueva
York”. Se estipula asimismo que “Las escuelas, institutos, clases o cursos que
reciban la licencia como se estipula en esta sección estarán sujetas a ser
visitadas por los oficiales y empleados de la universidad del estado de Nueva
York”. Ver Leyes del Estado de Nueva York, 1921, Vol. III, Capítulo 667, pp. 2049-
2051. Esta ley está tan elaborada que no podría hacerse cumplir ni siquiera por
todo el ejército Alemán en su funcionalidad antes de la guerra ni por todo el
sistema de espionaje del Zar. La medida exacta de aplicación queda a discreción
de los oficiales, y los ciudadanos están en constante peligro por esa intolerable
interferencia de la vida privada, cualquiera sea el significado de una verdadera
ejecución de la estipulación acerca de “los cursos de instrucción en cualquier
materia”. Una de las exenciones es en principio particularmente mala. “Tal
licencia no se requerirá”, estipula la ley, “de ninguna escuela ya o
posteriormente establecidas y mantenidas por una denominación religiosa o
secta bien reconocida como tal en el tiempo que esta sección entre en efecto”.
Ciertamente podemos regocijarnos de que las iglesias existentes estén libres
por ahora de la amenaza implicada en la ley. Pero en principio, la limitación de la
exención para las iglesias existentes en realidad va en contra de la idea
fundamental de la libertad religiosa, ya que establece una distinción entre las
religiones establecidas y las no establecidas. Siempre hubo tolerancia para los
cuerpos religiosos establecidos, incluso en el imperio Romano, pero la libertad
religiosa consiste en derechos iguales para los cuerpos religiosos que son
recientes. La otra exención no elimina en lo mínimo el carácter opresivo de la
ley. La ley es tan mala en sus efectos inmediatos, pero es más alarmante en lo
que revela acerca la actitud de la gente. Un pueblo que tolera tal legislación
absurda sobre los códigos de leyes es un pueblo que se ha desviado demasiado
de los principios de la libertad de Estados Unidos. El verdadero patriotismo no
solapará el peligro, sino más bien buscará recordar a los ciudadanos aquellos
grandes principios por los cuales nuestros padres, en Estados Unidos y en
Inglaterra, estuvieron dispuestos a sangrar y morir. Hay unas indicaciones
alentadoras de que las Leyes Lusk pronto pueden ser abolidas. Si lo son, aún así
fungirán como una advertencia de que solamente por una vigilancia constante
se puede preservar la libertad.
Capítulo 2

DOCTRINA

E IGLESIA, como quiera que se le


L LIBERALISMO MODERNO EN LA
juzgue, ya no es de ninguna manera un tema
académico simplemente. Ya no es simplemente un tema de
interés para los seminarios teológicos o universidades. Al
contrario, su ataque a los fundamentos de la fe cristiana se
está llevando a cabo vigorosamente por medio de “las
ayudas didácticas” para la Escuela Dominical, por medio del
púlpito y por medio de la prensa religiosa. Si tal ataque
fuese injustificado, el remedio no debiera encontrarse —
como algunas personas devotas han sugerido— en la
abolición de los seminarios teológicos o en el abandono de
la teología científica, sino más bien en una búsqueda más
esmerada de la verdad y en una devoción mas fidedigna a
tal verdad una vez que sea encontrada.
Sin embargo, es en los seminarios y universidades
teológicos donde se pueden ver mejor las raíces de este
problema fundamental que en el mundo en general; entre
los estudiantes a menudo se abandona el uso de frases
tradicionales que fortalecen la fe, y a los partidarios de una
nueva religión no les interesa, a diferencia de la mayoría de
las Iglesias, mantener una apariencia de conformidad con el
pasado. Pero estamos convencidos de que tal franqueza
también debiera extenderse al pueblo como un todo. No hay
deseo tan más perjudicial de parte de los maestros
religiosos que el deseo mismo de “evitar ofender”. Con
mucha frecuencia tal deseo peligrosamente ha llegado al
punto de la deshonestidad, ya que el maestro religioso, en
lo profundo de su corazón, está muy consciente de la
radicalidad de sus puntos de vista, pero no está dispuesto a
renunciar a su posición en la atmósfera santificada de la
Iglesia declarando todo lo que piensa. En contra de toda
política conciliadora o paliativa, simpatizamos
completamente con aquellos hombres, ya sean radicales o
conservadores, que se apasionan por la verdad.
Entonces, ¿cuál es, en el fondo, el verdadero significado
de la actual contienda en contra de los fundamentos de la fe
cristiana una vez que todas las frases tradicionales han sido
desechadas? ¿Cuáles son, a resumidas cuentas, las
enseñanzas del liberalismo moderno en contra de las
enseñanzas del cristianismo?
Desde el principio, nos encontramos con una objeción.
“Las enseñanzas —se dice— no son importantes; por eso es
que las enseñanzas del liberalismo y las enseñanzas del
cristianismo no suscitan ningún interés en nuestro día. Los
credos son simplemente la expresión cambiante de una
experiencia cristiana unificada, y con la única condición de
que ellos expresen esa misma experiencia, pues entonces
todos son igualmente válidos. Por lo tanto, las enseñanzas
del liberalismo podrían estar tan alejadas tanto como fuese
posible de las enseñanzas del cristianismo histórico, pero
aun así los dos serían lo mismo en el fondo”.
Tal es la manera en que con frecuencia se expresa la
hostilidad moderna a “la doctrina”. Pero ¿realmente se
objeta a la doctrina como tal? ¿O no será más bien que se
objeta a una doctrina en particular para beneficiar a otras?
Indudablemente que esta última alternativa es el caso en
muchas formas del liberalismo. Hay doctrinas del
liberalismo moderno defendidas tan tenaz e
intolerantemente como cualquier doctrina que se encuentre
en los credos históricos. Tales son, por ejemplo, las
doctrinas liberales de la paternidad universal de Dios y la
hermandad universal de los hombres. Estas doctrinas, como
veremos, son contrarias a las doctrinas de la religión
cristiana. Pero las doctrinas son todas iguales en el sentido
de que requieren ser defendidas intelectualmente. Al
parecer objetar a toda teología, el predicador liberal con
frecuencia está simplemente objetando a un sistema de
teología para favorecer otro. Y la deseada inmunidad de
toda controversia teológica simplemente no ha llegado a
obtenerse.
Algunas veces, sin embargo, la moderna objeción a la
doctrina se hace con más seriedad. Y si la objeción está bien
fundamentada o no, se debe encarar al menos su verdadera
intención.
Esa intención es perfectamente clara. La objeción conlleva
un descarado escepticismo. Si todos los credos son
igualmente verdaderos, entonces como son contradictorios
entre ellos, son igualmente falsos o al menos igualmente
inciertos. Por tanto, estamos entreteniéndonos con un mero
juego de palabras. Decir que todos los credos son
igualmente verdaderos, y que están basados en la
experiencia, es simplemente retroceder a aquel
agnosticismo que hace cincuenta años fue considerado
como el enemigo más mortal de la Iglesia. El enemigo
realmente no se ha transformado en amigo simplemente
porque haya sido recibido dentro del campo. Es muy
diferente la concepción cristiana de un credo. De acuerdo a
la concepción cristiana, un credo no es solo una mera
expresión de la experiencia cristiana, sino al contrario es
una declaración de aquellos hechos sobre los cuales se basa
la experiencia.
Pero, se dirá, el cristianismo es una vida, no una doctrina.
Con frecuencia se hace esta afirmación y tiene una
apariencia de piedad. Pero es radicalmente falsa, y para
detectar su falsedad uno ni siquiera necesita ser cristiano.
Porque decir que “el cristianismo es una vida” es hacer una
afirmación en la esfera de la historia. La afirmación no
reside en la esfera de las ideas; es muy diferente decir que
el cristianismo debiera ser una vida, o que la religión ideal
es una vida. La afirmación de que el cristianismo es una
vida está sujeta a la investigación histórica exactamente
como lo está la afirmación de que el Imperio Romano bajo
Nerón era una democracia libre. Posiblemente el Imperio
Romano bajo Nerón hubiera sido mejor si hubiera sido una
democracia libre, pero la pregunta histórica es simplemente
si de hecho era una democracia libre o no. El cristianismo es
un fenómeno histórico como el Imperio Romano, o el Reino
de Prusia, o los Estados Unidos de América, y como
fenómeno histórico tiene que ser investigado sobre la base
de la evidencia histórica.
¿Es cierto, entonces, que el cristianismo no es una
doctrina sino una vida? La pregunta solamente puede
resolverse por medio de un análisis de los principios del
cristianismo. El reconocimiento de ese hecho no implica
ninguna aceptación de la creencia cristiana; es simplemente
un asunto de sentido de común y de honestidad común. En
el fundamento de la vida de toda corporación está el
documento de incorporación, en el cual se constatan los
objetivos de la corporación. Puede que otros objetivos sean
mucho más deseables que los suyos, pero si los directores
usan el nombre y los recursos de la corporación para
perseguir otros objetivos, ellos estarían actuando más allá
de la autorización de la corporación (ultra vires ). Así es
también con el cristianismo. Es perfectamente concebible
que los fundadores del movimiento cristiano no tuvieran
ningún derecho de legislar para las generaciones
subsecuentes, pero en todo caso sí tenían un derecho
inalienable de legislar para todas las generaciones que
debieran escoger portar el nombre de “cristiano”. Es
concebible que el cristianismo tenga que ser abandonado
ahora y que otra religión lo sustituya; pero de todos modos,
la pregunta de qué es el cristianismo solamente puede ser
determinada por medio de un análisis de los principios del
cristianismo.
Los comienzos del cristianismo constituyen un fenómeno
histórico definido razonable. El movimiento cristiano se
originó pocos días después de la muerte de Jesús de
Nazaret. Es dudoso si algo que precedió a la muerte de
Jesús de Nazaret pueda ser llamado cristianismo. De todos
modos, si el cristianismo existió antes de ese evento, era
cristianismo solamente en una etapa preliminar. El nombre
se originó después de la muerte de Jesús, y era en sí mismo
algo nuevo. Evidentemente hubo un nuevo inicio importante
entre los discípulos de Jesús en Jerusalén después de la
crucifixión. En ese tiempo debe situarse el comienzo del
notable movimiento que se extendió desde Jerusalén hasta
el mundo gentil —el movimiento que se llama cristianismo
—.
En las Epístolas de Pablo se ha preservado información
histórica concreta de este movimiento en sus etapas
tempranas, epístolas que han sido consideradas por todos
los historiadores serios como productos genuinos de la
primera generación cristiana. El autor de las epístolas había
estado en comunicación directa con aquellos amigos
íntimos de Jesús que habían iniciado el movimiento cristiano
en Jerusalén, y en las epístolas clarifica muy bien cuál era el
carácter fundamental del movimiento.
Pero si hay un hecho que es claro, sobre la base de esta
evidencia, es que el movimiento cristiano desde sus inicios
no era solamente una forma de vida en el sentido moderno
de la palabra, sino una forma de vida fundada en un
mensaje. Estaba basada no en el mero sentimiento, no en
un mero programa de trabajo, sino en un relato de hechos.
En otras palabras, estaba basada en la doctrina.
Ciertamente que con respecto a Pablo mismo no debiera
haber ningún debate; Pablo ciertamente no era indiferente a
la doctrina. Al contrario, la doctrina era la base misma de su
vida. Su devoción a la doctrina, es verdad, no lo incapacitó
para practicar una tolerancia magnificente. Un notable
ejemplo de tal tolerancia debe encontrarse durante su
encarcelamiento en Roma, como está atestiguado en la
Epístola a los Filipenses. Aparentemente ciertos maestros
cristianos en Roma habían estado celosos de la grandeza de
Pablo. En tanto había estado en libertad, ellos habían estado
obligados a tomar un rol secundario; pero ahora que estaba
en prisión, ellos arrebataron la supremacía. Buscaban añadir
aflicción a Pablo en sus prisiones; predicaban a Cristo por
envidia y contienda. En pocas palabras, los predicadores
rivales hicieron de la predicación del evangelio un medio de
gratificación de una baja ambición personal; parece como si
se hubiera tratado de un medio de ganancia por lo que
podemos entender. Pero Pablo no fue perturbado. “¿Qué,
pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o
por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me
gozaré aún” (Fil. 1:18). La manera en que la predicación
estaba siendo llevada a cabo era incorrecta, pero el mismo
mensaje era verdadero; y Pablo estaba mucho más
interesado en el contenido del mensaje que en la manera de
su presentación. ¡Es imposible concebir una pieza más
elegante de una tolerancia liberal!
Pero la tolerancia de Pablo no era indiscriminada. No
mostró ninguna tolerancia, por ejemplo, en Galacia. Allí
también había predicadores rivales, pero Pablo no los toleró.
“Mas si aun nosotros”, dijo, “o un ángel del cielo, os
anunciare otro evangelio diferente del que os hemos
anunciado, sea anatema” (Gál. 1:8), ¿Cuál es la razón para
la diferencia de actitud en el apóstol en los dos casos? ¿Cuál
es la razón de la tolerancia generosa en Roma, y los
anatemas virulentos en Galacia? La respuesta es
perfectamente clara. En Roma, Pablo fue tolerante porque
allí el contenido del mensaje que estaba siendo proclamado
por los predicadores rivales era verdadero; en Galacia fue
intolerante porque allí el contenido del mensaje rival era
falso. En ninguno de los casos las personalidades de los
predicadores afectaron la actitud de Pablo. Sin duda alguna
que las motivaciones de los judaizantes en Galacia estaban
lejos de ser puras, y de una manera incidental Pablo señaló
su impureza. Pero eso no era el fundamento de su
oposición. Los judaizantes sin duda que estaban
moralmente lejos de ser perfectos, pero la oposición de
Pablo hacia ellos hubiera sido exactamente la misma si
todos ellos hubieran sido ángeles del cielo. Su oposición
estaba completamente basada en la falsedad de su
enseñanza; ellos estaban sustituyendo el único verdadero
evangelio por un evangelio falso que no era en absoluto
evangelio. Nunca se le ocurrió a Pablo que un evangelio
podría ser verdadero para un hombre pero no para otro; la
plaga del pragmatismo nunca había afectado su alma. Pablo
estaba convencido de la verdad objetiva del mensaje del
evangelio, y la devoción a esa verdad era la gran pasión de
su vida. El cristianismo para Pablo no era solamente una
vida, sino también una doctrina, y lógicamente la doctrina
venía primero. 1
Pero, ¿cuál era la diferencia entre la enseñanza de Pablo y
la enseñanza de los judaizantes? ¿Qué fue lo que suscitó la
estupenda polémica de la Epístola a los Gálatas? Para la
Iglesia moderna la diferencia hubiera parecido ser una mera
sutileza teológica. Los judaizantes estaban de acuerdo con
Pablo en muchas cosas. Los judaizantes creían que Jesús era
el Mesías; no hay ni una sombra de evidencia de que ellos
tuvieran objeciones al elevado punto de vista que Pablo
tenía de la persona de Cristo. Sin la menor duda, ellos
creían que Jesús verdaderamente había resucitado de los
muertos. Además, ellos creían que la fe en Cristo era
necesaria para la salvación. Pero el problema era que ellos
creían que algo más también era necesario; ellos creían que
lo que Cristo había hecho necesitaba ser suplementado por
el propio esfuerzo del creyente por guardar la Ley. Desde el
punto de vista moderno, la diferencia hubiera parecido ser
muy insignificante. Pablo, como también los judaizantes,
creía que guardar la ley de Dios, en su alcance más
profundo, estaba inseparablemente conectado con la fe. La
diferencia tenía que ver solamente con el orden lógico —ni
siquiera, tal vez, con el orden temporal— de las tres etapas.
Pablo decía que un hombre (1) primero cree en Cristo, (2)
después es justificado delante de Dios, (3) e
inmediatamente después procede a guardar la ley de Dios.
Los judaizantes decían que un hombre (1) cree en Cristo y
(2) guarda la ley de Dios lo mejor que pueda, y después (3)
es justificado. La diferencia parecería ser a los modernos
cristianos “prácticos” un asunto altamente sutil e intangible,
apenas digno de alguna consideración en vista de la gran
medida de acuerdo en el reino práctico. ¡Qué espléndida
purificación de las ciudades gentiles hubiera sido si los
judaizantes hubiera tenido éxito en extender a aquellas
ciudades la observancia de la ley mosaica, incluyendo
inclusive las desafortunadas observancias ceremoniales!
Seguramente Pablo debió haber hecho causa común con
maestros que estaban casi completamente de acuerdo con
él; seguramente él debió haberles aplicado el gran principio
de la unidad cristiana.
Sin embargo, en realidad Pablo no hizo nada parecido; y
solamente porque él (y otros) no hizo nada parecido es que
la Iglesia cristiana existe hasta el día de hoy. Pablo vio muy
claramente que la diferencia entre los judaizantes y él
mismo era la diferencia entre dos tipos de religión
completamente diferentes; era la diferencia entre una
religión de mérito y una religión de gracia. Si Cristo provee
solamente una parte de nuestra salvación, dejándonos a
nosotros proveer el resto, entonces todavía estamos sin
esperanza bajo la carga del pecado. Porque no importa cuán
pequeña sea la brecha que tengamos que puentear antes
de que podamos obtener la salvación, ya que la persona
consciente ve claramente que nuestro miserable intento de
bondad es insuficiente incluso para atravesar esa pequeña
brecha. El alma culpable entra otra vez hacia el
desesperanzador ajuste de cuentas con Dios para
determinar si realmente hemos hecho nuestra parte o no. Y
de este modo gemimos otra vez bajo el antiguo yugo de la
ley. Pablo vio claramente que tal intento de suplementar la
obra de Cristo con nuestro propio mérito es la esencia
misma de la incredulidad; Cristo lo hará todo o no hará
nada, y la única esperanza es arrojarnos nosotros mismos
sin reservas a su misericordia y confiar en Él
completamente.
Pablo definitivamente estaba en lo correcto. La diferencia
que lo separaba de los judaizantes no era una mera sutileza
teológica, sino tenía que ver con el corazón y núcleo mismo
de la religión de Cristo. “Tal como soy me acogerás, perdón
y alivio me darás” —eso era por lo que Pablo estaba
contendiendo en Galacia—; ese himno nunca hubiera sido
escrito si los judaizantes hubieran ganado. Y sin lo que ese
himno expresa, no hay cristianismo en absoluto.
Con toda certeza, entonces, Pablo no era partidario de una
religión sin dogmas; él estaba interesado por sobre todas
las cosas en la verdad objetiva y universal de su mensaje.
Muchísimas cosas probablemente tendrán que admitir los
historiadores serios, sin importar cuál pudiera ser su actitud
hacia la religión de Pablo. Algunas veces, sin duda, el
predicador liberal moderno busca generar una impresión
contraria al citar fuera de su contexto palabras de Pablo que
él interpreta de una manera alejada tanto como sea posible
del sentido original. La verdad es que es difícil deshacerse
de Pablo. El liberal moderno desea generar en las mentes de
los cristianos sencillos (y en su propia mente) la impresión
de alguna clase de continuidad entre el liberalismo moderno
y el pensamiento y vida del gran Apóstol. Pero tal impresión
es completamente desorientadora. Pablo no estaba
simplemente interesado en los principios éticos de Jesús; no
estaba interesado meramente en los principios generales de
la religión o de la ética. Al contrario, él estaba interesado en
la obra redentora de Cristo y de su efecto en nosotros. Su
interés principal estaba en la doctrina cristiana, y la doctrina
cristiana no meramente en sus presuposiciones sino en su
centro. Si el cristianismo debiera hacerse independiente de
la doctrina, entonces el paulinismo tendría que ser removido
completamente de raíz del cristianismo.
Pero, ¿qué de ello? Algunos hombres no le temen a esa
conclusión. Si el paulinismo tiene que ser removido, dicen
ellos, podemos arreglárnoslas sin él. ¿No resultaría que al
introducir un elemento doctrinal en la vida de la Iglesia
Pablo solamente estaba pervirtiendo un cristianismo
primitivo que era tan independiente de la doctrina como el
mismo predicador liberal moderno podría desear?
Esta sugerencia es claramente descartada por Pablo por
medio de la evidencia histórica. El problema ciertamente no
puede solucionarse de una manera tan fácil. Muchos
intentos han sido hechos sin duda para separar la religión
de Pablo nítidamente de la de la Iglesia primitiva de
Jerusalén; muchos intentos han sido hechos para mostrar
que Pablo introdujo un principio completamente nuevo en el
movimiento cristiano o que inclusive fue el fundador de una
nueva religión. 2 Pero todos esos intentos ha resultado ser
un fracaso. Las Epístolas Paulinas mismas dan testimonio de
una unidad fundamental de principio entre Pablo y los
compañeros originales de Jesús, y toda la historia primitiva
de la Iglesia se hace ininteligible excepto sobre la base de
tal unidad. Ciertamente que con respecto al carácter
fundamentalmente doctrinal del cristianismo Pablo no fue
ningún innovador. El hecho aparece en todo el carácter de
la relación de Pablo con la Iglesia de Jerusalén como está
atestiguado por las Epístolas, y también aparece con
claridad sorprendente en el precioso pasaje de 1 Corintios
15:3-7, donde Pablo resume la tradición que había recibido
de la Iglesia primitiva. ¿Qué es aquello que forma el
contenido de esa enseñanza primitiva? ¿Es un principio
general de la paternidad de Dios o la hermandad del
hombre? ¿Es una vaga admiración por el carácter de Jesús
como la que prevalece en la Iglesia moderna? Nada puede
estar más lejos de la verdad. “Que Cristo murió por nuestros
pecados”, dijeron los discípulos primitivos, “conforme a las
Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día,
conforme a las Escrituras”. Desde el principio, el evangelio
cristiano, como en verdad el nombre “evangelio” o “buenas
nuevas” sugiere, consistía en un relato de algo que había
sucedido. Y desde el principio, el significado de ese
acontecimiento fue declarado; y cuando el significado del
acontecimiento fue declarado entonces surgió la doctrina
cristiana. “Que Cristo murió” —eso es historia—; “Que Cristo
murió por nuestros pecados” —eso es doctrina—. Sin estos
dos elementos, unidos de forma absolutamente indisoluble,
no hay cristianismo.
Es perfectamente claro, entonces, que los primeros
misioneros cristianos no solamente ofrecieron una
exhortación; ellos no dijeron: “Jesús de Nazaret vivió una
vida maravillosa de piedad filial, y los exhortamos a
entregarse, como nosotros lo hemos hecho, al encanto de
esa vida”. Eso es lo que definitivamente los historiadores
modernos habrían esperado que dijeran los primeros
misioneros cristianos, pero tiene que reconocerse que en
realidad ellos no dijeron nada parecido. Posiblemente los
primeros discípulos de Jesús, después de la catástrofe de su
muerte, podrían haberse involucrado en la meditación
reflexiva de su enseñanza. Ellos pudieron haberse
convencido a sí mismos de que el “Padre nuestro que estás
en los cielos” era una buena manera de dirigirse a Dios, a
pesar de que Aquel que les había enseñado esa oración
estaba muerto. Ellos pudieron haberse aferrado a los
principios éticos de Jesús y abrigado la esperanza de que
Aquel que enunció tales principios tuviera alguna existencia
personal más allá de la tumba. Tales reflexiones le hubieran
parecido muy naturales al hombre moderno. Pero a Pedro, a
Santiago y a Juan nunca se les ocurrieron. Jesús había
suscitado en ellos altas esperanzas, pero esas esperanzas
fueron destruidas por la cruz; y las reflexiones sobre los
principios generales de la religión y la ética eran muy
impotentes para revivir las esperanzas otra vez. Los
discípulos de Jesús habían sido evidentemente muy
inferiores a su Maestro en toda manera posible; ellos no
habían entendido su sublime enseñanza espiritual, sino que
inclusive en la hora de la crisis solemne habían discutido por
los lugares principales en el reino que se avecinaba. ¿Qué
esperanza había de que tales hombres pudieran tener éxito
donde su Maestro había fallado? Inclusive cuando Él había
estado con ellos, ellos habían sido impotentes; y ahora que
Él había sido tomado de ellos, el poco poder que ellos
pudieron haber tenido se había disipado. 3
No obstante, esos mismos hombres débiles y
desalentados, unos cuantos días después de la muerte de
su Maestro, instituyeron el movimiento espiritual más
importante que el mundo jamás haya visto. ¿Qué había
producido el cambio extraordinario? ¿Qué había
transformado a los débiles y acobardados discípulos en los
conquistadores espirituales del mundo? Evidentemente no
fue el mero recuerdo de la vida de Jesús, porque eso era
una fuente de tristeza en lugar de gozo. Evidentemente los
discípulos de Jesús, después de unos cuantos días entre la
crucifixión y el principio de su obra en Jerusalén, habían
recibido algún nuevo equipo para su tarea. Lo que ese
nuevo equipo era, al menos el elemento sobresaliente y
externo en él (sin decir nada del don que los hombres
cristianos creyeron haber recibido en Pentecostés) es
perfectamente claro. La gran arma con la que los discípulos
se propusieron conquistar el mundo no fue una mera
comprehensión de principios eternos; más bien, fue un
mensaje histórico, un relato de algo que había sucedido
recientemente, fue el mensaje “Ha resucitado”. 4
Pero el mensaje de la resurrección no estaba aislado.
Estaba conectado con la muerte de Jesús, considerada
ahora no como un fracaso sino como un triunfo de la gracia
divina; estaba conectado con la presencia total de Jesús en
la tierra. La venida de Jesús fue entendida ahora como un
acto de Dios por el cual los hombres pecaminosos eran
salvados. La Iglesia primitiva estaba interesada no
meramente con lo que Jesús había dicho, sino también, y en
primer lugar, con lo que Jesús había hecho. El mundo iba a
ser redimido a través de la proclamación de un evento. Y
con el evento iba el significado del mismo; y la descripción
del evento con el significado del evento era la doctrina.
Estos dos elementos siempre están combinados en el
mensaje cristiano. La narración de los hechos es historia; la
narración de los hechos con el significado de los hechos es
la doctrina. “Sufrió bajo el poder de Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y sepultado” —eso es historia—. “Me
amó y se entregó a sí mismo por mí” —eso es doctrina—. Tal
era el cristianismo de la Iglesia primitiva.
“Pero”, podrá decirse, “incluso si el cristianismo de la
Iglesia primitiva dependía de la doctrina, aún podríamos
emanciparnos de tal dependencia; podríamos omitir la
Iglesia primitiva e ir directamente a Jesús mismo. Ya se ha
admitido que si la doctrina debe ser abandonada, Pablo
también debe ser abandonado; ahora podría admitirse que
si la doctrina debe ser abandonada, inclusive la Iglesia
primitiva de Jerusalén, con su mensaje de la resurrección,
tiene que ser abandonada también. Y solamente así es
posible encontrar en Jesús mismo la religión simple y no
doctrinal que deseamos”. Tal es el verdadero significado del
moderno eslogan que dice “regresemos a Cristo”.
¿Realmente tenemos que dar tal paso como ese? Sin duda
alguna que sería un paso extraordinario. Una gran religión
derivó su poder del mensaje de la obra redentora de Cristo;
sin ese mensaje Jesús y sus discípulos pronto habrían sido
olvidados. El mismo mensaje, con sus implicaciones, ha sido
el corazón mismo y el alma del movimiento cristiano a
través de los siglos. No obstante, ahora se nos pide creer
que aquello que le ha dado al cristianismo su poder a través
de los siglos fue un error garrafal, que los fundadores del
movimiento malentendieron radicalmente el significado de
la vida y obra de su Maestro, y que se nos ha dejado a
nosotros los modernos tener el primer indicio del error
inicial. Incluso si esta perspectiva del caso fuese correcta, e
incluso si Jesús mismo hubiera enseñado una religión como
la del liberalismo moderno, aún sería incierto si tal religión
podría ser llamada correctamente cristianismo, porque el
nombre cristiano fue primero aplicado solamente después
de que el supuesto cambio decisivo tuvo lugar, y es muy
dudoso si un nombre que a través de diecinueve siglos ha
estado tan firmemente adherido a una religión, debiera
ahora repentinamente ser aplicado a otra. Si los primeros
discípulos de Jesús realmente se apartaron tan radicalmente
de su Maestro, entonces la mejor terminología
probablemente nos llevaría a decir simplemente que Jesús
no fue el fundador del cristianismo, sino de una religión
simple y no doctrinal, largamente olvidada, y ahora
redescubierta por los hombres modernos. Aun así, el
contraste entre el liberalismo y el cristianismo se hará
evidente.
Pero, de hecho, tal extraño estado de cosas no prevalece
en lo absoluto. No es verdad que al cimentar al cristianismo
en un evento, los discípulos de Jesús se estaban alejando de
la enseñanza de su Maestro. Porque ciertamente Jesús hizo
lo mismo. Jesús no estuvo satisfecho con enunciar principios
generales de religión y ética; el retrato de Jesús como un
sabio semejante a Confucio, pronunciando máximas sabias
acerca de la conducta, puede que satisfaga a Mr. H. G.
Wells, al echarle un vistazo superficial a los problemas de la
historia, pero desaparece tan pronto como uno se ocupa
seriamente en una investigación histórica. “Arrepentíos”,
dijo Jesús, “porque el reino de los cielos se ha acercado”. El
evangelio que Jesús proclamó en Galilea consistía de una
proclamación de un reino venidero. Pero claramente Jesús
consideró la venida del Reino como un evento, o como una
serie de eventos. Sin duda, Él también consideró el Reino
como una realidad presente en las almas de los hombres;
sin duda, Él representó al Reino en un sentido como ya
presente. Realmente no tendremos éxito si nos deshacemos
de este aspecto del asunto en nuestra interpretación de las
palabras de Jesús. Pero tampoco podremos deshacernos del
otro aspecto, según el cual la venida del Reino dependía de
eventos concretos y catastróficos. Pero si Jesús consideraba
la venida del Reino como dependiente de un evento
concreto, entonces su enseñanza era semejante en el punto
decisivo a la de la Iglesia primitiva; ni Él ni la Iglesia
primitiva enunciaron meramente principios generales y
permanentes de religión; ambos, por el contrario, hicieron
que el mensaje dependiera de algo que sucedió. Solamente
en la enseñanza de Jesús el acontecimiento fue
representado como estando todavía en el futuro, mientras
que en la de la Iglesia de Jerusalén el primer acto de la
enseñanza al menos residía ya en el pasado. Jesús proclamó
el evento como viniendo; los discípulos proclamaron parte
del mismo al menos como ya en el pasado; pero lo
importante es que tanto Jesús como los discípulos
proclamaron un evento. Jesús ciertamente no fue un mero
enunciador de verdades permanentes, como el moderno
predicador liberal; al contrario, Él estaba consciente de
estar viviendo en el punto crítico de las edades, cuando lo
que nunca había sido ahora estaba por venir.
Pero Jesús no anunció solamente un evento; anunció
también el significado del evento. Es natural, de hecho, que
el significado pleno podría clarificarse solamente después
que el evento había tenido lugar. Entonces, si Jesús
realmente vino a anunciar y generar un evento, los
discípulos no estaban apartándose de su propósito al
describir el significado del evento de manera más plena de
lo que podría haberse hecho durante la etapa preliminar
constituida por el ministerio terrenal de su Maestro. Pero
Jesús mismo sí declaró, aunque por vía de la profecía, el
significado del gran evento que iba a estar en la base de la
nueva era.
Ciertamente sí lo hizo, y de una manera grandiosa, si es
que las palabras que se le atribuyen en todos los evangelios
son realmente suyas. Pero inclusive si el cuarto evangelio
fuese rechazado, e inclusive si se le aplicara la crítica más
radical a los otros tres, aun así será imposible deshacernos
de este elemento en la enseñanza de Jesús. Las palabras
significativas atribuidas a Jesús en la última cena con
respecto a su inminente muerte, y la declaración de Jesús
en Marcos 10:45 (“Porque el Hijo del Hombre no vino para
ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate
por muchos”), han sido definitivamente materia de un
vigoroso debate. Es difícil aceptar tales palabras como
auténticas y seguir manteniendo del todo el punto de vista
moderno acerca de Jesús. No obstante también es difícil
deshacernos de tales palabras en base a cualquier teoría
crítica. Con lo que ahora estamos interesados, sin embargo,
es algo más general que incluso la autenticidad de estas
preciosas palabras. Lo que ahora estamos interesados en
observar es que Jesús ciertamente no se satisfizo con la
enunciación de principios morales permanentes; es verdad
que Él anunció un evento inminente; y es verdad que Él no
anunció el evento sin dar ninguna explicación de su
significado. Pero cuando Él dio una explicación del
significado del evento, no importa cuán breve esa
explicación pudo haber sido, estaba sobrepasando la línea
que separa a una religión sin dogmas, o incluso una religión
que enseña solamente principios eternos, de una que está
enraizada en el significado de eventos históricos definidos;
estaba colocando un gran abismo entre Él mismo y el
liberalismo moderno filosófico el cual incorrectamente porta
su nombre el día de hoy.
Hay otra manera también en la que la enseñanza de Jesús
estaba enraizada en la doctrina. Estaba enraizada en la
doctrina porque dependía de una presentación estupenda
de la propia Persona de Jesús. La aserción a menudo se
hace, sin duda, de que Jesús mantuvo a su Persona fuera de
su evangelio, y se presentó solamente como el profeta
supremo de Dios. Esa aserción reside en la misma raíz de la
concepción liberal moderna de la vida de Cristo. Pero tan
común como es, también es radicalmente falsa. Y es
interesante observar cómo los historiadores liberales
mismos, tan pronto como empiezan a trabajar seriamente
con las fuentes, están obligados a admitir que el verdadero
Jesús no fue todo lo que ellos podrían haber querido que
Jesús fuese. Un tesorero administrador de Houston, 5 sin
duda, puede construir a un Jesús que fuese el partidario de
una religión pura, “sin forma” y no doctrinal; pero los
historiadores competentes, a pesar de sus propios deseos,
están obligados a admitir que había un elemento en el
verdadero Jesús que se rehúsa a ser encajado en algún
molde. “Para los historiadores liberales”, como Heitmuller
ha dicho significativamente, “hay algo casi misterioso”
acerca de la persona de Jesús. 6
Este elemento misterioso en Jesús se encuentra en su
consciencia mesiánica. El hecho extraño es que este
maestro puro de justicia al cual apela el liberalismo
moderno, este exponente clásico de la religión no doctrinal
que se supone subyace a todas las religiones históricas
como la verdad irreductible que queda después de que las
acreciones doctrinales han sido removidas —el hecho
extraño es que este revelador supremo de la verdad eterna
suponía que él sería el principal actor en una catástrofe
mundial y se sentaría en juicio sobre toda la tierra—. Tal es
la forma prodigiosa en que Jesús se aplicó la categoría
mesiánica a sí mismo.
Es interesante observar cómo los hombres modernos han
lidiado con la consciencia mesiánica de Jesús. Algunos,
como Mr. H. G. Wells, la han ignorado prácticamente. Sin
discutir el tema sobre si es histórico o no, lo han tratado
como si no existiera, y no le permiten perturbarlos en lo
absoluto en su construcción del sabio de Nazaret. El Jesús
así reconstruido puede que sea útil al invertir en programas
modernos echando mano de la santidad de su nombre
santificado; Mr. Wells puede que encuentre edificante
asociar a Jesús con Confucio en una hermandad de
vaguedad caritativa. Pero lo que debiera entenderse
claramente es que tal Jesús no tiene nada que ver con la
historia. Es una figura puramente imaginaria, un símbolo y
no un hecho.
Con más seriedad, otros han reconocido la existencia del
problema, pero han procurado evitarlo al negar que Jesús
nunca creyera que era el Mesías, y al respaldar su negación,
no con meras aserciones, sino por medio de un análisis
crítico de las fuentes. Tal fue el esfuerzo, por ejemplo, de W.
Wrede, 7 y vaya que sí fue un ejemplo brillante. Pero ha
resultado ser un fracaso. La consciencia mesiánica de Jesús
no está meramente enraizada en las fuentes consideradas
como documentos, sino que reside en la base misma de
todo el edificio de la Iglesia. Si, como J. Weiss ha dicho
pertinentemente, a los discípulos antes de la crucifixión
meramente se les dijo que el Reino de Dios iba a venir, si
Jesús en verdad hubiera mantenido oculta su propia función
en el Reino, entonces ¿por qué, cuando la desesperación
finalmente dio lugar al gozo los discípulos no meramente
dijeron, “a pesar de la muerte de Jesús, el Reino que predijo
vendrá con toda certeza”? ¿Por qué más bien dijeron “a
pesar de su muerte, Él es el Mesías”? Desde ningún otro
punto de vista, entonces, se puede negar el hecho de que
Jesús reclamó ser el Mesías —ni del punto de vista de la
aceptación del testimonio del evangelio como un todo, ni
del punto de vista del naturalismo moderno—.
Y cuando el relato evangélico de Jesús es considerado
cuidadosamente, se descubre que involucra la consciencia
mesiánica en toda su extensión. Inclusive aquellas partes de
los evangelios que han sido consideradas como las más
puramente éticas se descubre que están basadas
completamente en las declaraciones más sublimes de Jesús.
El Sermón del Monte es un ejemplo sobresaliente. Es la
moda ahora colocar al Sermón del Monte en contraste con
el resto del Nuevo Testamento. “No queremos nada que
tenga que ver con la teología”, dicen los hombres en efecto,
“no queremos nada que tenga que ver con milagros, con
expiación o con el cielo o el infierno. Para nosotros la Regla
de Oro es una guía suficiente de vida; en los principios
sencillos del Sermón del Monte descubrimos una solución a
todos los problemas de la sociedad”. Es, en verdad, muy
extraño que los hombres hablen de esta manera.
Ciertamente es muy despectivo para Jesús aseverar que
nunca, excepto en una breve parte de sus palabras
registradas, dijo algo que valiera la pena. Pero incluso en el
Sermón del Monte se contiene mucho más de lo que los
hombres suponen. Los hombres dicen que no contiene
teología; pero en realidad contiene teología de la clase más
maravillosa. En particular, contiene la presentación más
sublime posible de la propia Persona de Jesús. Esa
presentación aparece en la extraña nota de autoridad que
permea a todo el discurso; aparece en las recurrentes
palabras “pero yo os digo”. Jesús claramente puso a sus
propias palabras en igualdad con lo que ciertamente
consideraba como las palabras divinas de la Escritura; Él
reclamó el derecho de legislar para el reino de Dios. Que no
se objete que esta nota de autoridad involucra meramente
una consciencia profética en Jesús, un mero derecho de
hablar en el nombre de Dios según lo guiara el Espíritu de
Dios. Porque ¿qué profeta jamás habló de esta manera? Los
profetas decían “así dice el Señor”, pero Jesús dijo “Yo os
digo”. No tenemos a un mero profeta aquí, no a un mero
exponente humilde de la voluntad de Dios; sino a una
Persona portentosa hablando de una manera que para
cualquier otra persona sería abominable y absurdo. Lo
mismo aparece en el pasaje de Mateo 7:21-23: “No todo el
que me dice: Señor, Señor, entrará al reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y
entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí,
hacedores de maldad”. Este pasaje es, en algunos sentidos,
uno de los favoritos para los maestros liberales modernos,
porque es interpretado —falsamente, es verdad, si bien de
forma plausible— como queriendo decir que todo lo que un
hombre necesita para estar bien con Dios es un desempeño
más o menos correcto de sus deberes hacia sus prójimos, y
ningún asentimiento a un credo o ni siquiera una relación
directa con Jesús. Pero, aquellos que citan el pasaje tan
triunfantemente de esta manera, ¿se han detenido a
reflexionar en el otro lado de la situación —sobre el hecho
formidable de que en este mismo pasaje el destino de los
hombres se hace depender de la palabra de Jesús—? Jesús
aquí se presenta como sentado en el tribunal de justicia de
toda la tierra, separando por siempre a quien desea de la
bienaventuranza que implica estar sentado con Él. ¿Podría
algo estar más alejado de este Jesús que el humilde
maestro de justicia al que apela el liberalismo moderno? Es
claramente imposible escaparse de la teología, incluso en
los recintos escogidos del Sermón del Monte. Una
formidable teología, con la Persona misma de Jesús en el
centro, es la presuposición de toda la enseñanza.
Pero, ¿no debe esa teología, sin embargo, ser removida?
¿No debemos deshacernos del elemento teológico ajeno
que se ha inmiscuido en el Sermón del Monte, y quedar
satisfechos meramente con la porción ética del discurso? La
pregunta, desde el punto de vista del liberalismo moderno,
no es sino natural. Pero tiene que responderse con una
negativa enfática. Porque el hecho es que la ética del
discurso, tomada por sí misma, no funcionará del todo. La
Regla de Oro depara un ejemplo. “Haz a otros lo que quieras
que ellos hagan contigo” —¿es esa regla una regla de
aplicación universal?, ¿realmente solucionará todos los
problemas de la sociedad—? Un poco de experiencia
muestra que ese no es el caso. Ayuda a un borracho a
deshacerse de este mal hábito, y pronto desconfiarás de la
interpretación moderna de la Regla de Oro. El problema es
que los camaradas del borracho aplican la regla demasiado
bien; ellos hacen con él exactamente lo que a ellos les
gustaría que les hiciera —que les compre un trago—. La
Regla de Oro deviene en un poderoso obstáculo en la vía del
progreso moral. Pero el problema no reside en la regla
misma; reside en la interpretación moderna de la regla. El
error consiste en suponer que la Regla de Oro, junto con el
resto del Sermón de la Montaña, se dirige a todo el mundo.
En realidad, todo el discurso está expresamente dirigido a
los discípulos de Jesús; y de ellos se distingue de la manera
más claramente posible el mundo de afuera. Las personas a
las que la Regla de Oro está dirigida son personas en quien
un gran cambio ha sido generado —un cambio que los hace
aptos para entrar al reino de Dios—. Tales personas deben
poseer deseos puros; y solamente ellos, pueden con
seguridad hacer a otros lo que les gustaría que hicieran con
ellos, porque las cosas que ellos querrían que otros les
hicieran son sublimes y puras.
Este es el tenor de todo el discurso. La nueva ley del
Sermón del Monte, en sí misma, solamente puede producir
desesperación. Es extraña realmente la autocomplacencia
con la que los hombres modernos pueden decir que la Regla
de Oro y los altos principios éticos de Jesús es todo lo que
ellos necesitan. En realidad, si los requerimientos para la
entrada al Reino de Dios son los que Jesús declara ser, todos
estamos perdidos; ni siquiera hemos alcanzado la justicia
externa de los escribas y fariseos, y ¿cómo alcanzaremos
aquella justicia del corazón que Jesús exige? Entonces el
Sermón del Monte, correctamente interpretado, hace que el
hombre vaya en busca de algún medio divino de salvación
por el cual pueda obtener entrada al Reino. Inclusive Moisés
queda muy por arriba de nosotros; pero ante esta ley
superior de Jesús ¿quién permanecerá sin ser condenado? El
Sermón del Monte, al igual que el resto del Nuevo
Testamento, realmente conduce al hombre directamente al
pie de la cruz.
Incluso los discípulos, a quienes la enseñanza de Jesús fue
dirigida en primer lugar, sabían bien que necesitaban más
que una mera guía por el camino en que debían ir. Es
solamente una lectura superficial de los evangelios que
puede encontrar en la relación que los discípulos sostenían
con Jesús una mera relación de pupilo a maestro. Cuando
Jesús dijo “venid a mí todos los que estéis trabajados y
cargados, y yo os haré descansar”, estaba hablando no
como un filósofo convocando a sus discípulos a la escuela;
sino como Uno que poseía las abundantes riquezas de la
gracia divina. Y este tanto es lo que al menos sabían los
discípulos. Ellos sabían en lo recóndito de su corazón que no
tenían ningún derecho de entrar al Reino; sabían que
solamente Jesús podía darles entrada a ese Reino. No
sabían aún plenamente cómo Jesús podría convertirlos en
hijos de Dios; pero sí sabían que solamente Él lo podía
hacer. Y esa es la confianza que todos los grandes credos
cristianos se esperaban que poseyeran.
En este punto, puede plantearse una objeción. ¿No
debemos —dirá el liberal moderno— retornar a aquella
simple confianza de los discípulos? ¿No debemos dejar de
preguntar cómo Jesús salva; no debemos dejarle a Él
simplemente la manera de hacerlo? ¿Qué necesidad hay,
entonces, de definir el “llamamiento eficaz”, qué necesidad
de enumerar la “justificación, adopción y santificación y los
varios beneficios que en esta vida la acompañan o fluyen de
ellos”? ¿Qué necesidad incluso de recitar los pasos en la
obra salvadora de Cristo como fueron recitados por la
Iglesia de Jerusalén; qué necesidad de decir que “Cristo
murió por nuestros pecados según las Escrituras”? ¿No debe
estar nuestra confianza en una Persona en vez de en un
mensaje; en Jesús en vez de en lo que Jesús dijo; en el
carácter de Jesús en vez de en la muerte de Jesús?
Estas son palabras plausibles —plausibles, pero
lamentablemente vanas—. ¿Realmente podemos regresar a
Galilea; estamos realmente en la misma situación de
aquellos que acudieron a Jesús cuando estaba en la tierra?
¿Podemos oír que nos dice “tus pecados te son
perdonados”? Estas son preguntas serias, y no pueden ser
de ninguna manera ignoradas. El hecho claro es que Jesús
de Nazaret murió hace diecinueve siglos. Era posible para
los hombres de Galilea en el primer siglo confiar en Él,
porque a ellos les extendió su ayuda. Para ellos el problema
de la vida era fácil. Solamente necesitan abrirse paso en
medio de la multitud o ser bajados por un techo de
Capernaum, y con eso terminaba su búsqueda. Pero
nosotros estamos separados por diecinueve siglos de Aquel
que solamente podría ayudarnos. ¿Cómo podemos puentear
ese lapso de tiempo que nos separa de Jesús?
Algunas personas puentearían ese espacio con el mero
uso de la imaginación histórica. “Jesús no está muerto”, se
nos dice, “sino que vive por medio de sus palabras y hechos
registrados”; ni siquiera necesitamos creerlos todos;
inclusive una parte es suficiente; la personalidad
maravillosa de Jesús resplandece claramente en el relato del
evangelio. En otras palabras, todavía podemos conocer a
Jesús; simplemente —sin teología, sin controversia, sin
historia, sin investigar los milagros— arrojémonos a su
encanto y nos sanará”.
Hay una cierta plausibilidad en eso. Se puede admitir de
buena gana que Jesús vive en el registro del evangelio. En
esa narrativa no vemos meramente un retrato inerte, sino
que recibimos la impresión de una Persona viva. Incluso
podemos, al leer, compartir el asombro de aquellos que
escucharon la nueva enseñanza en la sinagoga de
Capernaum. Podemos simpatizar con la fe y devoción de la
pequeña banda de discípulos que no lo abandonarían aun
cuando otros fueron ofendidos por sus duras palabras.
Sentimos un entusiasmo compartido de gozo por el bendito
alivio concedido a aquellos que estaban enfermos en cuerpo
y alma. Podemos apreciar el amor y compasión maravillosos
de Aquel que fue enviado a buscar y a salvar lo que se
había perdido. Una maravillosa historia sin duda —no
muerta— sino palpitando de vida en todo momento.
Ciertamente el Jesús de los evangelios es una Persona real
y viva. Pero ésa no es la única cuestión. No vayamos
demasiado rápido. Jesús vive en los evangelios —lo cual es
demasiado admitir abiertamente— pero nosotros viviendo
en el siglo veinte, ¿cómo podemos entrar en una relación
vital con Él? Él murió hace diecinueve siglos. La vida que
ahora vive en los evangelios es simplemente la vida antigua
vivida una y otra vez. Y en esa vida no tenemos nada que
ver; en esa vida somos espectadores, no actores. La vida
que Jesús vive en los evangelios no es para nosotros,
después de todo, sino la vida espuria del sabio. Nosotros
solo nos sentamos en el teatro y observamos el absorbente
drama evangélico del perdón y la sanidad y el amor y el
coraje y el gran esfuerzo; con atención embelesada
seguimos las fortunas de aquellos que acudieron a Jesús
trabajados y cargados y encontraron descanso. Por un
tiempo nuestros propios problemas quedan en el olvido.
Pero repentinamente se desgarra la cortina al cerrar el libro,
y otra vez enfrentamos el misterio sombrío de nuestras
propias vidas. Se disipan la calidez y el solaz de un mundo
ideal, y “en su lugar un sentimiento de las cosas reales nos
arremete con fuerza avasalladora”. Ya no estamos viviendo
las vidas de Pedro, Santiago y Juan. ¡Ay de nosotros! Henos
aquí viviendo nuestras propias vidas una vez más, con
nuestros propios problemas, nuestras propias miserias y
nuestro propio pecado. Y seguimos todavía en busca de
nuestro propio Salvador.
Pero no nos engañemos. Un maestro judío del primer siglo
nunca puede satisfacer el anhelo de nuestras almas.
Vistámoslo con todo el arte de la investigación moderna,
iluminémoslo con la celebridad acogedora y engañosa de la
sentimentalidad moderna; y a pesar de todo ello la verdad
se hará evidente, y en lugar de nuestro corto tiempo de
autoengaño —como si hubiéramos estado con Jesús—
desatará en nosotros la venganza de una desilusión
desesperada.
Pero, dice el predicador moderno, ¿no estamos, al ser
satisfechos con el Jesús “histórico”, el gran maestro que
proclamó el Reino de Dios, meramente restaurando la
simplicidad del evangelio primitivo? No, respondemos, no lo
estamos; pero al menos temporalmente no estamos tan
lejos de la verdad. En realidad, estaríamos retornando a una
etapa muy primitiva en la vida de la Iglesia. Solo que esa
etapa no es la primavera de Galilea. Porque en Galilea los
hombres tuvieron un Salvador vivo. Hubo un tiempo
solamente en que los discípulos vivieron, como nosotros,
meramente del recuerdo de Jesús. ¿Cuándo fue eso? Fue un
tiempo sombrío y desesperante. Fueron tres días tristes
después de la resurrección. Solamente entonces los
discípulos de Jesús lo consideraron meramente como un
recuerdo bendito. “Pero nosotros”, dijeron ellos,
“esperábamos que él era el que había de redimir a Israel”.
“Esperábamos” —pero perdimos la esperanza—.
¿Permaneceremos, con el liberalismo moderno, para
siempre en la penumbra de aquellos tristes días? O ¿los
dejaremos atrás para entrar a la calidez y el gozo de
Pentecostés?
Con certeza permaneceremos para siempre en la
penumbra si solamente consideramos el carácter de Jesús y
descuidamos lo que ha hecho, si intentamos quedarnos con
la persona y olvidamos el mensaje. Puede que tengamos
gozo en lugar de tristeza, y poder en lugar de debilidad;
pero no por medio de fáciles remedios a medias, ni por
evitar la controversia, ni por intentar aferrarnos a Jesús y,
no obstante, rechazar el evangelio. ¿Qué fue lo que en unos
cuantos días transformó a una banda de personas
desconsoladas en los conquistadores espirituales del
mundo? No fue el mero recuerdo de la vida de Jesús; no fue
la inspiración que resultó de haber estado en contacto con
Él, sino que fue el mensaje: “Él ha resucitado”. Solamente
ese mensaje les dio a los discípulos un Salvador viviente; y
solamente dicho mensaje nos puede dar a nosotros un
Salvador viviente el día de hoy. Nunca tendremos un
contacto vital con Jesús si solamente prestamos atención a
su Persona y descuidamos su mensaje, porque es el
mensaje que hace que Jesús sea nuestro.
Pero el mensaje cristiano contiene más que el hecho de la
resurrección. 8 No es suficiente saber que Jesús está vivo;
no es suficiente saber que una Persona maravillosa vivió en
el primer siglo de la era cristiana y que esa persona aún
está viva en alguna parte y de algún modo el día de hoy.
Jesús vive, y eso está bien; pero ¿de qué nos sirve a
nosotros? Somos como los habitantes de la lejana Siria o
Fenicia en los días en que Jesús estaba vivo. Hay una
persona maravillosa que puede sanar cualquier enfermedad
del cuerpo y de la mente. Pero, para nuestra tristeza, no
estamos con Él y el camino es muy largo. ¿Cómo llegaremos
a su presencia? ¿Cómo se establecerá el contacto entre Él y
nosotros? Para la gente de la antigua Galilea el contacto se
establecía por medio de un toque de la mano de Jesús o por
medio de una palabra de su propia boca. Pero para nosotros
el problema no es tan fácil. No lo podemos encontrar junto a
la orilla del lago o en las casas amotinadas; no podemos ser
bajados al cuarto donde Él está sentado en medio de los
escribas y fariseos. Si tan solo empleamos nuestro propio
método de búsqueda, terminaremos en un peregrinaje
infructuoso. Sin duda alguna que necesitamos una guía si
queremos encontrar a nuestro Salvador.
Y en el Nuevo Testamento encontramos una guía completa
y gratuita —una guía tan completa que es capaz de remover
toda duda— sin embargo es tan sencilla que hasta un niño
la puede entender. El contacto con Jesús, de acuerdo al
Nuevo Testamento, se establece por lo que Jesús hace, no
por otros, sino por nosotros. El relato de lo que Jesús hizo
por otros es, sin lugar a dudas, necesario. Al leer cómo iba
haciendo bien, cómo sanaba a los enfermos y resucitaba a
los muertos y perdonaba pecados, aprendemos que Él es
una Persona que es digna de confianza. Pero tal
conocimiento no es un fin en sí mismo para el hombre
cristiano, sino un medio para un fin. No es suficiente saber
que Jesús es una Persona digna de confianza, sino que
también es necesario saber que le gustaría que nosotros
confiáramos en Él. No es suficiente saber que Él salvó a
otros; necesitamos saber también que Él nos ha salvado a
nosotros.
Ese conocimiento se nos da en la historia de la cruz. Para
nosotros Jesús no meramente pone sus dedos en los oídos y
dice “sean abiertos”; para nosotros no meramente dice
“levántate y camina”. Para nosotros Él ha hecho algo más
grandioso —por nosotros, Él murió—. Nuestra culpa mortal,
la condenación de la ley de Dios —fueron erradicadas por un
acto de gracia—. Ese es el mensaje que Jesús trae tan cerca
de nosotros, y lo hace no meramente el Salvador de los
hombres de Galilea mucho tiempo atrás, sino Salvador tuyo
y mío.
Es en vano, entonces, hablar de poner la confianza en la
Persona de Jesús sin creer el mensaje. Porque la confianza
incluye una relación personal entre uno que confía y en
quien se deposita la confianza. Y en este caso la relación
personal se establece por la teoría bendita de la cruz. Sin el
capítulo ocho de Romanos, la mera historia de la vida
terrenal de Jesús sería remota y muerta; porque es a través
del capítulo ocho de Romanos, o el mensaje que ese
capítulo contiene, que Jesús llega a ser nuestro Salvador el
día de hoy.
La verdad es que cuando los hombres hablan de confiar
en la persona de Jesús, como si fuera posible sin aceptar el
mensaje de su muerte y resurrección, realmente no tienen
en mente una confianza genuina. Lo que ellos designan
como confianza es realmente admiración o reverencia. Ellos
reverencian a Jesús como la suprema Persona de toda la
historia y el supremo revelador de Dios. Pero la verdadera
confianza solamente surge cuando la suprema Persona nos
extiende su poder salvador. “Recorría haciendo el bien”,
“habló palabras que ningún hombre habló”, “Él es la imagen
de Dios” —eso es reverencia—; “Me amó y se entregó a sí
mismo por mí” —eso es fe—.
Pero las palabras “me amó y se entregó a sí mismo por
mí” son históricas en forma; constituyen un relato de algo
que sucedió. Y añaden al hecho el significado del hecho;
contienen en esencia toda la profunda teología de la
redención a través de la sangre de Cristo. La doctrina
cristiana reside en la misma raíz de la fe cristiana. Tiene que
admitirse, entonces, que si vamos a tener una religión no
doctrinal, o una religión doctrinal basada meramente en la
verdad general, tenemos que renunciar no solo a Pablo, no
solo a la Iglesia primitiva de Jerusalén, sino también a Jesús
mismo. Pero, ¿qué se quiere decir por doctrina? Se ha
interpretado aquí como significando cualquier presentación
de los hechos que yace en la base de la religión cristiana
con el verdadero significado de los hechos. Pero, ¿es ese el
único sentido de la palabra? ¿No podría tomarse la palabra
también en un sentido más estrecho? ¿No podría significar
también una presentación sistemática, minuciosa y
unilateral de los hechos? Y si la palabra se toma en este
sentido más estrecho, ¿no será que la objeción moderna a la
doctrina meramente implica una objeción a la sutileza
excesiva de la teología controversial, y no para nada una
objeción a las brillantes palabras del Nuevo Testamento; una
objeción a los siglos dieciséis y diecisiete y no para nada al
primer siglo? Sin duda alguna, así se entiende la palabra por
muchísimos ocupantes de las bancas al escuchar la
exaltación moderna de la “vida” a expensas de la
“doctrina”. El oyente piadoso labora bajo la impresión de
que meramente se le está pidiendo regresar a la simplicidad
del Nuevo Testamento, en vez de prestar atención a las
sutilezas de los teólogos. Ya que nunca se le ha ocurrido
prestar atención a las sutilezas de los teólogos, tiene el
cómodo sentimiento que siempre le viene al feligrés cuando
los pecados de alguien más están siendo atacados. No
sorprende que las invectivas modernas en contra de la
doctrina constituyan un tipo popular de predicación. De
cualquier manera, un ataque a Calvino o a Turretin o a los
teólogos de Westminster no parece ser algo muy peligroso
al feligrés moderno. De hecho, sin embargo, el ataque a la
doctrina no es asunto para nada inocente como nuestro
ingenuo feligrés supone; porque a lo que se objeta en la
teología de la Iglesia son temas que están siempre en el
corazón del Nuevo Testamento. En último análisis, el ataque
no es en contra del siglo diecisiete, sino en contra de la
Biblia y en contra de Jesús mismo.
Inclusive si no fuese un ataque a la Biblia sino solamente a
las grandiosas presentaciones históricas de la enseñanza
bíblica, aun así sería lamentable. Si la Iglesia fuese guiada a
eliminar todos los productos del pensamiento de diecinueve
siglos de cristiandad para empezar de nuevo, la pérdida,
incluso si retuviéramos la Biblia, sería inmensa. Una vez que
se admite que un grupo de hechos reside en la base de la
religión cristiana, los esfuerzos que las generaciones
pasadas han hecho hacia la clasificación de los hechos
tendrán que ser tratados con respeto. En ninguna rama de
la ciencia habría un verdadero avance si cada generación
empezara de nuevo independientemente de lo que las
pasadas generaciones han logrado. No obstante, en
teología, la vituperación del pasado parece ser lo esencial
para el progreso. ¡Y sobre qué base está construida tal
vituperación! Después de escuchar las invectivas modernas
en contra de los grandes credos de la Iglesia, uno más bien
queda impactado al leer la Confesión de Westminster, por
ejemplo, o aquel libro de lo más tierno y teológico “El
Progreso del Peregrino” de Juan Bunyan, y descubrir que al
leerlos uno es llevado de las nimias frases modernas a una
supuesta “ortodoxia muerta” que en realidad está
palpitando de vida en cada palabra. En tal ortodoxia hay
suficiente vida para que el mundo rebose de amor cristiano.
Es un hecho, sin embargo, que en la vituperación moderna
de la “doctrina”, no se atacan solamente a los grandes
teólogos o los grandes credos, sino al mismo Nuevo
Testamento y al mismísimo Señor. Al rechazar la doctrina, el
predicador liberal está rechazando las llanas palabras de
Pablo que dicen “me amó y se entregó a sí mismo por mí”,
tanto como el homoousion del credo Niceno. Porque en
realidad la palabra “doctrina” no está siendo usada en su
sentido más estrecho, sino en su sentido más amplio. El
predicador liberal realmente está rechazando toda la base
del cristianismo, que es una religión fundada no en
aspiraciones sino en hechos. Aquí yace la diferencia más
fundamental entre el liberalismo y el cristianismo —el
liberalismo está completamente en el modo imperativo,
mientras que el cristianismo empieza con un indicativo
triunfante—; el liberalismo apela a la voluntad del hombre,
mientras que el cristianismo anuncia, primero, un acto
generoso de Dios.
Al mantener la base doctrinal del cristianismo, nos
preocupa seriamente que no se nos malinterprete. Hay
varias cosas que no queremos decir.
En primer lugar, no queremos decir que si la doctrina es
sana, entonces no tiene ninguna importancia para la vida. Al
contrario, la sana doctrina es lo que hace toda la diferencia
en el mundo. Desde el principio, el cristianismo era
ciertamente una forma de vida; la salvación que ofrecía era
una salvación del pecado, y la salvación del pecado
aparecía no meramente como una bendita esperanza, sino
también como un cambio moral inmediato. Los primeros
cristianos, para el asombro de sus vecinos, vivían una nueva
clase extraña de vida —una vida de honestidad, de pureza y
de generosidad—. Y esta comunidad cristiana excluía
cualquier otro tipo de vida de la manera más estricta. Desde
el principio, el cristianismo era ciertamente una forma vida.
Pero, ¿cómo se produjo esa vida? Posiblemente pudo
haber sido producida por medio de la exhortación. Ese
método a menudo había sido probado en el mundo antiguo;
en la era helenística había muchos predicadores errantes
que les decían a los hombres cómo debían vivir. Pero tal
exhortación demostró ser impotente. Aunque los ideales de
los predicadores cínicos y estoicos eran altos, estos
predicadores nunca tuvieron éxito en transformar la
sociedad. Lo extraño acerca del cristianismo fue que adoptó
un método enteramente diferente. Transformó las vidas de
los hombres apelando no a la voluntad humana, sino
relatando una historia; no por medio de la exhortación, sino
por la narración de un evento. Entonces, no sorprende que
tal método pareciera extraño. ¿Podría ser algo más
impráctico que el intento de influenciar la conducta
rememorando eventos concernientes a la muerte de un
maestro religioso? Eso es lo que Pablo llamó “la locura de la
predicación”. Parecía una locura al mundo antiguo, y parece
una locura para los predicadores liberales del día de hoy.
Pero lo extraño es que funciona. Los efectos de esa locura
se manifiestan inclusive en este mundo. Donde la
exhortación más elocuente falla, la sencilla historia de un
evento tiene éxito; las vidas de los hombres son
transformadas por una pequeña noticia.
Es especialmente por tal transformación de la vida, el día
de hoy y como siempre, que el mensaje cristiano se
recomienda a los hombres. Ciertamente, entonces, hace
una enorme diferencia que nuestras vidas sean cambiadas
para bien. Si nuestra doctrina es verdadera, y nuestras
vidas están mal, ¡cuán terrible es nuestro pecado! Porque
entonces hemos traído desprecio a la verdad misma. Por
otro lado, sin embargo, es también muy triste cuando los
hombres usan los recursos sociales que Dios les ha dado, y
el impulso moral de un linaje piadoso, para recomendar un
mensaje que es falso. Nada en el mundo puede sustituir a la
verdad.
En segundo lugar, al insistir en la base doctrinal del
cristianismo no queremos decir que todos los puntos de
doctrina son igualmente importantes. Es perfectamente
posible mantener el compañerismo cristiano a pesar de las
diferencias de opinión.
Una diferencia de opinión importante que ha llegado a ser
muy prominente en los últimos años tiene que ver con el
orden de los eventos en conexión con el retorno del Señor.
Un gran número de gente cristiana cree que cuando el mal
haya alcanzado su clímax en el mundo, el Señor Jesús
regresará a esta tierra corporalmente para establecer un
reino de justicia que durará por mil años, y que solamente
después de ese período el fin del mundo vendrá. Esa
creencia, en la opinión de este autor, es un error al que se
llega por una interpretación falsa de la Palabra de Dios; no
creemos que las profecías de la Biblia permitan una
planeación tan definida de los eventos futuros. El Señor
regresará otra vez, y no será una mera venida “espiritual”
como es muy claro en el sentido moderno. No obstante, que
muy poquito se podrá realizar por la dispensación actual del
Espíritu Santo, aunque muchísimo será realizado por el
Señor mismo en su presencia corporal —tal opinión no
podemos justificarla por las palabras de la Escritura—. ¿Cuál
es nuestra actitud, entonces, con respecto a este debate?
Ciertamente no puede ser una actitud de indiferencia. La
recrudescencia del “quiliasmo” o “premilenarismo” en la
Iglesia moderna nos preocupa seriamente; va de la mano,
creemos, con un método falso de interpretar la Escritura
que a la larga hará daño. No obstante, ¡estamos de acuerdo
en muchas cosas con aquellos que defienden el punto de
vista premilenial! Comparten completamente nuestra
reverencia por la autoridad de la Biblia, y difieren de
nosotros solamente en la interpretación de la Biblia;
comparten nuestra atribución de la deidad al Señor Jesús, y
nuestra concepción sobrenatural tanto de la entrada de
Jesús al mundo y de la consumación en su segunda venida.
Ciertamente, entonces, desde nuestro punto de vista, su
error por muy serio que sea, no es un error fatal; y el
compañerismo cristiano, siendo leales no solo a la Biblia
sino también a los grandes credos de la Iglesia, todavía
puede unirnos con ellos. Por lo tanto, es muy desorientador
cuando los liberales modernos representan el problema
actual en la Iglesia, tanto en el campo de misión como en
casa, como siendo un problema entre el premilenarismo y la
opinión contraria. Es, en realidad, un problema entre el
cristianismo, ya sea premilenial o no, por un lado, y una
negación naturalista de todo cristianismo, por el otro.
Otra diferencia de opinión que puede subsistir en medio
del compañerismo cristiano es la diferencia de opinión
acerca del modo de la eficacia de los sacramentos. Esa
diferencia es realmente seria, y negar su seriedad es un
error mucho mayor que tomar el lado equivocado en la
controversia. Con frecuencia se dice que la condición
dividida de la cristiandad es un mal, y sí lo es. Pero el mal
consiste en la existencia de errores que causan las
divisiones y no para nada en el reconocimiento de aquellos
errores una vez que existen. Fue una gran calamidad que en
la “Conferencia de Marburgo” entre Lutero y los
representantes de la reforma suiza, Lutero escribiera sobre
la mesa con respecto a la Cena del Señor, “esto es mi
cuerpo”, y dijera a Zuinglio y a Ecolampadio: “ustedes
tienen otro espíritu”. Esa diferencia de opinión condujo al
cisma entre las ramas luteranas y reformadas de la Iglesia,
y provocó que el protestantismo perdiera mucho terreno
que de otro modo hubiera ganado. Fue realmente una gran
calamidad. Pero la calamidad se debió al hecho de que
Lutero (como nosotros creemos) estaba equivocado acerca
de la Cena del Señor; pero hubiera sido una calamidad aún
peor si estando equivocado acerca de la Cena, hubiese
presentado todo el asunto como algo trivial. Lutero estaba
equivocado acerca de la Cena, pero no tanto como si
hubiera dicho a sus oponentes: “hermanos, este es un
asunto sin importancia; y no importa para nada qué piensa
cada uno acerca la mesa del Señor”. Tal indiferentismo
hubiera sido mucho más mortal que todas las divisiones
entre las ramas de la Iglesia. Un Lutero que hubiera cedido
sus convicciones con respecto a la Cena del Señor nunca
hubiera dicho en la Dieta de Worms: “Heme aquí, no puedo
hacer otra cosa, que Dios me ayude. Amén”. El
indiferentismo hacia la doctrina no forja héroes de la fe.
Todavía otra diferencia de opinión tiene que ver con la
naturaleza y las prerrogativas del ministerio cristiano. De
acuerdo a la doctrina anglicana, los obispos poseen una
autoridad que les ha sido transmitida por ordenación
sucesiva desde los apóstoles del Señor, y sin tal ordenación
no hay un sacerdocio válido. Otras Iglesias niegan esta
doctrina de la “sucesión apostólica” y defienden un punto
de vista diferente del ministerio. Una vez más, la diferencia
no es pequeña, y simpatizamos mucho con aquellos que
para el bien de la eficiencia de la Iglesia intentan
esmeradamente inducir a los anglicanos a derribar la
barrera que con sus principios han erigido. Pero a pesar de
la importancia de esta diferencia, no desciende hasta las
mismas raíces. Inclusive para el mismo anglicano
concienzudo, aunque considera como cismáticos a los
miembros de otros cuerpos eclesiales, todavía es posible el
compañerismo cristiano con individuos de otros cuerpos
eclesiales; y ciertamente aquellos que rechazan el punto de
vista anglicano del ministerio pueden considerar a la Iglesia
anglicana como un miembro genuino y muy noble del
cuerpo de Cristo.
Otra diferencia de opinión es aquella entre la teología
calvinista o reformada y el arminianismo que aparece en la
Iglesia metodista. Es difícil ver cómo alguien que realmente
ha estudiado la cuestión puede considerar esa diferencia
como un asunto insignificante. Al contrario, toca muy
estrechamente algunos de los temas más profundos de la fe
cristiana. Un calvinista está constreñido a considerar la
teología arminiana como un serio empobrecimiento de la
doctrina de la Escritura de la gracia divina; e igualmente
serio es el punto de vista que el arminiano tiene que
mantener en cuanto a la doctrina de las Iglesias reformadas.
No obstante, una vez más, el verdadero compañerismo
evangélico es posible entre aquellos que mantienen, con
respecto a ciertos temas extremadamente importantes,
puntos de vista agudamente opuestos.
Muchísimo más seria es todavía la división entre la Iglesia
de Roma y el protestantismo evangélico en todas sus
formas. Sin embargo, ¡cuán grande es la herencia común
que une a la Iglesia católica romana —con su retención de la
autoridad de la Santa Escritura y con su aceptación de los
grandes credos primitivos— con los devotos protestantes el
día de hoy! Sin ninguna duda, no vamos a obscurecer la
diferencia que nos divide de Roma. El abismo es muy
profundo. Pero tan profundo como es, parece casi
insignificante comparada con el abismo que existe entre
nosotros y muchos ministros de nuestra propia Iglesia. La
Iglesia de Roma puede que represente una perversión de la
religión cristiana; pero el liberalismo naturalista no es
cristianismo en lo absoluto.
Eso no significa que los conservadores y liberales tengan
que vivir enemistados personalmente. No supone ninguna
falta de simpatía de nuestra parte hacia aquellos que se han
sentido obligados por la corriente de los tiempos a dejar de
confiar en el mensaje extraño de la cruz. Muchos lazos —de
sangre, de ciudadanía, de moralidad, de esfuerza
humanitario— nos unen con aquellos que han abandonado
el evangelio. Confiamos que aquellos lazos nunca sean
debilitados, y que finalmente puedan tener algún propósito
en la propagación de la fe cristiana. Pero el servicio cristiano
consiste primariamente en la propagación de un mensaje, y
específicamente el compañerismo cristiano existe
solamente entre aquellos para quienes el mensaje ha
llegado a ser la base misma de toda la vida.
El carácter del cristianismo como está fundado en un
mensaje se resume en las palabras de Hechos 1:8: “…y me
seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y
hasta lo último de la tierra”. Es completamente innecesario,
para el propósito que nos ocupa, argumentar acerca del
valor histórico del libro de Hechos o discutir la cuestión de si
Jesús realmente dijo las palabras que citamos. En cualquier
caso, el versículo tiene que reconocerse como un resumen
adecuado de lo que se conoce acerca del cristianismo
primitivo. Desde el principio, el cristianismo era una
campaña de dar testimonio. Y el dar testimonio no tenía que
ver meramente con lo que Jesús estaba haciendo dentro de
lo más recóndito de la vida individual. Interpretar las
palabras de Hechos de esa manera es violentar el contexto
y toda la evidencia. Al contrario, las epístolas de Pablo y
todas las fuentes dejan muy claro que el testimonio era
primariamente no de hechos espirituales interiores sino de
lo que Jesús había hecho de una vez por todas en su muerte
y resurrección.
Entonces, el cristianismo está basado en un relato de algo
que sucedió, y el obrero cristiano es primariamente un
testigo. Pero si es así, entonces es muy importante que el
obrero cristiano deba decir la verdad. Cuando un hombre se
sienta en la corte como testigo, no importa qué ropa vista, o
si sus oraciones están elegantemente formuladas. Lo
importante es que diga la verdad, toda la verdad, y nada
más que la verdad. Si vamos a ser verdaderos cristianos,
entonces es muy importante el contenido de nuestras
enseñanzas, y va directo al punto establecer las enseñanzas
del cristianismo en contraste con las enseñanzas del
principal contrincante moderno del cristianismo.
El principal contrincante moderno del cristianismo es el
“liberalismo”. Un análisis de las enseñanzas del liberalismo
en comparación con aquellas del cristianismo revelará que
en todos los puntos los dos movimientos van en direcciones
opuestas. Ese análisis es el que ahora vamos a abordar,
aunque solamente de una manera resumida y somera.
1 . Ver The Origen of Paul’s Religion [El Origen de la Religión de Pablo], 1921, p.
168. No se sustenta que la doctrina para Pablo viene temporalmente antes que
la vida, sino solamente que viene lógicamente en primer lugar. Aquí debe
encontrarse la respuesta a la objeción que el Dr. Lyman Abbot planteó en contra
de la aserción en The Origen of Paul’s Religion. ver The Outlook , vol. 132, 1922,
pp. 104s.
2 . Algunos relatos de estos intentos han sido dados por este autor en The
Origen of Paul’s Religion [El Origen de la Religión de Pablo], 1921.
3 . Compare History and Faith [Historia y Fe], 1915, (reimpreso de Princeton
Theological Review para el mes de Julio, 1915, pp. 10s.
4 . Compare A Rapid Survey of the Literature and History of New Testament
Times [Un Panorama General de la Literatura e Historia de los Tiempos del
Nuevo Testamento], publicado por Presbyterian Board of Publication and
Sabbath School Work, Student’s Text Book, pp. 42s.
5 . Mensch und Gott [El hombre y Dios], 1921. Compare la reseña en Princeton
Theological Review, xx, 1922, pp. 327-329.
6 . Heitmuller, Jesus [Jesús], 1913, p. 71. Ver The Origen of Paul’s Religion, 1921,
p. 157.
7 . Das Messiasgeheimnis in den Evangelien [La Mesianidad en los Evangelios],
1901.
8 . Para lo que sigue compare A Rapid Survey of the History and Literature of
New Testament Times [Un Panorama General de la Literatura e Historia de los
Tiempos del Nuevo Testamento], publicado por el Presbyterian Board of
Publication and Sabbath School Work, El Manual del Maestro, pp. 44s.
Capítulo 3

DIOS Y EL HOMBRE

S capítulo que el cristianismo está


E HA OBSERVADO EN EL ÚLTIMO
basado en un relato de algo que sucedió en el primer
siglo de nuestra era. Pero antes de que ese relato pueda ser
recibido, tienen que aceptarse ciertas presuposiciones. El
evangelio cristiano consiste en un relato de cómo Dios salvó
al hombre, y antes de que el evangelio pueda entenderse,
tenemos que saber algo (1) acerca de Dios y (2) acerca del
hombre. La doctrina de Dios y la doctrina del hombre son
las dos grandes presuposiciones del evangelio. Con respecto
a estas presuposiciones, como con respecto al evangelio
mismo, el liberalismo moderno está diametralmente
opuesto al cristianismo.
Se opone al cristianismo, en primer lugar, en su
concepción de Dios. Pero en este punto nos encontramos
con una forma particularmente insistente de aquella
objeción a los temas doctrinales que ya hemos considerado.
Se nos dice que no es necesario tener una “concepción” de
Dios; la teología o el conocimiento de Dios, se dice, es la
muerte de la religión; no debemos buscar conocer a Dios,
sino simplemente debemos sentir su presencia.
Con respecto a esta objeción, debe observarse que si la
religión consiste meramente en sentir la presencia de Dios,
está vacía de cualquier tipo de cualidad moral. El
sentimiento puro, si es que existe tal cosa, es amoral. Lo
que hace que el afecto por un amigo, por ejemplo, sea algo
tan noble es el conocimiento que tenemos del carácter de
nuestro amigo. El afecto humano, aparentemente tan
simple, está realmente recubierto de dogma. Depende de
una hueste de observaciones atesoradas en la mente con
respecto al carácter de nuestros amigos. Pero si el afecto
humano depende realmente del conocimiento, ¿por qué
debe ser diferente con aquella relación suprema personal
que reside en la base de la religión? ¿Por qué debemos
indignarnos de las calumnias dirigidas en contra de un
amigo, mientras que al mismo tiempo somos pacientes con
las calumnias más vulgares dirigidas en contra de Dios? Sin
lugar a dudas que es de vital importancia lo que pensamos
acerca de Dios; el conocimiento de Dios es la base misma
de la religión.
¿Cómo, entonces, debemos conocer a Dios; cómo
podemos conocerle correctamente para que pueda ser
posible una relación personal con Él? Algunos predicadores
liberales dirían que conocemos a Dios solamente a través
de Jesús. Esa aserción tiene una apariencia de lealtad a
nuestro Señor, pero en realidad lo ofende en gran manera
porque Jesús mismo claramente reconoció la validez de
otras vías para conocer a Dios, y rechazar esas otras vías es
rechazar las cosas que están en el mismo centro de la vida
de Jesús. Jesús claramente encontró la mano de Dios en la
naturaleza; los lirios del campo le revelaban la mano
artística de Dios. También encontró a Dios en la ley moral; la
ley escrita en los corazones de los hombres era la ley de
Dios que revelaba su justicia. Finalmente Jesús claramente
encontró a Dios revelado en las Escrituras. ¡Cuán profundo
era el uso que nuestro Señor hacía de las palabras de los
profetas y los salmistas! Decir que tal revelación de Dios era
inválida, o que no es útil para nosotros el día de hoy, es
despreciar las cosas que yacen íntimamente en la mente y
corazón de Jesús.
Pero, de hecho, cuando los hombres dicen que conocemos
a Dios solamente como se revela en Jesús, ellos están
negando todo tipo de conocimiento verdadero de Dios.
Porque a menos que haya alguna idea de Dios
independiente de Jesús, la atribución de la deidad a Jesús
carece de significado. Decir “Jesús es Dios” no tiene sentido
a menos que la palabra “Dios” tenga un significado
antecedente añadido a ella. Y añadir un significado a la
palabra “Dios” se lleva a cabo por los medios que acabamos
de mencionar. No olvidamos las palabras de Jesús en el
evangelio de Juan, “el que me ha visto a mí, ha visto al
Padre”. Pero estas palabras no quieren decir que si un
hombre nunca ha conocido lo que la palabra “Dios”
significa, él podría entender esa palabra meramente por
conocer el carácter de Jesús. Al contrario, los discípulos a
quienes Jesús estaba hablando ya tenían una concepción
muy definida de Dios; un conocimiento de la única persona
Suprema se presuponía en todo lo que Jesús decía. Pero los
discípulos no solamente deseaban un conocimiento de Dios,
sino también un contacto íntimo y personal. Y eso lo
consiguieron a través de su trato con Jesús. Jesús reveló, de
una forma maravillosamente íntima, el carácter de Dios,
pero tal revelación adquirió su verdadero significado
solamente en base tanto a la herencia del Antiguo
Testamento como de la propia enseñanza de Jesús. El
teísmo racional, el conocimiento de la única Persona
Suprema, Creador y Gobernador activo del mundo, se halla
en la misma raíz del cristianismo.
Pero, dirá el predicador moderno, es incongruente
atribuirle a Jesús una aceptación del “teísmo racional”; Jesús
tenía un conocimiento práctico, no teórico, de Dios. En un
sentido esto es verdad. Evidentemente ninguna parte del
conocimiento que Jesús tenía de Dios era meramente
teórico; todo lo que Jesús sabía de Dios tocaba su corazón y
determinaba sus acciones. En ese sentido, el conocimiento
que Jesús tenía de Dios era “práctico”. Pero
desafortunadamente ese no es el sentido que se le da a la
aserción del liberalismo moderno. Lo que con frecuencia se
quiere decir por un conocimiento “práctico” de Dios en la
jerga moderna no es un conocimiento teórico de Dios que
también es práctico, sino un conocimiento práctico que no
es teórico —en otras palabras, un conocimiento que no
provee ninguna información acerca de la realidad objetiva,
un conocimiento que no es conocimiento en lo absoluto—. Y
esto es completamente diferente a la religión que Jesús
tenía. La relación de Jesús con su Padre celestial no era una
relación con una bondad confusa e impersonal, no era una
relación recubierta simplemente de una forma simbólica y
personal. Al contrario, era una relación con una Persona
real, cuya existencia era tan definida, y era el sujeto real
tanto del conocimiento teórico como de la existencia de los
lirios del campo con que Dios había cubierto los campos. La
base misma de la religión de Jesús era una creencia
triunfante en la existencia real de un Dios personal.
Sin esa creencia ninguna clase de religión tiene el derecho
de apelar a Jesús el día de hoy. Jesús era un teísta, y el
teísmo racional es el fundamento del cristianismo. Jesús, de
ninguna manera, respaldó su teísmo por medio de
argumentos; no respondió por anticipado al ataque kantiano
de las pruebas teístas. Pero eso no significa que él fuera
indiferente a la creencia que es el resultado lógico de
aquellas pruebas, sino que Él y sus oyentes sustentaron esa
creencia tan firmemente que en sus enseñanzas siempre la
dieron por descontada. Por esa razón, no es necesario que
el día de hoy todos los cristianos tengan que analizar el
fundamento lógico de su creencia en Dios; la mente
humana tiene una facultad maravillosa de condensar
argumentos perfectamente válidos, y lo que parece ser una
creencia instintiva es, en realidad, la consecuencia de toda
una implicación lógica. O mejor dicho la creencia en un Dios
personal es el resultado de una revelación primitiva, y las
pruebas teístas son solamente la confirmación lógica de
todo un proceso de razonamiento. De cualquier manera, la
confirmación lógica de la creencia en Dios es de importancia
vital para el cristiano; en este, como en otros muchos
puntos, la religión y la filosofía están conectadas de la
manera más íntima posible. La verdadera religión no puede
pactar con una filosofía falsa, como con ninguna
seudociencia. Una misma cosa de ninguna manera puede
ser simultáneamente verdadera en la religión y falsa en la
filosofía o en la ciencia. Todos los métodos que van en busca
de la verdad, si es que quieren ser métodos válidos,
llegarán a ella de una manera armoniosa y no
contradictoria. Evidentemente que el cristianismo ateísta o
agnóstico que se oculta bajo el nombre de una religión
“práctica” no es cristianismo en absoluto. La fe en la
existencia real de un Dios personal se encuentra en la raíz
misma del cristianismo.
Irónicamente, al mismo tiempo que el liberalismo
moderno denuncia las pruebas teístas y se refugia en un
conocimiento “práctico” que de algún modo es
independiente de los hechos científica o filosóficamente
sancionados, al predicador liberal le encanta designar a Dios
de una forma que es plenamente teísta. Le encanta hablar
de Dios como “Padre”. Este término, por supuesto, tiene el
mérito de que le asigna personalidad a Dios, pero algunos lo
usan aunque en realidad no le dan ese significado, y otros lo
usan porque es útil, no porque el significado del término sea
verdadero. Pero no todos los liberales son capaces de hacer
esta distinción entre juicios teóricos y juicios de valor;
algunos, aunque tal vez su número va menguando, son
verdaderos creyentes en un Dios personal. Y son estos
hombres los que pueden pensar en Dios como un verdadero
Padre.
El término representa una concepción muy elevada de
Dios. No es exclusivamente cristiano; el término “Padre” ha
sido aplicado a Dios fuera del cristianismo. Por ejemplo,
aparece en la creencia general de un “Padre de todos” que
prevalece entre muchas razas, incluso en compañía del
politeísmo; aparece por aquí y por allá en el Antiguo
Testamento, como también en los escritos judíos
precristianos subsecuentes al período del Antiguo
Testamento. Tales ocurrencias del término de ninguna
manera carecen de significado. El uso del Antiguo
Testamento, en particular, es un digno precursor de la
enseñanza de nuestro Señor, porque aunque en el Antiguo
Testamento la palabra “Padre” originalmente no designa a
Dios en relación con el individuo, sino con la nación o el rey,
no obstante, el israelita individual por ser miembro del
pueblo escogido sentía estar en una relación peculiarmente
única con el Dios del pacto. Pero a pesar de esta
anticipación de la enseñanza de nuestro Señor, Jesús
enriqueció incomparablemente el uso de este término, al
grado que es correcto admitir que la concepción de Dios
como Padre es algo característicamente cristiano.
Los hombres modernos han estado tan impresionados con
este elemento en la enseñanza de Jesús que a veces se han
inclinado a considerarlo como la misma suma y substancia
de nuestra religión. “No estamos interesados”, dicen, “en
muchas cosas por las cuales los hombres anteriormente
dieron sus vidas; no estamos interesados en la teología; no
estamos interesados en las doctrinas del pecado y la
salvación; no estamos interesados en la expiación a través
de la sangre de Cristo. Nos basta la simple verdad de la
paternidad de Dios y su corolario: la hermandad del
hombre”. “No seremos muy ortodoxos en el sentido
teológico”, siguen diciendo, “pero por supuesto que ustedes
nos reconocerán como cristianos porque aceptamos la
enseñanza de Jesús en cuanto a Dios Padre”.
Es increíble cómo personas inteligentes pueden hablar de
esta manera. Es increíble cómo aquellos que aceptan
solamente la paternidad universal de Dios como la suma y
substancia de la religión pueden considerarse a sí mismos
como cristianos, o pueden apelar a Jesús de Nazaret. Es
increíble porque el hecho es que definitivamente esta
moderna doctrina de la paternidad universal de Dios no
formaba parte de la enseñanza de Jesús de ningún modo.
¿Dónde se supone que Jesús enseñó la paternidad universal
de Dios? Evidentemente no la enseñó en la parábola del hijo
pródigo. En primer lugar, los publicanos y pecadores que
aceptaron a Jesús, lo cual provocó que los fariseos se
opusieran y que Jesús les respondiera por medio de la
parábola, no eran cualquier clase de hombres, sino que eran
miembros del pueblo escogido de Dios y como tales es que
pueden ser designados hijos de Dios. En segundo lugar, no
debemos encontrarle un significado a cada detalle en una
parábola. Por eso es que en esta parábola el gozo del padre
humano que es como el gozo de Dios cuando un pecador
recibe la salvación de la mano de Jesús, no significa que la
relación que Dios, como Creador, tiene con pecadores
impenitentes sea la misma que Dios, como Padre, tiene con
sus hijos. Entonces, ¿dónde más podemos encontrar la
paternidad universal de Dios? Seguramente no en el
Sermón del Monte, porque en este sermón, aquellos que
pueden invocar a Dios como Padre son distinguidos de la
manera más enfática del mundo gentil. Hay un pasaje en el
discurso que sin duda ha sido usado en apoyo de la doctrina
moderna: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos,
bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os
aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen;
para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos,
que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace
llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:44-45). Pero este
pasaje, en realidad, no apoya para nada la doctrina que
tratan de promover. Aquí, sin duda alguna, se representa a
Dios cuidando de todos los hombres, sean buenos o malos,
pero nunca se le llama en ninguna parte el Padre de todos
los hombres. Dios cuida incluso de aquellos que no son sus
hijos sino sus mismos enemigos; por eso es que sus hijos,
los discípulos de Jesús, deben imitarlo amando incluso a
aquellos que no son sus hermanos sino sus perseguidores.
La doctrina moderna de la paternidad universal de Dios no
puede encontrarse en ninguna parte de la enseñanza de
Jesús.
Tampoco la podemos encontrar en todo el Nuevo
Testamento. Todo el Nuevo Testamento y Jesús mismo en
verdad representan a Dios teniendo una relación con todos
los hombres, ya sean cristianos o no, una relación análoga a
la relación que un padre humano tiene con sus hijos. Él es el
Creador de todos los hombres y como tal se le llama el
Padre de todos. Él cuida de todos y por eso se le llama
también el Padre de todos. En diferentes lugares la figura de
la paternidad parece usarse para designar esta relación
general que Dios sostiene con todos los hombres e inclusive
con todos los seres creados. Por eso es que en un pasaje
aislado de Hebreos a Dios se le llama el “Padre de los
espíritus” (12:9). Aquí tal vez se tiene en vista la relación de
Dios, como creador, con los seres personales que ha creado.
Uno de los ejemplos más claros del uso general de la figura
paternal se encuentra en el discurso de Pablo en Atenas en
Hechos 17:28: “porque linaje suyo somos”. Aquí claramente
se considera la relación en que Dios permanece con todos
los hombres, sean cristianos o no. Pero las palabras forman
parte de la línea de un hexámetro que fueron tomadas de
un poeta pagano; no están presentadas como parte del
evangelio, sino meramente como parte del punto de
encuentro que Pablo descubrió al hablar con sus oyentes
paganos. Este pasaje es representativo solamente de lo que
aparece, con respecto a la paternidad universal de Dios, en
el Nuevo Testamento como un todo. Algo análogo a la
paternidad universal de Dios se enseña en el Nuevo
Testamento. En diferentes partes se usa la terminología de
paternidad y filiación para describir incluso esta relación
general. Pero estos ejemplos son muy raros. Por lo general
el bello término de “Padre” se usa para describir una
relación de una clase mucho más íntima, es decir, la
relación que Dios tiene con la compañía de los redimidos.
La moderna doctrina de la paternidad universal de Dios,
entonces, que se ensalza como “la esencia del cristianismo”
realmente pertenece con mucho solamente a esa religión
natural confusa que forma la presuposición que usa el
predicador liberal cuando proclama el Evangelio; y cuando
se considera como una doctrina reconfortante y
autosuficiente contradice directamente al Nuevo
Testamento. El Evangelio mismo se refiere a algo
completamente diferente; la enseñanza verdaderamente
distintiva del Nuevo Testamento acerca de la paternidad de
Dios tiene que ver solamente con aquellos que han sido
introducidos a la familia de la fe.
Aquí debemos acotar que no hay nada excluyente en esta
doctrina; las puertas de la casa de la fe permanecen
completamente abiertas. Esa puerta es el “camino nuevo y
viviente” que Jesús abrió por medio de su sangre. Y si
realmente amamos a nuestros correligionarios, no
echaremos mano junto con el predicador liberal de la
indiferencia de una religión natural confusa para satisfacer a
los hombres; sino que por medio de la predicación del
Evangelio los invitaremos a entrar a la calidez y al gozo de
la casa de Dios. El cristianismo ofrece a los hombres todo lo
que ofrece la enseñanza liberal moderna acerca de la
paternidad universal de Dios; pero es solo el cristianismo, a
diferencia de cualquier otra religión, la única que puede
ofrecer absolutamente todo lo que necesitamos.
Pero la concepción liberal moderna de Dios difiere
fundamentalmente de la concepción cristiana mucho más
que lo que las meras ideas acerca de la paternidad de Dios
sugieren. La verdad es que el liberalismo ha perdido de
vista el centro y núcleo de la enseñanza cristiana. La
concepción cristiana de Dios, como la encontramos en la
Biblia, contiene muchos elementos. Pero hay un atributo de
Dios que es absolutamente fundamental en la Biblia; este es
un atributo absolutamente necesario a fin de hacer
inteligibles a los demás. De principio a fin la Biblia se ocupa
de trazar el gran abismo que separa a la criatura del
Creador. Es muy cierto que, de acuerdo a la Biblia, Dios es
inmanente en el mundo. Ni siquiera un pajarillo cae a tierra
si no es su voluntad. Pero Él es inmanente en el mundo no
porque se identifique o fusione con el mundo, sino porque Él
es el Creador y Sustentador del mismo. Existe un gran
abismo entre la criatura y el Creador.
En el liberalismo moderno, por otro lado, esta aguda
distinción entre Dios y el mundo es borrada, y el nombre
“Dios” se aplica al poderoso proceso cósmico mismo. Nos
hallamos en medio de un poderoso proceso, el cual se
manifiesta a sí mismo en lo indefinidamente pequeño y en
lo indefinidamente grande —en la vida infinitesimal que se
descubre a través del microscopio y en los vastos
movimientos de las esferas celestes—. Es a este proceso
cósmico, del cual nosotros formamos parte, que le
aplicamos el pavoroso nombre de “Dios”. Por lo tanto, se
dice que en efecto Dios no es una persona distinta a
nosotros; al contrario, nuestra vida es parte de la suya. De
este modo, la historia evangélica de la encarnación, de
acuerdo al liberalismo moderno, a veces es considerada
como un símbolo de la verdad general de que el hombre en
su máxima expresión es uno con Dios.
Es increíble cómo tal representación de Dios puede
considerarse como algo nuevo, ya que en realidad el
panteísmo es un fenómeno muy antiguo. Siempre ha estado
con nosotros para deteriorar la vida religiosa del hombre. Y
el liberalismo moderno, aunque no es consistentemente
panteísta, sí es panteizante. Tiende en cualquier dirección a
obliterar la separación entre Dios y el mundo, como también
la aguda distinción personal entre Dios y el hombre. Incluso
el pecado del hombre, en base a esta concepción, debe
considerarse como parte de la vida de Dios. Pero el Dios
vivo y santo de la Biblia y de la fe cristiana es
completamente diferente.
Así pues, el cristianismo difiere del liberalismo, en primer
lugar, en su concepción de Dios. Pero también difiere en su
concepción del hombre.
El liberalismo moderno ha perdido todo sentido del abismo
que separa a la criatura del Creador; su doctrina del hombre
fluye naturalmente de su doctrina de Dios. Pero no
solamente niega las limitaciones creacionales de la
humanidad, sino que hay otra diferencia aún más
importante. De acuerdo a la Biblia, el hombre es un pecador
bajo la justa condenación de Dios; de acuerdo al liberalismo
moderno, no existe tal cosa como el pecado. En la raíz
misma del movimiento liberal moderno se encuentra la
pérdida de la consciencia del pecado. 1
La consciencia del pecado solía ser el punto de partida de
toda la predicación; pero hoy ha desparecido. Por encima de
todo, la era moderna se caracteriza por una suprema
confianza en la bondad humana; la literatura religiosa del
día se jacta de tal confidencia. Se nos dice que miremos
bajo la áspera cubierta exterior del hombre, y en seguida
descubriremos suficiente sacrificio propio como para darle
esperanza a la sociedad; el mal del mundo, se dice, puede
superarse con el bien del mundo; no necesitamos ayuda del
mundo exterior.
¿Qué es lo que ha producido tal satisfacción en la bondad
humana? ¿Qué ha sucedido con la consciencia del pecado?
Sin lugar a dudas, se ha perdido la consciencia del pecado.
Pero, ¿qué la removió de los corazones de los hombres?
En primer lugar, la guerra tal vez tuvo que ver algo con el
cambio. En tiempo de guerra dirigimos nuestra atención
exclusivamente a los pecados de otras personas, al grado
que a veces nos inclinamos a olvidar nuestros propios
pecados. En verdad, a veces es necesario prestar atención a
los pecados de otras personas. Es muy razonable indignarse
ante cualquier opresión de los débiles por parte de los
fuertes. Pero tal hábito, si se perpetúa incluso en los días de
paz, conlleva sus peligros. Une fuerzas con el colectivismo
del estado moderno para obscurecer el carácter individual y
personal de la culpa. Si algún hombre golpeara a su esposa
en nuestros días, nadie sería tan anticuado para culparlo. Al
contrario, se alega, es evidente que tal hombre es la víctima
de la propaganda bolchevique; se debe convocar al
Congreso a una sesión extraordinaria a fin de dirimir el caso
de tal hombre aplicando una ley foránea y sediciosa.
Pero la pérdida de la consciencia del pecado es mucho
más profunda que la guerra; tiene sus raíces en un potente
proceso espiritual que ha estado activo durante los últimos
setenta años. Al igual que otros grandes movimientos, ese
proceso ha llegado silenciosamente —tan sigilosamente que
sus resultados se han obtenido antes de que el hombre
común y corriente estuviera siquiera consciente de lo que
estaba sucediendo—. No obstante, a pesar de toda la
continuidad superficial, se ha dado un cambio sobresaliente
en los últimos setenta años. El cambio es nada menos que
el cristianismo ha sido sustituido por el paganismo como la
cosmovisión dominante. Hace setenta años, la civilización
occidental, a pesar de sus inconsistencias, seguía siendo
cristiana en su mayor parte; pero hoy es
predominantemente pagana.
Debemos aclarar que al hablar de “paganismo” no
estamos usando un término reprobable. La antigua Grecia
era pagana, pero era gloriosa, y el mundo moderno ni
siquiera ha empezado a igualar sus logros. ¿Qué es,
entonces, el paganismo? La respuesta realmente no es
difícil de encontrar. El paganismo es aquella perspectiva de
vida que encuentra la meta más alta de la existencia
humana en el desarrollo saludable, armonioso y jubiloso de
las facultades humanas existentes. Muy diferente es el ideal
cristiano. El paganismo es optimista con respecto a la
naturaleza humana orgullosa, mientras que el cristianismo
es la religión del corazón quebrantado.
Al decir que el cristianismo es la religión del corazón
quebrantado no queremos decir que el cristianismo empieza
y termina con el corazón quebrantado; no queremos decir
que la actitud cristiana característica sea un continuo
golpeo de pecho o un continuo lamento “ay de mí”. Eso está
muy lejos de la verdad. Al contrario, el cristianismo significa
que el pecado es confrontado de una vez por todas y
arrojado para siempre, por la gracia de Dios, a las
profundidades del mar. El problema con el paganismo de la
antigua Grecia, como con el paganismo de tiempos
modernos, no estaba en la superestructura, que era
gloriosa, sino en el fundamento, que estaba podrido.
Siempre había algo que tenía que taparse; el entusiasmo
del arquitecto solamente podía mantenerse ignorando el
hecho perturbador del pecado. En el cristianismo, por otro
lado, no hay nada que tenga que esconderse. El hecho del
pecado es confrontado frontalmente de una vez por todas, y
destruido por la gracia de Dios. Solamente hasta que, por la
gracia de Dios, el pecado ha sido removido es que el
cristiano puede proceder a desarrollar alegremente todas
sus facultades que Dios le ha dado. Ese es el elevado
humanismo cristiano —un humanismo que no está fundado
en el orgullo humano sino en la gracia divina—.
Pero es muy importante remarcar que aunque el
cristianismo no termina con el corazón quebrantado, sí
empieza con él; empieza con la consciencia del pecado. Sin
la consciencia del pecado, todo el evangelio pareciera ser
una baratija. Pero, ¿cómo puede revivirse la consciencia del
pecado? Sin duda alguna que por medio de la proclamación
de la ley de Dios se puede conseguir algo al respecto,
porque la ley revela el pecado. Por ello es que toda la ley
debe ser proclamada. Sería imprudente adoptar la
sugerencia (recientemente ofrecida entre otras, en cuanto a
la manera en que debemos modificar nuestro mensaje a fin
de retener la lealtad de los soldados desertores) de que es
necesario dejar de tratar a los pecadillos como si fueran
pecadotes. Aparentemente esa sugerencia significa que no
tenemos que preocuparnos demasiado por los pecados
insignificantes, sino ignorarlos. Con respecto a tal
estrategia, tal vez debemos sugerir que en la batalla moral
estamos combatiendo a un enemigo muy astuto, el cual no
muestra todo su armamento al usar artillería aleatoria
mientras planea un gran ataque. En la batalla moral, al igual
que en la Gran Guerra Europea, los sectores tranquilos son
generalmente los más peligrosos. Es por medio de los
“pecadillos” que Satanás logra meterse a nuestras vidas.
Entonces es muy aconsejable vigilar todos los sectores del
frente y, sin perder tiempo, dar la orden de combatir unidos.
Pero para despertar la consciencia del pecado, la ley de
Dios tiene que proclamarse en las vidas de los cristianos
como también en palabra. Es inútil que el predicador en el
púlpito expulse fuego y azufre, si al mismo tiempo, los
feligreses no toman el pecado en serio y se acomodan
felizmente a los estándares del mundo. Las tropas de la
Iglesia deben hacer su parte al proclamar la ley de Dios por
medio de sus propias vidas para que los secretos de los
corazones de los hombres queden al descubierto.
Sin embargo, todas estas cosas son en sí mismas
insuficientes para hacernos conscientes del pecado.
Mientras más observamos la condición de la Iglesia, más
obligados nos sentimos a confesar que la convicción del
pecado es un gran misterio que solamente el Espíritu de
Dios puede producir en nosotros. La proclamación de la ley
en palabra y hecho puede prepararnos para entender mejor
la experiencia del pecado, pero la experiencia misma
procede de Dios. Cuando una persona tiene esa experiencia,
cuando experimenta la convicción de pecado, toda su
actitud hacia la vida es transformada también; se arrepiente
de su vida anterior, y el mensaje del evangelio que antes le
parecía ser una baratija ahora llega a irradiar toda su vida.
Pero solamente Dios puede generar tal cambio.
Pero para toda esta transformación es imprescindible la
obra del Espíritu de Dios. El error fundamental de la Iglesia
moderna es que está muy ocupada en realizar una tarea
absolutamente imposible —llamar a los justos al
arrepentimiento—. Los predicadores modernos intentan
llevar gente a la Iglesia sin demandarles que renuncien a su
orgullo; intentan ayudarlos a evitar la convicción de pecado.
El predicador sube al púlpito, abre la Biblia y se dirige a la
congregación más o menos así: “Ustedes son muy buenas
personas”, dice; “ustedes se inclinan hacia todo aquello que
promueve el bienestar de la comunidad. En la Biblia
tenemos —especialmente en la vida de Jesús— algo tan
bueno que creemos que es lo suficientemente bueno para
gente suficientemente buena como ustedes”. Esa es la
predicación moderna. Se oye todos los domingos en miles
de púlpitos. Pero es completamente inútil. Nuestro mismo
Señor no llamó a los justos al arrepentimiento, ¿acaso
nosotros tendremos más éxito que Él?
1 . Para lo que sigue, véase “The Church in the War” [La Iglesia en Guerra], en
The Presbyterian, Mayo 29, 1919, pp. 10s.
Capítulo 4

LA BIBLIA

C OMO SE HA OBSERVADO HASTA AHORA, EL


liberalismo moderno ha
perdido de vista las dos grandiosas presuposiciones del
mensaje cristiano: el Dios viviente y el hecho del pecado.
Tanto la doctrina liberal de Dios como la doctrina liberal del
hombre están radicalmente en contra de la concepción
cristiana. Pero la divergencia no solo tiene que ver con las
presuposiciones del mensaje, sino también con el mensaje
mismo.
El mensaje cristiano nos ha llegado a través de la Biblia.
¿Cuál debe ser nuestra opinión de este libro que contiene el
mensaje?
De acuerdo a la concepción cristiana, la Biblia contiene un
relato de una revelación de Dios al hombre, un relato que no
podemos encontrar en ninguna otra parte. Es verdad
también que la Biblia contiene una confirmación y un
enriquecimiento maravillosos de la revelación de Dios
mismo a través de su creación y de la consciencia del
hombre. “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el
firmamento anuncia la obra de sus manos” —estas palabras
son una confirmación de la revelación de Dios en la
naturaleza—; “por cuanto todos pecaron y están destituidos
de la gloria de Dios” —estas palabras son una confirmación
del testimonio de la conciencia del hombre—. Pero además
de tales reafirmaciones de lo que posiblemente pudiera
aprenderse en alguna otra parte —de hecho, por la ceguera
de la humanidad muchas cosas se aprenden en otra parte,
aunque solamente de una forma obscura comparativamente
hablando— la Biblia también contiene un relato de una
revelación que es absolutamente nueva.
Esa nueva revelación tiene que ver con el camino por el
que el hombre pecaminoso puede tener comunión con el
Dios viviente.
De acuerdo a la Biblia, ese camino fue abierto por un acto
de Dios mismo cuando, hace casi diecinueve siglos, fuera de
las murallas de Jerusalén, el Hijo eterno de Dios fue ofrecido
como un sacrificio por los pecados de los hombres. Es a ese
único y grandioso evento que todo el Antiguo Testamento
dirige su mirada en el futuro, y es en ese único y grandioso
evento que el Nuevo Testamento también encuentra su
centro y contenido substancial. Entonces, y de acuerdo a la
Biblia, la salvación no es un descubrimiento sino un
acontecimiento. En esto radica el rasgo distintivo y único de
la Biblia. Aunque todas las ideas del cristianismo puedan
hallarse en otra religión, no obstante tal religión no sería la
religión cristiana, porque el cristianismo no depende de un
complejo de ideas, sino de la narración de un evento. De
acuerdo a la concepción cristiana, sin este evento el mundo
se halla en completa obscuridad y la humanidad está
perdida bajo la culpa del pecado. No hay salvación por
medio del descubrimiento de la verdad eterna, porque la
verdad eterna solo produce desesperación por causa del
pecado. Pero Dios nos ha dado verdadera vida al ofrecer a
su Unigénito Hijo para nuestra salvación.
Algunas veces se objeta en contra de esta concepción
acerca del contenido de la Biblia. 1 Se nos interpela:
¿tenemos que depender de algo que aconteció hace mucho
tiempo? ¿Depende la salvación del estudio de registros
enmohecidos? ¿Es el estudiante de la historia de Palestina el
sacerdote moderno sin cuya intervención benevolente nadie
puede ver a Dios? ¿No podemos, acaso, encontrar una
salvación que sea independiente de la historia, una
salvación que dependa solamente de lo que nos atañe en el
aquí y el ahora?
Tal objeción no carece de importancia, pero ignora una de
las evidencias primarias de la verdad registrada en el
Evangelio. Esa evidencia se encuentra en la experiencia
cristiana. La salvación ciertamente depende de lo que
aconteció hace mucho tiempo, pero los efectos de tal
acontecimiento continúan todavía hasta el día de hoy. El
Nuevo Testamento nos dice que Jesús se ofreció a sí mismo
como un sacrificio por los pecados de los que creerían en Él.
Ese es un registro de un evento pasado. Pero podemos
procesarlo el día de hoy, y al someterlo a juicio hallamos
que sigue siendo verdadero. El Nuevo Testamento nos dice
que una cierta mañana hace mucho tiempo Jesús resucitó
de los muertos. Nuevamente, ese es un registro de un
evento pasado. Pero si lo procesamos asimismo, hallaremos
que Jesús es verdaderamente hasta el día de hoy un
Salvador viviente.
Pero es en este punto que atisbamos un error fatal, el cual
es uno de los problemas fundamentales del liberalismo
moderno. Hemos afirmado que la experiencia cristiana es
útil para confirmar el mensaje del Evangelio, pero debido a
su utilidad muchos audazmente han concluido que es lo
único que necesitamos. Se oye decir que al experimentar a
Cristo en el corazón, debemos aferrarnos a tal experiencia
sin importar lo que la historia afirme que sucedió en aquella
mañana de resurrección. Debemos liberarnos de los
resultados de la crítica bíblica. No importa qué clase de
hombre nos diga la historia que Jesús fue, no importa qué
diga la historia acerca del significado verdadero de su
muerte o acerca del relato de su supuesta resurrección,
nosotros debemos seguir experimentando la presencia de
Cristo dentro de nosotros mismos.
El problema es que esta concepción de la experiencia no
es la experiencia cristiana. Podría ser algún tipo de
experiencia religiosa, pero no es de ninguna manera la
experiencia cristiana, porque la experiencia cristiana
depende absolutamente de un evento. Esta es la
experiencia del cristiano: “He meditado en el problema de
cómo estar bien delante de Dios, he tratado de crear mi
propia justicia para que Dios me acepte, pero cuando
escucho el mensaje del Evangelio aprendo que lo que
imperfectamente logré hacer ha sido realizado
perfectamente por el Señor Jesucristo al morir en la cruz por
mí, y ha completado su obra redentora mediante su gloriosa
resurrección. Sería el más miserable de todos los hombres si
Cristo no hubiera realizado una salvación perfecta, o si
meramente tuviera una idea de lo que logró, porque todavía
seguiría condenado en mis pecados. Entonces, mi vida
cristiana depende completamente de la verdad registrada
en el Nuevo Testamento”.
La experiencia cristiana se usa correctamente cuando
confirma la evidencia registrada, pero nunca jamás podría
sustituir tal evidencia. Sabemos que el relato del Evangelio
es verdadero en parte por la antigüedad de los documentos
en que se registra, por la evidencia de su autoría, por la
evidencia interna de su verdad, y por la imposibilidad de
explicarlo en base a un engaño o un mito. Esta evidencia
queda gloriosamente confirmada por la experiencia del
presente, la cual añade a la evidencia documentada la
sinceridad e inmediatez de convicción que nos libera del
temor. La experiencia cristiana se usa correctamente
cuando nos ayuda a convencernos de que los eventos
narrados en el Nuevo Testamento ocurrieron en realidad;
pero nunca nos podría hacer cristianos si los eventos nunca
ocurrieron. La experiencia es un don muy preciado que Dios
nos ha dado, pero en el momento mismo en que la
desarraigamos de la Biblia se marchita y muere.
De este modo, la revelación de la Biblia, la cual contiene
un relato, abarca no solamente una reafirmación de las
verdades eternas —reafirmación necesaria ya que las
verdades han sido obscurecidas por el efecto enceguecedor
del pecado— sino también una revelación que establece el
significado de un acto de Dios.
Entonces, el contenido de la Biblia es único. Pero hay otro
hecho acerca de la Biblia que también es importante. La
Biblia podría contener un relato de una revelación
verdadera de Dios, y no obstante el relato podría estar lleno
de errores. Por lo tanto, antes de que se pueda establecer la
plena autoridad de la Biblia, es necesario agregar a la
doctrina cristiana de la revelación la doctrina cristiana de la
inspiración. Esta última significa que la Biblia no es
solamente un relato de cosas importantes, sino que el relato
mismo es verdadero, que los escritores fueron preservados
de errores, a pesar de mantener completamente sus propios
hábitos de pensamiento y expresión, al grado que el Libro
resultante es la “norma infalible de fe y conducta”.
Esta doctrina de la “inspiración plenaria” ha sido materia
de una distorsión persistente. Sus oponentes hablan de ella
como si supusiera una teoría mecánica de la actividad del
Espíritu Santo. Se nos dice que el Espíritu se representa en
esta doctrina como dictando la Biblia a los escritores que no
eran más que meros estenógrafos o secretarios. Pero, por
supuesto, tales caricaturas no tienen ningún fundamento y
cuesta trabajo creer que personas inteligentes estén tan
cegadas por sus prejuicios en este tema al grado que ni
siquiera se toman la molestia de analizar por sí mismos los
tratados perfectamente accesibles en los cuales se explica a
detalle la doctrina de la inspiración plenaria. Sabemos por
regla convencional que es una buena práctica cerciorarnos
por nosotros mismos de algún tema antes de parlotear y
ridiculizar vulgarmente algo que no conocemos. Pero en
conexión con la Biblia, tal moderación letrada se considera
de algún modo como fuera de lugar. Es mucho más fácil
complacerse a uno mismo con adjetivos oprobiosos como
“mecánico” y otros parecidos. ¿Para qué molestarse en
gastar el tiempo en la crítica seria cuando la gente prefiere
la ridiculización? ¿Por qué preocuparse en atacar a un
verdadero oponente cuando es más fácil derrotar a un
guiñapo? 2
De hecho, la doctrina de la inspiración plenaria no niega la
individualidad de los escritores de la Biblia; no ignora
tampoco su uso de medios ordinarios para obtener
información; no supone ninguna falta de interés en las
situaciones históricas que produjeron los libros de la Biblia.
Lo que sí niega es la presencia de error en la Biblia. Da por
sentado que el Espíritu Santo informó de tal grado la mente
de los escritores de la Biblia que fueron preservados de
cometer errores que caracterizan a los demás libros. La
Biblia pudiera contener un relato de una revelación genuina
de Dios, y no obstante contener un relato falso. Pero de
acuerdo a la doctrina de la inspiración, el relato es
evidentemente un relato verdadero; la Biblia es una “norma
infalible de fe y conducta”.
Evidentemente que tal aseveración es muy audaz, y por
eso no es de extrañarnos que haya sido atacada. Pero el
problema es que el ataque no siempre es honesto. Si el
predicador liberal objetara a la doctrina de la inspiración
plenaria argumentando que, de hecho, existen errores en la
Biblia, pudiera tener o no la razón, pero al menos la
discusión giraría en la dirección correcta. Pero muy a
menudo el predicador desea evitar la cuestión delicada de
la presencia de errores en la Biblia —una cuestión que
pudiera ofender a las masas— y prefiere hablar meramente
en contra de las teorías “mecánicas” de la inspiración, la
teoría del “dictado”, el “uso supersticioso de la Biblia como
un talismán”, etc. Toda esto suena al hombre sencillo como
si fuera algo trivial. ¿Acaso no dice el predicador liberal que
la Biblia es “divina” —es más— que resulta ser más divina
por ser más humana? ¿Qué pudiera ser más edificante que
eso? Pero por supuesto que tales apariencias son
engañosas. Una Biblia llena de errores es ciertamente divina
en el moderno sentido panteizante de la palabra “divino”,
según el cual Dios es tan solo otro nombre para el devenir
del mundo con todas sus imperfecciones y todo su pecado.
Pero el Dios que el cristiano adora es un Dios de verdad.
Tiene que admitirse que hay muchos cristianos que no
aceptan la doctrina de la inspiración plenaria. No solo los
oponentes liberales niegan esta doctrina, sino también
muchos hombres que son cristianos de verdad. Hay muchos
hombres en la Iglesia moderna que encuentran en el origen
del cristianismo no un mero producto de la evolución sino
una verdadera intervención del poder creativo de Dios, y
que dependen de su salvación no de sus propios esfuerzos
para vivir la vida cristiana, sino de la sangre expiatoria de
Cristo —hay muchos hombres en la Iglesia moderna que al
mismo tiempo que aceptan el mensaje central de la Biblia—,
no obstante creen que ese mensaje nos ha llegado
meramente en base a la autoridad de testigos confiables
que realizaron su trabajo literario sin la ayuda de la
dirección sobrenatural del Espíritu de Dios. Hay muchos que
creen que la Biblia es verdadera en el punto central —en su
relato de la obra redentora de Cristo— pero sin embargo
creen que contiene muchos errores. Tales hombres no son
realmente liberales, sino que son cristianos porque aceptan
como verdadero el mensaje del que depende el
cristianismo. Un gran abismo los separa de aquellos que
rechazan la acción sobrenatural de Dios sin la cual el
cristianismo se desploma.
Sin embargo, es otra la pregunta de si esta concepción
mediática de la Biblia es lógicamente sostenible, ya que nos
parece que nuestro mismo Señor mantenía una alta
concepción de la Biblia que aquí se rechaza. Evidentemente
es otra la pregunta de si el pánico que muchos tienen de la
Biblia y que suscitó tales concesiones está realmente
justificado por los hechos —una pregunta que este autor
respondería abiertamente en forma negativa—. Si el
cristiano hace uso pleno de todos sus privilegios como
cristiano, encuentra el asiento de la autoridad en toda la
Biblia, la cual considera no como mera palabra de hombres
sino como la misma Palabra de Dios.
Es muy diferente la concepción del liberalismo moderno.
El liberal moderno rechaza no solamente la doctrina de la
inspiración plenaria, sino inclusive el respeto a la Biblia que
debiera tenerse por cualquier libro mesurablemente
confiable. ¿Con qué se sustituye a la concepción cristiana de
la Biblia? ¿Cuál es la concepción liberal en cuanto al asiento
de la autoridad en la religión? 3
A veces se crea la impresión de que el liberal moderno
sustituye la autoridad de la Biblia por la autoridad de Cristo.
Arguye que no puede aceptar lo que considera como una
enseñanza moral perversa del Antiguo Testamento o los
sofisticados argumentos de Pablo, pero se considera a sí
mismo como siendo el verdadero cristiano porque, al
rechazar el resto de la Biblia, depende de Jesús solamente.
Sin embargo, esta impresión es completamente falsa. El
liberal moderno en realidad no se acata a la autoridad de
Jesús. Inclusive si lo hiciera, de hecho seguiría
empobreciendo en gran medida su conocimiento de Dios y
del camino de salvación. Las palabras de Jesús, las cuales
habló durante su ministerio terrenal, apenas contienen todo
lo que necesitamos saber de Dios y del camino de
salvación, porque el significado de la obra redentora de
Jesús apenas podría exponerse plenamente antes de que
dicha obra fuese hecha. Sin duda podría exponerse por vía
de profecía, y de hecho fue expuesta de esa manera por
Jesús mismo en los días de su carne. Pero la explicación
completa naturalmente solo podía darse después de que su
obra fuese hecha. Y ese es, en realidad, el método divino. Es
despreciar, no solo al Espíritu de Dios, sino también a Jesús
mismo, considerar la enseñanza del Espíritu Santo, dada a
través de los apóstoles, como completamente inferior en
autoridad a la enseñanza de Jesús.
Sin embargo, el liberal moderno en realidad ni siquiera se
somete a la autoridad de Jesús. Evidentemente que él no
acepta las palabras de Jesús tal y como están registradas en
los evangelios. Porque entre las palabras registradas de
Jesús se encuentran aquellas cosas que son muy
aborrecibles para la Iglesia liberal moderna, y en sus
palabras registradas Jesús también apunta hacia una
revelación más completa que se daría posteriormente a
través de sus apóstoles. Por lo tanto, es evidente que
aquellas palabras de Jesús que deben considerarse como
autoritativas para el liberalismo moderno primero tienen
que ser seleccionadas de entre la masa de las palabras
registradas por medio de un procedimiento ético. El proceso
crítico es ciertamente muy difícil, y a menudo surge la
sospecha de que el crítico solo retiene como palabras
genuinas del Jesús histórico aquellas que se acomodan a
sus ideas preconcebidas. Pero inclusive después de que este
proceso de selección concluye, el erudito liberal todavía es
incapaz de aceptar como autoritativos todos los dichos de
Jesús; finalmente tiene que admitir que inclusive el Jesús
“histórico” reconstruido como tal por los historiadores
modernos dijo algunas cosas que eran falsas.
Tanto es lo que llega a admitirse. Pero, se mantiene,
aunque no todo lo que Jesús dijo es verdad, su “propósito de
vida” central todavía debe considerarse como autoritativo
para la Iglesia. Pero ¿cuál era, pues, el propósito de la vida
de Jesús? De acuerdo al evangelio más corto y más antiguo,
si es que debe aceptarse la crítica moderna, el Hijo del
Hombre “no vino para ser servido, sino para servir y dar su
vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45). Aquí la muerte
vicaria es propuesta como el “propósito de vida” de Jesús.
Tal declaración, por supuesto, tiene que descartarla la
Iglesia liberal moderna. La verdad es que el propósito de
vida de Jesús descubierto por el liberalismo moderno no es
el propósito de vida del Jesús real, sino que meramente
representa aquellos elementos en la enseñanza de Jesús —
aislados y malinterpretados— que concuerdan con el
programa moderno. Entonces, no es Jesús quien es la
autoridad real, sino el principio moderno por el cual se ha
realizado la selección de entre toda la enseñanza registrada
de Jesús. Ciertos principios éticos aislados del Sermón del
Monte se aceptan, de ninguna manera porque sean
enseñanzas de Jesús, sino porque concuerdan con las ideas
modernas.
Así pues, no es verdad en lo absoluto que el liberalismo
moderno esté basado en la autoridad de Jesús. El liberal
moderno está obligado a rechazar muchísimas enseñanzas
que son absolutamente esenciales en el ejemplo y
enseñanza de Jesús —de manera sobresaliente la
consciencia que Jesús tenía de ser el Mesías celestial—. La
autoridad real, para el liberalismo, solamente puede ser “la
consciencia cristiana” o “la experiencia cristiana”. Pero,
¿cómo deben establecerse todos los hallazgos de la
consciencia cristiana? Evidentemente que no por un voto de
la mayoría de la Iglesia organizada. Tal método obviamente
eliminaría toda libertad de consciencia. Entonces, la única
autoridad solo puede ser el hombre individual, aunque tal
autoridad no es de ningún modo autoridad alguna, porque
la experiencia individual es sumamente diversa, y cuando
una verdad es considerada como la única que vale en
cualquier tiempo en particular, cesa de ser la verdad. El
resultado es un escepticismo profundo.
El hombre cristiano, por otro lado, encuentra en la Biblia la
misma Palabra de Dios. Y no se diga que depender de un
libro es algo muerto o artificial. La Reforma del siglo
dieciséis estaba fundada en la autoridad de la Biblia, no
obstante revolucionó a todo el mundo. Depender de la
palabra de un hombre es servilismo, pero depender de la
Palabra de Dios es vida. El mundo sería oscuro y sombrío si
dependiéramos de nuestros propios recursos, y no de la
bendita Palabra de Dios. Para los cristianos la Biblia no es
una ley gravosa, sino la misma Carta Magna de la libertad
cristiana.
Por eso es que no nos sorprende que el liberalismo sea
completamente diferente al cristianismo, ya que su
fundamento es diferente. El cristianismo está basado en la
Biblia. Fundamenta en la Biblia tanto su pensamiento como
su vida. El liberalismo, por otro lado, está fundamentado en
las cambiantes emociones de hombres pecaminosos.
1 . Compare para lo que sigue History and Faith [Historia y Fe], 1915, pp. 13-15.
2 . No negamos que haya personas en la Iglesia moderna que no ignoran el
contexto de las citas de la Biblia y que no ignoran las características humanas
de los escritores de la Biblia. Pero lo cierto es que, de una manera
completamente arbitraria, se adjudica esta manera defectuosa de usar la Biblia
—al menos se insinúa— a todo el grupo de aquellos que han defendido la
inspiración de la Escritura.
3 . Compare para lo que sigue, “For Christ or Against Him” [A favor o en contra
de Cristo], en The Presbyterian, 20 de Julio, 1921, p. 9.
Capítulo 5

CRISTO

H ASTA AHORA HEMOS HECHO NOTAR TRES puntos de diferencia


entre el liberalismo y el cristianismo. Las dos religiones
difieren con respecto a las presuposiciones del mensaje
cristiano que son: la concepción de Dios y la concepción del
hombre; y también difieren con respecto al juicio que
emiten sobre el Libro que contiene el mensaje. No es
sorprendente, entonces, que ellas difieran
fundamentalmente entre sí con respecto al mensaje mismo.
Pero antes de considerar el mensaje, tenemos que
considerar la persona en quien está basado el mensaje. Esa
persona es Jesús. Y es en su actitud hacia Jesús que el
liberalismo y el cristianismo se encuentran diametralmente
opuestos.
La actitud cristiana hacia Jesús aparece en todo el Nuevo
Testamento. En el análisis del testimonio del Nuevo
Testamento, se ha hecho costumbre en años recientes
empezar tal análisis con las epístolas de Pablo. 1 Esta
costumbre se basa algunas veces en un error; algunas
veces se basa sobre el punto de vista de que las epístolas
de Pablo son las fuentes “primarias” de información, en
tanto que los evangelios se consideran solamente como
fuentes “secundarias”. Pero de hecho, los evangelios como
también las epístolas son fuentes primarias de un altísimo
valor. Pero la costumbre de empezar con Pablo es, al menos,
conveniente. Su conveniencia se debe a la gran medida de
acuerdo que prevalece con respecto a las epístolas paulinas.
Existe cierto debate acerca de la fecha y la autoría de los
evangelios; pero con respecto a la autoría y fecha
aproximada de las principales epístolas de Pablo todos los
historiadores serios, sean cristianos o no, están de acuerdo.
Se admite universalmente que las principales de las
epístolas existentes atribuidas a Pablo realmente fueron
escritas por un hombre de la primera generación cristiana,
contemporáneo de Jesús y que había entrado en contacto
personal con ciertos de los amigos más íntimos de Jesús.
¿Cuál era, entonces, la actitud de este representante de la
primera generación cristiana hacia Jesús de Nazaret?
La respuesta no puede ser más clara. El apóstol Pablo
claramente siempre mantuvo hacia Jesús una relación
verdaderamente religiosa. Jesús no era para Pablo
meramente un ejemplo de fe; Él era primariamente el
objeto de la fe. La religión de Pablo no consistía en tener fe
en Dios como la fe que Jesús tenía en Dios; consistía más
bien en tener fe en Jesús. En las epístolas es muy común
que Pablo apelara al ejemplo de Jesús, y ciertamente que
dicha apelación no estuvo ausente en su misma vida. El
ejemplo de Jesús lo encontró Pablo, además, no meramente
en los hechos de la encarnación y expiación sino incluso en
la vida diaria de Jesús en Palestina. Aquí debemos tener
cuidado de no caer en la exageración. Claramente Pablo
sabía mucho más acerca de la vida de Jesús de lo que él
mismo ha creído conveniente decir en las epístolas;
claramente las epístolas no contienen toda la instrucción
que Pablo había dado a las Iglesias al comienzo de las
mismas. Pero incluso después de que las exageraciones han
sido evitadas, el hecho del ejemplo de Jesús en Pablo es
muy significativo. El hecho claro es que la imitación de
Jesús, aunque importante como lo era para Pablo, fue
superada por algo mucho más importante todavía. Para
Pablo, lo primordial no era el ejemplo, sino la obra redentora
de Jesús. La religión de Pablo no era primariamente fe en
Dios como la fe de Jesús; era fe en Jesús; Pablo encomendó
incondicionalmente a Jesús el destino eterno de su alma.
Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que Pablo
mantenía una relación verdaderamente religiosa hacia
Jesús.
Pero Pablo no fue el primero en mantener esta relación
religiosa hacia Jesús. Evidentemente, en este punto
decisivo, él solamente estaba continuando una actitud hacia
Jesús que ya había sido asumida por aquellos que habían
sido cristianos antes que él. Pablo de ninguna manera
asumió esa actitud porque fue convencido por los primeros
discípulos; el Señor mismo lo convirtió en el camino a
Damasco. Y esta fe implantada en Pablo era esencialmente
la misma fe que había prevalecido entre los primeros
discípulos. De hecho, Pablo designa el relato de la obra
redentora de Cristo como algo que había “recibido”; y ese
relato evidentemente siempre estuvo acompañado en la
Iglesia primitiva de la confianza en el Redentor. Pablo no fue
el primero que tuvo fe en Jesús, una fe distinta de la fe en
Dios como la fe que tuvo Jesús; Pablo no fue el primero en
hacer de Jesús el objeto de la fe.
Todos admitirán esto, sin duda alguna. Pero, ¿quiénes
fueron los predecesores de Pablo en hacer de Jesús el objeto
de la fe? La respuesta obvia siempre ha sido que tales
personas fueron los discípulos primitivos de Jerusalén, y
esta respuesta está firmemente sustentada. Bousset y
Heitmuller han intentado seriamente hacernos dudar de
esto en los últimos años. Lo que Pablo “recibió”, ha sido
sugerido, no lo recibió de la primitiva Iglesia de Jerusalén,
sino de las comunidades cristianas como las que estaba en
Antioquía. Pero este intento de interponer un enlace extra
entre la Iglesia de Jerusalén y Pablo ha resultado en el
fracaso. Las epístolas realmente proveen abundante
información en cuanto a las relaciones de Pablo con
Jerusalén; en oposición a sus oponentes judaizantes,
quienes en ciertos asuntos apelaban a los apóstoles
originales en contra del mismo apóstol, Pablo, por otro lado,
enfatiza su acuerdo con Pedro y el resto. Pero inclusive ni
los mismos judaizantes tenían objeción alguna a la manera
en que Pablo consideraba a Jesús como el objeto de la fe;
acerca de ese asunto no hay en las epístolas la menor
sospecha de ningún debate. Acerca del rol de la ley mosaica
en la vida cristiana había cierta discusión, aunque incluso
con respecto a este asunto los judaizantes no tenían
ninguna justificación en apelar a los primeros apóstoles en
contra de Pablo. Pero con respecto a la actitud hacia Jesús,
los primeros apóstoles evidentemente no habían dado ni la
menor pista para apelar a ellos en contra de la enseñanza
de Pablo. Evidentemente al hacer a Jesús el objeto de la fe
religiosa —el corazón y el alma de la religión de Pablo— el
apóstol estaba completamente de acuerdo con aquellos que
habían sido apóstoles antes que él. Si no hubiera existido tal
acuerdo, la “diestra de compañerismo” que los pilares de la
Iglesia de Jerusalén le dieron a Pablo (Gál. 2:9), hubiera sido
imposible. Toda la historia cristiana primitiva es como un
enigma irresoluble, a menos que la Iglesia de Jerusalén, al
igual que Pablo, hiciera de Jesús el objeto de la fe religiosa.
El cristianismo primitivo de ninguna manera consistía en
la mera imitación de Jesús.
Pero, ¿estaba justificada esta “fe en Jesús” por la
enseñanza de Jesús mismo? En realidad ya hemos
contestado esta pregunta en el capítulo 2. Se mostró allí
que Jesús de ninguna manera dejó a su Persona fuera de su
evangelio, sino que, al contrario, se presentó a sí mismo
como el Salvador de los hombres. La demostración de ese
hecho fue el mérito más alto del fallecido James Denney. Su
obra sobre Jesus and the Gospel [Jesús y el Evangelio ] es
defectuosa en algunos sentidos; está influenciada por una
indebida concesión hacia algunos tipos de crítica moderna.
Pero justo por su concesión con respecto a muchos asuntos
importantes, su tesis principal se mantiene con toda
firmeza. Denney ha mostrado que no importa qué punto de
vista se adopte acerca de las fuentes que subyacen a los
evangelios, y no importa qué elementos se rechacen en los
evangelios como secundarios, ya que con todo y ello, el
supuesto “Jesús histórico”—lo que queda de él después que
el proceso crítico ha terminado —claramente se presentó a
sí mismo como el objeto de la fe, y no meramente como un
ejemplo de fe—.
Además se puede añadir que Jesús no buscaba ganarse la
confianza de los hombres minimizando las
responsabilidades de seguirlo. Él no decía: “Confíen en mí
para que Dios los acepte, porque la aceptación con Dios no
es algo difícil; Dios no considera el pecado tan seriamente
después de todo”. Al contrario, Jesús presentó la ira de Dios
de una manera más pavorosa que como fue presentada
después por sus discípulos; fue Jesús —Jesús a quien los
liberales modernos retratan como un exponente apacible de
un amor indiscriminado— fue Él mismo quien habló de las
tinieblas de afuera y del fuego eterno, del pecado que no
será perdonado ni en esta vida ni en la venidera. No hay
nada en la enseñanza de Jesús acerca del carácter de Dios
que en sí mismo pueda evocar confianza. Al contrario, la
presentación pavorosa que hace de Dios solo puede
provocar desesperación en nuestros corazones
pecaminosos. La confianza surge solamente cuando
prestamos atención al camino de salvación de Dios. Y ese
camino se encuentra en Jesús. Jesús no buscó ganarse la
confianza de los hombres con una presentación que
minimizara lo que era necesario a fin de que los pecadores
pudieran estar sin mancha delante del trono pavoroso de
Dios. Al contrario, buscó ganarse la confianza de los
hombres por medio de la presentación peculiar de su propia
persona. Grande era la culpa del pecado, pero Jesús era
todavía más grande. Dios, de acuerdo a Jesús, era un Padre
amoroso; pero era un Padre amoroso, no del mundo
pecaminoso, sino de aquellos a quienes Él mismo había
llevado a su Reino a través del Hijo.
La verdad es que el testimonio del Nuevo Testamento con
respecto a Jesús como el objeto de la fe es un testimonio
absolutamente unificado. Este testimonio está enraizado
profundamente en los registros del cristianismo primitivo
como para ser removido por algún proceso de crítica
moderna. El Jesús del que se habla en el Nuevo Testamento
no era un mero maestro de justicia, no un mero pionero de
un nuevo tipo de vida religiosa, sino uno que fue
considerado, y se consideró a sí mismo, como el Salvador
en quien los hombres pueden confiar.
Pero el liberalismo moderno considera a Jesús de una
manera totalmente diferente. Los cristianos están en una
relación religiosa con Jesús; los liberales no están en una
relación religiosa con Jesús —¿qué diferencia podría ser más
profunda que esa?— El predicador liberal moderno
reverencia a Jesús; siempre tiene el nombre de Jesús en sus
labios; habla de Jesús como la revelación suprema de Dios;
se apropia, o intenta apropiarse, de la vida religiosa de
Jesús. Pero no tiene una relación religiosa con Jesús. Jesús
para él es un ejemplo de fe, no el objeto de la fe. El liberal
moderno intenta tener fe en Dios como la fe que él supone
que Jesús tenía en Dios; pero no tiene fe en Jesús.
En otras palabras, de acuerdo al liberalismo Jesús fue el
fundador del cristianismo porque él fue el primer cristiano, y
el cristianismo consiste en preservar la vida religiosa que
Jesús instituyó.
Pero, ¿era Jesús, realmente, un cristiano? O para formular
la misma pregunta de otra manera, ¿podemos o debemos,
como cristianos, apropiarnos de todo aspecto de la
experiencia de Jesús y hacer de Él nuestro ejemplo en todo
sentido? Ciertas dificultades surgen con respecto a esta
pregunta.
La primera dificultad aparece en el tema de la consciencia
mesiánica de Jesús. La persona a quien se nos pide tomar
como nuestro ejemplo creía que era el celestial Hijo del
hombre que iba a ser el Juez definitivo de toda la tierra. ¿Lo
podemos imitar en eso? El problema no es meramente que
Jesús emprendiera una misión especial que nunca puede ser
nuestra misión. Esa dificultad posiblemente pudiera ser
superada; podríamos tal vez imitar a Jesús como nuestro
modelo adaptando a nuestra vida la clase de carácter que
exhibió en la suya. Pero hay otra dificultad más seria aún. El
verdadero problema es que si la majestuosa demanda de
Jesús de ser el Juez de toda la tierra no tiene ningún
fundamento —como el liberalismo moderno está
constreñido a creer— entonces el carácter moral de Jesús
queda manchado. ¿Qué debe pensarse de un individuo que
perdió toda humildad y prudencia hasta al grado de creer
que el destino eterno del mundo lo tenía en sus manos? La
verdad es que si Jesús fuese meramente un ejemplo, no es
un ejemplo digno, ya que demandaba ser mucho más que
eso.
En contra de esta objeción el liberalismo moderno
usualmente ha adoptado una política paliativa. La
consciencia mesiánica, se dice, surge posteriormente en la
experiencia de Jesús, y en realidad no era fundamental. Lo
que era realmente fundamental, continúan los historiadores
liberales, era su consciencia de filiación (de ser hijo de Dios)
—una consciencia que puede ser compartida por todo
discípulo humilde. La consciencia mesiánica, según esta
perspectiva, surgió solamente como una ocurrencia tardía.
Jesús estaba consciente, se dice, de permanecer hacia Dios
en una relación de filiación sin trabas. Pero descubrió que
esta relación no era compartida por los demás. Por lo tanto,
se percató más bien de emprender la importante misión de
llevar a otros a la privilegiada posición que Él ya tenía. Esa
misión lo hizo único, y para darle expresión a esta
distintividad única, adoptó posteriormente en su vida —y
casi en contra de su misma voluntad— la defectuosa
categoría de Mesías.
Son muchas las formas en que tal reconstrucción
sicológica de la vida de Jesús se ha expresado en los últimos
años. El mundo moderno ha dedicado lo mejor de sus
esfuerzos literarios a esta tarea reconstructiva. En primer
lugar, no hay evidencia real de que el Jesús reconstruido sea
histórico. Las fuentes no conocen a ningún Jesús que
adoptara la categoría mesiánica al final de su vida y en
contra de su voluntad. Al contrario, el único Jesús que
presentan es un Jesús que fundamentó todo su ministerio
sobre su formidable demanda de ser el Mesías. En segundo
lugar, incluso si la reconstrucción moderna fuese histórica,
esto no solucionaría el problema. ¿Cómo puede un hombre
que se alejó tanto de la senda de la rectitud, al grado de
considerarse a sí mismo como el juez de toda la tierra —
cómo puede tal hombre ser considerado como el supremo
ejemplo de la humanidad—? De ninguna manera se
responde a esta objeción diciendo que Jesús aceptó la
categoría mesiánica a regañadientes y al final de su vida.
No importa cuando sucumbió a la tentación ya que, según
esta perspectiva, él sucumbió después de todo; y esa
derrota moral le imprime a su carácter una mancha
indeleble. Sin duda que es posible poner excusas a su favor,
y de hecho muchas excusas han sido dadas por los
historiadores liberales. Pero, ¿qué haremos entonces con la
demanda del liberalismo de ser un movimiento
verdaderamente cristiano? ¿Puede un hombre para quien se
tienen que dar excusas considerarse, de acuerdo a sus
críticos modernos, en una relación remotamente análoga a
la relación en que el Jesús del Nuevo Testamento permanece
hacia la Iglesia cristiana?
Pero hay otra dificultad en la manera de considerar a Jesús
simplemente como el primer cristiano. Esta segunda
dificultad tiene que ver con la actitud de Jesús hacia el
pecado. Si Jesús es diferente a nosotros por su consciencia
mesiánica, fundamentalmente es mucho más diferente a
nosotros por la total ausencia de pecado en Él
(impecabilidad).
Con respecto a la impecabilidad de Jesús, los historiadores
liberales modernos se encuentran atrapados en un dilema.
Afirmar Jesús que no tenía pecado significa renunciar a
mucha de aquella confianza para defender la religión liberal
que los historiadores liberales mismos estarían ansiosos de
preservar, y abre la puerta a suposiciones
comprometedoras con respecto al pecado. Porque si el
pecado fuera meramente una imperfección, ¿cómo
podemos aventurarnos a mantener una negación absoluta
del mismo dentro de un proceso natural siempre cambiante
y en constante desarrollo? La misma idea de “no tener
pecado” y, mucho más, su misma realidad, requiere que
concibamos al pecado como una transgresión de una ley fija
o un estándar fijo, y supone aceptar la existencia de una
bondad absoluta. Pero la moderna perspectiva evolutiva del
mundo no tiene, estrictamente, ningún derecho de hablar
de una concepción de una bondad absoluta. De cualquier
manera, si se permitiera que interviniera tal bondad
absoluta en algún punto definido en el actual proceso
cósmico, nos involucraríamos en aquel sobrenaturalismo
que —como observaremos después— es precisamente
aquello que la reconstrucción moderna del cristianismo
busca desesperadamente evitar. Una vez que afirmes que
Jesús no tenía pecado, ya has entrado a un conflicto
irreconciliable con todo el punto de vista moderno. Por otro
lado, si desde el punto de vista liberal se pueden presentar
objeciones científicas a la afirmación de la impecabilidad de
Jesús, también hay objeciones religiosas muy obvias si se
afirma que Jesús era pecador —dificultades tanto para el
liberalismo moderno como también para la teología de la
Iglesia histórica—. Si Jesús era pecador, al igual que los
demás hombres, desaparecería cualquier residuo de la
singularidad de su carácter, y parecería destruirse toda
continuidad con el desarrollo previo del cristianismo.
Frente a este enigma, el historiador liberal moderno tiene
la precaución de no emitir declaraciones precipitadas.
Nunca tendrá la seguridad de que cuando Jesús enseñó a
orar a sus discípulos diciendo: “perdónanos nuestras
deudas”, Jesús no estaba orando por sí mismo también; por
otro lado, el liberal moderno realmente no podrá lidiar con
los resultados que lógicamente se derivan de su duda. En su
perplejidad, se conforma con decir que Jesús, después de
todo, no se hallaba muy por encima de nosotros,
independientemente de sí tenía pecado o no. Si Jesús “no
tenía pecado”, es una cuestión académica —probablemente
se nos hará creer— que concierne a los misterios de lo
absoluto; lo que necesitamos hacer es postrarnos en franca
reverencia ante una santidad que comparada con nuestra
impureza es como una luz en un lugar oscuro.
Que tal forma de evitar la dificultad es insatisfactoria
apenas merece demostrarse; obviamente que el teólogo
liberal trata de obtener ventajas religiosas de la afirmación
de la impecabilidad de Jesús, al mismo tiempo que obtiene
las supuestas ventajas científicas de su negación. Pero por
el momento no estamos interesados en determinar si de
hecho Jesús tenía pecado o no. Lo que necesitamos
observar justo ahora es que fuese o no Jesús impecable o
pecador de todos modos, en el registro de su vida que de
hecho ha llegado hasta nuestras manos, él de ninguna
manera manifiesta alguna consciencia de pecado. Inclusive
si las palabras “¿Por qué me llamas bueno?”, significaran
que Jesús negó poseer el atributo de la bondad —lo cual no
hizo— aun así seguiría siendo cierto que él nunca en sus
palabras registradas trata de una forma inteligible con el
pecado en su propia vida. En el relato de la tentación se nos
dice cómo Jesús logró que el pecado no entrara, pero nunca
se nos dice cómo hubiera lidiado con el pecado después que
efectuara su entrada. La experiencia religiosa de Jesús,
como está registrada en los evangelios, en otras palabras,
no nos da información acerca de la manera en que el
pecado debe ser removido.
No obstante, en los evangelios se representa a Jesús
lidiando constantemente con el problema del pecado.
Siempre asume que otros hombres son pecadores; no
obstante, nunca encuentra pecado en sí mismo. Una
formidable diferencia se encuentra aquí entre la experiencia
de Jesús y la nuestra.
Esa diferencia previene que la experiencia religiosa de
Jesús funja como la única base de la vida cristiana. Porque
es claro que si el cristianismo es algo, se trata de la manera
de deshacernos o librarnos del pecado. Por dicha razón, si el
cristianismo no es eso, entonces no sirve de nada, ya que
todos los hombres han pecado. Y de hecho eso es lo que era
desde el mismo principio. Ya sea que el principio de la
predicación cristiana deba situarse en el día de Pentecostés
o cuando Jesús enseñó por primera vez en Galilea, en
ambos casos una de sus primeras palabras fue
“arrepentíos”. En todo el Nuevo Testamento el cristianismo
de la Iglesia primitiva está representado claramente como
una manera de salvarnos del pecado. Pero si el cristianismo
es una manera de librarnos del pecado, entonces Jesús no
era cristiano, porque Jesús, como hemos visto hasta ahora,
no tenía que deshacerse de ningún pecado.
¿Por qué, entonces, los primeros cristianos se llaman a sí
mismos cristianos? ¿Por qué se conectaron con el nombre
de Jesús? La respuesta no es difícil de encontrar. Se
conectaron con su nombre no porque Jesús era su ejemplo
de cómo ellos podían salvarse del pecado, sino porque el
método para que ellos mismos se salvaran del pecado era
por medio de Jesús. Era lo que Jesús hizo por ellos, y no
primariamente el ejemplo de su vida, lo que los hacía
cristianos. Tal es el testimonio de todos nuestros registros
primitivos. El registro es clarísimo, como ya ha sido
observado, en el caso del apóstol Pablo; claramente Pablo
se consideró a sí mismo como salvado del pecado por lo que
Jesús hizo por él en la cruz. Pero Pablo no era el único.
“Cristo murió por nuestros pecados” , no fue algo que se
originó con Pablo; fue más bien algo que había “recibido”.
Los beneficios de esa obra salvadora de Cristo, de acuerdo a
la Iglesia primitiva, debían recibirse por la fe; incluso si se
demostrara que la formulación clásica de esta convicción se
debe a Pablo, la convicción misma se retrotrae hasta el
mero principio. Los cristianos primitivos sentían en sí
mismos la necesidad de la salvación. ¿Cómo, preguntaban,
debe removerse la carga del pecado? Su respuesta es
perfectamente clara. Simplemente confiaban en Jesús para
removerla. En otras palabras, ellos tenían “fe” en Él.
Aquí nuevamente se nos confronta con el hecho
significativo que notamos al principio de este capítulo: los
primeros cristianos consideraban a Jesús no meramente
como un ejemplo de fe, sino primariamente como el objeto
de la fe. El cristianismo desde el principio era un medio de
librarse del pecado por medio de la confianza en Jesús de
Nazaret. Pero si Jesús era entonces el objeto de la fe
cristiana, Él mismo no era un simple cristiano más, como
Dios tampoco es un ser religioso. Dios es el objeto de toda
religión; él es absolutamente necesario para toda religión;
pero Él mismo es el único ser en el universo que nunca
podría ser, en su naturaleza, un ser religioso. Este es
también el caso con Jesús respecto a la fe cristiana. La fe
cristiana es confianza depositada en él para la remoción del
pecado; Él no podía confiar en sí mismo (en el sentido que
aquí nos atañe); por lo tanto, sin temor a equivocarnos Jesús
no era un cristiano más. Si estamos buscando una
ilustración completa de la vida cristiana, no la podremos
encontrar en la experiencia religiosa de Jesús.
Esta conclusión necesita ser protegida en contra de dos
objeciones.
En primer lugar, se dirá, ¿no estaremos fallando en hacer
justicia a la verdadera humanidad de Jesús, la cual afirman
los credos de la Iglesia como también los teólogos
modernos? Cuando decimos que Jesús no podría ser un
ejemplo de la fe cristiana como tampoco Dios es un ser
religioso, ¿no le estamos negando a Jesús aquella
experiencia religiosa que es un elemento necesario de la
verdadera humanidad? Si es que Jesús era verdadero
hombre, ¿no era él más que simplemente el objeto de la fe
religiosa?; ¿no tuvo que haber tenido su propia religión? La
respuesta la tenemos a la mano. Jesús, en verdad, tuvo su
propia religión; su oración fue una verdadera oración, su fe
era una fe verdaderamente religiosa. Su relación con su
Padre celestial no era meramente la de un niño hacia su
padre; era la relación de un hombre hacia Dios. Jesús, en
verdad, tenía una religión; sin ella, efectivamente, su
humanidad no hubiera sido sino una humanidad incompleta.
Sin duda que Jesús tuvo una religión; el hecho mismo es de
suprema importancia. Pero es igualmente importante
observar que aquella religión que Jesús tuvo no era el
cristianismo. El cristianismo es una manera de salvarnos del
pecado, y Jesús no tenía pecado. Su religión era una religión
del paraíso, no una religión de la humanidad pecadora. Era
una religión que tal vez obtendremos en el cielo, después de
que el proceso de purificación sea completado (aunque
siempre recordaremos nuestra redención); pero con toda
seguridad no es una religión que nosotros humanos
podamos tener ahora. La religión de Jesús era una religión
de filiación plena; el cristianismo es una religión de la
obtención de la filiación por medio de la obra redentora de
Cristo.
Pero pudiera objetarse en segundo lugar, que si eso fuera
verdad, entonces Jesús quedaría tan distanciado de
nosotros, que según nuestra perspectiva, él ya no es más
nuestro hermano y nuestro ejemplo. Bienvenida la objeción,
ya que nos ayuda a evitar malentendidos y exageraciones.
Es verdad que si nuestro celo por la grandeza y
singularidad de Jesús nos condujera a separarlo de nosotros
hasta el grado de que ya no pueda compadecerse de
nuestras debilidades, el resultado sería desastroso; la
venida de Jesús en la carne perdería muchísimo de su
significado. Pero debe observarse que la semejanza no es
siempre necesaria para la cercanía. La experiencia de un
padre en su relación personal con su hijo es muy diferente
de la del hijo en relación con su padre; pero es justamente
esa misma diferencia la que vincula a padre e hijo de la
forma más estrechamente posible. El padre no puede
compartir el afecto filial característico del hijo, y el hijo no
puede compartir el afecto paternal característico del padre;
no obstante, ninguna otra relación de hermandad podría ser
tan más estrecha. Paternidad y filiación son
complementarios; de aquí la desemejanza, pero también la
cercanía del vínculo. Hay cierta igualdad de semejanza en el
caso de nuestra relación con Jesús. Si él fuese exactamente
igual que nosotros, si fuese meramente nuestro hermano,
no estaríamos tan cerca de él como lo estamos por el hecho
de que él permanece hacia nosotros en la relación de
Salvador.
No obstante, Jesús en realidad es tanto un hermano como
un Salvador para nosotros —un hermano mayor cuyas
pisadas debemos seguir—. La imitación de Jesús tiene un
lugar fundamental en la vida cristiana; es perfectamente
correcto representarlo como nuestro supremo y único
ejemplo perfecto. Ciertamente en lo que concierne al campo
de la ética, no puede haber ninguna disputa. No importa
qué posición asumamos acerca de su origen y su naturaleza
superior, Jesús evidentemente llevó una vida
verdaderamente humana, y en ella entró a esas variadas
relaciones humanas que proveen la oportunidad para una
realización moral. Su vida de pureza perfecta no fue
desarrollada en un frío distanciamiento de la vida cotidiana
de los seres humanos; su amor generoso no se expresó
meramente en hechos poderosos, sino también en actos de
bondad que el más humilde de nosotros tiene el poder —si
tan solo tuviéramos la voluntad— de imitarlo. Más
importante que los detalles de su vida es la impresión
singular de la totalidad de la misma; sentimos que Jesús es
mucho mayor que cualquiera de sus palabras o acciones
particulares. Su serenidad, su generosidad y su fuerza han
sido la maravilla de las edades; el mundo nunca puede
olvidar ni desprenderse de la inspiración de tan radiante
ejemplo.
Además, Jesús es un ejemplo no meramente para las
relaciones entre los hombres, sino también para la relación
entre el hombre y Dios; la imitación de Jesús puede
extenderse y, tiene que extenderse, hasta la esfera de la
religión como también a la de la ética. Sin duda, la religión y
la ética nunca estuvieron separadas en Él; ni un solo
elemento de su vida puede entenderse sin referencia a su
Padre celestial. Jesús fue el hombre más religioso que jamás
haya vivido; no hizo, ni dijo, ni pensó nada sin pensar en
Dios. Si su ejemplo realmente significa algo, significa que
una vida humana sin la presencia consciente de Dios —aun
siendo una vida externa de servicio humanitario como el
ministerio de Jesús— es una monstruosa perversión. Si
realmente siguiéramos las pisadas de Jesús, tendríamos que
obedecer el primer mandamiento como también el segundo
que es semejante al primero; tendríamos que amar a Dios
con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza. La
diferencia entre Jesús y nosotros mismos sirve entonces
para poner en práctica la lección, y no ciertamente para
invalidarla. Si Aquel a quien todo poder le fue dado,
necesitaba recuperar fuerzas y fortalecerse en la oración,
mucho más nosotros; si Aquel a quien los lirios del campo le
revelaban la gloria de Dios, tenía necesidad de entrar al
santuario, con seguridad nosotros necesitamos tal ayuda
mucho más que Él; si el sabio y santo podía decir: “hágase
tu voluntad”, ciertamente la sumisión nos asienta mejor a
nosotros cuya sabiduría es como la insensatez de los niños.
Así pues, Jesús es el ejemplo supremo de los hombres.
Pero el Jesús que efectivamente puede ser nuestro ejemplo,
no es el Jesús de la reconstrucción liberal moderna, sino
exclusivamente el Jesús del Nuevo Testamento. El Jesús del
liberalismo moderno hizo tremendas declaraciones sin
ningún fundamento, y tal conducta atrevida de dicha
persona nunca debe convertirse en nuestra norma. El Jesús
del liberalismo moderno en todo su ministerio empleó un
lenguaje extravagante y absurdo, y ¿qué garantía aporta
que al imitarlo sus discípulos modernos no caigan en la
misma extravagancia? Si el Jesús de la reconstrucción
naturalista realmente fuese nuestro ejemplo, caeríamos
inmediatamente en el caos. De hecho, y debemos decirlo, el
liberal moderno en realidad no toma al Jesús de los
historiadores liberales como su ejemplo; lo que en realidad
hace en la práctica es que fabrica como su ejemplo a un
simple exponente de una religión no doctrinal, exponente
que incluso los historiadores más capaces de su propia
escuela saben que nunca existió, excepto en la imaginación
de los hombres modernos.
Es muy diferente la imitación del Jesús real —el Jesús del
Nuevo Testamento que efectivamente vivió en el primer
siglo de nuestra era—. Ese Jesús sí hizo declaraciones
formidables, pero sus declaraciones estaban saturadas de la
sobriedad de la verdad en vez de ser los sueños
extravagantes de un entusiasta despistado. A diferencia del
lenguaje delirante y absurdo del reducido Jesús de la
reconstrucción moderna, las palabras del Jesús real del
Nuevo Testamento están repletas de bendición para la
humanidad. Jesús exigía que aquellos que le iban a seguir
estuvieran dispuestos a romper incluso los lazos más
sacrosantos —“Si algunos viene a mí, y no aborrece a su
padre y madre,…no puede ser mí discípulo”, y “deja que los
muertos entierren a sus muertos”—. Si estas palabras
procedieran del profeta construido por el liberalismo
moderno, serían palabras monstruosas; pero al provenir del
Jesús verdadero, son palabras sublimes. ¡Cuán grandiosa
era la misión de misericordia que justificaba tales palabras!
Y ¡qué maravillosa la condescendencia del Hijo eterno! ¡Qué
mensaje incomparable para los hijos de los hombres!
¡Cuánta razón tenía Pablo al apelar al ejemplo del Salvador
encarnado! Bien podía decir: “Haya, pues, en vosotros este
sentir que hubo también en Cristo Jesús”. ¡La imitación del
Jesús real nunca podría desviar a nadie!
Pero el ejemplo de Jesús es un ejemplo perfecto solo si
puede justificarse por lo que ofrecía a los hombres. Y Jesús
no ofrecía en primer lugar orientación sino salvación; se
presentaba a sí mismo como el objeto de la fe de los
hombres. Esa oferta la rechaza el liberalismo moderno, pero
es aceptada por los hombres cristianos.
Entonces, hay una profunda diferencia de actitud entre el
liberalismo moderno y el cristianismo hacia Jesús el Señor.
El liberalismo lo considera como un Ejemplo y Guía; el
cristianismo como el Salvador; el liberalismo hace de él un
ejemplo de fe; el cristianismo, el objeto de la fe.
Esta diferencia de actitud hacia Jesús depende de una
profunda diferencia con respecto a la pregunta de quién era
Jesús. Si Jesús era solamente lo que los historiadores
liberales suponen que era, entonces estaría fuera de lugar
confiar en él; lo estimaríamos simplemente como un pupilo
estima a su maestro, nada más. Pero si él es lo que el Nuevo
Testamento dice que es, entonces podemos con toda
seguridad encomendarle el destino eterno de nuestras
almas. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre el liberalismo
y el cristianismo con respecto a la persona de nuestro
Señor?
No podemos dar aquí una exposición detallada de la
diferencia, pero en esencia la podemos resumir diciendo: el
liberalismo considera a Jesús como la flor más hermosa de
la humanidad; el cristianismo lo considera como una
persona sobrenatural.
La concepción de Jesús como una persona sobrenatural
recorre todo el Nuevo Testamento. Esto es muy claro en las
epístolas de Pablo. Sin la más mínima señal de duda Pablo
separó a Jesús de la humanidad ordinaria y lo colocó al lado
de Dios. Las palabras de Gálatas 1:1 son representativas de
todo el contenido de las demás epístolas: “no de hombres ni
por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo
resucitó de los muertos”. Este mismo contraste entre
Jesucristo y la humanidad ordinaria se presupone en todas
partes. Pablo, sin duda alguna, llama a Jesucristo hombre,
pero la forma en que habla de Jesús como hombre
solamente profundiza la impresión que ya había recibido.
Pablo habla de la humanidad de Jesús aparentemente como
si el hecho de que Jesús era hombre fuese algo extraño,
algo maravilloso. De cualquier modo, el hecho
verdaderamente sobresaliente es que en las epístolas de
Pablo, Jesús está separado completamente de la humanidad
ordinaria; la deidad de Cristo se presupone por todas partes.
Es de poca importancia que Pablo aplique a Jesús la palabra
griega que se traduce “Dios” en nuestras Biblias, ya que sin
lugar a dudas es muy difícil, en vista de Romanos 9:5, negar
que lo hace. Como quiera que sea, el término “Señor”, que
es como Pablo designa a Jesús, es realmente una
designación de la deidad como lo es el término “Dios”. Era
una designación de la deidad incluso en las religiones
paganas con la que estaban familiarizados los conversos de
Pablo; pero algo todavía más importante es que en la
traducción griega del Antiguo Testamento que estaba en uso
en los días de Pablo y que él mismo usaba, el término Señor
se usaba para traducir la palabra “Jehová” del texto hebreo.
Y Pablo no vacila en aplicar a Jesús los grandiosos pasajes
del Antiguo Testamento griego donde el término Señor
designa al Dios de Israel. Pero lo que tal vez sea lo más
importante para la formulación de la enseñanza paulina
acerca de la persona de Cristo es que Pablo en todas sus
epístolas mantiene una actitud religiosa hacia Jesús. De este
modo, quien es el objeto de la fe religiosa no es de ningún
modo un simple hombre, sino una persona sobrenatural, y
evidentemente una persona que era Dios mismo.
Así pues, Pablo consideraba a Jesús como una persona
sobrenatural. Sería sorprendente si Pablo fuera el único en
considerarlo así. Pablo era contemporáneo de Jesús. ¿Quién
era este Jesús para que rápidamente hubiera sido elevado
por encima de los límites de la humanidad ordinaria y
colocado al lado de Dios?
Pero hay algo mucho más sorprendente todavía. Lo
verdaderamente sorprendente es que la concepción que
Pablo tenía de Jesús era también la concepción que tenían
los amigos íntimos de Jesús. 2 El hecho aparece en las
mismas epístolas paulinas de manera irrefutable. Las
epístolas presuponen claramente una unidad fundamental
entre Pablo y los apóstoles originales con respecto a la
persona de Cristo, ya que si hubiera existido alguna
controversia acerca de este asunto, lo hubiera mencionado
sin ninguna duda. Incluso los judaizantes, los férreos
enemigos de Pablo, parecen no haber tenido ninguna
objeción a la concepción que Pablo tenía de Jesús como una
persona sobrenatural. Lo verdaderamente impresionante
acerca de la concepción paulina de Cristo es que no la
defiende en ninguna parte. De hecho, ni siquiera se formula
de una manera sistemática en las epístolas, pero es dada
por descontada en todas partes. La inferencia es
perfectamente clara: la concepción de Pablo acerca de la
persona de Cristo era, por supuesto, un tema común y
compartido en la Iglesia primitiva. Con respecto a este
asunto, Pablo aparece en una armonía perfecta con todos
los cristianos palestinenses. Los hombres que habían
caminado, hablado con Jesús y lo habían visto sujetado a las
limitaciones triviales de la vida terrenal estaban plenamente
de acuerdo con Pablo en considerar a Jesús como una
persona sobrenatural, sentado en el trono trascendente y
supremo.
Exactamente el mismo relato de Jesús que se presupone
en las epístolas paulinas aparece en la narración detallada
de los evangelios. Los evangelios concuerdan con Pablo al
presentar a Jesús como una persona sobrenatural, y este
acuerdo aparece no en uno o dos de los evangelios, sino en
los cuatro. Es cosa del pasado, si es que alguna vez sucedió,
en que el evangelio de Juan, al presentar a un Jesús divino,
era contrastado con el evangelio de Marcos, quien
presentaba a un Jesús humano. Al contrario, los cuatro
evangelios presentan claramente a una persona elevada por
encima del nivel de la humanidad ordinaria; y el evangelio
de Marcos, el más corto y, de acuerdo a la crítica moderna,
el más primitivo, presenta de manera muy prominente las
obras poderosas suprahumanas de Jesús. En todos los
cuatro evangelios Jesús aparece poseído de un poder
soberano sobre las fuerzas de la naturaleza; en todos los
cuatro evangelios, como en todo el Nuevo Testamento, Jesús
aparece claramente como una persona sobrenatural. 3
Pero, ¿qué significa una “persona sobrenatural”? ¿Qué
quiere decir la palabra “sobrenatural”?
La concepción de lo “sobrenatural” está estrechamente
conectada con la concepción de los “milagros”; un milagro
es la manifestación de lo sobrenatural en el mundo externo.
Pero, ¿qué es lo sobrenatural? Se han propuesto muchas
definiciones, pero solo hay en realidad una definición
correcta. Un evento sobrenatural es uno que acontece por el
poder inmediato de Dios, diferenciado del poder mediato de
Dios. La posibilidad de lo sobrenatural, si definimos lo
sobrenatural de esta manera, presupone dos cosas: 1) la
existencia de un Dios personal, y 2) la existencia de un
verdadero orden natural. Sin la existencia de un Dios
personal, no puede darse una entrada significativa del
poder de Dios en el orden del mundo; y sin la existencia real
de un orden de la naturaleza, no puede haber una distinción
entre los eventos naturales y aquellos que son
sobrenaturales —todos los eventos serían sobrenaturales, o
la palabra “sobrenatural” estaría vacía completamente de
significado—. La distinción entre lo “natural” y lo
“sobrenatural” no significa de ninguna manera que la
naturaleza sea independiente de Dios; no significa que
mientras que Dios hace que acontezcan eventos
sobrenaturales, los eventos naturales no sean causados por
Él. Al contrario, el creyente en los eventos sobrenaturales
considera que todo acontece como la obra de Dios. La
diferencia es que él cree que en los eventos llamados
naturales, Dios usa medios, mientras que en los eventos
llamados sobrenaturales, Dios no usa medios sino pone en
acción su poder creativo. En otras palabras, la distinción
entre lo natural y lo sobrenatural es simplemente la
distinción entre las obras de providencia de Dios y la obra
de creación de Dios; un milagro es una obra creativa tan
real como la acción misteriosa que creó el mundo.
Esta concepción de lo sobrenatural depende
absolutamente de una concepción teísta de Dios. El teísmo
se distingue del 1) deísmo y del 2) panteísmo.
De acuerdo a la concepción deísta, Dios puso en acción al
mundo como si fuera una máquina, y después lo dejó
accionar independientemente de Él. Tal concepción es
inconsistente con la realidad de lo sobrenatural; los milagros
de la Biblia presuponen a un Dios que está constantemente
supervisando y guiando el curso de este mundo. Los
milagros de la Biblia no son intrusiones arbitrarias de un
poder que no tiene ninguna relación con el mundo, sino que
tienen toda la intención de producir resultados dentro del
orden de la naturaleza. Sin duda, en los milagros de la Biblia
lo natural y lo sobrenatural están integrados de una manera
completamente incongruente con la concepción deísta de
Dios. Por ejemplo, en la alimentación de los cinco mil,
¿quién diría que los cinco panes y los dos peces tenían
alguna vela en el entierro? ¿Quién diría dónde lo natural
cesó y lo sobrenatural empezó? Sin embargo, ese evento
verdaderamente trascendió el orden natural. Los milagros
de la Biblia, entonces, no son la obra de un Dios que no
tenga parte en el curso de la naturaleza; sino que son la
obra de un Dios que por medio de sus obras de providencia
está “preservando y gobernando a todas sus criaturas y
todas las acciones de éstas”.
Pero la concepción de lo sobrenatural es inconsistente, no
solamente con el deísmo, sino también con el panteísmo. El
panteísmo identifica a Dios con la totalidad de la naturaleza.
Por ello, es inconsistente para la concepción panteísta que
algo deba entrometerse al curso de la naturaleza que no
sea parte de la misma naturaleza. Una incongruencia similar
con lo sobrenatural aparece también en ciertas formas del
idealismo, el cual niega la existencia real de las fuerzas de
la naturaleza. Si lo que parece estar conectado está
realmente conectado solamente en la mente divina,
entonces es difícil hacer cualquier distinción entre aquellas
operaciones de la mente divina que aparecen como
milagros y aquellas que aparecen como eventos naturales.
Con frecuencia se ha dicho que todos los eventos son obras
creativas. Según esta perspectiva, cuando hablamos,
solamente usamos un lenguaje convencional para decir que
un cuerpo es atraído hacia otro de acuerdo a la ley de la
gravedad; pero lo que realmente debiera decirse es que
cuando dos cuerpos están en proximidad, solo bajo ciertas
condiciones se atraen. De acuerdo a esta concepción,
ciertos fenómenos en la naturaleza van seguidos siempre
por otros ciertos fenómenos, y en realidad es solamente
esta regularidad de secuencia la que se indica al afirmar
que los fenómenos anteriores “causan” a los posteriores; la
única causa verdadera es, en todos los casos, Dios. Una vez
más, según esta concepción, no puede haber una distinción
entre eventos producidos por el poder inmediato de Dios y
los producidos por su poder mediato, ya que según esta
concepción todos los eventos son producidos por el poder
inmediato de Dios. En contra de esta perspectiva, aquellos
que aceptan nuestra definición de los milagros,
naturalmente aceptarán la noción común y corriente de
causa. Dios es siempre la primera causa, pero hay causas
secundarias reales, que son los medios que Dios usa en el
curso ordinario del mundo para la realización de sus fines.
Lo que hace que un evento sea un milagro es la exclusión
de las causas segundas.
Algunas veces se dice que la realidad de los milagros
destruiría el fundamento de la ciencia. La ciencia, se
arguye, está fundamentada en la regularidad de las
secuencias; se asume que si ciertas condiciones dentro del
curso de la naturaleza preceden, otras se sucederán. Pero si
existiera alguna intrusión de eventos que por su misma
definición son independientes de toda condición previa,
entonces —sigue el argumento— la regularidad de la
naturaleza sobre la que descansa la ciencia se quebraría. En
otras palabras, los milagros parecen introducir un elemento
arbitrario e inexplicable en el curso del mundo. Esta
objeción ignora lo que es esencialmente fundamental en la
concepción cristiana de los milagros. De acuerdo a la
concepción cristiana, un milagro se produce por el poder
inmediato de Dios. No se produce por un déspota arbitrario
y extraño, sino por el mismo Dios quien es el creador
precisamente de la regularidad de la naturaleza; por el Dios
cuyo carácter la Biblia expone por doquier. Tal Dios,
ciertamente, no irá en contra del carácter creado de sus
criaturas; su intervención no va a meter desorden en el
mundo que ha hecho. De acuerdo a la concepción cristiana,
no hay nada de arbitrario en los milagros. No es un evento
sin causa, sino un evento causado por la misma fuente de
todo el orden que hay en el mundo. Depende
completamente de la causa más fiable y más firme de todas
las cosas existentes, a saber, el carácter de Dios.
Entonces, la posibilidad de los milagros está
indisolublemente unida al “teísmo”. Una vez que se admita
la existencia de un Dios personal, Hacedor y Gobernador del
mundo, no pueden ponerse límites —temporales o de
cualquier otra clase— al poder creativo de tal Dios. Admite
que Dios creó el mundo, y no podrás negar que él se
involucra constantemente en la creación. Pero alguien diría:
la realidad de los milagros es diferente a la posibilidad de
que sucedan. Incluso podría admitirse que es posible que
ocurran los milagros, pero ¿realmente han ocurrido?
Esta pregunta se alza amenazadoramente en la mente de
los hombres modernos. El peso de la pregunta parece
recaer fuertemente sobre muchos que todavía aceptan los
milagros del Nuevo Testamento. A menudo se dice que los
milagros solían considerarse como una ayuda para la fe,
pero que ahora constituyen un obstáculo para la fe; la fe se
producía por los milagros, pero ahora se produce a pesar de
ellos; los hombres solían creer en Jesús porque hacía
milagros, pero ahora aceptamos los milagros porque hemos
llegado a creer en Jesús por otros medios.
Una extraña confusión le subyace a esta manera común
de hablar. En un sentido es verdad que los milagros son un
obstáculo para la fe —pero, ¿quién ha pensado lo contrario?
— Podría admitirse con seguridad que si la narrativa del
Nuevo Testamento no contuviera milagros, sería mucho más
fácil de creer. Mientras más familiar y común resulta una
historia, es más fácil aceptarla como verdadera. Pero el
hecho es que las narraciones comunes y corrientes tienen
poco valor. El Nuevo Testamento sin los milagros sería más
fácil de creer. El problema es que no valdría la pena creerlo.
Sin los milagros, el Nuevo Testamento contendría el relato
de un santo —no un hombre perfecto, ya que hizo
declaraciones sublimes sin tener ningún derecho de
hacerlas— pero de un hombre al menos más santo que los
demás. Pero, ¿de qué beneficio nos sería tal hombre y la
muerte que marcó su fracaso? Mientras más sublime sea el
ejemplo dado por Jesús, más grande es nuestro dolor por
nuestro fracaso en ser como él; mayor es nuestra
desesperanza bajo la carga del pecado. El sabio de Nazaret
puede que satisfaga a aquellos que nunca han encarado el
problema del mal en sus propias vidas; pero hablar de un
ideal con aquellos que están esclavizados al pecado es una
burla grosera. No obstante, si Jesús era tan solo un hombre
como los demás, entonces todo lo que tenemos en él es un
ideal. El mundo pecador necesita mucho más que eso. Es de
poco consuelo que se nos diga que sí había bondad en el
mundo, cuando lo que necesitamos es una bondad que
venza el pecado. Pero la bondad que vence el pecado
supone una entrada del poder creativo de Dios, y ese poder
creativo de Dios se manifiesta por medio de los milagros.
Sin los milagros, podría ser más fácil creer en el Nuevo
Testamento. Pero lo que creyéramos sería completamente
diferente a aquello que se nos presenta ahora. Sin los
milagros, tendríamos a un maestro; con los milagros
tenemos a un Salvador.
Es un error, sin lugar a dudas, aislar los milagros del resto
del Nuevo Testamento. Es un error discutir el tema de la
resurrección de Jesús como si lo que se fuera a probar fuese
simplemente la resurrección de un mero hombre del primer
siglo en Palestina. Sin duda que la evidencia existente que
demuestra tal evento, por muy contundente que sea, puede
que resulte ser insuficiente. El historiador se vería obligado
a decir que todavía no se ha descubierto ninguna
explicación naturalista del origen de la Iglesia, y además,
que la evidencia de dicho milagro es excesivamente
concluyente; pero los milagros son, para decir lo mínimo,
eventos extremadamente inusuales, y existe una tremenda
presunción hostil en contra de aceptar la hipótesis de los
milagros en cualquier caso dado. Pero de hecho, la pregunta
en este caso no tiene que ver con la resurrección de un
hombre de quien no sabemos nada; tiene que ver con la
resurrección de Jesús, quien era realmente una persona
muy extraordinaria. La singularidad del carácter de Jesús
remueve la presunción hostil en contra de los milagros; era
extremadamente improbable que cualquier hombre
ordinario se levantase de los muertos, pero Jesús no era
cualquier hombre.
Pero hay otra manera de apoyar la evidencia de los
milagros del Nuevo Testamento: por medio de la existencia
de una ocasión adecuada. Se ha observado antes que un
milagro es un evento producido por el poder inmediato de
Dios, y que Dios es un Dios de orden. La evidencia de un
milagro es, por lo tanto, fortalecida enormemente cuando
puede detectarse el propósito del milagro. Eso no quiere
decir que dentro de un complejo de milagros se pueda
asignar una razón exacta a cada uno de ellos; no significa
que en el Nuevo Testamento debiéramos esperar ver
exactamente por qué un milagro fue hecho en un caso, pero
no en otro. Pero sí significa que la aceptación de un
complejo de milagros se facilita muchísimo más cuando se
puede detectar una razón adecuada para el complejo como
un todo.
En el caso de los milagros del Nuevo Testamento, tal razón
adecuada no es difícil de encontrar. Se encuentra en la
conquista del pecado. De acuerdo a la concepción cristiana,
como está formulada en la Biblia, la humanidad está bajo la
maldición de la santa ley de Dios, y el terrible castigo
incluye la corrupción de toda nuestra naturaleza. Las
transgresiones actuales proceden de la raíz pecaminosa, y
sirven para profundizar la culpa de todo hombre a la vista
de Dios. Sobre la base de esa perspectiva, la cual es tan
profunda y tan cierta a los hechos observables de la vida, es
obvio que nada simplemente natural podría satisfacer
nuestras necesidades. La naturaleza transmite la corrupción
pecaminosa; la esperanza solo puede encontrarse en un
acto creativo de Dios.
Y ese acto creativo de Dios—tan misterioso, tan contrario
a todas las expectativas, no obstante tan congruente con el
carácter de Dios que se revela como el Dios de amor—se
encuentra en la obra redentora de Cristo. Ningún producto
de la humanidad pecadora podría redimir a la humanidad de
la terrible culpa o levantar a la raza humana del muladar del
pecado. Pero Dios ha enviado a un Salvador. Allí yace la
misma raíz de la religión cristiana; esa es la razón de por
qué lo sobrenatural es el mismo fundamento y substancia
de la fe cristiana.
Pero la aceptación de lo sobrenatural depende de una
convicción de la realidad del pecado. Sin la convicción de
pecado, no se puede apreciar la singularidad de Jesús; es
solamente cuando contrastamos nuestra pecaminosidad
con su santidad que podemos apreciar el abismo que
separa a Jesús del resto de los hijos de los hombres. Y sin la
convicción de pecado, no puede entenderse la ocasión del
acto sobrenatural de Dios; sin la convicción de pecado, las
buenas nuevas de redención parecen ser un cuento de
hadas. La convicción de pecado es tan fundamental en la fe
cristiana que no podemos llegar a ella por medio de un
proceso de razonamiento; no podemos decir simplemente:
todos los hombres (me han dicho) son pecadores; yo soy un
hombre, por lo tanto, presupongo que también tengo que
ser pecador. Algunas veces a esa convicción de pecado se
llega solamente, pero la verdadera convicción de pecado es
mucho más inmediata que eso. Depende, en realidad, de la
información que proviene desde afuera; depende de la
revelación de la ley de Dios; depende de las tremendas
verdades formuladas en la Biblia en cuanto a la
pecaminosidad universal de la humanidad. Pero añade a la
revelación que ha provenido de afuera una convicción de
toda la mente y corazón, un profundo entendimiento de
nuestra condición perdida, una iluminación de la
consciencia somnolienta que produce una revolución
copernicana en nuestra actitud hacia el mundo y hacia Dios.
Cuando un hombre ha pasado por esa experiencia, queda
pasmado ante su anterior ceguera, pero especialmente se
pasma ante su actitud anterior hacia los milagros del Nuevo
Testamento, y hacia la persona sobrenatural que se revela
allí. El hombre verdaderamente arrepentido se gloría en lo
sobrenatural porque sabe que nada natural puede saciar
sus necesidades; el mundo ha sido conmocionado una vez
en su destrucción, y tiene que ser conmocionado otra vez
para su salvación.
No obstante, aceptar las presuposiciones de los milagros
no convierte en innecesario el claro testimonio de los
milagros que en realidad han ocurrido, porque ese
testimonio es extremadamente contundente. 4 El Jesús
presentado en el Nuevo Testamento era claramente una
persona histórica—todo esto está admitido por todos
aquellos que realmente han entendido los problemas
históricos. Pero igualmente claro es que el Jesús presentado
en el Nuevo Testamento era una persona sobrenatural. No
obstante, para el liberalismo moderno una persona
sobrenatural no es nunca una persona histórica. El problema
surge entonces para aquellos que adoptan el punto de vista
liberal: el Jesús del Nuevo Testamento es histórico, es
sobrenatural y, no obstante, lo que es sobrenatural, sobre la
hipótesis liberal, nunca puede ser histórico. El problema solo
podría resolverse separando lo natural de lo sobrenatural en
el relato de Jesús del Nuevo Testamento, a fin de rechazar lo
sobrenatural y retener lo natural. Pero el proceso de
separación nunca ha sido realizado exitosamente. Han sido
muchos los intentos, pero todos han fracasado. La moderna
Iglesia liberal ha dejado el alma y corazón en este intento,
al grado que difícilmente encontraremos otro capítulo más
brillante en la historia del espíritu humano que esta
“búsqueda del Jesús histórico”. El problema es que los
milagros no permiten ser considerados como retoques
periféricos del relato de Jesús del Nuevo Testamento, sino
que pertenecen a la misma urdimbre y trama del relato.
Están íntimamente conectados con las sublimes
declaraciones de Jesús, y se mantienen o caen con la
indiscutible pureza del carácter de Jesús y revelan la misma
naturaleza de su misión en el mundo.
No obstante la Iglesia liberal moderna rechaza los
milagros, y con ellos toda la persona sobrenatural de
nuestro Señor. No solamente se rechazan algunos milagros,
sino todos. No tiene ninguna importancia que la Iglesia
liberal acepte algunas de las maravillosas obras de Jesús, ya
que no tiene ningún sentido en lo absoluto que algunas de
las obras de sanidad sean consideradas como históricas. La
razón es que el liberalismo moderno ya no considera tales
obras como obras sobrenaturales, sino meramente como
curaciones de fe de una clase extraordinaria. Y lo crucial, en
este caso, es la presencia o ausencia de lo verdaderamente
sobrenatural. Además, tales concesiones, como las
curaciones de fe, no nos llevan a ningún lado, ya que los
incrédulos en lo sobrenatural simplemente tienen que
rechazar como legendarias o míticas la cantidad masiva de
las obras maravillosas.
Entonces, la cuestión fundamental no gira en torno a la
historicidad de algún milagro en particular, sino en torno a
la historicidad de todos los milagros. Este es el hecho que se
oculta, y al ocultarlo con frecuencia introduce un elemento
de cinismo en la defensa de la causa liberal. El predicador
liberal selecciona algún milagro y discursa sobre el mismo
como si fuera el único punto en cuestión. El milagro que por
lo general seleccionan es el nacimiento virginal. El
predicador liberal insiste en la posibilidad de creer en Cristo
sin importar qué opinión tengamos de la manera en que
entró al mundo. ¿No es la persona la misma, sin importar
cómo haya nacido? De este modo, el predicador liberal
quiere dejar la impresión en la persona común y corriente
de que él, en realidad, sí acepta las ideas centrales del
relato de Jesús que proporciona el Nuevo Testamento, y solo
tiene algunos problemitas con este punto en particular del
nacimiento virginal en el relato. Pero tal impresión es
radicalmente falsa. Es verdad que algunos han negado el
nacimiento virginal y, no obstante, han aceptado el relato
de Jesús del Nuevo Testamento como una persona
sobrenatural, pero tales personas son tan exageradamente
escasas que es difícil encontrar el día de hoy alguna
persona prominente que mantenga esta creencia. La razón
es que el nacimiento virginal es un hecho profundamente
congruente con toda la presentación novotestamentaria de
la persona de Cristo. La abrumadora mayoría de los que
rechazan el nacimiento virginal también rechazan todo el
contenido sobrenatural del Nuevo Testamento,
atribuyéndole a la palabra “resurrección” una connotación
completamente ajena a la misma: una influencia
permanente de Jesús o una mera existencia espiritual de
Jesús más allá de la tumba. Puede que usen las mismas
palabras antiguas, pero designan algo muy diferente. Los
discípulos creían en la continuada existencia personal de
Jesús inclusive durante los tres tristes días después de la
crucifixión; ellos no eran saduceos, sino que creían que
Jesús realmente vivió y resucitaría en el último día. Pero lo
que los capacitó para que empezaran la obra de la Iglesia
cristiana fue que creyeron que el cuerpo de Jesús había sido
resucitado de la tumba por el poder de Dios. Esa creencia
incluye aceptar lo sobrenatural; y, de este modo, aceptar lo
sobrenatural se convierte en el centro y núcleo de la religión
que profesamos.
Cualquiera sea la decisión que tomemos, no debemos
ocultar para nada este hecho. El asunto no tiene que ver
con milagros particulares, ni siquiera con un milagro
supremamente importante como el nacimiento virginal.
Tiene que ver realmente con todos los milagros. Y la
cuestión concerniente a los milagros es simplemente la
cuestión de aceptar o rechazar al Salvador que el Nuevo
Testamento presenta. Rechaza los milagros y Jesús será
simplemente la flor más hermosa de la humanidad que
impresionó tanto a sus seguidores que después de su
muerte no querían aceptar que estaba muerto, y tuvieron
alucinaciones que les hicieron creer que Jesús realmente
había resucitado de los muertos; acepta los milagros y
tendrás en Jesús a un Salvador que voluntariamente vino a
este mundo para salvarnos, que voluntariamente sufrió por
nuestros pecados en la cruz, y que vive para siempre para
interceder por nosotros. La diferencia entre estas dos
concepciones es la diferencia entre dos religiones
completamente diferentes. Ya es tiempo de que encaremos
esta situación; ya es tiempo de abandonar el uso
desorientador de frases tradicionales y de hablar con la
verdad sin ocultar nada. ¿Aceptaremos al Jesús del Nuevo
Testamento como nuestro Salvador o lo rechazaremos como
lo hace la Iglesia liberal?
Puede que alguien aquí levante una objeción. El
predicador liberal, puede que se diga, con frecuencia habla
de la “deidad” de Cristo; con frecuencia está presto a decir
que “Jesús es Dios”. Lo cual impresiona mucho a los
miembros de la Iglesia. Ellos dicen: el predicador cree en la
deidad de nuestro Señor; es obvio que no es tan liberal, y
los que lo quieren fuera de la Iglesia son intolerantes
cazadores de herejes faltos de amor.
Pero desafortunadamente el lenguaje solo tiene valor
como la expresión del pensamiento. La palabra castellana
“Dios” no tiene ninguna virtud en sí misma; no es más
bonita que otras palabras. Su importancia depende
completamente del significado que se le atribuya. Por lo
tanto, cuando el predicador liberal dice que “Jesús es Dios”,
lo que esa declaración significa depende completamente de
lo que el predicador quiere decir por “Dios”.
Y ya hemos observado que cuando el predicador liberal
usa la palabra “Dios” quiere decir algo completamente
diferente de lo que el cristiano dice. Dios, al menos de
acuerdo al análisis lógico del liberalismo moderno, no es
una persona separada del mundo, sino meramente la
unidad que impregna a todo el mundo. Por lo tanto, decir
que Jesús es Dios significa simplemente que la vida de Dios,
vida que todo hombre comparte, se expresa de una manera
más diáfana o rica en Jesús. Tal aserción está
diametralmente opuesta a la confesión cristiana de la
deidad de Cristo.
Hay otro significado, igualmente opuesto a la confesión
cristiana, que a veces se le atribuye a la aserción de que
Jesús es Dios. La palabra “Dios” a veces se usa para denotar
simplemente el objeto supremo de los deseos de los
hombres, lo más sublime que los hombres conocen. Hemos
renunciado, aseveran, a la noción de que exista un Hacedor
y Gobernador del universo; tales nociones pertenecen a la
“metafísica”, y son rechazadas por los hombres modernos.
Pero la palabra “Dios”, aunque ya no pueda denotar al
Hacedor del universo, es un término conveniente para
denotar el objeto de las emociones y deseos de los
hombres. De algunos hombres, se puede decir, que su Dios
sea mamón: trabajan para mamón y su corazón les
pertenece. De una manera similar, el predicador liberal dice
que Jesús es Dios. Por supuesto, el no quiere decir que Jesús
sea idéntico en su naturaleza a un Hacedor y Gobernador
del universo, de quien podemos obtener una idea aparte de
Jesús. El predicador liberal ya no cree en un ser como ese.
Todo lo que quiere decir es que el hombre Jesús—un hombre
entre nosotros y de nuestra misma naturaleza—es lo más
sublime que conocemos. Es obvio que tal manera de pensar
esta muchísimo más alejada de la confesión cristiana que
del unitarianismo, al menos en sus formas más tempranas,
porque el unitarianismo temprano al menos creía en Dios.
Por otro lado, los liberales modernos dicen que Jesús es Dios
no porque estimen tanto a Jesús, sino porque subestiman
demasiado a Dios.
Hay otra manera en que el liberalismo también dentro de
las Iglesias “evangélicas” es inferior al unitarianismo. Es
inferior al unitarianismo en el tema de la honestidad. A fin
de mantenerse en las Iglesias evangélicas y remover
cualquier temor de sus asociados conservadores, los
liberales recurren constantemente a un doble uso del
lenguaje. Por ejemplo, un joven ha recibido un reporte
preocupante de la poca ortodoxia de un predicador
prominente, y al interrogar al predicador acerca de su
confesión, recibe una respuesta reconfortadora. El
predicador liberal, en efecto, le responde: “tú puedes decirle
a todos que sí creo que Jesús es Dios”. El joven inquisidor
queda satisfecho e impresionado.
Sin embargo, es posible poner en duda si tal aserción—“Sí
creo que Jesús es Dios” y otras parecidas—en los labios de
los predicadores liberales es estrictamente veraz. El
predicador liberal le pone, sin duda, un verdadero
significado a las palabras, y acepta tal significado de
corazón. Realmente cree que “Jesús es Dios”, pero el
problema es que le da a las palabras un significado
diferente del que la persona con quien habla tiene en
mente. Por lo tanto, viola el principal fundamental de
veracidad en el lenguaje. De acuerdo a tal principio
fundamental, el lenguaje es verdadero no por el significado
que el emisor le otorgue a las palabras, sino cuando el
significado que se propone producir en la mente del
receptor concuerda con los hechos. De ese modo, la
veracidad de la aserción “Sí creo que Jesús es Dios”,
depende de la audiencia a la que se dirige. Si la audiencia
está compuesta de personas teológicamente entrenadas,
las cuales le atribuirán el mismo significado a la palabra
“Dios” que tiene en mente el emisor, entonces el lenguaje
es verdadero. Pero si la audiencia está compuesta de
cristianos comunes, quienes retienen el mismo significado
antiguo de la palabra “Dios”—significado que aparece en el
primer versículo de Génesis—entonces el lenguaje es falso.
Y en este último caso, las buenas intenciones, por muy
buenas que sean, no harán verdadera tal aserción. La ética
cristiana no destruye la honestidad; ningún deseo de
edificar a la Iglesia ni de evitar ofender puede ni debe
permitir la mentira.
De cualquier manera, el liberalismo moderno, por
supuesto, niega la deidad de nuestro Señor en cualquier
sentido real de la palabra “deidad”. De acuerdo a la Iglesia
liberal moderna, Jesús es diferente al resto de los hombres
solamente en grado pero no en esencia; solo puede ser
divino si todos los hombres son también divinos. Pero si la
concepción liberal de la deidad de Cristo está vacía de
significado, ¿cuál es, entonces, la concepción cristiana?
¿Qué es lo que quiere decir el cristiano al confesar que
“Jesús es Dios”?
Ya la respuesta la hemos dado en lo que se ha dicho.
Hemos observado que el Nuevo Testamento representa a
Jesús como una persona sobrenatural. Pero si Jesús es una
persona sobrenatural, Él es divino o un ser intermedio,
superior ciertamente al hombre, pero inferior a Dios. La
Iglesia cristiana ha abandonado la última opción durante
siglos, y no hay alguna posibilidad de revivirla; el arrianismo
podemos decir que está muerto. Concebir a Cristo como un
ser súper angelical, como Dios pero no Dios, pertenece
evidentemente a la mitología y no a la Biblia o a la
confesión cristiana. Por lo general, si se mantiene la
concepción teísta de la distinción entre el hombre y Dios,
tiene que admitirse que Cristo o es Dios o es un mero
hombre. Así pues, si Cristo no es un mero hombre, entonces
es una persona sobrenatural; y si es una personal
sobrenatural, la conclusión es que Cristo es Dios.
En segundo lugar, ya hemos observado también que en el
Nuevo Testamento y en todo el cristianismo verdadero,
Jesús no es un mero ejemplo de fe, sino el objeto de la fe. Y
la fe de la cual Jesús es el objeto es claramente una fe
religiosa; el creyente deposita su seguridad y confianza en
Jesús de una manera que nunca lo haría en otra cosa o en
alguien más que no fuera Dios. Esto es así, ya que
encomendamos a Jesús, nada más y nada menos, que la
felicidad eterna del alma. Es precisamente por esta razón
que toda la actitud cristiana hacia Jesús como está presente
en todo el Nuevo Testamento presupone claramente la
deidad de nuestro Señor.
Es a la luz de esta presuposición central que todas las
afirmaciones sobre Cristo deben abordarse. Los pasajes
particulares que testifican de la deidad de Cristo no son
residuos desechables en el Nuevo Testamento, sino frutos
naturales de una concepción fundamental que brotan
espontáneamente por doquier. Esos pasajes particulares no
quedan confinados a algún libro o grupo de libros. En las
epístolas paulinas, por supuesto, los pasajes son
particularmente claros; el Cristo de las epístolas aparece
una y otra vez en conexión estrecha con el Padre y el
Espíritu Santo. En el evangelio de Juan también no tenemos
que indagar demasiado porque la deidad de Cristo es,
prácticamente, el hilo conductor del libro. Pero el testimonio
de los evangelios sinópticos no es realmente diferente del
que aparece en alguna otra parte. La manera en que Jesús
habla de mi Padre y el Hijo supone la afirmación de la
deidad de nuestro Señor, y es una manera absolutamente
fundamental en los evangelios sinópticos de presentar la
relación de Jesús con el Padre. Este es el caso, por ejemplo,
en el famoso pasaje de Mateo 11:27 (Lucas 10:22): “Todas
las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie
conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino
el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”. La persona
que así habla en este pasaje está representada como un ser
que tiene una unión misteriosa con el Dios eterno.
Pero también el Nuevo Testamento, y con la misma
claridad, presenta a Jesús como un hombre. El evangelio de
Juan, que contiene al principio la tremenda declaración “la
palabra era Dios” y que trata extensamente con la deidad
del Señor, también representa a Jesús cansado junto a un
pozo, y sediento en la hora de su agonía en la cruz. A
diferencia de los evangelios sinópticos en los que
escasamente encontramos testimonios tan crudos sobre la
humanidad de nuestro Salvador, en el evangelio de Juan
aparecen una y otra vez. Pero aun así, con respecto a los
evangelios sinópticos no cabe ninguna duda de que
claramente presentan a una persona que vivió una vida
genuinamente humana y que era en sí mismo verdadero
hombre.
La verdad es que el testimonio del Nuevo Testamento es el
mismo en todas partes: por doquier presenta a uno que era
tanto Dios como hombre. Es interesante, desde este punto
de vista, observar cuán infructuosos han sido todos los
esfuerzos para rechazar una parte de este testimonio con la
intención de preservar otras partes del mismo. Los
apolinarios rechazaron la humanidad plena del Señor, pero
al hacerlo terminaron con una persona muy diferente al
Jesús del Nuevo Testamento. El Jesús del Nuevo Testamento
era claramente, en el sentido pleno de la palabra, un
hombre. Otros ha supuesto que lo divino y lo humano
estaban tan fundidos en Jesús que se produjo una
naturaleza que ni era puramente divina ni humana, sino una
naturaleza de una tercera clase, un tertium quid. Pero nada
puede estar más alejada de la enseñanza del Nuevo
Testamento que esto. De acuerdo al Nuevo Testamento, las
naturalezas divina y humana eran claramente distinguibles;
la naturaleza divina era pura divinidad, y la naturaleza
humana era pura humanidad; Jesús era Dios y hombre en
dos naturalezas distintas. Los nestorianos, por otro lado,
enfatizaron tanto la distintividad de lo divino y humano en
Jesús hasta suponer que había dos personas separadas en
Jesús. Pero tal concepción con sabor a gnosticismo está
claramente opuesta al registro que tenemos; el Nuevo
Testamento enseña claramente la unidad de la persona de
nuestro Señor.
Eliminando estos errores, la Iglesia arribó a la doctrina
novotestamentaria de las dos naturalezas en una persona;
el Jesús del Nuevo Testamento es “Dios y hombre, en dos
naturalezas distintas y una persona para siempre”. Algunas
veces esa doctrina es considerada como una doctrina
especulativa, pero nada puede estar más lejos de la verdad.
Independientemente de que la doctrina de las dos
naturalezas sea verdadera o falsa, es muy relevante que
entendamos que esta doctrina no fue producida
especulativamente, sino como un intento genuino de
resumir sucintamente y con exactitud la enseñanza
escritural.
El liberalismo moderno, por supuesto, rechaza esta
doctrina, y lo hace de una manera muy simple: eliminando
toda la naturaleza superior de nuestro Señor. Pero tal
radicalismo no tiene ni siquiera un poco más de éxito que
las herejías del pasado. El Jesús que se supone queda
después de la eliminación del elemento sobrenatural es a lo
sumo una figura muy umbría, ya que la eliminación de lo
sobrenatural lógicamente supone la eliminación de todo lo
demás, y el historiador constantemente se encuentra con la
concepción absurda que borra completamente a Jesús de
las páginas de la historia. Pero incluso después de evitar
tales peligros, incluso después de que el historiador
exitosamente reconstruye a un Jesús puramente humano
estableciendo arbitrariamente límites a este proceso de
eliminación, el Jesús así reconstruido termina siendo
completamente irreal. Este Jesús maquillado tiene una
contradicción moral en el centro mismo de su ser: una
contradicción debida a su consciencia mesiánica. A pesar de
ser tan puro, humilde, fuerte y cabal, ¡no obstante suponía
utópicamente ser el juez último de toda la tierra! El Jesús
liberal, a pesar de todos los esfuerzos de la reconstrucción
sicológica moderna para darle vida, sigue siendo una
figurada confeccionada por el lenguaje escénico. En cambio,
¡qué diferente es el Jesús del Nuevo Testamento y el Jesús
de los grandes credos escriturales! Ese Jesús, sin duda, es
un Jesús misterioso. ¿Quién puede sondear el misterio de su
persona? No obstante, el misterio es un misterio en el cual
podemos descansar. El Jesús del Nuevo Testamento tiene al
menos una ventaja sobre el Jesús de la reconstrucción
moderna: es un Jesús real. No es una figura confeccionada
apropiadamente como plataforma para emitir sentencias
morales, sino una persona genuina a quien podemos amar
de verdad. Los hombres lo han amado a lo largo de las
centurias de la historia del cristianismo. Y la imposibilidad
aún permanece: a pesar de todos los esfuerzos para
erradicarlo de las páginas de la historia, todavía muchos lo
siguen amando.
1 . Este es el método de enfoque adoptado en mi libro The Origen of Paul’s
Religion [El Origen de la Religión de Pablo], 1921.
2 . Compare The Origen of Paul’s Religion [El Origen de la Religión de Pablo],
1921, pp. 118-137.
3 . Compare History and Faith [Historia y Fe], 1915, pp. 5s.
4 . Compare History and Faith [Historia y Fe], 1915, pp. 6-8.
Capítulo 6

LA SALVACIÓN

H EMOS OBSERVADO HASTA AHORA QUE EL liberalismo difiere del


cristianismo con respecto a las presuposiciones del
evangelio (la concepción de Dios y del hombre), con
respecto al Libro que contiene el mensaje y con respecto a
la persona cuya obra expone el evangelio. Por eso es que no
nos sorprende que el liberalismo difiera del cristianismo en
su relato del evangelio mismo; no nos sorprende que
presente un relato completamente diferente del camino de
la salvación. El liberalismo centra la salvación (en la medida
que esté dispuesto a hablar de la “salvación” en absoluto)
en el hombre; el cristianismo la centra en un acto de Dios.
La diferencia con respecto al camino de la salvación tiene
que ver, en primer lugar, con el fundamento de la salvación
en la obra redentora de Cristo. De acuerdo a la confesión
cristiana, Jesús es nuestro Salvador no en virtud de lo que
dijo, y ni siquiera en virtud de lo que era, sino en virtud de
lo que hizo. Él es nuestro Salvador no porque nos inspire a
vivir la misma clase de vida que Él vivió, sino porque asumió
en sí mismo la culpa fatal de nuestros pecados y la cargó
por nosotros en la cruz. Tal es la concepción cristiana de la
cruz de Cristo. Algunos la ridiculizan por ser una “teoría sutil
de la expiación”. Pero en realidad es la enseñanza clara de
la palabra de Dios; no sabemos absolutamente nada de una
expiación que no sea una expiación vicaria, porque esa es la
única expiación de la que habla el Nuevo Testamento. Y esta
doctrina bíblica no es compleja ni sutil.
Al contrario, aunque es misteriosa, en sí misma es tan
sencilla que un niño la puede entender. “Merecíamos
muerte eterna, pero el Señor Jesús, porque nos amó, murió
en nuestro lugar en la cruz”. La verdad es que esto no es
nada difícil de entender. En realidad, no es la doctrina
bíblica de la expiación que es difícil de entender, sino lo que
es realmente incomprehensible son los elaborados
esfuerzos modernos de deshacerse de la doctrina bíblica a
favor del orgullo humano. 1
Los predicadores liberales modernos algunas veces sí
hablan de la “expiación”, pero hablan de ella muy
esporádicamente, al grado que uno se percata de que sus
corazones en realidad están en otra parte, pero no al pie de
la cruz de Cristo. La verdad es que en este punto, como en
muchos otros, uno presiente que el lenguaje tradicional ha
sido tergiversado hasta llegar a ser la expresión de ideas
completamente desfiguradas. Y una vez que la fraseología
tradicional ha sido desbaratada, aunque la concepción
aparece de muchas formas, se hace muy patente la esencia
de la concepción moderna de la muerte de Cristo. Su
esencia es que la muerte de Cristo afectó solamente al
hombre, no a Dios. Algunas veces se concibe el efecto en el
hombre de una manera muy simple, considerando la muerte
de Cristo meramente como un ejemplo de auto-sacrificio
que debemos emular. Entonces, la singularidad de este
ejemplo solamente puede encontrarse en el hecho de que el
predominante sentimiento cristiano ha hecho de este
ejemplo un santo y seña de todo auto-sacrificio; concretiza
lo que de otra manera tendría que expresarse de forma más
insípida. Algunas veces el efecto de la muerte de Cristo en
nosotros se concibe de formas más sutiles; la muerte de
Cristo, se dice, muestra cuánto Dios odia el pecado —ya que
el pecado llevó al Santo a la cruz atroz— y nosotros
también, por lo tanto, debemos odiar el pecado como Dios
lo odia y arrepentirnos. Algunas veces, una vez más, la
muerte de Cristo se considera como una exhibición del amor
de Dios, ya que exhibe al propio Hijo de Dios entregándose
por todos nosotros. Estas modernas “teorías de la
expiación” no se encuentran todas en el mismo plano; la
última, en particular, parece promover una elevada
perspectiva de la persona de Jesús. Pero se equivocan en
que ignoran la realidad lúgubre de la culpa, y creen que
todo lo que se necesita para ser salvo es una mera
persuasión de la voluntad humana. Todas, sin duda,
contienen un elemento de la verdad; es verdad que la
muerte de Cristo es un ejemplo de auto-sacrificio que puede
inspirar a otros al auto-sacrificio; es verdad que la muerte
de Cristo muestra cuánto Dios odia el pecado; es verdad
que la muerte de Cristo exhibe el amor de Dios. Todas estas
son verdades que se encuentran plenamente en el Nuevo
Testamento, pero quedan subordinadas a una verdad aún
mayor: que Cristo murió por nosotros para presentarnos sin
mancha delante del trono de Dios. Sin esa verdad central, el
resto pierde todo significado, porque un ejemplo de auto-
sacrificio es inútil para quienes están bajo la culpa y
esclavitud del pecado; porque saber solamente que Dios
odia el pecado, únicamente puede generar desesperación
en nosotros; porque una exhibición del amor de Dios es
meramente eso, a menos que exista una verdadera razón
de un auto-sacrificio. Si la cruz debe restaurarse a su lugar
legítimo en la fe cristiana, tendremos que trascender las
teorías modernas hasta elevarnos a Cristo mismo quien nos
amó y se entregó a sí mismo por nosotros.
El liberalismo moderno no se cansa de vaciar su copa de
odio y desdén sobre la doctrina cristiana de la cruz. Incluso
en este punto es verdad que la esperanza de no ofender a
nadie no siempre la alcanzan; las palabras “expiación
vicaria” y otras parecidas —por supuesto en un sentido
completamente en desacuerdo con su significado cristiano—
las usan a veces todavía. Pero a pesar de tal uso esporádico
del lenguaje tradicional, los predicadores liberales revelan
muy a las claras qué tienen en mente. Hablan con desprecio
de los que creen “que la sangre de nuestro Señor,
derramada en su muerte substitutiva, aplaca a una deidad
alienada y hace posible recibir otra vez al pecador
arrepentido”. 2 Usan cualquier instrumento para ridiculizar y
vilipendiar la doctrina de la cruz. De este modo, ellos
explayan su desdén sobre algo tan sagrado y precioso ante
lo que el corazón cristiano se consume de una gratitud que
no puede expresar en palabras. Parece que los liberales no
se percatan de que al mofarse de la doctrina cristiana de la
cruz, están pisoteando los corazones de los cristianos. Pero
los ataques liberales modernos al menos cumplen con el
propósito de mostrar cuál es en realidad el contenido de su
doctrina, la cual pasaremos a analizar brevemente.
Entonces, en primer lugar, la manera cristiana de la
salvación a través de la cruz de Cristo es criticada porque
depende de la historia. A veces se evade esta crítica; a
veces se dice que como cristianos debemos enfocarnos en
lo que Cristo hace ahora en cada cristiano, en vez de
enfocarnos en lo que hizo hace mucho tiempo en Palestina.
Pero la evasión involucra un total abandono de la fe
cristiana. Si la obra salvadora estuviera confinada a lo que
Cristo hace ahora en cada creyente, no habría tal cosa como
un evangelio cristiano —un relato de un evento que
transforma la vida—. Si así fuera, entonces nos quedaríamos
con un burdo misticismo, y el misticismo es en realidad muy
diferente al cristianismo. El cristianismo es la conexión de la
experiencia actual del creyente con una manifestación
histórica de Jesús en el mundo, lo que previene que nuestra
religión naufrague en el misticismo y la hace ser
cristianismo.
Entonces, con toda firmeza tiene que admitirse que el
cristianismo en realidad depende de algo que sucedió;
nuestra religión tendría que abandonarse completamente, a
menos que en un punto específico de la historia Jesús
hubiera muerto como propiciación por los pecados de los
hombres. El cristianismo evidentemente depende de la
historia.
Pero si esta es la naturaleza del cristianismo, la objeción
del liberalismo ataca el corazón de nuestra fe. ¿Realmente
tenemos que depender para la salvación de nuestras almas
de algo que sucedió hace mucho tiempo? ¿Realmente
tenemos que esperar a que los historiadores hayan
concluido sus disputas acerca del valor de las fuentes y
otros temas antes de poder tener paz con Dios? ¿No sería
mejor tener una salvación que estuviera en el aquí y el
ahora con nosotros, y que solamente dependiera de lo que
podemos ver y sentir?
Con respecto a esta objeción, debe observarse que si la
religión se independizara de la historia, no habría tal cosa
como el evangelio. Porque “evangelio” significa “buenas
nuevas” o noticias, información acerca de algo que ha
sucedido. Un evangelio independiente de la historia es una
contradicción de términos. El evangelio cristiano significa,
no una presentación de lo que siempre ha sido cierto, sino
un reporte de algo nuevo —algo que imparte un aspecto
totalmente diferente a la situación de la humanidad—. La
situación de la humanidad era de desesperación por causa
del pecado; pero Dios ha cambiado la situación mediante la
muerte expiatoria de Cristo —eso no es una simple reflexión
sobre lo antiguo, sino un relato de algo nuevo—. Estamos
atrapados en este mundo como en un campo acorralado, y
para mantener nuestra valentía el predicador liberal nos
ofrece una exhortación. Hagan lo mejor que puedan, nos
dice, miren el lado amable de la vida. Pero
desafortunadamente, tal exhortación no puede cambiar los
hechos. En particular, no puede remover el hecho fatal del
pecado. Es muy diferente el mensaje del evangelista
cristiano. No ofrece una reflexión sobre lo antiguo sino
noticias de algo nuevo, no una exhortación sino un
evangelio. 3
Es verdad que el evangelio cristiano es un relato, no de
algo que sucedió ayer, sino de algo que sucedió hace
mucho tiempo; pero lo importante es que realmente
sucedió. Si realmente sucedió, entonces no importa cuándo
sucedió. No importa cuándo sucedió, sea ayer o en el primer
siglo, porque sigue siendo un verdadero evangelio, una
pieza auténtica de buenas noticias.
Además, lo que sucedió hace mucho tiempo es confirmado
por la experiencia del presente en este caso. El creyente
recibe primero el relato que el Nuevo Testamento ofrece de
la muerte expiatoria de Cristo. Ese relato es historia. Pero si
es verdadero, entonces tiene efectos en el presente, y
puede demostrarse por sus efectos. El creyente pone a
prueba el mensaje cristiano, y al hacerlo, resulta ser
verdadero. La experiencia no sustituye a la evidencia
documentada, pero sí confirma tal evidencia. La palabra de
la cruz ya no parece ser más para el cristiano algo
meramente lejano, o meramente un asunto que deba ser
disputado por los teólogos entrenados. Al contrario, es
aceptado en lo más profundo del alma, y cada día y hora de
la vida del cristiano confirma una vez más la verdad del
evangelio.
En segundo lugar, se critica a la doctrina cristiana de la
salvación a través de la muerte de Cristo en base a su
estrechez. Liga la salvación al nombre de Jesús, cuando hay
muchísimos en el mundo que nunca efectivamente han oído
del nombre de Jesús. Se nos dice que lo que realmente
necesitamos es una salvación que salve a todos en todas
partes, independientemente de si han oído de Jesús o no, y
sin importar la clase de vida que hayan llevado. No es un
nuevo credo, se dice, lo que va a satisfacer la necesidad
universal del mundo, sino algún medio que efectivamente
ponga en práctica en la vida diaria el credo que cualquiera
tenga oportunidad de tener.
Esta segunda objeción, al igual que la primera, a veces es
evadida. A veces se dice que aunque una vía de salvación
es por medio de la aceptación del evangelio, puede que
haya otras vías. Pero este método de responder a la
objeción renuncia a una de las cosas que son tan
obviamente características del mensaje cristiano —a saber,
su exclusividad—. Lo que muy forzosamente impactó a los
primeros observadores del cristianismo no fue meramente
que la salvación era ofrecida por medio del evangelio
cristiano, sino que cualquier otro medio era resolutamente
rechazado. Los primeros misioneros cristianos demandaban
una devoción absolutamente exclusiva para Cristo. Tal
exclusividad iba directamente en contra del sincretismo
prevaleciente de la era helenista. En tal tiempo, se ofrecían
muchos salvadores a la atención de los hombres por
muchas religiones, pero las diversas religiones paganas
podían vivir juntas en perfecta armonía; cuando un hombre
se hacía devoto de un dios, no tenía porque renunciar a los
otros dioses. Pero el cristianismo no tenía nada que ver con
estas “poligamias convencionales del alma”; 4 demandaba
una devoción absolutamente exclusiva; insistía en que
todos los demás salvadores tenían que ser abandonados a
favor del único Señor. La salvación, en otras palabras, no
era meramente a través de Cristo, sino que era solamente a
través de Cristo. En esa pequeña palabra “solamente”
recaía todo el peso de la ofensa. Sin esa palabra no hubiera
habido persecuciones; los hombres educados del día
probablemente hubieran estado dispuestos a darle un lugar
a Jesús, y un lugar honorable, entre los salvadores de la
humanidad. Sin su exclusividad, el mensaje cristiano
hubiera parecido perfectamente inofensivo a los hombres
de ese día. Así también el liberalismo moderno, al colocar a
Jesús junto a los otros benefactores de la humanidad, es
perfectamente inofensivo en el mundo moderno. Todos
hablan bien de él. Es completamente inofensivo. Pero es
también completamente fútil. Renuncia a la ofensa de la
cruz, pero también a su gloria y poder.
De este modo, tiene que admitirse que justamente el
cristianismo sí liga la salvación al nombre de Cristo. No
necesitamos discutir aquí la cuestión de si los beneficios de
la muerte de Cristo deben aplicarse siempre a aquellos que,
aunque llegados a la edad de la discreción, no han oído o
aceptado el mensaje del evangelio. Ciertamente, el
evangelio no proporciona de ninguna manera en este
asunto una esperanza clara. En la base misma de la obra de
la Iglesia apostólica se encuentra la consciencia de una
terrible responsabilidad. El único mensaje de vida y
salvación se ha encomendado a los hombres; ese mensaje
tenía que proclamarse, a riesgo de todo, mientras había
tiempo. Entonces, la objeción en cuanto a la exclusividad de
la vía cristiana de salvación no puede evadirse, sino que
tiene que enfrentarse.
En respuesta a la objeción, puede decirse simplemente
que la vía cristiana de salvación es estrecha solo en la
medida en que la Iglesia decide permanecer estrecha. El
nombre de Jesús suele ser extrañamente adaptable a los
hombres de toda raza y de toda clase de educación. Y la
Iglesia tiene abundantes medios, con la promesa del
Espíritu de Dios, para llevar el nombre de Jesús a todos. Por
lo tanto, si esta vía de salvación no se ofrece a todos, no es
culpa de la vía de salvación misma, sino la culpa de aquellos
que fallan en usar los medios que Dios ha puesto en sus
manos.
Pero, puede que se diga, ¿no es esa una tremenda
responsabilidad para ponerse en las manos de hombres
débiles y pecaminosos? ¿No sería más natural que Dios
ofreciera la salvación a todos sin requerirles aceptar un
nuevo mensaje y, de este modo, hacerlos depender de la
fidelidad de los mensajeros? La respuesta a esta objeción es
clara. Ciertamente es verdad que la vía cristiana de
salvación coloca una tremenda responsabilidad en los
hombres. Pero esa responsabilidad es como la
responsabilidad que, como muestra la observación
ordinaria, Dios, de hecho, encarga a los hombres. Es como
la responsabilidad, por ejemplo, del padre hacia el hijo. El
padre tiene todo el poder para dañar el alma como también
el cuerpo del hijo. La responsabilidad es terrible; pero es
una responsabilidad que incuestionablemente existe. Es
similar la responsabilidad de la Iglesia al dar a conocer el
nombre de Jesús a toda la humanidad. Es una terrible
responsabilidad, pero existe, y es muy similar a los otros
conocidos tratos de Dios.
Pero el liberalismo moderno tiene todavía objeciones más
específicas a la doctrina cristiana de la cruz. ¿Cómo puede
una persona, se pregunta, sufrir por los pecados de otra? Tal
cosa, se nos dice, es absurda. La culpa, sigue la objeción, es
personal; si permito que otro hombre sufra por mi culpa, mi
culpa no por eso disminuye ni una pizca.
A veces se encuentra una respuesta a esta objeción en los
ejemplos claros de la vida ordinaria donde una persona sí
sufre por el pecado de otra persona. En la guerra, por
ejemplo, muchos hombres mueren voluntariamente por el
bienestar de otros. Aquí, se dice, tenemos algo análogo al
sacrificio de Cristo.
Sin embargo, tiene que confesarse que la analogía es muy
pobre, ya que no toca el punto específico en cuestión. La
muerte de un soldado voluntario en la guerra era como la
muerte de Cristo en que fue un ejemplo supremo de auto-
sacrificio. Pero lo que se iba a lograr por medio del auto-
sacrificio era completamente diferente a lo que se iba a
lograr en el Calvario. La muerte de aquellos que se
sacrificaron en la guerra trajo paz y protección a los seres
queridos en casa, pero nunca podía servir para erradicar la
culpa del pecado.
La verdadera respuesta a la objeción debe encontrarse no
en la semejanza entre la muerte de Cristo y otros ejemplos
de auto-sacrificio, sino en la profunda diferencia entre
ambos. 5 ¿Por qué es que los hombres ya no están
dispuestos a confiar para su propia salvación y para la
esperanza del mundo en un acto que fue realizado por un
Hombre hace mucho tiempo? ¿Por qué es que ellos
prefieren confiar en millones de actos de auto-sacrificio
hecho por millones de hombres a través de los siglos y en
nuestro propio día? La respuesta es clara. Porque los
hombres han perdido de vista la majestad de la persona de
Jesús. Ellos lo consideran como un hombre igual que ellos; y
si era un hombre igual que ellos, su muerte llega a ser
simplemente un ejemplo de auto-sacrificio. ¿Por qué,
entonces, prestamos atención exclusiva a este ejemplo de
tan antigua Palestina? Los hombres solían decir con
referencia a Jesús: “No había otra persona suficientemente
buena para pagar el precio del pecado”. Ya no dicen eso
más. Al contrario, cada hombre ahora es considerado como
suficientemente bueno para pagar el precio del pecado si
tan solo tuviera el coraje de ir más allá de los demás en
alguna causa noble, ya sea en tiempo de paz o de guerra.
Es perfectamente cierto que ningún mero hombre puede
pagar la pena del pecado de otro hombre. Pero no se sigue
que Jesús no pudiera hacerlo; porque Jesús no era un mero
hombre sino el Hijo eterno de Dios. Jesús es dueño de los
secretos más recónditos del mundo moral; Él ha hecho lo
que nadie más podría posiblemente hacer; Él ha cargado
nuestro pecado.
La doctrina cristiana de la expiación, por lo tanto, está
completamente enraizada en la doctrina cristiana de la
deidad de Cristo. La realidad de una expiación por el pecado
depende completamente de la presentación del Nuevo
Testamento de la persona de Cristo. E incluso los himnos
que hablan de la cruz y que cantamos en la Iglesia pueden
colocarse en una escala ascendente de acuerdo a estar
basados en una concepción más baja o superior de la
persona de Jesús. Hasta debajo de la escala se encuentra
ese himno familiar que dice:
Más cerca, ¡oh Dios¡, de ti,
yo quiero estar;
Aunque sobre un cruz
me hayan de alzar;
Mi canto aún así
Constante habrá de ser:
Más cerca, ¡oh Dios!, de ti,
más cerca, sí.

Ese es un himno perfectamente bueno. Significa que


nuestras adversidades pueden ser una disciplina que nos
lleven más cerca de Dios. La idea del himno no se opone al
cristianismo; se encuentra en el Nuevo Testamento. Pero
muchas personas tienen la impresión, porque la palabra
“cruz” se encuentra en el himno, de que hay algo
específicamente cristiano en ello, y que tiene algo que ver
con el evangelio. Esta impresión es completamente falsa. En
realidad, la cruz de la que se habla no es la cruz de Cristo,
sino nuestra propia cruz; la estrofa solamente significa que
nuestras propias cruces o adversidades pueden ser un
medio para acercarnos más a Dios. Es un pensamiento
perfectamente bueno, pero ciertamente que no es el
evangelio. Uno solo puede lamentarse de que la gente del
Titanic no pudiera haber encontrado un mejor himno que
usar en la última hora solemne de sus vidas.
Pero hay otro himno en el himnario:
Me glorío en la cruz de Cristo
Las edades en ruinas están
Toda la luz de la historia sagrada
Arrojada sobre su noble faz

Este es mejor sin lugar a dudas. No son nuestras cruces,


sino la cruz de Cristo, lo que verdaderamente tuvo lugar en
el Calvario, de lo que se habla aquí, y es ese evento que se
celebra como el centro de toda la historia. Es con toda razón
que el verdadero creyente puede cantar ese himno. Pero
incluso en este himno no se entiende plenamente el
significado cristiano de la cruz de Cristo; la cruz solo se
celebra, pero no se entiende.
Pero afortunadamente hay otro himno en nuestro
himnario:
La cruz excelsa al contemplar
Do Cristo allí por mí murió
Nada se puede comparar
A las riquezas de su amor

En ese himno oímos a detalle las marcas del verdadero


sentimiento cristiano: “Do Cristo allí por mí murió”. Cuando
llegamos a entender que el que sufrió en el Calvario no era
un mero hombre, sino el Señor de la gloria, entonces
estaremos dispuestos a decir que una gota de la preciosa
sangre de Jesús tiene más valor, para nuestra propia
salvación y para la esperanza de la sociedad, que todos los
ríos de sangre que se han derramado en los campos de
batalla en la historia.
De este modo, la objeción dirigida al sacrificio vicario de
Cristo se desvanece completamente ante el tremendo
significado cristiano de la majestad de la persona de Jesús.
Es perfectamente cierto que el Cristo de la moderna
reconstrucción naturalista nunca pudo haber sufrido por los
pecados de los demás; pero es muy diferente el caso del
Señor de la gloria. Y si la noción de la expiación vicaria
fuese tan absurda como a la oposición moderna le gustaría
que pensemos, ¿qué diremos de la experiencia cristiana que
se ha fundamentado en ella? A la Iglesia liberal moderna le
encanta apelar a la experiencia, pero ¿dónde debe
encontrarse la experiencia cristiana si no es en la bendita
paz que proviene del Calvario? Esa paz solo llega cuando un
hombre reconoce que todo su esfuerzo para estar bien
delante de Dios, todo su esfuerzo desesperado por cumplir
la Ley antes de poder ser salvo, es innecesario, y que el
Señor Jesús ha anulado el acto de los decretos que había
contra nosotros muriendo en su lugar en la cruz. ¿Quién
puede medir la profundidad de la paz y el gozo que proviene
de este bendito conocimiento? ¿Es una “teoría de la
expiación”, un engaño de la fantasía del hombre? O, ¿es la
misma verdad de Dios?
Pero todavía sigue en pie otra objeción en contra de la
doctrina cristiana de la cruz. La objeción tiene que ver con
el carácter de Dios. ¡Qué concepción tan degradada de Dios
es, exclama el liberal moderno, cuando Dios es
representado como estando “enemistado” con el hombre, y
como esperando indiferentemente hasta que se pague un
precio antes de conceder la salvación! En realidad, se nos
dice, Dios está más dispuesto a perdonar el pecado que lo
que nosotros estamos para perdonarlo; la reconciliación, por
tanto, solo tiene que ver con el hombre; todo depende de
nosotros; Dios nos recibirá en cualquier tiempo que
deseemos.
La objeción depende, por supuesto, de la concepción
liberal del pecado. Si el pecado es tan trivial, entonces
ciertamente que la maldición de la ley de Dios puede
tomarse muy a la ligera, y Dios fácilmente puede dejar lo
pasado en el pasado.
Este asunto de dejar lo pasado en el pasado tiene un
sonido placentero, pero en realidad es lo más
descorazonador en el mundo. Ni siquiera puede hacer nada
en el caso de pecados cometidos en contra de nuestros
prójimos. Sin decir nada del pecado en contra de Dios, ¿qué
haremos acerca del daño que le hemos hecho a nuestro
prójimo? Algunas veces, sin duda, el daño puede ser
reparado. Si hemos defraudado a nuestro prójimo con una
suma de dinero, podemos pagarle esa suma con interés.
Pero en el caso de los daños más serios, tal pago es
generalmente imposible. Los daños más serios son aquellos
que se hacen, no al cuerpo, sino al alma de los hombres. Y,
¿quién puede auto complacerse al pensar en esa clase de
daños que ha cometido? Y, ¿quién puede soportar el
recuerdo, por ejemplo, del daño que ha hecho a aquellos
menores que él por medio de su mal ejemplo? Y, ¿qué de
aquellas palabras hirientes, dichas a aquellos que amamos,
que han dejado cicatrices que nunca serán borradas con el
tiempo? Ante tales recuerdos, se nos dice por el predicador
moderno que simplemente nos arrepintamos y dejemos lo
pasado en el pasado. Pero, ¡qué tan descorazonador es tal
arrepentimiento! Nosotros escapamos para refugiarnos en
una vida más alta, más feliz y más respetable. Pero ¿qué de
aquellos a quienes por nuestro ejemplo y por nuestras
palabras los hemos sumido hasta el borde del infierno? ¡Los
olvidamos y dejamos lo pasado en el pasado!
Tal arrepentimiento nunca erradicará la culpa del pecado
—ni siquiera el pecado cometido en contra de nuestros
prójimos, por no hablar del pecado en contra de Dios—. El
hombre verdaderamente arrepentido ansía erradicar los
efectos del pecado, no meramente olvidar el pecado. Pero,
¿quién puede erradicar los efectos del pecado? Otros están
sufriendo por causa de nuestros pecados pasados; y no
podemos obtener paz verdadera hasta que suframos en su
lugar. Anhelamos regresar al enredo de nuestra vida y
corregir las cosas que están mal —al menos sufrir donde
hemos hecho sufrir a otros—. Y algo así hizo Cristo por
nosotros cuando murió en nuestro lugar en la cruz; Cristo
expió todos nuestros pecados.
Es verdad que el dolor por los pecados cometidos en
contra de nuestros prójimos permanece en el corazón del
cristiano, y buscaremos por todos los medios que están a
nuestro alcance, reparar el daño que hemos hecho. Pero
finalmente se ha hecho una expiación —se ha hecho como
si verdaderamente el pecador mismo hubiera sufrido con y
por aquellos a quien ha dañado—. Y el pecador mismo, por
un misterio de la gracia, llega a estar bien con Dios.
Fundamentalmente, todo pecado es pecado cometido en
contra de Dios. “Contra ti, contra ti solo he pecado” es la
plegaria de un verdadero penitente. ¡Cuán terrible es el
pecado en contra de Dios! ¿Quién puede recordar los años y
momentos desperdiciados? Se han ido para nunca volver; se
han ido los mejores días de nuestra existencia; se han ido
los días en que un hombre tiene que trabajar. ¿Quién puede
medir la culpa irrevocable de una vida desperdiciada? Pero
incluso para tal culpa Dios ha proveído una fuente de
purificación en la sangre preciosa de Cristo. Dios nos ha
revestido de la justicia de Cristo; en Cristo podemos
presentarnos sin mancha ante el trono del juicio.
Así pues, negar la necesidad de la expiación es negar la
existencia de un verdadero orden moral. Y es extraño cómo
aquellos que se aventuran a hacer tal negación pueden
considerarse discípulos de Jesús; porque si una cosa es clara
en el registro de la vida de Jesús es que Jesús reconoció la
justicia, como distinta al amor de Dios. Dios es amor, de
acuerdo a Jesús, pero no solo es amor; Jesús habló, con
palabras durísimas, del pecado que nunca será perdonado
ni en este siglo ni en el venidero. Claramente Jesús
reconocía la existencia de una justicia retributiva; Jesús
estaba lejos de aceptar la relajada concepción moderna del
pecado.
Pero, entonces se objetará: ¿qué llega a ser del amor de
Dios? Inclusive si se admite que la justicia demanda castigo
por el pecado, el teólogo liberal moderno dirá: ¿qué llega a
ser de la doctrina cristiana de que la justicia es sorbida por
la gracia? Si se representa a Dios como esperando un precio
a pagarse antes de que el pecado sea perdonado, tal vez
pueda salvaguardarse su justicia, pero ¿qué llega a ser de
su amor?
Los maestros liberales modernos no se cansan nunca de
insistir en esta objeción. Hablan con horror de la doctrina de
un Dios “enemistado” o “enojado”. Para responder a esta
objeción, por supuesto sería fácil apuntar al Nuevo
Testamento. El Nuevo Testamento claramente habla de la ira
de Dios y de la ira de Jesús mismo; y toda la enseñanza de
Jesús presupone una divina indignación en contra del
pecado. Entonces, ¿con qué derecho —si es que lo tienen—
aquellos que rechazan este elemento vital en la enseñanza
y ejemplo de Jesús pueden considerarse verdaderos
discípulos de Él? La verdad es que el rechazo moderno de la
doctrina de la ira de Dios procede de una concepción
relajada del pecado que desentona completamente con la
enseña de todo el Nuevo Testamento y con Jesús mismo.
Una vez que alguien llegue a experimentar una verdadera
convicción de pecado, tal persona no tendrá ninguna
dificultad con la doctrina de la cruz.
Pero, en realidad, la objeción moderna a la doctrina de la
expiación en virtud de que la doctrina es contraria al amor
de Dios, se basa en el profundísimo malentendido de la
doctrina misma. Los maestros liberales modernos persisten
en hablar del sacrificio de Cristo como si fuera un sacrificio
hecho no por Dios, sino por alguien más. Hablan del
sacrificio como si significara que Dios espera fríamente
hasta que se le pague un precio antes de perdonar el
pecado. De hecho, no significa nada de eso; la objeción
ignora aquello que es absolutamente fundamental en la
doctrina cristiana de la cruz. Lo fundamental es que Dios
mismo, y no alguien más, realiza el sacrificio por el pecado
—Dios mismo en la persona del Hijo que asumió nuestra
naturaleza y murió por nosotros, Dios mismo en la persona
del Padre que no libró ni a su propio Hijo sino que lo ofreció
por todos nosotros—. La salvación es tan gratuita para
nosotros como el aire mismo que respiramos; el terrible
costo es de Dios; la ganancia es nuestra. “De tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. Tal
amor es muy diferente a la autocomplacencia que se
encuentra en el Dios de la predicación moderna; este amor
es amor que no escatimó el costo; es amor que es genuino
amor.
Este amor, y solo éste, es el que imparte verdadero gozo a
los hombres. No cabe duda que la Iglesia liberal moderna
está buscando este gozo, pero lo está buscando en maneras
que son falsas. ¿Cómo puede hacerse la comunión con Dios
una comunión llena de gozo? Obviamente, se nos dice,
enfatizando los atributos reconfortantes de Dios: su
longanimidad, su amor. Consideremos a Dios, se arguye, no
como un déspota malhumorado, no como un juez justo
rigorista, sino simplemente como un Padre amoroso.
¡Deshagámonos de la vieja teología! Adoremos a un Dios en
quien podamos regocijarnos. Así suena la retórica moderna.
Dos preguntas surgen con respecto a este método de
hacer de la religión una religión llena de gozo: en primer
lugar, ¿funciona? Y en segundo lugar, ¿ es verdad?
¿Funciona? Ciertamente que debe funcionar. ¿Cómo
alguien no puede estar feliz cuando el gobernador del
universo es declarado ser el Padre amoroso de todos los
hombres que nunca infligirá alguna pena en sus hijos?
¿Dónde está la punzada de remordimiento si todo pecado
será perdonado necesariamente? No obstante, los hombres
son extrañamente ingratos. Después que el predicador
liberal ha hecho su parte con toda diligencia —después de
que todo lo desagradable ha sido cuidadosamente
eliminado de la concepción de Dios, después de que su
amor ilimitado ha sido celebrado con la elocuencia que
merece— la congregación de algún modo y
persistentemente rechaza irrumpir en los viejos éxtasis de
gozo. La verdad es que, el Dios de la predicación moderna,
aunque pudiera ser muy bueno, es más bien un Dios
desinteresado. Nada es tan insípido como el buen humor
indiscriminado. ¿Es realmente amor lo que cuesta tan
poquito? Si Dios necesariamente va a perdonar, sin importar
lo que hagamos, ¿para qué molestarnos por Él en lo
absoluto? Tal Dios puede que nos libere del temor del
infierno, pero su cielo, si es que tiene uno, está lleno de
pecado.
La otra objeción a la idea moderna y alentadora de Dios es
que es falsa. ¿Cómo sabes que Dios es todo amor y ternura?
Seguramente no a través de la naturaleza, porque la
naturaleza está llena de horrores. El sufrimiento humano
puede que sea desagradable, pero es real, y Dios tiene que
ver algo con el mismo. Seguramente que tampoco a través
de la Biblia, porque fue de la Biblia que los antiguos
teólogos derivaron aquella concepción de Dios que
rechazarías como pesimista. “Nuestro Dios”, dice la Biblia,
“es un fuego consumidor”. O, ¿sólo Jesús es tu autoridad?
Eso no te ayuda en nada, porque fue Jesús quien habló de
las tinieblas de afuera y del fuego eterno, del pecado que no
será perdonado ni en este siglo ni en el venidero. O,
¿apelas, para tu idea reconfortante de Dios, a una
revelación del siglo veinte que te fue dada inmediatamente?
Es de temerse que no convencerás a nadie, sino a ti mismo.
La religión no puede hacerse gozosa simplemente
mirando el lado brillante de Dios, porque un Dios parcial no
es un verdadero Dios, y es solo el Dios real quien puede
satisfacer las ansias del alma. Dios es amor, pero ¿es solo
amor? Dios es amor, pero ¿es el amor Dios? Busca el gozo
solamente, y después buscarás el gozo a toda costa, y no lo
encontrarás. Entonces, ¿cómo puede obtenerse?
La búsqueda del gozo en la religión parece haber
terminado en el desastre. A Dios se le encuentra envuelto
en un misterio impenetrable, y en una majestuosa justicia;
el hombre está confinado a la prisión del mundo, intentando
sacar lo mejor de su condición, hermoseando la prisión con
oropel, si bien secretamente insatisfecho con su esclavitud,
insatisfecho con una bondad meramente relativa que es
ninguna bondad, insatisfecho con la compañía de sus
prójimos pecadores, incapaz de olvidar su destino celestial y
su deber celestial, añorando comunión con el Santo. Parece
que no hay esperanza; Dios está separado de los pecadores;
no hay lugar para el gozo, sino solo una cierta búsqueda
temerosa de juicio y de una ardiente indignación.
No obstante tal Dios al menos tiene una ventaja sobre el
Dios reconfortante de la predicación moderna: está vivo, es
soberano, no está atado a su creación ni por sus criaturas,
puede hacer maravillas. ¿Podría salvarnos si quisiera? Nos
ha salvado: en eso consiste el mensaje del evangelio. No
podría haberse predicho; mucho menos podría haberse
predicho la manera de salvarnos. Ese nacimiento, esa vida,
esa muerte —¿por qué fue realizada de esa manera y solo
en ese tiempo y lugar?— Todo parece muy localizado, muy
particularizado, muy poco filosófico, tan muy improbable de
lo que pudiera haberse esperado. ¿No son nuestros propios
métodos de salvación, dicen los hombres, mejores que eso?
“¿Abana y Farfar, ríos de Damasco, ¿no son mejores que
todas las aguas de Israel?” Pero ¿qué si resultara cierto?
“Así, el Todo Grandioso era el Todo Amor también”; ¡el
propio Hijo de Dios entregado por todos nosotros, ofrecido
ahora gratuitamente a cada alma, las cosas escondidas de
los sabios y prudentes reveladas a los niños, el largo
esfuerzo terminado, lo imposible realizado, el pecado
conquistado por la gracia misteriosa, la comunión completa
con el Dios santo, nuestro Padre celestial!
Ciertamente, esto y solamente esto es el gozo. Pero es un
gozo que es parecido al temor. Es algo horrendo caer en las
manos del Dios vivo. ¿No estábamos más seguros con un
Dios de nuestro propio diseño: amor y solo amor, un Padre y
nada más, uno ante quien podríamos permanecer por
nuestros propios méritos sin temor? Aquel que pudiera
permanecer así, podría quedar satisfecho con tal Dios. Pero
nosotros, y que Dios nos ayude —pecadores como somos—,
miraremos a Jehová. Desesperados, esperanzados,
temblando, vacilando y creyendo a medias, confiando todo
a Jesús, nos aventuramos a entrar a la presencia del mismo
Dios. Y en su presencia vivimos.
La muerte expiatoria de Cristo, y solo eso, ha presentado
a los pecadores como justos a la vista de Dios; el Señor
Jesús ha pagado todo el castigo de sus pecados, y los ha
revestido con su perfecta justicia ante el tribunal de Dios.
Pero Cristo ha hecho para los cristianos muchísimo más que
eso. Les ha dado no solo una nueva y correcta relación con
Dios, sino una nueva vida en la presencia de Dios para
siempre. Los ha salvado del poder como también de la culpa
del pecado. El Nuevo Testamento no termina con la muerte
de Cristo; no termina con las palabras triunfantes de Cristo
en la cruz: “consumado es”. La muerte fue seguida por la
resurrección, y la resurrección al igual que la muerte fue
para nuestra salvación. Jesús se levantó de la muerte a una
nueva vida de gloria y poder, y a esa vida lleva a aquellos
por quienes murió. El cristiano, sobre la base de la obra
redentora de Cristo, no solo ha muerto al pecado, sino que
también vive para Dios.
Fue, de este modo, que se completó la completa obra
redentora de Cristo —la obra por la cual entró al mundo—.
El relato de esa obra es el “evangelio”, las “buenas nuevas”.
Nunca pudo haber sido predicha, porque el pecado no
merece sino la muerte eterna. Pero triunfó sobre el pecado a
través de la gracia de nuestro Señor Jesucristo.
Pero, ¿cómo es que la obra redentora de Cristo se aplica al
cristiano como individuo? La respuesta del Nuevo
Testamento es clara. De acuerdo al Nuevo Testamento, la
obra de Cristo se aplica al individuo cristiano por el Espíritu
Santo. Y esta obra del Espíritu Santo es parte de la obra
creativa de Dios. No se realiza por el uso ordinario de los
medios; no se realiza meramente por usar lo bueno que ya
hay en el hombre. Al contrario, es algo nuevo. No es una
influencia sobre la vida, sino el principio de una nueva vida;
no es un desarrollo de lo que teníamos, sino un nuevo
nacimiento. En el centro mismo del cristianismo se
encuentran las palabras: “tienes que nacer de nuevo”.
Estas palabras son despreciadas hoy. Suponen un
sobrenaturalismo, y el hombre moderno se opone al
sobrenaturalismo en la experiencia del individuo tanto como
en el reino de la historia. Una doctrinal cardinal del
liberalismo moderno es que el mal del mundo puede ser
derrotado por el bien del mundo; no se considera necesaria
ninguna ayuda que esté fuera del mundo.
Esta doctrina es propagada de varias maneras. Recorre
toda la literatura popular de nuestro tiempo. Domina la
literatura religiosa, y aparece incluso sobre el escenario.
Hace unos años una obra se hizo muy popular que
enseñaba la doctrina de una forma poderosa. La obra
empezaba con una escena en una casa de huéspedes en
Londres, y era una escena muy desalentadora. Las personas
en esa casa de huéspedes no eran, de ninguna manera,
criminales desesperados, aunque uno hubiera deseado que
lo fueran —hubieran sido mucho más interesantes—. Como
estaban las cosas, ellos simplemente eran personas
sórdidas y egoístas, rezongando y gruñendo acerca de las
cosas para comer y sobre las comodidades de las criaturas
—la clase de personas de quienes uno está tentado a decir
que no tienen sentimientos—. La escena era una
representación poderosa de la fealdad de lo ordinario, pero
inmediatamente el extranjero misterioso del “tercer piso”
entró en escena, y todo cambió. No tenía ningún credo ni
religión, sino que simplemente entabló conversación con
todos los de la casa de huéspedes, y descubrió lo bueno en
cada vida individual. En alguna parte en cada vida había
alguna cosa buena —algún verdadero afecto, alguna noble
ambición—. Había estado oculta durante mucho tiempo por
una capa gruesa de sordidez y egoísmo; su misma
existencia había sido olvidada. Pero allí estaba, y cuando fue
sacada a la luz toda la vida fue transformada. De esta
manera, el mal que había en el hombre fue vencido por lo
bueno que ya estaba allí.
La misma cosa se enseña en formas prácticas más
inmediatas. Por ejemplo, están aquellos que aplicarían el
mismo principio a los prisioneros en nuestras cárceles. Los
internos de las cárceles y las penitenciarías constituyen, sin
duda, material poco prometedor; pero es un gran error, se
dice, decirles que son malos, desalentarlos al insistir en su
pecado. Al contrario, se nos dice, lo que debe hacerse es
encontrar lo bueno que ya está en ellos y construir sobre
eso; debemos apelar a algún sentido latente de honor que
muestra que incluso los criminales poseen los residuos de
nuestra naturaleza humana común. De esta manera, una
vez más el mal que está en el hombre debe ser vencido, no
por un bien foráneo, sino por un bien que el hombre mismo
posee.
Ciertamente que hay un gran elemento de verdad en este
principio moderno. Ese elemento de verdad se encuentra en
la Biblia. La Biblia ciertamente enseña que el bien que ya
está en el hombre debe ser promovido a fin de frenar el
mal. Todas las cosas que sean verdaderas y puras y de buen
nombre, en esa cosas debemos pensar. Ciertamente que el
principio de vencer el mal del mundo con el bien que ya
está en el mundo es un gran principio. Los antiguos teólogos
lo reconocieron plenamente en su doctrina de la “gracia
común”. Hay algo en el mundo incluso aparte del
cristianismo que restringe las peores manifestaciones del
mal. Y ese algo debe usarse. Sin su uso, no se podría vivir
en este mundo ni por un día. El uso del mismo es
ciertamente un gran principio; sin duda alguna que logrará
muchas cosas útiles.
Pero hay una cosa que no logrará. No removerá la
enfermedad del pecado; cambiará la forma de la
enfermedad, pero no la removerá. Algunas veces la
enfermedad está escondida, y hay aquellos que piensan que
está curada. Pero después hay nuevos brotes en diferentes
maneras, como en 1914, y ponen en pánico al mundo. Lo
que realmente se necesita no es un bálsamo para mitigar
los síntomas del pecado, sino un remedio que ataque la raíz
de la enfermedad.
En realidad, sin embargo, la figura de la enfermedad es
desorientadora. La única figura verdadera —si en verdad
puede llamársele meramente una figura— es la que se usa
en la Biblia. El hombre no está meramente enfermo, sino
que está muerto en delitos y pecados, y lo que realmente
necesita es una nueva vida. Esa vida es dada por el Espíritu
Santo en la “regeneración” o el nuevo nacimiento.
Muchos son los pasajes y las maneras en que la doctrina
central del nuevo nacimiento se enseña en la Palabra de
Dios. Uno de los pasajes más estupendos es Gálatas 2:20:
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo,
mas vive Cristo en mí”. Ese pasaje fue llamado por Bengel
la médula del cristianismo, y se le llama así con justa razón.
Se refiere a la base objetiva del cristianismo en la obra
redentora de Cristo, y también contiene el sobrenaturalismo
de la experiencia cristiana. “Y ya no vivo yo, mas vive Cristo
en mí” —estas son palabras extraordinarias—. “Si observas
a los cristianos”, dice Pablo, “verás muchas manifestaciones
de la vida de Cristo”. Indudablemente, si las palabras de
Gálatas 2:20 se tomaran en sí mismas sin contexto alguno,
pudieran entenderse en un sentido místico o panteísta;
pudieran entenderse como si implicaran la fusión de la
personalidad del cristiano en la personalidad de Cristo. Pero
Pablo no tenía alguna razón para temer tal
malinterpretación, porque se había fortalecido a sí mismo
en contra de tal peligro por medio de toda su enseñanza. La
nueva relación del cristiano con Cristo, de acuerdo a Pablo,
no supone pérdida alguna de la personalidad separada del
cristiano; al contrario, se presupone siempre como
intensamente personal; no es una relación meramente
mística con el Todo o el Absoluto, sino una relación de amor
que existe entre una persona y otra. Precisamente porque
Pablo mismo se había salvaguardado de tal
malinterpretación, no tenía temor de usar un lenguaje
franco y osado. “Y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” —
estas palabras suponen una tremenda concepción de la
conmoción que sucede en la vida de un hombre cuando
llega a ser cristiano—. Es casi como si llegara a ser una
nueva persona —tan estupendo es el cambio—. Estas
palabras no fueron escritas por un hombre que creía que el
cristianismo significa meramente la entrada de una nueva
motivación en la vida; Pablo creía con todo su corazón y
mente en la doctrina de la nueva creación o el nuevo
nacimiento.
Esa doctrina representa un aspecto de la salvación
realizada por Cristo y se aplica por medio su Espíritu. Pero
hay otro aspecto de la misma salvación. La regeneración
significa una nueva vida; pero también hay una nueva
relación en la que el creyente permanece para con Dios. Esa
nueva relación es instituida por la “justificación” —el acto de
Dios por el cual un pecador es pronunciado justo ante Él en
base a la muerte expiatoria de Cristo—. No es necesario
preguntar si la justificación viene antes de la regeneración o
viceversa; en realidad son dos aspectos de una misma
salvación. Y ambas están al mero principio de la vida
cristiana. El cristiano no tiene meramente la promesa de
una nueva vida, sino que ya tiene una nueva vida. Y no
tiene meramente la promesa de ser pronunciado justo a la
vista de Dios (aunque el bendito pronunciamiento será
confirmado en el día del juicio), sino que ya es pronunciado
justo aquí y ahora. Al principio de cada vida cristiana se
encuentra, no un proceso, sino un acto definitivo de Dios.
Eso no significa que cada cristiano puede decir
exactamente en qué momento fue justificado y nació de
nuevo. Algunos cristianos, sin duda, realmente pueden dar
el día y hora de su conversión, y es un grave pecado
ridiculizar la experiencia de tales hombres. Algunas veces,
de hecho, ellos se inclinan a ignorar los pasos que en la
providencia de Dios los prepararon para el grandioso
cambio, pero tienen la razón en el punto principal. Ellos
saben que en aquel día en que se arrodillaron en oración
todavía estaban en sus pecados, y que cuando se pusieron
de pie ellos eran hijos de Dios para nunca ser separados de
Él. Tal experiencia es una cosa muy sagrada. Pero, por otro
lado, es un error demandar que deba ser universal. Hay
cristianos que pueden dar el día y la hora de su conversión,
pero la gran mayoría no saben exactamente en qué
momento ellos fueron salvos. Los efectos del acto son
claros, pero el acto mismo fue realizado en la quietud de
Dios. Tal es, con frecuencia, la experiencia de los hijos
criados por padres cristianos. No es necesario que todos
deban pasar a través de las agonías del alma antes de ser
salvos; hay aquellos a quienes la fe llega apacible y
fácilmente a través de la educación de los hogares
cristianos.
Pero cualquiera que sea el modo en que se manifieste, el
principio de la vida cristiana es un acto de Dios. Es un acto
de Dios y no un acto del hombre.
Sin embargo, eso no significa que en el principio de la vida
cristiana Dios trate con nosotros como si fuéramos palos o
piedras, incapaces de entender lo que se está haciendo. Al
contrario, Dios trata con nosotros como personas; la
salvación tiene un lugar en la vida consciente del hombre;
Dios usa en nuestra salvación un acto consciente del alma
humana —un acto que aunque es en sí mismo la obra del
Espíritu de Dios, es al mismo tiempo un acto del hombre—.
Ese acto del hombre que Dios produce y emplea en la
salvación es la fe. En el centro del cristianismo está la
doctrina de “la justificación por la fe”.
Al exaltar la fe, no nos estamos poniendo inmediatamente
en contradicción con el pensamiento moderno. De hecho la
fe está siendo exaltada muy en alto por los hombres del tipo
más moderno. Pero, ¿qué clase de fe? Allí emerge la
diferencia de opinión.
La fe está siendo exaltada tan alto el día de hoy que los
hombres están siendo satisfechos con cualquier clase de fe,
con tal de que sea fe. No hace ninguna diferencia qué se
crea, se nos dice, con tal de que la bendita actitud de la fe
esté allí. La fe no dogmática, se dice, es mejor que la
dogmática porque es fe más pura —fe menos debilitada por
la fusión del conocimiento—.
Ahora, es perfectamente claro que tal empleo de la fe
meramente como un estado caritativo del alma está
generando resultados. La fe en las cosas más absurdas
algunas veces produce los resultados más caritativos y de
más largo alcance. Pero la cosa alarmante es que toda fe
tiene un objeto. El observador científico puede que no
piense que es el objeto que hace el trabajo; desde su
posición ventajosa puede ver claramente que es realmente
la fe, considerada simplemente como un fenómeno
sicológico, lo importante, y que cualquier otro objeto
hubiera respondido también. Pero el que cree siempre está
convencido con exactitud que no es la fe, sino el objeto de
la fe, lo que lo está ayudando. En el momento en que llega a
convencerse de que es meramente la fe lo que lo está
ayudando, la fe desaparece, porque la fe siempre involucra
una convicción de la verdad objetiva o confiabilidad del
objeto. Si el objeto no es realmente confiable, entonces la fe
es una fe falsa. Es perfectamente cierto que tal fe falsa a
menudo ayudará a un hombre. Las cosas que son falsas
lograrán muchas cosas útiles en el mundo. Si tomo una
moneda falsa y compro una comida con ella, la comida es
completamente buena como si la moneda fuese un mero
producto de la casa de la moneda. Y ¡qué cosa tan más útil
es una comida! Pero en lo que estoy yendo al centro para
comprar una comida para un hombre pobre, un experto me
dice que mi moneda es una falsificación. ¡Teorizador
miserable y desalmado! Mientras que se interesa en
detalles técnicos insignificantes acerca de la historia
primitiva de esa moneda, un pobre hombre se está
muriendo por falta de pan. Así es con la fe. La fe es
demasiado útil, nos dicen ellos, al grado que no debemos
escudriñar su fundamento de ninguna manera (en verdad).
Pero el gran problema es que tal omisión del escrutinio
mismo involucra la destrucción de la fe porque la fe es
esencialmente dogmática. Pese a todo lo que puedas hacer,
no puedes remover el elemento del asentimiento intelectual
de ella. La fe es la opinión de que alguna persona hará algo
por ti. Si esa persona realmente hará tal cosa por ti,
entonces la fe es verdadera. Si no lo hará, entonces la fe es
falsa. En el último caso, no todos los beneficios en el mundo
harán a la fe verdadera. Aunque la fe ha transformado al
mundo de las tinieblas a la luz, aunque ha producido miles
de vidas gloriosas saludables, sigue siendo un fenómeno
patológico. Es falsa y más pronto que tarde quedará en
evidencia.
Tales falsificaciones deben ser removidas, no por amor a la
destrucción, sino a fin de dejar lugar para el oro puro, la
existencia del cual se da por sentado en la presencia de las
falsificaciones. La fe a menudo es fundamentada en el error,
pero no habría fe en lo absoluto a menos que algunas veces
se fundamentara en la verdad. Pero si la fe cristiana está
basada en la verdad, entonces no es la fe que salva al
cristiano sino el objeto de la fe. Y el objeto de la fe es Cristo.
La fe, entonces, de acuerdo a la concepción cristiana,
simplemente significa recibir un regalo. Tener fe en Cristo
significa dejar de intentar ganar el favor de Dios por medio
del carácter de uno; el hombre que cree en Cristo
simplemente acepta el sacrificio que Cristo ofreció en el
Calvario. El resultado de tal fe es una nueva vida y toda
clase de buenas obras; pero la salvación misma es un regalo
absolutamente gratuito de Dios.
Muy diferente es la concepción de la fe que prevalece en
la Iglesia liberal. De acuerdo al liberalismo moderno, la fe es
esencialmente lo mismo que “hacer de Cristo el Dueño” en
la vida de uno; al menos es por hacer de Cristo el Dueño en
la vida que se busca el bienestar de los hombres. Pero eso
simplemente significa que se considera que la salvación se
obtiene por medio de nuestra propia obediencia a los
mandatos de Cristo. Tal enseñanza es solamente una forma
refinada de legalismo. No el sacrificio de Cristo, de acuerdo
a esta concepción, sino nuestra propia obediencia a la ley
de Dios es el fundamento de la esperanza.
De esta manera, se ha renunciado a todo el logro de la
Reforma, y se ha dado un retorno a la religión de la Edad
Media. Al comienzo del siglo dieciséis, Dios levantó a un
hombre que empezó a leer la Epístola a los Gálatas con sus
propios ojos. El resultado fue el descubrimiento de la
doctrina de la justificación por la fe. En ese
redescubrimiento se ha fundamentado el todo de nuestra
libertad evangélica. Expuesta por Lutero y Calvino, la
Epístola a los Gálatas llegó a ser la “Carta Magna de la
Libertad Cristiana”. Pero el liberalismo moderno ha
retornado a la antigua interpretación de Gálatas que se
instaba en contra de los reformadores. De este modo, el
complejo comentario del Profesor Burton sobre la Epístola,
pese a toda su valiosísima erudición moderna, es en un
sentido un libro medieval; ha retornado a una exégesis anti-
reformada, por la cual se cree que Pablo estaba atacando en
la Epístola solamente una moralidad poco sistemática de los
fariseos. En realidad, por supuesto, el objeto del ataque de
Pablo es la opinión de que cualquier hombre puede ganar su
aceptación con Dios. Pablo no está primariamente
interesado en la religión espiritual en contra del
ceremonialismo, sino en la gracia gratuita de Dios en contra
del mérito humano.
La gracia de Dios es rechazada por el liberalismo
moderno, y el resultado es la esclavitud —la esclavitud de la
ley—, la miserable servidumbre por la cual el hombre
emprende la tarea imposible de establecer su propia justicia
como fundamento de la aceptación con Dios. Pareciera
extraño a primera vista que el “liberalismo”, del cual el
mismo nombre significa libertad, deba ser en realidad
esclavitud miserable. Pero el fenómeno no es realmente tan
extraño. La emancipación de la bendita voluntad de Dios
siempre involucra servidumbre a algún capataz peor.
De esta manera, puede decirse de la Iglesia liberal
moderna, como de la Iglesia de Jerusalén en el día de Pablo,
que “ella está en servidumbre con sus hijos”. ¡Que Dios
conceda que ella pueda regresar a la libertad del evangelio
de Cristo!
La libertad del evangelio depende del regalo de Dios por
el cual empieza la vida cristiana; un regalo que involucra la
justificación o la remoción de la culpa del pecado y el
establecimiento de una relación correcta entre el creyente y
Dios, y la regeneración o el nuevo nacimiento, el cual hace
del hombre cristiano una nueva criatura.
Pero hay una objeción obvia a esta doctrina importante, y
la objeción demanda un relato más completo de la vía
cristiana de salvación. La objeción obvia a la doctrina de la
nueva creación es que no parece estar de acuerdo con el
hecho observado. ¿Son los cristianos realmente nuevas
criaturas? Ciertamente parece que no. Están sujetos a las
mismas viejas condiciones de la vida a las que estaban
sujetos antes; si los observas, no puedes notar ningún
cambio muy obvio. Tienen las mismas debilidades y,
desafortunadamente, algunas veces tienen los mismos
pecados. La nueva creación, si realmente es nueva, no
parece ser muy perfecta; Dios apenas puede verla y decir,
como dijo de la primera creación, que es toda muy buena.
Esta es una objeción muy real. Pero Pablo la aborda
gloriosamente en el mismísimo versículo ya considerado, en
el que la doctrina de la nueva creación es tan audazmente
proclamada. “Y ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí” —esa
es la doctrina de la nueva creación—. Pero inmediatamente
la objeción es abordada: “Y lo que ahora vivo en la carne” —
allí está la admisión—. Pablo admite que el cristiano sí vive
una vida en la carne, sujeta a las mismas antiguas
condiciones terrenales y en una batalla continua contra el
pecado. “Pero”, dice Pablo (y aquí se responde a la
objeción), “lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del
Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por
mí”. La vida cristiana se vive por fe y no por vista; el
grandioso cambio todavía no llegado a su máxima fruición;
el pecado no ha sido todavía conquistado completamente;
el principio de la vida cristiana es un nuevo nacimiento, no
una creación inmediata del hombre adulto. Pero aunque la
nueva vida todavía no ha llegado a su máxima fruición, el
cristiano sabe que la fruición no fallará; está seguro de que
el Dios que ha empezado una buena obra en él la
completará hasta el día de Cristo; sabe que el Cristo que lo
ha amado y que se ha entregado a sí mismo por él no le
fallará ahora, sino que a través del Espíritu Santo lo hará
crecer hasta el hombre perfecto. Eso es lo que Pablo quiere
decir por vivir la vida cristiana por fe.
De este modo, la vida cristiana, aunque empieza por un
acto momentáneo de Dios, continúa mediante un proceso.
En otras palabras —para usar lenguaje teológico— la
justificación y la regeneración van seguidas por la
santificación. En principio la vida cristiana ya está libre del
presente siglo malo, pero en la práctica la libertad todavía
tiene que alcanzarse. De esta manera, la vida cristiana no
es una vida de ociosidad, sino una batalla.
Eso es lo que Pablo quiere decir cuando habla de la fe que
obra por el amor (Gálatas 5:6). La fe que Pablo hace el
medio de la salvación no es una fe ociosa, como la fe que
está condenada en la epístola de Santiago, sino una que
obra. La obra que la fe realiza es el amor, y lo que es el
amor Pablo lo explica en la última sección de la epístola a
los Gálatas. El amor, en el sentido cristiano, no es una mera
emoción, sino algo muy práctico y muy comprehensivo.
Involucra nada menos que obedecer toda la ley de Dios.
“Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás
a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, los resultados
prácticos de la fe no significan que la fe misma sea una
obra. Es significativo que en esa última sección “práctica”
de Gálatas Pablo no diga que la fe produce la vida de amor;
él dice que el Espíritu de Dios la produce. El Espíritu,
entonces, en esa sección es representado como haciendo
exactamente lo que en las palabras repletas de significado,
“la fe que obra por el amor”, se atribuye a la fe. La aparente
contradicción simplemente conduce a la verdadera
concepción de la fe. La verdadera fe no hace nada. Cuando
se dice que hace algo (por ejemplo, cuando decimos que
puede remover montañas), decimos eso solamente como
una expresión muy breve y natural de hablar. La fe es
exactamente lo opuesto a las obras; la fe no da, recibe. Así
que cuando Pablo dice que hacemos algo por la fe, esa es
solo otra manera de decir que por nosotros mismos no
hacemos nada; cuando se dice que la fe obra por medio del
amor, eso significa que por medio de la fe el fundamento
necesario de toda la obra cristiana ha sido obtenido en la
remoción de la culpa y el nacimiento del nuevo hombre, y
que el Espíritu de Dios ha sido recibido —el Espíritu que
obra con y por medio del hombre cristiano para una vida
santa—. La fuerza que entra en la vida cristiana a través de
la fe y actúa a través del amor es el poder del Espíritu de
Dios.
Pero la vida cristiana se vive no solamente por fe; también
se vive en esperanza. El cristiano está en medio de una
batalla dolorosa. Y en cuanto a la condición del mundo en
general, nada sino la crueldad más fría pudiera satisfacerse
con eso. Es muy cierto que toda la creación gime y está con
dolores de parto hasta ahora. Incluso en la vida cristiana
hay cosas que nos gustaría verlas removidas; hay temores
dentro como también peleas afuera; incluso dentro de la
vida cristiana hay tristes evidencias de pecado. Pero de
acuerdo a la esperanza que Cristo nos ha dado, habrá la
victoria final, y la lucha de este mundo será seguida por las
glorias del cielo. Esa esperanza recorre toda la vida
cristiana; el cristianismo no está embelesado por este
mundo transitorio, sino que mide todas las cosas por el
pensamiento de la eternidad.
Pero en este punto frecuentemente se levanta una
objeción. Se objeta a lo “sobrenatural” del cristianismo
como una forma de egoísmo. El cristiano, se dice, hace lo
que es correcto por la esperanza del cielo, pero ¡cuán más
noble es el hombre que por causa del deber camina
audazmente hacia la obscuridad de la aniquilación!
La objeción tendría algún peso si el cielo de acuerdo a la
confesión cristiana fuese mero disfrute. Pero de hecho el
cielo es comunión con Dios y con su Cristo. Puede decirse
reverentemente que el cristiano añora el cielo no solamente
por su propio bienestar, sino también por el bienestar de
Dios. Nuestro amor actual es tan frío, nuestro servicio actual
es tan débil; y un día amaremos y serviremos a Dios como
lo merece su amor. Es perfectamente cierto que el cristiano
está insatisfecho con el mundo actual, pero es una
insatisfacción santa; es esa hambre y sed de justifica que
nuestro Salvador bendijo. Estamos separados del Salvador
ahora por el velo del sentido y por los efectos del pecado, y
no es egoísta desear contemplarlo cara a cara. Renunciar a
tal deseo no es un acto de generosidad, sino es como la
inhumanidad fría de un hombre que podría partir lejos de
papá y mamá o esposa o hijos sin remordimiento. No es
egoísta añorar a Quien sin haberle visto, ya amamos.
Tal es la vida cristiana —es una vida de conflicto, pero es
también una vida de esperanza—. Ve a este mundo bajo el
aspecto de la eternidad; los placeres de este mundo pasan,
y todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo.
Muy diferente es el “programa” de la Iglesia liberal
moderna. En ese programa, el cielo tiene muy poco lugar, y
este mundo es realmente todo lo que importa. El rechazo de
la esperanza cristiana no siempre es definido o consciente;
algunas veces el predicador liberal intenta mantener una
creencia en la inmortalidad del alma. Pero el fundamento
real de la creencia en la inmortalidad ha sido descartado por
el rechazo del relato del Nuevo Testamento de la
resurrección de Cristo. Y, prácticamente, el predicador
liberal tiene muy poco que decir acerca del otro mundo.
Este mundo es realmente el centro de todos sus
pensamientos; la religión misma, e incluso Dios, son hechos
meramente un medio para el mejoramiento de las
condiciones en esta tierra.
De este modo, la religión llega a ser una mera función de
la comunidad o del estado. Así es como la ven los hombres
del día actual. Incluso los empresarios y políticos más
testarudos han llegado a convencerse de que la religión es
necesaria. Pero se piensa que es necesaria solamente como
un medio para un fin. Hemos intentado arreglárnoslas sin la
religión, se dice, pero el experimento fue un fracaso, y
ahora tiene que llamarse a la religión para que ayude.
Por ejemplo, está el problema de los inmigrantes; grandes
poblaciones han encontrado un lugar en nuestro país; ellos
no hablan nuestro idioma o no conocen nuestras
costumbres; y no sabemos qué hacer con ellos. Los hemos
atacado por medio de una legislación opresiva o propuestas
de legislación, pero tales medidas no han sido para nada
efectivas. De algún modo estas personas muestran un
apego perverso al idioma que aprendieron en las rodillas de
su madre. Pareciera extraño que un hombre deba amar el
idioma que aprendió en las rodillas de su madre, pero estas
personas lo aman, y estamos perplejos en nuestros
esfuerzos para producir un pueblo americano unificado. Así
que se llama a la religión para que ayude; estamos
inclinados a proceder en contra de los inmigrantes ahora
con una Biblia en una mano y un bate en la otra
ofreciéndoles las bendiciones de la libertad. Eso es lo que
algunas veces se quiere decir por “Americanización
cristiana”.
Otro problema desconcertante es el problema de las
relaciones industriales. Se ha apelado aquí al interés
personal; empleadores y empleados se han señalado
mutuamente las claras ventajas comerciales de la
conciliación. Pero todo esto sin ningún propósito. Una clase
choca contra otra clase en la destructividad de la guerra
industrial. Y algunas veces la falsa doctrina provee una base
para la práctica falsa; el peligro del bolchevismo está
siempre en el aire. Aquí nuevamente se han intentado
medidas represivas en vano; la libertad de expresión y de
prensa ha sido radicalmente restringida. Pero la legislación
represiva parece incapaz de frenar la marcha de las ideas.
Tal vez, por tanto, en estos asuntos también, tenga que
invocarse a la religión.
Aún hay otro problema que encara el mundo moderno: el
problema de la paz internacional. Este problema también
parecía en un tiempo casi solucionado; el interés personal
perecía probablemente ser suficiente; había muchos que
suponían que los banqueros prevendrían otra guerra
europea. Pero tales esperanzas fueron cruelmente
destruidas en 1914, y no hay ninguna pizca de evidencia
que ellas estén mejor fundadas ahora de lo que estaban
antes. Aquí una vez más, por tanto, el interés personal es
insuficiente; y la religión tiene que llamarse para que ayude.
Tales consideraciones han llevado a un interés público
renovado en la materia de religión; la religión es
descubierta, después de todo, como una cosa útil. Pero el
problema es que al ser utilizada la religión está también
siendo degradada y destruida. La religión está siendo
considerada más y más como un mero medio para un fin
más alto. 6 El cambio puede detectarse con especial
claridad en la manera en que los misioneros recomiendan
su causa. Hace cincuenta años, los misioneros apelaban a la
luz de la eternidad. “Millones de hombres —estaban
acostumbrados a decir— van rumbo a la destrucción eterna;
Jesús es un Salvador suficiente para todos; envíennos por
tanto con el mensaje de la salvación mientras que todavía
hay tiempo”. Algunos misioneros, gracias a Dios, aún hablan
de esa manera. Pero muchísimos misioneros apelan de una
manera muy diferente. “Somos misioneros en la India”,
dicen. ‘Ahora la India está en ebullición; el bolchevismo está
colándose; envíennos a la India para que se detenga la
amenaza”. O como alternativa dicen: “Somos misioneros a
Japón; Japón será dominado por el militarismo a menos que
dominen los principios de Jesús; envíennos por tanto para
prevenir la calamidad de la guerra”.
El mismo gran cambio aparece en la vida de comunidad.
Una nueva comunidad, digamos, ha sido formada. Posee
muchas cosas que naturalmente pertenecen a una
comunidad bien ordenada; tiene una farmacia y un club de
campo y una escuela. “Pero hay una cosa —se dicen a sí
mismos sus habitantes— que falta; no tenemos Iglesia. Pero
una Iglesia es una parte reconocida y necesaria de toda
comunidad sana. Por lo tanto, tenemos que tener una
Iglesia”. Y así un experto en formar iglesias de comunidad
es convocado para dar los pasos necesarios. Las personas
que hablan de esta manera usualmente tienen poco interés
en la religión en sí misma; nunca se les ha ocurrido entrar al
lugar secreto de comunión con el Dios santo. Pero se piensa
que la religión es necesaria para una comunidad saludable;
y por tanto, por el bienestar de la comunidad ellos están
dispuestos a tener una Iglesia.
Sea lo que se piense de esta actitud hacia la religión, es
perfectamente claro que la religión cristiana no puede ser
tratada para nada de esta manera. En el momento que sea
tratada así deja de ser cristiana. Porque si una cosa está
clara es que el cristianismo rehúsa ser considerado como un
mero medio para un fin mayor. Nuestro Señor dejó
perfectamente claro eso cuando dijo: “Si alguno viene a mí,
y no aborrece a su padre, y madre…no puede ser mi
discípulo” (Lucas 14:26). Cualquier otra cosa que esas
palabras estupendas puedan significar, ciertamente
significan que la relación con Cristo tiene precedencia sobre
todas las otras relaciones, incluso sobre las relaciones más
santas como aquellas que existen entre esposo y esposa, y
entre padres e hijos. Esas otras relaciones existen por causa
del cristianismo y no el cristianismo por causa de ellas. El
cristianismo sin duda logrará muchas cosas útiles en este
mundo, pero si es aceptado a fin de lograr esas cosas,
entonces no es cristianismo. El cristianismo combatirá el
bolchevismo; pero si se acepta a fin de combatir al
bolchevismo, no es cristianismo; el cristianismo producirá
una nación unificada de una manera lenta aunque
satisfactoria, pero si se acepta a fin de producir una nación
unificada, entonces no es cristianismo; el cristianismo
producirá una comunidad saludable, pero si se acepta a fin
de producir una comunidad saludable, entonces no es
cristianismo; el cristianismo promoverá la paz internacional,
pero si se acepta a fin de promover la paz internacional,
entonces no es cristianismo. Nuestro Señor dijo: “Mas
buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todo lo
demás os será añadido”. Pero si tú buscas el reino de Dios y
su justicia a fin de que todas esas otras cosas se te puedan
añadir, perderás tanto esas otras cosas como tambié n el
Reino de Dios.
Pero si el cristianismo está dirigido hacia otro mundo, si es
una manera por la cual los individuos pueden escapar del
presente siglo malo hacia un mejor país, ¿qué llega a ser del
“evangelio social”? En este punto se detecta una de las
líneas más obvias de división entre el cristianismo y la
Iglesia liberal. El viejo evangelismo, dice el predicador
liberal, buscaba rescatar a individuos, mientras que el
evangelismo más nuevo busca transformar todo el
organismo de la sociedad: el viejo evangelismo era
individual; el evangelismo más nuevo es social.
Esta formulación del asunto no es completamente
correcta, pero contiene un elemento de verdad. Es verdad
que el cristianismo histórico está en conflicto en muchos
puntos con el colectivismo del día actual; enfatiza, en contra
de los reclamos de la sociedad, el valor del alma individual.
Provee para el individuo un refugio de todas las corrientes
fluctuantes de la opinión humana, un lugar secreto de
meditación donde un hombre puede entrar solo a la
presencia de Dios. Provee al hombre el coraje para
mantenerse de pie, si es necesario, en contra del mundo;
resolutamente rehúsa hacer del individuo un simple medio
para un fin, un simple elemento en la composición de la
sociedad. Rechaza completamente cualquier medio de
salvación que trate con los hombres como una masa; lleva
al individuo cara a cara con su Dios. En ese sentido, es
verdad que el cristianismo es individualista y no social.
Pero aunque el cristianismo es individualista, no es solo
individualista. Provee completamente para las necesidades
sociales del hombre.
En primer lugar, incluso la comunión del hombre individual
con Dios no es realmente individualista, sino social. Un
hombre no es aislado cuando está en comunión con Dios;
puede ser considerado como aislado solamente por uno que
ha olvidado la existencia real de la Persona suprema. Aquí
nuevamente, como en muchos otros lugares, la línea de
división entre el liberalismo y el cristianismo realmente se
reduce a una profunda diferencia en la concepción de Dios.
El cristianismo es seriamente teísta; el liberalismo con
mucho y con todo apenas lo es. Si un hombre una vez llega
a creer en un Dios personal, entonces su adoración de tal
Dios no será considerada como aislamiento egoísta, sino
como el fin principal del hombre. Eso no significa que según
la concepción cristiana la adoración de Dios siempre se
realizará en detrimento del servicio rendido a nuestros
prójimos —“pues el que no ama a su hermano a quien ha
visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?”—
pero sí significa que la adoración de Dios tiene un valor
propio. Muy diferente es la doctrina prevaleciente del
liberalismo moderno. De acuerdo a la creencia cristiana, el
hombre existe por causa de Dios; de acuerdo a la Iglesia
liberal, en práctica si no en teoría, Dios existe por causa del
hombre.
Pero el elemento social en el cristianismo se encuentra no
solamente en comunión entre el hombre y Dios, sino
también en comunión entre hombre y hombre. Tal comunión
aparece incluso en instituciones que no son específicamente
cristianas.
La más importante de tales instituciones, de acuerdo a la
enseñanza cristiana, es la familia, y esa institución está
siendo relegada más y más hasta el fondo. Está siendo
relegada hasta el fondo por intrusiones indebidas de la
comunidad y del estado. La vida moderna está tendiendo
más y más hacia la contracción de la esfera del control
parental y la influencia parental. La elección de escuelas
está siendo colocada bajo el poder del estado; la
“comunidad” está asiéndose firmemente de la recreación y
de las actividades sociales. Puede ser una cuestión de qué
tan responsables son estas comunidades por el deterioro
moderno del hogar; muy posiblemente solamente están
tratando de llenar un vacío que incluso aparte de ellos ya
había aparecido. Pero el resultado en cualquier caso es
claro: las vidas de los niños ya no están más rodeadas por la
amorosa esfera del hogar cristiano, sino por el utilitarismo
del estado. Un reavivamiento de la religión cristiana
incuestionablemente produciría una reversión del proceso;
la familia, en contra de todas las otras instituciones
sociales, nuevamente recuperaría su lugar.
Pero el estado, incluso al ser reducido a sus propios
límites, tiene un lugar grande en la vida humana, y en la
posesión de ese lugar es apoyado por el cristianismo. El
apoyo, además, es independiente del carácter cristiano o no
cristiano del estado; fue en el Imperio Romano bajo Nerón
que Pablo dijo: “porque no hay autoridad sino de parte de
Dios”. El cristianismo no asume ninguna actitud negativa,
por tanto, hacia el estado, sino que reconoce, bajo las
condiciones existentes, la necesidad del gobierno.
El caso es similar con respecto a aquellos aspectos
generales de la vida humana que están asociados con el
industrialismo. Lo “sobrenatural” del cristianismo no
involucra una retirada de la batalla de este mundo; nuestro
Señor mismo con su estupenda misión, vivió en medio del ir
y venir del mundo. Claramente, entonces, el hombre
cristiano no puede simplificar su problema retirándose del
negocio del mundo, sino que tiene que aprender a aplicar
los principios de Jesús incluso a los complejos problemas de
la vida industrial moderna. En este punto, la enseñanza
cristiana está completamente de acuerdo con la Iglesia
liberal moderna; el cristiano evangélico no es fiel a su
profesión si deja su cristianismo en el armario el lunes por la
mañana. Al contrario, el todo de la vida, incluyendo los
negocios y todas las relaciones sociales, tienen que
someterse a la ley del amor. El hombre cristiano
ciertamente no debe exhibir una falta de interés en el
“cristianismo aplicado”.
Solamente —y aquí emerge la enorme diferencia de
opinión— el hombre cristiano cree que no puede haber
cristianismo aplicado a menos que haya “un cristianismo
para aplicar”. 7 Allí es donde el hombre cristiano difiere del
liberal moderno. El liberal cree que el cristianismo aplicado
es el todo del cristianismo, siendo el cristianismo
meramente una forma de vida; el hombre cristiano cree que
el cristianismo aplicado es el resultado de un acto inicial de
Dios. De este modo, hay una enorme diferencia entre el
liberal moderno y el hombre cristiano con referencia a las
instituciones humanas como la comunidad y el estado, y
con referencia a los esfuerzos humanos al aplicar la Regla
de Oro en las relaciones industriales; el hombre cristiano es
pesimista a menos que las instituciones sean manejadas por
hombres cristianos. El liberal moderno cree que la
naturaleza humana como está actualmente constituida
puede ser moldeada por los principios de Jesús; el hombre
cristiano cree que el mal solamente puede ser frenado pero
no destruido por las instituciones humanas, y que tiene que
haber una transformación de los materiales humanos antes
de que cualquier edificio nuevo pueda ser construido. Esta
diferencia no es una mera diferencia en teoría, sino que se
hace sentir en todas partes en el reino práctico. Es
particularmente evidente en el campo de la misión. El
misionero del liberalismo busca dispersar las bendiciones de
la civilización cristiana (cualesquiera que sean), y no está
particularmente interesado en guiar a los individuos a
renunciar a sus creencias paganas. El misionero cristiano,
por otro lado, considera la satisfacción con una mera
influencia de la civilización cristiana como un obstáculo más
bien que como una ayuda; su tarea principal, cree, es el
salvar almas, y las almas no son salvas por los meros
principios éticos de Jesús sino por su obra redentora. El
misionero cristiano, en otras palabras, y el trabajador
cristiano en casa como también en el extranjero, a
diferencia del apóstol del liberalismo, dice a todos los
hombres en todas partes: “la bondad humana no ayudará
en nada a las almas perdidas; tienen que nacer de nuevo”.
1 . Ver “The Second Declaration of the Council on Organic Union” [La Segunda
Declaración del Concilio sobre la Unión Orgánica], en The Presbyterian, Marzo
17, 1921, p. 8.
2 . Fosdick, Shall the Fundamentalists Win? [¿Triunfarán los Fundamentalistas?],
1922, p. 5.
3 . Compare History and Faith [Historia y Fe], 1915, pp. 1-3.
4 . Phillimore, en la introducción a su traducción de Filostrato, In Honour of
Apollonius of Tyana, 19
5 . Para lo que sigue, compárese “The Church in the War”, [La Iglesia en la
Guerra], en The Presbyterian, Mayo 29, 1919, pp. 10s.
6 . Para una crítica penetrante de esta tendencia, especialmente como resultaría
en el control de la educación religiosa por la comunidad, y para una defensa
elocuente de la concepción contraria, que hace del cristianismo un fin en sí
mismo, ver Harold McA Robinson, “Democracy and Christianity”, en The
Christian Educator, Vol. V, No. 1, Octubre, 1920, pp. 3-5.
7 . Francis Shunk Downs, “Christianity and Today” (Cristianismo y el Ahora), en
Princeton Theological Review, xx, 1922, p. 287. Ver también todo el artículo,
ibid., p. 287-304.
Capítulo 7

LA IGLESIA

H EMOS OBSERVADO RECIÉN QUE EL CRISTIANISMO,


como también el
liberalismo, está interesado en las instituciones
sociales. Pero la institución más importante no ha sido
mencionada todavía —es la institución de la Iglesia—.
Cuando, de acuerdo a la confesión cristiana, las almas
perdidas son salvadas, los salvos llegan a estar unidos en la
iglesia cristiana. Es solamente por medio de una caricatura
infundada que los misioneros cristianos son representados
como si ellos no tuvieran ningún interés en la educación o
en el mantenimiento de una vida social en este mundo; no
es verdad que estén interesados solamente en salvar almas
individuales y cuando las almas son salvadas, las dejen a
sus propias expensas. Al contrario, los verdaderos cristianos
tienen que estar unidos en todas partes en la hermandad de
la iglesia.
Muy diferente es esta concepción cristiana de la
hermandad a la doctrina liberal de la “hermandad del
hombre”. La doctrina moderna liberal es que todos los
hombres en todas partes, sin importar su raza o credo, son
hermanos. Hay un sentido en que esta doctrina puede ser
aceptada por el cristiano. La relación en la que todos los
hombres permanecen unos con otros es análoga en algunos
sentidos importantes a la relación de hermandad. Todos los
hombres tienen el mismo Creador y la misma naturaleza. El
hombre cristiano puede aceptar todo lo que el liberal
moderno quiere decir por la hermandad del hombre. Pero el
cristiano conoce también una relación mucho más íntima
que aquella relación general del hombre con el hombre, y es
para esta relación más íntima que él reserva el término
“hermano”. La verdadera hermandad, de acuerdo a la
enseñanza cristiana, es la hermandad de los redimidos.
No hay nada estrecho acerca de esta enseñanza, ya que la
hermandad cristiana está abierta a todos sin distinción; y el
hombre cristiano busca incorporar a todos los hombres
dentro de esta hermandad. El servicio cristiano, es verdad,
no está limitado a la familia de la fe; todos los hombres,
sean cristianos o no, son nuestros prójimos si están en
necesidad. Pero si realmente amamos a nuestros prójimos,
nunca estaremos contentos con vendar sus heridas o
ungirlas con aceite o con prestarle cualquier servicio menor.
Sin duda alguna que les haremos tales cosas, pero la tarea
principal de nuestras vidas será llevarlos al Salvador de sus
almas.
Es en esta hermandad de pecadores nacidos dos veces,
esta hermandad de los redimidos, que el cristiano encuentra
la esperanza de la sociedad. No encuentra esperanza sólida
en el mejoramiento de las condiciones terrenales, o en
moldear a las instituciones humanas bajo la influencia de la
Regla de Oro. Estas cosas sin duda que son bienvenidas.
También pudieran aliviar los síntomas del pecado al grado
que pudiera haber tiempo para aplicar el verdadero
remedio; podrían servir para producir condiciones
favorables en la tierra para la propagación del mensaje del
evangelio; son incluso valiosas por sí mismas. Pero para el
cristiano su valor en sí mismas es ciertamente pequeño. Un
edificio sólido no puede construirse cuando todos los
materiales son defectuosos; una bendita sociedad no puede
ser formada por hombres que están todavía bajo la
maldición del pecado. Las instituciones humanas realmente
deben ser moldeadas, no por principios cristianos aceptados
por los que no son salvos, sino por los hombres cristianos; la
verdadera transformación de la sociedad vendrá por la
influencia de aquellos mismos que han sido redimidos.
De esta manera, el cristianismo difiere del liberalismo en
la manera en que se concibe la transformación de la
sociedad. Pero de acuerdo a la confesión cristiana, como
también de acuerdo al liberalismo, debe haber realmente
una transformación de la sociedad; no es verdad que el
evangelista cristiano esté interesado en la salvación de los
individuos sin estar interesado en la salvación de la raza. E
incluso antes de que la salvación de toda la sociedad sea
alcanzada, hay ya una sociedad de aquellos que han sido
salvados. Esa sociedad es la iglesia. La iglesia es la
respuesta cristiana más alta a las necesidades sociales del
hombre.
Y la iglesia invisible, la verdadera compañía de los
redimidos, se expresa en las compañías de los cristianos
que constituyen la iglesia visible actual. Pero, ¿cuál es el
problema con la iglesia visible? ¿Cuál es la razón de su
debilidad obvia? Tal vez haya muchas causas de esta
debilidad. Pero una causa es perfectamente clara —la
iglesia actual ha sido infiel a su Señor por admitir a grandes
compañías de personas no cristianas, no solamente en su
membresía, sino en sus agencias educativas—. En verdad
es inevitable que algunas personas que no son
verdaderamente cristianas se encuentren dentro de la
iglesia visible; hombres falibles no pueden discernir el
corazón, y muchas profesiones de fe que parecen ser
genuinas realmente pueden ser falsas. Pero no es a esta
clase de error que ahora nos referimos. Lo que se quiere
decir no es la admisión de individuos cuyas confesiones de
fe puede que no sean sinceras, sino la admisión de grandes
compañías de personas que nunca han hecho ninguna
confesión de fe adecuada en lo absoluto y cuya actitud total
hacia el evangelio es lo opuesto de toda la actitud cristiana.
Tales personas, además, han sido admitidas no meramente
a la membresía, sino al ministerio de la iglesia, y en una
gran medida se les ha permitido dominar sus concilios y
determinar su enseñanza. La mayor amenaza para la iglesia
cristiana actual no proviene de los enemigos de afuera, sino
de los enemigos de adentro; proviene de la presencia,
dentro de la iglesia, de un tipo de fe y práctica que es
medularmente anti-cristiana.
No estamos tratando aquí con cuestiones personales
delicadas; no suponemos decir si tal y tal individuo es
cristiano o no. Solo Dios puede decidir tales cuestiones;
ningún hombre puede decir con seguridad si la actitud de
ciertos individuos “liberales” hacia Cristo es fe salvadora o
no. Pero una cosa es perfectamente clara: si los liberales
son o no son cristianos, es de cualquier modo
perfectamente claro que el liberalismo no es cristianismo. Y
siendo así el caso, es altamente indeseable que el
liberalismo y el cristianismo deban continuar siendo
propagados dentro de los límites de la misma organización.
Una separación entre los dos partidos en la iglesia es la
necesidad urgente del momento.
Muchos en realidad están buscando evitar la separación.
¿Por qué, dicen ellos, no pueden habitar los hermanos
juntos en armonía? La iglesia, se nos dice, tiene lugar tanto
para los liberales como para los conservadores. A los
conservadores se les puede permitir permanecer si dejan
los asuntos triviales a un lado y prestan atención
principalmente a “los asunto más importantes de la ley”. Y
entre las cosas así designadas como “triviales” se encuentra
la cruz de Cristo, como una expiación realmente vicaria del
pecado.
Tal oscurecimiento del asunto atestigua una sorprendente
estrechez por parte del predicador liberal. La estrechez no
consiste en una devoción definida a ciertas convicciones o
en un rechazo definido de los demás. Sino que el hombre
estrecho es el hombre que rechaza las convicciones de otro
hombre sin primero esforzarse en entenderlas, el hombre
que no hace ningún esfuerzo para ver las cosas desde el
punto de vista del otro hombre. Por ejemplo, no es
estrechez rechazar la doctrina católica romana de que no
hay salvación fuera de la iglesia. No es estrechez intentar
convencer a los católicos romanos de que esa doctrina es
incorrecta. Pero sería muy estrecho decirle a un católico
romano: “tú puedes seguir creyendo tu doctrina acerca de
la iglesia y yo creeré la mía, pero unámonos en nuestro
trabajo cristiano, ya que a pesar de tales diferencias
triviales estamos de acuerdo en asuntos que tienen que ver
con la salvación del alma”. Pero, por supuesto, tal
declaración simplemente daría por sentado lo que se
pretende probar; al católico romano no le es posible
mantener su doctrina de la iglesia y al mismo tiempo
rechazarla, como lo requeriría el programa de unidad
eclesiástica apenas sugerido. Un protestante que hablara de
esa manera sería estrecho, porque muy
independientemente del asunto de si él o el católico romano
tienen la razón acerca de la iglesia, él simplemente
mostraría claramente que no ha hecho el mínimo esfuerzo
en entender el punto de vista católico romano.
El caso es parecido con el programa liberal para la unidad
en la iglesia. Nunca nadie que haya realizado el más mínimo
esfuerzo en entender el punto de vista de su oponente en la
controversia, podría abogar por tal programa. El predicador
liberal dice al partido conservador en la iglesia: “Unámonos
en la misma congregación, ya que, por supuesto, las
diferencias doctrinales son triviales”. Pero es la esencia
misma del “conservadurismo” en la iglesia considerar las
diferencias doctrinas no como asuntos triviales sino como
los asuntos de suprema importancia. Un hombre no puede
ser de ninguna manera posible un “evangélico” o un
“conservador” (o, como él mismo diría, simplemente un
cristiano) y considerar la cruz de Cristo como una trivialidad.
Suponer que él puede hacer eso es el extremo de la
estrechez. No es necesariamente “estrechez” rechazar el
sacrificio vicario de nuestro Señor como el único medio de
salvación. Podría ser muy incorrecto (y creemos que lo es),
pero no es necesariamente estrechez. Pero suponer que un
hombre puede mantener el sacrificio vicario de Cristo y al
mismo tiempo subestimar esa doctrina, supone que un
hombre puede creer que el Hijo eterno de Dios realmente
cargó la culpa de los pecados de los hombres en la cruz y al
mismo tiempo considerar esa creencia como una
“trivialidad” sin ninguna consecuencia para la salvación de
las almas de los hombres, eso es muy estrecho y muy
absurdo. Realmente no llegaríamos a ningún lado en esta
controversia a menos que sinceramente nos esforcemos en
entender el punto de vista del otro hombre.
Pero, por otra razón también, el esfuerzo de minimizar las
diferencias doctrinales y de unir la iglesia a un programa de
servicio cristiano es insatisfactorio. Es insatisfactorio
porque, en su forma contemporánea usual, es deshonesto.
Cualquiera sea lo que se piense de la doctrina cristiana,
apenas puede negarse que la honestidad sea uno de los
“asuntos más importantes de la ley”. A pesar de esto, la
honestidad está siendo abandonada completamente por el
partido liberal en muchos cuerpos eclesiásticos actuales.
Reconocer ese hecho no significa hacer preferencias para
nada con respecto a las cuestiones doctrinales o históricas.
Suponer que sea verdad que la devoción a un credo es una
señal de estrechez o intolerancia, es suponer que la iglesia
debiera estar fundada en la devoción al ideal de Jesús o en
el deseo de poner en acción el espíritu de Jesús en el
mundo, y no para nada que debiera estar fundada en una
confesión de fe con respecto a su obra redentora. Incluso si
todo esto fuera verdad, incluso si una iglesia confesante
fuera una cosa indeseable, aún así seguiría siendo verdad
que en realidad muchas (en realidad, en espíritu, todas lo
son) iglesias evangélicas son iglesias confesantes de un
credo, y que si un hombre no acepta ese credo él no tiene
derecho a un lugar en el ministerio docente de esas iglesias.
El carácter confesante o de credo de las iglesias se expresa
de manera diferente en los diferentes cuerpos evangélicos,
pero el ejemplo de la Iglesia Presbiteriana en los Estados
Unidos de América (PCUSA) puede servir para ilustrar lo que
se quiere decir. Se requiere de todos los oficiales en la
Iglesia Presbiteriana, incluyendo a los ministros, que en su
ordenación respondan “claramente” a una serie de
preguntas que empiezan con las dos siguientes:
“¿Crees que las Escrituras del Antiguo y Nuevo
Testamentos son la Palabra de Dios, la única regla infalible
de fe y práctica?”
“¿Sinceramente recibes y adoptas la Confesión de Fe de
esta Iglesia, y que contiene el sistema de doctrina enseñado
en las Santas Escrituras?”
Si estas “preguntas constitucionales” no fijan claramente
la base confesante de la Iglesia Presbiteriana, es difícil ver
cómo algún lenguaje lo podría hacer. Sin embargo,
inmediatamente después de hacer tal solemne declaración,
inmediatamente después de declarar que la Confesión de
Westminster contiene el sistema de doctrina enseñado en
las Escrituras infalibles, ¡muchos ministros de la Iglesia
Presbiteriana procederán a condenar esa misma Confesión y
esa doctrina de la infalibilidad de la Escritura a la que
justamente se han suscrito solemnemente!
No estamos hablando de la membresía de la iglesia, sino
del ministerio, y no estamos hablando del hombre que está
atribulado por las serias dudas y que se pregunta si con sus
dudas honestamente puede continuar su membresía en la
iglesia. Porque para muchas tales huestes de almas tan
atribuladas la iglesia ofrece generosamente su
compañerismo y su ayuda; sería un crimen expulsarlos. Hay
muchos hombres de poca fe en nuestros tiempos
turbulentos. No es de tales hombres que estamos hablando.
¡Dios les conceda obtener el consuelo y la ayuda a través
del ministerio de la iglesia!
Sino que estamos hablando de hombres muy diferentes a
estos hombres de poca fe —de estos hombres que están
atribulados por las dudas y están buscando seriamente la
verdad—. Los hombres a los que nos referimos no están
buscando membresía en la iglesia, sino un lugar en el
ministerio, y no desean aprender sino enseñar. No son
hombres que digan: “Creo, ayuda mi incredulidad”, sino
hombres que son orgullosos por tener conocimiento de este
mundo, y buscan un lugar en el ministerio para que puedan
enseñar lo que es directamente contrario a la Confesión de
Fe a la que ellos se suscriben. Por ese curso de acción varias
excusas son hechas: el crecimiento de la costumbre por la
cual se supone que las preguntas constitucionales han
llegado a ser letra muerta, varias reservaciones mentales,
varios “interpretaciones” de la declaración (que por
supuesto significan un completo revés del significado). Pero
tales excusas no pueden cambiar el hecho esencial. Si es
deseable o no, la declaración de ordenación es parte de la
constitución de la iglesia. Si un hombre puede pararse en
esa plataforma, puede ser un oficial en la Iglesia
Presbiteriana; si no puede pararse en ella, no tiene derecho
a ser un oficial en la Iglesia Presbiteriana. Y el caso es, sin
duda, esencialmente parecido en las otras iglesias
evangélicas. Nos guste o no, estas iglesias están fundadas
en un credo; están organizadas para la propagación de un
mensaje. Si un hombre desea combatir ese mensaje en vez
de propagarlo, no tiene derecho, y no importa cuán falso
pueda ser el mensaje, de ganar un terreno de ventaja para
combatir tal mensaje haciendo una declaración de su fe que
—si se expresa claramente— es falsa.
Pero si tal curso de acción es incorrecto, otro curso de
acción está perfectamente abierto para el hombre que
desea propagar el “cristianismo liberal”. Al encontrar a las
iglesias “evangélicas” estando vinculadas a un credo que no
acepta, él podría no unirse a ningún otro cuerpo existente o
en su defecto fundar un nuevo cuerpo donde pueda encajar.
Hay, por supuesto, ciertas desventajas en tal curso de
acción —el abandono de edificios de iglesias a los cuales
uno está adherido, el rompimiento con las tradiciones
familiares, dañar de varias formas al sentimiento—. Pero
hay una ventaja suprema que vuelca todas esas tales
desventajas. Es la ventaja de la honestidad. La senda de la
honestidad en tales asuntos puede ser ríspida y espinosa,
pero puede ser transitada. Y ya ha sido transitada —por
ejemplo, por la Iglesia Unitaria—. La Iglesia Unitaria es
franca y honestamente la clase de iglesia que el predicador
liberal desea —a saber, una iglesia sin una Biblia
autoritativa, sin requerimientos doctrinales y sin un credo—.
La honestidad, pese a todo lo que pueda decirse y
hacerse, no es una trivialidad, sino uno de los asuntos más
importantes de la ley. Ciertamente que tiene un valor
propio, un valor muy independiente de las consecuencias.
Pero las consecuencias de la honestidad no serían
insatisfactorias en el caso ahora bajo discusión; aquí como
en cualquier caso, la honestidad probablemente probará ser
la mejor política. Por retirarse de las iglesias confesionales
—esas iglesias que están fundadas en un credo derivado de
la Escritura— el predicador liberal sin duda sacrificaría la
oportunidad, casi dentro de su alcance, de obtener tal
control de esas iglesias confesionales en cuanto al carácter
fundamental de las mismas. El sacrificio de tal oportunidad
significaría que la esperanza de echar mano de los recursos
de las iglesias evangélicas para la propagación del
liberalismo se esfumaría. Pero el liberalismo ciertamente no
sufriría al final. Al menos no habría más necesidad de usar
un lenguaje equívoco, no más necesidad de evadir la
ofensa. El predicador liberal obtendría el respeto personal
pleno incluso de sus oponentes, y toda la discusión sería
colocada en un nivel superior. Todo sería perfectamente
franco y dentro del marco legal. Y si el liberalismo es
verdadero, la mera pérdida de los recursos materiales no lo
prevendría de abrirse paso.
En este punto puede surgir una pregunta. Si debe haber
una separación entre los liberales y los conservadores en la
iglesia, ¿por qué no deben ser los conservadores los que
debieran retirarse? Ciertamente eso pudiera suceder. Si el
partido liberal realmente obtiene control total de los
concilios de la iglesia, entonces ningún cristiano evangélico
puede continuar apoyando el trabajo de esa iglesia. Si un
hombre cree que la salvación del pecado viene únicamente
a través de la muerte expiatoria de Jesús, entonces no
puede apoyar honestamente con sus donativos y con su
presencia una propaganda que tiene la intención de
producir una impresión exactamente contraria. Hacer eso
significaría la culpabilidad más terrible que es posible
concebir. Por lo tanto, si el partido liberal realmente obtiene
control de la iglesia, los cristianos evangélicos tienen que
estar preparados para retirarse sin importar qué cueste.
Nuestro Señor ha muerto por nosotros, y seguramente no
tenemos que negarlo para favorecer a los hombres. Pero
hasta el tiempo actual tal situación todavía no se ha
presentado; la base confesante aún permanece firme en las
constituciones de las iglesias evangélicas. Y hay una
verdadera razón de por qué los conservadores no son los
que deben retirarse. La razón se encuentra en el fideicomiso
que las iglesias mantienen. Ese fideicomiso incluye los
fondos fiduciarios de toda clase. Y contrario a lo que parece
ser la opinión prevaleciente, nos aventuramos a considerar
un fideicomiso como una cosa sagrada. Los fondos de las
iglesias evangélicas se mantienen bajo un fideicomiso
definido; son encomendados a los diversos organismos para
la propagación del evangelio como está declarado en la
Biblia y en las confesiones de fe. Dedicarlos a algún otro
propósito, a pesar de que ese otro propósito sea en sí
mismo mucho más deseable, sería una violación del
fideicomiso.
Tiene que admitirse que la situación actual es anómala.
Los fondos dedicados a la propagación del evangelio por
hombres y mujeres piadosos de generaciones previas o
dados por congregaciones completamente evangélicas,
actualmente están en casi todas las iglesias siendo usados
parcialmente en la propagación de lo que está
diametralmente opuesto a la fe evangélica. Ciertamente esa
situación no debe continuar; es una ofensa a cada hombre
honesto consciente, sea cristiano o no. Pero al permanecer
en las iglesias existentes los conservadores se encuentran
en una posición fundamentalmente diferente a la de los
liberales; porque los conservadores están de acuerdo con
las claras constituciones de las iglesias, mientras que el
partido liberal puede mantenerse solamente por una
suscripción equívoca a las declaraciones que en realidad no
cree.
Pero, ¿cómo podrá terminarse con tal situación anómala?
La mejor manera sería indudablemente el retiro voluntario
de los ministros liberales de esas iglesias confesantes cuyas
confesiones ellos no aceptan en el sentido histórico pleno. Y
no hemos abandonado del todo tal esperanza de una
solución. Nuestras diferencias con el partido liberal en la
iglesia realmente son profundas, pero con respecto a la
obligación de la honestidad de expresión, tiene que
obtenerse algún acuerdo. Ciertamente que el retiro de los
ministros liberales de las iglesias confesionales estaría
enormemente al servicio de la armonía y cooperación. Nada
engendra más pleitos como una unidad forzada, dentro de
la misma organización, de aquellos que difieren
fundamentalmente en cuanto a sus metas.
Pero, ¿abogar por tal separación no es un ejemplo
flagrante de intolerancia? A menudo se levanta esta
objeción, aunque ignora completamente la diferencia entre
las organizaciones voluntarias y no voluntarias. Las
organizaciones no voluntarias deben ser tolerantes, pero las
organizaciones voluntarias, en lo que concierne al propósito
fundamental de su existencia, tienen que ser intolerantes o
de otro modo dejan de existir. El estado es una organización
no voluntaria; un hombre es forzado a ser un miembro del
mismo, lo quiera o no. Es, por tanto, una interferencia con la
libertad por parte del estado prescribir cualquier tipo de
opinión o cualquier tipo de educación para sus ciudadanos.
Pero dentro del estado, a los ciudadanos individuales que
desean unirse para algún propósito especial se les debe
permitir hacerlo. Especialmente en la esfera de la religión,
tal permiso otorgado a los individuos para unirse es uno de
los derechos que yace en el mismo fundamento de nuestra
libertad civil y religiosa. El estado no escudriña lo correcto o
incorrecto del propósito religioso por el cual tales
asociaciones voluntarias se forman —si emprendiera tal
escrutinio, toda la libertad religiosa se desharía— sino que
meramente protege el derecho de los individuos para unirse
por cualquier propósito religioso que ellos eligieren.
Entre tales asociaciones voluntarias se encuentran las
iglesias evangélicas. Una iglesia evangélica está compuesta
de un número de personas que han llegado a ponerse de
acuerdo en cuanto a un cierto mensaje acerca de Cristo y
que desean unirse en la propagación de ese mensaje, como
está expuesto en su credo en base a la Biblia. Nadie es
forzado a unirse a este cuerpo que se ha formado; y debido
a esta total ausencia de compulsión, no puede haber una
interferencia con la libertad en el mantenimiento de
cualquier propósito específico —por ejemplo, la propagación
de un mensaje— como un propósito fundamental de la
asociación. Si otras personas desean formar una asociación
religiosa con algún otro propósito que no sea la propagación
de un mensaje —por ejemplo, el propósito de mantener en
el mundo, ya sea simplemente por medio de la exhortación
o por la inspiración del ejemplo de Jesús, un cierto estilo de
vida— tienen toda la libertad para hacerlo. Pero para una
organización que fue fundada con el propósito fundamental
de propagar un mensaje confiar sus recursos y su nombre a
aquellos que están comprometidos en combatir ese mismo
mensaje, no es tolerancia sino una franca deshonestidad.
Sin embargo, es exactamente este curso de acción el que
está siendo defendido por aquellos que permiten que la
religión no doctrinal se enseñe en nombre de las iglesias
doctrinales —iglesias que son claramente doctrinales tanto
en sus constituciones como en las declaraciones que
requieren de cada candidato para la ordenación—.
El asunto puede clarificarse mediante una ilustración
tomada de la vida secular. Supón que en una campaña
política en Estados Unidos se forma un club democrático
con el propósito de promover la causa del partido
democrático. Supón que hay otros ciudadanos que se
oponen a los principios del club democrático y en su
oposición desean apoyar al partido republicano. ¿Cuál es la
manera honesta para que ellos logren su cometido? Es claro
que es simplemente la formación de un club republicano
que haga la propaganda a favor de los principios
republicanos. Pero supón que, en vez de perseguir este
simple curso de acción, los partidarios de los principios
republicanos conciben la noción de elaborar una declaración
de conformidad con los principios democráticos, obteniendo
así entrada al club democrático y, finalmente, usando sus
recursos para una propaganda anti-democrática. Ese plan
sería ingenioso. Pero, ¿sería honesto? No obstante, es
exactamente tal plan que es adoptado por los partidarios de
una religión no doctrinal quienes por suscripción a un credo
ganan entrada al ministerio docente de las Iglesias
doctrinales o evangélicas. Que nadie se ofenda por la
ilustración tomada de la vida ordinaria. En ningún momento
estamos sugiriendo que la Iglesia no sea más que un club
político. Pero el hecho de que la Iglesia sea más que un club
político no significa que en los asuntos eclesiásticos exista
cualquier abrogación de los principios convencionales de la
honestidad.
Posiblemente la Iglesia sea más honesta, pero ciertamente
no debe ser menos honesta, que un club político.
Ciertamente el carácter esencialmente confesional de las
Iglesias evangélicas está firmemente establecido. Un
hombre puede diferir con la Confesión de Westminster, por
ejemplo, pero no debiera fallar en ver lo que significa; al
menos, no debiera fallar en entender el “sistema de
doctrina” que se enseña en ella. La Confesión, cualquiera
las faltas que pudiera tener, no carece ciertamente de
definición. Y ciertamente un hombre que solemnemente
acepta ese sistema de doctrina como suyo propio, no puede
al mismo tiempo abogar por una religión no doctrinal, la
cual considera como una cosa trivial aquello que es la
misma suma y substancia de la Confesión y el centro mismo
y médula de la Biblia sobre la que está basada. Es similar el
caso en las otras Iglesias evangélicas. La Iglesia Protestante
Episcopal, algunos de cuyos miembros, es verdad, pudieran
disgustarse con el título distintivo de “evangélica”, está
claramente fundada en un credo, y ese credo, incluyendo el
sobrenaturalismo exultante del Nuevo Testamento y la
redención ofrecida por Cristo, está claramente establecido
en el Libro de Oración Común que cada sacerdote tiene que
leer a título propio o a título de la congregación.
La separación del liberalismo sobrenaturalista de las
Iglesias evangélicas sin duda que disminuiría grandemente
el tamaño de las Iglesias. Pero los trescientos gedeonitas
fueron más poderosos que los treinta y dos mil con que
empezó la marcha en contra de los madianitas.
Ciertamente la situación actual está cargada de debilidad.
Los hombres cristianos han sido redimidos del pecado por el
sacrificio de Cristo, sin mérito alguno suyo. Pero todo
hombre que ha sido verdaderamente redimido del pecado
añora llevar a otros al mismo evangelio bendito por el cual
él mismo ha sido salvado. La propagación del evangelio es
claramente el gozo, como también el deber, de cada
hombre cristiano. Pero, ¿cómo debe ser propagado el
evangelio? La respuesta natural es que debe ser propagado
a través de las agencias de la Iglesia —comité de misiones y
otros parecidos—. Por tanto, un deber obvio pesa sobre el
hombre cristiano de contribuir a las agencias de la Iglesia.
Pero en este punto surge la perplejidad. El hombre cristiano
descubre para su propia consternación que las agencias de
la Iglesia están propagando no solamente el evangelio como
se encuentra en la Biblia y en los credos históricos, sino
también un tipo de enseñanza religiosa que en todo punto
concebible está diametralmente opuesto al evangelio. La
pregunta surge naturalmente si hay alguna razón para
contribuir a tales agencias en lo absoluto. De cada dólar que
se contribuye a ellas, tal vez la mitad se destina al apoyo de
verdaderos misioneros de la cruz, mientras que la otra
mitad se destina al apoyo de aquellos que están
persuadiendo a los hombres que el mensaje de la cruz es
innecesario o incorrecto. Si parte de nuestros donativos
debe usarse para neutralizar a la otra parte, ¿no es
completamente absurdo contribuir a los comités de
misiones? La pregunta debe al menos elaborarse
naturalmente. Ciertamente no debe contestarse
apresuradamente de una manera hostil a la contribución a
los comités de misiones. Tal vez sea mejor que el evangelio
deba tanto predicarse como combatirse por las mismas
agencias a que no sea predicado del todo. De cualquier
manera, los verdaderos misioneros de la cruz, a pesar de
que los comités de misiones que los apoyan resulten ser
muy malos, no debe permitirse que falten. Pero la situación,
desde el punto de vista del cristiano evangélico, es
extremadamente insatisfactoria. Muchos cristianos buscan
aliviar la situación “delimitando” sus donaciones, en lugar
de permitir que sean distribuidas por las agencias de
misión. Pero en este punto uno encuentra la centralización
de poder que está llevándose a cabo en la Iglesia moderna.
Por causa de esa centralización la designación-delimitación
de los donativos a menudo resulta ser ilusoria. Si los
donativos son dedicados por los donadores a una misión
conocida por ser evangélica, eso realmente no siempre
incrementa los recursos de esa misión, porque los comités
de misiones simplemente pueden recortar la proporción
asignada a esa misión de los fondos no designados, y el
resultado final es exactamente el mismo como si no hubiera
habido ninguna delimitación-designación del donativo en
absoluto.
La existencia y la necesidad de los comités de misiones y
otros comités parecidos previenen, en general, una solución
obvia de la dificultad actual en la Iglesia —la solución
ofrecida por la autonomía local de la congregación—. Podría
sugerirse que cada congregación debiera determinar su
propia confesión de fe o su propio programa de trabajo. Así
cada congregación podría parecer ser responsable
solamente de sí misma, y podría parecer ser aliviada de la
tarea odiosa de juzgar a otros. Pero la sugerencia es
impracticable. Aparte de la cuestión de si un sistema de
gobierno eclesiástico puramente congregacional sea
deseable en sí mismo, es imposible donde tiene que lidiarse
con las agencias de misión. Para apoyar a tales agencias,
muchas congregaciones obviamente tienen que unirse; y la
pregunta surge de si las congregaciones evangélicas
honestamente pueden apoyar agencias que se oponen a la
fe evangélica.
De cualquier manera, no se puede ayudar a la situación
ignorando los hechos. El hecho claro es que el liberalismo,
sea verdadero o falso, no es una mera “herejía” —no es una
mera divergencia en puntos aislados de la enseñanza
cristiana—. Al contrario, proviene de una raíz totalmente
diferente, y constituye, en esencia, un sistema unitario
propio. Eso no significa que todos los liberales mantengan
todas las partes del sistema, o que los cristianos que han
sido afectados por la enseñanza liberal en un punto, hayan
sido afectados en todos los puntos. A veces hay una falta de
lógica saludable que previene que el todo de la fe del
hombre sea destruido cuando ha cedido en una parte de
ella. Pero la manera correcta para examinar un movimiento
espiritual es en sus relaciones lógicas; la lógica es la gran
dinámica, y las implicaciones lógicas de cualquier forma de
pensar tarde o temprano se ponen en acción. Y tomada
como un todo, incluso como existe en realidad en la
actualidad, el liberalismo naturalista es un fenómeno
unitario razonable; está tendiendo más y más a eliminar de
su sistema los residuos ilógicos de la fe cristiana. Difiere del
cristianismo en su concepción de Dios, del hombre, del
asiento de la autoridad y del camino de la salvación. Y no
solamente difiere del cristianismo en su teología sino en el
todo de la vida. Algunas veces, de hecho, se dice que sí
puede haber comunión de sentimiento donde la comunión
de pensamiento se ha desvanecido, una comunión del
corazón distinta a una comunión de la mente. Pero con
respecto a la controversia actual, tal distinción ciertamente
no aplica. Al contrario, al leer los libros y escuchar los
sermones de predicadores liberales recientes —sin
angustiarse por el problema del pecado, tan vacíos de toda
simpatía por la humanidad culpable, tan inclinados a abusar
y ridiculizar las cosas más queridas del corazón de cada
hombre cristiano— uno solamente puede confesar que si el
liberalismo debe retornar a la comunión cristiana, tiene que
haber un cambio completo del corazón tanto como un
cambio de mente. ¡Dios conceda que suceda tal cambio!
Pero en el entretanto la situación actual no debe ignorarse
sino encararse. El cristianismo está siendo atacado desde
adentro por un movimiento que es anti-cristiano hasta la
médula.
¿Cuál es el deber de los cristianos en un tiempo así? ¿Cuál
es el deber, particularmente, de los oficiales cristianos en la
Iglesia?
En primer lugar, deben alentar a aquellos que están
involucrados en la batalla intelectual y espiritual. No deben
decir, en el sentido en que algunos laicos lo dicen, que se
debe dedicar más tiempo a la propagación del cristianismo,
y menos tiempo a la defensa del cristianismo. Ciertamente
debe haber propagación del cristianismo. Los creyentes
ciertamente no deben contentarse con evitar los ataques,
sino que también deben desplegar de una manera
adecuada y positiva las riquezas abundantes del evangelio.
Pero por lo general se quiere decir mucho más por aquellos
que llaman a menos defensa y más propagación. Lo que
realmente intentan es desalentar toda la defensa intelectual
de la fe. Y sus palabras son como una bofetada en el rostro
de aquellos que están peleando la buena batalla. De hecho,
debe dedicarse no menos tiempo sino más tiempo a la
defensa del evangelio. De hecho, la verdad no puede
exponerse con claridad en lo absoluto sin ser expuesta en
contra del error. De este modo, una gran parte del Nuevo
Testamento es polémico; la enunciación de la verdad
evangélica fue ocasionada por los errores que habían
surgido en las Iglesias. Así será siempre, por razón de las
leyes fundamentales de la mente humana. Además, la
actual crisis tiene que tomarse en cuenta. Puede que
hubiera habido un día cuando podía propagarse el evangelio
sin defenderlo. Pero tal día de cualquier forma se ha ido. En
el tiempo actual, cuando los oponentes del evangelio están
casi en control de nuestras Iglesias, la más mínima evasión
de la defensa del evangelio es una franca infidelidad al
Señor. Ha habido grandes crisis anteriormente en la historia
de la Iglesia, crisis casi comparables a esta. Una apareció en
el segundo siglo, cuando la misma vida de la cristiandad fue
amenazada por los gnósticos. Otra apareció en la Edad
Media cuando el evangelio de la gracia de Dios parecía
olvidado. En tales tiempos de crisis, Dios siempre ha
salvado a la Iglesia. Pero siempre la ha salvado no por
medio de pacifistas teológicos, sino por medio de fuertes
defensores de la verdad.
En segundo lugar, los oficiales cristianos en la Iglesia
deben realizar su deber al decidir sobre las cualidades de
los candidatos al ministerio. La pregunta: “¿Por Cristo o
contra él?” constantemente surge en la examinación de los
candidatos para la ordenación. Con frecuencia se hacen
intentos de obscurecer el problema. A menudo se dice: “El
candidato, sin duda, se moverá en dirección de la verdad;
enviémoslo ahora a aprender como también a predicar”. Y
así otro oponente del evangelio entra a los concilios de la
Iglesia, y otro falso profeta surge para alentar a los
pecadores a comparecer delante del tribunal de Dios
envuelto en los trapos miserables de su propia justicia. Tal
acción no es realmente “generosa” para el candidato
mismo. Nunca es generosidad alentar a un hombre a entrar
a la vida de deshonestidad. El hecho a menudo parece
olvidarse de que las Iglesias evangélicas son organizaciones
puramente voluntarias; a nadie se le obliga a entrar a su
servicio. Si un hombre no puede aceptar la creencia de tales
Iglesias, hay otros cuerpos eclesiásticos en los cuales puede
encontrar un lugar. La confesión de la Iglesia Presbiteriana,
por ejemplo, se expone claramente en la Confesión de Fe, y
la Iglesia nunca ofrecerá una calurosa comunión o se
dedicará con vigor en su tarea hasta que sus ministros
acepten de corazón esa confesión. Es extraño cómo por los
intereses de una abierta generosidad falsa hacia los
hombres, los cristianos a veces están dispuestos a renunciar
a su lealtad al Señor crucificado.
En tercer lugar, los oficiales cristianos en la Iglesia deben
mostrar su lealtad a Cristo en su capacidad como miembros
de las congregaciones individuales. El problema a menudo
surge en conexión con la elección de un pastor. Tal y tal
hombre, se dice, es un predicador brillante. Pero, ¿cuál es el
contenido de su predicación? ¿Está su predicación llena del
evangelio de Cristo? A menudo se evade la respuesta. El
predicador en cuestión, se dice, tiene buen testimonio en la
Iglesia y nunca ha negado las doctrinas de la gracia. Por
tanto, se insta, debe ser llamado al pastorado. Pero,
¿debemos quedar satisfechos con tales promesas
negativas? ¿Debemos estar satisfechos con predicadores
que meramente “no niegan” la cruz de Cristo? ¡Dios
conceda que nos deshagamos de tal satisfacción! Las
personas están pereciendo bajo los servicios de aquellos
que “no niegan” la cruz de Cristo. Seguramente algo más
que eso se necesita. ¡Dios envíanos ministros que, en vez
de meramente evadir la negación de la cruz estén
enamorados de la cruz, cuyas vidas enteras sean un
sacrificio que arda de gratitud por el bendito Salvador que
los amó y se dio a sí mismo por ellos!
En cuarto lugar —lo cosa más importante de todas— tiene
que haber una renovación de la educación cristiana. El
rechazo del cristianismo se debe a varias causas. Pero una
causa muy poderosa es la simple ignorancia. En un
sinnúmero de casos, el cristianismo es rechazado
simplemente porque los hombres no han tenido la más
mínima noción de lo que es el cristianismo. Un hecho
notable de la historia reciente de la Iglesia es el abrumador
crecimiento de la ignorancia en la Iglesia. Varias causas, sin
duda, pueden atribuirse a este lamentable desarrollo. El
desarrollo se debe en parte al decline general de la
educación —al menos en lo que concierne a la literatura y a
la historia—. Las escuelas del presente están siendo
arruinadas por la absurda noción de que la educación debe
seguir la línea de la menor resistencia, y de que algo puede
“extraerse” de la mente antes de que algo se ponga en ella.
También están siendo arruinadas por un exagerado énfasis
en la metodología a expensas del contenido y en lo que es
materialmente útil a expensas de la gran herencia espiritual
de la humanidad. Estas tendencias lamentables, además,
están en peligro de hacerse permanentes a través de la
siniestra extensión del control del Estado. Pero se necesita
algo más que el decline general de la educación para
justificar el crecimiento especial de la ignorancia en la
Iglesia. El crecimiento de la ignorancia en la Iglesia es el
resultado lógico e inevitable de la falsa noción de que el
cristianismo es una forma de vida y no una doctrina; si el
cristianismo no es una doctrina, entonces, por supuesto la
enseñanza no es necesaria para el cristianismo. Pero
cualesquiera sean las causas del crecimiento de la
ignorancia en la Iglesia, tiene que remediarse el mal. Tiene
que remediarse primariamente por la renovación de la
educación cristiana en la familia, pero también por el uso de
cualesquiera otras agencias educativas que la Iglesia pueda
encontrar. La educación cristiana es la tarea principal del
momento para todo hombre cristiano serio. El cristianismo
no puede subsistir a menos que los hombres conozcan lo
que es el cristianismo; y lo razonable y lógico es aprender lo
que es el cristianismo, no de sus oponentes, sino de
aquellos mismos que son cristianos. Ese método de
procedimiento sería el único método razonable en el caso
de cualquier movimiento. Pero es todavía el más pertinente
en el caso de un movimiento como el cristianismo que ha
echado el fundamento de todo lo que nosotros estimamos
con el corazón. Los hombres tienen muchas oportunidades
actualmente para aprender lo que puede decirse en contra
del cristianismo, y es razonable que también aprendan algo
de lo que está siendo atacado.
Tales medidas se necesitan el día de hoy. El presente es
un tiempo no para el ocio o el placer, sino para el trabajo
serio y caracterizado por la oración. Una terrible crisis ha
surgido inexorablemente en la Iglesia. En el ministerio de
las Iglesias evangélicas se van a encontrar huestes de
aquellos que rechazan el evangelio de Cristo. Por el uso
equívoco de frases tradicionales, por la representación de
diferencias de opinión como si solamente fueran diferencias
acerca de la interpretación de la Biblia, se ha asegurado la
entrada a la Iglesia de aquellos que son hostiles al
mismísimo fundamento de la fe.
Y ahora hay más indicios de que la ficción de la
conformidad con el pasado debe desecharse, y se debe
permitir que aflore el significado real de lo que está
teniendo lugar. La Iglesia, como ahora se hace suponer
aparentemente, ha sido educada casi hasta el punto donde
los grilletes de la Biblia pueden ser abiertamente
desechados y la doctrina de la cruz puede relegarse al limbo
de las sutilezas descartadas.
Sin embargo, no hay lugar para la desesperación en la fe
cristiana. Solo que nuestra esperanza no debe
fundamentarse en la arena. Debe fundamentarse, no sobre
una ciega ignorancia del peligro, sino solamente sobre las
preciosas promesas de Dios. Los laicos, como también los
ministros, deben regresar, en estos días de prueba, con
nueva resolución, al estudio de la Palabra de Dios.
Si la Palabra de Dios ha de ser obedecida, la batalla
cristiana deberá pelearse tanto con amor como con
fidelidad. Las pasiones partidarias y animosidades
personales deben hacerse a un lado, pero por otro lado,
incluso los ángeles del cielo serán rechazados si predican un
evangelio diferente del bendito evangelio de la cruz. ¡Dios
conceda que podamos decidir correctamente!
No podemos presumir en adivinar lo que el futuro
inmediato nos depara. El resultado final es ciertamente
claro. Dios no ha abandonado a su Iglesia; la ha guiado
incluso a través de horas más negras que las que ahora
ponen a prueba nuestro coraje, no obstante la hora más
oscura siempre aparece antes del amanecer. El paganismo
ha entrado hoy a la Iglesia con el nombre de cristianismo.
Pero en el segundo siglo una batalla similar se peleó y se
ganó. Desde otro punto de vista, el liberalismo moderno es
como el legalismo de la Edad Media, con su dependencia del
mérito del hombre. Y otra Reforma vendrá en el buen
tiempo de Dios.
Pero mientras tanto nuestras almas están puestas a
prueba. Solamente podemos intentar cumplir con nuestro
debe con humildad y confiar solamente en el Salvador que
nos compró con su sangre. El futuro está en la mano de
Dios, y no sabemos los medios que usará para cumplir su
voluntad. Puede ser que las actuales Iglesias evangélicas
enfrentarán los hechos, y recuperarán su integridad
mientras que todavía hay tiempo. Si esa solución se
adoptara, no hay tiempo que perder, ya que las fuerzas
contrarias al evangelio están casi en control. Es posible que
las Iglesias existentes puedan ceder completamente al
naturalismo, para que los hombres entonces puedan ver
que las necesidades fundamentales del alma no se van a
satisfacer desde adentro sino desde fuera de las Iglesias
existentes, y que así se puedan formar nuevos grupos
cristianos.
Pero cualquiera que pueda ser la solución, una cosa es
clara. Tiene que haber en alguna parte grupos de hombres y
mujeres redimidos que puedan congregarse humildemente
en el nombre de Cristo, para darle gracias por su don
inefable y adorar al Padre a través de él. Tales grupos son
los que solamente pueden satisfacer las necesidades del
alma. En el tiempo actual, hay un anhelo del corazón
humano que a menudo se olvida —es el profundo anhelo del
cristiano por compañerismo con sus hermanos—. Uno oye
mucho, es verdad, acerca de la unión y armonía cristianas y
la cooperación. Pero la unión que se tiene en mente a
menudo es una unión con el mundo en contra del Señor, o
cuando mucho una unión forzada de maquinaria y comité
tiránicos. ¡Cuán diferente es la verdadera unidad del
Espíritu en el vínculo de la paz! Algunas veces, es cierto, el
anhelo del compañerismo cristiano se satisface. Hay
congregaciones, incluso en la era actual de conflicto, que
están realmente reunidas alrededor de la mesa del Señor
crucificado; hay pastores que son pastores sin duda. Pero
tales congregaciones, en muchas ciudades, son difíciles de
encontrar. Cansado de los conflictos con el mundo, uno va a
la iglesia para buscar refrigerio para el alma. Y, ¿qué es lo
que uno encuentra? Desgraciadamente, a menudo uno
encuentra solamente el conflicto del mundo. El predicador
pasa al frente, no saliendo de un lugar secreto de
meditación y poder, no con la autoridad de la Palabra de
Dios permeando su mensaje, no con la sabiduría humana
relegada al fondo por la gloria de la cruz, sino con opiniones
humanas acerca de los problemas sociales del momento o
soluciones fáciles del vasto problema del pecado. Tal es el
sermón. Y después, tal vez, el servicio concluye con uno de
esos himnos respirando las pasiones rabiosas de 1861, las
cuales se encuentran al final de los himnarios. De este
modo, el bienestar del mundo ha entrado incluso a la casa
de Dios. Y, sin duda, triste queda el corazón del hombre que
ha venido buscando paz.
¿No hay un refugio que nos resguarde de los pleitos? ¿No
hay un lugar de refrigerio donde un hombre pueda
prepararse para la batalla de la vida? ¿No hay un lugar
donde dos o tres puedan reunirse en el nombre de Jesús,
para olvidar por el momento todas aquellas cosas que
dividen a la nación y a las razas, para olvidar el orgullo
humano, para olvidar las pasiones de la guerra, para olvidar
los problemas desconcertantes de la riña industrial, y para
unirnos en gratitud rebosante al pie de la cruz? Si hay tal
lugar, entonces ese lugar es la casa de Dios y puerta del
cielo. Y desde bajo el umbral de esa casa saldrá un río que
revivirá al mundo moribundo.

También podría gustarte