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ESCUELA SECUNDARIA TÉCNICA #92

ESPAÑOL III

ANTOLOGÍA DE LEYENDAS DE
MÉXICO

Alumno:José Carlos Hernández Carmona

3° ¨A¨

Maestra: Rocío Cruz Jacobo

Ciclo escolar: 2022-2023


PRÓLOGO

En esta antología se reúnen diez leyendas de Mexico. Esta antología nos habla
de leyendas tan típicas como ¨El callejón del beso¨ y leyendas tan curiosas como
¨La medalla de oro¨, leyendas que te cautivaran al ser tan variadas e interesantes ,
leyendas de distintas épocas y estados que nos muestran el poder del amor, la
avaricia, la envidia, la soberbia, la magia, etc.

Las leyendas son narraciones que se preservan gracias a que se transmiten de


generación en generación y está antología busca que sean preservadas por estas
generaciones y siguen existiendo por más tiempo.

Por último agradezco a todas las personas que leyeron la antología, siento que
es un gran tributo a las leyendas, y a su gran poder, pues aun a los siglos de ser
creadas siguen existiendo, y se han expandido, es eso lo que me cautiva y con lo
cual adoro estos relatos.
ÍNDICE

Página:
El Callejón del Beso
4
El puente del clérigo
5
La leyenda del murcielago
7
El fraile que no se mojaba
8
La medalla de oro
10
Milagro y cataclismo
11
El león del señor San Jerónimo
12
La calle del niño perdido
13
La calle quemada
14
El cerro de la bufa
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El Callejón del Beso
Carmen era la hija única de un padre celoso, estricto y violento que la tenía alejada
y aislada de la sociedad para que el amor de otro hombre no se la arrebatara de su
lado.

Pero como toda mujer inteligente, Carmen de vez en cuando se daba sus
“escapadas”, en una de ellas fue que conoció a Don Carlos, un humilde minero, con
el que se veía en una de las tantas iglesias de Guanajuato cerca de su casa.

Pero un día fue descubierta por su padre, quien sin pensarlo mucho la encerró y la
amenazo con enviarla a un convento para después casarla con un rico y viejo
noble Español, quien de paso haría un favor al padre pues este aumentaría su
fortuna.

En aquellos tiempos, la mayoría de las doncellas tenían como fiel sirviente a una
dama de compañía. Así que Carmen le pidió a su dama de compañía que le hiciera
llegar una carta a Don Carlos en la cual le advertía sobre los planes de su padre.

Don Carlos, como todo enamorado, estuvo pensando sobre lo que tenía que hacer.
Fue entonces que se dio cuenta que una de las ventanas de la casa de Carmen
daba a un angosto callejón. Este era tan estrecho que con tan solo asomarse y
estirarse un poco bien podía tocar la pared de la casa de enfrente. Así que si el
lograba entrar a la casa de enfrente, podría hablar con su amada desde los
balcones y así entre los dos poder encontrar una solución a su problema.

Preguntando y preguntando averiguo quién era el dueño de la casa y se la compro


a “precio de oro”. Así, aún encerrada y sin que su padre lo supiera Carmen y Don
Carlos pasaban largas noches platicando en los balcones. Hasta que un día el
padre escucho murmullos en la habitación y encontró a la pareja reunida.
Enfurecido y violento como era, clavo una daga en el pecho de su hija. Ante los
hechos Don Carlos enmudeció de espanto y solamente dejo caer en las manos de
su amada un tierno beso.

Pocos días después, Don Carlos al no poder soportar vivir sin el amor de Carmen se
lanzó desde el tiro principal de la Mina de la Valenciana.

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El Puente del Clérigo

Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los años
trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar estos hechos
consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos llanos en los que se
levantaban unas cuantas casucas formando parte de la antigua parcialidad de
Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando apenas la acequia llamada de Texontlali,
cuyas aguas zarcas iban a desembocar a la laguna (junto al mercado de La
Lagunilla siglos después), había unas casas de muy buena factura en una de las
cuales y cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de
mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un religioso
llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa Catarina. Este
sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy de buen ver y en edad en
que se sueña con un marido, llamada doña Margarita Jáuregui.

El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231
de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y
Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy
buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.

Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas
virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado
caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron
en una de esas fiestas.

Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el
enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar
el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente,
sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doña Margarita
Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto
accedió a los requerimientos amorosos del portugués.

Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de
Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas,
también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la
capital de la Nueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la
casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias

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queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez
doncellas.

Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su


sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni
don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus
amoríos a espaldas del ensotanado tío.

Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en
tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o al puente de la
acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería
de parte del de Portugal.

Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina


y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie
podía oponerse a sus deseos.

Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso


portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y
al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los
dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La
bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.

El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de


la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse al puente sobre la
acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió
hacia el puente.

No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de


pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el
escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura

El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo


arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.

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Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita
su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz,
en donde permaneció cerca de un año.

Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió


ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto
el cura su tío.

Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco…

Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a


cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto,
horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto
sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por
un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de
lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se
identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de
Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un
puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo
de la casa de Zarraza.

No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que


permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad
emergió para vengarse.

Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente
sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos
años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende
dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo.

La leyenda del murcielago


Cuenta la leyenda que el murciélago hace mucho tiempo fue el ave más bella de la
Creación.

El murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy, y se llamaba


biguidibela (biguidi = mariposa y bela = carne; el nombre venía a significar algo así
como “mariposa desnuda”).

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Un día de mucho frío subió al cielo y le pidió plumas al Creador, como había visto
en otros animales que volaban. Pero el Creador no tenía plumas, así que le
recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el
murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de
más colores.

Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de


plumas que envolvían su cuerpo.

Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los


pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas,
aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo,
creó el arco iris. Era todo belleza.

Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más
ofensivo para con las aves.

Con su continuo pavoneo, hacía sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin
importarle las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar
a ser dueño de una décima parte de su belleza.

Cuando el Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus


nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al
cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas
se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.

Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago
ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la
vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.

El fraile que no se mojaba


En uno de los monasterios construidos para llevar a cabo la evangelización de la
Nueva España, en el centro del país, vivía el Padre Fray Agustín de San José,
originario de Castillo la vieja, lugar ubicado en la parte norte de España donde hoy
está la Provincia de Burgos. Era un hombre que se diferenciaba por sus virtudes,
todos los prelados que tenían trato con él quedaban asombrados por la forma
como se manejaba en la vida tanto dentro como fuera del monasterio, tenía en sus
haberes espirituales demasiadas cosas que lo hacían brillar entre sus semejantes.
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Cuando se acercaba a confesar, los superiores que lo escuchaban pensaban que
nunca había perdido la gracia otorgada por el bautismo. Entró en la orden religiosa
sorprendiendo a todos sus familiares, porque venía de un hogar con todas las
facilidades que los medios económicos pueden otorgar y renunció a las riquezas
por seguir las enseñanzas de Jesucristo.

En su tiempo de descanso, solía estar confesando y todos tenían en él un piadoso


Padre para entender y aceptar las debilidades humanas y al mismo tiempo un
severo Juez para reprender los vicios y negar la absolución al que no la merecía.
Jamás dejó el estudio de la teología y practicaba la humildad a tal grado que
cualquier dificultad que encontraba preguntaba lo que debía hacer, siendo por lo
común sus decisiones las más acertadas. Muchas veces se quedó sin comer por
ayudar a los pobres y los necesitados. En cuarenta años que estuvo a cargo de la
portería, jamás se le notó palabra o acción que mostrara impaciencia. Al visitar los
pueblos cercanos, era llevado por su impulso de ayudar a pobres enfermos y
llamar a las gentes para confesarlas, jamás hizo otra cosa que predicar y ejercer la
caridad. En el bien del monasterio gastó su vida entera sin sentir en su corazón el
mínimo peso o decepción, procurando con el mayor esmero el honrar los hábitos
que portaba. Fue el encargado de cuidar de la cañería del agua durante muchos
años, gastando incluso lo que le correspondía de forma individual en bien de todos
los frailes. Por su cuidado y responsabilidad no se preocupaban en el monasterio
por las averías que se presentaban, sólo era necesario avisar al Padre Fray Agustín
quien reparaba todo.

Un día le llamaron de la ciudad de Lerma, a cuatro leguas de Toluca, para asistir a


un enfermo en peligro de muerte, y administrarle los sacramentos. Cuando recorría
el camino lo encontró el médico de la zona que iba en su calesa a visitar al mismo
hombre. Al ver que el Padre Fray Agustín se mojaba por el torrencial aguacero que
caía le invitó a subir con él, propuesta que el fraile declinó siguiendo su camino.
Llegaron los dos a su destino y todos pensaban que el Padre Fray Agustín tendría
toda la ropa mojada, por el contrario estaba completamente seco, el médico quien
fue el que lo ayudó con la capa, estaba sorprendido y dio testimonio bajo
juramento ya que ese tipo de incidentes tienen especial importancia, tratándose de
personajes del clero, y les atribuyen cierta cualidad divina.

Hubo algunos otros episodios durante su vida de esa naturaleza, y cuando se


encontró anciano y enfermo siguió dando muestras de agradecimiento a Dios por
todo lo que le mandaba incluyendo los numerosos achaques de su avanzada edad.
Padeció y sufrió con gran paciencia hasta el momento de su muerte y nuca dejó de

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asistir al coro hasta que le ordenaron por su propia salud que por obediencia se
recluyera en una celda a rezar, actividad en la cual gastaba casi todas las horas del
día. En este periodo último de su existencia varios religiosos deseaban con ansia,
algunos de sus pobres objetos personales como reliquia.

Todavía es común que los habitantes de la zona, se encomienden a él como


tradición, cuando tienen que atravesar el campo durante la época de lluvias por
toda esa región que comprende las cercanías de la Ciudad de Toluca, aunque
nunca la Iglesia Católica ha hablado de este personaje.

La medalla de oro
Corría la mitad del siglo XVII cuando cuentan que un criollo se enamoró de la mujer
más bella del barrio de tacuba sus intentos por cortejarla no funcionaron con ella
hasta que un día se encontró en la calle a la mujer llorando

¿Qué te ocurre?

-Calla no me ocurre nada, solo son caprichos de una mujer, es una tontería… !Vete!
El hombre vio en aquella situación una oportunidad para ganarse su preciado amor
y le siguió insistiendo.

-Anda dime
-¿Quieres saber qué me ocurre?

Ayer fue el día de los difuntos y fui con mi madre a honrar a los muertos a la iglesia,
y mi visita se fue hacia algo que brillaba, algo precioso. En el regazo de la Virgen de
los Remedios, estaba la medalla de oro más bonita que he visto en mi vida, era
mágica, era preciosa; me quedé prendida de ella, pero no podía ser mía. De noche
tuve una pesadilla media mí misma paseando me coqueta con la medalla de oro
alrededor de mi cuello, lucía radiante, estaba hermosa, pero una cara malévola me
miraba al espejo y decía “nunca será tuya nunca” y es por eso por lo que lloro,
porque nunca podré tener aquella medalla de oro.
-Pero esa medalla de oro es de Nuestra Señora yo no puedo hacer nada para
conseguirla

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-¿Lo ves, lo ves? tenía razón nunca será mía, nunca, nunca, nunca!
El hombre no vio más remedio y decidió ir aquella misma noche a robar la medalla
de oro a la iglesia. Era medianoche y no había nadie, las calles estaban desiertas lo
que daba a todo un aspecto lúgubre, cogió aire y se aproximó a la iglesia. Venía la
luz de adentro, estaba abierta, entró, y lo primero que vio fue a la virgen en su
capilla, mirando hacia la cúpula de la iglesia, mirando a la bóveda celeste. Sintió
miedo, no miedo a lo desconocido, sintió miedo por un peligro presente en esa
iglesia, un peligro que no se podía ver, pero se podía intuir. Procuro no mirar
directamente a la vírgen, se fue acercando lentamente hasta que se paró enfrente
de ella, estaba la medalla al alcance de su mano. Cerró los ojos y aproximó su
mano hasta que dio con la medalla, la agarró fuertemente, y no abrió los ojos, se
dio la vuelta, y abrió los ojos. Alrededor suyo estaban todas las gárgolas, todas las
imágenes de santos, todos los cuadros, todas las estatuas de la iglesia, mirándole
directamente a él, mirándole con cara de ira. El hombre no lo pudo soportar. Al día
siguiente la mujer se despertó y se encontró la medalla ensangrentada en su
almohada. Cuentan los que saben, que el hombre se volvió loco y se suicidó, y que
la mujer se murió a los pocos días devorada por los lobos, y cuenta la leyenda que
todas las noches en aquellos rumbos se ve a una mujer perseguida por los lobos,
aquella mujer que como castigo por su osadía es perseguida todas las noches
después de muerta.

Milagro y cataclismo
La imagen del Señor de las Misericordias, Santo Patrono de Tlalnepantla, fue
regalada por el rey Carlos V a Hernán Cortés, quien a su vez ‘la donó al convento
de San Francisco, de México. De allí fue traída provisionalmente a la iglesia de
Tenayuca, y luego a la capilla abierta del Convento de Corpus Christi, en
Tlalnepantla. En 1666, al ocurrir un incendio en la iglesia, el Cristo de las
Misericordias se salvó milagrosamente, pues habiéndose quemado la cruz que lo
sostenía, la escultura sólo registró quemaduras en la espalda, semejantes a
ámpulas en carne viva, por lo que fue llamada el «Señor de las Ampollas».

Las iglesias viejas

En el antiguo Teocalhueyacan, pueblo otomí situado a unos tres kilómetros al


poniente de Tlalnepantla, los frailes franciscanos edificaron un templo bajo la
advocación de San Lorenzo, tal vez sobre las ruinas y hasta con el mismo material
de que estuviera construido el antiguo teocalli.

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A este nuevo templo acudía el pueblo a los servicios religiosos. Una noche, en medio
de un estruendo inexplicable, el templo se hundió y de él no amaneció ni rastro. La
gente quedó profundamente atemorizada.

Ante tal pérdida, los habitantes de San Lorenzo Teocalhueyacan tuvieron que acudir
a sus servicios religiosos a Corpus Christi, el templo de Tlalnepantla. Pero debido a
la larga distancia que tenían que recorrer diariamente, optaron por construir en su
región un nuevo templo.

Entonces surgió entre ellos una angustia interrogante: «¿no se hundirá nuevamente
el templo y acaso junto con todos nosotros?». La solución fue sencilla: levantarlo en
otro sitio, y fue en Atenco (junto al río), en la falda del cerro, donde se erigió el
nuevo recinto, sólo que en esta ocasión bajo la advocación de San Andrés Apóstol.
Esta antigua leyenda aún corre de boca en boca entre la gente «grande» del
pueblo.

El león del señor San Jerónimo


Se cuenta que el Señor San Jerónimo, santo patrón de este lugar, tenía un león a su
lado; pero la ciudadanía de aquel entonces, empezó a preguntarse el por qué; ya
que esto no era correcto en su papel de patrono de pueblo. Unos afirmaban que
debía tenerlo, otros que no, en fin, se pusieron de acuerdo y se lo quitaron.

No se sabe si fue la fe, la superstición o el temor por habérselo quitado, pero se dice
que después de algunos días empezó a escucharse el rugido de un león por las
noches, y al amanecer se encontraban los restos de animales como perros,
borregos, becerros y hasta burros, como indicio de que dicho animal los mataba y
se los comía.

Ya la gente no salía cuando empezaba a oscurecer, todo mundo atrancaba las


puertas por temor a que el animal entrara a sus casas.

Cuenta un sacristán, que estuvo durante 60 años en este oficio, que él dormía en
una pieza que está junto al cuarto de la parroquia y que hasta allí oía rugidos del
león todas las noches.

Otras personas dicen que era un monstruo que salía de los túneles que se cree tiene
el subsuelo de la cabecera municipal, pero sea como fuese, el caso es que a diario
aparecía un animal muerto.
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Los que le quitaron el león a San Jerónimo, se reunieron y acordaron colocarlo otra
vez en el lugar que lo tenía, pues temían que fuera un castigo por habérselo
quitado.

Desde que pusieron al león en el lugar donde estaba, no se volvió a aparecer por
las noches a causar destrozos, por lo cual el santo volvió a ser venerado como
antes.

La calle del niño perdido


Cuenta la leyenda que en el año de 1659 llegó a la Nueva España, procedente del
reino de Castilla, un joven escultor de nombre Don Enrique de Verona, contratado
por el virrey Don Francisco Hernández de la Cueva para hacer el altar de los Reyes
en la catedral de México.

Una vez completada la obra, se dispuso a hacer los preparativos para su viaje de
regreso a casa con la ilusión de cumplir su compromiso con la mujer que amaba.
Pero para sorpresa suya, en vísperas del viaje conoció accidentalmente a una
hermosa doncella de quien, sin proponérselo, quedó prendido su corazón.

Este encuentro, con Estela de Fuensalida, como se llamaba la bella doncella,


cambió los planes del joven escultor, quien de cualquier excusa se valió para
posponer su viaje y promover su reencuentro. El amor entre estos dos floreció sin
importar que para su unión, tuviesen que romper, él con su prometida en Cádiz y
ella con su prometido, un viejo platero de nombre Don Tristán de Valladares, a
quien este agravio no le causó gracia alguna y prometió vengarse.

La pareja contrajo nupcias y al año, había nacido ya su primer retoño, un hermoso


niño digno espejo de sus padres. Pasó algún tiempo cuando una noche de
diciembre de 1665, finalmente el viejo Tristán cumplió su promesa de venganza
prendiendo fuego a la casa donde vivía la feliz familia.

En medio de la confusión que produjo el fuego, lograron salvar sus vidas pero
perdieron de vista a su pequeño hijo. Pronto el llanto del niño delató las oscuras
intenciones del viejo Tristán, quien lo había raptado y procuraba evadirse con él. El
padre respaldado por las gentes que llegaron a su socorro, lograron recuperar al
niño y frustrar las intenciones del viejo desdichado.

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Las personas que escucharon a Estela rogar al cielo por su niño perdido, llamaron a
la calle donde ocurrió el suceso, La Calle del Niño Perdido.

La calle quemada
Doña Beatriz de Espinosa era una hermosa joven que llegó a la Nueva España en el
año de 1550 acompañando a su padre, un comerciante acaudalado español de
nombre Don Gonzalo de Espinosa y Guevara. Al llegar contaba con 20 años de
edad y se dice de ella que se destacaba tanto por su extraordinaria belleza como
por sus nobles virtudes.

Al poco tiempo de llegar, menos de un año, en una reunión dada en palacio por el
Virrey Don Luis de Velasco, conoció a quien sería el amor de su vida. Un joven
italiano de origen noble llamado Martín de Scúpoli, quien ostentaba el título de
Marqués de Piamonte y Franteschelo.

El amor de Beatriz fue recíprocamente correspondido por Martín, hasta el punto de


rayar en lo enfermizo por aquello de los celos de este joven, los cuales lo llevaron
en repetidas ocasiones a sostener serios altercados con aquellos que osaron
pretender la mano de su amada.

Afligida por los celos excesivos de Martin y temerosa de que el amor que este joven
decía sentir por ella no fuera tan profundo y verdadero, sino el apasionamiento de
un hombre deslumbrado por su belleza, la impulsaron a infligirse un doloroso
martirio que pondría a prueba el amor de su enamorado.

Decidida a inmolar su belleza tomó un brasero ardiente y se infligió dolorosas


quemaduras que desfiguraron su rostro. A los gritos de lamento acudió Fray Marcos
de Jesús quien asomaba a la casa de la joven en esos momentos y quien le prestó
los primeros auxilios.

Martin supo por boca de Fray Marcos lo sucedido y pronto acudió a su encuentro.
Al llegar a casa la encontró con el rostro cubierto por un manto blanco que tan solo
desvelaba su traslúcida mirada. Al verla, Martin se sumergió en lo profundo de sus
ojos para descubrir en la pureza de su alma el tesoro más precioso, un amor
aprueba de todo.

Superado el trastorno, los dos se unieron en matrimonio y a través de su amor


lograron lo que pocos logran en la vida, una felicidad tranquila y serena…
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El cerro de la bufa
Cuentan que en el Cerro de la Bufa en Guanajuato, vive una hermosa princesa
encantada que sale cada jueves festivo del año por la mañana en busca de un
joven que se case con ella y la lleve hasta el altar de la Basílica de Guanajuato.

Dicen que cuando la princesa y el joven lleguen a la Basílica, brillará la plata de la


ciudad encantada (el cerro de la Bufa), que fue la capital hace mucho tiempo,
además de que la princesa hechizada volverá a ser humana.

Para romper el encanto se necesita que el joven cumpla con diversas pruebas: que
cuando la lleve en sus brazos camine sin miedo y sin voltear hacia atrás, aunque
escuche voces y ruidos extraños no lo deberá hacer.

Si el joven elegido voltea hacia atrás, entonces la hermosa princesa se convertirá


en una horrible serpiente y ahí terminará todo.

Es una gran oferta porque es una linda muchacha con una gran fortuna, pero
¿quién será el joven valiente que pueda rescatar a la princesa?

En más de 400 años no ha habido nadie que cumpla esos requisitos.

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