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E l p a s a je a d o l e s c e n t e
D e la f a m il ia al v i n c u l o s o c ia l
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
Impreso en España
Depósito legal B. 1014-99
Impresión y encuadernación: Romanyá Valls S.A.
ISBN 84-7628-268-0
S u m a r io
Introducción........................................................................................... 9
I. SABIDURÍA ADOLESCENTE
1. Observaciones sobre el verían de los beurs ........................... 23
2. El «no por completo» .............................................................. 29
3. La operación adolescente y el límite del niño al adulto ....... 35
4. ¿Una división del super-yo ? ................................................... 43
5. El psicópata como figura contem poránea.............................. 53
6. La intransigencia de la virtud................................................... 63
Conclusión.............................................................................................. 191
Bibliografía 201
In t r o d u c c ió n
5. Mientras que la muerte del padre, fantasma edípico del niño, se re
suelve en el orden simbólico donde él se aloja, por la simulación de un ase
sinato que asegure la transmisión, el adolescente descubre, en un segundo
tiempo, que ese padre que se le parece es mortal, en lo real, de una muerte «sin
causa», y que esta transmisión se ordena como pérdida. De absolutamente
Otro -diferencia radical cuyo envés es la identificación-, por el golpe de
fuerza de una semejanza que ninguna identificación trasciende, enmasca
ra o reduce, el padre deja de ser el representante único del orden simbóli
co. Cuando el hijo se mide con el padre, el cuerpo del padre entra en esce
na, ya no mítico, sino apresado en una cadena simbólica, en el mismo
sentido en que hay cadena en la lengua, y cuyo nacimiento y muerte son las
puntuaciones reales. El padre (caído) es designado, al mismo título que el
hijo, como eslabón en la cadena de las generaciones, garante provisorio y par
cial de la pemanencia del Nombre en la cadena de los significantes.
7. La semejanza con los padres se descubre como posibilidad del acto se
xual que, para el adolescente, está medido por una relación imposible entre
la repetición y la reproducción: repetición (en todas las acepciones de la pa
labra) de la escena primitiva, juego de imitación de una diferencia en dos
términos, de los cuales uno está representado, de antemano, como aseme
jando al sujeto; reproducción -es decir, captura en la cadena de las genera
ciones- infinita, en donde la dimensión simbólica prima sobre la expansión
imaginaria, donde la diferencia no sólo sexual sino de generación sólo es tras
cendida por la transmisión del nombre. Lejos de satisfacerse de la reducción
religiosa de los dos aspectos, el adolescente compara su impotencia con la
del niño -que ignora que él no es de repetición, fuera de juego, sin diferencia-,
con la del adulto, que ha olvidado que él sólo está inscrito en una cadena sin
otro privilegio sobre los sucesores que el socialmente definido. La sexuali
dad genital, en tanto que ella ordena a la vez una identificación sexual y
una diferenciación de las generaciones, provoca una urgencia de puesta en
acto de la subjetividad, que sutura el hiato entre repetición y reproducción,
hiato en el que se despliega la pulsión de muerte.
1. A. y JJ. Rassial, «De l’image inconsciente d u corps», en: Quelques pos sur le chemin de
Franfoise Dolto, obra colectiva, París, Le Seuil, 1988.
1. O b s e r v a c i o n e s s o b r e
EL VERLAN2 DE LOS BEURS3
4. Retomaré algunas ideas avanzadas con ocasión de un coloquio sobre «La lengua y el in
consciente» organizado en noviembre de 1988 en Israel p or el departamento de psico
logía de Tel-Aviv y por la Association freudienne.
hermandad, el medio circundante, en particular el escolar, etc.j y, por su
puesto, la personalidad del adolescente. Pero una cuestión domina: ¿en qué
lengua puedo yo en verdad hablar de mí al Otro, no sólo el semejante, sino
este Otro a quien me dirijo cuando hablo solo, cuando pienso? Este Otro,
más allá del padre, más aquí del otro sexo, se encarnará imaginariamente en
ese dios de los adolescentes, aquél al que algunos, yendo hasta la esencia de
su naturaleza, se dirigen «hablando en lenguas», fenómeno místico de las glo-
solalias.
La atracción del verían está ligada a estas incertidumbres. De un modo
general, se puede constatar el interés de los adolescentes por los argots, in
cluso por la producción de una jerga o de palabras jergonescas típicas de una
generación. Ciertamente, hay allí una prolongación del «insulto» del niño,
de esas palabras prohibidas que suponen esconder un saber reservado a los
adultos, pero no sólo eso, puesto que el argot juega el papel de una lengua
intermediaria, organizada por, y organizando, el grupo alrededor de un se
creto: hay separación entre aquellos que lo comprenden y están vinculados
entre sí por una complicidad, y aquellos que son excluidos o se excluyen. Si
este uso reviste una función escatológica, una relación anal con la lengua,
si, por otra parte, las palabras más características de una novedad de cada
generación remiten a la cuestión del goce -«formidable», «extra», «super»,
«genial», «ñipante» han caracterizado alternativamente a las generaciones
encontramos una dimensión más esencial: la de desafiar a una lengua, tal
como se la enseña en particular en la escuela y que parece alienante, con una
tentativa de subversión.
El verían encierra otras cosas. Los argots se construyen de dos maneras
que parecen menos complementarias que contradictorias: por un lado, la pro
ducción de metáforas -con, en el extremo, el pretendido argot de San An
tonio o de Pierre Perret-, donde la lengua se enriquece según un proceso poé
tico, haciéndose populares las palabras argóticas hasta llegar a participar de
la lengua vernácula; por el otro - y es lo que nos interesa aquí-, la produc
ción de una lengua argótica por una operación efectuada sobre la lengua-
madre. Además de la importación de palabras extranjeras, que permanece
ambigua en su estatuto, son posibles toda clase de operaciones: primero el
acortamiento, así «formidable» se convierte en «formid»; segundo, el agre
gado de sílabas parásitas -es el caso del «javanés», en donde la palabra es pa-
rasitada por el añadido de un av- o de un va- en cada sílaba-; tercero, los ver-
lans, sobre los cuales me detendré; cuarto, los largonji, así denominados
por la deformación de la palabra «jargon»;5 por ejemplo, el «loucherbem»
utilizado por antiguas generaciones de inmigrantes, después de haber sido
la «lengua de los bouchers»6 es una combinación de la segunda y tercera ope
raciones.
Estas operaciones sobre la lengua producen otra, codificada, secreta du
rante un cierto tiempo, puesto que esta lengua segunda tiende a desapare
cer o a integrarse desde el momento en que es hablada, hasta el punto de que
lo más frecuente es que queden ciertas palabras en la lengua ordinaria: an
tiguamente, por ejemplo, «en loucedé», producto de un largonji, más re
cientemente, producto del verían, «laisse béton» o «beur».
El verían de los beurs es notable, aun cuando ya es menos usado que
hace años. De hecho, parece corresponder a una tentativa de introducción
de una lengua en otra por el sesgo de palabras codificadas, producciones de
un entre-dos-lenguas. De ese modo, el verían encontraría de pronto la es
tructura de otra lengua constituida progresivamente por el encaje de varias
lenguas-madre y orientada por la elección de un alfabeto: el yiddish, com
posición de viejo alemán, de lenguas autóctonas y de hebreo, y cuya escri
tura se realiza en caracteres hebraicos. Lejos de ser accidental, el uso del
verían sería entonces una de las manifestaciones del modo específico de
apropiación de la lengua por parte de una población minoritaria.
La inversión es ya característica para quienes han aprendido a leer y a es
cribir en francés, de izquierda a derecha, al revés de la escritura árabe. Tan
to más cuanto que son clásicos, en estas poblaciones, los problemas de late-
ralización, incluso en los diestros confirmados. Conocí el caso de un niño
árabe, diestro auténtico y no zurdo contrariado, que escribía por completo
en espejo. ¿Para quién escribimos? Pregunta que duplica la de saber para
quién hablamos, sin que necesariamente la recubra. Eso está por cierto en jue
go en la orientación del grafismo, más allá de lo que se traduce en una rela
ción exterior/interior, según que la mano se oriente hacia el afuera o el aden
tro en el gesto de escribir. El verían no procede letra por letra, sino sílaba por
sílaba, y también allí se encontrará una especificidad de la escritura árabe.
13. En lugar de usar e] térm ino «symptóme», síntom a, el autor juega con la expresión
«sinthóme-il ou sinthóme-elle», para aludir al térm ino «homme», hom bre, implicado
en la idea que está desarrollando a partir del sem inario Le SinihSme, de J. Lacan. Nota
de la traductora.
la razón de que se tratara, ya fuese orgánica, había podido dejar a ciertos su
jetos en el autismo.
Distingamos, pues, esta segunda operación de la operación prim aria
N-d-P, que se escribirá así para evitar la reducción al patronímico. Para el
niño - y justamente articulada al estadio del espejo, que acaba con la Madre
primordial fálica-, la operación de inscripción del Nombre-del-Padre, es de
cir, el anclaje simbólico del lugar del Otro -q u e en adelante será el del len
guaje, al perder la cualidad de Otro real que fue la M adre-, se apoya en una
metáfora paterna que perm ite que se detenga como saber supuesto un de
seo incomensurable de la madre. El fracaso de esta metaforización, la abo
lición de sus consecuencias, el corte radical de sus manifestaciones signifi
cantes, inducen una forclusión, una vez planteado el tiem po de una
elaboración posible; forclusión cuya manifestación será inmediata o espe
rará la ocasión pospubertaria de una llamada al Nombre-del-Padre.
Pero si se evita el fracaso que constituye la forclusión, el éxito de la ins
cripción del Nombre-del-Padre no es más que parcial, en tanto se apoya
sobre la actualidad de la metáfora paterna. En efecto, para que haya m eta
forización paterna, es necesario que, en la realidad -ya sea familiar o sólo
verbal en el discurso de la madre-, exista padre y esté cualificado por un tiem
po con el poder de representar al Padre Simbólico, de quien sabemos que
el único real concebible es el del Padre muerto de la horda primitiva. La fa
milia en tanto tal, ya sea nuclear, extendida, monoparental o sustitutiva, es
la condición de la presencia de esta metáfora, el padre, pero del mismo
modo, los padres encarnan imaginariamente a ese gran Otro al que se diri
ge el sentido de la existencia del sujeto.
En la adolescencia, esta metáfora pierde su valor por una descalificación
del padre y de la familia que encarnará imaginariamente al Otro, el cual se
escribirá, por ejemplo, el Adulto. En ese momento, la promesa edípica: «Re
nuncia provisionalmente al goce al que tendrás derecho más tarde» se revela
como mentirosa; por una parte porque el goce genital es también parcial y
no garantiza ninguna relación sexual; por otra, porque el goce absoluto es
aún diferido y remitido, esta vez, al más tarde de la muerte. El sujeto se ve
confrontado por un tiempo a la desesperación de la vacuidad del lugar del
Otro, hasta que, gracias al efecto del cambio del síntoma, él encuentra en sus
vicisitudes una nueva encarnación imaginaria del Otro en el Otro sexo. Esta
descalificación de los padres es, en tanto tal, un momento estructurante,
pero coloca al sujeto en situación de riesgo, y accesoriamente también a lo
padres. Salvo que se sustituya a la familia por otro vínculo grupal que obe
dezca a la misma lógica -la iglesia o el ejército pueden participar-, lo qu
puede proteger a ciertos sujetos de esta prueba, la operación N-d-P o 1<
que debemos entonces considerar como los Nombres-del-Padre en plura;
tendrá que funcionar, ligar la lengua al discurso, prolongar lo fálico en ge
nital, orientar la relación con el semejante del Otro sexo, más allá de la me
táfora paterna.
Momento fecundo de una operación inventiva en la que el sujeto debes*
autorizarse por sí mismo, es decir, en varias direcciones, entre las cuales, polr
ejemplo, la elección de un oficio del que hacer profesión, que le dé un nom*
bre, y volver a fundar su identidad sobre la huella, desplazada, de la prim e
ra inscripción. Operación de validación, pero que también puede ser de in
validación de la prim era operación de inscripción o de forclúsión del
Nombre-del-Padre, y que puede quizás m arcar cambios de estructura; p o r
ejemplo, cuando el discurso del amo que rige el vínculo social es antinómico
al discurso del padre que regía el lazo familiar, lo que constituye la dificul
tad principal de adolescentes de la segunda generación inmigrante, o pue
de poner en dificultades a adolescentes adoptados, para quienes la novela fa*
miliar se engancha sobre la realidad. Pero entonces, durante un tiempo más
o menos largo, más o menos posible, m omento de incertidumbre y quizás
de locurá, el Otro, el lugar del Otro, queda vacío, lo que se marca de manera,
privilegiada por un replanteo de los valores que han perdido sus funda
mentos -«¿de qué sirve que yo exista?»-, po r una depresión que se verá
por ejemplo, en la enunciación, que la situación del sujeto es «de mierda»
incluso por una exaltación maníaca que lo comprometerá en la esperanza
rápidamente frustrada, de reencontrar una libertad infantil ilusoria, lo que
organiza tanto ciertas psicopatías como ciertas toxicomanías.
Es allí donde se sitúa el sujeto en estado límite, detenido ante la dificultad
de una validación, por las más diversas razones, porque tanto puede tratarse
de evitar validar una forclúsión, y por lo tanto continuar escapando al des
tino psicótico, que de ser neuróticamente impotente para franquear esta
emancipación de la metáfora paterna, drama en particular de ciertos hijos
de médico o de profesor, al quedar el saber del padre fuera de alcance. Has
ta el punto de que es posible - y es en ese caso que convendrá hacer el diag
nóstico de estado límite- que esta validación retrasada, convertida en im
posible, sea afectada, ella también, después de pasado un cierto tiempo, por
una forclusión.
Si esto es verdad, el psicoanálisis del adolescente, en la especificidad de
sus resortes, debe enseñarnos acerca del acto analítico posible con tales su
jetos.
La primera idea es que, como el análisis del adolescente, la cura de es
tos sujetos sigue un recorrido en alguna medida inverso al denominado clá
sico. En efecto, no es el análisis del fantasma el que lleva al descubrimiento
de que el lugar del Otro, al que se dirigen mi palabra, mi demanda y mi
amor, es un lugar vacío porque no tiene otra consistencia que la simbólica,
sino que es un trabajo previo sobre la cualidad del Otro el que permite, en
un segundo tiempo, que el fantasma sea el eje de la cura. En otros términos,
es un análisis de la transferencia el que autoriza el análisis del fantasma,
mientras que con el adulto neurótico, aquél corre el riesgo de ser un obstá
culo. Así, el afecto dominante, pero también dinámico, en la cura, no es la
angustia sino la depresión, a condición de que sea reconocida como autén
tica, es decir, que contenga, además de sus efectos mórbidos, las condicio
nes de un verdadero relanzamiento de la subjetividad. Es, por otra parte, la
anteposición de esta depresión la que puede suspender la actuación del su
jeto, la cual se concebirá entonces no como pasaje al acto ni como acting-
out, sino como agitación en la que se reconoce la esterilidad. Sin duda es ne
cesario agregar que, del lado del analista, es la aptitud para soportar la
depresión, la que da la particular competencia para seguir a ciertos sujetos
en su deriva y escuchar allí una verdad de cada uno.
En otros términos, es necesario entonces abordar de frente, detrás de la
frustración -falta imaginaria de un objeto real- pero antes de la castración
-falta simbólica de un objeto imaginario-, una privación esencial -falta
real de un objeto simbólico—que puede efectivamente ser designada como
«defecto fundamental» (Balint), sabiendo que esta emergencia de lo real, si
bien persiste en la psicosis, no tiene lugar para el sujeto no psicótico más que
en algunas ocasiones, en particular en la adolescencia.
Es lo que deseo retener sobre todo: que el análisis de los estados-límite
supone una reelaboración de la operación adolescente, con el riesgo de de
jar que el sujeto encuentre todos los callejones sin salida del proceso ado
lescente.
4. ¿U na d iv is ió n del super- yo?
20. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Obras Completas, T.1II, Biblioteca Nueva,
M adrid, ¡973, pág. 3.017.
instintos» y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia al ins
tinto es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a
satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renun
cia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que sub
sistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el
miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instin
tos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el
super-yo».21
Freud distingue, pues, dos orígenes al sentimiento de culpabilidad que
él asocia justamente con la angustia. Comprendemos con facilidad qué es
la angustia ante el super-yo, puesto que ella supone ya la constitución del ob
jeto edípico y la prohibición planteada a su acceso; pero, ¿qué sucede con la
angustia ante la autoridad? En efecto, ella sería, a la vez lógica y cronológi
camente, contemporánea de la constitución del objeto, produciendo el ob
jeto de la pulsión como aquello a lo que se trata de renunciar. Creo que so
bre ese punto kleinianos y lacanianos coinciden en tener en cuenta la
dificultad del estatuto de esta autoridad y de la angustia que inspira. Pien
so que un kleiniano vería allí el nombre de este origen arcaico y maternal
del super-yo pre-edípico o de un edipo precoz, que inauguraría, en el lími
te de la constitución del objeto, la salida de la posición esquizo-paranoide
hacia la posición depresiva. Un lacaniano no puede sino traducir la autori
dad, por el Otro con A mayúscula, viendo allí otra premisa freudiana a la
conceptualización de Lacan que el Otro prehistórico de la histérica evoca
do en los primeros trabajos de Freud. En efecto, es posible leer, en el grafo
del deseo, esta «renuncia a las pulsiones» por «el constreñimiento de la au
toridad» como la transformación -e n punto de interrogación- del circuito
de la pulsión, por el hecho del vector que va de S a S’, por medio de la im-
pos>:ión del «¿Che Vuoi?» de la demanda supuesta del Otro.22 A partir del
m om ento en que entra en la lengua, es por la suposición de una demanda,
de una subjetividad, en el Otro, el cual no tiene en realidad otra consisten
cia más que simbólica, que el sujeto podrá soportar la castración.
23. Sigmund Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente, Obras Completas, T. I, Bi
blioteca Nueva, Madrid, 1973.
24. Si no lo está, nos enfrentamos a un simbolismo psicótico que, según creo, no es ausencia
de lo simbólico sino expulsión del vínculo que ordena lo simbólico.
tura, aun cuando Freud, con su prudencia habitual, hable en términos de
analogía; «Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el p ro
ceso cultural y la evolución del individuo, pues cabe sostener que también
b comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la evo-,
lución cultural. Para el estudioso de las culturas hum anas sería tentado
ra la tarea de perseguir esta analogía en casos específicos. Por mi parte, me
limitaré a destacar algunos detalles notables. El super-yo de una época cul
tural determinada tiene un origen análogo al del super-yo individual, pues
se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conduc
tores, los hombres de abrum adora fuerza espiritual en los cuales alguna de
las aspiraciones humanas ha encontrado su expresión más fuerte y pura,
aunque, quizá por eso mismo, la más exclusiva (...) Otro elemento coin
cidente reside en que el “super-yo de la comunidad civilizada”, a entera
semejanza del individual establece rígidos ideales cuya violación es casti
gada con la “angustia de conciencia moral”. Aquí nos encontramos ante la
curiosa situación de que los procesos psíquicos respectivos nos son más fa
miliares, más accesibles a la consciencia, cuando los abordamos bajo su as
pecto colectivo que cuando los estudiamos en el individuo. En éste sólo se
expresan ruidosamente las agresiones del super-yo, manifestadas como
reproches, al elevarse la tensión interna, mientras que sus exigencias mis
mas a menudo yacen inconscientes. Al llevarlas a la percepción conscien
te se comprueba que coinciden con los preceptos del respectivo super-yo
cultural. Ambos procesos - la evolución cultural de la masa y el desarro
llo propio del individuo- siempre están aquí en cierta m anera aglutina
dos. Por eso muchas expresiones y cualidades del super-yo pueden ser re
conocidas con mayor facilidad en su expresión colectiva que en el individuo
aislado».
Creo que sería necesario completar esas páginas con las anteriores, aso
ciar ese super-yo colectivo con la autoridad. Sería mi segunda hipótesis.
Freud concibe aquí un super-yo colectivo, no que anticipa, sino que prolonga
el super-yo de origen parental. Tendríamos entonces primero una autoridad
exterior arcaica, luego un super-yo interiorizado de origen parental, final
mente un super-yo colectivo. Pero el mantenimiento de esta separación en
tre la autoridad y el super-yo colectivo no tiene sino un efecto: preservar, a
pesar de todo el pesimismo de Freud en 1929, algo de esperanza de que ese
super-yo colectivo sea aún el instrumento posible de un progreso para que
¿01 S A fe i D Ü K l A AL>01-¿.^CLN 1 i
«el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no
menos inmortal adversario».25
Al finalizar la guerra, Lacan será aún más pesimista: «Ninguna forma de
super-yo es inferible del individuo a una sociedad dada. Y el único super-
yo colectivo que podemos concebir exigiría una desintegración molecular
integral de la sociedad. Es cierto que el entusiasmo con el que hemos visto
a toda una juventud sacrificarse por los ideales de Nada, nos hace entrever
su posibilidad en el horizonte de los fenómenos sociales de masa que su
pondrían entonces la escala universal».26 Quien en la actualidad obedecie
ra a ese super-yo colectivo se encontraría, según la fórmula de M. Nacht, «có
modo en la barbarie».27 He evocado en otra parte esta figura psicopática
contemporánea que asocia nacionalismo salvaje, entusiasmo nihilista y odio
del origen, como lo «logra» el skinhead. Así, ese super-yo colectivo se reve
la aún más, no secundario al super-yo individual, sino ligado a esta figura
tiránica del Otro que constituye la primera fuente de la Ley, entonces con
fundida con la orden del goce.
Si propongo estas hipótesis sobre el super-yo, es para dar cuenta de una di
ficultad propia de la adolescencia, y que es ejemplar con respecto a una
apuesta válida para cada uno; no es un azar si esta reflexión de Lacan sobre
el super-yo y la agresividad, a propósito de la criminología, trae a su pluma,
en numerosas ocasiones, esas palabras, raras en él, de juventud y de ado
lescencia. •
Recordaré sólo una hipótesis antigua: hay en la adolescencia, por la de
cepción de la promesa edípica, un defecto de las encarnaciones imaginarias
del Otro -e n términos lacanianos, la emergencia de S (Á)- de dónde, res
pondiéndose una a la otra, una nueva depresión (nada vale, ni yo, ni los ob
jetos, ni los otros, ni los discursos) y una nueva angustia (la presencia del
objeto es tan aterradora como su ausencia). Además del .yo, es, por supues
to, el super-yo el que será puesto así a prueba, en la separación entre el dis
28. Jacques Lacan, Léseminaire, Livre IV: La relation d'objet, París, LeSeuil, 1994.
dre a las funciones que le incumben, es ese padre real quien será remitido
por el adolescente a su sumisión última a un discurso del amo, mostrándose
superado, incluso denunciado, ese discurso del padre, después de haber
orientado al hijo. De un modo con frecuencia conflictivo, siempre proble
mático, quizás patológico, el adolescente sufrirá las contradicciones entre esos
dos discursos, en el momento en que su trabajo psíquico le impone un tra
bajo crítico. .................
El psicoanalista, o cualquier otro terapeuta, no actuará sino al recono
cer esto que está en juego, puesto que desconocerlo sería equivalente a caer
en una acción educativa fundada sobre el m antenimiento artificial de una
continuidad entre esos dos discursos, sobre la negación de esa división del
super-yo. El adolescente, en lo más álgido de lo que está en juego en el psi
coanálisis, es aquel que debe aprender a dejar de lado al padre para poder
servirse de los nombres-del-padre que, para él, deberán en adelante pensarse
en el plural de sus elecciones de vida.
«Siempre es posible unir entre sí, por los lazos del amor, una masa de hom
bres más grande, a condición de dejar algunos fuera para recibir los golpes.»
Freud nos indica cómo se construye el nacionalismo, sobre las vías del jui
cio, tales como son descritas en 1925 en su artículo sobre la negación.
El extranjero es primero el Enemigo; no es un segundo tiempo el de la
identificación del Enemigo entre los extranjeros, es un tiempo primario,
efecto de una expulsión constitutiva: introyecto lo que es bueno, expulso lo
que es malo; el afuera está constituido primero por lo que es fuente de dis
placer. Es así, cualquiera sea el destino secundario, muy variable, como se
construye la idea nacional, por la producción de un adentro y de un afue
ra, no descriptivos sino prescriptivos. Hay que destacar cómo es, cuando me
nos, negado en la historia de una nación, el prim er momento de adhesión
a un lugar, a saber, por una parte una invasión, por otra una expulsión o una
digestión de los autóctonos; no hay más que leer todas las historias de Me
dio Oriente, desde cualquier ángulo, para desvelar esta ocultación.
La Nación se constituye por medio de la invención de su Real, el Ene
migo, quien retoma desde dentro, en la figura del Enemigo interior al que
sería necesario digerir de nuevo o expulsar; enemigo interior que hace sig
no por su función de traicionar los secretos (véase el caso Dreyfús) en be
neficio del enemigo exterior, o por su función de basurero de los desechos
del amo. Allí donde la adhesión nacional sigue las huellas de la pulsión oral,
el enemigo interior, destinado a ocuparse de la secre-ción29 (juguemos con
la palabra), indica lo anal de esta misma nación, lo que puede condenarlo
a la «cloaca».
La función de la constitución del Estado de derecho es producir, se
cundariamente, una elaboración de la ¡dea nacional que transforme al Ene
migo en extranjero, al Enemigo del interior en rehén. Es por otra parte la
paradoja del siglo xcc hacer de los valores nacionales un ideal para todos y
suprimir la idea del Enemigo para soñar con una República universal, como
lo soñó la Revolución francesa. En fin de cuentas, legitima el colonialismo;
29. «Secret-ion» permite jugar coa la palabra «secret», secreto. Nota de la traductora.
¿8| SAfcií^UKiA ADUiLbiL^
será necesario el caso Dreyfiis para que un Zola constate, sin resolverla, esa
paradoja.
Pero ese progreso democrático tiene un precio: la represión del discur
so del amo que funda la ciudadanía en el sentido de nacionalidad, produ
ciendo un resto que es expulsado. Vemos bien la debilidad de la democra
cia, en nuestros períodos electorales, cuando nuestros amos revelan primero
su histeria en la demanda de ser elegidos. El estado de derecho, en tanto
que operación secundaria a la idea nacional, no existe más que para disimular
su origen primario, origen que retoma en el discurso nacionalista pero tam
bién en toda llamada a la «ley natural», cada vez que se produce un debili
tamiento de la democracia. La emergencia, por una parte, de los naciona
lismos pero también, por otra, de la ecología, con su nostalgia paranoica del
buen salvaje, se explica de ese modo.
En efecto, la democracia se caracteriza por no proponer ningún ideal del
yo, excepto cuando logra estar en estado de guerra. Eso que entonces retorna
es la llamada a un super-yo arcaico, denominémoslo maternal, y tanto más
cuanto que la estructura familiar, ligada por la función paterna, ha perdi
do su eficacia. Así, la eugenesia no es un accidente del nacionalismo, no
más que la apelación al derecho de sangre contra el derecho de suelo; ella
constituye la esencia misma, la connivencia del discurso del amo con aque
llo que, detrás de la idea de ley natural, se perfila de un ideal del yo de ori
gen materno y cuya huella opera ya en ciertas inclinaciones democráticas:
pienso en el lapsus de una paciente, estéril, que en nombre del derecho al
niño - a la inversa del derecho del n iñ o - quería apelar a una PMA que ella
traducía por procreación «maternalmente» asistida.
Porque este ideal del yo, nacionalista y materno, llamémoslo perverso,
se caracteriza por su evacuación de la diferencia sexual, de la castración, de
la prevalencia fálica. Él dispensa al sujeto de su toma de posición sexuada
en beneficio de una figura única, la Madre-Patria o la prostituta, y de una
práctica sexual específica, la violación, en la que el sujeto se evita la castra
ción, incluso la evita al otro, prefiriendo quizás la muerte, la suya y la del otro.
31. «Le parlétre», térm ino acuñado por Lacan. Nota de la traductora.
entre los enunciados y los actos. Además de una reactualización de la posi
ción depresiva, marcada por múltiples decepciones, es frecuenterriente bajo
un modo sadiano que buscará una solución a la vez discursiva y actuada. Sa-
diano en el sentido en que, como lo ha mostrado Lacan, Sade excede a
Kant en llevar al extremo, el extremo de una negación de la diferencia se
xual en una moral de célibe, la universalización de los preceptos; es lo que
se lee precisamente en el capítulo «Franceses, un esfuerzo aún si queréis ser
republicanos»; es lo que da razón, menos de los intentos perversos del ado
lescente en su actividad sexual que de lo que ha podido ser designado como
«perversión social» para calificar sus conductas psicopáticas, donde se sig
na su relación con el lazo social.
fVsí, bajo un modo de intolerancia al síntoma que puede asemejarlo al pa
ranoico, el adolescente rechazará fácilmente toda formación de compromi
so entre las exigencias superyoicas y la presión del ello, oscilando el sujeto ha
bitualmente entre la sumisión masoquista a las reglas morales más persecutorias
y los pasajes al acto más sádicos, como puede oscilar entre la más fuerte sub-
jetivación de la depresión, en la pérdida de todo valor de las palabras, de los
objetos, de sí mismo, y la exacerbación de una omnipotencia entonces ma
níaca, hasta la adopción del mayor riesgo ante los peligros reales.
Esta intransigencia moral del adolescente debe entenderse en dos sen
tidos: por una parte, en el rechazo a transigir sometiendo la exigencia del goce
a las coerciones de la realidad, sometiendo su acceso a un ser prometido a
la repetición de una castración simbólica que ya no está encubierta por una
reparación imaginaria, razón para movilizar todas las fallas narcisísticas an
tiguas; por otra parte, en el rechazo de toda nueva transición que le sería pro
puesta o impuesta como necesaria para el cumplimiento de una promesa en
la que él ya casi no cree.
En este sentido puede hablarse de una temporalidad específica de la
adolescencia, tensionada en tres direcciones: primero, la tentativa, destina
da al fracaso, de hacer coincidir la presencia en tanto éxtasis del ser, con el
presente como éxtasis del tiempo; en segundo término, el rechazo de la tem-
porización y la puesta en situación -de sí mismo y del otro- de urgencia even
tualmente puntuada de actings-out neuróticos, de pasajes al acto psicóticos,
de agitación psicopática; en tercer término, en apariencia a la inversa de
eso, la tentación de detener el tiempo, hasta el punto de justificar, no sólo
para la niña como lo señala Freud, sino también para el niño, una regresión
discreta o masiva, ya sea que prolongue abusivamente el período de laten-
cia o, más radicalmente, que revalorice las apuestas pre-edípicas. En mi opi
nión, no es simple analogía que el mismo tipo de cuestión sobre la tempo
ralidad haya sido planteado por toda acción revolucionaria.
Pero lo que es verdadero de una posición individual crítica lo es también
en la confrontación a lo social, si es desde un mismo lugar, simbólicamen
te definido, el lugar del Otro -p o r una parte, por su anclaje mediante el
Nombre del Padre-, que se construye el ideal del yo, y se profieren los enun
ciados superyoicos, pero que por otra parte tam bién -m ediante los Nom-
bres-del-Padre, en plural esta vez, significantes-amos del discurso del am o-,
se propone otro ideal del yo y se origina el «super-yo cultural». A cada uno
su Otro, simbólicamente designado, imaginariamente apropiado por la su
cesión de sus encarnaciones virtuales, es un enunciado segundo, porque el
Otro, efecto de la lengua, como lo que se habla, es primero puro sujeto de
la teoría de los juegos, transubjetivo. Esta distancia entre una encarnación
imaginaria que hace del Otro el domicilio del yo, y su cualidad simbólica que
implica la necesidad comunitaria de los seres hablantes sexuados, es la que
se trata de examinar; separación percibida, aunque no fuese más que fugi
tivamente, por el adolescente; separación discreta entre, podríamos decir, la
psicogénesis del Otro, única psicogénesis que interesa al analista y su filo
génesis.
32. <>Disque ourcourant» juego de palabras, en e! que está incluido el término disco, «dis-
que», pero que por deslizamiento metonímico se lee «discours», discurso. Nota de la tra
ductora.
ció de una participación en la «estupidez» común hasta llegar a la connivencia
paranoica de los «yo» en su esencia imaginaria, o bien ese super-yo colec
tivo sostiene esos ideales hasta alcanzar el extremismo necesario del terro
rismo, cuyo indicio es, a mi parecer, el momento en el que la agresividad,
de estar primero dirigida hacia un enemigo designado, expulsado -el «odio
del emigrante» resuena curiosamente para nosotros-, se dirige de inme
diato a los traidores, los sospechosos, para finalmente conducir a su cum
plimiento sacrificial y suicida. Como lo observa Freud con algún humor: «Nos
preguntamos con ansiedad qué medidas tomarán los Soviets una vez que to
dos sus burgueses sean exterminados». El malestar en la cultura es de 1929;
cinco años más tarde comenzarán los grandes procesos de Moscú; ahora lo
sabemos.
El entusiasmo revolucionario -com o el entusiasmo reaccionario- no
puede sino conducir a lo peor, lo peor respecto de su antónimo el padre, cuan
do el amo se opone al padre, aunque ese amo sea un antiguo esclavo; la des
colonización y sus efectos, Camboya sobre todo, nos lo demuestran. Qui
zás sea necesario agregar a ese riesgo virtual el efecto de todo entusiasmo
político.
Es una paradoja contemporánea el que, habiendo desaparecido el lugar
del Enemigo exterior para unir en un lazo social aceptable a una «gran masa
de hombres», podamos quedar reducidos a contrarrestar sin cesar nuestros
impulsos virtuosos para preferir la mediocridad en política, dirán algunos,
la modestia, en todo caso, con seguridad; es decir, la reserva en lo referen
te a proponer un nuevo origen, un nuevo ideal, una nueva virtud.
III Ideal adolescente
Si la pubertad trastorna primero la imagen del cuerpo construida en la in
fancia, y que deberá ser reconstruida, genitalizada, es decir, no sostenida ya
por la mirada y la voz de la madre y el falo paterno, sino comprometida en
la relación con el otro sexo, con una renuncia definitiva y difícil a la bise
xualidad (los riesgos homosexual y perverso de la adolescencia se juegan allí),
es en el mismo movimiento que se impone la reorganización de los ideales.
Este otro sexo, objetal, es también el Otro sexo, ideal. Si hay fallo de las en
camaciones imaginarias del Otro, es en varios sentidos: primero, los padres ya
no sostienen el yo ideal; en efecto, este apoyo parental -«puedes hacerlo, pues
to que yo te acompaño»- vacila ante este nuevo encuentro con el Otro, y la an
gustia, con frecuencia fóbica, retoma incidental o masivamente. En segundo
lugar, el adulto, o más bien el Adulto (con una gran A) ya no constituye un ideal
del yo válido, una figura simbólica de un modo de existencia.
Motivo para atropellar a los padres33 pero también para ofrecer, como
lo hemos visto, la juventud como carnaza a las ideologías más rígidas, más
perversas, que se proponen para responder a la incertidumbre adolescente.
En el intervalo entre el Adulto y el Otro sexo, dos encarnaciones «norma
les» («norma masculina»34, diría Lacan), surgen de las encarnaciones pro
visorias y totalitarias (Dios, la Sociedad, la Naturaleza, etc.) que adquieren
valor sobre todo por impugnar tanto los ideales infantiles como los ideales
adultos. Podría consagrarse a ello todo un catálogo de las mitologías ado
lescentes, en el sentido de R. Barthes.
33. Bajo la dirección de C. Miollan, Parents et adolescence, Toulouse, Érés, 1995. Se encon
trarán en esa compilación dos artículos, no retomados aquí, que consagré a la cuestión
de los padres del adolescente, prolongando el capítulo que sigue.
34. «N orm e mále». N ota de la traductora.
7. LOS PADRES
DEL ADOLESCENTE
35. La palabra «parents» tiene d erta ambigüedad en francés, puesto que puede significar tan
to padres como parientes. N ota de la traductora.
hasta el punto de que Freud podía afirmar que el padre era siempre un pa
dre adoptivo.36
Pero, aun si a veces el adolescente puede jugar con esta divergencia, ten
drá a menudo tendencia a evocar a los padres como un todo, incluso como
a ese «padre combinado» que reúne los atributos de los dos sexos, que Mé-
lanie Klein describe como figura fantasmática en el niño pequeño. Y cuan
do hable de los «adultos», ya sea bajo un modo perseguido/perseguidor,
despectivo o reivindicativo, descuidará con más frecuencia la diferencia se
xual. Para expresarlo de otro modo, si hay reactivación del edipo en la ado
lescencia, el acento no deberá colocarse primero sobre la distinción y la
distribución de los sexos y los roles sexuales, sino sobre la diferenciación de
las generaciones. En efecto, para el niño, la prohibición del incesto, gene
ralizada en un plazo necesario para el-ejercicio -prom etido para más tar
de- de su sexualidad, se legitima a partir de una diferencia entre los «pe
queños» y lós «mayores», de modo que los padres son remitidos al m undo
de los adultos, idealizado, y cuya lógica sería distinta que la de la infancia.
El adolescente, convirtiéndose entonces él mismo en un adulto, debe re-
formularse de otro modo esta prohibición, distinguir a sus padres de los otros
adultos y plantear verdaderas preguntas: ¿qué es lo que, ahora que soy «ma
yor», que me parezco, por mis atributos, al padre del mismo sexo, sostiene
aún esta prohibición? ¿Qué es un adulto, si no un padre o alguien que re
presenta a los padres?
En alguna medida, el adolescente se encuentra retroactivamente ante la
primera prueba de Edipo, cuando él conduce a la Esfinge al suicidio al re
solver el enigma: «¿Cuál es el animal que camina sobre cuatro patas por la
mañana, sobre dos patas a mediodía, sobre tres por la noche?», designan
do al ser humano, primero niño a gatas, luego adulto en pie, finalmente
viejo que claudica sobre su bastón.
Se comprende así por qué, en el título, he designado al adolescente, reu
niendo a niños y niñas bajo la misma apelación mientras que las apuestas
36. La experiencia eaconsulta de] adoptante demuestra que es del lado de la m adre que hay
más dificultades, puesto que, en ese caso, la madre no será madre sino a partir de lo sim
bólico y no de lo real, m ientras que para el padre las cosas son más fácilmente «acep
tables».
de la adolescencia, así como la forma crítica que puede adoptar, no son las
mismas para los dos sexos.37 Es para subrayar que, en el trabajo de duelo a
efectuar, duelo doble de su propia posición infantil y de las figuras paren-
tales del niño, niños y niñas tienen el mismo trabajo psíquico que hacer.
No retomaré aquí lo que está en cuestión para el adolescente mismo. Mi
pregunta será: ¿qué es lo que, de la adolescencia de los hijos, está en juego
para los padres? Y doy inmediatamente una respuesta: un cambio de lugar.
Ser padre no es una cualidad intrínseca del ser humano, a partir del mo
mento en que éste ha asegurado su función de reproducción (se puede
abandonar a los hijos); es prim ero una función, luego una posición ocu
pada en relación a otro sujeto y modificada, incluso trastornada, cuando
este otro sujeto, se transforma de niño en adolescente y luego en adulto. No
es lo mismo ser padre de un hijo y transformarse en padre de un adulto,
no sólo por razones sociales y jurídicas, puesto que eso ya no correspon
de, en los hechos y en derecho, a la misma responsabilidad, sino también
por razones psíquicas.
La adolescencia de los hijos, que para ellos es una crisis, será también cri
sis, una crisis necesaria, para la organización familiar, obligando a los pa
dres, como personas, a reinventar su lugar, ya sea en relación con otros
miembros de la familia, con su cónyuge, con sus propios ascendientes, o en
relación a ellos mismos. En efecto, les será necesario apoyarse sobre su cua
lidad de hombre y de mujer, sin poder contentarse -incluso refugiarse de
trás- de su posición de padre.
Así, la célebre fórmula: «Permanecemos juntos por los niños» pierde
todo valor, si es que tenía alguno, y el peso de los otros investimientos dis
tintos de los parentales, comprendido el conyugal, será puesto en cuestión.
Los padres deben entonces separarse de lo que parecía una parte de ellos mis
mos, deben efectuar ellos también un trabajo de duelo; de que ese trabajo
sea con frecuencia difícil pueden dar testimonio un buen número de esas fa
mosas crisis de la madurez, ya sea que se manifiesten por un hundimiento
depresivo, o por la reactivación maníaca de lo que podemos denominar be
llamente el «demonio de mediodía».
37. Véase Jean-Jacques Rassial, L’adolescent et le psychanalyste, París, Rivages, 1990, capí
tulo primero.
Se podría creer que bastaría con codificar ese cambio de estatuto de los
padres para resolver el problema, pero las cosas son más complicadas, por
que psíquicamente los padres están divididos entre lo que se podría deno
m inar los padres de la realidad, los padres conscientes, y los padres fanta
seados, los padres inconscientes, que han permitido la estructuración psíquica
del sujeto.
El adolescente se ve confrontado a la separación entre la realidad de sus
padres, que él comienza a percibir como sujetos cualesquiera, con sus con
flictos, sus límites, sus deseos, y los padres ideales o idealizados en la infan
cia que durante un tiempo han encarnado ese estatuto de adulto prom eti
do para más tarde. Por su parte, él resolverá ese hiato por m edio de la
eventual invención de una novela familiar, soñando un origen fabuloso, o
bien por la denuncia repetida de esos padres decepcionantes que no res
ponden jamás como es necesario a sus reivindicaciones mal formuladas, o
por medio de cualquier otra proyección, de forma a veces persecutoria. Del
lado parental, eso se traduce por la insistencia repetitiva de un «no olvides
que yo soy siempre tu padre, o tu madre», en el momento en que ellos mis
mos se encuentran en la incertidumbre de su propia posición.
Fran^oise Dolto decía drásticamente que, desde el punto de vista psíquico,
un niño ya no tiene necesidad de sus padres para su desarrollo cuando ha
alcanzado los ocho años. Sin duda tenía razón desde un punto de vista edu
cativo, pero al igual que persiste en el adulto un niño imaginario, hay per
sistencia de esos padres fantaseados, desencarnados durante la adolescen
cia, y cuyo duelo necesita con frecuencia un psicoanálisis.
Es así que los padres del adolescente, a causa de lo que su hijo proyec
ta en ellos, son conducidos a interrogar a sus propios padres fantaseados, a
cuestionar la idea misma de lo que es ser padre.
Propondré algunas vías de reflexión sobre las relaciones entre los ado
lescentes y sus padres, en dos tiempos: primero, suscintamente, sin reto
mar toda una teoría de la adolescencia, estudiando lo que son los padres para
el adolescente, lo que él espera de ellos y lo que puede esperar; a continua
ción, examinando lo que para los padres se pone en juego de la adolescen
cia de sus hijos.
LO QUE SON LOS PADRES PARA EL ADOLESCENTE
* En francés la expresión coloquial «retour d ’áge» designa bien el sentido de vuelta atrás
de ciertas conductas propias de la menopausia. Nota de la traductora.
crisis de la madurez', en especial cuando son contemporáneas de la adoles
cencia de los hijos, será tanto más difícil y perturbador cuanto discreta haya
sido la propia crisis de adolescencia de los padres. Lo que significa que sin
duda vale más que la crisis de adolescencia se manifieste en toda su ampli
tud en ese momento en que las nuevas elecciones no comprometen, en de
finitiva, más que al sujeto mismo, antes que quedar aplazada hasta más tar
de, cuando, convertido él mismo en padre, soportará mal que su hijo le
plantee cuestiones precozmente reprimidas.
De hecho, como terapeutas no recibimos sino adolescentes «con pro
blemas», y sobre todo desde el punto de vista de los padres. Es cierto que en
un determinado número de casos existen riesgos de que el joven empren
da una vía catastrófica, pero m uy a menudo no se trata sino de manifesta
ciones normales de una crisis necesaria y estructurante, y debemos con
tentarnos con una explicitación de sus apuestas. Es un trabajo «diferencial»
difícil e intento señalar los caminos. Por el contrario, no recibimos sino ex
cepcionalmente adolescentes «sin problemas», al menos con respecto a los
padres, y sin embargo son aquellos a los que les resultaría quizás más útil un
trabajo que les permitiera hacer o al menos expresar una verdadera crisis de
adolescencia.
La primera idea que sostendré es la de que es necesario tomar las cues
tiones de la adolescencia en serio, ya sea que se manifiesten en los discur
sos o en los actos. En serio significa ni de forma abusivamente trágica ni con
ligereza y de un modo irrisorio. Hay que evitar tomar con demasiada faci
lidad a lo trágico las experiencias de la adolescencia: tal o tal pasaje al acto
que en el adulto señalaría un proceso patalógico, en el adolescente con fre
cuencia no hace sino marcar la exigencia psíquica de experimentar su nue
va existencia en el mundo, esta iniciación que no se produce sin transgre
dir tanto las coerciones externas de la ley como los límites de su cuerpo. El
gusto por el riesgo que caracteriza a los adolescentes, sus intentos de tras
pasar prohibiciones que inquietan a los padres, son un pasaje obligado y útil
hacia elecciones de vida que deben efectuar.
Pero si a menudo conviene dar seguridad a los padres confrontados al
coqueteo de su hijo -para utilizar un térm ino bastante rico- con la delin
cuencia, la toxicomanía, incluso la locura, no es para convertir en irrisorio
lo que entonces se experimenta. Por una parte, por supuesto, están los ca
sos en los que de ese modo se indica aquello que verdaderamente puede
convertirse en un proceso patológico, pero por otra parte y sobre todo, es
necesario aceptar como válidas las preguntas implícitas o explícitas a las
cuales el adolescente responde por medio de su conducta. No creo siste
máticamente en la virtud de un «se pasará solo», aunque no sea más que por
que en la mayoría de los casos en los que «se pasa solo», es por la vía de una
represión secundaria, de modo tal que la^s preguntas reprimidas regresarán
bajo una forma sintomática en la vida adulta, y porque, aceptándolas, se pue
de, si no evitar, al menos limitar este futuro neurótico.
He intentado demostrar cómo detrás de tal o cual manifestación pato
lógica se podían reencontrar verdaderas cuestiones esenciales, incluso cuan
do nosotros mismos hemos escogido eludirlas o minimizarlas para con
vertirnos en adultos.
Ayudar al adolescente consiste menos en proponerle respuestas que en
aceptar tomar en serio sus preguntas, permitiéndole formularlas en su dis
curso antes de que él se precipite en actos. Entonces nos damos cuenta rá
pidamente de que hemos compartido esas mismas preguntas éticas u on-
tológicas, y que ellas cuestionan nuestras antiguas elecciones.
La segunda idea es que la función de padre de adolescente implica a la
vez un cambio radical de lugar y una modificación muy progresiva, es de
cir, a la vez un acontecimiento situable en el tiempo y una evolución lenta.
En efecto, hay un momento en el que los padres deben expresar, verbalizar,
un doble cambio de estatuto, cambio para ellos y para su hijo. Pero, por
una parte, ese cambio no podría ser brutal, porque no se trata de «soltar» a
los hijos, para utilizar el término de una joven, sino que es y debe ser con
cebido conscientemente como un trabajo; por otra parte, para que los pa
dres puedan aceptar e integrar lo que en definitiva es una separación, es
necesario que muy pronto, y sin duda desde el nacimiento, esta separación
haya sido prevista y preparada.
Como hemos subrayado en múltiples ocasiones, la educación es un ca
mino hacia la separación. Además, etimológicamente, educar es «conducir
fuera de». Ser padre es no hacer de los hijos una parte de sí sino considerarlos
lo más pronto posible no como adultos, sino como futuros adultos. La di
ficultad está en ese «futuro», porque el niño y en cierta medida el adolescente
tienen también necesidad de ser protegidos, de ser «contenidos». Encontrar
un equilibrio a cada nuevo paso entre ese «contener» y ese «separarse» es el
difícil trabajo psíquico de los padres.
Finalmente, una última observación para concluir y sugerir al mismo
tiempo un modo de gestión de la relación padres/adolescentes. Se trata de
pasar de forma progresiva de un vínculo organizado por la ley a otro orga
nizado en parte por el contrato. Es una cuestión en primer término políti
ca; en un aspecto, porque el contrato no sustituye a la Ley en su fórmula más
simple y esencial: la del edipo-prdhibición del incesto y del asesinato-, sino
a esta parte legal, en el sentido jurídico, que define la relación padre/hijo. En
la misma medida en que la Ley edípica, contrariamente a una idea rousseau-
niana, no es el efecto de un contrato sino que resulta de una coerción ne
cesaria a la humanización, una parte de la relación padre/hijo debe intro
ducir a la relación contractual del sujeto con la sociedad.
Así, cuando los padres me consultan porque están en conflicto con sus
hijos adolescentes y la situación no me parece justificar la indicación de una
psicoterapia o de un psicoanálisis, me ocurre que les proponga -respetan
do leyes a las que tanto adultos como niños están sujetos, y aceptando esta
vez unos y otros compromisos- escribir juntos un contrato cuyos términos
son revisados periódicamente y definen los derechos y deberes de cada uno
en lo cotidiano, ya sea en lo referente al dinero de bolsillo, las salidas, las par
ticipaciones en la vida familiar, etc., dejando con la mayor frecuencia de
lado lo que pertenece propiamente a cada cual: del lado del adolescente, su
actividad escolar y sus relaciones con los otros adolescentes; del lado de los
padres, quizás las condiciones posibles para que ellos establezcan su lazo
conyugal fuera de su posición parental.
Al margen del interés práctico de ese contrato evolutivo, de esa forma
le resulta a cada uno posible expresar sus demandas, sus deseos, sus quejas,
y constatar que con frecuencia el conflicto padre/hijo es el lugar de proyec
ción de problemas personales; así, el adolescente, el padre, la madre, pue
den situar individualmente la expresión de su propio deseo detrás de sus que
jas y sus reivindicaciones.
También en este sentido -adem ás quizás de la respuesta de la cura ana
lítica- el psicoanálisis tiene algo que decir acerca de la relación entre padres
y adolescentes.
8. C lín ic a del h éroe
En los historiadores hay una cierta dificultad para abordar la cuestión del
héroe a partir de una experiencia clínica, contemporánea, de hecho. Pero es
en calidad de psicoanalista que me expreso, insistiendo en mi escaso gusto
por los ejercicios de psicoanálisis aplicado y otras «psico-historias».
En primer término, si seguimos las hipótesis freudianas y luego lacanianas,
el proceso de identificación del sujeto en la relación con el Otro, definido
como el lugar de donde vuelve al sujeto el valor de lo que ha dicho, está
sostenido por un anclaje que denominamos «inscripción del Nombre-del-
Padre» en ese campo del Otro. No se trata simplemente del apellido sino, por
ejemplo, del «Dios-Padre», puesto que en nuestras sociedades llamadas mo
noteístas, es ese «padre eterno» el que sostiene las paternidades particula
res, las cuales no hacen sino representar y garantizar la efectivización de
esta inscripción del sujeto en el campo simbólico. Entonces, ¿con qué m o
dificaciones nos enfrentamos en las sociedades politeístas, en la medida en
que no nos contentemos con evocar un «Padre de los Dioses» para volver a
la lógica precedente?
Opino que el evocar el problema de aquellos que están capturados en
tre dos culturas, además de abordar la cuestión de la importancia de las fi
guras divinas y heroicas, permitiría arrojar alguna luz sobre el estatuto del
«Nombre-del-Padre», incluso, puesto que Lacan se arriesgó al plural, délos
«Nombres-del-Padre», tanto en sociedades diferentes como en sujetos que,
por su historia particular, escapan a la lógica «normal».
En segundo lugar, a continuación de esta primera proposición, me pare
ce posible pensar que el estatuto del héroe en la estructura subjetiva tiene al
guna relación con lo que está en juego en la adolescencia, a condición de pre
cisar que yo definiría a la adolescencia no desde el punto de vista fisiológico,
por la pubertad, en tanto que ella tendría algunos efectos psicológicos, ni so-
dológicamente, por un estatuto social dado a quien ya no es'considerado como
un niño y todavía no es considerado como adulto, sino estructuralmente,
como un tiempo necesario, cualesquiera sean la fórmula y la edad de que se tra
te, de cambio de consistencia imaginaria del «Nombre-del-Padre» y de apro
piación del síntoma que antaño él era en el deseo de los padres. Tiempo lógi
co al que presto la misma universalidad, en el sentido de la estructura, que al
edipo, a través de las fórmulas singulares, social e individualmente.
En ese sentido, la figura del héroe propondría, en la lógica del (o de los)
Nombre-del-Padre, una andadura modélica paralela al proceso de la ado
lescencia, más allá de las identificaciones imaginarias tales como las que
pueden tener algún efecto, por ejemplo, en la relación de los adolescentes
con las estrellas del cine o de la canción, porque entonces será cuestión no
de «tener la misma cabeza que ellos» sino de seguir, o de tener por ideal el
seguir un itinerario (¿iniciático?) similar.
No desarrollaré teóricamente esas hipótesis, pero ellas justifican el pri
vilegio que doy a tal o cual rasgo en la presentación clínica que sigue.
39. Harki: militar indígena de Africa del N orte que servía en una milicia supletoria junto
a los franceses. Nota de la traductora.
A Rachid le planteaba problemas «el registro» simbólico, en el sentido de
que él funciona como «sí o no», como máquina binaria. Si ante esto el es
quizofrénico responde que él mismo es la máquina,40 si el perverso construye
una «maquinación» tal que él sería el desencadenante de la acción, el neu
rótico tampoco escapa a ese binarismo, ya sea bajo un modo histérico, em
pleando cada una de las ramas de un árbol lógico para constatar que «allí eso
no funciona», o bajo un modo obsesivo, deteniéndose ante cada encrucija
da; binarismo que evidentemente adquiere sentido por la diferencia sexual.
Esto se duplica para quien está capturado en un bilingüismo, en una do
ble referencia cultural, en una pluralidad de ideales propuestos; porque si
la sexuación ya supone para cada uno una represión, también implica un re
nunciamiento que no puede sino fracasar ante tal o cual retorno desafor
tunado de la lengua, de la cultura desestimada.
Para Rachid, las dificultades del adolescente en la integración de su iden
tidad sexual, dificultades en definitiva banales, estaban en correspondencia
con dificultades de orden sociocultural, porque el cambio necesario del
niño al adulto, las consecuencias de la transform ación de la imagen del
cuerpo, el pasaje de una encarnación del gran Otro a otra encarnación des
pegada de los padres, quedaban sin modelo inmediatamente coherente y que
respondiera a su demanda. Podemos comprender su llamada a la figura pa
radigmática de un proceso de iniciación de aventura, es decir, a una figura
heroica.
Retomo la cuestión del comienzo. En oposición a su malestar, o más
bien, positivando su impresión de ser «proyectado» fuera del m undo -com o
Igitur de Mallarmé es «proyectado fuera del tiempo por su raza»-, Rachid
apelaba a un personaje heroico: el cosmonauta.
Sabemos que, en este período en que los ideales deben ser reinventa-
dos, los fenómenos de proyección que hacen recaer en el otro los deseos
del sujeto adolescente son frecuentes fuera de la psicosis. Pero si privilegio
esta historia de Rachid es porque para él la condición de héroe era bastante
distinta de lo que habitualmente consideramos bajo esta apelación en otros
adolescentes. Así, por una parte, tenemos el fenómeno del «fan» que toma
por modelo a tal estrella del cine o de la canción, pero la vertiente imaginaria
40. Gilíes Deleuze y Félix G uattari, L’Anii-Oedipe, París, Editions de m inuit, 1972.
es entonces la dominante y la imitación es la operación que tienta al ado-
lescente. Adquieren relieve rasgos especulares del elegido, su cara, su aire,
su ropa, y en general la imagen que libra al público. Rachid no conocía la
cara de la mayor parte de los cosmonautas que citaba, y no buscaba en ellos
el modelo de una postura a adoptar. Por otra parte, tenemos los héroes de
dibujos animados, caracterizados por su invencibilidad. Si los adolescentes
se entusiasman con ellos es en el orden de una nostalgia de la om nipoten
cia infantil, la que al menos se supone entonces al adulto. Rachid a veces los
leía, pero subrayaba el aspecto «pueril» de esas aventuras.
Para él los cosmonautas estaban definidos en referencia a una películ.i
«documental», L’étoffe des héros, por un itinerario que los sacaba de lo h a
bitual al fundar una comunidad que obedecía a sus propias leyes para un vi.t -
je «fuera del mundo», a la vez colectivo y solitario; ellos daban un paso a u»
lado con respecto a lo cotidiano, y-precisamente, según él- a su pertencn -
cia social y nacional, intentando crear una nueva raza de hombres, los «mu
tantes», diríamos en el lenguaje de la ciencia-ficción a la que tienen apego
los adolescentes.
Los cosmonautas no emprendían ni una lucha ni siquiera un diálogo coi i
los hombres, sino primero con el universo, el afuera absoluto, contra o con
fuerzas que permanecían en la sombra. El riesgo al que se enfrentaban era
menos el riesgo de accidentes, de caída, que el de ser proyectados en el in
finito sin esperanzas de retorno, de quedar perdidos en el espacio y el tiem
po, como él, Rachid, estaba ya perdido en el espacio socializado y en la re -
lación a la cadena de generaciones.
Tomé nota de la G del comienzo de su apellido porque él la asociaba a
las iniciales de Glenn y Gagarin, los «primeros hombres del espacio». «Es asi
como quisiera hacerme un nombre», observaba. El objeto de la aventura era
definido por él del siguiente modo: no se trataba de ganar algún poder u ot>
tener algún objeto en particular, sino de consolidar soportes simbólicos en
las identificaciones a partir de un encuentro singular con un Real que él
designaba como «terrorífico».
Podemos fácilmente medir que esta evocación de los cosmonautas por
parte de Rachid no hacía distinción de aquello que había motivado su ve*
nida; esos personajes encarnaban una positividad posible de su situación il»'
incertidumbre puesto que, haciendo profesión de ser enviados en misión ha
cia lo incierto, ellos regresaban habiendo ganado identidad.
Me conformo con entregar este material a la reflexión con la siguiente hi
pótesis: si la representación de cada héroe, su valor imaginario, o el de cada
serie de héroes, varía según las culturas, si el efecto real del relato heroico
no es el mismo según que el sujeto sea el producto de tal o cual tipo de lazo
social, una estructura común definiría al héroe en el campo de lo simbóli
co: él propondría una «teoría» del pasaje de una condición a otra, de una edad
(individual o colectiva) a otra, atravesando pruebas heroicas que podrían po
nerse en correspondencia con las pruebas a las que se enfrenta cualquier
sujeto.
9. E l libro y los ideales
DEL ADOLESCENTE41
AGNÉS RASSIAL
El tercer ejemplo es conocido por todos, es el de Tintín, cuyo éxito entre los
niños es incontestable. Más que retomar tal o cual episodio, o tal aspecto pro
blemático ya largamente estudiado (la misoginia, incluso el racismo de cier
tas figuras), subrayaré la relación de Tintín y de Milou. Podría oponerse a
la relación inventada por Walt Disney entre su Pinocho y el grillo, quien re
presenta explícitamente la voz del super-yo. Aquí, junto a un Tintin sin
excesos, íntegro, honesto, valiente, bien educado, lleno de buen sentido,
modelo de un belga ideal que podría soñar Hergé, medio, por no ser ni de
masiado fuerte ni demasiado inteligente, Milou tiene otra función de apo
yo del yo, una función doble: por un lado, es aquel al que le suceden las des
gracias, el que hace tonterías, o que se deja quizás arrastrar por pulsiones
animales, y a quien Tintin debe reñir, proteger y buscar cuando se pierde;
pero, por otra parte, es también, como quizás el animal para el niño, el ob
jeto contrafóbico o el que acompaña.
Es un tema que encontramos con frecuencia en las historias para niños:
el miedo, incluso el terror; los personajes persecutorios son figuras fóbicas,
y la historia es la de una superación de esta angustia, cualquiera sea el m e
dio. Veremos la evolución de ese tema en el adolescente.
Sistematizando, podemos decir que el conjunto de libros dirigidos a los
niños y que les gustán son aquellos que acompañan a la constitución del yo
en su confrontación con el super-yo, con los ideales y el m undo exterior, y
que transforman lo que es amenazante, persecutorio, del exterior o del in
terior, en algo tan sereno que la continuación es siempre la misma: la ima
gen de adultos felices y normales. Incluso si ello puede llegar hasta la para
doja homosexual o zoófila, el fin es siempre el mismo: «Ellos serán felices y
tendrán muchos hijos», ya sea escrito o sugerido.
JEAN-JACQUES RASSIAL
Lo que daba consistencia al ideal del yo del niño era el Adulto del mismo sexo,
cuyos principales rasgos provenían de los padres, no sólo los de la realidad
sino también los de los padres ideales, quienes, según sabemos, adoptan
igualmente los rasgos de aquello que fue reprimido, incluso sintomatizado,
en los padres.
Por múltiples razones, aunque sólo sea por la constatación de que los pa
dres no están hechos de una materia diferente a la del niño, que ellos se en
AGNÉS RASSIAL
También aquí escogeré tres libros de éxito entre los adolescentes, confun
diendo las edades, aun cuando esta vez, por el contrario, la divergencia en
tre la elección de los chicos y la de las chicas se acentúa. En todo caso, con
el adolescente pasamos a algo diferente aun cuando conservemos tres géneros:
historias de animales, cómic, y cuento.
En cierto modo, el interés del adolescente recae cada vez menos en las
historias de animales, con algunas excepciones ( Colmillo blanco, por ejem
plo). Pero podríamos decir que aún no recae en las historias de humanos.
Hay, sobre todo en los chicos pero no exclusivamente, interés por las histo
rias que dan miedo, de terror y horror, con personajes para-humanos, ya se
trate de Drácula, Frankenstein o unos «mutantes».
Evocaré a un clásico: La isla del doctor Moreau, de H.G.Wells. Un náu
frago llega a una isla en la que vive, aislado, un médico loco del que se con
vertirá en ayudante. Ese médico opera metamorfosis de animales en hom
bres, incluso de hombres en animales, los cuales están sometidos a él en
cuerpo y alma. Cuando el náufrago descubre lo que pasa intenta provocar
un amotinamiento, frenar la máquina infernal alrededor de la que trabajan
esos hombres-animales. Pero al final la isla será destruida y el náufrago será
el único superviviente.
Si hay proyección del adolescente mostrada en esta historia, es triple:
ciertamente, en el personaje del náufrago, único héroe positivo, pero tam
bién - y el náufrago vivirá la experiencia- en esos seres híbridos, cuyo ras
go distintivo más subrayado es la pilosidad aberrante, y en el doctor, el de
tentador de una omnipotencia a la vez divina e infantil. Como también en
muchas otras historias -d e Jules Verne, por ejemplo-, los tres tipos de per
sonajes no son ya simplemente buenos o malos como para el niño, sino que
se encuentran en grados diferentes de humanización, desde la normalidad
al superhombre, pasando por el semi-hombre. De hecho, los animales que
se muestran en la isla del doctor Moreau tienen ese rasgo en común con
Frankenstein, el Golem, incluso Drácula, de estar fuera del tiempo, de vol
verse para-humanos sin haber sido niños y, en cierto modo, de situarse
fuera del sexo.
Sigo a continuación con el cómic, con una serie de álbumes cuyo éxito en
tre los adolescentes de quince o dieciséis años es sorprendente: Akira de
Otomo. Hemos necesitado mucha paciencia para comprender -y aún de
modo aproxim ado- la historia en sí misma, como para los dibujos anima
dos japoneses en los que no se sabe nunca si se trata de humanos, de para-
humanos o de máquinas, y el guión de cada álbum ha permanecido para no
sotros casi igual de oscuro. Es una historia de niños mutantes, de los que uno,
encerrado y dormido, sería amenazante si se despertara; además de un úni
co personaje más bien simpático, el acento está puesto sobre todo en dos per
sonajes antipáticos y antagónicos entre sí, un coronel adulto que custodia
al prisionero y un niño muíante agresivo que quiere, con Akira, destruir
ese mundo. Lo más sorprendente es la pobreza de los diálogos, en benefi
cio, en la mayoría de las páginas, de onomatopeyas que, invadiendo cada di
bujo, no dejan de evocar los tags.45
La ley que rige ese mundo es una ley injusta que el héroe positivo no pue
de sino transgredir, pero el héroe negativo es también un transgresor, y uno
y otro no pueden serlo más que transgrediendo la lengua. Allí donde Tin
tin era educado, de buena compañía, mucho mejor que la del capitán Had-
dock, en resumen, el «yerno ideal», los héroes de esta ciencia-ficción para
adolescentes son en primer término, para continuar con la metáfora, m a
leducados.
45. Tag: firma codificada que forma un dibujo sobre una superficie (pared, coche de m e
tro...) = graffiti, inscripción. Ñola de la traductora.
prehistórico, por la geografía de un m undo utópico y atópico. Las novelas
históricas son prueba de ello, como la ciencia-ficción. Pero para retomar las
elecciones de los adolescentes de hoy, pienso en una novela que seduce m u
cho a las chicas, Millepiéces d ’or, de Ruthane Me Cunn.
Una china es hecha prisionera por unos bandidos y vendida a una casa
de prostitución, luego a un mediador, y se convierte en la esclava de un chi
no. Finalmente, es ganada al poker por aquel que se convertirá en su m ari
do. La historia transcurre a finales del siglo xix y a comienzos del xx, pri
mero en China, luego en Estados Unidos, en donde, transformada en pionera,
la heroína conquistará su libertad gracias al amor de un hombre. El autor,
al entregarnos la foto de su personaje, nos previene acerca de que la histo
ria es a la vez verdadera y novelada.
Varias razones explican el éxito de esas bibliografías medio históricas,
medio novelescas en los adolescentes y las adolescentes. En primer térm i
no, allí donde para el héroe tradicional es la conquista de un objeto la que
constituye la finalidad de la búsqueda, aquí lo es el trabajo de emancipación
de un sujeto que primero se presenta como el más alienado posible; tanto
más cuanto que en este relato la liberación se apoya en el amor. Segundo,
entre el personaje y el lector existe una distancia histórica y geográfica jus
ta. Tercero, específicamente para las chicas, hay, en esas historias de muje
res, una propuesta de feminidad distinta a la de la madre; allí donde la niña
es mostrada -e n especial en los cuentos- en un conflicto con la mala m a
dre, la madrastra, no siendo las buenas figuras femeninas, las hadas, ni m a
ternales ni reales, la adolescente busca una feminidad positiva pero realista
que encarnará de manera privilegiada aquella que logre someter el deseo mas
culino al amor.
JEAN-JACQUES RASSIAL
En definitiva, no hay libros para niños, para adolescentes o para adultos, pero
cada libro tampoco tiene un público anónim o. Un buen libro es cierta
mente aquel que gusta a los niños, a los adolescentes y a los adultos, pero si
gusta de ese modo es que se dirige, en nosotros, o bien al niño, o bien al ado
lescente, o bien al adulto, o más bien, a nuestros ideales constituidos por ca
pas sucesivas, y al estado del yo frente a esos ideales. Aún es necesario que
el adulto no haya reprimido demasiado sus preguntas y sus incertidumbres
de niño y luego de adolescente.
10. L os DESENGAÑOS DE PAPÁ N O E L
O EL COMPLEJO DE EN OC H
... ritmo'de la escolaridad, por ejemplo) en el que toda ruptura tiene efectos que no son
sólo de suspensión, de demora y de paciencia, sino que están quizás cargados de con
secuencias que el analista debe, no evitar, sino medir.
48. Tripier, iére: comerciante, carnicero que vende despojos (tripas, hígado, riñones, etc.).
Nota de la traductora.
49. No hemos relacionado, y es ciertamente una hipótesis arriesgada, el suicidio del psicó
tico con un logro edípico, a pesar de la constatación, bastante banal, de que la muerte
real de! padre influye sobre el desarrollo del psicótico. Nada peor que un padre del que
no se puede soñar la m uerte, ni en un sentido porque está ausente, ni en otro porque
está demasiado presente; sabemos sin embargo que esas dos clases de padres, aparen
temente contrarios, facilitan la producción del psicótico.
Hay una psicogénesis que se experimenta y verifica en el análisis tanto
de niños como de adultos, pero no es la del sujeto, es decir que no se trata,
en el análisis, de intervenir sobre una historia de la estructura; esta psico
génesis es la del Otro, es decir, por contragolpe, la de la relación entre el su
jeto deseante y su fantasma. Se trata, por supuesto, de una psicogénesis ima
ginaria del Otro, pero que tiene una consistencia filogenética. Lo que puede
prometerse en el análisis es no una modificación de la estructura sino otra
modificación del Otro, del gran Otro, otra modificación que la implicada
por la organización'social; lo que puede prometerse, es su desconstrucción,
la descomposición de sus múltiples encarnaciones, en particular las que
sostienen la figura del «Padre».
- ¿Por qué el Padre? Porque, en el imaginario de nuestras sociedades oc
cidentales en el sentido amplio, puesto que se trata al menos de aquellas
que están organizadas por las religiones de Abraham, es una psicogénesis del
Otro la que nos es propuesta por la religión. En Occidente, Dios es un pa
dre que sostiene y es sostenido por cada uno que se encuentre ocupando la
función paterna. Podemos suponer que tenemos un esquema cercano en las
religiones animistas; pero ciertas religiones de Extremo Oriente, el taoísmo
en particular, parecen funcionar de un modo por completo diferente. La
Biblia, al proponernos esa historia de un Dios creador que mantiene una re
lación que Le concierne, que Lo modifica, que Lo toca, con sus criaturas, pre
serva su encarnación posible en la figura del «Padre». Es de observar que la
educación religiosa, del modo en que la conocemos, implica una modificación
de Dios tal como es presentado al niño, por ejemplo, en el m omento de la
primera comunión, luego al adolescente o al pre-adolescente en el momento
de la comunión solemne. El Dios occidental tiene una historia.
Anticiparé que esa génesis condiciona la organización yoica que hay
que desmontar en el análisis, al igual que esta multiplicidad de Dios, para
dejar el lugar -p o r la descomposición de las diferentes encarnaciones posi
bles del Padre, comprendida la de la Mujer como uno de los Nombres-del-
Padre- a la no existencia de un Otro que, por medio de su goce posible, au
torizaría el nuestro. En el análisis se trata de llegar o de regresar a ese punto
que una metáfora bastante pesada permite precisar: no es necesario matar
al padre para que él muera. Percibimos ya cómo tropieza el análisis con lo
real, ese real, el de la muerte sin causa, de la muerte sin sujeto (hipótesis que
interesa quizás a los tormentos actuales del movimiento analítico).
Retomaré esta hipótesis, que no es sólo una hipótesis, a partir de una anéc
dota que condujo a mi consulta, durante aproximadamente dieciocho me
ses, a una adolescente a la que llamaré Christine, y a sus padres. Veremos bas
tante pronto, y eso se verificó más tarde, que hay histeria en el aire, pero no
es allí adonde quiero llegar. Esta anécdota tenía como particularidad, en
definitiva bastante rara, la de justificar a la vez la demanda de los padres y
la de Christine, aun cuando, de hecho, su demanda evolucionó enseguida
en otra dirección. ' .
Christine tenía quince años cuando vino a verme. La historia que, se
gún el decir de sus padres y el suyo, había desencadenado para ella un m a
lestar que se había manifestado por medio de una «adquisición de peso», de
hecho bastante poco aparente para sus padres, y por una ruptura de la uni
dad familiar, había tenido lugar dos años antes: Christine era la tercera de
una familia de cuatro hijos, o más bien de tres más uno que llegó bastan
te tarde y que, en el momento de esta historia, tenía tres o cuatro años,
siendo los otros ya adolescentes cuando nació. La noche de Navidad, la
costumbre, que Christine había conocido siendo más pequeña, era que el
padre, disfrazado de Papá Noel, despertara a los niños de madrugada, eclip
sándose muy rápido para cambiarse y unirse al pequeño que descubría sus
juguetes en la habitación principal. Christine había decidido denunciar a
su padre surgiendo en el momento fatídico para tirarle de la barba. Así lo
hizo y desencadenó un drama que nos cuesta un poco medir, excepto para
el niño, por supuesto, quien no pensaba más que en sus juguetes nuevos. A
partir de ese momento, Christine se enfrentó abiertamente a la cuestión de
su cuerpo de mujer, cuestión que animó su análisis. Los hermanos mayo
res, tomando su partido, se alejaron bastante pronto de la familia, incluso
uno de ellos cumplió lo que era una vocación religiosa; el otro experimen
tó toda la gama de la patología del adolescente (toxicomanía, delincuencia,
etc.). Los padres se acusaban con reproches m utuos sobre la educación de
sus hijos. •
En un momento, y luego volvería a ello, Christine explicó a posteriori
este acto por medio de un discurso feminista que ella reivindicaba: el Papá
Noel como instrumento falocrático. Pero después de esta primera explica
ción, dio otra, y es sobre ésta que me detendré: en esta familia católica y prac
ticante, ella había tomado en serio su comunión y el discurso catequista
que la había precedido. Dijo no haber soportado la separación entre «lo
que hay de serio en la historia de Dios» y «las tonterías que se dicen a los ni
ños». Es sobre esta separación, apoyándome en ciertas manifestaciones de
Christine que consignaban una transformación de lo que Dios era para ella,
que quiero aventurar algunas ideas sobre esta psicogénesis del Otro, tal
como la versión paterna, la perversión50 social la organiza. Citaré a Chris
tine según las notas tomadas después de cada sesión.
«Lo que es idiota -dijo ella-, es que se diga a los niños que si no se p o r
tan bien Papá Noel no vendrá, cuando ya se han comprado los juguetes»; o
bien: «Si se hacen Regalos a los niños, es sólo para decirles que no los ten
drán si no son buenos, cuando los tendrán de todos modos». Lo que ella mide
con inteligencia a posteriori es que es en el campo del decir que Papá Noel
existe, en el intervalo entre el deseo de los padres -com prar juguetes-, del
que por otra parte dice que «ellos se complacen ante todo a sí mismos», y
su función parental de educación.
Papá Noel es la máscara de este engaño, un engaño, es necesario decir,
fundador de la idea de que la ley podría ser buena51 entonces para desve
lar que Papá Noel no existe: «Después nos cuesta creer que Dios castiga a
los malos (...) Cuando somos pequeños, eso funciona y es así como cree
mos siempre que Dios tiene una larga barba blanca». Ella lo creyó duran
te mucho tiempo, después de sus comienzos escolares. Cuando lo supo a
través de sus compañeros, no dio crédito. «Era exactamente -d ijo - como
cuando me dijeron lo que los hombres y las mujeres hacían juntos.» Esta
observación la he oído varias veces y el paralelismo es cuando menos bien
venido. Papá Noel está en el mismo lugar, incluso para el adulto, que las teo
50. Juego de palabras: la «pére-version» literalmente: la versión del padre, pero p o r ho-
mofonía alude a «perversión»: perversión. Ambos sentidos están en juego, pero en el con
texto prevalece el último. N ota de la traductora.
51. Más allá de la historia de Christine, esta experiencia es común; a cada uno de hecho se
le indica, a través de esta leyenda de Papá Noel que debe ser desvelada, que el gran O tro
puede ser engañoso, siendo el resultado social que este engaño consolida el monoteís
mo. La lucha de la Iglesia contra esta costumbre, pero también su tolerancia más tar
de, en todo caso la tolerancia del m undo cristiano, se explican de ese modo (sabemos,
desde Descartes, que es al denunciar la hipótesis del Dios engañoso que sostenemos a
Dios como no engañoso). Podemos preguntarnos si esta experiencia no es de las que
nos hacen evitar sacar las consecuencias de un fallo del Otro hacia su no-existencia.
rías sexuales infantiles.52 Como si por medio de esta decepción se prepa
rara otra. «De hecho, los regalos no existen.» Ese discurso debe ser articu
lado con el hecho de que ella pagaba sus sesiones con lo que extraía de un
depósito de Caja de Ahorros -pero eso no es más que un paréntesis-, un
depósito que ella no debía tocar antes de su mayoría de edad.
Cuando conoció esta no-existencia de Papá Noel fue para ella un dra
ma, tanto más cuanto que ella creía. Después de haberla seducido, la de
cepcionaba. ¡Es una vieja historia ! «Es en ese m om ento -d ijo - que decidí
que cuando fuera mayor trabajaría.» (Su madre se quedaba en la casa.) «Al
comienzo, cuando supe que Papá Noel no existía, quería agredir a todos
esos tipos disfrazados, pero sabía de todos m odos que no eran el verdade
ro.» Cuando yo retomo ese «verdadero Papá Noel», ella evoca por supues
to a su padre, pero lo que sobre todo dice es que su hermano pequeño no
estaba afectado por lo que había pasado, y que no era por él que había he
cho aquello. Reconoce: «Aun cuando mis padres me dijeron todo, yo no es
taba segura; quizás seguía creyendo», agrega riendo. Sabemos que es frecuente
que después de haberles dicho una superchería, los niños mantengan la fic
ción de su creencia, una creencia a la cual se renuncia difícilmente puesto
que ella organiza un cierto lazo social. En otro registro, recuerdo a un niño
al que su padre había informado de las cosas sexuales con ocasión del em
barazo de la madre; llegó triunfante a la consulta: «Sé que no es la cigüeña
la que trae a los niños, es el señor del hospital». Se renuncia a ello más di
fícilmente en la medida en que lo que se propone a cambio es un Dios que
no está en el mismo lugar.
Cito a Christine: «Cuando yo era niña, escribía a Papá Noel y él res
pondía con regalos, y luego le hablábamos a Dios, recitábamos cosas que no
comprendíamos, y él no respondía nunca». No se le escribe a Dios. Fue en
un m om ento en que la cuestión de la escritura se planteaba para ella, como
para cada adolescente, que hizo esta observación. Insisitió largamente so
bre sus antiguas preocupaciones concernientes a la imagen de Dios, y en es
52. Al hacer recaer el acento psicogenético del lado del O tro, podemos comprender cómo
a m enudo sucede -h e hecho la experiencia, pero no sé si es compartida por otros ana
listas- que un tiempo del análisis de un niño se m arque por una pubertad precoz, cuan
do se revela que la consistencia más sólida del O tro es la del O tro sexo.
pecial sobre la cuestión del nacimiento de Jesús: «El Espíritu Santo es como
el padre, María es la madre, y Dios es aquel al que ellos ven, que nosotros
no vemos, y que hace que haya un niño (...) Es como si los padres no fue
ran por completo los padres». Aquí siento deseos de evocar a otro niño que
había dibujado a la familia de Dios: estaban José, María, Jesús, y luego un
personaje muy cercano a lo que Mélanie Klein designa como los padres
combinados, no una madre fálica, más bien un padre maternal, que tenía
en los extremos de los brazos dos formas redondas que se suponía que eran
aureolas. Christine explicaba cómo su Dios había cambiado poco a poco;
había llegado a estar a la vez fuera del sexo y a ser bisexuado. Contó que le
había hecho una pregunta al maestro de catecismo porque «era siempre la
misma historia; se decía que Dios quería que amásemos a los padres y lue
go también que amásemos a los otros; entonces por qué se dice aparte
«amar a sus padres», si también se debe amar a los otros». Le habían res
pondido que era porque los padres estaban más cerca de Dios; ella encon
traba aquello idiota. Hubo algunas sesiones acerca de Cristo, pero dejo eso
de lado, excepto sobre un punto que ella retomó más tarde: estaban aque
llos que tenían treinta y tres años, aquellos que tenían menos; más allá de
la transferencia y de lo que era para mí un obstáculo, era el tema de las ge
neraciones lo que estaba en juego. Lo que me parece importante es que
ella describió una modificación de Dios, quien se convertía en abstracto en
relación a los padres, y que al cabo de ese ciclo, debía servirle contra los pa
dres. Más tarde, ella dirá: «Papá Noel era la familia, y Dios era la escuela,
el catecismo; en casa, era siempre de Papá Noel que se trataba». He de de
cir que esta metáfora de Papá Noel en un Dios combinado, luego en Dios
abstracto, metamorfosis que desplaza a los padres, indica bien en qué sen
tido, para el analista, la cuestión de la psicogénesis debe ponerse no del
iado del sujeto sino del lado del Otro, porque es la familia quien le presta
consistencia alrededor de la figura del Padre, figura que el analista debe
ayudar a desmontar, a despegar de ese padre que no es, desde el comien
zo, más que uno entre los otros. Es por eso que, entre paréntesis, el análi
sis de niños es inmediatamente político.
¿Dónde estaba Dios para Christine cuando tuvo lugar la crisis evoca
da? Abordemos brevemente ese Dios de los adolescentes para justificar el
otro título del capítulo: «El complejo de Enoch». El Dios de los adoles
centes no es el Dios de los niños. Arriesgo una fórmula para discutir: el Dios
de Moisés y el monoteísmo no es el Dios de Tótem y tabú; en el intermedio,
por ejemplo, el asesinato del padre ya no se justifica por la apropiación de
las mujeres. El Dios de los adolescentes no es ya el Dios de los niños; está
despojado de toda encarnación sexual (lo cual no quiere decir que el Dios
de los niños ya no tenga existencia para los adolescentes; simplemente, son
dioses próximos y la síntesis no es fácil). Es un Dios que se convierte en re
ferente necesario cuando los padres revelan no estar hechos de una mate
ria diferente a la de los niños; razón, quizás, para interrogarse acerca del m u
tismo de los adolescentes y su relación particular con la lengua. ¿En qué
sentido remitirlo a la dimensión paterna? Si he evocado a Enoch, hijo de
Seth, hijo de Adán, es porque se dice que fue en su generación cuando se
invocó el nom bre de Dios. En el análisis -a u n cuando deje en suspenso la
cuestión de saber en qué medida se trataba de análisis-, en el análisis de
Christine, un personaje jugó un papel clave, uno de sus bisabuelos, m uer
to durante la guerra del 14-18, y al que llamaré Christian. ¿Qué es un bi
sabuelo? Es el ancestro por excelencia, aquel que está en la filiación, pero
que es demasiado lejano como para ser conocido. A veces, por supuesto, se
le conoce, pero aún entonces él es límite de la familia, un personaje que no
parece sujeto del mismo modo al deseo que constituye el vínculo familiar.
Nos hemos interrogado acerca de la función de la cifra 7, cifra mágica; ella
es, entre otras, el total del sujeto y de los ascendientes con los que tiene re
lación en la fórmula de su deseo, dos padres, cuatro abuelos. Es del lado de
los bisabuelos que el Dios de los adolescentes, un Dios genealógico, toma
consistencia; tanto más cuanto que acerca de los ocho bisabuelos hay m a
teria de ficción. Poco im portan los elementos referentes a este bisabuelo
Christian, no retomaré aquí más que el discurso de Christine cuando ella
relacionó al tal Christian con Dios: «Yo no lo conocí, no me hablaron nun
ca de él, es como si.no tuviera más que un nombre» (ella ignoraba el ape
llido de ese bisabuelo, que encontró un poco más tarde, no sin efectos).
«Todo lo que sé es que si él no hubiera existido yo no existiría, pero no sé
quién era; aunque me diga que era el padre de mi abuela, no lo veo como
padre de familia». La única materialidad del personaje era un viaje con sus
padres por el «Camino de las damas» en el que había muerto. «Quizás sea
él el soldado desconocido.» Ella hablaba de él como de un padre que no se
ria un padre, un padre que no decepcionaba, pero sin idealizarlo tam po
co; luego hizo de él un joven, lo que era, muerto a los veinticinco años, y
comenzó a hablar de su propia sexualidad. Un día dijo «es completamen
te idiota ir a morir a la guerra», a propósito de su camarada que había sido
empadronado por el ejército.
X I
53. En cierto modo, lo que se produjo fue una multiplicación de síntomas. La «adquisición
de peso» perdió su im portancia; aquello de lo que aún se quejaba no se reducía al n ar
cisismo sino que giraba en to m o a sus relaciones con los otros, en su diversidad, aun
cuando ello se manifestara p or m edio de conversiones (náuseas); finalmente antepon
dría la cuestión de su timidez; diré que no hubo, al terminar ese período, análisis deJ fan
tasma. Ese primer tiempo llevó a «A» y no a «a».
más, y es un punto importante, que el analista también lo es;54 de modo tal
que pueda ser analizado el dispositivo paterno distinguiendo efectos del
Nombre-del-Padre, en tanto que él marca el campo del Otro, y efectos de
la función paterna. Es ese desmontaje el que perm ite producir en la cura el
lugar Otro que es el inconsciente, este otro lugar del Otro.
Yo diría que ese desmontaje que sólo es posible a través del psicoanáli
sis está en juego tanto con el niño como con el adulto y que es posible per
mitirle al sujeto ahorrarse ese Dios dividido entre el ancestro y Papá Noel,
entre los celos y el todo amor, entre el Padre y el Hijo, ese Dios que no por
nada está en el malestar de nuestras civilizaciones.55 Pero quizás sólo los
analistas pueden pensar que sería mejor dejar alguna latitud al sujeto para
ir allí por su deseo, sin la esperanza de una salvación.
54. Diré que es la condición para que la transferencia sea analítica, es decir, que sean dis
tinguidas persona del analista y función del analista. No es al final de la cura que el
analista se revela como cualquiera, es, por el contrario, que debe serlo, en tanto que per
sona, desde el comienzo, o al menos en un determ inado mom ento que permitirá ope
rar a la ficción del sujeto supuesto saber y no a la de un sujeto que ya sabría. Me pare
ce que la práctica del análisis de niños nos lo indica del m odo más elocuente.
55. Mido las consecuencias de lo que aquí digo. Si es verdad, hay una intervención posible
de los analistas en el campo social: desm ontar las encarnaciones del Otro, siendo la hi
pótesis la de una ética posible para no im porta qué sujeto, que no sería de sumisión al
goce (del O tro). Es la apuesta del acto analítico, en tanto que el deseo del analista ex
cede al fantasma.
11. D e las g en er a c io n es
FENOM ENOLOGÍA
56. Sigmund Freud, Tótem y tabú, en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, T.II;
Moisés y el monoteísmo. Obras Completas, T.III.
57. G. Mendel, La révolte contre le pire, París, Payot, 1968.
58. Remito a M. Safouan, Études sur Vcedipe, París, Le Seuil, colección «Champ freudien»,
1974.
el traum atism o encontrado en la histérica rem itía no a un aconteci
miento real sino al fantasma. De lo Real enmascarado por lo Imaginario,
él descubre que este Imaginario es sostenido por lo Simbólico del modo
en que se inscribe ya como un efecto posible en lo Real. Si bien la figu
ra de Edipo es m antenida, la generalización del complejo edípico ya no
es la misma.
Ello se produce no sin problemas que para Freud quedarán en parte sin
resolver. En efecto, si lo seguimos en ese señalamiento del edipo como es
tructura universal, inscrita en las instituciones humanas, se deduce que po
demos enunciar que la lógica edípica, amor dirigido a la Madre/ asesinato
del Padre, no está invertida en la niña sino que sigue siendo la misma que
para el niño, y se encuentra complicada hasta el punto de que la seducción
por parte del Padre se superponga a una agresión y que las mujeres no pue
dan, más que los hombres, matar simbólicamente a la Madre, quedando
en suspenso la identificación con La Mujer.
Esto especifica sin duda la patología femenina y más allá, para cada uno
de los sexos, caracteriza la no complementariedad de los mismos, anim an
do una sola libido tanto a varones como a hembras, lo que se indica por la
ausencia de una relación sexual que pueda escribirse. Por ejemplo la ho
mosexual, de la que Lacan ha podido decir que ella no se equivocaba, sabiendo
que la mujer es el objeto-causa-del-deseo.
Pero, yendo más lejos, se puede observar un deslizamiento importante
y problemático de Tótem y tabú a Moisés y el monoteísmo: el asesinato del Pa
dre no se justifica más por la tentativa de apropiarse de las mujeres, lo que
sería isomorfo al edipo tal como él es clásicamente comprendido. Esta se
paración molesta de un modo bastante evidente a Freud, y él se explica
acerca de ella en varias oportunidades en Moisés y el monoteísmo: hay un pri
mer tiempo de asesinato real del Padre, pero frente a la constitución de un
matriarcado, se efectúa el «retorno del dios paterno único, exclusivo y to
dopoderoso»,59 luego un segundo asesinato que ya no es aquél, real, del Pa
dre, sino el de su representante. La relación con el Padre está mediatizada
por la relación con el Maestro. Dicho de otro modo -se encuentra la hue
lla en los problemas de la teología judía-, Dios está dividido entre su fun
60. Juego de palabras: «re-pére» alude tanto a «repére»: señal, marca, como a una redupli
cación de «pére»: padre. Ambos significados están presentes en el texto. Nota de la tra
ductora.
En tanto que Dios es, para el niño, un mito hecho presente por la ins
cripción sobre el cuerpo de una marca simbólica indeleble, bautismo o cir
cuncisión, el que sostienen los padres, se tranforma para el adolescente en
aquello a lo que él tiene derecho, a saber, el representante último de una trans
misión sin otro objeto que simbólico, sin otro sentido que el duelo de un ase
sinato. Dicho de otro modo, Dios siempre queda por matar, es decir, por re
conocer, tal como es ofrecido, excediendo la tradición que lo produce, en este
lugar dejado vacío en A, cuando el padre se reveló mortal.
Es así que el Dios de los adolescentes debe escapar a la semejanza tan
to como a la diferencia absoluta; ni antropomorfo, ni totémico, él es in
nombrable e irrepresentable,61 en la medida en que su representación lo
destinaría a la «muerte sin causa», esa muerte anónima que los asesinatos
míticos disimulan. Para estar del lado de La Causa, Dios está marcado por
una ausencia de determinaciones que traduce la angustia de los adolescen
tes ante los rituales religiosos.
Contradicción entre la tradición y la «fe», en la que se valoriza una po
sición mística definida por un encuentro, incluso vacío, que vuelve caduca
la liturgia y permite enunciar que si la religión define bien al Otro en el ori
gen de la cadena universal, él es «a pesar de todo» único para cada uno, no
simplemente en una relación dual, sino en una relación en la que se mide
y se limita el infinito.
La semejanza con los padres se descubre como posibilidad fisiológica del acto
sexual que para el adolescente es concebido como una relación imposible en
tre la repetición y la reproducción: por una parte, repetición (en todas las
acepciones del término) de la escena primitiva, juego de simulación de una
diferencia de dos términos, de los cuales uno es representado, ya en la in
fancia, como estando del lado del sujeto; por otra parte, reproducción cap
turada en la cadena de las generaciones, reproducción infinita en la que la
dimensión simbólica prima sobre la expansión imaginaria; en la que la di
ferencia, no sólo sexual sino de las generaciones, no es trascendida sino por
la transmisión del nombre.
- o bien tentativa de repetir, por medio del suicidio, el ciclo real, sin tener
el tiempo de inscribirse en el circuito simbólico de la reproducción, anti
cipación de la muerte puesta como horizonte último de un goce sin ob
jeto, sin diferencia, sin más sujeción a una promesa del Otro;
- o bien iniciación precoz en la maternidad o en la paternidad, reproduc
ción precipitada sin repetición de la pareja, desenlace lógico de la crisis,
pero desprovisto del desarrollo imaginario del amor;
- o bien ambigüedad sexual, más histérica que perversa, en nombre de la
amistad con el otro, de la intimidad, de lo imaginario que enmascara lo
real de lá diferencia; «homosexualidad», como lo escribe Lacan, en tanto
que encuentro de lo mismo en el Otro, tal como lo ordena lo fálico, com
patible con encuentros heterosexuales, porque se intenta sublimar la fal
ta, en la enunciación de un discurso de la indiferencia pretendidamente
subversiva, donde se topa y se refleja la Ley en beneficio de otra ley, an
gélica. Los comportamientos homosexuales del adolescente deben con
cebirse primero como tentativas de oponerse a la diferencia sexual y no,
como se hace con frecuencia, como una fijación sobre un objeto del mis
mo sexo;
- o bien, en el incesto fraterno, no reductible al incesto «generativo», sino,
quizás anti-edípico, el adolescente reacciona al encadenamiento familiar
provocando un cortocircuito horizontal, reconociendo, más allá de una
eventual diferencia de edad, al otro en la misma generación.
Pero, ¿no es ése el mito fundador de la normalidad?
ELABORACIONES TEÓRICAS
Si los adolescentes nos indican que se debe acentuar una génesis, incluso si
ella no es psicogénesis subjetiva enganchada a la evolución fisiológica sino
modificación de la consistencia imaginaria del Otro, esto no es posible sin
alguna incidencia sobre los intentos de formalización de la estructura del su
jeto tal como han tratado de elaborarlos los analistas. En efecto, ¿cómo es
cribir esta dinámica sobre el nudo borromeo, última escritura de Lacan?
Que los tres círculos sean equivalentes es una de las lecturas del nudo
borromeo que Lacan promovió como estructura que escribe lo Real del ser
hablante,63 puesto que la particularidad de esta figura topológica es que
cuando se corta uno de los tres círculos, no importa cuál, se rompe el nudo
y los dos otros quedan libres; en la descripción de la estructura de ese anu
damiento, los tres círculos tienen lógicamente el mismo valor, y la nominación
de cada uno es segunda, no teniendo ninguno de ellos prevalencia en la es
tructura misma. Es así que Lacan indica lo Real dos veces: como uno de los
círculos y como la estructura misma.
62. Sobre Montaigne y la cuestión de la relación entre escritura y experiencia, remito en par
ticular al libro de M. Butor, Essais sur les Essais, París, Gallimard, 1968.
63. Retomo algunas hipótesis ya propuestas en «D’une logique sans rapport», Mi-dit, n° 2/3,
junio de 1984. En el desarrollo que sigue me quedo en el nudo de los tres círculos. Sa
bemos que Lacan propondrá más tarde un nudo de cuatro círculos que ciertamente re
solvería el problema planteado aquí, pero de un modo que en definitiva elude la pues
ta en juego borromea; volveré sobre ello más adelante.
R
Pero al construir ese nudo, es decir, al abordar a la vez una física y una
lógica de los nudos, al sobrepasar su descripción matemática, no puedo
mantenerme en esta equivalencia. Y el que Lacan, en los últimos tiempos de
su enseñanza, haya llegado a manipular trozos de hilo como si fueran ob
jetos físicos me incita a pensar que esta aproximación no es incongruente
con su doctrina en lo referente a la topología.
En efecto, trivialmente, para construir ese anudamiento, el modo más
simple consiste en tomar dos trozos de hilo cerrados, superponerlos en tres
bolillo uno por encima del otro, luego tejer un tercer trozo de hilo por en
cima de uno, por debajo del otro, de nuevo por encima de uno y por deba
jo del otro, antes de cerrarlo a su vez.
66. M. Klein, La psychnnalyse des enfants, París, PUF, 1959, pp. 151-153.
67. F. Dolto, L ’imnge inconsciente du corps, París, Le Seuil, 1984.
otra parte, esta nominación Lleva a la constatación de que Adán es el único
que no forma pareja, entonces lleva a Dios a construirle una compañera. Ese
Simbólico que vuelve a anudar no es el mismo que el Simbólico que funda;
hay un S (I), un Simbólico que sostiene lo Imaginario, en lugar de un S (R),
un Simbólico olvidado que funda lo Real.
Esta división de lo Simbólico -la que designa la separación entre S2 y S i-
permite explicar que los órganos genitales, pensables como objetos, ocupan
una función particular. El «objeto fálico» -entre comillas precisamente por
que no es un objeto- tiene un lugar aparte, por el hecho de no ser uno de
los objetos que aparecen o desaparecen al único precio de un significante que
garantiza su potencialidad. Tenerlo o no, no produce una satisfacción pul-
sional sino o bien angustia, o bien envidia, las cuales arruinan la relación Iú-
dica con el objeto.
Si los objetos pulsionales son subsumidos por el objeto (a), por aque
llo que constituye su cualidad común de ser lo que se concibe separado o se
parándose del cuerpo, el Falo sobrepasa la cualidad objetal, por que él no
entra en la dimensión del Espejo, por subvertir la imagen de un cuerpo ce
rrado, o pudiendo estar cerrado, manteniendo relaciones con los objetos. Ra
dicalmente, en más o en menos, el Falo es aquello que prohíbe la comple-
mentación de lo Real y lo Imaginario, trastornando el m undo objetal: en lo
Real, es lo que indica la falla constitutiva del cuerpo hum ano por no auto
rizar jamás una plenitud; en lo Imaginario, es lo que detiene la imaginari-
zación solitaria, la imaginación. La castración simbólica es aquello que anu
da la privación real (lo imposible) y la frustración imaginaria (la impotencia)
al precio del síntoma.
De allí el llamado al Otro.
Si el Otro real que es la Madre asegura al infans -aquel que no habla-
el despliegue imaginario de su cualidad de ser, el saber edípico de la castra-
ción de la Madre exige que el Otro gane una consistencia simbólica, con
sistencia débil que debe ser consolidada por medio de lo Imaginario.
Es todo el trabajo necesario que, en la metáfora de una psicogénesis,
podemos designar como el del período denominado de latencia; metáfora
porque no es evidente que sea necesaria una cronología para inducir esta pri
macía fálica ya inscrita en la lengua. Y si ese desplazamiento del primado ima
ginario al primado simbólico va a la par con la modificación de la consis
tencia del Otro, no es circunstancial sino necesario, sin llegar a los fallos
singulares, por la estructura que ya está allí del ser hablante; metáfora tam
bién porque, en juego incluso antes del enunciado edípico, esta dialéctica de
lo Imaginario y lo Simbólico agita aún al adulto.
Lo Simbólico, en tanto que «di-mensión »,68no se sostiene, para el su
jeto (en el sentido del «para sí» filosófico) más que de su imaginarización;
lo Imaginario, al revés, no se despliega, no revela desplegarse -lo que indi
ca la literatura-, más que desde una simbolización anclada o bien en lo Real
-ta l como, por ejemplo, se trata en la psicosis, haciendo fracasar la repre
sión- o bien en el Falo como significante.
Se trata, en ese tiempo lógico, de usar lo Imaginario para sostener al
Otro, debilitado en lo Real, como lugar del orden Simbólico, como el puro
Sujeto de ese juego sin subjetividad. El objeto (a) encuentra allí su cualidad
simbólica, y por eso mismo, imaginarizado por los objetos parciales, él es,
cualquiera, por ser lo que cae del Otro, lo que no puede venir del Otro más
que por medio del encuentro ideal con un efecto de significante, del gesto
de la demanda y de una extracción material.
Ese tiempo necesario de una sustitución problemática de la primacía de
lo Imaginario por la de lo Simbólico es también el de una aceptación del Otro
como garante de una parte de la subjetividad, el super-yo, por medio de la
palanca del Nombre-del-Padre, el tiempo de un acceso a la vinculación del
super-yo con el Otro.
Es el edipo, en tanto que estructura, el que mantiene juntos al Otro, el
super-yo y el Nombre-del-Padre. La psicosis, especialmente paranoica, no
es la ausencia de lo Simbólico, sino por el contrario, su insistencia como des
vinculada del Nombre-del-Padre. Si acerco ese anudamiento del período
denominado de latencia a una evocación de la paranoia, es a propósito de
una frase de un paciente, adulto, capturado en un delirio de interpretación:
«Hablar y escribir es parecido»; ese paciente al que vi muy poco, oía y veía
su nombre pronunciado y escrito por todas partes, hasta el punto de que le
resultaba evidente -s u apellido se prestaba a ello, digamos que se llamaba
«Le»- que, en cada frase enunciada, él era interpelado.
68. Juego de palabras: «dit-mension» es un neologismo que reúne los significados del ver
b o d ecir «dit», dicho y del nom bre «mention», mención. Por homofonía se lee di-
ihensión. Ñola de la traductora.
Hay una edad para aprender a escribir que sucede a la edad para apren
der a hablar; la relación con la lengua cambia. Así se distribuyen de otro modo
los lugares del gran Otro y del objeto (a), perdiendo allí su homogeneidad la
«lalengua». Para retomar la alusión a la escritura de la Torá, la tesis del rabi
no Nahman de Bratislava dice que la diferencia entre la Torá de la Creación y
la Torá de la transmisión consiste en que además se introduce el espacio en
tre las palabras: este agregado contrarresta y limita la polisemia del texto de
jando por supuesto la posibilidad mística de encontrar el texto primordial.
Al escuchar a un niño que aprende a leer, farfullar un texto sílaba por sí
laba, se comprende por qué relaciono período de latencia y acto sobre la len
gua. Diré que el final de este farfulleo deja caer y describe el lugar del objeto
(a), de un objeto entonces insignificante. Aprender a leer es introducir la le
tra para olvidarla, al igual que el aprendizaje de la palabra, como lo indica Ja-
kobson, pasa primero por la desaparición económica de ciertos sonidos de la
charla:69se gana allí sentido, es decir, «comprensión», pero al precio de una
pérdida. Es una de las razones por las que la adolescencia, tiempo de la escri
tura, de la literatura, marca el fin de un proceso: lo que está perdido es bus
cado por el medio mismo que ha producido, o al menos descrito, la pérdida.
El Otro, en este aprendizaje de la escritura, incluso, y más aún, en la per
cepción de un «mundo de la escritura» para el analfabeto, cambia allí de
consistencia al no sostenerse ya en una inmediatez de la presencia, sino por
situarse en el por horizonte del sentido. Para dar una imagen, ocurre con la
diferencia entre este Otro al que nos dirigimos cuando hablamos solos -así
con La Mujer a la que el sujeto destina un discurso ficticio, en lugar de diri
girse a una mujer, ante la cual, por supuesto, es un viejo tema cómico, tar
tam udeará- y el Otro de la escritura que conserva siempre un anonimato; es
por eso que «los escritos permanecen» y son prueba, puesto que lo que está
escrito puede ser leído, o lo es cada vez, por otro destinatario que el oficial.
La educación encuentra allí su medida, puesto que, entre esos dos as
pectos del Otro, se juega la diferencia, por ejemplo entre lo «privado» y lo
«público», lo que puede decirse y lo que puede escribirse, pero también en
tre lo que constituye un postulado y lo que debe ser demostrado.
69. R. Jakobson, Langage enfantin et aphasie, París, Editions de M inuit, coUection «Argu-
ments», pp. 23-27.
El alumno es iniciado en esta dialéctica entre lo Imaginario y lo Simbólico,
dialéctica confusa, en la que sale ganando al poder circular entre los discursos
cotidianos, al precio, por una parte, de no lograr describir más que el lugar
aleatorio de un objeto-causa de un deseo estructuralmente insatisfecho, y
por otra, de reforzar el síntoma que él es para el Otro antes que de apropiarse
el síntoma a falta de una apropiación del objeto.
Así se opera una construcción que es la del adulto, con excepción de un ele
mento: designar al Otro sexo como consistencia ultima del Otro y a lo genital
como avatar del objeto (a), una vez más perdido por el significante (fálico).
El adulto es entonces aquel que a la vez ha pasado por esta crisis y que se ha
apropiado del síntoma como cuarto círculo, un cuarto círculo superfluo
para el mantenimiento del nudo pero necesario para sostener la estructura
dentro de la normalidad cotidiana, tanto más cuanto que la especificidad pa
tológica -o , para decirlo de otro modo, patética, quitándole su sobreenten
dido «excepcional» al término «patológica»- es la del debilitamiento de uno
de los tres primeros círculos.
Cuarto círculo que Lacan indicaba como el de la realidad psíquica, del
síntoma o del Nombre-del-Padre; precisamente por el hecho de que ese cír
culo de más tiene una función económica con respecto a lo real de la es
tructura, una función de ahorro (en el sentido que Freud da a ese término
a propósito del humor).
Para continuar con la extrapolación de fórmulas, de carácter lapidario, de
Lacan, es también aquello por lo que «La Mujer es uno de los Nombres-del-
Padre»; en efecto, una de las consecuencias normales, «norma-masculina »,71
71. «Norme-mále». Juego de palabras entre «nórmale», normal y «norme-mále», norma mas
culina. Nota de la traductora.
del primado de lo fálico es que la coherencia del mundo -en el sentido lógi
co—, en tanto se refiere al Otro, no es sostenida por el adulto, al precio del
síntoma, sino porque El Sexo (es decir, en la lengua francesa más clásica, La
Mujer) es aquello que representa el lugar del Nombre-del-Padre, el cual, des
de la infancia, mantiene al sujeto en el campo de lo Simbólico.
Por supuesto que esta reconstitución en el adulto, esta reparación en
torno al síntoma que implica una o más renuncias, conserva, a pesar del sín
toma, una cierta fragilidad. Podríamos decir que ese cuarto círculo que hace
el adulto define menos un anudamiento que una conjugación: éste viene a
reunir, en la lengua, aquello que por una parte es anudamiento precario, des
de que la estructura ha sido percebida por un instante, y lo que por otra par
te hace de cada uno de los círculos esenciales no sólo un sostén del sujeto
sino también un índice de su sujeción.
Hay, en la vida del adulto, «crisis» con ocasión de acontecimientos di
versos (embarazo, enfermedad, cambio de nivel social, etc.) en las que el sín
toma falla en su función. Si las resoluciones de esas crisis pasan con la ma
yor frecuencia con una acom odación inadvertida del síntom a, a veces
desencadenen cuestionamientos que nos equivocaríamos, fiándonos de su
fenomenología, en etiquetar demasiado pronto con el término de momen
to psicótico. Freud, en «Análisis terminable e interminable»,72evoca esos pe
ríodos, fisiológicamente definidos o accidentales; hay simplemente m o
mentos de activación de las pulsiones.
Una de esas crisis posibles es por supuesto aquella que puede ocurrir en el
análisis, período hipomaníaco (Balint), deposición subjetiva depresiva (La
can), momento psicótico (Roustang), cuando aparece la estructura, es de
cir, aquello a lo que el sujeto está sujeto sin ganar allí el ser (en sí). En esos
momentos, es la experiencia de la adolescencia la que es reactivada. Lo que
explicaría que sea frecuente, en esos sujetos capturados en una cierta ac
tualidad (del lado de lo actual o del acto), actualidad de la neurosis, la evo
cación de los acontecimientos «traumatizantes», de las errancias, de las pre
guntas y elecciones de la adolescencia.
72. Sigmund Freud, Análisis terminable e interminable. Obras Completas, Biblioteca Nue
va, T.1II.
Así, ]o que denominamos «crisis de las generaciones» -reducida de hecho
a designar el choque entre los jóvenes y los adultos, puesto que esta crisis pier
de su virulencia cuando se trata de dos generaciones diferentes de adultos,
esta inadecuación recíproca entre las preguntas de unos y las respuestas de
otros, se concibe como un fenómeno no accidental sino estructural y es
tructurante en dos modos complementarios.
Por una parte, en el diálogo no sólo hay para cada uno su Otro, en el sen
tido de su encarnación imaginaria -lo que produce el escollo general de la
intersubjetividad-, sino que el Otro no tiene la misma función ni la misma
consistencia. En particular en lo concerniente a aquello que tiene que ver con
el Otro sexo: el adolescente tiende a la vez a dar esta consistencia nueva al
Otro y a retroceder ante el acceso «normal», es decir, el que se produce por
el sesgo del síntoma y de la castración, síntomas de uno y otro que se anu
dan en el encuentro, castración suya y castración del otro, puesto que es
con una falta que se anima el amor. De allí ese «todo o nada» que oímos de
su parte, y que no es, en definitiva, sino una llamada desesperada al Otro.
Por otra parte, la estructura revela, en el adolescente, su dinámica, la que
arrasa el ser y prohibe el reposo del sujeto, es decir, el goce. Frente al adulto,
él es sin «concesiones»; no cede, en nombre de un espacio limitado que se
ría el suyo; explora lo Simbólico hasta lo contradictorio, lo Imaginario has
ta lo alucinatorio, lo Real hasta el acto, rehusando dejar que «se la juegue» el
significante necesariamente engañoso, al precio de perder allí, aunque no
fuese más que por un momento, toda creencia en el saber, de extraviarse en
las identificaciones más diversas y antagónicas, de comprometer su tiempo,
su cuerpo, incluso su vida, en experiencias que se revelan siempre, a poste-
riori, como decepcionantes y a veces invalidantes para su futuro.
Sin duda, Octave Mannoni, siguiendo a Winnicott, subraya con juste-
za que la respuesta del analista es permitir un lugar para este ejercicio, en el
que éste pueda transformarse en un juego .73Pero debemos agregar: a con
dición de reconocer que más allá del juego del niño, el adolescente com
promete en el juego una apuesta real, o incluso, que el analista defina una
apuesta simbólica posible, por ejemplo el dinero.
74. Expresión equivalente a las castellanas «¡tu abuela !», «¡tu madre !» o «¡tu tía !». En
francés se usan «ta soeur!», tu hermana o «ta m ére!», tu madre. Hemos adoptado la tra
ducción literal, a pesar de que no se utiliza en castellano porque así lo requiere el con
texto. N ota de la traductora.
medio-herir.ana, hija de su padre y de otra mujer. Es en ese mismo fragmento
que Sara, estéril, se convierte en madre.
Esta historia incestuosa concerniente a Abraham molestó ciertamente
a los maestros del judaismo, porque si la CábaJa dio un sentido alegórico a
esta confesión, la tradición rabínica, en contra del texto de la Torá, hará de
Sara la hija de Haran (hermano de Abraham), por lo tanto la sobrina de Abra
ham y la hermana de Loth. Cuando se mira el texto, éste resulta por com
pleto aberrante.
No me detendré sobre este asunto bíblico, a pesar de que los comenta
rios sean bastante sabrosos. Así, en la lectura judía, la lectura de ese fragmento
está asociada a una haftarah, una lectura complementaria, que está sacada
de Isaías y que comienza por: «Regocíjate, mujer estéril», para introducir esta
idea de que el lazo conyugal - y el de Abraham y Sarah es ejemplar- está es
trechamente asociado al incesto fraternal, no simplemente como un des
plazamiento del incesto edípico, del incesto padre-hijo, sino en tanto que po
see e implica una dinámica que le es propia, y que caracterizaría cierto tipo
de normalidad social.
Ciertos textos, desde Antígona a Hamlet, para hablar de nuestros clási
cos, hasta Musil, por supuesto, podrían perm itir glosar sobre esta hipóte
sis. Me quedaré en una apreciación descriptiva de la clínica de los adoles
centes, o de lo que los pacientes evocan de las apuestas de su adolescencia,
cuando, supuestamente llegado el m om ento de lo que debería ser el cum
plimiento de la promesa, esos adolescentes encuentran la cuestión del ma
trimonio, un matrimonio que debería tejer un vínculo entre los sexos que
a la vez evite lo imposible de la relación sexual y no sea reductible al inces
to edípico.
Ya he tenido ocasión de constatar que un pasaje al acto incestuoso, que
no sólo sea anecdótico sino que teja un lazo entre hermano y hermana pú
beres y de una edad próxima, no dejaba generalmente huellas traumáticas,
sino que por el contrario conducía bastante bien hacia una vida conyugal
conforme al ideal social. Pienso en particular en una mujer joven que, des
pués de una larga relación con su hermano, una relación instalada en la
misma casa, encontró, dejando la casa familiar, un bienestar conyugal al
casarse con el mejor amigo de su hermano.
Esas relaciones incestuosas son tanto menos dañinas cuanto que inter
vienen en un momento en que, concerniendo a la prohibición del incesto,
el acento recae no ya sobre la diferencia sexual, sino sobre la diferencia de
generaciones, puesto que esos dos ejes son los del edipo y persisten, podrí
amos decir, cuando el Otro pierde su consistencia imaginaria parental. La
solidaridad de una generación encuentra su lógica en la fraternidad, como
encuentra también allí sus escollos, dado que entonces se instaura una nue
va rivalidad que esta vez no sólo es tolerada por el cuerpo social, sino que
le asegura su dinamismo.
Si el incesto entre herm ano y hermana responde al incesto entre padres
e hijos, es quizás también resolviéndolo y permitiendo asi un uso aceptable
de los deseos reprimidos. Del mismo modo en que la sublimación de la ho
mosexualidad podrá ordenar las relaciones con el semejante del mismo
sexo, el incesto fraternal -podríam os aventurar la idea de que constituye una
especie de Aufhebung&z la prohibición del incesto- podrá constituir una vía
de paso hacia la conyugalidad, una vez encontrados los callejones sin sali
da de la relación sexual y reactivados los deseos edípicos. También aquí
pienso en algunas historias de pacientes que en su adolescencia se lanzaron,
a través de las dispersiones de su iniciación sexual, a la más radical exoga
mia, y que volvieron a intentar un vínculo conyugal si no estrictamente en-
dógamo, al menos en el encuentro de un compañero de juego de la infan
cia, amigo alejado y luego reencontrado, como eran reencontrados entonces
los padres. Y son parejas que funcionan.
Incluso sin pasaje al acto, es a esta cuestión del incesto fraterno que se
confronta el adolescente en lo que llamamos su socialización, es lo que lo sos
tiene en esta socialización, en ese momento particular en el que está frente
a esas cuestiones sobre el Nombre-del-Padre o los Nombres-del-Padre. Si él
está entonces sometido a reactivaciones pulsionales, a un reinicio de la pro
blemática edípica, al cuestionamiento segundo de sus identificaciones, en par
ticular sexuales, a una nueva encarnación imaginaria del Otro en el Otro
sexo -el Otro pierde su consistencia imaginaria parental para ganar una con
sistencia imaginaria del lado del Otro sexo-, a la exigencia de validar la ope
ración Nombres-del-Padre, encontrándose Nombres-del-Padre -la Mujer y
el Síntoma son dos- porque, en lo que respecta al Padre, ellos ya no cuen
tan con él; cuando el adolescente es empujado de ese modo, ¿qué encuentra
sino la ambivalencia de los adultos que, en tanto padres, esperan de él, no que
renuncie pura y simplemente a aquello que lo agita, sino que cumpla a su vez
y confirme al mismo tiempo las represiones y el síntoma de ellos?
Ya no estamos en la época de la prohibición radical a la sexualidad del
adolescente, si es que ese momento ha existido para el varón; se trata más
bien de actuar su sexualidad, pero no de cualquier modo. En la época de Freud
se podía examinar la proximidad del coqueteo, del acto de cortejar, con las
incitaciones perversas, en las que los lugares del cuerpo se anteponen a los
órganos genitales, lo que en ese momento había podido suscitar esperanzas,
de Reich en particular, pero no sólo de él, concernientes a cuáles serían los
efectos de una liberación sexual de la juventud. Es un poco más tarde -cuan-
do la desaparición de criados, gobernantas u otros, ofreció ocasión para
nuevos funcionamientos fraternos-, que la imagen de acompañamiento de
los padres fue la del hermanito o la herm anita que el adolescente debía lle
var consigo, invitándolo a dar prueba de algo en las relaciones que él intentaría
establecer con el otro sexo.
Hoy serían más bien los padres m odernos quienes no dudarían en
presentarse como hermano mayor o herm ana mayor posibles, si no como
hermanito o hermanita, para ir eventualmente al reencuentro del gusto de
la juventud, la de los otros y la suya. Las famosas crisis de la madurez, la
menopausia, tienen con frecuencia relación con esta adolescencia de los
hijos.
Pero, antes de llegar a esta modernidad, en la que la llamada al entusiasmo
de los jóvenes o el reproche a su inconsecuencia -paralelos por otra parte a
la llamada a la sabiduría de los ancianos o al reproche a los viejos por su cho
chez-, no son más que las dos vertientes de la constatación de una imposi
bilidad de concebir lo que sería el adulto, antes de ello, se plantea la cues
tión de qué es lo que para el adolescente, de su lado ya, constituye su ideal
conyugal.
Dejaré de lado el tema del ideal amoroso, del que sin embargo se trata
en gran medida, inmediatamente, en el discurso de los adolescentes: la dama
y el caballero, eso ellos lo conocen. Evocaré más bien sus quejas referentes
a los problemas que encuentran en sus intentos de seducción del congéne
re del otro sexo, porque entonces hacen la experiencia, con frecuencia in
genuamente, de aquello que anima la vida conyugal. Me referiré al «verda
deramente, él o ella no entiende nada» de las escenas de pareja, de las que
sabemos que con frecuencia no tienen más que un objetivo: la reconcilia
ción. Hasta tal punto es así que los juristas han traducido esta lógica exigiendo,
con ocasión de divorcios, una prueba llamada de conciliación, para verifi
car que no estaban sólo llamados a ser los testigos de una pareja que m ar
cha demasiado bien.
Los adolescentes encuentran esta dificultad: que aquella que hace exhi
bición de su atractivo se da cuenta de que los hombres son ciegos a los sig
nos y miradas que ella les dirige, mientras que quien sabe que el único so
porte verdadero de su relación con el falo está en la lengua, y se ejercita con
ella en la seducción, se topa pronto con la sordera de las mujeres.'Distribu
ción de los papeles que no es, por supuesto, tan estricta, puesto que algu
nos funcionan del otro lado, lo cual no arregla nada ya que, como podemos
constatar, nadie logra, salvo en esta teatralización, no sólo histérica, a la que
son afectos los adolescentes, dominar aunque sea un poco el campo de la mi
rada y el campo de la palabra. La pareja ideal reúne a la histérica y al obse
sivo; allí ella, más que poner en juego su saber acerca del orden del mundo,
espera de él que le dé la clave del deseo que ella muestra sin saberlo, y él es
pera que ella se reconozca como el objeto de su deseo -a l cual él disimula y
revela en sus declaraciones de amor dirigidas a otra-, que ella le dé la clave
de su infidelidad constitutiva e insoportable.
Con respecto a esa pareja ideal, el adolescente hace de antemano la ex
periencia de sus callejones sin salida. Queja que se manifiesta a veces desde
las primeras relaciones sexuales. Un joven viene a curarse de una impoten
cia; de hecho, se queja de que, nostálgico de la masturbación, tenga necesi
dad de pensar en una mujer para tener una erección, en una distinta, no im
porta cual, de la que está con él. Una joven evoca su primera relación sexual
como decepcionante: en el transcurso de una velada, creyó que su encanto
había hecho efecto sobre un chico al que antes sólo veía de lejos en el cole
gio; él le confesó (ella asociaba esta confesión con su decepción sexual), jus
to antes de que hicieran el amor, que desde largo tiempo atrás la había ob
servado y deseado, y que, habiéndoselo confiado a una amiga común, ésta
había facilitado su encuentro.
Podríamos multiplicar el catálogo de los motivos de queja sobre su se
xualidad que dan los adolescentes; son las de los adultos, pero formuladas
de un modo más inmediato y radical. Por supuesto que la distribución di
ferente del amor y del deseo, lado hombre y lado mujer, está en juego, como
su posición con respecto al falo, particularmente bien explicitada en el tex
to de Lacan sobre «La significación del falo». Y podemos ver las tentativas
de resolución que constituyen las experiencias homosexuales, completa
mente particulares, de los adolescentes, su encarnizamiento per hacer algo
próximo a lo que sería la perversión, sin aventurarse sin embargo en ella. Aquí
proseguiré las cosas de otro modo para volver al vínculo fraternal.
Sabemos en qué medida, para los adolescentes, los signos llamados se
cundarios de la pubertad -de la que con frecuencia olvidamos, incluso si lo
sabemos, que remite etimológicamente a la pilosidad- ocupan un primer lu
gar, empujando a las jerarquías pulsionales, pero no simplemente para pri
vilegiar la genitalidad.
Dos objetos ocupan un lugar nodal: la m irada y la voz. Es más bien lo
que ella deja ver como aquello que desencadena su vergüenza y su pudor,
lo que agita a la joven. Y ya he subrayado la importancia del cambio de la
voz para el niño; momento con frecuencia olvidado pero cuya im portan
cia medimos cuando es evocado en una cura, porque este entre-dos-voces
remite no sólo a la relación entre la voz del niño y la gruesa voz del padre,
sino también a la voz de la madre.
Esos dos objetos, además de su especificidd de objetos a, sobre la cual
ha insistido Lacan, tienen una característica, apuntada en esta bonita his
toria del estadio del espejo, puesto que ellos juegan allí un papel crucial
atribuido a la madre que mira al niño y profiere que se trata de él. Pierre Mále
ha definido ya a la adolescencia como a posteriori del estadio del espejo, y
a menudo se insiste sobre el narcisismo de los adolescentes. Yo lo explicaré
diciendo que el adolescente no sólo tiene que preservar su identidad -«qué
difícil es cambiar y seguir siendo la misma», me decía una adolescente- sino
tam bién apropiarse imaginariamente de esos objetos, la mirada y la voz,
entonces instrumentales, para confirmar dicha identidad a través de esta
experiencia que resitúa al semejante del otro sexo.
Son sin duda la falta, la imposibilidad de esta apropiación las que explican
ciertos hundimientos psicóticos, del lado de la esquizofrenia, de la hebefrenia
precisamente, y de un modo generalmente más precoz que el desencade
namiento de los delirios paranoicos. El adolescente que de niño ha podido
parecer tenerse en pie, pareciendo estar sostenido por el síntoma de la ma
dre al que él ha podido identificarse parcialmente, se encuentra en la im
posibilidad de apropiarse del síntoma, de entrar en el «a cada uno su sín
tom a como a cada uno su cada una».
Del mismo modo, ciertos fenómenos alucinatorios, así como los deli
rios dismorfofóbicos, son sin duda de esa índole, a saber, que ese trabajo de
apropiación de la mirada y la voz de la madre es difícil puesto que allí se ju
gará una nueva distribución posible de los roles sexuales, y en ese caso, para
los dos sexos, será alrededor de la madre, reinstaurada un tiempo como
primordial, incluso depositaría del falo, dejando al sujeto, al igual que con
la psicosis, aproximarse a la perversión.
La relación entre corriente tierna y corriente sensual, activada en la ado
lescencia, como lo subraya Freud, y que orientará de un modo diferente a
la niña y al niño, me parece tener por razón este relanzamiento de la cues
tión de la madre en lo más vivo de la oposición, diferente para los dos se
xos, entre madre primordial y madre edípica; relanzamiento que no deja de
tener efecto sobre la madre misma y que puede remitirla a la pregunta de
ser mujer, pregunta sin respuesta. Los fenómenos maníaco-depresivos, cuya
estructura no despejaré, en las madres de adolescentes y de niñas adolescentes
sobre todo, deben quizás asociarse a esta interpelación de la madre.
Es así, en primer término, que el lazo fraternal puede ser renovado, en
una nueva relación entre los adelfoi, aquellos que salieron de la misma
matriz, la misma delfis, herm ano y herm ana, garantes el uno para el otro,
garantes el uno y el otro para la madre, pero también en el lugar de la m a
dre, dirigiendo uno sobre otro esa mirada de reconocimiento y este do
micilio de nominación. Por otra parte, ello es sin duda válido también
para dos hermanos y dos hermanas, puesto que allí se parodia quizás este
ideal de que con respecto a la madre y a su decir, los dos sexos serían com
plementarios, y que la familia de dos hijos debería siempre realizar esta
«complementación».
Estas hipótesis las extraigo sobre todo de la cura de Marie, hermana ge
mela de un Joseph, designada ya, por su nombre, en matrimonio con su her
mano, convertida en esposa de un seminarista en ruptura de vocación, y a
quien ella reprochaba el ser demasiado padre tanto para sus hijos como para
con ella. «Yo no he hablado verdaderamente con mi hermano, desde nues
tra adolescencia, decía, más que en dos ocasiones: mi m atrim onio y la
muerte de mi madre, para la cual llegué demasiado tarde». La muerte pre
cedente del padre no había tenido este efecto puesto que, decía ella, él «los
separaba». Toda su cura estuvo animada por lapsus en torno a la designa
ción del marido, del hermano y de la madre. Reencontrar al hermano en
la hermana, o bien encontrar un verdadero hermano o una verdadera her
mana, incluso una banda fraternal, me parece ser, para la adolescencia, en
primer térm ino de ese registro. Sólo en un segundo tiempo, podríamos
decir, la cuestión se plantea del lado paterno.
Charles Melman ha subrayado cómo el padre del adolescente podía en
tonces aparecerle a éste como un hombre casero que no sostendría nada más
que una autoridad convertida en vana, irrisoria y desvalorizada. Es entonces
cuando debe verificarse que la operación Nombre-del-Padre ha sido efec
tuada, que su validez trasciende la metáfora paterna que la funda, y que las ten
tativas, si no de forcluir, al menos de borrar el Nombre-del-Padre chocan con
aquello sobre cuyas huellas se constituyen otros Nombres-del-Padre.
No me detendré -porque ello nos alejaría de nuestro tem a- sobre la
constitución de la banda fraternal que no tiene lugar sin hermano mayor,
y la cuestión que lleva entonces al Maestro. Podríamos, sin duda, clasificar
las bandas en función del lugar o los lugares acordados a las chicas, ya sean
ellas consideradas como propiedad de la banda, como partícipes por com
pleto o aún como egerias. Con respecto a esas adolescentes implicadas en fe
nómenos de banda, más que a las fechorías eventuales cometidas o los otros
temas antepuestos por los varones, es a esta cuestión de su estatuto que ge
neralmente dan importancia las chicas.
Subrayaré entonces cómo, en la vertiente de lo que ha podido ser de
signado como una traumatofilia del adolescente, el amor es concebido, vi
niendo a constituir al Otro, del lado del Otro sexo, como una operación si
milar a la operación «inscripción del Nombre-del-Padre», una operación que
es esperada, como puede serlo la locura que está asociada a ella. Por otra par
te, la carta de amor, modificando la relación del sujeto con la escritura,
comporta también esta apuesta del adolescente de dar una nueva consistencia
al gran Otro, aquel a quien uno se dirige cuando habla solo, y en cuyo lu
gar, en el encuentro, ningún otro con minúscula tiene suficiente peso, so
bre todo durante bastante tiempo, como para sostener la imagen; el ado
lescente lo mide bien, sabiendo por anticipado su carta perdida, si ésta es
jamás enviada alguna vez.
El objeto de los amores adolescentes es cualquiera, cambiante, sin que
debamos justamente rehusar a este am or su verdad de ser un intento de
operación sustitutiva. Recibí, por otra parte, a una joven 75que había lo-
77. He modificado los nombres de los tres pacientes que evoco, pero la elección de los seu
dónim os no es por completo azarosa. Fidéle lleva un nom bre que tiene cierta relación
con el respeto de la tradición. Dominique tiene un nom bre a la vez masculino y feme
nino. Thomas -es otra cosa- antepuso en un m om ento de su cura un «creo lo que veo»
que él atribuía, tal cual, al autor de La summa teológica.
lista habría entonces interrumpido el análisis diciéndole -es lo que él rela
ta - que «la cura» había terminado.
Su demanda es confusa y está formulada en tres tiempos, durante en
trevistas prelimiares bastante largas. En prim er término, evoca un proyec
to de convertirse en analista que pone en paralelo con lo que fue su voca
ción religiosa y que sería una solución a la vez a sus preguntas sobre la
sexualidad y a sus incertidumbres profesionales. Más tarde, renunciando a
esta idea, hablará de su primer análisis como de una historia de seducción.
Luego aborda, más directamente, las dificultades de su vida sexual, y, durante
sus relatos detallados hasta los límites del exhibicionismo, me inclino hacia
un diagnóstico de estructura perversa, más tarde cuestionado. En su rela
ción con su compañera, él constató rápidamente que no podía tener erec
ción más que si su cómplice, podríamos decir, lo trataba «como una m u
jer», es decir, según él, no sólo aceptaba por medio de diversos subterfugios
excitar su zona anal, sino que tam bién lo trataba con brutalidad; neta
mente comprometido con ella en una relación masoquista, frecuentó en
tonces regularmente las saunas homosexuales, donde le atraían «los coitos
anónimos, en la oscuridad»; cuando vino a verme, ya no tenía, desde hacía
algunos meses, ninguna relación sexual con ella, pero ligaba con regulari
dad hombres para los dos; no encontraba patológico ese modo de vida se
xual sino en la medida en que ella y él deseaban ahora un hijo y más preci
samente, decía él, un chico. Es en lo esencial ese deseo de inscripción de
una descendencia lo que hizo que no me precipitara, a pesar del giro de sus
prácticas, hacia el diagnóstico de perversión; consideré esas prácticas per
versas como defensas contra una angustia neurótica. Finalmente, formula
una tercera queja, y es ésta la que, asociada a las otras dos, me parece poder
orientar un análisis: él continuaba con el procedimiento de renuncia al sa
cerdocio, porque, según decía, era la Iglesia la defectuosa al haber acepta
do sus votos, y correspondía al obispo, no a sí mismo, el reconocer su error;
se ofuscaba ante la benevolencia de sus interlocutores eclesiásticos, siem
pre dispuestos a su regreso, a quienes reprochaba el haber «arruinado su
vida».
La relación transferencial seguía los dédalos de esta demanda de múl
tiples facetas: como analista, se suponía que yo debía conocer, al menos en
mi práctica, un modo de castidad que lograse lo que J. Lacan ha podido
considerar como una verwerfung del acto sexual en la cura, y era para per
mitirle inventar una nueva perversión 73que debía servir al análisis -¿no
era en esta vía que se había iniciado el primer análisis?-. Por otra parte, en
un primer momento insistió sobre el hecho de que, contrariamente a su
primer analista, yo no era de origen cristiano y que lo sabía al dirigirse a mí,
y en un segundo tiempo, bajo el modo de la negación, desplegará un discurso,
si no francamente antisemita, al menos antijudaico, para repetir en varias
oportunidades que encontraba absurda la acusación cristiana contra ¿os ju
díos de haber matado al hijo de Dios, o de realizar prácticas perversas. Fi
nalmente, pondrá en paralelo su doble gestión, con respecto a mí y con res
pecto al obispo, para anteponer lo que sería la «falta del padre» y lo que él
tendría que pagar (las sesiones en particular) por la avaricia y la pusilani
midad de su padre.
No me detendré más que sobre algunos elementos de este análisis, los que
conciernen a lo que se juega en la adolescencia.
Fidéle es el hijo mayor de una pareja que él definió como despareja: su
madre, que siguió algunos estudios, es presentada por él como una mujer
cultivada, dotada de cualidades artísticas, pero sometida a un marido « tos
co, brutal», un granjero casado tardíamente. Fidéle, que en sus relatos con
frecuencia escabrosos, no duda en emplear un vocabulario obsceno, de
nuncia a menudo la vulgaridad de su padre, y guarda el recuerdo de que de
niño, reprendido por su madre cuando usaba «malas palabras», pero oyen
do a su padre pronunciarlas, había pensado que los adultos disponían de una
lengua especial prohibida a los niños; él, que se presentaba como «cristia
no de izquierda» no negaba su nostalgia del latín. De ese padre brutal, a
quien él rechazará y que lo rechazará en la adolescencia, recuerda que, sien
do más pequeño, lo admiraba y se sentía más próximo de él que de su m a
dre. Evoca su adolescencia como ese momento en el que las imágenes pa-
rentales fueron trastocadas.
El padre hacía rem ontar a sus propios quince años el inicio de su com
promiso en responsabilidades profesionales en la explotación familiar, aun
79. He evocado, en el capítulo 8, la historia de Rachid, quien sexuaba los órganos del
cuerpo.
cente- dejan entonces lugar a la Mujer80o a ese Padre inigualable de la his
teria. ¿Hay un hombre o una mujer que pueda escapar a la castración, y
por lo tanto a la sexualidad? El adolescente con frecuencia lo espera, el ho
mosexual lo cree, y, en los dos sentidos del térm ino, es llevado a hacer pro
fesión de ello.
Lo que caracteriza entonces a esta profesión es que ella pueda soste
nerse con un «amor al semejante». Es sin duda porque el adolescente debe
efectuar por su propia cuenta, eventualmente al precio de un compromiso
homosexual, una represión socialmente valorizada, la que está justificada,
por excelencia, por la tradición religiosa -«am a a tu prójimo como a ti mis
m o»-, pero también laica -J. Lacan trató justamente de «moral de soltero»
el «no hagas a otro lo que no quieres que él te haga»-, no estando garanti
zado el lazo social como estado de paz (fraternal) más que al rechazar las
apuestas sexuales que amenazan su cohesión. Pero este amor universal debe
ya concebirse como ordenado por el Padre, aunque sea en el sentido religioso.
Este amor funciona de un modo narcisístico más que por apoyo, y en
ese momento en que se percibe la disyunción entre «corriente tierna» y «co
rriente sensual», es del lado de una nostalgia del amor materno que puede
pensarse la búsqueda homosexual; pero nostalgia de una madre prim or
dial, pre-edípica, como si se tratara de repetir, a cada nuevo amor, la ope
ración que describe el estadio del espejo, sin que se efectúen las alienacio
nes que son su efecto. Así, a través de los eventuales cambios de compañeros,
se intenta una operación de fundamento de un saber asexuado, de una co
m unidad sin diferencia, de un reconocimiento mutuo, supuesto lógica
mente anterior a la imposición fálica: en el discurso de los adolescentes ho
mosexuales, se trata menos de la realización perversa de un fantasma que
de encontrar un estado indiferenciado en el que el otro esté lo más cerca po
sible, en el que los dos cuerpos puedan confundirse en uno, hasta tal pun
to que, incluso con un compañero del otro sexo, esta confusión es buscada.
80. Un homosexual, célebre a justo título po r haber intentado pensar la desorientación se
xual hasta el travestimiento, se levantó un día en medio de una cofradía para proclamar
con todo su hum or: «La mujer existe... es una lesbiana... ¡Y soy yo !». Que la mujer
pueda ser, com o k> evoca Lacan, uno de los nom bres-del-padre, encuentra allí su va
lor, ciertam ente paradójico.
La exigencia de una verdad arcaica, como el sentido de una estética no fa-
licizada -lo que indica la idea del peluquero o del bailarín homosexual que
conlleva una concepción prim aria del cuerpo- o la aptitud del homosexual
para hacerse el cantor de un amor sublime -M . Proust, J. Cocteau, A. Gide
en particular en La porte étroite, R. Barthes en Fragments d’un discours amou-
reux- son los rasgos que caracterizan esta ética homosexual.
Pero si ese peso del am or materno es con frecuencia puesto de relieve,
no es sin una contrapartida con respecto a la madre, subrayada con menor
frecuencia, salvo que se tome en serio el epíteto de «contra natura» que re
caería sobre este amor: si este compromiso homosexual es sostenido por
un amor materno primordial, es también contra la madre, si no edípica, al
menos garante de un orden simbólico. Es esta modificación del lugar de la
madre la que se juega en lo que denominamos estadio anal, durante el cual
es educado el «actuar» del niño en su relación al otro .81En ese tiempo, por
una parte la madre ya no es aquella que asegura el lugar de ser del niño, con
teniendo, podríamos decir, pero también, a través de la experiencia del dar
y tomar, aquella que se muestra exterior al niño y clasificada entre los adul
tos organizados entre ellos por ciertas leyes; por otra parte - y Fran^oise
Dolto insiste sobre la cualidad de ser «del mismo sexo» de aquel que formula
entonces la prohibición-, el niño es confrontado a un no -prim era ocu
rrencia, jugando apenas con la palabra, del Nombre-del-Padre- que intro
duce ya una nueva lógica del goce. Si la madre, bajo su primera faz, es va
lorizada por el homosexual, ella es, en tanto mujer, esposa del padre, garante
también ella de una ley, o bien despreciada, o bien considerada como una
víctima, incluso todavía acusada de haber provocado la homosexualidad
de su hijo, no protegiéndolo contra el padre.
Si la cuestión de la madre del homosexual ha sido largamente estudia
da, el padre es por lo general remitido a lo que sería su invalidez, en todos
los sentidos del término, o su exclusión de una relación madre-hijo que es
demasiado fuerte. Pero, en ciertos compromisos homosexuales del adoles
cente, es en primer término en una relación con el padre que se juega un pa
81. Cf. F. Dolto, L ’image inconscientedu corps, París, LeSeuil, 1985; cf. J.J. Rassial / A. Ras-
sial, «De l’image inconsciente d u corps», en: Quelques pas sur le chemin de Franfoise Dol
to ? París, LeSeuil, 1988, pp. 163-190.
saje al acto, no sólo con ese padre de la realidad familiar, sino también con
la paternidad en tanto tal, y con la ley del Padre -lo que J. Lacan designa como
el Nom bre-del-Padre-, operación de inscripción cuyo modelo es la que
efectúan las religiones monoteístas al designar a Dios como padre. A decir
esto, no pretendo dar razón de todas las dimensiones de la homosexualidad
como una de las «padre-versiones »,82de las «versiones del padre», como lo
escribe J. Lacan, sino porque la cuestión del Padre es clave en las homose
xualidades neuróticas del adolescente.
82. La expresión «pére-versions» juega en francés con dos significados: versiones del padre
y perversiones, dada la homofonía de ambos. N ota de la traductora.
1 4 . L a e r o t ó m a n a y el c e l o s o
83. Sigmund Freud, «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la
homosexualidad», Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, T.III.
En su sufrimiento mismo, la erotómana y el celoso dan testimonio de
la división del compañero, siempre incapaz de curarlos porque descuida
la vertiente del deseo que da al otro (con una o minúscula) su cualidad de
objeto parcial, causa del deseo; prueban en él su aptitud para encarnar
imaginariamente o para representar a este O tro (con una O mayúscula),
este Otro arcaico que ordena la alteridad esencial y no tiene consistencia
real más que en ese tiempo mítico en el que la Madre primordial es om ni
potente. Que el compañero dé prueba de deseo, es decir, a la vez que deje
emerger su falta y su castración, y que revele así que el verdadero lugar
del Otro es el inconsciente estructurado como un lenguaje, y el amor está
arruinado, puesto que «yo te amo porque en ti amo algo más que tú, te me
nosprecio ».84
En el extremo, la erotómana y el celoso nos enseñan la incompatibili
dad desde el inicio entre el objeto del deseo y el ser amado.
86. El térm ino utilizado, sin equivalente en castellano, es «hainamoration», que condensa
«haine», odio y «enamourer (s’)», enamorarse. Nota de la traductora.
«Es un delator, a vapor», la acusación de homosexualidad dirigida al médi
co. Esta vez, el conjunto de esos temas se presentaba netamente bajo una for
ma delirante.
Si Ella giró hacia a la locura, fue al franquear un paso mas allá de lo que
hubiera podido no ser más que un amor histérico o pasar por él. La ense
ñanza que se puede sacar tiene menos que ver con la psicosis que con el
riesgo amoroso.
87. Los términos en francés son homofónicos: «marionnettes», marionetas, y «mari honné-
te», marido honesto. Nota de la traductora.
Hay ciertamente los elementos de unos celos «competitivos»: su mujer
lo engaña realmente y él encontrará pronto los motivos edípico y del «com
plejo fraternal» que, según Freud, organizan estos celos en los que el senti
miento de tristeza apunta al odio que incluye a la mujer amada, despertan
do una bisexualidad constitutiva y reprimida.
Pero hay también proyección de su propia infidelidad; podemos por
otra parte observar que, contrariamente a lo que piensa Freud, una «tole
rancia convencional», para el caso el contrato de una «pareja libre», apenas
si preserva de estos celos: una de sus primeras respuestas a la infidelidad de
su mujer había sido intentar establecer, en espejo, una relación amorosa
con una colega de trabajo, sin éxito.
Lo que acentúa estos celos «normales» o neuróticos hacia el tercer «gra
do» de celos «delirantes» es una doble constatación: su mujer ha «fran
queado los límites» y eso lo pone «fuera de sí». El lugar atribuido, no sin
razón, al analista de su mujer, considerado como un perseguidor y un amo
perverso, es el de un gran Otro que vendría a encarnarse fuera de la pare
ja para amenazarla. Dirigirse a mí es ya un intento de reducir este lugar ex
cesivo.
Sobre todo, más allá de una bisexualidad fácil de tolerar como de cons
tatar, aparecerá la importancia de un componente homosexual reprimido.
Comenzará por constatar, en la transferencia, que su elección de un analis
ta recayó en un hombre y que excluyó totalm ente el elegir a una mujer
mientras que, por una parte, las primeras direcciones que le habían dado eran
de colegas femeninas, y por otra, ello iba en contra de sus primeras reacciones:
«Hacer como su mujer», es decir, producir una situación inversa y parale
la. En la dinámica de la cura, si bien primero represento al analista de su m u
jer, se revelará que la transferencia «negativa» contiene también una trans
ferencia «positiva».
El prim er sueño que referirá, y cuya interpretación no será posible más
que en varias etapas desplegadas en varios meses, permitirá articular ele
mentos dispersos: «Está en un tren (más tarde aparecerán temas fóbicos
concernientes a los medios de transporte). Aparece un “revisor” que se di
vertirá “metiendo mierda” entre él y su mujer, quien lo acompaña, hasta tal
punto que a la llegada del tren se tomará una decisión de divorcio, su m u
jer se unirá a otro hombre y él permanecerá solo con el revisor, que enton
ces lo consolará».
Interpreta primero el lugar del «revisor» como, doble lugar, del analis
ta de su mujer y de su «supervisor»,* y me imagina en esta función que él
define, según lo que ha oído, como siendo a la vez de acompañamiento y de
limitación del poder del analista. Pero rápidamente encuentra allí uno de los
aspectos de la profesión de su hermano, quien siguió la profesión del padre
privilegiando esta tarea de «control», mientras que él mismo, que perm a
neció «entre las faldas» de su madre hasta su matrimonio, estaba dom ina
do, incluso aterrorizado, por este hermano mayor al que acusaba de un in
tento de seducción homosexual durante la adolescencia.
Si Freud, en su artículo, sitúa en la rúbrica de los celos competitivos un
caso en el que se evoca esa seducción homosexual, el efecto parece tener
otro peso en Fran^ois: «Eso me ha puesto fuera de mí»; es necesario consi
derar este episodio como un momento de locura, cuyo índice eran, como
con frecuencia en el neurótico obsesivo, esas crisis de cólera en las que la sis
tematización casi delirante puede llegar a pasajes al acto violentos, hasta
llegar al «crimen pasional».
Mas tarde podrá describir con precisión su recorrido psíquico: com
prometido primero en una relación con aquella que se convertirá en su m u
jer, había ordenado -e n contra de la opinión de su familia-, el vínculo con
yugal por medio de un contrato que a la vez marcaba límites a esta relación
y le permitía un estado de «total confianza», descuidando la dinámica in
terna de la pareja. Sin duda ese contrato m antenía la misma relación con el
contrato perverso, de lo negativo a lo positivo, que el fantasma del neuró
tico con respecto a la escenificación perversa. Él había vivido una traición,
una falta que le había hecho perder, poco a poco, el conjunto de sus referencias
yoicas, llegando a la proximidad con la psicosis. A este estado debía suceder
un trabajo de duelo, tanto más difícil cuanto que recaía no sólo sobre su víncu
lo conyugal, sino también sobre los antiguos lazos familiares, sobre el amor
a la madre y el odio al hermano.
* «Controleur» en francés corresponde tanto al revisor del tren, como al supervisor del
analista. Nota de la traductora.
EL AMOR CO M O BÚSQUEDA DE UN ESTADO
MÁS QUE DE UN OBJETO
Lo que nos muestran tanto los amores adolescentes como la erotomanía, y ello
se presta a confusión diagnóstica, es que lo que se busca e> un estado amo
roso en el que, paradójicamente, el objeto al que se trata de apegarse es in
tercambiable. Que el estado prevalezca sobre el objeto nos parece ostar tam
bién en juego en el acceso de celos. En el momento de la adolescencia en el
que la encarnación imaginaria parental del Otro debe ser reemplazada por su
encarnación sexual en el Otro sexo, el deseo por el otro está a la vez totalmente
orientado y da lugar á lo que sería menos un amor del Otro que un amor en
el Otro. Es decir, que, en la proximidad clínica de los amores adolescentes y
psicóticos, la dinámica es la del amor materno, y más precisamente de la Ma
dre primordial, pre-edípica, antes que la madre se revele como sexuada, tan
to del lado hombre como del lado mujer; un amor anterior, lógica y crono
lógicamente, al estadio del espejo en donde el yo se constituye sobre la huella
de la imagen de un objeto de la Madre, separable pero aún no separado.
Renunciar a esta constitución yoica, o por lo menos imitar una regre
sión semejante, está inscrito en la lógica del amor; renuncia que se acom
paña de una renuncia a la diferencia de objetos del m undo exterior y hace
posible fenómenos alucinatorios o delirantes.
Tanto más cuanto que los padres, y por eso mismo los adultos, descali
ficados, se revelan ineptos para sostener el amor que les es dirigido. Del
lado del padre -volveremos sobre ello-, si él ama, entonces es fallido y en
trega su falta a su hija, puesta ella misma en posición de Otro, o a su hijo,
que encontrará allí motivo para un dominio ilusorio; si él no es fallido, en
tonces, apoyado en su cónyuge, no ama. Del lado de la madre, si ella per
manece protectora, envolvente, mantiene ciertamente la dinámica materna
pero prohíbe, real e imaginariamente, la reapropiación de los objetos pul-
sionales, la voz y la mirada del espejo ;88si, por el contrario, acepta dar un
paso más en la separación, se arriesga a invalidar el amor maternal como ideal
para no dejar el lugar más que a la búsqueda de un amor de la misma talla
y los mismos efectos, conduciendo al adolescente, en un relanzamiento edí-
89. Término del argot derivado del verbo «bander» que significa estar en erección, sufrir
una excitación sexual. N ota de la traductora.
gradación moral considerada entonces como elevación cínica, o de cual
quier otra fórmula.
Por una parte, si el celoso justifica su violencia por medio de ese sen
timiento de ser abandonado, este abandono reactiva su estado amoroso, y
él pondrá de buena gana en paralelo, incluso oponiéndolos, su estado ac
tual de decepción y los primeros tiempos de su am or en los que se aban
donaba a la confianza. Si los celos indican una verdad del amor, es que allí
se juega la distribución de las dos dimensiones del otro y el Otro: el celo
so tiene nostalgia de un tiempo en el que él era el objeto del Otro, su com
pañera, quien podía al mismo tiempo ser objeto de su deseo, cuando el
engaño le mostraba que su compañera o bien se convertía en objeto del amor
de otro o bien tenía lugar de Otro para un otro. El «bandom90 -el argot se
presta a un Witz interesante-, el poder, cambia de lugar: el abandono amo
roso puede transformarse en abandono odioso, el malentendido dará lu
gar al desprecio .91
Bastará una nada, una falta, de la que hablaremos más adelante, para que
aparezca el revés de este abandono a la omnipotencia del Otro: a aquel o
aquella que yo amo, lo veo o la veo «con los ojos del amor», lo he o la he ima
ginariamente construido o reconstruido y soy por ello mismo omnipotente
sobre él o ella, ya sea que esto se enuncie en un estilo reivindicativo o vindi
cativo, para «demandarle todo» o para acordarse derecho de vida y de muer
te sobre el otro y sobre sí mismo, o aún para hacer de su impotencia -en tan
to que deseante-la prueba de la omnipotencia del otro, en tanto que amante.
El amor implica un estado de omnipotencia, del compañero y de sí mis
mo, que remite a la omnipotencia en la relación de la madre y el hijo. Es lo
que dará el estilo maníaco-depresivo de muchas historias amorosas: mi im
potencia y la impotencia del otro nos destinan a la tristeza; y queda por fran
quear el salto que restaura una «omnipotencia del amor», antinómica y no sólo
conflictiva con \a lógica de\ deseo que no encuentra su fuerza 7 suvalot más
que, para cada uno, en la castración, manteniendo allí la impotencia y la po
tencia una relación dialéctica.
LA FIDELIDAD Y EL FALLO
Esa nada que invierte el estado amoroso, ya sea para hacer aparecer el odio
que él escondía o para relanzar quizás este amor, no puede expresarse me
jor que en la noción de «fallo», en su distancia con la falta.
Lo que la erotómana, o el celoso, reprocha al otro, no es su falta, pues
to que les sería necesario reconocer que la falta, falta-al-ser, es indisociable
de lo humano, en tanto que deseante, sino un fallo como falta moral, que
condujo al compañero a decepcionar o a traicionar.
La expresión de amor que encuentra aquí su valor, es el «tú me has fal
tado» en su polisemia: primero, ciertamente, vale como «tu ausencia ha de
jado aparecer en mí un agujero, un vacío tal que se revela que tu lugar en
mi psiquismo, incluso en mi cuerpo, no es accidental, sino necesario, apo
yado sobre la necesidad»; la relación amorosa sería aquella que no estaría más
contenida por el fort-da que hacía soportable la ausencia de la madre. Se
gundo, también se expresa como: «Tú me has fallado, has pasado a mi lado;
aquello a lo que apuntabas estaba más allá, antes o en otra parte que don
de yo estoy»; así se dice la verdad de la fundación del amor, que es primero
error sobre la persona. Tercero: «Tú me has faltado el respeto o has faltado
a la palabra, has cometido una falta irreparable que me afecta profundamente
y justifica que allí donde te quería, ahora te tengo rencor»;92cuestión yoi-
ca, como lo subraya la modificación pronominal, paralela a aquella que
92. En francés se aprecia un cambio de sentido por medio de la modificación pronom inal
del verbo «vouloir», querer. Así, «te vouloir» significa «quererte» y «t'en vouloir» sig
nifica «guardarte rencor». La expresión utilizada aquí es «lá oü je te voulais, maintenant
je t’en veuille». Nota de la traductora.
produce la anulación del «dudo» e «imagino»93que usa de buena gana el ce
loso, transformando su incertidumbre obsesiva en certidumbre yoica y pa
ranoica, gracias a la sospecha.
La fidelidad que se juran los amantes no podría reducirse a una fideli
dad sexual, excepto para dar testimonio de su am or reduciendo -e n el sen
tido militar del térm ino- su deseo; ella es, para hablar con propiedad, acto
de fe, de confianza que puede acomodarse a una relativa «libertad sexual».
Los amantes se crean una ley moral, ya sea contractual o implícita, compartida
o impuesta, pero de bastante peso como para que el yo del amante falle si
el otro falla. Y ese peso se mide en términos de necesidad, no de deseo, se
dice en una demanda arcaica, que se supone anterior al lenguaje; de modo
tal que lo que provocará la inversión será, de m anera privilegiada, la sospe
cha, donde se manifiesta el engaño del significante que vincula a los suje
tos, y al que las palabras tranquilizadoras, las explicaciones, no pueden re
mediar.
Si Fran<;oise Dolto sitúa la edad ética en el estadio anal ,94 cuando el
niño, al desplegar su motricidad, aprende lo que debe hacer de sus objetos
en la relación con el semejante, ¿no es necesario señalar una ética anterior,
al menos lógicamente, cuando, a partir de la castración denominada um
bilical, el lugar del Otro aparece, posible o no, separable o no? «No soy nada
sin ti» pone al compañero en un lugar imposible, del que no podrá sino
caer, un lugar al cual no podrá más que faltar un día u otro, lugar materno
en el sentido de la Madre primordial, pre-edípica.
En otros términos, si los celos competitivos, denominados normales, tie
nen su origen, como lo observa Freud, en los celos fraternos, y si la erotó-
mana intenta ver en el otro, más allá o en contra de la diferencia sexual, un
«semejante incastrable», lo cual es imposible y conduce necesariamente a la
decepción, es no olvidando sobre qué huellas se produce ese hermano o ese
semejante: las de salir del mismo útero, indiferenciados, vinculados por una
95. Sigmund Freud, «La negación», Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, T.
III y J. Lacan, Síminaire I, París, Le Seuil, 1975.
96. J. Lacan, Séminaire III. Les psychoses. Esta frase, en la transcripción, está transformada
en la edición oficial.
raergido en el baño de una lengua extranjera, y, para nuestro propósito, la
puesta en juego del intento de inventar, entre amantes, otra lengua, otra
sintaxis, otras palabras. Operación destinada al fracaso si, como lo señala el
poeta Aragón, las palabras así investidas en lo íntim o participan en realidad
del discurso corriente:
«Et ceux-lá sans savoir nous regardent passer
Répétant aprés moi les mots que j’ai tressés
Et qui pour tes grands yeux presqu’aussitót m oururent ».97
Lo que singulariza la psicosis es que esta forclusión recae sobre el Nom
bre-del-Padre, en tanto que significante amo en la constitución del sujeto
y vector de lo simbólico, mientras que, en las neurosis, las forclusiones even
tuales, permaneciendo «locales», según la expresión de J.D. Nasio, no afec
tan más que regiones del pensamiento, dejando intacta la relación del su
jeto con los significantes no forcluidos.
El amor al menos se acompaña cuando no se legitima de un intento de
olvido, que éste se diga en la idea de un comienzo absoluto que el encuen
tro amoroso inauguraría, anulando la historia anterior, «olvidándose» los
compañeros en la relación amorosa, o a la inversa, en el temor casi fóbico
de olvidar o de ser olvidado fuera de la presencia, como si el fort-da se con
virtiera en inoperante para sostener la existencia de uno y otro. Aquí tam
bién, el amor se ordena de buena gana bajo un modo ciclotímico, entre el
temor de un hundimiento, de un fallo que rechace a cada uno en su aisla
miento, y la solución maníaca de un ideal libertario e infantil. Es eso lo que,
en el discurso amoroso, se enunciará en la constatación de que las palabras
faltan o son insuficientes para garantizar el ser, acechando los amantes esos
«momentos perfectos» de silencio en donde se imaginaría la comunicación
no verbal más adecuada al encuentro.
Por eso, incluso si la operación Nombre-del-Padre ha dejado su marca,
la que impide al neurótico «sucumbir» al amor, el Nombre-del-Padre en su
dimensión realista es afectado por el amor. De hecho, allí donde el efecto de
la metáfora paterna fue el de sustituir a un «saber» de la Madre, por natu
raleza inarticulable y que permanece como lugar inexplorado de la verdad,
97. Y aquellos sin snber nos miran pasar/Repitiendo después de m í las palabras que he te
jido / Y que casi de inm ediato m urieron para tus grandes ojos. Nota de la traductora.
un saber articulable del que el falo es la clave y el edipo la razón, el intento
amoroso de encontrar un vínculo con la Madre primordial, cualquiera que
sea el sexo del amante, apunta a la restricción de ese saber que ha destina
do al sujeto a la falta, a la castración y al deseo, no al amor.
Así, los sobrenombres que se dan los amantes, liberándose de su deter
m inación simbólica, no dejan de recordar los pequeños nombres que la
madre da al niño. Ellos vienen en lugar del apellido y del nombre, a los que
anulan en beneficio de una lengua que se querría íntima y extranjera para
los otros.
Pero si la relación no gira hacia el delirio erotomaníaco o celoso, el so-
cius alcanza pronto este intento de escape. Si el amor es intento psicótico,
al mismo título que puede serlo la experiencia tóxico-maníaca, en un m o
mento u otro, el Nombre-del-Padre hará valer su vínculo.
C o n c lu sió n
Lo que aquí importa es que este fallo de las figuras del Otro, dejando vacío
el horizonte de la palabra y el lugar de un supuesto saber, cuestiona al Nom-
bre-del-Padre en tanto que anclaje de este Otro hace poco amenazante y en
adelante incierto.
Precisemos el uso que hago de ese término de «Nombre-del-Padre» en
contra de una lectura mecanicista de Lacan, o de su reducción a una de sus
fórmulas, el apellido. Sin desplegar la teoría, presentaré algunas afirmacio
nes que tienen valor de hipótesis en mi exposición.