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JEAN-JACQUES RASSIAL

E l p a s a je a d o l e s c e n t e
D e la f a m il ia al v i n c u l o s o c ia l

Traducción de Esther Rippa

Ediciones del Serbal


Primera edición 1999

10 9 8 7 6 5 4 3 2 1

© 1996, Éditions £rés


© 1999, edición española
Ediciones del Serbal
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ISBN 84-7628-268-0
S u m a r io

Introducción........................................................................................... 9

Hipótesis sobre la adolescencia. Programa (1978)............................... 13

I. SABIDURÍA ADOLESCENTE
1. Observaciones sobre el verían de los beurs ........................... 23
2. El «no por completo» .............................................................. 29
3. La operación adolescente y el límite del niño al adulto ....... 35
4. ¿Una división del super-yo ? ................................................... 43
5. El psicópata como figura contem poránea.............................. 53
6. La intransigencia de la virtud................................................... 63

II. IDEAL ADOLESCENTE


7. Los padres del adolescente...................................................... 75
8. Clínica del héroe ...................................................................... 93
9. El libro y los ideales del adolescente....................................... 99
10. Los desengaños de Papá Noel o el complejo de Enoch ........ 111
11. De las generaciones.................................................................. 121

III. EL ESTADO AMOROSO


12. «¡Tu hermana!». Lazo conyugal y lazo fratern al.................... 147
13. El amor del semejante o la profesión del hom osexual......... 157
14. La erotómana y el celoso.......................................................... 173

Conclusión.............................................................................................. 191

Bibliografía 201
In t r o d u c c ió n

«Yo no pinto el ser, pinto el pasaje.» Es ese programa de Montaigne el que


he reivindicado desde mi prim er libro sobre la adolescencia. Mi interés por
esta edad de la vida, por esta «juventud» que ciertos filósofos podían elevar
al rango de concepto, corresponde ciertamente a mi propia historia, pero tam­
bién a tres lecturas que ocuparon los primeros años que siguieron a la ado­
lescencia: Mallarmé, Spinoza y Montaigne. Mi verdadera lectura de Freud
y de Lacan fue más tardía. Tengo el convencimiento de que es por primera
vez a los veinte años que es necesario leer a esos tres autores.
En 1970, Mallarmé volvió a estar de moda. Junto con Bataille y Artaud, él
era el mayor ancestro literario de nuestra modernidad, como lo expresaba
P. Sollers en la revista Tel quel. Me demoré en «Igitur», ese texto de juven­
tud que su autor dejó en un cajón y del cual hice el título de mi tesis: «La
cuestión de Igitur». No desarrollaré aquí la historia de este escrito, ni el
mito del destino de un adolescente «proyectado fuera del tiempo por su
raza», tras una partida de dados que lo lleva a la tumba para reencarnarse
mucho más tarde en un marino errante. El solo nombre de ese personaje hace
que nos detengamos; él responde al ergo, el otro «pues» del latín. ¿En qué
medida es la adolescencia al mismo tiempo una consecuencia de la infan­
cia y una entrada en la vida? Seguramente no lo es según la misma lógica que
nos hace pasar de la certeza del pensar a la evidencia del ser. Es primero
desde el vacío del ser, la vanidad de la Ley y la vacuidad del saber que se ini­
cia ese tiempo de recapitulación y de inauguración. La pasión de escribir que
puede entonces dominar toda otra actividad, cuando no se trata -en su ve­
cindad- de la pasión del silencio, es decir, esas experiencias extremas en las
que el Acto, el Acto supremo, el suicidio, encuentra su fundamento, dan r».
ese Pues, con el que el adolescente interpela a los otros y puede nombrarse
en la carencia de otro nombre que aún sea soporte, la tonalidad de un aban-
dono, aunque sea heroico. Del hecho de que allí se produce, no un cumpli­
miento, una realización, sino una operación necesaria, compleja y decisiva,
tuve la idea a partir de esta lectura; y tuve la sospecha de que su alcance es
epistémico y óntico por ser en principio ético.
El que esa sospecha se precisara y transform ara en idea fue el resulta­
do de mi lectura de Spinoza. Tampoco se trata aquí de desarrollar todas las
consecuencias de esta lectura. Bastarán dos observaciones. La primera con­
cierne a la lectura de Descartes que Spinoza propone a un joven; él apenas
modifica las consecuencias de esta lectura, pero ese apenas, antes de anun­
ciar su propia doctrina, toma un peso muy distinto al responder a una pre­
gunta de adolescente: no hay ninguna necesidad de la existencia de Dios,
la idea de Dios es suficiente para la lógica del razonamiento. Ese punto de
doctrina se pone de manifiesto cada vez que para el adolescente se plantea
la cuestión del estatuto del Otro. La segunda observación sobre el camino
de Spinoza, es que, entre los tres géneros de conocimiento, el prim ero por
experiencia y de oídas, el segundo por progresión racional, el tercero por
el salto de la intuición, hay solución de continuidad (la misma cuestión de­
bería plantearse para la articulación de los estadios de la inteligencia de
Piaget). El encuentro del adolescente y, según una trivialidad clínica, la
puesta en juego de su abandono de lo escolar exigen esta interrogación so­
bre el estatuto del saber, en el doble sentido de cuerpo de conocimiento y
de modo de construcción de esos conocimientos. En la separación entre lo
que se busca y lo que se encuentra, lo que ya se sabe y el uso de ese saber,
se mide una división, doble, del saber, que destruye la esperanza de agotar
por la vía racional la verdad sin efectuar un salto que amenace nuestra pro­
pia unidad.
. ¿Cómo pensar, cuando la adolescencia ha revolucionado la jerarquía
del cielo de nuestra infancia ? Es después de una doble experiencia de amis­
tad y de duelo que Montaigne escribe el libro compañero de La Boétie, los
Ensayos, al mismo tiempo relato de experiencias de pensar en contra, ab­
solutamente en contra, del pensamiento de su amigo o de sus ancestros en
escritura, y prolegómenos a una concepción del pensamiento. «Mi moral es
distingo «puede oírse, a posteriori, como una réplica anacrónica al cogi­
to. Montaigne, cuya escuela logra con demasiada frecuencia repugnar a los
adolescentes, quienes sin embargo podrían encontrar allí su propia cruel­
dad de pensamiento, abre o reabre un derecho al vagabundeo de un pensa­
miento despojado de sus sujeciones clásicas. Yo aún hoy vagabundeo con él
y reencuentro mis interrogantes de analista del sujeto.
De este modo queda expresado mi ideal de escribir sobre la adolescen­
cia un poema, una nueva ética de more topdogico o nuevos ensayos, más que
un tratado de psicopatología o un nuevo libro de psicoanálisis, aun cuan­
do el primero fuera a m i juicio más un escrito de psicoanalista que una obra
de psicoanálisis. A la espera de ello, dejo aquí testimonio de un cierto re­
corrido, de una veintena de años de investigaciones sobre la adolescencia;
un pase, sin duda, el mío, en compañía de ese pasaje que nos enseña más so­
bre el ser que toda ontología. Jalonan este escrito algunos artículos apare­
cidos en revistas agotadas o poco disponibles, no centradas en la adoles­
cencia o inéditas.
H ipó tesis so b r e la a d o l e s c e n c ia
P rogram a (1978)

1. El hecho de usar, en el campo del psicoanálisis, el concepto de ado­


lescencia, no deja de producir reservas. Del lado de la práctica, la pruden­
cia de los analistas al recibir adolescentes, en la medida en que este período
de crisis, de movimiento, sería poco propicio al trabajo de retorno - a pos-
teriori- del sujeto sobre su propia historia, indica quizás una resistencia de
los analistas, puesto que la adolescencia es menos una crisis única que una
crisis ejemplar, que el adulto parece querer olvidar para subrayar la barre­
ra ilusoria que lo separaría del niño. Tanto más cuanto que el frecuentar ado­
lescentes no deja de ser arriesgado con respecto al Estado, como lo de­
muestra la muerte de Sócrates. Del lado de la teoría, son raros los textos
que no reducen la adolescencia a no ser más que el último estadio de la in­
fancia, o no se acantonan en una aproximación empírica que remite toda
etiología a lo «sociocultural», al límite de la jerga policial. Una teoría de la
adolescencia no es posible más que si el analista acepta exponerse al límite
del discurso analítico, en el sentido en que su posición, con el adolescente,
lo lleva sin cesar al riesgo del discurso filosófico.

2. En derecho, el adolescente no cuenta. Si el derecho francés no distin­


gue en principio más que menores y mayores, las excepciones que hacen la
regla definen una ambigüedad que pervierte el texto jurídico, el cual no
funciona sino por límites: por una parte, por ejemplo, la eligibilidad a cier­
tos cargos no es contemporánea del derecho al voto; por otra, la edad de quin­
ce años implica una responsabilidad en tres registros: el consentimiento se­
xual, la imposibilidad de la adopción plenaria, la prisión posible. Fuera de
estatuto, por la remisión de la que se sirven la familia y las instituciones, del
lado del niño o del adulto, el adolescente puede fundar, en el juego legal de
su exclusión, en lo que él deja de simbolización imposible, la razón de otra
ley, la de la «banda», o de la «secta», donde se mide la relación entre el lí­
mite y el período, doble aspecto de la adolescencia.

3. El adolescente con frecuencia evoca esta posición en el intervalo con


respecto a su relación con el dinero. Mientras el niño está sometido al régi­
men de la «hucha», es decir, de un ahorro que tiene por origen el regalo, y
el adulto cuenta como «ingresos» lo que percibe de su producción en la cir­
culación financiera, el adolescente reivindica el derecho al «dinero de bol­
sillo», excedente casi vestimentario, sin otro sentido que el derroche, por­
que, no creyendo más en el intercambio que en el regalo, él sabe - y lo usa
. en su relación con los otros- que si el dinero circula, es para que el sujeto
permanezca en su lugar. Intentando subvertir la economía política, aquellos
que «se marchan» o viven «al margen» denuncian paradójicamente el jue­
go de la circulación: ellos circulan realmente en lugar del dinero. Entre dos
leyes (el niño juega/el adulto trabaja), la adolescencia es el momento de una
tentación nomádica que responde al anonim ato de la circulación financie­
ra. La fuga es no sólo ruptura intempestiva del cuadro familiar, sino sobre
todo crítica de la parodia económica, búsqueda de un lugar, de un no-lu­
gar (la América de Kafka) en donde sea posible, según la fórmula de Win-
nicott, «sentirse real».

4. Si las sociedades fundadas sobre la transmisión oral preservaban, en


los ritos iniciáticos, el espacio potencial de ese no-lugar de la adolescencia,
en la actualidad, la violación necesaria de las leyes, única figura de un pa­
saje en el intervalo legal, no puede ser sublim ada sino bajo dos modos
eventualmente complementarios: la construcción imaginaria de un «pre­
histórico» o de un «pos-histórico», y el acto de violencia real contra los
representantes actuales de la ley. Es porque entonces se ve que, aun sin fun­
damento, el discurso social mantiene (el poder), porque pone orden pro­
duciendo sentido, y es por eso que la anarquía, bajo la forma suave de la
ecología, o dura del terrorismo, es el síntoma social de la adolescencia.

5. Mientras que la muerte del padre, fantasma edípico del niño, se re­
suelve en el orden simbólico donde él se aloja, por la simulación de un ase­
sinato que asegure la transmisión, el adolescente descubre, en un segundo
tiempo, que ese padre que se le parece es mortal, en lo real, de una muerte «sin
causa», y que esta transmisión se ordena como pérdida. De absolutamente
Otro -diferencia radical cuyo envés es la identificación-, por el golpe de
fuerza de una semejanza que ninguna identificación trasciende, enmasca­
ra o reduce, el padre deja de ser el representante único del orden simbóli­
co. Cuando el hijo se mide con el padre, el cuerpo del padre entra en esce­
na, ya no mítico, sino apresado en una cadena simbólica, en el mismo
sentido en que hay cadena en la lengua, y cuyo nacimiento y muerte son las
puntuaciones reales. El padre (caído) es designado, al mismo título que el
hijo, como eslabón en la cadena de las generaciones, garante provisorio y par­
cial de la pemanencia del Nombre en la cadena de los significantes.

6. En la misma medida en que el fantasma de otra familia agita al niño,


la descendencia genealógica -dado que la semejanza introduce la dimensión
infinita del tiem po-, está en juego para el adolescente; y los abuelos, por su
equivalencia lógica-a, los padres, pueden ser invocados como puntoddeiaga
de la estructura familiar triangular. Si el padre ocupa paira el niño el lugar
del Otro, la referencia a los abuelos designa un imposible Otro del Otro; que
el padre tenga un padre prohíbe designarlo en el origen simbólico. Es sin duda
la razón de que la cuestión de Dios se plantee de nuevo al adolescente. Pero
mientras que Dios es, para el niño, mito presentificado por una marca in­
deleble, bautismo o circuncisión, para el adolescente es aquello a lo que él
tiene derecho, a saber, el Representante último de una transmisión sin otro
objeto que simbólico, sin otro sentido que el duelo de un asesinato. Dicho
de otro modo, siempre queda por matar a Dios, es decir, reconocerlo tal
como él es ofrecido, irrepresentable, excediendo la tradición que lo produ­
ce, en este lugar dejado vacío en A. (el lugar del Otro) cuando el padre se re­
veló mortal.

7. La semejanza con los padres se descubre como posibilidad del acto se­
xual que, para el adolescente, está medido por una relación imposible entre
la repetición y la reproducción: repetición (en todas las acepciones de la pa­
labra) de la escena primitiva, juego de imitación de una diferencia en dos
términos, de los cuales uno está representado, de antemano, como aseme­
jando al sujeto; reproducción -es decir, captura en la cadena de las genera­
ciones- infinita, en donde la dimensión simbólica prima sobre la expansión
imaginaria, donde la diferencia no sólo sexual sino de generación sólo es tras­
cendida por la transmisión del nombre. Lejos de satisfacerse de la reducción
religiosa de los dos aspectos, el adolescente compara su impotencia con la
del niño -que ignora que él no es de repetición, fuera de juego, sin diferencia-,
con la del adulto, que ha olvidado que él sólo está inscrito en una cadena sin
otro privilegio sobre los sucesores que el socialmente definido. La sexuali­
dad genital, en tanto que ella ordena a la vez una identificación sexual y
una diferenciación de las generaciones, provoca una urgencia de puesta en
acto de la subjetividad, que sutura el hiato entre repetición y reproducción,
hiato en el que se despliega la pulsión de muerte.

8. El comportamiento paradójico de los adolescentes, sus aparentes con­


tradicciones, no se conciben sino como «ensayos». Tentativas de repetir, por
medio del suicidio, el ciclo real, sin tener el tiempo de inscribirse en el cir­
cuito simbólico de la reproducción. Compromiso precoz en la maternidad
(o la paternidad), reproducción precipitada sin repetición de la pareja, de­
senlace lógico de la crisis, pero despojado del desarrollo imaginario del amor.
O bien -pero, ¿no es el mito fundador de la normalidad?- todas las varian­
tes del incesto fraterno. «Ensayos» también en el sentido de Montaigne, pues­
to que en el pasaje entre el auto-erotismo del niño y la relación de objeto del
adulto, la adolescencia es el momento privilegiado de una puesta en acto del
lenguaje en la escritura, sin palabra y sin parangón, al margen de libro y lec­
tura. Diarios y poemas, a la inversa del Libro, en tanto que objeto de la tra­
dición, son los medios de la iniciación del adolescente a la carta de amor.

9. En la adolescencia se opera un desplazamiento del campo pulsional:


por una parte, el sujeto detecta en su propio cuerpo los objetos parciales equi­
valentes a los del campo del Otro, y, «desbordado», reivindica este creci­
miento, esta excrecencia, por medio de la apropiación de objetos que tienen
función de fetiches (afeitadora, sujetador); por otra parte, el cuerpo del
otro entra en escena como un objeto hacia el que afluyen los juicios estéti­
cos, lo que produce un retorno del narcisismo, en la oscilación entre la afir­
mación de unicidad, de originalidad, y la exigencia de ser reconocido como
semejante a los otros. De hecho, la jerarquía significante está para el ado­
lescente menos entre la madurez genital y los signos llamados secundarios,
que entre lo que deja que perciban los otros y lo que permanece oculto.
Para la niña, puesto que la sangre de las reglas y el crecimiento de los senos
adquieren sentido por la vista del otro, la relación con el otro es del orden
de la mirada. Para el niño, dado que el signo comunicable de la pubertad es
el cambio, la voz ocupará una posición clave. Es lo que testimonian los jue­
gos de seducción, siendo el reverso que el hombre, al enganchar significan­
tes en nombre del Otro, en la prueba de «seducción», permanecerá ciego a
las llamadas de la mirada; mientras que la mujer, presentándose como sig­
nificante a la mirada que presta al otro, será sorda a esta voz que la interro­
ga acerca de su goce.

10. Ese doble resorte pulsional de la voz y la mirada permite definir a la


adolescencia como momento lógico del a posteriori del estadio del espejo, apro­
piación parcial de la mirada y de la voz de la madre, quien antaño recono­
ció en el espejo lo que vio el niño. El adolescente debe confrontarse, más allá
de una muerte de la imagen, al hecho de que el sujeto no se define sólo por
ser (en la permanencia que instaura el fort-da), sino por tenerr de-jqse allí
se juega una dinámica de la pérdida del ser. La adolescencia es el momento
en el que el niño, tomando la medida del tiempo, que es el de transformar
al síntoma en sujeto, se apropia como síntoma, del síntoma que él ya es en
el deseo de los padres, y que se le devuelve como su signo. Momento de
apropiación imposible para el esquizofrénico, poseído como está, y que
provoca entonces la destrucción de un sujeto que no franqueó el obstácu­
lo del silencio más que tomando voz de eco de la madre, en el momento del
estadio del espejo.

11. Debido a que, al encontrar el camino filosófico, la demanda del ado­


lescente, en la encrucijada de la cuestión del Uno, es ser contado en el pa­
saje de una imagen del cuerpo a la otra, la ártica posición que él acepta del
adulto es la de Sócrates, maestro y pederasta, al revés del analista. Sócrates, el
que no escribe, comparte, en el sentido mayéutico, la Verdad, en el don de
lo que él no tiene a sus discípulos, a quienes no engaña porque los ama. En
la relación transferencial, el analista es sin cesar tironeado hacia este lugar,
si acepta la interrogación sobre los fundamentos del ser y de la letra, y no
se refugia ni detrás de su «madurez» ni detrás de un saber con función doc­
trinal. Únicamente si el analista admite que esta crisis es esencial y sin res­
puesta, puede, cuestionando, autorizar el análisis de un adolescente.
12. A través de lo que se cuestiona, el analista encuentra lo concernien­
te a la crisis en su propia formación: cuestión del Maestro, en la continui­
dad de las generaciones; cuestión de su identidad sexual, en la apropiación
del deseo del analista; cuestión de cálculos y errores de cálculo de la circu­
lación en la autorización, instituida o no; cuestión de la función de la es­
critura/lectura en la constitución/destitución del saber, puesto que es acer­
ca de su deseo que el adolescente cuestiona al analista. Las crisis a las cuales
se confronta el denominado «joven» analista ¿no lo interrogan sin cesar so­
bre esta crisis, ejemplar, de la adolescencia? Y si, en el marco de la sesión, el
analista logra no caer en otros discursos, ¿no es porque queda algo de ese
m om ento de interrogaciones sobre los fundamentos? ¿No hay encuentro
entre la experiencia del des-ser para el analista y esa zona confusa e inquie­
tante que W innicott describe como paso de la adolescencia?
11 S a b i d u r í a adolescente
El drama de la adolescencia no es el de la ignorancia. Por el contrario, son
el saber en exceso, mal reprimido, y el retomo brutal después de algunos años
vanos para elaborar su olvido, los que agitan a ese joven y perturban su en­
torno. Pero si ese saber aparece bajo un aspecto en el peor de los casos ca­
tastrófico, en el mejor, insolente, es porque es saber de los límites, saber de
la incongruencia de la promesa edípica, de lo intempestivo de la cuestión del
ser, de la incompletud de la ciencia propuesta como saber ideal, de la inco­
herencia de Tos discursos socialmeñté dominantes.
En efecto, después del Edipo, la adolescencia es el segundo encuentro ver­
dadero de los límites a una om nipotencia infantil artificialmente m anteni­
da durante la fase de latencia. Entonces el adolescente se confronta, y con­
fronta a los otros, a la impotencia, a la prohibición y a lo imposible: a la
impotencia imaginaria que afecta a un cuerpo construido en la infancia
como positivación délo negativo,1 a la prohibición simbólica que constituye
el eje de la lengua en el que se prom etería de un modo mentiroso el goce, a
lo real imposible de un acto sexual que funda la relación con el Otro.
Sólo se comprenden las conductas más patológicas del adolescente al con­
siderarlas como búsqueda de una nueva virtud. Antes que cualquier teoría
del super-yo adolescente, es conveniente observar tanto las manipulaciones
del lenguaje como la agitación psicopática en su función socializante, ensayo
de un nuevo lazo social que haga fracasar los límites impuestos a los jóve­
nes. Ello se mide tanto más cuanto que en la mayoría de los casos se cons­
tata que no hay necesidad de ninguna intervención, incluso que es necesa­
rio que no se produzca ninguna intervención para que esas conductas
desaparezcan con la edad.

1. A. y JJ. Rassial, «De l’image inconsciente d u corps», en: Quelques pos sur le chemin de
Franfoise Dolto, obra colectiva, París, Le Seuil, 1988.
1. O b s e r v a c i o n e s s o b r e
EL VERLAN2 DE LOS BEURS3

Las incertidumbres del joven inmigrante de la segunda generación duplican


las que son propias de la adolescencia. Ni completamente niño ni comple­
tamente adulto, por su estatuto social entre minoría y mayoría de edad, el
adolescente tiene con frecuencia tendencia a generalizar este estado de «no
por completo», hasta dar un estilo a las patologías específicas de este perío­
do: ni por completo hombre, nrp o r completo mujer, lo que lo acercará a la
perversión; ni por completo vivo, ni por completo muerto, lo que marcará
la particularidad de su tendencia depresiva; o aun: ni por completo sano, ni
por completo enfermo, lo que ordenará la histeria de su queja. El joven in­
migrante, nacido en Francia o llegado a ella muy joven, se confronta a otra
incertidumbre socialmente determinada: ni por completo francés, ni por com­
pleto extranjero, en una sociedad que excluye lo que no obedece a un bi-
narismo simplista, y, en ese registro, toda posición tercera.
Esta dificultad vuelve a poner en cuestión las identificaciones infanti­
les y permite sin duda explicar la especificidad de las patologías observa­
das en esta población, ya sea que se manifiesten por medio de conductas
psicopáticas, por la instauración de relaciones perversas, po r un debilita­
miento intelectual o poi implicaciones psicosomáticas. Examinaré breve­
mente una manifestación no m órbida que pertenece más a una psicopa-
tología de la vida cotidiana que a una aproximación psiquiátrica: la relación

2. Verían, homofónicariiente l’envers al revés. Argot convencional consistente en la in­


versión de las sílabas de ciertas palabras (ej.: féca (café), troraé (m étro), ripou (pourri),
y, con alteración, «meuf» p o r «femme»). Nota de la traductora.
3. Jóvenes magrebies nacidos en Francia de padres inmigrantes. Nota de la traductora.
con la lengua, y más precisamente el uso del vedan por la generación del
joven «beur».4
Si el sujeto hace su entrada en la lengua que ya está allí y que se deno­
m ina materna, sin embargo se la apropia a través de ciertas pruebas, en el
aprendizaje de la palabra, luego de la escritura, finalmente advirtiendo que
esta lengua no es única y que hay otras lenguas, extranjeras. Cada uno de esos
tiempos supone un esfuerzo que no se produce sin algunos fracasos. Lo que
dialectiza esta doble subjetivación -el sujeto habitado por la lengua, el su­
jeto habitando la lengua- es lo que se indica en esa palabra singular, intra­
ducibie, que sitúa y designa al sujeto, lo marca y lo sostiene: el apellido, que
le permite ser contado entre aquellos de su generación, como el nombre le
permite ser distinguido en la cadena de las generaciones. Todo adolescen­
te, en una recapitulación, debe si no rehacer, al m enos dar un nuevo senti­
do a todas esas apropiaciones: el mutismo de algunos, pero también el gus­
to por lo literario (desde la carta de am or al diario íntimo) y el uso de
sobrenombres, dan testimonio de ello.
El adolescente, hijo de inmigrantes, tiene de inmediato y de un modo
u otro, relación con dos lenguas: una que debe denominarse lengua del
amo, es decir, aquella que garantiza el lazo social en el que él hace su entrada;
la otra, rechazada (objeto de una Verwerfung o de una Verdrangung) o re­
servada al uso familiar y a la relación entre los dos padres, o considerada como
lengua ancestral y sagrada, al igual que una «lengua muerta». Paralelamen­
te, ya sea bajo el efecto de un afrancesamiento oficial o salvaje, o simplemente
porque el procedimiento de nominación es diferente, el sujeto se sitúa en una
relación equívoca con el nombre propio. Conocí a un adolescente que ha­
bía atravesado una fase delirante después de que, en una banda de no in­
migrantes, había abreviado su nombre aislando un «Ben» que sonaba para
él como un recuerdo de la filiación.
Es en relación con esas dos lenguas que este adolescente debe redefmir
su posición. Toda una serie de figuras es entonces posible, según la conste­
lación familiar, el apego de los padres y su integración social, el papel de la

4. Retomaré algunas ideas avanzadas con ocasión de un coloquio sobre «La lengua y el in­
consciente» organizado en noviembre de 1988 en Israel p or el departamento de psico­
logía de Tel-Aviv y por la Association freudienne.
hermandad, el medio circundante, en particular el escolar, etc.j y, por su­
puesto, la personalidad del adolescente. Pero una cuestión domina: ¿en qué
lengua puedo yo en verdad hablar de mí al Otro, no sólo el semejante, sino
este Otro a quien me dirijo cuando hablo solo, cuando pienso? Este Otro,
más allá del padre, más aquí del otro sexo, se encarnará imaginariamente en
ese dios de los adolescentes, aquél al que algunos, yendo hasta la esencia de
su naturaleza, se dirigen «hablando en lenguas», fenómeno místico de las glo-
solalias.
La atracción del verían está ligada a estas incertidumbres. De un modo
general, se puede constatar el interés de los adolescentes por los argots, in­
cluso por la producción de una jerga o de palabras jergonescas típicas de una
generación. Ciertamente, hay allí una prolongación del «insulto» del niño,
de esas palabras prohibidas que suponen esconder un saber reservado a los
adultos, pero no sólo eso, puesto que el argot juega el papel de una lengua
intermediaria, organizada por, y organizando, el grupo alrededor de un se­
creto: hay separación entre aquellos que lo comprenden y están vinculados
entre sí por una complicidad, y aquellos que son excluidos o se excluyen. Si
este uso reviste una función escatológica, una relación anal con la lengua,
si, por otra parte, las palabras más características de una novedad de cada
generación remiten a la cuestión del goce -«formidable», «extra», «super»,
«genial», «ñipante» han caracterizado alternativamente a las generaciones
encontramos una dimensión más esencial: la de desafiar a una lengua, tal
como se la enseña en particular en la escuela y que parece alienante, con una
tentativa de subversión.
El verían encierra otras cosas. Los argots se construyen de dos maneras
que parecen menos complementarias que contradictorias: por un lado, la pro­
ducción de metáforas -con, en el extremo, el pretendido argot de San An­
tonio o de Pierre Perret-, donde la lengua se enriquece según un proceso poé­
tico, haciéndose populares las palabras argóticas hasta llegar a participar de
la lengua vernácula; por el otro - y es lo que nos interesa aquí-, la produc­
ción de una lengua argótica por una operación efectuada sobre la lengua-
madre. Además de la importación de palabras extranjeras, que permanece
ambigua en su estatuto, son posibles toda clase de operaciones: primero el
acortamiento, así «formidable» se convierte en «formid»; segundo, el agre­
gado de sílabas parásitas -es el caso del «javanés», en donde la palabra es pa-
rasitada por el añadido de un av- o de un va- en cada sílaba-; tercero, los ver-
lans, sobre los cuales me detendré; cuarto, los largonji, así denominados
por la deformación de la palabra «jargon»;5 por ejemplo, el «loucherbem»
utilizado por antiguas generaciones de inmigrantes, después de haber sido
la «lengua de los bouchers»6 es una combinación de la segunda y tercera ope­
raciones.
Estas operaciones sobre la lengua producen otra, codificada, secreta du­
rante un cierto tiempo, puesto que esta lengua segunda tiende a desapare­
cer o a integrarse desde el momento en que es hablada, hasta el punto de que
lo más frecuente es que queden ciertas palabras en la lengua ordinaria: an­
tiguamente, por ejemplo, «en loucedé», producto de un largonji, más re­
cientemente, producto del verían, «laisse béton» o «beur».
El verían de los beurs es notable, aun cuando ya es menos usado que
hace años. De hecho, parece corresponder a una tentativa de introducción
de una lengua en otra por el sesgo de palabras codificadas, producciones de
un entre-dos-lenguas. De ese modo, el verían encontraría de pronto la es­
tructura de otra lengua constituida progresivamente por el encaje de varias
lenguas-madre y orientada por la elección de un alfabeto: el yiddish, com ­
posición de viejo alemán, de lenguas autóctonas y de hebreo, y cuya escri­
tura se realiza en caracteres hebraicos. Lejos de ser accidental, el uso del
verían sería entonces una de las manifestaciones del modo específico de
apropiación de la lengua por parte de una población minoritaria.
La inversión es ya característica para quienes han aprendido a leer y a es­
cribir en francés, de izquierda a derecha, al revés de la escritura árabe. Tan­
to más cuanto que son clásicos, en estas poblaciones, los problemas de late-
ralización, incluso en los diestros confirmados. Conocí el caso de un niño
árabe, diestro auténtico y no zurdo contrariado, que escribía por completo
en espejo. ¿Para quién escribimos? Pregunta que duplica la de saber para
quién hablamos, sin que necesariamente la recubra. Eso está por cierto en jue­
go en la orientación del grafismo, más allá de lo que se traduce en una rela­
ción exterior/interior, según que la mano se oriente hacia el afuera o el aden­
tro en el gesto de escribir. El verían no procede letra por letra, sino sílaba por
sílaba, y también allí se encontrará una especificidad de la escritura árabe.

5. Jerga, jerigonza. N ota de la traductora.


6. Boucher: carnicero. Nota de la traductora.
En efecto, la especificidad del verían beuren relación con otros verlans
es la de efectuar una operación complementaria que no puede ser conside­
rada como secundaria: la elisión de las vocales. Así, «arabe» no se transfor­
ma en «bara» sino en «beur», puesto que, una vez invertidas las consonan­
tes, una e muda se sustituye a las vocales, el «heu !»7 que en francés connota
la incertidumbre de la palabra. Del mismo modo, «juif»8 se transforma en
«feuj», «femme»9 en «meuf», o aun, con el precio de la supresión de otra con­
sonante, «flic»10 se convierte en «keuf». Así, el efecto producido es el de un
semblante de lengua hablada siguiendo la lectura invertida de una escritu­
ra consonántica, no vocalizada, como lo son el árabe y el hebreo clásicos.
Me detendré en esta descripción sumaria, dejando, a otros más compe­
tentes la tarea de realizar un estudio lingüístico para interrogar el estatuto
de esta lengua, si es que lo que he podido constatar es válido.
En la continuidad de lo que ha sido desarrollado en otra parte, com­
prendidos, a propósito de Freud, el yiddish o el húngaro, en la producción
de ese verían, se puede observar el retorno, bajo una forma disfrazada, de
la lengua reprimida. El que ese verían sea calificado de argot no deja de te­
ner importancia. En efecto, si un retorno semejante es posible, es, por una
parte, bajo una forma invertida (como lo que proviene del Otro, pero bajo
un modo paródico), bajo una forma provocativa, excediendo la lengua del
amo, como lo que es reprimido puede reaparecer en una jaculatoria verbal
que parece desbordar el discurso corriente, acarreando de ese modo nuevos
equívocos; por otra parte, bajo una forma que se podría denom inar dene­
gativa, hablar argot sería tener el dominio más perfecto de la lengua verná­
cula, habitarla hasta el punto de convertirse en el fundador, mientras que ella
es, en la operación, si no rechazada, al menos subvertida y agredida en tan­
to que es la lengua opresora.
Pero es importante que ese retorno pase por la escritura y la lectura. Es
en todo caso el medio más seguro de descifrar esta lengua y la operación que
la fúnda. Sin llegar a imaginar una maquinaria particular bajo el modelo del

7. Interjección equivalente a ¡eh ! N ota de la traductora.


8. Judío. Nota de la traductora.
9. Mujer. Nota de la traductora.
10. Policía, en argot. Nota de la traductora.
bloc maravilloso, que subrayaría el paralelismo entre esta construcción y un
cierto funcionamiento psíquico, se puede pensar que un programa de or­
denador permitiría automatizar esta operación que se distingue del otro
argot en que ella excluye la metáfora; no es una palabra en lugar de otra, sino
la misma palabra a descifrar según otro principio de lectura. Al oyente debe
bastarle con m anipular tan automáticamente como sea posible el mecanis­
mo para comprender y producir verían, y su aprendizaje es del mismo re­
gistro que el de los «lenguajes» informáticos, no el de las lenguas extranje­
ras. Sobre todo, si el vínculo con el árabe existe, pasa por la escritura. Es la
escritura olvidada la que retorna y no la lengua misma.
Finalmente, el efecto intersubjetivo es original. Una publicidad recien­
te televisada para la SNCF sobre el tema: «Sí, es posible», enunciado en con­
clusión por una voz en off, muestra en una de sus variantes a unos jóvenes
que se dirigen en verían a un empleado, el cual los deja estupefactos al res­
ponder en el mismo lenguaje. Los publicistas saben oír lo que aquí está en
juego; la demanda es reducida a su expresión más pura: demuestre que us­
ted entiende o que no entiende que lo que digo constituye un discurso; eso
es todo. El objeto de la demanda cuenta poco. Se concibe cómo la famosa
«no respuesta a la demanda» en el análisis del adolescente toma aquí hu­
morísticamente otra significación: son la distribución de los otros, la cali­
dad del Otro, los que serán evaluados en el apóstrofe, no lo que él dice sino
que lo dice en un mismo lenguaje.
Esta lengua indica una relación problemática con el Otro como horizonte
de toda palabra. Otro a la vez protector y amenazante, tras las huellas del su-
per-yo bajo su doble faz. Se trata a la vez de sústraer el secreto y de encon­
trarlo en el interlocutor. Si yo evocaba el dios de los adolescentes, es porque
él encarna imaginariamente bien a este Otro; entre los jóvenes beurs, algu­
nos han acentuado su búsqueda de integración, otros se han vuelto hacia el
integrismo religioso, en un más allá del Padre (cuestión de actualidad para
otras religiones que el islam). ¿Quiere decir que el verían sería una lengua
divina? En todo caso con este interrogante es necesario escuchar las inven­
ciones lingüísticas de los adolescentes.
2. E l «n o p o r c o m p l e t o »

El ideal del derecho es un ideal difícil de alcanzar, si no precisamente im ­


posible. El ideal del derecho es el de poder resolver todo por medio de res­
puestas del tipo «sí o no». Desde el momento en que se aborda el estilo del
«no por completo», «no por completo sí», «no por completo no», cuando
abordamos la dificultad de zanjar, dado que todos los sistemas de procedi­
miento jurídico prohíben precisamente la indecisión, cuando abordamos el
intervalo entre el sí y el no, el intervalo que es el del ejercicio del psicoaná­
lisis, nos encontramos en lo que es necesario denominar el delirio jurídico,
el delirio de la prudencia jurídica o de la jurisprudencia.
Pero la pregunta planteada por los jóvenes productos de la inmigración
es precisamente la del «no por completo»: no por completo francés, no por
completo extranjero. El derecho del Estado, heredado de la canónica Roma,
ha producido la desviación de una palabra griega, de una palabra jurídica
a una injuria, la injuria suprema dirigida al inmigrante. Esa palabra que un
día, en Montpellier, un psicoanalista, Charles Melman, quiso revalorizar, es
la que designa no al extranjero, no al ciudadano, sino precisamente a aquel
que es acogido en la ciudad, sin ser reducido a un esclavo, sin detentar, cier­
tamente, el conjunto de los derechos del ciudadano, pero sin estar sujeto
tampoco a los mismos deberes; el que es acogido y que puede jugar un pa­
pel importante en la vida política y cultural de la ciudad; esa palabra traicionada
por el Occidente cristiano es metoikosr. el meteco.
Por el hecho del inconsciente, de esta extraña irreductibilidad a noso­
tros mismos con la que actuamos, por el hecho de un bilingüismo de es­
tructura que hace que la lengua que cada uno habla, en la que todos nos ha­
blamos, se distinga siempre de la lengua auténticamente materna, de la
lengua que la madre hablaba al niño, por el hecho de la irreductibilidad de
esta división fundadora del sujeto, todos somos metecos. Ello nos remite a
lo que experimentamos como desagradable: el hecho de que el inmigran­
te, por su misma presencia, nos indique esta situación que es la nuestra. El
estado de derecho, de derecho cristiano, ese derecho que nos prohíbe pen­
sar lo que él esconde entre líneas, como por ejemplo, en otro registro, el de
la separación entre minoridad y mayoría, el hecho de que existe la puesta en
juego del adolescente que no se reconoce en esta separación -la cual con­
duce al fuera-de-la-ley de la marginalidad, de la delincuencia, de la banda
aparte-, este estado de derecho no reconoce más que extranjeros y france­
ses. A quien no está reprimido fuera de las fronteras, se le demanda preci­
samente reprimir o bien lo que le hace ser extranjero, o bien lo que le hace
parecer francés; se demanda una conformidad a la lógica del sí o del no, a
la lógica del adentro y del afuera. La lógica de su existencia misma denun­
cia aquello por lo que, a falta de expulsarlo al exterior, se le mantiene en la
periferia, en la periferia de la ciudad, del derecho y de todo discurso. Para
estar allí de pleno derecho, se exige una conformidad a la lógica del sí o del
no; y el humanismo, es decir, la idea cristiana de un universo genérico, no
es más que otra forma de esta exigencia de conformidad.
El diario Libération refería un día la historia de un cantante inmigran­
te, de la inmigritud, consciente de su acento, de su bilingüismo, a quien su
casa de discos le había pedido que cantara en berebere; cantar en el entre-
dos-lenguas está prohibido. En verdad, hay una inmigritud que no podría
reducirse a la cuestión del extranjero; quien viene a Francia por poco tiem ­
po puede contentarse con ser designado como extranjero; pero para muchos,
lo provisional dura, ese provisional de la mayor de las soledades. Entonces
está en juego lo real, lo real del cuerpo; ¿cómo hablar de ese real cuando se
está entre dos lenguas, entre dos culturas, entre dos leyes, cuando el «no
por completo» y el «entre-dos» son figuras prohibidas por el discurso social,
ese discurso social apoyado precisamente sobre la única diferencia real que
parece ofrecerse, a saber, la diferencia sexual? Este inmigrante, de cualquier
origen que sea -puesto que su diferencia es prim ero la de ser «no por com­
pleto» o «entre dos»- es asignado por todo orden social a un lugar; se le ofre­
ce, como única identificación posible, en el discurso, el lugar del perverso.
Como lo sugerían los decretos del siniestro Pétain, son necesarias cua­
tro generaciones para hacer un verdadero francés. Entonces, en base a esas
consecuencias de la situación del inmigrante, en base a la sintomatología in­
ducida por el campo social, no sólo hay que referirse a lo que pudo escribir
Tahar Ben Jelloun, sino también a lo que F. Fanón pudo observar de lo in­
sostenible del entre-dos figuras. Evocaré brevemente, a partir de mi expe­
riencia, lo que pudo serme transmitido por niños cuyos padres son inm i­
grantes; será evocar tan sólo, porque, allí tam bién, todo lo que fuera
generalización a partir de ciertos encuentros, todo lo que fuera «presenta­
ción de caso», no haría sino legitimar la represión de la cuestión en nom ­
bre de lo patológico. Quisiera evocar a esos niños porque ellos soportan el
síntoma mismo de la inmigración.
Ocurre con frecuencia que la separación entre «sé como un francés» y
«conserva tu identidad nacional, permanece extranjero», la separación que
duplica la represión, sea representada por dos posiciones diferentes del pa­
dre y de la madre, por dos ideales contradictorios propuestos al niño; y esto
sea cual sea la distribución específica y la calidad de la relación entre los pa­
dres. «No hay buenos padres», nos indica Freud. Y Lacan subraya que «cada
uno es producto de un malentendido, un malentendido de estructura entre
los dos sexos». Este malentendido en el que cada cual se acomoda como pue­
de es legitimado, reforzado por esta separación entre dos sistemas de referentes
culturales, entre dos ideales en los que se debaten ya, por su propia cuenta,
los compañeros parentales, cuando uno u otro, o los dos, son inmigrantes.
Esta separación es subrayada por la escuela: por una parte, buscar asi­
milar al hijo de inmigrantes sin tener en cuenta lo que él puede reivindicar
de identidad específica, es pedirle que niegue uno de sus rasgos identifica-
torios; por otra, crear clases específicas, clases de extranjeros, es negar otro
de sus rasgos identificatorios, incluso de su saber en más: lo que sabe él, el
hijo de inmigrantes, capturado en este entre-dos lenguas, es hablar de sus
referentes franceses en su lengua de origen y de sus referentes de origen en
la lengua francesa. Y precisamente para el discurso institucional toda tra­
ducción es una traición. Ese saber del hijo de inmigrantes (e insisto en el he­
cho de que es un saber) es inadmisible para la escuela, más allá de la dedi­
cación personal de los profesores, para la escuela que, como toda institución,
funciona por sí o no, por afuera y adentro, por unilingüismo.
Entonces, ¿qué es lo que ocurre? Indicaré tres «soluciones» que desig­
nan otros tantos sistemas, síntomas, tanto si el niño se desenvuelve con ellos
como si la cosa se convierte en drama o se orienta hacia lo patológico.
O bien, en una prim era solución, el niño pasa por la renegación de uno
de sus ideales, es decir, que él se identifica como francés, y busca-com o se
dice- asimilarse («hacerse tragar»), o bien él se identifica como pertene­
ciendo a la comunidad de origen de sus padres, idealizando ese país prometido
y reprochando a sus padres su migración. Pero esa renegación de una par­
te de sus determinaciones tiene un precio: el de un redoblamiento del Edi­
po, de un redoblamiento de la elección de identificación sexual por una
elección entre dos lenguas, entre dos sistemas de referencia cultural, uno pro­
puesto como auténtico, el otro como prohibido y residual. Es el precio que
cada uno paga, ciertamente, en el Edipo, es decir, el precio de la neurosis.
Pero ese precio es doble para el hijo de inmigrantes, estando la represión do­
blada por una interdicción, y los fallos a los cuales cada uno es confronta­
do -aunque no sean más que los lapsus-, por ejemplo, los fallos de la represión
de un saber prohibido, le vuelven doblemente «a la boca».11 A veces se per­
ciben los efectos hasta la generación siguiente, es decir, la tercera generación.
O bien, en una segunda «solución», el niño impone por medio de la
violencia contra la «idiotez social» su ser «entre-dos», su ser «no por com­
pleto». Impone su marginalidad. Podríamos avanzar que por ese lado se
pone en juego una verdad para él y sobre el orden social. Pero esta margi­
nalidad, cuando ninguna estructura social se dispone a sostenerla - y ¿qué
sería una estructura social que sostuviera la subversión?-, tiene también su
precio para el sujeto: el de volver a cuestionar al mismo tiempo la identifi­
cación sexual y la sujeción de cada uno a las apuestas simbólicas cuya m ar­
ca es la castración. Es ese precio de «estar en el entre-dos» el que designa­
mos con los términos clínicos -n o hemos encontrado otros términos para
designarlo, ¡es grave !- de psicopatía, por una parte, y de perversión por
otra, cuando la fórmula es de un lado la delincuencia o, del otro, un des-
méntido a lo que se le comunicó de la separación entre las posiciones m a­
terna y paterna, una desviación sexual, cualquiera que sea.
O bien, en una tercera posibilidad, el niño difiere la elección, ya sea por
medio de lo que podemos denominar la simulación de la debilidad: una
falsa debilidad que determina, a partir de ese saber de más inaceptable so­
cialmente, todo saber como prohibido; ya sea, en la misma dirección pero
más allá, por la insistencia hipocondríaca de una demanda hecha al otro de
reconocimiento de que es en lo real de su cuerpo donde se dramatiza la

11. «Dans la gueule», expresión del argot. N ota de la traductora.


elección forzada e imposible; el médico se convierte entonces en el recurso
de esa elección imposible.
La respuesta que el analista puede inventar es de inmediato política.
Del mismo modo que el inconsciente y.el consciente aparecen sincrónica­
mente al revés uno del otro y se manifiestan en la diacronía de una cura como
inscritos sobre una misma cara, la del discurso, así, lo que aparece como do­
ble cultura para un sujeto no es para él más que la imposición por parte del
Otro de que el acceso a lo simbólico es ante todo violencia de lo simbólico
contra lo simbólicq. Una cultura, cualquiera que sea, no se constituye sino
sobre las ruinas de otra cultura. Para retomar a Freud, hay civilización p o r­
que hay asesinato del padre, porque hay un padre muerto. Los choques, los
juegos de diferencias, la violencia entre los sistemas culturales no son acci­
dentales; son los efectos del hecho de que un sistema cultural se construya
primero como rechazo de lo que es expulsado afuera; lo que de civilización
se construye se hace sobre un odio fundador del campo social, negado en­
tre quienes se reclaman de las mismas referencias, y vuelto contra los ex­
tranjeros. Hay malestar en la civilización por eso, porque, en particular en
el Occidente cristiano, los debates naturaleza/cultura se sitúan allí; la cultura
se despliega como negación del odio que la funda.
Ese malestar deja un resto de verdad, un desecho del discurso-del-amo,
del discurso del poder. De ese resto de discurso del poder, un pueblo en
particular asumió el papel en la historia: el pueblo judío, en tanto que pue­
blo dispersado, pueblo de más y sin embargo necesario en el lugar mismo
del fallo social. En la sociedad feudal, los judíos fueron expulsados del lado
del resto del sistema de producción, resto necesario como producto, a sa­
ber, el dinero. Igualmente, en la sociedad francesa, los inmigrantes fueron
expulsados del lado de la suciedad. Es necesario tomar en serio la metáfo­
ra del barrendero como ideal para el discurso del estado acerca del inmigrante.
Lo que encontramos más precisamente en la actualidad, es que, siendo
la crisis lo que es, son los inmigrantes mismos los considerados por el Es­
tado como el desecho de la sociedad, puesto que ellos no se pliegan ni de he­
cho ni voluntariamente a esta falsa dialéctica del adentro y el afuera que
justifica el discurso jurídico del Estado. Ningún discurso que respete una ló­
gica del sí y del no, del adentro y el afuera, puede dar razón de esta dim en­
sión de lo que está de más que subvierte el orden social, aun cuando se pre­
sente como contradiciendo el discurso del Estado.
Así, cuando un discurso de estilo humanista borra las diferencias, reprime
lo dramático en beneficio de un ideal genérico que no se manifiesta por lo
que él es: el efecto de una determinada cultura, ese discurso de estilo hu­
manista puede que no sea sino una cierta prolongación del colonialismo (es
lo que testimonia, en la historia, la ambigüedad de un personaje tan simpático
como Zola). De ese modo resulta que ese famoso derecho a la diferencia evi­
ta precisamente el problema: que la diferencia no es un derecho sino ante
todo un drama. Y la cuestión no es la de tener derecho a escuchar a Oun Kal-
soum más que a Halliday; es necesario poder escuchar a los dos. Ese dere­
cho a la diferencia puede no ser sino la prolongación de un cierto racismo
cuando se plantea no como el logro de una lucha sino como un principio
de organización social. Discurso incompatible con el discurso del amo, con
el discurso del Estado, cualquiera que sea, antiguo o nuevo, porque no se tra­
ta de completar la subjetividad por medio de lo que está reprimido, en la me­
dida en que lo reprimido existe siempre, aunque no se trate más que de ese
asesinato fundador de la civilización, de no importa qué civilización, ese ase­
sinato simbólico que legaliza las dos únicas prohibiciones universales: la del
asesinato y el incesto, cualesquiera que sean las fórmulas particulares que pre­
serven las transgresiones.
En un texto sobre «el análisis laico», Freud manifestaba el deseo de que
la difusión del psicoanálisis pudiese promover un nuevo vínculo social. Hay
que decir que desde entonces -la experiencia americana es elocuente-, es­
tamos de vuelta de este optimismo. Ello no significa que el psicoanálisis, que
es también un nuevo estilo de discurso inventado por emigrantes judíos, no
se interese por una pretendida cura de un pretendido mal que sería la mi­
gración; el psicoanálisis funciona precisamente como una lógica de la m i­
gración intrapsíquica que da razón a la cuestión política planteada por la in­
migración. La extrañeza de la realidad del extranjero no es accidental; ella
es para lo hum ano un hecho de estructura.
3. La o p e r a c ió n a d o l e s c e n t e
Y EL LÍMITE DEL NIÑO AL ADULTO

La existencia de casos límite al psicoanálisis es una constatación antigua.


Pero queda la cuestión del lugar de este límite. En un texto de 1905,12 Freud
evocaba como primera contraindicación a la cura, antes que las psicosis,
una «degeneración» cuyo concepto debía más a Zola que a Morel: «No de­
bemos atender tan sólo a la enfermedad, sino también al valor individual del
sujeto, y habremos de rechazar a aquellos enfermos que no posean un cier­
to nivel cultural y condiciones de carácter en las que podamos confiar has­
ta cierto punto. No debe olvidarse que también hay hombres sanos caren­
tes de todo valor, y que siempre nos inclinamos demasiado a atribuir su
inferioridad a la enfermedad en cuanto hallamos en ellos algún signo de
neurosis». Lacan lo traducirá bastante más tarde, en 1973, con el nombre de
«estupidez», como primera contraindicación al psicoanálisis. Hay, pues, en
un comienzo, un primer límite ético a la cura analítica, un límite que depende
de la ética del analizante.
Otro límite que justifica que podamos preferir la apelación de «casos-
límite» a la de «estados-límite» es la de la práctica del analista, quedando por
determinar si se trata de un límite a la práctica de cada uno, según una «re­
sistencia del analista» que Lacan nos enseñó a medir, de un límite a la prác­
tica psicoanalítica en sus fundamentos, o bien, aún, de un límite que en­
contraría su causa en las vías particulares de la formación de los analistas,
según el lugar dejado a la invención frente al modelo de una cura tipo ideal.
En todo caso, los «casos-límite», y deberíamos saberlo después de las des­

12. Sigmund Freud, «Sobre psicoterapia», en Obras Completas,T. I, Biblioteca Nueva, M a­


drid, 1973, pág. 1.011.
gracias del hombre de los lobos -caso denominado obsesivo por Freud, y en
el que Lacan encuentra la lógica de la psicosis-, interrogan al conjunto de
los psicoanalistas, a la vez acerca de su práctica privada y acerca de su vín­
culo asociativo.
Finalmente, una vez escogidos los casos en los que domina la incerti-
dumbre del analista, aquellos en los que el polimorfismo sintomático en­
mascaraba la estructura neurótica detrás de la locura de la conducta y del
pensamiento, aquellos en los que algún apoyo familiar o social evitaba un
derrumbe psicótico que sólo puede tener lugar si la regla fundamental es
enunciada, y aquellos que indican que la estructura perversa no es patog-
nómica y puede ir a la par con una conducta de apariencia neurótica o psi-
cótica, podemos aún aislar clínicamente una «estructuración» -yo diría que
con prudencia a causa de la fijeza de la estructura- que corresponde al diag­
nóstico de estado-límite tal como es descrito en la literatura.
Podemos desde ahora subrayar que los casos-límite como los de los
adolescentes, nos plantean, en cada encuentro y en conjunto, cuestiones de
tres órdenes: ético, práctico y clínico. Son numerosos los analistas que han
constatado la proximidad fenomenológica entre los casos-límite y las pato­
logías adolescentes. Pero iré más lejos al considerar que es la necesidad de
la operación adolescente -que puede tener lugar en otra temporalidad que
la de la maduración de la pubertad, incluso si está asociada a ella- la que per­
mite comprender la etiología de los estados-límite.
Utilizaré la metáfora de la «avería»: de ese modo podría traducirse el tér­
mino de breakdown, según uno de los sentidos de la palabra inglesa y en con­
tra de la traducción habitual de «ruptura en el desarrollo».
El sujeto en estado-límite tiene una avería, en su pensamiento y en sus
cargas, pero también en las diferenciaciones estructurantes entre el discur­
so y la acción, lo objetivo y lo subjetivo, el pequeño otro y el gran Otro, en­
tre el pasado, el presente y el futuro, lo familiar y lo social, etc. No se trata
de que esas diferenciaciones no hayan tenido nunca lugar, como en el au-
tismo, o que hayan sido abolidas, como en las psicosis, en tanto que sólo son
negadas en las neurosis y las perversiones, sino que en el uso que el sujeto
debe hacer de ellas como adulto, éstas se revelan ineficaces e inadecuadas.
El sujeto-límite nos aparece como disponiendo -según lo que sería una ana­
tomía psíquica distinta de la fisiología- de medios para franquear el límite
y como detenido al borde de la ruta (para prolongar la metáfora), errando
por el arcén y dejando su vehículo inmovilizado en el lugar. Tal.es así, que
con frecuencia nos vemos empujados a buscar el accidente o el traum atis­
mo hacia el que nos extravía, y que sería la causa de la avería.
Entonces la cura analítica, debido a que ella encuentra su dinámica no
en el hecho de dar sentido sino en la orientación que va del discurso aso­
ciativo del analizante al acto interpretativo del analista, tam bién sufre una
avería. Podemos pensar que el dispositivo no está roto como en la relación
con el psicótico (avería de m otor para continuar con la imagen), que no
sufre fallos, como con el neurótico (avería de iluminación), sino que se de­
tiene o está desde el comienzo detenido (como en una avería de embrague
que nos deja idiotas).
. Finalmente, desde el punto de vista ético, en todos los niveles en los que
se juegan diferencias dinámicas hay avería de la consciencia. Las distincio­
nes entre placer y displacer, bueno y malo, bien y mal, han perdido todo su
valor. A diferencia de lo que se juega en las perversiones, donde una Ley en­
frentada a la Ley común encuentra su fundamento en la idea de reencuen­
tro de la relación del niño con la madre fálica originaria, y su aplicación en
un contrato particular en el que el otro es más instrumento que objeto, los
sujetos-límite no quedan atrapados en una contradicción entre dos leyes
morales (natural y civil, por ejemplo); están en avería de referencia a la Ley
que, de forma paralela a su carácter represivo, asegura la esperanza del goce
y la posibilidad del deseo. Pasando de buen grado, en alternancia, del lugar
familiar en vía de desafección a lo que les resulta accesible de un m undo so­
cial en superficie, se ven confrontados a lo que podríamos designar como
una avería del super-yo.
Me limitaré a subrayar lo que permite articular esta patología a la del ado­
lescente, de cualquier adolescente, comprometido o no en esta vía mórbida.
El adolescente se ve siempre confrontado si no a una avería, al menos a
un riesgo de avería, puesto que de nuevo debe -y precisamente a posterio-
r i- cumplir una serie de operaciones fundadoras cuya efectivización infan­
til se pone otra vez a la orden del día. De la identificación restringida o fa­
miliar a la identificación general en lo social hay un hiato que exige del
sujeto una operación de múltiples caras, de las cuales pueden distinguirse
tres que se articulan entre ellas.
En primer término, él ahora debe - y para acceder, más allá de lo fálico
a una relación genitalizada con el otro del Otro sexo- apropiarse imagina­
riamente de la mirada y la voz, objetos parciales que, atribuidos a la madre
en lugar de y en el lugar del falo, en el momento de la fase del espejo, le ha­
bían dado seguridad de su existencia. La imposibilidad de esta apropiación
puede marcarse por una entrada en la esquizofrenia, y su dificultad por un
acceso delirante, de tema frecuentemente dismorfofóbico, aun en los suje­
tos neuróticos.
En segundo término, debe modificar el valor de la función del síntoma,
donde, para seguir a Lacan, el síntoma es el signo, no elevable al rango de
significante, del deseo reprimido cuya fórmula lógica es el fantasma. De
síntoma que él era en el deseo de los padres y sobre todo de la madre, debe
convertirse en propietario de un síntoma que tom a desde ese momento
todo su impulso intersubjetivo (síntoma-él o síntoma-ella)13 por el hecho
de transformarse en síntoma sexual, ya sea su lugar genital, corporal, de
lenguaje, comportamental, u otro. Finalidad que lo orientará, si no hacia la
estructura perversa, al menos hacia las prácticas perversas, a no ser que des­
pierte, en términos nuevos, una fobia infantil.
En tercer lugar, y aquí me detendré, el adolescente probará la eficacia del
Nombre-del-Padre, más allá de la metáfora paterna, para poner orden en la
lengua que él habita y por la que es habitado. Más allá del reconocimiento
patronímico que podía sostener la infancia, incluso si ya está orientado ha­
cia la psicosis, debe operar una validación de la operación infantil de ins­
cripción o de forclusión del Nombre-del-Padre. La imposibilidad de efec­
tuarla por causa de un no-lugar de la primera inscripción lo librará al riesgo,
ante la llamada de esta función de orden, de desencadenamiento de una
paranoia, la invalidación confirmando la forclusión hasta hace poco en­
mascarada. Las dificultades normales de esta validación se indicarán en
toda una serie de patologías transitorias que, en tanto tales, no dicen nada
de la estructura pero señalan el proceso adolescente. Es, a mi parecer, el
aplazamiento, lo diferido de esta validación, lo que organiza los estados-lí­
mite, como antes el aplazamiento, lo diferido de la primera operación, por

13. En lugar de usar e] térm ino «symptóme», síntom a, el autor juega con la expresión
«sinthóme-il ou sinthóme-elle», para aludir al térm ino «homme», hom bre, implicado
en la idea que está desarrollando a partir del sem inario Le SinihSme, de J. Lacan. Nota
de la traductora.
la razón de que se tratara, ya fuese orgánica, había podido dejar a ciertos su­
jetos en el autismo.
Distingamos, pues, esta segunda operación de la operación prim aria
N-d-P, que se escribirá así para evitar la reducción al patronímico. Para el
niño - y justamente articulada al estadio del espejo, que acaba con la Madre
primordial fálica-, la operación de inscripción del Nombre-del-Padre, es de­
cir, el anclaje simbólico del lugar del Otro -q u e en adelante será el del len­
guaje, al perder la cualidad de Otro real que fue la M adre-, se apoya en una
metáfora paterna que perm ite que se detenga como saber supuesto un de­
seo incomensurable de la madre. El fracaso de esta metaforización, la abo­
lición de sus consecuencias, el corte radical de sus manifestaciones signifi­
cantes, inducen una forclusión, una vez planteado el tiem po de una
elaboración posible; forclusión cuya manifestación será inmediata o espe­
rará la ocasión pospubertaria de una llamada al Nombre-del-Padre.
Pero si se evita el fracaso que constituye la forclusión, el éxito de la ins­
cripción del Nombre-del-Padre no es más que parcial, en tanto se apoya
sobre la actualidad de la metáfora paterna. En efecto, para que haya m eta­
forización paterna, es necesario que, en la realidad -ya sea familiar o sólo
verbal en el discurso de la madre-, exista padre y esté cualificado por un tiem­
po con el poder de representar al Padre Simbólico, de quien sabemos que
el único real concebible es el del Padre muerto de la horda primitiva. La fa­
milia en tanto tal, ya sea nuclear, extendida, monoparental o sustitutiva, es
la condición de la presencia de esta metáfora, el padre, pero del mismo
modo, los padres encarnan imaginariamente a ese gran Otro al que se diri­
ge el sentido de la existencia del sujeto.
En la adolescencia, esta metáfora pierde su valor por una descalificación
del padre y de la familia que encarnará imaginariamente al Otro, el cual se
escribirá, por ejemplo, el Adulto. En ese momento, la promesa edípica: «Re­
nuncia provisionalmente al goce al que tendrás derecho más tarde» se revela
como mentirosa; por una parte porque el goce genital es también parcial y
no garantiza ninguna relación sexual; por otra, porque el goce absoluto es
aún diferido y remitido, esta vez, al más tarde de la muerte. El sujeto se ve
confrontado por un tiempo a la desesperación de la vacuidad del lugar del
Otro, hasta que, gracias al efecto del cambio del síntoma, él encuentra en sus
vicisitudes una nueva encarnación imaginaria del Otro en el Otro sexo. Esta
descalificación de los padres es, en tanto tal, un momento estructurante,
pero coloca al sujeto en situación de riesgo, y accesoriamente también a lo
padres. Salvo que se sustituya a la familia por otro vínculo grupal que obe
dezca a la misma lógica -la iglesia o el ejército pueden participar-, lo qu
puede proteger a ciertos sujetos de esta prueba, la operación N-d-P o 1<
que debemos entonces considerar como los Nombres-del-Padre en plura;
tendrá que funcionar, ligar la lengua al discurso, prolongar lo fálico en ge
nital, orientar la relación con el semejante del Otro sexo, más allá de la me
táfora paterna.
Momento fecundo de una operación inventiva en la que el sujeto debes*
autorizarse por sí mismo, es decir, en varias direcciones, entre las cuales, polr
ejemplo, la elección de un oficio del que hacer profesión, que le dé un nom*
bre, y volver a fundar su identidad sobre la huella, desplazada, de la prim e­
ra inscripción. Operación de validación, pero que también puede ser de in­
validación de la prim era operación de inscripción o de forclúsión del
Nombre-del-Padre, y que puede quizás m arcar cambios de estructura; p o r
ejemplo, cuando el discurso del amo que rige el vínculo social es antinómico
al discurso del padre que regía el lazo familiar, lo que constituye la dificul­
tad principal de adolescentes de la segunda generación inmigrante, o pue­
de poner en dificultades a adolescentes adoptados, para quienes la novela fa*
miliar se engancha sobre la realidad. Pero entonces, durante un tiempo más
o menos largo, más o menos posible, m omento de incertidumbre y quizás
de locurá, el Otro, el lugar del Otro, queda vacío, lo que se marca de manera,
privilegiada por un replanteo de los valores que han perdido sus funda­
mentos -«¿de qué sirve que yo exista?»-, po r una depresión que se verá
por ejemplo, en la enunciación, que la situación del sujeto es «de mierda»
incluso por una exaltación maníaca que lo comprometerá en la esperanza
rápidamente frustrada, de reencontrar una libertad infantil ilusoria, lo que
organiza tanto ciertas psicopatías como ciertas toxicomanías.
Es allí donde se sitúa el sujeto en estado límite, detenido ante la dificultad
de una validación, por las más diversas razones, porque tanto puede tratarse
de evitar validar una forclúsión, y por lo tanto continuar escapando al des­
tino psicótico, que de ser neuróticamente impotente para franquear esta
emancipación de la metáfora paterna, drama en particular de ciertos hijos
de médico o de profesor, al quedar el saber del padre fuera de alcance. Has­
ta el punto de que es posible - y es en ese caso que convendrá hacer el diag­
nóstico de estado límite- que esta validación retrasada, convertida en im ­
posible, sea afectada, ella también, después de pasado un cierto tiempo, por
una forclusión.
Si esto es verdad, el psicoanálisis del adolescente, en la especificidad de
sus resortes, debe enseñarnos acerca del acto analítico posible con tales su­
jetos.
La primera idea es que, como el análisis del adolescente, la cura de es­
tos sujetos sigue un recorrido en alguna medida inverso al denominado clá­
sico. En efecto, no es el análisis del fantasma el que lleva al descubrimiento
de que el lugar del Otro, al que se dirigen mi palabra, mi demanda y mi
amor, es un lugar vacío porque no tiene otra consistencia que la simbólica,
sino que es un trabajo previo sobre la cualidad del Otro el que permite, en
un segundo tiempo, que el fantasma sea el eje de la cura. En otros términos,
es un análisis de la transferencia el que autoriza el análisis del fantasma,
mientras que con el adulto neurótico, aquél corre el riesgo de ser un obstá­
culo. Así, el afecto dominante, pero también dinámico, en la cura, no es la
angustia sino la depresión, a condición de que sea reconocida como autén­
tica, es decir, que contenga, además de sus efectos mórbidos, las condicio­
nes de un verdadero relanzamiento de la subjetividad. Es, por otra parte, la
anteposición de esta depresión la que puede suspender la actuación del su­
jeto, la cual se concebirá entonces no como pasaje al acto ni como acting-
out, sino como agitación en la que se reconoce la esterilidad. Sin duda es ne­
cesario agregar que, del lado del analista, es la aptitud para soportar la
depresión, la que da la particular competencia para seguir a ciertos sujetos
en su deriva y escuchar allí una verdad de cada uno.
En otros términos, es necesario entonces abordar de frente, detrás de la
frustración -falta imaginaria de un objeto real- pero antes de la castración
-falta simbólica de un objeto imaginario-, una privación esencial -falta
real de un objeto simbólico—que puede efectivamente ser designada como
«defecto fundamental» (Balint), sabiendo que esta emergencia de lo real, si
bien persiste en la psicosis, no tiene lugar para el sujeto no psicótico más que
en algunas ocasiones, en particular en la adolescencia.
Es lo que deseo retener sobre todo: que el análisis de los estados-límite
supone una reelaboración de la operación adolescente, con el riesgo de de­
jar que el sujeto encuentre todos los callejones sin salida del proceso ado­
lescente.
4. ¿U na d iv is ió n del super- yo?

Si bien el problema de las conductas psicopáticas se aborda siempre a par­


tir de la cuestión del super-yo,14 esto se hace con posiciones más que di­
vergentes, antinómicas incluso, porque se trata de dar cuenta de lo que apa­
rece a la vez como una debilidad de la instancia superyoica y como una
sumisión a su tiranía. Dificultad probablemente percibida bajo un modo más
general y metapsicológico que clínico por Freud, y cuya huella, según mi pa­
recer, encontramos en esta noción compleja que usa en diversos m om en­
tos a propósito del duelo, del acto criminal y de las resistencias: el senti­
miento de culpabilidad. Para proponer algunas hipótesis partiré del estudio
de esta noción, o más bien de sus callejones sin salida.
Así, en ciertos casos de actos criminales (a distinguir del acto delictivo),
el pasaje al acto sería no la causa sino el resultado de un sentimiento de cul­
pabilidad edípico,15 sentimiento que constituye, según nos dice en Inhibi­
ción, síntoma y angustia,16 la resistencia del super-yo, al mismo título que,
en otro aspecto, la compulsión de repetición constituye la resistencia del
ello. Anteriormente, en 1917, antes de la segunda tópica, había considera­
do ese sentimiento de culpabilidad, tal como aparece en el duelo,17 como un
obstáculo y un operador del trabajo psíquico exigido, como puede serlo la

14. Gilbert Diatkine, Les transformations de la psychopathie, París, PUF, 1984.


15. Sigmund Freud, «Los delincuentes p or sentim iento de culpabilidad», en Varios tipos de
carácter descubiertos en la labor analítica, Obras Completas, T. III, Biblioteca Nueva,
Madrid, 1973, pág. 2.427
16. Sigmund Freud, Inhibirían, síntoma y angustia, Obras Completas, T.III, Biblioteca N ue­
va, Madrid, 1973, pág. 2.833.
17. Sigmund Freud, Duelo y Melancolía, Obras Completas, T. II, Biblioteca Nueva, Madrid,
1973, pág. 2.091.
transferencia. Considerar ese sentimiento de culpabilidad, según la misma
lógica que la transferencia, al mismo tiempo como determinante de un acto
y no como efecto secundario, y como una de sus resistencias, de estatuto par­
ticular, plantea toda una serie de problemas que no se resuelven mediante
la sustitución por una «necesidad de castigo»; respuesta parcial e insufi­
ciente, y que permanece, en Freud, como una noción paralela. En particu­
lar, resulta difícil establecer la parte inconsciente en ese sentimiento de cul­
pabilidad: o bien el conjunto, o bien la culpabilidad, o bien el sentimiento.
Quizás nuestras hipótesis aclaren esta cuestión.

Sería grande la tentación de rechazar esta noción, considerándola en el m e­


jor de los casos como un momento de la elaboración freudiana, si, por una
parte, una vez aparecida, no insistiera en numerosos trabajos suyos, y por
otra, y sobre todo, si no se manifestara como una idea esclarecedora en cier­
tas situaciones, más particularmente, de m anera ejemplar aunque no ex­
clusiva, con el adolescente, dentro del estilo que puede tomar la cura del su­
jeto moderno.
De ese modo, los analistas de la adolescencia no pueden sino generali­
zar lo que T. Reik constata a propósito de la confesión:18 cuando un enun­
ciado es pronunciado en el estilo de la confesión, confesión de una falta o
confesión de un secreto -y, más allá de un tiempo de evaluación recíproco,
es habitualmente el modo bajo el cual se establecerá la transferencia-, es si­
guiendo la vía de una negación, aislando lo que es confesado, a la vez de los
afectos consecuentes y del sentimiento inconsciente de culpabilidad, aun
cuando pueda estarle asociado un sentim iento de culpabilidad, esta vez
consciente, y que por lo tanto no tenga el mism o valor metapsicológico.
Esto es tan verdadero en la confesión de haber sido víctima, por ejemplo, de
actos pedófilos, como en la confesión del «culpable». «Falta confesada, a
medias perdonada», dice la sabiduría popular (o el super-yo colectivo), eco­
nomizando la confesión la elaboración psíquica de la culpabilidad incons­
ciente: «Puesto que yo confieso y asumo mi responsabilidad social, aunque
sea en ese vínculo microcósmico de la cura, demando que se me ahorre un
trabajo psíquico».

18. Théodor Reik, Le besoin d ’avouer, París, Payot, 1925.


Más allá del punto de vista de toda cura analítica, si el sentimiento de
culpabilidad es la resistencia del super-yo, vemos bien cómo cierta dirección
de la cura tendrá por efecto reforzar ese sentimiento legitimándolo, vol­
viendo su análisis difícil, incluso ulteriormente. Esto lo muestra bien C.
Stein, en los primeros capítulos de L’enfant imaginaire.19 En efecto, una vez
constatado que no tenemos acceso al ello sino a través de las representaciones
que son su producto y exigen un dispositivo específico para emerger, y que
el yo, en tanto que construcción imaginaria, es más determinado que de­
terminante de los conflictos inconscientes que anticipan su construcción, la
deriva de la cura es posible desde el comienzo, convirtiéndose la regla de aso­
ciación en la ley principal de un nuevo super-yo supuesto bueno para los dos
protagonistas, pero con respecto al cual el analizante, como por otra parte
el analista -lo que se escucha en numerosos controles-, desplegarán ese
mismo tipo de resistencia. La reacción terapéutica negativa del lado del ana­
lizante, la incompetencia para terminar una cura del lado del analista, pue­
den ser las consecuencias.
Si el sentimiento de culpabilidad ocupa este lugar, es sin alcanzar una
concepción de las resistencias como secundarias. En tanto que resistencia del
super-yo, el sentimiento de culpabilidad es lógica y cronológicamente con­
temporáneo de la constitución del super-yo, como la compulsión de repe­
tición no es sino otro nom bre del reconocimiento de la existencia del ello,
excepto que se disocie lo que en Freud está asociado: la segunda tópica y la
pulsión de muerte. En otros términos, el sentimiento de culpabilidad no es
nada más que la prueba de la existencia del super-yo; y es en ese sentido que
la cuestión de la culpabilidad - y de su inversión maníaca, a distancia de
otra inversión, la de la depresión- está en el corazón de toda religión que pre­
tenda proponer un ideal del yo como recompensa al reconocimiento de su
valor enunciador de las órdenes del super-yo.
A la inversa, toda prueba que cuestione la coherencia de los enunciados
superyoicos activa ese sentimiento de culpabilidad que es la prueba dinámica
del lugar tópico del super-yo, como la pulsión de muerte es económica­
mente su resto.

19. Conrad Stein, L ’enfant imaginaire, París, Denoél, 1973.


Pero una cuestión insiste, la de la localización tópica del conflicto superyoico.
La respuesta freudiana nos conduciría a privilegiar el conflicto entre el su-
per-yo y el yo, aun si, en ese sentido, de lo que se trata es de la parte in­
consciente del yo. Confrontado, en la clínica del adolescente, y no sólo del
adolescente psicópata, a esta emergencia del sentimiento de culpabilidad, so­
bre todo cuando él amarra la palabra del paciente más allá de las primeras
sesiones, propondré una serie de hipótesis, ciertamente azarosas, pero que
ofrecen el interés de poder dar cuenta de conflictos que, además de afectar
al adolescente, afectan ahora más que hasta hace poco al sujeto moderno.
El sentimiento de culpabilidad sería el testimonio de un conflicto, no del
super-yo y del yo, sino interno al super-yo, o más bien de un conflicto en­
tre dos super-yo, el super-yo de origen parental y el super-yo colectivo, se­
gún una distinción, enigmática, que nos propone Freud en El malestar en
la cultura;20 conflicto una de cuyas soluciones más económicas es la de la di­
visión. Si el sentimiento inconsciente de una culpabilidad inconsciente en­
cuentra su lugar, como indicio de una división del super-yo, la apropiación
por el yo de ese sentimiento de culpabilidad, apropiación que vuelve cons­
ciente uno de los dos términos: el sentimiento o la culpabilidad, debe en­
tenderse esta vez como resistencia del yo; una resistencia que, de ser enton­
ces interpretada como resistencia al super-yo unificado, dejaría en la sombra
y prohibiría el análisis de una oposición estructural propia del super-yo.

Para ir más lejos, sigamos el texto de Freud, en dos tiempos, a partir de la


cuestión del origen del super-yo: «Por consiguiente, conocemos dos oríge­
nes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el se­
gundo, más reciente, es el tem or al super-yo. El primero obliga a renunciar
a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo,
dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos
prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de comprenderse la seve­
ridad del super-yo; es decir, el rigor de la conciencia moral. Ésta continúa sim­
plemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndo­
la en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la «renuncia a los

20. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Obras Completas, T.1II, Biblioteca Nueva,
M adrid, ¡973, pág. 3.017.
instintos» y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia al ins­
tinto es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a
satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renun­
cia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que sub­
sistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el
miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instin­
tos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el
super-yo».21
Freud distingue, pues, dos orígenes al sentimiento de culpabilidad que
él asocia justamente con la angustia. Comprendemos con facilidad qué es
la angustia ante el super-yo, puesto que ella supone ya la constitución del ob­
jeto edípico y la prohibición planteada a su acceso; pero, ¿qué sucede con la
angustia ante la autoridad? En efecto, ella sería, a la vez lógica y cronológi­
camente, contemporánea de la constitución del objeto, produciendo el ob­
jeto de la pulsión como aquello a lo que se trata de renunciar. Creo que so­
bre ese punto kleinianos y lacanianos coinciden en tener en cuenta la
dificultad del estatuto de esta autoridad y de la angustia que inspira. Pien­
so que un kleiniano vería allí el nombre de este origen arcaico y maternal
del super-yo pre-edípico o de un edipo precoz, que inauguraría, en el lími­
te de la constitución del objeto, la salida de la posición esquizo-paranoide
hacia la posición depresiva. Un lacaniano no puede sino traducir la autori­
dad, por el Otro con A mayúscula, viendo allí otra premisa freudiana a la
conceptualización de Lacan que el Otro prehistórico de la histérica evoca­
do en los primeros trabajos de Freud. En efecto, es posible leer, en el grafo
del deseo, esta «renuncia a las pulsiones» por «el constreñimiento de la au­
toridad» como la transformación -e n punto de interrogación- del circuito
de la pulsión, por el hecho del vector que va de S a S’, por medio de la im-
pos>:ión del «¿Che Vuoi?» de la demanda supuesta del Otro.22 A partir del
m om ento en que entra en la lengua, es por la suposición de una demanda,
de una subjetividad, en el Otro, el cual no tiene en realidad otra consisten­
cia más que simbólica, que el sujeto podrá soportar la castración.

21. Ibid, pág. 3.056.


22. Jacques Lacan, «Subversión d u sujet et dialectique du désir», en Écrits, París, Le Seuil,
1966.
Pero si el lugar del super-yo es designado de ese modo, es el edipo el que
le da un contenido y un sentido, más allá de esta figura tiránica del Otro. En
el apéndice sobre «El humor»,23 Freud nos recuerda que el super-yo de ori­
gen parental no es puramente represivo, es tam bién consolador y, podemos
agregar, prometedor. En efecto, si los enunciados del super-yo son enunciados
negativos, de prohibiciones, sólo son aceptables y soportables porque van
acompañados de una promesa: «No hagas esto o aquello, renuncia al goce
de la Madre, renuncia a la satisfacción inmediata de los fantasmas edípicos,
porque más tarde, cuando seas mayor, tendrás derecho a un goce de mayor
valor libidinal». Promesa engañosa, como lo sabe el adolescente, pero que
positiva ese super-yo negativo produciendo la prim era figura asociada al
ideal del yo. La obediencia al super-yo es el precio a pagar, pero también el
precio que el niño acepta pagar, por el ideal del yo, un ideal del yo, en esen­
cia inalcanzable.
Freud subraya que, por el hecho de que las exigencias de la autoridad,
exigencias arcaicas, están en desacuerdo con las exigencias del super-yo re­
sultante del edipo, la culpabilidad no puede sino persistir, incluso ser re­
forzada; un estudio clínico sobre la culpabilidad infantil esclarecería pro­
bablemente ese punto de vista. En las páginas que siguen, Freud muestra la
concordancia entre la agresividad con respecto a la autoridad a la cual él da
un estatuto filogenético, y con respecto al super-yo, cuyo estatuto es psico-
genético. Es esa separación y esa aproximación a la vez entre filogénesis y psi­
cogénesis, la que la concepción lacaniana de lo simbólico subvierte: si el su­
per-yo es la instancia en la que se juega la prim acía de lo simbólico, ligado
o no por el Nombre-del-Padre,24 entonces la distinción entre la autoridad
(el O tro del «¿Che Vuoi?») y el super-yo (asociado al ideal del yo en el edi­
po) es una primera división interna del super-yo.

Una proposición, cuyo carácter revolucionario en la teoría freudiana no


se mide con frecuencia, sigue en la página 3065 de El malestar en la cul-

23. Sigmund Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente, Obras Completas, T. I, Bi­
blioteca Nueva, Madrid, 1973.
24. Si no lo está, nos enfrentamos a un simbolismo psicótico que, según creo, no es ausencia
de lo simbólico sino expulsión del vínculo que ordena lo simbólico.
tura, aun cuando Freud, con su prudencia habitual, hable en términos de
analogía; «Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el p ro­
ceso cultural y la evolución del individuo, pues cabe sostener que también
b comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la evo-,
lución cultural. Para el estudioso de las culturas hum anas sería tentado­
ra la tarea de perseguir esta analogía en casos específicos. Por mi parte, me
limitaré a destacar algunos detalles notables. El super-yo de una época cul­
tural determinada tiene un origen análogo al del super-yo individual, pues
se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conduc­
tores, los hombres de abrum adora fuerza espiritual en los cuales alguna de
las aspiraciones humanas ha encontrado su expresión más fuerte y pura,
aunque, quizá por eso mismo, la más exclusiva (...) Otro elemento coin­
cidente reside en que el “super-yo de la comunidad civilizada”, a entera
semejanza del individual establece rígidos ideales cuya violación es casti­
gada con la “angustia de conciencia moral”. Aquí nos encontramos ante la
curiosa situación de que los procesos psíquicos respectivos nos son más fa­
miliares, más accesibles a la consciencia, cuando los abordamos bajo su as­
pecto colectivo que cuando los estudiamos en el individuo. En éste sólo se
expresan ruidosamente las agresiones del super-yo, manifestadas como
reproches, al elevarse la tensión interna, mientras que sus exigencias mis­
mas a menudo yacen inconscientes. Al llevarlas a la percepción conscien­
te se comprueba que coinciden con los preceptos del respectivo super-yo
cultural. Ambos procesos - la evolución cultural de la masa y el desarro­
llo propio del individuo- siempre están aquí en cierta m anera aglutina­
dos. Por eso muchas expresiones y cualidades del super-yo pueden ser re­
conocidas con mayor facilidad en su expresión colectiva que en el individuo
aislado».
Creo que sería necesario completar esas páginas con las anteriores, aso­
ciar ese super-yo colectivo con la autoridad. Sería mi segunda hipótesis.
Freud concibe aquí un super-yo colectivo, no que anticipa, sino que prolonga
el super-yo de origen parental. Tendríamos entonces primero una autoridad
exterior arcaica, luego un super-yo interiorizado de origen parental, final­
mente un super-yo colectivo. Pero el mantenimiento de esta separación en­
tre la autoridad y el super-yo colectivo no tiene sino un efecto: preservar, a
pesar de todo el pesimismo de Freud en 1929, algo de esperanza de que ese
super-yo colectivo sea aún el instrumento posible de un progreso para que
¿01 S A fe i D Ü K l A AL>01-¿.^CLN 1 i

«el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no
menos inmortal adversario».25
Al finalizar la guerra, Lacan será aún más pesimista: «Ninguna forma de
super-yo es inferible del individuo a una sociedad dada. Y el único super-
yo colectivo que podemos concebir exigiría una desintegración molecular
integral de la sociedad. Es cierto que el entusiasmo con el que hemos visto
a toda una juventud sacrificarse por los ideales de Nada, nos hace entrever
su posibilidad en el horizonte de los fenómenos sociales de masa que su­
pondrían entonces la escala universal».26 Quien en la actualidad obedecie­
ra a ese super-yo colectivo se encontraría, según la fórmula de M. Nacht, «có­
modo en la barbarie».27 He evocado en otra parte esta figura psicopática
contemporánea que asocia nacionalismo salvaje, entusiasmo nihilista y odio
del origen, como lo «logra» el skinhead. Así, ese super-yo colectivo se reve­
la aún más, no secundario al super-yo individual, sino ligado a esta figura
tiránica del Otro que constituye la primera fuente de la Ley, entonces con­
fundida con la orden del goce.

Si propongo estas hipótesis sobre el super-yo, es para dar cuenta de una di­
ficultad propia de la adolescencia, y que es ejemplar con respecto a una
apuesta válida para cada uno; no es un azar si esta reflexión de Lacan sobre
el super-yo y la agresividad, a propósito de la criminología, trae a su pluma,
en numerosas ocasiones, esas palabras, raras en él, de juventud y de ado­
lescencia. •
Recordaré sólo una hipótesis antigua: hay en la adolescencia, por la de­
cepción de la promesa edípica, un defecto de las encarnaciones imaginarias
del Otro -e n términos lacanianos, la emergencia de S (Á)- de dónde, res­
pondiéndose una a la otra, una nueva depresión (nada vale, ni yo, ni los ob­
jetos, ni los otros, ni los discursos) y una nueva angustia (la presencia del
objeto es tan aterradora como su ausencia). Además del .yo, es, por supues­
to, el super-yo el que será puesto así a prueba, en la separación entre el dis­

25. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, op. d t., pág. 3.067.


26. «Introduction théorique aux fonctions de la psychanalyse en criminologie», en Écrits,
op. cit.
27. M. Nacht, A l’aise dans la barbarie, París, Grasset, 1994. .
curso parental y el discurso del amo, los cuales, para el niño, parecían sos­
tenerse uno al otro.
Esto es tanto más sensible cuando el discurso del padre que orienta el
vínculo familiar, y el discurso del amo que funda uno por u n o cada lazo so­
cial, se oponen explícitamente; por ejemplo, cuando el padre viene de otro
campo social y cultural que aquél en el que el niño hace su entrada. Para de­
cirlo con propiedad, el sujeto se verá atrapado en un conflicto de valores. Pero
esta separación existe en todos los casos, puesto que se apoya no sólo sobre
situaciones socioculturales accidentales, sino sobre la constitución m ism a
del aparato psíquico y de la instancia superyoica. Aún es necesario precisar
esos términos de discurso del amo y de discurso del padre, puesto que el pri­
mero tiene cualidad conceptual en la teoría lacaniana y el segundo perm a­
nece como una noción clínica no evocada por Lacan.
Entiendo por discurso del amo ese discurso fundador tanto del lazo so­
cial como de la existencia del sujeto en la lengua, por la im posición de sig­
nificantes amos que valdrían virtualmente como Nombres-del-Padre, los que,
al precio de la represión del deseo, lo representan en el cam po social. Dis­
curso de la Autoridad, pues, en el sentido en el que lo evoca Freud? discur­
so sin más frase que esas palabras, que ese no a las pulsiones, pero tam bién
discurso del super-yo colectivo, lleno de esas fórmulas casi lógicas, en el
sentido de la razón práctica de Kant, que articulan lo que en otros campos
se denominaría la ideología dominante.
¿Cómo oír entonces ese discurso del padre como distinto de lo que se­
ría traducción, para el niño, del discurso del amo? En efecto, el padre sim ­
bólico, el padre muerto de la horda primitiva no habla, y es precisamente
desde el lugar de su silencio desde donde se funda el discurso del amo que
organiza lo social, sobre los totems y tabúes, huellas de ese asesinato in-
confesado. El padr* imaginario es esta figura segunda, m ás bien sostenida
por la madre, que da consistencia imaginaria a este ideal del yo reparador.
Si es en nombre de ese padre simbólico y narcisísticamente sostenido p o r
ese padre imaginario que es posible un discurso del padre, su locutor es el
padre real, definido por Lacan a la vez como agente de la castración y como
«pobre tipo», castrado él mismo.28 Cualquiera sea la adecuación de ese pa-

28. Jacques Lacan, Léseminaire, Livre IV: La relation d'objet, París, LeSeuil, 1994.
dre a las funciones que le incumben, es ese padre real quien será remitido
por el adolescente a su sumisión última a un discurso del amo, mostrándose
superado, incluso denunciado, ese discurso del padre, después de haber
orientado al hijo. De un modo con frecuencia conflictivo, siempre proble­
mático, quizás patológico, el adolescente sufrirá las contradicciones entre esos
dos discursos, en el momento en que su trabajo psíquico le impone un tra­
bajo crítico. .................
El psicoanalista, o cualquier otro terapeuta, no actuará sino al recono­
cer esto que está en juego, puesto que desconocerlo sería equivalente a caer
en una acción educativa fundada sobre el m antenimiento artificial de una
continuidad entre esos dos discursos, sobre la negación de esa división del
super-yo. El adolescente, en lo más álgido de lo que está en juego en el psi­
coanálisis, es aquel que debe aprender a dejar de lado al padre para poder
servirse de los nombres-del-padre que, para él, deberán en adelante pensarse
en el plural de sus elecciones de vida.

Lo que podemos agregar, después de Freud, es no sólo que el super-yo de


origen parental está, en el tiempo de la infancia, aún menos asegurado por
una declinación de la función paterna -hecho que lo remite a su arcaicidad
tiránica y materna, acentuando el sentimiento de culpabilidad-, sino tam ­
bién que eso que se promueve del super-yo colectivo no se acompaña ya de
ninguna promesa, ni siquiera la de la felicidad, cuya vanidad nos m ostraba
Freud.
5. E l psicó pata c o m o fig u r a
CONTEMPORÁNEA

Si la psicopatía no es un diagnóstico psicoanalítico, apenas es un diagnós­


tico psiquiátrico, y cada vez más rato. En efecto, una vez designado así un
doble sufrimiento individual y social, y constatado que numerosos casos se
enm iendan solos con la edad, el psicópata, con mayor frecuencia joven y ya
m arginado por la escuela y el m undo del trabajo, es directamente remitido
a los agentes de la denominada acción social, incluso judicial. En el mejor
o en el peor de los casos, el encuentro de la psiquiatría, puerto provisorio
de una enrancia no esquizofrénica sino de escala en escala, habrá permiti­
do adornar el diagnóstico con algunas fiorituras de estilo más psicopatoló-
gico: hasta hace poco, perversión social; hoy, estado-límite.
En el enfoque psicoanalítico de esas conductas, domina una cuestión para
la cual las respuestas serán no sólo divergentes, sino antinómicas: la del su-
per-yo, anteriormente abordada desde un punto de vista metapsicológico y
que aquí lo será desde un punto de vista clínico. Freud mismo oscilará en­
tre la atribución de ese tipo de conducta, po r una parte a una debilidad del
super-yo, y por otra, a una coerción superyoica. De hecho, la clínica nos ayu­
da poco: si en cada caso el valor y la función del super-yo parecen centra­
les, es en un sentido y en otro. Propondré usar aquí una distinción que hace
Freud, en El malestar en la cultura, entre el «super-yo individual» y ese «su­
per-yo colectivo» que traduce m al la expresión alemana Kultur Überich,
«super-yo cultural», «super-yo civilizacional», «super-yo de la comunidad
civilizada», como propone la traducción de Odier.
Acentuaré la dificultad subrayada por Lacan oponiendo lo que se cons­
tituye como super-yo individual en tanto que él es, nos dice Freud, de ori­
gen parental, y por lo tanto de doble faz -interdictor pero también conso­
lador—y ese «super-yo colectivo» cuyo origen sería el discurso del amo y que
no comprende ninguna función consoladora, puesto que, llevado al extre­
mo de sus consecuencias, efectúa una desintricación pulsional, remitiendo
a todo sujeto a su destino de objeto caído. La socialización sólo es posible a
condición de que sea enmascarada, incluso borrada, la solución de conti­
nuidad entre discurso-del-padre y discurso-del-amo, que el segundo susti­
tuya con suavidad al primero, y que parezca conservar las atribuciones pro­
tectoras del super-yo parental.
Uno de los riesgos de la adolescencia es que aparezca, aunque sea de un
modo fugaz, la separación entre esos dos orígenes del super-yo, esos dos dis­
cursos fundadores, esos dos super-yo: es necesario y suficiente que, por
razones que rem ontan probablemente a la infancia y quizás incluso a la
infancia del padre, esa separación sea acentuada hasta tal punto que nin­
gún enmascaramiento de esta falla sea posible, para que se vean reunidas
las condiciones de un compromiso psicopático, ya sea provisorio o pro­
longado. En ese sentido, no es erróneo pensar que la respuesta terapéuti­
ca es institucional, puesto que ella debe afectar a la vez a esos dos discur­
sos: psicoterapéuticam ente, al discurso del padre y su interiorización
superyoica, institucionalmente, al discurso del amo; pero a riesgo -com o
lo muestra el destino del proyecto reeducativo de M akarenko- de que ese
discurso del amo, «adaptado» a semejantes patologías, se vea él también abo­
cado a su cumplimiento concentracionario: el elogio de Gorki viniendo a
justificar el gulag.
Extenderé primero esta cuestión del super-yo a la adolescencia para
examinar luego cómo nuestras sociedades, a partir del momento de una
declinación de la función paterna, decía Freud, de una declinación de los
Nombres-del-Padre, precisa Lacan, facilitan ese destino patológico. Partiré
de una constatación clínica, en apariencia paradójica: la connivencia entre
un compromiso psicopático y la adhesión sin reservas a un discurso nacio­
nalista extremo, como en el caso de esos nuevos sujetos de un nuevo lum ­
penproletariado de nuestro tiempo que constituyen habitualmente la masa
de mano de obra de los doctrinarios del nacionalismo, hasta el punto qui­
zás de desbordar las ambiciones políticas o diplomáticas de aquellos que
pretenderían encuadrarlos, pretensión que a mi juicio está destinada al fra­
caso. Pueden entonces encarnarse múltiples figuras: la de los skinheads nues­
tros y sobre todo de nuestros vecinos, la de ciertos clubes de seguidores de
fútbol, pero también, digámoslo, la de los lanzadores de piedras de la inti-
fada, a quienes vemos dispuestos a subvertir toda tentativa diplomática, re­
servándose la posibilidad de cambiar el discurso del amo que pretendería sos­
tenerlos.
Decir que la adolescencia es un momento de separación, de despegue de
los padres, puede conducir a algunos a pensar que se trata de un simple pe­
ríodo de acomodación yoica e imaginaria. Soy de los que piensan que el al­
cance de esta operación es más grande y afecta a todas las instancias psíquicas:
ello, yo y super-yo, en todas sus dimensiones: real, simbólica e imaginaria,
si sus vínculos son nodales más que estratificados, si están anudados bo-
rromeanamente más que jerarquizados en superficies y capas. Es verdad
que las condiciones de esta operación son infantiles, pero un cierto núme­
ro de casos clínicos nos indican cómo esta nueva exigencia identificatoria
puede afectar lo bastante a las primeras identificaciones como para que un
fallo, una rotura o una desviación tenga entonces un efecto psíquicamente
esencial Aquí examinaremos los riesgos de la operación adolescente para el
super-yo.
En mi opinión, es una falsa querella psicogenética la de oponer una
concepción de la constitución precoz del super-yo, bajo un modo kleinia-
no o*lacaniano, y la idea freudiana de que él es heredero del complejo de Edi-
po. En efecto, si su lugar se fúnda indirectamente a partir del estadio del es­
pejo, es el edipo el que le da un contenido y produce los enunciados
prescriptivos que él permitirá interiorizar. En todo caso, es esencial para
nuestro propósito el mantener la separación entre super-yo e ideal del yo por
una parte, e ideal del yo y yo ideal por otra. Si el super-yo es de origen pa­
rental, es que permite, o más bien promete y da las condiciones, que se re­
velarán engañosas, de una adecuación posible entre yo ideal e ideal del yo.
«Lo que te prohíbo es por tu bien; si tú respetas la ley que te doy, puedes te­
ner la ambición desmesurada de esperar, en un cierto tiempo, esta imagen
del Adulto ideal que yo presentifico para ti. Es el goce de ser que no sólo te
prometo, sino que te ordeno».
Cuando el Otro pierde su encarnación imaginaria parental y se mani­
fiesta subrepticiamente vacío de toda cualidad imaginaria y puro efecto
simbólico, antes que encontrar otra encamación imaginaria en el Otro sexo,
esta promesa se revela engañosa en todos los sentidos. Primero, el «cierto tiem­
po» se prolonga ilegítimamente, a continuación, el goce prometido no es sino
un goce parcial de más puesto que no asegura ninguna relación sexual; fi­
nalmente, la omnipotencia infantil encuentra sus límites y el ideal propo­
ne su vanidad. Hay de qué, para hablar con propiedad, no angustiarse, sino
deprimirse por la pérdida de todo valor.
Para que esta crisis sea superada, más allá de los intentos maníacos de
evitar la depresión, es necesario que otra promesa y otro enunciador to­
men el lugar de esta promesa, y de su enunciador imaginario, para que per­
sista la creencia de que existiría otro padre que el muerto o caído, quien
podría imponerse a mí por mi bien. Héléne Deutsch, optimista, considera
así el compromiso político y social -era verdad para los estudiantes ameri­
canos de su época- bajo su aspecto positivo en la adolescencia. Freud es, al
parecer, más pesimista, a partir de su análisis de la psicología de las masas:
esta reconciliación con el super-yo da su lugar al líder, y ese líder, destronando
al padre, conduce fácilmente a lo peor.
La psicopatología del adolescente psicópata nos permite observar un
mecanismo psíquico específico en la iniciación delictiva o paradelictiva:
por un lado, este adolescente se presenta, como lo dice Winnicott, anim a­
do por una tendencia antisocial, ciertamente ordenada por una demanda in­
satisfecha al Otro materno, pero que lo aísla del cuerpo social con el que no
mantiene más que una relación conflictiva; por otro lado, excluido de lo
social, es fácilmente capturado en un cuerpo grupal que se une a lo que
puede presentarse como una horda marginalizada por el estado de dere­
cho, adhiriendo, en un sentido fuerte, a una banda, cualquiera sea el obje­
to que la reúna, sólo que ella está dirigida no por una lógica distributiva de
los objetos, sino por una lógica proyectiva de los ideales.
De ese modo, allí donde el psicótico recibe del Otro, y nosotros diría­
mos del Otro real, una orden que lo empuja al acto, allí donde el neuróti­
co supone, bajo diversos modos, una demanda del Otro, esta vez imaginaria,
a la que responde de forma sintomática en particular con sus acting-out,
el psicópata, en su cara-a-cara con el Otro simbólico, cuya inconsecuencia
mide, como el perverso, confesará fácilmente, en sus conductas de agita­
ción, haber sido arrastrado por otro, esta vez otro con minúscula, como si
el grupo lograra sostener ese yo ideal que caracteriza la omnipotencia in­
fantil, designando un ideal del yo nuevo desplegado al revés del ideal del
yo infantil.
Que la banda nacionalista triunfe al proponer lo que podemos denominar
un orden nuevo allí donde la banda delictiva termina por fracasar, es lo que
es necesario examinar para explicar esta tendencia del psicópata a trans­
formarse en el instrumento de lo peor.

«Siempre es posible unir entre sí, por los lazos del amor, una masa de hom­
bres más grande, a condición de dejar algunos fuera para recibir los golpes.»
Freud nos indica cómo se construye el nacionalismo, sobre las vías del jui­
cio, tales como son descritas en 1925 en su artículo sobre la negación.
El extranjero es primero el Enemigo; no es un segundo tiempo el de la
identificación del Enemigo entre los extranjeros, es un tiempo primario,
efecto de una expulsión constitutiva: introyecto lo que es bueno, expulso lo
que es malo; el afuera está constituido primero por lo que es fuente de dis­
placer. Es así, cualquiera sea el destino secundario, muy variable, como se
construye la idea nacional, por la producción de un adentro y de un afue­
ra, no descriptivos sino prescriptivos. Hay que destacar cómo es, cuando me­
nos, negado en la historia de una nación, el prim er momento de adhesión
a un lugar, a saber, por una parte una invasión, por otra una expulsión o una
digestión de los autóctonos; no hay más que leer todas las historias de Me­
dio Oriente, desde cualquier ángulo, para desvelar esta ocultación.
La Nación se constituye por medio de la invención de su Real, el Ene­
migo, quien retoma desde dentro, en la figura del Enemigo interior al que
sería necesario digerir de nuevo o expulsar; enemigo interior que hace sig­
no por su función de traicionar los secretos (véase el caso Dreyfús) en be­
neficio del enemigo exterior, o por su función de basurero de los desechos
del amo. Allí donde la adhesión nacional sigue las huellas de la pulsión oral,
el enemigo interior, destinado a ocuparse de la secre-ción29 (juguemos con
la palabra), indica lo anal de esta misma nación, lo que puede condenarlo
a la «cloaca».
La función de la constitución del Estado de derecho es producir, se­
cundariamente, una elaboración de la ¡dea nacional que transforme al Ene­
migo en extranjero, al Enemigo del interior en rehén. Es por otra parte la
paradoja del siglo xcc hacer de los valores nacionales un ideal para todos y
suprimir la idea del Enemigo para soñar con una República universal, como
lo soñó la Revolución francesa. En fin de cuentas, legitima el colonialismo;

29. «Secret-ion» permite jugar coa la palabra «secret», secreto. Nota de la traductora.
¿8| SAfcií^UKiA ADUiLbiL^

será necesario el caso Dreyfiis para que un Zola constate, sin resolverla, esa
paradoja.
Pero ese progreso democrático tiene un precio: la represión del discur­
so del amo que funda la ciudadanía en el sentido de nacionalidad, produ­
ciendo un resto que es expulsado. Vemos bien la debilidad de la democra­
cia, en nuestros períodos electorales, cuando nuestros amos revelan primero
su histeria en la demanda de ser elegidos. El estado de derecho, en tanto
que operación secundaria a la idea nacional, no existe más que para disimular
su origen primario, origen que retoma en el discurso nacionalista pero tam ­
bién en toda llamada a la «ley natural», cada vez que se produce un debili­
tamiento de la democracia. La emergencia, por una parte, de los naciona­
lismos pero también, por otra, de la ecología, con su nostalgia paranoica del
buen salvaje, se explica de ese modo.
En efecto, la democracia se caracteriza por no proponer ningún ideal del
yo, excepto cuando logra estar en estado de guerra. Eso que entonces retorna
es la llamada a un super-yo arcaico, denominémoslo maternal, y tanto más
cuanto que la estructura familiar, ligada por la función paterna, ha perdi­
do su eficacia. Así, la eugenesia no es un accidente del nacionalismo, no
más que la apelación al derecho de sangre contra el derecho de suelo; ella
constituye la esencia misma, la connivencia del discurso del amo con aque­
llo que, detrás de la idea de ley natural, se perfila de un ideal del yo de ori­
gen materno y cuya huella opera ya en ciertas inclinaciones democráticas:
pienso en el lapsus de una paciente, estéril, que en nombre del derecho al
niño - a la inversa del derecho del n iñ o - quería apelar a una PMA que ella
traducía por procreación «maternalmente» asistida.
Porque este ideal del yo, nacionalista y materno, llamémoslo perverso,
se caracteriza por su evacuación de la diferencia sexual, de la castración, de
la prevalencia fálica. Él dispensa al sujeto de su toma de posición sexuada
en beneficio de una figura única, la Madre-Patria o la prostituta, y de una
práctica sexual específica, la violación, en la que el sujeto se evita la castra­
ción, incluso la evita al otro, prefiriendo quizás la muerte, la suya y la del otro.

En ese sentido puede comprenderse una paradoja del discurso nacionalis­


ta, aunque quede por evaluar en qué medida se trata de un discurso y no de
eso que he podido evocar a propósito de Céline y de Le Pen, de una eruc­
tación pre-discursiva: cómo esos enunciados que se presentan como fun­
dadores, o refundadores, apelando a una historia mítica, se encuentran fá­
cilmente próximos y vecinos de un discurso nihilista tal que, ya sea por la
vía del sacrificio, la expulsión o la destrucción del otro, se asocie a la expulsión,
la destrucción de sí mismo. En efecto, la lógica de la adhesión a ese nacio­
nalismo primario conduce fácilmente al sujeto a sacrificarle su vida, trans­
formando este ideal nacional en «ideal de nada», como lo observa Lacan.
Son evidentemente el nazismo y la evolución de la lógica nazi los que nos
informan mejor acerca de ese proceso que articula nacionalismo y nihilismo.
Hider toma el poder con un discurso hipernacionalista, designando a los ju ­
díos principalmente, a los otros pueblos en segundo lugar, como el enemigo,
enemigo primario diríamos: unir al pueblo alemán contra un Enemigo in­
tentando apoyarse sobre una historia mítica, designando al Enemigo en el
exterior y en el interior, constituye un primer tiempo lógico. El segundo está
marcado por dos acontecimientos que no tienen la misma magnitud, pero que
asociaré: por una parte, sustituir las SA por las SS; por otra, decretar no sólo
la expulsión o la concentración de los judíos, sino su exterminio sin huella.
Sustituir las SA por las SS se explica ciertamente por factores políticos
coyunturales, pero, de un m odo más crucial, la «Noche de los cuchillos lar­
gos», durante la cual Roehm y sus adeptos son masacrados, marca un tiem­
po de transformación ideológica: el SS ya no es un combatiente nacionalista,
asociado a los antiguos combatientes del 14-18 y de los Cuerpos Francos,
como lo eran los SA, es un ser nuevo que ya no tiene por ideal al Gran Reich
sino al Führer, al cual debe estar dispuesto a sacrificar su vida y su identi­
dad. Es notable que el famoso tatuaje que sustituía por un núm ero el nom ­
bre de los deportados, haya sido efectuado primero sobre las SS. La proporción
de los nazis «buenos», los «puros» fue disminuyendo hasta la selección de
los SS cabezas-de-muerto, que indica el último tiempo antes de la produc­
ción de esos arios puros sin pariente con los que Hitler podía soñar.
La conferencia de Wanzee contiene la paradoja nacionalista; expulsar o
reducir a los judíos a lo más extremo, lo que podía tener por función unir
a los alemanes en la repetición espectacular de una fundación mítica, como
lo habían sido las otras manifestaciones antisemitas -p o r ejemplo, los po­
groms rusos-, se convierte en: exterminar, suprimir, borrar a los judíos has­
ta borrar las huellas de este honramiento, de modo tal que la lucha contra
el Enemigo pierde su razón de ser, que la pulsión de destrucción ya no es el
fundamento de una organización libidinal, sino que la pulsión de muerte
funciona sola, remitiendo a un inorgánico mineral que exige que incluso los
cadáveres desaparezcan.
En otros términos, el «super-yo colectivo» alcanza allí su extremo: ser­
vir no a la constitución del yo colectivo que sería la nación, sino por sí mis­
mo, a la aniquilación, aniquilando incluso su función estructurante.
Esta ejecución nihilista del nacionalismo es lo que no perciben aquellos
que adhieren, ingenuamente, podríamos decir, a un discurso nacionalista,
incluso en nombre de una liberación individual que pasaría por la libera­
ción nacional. La derivación camboyana, en particular, nos ha demostrado
que esta realización no es excepcional y única; esperemos que los naciona­
lismos en juego en Yugoeslavia no sigan el mismo camino absoluto, ese mis­
mo atajo en ciertos bosques.30
Por el contrario, el psicópata que nos ocupa anticipa este cumplimien­
to cuando adhiere al nacionalismo, y a él volvemos.

Bernard Gibello, articulando de un modo cuestionable aproximación psi-


coanalítica y aproximación cognitiva del psicópata, ha aislado: una desar­
monía cognitiva marcada por una dispraxia -incapacidad de imaginar una
continuidad motriz de la acción-, una discronía -incapacidad de imaginar
una continuidad temporal de los objetos-, una disgnosia -incapacidad de
imaginar una continuidad de sentido de los significantes-. En otros térmi­
nos, una debilidad de las posiciones de resolución imaginaria, de reparación
yoica de la discontinuidad simbólica. Así podemos concebir que a falta de
inventar una continuidad imaginaria, el sujeto se refugie contra el efecto de
lo simbólico, en una continuidad real, o intente repetitivamente, para «sen­
tirse real» (Winnicott) traspasar lo imposible -asunción de riesgo real-, li­
berarse de las prohibiciones simbólicas, negar su impotencia imaginaria.
Los kleinianos, por su parte, encontrarían en la alternancia entre idea­
lización y desvalorización del otro, en la propensión del psicópata a en­
contrar modelos heroicos paradójicos pero tam bién enemigos irreducti­
bles, la utilización masiva de la identificación proyectiva, pero, debemos
agregar, en tanto que se trata de un mecanismo no primario sino secunda­
rio, en todo caso para el psicópata.

30. La prim era redacción de este texto data de 1991.


La adhesión del psicópata a un ideal nacionalista que se revela como
ideal de la nada, sostenido por un discurso del amo asesino, procede de un
mecanismo que podemos denominar anti-edípico. En efecto, el excluido
-subrayemos la propiedad del térm ino- ha sido expulsado de lo social, del
lazo social, tanto más cuanto que se ha visto confrontado a la exigencia de
una resolución del edipo cuando el enunciado del discurso del amo ha sido:
«Tu deseo de muerte referido al padre es un deseo conform e a lo legítimo;
en la sociedad que nosotros te proponemos, tu padre no vale nada». Dicho
de otro modo, si la resolución del edipo es una resolución imaginaria, cons­
tituyéndose el yo edípico como una máscara de apuestas simbólicas y rea­
les, dirigidas a un padre imaginario -que un célebre analista, un día, para
indicar la nostalgia que se dirigía a él señaló con Pi, fórm ula en la que ex­
presaba sobre todo la solución neurótica de su propio exilio-, si esta reso­
lución es imaginaria para el neurótico, no lo es para el psicópata: él tiene el
derecho y el deber de continuar soñando con suprim ir a ese padre, real­
mente quizás, simbólicamente en todo caso.
Es un azar no poco afortunado sino por el contrario esencial, el que
Hitíer no haya sido un sujeto alemán de origen y al mism o tiempo se pare­
ciera tan poco al prototipo del ario, y que la adhesión al nazismo haya des­
bordado el marco de una etnia por cierto mítica, pero imaginariamente,
en el sentido de una imagen del cuerpo, designada, hasta el extremo del
compromiso de un M aurice Sachs. Del mismo modo, es ejemplar la figura
del Kapo: está allí por ser delincuente y pertenecer él m ism o a una minoría
oprimida. Arriesguemos una fórmula: lo excluido del lazo nacional retor­
na en lo Real nacionalista, y son numerosos los ejemplos de esas figuras
históricas que, de un lugar que parecía estar al margen, se convierten, al
precio de una inserción mítica, en los cantores o los instrum entos del na­
cionalismo extremo, hasta su fin: la eliminación de los traidores a la causa
(las exacciones del ANC son recientes), incluso la ejecución suicida.
Conocemos bien las consecuencias de todo discurso social que desva­
loriza al padre, incluso cuando busca inocentar al hijo delincuente: impul­
sa a buscarse nuevos ideales, es uno de los efectos perversos de la prisión.
De un modo más general, toda desvalorización de la función y del discur­
so paterno no produce la fraternidad que puede soñar la histérica, sino la
llamada a lo peor: las vías abiertas por el ideal más revolucionario y el ideal
más reaccionario son, como nos lo muestra Freud, las mismas.
6. L a in t r a n s ig e n c ia d e la v ir t u d

Entre el Terror revolucionario y nuestro tiempo, se sitúa el Caso Dreyfus,


en el que se teje nuestra modernidad: nuevo lugar y nuevo discurso de esas
antiguas instituciones que son la Iglesia y el Ejército, y de esa reciente que
es la Escuela; redistribución de las clases sociales con la aparición de los in­
telectuales; nueva aprehensión de las categorías de Enemigo y de extranje­
ro. Yo había publicado hace un tiempo un artículo sobre la figura del trai­
dor y del Enemigo interior en este caso. Esta vez evocaré como introducción
un aspecto secundario: las paradojas de la adhesión a uno y a otro campo.
Del lado de los anti-dreyfúsianos, como lo muestra el análisis de las sus­
cripciones al monumento Henri, el encuentro de una élite intelectual reco­
nocida, representada a la vez por la Academia y por Barrés, de una extrema
derecha anarquizante, originaria en gran medida de lo que llamaríamos des­
pués, la ultra-izquierda, heredera de las figuras de Eudes y Rochefort, de otros
antiguos de la Comuna de París, cercanos a Drumont, y de un populacho; don­
de el burgués está junto a aquellos que, por múltiples razones, son margina­
dos o excluidos del lazo social. En el capítulo precedente, yo evocaba la fácil
adhesión de los excluidos del lazo social a un nacionalismo extremo hasta en
sus consecuencias nihilistas. Resulta interesante constatar, en la historia re­
ciente de Europa desde la Revolución Francesi, esta connivencia repetitiva de
la que no da cuenta suficientemente la categoría de lumpen-proletariado.
Pero pienso más bien en las paradojas encontradas por los dreyfusianos,
en sus divisiones, legibles desde los inicios del Caso y explícitas con ocasión
de la grada presidencial después del segundo proceso de Rennes, entre aque­
llos que defendían a un hombre y aquellos que defendían un principio. Ra­
ros fueron quienes, como en el caso de Bernard Lazare, m uerto demasiado
pronto para vivir ese dilema, y sobre todo Jaurés, intentaron conjugar a
cada m om ento esos dos objetivos. Conocemos la fórmula asesina; «Drey-
fus, si no hubiera sido Dreyfus, hubiera sido antidreyfiisiano», pero más
ampliamente, los dreyfusianos se separaron, según su grado de negligencia,
incluso de desprecio, de la persona de Dreyfus, que aceptó la gracia, falto de
«coraje», de «virtud», traidor esta vez a su propia causa.
Este episodio recuerda otros en los que las víctimas, al ser elevadas al ran­
go de mártires, son también, más o menos insidiosamente, acusadas de pa­
sividad, de cobardía, de indignidad a su causa. El demócrata, según la figu­
ra que pudo describir Sartre, al erigirse, en nom bre de la democracia, del
humanismo y de los derechos del hombre, en defensor del dominado con­
tra el dominante, opera, quizás necesariamente, esa inversión. Sobre un
plano más teórico pero sintomático, Lenin, siguiendo a Marx, podrá sacar
las consecuencias (el Partido) de la distinción entre la clase obrera «histó­
rica», élite rara, supuestamente «inteligente», al punto de sacrificar sus sa­
tisfacciones inmediatas en beneficio de un interés de grupo idealizado, y la
clase obrera «concreta», «estúpida», al punto de luchar, en el trade-unionismo,
por una mejoría a corto plazo. Conocemos las consecuencias.
Es una paradoja esencial de la democracia, y sin duda ya de la repúbli­
ca, que por un lado ella implique una adecuación inmediata entre el bien in­
dividual y el bien colectivo, un encuentro posible entre lo bueno, el bien y la
verdad, y que por el otro, en su aplicación, choque con la constatación de que,
como lo recuerda Freud, «el hombre es un lobo para el hombre», contraria­
mente al ideal rousseauniano de una bondad innata que se encontraría de­
trás de la perversión social, ideal pronto arruinado por el ejercicio del poder.
La realización de la virtud unitaria, prom ovida por la república, en­
cuentra necesariamente su callejón sin salida lógico: «No hay libertad para
los enemigos de la libertad», llevado quizás al extremo de un giro al terro­
rismo, cuyo índice mayor es que sus principales víctimas se encuentran en
el campo mismo de aquellos a quienes se trataba de liberar, bajo la figura
del traidor. Gran número de las víctimas de la intifada palestina o de la lu­
cha anti-apartheid deben situarse de ese lado.
De hecho, cuando, a la idealización de la víctima sucede su desidealiza­
ción necesaria, surge el riesgo de una derivación terrorista. Según la fór­
mula pertinente de Malraux: «Un hombre pesimista y activo será fascista,
salvo si tiene una fidelidad detrás de él», resulta simple constatar que la fra­
gilidad de la fe en la democracia explica numerosos y sorprendentes cam­
bios de dirección individuales, o lentas derivas colectivas.
No me resisto a exponer extractos de un texto en donde se percibe esta
dificultad entre república y democracia: «Es una de las fases de la desigual­
dad humana -desigualdad innata que no podríamos com batir- la que quie­
re este reparto en jefes y en sujetos. Estos últimos forman la inmensa m a­
yoría; tienen necesidad de una autoridad que tome por ellos decisiones a las
cuales se acomodan casi siempre sin reserva. Cabría observar, en este orden
de ideas, que deberíamos emplearnos, mejor de lo que lo hemos hecho has­
ta ahora, en formar una categoría superior de pensadores independientes,
de hombres inaccesibles a la intimidación y entregados a la búsqueda de lo
verdadero, que aseguraran la dirección de las masas desprovistas de inicia­
tiva. El que el imperio tomado por los poderes del Estado y la prohibición
de pensar de la Iglesia no se presten a semejante formación, no hay necesi­
dad de demostrarlo. El Estado ideal residiría naturalmente en una comunidad
de hombres que hubieran sometido su vida instintiva al dictado de la razón.
Nada podría crear una unión tan perfecta ni tan resistente entre los hom ­
bres, incluso si ellos debieran por lo tanto renunciar a los lazos de sentimiento
de unos con respecto a otros. Pero existen todas las posibilidades de que
esa sea una esperanza utópica». Este texto es de Freud, en su correspon­
dencia con Einstein, recogida en Pourquoi la guerre? (he elegido la antigua
traducción, más brutal): es necesario conocer a Freud para no temblar ante
este ideal utópico; en todo caso, él plantea un problema imposible de elu­
dir. Aquí está subrayada la difícil separación entre el ideal republicano y el
ideal democrático.
Sin negar mi interés por la cuestión moral en política, m e limitaré a ha­
cer algunas referencias clínicas, partiendo de dos cuestiones: la primera es
la de la adecuación entre esta intransigencia de la virtud que orienta a la de­
mocracia y a la república hacia el terrorismo y las doctrinas dictatoriales, y
el compromiso revolucionario o reaccionario, bajo su forma nacional-nihi­
lista o natural-ecológica, según las dos vertientes del anarquismo de la ju­
ventud, en la lógica de esta «moralidad implacable» que W innicott subra­
ya en el adolescente, en proximidad, dice él, de la esquizofrenia o de la
prim era infancia; cuestión de la deriva psicológica que concierne a cada
uno, pero de modo ejemplar al adolescente. La segunda cuestión es la de la
difícil distinción, en El malestar en la cultura, entre el super-yo individual
de origen parental y el concepto difícil de Kultur Überich, mal traducido
por «super-yo cultural».
Esta idea de «moralidad implacable» traduce bien lo que ocurre para el
adolescente en lo concerniente a su posición ética, confrontado al engaño
de la promesa edípica.
En la infancia, el edipo no cuenta para dar sentido a los enunciados su-
peryoicos más que por su doble cualidad, de origen parental, de ser cierta­
mente interdictor, pero también, como nos lo recuerda Freud, consolador
y prometedor: «Renuncia, en Nombre del Padre, a este goce total que sería
el incesto con la Madre, porque está prohibido, pero también porque, por
una parte esa renuncia es por tu bien, por otra, tú tendrás derecho más tar­
de a este goce total cuando seas mayor» (dejo de lado, por economía, la
complejidad del enunciado en el edipo femenino, pero sigue la misma línea).
Una vez que ha crecido su talla y está provisto de los mismos atributos que
el adulto, el adolescente, legítimamente, diríamos, no puede dejar de exigir
este goce prometido, incluso ordenado por el super-yo. Pero este famoso goce
que sería el goce genital no garantiza ninguna relación sexual en la que el ser
hablante31 aseguraría su ser, y deja inigualable el goce Otro, el goce del Otro,
al cual el edipo le prescribe renunciar provisionalmente. Ello justificaría las
tentativas de regresión a una omnipotencia infantil pre-edípica en el momento
mismo en que la promesa es repetida, el goce nuevamente prometido para
más tarde -«cuando trabajes, luego, cuando te jubiles, finalmente cuando
estés muerto, mientras tanto sé bueno, hazte un plan de ahorros y prepara
tu salvación» -prom esa enunciada no ya por el super-yo de origen paren­
tal, descalificado en su encarnación imaginaria, sino por el Kultur Überich
que toma el relevo sin tener las mismas cualidades.
Al mismo tiempo, por múltiples razones, entre las cuales el acceso a la
dimensión del infinito -infinito temporal de la continuidad de las genera­
ciones que lo expulsa de la triangular primera, infinito espacial que lo ex­
pulsa de su lugar de elección infantil, la casa fam iliar- y bajo un m odo bien
descrito por Piaget e Inhelder, él accede entonces, o más bien es capturado
por una exigencia de generalización, de universalización tanto de los pre­
ceptos como del saber. Sabemos de qué modo, en la relación con los padres
pero también con otros adultos, el adolescente será sensible a toda contra­
dicción del discurso, contradicción interna entre los enunciados, externa

31. «Le parlétre», térm ino acuñado por Lacan. Nota de la traductora.
entre los enunciados y los actos. Además de una reactualización de la posi­
ción depresiva, marcada por múltiples decepciones, es frecuenterriente bajo
un modo sadiano que buscará una solución a la vez discursiva y actuada. Sa-
diano en el sentido en que, como lo ha mostrado Lacan, Sade excede a
Kant en llevar al extremo, el extremo de una negación de la diferencia se­
xual en una moral de célibe, la universalización de los preceptos; es lo que
se lee precisamente en el capítulo «Franceses, un esfuerzo aún si queréis ser
republicanos»; es lo que da razón, menos de los intentos perversos del ado­
lescente en su actividad sexual que de lo que ha podido ser designado como
«perversión social» para calificar sus conductas psicopáticas, donde se sig­
na su relación con el lazo social.
fVsí, bajo un modo de intolerancia al síntoma que puede asemejarlo al pa­
ranoico, el adolescente rechazará fácilmente toda formación de compromi­
so entre las exigencias superyoicas y la presión del ello, oscilando el sujeto ha­
bitualmente entre la sumisión masoquista a las reglas morales más persecutorias
y los pasajes al acto más sádicos, como puede oscilar entre la más fuerte sub-
jetivación de la depresión, en la pérdida de todo valor de las palabras, de los
objetos, de sí mismo, y la exacerbación de una omnipotencia entonces ma­
níaca, hasta la adopción del mayor riesgo ante los peligros reales.
Esta intransigencia moral del adolescente debe entenderse en dos sen­
tidos: por una parte, en el rechazo a transigir sometiendo la exigencia del goce
a las coerciones de la realidad, sometiendo su acceso a un ser prometido a
la repetición de una castración simbólica que ya no está encubierta por una
reparación imaginaria, razón para movilizar todas las fallas narcisísticas an­
tiguas; por otra parte, en el rechazo de toda nueva transición que le sería pro­
puesta o impuesta como necesaria para el cumplimiento de una promesa en
la que él ya casi no cree.
En este sentido puede hablarse de una temporalidad específica de la
adolescencia, tensionada en tres direcciones: primero, la tentativa, destina­
da al fracaso, de hacer coincidir la presencia en tanto éxtasis del ser, con el
presente como éxtasis del tiempo; en segundo término, el rechazo de la tem-
porización y la puesta en situación -de sí mismo y del otro- de urgencia even­
tualmente puntuada de actings-out neuróticos, de pasajes al acto psicóticos,
de agitación psicopática; en tercer término, en apariencia a la inversa de
eso, la tentación de detener el tiempo, hasta el punto de justificar, no sólo
para la niña como lo señala Freud, sino también para el niño, una regresión
discreta o masiva, ya sea que prolongue abusivamente el período de laten-
cia o, más radicalmente, que revalorice las apuestas pre-edípicas. En mi opi­
nión, no es simple analogía que el mismo tipo de cuestión sobre la tempo­
ralidad haya sido planteado por toda acción revolucionaria.
Pero lo que es verdadero de una posición individual crítica lo es también
en la confrontación a lo social, si es desde un mismo lugar, simbólicamen­
te definido, el lugar del Otro -p o r una parte, por su anclaje mediante el
Nombre del Padre-, que se construye el ideal del yo, y se profieren los enun­
ciados superyoicos, pero que por otra parte tam bién -m ediante los Nom-
bres-del-Padre, en plural esta vez, significantes-amos del discurso del am o-,
se propone otro ideal del yo y se origina el «super-yo cultural». A cada uno
su Otro, simbólicamente designado, imaginariamente apropiado por la su­
cesión de sus encarnaciones virtuales, es un enunciado segundo, porque el
Otro, efecto de la lengua, como lo que se habla, es primero puro sujeto de
la teoría de los juegos, transubjetivo. Esta distancia entre una encarnación
imaginaria que hace del Otro el domicilio del yo, y su cualidad simbólica que
implica la necesidad comunitaria de los seres hablantes sexuados, es la que
se trata de examinar; separación percibida, aunque no fuese más que fugi­
tivamente, por el adolescente; separación discreta entre, podríamos decir, la
psicogénesis del Otro, única psicogénesis que interesa al analista y su filo­
génesis.

El ideal nacional propuesto por el super-yo colectivo contiene, no en su de­


riva sino en su esencia misma, efectos nihilistas que podrían justificar el
compromiso psicopático, no sólo de algunos que ya son delincuentes sino
de todos, como se ve en Yugoslavia hoy. Todo ideal propuesto por ese super-
yo colectivo, aunque fuese un ideal republicano de libertad, de igualdad y
de fraternidad, com porta este aniquilamiento como única promesa. En
otros términos, o bien la llamada a esos valores participa del «discurso co­
rriente»,32 como lo designa Lacan, que ciertamente puede dar consistencia
imaginaria a ideales en los que se niega lo imposible y lo sexual, pero al pre­

32. <>Disque ourcourant» juego de palabras, en e! que está incluido el término disco, «dis-
que», pero que por deslizamiento metonímico se lee «discours», discurso. Nota de la tra­
ductora.
ció de una participación en la «estupidez» común hasta llegar a la connivencia
paranoica de los «yo» en su esencia imaginaria, o bien ese super-yo colec­
tivo sostiene esos ideales hasta alcanzar el extremismo necesario del terro­
rismo, cuyo indicio es, a mi parecer, el momento en el que la agresividad,
de estar primero dirigida hacia un enemigo designado, expulsado -el «odio
del emigrante» resuena curiosamente para nosotros-, se dirige de inme­
diato a los traidores, los sospechosos, para finalmente conducir a su cum ­
plimiento sacrificial y suicida. Como lo observa Freud con algún humor: «Nos
preguntamos con ansiedad qué medidas tomarán los Soviets una vez que to­
dos sus burgueses sean exterminados». El malestar en la cultura es de 1929;
cinco años más tarde comenzarán los grandes procesos de Moscú; ahora lo
sabemos.
El entusiasmo revolucionario -com o el entusiasmo reaccionario- no
puede sino conducir a lo peor, lo peor respecto de su antónimo el padre, cuan­
do el amo se opone al padre, aunque ese amo sea un antiguo esclavo; la des­
colonización y sus efectos, Camboya sobre todo, nos lo demuestran. Qui­
zás sea necesario agregar a ese riesgo virtual el efecto de todo entusiasmo
político.
Es una paradoja contemporánea el que, habiendo desaparecido el lugar
del Enemigo exterior para unir en un lazo social aceptable a una «gran masa
de hombres», podamos quedar reducidos a contrarrestar sin cesar nuestros
impulsos virtuosos para preferir la mediocridad en política, dirán algunos,
la modestia, en todo caso, con seguridad; es decir, la reserva en lo referen­
te a proponer un nuevo origen, un nuevo ideal, una nueva virtud.
III Ideal adolescente
Si la pubertad trastorna primero la imagen del cuerpo construida en la in­
fancia, y que deberá ser reconstruida, genitalizada, es decir, no sostenida ya
por la mirada y la voz de la madre y el falo paterno, sino comprometida en
la relación con el otro sexo, con una renuncia definitiva y difícil a la bise­
xualidad (los riesgos homosexual y perverso de la adolescencia se juegan allí),
es en el mismo movimiento que se impone la reorganización de los ideales.
Este otro sexo, objetal, es también el Otro sexo, ideal. Si hay fallo de las en­
camaciones imaginarias del Otro, es en varios sentidos: primero, los padres ya
no sostienen el yo ideal; en efecto, este apoyo parental -«puedes hacerlo, pues­
to que yo te acompaño»- vacila ante este nuevo encuentro con el Otro, y la an­
gustia, con frecuencia fóbica, retoma incidental o masivamente. En segundo
lugar, el adulto, o más bien el Adulto (con una gran A) ya no constituye un ideal
del yo válido, una figura simbólica de un modo de existencia.
Motivo para atropellar a los padres33 pero también para ofrecer, como
lo hemos visto, la juventud como carnaza a las ideologías más rígidas, más
perversas, que se proponen para responder a la incertidumbre adolescente.
En el intervalo entre el Adulto y el Otro sexo, dos encarnaciones «norma­
les» («norma masculina»34, diría Lacan), surgen de las encarnaciones pro­
visorias y totalitarias (Dios, la Sociedad, la Naturaleza, etc.) que adquieren
valor sobre todo por impugnar tanto los ideales infantiles como los ideales
adultos. Podría consagrarse a ello todo un catálogo de las mitologías ado­
lescentes, en el sentido de R. Barthes.

33. Bajo la dirección de C. Miollan, Parents et adolescence, Toulouse, Érés, 1995. Se encon­
trarán en esa compilación dos artículos, no retomados aquí, que consagré a la cuestión
de los padres del adolescente, prolongando el capítulo que sigue.
34. «N orm e mále». N ota de la traductora.
7. LOS PADRES
DEL ADOLESCENTE

¿De qué padres se tratará? ¿Y de qué adolescente? El título no es evidente,


sobre todo para un psicoanalista: es un título fuera del sexo en su formula­
ción.
La palabra «parientes»35 está llena de sentido, puesto que puede desig­
nar al conjunto de aquellos con los cuales alguien está emparentado, con quie­
nes tiene un lazo de sangre o de alianza, hasta incluir al más lejano primo
«a la moda de Bretaña», o al menos a aquellos que tienen un papel en la fi­
liación, es decir, pertenecen a la clase de los ascendientes y son colaterales,
de los ascendientes directos. Permaneceré aquí en la extensión más reduci­
da, incluso si debo evocar al margen otros dos lazos de parentesco impor­
tantes para el adolescente: el lazo fraternal y la relación con los abuelos.
Pero al designar ya al padre y a la madre como «padres», acepto la idea de
que existiría una función y una posición parental común, una comunidad
entre la maternidad y la paternidad, mientras que la experiencia psicoana-
lítica nos muestra, por el contrario, que entre los estatutos de madre y de pa­
dre no sólo hay una diferencia, anclada en lo biológico de la diferencia se­
xual, sino una divergencia de valor: así, el vínculo de la madre con el hijo
es primero real -el hijo es un pedazo despegado del cuerpo de la madre, por
lo tanto imaginario, es la madre quien sostendrá para el hijo la construcción
del m undo exterior y de su yo corporal-, mientras que el vínculo del padre
con el niño, vínculo que, para existir, debe ser propuesto, introducido y
sostenido imaginariamente por la madre, es un vínculo primero simbólico,

35. La palabra «parents» tiene d erta ambigüedad en francés, puesto que puede significar tan­
to padres como parientes. N ota de la traductora.
hasta el punto de que Freud podía afirmar que el padre era siempre un pa­
dre adoptivo.36
Pero, aun si a veces el adolescente puede jugar con esta divergencia, ten­
drá a menudo tendencia a evocar a los padres como un todo, incluso como
a ese «padre combinado» que reúne los atributos de los dos sexos, que Mé-
lanie Klein describe como figura fantasmática en el niño pequeño. Y cuan­
do hable de los «adultos», ya sea bajo un modo perseguido/perseguidor,
despectivo o reivindicativo, descuidará con más frecuencia la diferencia se­
xual. Para expresarlo de otro modo, si hay reactivación del edipo en la ado­
lescencia, el acento no deberá colocarse primero sobre la distinción y la
distribución de los sexos y los roles sexuales, sino sobre la diferenciación de
las generaciones. En efecto, para el niño, la prohibición del incesto, gene­
ralizada en un plazo necesario para el-ejercicio -prom etido para más tar­
de- de su sexualidad, se legitima a partir de una diferencia entre los «pe­
queños» y lós «mayores», de modo que los padres son remitidos al m undo
de los adultos, idealizado, y cuya lógica sería distinta que la de la infancia.
El adolescente, convirtiéndose entonces él mismo en un adulto, debe re-
formularse de otro modo esta prohibición, distinguir a sus padres de los otros
adultos y plantear verdaderas preguntas: ¿qué es lo que, ahora que soy «ma­
yor», que me parezco, por mis atributos, al padre del mismo sexo, sostiene
aún esta prohibición? ¿Qué es un adulto, si no un padre o alguien que re­
presenta a los padres?
En alguna medida, el adolescente se encuentra retroactivamente ante la
primera prueba de Edipo, cuando él conduce a la Esfinge al suicidio al re­
solver el enigma: «¿Cuál es el animal que camina sobre cuatro patas por la
mañana, sobre dos patas a mediodía, sobre tres por la noche?», designan­
do al ser humano, primero niño a gatas, luego adulto en pie, finalmente
viejo que claudica sobre su bastón.
Se comprende así por qué, en el título, he designado al adolescente, reu­
niendo a niños y niñas bajo la misma apelación mientras que las apuestas

36. La experiencia eaconsulta de] adoptante demuestra que es del lado de la m adre que hay
más dificultades, puesto que, en ese caso, la madre no será madre sino a partir de lo sim­
bólico y no de lo real, m ientras que para el padre las cosas son más fácilmente «acep­
tables».
de la adolescencia, así como la forma crítica que puede adoptar, no son las
mismas para los dos sexos.37 Es para subrayar que, en el trabajo de duelo a
efectuar, duelo doble de su propia posición infantil y de las figuras paren-
tales del niño, niños y niñas tienen el mismo trabajo psíquico que hacer.
No retomaré aquí lo que está en cuestión para el adolescente mismo. Mi
pregunta será: ¿qué es lo que, de la adolescencia de los hijos, está en juego
para los padres? Y doy inmediatamente una respuesta: un cambio de lugar.
Ser padre no es una cualidad intrínseca del ser humano, a partir del mo­
mento en que éste ha asegurado su función de reproducción (se puede
abandonar a los hijos); es prim ero una función, luego una posición ocu­
pada en relación a otro sujeto y modificada, incluso trastornada, cuando
este otro sujeto, se transforma de niño en adolescente y luego en adulto. No
es lo mismo ser padre de un hijo y transformarse en padre de un adulto,
no sólo por razones sociales y jurídicas, puesto que eso ya no correspon­
de, en los hechos y en derecho, a la misma responsabilidad, sino también
por razones psíquicas.
La adolescencia de los hijos, que para ellos es una crisis, será también cri­
sis, una crisis necesaria, para la organización familiar, obligando a los pa­
dres, como personas, a reinventar su lugar, ya sea en relación con otros
miembros de la familia, con su cónyuge, con sus propios ascendientes, o en
relación a ellos mismos. En efecto, les será necesario apoyarse sobre su cua­
lidad de hombre y de mujer, sin poder contentarse -incluso refugiarse de­
trás- de su posición de padre.
Así, la célebre fórmula: «Permanecemos juntos por los niños» pierde
todo valor, si es que tenía alguno, y el peso de los otros investimientos dis­
tintos de los parentales, comprendido el conyugal, será puesto en cuestión.
Los padres deben entonces separarse de lo que parecía una parte de ellos mis­
mos, deben efectuar ellos también un trabajo de duelo; de que ese trabajo
sea con frecuencia difícil pueden dar testimonio un buen número de esas fa­
mosas crisis de la madurez, ya sea que se manifiesten por un hundimiento
depresivo, o por la reactivación maníaca de lo que podemos denominar be­
llamente el «demonio de mediodía».

37. Véase Jean-Jacques Rassial, L’adolescent et le psychanalyste, París, Rivages, 1990, capí­
tulo primero.
Se podría creer que bastaría con codificar ese cambio de estatuto de los
padres para resolver el problema, pero las cosas son más complicadas, por­
que psíquicamente los padres están divididos entre lo que se podría deno­
m inar los padres de la realidad, los padres conscientes, y los padres fanta­
seados, los padres inconscientes, que han permitido la estructuración psíquica
del sujeto.
El adolescente se ve confrontado a la separación entre la realidad de sus
padres, que él comienza a percibir como sujetos cualesquiera, con sus con­
flictos, sus límites, sus deseos, y los padres ideales o idealizados en la infan­
cia que durante un tiempo han encarnado ese estatuto de adulto prom eti­
do para más tarde. Por su parte, él resolverá ese hiato por m edio de la
eventual invención de una novela familiar, soñando un origen fabuloso, o
bien por la denuncia repetida de esos padres decepcionantes que no res­
ponden jamás como es necesario a sus reivindicaciones mal formuladas, o
por medio de cualquier otra proyección, de forma a veces persecutoria. Del
lado parental, eso se traduce por la insistencia repetitiva de un «no olvides
que yo soy siempre tu padre, o tu madre», en el momento en que ellos mis­
mos se encuentran en la incertidumbre de su propia posición.
Fran^oise Dolto decía drásticamente que, desde el punto de vista psíquico,
un niño ya no tiene necesidad de sus padres para su desarrollo cuando ha
alcanzado los ocho años. Sin duda tenía razón desde un punto de vista edu­
cativo, pero al igual que persiste en el adulto un niño imaginario, hay per­
sistencia de esos padres fantaseados, desencarnados durante la adolescen­
cia, y cuyo duelo necesita con frecuencia un psicoanálisis.
Es así que los padres del adolescente, a causa de lo que su hijo proyec­
ta en ellos, son conducidos a interrogar a sus propios padres fantaseados, a
cuestionar la idea misma de lo que es ser padre.
Propondré algunas vías de reflexión sobre las relaciones entre los ado­
lescentes y sus padres, en dos tiempos: primero, suscintamente, sin reto­
mar toda una teoría de la adolescencia, estudiando lo que son los padres para
el adolescente, lo que él espera de ellos y lo que puede esperar; a continua­
ción, examinando lo que para los padres se pone en juego de la adolescen­
cia de sus hijos.
LO QUE SON LOS PADRES PARA EL ADOLESCENTE

El primer efecto de la pubertad es que el cuerpo del niño se transforma en


un cuerpo de adulto. He examinado las múltiples consecuencias de ese cam­
bio de la imagen del cuerpo: por una parte, para el adolescente, 1o que lla­
mamos los signos secundarios (el cambio de voz, la pilosidad, el crecimiento
de los senos, etc.) son tanto o más importantes que la madurez de los ór­
ganos genitales, stricto sensu; por otra parte, el adolescente debe entonces efec­
tuar un trabajo de apropiación o más bien, de reapropiación de la imagen
del cuerpo tal como se había construido en la primera infancia alrededor de
la época llamada del estadio del espejo, según los procesos bien descritos por
Frani;oise Dolto. En efecto, lo que en la adolescencia garantiza esta imagen
del cuerpo, ya no son la mirada y la voz de los padres, en particular de la ma­
dre, sino lo que verán y dirán los semejantes del adolescente y, sobre todo,
las eventuales parejas del otro sexo.
Pero hay que subrayar que ese cuerpo se parecerá en adelante al del
adulto del mismo sexo, que adquirirá esos atributos que hace poco dife­
renciaban a los padres y, momento esencial, que él será tan grande, quizás
más grande, de estatura. Con frecuencia se olvida cómo el m undo del niño
está regido y orientado por el hecho de que él debe levantar sin cesar la ca­
beza para mirar la cara de los adultos, desde el momento en que comenzó
a tenerse en pie. El m undo socializado, con excepción quizás de la escuela,
está concebido a la medida del adulto y el niño debe m irar hacia arriba per­
manentemente. Todo lo que implica la mirada hacia lo alto, hacia el cielo,
hacia Dios, a quien se imagina más grande o más alto, es sin duda un res­
to nostálgico de esta posición infantil; al menos, con respecto a Dios, si él
existe, podemos permanecer niños. Pero ocurre que, sin alcanzar esta su­
blimación de lo infantil a la que un adolescente debe renunciar, la consta­
tación de «convertirse en más grande que los padres» tenga un efecto ca­
tastrófico para algunos. He hecho la exposición de un caso semejante en otro
lugar.38
En un primer tiempo, la pubertad puede ser vivida por el adolescente
como una falta, incluso como una enfermedad, cuyos signos serían, para la

38. L'adolescent et le psychanalyste, op. cit.


niña, el sangrado de las reglas, y para el niño, las erecciones espontáneas y
las poluciones nocturnas. Pero, por el hecho de esta semejanza, también
será vivida, con frecuencia en un segundo tiempo, como una competición
con los padres: en efecto, cuando el adolescente se apropia de los atributos
del adulto, por una parte sus atributos ya no aseguran a los padres un'su­
plemento del ser, un poder de más, y a partir de allí él se opondrá a toda au­
toridad que ya no se apoye sobre esta diferencia corporal; por otra parte, esta
apropiación está próxima a una competición con el padre del mismo sexo,
o puede ser concebida de ese modo. Se ven numerosas relaciones entre pa­
dres y adolescentes tropezar con ese conflicto, consciente o inconsciente, y
agitado por cada uno de los cónyuges: ¿quién es ahora el más fuerte? ¿Quién
es ahora la más bella? Lo que se pone en juego es el envejecimiento y la
muerte de los padres.
El adolescente se da cuenta de que poseer el conjunto de los atributos
de la edad no es, como podía creerlo el niño, la propiedad de ciertos humanos,
sino un estado provisional, como lo era la infancia. Entonces, desde el pun­
to de vista de las generaciones, el m undo está dividido no ya entre dos es­
pecies, los «mayores» y los «pequeños», como lo está entre dos y sólo dos se­
xos, sino entre un cierto núm ero de estados provisionales, como lo indica
la adivinanza de la Esfinge a Edipo; al menos tres: el niño, el adulto y el vie­
jo. Si el niño crece, es también que los padres envejecen, y si él toma posi­
ción de adulto, los desaloja un poco para empujarlos hacia la vejez. Y esto
algunos lo soportan mal.
Paralelamente, en tanto que los padres le parecían al niño sólidos e in­
mortales, aptos, en los mejores casos, para soportar y responder sin su­
cumbir, y bajo un modo estructurante, a los deseos edípicos más agresivos,
los padres del adolescente se revelan no sólo falibles sino también mortales:
podrán m orir de muerte natural bajo el efecto de la vejez, sin que sea nece­
sario matarlos, así como la represión de los deseos de muerte de su hijo no
los protege de su destino de mortales. La dinámica imaginaria de la inte­
gración del edipo se ve así trastornada.
Ese carácter decepcionante de los padres que, en definitiva, no están
hechos de otra materia que los hijos y ya no pueden ser los referentes últi­
mos, ideales, infalibles, tendrá dos consecuencias: primeramente, modificará
de forma radica] la relación del adolescente con sus padres, el alcance y el
estilo de sus demandas, de sus quejas, de sus reivindicaciones; en segundo
término, volverá a plantear la cuestión de un Otro como referente último
que esta vez sea infalible y pueda garantizar con eficacia y de forma dura­
dera al adolescente su identidad, lo que implicará tanto la eventual nueva
religiosidad en la búsqueda de un Dios que ocupe este lugar desierto, como
la espera o la búsqueda de un amor, de un gran amor distinto al parental,
es decir, ordenado por el acceso del adolescente a la genitalidad.
Pero es importante constatar ya que si el adolescente expresa con fre­
cuencia esta decepción frente a sus padres en la oposición, el conflicto, la in­
solencia, es primero para él mismo una prueba que puede provocar, lo ex­
prese o no, angustia y depresión.
Antes de examinar cómo el adolescente se dirigirá a partir de entonces a
sus padres, evoquemos otra consecuencia de la pubertad: no sólo el adoles­
cente se convierte en un adulto, sino -y eso no es para nada la misma cosa,
puesto que afecta a lo simbólico y no sólo a lo imaginario- que se convertirá
potencialmente en un padre o una madre. No sólo los padres son cuestiona­
dos como adultos, sino que lo son también como representantes privilegia­
dos de la paternidad y la maternidad. Ser padre o madre ya no es una cuali­
dad; vemos a veces a los padres mismos llamarse entre ellos «papá, mamá»,
olvidar su masculinidad y su feminidad detrás de su paternidad; ser padre o
madre es una función provisoriamente asegurada, socialmente sostenida.
El término de «cadena de las generaciones» corresponde por completo
a lo que constata el adolescente, en su descubrimiento en múltiples facetas
de la dimensión del infinito: los padres no son los primeros, él mismo y sus
hermanos y hermanas no son los últimos, la familia celular ordenada por
la tríada edípica estalla ante cada nueva incidencia. Por un lado, la cadena
se remonta a los abuelos, luego a los ancestros, y sabemos en qué medida los
adolescentes, además de la invención de una eventual novela familiar, sen­
tirán el gusto, incluso la pasión, por la genealogía y la historia, y cómo po­
drán apelar a los abuelos, quienes la mayor parte del tiempo encuentran en
ello cierto interés, si no para oponerse a los padres, al menos para remitir­
los a su propia infancia. Por otra parte, el adolescente descubre que esta ca­
dena puede prolongarse después de él, y se descubre una nueva responsa­
bilidad, a veces lo bastante intempestiva como para que, paradójicamente,
ciertos compromisos precoces en la maternidad o la paternidad, tales como
que se trate de dar un hijo a su padre o a su madre, sean tentativas de esquivar
este nuevo lugar.
Sobre todo, ello modifica el valor de la concepción de lo que los psicoa­
nalistas designan como la escena primitiva, es decir, la imagen fantaseada
del acto sexual de los padres que engendró al hijo, ese momento insitua-
ble y puramente fantaseado para el niño, incluso, en ese sentido, para cual­
quier adulto con respecto a sus propios padres, y que sería el momento de
su origen.
Más allá de los errores que habrían podido inducir tanto un exhibicio­
nismo real o verbal de los padres como, a la inversa, una prohibición abso­
luta que recaiga sobre la idea misma de una sexualidad entre ellos, el ado­
lescente, replanteando la cuestión de su origen, interroga la sexualidad de
los padres, directa o indirectamente; y vemos a algunos padres sucumbir a
la idea de que ellos podrían, a partir de entonces, hablar «libremente» con
sus hijos de su vida sexual, feliz o desgraciada, cuando, precisamente, lo
que interroga el adolescente, es este acto sexual imaginario y único de su pro­
pia fecundación.
Todo ello no deja de producir, en los padres, efectos paralelos a los que
agitan al adolescente y a su joven vida sexual: es así con respecto al hiato en­
tre el acto sexual como cumplimiento de un deber de reproducción, como
búsqueda de un goce antaño remitido a más tarde y prometido al niño,
como repetición, necesariamente fallida, de este acto único de castración.
Si bien al niño puede dársele una educación sexual, cuando ésta es dada en
la adolescencia por los propios padres, se convierte con la mayor frecuen­
cia en fuente de malentendidos. Tanto más cuanto que, en todo diálogo, en
general, la adolescencia es la edad de los malentendidos entre padres e hi­
jos, un malentendido que se trata más de descubrir que de creer resolver.

Abordemos el estilo de interpelación de los adolescentes con respecto a los


padres. Los padres formulan con frecuencia dos quejas concernientes a sus
hijos adolescentes: son insolentes y responden. Tomemos esas formulacio­
nes en serio.
¿Qué es ser insolente? Es afirmar su soledad, incluso reivindicarla extra­
yéndose del juego social, de lo que llamamos el bienestar, el hecho de com­
portarse bien en sociedad. Ya intenté demostrar que, en una sociedad que no
reconoce más que menores y mayores, niño y adulto, sin estatuto intermedio,
estar en la adolescencia, en ese pasaje fuera devestatuto, era en sí una insolen­
cia. Y cada uno sabe bien que en la insolencia del adolescente hay un males­
tar que se proyecta al exterior, un «mal en su piel» como suele decirse. Y la ado-
i
lescencia es efectivamente el momento en el que esos sentimientos negativos
con respecto a sí mismo no son, como en la infancia y como más tarde, re­
primidos, expulsados al fondo de sí -al margen de que reaparezcan en toda
una serie de formaciones de compromiso (sueño, lapsus, síntoma, etc.)- sino
que, como en la psicosis y principalmente la paranoia, son proyectados al ex­
terior (si me siento mal, es por tu culpa), momento en el que se mimetiza una
relación perseguidor/perseguido que, cuanto menos, animará la vida familiar.
Creo que en cierto modo se debe sacar partido de esta insolencia, puesto que
es uno de los motores mismos del proceso de la adolescencia.
Pero la segunda fórmula es aún más rica, la del adolescente que res­
ponde. Un día conté la historia de un adolescente que me habían traído
porque había respondido a su padre, quien le reprochaba su deserción de
la vida de familia. Él le había respondido: «¡Y tu hermana !». Muy pronto
se demostró que la hermana del padre tenía, justamente, un lugar esencial
en la economía familiar. ¿Qué es un hijo que responde? Es aquel que, en lu­
gar de obedecer, es decir, de permanecer en el lugar que le es asignado por
el discurso de los padres, pronuncia una palabra, una palabra de más, aun
cuando ésta sea anodina. ¿En qué sentido es eso insoportable, con frecuen­
cia más allá de la intención del mismo adolescente, sorprendido por el im ­
pacto de su réplica? Por dos razones complementarias: por una parte, por­
que se pone de manifiesto que hay otros discursos posibles al discurso
parental, el cual pierde entonces su valor; por otra parte, porque en verdad
el discurso de los padres se revela frágil, puesto que basta una palabra, una
palabra de más, para denunciarlo. Cuando creen -o más bien simulan y ad­
hieren a esa simulación- detentar un saber, estar en posición de referente
último, los padres saben simultáneamente -incluso si elloc aún se lo ocultan,
como ha sido necesario que se lo oculten durante la infancia de su adoles­
cente- que ellos mismos responden a lo que se espera de ellos, ya sea por par­
te de sus propios padres, de la sociedad, de su deber o su buena voluntad, que
ellos mismos están sujetos a un discurso del que no son los verdaderos amos.
En ese diálogo difícil entre los adolescentes y sus padres, los unos y los
otros descubren el m undo que los rodea, sus propias dependencias, y cada
uno, a su manera, se siente ueóbordado. Razón por la cual apelar a un ter­
cero. Pero ese tercero no podría más que ayudar a cada uno a descubrir sus
determinaciones; él no evitará un conflicto necesario y fundador.
Más allá de esta insolencia, el adolescente, al dirigirse a los padres, se pone
a la vez en posición de demandar, de contradecir y de imitar, y si alterna en­
tre esas tres posiciones, es con frecuencia para hacer que se completen. Al
mismo tiempo, inventará sin cesar nuevas demandas, buscará y atravesará
las ocasiones de contradecir a sus padres, y, sin darse cuenta siempre, los imi­
tará.
Demandar. Conocemos esas solicitaciones repetidas del adolescente
para recibir de sus padres tal objeto o tal autorización, pero sabemos tam ­
bién que responder directamente a la demanda no resuelve nada. El objeto
obtenido no será el bueno o dejará el lugar a otro objeto; será lo mismo
para la autorización (de salir por la noche, por ejemplo). Eso no quiere de­
cir que sea necesario rechazar todas esas demandas, pero hay que medir
que lo que se demanda es siempre menos alguna cosa que simplemente un
signo de escucha, un signo de amor, un signo de reconocimiento. Lo que para
el adolescente cuenta es que su demanda, y detrás de ella su derecho de de­
mandar, sean reconocidos como legítimos. Y si él se precipita entonces en
la demanda, es en alguna medida para responder a lo que se le dijo cuando
era niño y que la pubertad ha debido hacer advenir: la promesa de que,
cuando sea mayor, tendría el goce, en el doble sentido de un placer prohi­
bido al niño y de goce de los bienes. Esta demanda va en el sentido del tra­
bajo de apropiación de sí mismo y del m undo que constituye el proceso de
adolescencia.
Contradecir. Más allá de lo que allí remite a eso que dije anteriormente
de la insolencia, encontramos otra puesta en juego del gusto de los adoles­
centes por la contradicción. Jean Piaget ya había subrayado que la adoles­
cencia era la edad de los sistemas, de las teorías, porque precisamente en ese
momento, el niño accede a un m odo de pensar, un tipo de inteligencia que
se desprende aún un poco más de los objetos concretos, para alcanzar un ri­
gor abstracto y combinatorio. Con más frecuencia que a la oposición, el
«sentido de la contradicción» corresponde en el adolescente a su exigencia
ilusoria de un discurso sin contradicción. Así, él subrayará frecuentemen­
te, incluso con inteligencia, las contradicciones internas del discurso de los
padres, entre lo que ellos dicen y lo que hacen, lo que han promovido y lo
que son, etc. Es necesario concebir ese placer de contradecir en paralelo con
el idealismo de los adolescentes, su anarquismo en el doble sentido de una
rebelión contra toda autoridad y de una pasión por la utopía:
Imitar, finalmente. Es lo que parece menos evidente tanto para los ado­
lescentes como para sus padres, pero es una de las primeras constataciones
que puede hacer el clínico: imitar rige las relaciones filiales. Hay una estre­
cha semejanza entre los adolescentes y no lo que son los padres, aquello en
lo que se han convertido, sino aquello que han sido en su adolescencia, lo
que han soñado ser o, al contrario, han reprimido de sus propios deseos. El
caso puede ser extremo y a veces encontramos, detrás de la conducta suici­
da de una adolescente, las huellas de una depresión antigua de la madre, de­
presión que puede entonces despertarse; o bien, detrás de ciertas adhesio­
nes toxicomaníacas, una antigua relación problemática de los padres con la
medicina o. a los medicamentos; o aún, en la delincuencia del hijo, una re­
lación ambigua del padre con la ley. Pero eso es con frecuencia más complejo.
No impide que descubramos siempre numerosos elementos determinantes,
si no de acontecimientos clave, que demanden a los padres que consultan
por su hijo adolescente, evocar su propia adolescencia.

QUÉ VIVEN LOS PADRES DE ADOLESCENTES

Es lo que me permite proseguir. Primero, evocando lo que denominaré la


patología de los padres de adolescente, una patología normal que sólo pue­
de ser designada así porque los padres con frecuencia sufren, son alcanza­
dos en su propia persona, puesto que la adolescencia de sus hijos es una
verdadera prueba para ellos. Luego continuaré, y esa será mi conclusión, no
dando consejos -n o veo ni cuáles, ni desde qué lugar podría yo darlos- sino
proponiendo a los padres algunas vías de reflexión.
En efecto, si la adolescencia es para el hijo un momento esencial de
elección de vida, aunque sólo fuere de elección profesional, ello trastorna
la organización familiar e implica que también los padres deban efectuar nue­
vas elecciones.
La dificultad, cuando recibimos adolescentes y su familia, es la impre­
sión de que cada uno de los miembros funciona bajo un modo depresivo
o bajo un modo maníaco, o aún, en una alternancia maníaco-depresiva; de
un modo menor, por supuesto, es decir, sin que se pueda hacer verdade­
ram ente un diagnóstico de estado maníaco-depresivo, salvo en algunos
casos, raros pero indicativos de un riesgo, en los que la adolescencia de
una hija es el desencadenante de un proceso cidotím ico de la madre, o
dicho de otro modo, cuando es la confrontación con la posibilidad de que
el hijo se convierta en padre la que desvela la organización paranoica del
padre. Pero lo más frecuente es felizmente m enos catastrófico, y esta al­
ternancia, incluso ese juego maníaco-depresivo, tiene más bien por efec­
to dar un estilo tal a las relaciones familiares y a la relación con los terce­
ros, que un verdadero diálogo se hace difícil. Dejaré de lado aquí lo que
explica el comportamiento depresivo y las respuestas maníacas de la cri­
sis de adolescencia, y evocaré más bien el porqué de tales reacciones en
los padres.
Debido a que la adolescencia de sus hijos exige de su parte un cambio
de lugar, los padres pierden las referencias, o ciertas referencias, de su pro­
pio yo, como las que han funcionado para ellos desde el fin de su propia ado­
lescencia. Ese lugar protegido, el hogar familiar, constituido poco a poco, al
precio de compromisos y de represiones secundarias, se ve amenazado en
su unidad y sus principios de funcionamiento, de un modo un poco dife­
rente para el padre y para la madre.
Del lado de la madre, podemos retomar esta buena pregunta que plan­
teaba hace poco Gennie Lemoine: «Guando una mujer habla de su interior,
¿qué es lo que evoca, su casa o su cuerpo?». Sin duda, la «madre suficiente­
mente buena» de Winnicott, aquella que permite al hijo conquistar su in­
dividualidad bajo una cierta protección, es la que de un cierto modo, un poco
lúdico, ha logrado confundir provisoriamente esos dos sentidos de lo inte­
rior. El niño convertido en adolescente, en vía pues de salir del domicilio fa­
miliar, trastornará esta identificación materna, quizás incluso hasta su ima­
gen del cuerpo.
Del lado del padre, y cualquiera sea su estilo, tradicional o modernista,
riguroso o «liberal», el lugar familiar es aquél en el que él ha logrado más o
menos valer tanto como su propio padre, o incluso, como ese padre m íti­
co originario cuyos representantes serían los padres, ha logrado estar, parecer
estar, en posición de fundador, lo que traduce la expresión «fundar una fa­
milia». Pero es el momento en el que el adolescente puede replicarle, res­
ponderle que en realidad él no era sino un eslabón en la cadena de las ge­
neraciones, eslabón provisional, y que su lugar de primero, de uno, de Padre,
no era más que funcional. Con respecto a ello, es primero el estatuto social
del padre y no la imagen del cuerpo el que se ve afectado por la adolescen­
cia, y tanto más cuanto que el discurso del Amo que ordena la socialización
del hijo contradice el discurso del padre.
Y este doble cuestionamiento es más importante en la medida en que es
contemporáneo de otras realidades, de otras experiencias de la vida: para la
mujer, la menopausia, que pone en cuestión su estatuto de mujer y de m a­
dre; para el hombre, quizás, cuando su posición profesional se vuelve frá­
gil. Es eso lo que de un modo más o menos menor podrá provocar una de­
presión, es decir, el sentimiento de volverse inútil, de ser rechazado como
un desecho, de ser injuriado en la propia persona, tantas fórmulas de que­
jas por parte de los padres como las que viven y reciben de parte de sus hi­
jos adolescentes. En efecto, el yo del padre está mal asegurado y recibe como
una herida toda agresión, toda agresividad que incluso es normal y estruc­
turante para el adolescente. Los padres tienen entonces necesidad de un
trabajo psíquico de reconstrucción de ese yo, apoyándose a la vez en iden­
tificaciones que podríamos denominar p re-paren tales y teniendo en cuen­
ta una nueva realidad exterior.
Por múltiples razones que se combinan, los padres son remitidos a su
propia adolescencia: por una parte, por supuesto, porque sus hijos les mues­
tran de un modo más o menos deformado la imagen de su propia adoles­
cencia, como un momento ciertamente difícil pero también como momento
pasado de juventud, de invención y de elección, más difíciles de rehacer en
la edad de la madurez; los padres pueden entonces reencontrar esos sueños,
esas ambiciones, esos deseos que antaño reprimieron y que escuchan pro­
cedentes de otro. Por otra parte, interrogados acerca de las funciones paterna
y materna, confrontados a la desintegración de la familia celular que vuel­
ve a poner al orden del día a la familia ampliada, no pueden dejar de verse
confrontados nuevamente, quizás en vivo, o en forma retrospectiva, a la
cuestión de la relación con sus propios padres, aunque no sea más que para
constatar que la tarea de sus padres fue ardua cuando ellos mismos eran
adolescentes, y reevaluar sus juicios hacia ellos, al menos los que datan de
esta época y que han persistido. Finalmente, dado que el adolescente cons­
tituye el paradigma, el modelo de todos los cuestionamientos ulteriores del
yo: si la adolescencia es el primer momento lógico posterior al estadio del
espejo, de vuelta atrás y recapitulación, de reiniciación de una fundación de
sí mismo y de la relación con los otros, las crisis de la madurez seguirán e
imitarán fácilmente la misma vía.
Es lo que permite comprender una vertiente distinta a la de la depre­
sión. En efecto, en forma discreta o amplificada, la respuesta de los padres
a esta implicación de su imagen podrá tom ar un estilo maníaco, soñando
con reencontrar una libertad infantil perdida desde hace mucho tiempo. El
discurso corriente designa muy justamente a la menopausia como un «re-
tour d'áge»,* yo que acecha a cada uno cuando debe encontrar nuevos
puntos de orientación. Veremos así, en la complicidad o la competición, a
tal madre renunciar en todo o en parte a su posición materna y, olvidan­
do quizás el lazo conyugal, imitar la invención de la feminidad que inten­
ta su hija, a reserva de proponerse, para gran desconcierto de ésta, como
su confidente y su compañera. Veremos así a ciertos padres, en m enor gra­
do, volver al deporte, al ejercicio de su fuerza viril, o, en mayor grado, de­
jarse atrapar por el famoso «demonio del mediodía», en la búsqueda de aque­
lla que proyectará en él la imagen de un hom bre todavía joven, todavía
«verde», como se dice.
Y esas manifestaciones depresivas y maníacas serán tanto más fuertes
cuanto peor asegurado esté el lazo conyugal; no se trata de que haya con­
flicto entre los padres, dado que los conflictos pueden animar ese lazo, ser
la fuente de su relanzamiento, sino de que uno.}’, otro habrán renunciado
a su masculinidad y a su feminidad en beneficio de la posición provisoria
de padres. Cada uno puede constatar cómo el remodelamiento de la pa­
reja impuesto por la adolescencia de los hijos es una prueba esencial del
conjugo.
Ciertamente, por un lado es frecuente que esas manifestaciones guarden
la suficiente discreción como para pasar desapercibidas hasta que pierden
el sentido y la función con la partida de los hijos, y por otro, ocurre que sean
más catastróficas y que entre los adolescentes y sus padres se instaure, por
ejemplo, un tipo de relación casi paranoica, en la que cada uno espía al otro
como un perseguidor. Pero me ciño a lo que me parece más generalizable.
Para llegar a algunas hipótesis sobre lo que podría orientar del modo
menos patológico posible la relación padres-adolescente, podemos cons­
tatar ya que ese trabajo de cuestionamiento que constituyen las denominadas

* En francés la expresión coloquial «retour d ’áge» designa bien el sentido de vuelta atrás
de ciertas conductas propias de la menopausia. Nota de la traductora.
crisis de la madurez', en especial cuando son contemporáneas de la adoles­
cencia de los hijos, será tanto más difícil y perturbador cuanto discreta haya
sido la propia crisis de adolescencia de los padres. Lo que significa que sin
duda vale más que la crisis de adolescencia se manifieste en toda su ampli­
tud en ese momento en que las nuevas elecciones no comprometen, en de­
finitiva, más que al sujeto mismo, antes que quedar aplazada hasta más tar­
de, cuando, convertido él mismo en padre, soportará mal que su hijo le
plantee cuestiones precozmente reprimidas.
De hecho, como terapeutas no recibimos sino adolescentes «con pro­
blemas», y sobre todo desde el punto de vista de los padres. Es cierto que en
un determinado número de casos existen riesgos de que el joven empren­
da una vía catastrófica, pero m uy a menudo no se trata sino de manifesta­
ciones normales de una crisis necesaria y estructurante, y debemos con­
tentarnos con una explicitación de sus apuestas. Es un trabajo «diferencial»
difícil e intento señalar los caminos. Por el contrario, no recibimos sino ex­
cepcionalmente adolescentes «sin problemas», al menos con respecto a los
padres, y sin embargo son aquellos a los que les resultaría quizás más útil un
trabajo que les permitiera hacer o al menos expresar una verdadera crisis de
adolescencia.
La primera idea que sostendré es la de que es necesario tomar las cues­
tiones de la adolescencia en serio, ya sea que se manifiesten en los discur­
sos o en los actos. En serio significa ni de forma abusivamente trágica ni con
ligereza y de un modo irrisorio. Hay que evitar tomar con demasiada faci­
lidad a lo trágico las experiencias de la adolescencia: tal o tal pasaje al acto
que en el adulto señalaría un proceso patalógico, en el adolescente con fre­
cuencia no hace sino marcar la exigencia psíquica de experimentar su nue­
va existencia en el mundo, esta iniciación que no se produce sin transgre­
dir tanto las coerciones externas de la ley como los límites de su cuerpo. El
gusto por el riesgo que caracteriza a los adolescentes, sus intentos de tras­
pasar prohibiciones que inquietan a los padres, son un pasaje obligado y útil
hacia elecciones de vida que deben efectuar.
Pero si a menudo conviene dar seguridad a los padres confrontados al
coqueteo de su hijo -para utilizar un térm ino bastante rico- con la delin­
cuencia, la toxicomanía, incluso la locura, no es para convertir en irrisorio
lo que entonces se experimenta. Por una parte, por supuesto, están los ca­
sos en los que de ese modo se indica aquello que verdaderamente puede
convertirse en un proceso patológico, pero por otra parte y sobre todo, es
necesario aceptar como válidas las preguntas implícitas o explícitas a las
cuales el adolescente responde por medio de su conducta. No creo siste­
máticamente en la virtud de un «se pasará solo», aunque no sea más que por­
que en la mayoría de los casos en los que «se pasa solo», es por la vía de una
represión secundaria, de modo tal que la^s preguntas reprimidas regresarán
bajo una forma sintomática en la vida adulta, y porque, aceptándolas, se pue­
de, si no evitar, al menos limitar este futuro neurótico.
He intentado demostrar cómo detrás de tal o cual manifestación pato­
lógica se podían reencontrar verdaderas cuestiones esenciales, incluso cuan­
do nosotros mismos hemos escogido eludirlas o minimizarlas para con­
vertirnos en adultos.
Ayudar al adolescente consiste menos en proponerle respuestas que en
aceptar tomar en serio sus preguntas, permitiéndole formularlas en su dis­
curso antes de que él se precipite en actos. Entonces nos damos cuenta rá­
pidamente de que hemos compartido esas mismas preguntas éticas u on-
tológicas, y que ellas cuestionan nuestras antiguas elecciones.
La segunda idea es que la función de padre de adolescente implica a la
vez un cambio radical de lugar y una modificación muy progresiva, es de­
cir, a la vez un acontecimiento situable en el tiempo y una evolución lenta.
En efecto, hay un momento en el que los padres deben expresar, verbalizar,
un doble cambio de estatuto, cambio para ellos y para su hijo. Pero, por
una parte, ese cambio no podría ser brutal, porque no se trata de «soltar» a
los hijos, para utilizar el término de una joven, sino que es y debe ser con­
cebido conscientemente como un trabajo; por otra parte, para que los pa­
dres puedan aceptar e integrar lo que en definitiva es una separación, es
necesario que muy pronto, y sin duda desde el nacimiento, esta separación
haya sido prevista y preparada.
Como hemos subrayado en múltiples ocasiones, la educación es un ca­
mino hacia la separación. Además, etimológicamente, educar es «conducir
fuera de». Ser padre es no hacer de los hijos una parte de sí sino considerarlos
lo más pronto posible no como adultos, sino como futuros adultos. La di­
ficultad está en ese «futuro», porque el niño y en cierta medida el adolescente
tienen también necesidad de ser protegidos, de ser «contenidos». Encontrar
un equilibrio a cada nuevo paso entre ese «contener» y ese «separarse» es el
difícil trabajo psíquico de los padres.
Finalmente, una última observación para concluir y sugerir al mismo
tiempo un modo de gestión de la relación padres/adolescentes. Se trata de
pasar de forma progresiva de un vínculo organizado por la ley a otro orga­
nizado en parte por el contrato. Es una cuestión en primer término políti­
ca; en un aspecto, porque el contrato no sustituye a la Ley en su fórmula más
simple y esencial: la del edipo-prdhibición del incesto y del asesinato-, sino
a esta parte legal, en el sentido jurídico, que define la relación padre/hijo. En
la misma medida en que la Ley edípica, contrariamente a una idea rousseau-
niana, no es el efecto de un contrato sino que resulta de una coerción ne­
cesaria a la humanización, una parte de la relación padre/hijo debe intro­
ducir a la relación contractual del sujeto con la sociedad.
Así, cuando los padres me consultan porque están en conflicto con sus
hijos adolescentes y la situación no me parece justificar la indicación de una
psicoterapia o de un psicoanálisis, me ocurre que les proponga -respetan­
do leyes a las que tanto adultos como niños están sujetos, y aceptando esta
vez unos y otros compromisos- escribir juntos un contrato cuyos términos
son revisados periódicamente y definen los derechos y deberes de cada uno
en lo cotidiano, ya sea en lo referente al dinero de bolsillo, las salidas, las par­
ticipaciones en la vida familiar, etc., dejando con la mayor frecuencia de
lado lo que pertenece propiamente a cada cual: del lado del adolescente, su
actividad escolar y sus relaciones con los otros adolescentes; del lado de los
padres, quizás las condiciones posibles para que ellos establezcan su lazo
conyugal fuera de su posición parental.
Al margen del interés práctico de ese contrato evolutivo, de esa forma
le resulta a cada uno posible expresar sus demandas, sus deseos, sus quejas,
y constatar que con frecuencia el conflicto padre/hijo es el lugar de proyec­
ción de problemas personales; así, el adolescente, el padre, la madre, pue­
den situar individualmente la expresión de su propio deseo detrás de sus que­
jas y sus reivindicaciones.
También en este sentido -adem ás quizás de la respuesta de la cura ana­
lítica- el psicoanálisis tiene algo que decir acerca de la relación entre padres
y adolescentes.
8. C lín ic a del h éroe

En los historiadores hay una cierta dificultad para abordar la cuestión del
héroe a partir de una experiencia clínica, contemporánea, de hecho. Pero es
en calidad de psicoanalista que me expreso, insistiendo en mi escaso gusto
por los ejercicios de psicoanálisis aplicado y otras «psico-historias».
En primer término, si seguimos las hipótesis freudianas y luego lacanianas,
el proceso de identificación del sujeto en la relación con el Otro, definido
como el lugar de donde vuelve al sujeto el valor de lo que ha dicho, está
sostenido por un anclaje que denominamos «inscripción del Nombre-del-
Padre» en ese campo del Otro. No se trata simplemente del apellido sino, por
ejemplo, del «Dios-Padre», puesto que en nuestras sociedades llamadas mo­
noteístas, es ese «padre eterno» el que sostiene las paternidades particula­
res, las cuales no hacen sino representar y garantizar la efectivización de
esta inscripción del sujeto en el campo simbólico. Entonces, ¿con qué m o­
dificaciones nos enfrentamos en las sociedades politeístas, en la medida en
que no nos contentemos con evocar un «Padre de los Dioses» para volver a
la lógica precedente?
Opino que el evocar el problema de aquellos que están capturados en­
tre dos culturas, además de abordar la cuestión de la importancia de las fi­
guras divinas y heroicas, permitiría arrojar alguna luz sobre el estatuto del
«Nombre-del-Padre», incluso, puesto que Lacan se arriesgó al plural, délos
«Nombres-del-Padre», tanto en sociedades diferentes como en sujetos que,
por su historia particular, escapan a la lógica «normal».
En segundo lugar, a continuación de esta primera proposición, me pare­
ce posible pensar que el estatuto del héroe en la estructura subjetiva tiene al­
guna relación con lo que está en juego en la adolescencia, a condición de pre­
cisar que yo definiría a la adolescencia no desde el punto de vista fisiológico,
por la pubertad, en tanto que ella tendría algunos efectos psicológicos, ni so-
dológicamente, por un estatuto social dado a quien ya no es'considerado como
un niño y todavía no es considerado como adulto, sino estructuralmente,
como un tiempo necesario, cualesquiera sean la fórmula y la edad de que se tra­
te, de cambio de consistencia imaginaria del «Nombre-del-Padre» y de apro­
piación del síntoma que antaño él era en el deseo de los padres. Tiempo lógi­
co al que presto la misma universalidad, en el sentido de la estructura, que al
edipo, a través de las fórmulas singulares, social e individualmente.
En ese sentido, la figura del héroe propondría, en la lógica del (o de los)
Nombre-del-Padre, una andadura modélica paralela al proceso de la ado­
lescencia, más allá de las identificaciones imaginarias tales como las que
pueden tener algún efecto, por ejemplo, en la relación de los adolescentes
con las estrellas del cine o de la canción, porque entonces será cuestión no
de «tener la misma cabeza que ellos» sino de seguir, o de tener por ideal el
seguir un itinerario (¿iniciático?) similar.
No desarrollaré teóricamente esas hipótesis, pero ellas justifican el pri­
vilegio que doy a tal o cual rasgo en la presentación clínica que sigue.

Antes de extenderme acerca de la relación de Rachid con un cierto tipo de


héroe, conviene que presente aunque sea de forma somera la problemática
referente a su condición de inmigrante de la segunda generación.
Rachid tiene dieciséis años. Se hace llamar Raoul. Lo conocí por'incia-
tiva de un educador en un medio abierto, sin que se produjera otra cosa que
algunas entrevistas espaciadas a lo largo de dos o tres meses. Había tenido
algunas aventuras homosexuales, encuentros furtivos y venales en un barrio
de la ciudad conocido como lugar privilegiado de prostitución masculina.
El educador temía que Rachid avanzara más por esta pendiente.
De aspecto grácil, inmaduro, sin ser verdaderamente afeminado, vino
a verme de improviso, presentándose como Raoul, «de origen italiano»:
de aire arrogante, pretendía verse obligado a venir por estar amenazado
de prisión por el educador, sin tener «nada que decir». Le respondí que si
era sólo eso lo que estaba en juego, él podía informar que había venido a ver­
me, que yo se lo confirmaría al educador, y que yo no tenía nada que im­
ponerle. Siempre con el mismo aire de «comodidad», se marchó.
Una o dos horas más tarde, volvió a instalarse en la sala de espera, y
como"yo entré allí, preguntó si podía verme. Lo recibí después de mis
consultas habituales. Esta vez se designó como Rachid, «de origen argeli­
no»; había nacido en Francia, de un padre de nacionalidad francesa, an­
tiguo harki39 que tenía prohibido residir en Argelia, y de una madre que año­
raba Argelia y deseaba regresar allí.
La separación entre dos culturas duplicaba la represión; separación re­
presentada por dos ideales contradictorios, uno propuesto por el padre: in­
tegrarse como francés, y el otro por la madre: ser argelino. «No sé qué soy»,
para el Otro; era lo que, según él, justificaba que estuviera a la espera, que
una parte de su identidad permaneciera suspendida, en el orden de un «no
por completo», «no enteramente francés o extranjero», que se traducía en
su cuerpo por un «no enteramente chico o chica».
Era aceptado como chico y árabe en una banda con aire delincuente; pero
sólo feminizándose era aceptado como francés, o al menos por algunos
franceses; en particular, por un digamos «antiguo legionario» que lo reco­
nocía esclavizándolo como instrumento perverso bajo un modo sádico, re­
lación que había motivado, a justo título, la inquietud del educador.
Esto se acompañaba de una queja hipocondríaca que podía pasar por de­
lirante, en el sentido de que él sexualizaba cada órgano de su cuerpo, ofre­
ciendo así la metáfora anatómica de una bisexualidad conflictiva: el estómago
masculino, opuesto a los intestinos femeninos, cosa que cierto discurso co­
rriente avalaba; pero también el corazón masculino y los pulmones feme­
ninos. Un poco más tarde, también opondrá de un modo más complejo los
dientes y la lengua en la zona oral. Él asociaba su inmadurez relativa (una
pilosidad poco desarrollada, una voz apenas cambiada) a su no-saber. No
sabía si en verdad era chica o chico, o más bien, en su discurso, homosexual
o bisexual, pero era de identidad propia y no simplemente de objeto del
deseo de lo que se trataba; si él era francés o argelino, etc.
En el transcurso de nuestras entrevistas, su discurso cuasi delirante por
momentos se aproximó de hecho a una posición obsesiva, de duda obsesi­
va. Tan es así que en poco tiempo cambió de aspecto y, renunciando a sus prác­
ticas homosexuales, emprendió relaciones difíciles con chicas árabes o fran­
cesas; pero aún entonces era, antes que cualquier otra cualidad, la nacionalidad
la que lo agitaba y diferenciaba a unas y otras.

39. Harki: militar indígena de Africa del N orte que servía en una milicia supletoria junto
a los franceses. Nota de la traductora.
A Rachid le planteaba problemas «el registro» simbólico, en el sentido de
que él funciona como «sí o no», como máquina binaria. Si ante esto el es­
quizofrénico responde que él mismo es la máquina,40 si el perverso construye
una «maquinación» tal que él sería el desencadenante de la acción, el neu­
rótico tampoco escapa a ese binarismo, ya sea bajo un modo histérico, em­
pleando cada una de las ramas de un árbol lógico para constatar que «allí eso
no funciona», o bajo un modo obsesivo, deteniéndose ante cada encrucija­
da; binarismo que evidentemente adquiere sentido por la diferencia sexual.
Esto se duplica para quien está capturado en un bilingüismo, en una do­
ble referencia cultural, en una pluralidad de ideales propuestos; porque si
la sexuación ya supone para cada uno una represión, también implica un re­
nunciamiento que no puede sino fracasar ante tal o cual retorno desafor­
tunado de la lengua, de la cultura desestimada.
Para Rachid, las dificultades del adolescente en la integración de su iden­
tidad sexual, dificultades en definitiva banales, estaban en correspondencia
con dificultades de orden sociocultural, porque el cambio necesario del
niño al adulto, las consecuencias de la transform ación de la imagen del
cuerpo, el pasaje de una encarnación del gran Otro a otra encarnación des­
pegada de los padres, quedaban sin modelo inmediatamente coherente y que
respondiera a su demanda. Podemos comprender su llamada a la figura pa­
radigmática de un proceso de iniciación de aventura, es decir, a una figura
heroica.
Retomo la cuestión del comienzo. En oposición a su malestar, o más
bien, positivando su impresión de ser «proyectado» fuera del m undo -com o
Igitur de Mallarmé es «proyectado fuera del tiempo por su raza»-, Rachid
apelaba a un personaje heroico: el cosmonauta.
Sabemos que, en este período en que los ideales deben ser reinventa-
dos, los fenómenos de proyección que hacen recaer en el otro los deseos
del sujeto adolescente son frecuentes fuera de la psicosis. Pero si privilegio
esta historia de Rachid es porque para él la condición de héroe era bastante
distinta de lo que habitualmente consideramos bajo esta apelación en otros
adolescentes. Así, por una parte, tenemos el fenómeno del «fan» que toma
por modelo a tal estrella del cine o de la canción, pero la vertiente imaginaria

40. Gilíes Deleuze y Félix G uattari, L’Anii-Oedipe, París, Editions de m inuit, 1972.
es entonces la dominante y la imitación es la operación que tienta al ado-
lescente. Adquieren relieve rasgos especulares del elegido, su cara, su aire,
su ropa, y en general la imagen que libra al público. Rachid no conocía la
cara de la mayor parte de los cosmonautas que citaba, y no buscaba en ellos
el modelo de una postura a adoptar. Por otra parte, tenemos los héroes de
dibujos animados, caracterizados por su invencibilidad. Si los adolescentes
se entusiasman con ellos es en el orden de una nostalgia de la om nipoten­
cia infantil, la que al menos se supone entonces al adulto. Rachid a veces los
leía, pero subrayaba el aspecto «pueril» de esas aventuras.
Para él los cosmonautas estaban definidos en referencia a una películ.i
«documental», L’étoffe des héros, por un itinerario que los sacaba de lo h a ­
bitual al fundar una comunidad que obedecía a sus propias leyes para un vi.t -
je «fuera del mundo», a la vez colectivo y solitario; ellos daban un paso a u»
lado con respecto a lo cotidiano, y-precisamente, según él- a su pertencn -
cia social y nacional, intentando crear una nueva raza de hombres, los «mu
tantes», diríamos en el lenguaje de la ciencia-ficción a la que tienen apego
los adolescentes.
Los cosmonautas no emprendían ni una lucha ni siquiera un diálogo coi i
los hombres, sino primero con el universo, el afuera absoluto, contra o con
fuerzas que permanecían en la sombra. El riesgo al que se enfrentaban era
menos el riesgo de accidentes, de caída, que el de ser proyectados en el in­
finito sin esperanzas de retorno, de quedar perdidos en el espacio y el tiem
po, como él, Rachid, estaba ya perdido en el espacio socializado y en la re -
lación a la cadena de generaciones.
Tomé nota de la G del comienzo de su apellido porque él la asociaba a
las iniciales de Glenn y Gagarin, los «primeros hombres del espacio». «Es asi
como quisiera hacerme un nombre», observaba. El objeto de la aventura era
definido por él del siguiente modo: no se trataba de ganar algún poder u ot>
tener algún objeto en particular, sino de consolidar soportes simbólicos en
las identificaciones a partir de un encuentro singular con un Real que él
designaba como «terrorífico».
Podemos fácilmente medir que esta evocación de los cosmonautas por
parte de Rachid no hacía distinción de aquello que había motivado su ve*
nida; esos personajes encarnaban una positividad posible de su situación il»'
incertidumbre puesto que, haciendo profesión de ser enviados en misión ha
cia lo incierto, ellos regresaban habiendo ganado identidad.
Me conformo con entregar este material a la reflexión con la siguiente hi­
pótesis: si la representación de cada héroe, su valor imaginario, o el de cada
serie de héroes, varía según las culturas, si el efecto real del relato heroico
no es el mismo según que el sujeto sea el producto de tal o cual tipo de lazo
social, una estructura común definiría al héroe en el campo de lo simbóli­
co: él propondría una «teoría» del pasaje de una condición a otra, de una edad
(individual o colectiva) a otra, atravesando pruebas heroicas que podrían po­
nerse en correspondencia con las pruebas a las que se enfrenta cualquier
sujeto.
9. E l libro y los ideales
DEL ADOLESCENTE41

JEAN JACQUES RASSIAL

La adolescencia es una edad de escritura, pero es también una edad de lec­


tura. O más bien, es una edad en la que escritura y lectura cambian de va­
lor bajo diversos modos.
En primer término, porque en ese momento en el que se manifiesta el en­
gaño del significante a través del engaño de la promesa edípica, en ese momento
en que la palabra de los adultos, padres y educadores, es discutida, existen
razones para que, por una parte, se busque esa otra consistencia de la lengua
que es la escritura, en el diario íntimo pero también en la carta de amor, en
donde el engaño de las palabras en la intersubjetividad es, si no evitado, al me­
nos diferido, y que por otra parte, se busque en la lectura otra verdad, otra ley
que aquellas que, de lo familiar a lo social, excluyen al sujeto deseante.
En segundo lugar y retomando una tesis de Charles Melman, porque ha­
biendo perdido su valor la lengua materna, es decir, aquella en la que es
enunciada la ley edípica, resulta lógico ir a buscar en otra parte, en otra len­
gua, una nueva promesa. He demostrado cómo el verían,42 revalorizado un
tiempo por los beurs, era la aplicación de la escritura de otra lengua, el ára­
be -p o r una parte, en tanto que escritura invertida, de derecha a izquierda,
y por otra, en tanto que consonántica-, a la lengua francesa, como el yid­
dish era la aplicación de la escritura hebraica a la lengua alemana. Aplicar
una lengua a otra, situarse en un intervalo entre las lenguas -ya sea, como

41. Este capítulo ha sido escrito en colaboración con Agnés Rassial.


42. Véase el capítulo 1, «Observaciones sobre el verían de los beurs»
Lautréamont, entre el francés y lo que sería lengua matemática-, buscar en
otra lengua -el inglés de la música rock, por ejemplo- las palabras de un goce
imposible de decir en la lengua de origen, son ejercicios más que frecuen­
tes en el adolescente, en la edad en que, por otra parte, la escuela nos ense­
ña que existen otras lenguas.
En tercer lugar -y es en lo que pondremos aquí el acento-, el libro, pero
también el cómic, o lo que podemos denominar el escrito cinematográfico,
son los lugares en los que se esconderían figuras ideales propuestas a la pro­
yección y a la identificación. En efecto, la adolescencia es el momento de un
triple ataque -del super-yo, del ideal del yo y del yo ideal, tales como se ha­
bían construido en la infancia-, orientado por el edipo. Una de las dimen­
siones de la escritura -y es la que abordaremos sin que sea necesario descuidar
las otras dimensiones estilística, poética, etc.-, es la de proponer persona­
jes y relatos en los cuales el lector podrá a la vez proyectarse y desplegar sus
identificaciones. En ese sentido, si todo libro, o casi todo libro, se dirige a
todo lector, la elección por parte del lector de tal o cual libro no es sólo una
cuestión de gusto y de color que no estaría sujeta a discusión. Desde ese
punto de vista, puede resultar interesante acentuar Ja separación entre los
libros para niños y los libros para adolescentes, en función de este análisis
freudiano de los ideales del yo.
Progresaremos en dos tiempos, primero para definir esas tres instancias,
super-yo, ideal del yo y yo ideal, aplicándolas al niño a través de los libros
que le gustan, y luego siguiendo algunas pistas sobre los libros elegidos por
los adolescentes de hoy.

Si el libro es prim ero un objeto43 para el niño, muy pronto se convertirá


en un objeto particular en tanto que lugar virtual del tesoro de los signi­
ficantes, es decir, uno de los lugares del Otro. Dejemos de lado al infans y
veamos qué es lo que ocurre desde el m om ento en que el niño tiene acce­
so a la dim ensión del sentido que le es propuesta por el libro, ya sea que
este acceso esté mediatizado por la lectura y el comentario que los adul­
tos le hacen, o que sea inmediato a través del desciframiento de las imá­
genes y luego del texto.

43. A. Rassial, «L’objet-livre et l’image du corps», inédito.


Primero definamos brevemente esas tres instancias de las que nos servi­
remos.
El super-yo que, para responder a un viejo debate, es un lugar psíqui­
co arcaico que sólo resulta habitado por herencia del edipo, está constitui­
do por un conjunto introyectado de enunciados negativos -«no hagas...»-
que reuniría las prohibiciones estructurantes propuestas por lo social, cuyo
representante para el niño sería la familia. Siguiendo a Freud, advirtamos ya
que una de las condiciones para que esas prohibiciones sean aceptadas es que
el super-yo sea también, por su origen parental, consolador y prometedor:
«Si tú respetas esas prohibiciones que están allí por tu bien, más tarde ten­
drás derecho al goce al que renuncias».
El ideal del yo es la positivación de este conjunto de enunciados nega­
tivos en una figura, simbólica por estar constituida por rasgos, exterior al
yo primero, tanto local como temporalmente, y, aunque definida como
inalcanzable, propuesta como objetivo ideal de su devenir.
El yo ideal, sostenido esencialmente por la madre, es esta construc­
ción imaginaria del yo, en su esfuerzo por responder a las exigencias exte­
riores y a las del super-yo, y que mantiene el objetivo ideal como virtual,
es decir, posible. Que el yo ideal pueda igualarse al ideal del yo es la ilusión
que alimenta toda la infancia hasta el período denominado de latencia in­
cluido.
Por supuesto que la separación entre ideal del yo y yo ideal es irreduc­
tible, y nada lo indica tanto como esta expresión terrible que algunos pro­
fesores se atreven aún a escribir en las libretas escolares: «Puede hacerlo
mejor»; pero lo que se propone al niño es una imbricación ilusoria del su-
per-yo, del ideal del yo y del yo ideal.

AGNÉS RASSIAL

Ilustraré esas hipótesis a partir de libros que cuentan con la unanimidad de


los niños y luego de los adolescentes. Animo una biblioteca para la juven­
tud que acoge en principio a jóvenes de cero a dieciséis años, de hecho has­
ta veintidós o veintitrés años, sobre todo para los cómics. Importa saber
que esta biblioteca central acoge a un público mixto en el plano sociocul-
tural, pero más bien compuesto de buenos lectores.
Citaré tres ejemplos diferentes: un cuento, una historia de animales y un
cómic, libros que se dirigen a públicos de edades diferentes, pero que en
realidad interesan a todas las generaciones de niños.

El cuento es La sorciére et le commissaire de Pierre Gripari. La historia se


desarrolla en una calle tradicional, con habitantes, comerciantes, y una vie­
ja dama que se parece a una bruja. Poco a poco, los habitantes desaparecen
al mismo tiempo que en el jardín de la vieja dama aparecen plantas y ani­
males: así ocurre con un taxi azul y su chófer, que son reemplazados por una
calabaza azul y una gran rata, de modo que los vecinos terminan por que­
jarse al comisario, quien detiene a la bruja explicándole que está prohibido
transform ar así a la gente, y la mete en prisión después que ella devuelve a
cada uno su forma inicial. Pero a partir de ese momento todo el m undo se
aburre, en especial aquellos que habían sufrido la metamorfosis: por ejem­
plo, el chófer-rata que había comenzado a mordisquear su calabaza-taxi.
Entonces el narrador trata de que liberen a la bruja y luego que ella se es­
cape; logra esto último haciéndole llegar un queso gruyere que le perm iti­
rá huir pasando por sus agujeros. Ella vuelve a su casa, las desapariciones-
metamorfosis recomienzan, pero ya nadie se queja.
En el lado opuesto al comisario que encarna un super-yo socializado, la
bruja, cuyo jardín es un paraíso en el que la gente está «bien para siempre»,
encarna un super-yo arcaico, materno, pero que, provocando la regresión al
estado animal o vegetal, es aquí presentido no como una amenaza sino como
un super-yo bueno. Para ella, lo que está prohibido es que la gente sea des­
graciada o se aburra; su mundo proyectivo es el efecto de un pase de presti-
digitación del que las pretendidas víctimas son cómplices. Con su hum or ini­
mitable, Gripari describe a los niños un mundo en el que incluso lo que podría
ser persecutorio se vuelve gracioso y por eso mismo seductor. No hay lugar
para la depresión sino, justamente, en el aburrimiento que la bruja combate.

La historia de animales es la de Loulou, escrita por Grégoire Solotareff. Es


acerca de un lobito que le pide ayuda a un conejo, sin identificarlo, para
enterrar al padre-lobo que acaba de m orir sin haberle enseñado que él de­
bía cazar al conejo. Así se hacen amigos y cuando comparten sus habilida­
des descubren que deberían ser enemigos. Será necesario que jueguen, como
todos los niños, al «miedo al lobo» para que el conejo, demasiado asusta­
do, rompa el pacto de amistad. Después de numerosas tentativas fallidas de
reconciliación, Loulou encontrará en la m ontaña a otros lobos y conocerá
también el miedo al lobo cuando sus congéneres le den caza. Entonces po­
drá reencontrar a su amigo el conejo y prometerá no jugar nunca más al «mie­
do al lobo», que también él conoce ahora, y sellarán la reconciliación m ar­
chándose juntos de pesca.
De lo que se trata, es del conflicto entre ideal del yo y yo ideal y de su
solución bajo la égida de la muerte inaugural del padre. El ideal del yo es lo
que habría debido sostener el padre-lobo si no estuviera muerto: un lobo es
un animal que posee ciertos rasgos como el de cazar al conejo, o aún el de
dar miedo. El yo ideal, a la inversa, es el que mantiene una relación fácil, «sim­
pática», con el prójimo, con el conejo. Si esta historia gusta a los niños, es
sin duda porque muestra una pacificación del ideal del yo promovida por
el super-yo, aquí de origen paterno, por efecto de una relación de comple-
mentariedad con el prójimo, el conejo con el que comparte las habilidades
(correr, engañar), la madriguera y el refugio, pero también, al final de la
historia, un placer apacible: pescar en lugar de cazar.

El tercer ejemplo es conocido por todos, es el de Tintín, cuyo éxito entre los
niños es incontestable. Más que retomar tal o cual episodio, o tal aspecto pro­
blemático ya largamente estudiado (la misoginia, incluso el racismo de cier­
tas figuras), subrayaré la relación de Tintín y de Milou. Podría oponerse a
la relación inventada por Walt Disney entre su Pinocho y el grillo, quien re­
presenta explícitamente la voz del super-yo. Aquí, junto a un Tintin sin
excesos, íntegro, honesto, valiente, bien educado, lleno de buen sentido,
modelo de un belga ideal que podría soñar Hergé, medio, por no ser ni de­
masiado fuerte ni demasiado inteligente, Milou tiene otra función de apo­
yo del yo, una función doble: por un lado, es aquel al que le suceden las des­
gracias, el que hace tonterías, o que se deja quizás arrastrar por pulsiones
animales, y a quien Tintin debe reñir, proteger y buscar cuando se pierde;
pero, por otra parte, es también, como quizás el animal para el niño, el ob­
jeto contrafóbico o el que acompaña.
Es un tema que encontramos con frecuencia en las historias para niños:
el miedo, incluso el terror; los personajes persecutorios son figuras fóbicas,
y la historia es la de una superación de esta angustia, cualquiera sea el m e­
dio. Veremos la evolución de ese tema en el adolescente.
Sistematizando, podemos decir que el conjunto de libros dirigidos a los
niños y que les gustán son aquellos que acompañan a la constitución del yo
en su confrontación con el super-yo, con los ideales y el m undo exterior, y
que transforman lo que es amenazante, persecutorio, del exterior o del in­
terior, en algo tan sereno que la continuación es siempre la misma: la ima­
gen de adultos felices y normales. Incluso si ello puede llegar hasta la para­
doja homosexual o zoófila, el fin es siempre el mismo: «Ellos serán felices y
tendrán muchos hijos», ya sea escrito o sugerido.

JEAN-JACQUES RASSIAL

La adolescencia trastorna el yo, los ideales y el mundo de la infancia. Las trans­


formaciones de la pubertad, en primer término, a raíz de que modifican el es­
tatuto del otro, la descalificación de los padres para constituir el modelo del
adulto, la decepción frente a la promesa edípica que se revela engañosa, fren­
te, por lo mismo, a todos los viejos discursos, la salida del lugar familiar ha­
cia el lazo social, exigen una nueva construcción identificatoria. Ya he insis­
tido en otra parte en esta operación a efectuar por el adolescente; la abordaré
aquí a través de esas tres dimensiones del super-yo, el ideal del yo y el yo ideal.

En El malestar en la cultura, Freud propone una distinción enigmática entre


el super-yo de origen parental y lo que él llama Kultur Überich, super-yo cul­
tural, super-yo civilizacional, y que Lacan traduce como «super-yo colecti­
vo» para subrayar que ese super-yo no propone sino «ideales de la nada».
Sin decidir si se trata de dos caras del super-yo o de dos super-yo dife­
rentes, he sostenido que la adolescencia se juega en el intervalo entre el su­
per-yo de origen parental y el super-yo colectivo. El super-yo de origen pa­
rental, como hemos visto, a la vez prohibe y es benévolo, y si, como dice Lacan,
él ordena el goce, es dando al niño la clave virtual del mismo, el falo: la re­
lación sexual, es lo que será posible e incluso exigible cuando el niño se
haga mayor. El adolescente descubre que nada asegura esa relación sexual
puesto que el goce prometido se revela parcial, tampoco garantiza ninguna
intersubjetividad, y aún menos una verdadera relación al Otro, y que el goce
pleno es otra vez aplazado hasta más tarde, hasta la muerte. El super-yo co­
lectivo, completando las prohibiciones, como el aparato jurídico compleji-
za las prohibiciones mayores del incesto y del asesinato, no promete nada
más que la normalidad -q u e ha de escribirse, como lo hace Lacan, «norma-
masculina»44 para todos- pero renovando la cualidad persecutoria del su-
per-yo originario. Para jugar con el vocabulario de la acción denominada so­
cial, allí donde el super-yo parental aseguraba una protección, el super-yo
colectivo exige una inserción.
El adolescente está capturado entre dos series de órdenes superyoicas, las
enunciadas por el discurso del padre -e n el sentido en que los dos padres lo
sostienen- y las enunciadas por el discurso del amo, en el sentido en que él
funda el lazo social. Si existe una cierta complementariedad que permite el
pasaje de uno al otro, hay también divergencia, incluso oposición entre los
dos discursos, sobre todo cuando, como en el ejemplo de los jóvenes beurs,
el discurso del amo no es el mismo para el hijo que el que ha regido la in­
serción social del padre. Caso extremo, pero, de un modo más general, el ado­
lescente sostendrá un discurso contra el otro, lo que puede ilustrarse por
medio de esos dos logros políticos en la juventud: los discursos ecológicos,
búsqueda de un discurso «natural» contra el discurso desnaturalizado; o
bien los discursos hipernacionalistas -desde los seguidores de equipos de­
portivos a los cabezas rapadas, pero también a los integristas religiosos, bús­
queda de una tradición arcaica, arqueológica, contra la transmisión filial.
Encontramos la huella de esta puesta en juego en la atracción por la
utopía, por un modo regido por otras leyes, ya sea de ciencia-ficción o de
novela histórica, un m undo de los No-A, diría Van Vogt, que aquí debe tra­
ducirse no por no-aristotélico, sino por no-adulto.

Lo que daba consistencia al ideal del yo del niño era el Adulto del mismo sexo,
cuyos principales rasgos provenían de los padres, no sólo los de la realidad
sino también los de los padres ideales, quienes, según sabemos, adoptan
igualmente los rasgos de aquello que fue reprimido, incluso sintomatizado,
en los padres.
Por múltiples razones, aunque sólo sea por la constatación de que los pa­
dres no están hechos de una materia diferente a la del niño, que ellos se en­

44. Juego de palabras: «norme-mále» significa literalmente «norma-masculina», pero por


hom ofonía evoca «nórmale»: «normal». Nota de la traductora.
frentan a las mismas incertidumbres y pruebas, los adultos son en general
descalificados en este lugar, el cual podría ser sostenido más tarde por un ob­
jeto de am or que el adolescente buscará no justamente en la huella del ob­
jeto del deseo, sino en ese lugar ideal que positiva el super-yo.
Si de las pasiones amorosas del adolescente, en las que lo que se bus­
ca no es un otro sino un cierto estado del yo, de modo tal que los objetos
de amor pueden fácilmente sustituirse los unos a los otros, si de esos am o­
res es posible quizás sonreír con una condescendencia a mi juicio exage­
rada, existe otro soporte del ideal del yo que hace sonreír menos: es el que
aparece cuando el adolescente se encuentra un nuevo maestro, un buen
maestro, representante de otra ley, en la que el goce sería igualmente com ­
partido, maestro perverso o paranoico, maestro sectario en todo caso, fi­
gura encarnada que se muestra por ejemplo en la película El club de los poe­
tas muertos.
Pero en lo que nos concierne, es el cambio de las figuras heroicas el que
marca esa inversión del ideal del yo. Daremos algunos ejemplos.

El yo ideal se ve también afectado de dos formas: primero, porque ya no es


con el mismo ideal del yo que él se confronta y se compara; segundo, por­
que ya no puede ser sostenido por la madre. En ese sentido, es inmediata­
mente la imagen del cuerpo, la imagen inconsciente del cuerpo, como la
considera Fran^oise Dolto, la que se ve aún más perturbada que por las m o­
dificaciones fisiológicas de la pubertad.
Varios signos indican esta modificación; para nuestro propósito reten­
dré tres.
Primero, más allá de las psicosis e incluso de los accesos delirantes no
psicóticos que pueden producirse en el adolescente, son frecuentes los te­
mas de dismorfofobia, es decir, de deformación del cuerpo, de percepción
del cuerpo como anormal o afectado por un desequilibrio; de un modo
leve, es una de las causas de la torpeza del adolescente.
Segundo, bajo otro modo en el que el yo ideal enfrenta al ideal del yo,
el adolescente está en la edad de la novela familiar en la que el neurótico duda
de su filiación y se inventa otro origen, otro padre, otra madre, ocultos. Al
margen de la puesta en juego esencial de eso para el adolescente adoptado,
y a un nivel de creencia muy variable, este tema será particularmente m o­
vilizado por la literatura.
Tercero, en un vínculo de generación, tal como Heidegger ha podido evo­
carlo, se multiplicarán los signos de reconocimiento, vestimenta, gusto, vo­
cabulario, en los que el adolescente sostendrá su imagen ante la mirada de
sus hermanos más que ante la de los padres a los que se opone.
Estos temas son explotados por la literatura de adolescentes.

AGNÉS RASSIAL

También aquí escogeré tres libros de éxito entre los adolescentes, confun­
diendo las edades, aun cuando esta vez, por el contrario, la divergencia en­
tre la elección de los chicos y la de las chicas se acentúa. En todo caso, con
el adolescente pasamos a algo diferente aun cuando conservemos tres géneros:
historias de animales, cómic, y cuento.
En cierto modo, el interés del adolescente recae cada vez menos en las
historias de animales, con algunas excepciones ( Colmillo blanco, por ejem­
plo). Pero podríamos decir que aún no recae en las historias de humanos.
Hay, sobre todo en los chicos pero no exclusivamente, interés por las histo­
rias que dan miedo, de terror y horror, con personajes para-humanos, ya se
trate de Drácula, Frankenstein o unos «mutantes».
Evocaré a un clásico: La isla del doctor Moreau, de H.G.Wells. Un náu­
frago llega a una isla en la que vive, aislado, un médico loco del que se con­
vertirá en ayudante. Ese médico opera metamorfosis de animales en hom­
bres, incluso de hombres en animales, los cuales están sometidos a él en
cuerpo y alma. Cuando el náufrago descubre lo que pasa intenta provocar
un amotinamiento, frenar la máquina infernal alrededor de la que trabajan
esos hombres-animales. Pero al final la isla será destruida y el náufrago será
el único superviviente.
Si hay proyección del adolescente mostrada en esta historia, es triple:
ciertamente, en el personaje del náufrago, único héroe positivo, pero tam­
bién - y el náufrago vivirá la experiencia- en esos seres híbridos, cuyo ras­
go distintivo más subrayado es la pilosidad aberrante, y en el doctor, el de­
tentador de una omnipotencia a la vez divina e infantil. Como también en
muchas otras historias -d e Jules Verne, por ejemplo-, los tres tipos de per­
sonajes no son ya simplemente buenos o malos como para el niño, sino que
se encuentran en grados diferentes de humanización, desde la normalidad
al superhombre, pasando por el semi-hombre. De hecho, los animales que
se muestran en la isla del doctor Moreau tienen ese rasgo en común con
Frankenstein, el Golem, incluso Drácula, de estar fuera del tiempo, de vol­
verse para-humanos sin haber sido niños y, en cierto modo, de situarse
fuera del sexo.

Sigo a continuación con el cómic, con una serie de álbumes cuyo éxito en­
tre los adolescentes de quince o dieciséis años es sorprendente: Akira de
Otomo. Hemos necesitado mucha paciencia para comprender -y aún de
modo aproxim ado- la historia en sí misma, como para los dibujos anima­
dos japoneses en los que no se sabe nunca si se trata de humanos, de para-
humanos o de máquinas, y el guión de cada álbum ha permanecido para no­
sotros casi igual de oscuro. Es una historia de niños mutantes, de los que uno,
encerrado y dormido, sería amenazante si se despertara; además de un úni­
co personaje más bien simpático, el acento está puesto sobre todo en dos per­
sonajes antipáticos y antagónicos entre sí, un coronel adulto que custodia
al prisionero y un niño muíante agresivo que quiere, con Akira, destruir
ese mundo. Lo más sorprendente es la pobreza de los diálogos, en benefi­
cio, en la mayoría de las páginas, de onomatopeyas que, invadiendo cada di­
bujo, no dejan de evocar los tags.45
La ley que rige ese mundo es una ley injusta que el héroe positivo no pue­
de sino transgredir, pero el héroe negativo es también un transgresor, y uno
y otro no pueden serlo más que transgrediendo la lengua. Allí donde Tin­
tin era educado, de buena compañía, mucho mejor que la del capitán Had-
dock, en resumen, el «yerno ideal», los héroes de esta ciencia-ficción para
adolescentes son en primer término, para continuar con la metáfora, m a­
leducados.

Finalmente, el cuento para niño evoluciona, parece acercarse a la realidad,


y el punto de acercamiento es el histórico, incluso la biografía. Es en el mis­
mo lugar que se produce, para el adolescente confrontado con lo infinito de
la cadena de las generaciones, la atracción por la historia, incluso por lo

45. Tag: firma codificada que forma un dibujo sobre una superficie (pared, coche de m e­
tro...) = graffiti, inscripción. Ñola de la traductora.
prehistórico, por la geografía de un m undo utópico y atópico. Las novelas
históricas son prueba de ello, como la ciencia-ficción. Pero para retomar las
elecciones de los adolescentes de hoy, pienso en una novela que seduce m u­
cho a las chicas, Millepiéces d ’or, de Ruthane Me Cunn.
Una china es hecha prisionera por unos bandidos y vendida a una casa
de prostitución, luego a un mediador, y se convierte en la esclava de un chi­
no. Finalmente, es ganada al poker por aquel que se convertirá en su m ari­
do. La historia transcurre a finales del siglo xix y a comienzos del xx, pri­
mero en China, luego en Estados Unidos, en donde, transformada en pionera,
la heroína conquistará su libertad gracias al amor de un hombre. El autor,
al entregarnos la foto de su personaje, nos previene acerca de que la histo­
ria es a la vez verdadera y novelada.
Varias razones explican el éxito de esas bibliografías medio históricas,
medio novelescas en los adolescentes y las adolescentes. En primer térm i­
no, allí donde para el héroe tradicional es la conquista de un objeto la que
constituye la finalidad de la búsqueda, aquí lo es el trabajo de emancipación
de un sujeto que primero se presenta como el más alienado posible; tanto
más cuanto que en este relato la liberación se apoya en el amor. Segundo,
entre el personaje y el lector existe una distancia histórica y geográfica jus­
ta. Tercero, específicamente para las chicas, hay, en esas historias de muje­
res, una propuesta de feminidad distinta a la de la madre; allí donde la niña
es mostrada -e n especial en los cuentos- en un conflicto con la mala m a­
dre, la madrastra, no siendo las buenas figuras femeninas, las hadas, ni m a­
ternales ni reales, la adolescente busca una feminidad positiva pero realista
que encarnará de manera privilegiada aquella que logre someter el deseo mas­
culino al amor.

En ese mundo del adolescente, asistimos a una reconstrucción del super-yo,


del ideal del yo y del yo ideal; las órdenes superyoicas han cambiado y en cier­
to modo son remitidas a un m undo arcaico, persecutorio, que la fase de la-
tencia había hecho olvidar. El ideal del yo se despega de los rasgos produ­
cidos por la identificación proyectiva con los padres: el héroe es ante todo
un solitario, alguien aislado, incluso abandonado, sin familia, y que saca su
fuerza de otra parte que de su educación; ya no basta con tener por objeto
el convertirse en un adulto sexuado. El yo ideal, amenazado así en su h u ­
manización, no es ya sostenido por la madre sino, en el mejor de los casos,
por un compañero, una banda, pero también es acechado repetitivamente
por la depresión.

JEAN-JACQUES RASSIAL

En definitiva, no hay libros para niños, para adolescentes o para adultos, pero
cada libro tampoco tiene un público anónim o. Un buen libro es cierta­
mente aquel que gusta a los niños, a los adolescentes y a los adultos, pero si
gusta de ese modo es que se dirige, en nosotros, o bien al niño, o bien al ado­
lescente, o bien al adulto, o más bien, a nuestros ideales constituidos por ca­
pas sucesivas, y al estado del yo frente a esos ideales. Aún es necesario que
el adulto no haya reprimido demasiado sus preguntas y sus incertidumbres
de niño y luego de adolescente.
10. L os DESENGAÑOS DE PAPÁ N O E L
O EL COMPLEJO DE EN OC H

Sólo tengo una hipótesis que proponer, de formulación bastante simple,


pero que, en caso de verificarse, no dejaría de tener consecuencias sobre la
teoría y la práctica analíticas.46
Explicaré primero el por qué de esta hipótesis; cada analista que no se
escabulle ante el compromiso de su práctica con niños se plantea una pre­
gunta: la de la psicogénesis, la de los estadios, la cual sabemos que es una
tram pa para el análisis y para el analista. Da con ella, aunque no sea más
que por el hecho de que, cualquiera que sea su respuesta, los padres rea­
les están en juego en la demanda que se le dirige, y que ellos son aparen­
temente el único referente estable de un proceso de maduración, de un
cambio del que la cura no es la causa dinámica. El niño entra en la con­
sulta del analista con una historia, una historia en curso, y la intervención
que se demanda es -disculpen el térm ino- un acto histórico. Para el ana­
lista no hay modo de suspender esa historia, como puede hacerlo, al m e­
nos en parte, con el adulto, en la continuación residual de lo que Freud de­
signó como regla de abstinencia.47 Acerca de la relación historia/estructura
los remito a otra parte, a Althusser por ejemplo, pero podemos igualmente

46. Completo el texto de mi exposición en el coloquio de Littoral por medio de algunas n o ­


tas que corresponden a lo que he podido responder a las intervenciones, y en particu­
lar a aquellas de P. Gazaix, J.J.Moscovitz, Jean Szpirko y J.P.Winter.
47. Lo que quiero decir simplemente -p e ro esta historia de regla de abstinencia debería
estudiarse más allá del quiasma (la abstinencia del analista)- es que el tiempo del aná­
lisis, no sólo el de las sesiones, sino ese tiem po en lo vivido del analizante, divide la d i­
mensión temporal, subvierte toda linealidad; en tanto que para el niño tal subversión
es si no imposible, al menos limitada, puesto que él está capturado en un tiempo (el del...
constatar que, frente a esta dificultad, son posibles y problemáticas dos
actitudes: por una parte, se rehúsa al análisis de niños toda pretensión
analítica, en la misma medida en que el analista tiene relación con una
encarnación parental del gran Otro, estando el niño capturado en un cam­
bio que el análisis no puede más que redoblar bajo el modo de la correc­
ción; por otra parte, la tentación es aceptar la metamorfosis del analista o
bien en supereducador que propondría una encarnación más consistente,
más científica del Otro, una metamorfosis en nodriza seca, o bien, lo cual
no es mejor, su metamorfosis en deus ex machina, ex machina de lengua­
je, en mago, en brujo, en «tripera».48
En consecuencia, la cuestión de la psicogénesis se plantea y no se re­
suelve escamoteándola. Tanto más cuanto que advertimos muy pronto
que, por el hecho mismo de que el niño está capturado en un cambio fue­
ra del análisis, las salidas propuestas a la neurosis o a la psicosis no son las
mismas que con el adulto. En particular, ocurre que una psicosis infantil,
una verdadera psicosis, a veces se cure, o que al menos se le proponga una
salida que no sea la muerte del sujeto, su m uerte real; lo que sabemos, y
es en parte por haber hecho la experiencia que explica mi pregunta, es
que puede suceder que esta salida se acompañe de la locura de la madre y
de otra muerte real, la del padre, incluso la de otro varón de la familia, un
tío, un abuelo; muerte que a posteriori es posible articular con la trans­
formación del niño.49 Por múltiples razones, no profundizaré en esa ex­
periencia, pero ella constituye el fondo de la hipótesis que propondré a con­
tinuación.

... ritmo'de la escolaridad, por ejemplo) en el que toda ruptura tiene efectos que no son
sólo de suspensión, de demora y de paciencia, sino que están quizás cargados de con­
secuencias que el analista debe, no evitar, sino medir.
48. Tripier, iére: comerciante, carnicero que vende despojos (tripas, hígado, riñones, etc.).
Nota de la traductora.
49. No hemos relacionado, y es ciertamente una hipótesis arriesgada, el suicidio del psicó­
tico con un logro edípico, a pesar de la constatación, bastante banal, de que la muerte
real de! padre influye sobre el desarrollo del psicótico. Nada peor que un padre del que
no se puede soñar la m uerte, ni en un sentido porque está ausente, ni en otro porque
está demasiado presente; sabemos sin embargo que esas dos clases de padres, aparen­
temente contrarios, facilitan la producción del psicótico.
Hay una psicogénesis que se experimenta y verifica en el análisis tanto
de niños como de adultos, pero no es la del sujeto, es decir que no se trata,
en el análisis, de intervenir sobre una historia de la estructura; esta psico­
génesis es la del Otro, es decir, por contragolpe, la de la relación entre el su­
jeto deseante y su fantasma. Se trata, por supuesto, de una psicogénesis ima­
ginaria del Otro, pero que tiene una consistencia filogenética. Lo que puede
prometerse en el análisis es no una modificación de la estructura sino otra
modificación del Otro, del gran Otro, otra modificación que la implicada
por la organización'social; lo que puede prometerse, es su desconstrucción,
la descomposición de sus múltiples encarnaciones, en particular las que
sostienen la figura del «Padre».
- ¿Por qué el Padre? Porque, en el imaginario de nuestras sociedades oc­
cidentales en el sentido amplio, puesto que se trata al menos de aquellas
que están organizadas por las religiones de Abraham, es una psicogénesis del
Otro la que nos es propuesta por la religión. En Occidente, Dios es un pa­
dre que sostiene y es sostenido por cada uno que se encuentre ocupando la
función paterna. Podemos suponer que tenemos un esquema cercano en las
religiones animistas; pero ciertas religiones de Extremo Oriente, el taoísmo
en particular, parecen funcionar de un modo por completo diferente. La
Biblia, al proponernos esa historia de un Dios creador que mantiene una re­
lación que Le concierne, que Lo modifica, que Lo toca, con sus criaturas, pre­
serva su encarnación posible en la figura del «Padre». Es de observar que la
educación religiosa, del modo en que la conocemos, implica una modificación
de Dios tal como es presentado al niño, por ejemplo, en el m omento de la
primera comunión, luego al adolescente o al pre-adolescente en el momento
de la comunión solemne. El Dios occidental tiene una historia.
Anticiparé que esa génesis condiciona la organización yoica que hay
que desmontar en el análisis, al igual que esta multiplicidad de Dios, para
dejar el lugar -p o r la descomposición de las diferentes encarnaciones posi­
bles del Padre, comprendida la de la Mujer como uno de los Nombres-del-
Padre- a la no existencia de un Otro que, por medio de su goce posible, au­
torizaría el nuestro. En el análisis se trata de llegar o de regresar a ese punto
que una metáfora bastante pesada permite precisar: no es necesario matar
al padre para que él muera. Percibimos ya cómo tropieza el análisis con lo
real, ese real, el de la muerte sin causa, de la muerte sin sujeto (hipótesis que
interesa quizás a los tormentos actuales del movimiento analítico).
Retomaré esta hipótesis, que no es sólo una hipótesis, a partir de una anéc­
dota que condujo a mi consulta, durante aproximadamente dieciocho me­
ses, a una adolescente a la que llamaré Christine, y a sus padres. Veremos bas­
tante pronto, y eso se verificó más tarde, que hay histeria en el aire, pero no
es allí adonde quiero llegar. Esta anécdota tenía como particularidad, en
definitiva bastante rara, la de justificar a la vez la demanda de los padres y
la de Christine, aun cuando, de hecho, su demanda evolucionó enseguida
en otra dirección. ' .
Christine tenía quince años cuando vino a verme. La historia que, se­
gún el decir de sus padres y el suyo, había desencadenado para ella un m a­
lestar que se había manifestado por medio de una «adquisición de peso», de
hecho bastante poco aparente para sus padres, y por una ruptura de la uni­
dad familiar, había tenido lugar dos años antes: Christine era la tercera de
una familia de cuatro hijos, o más bien de tres más uno que llegó bastan­
te tarde y que, en el momento de esta historia, tenía tres o cuatro años,
siendo los otros ya adolescentes cuando nació. La noche de Navidad, la
costumbre, que Christine había conocido siendo más pequeña, era que el
padre, disfrazado de Papá Noel, despertara a los niños de madrugada, eclip­
sándose muy rápido para cambiarse y unirse al pequeño que descubría sus
juguetes en la habitación principal. Christine había decidido denunciar a
su padre surgiendo en el momento fatídico para tirarle de la barba. Así lo
hizo y desencadenó un drama que nos cuesta un poco medir, excepto para
el niño, por supuesto, quien no pensaba más que en sus juguetes nuevos. A
partir de ese momento, Christine se enfrentó abiertamente a la cuestión de
su cuerpo de mujer, cuestión que animó su análisis. Los hermanos mayo­
res, tomando su partido, se alejaron bastante pronto de la familia, incluso
uno de ellos cumplió lo que era una vocación religiosa; el otro experimen­
tó toda la gama de la patología del adolescente (toxicomanía, delincuencia,
etc.). Los padres se acusaban con reproches m utuos sobre la educación de
sus hijos. •
En un momento, y luego volvería a ello, Christine explicó a posteriori
este acto por medio de un discurso feminista que ella reivindicaba: el Papá
Noel como instrumento falocrático. Pero después de esta primera explica­
ción, dio otra, y es sobre ésta que me detendré: en esta familia católica y prac­
ticante, ella había tomado en serio su comunión y el discurso catequista
que la había precedido. Dijo no haber soportado la separación entre «lo
que hay de serio en la historia de Dios» y «las tonterías que se dicen a los ni­
ños». Es sobre esta separación, apoyándome en ciertas manifestaciones de
Christine que consignaban una transformación de lo que Dios era para ella,
que quiero aventurar algunas ideas sobre esta psicogénesis del Otro, tal
como la versión paterna, la perversión50 social la organiza. Citaré a Chris­
tine según las notas tomadas después de cada sesión.
«Lo que es idiota -dijo ella-, es que se diga a los niños que si no se p o r­
tan bien Papá Noel no vendrá, cuando ya se han comprado los juguetes»; o
bien: «Si se hacen Regalos a los niños, es sólo para decirles que no los ten­
drán si no son buenos, cuando los tendrán de todos modos». Lo que ella mide
con inteligencia a posteriori es que es en el campo del decir que Papá Noel
existe, en el intervalo entre el deseo de los padres -com prar juguetes-, del
que por otra parte dice que «ellos se complacen ante todo a sí mismos», y
su función parental de educación.
Papá Noel es la máscara de este engaño, un engaño, es necesario decir,
fundador de la idea de que la ley podría ser buena51 entonces para desve­
lar que Papá Noel no existe: «Después nos cuesta creer que Dios castiga a
los malos (...) Cuando somos pequeños, eso funciona y es así como cree­
mos siempre que Dios tiene una larga barba blanca». Ella lo creyó duran­
te mucho tiempo, después de sus comienzos escolares. Cuando lo supo a
través de sus compañeros, no dio crédito. «Era exactamente -d ijo - como
cuando me dijeron lo que los hombres y las mujeres hacían juntos.» Esta
observación la he oído varias veces y el paralelismo es cuando menos bien­
venido. Papá Noel está en el mismo lugar, incluso para el adulto, que las teo­

50. Juego de palabras: la «pére-version» literalmente: la versión del padre, pero p o r ho-
mofonía alude a «perversión»: perversión. Ambos sentidos están en juego, pero en el con­
texto prevalece el último. N ota de la traductora.
51. Más allá de la historia de Christine, esta experiencia es común; a cada uno de hecho se
le indica, a través de esta leyenda de Papá Noel que debe ser desvelada, que el gran O tro
puede ser engañoso, siendo el resultado social que este engaño consolida el monoteís­
mo. La lucha de la Iglesia contra esta costumbre, pero también su tolerancia más tar­
de, en todo caso la tolerancia del m undo cristiano, se explican de ese modo (sabemos,
desde Descartes, que es al denunciar la hipótesis del Dios engañoso que sostenemos a
Dios como no engañoso). Podemos preguntarnos si esta experiencia no es de las que
nos hacen evitar sacar las consecuencias de un fallo del Otro hacia su no-existencia.
rías sexuales infantiles.52 Como si por medio de esta decepción se prepa­
rara otra. «De hecho, los regalos no existen.» Ese discurso debe ser articu­
lado con el hecho de que ella pagaba sus sesiones con lo que extraía de un
depósito de Caja de Ahorros -pero eso no es más que un paréntesis-, un
depósito que ella no debía tocar antes de su mayoría de edad.
Cuando conoció esta no-existencia de Papá Noel fue para ella un dra­
ma, tanto más cuanto que ella creía. Después de haberla seducido, la de­
cepcionaba. ¡Es una vieja historia ! «Es en ese m om ento -d ijo - que decidí
que cuando fuera mayor trabajaría.» (Su madre se quedaba en la casa.) «Al
comienzo, cuando supe que Papá Noel no existía, quería agredir a todos
esos tipos disfrazados, pero sabía de todos m odos que no eran el verdade­
ro.» Cuando yo retomo ese «verdadero Papá Noel», ella evoca por supues­
to a su padre, pero lo que sobre todo dice es que su hermano pequeño no
estaba afectado por lo que había pasado, y que no era por él que había he­
cho aquello. Reconoce: «Aun cuando mis padres me dijeron todo, yo no es­
taba segura; quizás seguía creyendo», agrega riendo. Sabemos que es frecuente
que después de haberles dicho una superchería, los niños mantengan la fic­
ción de su creencia, una creencia a la cual se renuncia difícilmente puesto
que ella organiza un cierto lazo social. En otro registro, recuerdo a un niño
al que su padre había informado de las cosas sexuales con ocasión del em­
barazo de la madre; llegó triunfante a la consulta: «Sé que no es la cigüeña
la que trae a los niños, es el señor del hospital». Se renuncia a ello más di­
fícilmente en la medida en que lo que se propone a cambio es un Dios que
no está en el mismo lugar.
Cito a Christine: «Cuando yo era niña, escribía a Papá Noel y él res­
pondía con regalos, y luego le hablábamos a Dios, recitábamos cosas que no
comprendíamos, y él no respondía nunca». No se le escribe a Dios. Fue en
un m om ento en que la cuestión de la escritura se planteaba para ella, como
para cada adolescente, que hizo esta observación. Insisitió largamente so­
bre sus antiguas preocupaciones concernientes a la imagen de Dios, y en es­

52. Al hacer recaer el acento psicogenético del lado del O tro, podemos comprender cómo
a m enudo sucede -h e hecho la experiencia, pero no sé si es compartida por otros ana­
listas- que un tiempo del análisis de un niño se m arque por una pubertad precoz, cuan­
do se revela que la consistencia más sólida del O tro es la del O tro sexo.
pecial sobre la cuestión del nacimiento de Jesús: «El Espíritu Santo es como
el padre, María es la madre, y Dios es aquel al que ellos ven, que nosotros
no vemos, y que hace que haya un niño (...) Es como si los padres no fue­
ran por completo los padres». Aquí siento deseos de evocar a otro niño que
había dibujado a la familia de Dios: estaban José, María, Jesús, y luego un
personaje muy cercano a lo que Mélanie Klein designa como los padres
combinados, no una madre fálica, más bien un padre maternal, que tenía
en los extremos de los brazos dos formas redondas que se suponía que eran
aureolas. Christine explicaba cómo su Dios había cambiado poco a poco;
había llegado a estar a la vez fuera del sexo y a ser bisexuado. Contó que le
había hecho una pregunta al maestro de catecismo porque «era siempre la
misma historia; se decía que Dios quería que amásemos a los padres y lue­
go también que amásemos a los otros; entonces por qué se dice aparte
«amar a sus padres», si también se debe amar a los otros». Le habían res­
pondido que era porque los padres estaban más cerca de Dios; ella encon­
traba aquello idiota. Hubo algunas sesiones acerca de Cristo, pero dejo eso
de lado, excepto sobre un punto que ella retomó más tarde: estaban aque­
llos que tenían treinta y tres años, aquellos que tenían menos; más allá de
la transferencia y de lo que era para mí un obstáculo, era el tema de las ge­
neraciones lo que estaba en juego. Lo que me parece importante es que
ella describió una modificación de Dios, quien se convertía en abstracto en
relación a los padres, y que al cabo de ese ciclo, debía servirle contra los pa­
dres. Más tarde, ella dirá: «Papá Noel era la familia, y Dios era la escuela,
el catecismo; en casa, era siempre de Papá Noel que se trataba». He de de­
cir que esta metáfora de Papá Noel en un Dios combinado, luego en Dios
abstracto, metamorfosis que desplaza a los padres, indica bien en qué sen­
tido, para el analista, la cuestión de la psicogénesis debe ponerse no del
iado del sujeto sino del lado del Otro, porque es la familia quien le presta
consistencia alrededor de la figura del Padre, figura que el analista debe
ayudar a desmontar, a despegar de ese padre que no es, desde el comien­
zo, más que uno entre los otros. Es por eso que, entre paréntesis, el análi­
sis de niños es inmediatamente político.
¿Dónde estaba Dios para Christine cuando tuvo lugar la crisis evoca­
da? Abordemos brevemente ese Dios de los adolescentes para justificar el
otro título del capítulo: «El complejo de Enoch». El Dios de los adoles­
centes no es el Dios de los niños. Arriesgo una fórmula para discutir: el Dios
de Moisés y el monoteísmo no es el Dios de Tótem y tabú; en el intermedio,
por ejemplo, el asesinato del padre ya no se justifica por la apropiación de
las mujeres. El Dios de los adolescentes no es ya el Dios de los niños; está
despojado de toda encarnación sexual (lo cual no quiere decir que el Dios
de los niños ya no tenga existencia para los adolescentes; simplemente, son
dioses próximos y la síntesis no es fácil). Es un Dios que se convierte en re­
ferente necesario cuando los padres revelan no estar hechos de una mate­
ria diferente a la de los niños; razón, quizás, para interrogarse acerca del m u­
tismo de los adolescentes y su relación particular con la lengua. ¿En qué
sentido remitirlo a la dimensión paterna? Si he evocado a Enoch, hijo de
Seth, hijo de Adán, es porque se dice que fue en su generación cuando se
invocó el nom bre de Dios. En el análisis -a u n cuando deje en suspenso la
cuestión de saber en qué medida se trataba de análisis-, en el análisis de
Christine, un personaje jugó un papel clave, uno de sus bisabuelos, m uer­
to durante la guerra del 14-18, y al que llamaré Christian. ¿Qué es un bi­
sabuelo? Es el ancestro por excelencia, aquel que está en la filiación, pero
que es demasiado lejano como para ser conocido. A veces, por supuesto, se
le conoce, pero aún entonces él es límite de la familia, un personaje que no
parece sujeto del mismo modo al deseo que constituye el vínculo familiar.
Nos hemos interrogado acerca de la función de la cifra 7, cifra mágica; ella
es, entre otras, el total del sujeto y de los ascendientes con los que tiene re­
lación en la fórmula de su deseo, dos padres, cuatro abuelos. Es del lado de
los bisabuelos que el Dios de los adolescentes, un Dios genealógico, toma
consistencia; tanto más cuanto que acerca de los ocho bisabuelos hay m a­
teria de ficción. Poco im portan los elementos referentes a este bisabuelo
Christian, no retomaré aquí más que el discurso de Christine cuando ella
relacionó al tal Christian con Dios: «Yo no lo conocí, no me hablaron nun­
ca de él, es como si.no tuviera más que un nombre» (ella ignoraba el ape­
llido de ese bisabuelo, que encontró un poco más tarde, no sin efectos).
«Todo lo que sé es que si él no hubiera existido yo no existiría, pero no sé
quién era; aunque me diga que era el padre de mi abuela, no lo veo como
padre de familia». La única materialidad del personaje era un viaje con sus
padres por el «Camino de las damas» en el que había muerto. «Quizás sea
él el soldado desconocido.» Ella hablaba de él como de un padre que no se­
ria un padre, un padre que no decepcionaba, pero sin idealizarlo tam po­
co; luego hizo de él un joven, lo que era, muerto a los veinticinco años, y
comenzó a hablar de su propia sexualidad. Un día dijo «es completamen­
te idiota ir a morir a la guerra», a propósito de su camarada que había sido
empadronado por el ejército.
X I

Christine desapareció durante algunos meses, frecuentó un grupo esti­


lo «meditación transcendental» al que había conocido antes de venir a ver­
me, bajo un pretexto «terapéutico» (para adelgazar). Volvió con un tono agre­
sivo: «Usted me ha obligado a hablar de la muerte de Christian; no lo he
soportado». A continuación se alejó de la cuestión religiosa, no porque no
evocara más a Dios, pero era un Dios desencarnado, despegado de toda fi­
gura paterna, un simple horizonte posible de la palabra. Abandonó sus prác­
ticas religiosas sin pasar a un ateísmo militante. Por otra parte, habló de
sus relaciones con sus padres que se habían vuelto desapasionadas; comen­
zó a tratar sus cuestiones de identidad. Al cabo de algunos meses, se fué
con sus padres a otra ciudad, pidiéndome direcciones de analistas para «co­
menzar» un análisis (yo la recibía cara a cara).
Este recorrido, este fragmento de recorrido de Christine me parece ejem­
plar. Hubiera podido hablar de otras historias, pero entonces las cosas se ha­
brían mezclado aún más. Ya he eliminado toda una serie de elementos, en
particular todas las cuestiones acerca de su cuerpo. Quisiera simplemente
retomar la conclusión de esta historia con algunas preguntas. Christine no
terminó su análisis.53 ¿Lo había comenzado conmigo? Es la pregunta que me
hago. Diré que hay un tiempo en el análisis, un tiempo necesario que pue­
de jugarse tanto en algunas sesiones como con un primer análisis, que con­
siste en demostrar la consistencia del Otro, sus encarnaciones familiares y
sociales, no para dar paso a la vacuidad de ese lugar -ese sería más bien el
fin del análisis-, sino, en prim er término, para demostrar la génesis del mis­
mo, es decir, su referencia paterna, para llegar ? ese punto en el que el pa­
dre, el abuelo, el ancestro, no son más que mortales como los otros, pero ade­

53. En cierto modo, lo que se produjo fue una multiplicación de síntomas. La «adquisición
de peso» perdió su im portancia; aquello de lo que aún se quejaba no se reducía al n ar­
cisismo sino que giraba en to m o a sus relaciones con los otros, en su diversidad, aun
cuando ello se manifestara p or m edio de conversiones (náuseas); finalmente antepon­
dría la cuestión de su timidez; diré que no hubo, al terminar ese período, análisis deJ fan­
tasma. Ese primer tiempo llevó a «A» y no a «a».
más, y es un punto importante, que el analista también lo es;54 de modo tal
que pueda ser analizado el dispositivo paterno distinguiendo efectos del
Nombre-del-Padre, en tanto que él marca el campo del Otro, y efectos de
la función paterna. Es ese desmontaje el que perm ite producir en la cura el
lugar Otro que es el inconsciente, este otro lugar del Otro.
Yo diría que ese desmontaje que sólo es posible a través del psicoanáli­
sis está en juego tanto con el niño como con el adulto y que es posible per­
mitirle al sujeto ahorrarse ese Dios dividido entre el ancestro y Papá Noel,
entre los celos y el todo amor, entre el Padre y el Hijo, ese Dios que no por
nada está en el malestar de nuestras civilizaciones.55 Pero quizás sólo los
analistas pueden pensar que sería mejor dejar alguna latitud al sujeto para
ir allí por su deseo, sin la esperanza de una salvación.

54. Diré que es la condición para que la transferencia sea analítica, es decir, que sean dis­
tinguidas persona del analista y función del analista. No es al final de la cura que el
analista se revela como cualquiera, es, por el contrario, que debe serlo, en tanto que per­
sona, desde el comienzo, o al menos en un determ inado mom ento que permitirá ope­
rar a la ficción del sujeto supuesto saber y no a la de un sujeto que ya sabría. Me pare­
ce que la práctica del análisis de niños nos lo indica del m odo más elocuente.
55. Mido las consecuencias de lo que aquí digo. Si es verdad, hay una intervención posible
de los analistas en el campo social: desm ontar las encarnaciones del Otro, siendo la hi­
pótesis la de una ética posible para no im porta qué sujeto, que no sería de sumisión al
goce (del O tro). Es la apuesta del acto analítico, en tanto que el deseo del analista ex­
cede al fantasma.
11. D e las g en er a c io n es

FENOM ENOLOGÍA

Mientras que, para el niño, el padre de la realidad asegura la consistencia ima­


ginaria del Otro, para el adolescente no es más que el representante del
Otro, representante en sí mismo irresponsable de su función.
Salvo que se limite el alcance clínico de Tótem y tabú y de Moisés y el mo­
noteísmo,56 clasificándolos en la rúbrica accesoria del psicoanálisis «aplica­
do», o aún que se invente, como lo hace Gérard Mendel57en un registro que
concierne a la problemática del adolescente, una disciplina híbrida entre la
sociología y el psicoanálisis, es necesario sacar como consecuencia del inte­
rés de Freud por la antropología, que el complejo de Edipo, lejos de ser sólo
el concepto de un fenómeno observable primero individualmente, un mito
que representaría la historia de un imaginario, está inscrito simbólicamen­
te en lo Real, que es efecto de la estructura misma del ser hablante.58
Así, en el psicoanálisis, no es la distinción entre lo que sería psicogené-
tico y lo que sería filogenético la que es nodal, sino el intento de situarlo que
hace estructura antes de la apropiación subjetiva imaginaria, modulando lo
necesario las aplicaciones terapéutica y antropológica y teniendo en cuen­
ta lo contingente.
A través de esta aproxim ación, Freud subvirtió la prim era concep­
ción clínica del complejo de Edipo, apoyada sobre la constatación de que

56. Sigmund Freud, Tótem y tabú, en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, T.II;
Moisés y el monoteísmo. Obras Completas, T.III.
57. G. Mendel, La révolte contre le pire, París, Payot, 1968.
58. Remito a M. Safouan, Études sur Vcedipe, París, Le Seuil, colección «Champ freudien»,
1974.
el traum atism o encontrado en la histérica rem itía no a un aconteci­
miento real sino al fantasma. De lo Real enmascarado por lo Imaginario,
él descubre que este Imaginario es sostenido por lo Simbólico del modo
en que se inscribe ya como un efecto posible en lo Real. Si bien la figu­
ra de Edipo es m antenida, la generalización del complejo edípico ya no
es la misma.
Ello se produce no sin problemas que para Freud quedarán en parte sin
resolver. En efecto, si lo seguimos en ese señalamiento del edipo como es­
tructura universal, inscrita en las instituciones humanas, se deduce que po­
demos enunciar que la lógica edípica, amor dirigido a la Madre/ asesinato
del Padre, no está invertida en la niña sino que sigue siendo la misma que
para el niño, y se encuentra complicada hasta el punto de que la seducción
por parte del Padre se superponga a una agresión y que las mujeres no pue­
dan, más que los hombres, matar simbólicamente a la Madre, quedando
en suspenso la identificación con La Mujer.
Esto especifica sin duda la patología femenina y más allá, para cada uno
de los sexos, caracteriza la no complementariedad de los mismos, anim an­
do una sola libido tanto a varones como a hembras, lo que se indica por la
ausencia de una relación sexual que pueda escribirse. Por ejemplo la ho­
mosexual, de la que Lacan ha podido decir que ella no se equivocaba, sabiendo
que la mujer es el objeto-causa-del-deseo.
Pero, yendo más lejos, se puede observar un deslizamiento importante
y problemático de Tótem y tabú a Moisés y el monoteísmo: el asesinato del Pa­
dre no se justifica más por la tentativa de apropiarse de las mujeres, lo que
sería isomorfo al edipo tal como él es clásicamente comprendido. Esta se­
paración molesta de un modo bastante evidente a Freud, y él se explica
acerca de ella en varias oportunidades en Moisés y el monoteísmo: hay un pri­
mer tiempo de asesinato real del Padre, pero frente a la constitución de un
matriarcado, se efectúa el «retorno del dios paterno único, exclusivo y to­
dopoderoso»,59 luego un segundo asesinato que ya no es aquél, real, del Pa­
dre, sino el de su representante. La relación con el Padre está mediatizada
por la relación con el Maestro. Dicho de otro modo -se encuentra la hue­
lla en los problemas de la teología judía-, Dios está dividido entre su fun­

59. Moisés y el monoteísmo, op. cit., pág. 3.291.


ción de creador, fundador en lo Real, y su función de transmisión a los
hombres de la Ley, fundador en lo Simbólico.
En la misma medida en que Tótem y tabú puede ser designado por me­
dio de la metáfora de la infancia de la civilización, Moisés y el monoteísmo
puede serlo por la de su adolescencia. Y el adolescente sería aquel que esta­
ría agitado por la separación entre esas dos dimensiones del edipo.
Así, pueden acentuarse distinciones y articulaciones internas a la es­
tructura edípica.
Por una parte, la de las dos vertientes del edipo. De un lado, de la Ma­
dre a las mujeres, o más bien a La Mujer, lo que está en juego es la consis­
tencia del Otro, en primer término Otro real convertido en el Otro sexo- es
así como podemos comprender por qué Lacan designa a La Mujer como uno
de los Nombres-del-Padre; m atar al Padre (real, simbólica o imaginaria­
mente, lo dejo en la indecisión) no lleva, según Freud, más que a privilegiar
divinidades feminizadas. Por otro lado, el Otro no se sostiene, en su con­
sistencia simbólica, más que por el Nombre-del-Padre, es decir, por una
fundación simbólica que es la del Discurso del Amo:
SI S2
$ a
y puede leerse: un significante representa al sujeto para otros significantes,
con (a) por resto; es por esto que el Discurso del Amo es fundador de nues­
tra identidad. No existirían, pues, de un lado la Madre, del otro el Padre, sino
de un lado el Otro real subsumido en el Otro sexo, del otro lado el Otro sim­
bólico sostenido por el Nombre-del-Padre.
Por otra parte, del lado de lo Simbólico -el que se mantiene, puesto que
al no existir «La Mujer» como significante, el Otro sexo no se sostiene más
que por lo Imaginario, lo que llamamos el Amor, tentativa de dar consistencia
al Otro, oponiéndose a la orden simbólica o sobrepasándola-, hay división,
podríamos decir, entre el «no del padre» y el Nombre-del-Padre,* entre ese
padre introducido por la madre en lo imaginario del niño como el que lo
protegería por medio de sus prohibiciones, y el que garantiza, por medio de
la transmisión del nombre, el Uno - u n significante- que le da el ser, es de­
cir, un acceso al goce.

* En francés «non-du-péne» y «nom-du Pére», suenan casi igual. Nota de la traductora.


Esta división del Otro, llamémosla -S (A), es lo que se mide en la ado­
lescencia por medio de la entrada en una nueva lógica del edipo, la del Otro
sexo y la serie de las generaciones.
En tanto que la muerte del Padre, fantasma edípico del niño, debería re­
solverse, en el orden simbólico en el que se aloja, por la imitación de un
asesinato que asegure la transmisión, el adolescente descubre en un segun­
do tiempo que ese padre, que se le parece, es mortal en lo Real sin que sea
necesario matarlo, y que esta transmisión se ordena como pérdida.
De absolutamente Otro, diferencia radical cuyo reverso es la identifi­
cación, el padre, por el peso de una semejanza que ninguna identifica­
ción trasciende, enmascara o reduce, cesa de ser el representante único
del orden simbólico, del lado de un Dios sin otra consistencia que textual
y ritual.
Cuando el hijo se mide con el padre, violentamente quizás, la incon­
mensurabilidad cesa, el cuerpo del padre entra en escena, no ya mítico, sino
afectado por la degradación del envejecimiento y capturado en un encade­
namiento en el cual el nacimiento y la muerte son acontecimientos reales.
No es necesario m atar al padre para que él muera; el asesinato, real o sim­
bólico, incluso imaginario, no es más que lo que nos preserva durante un
tiempo de que la muerte sea sin causa, esta m uerte ante la cual cada sujeto
es cualquiera, regresando a su destino de objeto (a).
El padre no es más que otro miembro de un orden que los sobrepasa a
ambos, él y su hijo, y por eso mismo es percibido en su cuerpo reducido a
la objetividad como amenazado por una desaparición natural al final de
un envejecimiento que se vuelve entonces flagrante. La intención asesina
dirigida al padre parece, de golpe, irrisoria.
En la relación de las hijas con su m adre, las cosas están próximas,
agravadas por el hecho de que la exigencia simbólica es allí menos fuer­
te, algo que asegura lo Imaginario. De allí la frecuente reactivación en la
madre de la problemática de su propia adolescencia, ya sea bajo el modo
de un reinvestimiento narcisista o, lo que a veces ocurre, por un hundi­
m iento maníaco-depresivo, tanto más cuanto que el período de adoles­
cencia de las hijas es con frecuencia contem poráneo de la menopausia de
las madres.
La madre es considerada así como la Madre primordial, no en su ma­
ternidad sino en su feminidad; es lo que la hace debilitarse doblemente: por
una parte, porque la hija se revela también potenciaLmente como madre; por
otra, porque La Mujer, el significante que garantizaría una identidad, no
existe, en tanto que el Falo es el único significante de la diferencia sexual, es
decir, que La Mujer no podría definirse más que por lo que le falta, lo que
ciertamente le asegura un Real, pero le niega una ek-sistencia simbólica.
Sin duda, uno de los elementos que están en juego en las maternidades
precoces es esa constatación de que la madre no se sostiene más que por el
hecho de dar a luz, y no como mujer. Y quizás sea igualmente el caso en las
paternidades precoces, por un intento de preservar a La Madre cuando ella
falla con respecto a ser La Mujer.
El que los padres no estén hechos de otra materia que el niño, que cual­
quier sujeto sea, en lo Real, equivalente a otro, que cada cuerpo, por lo tan­
to el de los padres, sea objetivable, m inan la base de la autoridad de los pa­
dres, de su calidad de garantes, de referentes del gran Otro, algo que para el
adolescente es, en primer término, la experiencia de una decepción, y que
anima sus reivindicaciones como tentativas de restaurar a los padres en este
lugar.

El padre caído es designado, al mismo título que el hijo, como eslabón en


la cadena de las generaciones, garante provisorio y parcial de la permanen­
cia del nombre en la cadena de los significantes. Así se indica una corres­
pondencia entre dos cadenas, la de las generaciones y la de los significan­
tes, cadenas que se revelan infinitas, incluso si son enumerables, es decir,
organizando lo Simbólico, la primera tirándolo hacia lo Real, puntuado por
el nacimiento y la muerte, la otra tirando hacia lo Imaginario, es decir, la dis­
posición del sujeto en la lengua.
El Otro pierde allí doblemente su encamación imaginaria, dejando al ado­
lescente frente a lo infinito: no hay más origen, ni dirección válida de la pa­
labra. Allí se reúnen las dos pasiones del adolescente, tales como se juegan
en el cuento de Igitur: la pasión de la escritura, en donde lo que se escribe
viene a sostener una palabra sin interlocutor; la pasión genealógica, en la bús­
queda de un ancestro que haga de punto de detención a esta defección del
Otro.
En la misma medida en que el fantasma de otra familia agita al niño,
el adulto se caracteriza por buscar La Mujer como consistencia del Otro y
el adolescente con frecuencia interroga la línea genealógica porque la se­
mejanza introduce la dimensión infinita del tiem po, y una figura a la vez
familiar y exterior a la estructura triangular puede constituir una «marca».60
Es así como los abuelos, en su equivalencia lógica a los padres, pueden
ser invocados como punto de fuga. Mientras que en la mayor parte de los
casos, los padres cumplen para el niño la función de encarnar al gran Otro,
la referencia a los abuelos indica un imposible Otro del Otro; que el padre
tenga un padre prohíbe pensarlo en el origen del orden simbólico.
La cuenta del adolescente, abierta sobre el infinito de las filiaciones -y
es en ese sentido que la «crisis de las generaciones» es estructurante- pue­
de entonces situar a todos los adultos, vivos o muertos, de un mismo lado,
hacia lo ancestral, «los viejos», «los ruinosos», repartidos entre los buenos
y los malos: lo bueno, cuando se manifiesta allí una «originalidad» supues­
ta, lo malo, cuando la función de transmisión prim a sobre la figura; lo bue­
no cuando el Otro encuentra allí encarnación, lo malo cuando se revela fal-
tante.
El riesgo consiste en que el adolescente se juega allí su desarrollo: o bien
acepta ser el eslabón siguiente, del mismo valor que ese padre ahora caído,
o bien rehúsa transmitir y permanece detenido ante la semejanza, bajo el
modo de una inhibición o el de una agitación que clásicamente encontra­
mos en la clínica del adolescente.

Es sin duda la razón de que la cuestión de Dios se plantee de nuevo para el


adolescente: lo que traducen los ritos de iniciación, cuando por ejemplo, pre­
parado en dos tiempos, el adolescente cristiano es finalmente autorizado a
comulgar en el Otro, tragando el objeto llamado hostia, que es o represen­
ta (dejo la querella teológica de lado) el cuerpo del hijo, bendecido por el
cura, llamado él mismo padre (sin mayúscula). Es interesante observar que
el primer uso que tuvo en francés la palabra «prohibido» fue para distinguir
a Dios Padre y al abad (etimológicamente el padre en hebreo) y sus pre­
rrogativas: ¿qué se quiere decir al designar al cura como padre? Una vez
más se trata de la separación entre una encarnación y una representación.

60. Juego de palabras: «re-pére» alude tanto a «repére»: señal, marca, como a una redupli­
cación de «pére»: padre. Ambos significados están presentes en el texto. Nota de la tra­
ductora.
En tanto que Dios es, para el niño, un mito hecho presente por la ins­
cripción sobre el cuerpo de una marca simbólica indeleble, bautismo o cir­
cuncisión, el que sostienen los padres, se tranforma para el adolescente en
aquello a lo que él tiene derecho, a saber, el representante último de una trans­
misión sin otro objeto que simbólico, sin otro sentido que el duelo de un ase­
sinato. Dicho de otro modo, Dios siempre queda por matar, es decir, por re­
conocer, tal como es ofrecido, excediendo la tradición que lo produce, en este
lugar dejado vacío en A, cuando el padre se reveló mortal.
Es así que el Dios de los adolescentes debe escapar a la semejanza tan­
to como a la diferencia absoluta; ni antropomorfo, ni totémico, él es in­
nombrable e irrepresentable,61 en la medida en que su representación lo
destinaría a la «muerte sin causa», esa muerte anónima que los asesinatos
míticos disimulan. Para estar del lado de La Causa, Dios está marcado por
una ausencia de determinaciones que traduce la angustia de los adolescen­
tes ante los rituales religiosos.
Contradicción entre la tradición y la «fe», en la que se valoriza una po­
sición mística definida por un encuentro, incluso vacío, que vuelve caduca
la liturgia y permite enunciar que si la religión define bien al Otro en el ori­
gen de la cadena universal, él es «a pesar de todo» único para cada uno, no
simplemente en una relación dual, sino en una relación en la que se mide
y se limita el infinito.

La semejanza con los padres se descubre como posibilidad fisiológica del acto
sexual que para el adolescente es concebido como una relación imposible en­
tre la repetición y la reproducción: por una parte, repetición (en todas las
acepciones del término) de la escena primitiva, juego de simulación de una
diferencia de dos términos, de los cuales uno es representado, ya en la in­
fancia, como estando del lado del sujeto; por otra parte, reproducción cap­
turada en la cadena de las generaciones, reproducción infinita en la que la
dimensión simbólica prima sobre la expansión imaginaria; en la que la di­
ferencia, no sólo sexual sino de las generaciones, no es trascendida sino por
la transmisión del nombre.

61. L ’interdit de la répresentation, obra colectiva, coloquio de Montpellier, 1981, París, Le


Seuil, 1984.
El adolescente, lejos de satisfacerse con la reducción religiosa de los dos
aspectos de repetición y de reproducción, compara su impotencia con la
del niño que ignora que no hay repetición sin diferencia, es decir, que lo­
gra creer en sus juegos de imitación como en la realidad, y con la del adul­
to que ha olvidado que él sólo está inscrito en una serie, sin otro privilegio
de poder sobre sus sucesores que el socialmente definido.
La sexualidad genital, en tanto que ordena a la vez una identificación se­
xual y una diferenciación de las generaciones, provoca una urgencia de la
puesta en acto de la subjetividad, la cual sutura el hiato entre repetición y
reproducción, un hiato en el que puede desplegarse la pulsión de muerte por
el encuentro de una castración que no sería concebida como el precio a pa­
gar necesario en la relación al Otro.
En los adolescentes existen varios intentos sintomáticos de evitar ese
hiato, y, cualquiera que sea el desarrollo, tienen eco en el desarrollo del
adulto:

- o bien tentativa de repetir, por medio del suicidio, el ciclo real, sin tener
el tiempo de inscribirse en el circuito simbólico de la reproducción, anti­
cipación de la muerte puesta como horizonte último de un goce sin ob­
jeto, sin diferencia, sin más sujeción a una promesa del Otro;
- o bien iniciación precoz en la maternidad o en la paternidad, reproduc­
ción precipitada sin repetición de la pareja, desenlace lógico de la crisis,
pero desprovisto del desarrollo imaginario del amor;
- o bien ambigüedad sexual, más histérica que perversa, en nombre de la
amistad con el otro, de la intimidad, de lo imaginario que enmascara lo
real de lá diferencia; «homosexualidad», como lo escribe Lacan, en tanto
que encuentro de lo mismo en el Otro, tal como lo ordena lo fálico, com­
patible con encuentros heterosexuales, porque se intenta sublimar la fal­
ta, en la enunciación de un discurso de la indiferencia pretendidamente
subversiva, donde se topa y se refleja la Ley en beneficio de otra ley, an­
gélica. Los comportamientos homosexuales del adolescente deben con­
cebirse primero como tentativas de oponerse a la diferencia sexual y no,
como se hace con frecuencia, como una fijación sobre un objeto del mis­
mo sexo;
- o bien, en el incesto fraterno, no reductible al incesto «generativo», sino,
quizás anti-edípico, el adolescente reacciona al encadenamiento familiar
provocando un cortocircuito horizontal, reconociendo, más allá de una
eventual diferencia de edad, al otro en la misma generación.
Pero, ¿no es ése el mito fundador de la normalidad?

El comportamiento paradójico de los adolescentes, sus aparentes contra­


dicciones, no se concibe más que como una serie de actos que son otros
tantos «ensayos», en el sentido que Montaigne presta al término, es decir, a
la vez textos y experiencias.62

ELABORACIONES TEÓRICAS

Si los adolescentes nos indican que se debe acentuar una génesis, incluso si
ella no es psicogénesis subjetiva enganchada a la evolución fisiológica sino
modificación de la consistencia imaginaria del Otro, esto no es posible sin
alguna incidencia sobre los intentos de formalización de la estructura del su­
jeto tal como han tratado de elaborarlos los analistas. En efecto, ¿cómo es­
cribir esta dinámica sobre el nudo borromeo, última escritura de Lacan?
Que los tres círculos sean equivalentes es una de las lecturas del nudo
borromeo que Lacan promovió como estructura que escribe lo Real del ser
hablante,63 puesto que la particularidad de esta figura topológica es que
cuando se corta uno de los tres círculos, no importa cuál, se rompe el nudo
y los dos otros quedan libres; en la descripción de la estructura de ese anu­
damiento, los tres círculos tienen lógicamente el mismo valor, y la nominación
de cada uno es segunda, no teniendo ninguno de ellos prevalencia en la es­
tructura misma. Es así que Lacan indica lo Real dos veces: como uno de los
círculos y como la estructura misma.

62. Sobre Montaigne y la cuestión de la relación entre escritura y experiencia, remito en par­
ticular al libro de M. Butor, Essais sur les Essais, París, Gallimard, 1968.
63. Retomo algunas hipótesis ya propuestas en «D’une logique sans rapport», Mi-dit, n° 2/3,
junio de 1984. En el desarrollo que sigue me quedo en el nudo de los tres círculos. Sa­
bemos que Lacan propondrá más tarde un nudo de cuatro círculos que ciertamente re­
solvería el problema planteado aquí, pero de un modo que en definitiva elude la pues­
ta en juego borromea; volveré sobre ello más adelante.
R

Pero al construir ese nudo, es decir, al abordar a la vez una física y una
lógica de los nudos, al sobrepasar su descripción matemática, no puedo
mantenerme en esta equivalencia. Y el que Lacan, en los últimos tiempos de
su enseñanza, haya llegado a manipular trozos de hilo como si fueran ob­
jetos físicos me incita a pensar que esta aproximación no es incongruente
con su doctrina en lo referente a la topología.
En efecto, trivialmente, para construir ese anudamiento, el modo más
simple consiste en tomar dos trozos de hilo cerrados, superponerlos en tres­
bolillo uno por encima del otro, luego tejer un tercer trozo de hilo por en­
cima de uno, por debajo del otro, de nuevo por encima de uno y por deba­
jo del otro, antes de cerrarlo a su vez.

Podemos por otra parte observar, y sería interesante estudiarlo, a pro­


pósito del rasgo unario y de la represión originaria, que quedándonos en la
trivialidad en cuanlo a la topología matemática, es suficiente concebir un hilo
infinito en los dos sentidos, una recta, para anudar borromeamente a los dos
primeros.

Así, clínicamente, podríamos quizás pensar una estructura en la que lo


Simbólico no está ausente sino que por el contrario está «entero». Pienso en
la debilidad disjunta de la psicosis. En efecto, ese Simbólico continuo (lo que
a primera vista es paradójico) me parece un medio de comprender cómo un
sujeto puede acceder a la dimensión simbólica (y al mismo tiempo a la neu­
rosis infantil) sin aptitud para jugar en ella.
Por el momento no he nombrado a cada uno de esos círculos, pero los
he enumerado; he introducido entre ellos un cierto orden que contradice su
equivalencia. Hay dos primeros, sueltos y cerrados sobre sí mismos, luego
un tercero que construir y que produce el nudo.
Enunciaré que al mantener esas dos aproximaciones, descriptiva y cons­
tructiva, con los problemas epistemológicos clásicos a que ellas nos remiten,
podemos concebir -sin llegar a una clínica patológica elaborada a partir
del examen de los efectos de la defección de uno de los círculos o de otro
modo de anudamiento-, no una génesis de la estructura, puesto que en
cierto modo ella ya está allí, sino una dinámica, la de varias construcciones
posibles, según que designemos al tercer círculo como R, S o I. Es lo que per­
mite distinguir tres estados posibles de la estructura, según que la función
de anudamiento sea atribuida a una de las tres dimensiones que reúne a las
otras dos, en principio separadas.
En efecto, a posteriori de su enseñanza, más que observar etapas en la
elaboración del pensamiento de Lacan, según que la prevalencia se dé allí a
lo Imaginario, luego a lo Simbólico, finalmente a lo Real, es más eficaz con­
cebir esas prevalendas sucesivas como describiendo estados posibles de la
estructura. Sin ignorar, por supuesto, que tal lectura replantea de una for­
ma nueva la cuestión de una aproximación genética.
Si hay una primera división es la de lo Real y lo Simbólico, que lo Imagina­
rio intenta reparar.
Metafísicamente, es lo que se indica en el primer libro de la Biblia.64El
comienzo, Bereshit, es ese tiempo inaugural único, de división entre lo que
está escrito, la Torá, la Ley en tanto que enseñanza fundadora, y lo que es crea­
do, entre Dios legislador y Dios creador. Es así que la Cábala judía centra­
rá su exégesis en torno a esta división, a ese doble aspecto de Dios, amena­
zado lógicamente en su unidad, quedando la cuestión de la prevalencia de
La Ley o de La Creación en suspenso hasta ese tiempo segundo en el que La
Ley es transmitida a los hombres -¿es la misma la que actúa y la que es
transmitida?-. Es una pregunta importante en la teología judía, estando en­
tonces la reparación imaginaria, si no permitida, al menos prometida. La Bi­
blia es esta expansión imaginaria que sutura una división inicial.
Pero sobre todo, es posible constatar que el niño hace su entrada en el
m undo bajo el signo de esta división entre lo Real y lo Simbólico.
- Lo Real no aparece más que una vez bajo la forma de un cuerpo, en el
momento en que los padres -siem pre sorprendidos, incluso cuando lo
esperan y lo desean, es una constatación clínica interesante- saben que ha
sido concebido un niño; momento del embarazo cuya proximidad con la
psicosis subraya Winnicott, momento lo bastante desconcertante como para
que de inmediato la emergencia de ese Real sea suturada imaginariamente,
por ejemplo en la búsqueda de un nombre y en las inquietudes y previ­
siones del futuro de aquello que no es más que un embrión.
- Lo Simbólico, en donde, como sabemos, el sujeto está inscrito por su ape­
llido desde antes de su nacimiento, es lo que transcribe lo jurídico pues­
to que -lo que parecerá extraño al profano no lo es, dado el caso, para el
psicoanalista- el padre puede reconocer a un hijo antes de su nacimien­
to, mientras que la madre no puede sino renunciar, por medio de un acto
de abandono después del nacimiento, a aquello que no es más que la cons­
tatación de su cualidad maternal.
El niño es capturado por y dentro de esta división, sin llegar a lo que se­
ría su propio psiquismo. En esto hay que seguir a Winnicott, quien subra­
ya que la «madre suficientemente buena» (lagood cnough mothcr) es aque-

64. He intentado elaborar eso en «La ¡cgende du Golem», Mi-dit, n° 15,1987.


lia que permite un despliegue en este intervalo. Ni «no bastante buena»,
podríamos agregar, es decir, aquella que no asumiría más que la función que
le es adjudicada simbólicamente, ni «demasiado buena», es decir, aquella que,
no dejando ningún lugar entre ella y el niño, mantendría su dependencia real,
la del feto.
Es también por eso que la fase denominada del espejo es fundadora de
la subjetividad, es decir, de la apropiación imaginaria de la estructura. En
efecto, y así puede aislarse un momento, se reúnen, se encuentran entonces,
por una parte lo Real del niño, aquél con quien chocan sus experiencias
sensorio-motrices en la constitución del modo objetal; por otra parte lo
Simbólico de la lengua, en donde se distribuyen el «yo» (je), el «eso», y el
«tú»63; el «yo» (je) del niño, el «eso» del objeto, el «tú» que la madre le di­
rige por intermedio del cuerpo que llena y moviliza este intervalo para una
reconciliación yoica.
La fase del espejo es el momento lógico en el que lo Imaginario no sólo
se sitúa como organizando el yo, sino que primero repara la división ónti-
ca de lo Real y lo Simbólico. Éste es entonces el tercer círculo que anuda los
dos primeros.
Pero la infancia no se detiene allí, y el recorrido que a continuación po­
demos describir culmina en la crisis estructural de la adolescencia. En la
medida en que sostengo que RSI puede permitir conocer su alcance, debo
plantearme los jalones de tal andadura.
A partir de las primeras experiencias, esta prevalencia de lo Imaginario
es contrarrestada por el exceso de lo Real, y es el proceso posible de la su­
blimación el que dará lugar, esta vez como tercero, a lo Simbólico. Es el
efecto de la estructura edípica como organizadora. La evolución psicogenética
describe no un desarrollo en lo Real, sino la dialéctica de lo Imaginario y de
lo Simbólico, necesaria para asegurar la subjetividad, aquello cuyo lugar in­
dica un concepto freudiano, el super-yo, en el sentido en que él está extraí­
do a la vez del ello, del yo y -aquí el concepto es lacaniano- del Otro.
Lo que está inmediatamente en juego, amenazando la cohesión imagi­
naria, es la cualidad del mundo objetal. Que La Cosa se revele imposible en
lo Real deja el lugar a lo que puede presentarse como sosteniendo imagi-

65. M. Buber, Je et tu, París, Aubier, 1938.


nanamente una relación yo/no-yo, de la cual la madre ya no garantiza en­
tonces el ser sino la mediación. Y sabemos que los agujeros del cuerpo y aque­
llo que puede colmarlos, es decir, lo pulsional, son lo que apuntala esta re­
constitución del objeto. Si lo pulsional no es el instinto, si lo hum ano se
define por haber perdido la inteligencia animal de los instintos, es que, por
medio de una falta-para-ser orgánica, la prematuración, el sujeto no hace
cuerpo con el objeto, con la «naturaleza»; él está inmediatamente alienado
por la disyunción de lo Real y lo Simbólico.
Podríamos definir las pulsiones como eso que de lo Real insiste en lo Ima­
ginario, pero que, en cambio, no se mide más que por medio de la ficción; es
así que las huellas más puras de lo pulsional serían las teorías sexuales infan­
tiles, concebida la relación sexual en el registro de esas mismas ficciones, oral,
anal, uretral (genital), bajo el orden conceptual de una complementación.
Ya allí, antes incluso de que sea cuestión de castración simbólica, en ese
reajuste inmediato del objeto, el super-yo se disocia. Por una parte, Méla-
nie Klein tiene razón en vincular constituciones primeras del objeto y pro­
ducción del super-yo ,66un super-yo-del que podríamos decir que está des­
ligado del Otro, y que es, en tanto tal, no simbolizable, que re-aparece en la
paranoia; por otra parte, Francoise Dolto puede, aun cuando el término
sea ambiguo, evocar varias «castraciones» (umbilical, oral, anal, etc .).67
Se revela así que el único Real del objeto, éste lo extrae de su cualidad
de poder desaparecer. Y allí vuelve a jugarse la disyunción de lo Real y lo Sim­
bólico: esta desaparición, ¿es destrucción o ausencia? La sutura imaginaria
es impotente para dar respuesta. Es entonces lo Simbólico lo que vuelve a
anudar los dos círculos de lo Real y lo Imaginario. Pero en esta lógica pri­
m era-el término de «sensorio-motriz» promovido por Piaget me parece el
más justo para designarla-, lo Simbólico no regresa más que a título de
prueba, prueba de la permanencia objetal.
Aquí también la Biblia indica una dualidad, esta vez de lo Simbólico: el
hombre está llamado a nom brarlos animales (Génesis, II, 19). Por una par­
te, la exégesis se demora allí; se trata, para Adán, de dar un nombre a aque­
llo que ya está nombrado, puesto que es nom brando como Dios crea; por

66. M. Klein, La psychnnalyse des enfants, París, PUF, 1959, pp. 151-153.
67. F. Dolto, L ’imnge inconsciente du corps, París, Le Seuil, 1984.
otra parte, esta nominación Lleva a la constatación de que Adán es el único
que no forma pareja, entonces lleva a Dios a construirle una compañera. Ese
Simbólico que vuelve a anudar no es el mismo que el Simbólico que funda;
hay un S (I), un Simbólico que sostiene lo Imaginario, en lugar de un S (R),
un Simbólico olvidado que funda lo Real.
Esta división de lo Simbólico -la que designa la separación entre S2 y S i-
permite explicar que los órganos genitales, pensables como objetos, ocupan
una función particular. El «objeto fálico» -entre comillas precisamente por­
que no es un objeto- tiene un lugar aparte, por el hecho de no ser uno de
los objetos que aparecen o desaparecen al único precio de un significante que
garantiza su potencialidad. Tenerlo o no, no produce una satisfacción pul-
sional sino o bien angustia, o bien envidia, las cuales arruinan la relación Iú-
dica con el objeto.
Si los objetos pulsionales son subsumidos por el objeto (a), por aque­
llo que constituye su cualidad común de ser lo que se concibe separado o se­
parándose del cuerpo, el Falo sobrepasa la cualidad objetal, por que él no
entra en la dimensión del Espejo, por subvertir la imagen de un cuerpo ce­
rrado, o pudiendo estar cerrado, manteniendo relaciones con los objetos. Ra­
dicalmente, en más o en menos, el Falo es aquello que prohíbe la comple-
mentación de lo Real y lo Imaginario, trastornando el m undo objetal: en lo
Real, es lo que indica la falla constitutiva del cuerpo hum ano por no auto­
rizar jamás una plenitud; en lo Imaginario, es lo que detiene la imaginari-
zación solitaria, la imaginación. La castración simbólica es aquello que anu­
da la privación real (lo imposible) y la frustración imaginaria (la impotencia)
al precio del síntoma.
De allí el llamado al Otro.
Si el Otro real que es la Madre asegura al infans -aquel que no habla-
el despliegue imaginario de su cualidad de ser, el saber edípico de la castra-
ción de la Madre exige que el Otro gane una consistencia simbólica, con­
sistencia débil que debe ser consolidada por medio de lo Imaginario.
Es todo el trabajo necesario que, en la metáfora de una psicogénesis,
podemos designar como el del período denominado de latencia; metáfora
porque no es evidente que sea necesaria una cronología para inducir esta pri­
macía fálica ya inscrita en la lengua. Y si ese desplazamiento del primado ima­
ginario al primado simbólico va a la par con la modificación de la consis­
tencia del Otro, no es circunstancial sino necesario, sin llegar a los fallos
singulares, por la estructura que ya está allí del ser hablante; metáfora tam ­
bién porque, en juego incluso antes del enunciado edípico, esta dialéctica de
lo Imaginario y lo Simbólico agita aún al adulto.
Lo Simbólico, en tanto que «di-mensión »,68no se sostiene, para el su­
jeto (en el sentido del «para sí» filosófico) más que de su imaginarización;
lo Imaginario, al revés, no se despliega, no revela desplegarse -lo que indi­
ca la literatura-, más que desde una simbolización anclada o bien en lo Real
-ta l como, por ejemplo, se trata en la psicosis, haciendo fracasar la repre­
sión- o bien en el Falo como significante.
Se trata, en ese tiempo lógico, de usar lo Imaginario para sostener al
Otro, debilitado en lo Real, como lugar del orden Simbólico, como el puro
Sujeto de ese juego sin subjetividad. El objeto (a) encuentra allí su cualidad
simbólica, y por eso mismo, imaginarizado por los objetos parciales, él es,
cualquiera, por ser lo que cae del Otro, lo que no puede venir del Otro más
que por medio del encuentro ideal con un efecto de significante, del gesto
de la demanda y de una extracción material.
Ese tiempo necesario de una sustitución problemática de la primacía de
lo Imaginario por la de lo Simbólico es también el de una aceptación del Otro
como garante de una parte de la subjetividad, el super-yo, por medio de la
palanca del Nombre-del-Padre, el tiempo de un acceso a la vinculación del
super-yo con el Otro.
Es el edipo, en tanto que estructura, el que mantiene juntos al Otro, el
super-yo y el Nombre-del-Padre. La psicosis, especialmente paranoica, no
es la ausencia de lo Simbólico, sino por el contrario, su insistencia como des­
vinculada del Nombre-del-Padre. Si acerco ese anudamiento del período
denominado de latencia a una evocación de la paranoia, es a propósito de
una frase de un paciente, adulto, capturado en un delirio de interpretación:
«Hablar y escribir es parecido»; ese paciente al que vi muy poco, oía y veía
su nombre pronunciado y escrito por todas partes, hasta el punto de que le
resultaba evidente -s u apellido se prestaba a ello, digamos que se llamaba
«Le»- que, en cada frase enunciada, él era interpelado.

68. Juego de palabras: «dit-mension» es un neologismo que reúne los significados del ver­
b o d ecir «dit», dicho y del nom bre «mention», mención. Por homofonía se lee di-
ihensión. Ñola de la traductora.
Hay una edad para aprender a escribir que sucede a la edad para apren­
der a hablar; la relación con la lengua cambia. Así se distribuyen de otro modo
los lugares del gran Otro y del objeto (a), perdiendo allí su homogeneidad la
«lalengua». Para retomar la alusión a la escritura de la Torá, la tesis del rabi­
no Nahman de Bratislava dice que la diferencia entre la Torá de la Creación y
la Torá de la transmisión consiste en que además se introduce el espacio en­
tre las palabras: este agregado contrarresta y limita la polisemia del texto de­
jando por supuesto la posibilidad mística de encontrar el texto primordial.
Al escuchar a un niño que aprende a leer, farfullar un texto sílaba por sí­
laba, se comprende por qué relaciono período de latencia y acto sobre la len­
gua. Diré que el final de este farfulleo deja caer y describe el lugar del objeto
(a), de un objeto entonces insignificante. Aprender a leer es introducir la le­
tra para olvidarla, al igual que el aprendizaje de la palabra, como lo indica Ja-
kobson, pasa primero por la desaparición económica de ciertos sonidos de la
charla:69se gana allí sentido, es decir, «comprensión», pero al precio de una
pérdida. Es una de las razones por las que la adolescencia, tiempo de la escri­
tura, de la literatura, marca el fin de un proceso: lo que está perdido es bus­
cado por el medio mismo que ha producido, o al menos descrito, la pérdida.
El Otro, en este aprendizaje de la escritura, incluso, y más aún, en la per­
cepción de un «mundo de la escritura» para el analfabeto, cambia allí de
consistencia al no sostenerse ya en una inmediatez de la presencia, sino por
situarse en el por horizonte del sentido. Para dar una imagen, ocurre con la
diferencia entre este Otro al que nos dirigimos cuando hablamos solos -así
con La Mujer a la que el sujeto destina un discurso ficticio, en lugar de diri­
girse a una mujer, ante la cual, por supuesto, es un viejo tema cómico, tar­
tam udeará- y el Otro de la escritura que conserva siempre un anonimato; es
por eso que «los escritos permanecen» y son prueba, puesto que lo que está
escrito puede ser leído, o lo es cada vez, por otro destinatario que el oficial.
La educación encuentra allí su medida, puesto que, entre esos dos as­
pectos del Otro, se juega la diferencia, por ejemplo entre lo «privado» y lo
«público», lo que puede decirse y lo que puede escribirse, pero también en­
tre lo que constituye un postulado y lo que debe ser demostrado.

69. R. Jakobson, Langage enfantin et aphasie, París, Editions de M inuit, coUection «Argu-
ments», pp. 23-27.
El alumno es iniciado en esta dialéctica entre lo Imaginario y lo Simbólico,
dialéctica confusa, en la que sale ganando al poder circular entre los discursos
cotidianos, al precio, por una parte, de no lograr describir más que el lugar
aleatorio de un objeto-causa de un deseo estructuralmente insatisfecho, y
por otra, de reforzar el síntoma que él es para el Otro antes que de apropiarse
el síntoma a falta de una apropiación del objeto.
Así se opera una construcción que es la del adulto, con excepción de un ele­
mento: designar al Otro sexo como consistencia ultima del Otro y a lo genital
como avatar del objeto (a), una vez más perdido por el significante (fálico).

Existiría continuidad del niño al adulto si no estuviera en juego la adoles­


cencia y la re-emergencia de lo Real.
Para seguir con esta aproximación topologizante, lo Real un tiempo,
emerge dos veces: primero, como círculo que anudaría a los otros dos; se­
gundo, como la estructura misma.
En efecto, en primer término, lo Imaginario y lo Simbólico se revelan
débiles para sostener el sujeto. La imagen del cuerpo es trastocada por las
modificaciones de la pubertad, no en sí misma puesto que el niño vive sin
cesar y desde ya modificaciones importantes de su cuerpo, sino sobre todo
en la relación con los otros. El orden del mundo, la diferencia entre los «ma­
yores» y los «pequeños», los padres y los niños, son cuestionados por un
tiempo, lo que explica tanto el repliegue narcisista, tentativa de sostener
una imagen inestable, como las manifestaciones histéricas, apelación a un
amo que pueda restaurar la unidad yoica.
La organización yoica pierde su validez: la exacerbación de la exigencia
lógica -la que Piaget evoca a propósito del estadio form al- va a la par con
el cuestionamiento de los postulados y los límites. Hay, en la adolescencia,
interpelación de los garantes de esta lógica acerca de sus propias contra­
dicciones, acerca de la inadecuación de sus discursos, aquel que en particular
sostiene la institución escolar, discurso de saber, y su cotidiano, donde el sa­
ber muestra su incompletud.
Conocemos esas demandas de respuestas a preguntas que desconciertan
al adulto, puesto que, en último análisis, ellas sitúan las imposibilidades, esa
por ejemplo de un «¿por qué el ser?». El adulto no puede, por supuesto, más
que constatar esos límites, incluso si se defiende de ellos, porque arruinan su
propia unidad imaginaria: son estructurales y no accidentales.
Esos fallos de lo Simbólico y lo Imaginario explican la «precipitación»
de los adolescentes, su precipitación en lo Real; así, en los pasajes al acto di­
versos, en la frecuencia de los suicidios, o al menos de la cuestión del suici­
dio. La adolescencia es la edad de las experiencias, quizás aventureras y pe­
ligrosas, en donde se prueba, en lo Real, la validez de los fantasmas y los
saberes, mal sostenidos por el yo y los discursos sociales.
En lo Real, el adolescente intenta probar, poner a prueba la realidad tal
como ella le ha sido librada; intenta anudar más sólidamente -es decir, en
una apuesta en la que lo que se pone en juego no es sólo ficticio o simbóli­
co- lo qué está desanudado.
Pero al mismo tiempo, lo que aparece no es simplemente ese círculo de
lo Real, es la estructura misma, en la que cada círculo no es nada sin los otros;
de dónde la crítica exacerbada, que agita todas las «di-mensiones»,70todas las
medidas del decir: así, en lo Imaginario, la insatisfacción crónica de la ima­
gen propia y de los ideales propuestos; en lo Simbólico, el rechazo del absur­
do de las leyes; en lo Real, la frecuencia de los pasajes al acto destructores, in­
cluso autodestructores. De allí esas exigencias que hacen montar en cólera y
desconciertan a los adultos cuando se les cuestionan los principios de su nor­
malidad, es decir, la dialéctica de lo Simbólico y de lo Imaginario en los dis­
cursos cotidianos, al precio de que lo Real no emerge más que por accidente.
Esas dos medidas de lo Real, como uno de los círculos y como la es­
tructura misma, en la experiencia y las experiencias del adolescente, expli­
can una ambigüedad común en su comportamiento: por una parte, la fre­
cuencia de los pasajes al acto incomprensibles, «locos», fuera de todo discurso,
y de los que no quiere, incluso no puede, dar razón. Por su intermedio, el
adolescente se precipita en lo Real, intentando dar consistencia a ese círcu­
lo, «sentirse real», hasta el punto de que pueden parecerse la patología de la
adolescencia y la psicosis; por otra parte, su extremismo, a la vez en la lógi­
ca y en la ficción, exigiendo obsesivamente de los otros que lo sigan en las
consecuencias últimas de lo que constituye o el saber o la imaginación, o es­
perando histéricamente que al menos uno de sus interlocutores garantice una
unidad de discurso, una coherencia que le asegure su identidad; así él des­
vela lo Real de la estructura, neurótica.

70. Se reitera el juego de palabras m encionado en la nota 68. Nota de la traductora.


En particular, se demandu a los padres ser aquello que enlaza, que fun­
da el vínculo social, y es su fracaso, necesario, en esta tarea lo que primera­
mente provoca la puesta en juego de lo Real, segundo, acentúa el cuestio-
namiento radical del orden simbólico, tercero, desencarna provisionalmente
al Otro, cuarto, implica la apropiación del síntoma como lo que anuda de
otro modo la esctructura. Así se conjugan, en el efecto y la consecuencia de
ese trastorno, dos fórmulas de Lacan que podrían parecer contradictorias:
aquella en la que él evoca al Otro sexo, con esa O mayúscula que indica el
lugar mismo del sentido, del «sentido de la vida», siendo entonces considerada
La Mujer (dejo aquí lo masculino para indicar que se trata del significante
imposible de L/a Mujer) como uno de los Nombres-del-Padre, y aquella en
la que él indica «a cada uno su síntoma como a cada uno su cada una; hay
un síntoma-él y un síntoma-ella».
Así se concibe el acceso a la genitalidad, al igual que al síntoma, en tan­
to que resolución de la crisis de la adolescencia, como crisis del ser por el he­
cho de una emergencia de lo Real y de la estructura.

El adulto es entonces aquel que a la vez ha pasado por esta crisis y que se ha
apropiado del síntoma como cuarto círculo, un cuarto círculo superfluo
para el mantenimiento del nudo pero necesario para sostener la estructura
dentro de la normalidad cotidiana, tanto más cuanto que la especificidad pa­
tológica -o , para decirlo de otro modo, patética, quitándole su sobreenten­
dido «excepcional» al término «patológica»- es la del debilitamiento de uno
de los tres primeros círculos.
Cuarto círculo que Lacan indicaba como el de la realidad psíquica, del
síntoma o del Nombre-del-Padre; precisamente por el hecho de que ese cír­
culo de más tiene una función económica con respecto a lo real de la es­
tructura, una función de ahorro (en el sentido que Freud da a ese término
a propósito del humor).
Para continuar con la extrapolación de fórmulas, de carácter lapidario, de
Lacan, es también aquello por lo que «La Mujer es uno de los Nombres-del-
Padre»; en efecto, una de las consecuencias normales, «norma-masculina »,71

71. «Norme-mále». Juego de palabras entre «nórmale», normal y «norme-mále», norma mas­
culina. Nota de la traductora.
del primado de lo fálico es que la coherencia del mundo -en el sentido lógi­
co—, en tanto se refiere al Otro, no es sostenida por el adulto, al precio del
síntoma, sino porque El Sexo (es decir, en la lengua francesa más clásica, La
Mujer) es aquello que representa el lugar del Nombre-del-Padre, el cual, des­
de la infancia, mantiene al sujeto en el campo de lo Simbólico.
Por supuesto que esta reconstitución en el adulto, esta reparación en
torno al síntoma que implica una o más renuncias, conserva, a pesar del sín­
toma, una cierta fragilidad. Podríamos decir que ese cuarto círculo que hace
el adulto define menos un anudamiento que una conjugación: éste viene a
reunir, en la lengua, aquello que por una parte es anudamiento precario, des­
de que la estructura ha sido percebida por un instante, y lo que por otra par­
te hace de cada uno de los círculos esenciales no sólo un sostén del sujeto
sino también un índice de su sujeción.
Hay, en la vida del adulto, «crisis» con ocasión de acontecimientos di­
versos (embarazo, enfermedad, cambio de nivel social, etc.) en las que el sín­
toma falla en su función. Si las resoluciones de esas crisis pasan con la ma­
yor frecuencia con una acom odación inadvertida del síntom a, a veces
desencadenen cuestionamientos que nos equivocaríamos, fiándonos de su
fenomenología, en etiquetar demasiado pronto con el término de momen­
to psicótico. Freud, en «Análisis terminable e interminable»,72evoca esos pe­
ríodos, fisiológicamente definidos o accidentales; hay simplemente m o­
mentos de activación de las pulsiones.

Una de esas crisis posibles es por supuesto aquella que puede ocurrir en el
análisis, período hipomaníaco (Balint), deposición subjetiva depresiva (La­
can), momento psicótico (Roustang), cuando aparece la estructura, es de­
cir, aquello a lo que el sujeto está sujeto sin ganar allí el ser (en sí). En esos
momentos, es la experiencia de la adolescencia la que es reactivada. Lo que
explicaría que sea frecuente, en esos sujetos capturados en una cierta ac­
tualidad (del lado de lo actual o del acto), actualidad de la neurosis, la evo­
cación de los acontecimientos «traumatizantes», de las errancias, de las pre­
guntas y elecciones de la adolescencia.

72. Sigmund Freud, Análisis terminable e interminable. Obras Completas, Biblioteca Nue­
va, T.1II.
Así, ]o que denominamos «crisis de las generaciones» -reducida de hecho
a designar el choque entre los jóvenes y los adultos, puesto que esta crisis pier­
de su virulencia cuando se trata de dos generaciones diferentes de adultos,
esta inadecuación recíproca entre las preguntas de unos y las respuestas de
otros, se concibe como un fenómeno no accidental sino estructural y es­
tructurante en dos modos complementarios.
Por una parte, en el diálogo no sólo hay para cada uno su Otro, en el sen­
tido de su encarnación imaginaria -lo que produce el escollo general de la
intersubjetividad-, sino que el Otro no tiene la misma función ni la misma
consistencia. En particular en lo concerniente a aquello que tiene que ver con
el Otro sexo: el adolescente tiende a la vez a dar esta consistencia nueva al
Otro y a retroceder ante el acceso «normal», es decir, el que se produce por
el sesgo del síntoma y de la castración, síntomas de uno y otro que se anu­
dan en el encuentro, castración suya y castración del otro, puesto que es
con una falta que se anima el amor. De allí ese «todo o nada» que oímos de
su parte, y que no es, en definitiva, sino una llamada desesperada al Otro.
Por otra parte, la estructura revela, en el adolescente, su dinámica, la que
arrasa el ser y prohibe el reposo del sujeto, es decir, el goce. Frente al adulto,
él es sin «concesiones»; no cede, en nombre de un espacio limitado que se­
ría el suyo; explora lo Simbólico hasta lo contradictorio, lo Imaginario has­
ta lo alucinatorio, lo Real hasta el acto, rehusando dejar que «se la juegue» el
significante necesariamente engañoso, al precio de perder allí, aunque no
fuese más que por un momento, toda creencia en el saber, de extraviarse en
las identificaciones más diversas y antagónicas, de comprometer su tiempo,
su cuerpo, incluso su vida, en experiencias que se revelan siempre, a poste-
riori, como decepcionantes y a veces invalidantes para su futuro.
Sin duda, Octave Mannoni, siguiendo a Winnicott, subraya con juste-
za que la respuesta del analista es permitir un lugar para este ejercicio, en el
que éste pueda transformarse en un juego .73Pero debemos agregar: a con­
dición de reconocer que más allá del juego del niño, el adolescente com­
promete en el juego una apuesta real, o incluso, que el analista defina una
apuesta simbólica posible, por ejemplo el dinero.

73. O. M annoni, «L’adolesccncc est-elle analysabk ?» en La crise d ’adoksccnce, obra colec­


tiva, París, Denoel, colección -L’espace analytique»,1984.
I I I I E l ESTADO AMOROSO
Una de las experiencias más comunes de la adolescencia es la búsqueda de
un estado amoroso. Estado, puesto que la clínica nos muestra que el obje­
to es segundo y que este estado puede ser repetido con compañeros diferentes;
pero estado complejo, puesto que allí se conjugan (el térm ino es aquí el
más justo) neurosis, perversión y psicosis.
Neurosis, en el sentido en que lo que se intenta, a riesgo del odio, pero
sobre todo del aburrimiento que acecha a lo conyugal, es un desplazamiento
edípico que valga como nuevo estatuto social. Hay algo de cómico en cons­
tatar de este modo que la adolescencia es también un tiempo de aprendizaje
sobre la escena de pareja en cuestión de celos, de abandono, o simplemen­
te de separación entre lo cotidiano y el ideal, con la misma función de re­
lanzar el deseo a través de una reconciliación, que es la finalidad, a veces con­
fesada, de la misma.
Perversión, en los intentos de desplazar la centralidad fálica, ya sea por
una elección, con frecuencia transitoria, de objeto homosexual, o por me­
dio de las tentativas de alcanzar otro goce del cuerpo, sea éste, sin llegar a
criterios patológicos, adictivo o deportivo.
Psicosis, en el sentido en que este estado concierne, se dirige a, apunta
al Otro más que al semejante del otro sexo. Ideal de locura amorosa que a
veces nos lleva a confundir, a esta edad, la histérica y la erotómana o el ob­
sesivo y el paranoico, en la exigencia feroz de un amor verdadero, es decir,
despojado de la contingencia sexual.
En otros términos, si el amor ordinario se quiere fraternal, para los dos
sexos, se compromete en vías perversas al suponer al padre, ya sea para opo­
nérsele, o psicóticas, al intentar una regresión hacia el amor materno.
12. « ¡ T u h e r m a n a ! » 74
L azo c o n y u g a l y la z o fra tern a l

Este título surgió de un encuentro con un niño traído por su madre po r­


que, decía ella, respondía a todo el mundo, y en un momento en particu­
lar le había respondido a su padre: «¡Tu hermana !». Lo que no venía mal
porque apareció bastante rápido el hecho de que la hermana en cuestión,
que era la madrina del pequeño, ocupaba un determinado lugar en la eco­
nomía familiar.
Evocamos a propósito de la entrega de Issac el hecho de que nuestras re­
ligiones, llamadas de Abraham, comporten, en ese momento fundante de
su historia, un padre que pone en juego a su hijo. Se evoca menos de la vida
de ese patriarca que sin embargo, según la tradición, limitó su virtud a los
ojos de Dios: la falta que cometió dos veces con respecto a una ley que aún
no había sido enunciada. En el capítulo XIII del Génesis, versículos 12 a 20,
se cuenta cómo Abram, en nombre de la prudencia, hizo pasar a Sara'x, su
mujer, por su hermana, en la corte del Faraón. Más tarde -eso es referido
en el capítulo XX- convertido en Abraham y padre con las peripecias que
conocemos, repite este pretendido engaño ante Abimelek, engaño del que
Sara se hace cómplice. Engaño pretendido, porque una vez revelada de nue­
vo la superchería, y confesando Abraham que su mujer es su mujer, no re­
conoce más que una media mentira, puesto que designa a Sara como su

74. Expresión equivalente a las castellanas «¡tu abuela !», «¡tu madre !» o «¡tu tía !». En
francés se usan «ta soeur!», tu hermana o «ta m ére!», tu madre. Hemos adoptado la tra­
ducción literal, a pesar de que no se utiliza en castellano porque así lo requiere el con­
texto. N ota de la traductora.
medio-herir.ana, hija de su padre y de otra mujer. Es en ese mismo fragmento
que Sara, estéril, se convierte en madre.
Esta historia incestuosa concerniente a Abraham molestó ciertamente
a los maestros del judaismo, porque si la CábaJa dio un sentido alegórico a
esta confesión, la tradición rabínica, en contra del texto de la Torá, hará de
Sara la hija de Haran (hermano de Abraham), por lo tanto la sobrina de Abra­
ham y la hermana de Loth. Cuando se mira el texto, éste resulta por com­
pleto aberrante.
No me detendré sobre este asunto bíblico, a pesar de que los comenta­
rios sean bastante sabrosos. Así, en la lectura judía, la lectura de ese fragmento
está asociada a una haftarah, una lectura complementaria, que está sacada
de Isaías y que comienza por: «Regocíjate, mujer estéril», para introducir esta
idea de que el lazo conyugal - y el de Abraham y Sarah es ejemplar- está es­
trechamente asociado al incesto fraternal, no simplemente como un des­
plazamiento del incesto edípico, del incesto padre-hijo, sino en tanto que po­
see e implica una dinámica que le es propia, y que caracterizaría cierto tipo
de normalidad social.
Ciertos textos, desde Antígona a Hamlet, para hablar de nuestros clási­
cos, hasta Musil, por supuesto, podrían perm itir glosar sobre esta hipóte­
sis. Me quedaré en una apreciación descriptiva de la clínica de los adoles­
centes, o de lo que los pacientes evocan de las apuestas de su adolescencia,
cuando, supuestamente llegado el m om ento de lo que debería ser el cum­
plimiento de la promesa, esos adolescentes encuentran la cuestión del ma­
trimonio, un matrimonio que debería tejer un vínculo entre los sexos que
a la vez evite lo imposible de la relación sexual y no sea reductible al inces­
to edípico.
Ya he tenido ocasión de constatar que un pasaje al acto incestuoso, que
no sólo sea anecdótico sino que teja un lazo entre hermano y hermana pú­
beres y de una edad próxima, no dejaba generalmente huellas traumáticas,
sino que por el contrario conducía bastante bien hacia una vida conyugal
conforme al ideal social. Pienso en particular en una mujer joven que, des­
pués de una larga relación con su hermano, una relación instalada en la
misma casa, encontró, dejando la casa familiar, un bienestar conyugal al
casarse con el mejor amigo de su hermano.
Esas relaciones incestuosas son tanto menos dañinas cuanto que inter­
vienen en un momento en que, concerniendo a la prohibición del incesto,
el acento recae no ya sobre la diferencia sexual, sino sobre la diferencia de
generaciones, puesto que esos dos ejes son los del edipo y persisten, podrí­
amos decir, cuando el Otro pierde su consistencia imaginaria parental. La
solidaridad de una generación encuentra su lógica en la fraternidad, como
encuentra también allí sus escollos, dado que entonces se instaura una nue­
va rivalidad que esta vez no sólo es tolerada por el cuerpo social, sino que
le asegura su dinamismo.
Si el incesto entre herm ano y hermana responde al incesto entre padres
e hijos, es quizás también resolviéndolo y permitiendo asi un uso aceptable
de los deseos reprimidos. Del mismo modo en que la sublimación de la ho­
mosexualidad podrá ordenar las relaciones con el semejante del mismo
sexo, el incesto fraternal -podríam os aventurar la idea de que constituye una
especie de Aufhebung&z la prohibición del incesto- podrá constituir una vía
de paso hacia la conyugalidad, una vez encontrados los callejones sin sali­
da de la relación sexual y reactivados los deseos edípicos. También aquí
pienso en algunas historias de pacientes que en su adolescencia se lanzaron,
a través de las dispersiones de su iniciación sexual, a la más radical exoga­
mia, y que volvieron a intentar un vínculo conyugal si no estrictamente en-
dógamo, al menos en el encuentro de un compañero de juego de la infan­
cia, amigo alejado y luego reencontrado, como eran reencontrados entonces
los padres. Y son parejas que funcionan.
Incluso sin pasaje al acto, es a esta cuestión del incesto fraterno que se
confronta el adolescente en lo que llamamos su socialización, es lo que lo sos­
tiene en esta socialización, en ese momento particular en el que está frente
a esas cuestiones sobre el Nombre-del-Padre o los Nombres-del-Padre. Si él
está entonces sometido a reactivaciones pulsionales, a un reinicio de la pro­
blemática edípica, al cuestionamiento segundo de sus identificaciones, en par­
ticular sexuales, a una nueva encarnación imaginaria del Otro en el Otro
sexo -el Otro pierde su consistencia imaginaria parental para ganar una con­
sistencia imaginaria del lado del Otro sexo-, a la exigencia de validar la ope­
ración Nombres-del-Padre, encontrándose Nombres-del-Padre -la Mujer y
el Síntoma son dos- porque, en lo que respecta al Padre, ellos ya no cuen­
tan con él; cuando el adolescente es empujado de ese modo, ¿qué encuentra
sino la ambivalencia de los adultos que, en tanto padres, esperan de él, no que
renuncie pura y simplemente a aquello que lo agita, sino que cumpla a su vez
y confirme al mismo tiempo las represiones y el síntoma de ellos?
Ya no estamos en la época de la prohibición radical a la sexualidad del
adolescente, si es que ese momento ha existido para el varón; se trata más
bien de actuar su sexualidad, pero no de cualquier modo. En la época de Freud
se podía examinar la proximidad del coqueteo, del acto de cortejar, con las
incitaciones perversas, en las que los lugares del cuerpo se anteponen a los
órganos genitales, lo que en ese momento había podido suscitar esperanzas,
de Reich en particular, pero no sólo de él, concernientes a cuáles serían los
efectos de una liberación sexual de la juventud. Es un poco más tarde -cuan-
do la desaparición de criados, gobernantas u otros, ofreció ocasión para
nuevos funcionamientos fraternos-, que la imagen de acompañamiento de
los padres fue la del hermanito o la herm anita que el adolescente debía lle­
var consigo, invitándolo a dar prueba de algo en las relaciones que él intentaría
establecer con el otro sexo.
Hoy serían más bien los padres m odernos quienes no dudarían en
presentarse como hermano mayor o herm ana mayor posibles, si no como
hermanito o hermanita, para ir eventualmente al reencuentro del gusto de
la juventud, la de los otros y la suya. Las famosas crisis de la madurez, la
menopausia, tienen con frecuencia relación con esta adolescencia de los
hijos.
Pero, antes de llegar a esta modernidad, en la que la llamada al entusiasmo
de los jóvenes o el reproche a su inconsecuencia -paralelos por otra parte a
la llamada a la sabiduría de los ancianos o al reproche a los viejos por su cho­
chez-, no son más que las dos vertientes de la constatación de una imposi­
bilidad de concebir lo que sería el adulto, antes de ello, se plantea la cues­
tión de qué es lo que para el adolescente, de su lado ya, constituye su ideal
conyugal.
Dejaré de lado el tema del ideal amoroso, del que sin embargo se trata
en gran medida, inmediatamente, en el discurso de los adolescentes: la dama
y el caballero, eso ellos lo conocen. Evocaré más bien sus quejas referentes
a los problemas que encuentran en sus intentos de seducción del congéne­
re del otro sexo, porque entonces hacen la experiencia, con frecuencia in­
genuamente, de aquello que anima la vida conyugal. Me referiré al «verda­
deramente, él o ella no entiende nada» de las escenas de pareja, de las que
sabemos que con frecuencia no tienen más que un objetivo: la reconcilia­
ción. Hasta tal punto es así que los juristas han traducido esta lógica exigiendo,
con ocasión de divorcios, una prueba llamada de conciliación, para verifi­
car que no estaban sólo llamados a ser los testigos de una pareja que m ar­
cha demasiado bien.
Los adolescentes encuentran esta dificultad: que aquella que hace exhi­
bición de su atractivo se da cuenta de que los hombres son ciegos a los sig­
nos y miradas que ella les dirige, mientras que quien sabe que el único so­
porte verdadero de su relación con el falo está en la lengua, y se ejercita con
ella en la seducción, se topa pronto con la sordera de las mujeres.'Distribu­
ción de los papeles que no es, por supuesto, tan estricta, puesto que algu­
nos funcionan del otro lado, lo cual no arregla nada ya que, como podemos
constatar, nadie logra, salvo en esta teatralización, no sólo histérica, a la que
son afectos los adolescentes, dominar aunque sea un poco el campo de la mi­
rada y el campo de la palabra. La pareja ideal reúne a la histérica y al obse­
sivo; allí ella, más que poner en juego su saber acerca del orden del mundo,
espera de él que le dé la clave del deseo que ella muestra sin saberlo, y él es­
pera que ella se reconozca como el objeto de su deseo -a l cual él disimula y
revela en sus declaraciones de amor dirigidas a otra-, que ella le dé la clave
de su infidelidad constitutiva e insoportable.
Con respecto a esa pareja ideal, el adolescente hace de antemano la ex­
periencia de sus callejones sin salida. Queja que se manifiesta a veces desde
las primeras relaciones sexuales. Un joven viene a curarse de una impoten­
cia; de hecho, se queja de que, nostálgico de la masturbación, tenga necesi­
dad de pensar en una mujer para tener una erección, en una distinta, no im­
porta cual, de la que está con él. Una joven evoca su primera relación sexual
como decepcionante: en el transcurso de una velada, creyó que su encanto
había hecho efecto sobre un chico al que antes sólo veía de lejos en el cole­
gio; él le confesó (ella asociaba esta confesión con su decepción sexual), jus­
to antes de que hicieran el amor, que desde largo tiempo atrás la había ob­
servado y deseado, y que, habiéndoselo confiado a una amiga común, ésta
había facilitado su encuentro.
Podríamos multiplicar el catálogo de los motivos de queja sobre su se­
xualidad que dan los adolescentes; son las de los adultos, pero formuladas
de un modo más inmediato y radical. Por supuesto que la distribución di­
ferente del amor y del deseo, lado hombre y lado mujer, está en juego, como
su posición con respecto al falo, particularmente bien explicitada en el tex­
to de Lacan sobre «La significación del falo». Y podemos ver las tentativas
de resolución que constituyen las experiencias homosexuales, completa­
mente particulares, de los adolescentes, su encarnizamiento per hacer algo
próximo a lo que sería la perversión, sin aventurarse sin embargo en ella. Aquí
proseguiré las cosas de otro modo para volver al vínculo fraternal.
Sabemos en qué medida, para los adolescentes, los signos llamados se­
cundarios de la pubertad -de la que con frecuencia olvidamos, incluso si lo
sabemos, que remite etimológicamente a la pilosidad- ocupan un primer lu­
gar, empujando a las jerarquías pulsionales, pero no simplemente para pri­
vilegiar la genitalidad.
Dos objetos ocupan un lugar nodal: la m irada y la voz. Es más bien lo
que ella deja ver como aquello que desencadena su vergüenza y su pudor,
lo que agita a la joven. Y ya he subrayado la importancia del cambio de la
voz para el niño; momento con frecuencia olvidado pero cuya im portan­
cia medimos cuando es evocado en una cura, porque este entre-dos-voces
remite no sólo a la relación entre la voz del niño y la gruesa voz del padre,
sino también a la voz de la madre.
Esos dos objetos, además de su especificidd de objetos a, sobre la cual
ha insistido Lacan, tienen una característica, apuntada en esta bonita his­
toria del estadio del espejo, puesto que ellos juegan allí un papel crucial
atribuido a la madre que mira al niño y profiere que se trata de él. Pierre Mále
ha definido ya a la adolescencia como a posteriori del estadio del espejo, y
a menudo se insiste sobre el narcisismo de los adolescentes. Yo lo explicaré
diciendo que el adolescente no sólo tiene que preservar su identidad -«qué
difícil es cambiar y seguir siendo la misma», me decía una adolescente- sino
tam bién apropiarse imaginariamente de esos objetos, la mirada y la voz,
entonces instrumentales, para confirmar dicha identidad a través de esta
experiencia que resitúa al semejante del otro sexo.
Son sin duda la falta, la imposibilidad de esta apropiación las que explican
ciertos hundimientos psicóticos, del lado de la esquizofrenia, de la hebefrenia
precisamente, y de un modo generalmente más precoz que el desencade­
namiento de los delirios paranoicos. El adolescente que de niño ha podido
parecer tenerse en pie, pareciendo estar sostenido por el síntoma de la ma­
dre al que él ha podido identificarse parcialmente, se encuentra en la im­
posibilidad de apropiarse del síntoma, de entrar en el «a cada uno su sín­
tom a como a cada uno su cada una».
Del mismo modo, ciertos fenómenos alucinatorios, así como los deli­
rios dismorfofóbicos, son sin duda de esa índole, a saber, que ese trabajo de
apropiación de la mirada y la voz de la madre es difícil puesto que allí se ju ­
gará una nueva distribución posible de los roles sexuales, y en ese caso, para
los dos sexos, será alrededor de la madre, reinstaurada un tiempo como
primordial, incluso depositaría del falo, dejando al sujeto, al igual que con
la psicosis, aproximarse a la perversión.
La relación entre corriente tierna y corriente sensual, activada en la ado­
lescencia, como lo subraya Freud, y que orientará de un modo diferente a
la niña y al niño, me parece tener por razón este relanzamiento de la cues­
tión de la madre en lo más vivo de la oposición, diferente para los dos se­
xos, entre madre primordial y madre edípica; relanzamiento que no deja de
tener efecto sobre la madre misma y que puede remitirla a la pregunta de
ser mujer, pregunta sin respuesta. Los fenómenos maníaco-depresivos, cuya
estructura no despejaré, en las madres de adolescentes y de niñas adolescentes
sobre todo, deben quizás asociarse a esta interpelación de la madre.
Es así, en primer término, que el lazo fraternal puede ser renovado, en
una nueva relación entre los adelfoi, aquellos que salieron de la misma
matriz, la misma delfis, herm ano y herm ana, garantes el uno para el otro,
garantes el uno y el otro para la madre, pero también en el lugar de la m a­
dre, dirigiendo uno sobre otro esa mirada de reconocimiento y este do­
micilio de nominación. Por otra parte, ello es sin duda válido también
para dos hermanos y dos hermanas, puesto que allí se parodia quizás este
ideal de que con respecto a la madre y a su decir, los dos sexos serían com­
plementarios, y que la familia de dos hijos debería siempre realizar esta
«complementación».
Estas hipótesis las extraigo sobre todo de la cura de Marie, hermana ge­
mela de un Joseph, designada ya, por su nombre, en matrimonio con su her­
mano, convertida en esposa de un seminarista en ruptura de vocación, y a
quien ella reprochaba el ser demasiado padre tanto para sus hijos como para
con ella. «Yo no he hablado verdaderamente con mi hermano, desde nues­
tra adolescencia, decía, más que en dos ocasiones: mi m atrim onio y la
muerte de mi madre, para la cual llegué demasiado tarde». La muerte pre­
cedente del padre no había tenido este efecto puesto que, decía ella, él «los
separaba». Toda su cura estuvo animada por lapsus en torno a la designa­
ción del marido, del hermano y de la madre. Reencontrar al hermano en
la hermana, o bien encontrar un verdadero hermano o una verdadera her­
mana, incluso una banda fraternal, me parece ser, para la adolescencia, en
primer térm ino de ese registro. Sólo en un segundo tiempo, podríamos
decir, la cuestión se plantea del lado paterno.
Charles Melman ha subrayado cómo el padre del adolescente podía en­
tonces aparecerle a éste como un hombre casero que no sostendría nada más
que una autoridad convertida en vana, irrisoria y desvalorizada. Es entonces
cuando debe verificarse que la operación Nombre-del-Padre ha sido efec­
tuada, que su validez trasciende la metáfora paterna que la funda, y que las ten­
tativas, si no de forcluir, al menos de borrar el Nombre-del-Padre chocan con
aquello sobre cuyas huellas se constituyen otros Nombres-del-Padre.
No me detendré -porque ello nos alejaría de nuestro tem a- sobre la
constitución de la banda fraternal que no tiene lugar sin hermano mayor,
y la cuestión que lleva entonces al Maestro. Podríamos, sin duda, clasificar
las bandas en función del lugar o los lugares acordados a las chicas, ya sean
ellas consideradas como propiedad de la banda, como partícipes por com­
pleto o aún como egerias. Con respecto a esas adolescentes implicadas en fe­
nómenos de banda, más que a las fechorías eventuales cometidas o los otros
temas antepuestos por los varones, es a esta cuestión de su estatuto que ge­
neralmente dan importancia las chicas.
Subrayaré entonces cómo, en la vertiente de lo que ha podido ser de­
signado como una traumatofilia del adolescente, el amor es concebido, vi­
niendo a constituir al Otro, del lado del Otro sexo, como una operación si­
milar a la operación «inscripción del Nombre-del-Padre», una operación que
es esperada, como puede serlo la locura que está asociada a ella. Por otra par­
te, la carta de amor, modificando la relación del sujeto con la escritura,
comporta también esta apuesta del adolescente de dar una nueva consistencia
al gran Otro, aquel a quien uno se dirige cuando habla solo, y en cuyo lu­
gar, en el encuentro, ningún otro con minúscula tiene suficiente peso, so­
bre todo durante bastante tiempo, como para sostener la imagen; el ado­
lescente lo mide bien, sabiendo por anticipado su carta perdida, si ésta es
jamás enviada alguna vez.
El objeto de los amores adolescentes es cualquiera, cambiante, sin que
debamos justamente rehusar a este am or su verdad de ser un intento de
operación sustitutiva. Recibí, por otra parte, a una joven 75que había lo-

75. Historia referida en el capítulo 14.


grado esta sustitución, si es que había tenido lugar para ella la forclusión del
Nombre-del-Padre -forclusión a concebir entonces no como ausencia de ope­
ración sino como otra operación- y había iniciado un delirio erotomanía-
co cuyos primeros signos, que a posteriori podían parecer enormes, no ha­
bían inquietado a nadie, en tal medida parecían caracterizar la patología
normal de las adolescentes. Y sabemos cómo este amor, para el que el ob­
jeto es indiferente, puede, sin que sea cuestión de perversión, orientarse ha­
cia un objeto homosexual.
El que los amores adolescentes sean inmediatamente, incluso «cons­
cientemente», concebidos como operación sustitutiva a la operación del
Nombre-del-Padre no deja de tener consecuencias sobre la famosa cues­
tión de la transferencia en las curas de adolescentes, aun cuando, en lo con­
cerniente al adolescente neurótico, él se dé cuenta pronto de que allí hay algo
imposible de borrar.
Que el amor sea en prim er término concebido por los adolescemtes
como debiendo satisfacer esta exigencia totalitaria de sostenerlos más allá
o contra el Nombre-del-Padre y que esta operación tropiece y fracase per­
miten comprender la existencia de largos debates entre ellos sobre la cues­
tión del matrimonio. Esta misma cuestión es directamente remitida hoy a
la del apellido, tanto más en este tiempo en el que, para los adolescentes, por
un lado el concubinato y por otro el divorcio cambian la consistencia del lazo
conyugal, e incluso si, en un plano jurídico, ese apellido dado a la esposa no
se refiere, si no me equivoco, más que a una costumbre, por otra parte bas­
tante regional. El matrim onio sólo es secundariamente remitido a la pro­
creación de los hijos y a su inscripción simbólica.
El proyecto de establecer un lazo conyugal es consecuente, para ellos, con
la constatación de que el amor es, si no un fracaso, al menos limitado en su
eficacia de oponerse al Nombre-del-Padre. En ese sentido, es concebido
como un compromiso, y esto sobre las huellas mismas en las que el inces­
to fraternal es un compromiso, no simplemente entre el incesto parental y
su prohibición, sino también entre la lógica fálica del edipo y la búsqueda
de un goce Otro que es a la vez su resto y su producto. El que ello esté im ­
plicado en el vínculo fraternal, Musil lo percibe muy de cerca, pero también
Cocteau, cuando uno y otro evocan su búsqueda de producir estados par­
ticulares que la exogamia no permite. Incluso en la jurisprudencia, el lazo
conyugal es asociable al lazo fraternal, por supuesto que en tanto que refe­
rido al estatuto del padre, y tanto más cuanto que la autoridad paterna está
desvalorizada. Así, sin duda hay que establecer una aproximación entre la
idea de un igualitarismo y una reciprocidad en la pareja, y la desaparición
del derecho de mayoría de edad y la igualdad de hermanos y hermanas con
respecto a la herencia.
El tema de la igualdad y la reciprocidad hasta en la apropiación de bie­
nes y territorios, es antepuesto por los adolescentes al lazo conyugal, y re­
lacionado con rivalidad y complementariedad fraternal. Y esto en una dia­
léctica con el amor, un nuevo am or que lograría evitar la pasión para
convertirse en la dinámica de un lazo de semejanza. Es frecuente que sean
evocadas la semejanza y la desemejanza como aquello que ha justificado la
fuerza o la debilidad de un vínculo amoroso cuando se ha intentado darle
consistencia conyugal. ¿Y existe un modelo más ideal de la semejanza que
la fraternidad?
Asociar lazo conyugal y lazo fraternal no es un juicio de valor. Podría­
mos simplemente medir cómo, en esos compromisos, el síntoma regresa bajo
un modo particular. Y si esa aproximación se acentúa en nuestros días, no
parece servir de base a nuestras sociedades. Me he preguntado igualmente
si esa aproximación que yo hacía entre lazo conyugal y cuestión fraternal es­
taba asociada a la monogamia. También aquí podemos volver a ver la Biblia:
Abraham no conoce demasiado de la monogamia. Y en el caso de la poli­
gamia, quizás nos enfrentemos a aquello con lo que se enfrenta Job de un
modo bastante curioso: él tiene, un poco a su pesar ciertamente, dos m u­
jeres, pero ellas no pueden ser más que dos hermanas.
13. E l a m o r del sem ejante
O LA PROFESIÓN DEL HOMOSEXUAL

Nada ofrece mayor prueba de que la homosexualidad no es patognomóni-


ca ni reductible a la perversión que ciertas iniciaciones homosexuales del ado­
lescente o la adolescente. «La joven homosexual» de Sigmund Freud res­
ponde así, ante el padre -volveré sobre ello-, a la problemática histérica a
la cual se confronta, y su modo de «dar el paso» no puede sino recordar
cómo cualquier acto del adolescente (suicidio, acto homosexual, delictivo,
adictivo, etc.) antes de ser especificado, es en primer término el modo bajo
el cual el sujeto intenta entonces «sentirse real», para retomar la fórmula de
D.W. Winnicott.
Esto no quiere decir que no haya una verdadera iniciación perversa en
la adolescencia, ni que la homosexualidad actuada no sea un modo, quizás
posible, de respuesta, con frecuencia provisional, a una cuestión psicótica;
pero aquí, permaneciendo en el campo de las neurosis, yo me interesaría más
bien por sus manifestaciones en adolescentes neuróticos, manifestaciones bas­
tante corrientes como para que el ejercicio ejemplar de la operación de su­
blimación sea designado como el que lleva a la homosexualidad, siendo la
amistad la fórmula valorizada.
De hecho, todo adolescente encuentra el hiato entre el amor y el deseo,
y es en esta separación que la homosexualidad puede tomar sentido para él:
que el amor sea orientado hacia el semejante, precepto socialmente acepta­
do, es hasta tal punto tomado al pie de la letra que el deseo también se le so­
mete; diferenciar al «semejante del otro sexo», efectuar ese nuevo tiempo de
la sexuación, es una operación segunda y, en todo caso, distinta. Una de las
pruebas de la adolescencia consiste en que el Otro al que se dirige su demanda
cambie de consistencia imaginaria: los padres ya no ocupan, o no bastan ya
para ocupar esta función, y antes de ser sexuada, esta modificación con­
cierne primero al eje generativo: así, la consistencia del Otro no debe bus­
carse ya en la generación inmediatamente anterior, sino o bien del lado de
sustitutos de los padres -figurando allí el ancestro- o bien en la misma ge­
neración: el lazo fraternal encuentra allí nueva fuerza.
Si hablo de neurosis es porque el edipo organiza aquí también esta trans­
formación, pero entonces el acento de la prohibición está desplazado, y la
prohibición en sí misma desarticulada entre lo generativo y lo sexual. Si, du­
rante el período denominado de latencia, se conforma, en la espera del cum­
plimiento de una promesa, una primera identificación sexual, aunque no sea
más que a través de la especificación de los juegos en la adolescencia, el en­
cuentro con el otro sexo pasa en prim er térm ino por la reunión de una ge­
neración marcada por sus modos, sus ritos, su vocabulario, incluso por el
rechazo de los «mocosos» y los «viejos». La unidad de la banda, por ejem­
plo, exige que ésta sea, sin que importe el sexo de cada uno de sus miem­
bros, fraternal y asexuada, puesto que la introducción de un primado acor­
dado a la diferencia sexual tendría como doble efecto reintroducir la cuestión
del padre y de la madre, y provocar la división.
Comúnmente, el ideal conyugal, como hemos visto anteriormente, si­
gue esta lógica fraternal: «Quienes se parecen se juntan ».76Así, con fre­
cuencia el adolescente opondrá las relaciones sexuales figurativas en las que
su deseo está comprometido, y aquella que podría ser «alma gemela», su com­
pañera; fórmula ciertamente obsesiva -puesto que el obsesivo hace de esta
división del otro su dram a-, pero lo bastante generalizada como para que
puedan aparecer como las más sólidas aquellas parejas constituidas, des­
pués de experiencias desordenadas, por los encuentros de amigos de infan­
cia, o también los matrimonios con el amigo o la amiga del hermano o de
la hermana.
Según la misma lógica, si no de eliminación, al menos de secundariza-
ción de la diferencia entre chicos y chicas en una misma generación, hay que
pensar una de las razones de la homosexualidad del adolescente: la bús­
queda de un semejante con el que puedari'conjugarse amor y deseo y rechazar
que el orden de lo sexual sea en lo sucesivo el de una diferencia infranquea­
ble entre los sexos. Si es el objeto sexual el que, en la homosexualidad, apa­

76. «Qui se ressemble s’assemble». Nota de la traductora.


rece como desviante, la causa de esta desviación puede ser esencialmente el
amor, en la medida en que entre el objeto genital y el objeto total haya un
salto cualitativo tal que no sea la misma cara de la subjetividad la que se mo­
vilice. En la búsqueda de la semejanza, de la reunión de dos compañeros, no
sería falso afirmar que todo amor comporta este componente homosexual,
este amor de lo mismo; es lo que testimonia la literatura, puesto que, des­
pués de todo, la fábula de la complementariedad de los sexos no le sirve a
Sócrates sino para seducir a hombres jóvenes; más recientemente, en Les en-
fants terribles, J. Cocteau muestra bien la articulación entre un posible amor
homosexual y un incesto fraternal prohibido.
Evocaré tres historias, dos masculinas, otra femenina, en las que la ho­
mosexualidad, sin ser el único síntoma, ha podido ser una respuesta adap­
tada del adolescente a una problemática neurótica y a una orden paterna.
Ciertos casos tienen como punto en común el vínculo entre el acento pues­
to sobre la relación al padre, la adhesión a una ideología de «amor al se­
mejante», y la articulación entre elección homosexual y elección profe­
sional.

1. Fidéle77viene a verme en segundo análisis. Tiene treinta años y ya un


largo recorrido que él describe así desde la prim era entrevista: A los dieci­
séis años «descubrió su homosexualidad», pero también, a la vez para res­
ponder a ello conscientemente y siguiendo la religiosidad de su madre, su
«vocación religiosa». En contra de la voluntad paterna, decide hacerse sa­
cerdote. En el seminario vivió algunas relaciones sexualizadas, más onanis-
tas que coitales. Convertido en cura de pueblo, tuvo consciencia de «un
error» -volveré más tarde sobre el hecho de que no se trata de «su» error-
y al regresar a la ciudad para enseñar en una escuela religiosa, emprendió
una primera cura de algunos años; al cabo de ese tiempo, comenzó los trá­
mites para ser relevado de sus vjtos e intentar vivir con una mujer. El ana­

77. He modificado los nombres de los tres pacientes que evoco, pero la elección de los seu­
dónim os no es por completo azarosa. Fidéle lleva un nom bre que tiene cierta relación
con el respeto de la tradición. Dominique tiene un nom bre a la vez masculino y feme­
nino. Thomas -es otra cosa- antepuso en un m om ento de su cura un «creo lo que veo»
que él atribuía, tal cual, al autor de La summa teológica.
lista habría entonces interrumpido el análisis diciéndole -es lo que él rela­
ta - que «la cura» había terminado.
Su demanda es confusa y está formulada en tres tiempos, durante en­
trevistas prelimiares bastante largas. En prim er término, evoca un proyec­
to de convertirse en analista que pone en paralelo con lo que fue su voca­
ción religiosa y que sería una solución a la vez a sus preguntas sobre la
sexualidad y a sus incertidumbres profesionales. Más tarde, renunciando a
esta idea, hablará de su primer análisis como de una historia de seducción.
Luego aborda, más directamente, las dificultades de su vida sexual, y, durante
sus relatos detallados hasta los límites del exhibicionismo, me inclino hacia
un diagnóstico de estructura perversa, más tarde cuestionado. En su rela­
ción con su compañera, él constató rápidamente que no podía tener erec­
ción más que si su cómplice, podríamos decir, lo trataba «como una m u­
jer», es decir, según él, no sólo aceptaba por medio de diversos subterfugios
excitar su zona anal, sino que tam bién lo trataba con brutalidad; neta­
mente comprometido con ella en una relación masoquista, frecuentó en­
tonces regularmente las saunas homosexuales, donde le atraían «los coitos
anónimos, en la oscuridad»; cuando vino a verme, ya no tenía, desde hacía
algunos meses, ninguna relación sexual con ella, pero ligaba con regulari­
dad hombres para los dos; no encontraba patológico ese modo de vida se­
xual sino en la medida en que ella y él deseaban ahora un hijo y más preci­
samente, decía él, un chico. Es en lo esencial ese deseo de inscripción de
una descendencia lo que hizo que no me precipitara, a pesar del giro de sus
prácticas, hacia el diagnóstico de perversión; consideré esas prácticas per­
versas como defensas contra una angustia neurótica. Finalmente, formula
una tercera queja, y es ésta la que, asociada a las otras dos, me parece poder
orientar un análisis: él continuaba con el procedimiento de renuncia al sa­
cerdocio, porque, según decía, era la Iglesia la defectuosa al haber acepta­
do sus votos, y correspondía al obispo, no a sí mismo, el reconocer su error;
se ofuscaba ante la benevolencia de sus interlocutores eclesiásticos, siem­
pre dispuestos a su regreso, a quienes reprochaba el haber «arruinado su
vida».
La relación transferencial seguía los dédalos de esta demanda de múl­
tiples facetas: como analista, se suponía que yo debía conocer, al menos en
mi práctica, un modo de castidad que lograse lo que J. Lacan ha podido
considerar como una verwerfung del acto sexual en la cura, y era para per­
mitirle inventar una nueva perversión 73que debía servir al análisis -¿no
era en esta vía que se había iniciado el primer análisis?-. Por otra parte, en
un primer momento insistió sobre el hecho de que, contrariamente a su
primer analista, yo no era de origen cristiano y que lo sabía al dirigirse a mí,
y en un segundo tiempo, bajo el modo de la negación, desplegará un discurso,
si no francamente antisemita, al menos antijudaico, para repetir en varias
oportunidades que encontraba absurda la acusación cristiana contra ¿os ju­
díos de haber matado al hijo de Dios, o de realizar prácticas perversas. Fi­
nalmente, pondrá en paralelo su doble gestión, con respecto a mí y con res­
pecto al obispo, para anteponer lo que sería la «falta del padre» y lo que él
tendría que pagar (las sesiones en particular) por la avaricia y la pusilani­
midad de su padre.

No me detendré más que sobre algunos elementos de este análisis, los que
conciernen a lo que se juega en la adolescencia.
Fidéle es el hijo mayor de una pareja que él definió como despareja: su
madre, que siguió algunos estudios, es presentada por él como una mujer
cultivada, dotada de cualidades artísticas, pero sometida a un marido « tos­
co, brutal», un granjero casado tardíamente. Fidéle, que en sus relatos con
frecuencia escabrosos, no duda en emplear un vocabulario obsceno, de­
nuncia a menudo la vulgaridad de su padre, y guarda el recuerdo de que de
niño, reprendido por su madre cuando usaba «malas palabras», pero oyen­
do a su padre pronunciarlas, había pensado que los adultos disponían de una
lengua especial prohibida a los niños; él, que se presentaba como «cristia­
no de izquierda» no negaba su nostalgia del latín. De ese padre brutal, a
quien él rechazará y que lo rechazará en la adolescencia, recuerda que, sien­
do más pequeño, lo admiraba y se sentía más próximo de él que de su m a­
dre. Evoca su adolescencia como ese momento en el que las imágenes pa-
rentales fueron trastocadas.
El padre hacía rem ontar a sus propios quince años el inicio de su com­
promiso en responsabilidades profesionales en la explotación familiar, aun­

78. En la p rim en escritura, yo había hecho un bonito lapsus: «permission» en lugar de


«perversión»; ello debería esclarecerse a continuación.
Nota de la traductora: «permission» significa permiso en castellano.
que eso, en una granja, pudiera quedar impreciso. Había sido el momento
en el que, durante un período de enfermedad de su propio padre, él solo se
vió obligado, no únicamente a asegurar un trabajo sino a dirigirlo. Al día si­
guiente de que su hijo cumpliera quince años, él le exigió que asumiera esas
mismas responsabilidades, hasta el punto de hacer prevalecer esas tareas
cotidianas y su ritmo anual sobre la escuela, en donde, sin embargo, Fidé­
le obtenía buenos resultados, para satisfacción de su madre. Hasta enton­
ces, su proyecto profesional era el de seguir el ejemplo de su padre y entrar
al año siguiente en un liceo agrícola.
Pero el recuerdo que guarda de ese momento es una desvalorización de
sus esfuerzos por parte del padre, hasta el punto de que, según dice, en cier­
tos momentos deseaba que su padre también cayera enfermo para poder pro­
barle sus aptitudes. Un día el padre tuvo un malestar cardíaco -que no tuvo
consecuencias, de modo que el hombre ya tenía ahora sus setenta y cinco
años-, y Fidéle se sintió «paralizado». Sin que los padres lo supieran, fue un
obrero agrícola ocasional quien de hecho asumió las responsabilidades de
la organización del trabajo, y Fidéle tuvo a los dieciséis años sus primeras
relaciones homosexuales con él; «fui yo quien tomó la iniciativa», agregó,
rechazando toda idea de seducción pasiva.
. Ignoraba el orden cronológico de la continuación, pero confundía dos
acontecimientos, de los que no sabía cuál podía dominar al otro: por una
parte, su padre lo apostrofó, no con un «tú no eres un hombre» que, según
decía, aunque él no lo esperara, al menos hubiera previsto y comprendido,
sino con un «tú no serás nunca un padre», que lo excluía de un modo aún
más radical de toda transmisión generativa; por otra parte, después de un
sueño en el que se veía en sotana -contrariamente al cura del pueblo que lle­
vaba traje-, decidió su orientación hacia el sacerdocio y la anunció esa mis­
ma mañana a sus padres.
Sólo en el análisis pudo asociar esos dos decires, y pensar en la decisión
de ser cura como un modo de ser «padre». Hasta entonces, el motivo esen­
cial había sido la castidad, incluso si, según decía, no había considerado
nunca entrar en el clero regular, donde pensaba que «con respecto a la ho­
mosexualidad debe ser peor». Esos recuerdos de la adolescencia, llegados des­
pués de dos años de análisis, reorientaron las cuestiones planteadas al co­
mienzo de otro modo: «No sé amar», declara en un comienzo de sesión, él
que hasta entonces justificaba, con su demanda excesiva de amor y su pa-
sión del Otro, los desbordamientos de su deseo. Y fue a través de la evoca­
ción de los odios posibles -es allí donde interviene la cuestión del odio al
judío- que se expresaron las diferencias entre el amor de lo semejante y el
amor de lo diferente, el amor paternal y el amor maternal, el amor fuera del
sexo y el amor sexuado, etc.
Pensando oponerse al padre, le había obedecido, o había obedecido a una
ley del Padre contra el padre de la realidad, atrapado él mismo en un con­
flicto entre su abnegación -bonito térm ino del que se servía frecuente­
m ente- y las coerciones de su deseo, y ello bajo un modo con bastante evi­
dencia obsesivo, una vez invalidadas las respuestas perversas. Mientras que
anteriormente valorizaba a su madre cultivada, bella y «cercana» contra ese
padre tosco, brutal y «lejano», encontró -o construyó- recuerdos antiguos
en los que la oposición era menos neta: en particular, en el momento del na­
cimiento de su hermana, él había sido más o menos rechazado por su m a­
dre (y confiado a una tía vecina), durante algunos meses, y fue su padre el
que primero había mantenido la relación, llevándolo consigo en varios m o­
mentos del día, imponiendo luego su regreso al hogar, aun cuando, con
respecto a Fidéle, quien guardaba un buen recuerdo de su escancia en casa
de esta tía, presentó aquello como un castigo: «yo te enderezaré».
. Una de las razones que lo habían llevado a consultarme encontró otro
sentido: en su deseo de tener un hijo, intentaba encontrar un lugar en la ca­
dena de las generaciones que él había roto, único varón de la familia, y esta
ruptura orientaba sus decisiones de entonces: ser homosexual, ser cura para
no ser padre en la realidad.
El análisis se detuvo en una nueva incertidumbre: si él había roto con
su compañera de entonces, fue dudando entre dos orientaciones: permanecer
cura y maestro, o bien regresar a su pueblo para casarse con una joven, pa­
riente lejana y amiga de la infancia. Del lado de su sexualidad, vivió enton­
ces lo que jamás había tenido lugar: prácticas masturbatorias que, para él,
desplazaban las puestas en juego de la sexualidad y de «la falta», las cuales
se convertían en: «derrochar su simiente». .

2. Thomas, veintiún años, me es enviado por un colega médico. Desde


hace casi cuatro años, víctima de insomnios y de momentos de angustia
muy fuertes que él dice inmotivados, ha acumulado intentos psicoterapéu-
ticos infructuosos y el uso de tranquilizantes, hasta tal punto que se reveló
necesario un trabajo de privación. Advierto ya que, a lo largo de toda la
cura, repetirá el lapsus entre el nombre del médico y el del medicamento,
los cuales guardan, es verdad, una cierta relación de homofonía.
Después de una primera entrevista muy larga, en la que avanza la hipótesis
de un origen orgánico de sus angustias, relacionándolas con una fobia a las
enfermedades aparecida después de la muerte de su madre a causa de un cán­
cer, evoca las dificultades de relación en su trabajo en el seno de un orga­
nismo caritativo, enumera las diversas hipótesis avanzadas, según él, por
sus múltiples psicoterapeutas -siempre abandonados después de algunos en­
cuentros y una efímera mejoría-, hace el elogio de los medicamentos que
toma desde hace dos años. Quedo perplejo ante su demanda, la que por
otra parte remite al médico que le aconsejó venir a verme; yo le hago par­
tícipe de esto y le digo no comprender de qué se trata, y sobre todo qué es
lo que él quiere, puesto que lo que ante todo plantea como condición es
que yo no le cambie su tratamiento (¿desde qué lugar hubiera podido ha­
cerlo?). Le propongo de igual modo, si él lo desea, prolongar esta entrevis­
ta con otra, puesto que lo que aparece únicamente, es que él desea hablar.
Cuando vuelvo a verlo, quince días más tarde, comienza diciendo que
no ha enunciado lo esencial, y lo anuncia con un magnífico lapsus: «Qui­
siera desembarazarme de mi heterosexualidad... no... de mi homosexuali­
dad». De hecho, si él frecuenta asiduamente lugares de encuentro homose­
xual, es desde una posición de voyeur, y sus pasajes al acto no han consistido
más que en experimentar algunas felaciones no llevadas a término; su vida
se caracteriza más bien por no tener ninguna otra actividad sexual que la mas­
turbatoria. Toda su cura, comenzada sobre ese lapsus, estará puntuada por
el «miedo de atrapar el sida», primero en las relaciones homosexuales si pa­
saba al acto, luego en las relaciones heterosexuales.

Dejaré de lado todo un aspecto interesante de su análisis, y de la relación con


la madre, para privilegiar tres temas, los primeros en aparecer.
En primer término, la cuestión del padre. Necesitó algún tiempo para
enunciar lo esencial de una experiencia de adolescente. Su madre había
muerto cuando él tenía quince años; al año siguiente, al regreso de un via­
je a Inglaterra, «arrastrado» por dos de sus compañeros de viaje, y bajo un
pretexto de «ver», acudió a una sauna homosexual y vio a su padre en una
actividad sexual colectiva; hubo un silencio entre ellos. Se refugió algunos
días en casa de una tía, de la que será cuestión más adelante, luego su pa­
dre lo citó en un café para hablarle, «confesarle» que excluyendo toda rela­
ción con otra mujer desde la muerte de la madre de Thomas, él había ini­
ciado esas relaciones sexuales anónimas. Después de esta revelación, se supo
que el padre era seropositivo (sin síntoma de enfermedad hasta este día), que
mantenía relaciones más continuas con chicos mucho más jóvenes que él (de
la edad de su hijo), y que había dejado de frecuentar esos lugares de en­
cuentro a los que ahora acudía su hijo.
Por supuesto, no podemos más que limitar el azar de esta revelación, y
sin negar igualmente la importancia del traumatismo, subrayar algunos pun­
tos: para Thomas, era importante que el compromiso homosexual de su pa­
dre no hubiera tenido lugar sino después de la muerte de su madre, y él pon­
drá el acento sobre este enunciado que hará propio: «No hay otra mujer más
que tu madre». Un día, emitirá la hipótesis de que él sabía, al volver a la sau-
na, que podría encontrar allí a su padre. Paralelamente, insistirá sobre el he­
cho de que su padre no es «afeminado», sino que por el contrario da testimonio,
en lo cotidiano, de una posición «particularmente viril».
Sin descuidar el efecto condensador del encuentro, lo que entonces tuvo
lugar le proporcionó también una respuesta provisional y frágil: «Soy ho­
mosexual como mi padre, porque ninguna mujer vale lo que mi madre», allí
donde estaba desorientado por la sexualidad genital. Pero esta respuesta se
reveló pronto insuficiente y el que, de entrada, fuera su heterosexualidad la
que lo molestaba -au n si tenemos en cuenta que las terapias precedentes, in­
cluso fallidas, le habían de igual modo permitido llegar a esta fórm ula- re-
lativizaba la importancia del traumatismo.
Por otra parte, al cabo de algunos meses, su primera cuestión, tal como
se produjo en el lapsus, le vuelve bajo una forma afirmativa y animará la con­
tinuación de la cura, al precio de un aumento de síntomas obsesivos, allí don­
de anteriormente dominaba la angustia. Cambio marcado por una decisión
provocadora (en relación a su padre y a mí), cuando vino a anunciarme que
había «votado a Le Pen» (dejemos el significante de lado para subrayar que en­
tonces comenzaban las primeras alusiones de Le Pen a los «sidaicos»).

El segundo tema importante concierne al estatuto de la mujer, o, podríamos


decir, extrayendo ese tema del caso de «El hombre de las ratas» (donde la pro­
blemática homosexual no está ausente), de la Dama.
Thomas, lo hemos dicho, había buscado refugio en casa de una tía pa­
terna. Dos personajes familiares jugaban, en la actualidad, un papel im ­
portante: el abuelo paterno, anciano y enfermo, del que se ocupaba «como
si fuera su hijo», abuelo que le permitía saltar una generación, y esta tía en
cuya casa residía aún al comienzo de su análisis.
Se imponen ya algunas observaciones sobre esta figura con peso suficiente
como para haber servido para calificar al homosexual de «tía». La tía es esta
pariente, primero hermana del padre o de la madre y que es contemporá­
nea a ellos, que con frecuencia mantiene con los padres lazos ambiguos - o
percibidos como tales por el niño; si ella es mujer, como la madre, es por el
apellido que pertenece a la familia, al repetir el del padre; y el incesto fra­
ternal como ideal no está lejos. El diminutivo que la acompaña -en lo familiar
como en el insulto- «tata», no deja de tener relación con «papa»; Thomas
tenía «horror de llamarla así».
Fidéle había, lo hemos dicho, vivido algún tiempo en casa de una tía. Tho­
mas encontraba en su tía una imagen de la mujer, de la madre y «como de
un padre» después del doble acontecimiento de la muerte de su madre y el
descubrimiento de la homosexualidad del padre. Una figura hasta tal pun­
to ideal que cuando él decidió «salir de la imagen de homosexual», fue al
encuentro de una mujer de más edad que él, y que se parecía a esta tía.
Para no recargar mi exposición, dejo esto a la reflexión, excepto para su­
brayar el papel clave en el fantasma (al revés de la segunda escena de se­
ducción de la histérica, en la que el protagonista es con frecuencia un pa­
riente lateral, o de la primera escena en el obsesivo, cuyo agente ha podido
ser la «niñera» de esos personajes de la generación parental.
El tercer tem a que me parece esencial, aun cuando no le prestara tan­
ta atención en la cura, es el de la profesión. Empleado de oficina, él tra­
bajó en un comienzo en un primer organismo caritativo, donde trabaja­
ba ya un antiguo camarada de clase homosexual que lo atraía sexualmente;
luego, en el curso de la cura, cambió de empleo por otro organismo del mis­
mo tipo donde el jefe de servicio era esta m ujer que «se parecía a su tía»
y que trabó con él una relación platónica «como una hermana mayor». En
el análisis, he dejado de lado el carácter caritativo de esos empleadores, que
sólo advierto al compararlo con los dos otros casos que evoco. Todo lo que
él dijo sobre eso fue por subrayar que quería «servir para algo».
3. Dominique, una joven de diecinueve años, lleva el nombre de su padre,
médico reputado en su región. Ella vino a Montpellier para estudiar medi­
cina y espera elegir la misma especialidad que su padre, la cardiología, para
sucederle. En conflicto con su madre, de quien dice que está celosa de ella,
se aloja en casa de un medio-hermano, del lado paterno, de quien descubre
aquí que es homosexual, cosa que nunca se dijo, si se supo, en la familia.
Ella misma cuenta haber vivido, después de algunos coqueteos decep­
cionantes con chicos, una historia homosexual pasional con la secretaria
de su padre: «Es muy bella; mucha gente creía que era la amante de mi pa­
dre, pero no era verdad, aun cuando ella lo admiraba mucho». Fue una tar­
de, en la consulta del padre, mientras ayudaba a esta mujer joven a clasifi­
car archivos, que habían tenido lugar sus primeros tocamientos; ella tenía
dieciséis años. Dominique, a continuación, acosó a esta secretaria, quien, acep­
tando algunos encuentros episódicos durante varios meses, puso fin bru­
talmente a esta historia, y ello justificó la partida de Dominique a Montpe­
llier. Si ella pensaba que su padre había permanecido ciego a la situación,
juzgaba que su madre debía «sospechar algo» y eso «le convenía».
En Montpellier, creyó «volverse otra vez normal» y se lanzó, desde su lle­
gada, a múltiples relaciones sexuales con chicos, pero, según decía, «eran to­
dos homosexuales, aun cuando lo reprimieran», y es verdad que varios de
entre ellos formaban parte de «la banda» de su hermano. Muy pronto se vio
«arrastrada» a una relación con una enfermera, de más edad que ella y ami­
ga de su hermano. Era esta mujer quien le había dado mi dirección, porque
Dominique se quejaba de «no saber lo que quería» y temía que sus conflic­
tos perturbasen los estudios que le importaban.
De entrada planteó la pregunta: «¿Soy verdaderamente homosexual?»,
pero para continuar subrayando las divergencias entre homosexualidad
masculina y femenin?. En efecto, según evidencia, los elementos propiamente
sexuales no son allí en absoluto los mismos: en la homosexualidad masculina
hay, por una parte, un verdadero investimiento de la zona genital y una
«creencia en el falo», incluso si eso puede llegar, marcando una perver­
sión, hasta el sobreentendido de un falo maternal prevalente; por otra par­
te, un investimiento de la zona anal, feminizada, en el sujeto o en el com­
pañero, o con mayor frecuencia, en los dos. En la homosexualidad femenina,
si existe un investimiento sexual de la zonas genitales -fuera del falo- y ana­
les, es secundario en la mayor parte de los casos, con respecto a la prevalencia
acordada a la ternura, incluso a lo que serían «placeres preliminares» en
una relación heterosexual, y la multiplicidad eventual de los compañeros no
tiene el mismo estatuto. Paralelamente, si en la exclusión misma de la que
las mujeres son objeto, la feminidad o la Mujer pueden ser valorizadas por
el homosexual masculino, la homosexualidad femenina, próxima a la rei­
vindicación histérica, va con la mayor frecuencia a la par de una acusación
contra los hombres y la masculinidad. Homosexuales hombres y mujeres se
unirán contra la denominada «falocracia», pero evidentemente desde un
lugar diferente.
Incluso cuando, durante un primer tiempo, ella valorizó el tipo de re­
lación sexual que podía mantener con una mujer, subrayando que «desde
el punto de vista del tiempo, no tiene nada que ver con las relaciones con
los hombres, porque no existe la coerción de la erección», llegó bastante
pronto a decirse «molesta» por la sexualidad en tanto tal, efectuando ella tam­
bién una separación, no neta, entre amor y deseo, pero sí interna a cada
uno de esos términos: había un am or posesivo y un amor de reconoci­
miento, un deseo que llevaba a los objetos parciales y un deseo sobre el ob­
jeto total.
A partir de allí fueron evocadas las figuras familiares: convertida en pú­
ber, había tenido «la impresión» de que su padre, vuelto a casar tardíamente
con una mujer mucho más joven que él, no la satisfacía sexualmente, dado
que ponía más libido, a la vez en su trabajo, muy respetuoso de una ética mé­
dica que él pretendía sostener frente a una degeneración de la práctica de sus
colegas, y en «la vida familiar», es decir -para ella-, en la relación con su hija,
quien sería la heredera, habiendo rechazado ese lugar el hijo mayor. Ella in­
sistió sobre el hecho de que el médico, incluso especializado, es decir, cen­
trando su actividad en una parte del cuerpo -adem ás se trataba del corazón
y la sangre-, sólo era eficaz si consideraba a la persona en su globalidad. De
su madre subrayaba «la histeria»: «Siempre le duele algo, lo que se traduce
en náuseas cada vez». ¿Cómo podían los hombres, se preguntaba, soportar
a tales mujeres?
Al igual que Fidéle, pero de un modo menos dramático, ella evocó su
«vocación», médica esta vez, como tentativa de balizar en acto un «amor
al semejante», amor transform ado en laico pero del mismo valor, y se dio
cuenta de que las dos mujeres a las que había amado estaban vinculadas,
directa o indirectamente, a ese dominio médico. Como otros adolescen­
tes -ya sea que ello dé lugar a accesos delirantes de tema dismorfofóbico
o permanezca en el límite del delirio -,79ella desplegaba una fantasmáti-
ca del cuerpo anatomo-fisiológica que su saber médico limitaba, pero en
la que, como en la histeria -la de su m adre-, la genitalidad estaba despla­
zada, para esquivar lo que de la diferencia sexual produce una divergen­
cia en cuanto al deseo, hasta el punto de que llegó a enunciar un «yo no
tengo sexo».
Fue un fracaso en sus estudios -fracaso relativo que superó universita­
riam ente- el que marcó un cambio de posición: mientras que Fidéle tomó
lugar en la cadena de las generaciones para superar su homosexualidad, fue
saliendo de la coerción familiar con respecto al padre que Dominique pudo
considerar otro destino, dándose a la vez otro objetivo profesional que el de
suceder a su padre, y otro objetivo sexual: lograr una relación heterosexual
conservando del lado de las mujeres sus sentimientos de amistad.

No es un simple azar -o tras historias lo confirmarían, y no sólo de con­


temporaneidad de las elecciones- si la iniciación homosexual del adolescente
está con frecuencia asociada a una orientación profesional, valorada como
«vocación», llamada del Otro; un «yo estaba hecho para ese oficio» acom­
paña, quizás para disimularla, incluso resolverla, una problemática hom o­
sexual, lo que le da, desde entonces, su carácter social. Y si es verdad que toda
elección profesional se ajusta a una fantasmática específica, lo que enton­
ces es evocado es el intento de hacer oficio de otra sexualidad, de una se­
xualidad en la que la diferencia no se deja intacta, sino que es descentrada
hacia el amor al semejante.
Pero también, ya sea de un modo paralelo, que redoble la descendencia
genealógica o sea divergente con ella, en la elección profesional, el sujeto vie­
ne a inscribirse en otra descendencia que la que está orientada por la esce­
na primaria y el edipo; no porque, según se trate de homosexual masculi­
no o femenino, la imagen de la madre o del padre borre al otro, hasta el
punto de sostener sola un ideal posible, sino más bien porque madre y pa­
dre de la realidad -siem pre cuestionados y decepcionantes para el adoles­

79. He evocado, en el capítulo 8, la historia de Rachid, quien sexuaba los órganos del
cuerpo.
cente- dejan entonces lugar a la Mujer80o a ese Padre inigualable de la his­
teria. ¿Hay un hombre o una mujer que pueda escapar a la castración, y
por lo tanto a la sexualidad? El adolescente con frecuencia lo espera, el ho­
mosexual lo cree, y, en los dos sentidos del térm ino, es llevado a hacer pro­
fesión de ello.
Lo que caracteriza entonces a esta profesión es que ella pueda soste­
nerse con un «amor al semejante». Es sin duda porque el adolescente debe
efectuar por su propia cuenta, eventualmente al precio de un compromiso
homosexual, una represión socialmente valorizada, la que está justificada,
por excelencia, por la tradición religiosa -«am a a tu prójimo como a ti mis­
m o»-, pero también laica -J. Lacan trató justamente de «moral de soltero»
el «no hagas a otro lo que no quieres que él te haga»-, no estando garanti­
zado el lazo social como estado de paz (fraternal) más que al rechazar las
apuestas sexuales que amenazan su cohesión. Pero este amor universal debe
ya concebirse como ordenado por el Padre, aunque sea en el sentido religioso.
Este amor funciona de un modo narcisístico más que por apoyo, y en
ese momento en que se percibe la disyunción entre «corriente tierna» y «co­
rriente sensual», es del lado de una nostalgia del amor materno que puede
pensarse la búsqueda homosexual; pero nostalgia de una madre prim or­
dial, pre-edípica, como si se tratara de repetir, a cada nuevo amor, la ope­
ración que describe el estadio del espejo, sin que se efectúen las alienacio­
nes que son su efecto. Así, a través de los eventuales cambios de compañeros,
se intenta una operación de fundamento de un saber asexuado, de una co­
m unidad sin diferencia, de un reconocimiento mutuo, supuesto lógica­
mente anterior a la imposición fálica: en el discurso de los adolescentes ho­
mosexuales, se trata menos de la realización perversa de un fantasma que
de encontrar un estado indiferenciado en el que el otro esté lo más cerca po­
sible, en el que los dos cuerpos puedan confundirse en uno, hasta tal pun­
to que, incluso con un compañero del otro sexo, esta confusión es buscada.

80. Un homosexual, célebre a justo título po r haber intentado pensar la desorientación se­
xual hasta el travestimiento, se levantó un día en medio de una cofradía para proclamar
con todo su hum or: «La mujer existe... es una lesbiana... ¡Y soy yo !». Que la mujer
pueda ser, com o k> evoca Lacan, uno de los nom bres-del-padre, encuentra allí su va­
lor, ciertam ente paradójico.
La exigencia de una verdad arcaica, como el sentido de una estética no fa-
licizada -lo que indica la idea del peluquero o del bailarín homosexual que
conlleva una concepción prim aria del cuerpo- o la aptitud del homosexual
para hacerse el cantor de un amor sublime -M . Proust, J. Cocteau, A. Gide
en particular en La porte étroite, R. Barthes en Fragments d’un discours amou-
reux- son los rasgos que caracterizan esta ética homosexual.
Pero si ese peso del am or materno es con frecuencia puesto de relieve,
no es sin una contrapartida con respecto a la madre, subrayada con menor
frecuencia, salvo que se tome en serio el epíteto de «contra natura» que re­
caería sobre este amor: si este compromiso homosexual es sostenido por
un amor materno primordial, es también contra la madre, si no edípica, al
menos garante de un orden simbólico. Es esta modificación del lugar de la
madre la que se juega en lo que denominamos estadio anal, durante el cual
es educado el «actuar» del niño en su relación al otro .81En ese tiempo, por
una parte la madre ya no es aquella que asegura el lugar de ser del niño, con­
teniendo, podríamos decir, pero también, a través de la experiencia del dar
y tomar, aquella que se muestra exterior al niño y clasificada entre los adul­
tos organizados entre ellos por ciertas leyes; por otra parte - y Fran^oise
Dolto insiste sobre la cualidad de ser «del mismo sexo» de aquel que formula
entonces la prohibición-, el niño es confrontado a un no -prim era ocu­
rrencia, jugando apenas con la palabra, del Nombre-del-Padre- que intro­
duce ya una nueva lógica del goce. Si la madre, bajo su primera faz, es va­
lorizada por el homosexual, ella es, en tanto mujer, esposa del padre, garante
también ella de una ley, o bien despreciada, o bien considerada como una
víctima, incluso todavía acusada de haber provocado la homosexualidad
de su hijo, no protegiéndolo contra el padre.
Si la cuestión de la madre del homosexual ha sido largamente estudia­
da, el padre es por lo general remitido a lo que sería su invalidez, en todos
los sentidos del término, o su exclusión de una relación madre-hijo que es
demasiado fuerte. Pero, en ciertos compromisos homosexuales del adoles­
cente, es en primer término en una relación con el padre que se juega un pa­

81. Cf. F. Dolto, L ’image inconscientedu corps, París, LeSeuil, 1985; cf. J.J. Rassial / A. Ras-
sial, «De l’image inconsciente d u corps», en: Quelques pas sur le chemin de Franfoise Dol­
to ? París, LeSeuil, 1988, pp. 163-190.
saje al acto, no sólo con ese padre de la realidad familiar, sino también con
la paternidad en tanto tal, y con la ley del Padre -lo que J. Lacan designa como
el Nom bre-del-Padre-, operación de inscripción cuyo modelo es la que
efectúan las religiones monoteístas al designar a Dios como padre. A decir
esto, no pretendo dar razón de todas las dimensiones de la homosexualidad
como una de las «padre-versiones »,82de las «versiones del padre», como lo
escribe J. Lacan, sino porque la cuestión del Padre es clave en las homose­
xualidades neuróticas del adolescente.

82. La expresión «pére-versions» juega en francés con dos significados: versiones del padre
y perversiones, dada la homofonía de ambos. N ota de la traductora.
1 4 . L a e r o t ó m a n a y el c e l o s o

El amor a la locura. El analista conoce eso y no es algo que le facilite la ta­


rea. Si la psicosis nos importa aquí, no es en su especificidad, sino justamente
porque el mecanismo que la caracteriza, la proyección y la operación que la
estructura, la forclusión, se encuentran en toda experiencia amorosa.
La práctica psicoanalítica nos entrega numerosas historias límite, don­
de el sujeto está en la proximidad de la locura, hasta el punto de que el diag­
nóstico diferencial puede ser difícil o discutible: así, del lado femenino, la
proximidad del compromiso amoroso de la histérica y el delirio eroto-
maníaco; del lado masculino, el problema de los celos, principalmente los
que Freud designa como proyectivos y cuyo estatuto permanece ambiguo
entre los celos competitivos, neuróticos, y los delirantes, netamente para­
noicos .83Ello no quiere decir que no existan casos de erotomanía mascu­
lina, pero lo más frecuente es que esté integrada en una paranoia organi­
zada y por lo tanto sea más evidente que los celos femeninos, que encuentran
su razón en un sentimiento precoz de perjuicio y no obedecen a los m is­
mos resortes.
Bajo su forma más pura, la erotomanía femenina y los celos masculinos
se responden la una a los otros, mostrándonos lo que se juega en todo amor:
producir un nuevo estado del yo, deshacerse aunque sea un poco del Nom-
bre-del-Padre y de la coerción simbólica, regular la genitalidad sobre la me­
dida de un auto-erotismo cuya consecuencia lógica habría debido ser ho­
mosexual, hasta que en lugar de una falta esencial, sea una falta del otro la
que haga aparecer la otra vertiente del amor: el odio.

83. Sigmund Freud, «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la
homosexualidad», Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, T.III.
En su sufrimiento mismo, la erotómana y el celoso dan testimonio de
la división del compañero, siempre incapaz de curarlos porque descuida
la vertiente del deseo que da al otro (con una o minúscula) su cualidad de
objeto parcial, causa del deseo; prueban en él su aptitud para encarnar
imaginariamente o para representar a este O tro (con una O mayúscula),
este Otro arcaico que ordena la alteridad esencial y no tiene consistencia
real más que en ese tiempo mítico en el que la Madre primordial es om ni­
potente. Que el compañero dé prueba de deseo, es decir, a la vez que deje
emerger su falta y su castración, y que revele así que el verdadero lugar
del Otro es el inconsciente estructurado como un lenguaje, y el amor está
arruinado, puesto que «yo te amo porque en ti amo algo más que tú, te me­
nosprecio ».84
En el extremo, la erotómana y el celoso nos enseñan la incompatibili­
dad desde el inicio entre el objeto del deseo y el ser amado.

ELLA: REIV IN D ICA CIÓ N Y V IN D IC A C IÓ N AMOROSAS

Elegiré en prim er térm ino como pretexto un error de apreciación, si no de


diagnóstico.
Ella, diecinueve años, había iniciado estudios de medicina, mientras
que en el último año de bachillerato, por lo que contaba, enamorada de su
profesor de filosofía, cuyo apellido evocaba a la vez el don, el acceso y el
sostén, y buena alumna, pensaba seguir la vía de esta enseñanza. Pero un ami­
go médico, vagamente conocido de sus padres, la había hecno cambiar de
idea; desde entonces estaba, según decía, comprometida en una historia de
amor con él, y él estaba así en el origen de su demanda de análisis, persi­
guiéndola con sus asiduidades «platónicas» e incitándola a seguir, en todo,
los mismos caminos que él.
En su descripción de este amor, incluso desde el comienzo excesivo, creí
reconocer una figura clásica de adolescente histérica confrontada a una des­
calificación del padre de la realidad y buscando en otra parte un amo que
la guíe hacia este lugar del Otro que ella está obligada a ocupar para un

84. J. Lacan, Sém inaheX l.


hombre. Lo que ella evocaba con su cuerpo y sus avatares me parecía co­
herente con ese diagnóstico. Y sabemos que las pasiones adolescentes tienen,
más que otras, ese estilo un poco loco, en donde el estado buscado domina
la cualidad de los objetos, sustituyendo el médico fácilmente al profesor
como garante -asexuado porque no castrado- de un saber sobre el deseo.
Algunos elementos iban ciertamente en otro sentido: primero la afir­
mación de que, en este amor, el actor principal era el médico, quien era
considerado ya como habiendo abusado de su saber y de su poder; pero, des­
pués de todo, eso era posible; a continuación, su reserva extrema en cuan­
to a todo pasaje al acto sexual con él, mientras que con compañeros más jó­
venes había vivido algunas experiencias de las que no decía que hubieran sido
decepcionantes; finalmente y sobre todo, la idea doble de que este amor
sólo podía concretizarse a través de un hijo, pero que no podría ser conce­
bido más que por una procreación asistida.
Tales temas no son raros hoy en día en la histérica, y remito lo que po­
día parecer, de un modo menor, como rechazo de la castración, persecución
o interpretación, del lado de la seudo-paranoia de la histeria.8:> Tanto más
cuanto que me apoyaba así sobre la doctrina psiquiátrica más clásica, para
la cual la erotomanía es una patología más tardía que se encuentra en la
mujer de treinta y cuarenta años, no en la joven.
Sin embargo, esos dos argumentos ligados a la transferencia me incita­
ban a demorar la iniciación de la cura, y a prolongar, más allá de las dos a
cuatro sesiones habituales, las entrevistas preliminares.
Por una parte, como es frecuente en cualquier adolescente, incluso si vie­
ne por sí mismo, Ella no tomaba verdaderamente a su cargo su demanda de
análisis: no sólo no había venido a verme más que a incitación de otro, sino
que era también «para el otro» que ella se veía analizante, para ayudarlo, a
él, a saber amarla. Eso no me parecía r.n impedimento, pero parecía exigir
un tiempo de formulación.
Por otra parte, yo estaba molesto por su mirada que me dejaba una im­
presión extraña: paradójicamente, faltaba una posición de repliegue, esa

85. C. Melmar», «L’hystérie pseudo-paranoíaque», Le discourspsychanalytique, n° 13. Véa­


se también el capítulo titulado «Parapsychoses» en: Les nouvelles études suy l’hystérie, Pa­
rís, J. Clirns, 1986.
que, por ejemplo, puntúa con frecuencia el dirigirse al otro por parte del ado­
lescente. Su mirada misma parecía, de forma permanente, enteramente cap­
turada en el odio-enamoramiento ,86en el odio y en el amor, sin considera­
ción por la persona implicada.
En su historia, la figura de la madre dominaba; bella mujer histérica, a
la que había sorprendido, cuando tenía cinco o seis años, en los brazos de
otro hombre que su padre. Se reveló que ese padre, asegurando más su fun­
ción paterna que marital, toleraba esos amores episódicos pero fugaces de
la madre. Si lo femenino se caracterizaba, para Ella, por la potencia y la du­
plicidad, lo masculino, separado de lo paternal, era el lugar del objeto y del
secreto que seguramente le daban una cierta existencia pero que podían
también abocarlo a la traición. Los jóvenes a los que había conocido eran
esos objetos que ella «encendía» para significar su potencia; el médico, a
continuación del profesor, era ese cómplice de un secreto: el amor valía tan­
to más cuanto que era clandestino.
Fue necesario -es por ello que hablo de un error de apreciación-, para
que de golpe dominase un estilo vindictivo y vengador y que apareciese cla­
ramente la orientación paranoica de este amor, un acto, para hablar con
propiedad, médico-legal, aun cuando presiones y relaciones familiaes, arre­
glos diversos, evitaron las consecuencias judiciales. Sin dar más detalles, di­
gamos que se trataba de un atentado contra los bienes y la persona del mé­
dico.
Las dos entrevistas siguientes, cercanas en el tiempo, no impidieron
-pero, ¿lo deseaba yo?- una hospitalización querida por la familia y que
tuvo algunos efectos positivos.
Varios temas prevalecieron entonces, los cuales habían permanecido
antes como elementales y parecían capturados en las variaciones de una
histeria: el de una «falta de respeto» o de una «falta de palabra», de los que
sería culpable el médico, quien habría confiado a otros sus amores secretos;
el de una debilidad nominativa, vinculada a esta traición: «No hace honor
a su nombre», «ha arrastrado mi nombre por el fango», «debo convertirme
en la señora incógnita»; finalmente, articulándose con una injuria infantil:

86. El térm ino utilizado, sin equivalente en castellano, es «hainamoration», que condensa
«haine», odio y «enamourer (s’)», enamorarse. Nota de la traductora.
«Es un delator, a vapor», la acusación de homosexualidad dirigida al médi­
co. Esta vez, el conjunto de esos temas se presentaba netamente bajo una for­
ma delirante.
Si Ella giró hacia a la locura, fue al franquear un paso mas allá de lo que
hubiera podido no ser más que un amor histérico o pasar por él. La ense­
ñanza que se puede sacar tiene menos que ver con la psicosis que con el
riesgo amoroso.

FRANgOIS: DEL INQUIETANTE EXTRANJERO

Fran^ois es ingeniero agrónomo y si tiene éxito en su profesión es al precio


de numerosas ausencias de su domicilio. Casado desde hace doce años, for­
ma con su esposa lo que, curiosamente, se denomina una «pareja libre»,
teniendo cada uno «derecho» a aventuras sentimentales y sexuales a condi­
ción de que sean de entrada secundarias y que no tengan continuidad. De
hecho, salvo raras excepciones, hasta una fecha reciente, ha sido con más fre­
cuencia él quien ha disfrutado de un contrato semejante.
Pero su mujer comenzó seis años antes una cura analítica, en un co­
mienzo justificada, según ella, por su orientación profesional, puesto que tra­
baja en el campo de la psicopatología. Él ya había soportado mal, confiesa,
la relación transferencial en sus comienzos, sus consecuencias más concre­
tas (problemas de dinero, de fechas de vacaciones, etc.) y toda evocación por
parte de ella de lo que pasaba en la cura. Desde el primer encuentro, por otra
parte, él justifica haber venido a verme, no para iniciar él mismo un análi­
sis, sino por la curiosidad de aprender de mí la lógica de la relación analí­
tica, y me interrogará en varias oportunidades para conocer mi opinión so­
bre la práctica de ese colega.
Sobre todo bajo el modo, podemos suponer, de una transferencia late­
ral (desplazamiento de una atracción por el analista, inaccesible, hacia al­
guien cercano o a quien un rasgo lo acerca a él), su mujer había estableci­
do una relación amorosa con un hombre encontrado en la sala de espera,
relación que se prolongaba más allá de la duración admitida y tomaba un
aire amenazante para la pareja. La verdadera pregunta apareció entonces: «¿yo
deliro?», mientras que desplegaba a la vez explicaciones sistematizadas y el
relato de sus propias reacciones, violentas, que a él mismo sorprendían.
Cuando comprendió que esta historia desbordaba el marco admitido,
había descuidado casi totalmente la relación entre su mujer y su amante
para poner en oposición al analista y a él mismo, el análisis y lo conyugal,
sin duda con alguna lucidez, si consideramos esta historia como siendo del
orden del acting-out. Había, dado, sin efecto, orden a su mujer de detener
su análisis, traicionando el contrato admitido al preconizar una fidelidad rí­
gida y recíproca, tanto más cuanto que, desde hacía algún tiempo, las rela­
ciones que intentaba con otras mujeres no eran más que una serie de fra­
casos sexuales. Eso no había hecho sino confortar a su esposa en su doble
compromiso, adúltero y analítico. Poco antes de encontrarme, había tele­
foneado al analista quien, por supuesto, lo había remitido a sí mismo y le
había aconsejado dirigirse a otro analista. Además de algunos pasajes al
acto violentos con respecto a su mujer, se encontraba en una problemáti­
ca de persecución, alternativamente perseguido y perseguidor, aun cuan­
do conservaba alguna distancia que le perm itía concebir su com porta­
miento como «exagerado».
Trata al analista de su mujer de «perverso» que realiza sus fantasmas a
través de sus pacientes, a ella y a su amante de «peones manipulados» o de
«marionetas» (que rima con su cualidad de «marido honesto »)87y repito la
fórmula de su cólera: «Nadie está en su lugar: cada uno ha violado (\sic!)
sus principios»; lo que pronto calificará no sólo a los protagonistas de estos
celos, sino al m undo entero: sus padres, sus empleadores, sus amigos, lue­
go los psicoanalistas en su conjunto. Es el hecho de estar incluido en esta se­
rie lo que me permitirá intervenir e inaugurará una transferencia, ciertamente
negativa en un comienzo, pero que que se abrirá hacia una cura analítica.
Algunos meses después de ese comienzo, se separará de su mujer y re­
tomará, podríamos decir, durante un tiempo, una vida normal de neuróti­
co obsesivo.
Podemos hablar respecto a él de un episodio de celos y recordar que
Freud, al tiempo que distingue tres «fundamentos» de los celos, subraya
que «en un caso dado de celos, es necesario esperar a ver la fuente de Jos ce­
los en el conjunto de esos tres fundamentos».

87. Los términos en francés son homofónicos: «marionnettes», marionetas, y «mari honné-
te», marido honesto. Nota de la traductora.
Hay ciertamente los elementos de unos celos «competitivos»: su mujer
lo engaña realmente y él encontrará pronto los motivos edípico y del «com­
plejo fraternal» que, según Freud, organizan estos celos en los que el senti­
miento de tristeza apunta al odio que incluye a la mujer amada, despertan­
do una bisexualidad constitutiva y reprimida.
Pero hay también proyección de su propia infidelidad; podemos por
otra parte observar que, contrariamente a lo que piensa Freud, una «tole­
rancia convencional», para el caso el contrato de una «pareja libre», apenas
si preserva de estos celos: una de sus primeras respuestas a la infidelidad de
su mujer había sido intentar establecer, en espejo, una relación amorosa
con una colega de trabajo, sin éxito.
Lo que acentúa estos celos «normales» o neuróticos hacia el tercer «gra­
do» de celos «delirantes» es una doble constatación: su mujer ha «fran­
queado los límites» y eso lo pone «fuera de sí». El lugar atribuido, no sin
razón, al analista de su mujer, considerado como un perseguidor y un amo
perverso, es el de un gran Otro que vendría a encarnarse fuera de la pare­
ja para amenazarla. Dirigirse a mí es ya un intento de reducir este lugar ex­
cesivo.
Sobre todo, más allá de una bisexualidad fácil de tolerar como de cons­
tatar, aparecerá la importancia de un componente homosexual reprimido.
Comenzará por constatar, en la transferencia, que su elección de un analis­
ta recayó en un hombre y que excluyó totalm ente el elegir a una mujer
mientras que, por una parte, las primeras direcciones que le habían dado eran
de colegas femeninas, y por otra, ello iba en contra de sus primeras reacciones:
«Hacer como su mujer», es decir, producir una situación inversa y parale­
la. En la dinámica de la cura, si bien primero represento al analista de su m u­
jer, se revelará que la transferencia «negativa» contiene también una trans­
ferencia «positiva».
El prim er sueño que referirá, y cuya interpretación no será posible más
que en varias etapas desplegadas en varios meses, permitirá articular ele­
mentos dispersos: «Está en un tren (más tarde aparecerán temas fóbicos
concernientes a los medios de transporte). Aparece un “revisor” que se di­
vertirá “metiendo mierda” entre él y su mujer, quien lo acompaña, hasta tal
punto que a la llegada del tren se tomará una decisión de divorcio, su m u­
jer se unirá a otro hombre y él permanecerá solo con el revisor, que enton­
ces lo consolará».
Interpreta primero el lugar del «revisor» como, doble lugar, del analis­
ta de su mujer y de su «supervisor»,* y me imagina en esta función que él
define, según lo que ha oído, como siendo a la vez de acompañamiento y de
limitación del poder del analista. Pero rápidamente encuentra allí uno de los
aspectos de la profesión de su hermano, quien siguió la profesión del padre
privilegiando esta tarea de «control», mientras que él mismo, que perm a­
neció «entre las faldas» de su madre hasta su matrimonio, estaba dom ina­
do, incluso aterrorizado, por este hermano mayor al que acusaba de un in­
tento de seducción homosexual durante la adolescencia.
Si Freud, en su artículo, sitúa en la rúbrica de los celos competitivos un
caso en el que se evoca esa seducción homosexual, el efecto parece tener
otro peso en Fran^ois: «Eso me ha puesto fuera de mí»; es necesario consi­
derar este episodio como un momento de locura, cuyo índice eran, como
con frecuencia en el neurótico obsesivo, esas crisis de cólera en las que la sis­
tematización casi delirante puede llegar a pasajes al acto violentos, hasta
llegar al «crimen pasional».
Mas tarde podrá describir con precisión su recorrido psíquico: com ­
prometido primero en una relación con aquella que se convertirá en su m u­
jer, había ordenado -e n contra de la opinión de su familia-, el vínculo con­
yugal por medio de un contrato que a la vez marcaba límites a esta relación
y le permitía un estado de «total confianza», descuidando la dinámica in­
terna de la pareja. Sin duda ese contrato m antenía la misma relación con el
contrato perverso, de lo negativo a lo positivo, que el fantasma del neuró­
tico con respecto a la escenificación perversa. Él había vivido una traición,
una falta que le había hecho perder, poco a poco, el conjunto de sus referencias
yoicas, llegando a la proximidad con la psicosis. A este estado debía suceder
un trabajo de duelo, tanto más difícil cuanto que recaía no sólo sobre su víncu­
lo conyugal, sino también sobre los antiguos lazos familiares, sobre el amor
a la madre y el odio al hermano.

* «Controleur» en francés corresponde tanto al revisor del tren, como al supervisor del
analista. Nota de la traductora.
EL AMOR CO M O BÚSQUEDA DE UN ESTADO
MÁS QUE DE UN OBJETO

Lo que nos muestran tanto los amores adolescentes como la erotomanía, y ello
se presta a confusión diagnóstica, es que lo que se busca e> un estado amo­
roso en el que, paradójicamente, el objeto al que se trata de apegarse es in­
tercambiable. Que el estado prevalezca sobre el objeto nos parece ostar tam­
bién en juego en el acceso de celos. En el momento de la adolescencia en el
que la encarnación imaginaria parental del Otro debe ser reemplazada por su
encarnación sexual en el Otro sexo, el deseo por el otro está a la vez totalmente
orientado y da lugar á lo que sería menos un amor del Otro que un amor en
el Otro. Es decir, que, en la proximidad clínica de los amores adolescentes y
psicóticos, la dinámica es la del amor materno, y más precisamente de la Ma­
dre primordial, pre-edípica, antes que la madre se revele como sexuada, tan­
to del lado hombre como del lado mujer; un amor anterior, lógica y crono­
lógicamente, al estadio del espejo en donde el yo se constituye sobre la huella
de la imagen de un objeto de la Madre, separable pero aún no separado.
Renunciar a esta constitución yoica, o por lo menos imitar una regre­
sión semejante, está inscrito en la lógica del amor; renuncia que se acom­
paña de una renuncia a la diferencia de objetos del m undo exterior y hace
posible fenómenos alucinatorios o delirantes.
Tanto más cuanto que los padres, y por eso mismo los adultos, descali­
ficados, se revelan ineptos para sostener el amor que les es dirigido. Del
lado del padre -volveremos sobre ello-, si él ama, entonces es fallido y en­
trega su falta a su hija, puesta ella misma en posición de Otro, o a su hijo,
que encontrará allí motivo para un dominio ilusorio; si él no es fallido, en­
tonces, apoyado en su cónyuge, no ama. Del lado de la madre, si ella per­
manece protectora, envolvente, mantiene ciertamente la dinámica materna
pero prohíbe, real e imaginariamente, la reapropiación de los objetos pul-
sionales, la voz y la mirada del espejo ;88si, por el contrario, acepta dar un
paso más en la separación, se arriesga a invalidar el amor maternal como ideal
para no dejar el lugar más que a la búsqueda de un amor de la misma talla
y los mismos efectos, conduciendo al adolescente, en un relanzamiento edí-

88. J. J. Rassial, L'adolescent et le psychanalyste, op. cic.


pico, a volver a efectuar, con otros protagonistas, las operaciones de hace poco,
de inclusión y de separación, con el riesgo de intrusión y de expulsión.
Distintos y divergentes de los objetos del deseo que siguen la orientación
edípica, los «objetos» del amor son indiferentes, como los objetos de la de­
manda, objetos infinitos más que objetos totales, en tanto que sucesores
del amor sin límite de una Madre primordial mítica, y sobre todo segundos,
en relación a la búsqueda de un estado del que no serían más que el apun­
talamiento. En otros términos, el amor cuestiona, antes del narcisismo se­
cundario, el narcisismo primario.
Es lo que indica la definición de Espinoza: «El amor es la alegría acom­
pañada de la idea de una causa exterior», donde el objeto, como causa cier­
tamente exterior, no tiene sino una función de acompañamiento y una cua­
lidad ideal con respecto al estado del alma. Comprendemos así por qué un
salto, propiamente cognitivo, bastará para cum plir el fin espinozista del
amor, donde se borra la distinción del interior y el exterior, si Dios es la
Naturaleza, para transformarse en beatitud.
Es a justo título que Freud evoca de entrada, en su artículo sobre los ce­
los, un paralelo con la tristeza -pensam os aún en Espinoza- y con el due­
lo, para incluirlos en la serie de los «estados normales». El celoso, aun cuan­
do acompañe su recriminación de una auto-desvalorización, evita, al menos
durante un tiempo, la depresión y sobre todo el trabajo de duelo, no pudiendo
reducir al otro que lo engaña al estado de objeto. Al contrario, lo más fre­
cuente es que la mujer, incluso si hace poco parecía abandonada, sea entonces
idealizada o re-idealizada, aunque no sea más que por el poder que le es
dado de movilizar, activa o pasivamente, el am or de otro.
Pronto advertimos que los celos producen, para hablar con propiedad,
un estado de goce que se acompaña, corrientemente, de una imposibilidad
para la «objetividad»; las opiniones de los amigos bien intencionados, ya sea
que tranquilicen al celoso acerca de la fidelidad de la compañera o al con­
trario, busquen «abrirle los ojos», no hacen a menudo sino arrim ar aún
más al celoso a su goce de abandonado.
Los celos son el estado que da mejor testimonio de que el amor, para
el neurótico, es un modo de acceso a la locura. Y veremos con frecuencia
al celoso repetir este goce inverso al trabajo de duelo con alguna mujer, ya
sea cuando logra finalmente hacer el duelo de una historia pasada, o incluso
con cada una de sus compañeras sexuales cuando él mismo es «infiel».
EL AMOR CO M O ESTADO DE ABANDONO
Y DE OM N IPO TEN CIA

Si, en el amor, el objeto es indiferente o al menos secundario, es decir, que


no vale sino por un rasgo que permita suponer que podrá sostener un es­
tado buscado, aún conviene precisar este estado anobjetal. Para producir­
lo, bastará, en el caso de la erotómana, que el amado sea alguien de «re­
nombre» o susceptible de serlo; en el caso del celoso, una mujer deseable para
otros. Lo que nos muestran esas diferentes patologías es que este estado es
doble y contradictorio, a la vez de abandono y de omnipotencia.
Se pone con demasiada frecuencia el acento sobre aquello que, en el
abandono, provendría del descuido: dejar caer o ser dejado caer, olvidan­
do lo que indica la etimología: ser librado «a bandon»,89al poder del Otro,
otro que ya no está afectado por cualidades, por lo tanto por defectos, de
lo humano. Si el niño abandonado es ciertamente víctima de ser dejado
caer como un síntoma -explicando, por otra parte y con frecuencia, la ma­
dre su gesto por su propia indignidad de ser madre de un tal hijo, quizás idea­
lizado-, el ideal abandónico, ya sea conversión de un abandono que ha te­
nido lugar verdaderamente, o invención novelesca de neurótico, pone el
acento sobre este Otro que, excediendo a los padres, sería, él, infalible. No
era un absurdo el haber designado hasta hace poco a este hijo abandonado
como un «hijo del buen Dios». El abandónico tiene vocación de consagrarse
a Dios, o en nuestros tiempos dichos laicos, a las «grandes causas».
El enamorado se abandona al poder de un Otro al que supone omni­
potente. Que haya flechazo, en donde el Otro parece de pronto encarnarse,
o deslizamiento hacia el amor, en donde el semejante se eleva al rango de
aquél que escaparía a la castración, y por lo tanto al deseo, al igual que hay
dos vías de acceso a Dios, la mística y la educación, el resultado es el mis­
mo: el otro, objeto-causa o sujeto del deseo, se borra o es borrado detrás del
Otro al que el enamorado se libra por entero, en cuerpo y alma, para per­
der allí sus antiguas referencias, en beneficio, según el estilo de cada uno, de
un rito, de una lamentación feliz, de un olvido de lo cotidiano, de una de-

89. Término del argot derivado del verbo «bander» que significa estar en erección, sufrir
una excitación sexual. N ota de la traductora.
gradación moral considerada entonces como elevación cínica, o de cual­
quier otra fórmula.
Por una parte, si el celoso justifica su violencia por medio de ese sen­
timiento de ser abandonado, este abandono reactiva su estado amoroso, y
él pondrá de buena gana en paralelo, incluso oponiéndolos, su estado ac­
tual de decepción y los primeros tiempos de su am or en los que se aban­
donaba a la confianza. Si los celos indican una verdad del amor, es que allí
se juega la distribución de las dos dimensiones del otro y el Otro: el celo­
so tiene nostalgia de un tiempo en el que él era el objeto del Otro, su com­
pañera, quien podía al mismo tiempo ser objeto de su deseo, cuando el
engaño le mostraba que su compañera o bien se convertía en objeto del amor
de otro o bien tenía lugar de Otro para un otro. El «bandom90 -el argot se
presta a un Witz interesante-, el poder, cambia de lugar: el abandono amo­
roso puede transformarse en abandono odioso, el malentendido dará lu­
gar al desprecio .91
Bastará una nada, una falta, de la que hablaremos más adelante, para que
aparezca el revés de este abandono a la omnipotencia del Otro: a aquel o
aquella que yo amo, lo veo o la veo «con los ojos del amor», lo he o la he ima­
ginariamente construido o reconstruido y soy por ello mismo omnipotente
sobre él o ella, ya sea que esto se enuncie en un estilo reivindicativo o vindi­
cativo, para «demandarle todo» o para acordarse derecho de vida y de muer­
te sobre el otro y sobre sí mismo, o aún para hacer de su impotencia -en tan­
to que deseante-la prueba de la omnipotencia del otro, en tanto que amante.
El amor implica un estado de omnipotencia, del compañero y de sí mis­
mo, que remite a la omnipotencia en la relación de la madre y el hijo. Es lo
que dará el estilo maníaco-depresivo de muchas historias amorosas: mi im­
potencia y la impotencia del otro nos destinan a la tristeza; y queda por fran­
quear el salto que restaura una «omnipotencia del amor», antinómica y no sólo
conflictiva con \a lógica de\ deseo que no encuentra su fuerza 7 suvalot más
que, para cada uno, en la castración, manteniendo allí la impotencia y la po­
tencia una relación dialéctica.

90. Vcase ñola 89.


91. Juego de palabras: «Ja méprise donnera place au mépris»; el malentendido dará lugar
al desprecio. Nota de la traductora.
£1amor -y así él es vecino de la experiencia psicótica- es un intento de
poner fuera de juego a la castración, al riesgo de una privación real, de fun­
dar una ética de la relación con el otro, donde la eternidad prometida -cuan-
do se ama, es para siem pre- se opondría a la discontinuidad del deseo, don­
de la dialéctica abandono/omnipotencia enmascararía una falta crucial para
el sujeto.

LA FIDELIDAD Y EL FALLO

Esa nada que invierte el estado amoroso, ya sea para hacer aparecer el odio
que él escondía o para relanzar quizás este amor, no puede expresarse me­
jor que en la noción de «fallo», en su distancia con la falta.
Lo que la erotómana, o el celoso, reprocha al otro, no es su falta, pues­
to que les sería necesario reconocer que la falta, falta-al-ser, es indisociable
de lo humano, en tanto que deseante, sino un fallo como falta moral, que
condujo al compañero a decepcionar o a traicionar.
La expresión de amor que encuentra aquí su valor, es el «tú me has fal­
tado» en su polisemia: primero, ciertamente, vale como «tu ausencia ha de­
jado aparecer en mí un agujero, un vacío tal que se revela que tu lugar en
mi psiquismo, incluso en mi cuerpo, no es accidental, sino necesario, apo­
yado sobre la necesidad»; la relación amorosa sería aquella que no estaría más
contenida por el fort-da que hacía soportable la ausencia de la madre. Se­
gundo, también se expresa como: «Tú me has fallado, has pasado a mi lado;
aquello a lo que apuntabas estaba más allá, antes o en otra parte que don­
de yo estoy»; así se dice la verdad de la fundación del amor, que es primero
error sobre la persona. Tercero: «Tú me has faltado el respeto o has faltado
a la palabra, has cometido una falta irreparable que me afecta profundamente
y justifica que allí donde te quería, ahora te tengo rencor»;92cuestión yoi-
ca, como lo subraya la modificación pronominal, paralela a aquella que

92. En francés se aprecia un cambio de sentido por medio de la modificación pronom inal
del verbo «vouloir», querer. Así, «te vouloir» significa «quererte» y «t'en vouloir» sig­
nifica «guardarte rencor». La expresión utilizada aquí es «lá oü je te voulais, maintenant
je t’en veuille». Nota de la traductora.
produce la anulación del «dudo» e «imagino»93que usa de buena gana el ce­
loso, transformando su incertidumbre obsesiva en certidumbre yoica y pa­
ranoica, gracias a la sospecha.
La fidelidad que se juran los amantes no podría reducirse a una fideli­
dad sexual, excepto para dar testimonio de su am or reduciendo -e n el sen­
tido militar del térm ino- su deseo; ella es, para hablar con propiedad, acto
de fe, de confianza que puede acomodarse a una relativa «libertad sexual».
Los amantes se crean una ley moral, ya sea contractual o implícita, compartida
o impuesta, pero de bastante peso como para que el yo del amante falle si
el otro falla. Y ese peso se mide en términos de necesidad, no de deseo, se
dice en una demanda arcaica, que se supone anterior al lenguaje; de modo
tal que lo que provocará la inversión será, de m anera privilegiada, la sospe­
cha, donde se manifiesta el engaño del significante que vincula a los suje­
tos, y al que las palabras tranquilizadoras, las explicaciones, no pueden re­
mediar.
Si Fran<;oise Dolto sitúa la edad ética en el estadio anal ,94 cuando el
niño, al desplegar su motricidad, aprende lo que debe hacer de sus objetos
en la relación con el semejante, ¿no es necesario señalar una ética anterior,
al menos lógicamente, cuando, a partir de la castración denominada um ­
bilical, el lugar del Otro aparece, posible o no, separable o no? «No soy nada
sin ti» pone al compañero en un lugar imposible, del que no podrá sino
caer, un lugar al cual no podrá más que faltar un día u otro, lugar materno
en el sentido de la Madre primordial, pre-edípica.
En otros términos, si los celos competitivos, denominados normales, tie­
nen su origen, como lo observa Freud, en los celos fraternos, y si la erotó-
mana intenta ver en el otro, más allá o en contra de la diferencia sexual, un
«semejante incastrable», lo cual es imposible y conduce necesariamente a la
decepción, es no olvidando sobre qué huellas se produce ese hermano o ese
semejante: las de salir del mismo útero, indiferenciados, vinculados por una

93. J. J. Rassial, «óte-m oi d ’un doute», Le trimestrepsychanalytique, n° 4,1990.


A] igual que en la nota 92, se trata aquí de una modificación de sentido operada en
base a una modificación pronom inal del verbo: «je doute# y «je me doute», traducidos
por «dudo» e «imagino». Nota de la traductora.
94. F. Dolto, Vim age inconsciente du corps, op. cit.
ética que no es la del deseo sino la del ser. El que no sólo el acto sino el pen­
samiento del otro me escapen insiste sobre un infranqueable -que el Otro
tenga un inconsciente es impensable-, y la acusación viene de haber trai­
cionado ese «cum» mítico de la confianza, de la complicidad y de lo conyugal,
como la Madre, antes de que la separación fuese validada por el Padre, or­
denada en el edipo, había traicionado -sacado fuera de- al niño.

EL AMOR CO M O IN TEN TO DE FORCLUSIÓN


DEL NOMBRE-DEL-PADRE

Es en la medida en que el am or es amor de la Madre que es intento de for-


clusión del Nombre-del-Padre, ya sea que ello se logre en el psicótico o fra­
case en el neurótico. Pero conviene disociar los tres términos: forclúsión,
Nombre-del-Padre e intento.
La forclúsión, como operación que, aun cuando es de corte, de aboli­
ción, no es reductible a una ausencia de operación, no es propia de la psi­
cosis, sino que participa del proceso mismo del pensamiento .95Si la Ver-
werfunges lo que opera una expulsión primera sobre el «hay» que construye
el m undo como horizonte del principio del placer, hay también expulsio­
nes de significantes en la neurosis, antes de las represiones; así, podríamos
decir que el significante que fundaría la relación sexual está forcluido en las
neurosis. Igualmente, es la expulsión del campo de la significación de los rui­
dos o incluso de los fonemas que no constituyen palabras la que permite que
los significantes se organicen y se orienten en una cadena discursiva, de la
que estén excluidas alucinaciones y fórmulas delirantes.
Así, retomando la metáfora que propone Lacan: «Si es posible que ad­
mitamos la existencia de alguien que pueda hablar en una lengua que ignora
totalmente »,96para concebir la relación del psicótico con la lengua, pode­
mos comprender a la vez el efecto de inquietante extrañeza del neurótico su-

95. Sigmund Freud, «La negación», Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973, T.
III y J. Lacan, Síminaire I, París, Le Seuil, 1975.
96. J. Lacan, Séminaire III. Les psychoses. Esta frase, en la transcripción, está transformada
en la edición oficial.
raergido en el baño de una lengua extranjera, y, para nuestro propósito, la
puesta en juego del intento de inventar, entre amantes, otra lengua, otra
sintaxis, otras palabras. Operación destinada al fracaso si, como lo señala el
poeta Aragón, las palabras así investidas en lo íntim o participan en realidad
del discurso corriente:
«Et ceux-lá sans savoir nous regardent passer
Répétant aprés moi les mots que j’ai tressés
Et qui pour tes grands yeux presqu’aussitót m oururent ».97
Lo que singulariza la psicosis es que esta forclusión recae sobre el Nom­
bre-del-Padre, en tanto que significante amo en la constitución del sujeto
y vector de lo simbólico, mientras que, en las neurosis, las forclusiones even­
tuales, permaneciendo «locales», según la expresión de J.D. Nasio, no afec­
tan más que regiones del pensamiento, dejando intacta la relación del su­
jeto con los significantes no forcluidos.
El amor al menos se acompaña cuando no se legitima de un intento de
olvido, que éste se diga en la idea de un comienzo absoluto que el encuen­
tro amoroso inauguraría, anulando la historia anterior, «olvidándose» los
compañeros en la relación amorosa, o a la inversa, en el temor casi fóbico
de olvidar o de ser olvidado fuera de la presencia, como si el fort-da se con­
virtiera en inoperante para sostener la existencia de uno y otro. Aquí tam ­
bién, el amor se ordena de buena gana bajo un modo ciclotímico, entre el
temor de un hundimiento, de un fallo que rechace a cada uno en su aisla­
miento, y la solución maníaca de un ideal libertario e infantil. Es eso lo que,
en el discurso amoroso, se enunciará en la constatación de que las palabras
faltan o son insuficientes para garantizar el ser, acechando los amantes esos
«momentos perfectos» de silencio en donde se imaginaría la comunicación
no verbal más adecuada al encuentro.
Por eso, incluso si la operación Nombre-del-Padre ha dejado su marca,
la que impide al neurótico «sucumbir» al amor, el Nombre-del-Padre en su
dimensión realista es afectado por el amor. De hecho, allí donde el efecto de
la metáfora paterna fue el de sustituir a un «saber» de la Madre, por natu­
raleza inarticulable y que permanece como lugar inexplorado de la verdad,

97. Y aquellos sin snber nos miran pasar/Repitiendo después de m í las palabras que he te­
jido / Y que casi de inm ediato m urieron para tus grandes ojos. Nota de la traductora.
un saber articulable del que el falo es la clave y el edipo la razón, el intento
amoroso de encontrar un vínculo con la Madre primordial, cualquiera que
sea el sexo del amante, apunta a la restricción de ese saber que ha destina­
do al sujeto a la falta, a la castración y al deseo, no al amor.
Así, los sobrenombres que se dan los amantes, liberándose de su deter­
m inación simbólica, no dejan de recordar los pequeños nombres que la
madre da al niño. Ellos vienen en lugar del apellido y del nombre, a los que
anulan en beneficio de una lengua que se querría íntima y extranjera para
los otros.
Pero si la relación no gira hacia el delirio erotomaníaco o celoso, el so-
cius alcanza pronto este intento de escape. Si el amor es intento psicótico,
al mismo título que puede serlo la experiencia tóxico-maníaca, en un m o­
mento u otro, el Nombre-del-Padre hará valer su vínculo.
C o n c lu sió n

La cuestión epistemológica en el fundam ento de toda investigación psi-


coanalítica sobre la adolescencia es la del valor del concepto de adolescencia,
de su validez en la teoría psicoanalítica, una vez constatado para cada uno
que, a título de noción, es ya de algún uso para el clínico y el analista.
Por una parte, la «adolescencia» no parece sacar su consistencia más
que de otras disciplinas: de la fisiología, en el sentido de que está asociada
al proceso de la pubertad; de la sociología y las ciencias sociales, en la me­
dida en que está, en parte al menos, determinada por la historia y la geografía.
Por otra parte, la psicología puede ciertamente aislarla como un período, pero
que con la mayor frecuencia sólo se concibe como período de estableci­
miento y cumplimiento del yo.
Desde un punto de vista psicoanalítico, el concepto de adolescencia no
tiene validez, más allá de su definición nocional como período de afección
imaginaria del yo, bajo el efecto de ese golpe de real que sería la pubertad,
más que si se puede aislar un m om ento lógico en el que se efectúe una
operación simbólica, de un peso tal que la estructura subjetiva, más allá de
la imagen yoica, sea cuestionada por su efecto o su ausencia, o aún su sus­
penso.
De hecho, si este momento lógico, si la necesidad de esta operación resultan
vcrificables, eso no deja de tener consecuencias, por una parte en la clínica
de la adolescencia, que se convertiría en una entidad específica, y por otra en
la práctica de la cura, que seguiría una temporalidad orientada por ese mo­
mento.
UNA OPERACIÓN «SIMBOLÍGENA»

No es porque el yo sea imaginario que sus modificaciones son insignifi­


cantes, es decir, sin alcance simbólico. En efecto, el lugar primordial de lo
simbólico, en tanto que el inconsciente esté estructurado como un lengua­
je, que la lengua sea la condición del inconsciente, no debe conducir a una
idealización de lo simbólico, transformando una dimensión, ciertamente do­
minante en la estructura pero en su anudamiento a otras dimensiones, en
un campo cuya consistencia sería indiferente a las variaciones reales e ima­
ginarias. Este valor de la dimensión simbólica para el sujeto se funda sobre
una dinámica en la que lo imaginario no es sólo segundo lógicamente, y el
anclaje simbólico del sujeto está en sí mismo sujeto a determinaciones rea­
les e imaginarias que no están dadas de un golpe, de una vez por todas.
Así, podemos usar uno de los aportes conceptuales más interesantes de
Fran^oise Dolto, el término «simbolígeno». El anclaje simbólico no es cla­
ve en la estructura subjetiva para marcar al sujeto y al Otro más que por ser
el efecto de un cierto número de momentos -dejem os en reserva el térmi­
no de «castraciones» propuesto por Dolto- en los que se conjugan un real
que surge como acontecimiento, un imaginario que primero sostiene la
madre, y una necesidad de orden simbólico en la que cada palabra cuenta,
cuyo transmisor sería el padre.
La adolescencia es un momento simbolígeno.
No retomaremos aquí las apuestas reales e imaginarias de la adolescen­
cia -que encontraremos desplegadas en numerosos trabajos, entre ellos los
nuestros-, pero veremos en qué sentido esas transformaciones necesarias exi­
gen e implican una operación simbólica.
En efecto, uno de los aportes fundamentales de los últimos años ha con­
sistido en proponer nuevos conceptos para pensar la apuesta psicológica
de la adolescencia de otro modo que en la simple continuidad de la infan­
cia. Pienso, por una parte en el uso, por M. Laufer, del concepto winnicot-
tiano de «breakdown», por otra parte, en la distinción por P. Gutton 98de
dos momentos distintos -en mi opinión más lógicos que cronológicos- en­
tre el «pubertario» y el «adolescens», entre la exigencia de una reapropiación

98. P. Gutton, Le pubertaire, París, PUF, 1991.


yoica del cuerpo convertido si no en perseguidor, al menos en amenazan­
te, y la necesidad de construir nuevos ideales. Es prolongar esas invencio­
nes, o al menos interpretarlas en otro campo conceptual, construido sobre
la misma clínica, insistir sobre la idea de una operación lógica y psicológi­
camente necesaria.

UNA NUEVA ID EN TIFIC A CIÓ N

Así, la adolescencia es primero el momento en el que la promesa edípica se


revela engañosa, ahora que la pubertad ha hecho del cuerpo del niño un cuer­
po semejante y de la misma materia que el del adulto. Si el niño acepta la
doble prohibición del incesto y el asesinato, si renuncia a un goce del Otro
que encarnaba imaginariamente la Madre en sus primeros tiempos, y acep­
ta que el Nombre-del-Padre la limite y el falo la oriente, es porque esta
prohibición va acompañada de una promesa. El ser es su proyecto.
En la adolescencia se impone la constatación de que ese «goza» que or­
dena el super-yo sobre la huella de la prohibición es una orden que choca
con un imposible. El adolescente descubre que este goce de ser, orientado
fálicamente y que debía cumplirse en la genitalidad, es un goce parcial como
los otros, y no este goce total al que la nostalgia hace volver; el ejercicio se­
xual no está asegurado por, y no asegura, ninguna relación que haga que dos
puedan llegar a ser Uno. Y, a su esperanza de un goce Otro que vaya más allá
del límite fálico, sólo le responde el relanzamiento de un «más tarde», sin ce­
sar aplazado hasta la muerte. Vemos en qué medida tantos intentos, pato­
lógicos o no, del adolescente -toxicomanía, delincuencia, suicidio quizás, ries­
gos, etc.- toman sentido a partir de esta decepción, primera pero no última,
puesto que en diversas edades en que debería cumplirse la promesa relan­
zada, esta decepción se repetirá.
Esta experiencia necesaria tiene numerosos efectos, pero no retendre­
mos aquí sino dos.
Primero, el hecho de «hacerse mayor», tan mayor como sus padres, es
decir, dejar el estatuto de niño, exige una reconstrucción de la imagen del
cuerpo a la que la pubertad no sólo ha modificado sino que ha cambiado
de valor y de estatuto. El adolescente deberá apropiarse la mirada y la voz
que, en tanto objetos de la madre en el momento de la fase del espejo, ha­
bían sostenido su existencia. En ese sentido, la adolescencia es un a poste-
riori del estadio del espejo.
Pero entonces, para hablar con propiedad, se trata de un m omento de
identificación, y no sólo de disposición, puesto que la mirada y la voz que
van a contar ya no son las del padre, sino las del «semejante del Otro sexo».
Puede ser que ese «hacerse mayor» desencadene una psicosis, cuando se
hace imposible dar al Otro una consistencia diferente a la que había fun­
cionado durante la infancia.
Segundo, la dificultad recae entonces electivamente sobre la consisten­
cia imaginaria del Otro, cuya cualidad simbólica está, para el yo, personifi­
cada según tal o cual encarnación. Pudiendo concebirse la psicogénesis
como la sucesión de esas encarnaciones, ya sea que su soporte cambie, o sólo
cambie de lugar, la adolescencia es el momento de un «fallo» -p ara tradu­
cir lo que, en inglés, se denomina bredkdown un fallo del Otro.
Así, a la vez la semejanza con el padre del mismo sexo al que el adoles­
cente se iguala desde entonces imaginariamente, y la constatación de que los
padres no son fundadores sino transmisores, puesto que ellos mismos tu ­
vieron padres -abuelos, ancestros que pueden servir para indicar un otro del
Otro, imposible- los descalifican de esta función de encarnación imagina­
ria del Otro. En ese sentido, el adolescente descubre que cada uno está cap­
turado en una cadena, para el caso la cadena de las generaciones, que cons­
tituye una de las metáforas de la cadena de significantes, donde el «padre
fundador» está enmascarado como lo están los «significantes- amos».
Pero, al mismo tiempo, lo imposible de la relación sexual, percibido an­
tes de ser reprimido o negado en la edad adulta, sólo difícilmente permite -y
según un proceso que pasará aquí también por una esperanza perversa, ho­
mosexual en particular-, dar a este Otro una nueva consistencia imaginaria,
la del Otro sexo, encarnación desgraciada que caracteriza quizás al adulto.
La adolescencia es ese tiempo de intervalo, largo o fugitivo, según los ca­
sos, en el que el Otro tiene un fallo de consistencia imaginaria.
El que el adolescente esté desbordado por su cuerpo púber, decepcionado
quizás hasta la depresión por el engaño edípico, desorientado por este des­
concierto de las figuras del Otro, no se encuentra en ninguna parte mejor
que en su relación con la lengua, el escrito y la palabra, justamente en la me­
dida en que esta infigurabilidad del Otro permite por un tiempo conside­
rar que el Otro es puro efecto de lenguaje, que su validez lógica es simbóli­
ca e inimaginable. Desde la denuncia de los discursos vanos al intento de una
nueva lengua, de los sobrenombres a los santos y señas, todo un campo de
investigación está abierto allí.

EL USO DEL CO N C EPTO DE NOMBRE-DEL-PADRE

Lo que aquí importa es que este fallo de las figuras del Otro, dejando vacío
el horizonte de la palabra y el lugar de un supuesto saber, cuestiona al Nom-
bre-del-Padre en tanto que anclaje de este Otro hace poco amenazante y en
adelante incierto.
Precisemos el uso que hago de ese término de «Nombre-del-Padre» en
contra de una lectura mecanicista de Lacan, o de su reducción a una de sus
fórmulas, el apellido. Sin desplegar la teoría, presentaré algunas afirmacio­
nes que tienen valor de hipótesis en mi exposición.

1. El Nombre-del-Padre es esencialmente una operación lógica, a escribir N-


d-P para subrayarla, por la cual el lugar del Otro está arrimado, anclado,
cualquiera que sea para cada uno el operador eficiente, tan variable como
lo son desde entonces los Nombres-del-Padre a escribir en plural. Es la ope­
ración a partir de la cual podrá ser puesta en orden, un cierto orden del
que el fantasma daría la clave individual, la cadena significante, para que cier­
tos significantes valgan como Si, otros como S2; o, en otros términos, que
sea posible la extracción de una discursividad fuera de un «baño de len­
guaje» en el que la Voz -d e la Madre o de un Otro real- era el único orden,
para que las palabras cuenten más allá de su enunciación.

2. En ese sentido, de esta operación N-d-P ’nscrita como tal en la o d iara,


indisociable de lo humano, tres vicisitudes son posibles: o bien su inscrip­
ción, lo que caracterizará a las neurosis - y a las perversiones que no se dis­
tinguirán de ellas más que por una razón examinada en 3-; o bien su for­
clusión, operación de abolición sobre est3 operación o, para retomar la
primera traducción que Lacan da de la Verwerfung, de «supresión», lo qué
caracterizará a las psicosis; o bien el suspenso -la «diferencia», para usar ese
término de D errida- de la decisión de inscripción o de forclusión, algo que,
me parece, podría especificar al autismo.
Es necesario señalar, y ello es im portante en particular en la clínica del
adolescente, que la forclúsión no es específica de la psicosis más que al re­
caer electivamente sobre el Nombre-del-Padre. Así, podríamos decir que
hay en las neurosis otra forclúsión que recae sobre el significante de la re­
lación sexual.

3. Para el niño, esta operación N-d-P adquiere sentido, es significativa por


la metáfora paterna y su destino, cuando un saber supuesto al padre hace
callar, pone límite y orienta, fálicamente, el deseo de la Madre primordial,
que puede entonces desaparecer más o menos bien detrás de la madre edí-
pica. Y si ese «Padre» no es jamás totalmente identificable en el padre de la
realidad, que de entrada falla en lo que sería su misión, siendo por otra par­
te múltiples las variedades de «padres» que pueden sostener esta metafori-
zación, es necesario no obstante que, presente o ausente, otra persona que
la madre, otra porque marcada por una diferencia -preferentemente se­
xual-, ocupe este lugar para que se sostenga la inscripción. Así, este regis­
tro simbólico del sujeto no deja de tener implicación imaginaria, ya sea que
el padre aparezca como «importuno» para el obsesivo, «impedido» para la
histérica, o demasiado «genital» para el fóbico, o que lo que ocupe este lu­
gar, provisional o artificialmente, sea otra cosa que una figura humana, por
ejemplo, en ciertas psicosis (de nuevo el caso de R ené" lo indica), el sínto­
m a de la madre. La perversión, me parece, está aquí de terminada por el im­
pacto de esta metáfora sobre el deseo de la madre, impacto limitado, in­
cluso si tiene lugar, por la inconsistencia de ese padre que deja persistir un
poder omnímodo de la madre, de modo tal que continuará siéndole atribuido
el significante fálico de este poder.

4. Uno de los efectos principales de esta metaforización para el niño es que


este ordenamiento simbólico, que autoriza una reducción del campo del
Otro, va a la par con la idea problemática de que todo discurso vale como
saber; es decir, que, en adelante, para algunos, hablar describirá dos luga­
res, el de un sujeto supuesto al saber y el de un sujeto abocado al descono­
cimiento o a una parte de desconocimiento; y para otros, el de un sujeto que

99. j.J.Rassial, L’adolescent et lepsychanalyste, op. cit.


sabe y que en tanto tal es amenazante, y el de un sujeto que no puéde exis­
tir más que para ser «no tonto» con respecto a ese saber.

5. Esta función del Nombre-del-Padre no es ahistórica y si bien es esencial­


mente intrapsíquica, no está asegurada más que en la intersubjetividad so­
cialmente -entre otras- determinada. Así, el declive de la función paterna
anunciado por Freud y acentuado después en los vínculos social y familiar
lo afecta al punto de orientar las patologías cualitativa y cuantitativamente
en evolución.

UNA OPERACIÓN DE VALIDACIÓN

La adolescencia podría entonces ser definida como el momento lógico más


que cronológico -puesto que si es necesario para la pubertad, puede ocu­
rrir más temprano o más tarde-, en el que ese N-d-P y la operación que lo
sitúa dentro o fuera de la subjetividad deben conservar su eficacia más allá
de la metáfora paterna.
Por una parte, allí donde valía el discurso del padre prevalecerá un discurso
del amo que marcará ciertamente una socialización, pero encontrará una
nueva dificultad: el lugar de su enunciador supuesto estará o bien vacío o
bien inscrito sobre la huella de una perversión,100 de una versión del padre de
la que el padre de la realidad es expulsado. Desde un punto de vista clínico,
la constatación que pueden hacer algunos -así ocurre con el hijo del inmi­
grante- de que el discurso del amo que funda el vínculo social denuncia el dis-
curso-del-padre, incluso destina a ese padre a la muerte, puede tener efectos
catastróficos, legitimando un asesinato del padre de la realidad. De manera ge­
neral y menos «patológica», la elección profesional será, entre otras determi­
naciones, función de esa relación entre discurso del padre y discurso del
amo;101 así, la «profesión» valdrá como uno de los «Nombres-del-Padre».

100. «Pére-version», nuevamente juego de palabras entre «perversión», perversión y «pére-


version», versión del padre.
101. La historia de Fidéle, referida en el capitulo 13, «El am or del semejante o la profesión
del homosexual» pone en juego tal cuestión, incluso si no es sobre ésta que se pone el
acento en el capítulo.
Por otra parte y sobre todo, se hace necesaria una nueva operación: la
de una validación, o de una invalidación, de la primera operación que re­
cae sobre el Nombre-del-Padre, la de inscripción o de forclusión. Validación,
o invalidación, que puede, o bien tener lugar de golpe, o bien exigir un pro­
ceso durante el cual diversos intentos pondrán al adolescente en proximi­
dad con las diversas estructuras clínicas posibles, o bien ser diferida -e n el
mismo sentido en que el autismo sería una «diferonda»102 de la primera ope­
ración- el mayor tiempo posible, lo que en mi parecer nos permitiría dar
cuenta de los casos que se presentan como «límites», y que no podemos re­
ducir a lo que sería una confusión clínica del analista.
En este sentido, al considerar todas las combinaciones entre la primera
operación (inscripción o forclusión) y la segunda (validación o invalidación),
podríamos concebir una clínica específica de la adolescencia, de la que no
estarían excluidas posibilidades, ciertamente raras, de cambio de estructu­
ra, de la neurosis a la psicosis, de la psicosis a la neurosis, como sería pen-
sable una resolución perversa de la neurosis o de la psicosis, entonces «in­
fantiles».

En el plano clínico, está en juego el estatuto del síntoma y allí precisa­


mente, siguiendo la escritura de Lacan, del «sinthome». La lectura del se­
minario consagrado a Joyce concluyó para mí, hace poco sorprendido pero
m udo ante ese texto, sobre una «evidencia»; Joyce es presentado en ese se­
minario como un caso-límite, incluso si la palabra está ausente, lo que al
mismo tiempo plantea un problema: Lacan nos propone una teoría del
caso-límite.
Lo que marca el fin de la adolescencia es a la vez una modificación del
síntoma y sú nueva función, la de transformarse en uno de los Nombres-del-
Padre, un Nombre-del-Padre apto para permitir una validación de la ope­
ración de inscripción o de forclusión más allá de la metáfora paterna. Que
se vuelva entonces explícitamente sexual, que un tartamudeo mal curado deje
lugar a una eyaculación precoz, o una enuresis a una dismenorrea, indican
ese cambio de estatuto. La cura del adolescente debe tener en cuenta este nue­
vo valor.

102. El término utilizado no es «différence» sino «différoncc». Nota de la traductora.


Sobre el plano práctico, este fallo del Otro, esta incertidumbre del Nom-
bre-del-Padre explica que la cura del adolescente, en lugar de seguir un ca­
m ino que nos llevaría del análisis del fantasma al encuentro de la vacuidad
del lugar del Otro, de S () a a S(A), dicho de otro modo, de la angustia a la
depresión, siga un camino inverso, es decir que sea imposible, salvo que se
aplace el análisis hasta más tarde, la economía de un análisis de la transfe­
rencia concebida no como un fin en sí sino como un tiempo necesario para
el análisis del fantasma.
B iblio g rafía

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