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José Rafael Lantigua

Buscando tiempo para leer


Los 10 derechos del posible lector

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Buscando tiempo para leer
Los 10 derechos del posible lector
José Rafael Lantigua
ISBN: 978-9945-609-99-8
6ta. edición, noviembre 2018

Edición al cuidado de Isael Pérez

Editorial SANTUARIO
Av. Pedro Henríquez Ureña No. 134,
La Esperilla, Santo Domingo, Rep. Dom.
E-mail: editorialsantuario@gmail.com
http://editorialsantuario.blogspot.com
Tels.: 809 412-2447; 809 637-1918

Diagramación y diseño de portada:


Amado Santana (amado_alexiss@yahoo.com)
(809) 477-5602

Ilustraciones: Rafael Hutchinson

Impresión: Soto Impresora

Impreso en República Dominicana


Printed in Dominican Republic

..6 José Rafael Lantigua


Índice

Presentación ................................................................ 9
Introducción .............................................................13

1. El Derecho a no leer..............................................17
2. El Derecho a saltarse las páginas ..........................19
3. El Derecho a no terminar un libro ......................23
4. E Derecho a releer .................................................27
5. El Derecho a leer cualquier cosa ..........................29
6. El Derecho al bovarismo ......................................33
7. El Derecho a leer en cualquier lugar ...................37
8. El Derecho a hojear...............................................41
9. El Derecho a leer en voz alta ................................43
10. El Derecho a callarnos ........................................47

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PRESENTACIÓN

A contrapelo de los agoreros y pronosticadores


de desastres, la lectura es cada vez más un protagonis-
ta infaltable en nuestra vida. Leemos todo el tiempo:
frente al periódico que nos informa, ante el ordena-
dor que nos ayuda, en los diálogos subtitulados de las
películas que vemos en la televisión o el cine, en el
bombardeo publicitario y propagandista que son las
calles de nuestras ciudades. La lectura —resultado del
humano talento tecnológico, que permitió fijar para
siempre el inquieto signo— sigue siendo una de nues-
tras condiciones esenciales de vida.
Claro que el autor de este pequeño y precioso
libro, Buscando tiempo para leer. Los 10 derechos
del posible lector, se refiere a una lectura bien espe-
cífica: aquella que nos permite crecer por vía de la
experiencia estética, de un intercambio que es, en
principio y ante todo, diálogo con nosotros mismos
y, a través de nosotros, con el mundo. Reconozca-
mos que es esa —la lectura de alto valor estético y

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formativo— una actividad compleja, en un mundo
donde la otrora llamada alta cultura, la cultura popu-
lar y la cultura industrial —o de masas, como tam-
bién la llaman, no sin desdén— se han acercado hasta
un punto, que comienza a ser difícil trazar límites entre
ellas.
Precisamente por esas razones, nos sigue parecien-
do tan oportuno este título. Porque en él, bordando
sobre las tesis de Pennac, José Rafael Lantigua se pro-
pone un acercamiento a la lectura flexible, democráti-
ca, comprensiva... en fin, humana. Quitar a ese acto
trascendente que es la lectura su carácter de trabajo o,
peor aún, de castigo, representa un punto de partida
capital para atraer nuevos lectores y consolidar los ya
existentes. Si algo importante tiene la diversificación
que vive la sociedad humana hoy, es que permite una
multiplicidad de vías para llegar a la cultura, entre las
cuales la lectura —y el libro en particular— sigue te-
niendo un lugar inestimable. Pero nada conseguirá
quien pretenda atraer prosélitos hacia la lectura con el
uso de razones calcificadas, por el estilo de: quien no
lee es un inculto.
Buscando tiempo para leer. Los 10 derechos del
posible lector es un texto conciso, inteligente, no sólo
bien escrito, sino además realizado con la garra que
dan la ternura y la reflexión, cuando ésta última tiene
como brújula la comprensión. Siempre ameno, bor-
deando a veces el humor sutil, José Rafael Lantigua

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consigue meterse hondo —y meter con él al lector—
en un asunto por lo general cuajado de imposiciones
y órdenes. No es extraño, pues se trata no sólo de un
escritor, sino también de un hombre que ha hecho
de la lectura un verdadero culto, sobre el cual ha le-
vantado una obra importante y una proyección inte-
lectual definida y prístina.
DR. ALEJANDRO ARVELO

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INTRODUCCIÓN

Daniel Pennac estuvo enfrentando por años, como


profesor de literatura en un instituto de París, la reti-
cencia de sus alumnos, incluso la de su hija de ocho
años, a la lectura.
Como profesor de literatura y como escritor, la
situación planteada le preocupaba grandemente. Fue
así como surgió un libro suyo que buscaba recuperar
el gusto “extraviado” por los libros. El ensayo Como
una novela se convirtió en un auténtico éxito edito-
rial —más de 250 mil ejemplares vendidos en Francia
en un solo año— y el público francés comprendió
mejor desde entonces las posibilidades existentes para
desafiar la aversión por los libros.
El propósito del libro en cuestión era ese: el que se
leyese como una novela, como un relato que recupera
el placer de la lectura que parece haberse reducido a
una obligación. Dejar de lado los tópicos que cons-
tituyen lugares comunes: que la lectura ha sido des-
plazada por la presencia constante de la televisión en

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nuestros hogares, por las imposibilidades de la socie-
dad de consumo, por la falta de tiempo... Daniel Pen-
nac quería hacer un intento diferente con su libro para
que los lectores potenciales abandonaran el miedo a
la lectura y lo convirtieran en un placer. En un placer
que empieza por el derecho a no ejercerlo, o a hacerlo
cómo y cuándo a cada uno le apetezca. Convertirlo,
pues, en un placer voluntario.
De ese libro de Daniel Pennac hemos extraído los
10 derechos de un lector potencial, del posible aspi-
rante al placer de la lectura. La idea de adaptar las ano-
taciones de Pennac a la necesidad de promover entre
los dominicanos el gusto por la lectura —como pla-
cer voluntario, porque al fin y al cabo, como el mis-
mo Pennac lo desea, que se lea lo que se quiera, como
quiera y cuando quiera y si no quiere, no lea— nació
una mañana en la redacción del diario Última Hora,
cuando una integrante del staff de dicho periódico, la
destacada periodista Luchy Placencia, me sorprendió
con la pregunta de cómo encontrar tiempo para la lec-
tura. Buscando darle una respuesta por escrito, en-
contré diez. Las diez máximas relatadas magistralmente
por Daniel Pennac en su libro citado.
El texto siguiente, que contiene el decálogo seña-
lado, es una condensación del pensamiento de Pen-
nac y, a su vez, una transcripción libre de las ideas a
este respecto elaboradas por este reconocido educa-
dor y escritor francés en su famoso libro Como una

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novela.* Nuestra versión libre, en la que necesaria-
mente hacemos modificaciones a la escritura original
e insertamos nuestros propios pareceres, no modifi-
ca los aspectos esenciales de las ideas expuestas por
Pennac, por lo cual nuestro único mérito, si acaso
cabe, ha sido el de resumir y adaptar esos pensamien-
tos para consumo de los lectores habituales, poten-
ciales o posibles, y contribuir de este modo, de for-
ma modesta, al desarrollo del inmenso e inigualable
placer de la lectura.

* Daniel Pennac: Como una novela; traducción de Joaquín Jordá;


Círculo de Lectores, Barcelona: 1993; 169 pág. (Edición original
en francés: Editions Gallimard, París: 1992).

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1.
EL DERECHO A NO LEER

Para comenzar, la mayor parte de los lectores se


conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aun-
que afecte nuestra reputación, entre un buen libro y
una mala película en la televisión, la segunda vence
al primero con mucha mayor frecuencia de lo que
nos gustaría confesar.
Y, además, no leemos continuamente. Nuestros
períodos de lectura se alternan muchas veces con pro-
longadas dietas en las que la sola visión de un libro
despierta los miasmas de la indigestión.

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Estamos rodeados de cantidad de personas total-
mente respetables, a veces tituladas, e incluso “emi-
nentes” —algunas de las cuales poseen bibliotecas muy
interesantes— pero que no leen jamás, o tan poco que
nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro.
No leen. Sencillamente, no leen. Sea porque no sien-
ten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas
que hacer aparte de leer, sea porque alimentan otro
amor y lo viven de una manera absolutamente exclu-
siva. En suma, a esas personas no les gusta leer.
Esta gente es tan “humana” como el que lee siem-
pre. La idea de que el individuo que no lee debiera ser
considerado a priori un bruto potencial o un cretino
contumaz, es falsa. Si la aceptamos, convertiremos la
lectura en una obligación moral y este sería el comien-
zo de una escalada que anuncia serios problemas de
criterios.
En definitiva, la libertad de escribir no puede ir
acompañada del deber de leer.
En el fondo, hay que educar a los niños en la prác-
tica de la literatura, pero darles a su vez los medios
para que juzguen libremente si sienten o no la “nece-
sidad de los libros”. Porque si bien se puede admitir
perfectamente que un individuo rechace la lectura, es
intolerable que sea —o se crea— rechazado por ella.
Es inmensamente triste, una soledad en la sole-
dad, ser excluido de los libros... incluso de aquellos
de los que no se puede prescindir.

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2.
EL DERECHO A SALTARSE LAS PÁGINAS

Tomemos como ejemplo La guerra y la paz, de


Tolstoi. Un volumen inmenso, que, en algunas edi-
ciones, son dos. La primera noción que se podría te-
ner de esa gran novela es la que un joven le resumió a
su hermano que se interesó en conocer lo que leía en
un momento dado: “Es la historia de una chica que
quiere a un tipo y se casa con un tercero”.
Naturalmente, ese lector no era un tonto. Sabía
perfectamente que La guerra y la paz no podía ser

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reducida a una historia de amor, por bien montada
que estuviera. Lo que le pasaba a ese joven lector es
que tenía interés en que su hermano leyera aquel li-
bro, y conociendo su predilección por las pasiones
sentimentales, excitó su curiosidad con la formula-
ción de su resumen.
De este modo, el lector en potencia descubrió la
obra de Tolstoi. Descubrió, en efecto, que había una
historia de amor encajada dentro de otra gran histo-
ria en esa novela. El corazón de Natacha lo deslum-
bró, al igual que el príncipe Andrés, el golfo de Ana-
tole y Pedro Bezujov. Pero, ¿qué hizo este joven lec-
tor para no interesarse nada más que por lo que le
interesaba del libro? Simplemente, se saltó tres cuar-
tas partes del mismo. Lo único que le interesaban era
el corazón de Natacha y las batallas, y se saltó los asun-
tos de política y estrategia. Como las teorías de Clau-
sewitz. Siguió con ardor los sinsabores conyugales de
Pedro Bezujov y su mujer Elena y dejó a solas a Tols-
toi disertando sobre los problemas agrarios de la Ru-
sia eterna.
Se saltó páginas, en definitiva. Y nosotros pensa-
mos que muchos deberían hacer lo mismo. Sobre
todo, si son muy jóvenes.
Si tienen ganas de leer Moby Dick, pero se desani-
man ante las disquisiciones de Melville sobre el mate-
rial y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso
que renuncien a su lectura, sino que se las salten, que

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salten por encima de estas páginas y persigan a Achab
sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él
persigue su blanca razón de vivir y morir!, aunque
tengan que saltarse el testamento de Zózimo o la le-
yenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por sí
mismos lo que está a su alcance, saltándose las pá-
ginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apo-
derarán de las grandes tijeras de la imbecilidad y
cortarán todo lo que consideren demasiado “difí-
cil”. Eso da unos resultados terribles. Lo que desea-
mos decir es que no lean jamás obras resumidas,
que mejor lean las obras originales aunque asuman
con todo derecho la licencia de saltarse las páginas.
Moby Dick o Los miserables, de Víctor Hugo, re-
ducidos a unos resúmenes de 150 páginas, mutila-
dos, destrozados, desmedrados, momificados,
¡reescritos en una lengua acomodada!, es más o
menos lo mismo que si nos pusiéramos a redibujar
Guernica bajo el pretexto de que Picasso metió allí
demasiados brochazos.
Sea usted joven o adulto, salte las páginas que
desee, pero lea, lea siempre. Puede ser, cómo no,
que decidamos leer todo hasta la última palabra,
estimando que aquí el autor se extiende demasia-
do, que allí se permite un solo de flauta pasable-
mente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición
y en tal otro en la idiotez. Entonces, digamos lo

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que digamos, este testarudo aburrimiento que nos
imponemos no corresponde al orden del “deber”, ya
esa es una categoría de nuestro placer de lector.

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3.
EL DERECHO A NO
TERMINAR UN LIBRO

Hay 36,000 mil motivos para abandonar un li-


bro antes del final: la sensación de que haya sido leí-
do, una historia que no nos engancha, nuestra des-
aprobación total a la tesis del autor, un estilo que
nos pone los pelos de punta, la falta de calidad en la
prosa y el estilo del autor, la ausencia de una escritu-
ra que no es compensada por ninguna razón de se-
guir adelante... Inútil enumerar los 35,994 restantes,
entre los cuales hay que colocar sin embargo, la caries

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dental, las perniciosas ausencias de la luz eléctrica, el
vecino que coloca su música a todo volumen, las
numerosas erratas de la imprenta, las persecuciones
de nuestro jefe de oficina o un seísmo amoroso que
petrifica nuestra cabeza.
¿Que el libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Al fin y al cabo, no todo el mundo puede ser Mon-
tesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una
hora de lectura.
Sin embargo, entre todas las razones que tenemos
para abandonar una lectura, hay una que merece cier-
ta reflexión: el vago sentimiento de una derrota.
He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme
sumergido por algo que notaba más fuerte que yo.
He concentrado mis neuronas, me he peleado con el
texto, pero imposible, por más que tenga la sensación
de que lo que está escrito allí merece ser leído, no en-
tiendo nada, o tan poco que es igual a nada, y noto
una extrañeza que me resulta impenetrable.
Cuando sucede algo así, hay que dejar el libro.
Dejarlo a un lado. Lo colocamos en nuestra biblioteca
con la vaga intención de insistir algún día.
Hay libros como Ulises, de James Joyce, o Bajo el
volcán, de Malcolm Lowry, que han esperado duran-
te años a ser reabordados por ciertos lectores.
A veces se recuperan. Otros no serán recuperados
jamás.

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La noción de “madurez” es algo extraño en mate-
ria de lectura. Hasta un determinado momento, no
tenemos edad para ciertas lecturas. Pero, contraria-
mente a las buenas botellas de vino, los buenos libros
no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y
somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos
creemos suficientemente “maduros” para leerlos, los
abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se pro-
duce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible
que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está
claro que no es culpa de Thomas Mann que muchos
no hayan podido, a estas alturas, alcanzar la cumbre
de su Montaña mágica.
El gran libro que se nos resiste no es necesaria-
mente más difícil que otro.
Existe entre éste, por grande que sea, y nosotros,
por aptos para “entenderlo” que nos estimemos, una
reacción química que no funciona. Un buen día “sim-
patizamos” con la obra de Borges, que hasta entonces
nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda
nuestra vida extraños a la de Musil.
Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es
“culpa nuestra”, que nos falta una casilla, que alberga-
mos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del
lado de la noción muy controvertida de “gusto” e in-
tentar establecer el mapa de los nuestros.
Existe pues, perfectamente, el derecho a no ter-
minar un libro. Podemos abandonarlo, y si es posible,

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intentar una relectura para entender al fin por qué no
nos gusta. Este es un placer excepcional.
Pero hay otro placer excepcional: el de escuchar
sin emoción al pedante de turno que nos berrea al
oído:
—Pero, cóoooomo es posible que no te guste Sten-
dhaaaaal?
Claro que sí, es posible.

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4.
EL DERECHO A RELEER

Para hacer camino de lector hay que concederse a


uno mismo muchos derechos. Como, por ejemplo, el
derecho a releer lo que antes me había ahuyentado; el
derecho a releer sin saltarse un párrafo; el derecho a
releer desde un ángulo nuevo; o el derecho a releer
por comprobación.
Todo esto está bien.
Pero también se debe releer gratuitamente, por el
placer de la repetición, por la alegría de los reencuen-
tros, por la comprobación de la intimidad.

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Adopte, pues, el derecho a releer.
Salvo los malos, todos los libros merecen alguna
vez una relectura, aunque sea parcial. Y, a veces, hasta
los malos, por diversas razones. Ese reencuentro es,
sin dudas, maravilloso, aun sea para reconocer que
antes ese libro le resultó fascinante y que, ahora, ya no
resulta más que una referencia cultural.
Nuestras relecturas de adultos participan de ese
deseo: encantamos con lo que permanece, y encon-
trarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbra-
mientos.

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5.
EL DERECHO A LEER
CUALQUIER COSA

¿Se puede hablar de buenas y malas novelas?


Entramos al clásico problema del “gusto”. Algu-
nos tratan el asunto abordando el aspecto literario,
otros tratan el tema desde el punto de vista ético, al-
gunos más consideran la cuestión desde el ángulo de
las libertades. Ni unas ni otras consideraciones impe-
dirán que existan buenas y malas novelas.
Digamos que existe una “literatura industrial”,
que se contenta con reproducir hasta la saciedad los

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mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a gra-
nel, comercia con buenos sentimientos y sensacio-
nes fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofreci-
dos por la actualidad para parir una ficción de cir-
cunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para
vender según la “coyuntura”, tal o cual tipo de “pro-
ducto” que se supone excita a tal o cual categoría de
lectores.
Esas son las obras que no dependen de la creación
sino de la reproducción de formas preestablecidas,
porque son una empresa de simplificación, es decir,
de mentira porque al apelar a nuestro automatismo,
adormecen nuestra curiosidad, y finalmente el autor
no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad
que pretende describirnos.
En suma, una literatura del “prêt-à-disfrutar”, he-
cha en moldes y que querría meternos en un molde.
No se trata de un fenómeno reciente, vinculado a
la industrialización del libro. En absoluto. La explo-
tación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del
estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa
de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos: tanto la
novela de caballería, como mucho tiempo después el
romanticismo se empantanaron ahí. Y como no hay
mal que por bien no venga, la reacción a esta literatu-
ra desviada nos dio dos de las más hermosas novelas
del mundo: Don Quijote y Madame Bovary.
Así pues, hay “buenas” y “malas” novelas.

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Las más de las veces nos tropezamos en el camino
con las segundas.
Durante cierto tiempo, leemos indiscriminada-
mente las buenas y las malas, de la misma manera que
no renunciamos de la noche a la mañana a nuestras
lecturas infantiles. Todo se mezcla. Salimos de La gue-
rra y la paz para volver a sumergirnos en obras tipo
Doctor Zhivago. Y después, cierto día, vence Paster-
nak. Sin darnos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la
frecuentación de los “buenos”. Buscamos escritores,
buscamos escrituras; se acabaron los meros compa-
ñeros de juego, reclamamos camaradas del alma. La
mera anécdota ya no nos basta. Ha llegado el momen-
to de que pidamos a la novela algo más que la satisfac-
ción inmediata y exclusiva de nuestras “sensaciones”.
Tenemos el derecho de leer cualquier cosa, pero
sólo nos elevaremos como lector el día que cerremos
por nuestra propia cuenta, sin que nadie nos obligue
a ello, la puerta de la fábrica best-seller para subir a
respirar en la casa del amigo Balzac.

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6.
EL DERECHO AL BOVARISMO
(Enfermedad de transmisión textual)

A grosso modo, esto es el bovarismo: la satis-


facción inmediata y exclusiva de nuestras sensacio-
nes. La imaginación brota, los nervios se agitan, el
corazón se acelera, la adrenalina sube, se produ-
cen identificaciones por doquier, y el cerebro con-
funde (momentáneamente) lo cotidiano con lo no-
vedoso.
Es nuestro primer estado colectivo de lector.

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Algo delicioso, sin dudas. Pero, bastante pavo-
roso para el observador adulto que, casi siempre, se
apresura a agitar un “buen título” bajo las narices del
joven bovariano, gritando:
—Bueno, supongo que Maupassant es “mejor”,
¿no?
Calma, no cedamos al bovarismo; digámonos que,
a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un
personaje de novela, es decir, producto de un deter-
minismo en el que las causas sembradas por Gustave
sólo engendraban los efectos —por verdaderos que
fueran— deseados por Flaubert.
En otras palabras, no porque una joven coleccio-
ne novelas rosa acabará tragándose un cucharón de
arsénico.
Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas signi-
fica separarnos de ella renegando de nuestra propia
adolescencia. Es de sabios reconciliarnos con nuestra
adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente
olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud
adolescente, una concepción de la adolescencia como
enfermedad mortal.
De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras pri-
meras emociones de lectores, y de levantar un altarci-
to a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más
“estúpidas”. Desempeñan un papel inestimable: con-
movernos por lo que fuimos riéndonos de lo que nos
conmovía.

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No es extraño que, a la vez que vilipendiamos la
estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en
el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlare-
mos tan pronto como haya pasado de moda. Las mo-
das literarias se explican ampliamente por esta
alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de
nuestros repudios perspicaces.
Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiem-
po sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos
para siempre de que Madame Bovary es el otro. Emma
debía de compartir esta convicción.

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7.
EL DERECHO A LEER
EN CUALQUIER LUGAR

Se cuenta esta anécdota.


En el cuartel de la Academia de Artillería de Châlo-
ns-sur-Mame, en Francia, cada día en el reparto ma-
tutino de faenas, formadas las tropas, un soldado se
presentaba sistemáticamente como voluntario para la
faena menos solicitada, la más ingrata, distribuida casi

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siempre a título de castigo y que atenta contra la más
alta honorabilidad: la legendaria, la infamante, la in-
nombrable faena de letrinas.
Todas las mañanas, la misma historia. El soldado
se ofrecía, con una extraña sonrisa, para dicha faena.
Empuñaba la escoba como si se tratara del banderín
de la compañía y desaparecía con un gran alivio de
la tropa, que seguía en la trinchera de las faenas ho-
norables.
El soldado se perdía. Todos lo olvidaban, hasta que
al final de la mañana reaparecía, cuadrándose para el
parte al jefe del escuadrón: “Letrinas impecables, mi
capitán”. El capitán recuperaba bayeta y escoba con
una honda interrogación en los ojos que jamás llegó a
formular, quizá obligado por el respeto humano. El
soldado saludaba, daba media vuelta y se retiraba lle-
vándose consigo su secreto.
¿El secreto? Sí, su secreto, oculto en el bolsillo de-
recho de su traje de faena: 1,900 páginas del volumen
dedicado a las obras completas de Nicolás Gogol.
Un cuarto de hora de limpieza de letrinas a cam-
bio de una mañana de Gogol.
Cada mañana durante los dos meses de invierno,
confortablemente sentado en la sala de los retretes,
cerrada con siete llaves, el soldado de referencia vuela
muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo
Gogol! De las nostálgicas Veladas de Ucrania a los des-
ternillantes Cuentos Petersburgueses, pasando por el

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terrible Taras Bulba y el negro sarcasmo de “las almas
muertas”.
De aquella historia quedaron grabados en la parte
superior del inodoro dos alejandrinos que se cuentan
entre los más suntuosos de la poesía francesa:

Oui je peux sans mentir,


assieds-toi, pedagogue,
Affirmer avoir lu tour mon Gogol
aux gogues.
(Si, puedo sin mentir,
siéntate, pedagogo,
afirmar haber leído todo mi Gogol
en las letrinas).

La anécdota vale para comprobar que es posible


leer, si hay interés, en cualquier lugar: la cama de un
convaleciente, la butaca de espera de un consultorio,
la parada del autobús, en el carro mientras se espera la
salida de los niños del colegio, y si se lo permite, hasta
en el butacón reclinable de la barbería.
Clemenceau daba gracias a un estreñimiento cró-
nico, sin el cual, afirmaba, jamás habría tenido la di-
cha de leer las Memorias de Saint-Simon.

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40 José Rafael Lantigua
8.
EL DERECHO A HOJEAR

Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear.


Es la autorización que nos concedemos para to-
mar cualquier volumen de nuestra biblioteca, de cual-
quier otra biblioteca, o simplemente, de la librería que
visitamos en ese momento, abrirlo por cualquier lu-
gar y sumirnos en él un momento porque sólo dispo-
nemos precisamente de ese momento.
Algunos libros se prestan mejor que otros a ser
hojeados, por componerse de textos breves y separa-
dos: las obras completas de Woody Allen, las novelas

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cortas de Kafka o de Saki, aquel buen viejo de la Ro-
chefoucauld, y la mayoría de los poetas...
Dicho eso, se puede abrir a Proust, a Shakespeare,
o al Epistolario de la familia Henríquez Ureña por
cualquier parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor
riesgo de sentirse decepcionado.
A veces hay libros de los que nos gusta tener noti-
cias, sin necesidad de que los abordemos por com-
pleto: por falta de dinero o por falta de tiempo.
Sencillamente, tómelo entonces en sus manos si
va a la librería o a la biblioteca de un amigo, o si se
encuentra por casualidad con él en cualquier otro lu-
gar inesperado, hojéelo sin prisa, lea algo, lo que pue-
da interesarle más o cautivarle momentáneamente.
Usted determinará de inmediato si es un libro que
merece su atención completa o si sólo bastará con la
hojeada que le acaba de dar.
Cuando no se dispone ni del tiempo, ni de los
medios para regalarse con una semana en Miami, ¿por
qué negarse el derecho a pasar con un libro sólo cinco
minutos?

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9.
EL DERECHO A LEER EN VOZ ALTA

Conozca este diálogo extraído de la vida real:


—¿Te leían historias en voz alta cuando eras pe-
queño?
—Jamás. Mi padre viajaba con mucha frecuencia
y mi madre estaba demasiado ocupada.
—Entonces, ¿de dónde te viene este gusto por la
lectura en voz alta?
—De la escuela.
—Ah! ¿Lo ves? La escuela te educó así...

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—No, de ninguna manera. En la escuela nos pro-
hibían la lectura en voz alta. La lectura silenciosa era el
credo de la época. Directo del ojo al cerebro. Trans-
cripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con un test
de comprensión cada diez líneas. Nada de lecturas en
voz alta. En silencio, para mover la reflexión, según
decían.
—¿Y entonces?
—Nada, que al volver a casa, lo releía todo en voz
alta.
—¿Por qué?
—Para maravillarme. Las palabras pronunciadas
comenzaban a existir fuera de mí, vivían realmente.
Y, además, me parecía que era un acto de amor. Que
era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión
de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Y así
pude “escuchar” la voz de Dylan Thomas, la del enju-
to y pálido Dickens, la de Kafka, la de Gide, la de Dos-
toievski, que no se contentaba con leer en voz alta,
sino que escribía en voz alta. A todos y a muchos más
no los he leído, los he escuchado.
¡Extraña desaparición de la lectura en voz alta! ¿Ya
no tenemos derecho a meternos las palabras en la boca
antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído?
¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya
no tienen sabor? Hemos olvidado que Flaubert “gri-
tó” su Madame Boyary hasta reventarse los tímpanos.
Él nos enseñó que la comprensión del texto pasa por

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44 José Rafael Lantigua
el sonido de las palabras, de donde sacan todo su sen-
tido. Él supo, como nadie, al pelearse tanto contra la
música interpretativa de las sílabas, que existe la tira-
nía de las cadencias, que el sentido es algo que se “pro-
nuncia”. Flaubert, Kafka, Dostoievski, Rabelais, Var-
gas Llosa, Cela, Bosch, Del Cabral, Veloz Maggiolo,
necesitan que los lectores soplen sobre sus libros, por-
que sus palabras necesitan cuerpos, porque sus libros
necesitan vida.
Hay que hacer ver que los libros deben siempre
abrirse de par en par, para que la multitud de los que
se creían excluidos de la lectura se precipite tras ellos.

Buscando tiempo para leer . .


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46 José Rafael Lantigua
10.
EL DERECHO A CALLARNOS

El hombre construye casas porque está vivo, pero


escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo
porque es gregario, pero lee porque se sabe solo.
Esta lectura es para él una compañía que no ocupa
el lugar de ninguna otra, pero que ninguna otra com-
pañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explica-
ción definitiva sobre su destino, pero teje una apre-
tada red de convivencias que expresan la paradójica

Buscando tiempo para leer . .


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dicha de vivir, a la vez que iluminan la absurdidad
trágica de la vida.
De manera que nuestras razones para leer son tan
extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie
tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa inti-
midad.
Es bueno reconocer que, si el placer de leer se ha
perdido, no está muy lejos. Sólo se ha extraviado. Es
fácil de recuperar.
La lectura es un acto de resistencia. Una lectura
bien llevada salva de todo, incluido de uno mismo. Y,
por encima de todo, leemos contra la muerte.
No hagamos caso de la graciosa broma de algunos
comentaristas, que afirman que la lectura es un acto
de comunicación. Lo que leemos, lo callamos. Las más
de las veces conservamos el placer del libro leído en el
secreto de nuestra celosía. Bien porque no vemos en
él nada que decir, bien porque, antes de poder decir
una palabra tenemos que dejar que el tiempo efectúe
su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es la
garantía de nuestra intimidad.
Finalmente, ¿de dónde sacamos tiempo para leer?,
se preguntan muchos. Ese problema, en verdad, no
existe. Desde el momento en que se plantea el proble-
ma del tiempo para leer, es que no se tiene ganas. En
verdad, nadie tiene jamás tiempo para leer. Ni los pe-
queños ni los mayores. La vida es un obstáculo per-
manente para la lectura. El tiempo para leer siempre

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48 José Rafael Lantigua
es tiempo robado, igual que el tiempo para escribir o
el tiempo para amar. Es un robo al deber de vivir. El
tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar,
dilata del tiempo de vivir. El problema no está en sa-
ber si tengo tiempo de leer o no —tiempo que nadie,
además, me dará— sino en si me regalo o no la dicha
de ser lector.

Buscando tiempo para leer . .


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Esta edición de Buscando tiempo para leer, consta de una tirada
de 1,000 ejemplares y se terminó de imprimir en el mes de noviembre
de 2018, en Santo Domingo, República Dominicana.

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