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2 José Rafael Lantigua
Buscando tiempo para leer
Editorial SANTUARIO
Av. Pedro Henríquez Ureña No. 134,
La Esperilla, Santo Domingo, Rep. Dom.
E-mail: editorialsantuario@gmail.com
http://editorialsantuario.blogspot.com
Tels.: 809 412-2447; 809 637-1918
Presentación ................................................................ 9
Introducción .............................................................13
1. El Derecho a no leer..............................................17
2. El Derecho a saltarse las páginas ..........................19
3. El Derecho a no terminar un libro ......................23
4. E Derecho a releer .................................................27
5. El Derecho a leer cualquier cosa ..........................29
6. El Derecho al bovarismo ......................................33
7. El Derecho a leer en cualquier lugar ...................37
8. El Derecho a hojear...............................................41
9. El Derecho a leer en voz alta ................................43
10. El Derecho a callarnos ........................................47
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consigue meterse hondo —y meter con él al lector—
en un asunto por lo general cuajado de imposiciones
y órdenes. No es extraño, pues se trata no sólo de un
escritor, sino también de un hombre que ha hecho
de la lectura un verdadero culto, sobre el cual ha le-
vantado una obra importante y una proyección inte-
lectual definida y prístina.
DR. ALEJANDRO ARVELO
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novela.* Nuestra versión libre, en la que necesaria-
mente hacemos modificaciones a la escritura original
e insertamos nuestros propios pareceres, no modifi-
ca los aspectos esenciales de las ideas expuestas por
Pennac, por lo cual nuestro único mérito, si acaso
cabe, ha sido el de resumir y adaptar esos pensamien-
tos para consumo de los lectores habituales, poten-
ciales o posibles, y contribuir de este modo, de for-
ma modesta, al desarrollo del inmenso e inigualable
placer de la lectura.
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2.
EL DERECHO A SALTARSE LAS PÁGINAS
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salten por encima de estas páginas y persigan a Achab
sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él
persigue su blanca razón de vivir y morir!, aunque
tengan que saltarse el testamento de Zózimo o la le-
yenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por sí
mismos lo que está a su alcance, saltándose las pá-
ginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apo-
derarán de las grandes tijeras de la imbecilidad y
cortarán todo lo que consideren demasiado “difí-
cil”. Eso da unos resultados terribles. Lo que desea-
mos decir es que no lean jamás obras resumidas,
que mejor lean las obras originales aunque asuman
con todo derecho la licencia de saltarse las páginas.
Moby Dick o Los miserables, de Víctor Hugo, re-
ducidos a unos resúmenes de 150 páginas, mutila-
dos, destrozados, desmedrados, momificados,
¡reescritos en una lengua acomodada!, es más o
menos lo mismo que si nos pusiéramos a redibujar
Guernica bajo el pretexto de que Picasso metió allí
demasiados brochazos.
Sea usted joven o adulto, salte las páginas que
desee, pero lea, lea siempre. Puede ser, cómo no,
que decidamos leer todo hasta la última palabra,
estimando que aquí el autor se extiende demasia-
do, que allí se permite un solo de flauta pasable-
mente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición
y en tal otro en la idiotez. Entonces, digamos lo
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3.
EL DERECHO A NO
TERMINAR UN LIBRO
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La noción de “madurez” es algo extraño en mate-
ria de lectura. Hasta un determinado momento, no
tenemos edad para ciertas lecturas. Pero, contraria-
mente a las buenas botellas de vino, los buenos libros
no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y
somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos
creemos suficientemente “maduros” para leerlos, los
abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se pro-
duce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible
que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está
claro que no es culpa de Thomas Mann que muchos
no hayan podido, a estas alturas, alcanzar la cumbre
de su Montaña mágica.
El gran libro que se nos resiste no es necesaria-
mente más difícil que otro.
Existe entre éste, por grande que sea, y nosotros,
por aptos para “entenderlo” que nos estimemos, una
reacción química que no funciona. Un buen día “sim-
patizamos” con la obra de Borges, que hasta entonces
nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda
nuestra vida extraños a la de Musil.
Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es
“culpa nuestra”, que nos falta una casilla, que alberga-
mos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del
lado de la noción muy controvertida de “gusto” e in-
tentar establecer el mapa de los nuestros.
Existe pues, perfectamente, el derecho a no ter-
minar un libro. Podemos abandonarlo, y si es posible,
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4.
EL DERECHO A RELEER
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5.
EL DERECHO A LEER
CUALQUIER COSA
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Las más de las veces nos tropezamos en el camino
con las segundas.
Durante cierto tiempo, leemos indiscriminada-
mente las buenas y las malas, de la misma manera que
no renunciamos de la noche a la mañana a nuestras
lecturas infantiles. Todo se mezcla. Salimos de La gue-
rra y la paz para volver a sumergirnos en obras tipo
Doctor Zhivago. Y después, cierto día, vence Paster-
nak. Sin darnos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la
frecuentación de los “buenos”. Buscamos escritores,
buscamos escrituras; se acabaron los meros compa-
ñeros de juego, reclamamos camaradas del alma. La
mera anécdota ya no nos basta. Ha llegado el momen-
to de que pidamos a la novela algo más que la satisfac-
ción inmediata y exclusiva de nuestras “sensaciones”.
Tenemos el derecho de leer cualquier cosa, pero
sólo nos elevaremos como lector el día que cerremos
por nuestra propia cuenta, sin que nadie nos obligue
a ello, la puerta de la fábrica best-seller para subir a
respirar en la casa del amigo Balzac.
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No es extraño que, a la vez que vilipendiamos la
estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en
el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlare-
mos tan pronto como haya pasado de moda. Las mo-
das literarias se explican ampliamente por esta
alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de
nuestros repudios perspicaces.
Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiem-
po sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos
para siempre de que Madame Bovary es el otro. Emma
debía de compartir esta convicción.
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terrible Taras Bulba y el negro sarcasmo de “las almas
muertas”.
De aquella historia quedaron grabados en la parte
superior del inodoro dos alejandrinos que se cuentan
entre los más suntuosos de la poesía francesa:
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9.
EL DERECHO A LEER EN VOZ ALTA
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el sonido de las palabras, de donde sacan todo su sen-
tido. Él supo, como nadie, al pelearse tanto contra la
música interpretativa de las sílabas, que existe la tira-
nía de las cadencias, que el sentido es algo que se “pro-
nuncia”. Flaubert, Kafka, Dostoievski, Rabelais, Var-
gas Llosa, Cela, Bosch, Del Cabral, Veloz Maggiolo,
necesitan que los lectores soplen sobre sus libros, por-
que sus palabras necesitan cuerpos, porque sus libros
necesitan vida.
Hay que hacer ver que los libros deben siempre
abrirse de par en par, para que la multitud de los que
se creían excluidos de la lectura se precipite tras ellos.
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es tiempo robado, igual que el tiempo para escribir o
el tiempo para amar. Es un robo al deber de vivir. El
tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar,
dilata del tiempo de vivir. El problema no está en sa-
ber si tengo tiempo de leer o no —tiempo que nadie,
además, me dará— sino en si me regalo o no la dicha
de ser lector.
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