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El 

lobo nunca 
trabajará para el circo

A. Fuentegrís

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Índice
Primera parte.............................................................................................3
I. Rutina................................................................................................5
II. Equilibrio.......................................................................................15
III. Elegir.............................................................................................21
IV. Viaje a ninguna parte.....................................................................27
V. Aliados............................................................................................31
VI. Ventanas........................................................................................35
VII. Símbolos......................................................................................39
VIII. Confianza...................................................................................45
Segunda parte..........................................................................................49
I. Vetusta.............................................................................................51
II. Larga marcha..................................................................................57
III. Acecho..........................................................................................69
IV. Extraños........................................................................................75
V. Estrategias......................................................................................81
VI. Sagrado.........................................................................................89
VII. Jerarquía......................................................................................95
VIII. Regalos.....................................................................................101
IX. Murallas......................................................................................109
X. El martillo....................................................................................115
XI. La larga noche............................................................................131
Tercera parte..........................................................................................137
I. Migrantes.......................................................................................139
II. Desveladas...................................................................................143
III. La Llanera...................................................................................151
IV. Niebla..........................................................................................159
V. Shambala......................................................................................165
VI. Transición...................................................................................173
VII. Nómadas....................................................................................178

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Primera par te
Salvaje

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I. Rutina

El sol y las nubes se dibujaban en el reflejo del lago rojizo como en


un perfecto lienzo que mejoraba el original. Una barca flotaba y sobre
ella dos figuras humanas: una, sentada, observando las montañas
cercanas; la otra, en pie, las manos firmes, los ojos clavados en el hilo.
—Esto es un maldito rollo.
—…
—Oye, ¿te has dado cuenta de cómo de buena se está poniendo
Nausicaa?
—¿Qué dices?
—En serio… como está tan flaca, le sobresale mucho el pecho. El
otro día la estuve mirando de perfil… a ver… la cara todavía se le nota
que está transformándose y va desgarbada, está como a mitad del
camino… ¿sabes cuando te empezaste a dejar el pelo largo y mientras te
llegaba por las orejas ibas tan ridículo que nos reíamos de ti? Es algo así.
A Nausicaa se le nota que va a estar muy buena.
—Eres un guarro.
—¡Qué quieres que haga, Atreo, tengo ojos! ¡Y me aburro! De algo
tendremos que hablar... ¡Esto es un rooooollo! A mí me gusta cazar…
pero odio con toda mi alma pescar. Es que no veo lógico que cada uno no
pueda hacer lo que más le gusta, o lo que mejor hace.
—Todos tenemos que saber de todo, lo sabes de sobra.
—Me aburro mucho. Y tú nunca me apoyas. Siempre te pones del
lado de madre. ¿Es que crees que nunca se equivoca o qué?
—Todo el mundo se equivoca, pero es mayor que nosotros y sabe
mucho más.
—Venga, no me digas que no te aburres.
—Laín, si me aburro es porque eres un pesado. A mí me gusta
pescar y mirar el lago y esperar a que piquen, pero eres insoportable,
oírte es peor que tener una abeja dentro del oído. Si te callaras sería feliz.
Y además, me fastidia mucho que hables así de Nausicaa.
—Eh… que tú también eres hombre como yo… no me vengas con
chorradas. En serio, ya estoy harto de todo esto. Las cosas tienen que
cambiar. Voy a hablar muy seriamente con madre, y espero que me
apoyes.
—¿En qué te tengo que apoyar?

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—En que no me voy a pasar la vida a dos velas. El otro día estuve
mirando a Roque con una perra que encontró, y le tuve envidia. ¡Tengo
envidia de un maldito perro! ¿Crees que eso es normal?
—No… igual no eres normal tú, Laín.
—Claro que soy normal. Lo que no es normal es estar a pan y
agua, teniendo manjares tan cerca.
—¿Qué sugieres? No me gusta cómo hablas.
—Esto es muy fácil. Yo necesito algo aparte de comer y dormir, y
tú también… y si aquí no tengo lo que quiero… ya veremos qué se me
ocurre. Pero esto no va a seguir así, tenlo claro…
—Pero, Laín, que son nuestras hermanas.
—¿Hermanas…? ¿Qué dices? Que las llamemos hermanas no
quiere decir que lo sean… y lo sabes. Camino y Miranda no hace tanto
que llegaron… ¿o ya no te acuerdas?
—¡Espera, calla, han picado! ¡Y parece que es grande! ¡Échame
una mano, bobo!
Entre los dos lograron pescar aquella enorme trucha con la que ya
tenían cinco, por el tamaño de esta última, más que suficiente para
regresar a casa orgullosos. Sacaron el bote del lago y lo dejaron en tierra,
boca abajo. Todavía les faltaba un buen paseo. Atreo se sintió aliviado
por poder hablar durante el camino de la pesca, del lago, de los animales,
del clima y de cualquier otra cosa que no fuera aquel asunto tan
incómodo que Laín había sacado antes. A él no es que le pareciera
aquello algo necesariamente malo, sino más bien, tabú. El paseo era
largo hasta casa, y evitaba Atreo los silencios; esquivaba cualquier tema
que pudiera derivar de una u otra manera en algo relacionado con
mujeres. Conocían los caminos de memoria. De cuando en cuando, Laín
se agachaba, tomaba una piedra y la lanzaba tan lejos como podía.
—Supéralo —desafiaba a Atreo.
Él siempre intentaba superarlo, pero no había manera. No
descubría, por más que lo observaba, cuál era el secreto que hacía que
Laín fuese mejor lanzador que él.
Laín lanzaba una mirada pícara, altiva, sonreía, enarcaba una ceja y
decía:
—No te molestes, Atreo, simplemente acéptalo. Soy insuperable.
Atreo se molestaba, aunque procuraba que no se le notara
demasiado, pero se le notaba; también era competitivo. Miraba el cráneo
redondeado de su hermano, acentuado por el corte de pelo apurado, y

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envidiaba su belleza. Lo consideraba más hermoso, más inteligente y
capaz que él, y, quizás por ello, a menudo no lo soportaba.
Cuando llegaron al teito principal, una casa tradicional de piedra
con techo vegetal (había cuatro en total), entraron y saludaron a su
madre, que estaba sentada en el sillón tejiendo una bufanda de lana. Les
pidió que mostraran la pesca y se quedó muy satisfecha.
—Buen trabajo, chicos, ahora limpiadlos y preparad la hoguera, en
un rato comeremos todos. Espera, estos dos los vaciáis, los abrís y
ponedlos a secar… nos comeremos estos tres.
—¿Sólo eso?
—No, algo de verdura, y lo que traigan.
—¿Y los demás?— preguntó Laín.
—Camino limpiando el gallinero y Miranda la está ayudando… y
Nausicaa y Ulises todavía no han regresado.
—¿Todavía no han vuelto? Qué lentos.
—Están en el bosque, caza menor, les estará costando. ¿Estás
preocupado?
—No, para nada, es que tengo hambre… y me indigna que sean tan
lentos.
—Debes ser más paciente, Laín, no todos tienen por qué ser tan
rápidos como tú. Mientras hagan su trabajo y lo hagan bien...
—Bah, voy a ver a Camino.
—Eh, un poco de respeto. El bah ese te lo ahorras. Y a Camino ya
la verás cuando acabes tu trabajo. Ahora tenéis que preparar el pescado.
—Me da asco limpiarlo.
—Me da lo mismo, deja de quejarte y hazlo. Vamos. Aquí todo el
mundo hace de todo. Luego bien que te querrás comer la trucha.
—Buf… qué harto estoy.
—Si estás harto, lo haces harto, pero lo haces, venga.
—Jod…
—Vamos, Laín —trató de apaciguarlo Atreo—, déjalo ya, que lo
acabamos en un momento y luego vamos a hablar con Camino.
A regañadientes accedió. Luego, cuando estuvieron los dos solos,
negoció con Atreo y le hizo la pelota, le ofreció aliviarle otras tareas a
cambio, y logró librarse de sacar las tripas a las truchas, e incluso
apartarse a un lado, porque ese olor a tripas de pescado le producía
arcadas.
Cuando llegaron Nausicaa y Ulises estaban ya todos desesperados
y aburridos de comer frutos secos. La madre, no había consentido que

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comenzaran con el pescado hasta que estuvieran todos sentados a la
mesa. Había dos momentos de encuentro familiar, la comida y la cena.
Así lo dictaba y obligaba madre. Y tenían que estar todos.
Alondra se levantó y sus ojos de reprimenda disimulaban el alivio
por verlos aparecer. Cuando vio lo poco cargadas que iban sus manos, su
enfado aumentó:
—¿Esto es lo que habéis conseguido en toda la mañana? ¿Una
liebre pequeña cuya piel apenas me dará para forrar un par de botas y
que parece más seca y desnutrida que un galgo? Qué vergüenza. ¿Por
esto hoy se han quedado las ovejas sin salir a pastar? Tenéis veinte
minutos para comer, quedan unas tres horas y media de luz. Comed
rápido y después os lleváis a las ovejas.
—Pero… madre... —protestó Nausicaa.
—A callar. Comed rápido. Ya habéis perdido otro minuto.
—Mamá, no es justo, ha sido culpa de Nausicaa. No quería que
matar a ningún animal. He estado a punto de matar a un zorro y ella ha
hecho ruido a propósito. Luego también ha espantado a las nutrias. Y
cuando finalmente he logrado matar a este conejo…
—Liebre— le corrigió alguien entre dientes.
—… no se le ha ocurrido otra cosa que ir corriendo hacia el animal
y comprobar si estaba muerto. Juraría que ha llorado y le ha rezado algo.
Está loca. Con ella no se puede ir a cazar.
—¿Es eso verdad, Nausicaa?
Ella se encogió de hombros.
—Bien, vale… —respondió Alondra mientras evaluaba la
situación. —Ulises, siéntate a comer, rápido. Nausicaa, luego hablaré
contigo. Hoy no comes. Coge la liebre y ve a despellejarla. Límpiala que
quede lista para cocinar, la piel déjala aparte. Cuando acabes, os vais los
dos a llevar a las ovejas a dar una vuelta rápida. No más de dos horas, no
quiero que oscurezca. Vamos, rápido, obedeced.
Obedecieron. Nausicaa miraba con miedo y asco la liebre. Ulises
se sentó junto a Atreo. Cuando llevaban unos minutos comiendo y la
madre estaba despistada, Atreo acercó los labios al oído de Ulises y le
pellizcó el pellejo de las costillas:
—Eres un traidor y un chivato. Vuelve a hacer eso a Nausicaa o a
quien sea y te vas a enterar de qué es el dolor.
Por muy gallito que pudiera ser Ulises, miró a su hermano que le
sacaba casi siete años años. A estas edades, era un abismo infranqueable.

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Pelear contra Atreo hubiera sido para Ulises como enfrentarse a un
gigante. Así que, con gesto lamentoso, susurró:
—Ay, vale, suelta, ya está.
—No olvides mi aviso.

Nausicaa lloraba mientras rajaba a la liebre. Le hablaba al animal


muerto y le explicaba cuánto sentía hacer esto. La peor parte fue cuando
le cortó la cabeza y la tuvo en sus manos. Después, al abrir el estómago y
echar las vísceras a un cubo, se manchó de sangre y tripas. No podía
dejar de llorar. No quería hacerlo. ¿Por qué la naturaleza tenía que ser
esta? ¿Por qué no podía comer simplemente verduras y frutas? O, como
mucho, pescado.
Por muy en contra que estuviese, se consideraba responsable y
obediente. Había dicho que lo haría y lo hizo. Les llevó dos cubos a la
mesa donde estaban comiendo. Uno con las tripas y otro con el animal
desollado. Procuró que al dejar el cubo salpicara algo de sangre.
—Ya he terminado, madre.
—¡Nausicaa, eres una cerda! Me has manchado entera.
—No te quejes tanto, Camino, bien te lo comerás luego.
—Nausicaa, sal fuera y me esperas, tengo que hablar contigo.
—Vale, madre.

Nada más salir, Alondra abofeteó a su hija.


—Lo primero, ¿qué hay de los modales?
—Pero, mamá, si te he hecho caso…
—Me da lo mismo, no basta con hacer las cosas, hay que hacerlas
bien y sin perder los modales, es lo que nos diferencia de los animales,
¿entiendes?
—Vale.
—Lo segundo… eres parte de este mundo. No eres ni mejor ni
peor que un zorro o un conejo, a no ser que lo demuestres. En la
naturaleza los animales se comen unos a otros y aprenden a sobrevivir.
Nosotros, lo mismo. Mira, Nausicaa, sé que es desagradable… y yo te
quiero mucho, pero en este mundo lo único que quiero es enseñaros a
sobrevivir. Si sabes orientarte, conseguir tu comida, defenderte, cocinar,
diferenciar los alimentos venenosos de los sanos y huir o protegerte de
quien sea más fuerte que tú, sobrevivirás.
—Yo solo quiero ser feliz.

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—Cariño, si mueres, no puedes ser feliz. Mientras te mantengas
viva podrás buscar momentos de felicidad, pero para ello, hay que vivir.
Y ahora estás aprendiendo a hacer de todo, como tus hermanos. Ya te
mando a Ulises, cogéis a las ovejas y a Roque, y volved pronto, que los
lobos salen temprano. ¿Algo más que objetar?
—No.
—Así me gusta. Cariño, eres muy inteligente… demuéstralo de
una maldita vez.

Cuando entró Alondra, Laín estaba en pie recogiendo la mesa y se


dirigió a ella con la intención de que todos lo oyeran.
—Madre, esto no hubiera pasado si me hubieras mandado a mí a
cazar. Si soy un buen cazador, ¿por qué no me puedo encargar yo? Cada
uno debería hacer lo que mejor sabe hacer.
—Laín, no voy a tener esta discusión otra vez contigo. Como te
vuelva a oír decir lo mismo...
—Pero yo ya sé hacer de todo. No necesito aprender a pescar.
—No importa. Si solo cazas, olvidarás lo importante que es
limpiar, cocinar, tejer, pastorear, ordeñar y un largo etcétera. Sigue
protestando y harás siempre la misma tarea, pero no será cazar… será
limpiar. Y esto, Laín, nunca ha sido una democracia. Yo mando lo que es
mejor para vosotros, vosotros lo hacéis, y fin.
—¿Y si no estoy de acuerdo?
—Sabes dónde está la puerta. Eres mayorcito. En cuanto quieras,
vuelas del nido. Mi deber es educaros y enseñaros para que, cuando
alguno quiera seguir su camino, esté preparado para sobrevivir. ¿Lo
entiendes?
—Lo entiendo, no lo comparto.
—Me importa una mierda que lo compartas. Quiero que lo
entiendas y asumas las reglas, y si no te gustan, te vas. Pero a ver dónde
vas a estar mejor que en tu casa.
—Vale, madre… lo que digas. Ya me echarás de menos algún día.
—Sin duda.

Por la tarde todos tenían tareas antes de ponerse el sol.


Alondra se quedó sola tejiendo. Quería acabar ese trabajo. El
invierno anterior había sido frío y duro, tenían que aprovisionarse con
más mantas y ropa, pasarían algunos días enteros sin poder salir cuando
nevara. Y, junto a la proximidad del frío, la acechaban sus peores

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temores. Sabía que sus más temibles enemigos no estaban fuera, sino en
ella misma y en su hogar. Suspiró, se negaba a aceptar que los buenos
tiempos habían acabado. Aunque en muchos asuntos tenía muy claro qué
hacer y qué quería de sus hijos y su educación, era consciente de que
otras facetas las había aplazado, había procurado ni pensar en ellas,
deseando que se fuera a resolver por sí solo.

Nausicaa se centraba en caminar, en que no se alejaran las ovejas,


evitaba a Ulises, estaba resentida con él por cómo la había delatado. Le
hubiera tirado una piedra en la cabeza allí mismo. Ulises jugaba a lanzar
un palo a Roque una y otra vez. Esto molestaba mucho a Nausicaa,
porque no dejaba al perro hacer su trabajo y de esa manera las ovejas se
desperdigaban. De pronto, sintió una mirada sobre ella. Tuvo la extraña
sensación de que alguien la acechaba. Quizás algún lobo iba tras las
ovejas. Se giró y creyó ver en que en lo alto del alcor una sombra se
movía veloz y se escondía tras unas piedras. Gritó a Ulises, que estaba
más cerca de aquella zona.
—¡Eh, Ulises! ¿Ves algo allí arriba?
El niño guiñó los ojos y echó un vistazo a la zona que ella le
señalaba.
—¿Aparte de las nubes tengo que ver algo más?
—Da igual.
Ulises estaba mucho más cerca que ella de la zona. Si hubiera algo
debería verlo, sin embargo, ella había olvidado que el pequeño era tan
miope como un erizo y por este motivo, a pesar de su destreza con
trampas y armas de corto alcance, y que no tenía reparos en matar a
ninguna criatura, era un pésimo cazador.
Así y todo, ella estaba convencida de haber visto algo difuminarse
sobre el fondo azul oscuro. Le daba mala espina.
—¡Vamos, inútil! Deja de molestar a Roque. Tenemos que volver
ya. Queda poco para anochecer y perderemos el rebaño. ¡Ven conmigo!
—¡Vale! ¡Ya voy, pesada!
Había sido una tarde agradable, pero el viento que comenzaba a
soplar gélido anunciaba la noche. Regresaban y, aunque no vio nada,
sintió en todo momento aquella mirada inquietante sobre la nuca.
A medio camino observó que Roque había dejado de ladrar. Lo
llamó de un silbido y cuando acudió llevaba algo en la boca. Se lo pidió.
¿Qué era aquella extraña barra brillante?
—¿Dónde has encontrado esto?

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El can no respondió. Fue a correr detrás de unas ovejas, ladrando,
porque se iban por otra senda. No puedo descansar ni un instante,
pensaría el perro pastor.
Nausicaa observó la barrita plateada. Jamás había visto algo así.
Estaba claro que había sido creada por una mano humana, en la
naturaleza no existía nada igual. Toqueteándolo comprobó que se
desenroscaba y algo rojizo asomaba en su interior, de un asombroso rojo
sangre. No se lo quiso mostrar a Ulises, no se fiaba de él. Lo escondió
hasta que regresaron a casa, con el atardecer desdibujándose en el
horizonte, a sus espaldas.
Cenaron juntos en el teito principal, encendieron la chimenea, las
noches eran frías, y, tras recoger la mesa, se sentaron en los sillones.
Alondra preguntó a qué les apetecía jugar, y jugaron a las adivinanzas.
Quienes lo ponían más difícil eran Nausicaa y Laín. Se les ocurrían
algunas muy complicadas aunque, una vez resueltas, les parecían a todos
fáciles y evidentes. El juego era sencillo. Pensaban en algún elemento de
la naturaleza, daban una pista, y los demás tenían que adivinar qué era
haciendo solo preguntas de sí o no. A quien mejor se le daba acertarlas
era a Alondra, por todo lo que sabía del entorno, aunque a menudo se
callaba las respuestas para que sus hijos las sacaran por sí mismos. En un
momento, Nausicaa acompañó a Alondra a avivar la hoguera y junto a la
lumbre, entre susurros, le mostró lo que había hallado.

A Alondra se le encendieron los ojos. Lo abrió y se pintó un dedo.


—¡Qué hermoso color! Hacía muchísimo que no veía un
pintalabios. ¿De dónde ha salido?
—Lo encontró Roque, me lo trajo en la boca. ¿Para qué sirve?
—Para pintarse los labios.
—¿Y para qué alguien quiere pintarse los labios?
—Viejas, muy viejas costumbres.
—Vaya…
—¿Te parece bien que lo guarde yo?
—Claro, mamá.
—No digas nada, ¿vale? No quiero que haya peleas sobre quién se
lo queda o cómo se usa.
—Claro…
—Gracias.
Luego ya en pie le sugirió.

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—Madre, me ha parecido ver que algo nos seguía cuando
regresábamos, tal vez fueran lobos. Deberíamos pensar en levantar una
valla bien alta que rodeara los tres teitos, ¿no crees? Haría falta mucha
madera.
—Es posible… hay muchas fieras ahí fuera… pero para
mantenerlas a raya tendría que ser una valla muy consistente, y alta… no
sé si nos dará tiempo antes de que llegue el invierno, hay otras
prioridades, tal vez para la primavera.
—Vale, mamá.

Poco después, Alondra sacó algunos instrumentos y entre todos


cantaron varias canciones, algunas creadas por ellos mismos, otras
heredadas de los ancestros y transmitidas por madre. Los instrumentos
eran rudimentarios. Tenían percusión, algo parecido a un banyo, una
carraca, unas maracas y hasta una flauta. Lo pasaban bien y se sentían
unidos en momentos como aquel en torno al fuego.
Laín, entre canción y canción, se acercó a Alondra y le susurró:
—Madre, tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De mujeres.
A Alondra le recorrió la espalda un escalofrío. Por más que se
aplacen algunos asuntos, acaban por darnos encuentro.
—Está bien, mañana lo hablamos.
—¿Mañana cuándo?
—Mañana ven conmigo a pastorear y tendremos mucho tiempo.
—Vale.
Alondra suspiró.
Entonaron dos canciones más, se hizo tarde y Alondra les recordó
que había que dormir para trabajar duro el día siguiente. Así salieron. Las
chicas, acompañadas por Alondra, fueron a un teito y los chicos al otro.
El conjunto estaba formado por tres construcciones de piedra. En la
principal y más grande tenían el salón, la cocina, la alacena y un
almacén. Las otras dos se destinaban a dormitorios. Aparte, tenían dos
casetas de madera con un enorme agujero que llevaba a una fosa séptica,
es decir, los retretes.
Tenían prohibido, desde que tenían uso de memoria, dormir chicos
y chicas juntos. Alondra decía que era por respeto, intimidad y espacio,
aunque casi todos pensaban que aquello escondía algo más.

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Esa noche Alondra no pudo conciliar el sueño. Por más fortaleza
que tratara de mostrar, no era más que una persona repleta de dudas que
se sentía muy sola.
Se levantó en mitad de la noche, encendió un candil, se miró en el
espejó y se pintó los labios. Se peinó. Todavía alguien podría encontrarla
hermosa. Hacia tanto que no sentía un abrazo de amor. Para ella ya no
habría otro hombre en su vida. Suspiró. Deseó reunirse de nuevo con él
en otro lugar, aunque fuera en el infierno.

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II. Equilibrio

Camino se llevó a Miranda a cazar. Aunque Miranda era la


preferida de casi todos, por su preciosa cara risueña y su gran sentido del
humor, además de ser la más pequeña, Camino nunca le reía las gracias.
Pensaba que la estaban mimando y malcriando, así que se alegró de
llevársela a cazar.
Miranda estaba un poco acobardada y no se atrevía a hablar, el
gesto de Camino parecía el de un lobo antes de atacar a una presa, no
furioso, sino decidido y atento. Camino era siempre seria y exigente con
ella.
Al fin, por puro aburrimiento y con mucha cautela, Miranda
preguntó:
—¿Qué cazaremos hoy?
—¿Cazaremos? Espero que caces tú. Yo simplemente te
supervisaré y te ayudaré a mejorar.
—Ah, vale. ¿Y qué voy a cazar?
—Caza menor… perdices y tal vez algún urogallo. Algo que
alimente. Y después espero que alguna nutria, madre necesita pieles.
—Vale… ¿cómo voy a cazar?
—Honda y ballesta.
—Yo no sé disparar la ballesta.
—Aprenderás.
—¿Practicamos antes?
—De nada sirve practicar sobre un blanco que no se mueve, no oye
y no respira.
—Ah. Vale.
Camino suspiró, pensaba que, de una manera u otra, tendría que
acabar siendo ella la que cazara algo. Pero al menos pasaría un rato
riéndose de la torpeza de Miranda y trataría de enseñarle algo. Desde su
punto de vista, de nada servía explicar a alguien cómo se hacían las cosas
hasta que esa persona no lo intentara hacer. Creía que era preferible dejar
que lo hiciera sin nociones ni instrucciones para ver sus errores y
después, una vez hubiera fracasado, explicarle cómo hacerlo bien.

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Un azor planeaba sobre Alondra y Laín. El canto del ave pintaba
un paisaje matinal único de aquel paraje. Caminaban juntos madre e hijo
y era ella quien demoraba el momento de iniciar la charla. Hasta que en
un descanso, acomodados en unas piedras, comiendo unos frutos secos,
ella dijo:
—Bien, Laín… cuéntame, ¿de qué querías hablar?
—Madre… de mujeres, ya te lo dije.
—Pero ese es un asunto muy amplio, tendrás que concretar un
poco más.
—Madre, soy mayor… tengo más de 16 años… y no quiero estar
toda la vida solo. No soy tonto, recuerdo cosas de cuando era niño.
Donde vivíamos había más gente y había parejas; miro la naturaleza, y sé
que los hombres y las mujeres no están hechos para vivir en casas
separadas… no sé si me explico.
—Sé más concreto.
—En realidad lo que hago no es pedir permiso, sino informarte…
me he cansado de tantas leyes y normas y tomaré a unas de mis
hermanas y me la llevaré a vivir conmigo. Buscaré otro teito, de los
muchos que hay por estas tierras, lo arreglaré, y formaré mi familia.
—¿Y eso lo has pensado tú solo o ya lo has hablado con alguna de
tus hermanas?
—Lo he pensado yo solo.
—Hombres…
Pensó, meditó, lo observó y tanteó… ya había estado previendo
varios escenarios así que tenía una idea formada.
—¿Y has pensado ya en alguna en concreto?
—Sí… bueno… Nausicaa, o Camino, quizás mejor Nausicaa.
—Más dócil, habrás pensado.
—Puede.
—Tú esto no lo has pensado de un día para otro, Laín… llevas
meses o años madurando tu estrategia y si me lo dices no es por respeto,
ni deferencia, sino con la esperanza de que así te resulte más sencillo,
aferrándote a la posibilidad de que yo resulte razonable, que tus
argumentos me convenzan y tus fines se logren sin mucho esfuerzo. Creo
que has sido muy optimista. A tus hermanas no les has consultado
nada… si ellas estuvieran de acuerdo quizás hasta me sentaría a pensar
en ello, pero esto es cosa tuya… no has pensado con el corazón, si es que
tienes de eso, sino con otro órgano. No voy a permitir que te encames
con una de tus hermanas. Si tan necesitado estás, vete a buscar otra

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mujer…a otra tierra… pero no con tus hermanas. (No confío en ti)— se
calló Alondra. Siempre había visto en Laín una mirada que la
incomodaba, una inteligencia que la asustaba.
—Madre, no estás siendo razonable. ¿Crees que vamos a estar
tanto las chicas como nosotros toda la vida alejados unos de otros? No
todo es trabajar, comer, jugar a adivinanzas y dormir.
—Creo que no os estoy dando una mala vida.
—Pero me prohíbes lo que más anhelo, madre. No puedo estar
viéndolas a diario y refrenar mis impulsos. Esto, en realidad, es una
advertencia… o me ayudas o lo haré por mí mismo.
—¿Por ti mismo? ¿Amenazas con tomar por la fuerza a alguna de
tus hermanas?
—Seguro que no será por la fuerza… lo están deseando, se lo veo
en los ojos.
—Laín… no te conozco, no es mi hijo quien habla, es el deseo…
No te he criado así. No puedes estar pensando en tomar así a una de tus
hermanas.
—Madre, deja de decir que somos hermanos… o que soy tu hijo.
La mujer comenzaba a darse cuenta de que no bastaba con
prohibir… tendría que tomar una resolución radical o ceder y negociar
en algo. El instinto que se había despertado en Laín no se iba a amainar
un ápice, y se propagaría entre sus hermanos.
—Laín, más allá de los lazos de sangre, os habéis criado todos
como iguales… os he tratado como a mis hijos a todos, no debería haber
una unión física entre vosotros, o cambiaría todo. La convivencia sería
insostenible, surgirían los celos, la envidia, el odio… se rompería la
confianza.
—Madre, no voy a estar un día más sin pareja… no voy a
quedarme de brazos cruzados, soy un hombre…
—Laín… hay más mujeres en el mundo, aunque en estos parajes
estemos a solas con la naturaleza. Cuando pase el invierno, si lo deseas
puedes salir, armado y con mucho cuidado, a explorar y buscar mujer.
Tal vez pudiera acompañarte Atreo, quizás después del invierno ya estéis
preparados para ver algo de mundo, por peligroso que sea.
—Madre, tú misma lo acabas de decir, el mundo es muy peligroso,
¿para qué voy a salir a buscar mujeres si aquí las tengo y me gustan?
—No quiero que te unas con ninguna de tus hermanas.
—¿Y si alguna de ellas quisiera?

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—Si se da el caso, que hable ella conmigo, la que sea... Hasta
entonces, no pienso tolerar ni una sola insubordinación. Si me
desobedeces te desterraré, avisado estás.

Miranda era nefasta con la ballesta. Erraba cada disparo y Camino


se desesperaba. Esta niña no aprenderá nunca, nada se le da bien, solo le
gusta jugar y jugar, se decía Camino, que había olvidado cómo era tener
seis años. Camino atribuía su falta de destreza a la torpeza, y no a que
era muy niña todavía y le faltaba mucha experiencia. Se preguntaba
cómo iba a convertirse en una persona que se valiera por sí misma si
carecía de disciplina para aprender a apuntar con la ballesta.
Poco después, cerca del río, vieron unas nutrias que sobre unas
rocas tomaban el sol; se camuflaban gracias a que su pelaje tenía una
tonalidad grisácea, pero Miranda gozaba de buena vista. Camino le dijo
que con ese buen ojo, solo le faltaba buen pulso y sangre fría para ser
una gran cazadora, en un intento de animarla con buenas palabras, ya que
presionarla parecía no dar frutos. Sin embargo, Miranda la sorprendió.
Antes de que Camino se diera cuenta, dos nutrias estaban con la cabeza
abierta y su sangre chorreaba hasta el fresco río. Miró asombrada a
Miranda, quien sonrió sosteniendo un extremo de la cuerda.
—La ballesta no es lo mío, pero la honda no se me da mal.
En un instante la pequeña había abatido a las dos nutrias con
sendos guijarrazos. Ni David hubiera tenido mejor puntería.
Camino, en parte, estaba enfadada, pues la había desobedecido. Se
había negado a seguir practicando con la ballesta y lo había hecho a su
manera. Miranda, viendo que fallaba una y otra vez con los virotes, había
vuelto a su zona de confort. Camino se debatía entre darle una
reprimenda o felicitarla. Suspiró. La mimo demasiado, se dijo.
—Está bien, Miranda, lo has hecho bien. Buena puntería. — le
revolvió el cabello en un gesto de afecto. —Ve a por las nutrias,
hermanita.

Atreo se había quedado a solas en el interior del teito principal.


Estaba haciendo una de sus tareas preferidas: daba forma a una vajilla de
cerámica para después hornearla. Le encantaba ensuciarse las manos con
el barro, se sentía niño de nuevo. Creaba unos cuencos pequeños y
profundos, ideales para comer frutos secos. Sin darse cuenta sonreía de
cuando en cuando. Si en algún instante necesitaba despejar la vista,
porque de concentrarla en aquella tarea se le embotaba el cerebro, se

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asomaba a la ventana o al umbral y observaba qué hacían Ulises y
Nausicaa. El pequeño, limpiaba el gallinero, aunque pasaba más tiempo
jugando con las gallinas y los pavos que limpiando. Nausicaa, por su
parte, cuidaba el huerto con el esmero de quien lleva a cabo una tarea
tremendamente delicada. Todo parecía estar en su sitio, en armonía, en
concierto, suspiró y regresó a su actividad. No llevaba ni cinco minutos
creando el tercer cuenco, tratando de que quedara uniforme con las
yemas de los dedos, cuando escuchó algo que lo dejó sin aire. Se asomó
al umbral y escuchó de nuevo aquel grito que, sin embargo, no procedía
ni de su hermano ni de su hermana. Era un grito de auxilio que desvió la
mirada de Ulises y de Nausicaa hacia un mismo lugar, y por eso no
vieron lo que les llegaba por la espalda, Atreo sí lo vio. En un par de
segundos múltiples opciones pasaron por su cabeza:
Gritar ¡Cuidado! Correr hacia los atacantes. Observar su aspecto
porque intuía que después tendría que describirlo al resto de su familia.
Entrar a casa y coger un arma.
Gritó “¡Cuidado, a vuestra espalda!” Y corrió al interior a por una
espada que colgaba decorativa en la pared del salón. En su cabeza
cobraban sentido las imágenes de tres atacantes que iban hacia Nausicaa
y uno hacia Ulises. Todos humanos, hombres y mujeres, vestidos con
túnicas moradas de apariencia cómoda y con pañuelos que cubrían sus
cabellos, las caras pintadas de un blanco azulado que marcaba solo el
óvalo del rostro. Armados con palos y cuerdas. Al salir blandiendo el
arma, fue hacia quien tenía más cerca, el que atacaba a Ulises. Había
tenido tiempo de echar al niño al suelo y atarle las manos. Pero como
estaba de rodillas, Atreo tenía ventaja. Corrió hacia él al grito de
“¡Suéltalo!” El tipo, desequilibrado, no logró ponerse en pie con firmeza,
pero sí tomó una porra muy dura que logró detener el golpe del arma que
esgrimía Atreo. La porra se astilló, el tipo trastabilló, pero se rehízo y
volvió a pelear. Desde allí abajo tuvo fácil golpear la rodilla de Atreo,
quien gritó tan fuerte que hasta las aves cercanas emprendieron su vuelo.
No obstante, la rodilla no se había roto, no era más que dolor, se repuso.
El tipo de la porra sonreía, seguro de salirse con la suya. “Te abriré la
cabeza”, susurró. Atreo pensó que ese tipo estaba acostumbrado a pelear,
mantenía la cabeza fría. Y recordó que también él había entrenado
mucho, había practicado tiro y esgrima… pero esto no era un
entrenamiento sino un combate a muerte, por ello estaba tan nervioso.
Recordó las palabras de Alondra.

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“A veces, cuando peleas con Laín, él te vence porque te pones
nervioso y no piensas con claridad, lo que ganas en furia y fuerza lo
pierdes reflejos y atención. Él te provoca a propósito y le funciona. Es
muy competitivo, quiere ganar siempre y sabe qué palabras utilizar para
desestabilizarte; controla eso, y podrás ser mejor que él.”
Dio dos pasos hacia atrás, dejó que su rival se pusiera en pie y
recuperara una aparente situación de equilibrio o incluso ventaja, por la
mayor experiencia y el golpe que Atreo había sufrido. Él respiró con
profundidad. Ese tipo era desgarbado, de piel muy morena, más alto y de
mayor envergadura, la porra era más corta que la espada, con lo cual se
compensaba la diferencia de envergadura. Observó que debajo de la
mirada confiada, se escondía alguien experimentado, pero también más
lento que él, así que optó por una finta muy rápida y arriesgada. Dio un
paso a la izquierda y después saltó a la derecha en circular ganando el
costado del otro y sin pensar, sin dar opción, asestó un mandoble a la
cadera. No obstante, en esta maniobra Atreo dejó descubierto todo su
lateral izquierdo y se llevó un porrazo en el hombro que lo tumbó y dejó
sin aire. El asaltante quedó moribundo, con el cuerpo partido, en sus
últimos estertores de vida trataba de contener las inquietas culebras de
grosella que huían de él.
Atreo estaba atontado, trataba de ponerse en pie. Cuando logró
recuperar la posición vertical, ya no estaba Nausicaa. Solo estaban él, un
cadáver y Ulises maniatado en el suelo. No sabía hacia dónde correr. Se
había concentrado en el combate cuerpo a cuerpo y en nada más. Había
perdido a su hermana. Ulises indicó con una mirada que estaba más
perdido y desconcertado que el propio Atreo. Se arrodilló y lloró de
impotencia.

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III. Elegir

Atreo había conocido el miedo antes de aquel momento, pero este


pavor y desconcierto, esta falta de control y necesidad de ayuda, solo en
su pasado remoto la recordaba. Diez años atrás. Recordaba deslavadas
imágenes de una oscura huida en donde la temerosa imaginación
completaba las lagunas de la memoria.

Por mucho que madre los había prevenido, jamás habían sufrido
antes un ataque de este tipo.
No solo temía por él. ¿Dónde estaría Nausicaa? ¿Estarían Camino
y Miranda a salvo? ¿Vendría más gente a atacarlos? ¿Qué iba a explicarle
a madre cuando regresara? Al menos, cerca de él, a salvo, en el suelo,
Ulises hiperventilaba y le clavaba los ojos rojos bañados en llanto. El
niño serpeó hacia Atreo que lo abrazó, buscaba protección y consuelo.
Pero el hermano mayor se sentía incapaz de consolar a nadie.

Alondra no regresó.
En su lugar solo apareció Laín, acalorado y extenuado, como si
llegara tras haber corrido varios kilómetros. Su confusión fue mayúscula
al no hallar a Nausicaa y en su lugar toparse con un cadáver y signos de
combate. Atreo estaba muy nervioso, caminando de un lado a otro,
pensando qué dirección tomar, si alejarse de allí o no, equipándose con
armas y mandando callar a Ulises. Se alivió al ver llegar a Laín, aunque
el rostro lívido de su hermano lo desconcertó.
Atreo explicó lo sucedido tal y como había imaginado que se lo
diría a su madre, Laín, pasmado, repetía como si fuera el estribillo de una
oración: No existen las casualidades.
Por su parte, Ulises estaba conmocionado, aterrado. Era incapaz de
articular palabra. Estaba abrazado a la cadera de Atreo, como si temiera
que regresaran a por él. Se sentía protegido entre ambos, especialmente
después de haber visto cómo se defendía Atreo, sin embargo, el precio de
estar allí entre los mayores era tener que enjugarse las lágrimas, hacerse
el valiente. Los miraba buscando en ellos un aplomo, un valor y una
seguridad de los que carecían en aquel instante, no obstante, trataban de
estar a la altura, especialmente Atreo.

21
Los dos en pie, uno frente al otro, los rostros turbados, los ojos de
Laín muy abiertos, Atreo confuso, resoplando y esquivando la mirada de
cuando en cuando, en busca de una respuesta que no aparecía, de un
sentido que se le escapaba.
Laín había escuchado con atención la narración de los dramáticos
hechos y cuando Atreo, al fin, le preguntó por madre, Laín dijo:
—No existen las casualidades, hermano, sin duda fueron los
mismos... Yo pude escapar, ella, no.
Atreo tragó saliva, parecía no haber entendido bien lo que Laín
daba a entender, o no querer comprenderlo.
—¿Tú pudiste escapar… ? ¿De quién pudiste escapar? ¿Es que
también os atacaron? ¿Dónde está madre?
—Llegaron como lobos silenciosos... se habían escondido tras los
arbustos… Dos me atacaron por la espalda, me molieron a palos, uno me
atacó con una navaja, pude esquivarla, el otro portaba un enorme leño.
Todavía me duele la espalda. Luché como un jabato, aunque no iba
armado. Era uno contra dos, y me tomaron desprevenido, pero sabes que
soy duro de roer. Pude con ellos. Salieron a la carrera y pensé que no iba
a ir tras ellos, era prioritario ayudar a madre. Pero me habían entretenido
mucho. Cuando fui hacia madre, ya no estaba, la habían atacado también
entre varios. Y el rebaño también lo hemos perdido, claro.
—Esto no es posible… ¿Se han llevado a madre y a Nausicaa? Si
madre estuviera aquí sabría qué debemos hacer ahora. —Miró al sol para
saber la hora aproximada y pensar. —Vamos al bosque a buscar a
Miranda y Camino. Coge una ballesta, la necesitaremos.
—Sí, buena idea, que Ulises nos acompañe, ¿no?
—Sí... Con nosotros estará más seguro.
Ulises seguía sus pasos cabizbajo, asustado, la mano con la que
sostenía el palo no cejaba de temblar. No se quitaba de la cabeza la
imagen del tipo al que Atreo había partido en dos; le perseguía la mirada
de su hermana Nausicaa mientras la arrastraban. No olvidaba esa
sensación de pavor cuando de manera inesperada sintió que lo
arrastraban. Se preguntaba qué les harían a Alondra y Nausicaa, le
aterraba no volver a ver a madre, que tanto cuidaba de él. Concentraba su
energía en cerrar los puños y aparentar templanza y valor.
Laín silbaba de una manera característica que reconocerían
Camino y Miranda. Se estaban moviendo por la zona en donde se
suponía estarían cazando, pero tampoco deseaban atraer a los posibles
asaltantes. El silbido era lo suficientemente discreto y a un tiempo

22
característico. Se asemejaba a un trinar de pájaro pese a ser totalmente
diferente.
Se acercaron a uno de los ríos, conocían su intención de cazar
nutrias y, al poco de sentarse a esperarlas, oyeron crujir la hojarasca a su
espalda. Laín apuntó con la ballesta al cráneo de Miranda, bajó el arma
al reconocerla. La niña estaba orgullosa por su abundante caza, pero al
ver las miradas de sus hermanos entendió que algo horrible había pasado.
Se giró a buscar a Camino, quien también avanzó hacia ellos presta tras
poner una mano de protección sobre el hombro de la pequeña.

La vuelta fue acelerada, nerviosa y psicótica, cualquier criatura se


asemejaba a un atacante.
Reunidos los tres hermanos mayores en el salón, los pequeños
pegaban la oreja en la habitación contigua.
Atreo era quien se mostraba más agitado, furioso, incontrolable.
Camino, confusa, Laín, demasiado tranquilo. Atreo se frustraba, no
comprendía a qué esperaban, por qué no veían como él que cada minuto
que pasaran sin ir a buscarlas las estaban perdiendo más. Tenían que
armarse y correr a rescatarlas.
Laín no lo veía así. Camino dudaba.
—¡Pero cómo podéis dudar! ¡Mientras discutimos se alejan y las
perdemos! ¡A nuestra madre y a nuestra hermana! ¿Os quedaréis de
brazos cruzados?
—Atreo, hermano... Pronto será de noche, no sabemos hacia dónde
han ido ni cómo. Desconocemos cuántos son. ¿Y si regresan a por
nosotros? Yo me centraría primero en hacer este lugar más seguro. Ir tras
ellos es condenarnos a todos a muerte.
—Laín, tú las estás condenando a ellas. Las das por perdidas.
—Eso no es cierto... No sabes si la matarán.
—Camino, ¿qué dices tú?
—Todo lo que ha dicho es cierto, pero no me mires así, estás muy
nervioso y no piensas con claridad. También quiero salvarlas... Pero no
sabemos nada de esa gente, nada... Hay que ser cauto. ¿Y si por salvarlas
nos atrapan a todos?
—Sois unos cobardes y unos traidores que dejáis vendidas a
vuestra hermana y vuestra madre... Pero yo no... No me quedaré aquí
esperando.
—Atreo, no digas bobadas, ¿dónde vas a ir tú solo…? Tan solo
quedan dos o tres horas de luz.

23
—Como si queda una. Si hubiera sabido que erais tan cobardes me
hubiera ahorrado este tiempo discutiendo... Me alegro al menos de haber
conocido cómo sois de verdad. Cobardes.
Camino se enfureció. Fue a él y le dio un empujón.
—Llámame de nuevo cobarde. ¿Dudas de mi valor, en serio?
—Tú me estás haciendo dudar, ¿por qué no vienes conmigo?
—¿Piensas que es el miedo lo que me retiene?
—Sí.
—Tal vez. Pero no miedo por lo que me pueda pasar a mí, sino por
lo que le puedan hacer a Miranda y a Ulises.
—Sobre todo a Miranda, ¿no?
—Sí. Sobre todo a Miranda. Voy a protegerla, pase lo que pase,
siempre lo he hecho. Y ahora mismo, protegerla no es lanzarme a la
persecución de alguien a lo loco, sin estrategia, sin saber nada de ellos.
—Camino… te acogimos. Eres nuestra familia. Madre y Nausicaa
son tu familia también, no solo Miranda. ¿Vas a dejarlas?
—Nos acogisteis, sois mi familia, es verdad… pero mi prioridad es
Miranda. Y no voy a ponerla en riesgo; no de manera innecesaria.
Pasaremos la noche en vela, en guardia, y decidiremos qué hacer mañana
por la mañana, cómo ir a buscarlas, si iremos todos o se quedará alguien
cuidando de esto. ¿Te parece, Atreo?
—No… no me parece. No esperaré ni un segundo. Ya hemos
perdido mucho tiempo. Iré yo solo.

Ulises lo observaba intrigado, analizante y temeroso, mientras


Atreo se apresuraba en llenar un petate con algo de comida y bebida y se
proveía de algunas armas (un par de cuchillos, una ballesta con cinco
virotes y su espada corta). Miranda, por contra, lo cogía y dificultaba.
—Llévame, porfa. Yo voy contigo quiero salvarlas.
—Miranda, no.
—Porfa, porfa.
—Ya te he dicho que no. Me voy... no sufras. Volveré pronto.
—¿Con mamá?
—Claro, con mamá y con Nausicaa.
—Vale... Vuelve pronto, porfa.
—Sí, tan pronto como pueda.
Sin embargo, cuando se marchaba, ella no lo soltaba, se aferraba
como si supiera que no cumpliría la promesa, que se marchaba a una
muerte segura. Le dolió a Atreo la necesidad de mostrarse seco para

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despegarse de ella. Por más que la amara, la situación lo requería. Tenía
que partir, y ese deseo era más fuerte que el dolor por un adiós, tal vez el
último, áspero y rancio.
Donde se produjo el enfrentamiento, junto al cadáver todavía sin
enterrar, dio sin dificultad con un rastro: marcas de pisadas. El cielo
estaba límpido de nubes, aunque de una tonalidad apagada. Antes de
partir echó la vista atrás. Ese había sido para él su único hogar. Había
aprendido a ser feliz, a ser él mismo. Estaba orgulloso de todo cuanto
madre le había enseñado. No iba a defraudarla. Observó a aquel invasor,
destrozado en el suelo, corrompiéndose. Había muchas emociones que se
amontonaban, que pedían espacio, pero emergía una sobre todas las
demás y las acallaba: la furia.
No se oteaba nada en el horizonte. Miraba el suelo húmedo, fértil,
la hierba aplastada por los pies invasores, por los despreciables atacantes
que mancillaron su hogar.
En el tramo inicial dudaba si era un rastro real o su sugestión lo
dibujaba en el terreno. Los indicios que seguía ahora podrían ser
perfectamente aleatorios, creados por su mente. Hasta que, siguiendo ese
curso lógico de las pisadas, llegó a un recodo tras un cerro y sonrió.
Había heces que reconoció de caballo, y pisadas de cascos. Cuatro
caballos, pesados, cargados en la huida. Las huellas se habían grabado
profundas, quinientos kilos cada caballo, más la carga; habían dejado un
rastro que no se preocuparon en borrar. Pretenciosos. Con la sonrisa en
los labios y la mirada encendida, Atreo corrió.

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IV. Viaje a ninguna parte

Se detuvo media hora después de haber comenzado a correr. No


podía mantener el ritmo, por muy en forma que estuviera, por muy fuerte
que fuera su motivación. Jamás podría correr tanto como esos caballos y
su única esperanza era llegar aunque fuera más tarde, pero al mismo
destino, que no se perdiera el rastro. Reemprendió el paso, esta vez
caminando, cuando recuperó su aliento. El paso era tan ligero como
permitía el terreno. Conocía todavía los caminos, estaba en su zona de
confort, pero se iba aproximando a los bosques más espesos, en donde
merodeaban osos y lobos. Aunque los primeros eran mayoritariamente de
dieta vegetariana y rara vez se interesaban por el ser humano, lo cierto es
que resultaban imponentes. Tragó saliva al bordear el bosque de hayas y
observar en algunas cortezas marcas de zarpazos a la altura de su cuello.
Los osos machos establecían esas señales para avisar a otros machos que
ese era su territorio. Un ataque así sobre él acabaría de inmediato con su
vida.
Al parecer, los caballos habían cabalgado alejándose del bosque
hacia el noreste. No se habían detenido, tenían claro su destino. Seguían
el curso de una garganta entre penachos desafiantes. Quedaba ya muy
poca claridad, el sol se escondía tras las montañas que parecían engullir
la gran bola de fuego, la afilada sombra de un risco acechaba a Atreo,
cuyas piernas temblaban por el cansancio. Pronto no solo no vería las
marcas de las pisadas, sino que tampoco vería el suelo. Miró a su
alrededor. Lo mejor era acampar y continuar la búsqueda en la mañana.
Se apartó de las huellas, buscaba alguna cueva en la garganta, o algún
saliente que le guareciera de la humedad, el gélido viento y el rocío. Vio
algunas bocas que se abrían en la roca a lo desconocido, pero no se
atrevió a adentrarse en ninguna, tuvo la intuición de que también las
bestias se protegían allí, y no querrían inquilinos. No se fiaba en
absoluto, incluso aunque no viera heces ni pisadas en la entrada de estas
cuevas, quién sabía qué podían esconder las profundidades. Así que, mal
que le pesara, eligió dormir a la intemperie. Encontró una zona protegida
del viento y alguna posible llovizna.
Dormir al raso, con el invierno cercano, dista mucho de ser una
experiencia agradable. Logró apoyarse sobre las rocas, recostado, no
tumbado del todo. Dudaba de poder conciliar el sueño aunque albergaba

27
la esperanza de, al menos, descansar y reponer fuerzas. Entró en un
estado que se columpiaba entre la vigilia y la oniria. Lo irreal atravesaba
la línea de la razón. Se le cerraban y abrían los ojos tan a menudo como
sus recuerdos venían a visitarle.
Corría junto a su madre, le tiraba de la mano y no lograba seguirle
el ritmo. Gimoteaba procurando ser silencioso en el llanto. Las imágenes
saltaban inconexas sin hilo temporal, apenas alguna palabra le venía a la
mente. Despertó a solas, aunque sentía en su interior el calor y el amor
de su madre abrigándole. Ella le había protegido siempre. No podía
abandonarla. Miró las estrellas que se habían asomado entre las nubes.
“Te encontraré”, susurró. Sintió el impulso de salir corriendo de nuevo,
pero hubiera sido un idiota al hacerlo. No iba a poder seguir el rastro sin
luz. Necesitaba dormir. Cerró los ojos de nuevo. Soñó que lobos lo
olfateaban y que incluso lo lamían. Un oso pardo se tumbó y acurrucó
junto a él. Se veía siempre en aquel mismo escenario en que dormía. Una
sombra se dirigió a él, le hizo gestos, le pidió que se acercara. Siguió a la
imagen a través de la garganta. Un vez superado el pasillo natural, torció
en un robledal, se introdujo en él y, junto a un montículo característico la
sombra mostró una grieta en el suelo.
Despertó de nuevo, esta vez empapado. Atreo no podía definir
ningún rasgo característico del ser, tan solo, la sensación de que estuviera
configurado por una nube de polvo y ceniza y despidiera un aroma de
tierra seca. Era una noche larga, de angustiosos pensamientos y sueños
extraños, que se unían a la incomodidad del lugar los nervios y el miedo.
Ya no volvió a conciliar el sueño. Cuando cerraba los ojos veía la cara de
un muerto, de su muerto. Había aplazado la imagen hasta ahora, pero se
había fijado en su memoria. Los eternos segundos de combate y el fatal
desenlace dejaron una indeleble huella en su alma y recuerdo.
Había matado antes a muchos animales, pero jamás a una persona,
hasta ese día. Era diferente. Claro que lo era. La mirada no era la misma.
Los ojos abiertos, la boca apretada, sabiendo que se moría, miró a Atreo
sin odio, pidiendo ayuda… pidió ayuda, clemencia, alivio, respuestas, a
su verdugo. Atreo, en aquel momento, no tuvo tiempo para la piedad ni
el odio. Ni se molestó en enterrarlo o quemarlo. Suponía que sus
hermanos habrían enterrado a aquella carroña. Su madre les había
advertido a menudo sobre la gente mala, la gente peligrosa, peores que
alimañas, decía ella. Qué vacía de referente real había estado la idea
hasta ahora. Nunca antes les había puesto cara ni forma definida a aquel
miedo con el que los mantenía disciplinados. Más de una vez dudaron si

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no sería a caso una invención de Alondra, aunque Camino había
corroborado aquel miedo con breves palabras y profundas miradas.
Ahora sabían por sí mismo cómo eran esas amenazantes personas.
Estuvo pensando en aquella muerte y en el ataque que habían sufrido
todo lo que quedaba de noche. Se preguntó qué pensaría Dios de él ahora
mismo. Madre les decía que Dios les vigilaba, les echaba una mano,
velaba por ellos, y que no le gustaban los cobardes ni los vagos. “Dios no
hará por ti nada que puedas hacer tú”, solía decir. “Debes creer en él y
hacer que él crea en ti, solo así te irá bien”. Dios, otra palabra abstracta,
falta de referente. Ahora tenía claro cómo era un mal tipo, alguien que
aparece sin preguntar, que secuestra, que te ataca e intenta matar, que
huele mal, está sucio y se muere, como un ciervo, que parece un odre de
vino cuando lo rajas. Suspiró, había sido descuidado.
Con los primeros destellos de luz el ojo de Atreo se abrió. Se había
cubierto con unas pieles y hojas en el interior. Así y todo, el frío que
había pasado fue considerable, no durmió más de dos o tres horas. Era
muy temprano. Se puso en pie y se hizo al ánimo de continuar con su
cacería.
Por fortuna, no había llovido ni soplado mucho viento. Las huellas
seguían visibles.
Prosiguió el camino de la garganta pero, al superar la formación
rocosa, se detuvo. Estaba frente a un robledal. Él no había estado nunca
antes en aquel lugar, pero lo reconoció. ¿Cómo había visto aquel mismo
lugar en sueños? ¿Era una señal? ¿Debía ignorarla?
Recordó palabras de su madre, que tanto y tanto hablaba. Aunque
sus enseñanzas pudieran parecer repetitivas, innecesarias y se hicieran
pesadas, calaban, empapaban, y tiempo después resurgían en el momento
más inusitado, como este.
Una mañana a Atreo se le resbaló entre las manos una figura que
había moldeado con arcilla. Era un cisne precioso, el mejor que había
hecho, y se le cayó cuando se estaba secando tras pintarlo. Él estaba rojo
de rabia, era la segunda figura que se le rompía en una semana, no
paraba de hablar de la mala suerte que había tenido. Su madre, cuando
más enfadado y frustrado estaba, se acercó a él, pero no para consolarlo,
sino para enseñarle.
—Atreo, deja de decir que has tenido mala suerte, porque es
mentira. Lo que pasa es que has sido descuidado y no aprendiste de tu
error, la primera vez que se te cayó la figura. Aprende de este error, sé
más cuidadoso, fíjate en los detalles y avisos y aprende de ellos y de los

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errores. Esto que te parecerá una tontería, te puede mantener vivo algún
día. Si ves señales de peligro y las ignoras, irás directo al peligro y a tu
perdición. Si no eres cuidadoso en lo que haces, nunca nada te saldrá
bien y te engañarás a ti mismo echándole la culpa a tu mala suerte
cuando tú has sido el único responsable.
Y ahora pensaba en que esa noche había sido prudente. Había
buscado para dormir un lugar en donde no había pisadas ni heces de
animales salvajes, no era uno de sus lugares de paso, y por eso había
estado a salvo.
Y en ese instante en que miraba la arboleda se preguntaba si hay
algo que nos conduce a tomar decisiones que en principio intuimos
malas o absurdas. Se sentía atraído por ese bosque, sin embargo, una
intuición le decía que era arriesgado o peligroso y desconfiaba. ¿Qué
hacer cuando intuición y razón entran en conflicto? ¿Estaba siendo
temerario esta vez? ¿Imprudente? Lo llevaría ese sueño a la perdición.
¿Sería una mala decisión que le haría perder más tiempo y alejarse de su
madre? Así y todo… ¿y si dejar pasar esa señal fuera dar la espalda a su
destino? No solía pensar en Dios… pero, en los momentos de crisis lo
solía hacer. ¿Y si Dios le estaba dando una señal? Se dijo que lo que no
podía era perder más tiempo intentando tomar una decisión. Lo que haría
es internarse rápidamente en el bosque con la suficiente prudencia para
no caer en una trampa. A pesar de lo cuidadoso que era mientras
caminaba entre los troncos de los árboles, no se podía quitar de encima la
sensación de estar dirigiéndose a la boca del lobo.
Ni con el mayor de los cuidados era capaz de volver inaudibles sus
pasos. El canto de un mirlo, una gélida brisa en los árboles y sus pasos
en la tierra y la hojarasca, pintaban el ambiente de aquel despertar en el
robledal. Avanzaba acompasado en el natural concierto, aunque cualquier
atento oído hubiera desgajado ese humano pisar del resto de la orquesta,
como de hecho sucedió. Atreo se detuvo... una voz humana. No, no era
una voz, era un grito, cercano.
Siguió las ondas que rebotaban de un tronco a otro. Sacó un
cuchillo. Si era una trampa, si lo cazaban, moriría matando.
La voz gritaba “¡Ayuda!” No parecía amenazante, sino suplicante,
sollozante. Así y todo, él permanecía alerta. Hasta que vio el montículo,
el mismo del sueño, y la grieta en el suelo, de allí emergía la voz. El
cuchillo se le escurrió entre los dedos hasta llegar al suelo. ¿Cómo
esperar lo inesperado?

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V. Aliados

En el interior de una grieta natural había un chico joven, de aspecto


sucio y estrafalario. No recordaba haber visto a nadie vestido así, ni con
ese cabello descuidado. El olor era desagradable y los dientes eran de un
negro azabache, la piel enjuta, pegada a los huesos. Estaba claro que, sin
ayuda, no podría salir de allí. Miró a su alrededor, ya no se fiaba de nada
ni nadie. ¿Y si la trampa era para él y aquel tipo un cebo?
El hombre atrapado vio a Atreo a contraluz y en contrapicado,
como una aparición divina, y lo tomó como un símbolo. Parecía el
Salvador con las nubes sobre él y la luz coronándolo.
—Eh… eh… ayuda, por favor, ayúdame. Me caí cuando iba
caminando en la noche—las palabras le salían torpes, roncas, como al
despertar tras un sueño profundo—. No vi la grieta y resbalé. Me es
imposible salir de aquí por mí solo. Ayúdame, por favor.
Atreo miraba a aquel tipo indefenso y trataba de escudriñarlo.
Recordaba todas las advertencias de su madre a propósito de los
desconocidos. Aseguraba que era más peligroso un desconocido
amigable que un oso pardo, aunque pudiera parecer mucho más temible
el segundo. La mejor sonrisa esconde a veces una navaja que te
destripará, le advertía su madre. No obstante, tras aquella enseñanza,
también recordó cómo madre desobedeció su propio código al acoger a
Camino y Miranda. Aunque habían sido absolutas desconocidas, pronto
fueron hermanas, se convirtieron en piezas esenciales de la familia. En
estas ocasiones, cuando alguien le mostraba a madre que había caído en
una contradicción, también tenía respuesta: —Haz lo que digo, no lo que
hago. Soy mayor que vosotros, y sé cuándo dejarme llevar por la
intuición.
Nunca tuvo claro Atreo qué era aquello. Se lo figuraba como una
luz ardiente en el estómago que se sentía atraída por ciertas situaciones o
personas y desobedecía cualquier intento de racionalizar cuanto sucedía.
Pensaba que si en él había una intuición, ahora, sin duda, estaba
dirigiendo sus actos.
Ser prudente y racional era dejar a aquel tipo allí tirado, a su suerte.
Condenarlo a la muerte. No había manera de salir de allí sin ayuda.
—¿Quién eres?
—¡Sen!

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—¿Sen? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Mi nombre.
—¿Y qué haces ahí?
—Me caí, ya te lo he dicho. Estaba de noche.
—¿Y qué hacías? ¿Dónde ibas?
—Soy un vagabundo, un nómada… no tengo casa.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? ¿Cómo sé que no me
traicionarás cuando te ayude? ¿Cómo puedo estar seguro de que tus
aliados no me están acechando?
—No lo sabes.
—Pero hombre, intenta convencerme al menos. Dime que eres de
fiar.
—¿No sería eso más sospechoso?
—Sí, posiblemente.
—Venga, chico… Ayúdame, por favor, si no me ayudas moriré
aquí. Te estaré agradecido para siempre. Si fuera una trampa, ¿no te
habrían atacado ya mis terribles compinches?
—…
—Venga, mírame bien… ¿de qué tengo pinta?

No había nada en aquel ser delgado y sucio que le inspirara


confianza, salvo su voz. La voz, no sabía por qué, le parecía honesta y
sincera. Su mente racional, su cultura y aprendizaje le desaconsejaban
ayudarlo y lo impelían a marcharse de allí. Pero una conciencia mística
ancestral le imposibilitaba dejar a aquella persona morir allí. Lo mismo
que le había hecho partir en dos a un atacante con la espada, le obligaba
a auxiliar a este otro.
—Está bien… tranquilo, te voy a sacar de ahí.

Casi una hora después estaban sentados junto a un riachuelo. No


había sido nada fácil sacarlo de allí. Rescató primero la bolsa de piel, a
medio camino en la pared de tierra, un gesto de confianza por parte de
Sen, (podría haberla robado Atreo y haberlo dejado allí, aunque tampoco
tenía opción Sen) y luego a él, utilizando dos ramas anudadas una
camiseta que rompió.
Una vez libre, Sen, le había pedido que lo acompañara a un río,
Atreo conocía uno muy cercano.
Atreo se sentaba sobre una piedra y no paraba de mover la pierna,
estaba muy nervioso, se sentía preso de sí mismo, se odiaba y se

32
maldecía. ¿Por qué había tenido que ayudar a este tipo? No sabía cuánto
tiempo exacto había perdido, pero sabía que mucho, demasiado.
Sen, mientras tanto, limpió y curó sus heridas sufridas en la caída.
Las lavó con el agua del riachuelo y puso sobre ellas hojas de salvia y
hierba de San Juan que guardaba en su macuto. Atreo se sorprendió al
observar la cantidad de hojas y útiles que portaba envueltas en unas telas.
Una vez curado, lo observó de soslayo mientras rezaba una oración
silenciosa, arrodillado, y fabricaba un barquito con pedazos de fruta que
lanzaba al mar.
El vagabundo almorzaba con calma, sentado frente a Atreo, quien
comprobó que Sen no estaba mellado, sino que sus dientes estaban
tiznados. Y también entrevió debajo de aquellos andrajos y la suciedad
de la piel, a una persona más sana y joven de lo que aparentaba a simple
vista.
—Te estaré siempre agradecido, Atreo… en mí vas a tener a un
amigo para toda la vida. Cualquier otro me hubiera dejado morir, no
tengo nada de valor.
—Deja de darme las gracias, por favor, y almuerza.
—¿Por qué estás tan nervioso? ¿Por qué tanta prisa?
—No es cosa tuya.
—Yo no estaba en tu camino, ¿verdad? ¿Te desviaste por mis
gritos?
—Sí.
—Y te he hecho retrasarte en algo importante y urgente, ¿no es así?
—No le des importancia… pronto reemprenderé la marcha.
—¿Sabes qué? Ahora te agradezco mucho más todavía que me
hayas ayudado. No estés preocupado, porque este retraso va a ser bueno
para ti, ya lo verás. Me has salvado y ahora yo te ayudaré para que este
atraso te suponga una ventaja.
—No veo cómo…
—Bueno, para ello tendrás que confiar en mí.
—No sé si puedo confiar en ti.
—Ya has lo has hecho al salvarme y al quedarte junto a mí hasta
que me recupere. Los vestigios de tu prudencia solo te harán demorarte
en el tiempo. Renuncia a ello, no te aferres.
Atreo no sabía cómo, pero aquel tipo lo embaucaba, lo retenía allí
y le hizo relatarle tan rápido como pudo, sin detalles, lo que le había
acontecido, el secuestro de su hermana ante sus ojos y el rapto de su
madre narrado por Laín. Le atenazaba la necesidad de dar con ellas

33
cuanto antes y se maldecía por el tiempo perdido, pues los perseguidos
iban a caballo y además le llevaban mucha ventaja.
—Voy a darte dos buenas noticias, Atreo.
—¿En serio? Sorpréndeme.
—Lo primero es que tienes un aliado. Pienso ayudarte en tu
búsqueda y, si hay un enfrentamiento, puedes contar con mis manos
también, algo sé del combate cuerpo a cuerpo. Tú solo no podrás
rescatarlas, conmigo se doblan tus probabilidades de éxito. Lo segundo
es que te voy a hacer un regalo que tal vez te dé cierta ventaja. Si me
dejas, te ayudaré a abrir tu mente a tu percepción.
—¿Qué quieres decir?
—Es largo de explicar… pero te lo resumiré: La mejor manera de
alcanzar tu enemigo a un lugar no es correr más, sino saber adonde se
dirige.
—Pero ¿cómo voy a saber adónde se dirigen?
—No te impacientes. Te voy a mostrar una técnica que ayuda a
recuperar recuerdos. Verás, nuestros sentidos perciben cientos, miles de
estímulos que nuestra mente no siempre puede procesar. Pero esa
información está ahí, enterrada. Voy a mostrarte cómo recuperar mucha
de esa información… será más rápido de lo que piensas y te permitirá
saber más sobre tus atacantes, quizás incluso adónde van. Cuanto más
sepas sobre ellos, más posibilidades de encontrarlos tendrás y de
vencerles y un enfrentamiento. Además, conozco muy bien nuestra
península, confía en mí.
—Bueno, ¿Qué tengo que hacer? Que sea rápido.
—Lo primero, quítate toda la ropa.
—¿Toda?
—Toda.

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VI. Ventanas

¿Qué tenía de especial ese hombre? ¿Cómo ese desconocido le


había convencido de esa manera para desnudarse y meter todo su cuerpo,
incluso la cabeza hasta justo debajo de los oídos, en el helado riachuelo?
Desde luego, si lo que quería era robarle lo poco que tenía y
dejarlo allí tirado, esta era la mejor ocasión y él se la había servido en
bandeja de plata.
El cuerpo de Atreo era delgado y fibroso. La clavícula se le
marcaba con cierta elegancia, no tenía un gramo de grasa y por su
delgadez se le marcaban los abdominales, los tríceps y cuádriceps, todo
ello gracias a su genética y a la actividad física rutinaria. Sentado en el
riachuelo hasta la nariz los ojos se clavaban en Sen, quien le transmitía
paz y seguridad. Entonces sacó un instrumento, un laúd casero, y recitó:
—Simplemente cierra los ojos y trata de revivir el momento del
secuestro. Déjate llevar, ve a tu pasado y revívelo. Trata de atrapar algún
detalle que nos pueda ser de utilidad.
Atreo estaba muerto de frío. Deseaba que esto acabara lo más
pronto posible. El frío era insoportable. Notaba agujas en la mente, los
ojos cerrados se le iban arriba. Se le tambaleaba la cabeza y los hombros.
Escuchaba los pájaros cercanos integrarse con el sonido de las
cuerdas del laúd, y perfectamente armonizado con el instrumento
emergío un cántico vibrante, una melopea carente de semántica que
acompañaba a la meditación, al abandono espiritual, a la inmersión, un
sonido hipnótico. Las punzadas le recorrían el cuerpo en una conmoción
que lo sacaba del presente y del cuerpo y lo transportaba a otros
momentos de impacto. Los párpados se rindieron al sopor. El trance
podría haber durado segundos o años. Lo desconocía el cuerpo.
Desapareció el frío, el presente, y regresó a la pelea contra los
secuestradores, a Laín contándole lo sucedido y a un niño que se cogía
de la mano de su madre y lloraba y le pedía que no fuera tan rápido, que
no podía seguir su paso. Vio una ciudad de titánicos edificios derruidos,
una multitud de gentes con sonrisas metálicas. Las imágenes se sucedían
una tras otra como si en efecto hubiera viajado en el tiempo y observara
a cámara lenta algunas de las escenas más traumáticas que había vivido.

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Parecía un fantasma que sobrevolaba cada escena. Podía moverse
de un espacio a otro y observar cada detalle. Se centró en la escena del
asalto, la más reciente, y atrapó todos los detalles que pudo.
Abrió los ojos con brusquedad. Salió del agua como si hubiera
estado aguantando la respiración. Su cuerpo reluciente era hermoso. Sen
lo miró asombrado.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Unos minutos.
—¿En serio? Me ha parecido una semana… demasiada
información.
—Sécate, rápido… retén lo que has meditado. Después
cuéntamelo, antes de olvidarlo.
Habían encendido un fuego para que se calentara Atreo, que
todavía estaba absorto, ido, sentado sobre sus piernas.
—¿Has encontrado algo de utilidad?
—Creo que sí… Algo no me encaja.
—¿Qué es lo que no te encaja?
—Te conté lo que mi hermano Laín me dijo… pero… creo que
Laín me ha mentido. Me dijo que se peleó contra dos tipos, que lo
apalearon, que uno llevaba una navaja… que lo molieron a palos; sin
embargo no tenía ninguna marca de la pelea… mientras yo estaba
sofocado… él estaba tranquilo, su rostro y su cuerpo transmitían la paz
de quien se acaba de despertar en su cama habitual de un sueño plácido...
Él contó su historia después de oírme a mí… dijo que no existen las
casualidades, y creo que al decirlo se estaba delatando. Algo pasó con
madre... y fue muy diferente a lo de Nausicaa… él aprovechó mi versión
para adecuar la suya. Eso explica que sonriera y se esforzara por
ocultarlo cuando le conté lo sucedido. Lo que no entiendo es… por qué
me mintió… ¿Qué le pasó a madre?
—¿Has visto algo más?
—Sí… he visto mi combate… con fragmentos y detalles, como si
sobrevolara en torno a mí y mi enemigo. He visto cómo estaba todo
perfectamente organizado… salvo que no contaban con mi espada y mi
esgrima. He visto cómo se llevaban a Nausicaa, uno le hizo una presa, el
otro la dejó inconsciente y la arrastraron fuera de mi campo de visión a
gran velocidad… He visto al tipo al que maté… debajo de su pintura
blanca, que pretendía infundir terror, estaban los ojos de un joven
aterrado... y he visto algo en su brazo. Tenía un dibujo, diría que dos
rombos, superpuestos, aquí… Yo ya había visto antes ese símbolo.

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Madre tenía algo similar en el brazo. Ella solo tenía un rombo. Una vez
le preguntó por ello Miranda. Yo nunca lo hice porque soy menos
curioso. Madre dijo que era una marca de nacimiento, aunque lo hizo con
un extraño gesto, quitándole importancia. No deseaba hablar de ello.
También he visto imágenes de mi niñez… muy confusas.
—¿Marca de nacimiento? En la naturaleza no existe la línea recta.
Te dije que te iba a resultar de utilidad. Ahora, ¿qué quieres hacer?
—No lo tengo claro… debería seguir mi persecución… pero tengo
la sensación de anda mal lo que dejo atrás, y eso es tan importante como
Nausicaa. No me puedo desdoblar. No puedo seguir a Nausicaa y
regresar a comprobar que todos siguen bien.
—¿Por qué quieres regresar?
—Por las mentiras de Laín… temo lo que haya podido ocultar… él
había discutido con madre… ¿y si le hizo algo? Manipuló a Camino,
alimentó su miedo para que yo me marchara solo a esta búsqueda… ¿y si
él era justo eso lo que quería? No confío en mi hermano. Ojalá pudiera
desdoblarme, ojalá pudiera volver a casa y comprobar que están bien y,
al mismo tiempo, ir a por Nausicaa.
—Tal vez sí puedas.
—¿Qué? Explícate.
—Mira… el rastro de los captores lo puedo seguir yo. Soy rápida y
me muevo muy bien en la naturaleza. Además… por ese tatuaje que me
has descrito… juraría que sé adónde se dirigen.
—¿Cómo? ¿Es que sabes quiénes son? ¿Qué es eso del tatuaje?
—El tatuaje es la pintura en la piel… no es una marca de
nacimiento sino un símbolo… conozco el lugar, pero no sé si en efecto
son ellos y se dirigen allí. Mira, soy rápida, más de lo que piensas,
demasiado rápida, por eso acabé en este agujero, por imprudente. Tú
vuelve a casa y averigua qué ha sucedido con tu madre. Yo seguiré el
rastro, comprobaré si esa gente es quien sospecho, y volveré a buscarte.
Nos veremos en este mismo lugar en dos días.
—Pero… ¿cómo puedo darme la vuelta y dejar a mi hermana…?
No te conozco.
—Yo no te he dado la idea de desdoblarte, ha surgido de ti.
Continua tu camino si es lo que deseas… pero para estar en dos lugares
al mismo tiempo, necesitas a dos personas.
— Sen… gracias. No sé quién eres, ni de dónde has salido… ni
qué es esa música que has tocado antes. Pero no sé… es todo muy raro.
Confío en ti, aunque esa confianza no se base en nada, o sí. Me has

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abierto los ojos sobre mi hermano, cómo me engañó. Me siento un
estúpido.
—Atreo, tú me has salvado la vida. Estoy en deuda contigo. Ya
habrá tiempo para charlar. Ahora hay algo más urgente.
—Gracias, de nuevo.
Atreo dejó atrás sus prejuicios y abrazó a Sen. Sintió que entre la
suciedad había algo dulce. Sen le hizo un regalo. Le aseguró que le daría
suerte. Le entregó una hermosa pulsera hecha con bolas de madera.
—Cuando temas, cuando dudes, acaríciala y recuerda que formas
parte de un mundo viejo, sabio y hermoso. Todo tiene un lugar. Eres
bueno. Ayuda a tu familia.
Y se alejó con pesar en el corazón. Atreo llevaba años teniendo
como única referencia de la humanidad a su propia familia, sin embargo,
este tipo le parecía bueno, especial y valioso. Suspiró, dio gracias por
haber dado con él, y corrió a casa.

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VII. Símbolos

El cuerpo humano tiene límites, pero nunca son los que pensamos.
Hay barreras, umbrales, de dolor, de sufrimiento, de agotamiento, solo
que a menudo no sabemos cuál es nuestro último umbral. Superamos una
barrera de dolor y, tras ella, comprobamos que todavía nos queda
capacidad de esfuerzo y sacrificio. Descubrimos que éramos más fuertes
de lo que pensábamos.
Atreo jamás hubiera sospechado ser capaz de correr tantos
kilómetros sin descanso. Su cuerpo era joven, estaba en forma y
entrenado, se había alimentado de manera sana, y podía desempeñar esta
proeza y muchas otras venideras.
Mientras corría pensaba en los detalles recuperados de su memoria
y les buscaba un sentido, una lógica. No le veía lógica a que Sen le
hubiera engañado, en cambio sí podría tenerlo que lo hubiera hecho
Laín. Había barro en los zapatos de Laín, lo vio en el momento, y no lo
procesó, no le dio importancia entonces. En ninguna zona por la que
pastoreaban había ese barro, esa tierra húmeda, oscura. ¿Cómo había
sido tan tonto? Era evidente que mentía.
No fue directo a los teitos, sino que fue a los lagos de Saliencia,
cercanos a la zona de pastoreo que frecuentaban. Tenía que apurar las
últimas horas de luz. El barro de los zapatos de Laín podría venir de allí.
Si era así vería las pisadas. Y, si estaba en lo cierto…
Atreo no había conseguido pensar como su hermano, no obstante,
su mente se había abierto a perspectivas totalmente nuevas. No conocía
la mente de Laín, pero hizo el ejercicio de ponerse en su lugar.
Rememoró los últimos días, las conversaciones con su hermano, su
desesperación por hablar con madre y convencerla para tomar como
pareja a una de sus hermanas, a Nausicaa, o a Camino. ¿Y si estaba
compinchado con los asaltantes? ¿Y si aprovechó lo sucedido? ¿Y si les
había engañado a todos? ¿Era capaz Laín de algo así? ¿Podía el mismo
chico con el que había crecido y jugado durante tanto tiempo
traicionarlos a todos? Su amistad y su cariño le había cegado hasta ahora,
pero ya era capaz de ver más allá. Veía algunos de los gestos mezquinos
de su hermano, meditaba sobre las contradicciones: el barro en los
zapatos, la tranquilidad en el rostro, la ausencia de signos de lucha (él
mismo estaba alterado, amoratado, despeinado y desaliñado)… no podía

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saber a ciencia cierta qué sucedió, pero lo que antes tomó como una
verdad a todas luces (todo cuanto le contó Laín), ahora lo ponía en duda.
Conocía el camino y no tardó en dar con el lago. No había llovido,
el rastro semejaba haber sido borrado levemente con unas patadas, y eso
lo volvía más visible todavía, como la mancha en el mantel a la que
aplicamos agua y en lugar de disolverse se expande y agranda. Así, esto
parecía obra de alguien que, en muchos aspectos, todavía era un niño. Se
veían claramente los restregones de la planta del zapato y, al final de los
surcos, el dibujo de la suela que inequívocamente pertenecía a Laín.
Atreo tomó aire. Se despojó de la ropa y se internó corriendo en el
lago por el lugar en donde estaban las marcas. Corría por evitar el frío y
por acabar pronto con este horror.
Se sumergió y abrió los ojos. Le escocían y el lago estaba muy
sucio, pero era necesario.
Las algas crecían altas como árboles en busca de la superficie,
Atreo buceaba apartándolas y, entre los verdosos y lánguidos brazos
contoneantes, su mano dio con otra mano. Abrió la boca y todo su aire
burbujeó hacia la superficie. Subió a buscar aire, más por nervios que por
falta de capacidad pulmonar. El corazón bombeaba más rápido que
nunca. Nada más terrible que hallar lo que temes. Es natural imaginar
que nos engañan, que quienes en teoría nos aman nos podrían traicionar
o dañar, pero verlo materializado... ¿Tenía valor para sumergirse de
nuevo?

Laín había salido temprano a cazar, solo. Regresó con dos liebres.
Había disfrutado matándolas, murieron en el instante, dos disparos dos
liebres muertas. Su puntería era envidiable.
Despellejó las piezas, limpió los intestinos y las cocinó y sazonó a
su gusto. Poco hechas.
Cenó solo. La mesa entera para él. A la hora que le gustaba:
temprano. Bebió vino y comió frutos secos. Después tomó algo de fruta.
Puso los pies sobre la mesa y sonrió. Confiado. El rey en su casa. Había
pensado toda la tarde en lo que vendría a continuación. Pensaba en
Camino y se reía a carcajadas. Él solo. Jamás hubiera soñado que todo se
le pusiera tan de frente, de manera tan sencilla. Escuchó algo, una
campana; se le borró la sonrisa. Quizás fuera un animal, pero, ¿y si no lo
era? No, no podía ser… no tan pronto. Conocía a Atreo. Correría hasta
dar con su presa, no miraría atrás. Los asaltantes tenían mucha ventaja,
horas… y eran varios, irían a caballo. Pasarían meses antes de saber algo

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de Atreo, si es que regresaba. Y para entonces estaría todo más que
preparado. Así y todo… había sido previsor. Por eso sonó la campana.
Sería un perro salvaje. ¿Y por qué no había ladrado Roque?
Cogió la ballesta y salió.

Laín había rodeado la casa principal con un hilo de pescar atado a


campanillas. Era fácil de ver de día para un ojo atento; con poca luz,
sería invisible.

No había muchos lugares donde esconderse y, sin embargo, no veía


a nadie. El ruido de las campanas no había sido producido por el viento,
sino que sonó un tintineo insistente. Voluntario. ¿Había caído en su
propia trampa? ¿Dónde se escondería él? Con la ballesta por delante, dio
unos pasos hacia el exterior y comenzó a rodear el teito. Pasos muy
sigilosos, silentes, en modo cacería. Algo lo desconcentró. Se detuvo.
Había un largo mechón de cabellos rubios, mojados, en el suelo. ¿Quién
los había puesto ahí?

—No levantes la ballesta, sigue apuntando al suelo, no levantes la


cabeza, Laín.
Obedeció, movió el iris hasta el extremo del ojo y creyó ver una
sombra, muy cerca. La voz, sin duda, era la de Atreo.
—Hermanito… has vuelto. ¿Encontraste a Nausicaa?
—Calla y suelta la ballesta ya... A quien he encontrado es a madre,
hinchada como una vaca en el lago. La ataste a unas piedras… ¿pensaste
que así esconderías tu crimen? La verdad siempre sale a flote, Laín.
Madre te lo decía cada vez que te sorprendía mintiendo…
—No sé de qué me estás hablando. A madre se la llevaron esos
locos. Si la has encontrado muerta, serían ellos quienes la mataron.
Puso en duda a Atreo. ¿Y si decía la verdad? ¿Y si la mataron ellos
y no él? Pero, ¿y el barro en las botas de Laín? No, no podía volver a ser
tonto e ingenuo.
—¿Por qué no tienes morados en el cuerpo tras pelear con esos
tipos? ¿Por qué no te llevaron a ti? ¿Por qué tenías barro en los zapatos?
Todo lo que dices son mentiras.
—Te estoy diciendo la verdad, Atreo, yo no le hice nada a madre.
Puedo demostrarlo, mira, te voy a mostrar los morados que tengo.
Por un instante Atreo dudó, ese segundo lo aprovechó Laín para
girarse e intentar dispararle en el pecho. Toda la ventaja era de Atreo, que

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apuntaba con la flecha y el arco a la nuca de Laín. Había pensado
disparar si hacía un solo gesto sospechoso. No obstante, llegado el
momento, fue incapaz de soltar la cuerda y disparar. En lugar de ello,
esquivó el disparo de Laín, dejó caer el arco y se abalanzó sobre él. Los
dos estaban por el suelo, Atreo sobre Laín, ya convencido de que era un
asesino, y aun así, incapaz de matarlo; así que descargó sobre su cabeza
toda su rabia en forma de puñetazos y codazos. Mientras le golpeaba
gritaba:
—¡La has matado, cerdo, la has matado!

Nunca antes se había esmerado tanto Atreo en hacer un nudo. Ató


juntas manos y pies, como si fuera un cochinillo, y también lo amordazó,
por no oír sus mentiras al despertar. Lo dejó allí fuera, como el animal
que pensaba que era. Entró a casa. Gritó, pero nadie contestaba. Las
puertas estaban cerradas. Fue al teito de las chicas. El instinto lo llevó a
la habitación principal, la de madre. Abrió. Se detuvo. Se miraron y no
sabía interpretar la mirada de Camino. Había tanto en ella. Vergüenza,
miedo, alivio, rabia, terror y, sin duda, humillación. Él estaba bloqueado.
No sabía qué hacer. ¿Qué pesaba más? ¿Qué era más fuerte? Conocía a
su hermana bastante bien. Tomó una manta que había en una silla y
cubrió el cuerpo de Camino. Había tratado de no fijarse en su cuerpo,
aunque le fue imposible, hermoso, musculado, amoratado y lleno de
cortes. Acto seguido, desató las manos y los pies y la abrazó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Atreo.
—¿Dónde está ese cerdo? —respondió ella.
—Fuera, lo he atado, está inconsciente.
—¿Por qué has vuelto?
—Tuve… tuve un mal presentimiento.
—… —el silencio de Camino era un gracias que le dolía en la
garganta. —Atreo… por favor, ve a la otra habitación y desata a Miranda
y Ulises. No les digas nada de lo que has visto… nada de mí. Diles que
estoy bien. Voy a vestirme y salgo a ver a ese cerdo.
—Camino… ¿qué…?
—...
—Camino, encontré a madre en el fondo de un lago. Creo que lo
hizo él… intentó dispararme cuando vine… me gustaría hablar con él,
que me explicara por qué lo hizo.
—Atreo… ve con Ulises y Miranda. Y quédate un rato con ellos.
Por favor. Yo me voy a dar un paseo con ese asqueroso.

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—Camino…
Ella se había ido vistiendo con ropa de madre, tratando de que
Atreo no la viera desnuda de nuevo. Enérgica, le tomó la mano e insistió:
—Ve con Ulises y Miranda, y no preguntes más.
Él hizo una respiración muy profunda. La miró a los ojos y creyó
ver la mirada de madre cuando tomaba una resolución, cuando decidía
algo que no admitía discusión. Esbozó Atreo una extraña sonrisa,
apretando los labios, asintiendo, confiando en Camino.
—Ve.
Camino le besó la mejilla y se marchó.

A madre la enterraron en la parte trasera de la casa. Atreo rezó una


oración, como madre le había enseñado. No pudo acabar la oración, las
lágrimas de Miranda se le contagiaron. Camino no lloraba, su rostro
expresaba rabia contenida.
Cuando Miranda y Ulises preguntaron por Laín, Camino les
explicó que, tras una larga charla, lo había desterrado. Dijo que Laín
prometió que no regresaría jamás. Cuando Ulises preguntó cómo estaba
tan segura de que no iba a volver nunca, Camino fue tan firme y
convincente que a nadie le quedó duda alguna, especialmente a Atreo. Él
jamás preguntó qué sucedió entre ella y Laín, ni antes ni después de que
Atreo volviera.

Por profundas que fueran las heridas, había que alimentarse. Se


reunieron una vez más con comida en torno a la mesa para tomar
decisiones, como les había enseñado a hacer madre. Era desolador ver
las dos sillas vacías. Había comida, aunque apenas la tocaban y, cuando
lo hacían, era sin ningún disfrute. Miranda sentía que por primera vez su
opinión contaba. Ulises estaba confuso y aterrado.
Atreo les explicó cuanto le había sucedido, les habló de Sen y
cómo gracias a él se había dado cuenta del engaño de Laín, motivo por el
cual regresó. Les explicó que iba a reunirse de nuevo con Sen y que
después seguiría el rastro de Nausicaa.
Camino giró la cabeza hacia Miranda, llevó a cabo una profunda
respiración, meneó la cabeza.
—Hermano, ya no nos vamos a separar otra vez. Todavía somos
una familia. Si vas tú, vamos todos.

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44
VIII. Confianza
Esta vez los preparativos de la partida fueron concienzudos. La voz
de Camino parecía la de madre en lo razonable que sonaba cuanto decía.
Qué comida se llevarían, qué armas, cómo dejarían la casa y el ganado.
Todo lo hacía pensando en un largo viaje, y también con la mente puesta
en volver a casa. No iban demasiado cargados, pero llevaban todo lo
necesario para alimentarse de lo que encontraran por el camino.
Atreo pidió que le dijeran dónde habían enterrado al asaltante a
quien él mató. La tumba estaba reciente, la tierra fácil de remover. El
cuerpo pesado y lleno de gusanos. No fue tarea sencilla ni agradable.
Pero tenía que comprobarlo. Limpió la tierra y la inmundicia. Tenía un
trapo en la boca por tal de no respirar la podredumbre. Afortunadamente,
la tierra atenuaba el hedor nauseabundo. El cadáver parecía un muñeco
de trapos sucios y enmohecidos. Limpió la piel en el brazo del difunto.
Había casi tantos insectos pútridos como barro. Además, los bichos iban
del muerto al vivo como si también desearan comerse al propio Atreo.
No había sido un sueño. El cadáver tenía tatuado un dibujo similar
al de su madre, este más complejo, un par de rombos superpuestos. ¿Qué
significaba?
Antes de devolverlo al hoyo, miró el rostro. A pesar de la lívida
faz, se apreciaba que falleció muy joven. ¿Qué esperaba al otro lado?
¿Qué esperaba a madre, a Laín, a él mismo? ¿Habría un dios de luz
velando por ella? ¿Estaría Laín en la noche eterna?

Antes de partir volvieron a acercarse a la tumba de madre. Se


arrodillaron los tres. Camino habló.
—Madre, nos has dado todo. Nos mostraste cómo vivir y ser
felices. Has sido muy buena y te estamos muy agradecidos. Fuiste
también buena con Laín, le diste nuestra misma educación, pero algo no
funcionaba en su cabeza. Era un monstruo aunque ninguno lo sabíamos.
No fue tu culpa. Te echaremos mucho de menos, madre… no imaginas
cuánto. No concibo aún que hayas desaparecido… que hoy, que mañana,
no pueda acudir a ti, a tu voz, a tus consejos, a tu sabiduría y tus abrazos
—la voz no le temblaba, pero dos lágrimas atravesaron sus mejillas—.
Nos enseñaste a ser fuertes e independientes, estarás orgullosa de
nosotros, ya verás. Ahora te pedimos que desde el otro lado veles por

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nosotros, que nos mandes tu fuerza, porque vamos a encontrar a
Nausicaa. No te fallaremos.

Caminaron en dirección noreste, por los mismos senderos de la


primera vez que salió Atreo. Habían emprendido la marcha muy
temprano, con el gélido viendo azotándoles, Ulises corría en cabeza
junto a Roque, y Miranda los retrasaba de cuando en cuando, sus pies se
cansaban a menudo y hacía breves pausas sentada en piedras o leños.
Llegaron al punto de encuentro justo antes del anochecer. Una vez allí
Camino hizo la gran pregunta.
—¿Ahora qué?
—Esperamos.
—¿Y si no vuelve?
—Volverá.
—Deberíamos seguir el rastro antes de que desaparezca.
—Camino, confío en Sen.
—Pero… ¿qué sabes de ese tipo? Nada. Podría ser uno de esos
bestias que nos atacaron, uno de esos que se llevaron a Nausicaa.
—Eso ya me lo planteé. En ese caso no me hubiera ayudado.
—¿Y si quería hacerte perder tiempo?
—No, Camino… Gracias a él estamos juntos los tres.
—Esperaremos, pero no más de un día.
—Esperaremos un día, y si no llega, esperaremos otro.
—Deberíamos buscar dónde dormir.
Camino estaba sorprendida por lo tenaz que se había vuelto Atreo.
¿Qué le había pasado en tan pocas horas? Cómo habían cambiado todos
desde el ataque. Tampoco ella era la misma. No le disgustaba esta
versión de su hermano, más decidido y resuelto, aunque eso supusiera
discutir con él. Pensó que si no daba su brazo a torcer en esto, no sería
por tozudo, sino porque estaba realmente convencido. Tendría que darle
un voto de confianza. Ojalá no se lo hubiera dado a Laín, qué confiada
había sido. No volvería a cometer ese error; veía tan claro ahora, a toro
pasado, su carácter adulador, urdidor, maquinador y trapacero.
Pasaron dos aburridas y desesperadas jornadas en aquel lugar. Por
suerte tenían lo necesario para sobrevivir y dormir protegidos. Estaba la
limpia agua del río, las cuevas y zonas rocosas y caza menor abundante.
No obstante, la espera se hacía insoportable. No tenían ánimos para
jugar. Cuando por algo salía en una conversación de manera directa o

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indirecta madre, o Laín, se miraban dolidos, y se asentaba un largo y
profundo silencio.
Atreo se entretenía pensando, sentado, mirando el cielo, el entorno,
meditaba de manera espontánea y natural, sin haber recibido enseñanza
en la materia. Miranda discutía con Ulises. Se alejaban jugando como si
pelearan uno contra otro, utilizando ramas por espadas; Camino,
mientras afilaba las armas junto a Roque, tranquilo tumbado a su lado,
comprendía por qué madre procuraba mantener a los dos pequeños
alejados. No hacían más que pelearse, competir, entorpecerse y
retrasarse, aun así, les dejaba un tiempo para estar juntos, pero el mínimo
posible, el justo para aprender uno de otro. Consentía cierta competición
a sus espaldas, para mantenerlos atentos, pero no como para que fuera
insana. Difícil equilibrio. Añoraba a madre. Un pensamiento le llevaba a
otro y a otro. Se alzó y comenzó a golpear los troncos de los árboles.
Descargaba su furia, procuraba aparentar que entrenaba. Su rabia y su
odio seguía latiendo y no era tarea fácil aplacarla.
Pasaban las horas, Camino se mostraba distante, nerviosa, pero
Atreo no cedía. Se dio un día más… si no avanzaba, estaba decidida a
obligarle a continuar. Temía que ya nunca dieran con Nausicaa.
A Atreo no le importaba cuántos reparos le pusieran Camino y
Miranda en seguir allí esperando. Él confiaba en Sen y esperaría lo que
tuviera que esperar. Había algo en aquella persona que le decía que podía
poner su vida en sus manos. Confiaba más en aquel desconocido de lo
que nunca había confiado en su hermano Laín. Los procesos mentales
que le llevaban a ese sentimiento se le mostraban ocultos, pero estaba
convencido de su postura.

La tercera noche Atreo soñaba con su anterior vida, con su


infancia. Se recordaba tan feliz. Se veía descubriendo el mundo junto a
Laín, desobedeciendo a madre a veces, en tonterías, asumiendo riesgos,
trepando por árboles, jugando con animales e insectos. En ocasiones
buscaba una telaraña y engarzaba en ella una mosca solo por ver cómo lo
envolvía en la tela y después la devoraba. Había sido feliz. Pero no
siempre fue todo así.
En los sueños vio un pasado más remoto, una ciudad vieja,
enorme, oscura, de grandes estructuras cinéreas, envuelta en polvo y
moho. Allí la naturaleza era hórrida, viciada, y había cientos de personas
secas, enjutas, famélicas, de miradas perversas; pero había una mujer
hermosa y luminosa que los protegía, madre. Había más mujeres, buenas,

47
que los cuidaban, había más niños. Incluso en el ambiente más viciado se
puede hallar algo de amor y bondad. Se vio muy pequeño, tan pequeño.
Abrazado por su madre, que le besaba la frente y le cantaba para
calmarlo. ¿Por qué tenía que calmarlo? ¿Qué había visto?
Una mano lo acariciaba y susurraba. Le transmitía el mismo calor
y candor que su madre. Susurraba su nombre. Abrió los ojos y bajo al
manto de estrellas vio un hermoso óvalo sin definir, un cabello
alborotado.
—¿Madre?—preguntó.
—He vuelto.— Era Sen y con su opaca dentadura sonreía
irradiando una ternura y sinceridad que te arropaban el alma.

48
Segunda par te
La Unión

49
50
I. Vetusta
Faltaban pocas horas para que los irregulares brochazos del alba
tiñeran el horizonte. Los cuatro se reunieron en torno a la hoguera, Atreo
había despertado con delicadeza a sus hermanas.
Camino era muy desconfiada con Sen. Su mirada lo escudriñaba y
aunque le hacía una pregunta tras otra sobre quién era y de dónde había
salido, Sen apenas daba información de este tipo, conocía el arte de
responder y evadir las preguntas al mismo tiempo.
Atreo pidió a su hermana que fuera paciente y le diera margen.
—Te dije que confiaba en Sen y te he demostrado que tenía
motivos. Ha regresado. Ahora deja que nos cuente lo que ha venido a
contarnos.
—Está bien, pero antes o después tendrá que responder a mis
preguntas...
Así se dispusieron a escuchar a Sen. Mientras a Camino parecía
incomodarla ese aspecto andrajoso y salvaje que tenía, a Miranda y a
Ulises los divertía lo estrafalaria que era. Se acercaba y preguntaba si
podía tocar sus pulseras y collares. Para Atreo, en cambio, era como si su
aspecto fuera totalmente irrelevante.
—Podría haber regresado antes, en realidad.
—¿Y por qué no lo hiciste?—preguntó Camino. —Hemos estado
mucho tiempo esperándote.
—Quería obtener información, asegurarme, no dar nada por
supuesto. Veréis, imaginaba adónde iban… pero hace muchos años que
no pasaba frente a esa ciudad y deseaba ver cómo ha cambiado Vetusta.
—¿Vetusta?
—Sí… así la llaman. Hace ya varios lustros se estableció allí una
civilización, lo que no sospechaba era que hubiera crecido tantísimo.
Estimo que vive allí un millar de personas.
—¿Un millar?
—Sí… están muy bien organizados.
—¿Y por qué la han llevado allí? ¿Quiénes son?
—Bueno… cuando me hablaste de la marca del rombo pensé en
ellos. Seguí las huellas y, en efecto, la llevaban allí... Querrán esclavos.
—¿Esclavos? ¿Qué son esclavos?— preguntó Ulises asustado.
—Los esclavos son personas que trabajan sin recibir nada a
cambio. Que deben obedecer cualquier orden que les dé un superior.

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—¿Crees que a ella la tratarán como a una esclava? —preguntó
Camino.
—Sin duda.
—¿Podremos sacarla?— cuestionó Atreo.
—No será fácil. Toda la ciudad está vallada.
—¿Y qué hacemos?
—No lo sé.
—¿Qué sabes sobre esa gente?
—Sé algo… Lo que me han contado y lo que he visto. Son
muchos, están organizados, son esclavistas, clasistas, tienen una firme
jerarquía y están armados. No parece fácil un rescate. De cualquier
manera, estoy dispuesto a ayudaros. Si queréis rescatarla, iré con
vosotros. Pero en esta empresa hay muchas probabilidades de fracasar e
incluso de morir o ser apresado… yo no os juzgaría si la abandonarais.
—Pero yo sí me juzgaría —dijo Atreo. —No vamos a abandonarla.
Resolvieron ir Vetusta, era lo único que tenían claro.
—Dinos cómo es la ciudad, Sen.
—Tiene unas estructuras enormes, más altas que árboles, son
grises y las llaman edificios, en su día fueron casas gigantescas en donde
vivían centenares de personas en cada una de ellas. Aunque ahora
muchos de esos edificios son escombros, de algunos queda tan solo la
estructura… la parte norte de la ciudad está totalmente devastada y está
separada de la zona habitada por otra gran valla. Es una ciudad gris,
aunque entre las estructuras crece musgo y enredaderas. Parece que una
naturaleza caótica, silvestre, se adueña de las ruinas.
—Sen, ¿y la gente? ¿has observado si alguno de ellos iba tatuado?
—Sí… llevan rombos. No solo tatuados, también llevan algunos en
la ropa, y otros pintados en las paredes, y hasta banderas.
—¿Tanto te has acercado?
—No tanto, tengo buena vista.
Atreo se quedó meditativo.
—Nuestra madre tenía un tatuaje similar. ¿Qué crees que puede
significar?
—Pues ya lo sabes. Fue uno de ellos.

Poco antes de despuntar el alba, un mirlo capiblanco la anticipaba


con su canto, Atreo se tumbó junto a Camino, quien seguía despierta.
—Camino —susurró—, ¿qué piensas de madre?
—¿A qué te refieres?

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—¿No te ha desconcertado que madre viviera entre aquellos que
han secuestrado a Nausicaa? Nunca nos contó nada sobre su pasado.
Solo decía que aprendió todo lo que sabe de su padre y que vinimos aquí
para vivir en un lugar mejor. Casi todos mis recuerdos anteriores a
Somiedo los tengo bloqueados, están difusos.
—Atreo… sé que llegué después, no he pasado tantos años con ella
como tú. Pero me aceptó como si hubiera salido de su vientre. A mí y, lo
más importante, a Miranda.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Que no somos hermanos de sangre pero compartimos madre, eso
nos hace hermanos. Ella no tenía necesidad de adoptarnos a Miranda ni a
mí. Tampoco vosotros sois todos hijos suyos, lo sabes.
—Sí, lo sé. Aunque yo sí lo era. O al menos eso me dijo. A eso me
refería cuando te he preguntado al principio. ¿Puedo confiar en lo que
me contó? Y lo más importante, ¿puedo confiar en lo que me escondió?
¿Y si ella era como ellos? ¿Y si secuestraba y esclavizaba a la gente?
—Atreo, si se fue de allí fue sin duda para protegeros. Nada podría
cambiar la imagen que tengo de madre. Cuando yo llegué a Somiedo ella
habló conmigo cinco minutos, a solas, me miró a los ojos y me dijo: “Sé
que puedes mentirme, así que no tiene sentido que te interrogue. No sé
de dónde vienes, cuál es tu pasado ni qué has sufrido. Yo también tengo
mis fantasmas enterrados. Lo único que quiero saber de ti es: ¿Esa niña y
tú os quedaréis como mis hijas, me obedeceréis y respetaréis y
protegeréis este hogar y a vuestros hermanos?” Mi respuesta fue sí.
Escudriñó mi mirada, no quiso saber más… A mí, no se me da tan bien
como a madre ver el alma en los ojos. Cuando miro a Sen no sé que veo
en los ojos… tampoco lo supe con Laín hasta el final. En cuanto a Sen,
sé que esconde algo. Pienso que tiene algo en común conmigo… pero
me inquieta no saber qué se guarda para sí. No puedo aceptarlo así como
así. Tal vez sea porque es un hombre que confío menos en él de lo que
confió madre en mí… no sé… me desconcierta por completo.
—Camino, yo confío en Sen. Es bueno.
—¿Y si nos lleva a la boca del lobo?
—Es que nos lleva a la boca del lobo, pero se lo hemos pedido
nosotros, y no nos lo oculta.
Camino observó que Roque se había pegado a Sen. Se había
tumbado junto a él a dormir, tras dejarse acariciar la cabeza y la barriga.
Se había mostrado muy cariñoso y amoroso con el desconocido. A Roque

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jamás le cayó bien Laín, incluso le ladraba. Tal vez el instinto de Roque
no fallara.
Antes de partir, Atreo observó cómo Sen se infusionaba en el fuego
unas hierbas. Para ello utilizó una tetera de cerámica. El objeto era
precioso, pintado a mano, y lo manipulaba con cariño y esmero. Ofreció
una taza a Atreo, que aceptó. El aroma cautivador y el potente sabor lo
relajaba al instante. Había mezclado con atino lavanda y melisa. Le dijo
que esa bebida era buena para despejar la mente y afrontar jornadas
especialmente relevantes.
—Lo que me hiciste en el río… más allá de refrescarme
recuerdos… creo que me ha cambiado.
—Si lo deseas, puedes cambiar más, puedo abrir más tu mente.
Atreo asintió.
Sen le ofreció unos frutos secos, que él tomó. Sacó una salchicha y
se la ofreció. Sen declinó la oferta.
—Nunca como carne, lo siento.
—¿Por qué no comes carne?
—¿Por qué la comes tú?
—No sé, está buena.
—Bueno… yo no como algo solo porque esté bueno. No necesito
matar a otro animal para vivir, a no ser que vaya a atacarme.
—Interesante. Te llevarías bien con Nausicaa, creo que piensa
como tú.
Atreo se preguntaba cómo alguien con tan bajo nivel muscular, que
no comía carne y que viajaba solo, había podido sobrevivir. Era
inteligente y conocía la naturaleza, de eso no cabía duda. Tal vez no todo
se lograra con fuerza. No obstante, lo había necesitado a él.

Antes de partir preguntaron a Sen cuánto podría durar el recorrido


y aseguró que si no descansaban podrían llegar a medianoche. Les
pareció buena idea llegar a aquel siniestro lugar protegidos por el manto
de la oscuridad, así que emprendieron la marcha sin más demora.

Miranda y Roque iban pegados a Sen. La primera no dejaba de


hacer preguntas que a menudo se quedaban sin respuesta, estaba
fascinada por Sen; el segundo, parecía encandilado con las caricias y el
halo que desprendía. Había sido un amor a primera vista, o a primer
olfato.

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Miranda no había visto nunca nada diferente a Somiedo y, según
avanzaban, observaba ansiosa los cambios en el paisaje. Ulises, por su
parte, sentía que se acercaba a una amenaza de manera inexorable. Tenía
la sensación de que todo se ponía cada vez peor.

Había sido sencillo decir: Sí, buena idea. No haremos descansos y


llegaremos a media noche. Pero el camino se volvía adusto. Habían
dejado atrás hacía tiempo los senderos de tierra y se metieron por una
carretera gris, de asfalto, que les quemaba las suelas y cargaba las
piernas.
Miranda era quien más se fascinaba. Lo que más alucinada la dejó
fue encontrarse con automóviles.
—¡Pero qué es eso! ¿Son minicasas?
—No, son automóviles. —explicó Sen.
—¿Y para qué sirven?
—Ya para nada. Para que se escondan alimañas, lo único. Hace
décadas servían para moverse, como los caballos.
Ulises se asomó a uno de los coches y vio un nido de serpientes,
una de ellas reaccionó y se lanzó a su rostro. Él se creyó morir. Era una
serpiente de cascabel. Pero la serpiente se golpeó contra el cristal de la
ventana. Ulises cayó de culo. Ya no se acercó a otro coche.
La carretera estaba repleta de todo tipo de vehículos abandonados,
viejos, oxidados, quemados y olvidados por el tiempo. Había un paso
abierto entre los coches por el que podían pasar sin problema un par de
caballos en paralelo. Atreo miró atrás, vio lo que sucedía con Ulises,
petrificado. Suspiró, pensó que no había vuelto a ser el mismo desde que
vio llevarse a Nausicaa y enterrar a madre. Fue a él, lo tomó de la mano
y lo apremió a proseguir.
Al poco, hubo un gran estruendo y un grito. Esta vez había sido
Miranda. Había abierto la puerta de uno de aquellos vehículos y, al
hacerlo, la puerta se desencajó. El metal gimió como una bestia salvaje.
—Venid un momento— dijo Sen—. La culpa ha sido mía, por dar
por hecho que no haríais ruido. Conocíais vuestro paraje y sabíais qué
animales y bestias lo frecuentaban, pero no conocéis estos caminos.
Estos terrenos son muy peligrosos y es preciso avanzar sin hacer ruido.
Ahora que ya hemos llamado la atención, lo que tenemos que hacer es
caminar más rápido e intentando no volver a hacer un ruido así. Podría
venir alguien a por nosotros. Deberíamos, además, ir por otra senda. Nos
retrasaremos, pero es más seguro.

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—Sen, ¿de qué tienes miedo?
—Atreo, hay personas tan peligrosas o más como quienes se
llevaron a tu hermana.
—¿Llegaremos más tarde? Yo me arriesgaría y seguiría por esta
ruta.
—Solo digo que avancemos en paralelo a la carretera, pienso que
será más seguro. Vamos a seguir el curso del río igualmente.
—Estoy contigo, Sen— la apoyó Atreo. —Camino, si lo dice, es
por algo. Vamos a confiar en él.
—Está bien, pero tienes que hablarnos de a qué nos exponemos.
—Camino… creo que tengo poco que explicarte. Tú también
vagaste por este mundo antes de que te acogieran en Somiedo, ¿no?
—Sí, pero fue un breve deambular.
—Aun así has presenciado actos espeluznantes. Sabrás también
que algunos hombres son peores que la peor de la alimañas. Algunos
viven aislados, enloquecidos, al acecho… incluso existen caníbales. Es
mejor estar alerta y ser silenciosos, te lo aseguro.
—¿Por aquí puede haber alguien así?
—Están por todas partes. No siempre fue así el mundo, pero este es
el mundo en el que vivimos y en el que debemos sobrevivir.
—¿Qué son caníbales?—preguntó Miranda.
—Personas que comen personas. El hombre es un lobo para el
hombre— dijo Camino, sin saber que alguien ya escribió algo así miles
de años atrás en una lengua antigua y olvidada.

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II. Larga marcha

Camino estaba disconforme por haberse desviado. Ir en paralelo a


la carretera sería más seguro, pero perdían tiempo superando elevaciones
de terreno, matorrales y basura. No obstante, las plantas de los pies lo
agradecían. Seguían el curso del río Val de Cazana, siempre dirección
noreste, y Camino gruñó a causa de que Sen dijo tener una urgencia. No
obstante, se quedó sin motivos para protestar, pues añadió:
—No os demoréis por mí. Seguid avanzando. Yo os alcanzaré
después.
—¿Cuál es esa urgencia?
—Me estoy meando.
—Pues chico, hazte a un lado y meas en un momento.
—Necesito mi espacio, mi tiempo, mi intimidad.
—Claro, claro.
Camino inquirió a Miranda, Ulises y Atreo que apretaran el paso y
ella se retrasó un poco. Para que Sen no se quedara solo, porque
aseguraba no fiarse, aunque mentía, en realidad quería comprobar algo.
Se quedó agachada junto a unos matorrales, observando por dónde
se había detenido Sen. Camino sonrió, la satisfizo estar en lo cierto. Vio
cómo Sen se ponía en cuclillas para orinar, ¿qué hombre haría aquello?
Solo cabía una posibilidad de error, que no fuera a orinar, sino a
hecefecar a lo que se había detenido. Una vez comprobado el detalle,
aligeró de nuevo su ritmo para alcanzar a sus hermanos.
Atreo se giró y se miraron. Sonrieron cómplices, optimistas,
ilusionados por encontrar a Nausicaa, rescatarla, reunirse. Brillaban los
ojos de Atreo y la sonrisa de Camino. Resonó un violento impacto. Fue
muy rápido, una sombra que cubrió la cabeza de Atreo. Una salpicadura
de sangre que brotó. Él que se derrumbó. Camino vio la piedra en el
suelo. Era enorme. La cara de Atreo, inconsciente, estaba teñida en rojo.
Camino gritaba: ¡Al suelo! ¡Al suelo!
Se giró y no vio ni a Sen ni a nadie que les estuviera atacando.
¿Estarían compinchados? Miranda se había agachado y ahora gritaba,
alguien forcejeaba con ella, Roque ladraba y mantenía a raya a un ser
inmundo, a Ulises no lo veía por ninguna parte. Camino se quitó la
mochila, sacó una navaja y, agazapada, avanzó hacia sus hermanos.

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Mientras, a su espalda, escuchaba unos gritos agudos. Eran alaridos de
auxilio.
Dio unas palmadas a Atreo. Temía que hubiera muerto. Reaccionó
a los tortazos. Abrió los ojos. Aunque parecía ebrio, ido. Se creía en un
sueño imposible. Creyó ver cómo Camino, con solo una navaja, se
enfrentaba a unos salvajes que la golpeaban con palos y hachas. Sin
embargo, no sabían a quién se medían. Los esquivaba y contragolpeaba
sin piedad, los machacaba y se los apartaba como si peleara contra niños.
Mostraba fiereza y astucia. Una patada en la rodilla, un alarido y el
enemigo quedaba fuera de combate, un navajazo en el cuello a uno; otro
en un segundo recibía un puñetazo en la boca del estómago y acto
seguido un codazo en la sien que lo dejaba inconsciente. Tres cuerpos en
el suelo que ya no se movían, ¿muertos? Seguramente. No veía a ningún
otro cerca; la guerrera retrocedió a buscar a Sen. Al poco, volvió a donde
estaba Atreo.
—¿Estás bien?
….
El pobre parecía que acabara de nacer. Miraba perdido,
desorientado. Demandando ayuda, el golpe lo había desorientado por
completo.
—Hermano, ¡hermano! ¿Cómo te llamas? Dime, vamos. ¿Cómo te
llamas?
—A… Atreo… Atreo… me llamo Atreo.
—¿Y yo?
—Camino… hermana.
—Bien… intenta espabilarte, se han llevado a Sen, tenemos que
ayudarla.
—¿Qué?
Él todavía no comprendía el sentido de aquel pronombre que se le
había escapado a Camino. Bastante tenía con averiguar dónde estaba y
ponerse en pie. Se reunieron todos, salvo el guía, Sen. Con Atreo ya en
sus cabales, entregaron al can una prenda para olfatear y para que hallara
a su amigo desaparecido. Era un perro adiestrado no solo en el pastoreo,
sino también en el rastreo, y corrió a cumplir las órdenes de su amo.

—¿Qué es eso?— preguntó Miranda.


—¿Crees que tenemos todas las respuestas, niña?— respondió
Camino
—Es una casa muy grande, ¿no?

58
—Ya he visto que es muy grande, hermana, pero más que grande
es súper rara— añadió Ulises.
—No tengo claro que sea una casa— dijo Atreo. De cualquier
manera, Roque nos ha traído aquí.

El edificio estaba junto a la carretera. Se trataba de una iglesia


románica del siglo XII, aunque ellos no comprendían qué era. El lugar
parecía bien conservado. Tras el templo se dibujaba la montaña. La
sobria construcción de piedra estaba rodeada de enormes árboles. Las
puertas y ventanas habían sido derribadas en un tiempo que ya quedaba
remoto. Miranda en una mano portaba la honda y con la otra acariciaba
el lomo de Roque, iba en cabeza pese a que Camino tiraba de su hombro
hacia atrás cada dos por tres, Ulises caminaba el último, con una larga
daga, Atreo con espada y Camino con un machete procuraban avanzar
firmes y atentos. No tenían la menor idea de con qué iban a encontrarse
allí dentro.
Por primera vez entraban a una construcción así y la visión fue
impresionante. La entrada, a través de la torre, les abría la visión de las
tres naves. Miranda observaba absorta los arcos de medio punto, proeza
constructiva que le había sido imposible imaginar que existiera. El lugar
era oscuro pese a las ventanas sin cristales. Había algunas bancadas en
los rincones, Atreo reparó en los capiteles de las columnas, con relieves
de águilas, osos, caballos, hombres con cabeza de zorro y otras extrañas
criaturas. Habían desistido a ser silenciosos. De súbito, tras olfatear por
doquier, el perro ladró y fue directo a una capilla y corrieron tras él. Allí
estaba Sen y a su lado dos seres de difícil descripción.
Sen estaba en el suelo y uno le agarraba los cabellos por detrás
mientra le ponía un cuchillo de piedra sobre el cuello. El otro enseñaba
los dientes. En la sala, tras ellos, había sendas vitrinas con unas horribles
figuras. Muertos momificados que conservaban sus ropajes originales.
Frente a las momias, ofrendas florales y sacrificios humanos y animales.
De los muertos solo quedaban los huesos.
—¡Soltad a nuestro amigo!—gritó Atreo.
Los dos engendros contestaron con gestos y gruñidos. Indicaban
con aspavientos y movimientos de cabeza que se fueran por donde
habían venido o le cortarían la cabeza a Sen. Parecían desconocer una
lengua diferente a la violencia y los gruñidos. No comprendían lo que
argumentaban Camino y los otros, las palabras en sí parecían misterios

59
insondables para estos seres odiosos, no obstante por el tono podían
deducir algún significado sencillo.
Atreo, que no estaba todavía ágil mentalmente, con la sangre
goteando de su cabeza, intentaba dialogar y negociar. Pero esos seres
deleznables, jorobados, con las manos tan cerca del suelo como pudiera
tenerlas un gorila, gruñían y amenazaban con los brazos. Jamás se habían
cortado el pelo o la barba y a todas luces, estaban sin educar. Eran
bestias.
Según avanzaban por la nave central vieron pasmados la falta de
lógica y principios de aquellos seres. Habían atado a Sen a una gran cruz.
Cortaron sus ropas dejando el vientre y los brazos al aire. En la piel, con
navajas sucias e inmundas, le hacían cortes no poco profundos. Pegaban
las bocas de pútridas dentaduras a la piel y bebían de la sangre como
parásitos hambrientos.
—¡Soltad a nuestro amigo!— gritó Atreo.
Miraron a los que entraban con ojos bobalicones, bocas
entreabiertas sanguinolentas, estultas. Había algo salvaje y temible en su
visible ignorancia.
Camino miró alrededor y no vio a nadie más. Machete en mano
avanzó por el centro junto a Miranda e indicó a Ulises y a Atreo que
siguieran por un lateral. El suelo estaba pegajoso, repleto de heces. Estos
humanos hecefecaban, orinaban y comían por doquier indistintamente.
Ulises contuvo una arcada.
—Miranda, ¿Acertarás desde aquí a uno de ellos con la honda?
—Sin duda, su cabeza es más grande que la de una liebre.
—Pues cuando estés a distancia suficiente, grita "ya" y dispara.
Ulises, que se alejaba por la nave lateral tras Atreo miró a Miranda
y le dijo:
—No falles, inútil.
Miranda dio por respuesta una sonrisa confiada.
—Atreo, ¿por qué tenemos que obedecer lo que dice Camino?
—Calla, es la mayor.
—¿Y qué?
—Calla y sígueme...
Atreo suspiró y temió que se estuviera forjando un nuevo Laín.
Escucharon la voz de Miranda seguida por un ligero, rápido y seco
chasquido, como un latigazo, era el sonido de la honda. Miranda había
disparado y acertó a uno de los dos salvajes en la cabeza deformada. Sin
embargo, se giró, vivo, consciente, furioso, y corrió hacia donde estaban

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ella y Camino. Corría con un cuchillo, boca y cabeza rojas de rabia y
sangre; la mirada enloquecida aceleró las pulsaciones de Camino, quien
se había adelantado. Dudó de sí misma, escuchó gemir, aterrada, a
Miranda. No podía permitirse la duda o el temor. Aquella bestia corría
descalza, casi desnuda, sin control, así que, cuando más cerca estaba, de
una patada Camino interpuso un banco en el recorrido y el salvaje
tropezó y cayó al suelo de manera ridícula. Se había clavado su propio
cuchillo en el vientre. Al verlo en el suelo, Camino observó que parecía
una mujer. Recordó aquellas palabras de madre: “¡No corráis con un
cuchillo en las manos!” La confianza jugó en contra de Camino. Recibió
un bocado en la pierna de la moribunda alimaña. Parecía ignorar la
pedrada y el navajazo. Así y todo, Camino, en posición ventajosa, la
remató a machetazos. Cuando al fin dejó de moverse siguió golpeando.
Ya no se fiaba en absoluto, y también como venganza por el mordisco.
Estaba rabiosa de dolor y furia. ¿De qué están hechos estos locos? ¿Qué
clase de humanos son que no se detienen al sufrir dolor?
Atreo padeció también para derrotar al otro. Pese a llevar el
primero una espada y el segundo un cuchillo, el salvaje seguía peleando
sin importarle haber perdido una mano o haber recibido un corte letal en
el hombro. Se abalanzó sobre Atreo y trataba de clavarle el cuchillo con
la mano que le quedaba. El muchacho recibía en el suelo un corte tras
otro en las manos y Ulises miraba la escena mientras gritaba, sin
atreverse a intervenir. Fue Miranda quien, a unos cinco metros de
distancia, cargó una nueva piedra y acertó de nuevo en la cabeza del loco
salvaje, quien cayó al suelo. Todavía despierto, Atreo y Camino lo
patearon. Le preguntaban, trataban de sonsacarle información sobre
quiénes eran y por qué les habían atacado, pero mientras hacían esto,
Miranda gritó. Todos pensaban que venían más locos a atacarles, pero
no. Ella demandaba ayuda para Sen, quien sonreía colgado de la cruz.
—¡Bajadlo de aquí, rápido, necesita ayuda! No te preocupes, Sen,
ya estamos aquí.
Camino corrió a auxiliar a su guía, hacia quien su simpatía había
aumentado recientemente. Atreo se quedó solo con el salvaje y la muda
sombra de Ulises. El salvaje tenía edad indefinida. Cuando halló a Sen le
dio la sensación de una persona descuidada, sucia y poco agraciada, pero
este otro, en cambio, le parecía una abominación.
—¿Quiénes sois? ¿Cuántos sois? ¿Qué queréis?
El ser no respondía con palabras, sus únicas respuestas las daba
con arañazos y mordiscos que lanzaba al aire tratando de capturar el pie

61
de Atreo. ¿Qué podía hacer con esta cosa? Pensó en la imagen macabra
de los dos engendros bebiendo la sangre de Sen. ¿Eran estos los
caníbales contra los que les había advertido? ¿O eran simplemente uno
de tantos peligros que amenazaban en el exterior? Tampoco en eso les
había mentido madre, la vida fuera de Somiedo parecía sucia y peligrosa.
Observó las heridas. Moriría en unas horas, en el mejor de los casos. Si
fuera un animal lo sacrificaría. Suspiró, ¿qué era sino un animal? ¿qué
eran los humanos sino animales? Este ser merecía la misma clemencia
que un zorro o un perro salvaje, y también la misma falta de escrúpulos.
Atravesó el pecho con la espada y murió en el acto. No eran monstruos.
Mataban y se morían. Eran salvajes.

Con el agua que llevaban encima se limpiaron las heridas.


Lograron además improvisar vendajes y frenar las hemorragias. Solo los
niños se habían salvado de sufrir algún daño. Camino, lejos de reprochar
a Atreo que hubiera atravesado el pecho a aquel engendro, simplemente
lamentó no haber sido ella quien lo matara. Se miraba la mordedura y era
evidente en las marcas que se trataba de una dentadura enferma y viciada
como el ambiente que allí se respiraba.
Ulises, Miranda y Roque se quedaron en la puerta, de guardia. Los
mandaron, sobre todo, para poder hablar los adultos tranquilos, curarse, y
ahorrarles más escenas grotescas. Aunque también era útil tenerlos ojo
avizor. De vez en cuando les gritaban que no perdieran detalle.
Sen utilizaba sus últimas hierbas de San Guillermo sobre las
múltiples heridas de Atreo y también puso una en la mordedura sufrida
por Camino, quien se quejaba del escozor.
—No protestes tanto, Camino, que solo es un mordisco, mira a mí
cómo me ha dejado ese animal.
—Tú lo has dicho, animal, prefiero una navaja a esos dientes con
los que me ha mordido.
—Oye, tú qué mala leche mandando a Ulises de vigilante… si
sabes que no vería a un oso hasta que le estuviera dando un zarpazo. El
pobre ve menos que un topo.
—No ha sido para burlarme, no soy tan mala, era para que no
pasaran más tiempo aquí dentro, con este olor nauseabundo y los
muertos…
—Bueno, creo que estos empiezan a estar curados de espanto.

62
El escenario era dantesco. Se recomponían unos a otros en el
siniestro altar que aquellos salvajes alzaron frente a las momias.
Dedujeron que las idolatraban como a dioses.
Atreo pidió a Miranda que entrara junto a él. Quería mostrarle
algo. La llevó junto a las placas con inscripciones.
—Lee, Miranda, practica, ¿qué pone ahí?
La momia que se alzaba sobre la inscripción tenía ropajes morados
y un enorme crucifijo en el pecho. Le faltaban los ojos, la nariz y algunos
dientes, pero conservaba la piel del rostro, que parecía un cartón viejo.
Un cordón púrpura y amarillo pendía de su cuello. La cavernosa boca
abierta y los ojos vacíos miraban a un costado.
— “Pedro Analso de Miranda”. Mira, como yo.
—Exacto… por eso quería que lo leyeras. “Pedro Analso de
Miranda, abad de la colegiata de 1690 a 1720, obispo de Teruel,
inquisidor, consejero de Felipe V”— leyó Atreo.
—¿Qué es inquisidor? ¿Y por qué se llamaba como yo?
—No tengo la menor idea. Pero no se llamaba como tú, se llamaba
Pedro. Ese De Miranda, sería su apellido.
—¿Apellido?
—Sí… antiguamente había tanta gente que para diferenciarse unos
de otros se ponían nombre y apellido… es porque había muchos pedros,
y muchos joses y muchos de todo.
—Vaya… ¿Y en la otra placa qué pone?
Fue a la otra momia, que vestía una camisa blanca. Su rostro estaba
mejor conservado, igualmente acartonada la piel sobre los huesos.
—“Lope de Miranda Ponce de León, Segundo Marqués de
Valdecazarna, 1626-1688.
—¿Qué significan esos números?
—Serán los años en que nació y murió.
—¿Y en qué año estamos?
—No sé… madre decía que debíamos estar por el 2150 más o
menos.
—Entonces hace mucho tiempo de esta gente.
—Sí hace, sí.
Sen los había escuchado y desde donde estaba alzó la voz y se
dirigió a ellos.
—Estamos en el año 2182.
—¿Cómo lo sabes, Sen?
—Porque llevo la cuenta.

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Dedujeron que aquellas personas que les habían atacado debían de
ser familia y habrían sobrevivido como animales. No parecían haber
aprendido un lenguaje ni ningún hábito civilizado. Eso calmó sus
conciencias. Había sido como matar animales.
Cuando Sen se puso en pie y comprobó que casi todas sus
hemorragias estaban contenidas, los apremió a salir de allí. Cuando
tuviera tiempo debería rezar y pedir por su salud y la de sus compañeros.
Temía pasar la noche con calenturas fruto de alguna infección.
A Miranda le llamó mucho la atención aquel señor con largos
cabellos, medio desnudo, crucificado sobre el altar. Solo Sen había oído
hablar de él. Dijo que era un dios de otro tiempo, que alguna gente
todavía lo adoraba, pero que en otros tiempos fueron millones quienes lo
veneraban.
—¿Y por qué veneraban a las momias?— preguntó Camino
interesada.
—Porque eran salvajes… debieron de ver en ellas algo
sobrenatural, o primigenio.
Atreo no entendió por qué Sen pidió de nuevo intimidad para
procurarse nuevas vestimentas. Tenía que quitarse la camiseta, pero no
deseaba ser visto. Jamás se le hubiera pasado al muchacho por la cabeza
lo que en realidad estaba ocultando su compañero de viaje. Atreo
imaginaba que tenía alguna deformidad que lo avergonzaba. Le comentó
este detalle a Camino, quién se rio a mandíbula batiente y trató de
contener las carcajadas.
—Alguna deformidad… desde luego— repetía Camino y hasta le
caían lágrimas de los ojos.
Atreo se sentía idiota.
—¿Qué he dicho que sea tan gracioso?
—Nada, nada… deformidad… creo que te han dado muy fuerte en
la cabeza, aunque lo tuyo en realidad ya venía de antes.
—Deja de meterte conmigo ya… tampoco es para tanto.
—Si es que eres muy simple, en serio. Tú sí que tienes una
deformidad.
Quien más se había asombrado por la destreza que tuvo Sen
limpiando y curando las heridas fue precisamente Camino, y a este
propósito le preguntó, cuando ya habían reemprendido la marcha tras la
pérdida de tiempo y fuerzas:
—Nuestra educación sobre todo se basaba en conocernos a
nosotros mismos, conocer la naturaleza, respetarla y saber cómo nos

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podía beneficiar. Así que sé algo sobre medicina, plantas, alimentación y
nuestro cuerpo.
—¿A qué te refieres con nuestra educación? ¿Quién te educó, Sen?
¿Dónde creciste?
—Lejos de aquí, al este. Vivía en una pequeña comunidad, allí
aprendí el setenta o el ochenta por ciento de lo que sé, lo demás me lo
enseñó la vida.
—¿Y por qué te fuiste?
—Pues era una comunidad genial, me protegieron y me dieron una
educación… pero había algo esencial que estaba totalmente en contra de
mis principios, así que me tuve que marchar.
—¿Qué era ese algo?
—No toleraban la presencia de varones entre ellas.
—Ah… vaya… sí es un aspecto importante.
—Ya lo creo. No sabes cuánto.
—¿Y cómo se reproducían…? Una comunidad así está condenada
a extinguirse.
—Siempre hay formas de encontrar varones que solo quieran
cumplir esa función… la única condición es que no se queden en su
comunidad. Ya te lo explicaré otro día.
—Oye, Sen… ¿por que ahora me cuentas esto y antes no te me
abrías?
—Porque habéis vuelto a por mí. Atreo me salvó una vez… y
ahora tú has venido a buscarme. Confío en vosotros
—Sen,— dijo Miranda— esos salvajes que nos han atacado, ¿eran
caníbales de esos?
—No sé… no tenían pinta... creo no eran más que unas bestias; no
son lo peor que nos podríamos encontrar. No creo que nos hubieran
comido, o al menos, no vivos.
—¿Y qué iban a hacerte?
—Creo que matarme y ofrecerme como sacrificio a sus dioses…
¿no viste el osario?
—¿Y no te da miedo que te maten?
—Claro… pero no es la muerte lo peor que te puede pasar. Te
mueres y ya está. El sufrimiento está en la vida, no en la muerte. No
temas la muerte.
—Pues sí la temo.
—Lo sé.
—¿Tú sabes leer?

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—Sí.
—¿Te enseñaron en la comunidad?— intervino Camino.
—Sí, teníamos muchísimos libros.
—Nosotros muchísimos no… pero unos cuantos. Atreo, ¿cuántos
libros teníamos?
—Sesenta y tres.
—Eso.
—No está mal —consideró Sen.
—¿Cuántos libros teníais en tu comunidad?
—No sé… no los conté. Tal vez mil.
—¿En serio? Son muchísimos, guau. ¿Los has leído todos?
—No. Me gustaría leer mil libros, o dos mil. Pero quisiera poder
elegirlos. Me encanta leer.
—¿Por qué?
—¿Tú por que crees que me gusta leer?
—No sé… no tengo ni idea. A mí me cuesta y me aburre.
—¿Y no encuentras nada bueno en la lectura de un libro?
—Sí, bueno, aprendes cosas y eso… pero saliendo a cazar se
aprenden cosas más útiles —opinó Miranda.
—Y no te gusta aprender cosas inútiles, ¿no?
—No.
—¿Crees que hay cosas “inútiles” que puedan ser buenas o
divertidas?
—¿Como cuál?
—¿No se te ocurre ninguna?
—Tirar piedras al agua, subir a un árbol.
—O leerte un libro.
—¿Entonces, leer te divierte?
—Sí, a mí me divierte mucho, Miranda… es como si me sentara a
hablar con personas que vivieron hace mucho tiempo, en otro mundo, y
me contaran cómo era su vida, qué les gustaba hacer, qué les divertía y
asustaba. Y al leerlo, es un poco como si lo viviera yo también. ¿Crees tú
que puede haber algún libro que te parezca divertido?
—Supongo… en el mundo entero… alguno habrá.
—Yo te encontraré uno entonces, es mi desafío —observó que pese
haber estado muy callado, Ulises había permanecido muy atento. —¿Y a
ti, Ulises? ¿Te gusta leer?
—Sí.
—¿En serio? ¿Qué te gusta leer?

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—Bueno, lo que más me gustaba era cuando madre leía algún
cuento de fantasía y de acción. Leerlos a mí me gusta… pero me gustaba
más oírlos en su voz.
—Bueno, ya está bien de cháchara, encontremos primero a
Nausicaa, si os parece —interrumpió con voz seca Camino. —No
perdamos el norte.
Miranda echó una mirada a Sen como pidiendo que la ignorara.
Sen sonrió.
Siguieron un trecho concentrados en el terreno, en avanzar, en
poner un pie enfrente de otro. Atravesaron algunos pueblos
fantasmagóricos, de casas derruidas en su mayoría. No había más que
animales y algún esqueleto. De cuando en cuando Sen les indicaba heces
de caballo relativamente frescas (habían pasado ya algunas jornadas),
para hacerles ver que este era el camino que siguieron los raptores de
Nausicaa.
A Miranda la divertían los nombres de algunos de aquellos pueblos
fantasmas, el de Tenebredo le gustó mucho y trató de retenerlo. Además,
justo en ese pueblo, la sorprendió y alegró una pintada que leyó en el
muro de una casa, en letras rojas: “No estás solo en este mundo”. Parecía
un mensaje de consuelo, de ánimo, que alguien que la conociera le
lanzaba.
Quedaban pocos minutos de luz cuando llegaron al lago de Barrea.
Era uno de los puntos más hermosos con que se habían encontrado en el
recorrido. Las montañas se espejaban en el gran charco de arrebol. Las
piernas pesaban, Miranda pedía que pasaran la noche allí, podían meterse
en alguna de aquellas casas abandonadas, pero Sen les decía que estaban
ya muy cerca. Habían ido a buen ritmo y en breve podrían ver Vetusta.
Se quedaron sorprendidos por las dimensiones de la presa, obra de
seres humanos. Atreo se preguntaba cómo una civilización tan
asombrosa degeneró en la desolación actual.
Obedecieron a Sen. Los pies estaban doloridos, las piernas
temblaban y ahora estaban iban más rápido para vencer a la incipiente
penumbra. Gracias a ello, cuando subieron al Soto Ribera, aunque ya no
se veía el sol , ni había luces rojizas, quedaba algo de claridad y gozaron
de una visión desde la altura que les mostró la ciudad de Vetusta. Los
edificios se alzaban majestuosos, el nudo de carreteras de asfalto
desafiaba a la naturaleza. Se quedaron sin habla, excepto Sen, quien dijo:
—Eso es Vetusta. Ahí está vuestra hermana. Ahora sí sería una
buena idea descansar.

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III. Acecho
Encontraron cerca del bosque de la Zoreda un hotel decorado como
un castillo. El lugar estaba en muy buen estado, pese a llevar décadas
cerrado. Tal vez era porque todas las puertas y ventanas estaban bien
cerradas con tablones de madera, aunque claramente algunas criaturas
pequeñas campaban a sus anchas. Les costó forzar la puerta de la
entrada, pero finalmente Camino mostró su destreza como bola de
demolición. Se había hecho con un tronco caído y lo utilizó de ariete.
Brutalidad y eficiencia en estado puro.
Encendieron una antorcha que devoraba la penumbra absoluta del
interior. El olor nauseabundo les corroboró que aquello llevaba décadas
cerrado. Abrieron algunas ventanas y entró claridad de luna, no había ni
una nube en el cielo.
Les pareció, incluso en la penumbra y con espesas capas de polvo
y musgo adueñadas de cada rincón, un lugar asombroso y lujoso, un
palacio como los imaginados en los cuentos.
Juntos exploraron el lugar. Además del lujo que transmitían los
altos techos, las lámparas de araña, las espaciosas estancias y los sillones
de diseño, esos mismos elementos se volvían siniestros en la oscuridad
que solo quebraban los rojizos lengüetazos de las antorchas de Atreo en
la vanguardia de la fila y Camino en la retaguardia.
Decidieron acomodarse juntos en una sola habitación, en una suite
anchurosa. No confiaban en dormir separados. Llevaron una cama de
otra habitación y las juntaron todas, para mayor sensación de seguridad.
Se acomodaron, pero dejaron las armas cerca. Además atrancaron
la puerta, si les asaltaban en la noche, que al menos tuvieran que hacer
algún ruido que los despertara.
A pesar de la inquietud y lo incierto, el cansancio fue más y Atreo
cayó dormido en un par de minutos. Era el lecho más cómodo sobre el
que jamás había soñado descansar. No tenía la menor idea de qué era la
viscoelástica que configuraba el colchón, solo sabía que se hundía en ella
como si fuera abrazado. Sonrió antes de dormirse. Se despertó agitado de
un plácido sueño en que bailaba con una hermosa desconocida de
indefinido rostro. Ulises lo había despertado meneándole el hombro.
—Atreo… no puedo dormir. ¿Me puedo quedar a tu lado?
—Claro, ¿qué te pasa?

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—Es que no paro de pensar… ¿y si hay alguien en este edificio y
viene a por nosotros mientras dormimos.
—No temas… hemos atrancado la puerta.
—¿Y si la tiran?
—Si la tiran me levanto y me los cargo, y despierto a Camino y
entre los dos acabamos con quien venga. ¿Vale?
—¿Como con los malos esos que nos atacaron?
—Sí, como con esos tíos malos y feos, mira que eran feos, eh.
—Sí, y tontos. Pero, estabas dormido ¿y si vienen mientras
dormimos?
—Entonces me quedaré despierto, ¿vale?
—Vaaaale. Atreo… ¿dónde crees que está madre?
—Ya lo sabes, le hicimos el funeral.
—Me refiero a… ¿qué pasa cuando mueres? ¿Dónde está ahora
ella? ¿La tendrá Dios consigo?
—Ah… Dios… claro.
—Madre creía en Dios, ¿tú crees en Dios?— preguntó Ulises.
—Supongo…
—Dios es bueno, ¿no?
—Sí, claro.
—Entonces Dios estará cuidando de madre, ¿a que sí?
—Sin duda… y conociendo a madre… seguro que también ella
está cuidando de él.
—Yo no quiero morir… ¿sabes? No quiero morir.
—No vas a morir. O al menos no hasta que tengas por lo menos
100 años y para eso falta mucho
—Pero hay mucha gente mala y peligrosa.
—Camino, Sen y yo te protegeremos, no temas.
—Laín era malo. ¿Por qué se volvió malo? Antes era bueno.
—No creo que se volviera malo. Creo que siempre fue malo, pero
nos mentía.
—¿Y por qué mentía?
—Porque era malo y no quería que lo supiéramos.
—¿Tú eres malo?
—No, campeón… Te protegí de esos hombres malos y feos.
—Y tontos.
—Sí, y tontos. Y te protegeré de todo el que te quiera hacer daño.
—¿Y por qué no nos volvemos a casa que no hay gente mala?

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—Porque ahora tenemos que salvar a Nausicaa. Tú la quieres
mucho, ¿verdad?
—Sí… la echo de menos, era muy buena.
—Sí era buena. Todos la queremos. La vamos a llevar a casa con
nosotros. Confía en mí.
—Vale, lo haré. Atreo, y ¿Laín dónde está? ¿Puede volver para
vengarse?
—No, Laín no volverá nunca a molestarnos.
—¿Cómo lo sabes?
—Camino y yo se lo dejamos muy claro. Confía en mí. No
regresará.
—Tengo miedo.
—Es normal tener miedo, pero mira, no voy a dormir, me quedaré
en pie con la espada y te protegeré toda la noche… y mañana, si quieres,
habla con Sen. Sabe mucho sobre el mundo y la vida y la muerte, te
tranquilizará.
—Vale.
—Ahora quiero que cierres los ojos y pienses que estoy a tu lado
despierto y te protejo. Y quiero que también pienses en alguno de esos
días bonitos que pasamos tú y yo en la barca, en el lago, pescando.
¿Vale?
—Sí, ese día que saqué un pez tan grande que no podía subirlo al
barco y me ayudaste tú.
—Sí, acuérdate de ese día y cierra los ojos.
—Gracias, Atreito. Te quiero.
—Te quiero, Ulises, buenas noches.
Atreo se puso en pie. Al menos había dormido un par de horas. Se
asomó a la ventana. La noche se expandía eterna por el bosque y las
montañas. Le había impresionado la imagen de la ciudad de Vetusta en
lontananza. Sentía que él venía de ella, los dibujos de madre y sus
difusos recuerdos de niñez procedían de esa ciudad… si madre los había
sacado de allí fue por un imperioso motivo. Sintió una presencia a su
costado. Era Sen.
—¿Cómo puedes ser tan silencioso?
—Años entrenando. Controlar la respiración y los pasos.
—¿Y cómo sabes tanto?
—No sé tanto, sé algo.
—Me sorprendes… me gustaría que hablaras con Ulises mañana,
está muy asustado y perdido.

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—Tú has hablado muy bien.
—¿Nos has escuchado? Qué vergüenza.
—Es que yo tampoco podía dormir, no es que quisiera espiarte. ¿Y
Miranda no te preocupa? También es muy niña.
—Ya… pero no sé, a ella la veo mejor. Parece más relajada, pero
Ulises... no lleva nada de esto bien.
—Bueno, con los niños nunca se sabe. A veces muestran una
sonrisa para esconder una lágrima, al igual que hacemos los adultos. No
dejes de observarla tampoco.
—Gracias. Sen… ¿cómo haremos para sacar a Nausicaa de ahí?
¿Tienes algo pensado?
—A ver… ese sitio es muy grande. Allí vive muchísima gente. Tal
vez podamos colarnos por algún agujero en la valla y pasar
desapercibidos. Una vez allí, tendremos que intentar localizarla. Pero lo
primero es entrar. He pensado aprovechar las luces del día para, desde la
distancia, buscar algún hueco en la valla y la próxima noche nos
colaremos.
—Lo tienes todo pensado.
—Ni de lejos. Y aunque lo tuviera todo pensado, no sería garantía
de éxito. Si las cosas salieran como las planeamos, casi nunca nos iría
mal en la vida… y te aseguro que a mí no siempre me ha ido bien.
—Lo dices como si escondieras un gran sufrimiento.
—Todos escondemos sufrimiento. Algún día tal vez te cuente mi
historia.
—Me gustaría. Mi historia ya la conoces.
—No entera. En realidad, ni tú mismo la conoces. No sabes por
qué os fuisteis de Vetusta ni cómo.
—¿Estás segura de que venimos de ahí?
—Sin duda. Yo sé por qué me fui de mi comunidad… pero tú no. A
ti te arrastró tu madre y borraste los recuerdos. Eras muy pequeño para
entenderlos, sin embargo, están ahí.
—¿Crees que podría recuperarlos?
—Sí… podrías.
—¿Podrías volver a hacerme aquello?
—Sí… si lo deseas podemos hacerlo ahora. Pero tendría que ser
más intenso… esos recuerdos están muy enterrados. Lo que te hice
recordar se remontaba a unas horas, ahora hablamos años, y son
recuerdos que has socavado voluntariamente.
—Ya…

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—Será doloroso… ¿quieres que lo hagamos? ¿seguro? ¿tan
importante es para ti?
—Sí… quiero hacerlo.
—Entonces, vayamos.
—Pero hay que decírselo a Camino.
—Sí, despiértala, dile que volveremos pronto.

Fueron hasta el río Gafo, estaba próximo al hotel donde se habían


detenido a descansar. Allí le explicó Sen:
—Pretendo reproducir las sensaciones de una situación que, sin
duda, para ti fue traumática. Además del dolor, el impacto térmico, tengo
que reproducir el miedo. Tienes que confiar en mí si deseas que
funcione. No te explicaré más. Solo te digo que tienes que hacer lo
mismo que la última vez. Desnúdate, sumérgete en el agua… ¿Confías
en mí?
—Sí, confío.
—Pues obedece… y confía. Cuando cierres los ojos concéntrate en
traer a tu memoria la imagen de tu madre en esa ciudad de tu infancia.
Atreo hizo lo que le indicó Sen. Se desnudó por completo, sin
pudor, y se adentró en el río sin importarle cómo de frío estuviera. Metió
el cuerpo entero, dejando la cabeza fuera. La corriente lo empujaba con
fuerza, pero no había mucha profundidad. Cerró los ojos y trató de
concentrarse en lo que sentía. Esta vez no oía música, aunque Sen sí
estaba cantando, entonando una melodía. La música se fundió con el
viento en las hojas, con el rumor del río, entró en trance, no pensaba en
nada más que en la noche y en el frío que soportaba su cuerpo. Temblaba
como un junco azotado por el viento. Sintió alguien a su espalda. Dos
fuertes brazos le hicieron una presa, lo tomaron del cuello y sumergieron
su cabeza entera. La presa lo estaba dejando sin aire, por la boca abierta
entraba agua helada que tragaba. Tenía que confiar. Pero pasaban los
segundos y no podía salir a flote. Iba a morir ahogado y de frío. Lo
estaban asesinando en la noche. En el frío. Forcejeaba pero, al hacerlo, la
presa se volvía más firme, lo estrangulaba y, con el esfuerzo, consumía el
aire que le quedaba. El tiempo se detuvo. Era imposible liberarse.
Pataleaba y braceaba. Iba a morir. Se rindió. Dejó de luchar. Se hundía
en un agujero profundo, oscuro, húmedo. Su cuerpo se sumergía, él
desaparecía.
Desde la profundidad de la penumbra vio, al fin, desde los ojos de
un niño, escuchó las voces en la turbia y gélida agua. El instante se

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expandió, planeó cuál águila que se deja mecer, con las alas desplegadas,
inmóviles, por las corrientes de aire. El tiempo se extendía y él flotaba
del presente al pasado.
Salió a flote. Respiró, hiperventiló. Las manos en la nuca. Todavía
vivo. Había alguien frente a él, a un centímetro, no parecía desagradable.
¿Era Sen? Pero no era Sen. Los ojos estaban cerrados. Le tomaba la
cabeza con las manos. De las palmas parecía emerger una vibración y de
los labios de ella un murmullo, algo similar a un mantra. Después abrió
los ojos:
—¡Retenlo! Retenlo. Atrapa esas visiones, dales forma, nombre,
palabras, no las dejes escapar. Tráelas aquí, ahora, al río, al bosque.
Lo sacó abrazado del río y lo secó y tapó con toallas y mantas del
hotel.
Se quedó desnudo, envuelto en una manta. Rememorando lo
recuperado… tratando de no olvidarlo, temblando, nervioso y asustado,
mientras Sen se había ido a un lado a vestirse. Él ignoraba a Sen,
bastante tenía con no perderse a sí mismo. En aquel instante, por si
tuviera poco, escuchó un sonido que jamás había oído nunca. Como una
tormenta que venía a por él, que se acercaba, como si la tierra se abriera,
pero sin vibrar el suelo. Y estaba cerca, muy cerca. Y, entre los árboles,
vio unas luces, pensó que unas estrellas fugaces habían descendido al
suelo.
Sen lo tomó de la mano y lo arrastró debajo de las sombras de unos
árboles, desde allí avanzaron hasta ese sonido extraño, tan cercano, que
Atreo desconocía. Aunque no les enfocó directamente, una de aquellas
luces iluminó el entorno y en aquel instante Atreo al fin se dio cuenta de
cómo de idiota había sido.
La suciedad, el disfraz de Sen, incluso el carbón de los dientes, se
había quedado en el río. Y sin todo aquel manto de podredumbre, sin las
anchas ropas, solo con una camisa mojada, ceñida, y sin pantalones,
cualquiera, hasta él, por inocente que fuera, hubiese descubierto que Sen
era una mujer y, además, bonita y con curvas.

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IV. Extraños

En su estupefacción, tuvo que callarse y solo podía expresar su


asombro con miradas y gestos. Sen se ponía el dedo en la boca
reclamando silencio y calma. Avanzaron entre las sombras y, tras el
tronco de otro álamo, trataron de observar qué sucedía. Atreo temblaba y
no sabía si era de frío o temor.
Lo que vio no alcanzó a comprenderlo. Había dos personajes,
parecían humanos, pero no lo eran sus rostros. A su entender se
asemejaban a monstruos cabalgando ruidosos caballos de metal. Las
faces eran inhumanas y vestían extraños uniformes repletos de pinchos y
cadenas. Al poco de observar, reconoció que semejantes caballos los
había visto tendidos en las carreteras del camino, motocicletas, las había
llamado Sen. Tampoco había visto antes máscaras de gas, y por ello no
sabía que bajo ellas había rostros humanos, así que se lo explicó Sen,
quien parecía saberlo todo de este nuevo viejo mundo.
Los extraños se habían detenido a apartar unos pesados escombros de
la carretera. Tras dejar libre el camino, regresaron a sus vehículos, y
continuaron la marcha. Se detuvieron poco más lejos, a un kilómetro.
Vio Atreo allí unos bloques de viviendas de ocho plantas, edificios
cúbicos, cerrados en una manzana que quedaba aislada en mitad del
marco natural. No muy lejos de la urbanización había una antigua aldea
de casas bajitas.
Atreo y Sen siguieron en la distancia a los ruidosos y estrafalarios
personajes. Aquellos dos parecían haber entrado a buscar algo a los
edificios. Sen dijo que deberían volver. Atreo tenía muchísimas
preguntas y no sabía por dónde empezar. ¿Quiénes eran esos extraños?
¿Qué buscaban? ¿Por qué ella se disfrazaba de hombre andrajoso?
Estaba sin habla, ella se vestía ahora frente a él, que miraba sin tapujos,
mientras se ponía también él la ropa, mucho más lento y torpe. Entre las
luces nocturnas se adivinaba la figura de Sen. Ella fue ocultando bajo los
anchos ropajes cualquier vestigio de feminidad. Se enmarañó los
cabellos y de momento renunció a embrutecerse las facciones y los
dientes. Con su voz natural, no impostada, lo apremió a regresar y lo
tomó de la mano. Él todavía tenía que ponerse la chaqueta y abotonarse
la camisa que cubría su torso. Solo entonces cayó en la cuenta de que al
igual que se había recreado él mirando el cuerpo desnudo de Sen,

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también ella lo había visto a él sin nada encima. Se alegró de que
estuviera oscuro porque así no se podía apreciar el rubor en las mejillas.
—¿Quiénes eran esos de las máscaras? ¿Son de Vetusta?
—No… esta es otra gente. Los he visto alguna vez desde la distancia,
no me he atrevido a entablar contacto con ellos, son muy peligrosos.
¿Viste ese aparato que pendía de la espalda de uno de ellos?
—Sí.
—Es como un arco… pero de fuego, mucho más letal que ninguna
flecha que hayas visto jamás. Accionarlo es como disparar un relámpago.
—¿En serio?
—Sí, su sonido es como el de un trueno. Escopeta lo llaman.
—¿Y qué hacían esos?
—Parece que estaban buscando recursos. Imagino que se mueven de
noche para no llamar tanto la atención… aunque con esos vehículos tan
ruidosos...
—¿De dónde los han sacado?
—Hay muchos por las carreteras, abandonados. Ellos han sabido
reutilizarlos.
—El mundo es mucho más grande de lo que sospechaba.
—No sabes cuánto.
—¿Y tú?¿Por qué te disfrazas de hombre?
—Para protegerme de monstruos como tu hermano.
Atreo no supo responder nada. Regresaron a paso ligero.

Hasta hacía muy poco Atreo había vivido en un mundo en donde las
cosas eran lo que parecían ser y también las personas. Se sentía un
absoluto ignorante. Cada segundo que pasaba cobraba mayor conciencia
de lo necio que había sido, de lo ingenuo y lo soberbio que fue al creerse
inteligente y que conocía todo lo que era preciso conocer sobre el
mundo. Se le abotargaba el cerebro como si llevara un pesado sombrero
impregnado en fango. Miraba a Sen, recordaba e imaginaba lo que había
debajo de esos harapos y pensaba en lo inteligente que era. Se había
convertido en su norte. Estaba cubriendo el vacío que le había dejado
madre. Junto a ella se sentía protegido y seguro, como si completara las
gigantescas lagunas de su ignorancia. No obstante, pensó que esa fe la
había puesto antes en madre, y ella había pecado de inocente con Laín.
Tenía que aprender a ver la realidad por sí mismo. Debía aprender de Sen
y mantenerse siempre alerta. Además… él había salvado a Sen ya en un
par de ocasiones… quizás fuera un ignorante, pero ella también lo

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necesitaba a él. En él había aspectos valiosos y ambos se podían
complementar muy bien. No tenía que ser tan soberbio de buscar la
perfección, se dijo. Por mucho que mejorase, siempre necesitaría a
personas útiles y buenas a su lado. Madre había incidido mucho en
aquella idea, en que se necesitaban unos a otros y que la fuerza la tenían
en trabajar como un equipo, no en el egoísmo ni en el individualismo. En
cambio, Sen llevaba mucho tiempo sola. Y hubiera muerto sola. Tal vez
también ella se había dado cuenta de que necesitaba a alguien junto a
ella. Estos pensamientos reconfortaron a Atreo.

A las puertas del hotel, antes de entrar, Sen y Atreo se detuvieron. Ella
lo tomó de las manos.
—¿Quieres sentarte tranquilo en soledad a ordenar tus ideas y
recuerdos o prefieres hacerlo conmigo y hablarlo?
—Prefiero que lo hagamos juntos… confío mucho en ti.
—Está bien, como lo prefieras. Ven, sentémonos en ese banco.
Debajo de una higuera, en un banco de piedra que había sobrevivido a
todo en este mundo, con una pierna a cada lado del banco, uno frente al
otro, se tomaron las manos y se miraron a los ojos. Él se sentía en casa
junto a ella. Siempre se había sentido cómodo con aquella mirada. ¿Qué
había de mágico en Sen que lo hacía sentir de esa manera? Antes de
sumergirlo en el agua lo sumió en un trance a través de sus palabras, lo
fue guiando al estado propicio para la regresión, el cántico lo facilitó,
pero fue el impacto del agua helada, la agonía de verse preso debajo del
agua, la certeza de la muerte, lo que lo sumió en lo más profundo de su
memoria. ¿De dónde había sacado Sen esos conocimientos místicos? Y,
como si de nuevo leyera su mente, respondió a sus pensamientos.
—Los recuerdos traumáticos, las experiencias felices, lo que ligamos
a una fuerte emoción, Atreo, se queda fijado en la memoria más profunda
como si lo hubiéramos cincelado en piedra. Lo que sucede es que a veces
esos recuerdos son dolorosos y los escondemos para que no nos hagan
sufrir. Pero siguen ahí. Tú tenías recuerdos de tu infancia. Te llevé a una
experiencia extrema, cercana a la muerte, porque intuía que en tus
experiencias de infancia hubo miedo y dolor. Dime, ¿funcionó? ¿has
recuperado los recuerdos que deseabas?
—Sí… he recuperado muchos recuerdos… pero yo tendría seis años.
Lo que he visto es a través de mis ojos de entonces… y no sé el sentido
de todo ello. He preferido que te quedes, que escuches lo que he visto,
porque tal vez así ya no lo olvide. Si lo pienso y no lo comparto, podría

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perderlo de nuevo y tal vez tú me ayudes a discernir si es real o
imaginado lo que he visto. Si tiene sentido o carece de toda lógica. Veo
un espacio enorme en donde vivíamos muchas personas. Todos éramos
niños, bueno, no, había también mujeres. Había algún hombre vigilando,
pero, mayormente, veo niños y mujeres. Veo a madre. Dormía con ella,
olía su cabello, me cantaba para que me pudiera dormir en la noche.
Apenas salíamos de allí. Aunque sí recuerdo alguna vez pisar la calle,
una tierra gris ceniza, dura y con matorrales. Y enormes edificios nos
rodeaban cuando caminábamos. Recuerdo a mucha gente viendo a un
hombre en un gran tablado de madera. Le pusieron un lazo y madre me
tapó los ojos. Me veo con otro niño jugando, Laín. Madre nos hizo un
día una pelota con trapos y jugábamos con ella. Otra niña quería jugar
con nosotros. Creo que era la hermana de Laín. Él no la dejaba. La
trataba muy mal. Yo me reía. Decía que las niñas tontas no podían jugar
con nosotros. Era más pequeña que nosotros. La recuerdo hermosa, con
la piel del color de la leche y los ojos muy grandes. Esa noche madre me
habló a solas. Me dijo: ¿Sabes qué era yo de pequeña? No, dije yo. Una
niña como Nausicaa. A mí me quieres y me respetas, ¿por qué a ella no?
Porque es una niña, tú eres mayor, eres mi madre, dije yo. Atreo, deja de
decir bobadas. Nausicaa es buena, y me da igual cómo la trate Laín. Tú
la vas a tratar con respeto, vas a jugar con ella y vas a ser su amigo, ¿te
queda claro? Desde entonces empecé a jugar con ella y descubrí que me
caía mejor que su hermano. Eran muy diferentes y me sorprendió que
con ella, aunque era más pequeña que él, podía hablar de asuntos
diferentes, más abstractos y profundos, e incluso de emociones, de
manera sincera, no haciéndome el valiente como cuando trataba con
Laín. En realidad, con Laín jugaba y con ella hablaba. Él era muy activo,
mientras que ella era toda serenidad, ya desde niña. Me sentaba a su lado
y hablábamos de cosas que serían de niños, pero que me parecían tan
importantes entonces. La veo acariciando mi cabello, me preguntaba
cómo tenía yo el pelo tan rizado y yo le decía que no lo sabía. Y a veces
me daba un abrazo, así, sin ton sin son, y me sentía reconfortado. Veo
que los hombres se llevaban a madre y también a otras mujeres. Todos
llorábamos. Me veo abrazado a mi madre y ella lloraba y yo también,
contagiado de sus lágrimas. A veces madre se despierta de una pesadilla
llorando y me busca, me abraza. Parece que la calmo. Escucho una
conversación de adultos. Cuando creen que todos dormimos, tres
mujeres están juntas, simulan dormir, hablan en susurros, pero yo las
escucho. Planean una huida, hablan de contactos, de un anciano que las

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ayudará, pienso que hablan de mi abuelo, también hablan de un soldado
compinchado. Es de noche. Nos movemos con sigilo por la ciudad, de
una esquina a otra. Encontramos un hueco abierto en una valla y
corremos. Antorchas y ladridos nos persiguen. Madre tira de mí, vamos
los primeros, no me deja descansar, no para de correr. Laín corre tras
nosotros. Una mujer tira de Nausicaa, otra mujer lleva un niño en brazos.
No solo escucho ladridos, sino también unos zumbidos desgarradores,
como de avispas. La madre de Laín está herida, sangra su hombro.
Hemos llegado a un bosque. Los ladridos se acercan. Una mujer le
entrega un bebé a madre. El bebe llora y ella me suelta para intentar
callarlo. La mujer que se queda sin el bebé corre en otra dirección y
grita. Hace mucho ruido, los ladridos se alejan. Nosotros corremos en
otra dirección. Nos internamos en el bosque. Hay un entierro. La madre
de Laín y Nausicaa flota en un río, tiene los ojos cerrados. Madre
contiene el llanto. Llegamos a Somiedo, los teitos están cerrados. Madre
llora, sangra, sufre, hay un bebé cubierto de sangre, es un niño, lo tengo
en brazos. Madre se desmaya. Yo estoy muy asustado, manchado,
cubierto de sangre. Nausicaa me ayuda a lavar al bebé. Lo cuida muy
bien, como si fuera un muñeco. La miro fascinado. Cómo brillan sus
ojos. En ese instante siento que la quiero, que la amo, es una emoción
sincera que me desborda. Ahí acabada todo, Sen… ¿qué piensas de lo
que te he contado?
—Dudo que lo hayas soñado, o que lo hayas inventado. Pienso que
pasó como dices… y poco tengo que interpretar. Tú mismo lo has
contado todo. Vosotros sois una familia, pero no de sangre.
—Pero hay cosas que no me cuadran del todo o que no entiendo… el
bebé en brazos, madre sangrando, el bebe que nace. No sé…
—Atreo, tú tienes todas las respuestas. Solo piensa, ordénalo y verás
que tiene sentido, para mí lo tiene.
—Entonces, es de Vetusta de donde escapamos con madre.
—Eso parece.
—No sé si sería buena idea volver allí. No llevábamos una buena
vida, nos tenían encerrados, no éramos libres. Por eso huyó madre…
—Deberías hablar con Camino, ¿no crees?
—Sí, será lo mejor.

Antes de entrar al edificio decorado en su exterior como un castillo


medieval, almenas incluidas, Atreo observó las estrellas en el acendrado
manto estrellado. El gélido aire le trajo a la memoria la añoranza del

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tiempo de paz, de la felicidad en familia, tranquilidad y noches de
cuentos abrigados bajo las mantas, los anocheceres de verano tumbados
mirando las estrellas. Todo terminó el día que tomó la espada para
proteger a su hermano, el día que murió madre y desapareció Nausicaa.
Aún estaba a tiempo de volver atrás y retomar sus vidas en paz. No iba a
hacerlo. No podía. Aunque lo deseaba en parte, pues se sabía a las
puertas de algo peor que lo vivido hasta ahora.
Despertó a Camino y le explicó lo visto y lo recordado. Camino
escuchó en silencio. De manera espontánea compartieron uno tras otro
simpáticos recuerdos de Nausicaa. Cómo era su voz, cómo cuidó un par
de veces a pajaritos caídos del nido y sus manos parecían de algodón
mientras los sostenía, cómo sobresalían sus colmillos prominentes
cuando se reía a carcajadas y aquella vez que la vieron abrazar a un
árbol, como un gesto natural e instintivo y, en lugar de burlarse, se
miraron el uno al otro y les pareció un momento de gran ternura.
—Ella es la mejor de la familia, lo ha sido siempre, tenemos que
rescatarla— afirmó Camino.
—Es nuestro deber. Ella lo haría por nosotros sin pestañear.

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V. Estrategias
En el hotel, Sen encontró algunos objetos útiles. Con el que más
los sorprendió fue con unos prismáticos, que les iban a ser de gran
utilidad. Les parecía magia aquella capacidad para ver cerca lo que
estaba lejano. Con aquella maravilla pudieron observar al enemigo a una
distancia prudencial, a salvo, tras unos matorrales, invisibles, a salvo. El
siguiente paso caía por peso propio, un témpano a punto de precipitarse
en primavera, el destino era ineludible y esto irritaba a Camino, ansiosa
de acción. ¿Cómo iban a entrar?
—A ver, yo lo veo muy claro. Entramos ahí Atreo y yo, de noche, y
matamos a todo el que se nos ponga enfrente hasta que demos con
Nausicaa, mientras tanto Sen, Miranda y Ulises se quedan aquí, a salvo.
—Pero, Camino, no podemos entrar así, a saco, sin un plan. Será
nuestra perdición y la de Nausicaa, no sabes prácticamente nada sobre
ellos.
—Pues si se te ocurre algo mejor, tan listo que eres, lo dices—
Camino, muy cortante, se puso en pie al decir esto y en ese momento
observó Atreo que cojeaba un poco. Le extrañó el gesto y pensó que
podría haber sido por estar sentada en una mala postura, simplemente.
—Lo que se me ocurre es que deberíamos esperar, observar, buscar
la mejor opción. Tal vez debería entrar uno solo, le sería más fácil pasar
desapercibido, ¿no crees?
—En ese caso, entraré yo y los mataré todos. Les aplastaré la
cabeza a quienes hayan tocado un pelo a nuestra hermana.
—¿Tú no dices nada, Sen?
—¿Queréis que diga algo?
—Sí, por favor —dijo Atreo.
—Eso, habla, igual tú tienes alguna idea brillante.
—Yo no tengo ninguna idea brillante, simplemente tengo sentido
común.
—¿Y qué dice tu sentido común?
—Que si entras tú llena de furia y cojeando a esa ciudad tardarán
muy poco en descubrirte. Pienso que sería mejor que entrara Atreo a
investigar, es prudente y sigiloso... lo haría yo, pero no conozco el rostro
de vuestra hermana.
—¿Pretendes que Atreo entre solo? ¿Y no quieres que lo haga yo?
Estás mal de la cabeza. Tú tramas algo, no me he fiado de ti en ningún

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momento, pero, ¿cómo vamos a confiar en ti si ni siquiera te muestras tal
cuál eres? ¿Crees que no sé que eres una mujer? Si te escondes y no eres
sincera, ¿por qué íbamos a confiar en ti?
—Nunca dije que fuera un hombre.
—Pero te vistes como si lo fueras, ¿por qué? ¿qué quieres
esconder?
Todo esto no tomó por sorpresa a Atreo, que minutos antes había
descubierto el secreto de Sen.
—Lo que pretendo es protegerme, Camino. Tú deberías saber que
en este mundo una mujer por el simple hecho de serlo corre mayor
peligro que un hombre… pues hay muchos hombres que son peores que
alimañas. Yo viajo sola, así que prefiero parecer un hombre, así de
sencillo.
—No, Sen… —la corrigió Atreo— viajabas sola. Ahora viajas con
nosotros, ya no necesitas esconder quién eres.
Camino le clavó la mirada a Sen y sonrió, asintió con la cabeza y le
expresó confianza a pesar de su dureza anterior.
—Gracias, Atreo… mientras viaje acompañada dejaré de
esconderme. Es cierto que viajar junto a vosotros me hace sentir más
segura. Y no solo eso... Todos vosotros me habéis hecho sentir muy bien,
integrada.
—Entonces, Sen, deja de disfrazarte, y espero que ese “mientras
viaje con vosotros” pase a ser “mientras viva con vosotros”, y que ese
mientras sea mucho mucho tiempo.
—Gracias, Camino, sois fantásticos. Estoy decidida a ayudaros a
recuperar sana y salva a vuestra hermana. Por eso siento que mi opinión
sobre cómo actuar no te haya gustado pero creo que es lo más coherente.
Tú y yo deberíamos quedarnos aquí, tu herida está infectada, la
cuidaremos mejor, a saber qué tenía en los dientes ese ser inmundo.
Cuidaremos de Ulises y Miranda, y Atreo se acercará a la ciudad de
Vetusta a indagar y obtener más información.
Se mostraron de acuerdo los tres. Se tomaron las manos y sintieron
que había nacido algo especial entre ellos, una nueva hermandad, un
compromiso ineludible.
Cuchillo y harapos, una historia sencilla si lo descubrían (soy un
superviviente y vi que había gente y comida, me colé a buscarme la
vida), una misión (obtener información, encontrar a Nausicaa, rescatarla)
y un arma secreta.

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La noche víspera de su intento de internarse en la ciudad vallada,
Sen la pasó tumbada junto a Atreo. Las palmas de sus manos en las
sienes de él, los labios en el oído. Camino, incapaz de conciliar el sueño,
observó la escena y pensó que se trataba de alguna suerte de brujería. No
tenía razones para desconfiar, aunque nada bueno parecía estar haciendo
esa mujer vestida de hombre.
Estuvo cerca de dos horas hablando, Atreo parecía en un plácido
sueño, Camino acabó por dormirse desconociendo qué diantres hacía Sen
susurrando a su hermano en sueños. Había observado la relación que
tenían ambos y, en parte, la había envidiado. Aquellos dos apenas se
conocían y, sin embargo, conectaban de manera natural.
La noche que Atreo partió a solas tuvieron que apartar a Ulises de
él a la fuerza. También Camino y Miranda hubiesen querido
acompañarle, sin embargo, la cabeza tenía que gobernar sobre el alma.
Camino, pese a cojear, acompañó a Atreo hasta una urbanización
desértica al sur de Oviedo, fuera de la zona vallada, el lugar aparecía
nombrado como Llamaoscura en algunos carteles. Lo abrazó tan fuerte
que le dolieron las costillas. Desde allí, Atreo prosiguió a solas, cómplice
de la noche. Había observado cuál era la zona menos vigilada de la valla
y el plan consistía en trepar, cortar la concertina de la parte superior,
pasar al otro lado, y enredar de nuevo la espiral de clavos de manera que
no fuera detectable de un simple vistazo. Para ello habían logrado
hacerse con unos guantes gruesos y unos eficientes alicates.
Resultó más sencillo trepar la temblorosa y endeble verja que el
tronco de un árbol. La primera parte de la operación la completó sin
problema, incluso la concertina quedó como nueva. No había ninguna
vigilancia en la zona. Una vez al otro lado de la valla, comenzaba lo
realmente complicado. Esconderse, pasar desapercibido, averiguar dónde
estaba Nausicaa. Esta parte del plan hacía aguas y dependía por completo
de la improvisación, no se podía prever nada, pues en absoluto sabían
qué encontrarían allí.
Se movía por las calles persiguiendo las sombras. La atmósfera
resultaba infecta a los sentidos, acostumbrados a vivir entre la naturaleza.
Había montones de basura en cada esquina, la suciedad se vislumbraba
incluso entre la penumbra. Comprobó que algunos vigilantes con
antorchas rondaban por la calle mientras todos dormían. Llevaban gorras
que los identificaban y estaban armados con lanzas. El fuego iluminaba
su paso entre las calles en penumbra. Sí había algunos faroles, que iban
iluminando los propios guardianes cuando se apagaban, y se veía alguna

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luz en el interior de los edificios, pero tan solo aguijoneaban el manto de
penumbra que envolvía la ciudad, quien gobernaba a esas horas era la
oscuridad.
Los vigilantes paseaban en patrullas de tres y, más que vigilar, iban
de un lugar a otro charlando y bromeando. Entre ellos había tanto
hombres como mujeres, aunque había más hombres. Utilizaban muchas
palabras que jamás había escuchado Atreo, quien iba de un lugar a otro
arrastrándose, reptando, saltando de un montón de mugre a otro.
De momento, le parecía sencillo no ser detectado, siempre y
cuando siguiera de noche. Había estado contemplando ya alguna opción
en donde refugiarse al llegar el día. Tras unas horas deambulando iba
desechando la idea de encontrar a Nausicaa y huir con ella esa misma
noche. Había tantos edificios. No podía entrar a todos y, en cuanto
entrara a uno, se delataría. De momento, tenía que indagar, saber por
dónde se movía. Entonces se encontró con una enorme y extraña
construcción. La reconoció. Él había estado allí antes, seguro. Esa
extraña figura estaba entre sus recuerdos de infancia y la imagen se había
reavivado al reencontrarse con la imagen en directo. Era una edificación
blanca, gigantesca, como una gran peineta de blancas vigas rodeada por
un rectángulo. Allí había más guardias que por otros lugares y también
mejor iluminación. Los vigilantes estaban frente a la puerta sentados,
bromeando y comiendo. Tenía que ser muy cuidadoso, parecía que
hubiese menos lugares por los que esconderse allí. Rodeaba la
instalación buscando un lugar por donde acceder sin ser visto. Algo le
decía que ese era el espacio al que habrían llevado a Nausicaa, allí había
vivido él cuando fue niño, estaba seguro. Había algunos árboles
alrededor del edificio. Vio viable trepar a uno de ellos y desde allí saltar
a un tragaluz. Era una locura para alguien no adiestrado, pero él se
consideraba ágil cual ardilla.
—Pssst, pssst, eh tú, ¿dónde se supone que vas?
Esas palabras se habían dirigido a Atreo justo en el momento en
que iba a iniciar el ascenso por el tronco, tomó aire y, sin soltarlo, se
giró.

Habían pasado ya tres noches y no sabían absolutamente nada de


Atreo. Parecía Sen la única que seguía tranquila. Camino se decía que
era normal, que no tenía un vínculo tan fuerte después de todo. A partir
del segundo día sin él, Camino repetía una vez tras otra que tenían que ir
tras él. Sen le pedía paciencia.

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—Tenemos que darle tiempo, confía en tu hermano. Ten en cuenta
que la misión es compleja y precisa ser cuidadoso. Necesita tiempo para
actuar sin ser detectado. No hemos visto tampoco nada extraño. Si lo
hubieran encontrado podrían haber salido a buscarnos, ¿no crees? Vamos
a darle unos días más. Si te concentraras en aprovechar el tiempo,
llevarías mejor la espera.
—¿Qué voy a aprovechar el tiempo? Se te va la pinza. Quiero
encontrar a mi hermano y a mi hermana, ¡¿Cómo puedo aprovechar el
tiempo mientras pienso que pueden estar muertos?!
—Manteniéndote alerta, entrenada, mejorando la puntería, la
agilidad, estando en forma y conservando la mente fría. Es posible que,
de una u otra manera, se avecine un enfrentamiento… y tenemos que
salir victoriosos, así que debemos actuar con cabeza.
—¿Con cabeza? ¿Cómo sé que no estás compinchada con esos
que atraparon a Nausicaa? Tal vez nos estés llevando a una muerte
segura. Tenemos que ir a por mis hermanos. ¿Qué pruebas tengo para
confiar en ti?
—Camino, si la confianza requiriera pruebas, no sería confianza,
sino conocimiento. Déjame ver la herida, por favor, tengo que revisar el
vendaje que te puse.
Camino, en lugar de decir sí, rebufó, lo que suponía una
afirmación. Sen se arrodilló, le pidió que se bajara el pantalón. Las
piernas de Camino eran blancas y fuertes, apenas tenían un vello rubio,
corto y escaso. Sen, con mucha delicadeza, retiró el vendaje. Cuando por
necesidad tenía que rozar con sus dedos la piel de la joven, lo hacía con
tal suavidad que parecía la caricia de un velo de seda. La joven respiraba
con profundidad, se serenaba. Entre ambas, el día anterior habían
buscado ropa por los armarios y encontraron prendas coloridas y en buen
estado, cómodas, holgadas, que favorecían mucho a Sen. Ahora iba
limpia, llevaba el cabello cuidado, ropa favorecedora y el rostro brillante.
Parecía una mujer hermosa. Camino, que no comprendía mucho de
edades, se preguntaba cuántos años tendría Sen. Sintió un impulso de
acariciarle el cabello mientras le retiraba el vendaje. Controló la pulsión
cuya procedencia desconocía.
—Tiene bastante buen aspecto. ¿Te duele cuando pisas?
—Apenas.
—No hay pus, la costra se está endureciendo. Creo que no te dará
problemas. Es mejor que ahora la dejemos al aire, procura llevar un

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pantalón corto, aunque haga frío, o remangarte esta pernera, para que no
te roce con nada.
—Gracias… eres buena curando.
—Gracias a ti por decirlo.
—Si la herida está mejor, mañana me voy a buscar a Atreo.
—La herida estará mejor, pero no vayas.
—¿Por qué?
—¿Tan mal estás aquí?
—Tendrá mucho que ver eso. Son mis hermanos.
—No lo son.
—Son mis hermanos, yo lo siento así y punto. Y me necesitan.
Sen sonrió, se sentó junto a ella y le acarició los cabellos de la
nuca, que eran un poquito más largos que el resto, muy poco, apenas lo
suficiente como para que el viento los agitara y le hicieran cosquillas.
—Te favorece mucho ese corte de pelo. Tienes la cabeza muy
redondeada y simétrica… lo cierto es que eres muy bonita, no necesitas
ni peinarte, ya quisiera yo tener tu rostro.
—Pues no eres fea, en absoluto. De hecho eres todo lo contrario,
no tienes de qué quejarte.
—Gracias… hacía tanto que llevaba esas pintas que ni recuerdo la
última vez que alguien me hizo un cumplido —entrelazó sus dedos entre
los de Camino, quien sonrió y la miró sorprendida de lo cálidas y suaves
que eran esas manos, especialmente comparadas a las suyas, de dedos
regordetes y robustos y varios callos por el trabajo agrario. —Imagina
esta situación: Hay tres amigos, uno va a por leña y no vuelve pasado un
rato. El segundo se va a buscarlo y tampoco vuelve. ¿Qué hace el
tercero?
—Ir a buscarlos.
—Y posiblemente no volver.
—Y posiblemente no volver.
—Hay otra opción, solo te pido un día. Nada más. Menos incluso.
Saldré, inspeccionaré y volveré con una opción diferente. Confía en mí.
—Promete que serán unas horas, nada más.
—Lo prometo.
Colocó la cóncava mano en la mejilla de Camino, la acercó a ella y
besó su cara, cerca de la comisura del labio. La joven contuvo un
suspiro, el aire salió de sus fosas nasales liviano como la respiración de
una mariposa, sin embargo, la inmensidad del suspiro se hundió en su

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pecho, pesada y provocó un temblor en sus extremidades. El impulso
contenido vibró frustrado y aguardó encendido en el pecho.

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VI. Sagrado
Se habían instalado en dos pisos contiguos en la última planta.
Habían revisado antes a fondo el edificio completo y no había rastro de
vida humana reciente. Sí encontraron un par de ratas grandes como gatos
persas y todos los insectos imaginables. Por fortuna, la fauna parecía
haber sentido preferencia por el sótano, la planta baja y la cocina,
mientras que la zona de habitaciones estaba apta para incluso, tras quitar
el polvo y barrer, cobrar 50 euros la noche, si es que el dinero tuviera
algún valor en este mundo.
Miranda y Ulises se acostumbraron rápido a aquel hogar
provisional. Largos pasillos por los que correr, habitaciones y
habitaciones por descubrir, secretos por doquier, camas cómodas, ropa
nueva y más tiempo para jugar que cuando vivían en Somiedo. Por más
que Camino les encomendara tareas, no había rutina exigente como la
que tenían unas semanas atrás. Los niños por largos momentos parecían
ajenos a la tensión, la inquietud y el sufrimiento de sus hermanos
mayores. Se sumergían en el universo de juegos y misterio que les
ofrecía el hotel. Se habían incluso apropiado cada uno de una habitación,
en donde iban acumulando los juguetes y objetos que más les gustaban.
Camino afrontaba ese día sola con los niños como un largo
recorrido cuesta arriba. No sabía exactamente dónde estaría Sen ni
cuánto tardaría en regresar, aunque ya había previsto que no sería hasta
bien entrada la noche, al menos. Para no tener que batallar con ellos en la
noche, trató de cansarlos durante el día. Los había obligado a entrenar y
a trabajar como cuando madre vivía. Llegada una hora prudente para irse
a la cama se tumbaron juntos en el más grande de los lechos y Camino,
con el mortecino e íntimo ambiente que conferían los candiles, había
escogido un tebeo de Mortadelo y Filemón para leer a los niños. La luz
era escasa como para leer los diálogos, no obstante se veían bien los
dibujos y ella iba inventando el argumento a raíz de lo que veía en cada
escena. Con todo, la narración resultaba divertida. Ella ponía voces y era
muy expresiva, mostró a los pequeños una faceta que no solía mostrar.
Se sintió muy feliz en aquel momento. Los abrazó con fuerza y trató de
atesorar el instante en un mundo infestado de dolor e inmundicia. Dio
gracias y rezó como supo al dios que vagamente conocía o suponía.
La estrategia de cansarlos y contar cuentos funcionó a las mil
maravillas, pero solo con ella misma. Ellos fingieron dormir y, tras caer

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dormida Camino y quedarse un rato Miranda apretada con fuerza a ella
repleta de amor y agradecimiento, Ulises abrió los ojos.
—¿Estás despierta?
—Sí —respondió ella y después abrió los ojos. —¿Qué quieres?
—¿Vamos a investigar?
Las miradas cómplices y respectivos asentimientos de cabeza
fueron respuesta para saltar de la cama. A camino la dejaron con la boca
abierta y una minúscula gota de saliva resbalando desde su labio hasta la
almohada.
Miranda avanzaba la primera, Ulises posaba los dedos en el
hombro, por tal de no perderse. Ella portaba la vela que perforaba la
oscuridad perenne de los eternos pasillos del hotel, tan siniestros y
tenebrosos en aquellas horas. El entorno sonaba como si fuera un ser
vivo. Puertas, paredes, techos y muebles crujían y chirriaban. Los
sonidos aterraban a Ulises e inquietaban a Miranda, aunque no lo
suficiente para desanimarla, más bien incluso alimentaban su curiosidad.
—Miranda, ¿nos volvemos ya? No hay nada interesante.
—Venga, no seas bebé. Algo encontraremos seguro… ahora que
duerme Camino podemos explorar cuanto queramos.
—Ya pero… está todo muy oscuro.
—Pues más divertido.
—Yo me vuelvo.
—Venga, aguanta un poquito más solo, además, yo llevo la luz.
—Está bien, pero solo un ratito.
Abrieron una puerta tras otra, temerosos, ansiosos, hasta que la luz
les descubrió un tesoro, merecida recompensa a su búsqueda.
Era una habitación repleta de juguetes. Había balones, bicicletas,
patinetes, raquetas de tenis, juegos de mesa… Desconocían el uso de la
gran mayoría de aquellos objetos, no obstante, inventaban uno nuevo o
deducían el originario al poco de trastear con ellos. Con la bicicleta no
lograron hacerse, aunque poco tardaron en hacer carreras por los pasillos
con los patinetes. A oscuras el riesgo era todavía superior y,
proporcionalmente, aumentaba la diversión. Ulises adelantaba, había
olvidado el miedo. Miraba atrás a Miranda, realmente en ese segundo
aplazó todo el dolor y se divirtió como correspondía a su edad. Pero
Miranda miró abajo y, al hacerlo, se trastabilló y fue al suelo. Ulises se
rio, luego se sintió mal y fue hacia ella. Incluso la ayudó a levantarse,
pensó que madre se hubiera sentido orgulloso de él.
—¿Cómo te has caído?

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—Es que he notado algo raro en el suelo, ahí, en ese punto, ven,
vamos atrás.
Observaron el suelo y, en efecto, había algo extraño. Con los
delicados dedos Miranda tanteó y observó que, oculta entre los surcos de
las piezas cerámicas, había unas bisagras y, por tanto, una trampilla.
Estaba muy bien oculta pero sonaba diferente al pasar sobre esa parte del
suelo con un patinete;y además, la rueda tomaba la pequeña bisagra
como un bache. Eso delató el escondite.
—¡Vamos a abrirlo! A ver qué hay.
Se ayudaron con un cuchillo y lograron alzar la puerta. Iluminaron
el vano que se abría y había una escalera que bajaba a la estancia secreta.
Se miraban con los ojos radiantes, no había nada tan maravilloso para
ellos como descubrir una habitación secreta. Miranda, ansiosa, empujó a
Ulises para pasar delante. Le pidió que fuera iluminando desde arriba.
Cuando ya estaban abajo, la niña le estrujaba la camiseta emocionada.
Mira, mira, aquí vivía alguien.
Estaban en un comedor decorado con gran esmero. Encendieron
los candelabros que había en la mesa y les pareció adentrarse en unos
secretos aposentos reales. Había dos sillas en torno a la mesa redonda,
una cómoda con esculturas y jarrones de porcelana, hermosas fotografías
en las paredes y una hermosa alfombra de colores. Hallaron también una
nutrida librería y un revistero repleto de diarios. ¿Quién habría vivido
ahí? Miranda tomó un periódico y, como si estuviera en casa, se sentó, la
silla era cómoda, aunque solo lograba llegar al suelo sentada en el borde
y estirando las puntas de los pies. El titular a cinco columnas,
incomprensible para Miranda en su trascendencia política, propagó el
pánico en su día.
“El presidente ruso afirma que la respuesta será contundente y
aplastante”
En la imagen de portada, en color, se veía una foto aérea de una
ciudad devastada, edificios derruidos y calles humeantes.
—Miranda, aquí hay una puerta.
Estaba pintada del mismo color que la pared, y por ello había pasado
desapercibida, aunque el pomo la delataba.
—¡Espera, voy! —respondió y saltó de la silla. Temía que entrara sin
ella, no se quería perder nada.
Abrieron al unísono y como enmarcados en la preciosa portada de un
cuento gótico de hadas, apoyados contra el cabecero, un cráneo sobre el
otro y los dedos entrelazados, yacían dos esqueletos en una hermosa

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cama de matrimonio. La colcha decorada con motivos florales parecía
una hiedra que crecía en torno a los muertos. No había horror en la
imagen, sino que transmitía amor y lástima. Una honda melancolía
flotaba junto a la atmósfera dulzona y amarga tanto tiempo encerrada.
Ulises soltó un ay y luego otro ay. Miranda tragó saliva.
—Pobrecillos— dijo. —Se nota que se querían. ¿Quiénes serían?
Sin miedo se aproximó hacia ellos. Hizo gestos a Ulises para que la
siguiera.
—No temas, ya no pueden hacerte nada. Además, hasta en los huesos
se les nota que fueron buenas personas.
—¿Qué dices? ¿Cómo sabes que eran buenas personas?
—¿Quién decide morirse dándose la mano sobre una cama recién
hecha? Mira qué tiernos. ¿Qué les pasaría?
—¿Tiernos? Miranda, son esqueletos. Están muertos.
—Pero murieron juntos, ¿no te parece bonito? ¿Por qué morirían?
¿Serían muy viejos? Se ve que vivían aquí los dos solos.
Observaron el lugar. Parecía una capilla a la santa muerte, como un
altar y hasta les daba un poco de reparo toquetear demasiado, pero solo
un poco, no se iban a quedar sin curiosear, claro estaba.
Miranda encontró en la mesita de noche un bloc de tapas negras y
hojas blancas y, al abrirlo, se le iluminó la mirada, era un diario.
“Mi nombre es Daniela y no pierdo la esperanza de que algún día
alguien nos encuentre con o sin vida y pueda leer cómo fueron nuestras
vidas, por eso escribo estas páginas.”
Miranda cerró y se echó ilusionada el bloc al bolsillo del pantalón.
Entretanto, Ulises había encontrado algo muy interesante. Ella lo vio con
aquello en las manos y él parecía muy ilusionado.
—¿Qué es eso?
—No sé, a qué es raro.
Nunca habían visto algo así, pero Ulises se dejaba llevar por el
instinto y la morfología del aparato. Lo sostenía con dos manos y una
sujetaba la empuñadura mientras la otra sostenía el cañón.
—Estaba en el suelo, aquí, junto a la cama. ¿Qué será?
No sabía qué estaba haciendo, pero Ulises estaba apuntando a su
propia cabeza con una pistola y tenía el dedo en el gatillo.
Camino se despertó de súbito. Había soñado que entraban en el hotel
unos lobos y que, para huir, saltaba por la ventana. Se había intentado
coger a alguna parte para evitar el impacto y, al hacerlo, se despertó. No
estaban allí ni Ulises ni Miranda. Su corazón se aceleró más que en el

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peor momento de su pesadilla. Encendió un candelabro y salió. Gritaba
sus nombres. En una mano llevaba la luz, en la otra, un cuchillo grande
como su antebrazo.
Recorrió los pasillos de la planta, era evidente que no estaban allí. Los
maldijo. Estaba segura de que estarían por ahí haciendo trastadas, habían
esperado a que ella se durmiera. Pero no se fiaba, todavía no sabían si el
lugar era seguro. Demasiado grande, demasiado oscuro. Bajó una planta,
la inquietud crecía. No podían andar muy lejos, ¿cómo era posible que
no la escucharan? Y escuchó algo que la heló. Era como un trueno que
impactaba contra un árbol. Resonó por todas las huecas habitaciones y
pasillos. Corrió hacia el lugar de la explosión. Roque ladraba, iba tras
ella, alertado. Escuchó gritos, reconoció la voz de Miranda, su Miranda.
No parecía prudente correr a oscuras con un cuchillo, pero no podía
pensar ahora en la prudencia. Corría y corría, los gritos estaban cada vez
más cerca. Llegó a la trampilla, descendió a la negrura, siguió el rastro
lumínico y se quedó pasmada al verlos a los dos allí sin saber qué hacer
ni qué había pasado.

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VII. Jerarquía

Al girarse se encontró con una mujer rubia, mayor, Atreo no se


hubiera aventurado a adivinar su edad, solo sabía que era mayor. Se
movía con gracilidad y le hacía gestos de que se acercara. La mujer
paseaba un perro, un labrador blanco que se acercaba a él, aunque ella
sujetaba la correa. La mujer sonreía, parecía amigable. Atreo confió y
obedeció.
La mujer solo le dijo: Ven, sígueme.
Acarició al perro, que le lamió las piernas y las manos y caminó
junto a aquella señora.
—Le caes bien, —dijo la mujer. —Se llama Lolo, yo soy Carmen.
No digas nada, ven por aquí.
Lo guio a través de las sombras hacia un callejón y una entrada a
un edificio. La mujer tenía la llave. Subieron varios pisos por las
escaleras y lo condujo a una vivienda.
Unas velas iluminaban el espacio. Cerró la puerta tras ella y le
pidió que se acomodara en un sillón. El perro se quedó junto a él,
dejándose acariciar. Luego se tumbó a sus pies. Al poco, la mujer regresó
con dos vasos de agua. Ofreció uno a Atreo y se sentó frente a él en otro
sillón que acercó.
Ella lo observaba y estudiaba. Él, incómodo por la mirada, revisó
una vez más la salita. Con tan poca luz, las sombras crecían maliciosas y
adoptaban formas fantasmagóricas. La casa, no obstante, estaba limpia y
ordenada. Todo parecía cómodo y agradable. El ambiente era cálido,
había una estufa de carbón.
En el cuarto, una amalgama de olores indescifrables para Atreo lo
confundían. El aroma de ramillete de lavanda mustio y dulzón, los
matices de una vela de incienso consumida hacía un par de horas, y los
efluvios del jabón con el que la mujer había lavado la ropa, que
permanecía tendida en el interior de la vivienda, en la cara sur.
Volvió su mirada a la vieja. Con esta luz parecía más rubia. Sus
arrugas surcaban el rostro como grietas que atraviesan una árida tierra,
no obstante, su posición corporal, sus ojos, sus extremidades, expresaban
salud y vitalidad. La vieja mantenía la sonrisa inamovible.
—¿De dónde has salido tú, muchacho? —preguntó al fin.
—De un edificio cercano.

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—Muchacho... que eres del otro lado de la valla es evidente... tanto
que ni si quiera sabes por qué te he detectado tan rápido... te he hecho
subir aquí para protegerte de los soldados.
—¿Protegerme?
—Sí... Si te capturan estás perdido. No pareces mal chico, dime,
¿cómo has entrado? ¿qué has venido a hacer?
—¿Por qué debería confiar en usted?
—Porque soy tu única posibilidad de salir airoso. Mira cómo vas
vestido. La ropa te delata. A nadie de intramuros se le permitiría vestir
como tú lo haces, a nadie.
Solo entonces Atreo observó que la vestimenta de la anciana era
toda de un mismo color verde. Un tono apagado, gastado, pero que nada
tenía que ver con el atuendo de Atreo, que prescindía de tintes y en
donde predominaba la piel natural.
—Ya veo... parece que era evidente… después de todo.
—Bueno, chico, cuéntame, ¿qué haces aquí?
—¿Cómo sé que no me delatarás? ¿Cómo sé que esta agua no está
envenenada?
—Si hubiera delatarte, habría gritado a los guardianes que había
frente al Modoo.
—¿Qué es eso?
—Esa construcción tan extraña junto a la que estabas merodeando.
Mira, chico, yo tengo tantos motivos como quien más para odiar a estas
personas entre las que vivo. Odio a muerte a La Unión, lo que sucede es
que soy muy vieja para huir. No deberías ver en mí una amenaza sino a
una aliada.
—¿Y por qué odias tanto a La Unión?
—Espera, te traeré algunas cosas. ¿Sabes leer?
—Sí.
—Estupendo, aguarda.
Al regresar le mostró un dibujo. Aparecían un hombre y una mujer,
sentada ella sobre él. Era un dibujo a carboncillo, con talento, Atreo
reconoció a la mujer, era la misma que tenía ante él, aunque más joven.
—Somos mi marido Andrés y yo. Hace ya unos años. Él está ahora
en el Lazareto, me lo han quitado.
—¿Qué… qué es eso que has dicho?
—El Lazareto. Está en la parte norte de Vetusta, fuera de las vallas.
Allí llevan a todos los enfermos. Los tienen aislados. Enfermó hace ya
casi un año… yo creo que no era tan grave. Pero aquí no se la juegan, en

96
cuanto presentas síntomas de enfermedad, a aislamiento, y de allí ya no
hay salida. Allí están todos los infectados por la radiación y por
enfermedades naturales y se contagian unos a otros. Los médicos
aseguran que están investigando y tratando de curarlos… pero en cuanto
te llevan allí te contagias de algo diferente a lo que tenías y ya no sales
con vida. Yo ya he dado por perdido a mi marido. Me sigue mandando
cartas… pero creo que no volveré a verlo. En realidad… soy una egoísta,
una convenenciera… seguro que lo estás pensando, ¿a que sí? No, no, no
disimules. Si tanto lo quiero podría irme allí con él y enfermar yo
también, total, para lo que me queda… chico, yo no le temo a la
muerte… yo le temo al sufrimiento, a la enfermedad, al dolor. Porque
aquí no te dejan morirte, no te pegan un tiro, no hay eutanasia que
valga… aquí te utilizan de cobaya… investigan con tu cuerpo. Dicen que
quieren encontrar una cura y que por eso investigan… pero yo no me lo
creo.
—Eso que me cuenta… es muy duro. Entonces, ¿no tiene
salvación su esposo?
—Toma, lee, anda.
Le tendió las cartas escritas a mano. Había unos quince sobres,
cada uno con un par de páginas en el interior. Estaba claro que la mujer
no lo había escrito ahora, en un momento. Esas cartas debían de ser
auténticas, eso le ayudó a confiar en ella. Tomó una al azar y la leyó de
principio a fin.
El hombre que firmaba venía a explicar cómo eran sus lamentables
condiciones de vida en el Lazareto, aunque sin entrar demasiado en
detalle. Daba la sensación de que temía la censura. Hablaba de su
enfermedad, de cómo estaban los de su entorno, de cómo se encontraba
de ánimo, de los médicos con máscaras que les hacían todo tipo de
pruebas y, sobre todo, escribía cuánto la echaba de menos y la ilusión
que tenía de que se pudieran reencontrar algún día.
—Es usted Úrsula —dijo Atreo mientras la miraba.
—Sí, encantada. Ahora… ¿me puedes decir tu nombre?
Atreo se presentó y decidió confiar en ella, aunque con reservas.
Le explicó que él y su familia fueron asaltados por unos soldados de la
Unión y que murieron todos menos él y un hermano suyo a quien
secuestraron y llevaron al interior de Vetusta. Habló de cómo era su vida
en Somiedo, pero no le dijo dónde estaba el paraje ni que fuera de las
vallas esperaban su regreso quienes quedaban de su familia. Lo que más

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temía era delatar a alguien que le importase y con ello poner a su familia
en peligro, por ello decidió mentir y cambiar detalles.
—Tu instinto no te ha fallado. Hay dos lugares en los que puede
estar tu hermano y uno de ellos es el Modoo. Yo no sé si lo habrán
llevado allí o al estadio. A cualquiera de esos dos lugares llevan a los
esclavos.
—¿Esclavos?
—Sí… en La Unión hay esclavos.
—¿Y para qué los utilizan?
—Verás… La Unión pierde a gente, por enfermedad, muerte, …
así que recluta a nuevos miembros, con los niños no basta… y cuando
reclutan a alguien, como a tu hermano, el primer paso es adoctrinarlo —
la mujer se levantó renqueante, tosía, se tomó un vaso de agua. Parecía
de pronto más frágil y anciana. —Al proceso de adoctrinamiento lo
llaman conversión. Utilizan la tortura, el dolor y la humillación para
anular quién fuiste antes. Cuando te has sometido y has entendido cómo
funciona La Unión, formas parte de ella y te inicias en la escala más
baja, como un esclavo, todos los niños comienzan así. Si tras varios años
has demostrado tu obediencia y valía, podrás convertirte en ciudadano y
tener algunos privilegios.
—¿Y quién manda aquí?
—Mucha gente manda, todos, menos los esclavos. Esto es una
jerarquía, una pirámide. Los de arriba, que son menos, mandan a los de
abajo. Cuanto más arriba estás, más mandas, cuanto más abajo, más
personas mandan sobre ti. Abajo del todo, los esclavos, encima de ellos,
los ciudadanos, sobre ellos, los coordinadores, por encima, los militares.
Luego, dentro de los militares, hay varios rangos: soldado, sargento,
capitán y coronel.
—¿Y el jefe de todos?
—Hay un consejo de cinco coroneles, elegido cada año de entre
todos los coroneles, y son ellos mismos quienes votan.
—¿Y cómo se asciende?
—Haciendo lo que te piden. Pero no siempre funciona. El sistema
se aprovecha de esto. En ningún sitio está escrito qué tienes que hacer
para ascender, de manera que tus superiores se aprovechan para pedirte
cualquier cosa con la promesa de un ascenso. Es una meritocracia
injusta… terrible, que te hace miserable y ruin. Juegan con tu esperanza.
Yo tenía fe en el sistema hace años. Vine de extramuros, de un mundo
salvaje. Esta civilización, este orden, esta organización, me pareció un

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avance… pero a veces esto es más salvaje que el exterior, pues sacan lo
peor de cada uno.
—Entonces… a mi hermano ¿qué le puede haber pasado? ¿Cómo
puedo salvarlo?
—En eso no pienses ahora… lo averiguaré. Ahora conoces a
alguien dentro. Yo conservo aún buenos amigos entre los coordinadores
de los dos centros, del estadio y del Modoo… tal vez pueda ayudarte.
—¿Y por qué ibas a hacerlo?
—Cualquier cosa que me ayude a joder este maldito sistema me
hará feliz.
—Y si tanto odias esto, ¿por qué no huyes?
—Primero por mi marido y segundo porque no puedo… soy muy
vieja. La traición se castiga con la tortura, la humillación y la
degradación al estado de esclavo. No me puedo exponer a eso, no a mi
edad. Tengo aún alguna, aunque poca, esperanza en ver de nuevo a mi
esposo.
—Entiendo.
—De verdad, confía en mí… verás como salvaremos a tu hermano.
En ese momento Atreo miró de nuevo el dibujo. Parecía una pareja
que se amaba y era feliz. No dejaba de asombrarse ante todo, estaba
descubriendo todo un mundo desconocido y en él habitaban personas con
ambiciones, deseos y que se querían. Pensaba si este sería un buen
momento para decirle que no buscaba a su hermano, sino a su hermana,
pues, si realmente iba a ayudarle, tendría que ser sincero. Pero decidió
esperar.
—¿Por qué los rombos? —preguntó de repente Atreo.
—Es el símbolo de La Unión. Simboliza para nosotros la unión de
polos opuestos, cuatro puntos enfrentados y sin embargo unidos por una
línea. Pretende expresar que por diferentes que seamos las personas
podemos unirnos en un fin común y armónico, crear un estado perfecto,
en equilibrio. Así que es una marca en nuestra piel —Úrsula se remangó
y mostró su antebrazo tatuado con un rombo—, cuando te conviertes en
ciudadano te tatúan un rombo. Después recibes otro nuevo con cada
ascenso. Este es un estado reciente, bastante nuevo. Yo llegué a él
cuando todavía no tenía simbología, sino tan solo un par de líderes con
ambición e ideas. Al principio sonaba todo tan hermoso, tan idílico, pero
se ha ido transformando en una tiranía, en una cárcel. Hace años que
pienso que las vallas y los guardias no nos protegen, sino que nos
encierran.

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Tras una larga conversación, en la que la mujer explicó cómo había
sido su vida, Úrsula le mostró cómo era la casa, le enseñó más recuerdos
y lo invitó a dormir en una habitación que tenía acondicionada para
cuando a alguna amiga se le hacía tarde allí con ella y se tenía que
quedar a dormir, pues había toque de queda y ningún ciudadano que no
fuera vigilante podía salir a la calle una vez anunciado el mismo. Ella sí
solía salir para pasear al perro o tomar el fresco porque sabía por dónde
moverse y conocía de memoria los turnos de los vigilantes.
Así, con la promesa de que su nueva aliada la ayudaría, tumbado
en una cama confortable, cálida, con mantas, se durmió de manera muy
apacible. Agotado como estaba, su cuerpo se abandonó a un sueño
profundo.

Una extraña sensación de ingravidez lo devolvió a la conciencia,


abrió los ojos. No tenía ni idea de dónde se hallaba. No podía abrir la
boca. Estaba amordazado. Vio unos pies y descubrió que lo que había
creído el suelo era una pared. Lo habían atado y colgado boca abajo.
Escuchó unas risas. Después lo giraron como a un juguete. Comprendió
que estaba atado a una base circular que giraba a voluntad de quien la
manejaba. Su cabeza había acumulado demasiada sangre. Vio a un
hombre de espesa barba y uniforme morado. El tipo sonreía y las
pobladas cejas se arqueaban hacia abajo.
—No te figuras lo feliz que me has hecho. Quería un juguete
nuevo.
Atreo comprendió que la vieja le había traicionado.

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VIII. Regalos

La mirada fue más allá del hombre barbudo que le hablaba. Había
manchas oscuras, rojizas, marrones, ocres, por todas partes. Era un lugar
sucio por el que habían discurrido múltiples fluidos. Las paredes
desconchadas guardaban horribles secretos. Había herramientas de metal
y madera. Limpias. Guantes, cuerdas, un cubo con agua. También vio
prendas de vestir: faldas, vestidos, pantalones de cuero, máscaras,
látigos, diademas, coronas de espinas. Era todo tan extraño.
—Calentemos— dijo el hombre.
De inmediato, le golpeó con los nudillos en la boca. Atreo sintió que
un diente se tambaleaba. Fue como caer de boca contra un lago de espeso
hielo. Estaba mareado, notaba el sabor a hierro en la boca. Miró de
nuevo al tipo. Sin tiempo a reaccionar recibió un tremendo puñetazo en
el estómago que lo dejó sin aliento. Creía que se ahogaba. El aire que
entraba por la nariz parecía insuficiente.
Las risas del barbudo eran estruendosas y sonoras. Sus ojos eran de
loco. Ese hombre nefario, sonriera o no, conservaba la mirada
desorbitada, los ojos de sangre.
—Gracias por doblarte ante mí, muchacho. No me he presentado.
Sileó el pisahígados, me llaman. Es un placer. ¿Qué dices? Uy, perdona,
no puedo oírte con esa mordaza. Ya… te preguntarás por qué hago esto.
Seguro que piensas: que me deje hablar y así le diré lo que sea. Ya, pero
esto se llama violencia gratuita. Un regalo de la casa. De ella no te
puedes librar. Verás, digas lo que digas, hay una serie de daños, un dolor,
del que no te librarás. El daño físico lo vas a recibir, sí o sí. No obstante,
si cooperas, que lo harás, esto acabará antes y mejor. ¿Alguna vez te han
dado con un látigo? Es una extraña sensación… parece un juguete, casi
inofensivo… en la antigüedad lo usaban mucho. Es un dolor para el que
el cuerpo no está preparado, casi ni lo ves venir. Zas, como un mordisco
de una serpiente. Y cuando se repite una y otra vez… no es solo el
escozor, ni la picazón, es algo más, es la certeza de que te está
arrancando tiras de piel. Llega un momento en que piensas que se te verá
el hueso… y normalmente estás en lo cierto. Comprueba cómo se siente.
Le propinó hasta cuatro latigazos en cada muslo desnudo. Atreo
quería ser fuerte, pero no pudo reprimir lágrimas de dolor.

101
—Venga, chaval, que no es para tanto… bueno, bueno, vaya una
magdalena. Está bien, tras mi presentación, tomaremos apuntes.
Sileó se sentó en una silla, tomó una libreta y un bolígrafo y cruzó las
piernas como si se dispusiera a tomar nota.
—Bien… ahora vamos a hacerte unas preguntitas sencillas. ¿Cómo te
llamas y de dónde has salido? Uy, vaya… qué descuidado. Si sigues
amordazado. Disculpa, chico… ahora mismo lo solucionamos.
Con mucha delicadeza, el torturador le quitó el sucio trapo de la boca.
Solo entonces se dio cuenta Atreo del asqueroso sabor y hedor que
despedía el trozo de tela. ¿Cuántas más bocas lo habrían mordido antes
de la suya?
—Bueno, chico, ¿cómo era tu nombre?
—Tui.
Y según dijo esas palabras, Atreo cayó en un profundo estado de
inconsciencia, en un profundo coma. Sileó se alzó como un resorte. No
había visto nunca nada igual. Por más que le golpeara o gritara el
muchacho no despertaba. Respiraba pero parecía en un trance tan
profundo que nada hacía pensar que podría volver al mundo de los vivos.

Sen siempre había preferido viajar sola. Pese a las dificultades y


desventajas que entrañaba, especialmente cuando sobrevenía algún
imprevisto, suponía múltiples aspectos favorables. Podía caminar todo el
tiempo que lo deseara sin descansar y a un ritmo mucho más rápido que
cuando iba acompañada. Era más prudente y sigilosa. No tenía que
escuchar quejas ni lamentos. Nada la distraía de su objetivo, eso la hacía
una rastreadora más eficiente. Seguir el rastro de dos motocicletas en
estos tiempos sin vehículos a motor podía parecer más fácil que
perseguir a un caballo, solo que las motos no se cagaban. Eso la
desorientaba. A favor tenía que siempre iban por asfalto, apartaban
obstáculos a su camino y, en alguna parada, perdían aceite.
A Sen le indignaba la sensación de estar perdiendo el tiempo, de dar
vueltas. No estaba siguiendo el rastro de alguien que iba en línea recta,
sino de alguien en misión de exploración. Los perseguidos se movían
rápido, un rodeo de diez minutos para ellos suponía una hora más para
Sen. Le llevó unas seis horas, pero encontró su refugio. Era realmente
grande. El lugar estaba en mitad de la naturaleza, vallado, había sido una
instalación militar, Cabo Nogal, anunciaban los carteles. El
emplazamiento estaba bastante escondido, no era sencillo dar con él si no

102
sabías adónde ibas, y, sin embargo, no estaba lejos de Vetusta, unas tres
horas caminando en línea recta.
Sen buscó la puerta principal. No había nadie vigilándola,
aparentemente, aunque pensaba que en alguna de las torres debía de
haber alguien. Así que se sentó a aguardar.
Se cansó de esperar. Probó diferentes técnicas. Hacer aspavientos,
gritar, hablar pausada. Nada funcionaba. Estaba segura de que ya la
habían visto, ahora cabían dos posibilidades: que la consideraran
insignificante y no quisieran dedicarle ni un segundo: o bien que la
creyeran una amenaza, una espía, una avanzadilla. No tenía tiempo. No
podía seguir haciendo la payasa.
Se internó entre los árboles. Buscó unas ramas secas y también yesca.
En cuestión de minutos encendió una hoguera. Procuró generar más y
más humo. Fue echando las ramas y hojas que más lo avivaban, estaba
delatando aquel escondite. Cualquiera podría verlo en un radio de varios
kilómetros. Pronto escuchó un motor. Dos motocicletas estaban frente a
la puerta. Los pilotos llevaban máscaras de gas. Una mujer enmascarada
descendió de la motocicleta y abrió el candado y después la puerta.
Llevaba un rifle, con el cañón del arma le indicó a Sen que entrara. Sen
obedeció. La mujer indicó que esperara allí dentro, mientras, el otro
piloto fue y apagó la hoguera a patadas.
Las motos avanzaban despacio para que pudiera seguir el ritmo a pie.
El lugar era grande y estaba bien conservado. Sin duda, muchos de los
elementos llevarían décadas sin funcionar, como las cámaras de
seguridad o las farolas, no obstante, estaba todo limpio y no había signos
de haber recibido ningún bombardeo.
Se detuvieron frente a unos barracones. Aparcaron y le indicaron que
entrara. Una vez dentro, en una primera sala, se despojaron de las
chaquetas y las máscaras. A Sen le pareció que los dos eran muy jóvenes,
hombre y mujer, atractivos ambos para aquellos días de pestilencia y
salvajismo. Atravesaron unas cortinas de gruesos plásticos blancos y se
hallaron frente a un escritorio, un tipo grande, sentado, repasando
papeles y una mujer y dos hombres, jóvenes, en pie junto a él. El que
estaba sentado echó un vistazo a los tres que acababan de entrar y
continuó con su tarea.
Todos los demás estaban allí en silencio, mientras el hombre sentado
ojeaba y miraba papeles, subrayaba, carraspeaba e incluso negaba de
cuando en cuando con la cabeza. Todo el tiempo hubo un tenso silencio.
Finalmente, parecía haber terminado la tarea y se puso en pie. Miro a

103
Sen. El hombre era alto y tenía la cabeza muy grande y alargada. Su
cabello era de plata y abrió la boca en una perfecta sonrisa tan amplia
como sus ojos abiertos. Las facciones eran histriónicas, amplias, el
mentón pronunciado. Era difícil soportar aquella mirada silente, la
mueca que te penetraba. Sen lo soportó sin expresar un mohín.
—Y bien… ¿quién eres y qué has venido a buscar? Danos un motivo
para no matarte.
—Me llamo Sen. He venido a buscaros a vosotros.
—Explícate. ¿Has venido buscando tu muerte?
—He venido buscando muerte, pero no la mía.
—Me están cansando tus acertijos.
—Estaba quieta en la puerta como una estatua—añadió la chica que
había conducido la moto. —Pensábamos dejarla ahí hasta que se cansara,
como hacemos con todos, pero nadie aguanta tanto, además, encendió
una hoguera y el humo iba a delatar nuestra posición.
—¿Y a ti quién te ha preguntado? Siempre hablas más de la cuenta.
Tú, Sen, habla… ¿me estás provocando? ¿qué es lo que quieres
exactamente? ¿es que escondes un ejército en el bosque y eres la
emisaria?
—Nada de eso. Lo que pido es quid pro quo. Vengo a ofrecer algo y a
pedir algo.
—Háblame en español, cojones.
—Yo os ayudo y vosotros me ayudáis.
—¿Y qué puedes ofrecernos tú, si se puede saber?
—Muchas cosas. Entre ellas, creo que hay algo que os interesa: trajes
de protección radiactiva y equipos de detección que os permitirán saber
qué lugares y personas están limpias.
El hombre no pudo disimular su interés.
—¿Y de dónde vas a sacar tú ese material?
—Conozco el emplazamiento de una empresa que fabricaba ese tipo
de material… lo conozco porque soy una nómada y estuve viviendo en
su interior unas semanas, mientras aguardaba a que pasara un temporal
de nieve.
—Entiendo… ¿y qué pides tú a cambio?
—He visto vuestras armas… y vuestras motos. No sé cuántos sois,
pero creo que sois fuertes… y necesito que me ayudéis a rescatar a mis
amigos de la ciudad Vetusta.
—Será mejor que hablemos en privado. Sígueme, vamos a mi
habitación. No pienses mal, eh, no eres mi tipo.

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Sen no movió ni un músculo del rostro ante aquel supuesto
chascarrillo.
En la habitación del hombre había una cama de matrimonio con una
pesada colcha, un escritorio de madera, una silla a cada lado, una librería
rebosante de viejos libros. Él se sentó en el lado del escritorio que daba a
la ventana y la invitó a sentarse en el otro. Había un ajedrez sobre la
mesa, las piezas estaban dispuestas para iniciar una partida.
—Juguemos— dijo él— hablemos después.
Sen, con calma, tomó asiento y movió las blancas. Pese a no disponer
de temporizador, ambos movían rápido en cada turno. La partida duró
veinte minutos. Acabaron en tablas. El tipo estrechó la mano de Sen, con
fuerza.
—Bien jugado… tienes huevos y no eres tonta. Aunque lo que has
hecho viniendo aquí parece un suicidio. Una mujer que entra por la
puerta principal de un lugar así, desarmada, sabiendo qué tipo de armas y
vehículos tenemos. Dispones de toda mi atención. Y algo de admiración.
Sabes jugar al ajedrez, desde luego. Y, coño, permite que te lo diga, pero
estás buena, aunque no parece que seas consciente de ello, no, perdón…
sí eres consciente, pero no es algo que te agrade ni de lo que estés
orgullosa… Tranquila, estás buena, pero ya te he dicho antes que no eras
mi tipo. Te estoy molestando hablando de tu físico. Mi nombre es
Augusto… llevo aquí seis años con mi gente. He dado muchos tumbos y
esto fue como encontrar una mina. Estamos la hostia de bien… pero hay
una pega. Como bien sabrás.
—Vetusta.
—Sí… joder. No es solo que esos imbéciles se estén haciendo cada
vez más fuertes… es que llevan consigo la contaminación. Una bomba
nuclear reventó la parte norte de la ciudad cuando el mundo se fue a la
mierda. ¿Sabes cuántos años pueden pasar hasta que el suelo se limpie
por completo? Cientos. Y esos imbéciles no solo viven ahí, sino que
cultivan, comen, follan y se expanden. Se aferran a la protección de la
valla, a la comodidad de los edificios y creen que basta con aislar a los
apestados. La tierra ya no es un lugar seguro en el que vivir… te
sorprendería lo que he visto sufrir a personas afectadas por la radiación.
—El horror no deja de sorprender.
—Bueno… no quiero taladrarte más… ni aburrirte. Tú tienes una
oferta que suena bonita a un precio que parece muy caro. Explícame tus
planes y dime por qué debería confiar en ti.
—¿Tienes algún plano de la península?

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—Sí.
Se levantó, fue a la librería y señaló una balda entera.
—Trae uno, ese, el de Michelín.
Posó el enorme libro de planos sobre la mesa.
—Quiero que busques tres pueblos en ese plano, después trae un
mapa completo de la península, reducido, y te indicaré el lugar exacto
donde están los tres pueblos.
—Está bien, acepto el desafío.
Buscó un rato y al fin dijo tres nombres:
—La Alberca de Záncara, Coín y Allepuz.
En cuestión de segundos Sen tomó el mapa y dibujó los tres puntos.
—Uno en Cuenca, otro en Málaga y el último en Teruel.
—Impresionante. Sin duda. ¿Cuántos pueblos hay en España? ¿Mil?
—No, 8.124 municipios. Verás. Tengo memoria fotográfica. Lo que
veo lo guardo en mi memoria como si fuera una fotografía, si quiero. He
memorizado el mapa de España.
—Bueno, eso está muy bien para jueguecitos… pero, ¿de qué cojones
sirve?
—No solo he memorizado cada pueblo, sino también carreteras, ríos
y, es más… llevo años viajando por toda España. Eso os puede ser muy
útil. Verás, te voy a decir lo que te ofrezco y tú me dirás qué te parece.
He trazado un plan detallado para reventar ese pueblo de Vetusta, acabar
con sus dirigentes y así rescatar a mis amigos. Para eso os necesito a
vosotros, pero te aseguro que os lo serviré en bandeja. Cuando estemos a
las puertas de Vetusta con tu gente y sus armas y las puertas abiertas, tú y
yo pasaremos 5 minutos a solas y te dibujaré en este mapa de carreteras
cómo llegar de una forma segura al Valle de Tamón, en Asturias, a una
vieja empresa química que se dedicaba a crear y comercializar todo tipo
de equipos antirradiación. Y además te señalaré dos lugares con sus rutas
que son totalmente seguros y disponen de recursos naturales limpios, en
Asturias.
—A ver, a ver… y si conoces lugares así, limpios, seguros y cómo
llegar a ellos, ¿por qué no te quedaste allí y seguiste viajando?
—Augusto… para entenderme tendrías que conocer mi vida.
—Tengo toda la noche.
—Pero yo no… mira… tú aquí no solo tienes gente que te sigue,
tienes una familia, personas que te aman y respetan y quieres el bienestar
para ellos, ¿verdad?
—Lo has definido bien.

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—Tu hogar no está dentro de estas vallas, sino rodeado de esas
personas. Yo tenía lo que tú tienes y lo perdí. Tenía un hijo y murió, por
culpa de las personas a las que amaba. Rompí con todo, viajé durante
años. No buscaba un lugar seguro, buscaba un motivo para vivir. Me
buscaba a mí… porque no era lo suficientemente valiente, o cobarde,
depende de cómo se mire, para suicidarme. Y ahora, tantos años después,
he encontrado una nueva familia, un motivo para vivir. Esa familia está
en apuros. Me da igual si muero, o si la tierra entera arde, si no consigo
salvarlos. Necesito protegerlos. ¿Me entiendes? ¿Me crees?
Durante dos largos minutos le mantuvo la mirada, la escudriñó. Sen
no parpadeó ni una vez.
—Te creo… Cuéntame tu plan.

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IX. Murallas

Tenía once años, miraba su reflejo en el río. De cuando en cuando


lanzaba una piedra y veía su imagen deformarse. Meditaba, se adentraba
en sí mismo. Vio una ardilla sobre una rama. Lo miró a los ojos, como si
lo comprendiera, después correteó de nuevo.
En aquel instante se hizo la pregunta. ¿Por qué yo soy yo? ¿Por qué
ahora no puedo ser Nausicaa, o Laín, o la ardilla? ¿Por qué estoy atado a
este cuerpo? Se sentía en una paradoja. Su mente era incapaz de saber
por qué no podía salir e ir a otro cuerpo, como hacía a veces en los
sueños.
Egresar y regresar.
Abrió los ojos contando números hasta que percibió que había
perdido la cuenta.
Lo había hecho, había estado dormido, de turismo, fuera de sí, fuera
de su cuerpo. Su torso, su rostro, sus extremidades, no habían sido suyas,
no le habían importado. Su auténtico yo había estado en otro lugar; en
un lugar del que ya no recordaba nada.
Cual hijo pródigo, la conciencia estaba de nuevo en el cuerpo. Se vio
en una oscura habitación sin enlucir, iluminada con velas, atado con
cuerdas a una tabla de madera, desnudo. Observó su cuerpo, tenía
múltiples cortes y moratones. Como el dibujo animado que solo cae
cuando mira al vacío, Atreo, al ver sus heridas, sintió que el dolor se
apoderaba de él. Se tragó un grito. Habían maltratado su cuerpo mientras
estuvo ausente. Las heridas abiertas escocían y picaban. Era el picor lo
peor, no poder rascarse. Apretó la mandíbula. Le faltaban un par de
muelas. Colaba la lengua entre ellas. ¿Qué clase de salvaje era ese Sileó?
Bendijo a Sen. Cuánto dolor le había ahorrado gracias a su técnica de
hipnosis. Escuchó unas voces, cerró los ojos, se hizo el dormido.
En ese momento descubrió que había alguien más en la habitación.
Alguien había venido a visitarlo.
—Bueno, así que es este el nuevo.
—Sí, mi capitán.
—¿Este es el que no siente dolor?
—Sí… es el caso más extraño que he visto jamás. Cayó en coma por
sí mismo, apenas lo había tocado. Cerró los ojos y ni el agua, ni el fuego,
ni el cuchillo, ni sacarle las muelas, ni molerlo a golpes lo despertó.

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Conseguí verlo un día con los ojos abiertos. Aproveché, le hice varias
preguntas. No respondió nada. Musitó algo y cayó de nuevo en este
coma profundo. ¿Lo mato o qué hago con él? No parece de utilidad.
—No, no lo mates. Me intriga… ¿Cuánto tiempo lleva así?
—Dos días.
—Bien, lo que vamos a hacer es lavarlo, vestirlo y llevarlo a dormir al
Modoo. Intentaremos que despierte. Solo sabemos que viene de fuera y
que busca a su hermano. En los últimos días hemos atrapado a muchas
personas. Podría ser cualquiera… también podría estar muerto.
—¿Por qué no preguntamos a los esclavos?
—Tú eres imbécil. Son tan mansos y complacientes que por tal de
darme el gusto todos dirían que es su hermano. Además… me la suda
quién sea su puto hermano. Aquí todos los esclavos son como ovejas
obedientes, incapaces de pensar por sí mismos. Dejamos el cerebro a
cero y lo reiniciamos. Pero me intriga este chaval. Que vaya al Modoo,
que lo cuiden bien, y cuando despierte que le expliquen dónde está,
quiénes somos y cuál será su nuevo papel en esta sociedad. Actuemos
como si lo hubiésemos sometido. Daré orden a algún coordinador de
confianza de que lo supervise y espíe. Ya te digo que me interesa
especialmente.
—Sí, señor, actuaré como usted dice, mi capitán.
—A ver, imbécil. Sobra que digas eso. Claro que actuarás como yo
digo, se da por sabido. Pasar tantas horas aquí te trastorna. No te
demores más. Psicópata de mierda— musitó estas últimas palabras sin
preocuparse por ser oído.

La vida en el Modoo era rutinaria. En cualquier caso, preferible a los


días previos en Vetusta. Hacía mucho que Nausicaa se había rendido. Su
fe había sucumbido. Le habían mostrado de múltiples maneras que jamás
sería rescatada, que ellos eran ahora su familia y que, si quería evitar el
dolor y el sufrimiento, tenía que ser obediente.
No era tonta. Era una chica obediente.
Escuchar muchas veces una frase puede hacer que tú mismo la creas
cierta, al final la haces tuya.
La vida en el Modoo no está tan mal. Lo oía una vez tras otra.
Era una esclava, pero algún día podría dejar de serlo.
Frotar, lavar la ropa, planchar cocinar, limpiar el suelo, las paredes,
las calles, coser, dar masajes, remendar, servir comida, reír los chistes de
los superiores, dormir, cuidar niños, plegar ropa, comer mal, llorar en

110
secreto. Esa era su vida ahora. Era temporal. Cuando confiaran lo
suficiente en ella saldría del Modoo y le asignarían una tarea más
concreta, podrían ponerla a servir a algún alto mando. Ya le habían
advertido cuál era la única respuesta que cabía ante la orden, cualquier
orden, de un superior: Sí, mi señor; Sí, mi señora. De esa manera nunca
tendría problema.
Valoraban sus capacidades en lo que se refería a la cocina y el textil.
Uno de los coordinadores le había asegurado que si seguía siendo tan
diligente pronto se podría convertir en ciudadana y gozar de múltiples
derechos y ventajas y que, incluso, al verla tan joven, sana y fuerte, veía
en ella madera de soldado, que todos sabían eran muy superiores a los
ciudadanos. No obstante, eso ya sería a más largo plazo. De momento
debía centrarse en ser una buena esclava.
El dolor y la humillación doblegan a casi cualquiera.
En alguna ocasión Nausicaa se sorprendía mirando un rayo de sol que
se filtraba por una cristalera del techo y en él danzaban unas motas de
polvo que le recordaban los tranquilos días, las felices rutinas y risas en
Somiedo. Pronto otra imagen de dolor la sustituía y corregía su sonrisa.
Nadie debía verla sonriendo, jamás, si no se lo pedían. La sonrisa les
parecía tan sospechosa.
Fregaba suelos una mañana cuando notó cierto revuelo y cuchicheos
contenidos. Traían a un nuevo esclavo. Estaba atado a una cama que
portaban entre cuatro soldados. Lo dejaron allí, junto a las otras camas, y
hablaron con un coordinador. Ella estaba cerca, escuchó cómo ordenaban
que lo alimentaran y dieran de beber y, cuando despertara, si lo hacía,
avisaran a Emilia, era quien estaba allí al corriente de todo.
Nausicaa tuvo una extraña sensación, la intuición de que debía
acercarse. Y lo hizo. Se aferró a la fregona. Estuvo a punto de
desmayarse. Estaba sudando y ruborizada. Retomó pronto el control de sí
misma, miró a su alrededor, necesitaba saber si alguien había percibido
su reacción. Por fortuna, no. Se alejó, continuó limpiando. Los ojos
estaban posados en el nuevo, y no en ella. Hubiera sido su perdición. Les
había hablado de Atreo, de Camino, de Miranda, de su madre, de
Somiedo, de Roque, de todos. Se lo habían sacado todo durante la
tortura. No obstante, tanto ella como sus captores habían convenido lo
imposible que era que siguieran su rastro, que entraran aquí, que la
rescataran. Habían tomado su esperanza, la habían triturado, se la habían
comido, la habían digerido, cagado y enterrado en un profundo agujero.

111
Sin embargo, ahora Atreo estaba allí, con ella, bajo el mismo techo.
Había esperanza. Estaba tan dolida y triste como esperanzada. Que él
estuviera allí, en aquella cama, en aquel edificio, significaba que había
pasado por lo mismo que ella. Era horrible. No pudo contener por
completo su rostro, el labio inferior temblaba. Quizás había sido una
ilusa egoísta al creer que había escapatoria o salvación. Ella tenía que ser
una buena esclava. Y él también. Tal vez pudieran llevar una vida juntos
allí dentro. Sería diferente pero, al menos, ya no estaría sola. No podía
evitar alegrarse, por mucho que le pesaran las torturas que deducía que él
habría padecido.
Poco después de aquella paradójica visión, ilusionante y terrible a un
tiempo, encontró algo que de nuevo prendió una chispa en la ciénaga de
su temor. En las alturas limpiaba el polvo de unos cristales cuando vio
algo que no dejaba lugar a dudas. Alguien, con un dedo, posiblemente el
índice, había dibujado un rombo en el polvo del cristal. Pero no tan solo
eso. Había tachado el rombo con un aspa. ¿Era un símbolo de rebeldía,
de esperanza, de resistencia? ¿Qué si no? ¿Era posible que en esa ciudad
podrida hubiera alguna persona dispuesta a rebelarse? Si así fuera, ¿cuál
sería el precio? Le habían mostrado cómo se había castigado a los
autores de un delito. Habían sido despellejados y exhibidos en las calles
y plazas, colgados. Junto a ellos se especificaba en un cartel el delito
cometido. Lo peor de todo es que no parecían faltas tan graves para
semejantes castigos, eso, desde luego, acobardaba todavía más. En el
cartel de uno frente al que se detuvo Nausicaa, rezaba: mientras un
capitán contaba un chiste no solo no se rio, sino que mostró una
desagradable mueca y arqueó las cejas, mofa que transmitía desprecio a
su superior. Tras leer aquello, Nausicaa abrió levemente los labios y soltó
un imperceptible suspiro. Se esforzó sobremanera por no mostrar gesto
alguno en su rostro. La tensión se acumuló especialmente en las cejas,
por tal de mantenerlas firmes. Siempre había alguien mirando. Ya se lo
habían explicado:
“Las vallas simplemente están para no dejar entrar alimañas.
Cualquier otra muralla interior será derribada. Nada se puede mantener
en secreto, siempre hay alguien mirando y escrutando. Sé siempre
sincera y no tendrás problema alguno. Si tratas de edificar una muralla
del tipo que sea, la derrumbaremos. Somos La Unión. Aquí todos somos
uno y somos muchos. Cada uno tiene su posición, su orden, su jerarquía,
todos pueden ascender. Somos un cuerpo. La mente manda sobre el
brazo, el pie y cualquier otra parte. Tú ahora eres un dedo. Si un dedo no

112
funciona, se puede cortar. No lo olvides. Todo miembro es fundamental,
todo miembro es prescindible. Somos La Unión.”

113
114
X. El martillo

Atreo se había habituado a la vida allí. El trabajo cansa, las rutinas


marcan el día y, al final del día, uno solo tiene tiempo de dormir,
descansar. Había personas realmente agradables, especialmente entre los
de su clase, entre los esclavos. Todos los días tramaba algún encuentro
fortuito y casual (en apariencia) para tropezar con Nausicaa, para que sus
dedos se rozaran mientras barrían, las rodillas se acariciaran al doblar
ropa uno junto a otro y las miradas se clavaran atravesando cien metros
de personas ajenas. En esas miradas, un guiño, un levantamiento de
cejas, o media sonrisa, provocaba que el otro se tuviera que esconder
para poder, sin que nadie lo observara, reír, sonreír, suspirar o llorar.
Él parecía uno más, aunque tenía un trato especial. Había un
supervisor, Óscar, siempre pendiente de Atreo. Era simpático y educado,
un hombre mayor, diligente, calvo como un sapo viejo, conservaba
cabellos de un gris apagado detrás de las peludas orejas. Su cabeza se
alargaba en horizontal y los brazos le colgaban como los de un
orangután, configurando una desagradable figura que él trataba de
compensar con su sonrisa jovial y su excesiva simpatía. Trataba de
estirar el cuello y sacar pecho, pero las piernas arqueadas y su escasa
estatura le conferían un ridículo aspecto. Nadie hablaba mal de él, pero
ninguno le demostraba amor o afecto. A Atreo no le quitaba ojo y lo
torturaba con inacabables charlas enlazando insignificantes asuntos con
fantasmadas que parecían impropias de alguien con semejante percha,
resultaba imposible imaginarle una juventud en que resultara atractivo
para alguien. Nausicaa esperaba ansiosa un momento en que aquel tipo
dejara tranquilo y solo a Atreo.
Esos días de miradas furtivas y roces clandestinos se habían imbuido
de cierto romanticismo, de un ansia y una ilusión iluminadoras.
Atreo había odiado a aquellas personas que le habían arrebatado a su
hermana. Sin embargo, ahora que estaba entre ellos, se daba cuenta de
que estos hombres, mujeres y niños con quienes compartía techo, no eran
malos. No fue de ellos la responsabilidad del ataque y secuestro. No eran
más que unos simples lacayos. Obedecer y sobrevivir. Culpó a sus
superiores inmediatos, a los coordinadores, mas tampoco en ellos parecía
haber responsabilidad. Estaban tan solo un escalón más arriba que los
esclavos, y no tomaban ninguna decisión importante. Solo se encargaban

115
de que las tareas se hicieran de manera diligente y organizada, pero las
órdenes venían siempre de arriba. Odió a los soldados, y también ellos
obedecían órdenes de sus superiores. Había toda una jerarquía
organizada que llevaba a que se difuminara quién era la responsable final
de las órdenes. ¿Quién decidía cómo funcionaba todo? Hablaban de un
consejo de sabios, aunque daban por sentado que ellos solo se
encargaban de decisiones de tipo teórico, organizativo: administrar
justicia y legislar, pero no de las órdenes cotidianas. De alguna manera,
esto fomentaba que no hubiese odio entre ellos, o no excesivo. Se
difundía la idea de amar a tus iguales y, sobre todo, a tus superiores.
Atreo sentía lástima por Óscar, pues lo veía como alguien que intentaba
imponerse sin autoridad. Le parecía un ser patético que solo mandaba
sobre los esclavos, pero a quien a diario los soldados ponían en su sitio.
Y si llegaba un sargento o un capitán, le faltaba poco más que
arrodillarse y besar el suelo por donde pisaba.
Una tarde encomendaron reparar a Atreo una puerta que se había
dilatado y no cerraba bien. Tenía que desmontarla y serrar la parte
inferior. Nausicaa tenía en aquel instante un momento para descansar y
comer una fruta. Así que como en aquella zona no había casi nadie
pendiente, se sentó junto a Atreo al tiempo que masticaba una jugosa
pera.
—¿Qué haces aquí?— preguntó ella.
—¿Tú qué crees? He venido a sacarte.
—Pues no veo cómo.
—Es que una vieja cabrona me denunció… el plan iba bien, pero me
traicionó… se hizo la buena. No te puedes fiar de nadie, mira que mamá
nos lo decía veces. Solo puedes confiar en la familia.
—Ese fue nuestro fallo, en la familia tampoco. ¿Te hicieron mucho
daño?
—¿Qué?
—Ya sabes… para adoctrinarte.
—No lo recuerdo, pero se ve que sí, mi cuerpo estaba destrozado y…
mira, me faltan un par de muelas.
—Uf… pobre… debió de dolerte tanto.
—No, no te preocupes. Conocí a alguien que me ayudó, ya te
explicaré cómo. Vamos a salir de aquí, ya lo verás.
—No, Atreo, no quiero que me saques; no quiero que lo intentes. He
estado a punto de delatarte, no tienes ni idea de la lucha interna que he

116
soportado, de las batallas contra mí misma que he tenido estos días… iba
a hablar con Óscar y decirle quién eres.
—¿Por qué?
—Porque cuando nos descubran volverán a llevarnos con Sileó.
Nausicaa apartó la mirada. Se mordió literalmente la lengua y se
limpió una lágrima.
—Atreo…deberíamos ir los dos y decir la verdad, si no será peor.
—¿Qué dices? No vamos a decir nada a nadie, nos vamos a escapar.
—Calla, no hables tan fuerte… de aquí es imposible escapar, y es
imposible esconderles nada, se enteran de todo. Por eso he tardado tanto
tiempo en hablar contigo. No me crees, pero estuve muy cerca de
delatarte… en serio.
—Nausicaa, no pareces tú. Siempre has sido tan positiva. Escucha,
vamos a salir de esta. Camino y Sen, que es la persona que me ayudó,
encontrarán la manera de sacarnos de aquí. Y si no la encuentran… la
encontraremos nosotros.
—No… tú no sabes qué hacen aquí a quienes desobedecen o intentan
huir. ¿No te han mostrado a la gente que hay colgada despellejada? Los
despellejaron vivos. Hay una frase que dicen con crueldad y que repiten
mucho los soldados: Detestamos la violencia gratuita, veneramos la
violencia con sentido. Para ellos, el dolor físico, la humillación y el
miedo, son herramientas infalibles para someternos y mantenernos
dóciles. Si desobedeces, lo mejor que te puede pasar es morir rápido, te
lo aseguro.
—Ven — le tomó la mano—… vamos a huir. Tenlo claro.
—No, olvida toda ilusión y esperanza. Para mí la felicidad es tenerte
aquí, no necesito más para ser feliz. Ya no estoy sola. Lo que debemos
hacer es ser obedientes y nos irá bien, como a toda esta gente que está
con nosotros. Ellos no son malos, en serio… pero el sistema, y la gente
de arriba, es infalible. Es mejor obedecer, vivir en paz, comer y dormir.
No me vuelvas a hablar de escapar. Me voy, no quiero que nos vean
juntos. Sé cuidadoso. Obedece.

Atreo se quedó descorazonado. ¿Qué habían hecho con Nausicaa? No


se trataba solo de los castigos físicos que le hubieran infligido, habían
derrumbado su fortaleza, su personalidad, y se había vuelto una persona
asustada, aterrada, dócil y obediente. Acercarse a él, no delatarlo, había
sido un gran acto de rebeldía, quizás el mayor del que ella fuera capaz
ahora mismo. Y, sin embargo, era una insignificancia, una niñería, ¿cómo

117
convencerla para escapar los dos? Después de todo, por desmoralizada
que estuviera, Nausicaa seguía siendo ella misma, o lo hubiera delatado.
Todavía quedaba esperanza.

La siguiente jornada entraron al Modoo unos soldados con un papel


que mostraron a Óscar. Este los llevó hasta Atreo. Él se temía lo peor. En
estas circunstancias le costaba ser optimista.
—Te vas de expedición con estos soldados, necesitan alguien que
cargue con sus bártulos. Además, alguien de arriba desea que veas cómo
son las expediciones.
No había preguntas, ni tiempo para hacerse a la idea, ni para
prepararse. Se daba una orden y se cumplía en el momento. Cinco
minutos después de haber entrado los soldados y merodeado por el
Modoo, salían con Atreo tras ellos, que cargaba dos mochilas y dos
lanzas.
La expedición la formaban seis soldados y Atreo, tres chicos y tres
chicas, jóvenes o bien conservados, imposible discernirlo. Salieron de la
ciudad por la parte noroeste y, al hacerlo, caminaron muy cerca de la
valla que mantenía aislado el Lazareto. Atreo vio cómo varias personas
se acercaban a la primera valla y los miraban pasar. No se atrevían a
decirles nada, aunque sus ojos pedían clemencia, comida, una salida. A
Atreo se le clavaron los ojos de una niña sucia y a todas luces desnutrida.
Uno de los soldados se colocó a la altura de Atreo. Era un muchacho
regordete, alto, con barba de dos o tres días y una sonrisa bonachona.
—Eh, chaval, no pongas esa cara de lástima, no podemos hacer nada
por esa gente… están enfermos. Lo mejor que podemos hacer es no
acercarnos mucho, que no sabemos si es contagioso.
—¿Por qué están enfermos?
—Por la radiación. Las bombas cayeron en la parte norte de la ciudad
y todavía sigue habiendo contaminación, y mira que hace años, yo ni
había nacido, y tú tampoco, eres muy joven. Venga, no pongas esa cara.
Nuestra gente está trabajando para curarlos… quizás en unos años esa
niña esté a este lado de la valla, con nosotros. Y seguramente estará
buena y todo.
—Oye, y si cayeron las bombas tan cerca… ¿por qué no elegisteis
otro lugar para vivir?
—Este es nuestro hogar. La parte sur está a salvo. Cuando se ha
contaminado alguien normalmente es porque ha comido comida en mal
estado, o agua, o porque tuvo contacto con alguien contaminado, pero

118
eso es muy raro ¿sabes? Tú, tranqui, estamos a salvo. Además, ¿no sabes
que las bombas nucleares cayeron por todas partes? No sabe uno dónde
estar a salvo… y, la verdad, hay cosas peores que la radiación. Por eso
Vetusta está vallada.
—Ya…
—¿Sabes, tío? Tendrías que estar alegre y agradecido, como lo
estamos todos. En Vetusta se vive de lujo. Es que tú llevas poco tiempo
aquí. Ahora no finjas que no sabes lo peligroso que es estar fuera —el
muchacho, mientras hablaba, mordisqueaba una ramita de hinojo. Le
ofreció un pedazo a Atreo, que lo declinó. De cuando en cuando lo cogía
del brazo, o del hombro, en señal de compadreo. Atreo no se sentía del
todo incómodo, le recordaba a sus paseos con Laín, en los buenos
tiempos. —Aquí tenemos seguridad y muchas comodidades. Y no te
quejes, que te ha tocado pasar los días en un sitio genial. Disfruta, que no
pasarás mucho tiempo en el Modoo.
—¿Y por qué es genial?
—Por las chavalas, hombre, no te hagas el despistado. Cada una es
más hermosa que la otra. Vaya curvas tienen algunas de esas esclavas.
¿Qué pasa? ¿No te van las pavas? Flipo contigo. ¿Es que te gustan los
tíos? Eh, que ya sé que hay gustos para todo, pero es están muy buenas.
No me compararás las curvas de una mujer hermosa con un hombre
peludo. Venga, dime, alguna te gustará… confiesa, ¿te has enrollado ya
con alguna?
—¿Si me he qué…?
—Tío, venga, estás perdiendo tiempo para enrollarte con alguna.
Cuando eres ciudadano, o soldado, puedes elegir pareja, a alguien que te
elija libremente… pero no puedes obligar a nadie, tampoco a una esclava
o esclavo, eso ya es cosa de los capitanes. Pero ahora que eres esclavo y
estás rodeado de esclavas, si te dan el consentimiento, te puedes liar con
quien quieras de entre ellas, y estás todo el día rodeado de hembras,
¿entiendes? Aunque me parece que lo que a ti te va es otra cosa…
—¿No sé a qué te refieres?
—Venga, chaval, no seas tímido… si te atraen los hombres dilo, que
no pasa nada.
—No… no es eso… —Atreo estaba totalmente agobiado. No sabía ya
ni qué responder. Aunque le sorprendía la familiaridad del trato con el
soldado, en parte lo agradecía. Incluso aunque algunas de sus preguntas
lo pusieran en un brete.
—Ey… pues hay una esclava allí a la que le he echado el ojo.

119
El joven soldado le dio una descripción que encajaba al detalle con
Nausicaa. No tuvo ninguna duda de que se trataba de ella, la forma
aguda del rostro, las piernas delgadas, la clavícula marcada, el cuello
enhiesto, el cabello lacio recogido en una cola. Aunque Atreo negaba, se
hacía el despistado, aseguraba no haberse fijado en ella; todos los gestos
lo delataban, aunque ni por un momento sospechó que aquel soldado
pudiera estar poniéndolo a prueba.
La conversación siguió por los mismos derroteros a medida que se
alejaban de la ciudad de Vetusta. Y en esa charla, Atreo se sintió
abochornado, se evidenció que no solo no había tenido ninguna
experiencia carnal, sino que ni tan siquiera sabía cómo funcionaba
aquello, lo que resultó sorprendente y gracioso para aquel soldado. Por
muy embarazoso que le resultara el asunto, Atreo estaba interesado y
asombrado. Jamás hubiera esperado averiguar aquellos misterios de esta
manera, en boca de un absoluto desconocido, de uno de sus captores.
El soldado se llamaba Lucas, se detenía cuando veía una mata de
hinojo por el camino y la masticaba como si fuera una delicia. Él lo
escuchaba atento y estaba seguro de que, fuera como fuera su vida, no
olvidaría esta conversación. Algunos momentos, cuando se producen, en
ese mismo instante, sabemos que los retendremos para siempre frescos
en los archivos de nuestra memoria, y a veces son instantes nimios,
tontos, graciosos, otras son realmente relevantes. Sabía Atreo que los
secretos que le desveló Lucas eran un valioso regalo, la sesgada
educación que había recibido de su madre le había vetado el
conocimiento de múltiples asuntos y por ello eran estos los que más le
interesaban.
Avanzaron y se internaron en un bosque. En materia de caza se
mostró Atreo como un experto y le alegró poder enseñarles algo,
demostrar a Lucas que, pese a su ignorancia en lo carnal, no era un inútil.
Se sintió cómodo y alegre viéndose valorado, integrado entre aquellos
supuestos enemigos, por paradójico que pareciera. Observó que Lucas no
hablaba de la misma manera cuando estaban los demás presentes que
cuando se trataban con alguna intimidad, eso lo ayudaba a confiar en él.
Cuando regresó a Vetusta lo hizo desbordado por las dudas. Aquellas
personas que formaban parte de La Unión eran en muchos aspectos
como él. Vivían con deseos, miedos y debilidades, no querían más que
estar tranquilos y ser felices. ¿Y si no eran tan malos después de todo?
Sí, estaba secuestrado, lo habían torturado a él y a su hermana, pero,
estas personas solo seguían órdenes. Le habían explicado que lo que

120
hicieron con él y su hermana al capturarlos tenía como propósito hacer
crecer la comunidad. Ellos eran exploradores y cazadores. Además de
buscar comida, cuando encontraban alguna pequeña comunidad como en
la que vivía Atreo, la orden era secuestrar, sin dañar, a alguna persona
joven. Necesitaban jóvenes, nuevos valores para Vetusta, eso les hacía
gana muchos puntos para un posible ascenso. Visto así, no sonaba tan
mal. A quienes captaban los hacían sufrir al principio, pero, después, se
convertían en miembros de esta familia y podían vivir seguros y hasta ser
felices, le habían explicado. Él mismo se había sentido muy cercano a
aquel muchacho, Lucas, y también le había hecho ver a Nausicaa con
otros ojos. Él ya se había fijado antes en ella y había tenido sensaciones
que no alcanzaba a comprender. Sin embargo, era ahora cuando pensaba
en ella de una manera romántica, erótica, carnal y sin remordimientos.
En el camino de regreso se habían detenido en unos manzanos y echaron
a las mochilas algunas piezas de fruta. Mientras, Lucas llamó a Atreo.
Tomó una manzana verde.
—Ven, mira. Algunos de estos idiotas se empeñan en recoger las
manzanas verdes y dejarlas que maduren. La fruta no solo hay que
comerla en su temporada, sino que además hay que dejarla madurar en el
árbol. Cuando madura en la cesta jamás alcanza ese sabor de la manzana
que se alimenta del árbol hasta el momento idóneo. Con las personas
sucede igual. Por eso me gusta tanto esa chica nueva —él sabía que se
refería de nuevo a Nausicaa—. Destaca entre todas las que nacieron aquí.
Vetusta no es un entorno natural. A los niños nacidos aquí los educan
para seguir las normas, ser esclavos, y crecen en un entorno opresivo.
Por eso, cuando son adultos, son dóciles, les falta espontaneidad y
chispa… pero esa chica, aunque la hayan domesticado… tiene algo en la
mirada, en los gestos, en cómo se comporta… ha madurado en la
naturaleza, en una familia feliz. Cuando ella deje de ser esclava la
conquistaré… y si antes de eso adquiero el rango de capitán, la elegiré
para que me sirva. Si nadie la ha elegido antes… es una joya.
Atreo asintió. Trató de disimular sin éxito su preocupación. Meditó
unos minutos tras el silencio. Después respondió a su propia pregunta.
—Tú tampoco naciste aquí, Lucas, ¿no?
Lucas sonrió y le guiñó un ojo.
De vuelta al Modoo intentaba analizar lo sucedido. No confiaba en
ninguno de esos soldados que habían salido junto a él, ni en Lucas. A
pesar de ello, estaba seguro de que, en algunas cosas, el chico había sido
sincero. Nadie podía ser tan buen actor. Tal vez había intentado

121
sonsacarle información. Atreo no sospechaba que sus emociones
tuvieron lustros atrás un diagnóstico que se conoció como síndrome de
Estocolmo.
Un par de días después se produjo una visita que despertó bastante
revuelo entre quienes vivían y trabajaban en Modoo. Habían llegado
cuatro soldados escoltando a una capitana. Aquella mujer recia, de
melena corta, ojos almendrados y fornidos muslos se paseaba y se
detenía cada vez que veía a una mujer atractiva y joven. Cuando el caso,
se detenía frente a la joven, le hablaba, le hacía varias preguntas,
acariciaba su cabello, su rostro, y si le gustaba daba indicaciones a Óscar,
que la acompañaba en la visita, para que anotara el nombre de la joven
en una libreta. Aunque Atreo tenía otras tareas, se las ingenió para andar
pendiente de lo que sucedía con la visita. Dado que su supervisor
inmediato, Óscar, estaba ocupado, podía permitirse la licencia. Así vio
cómo la mujer se acercaba a Nausicaa. Los ojos de la ruda capitana
centelleaban, los gruesos dedos acariciaban los brazos y hombros de
Nausicaa, quien contenía su repulsión. Óscar anotó el nombre de
Nausicaa. Ella fue la última mujer en quien se interesó, tras ello se
marcharon los militares y todos volvieron a su trabajo.
No tuvo que indagar mucho. Unas esclavas con quienes compartía
cierta afinidad Atreo, se dirigieron a él y le explicaron:
—Las chicas que ha seleccionado no podrían haber tenido peor
fortuna. Conocemos las crueles prácticas y el sadismo de esa mujer, la
capitana Aranda. Lo siento por ellas.
Atreo tragó saliva.
—¿Qué les va a hacer?
—Mira, Atreo… aquí es raro permanecer mucho tiempo... cuando
eres esclavo buscan alguna tarea acorde con tus posibilidades. Así,
cuando te encuentran un buen destino, allí te llevan. Quienes tienen
suerte son reclutados para llevar el huerto, limpiar las calles, cocinar, o
tantas otras cosas. No obstante, los hay con peor fortuna, como esas que
hoy han anotado en el cuaderno; pueden pasar a trabajar para algún alto
cargo. En el mejor de los casos, servirás a un sargento, capitán o incluso
coronel, que necesite alguien que limpie su casa o haga de secretario…
sin embargo, a veces ese alto cargo tiene extraños gustos y apetitos, no sé
si me entiendes. Esta mujer de hoy está muy bien situada. Recluta
esclavas con asiduidad porque necesita reponerlas. Ninguna le dura
mucho.
—¿Y qué les hace?

122
—Nadie lo sabe exactamente, hay todo tipo de rumores. Dicen que es
una pervertida que disfruta del sufrimiento, que la excita el dolor ajeno.
Como esos niños que se divierten rompiendo juguetes nuevos o
torturando gatitos…
—¿Y cuándo le llevarán a las mujeres que ha elegido?
—No tardarán mucho, tal vez esta noche, o mañana. Me dan bastante
pena, pobrecillas.
—Ya…
Atreo se esforzaba por esconder su inquietud, pero no tenía tiempo
para disimular. No iba a permitir que una loca pervertida acabara con la
vida de Nausicaa. Aunque no tuvieran refuerzos, tenían que escapar.
Había estado días esperando una ocasión para huir, pero todos los que
trabajaban allí parecían bastante diligentes. Óscar había intuido su estado
de nerviosismo.
—Te noto raro, Atreo, alterado. ¿qué te preocupa?
—Es normal que esté raro… soy nuevo… este no es mi hogar. Aquí
todo es nuevo y extraño para mí.
—¿Es que no hemos sido suficientemente amables?
—Sí… claro, muy amables. Aquí todos sois majísimos, pero esa
mujer que ha venido hoy… he oído rumores.
—Ah… ya, la capitana Aranda. Ya sabes cómo es esto del poder. A
veces alguno de los que está arriba puede parecer que se excede… pero
es lo que toca. Es la jerarquía. Deja de ser esclavo y no te podrán
someter de esa manera. Tienes suerte, a ella le gustan las mujeres. A los
hombres ni os mira.
—¿Y qué le pasará a esas mujeres?
—Solo ella lo sabe.
—Qué injusto, ¿no?
—Bueno… si son obedientes, si demuestran su valía, tal vez
sobrevivan. Nadie que no tenga talento, nadie que no sea obediente,
logra pasar de esclavo. Algunos se acomodan como esclavos, pero es una
mala idea. En esta vida hay que trabajar y progresar. Qué menos que
convertirte en ciudadano. Los ciudadanos tienen muchos derechos,
bueno, bastantes. Y si eres un buen ciudadano serás un coordinador,
como yo, tendrás muchos privilegios y no necesitarás usar armas. Los
soldados mandan sobre mí, sí, pero no me pueden someter como van a
hacer con esas esclavas. ¿Entiendes? Tú ponte las pilas, colabora,
destaca, sé fiel y leal, o acabarás como ellas.
—Entiendo, esa es aquí la justicia.

123
—Sí.
Atreo había renunciado a hablar con Nausicaa ese día. No solo no la
había buscado, sino que la evitó. Temía llamar la atención. En lugar de
tratar de convencerla, a lo que se dedicó fue a buscar una fisura y un
momento. Cuando llegara la oportunidad, iría a por ella y la sacaría
aunque fuera a rastras. Estaba convencido de que igual que a él, le
habían hablado de la capitana Aranda, también a ella la habrían avisado.
Atreo entró en un estado de ansiedad como no recordaba otro igual.
Poco a poco su vida se había ido desmoronando y con ella su persona.
Tal vez fueran estos sus últimos instantes. Su cuerpo reaccionaba de
maneras que desconocía. Tenía que tomar una difícil decisión: ayudar a
su hermana y arriesgarse a morir; o no hacer nada y sobrevivir. Cuan
sencillo es juzgar un acto de cobarde hasta que nos hallamos en dicha
situación. Habían ido como libélulas hacia el infierno del que su madre
había tratado de salvarlos siendo niños. Ella pudo escapar, a un alto
precio, ¿por qué no iba a poder él? Tenía que salvar a Nausicaa.
El toque de queda sonaba a las ocho de la tarde. Una campana avisaba
de que había que dejar las tareas y marcharse a dormir. Pocos disponían
de reloj, solo algunos privilegiados. Hacía ya varias horas que no había
luz natural. Cuando sonó el toque de queda dejaron unas pocas luces
encendidas.
Las puertas se cerraban con candado. Unos soldados asignados a la
vigilancia del Modoo se quedaban en guardia por la noche. En los
dormitorios podían dormir juntas hasta cincuenta personas. Estaban
separadas por sexos y por edades. Los niños por un lado, los adultos por
otro. También los coordinadores dormían allí, aunque en habitaciones
aparte.
Atreo aguardó a que todos se hubieran dormido. Hasta ese momento
había estado acabando de perfilar su estrategia. Había sopesado las
posibilidades y llegó a una conclusión: no era tan difícil. No se había
hecho antes por miedo y por falta de armas, pero él podía hacerlo.
Pudo salir de su dormitorio sin que nadie lo advirtiera. Los sonidos de
los ronquidos acompasados amortiguaban sus pasos descalzos. Antes de
salir había robado un par de zapatos a uno de los hombres que dormían
en su misma habitación. Los dormitorios estaban en el primer piso. Salió
a la estancia principal. No había nadie vigilando la zona. Los vigilantes
estaban en el piso inferior, frente a la habitación de las mujeres.
Charlaban y fumaban (privilegio exclusivo de soldados). Frente a la
habitación de las mujeres solo había dos soldados. Los otros los tenía

124
controlados. Dos por el piso superior, pero alejados de su habitación, y
los otros tres habían salido del edificio. Todos ellos armados con
cuchillos en el cinto y palos en la espalda. Ante esclavos no armados y
sumisos, más que suficiente. Atreo ató un zapato en el vano que iba del
primer al segundo piso. Procuró hacer el nudo de tal manera que estaba
llamado a deshacerse por la acción de la gravedad. Tenía unos treinta
segundos. Tiempo exacto para bajar por las escaleras y quedarse
preparado. Cuando cayera el zapato se acercarían los vigilantes y él
quedaría en una posición ventajosa. Tenía que ser más rápido y preciso
que cuando acechaba a un conejo. El ser humano es una presa
complicada.
El nudo se desató. El zapato cayó. Los dos vigilantes se alzaron. Se
miraron y se aproximaron al lugar de donde venía el sonido. Los
humanos también pueden ser animales predecibles. A pesar de la escasa
iluminación, los tonos morados de los uniformes eran fácilmente
discernibles entre las penumbras para Atreo, cuyos ojos y cerebro
estaban entrenados en cacerías más complejas, aunque menos
estresantes. Él estaba a espaldas de ambos. Lo más importante era no
dejarles tiempo para alertar a nadie. Apenas estaba ya a cinco metros.
Uno de los dos se había agachado a recoger el zapato. A ese
precisamente le lanzó a la cabeza el otro zapato. No sería muy doloroso,
pero sí desconcertante. Atreo hizo un ruido: Chsst, chsst. Y susurró.
—Eh, tú.
El otro soldado se giró hacia el lugar del que venía el zapato. El
puñetazo con la derecha fue certero. En la garganta. Le hundió la nuez.
Al otro le dio una patada con el empeine en la barbilla. Este segundo
quedó noqueado en el acto. No pudo más que alzar las cejas antes de
perder la conciencia. Al que trataba de recuperar el aire con las manos en
la garganta, Atreó le golpeó la cabeza con el palo que robó al del suelo.
Era realmente duro el material, madera maciza. Hizo demasiado ruido el
impacto. El golpe podría haberlo matado. No tenía tiempo de
comprobarlo. Los arrastró por los pies a una zona oscura. Después se
acercó a la habitación de las mujeres. Sabía que si alguna que no fuera
Nausicaa lo veía o escuchaba lo delataría. Pensó que su hermana no
habría podido conciliar el sueño, nerviosa como estaría ante la
expectativa de su fatídico destino.

Nausicaa se revolvía en el saco de dormir a un lado y a otro. Las


brasas de la hoguera que habían calentado la estancia crujían de cuando

125
en cuando. Ella estaba convencida de que su vida iba a acabar en breve.
Esto no la atemorizaba tanto como la certeza de que antes de desaparecer
sufriría de nuevo. Y justo ahora, que se había reencontrado con Atreo.
Lamentaba haber sido tan temerosa y distante con él. Tras tanto dolor, en
lo más profundo de su alma había ardido un amor hacia él que nada
podría sofocar. Y tendría que separarse para siempre. Hubiera deseado
despedirse en condiciones de Atreo, abrazarlo, besarlo, llorar a sus
hombros, mas temía delatarlo. En lugar de abrazarlo a él se abrazaba a sí
misma. Temblaba. Nervios y miedo. No deseaba sufrir de nuevo. Aunque
el dolor de una tortura acabe, su resonancia permanece en los huesos.
Los adjetivos que acompañaban a la capitana Aranda la aterraban.
Deseaba viajar atrás en el tiempo. ¿Era posible? Cerrar los ojos y volver
a casa, con su familia. Pensaba en Atreo. Rememoraba los felices
momentos con él. Siempre la alegraba cuando les encomendaban tareas
juntos. Siempre optimista, alegre y divertido. Cuando en una cacería ella
erraba un disparo de flecha, o si ataba mal una cuerda, o si hacía ruido y
espantaba a una presa, él siempre tenía una sonrisa para ella. Y si volvían
sin nada, decía:
—No temas. Hemos disfrutado de una bonita mañana, ¿no? Sí, madre
nos echará la bronca, pero no dejes que te fastidie antes ni después. Nos
fastidiará cuando nos aleccione, cuando nos diga que somos unos
patanes. Pero después se nos pasará y podremos jugar, o contar historias,
o dormir. Y mañana será otro día y se nos dará mejor. Pero aún queda
algo de tiempo, tal vez podamos atrapar algún animal.
Y a veces ella se sentía culpable por haber torpedeado la caza de
manera voluntaria, porque eso repercutía no solo en ella, sino en Atreo,
que cargaba con las culpas. Tan bueno siempre. Nausicaa tenía una
melancólica sonrisa evocando aquellos días. Casi sentía la brisa que se
colaba entre las hojas de los sauces y acariciaba su rostro. Suspiraba. Se
calmaba. La respiración era profunda. Había vuelto allí. Había viajado en
el espacio y el tiempo. Incluso oía los sonidos del bosque. ¿Y ese sonido
cómo había llegado aquí tan vívido?
Despertó de la ensoñación. No había duda. Ese sonido no se lo había
traído la imaginación. Estaba allí. Oía claramente un urogallo. ¿O no?
Afinó el oído. No era un urogallo. Se tapó la boca para esconder las
carcajadas, nada le había tanta gracia e ilusión desde que estaba allí
presa, y tenía que contener la risa, eso la hacía aún más intensa, le dolían
hasta el abdomen.

126
Atreo intentaba poner la lengua en la posición adecuada. Proyectar el
sonido solo hacia la habitación de las mujeres. No elevar demasiado el
tono por no despertar a nadie más. Por fortuna, era un sonido que
ambientaba, acompañaba y calmaba. Siempre se le dio bien imitar
animales, especialmente al urogallo. ¿Lo reconocería Nausicaa? ¿Estaría
dormida?
No prolongó mucho el sonido. Se quedó en silencio, a la expectativa
de que Nausicaa se resolviera a salir de allí. Nada se movía en la
penumbra. Él estaba en la esquina del pasillo junto al dormitorio, pegado
a la pared, imaginándose invisible. Los dos noqueados tardarían en
despertar, pero no tenía mucho tiempo.
—Eres el urogallo más grande que he visto en mi vida.
Atreo se sobresaltó, Nausicaa estaba ya justo a su lado y ni la había
oído llegar.
—Y tú eres la mujer más silenciosa que he conocido.
—¿Qué haces, Atreo?
—He venido a sacarte. Nos vamos.
—¿Qué dices? No hay salida, fuera hay soldados y por toda la ciudad
también.
—Igual que entré a la ciudad nos iremos y no se hable más.
—Nos encontrarán… y cuando lo hagan sufriremos tanto que ni lo
imaginas.
—No podemos seguir discutiendo. Si te quedas te llevarán con esa
capitana y te torturará hasta la muerte… me lo ha confirmado Óscar, el
supervisor.
—A mí también me lo han insinuado… no te creas. Pero, Atreo… si
escapo contigo nos encontrarán. Si voy yo sola, solo sufriré yo.
—Ese argumento no me vale. Yo no me voy a quedar de brazos
cruzados mientras te hacen daño, así que me acabarían matando a mí
también si te entregas. Tienes dos opciones: que muramos intentando
huir juntos o que muramos entregándote.
—Siempre me lías, Atreo. Buf... Está bien, vamos.
Atreo iba delante, era quien había pensado el plan. Había observado
que la puerta por la que salían los vigilantes a fumar de noche y a tomar
el aire se quedaba abierta mientras ellos estaban fuera. Si eran rápidos y
silenciosos podrían noquearlos y huir por las calles hasta encontrar una
valla por la que trepar. Esta vez no disponía de ninguna herramienta para
cortar las concertinas. Se cortarían al dar el salto, opción que siempre era

127
preferible a quedarse allí dentro. Ya tendrían tiempo de curarse las
heridas.
Fueron a la pequeña puerta trasera que habían dejado entreabierta con
un tope de madera. Entraba claridad del exterior. Salieron y respiraron
aire fresco por primera vez en día. La noche sonaba a grillos y silencio.
No estaban los vigilantes. Se miraron ilusionados. Corrieron unos metros
y, al doblar una esquina se encontraron una procesión de luces rojas.
Había unas diez personas con antorchas, de entre ellas emergieron la
capitana Aranda y el coordinador Óscar, este segundo sonreía, la primera
parecía ansiosa. Estaban perdidos.

Los ataron el uno junto al otro, en tablas de madera. Estaban


desnudos. Podían mirarse. Atreo miraba el hermoso cuerpo de Nausicaa
y sacó valor, porque tenía que hacerlo, porque ella lo necesitaba y,
aunque lloraba, le sonrió. Le pareció hermosa, atractiva y frágil. Hubiese
deseado verla desvestida en cualquier otra situación. Los ojos de Atreo
decían: Al menos estamos juntos. No apartaba la vista de los ojos de ella.
Ella también veía el cuerpo de a quien aún llamaba su hermano. Se
ruborizaba, pero no apartaba los ojos, estaba a punto de morir, qué
importaba ya. Miraba los abdominales, los pectorales, los cuádriceps y
también la entrepierna. Pensó sí, que sea contigo si he de morir, viendo
al chico más guapo el cuerpo más hermoso que he soñado jamás. Ojalá
poder abrazarte.
Los habían dejado solos. Tal vez estas fueran las últimas palabras que
se dirían, su última intimidad.
—Nausicaa, lo siento. Quiero que sepas que te quiero, muchísimo, no
podía dejarte sola.
—Gracias, Atreo. Yo también te quiero.
—Antes de que nos maten, quiero decirte algo… tú sabes que no
somos hermanos, ¿verdad?
—¿Por qué dices eso?
—Sabes que aunque viviéramos y creciéramos juntos, tú y yo no
compartimos madre.
—¿Por qué me dices eso ahora? —Nausicaa lloró todo lo que no
había llorado hasta el momento.
—Sí que lo sabes… ¿no?
—Claro que lo sé… ¿o crees que perdí la memoria? Aunque nunca
volviéramos a hablar de ello, aunque nos educáramos como hermanos,
aunque a Alondra la llamara madre, sé que mi madre murió.

128
—¿Y sabes que era de aquí de donde huíamos de niños?
—Sí, lo sé, ¿y para qué diablos me sueltas eso ahora?
—Porque te quiero… te amo. Y si no estuviera aquí atado querría
besarte. Y no te quiero como a una hermana.
—Gracias… pero no seas imbécil. Vamos a morir… con eso no me
haces sentir mejor…
—Vamos a morir… tal vez hoy, tal vez otro día. De cualquier manera,
mejor morir sabiendo que te he dicho que te quiero.
—Qué momento tan poco oportuno.
—El momento adecuado nunca llega si esperas que sea perfecto. Ten
fe, tal vez no sea hoy cuando moriremos. Ten fe en tu familia.
—¿Nuestra familia? Ya no queda nada de ella. Camino y dos niños,
ah, sí y tu amiga esa rara, ¿no?
—Sí.
—¡Eres imbécil! Nos van a torturar, voy a ver cómo te torturan y tú a
mí. Nos vamos a ir de este mundo sufriendo y volviéndonos locos, no me
hagas soñar con algo que no pasará. Y ahora moriré viendo cómo sufre la
persona a la que amo y me ama y con quien sé que ya jamás seré feliz.
...

La puerta los interrumpió. Entraron Óscar y Sileó.


—Muchacho, eres tan estúpido. Te atrapamos porque confiaste en una
vieja que te traicionó y después creíste que ibas a poder huir con tu
amiga. En ningún momento sospechaste de la trampa. Lanzamos varios
anzuelos. Ahora sabemos que esta chica te importa como para jugarte la
vida por ella. Viniste para rescatarla. A ti no pudimos doblegarte con la
tortura. Ahora sí lo haremos. Nos contarás todo sobre ti y cómo hiciste
para caer en trance y soportar el dolor.
—No diré nada.
—No te torturaremos a ti, la torturaremos a ella. Y hablarás.
¿Entiendes? Sileó...
—Al fin. Tenía ganas de verte sufrir, muchacho. Mira, esta es mi
herramienta preferida —le mostró un enorme martillo de acero y madera.
—Se llama martillo. Con esta parte —señaló el lado romo— puedes
poner clavos en la pared. Te mostraré cómo —actuó con paciencia y fue
tan contundente que parecía que iba a derribar la pared. — Con esta otra
parte —se refería a la trasera—, puedes arrancar los clavos – tomó una
madera y sacó un clavo con gran facilidad. —Bueno, ahora imagina lo
que esta herramienta puede hacer aplicada a un cuerpo humano. No a

129
cualquier cuerpo, sino al de tu novia. Imagina. Utiliza la mente para
pensar qué pasará cuando aplique la herramienta en las diferentes partes
de su cuerpo. Rodillas, manos, pómulos, dientes, costillas, ojos… Pronto
no necesitarás utilizar tu imaginación, porque lo vas a ver. Y, además,
sabrás que ha sido tu culpa, que has sido tú quien ha caído en la trampa y
os ha delatado. Si hubieras sido menos idiota podrías haberlo evitado.
Pero, ¿por qué te pones tan furioso? ¿a qué esa cara? Las correas no se
romperán, desiste. Céntrate en lo importante. El martillo, el martillo y el
cuerpo de tu novia. ¿Qué va a pasar entre ellos?

130
XI. La larga noche

Úrsula se sentía nueva. Acababa de enjuagar todo su cuerpo con una


jofaina de agua tibia, limpia y fresca en que había disuelto un jabón con
fragancia de coco. Tan limpia y fresca que se sentía rejuvenecer. Como
recompensa por sus servicios también le habían concedido visitar a su
marido. Lo vería a través de una valla, pero a una distancia suficiente
para hablar con él. La ilusión manaba a través de todos sus poros. Miró
su reloj, lo tenía escondido, si alguien lo hubiera descubierto se lo
hubieran arrebatado. Se lo robó a un muerto años atrás. Un valioso reloj
de cuerda. Era la hora. Salió a pasear a su hermoso labrador.
Iba bien abrigada, el viento helado golpeaba su viejo rostro y se subía
el cuello de la chaqueta. Pensaba que nada podía entristecerla, pues
estaba a solo unas horas de reencontrarse, tanto tiempo después, con su
marido. ¿Cómo estaría? ¿Conservaría su mirada amorosa? ¿Le habría
crecido la barba?
El cielo estaba despejado. En la noche estrellada se respiraba una
magia silente. De pronto, como si una de las estrellas se moviera,
observó un puntito rojo que iba descendiendo, mecido por el viento. Fue
a caer entre unas bolsas de basura y allí todo comenzó a arder. Como
había restos de maderas, muebles rotos y viejos, y hacía ya una o dos
semanas que no llovía, el fuego se expandió hasta el edificio colindante.
Del cielo, vio caer otras dos bolas de fuego. No caían como balas o
meteoritos, sino como fuegos fatuos que bailaban por el aire.
Intrigada, olvidó toda precaución y fue siguiendo con la mirada y los
pies las trayectorias de aquellos objetos incendiarios. Al poco, comenzó a
a oír voces. Los vigilantes nocturnos iban hacia los incendios y trataban
de sofocarlos como buenamente podían, pues no estaban preparados para
incidentes de este tipo.
Úrsula comprobó pronto que las columnas de humo rojizo se
extendían por toda la ciudad y que había ya varios edificios en llamas.
No solo los soldados, sino también los ciudadanos salían de sus casas y
procuraban participar en las tareas de extinción. Había algunos atrapados
entre dos plantas en llamas y nadie se preocupaba por ellos. Pasaban los
minutos y seguía lloviendo fuego del cielo, que se extendía por doquier.
Lejos de calmarse la situación, se volvía más y más caótica. Y no solo
era el fuego, de súbito, entre los gritos, sonaban explosiones que nadie

131
sabía reconocer. Alguno de los alarmados gritaba que una tormenta del
infierno caía sobre ellos, pues, ¿qué embrujo era responsable de truenos
sin lluvia ni rayos y bolas de fuego caídas del cielo?
Alguna voz coherente y menos supersticiosa gritó: “¡Nos atacan!”
Los árboles de la zona sur estaban en llamas, antorchas que marcaban
un infernal sendero en torno a la autovía de entrada a la ciudad.
Úrsula tiraba de su can preguntándose dónde estaría más segura, tenía
claro que si volvía a casa podría arder atrapada. Creyó que al aire libre
podría sobrevivir. Se acercó a unos soldados que habían montado una
cadena para tirar cubos de agua a un incendio, estaban en la calle de las
Trece Rosas, ella preguntó si podía serles de utilidad y echar una mano,
pero uno de aquellos tipos la lanzó al suelo de un empujón al grito de
“¡Aparta, vieja!”
Se golpeó el codo contra el suelo, el perro se lanzó hacia quien la
había empujado. No le mordió, pero ladraba amenazante. El soldado
salió de la cadena que habían montado, tomó una lanza y ensartó al
labrador, que cayó indefenso al suelo, moribundo, gimiendo. El soldado
extrajo la lanza y continuó clavándola hasta dejar al animal sin vida y su
piel como un colador. La anciana gritaba con las manos en el cabello.
Comprendió, o recordó, que no importaba la sensación de control que
tuviera en algunos momentos, ni que se creyera más inteligente que
muchos, ella allí no era ni sería nunca nadie. Solo era una vieja
prescindible. El soldado, con el arma ensangrentada en alto, fue hacia
ella.
—Vieja, casi me mata tu perro. Y te atreves a insultarme. Bien,
acabarás como él.
Sin embargo, algo sucedió, la cabeza de aquel hombre reventó. No fue
el único que cayó muerto, sino que todos los que estaban formando la
cadena caían al suelo, como atravesados por flechas, solo que no eran
flechas, sino proyectiles más letales. Tras aquella ráfaga de disparos
apareció un terrible rugido, el suelo vibraba y emergió de la oscuridad un
siniestro vehículo con luces, se trataba de una enorme pala excavadora.
Avanzaba despacio, estaba acorazada, placas metálicas cubrían los
laterales y de ellas emergían cañones que disparaban a todo el que
respirara, especialmente a quien estuviera armado. A esas alturas de la
incursión, los atacantes habían aprendido a diferenciar quienes eran los
soldados, a ello los ayudaban los uniformes.
Las flechas, piedras y lanzadas rebotaban contra la protección de
aquel vehículo de construcción reconvertido en máquina de matar y

132
sembrar el caos y la destrucción. La vieja se arrastró entre los cadáveres
y los moribundos para alejarse de allí. Cogiéndose un brazo con el otro,
sospechaba haberse partido el hueso en la caída, deambulaba entre los
gritos y el fuego y, al salir de un lugar, llegaba a otro todavía peor. No
era solo la excavadora, sino que había motoristas que lanzaban granadas,
hombres a pie con cascos y armaduras disparando armas
incomprensibles para ella y, lo peor, los heridos. Una mujer le agarró los
pies pidiendo ayuda, aunque estaba destripada y nada se podía hacer por
ella. La vieja Úrsula le pateó la cabeza para que la soltara y, al tratar de
alejarse, pisó el sanguinolento intestino y tropezó, dando de nuevo contra
el suelo con su codo. Esta vez, al mirar su brazo, entre horrendos gritos,
sin duda estaba roto, pues el marfileño hueso ensangrentado asomaba
dos o tres centímetros más allá de la piel. Se arrastraba por el suelo
utilizando la mano y el brazo que conservaba en buena forma. Sus carnes
grasas y las articulaciones desgastadas por sus años eran rémoras que
apenas la permitían avanzar. La noche de mayor ilusión y júbilo en los
últimos tiempos se había convertido en la fatalidad, en la peor de sus
pesadillas.
—El destino es cruel conmigo —articuló para sí misma entre
estertores—. Está castigándome por cómo traicioné a aquel muchacho…
aunque no todos los que han muerto hoy habrán pecado como yo… o sí,
quizás incluso más… tal vez todos merezcamos morir hoy.
Y allí mismo, en un reguero de sangre, cayó desfallecida,
inconsciente.

Los habían dejado solos. Justo en el instante en que iba a dar inicio su
calvario, se oyeron gritos en el exterior y los dejaron allí. Sin seguridad.
Algo estaba pasando en el exterior. Habían salido todos corriendo de la
sala de tortura, había algo mucho más urgente. Pero ellos seguían atados,
desnudos, a merced de cualquiera.
Disparos, gritos, desconcierto, eternos minutos y esperanza mezclada
con miedo. Alguien entró al fin. Parecían criaturas de otro mundo.
Nausicaa gritó espantada, no había visto algo así antes, pero Atreo sí.
Trató de mantener la calma. Eran dos enmascarados con rifles y
uniforme de color caqui salpicado de sangre. Uno de ellos apuntó a Atreo
y miró al otro como preguntando qué hacían. Incluso a través de las
caretas parecía entenderse que les agradaban ambos cuerpos jóvenes
desnudos. Mas, entre ellos, emergió una tercera figura.
—Son ellos —dijo.

133
Se quitó la máscara y Atreo la reconoció. Era Sen.
—Ayudadme, por favor, desatadlos y ponedles algo de ropa.

Augusto, a las puertas de la ciudad, mientras veía las cometas


incendiarias volar hacia el interior de Vetusta, consideraba que el riesgo
no era proporcional al beneficio que iba a obtener. Eso le gustaba.
Mucho beneficio y poco riesgo. Sen había pedido tan solo a ocho
combatientes armados, un par de motocicletas y la excavadora que ella
misma había encontrado y estaba dispuesta a conducir. En esto pensaba
mientras dibujaba en el mapa todo aquello a lo que se había
comprometido. Además anotaba en una libreta cuanto necesitaría saber
Augusto. No contaba con que la incursión tuviese éxito alguno, se
contentaba con que mataran a unos cuantos de aquellos despreciables y,
además, poder mudarse al destino que le estaba indicando aquella
extraña mujer. Sin embargo, se quedó allí a observar cómo evolucionaba
la incursión.
Augusto, desde el privilegiado montículo, sobre el capó de un
vehículo y con prismáticos, contemplaba y enlazaba un asombro con
otro. Ya desde el principio quedó boquiabierto observando cómo aquellas
cometas de aspecto endeble e infantil, que habían estado horas
preparando entre todos, sin mucha fe, habían sobrevolado el cielo y
cubierto en llamas aquella gran ciudad. Después, miró divertido cómo,
ya sin vigilantes, ocupados en los incendios, la excavadora reventó la
puerta de entrada y fue avanzando sin que nada la detuviera. Aplastaban,
disparaban, incendiaban.
Pasaron dos horas. La diversión, desde la distancia, ya no era tanta.
Hasta que regresó un ciclomotor a la posición de Augusto. Iban dos en
ella, una de las soldados y Sen abrazada a ella en la plaza trasera.
Descendió de la moto de cross y fue hacia Augusto. Estaba pletórica.
—Pensaba que no regresarías.
—Yo sabía que sí lo haría.
—Bueno… ¿Qué tal ha marchado?
—Compruébalo tú mismo. Hemos desarmado o matado a todos los
que oponían resistencia o tenían capacidad para hacerlo, hemos entrado
al palacio donde estaban los gobernantes y los hemos apresado. Ahora la
ciudad es tuya si lo deseas.
—¿Para qué voy a querer yo esa ciudad enferma y contaminada?
—Eso es cosa tuya.
—¿Encontraste a tus amigos?

134
—Sí… no ha sido fácil, pero los hallé y me iré con ellos.
—Pero… ¿has podido tomar la ciudad entera con solo 8 de los míos?
—Sí.
—¿Cómo?
—La estrategia salió bien, nada más— no quiso dar la importancia
que en efecto tenía el armamento utilizado. Sin duda acabaría por darse
cuenta, pero no sería por ella. La incursión había sido como la de los
españoles que llegaban a América. No importaba la superioridad
numérica, el armamento ha sido el factor determinante. Eso, acompañado
por la estrategia previa de Sen, había resultado devastador. Se
estrecharon las manos y se separaron.
Lo que Augusto hiciera con aquella devastada ciudad a ella no le
preocupaba lo más mínimo. Adonde fuera aquella mujer andando, sin
nada, con sus dos amigos, sí intrigaba a Augusto, pero consideraba que
bien se había ganado que la dejara tranquila.
Se consideraba un tipo justo, magnánimo y hasta bueno, incluso
mientras paseaba por la ciudad en llamas infestada de cadáveres; también
cuando lo llevaron frente a los líderes de aquella ciudad y los mandó
ejecutar uno a uno; sin duda, seguía sintiéndose bondadoso cuando abrió
las puertas del lazareto y dejó salir a los infectados para después
ejecutarlos a todos; se sintió inteligente y piadoso tras perdonar la vida a
dos investigadores que a partir de entonces llevaría consigo como
consejeros; y no se creyó cruel cuando invitó a todos los civiles y
esclavos a salir de allí y buscarse la vida en otro lugar, mientras
procuraba que las llamas no solo no se apagaran, sino que se propagaran
y lo arrasaran todo. Solo cenizas y cadáveres recordarían que allí hubo
una civilización tras el apocalipsis.

Sen caminaba delante y tras ella Atreo y Nausicaa la seguían tomados


de la mano. Ninguno hablaba, no era necesario. Los jóvenes caminaban
aliviados, tras ellos quedaba la ciudad en llamas como Sodoma y
Gomorra, ardiendo bajo la ira divina. A diferencia de la esposa de Loth,
ninguno se giró a contemplar el espectáculo. Sen esperaba que regresar
llevando consigo a Nausicaa y a Atreo, sanos y salvos, compensaría
haber mentido a Camino. No había regresado a por ella tras contactar
con los enmascarados. Había ido directamente a tomar la ciudad y
rescatar a Atreo y Nausicaa. De no haber actuado así, temía que Camino
la hubiese querido acompañar, y prefería dejarla al cuidado de los niños.

135
Sabía que eso debía ser prioritario, que no le pasara nada a Miranda ni a
Ulises.

136
Tercera par te
Los Mallos

137
138
I. Migrantes
Habían conversado sobre qué harían ahora; a Sen y Atreo no les
parecía mala idea regresar a Somiedo, aunque no era esto lo que más
seducía a Nausicaa, decía que había allí dolorosos recuerdos. Sí quería
volver ella a despedirse de madre, pero no vivir allí.
—Ya no podemos llevar la vida que vivíamos. Sin madre, sin Laín,
con todo este dolor. ¿Para qué fingir que todo sigue igual? —había
opinado Nausicaa.
La comprendían. No podían juzgarla por aquella postura. En cualquier
caso, tendrían que hablar estos asuntos con Camino y los niños.
Los habían imaginado jugando a las puertas del hotel, letal e
impaciente la mirada de Camino. Les divertía imaginarla furiosa,
aguardando noticias de Sen… querían ver cómo se mutaba su rostro al
verlos aparecer sanos y salvos.
Pero nadie jugaba en la puerta del hotel.
Llamaron a gritos antes de entrar y, al traspasar las puertas, Ulises los
recibió en la entrada. Contrastaba la sonrisa de los recién llegados con la
tristeza del niño. Ulises quería alegrarse por verlos, y lo hizo, hasta
esbozó una sonrisa, pero tan extraña que quedaba claro que algo
espantoso sucedía.
Camino no se separaba de la cama en donde reposaba Miranda.
Cuando vio entrar a Sen fue hacia ella y de un empujón la tiró al suelo.
—¡Hija de puta! Me mentiste, me dijiste que serían solo unas horas y
volverías.
—Lo siento —expresó mientras se levantaba, despreocupada por su
dignidad —¿Qué ha sucedido?

Mientras Camino la ponía al día, Sen iba comprobando el estado de la


niña. Miraba la pierna donde había impactado la bala. Con todo el
revuelo, Miranda se había despertado, aunque tenía cara de adormecida
todavía. Los ojos rojos se sumergían en la fiebre.
—Hola, ¿cómo estáis?— preguntó quitándose importancia.
Le sonrieron y Camino le pidió que se callara y descansara, que no
hiciera esfuerzos.
Sen comprobó que Camino no había actuado mal en su ausencia.
Miranda seguía viva. Tuvo suerte, la bala no había tocado ninguna
arteria. Camino le había limpiado la herida con agua, cortó el pantalón y

139
con unos trapos limpios taponó el orificio de entrada para que no se
desangrara. La bala seguía dentro.
—La curarás, ¿verdad? —confiaba Ulises.
—Lo siento… yo no sabía qué era eso que tenía en la mano.
—Te pondrás bien —dijo Sen. Le besó la frente y salió, pidió a
Camino que la acompañara.
Le preguntó cuánto tiempo había pasado y cómo había actuado desde
entonces. Después, con toda la información, buscó por el hotel un
botiquín y lo encontró; los demás no sabían ni que eso existiera ni para
qué servía. Le limpió la herida cuanto pudo utilizando alcohol y después
le hizo un vendaje digno de una buena enfermera. Encontró un
termómetro de mercurio y pudo tomarle la temperatura, que estaba en
38,5. No era excesivamente alta, pero sí preocupante.
Había un espacio idóneo, una oficina con una robusta mesa grande y
sillones cómodos. Parecían jefazos pese al aspecto desaliñado que todos
tenían. Los rostros, de haber sido empresarios, expresarían el temor de
entrar en quiebra. Se mostraban ansiosos de que hablara Sen y les diera
alguna esperanza. Camino ya había explicado los pormenores del
accidente y, como ellos, casi nada sabían sobre medicina, depositaban su
fe en la nueva, que parecía saber de casi todo. Faltaba Ulises, que pegaba
la oreja al otro lado de la puerta, frustrados por no captar nada con
claridad.
—Mirad… —tenía una bala entre el índice y el pulgar— , tiene en el
interior de su pierna una bala como esta. Yo no puedo extraérsela.
—¿Por qué?
—¿Y qué pasa si no se la sacas?
—¿Morirá?
—A ver… uno a uno. Yo no tengo los conocimientos ni el
instrumental para sacarle la bala. Miranda ha pasado el primer momento
crítico. No se ha desangrado. Ahora, riesgos… a ver tiene un cuerpo
extraño en el interior de su pierna… eso, al cuerpo, no le gusta.
Reacciona con fiebre, de momento, pero si hay una infección interna y se
extiende... podría incluso perder la pierna.
Camino suspiró y se llevó las manos al pecho.
—¿Hace falta hablar así?— preguntó Nausicaa— ¿Para qué asustar
así? Digo yo.
—No es asustar. Os tengo que decir lo que yo sé.
—¿Se quedará coja?

140
—Hay dos opciones. La buena: la bala se queda en el interior de su
pierna y ella vive el resto de su vida con eso. La mala: hay una infección.
—Vamos, que no puedes hacer nada por ella y tenemos que cruzar los
dedos o rezar.
—Bueno… más o menos.
—Sen, igual soy tonto, pero… ¿por qué no puedes sacarle la bala?
—Porque no tengo con qué. Eso lo primero. Le haría un destrozo en
la pierna, podría infectarse su herida y sería peor el remedio que la
enfermedad.
—¿Entonces qué hacemos?
—Esperar.
—¿Y si no mejora?
—Podría perder la pierna.
—¿Cómo perder?
—Se pondría negra, y posiblemente tendríamos que cortarle la pierna
o se extendería la infección y moriría.
—Ay...
—Mira que eres ceniza, de verdad. Me habían hablado bien de ti…
pero no me habían dicho lo negativa que eres… qué manera de
asustarnos y, total, para decir que no vas a hacer nada y que esperemos.
—¿No hay otra opción? ¿No puedes buscar instrumental para sacarle
la bala?
—Otra opción… déjame pensar. Mirad, antes de que todo se fuera a la
mierda había hospitales… pero la mayoría de ellos están contaminados,
derruidos, en ruinas y poco útil podríamos hallar… no es fiable tampoco.
—Algún sitio tiene que haber donde la puedan curar.
—Bueno, claro que lo hay.
—¿Dónde?
—Conozco al menos un lugar…
—¿Pero?
—Hay varios peros… bueno, solo hay uno importante. Que está lejos.
—¿Muy lejos?
—A pie, sí.
—¿Que lugar es?
—El lugar donde me crié. Allí la atenderían muy bien… tienen el
instrumental, las instalaciones y el personal.
—¿Y por qué no vamos?
—¿Y cómo la llevamos? ¿En brazos? ¿Y si enferma por el camino?

141
—Yo no quiero que se quede coja… no quiero que se muera. Si hay
una oportunidad de salvarla, la voy a salvar, que eso te quede claro.
Aunque la tenga que llevar en brazos una semana andando.
—Es un riesgo… todo viaje por este mundo es un riesgo. Con ella
así… más. ¿Qué decís vosotros?
—Vamos a seguir unidos hasta el fin del mundo. Somos una familia.
Si Miranda está enferma, la llevamos donde sea para curarla. No nos
vamos a quedar de brazos cruzados esperando que se ponga buena o que
haya que cortarle la pierna. Confío en ti, lo sabes, y no me has fallado
nunca. Por eso, si dices que tú no puedes curarla y tus amigos sí, la
llevamos con tus amigos.
—No son mis amigos.
—¿Pero la curarán?
—Sí.
—Nos vale, entonces vamos.
—¿Y tú, Nausicaa?
—Estoy con ellos. No me separaré de mi familia.

142
II. Desveladas
Ulises se durmió tumbado junto a la cama de Miranda. Sin importar
cuánto se pelearan, la quería muchísimo. Era su única compañera de
juegos, la única persona con una edad parecida a la suya, la necesitaba
más de lo que alcanzaba a sospechar. Los adultos decidieron que no era
mala idea intentar descansar. Por la mañana, con el sol e ideas nuevas,
tendrían que resolver la cuestión de desplazar a la enferma.
Sin preguntas y sin miradas raras, en su lugar con algún gesto de
aprobación, Camino y Sen llevaron una cama de matrimonio a la
habitación en donde descansaba Miranda y allí se tumbaron juntas;
mientras que Nausicaa y Atreo salieron y se acomodaron en un
dormitorio contiguo.
Camino clavaba los ojos en el techo, su respiración era acelerada,
inquieta. Sen, ladeada, apoyaba la cabeza en la palma de la mano y
miraba a Camino. La luz de la luna que se filtraba por la ventana, la
persiana abierta, dibujaba el armónico perfil del rostro de la joven. Sus
labios gruesos como un dedo sobre otro, se cerraban dejando un espacio
que parecía reclamar un beso o un suspiro; y la nariz, respingona
redondeada en la punta, parecía todavía de una niña, si bien aquella
mirada de mujer no dejaba lugar a dudas.
—De nada sirve que sufras ahora, Camino, trata de descansar.
—¿Y a mí qué me importa que sirva o no de algo? Yo no puedo dejar
de sufrir y preocuparme, ¿cómo voy a dormir? ¿Sabes cuánto la quiero?
—Lo sospecho, lo intuyo… ¿también yo he querido así?
—¿En serio? ¿Y a quién, si puede saberse?
—Tuve un hijo.
Esto descolocó e incomodó a Camino, quien se giró y la miró a los
ojos.
—¿Y dónde está ahora?
—Murió… se llamaba Andrés.
—Lo siento.
—Gracias… Miranda es más que tu hermana, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
—Sabes a qué me refiero… no me lo expliques si no lo deseas… pero
creo que sé por qué la amas así, más incluso que si fuera tu hermana, por
qué necesitas protegerla tanto. Si es como sospecho, no tienes nada que

143
temer, puedes confiar en mí… hablar te puede hacer bien, confiar en
alguien.
Camino apartó la vista. Buscó a Miranda con la mirada. Le habían
puesto un paño de agua fría en la frente, que aún brillaba, y parecía
dormir plácida.
—Sen, he vivido lo hijo de perra, malnacido, desgraciado, cruel y
salvaje que puede ser un hombre. Estuve presa desde los diez años. Ni
tan siquiera veía la luz del sol. De haber podido, me hubiera suicidado. Y
lo peor es que mi captor era mi padre. Cuando dejó de sentir interés por
mi madre, la mató… y bueno… puedes imaginar lo demás y quién es
Miranda. Me juré que ella no pasaría el infierno que he vivido. Por eso
concentré mi vida, mi ser, mi existencia, en buscar una oportunidad, un
descuido, y librarnos a ambas de esa alimaña que se hacía llamar nuestro
padre y, que de hecho, lo era. Mi cuerpo era el de una niña todavía…
tenía 15 años. Miranda era un bebé, y maldije cuando nació hembra,
pues sabía qué la aguardaba con aquel loco. Era un bebé y yo ya
adivinaba sus intenciones para cuando creciera, leía sus ojos lascivos y
enfermos. Y sí, acabé con él. Maté a mi padre. Me da lo mismo si es un
pecado, si tengo que ir al infierno, o si algún día aparece alguna ley que
me condene. Pagaría gustosa cualquier condena. No solo me protegía a
mí, protegía a mi… —ni tan siquiera podía pronunciar la palabra que le
ardía en el paladar y la garganta— a Miranda… Han pasado 5 años…
Miranda no es un bebé… —suspiró— pero me sigue necesitando… en
este mundo de mierda. Al poco de huir tuve la enorme fortuna de dar con
Alondra y su familia. Para mí, que solo había convivido con una madre
sometida y esclavizada, Alondra fue la madre que nunca tuve. Era una
mujer inteligente, sobria, responsable, organizada, independiente, que
amaba a su familia… y era buena. Nos acogió como si fuéramos sus
hijas y jamás hizo distinciones. No te figuras lo que he aprendido de ella.
Y ya no está… ya no puedo recurrir a ella más… no está mi norte. Y la
necesito, y Miranda también la necesita… aún sigo siendo muy joven,
por más que lo esconda. No sé quién soy. Maté a mi padre… dejé morir a
mi madre, a mis dos madres, y ahora ni tan siquiera puedo salvar y
proteger a Miranda… me siento débil tonta y sobrepasada, a diario.
Sen, que la había estado atendiendo de una manera reconfortante y
comprensiva y que, sin que Camino lo percatara, había comenzado a
acariciar los cabellos de su nuca, dijo:
—Si alguien está capacitado para juzgarte, no soy yo; no conozco a
nadie habilitado para ello. ¿Crees que alguien podría haber obrado mejor

144
que tú en tus circunstancias? Yo creo que eres valiente, inteligente, fuerte
y buena… y también hermosa. Lo cierto es que te admiro. Admiro tu
corazón.
—¿Tú me admiras? Joder… si soy una borde contigo siempre… y
además tú eres la hostia. Sabes de todo, siempre tienes la palabra
adecuada, la respuesta justa… has salvado a mis hermanos… pero tía…
fuiste una cabrona. Me engañaste, me dejaste sola, y si hubieras estado…
Miranda ahora no estaría así —apartó la mano de Sen que la acariciaba.
—Tomé la decisión que creí mejor en ese instante. Tú estabas con los
niños, yo procuré rescatar a Nausicaa y a Atreo… y esa parte salió bien.
—¿Me culpas? ¿De qué vas? Tú no estabas.
—No te culpo, si hubiera estado yo no habría cambiado nada… fue un
accidente, algo propio de niños. Ojalá hubiera podido estar en los dos
lugares. ¿Crees que he obrado para hacerte daño en algún momento? ¿No
ves que solo he intentado ayudaros? Y te prometo que llevaremos a
Miranda a un lugar en donde la salvarán, y me es un gran sacrificio
regresar allí, porque me fui por algo… pero su vida bien vale que me
trague mi orgullo, y mucho más.
—¿En serio crees que la salvarán?
—Sin duda. La mayoría de lo que sé, es porque me crié allí.
—Pero, ¿qué coño es ese lugar tan misterioso y místico?
—Lo descubrirás. No todo allí es bueno. Tienen errores. Pero lo
bueno, es muy bueno. Valoran la sabiduría, eso, por sí solo, ya merece la
pena.
—¿Te consideras sabia?
—Apenas atisbo a vislumbrar la infinidad de lo que ignoro. Soy una
ignorante.
—Para mí no... y eso me atrae mucho en ti.
Fue Camino quien se lanzó y la besó con violencia y pasión. Sujetó
los cabellos de Sen con ambas manos, peinándolos hacia atrás. Lamió su
cuello, y los hombros, procuró ser silenciosa, deslizó una mano por el
vientre. Sen la besó, le mordió el lóbulo de la oreja, luego la lengua
jugueteó como si danzaran dos vestidos de seda que cobraran vida.
Jadeó.
—No sospechas cómo te amo.
Lo susurró con pasión, vergüenza y temor, como si hubiera dejado
escapar algo prohibido. Camino calló; el cuerpo, las manos, los labios,
hablaron sin palabras.

145
Estaban sentados en la misma cama, uno junto al otro, con miedo a
mirarse. Llevaban pijamas cómodos; los habían encontrado por el hotel.
Nausicaa tenía puestas unas divertidas y calientes zapatillas de conejitos
y, sobre el pijama, un polar aterciopelado azul. Atreo tomó la mano de
Nausicaa.
—¿Piensas que estamos a salvo?— preguntó él.
—Yo qué sé. No sé nada.
—¿Cómo te sientes?
—Rota.
—¿Incluso ahora que nos hemos reunido?
—¿Reunido? Sin madre. Con el recuerdo del dolor. Sin hogar. Con
Miranda herida… mi cuerpo magullado. Soy un jarrón roto que ni tan
siquiera se han molestado en pegar con cola.
—¿Y tú? Atreo... ¿Cómo estás tú? Sigues sonriendo a pesar de todo.
¿No sientes? ¿No padeces? ¿No te ha dolido perder a madre, a Laín, por
cabrón que fuera? ¿No te ha asustado perderme, estar tan cerca de morir,
ver a Miranda así?
Atreo la miraba. Forzaba la sonrisa, apretaba la dentadura. Trató de
hablar. Consiguió decir:
—Es que…
Y rompió a llorar como un niño. Las lágrimas se habían ido
acumulando en un baúl enterrado en la ciénaga de su dolor. Las palabras,
las preguntas, de Nausicaa, rompieron la cerradura y se desbordó el baúl,
inundó todo su ser. No cesaban de brotar. Con los dedos índice y corazón
de sendas manos presionó el lagrimal. Se había roto el dique. Nausicaa lo
miraba bloqueada. Todavía envuelta en dolor. Bloqueada. Hasta que vio
que Atreo desistía, que dejaba caer las manos y lloraba como nunca
antes. Había tanta amargura y dolor que Nausicaa sintió un desbloqueo.
Verlo así fue como si alguien la despojara de un albornoz empapado en
lodo que la había cubierto estos últimos días. Despojada de ello incluso
sonrió. Lo abrazó. Nada lo consolaba. Le besaba la frente, la acariciaba
la nuca, lo llamaba Atreito. Se tumbó con él, abrazada, hecha un ovillo.
Y supo que se alegraba de seguir viva y estar abrazada a él. Qué más
importaba en aquel instante.

La actividad física la había ayudado a conciliar el sueño incluso


cuando parecía impensable lograrlo. El cuerpo necesita treguas incluso
en los peores momentos y se aferra a ellas para reponer fuerzas en muy
poco tiempo. Sabe que regresará pronto esa inquietud que te atenaza los

146
nervios. Así Camino soñaba que luchaba contra desconocidas sombras
que le arrebataban a su niña, a su Miranda, y despertó tratando de asirse
a alguna parte, creía que caía de la cama. Al despertarse sobresaltada vio
que Sen ya no estaba a su vera, se había alzado. La encontró apoyada al
alféizar, observando el negro manto. Se miraron ambas y Sen fue hacia
la cama, en donde se acomodó sobre sus piernas cruzadas.
—¿Por qué no duermes? ¿O es que nunca duermes?
—Claro que suelo dormir… pero hay tanto en que pensar…
—¿Qué pasa?
—No tengo nada claro lo del viaje. Y no quiero fallarte, ni a ti ni a
tu… ni a Miranda.
—No lo harás. A ver, dime qué problemas hay.
—Está bien, te comentaré las opciones y los problemas de cada una.
—Espera.
Camino la observó, acarició su mejilla, le besó el labio inferior.
—Siento si a veces soy demasiado clara, o intensa… Eres buena, sé
que quieres ayudarnos, te lo agradezco muchísimo. Ya puedes hablar.
—Gracias, Camino. A ver… si vamos caminando, ¿cómo la
llevamos? Podríamos improvisar una camilla, pero tardaríamos, yendo a
muy buen ritmo, unos diez días en llegar. Es muy tarde. Otra posibilidad,
utilizar vehículos a motor… Lo ideal sería un furgón, en él podría ir
tumbada Miranda, pero las carreteras ya has visto cómo están cuando
veníamos de Somiedo. Aparte de ser inseguras, muchos tramos son
intransitables. Tendríamos que detenernos cada dos por tres a mover un
tronco, un cadáver o vehículos abandonados. Si nos encontramos con
tramos que no podamos atravesar, estaremos perdidos. Y eso, contando
con que encontraremos vehículos que funcionen, gasolina y, sobre todo,
neumáticos en condiciones. La gente que me ayudó son los únicos que
he visto que, tantos años después del apocalipsis, tienen vehículos en
condiciones. Pero, en serio, si con un furgón, en la carretera, te
encuentras el camino cerrado, no puedes salirte ni desviarte, estás
perdido. Otra opción, ir en motocicletas. En cada moto podemos ir dos.
Necesitaríamos una para Miranda y para ti; otra para Atreo y Ulises y
una para mí y Nausicaa, Y el perro… el perro tendría que quedarse.
Problema: necesitaríamos tres motocicletas en condiciones y el viaje, que
puede durar unas 12 o 13 horas con suerte, y sin obstáculos; y llevando
sentada en una motocicleta a Miranda, enferma, se le haría eterno. Y,
además… como estas carreteras son los únicos caminos transitables, no
es nada seguro ir por ellas. Es muy frecuente que instalen trampas los

147
asaltantes de caminos y en una motocicleta estamos expuestos. Pueden
instalar un cable de lado a lado en la carretera y no lo veríamos, nos
cercenaría y no nos daríamos ni cuenta. O utilizar clavos en el asfalto y
una vez caigamos al suelo atacarnos.
—¿En serio?
—Cosas peores he visto. No sabes la de locos que hay por este
mundo.
—Lo sospecho, he topado con más de uno.
—Bueno, incluso he pensado en ir en barco, el Ebro es navegable, nos
llevaría muy cerca de nuestro destino, pero hay que llegar hasta el
Ebro… está lejos, la verdad, y una vez llegados a él, de dónde sacamos
una barca en condiciones. Podríamos fabricarla, pero nos llevaría mucho
tiempo. Otra posibilidad, podríamos ir a caballo, incluso conozco algún
lugar cercano donde hallar caballos salvajes… pero como acabo de decir,
son salvajes. Domar un caballo, con suerte, nos llevaría semanas. No
tenemos semanas.
—Alguna posibilidad tiene que haber. ¿No conoces caminos seguros?
—Claro que sí… pero esos caminos seguros solo se pueden transitar a
pie o, si acaso, a caballo. El problema es el tiempo. Si pudiéramos ir
andando sin prisa, llegaríamos en diez días y no correríamos peligro, o
no demasiado, pues nunca se está a salvo del todo. Pero no podemos
demorarnos.
—Entonces, ¿cuál es la mejor opción? Ninguna de las que me has
dado parece buena.
—Ninguna lo es. Las carreteras no son seguras; están llenas de
obstáculos y asaltantes. El río está muy lejos. Por caminos secundarios o
campo a través, solo podríamos ir a pie, muy lento. Ni por el agua ni por
la tierra…
—Si pudiéramos volar, como los pájaros.
—Si pudiéramos volar… ¿y si pudiéramos volar?
—¿Qué dices?
—Eso… que si encontramos la manera de ir volando, sí llegaríamos
de una forma segura. Espera, espera, déjame pensar, esto tengo que
valorarlo.
Nerviosa, ansiosa, temerosa e ilusionada por partes iguales, se puso en
pie y fue de nuevo a la ventana. Hablaba ahora para sí misma,
verbalizaba el diálogo de su mente.
—Globo, en globo podríamos movernos, pero a ver, repaso espacial…
mapas… no, por aquí… por aquí no hay globos aerostáticos y para crear

148
uno… necesitamos semanas, como mínimo, de nuevo el tiempo… el
tiempo. Ala delta, imposible… zepelín, tampoco. ¿Avión? Avioneta, si
acaso. ¿Hay avionetas? ¿Hay algún aeródromo por esta zona? Nadie sabe
pilotar hoy una avioneta. ¿Alguien caería en robarlas? Muy poco
probable. Y allí habrá combustible. Sí, sí, puede funcionar… el trayecto,
en avioneta… sería una o dos horas a lo sumo. Nadie nos asaltará si
vamos por aire. El aterrizaje, lo único, pero podría buscar opciones… sí.
No es mala idea. A ver… mapa mental… venga, Asturias, Oviedo,
cercanías.
Tenía los ojos en blanco, en trance. Camino estaba alucinada viéndola
dialogar consigo misma. Se temía que le hubiera pasado algo, que se
hubiera vuelto loca. ¿Es que no estaba loca? Sí, desde luego, no era una
persona corriente, aunque, ¿quién era corriente?
—La Llanera… la Llanera… —musitó— la academia de vuelo… sí,
allí habrá manuales, no será tan difícil. Despegar, mantenerlo en alto…
luego ya veremos. Sí, sí… es una absoluta locura… puede funcionar.
—Sen, —fue tras ella— ven, vuelve, háblame. ¿Qué pasa? ¿Qué has
pensado?
—Puede funcionar. Puede funcionar.
—¿Qué puede funcionar?
—¿Has visto alguna vez un avión?
—No… no lo he visto.
—No lo has visto, pero existen, y vuelan. Lo he leído. Yo tampoco los
he visto volar, pero sé que vuelan y los podemos hacer volar…
llegaríamos en una o dos horas a Riglos y allí curarían a Miranda…
puede funcionar. Pero hay que llegar al aeródromo y comprobar que hay
aviones… puedo ir yo y luego vuelvo y si es seguro ya vamos todos…
para no perder tiempo.
—Calla, calla un momento. A ver, frena el carro. Me tienes que
explicar bien lo de ir volando, lo primero. Lo segundo, si vas y vuelves y
luego vamos, perdemos más tiempo que si hacemos un solo viaje. Y,
sobre todo, ya no nos vamos a volver a separar. Adonde vayamos, vamos
juntas. Así que piensa en cómo ir al avión ese y cómo llevar a Miranda…
y me vas contando qué es un avión. Pero separarnos ya no nos
separamos, ¿vale?
—Buf… bueno, vale…
—Explícame… ¿qué es eso de que podemos volar y por qué no lo
habías pensado antes?

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III. La Llanera

Ulises se acercó adonde estaban Atreo y Sen. Estaba todo casi


preparado para la salida. Llevaban trabajando desde muy temprano.
—¿Qué haces aquí, Ulises?— le preguntó su hermano.
—Es que me aburro.
—Más se aburrirá Miranda, ¿por qué no estás con ella haciéndole
compañía?
—Es que no para de quejarse… yo creo que le gusta quejarse para que
le hagan caso. Todos estamos encima de ella todo el tiempo, es una
pesada.
Atreo estaba apretando unas tuercas. Dejó lo que hacía, se levantó y
procuró hacer ver que era mucho mayor que Ulises, no le habló a su
altura, sino desde arriba.
—¿Y no crees que es posible que se queje porque le duela?
—No… no le dolerá tanto. Es una cuentista, no hace más que
quejarse. Ya sé que le duele, ¿por qué está todo el rato así?
Atreo resopló, no sabía qué responder. Sen dejó lo que hacía y fue
hacia ellos.
—Ulises, a ver, ¿tú por qué has venido?
—Porque es muy pesada.
—Vamos, para quejarte, ¿no?
—Sí.
—Miranda también se queja, porque le duele, ¿a ti te duele algo?
—No… bueno, los oídos de oírla a ella.
—Y estás aburrido, y te quejas, ¿verdad?
—Sí…
—Lo que os pasa es que estáis aburridos los dos. Y por eso os quejáis
tanto. A ella le duele la herida, que es un poco grave… por eso tienes que
procurar entretenerla. Cuéntale algo divertido y así no se aburrirá, no se
acordará de su dolor, no se quejará y no te dolerán los oídos, ¿vale?
—Vaaale. Pero no se me ocurre nada divertido.
—Cuéntale cuando fuiste conmigo, que íbamos de pesca y me caí al
agua, ¿te acuerdas?—intervino Atreo.
—Sí, ¡sí que me acuerdo! Me reí un montón.
—Y dile también que se anime, que muy pronto nos iremos y
volaremos como los pájaros.

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—¡Vale!
Sen acarició la nuca de Atreo, no como reproche por su falta de
paciencia, sino con comprensión y amor. Él sonrió agradecido por la
ayuda. Miraron ambos con orgullo la bicicleta. En pocas horas habían
conseguido añadirle un carro, no demasiado confortable, pero donde
podría ir sentada en unos cojines Miranda.
—Eres todo un manitas.
—No me hagas falsos halagos… que la que sabe de todo eres tú.
—De todo no. Sé mucho porque soy vieja, nada más. Bueno, y porque
tengo memoria. Pero lo de la bici-carro fue idea tuya. No te quites
mérito. Va a ser muy útil, lo verás.
Y así, era Atreo quien pedaleaba, despacio, por tal de no molestar
demasiado a Miranda. La niña, absorta en el paisaje, se distraía con
cualquier nimiedad y olvidaba su herida. Los demás iban a pie,
adelantados, asegurándose de que la carretera estaba despejada y era
segura.
Llevaban camino del norte, se acercaban a la ya arrasada ciudad de
Vetusta. Pensaron que, aunque ya fuera un lugar seguro, sería mejor
rodearla, pues desconfiaban de qué hubiera podido acontecer allí tras
huir de la destrucción.
Desde la lejanía podían ver varias columnas de humo que ascendían
desde donde hasta unas horas se había erguido orgullosa aquella ciudad,
aquella civilización de quienes se hicieron llamar La Unión. Imaginaron
que el fuego se fue propagando de edificio en edificio y podría pasar
algún día más ardiendo, hasta que lloviera de nuevo tal vez, o ya no
hubiera nada más que ceniza.
Rebasada ya la ciudad, no muy lejanos a su destino, la Llanera, vieron
unos metros más adelante, en el mismo camino, a un grupo de
caminantes, no más de diez, que llevaban la misma dirección y sentido
que ellos, pero a un ritmo más despacioso y lastimero. Dedujeron que a
ese grupito se debía que en el último tramo invirtieran menos tiempo
apartando obstáculos de la carretera secundaria.
Nausicaa, que tenía muy buena vista, corrió y se adelantó unos pasos
mientras los demás aguardaban atentos. Volvió al poco hacia sus amigos.
—Juraría que son supervivientes de Vetusta. Ocho he contado, muy
debilitados todos y empobrecidos. Uno de ellos arrastra un niño o un
viejo a hombros. No llevan armas, creo que no son peligrosos.
—Prosigamos el camino entonces— apuntó Sen.

152
—Está bien, pero yo iré delante, y armada —sacó su espadón –
Nausicaa y Sen, una a cada lado mío, con los arcos. No vamos a correr
riesgos innecesarios. Atreo, tú, aunque estés con la bici, ten el cuchillo a
mano, y que Ulises camine junto a la bicicleta.
Él miró a Camino y observó la decisión con que su hermana había
distribuido funciones. Había dado órdenes como hacía madre. A él no le
importaba si este grupo tenía o no un líder. Cada uno hacía bien alguna o
muchas cosas, confiaban unos en otros y, en esta ocasión, todo lo que
había dicho Camino le pareció correcto y coherente. Así que asintió.
—Sin problema. Adelantaos vosotras. Os seguiré el paso.
—Cuando adelantemos a ese grupito, si quieres, nos relevamos,
estarás ya cansado, ¿no?
—Sí. Después pedaleas tú un rato, es cierto que esto cansa.

Se aproximaron despacio al grupito, levantando los brazos desde la


lejanía, para mostrar que se acercaban en paz, aunque sin esconder que
iban armados. Aquellos caminantes se detuvieron a esperar ser
alcanzados, no contemplaron una huida. En efecto, a medida que se
acercaban, resultaba más evidente que estaban perjudicados. Eran ocho
personas, contando una que llevaban a caballito, como si se tratara de
una mochila. Un hombre se acercó a Camino, tendría unos cincuenta
años, la ropa ajada y una cicatriz recorría su mejilla.
Explicó que eran supervivientes del asalto a la ciudad de Vetusta, tal y
como habían sospechado previamente. La conversación parecía fluir de
manera pacífica. Aquel tipo explicaba sumariamente las penurias por las
que habían pasado, explicaba que ellos eran totalmente inofensivos y
pedía a Camino que les dejara seguir su marcha hacia no sabían bien
dónde y que, incluso, si estaba en sus manos, fueran solidarios y los
proveyeran de comida o bebida, o, algo de abrigo, pues justo había
comenzado el invierno y las noches era muy gélidas.
Camino, si bien parecía comprensiva, se negaba en redondo a
ofrecerles ayuda, afirmaba contar con lo justo. En realidad no confiaba lo
más mínimo en aquellas personas y miraba a uno y otro lado, al tiempo
que hablaba, por si resultaban emboscados.
Como en verdad daba la sensación de que eran inofensivos, Atreo
llegó hasta ellos y, pronto, reconoció a alguien que le llevó a bajar del
vehículo. Fue directo hacia la persona a quien llevaban a horcajadas. Le
dio un empujón con el que casi fueron ambos al suelo y la mujer
descendió por tal de mantener el equilibrio. El que la había estado

153
cargando recriminó a Atreo, quien en un instante colocó un cuchillo en
su cuello y le indicó que se apartara.
—No me interesas, hazte a un lado si no deseas morir. A ti quería
verte, vieja traidora, ¿cómo te has mantenido con vida? Tal vez haya sido
el destino, que quiso que me reencontrara contigo.
—No sé quién eres, ni de qué hablas… por favor, solo soy una pobre
vieja desgraciada.
—¿Vieja desgraciada? —se volvió a mirar a sus compañeros—
Cuando me interné en Vetusta esta mujer se ganó mi confianza y después
me delató, por culpa de ella me torturaron y encerraron y no pude
rescatar a Nausicaa. De no ser por Sen, ahora estaríamos muertos los
dos, gracias a esta vieja falsa y embustera. No merece vivir. Los demás
podéis seguir vuestro camino, pero esta vieja se queda.
—¿Y vas a ser tú quien me mate? No tienes más que dejar a la
naturaleza seguir su curso, ¿o no ves que ya estoy moribunda? No me
queda nada en este mundo, cuando los tuyos arrasaron nuestra ciudad,
sembraron la muerte por doquier. Mira las columnas de humo… vaya,
por mi culpa te torturaron… ¿pero qué hay de los cientos de personas
que han muerto ahí dentro? Mi marido y muchos inocentes, asesinados,
quemados, aplastados… ¿yo soy la mala porque miento? ¿y qué hay de
tu amiga? Sí, esa que te acompaña, esa mujer… la reconozco, ella guio a
los asaltantes, ella misma disparó y acuchilló, la vi con mis ojos… es la
peor alimaña que ha visto este mundo… dices que yo soy
manipuladora… pues no conoces a esa víbora. Eres tan tonto que no ves
que alguien te engaña aunque esté durmiendo contigo.
Esas fueron sus últimas palabras. Los ojos se le abrieron como bocas
jadeantes y en los labios se dibujó la lívida muerte. Cayó de rodillas. Sen
había avanzado hacia ella por la espalda y, sin que la viera venir, clavó
un puñal justo en su corazón. La vieja cayó de rodillas. Murió en el acto.
—No me miréis así. A esta traidora le he dado la muerte más rápida y
piadosa con que hubiera podido soñar. Iba a acabar muriendo de hambre
o de frío— se dirigió a los supervivientes de Vetusta—, y a vosotros os
he hecho un favor. Un lastre menos, una víbora menos. Por lo demás, por
mi parte, podéis seguir vuestro camino, pero procurad no cruzaros con
nosotros jamás. Y agradecednos que os hayamos quitado de encima a
una traidora.
Y como no reaccionaban, Camino intervino a gritos y empujones,
sacándolos de la carretera.

154
—¿No os ha quedado claro? ¡Seguid vuestro camino, escoria, que no
será el nuestro! Fuera de la carretera, id al este o al oeste, campo a través,
pero no sigáis nuestros pasos, haceos a un lado y llevad otra vida o venid
tras nosotros y morid.
Los pobres desgraciados respondieron, Atreo observó que uno de
ellos, el hombre que había portado a su espalda a la vieja, escupió antes
de marcharse. Atreo miró el cadáver de la vieja… sabía que él no hubiera
tenido valor para matarla, ¿debía agradecérselo a Sen, o la mujer
escondía otros motivos tras el asesinato de aquella traidora?
El viaje continuó sin interrupciones hasta el aeródromo. Miranda
dormía, el traqueteo y la fiebre la habían adormecido. La dejaron
tranquila.
El lugar había sido devorado por el tiempo, aunque seguía siendo
impresionante. La llanura, la pista, las extrañas edificaciones… pero, ni
rastro de aquellos aparatos voladores que había prometido Sen.
Les pidió paciencia. Había que forzar las cerraduras. Utilizando
fuerza bruta, armas y herramientas, lograron entrar a uno de los angares
y encontraron una de aquellas impresionantes máquinas. Estaba intacto,
como nuevo, olvidado por la guerra y el tiempo, era el ultraligero Socata
TB y conservaba incluso la pintura blanca y azul debajo de un manto de
polvo.
—¿Sabrás hacerlo volar?— preguntó Camino.
—En alguna parte vendrán las instrucciones— respondió, lo que en
absoluto sonó esperanzador —, tú encárgate de buscar gasolina, yo lo
haré volar.
Le dieron un tiempo a la supuesta experta, pasaron una valiosa hora
aguardando, inspeccionando el lugar, buscando cualquier objeto de
utilidad y, sobre todo, sacando gasolina de donde fuera posible. Hallaron
no pocos litros de combustible, eso debía de bastar. Pasados unos
cuarenta minutos, Sen los reunió a todos frente al avión ultraligero.
—Bien… os contaré cómo están las cosas. Hemos tenido bastante
suerte, aunque no toda la que cabría esperar. Nos hubiera sido mucho
más útil un helicóptero, y aquí los había… pero claro, se utilizaban para
emergencias, y cuando comenzó la guerra, todos salieron a atender
emergencias sanitarias y me imagino que ahora estarán o destruidos o en
helipuertos de hospitales. Por fortuna, parece que olvidaron este
ultraligero. Además, esto era una escuela de vuelo, por lo que he
encontrado todo tipo de manuales para aprender a pilotar esta nave y,
sinceramente, me veo muy capaz de hacerlo. Además, ya me habéis

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dicho que hay combustible de sobra… eso quiere decir que sí, que si
salimos ahora, en una hora y media podremos llegar a nuestro destino, en
donde atenderán a Miranda, le sacarán la bala y la salvarán.
—¡Genial!— exclamó Atreo.
—Aguarda, ahora nos dirá lo malo — profetizó Camino.
—En efecto, ahora vienen los problemas. El primero es que en el
ultraligero hay cuatro plazas. Para subir todos tendríamos que apretarnos
mucho y, por supuesto, el perro se quedaría.
Ulises abrazó al perro.
—Yo no quiero que se quede aquí solo.
—Sería él o tú.
Sus ojos lo decían todo.
—Ulises, calla y escucha, aún no ha terminado, y no haces más que
interrumpir. Sigue, por favor, Sen.
—Bien, el problema del espacio se puede solventar, como he dicho,
dejando al perro y viajando ligeros de equipaje, muy muy ligeros, solo lo
fundamental. Siguiente problema. He dicho que me veo perfectamente
capaz de hacer despegar y pilotar el avión… el aterrizaje, eso ya es otra
materia. Aquí tenemos una pista para despegar, pero ¿en nuestro destino
encontraremos algún lugar idóneo para aterrizar? Lo desconozco.
Además… nunca he pilotado algo así y por lo que he leído… la parte
más complicada es el aterrizaje.
—¿Entonces…?
—Entonces… propongo usar el sentido común. ¿Vamos a volar con
sobrepeso en un avión que no sé si aterrizaré bien? Yo minimizaría los
riesgos. Mi idea es que vayamos Camino, Miranda y yo y los demás nos
esperéis aquí.
—Ni de broma —dijo Nausicaa— , yo no quiero que nos separemos
de nuevo.
—Estoy contigo, juntos adonde haga falta, incluso si es a una muerte
segura —añadió Atreo.
—¿Estáis seguros? Atreo, no solo pones en peligro tu vida, sino la de
Ulises y la de Nausicaa —advirtió Sen.
Él miró a sus seres más queridos. Reflexionó.
—¿Quién me asegura que aquí solos estaremos más seguros que
volando con vosotras? —hubo un silencio prolongado que hasta se podía
masticar. —Exacto. Solo hay una cosa que sé cierta, que todos
moriremos antes o después. Que al menos sea juntos. La fuerza nos la da

156
nuestra unión, eso lo aprendí de nuestros captores, curiosamente… uno
no puede lo que pueden muchos.
—Ellos fueron derrotados, no lo olvides.
—No lo olvido. Vamos juntos, Sen. Quien piense diferente, puede
quedarse aquí, yo estoy con Nausicaa.
—Está bien… ponéis vuestras vidas en mis manos, no creáis que es
poca responsabilidad… así que tendréis que obedecer en todo lo que os
diga de aquí a que aterricemos, ¿estáis de acuerdo? Si no es así, no
pilotaré.
Estuvieron de acuerdo.

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IV. Niebla

El perro ladraba, Ulises le decía adiós con la mano y le prometía


regresar. Ulises estaba sentado sobre Atreo y Miranda sobre Nausicaa, la
parte trasera era más espaciosa. Las otras dos mujeres iban en los
asientos delanteros.
—Aún estáis a tiempo de bajaros— advirtió Sen antes de accionar la
llave; nadie respondió. —Está bien, vamos allá. No tenemos mucho
tiempo, deben de ser las cuatro de la tarde, no queda demasiada luz.
Vamos.
El motor rugió como una bestia hambrienta. La hélice giraba y
formaba un círculo perfecto, uniforme. Miranda, absorta en aquella
figura, olvidó que estaba enferma y herida, la emoción era un potente
analgésico.
Habían despejado la pista del aeródromo y dispuesto todo para el
despegue. El ultraligero emprendió su marcha, la velocidad, en aquel
aparato, parecía vertiginosa y, al fin, Sen hizo despegar la máquina.
En el momento más crítico del ascenso, cuando la máquina se movía
como si fuera a descomponerse, Atreo y Nausicaa ya no solo se
apretaban las manos entrelazadas, sino que se miraron a los ojos,
perdiéndose en ellos y, al fin, Atreo sintió que Nausicaa derribó las
murallas que había alzado para defenderse del dolor.
No pronunciaron las palabras, no vibró el sonido, aunque los labios
las dibujaron, ambos dijeron “Te quiero” y sabían que el otro lo
comprendía; comprendían que tal vez morirían con las manos tomadas.
Pero el avión se estabilizó y Ulises gritó de alegría. Estaban a 700
pies de altura, habían atravesado una nube cinérea, miraban abajo y
veían el mundo igual que si estuvieran ante un plano. No podían creer lo
que estaban contemplando. Era cierto que sobrevolaban la tierra como
pájaros y allí se sentían a salvo.
Se creían los únicos del mundo capaces de volar, aparte de las aves.
No encontrarían entre las nubes bestias salvajes ni asaltantes de caminos
ni ejércitos de salvajes ni caníbales. Apoyaron las cabezas contra el
cristal y disfrutaron del paisaje. Confiaban en Sen, ¿qué podía fallar? Se
merecían al fin una salvación.
El camino era largo, el avión no iba tan rápido como esperaban, así
que se relajaron. Nausicaa contaba a Atreo cómo había sido su vida

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desde que se la llevaron de Somiedo, le explicó qué le pasó, aunque
omitía todo lo que pudiera desestabilizar a Ulises o Miranda. Hablaba
ahora más positiva, parecía que sobrevolar los aires la había bañado con
una luz especial.
—Hemos sufrido mucho, todos… pero, estamos volando. ¿Alguna
vez habíamos soñado con algo tan increíble? Si hemos sobrevivido a
todo, si seguimos juntos, si hemos logrado volar, ¿por qué tenemos que
tener miedo? Todo saldrá bien.
—Eso pienso yo también— corroboró sonriente Atreo.
Y mientras ellos hablaban y parecían contagiar de ilusión a los niños,
Camino susurraba, solapando sus palabras con las de los más jóvenes,
procurando que solo llegaran a los oídos de Sen.
—Oye… estoy cansada de secretos. Tú no mientes, pero ocultas
información. Ha llegado el momento de que me cuentes adónde vamos y
por qué te fuiste.
—¿Por qué ese empeño tuyo en saberlo todo? ¿Necesitas saberlo todo
de mí para confiar en mí? ¿En qué te he fallado? ¿En qué te he mentido?
—Atacaste Vetusta por tu cuenta, no confiaste en mí ni contaste
conmigo… me traicionaste.
—Por tu bien.
—Pero no me dejaste elegir.
—¿Y me guardarás rencor por ello toda la vida? Esta discusión ya la
hemos tenido. ¿Ya me lo reprocharás siempre?
—Tal vez… depende de que te ganes mi confianza. Te estoy
preguntando algo muy concreto: ¿Adónde vamos?
—A Huesca… a los Mallos de Riglos. Allí nací, me eduqué y aprendí
mucho sobre nuestro mundo y sobre mí misma. Es una comunidad
gobernada por una asamblea que se renueva cada año por votación
democrática. Todas las ciudadanas son libres, pueden marcharse si lo
desean, aunque es delito revelar la ubicación.
—Entonces estás cometiendo un delito.
—Sí… además, tengo prohibido regresar… pero no dejarán que
Miranda muera. Las conozco.
—Solo hablas en femenino, ¿es que solo son mujeres?
—Sí… y niños.
—Explícate.
—Está bien… ha llegado el momento… la comunidad se hace llamar
Shambala, en honor a una tierra mítica. La fundadora fue una mujer con
una gran sabiduría, anciana, que había estudiado en Asia y conoció

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diferentes filosofías, religiones y artes marciales. Cuando comenzó el
cataclismo, con sus palabras, logró reunir en torno a ella a un buen
número de mujeres y las llevó al lugar más seguro que conocía, los
Mallos de Riglos. Allí construyeron, en su interior, la ciudad más segura
que he conocido. Utilizan esas fortificaciones naturales para refugiarse
en su interior. Han construido escalas y desde lo alto de las paredes de
piedra vigilan si se aproxima alguien y disparan a cualquiera que no sea
bienvenido. En el interior de la ciudad reina la paz y la cultura, el respeto
y la disciplina. Todas las mujeres aprenden idiomas, cultura, filosofía y
también a defenderse. Son muy buenas peleando y disparando. Pero
además, respetan la naturaleza, llevan vidas sostenibles, es una sociedad
idílica, casi idílica. Están convencidas de que los hombres llevaron este
mundo a la destrucción, por eso prohíben la presencia de hombres en
Shambala. En su pueblo ellos no tienen permitido vivir, no obstante, los
necesitan para procrearse, para que no desaparezca la comunidad. Así
que los utilizan. Como de cuando en cuando pasan cerca hombres,
peregrinos, o bien los secuestran o bien los invitan a pasar unas semanas
en Shambala. Allí, las mujeres que lo deseen y estén en edad fértil tienen
relaciones con ellos buscando quedarse encintas.
—¿Y si tienen algún hijo varón, qué hacen con él?
—Lo educan, lo crían, le enseñan todo lo que saben, mientras sea un
niño. Pero cuando comienza su pubertad, normalmente a los diez años, lo
expulsan. Limpian su conciencia diciendo que le han mostrado todo lo
necesario para sobrevivir en el exterior… pero ellas no saben o no
recuerdan lo que hay ahí fuera. O son hipócritas y saben que condenan a
esos niños a una muerte segura. Eso cada una de ellas lo sabe.
—¿Y por qué te fuiste? La verdad…
—¿Por qué te fuiste tú de tu hogar…? Somos más parecidas de lo que
sospechas, Camino.
—¿Tuviste un hijo?
Sen asintió.
—Sí… y… pese a toda la educación que había recibido, pese a todo
lo que escuché… sin importar cuánto me hubiera preparado para aquel
momento y cuántas veces me hubiera dicho a mí misma lo que debía
hacer… llegado el momento, fui incapaz de abandonarlo a su suerte. Así
que nos desterraron a ambos. Me fui con él. No pude renunciar… no
puedo renunciar a mí misma. Y comprendí que él, mi hijo, era yo, era mi
ser, era lo mejor de mí. Qué más da si nació varón. Era mío. Tú sabes a

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qué sentimiento me refiero, ¿cierto? Sabes exactamente cómo se siente
cuando necesitas proteger a algo que es más valioso que tu propia vida.
—Sí… bien sé de qué hablas. Estamos volando, ¿no?
—Sí, estamos volando.
—No fue bien… ¿no?
—No… malditas hipócritas... Decían que un niño estaba preparado
para sobrevivir ahí fuera él solo, con sus enseñanzas, y ni siquiera
conmigo protegiéndolo fue posible. Tú sabes cómo soy… lo di todo, hice
todo cuanto pude… pero este mundo es mucho más peligroso de lo que
sospechan. Se recluyeron en los primeros años del holocausto y allí están
seguras… pero el mundo cada día se hace más y más peligroso. Ni lobos
ni osos es lo peor que campa a sus anchas… lo sabes como yo. Y odio a
esas mujeres por lo que nos hicieron.
—Y a pesar de ello vuelves a buscarlas.
—Porque las conozco. Tienen los medios y el conocimiento para
curar a Miranda; y no la dejarán morir, va en contra de sus principios.
Ellas preservan la vida, especialmente si es de una niña.
—¿Preservan la vida? Por culpa de ellas murió, ¿no?
—Sí… y las odio por ello. Pero no lo mataron directamente. Lo
condenaron, junto a mí, a un mundo hostil.
—Y deseas que paguen, ¿por eso estamos yendo allí? Dime la verdad,
¿es por eso que nos llevas? ¿para vengarte? ¿para destruirlas? ¿o es por
Miranda? Dime la verdad— controlaba su furia en los susurros—, ¿es
por ella o es por ti?
—Es por mí. Siempre es por mí. Es por Yamir.
—Así se llamaba, ¿no?
—Sí… mi Luna… tan hermoso como ella, o más. Era bondad e
inocencia. Lo miraba como miras a Miranda, luchaba por él como tú por
ella. Los caminos se unen. Ellas la salvarán…
—¿Y después qué?
—Solo espero que entiendan mi verdad, su error. Me vale que
reconozcan su error, que firmaron la sentencia de Yamir. Quiero que
vean que todo ese amor que tienen a los libros, a la sabiduría, a la
tradición, es vana, vacía, absurda, si renuncian a lo más valioso. El
legado no está en las letras, está en el vínculo entre madres e hijos, entre
padres e hijas, entre hermanos, entre amigos… la familia, la unidad, la
amistad, el amor, es lo único que merece ser salvado de la humanidad.
No importan los avances científicos, ni la literatura, ni la filosofía, ni la

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aritmética, nada, si con todo eso somos capaces de condenar a muerte a
nuestros hijos. Si no cambiamos eso, la humanidad merece extinguirse.
Sen tenía la mirada fija en el cielo que surcaba. Camino la
escudriñaba y vio cómo la mujer ni se molestó en limpiar las lágrimas
que resbalan por su mejilla. Los ojos cristalinos refulgían y Camino
sentía en el pecho que todo cuanto había salido de la boca de Sen era
cierto y salía de su corazón. Creyó comprenderla al fin.
—¡Mirad, asomaos todos, ya veo los Mallos!
Como una boca de largos colmillos sin mandíbula superior, se alzaban
las paredes de piedra sobre una colina. Amenazantes, sobrecogedoras,
únicas y maravillosas. Encendieron los corazones de cuantos iban a
bordo del ultraligero, incluso de Miranda, que se había mantenido en un
estado de duermevela.
Todavía estaba lejos, pero en lontananza, de entre las nubes, se
vislumbraba aquella asombrosa estructura natural. Le iluminaba los
ánimos como si la visión de tan colosal milagro geográfico alimentara la
fe en lo imposible.
—¿Podrás aterrizar? —preguntó Ulises a Sen.
—Claro, confiad en mí.
—¿Seguro? —insistió Camino en un susurro —Antes de despegar no
estabas tan convencida.
—Ya… pero mira, desde aquí se puede observar lo despejados que
están los caminos… eso es obra de las shambaleñas. Siguen operando
por esta zona sin problema. En esa carretera estoy segura de que podré
aterrizar este prodigio. Voy a ir descendiendo ya… intentaré no ser muy
brusca.
La emoción se equiparaba al temor cuando comenzó a efectuar el
descenso. En el interior de sus estómagos revoloteaban los nervios y las
sensaciones producidas por el descenso. De súbito, se internaron en un
espeso manto blanco.
—¿Qué pasa? No podemos ver nada. ¿Qué es esta niebla?
—No te espantes, Ulises… no es más que una nube baja. La estamos
atravesando y en unos segundos saldremos de ella. Ya verás que no será
nada. ¿Recuerdas hace un rato cuando te has espantado con las
turbulencias y te hemos explicado que eran como cuando hay baches en
un camino? ¿Verdad que te has calmado? Y se han pasado enseguida.
Con esta nube tonta pasará igual, ya verás —lo calmó Sen.
—Sí… desde luego, qué nube tan tonta… ¿no sabe que tiene que estar
más arriba?

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—Eh, ¿pero a que nunca habías estado en el interior de una nube? —
dijo Atreo animándolo.
—Es cierto, ¡estoy dentro de una nube!
—¡Y yo también! —logró gritar Miranda.
Los demás rieron.
Tan solo unos segundos después, descubrieron que no estaban solos
en la nube. Entre aquellas montañas impresionantes se hospedaban
múltiples aves y, entre ellas, una de las más grandes era el buitre
leonado. Con las alas abiertas el animal superaba los dos metros y medio
y cuando en pleno vuelo chocaron la máquina y el ave, si bien fue la
segunda la peor parada, la primera no resultó precisamente ilesa. El
avión emergió de la densa nube descontrolado, a gran velocidad y
volteado, con un ala renqueante. Los gritos atravesaban los cristales.

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V. Shambala
Atreo abrió los ojos y no sabía dónde estaba. Todo se hallaba envuelto
en polvo. Escuchaba gemidos y palabras confusas. Al igual que el polvo
que flotaba en el ambiente, un zumbido se extendía volviendo las voces
ininteligibles. Ulises estaba sobre él, abrazado. Sentía su pecho latir y la
respiración jadeante. Un molesto viento limpiaba el ambiente y se frotó
los ojos. Habían aterrizado o, más bien, se habían estampado contra el
suelo. El avión, incluso por dentro, no parecía más que un juguete roto.
Atreo logró hacer reaccionar a Ulises, luego vio que al niño le chorreaba
sangre desde la cabeza hasta la barbilla. Logró sacarlo y lo dejó tumbado
en el suelo arenoso, entre las piedras. Nausicaa salía arrastrándose,
intentando sacar de allí a Miranda, un gran zumbido azotaba su cabeza,
el accidente se repetía en su mente en bucle. Atreo fue hacia ellas y la
ayudó con Miranda.
—¿Tú estás bien?
—Me duele todo… todo mi cuerpo, hasta las uñas, lo siento
conmocionado, dolorido. Es como si mi cuerpo entero estuviera
embotado, envuelto en una contusión.
—Ya… —quiso abrazarla… besarla, pero no había tiempo, la niña
lloraba frustrada, estaba atascada, se dirigió a la niña —vamos, Miranda,
un esfuerzo.
Tiraron de ella tan fuerte que se rasgó toda la camiseta, dejando medio
torso al aire y se arañó la espalda. Parecía que la hubiese atacado un
tigre.
Mientras, en los asientos delanteros Camino recobraba la conciencia
de dónde se hallaba. Miró a su lado, estaba el rostro de Sen, con los ojos
abiertos, que la observaba. Camino sonrió.
—Lo has conseguido… has aterrizado.
—No… yo no aterricé… solo le di al paracaídas… he logrado impedir
que nos estrellemos… al menos soy yo quien lo ha pagado…
Tosió aquellas palabras y Camino sintió que se le derrumbaba el cielo
sobre ella, pues eran un avance de lo que descubrió al mirar el pecho de
Sen. No precisaba ser experta en anatomía ni medicina para saber que
esa herida era letal. Cerró la mano de Sen entre las suyas y tan
conmocionada estaba que no sentía cómo las lágrimas brotaban una tras
otra sin fin. Las palabras no encontraban a Camino, como estuviera
sumida en un océano cenagoso, denso, se aferraba a la mano de Sen

165
buscando en la moribunda el consuelo que le correspondía a ella ofrecer.
No debería uno en su lecho de muerte consolar a quienes presencian su
partida. Así era en cambio. La piloto parecía más serena, sabia e
iluminada en aquel instante.
—Camino… te he amado y he vivido momentos felices con vosotros.
No lamentes mi muerte, celebra tu vida y que nos hayamos encontrado…
celebra la vida de Miranda como yo celebré la vida de Yamir y sé feliz
con ella. Cuida de tu hija.
Camino fue incapaz de pronunciar una sola palabra. No eran su fuerte.
Apretó la mano y la besó, le besó los labios y la lengua por última vez
caliente. Le acarició la frente y le peinó el polvoriento cabello. La siguió
besando y abrazando cuando Sen ya no estaba allí.
Los siguientes momentos estuvo conmocionada. Se guardaron como
difusos recuerdos de una profunda embriaguez, arrastrada fuera del
ultraligero, ayudados por unas mujeres a caballo, subida a uno de ellos,
llevados todos hacia las enormes paredes rocosas. Los oídos pitaban,
ignoraba las conversaciones. Se le había ido Sen, quien más la había
abrazado y llorado junto a ella fue Atreo, y debía luchar, tenía que ayudar
a Miranda.

Atreo durmió en una celda. No le dijeron nada sobre sus compañeras


hasta que pasaron varias horas. De nuevo preso y encerrado. ¿Y esta iba
a ser la salvación que encontrarían según Sen? ¿De verdad podían
confiar en estas mujeres?
La celda era cómoda, estaba bien iluminada y había una cama con un
colchón agradable y firme y sábanas limpias.
Abrieron la cerradura y entraron cuatro mujeres, jóvenes, muy
jóvenes. Morenas de cabellos rizados, todas vestidas igual, con tejidos
blancos y amplios. Bien alimentadas, sin sobrepeso, bonita una, comunes
las demás. Las armas casi pasaban desapercibidas entre sus ropajes
sedosos. Una portaba un palo, las otras dagas. La del palo, además, en la
otra mano dejaba arrastrarse una cuerda.
—¿Y mis compañeros ¿Cómo está Ulises? ¿Habéis podido salvar a
Miranda? Era la niña, la de la herida de bala.
—Vamos a llevarte con ella, pero necesitamos tomar precauciones.
Tampoco parecía que tuviera otra alternativa, en cualquier caso, le
resultaron amables y accedió. Puso las manos hacia delante y dejó que
las anudaran. Al poco, una colocó un cuchillo sobre su cuello mientras le
besaba la mejilla.

166
—Esto puede ser divertido o una tortura para ti, tú eliges. Mejor
dejamos los cuchillos, ¿no? —le susurró la que tenía detrás.
—Baja la navaja… no será necesario, — le dijo la que le había hecho
el nudo. —Pasémoslo bien los cinco… yo la primera, por supuesto. Pero
verás que no te disgustará.
Y comprobó atónito que cerraban con llave por dentro y se desvestían.
—Eh, ¿qué estáis haciendo?
—¿No es evidente? Aquí escasean los hombres… y de cuando en
cuando, no viene mal una visita masculina.
—Ya… vale, pero yo… no quiero nada. Soltadme, por favor,
llevadme con mis amigos… acabo de perder a una buena amiga—
aunque, en quien no dejaba de pensar, era en Nausicaa, en cómo estaría,
y en que solo a ella quería besar. Los labios de aquella mujer que se
cerraban sobre su cuello escocían como sal sobre una herida abierta.
Se apartó procurando alejarse de los cuchillos y del palo.
—Dejadme, por favor… no quiero nada de vosotras, en serio, solo
salir de aquí y ver a mis amigos… no os molestaré.
—Tonto, ¿no ves que lo que queremos es que nos molestes? ¿Vas a
ser el único hombre idiota del planeta? ¿No ves que lo que te ofrecemos
es una oportunidad única? ¿O me vas a decir que no te gustamos?
Aun con las manos atadas, apartó una caricia que iba a recibir de la
mujer del palo. Esta, indignada, ofendida, le soltó un tremendo puñetazo
en la mandíbula. Atreo dobló la rodilla, un tanto conmocionado. Pero no
se achicó y reaccionó siguiendo su instinto. La golpeó en el estómago
con la tibia y la dejó sin aliento. Las otras se abalanzaron sobre él
procurando no matarlo. Le pateaban y golpeaban con los mangos de los
cuchillos. Él se defendía. A una la lanzó contra la pared, a otra le golpeó
con los dos puños unidos y le partió el labio, y a la tercera la mantuvo a
distancia con una patada frontal. La que se dio contra la pared, furiosa,
irracional, atacó con el cuchillo en alto, mas él fue rápido, se agachó y la
zancadilleó, aprovechando el impulso de la atacante, quien voló y, al dar
contra el suelo, causó gran estruendo y gritó una vez tras otra de dolor.
—Calla, imbécil, nos descubrirán— le susurró una a la que gritaba.
—Será mejor que lo matemos, sugirió la otra.
Atreo dio dos pasos atrás y se subió a la cama para, desde allí,
patearlas con alguna ventaja, ya que los brazos no los podía utilizar bien.
Las consiguió mantener a raya un par de minutos, el tiempo que tardó la
cerradura en abrirse. En el umbral apareció una anciana junto con dos
fornidas y jóvenes mujeres.

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—¿Qué pasa aquí?
—Se ha resistido.
—Nos ha atacado.
—Lo íbamos a llevar con los demás, pero no quería ir atado.
—Todos los hombres son iguales, no es más que otra alimaña.
—Será mejor que lo matemos.
—O si acaso que lo exiliemos sin más demora —propuso otra al ver
cómo la vieja torcía la boca.
—Este cabrón está loco, es otro puto machista, ha comenzado a
golpearnos sin mediar palabra, no es más que otro cerdo, tenemos que
matarlo.
—Ya… y en la pelea se os ha caído la ropa. Callaos ya de una vez,
joder. Chico, ¿estás bien? —preguntó la vieja a Atreo, este asintió. —
Bien, sígueme, por favor, con vosotras hablaré después.
Atreo caminó junto a ella. Salieron de la habitación y de la casa y
pasearon entre las calles empedradas. Las casas estaban flanqueadas por
los muros de piedra natural, el manto de sombra atrapaba por completo
el pueblo donde vivían. En lugar de mudarse al antiguo pueblo que hubo
en la falda de la colina, ellas crearon uno nuevo protegido entre los
mallos.
—A veces es difícil controlar a las más jóvenes. Quizás haya sido
demasiado benevolente con ellas, les falta disciplina. Verás, aquí solo
vivimos mujeres. Los hombres como tú, por tanto, y más jóvenes, son
extraños y suelen revolucionar aquí la vida, por eso se han puesto tan
nerviosas.
—Entiendo.
—Lo que no es de recibo es que se obligue a nadie. A veces incluso,
cuando veo comportamientos como el de hoy, me planteo si no somos
iguales que esos hombres a los que hemos repudiado. Aunque la
diferencia es que a ti no te ha pasado nada. Si hubieras sido una mujer
entre hombres armados y yo un hombre… no solo no los hubiera
detenido, sino que yo hubiera participado y te hubiera forzado también.
Sabes que es así, ¿cierto?
Atreo estaba demasiado molesto como para especular y responder a
ello.
—No me mires así… te hemos ayudado, ¿no? Una duda, chico… ¿por
qué te has resistido? Aunque haya estado mal el comportamiento de
ellas… es la primera vez que veo a alguien resistirse cuando alguna
asalta su celda.

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—No quiero nada con esas mujeres…
—Con esas no, ¿con otra sí? ¿o con otro?
Escudriñó su mirada ante cada pregunta.
—Ah, entiendo… con otra. ¿Y cuándo eso ha sido impedimento para
un hombre? Yo fui joven, tuve un marido… hicimos una hermosa
ceremonia. De verdad pienso que él me deseaba y quería. ¿Crees que le
impidió estar con mi madre, con mi hermana, con mi mejor amiga? Te
aseguro que no.
—No por ser hombres vamos a ser todos iguales.
—Todos lleváis dentro un germen que os lleva a ser infieles,
violentos, crueles, posesivos, traidores, dictadores y corruptos. Vosotros
habéis destruido el planeta. Fueron hombres quienes comenzaron las
guerras, las tres mundiales que ha habido y todas las demás. Fueron
hombres quienes apretaron los botones que lanzaron los misiles
nucleares, hombres pilotaban los aviones que dejaban caer las bombas,
hombres contaminaron y asolaron el planeta… aparte de para procrear,
nada bueno habéis aportado al planeta. Si las mujeres hubiéramos
dirigido la humanidad, el mundo no se hubiera convertido en una ruina.
Atreo estaba sin palabras, hubiera querido replicar, pero su ignorancia
sobre la historia era tan supina que no encontraba argumentos para
defenderse. Solo supo decir.
—No todos los hombres somos iguales. Como tampoco todas las
mujeres lo sois.
—Eso dices tú, eso dicen todos… antes de dar una puñalada trapera.
El germen lo lleváis todos, aunque unos lo desarrollan más que otros. El
más inocente es un poco culpable. Y aunque tuvieras razón y pagaran
justos por pecadores, bien valdría la pena, pues el pecado es siempre
terrible. Acompáñame y verás cómo de bien nos va sin hombres.
Ciertamente el asentamiento era un lugar mucho más civilizado,
limpio, organizado y desarrollado que Vetusta. Ahora se le asemejaba
aquella gran ciudad una ciénaga de ruinas, excrementos y seres
deplorables; y este pueblecito un idílico reino de cuento de hadas. Le
mostró cómo trabajaban, cómo mantenían el orden, la disciplina, la
vigilancia, se adiestraban en el combate y llevaban a cabo tareas que las
llevaban a tener una vida cómoda. Una parte muy importante del día era
la educación. Las más sabias daban clase de las diferentes áreas
temáticas en la biblioteca. Además de mostrar el conocimiento e indicar
lecturas, proponían ejercicios y tareas a quienes acudían. Desde la niñez
hasta la edad adulta era obligatorio pasar al menos cuatro horas de

169
estudio diarias; una vez entradas en la adultez, podían asistir a las clases
que desearan de manera voluntaria. El lugar, ciertamente, resultaba
bastante idílico. Había unos pocos niños. Llevaban una vida normal,
junto al resto, pero dormían en habitaciones aparte y sabían desde el
primer día que su permanencia allí era un regalo temporal.
En aquel paseo le sorprendió sobre todo cómo lo miraban. Se sentía
alguien de una especie diferente. No lo trataban mal ni le ponían malos
gestos, salvo alguna excepción, pero lo que sí coincidía era que todas, de
cualquier edad, lo miraban con descaro, curiosas, estudiándolo de arriba
abajo, como si no fuera un ser humano, sino una rareza animal digna de
contemplación y estudio; no lo hubiera sorprendido ser diseccionado allí
mismo. Por más que sonrieran y le dedicaran buenas palabras, aquellos
halagos lo desagradaban e incomodaban, se sentía un ratón rodeado de
gatos.
Finalmente lo llevaron a lo que llamaban casa de socorro. Aquella
construcción era ligeramente mayor que las demás. Al igual que el resto,
alzada en adobe, material barato donde los haya, que se integra a la
perfección con la naturaleza y un gran aislante. En esta edificación de
tres plantas todo resultaba limpio y ordenado. Le obligaron a vestirse
extraños zapatos y guantes. Vio que allí había algunas ancianas y le
explicaron que era el lugar donde algunas de las más aventajadas
estudiantes adquirían conocimientos sobre anatomía y cómo sanar
diferentes enfermedades.
La primera sensación que se llevó al entrar en el edificio, antes
incluso del asombro por la nívea nitidez de las paredes y la excesiva
pulcritud, fue un halo de divinidad. Ello se debía en primer término al
aroma de lavanda que se desprendía de las varas de incienso que ardían
de manera perenne en cada planta, y también a la actitud hierática
pausada y el silencio con que se comportaban quienes allí trabajaban y se
instruían. Conferían a la sanidad un respeto que la divinizaba. Las
pacientes eran pocas, sobre todo mujeres de avanzada edad, pero también
algunas jóvenes y hasta alguna niña. Convertían los cuidados y
atenciones en un acercamiento. El trato era individualizado, procuraban
que sonara música de fondo, las paredes de las habitaciones las pintaban
de un color celeste que contribuía a inspirar calma y serenidad, trataban a
cada persona con unas atenciones y un cariño propio de enamorados.
Llegó al fin donde estaban sus compañeras. Había una sala de espera,
cómoda, con sillones, pufs en el suelo, decoración evocadora oriental y la
única que estaba en pie era Camino. Ulises y Miranda leían cuentos

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sentados en los pufs del suelo, Nausicaa, vendada, estaba junto a ellos en
una silla. Camino se levantó y fue hacia Atreo, lo abrazó.
—Miranda está mucho mejor. Están esperando que despierte… le han
sacado la bala. ¿Tú cómo estás?
—Bien— recordó su altercado, se acarició la todavía dolorida
barbilla. —Podría estar mejor… pero bien.
—Ven a ver a Miranda… ya no tiene ni fiebre. Sen tenía razón… si en
algún lugar podían salvarla era aquí.
Atreo observó con detención a Nausicaa.
—¿Y cómo estás tú? —los ojos de él iban hacia las vendas de los
brazos.
—Estoy bien… esto no es nada, unos simples cortes. Ve a ver a
Miranda.
Accedió y comprobó que el único que caminaba vigilado, custodiado,
por mujeres armadas, era él. Se sentía un delincuente, aunque a quien
habían agredido había sido precisamente a él. Le transmitían la
impresión de que ningún hombre era bienvenido. Sí, podían quererlos o
necesitarlos para un único aspecto, pero nada más.
Miranda en efecto dormía. Se quedaron junto a ella un rato y Camino
le fue explicando la operación, cómo la sedaron y extrajeron la bala. La
joven hablaba admirada por cómo sabían a la perfección aquellas
mujeres qué había que hacer. No había nada casual ni instintivo, sino un
largo proceso de aprendizaje que se mostraba en la experiencia y
tranquilidad con que afrontaban cada situación. Viendo entre quiénes se
había formado Sen, comprendía que ella hubiera sido tan especial. Claro
está, creyó, no basta el mejor ambiente para forjar una personalidad
única y valiosa, pero, sin duda, aquella formación contribuyó en gran
medida al desarrollo de su carácter y sabiduría.
—Nos han dicho que podemos quedarnos todo el tiempo necesario
hasta que Miranda esté plenamente recuperada— le informó Camino. La
anciana, a quienes todos obedecían y respetaban, asintió a Atreo
confirmando las palabras de Camino. —Eso sí… tú debes permanecer
vigilado, son las condiciones que tienen con cualquier hombre.
—Ya… ya he visto cómo tratan a los hombres— soltó sin disimular
su indignación—. Somos culpables simplemente por haber nacido
varones.
—Puedes marcharte libremente cuando lo desees si no te sientes a
gusto— le recordó la anciana.

171
—No, gracias… me adaptaré a vuestras normas. Quiero estar con mi
familia.
—Atreo… tengo que decirte algo— comentó Camino.
—Dime.
—Nos han dicho… bueno, da igual. Mejor lo hablamos mañana,
mejor esperar a que despierte Miranda. ¿Te han enseñado el lugar?
—Entero todavía no— matizó la anciana—, solo lo que estaba de
camino hacia aquí.
—Ah, claro… termina de verlo todo. Yo no he podido ver casi nada,
no me he separado de Miranda. Esta noche será el entierro y funeral de
Sen. Pienso que está bien que la enterremos donde nació, después de
todo.
—Yo también lo creo, ¿cómo estás tú, Camino?
—No sé… la verdad. Cuando despierte Miranda podré empezar a
asimilar lo que he perdido. Son demasiadas emociones.
—Sí.
—En unos minutos va a comenzar un ensayo de nuestro coro, Atreo,
si lo deseas puedes acompañarme y te lo muestro junto al resto del
pueblo. Tus amigas seguirán aquí.
—Sí, ve con ella. Ya me quedo yo.
—Está bien… sigamos el recorrido. Me gustaría ver dónde vivía y
dónde nació Sen, o si queda alguien de su familia.
—Claro, te mostraré dónde vivía. De su familia no queda nadie, pero
podrás esta noche en el funeral conocer a sus amigas de infancia, las
mujeres con quienes se crió.
—Gracias, me hará ilusión, adiós, Camino. Verás qué pronto se
recupera Miranda, se nota que tiene un sueño plácido y reparador.
—Gracias. Y gracias por quedarte con nosotras… sé que no es fácil.
Atreo guiñó un ojo.
—Nos tenemos que mantener juntos, ¿no? Tú lo decías.
Camino asintió y Atreo se marchó tras los pasos de la anciana,
escoltado por dos mujeres robustas y armadas.

172
VI. Transición

Cualquier persona era libre para hablar. El cuerpo de Sen yacía bajo
tierra, tan bien enterrada que hubiera sido imperceptible que en aquella
tierra hubo un agujero, de no ser por la estaca de madera con su nombre
que indicaba el lugar. En aquel campo había múltiples estacas, la
mayoría maltratadas por el clima. La delicada nevada, que caía sobre
ellos como una gélida brisa que desprende las hojas de los cerezos, pintó
de blanco la escena, sin incomodar a ninguno. Parecía que Sen, con su
calma, deseaba hablarles y perdonarles el instante de transición. Su voz
era el viento y las hojas.
Habían preguntado a Camino, quién acompañó a Sen en sus últimos
minutos, cómo habló, cómo se despidió. Quedaron asombrados y
agradecidos por la templanza en el instante de la muerte y coincidieron
con ver una gran iluminación en tan importante momento de la
existencia.
Atreo había hablado con las amigas de infancia de Sen, quienes le
pintaron a una niña alegre, curiosa y divertida, y hasta rieron entre
lágrimas con anécdotas de infancia e inocencia. Se lamentaron por el
pesar hondo que sumió a todo el pueblo cuando decidió marcharse con
su hijo, y lamentaron que solo hubiera regresado para ser enterrada.
El coro que había visto Atreo el día antes actuar, entonaba ahora
melódicos cánticos que configuraban un marco irrepetible junto a la
nieve. El pueblo entero arrodillado y el alegre dolor invadía los pechos.
Sorprendió a Nausicaa, Atreo, Camino, Miranda y Ulises cómo
aquellas personas afrontaban la muerte. No les quedó ápice de duda de
que habían amado y amaban a Sen. Miranda estaba abrigada con mantas
junto a Camino, sentada en una silla. Se asemejaba una oruga. Pese a su
todavía frágil estado, no se había querido perder la despedida. Callaron
los cánticos, sonaba de cuando en cuando el gemido de un vibrante
cuenco de siete metales.
Hablaron varias de las mujeres que habían compartido vida con Sen y
nada de lo que escucharon ofendió a Atreo ni a Camino. Les ayudó a
comprender mejor a su amiga y a valorar que fue una persona
excepcional incluso en aquel lugar con tantas mujeres dedicadas al
estudio, la espiritualidad y la erudición. Les ofrecieron la oportunidad de
hablar, aunque el único que tuvo a bien hablar fue Atreo.

173
—En primer lugar, gracias por esta acogida y por salvar a Miranda, es
nuestra familia, estamos en deuda con vosotras por ello. Debemos decir
adiós a Sen… yo la conocí por casualidad, aunque, quizás para algunos
no fuera casualidad, ya que ella ha sido fundamental para mí. Le salvé la
vida. Era una desconocida para mí, recelé de ella, pero me dejé llevar por
el instinto y esa vez fue bueno para todos. Había caído en una trampa,
viajaba sola, desde hacía muchos años y yo, y mi familia, fuimos para
ella un reencuentro con la vida en sociedad. Creo que llevaba años
deseándolo, pero no se atrevía a dar el paso, y el destino nos puso en su
camino. Yo la salvé… pero luego ella nos salvó a todos. Me ayudó a
salvar primero a mis hermanas cuando las rescaté de mi propio hermano.
Ver cómo era en verdad él, cómo se transformó, me ha ayudado a
comprenderos. Vosotras conocisteis a una Sen, muy valiosa, pero yo
conocí a otra. No era la misma persona que conocisteis. El abandono, el
dolor, la muerte, la soledad, la meditación, la vida, los viajes, moldearon
a una mujer como no habrá otra. Me mostró que el sino de su vida era el
respeto y gratitud con la naturaleza. Me enseñó tantísimo; fue mi maestra
y también hizo de mi madre. Solo una persona la añorará tanto o más
como yo— dedicó una mirada sincera a Camino. —En su despedida
pidió a Camino que en lugar de lamentar su pérdida, celebráramos
habernos conocido, que celebráramos la vida —Camino asintió. —Así
que tomaré literalmente sus palabras, por más que me pese no verla de
nuevo, no escuchar su voz ni sus consejos, trataré de mantenerla muy
viva en mi interior. En mis recuerdos me seguirá acompañando a donde
vaya y daré gracias por cuanto aprendí de ella. Gracias. Donde estés.
En la solemne tristeza, en la serena despedida, la familia se unió en un
único abrazo. Solo se separaron cuando Ulises protestó porque apretaban
demasiado y Miranda se rio, y se les contagió la risa, y aunque reían, a
los mayores les caían lágrimas sin freno.
Camino, Atreo y Nausicaa, finalizado el funeral y la nevada,
permanecieron en un banco. Aprovecharon que, con la ocasión, habían
relajado la vigilancia sobre el varón. Le habían concedido, al menos, 100
metros de espacio no vigilado para moverse y hablar con quien quisiera.
—La jefa de Shambala nos ha ofrecido quedarnos, a las mujeres.
—Lo sé— apuntó Nausicaa—, a mí también me lo han dicho.
—¿Y qué habéis dicho?
—Bobo, ¿crees que me voy a quedar aquí sin ti?— respondió
Nausicaa con una interrogación retórica.

174
—Yo que sé. Es un lugar seguro y agradable, ahí fuera hay cosas
peores de las que hemos visto, sin duda.
—Me da lo mismo. Yo, contigo.
—Gracias, Nausicaa, tampoco pienso separarme de ti.
—Eso esperaba oír, bobo… me ha dolido lo conformista que eres; te
has planteado que yo me quedara aquí. ¿Tan poco me quieres y
necesitas?
—Al revés… te quiero y te quiero a salvo.
—Pues yo a ti te quiero cerca, ante todo.
—Bueno, Camino, ¿y tú qué has dicho?
—He dicho que sí, que Miranda y yo nos quedamos.
—¿En serio?
—Sí… eso he dicho. He agradecido la oferta, he dicho que la
aceptaría, que Miranda aquí estará segura, recibirá una educación, podrá
ser feliz… en cierto modo es cerrar el círculo y reparar el daño que sufrió
Sen.

Las vigilantes observaban sin perder detalle de cuanto hacía Atreo,


con quién hablaba, cómo se movía. Habían aprendido a desconfiar de
todo varón, incluso de los niños. Y todos esos miedos habían forjado un
odio activo y alerta. No obstante, desde allí no podían leer los labios ni
deducir de qué hablaba aquel hombre. Eso las exasperaba, pues la
conversación era larga y daba la sensación de que albergaba múltiples
secretos y oscuros planes. Cuando uno más procura esconderse, más
visible se hace a veces. Así, esos tres, miraban a un lado y a otro,
agachaban las cabezas y se tapaban los labios. Parecía evidente que algo
escondían de su conversación. ¿De qué se trataba?

Las jornadas avanzaron y así acabaron los días más duros del
invierno. Se acostumbraron a Shambala, a sus comodidades, a sus
habitantes y hábitos; lo hizo incluso Atreo, que seguía durmiendo en una
celda. Le ofreció, esta vez con buenas palabras, la gobernante de la
comunidad tener relaciones con alguna de sus mujeres, necesitaban
descendencia y él parecía sano. La oferta era educada y hasta parecía
tentadora. “Si el problema es que esa chica que te gusta lo descubra…
puedes estar tranquilo, jamás revelaremos el secreto”. Así y todo lo
declinó Atreo, quien carecía de absoluto interés por pasar tiempo a solas
con sus captoras. A lo único que aspiraba era a dormir de nuevo abrazado
a Nausicaa, con nadie más deseaba estar.

175
Para él las noches en la prisión eran largas, duras y gélidas, por más
mantas que le facilitaran. Era quien más deseoso estaba por abandonar el
lugar. Y allí, tuvo tiempo de meditar sobre lo vivido hasta el momento,
sobre cómo había cambiado y evolucionado su vida y con ella él mismo.
Pensó en las personas que lo rodeaban, su relación con ellas, sus
virtudes… y no sabía bien qué aportaba él. Había tenido miedo muchas
veces, aunque había tratado de ser valiente. Veía la sabiduría de Sen y de
estas mujeres que lo habían acogido, y pensaba que jamás podría adquirir
aquel conocimiento… ¿qué había de bueno en él? Lo habían engañado
tantas veces, hasta su hermano. ¿Qué fue de Laín? Camino lo mató, lo
tenía claro. Y lo dejaría en mitad del campo como alimento de los
buitres. En ella no había dudas… cuando era preciso hacer algo, lo hacía.
Él se consideraba a sí mismo un inútil. Su norte había sido su madre,
después Sen, ¿y ahora? ¿A quién seguiría? Tal vez fuera el momento de
no seguir a nadie, de tomar sus decisiones. En cierto modo, pensó que
necesitaba más tiempo allí encerrado. Todavía tenía tanto que aclarar,
debía reconciliarse consigo mismo, aunque tal vez este no fuera el mejor
escenario para ello.

En la despedida solo lloraron Ulises y Miranda. Había coincidido la


tregua climática con la mejoría de Miranda. Ya caminaba por sí misma y
hasta saltaba. El tiempo había sido reparador; incluso a Camino parecía
haberle cambiado el humor.
Muchas no entendieron a Atreo, buscaron la explicación en que
tendría algún defecto físico o un complejo, les costaba asimilar que un
hombre no se plegara a su voluntad en ese campo. No obstante, también
a él, a su rehén, le tomaron cariño. Vieron algo que él mismo no vio o no
valoraba. La anciana parecía haber comprendido la melancolía que
angustiaba a Atreo y le dijo:
—Muchacho, no necesitas ser el más fuerte, ni el más inteligente, ni
el más hermoso. Hay algo valioso en ti. Tal vez tú no sepas qué es, por
eso te lo digo: tienes el don de saber qué es lo correcto. Eres un
referente. Los tuyos te escuchan, te saben honrado y creen en ti. No dejes
de decir lo que piensas.
Las breves palabras penetraron en el alma de Atreo y, tal vez por ello,
ante el temor, estuvo a punto de cometer una traición, que se quedó en
una críptica concesión.
Acarició las arrugadas manos de la mujer y le dijo:

176
—Llevad mucho cuidado, protegeos mucho. Vuestras vidas son muy
valiosas. Toda vida es valiosa.
—Gracias. Cuidaos.

Se alejaron los tres, a pie, con lo necesario en unas mochilas que les
habían regalado: ropa abrigada, mantas y comida, pisando con unas botas
cálidas y cómodas y utilizando cayados de roble para apoyarse. Se iban
fortalecidos y preparados para encontrar un nuevo hogar.

—¿Dónde viviremos?— preguntó Ulises al rato.


—Buscaremos un lugar cálido y seguro, vamos al sur. Nos irá bien.

A Ulises lo desconcertó que se detuvieran tan pronto, en un poblado


desierto cercano, que habían visto desde Shambala en múltiples
ocasiones. Le dijeron que fuera paciente, que iban a instalarse a
descansar allí y que si podía, que durmiera y repusiera fuerzas, que iban
a marchar de noche, aunque hiciera frío. Él no entendía nada.

—Ya lo entenderás— dijo Nausicaa.

Estaba enfadado, le parecía que le estaban tomando el pelo. Así y


todo, no le quedaba otra que esperar y, al final incluso, se durmió.
Ulises se despertó agitado en mitad de la noche. Era Atreo que agitaba
sus hombros.
—¡Ya están aquí! ¡Nos vamos, rápido!
—¿Qué? ¿Quién está aquí? ¿Nos atacan? ¿Quién viene?
Ulises se había despertado tan de sopetón que comenzó a llorar, no
sabía qué pasaba, dónde estaba ni casi quién era, pues estaba en la
profunda etapa del sueño delta, y no fue sencillo sacarlo de ella.
Lo vistieron a la fuerza, adormilado, lo iban empujando y, entre luces
de antorchas, reconoció a Camino y a Miranda. ¿Qué narices había
pasado?
Camino se acercó a Ulises, le besó la frente.
—Ha ido genial. ¿Creías que te librarías tan pronto de mí? Venga, nos
vamos. No lo han visto venir, qué inocentes, casi me han dado pena. Solo
casi.

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VII. Nómadas

Las guardias maldijeron no poder oír la conversación del día del


funeral. Estaban en lo cierto, se ve a la legua cuándo alguien conspira.
—Aunque les haya dicho que sí… no me pienso quedar a vivir entre
estas víboras. Mi familia sois vosotros. Cerraré el círculo, les daré lo que
dan. Lo haré en nombre de Sen. La condenaron a ella y a su hijo, solo
porque nació varón. No tuvieron piedad de ellos y murió el niño. Todo el
conocimiento que tienen, esos miles de libros, no les sirven de nada. Sen
no me dijo qué hacer… pero me dijo qué pensaba. Me hizo ver cómo de
equivocadas estaban. Todo el conocimiento heredado, toda la sabiduría
de los libros, no sirve absolutamente de nada si nos separa de lo
importante: la humanidad. Si tanto sabían ¿cómo mandaron a la muerte a
sus hijos? Eso es ir en contra del avance, la civilización y la humanidad,
ese comportamiento ha destruido nuestro planeta, la soberbia y la falsa
humanidad. Vengaré a Sen. Quemaré su biblioteca. Arderán sus libros y
su saber. Para eso os necesito a vosotros. No digáis nada a Ulises, yo
tampoco diré nada a Miranda, así nos aseguraremos sus lágrimas en la
despedida, será más convincente, y no se le escapará nada, no sabe
guardar secretos. Me esperaréis en la noche en aquel poblado que tantas
veces hemos oteado al este. Robaré un caballo, llegaré en la noche,
liberaremos al caballo y nos iremos andando por otro camino. De esta
manera seguirán las huellas del caballo, no las nuestras, y jugaremos con
la ventaja de la noche. Eso suponiendo que vayan tras nosotras… sí, sí lo
harán. Porque voy a destruir lo que más aman y valoran: su
conocimiento, su legado. Pero con ello, tal vez, les devuelva la
humanidad. Se sentirán tan abandonadas y desvalidas como Sen y su
hijo.
—Camino, esto no lo has pensado en un momento —comentó
Nausicaa.
—Ya ves que no.
—Te apoyaremos, como siempre nos apoyamos— dijo con seguridad
Atreo.

Camino les narró cómo el fuego las despertó de su sueño. Cómo se


quedaron a mirar Miranda y ella, antes de huir al trote, las lágrimas
desconsoladas. Le pareció cómico e irónico cómo lloraban por las

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páginas consumidas en el incendio mientras llevaron a la muerte a tantas
personas.
—Si hubieran respetado la vida humana, si hubieran protegido a esos
niños lanzados a una muerte segura, no hubieran tenido que llorar por
sus libros —decía Camino.
No se avergonzaba de haber infligido aquel sufrimiento a esas
mujeres que habían salvado la vida de Miranda. Después de todo, a
ningún ser vivo había dañado ella. Además, estaba convencida de que
esta lección, si sabían interpretarla, las haría mejores personas. Había
dejado escrita una carta de despedida, para que no quedara un resquicio
de duda sobre los motivos de la venganza. Ojalá sirviera el golpe para
cambiar su manera de entender el mundo. No tenía demasiada fe en ello,
pero sí alguna.

Espolearon al caballo en dirección contraria e iniciaron un camino en


la negrura hacia lo desconocido. No regresaban a Somiedo, sino
simplemente viajaban a lo sin nombre.

En el pantano, Ulises hacia gestos a un sapo. Trataba de que el animal


saltara a su mano y le ofrecía la palma. Por fin el animal dio un salto,
pero en el acto, en pleno vuelo, fue ensartado por un dardo y Ulises
quedó con la boca abierta. Había pasado ya casi un año y a Ulises le
crecía una prematura pelusilla rubia sobre el labio superior, algo de lo
que Miranda se solía burlar. Miranda se acercó sonriente.
—¿Estarán buenas las ancas de rana?
—Era un sapo, mi sapo.
—Bueno, ¿alguna vez has comido sapo?
—No, pregúntale a Nausicaa si está bueno.
—¿A Nausicaa que es vegetariana?
—Por eso lo digo… te has pasado, quería que saltara a mi mano, eres
una aguafiestas.
—¿Qué culpa tengo yo de tener tan buena puntería? Ni de que seas
sordo y ciego y no te hayas enterado de que estaba apuntando a la presa.
—Vete a la porra.
A unos metros Atreo dibujaba en el suelo, con una rama, lo que había
visto al otro lado del cerro y valoraban sus próximos pasos. Cargaban
con sacos de dormir, armas y algo de agua. Poco más. Lo que
necesitaban lo hallaban por el camino, siempre.
—¿Crees que en ese valle podremos instalarnos un tiempo?

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—No.
—¿Por?
—Estaríamos a merced de cualquiera. Sí, hay de todo para subsistir,
pero no es un lugar seguro ante un ataque. Podrían venir por cualquier
lado y ni nos enteraríamos.
—Bueno, si vienen nos los cargamos, no serían los primeros.
—Ni los últimos, Camino… pero si estamos durmiendo… no es
seguro. Como mucho pasaría allí una noche y seguimos nuestro
recorrido.
—¿Nuestro recorrido adónde? No tenemos destino, Atreo. Aún
estamos buscando hogar.
Atreo tomó la mano de Nausicaa.
—No te enteras. Hace mucho que no busco hogar.
—¿Cómo eres tan agorero?
—Al revés. Mi hogar sois vosotras y Ulises. Me da igual dormir a la
intemperie un día y en una cueva otro. Me preocupa que estemos juntos
y seguros. Si encontramos un lugar donde podamos estar a salvo…
podemos permanecer un tiempo, pero no será mi hogar. Mi hogar es mi
familia.
—Gracias, es muy hermoso… pero hay que ser realista… ¿o qué
estamos haciendo entonces? ¿para qué tanto viajar?
—¿Qué estamos haciendo? Vivir… pasar los días juntos, ser felices y
estar a salvo. Nada más. ¿Qué más hay? Somos nómadas, de momento,
tal vez para siempre. Y, ¿sabes qué? No me disgusta.
—A mí tampoco, estoy con Atreo— lo apoyó Camino. —Empiezo a
pensar que es más seguro estar en movimiento que quedarnos en un
punto fijo. Además… es más divertido. Nena, ¿Tú sabes todo lo que
estamos viendo y descubriendo?
—Ya… así vivía Sen, ¿no? ¿Es eso lo que quieres para nosotros?
¿para tu familia? ¿Que seamos unos vagamundos? A Sen le salvaste tú la
vida, no lo olvides.
—Sí le salvé yo la vida, porque viajaba sola. Pero si vamos juntos…
no nos pasará lo que a ella. Nos podremos salvar la vida unos a otros.
—Esto no me hace ninguna gracia.
—Ya… mira, de momento el plan es movernos… la tierra provee de
alimento, cobijo y entretenimiento. Si encontramos un lugar seguro para
quedarnos, lo hablamos, nos lo planteamos, por ahora somos, como has
dicho, vagamundos.

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—Bueno… parece que no me queda otra. Eso sí… me gusta más la
palabra que has usado antes, nómadas.
—Suena más romántica, ¿no?
—Sonará romántica, pero la idea es la misma, no tenemos techo ni
paredes.
—Es verdad… no tenemos nada, pero al mismo tiempo lo tenemos
todo, o más bien, lo usamos todo.
—No te pongas filosófico, anda.
—A ver si resulta que la agorera eres tú.
—Dejadlo ya, tortolitos… vamos a ese valle, buscamos alimentos y
seguimos, ¿correcto?
—Correcto.
—¿Hacia dónde?
—Hacia donde nos lleven los pies.
—Ya está el filósofo otra vez.
—Ya está la agorera.
—Ya están los tortolitos.
Se rieron. Atreo se dio cuenta de que de nuevo habían recuperado la
risa. No llevaban la vida que habían tenido en Somiedo, pero se parecía
en muchos aspectos. Andar, cazar, recolectar, descubrir, jugar, pelear,
amar, dormir. Sus vidas no eran sencillas, como la de casi ningún ser que
pisara la tierra. Pero eran dignas de ser vividas.
Caminaron hacia aquel valle que había oteado Atreo. ¿Y después?
Después, lo que viniera.

Elche. 5 de noviembre de 2018

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Visiones de los personajes

Por Alejandro Martínez

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