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Había una vez una joven y hermosa pájara pinta. En su vestido de plumas tenía
muchísimos colores y como volaba muy rápido parecía que iba dibujando arco iris
en el cielo azul. Un día, cansada de revolotear, se posó sobre un verde limón todo
lleno de flores blancas muy perfumadas.
— ¡Qué hermosas flores! —pensó la pájara pinta, que se llamaba Rosita. Y con el
pico cortó una ramita con una flor y se la puso bajo el ala. ¡Le quedaba preciosa! Y
ella se sentía muy feliz con su flor perfumada. En eso se acercó al verde limón un
pájaro pinto, con los colores un poco desteñidos porque era ya un señor mayor.
Es sabido que los pájaros pintos, con el paso del tiempo, van perdiendo el brillo y
colorido de su plumaje; se van amorronando y acaban pareciéndose a los
gorriones. El pájaro pinto -que se llamaba Juan- se quedó boquiabierto cuando vio
a Rosita. ¡Le pareció tan bella, con su flor bajo el ala y con su exquisito perfume!
—Claro que sí. Hace bien Ud. en tener cuidado. Yo soy un pájaro respetable y le
ofrezco acompañarla hasta su casa para protegerla de esos atrevidos.
—Es todo un caballero. Y tiene tan buena posición. ¡Mirá las hermosas plumas que
te trae de regalo! ¡Y las piedritas de colores! ¡Son tan lindas! —decía. Rosita, no
estaba muy entusiasmada. Le parecía que Juan era muy viejo para ella.
—A mí me gusta saltar por las ramas, hacer piruetas por los aires, perseguir
bichitos, cantar y jugar con otros pájaros pintos. Pero Juan es muy serio… Siempre
me está diciendo que me quede quieta…. Pero Rosita se dejó conquistar por Juan.
Era tan atento, tan cariñoso, la trataba como a una princesa.
Y su mamá, además, le aconsejaba que pensara en el buen futuro que tendría con
Juan. Y cuando Juan le mostró el nido que había construido, Rosita quedó
deslumbrada. Lo había fabricado en el verde limón, usando ramitas muy pequeñas
y suaves y lo había tapizado con pelo de conejo blanco.
— ¿Hijitos? No, no, no. Yo soy muy joven todavía para tener hijitos —piaba Rosita
—Pero, Rosita. Los pájaros nos casamos para tener hijitos… —Sí, bueno. Pero más
adelante, ¿eh?
Y así siguieron, cada uno con lo suyo y discutiendo muchas veces al día.
Finalmente, Rosita accedió a tener hijitos. Puso un hermoso huevito color celeste.
—Rosita, Rosita, vení que está por nacer —llamó Juan. Y los dos vieron
embelesados como nacía su hijito, un bebé pájaro pinto todo pelado, con un pico
enorme y mucha, mucha hambre.
Ya se pueden imaginar cómo sigue la historia. A los pajaritos bebé hay que darles
muchísima comida. ¿Y quién se ocupaba de buscar los gusanitos y semillitas para
alimentarlo? Juan, por supuesto. Rosita, seguía su vida despreocupada. Quería
mucho a su hijito y pensaba que Juan era tan buen padre, y que ella era tan
joven…
—Que sos muy chiquito para volar, que te vas a caer, que te va a comer un zorro…
—todo eso le decía Juan a su hijo.
Y Rosita:
—Dejó tranquilo al chico. ¿Le vas a amargar la vida a él también? Pablito, que así
se llamaba el pichón, no entendía mucho, pero sí entendía que papá y mamá se
peleaban. Y no le gustaba nada. Pasó el tiempo. Pablito ya quería volar. Papá no lo
dejaba. Mamá le decía que lo dejara.
Y discutían, y discutían. Pablito pensó que él tenía la culpa de que papá y mamá se
pelearan.
Entonces ideó un plan. Aprendió a volar cuando los padres no estaban en el nido,
para que ellos no supieran. Cuando se sintió seguro, decidió dejar el hogar.
—No quiero que se peleen por mí. Me voy a ir a vivir solo para que ellos estén bien
— se dijo, mientras se le escapaban algunas lagrimitas. (Aunque no lo crean,
chicos, los pajaritos también lloran…).
Y, abrió las alitas y se lanzó a volar. No era muy fuerte, así que se cansó pronto y
aterrizó en un sauce llorón. Era muy distinto de su verde limón. Pero pensó que
podía quedarse allí. A la noche llovió. Sin las alas de sus papis que lo cubrían se
mojó todo. Después empezó a tener hambre. Pero no sabía cómo conseguir
comida. Empezó a asustarse.
— ¿Quién hace tanto ruido en mi árbol? —dijo una ardilla que vivía en el sauce,
sacando la cabeza de un hueco.
—Ay, no me coma, Sr. Zorro. Soy muy chiquito. —Respondió Pablito, temblando.
—Si no soy un zorro, soy una ardilla. Y no como pajaritos. —Dijo Blanca, la ardilla.
—
—Ufff. Porque he visto muchas, muchas parejas que discuten. Y los hijos no tienen
la culpa. Pensá un poco. ¿Qué crees que están haciendo tu papá y tu mamá ahora?
—Y… estarán asustados porque no me encuentran.
—Claro, porque los dos te quieren. Pero, ¿qué más crees que pasa entre ellos? Vos
los conocés…
– Sí, eso es. Cada uno le dice al otro: “Vos tenés la culpa que Pablito no esté” —
¿Viste?
— ¿Y cómo hago para que no peleen más?
—No, vos no tenés que hacer nada. Eso depende de ellos que son grandes. Lo
único que vos podés hacer es decirles que cuando ellos pelean vos te ponés triste.
Y ellos son los que tienen que ver qué hacer.
—Sí, es cierto. Sabés, Pablito, todos se casan enamorados. Pero no es fácil vivir
juntos. A veces descubren que es mejor separarse para vivir más felices.
—Pero ¿y yo?
— ¿Así de fácil?
—No, nada fácil. Primero, tu papá y tu mamá tienen que dejar de echarse la culpa
y entender que cada uno pone su granito para las peleas. Después se tienen que
poner de acuerdo para seguir cuidándote, aunque no vivan juntos.
—Si no pasara, Pablito, todos van a sufrir mucho y se van a hacer mucho daño.
Pero vos, vas a sobrevivir. Si siguen y siguen con la pelea, vos acordate: no es
culpa tuya. Y me venís a ver a menudo, que soy tu amiga. ¿Estamos? —Dijo
Blanca—. Ahora, anda para tu nido.
Y alzó el vuelo aleteando rápido para llegar a su hogar en el verde limón y ver a
sus papitos. Y colorín colorado, este cuento ha terminado.
Fin