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La estridencia del timbre resonó por los pasillos del Instituto de Enseñanza Secundaria
anunciando el final de las clases. En un abrir y cerrar de ojos, la calle se llenó de jóvenes
cargados de libros y libretas, unos corriendo, otros charlando animadamente, algunos
por parejas, escabulléndose de los demás. En sentido contrario iban llegando los
alumnos de los cursos nocturnos.
En la biblioteca, Andrés continuaba tan absorto en su lectura que despertó la curiosidad
del profesor de guardia.
-Son las cinco. ¿No te vas con los demás?
-¿Ha sonado el timbre?
-Vaya si ha sonado... ¿Qué estás leyendo, que ni te enteras de la hora que es?
Andrés le enseñó la cubierta del libro. Era una edición de lujo, de tapa dura, con
profusión de láminas y fotografías. Ése era el motivo por el que no podía pedirlo en
préstamo y tenía que leerlo en la biblioteca.
-Caramba... el Amadís de Gaula. Qué, ¿interesante?
-¡Muchísimo!
-¿Te gustan los libros de caballerías?
-¿Qué si me gustan? No sé lo que daría por tener una máquina del tiempo y acudir a un
torneo y combatir con lanza y armadura, cabalgando un corcel blanco y...
-Me encanta que tengas tanta imaginación, chico, pero tengo que cerrar la
biblioteca. -Y yo tengo entreno de baloncesto...
Los días que siguieron, Andrés vivió pendiente de recibir noticias de la cofradía. Unas
veces se la imaginaba como un club de chicos y chicas expertos y ávidos de conocer
más y más cosas sobre la vida de los caballeros y aquellos que les rodeaban. Otras,
esperaba que la cofradía se dedicara a entrenarse en el uso de la espada, el escudo y la
lanza y a organizar torneos. O que quizá sería un grupo experto en nigromancia y
encantamiento s medievales.
El aviso de la cofradía le llegó por la vía que menos esperaba: Rosa, una compañera
de su curso, le sorprendió una tarde diciéndole:
-Mañana, a las cinco y cuarto en punto, tienes que estar en la puerta del instituto. Te
recogerán para asistir a una reunión de la cofradía que ya sabes.
-¿Tú formas parte de ella?
-No puedo decirte nada más. Ya lo verás mañana.
Entonces Andrés comprendió el porqué del repentino interés hacia él que Rosa había
demostrado las dos últimas semanas: se apuntaba a los mismos grupos de trabajo,
buscaba hablar con él entre clase y clase y, algo aún más importante, había provocado
varias veces controversias sobre su pasión por la Edad Media. Sin lugar a dudas, los de
la cofradía le habían encargado la misión de estudiarlo para saber si era digno de unirse
a ellos.
Perceval condujo a Andrés hacia una calle del barrio antiguo de la ciudad. Ni los
escaparates iluminados de las tiendas, ni la gente que, con la llegada repentina de la
primavera, paseaba por las calles distraían la atención de Andrés que tenía el corazón en
un puño. Se detuvieron frente a una casa con la fachada pintada de blanco. Llamaron y
salió a abrir una muchacha no mucho mayor que Andrés.
Todas las personas poseemos una cantidad de energía. Si tú te vas de una determinada
época es necesario que la energía que te llevas contigo quede compensada, si no, se
rompería el equilibrio. De manera que si Merlín quiere ir, por ejemplo, del siglo IX al
siglo XVIII, es indispensable que alguien de ese último siglo viaje a la época de
procedencia de Merlín; de manera que, mientras el mago visita el siglo XVIII, la otra
persona retrocede al siglo IX. Cuando Merlín da por acabado su viaje, vuelven a
cambiarse de época y ya está.
Cuando todo estuvo a punto, Carmesina pronunció a su vez la fórmula mágica que
había de indicar a Merlín que ella se encontraba ya preparada para el intercambio de
energía:
-¡Monmouth, mil ciento treinta y cuatro!
Transcurridos dos meses desde su entrada en la Cofradía del Grial, Andrés fue
seleccionado para viajar a la Edad Media. En aquella ocasión, Merlín procedía de
Castilla y tenía la intención de curiosear algunos manuscritos conservados en la
biblioteca de la Universidad de Salamanca. De modo que Andrés no tenía nada que
temer respecto a la lengua en que debía pronunciar la fórmula para volver.
Llegado el momento, se repitió el ceremonial que habían llevado a cabo el día del viaje
de Carmesina. Andrés pronunció las palabras mágicas e inmediatamente sintió como un
hormigueo por todo el cuerpo y una sensación de debilidad parecida a la que sentía justo
antes de cenar los días que había tenido entrenamiento de baloncesto; la debilidad se fue
convirtiendo en una impresión de liviandad y se sintió absorbido por un vacío que le
hacía avanzar a una velocidad enorme a través de una especie de tubo de paredes negras
y brillantes.
Sus compañeros cofrades pudieron ver cómo su cuerpo se disolvía lentamente en la
atmósfera y si alguno hubiera estado en aquel momento en Salamanca, frente a la Casa
de las Conchas, no lejos de la universidad, habría podido ver cómo un anciano de rostro
enjuto y mirada inteligente se materializaba detrás de una puerta.
Tan absorto estaba mirando las monedas que no se dio cuenta de la agitación que se
producía a su alrededor hasta que, alertado por el grito agudísimo de una mujer, se giró
y vio que un par de enormes toneles, que se habían soltado de un carro que pasaba por
lo alto de la calle, se le venían encima. Cuando vio que estaban a punto de aplastarle
gritó:
-¡Montmouth, mil ciento treinta y cuatro!
Cerró con fuerza los ojos esperando sentirse absorbido por el tubo brillante y negro,
pero lo único que sintió fue que una mano lo agarraba violentamente por la ropa y lo
apartaba de la trayectoria de los toneles en el último momento. Cuando volvió a abrir
los ojos vio que aún se encontraba en la plaza, giró la cabeza y vio a un hombre alto y
fuerte que le tenía aún agarrado por la ropa y resoplaba a causa del esfuerzo que había
llevado a cabo. Andrés gritó de nuevo:
Pero, nada, que va, seguía en la Edad Media. Los toneles habían echado la mesa del
cambista por los suelos y la multitud se amontonaba para recoger las monedas
mientras el cambista gritaba jurando como un loco.
Doblaron la esquina de una calleja estrecha y llegaron a una casa sobre cuya
puerta colgaba un pedazo de madera a guisa de cartel.
-Ésta es la posada de mi primo Juan, estoy pasando unos días aquí. Podrás beber un
poco para quitarte el susto.
Entraron en una gran sala de atmósfera espesa. En un rincón se alineaban unos toneles
a los que el dueño de la casa se acercaba cada dos por tres para llenar las jarras de vino
que repartía entre los clientes, sentados alrededor de las mesas de madera basta. Andrés
se fijó en el aspecto de los de la mesa que tenía más cerca: eran hombres rudos, con
vestidos de colores oscuros, mortecinos, las bocas casi todas desdentadas, y gritaban y
gesticulaban de tal modo que por dos veces volcaron las jarras o apagaron la vela que
ardía en el centro de la mesa. Marcial condujo a Andrés hacia una mesa pequeña que
había al fondo del local y fue a por un vaso de agua para ofrecérselo. Después, cuando
vio que el muchacho estaba más tranquilo, preguntó:
Andrés intuyó al momento que su salvador daba un nombre al número de años que era
distinto al que él utilizaba. Para comprobarlo, preguntó a su vez:
-Y tú ¿cuántos años tienes?
-¿Yo? Apún damanitano -contestó Marcial volviendo a mover manos y dedos de aquella
manera tan extraña.
Es evidente, pensó Andrés, que este hombre dice los números de una manera distinta de
la que los
digo yo. Además, me parece que suenan de forma parecida al año de la inscripción de la
moneda. Mientras, Marcial, al ver la cara de sorpresa de Andrés, escribió 123 sobre la
mesa.
-¿Ciento veintitrés años? ¡Es imposible! -Gritó Andrés recordando que el profesor de
historia les había explicado que, en la Edad Media, vivir más de cuarenta años era llegar
a muy viejo.
Marcial también se había dado cuenta de que había algo raro en la manera de utilizar los
números que tenía aquel chico, pero había otras cosas que aún le intrigaban más:
-Eres muy raro, chico, llevas una ropa muy rara y tienes aspecto de haber vivido como
un príncipe. ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?
Volvió a cerrar los ojos con fuerza esperando, esta vez sí, sentirse absorbido por el tubo
brillante y negro, pero cuando abrió los ojos vio que aún estaba en la posada y que
Marcial le miraba con extrañeza.
-¿Te encuentras bien?
-Sí. No pasa nada, no sufras.
-Eso debe ser que el susto te ha afectado. Quizá será mejor que te vayas a dormir.
Andrés creyó recordar que sí, que la profesora de literatura les había hablado alguna
vez de los goliardos, pero no recordaba exactamente lo que les había dicho.
-He sido monje hasta hace poco -explicó Marcial- por eso sé leer, escribir y contar, pero
he tenido que dejar el monasterio donde hacía de copista y ahora voy al palacio del
Barón para ver si quiere tomarme a su servicio. Algunos compañeros míos han hecho lo
mismo antes que yo ¿sabes? En palacio casi nadie sabe leer y escribir y mucho menos en
latín y necesitan hombres como yo para poder leer las cartas que le llegan al Barón.
Además, los goliardos sabemos componer versos muy divertidos y se los damos a los
juglares para que los canten. Por eso tengo la esperanza de entrar al servicio del Barón.
-Y si no te necesitan -preguntó Andrés-, ¿qué harás?
-Pues, la verdad, no sabría de qué vivir. No sé hacer de labrador ni tengo ningún oficio,
ni tampoco sé hacer de soldado, lo único que sé es leer y escribir y de eso intentaré
vivir.
-Oye, Marcial, me he dado cuenta de que tú y yo contamos de manera distinta -dijo
Andrés arrimando el ascua a su sardina-. ¿Cuántos años has dicho que te parece que
tengo?
-Damanitano.
-Apún damanitano.
Y, mientras decía «apún», Marcial se golpeó una vez el pecho con el puño derecho y
después le enseñó dos dedos de la mano izquierda y tres de la derecha. Así:
Charla que te charlarás, llegaron hasta un pueblo chiquito rodeado de huertos y árboles
frutales. En la plaza del mercado, algunas campesinas vendían manojos de hortalizas
frescas y Andrés pensó que la manera de ofrecerlas a los posibles compradores no
había cambiado mucho con los siglos:
-¡Zanahorias del huerto! -gritaba una vendedora casi cantando- ¡Las más ricas y frescas
sólo por amanidano! ¡Damano zanahorias en cada manojo, ni ano zanahoria más ni ano
menos!
Más allá, otra vendedora ofrecía una cesta de manzanas a una muchacha que dudaba:
-¿Quieres ano cesta de manzanas, bonita? No encontrarás otras más tersas y
perfumadas.
-¿A cuánto la cesta?
-Sólo tamanicano.
-¿Sólo, decís? Es demasiado.
-Por ser tú te la dejaré en tamanitano.
-Pues sí que me hacéis buena rebaja... yo no pagaría más de tamano.
-Mujer, que tengo que ganar me la vida... tamanidano y no se hable más.
-¡Tamaniano!
-¡Hecho!
-Venga esa cesta, aquí tenéis...
Andrés creyó haber comprendido alguna cosa. Mientras regateaban, las dos mujeres
movían manos y dedos igual que Marcial y la muchacha había pagado tres veces cinco
monedas y una moneda más, o sea, dieciséis. Tamaniano era, pues, dieciséis. Pero no
podía recordar exactamente cómo había contado la muchacha. Así estaba cavilando
cuando Marcial le puso la mano sobre el hombro:
-Ea, muchacho, si te quedas embobado cada vez que ves una moza bonita, no
llegaremos nunca. He comprado algunas cosas, podemos ir al río a comérnoslas.
Junto al río encendieron un fuego para asar el tocino. Marcial había comprado también
una hogaza de pan. Por su parte, Andrés había tenido la suerte de que, durante el
episodio de la caída de los toneles contra la mesa del cambista, una onza le fuera a parar
entre la ropa, y ello le había permitido pagar la posada y comprar algo de comida. El
queso que sacó del zurrón fue, pues, un buen complemento del pan con tocino.
Marcial levantó la mano derecha con el puño cerrado, los dedos doblados y el gordo
aguantándolos todos con fuerza, y dijo:
Andrés observaba con atención la mano derecha de Marcial. De repente, dio un salto
de alegría: acababa de descubrir dos cosas muy importantes sobre el lenguaje de los
números de la Baronía de la Mano. La primera era que el número mano era su cinco, y
enseñó todos los dedos de la mano derecha:
-¡Esto es el mano!
Marcial ano dano tano cano . . . Andrés uno dos tres cuatro . . .
-Te has olvidado de uno mucho más pequeño -dijo Marcial-. ¡El zano!
-¿Y qué número es el zano?
-Es el número de patas que tiene una serpiente.
-Ninguna. . .
-Y será el número de lugares donde podremos dormir esta noche si no nos ponemos en
marcha ahora mismo.
-¡Ya lo sé, yo le llamo cero!
Reemprendieron el camino que ahora se alejaba del río y transcurría entre campos de
trigo. Marcial tenía previsto pasar la noche en casa de un cura que vivía en un pueblo no
muy apartado del camino que seguían. Durante el trayecto, Andrés se las apañó para
que el sistema de numeración continuara siendo el tema de conversación.
-Antes has utilizado los dedos de las manos y el puño para
indicar los números. ¿Cómo lo has hecho?
-Es muy fácil. ¿Qué número es éste?
-El mano o cinco -dijo Andrés tranquilamente.
Marcial se paró y, a regañadientes, dibujó con un palito cinco garabatos en el polvo del
camino...
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... y dijo:
-Aquí los tienes todos, todos los símbolos de los números de la Baronía de la Mano.
-¿No hay más? ¿Sólo éstos? ¿Y no conoces e1 8 o el 9 o el 5? ¿Y cómo os las arregláis
para escribir el número cinco, el que tú llamas amano?
Marcial ponía cara de estar harto de tantos números y, prudentemente, Andrés se puso
de nuevo en marcha y cambió de conversación.
-¿Es amigo tuyo ese cura que nos dejará dormir en su casa?
-Sí. Nos conocimos hace cano años cuando el obispo nos reunió para instruimos sobre
cómo quería que administrásemos sus propiedades.
Llegaron a lo alto de un pequeño collado y desde allí pudieron ver el pueblo, en el llano,
con las casas formando círculos alrededor de la iglesia. El campanario, de planta
cuadrada, tenía unas bonitas ventanas con esbeltas columnillas en el centro. Oscurecía
ya y, sobre la puesta de sol, se elevaba hacia el cielo el humo de las chimeneas de las
casas.
El cura se alegró mucho cuando vio a Marcial. Ordenó enseguida a su ama de gobierno
que les preparara una buena cena y se sentó con ellos a la mesa para poder conversar.
Escuchándole, Andrés pudo deducir que aquel cura era la única persona del pueblo que
sabía leer y escribir y aún a duras penas ya que dos o tres veces se quejó de no saber leer
tan bien como Marcial. Al final de la cena, el cura sacó una botella de vino dulce;
Andrés no se atrevió a rechazar el vaso que le ofrecieron, pero al tercer sorbo ya le
pesaban los ojos y la cabeza le daba vueltas. Hizo lo imposible por mantenerse
despierto, pero de pronto cayó como un tronco con la cabeza sobre la mesa.
Andrés ya sabía contar y representar los números con la mano como en la Baronía.
Le había costado
bastante aprender a contar, ya que los hombres del siglo XX lo hacemos sin ningún
orden ni sentido, así:
-Cuando me dijiste la edad que me echabas utilizaste las dos manos ¿verdad?
-Te lo explicaré. Mira, contamos siempre con los dedos de la mano derecha, empezando
por el meñique...
-Eso ya lo sé -interrumpió Andrés, ansioso por aprender cosas nuevas.
-... y cuando llegamos al mano levantamos un dedo de la mano izquierda, empezando
también por el meñique. Por ejemplo, el número de días de la semana es:
... ano mano y dano dedos...
Y continuaron:
Amaniano, amanidano, amanitano, amanicano...: ...
-...
-¿Qué número viene después, jovenzuelo espabilado? -preguntó Marcial con una
sonrisa.
-¡El diez!
Andrés había respondido inmediatamente, pero enseguida se dio cuenta de que diez no
pertenecía al lenguaje de la Baronía y se puso a pensar en voz alta:
-«A m a n i c a n o más ano dedo es una mano y cuatro dedos más un dedo, o sea, dos
manos. ¿Cómo se debe decir aquí dos manos?».
-¿Te rindes?
-Sí, me rindo.
dedos,
o sea trece. ¡Pues sí señor, adivinaste mi edad!
Marcial, que ya sabía como las gastaban los soldados del Barón, propuso sentarse a
comer con un grupo de caminantes que, un poco apartados, se habían sentado formando
un corro. Mientras comían se iban explicando historias los unos a los otros, pero parecía
que estuvieran compitiendo para ver quién conseguía impresionar más a la audiencia.
Andrés llegó a hartarse de oír relatos y relatos sobre toda clase de crueldades cometidas
por los soldados del Barón para , castigar a los vasallos que no pagaban los impuestos o
que escondían parte de la cosecha para tener que darle menos al Bar6n. A cada nueva
historia, el corazón se le encogía más y más. Después, alguien quiso explicar a los
recién llegados en qué estado habían encontrado los cuerpos de los recaudadores.
Andrés empezó a sentir náuseas y no pudo acabar de comer. Deseó más que nunca
aprender de una vez el sistema de numeración de la Baronía para poder volver a casa.
-Para ahorramos problemas, daremos un rodeo pasando por el bosque de las brujas -dijo
Marcial, dispuesto a continuar el camino.
-No hagáis eso, el bosque está embrujado -dijo con espanto el carretero con el que
habían hecho parte del camino-. Hace tano meses, un grupo de peregrinos quiso pasar
por ahí. De los damanitano que entraron sólo amanidano salieron con vida, al resto se
los tragó el bosque.
-Todo eso son cuentos -repuso Marcial.
Andrés estaba muy asustado pero se sintió reconfortado por la seguridad que
demostraba Marcial y le siguió hacia el bosque. Mientras andaban, invirtieron los
papeles, ya que Marcial quería también aprender el lenguaje numérico de fuera de la
Baronía de la Mano. A pesar de que Andrés estaba más pendiente de los ruidos que
provenían del bosque que de enseñar a su compañero, Marcial aprendió muy deprisa
porque tenía un gran sentido común. Aunque... el sentido común le hizo cometer
algunos errores.
-Un, dos, tres, cuatro, mano... ¡Ay, no! Ahora me he equivocado. ¿Me has dicho que a la
mano le llaman «minco»?
-No, cinco.
-Entonces será cuatro, cinco, cinco y uno, cinco y dos, cinco y tres...
-¡Anda la osa! -exclamó Andrés-. Después del cinco decimos seis, siete, ocho, nueve y
diez.
-Y después del diez ¿qué viene? -preguntó Marcial.
-¿Te lo imaginas?
siete…
-No vas mal encaminado. Parece ser que hace muchos años se decían así, como tú los
dices. Pero algunas palabras han ido cambiando con el tiempo. Fíjate:
Cuando la luz empezó a bajar, anduvieron más atentos a encontrar un lugar donde pasar
la noche. A la izquierda del camino, al fondo de un claro del bosque, vieron una cabaña
hecha de troncos. El humo que salía por la chimenea les indicó que estaba habitada. Se
acercaron y llamaron a la puerta.
La cabaña estaba dividida en dos estancias. Era evidente que la primera sala era el
laboratorio de un alquimista y la segunda una alcoba. El laboratorio era una sala
cuadrangular, en una de las esquinas había un hogar encendido y un tablero con
agujeros para poner los recipientes que se habían de calentar; las paredes estaban llenas
de estantes con botellas y botes de cristal de distintas formas y medidas con símbolos
escritos que indicaban cuál era su contenido. Dos de las tres mesas estaban llenas de
retortas, alambiques, morteros, pinzas, fuelles y un montón de otros objetos. La tercera
mesa daba la sensación de que alguien había estado trabajando en ella porque encima
había un cuaderno abierto por la última página escrita y los objetos estaban dispuestos
en círculo alrededor del cuaderno y la silla. La otra sala era mucho más austera: una
cama, una lámpara de aceite, una mesa, una silla y un cofre con ropa.
Marcial y Andrés estaban tensos, esperando que el hombre les indicara qué hacer, pero
parecía que la rudeza inicial se había trocado en amabilidad.
-Sentaos, os daré alguna cosa para comer. ¿Os importaría ir detrás de la casa a buscar
tano o cano troncos para el fuego?
-Voy al momento -dijo Andrés.
-No, quedaos, que vaya vuestro compañero.
Al entrar, Andrés pudo ver que la casa era de una sola estancia. En su interior todo
estaba organizado alrededor del hogar donde crepitaba la leña y delante del cuál había
un banco de madera de alto respaldo; en un rincón se veía una artesa para amasar el pan;
sobre una mesa cuatro utensilios de cocina, de barro; y, junto a la puerta, los aperos de
labrar. No se veían camas y Andrés dedujo que debían dormir sobre unos jergones que
estaban amontonados en otro rincón. La mujer cogió una jarra, echó agua en unos vasos
de barro y se los ofreció. Cuando se marcharon de la casa, los dos amigos pudieron oír
cómo la mujer respiraba aliviada.
Llegaron hasta el río y siguieron su curso aguas abajo. Hacia el mediodía vieron un
monasterio no muy lejos.
-Todas las tierras y casas que hemos visto desde que hemos salido del bosque
pertenecen a este monasterio. Entraremos en él para comer y, si no te importa, me
gustaría que nos quedáramos a dormir para poder charlar con antiguos compañeros,
aunque no querría retrasar tu llegada al palacio del Barón.
A Andrés le importaba bien poco llegar al palacio del Barón, lo que él quería era
aprender a contar en el lenguaje de la Baronía, sobre todo por la inquietante
advertencia del alquimista.
El monasterio era un amplio recinto cerrado. Recordando las ilustraciones de los libros
de la biblioteca del instituto, Andrés pudo identificar la iglesia, la casa de los legos, el
refectorio, la hospedería... Marcial fue recibido como un lego, pero le trataron con
deferencia y algunos de los monjes se alegraron mucho de verle. Mientras comían en el
refectorio, un monje leía en latín desde el púlpito. Andrés pensó: «En todas partes la
gente tiene el vicio de no estar atenta a lo que hace mientras come: aquí leen historias de
santos, los viajeros explican historias sangrientas y en mi tiempo todo el mundo mira el
televisor. . . ».
Por la tarde, Andrés tuvo ocasión de subir al scriptorium donde unos cuantos monjes
trabajaban inclinados sobre atriles. Viendo trabajar a los copistas, Andrés se dio cuenta
de lo valioso que era el trabajo de aquellos hombres gracias a los cuales muchos
conocimientos habían llegado hasta los libros magníficamente impresos que él utilizaba
en el instituto.
Después de cenar, sentados aún a la mesa, Andrés se dispuso a sacarle todo el jugo a
Marcial antes de que se le escapara a entablar tertulia con sus amigos...
-Anteayer me dijiste que sólo conoces estos dibujos de números -dijo Andrés dibujando
sobre un pedazo de pergamino. . .
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... pero ¿cómo te las arreglas para escribir los otros? Escríbeme el ocho, por
ejemplo.
-Marcial ya sabía que el ocho era el amanitano- porque Andrés se lo había dicho.
-Recuerda el truco de las manos -dijo-. ¿Cuántas manos puedo hacer con ocho dedos?
Pues...
-¡Claro! -gritó Andrés-. Ahora entiendo el porqué de nuestro malentendido del primer
día con mi edad: para mí un 13 es la representación de mi trece (tu damanitano)
mientras que para ti el 13 es la representación de tu amanitano (mi ocho). Por eso
cuando yo escribí 13, tú dijiste: «¿Sólo amanitano?, no puede ser, debes tener por lo
menos damanitano». Evidentemente, los dos teníamos razón.
Cogió rápidamente tres manos de castañas y tres castañas más. Las juntó y después las
volvió a agrupar por decenas: 1 decena y 8 castañas.
-¡Dieciocho! Por lo tanto 33 = 18.
Concluyó escribiendo los dos números. Los dos estaban eufóricos porque comprender y
aprender siempre hacen que uno se sienta mejor. Sonó la campana del monasterio y
todos los que se encontraban en el refectorio se levantaron.
-¿Qué pasa? -preguntó Andrés.
-Completas.
-¿Completas?
-Sí, completas. Tocan a completas, la última oración del día. ¿No me vas a decir que no
sabes lo que son las completas?
Todos los monjes se dirigieron hacia la capilla del monasterio y se fueron situando en
los sitiales de madera del coro, con la capucha puesta y las manos escondidas dentro de
las mangas.
Desde su banco, rodeado por el intenso olor a cera, Andrés siguió absorto toda la
ceremonia: escuchó las oraciones recitadas en latín y los cantos lentos e impresionantes.
Una vez acabada la plegaria, cada monje se retiró a su celda y él y Marcial fueron hacia
la hospedería. Allí, el hermano lego que se ocupaba de atender a los que estaban de
visita en el monasterio les asignó una habitación y les dio una manta para que se
abrigasen. Andrés, cansado, se durmió de inmediato, pero su cerebro continuó
trabajando: soñó que estaba en el instituto, sus compañeros de clase estaban sentados
ante sus pupitres vestidos de monjes y la «profe de mates» llevaba un gran sombrero de
brujo; él y Marcial se encontraban de pie junto a la pizarra y la profesora, con voz de
trueno, les decía:
-Escribiré números de dos cifras en la pizarra y cada uno de vosotros los tendrá que leer
en su idioma.
En sueños, Andrés trabajaba y trabajaba, y cada vez se sentía más cansado. Fue
completando la tabla, pero cuando llegó al 38 se encalló. La tensión por el hecho de no
ser capaz de encontrar el número correspondiente se fue añadiendo a la de saberse aún
más lejos de poder decir el 1134 como lo hacían en la Baronía de la Mano. Se despertó
sobresaltado, se incorporó en la cama. El silencio era absoluto y por el ventanuco
podía ver cómo las estrellas le hacían guiños. Suspiró, bostezó, se tapó con la manta y
se durmió profundamente.
-Buena pregunta –contestó marcial- Haremos un nuevo gesto y diremos una nueva
palabra: con el puño derecho nos daremos ano golpe en el pecho y diremos ¡apún!
Andrés repetía para no olvidarse de lo que oía y veía: apún dedos = mano manos
= cinco manos = veinticinco dedos.
O sea, que los números mayores que apún se escribían con puños, manos y dedos.
Andrés fue cogiendo castañas de un montón y las fue agrupando según las indicaba el
número 123:
-¡Ya está, ya lo tengo! El 123 es el 38. Éste es el número que no me dejaba dormir. Y
fíjate, yo ni tan sólo lo conocía. Ahora ya lo tengo claro, con el número que sigue a tu
44 pasa lo mismo que con mi 99: se escribe con tres cifras.
Después del camanicano (44) viene el apún (100). Después del noventa y nueve
(99) viene el cien (100).
-Es un número muy alto -dijo Marcial-. ¿Te has fijado en el orden de las vocales?
-¡Muy bien! Me parece que ya eres capaz de utilizar nuestro sistema de numeración.
Pero ahora espabila que nos sumaremos a una comitiva que va hacia el palacio del
Barón.
Cuando salieron al patio vieron que los monjes habían preparado un par de carros y una
reata de mulas; algunos de ellos ya estaban a punto de marchar.
-¿Por qué van a palacio?
-Ha llegado la noticia de que el Barón de la Mano y el rey Alfonso están a punto de
enfrentarse en una guerra -contestó Marcial.
-¿Por qué?
-Te lo explicaré: desde hace amaniano años el rey Alfonso X está luchando contra los
sarracenos; una campaña tan larga es muy cara y, para sostenerla, ha pedido dinero a sus
nobles vasallos. El Barón de la Mano se ha negado a pagar y ahora él y el Rey están a
ano paso de la guerra. Este grupo de monjes del monasterio, con el abad al frente, tienen
previsto ir al palacio del Barón de la Mano. El abad quiere ir a palacio para actuar como
mediador y evitar una guerra que perjudicaría sobre todo a los campesinos de la
Baronía.
Andrés y Marcial montaron sobre unas mulas. Cuando todo el mundo estuvo a punto
se pusieron en camino.
...
Se disponía a seguir exprimiéndose la materia gris cuando una nube de polvo surgió de
un recodo del camino: era un grupo de caballeros que corrían al galope como almas que
lleva el diablo.
Pasaron por su lado rozándoles y más de un fraile fue a parar al suelo de un trompazo.
Al poco rato supieron por qué corrían tanto: otro grupo de caballeros, mucho más
numeroso y mejor armado, les perseguía a no menos velocidad. Andrés se sobresaltó al
darse cuenta de que Marcial no estaba a su lado, pero miró hacia atrás y le vio al final de
la comitiva hablando con un campesino.
Al cabo de un centenar de metros toparon con los cuerpos de dos soldados tendidos en
el suelo. Les habían dado muerte a golpes de espada y uno de ellos mostraba un gran
tajo en el vientre y todas las tripas fuera. Andrés sintió ganas de vomitar. Mientras la
comitiva avanzaba, él se puso de nuevo a trabajar con los números. Ya se lo había dicho
el alquimista, que las cosas pintaban mal...
Escribió 1134 y pensó: «Si estuviera escrito en el sistema de la Baronía, sería apón apún
tamanicano, que debe ser el número que me dijo Marcial en la posada. Lo que tengo
que hacer para volver a casa es, tal como vi hacer en el monasterio, pasar mi 1134 al
sistema de la Baronía y después leerlo».
Entonces entendió mejor que nunca lo que había hecho con las castañas en la mesa del
monasterio: treinta y ocho y apún damanitano eran el mismo número. Andrés había
encontrado un método rápido: dividir por cinco hasta que no se pudiera más. Se decidió
a aplicar este procedimiento al famoso mil ciento treinta y cuatro.
Andrés estaba tan absorto en su trabajo que no se dio cuenta de que la comitiva cruzaba
un prado y que, de golpe, desde uno y otro extremo del campo aparecían dos grupos de
caballeros y soldados dispuestos a ensartarse los unos a los otros. La comitiva intentó
huir del centro de la algarabía pero las mulas eran muy lentas y pronto se encontraron en
medio de los golpes de espada y de lanza y de los gritos de guerra y de dolor. Andrés
huyó corriendo a esconderse entre los árboles del bosque. Desde el lugar donde se
encontraba podía ver que Marcial estaba también escondido detrás de unos zarzales. Le
llamó:
-¡Marcial!
-¡Calla y escóndete! ¡No te dejes ver mientras no haya acabado todo!
Un par de caballeros llegaron corriendo hacia el grupo de soldados que luchaban cerca
de Andrés, con la intención de ayudar a los de su bando. Uno de los caballeros que
venía a toda prisa dio un tropezón y Andrés vio con pavor que el caballero se le venía
encima con la lanza por delante. Cuando la lanza estaba a punto de ensartarlo gritó:
-¡Monmouth, apín capón zapún amanicano! Y las paredes lisas y negras del tubo de
retorno le parecieron el lugar más acogedor del mundo. . .