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LA COFRADÍA DEL GRIAL 1

La estridencia del timbre resonó por los pasillos del Instituto de Enseñanza Secundaria
anunciando el final de las clases. En un abrir y cerrar de ojos, la calle se llenó de jóvenes
cargados de libros y libretas, unos corriendo, otros charlando animadamente, algunos
por parejas, escabulléndose de los demás. En sentido contrario iban llegando los
alumnos de los cursos nocturnos.
En la biblioteca, Andrés continuaba tan absorto en su lectura que despertó la curiosidad
del profesor de guardia.
-Son las cinco. ¿No te vas con los demás?
-¿Ha sonado el timbre?
-Vaya si ha sonado... ¿Qué estás leyendo, que ni te enteras de la hora que es?

Andrés le enseñó la cubierta del libro. Era una edición de lujo, de tapa dura, con
profusión de láminas y fotografías. Ése era el motivo por el que no podía pedirlo en
préstamo y tenía que leerlo en la biblioteca.
-Caramba... el Amadís de Gaula. Qué, ¿interesante?
-¡Muchísimo!
-¿Te gustan los libros de caballerías?
-¿Qué si me gustan? No sé lo que daría por tener una máquina del tiempo y acudir a un
torneo y combatir con lanza y armadura, cabalgando un corcel blanco y...
-Me encanta que tengas tanta imaginación, chico, pero tengo que cerrar la
biblioteca. -Y yo tengo entreno de baloncesto...

Yendo hacia el polideportivo, la imaginación de Andrés le transformó en un caballero


errante en busca de honores y aventuras. Un chico con cara de pocos amigos que se
cruzó en su camino se convirtió en encarnizado adversario que, cómo no, cayó vencido
bajo el golpe certero de su espada. Algo más allá, un montón de arena de una casa en
construcción se le antojó una loma desde la cual el caballero Andrés derrotó e hizo huir
a un grupo de sarracenos que le perseguían. Cuando entró en el vestuario, las voces del
entrenador le hicieron pasar sin transición a una lucha igual de encarnizada, pero menos
sangrienta.
Una y otra vez, Andrés volvió a la biblioteca para seguir leyendo con fruición las
aventuras y desventuras de Amadís y su imaginación se fue enriqueciendo con las
imágenes de las ilustraciones.
Pero una tarde, cuando fue a buscar el libro, advirtió con suma contrariedad que no se
encontraba en su anaquel. Recorrió las mesas con la mirada y descubrió que lo estaba
leyendo un alumno de tercero de Secundaria Obligatoria. Era un muchacho alto, muy
delgado y con una abundante y crecida cabellera. Molesto, como si alguien se
hubiera apropiado de algo muy suyo, se acercó a la mesa donde el otro leía.

-¡Hola! Si no me equivoco, estás buscando este libro -dijo el muchacho como si


le estuviera esperando.
-Sí.
-¿Hasta dónde has llegado?
-Amadís ha escapado de los encantamientos de Arcalau y ha liberado a Gandalín,
al enano, a los ciento quince cautivos y a los treinta caballeros... -contestó Andrés.
-¿Es el primer libro de caballerías que lees?
-No, también he leído la historia del rey Arturo, la de Lanzarote del Lago y la de la
búsqueda del Grial.
-Llevo tres días observando la pasión con que lees el libro -dijo el muchacho-. ¿Te
gustaría conocer una cofradía de amigos de los caballeros errantes?
-No me digas que existe de verdad -en los ojos de Andrés brillaba la ilusión-. ¿Y qué
hay que hacer para ser de la cofradía?
-Bueno, no es que sea muy fácil. Es una sociedad secreta ¿sabes? Yo formo parte de
ella. Les hablaré de ti a los demás, pero has de jurarme que no dirás nada a nadie.
-Andrés rescató de su memoria un juramento de caballero y
empezó: -Juro por...
-No, no hace falta. De momento me basta con tu palabra, pero si te aceptamos tendrás
que hacer un juramento solemne delante de todo el grupo.
-¿Cuándo sabré si puedo entrar?
-No seas impaciente; la cofradía ya se pondrá en contacto contigo.

Los días que siguieron, Andrés vivió pendiente de recibir noticias de la cofradía. Unas
veces se la imaginaba como un club de chicos y chicas expertos y ávidos de conocer
más y más cosas sobre la vida de los caballeros y aquellos que les rodeaban. Otras,
esperaba que la cofradía se dedicara a entrenarse en el uso de la espada, el escudo y la
lanza y a organizar torneos. O que quizá sería un grupo experto en nigromancia y
encantamiento s medievales.

El aviso de la cofradía le llegó por la vía que menos esperaba: Rosa, una compañera
de su curso, le sorprendió una tarde diciéndole:
-Mañana, a las cinco y cuarto en punto, tienes que estar en la puerta del instituto. Te
recogerán para asistir a una reunión de la cofradía que ya sabes.
-¿Tú formas parte de ella?
-No puedo decirte nada más. Ya lo verás mañana.

Entonces Andrés comprendió el porqué del repentino interés hacia él que Rosa había
demostrado las dos últimas semanas: se apuntaba a los mismos grupos de trabajo,
buscaba hablar con él entre clase y clase y, algo aún más importante, había provocado
varias veces controversias sobre su pasión por la Edad Media. Sin lugar a dudas, los de
la cofradía le habían encargado la misión de estudiarlo para saber si era digno de unirse
a ellos.

Al día siguiente, Andrés acudió puntualmente a la cita y esperó con impaciencia la


llegada de su contacto. En su interior se entremezclaban dos sentimientos contrarios: la
ilusión de poder entrar a formar parte de la sociedad secreta y el temor de que todo fuera
sólo una tomadura de pelo. Cuando por fin vio acercarse al muchacho alto y delgado,
respiró con alivio.
-Hola, ¿preparado?
-Sí.

Anduvieron un trecho en silencio. Fue Andrés quien lo rompió:


-No me has dicho cómo te llamas.
-Perceval.
-¡Ostras! ¿Es tu sobrenombre?
-No preguntes más de la cuenta y sigue caminando.

Perceval condujo a Andrés hacia una calle del barrio antiguo de la ciudad. Ni los
escaparates iluminados de las tiendas, ni la gente que, con la llegada repentina de la
primavera, paseaba por las calles distraían la atención de Andrés que tenía el corazón en
un puño. Se detuvieron frente a una casa con la fachada pintada de blanco. Llamaron y
salió a abrir una muchacha no mucho mayor que Andrés.

-Hola, Carmesina. ¿Está tu hermano?


-Todos han llegado. Os estábamos esperando. La muchacha les condujo a través del
pasillo y del comedor de la casa. Una puerta daba acceso a un patio interior. Pasando
bajo un cerezo y un manzano llegaron a un cobertizo construido en el otro extremo.
Dentro, apenas había espacio para una mesa redonda y seis sillas. Las paredes estaban
cubiertas de carteles y dibujos de caballeros, magos, princesas y monstruos. En un
rincón, un estante lleno de libros y, junto a la pared del fondo, un tablero sobre el que
reposaban retortas, botellas, botecitos y alambiques. En otro rincón, destacaba un alto
sombrero cónico, de color negro, con estrellas de plata. Alrededor de las mesas se
hallaban sentados dos chicos y una chica, los tres de una edad entre la de Andrés y la de
Perceval. La chica era Rosa, su compañera de curso, que, al verle llegar, le sonrió con
complicidad.
-Te presento a Arturo, a Rosa y a Rolando.

Entusiasmado y, al mismo tiempo, intimidado por la decoración del lugar, Andrés


saludó a todo el mundo apenas con un gesto.
-Siéntate con nosotros -dijo Arturo-. Bienvenido seas.
-Gracias -consiguió decir Andrés por fin.
-¿Te ha explicado Perceval el objetivo de esta cofradía? -preguntó Arturo.
-Aún no ha prestado juramento, de manera que sólo le he dicho que éramos admiradores
de los caballeros errantes -intervino Perceval.
-De acuerdo -prosiguió Arturo-, tendrás que jurar solemnemente que no dirás nunca
nada a nadie sobre la existencia de esta cofradía, tanto si te quedas como si no.
-Estoy preparado -dijo Andrés.
-No tan deprisa -terció Carmesina-. ¿Sabes lo que significa para un caballero medieval
prestar juramento?
-¡Ya lo creo! Les iba la vida en ello. Cumplir un juramento era lo más sagrado del
mundo.
-Está bien. Entonces... ¡adelante!
Rosa se levantó, fue al tablero a buscar una calavera y la puso sobre la mesa. Todos
extendieron las manos bien abiertas encima del cráneo. Andrés les imitó.
-¿Juras solemnemente no desvelar el secreto de la Cofradía del Grial? -preguntó
Arturo. -¡Lo juro! -contestó Andrés.
-¡Que todos los poderes del cielo y del infierno caigan sobre ti si no cumples tu
juramento! -concluyó solemnemente Arturo.

Mientras Rosa devolvía la calavera a su lugar, Rolando empezó a explicar:


-Desde que Perceval habló contigo en la biblioteca, te hemos estado observando para
ver si merecías pertenecer a la Cofradía del Grial. Después de escuchar su opinión y la
de Rosa, hemos decidido que sí. Ahora ya has prestado juramento, ya puedes conocer
nuestro secreto.

Andrés sintió que su corazón se agitaba como un caballo en un torneo. Si en aquel


momento le hubieran pedido que hablara le habría sido imposible articular la más
mínima palabra.
-El espíritu del mago Merlín ha sobrevivido a lo largo de los siglos y ha ido reuniendo
grupos como éste. Le sirven de estaciones para sus viajes a través del tiempo -continuó
Rolando.
-¿Y cómo se puso en contacto Merlín con vosotros?
-Un tío de Arturo y Carmesina es, en realidad, el auténtico contacto de Merlín, nosotros
le ayudamos -dijo Perceval.
-Verás, Keo (ése es el nombre que damos a su tío) es un sabio muy especial: trabaja en
la universidad dando clases de Literatura Medieval y es un gran estudioso de la magia
de aquella época. No nos ha explicado exactamente cómo, pero consiguió ponerse en
contacto con el mago Merlín. Éste le dijo que sus poderes le permitían viajar a través
del tiempo, pero que, para hacerlo, necesitaba que otra persona viajara también, pero en
sentido contrario, para compensar la energía.
-¿Qué energía? –preguntó Andrés.

Todas las personas poseemos una cantidad de energía. Si tú te vas de una determinada
época es necesario que la energía que te llevas contigo quede compensada, si no, se
rompería el equilibrio. De manera que si Merlín quiere ir, por ejemplo, del siglo IX al
siglo XVIII, es indispensable que alguien de ese último siglo viaje a la época de
procedencia de Merlín; de manera que, mientras el mago visita el siglo XVIII, la otra
persona retrocede al siglo IX. Cuando Merlín da por acabado su viaje, vuelven a
cambiarse de época y ya está.

-Increíble... -murmuró Andrés.


Nosotros, la Cofradía del Grial, proporcionamos la energía necesaria cuando Merlín
quiere pasar un tiempo en nuestra época.
Andrés se había quedado boquiabierto.
-¿Eso quiere decir que vosotros habéis viajado a la Edad Media? -preguntó.
-Sí, él nos dice, a través de Keo, qué día quiere hacer el intercambio y entonces
decidimos quién deberá ir -explicó Rosa animadamente-. Yo he estado en las cortes
provenzales. No puedes imaginarte lo fantástico que es poder oír cómo los trovadores
compiten con sus versos y sus melodías por el amor de una dama. . .
-Yo prefiero ver cómo los caballeros compiten con lanzas y espadas -le interrumpió
Rolando-, en un viaje pude asistir a un torneo y te aseguro que no lo olvidaré nunca.
-Yo he podido ver a Ricardo Corazón de León en persona -intervino Arturo- y
Carmesina a Jaime I el Conquistador.
-¡Yo quiero ser el próximo en viajar! -exclamó Andrés entusiasmado.
-Todo llegará, tendrás tu turno -sonrió Perceval-, pero primero habrás de seguir tu
entrenamiento y te puedo asegurar por experiencia que el entrenamiento de un caballero
no es nada, pero que nada fácil.
-Estoy dispuesto a empezar ahora mismo.

Durante las siguientes reuniones de la Cofradía del Grial y a través de las


conversaciones que mantuvo con sus nuevos amigos y cofrades, Andrés aprendió un
montón de cosas que le habrían de resultar muy útiles cuando, por fin, emprendiera el
apasionante viaje a través del tiempo.
Para lo que no tuvo que esperar muchos días fue para poder ser testimonio de un
intercambio. En aquella ocasión la elegida fue Carmesina.
La cofradía en pleno se reunió en torno a la mesa bajo la presidencia de Keo. El tío de
Arturo y Carmesina resultó ser un hombre de edad avanzada, silencioso, de ojos
pequeños y vivos, y con una larga cabellera blanca que colgaba tras una calva brillante.
Cuando todos hubieron tomado asiento alrededor de la mesa, guardaron silencio y se
concentraron para facilitar el intercambio de energía entre la época en que se encontraba
Merlín y la actual. Extendieron los brazos para acercar las manos al sombrero cónico
que Carmesina había colocado en el centro y, todos a una, fueron repitiendo lentamente
las palabras mágicas que pronunciaba Keo:

-Monmouth, Wace, Troyes.


-Monmouth, Wace, Troyes.

Cuando todo estuvo a punto, Carmesina pronunció a su vez la fórmula mágica que
había de indicar a Merlín que ella se encontraba ya preparada para el intercambio de
energía:
-¡Monmouth, mil ciento treinta y cuatro!

De inmediato todos pudieron ver cómo el cuerpo de la muchacha parecía irse


disolviendo en la atmósfera hasta que hubo desaparecido completamente. Los cofrades
se relajaron pero Andrés se dio cuenta de que compartían un cierto sentimiento de
inquietud por saber cómo le irían las cosas a su compañera. Mientras esperaban el
retorno de Carmesina, Keo les explicó que Merlín se encontraba en el siglo XIII, en la
ciudad de Carcasona, en Occitania, en el sur de lo que ahora es el Estado francés y que,
desde allí, el mago quería llevar a cabo una breve estancia en
nuestra época. De manera que la muchacha tendría ocasión de presenciar las
escaramuzas entre los cátaros y los cruzados del papa Inocencio III.
Al cabo de un par de horas, precedido por un extraño fenómeno e1ectrostático que les
hizo crepitar el cabello, el cuerpo de la viajera se materializó de nuevo.

-¿Qué tal te ha ido, Carmesina? -preguntó Keo.


-Magnífico, no he tenido ningún problema, pero, caramba, los cátaros y los cruzados se
las tenían de lo lindo. Los cruzados sitiaban la ciudad de Carcasona y los de dentro lo
estaban pasando muy pero que muy mal.
-¿Qué es lo que se siente al hacer el intercambio? -preguntó Andrés con gran interés.
-En cuanto dices la fórmula mágica, ves ante ti un tubo de paredes negras y brillantes
que te absorbe como si fuera un aspirador -explicó Carmesina-. Empiezas a moverte
dentro de él cada vez más deprisa hasta que te encuentras en el lugar y la época de
destino.
-Has vuelto muy pronto... -intervino Perceval.
-Hacía frío y no me encontraba muy a gusto entre aquella gente tan atemorizada. He
preferido volver en cuanto Merlín ha acabado.
-Normalmente -explicó Arturo-, cuando Merlín acaba su trabajo se pone en situación de
espera, dispuesto a realizar el cambio de época en el momento en qué lo desee la
persona que le compensa. Permitirle a esa persona que curiosee un ratito por la época a
la que ha ido a parar es su manera de agradecer la colaboración.
-¿Y cómo se entera Merlín de cuándo quieres volver?
-Sólo tienes que gritar «Monmouth mil ciento treinta y cuatro» y vuelves
automáticamente. La única condición es que tienes que decirlo en la lengua del lugar
donde te encuentras.
-Eso es -terció Carmesina-. Para irme he dicho «Monmouth mil ciento treinta y cuatro»
y para volver «Monmouth mil sent trenta quatre» en lengua occitana. No es muy difícil.
Peor es cuando tienes que decirlo en otras lenguas más difíciles de pronunciar como
eleven thirty four o tisiacha sto trizatz chitirie.
-¿Y si tienes problemas?
-Si, antes de que Merlín haya acabado su tarea, la otra persona tiene problemas graves,
para volver enseguida sólo tiene que gritar la fórmula e, inmediatamente, se produce el
intercambio de época -respondió Arturo-. Quien más, quien menos, todos hemos tenido
que utilizar alguna vez la fórmula para volver con urgencia porque la situación era
comprometida.
Perceval explicó que una vez tuvo suerte de poder gritar las palabras justo cuando una
lanza estaba a punto de ensartarlo; y Rosa añadió que gracias a la fórmula se había
salvado de la hoguera cuando la habían tomado por una bruja.
-¿Qué significado tienen esa palabra y esa cifra?
-Es muy sencillo -explicó Roldán-, en el año 1134, el escritor inglés Geoffrey de
Monmouth escribió la primera historia que se conoce sobre el mago Merlín.

Transcurridos dos meses desde su entrada en la Cofradía del Grial, Andrés fue
seleccionado para viajar a la Edad Media. En aquella ocasión, Merlín procedía de
Castilla y tenía la intención de curiosear algunos manuscritos conservados en la
biblioteca de la Universidad de Salamanca. De modo que Andrés no tenía nada que
temer respecto a la lengua en que debía pronunciar la fórmula para volver.
Llegado el momento, se repitió el ceremonial que habían llevado a cabo el día del viaje
de Carmesina. Andrés pronunció las palabras mágicas e inmediatamente sintió como un
hormigueo por todo el cuerpo y una sensación de debilidad parecida a la que sentía justo
antes de cenar los días que había tenido entrenamiento de baloncesto; la debilidad se fue
convirtiendo en una impresión de liviandad y se sintió absorbido por un vacío que le
hacía avanzar a una velocidad enorme a través de una especie de tubo de paredes negras
y brillantes.
Sus compañeros cofrades pudieron ver cómo su cuerpo se disolvía lentamente en la
atmósfera y si alguno hubiera estado en aquel momento en Salamanca, frente a la Casa
de las Conchas, no lejos de la universidad, habría podido ver cómo un anciano de rostro
enjuto y mirada inteligente se materializaba detrás de una puerta.

JORNADA PRIMERA (ANORA)


Lo primero que sintió Andrés al llegar al final del tubo y volver en sí fue un hedor
insoportable. Era un hedor penetrante y pastoso, que provenía de una mezcla de verdura
podrida, excrementos de animales y orines humanos. Después, cuando se le aclaró la
vista, pudo ver donde estaba. Había ido a parar al centro de una plaza donde se
celebraba un mercado. Tras el olfato y la vista, el tercero en despertar fue el sentido del
oído: a su alrededor resonaban sin piedad los gritos de vendedores y clientes, los balidos
de las ovejas, el cacarear de las gallinas.
El perímetro de la plaza quedaba delimitado por las casas, menudas, de planta y un piso,
algunas con muchos balcones, casi todos torcidos, y delante de muchas puertas podían
verse los utensilios o los productos que fabricaban los artesanos que vivían en ellas:
cestos de mimbre, odres de piel curtida,
zuecos, alpargatas, platos y ollas... En un
rincón de la plaza podía verse una casa mucho
más grande que las demás, toda ella de piedra,
con un pórtico en la entrada y con balcones y
ventanas armónicamente dispuestos en su
fachada. Sobre la puerta principal, esculpido
en la piedra, destacaba un escudo de armas.

El hecho de encontrarse en un mercado hizo


que Andrés se llevara, instintivamente, las
manos a los bolsillos para saber con qué
contaba; apenas nada: un pañuelo sucio, una
agenda horrible, de plástico, con un lápiz
chiquitín, regalo de su tía Adela, y la llave de
casa. Volvió a observar a su alrededor.
El centro de la plaza lo ocupaban los
tenderetes de los artesanos que tenían su taller
fuera de la plaza y, sobre todo, los
campesinos, labriegos, hortelanos que habían
acudido al mercado para vender o cambiar sus
productos. Acababa de llegar la primavera y no había mucho entre lo qué escoger:
nabos, coles, colzas, cebollas, castañas y algarrobas.
La primera preocupación de Andrés fue saber exactamente dónde y en qué época
estaba. Sus compañeros de cofradía le habían explicado que una buena manera de
orientarse era fijándose en las monedas que utilizaba la gente. Uno de los tenderetes
pertenecía a un cambista de monedas que vociferaba:
-Aquí, aquí, nadie os cambiará mejor las monedas del rey Alfonso por las monedas de
esta baronía.
Andrés se acercó con la esperanza de encontrar una pista que le indicara en qué época
se encontraba. Sobre la mesa del cambista había monedas de todo tipo y procedencia:
árabes, hebreas, de los reinos del norte de Europa y de las diferentes señorías de los
alrededores. Andrés observó que había dos pilas mucho más altas que las demás. La
primera era de monedas muy nuevas con el nombre y la efigie del rey Alfonso X y la
inscripción «Alfonso X, Rey de Castilla y León». La segunda pila, aún más numerosa,
era de monedas de cobre; en una cara tenían escrito «dano vellones» y alrededor «Barón
de la Mano» y en la otra cara había un rostro barbudo y alrededor la inscripción «Año
Apín Capón Capún Damanitano».

Ahora Andrés sabía, gracias a las


monedas del rey Alfonso X, que se
hallaba en Castilla y en el siglo
XIII, pero mientras no consiguiera
descifrar las extrañas palabras de las
monedas de la segunda pila, las de
la Baronía, no sabría exactamente
en qué año se encontraba. Mientras
cavilaba al tiempo que observaba las
monedas, apenas notaba los
empellones que le propinaban los
comerciantes que venían de lejos y
que, antes que nada, se acercaban a la mesa para negociar el mejor cambio posible entre
sus monedas y las de la Baronía de la Mano.

Tan absorto estaba mirando las monedas que no se dio cuenta de la agitación que se
producía a su alrededor hasta que, alertado por el grito agudísimo de una mujer, se giró
y vio que un par de enormes toneles, que se habían soltado de un carro que pasaba por
lo alto de la calle, se le venían encima. Cuando vio que estaban a punto de aplastarle
gritó:
-¡Montmouth, mil ciento treinta y cuatro!

Cerró con fuerza los ojos esperando sentirse absorbido por el tubo brillante y negro,
pero lo único que sintió fue que una mano lo agarraba violentamente por la ropa y lo
apartaba de la trayectoria de los toneles en el último momento. Cuando volvió a abrir
los ojos vio que aún se encontraba en la plaza, giró la cabeza y vio a un hombre alto y
fuerte que le tenía aún agarrado por la ropa y resoplaba a causa del esfuerzo que había
llevado a cabo. Andrés gritó de nuevo:

-¡Monmouth, mil ciento treinta y cuatro!

Pero, nada, que va, seguía en la Edad Media. Los toneles habían echado la mesa del
cambista por los suelos y la multitud se amontonaba para recoger las monedas
mientras el cambista gritaba jurando como un loco.

El hombre que había salvado a Andrés habló:


-Caramba, muchacho, te has salvado por los pelos, esos dano toneles te han pasado a
menos de ano dedo de la cabeza. ¿Estás bien?
Andrés estaba tan asustado por lo que acababa de pasar y tan angustiado al darse
cuenta de que las palabras mágicas no habían surtido efecto, que no tuvo ánimos para
contestar.
-Ea, chico, ¿cómo te llamas?
-Andrés...
-Yo me llamo Marcial. ¿Vives cerca de aquí?
-No, vengo de muy lejos.
-Estás asustado ¿verdad? Ven a casa a recobrarte un poco, está a cano pasos de aquí.

Doblaron la esquina de una calleja estrecha y llegaron a una casa sobre cuya
puerta colgaba un pedazo de madera a guisa de cartel.

-Ésta es la posada de mi primo Juan, estoy pasando unos días aquí. Podrás beber un
poco para quitarte el susto.

Entraron en una gran sala de atmósfera espesa. En un rincón se alineaban unos toneles
a los que el dueño de la casa se acercaba cada dos por tres para llenar las jarras de vino
que repartía entre los clientes, sentados alrededor de las mesas de madera basta. Andrés
se fijó en el aspecto de los de la mesa que tenía más cerca: eran hombres rudos, con
vestidos de colores oscuros, mortecinos, las bocas casi todas desdentadas, y gritaban y
gesticulaban de tal modo que por dos veces volcaron las jarras o apagaron la vela que
ardía en el centro de la mesa. Marcial condujo a Andrés hacia una mesa pequeña que
había al fondo del local y fue a por un vaso de agua para ofrecérselo. Después, cuando
vio que el muchacho estaba más tranquilo, preguntó:

-¿Cuántos años tienes?


-Trece.
-¿Cómo dices?
-¡Trece!

Viendo la cara de desconcierto de Marcial, Andrés dibujó un 1 y un 3 sobre el polvo de


la mesa. Inmediatamente recordó que, en la Edad Media, la mayoría de la gente, salvo
los que vivían en la corte o en los monasterios, no sabía leer ni escribir. Se alivió
cuando vio que Marcial leía los números, pero se desconcertó también cuando, después
de leerlos, le dijo:
-¿Sólo tienes amanitano años? No puede ser, has de tener por lo menos damanitano
-concluyó moviendo manos y dedos de manera extraña.

Andrés intuyó al momento que su salvador daba un nombre al número de años que era
distinto al que él utilizaba. Para comprobarlo, preguntó a su vez:
-Y tú ¿cuántos años tienes?
-¿Yo? Apún damanitano -contestó Marcial volviendo a mover manos y dedos de aquella
manera tan extraña.

Es evidente, pensó Andrés, que este hombre dice los números de una manera distinta de
la que los
digo yo. Además, me parece que suenan de forma parecida al año de la inscripción de la
moneda. Mientras, Marcial, al ver la cara de sorpresa de Andrés, escribió 123 sobre la
mesa.
-¿Ciento veintitrés años? ¡Es imposible! -Gritó Andrés recordando que el profesor de
historia les había explicado que, en la Edad Media, vivir más de cuarenta años era llegar
a muy viejo.

Marcial también se había dado cuenta de que había algo raro en la manera de utilizar los
números que tenía aquel chico, pero había otras cosas que aún le intrigaban más:
-Eres muy raro, chico, llevas una ropa muy rara y tienes aspecto de haber vivido como
un príncipe. ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?

De golpe, en la cabeza de Andrés se amontonaron los conocimientos de historia, los


consejos que le habían dado sus compañeros más experimentados de la Cofradía del Grial
y el miedo a que le tomaran por un brujo; de manera que decidió seguirle la corriente a su
compañero y decirle una mentira creíble:
-En realidad soy un paje y tengo que llegar al palacio del Barón de la Mano para
entregarle un mensaje.
-¿Y viajas solo?
-Bueno, yo... -Andrés no sabía muy bien cómo continuar.
-No hace falta que me expliques detalles si no puedes hacerlo.

Andrés veía que a su compañero le extrañaba su comportamiento y su aspecto, pero


constataba también que, creyéndole un paje, le trataba con respeto, como si creyera que
estar a buenas con él le podía ser favorable.
-¿Tú también estás de camino?
-Sí, yo también voy a palacio. El palacio del Barón de la Mano está a amaniano jornadas
de aquí; si quieres podemos hacer el camino juntos. ¿Te parece bien que nos pongamos
en marcha mañana al rayar el alba?

Alguien llamó a Marcial y Andrés se quedó solo en la mesa re capitulando su situación:


«Vamos a ver. Estoy en la Edad Media, concretamente durante el reinado de Alfonso X y
resulta que las palabras clave para volver a mi época no funcionan a pesar de que todos
hablan mi lengua. . . Aquí hay algo que no me cuadra. .. ¡Ya está, ya lo tengo! Las
palabras no funcionan porque en la época y en el lugar donde estoy nombran los números
de una manera diferente».

Cuando Marcial volvió a la mesa, Andrés le pidió:


-¡Dime mil ciento treinta y cuatro a tu manera! . Enseguida se dio cuenta de la estupidez
de su demanda: Marcial no sabía contar igual que él y, por lo tanto, no podía «traducir»
los números.
Tuvo otra idea: cogió un trozo de carbón, escribió 1134 y dijo:
-Marcial, ¿qué número es éste?
-¿Éste? Apón apún tamanicano -dijo, moviendo puños, manos y
dedos. Entonces, Andrés gritó:
-¡Monmouth, apón apún tamanicano!

Volvió a cerrar los ojos con fuerza esperando, esta vez sí, sentirse absorbido por el tubo
brillante y negro, pero cuando abrió los ojos vio que aún estaba en la posada y que
Marcial le miraba con extrañeza.
-¿Te encuentras bien?
-Sí. No pasa nada, no sufras.
-Eso debe ser que el susto te ha afectado. Quizá será mejor que te vayas a dormir.

Habiendo fracasado en su segundo intento de volver a su época, Andrés se sintió perdido.


Por suerte, Marcial no parecía mala persona y, seguramente, en el palacio del Barón
tendría más posibilidades de salirse con la suya.
Más tarde, mientras daba vueltas en la cama llena de pulgas pensaba: «Marcial debe tener
unos cuarenta años y, cuando le he preguntado ha escrito las cifras 123 sobre la mesa. Eso
demuestra que su 123 no corresponde a mi ciento veintitrés. Por lo tanto, su 1134
tampoco corresponde a mi mil ciento treinta y cuatro. Lo que debe pasar es que Marcial
y yo no sólo decimos las cifras de una manera diferente sino que también les damos
valores distintos. No me queda más remedio que aprender cómo cuentan aquí y llegar a
ser capaz de decir mil ciento treinta y cuatro tal como lo dicen por aquí si quiero
recuperar mi familia y amigos. Quizá Marcial pueda ayudarme, es una suerte que sepa
leer, escribir y contar. . .».
Estuvo aún un buen rato dando vueltas y rascándose, pero había sido un día durísimo y
acabó por dormirse profundamente.
JORNADA SEGUNDA (DANORA)
Al día siguiente, de buena mañana, Andrés y Marcial emprendieron juntos el camino
hacia el palacio del Barón de la .Mano. Dejaron atrás la puerta de la muralla de la
ciudad y tomaron un camino que transcurría entre campos de trigo. De vez en cuando,
una hilera de álamos indicaba la presencia de un curso de agua y, no muy lejos, algunos
huertos y árboles frutales. Andrés intentó situar a Marcial entre los distintos tipos de
personajes de la Edad Media que recordaba de las clases de historia y de las
explicaciones que había recibido de sus compañeros pero, en vista de que no se aclaraba,
decidió preguntarle:
-¿A qué te dedicas tú, Marcial?
-Es difícil de explicar en pocas palabras... A las personas como yo nos llaman goliardos.
Tú, que parece que vienes de algún palacio, ¿no has oído nunca hablar de nosotros?

Andrés creyó recordar que sí, que la profesora de literatura les había hablado alguna
vez de los goliardos, pero no recordaba exactamente lo que les había dicho.

-He sido monje hasta hace poco -explicó Marcial- por eso sé leer, escribir y contar, pero
he tenido que dejar el monasterio donde hacía de copista y ahora voy al palacio del
Barón para ver si quiere tomarme a su servicio. Algunos compañeros míos han hecho lo
mismo antes que yo ¿sabes? En palacio casi nadie sabe leer y escribir y mucho menos en
latín y necesitan hombres como yo para poder leer las cartas que le llegan al Barón.
Además, los goliardos sabemos componer versos muy divertidos y se los damos a los
juglares para que los canten. Por eso tengo la esperanza de entrar al servicio del Barón.
-Y si no te necesitan -preguntó Andrés-, ¿qué harás?
-Pues, la verdad, no sabría de qué vivir. No sé hacer de labrador ni tengo ningún oficio,
ni tampoco sé hacer de soldado, lo único que sé es leer y escribir y de eso intentaré
vivir.
-Oye, Marcial, me he dado cuenta de que tú y yo contamos de manera distinta -dijo
Andrés arrimando el ascua a su sardina-. ¿Cuántos años has dicho que te parece que
tengo?
-Damanitano.

Y, mientras decía damanitano,


Marcial tendió simultáneamente la

mano izquierda mostrando dos


dedos y la derecha mostrando tres,
empezando por el dedo meñique en
ambos casos.
-Para mí eso serían cinco.

Marcial iba a preguntar alguna cosa pero Andrés se le adelantó:


-Y tú ¿cuántos años me has dicho que tenías?

-Apún damanitano.

Y, mientras decía «apún», Marcial se golpeó una vez el pecho con el puño derecho y
después le enseñó dos dedos de la mano izquierda y tres de la derecha. Así:

Charla que te charlarás, llegaron hasta un pueblo chiquito rodeado de huertos y árboles
frutales. En la plaza del mercado, algunas campesinas vendían manojos de hortalizas
frescas y Andrés pensó que la manera de ofrecerlas a los posibles compradores no
había cambiado mucho con los siglos:

-¡Zanahorias del huerto! -gritaba una vendedora casi cantando- ¡Las más ricas y frescas
sólo por amanidano! ¡Damano zanahorias en cada manojo, ni ano zanahoria más ni ano
menos!

Más allá, otra vendedora ofrecía una cesta de manzanas a una muchacha que dudaba:
-¿Quieres ano cesta de manzanas, bonita? No encontrarás otras más tersas y
perfumadas.
-¿A cuánto la cesta?
-Sólo tamanicano.
-¿Sólo, decís? Es demasiado.
-Por ser tú te la dejaré en tamanitano.
-Pues sí que me hacéis buena rebaja... yo no pagaría más de tamano.
-Mujer, que tengo que ganar me la vida... tamanidano y no se hable más.
-¡Tamaniano!
-¡Hecho!
-Venga esa cesta, aquí tenéis...

Y la muchacha puso las monedas en la mano de la campesina de una en una,


contándolas lentamente:
-Ano... dano... tano... cano... mano. Ano... dano... tano... cano... mano. Ano... dano...
tano... cano... mano. Y ano... ¡Tamaniano! Gracias...

-Gracias a ti, bonita, vuelve pronto.

Andrés creyó haber comprendido alguna cosa. Mientras regateaban, las dos mujeres
movían manos y dedos igual que Marcial y la muchacha había pagado tres veces cinco
monedas y una moneda más, o sea, dieciséis. Tamaniano era, pues, dieciséis. Pero no
podía recordar exactamente cómo había contado la muchacha. Así estaba cavilando
cuando Marcial le puso la mano sobre el hombro:
-Ea, muchacho, si te quedas embobado cada vez que ves una moza bonita, no
llegaremos nunca. He comprado algunas cosas, podemos ir al río a comérnoslas.

Junto al río encendieron un fuego para asar el tocino. Marcial había comprado también
una hogaza de pan. Por su parte, Andrés había tenido la suerte de que, durante el
episodio de la caída de los toneles contra la mesa del cambista, una onza le fuera a parar
entre la ropa, y ello le había permitido pagar la posada y comprar algo de comida. El
queso que sacó del zurrón fue, pues, un buen complemento del pan con tocino.

Marcial parecía tan interesado como su compañero en resolver el problema de los


números, aunque en ello no le iba la vida, como a él. Fue Andrés quien empezó:
-¿Por qué no me das tantos guijarros como años tienes?
-Marcial cogió los guijarros necesarios y se los dio al muchacho.
-¡Treinta y ocho! -dijo después de contarlos-. A ver escribe ese número...

Marcial volvió a escribir 123 en el suelo con un palo.

-Pues yo lo escribo así -dijo Andrés dibujando un 38.


-La primera cifra, 3, es tano, pero la que viene después, 8, no la conozco. ¿ Qué
significa? ¿Cómo la llamas tú?
-¡Espera! Primero me toca a mí aprender las vuestras... No olvides que soy forastero.

Marcial se sonrió y movió la cabeza en señal de acuerdo. Andrés le


pidió: -Venga, cuenta a tu manera desde el principio y despacito.

Marcial levantó la mano derecha con el puño cerrado, los dedos doblados y el gordo
aguantándolos todos con fuerza, y dijo:
Andrés observaba con atención la mano derecha de Marcial. De repente, dio un salto
de alegría: acababa de descubrir dos cosas muy importantes sobre el lenguaje de los
números de la Baronía de la Mano. La primera era que el número mano era su cinco, y
enseñó todos los dedos de la mano derecha:

-¡Esto es el mano!

El segundo descubrimiento era definitivo. Se había fijado en cómo sonaban los


números, los mismos que había oído decir a la muchacha en el pueblo. Algunos sonidos
coincidían con los de sus números:

Marcial ano dano tano cano . . . Andrés uno dos tres cuatro . . .

-Te has olvidado de uno mucho más pequeño -dijo Marcial-. ¡El zano!
-¿Y qué número es el zano?
-Es el número de patas que tiene una serpiente.
-Ninguna. . .
-Y será el número de lugares donde podremos dormir esta noche si no nos ponemos en
marcha ahora mismo.
-¡Ya lo sé, yo le llamo cero!
Reemprendieron el camino que ahora se alejaba del río y transcurría entre campos de
trigo. Marcial tenía previsto pasar la noche en casa de un cura que vivía en un pueblo no
muy apartado del camino que seguían. Durante el trayecto, Andrés se las apañó para
que el sistema de numeración continuara siendo el tema de conversación.
-Antes has utilizado los dedos de las manos y el puño para
indicar los números. ¿Cómo lo has hecho?
-Es muy fácil. ¿Qué número es éste?
-El mano o cinco -dijo Andrés tranquilamente.

Marcial levantó la mano izquierda y dijo:


-¿Y éste?

-¿Éste...? Mmm... no lo sé..


-Es el número amano, que es lo mismo que decir ano mano.
-O sea, una vez mano -contestó el muchacho.

Andrés anduvo un rato cavilando en silencio. Al cabo dijo:


-Ya empiezo a conocer los nombres de vuestros números. Pero aún no sé qué símbolos
o dibujos utilizáis para escribirlos.

Marcial se paró y, a regañadientes, dibujó con un palito cinco garabatos en el polvo del
camino...

01234

... y dijo:
-Aquí los tienes todos, todos los símbolos de los números de la Baronía de la Mano.
-¿No hay más? ¿Sólo éstos? ¿Y no conoces e1 8 o el 9 o el 5? ¿Y cómo os las arregláis
para escribir el número cinco, el que tú llamas amano?

Marcial escribió un diez sobre el polvo.


-¡Ostras! -dijo Andrés-. Esto para mí es un diez o una decena. ¿Es posible que «diez»
tenga dos valores a la vez?

Marcial ponía cara de estar harto de tantos números y, prudentemente, Andrés se puso
de nuevo en marcha y cambió de conversación.
-¿Es amigo tuyo ese cura que nos dejará dormir en su casa?

-Sí. Nos conocimos hace cano años cuando el obispo nos reunió para instruimos sobre
cómo quería que administrásemos sus propiedades.

Llegaron a lo alto de un pequeño collado y desde allí pudieron ver el pueblo, en el llano,
con las casas formando círculos alrededor de la iglesia. El campanario, de planta
cuadrada, tenía unas bonitas ventanas con esbeltas columnillas en el centro. Oscurecía
ya y, sobre la puesta de sol, se elevaba hacia el cielo el humo de las chimeneas de las
casas.

El cura se alegró mucho cuando vio a Marcial. Ordenó enseguida a su ama de gobierno
que les preparara una buena cena y se sentó con ellos a la mesa para poder conversar.
Escuchándole, Andrés pudo deducir que aquel cura era la única persona del pueblo que
sabía leer y escribir y aún a duras penas ya que dos o tres veces se quejó de no saber leer
tan bien como Marcial. Al final de la cena, el cura sacó una botella de vino dulce;
Andrés no se atrevió a rechazar el vaso que le ofrecieron, pero al tercer sorbo ya le
pesaban los ojos y la cabeza le daba vueltas. Hizo lo imposible por mantenerse
despierto, pero de pronto cayó como un tronco con la cabeza sobre la mesa.

JORNADA TERCERA (TANORA)


Sentados cómodamente sobre el montón de paja que arrastraban los dos bueyes,
Marcial y Andrés reemprendieron el viaje hacia el palacio del Barón de la Mano. El
camino era tan estrecho que el carro apenas si cabía pero, a pesar de ello, era
considerado como el camino principal de aquella Baronía. Transcurría paralelo al lecho
casi seco de un riachuelo, y, de vez en cuando, serpenteaba para salvar el desnivel que
ofrecían las pequeñas colinas que adornaban el paisaje. En esos casos, a menudo se
encontraban el camino lleno de pedruscos que habían rodado por los flancos secos de la
colina, otras veces el suelo estaba socavado y entonces los pobres carreteros se veían
obligados a apartar las piedras o a reparar el camino, sudando y jurando. Pero era un
camino muy concurrido y los viajeros hacían el viaje en grupo aunque no se conocieran,
de ese modo podían conversar y evitaban los peligros de viajar en solitario.

Andrés ya sabía contar y representar los números con la mano como en la Baronía.
Le había costado

bastante aprender a contar, ya que los hombres del siglo XX lo hacemos sin ningún
orden ni sentido, así:

En cambio, el lenguaje de la Baronía era sistemático. Pero recordaba que en la


Baronía también utilizaban la mano izquierda y dijo:

-Cuando me dijiste la edad que me echabas utilizaste las dos manos ¿verdad?
-Te lo explicaré. Mira, contamos siempre con los dedos de la mano derecha, empezando
por el meñique...
-Eso ya lo sé -interrumpió Andrés, ansioso por aprender cosas nuevas.
-... y cuando llegamos al mano levantamos un dedo de la mano izquierda, empezando
también por el meñique. Por ejemplo, el número de días de la semana es:
... ano mano y dano dedos...

... por eso a este número le llamamos amanidano.

La mente de Andrés trabajaba a toda pastilla.


-Exacto. Ano mano ,es lo mismo que mano dedos. Amanidano quiere
decir: ano mano y dano dedos
una mano y dos dedos

... o sea siete. Y vuestro amanidano es mi siete.

Marcial, asintiendo con la cabeza le animaba a seguir su razonamiento.

-Ahora ya conoces mejor nuestros números -dijo Marcial- ¿Intentamos


recitarlos? -¡Zano, ano, dano, tano, cano, amano!

Y continuaron:
Amaniano, amanidano, amanitano, amanicano...: ...

Marcial se calló a posta.

-...
-¿Qué número viene después, jovenzuelo espabilado? -preguntó Marcial con una
sonrisa.
-¡El diez!

Andrés había respondido inmediatamente, pero enseguida se dio cuenta de que diez no
pertenecía al lenguaje de la Baronía y se puso a pensar en voz alta:
-«A m a n i c a n o más ano dedo es una mano y cuatro dedos más un dedo, o sea, dos
manos. ¿Cómo se debe decir aquí dos manos?».
-¿Te rindes?
-Sí, me rindo.

-Es muy fácil, se dice...


... o sea dano manos.

Andrés comprobaba una vez más la lógica del

lenguaje numérico de la Baronía. Se atrevió a


decir dos números más:

-Recuerda que te dije -continuó Marcial- que pensaba que tenías...

... damanitano años. ¿Lo entiendes ahora?

-¡Ya lo creo! Damanitano son dos manos y tres

dedos,
o sea trece. ¡Pues sí señor, adivinaste mi edad!

La conversación se vio interrumpida por el alboroto proveniente de un grupo de


carreteros, caballeros y gentes de paso que, antes de llegar a un pueblo, se amontonaban
ante un pelotón de soldados que no permitían que nadie continuara el camino. Marcial y
Andrés saltaron del carro y se acercaron al gentío.
-¡Mientras no encontremos a los que han asaltado a los tres recaudadores del Barón,
nadie puede entrar en el término municipal!

Marcial, que ya sabía como las gastaban los soldados del Barón, propuso sentarse a
comer con un grupo de caminantes que, un poco apartados, se habían sentado formando
un corro. Mientras comían se iban explicando historias los unos a los otros, pero parecía
que estuvieran compitiendo para ver quién conseguía impresionar más a la audiencia.
Andrés llegó a hartarse de oír relatos y relatos sobre toda clase de crueldades cometidas
por los soldados del Barón para , castigar a los vasallos que no pagaban los impuestos o
que escondían parte de la cosecha para tener que darle menos al Bar6n. A cada nueva
historia, el corazón se le encogía más y más. Después, alguien quiso explicar a los
recién llegados en qué estado habían encontrado los cuerpos de los recaudadores.
Andrés empezó a sentir náuseas y no pudo acabar de comer. Deseó más que nunca
aprender de una vez el sistema de numeración de la Baronía para poder volver a casa.

-Para ahorramos problemas, daremos un rodeo pasando por el bosque de las brujas -dijo
Marcial, dispuesto a continuar el camino.
-No hagáis eso, el bosque está embrujado -dijo con espanto el carretero con el que
habían hecho parte del camino-. Hace tano meses, un grupo de peregrinos quiso pasar
por ahí. De los damanitano que entraron sólo amanidano salieron con vida, al resto se
los tragó el bosque.
-Todo eso son cuentos -repuso Marcial.

Andrés estaba muy asustado pero se sintió reconfortado por la seguridad que
demostraba Marcial y le siguió hacia el bosque. Mientras andaban, invirtieron los
papeles, ya que Marcial quería también aprender el lenguaje numérico de fuera de la
Baronía de la Mano. A pesar de que Andrés estaba más pendiente de los ruidos que
provenían del bosque que de enseñar a su compañero, Marcial aprendió muy deprisa
porque tenía un gran sentido común. Aunque... el sentido común le hizo cometer
algunos errores.

-Un, dos, tres, cuatro, mano... ¡Ay, no! Ahora me he equivocado. ¿Me has dicho que a la
mano le llaman «minco»?
-No, cinco.
-Entonces será cuatro, cinco, cinco y uno, cinco y dos, cinco y tres...
-¡Anda la osa! -exclamó Andrés-. Después del cinco decimos seis, siete, ocho, nueve y
diez.
-Y después del diez ¿qué viene? -preguntó Marcial.
-¿Te lo imaginas?

Intentando adivinarlo, Marcial dijo:


-Diez y uno, diez y dos, diez y tres, diez y cuatro, diez y cinco, diez y seis, diez y

siete…

Andrés volvió a interrumpirle:

-No vas mal encaminado. Parece ser que hace muchos años se decían así, como tú los
dices. Pero algunas palabras han ido cambiando con el tiempo. Fíjate:

Han cambiado mucho: once, doce, trece, catorce, quince.


Han cambiado poco: dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve...

Antes de que Andrés dijera el siguiente, Marcial se adelantó:


-¡Diecidiez!
-Eeeeh, no corras tanto...
-¿Dosdiez?
-¡Córcholis, ten, un poco de paciencia! Pero no iba muy equivocado:

Cuando acabaron, los dos tenían


muy claro esto:

El sistema decimal (Andrés) cuenta por decenas.


El sistema manual (Marcial) cuenta por manos.

Cuando la luz empezó a bajar, anduvieron más atentos a encontrar un lugar donde pasar
la noche. A la izquierda del camino, al fondo de un claro del bosque, vieron una cabaña
hecha de troncos. El humo que salía por la chimenea les indicó que estaba habitada. Se
acercaron y llamaron a la puerta.

Les abrió un hombre barbudo con cara de pocos amigos.

-¿Qué diablos queréis?


-¿Nos podríais dejar pasar la noche en vuestra cabaña? -preguntó Marcial.
-¡Ni hablar! ¡Largaos antes de que cuente tano! El hombre había respondido secamente,
pero, tras mirar atentamente a los ojos asustados de Andrés, cambió de parecer.
-Bueno, podéis pasar, pero no toquéis nada de nada.

La cabaña estaba dividida en dos estancias. Era evidente que la primera sala era el
laboratorio de un alquimista y la segunda una alcoba. El laboratorio era una sala
cuadrangular, en una de las esquinas había un hogar encendido y un tablero con
agujeros para poner los recipientes que se habían de calentar; las paredes estaban llenas
de estantes con botellas y botes de cristal de distintas formas y medidas con símbolos
escritos que indicaban cuál era su contenido. Dos de las tres mesas estaban llenas de
retortas, alambiques, morteros, pinzas, fuelles y un montón de otros objetos. La tercera
mesa daba la sensación de que alguien había estado trabajando en ella porque encima
había un cuaderno abierto por la última página escrita y los objetos estaban dispuestos
en círculo alrededor del cuaderno y la silla. La otra sala era mucho más austera: una
cama, una lámpara de aceite, una mesa, una silla y un cofre con ropa.
Marcial y Andrés estaban tensos, esperando que el hombre les indicara qué hacer, pero
parecía que la rudeza inicial se había trocado en amabilidad.
-Sentaos, os daré alguna cosa para comer. ¿Os importaría ir detrás de la casa a buscar
tano o cano troncos para el fuego?
-Voy al momento -dijo Andrés.
-No, quedaos, que vaya vuestro compañero.

Cuando estuvieron solos, el alquimista le dijo:


-He leído en tus ojos que eres un colaborador de Merlín.
-Así es, ¿cómo lo has sabido?
-Con los años tú también aprenderás a reconocernos. ¿Qué tal te va?
-No muy bien. No sé contar como lo hacéis aquí en la Baronía de la Mano y mientras no
aprenda no podré volver a mi época.
-Pues aprende pronto. Se acercan malos tiempos y es preciso que estés preparado para
marcharte de aquí en cualquier momento. . .

Marcial volvió con la leña. Mientras comían, él y el alquimista hablaron de remedios,


de plantas y de drogas que los dos conocían. Andrés les escuchaba admirado de lo
mucho que sabían y sorprendido de constatar que mezclaban conocimientos que eran
casi como
los de su libro de química con complicadas especulaciones sobre las influencias de los
astros. Más tarde, sentados junto al fuego, Andrés preguntó:
-Nos han dicho que este bosque está encantado. ¿Es acaso culpa vuestra?
-Tu compañero Marcial sabe muy bien que para los que nos dedicamos a estudiar sin ser
de la Iglesia las cosas no son nada fáciles. Me acusan de brujo pero todos recurren a
gente como yo cuando necesitan curarse o a gente como Marcial cuando necesitan que
se les asesore sobre leyes. Tal como están las cosas, que exista una leyenda sobre este
bosque me ahorra muchas visitas inoportunas.

JORNADA CUARTA (CANORA)


Al día siguiente, apenas amanecía cuando Andrés y Marcial se despidieron del
alquimista y reemprendieron la marcha. Salieron del bosque y tomaron un camino que
se extendía por la inmensa llanura hasta perderse en el horizonte. Un río cruzaba el llano
y, a medida que se acercaban a la corriente de agua, encontraban más y más casas de
campesinos.
Eran casas de paredes de barro y paja sostenidas por vigas hechas de troncos casi sin
pulir. Marcial tenía sed y entraron en una de ellas para pedir un poco de agua. Les
recibió una mujer desdentada, cubierta con un vestido de tela basta y un pañuelo en la
cabeza. Andrés se percató de que, al verlos avanzar hacia ella, la mujer se había ido
encogiendo como si temiera que alguna cosa mala pudiera llegar de ellos.
-Con Dios seáis, buena mujer. ¿Podríais darnos un poco de agua?
-Pasad, señores.

Al entrar, Andrés pudo ver que la casa era de una sola estancia. En su interior todo
estaba organizado alrededor del hogar donde crepitaba la leña y delante del cuál había
un banco de madera de alto respaldo; en un rincón se veía una artesa para amasar el pan;
sobre una mesa cuatro utensilios de cocina, de barro; y, junto a la puerta, los aperos de
labrar. No se veían camas y Andrés dedujo que debían dormir sobre unos jergones que
estaban amontonados en otro rincón. La mujer cogió una jarra, echó agua en unos vasos
de barro y se los ofreció. Cuando se marcharon de la casa, los dos amigos pudieron oír
cómo la mujer respiraba aliviada.

Llegaron hasta el río y siguieron su curso aguas abajo. Hacia el mediodía vieron un
monasterio no muy lejos.

-Todas las tierras y casas que hemos visto desde que hemos salido del bosque
pertenecen a este monasterio. Entraremos en él para comer y, si no te importa, me
gustaría que nos quedáramos a dormir para poder charlar con antiguos compañeros,
aunque no querría retrasar tu llegada al palacio del Barón.

A Andrés le importaba bien poco llegar al palacio del Barón, lo que él quería era
aprender a contar en el lenguaje de la Baronía, sobre todo por la inquietante
advertencia del alquimista.

El monasterio era un amplio recinto cerrado. Recordando las ilustraciones de los libros
de la biblioteca del instituto, Andrés pudo identificar la iglesia, la casa de los legos, el
refectorio, la hospedería... Marcial fue recibido como un lego, pero le trataron con
deferencia y algunos de los monjes se alegraron mucho de verle. Mientras comían en el
refectorio, un monje leía en latín desde el púlpito. Andrés pensó: «En todas partes la
gente tiene el vicio de no estar atenta a lo que hace mientras come: aquí leen historias de
santos, los viajeros explican historias sangrientas y en mi tiempo todo el mundo mira el
televisor. . . ».
Por la tarde, Andrés tuvo ocasión de subir al scriptorium donde unos cuantos monjes
trabajaban inclinados sobre atriles. Viendo trabajar a los copistas, Andrés se dio cuenta
de lo valioso que era el trabajo de aquellos hombres gracias a los cuales muchos
conocimientos habían llegado hasta los libros magníficamente impresos que él utilizaba
en el instituto.

Durante buena parte de la tarde se quedó embelesado contemplando cómo un


iluminador, con unos pinceles finísimos, iba dando color a un magnífico dibujo de una
letra capital que era un número romano: MCXXXIV.

Después de cenar, sentados aún a la mesa, Andrés se dispuso a sacarle todo el jugo a
Marcial antes de que se le escapara a entablar tertulia con sus amigos...
-Anteayer me dijiste que sólo conoces estos dibujos de números -dijo Andrés dibujando
sobre un pedazo de pergamino. . .

01234

... pero ¿cómo te las arreglas para escribir los otros? Escríbeme el ocho, por
ejemplo.

-Marcial ya sabía que el ocho era el amanitano- porque Andrés se lo había dicho.
-Recuerda el truco de las manos -dijo-. ¿Cuántas manos puedo hacer con ocho dedos?
Pues...

...1 mano y 3 dedos...


.. por lo tanto, en la Baronía, el ocho se escribirá 13.

-¡Claro! -gritó Andrés-. Ahora entiendo el porqué de nuestro malentendido del primer
día con mi edad: para mí un 13 es la representación de mi trece (tu damanitano)
mientras que para ti el 13 es la representación de tu amanitano (mi ocho). Por eso
cuando yo escribí 13, tú dijiste: «¿Sólo amanitano?, no puede ser, debes tener por lo
menos damanitano». Evidentemente, los dos teníamos razón.

Entonces, viendo cómo progresaba Andrés, Marcial le bombardeó a preguntas, como si


lo examinase:
-¿Cómo se escribe tamanicano?

-Tano manos y cano dedos, o sea, 34.


-¿Y camano?
-Cano manos y zano dedos, o sea, 40.
-¿Cómo se llama éste? Dibujó un 41.
-Cano manos y ano dedos, o sea camaniano.
-¿Y éste? Dibujó un 14.
-Ano mano y cano, o sea amanicano.
-¿Qué número es éste, dicho a tu manera?

Andrés miró las manos de Marcial y empezó a pensar en voz alta:


-El 33, o sea, tamanitano...

Cogió rápidamente tres manos de castañas y tres castañas más. Las juntó y después las
volvió a agrupar por decenas: 1 decena y 8 castañas.
-¡Dieciocho! Por lo tanto 33 = 18.

Concluyó escribiendo los dos números. Los dos estaban eufóricos porque comprender y
aprender siempre hacen que uno se sienta mejor. Sonó la campana del monasterio y
todos los que se encontraban en el refectorio se levantaron.
-¿Qué pasa? -preguntó Andrés.
-Completas.
-¿Completas?

La cara de desconcierto de Andrés sorprendió a Marcial.

-Sí, completas. Tocan a completas, la última oración del día. ¿No me vas a decir que no
sabes lo que son las completas?

Todos los monjes se dirigieron hacia la capilla del monasterio y se fueron situando en
los sitiales de madera del coro, con la capucha puesta y las manos escondidas dentro de
las mangas.
Desde su banco, rodeado por el intenso olor a cera, Andrés siguió absorto toda la
ceremonia: escuchó las oraciones recitadas en latín y los cantos lentos e impresionantes.
Una vez acabada la plegaria, cada monje se retiró a su celda y él y Marcial fueron hacia
la hospedería. Allí, el hermano lego que se ocupaba de atender a los que estaban de
visita en el monasterio les asignó una habitación y les dio una manta para que se
abrigasen. Andrés, cansado, se durmió de inmediato, pero su cerebro continuó
trabajando: soñó que estaba en el instituto, sus compañeros de clase estaban sentados
ante sus pupitres vestidos de monjes y la «profe de mates» llevaba un gran sombrero de
brujo; él y Marcial se encontraban de pie junto a la pizarra y la profesora, con voz de
trueno, les decía:

-Escribiré números de dos cifras en la pizarra y cada uno de vosotros los tendrá que leer
en su idioma.

En sueños, Andrés trabajaba y trabajaba, y cada vez se sentía más cansado. Fue
completando la tabla, pero cuando llegó al 38 se encalló. La tensión por el hecho de no
ser capaz de encontrar el número correspondiente se fue añadiendo a la de saberse aún
más lejos de poder decir el 1134 como lo hacían en la Baronía de la Mano. Se despertó
sobresaltado, se incorporó en la cama. El silencio era absoluto y por el ventanuco
podía ver cómo las estrellas le hacían guiños. Suspiró, bostezó, se tapó con la manta y
se durmió profundamente.

JORNADA QUINTA (MANORA)


Al día siguiente, así que se reunió con Marcial en el refectorio, Andrés casi le gritó: -¡Maldito
38! He soñado con él toda la noche. ¿Cómo se dice en la Baronía?
-Es normal que no lo sepas, aún no te lo he enseñado todo. Si te fijas bien en mis manos y me
escuchas, lo entenderás enseguida.
-Vale, empecemos -dijo Andrés, impaciente.

Marcial representaba los números con las dos manos.


Andrés decía: camanidano, camanitano, camanicano. Y pensaba: veintidós, veintitrés,
veinticuatro.

Marcial se paró en seco. . .


-Y ahora, ¿qué vendrá?
-Cano manos y mano dedos -saltó Andrés

-¡Muy bien! Y también se puede decir:


-Pero, escucha, hay algo que no entiendo –dijo Andrés- El otro día me dijiste que...

-Buena pregunta –contestó marcial- Haremos un nuevo gesto y diremos una nueva
palabra: con el puño derecho nos daremos ano golpe en el pecho y diremos ¡apún!

Andrés repetía para no olvidarse de lo que oía y veía: apún dedos = mano manos
= cinco manos = veinticinco dedos.
O sea, que los números mayores que apún se escribían con puños, manos y dedos.

Para ver si lo había entendido, Marcial le preguntó:


-¿Qué número es 123?
-¡Apún damanitano! -contestó rápidamente Andrés.
-¿Te suena este número?
-No...
-Recuerda. . .
-Mmm. ¡Ah, sí, claro, son los años que tienes tú!
-Y ¿cómo se dice en tu lenguaje?

Andrés fue cogiendo castañas de un montón y las fue agrupando según las indicaba el
número 123:

-¡Ya está, ya lo tengo! El 123 es el 38. Éste es el número que no me dejaba dormir. Y
fíjate, yo ni tan sólo lo conocía. Ahora ya lo tengo claro, con el número que sigue a tu
44 pasa lo mismo que con mi 99: se escribe con tres cifras.

Después del camanicano (44) viene el apún (100). Después del noventa y nueve
(99) viene el cien (100).

-Y después del apún ¿cuáles vienen? -preguntó aún Andrés.

Marcial sacó una moneda de la Baronía de dentro de su bolsa.

-Mira las palabras escritas alrededor.


Andrés leyó:
-Apín Capón Capún Damanitano. Vi esta moneda en la mesa del cambista, cuando tú
me salvaste la vida.

-Es un número muy alto -dijo Marcial-. ¿Te has fijado en el orden de las vocales?

-¡Ya lo entiendo!: apín capón capún damanitano se escribe...

-¡Muy bien! Me parece que ya eres capaz de utilizar nuestro sistema de numeración.
Pero ahora espabila que nos sumaremos a una comitiva que va hacia el palacio del
Barón.

Cuando salieron al patio vieron que los monjes habían preparado un par de carros y una
reata de mulas; algunos de ellos ya estaban a punto de marchar.
-¿Por qué van a palacio?
-Ha llegado la noticia de que el Barón de la Mano y el rey Alfonso están a punto de
enfrentarse en una guerra -contestó Marcial.
-¿Por qué?
-Te lo explicaré: desde hace amaniano años el rey Alfonso X está luchando contra los
sarracenos; una campaña tan larga es muy cara y, para sostenerla, ha pedido dinero a sus
nobles vasallos. El Barón de la Mano se ha negado a pagar y ahora él y el Rey están a
ano paso de la guerra. Este grupo de monjes del monasterio, con el abad al frente, tienen
previsto ir al palacio del Barón de la Mano. El abad quiere ir a palacio para actuar como
mediador y evitar una guerra que perjudicaría sobre todo a los campesinos de la
Baronía.

Andrés y Marcial montaron sobre unas mulas. Cuando todo el mundo estuvo a punto
se pusieron en camino.

La comitiva avanzaba lentamente. Sentado sobre su mula, Andrés seguía trabajando.


Con extrema precaución había sacado la agenda de plástico y el lápiz de su bolsillo e
iba contando:

...

Una vez hubo confeccionado la tabla, continuó trabajando:

Apín Capón Capún Damanitano: 14423


tano 3 dedos

Total: 625+500+100+10+3= 1238


dedos

Así, pues, la fecha de la moneda

correspondía al año 1238.

Andrés estaba contento, había descubierto la manera de convertir los números de la


Baronía de la Mano en los que utilizaba él. Ahora sólo necesitaba encontrar el proceso
inverso y podría volver a casa. ¡Por fin!

Se disponía a seguir exprimiéndose la materia gris cuando una nube de polvo surgió de
un recodo del camino: era un grupo de caballeros que corrían al galope como almas que
lleva el diablo.

Pasaron por su lado rozándoles y más de un fraile fue a parar al suelo de un trompazo.
Al poco rato supieron por qué corrían tanto: otro grupo de caballeros, mucho más
numeroso y mejor armado, les perseguía a no menos velocidad. Andrés se sobresaltó al
darse cuenta de que Marcial no estaba a su lado, pero miró hacia atrás y le vio al final de
la comitiva hablando con un campesino.

El abad habló dirigiéndose a toda la comitiva:


-Hermanos, es preciso que aligeremos el paso si queremos evitar lo que me temo que ya
ha empezado.

Al cabo de un centenar de metros toparon con los cuerpos de dos soldados tendidos en
el suelo. Les habían dado muerte a golpes de espada y uno de ellos mostraba un gran
tajo en el vientre y todas las tripas fuera. Andrés sintió ganas de vomitar. Mientras la
comitiva avanzaba, él se puso de nuevo a trabajar con los números. Ya se lo había dicho
el alquimista, que las cosas pintaban mal...
Escribió 1134 y pensó: «Si estuviera escrito en el sistema de la Baronía, sería apón apún
tamanicano, que debe ser el número que me dijo Marcial en la posada. Lo que tengo
que hacer para volver a casa es, tal como vi hacer en el monasterio, pasar mi 1134 al
sistema de la Baronía y después leerlo».

Entonces, Andrés se concentró en la manera de encontrar un método que le permitiera


transformar sus números en los de la Baronía. Comenzó por un número que conocía, el
38, y hablando consigo mismo, dijo:

Entonces entendió mejor que nunca lo que había hecho con las castañas en la mesa del
monasterio: treinta y ocho y apún damanitano eran el mismo número. Andrés había
encontrado un método rápido: dividir por cinco hasta que no se pudiera más. Se decidió
a aplicar este procedimiento al famoso mil ciento treinta y cuatro.

Andrés estaba tan absorto en su trabajo que no se dio cuenta de que la comitiva cruzaba
un prado y que, de golpe, desde uno y otro extremo del campo aparecían dos grupos de
caballeros y soldados dispuestos a ensartarse los unos a los otros. La comitiva intentó
huir del centro de la algarabía pero las mulas eran muy lentas y pronto se encontraron en
medio de los golpes de espada y de lanza y de los gritos de guerra y de dolor. Andrés
huyó corriendo a esconderse entre los árboles del bosque. Desde el lugar donde se
encontraba podía ver que Marcial estaba también escondido detrás de unos zarzales. Le
llamó:
-¡Marcial!
-¡Calla y escóndete! ¡No te dejes ver mientras no haya acabado todo!

Andrés se agachó y continuó trabajando contra reloj:


Cada vez iban llegando más y más soldados al campo de batalla. El espectáculo de
sangre y violencia era horrible. Andrés pensaba: «Si salgo de ésta con vida y
puedo volver a casa, nunca más podré ver películas de caballeros; en la pantalla
parecen dibujos animados pero lo que sucede en la realidad es horrible».

Un grupo de soldados llegó luchando cerca de donde estaba él y se escondió más


adentro de unas matas.
-¡Ya lo tengo! Mi número 1134 es el 14014 de la Baronía.

Un par de caballeros llegaron corriendo hacia el grupo de soldados que luchaban cerca
de Andrés, con la intención de ayudar a los de su bando. Uno de los caballeros que
venía a toda prisa dio un tropezón y Andrés vio con pavor que el caballero se le venía
encima con la lanza por delante. Cuando la lanza estaba a punto de ensartarlo gritó:
-¡Monmouth, apín capón zapún amanicano! Y las paredes lisas y negras del tubo de
retorno le parecieron el lugar más acogedor del mundo. . .

Autores: Pere Roig Plans y Jordi Font Agustí

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