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UN TRÁGICO CARNAVAL

EN «EL PARANASILLO», TRAS EL ENTIERRO

NOTAS DEL AUTOR


Larra, 1837

Paco Climent
UN TRÁGICO CARNAVAL

Es un hombre, joven, de cara aniñada, sentado en un poyete de piedra bajo un farol. Ahora
ha tomado un lápiz y colocado una carpeta sobre sus rodillas mientras, a su alrededor, el
mundo, como una olla en ebullición, hierve y humea sin aparente fin. ¿Escribe, levanta acta
notarial de lo que sucede en la calle?

No; dibuja lo que ve. Con una agilidad pasmosa pasa a sus cuartillas las actitudes, las ropas,
algún detalle que centre lo que allí sucede.

Ha plasmado en sus papeles volanderos todo lo que el Carnaval da de sí desde las


sociedades danzantes de la calle de la Sartén y los abigarrados comparsas revueltos por
entre los espaciosos salones del café de Solís, hasta los bailes más modestos pero más
divertidos del café de La Fontana que, por estar en el mismo centro de la ciudad de Madrid,
es el más visitado.

Todo se mueve, el mundo parece bailar a su alrededor. Pero él no puede sumarse al


jolgorio; está agotado y por eso ha buscado algo de reposo en ese improvisado asiento. El
físico no le aguanta a pesar de su edad, apenas treinta años.

Vuelve a toser, ¡maldita sea! Y siente frío. La tarde se ha cubierto en un oscuro celaje a la
que se añade el cierzo que viene del Guadarrama. La noche fría, de invierno, está al caer.

—Es hora de volver a casa…

¿A casa? ¿Al hogar? ¿Al caserón de la plaza de San Ildefonso dominado por una doña
Micaela, su madrastra, tocada de continuo con su pañoleta verde que es como el símbolo de
su autoridad indiscutible? Además, su padre, don Valentín, todavía no habrá llegado. Lo
normal es que anduviera con su amigo Diego Rabadán, el dueño de una librería de viejo
situada en la Plaza de las Descalzas Reales. Es su padre un hombre poco fiable que lo
mismo se deja un dinero que no tiene en un libro valioso, que mueve sus amistades para
que le publiquen un verso, no precisamente de carácter liberal, en el Diario de Madrid. Sin
madre, que murió al nacer él y sin hermanos, Leonardo Alenza y Nieto, de oficio dibujante y
grabador e iniciado ya en una prometedora carrera de pintor, se siente, muchas veces, solo.

Volver a casa supone esperar la inevitable y temida pregunta de su madrastra: «¿Has


vendido algún dibujo, hijo?». Y ese «hijo», en su voz poderosa y amenazante, suena casi
como un insulto.

Le saca de sus oscuras cavilaciones la presencia siempre animosa de su jefe y amigo Ramón
de Mesonero Romanos. Aunque apenas cuatro años mayor que él, Mesonero provoca en
Alenza un sentimiento de seguridad casi paternal. Su aspecto regordete, sus lentes
perennes, sus maneras amables, transmiten una bonhomía que, el siempre lánguido Alenza,
agradece en el alma.
Además está el trabajo. Mesonero, tan enamorado como Leonardo de ese Madrid castizo, de
esa corte de caleseros, músicos ambulantes, mozas de cántaro, majos de dudoso oficio y
demás fauna callejera, ha puesto en pie un ambicioso proyecto que ha titulado Semanario
Pintoresco Español.. Entusiasmado por la maestría con que Alenza capta esos tipos y
ambientes, le ofreció colaborar en la revista. Leonardo aceptó sin dudarlo, aunque tuvo que
aprender primero la técnica del grabado en madera pues Mesonero, siempre con su pasión
modernizadora, quiso introducir esta novedad en la prensa madrileña. En ese ambiente de
papel, tinta, buril y prensa, Leonardo encontraba el calor humano que, desde luego, no
hallaba en su casa.

—¿Don Ramón, usted a estas horas y con este frío por la calle?

—Le tengo dicho que no me llame don Ramón, Alenza. Le recuerdo que soy casi tan mayor
o tan joven como usted; y a su pregunta le contesto con otra pregunta: ¿es que no se ha
enterado de lo de Larra?

—No sé a qué se refiere.

—Pues que Larra ha muerto, ¡se ha suicidado!

Leonardo Alenza se ha levantado para saludar a Mesonero pero tiene que sentarse de
nuevo al escuchar la noticia.

—Sí, es brutal el asunto, pero así ha sucedido; ayer por la noche en su casa y delante de una
de sus hijas, dicen. De un pistoletazo en el corazón

—¡Qué barbaridad! Pero ¿por qué, Ramón? Si lo tenía todo; era un triunfador…

—Pues, así es la vida, amigo mío. Esta mañana se presentó don Manuel Delgado, ya sabes, el
conocido editor, diciéndome que la noche anterior, es decir, la de ayer día 13, justo la que
había estado en mi casa, se había suicidado Larra en su propia vivienda de la calle de Santa
Clara. Delgado y otros amigos se estaban encargando de tributarle los fúnebres honores,
para lo cual buscaban, por suscripción, los fondos necesarios. Ahora vuelvo de la parroquia
de Santiago donde se exponen sus restos hasta que mañana tarde se entierren. En fin,
Alenza, parto sin ningún ánimo, la verdad, en dirección a la imprenta, pues tengo pendiente
unas pruebas del último número del Semanario…

—Si no te importa, Ramón, te acompaño un rato y quizá, luego, me acerque a la parroquia


de Santiago.

A buen paso los dos jóvenes dejan atrás la Carrera de San Jerónimo y toman la calle de
Carretas. Alenza se ha sorprendido del grado de intimidad de Mesonero con el difunto
poeta y así se lo hace saber.

—Mucha gente cree que ustedes no eran precisamente amigos. Como los dos hacían crítica
de costumbres en sus artículos…
Mesonero se para un instante para limpiar el cristal de sus lentes que no cesan de
empañarse por la manta de humedad en descenso sobre el caserío de Madrid. A
continuación, se pone en marcha y sigue con sus recuerdos.

—Fíjate, Leonardo, en el año 33 tuve que suspender, por unos meses, mi trabajo en la
revista para realizar un viaje por varias capitales europeas. Pues bien, fui, yo mismo, quien
convenció al director para que Larra fuera mi sustituto. Por cierto, en la reunión celebrada
a continuación en el Café del Príncipe, se buscó un seudónimo para mi amigo. Ya sabes que
los escritores humoristas tenemos la costumbre de no firmar con nuestro verdadero
nombre. Después de varias propuestas chuscas se votó el nombre de «Fígaro» propuesto
por el empresario Grimaldi. La verdad es que a mí no me gustó mucho. Es como si un
francés firmara con el seudónimo «Sancho Panza». Ese día nació entre los dos una sincera
amistad y sin roces. Sus escritos rezumaban una crítica más visceral: los míos, tus los
conoces bien, son más amables, no pasan de irónicos…

Alenza se detiene porque han llegado a la confluencia de la calle de Carretas con la más
estrecha de la Bolsa. Ha tomado la decisión de dar un último homenaje a Larra. Se despiden
afectuosamente; se verán en el entierro al día siguiente.

— Si te parece, Alenza, quedamos mañana a las tres en la Fuente de la Mari Blanca.

El pintor callejea hasta llegar a la Plaza Mayor, la atraviesa en diagonal para salir a
Platerías, luego a la calle Santiago y por fin a la plaza del mismo nombre. Delante de la
iglesia, un templo al que Alenza nunca ha prestado mucha atención, construida un cuarto
de siglo atrás con un estilo arquitectónico poco atractivo, se agolpa una verdadera
multitud. Tal parece que toda la juventud madrileña de cierto rango se ha dado cita allí. Es
un verdadero espectáculo, tanto que la mayoría de los balcones con vistas a la plazuela
están colmados de curiosos.

Mientras duda si entrar en la iglesia, se le acerca un vecino del barrio y le murmura con
ademanes de conspirador.

—Menos Espronceda, que se encuentra enfermo, están todos: García Gutiérrez, Ventura de
la Vega, Julián Romea, Grimaldi, que sé yo…

Es el doctor Lizandra, un viejo médico militar, ya retirado, pero que todavía ejerce de
galeno para algunas familias del vecindario.

—Don Antonio, usted aquí. No le hacía precisamente próximo al finado.

—Y no lo era, no lo era. Pero hace unas semanas me lo presentaron y ya ve, aquí estoy. No
es solo curiosidad malsana, no. Como médico me interesa mucho estudiar qué misteriosa
fuerza mueve a las persona a quitarse la vida. En fin, ya hablaremos de todo esto con más
tranquilidad. Tengo prisa.

Y desaparece entre la masa de congregados ante el templo.


Alenza, que no ha entrado nunca en esa iglesia, está a otras cosas, por ejemplo, a ver sus
tesoros. Le interesa conocer el lienzo de Francisco Ricci titulado Santiago matamoros del
que tiene buenas referencias. Pero antes de iniciar el recorrido pictórico, piensa que
primero debe rendir visita al cuerpo yacente de Larra. Como está expuesto en la cripta,
desciende sus escalones hasta encontrarse con el ataúd colocado sobre un túmulo, rodeado
de candelabros encendidos que dejan ver perfectamente el demacrado rostro del poeta. Ha
sido amortajado con levita, corbatín y pantalón de riguroso negro, lo que le da un aire a que
se ha dormido en un momento de aburrimiento: no parece muerto. Para Leonardo Alenza,
la señal de que Larra es un cadáver, la percibe al observar que su levantado tupé a la
inglesa, sin duda uno de los rasgos más característicos del periodista, yace lacio y triste
sobre su frente. Larra, vivo, nunca se hubiera permitido ese descuido.

Alenza se siente agotado por momentos y decide dejar la visita artística para otro día y
volver a casa. Al salir, el joven se rinde al sentimiento morboso de atravesar la calle de
Santa Clara para pasar frente al domicilio del finado. Siente un escalofrío; no ha sido una
buena idea.

Decide tomar cuanto antes la Corredera Baja de San Pablo que le llevará a su hogar, ¿su
hogar? Alenza comienza a arrastrar los pies muy cansado al tomar la algo empinada calle
de San Joaquín. Vislumbra, ya con la noche cerrada, la iglesia de San Ildefonso, y tiembla
más de lo que el frío reinante parece exigir. Sus nervios intuyen el recibimiento de doña
Micaela; con ese timbre de voz que intenta ser amable y que resulta amenazador. Y,
desgraciadamente para el artista, sus peores presentimientos se cumplen.

— ¿Has vendido algún dibujo, hijo mío?

II

—Padre, no me esperen para almorzar. Me voy al Café de Levante a entregar un encargo; ya


tomaré allí un tentempié.

—Leonardo, no sé por qué me dice mi olfato que te vas a apuntar al entierro de ese impío
de Larra.

—Con su permiso, sí, padre.

—Y para colmo he oído que van a darle sepultura en tierra sagrada. ¡Un suicida en tierra
sagrada! ¡Ah!, maldita revolución. ¡Si don Fernando VII levantara la cabeza, verías a dónde
iban a parar todos esos liberales!
Leonardo Alenza prefiere no entrar en disputa política con su padre. Desde que se apuntó,
hacía casi un año, al batallón de la Milicia Nacional de su barrio, el distanciamiento con su
padre, aferrado a las ideas más absolutistas, ha sido total. Leonardo, aún no comprende
cómo ha sido capaz de enrolarse en la Milicia, sabiendo lo que eso significa para doña
Micaela y su padre. Pero lo hizo porque, dentro de un cuerpo frágil, Alenza atesora pocas
pero fuertes convicciones: que todos somos iguales y que las libertades deben ser el
sustento de la vida pública.

Envuelve como puede el cuadrito destinado a sumarse a otros, también de su mano, que
adornan las paredes del Café de Levante. Y con una ligera inclinación de cabeza, se
considera despedido de su padre.

El encargado del café alaba su obra y le invita a sentarse en un velador. Está invitado a un
refrigerio; otro día arreglará cuentas con el dueño, le dice.

Sobre la silla, alguien ha dejado un ejemplar de El Eco del Comercio. Se le ocurre comprobar
si hay alguna referencia al fallecimiento de Larra. Un recuadro en la cuarta y última página
del periódico es el único texto que encuentra. Dice así.

«A las ocho menos cuarto de la noche de anteayer se suicidó, de un pistoletazo, nuestro


distinguido escritor don Mariano José de Larra, bien conocido en el mundo literario por sus
muchas y preciosas producciones, y cuya pérdida habrán de lamentar eternamente todos los
que sepan apreciar nuestras glorias literarias, que tanto lustre han adquirido con las obras de
este desgraciado joven. No nos atrevemos, por delicadeza, a manifestar la causa que ha
motivado esta catástrofe.

Noticiosos sus muchos amigos de que había de enterrarse su cadáver en la mañana de hoy en
sepultura de misericordia, por no haberse dado disposición alguna por ninguno de sus
parientes para que se efectuase con el decoro debido a uno de nuestros primeros ingenios, se
decidieron a costearle su entierro y sepultura, que tendrá efecto a las cuatro de la tarde de
hoy, salido de la iglesia de Santiago, donde está depositado, acompañándole hasta su última
morada la juventud literaria de Madrid».

Deja el periódico y mira a su alrededor. Como siempre, el café está lleno de jugadores de
damas, ajedrez y dominó. Si alguien busca en Madrid renombre en esos juegos, debe pasar
por allí. Termina el almuerzo cerca de las dos y se encamina con tranquilidad a la cita con
Ramón de Mesonero en la Puerta del Sol.

Los jóvenes acuden puntuales a la cita. Mesonero llega con abrigo y con un paraguas
colgado del brazo, pues la mañana estuvo aguada. Alenza sonríe: Ramón, con aquel abrigo
de tipo inglés, con sobrecapa, seguramente producto de algún viaje por el extranjero, y el
paraguas, más parece un sesudo funcionario que un joven escritor costumbrista. Le da
cierta envidia: el solo puede exponer su vieja levita al inclemente frío de febrero.
La Puerta del Sol cambia del bullicio a la quietud según la hora que marca la jornada del
comercio. Justo en el momento en que los amigos se han citado, la plaza se ha vuelto a
animar por ser la hora de cierre de las operaciones de Bolsa en la calle de Carretas y, por
tanto, la salida en tropel de los que han aspirado a enriquecerse con un golpe de suerte. Los
jugadores cruzan a las aceras de la calle del Carmen. Allí forman ruidosos corrillos y
comentan los últimos chismes bolsísticos, repasan la crónica política y social de la capital y
galantean a cuantas señoras se apañan en hacer sus compras vespertinas.

Los dos amigos se alejan de aquel barullo y embocan la calle del Arenal. Se han olvidado de
que es miércoles de Ceniza y que el Carnaval de 1837, aunque llega a su fin, todavía alienta
en las máscaras que circulan por el centro de Madrid. Pequeños féretros con sardinas
cruzadas pegadas en la tapa son cargadas por estudiantes vestidos de luto. Detrás, la
comparsa entona cantos fúnebres siguiendo el cortejo de la difunta señora Sardina.
Máscaras y cabezudos bailan sin parar. Otras amenazan a los viandantes con sus grandes
cucharas de madera que serán utilizadas al llegar sus porteadores a las riberas del
Manzanares y montar su particular entierro de la Sardina. Allí, pugnarán por ser los
primeros en meterlas en las ollas, en las que no faltarán bacalao o cordero, en compañía,
eso sí, de mucho, mucho, tinto de Valdepeñas. La tarde no es propicia para este jolgorio,
pero a la juventud de Madrid parece no preocuparle demasiado que los ribazos del
«aprendiz de río» estén inoportunamente encharcados.

Cuando Alenza y Ramón Mesonero llegan a la plazuela de Santiago, parece que se han
mudado de ciudad: la alegría y el desparpajo de las comparsas de un minuto antes se ha
trocado en grupos de grave compostura.

—Me da que esto se pone en marcha. Dejemos la puerta libre, Leonardo.

Así lo hacen buscando acomodo en el lado de la fachada que forma esquina con la calle de
Santa Clara, precisamente donde se encuentra la última morada del fallecido. No hace falta
poner mucha atención en lo que se dice en los corrillos de alrededor para darse cuenta de
que el pueblo madrileño ha dictado sentencia: Mariano José de Larra, de 28 años de edad,
se ha dado muerte con un pistoletazo al corazón porque no ha podido soportar que su
amante de los últimos años, Dolores Armijo, le haya dejado definitivamente y vuelva con su
marido, el señor Cambronero, militar, que se encuentra destinado en Filipinas.

—¿Pero tú, amigo Ramón, que un hombree como Larra, el periodista mejor pagado de
España, el crítico literario temido y adulado, el favorito de las damas, el elegante que es
envidia de salones y cafés, entiendes que se pegue un tiro? Si es así, yo que soy un pintor
sin casi encargos, un joven con una salud de viejo, al que las mujeres ni le miran, ¿no
debería ser yo y no él, quien hubiera dicho basta a esta existencia cruel y engañosa?

—Vamos, Alenza, no exageres, que he visto tu decoración del Café de Levante y me ha


gustado mucho. Y no digamos el cuadro que el año pasado expusiste en la Academia, La
muerte de Daóiz creo que se titulaba. Sabes lo que te digo, «amargao», que eres un
«amargao», pues ese óleo era digno de don Francisco de Goya y Lucientes. Como lo oyes.

Leonardo responde a su amable director, con una sonrisa.


Parece que el cortejo fúnebre se ha formado y la carroza mortuoria inicia el trayecto hacia
el cementerio del Norte; ya no es momento de seguir hablando.

La comitiva enfila la calle de Santiago. El carro fúnebre aparece sumergido en un mar de


coronas de flores sobre un lecho formado por ejemplares de las obras del escritor. El gentío
se aprieta en las aceras. Cuando el cortejo desemboca en la calle Mayor, los curiosos buscan
otros quehaceres y la manifestación de duelo se reduce a la carroza fúnebre y a una escolta
de caballeros vestidos de riguroso luto caminando detrás. La gente del común, se les queda
mirando con curiosidad según pasa la carroza. «Alguien importante la la «espichao»,
comenta uno. Algunas máscaras de carnaval detienen su jolgorio por respeto al finado.
Cruzan la Puerta del Sol y suben por la muy animada y comercial calle de la Montera hasta
embocar en la de Fuencarral, que los llevará directamente al Cementerio General del Norte.

Minutos después, la comitiva penetra en el camposanto. El reloj de una parroquia cercana,


recuerda a los presentes que son las cuatro de la tarde. El cielo sigue encapotado,
amenazando con retomar las lluvias mañaneras. Hace frío.

Tras un rápido responso, el féretro de Larra es transportado hasta la sepultura. Larra no es


un mortal cualquiera y sus amigos allí presentes no están dispuestos a despedir
vulgarmente al que no ha sido nada vulgar en vida. Un momento antes de que los
empleados introduzcan el ataúd en el modesto nicho, se adelanta un elegante joven y pide
unos minutos para dedicar un último recuerdo al poeta muerto. El silencio está cargado de
una profunda pesadumbre.

— Es Mariano Roca de Togores, amigo de Larra. También quiere ser escritor —comenta el
siempre informado Ramón.

No es el único que lee cuartillas ante el cadáver de Larra. Los dos amigos, que apenas han
oído el discurso de Roca de Togores, se mueven para encontrar mejor acomodo al
reconocer Mesonero a quien espera turno para homenajear al poeta.

—Es don Juan Esteban de Izaga, el director de El Español. Es el último periódico en el que
escribió Larra. Allí le publicaron sus más famosos artículos.

La cercanía al orador les permite escuchar perfectamente la necrológica.

«Anteanoche ha tenido fin la existencia de un gran amigo, colaborador de nuestro periódico,


don Mariano José de Larra. Quizá no haya persona de las que pertenecen a la España
ilustrada que no conozca este nombre; quizá no haya uno que conociera bien al sujeto que lo
llevaba. Fígaro, el escritor que hacía asomar la risa a los labios de todos, el que se burlaba de
todo cuanto el mundo admira y aplaude, no reía.

Fígaro tenía un talento demasiado claro, un alma demasiado noble para no llorar, y lloraba
de continuo, y cada uno de esos artículos que el público lee con carcajadas eran otros tantos
gemidos de desesperación que lanzaba a una sociedad corrompida y estúpida que no sabía
comprender. Descanse en paz».
Tras otros intervinientes, todos con ademanes sombríos y con frases algo reiterativas del
calado de «Cuya pérdida habrán de lamentar eternamente todos los que sepan apreciar
nuestras glorias literarias, que tanto lustre han adquirido con las obras de este desgraciado
joven…», los albañiles se disponen a sellar el nicho del finado.

En ese momento, un jovenzuelo, escaso de talla, con un aspecto frágil, con quien Alenza se
siente identificado, sale de la oscura multitud que se aprieta en esa zona del camposanto y,
aprovechando la débil claridad que aún permite una cierta visión, se aparta la lacia melena
de la cara y con voz segura y bien modulada, comienza a leer este poema:

Ese vago clamor que rasga el viento

Es el son funeral de una campana

Vano remedo del postrer lamento

De un cadáver sombrío y macilento

Que en sucio polvo dormirá mañana.

Todos los presentes, casi todos amigos del poeta muerto, quedan conmovidos tras esta
primera estrofa. El joven autor, según continúa recitando, se emociona, los ojos se le ciegan
de lágrimas, hasta el punto de que Roca de Togores, tiene la inteligencia de hacerse con el
escrito y terminar de leerlo.

Ahora sí, los albañiles finalizan con su trabajo y el duelo, cada vez menos silencioso, se
mueve como una mancha compacta y negra, fantasmal, calle Fuencarral abajo. El murmullo
se ha convertido en una misma pregunta que salta de un corrillo a otro.

—Pero, ¿quién es ese muchacho? ¡Menudo poetazo está hecho!

Alguien más enterado pone en común lo único que sabe: que el muchacho aún no ha
cumplido los veinte años, que es de Valladolid y que se llama José Zorrilla.

Alenza y Mesonero se encaminan también hacia la salida, no sin detenerse por los
continuos saludos que recibe el muy popular Mesonero.

Cuando salen al exterior, una semioscuridad violeta se ha apoderado del lugar dándole una
cierta pátina fantasmal. Los dos amigos aprietan el paso para salir del camposanto justo
cuando los empleados cierran la verja de entrada. Sus goznes chirrían lastimosamente,
como doliéndose de soportar, día y noche, la cruz de grandes dimensiones que anuncia el
carácter sagrado de aquel recinto
—Leonardo, estoy tieso de humedad. Te invito a un ponche en el primer café que
encontremos.

La propuesta de su amigo y jefe le parece a Leonardo Alenza y Nieto la mejor manera de


dar por terminado el fúnebre miércoles de ceniza del año del Señor de 1837.
EN «EL PARANASILLO», TRAS EL ENTIERRO

El café al que acceden es un modesto establecimiento, antigua botillería de barrio. Buscan


una mesa en un rincón algo apartado del parloteo de los parroquianos. Piden sendos vasos
de ron; hace frío.

—¿Les molesto si me siento con ustedes?

Alenza reconoce al instante la voz del recién llegado: es el doctor Lizandra.

—Estaremos encantados, don Antonio —responde Alenza levantándose del asiento. Le


presento a mi amigo, el escritor y periodista Ramón de Mesonero Romanos. Ramón, el
doctor Lizandra, buen amigo de la familia.

Los recién presentados se estrechan las manos.

—Por cierto, don Antonio, me había prometido contarme alguna vez como conoció a Larra.
¿Lo recuerda?

—Naturalmente, Leonardo, y nada más oportuno que este día y este momento para
hacerlo.

Bebe un trago del vaso que ya traía en la mano cuando se acercó a los dos jóvenes, se alisa
su blanca melena que le dotaba de cierto aire leonino y comienza su historia.

—Bien, yo no soy hombre aficionado al teatro y menos a estos dramas modernos que han
dado en llamarse románticos. Yo sigo fiel a los clásicos. Pero en aquella ocasión, un amigo
mío, aragonés por más señas, se empeñó en invitarme al estreno de «Los amantes de
Teruel», por aquello de que esa es su ciudad natal. A mí la obra, la verdad, me dejó bastante
frío. Pero lo bueno vino después. Mi amigo es parte de toda esa farándula que se reúne en el
Café del Príncipe, en su salón que llaman «El Parnasillo», ya saben, dónde solo entra la
«crème de la crème» de la clase intelectual. Pues bien, allí nos fuimos después del estreno,
yo, la verdad, con cierto resquemor pero con mucha curiosidad. Primera desilusión:
pensaba que el Café de Príncipe, dada su fama, sería un lujoso salón como los que abundan
en París. Pero nada de eso, lo encontré lóbrego, mal iluminado y con una atmósfera
irrespirable debida al humo de los cigarros y, quizás, a que algunos quinqués, necesitaban
urgente reparación.

—¿Y allí se encontró con Larra? –pregunta Mesonero que poco a poco se ha interesado en
el relato del doctor Lizandra.

—Sí, allí estaba, elegante, embutido en su frac de color negro, muy serio él. Se levantó
cuando le fui presentado y me llamó la atención un detalle: que era de menor estatura que
yo y no soy precisamente un hombre alto. Pero su anatomía me pareció bien
proporcionada. Me preocuparon más sus ojos que me dieron la impresión de avisar de
alguna irregularidad en la bilis, y sobre todo las bolsas moradas bajo los ojos, señales
inequívocas de excesos. Uno era evidente: el tabaco. No dejó de fumar en toda la noche. De
hecho sus dedos tenían la típica coloración amarillenta producto de la nicotina.

—Doctor— le interrumpe Alenza, con un deje de socarronería en el tono de su voz. Ha


hecho usted a Larra el pliego completo de un recién llegado a su consulta.

—Tienes toda la razón Leonardo. Ya sabes: desvarío profesional. Pero dicha mi impresión
del escritor voy a intentar contarles cómo se desarrolló el encuentro, que para mí fue muy
explicativo del desgraciado fin de Larra. Como les decía, todo esto ocurrió hace menos de
un mes en la velada posterior al estreno de Los amantes de Teruel. Exactamente, el día 18
de enero. La reunión estaba congregada alrededor del gran actor Carlos Latorre que había
interpretado uno de los papeles principales de la obra. Se sentó al lado de Larra pues,
parece ser, su admiración era mutua. Latorre debe rondar la cuarentena por lo que me
pareció algo mayor para hacer del joven Diego enamorado. Pero eso son cosas mías, la
verdad es que hizo una gran actuación.

Tras una breve pausa, Lizandra se quita el sombrero y prosigue.

—Se esperaba la presencia del autor, don Juan Eugenio Hartzenbusch, pero a los
contertulios se les veía con deseos de opinar sobre la obra recién estrenada y no se
demoraron en hacerlo. Se encadenaron dos o tres críticas acerca de las exageraciones de la
historia y, ante mi sorpresa, Larra intervino con un tono cortante. Más o menos dijo lo
siguiente: «Si el autor del drama oyese decir que el final de su obra es inverosímil, que el
amor no mata a nadie, podría muy bien responder que se trata de un hecho consignado en
la Historia, que los cadáveres se conservan en Teruel. Que las penas y las pasiones han
llenado más cementerios que los médicos y los necios. Que el amor mata, aunque no mate a
todo el mundo, como matan la ambición y la envidia. Que más de una mala nueva, al ser
recibida, ha matado a personas robustas, instantáneamente y como un rayo… Las teorías,
las doctrinas, los sistemas se explican; los sentimiento, se sienten».

Lizandra cambia de postura y gesto, y continúa.

—Se hizo un silencio ominoso en aquella saleta donde todos sabían, menos yo, que Larra
moría lentamente por un amor quebrado con una mujer casada, el cual, entre otras
contrariedades, le había supuesto la separación de su esposa y sus tres hijos. Por cierto, la
referencia que hizo acerca de que los médicos llenamos de clientes los cementerios, no me
hizo ninguna gracia. Mi amigo aragonés sacó a colación la ola de suicidios que se estaba
produciendo en España, cerca de cuatrocientos el año pasado.

Alenza y Mesonero no quitan ojo a Lizandra.

—Larra, quizás animado por su discurso anterior, volvió a tomar la palabra para hacer una
demoledora crítica a los mandos de nuestro ejército que lleva casi cuatro años
enfrentándose a la facción carlista y echando una baza a favor de esos dignos labradores
que dejan su arado para defender nuestros empleos con su sangre. Y terminó encarándose
con mi amigo: «¿No puede ser el suicidio una noble solución a esa vida perra que le espera
a nuestros quintos durante largos años, vida envuelta en la sacralizada expresión de ‘Todo
por la Patria’. ¿La patria de quién?»

Lizandra alza la voz al referir las palabras de Larra. Se detiene y vuelve a su relato de la
escena.

—Esta afirmación tensó el ambiente. Seguramente, no todos los presentes participaban de


las ideas disolventes del escritor. Entonces ocurrió algo extraordinario. Se abrió del todo la
puerta de «El Parnasillo», que había estado medio cerrada y una mujer esplendorosa,
vestida de color verde, de un tono que hacía juego con sus ojos, entró riendo, quizá con un
cierto histerismo, en la saleta. Los tertulianos enmudecimos de sorpresa. Pero aún hubo
algo más reseñable: cuando vio a Larra, su mirada se turbó y dio media vuelta. Los flecos de
su mantón me rozaron la cara pues yo estaba sentado junto al quicio de la puerta. Le oí
murmurar a uno de los dos caballeros que le acompañaban:

—Dolores ¿por qué no aprovechas que está Larra y os reconciliáis de una vez?

—No. Menudo hipócrita es…

—En esta vida hay que saber perdonar, Doloritas.

—No y no. Es un hombre que, apenas recibía un favor mío, se iba al café y a las tertulias a
contarlo. Vámonos de aquí, por favor, no puedo soportarlo.

—Creo que solamente yo oí estas palabras— precisa Lizandra. Mucho me impresionaron,


tanto como el garbo con el que la bella se dio la vuelta y desapareció entre el humo y el
ruido del salón principal del Café del Príncipe. Sí, amigos, fue una escena que nunca
olvidaré y el motivo de que me acercara a la parroquia de Santiago para ver el cadáver de
ese infortunado. Porque, dícese con razón, que es imposible se suicide alguna persona en
completo estado de salud y de juicio.

—Sí, eso puede ser cierto— dice Alenza. Pero ¿qué opina usted de eso de morir de amor?
¿Cree que es científicamente posible lo sucedido a los amantes de Teruel?

El doctor Lizandra, antes de responder a la pregunta, pide al camarero una nueva ronda de
ron, como dando a entender que lo que va a exponer necesita de un empujón alcohólico.

—Les contaré una historia que viví en primera persona y ustedes juzgarán… Hace unos
años dos hermanas, ambas jóvenes, ambas ilustres, llamaban la atención en los paseos, en
los teatros, en los salones. Como en los cuentos infantiles la mayor era fea, y rica; la menor
lindísima… y pobre. Objeto de las atenciones del gran mundo, reinas de la moda por su
alcurnia y su opulencia, tenían numerosos adoradores: unos lo eran del becerro de oro;
otros, de la belleza y de la virtud; aquellos -inútil es decirlo-, más numerosos que estos.

El doctor contempla a sus contertulios y reanuda el relato.

—Cierto militar de arrogante figura, de agradable carácter, de talento no vulgar, figuraba


en el extenso círculo que rodeaba a las dos hermanas. El corazón de Luisa, la menor, a
quien llamaré así aunque ella se llamaba de otra manera, el corazón de Luisa, digo, no fue
insensible á los atractivos del gallardo capitán, que iba de una a la otra hermana, sin acabar
de decidirse, como el vuelo incierto de las mariposas a quienes tan bien simbolizaba: hoy
parecía inclinarse a Luisa, mañana se dedicaba ostensiblemente a Rosa.

Nueva pausa de Lizandra.

—¡Ay! En aquella lucha entre el corazón y la cabeza, triunfó el cálculo del vil metal: el
militar pidió y obtuvo la mano de la opulenta heredera. Desde aquel punto, Luisa perdió los
puros colores de su rostro, la alegría de su espíritu, la tranquilidad y la salud. Ella, tan
fresca, tan lozana, se agostó en días como la flor azotada por el huracán; su cabeza altiva y
graciosa se inclinó sobre el pecho; de sus labios pálidos y fríos se escapaban con frecuencia
gotas de sangre.

Mesonero y Alenza escuchan boquiabiertos.

—La familia, asustada, convocó a toda la Facultad de Medicina, que estuvo unánime en
declarar que la joven se moría de una tisis galopante. Yo, que entonces comenzaba mi
práctica médica, era amigo de Luisa; todavía más, su confidente. Una tarde que nos
hallábamos los dos solos, me cogió tristemente la mano, que estrechó entre las suyas,
ardientes y descarnadas; y como si necesitase desahogar su corazón, me dijo con voz casi
imperceptible: «Antonio, todos creen que me muero tísica; solo tú sabrás la verdad. ¡Me
muero de amor!». Y, en efecto, unos días después, el mismo señalado para el matrimonio de
su hermana, voló su alma al buen Dios… ¡Y todavía pretenden algunos colegas que no existe
esa enfermedad y que no mata con mayor rapidez que los males físicos!

Se suceden unos instantes de silencio como si los tres contertulios se sumergieran cada uno
en sus propios recuerdos de cercanas y parecidas experiencias.

El doctor Lizandra vuelve sus recuerdos teatrales.

—Regreso a la susodicha noche del estreno. A mi amigo aragonés, para distender la fúnebre
atmósfera instalada en la saleta tras los comentarios de Larra y el despecho manifiesto de
la tal Dolores, se le ocurrió contar un sucedido acaecido en Zaragoza, Tuvo que ver con el
drama de Martínez de la Rosa titulado La conjuración de Venecia. Ustedes sabrán que se
trata de una función basada en un hecho histórico del siglo XIV: el intento, por parte del
pueblo oprimido, de acabar con el gobierno despótico de una serie de familias patricias que
tenían secuestrado el poder de la República. El final del drama suponía la derrota del
pueblo y la muerte de los cabecillas conjurados. El público recibió mal este desenlace que
era conforme a la verdad histórica, y dejo de ir por el teatro. Así que el empresario, como
salvación de su negocio, tuvo que tomarse la libertad de variarlo. Al día siguiente apareció
este texto en los carteles de teatro: «Esta noche vencerán los conjurados». Gracias a este
cambio se aseguró muchas noches con el aforo completo.

Los dos jóvenes ríen con ganas.


—Es un buen ejemplo de los tiempos revolucionarios que vivimos, don Antonio—
reflexiona Mesonero.

Alenza, animado por los sucesivos tragos de ron que le van alegrando el alma y calentando
el cuerpo, se apunta al recuerdo de estrenos teatrales. Así que, trae a colación una divertida
experiencia que había vivido en el estreno del drama Don Álvaro o la fuerza del sino, en
compañía de sus compañeros de estudio de la Academia de Bellas Artes.

—Fue hace un par de años, pero lo recuerdo perfectamente. A pesar de que el autor era el
Duque de Rivas, todo un poderoso personaje, a mi amigo y a mí nos dio la risa en las
escenas que se iban sucediendo, tan extravagantes, tan imposibles de creer, y pasamos la
representación hablando ruidosamente y tatareando aires de la ópera Norma. Y no
digamos en el momento en que suena el órgano y don Álvaro se desmaya por segunda vez.
Fue el acabose. ¿Y el horror del último acto cuando don Álvaro se suicida tirándose de una
peña? Peor que el horror, es ridículo…

—No fueron ustedes muy corteses con el señor duque –interviene, muy serio, el doctor—. A
veces la risa es sacrilegio, actitud de hombres triviales…

—Pero don Antonio, ¿ha presenciado usted esa obra? ¿No? Pues le contaré algo del final. La
escena muestra un valle rodeado de riscos inaccesibles. Al fondo de un peñasco hay una
especie de gruta, que parece una ermita. Está oscureciendo y sobre el guirigay de los
relámpagos se oye a un grupo de monjes cantar el Miserere. Desde ese risco, don Álvaro,
con cara de loco dice algo así a los frailes: «¡Yo soy un enviado del infierno, soy el demonio
exterminador… Huid, miserables ¡Infierno abre tu boca y trágame! ¡Húndase el cielo,
perezca la raza humana; exterminio, destrucción». Va y se precipita desde lo más alto del
monte. Mientras el padre guardián y los demás frailes gritan aterrados: ¡»Misericordia,
Señor! ¡Misericordia!».

—No me extraña que formarais un alboroto. Desde el punto de vista estético, es difícil de
soportar.

—¡Exacto!, Ramón. El arte no nace de acumular efectos como en esa obra; el arte es
delicadeza en el trazo, hondura en el contenido, representación fidedigna de lo que vemos a
nuestro alrededor…

—No está nada mal lo que nos has descrito, pero, ahora bien, para suicidios extraños
ninguno como el que les voy a contar.

Comienza Mesonero adoptando cierto aire misterioso inclinándose sobre la mesa y bajando
la voz hasta casi susurrar.

—Me lo contó un pintor amigo mío, que tú conocerás, Leonardo, el granadino Contreras
Muñoz. Había pintado un retrato a un caballero importante, de la contaduría de Hacienda,
creo, un tal Bernardo Posseti, no sé si le conocieron ustedes. Pues, resulta que, hace unos
meses, se enteró de que se había quitado la vida y eso que era un hombre de buena
posición. Pero lo extraño del caso no es el suicidio, sino la carta que dejó para sus hijos.
Según me contaron la carta comenzaba con la dedicatoria: «A mis amados hijos Emilio,
Laura…» y un tercero que no me acuerdo. Les reiteraba que no había tenido en vida más
norte que la felicidad de los tres, ni más agrado que el cariño con que le habían
correspondido. Pero ahora viene lo bueno. La carta terminaba diciendo algo así: «Cuando
lleguéis a la edad de la razón, mirad atentamente este lienzo, y observaréis bien marcadas
las señales de los padecimientos que acabaron con la vida de vuestro desgraciado padre».

—¿Y cuáles eran esos padecimientos?—, preguntan al unísono don Antonio y Leonardo.

—No se sabe más de lo que acabo de contar…— contesta Mesonero con el tono de voz de
quien ha salido triunfante del empeño de desconcertar a sus contertulios.

—Pero don Ramón, ¿qué aspecto tenía ese caballero? ¿Algún detalle en su rostro o en su
apariencia que diera una pista a un médico como yo para detectar ese misterioso mal?

—Nada de nada, doctor. Contreras me enseñó el retrato y en el pude ver a un elegante


caballero, de unos cuarenta años, de ojos muy azules y de bigote y perilla rojiza, vestido con
un elegante frac y chaleco blanco y, ahora me acuerdo, con una insignia o condecoración
prendida en la solapa. Eso es todo. Un retrato absolutamente normal de un hombre
satisfecho consigo mismo y con la vida…

—Bernardo Posseti… ¿Sabe? Es un reto interesante para un médico. Estoy pensando en las
nuevas teorías higienistas que llegan de Francia. En cualquier caso es un asunto
verdaderamente novelesco.

—Quizá se matara por una quiebra bolsística que no calculó. ¿Y un asunto de juego? Las
deudas de juego arrastran a muchas familias a la deshonra y la miseria.

—Deje de juzgar el comportamiento de alguien que no conocemos, Leonardo— replica


Lizandra.

El médico saca su reloj del bolsillo del chaleco y fuerza los ojos para ver la hora.

—Es muy tarde señores. Hora de volver al hogar.

—Espere don Antonio, que le acompaño. Yo también voy para casa…

Y los dos vecinos de la plaza de San Ildefonso se despiden de Ramón de Mesonero


Romanos, dando por descontado que el joven escritor, de buena cuna, se hará cargo de la
cuenta.
NOTAS DEL AUTOR

● Nace Mariano José de Larra en 1809, hijo de un médico que sirvió en el ejército del rey
José y que tuvo que huir a Francia cuando la derrota de las fuerzas napoleónicas. Su
adolescencia, es pues, francesa. Vuelve a España y, tras sus primeros éxitos periodísticos,
viaja por diversos países europeos. Conoce a Dumas, padre, y a Víctor Hugo. Con este
bagaje, no es de extrañar el pesimismo con el que, a su regreso, ve la realidad española.

● Escribe una novela histórica al estilo de Walter Scott, autor tempranamente traducido al
castellano y muy imitado por ser la Edad Media el trasfondo de sus historias. El doncel de
don Enrique el Doliente (1834) es su título. Prueba también fortuna con la escena; su drama
Macías del mismo año, es todo un grito de rebeldía. A pesar de su éxito únicamente se
representa cuatro veces. Y es que, en ese Madrid de un cuarto de millón de habitantes, sólo
una pequeña minoría se interesaba por el teatro: que una obra alcanzara treinta
representaciones significaba un reconocimiento asombroso. Pero el éxito le llega por el
camino del periodismo: «Fígaro», «El pobrecito hablador», «Andrés Niporesas» son los
seudónimos que ocultan su pluma de cirujano.

● No hay nada mejor para captar el alma de esa época, que elevó el suicidio a manifiesto
vital, que recrearse en la visita Museo del Romanticismo de Madrid, ese viejo caserón de la
calle de San Mateo, de salones y estancias arropados por mobiliario y accesorios muy de
aquellos años: oleos, grabados, litografías repletas de imágenes de castillos en ruinas,
tempestades y naufragios, seres moribundos o ajusticiados, amores y guerras medievales.
Especialmente llamativos son los cuadros que reflejan la morbosa moda del suicidio, sobre
todos los dos de Leonardo Alenza y Nieto, que tienen un tratamiento visual exagerado y
esperpéntico. En el titulado Sátira del suicidio romántico (1839), vemos a un desgraciado en
camisa que se arroja desde una peña en la que deja papeles escritos. No le basta con
arrojarse al vacío: en su mano derecha empuña una daga no se sabe muy bien con que
propósito. Al fondo un ahorcado pende de la rama de un árbol. Algunos expertos ven en
este cuadrito de Alenza una referencia al suicidio del protagonista del famoso drama
romántico Don Álvaro o la fuerza del sino cuyo autor fue el Duque de Rivas.

● En el otro cuadro de Alenza, Sátira del suicidio por amor (1839), aparece una pareja de
edad, él apuntando a su garganta con una pequeña pistola mientras ella, impasible, ni
siquiera le mira. La escena tiene lugar en un cementerio al que han traído posibles
«soluciones» a su mal de amores: libros que podemos suponer novelas románticas o
exageradas obritas de teatro, así como una espada, un puñal y una redoma con veneno para
dar fin a una situación sin salida. Una crítica bien humorada por parte del pintor.
● Leonardo Alenza y Nieto (1807) quedó huérfano de madre siendo muy joven. Dada su
innata facilidad para el dibujo, Leonardo estudia en la Academia de San Fernando, donde
recibe clases de José Madrazo y se empapa de la corriente clasicista que en Francia había
impuesto el pintor David. Pero con el tiempo, la influencia de Goya puede con otras más
lejanas, como se observa en sus óleos, en los que capta con extraordinaria habilidad tipos y
ambientes que ya había retratado el pintor aragonés. Esta verdadera radiografía del Madrid
romántico le proporciona un encargo de Mesonero Romanos para sus Escenas Matritenses,
por lo que necesita aprender el oficio de grabador que antes desconocía.

● En los años treinta del siglo XIX, Alenza ha conseguido el suficiente renombre como para
recibir encargos más sustanciosos que aliviarán la estrechez económica en la que se
desenvolvió su vida. Pinta para la parroquia de San Ildefonso, así como diversos retratos,
esa parcela artística tan demandada por la nueva burguesía enriquecida. De esa época es el
magnífico retrato del político liberal Agustín Argüelles sito en la Sala V.

● En 1842, entra como miembro de la Academia de San Fernando por un cuadro de historia
titulado La lucha entre David y Goliat. El Museo del Romanticismo posee un lienzo de
temática histórica sobre los sucesos del parque de Artillería de Monteleón, el 2 de mayo de
1808, dedicado a la trágica muerte de Daoíz, una exaltación romántica del héroe.

● No obstante, ese reconocimiento no le sacó de pobre, pues su principal dedicación, el


dibujo costumbrista y satírico, nunca fue bien valorado por sus contemporáneos. Murió en
1845, tras meses de verdadera penuria. Un grupo de amigos pagó un buen dinero a su
madrastra para adquirir sus dibujos y, que pudieran admirarse en un futuro. Un soneto de
Hartzenbusch fue su único epitafio.

● Ramón de Mesonero Romanos nació en 1803 y murió en 1882. Fue scritor de ficción y
periodista, fundador del famoso Semanario Pintoresco Español y agudo retratista de los
tipos y la sociedad madrileña de la época en obras tan conocidas como Escena matritenses y
Tipos y caracteres. En su autobiografía Memorias de un setentón (Madrid, 1881), narra sus
amistosas relaciones con Larra. Por cierto, esta obra es, junto los Episodios Nacionales de
Benito Pérez Galdós, de lectura muy recomendable para informarse sobre la vida, los
personajes y las costumbres que dieron color a la época romántica en la capital. Así narra
Mesonero sus últimos momentos junto al desgraciado escritor:
«El día 13 de febrero de 1837, me hacía una de sus frecuentes visitas don Mariano José de
Larra, el ingenioso «Fígaro», que siempre me manifestó decidida inclinación. Y en esa, como
en todas nuestras entrevistas, giró la conversación sobre materias literarias, sobre nuestros
propios escritos, sin celos ni emulación de ninguna especie, si bien asomando siempre en las
palabras de Larra aquel escepticismo que le dominaba, y en sus labios aquella sarcástica
sonrisa que nunca pudo echar de sí, y que yo procuraba en vano combatir con mis bromas
festivas y mi halagüeña persuasión. Ayer empero, le hallé más templado que de costumbre y
animado, además hablándome del proyecto de un drama que tenía ya bosquejado, en que
quería presentar en la escena al inmortal Quevedo. Y hasta me invitó a una colaboración que
yo rehusé por mi poca inclinación a los trabajos colectivos; pero en ninguna de sus palabras
pude vislumbrar la más leve preocupación extraña y le hubiera instado como otros días, a
quedarse a almorzar conmigo, si ya no lo hubiera hecho por ser pasada la hora.

Larra, que bajo el pseudónimo de «El Pobrecito Hablador», empezó a dar a la estampa varios
folletos sin período fijo, insertando artículos, o más bien sátiras, en verso y prosa, sobre
determinadas clases, tales como autores, comediantes y composiciones dramáticas,
haciéndolas extensivas de vez en cuando a la pintura de las costumbres «aunque no tengo
para ello el buen talento de mi antecesor, el Curioso Parlante» según, modestamente,
estampaba en uno de sus primeros artículos y repitió después en otros, indicando claramente
el propósito de seguir mi camino…

Algunas veces han querido comparar nuestros artículos pero como el objeto de ambos
escritores y la manera de desenvolver su pensamiento son tan diversos, no cabe término
equitativo de comparación pues mientras que el intento de «Fígaro» fue principalmente la
sátira política contra determinadas épocas y personas, yo me contengo siempre dentro de los
límites de la pintura jovial y sencilla de la sociedad en su estado normal, procurando, al
describirla, corregir con blandura sus defectos. Esto va en como para conducirle al suicidio, a
los veintiocho años de edad, mientras que a mí, ¡Dios sea lodo!, ojalá me permita cumplir
muchos lustros».

● El suicidio de Larra es uno de las fechas señaladas de nuestro Romanticismo, por la


importancia del personaje y por las circunstancias en que se produjo. La historiografía
oficial ha considerado que fue una muerte por desamor. No todos los autores están de
acuerdo: Larra no era solo un hombre cualquiera, un petimetre al uso, un pisaverde
presuntuoso, no; era una mente lúcida a la que, como tantos de sus contemporáneos, le
dolía la España en que le tocó vivir.

● Hemos elegido un texto que, pensamos, retrata bien su compleja personalidad. Está
escrito por el poeta y novelista Antonio Espina, fallecido en 1972. Apareció publicado en
1935, en un libro en el que el biografió al gran actor romántico Julián Romea.
«Cierto que la causa ocasional del suicidio de Larra fue una mujer. Un amor «mal pagado»,
cosa que a primera vista parece desmentir el escepticismo incurable del escritor. Pero no hay
tal. El dolor inmenso que le produjo su ruptura definitiva con Dolores Armijo no hubiera
tenido fuerza bastante para poner en sus manos la pistola wertheriana, si su naturaleza
intelectual y afectiva no hubiese estado ya minada por la psicosis del tedio. Creer que Fígaro
se mató solamente por la versatilidad de una coqueta vulgar como aquella pobre Dolores, es
empequeñecer su figura. Es no comprenderle. A Fígaro lo mató el fastidio de la vida entera. Se
suicidó por una suma de motivos, de los cuales fue uno más y probablemente no el de mayor
volumen a pesar de ser el de mayor importancia en un momento dado –el decisivo en ese
minuto- el amor perdido de su amante.

Larra era un espíritu superior a su época, infinitamente superior a la España que le rodeaba y
a todos aquellos mediocres personajes de la literatura, de la política, de la ciencia, de la
sociedad y de la fortuna, entre los cuales se veía obligado a vivir. Yo supongo que Larra debió
estar en perpetua náusea toda su vida. Al primer golpe de vista seguramente, cuando apenas
había salido de la niñez, descubrió los resortes y los secretos del mundo. Y le parecieron
ridículos y tristes.

● Si no fuera porque el doctor Lizandra es el único personaje inventado de esta historia,


bien pudiera haber escrito él este texto. Porque hay que decir que Antonio Espina fue hijo
de médico y él mismo inició estudios de medicina para abandonarlos para volcarse en la
literatura.

● ¿Y qué se puede decir de Dolores Armijo, personaje oportunamente necesario para el


desarrollo del drama? Desde luego no era una mujer vulgar, como parece indicar Antonio
Espina. Cuando casó con el teniente Cambromero, allá por el año 1828, seguro que su
belleza ya llamaba la atención con sus solo dieciséis años. Además, fue una poeta estimable.

● Larra, que no fue precisamente un escritor de poemas, le dedicó uno a Dolores. Lo tituló
A una hermosa que dio en hacer buenos versos.

¿No te bastan los rayos de tus ojos,

De tu mejilla la purpúrea rosa,

La planta breve, la cintura airosa

Ni el dulce encanto de tus labios rojos?


● Cuando el trágico día en que Dolores se presentó en el domicilio de Larra, acompañada
de su cuñada, para exigirle las cartas de amor intercambiadas y sellar así el final de sus
relaciones, tenía solo veinticinco años. Al marcharse las dos mujeres, Larra se quitó la vida.

● Se suponía que viajaría a Filipinas a reunirse con su marido. No fue así. Marchó a Badajoz,
a refugiarse en la finca de un familiar. En 1840 estaba de nuevo en Madrid. Lo sabemos
porque el pintor sevillano José Gutiérrez de la Vega, que le había hecho un dibujo de recién
casada, le hizo un retrato. Curiosamente, Gutiérrez de la Vega, es el único artista que pintó a
Larra. Ambos cuadros, uno al lado del otro, se muestran en la sala Larra del Museo del
Romanticismo de Madrid.

● Cada nueva generación de escritores vuelve, de alguna manera, a Larra. Se conocen los
pormenores del primer homenaje a Larra en el siglo XX porque Azorín lo contó en alguno
de sus libros y por la famosa hojita volandera que «después de realizar el acto
trascendental ante la tumba de Larra se imprimió en el taller de Felipe Marqués». Dicha
hoja, estaba compuesta a tres columnas que daban cabida, así mismo, a tres artículos: «La
tumba de Larra», firmado por Pío Baroja: Nota biográfica, sin firma; y El discurso, que
recogía el texto que José Martínez Ruiz Azorín había leído ante los restos del suicida. Dicho
artículo termina con estas palabras:

«Maestro de la presente generación es Mariano José de Larra. Sincero, impetuoso, Larra trae
antes que nadie al arte la impresión íntima de la vida, y con Larra antes que con nadie llega a
la literatura el personalismo conmovedor y artístico. La lengua toda se renueva bajo su
pluma: usado y fatigado el viejo idioma castellano por investigadores y eruditos en el siglo
XVIII, aparece vivaz y esplendoroso, pintoresco y ameno en las páginas del gran satírico.

Su muerte es tan conmovedora como su vida. Su muerte es una tragedia y su vida es una
paradoja. No busquemos en Larra el hombre unilateral y rectilíneo amado de las masas: no es
liberal ni reaccionario, ni contemporizador ni intransigente, no es nada y lo es todo. Su obra
es tan varia y tan contradictoria como la vida. Y si ser libre es gastar de todo y renegar de
todo –en amena inconsecuencia que horroriza a la consecuente burguesía –, Larra es el más
libre, espontáneo y destructor espíritu contemporáneo… Y porque lo amamos, y porque lo
consideramos como uno de nuestros progenitores literarios, venimos hoy, después de sesenta y
cuatro años de olvido, a celebrar su memoria.

Celebrémosla, honrémosla, exaltémosla en nuestros corazones. Mariano José de Larra, fue un


hombre y fue un artista: saludemos amigos, desde este misterio de la vida a quien partió
sereno hacia el misterio de la muerte.
● Larra muere en 1837 y, como sabemos, recibe una despedida en toda regla. Primero fue
enterrado en el cementerio Norte o de Fuencarral. Pero la expansión de la ciudad en años
posteriores obligó a clausurar dicho camposanto y trasladar a sus yacentes habitantes al
nuevo de San Nicolás, situado en un camino próximo a la estación de Mediodía de Madrid,
entre «colinas áridas, yermas, en donde no brota una mata, ni una hierbecilla», como
escribiría Pío Baroja en el panfleto de homenaje a Larra.

● No fue el último acomodo de los ajetreados restos de Fígaro. Unos años después del
homenaje que describe Azorín, los restos de Larra son exhumados de nuevo y trasladados a
la Sacramental de San Justo, a orillas del Manzanares. Se hizo un acto oficial que presidió
Núñez de Arce. El sucesor de Ángel Osorio, duque de Rivas, representó al rey mientras que
el gobierno estuvo presente en la figura de ministro de Instrucción Pública, conde de
Romanones. Desde entonces allí descansa el infortunado Larra rodeado de otras figuras de
las letras y las artes españolas en el denominado panteón de hombres ilustres.

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