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Vigilad, orad, resistid 11.

Defensa de la Fe

27º Terrible y posibilísimo término


de la cuestión revolucionaria.
Muchos católicos, entre los que figuran Obispos y Doctores eminentes en
ciencia y santidad, tienen la profunda convicción de que nos acercamos a los úl-
timos tiempos del mundo, y de que la gran rebelión que viene destruyendo desde
hace tres siglos todas las tradiciones e instituciones religiosas, conducirá al rei-
nado del Anticristo.
Es de fe revelada que la última venida de Jesucristo se verá precedida por un
trastorno moral horroroso y la más terrible lucha de Satanás contra Jesucristo y
su Iglesia: «Habrá entonces una gran tribulación, como no la ha habido desde el
comienzo del mundo, ni la volverá a haber» (Mt. 24 21). Así como todo el Cris-
tianismo se resume en la persona de su divina Cabeza, nuestro Salvador, así tam-
bién todo el anticristianismo, con sus rebeliones, atentados y sacrilegios, se resu-
mirá en aquellos tiempos en la persona de un hombre que estará lleno de la inspi-
ración y de la rabia de Satanás, y este hombre será el Anticristo, especie de encar-
nación de Satanás, y esfuerzo supremo de la rebeldía del demonio contra Dios.
La Escritura nos habla claramente, en varios lugares, de su aparición en el mundo;
entre otras, en el capítulo 24 de San Mateo, en el 13 de San Marcos y en el 21 de San
Lucas, y en muchas epístolas de los santos Apóstoles –sobre todo en la segunda Epís-
tola a los Tesalonicenses, capítulo 2–. En cuanto a San Juan, la divina Providencia lo
eligió para enseñarnos, en su magnífica profecía del Apocalipsis, los dolores que pre-
cederán y acompañarán al reinado maldito del Anticristo, su destrucción final, y el
reinado glorioso de Jesucristo y de la Iglesia que le sucederá –véase el Apocalipsis,
desde el capítulo 6 hasta el 20, que refiere la ruina del Anticristo y el triunfo de la
Iglesia hasta el juicio final–. El Anticristo reunirá, y en grado sumo, los rasgos de
todas las revoluciones anticristianas. Será sumo sacerdote como Caifás; César uni-
versal y verdugo como Nerón y otros emperadores paganos; heresiarca como Arrio,
Nestorio, Manés, Pelagio, Lutero y Calvino; destruirá y matará como Mahoma y los
demás bárbaros; se rebelará contra el Papado como los Césares de la Edad media,
como el cismático Focio; negará al verdadero Dios, a Cristo y a la Iglesia, y hará
reinar en todo el universo el satanismo o la Revolución perfecta. Después de una
persecución universal, sin parangón desde que existe el mundo, volverá a hundir a
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la Iglesia en las catacumbas, abolirá el culto divino, se hará adorar como Cristo
Dios, y como tal se creará un pontífice, jefe de su culto impío; y todo hombre que no
lleve su marca en la frente o en la mano derecha, será declarado fuera de la ley y
condenado a muerte (Apoc. 13).
El reinado revolucionario del Anticristo durará tres años y medio. Nuestros
Libros Santos contienen la narración espantosa y profética del mismo, y nos en-
señan que la salvación vendrá, aunque de modo inesperado, con la gloriosa lle-
gada del Salvador cuando todo parezca estar perdido. Esta será la Pascua, la re-
surrección de la Iglesia, después de su dolorosa pasión. Entonces quedará despe-
dazado y aniquilado el poder de Satanás; entonces, pero solamente entonces, que-
dará vencida la Revolución.
Muy serios indicios hacen creer que el reinado del Anticristo no está tan lejano
como se piensa. La Revolución le prepara el camino destruyendo la fe, sedu-
ciendo a las masas, envileciendo las costumbres y, en fin, trabajando sin descanso
por la abolición social de la Iglesia. Entre las razones que inducen a creer en la
próxima llegada de la tribulación suprema, propongo las siguientes a la seria me-
ditación de los hombres de fe. El valor de las mismas es incontestable, y por mi
parte las encuentro más que probables.
1º Después de haber anunciado las señales precursoras del último combate, al
que Nuestro Señor da el nombre de «principio de los dolores», el Salvador dice
formalmente que la consumación vendrá cuando el Evangelio haya sido predi-
cado a todas las naciones: «Se predicará este Evangelio del reino en toda la tie-
rra, en testimonio para todas las gentes, y entonces vendrá el fin» (Mt. 24 14).
Ahora bien, es sabido que apenas queda ya ningún pueblo al cual no le haya
sido predicado el Evangelio. Principalmente, de cuarenta a cincuenta años a esta
parte, la propagación de la fe ha logrado una extensión prodigiosa. Se ha evange-
lizado toda Oceanía; nuestros misioneros han penetrado hasta el centro del Asia
central y hasta el mismo Tíbet; se ha iniciado gloriosamente la evangelización de
Africa, aun de Africa central; las dos Américas han sido recorridas en todos sen-
tidos por los infatigables heraldos de Jesucristo. Dentro de medio siglo, y quizá
menos –gracias a los revolucionarios de Europa, que expulsan a lo lejos a las Or-
denes religiosas, y principalmente a las poderosas legiones de la Compañía de
Jesús–, seguro es que el Evangelio del reino habrá sido predicado al mundo en-
tero, en testimonio para todas las naciones; «y entonces vendrá el fin».
A quienes dijeren: «Si primero todos los pueblos han de convertirse, habrá que es-
perar aún mucho tiempo», les contesto: «El Evangelio no dice que todos los pueblos
se convertirán, sino simplemente que la nueva de salvación será predicada en todo
el orbe»; y al añadir «en testimonio para todas las gentes», ¿no parece indicar, en
cambio, que cuando el Hijo de Dios venga a juzgar a vivos y muertos, ningún pueblo
podrá decir: «No he podido conocerte, el Evangelio no ha sido predicado entre no-
sotros?»
Otra cosa muy distinta es que siempre habrá hombres, y quizá pueblos, que resistan
hasta el fin a la predicación del Evangelio.
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2º El mismo Jesucristo anunció que, al acercarse los últimos tiempos, la fe


estará casi extinguida en la tierra: «Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿pensáis
vosotros –decía a sus discípulos– que hallará fe sobre la tierra?» (Lc. 18 8).
Ahora bien, ¿no es evidente que, a pesar de la resurrección religiosa de cierto nú-
mero de almas selectas, las masas han perdido ya la fe o la están perdiendo? En
todos los siglos cristianos ha habido incrédulos; pero nunca penetró la increduli-
dad en las masas y en las leyes del modo que lo viene haciendo desde hace medio
siglo. Arruinada ya la fe en las tres cuartas partes de Europa por el protestantismo,
y combatida y amenazada en todo el orbe por el furor de este mismo protestan-
tismo y de las demás falsas religiones, el mundo católico está en vías de perder la
fe. La influencia deletérea de la prensa diaria bastará por sí sola, en muy poco
tiempo, para arrancar del corazón de los pueblos una fe que ya está profunda-
mente desarraigada. En ese contexto, ¿no nos llevan a reflexionar las palabras de
Jesucristo?
3º El apóstol San Pablo, en su segunda epístola a los Tesalonicenses, habla
muy detalladamente de los últimos tiempos y del Anticristo. Nos da otra señal por
la cual podremos conocer que se avecina el peligro: «No temáis –dice a estos fie-
les– como si el día del Señor estuviese cerca, pues antes de él debe tener lugar
la apostasía» (I Tes. 2 3). Los principales intérpretes de la Escritura, siguiendo a
Santo Tomás, entienden unánimemente por esta «apostasía» el rechazo general
de la fe católica y de la Iglesia por parte de las sociedades y de las naciones. Pues
bien, otro de los rasgos distintivos de nuestra época, que a la vez es la esencia
misma de la Revolución, es la separación de Iglesia y Estado, lo cual equivale al
ateísmo político y legal, a la desorganización social del mundo católico, y en
definitiva a la apostasía de las sociedades como tales. Esta apostasía de las so-
ciedades está ya consumada o poco menos. ¿Cuál es hoy día el Estado que reco-
nozca oficialmente y como institución divina todos los derechos de la Iglesia, y
que se someta, antes que a toda otra ley, a la ley de Jesucristo, promulgada, ex-
plicada y aplicada soberanamente por el Papa, Cabeza visible de la Iglesia? Se
ha cumplido, pues, la señal que da San Pablo.
«Mas ¿no se creyó ver reiteradas veces en los siglos pasados estas mismas señales?
¿No se anunció ya muchas veces el fin del mundo?» Sí, de ello se ha hablado en tres
épocas, y no sin razón: primero, en tiempo de Nerón, al acercarse la primera perse-
cución general de la Iglesia y realizarse la destrucción de Jerusalén; luego, a la caí-
da del imperio romano, con la invasión de los bárbaros y la aparición de Mahoma;
y, finalmente, en el siglo XV, al acercarse el supuesto «renacimiento», y cuando se
rebelaron Lutero y Calvino. Podríamos decir que estas tres épocas fueron los dife-
rentes planos de un mismo y único cuadro; cada una de ellas fue la figura profética
y parcial del acontecimiento final, de la catástrofe suprema que las profecías divinas
parecen desenrollar cada vez más ante los ojos ofuscados de la generación presen-
te. Por eso, en estas tres épocas mencionadas, fue legítimo en la Iglesia el presenti-
miento del fin del mundo.
1º Jerusalén, destruida, simbolizaba en el siglo I la destrucción futura de la santa
Iglesia, Ciudad viva de Dios. Nerón era entonces la figura del Anticristo, césar y pon-
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tífice pagano, haciéndose adorar en todo su imperio, perseguidor de los cristianos en
todo el mundo conocido, dueño de la tierra, verdugo de San Pedro y de San Pablo, así
como el Anticristo lo será de los dos grandes enviados de Dios, Enoch y Elías.
2º Asimismo, a la caída del imperio romano, Mahoma, enemigo implacable del nom-
bre cristiano, fue otra figura del Anticristo, al igual que los bárbaros fueron el ins-
trumento de Dios para castigar y derrumbar el imperio de los Césares, la Babilonia
pagana, ebria de sangre de los mártires.
3º Finalmente, en el siglo XV, San Vicente Ferrer tuvo razón al decir al mundo cató-
lico: «Despertad y haced penitencia, la gran tribulación se acerca», pues poco des-
pués, el «renacimiento» del paganismo y la fatal aparición de los dos grandes rebel-
des Lutero y Calvino, comenzaron esta destrucción universal que se llama Revolu-
ción, y prepararon desde lejos su venida y su triunfo, ese triunfo formulado en 1789,
organizado en 1793, y que cada día va tomando más posesión de las inteligencias,
costumbres, instituciones, leyes y sociedades.
Al cabo de algún tiempo, la Revolución dará a luz a su hijo, al hijo de Satanás,
al adversario del Hijo de Dios, «el hombre de pecado, el hijo de perdición, el
enemigo que se ensalzará sobre todo lo que se llama Dios o de lo que recibe un
culto», como dice San Pablo (II Tes. 2 3-4). El Anticristo, en efecto, no solamente
aplastará al Cristianismo y a la verdadera Iglesia; no solamente abolirá el culto
del verdadero Dios, el sacrificio católico y el culto del Santísimo Sacramento,
sino que se elevará por encima de todos los dioses de las naciones, de sus ídolos
y de sus ceremonias, y se sentará en el templo de Dios, mostrándose en él como
si fuese Dios. El misterio de iniquidad habrá quedado consumado en toda su ex-
tensión como lo fue al principio, cuando Jesucristo, nuestra Cabeza, expiró sobre
la Cruz, y Satanás se creerá dueño de todo. Su culto público se establecerá en todo
el mundo, por medio de aquellos prodigios y falsos milagros de que habla el
Evangelio, los cuales deberán ser muy poderosos, por cuanto Nuestro Señor, para
prevenirnos contra ellos, nos declara que, «si fuese posible, llegarían a seducir
a los mismos elegidos» (Mt. 24 24).
Según el testimonio de los antiguos Padres, Roma volverá a ser infiel a pesar
del Papado –al que perseguirá como en otro tiempo–, y se convertirá en la capital
del Anticristo y de su imperio, en la Babilonia universal y aún más maldita que
bajo Nerón y los Césares paganos. SUÁREZ, SAN ROBERTO BELARMINO y COR-
NELIO A LÁPIDE aseguran que tal es la tradición común de los Santos Padres, y
que esta tradición es de origen apostólico.
Pero que nada, ni siquiera este panorama desolador, nos desaliente: pasada la
hora de las tinieblas, la santa Iglesia resucitará gloriosa y reinará en todo el orbe.
Entonces se realizará en toda su extensión la infalible y consoladora profecía del
Evangelio: «Habrá una sola grey y un solo pastor» (Jn. 10 16). Saludemos desde
ahora este triunfo prometido a la verdad. 1

© Fundación San Pío X – Casa San José


Carretera M-404, km. 4,2 – 28607 El Alamo (Madrid)
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