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LA RECUPERACION DE LO BELLO

Dick Tonsmann V.
Hablar de la recuperación de algo como la belleza supone que ese algo se ha
perdido, extraviado, que no se encuentra en el entorno inmediato y que, a fuerza de
acostumbrarse a no verlo, se resigna y se abandona cualquier tipo de búsqueda. En ese caso,
la voz que menciona lo perdido queda entonces como un susurro, un murmullo que flota en
el ambiente y que terminaría de desaparecer cuando otros nombres, otras preocupaciones,
otros intereses más pedestres e inmediatos fuesen a ocupar su lugar.
Y luego, queda esa sensación de que algo falta, algo que fue negado o simplemente
olvidado, un vacío del alma que no se acaba de comprender. Algo que quizás fue
importante pero que no nos dimos cuenta sino cuando ya sentimos su ausencia. La nada del
fenómeno en nuestra consciencia, la nada existencial en nuestras vidas que terminó siendo
el fin de la historia de un error, la muerte de uno de los divinos como lo llamara Heidegger
que no es sino el ocultamiento de aquello que llamamos: un trascendental.
Los autores medievales, con Buenaventura de Bagnoregio a la cabeza, fueron los
que llegaron a conceptualizar la formula dinámica de misterios que llamaron con el nombre
de trascendentales. Comenzando con la Unidad, siguieron la Verdad, luego el Bien y al
final la Belleza. Era entendido así que, desde el punto de vista metafísico, la Belleza
concluía el proceso de realización reclamado por los trascendentales previos. No hay
Verdad plena ni Bien absoluto si no se ha llegado a la iluminación, al resplandor, a la
claridad y a la integridad que sólo puede manifestar la Belleza.
Incluso antes, para los griegos, la Kalokagathia o unidad entre la belleza y el bien
era el ideal de todo ciudadano de la Polis. Un ideal que debía ser manifestado en todas las
artes, consideradas como bellas artes. Incluso aún Aristóteles había presentado al teatro
precisamente como aquel arte que, sólo respetando las formas de la Belleza tendría el
efecto catártico de equilibrar los afectos y las pasiones entre los hombres.
Desde Platón quedaba claro, sin embargo, que la belleza es inefable. Incapaz de ser
definida, sólo de ser contemplada. Lo que ocurrió fue que las diversas definiciones que se
acuñaron en las épocas posteriores del cristianismo occidental significaron el proceso de
participación del misterio trascendental en el mundo inmanente. Así se entendió primero
que lo bello era universal y superobjetivo, para luego concebirse como real concreto en el
mundo físico. Luego era la belleza objetiva en el mundo real para ser percibida por los
sujetos y terminó por ser intersubjetiva y consensuada, antes de acabar ya en tiempos
modernos como meramente subjetiva, dominada por el gusto individual y totalmente
relativizada.
Como podemos darnos cuenta, el último trascendental fue el primero en perder su
característica universal en la comprensión pública y en la interpretación teórica. Significó el
inicio de una involución de dicha dinámica. Y se dio en el mismo momento en que la
Estética como disciplina independiente apareció en la historia. El primer libro bajo ese

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título fue escrito por Baumgarten en 1750 y tomó el nombre del sentido etimológico griego
de aistesis que significa sensación, iniciando así el desarrollo de una larga tradición
moderna que identificó lo bello con el gusto o el placer subjetivo.
Los tratadistas ingleses que definieron la belleza por el placer se enfrentaron a los
metafísicos alemanes que siguieron insistiendo en que la belleza es un misterio. Pero el
mismo Hegel, el más importante de los autores de la metafísica del siglo XIX terminó por
afirmar que el Arte había muerto porque ya no existe el compromiso absoluto de luchar
porque prevalezca la belleza, sino que más bien se habrían expandido las formas disolutoras
donde la gente ya no se toma en serio ni su propia existencia y se abandonan a sus propias
mezquindades.
El literato ruso Tolstoi, a fines del siglo XIX constató que la idea de belleza era
entendida en su tiempo como aquello que se conoce por el puro placer y, dado que era
concebida así, lo que se llama arte no podía ser definido por la belleza. Aunque Tolstoi
intentó reconstruir la noción de arte como aquella disciplina que nos permite compartir
emociones y sentimientos uniendo a toda la humanidad universal en un espíritu de
solidaridad trascendental, el siglo XX tiró al traste toda posibilidad de reconducir el arte por
la senda de la belleza cuando Duchamp en 1917 pone su famoso urinario como una pieza
de museo y más tarde Piero Manzoni, en 1961, expone sus propias deposiciones enlatadas
bajo el repulsivo término de: “Mierda de artista”.
Lamentablemente no son casos aislados. En general, no solo se trata de que la
belleza haya sido llevada al criterio subjetivo del gusto, sino que el mismo arte no está
interesado más en la belleza, sino en ser puramente provocativo o rompedor, aunque ello
signifique provocar asco en el público o la audiencia. Ni siquiera se trata del terror
fascinante que expresa la belleza sublime como en el romanticismo moderno, sino que, a
fuerza de repetir lo asqueroso y repulsivo, terminó siendo incluso aceptado como parte del
sentido común de nuestro tiempo.
Así las películas de terror apelan más a la sanguinolencia, muchos best sellers
parecen más chismosearías de cama, las canciones se valoran más por el movimiento de los
cuerpos y los edificios se monotonizan para crear paisajes de cemento cada vez más
pequeños convirtiéndolos en nichos adefesieros. En qué estado podría estar la psique de
cualquier persona si no tiene jardines, prados o bosques donde pueda pasear y tomar
contacto con la belleza de la naturaleza, si no puede silenciarse para escuchar buena música
y no letras de sensiblería simplona, si no tiene acceso a narrativas edificadoras cuando toda
la retórica política durante décadas equiparó la cultura con la economía y ahora quiere
convencerte de que te quedes en tu nicho, perdón, en tu casa.
Y es que, como hemos dicho, se ha producido la inversión de la dinámica de los
trascendentales. Una vez que se relativizó la belleza sometiéndola al gusto subjetivo, el
paso siguiente fue la relativización del Bien, convirtiendo la moral en un asunto privado.
Hasta que finalmente, llegamos al punto en el que la misma Verdad es repartida entre
fundamentalistas ciegos que se creen poseedores de La Verdad Absoluta y escépticos
irónicos que, intentando desmitificarlas generan las teorías de la pos verdad que no es sino
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la manipulación mediática que termina por acusar de noticias falsas a todas las opiniones
sin distinción alguna. En ese sentido, los así llamado expertos que pululan en todos los
ámbitos hoy no son sino la ficción más mediática de nuestro tiempo.
Por supuesto que no todos los teóricos ni todos los autores de obras de arte han sido
ganados por las tendencias superficiales de nuestro tiempo. Muchos de ellos han reafirmado
tanto el sentido del misterio de la belleza, así como el reconocimiento de que dicha belleza
debe ser plasmada en el arte. Y es que, en el fondo, la belleza nunca muere y nunca llega a
irse totalmente, pero aquellos que no se rodean de ella, atrapados en el gusto fácil, están en
camino de alienaciones mentales que pueden llevarles a las peores condiciones de
disociación de la realidad y de pérdida total de singularidad, cosificándose como parte de
un rebaño o manada siendo carne de cañón fácil para cualquiera. Ya que, vaciado el alma
de belleza profunda por querer adaptarse al mínimo esfuerzo del confort mental, entonces,
como dicen las Escrituras, lo cogen siete demonios más fuertes y la situación es peor que
antes.
Si decimos que la belleza nunca muere es porque el susurro de ella, el murmullo que
se tiende a opacar se abre paso como las plantas en medio del cemento. Su misma ausencia
hace sentir su presencia y su necesidad. Así, el filósofo contemporáneo George Steiner
escribió que “la experiencia del significado estético -en particular el de la literatura, las
artes y la forma musical- infiere la posibilidad necesaria” de cierta “presencia real”. Eso
significaría que el trascendental de la belleza y el Misterio último se abre paso como
Kalofanía. Es decir, como manifestación en el arte. Así Heidegger entendió también que el
arte develaba la verdad de la belleza y, al mismo tiempo ésta se mantendría en el secreto de
lo divino.
Debe quedar claro que el Misterio de la belleza no sólo se encuentra entonces en la
dinámica de los trascendentales, sino que también lo podemos encontrar en el carácter
vincular del ser personal mediatizado por la obra de arte y la belleza de la naturaleza, y en
la iluminación de la conciencia que practica la contemplación como forma de vida haciendo
de sí mismo una obra estética. Por supuesto que esto es imposible cuando se está atrapado
en la sociedad hiperactiva de la aceleración. Esta sociedad en donde se va de prisa en todo
por el consumismo, las formas del fast food o comida al paso, el estrés urbano y las
adicciones al trabajo productivo que eliminan el tiempo propicio para detenerse a
contemplar. Para contemplar la belleza hay que hacer un alto en el camino, pero la prisa y
la bulla de las calles de las ciudades y metrópolis es la invisibilidad y lo inaudible de lo
bello.
Si podemos hacer ese alto, nos daremos cuenta, no sólo de la belleza de la obra de
arte o de la naturaleza, sino también de la belleza del Otro, el próximo en su alteridad
diferenciada personal, encubierta por las ficciones sociales de valoraciones economicistas o
marginaciones de los grupos de poder que manipulan imponiéndonos patrones de gusto.
Para toda contemplación de belleza se requerirá entonces amor y distancia. Es lo que se
llama el “entre”. Es decir, el espacio donde nadie actúa como dominador del Otro en
general. Si pensamos en dominar la naturaleza, en poseer una obra de arte valorándola

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económicamente o si vemos al prójimo sólo en función de nuestros intereses será imposible
contemplar la belleza porque no habrá ni distancia, ni contemplación, ni amor ni nada.
Si el trascendental de la belleza permanece en el misterio, incluso en el misterio de
la obra de arte como dijo el famoso compositor musical Claude Debussy, entonces se
requerirá el ejercicio de una nueva mirada (una mirada fenomenológica claro está), para
poder ver lo invisible a partir de lo visible. Una mirada y una audición que no se pierde en
los detalles de la obra de arte. Ya Tolstoi había señalado que la distracción por las
referencias hacía olvidar la verdadera emoción artística. Si consideras el claroscuro de una
pintura, si la esquematizas matemáticamente o piensas en cómo el pintor combino los
colores de la paleta. Si se piensa más en la vida del autor o en su contexto histórico, podrás
tener mucho conocimiento erudito, pero no significará nada si no eres capaz de tener la
mirada de lo bello en tanto bello que hay allí. Y es que, siguiendo al fenomenólogo francés
Mikel Dufrenne, nos fijamos más en la obra de arte como percepción directa sensible dada
a los sentidos y no en la belleza que, en tanto objeto estético, se nos presenta como una
donación revelada a nuestra conciencia.
La mirada fenomenológica es la que abandona el sentido común de las opiniones,
elimina progresivamente lo accidental en la direccionalidad de la conciencia intencional
para centrar su atención en lo esencial. No piensa en cómo las aves cantan, disfruta su
canto. No se pierde en juzgar el pasado de quien se acerca, contempla su mirada. Y
descubre que en la rosa que contempla hay algo de ella en uno mismo. Como dice Plotino,
descubre que la flor y el hombre pertenecen a la misma estirpe. Algo que difícilmente podrá
hacerse con un smartphone de 7 pulgadas.
La Belleza puede ser sublime, inquieta y profunda o simplemente, quieta y risueña.
Puede sobrepasarnos hasta las lágrimas o provocar la paz del alma. Y todo ello porque
apunta a nuestro Yo con nuestras alegrías y nuestras penas. Por ello, no sólo se hace
manifiesta en nosotros por el gusto o placer que podemos sentir en la contemplación, sino
que también nos actualiza la vivencia de la nostalgia del paraíso que dejamos, sentimos el
impulso a abandonar cualquier espíritu de posesión en beneficio del desapego, el
desasimiento que predicaba el Maestro Eckhart (el último gran maestro medieval de la
espiritualidad), nos provoca temor y temblor o el vértigo de las profundidades, la
fascinación, el estupor y el amor. Por eso aquellos que sólo buscan la pura comodidad están
negados para reconocer incluso la propia belleza que podrían encontrar en sus almas. El
narcisismo así no es el amor a la propia belleza sino la negación de percibirla en toda su
complejidad por exaltación de la simpleza superficial corpórea alimentada por prototipos
difundidos en los medios.
La conmoción estética ante lo bello también es una toma de conciencia de la finitud.
El reconocimiento del cielo sobre uno, es decir de un espacio vasto e infinito desde donde
surge la belleza como don que ha venido a nosotros. Se trata de un universo trascendente
inmortal que estuvo aquí antes que nosotros y que perdurara después de que nos vayamos.
Así ante el misterio trascendental de la belleza dos frases son memorables: La primera,
“sólo sé que nada sé”; y la segunda: “He aquí que soy polvo y ceniza”. Y es que la

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conciencia de la belleza es, por supuesto una conciencia religiosa pero que no puede ser
atada o gestionada por ningún culto en particular o institución denominacional alguna. Por
ello todo arte que manifieste la belleza es sagrado por definición porque es una
manifestación de la Iluminación originaria del mundo y que no puede someterse a
explicación alguna. El verdadero artista no es un chamán intentando manejar las fuerzas
oscuras del universo, sino más bien un intercesor entre lo divino y los hombres. No para
salvación o redención, por supuesto, aunque puede que quizá sí para conversión. Así
escribió el famoso psicoanalista Lacán que “la belleza es un parto hacia la inmortalidad”.
O, dicho en otras palabras, la experiencia vivencial estética de lo bello en sí es el verdadero
triunfo sobre la muerte
Pero si la belleza es un fin en sí mismo y no un medio para algo, ¿cómo podemos
considerar la estética en los vínculos personales que atraviesan toda nuestra existencia
narrativa de encuentros y desencuentros biográficos, de apariciones y desapariciones del
Otro y de los otros u otras, sin que eso significa una invasión del “entre”? Si la belleza no
se demuestra, sino que sólo se muestra, ¿cómo enseñar a alguien o tratar en el respeto a un
paciente en consulta o comunicar sin ideologías previas? ¿Qué relevancia puede tener la
estética en la educación, en los procesos terapéuticos o en los mass media de la sociedad
contemporánea? ¿Qué diagnóstico o historia clínica de nuestra sociedad, en suma, habría
que hacer para pensar en la cura de esta ceguera masiva frente a lo bello y lo trascendental
en general? Son preguntas que debemos hacernos ahora.
El filósofo de origen sur coreano, Byung-Chul Han, escribió en su ensayo La
sociedad del cansancio, que el siglo XXI era el siglo de la enfermedad neuronal. Una
enfermedad marcada por la depresión, el trastorno por déficit de atención por
hiperactividad, el trastorno de límite de personalidad y el síndrome de desgaste
ocupacional. Una enfermedad para lo cual no hay sistema inmunológico posible conocido.
No hay antibiótico que pueda descubrirse. No hay antivirus para esta virulencia social.
Podemos decir nosotros que antes se descubrirá la vacuna para el coronavirus que una cura
para esta enfermedad neuronal. Cuando el filósofo Lou Marinoff escribió su libro: Más
Platón y menos prozac; ya quedaba claro que no se trataba de un proceso que podría
abordarse sólo con la química pues el equilibrio neurológico no significa una respuesta a las
inquietudes de la psique de la persona humana.
Byung-Chul Han explicaba que se trataba de la desaparición de la otredad y de la
extrañeza. Que lo opuesto de la otredad es la promiscuidad de la globalización que se
expresa en la violencia de la superproducción, el super-rendimiento y la super-
comunicación. Esta sociedad de rendimiento del “sí se puede” que se manifestaría en los
gimnasios, las torres de oficinas, los grandes centros comerciales y los laboratorios
genéticos, tiende a producir en realidad depresivos y fracasados. Lo que enferma es el
imperativo del rendimiento y la ausencia de vínculos. La presión social por ser el número
uno conduce así a la fragmentación del individuo. Y la desintegración del sujeto termina
siendo el resultado de la atomización social que es típica de una sociedad del trabajo tardo
moderna.

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Frente a este proceso de autoexplotación, cuyo fracaso del “sí se puede” sólo puede
ser seguido de la violencia, el filósofo oriental quiere oponer la vida contemplativa. Es
decir, aquella en la que aprendemos a mirar dejando que las cosas se nos acerquen y no
dejarse llevar por el impulso. Para volvernos hacia lo Otro necesitamos que haya
interrupción. Sólo ésta puede posibilitar un nuevo estado de las cosas. Hay que enseñar
entonces una pedagogía del mirar. El proceso activo de una meditación Zen entendida
también como el entre tiempo del Sabbath judío. Es decir, el tiempo del juego y del
sosiego, la comunidad del Pentecostés, el retiro del mundo para asombrarse ante el fuego
iluminador que impulsa a una comunicación que respete la extrañeza y otredad de todas las
lenguas y culturas. Y ello es así porque la belleza no hace acepción de naciones, pero se
manifiesta en cada uno según su singularidad. Sólo en este estado podría encontrarse uno
con un recurso inmunológico frente a la pandemia de la depresión, que es más fuerte que la
de cualquier otro virus.
Por lo tanto, la recuperación de lo bello o, como se titula otro ensayo de Han, La
salvación de lo bello, sólo puede darse en el marco del reconocimiento de la otredad.
Reconocimiento tamizado por las experiencias estéticas de la obra de arte o del paisaje
natural. En el mito bíblico, Adán llegó a la conciencia de sí en medio de un paraíso natural,
aunque requirió de un sueño profundo, un sueño divino, para que surja el amor,
representando así la potencia de la solidaridad humana futura. En esa misma medida, el
filósofo sur coreano concluyó este último ensayo señalado diciendo que “la salvación de lo
bello es la salvación de lo vinculante”. Y ello porque previamente había dicho que…

“… lo que es bello son los vínculos narrativos… Las metáforas son


relaciones narrativas. Hace que las cosas y los acontecimientos entablen un
diálogo mutuo. La tarea del escritor es metaforizar el mundo, poetizarlo. Su
mirada poética descubre las ocultas relaciones amorosas entre las cosas. La
belleza es el acontecimiento (el Evento el Ereignis heideggeriano), de una
relación”.

Así que, para poder experimentar eso que el romántico alemán Hölderlin declaró,
que poéticamente habita el hombre el mundo, necesitamos pasar por diversos procesos de
purgación subjetiva, objetiva e intersubjetiva que hagan que nuestras relaciones entre
personas no sean sólo conexiones sino vínculos. Y esos vínculos requerirán de las
experiencias narrativas que las artes, en sus procesos poético creadores de hierofanía de lo
bello (la belleza también se hace), nos muestren los espacios interiores de nuestra psique
fusionando los horizontes del mundo de la vida que todos compartimos.
Hablamos así entonces de tres procesos. En primer lugar, una pedagogía de la
mirada que debe ser enseñada como aprender a ver la verdad trascendental del universo. En
segundo lugar, una ética de la alteridad, como la que presentó Levinas, por ejemplo que
ponía el rostro y la mirada del otro como principio para contemplar y respetar (lo que

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debería ser también el principio ético de toda práctica terapéutica aunque no sólo de ella);
y, en tercer lugar, un necesario cultivo de las bellas artes como creador o como receptor del
objeto estético con todos los medios posibles a la mano, incluso los informáticos (si no se
puede ir a un concierto de Rieu en Holanda, todavía podemos aislarnos un momento en
nuestro Sabbath personal para escucharlo por la red, por ejemplo).
Pero, profundicemos todavía un poco más en la belleza del Otro que, siendo
extrañeza y alteridad, nos lleva a poder decir que la Belleza es el otro nombre para
identidad. Si el ser esencial del Otro es su belleza intrínseca y misteriosa, no cabe duda de
que nos acercamos a través de sus apariencias, pero que debemos ir hacia aquello que los
fenomenólogos originales llamaron “la cosa misma” sin que esto signifique ningún proceso
de cosificación de la persona. Y es que, si se trata del encuentro en el espacio del entre,
entonces todos seguimos siendo un misterio para los otros incluso para nosotros mismos en
tanto personas. Esto significa que la belleza está en la persona humana, pero no como mero
sujeto ni como objeto para el otro sino como posibilidad de acercamiento a lo trascendente.
En otras palabras, toda persona es un vínculo con lo trascendente cuando se mira su belleza
esencial.
Amor es siempre amor a la belleza, siendo que el amor también es algo bello. Lo
vinculante es el amor a la belleza del otro. Pero necesitamos narrativas, historias en las que
podamos encontrarnos. Son historias de esencia inmortal, porque la belleza no envejece y,
por ende, el alma bella tampoco, a diferencia del narcisista que termina volviéndose viejo y
feo. Por supuesto que en las narraciones lo feo también puede estar presente pero sólo en
tanto que hace que la misma belleza resplandezca. Historias como las de Shakespeare, con
los celos enfermizos de Otelo y la envidia vengativa de Yago para exaltar el amor más puro
de Desdémona. O historias como los cuentos de Tolstoi donde la muerte de Iván Illich
descubre el sentido de la existencia y la superación de toda dialéctica confrontacional entre
amo y criado. O narraciones como los cuentos de la Palabra del Mudo de Ribeyro donde
las luchas encarnizadas entre vecinos disfrazan vínculos inconfesos.
Cuando decimos entonces que la Belleza es otro nombre para identidad debemos
caer en cuenta de cómo la belleza literaria habla de nosotros mismos. No nos referimos a
identificarnos con cual o tal personaje en particular, sino que captamos la universalidad de
la obra de arte porque el drama, la tragedia o la comedia es el drama, la tragedia y la
comedia del ser humano. El arte universal habla de la humanidad. Pero no como
descripciones históricas sino como metarelatos transculturales. Y, por supuesto, no nos
reducimos a la prosa literaria en nuestros procesos de identidad personal narrativa, porque
la belleza de una buena obra musical, independientemente del género que se prefiera, al
tocar las fibras sentimentales de nuestro Yo también revelan la adecuación entre nuestra
identidad personal y la belleza que es expresada en la música o en una canción profunda.
Como los pitagóricos griegos y cristianos lo expresaron: el alma es una armonía musical.
Lo mismo también podemos decir de una pintura como el Jardín de las delicias del Bosco,
o en El recluta de Sabogal. Y también por supuesto en muchas artes populares porque la
Belleza no hace acepción de élites.

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¿Cómo podríamos entonces, a partir de estas consideraciones, identificar el ideal de
un individuo sano, con las defensas adecuadas o al menos asintomático inmunizado ante la
neurosis mental de nuestro tiempo? Quizá nos sean de utilidad ahora algunas frases de la
autobiografía del existencialista Karl Jaspers. Él decía, a partir de su vivencia estética de la
contemplación del mar, que éste es…
“… el reflejo cristalino del trasfondo general de la vida, es decir, la
presencia de lo infinito. Las olas incontables, no hay una ola igual a la otra.
Está siempre en eterno movimiento. En ningún lugar está la quietud…
siempre en transformación, el enorme orden del infinito, espejo de la vida y
del filosofar. La infinitud del mar produce una liberación sobrecogedora, nos
conduce al límite de toda estabilidad. Pero no como un hundimiento a su
fondo, sino como el misterio absoluto… La infinitud del mar nos lleva al
más allá, que es la esencia del filosofar”.

Esta experiencia estética del mar como vivencia existencial que describe Jaspers, y
que algunos hemos compartido, revelaría la forma de ser de la inmunización que buscamos.
Aquí la persona se autodefine como una ola que nunca es igual a otra. Se siente parte del
misterio del infinito. Y no se trata de la calma apaciguadora de los modelos adormecedores
burgueses, sino, al contrario, del eterno vaivén que toca una mirada del más allá. Una
mirada fenomenológica del mar, una vivencia existencial del infinito y una contemplación
estética que identifica a la persona desde la extrañeza y la otredad.
Se trata del pensamiento del afuera que está dentro de uno mismo. Cuando leo o
escribo, cuando dibujo o contemplo una pintura, cuando canto o escucho un coro, cuando
actúo o veo una obra de teatro estoy reproduciendo el infinito de las olas del mar en su
eterno vaivén. Sin eso, no habría forma de una identidad inmunizada ante las múltiples
pandemias neuronales. Hegel habló así de la enajenación necesaria para la realización. El
extrañamiento para verse uno a sí mismo tal como es. De la misma manera que hablamos
de la combinación adecuada de introspección y extravagancia, en el sentido más auténtico
de vagar fuera de uno. Este “verse a sí mismo como uno es”, verse del que estamos
hablando, sólo sería posible si se trata de ver esa belleza que sigue susurrándonos desde el
rugir de las olas. Pero también en la mirada amable del Otro o en el grito de Münch. Como
dice la pensadora americana, Elaine Scarry, la belleza actúa “como pequeñas lágrimas en la
superficie del mundo que tiran de nosotros a través de un espacio más vasto”.
Si hablamos de la educación, de la terapéutica o de los procesos generales de
comunicación, no existe una regla obligatoria general para todo ser humano como si se
tratara de un número exacto de calorías. Tampoco hay tips como pastillas que levanten la
moral. No hay técnica experta que solucione los nudos de la existencia auténticamente
humana. Las personas que buscan eso en realidad lo que quieren son magos y brujos. Y
para hechiceros que los estafen hay para repartir en el mercado de las ideologías. La
comprensión de la persona vinculante que reconoce la alteridad respecto del universo y lo
trascendente en el misterio inefable de la belleza vuelve inútil toda esa clase de recursos. El
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susurro divino y trascendental del oráculo que dice “conócete a ti mismo” es intemporal.
Así que sólo una cosa nos es dado decir en este punto. Y es que no hay manera de
comprender este tipo de vivencias que aquí se han descrito si no se hubiesen vivido por uno
mismo.
¿Cómo podría haber escrito un libro sobre la búsqueda de la identidad si no
estuviese comprometido personalmente yo mismo en esa búsqueda?, ¿Cómo un literato o
músico podría escribir sobre el amor si no lo hubiese experimentado tanto en su tragedia
como en su alegría?, ¿Qué sentido tendría la educación de la historia universal entendida
como el progreso de los pueblos si uno fuese un escéptico de la humanidad? Es como si un
cardiólogo te dijera que no fumes mientras enciende un puro cubano delante tuyo o que un
nutricionista te prohíba las frituras si delante de ti está comiendo tocino con papas fritas. En
el campo de la fenomenología de la religión, Rudolf Otto dejó en claro que su mismo libro
no lo entendería plenamente si no se ha sido capaz de tener una experiencia y una vivencia
religiosa.
Así que, si la contemplación estética de lo bello en la naturaleza, en las obras de arte
o en el Otro misterioso vinculante, algo que requiere interrupción, cambio de mirada,
distancia, entre y amor, es nuestra inmunidad ante la vida y la muerte, sólo puede
transmitirse si uno mismo ha experimentado su personal meditación Zen, su Sabbath o su
Pentecostés. Dejemos entonces que nos inunde la belleza; abracemos el misterio infinito del
mar (que siempre es más bello sin edificios como decía Marcuse), liberémonos del aguijón
de la muerte en la eternidad de los bellos momentos que cultivamos y aceptémonos a
nosotros mismos para que nuestras propias inmundicias sólo existan para que resplandezca
el misterio insondable de lo divino porque belleza no es sino otra palabra para mencionar a
Dios.

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