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Enfoque de la Resiliencia Aplicado al Proceso Reparatorio

María Soledad Latorre Latorre


Trabajadora Social, Magíster en Psicología Clínica
Directora Técnica CICLOS Consultores
Santiago, 2022.

Contenidos Centrales

El Módulo aborda los siguientes contenidos:

 Enfoque de la Resiliencia ante los sucesos adversos o traumáticos: Resistencia y recuperación


 Noción de Crecimiento Postraumático
 Lo Reparatorio como Proceso de Transformación
 La Confianza como Pilar de la Resiliencia
 Contextos Relacionales para la Resiliencia
 Desarrollo de Competencias Emocionales Resilientes

Objetivos de Aprendizaje

El módulo se propone como objetivo que los alumnos/as:

1. Reconozcan el enfoque de la resiliencia y sus componentes centrales.


2. Identifiquen la confianza relacional y social como un pilar de resiliencia.
3. Incorporen criterios para fomentar la resiliencia en el trabajo psicosocial reparatorio víctimas de
abuso sexual y sus entornos significativos.

El Enfoque de la Resiliencia ante los Sucesos Adversos o Traumáticos: Resistencia y Recuperación

La resiliencia es entendida como la capacidad de los seres humanos de hacer frente a las adversidades
de la vida, superarlas y ser transformado positivamente por ellas (Grotberg, 1998). Es un proceso que
permite a ciertos individuos desarrollarse con normalidad y en armonía con su medio a pesar de vivir en
un contexto desfavorecido y deprivado socioculturalmente y a pesar de haber experimentado
situaciones conflictivas desde su niñez (Luthar y Cicchetti, 2000; Werner, 1984, citados por Uriarte,
2005). Es un enfoque que se basa en la confianza en las posibilidades de adaptación y de mejora
constante del ser humano (Uriarte, 2005).

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A pesar de que hay muchas definiciones de resiliencia, la mayor parte de ellas hacen referencia a dos
elementos básicos: la noción de adversidad entendida como trauma, riesgo, amenaza presente en la
biografía de una persona, y segundo, la noción de adaptación positiva entendida como superación del
trauma (Pérez, P. et al, 2011)

La adversidad comprende un riesgo para un desarrollo sano afectando las esferas físicas y psicológicas
de los individuos involucrados en un determinado espacio. Esta se puede presentar en cualquier
contexto social, cultural o económico, dentro y fuera del núcleo familiar y se puede traducir en la
restricción del potencial de un individuo (Llobet &Wegsman, 2004). No obstante, esta adversidad a la
cual se pudiese estar expuesto tiene otra cara que invita a cuestionarse cómo algunas personas a pesar
de vivir en situaciones de “vulnerabilidad”, logran sortear los efectos nocivos de los factores de riesgo,
al punto de que éstos los fortalecen y no les son impedimentos para alcanzar sus metas.

El constructo teórico de resiliencia resalta la capacidad del ser humano de mantener un desarrollo
psicológico sano y una conducta socialmente exitosa y aceptable a pesar de las situaciones de riesgo
(Kotliarenco & Fontesilla, 1997). Esto en el plano psicosocial expresa la capacidad que posee un sujeto
para enfrentar a eventos de vida estresantes, severos y acumulativos (Kotliarenco & Dueñas, 1996) sin
que necesariamente se expresen los resultados nocivos de un trauma.

Desde la Psicología tradicional se ha tendido a ignorar el proceso de recuperación natural que, si bien,
al principio lleva consigo la experiencia de síntomas postraumáticos o reacciones disfuncionales de
estrés. Los datos apuntan a que alrededor de un 85% de las personas afectadas por una experiencia
traumática sigue este proceso de recuperación natural y no desarrolla ningún tipo de trastorno
(Bonanno, 2004).

Los factores protectores se presentan en dos dimensiones que se ajustan al temperamento de los
individuos (factores biológicos), por un lado, y a las redes dentro del contexto familiar y fuera del
mismo (factores psicosociales), los que se encuentran plasmados en los trabajos de Rutter y Werner
(citados en Saavedra & Villalta, 2008), sumados a los factores del autoconcepto (Guidano, 1994) que
permite al sujeto comprender y evaluar las situaciones que vive, cargándolas de significado y
coherencia.

El favorecer la comprensión de la experiencia del trauma como una vivencia que conlleva
inevitablemente a consecuencias negativas para la salud mental, estaría dada por dos factores
principalmente: el primero dice relación con el denominado “proceso social de amplificación de riesgo”,
en que se evalúa el trastorno de estrés postraumático, fuera de su contexto social.

El segundo factor sería la idea de que, con posterioridad a un evento adverso, surgen emociones de
connotación negativa como la rabia o tristeza, incapacitando a la persona para experimentar emociones
positivas. Sin embargo, existe evidencia de que todas las emociones pueden coexistir en un individuo

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que atraviesa por una situación de trauma. En la misma línea, los autores sugieren que dicha
comprensión estaría dada por considerarse históricamente -­ y erróneamente-­ que las reacciones con
afectos positivos ante una situación evaluada con características negativas, como un indicio de
dificultades o como un mecanismo de defensa poco saludable (Vera, Carbelo & Vecina, 2006; Vera s.f).

Sin embrago, diversas investigaciones muestran que la resiliencia es un fenómeno común entre
personas que se enfrentan a experiencias adversas y que surge de funciones y procesos adaptativos
normales del ser humano (Masten, 2001). El testimonio de muchas personas revela que, aun habiendo
vivido una situación traumática, han conseguido encajarla y seguir desenvolviéndose con eficacia en su
entorno.

Por ejemplo, un estudio de Vásquez, Cervellón y Pérez (2005) con sobrevivientes del terremoto de El
Salvador (2001) arrojó que muchos de ellos no mostraban sintomatología depresiva, al contrario, la
mayoría de los sujetos que vivían en albergues experimentaban emociones positivas significativas ,
tales como disfrutar con momentos lúdicos, y eran capaces de otorgar significado a lo sucedido y
percibirse a sí mismos como mejor preparados para sucesos negativos futuros (Vázquez, Cervellón,
Pérez-­­Sales et al., 2005).

La Noción de Crecimiento Postraumático

Un grupo creciente de investigaciones empíricas revela que muchos sobrevivientes a un trauma pueden
experimentar cambios psicológicos positivos después de esa vivencia. Algunos ejemplos de estos
cambios son: una mayor gratitud hacia la vida, nuevas prioridades en la vida, sensación de mayor fuerza
personal, o una mejora en las relaciones personales. Para describir este fenómeno, se han utilizado en
Psicología diferentes términos, como, por ejemplo, crecimiento relacionado con el estrés (Park, Cohen,
y Murch, 1996), florecimiento (Ryff y Singer, 1998; Haidt y Keyes, 2003) y cambios psicológicos positivos
(Yalom y Lieberman, 1991), entre otros.

La noción de crecimiento postraumático resulta adecuada, por su clara descripción del fenómeno:
“crecimiento” subraya que la persona tiene un desarrollo más allá de su nivel de funcionamiento previo
y, por otro lado, con el término “postraumático” se acentúa que el crecimiento se da tras un suceso
extremo, no por otros estresores menores ni como parte natural de un proceso de desarrollo personal
(Zoellner y Maercker, 2006).

Se entiende por crecimiento postraumático “la posibilidad de aprender y crecer a partir de experiencias
adversas.” (Vera et al, 2006, p.42), siendo otra posible definición: “…cambio positivo que un individuo
experimenta como resultado del proceso de lucha que emprende a partir de la vivencia de un suceso
traumático…opera en él un cambio positivo que le lleva a una situación mejor respecto a la que se
encontraba antes de ocurrir el suceso.” (Vera et al, 2006, p.45).

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El crecimiento se visualizaría desde tres categorías

 Cambios en uno mismo. Sentirse más fuerte, más reafirmado en uno mismo, con más
experiencia y más capacidad para afrontar dificultades futuras. La persona desarrolla una
autoimagen de fortaleza y mayor confianza en sí mismo para afrontar futuras adversidades. Sin
embargo, de nuevo nos encontramos la coexistencia de lo positivo con lo negativo; esta
sensación de fortaleza está unida con un sentimiento adquirido de vulnerabilidad, de saber que
uno puede estar en el “ojo del huracán” en cualquier momento.

 Cambios en las relaciones interpersonales. Se ven fortalecidas las relaciones con otras
personas. Por ejemplo, es habitual que las familias perciban más unión a raíz del
acontecimiento. Por otra parte, puede surgir la necesidad de compartir lo ocurrido y expresar
sentimientos. Finalmente, se puede ver acrecentada por el suceso la necesidad de pedir ayuda,
por lo que se puede ver aumentado el uso del apoyo social (McMillen, Smith & Fisher, 1997).

 Cambios en la visión de vida o en la espiritualidad. Se aprecia más lo que se tiene, se valoran


más los detalles y se discierne entre lo que es importante y lo que es accesorio o secundario. Un
porcentaje importante de personas tras un hecho traumático cambia su escala de valores,
dando prioridad a otros aspectos, tomándose la vida de un modo más sencillo y disfrutando
más de las pequeñas cosas (Pérez-­ Sales, 2001; Calhoun & Tedeschi, 1999; 2004).

Estos autores defienden que, aunque la respuesta normativa universal ante un hecho traumático es el
dolor y las vivencias negativas, hay personas que son capaces de ver elementos positivos en el proceso
de lucha que iniciaron tras el hecho (no en el suceso mismo). Sin embargo, la vivencia de aprendizaje o
crecimiento no anula necesariamente el sufrimiento, sino que puede coexistir con él. Este elemento
paradójico es clave para entender el profundo quiebre que el trauma puede hacer en un ser humano
(Pérez-­­Sales, Fernández-­­Liria y Vega, 2006).

Por ejemplo, parte de las personas que experimentan dicho crecimiento, continúan experimentando
emociones negativas resultantes de la experiencia traumática (tristeza, ira, culpa o irritabilidad) e
incluso, como proponen Calhoun & Tedeschi (1999), es posible que para experimentar dicho
crecimiento sea necesaria la coexistencia en el individuo de emociones y cambios tanto positivos como
negativos.

El crecimiento postraumático es un proceso que paulatinamente permite ir encontrando experiencias


de desarrollo personal en el contexto de una situación traumática, que contribuye a dotar de sentido al
acontecimiento y así asimilarlo de forma adaptativa. La tarea básica de la persona que se enfrenta a
una experiencia traumática es, de hecho, dotar a la experiencia de sentido (Davis, Nolen-­ Hoeksema y
Larson, 1998; Filipp, 1999; Park y Folkman, 1997). Los acontecimientos traumáticos a menudo desafían

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nuestras creencias de que los sucesos vitales que nos ocurren son controlables, comprensibles y no
aleatorios, y por esto la búsqueda de significado en respuesta a una pérdida o a un suceso traumático
es esencial.

En este sentido, según Philip (1999), tras una primera fase en la que la persona se centra en asimilar la
“realidad perceptiva” -­­fase dominada por procesos atencionales (defensa de ilusiones positivas, sesgos
positivos en la percepción de uno mismo y esperanza) y comparativos (comparaciones paliativas por
actuaciones sociales y comparaciones temporales), se abre otra etapa centrada en la “realidad
interpretativa” basada en la necesidad de dotar de sentido a la experiencia.

Lo Reparatorio como Proceso de Transformación

El trabajo psicosocial y terapéutico con víctimas de trauma forma parte del proceso de transformación,
que se basa en la recuperación de los recursos propios de las personas para reconquistar su condición
de sujetos activos y participativos, de ciudadanos con derechos. Es un proceso que involucra para los
individuos el desarrollo de nuevas relaciones entre sus capacidades, los vínculos, los valores y los
recursos de las comunidades (Rebolledo y Rondón, 2010).

La reparación debe entenderse como un proceso humano y psicosocial, en tanto que reconoce la
capacidad humana de transformar y significar los actos de reparación en pro de su proceso de
reconstrucción de vida (Bravo, 2011).

Entender la subjetividad que está involucrada en un proceso de reparación, facilitaría reconocer la


necesidad de emprender acciones que aporten en la toma de conciencia del contexto de violación de
derechos, de las afectaciones y daños en las diferentes esferas, y las medidas que se puedan tomar para
subsanar esas afectaciones. El acto reparador abre un “trabajo de simbolización” y de transformación
de las afectaciones para contribuir a la reconstrucción de los proyectos de vida de las víctimas
(Rebolledo & Rondón, 2010)

La reparación en su sentido subjetivo supone que las víctimas puedan tramitar procesos de elaboración
y discernimiento que permitan asumir lo vivido como parte de su historia y, al mismo tiempo, moverse
del lugar de víctimas, recuperando su autonomía personal. En este proceso es posible encontrar dos
funciones centrales:

• Función Significativa: Dice relación con la comprensión de la realidad social desde el actor que la
protagoniza. Destaca la dimensión subjetiva (experiencias, deseos, interpretaciones) de los
acontecimientos.

• Función Reivindicativa: Rescate del actor como como protagonista principal de la realidad social,
considerando aspectos cotidianos de dicha realidad. Se trata de visibilizar las historias de personas

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comunes y concretas, muchas veces de personas excluidas (sobrevivientes de violencia, mujeres,
migrantes, etc) o silenciadas.

Esto permite captar la visión subjetiva con que el sujeto se ve a sí mismo y su mundo, como interpreta
su conducta y la de los demás; captar la totalidad de una experiencia biográfica, en el tiempo y el
espacio, desde la infancia al presente, incluyendo sus vínculos significativos (familiares, de amistad,
laborales), los hitos relevantes de continuo vital.

Así, la construcción de una narrativa autobiográfica busca producir un relato experiencial significativos
socialmente, que se alimenta de los acervos de experiencias sedimentadas. El narrador escoge
experiencias significativas, encadenadas temporalmente, y construye un relato experiencial, para lo
cual recurre a su memoria y a su contexto sociocultural. Las experiencias se transmiten a través del
lenguaje, y así el sujeto emerge como expresión particular de lo social (Lindón, 2000). El contenido de la
narración es una bisagra entre dos temporalidades: una representación del pasado y un horizonte
posible. En ese sentido, la narración puede ser estructuradora de la acción futura y de su sentido
(Lindón, 2000).

Tal como plantea Michael White (2004), es importante desarrollar un proceso que provea un andamiaje
para que la persona organice diversas experiencias de vida en un guión que las implique, y de que les dé
un sentido de continuidad personal a través del curso de su historia. El organizar las experiencias de
vida alrededor de temas específicos y las metáforas relevantes contribuyen significativamente a la
unificación y al sentido de continuidad y a reinstalar la consciencia como “yo” en relación a sí mismo
(Denborough, 2006).

White (2006) aborda la importancia de favorecer la creación de un especio segurizante que permita
expresar aquellas experiencias traumáticas sin dañar su propia identidad, mediante la búsqueda de una
segunda historia basada en los recursos y en las resistencias que “tal vez” no fueron vistas (citado en
Yuen, 2009). En palabras de White “Si la vida de una persona continúa siendo definida por la historia
inhabilitante del trauma, investigar únicamente sobre los efectos, podría atraparlos en la inmediatez de
sus últimos eventos angustiantes” (citado en Yuen, 2009 p.7).

Este acto de narrar contar debe ir acompañado de otro que escucha activa y empáticamente. Cuando
esto no ocurre, cuando el contar –repetitivo o no-­ no incluye a un otro que escucha activamente, puede
transformarse en un volver a vivir, un revivir el acontecimiento. No necesariamente hay alivio, sino una
reactualización de la situación traumática. “La ausencia de un oyente empático o, de manera más
radical, la ausencia de un otro a quien dirigirse, un otro que puede escuchar la angustia y, a partir de
ello, afirmar y reconocer su realidad, aniquila el relato” (Laub, 1992b: 68).

Se requieren “otros” con capacidad de interrogar y expresar curiosidad por un pasado doloroso,
combinada con la capacidad de compasión y empatía, una alteridad en diálogo (Semprún, 1997). Como

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dice Jelin (2001), esta debe ser una escucha social comprometida y atenta a los procesos subjetivos de
quien es invitado a narrar (Jelin, 2001).

Esto genera validación social del sufrimiento frente al rechazo, estigmatización, indiferencia o
humillación de las víctimas, acompañada de la visibilización y reconocimiento de los hechos y sus daños
y efectos, sus dinámicas de silencio y ocultamiento (Gómez, 2010).

La Confianza como Pilar de la Resiliencia

La confianza surge desde la experiencia de ser sostenido por algo: “Confianza es el consentimiento a
entregarse a una estructura portadora de sostén, para superar la inseguridad (riesgo) percibida”
(Längle, 2006, p.31, en Lorca, 2012).

Esa estructura de sostén puede provenir desde lo externo como desde lo propio (autoconfianza),
constituye una confianza tanto sobre el mundo como sobre las propias capacidades, basada en la
experiencia acaecida -­ fundada en cada experiencia del desarrollo de una persona, no sólo de la
infancia-­­.
Así, es una noción relacionada con el “poder ser en el mundo”, que articula tres componentes:

 Protección. Dice relación con la experiencia de ser aceptado y no ser amenazado ni constituirse
en una amenaza para otros. Esta experiencia va permitiendo generar la construcción de un piso
interno de autoaceptación: “yo puedo ser”.

 Espacio. Se genera el espacio necesario al tomar distancia. A través de los límites se construye
un espacio dentro del cual la persona puede ser y es el medio que posibilita el intercambio con
el espacio exterior. La experiencia de tener espacio tiene un símil con la vivencia de ser
aceptado por el mundo.

 Sostén. Experiencia de contar con otro que sostiene y ofrece resistencia. Esto permite
experimentar que el mundo continúa funcionando, y, aunque todo parezca derrumbarse,
encontrar la fuerza para continuar en las situaciones más adversas (Lorca, 2012).

La confianza es un elemento fundamental de resiliencia humana. Los seres humanos necesitan


establecer y sostener relaciones de confianza y solidaridad fuertes y de largo plazo con personas o
grupos. Gibb y Rogers (1970) afirman que “ser persona es una relación que se hace posible en base a la
confianza”. La confianza permite al ser humano actuar de manera más libre y creativa que cuando está
asustado o defensivo (Gibb y Rogers, 1970).

Grotberg (2006) menciona la confianza como uno de los pilares de la resiliencia, transversal a todas las

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edades, que les proporciona a los sujetos soporte externo, que los confirma, contiene y protege
(Grotberg, 2006).

En el estudio de la confianza se debe distinguir además entre la confianza generalizada y la confianza


relacional (Jones et al., 1997, citado por Carr, 2004).

La confianza generalizada –o también llamada confianza social o disposicional3-­­ se refiere a las


expectativas sobre los motivos sociales de la gente en general, lo cual se vincula con la concepción
sobre la naturaleza humana. Es una noción de confianza normativa, basada en una visión de la sociedad
como una comunidad cultural solidaria” (Lane, 1998). Una alta confianza en este plano sería esperar
que los demás se comporten de manera íntegra la mayor parte de las situaciones. Este tipo de
confianza también podría llamarse confianza en desconocidos, que no se basa en una historia de
experiencia con otro (Yáñez & Ahumada, 2006).

La confianza relacional se refiere a las expectativas de gozar de confianza y lealtad en las relaciones
íntimas. Este tipo de confianza, tal como señala Hevia de la Jara (2003), se genera, observa y describe
en la interacción social. Se define y actualiza por parte de los actores sociales, que construyen,
negocian, cambian o mantienen interacciones (Hevia de la Jara, 2003).

Los niveles de confianza en esta dimensión dicen relación con esperar que el otro significativo, sea
previsible y digno de confianza. La traición sería la violación de este último de confianza, ya que supone
un vínculo íntimo e importante con el otro (el cónyuge, el padre, el amigo, el colega) (Carr, 2004).

El Contexto relacional para la Construcción de Resiliencia

Marcos para la Confianza Relacional

Perelmann (1999) afirma que la confianza sólo puede desarrollarse en contextos o relaciones en que no
está presente el miedo o la competencia comunicativa entre los actores de una interacción. Por lo
tanto, la confianza supone un mínimo de seguridad. Esta seguridad en el contacto va a depender de si
los sujetos consiguen encontrar y descifrar señales que prueben esta situación. Estas señales pueden
ser gestos, anuncios verbales, y datos que le permite inferir la sinceridad del otro. Algunas de las
actitudes y señales coherentes con un marco de confianza son:

 Generar expectativas realistas


 Mostrar atención y preocupación por la otra persona
 Reconocer la legitimidad de los intereses y necesidades del otro
 Asumir la responsabilidad propia (no trasladar la culpa)
 Generar seguridad a través de la predictibilidad del curso de la relación
 Reciprocidad, en que la confianza sea mutua.

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 Sinceridad, una predisposición de ambas partes de no ocultar información relevante y decir la
verdad
 Cumplimiento de promesas y compromisos Consistencia entre palabras y actos
 Interés por conseguir beneficios conjuntos, en base a una coincidencia de valores, creencias y
normas de comportamiento (Nooteboom, 2010).

Desarrollo de Competencias Emocionales Resilientes

Para poder desenvolverse en contextos relacionales desde la confianza, los sujetos requieren
desarrollar ciertas capacidades o competencias resilientes, que les permitan descifrar las señales de
seguridad, previsibilidad o riesgo.

Hacia el Desarrollo de una Actitud Precavida o Vigilante

Yamagishi (2001) y Markóczy (2003) han propuesto la noción de actitud precavida o vigilante, en la cual
es importante tomar conciencia que no todos son confiables y considerar necesario mostrarse cautos
cuando se trata con vínculos o situaciones riesgosas. De este modo, poner atención a la interacción con
los otros, ya que pueden ser no confiables, no es sinónimo de tener una tendencia a desconfiar de
otros. Ser desconfiado correspondería a la expectativa de que los otros no serían confiables mientras
no haya información disponible para sustentar confianza (Markóczy, 2003).

Para Rotter (1980), Yamagishi (2001) y Markóczy (2003) tender a confiar no está vinculado
necesariamente a ser crédulo o ingenuo. Un importante aporte de Rotter (1980) fue mostrar evidencias
de que ambas variables, confianza y credulidad, son independientes: pueden existir personas con
tendencia a confiar y a ser crédulas y puede haber otros que son precavidos. Para Markóczy (2003)
confianza implica creer en lo que me comunica otro en ausencia de razones fuertes para no creerle.
Credulidad significa creer en otra persona aun cuando hay claras evidencias de que a la persona no se
le debe creer. Las personas que tienden a confiar pueden asumir que las personas son confiables hasta
que hay evidencias que les indiquen lo contrario. Los crédulos serían insensibles a estas evidencias
(Yáñez & Ahumada, 2006).

Yamagishi (2001) sostiene que puede establecerse una relación interesante cuando está presente la
predisposición a la confianza social con la actitud vigilante; en este caso, se podría estar ante una
muestra de inteligencia social. En un escenario de este tipo, las personas logran tener expectativas más
exactas sobre la conducta de los otros y pueden mostrar un nivel de confianza óptima en una situación
dada. Por su tendencia a confiar, estas personas están más expuestas a diferentes tipos de relaciones
sociales en que experimentan éxitos y fracasos. Esto les permitiría detectar mejor las claves que
señalan cuándo es razonable confiar, en qué grado y cuándo cesar de cooperar con esos que muestran
signos de oportunismo.

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Con otros términos, Wicks (1999) se refiere a los sujetos que llama confiados prudentes, que
desarrollan una confianza óptima, la cual se produciría cuando se crean y mantienen relaciones
predispuestas por una voluntad a confiar, que buscan tener compromisos estables y continuos pero
también son cautos en determinar en quién se confía y en qué grado (Yañez y Ahumada, 2006).

El fomento de la Confianza en Sí mismo

La herramienta más efectiva y más justa para la protección ante los abusos es el fortalecimiento de la
confianza en uno mismo. Cuando confiamos en nosotros mismos, nos empoderamos y podemos
respetar y hacer respetar límites claros a nuestra intimidad, libertad, identidad. El desarrollo de la
confianza en sí mismos permite que los sujetos puedan tomar iniciativa “arriesgar con seguridad”, ya
que conoce tanto sus posibilidades como sus límites.

Este tipo de confianza se liga a la noción de empoderamiento, que dice relación con la recuperación del
dominio y control sobre la propia vida, que le permite a los sujetos tomar decisiones, dirigir su propio
desarrollo y alcanzar sus propios objetivos (Sen, 2005).

La autoconfianza es el resultado de una relación basada en el reconocimiento, el respeto y el amor. La


autoconfianza es posible porque el sujeto se sabe amado por el otro y confía en la estabilidad de esta
relación afectiva (Honneth, 2003).

Un sujeto que confía en sí mismo tiene la creencia interna en sus propias capacidades, estando
conectado con sus necesidades, emociones y sensaciones. Esto cobra especial relevancia para sujetos
que han sufrido experiencias de victimización de tipo sexual, que tienden a dudar de su capacidad de
descifrar las señales de que “algo anda mal”.

En este sentido, es importante que se recupere la conexión con las propias necesidades y la capacidad
de orientarse de acuerdo a éstas. Esto requiere la construcción de una identidad propia y una
diferenciación adecuada respecto del entorno (lo mío, lo de otros), lo que permite establecer distancias
y límites adecuados, sin aislarse.

Desarrollo de la Capacidad de Establecer Límites

Todos necesitamos nuestro espacio protegido, demarcar territorio y construir acuerdos sobre los
lìmites. Sin la capacidad de autolimitarse, el ser humano no puede percibir su propia persona, ni
desarrollar su personalidad.

Para que un encuentro humano sea exitoso, se necesita una buena compensación entre límite y
superación del límite, entre protección y apertura de sí, entre auto-­ limitarse y auto-­ darse (Grün &
Robben, 2006).

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Los límites corporales o físicos determinan a qué distancia se pueden acercar los demás sin que nos
sintamos incómodos, y quiénes nos pueden tocar, y cómo y en qué situaciones. Los límites del cuerpo
permiten la delimitación de la acción, constituyendo delimitaciones espaciales y restricciones para la
interacción entre los sujetos.

Señala Merleau-­­Ponty “El contorno de mi cuerpo es una frontera que las relaciones espaciales
ordinarias no franquean”. Esto se debe a que el cuerpo, con la experiencia de un movimiento corporal,
es el centro de formas de acción y percatación que realmente definen su unidad. Las relaciones espacio-­
temporales de presencia, centradas en el cuerpo, no tienen por eje una «espacialidad de
posición», con palabras de Merleau-­­Ponty, sino una «espacialidad de situación». El «aquí» del cuerpo
no designa una serie determinada de coordenadas sino la situación del cuerpo activo orientado hacia
sus tareas. La imagen corporal es en definitiva un modo de enunciar que mi cuerpo está-­­en-­ el-­­mundo
(Merleau-­­Ponty, 1974).

Esa actividad del cuerpo, en el fluir de una acción, está inmediatamente incluida en la seguridad
ontológica o actitud de confianza en la continuidad del mundo y del propio-­ ser, envuelta en la duración
de la vida cotidiana.
Los límites emocionales aquellos que permiten resguardar las propias emociones, deseos y
necesidades, sin vivenciar al otro como una extensión de sí mismo, impidiendo ser arrastrado o
manipulado por los deseos o emociones de los demás. Desde estos límites es posible reconocer señales
de sensaciones de bienestar o malestar, que permiten regular las interacciones con el entorno.

Tal como sostiene Katherine (2003), los límites son una “frontera que favorece la integridad. Cuando
éstos son violados la energía, la autoconfianza y la seguridad se desmoronan. Son como una brújula
moral, que nos mantienen en el camino correcto, resguardando lo que verdaderamente nos importa”
(Katherine, 2003).

Los límites nos separan de los demás y nos protegen de las agresiones y también nos sirven para un
intercambio con otros. Se vinculan con la capacidad de saber hasta dónde podemos ceder ante otros, y
poner freno a comportamientos que consideramos inapropiados o incluso destructivos para nosotros.
Dice relación con la protección de nuestra integridad, autonomía e intimidad

Capacidad de buscar y gestionar apoyo social

El apoyo social es una variable que incide significativamente en los procesos de recuperación de las
víctimas de experiencias traumáticas, incluyendo las situaciones de abuso sexual infantil (Pereda, 2011).
Algunos autores sostienen que tiene un efecto positivo y directo sobre el bienestar de los sujetos, y
otros señalan que esta sería una variable moderadora entre las experiencias de abuso y el desarrollo de
psicopatologías, facilitando la adaptación del individuo y reduciendo su impacto sobre su bienestar y
salud.

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Se ha visto que en las víctimas de abuso sexual la búsqueda activa de apoyo social es un factor
protector, siendo de alta relevancia como predictora del éxito de los tratamientos y de la recuperación
de las víctimas tras la experiencia (Avery, Massat, Lundy, 1998, citados por Pereda, 2011).

El proceso de desarrollo de esta capacidad de vinculación contiene como desafío la (re)construcción y


fortalecimiento los vínculos protectores, apuntando a revertir dos situaciones íntimamente
vinculadas a la problemática del abuso sexual:

 El aislamiento, existente muchas veces antes de la situación y actuando como un factor


de riesgo, que se acrecienta en los momentos posteriores a la develación y apertura. Los
vínculos de las mujeres y familias con su entorno muchas veces son pobres y poco
satisfactorios, vivenciando muchos de estos sentimientos de soledad y exclusión.

 La estigmatización, que se actúa como un mecanismo que hace a las víctimas y a sus
familias sentirse “marcados”, “sucios” o “distintos”. Las personas e instituciones que los
rodean favorecen esta situación al reaccionar frente a la situación de abuso de manera
victimizante, reforzando los sentimientos de culpa y de vergüenza.

A modo de Conclusión

El Enfoque de la Resiliencia invita a los profesionales que trabajan con infancia, adolescencia o sujetos
vulnerados a centrar las intervenciones en las posibilidades de las personas, pasando del concepto de
víctima al de capacidad, para comprender que un trauma no predice el futuro y más bien puede darle
fuerza al individuo que lo padece; en tanto, no es posible volver a la situación anterior o reparar lo
irreparable; más bien es posible abrir una nueva etapa en la vida que integre los dolores del pasado en
una experiencia de aprendizaje.

Según Vanistendael y Lecomte (2002) “este entramado del sufrimiento pasado y la resiliencia presente
lleva a muchas personas resilientes a mostrar una extraña mezcla de fuerza y fragilidad. La fragilidad
proviene de la prueba vivida, la fuerza de la prueba superada”
(p. 157).

El Enfoque de la Resiliencia lleva a instaurar un marco esperanzador para los procesos reparatorios, que
permite visibilizar y rescatar los recursos, respuestas y fortalezas de los sujetos en tanto sobrevivientes.
Inscribir los procesos dentro de este enfoque conduce a “un trabajo conjunto de reubicación de la
experiencia dolorosa y a re-­ colocarla para ganar control” (Rodríguez, s/f p.39), favoreciendo el
empoderamiento y fortalecimiento de los sujetos.

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La resiliencia es una mirada que se relaciona con la agencia, con la capacidad de los sujetos de
recuperar el control de sus vidas. En un descubrimiento que los lleva a empoderarse. Sin embargo, es
importante tener en cuenta que la resiliencia no debe ser jamás una exigencia para las víctimas, nunca
debe ser impuesta como un estándar de fortaleza ni de recuperación.

Desde este enfoque cobra sentido el rol de los profesionales que trabajamos con víctimas, en tanto
terceros y potenciales tutores de resiliencia, que podemos convertirnos en esos “otros” que brindan
reconocimiento, protección y sostén, aportando a la reconstrucción de vínculos de confianza. Esto al
mostrarles a los sujetos que atendemos, de manera persistente que, teniendo una posición de saber y
de poder, que tomaremos todos los resguardos para no abusar de dicha posición, sino que buscamos
convertirnos en un sujeto que acompaña, se conduele y que moviliza los recursos de los propios
sujetos, en el aumento de su poder y control de su vida.

El término de tutor de resiliencia fue acuñado por Cyrulnik para definir, por lo general, a una persona
que acompaña de manera incondicional, convirtiéndose en un sostén, administrando confianza e
independencia por igual, a lo largo del proceso de resiliencia.

La impronta del tutor perdurará, convirtiéndose en un manantial para la creación de nuevos vínculos de
apoyo. Casi siempre se trata de un adulto que encuentra al niño y que asume para él, el significado de
un modelo de identidad, el viraje de su existencia (Cyrulnik, citado por Puig & Rubio, 2010).

Es decir, el profesional, se convierte en parte de lo que Boris Cyrulnik llama “una mano tendida le
ofrezca un recurso externo, una relación afectiva, una institución social o cultural que le permita salir
airoso” (Cyrulnik, 2001).

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