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¿PERFECCIÓN O SANTIDAD?

José Antonio Netto de Oliveira, S.J.

Introducción
No es necesario un gran esfuerzo de observación para darse cuenta que muchos cristianos, no viven su fe con
alegría, no dan un testimonio existencial de que el Evangelio es una buena noticia para todo ser humano; una
liberación de todo miedo, delante de la revelación en Jesucristo y de la inexplicable misericordia, perdón, amor
incondicional de Dios para con sus criaturas.
Cristianas y cristianos parecen vivir un interminable sentimiento de culpa delante de Dios, siempre sintiéndose en
deuda y consecuentemente experimentando una separación o por lo menos una distancia y enfriamiento en la
relación con El. El Padre de nuestro Señor Jesucristo, revelado como infinita ternura, misericordia y amor, cercano y
compasivo con el pecador, no es percibido como Padre, sino como un juez mal humorado, que investiga
constantemente nuestra vida en busca de infidelidades, desobediencias y debilidades. En vez de la intimidad, de la
cercanía y de la alegría que Jesús manifiesta en su relación con el Padre, nosotros, como Adán en el Paraíso,
sentimos miedo de Dios y buscamos escondernos.
Los cristianos, no siempre hemos sabido reflejar en nuestros rostros la alegría de Dios; desde el escrúpulo hasta la
angustia; desde la estrechez de espíritu hasta la incomodidad con el cuerpo; desde un ascetismo no integrado hasta
un legalismo sin calor, etc…, damos demasiadas veces la impresión de que somos personas más esclavas que
liberadas por nuestro Dios.
Las causas de esos sentimientos y comportamientos de muchos cristianos, poco reveladores de la buena noticia de
Jesús, pueden ser buscadas en diversas direcciones: en el tipo de educación religiosa recibida, en la psicología
personal más o menos propensa a sentimientos de culpa y de escrupulosidad, en la experiencia de haber sido o no
amado con gratuidad, en la experiencia personal de Dios, en las múltiples capas teológicas e ideológicas que se
fueron superponiendo, oscureciendo muchas veces la experiencia original del cristianismo y consecuentemente la
alegría cristiana, etc.
En este artículo queremos resaltar un aspecto de esa problemática: la confusión que hacemos entre santidad y
perfección. Esta confusión, en nuestra opinión, tiene parte de la responsabilidad por la distancia y frialdad en la
relación con Dios y por un cierto sentimiento de culpa permanente que impide la intimidad de la filiación y la alegría
de vivir como hijos amados gratuitamente por el Padre.
Confundir santidad y perfección, con la connotación que la palabra perfección tiene a nuestros oídos, es
condenarnos a una eterna insatisfacción con nosotros mismos, a una autocondenación permanente, porque
percibimos que somos cada día más imperfectos, en la medida que avanzamos en la vida. El pasar de ese
sentimiento a la verificación de que la santidad no es para nosotros constituye un salto. Desistimos, entonces, de la
santidad y no escuchamos más la llamada de Dios “sean santos porque yo soy santo”; así, nos condenamos a la
mediocridad en la vida cristiana.

La Perfección
La interpretación de la santidad como perfección tiene sus raíces en el Evangelio según san Mateo y más
particularmente en Mt 5,48 “Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto”. Examinemos rápidamente este
texto.
Hay que explicitar que la perfección para el A.T., no es un atributo de Dios. En ninguna ocasión el A.T. llama a Dios
de “perfecto”: lo llama “santo”. En los evangelios el adjetivo “perfecto” aparece dos veces y sólo en Mateo: 5,48
“Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto” y en Mt 19,21 “si quieres ser perfecto”, pregunta Jesús al joven
rico.
En la mentalidad hebrea, la perfección es en primer lugar un atributo del ser humano que expresa la idea de totalidad
y se aplica a lo que es completo, intacto, aquello que de nada carece. Cuando en Mt 19,21, Jesús dice: “Si quieres
ser perfecto”, quiere decir: “si quieres que nada te falte”, “si quieres no tener límite alguno”, “si deseas ir hasta el fin”.
Al afirmar “sean perfectos como el Padre celestial es perfecto”, Mateo estaría proyectando en Dios una cualidad
propiamente humana. Por lo tanto, nos encontramos delante de un antropomorfismo: Mateo nos convida a imitar en
Dios una cualidad que no es propiamente divina, pero que es la proyección en Dios de un ideal humano.
La perspectiva de Mateo aparentemente parece ser más moralista que teológica: su atención se centra en el deber
que se impone al ser humano, en la conducta que éste debe adoptar con relación a sus hermanos para cumplir
perfectamente la voluntad divina.
Verificamos, pues, que en el texto de Mateo, el punto de partida de la santidad ya no sería Dios en primer lugar, sino
lo que el ser humano debe realizar. La atención se traslada desde la misericordia de Dios, como en la versión de
Lucas “Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso”, hacia la perfección del ser humano en general, como
un progreso en el desarrollo ontológico del ser humano. La santidad deriva como la perfección en el cumplimiento de
la Ley, manifestación de la voluntad divina, y en la práctica de las buenas obras, frutos, básicamente, del esfuerzo
humano.
Sin embargo, podríamos vislumbrar también otra interpretación, siguiendo a san Jerónimo y a otros. El mandato
“Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto” se une con el texto precedente por la partícula de consecuencia
“por lo tanto”. De esta forma, el texto inmediatamente anterior habla precisamente del amor sin límites del Padre que
hace nacer el sol sobre malos y buenos; caer la lluvia sobre justos e injustos; que ama a todos amigos y enemigos.

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De esta forma, podríamos concluir que el discípulo debe ser perfecto en el amor como el Padre celestial es perfecto
en el amor.
Las "cosas", el dinero, la riqueza, lo que se puede adquirir y cotiza en bolsa, son como un pedestal sobre el que el
hombre se sube para ser más importante, tener más poder, prestigio, admiración, seguridad. A medida que el
pedestal se eleva, la separación con los que están a ras de tierra es mayor; el diálogo se va haciendo más difícil, casi
inaudible; el otro se desdibuja en la altura o en la pequeñez; la distancia se va haciendo mayor. La fantasía del "alto"
es que la altura es suya, es estatura real. Se va olvidando del pedestal y confundiendo lo que tienen con lo que es.
La tragedia para la convivencia humana es que ya no hay convivencia. La vivencia de uno no tiene casi nada que ver
con la del otro. La vida del que está en las alturas (sea del tipo que sea) ya no toca la vida del otro. De interlocutores
se transforman en admiradores, envidiosos, indiferentes u odiosos. Desde el pedestal ni se oye ni casi se ve. Como
los ídolos, "tienen ojos y no ven, oídos y no oyen". El ego hinchado deteriora primero al sí mismo y ocupa el espacio
que el otro podría habitar para darle la verdadera vida. La vida exige cambio, y esta situación prácticamente no se
da, porque no hay intercambio personal. El vértigo de las alturas en la escala social, la borrachera del poder,
íntimamente aliada del tener, sólo tiene una dirección: acaparar más y más. La pasión del tener termina convirtiendo
al "propietario" en prisionero de lo que tiene, esclavo de lo que posee. Los que le podrían liberar están demasiado
lejos, en su voluntad posesiva, para ser vistos en sus rostros humanos y en su oferta de salvación. Es el arriba y
abajo histórico, social. El Norte y Sur de la geografía humana.
Ser y tener, E. Fromm afirmaba: no teniendo nada, es muy difícil ser; teniendo mucho, casi imposible. El tener se
parece al comer emocional. Una ansiedad nunca satisfecha, un pozo sin fondo nunca repleto. La cultura del tener no
se pregunta: ¿quién eres tú?, sino ¿cuánto tienes tú? Y el hombre y la mujer que la protagonizan responden a su
identidad con un tener, confundiendo el rol de rico con la persona que pobremente dura, más que vive en ese rol.
Confundimos el ropaje con el cuerpo, la fachada con el interior de nuestro edificio personal, y construimos sobre
arena movediza que, aunque tenga innumerables granos, nunca ha sido una sólida base, como en la evangélica
imagen. El autoconcepto que suministra el tener no sostiene de verdad a la persona. No solamente dificulta el acceso
al ser, sino que lo disgrega, lo cosifica. Abrumado por el peso de tener, la persona no tiene ni espacio ni tiempo de
ser. Por ello no transmite vida, sino tan solo objetos cuantificables. Es la filosofía de M. Buber en El Yo y el Tú. La
pasión de acaparar hace viable una existencia yo-ello, nunca una existencia yo-tú. Necesitamos algunas "cosas"
para vivir, personas para existir humanamente. Si confundimos la proporción o ponemos equivocadamente el acento
en lo que no pertenece a lo esencial, si la pasión obnubila nuestra percepción de la realidad humana, funcionaremos
en el mundo y hasta edificaremos una vida envidiable por muchos, pero, de verdad, no existiremos personalmente en
esa vida, y no permitiremos a otros existir.
Un viejo proverbio árabe dice que una ventana de cristal que te permite ver al otro, te lo imposibilita cuando a ese
cristal se la aplica una fina capa de plata. En un espejo solo te ves a ti mismo/a, nunca el paisaje que te rodea y
puede interpelarte.
Se nos promete una sociedad del bienestar. Ojalá llegue a todo y a todos. Prescindiendo del electoralismo, muy
pocos siguen la "estrecha senda" del bien-ser. Si el precio del bienestar es un notable deterioro del ser, el hombre y
la mujer tendrán que elegir. ser más y tener menos, o ser menos y tener más. Y esto, no por razones de
perfeccionismo ascético, sino por los dinamismos esenciales en la tarea de hacerse personas.
El hombre y la mujer no tienen otro camino para devenir personas que ir construyendo un nosotros cuya
infraestructura se base en un compartir que satisfaga las necesidades primarias y permita acceder a una realización
personal, individuamente plural. El nosotros no es una generosidad opcional, sino un requisito para poder ser yo de
verdad. La espiritualidad del nosotros no puede atajarse ni ahorrarse el camino de pasar por el realismo de lo
material, en el que se decide la felicidad o desgracia de los seres humanos.

Santidad, perfección y pecado


Antes de continuar nuestras reflexiones sobre la perfección consideraremos la relación entre santidad, perfección y
pecado. Es curioso observar que la Iglesia no señale una oposición radical entre santidad y pecado, ya que las dos
realidades pueden subsistir simultáneamente en la misma persona o en el mismo cuerpo social. La propia Iglesia se
autodefine como pecadora y santa a la vez; los santos Padres no tenían escrúpulos de llamar a la Iglesia de “casta y
prostituta”. A lo largo de la historia es patente la infidelidad y las traiciones de la Iglesia a su esposo Jesucristo y,
concomitantemente, es evidente también la presencia del Espíritu Santo en medio de ella purificándola, salvándola y
haciendo de ella sacramento universal de salvación.
Otra realidad que llama la atención es el hecho de que los santos canonizados por la Iglesia nunca se consideraron a
sí mismos como tales; muy por el contrario, todos ellos se confesaron grandes pecadores hasta el fin de sus vidas e
incluso muchos practicaron rigurosas penitencias por sus pecados, que en la actualidad nos asustan. A pesar de la
conciencia de ser imperfectos y pecadores eran santos y la Iglesia reconoció su santidad, canonizándolos. No existe,
pues, una incompatibilidad radical entre santidad y pecado. Por lo tanto, se puede ser simultáneamente santo y
pecador.
Pero, si pasamos a la relación entre pecado y perfección encontraremos una incompatibilidad: no podemos ser
simultáneamente perfectos y pecadores, una vez que el pecado es la imperfección por excelencia. La perfección
excluye necesariamente el pecado. Esta breve consideración podrá ayuda a entender mejor las reflexiones que
siguen.

Tener pecado o ser pecador

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Es importante captar la distinción entre tener pecado(s) y ser pecador para comprender lo que queremos expresar a
continuación.
Tener pecado(s) es la conciencia que tenemos de haber fallado objetivamente al amor para con Dios, para con
nosotros mismos o para con el prójimo. Antes de dirigirnos al sacramento de la Penitencia, acostumbramos a parar y
hacer un examen de conciencia preguntándonos “cuáles son los pecados que tengo”, “cuáles son las faltas objetivas
al amor”, desde la última confesión. Comunicamos entonces al sacerdote los pecados que “tenemos” y, si estamos
arrepentidos, somos perdonados, Dios nos asegura su perdón. Al salir de la confesión ya no tenemos más pecados.
Ser pecador es la conciencia que tenemos de nuestra fragilidad. Saliendo de la confesión, no tenemos más pecado
pero reconocemos que estamos en un estado de debilidad, que somos vasijas de barro muy quebradizas. El pecado
alcanzó, de cierta forma algo profundo de nosotros, alcanzó de alguna manera nuestro ser, nuestro corazón, como
dice la Biblia (es del corazón desde donde salen los malos pensamientos, asesinatos, etc.). Nos encontramos todos
en una situación de fragilidad. Cada uno percibe en su corazón ciertas tendencias innatas para el mal y para el
pecado, que los teólogos llaman concupiscencia: tendencias para el orgullo, la avaricia, la gula, la lujuria, la pereza,
etc.
Estamos en estado de fragilidad permanente, por eso somos pecadores que reincidimos en nuestros pecados y así
tendremos que confesarnos una y otra vez hasta el final de nuestra vida.
Reconocer no solamente que tenemos pecado sino que también somos pecadores es abrirnos para la verdad del
propio ser, es el inicio del vaciamiento de sí, es comenzar a descender a la verdadera humildad delante de Dios y
delante de los seres humanos.

Impasse de la Perfección
El concepto de perfección que cada uno tiene en su propia cabeza no es puramente teórico, porque se forma a lo
largo de la vida, es existencial y por tanto viene marcado por cargas afectivas desde la primera infancia: los
comportamientos correctos, perfectos eran premiados; los imperfectos, incorrectos eran castigados. El concepto de
perfección se fue formando en nosotros a través de nuestra educación, a partir de nuestras experiencias integradoras
o traumatizantes, de sentimientos de culpabilidad y castigo o de liberación y perdón. Normalmente terminamos con
un concepto de perfección que se identifica en el plano personal con no tener defectos, no tener vicios, no tener
traumas, ni marcas psíquicas negativas, no tener ninguna debilidad, ninguna falla, ningún pecado, etc.
La búsqueda de la perfección es un proyecto del ser humano, un ideal humano. Se trata de un proyecto cerrado
dentro del propio yo orgulloso, que exige el máximo de sí, el máximo de esfuerzo para no fallar en ningún ámbito,
porque el perfeccionista está convencido que solamente será amado por Dios y por los demás si es perfecto. En ese
esfuerzo él tiende a contar exclusivamente consigo mismo, prescindiendo de
Dios y de los demás.
La perfección estaría al final del camino que trazamos para nosotros, del ideal
que nos propusimos, o entonces en el tope de una escala que decidimos subir
con nuestro propio esfuerzo, ascendiendo peldaño por peldaño, eliminando
vicios y adquiriendo virtudes en una búsqueda tensa. La perfección no soporta
el pecado, porque el perfeccionista ve el pecado no como una ruptura de lazos
del amor, no en relación a otro, sino en relación al propio ideal: “fallé en mi
propio ideal, en el ideal que me había propuesto”. Esa verificación es siempre
sentida como humillación.
El perfeccionista trata de vivir sólo con los mejores fragmentos de sí mismo,
aquellos que están conformes con las normas, con el ideal buscado, con lo
que piensa que los otros esperan de él. El resto, las debilidades, las tendencias oscuras, los espacios de los cuales
está menos orgulloso, quedan trancados para siempre en los límites de la conciencia. Ellos son rechazados y
negados. De ese modo, la llaga secreta que está fermentando, supurando y contaminando la vida nunca es
reconocida, nunca sale a la luz. La perfección, humillada por el pecado y las debilidades, tiende a cerrar a la persona
sobre sí y cerrarla para los otros y para Dios. El amor desaparece. El perfeccionista tiende a volverse sobre sí,
volviéndose su propio juez y auto condenándose. Después de cierto tiempo de lucha, su vida puede volverse
amarga; amarga consigo, con Dios, con los demás y con todo.
La perfección examina a la propia persona; ella establece sus ideales y sus peldaños, se mide y se compara, calcula
y evalúa. Sus caídas y fallas, dado que no tienen una referencia fuera de sí, son amargas, entristecen, llevando al
desánimo y hacia la auto condenación. La perfección dialoga con un código de normas y de exigencias, dialoga con
la ley. No es raro que ese código sea elaborado bajo el peso de los escrúpulos de una conciencia culposa o
atemorizada, que fija rígidamente las balizas de una avenida, fuera de la cual no se puede salir sin que la auto
imagen se quiebre en sentimientos de fracaso irremediable.
La perfección no justifica ni salva al ser humano. Es Jesús quien lo dice en la parábola del fariseo y del publicano que
van al templo para orar. Esa pequeña parábola tuvo el efecto de una bomba atómica para la sociedad religiosa judía,
porque en ella Jesús coloca todo de piernas para arriba, invierte toda la concepción de justificación y salvación
tranquilamente aceptada por todos, en todos los segmentos sociales. Todos estaban convencidos de que las
personas que agradaban a Dios, que estaban justificadas, eran los fariseos, fanáticos cumplidores de la Ley. Jesús
afirma lo opuesto, ese hombre no salió del templo justificado. Su pretendida perfección en el cumplimiento de la Ley
lo lleva aun gran orgullo, “no soy como los demás hombres”, al desprecio de los otros, al endurecimiento del corazón
para el amor, a prescindir de Dios, a pensar que se salva por el propio esfuerzo, a exigirle recompensa a Dios. Jesús
afirma sin rodeos que tal hombre no está justificado, la perfección no justifica al hombre.

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El publicano, sí sale del templo justificado, está a camino de la salvación. El publicano capitula delante de Dios:
reconoce su pecado y su condición de pecador, reconoce su incapacidad de salvarse por sí mismo, se abre hacia el
gran Otro, se abre para el encuentro con Dios de quien espera el perdón y la salvación. Esa humildad es la puerta
para salir de un mundo enclaustrado en sí mismo, un mundo auto suficiente y tenebroso, donde todo gira en torno del
propio yo, donde no hay lugar para el Otro y los otros, donde no hay salvación posible.

“Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso”


La compasión y la misericordia son los atributos más característicos de Dios en la teología de Israel. Lucas nos
convida, por lo tanto, a imitar una manera de ser que es, antes que nada, la de Dios. Mostrándose misericordiosos
los discípulos de Jesús se asemejan al ejemplo que Dios nos da. La atención aquí está centrada para la visión de los
sentimientos de la misericordia de Dios para con sus hijos, en la solicitud de él para con los pecadores y los demás
desamparados y necesitados. La conducta de Dios debe regularse, debe imitar la conducta de Dios.
En Lc 6,36 se concluye de modo natural la instrucción sobre el amor a los enemigos” (v. 27). Esa recomendación es
reforzada por una primera consideración en forma negativa: “no
imiten a los paganos y a los publicanos que sólo aman a aquellos
que los aman” (v.32). Finalmente una segunda consideración en
forma positiva convida a imitar a Dios: “muéstrense como los hijos
del Altísimo…, y sean misericordiosos como el Padre es
misericordioso”.
Los biblistas nos aseguran que esa versión de Lucas refleja, mejor
que Mateo, el pensamiento de Jesús, que nos convida a no
asemejarnos a su Padre reproduciendo en nuestras vidas los
sentimientos de compasión y de misericordia que El tiene para con
los seres humanos. Por medio de esa conducta con los hermanos
adherimos a Dios, se refuerza nuestro vínculo de pertenencia a El
y, en ese sentido, somos santos como El es santo.
El tema de la santidad, por consiguiente, debe ser reconducido a la interpretación que Jesús da de la misericordia de
Dios y al que, de tal imagen paterna deriva, como norma y camino para la conducta del hombre y su pertenencia a
Dios.

La santidad
En vez de optar por la perfección, podemos optar por la santidad, y la santidad está relacionada con la compasión,
con la misericordia, con el amor, con esa invitación que Dios nos hace: “Sean santos porque Yo soy santo”. Dios es
amor y en eso consiste la santidad de Dios. Se trata, pues, de abrirse para el amor dentro de nuestra realidad de
criaturas limitadas, frágiles, pecadoras, vasijas de barro como dice san Pablo. Esa capacidad de amar es un regalo
de Dios, es un don de Dios: “el amor de Dios fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue
dado” (Rm 5,5)
La santidad, por lo tanto, me es dada por Dios y me es dada ahora, inmediatamente: soy amado por Dios, sin
condiciones, en el presente con todas mis imperfecciones, pecados, debilidades, limitaciones y flaquezas… y ese
amor de Dios sin condiciones, me hace capaz de amar ahora, de hacer el bien en el presente, de servir ahora, de ser
santo ahora, a pesar de mis pequeñeces y debilidades. La gran ilusión es pensar que sólo podremos amar, servir y
hacer el bien cuando seamos perfectos. Somos santos ahora y debemos amar en el presente, aunque seamos
también pecadores, porque somos una Iglesia pecadora y santa.
La santidad nunca es humillada por el pecado, porque la santidad es humilde. Somos humillados cuando pensamos
ser alguien superior, cuando nos colocamos en un pedestal, cuando nos juzgamos mejores que los otros… somos
humildes cuando aceptamos ser pobres, frágiles, limitados, pecadores, pero amados en nuestra pobreza y fragilidad.
La santidad no se deja encerrar en el propio pecado, es la capacidad de sobrepasar las propias condenaciones
porque Otro nos acoge y nos ama a pesar de nuestro pecado. La superación del sentimiento de auto condenación
está en la entrega de la vida a Dios, en saberse amado como pecador, porque pecadores seremos siempre hasta el
fin de la vida. Santidad es la certeza de que no nos podemos salvar por nosotros mismos, es la acción de gracias por
la salvación que es ofrecida por Dios gratuitamente porque nos ama. La santidad nunca conduce al
ensimismamiento, sino que se abre a Dios para acoger siempre su perdón y se abre para los demás en el amor, en el
servicio y en la gratuidad. Santidad es el rechazo a convertirnos en jueces, dejando el juicio para Alguien que nos
ama y vela por nosotros con amor. La santidad libera, es confiada, es alegre; ella nos conduce a pasar del rechazo y
condenación de nosotros mismos y de los demás hacia el descubrimiento de nosotros mismos y de los demás.
Si la perfección la colocamos en términos de un ascenso laborioso a través de una gran escalera, la santidad
también puede ser representada por el símbolo de la escalera, pero tratándose ahora de un descenso progresivo en
dirección de una humildad radical. De hecho, si meditamos atentamente el evangelio encontraremos a Jesús
invitando a sus discípulos a un continuo descenso: quien quiera ser el primero, sea el último, el servidor de todos;
quien se exalta será humillado, quien se humille será exaltado; si no se transforman como niños, no entrarán en el
Reino de los Cielos; felices los pobres porque de ellos es el Reino…
Se trata de un vaciamiento progresivo de toda autosuficiencia y orgullo, de toda ambición de riquezas, de prestigio y
búsqueda de notoriedad, de poder, de dominación y opresión, en el seguimiento del Hijo de Dios que se “vació a sí
mismo tomando nuestra condición humana”. El orgullo cierra al ser humano sobre sí mismo, impidiéndole amar y ser
santo. La humildad es el reconocimiento pacífico de la propia condición de criatura frágil, pero amada por Dios; es la

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puerta para la santidad, esto es, para poder amar a los hermanos y hermanas pecadores y frágiles como somos
amados nosotros, aunque pecadores y frágiles.
Permanecer ahí, en el fondo del templo, como el publicano de la parábola, reconociendo la propia pobreza, en una
súplica permanente: “ ten piedad de mi , Señor, porque soy un pecador”, celebrando la misericordia de Dios para con
todos los seres humanos, volviéndose vulnerables al dolor, al sufrimiento, a la falta de vida y de sentido de muchos
hermanos en el mundo, es comenzar a tener compasión, misericordia y comenzar a amar de verdad; es caminar
hacia la santidad: “sean santos porque Yo soy santo”.
De manera contraria a la perfección que dialoga con un código, la santidad dialoga con Alguien, con el Padre, con
Cristo, construyéndose en ese lugar privilegiado de libertad abierta al soplo del Espíritu. El santo nunca se juzga
como infalible, por el contrario es pobre y se acepta débil.
Contrariamente al perfeccionista que sólo piensa que puede ser amado si es digno, el santo acepta ser amado en la
indignidad, acoge un amor que le es ofrecido gratuitamente. Consecuentemente no espera que los otros sean dignos
de su amor para amarlos. Busca amarlos como Dios nos ama: es amor gratuito que crea las condiciones de una
respuesta.
Finalmente, santidad es un combate, un enfrentamiento. No es al final de la vida que se llega a ser santo. La
santidad debe aparecer y aparece de hecho, en cada instante que pasa, en cada pequeño acto de amor, de bondad,
de compasión, de apertura y acogida del otro. Santidad no es un resultado que pueda ser contabilizado, es más bien
una tendencia, una superación diaria, un vaciamiento progresivo de sí. Santidad es un caminar: un paso después de
otro.

Proceso evolutivo: De la búsqueda de perfección al deseo de la


santidad
Los autores del nuevo testamento y sus sucesores inmediatos cuando escribían sobre lo que llamamos “perfección
espiritual”, o “perfección de la vida cristiana”, querían significar algo cercano a lo que hoy llamamos “madurez”. Pero,
sólo se madura a través del tiempo y de las experiencias que nos permiten aprender. El punto crucial de ese
aprendizaje es saber escuchar, es tener un oído atento primeramente al Evangelio, escuchando a Jesús que llama
para seguirlo; en segundo lugar, escuchar a la tradición: el seguimiento de Jesús a lo largo de los siglos y, finalmente,
escuchar al propio corazón; esto es, a la propia experiencia como ser humano.
Nuestra vida humana y espiritual avanza discretamente, no tanto a través de cortes, de saltos bruscos, sino que
como un proceso muchas veces imperceptible a los propios ojos: cuando nos damos cuenta, algo está cambiando
dentro de nosotros. Examinando la experiencia de muchas personas en su caminar espiritual, podremos descubrir un
proceso evolutivo que existencialmente podríamos describir como trayectoria distinta para todos, pero con ciertas
semejanzas.
Las primeras etapas de la vida espiritual generalmente se caracterizan por la experiencia de una fuerte atracción de
Dios sobre la persona y por la presencia de grandes consolaciones espirituales. Delante de tal generosidad divina, la
persona, sobre todo si es joven, se siente desafiada en su generosidad y desea responder a tanto amor recibido
gratuitamente: “Si Dios es generoso para conmigo, debo ser generoso para con El”. Esa generosidad primera es
frecuentemente interpretada en términos de perfección: debo eliminar vicios, fallas, debilidades, pecados… para
responder y agradar a Dios.
El joven se lanza a subir la escalera de la perfección en un esfuerzo admirable y tenaz, pero en ese esfuerzo cuenta
mucho consigo mismo y poco con Dios: confía en sí, en su generosidad, en su esfuerzo, en su idealismo, en su
fuerza de voluntad. En esa empresa se mezcla una fuere dosis de voluntad de poder y, sobre todo, un orgullo sutil,
que en su sutileza no es percibido. Esta fase de esfuerzo voluntarista centrado en sí puede tener una duración de
ocho a quince años, dependiendo del nivel de profundidad de la oración personal.
En seguida la persona comienza a percibir poco a poco que ya no avanza, que está estacionada, que el carro ya no
consigue subir la ladera de la perfección, que está agotado. Se entra, entonces, en una serie de crisis, de fallas, de
caídas, que aparecen sobre todo como fracasos en el ideal propuesto. Hay una sensación vaga de que los cimientos
de la casa están tambaleando. Problemas inconscientes no suficientemente trabajados anteriormente emergen ahora
con violencia, exigiendo gratificaciones. La experiencia concreta se manifiesta en el aparecimiento de pulsiones de
todo tipo que la persona juzgaba haber domado definitivamente en el pasado: ahora reaparecen súbitamente con
fuerza inusitada y se experimenta la propia debilidad y pobreza. No pocas veces se llega a verificar que no sólo los
cimientos de la casa están debilitados sino que toda la casa está en ruinas: “estaba construida sobre la arena”.
Hay un período de angustia profunda, que no se puede evitar, una sensación de cansancio en la lucha, de no saber
por donde recomenzar, porque la persona sabe que ya no puede hacer uso del dinamismo gastado de su voluntad: la
garra, el fuego, el idealismo de la juventud, que creía superarlo todo a fuerza de voluntad, se agotó, se acabó. ¿Y,
entonces?
Hay dos salidas posibles para esa crisis: una es la del
desánimo y del abandono: “la santidad no es para mí”. Otra es
la búsqueda de una salida en Dios: volverse para una oración
simple, de súplica humilde: “ten compasión de mi, Señor,
porque soy un pecador”; “de lo profundo del abismo clamo a ti,
Señor”; “más que el vigía, espero por la aurora”… a la espera
de la iniciativa divina. Se trata ahora de iniciar el descenso de la
escalera rumbo a la humildad radical. La verificación de la
propia indigencia ya es el inicio de esa bajada, un descenso

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lleno de esperanza, expectativa y confianza en el amor, en la gracia, en la salvación que viene de Dios: “el Señor
está cerca de todos los que lo invocan, de los que lo invocan en la verdad”. La súplica que brota del reconocimiento
de la propia pobreza es siempre verdadera. El lugar mismo donde la búsqueda de la perfección fracasa puede ser el
punto de partida del camino a la santidad.

Conclusión
De un lado está la búsqueda, el esfuerzo humano, la vida ascética y, del otro, está la gracia, el don de Dios, el amor
gratuito y transformante, la vida mística: actividad y pasividad. Estas dos dimensiones están presentes en nuestra
experiencia espiritual, pero en equilibrio inestable: a veces nos preguntamos si no estamos contando únicamente con
nuestro esfuerzo, nuestro compromiso, nuestra fuerza de voluntad y esperando poco o nada de Dios; otras veces
tenemos la impresión de estar esperando todo de Dios, pasivamente, sin hacer nada para buscarlo. Nos gustaría ver
con claridad donde estamos y si estamos en el camino correcto. Esa claridad no siempre es posible. Pero, estamos
llamados a seguir avanzando, aún sin mucha claridad, a partir del punto a donde llegamos.
San Ignacio percibe con claridad que la santidad es ese don de Dios que transforma la criatura y la torna capaz de
“en todo amar y servir”. Percibe que hay muchos desordenes en el ser humano que le impiden acoger el don
santificador de Dios y por eso se empeña en proporcionar medios e instrumentos para ordenar la propia vida y, así,
se dispone para acoger el don. Ignacio está convencido de lo que transforma y santifica al ser humano es la gracia
de Dios, su amor; pero, que también es necesario una búsqueda, un esfuerzo, una ascesis de nuestra parte, que
tiene como única finalidad disponerse para acoger el don y no como una conquista para merecer la gracia. El don es
gratuito, está a nuestra disposición, pero hay indisposiciones en nosotros para acogerlo, indisposiciones que Ignacio
denomina de diversas formas: codicia de riqueza, vana gloria del mundo, soberbia, amor propio, sensualidad, amor
carnal y mundano, afectos desordenados, pecados…. Todo esto está en nosotros y nos dificulta, crea obstáculos
para acoger el don de Dios.
Los Ejercicios Espirituales son conocidos como una experiencia en que la búsqueda generosa de ordenar la propia
vida en el horizonte de Jesucristo abre para la acogida del don transformante de Dios y consecuentemente para la
santidad, esto es, para en todo amar y servir: “cada cual esté convencido de que tanto más se aproveche de las
cosas espirituales, cuanto más salga de su propio querer e interés” (EE 189). Ese salir del amor propio, del propio
querer e interés tiene como objetivo acoger otro amor, otro querer; esto es, la voluntad de Dios, es decir, los intereses
del Reino de Dios y del servicio a los demás. Ese salir implica una misión: somos enviados y revestidos de una
capacidad de amar que no viene de nosotros, porque nosotros somos y seremos siempre recipientes de arcilla,
vasos de barro bien frágiles y quebradizos, pero dentro de ese barro cargamos un tesoro: el amor de Dios derramado
en nuestros corazones. Ese amor nos santifica, nos torna capaces para que realmente “en todo amar y servir”.
Terminaremos con una página de rara belleza que nos habla sobre la pureza del corazón y, consecuentemente,
sobre la santidad. Esta narración se encuentra en el libro “Sabiduría de un pobre” de Elói Lecler (Editorial
Franciscana, Braga, 1975, pp. 137-140)
“…después de un momento de silencio, Francisco preguntó a León: hermano, ¿sabes acaso lo que es la
pureza de corazón? – es no tener falta alguna que nos acuse, respondió León, sin dudar. – entonces
comprendo tu tristeza, dijo Francisco, porque tenemos siempre alguna cosa que nos acusa. – Si, concordó
León, y es precisamente esto lo que hace que yo pierda la esperanza de llegar un día a la pureza de corazón.
- Ah! Fray León, créame, agregó Francisco, no te preocupes tanto con la pureza de tu alma. Vuelve a mirar a
Dios. Alégrate porque Él es la santidad suprema. Dale gracias por causa suya. Hermano, esto es tener el
corazón puro. Y cuando estés volcado para Dios, no vuelvas a lanzarte sobre ti. Ni te preguntes en qué punto
estás en relación con Dios. La tristeza de no ser perfectos, de descubrirnos pecadores es un sentimiento
humano, demasiado humano. Es preciso que eleves tu mirada hacia lo alto. Hacia Dios, hacia la inmensidad
de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es aquel que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero;
el que se interesa profundamente por la propia vida de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias, de
vibrar con la eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Semejante corazón es, al mismo tiempo, despojado
y lleno. Le basta que Dios sea Dios. Es en esto que él encuentra toda su paz, todo su amor y, entonces, es el
propio Dios, quien lo hace partícipe de su santidad.
- Dios, entretanto, exige de nuestro esfuerzo y fidelidad, agregó León.
- Sí, sin duda, respondió Francisco. Pero la santidad no es una realización de nuestro yo, ni una plenitud que
nos damos a nosotros mismos. Por encima de todo, la santidad es un vacío que descubrimos en nosotros y
que aceptamos para que Dios venga a llenarlo en la medida en que nos abrimos a su plenitud. Nuestra nada,
cuando es aceptada, se transforma en espacio vacío donde Dios puede seguir creando en nosotros y con
nosotros. El Señor no deja que nadie le robe su gloria. Él es el Señor, el único, el Santo. Sin embargo, toma al
pobre por la mano, lo saca del barro y lo hace sentarse en medio de los príncipes de su pueblo, de manera
que él vea y participe de su gloria. Dios se vuelve, entonces, el cielo de su alma.
Contemplar la gloria de Dios, fray León, descubrir que Dios es Dios; eternamente Dios, más allá de lo que
nosotros somos y podamos ser. Alegrarse, totalmente, con aquello que Él es, extasiarse de su eterna juventud
y darle gracias por su infinita misericordia, esa es la exigencia más profunda de su amor que a través de su
Espíritu no cesa de derramar en nuestros corazones. Tener el corazón puro es eso. Pero esta pureza no se
obtiene a fuerza de voluntarismo y tensión.
-¿Qué hay que hacer para alcanzarla? Preguntó León.

¿Perfección o Santidad? 6
- Basta simplemente no guardar nada para sí. Ni siquiera esa aguda percepción de nuestra miseria.
Desprenderse de todo. Aceptar ser pobre. Renunciar a todo lo que es pesado, inclusive al peso de nuestras
faltas. No ver más que la gloria del Señor y dejarse iluminar por ella. Dios es esto y basta. El corazón lanzado
al espacio azul abandonado al cuidado de ese absolutamente Otro que le quita cualquier inquietud y temor. El
deseo de perfección se cambió, entonces, en un simple y puro querer de Dios.
León escuchaba con aire atento, mientras iba caminando delante de su padre. Entretanto, a medida que
avanzaba, sentía que el corazón se le tornaba leve y que una gran paz lo invadía”.

(Tradujo: Jorge Méndez,s.j.)

¿Perfección o Santidad? 7

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