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Traducción de
EGúl Sánchez Cedillo

Reservados iodos los derechos.


De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270
del Código Penal, podrán ser castigados con penas
de multa y pnvación de libertad quienes
reproduzciui sin la preceptiva autorización o plagien,
en todo o en pane, una obra Lterana, ariística o científica
filada en cualquier tipo de soporte

Título original’ Ce sexe qm n'cu esl pas uii

© Les Éditions de Minuit, 1977

® Ediciones /\kal, S, A., 2009


para lengua española

Sector Foresta, I
28760 Tres Cantos
Madrid - España

Tel.:918 06l 996


Fax: 918 0^4 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-2409-3
Depósito legal: M. 20.778-2009

Impreso en Lavel. S A.
Humanes (Madrid)
Ese sexo que no es uno

Luce Irigaray

©
I El espejo, del otro lado

[...] ella repuso: «¡Entonces después de todo ha ocurrido de verdad! ¿Y


ahora, quién soy? ¡Lo recordaré, si es que puedo! ¡Estoy decidida a hacerlo!»
Pero estar decidida no fue de mucha ayuda, y lo único que pudo decir, después
de haberle dado muchas vueltas, fue; «L, sé que empieza por L».

(A través del espejo)

Alicia tiene los ojos azules. Y rojos. H a abierto sus ojos atravesando e l espejo. A p a­
rentem ente sustraída aún, p o r otra parte, a la violencia. Viviendo, sola, en su casa. E lla
lo prefiere así, afirm a su madre. Sólo sale para desem peñar su p ap el de m aestra [maí-
iresse]. D e escuela, por supuesto. D on de se escriben, lodo e l rato, hechos inm utables.
E n blanco y negro, en negro y blanco, según se trate de la pizarra o d e la págin a d e l cua­
derno. Sin m odificaciones de color, en todo caso. É sta s quedan reservadas p ara atan d o
Alicia está sola. Detrás de la pantalla de la representación. E n la casa o eljardín .

Pero, p re asam e n te en e l m om ento en que la historia pod ría comenzar, reanudarse,


«llega el otoño». Sería necesario aferrar e l m om ento en que las cosas todavía no están
com pletam ente paralizadas, m uertas, para q u e suceda algo. Pero todo se olvid a: lo s
«instrum entos de m edida», e l «ab rigo», e l «estu ch e» y sobre todo las «g afas». «¿ C ó m o
se puede vivir sin eso?». Q uien regulaba h asta ahora los límites de las propiedades
distinguía el afuera del adentro, contraponía lo bien visto a lo m a l visto. P erm itía ap re­
ciar, reconocer, e l valor de todo. Y, eventualm ente, adecuarse a l m ismo.
Pero hete ah í que ahora todos se encuentran perdidos, sin sus marcas habituales.
¿Dónde está la diferencia entre un amigo y uno que no es am igo? ¿U n a virgen y uno
puta? ¿L a mujer propia y la mujer a la que se am a? ¿Aquella a la que se desea y aque~
lia con la que se hace el am or? ¿ Una mujer y otra? ¿ L a propietaria de la casa y aquella
que la usa para su placer, con la que se coincide allí para darse placer? ¿E n qué casa y
con qué mujer tiene lugar -habrá tenido, tendrá- el am or? Y además, ¿cu ál es el tiem­
po del amor? ¿ E l de! trabajo? ¿Cómo definir sus respectivos envites? ¿«M ed ir» [ar-
penler] tiene o no relación con el deseo? ¿ E l placer puede o no medirse con un metro,
acotarse, triangularse? Además, «es otoño», los colores cambian. Cam bian a l rojo.
Aunque no por mucho tiempo.

Es sin duda el instante en el que Alicia debía irrumpir. En el que ella misma debe­
ría entrar en escena. Con los ojos violados. Azules y rojos. Que conocen el derecho, el
reverso y el revés; lo impreciso de b deformación; el negro o blanco de la pérdida de
identidad. Que siempre cuentan con que las apariencias se metamorfoseen, que uno
devenga el otro, sea ya otro. Pero Alicia está en la csatela. Volverá para la merienda,
que siempre toma sola. A l menos es cuanto afirma su madre. La única que parece saber
quién es Alicia.

Así, pues, a las cuatro en punto exactamente el topógrafo entra en su casa. Y como
un topógrafo necesita un pretexto para entrar en casa de alguien, con mayor motivo si
se trata de una señora, trae una cesta de verduras. De parte de Luden. Penetrando en
casa de «ella» so capa del nombre, de la ropa, del am or de otro. Por esta vez, no pare­
ce molestarle. É l abre la puerta, ella llama por teléfono. A su novio. É l se presenta, una
vez más entre ellos, dos. En lo que une hoy a las cuatro a un hombre y una mujer:
una ruptura. Puesto que la relación entre Luden y Alicia era más bien del tipo: aún no.
O nunca. Pasado y futuro se presentan sometidos a numerosos avatares. «¿A caso es
eso el am or?». Están también el intervalo madre-Alida, Lucien-Gladys, Alicia-su
amante. («Ella ya tiene un amante, no necesita más»), grande-pequeño (topógrafos),
que vuelve a atravesar su intervención. Por no hablar mas que de lo ya expuesto.
¿Realiza él allí su mediación? ¿ O empieza a sospechar de manera muy confusa que
ella no es tan sólo ella? Busca fuego. Para ocultar el desorden, ocupar esa ambigüedad.
Distraerla con una cortina de humo. Como ella no ve el mechero, aunque lo tenga de­
lante, lo invita a subir a l primer cuarto, en el que debe haber algo de lumbre Su f a ­
miliaridad con la casa alivia la angustia. É l sube. Ella le propone poseerla como a él le
plazca. Se separan en el jardín. Uno ha olvidado «sus» gafas junto a l teléfono, la otra
«su » gorra encima de la cama. E l «fuego» se ha visto desplazado.
É l vuelve a su lugar de trabajo. Ella desaparece en la naturaleza. ¿Estam os a sába­
do o domingo? ¿ E s el momento de la topografía o del am or? Desconcertado, no le que­
da más que un recurso: comer «gendarme»*. Deseo lo bastante imperioso como para
que vuelva a marcharse de inmediato.

N i hablar de gendarmes, a l menos por ahora. Él/ellos se encuenlra(n) cerca del ja r ­


dín. Un hombre enamorado y un hombre enamorado de una mujer que vive en la casa.
E l primero pide a l segundo, o más bien e l segundo pide a l primero s i no le importa
(volver a) ver a la que él ama. Empieza a tener miedo, y suplica que se le perm ita...
Posteriormente.
E l buen sentido -propio o común- cualquier tipo de sentido de la propiedad se
echa en falta en Luden. Da, pone en circulación, sin pensar. Gorra, verduras, consen­
timiento. ¿L as suyas? ¿ L a s de los dem ás? ¿Su mujer? ¿ L a de otro? En el baile se reú­
ne con su bien. Lo que no excluye que sufra cuando otros se la llevan. A otra parte.

Así, pues, (re)aparece. E s la hora de la merienda. ¿ E lla ... E lla ? ¿Q uién (es) ella?
Ella (es) o tra ... busca algo de lumbre. ¿D ónde está e l fu ego ? Arriba, en el cuarto, se­
ñala am ablem ente el topógrafo, el grande. Contento de que, por fin, se presente un
hecho preciso, indudable, verificable. Que pueda demostrar(se) mediante a + b, a sa­
ber, mediante 1 + 1, es decir, mediante un elemento que se repite, idéntico a s í mis­
mo y que sin embargo opera un desplazamiento en total, que se trate de un encade­
namiento, de una sucesión. En pocas palabras, de una historia. D e algo que, como si
dijéramos, es verdad. Que é l ya había estado allí. ¿Q u e é l ...? ¿Q u e e lla ...? ¿E sta ­
b a? ¿N o estaba? Ella.
Porque las verduras ya no justificarán nada. «H e tenido que comérmelas». ¿Q uién
«h e »? No queda m ás que e l «fuego». Pero él no está allí para sostener la demostración.
Y si estuviera, no subsistiría huella alguna de cuanto ha tenido lugar. Y en lo que hace
a asegurar que el fuego ha pasado de aq u í a allá, a afirm ar que se sabe dónde está aho­
ra, a designar e l cuarto de Alicia como e l único lugar en el que puede encontrarse, son
otras tantas pretensiones que corresponden a la «m agia».
A Alicia nunca le ha gustado el ocultismo. No porque la sorprenda lo inverosímil.
Ella lo conoce más que nadie en lo que atañe a lo fabuloso, lo fantástico, lo increíble...
Pero, siempre, habrá percibido aquello de lo que habla. H abrá asistido a todos los pro­
digios. Habrá estado «en el país de las maravillas». No es que lo haya imaginado, co-

E1 «gendarme» es un tipo de salchichón que se produce en Suiza y en el este de Francia. (N. del T.]

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Pero hete ahí que ahora lodos se encuentran perdidos, sin sus marcas habituales.
¿Dónde está la diferencia entre un amigo y uno que no es amigo? ¿Una virgen r una
puta? ¿L a mujer propia >■ ¡a mujer a la que se am a? ¿Aquella a la que se desea y aque­
lla con la que se hace el amor? ¿ Una mujer y otra? ¿L a propietaria de la casa y aquella
que la usa para su placer, con la que se coincide allí para darse placer? ¿E n qué casa y
con qué mujer tiene lugar -habrá tenido, tendrá- el amor? Y además, ¿cuál es el tiem­
po del amor? ¿ E l del trabajo? ¿Cómo definir sus respectivos envites? ¿«M edir» [ar-
penter] tiene o no relación con el deseo? ¿Elplacer puede o no medirse con un metro,
acotarse, triangularse? Además, «es otoño», ¡os colores cambian. Cambian a l rojo.
Aunque no por mucho tiempo.

Es sin duda el instante en el que Alicia debía irrumpir. En el que ella misma debe­
ría entrar en escena. Con los ojos violados. Azules v rojos. Que conocen el derecho, el
reverso -v el revés; lo impreciso de la deformación; el negro o blanco de la pérdida de
identidad. Que siempre cuentan con que las apariencias se metamorfosecn, que uno
devenga el otro, sea ya otro. Pero Alicia está en la escuela. Volverá para la merienda,
que siempre toma sola. A l menos es cuanto afirma su madre. La única que parece saber
quién es Alicia.

Así, pues, a las cuatro en punto exactamente el topógrafo entra en su casa. Y como
un topógrafo necesita un pretexto para entrar en casa de alguien, con mayor motivo si
se trata de una señora, trae una cesta de verduras. De parte de Luden. Penetrando en
casa de «ella» so capa del nombre, de la ropa, del amor de otro. Por esta vez, no pare­
ce molestarle. É l abre la puerta, clin llama por teléfono. A su novio. É l se presenta, una
vez más entre ellos, dos. En lo que une hoy a las cuatro a un hombre v una mujer,
una ruptura. Puesto que la relación entre Luden y Alicia era más bien del tipo: aún no.
O nunca. Pasado y futuro se presentan sometidos a numerosos avatares. «¿Acaso es
eso el am or?». Están también el intervalo madre-Alida, Lucien-Gladys, Alida-su
amante. («Ella ya tiene un amante, no necesita más»), grande-pequeño (topógrafos),
que vuelve a atravesar su intervención. Por no hablar mas que de lo ya expuesto.
¿Realiza él allí su mediación? ¿ O empieza a sospechar de manera muy confusa que
ella no es tan sólo ella? Busca fuego. Para ocultar el desorden, ocupar esa ambigüedad.
Distraerla con una cortina de humo. Como ella no ve el mechero, aunque lo tenga de­
lante, lo invita a subir a l primer cuarto, en el que debe haber algo de lumbre. Su f a ­
miliaridad con la casa alivia la angustia. É l sube. Ella le propone poseerla como a él le
plazca. Se separan en el jardín. Uno ha olvidado «sus» gafas ¡unto a l teléfono, la otra
«su» gorra encima de la cama. E l «fuego» se ha visto desplazado.
É l vuelve a su lugar de trabajo. Ella desaparece en la naturaleza, ¿Estamos a sába­
do o domingo? ¿ E s el momento de la topografía o del amor? Desconcertado, no le que­
da más que un recurso: comer «gendarme»*. Deseo lo bastante imperioso como para
que vuelva a marcharse de inmediato.

N i hablar de gendarmes, al menos por ahora. Él/ellos se encuentra(n) cerca del jar­
dín. Un hombre enamorado y un hombre enamorado de una mujer que vive en la casa.
E l primero pide al segundo, o más bien el segundo pide al primero si no le importa
(volver a) ver a la que él ama. Empieza a tener miedo, y suplica que se le permita,.,
Posteriormente.
E l buen sentido -propio o común- cualquier tipo de sentido de la propiedad se
echa en falta en Lucten. Da, pone en circulación, sin pensar. Gorra, verduras, consen­
timiento. ¿Las suyas? ¿Las de los demás? ¿Su mujer? ¿La de otro? En el baile se reú­
ne con su bien. Lo que no excluye que sufra cuando otros se la llevan. A otra parte.

Así, pues, (re)aparece. Es la hora de la merienda. ¿E lla ... E lla? ¿Quién (es) ella?
Ella (es) otra... busca algo de lumbre. ¿Dónde está el fuego? Arriba, en el cuarto, se­
ñala amablemente el topógrafo, el grande. Contento de que, por fin, se presente un
hecho preciso, indudable, verificable. Que pueda demostrar(se) mediante a + b, a sa­
ber, mediante 1 + 1, es decir, mediante un elemento que se repite, idéntico a s í mis­
mo y que sin embargo opera un desplazamiento en total, que se trate de un encade­
namiento, de una sucesión. En pocas palabras, de una historia. De algo que, como si
dijéramos, es verdad. Que él ya había estado allí. ¿Q ue é l...? ¿Q ue e lla...? ¿E sta­
ba? ¿N o estaba? Ella.
Porque las verduras ya no justificarán nada. «H e tenido que comérmelas». ¿Quién
«h e»? No queda más que el «fuego». Pero él no está allí para sostener la demostración.
Y si estuviera, no subsistiría huella alguna de cuanto ha tenido lugar. Y en lo que hace
a asegurar que el fuego ha pasado de aquí a allá, a afirmar que se sabe dónde está aho­
ra, a designar el cuarto de Alicia como el único lugar en el que puede encontrarse, son
otras tantas pretensiones que corresponden a la «magia».
A Alicia nunca le ha gustado el ocultismo. No porque la sorprenda lo inverosímil.
Ella lo conoce más que nadie en lo que atañe a lo fabuloso, lo fantástico, lo increíble...
Pero, siempre, habrá percibido aquello de lo que habla. Habrá asistido a todos los pro­
digios. Habrá estado «en el país de las maravillas». No es que lo haya imaginado, co-

El «gendarme» es un tipo de salchichón que se produce en Suiza y en el este de Francia. [N. del T.)

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nocido por «intuición». ¿Inducido, tal vez? A distancia, además. ¿ Y a través de los ta­
biques? Ir más allá dd espejo es un asunto completamente distinto.
Por lo demás, ese señor no lleva en su mirada las huellas de semejante aventura. Es
un problema de matices. Así, pues, no hay más remedio que vuelva a salir cuanto an­
tes de aquella casa. ¿No quiere? Es ella la que se irá, la abandonará. Afuera es un re­
fugio extraordinario. Sobre todo en esta estación, con todos sus colores. É l sale tam­
bién alJardín. Muy cerca. ¿E s que no tiene una derecho a estar sola? ¿Dónde puedo ir?
S i la casa y el jardín están abiertos a cualquiera. A los topógrafos omniscientes, por
ejemplo. Hay que inventar cuanto antes una retirada que ellos no puedan localizar. Re­
plegarse en un lugar arrebatado a sus cálculos, a sus miradas, a sus investigaciones. A
su penetración. ¿Dónde?

Luden sabe esperar, mucho tiempo si hace falta. Aguarda indefinidamente junto al
huerto. Instalado fuera de la propiedad, pela*. Preferentemente pencas de acelgas,
que ayudan a crecer a las niñas pequeñas. Conduciéndolas, insensiblemente, al matri­
monio. Prepara con mucha antelación, con gran esmero, un porvenir. Improbable. No
pela otra cosa. De ahí, tal vez, su llegada. Con las manos vacías. Ni siquiera enfila el ca­
mino, como todo el mundo. Llega por el césped. Siempre un poco inconveniente.
Alida sonríe. Luden sonríe. Se sonríen, cómplices. Juegan. Ella le regala la gorra.
«¿Qué dirá Gladys?» ¿Que haya aceptado un regalo de A lida? ¿Que le haya ofrecido
esa gorra? «Libélula» cuya trayectoria furtiva escamotea en el presente la identidad de
la donante. ¿Se está más en deuda con aquella que redobla la posibilidad del goce o
con aquella que la ofrece una primera vez.^ Y si se va de una a otra, ¿cómo seguir dife­
renciándolas? ¿Saber (por) dónde anda/está uno mismo? La confusión le sienta bien a
Luden. Le encanta. Por eso, porque todo el mundo renuncia a ser simplemente «yo
mismo», prescinde de las barreras de lo mío, tuyo, suyo, él abandona toda reserva. Bajo
la aparienda de no sentir apego a nada, de ser pródigo sin moderación, se reservaba
un pequeño dominio. Un escondite precisamente. Un refugio, todavía personal. Para
cuando todo va mal con todo el mundo. Cuando las preocupaciones abruman. «Cuan­
do llueve» Este último bien, nada apropiado, pretende compartirlo con Alicia. Disipar
su carácter privado. É l la conduce a una especie de bodega. Lugar disimulado, secreto,
protegido. Algo sombrío. ¿ E l que intentaba encontrar Alicia? ¿ E l que él busca? Y,
como están en un lugar secreto, se hablan al oído. Para reír, no para decir. Pero Luden
sabe que la gorra ha quedado olvidada endma de la «cama». Ese hecho particular irri­
ta su constancia. Arrastra su precipitación. Va a cometer, como un eco, su acto fallido.

* «Épluche» en el original, que significa también «examinar minuciosamente». [N. del T]

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En voz muy baja, cuchicheando, en tono de confidencia, no deja por ello de falsear lo
que son las cosas.
¿Son? ¿Para él? ¿Para otro? ¿ Y quién es él para revelar así lo que seria? Alicia se
queda paralizada. Se cierra. Helada.

Puesto que estamos exponiendo los derechos al goce de cada cual, pasemos por casa del
abogado. La consulta se haráfuera. Dentro, dice: «la mujer escucha a través de las puertas».
— «H e hecho el amor con una chica, en la casa de una chica. ¿A qué penas puedo en­
frentarme?» — «A nada.» Aquello va más allá de lo que cabía imaginarse. Todo por
nada. Gratuitamente. Hi siquiera la sombra de un peligro. De una pena, de una deuda.
De una pérdida. ¿Cómo continuar midiendo en medio de tales excesos? Ahora bien,
hace falta una continuación. De la historia.
Prosigamos: «Asíque me he acostado con una señora a la que no conozco, en la casa
de otra señora a la que no conozco. ¿A qué penas puedo enfrentarme?» —«Cuatro
años.» — «¿Por qué?» — «Violación de domicilio, malos tratos. Dos más dos son cua­
tro, 2 x 2 = 4, 2^ = 4. Cuatro años.» — «¿Cómo suspender el requerimiento judicial*?»
— «Eso depende de las dos. De una y de la otra. De las dos, a la vez. Hay que empezar
identificando esas dos no-unidades. Pasando después a sus relaciones.» — «He identi­
ficado a una. Aquella a la que se le puede asignar el coeficiente casa.» —«¿Y bien?»
— «Ho puedo aportar otras características, ella me niega el acceso a su propiedad»
— «Qué lata. ¿ Y la otra? La vagabunda, la errante: ¿la unidad móvil?» —«Se ha eclip­
sado en la naturaleza.» — «Entonces...» — «¿Puede ayudarme a reencontrarla?» —
«M i mujer se pondrá furiosa. Voy a cubrirme de oprobio.» —«Yo le transportaré, le
trasladaré. Yo llevaré el peso, yo seré el indecente.» — «De acuerdo.»
¿Pero dónde en la naturaleza.^ Que es grande. ¿Aquí? ¿Allí? No hay más remedio
que detenerse en alguna parte. Y si con cierta rudeza se le ponen los pies en el suelo, él
se dará cuenta inevitablemente de que está completamente embarrado. Algo que no te­
nía que ocurrir bajo ningún concepto. — «¿Q ué dirá mi mujer?» ¿Qué cabe pensar de
un hombre de leyes que se ensucia los pies? ¿Y quién prohíbe, en última instancia, la su­
ciedad? ¿E l jurista? ¿Su mujer? Una vez más, ¿por qué abonar en la cuenta de la otra
lo que uno se niega a cargar en su cuenta? Porque podría parecer algo asqueroso. E l
lado repugnante del hombre de bien. Del que pretende serlo.
E l topógrafo, que ha venido, sin embargo, para {reconciliarse con la ley, se muestra
completamente desanimado. Si la evaluación en cifras le sale a «cuatro años», calcula
el mérito del abogado en «cero». Desde ahí tendrá que volver a empezar.

«Sommfltion», en el original, que significa (ambién «suma». [N. del T]

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L uden a vuelto a casa de Gladys. Suspira. Otra vez. Dem asiada predsión le deja
triste. Perdido. R e visa [re-garde] indefinidamente, (ras un cristal, la representación
de ¡a escena. Lo no-visto m ya existenda horada su mirada. L a asedia, la fija. Gladys
derra la puerta de la casa. Luden habla. Por fin. — «E stos cabrones han estado hacien­
do el am or» — «¿Q uiénes han hecho el amor, L u d en ? ¿Q uién es uno? ¿Q uién es la
otra? ¿ Y una es en efecto la que tú quieres que sea? ¿ L a que tú desearías?» Las seño­
ras se toman engañosas, virgen y/o puta. La proyección de una sobre la otra opera, in­
sensiblemente L a turbación vuelve a tornarse legítima. E l hielo se funde, ya quebra­
do. ¿(Por) dónde estamos/vamos? Todo gira. Bailan.

Música, pues, para acompañar, arrastrar, el ritmo. La orquesta va a tocar. En otra


parte, por supuesto. Habrán empezado a darse cuenta de que las cosas siempre consu­
man su realización en/sobre otra escena. Que su manifestación se satura hasta exceder
la simple evidencia, certidumbre. Visibilidad presente del acontecimiento. A plaza­
miento incesante del complemento de lo que se fomenta de aq u í para allá -¿d ó n d e? -
del ahora al después -¿con posterioridad?-, de uno a la otra -¿q u ién ?-. Y viceversa.
Redoblamiento, doble desdoblador de las secuenaas, de las imágenes, de los enun­
ciados, de los «sujetos». Representación por parte del otro/a de los proyectos de uno/a.
Que él/ella saca a la luz aplazándolos. Expropiación irreductible del deseo debida
a su impresión en/sobre el otro. Matriz, soporte, de la posibilidad de su repetición, y
reproducción. Mismo, y otro.

E l dúo que se (re)produce actualmente tiene como intérpretes a la madre de Alicia


y a su novio. Los instrumentos son, para que quede claro, violonchelos. Por primera
vez el tercero, uno de los terceros, asiste a la partida. Alicia. A l margen, en una esqui­
na de la habitación -un tercer cuarto-, ella parece escuchar, o mirar. ¿Pero está real­
mente allí? O al menos medio ausente. Escuchando, mirando, además, lo que va a ocu­
rrir. Lo que ya ha pasado. Dentro y fuera. Sin presunción de lo que define de una vez
por todas a uno y a otra. Diferencia siempre en desplazamiento. S i «ella» sueña, ¿«y o »
debo salir? La sesión prosigue. Alguien se ha eclipsado. Otro va a garantizar la suplen­
cia de ese sujeto que falta. Basta, apenas, con esperar.

É l vuelve a abrir la puerta de la casa. Escucha, mira. Pero su papel consiste más
bien en intervenir. En subvertir todas las parejas, «marchando entre». «L as casas, la
gente, los sentimientos». Para repartirlos, eventualmente readjudicarlos. Tras su paso,
el derecho habrá perdido su revés. Y tal vez también su reverso. Pero «¿cóm o se puede

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vivir sin eso?». Con una sola cara, un solo rostro, un solo sentido. En un único plano.
Siempre del mismo lado del espejo. Ese contraste neto separa a cada cual de su otro,
que bruscamente se le presenta como completamente otro. Extrañamente desconocido.
Adverso, nefasto. Fríamente otro.
«¿C óm o se puede vivir a s í? » — « ¡E lla lleva cinco años siendo cruel conm igo!»
— « ¡A h í le tenéis, con ese aspecto eternamente siniestro!» Pero cuando Eugéne imita
al gato a l que han cortado la cola, cuando se desprende sobre el topógrafo del peso del
único instrumento por cuya intromisión en la casa ella sufre, es feroz. Y s i ella suspira,
se angustia, llora, habrán comprendido que no siempre está alegre. Por lo demás, in­
tentad aconsejar a uno que se marche porque le han hecho sufrir: dejará a llí su aparato
para estar seguro de tener que volver. Decidle a la otra que ella no le quiere, o ha deja­
do de hacerlo: se reirá. Aunque esté triste. Sin embargo estabais a llí - ta l vez sólo por
un instante- con ojos que saben mirar, al menos un determinado aspecto de la situa­
ción, a estas alturas están perdidos. Ya no pueden volver a reunirse. M ás vale que se se­
paren. Por hoy, en cualquier caso. Por lo demás, nunca se han unido. Mientras cada
uno soportaba a l otro del otro. A la espera.

Alicia está sola. Con el topógrafo, el grande. E l que ba hecho el am or con la que
ocupaba su casa. Por si fuera poco lo han hecho en su cama. Ella lo sabe ahora. Tam­
bién él ba comprendido entre tanto algo del malentendido. — «¿Se arrepiente de ese
error?» — «N o.» — «¿Q uiere que disipemos esa confusión?» — « ¿ . .. ? » — «¿ L e gusta­
ría?» — «¿. ..? » ¿Cómo diferenciarlas en la misma atribución?
¿Cóm o distinguirme respecto a ella? A fuerza de pasar sin descanso a l otro lado, de
estar siempre más allá, porque de este lado de la pantalla de sus proyecciones, en ese
plano de sus representaciones, yo no puedo vivir. Todas esas imágenes, esos discursos,
esos fantasm as me paralizan, me dejan de piedra. Me congelan. Estremecida, también
por su admiración, sus alabanzas, lo que llaman su «am or». Esaichadles a todos ha­
blando de Alicia: m i madre, Eugéne, Luden, G b d y s... Os habréis dado cuenta de que
me dividen como mejor conviene a sus intereses. Por eso no conozco en m i ningún
«yo», o bien se trata de la multitud de los «yo» apropiados por ellos, para ellos, en fu n ­
ción de sus necesidades, o deseos. Ahora bien, éste no dice lo que quiere - de «m í». E s­
toy completamente perdida. De hecbo, siempre lo he estado, pero no me daba cuenta.
Estaba ocupada adaptándome a sus deseos. Pero ya solo medio ausente. Del otro lado.
Entonces, resulta que puedo evocar m i identidad: llevo el nombre de m i padre, el señor
Taillefer. Siempre he vivido en esta casa. Primero con m i padre y m i madre. É l murió.
Después he estado viviendo sola aquí. M i madre reside a l lado. ¿ Y después?...
— «¿Q u é ha hecho después?» Yo no soy ella. Pero me gustaría ser «ella» para vo­
sotros. Pasando por ella, tal vez descubra, finalmente, lo que podría ser «yo». — «¿Q u é

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ha hecho?» — «H a subido a buscar lumbre. Me ha llamado.» — «¿Cóm o se llama us­
ted?» — «Léon...» A si que subo, ya que se ha comportado así. L a única diferencia que
marco -¿p or decisión? ¿por error?- será gritar su nombre desde otro cuarto. El segun­
do. Llega, pero quiere entrar en el primer cuarto. ¿Vuelve a equivocarse? ¿N o se ha
equivocado nunca? Para que haya error sería preciso que una sea «ella» y la otra no.
¿Es posible identificar quién es «ella» o no? Lo importante es, sin duda, que la esce­
na se repita. Más o menos idéntica. A partir de entonces, «ella» será única. Con inde­
pendencia de la diversidad de los revestimientos.
— «¿Q ué debo hacer ahora?» — «No sé.» Alicia estaba en otra parte cuando ha es­
tado sola. Cuando ha asistido a todo tipo de maravillas. Cuando iba y venía de uno a
otro lado. De este lado, ella no conoce más que referencias bastante facticias, obliga­
ciones muy artificiales. Escolares, en cierto modo. Las del parvulario, de la escuela mu­
nicipal. Y allí, ante él, ella no se siente maestra. Pero él no sabe. Tampoco. E l se quila
el abrigo, como ella había hecho. ¿ Y después?...
— «¿D ebo quitarme lo que llevo encima y después lo de debajo? ¿A l contrario? ¿Ir
de fuera a dentro? ¿ O en sentido inverso?» — « ¿ ... ?» Y como siempre ha sido seaeta,
como siempre lo ha ocultado todo, y nadie la ha descubierto en ese recoveco, ella cree
que basta sencillamente con darle la vuelta a todo. Con exponerse en su desnudez
para que puedan, que él pueda mirarla, tocarla, agarrarla
— «¿Acaso yo le gusto?»; ¿L o sabe él? ¿Q ué quiere decir eso? ¿Cómo designar la
fuente del placer? ¿Por qué renunciar a éste por ella? ¿ Y quién, qué es esa «ella» que
le pide, apenas sujeto, que le asigne determinados atributos, que le reconozca caracteres
exclusivos? La topografía, al parecer, no le sirve de gran cosa en el amor. En todo caso,
para el amor de ella. Cómo medir, definir, en realidad, lo que está detrás del plano de
las proyecciones. Lo que sobrepasa los/sus límites. Todavía propios. E l puede gozar sin
duda de lo que allí se produce, se presenta, o representa. Que podría estar incluso den­
tro de aquello/aquel que sigue siendo concebible. Ahora bien, ¿cómo ir más allá de ese
horizonte? ¿Desear sin poder fijar el punto de mira? ¿Apuntar a l otro lado del espejo?
Fuera, Alicia, es de noche. No se ve nada. N i siquiera se puede caminar derecho,
mantenerse mucho tiempo de pie, en la oscuridad total. Se pierde el equilibrio. E l aplo­
mo. En el mejor de los casos se balancea la cabeza. — «Afuera hay uno cojeando. Voy a
echar un vistazo.»

La historia llega a su fin. Girando y dándose la vuelta en un recinto que no será


transgredido, a l menos durante su desarrollo: el espacio de algunas propiedades priva­
das. No será atravesado un cierto perímetro, ni excedido un cierto tope. Lo que habría
obligado a encontrar otro estilo, otra factura, para después. Habrían hecho falta, al me­
nos, dos géneros. Y más. Para que se articulen. Se unan. ¿Pero en qué momento? ¿En

12
qué lugar? Y aq uí el segundo no habrá sido tan sólo el reverso del primero. A veces,
suele ser lo más común, su complemento. Más o menos adecuado. M ás o menos copu-
lable. Finalmente, nunca se habrá tratado más que de uno. Unidad dividida en mita~
des. Más o menos. Identificables o no. Cuyas posibilidades de goce ni siquiera se ha­
brán visto agotadas. Dejando aún algo de resto. Detrás. Para otra vez.
Sin embargo, por haber alcanzado las lindes de su campo, de su marco presente, el
asunto se emponzoña. La sucesión de los acontecimientos da fe de una exacerbación
creciente. Pero no puede decirse con seguridad que aquello vaya a terminar en una es­
pecie de regresión. En la retirada de cada cual sobre sus posiciones.

Una vez se ha hecho de día, el topógrafo, el grande, piensa que conviene tomar de­
terminadas medidas. Aunque a la postre sea domingo. Como no se atreve a hacerlo
solo, le dice por teléfono al pequeño que vaya a buscar el abrigo que se ba dejado en
casa de Alicia. Para saber en qué punto se encuentran. Explicarse. Suputar los riesgos.
De una inculpación... Le lleva en su coche hasta la barrera de la casa. Y le esperará en
el bar, donde se encuentra con Luden. Las cosas se ponen más bien feas entre los dos.
Empiezan a insultarse: «giltpollas» por parte de ya se sabe quién, «m al educado» en
boca del más tímido, que sin embargo será severamente reprendido por ese ultraje in­
significante. Léon no bromea con las reglas, tan necesarias en su oficio. Alicia no tiene
el abrigo, sin embargo lo pondrá a buen recaudo. Porque quiere volver a verle. — «¿Por
qué quiere?» — «Porque lo quiero» — «¿Por qué?» — «Para vivir en el lugar.» Pero no
podéis comprender de qué se trata. No veis nada. O muy poco. Ahora bien, preasa-
mente él acaba de darse cuenta de un elemento determinante para considerar los he­
chos con claridad: las gafas olvidadas (?) por Ann jun to a l teléfono. Ella se las prueba.
Sonríe. — «¿Cóm o se puede vivir sin esto?» Hay que devolvérselas sin falta a Léon, al
que no le pertenecen. Porque todo el mundo -y en particular Léon y A licia- deberían
llevarlas cuando llega un acontecimiento verdaderamente importante. Ello ayudaría a
enderezar la situación, o lo contrario. A continuación las tirarían. Seguramente es lo
que ha hecho Ann. E l pequeño M ax entrega a Léon las gafas de Ann, mientras que A li­
cia le dice por teléfono que venga a recogerlas a su casa, porque teme que pueda rom­
perlas: todo cristal es frágil para ella. Léon descubre el enigma de la desaparición de
Ann. Ella no podía vivir sin eso. Va a la comisaría y lo confiesa todo. Por su parte, el
gendarme no comprende nada. De nuevo se trata de una cuestión de óptica. No ve
motivos para castigar duramente a nadie, la razón de la culpabilidad, la posibilidad a
fortiori de reparación. Pero está dispuesto a renunciar a sus funciones en favor de un
especialista. Asi, pues, a Léon se le prohíbe purgar su pena. Cada vez más agobiado, re­
gresa a casa de ella, de una de ellas, a la que ahora encomienda la función de ser su
juez. Ann ha llegado en bicicleta antes que él.

13
Siempre en su búsqueda, Alicia induce a Ann a contar cómo han sucedido las cosas.
Ella asegura, evidentemente, que le ha pasado lo mismo. Y para demostrar(se) que ella
es cabalmente «ella», Alicia se anticipa a Ann en la continuación del relato. Dice lo
que ocurre cuando todo ha terminado. Lo que le ha sucedido al día siguiente, que para
ella todavía no ha tenido lugar. Que el amor es cosa de una vez, pero por encima de
todo no hay que volver a empezar. Que él puede terminar siendo algo inoportuno con
su te?}dencia a repetirlo todo.
¿Quién ha hablado? ¿En nombre de quién? Suplantándola, él no está seguro de
que ella no intente suplantarla a su vez. De ser aún más (que) «ella». De ah í el apén­
dice que ella añade a lo que habría tenido lugar: «Desea incluso tener un hijo conmi­
go». Ellas se callan, confundidas cada una a su manera.

Por supuesto, es el instante en el que el topógrafo va a intervenir. Ahora bien,


¿Cómo dividirlas? ¿Quién es ella? ¿ Y ella? Puesto que no son la suma de dos unida­
des, ¿por dónde pasar entre ambas?
Ellas se levantan, las dos, para responderle. Pero Ann se las apaña mejor. Ella irá a
decirle lo que piensan. ¿Ellas? ¿O ella? ¿C uál? — «Una, o la otra, las dos, o ninguna
de las dos.» — «¡Es usted!» — «Soy yo.» Ella está delante de m í como si no hubiera pa­
sado nada en absoluto. ¿Asíque me he inventado todo cuanto debía sucedería? ¿Todo
lo que ella era? — «No quiero volver a verle.» E s demasiado. En el momento en el que
por fin ella vuelve a estar presente, en el que ese (volver a) verse podría traducirse, ¿ta l
vez?, en un reconocimiento, pretende desaparecer en seguida. — « ¿ Y A licia?» —
«Tampoco.» Ni una ni otra. Ninguna de las dos. Y tampoco las dos, juntas o por sepa­
rado. Cómo tolerar que ella(s) se esconda(n) así. Detrás. De la puerta de la casa, por
ejemplo. —«Gilipollas, volveréis a verme, volveréis a oír hablar de mí. Volveré con
grandes máquinas, y rasaré, aplanaré, destruiré. La casa, el jardín. Todo.»

Alicia parpadea. Lentamente, varias veces. Sin duda va a volver a cerrarlos. A de­
jarlos caer. Pero, antes de que los párpados caigan, habréis visto que estaban rojos.

Y, puesto que aquí no cabe hablar tan sólo de la película de Míchel SoutteA ni tan
sólo de otra cosa. Por otra parte, «ella» nunca tiene nombre «propio», «ella» es en el

' Les Arpenteurs, cuyo argumento sería: Alicia vive sola en la casa de su infancia, desde la muerte
de su padre. Su madre reside al lado. En el mismo pueblecito viven Luden y Gladys. Está también
Ann, de la que nada se sabe, salvo que ha hecho el amor. Y Eugene, el amigo de Alida, que tan sólo

14
mejor de los casos «del país de las maravillas», aunque «ella» sólo tenga derecho a la
existencia pública avalada por el nombre del Señor X. Entonces, para que se la pueda
agarrar, o dejarla sin nombrar, olvidarla sin ni siquiera haberla identificado, «yo»
-¿quién? - seguirá siendo minúscula. Digamos:

«Alia'a» bajo tierra.

toca el violonchelo. Una autopista debe atravesar el pueblo. Así que llegan dos topógrafos, Léon y
Max. Pero medir terrenos es «caminar de un lado a otro dando grandes zancadas entre las casas, las
personas y los sentimientos».

15
II Ese sexo que no es uno

La sexualidad femenina siempre ha sido pensada a partir de parámetros masculi­


nos. De esta suerte, la oposición actividad clitoridiana «viril» / pasividad vaginal «fe­
menina» de la que habla Freud -y muchos otros...- como etapas, o alternativas, del
devenir una mujer sexualmente «normal», parece sobradamente motivada por la
práctica de la sexualidad masculina. Porque en ésta el clítoris es concebido como un
pequeño pene que resulta agradable masturbar mientras no existe la angustia de cas­
tración (para el niño pequeño), y la vagina debe su valor a que ofrece una «vivienda»
al sexo masculino cuando la mano prohibida debe dar con un relevo para el placer.
Las zonas erógenas de la mujer nunca serían más que un sexo-clítoris que no
aguanta la comparación con el órgano fálico valioso, o un agujero-envoltura que sir­
ve de vaina y de roce del pene en el coito: un no sexo, o un sexo masculino dado la
vuelta sobre sí mismo para autoafectarse.

De la mujer y de su placer no se dice nada en esa concepción de la relación sexual.


Su destino sería el de la «carencia», la «atrofia» (del sexo) y la «envidia del pene»
como único sexo reconocido como valioso. Así, pues, intentaría apropiárselo por to­
dos los medios: mediante su amor algo serení hacia el padre-marido susceptible de
dárselo; mediante su deseo de un hijo-pene, preferentemente un muchacho; median­
te el acceso a los valores culturales de derecho todavía reservados en exclusiva a los
varones y por esa misma razón siempre masculinos, etc. La mujer no viviría su deseo
sino como espera hasta poseer por fin un equivalente del sexo masculino.

Ahora bien, todo ello parece bastante ajeno a su goce, salvo si ella no sale de la
economía fálica dominante. De esta suerte, por ejemplo, el autoerotismo de la mu­

17
jer es muy diferente al del hombre. Éste necesita un instrumento para tocarse: su
mano, el sexo de la mujer, el lenguaje... Y esa autoafecclón exige un mínimo de ac­
tividad. La mujer, por su parte, se toca por sí misma y en sí misma sin la necesidad
de una mediación, y antes de toda discriminación posible entre actmdad y pasivi­
dad. La mujer «se toca» todo el tiempo, sin que además se le pueda prohibir hacer­
lo, porque su sexo está formado por dos labios que se besan constantemente. De
esta suerte, ella es en sí misma dos -pero no divisibles en un(o/a)s- que se afectan.

La suspensión de ese autoerotismo se opera en la fractura violenta: la separación


brutal de los dos labios por parte de un pene violador. Lo que desvía y descarría a la
mujer de esa «autoafección» que necesita para no exponerse a la desaparición de su
placer en la relación sexual. Si la vagina debe relevar, también y no sólo, a la mano
del niño para asegurar una articulación entre autoerotismo y heteroerotismo en el
coito -donde el encuentro con lo totalmente otro significa siempre la muerte-,
¿cómo será dispuesta, en la representación clásica de la sexualidad, la perpetuación
del autoerotismo para la mujer.^ ¿No será ésta abandonada a la elección imposible
entre una virginidad defensiva, ferozmente replegada sobre sí misma, y un cuerpo
abierto para la penetración que ya no conoce, en ese «agujero» que sería su sexo, el
placer de su re-toque? La atención casi exclusiva -y tan angustiada...- que se con­
cede a la erección en la sexualidad occidental demuestra hasta qué pimto el imagi­
nario que la controla es ajeno a lo femenino. No hay en ella, en su mayor parte, más
que imperativos dictados por la rivalidad entre varones: donde el más «fuerte» es
aquel que «la tiene más dura», que tiene el pene más largo, más grande, más duro,
más tieso, e incluso aquel «que mea más lejos» (recuérdense los juegos de niños). O
también mediante la introducción de fantasmas sadomasoquistas dominados, a su
vez, por la relación del hombre con la madre: deseo de forzar, de penetrar, de apro­
piarse el misterio de ese vientre en el que se ha sido concebido, el secreto de su en­
gendramiento, de su «origen». Deseo/necesidad, además, de que la sangre corra de
nuevo para reanimar una relación muy antigua -intrauterina, sin duda, pero todavía
prehistórica- con lo materno.

La mujer no es, en este imaginario sexual, más que sopone, más o menos com­
placiente, para la actuación de los fantasmas del hombre. Es posible e incluso seguro
que ella encuentre, por poderes, goce en ello. Pero éste es ante todo prostitución ma-
soquista de su cuerpo a un deseo que no es el suyo; lo que la deja en ese estado de de­
pendencia del hombre que la distingue. No sabiendo lo que quiere, dispuesta a cual­
quier cosa, volviendo incluso a pedir que ójala él la «tome» como «objeto» de
ejercicio de su propio placer. Así, pues, ella no dirá lo que desea. Además, no lo sabe.

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o ha dejado de saberlo. Tal como reconoce Freud, lo relativo a los comienzos de la
vida sexual de la niña pequeña se presenta tan «oscuro», tan «encanecido por ios
años», que en cierto modo habría que excavar muy profundamente la tierra para re­
cobrar las huellas de esta civilización, de esta historia, los vestigios de una civilización
más arcaica, que podrían dar algunos indicios de lo que sería la sexualidad de la mu­
jer. Esa civilización muy antigua no tendría, sin duda, la misma lengua, el mismo al­
fabeto. .. El deseo de la mujer no hablaría el mismo lenguaje que el del hombre, y se
habría visto oculto por la lógica que domina Occidente desde los griegos.

En esa lógica, la preponderancia de la mirada y de b discriminación de la forma,


de la individualización de la forma, es particularmente ajena al erotismo femenino.
La mujer goza más con el tocar que con la mirada, y su entrada en una economía es-
cópica dominante significa, de nuevo, una asignación a la pasividad: ella será el be­
llo objeto de la mirada. Si su cuerpo se ve de tal suerte erotizado, e incitado a un do­
ble movimiento de exhibición y de retirada púdica para excitar las pulsiones del
«sujeto», su sexo representa el horror del nada que ver. Defecto en b sistemática de
la representación y del deseo. «Agujero» en su objetivo escoptofOico. Ya en la esta­
tuaria griega se reconoce que ese nada que ver debe ser excluido, rechazado de se­
mejante escena de la representación. El sexo de la mujer se toma sencillamente au­
sente: escondido, con su «raja» recosida.

Ese sexo que no se deja ver tampoco tiene forma propia. Y si la mujer goza pre­
cisamente de esa incompletud de forma de su sexo, que hace que él se re-toque a sí
mismo indefinidamente, ese goce es negado por una civilización que privilegia el fa-
lomorfísmo. El valor concedido en exclusiva a la forma definible tacha el que entra
en juego en el autoerotismo femenino. El uno de la forma, del individuo, del sexo,
del nombre propio, del sentido propio... suplanta, separando y dividiendo ese to­
car de a l tnenos dos (labios) que mantiene a la mujer en contacto consigo misma,
pero sin discriminación posible de lo que se toca.
De ahi el misterio que ella representa en una cultura que pretende enumerarlo
todo, calcularlo todo en unidades, inventariarlo todo por individualidades. E lla no es
ni una n i dos. No cabe, rigurosamente, determinarla como una persona, pero tam­
poco como dos. Ella se resiste a toda definición adecuada. Además, no tiene nom­
bre «propio». Y su sexo, que no es un sexo, es contado como no sexo. Negativo, en­
vés, reverso del único sexo visible y morfológicamente designable (aunque esto
plantee algunos problemas del paso de la erección a la detumefacción): el pene.
Pero lo femenino conserva el secreto del «espesor» de esa «forma», de su hojal­
drado como volumen, de su tomarse más grande o más pequeño, e incluso del es-
paciamiento de los momentos en los que se produce como tal. Sin saberlo. Y si se le

19
pide que mantenga, que reanime el deseo del hombre, se olvida señalar lo que ello
supone en lo que atañe al valor de su propio deseo. Que además ella no conoce, al
menos explícitamente. Pero cuya fuerza y cuya continuidad son susceptibles de dar
nuevo aliento a todas las mascaradas de «fem inidad» que se esperaji de ella.

Cierto es que le queda el niño, con el cual su apetito de tacto, de contacto, se da


rienda suelta, a no ser que ya se haya perdido, alienado en el tabú del tocar de una
civilización indudablemente obsesiva. Quizás su placer encontrará allí com pensa­
ciones y derivados a las frustraciones que con excesiva frecuencia encuentra en las
relaciones sexuales en sentido estricto. De esta suerte, la maternidad suple las caren­
cias de una sexualidad femenina reprimida. ¿El hombre y la mujer ya no se acaricia­
rían sino por la mediación entre ellos que representa el hijo? Preferentemente va­
rón. El hombre, identificado con su hijo, recobra el placer del mimo materno; la
mujer se re-toca mimando esa parte de su cuerpo; su bebé-pene-clítoris.
Lo que ello comporta para el trío amoroso ya ha sido objeto de denuncia. Pero la
prohibición edípica parece una ley algo formal y facticia -qu e, sin em bargo, es el
medio de perpetuación del discurso autoritario de los padres- cuando es decretado
en una cultura en la que la relación sexual es impracticable a causa de la extrañeza
recíproca del deseo del hombre y del de la mujer. Y en la que uno/a y otro/a deben
al menos intentar juntarse siguiendo algún cauce: el arcaico, de una relación sensi­
ble con el cuerpo de la madre; el presente, de la prorrogación activ'a o pasiva de la
ley del padre. Comportamientos afectivos regresivos, intercambios de palabras de­
masiado abstraídos de lo sexual como para que no constituyan un exilio respecto a
éste: la madre y el padre dominan el funcionamiento de la pareja, pero como roles
sociales. La división del trabajo les impide hacer el amor. Producen o reproducen.
No saben muy bien cómo utilizar sus ratos libres. Por pocos que tengan, y con in­
dependencia de que, por otra parte, quieran tenerlos o no. Porque, ¿qué hacer con
ellos? ¿Q ué suplencia del recurso amoroso cabe inventar? D e nuevo...

¿Tal vez regresar sobre lo reprimido, que es el imaginario femenino? Así, pues, la
mujer no tiene un sexo. Ella tiene al menos dos, pero no identificables como unos.
Tiene muchos más, por otra parte. Su sexualidad, siempre al menos doble, es aún
plural. ¿Tal como aspira a ser ahora la cultura? ¿Com o se escriben ahora los textos?
¿Sin saber gran cosa de la censura de la que se arrebatan? En electo, el placer de la
mujer no tiene por qué elegir entre la actividad clitoridiana y la pasividad v'aginal,
por ejemplo. El placer de la caricia vaginal no tiene que sustituir a la caricia clitori­
diana. Una y otra contribuyen, de manera irremplazable, al goce de la mujer. Entre
otras... La caricia de los senos, el toque vulvar, los labios entreabiertos, el vaivén de
una presión sobre la pared posterior de la v^agina, el roce ligero del cuello de la ma-

20
tríz, etc. Por no evocar más que algunos de los placeres más específicamente femeni­
nos. Algo desconocidos en la diferencia sexual tal como se la imagina. O no se la ima­
gina: donde el otro sexo no es más que el complemento indispensable del único sexo.
Ahora bien, la m ujer llene sexos prácticam enle en todas parles. Ella goza práctica­
mente con rodo. Sin que sea preciso hablar siquiera de la histerización de todo su
cuerpo, la geografía de su placer está mucho más diversificada, es mucho más múl­
tiple en sus diferencias, compleja, sutil, de cuanto se im agm a... en un imaginario
centrado en exceso en lo mismo.

«E lla » es indefinidamente otra en sí misma. Ello explica sin duda que la llamen
lunática, incomprensible, agitada, caprichosa... Y sin que sea preciso evocar su len­
guaje, con el que «ella» arranca en todas direcciones sin que «éb> descubra en ello la
coherencia de sentido alguno. Palabras contradictorias, algo locas para la lógica de
la razón, inaudibles para quien las escucha con rejillas predispuestas, un código
completamente preparado de antemano. Y es que también en sus declaraciones -al
menos cuando se atreve- la mujer se re-toca todo el tiempo. Apenas se aparta de sí
misma con una cháchara, una exclamación, una medio-confidencia, una frase que
queda en su sp en so... C uando regresa, lo hace para volver a irse a otro lado. A otro
punto de placer, o de dolor. H abría que escucharla con otro oído como «otro senti­
d o » siem pre tejiéndose, ab razán dose con las palab ras, pero tam bién deshaciéndose
para no fija rse , coagularse. Porque si «ella» dice eso, no es o ya ha dejado de ser
idéntico a lo que ella quiere decir. Por otra parte, nunca es idéntico a nada, es más
bien contiguo. Toca (hasta casi confundirse). Y cuando se aleja demasiado de aquella
proximidad, corta y vuelve a comenzar de «cero»: su cuerpo-sexo.
Así, pues, de nada sirve atrapar a la mujeres en la definición exacta de lo que
quieren decir, hacer que (se) repitan para que quede claro, ellas están ya en un lugar
distinto de la maquinaria discursiva en la que pretendían sorprenderlas. Han vuelto
en sí mismas. Lo que no ha de entenderse de la misma manera que en uno mismo.
Ellas no tienen la interioridad que uno tiene, que uno puede acaso suponer en ellas.
En sí mismas quiere decir en la in tim idad de ese tacto silen áoso, múltiple, difuso. Y
si uno les pregunta con insistencia en qué piensan, tan sólo pueden responder: en
nada. En todo.
Así, lo que ellas desean no es precisamente nada, y al mismo tiempo todo. Siem­
pre más y algo distinto de ese uno -d e sexo, por ejem plo- que uno les da, les pres­
ta. Lo que a menudo es interpretado, y temido, como una especie de hambre insa­
ciable, una voracidad que parece que va a engullirle a uno. M ientras que se trata
sobre todo de otra economía, que desvía la Ünealidad de un proyecto, mina el obje­
to-meta de un deseo, hace que estalle la polarización sobre un único goce, descon­
cierta la fidelidad a un único discurso...

21
Lo múltiple del deseo y del lenguaje femeninos, ¿debe ser entendido como
esquirlas, restos dispersos de una sexualidad violada? ¿Negada? Una cuestión de
la que sencillamente no puede obtener respuesta. El rechazo, la exclusión de un
imaginario femenino pone, en efecto, a Ja mujer en una posición en la que sólo
puede experimentarse fragmentariamente, en los márgenes poco estructurados de
una ideología dominante, como residuos o excesos de un espejo cargado por el
«sujeto» (masculino) para reflejarse, repetirse a sí mismo en él. Además, el papel
de la «feminidad» viene prescrito por esa especula(riza)ción masculina y no tiene
más que una muy escasa correspondencia con el deseo de la mujer, que no se recu­
peraría más que en secreto, a escondidas, de manera inquieta y culpable.
Ahora bien, si el imaginario femenino llegara a desplegarse, a poder entrar en
juego no haciéndolo en pedazos, restos, privados de su reunión, ¿se representa­
ría por tanto en forma de un universo? ¿Sería incluso volumen antes que super­
ficie? No. A no ser que sea interpretado, una vez más, como privilegio de lo ma­
terno sobre lo femenino. De un materno fálico, además. Encerrado en la
posesión celosa de su producto valioso. Rivalizando con el hombre en la estima­
ción de un plus productivo. En esa carrera hacia el poder, la mujer pierde la sin­
gularidad de su goce. Cerrándose como volumen, renuncia al placer que le pro­
duce la no sutura de sus labios-, madre, sin duda, pero virgen, un papel que Jas
mitologías le asignan desde hace mucho tiempo. Reconociéndole una cierta po­
tencia social siempre que ésta quede reducida, con su complicidad, a la impoten­
cia sexual.

Así, pues, (re)encontrarse no podría significar para una mujer más que la posi­
bilidad de no sacrificar ninguno de sus placeres por otro, de no identificarse con
ninguno en particular, de no ser nunca sencillamente una. Una especie de universo
en expansión al que no podría fijarse ningún h'míte sin que por ello se torne inco­
herencia. Ni esa perversión polimorfa del niño en la que las zonas erógenas esta­
rían a la espera de su reagrupamiento bajo la primacía del falo.
La mujer seguiría siendo siempre varias, pero estaría amparada de la dispersión
porque el otro está ya en ella y le resulta autoeróticamente familiar. Lo que no signi­
fica que ella se lo apropie, que lo reduzca a su propiedad. Lo propio, la propiedad
son, sin duda, bastante ajenos a lo femenino. Al menos sexualmente. Pero no lo cer­
cano, Lo tan cercano que toda discriminación de identidad se torna imposible. Y
por ende toda forma de propiedad. La mujer goza de un tan cercano que no puede
tenerlo, ni tenerse. Ella se intercambia sin descanso por el/la otro/a sin identifica­
ción posible de uno/a y otro/a. Algo que interpela a toda economía en curso. Que el
goce de la mujer lleva irremediablemente al fracaso en sus cálculos: incrementándo­
se indefinidamente con su paso a/por el otro.

22
Pero para que la mujer acontezca allí donde goza como mujer, desde luego es
necesario un largo rodeo por el análisis de los distintos sistemas de opresión que
se ejercen sobre ella. Y pretender recurrir únicamente a la solución del placer co­
rre el riesgo de restarle aquello que su goce exige como nueva travesía de una
práctica social.
Porque la mujer es tradicíonalmente valor de uso para el hombre, valor de cam­
bio entre los hombres. Mercancía, pues. Lo que la deja como depositarla de la ma­
teria, cuyo precio será estimado con arreglo al patrón de su trabajo y de su necesi­
dad-deseo por unos «sujetos»; obreros, vendedores, consumidores. Las mujeres
están marcadas fálicamente por sus padres, maridos, proxenetas. Y esa acuñación
decide de su valor en el comercio sexual. La mujer no seria nunca otra cosa que el
lugar de un intercambio, más o menos rival, entre dos hombres, incluso para la po­
sesión de la tierra-madre.
^|Cómo puede reivindicar ese objeto de transacción un derecho al placer sin salir
del comercio establecido? ¿Cómo podría esa mercancía mantener con las demás
mercancías una relación distinta de unos celos agresivos en el mercado? ¿Cómo po­
dría gozar de sí misma la materia sin provocar en el consumidor la angustia de la
desaparición de su suelo nutricio? ¿Cómo ese intercambio en nada que pueda defi­
nirse en términos «propios» del deseo de la mujer no iba a aparecer como pura en­
gañifa, locura, que no tardan en verse recubiertas por un discurso más sensato y un
sistema de valores aparentemente más tangibles?

Así, pues, la evolución (por muy radical que pretendiera ser) de una mujer no se­
ría suficiente para liberar el deseo de la mujer, Y hasta ahora ninguna teoría ni prác­
tica políticas han resuelto, ni han tenido suficientemente en consideradón ese pro­
blema histórico, por más que el marxismo anunciara su importancia, Pero las
mujeres no forman, en sentido estricto, una clase, y su dispersión en varías hace que
su combate político sea complejo, y que sus reivindicaciones resulten en ocasiones
contradictorias.
Permanece, sin embargo, su condición de subdesarrollo que procede de su su­
misión por/a una cultura que las oprime, las utiliza, las «hace moneda», sin que ellas
saquen mayor beneficio. Salvo en el casi monopolio del placer masoquista, del tra­
bajo doméstico, y de la reproducción. ¿Poderes de esdavas? Que además no son
nulos. Porque, en lo que atañe al placer, el amo no tiene por qué estar bien servido.
Así, pues, invertir la relación, sobre todo en la economía de lo sexual, no parece un
objetivo envidiable.
Pero si las mujeres deben preservar y ensanchar su autoerotismo, su homose­
xualidad, renunciar al goce heterosexual, ¿no corren así el peligro de seguir co­
rrespondiendo a la amputación de potencia que tradicionalmente es la suya?

23
¿Nuevo encarcelamiento, nuevo claustro que ellas construirían con su pleno con­
sentimiento? Que se declaren en huelga como medida tácdca; que se mantengan a
distancia de los hombres el tiempo necesario para aprender a defender su deseo,
en particular mediante la palabra; que descubran el amor a otras mujeres fuera del
alcance de las elecciones imperiosas de los varones, que las colocan como mercan­
cías rivales; que se forjen un estatuto social que fuerce el reconocimiento; que se
ganen su vida para salir de su condición de prostituidas... Son, desde luego, etapas
indispensables para la salida de su proletarización en el mercado de los intercam­
bios. Ahora bien, si su proyecto tan sólo aspirara a invertir el orden de las cosas
-adm itamos incluso que ello sea p osible...-, la historia terminaría finalmente sien­
do más de lo mismo. El falocratismo. Ni su sexo, ni su imaginario, ni su lenguaje
(re)cobrarían con ello su tener lugar.

24
III Consideraciones
retrospectivas
sobre la teoría
psicoanalítica

La teoría freudiana

O rganización lih id in al de los estadios preedípicos

«L os individuos de ambos sexos parecen atravesar de la m ism a m anera los prime­


ros estadios de la libido. C ontra toda expectativa, la niña pequeña, en el estadio sádi­
co-anal, no manifiesta menos agresividad que el niño pequeño... Desde el comienzo
de la fase fálica, las súnüitudes son infinitamente más marcadas que las divergencias
Así, pues, debemos admitir que la niña pequeña es un hombrecito. Como sabemos,
llegado a esc estadio, el muchachito aprende a procurarse, gracias a su pequeño pene,
sensaciones voluptuosas y esa excitación entra en relación con determinadas represen­
taciones de relaciones sexuales. La niña pequeña se sir\»e, con la misma meta, de su cli-
toris aún más pequeño. Parece que. en ella, todos los actos de masturbación interesan
a ese equivalente d e!p en e y que, para ambos sexos, la vagina, específicamente femeni­
na, no ha sido aún descubierta»*'. Para Freud, las primeras fases del desarrollo sexual
se desarrollan de manera idéntica en el chico y la chica. L o que se justifica por el he­
cho de que las zonas erógenas son las mismas y desempeñan un papel parecido: fuen­
tes de excitación y de satisfacción de las Llamadas pulsiones «parciales». Esas zonas

* La cursiva es mía.
' Sif;mund Freud. «La feminitc», NotmeHes con/érences sur ¡a psychanatyse, París, Gallimard, Ide­
es. Me referiré con frecuencia a este artículo en la medida en que, escrito tardíamente en la vida de
Freud. retoma un buen número de enunciados desarrollados en otros diferentes textos [para consultar
en castellano todas las referencias a Freud, véase Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996].

25
erógenas son, de manera privilegiada, la boca y el ano, pero también los órganos geni­
tales, que, aunque todavía no hayan subordinado todas las pulsiones parciales a la
«íimción sexual» o función reproductiva, intervienen a su vez en calidad de zona eró-
gena, en particular en la masturbación.

La primacía del órgano masculino

Para Freud no parece suponer problema alguno que la boca a el ano sean «neu­
tros» desde el punto de vista de la diferencia de sexos. En cuanto a la identidad de
las zonas genitales mismas, dirá, apoyándose en la biología y en observaciones ana­
líticas, que para la chiquilla sólo interviene el clítoris en ese periodo de su desarrollo
sexual y que el clítoris puede ser considerado como un pene mutilado, un pene «más
pequeño», un «resto embriológico que demuestra la naturaleza bisexual de la mu-
jen>, una «zona erógena parecida a la que se encuentra en el glande». De esta suer­
te, la niña pequeña es cabalmente un hombrecito, y todas sus pulsiones y placeres
sexuales, en particular masturbatorios, son en realidad «viriles».
Esos enunciados son desarrollados, entre otros lugares, en los Tres ensayos sobre
teoría sexual^, donde se añrma que la hipótesis de un único y mismo aparato genital -e l
órgano m asadino- esfundamental para dar cuenta de la economía sexual infantil de los
dos sexos. Por consiguiente, Freud sostendrá luego que la libido es siempre masculina,
que se manifiesta en el hombre o en la mujer, tanto si el objeto deseado es mujer como
si es hombre. Esa concepción relativa a la primacía del pene y al carácter forzosamen­
te masculino de la libido controla, como veremos, la problemática de la castración tal
y como la desarrolla Freud. Antes de tratar la cuestión, es preciso considerar con de­
tenimiento algunas implicaciones de ese «comienzo» del devenir mujer.

Consecuencias para la genitalidad infantil de la niña

La chiquilla, dice Freud, no le va a la zaga al niño pequeño en cuanto a la energía


de sus pulsiones parciales. Y, por ejemplo, «sus impulsos agresivos no son ni menos
vivos ni menos numerosos»^ del mismo modo que ha podido observar «la increíble
actividad fálica de la chiquilla»**. Ahora bien, para que acontezca la «feminidad», se

^ S. Freud, Troii essais sur ¡a théorie de la sexualiíé (sobre todo el tercero de los ensayos, en las versio­
nes de 1915 y posteriores), París, Gallímard, Idées.
’ S. Freud, «L a feminit&>, cit.
Ibid.

26
requerirá una represión mucho más grande de las citadas pulsiones por parte de la
chiquilla y, sobre todo, la transformación de su «actividad» sexual en su contrario:
la «pasividad». De esta suerte, las pulsiones parciales, en particular las sádico-anales
al igual que las escoptofílicas, las más insistentes, van a distribuirse finalmente en ar­
moniosa complementariedad; la tendencia a apropiarse encontrará su complemen­
to en el deseo de ser poseída, el placer de hacer sufrir en el masoquismo femenino,
el deseo de ver en las «máscaras» y el pudor que evocan las ganas de exhibirse, etc.
La diferencia de los sexos atravesará de nuevo, más tarde, la pequeña infancia, dis­
tribuyendo las funciones y los roles sexuales: <do masculino reunirá el sujeto, la acti­
vidad y la posesión del pene, lo femenino perpetuará el objeto, la pasividad y... el
órgano genital castrado»’ . Pero esa discriminación, a destiempo, de las pulsiones
parciales, no está inscrita en la actividad sexual de la pequeña infancia, y Freud dará
escasa cuenta de los efectos de la represión para/por la mujer de esa energía sexual
infantil. Insistirá, sin embargo, en que la femineidad se caracteriza, y debe caracteri­
zarse, por una represión más precoz y más inflexible de las pulsiones sexuales y una
mayor inclinación a la pasividad.
En el fondo, la chiquilla ama a su madre como un hombrecito. La relación espe­
cífica de la niña-mujer con la madre-mujer apenas es considerada por Freud. Sólo a
última hora volverá sobre el pre-Edipo de la niña pequeña como un campo de in­
vestigaciones que había sido escasamente analizado. Pero durante mucho tiempo, e
incluso entonces, considera el deseo de la chiquilla hacia su madre como un deseo «vi­
ril», «fálico». De ahí la renuncia, necesaria, a ese vínculo con la madre y, además, el
«odio» hacia su madre, cuando la niña descubra que en lo que atañe al órgano se­
xual valioso ella está capada. Y que así sucede con toda mujer, incluida su madre.

Patología de las pulsiones parciales

Para Freud, el anáDsis de las pulsiones parciales se elabora a partir de los deseos
de transgresión anatómica cuya represión traumatizante constata en la neurosis, y
su realización en los casos de perversión. Las mucosas orales y anales se ven enton­
ces sobrecargadas respecto a las zonas genitales. En la misma medida en que se im­
ponen los fantasmas y comportamientos sexuales de tipo sadomasoquista, voyeuris-
ta, exhibicionista. Si Freud infiere la sexualidad infantil de los neuróticos y los
perversos a partir de su sintomatología, nos hace saber al mismo tiempo que esos
síntomas son el efecto, bien de una disposición congénita (donde reconocemos el

S. Freud, «L’organisation génitale infanciJe», La vie sexuelle, París, PUF, Bibliotéque de psycha-
naJyse.

27
anclaje anatómico de su teoría), bien de una interrupción de la evolución sexual.
Así, pues, la sexualidad de la mujer podría ser penurbada, bien por «erroD> anató­
mico (de los «ovarios hermafroditas» que determinan una homosexualidad, por
ejemplo)^, bien por una suspensión en un periodo de su devenir mujer: de donde se
desprende la preponderancia de las mucosas orales que reconocemos, también, en
la homosexualidad. En cuanto n las pulsiones escoptofílicas y sadomasoquistas, pa­
recen tan apremiantes que Freud no las excluirá de la economía genital, para recu­
perarlas mediante su diferenciación sexual -recordemos la oposición ver/ser visto,
hacer sufrir/sufrir. Lo que no quiere decir que una relación sexual que se convirtie­
ra a las mismas no fuera, a su juicio, patológica. Así, pues, la patología sexual feme­
nina tendría que ser interpretada, en términos de pre-Edipo, como fijación a la car­
ga de la mucosa oral, pero también al exhibicionismo y a l masoquismo. Por supuesto,
otros acontecimientos podrán determinar una «regresión», calificada de mórbida, a
los estadios pregenitales, con arreglo a distintas modalidades. Para considerarlas,
habrá que recuperar la historia del «devenir una mujer normal», según Freud y, de
modo más específico, la relación de la chiquilla con el complejo de castración.

Especificidad del complejo de castración fem enino

S i el complejo de castración marca para el niño el declive del complejo de Edipo, su­
cede de otro modo, y casia la inversa, en el caso de la niña. ¿Qué significa esto? El com­
plejo de castración del niño nace en la época en la que éste comprueba que el pene, o
miembro viril tan preciado para él, no forma necesariamente parte del cuerpo, que al­
gunas personas -su hermana, sus pequeñas compañeras de ju ego s...- no tienen. La
visión, fortuita, de los órganos genitales de éstas proporciona la ocasión para ese des­
cubrimiento. Aunque la primera reacción del niño consiste en negar lo que ha visto,
concediendo a pesar de todo un pene a su hermana, a toda mujer, y sobre todo a su
madre; en querer ver, creer ver sea como sea el miembro viril en todo el mundo, ello
no impide que nazca en él la angustia de castración. Porque, si algunas personas no
tienen pene, es porque se lo han cortado: el pene estaba ahí al principio, y luego se lo
han amputado. ¿Por qué? Sólo puede ser para castigar alguna falta cometida por el
niño. La mala acción que merece que se ampute el sexo al niño debe ser la masturba­
ción, a propósito de la cual ya ha recibido muchas advertencias y amenazas. No hay
que olvidar que aquella está determinada por una necesidad de descarga de los afec­
tos vinculados a los padres, y de modo más particular a la madre, a la que el niño pe-*

* S. Freud, «Psychogénése d ’un cas d ’homosexualité féminine», Reuue fran^atse de píychanalyse,


tomo VI, n .°2.

28
queño querría poseer como el padre. Digamos; en lugar del padre. Así, pues, el miedo
a perder su pene, órgano muy cargado en términos narcisistas, es lo que lleva al niño
a abandonar su posición edípica: deseo de poseer a la madre y eliminar a su rival, el
padre. De donde se desprenderá la formación del superyó, herencia del complejo de
Edipo, y guardián de los valores sociales, morales, culturales y religiosos. Fteud insis­
te en el hecho de que «sólo se puede apreciar en su ju sto valor el significado del comple­
jo de castración cuando se tenga en consideración su aparición en la fase de la primacía
del falorPy lo que asegura, como hemos visto, el reagrupamiento y la jerarquizadón de
las pulsiones parciales en la genitalidad infantil. De tal suerte que un solo sexo, el
pene, es reconocido como valioso por los niños así como por las niñas.
Desde entonces, cabe imaginar lo que debe ser el complejo de castración para la
chiquilla. Ésta creía tener, en el clítoris, un órgano fálico apreciable. Y, a semejanza de
su hermano, ella obtenía gracias a la masturbación voluptuosas sensaciones. Pero la
visión del pene -al igual y al revés de lo que le ocurre al niño pequeño cuando des­
cubre los órganos genitales de su hermana- le demuestra hasta qué punto su clítoris
es incapaz de aguantar la comparación con el órgano sexual del niño. Ella com­
prende entonces el perjuicio -anatóm ico- que le ha tocado en suerte, y debe acep­
tar la castración, no como la amenaza de una pérdida, el miedo a su realización, sino
como un hecho ya consumado: una amputación realizada. Ella reconoce, o debería
reconocer, que en comparación con el niño ella no tiene sexo, o al menos que lo que
ella consideraba un sexo valioso no es más que un pene mutilado.

La envidia del pene y la entrada en el complejo de Edipo

La chiquilla no se resigna con facilidad a esa castración efectiva, que representa


una herida narcisista. De ahí la «envidia del pene», que determinará, en su mayor
parte, su evolución ulterior. En efecto, la chiquilla espera, y continúa haciéndolo
mucho más tarde, encontrarse un día provista de un «verdadero» pene, que su sexo
diminuto tiene que desarrollarse aún y, tal vez algún día, aguantar la comparación
con el de su hermano, con los de sus compañeros de juegos. Esperando la confir­
mación de tales esperanzas, va a dirigir sus deseos hacia su padre, deseando obtener
de él lo que ella no tiene-, el tan preciado órgano masculino. La «envidia del pene» la
conduce a apartarse de su madre, a la que culpa de haberla dotado tan mal desde el
punto de vista sexual, y gracias a la cual comprende poco a poco que comparte su
misma suerte, que está, como ella, capada. Doblemente engañada por su madre, su

’ S. Freud, «L’organisation génicale infantile», cit.

29
primer «objeto» sexual, ella la abandona para entrar en el complejo de Edipo, o de­
seo hacia su padre. De esta suerte, el complejo de Edipo sucede, al revés de la se­
cuencia observada en el caso del niño pequeño, al complejo de castración.
Pero, para la chiquilla, el complejo de Edipo podrá subsistir durante mucho tiem­
po. En efecto, ella no tiene por qué temer la pérdida de un sexo que no tiene. Y sólo
serán las frustraciones reiteradas por parte del padre las que la conducirán, mucho
más tarde y con frecuencia de manera incompleta, a apartar de él su deseo. Cabe in­
ferir de ello que la formación del superyó se verá, en tales condiciones, comprometi­
da, lo que dejará a la chiquilla, a la mujer, en un estado de dependencia infantil res­
pecto al padre, al hombre-padre -que hace las funciones de superyó-, y que la
tomará inepta para la participación en los intereses sociales y culturales más apre­
ciables. Poco autónoma, la chiquilla estará además poco dotada para las catexis
«objetivas» que están en juego en la ciudad, toda vez que sus comportamientos es­
tán movidos bien por los celos, el rencor, la «envidia del pene», bien por el miedo a
perder el amor de sus padres o de sus substitutos.
Ahora bien, transfiriendo sobre su padre el apego que ella tenía hacia su madre,
realizando ese cambio de «objeto» sexual que exige de ella su condición femenina,
la chiquilla no ha termmado su periplo. Y, como insiste Freud, «devenir una mujer
normal» exige transformaciones mucho más complejas y penosas que las que se pre­
cisan en el desarrollo, más lineal, de la sexualidad masculina®. En efecto, si la «envi­
dia del pene» determina que la chiquilla desee a su padre, puesto que tal vez éste
habrá de dárselo, es preciso aún que esa «envidia» en exceso «activa» deje paso a la
receptividad «pasiva» que se espera de la sexualidad, y del sexo, de la mujer. Que la
zona erógena clitoridiana «peneana» ceda su importancia a la vagina, que cobrará
«valor como morada del pene, recogiendo la herencia del seno materno»’ . La chi­
quilla debe cambiar no sólo de objeto sexual, sino también de zona erógena. Para lo
cual se hace necesaria una «presión de pasividad» absolutamente indispensable para
la instauración de la feminidad.

E l deseo de «tener» un niño

Eso no es todo. Para Freud, la «función sexual» es principalmente la función


reproductora. En cuanto tal, reunirá y someterá todas las pulsiones a la primacía
de la procreación. Así, pues, es preciso que la mujer sea inducida a privilegiar la
citada «función sexuab>, que lo que ponga término a su evolución libidinal sea el

® S. Freud, «L a feminit6>, cit.


’ S. Freud, «L'organisaüon génitaie infantile», cii.

30
deseo de procrear. En ia «envidia del pene» reconoceremos, una vez más, el móvil
de esa progresión.
E l deseo de obtener el pene del padre será reemplazado por el de tener un hijo suyo,
donde éste se convierte, con arreglo a una equivalencia analizada por Freud, en el
substituto del pene. Es preciso añadir que la felicidad de la mujer sólo será comple­
ta si el recién nacido es un muchachito, portador del tan codiciado pene. De esta
suerte, con el niño que trae al mundo, ella se verá recompensada de la humillación
narcisista inevitablemente asociada a la condición femenina. Por supuesto, la niña
pequeña no tendrá, realmente, un niño de su padre. Será preciso que espere para
que ese deseo infantil pueda realizarse algún día. Y en el rechazo que el padre opo­
ne a todos sus deseos se basará el motivo de la transferencia de sus pulsiones a otro
hombre, eventualmente un sustituto paterno.
Una vez convertida en la madre de un niño, la mujer podrá «trasladar a su hijo
todo el orgullo que él no le permitió tener a ella», y, toda vez que la falta de pene no
ha perdido nada de su poder de motivación, «sólo las relaciones entre la madre y su
hijo son capaces de dar a la madre una plena satisfacción, porque, de todas las rela­
ciones humanas, son las más perfectas y las más desprovistas de ambivalencia» A
partir de entonces, ese modelo, perfecto, de amor humano, podrá trasladarse a l marido,
«de tal suerte que la feÜcidad conyugal no estará asegurada del todo hasta que la
mujer no haya conseguido hacer de su esposo un niño»". Así, pues, el difícil reco­
rrido que la chiquilla, la mujer, deben hacer necesariamente para realizar su «femi­
nidad», culmina con el alumbramiento de un hijo, con la roaternalización del niño.
Y, por consiguiente, del marido.

Formaciones patológicas postedípicas

Sin duda, esa evolución es susceptible de detenciones, de estasis, en determina­


dos periodos de su desarrollo, o incluso de regresiones. Asistimos entonces a las for­
maciones patológicas específicas de la sexualidad femenina.

El complejo de virilidad y la homosexualidad

De esta suerte, el descubrimiento de la castración puede desembocar, en la mujer,


en la elaboración de «un poderoso complejo de virilidad». «En ese caso, la chiquilla

S. Freud, «La feminité», cit.


" Ibid.

31
se niega a aceptar la dura realidad, exagera obstinadamente su actitud viril, persiste
en su actividad clitoridiana y busca su salvación en una identificación con la madre
fálica o con el padre»^^. La consecuencia extrema de ese complejo de virilidad se locali­
za en la economía sexual y en la elección de objeto de la homosexual, la cual, habiendo
adoptado por regla general a su padre como «objeto», conforme ai complejo de Edi-
po femenino, sufre luego una regresión a la \irilidad infantil, a causa de las decepcio­
nes, inevitables, que ha sufrido por parte de aquél. Su objeto de deseo es elegido, a
partir de entonces, conforme al modo masculino y ella adopta «claramente el tipo
masculino en su comportamiento respecto al objeto amado». «No sólo elige un obje­
to del sexo femenino, sino que además adopta, hacia ese objeto, una actitud viril».
Ella deviene, en cierto modo, «hombre, y en lugar de su padre, adopta a su madre
como objeto de amor»^^ Sin llegar a tales extremos, la alternancia repetida de épocas
en las que una veces predomina la virilidad y otras la feminidad, tal vez explique el
enigma que representa la mujer para el hombre, enigma que encontraría su interpre­
tación en la importancia de la bisexualidad en la vida de la mujer.
Por otra parte, la protesta viril de la mujer no se resolvería nunca completamen­
te, a juicio de Freud, de resultas de lo cual la «envidia del pene», tratando de paliar
su inferioridad sexual, daría cuenta de muchas particularidades de una fem inidad por
lo demás «normal». De esta suerte: «una elección de objeto más determinada por el
narcisismo» que en el caso del hombre, «la vanidad corporal», «la falta de sentido
de la justicia», e incluso el pudor, cuya función sería ante todo la de «enmascarar el
carácter defectuoso de los órganos genitales». En cuanto a la «facultad más débil
que la mujer tiene para sublimar sus instintos», y a su falta, correlativa, de partici­
pación en los intereses sociales y culturales, hemos visto que procederían de la es­
pecificidad de la relación de la mujer con el complejo de Edipo y de lo que de ello
se desprende para la formación del superyó. Estas características de la feminidad,
poco alegres, a decir verdad, no son sin embargo patológicas. Pertenecerían, a juicio
de Freud, a la evolución «normal» de la femineidad''*.

La frigidez

Más inquietante resultaría la constatación de la frecuencia de la frigidez sexual en


la mujer. Pero, aunque admite que se trata de un fenómeno aún mal explicado,
Freud parece querer encontrar en ello una confirmación déla desventaja sexual na-

Ibtd.
’’ S. Freud, «Psychogénése d ’un cas d’homosexualité féminine», cit.
S. Freud, <<La fcmitiii6>, cit.

32
tural propia de la mujer. En efecto, «parece que la libido sufriera una represión ma­
yor cuando está obligada a ponerse íJ servicio de la función femenina y que.,, la na­
turaleza tiene menos en cuenta sus exigencias que en el caso de la virilidad. Cabe
rastrear su causa en el hecho de que la realización del objetivo biológico, la agre­
sión, queda confiada al hombre y, permanece, hasta cierto punto, independiente del
consentimiento de la mujer»^^. Que la frigidez pueda ser el efecto de semejante con­
cepción -violenta, violadora- de las relaciones sexuales no aparece en los análisis de
Freud, que atribuye la frigidez bien a la inferioridad sexual de toda mujer, bien a
«algún factor constitucional, o mcluso anatómico», que perturba la sexualidad de
tal o cual mujer, cuando no reconoce la ignorancia en la que se encuentra acerca de lo
que puede determinarla.

El masoquismo

En cuanto al masoquismo, ¿debe ser considerado como factor de una feminidad


«normal»? Algo que parecen avalar algunos enunciados de Freud. Así: «las reglas
sociales y su propia constitución obligan a la mujer a reprimir sus instintos agresi­
vos, de ahí la formación de tendencias fuertemente masoquistas que logran erotizar
las tendencias destructivas dirigidas hacia dentro. Así, pues, el masoquismo es ca­
balmente, tal y como hemos dicho, específicamente femenino»’^ ¿O acaso consti­
tuye el masoquismo una desviación sexual, un proceso mórbido, particularmente
frecuente en las mujeres? Sin duda, la respuesta de Freud sería que, si el masoquis­
mo es una componente de la femineidad «normal», ésta no puede reducirse sin más
al mismo. El análisis del fantasma «Pegan a un niño»'^ da a la vez una descripción
bastante completa de la organización genital de la mujer e indica cómo el masoquis­
mo está implicado en ella: el deseo incestuoso de la niña hacia su padre, sus ganas
de tener un hijo suyo, y el anhelo correlativo de ver cómo pegan al hermano rival y de­
testado, tanto porque sería el hijo que la niña no tuvo con su padre como porque
está dotado de pene, todos esos deseos, ganas y anhelos de la chiquilla son someti­
dos a la represión mediante la prohibición tanto de las relaciones incestuosas como
de las pulsiones sádicas y, por regla general, «activas». De donde se desprende la
transformación del deseo de que peguen al hermano en el fantasma de ser pegada
ella misma por su padre, fantasma en el que la niña pequeña encontraría al mismo
tiempo una satisfacción regresiva masoquista de sus deseos incestuosos y el castigo

" Ibid.
Ibid.
S. Freud, «On bat un enfam», Revue frangaise de psychaaalyse, tomo VI, uúms. 2 y 3.

33
de estos. La interpretación de ese fantasma podría ser también la siguiente: mi pa­
dre me pega con los rasgos del niño que yo querría ser, e incluso: me pega porque
soy niña, es decir, inferior desde el punto de vista sexual; lo que puede traducirse:
cuando me pegan, pegan al clítoris, ese órgano masculino muy pequeño, demasiado
pequeño; ese niño pequeño que se niega a crecer.

La histeria

Respecto a la cuestión de si la histeria inaugura la escena y además el discurso


analítico -hay que remitirse, a este respecto, a los Estudios sobre la histeria de S.
Freud y J. Breuer-, de si las primeras pacientes de Freud son histéricas, el análisis
exhaustivo de los síntomas en juego en la histeria y su vinculación con el desarrollo
de la sexualidad de la mujer desbordarían el marco de este resumen de las posicio­
nes freudianas, y además aún no se ha llevado a cabo un agrupamiento sistemático
de los diferentes momentos de interrogación sobre la histeria en la obra de Freud,
Recordemos sencillamente que, para éste, la histeria no constituye una patología ex­
clusivamente femenina. Por otra parte, encontramos definidas, a propósito del
«Análisis del caso Dora»'®, las modalidades positiva e invertida del complejo de
Edipo femenino, a saber: deseo hacia el padre y odio hacia la madre, por un lado;
deseo hacia la madre y odio hacia el padre, por el otro. Esa inversión del complejo de
Edipo podría localizarse en la sintomatología histérica.
Regresando, mucho más tarde, sobre la cuestión del pre-Edipo de la niña, Freud
afirmará que, en todo caso, «hay una relación particularmente estrecha entre la fase
del vínculo con la madre y la etiología de la histeria»'’ . Aunque la histeria exhibe
ante todo fantasmas edípicos —que además son presentados a menudo como trau­
máticos-, es preciso volver a l estadio preedipico para comprender un poco lo que se
oculta detrás de esa escalada edípica.

Consideraciones retrospectivas sobre el pre-Edipo de la niña

Las consideraciones retrospectivas sobre la cuestión del pre-Edipo de la niña


por parte de Freud -a las que había sido invitado, y en las cuales fue ayudado, por
los trabajos de mujeres psicoanalistas (Ruth Mack Brunswick, Jeanne Lampl de

'* S. Freud, «Fragcnents d’une analyse d ’hystérie (Dora)», Ciña psychanalyses, PUF, Bibliotéque
de psychanalyse.
” S. Freud, «Sur Ja sexualité fcminine», La vte sexuelle, de.

34
Groot, Héléne Deutsch) que, mejor que éJ, podían figurar como substituios ma­
ternos en la situación de transferencia- le llevaron a examinar con mayor atención
el momento de fijación de la chiquilla a su madre^®. Afirmará, finalmente, que la
im portancia de esa fase preedtpica sería mayor en la niña que en el niño. Sin embar­
go, de esa primera fase de la organización libidinal femenina él conservará sobre
todo algunos aspectos que podrían calificarse de negativos, o en cualquier caso de
problem áticos. Es el caso de las num erosas quejas que la chiquilla tiene de su madre:
destete demasiado prematuro, insatisfacción de una ilimitada necesidad de amor,
obligación de compartir el amor materno con sus hermanas y hermanos, prohibi­
ción de la masturbación, que llega después de la excitación de las zonas erógenas
por parte de la madre, y sobre todo el hecho de haber nacido niña, es decir, des­
provista del órgano sexual fálico. De ello se desprendería una ambivalencia consi­
derable en el apego de la niña a su madre, ambivalencia cuya retirada de represión
perturbaría la relación conyugal con conflictos casi irresolubles. L a tendencia de b
m ujer a la actividad tendría que considerarse también, en buena medida, como un
intento de la chiquilla de desprenderse de la necesidad de su madre haciendo
como ella. Aparte del hecho de que la niña pequeña habría deseado, en tanto que
fálíca, seducir a su madre y hacerle un niño. Así, pues, algunas tendencias dema­
siado «activas» en la organización libidinal de la mujer han de ser interrogadas a
menudo como resurgencias, represión insuficiente de la relación con la madre, de
tal suerte que las «pulsiones de meta pasiva» se desarrollarían en proporción al
abandono de la relación con la madre por parte de la niña. Tampoco hay que res­
tar importancia al hecho de que la ambivalencia de la chiquilla hacia su madre aca­
rrea pulsiones agresivas y sádicas, pulsiones cuya insuficiente represión o cuya in­
versión en su contrario, podrán constituir el germen de una paranoia ulterior que
ha de ser interrogada al mismo tiempo como algo procedente de las inevitables
frustraciones impuestas a su hija por parte de la madre -durante el destete, el des­
cubrimiento de la «castración» de la mujer, por ejemplo- y de las reacciones agresi­
vas de la chiquilla. De donde nace el temor a que su madre la mate, la desconfianza
y el control permanente de las amenazas procedentes de ésta o de sus sustituías.

E l «continente negro» del psicoanálisis

Con independencia de los hallazgos de esta suene realizados, Freud continuará


calificando aún la sexualidad femenina como «continente negro» del psicoanálisis.

“ S. Freud, «La feininité», cit.

35
Declarará haberse quedado en la «prehistoria de la mujer»^*, admitiendo, además,
que el mismo periodo dd pre-Edipo «sorprende como, en otro dominio, el descu­
brimiento de la civilización minoico-micénica antecesora de la de los griegos»^^.
Con independencia de lo que haya dicho o escrito sobre d desarrollo sexual de la
mujer, éste no deja de resultarle muy enigmático, y no pretende en modo alguno ha­
ber agotado la cuestión. Invita, en d momento de abordarla, a la prudencia, en par­
ticular en lo que atañe a las determinaciones sociales que ocultan parcialmente lo
que correspondería a la sexualidad femenina. En efecto, con frecuencia éstas colo­
can a la mujer en situaciones pasivas, obligándola a reprimir sus instintos agresivos,
poniéndola en dificultades a la hora de la elección de sus objetos de deseo, etc. Los
prejuicios corren el riesgo de estorbar, en lo que atañe a este campo de investiga­
ción, la objetiddad de las investigaciones, y -queriendo dar prueba de imparciali­
dad en debates tan sujetos a controversias- Freud volverá sobre la afirmación de
que la libido es forzosamente masculina para sostener que no hay en realidad más
que una sola libido, pero que ésta puede ponerse al servicio de «metas pasivas» en
el caso de la feminidad^^ Lo que en modo alguno constituía una impugnación del
hecho de que esa libido deba ser más reprimida en la economía sexual de la mujer.
Esto explicaría la insistencia, la permanencia, de la «envidia del pene», incluso
cuando la femineidad está mejor establecida.
Esos consejos de prudencia, esos ajustes de enunciados anteriores, no impedi­
rán que Freud ignore el análisis de las determinaciones socioeconómicas y cultu­
rales que regulan, a su vez, la evolución sexual de la mujer; e incluso, o incluso,
que reaccione negativamente a las investigaciones de los analistas que se rebelan
contra la óptica exclusivamente masculina que domina su teoría y la de algunos/as
de sus discípulos/as en lo que atañe al «devenir mujer». Razón por la cual, aunque
dio su aprobación a los trabajos de Jeanne Lampl de Groot, Ruth Mack Bruns­
wick, Héléne Deutsch e incluso, con algunas reservas, a los de Karl Abraham, y
aunque llegó a inscribir los resultados en sus últimos escritos sobre el problema,
siempre se mostró desfavorable a los intentos de Karen Horney, Mélanie Klein y
Ernest Jones de elaborar hipótesis sobre la sexualidad de la mujer algo menos
prescritas por parámetros masculinos, algo menos dominadas por la «enyidia del
pene»^'*. Sin duda, él veía en ello, además del disgusto de verse criticado por sus
discípulos, el riesgo de ver puesto en tela de juicio el complejo de castración fe­
menino tal y como él lo había definido.

Ibid.
^ S. Freud, «Sur la sexualité fémininc», dt.
« ¡bid.
S. Freud, ibid., y «L a feminité», dt.

36
La oposición de mujeres analistas a la óptica freudiana
Karen Horney

Fue una mujer, Karen Horney, la que se negó por primera vez a suscribir el pun­
to de vista freudiano sobre la sexualidad de la mujer, y la que sostuvo que la se­
cuencia complejo de castración-complejo de Edipo, tal y como Freud la dispusiera
para explicar la evolución sexual de la chiquilla, debía ser «invertida». La interpre­
tación de la relación de la mujer con su sexo se ve considerablemente modificada.

La «denegación» de Ja vagina

En efecto, ya no es la «envidia del pene» lo que aparta a la niña de su madre, que


no tiene, para conducirla a su padre, que podría dárselo; lo que sucede es que Li chi­
quilla ha visto frustrado su deseo específicamente fem enino de relaciones incestuosas con
e l padre, hasta tal punto que llega, secundariamente, a «envidiar» el pene como sustitu­
to de aquel. Así, pues, el deseo de la chiquilla, de la mujer, ya no es el de ser un hom­
bre y tener pene para ser (como) un hombre. Si ella llega a la «envidia», postedípica,
de apropiarse el pene, lo hace para compensar su decepción por haberse visto, obje-
talmente, privada del mismo. Y también, o también, para defenderse de la culpabili­
dad correspondiente a sus deseos incestuosos y de una eventual penetración sádica
del padre, que ella teme tanto como desea^’ . Lo que supone que entonces la chiquilla
ya ha descubierto la vagina, a diferencia de las afirmaciones de Freud, que pretende
que la vagina permanece largo tiempo ignorada por ambos sexos.
Ahora bien, hablar de ignorancia no seria lo más adecuado en lo que atañe a la re­
lación de la chiquilla con su vagina, sino que habría que hacedo más bien de «denega­
ción». Lo que explicaría que pueda aparecer ignorante, conscientemente, de lo que sabe.
Esa «denegación» de la vagina por parte de la chiquilla se justificana por el hecho de que
el conocimiento de esa parte de su sexo no se encuentra, en esa época, ratificado y de
que es, a su vez, temido. La comparación del pene de un hombre adulto con la exigüidad
de la vagina infantil, la visión de las menstruaciones, o incluso eventuales y dolorosos
desgarros del himen durante exploraciones manuales han podido, en efeao, instigar en
la chiquilla el temor a tener una vagina, y a negar Jo que ella ya sabe de su existencia^^.

Karen Horney, «D e la genésc du complexe de castración», La psychologte de la femme, París,


Payot, Bibliotéque scientifiquc [ed. cast.; Psicología fememna, Buenos Aires, Psique, 1976].
K. Horney, «L a negation du vagin». La psychologie de la femme, cit. Sobre este punto,
Horney recoge y desarrolla las afirmaciones de J. MulJer en «A contribution to che problem o f

37
L a n eurosis cultural d e la m ujer

Más adelante, Karen Horney se distanciará más aún de las tesis freudianas,
puesto que se referirá casi exclusivamente a las determ inaciones soaocu U u rales
para dar cuenta de los caracteres específicos de la llam ada sexualidad fem enina. La
influencia de las sociólogas y antropólogas estadounidenses, tales como Kardiner,
Margaret Mead y Ruth Benedict provocó en ella un alejamiento cada vez más
marcado de las visiones psicoanalíticas clásicas, a las que vino a reemplazar, o a
agregarse criticándolas, el análisis de los factores sociales y culturales tanto en la
elaboración de una sexualidad «normal» como en la etiología de una neurosis.
Desde esa perspectiva, la «envidia del pene» ya no es prescrita, ni inscrita, por/en
una «naturaleza» femenina, correlativa de un «defecto anatómico», etc. Sino que
es preciso interpretarla más bien como síntom a defensivo, que protege a la m ujer
de la condición política, económica, social y cultural que es la suya y que al mismo
tiempo le impediría contribuir eficazmente a la transformación del destino que le
ha tocado en suerte. La «envidia del pene» traduciría el despecho de la mujer, sus
celos, por no tener derecho a las ventajas, sobre todo sexuales, reservadas exclusi­
vamente a los hombres: «autonomía», «libertad», «fuerza», etc., pero también
por su escasa participación en las responsabilidades políticas, sociales, culturales,
de las que está excluida desde hace siglos. De ah í que su única posición de retirada
sea desde entonces el «am or», de tal suerte elevado por ella al rango de valor único
y absoluto.
Así, pues, la «envidia» sería el índice de una «inferioridad» que la mujer com­
partiría, de hecho, con los demás oprimidos de la cultura occidental -a saber, los ni­
ños, los locos, etc. Y la aceptación, por ella, de un «destino» biológico, de una «in­
justicia» que se habría cometido con ella en la constitución de sus órganos sexuales,
sería la negativa a tomar en consideración los factores que, en realidad, explican esa
supuesta «inferioridad». Dicho de otra manera, la neurosis de la mujer, a juicio de
Karen Horney, apenas se distinguiría de una componente indispensable para «de­
venir una mujer normal» según Freud: resignarse al papel, entre otros el sexual, que
le asigna la civilización occidental^^.

libidinal devclopment o f ihe genital phase in girls». international Journal o f Psychoanalysis,


vol. 13.
K. Horney, «Ln survalorisation de l’amour», La psychalogte de la femme, cit. A decir verdad,
habría que remitir también a los artículos: «Le probléme du masochisme chez la femme», «Le be-
soin névrodque d’amoui», etcétera.

38
Melanie Klein

Segunda mujer que plantea objeciones a las teorías freudianas sobre la sexuali­
dad femenina: Melanie Klein. Como Karen Horney, veremos cómo invierte, «da la
vuelta» a algunas secuencias de acontecimientos consecutivos establecidas por
Freud. Y, de nuevo como aquella, defenderá que la «envidia del pene» es una for­
mación reactiva, secundaria, que palia la dificultad que la chiquilla, la mujer, tiene
para sostener su deseo. Pero Melanie Klein pondrá en tela de juicio la sistemática
freudiana m ediante la exploración, la reconstrucción del mundo de los fan tasm as de la
pequeña infancia.

Las formas precoces del complejo de Edipo

Las diferencias con Freud se anuncian, por así decirlo, enseguida; desde el
«principio». Puesto que Melanie Klein se niega a asimilar la masturbación clitori-
diana a una actividad masculina. El clítoris es un órgano genital femenino; por lo
tanto, resulta abusivo no ver en el mismo más que un pene «pequeño» y pretender
que la niña sólo obtiene placer acariciándolo en calidad de tal. Además, la erotiza^
ción privilegiada del clítoris es ya un proceso defensivo contra la erotización vaginal,
más peligrosa, más problemática, en ese estadio del desarrollo sexual. Las excita­
ciones vaginales son las más precoces, pero los fantasmas de incorporación del
pene del padre y de destrucción de la madre rival que acompañan a éstas provocan
en la chiquilla la angustia ante medidas de represalia por parte de la madre, que
para vengarse podría llegar a despojarla de sus órganos sexuales internos. Puesto
que ninguna verificación, ninguna prueba de la «realidad» permiten verificar la in­
tegridad de los citados órganos, y por ende desprenderse de la angustia provocada
por tales fantasmas, la chiquilla se ve llevada a renunciar, provisionalmente, a la
erotÍ2 ación vaginal^®.
Como quiera que sea, la niña pequeña no ha esperado al «complejo de castra­
ción» para acercarse a su padre. En su caso, e l «com plejo de E dipo» operaría en la
economía de las pulsiones pregenitales, y sobre todo de las pulsiones orales^^. De esta
suerte, no sólo el destete del «buen seno» acarrea la hostilidad de la niña peque-

Melanie Klein, «Les stades précoces du conflit oedipien», Essais de psychologie, París, Payot,
Bibliothéque scienüGque [para consultar en castellano las obras de M. Kelin, véase Obras completas,
Barcelona, Paidós, 1990].
M. Klein, «Les premiers stades du conOic oedipien et la formation du surmoi», Psychanalyse des
enfants, París, Payot, Bibliotéque scientífique.

39
na hacia su madre -hostilidad que será, en un primer momento, proyectada sobre
ésta como temor de que sea ima «mala madre»- sino que además esa relación con­
flictiva con la madre se verá agravada por el hecho de que ella representa la prolii-
bición de la satisfacción oral de los deseos edípicos, la que se opone a la incorpora­
ción del pene paterno. Introyectar el pene del padre, tal sería, a juicio de Melanie
Klein, la primera forma del deseo del pene en la niña. Así, pues, no se trataría de
«envidia del pene» en el sentido freudiano del término, de la tendencia a apropiar­
se el atributo de la potencia \dril para ser (como) un hombre, sino de la expresión,
desde la fase oral, de deseos femeninos de intromisión del pene. Por lo tanto, el edi-
po de la niña no es la contrapartida de un «complejo de castración» que la impulsa­
ría a esperar de su padre el sexo que ella no tiene, sino que estaría activo desde los
primeros apetitos sexuales de la niña’®. Esa precocidad edípica de la chiquilla se ve­
ría acentuada por el hecho de que las pulsiones genitales en la mujer privilegian la
receptividad, como las pulsiones orales.

Identificaciones masculinas defensivas

Sin duda, esa precocidad edípica no estaría exenta de riesgos. El pene del padre
es susceptible de colmar los deseos de la chiquilla, pero también puede, al mismo
tiempo, destruir. Es «bueno» y «malo», vivificante y mortífero, preso a su vez de la
implacable ambivalencia amor/odio, de la dualidad de las oulsiones de vida y de
muerte. Además, la primera atracción hacia el pene del padre aspira al mismo en la
medida en que ya ha sido introyectado por la madre. Así, pues, para la chiquilla se
trata de adueñarse del pene paterno, y eventualmente de los hijos, contenidos en el
cuerpo de la madre; lo que conlleva agresión a ésta, que puede ñegar a replicar des­
truyendo el «interior» del cuerpo de la niña y los «objetos buenos» ya incorporados.
L a angustia de la niña pequeña en lo concerniente a l pene del padre y a la venganza de
la madre la obliga generalmente a abandonar esa prim era estructuración, fem enina,
de su libido, y a identificarse, como medida defensiva, con el pene del padre o con el
padre mismo. Ella adopta entonces una posición «masculina» en reacción a la frus­
tración y a los peligros de sus deseos edípicos. Así, pues, esa m asculinidad es de he­
cho secundaria y su función consiste en ocultar o incluso asegurar la represión de los
fantasmas incestuosos: deseo de ocupar el lugar de la madre junto al padre y de te­
ner un hijo suyo” .

M. Klein, «Le retenüssement des premieres situations anxiogénes sur le développement sexuel
de la filie»,
M. Klein, «Le complexe d’Oedipe edairé par les angoisses précoces», Essats depsychologte, cit.

40
Un intento de conciliación: Ernest Jones
A diferencia de Freud, Ernest Jones acogerá con gran interés las modificaciones
que algunas mujeres, como Karen Horney y Melanie Klein, aportan a Las primeras
teorizaciones psícoanalíticas relativas a la sexualidad femenina. La razón de ello re­
side, sin duda, en una interrogación relucho m ás profunda, en él, sobre los deseos «fe­
m eninos» del hombre y sobre la angustia de castración que acompaña, en el niño, a la
identificación con e l sexo de la mujer, sobre todo en la relación con e l padre. Algo más
al corriente del deseo y del temor de esa identificación, Ernest Jones pudo aventu­
rarse más en la exploración del «continente negro» de la feminidad, e interpretar
de manera menos reticente lo que trataban de articular algunas mujeres en lo que
se refiere a su economía sexual. También es cierto que no estaba tan obligado como
Freud a defender los cimientos de un nuevo edificio teórico. El caso es que, sin es­
tar conforme con algunas posiciones -las sostenidas por Karen Horney en la segun­
da parte de su obra-, negándose a marcar frente a Freud las rupturas que habían
llevado a cabo algunos/as de sus alumnos/as, intenta conciliar el punto de vista
freudiano con las nuevas aportaciones de psicoanalistas que atañen al desarrollo se­
xual de la mujer, aportaciones a las que añade su contribución.

Castración y afánisis

Así, pues, colocándose en cierto modo como árbitro del debate y tratando de en­
contrar los acuerdos posibles entre posiciones divergentes, mantiene la concepción
freudiana del complejo de Edipo femenino, pero demuestra que los descubrimientos
de las analistas de niños sobre el pre-Edipo de la chiquilla invitan a modífícar la for­
mulación de la relación de ésta con el complejo de Edipo. Y, en primer lugar, diferen­
cia la castración - o amenaza de perder la capacidad de goce sexual genital- de la afá­
nisis, que representaría la desaparición total y perm anente de todo goce sexual. Si se
piensa en tales témúnos, se comprenderá que el temor a la «afánisis», a consecuencia
de la frustración radical de sus deseos edípicos, empuje a la chiquilla a renunciar a su
feminidad para identificarse con el sexo que se sustrae a su placer’^. De esta suerte,
ella pone remedio, imaginario, a la angustia de estar privada para siempre de todo
goce. Esa solución tiene además la ventaja de aliviar la culpabilidad vinculada a los de­
seos incestuosos. Si esa opción es llevada hasta al final, desemboca en la homosexual!-

Ernest Jones, «Le développeinent précoce de la sexualité féminine», Théone et pratique de ta psy-
chaaalyse, París, Payot [para consultra en castellano, véase Obras escogidas, Barcelona, RBA, 2006].

41
dad, pero la reconocemos bajo una forma atenuada en el desarrollo normal de la fe­
minidad. En éste representa una reacción secundaria y defensiva contra la angustia de
la afánasis que sucede a la no respuesta a sus deseos por parte de su padre.

L as distintas interpretaciones de la «envidia del pene»

Así, pues, la chiquilla era «mujeD> antes de pasar por esa mascuUnidad reactiva. Y
encontramos índices de esa feminidad precoz en los llamados estadios «pregenita-
les»^^ La envidia del pene es en prim er lugar el deseo de incorporarse el pene, esto es, un
deseo halo-erótico ya localizable en el estadio oral. La zona de atracción del pene, cen­
trípeta, se desplaza más tarde gracias al funcionamiento de la equivalencia boca, ano,
vagina. La atención de ese deseo precoz por el sexo del padre lleva a Jones a diferen­
ciar la noción de «envidia del pene». A su juicio, puede tratarse del deseo de la chi­
quilla de incorporar, de introyectar el pene para conservarlo «en el interioD> del cuer­
po y transformarlo en un hijo; o incluso del deseo de gozar del pene en un coito: oral,
anal, genital; y, por último, del deseo de poseer un sexo masculino en lugar del clttoris.
Esta última interpretación sería la privilegiada por Freud, que de tal suerte hace
hincapié en el deseo de masculinidad de la chiquilla, de la mujer, que niega la especi­
ficidad de su economía libidinal y de su sexo. Ahora bien, el deseo de poseer un pene
en la región clitorídíana correspondería, por encima de todo, a sus deseos autoeróti-
cos: el pene resulta más accesible, más visible, más portador de narcisismo en las ac­
tividades masturbatorias. Asimismo, éste se vería favorecido en los fantasmas de om­
nipotencia uretral, o en las pulsiones escoptoíílicas y exhibicionistas. No podemos
reducir a esas actividades o fantasmas la evolución pregenital de la niña pequeña, e
incluso cabe sostener que éstas sólo se desarrollan con posterioridad a sus deseos
halo-eróticos del pene del padre. De esto se desprende que, en la llamada estructu­
ración preedípica y en la fase postedípica, la «envidia del pene» en la niña es secun­
daria, y a menudo defensiva, respecto a un deseo específicamente fem enino de gozar del
pene. Así, pues, la niña pequeña no era en todo momento un niño pequeño, como
tampoco el devenir de su sexualidad estará subtendido por la envidia de ser un hom­
bre. Querer que así sea equivaldría a suspender abusivamente la evolución sexual de
la niña -y por lo demás también del niño- en una fase particularmente crítica de su
devenir, la fase quejones denomina «deuterofálica»-^'*, en la que cada uno de los dos
sexos se ve llevado a identificarse con el objeto de su deseo, esto es, con el sexo
opuesto, para escapar de la amenaza de mutilación del órgano genital que llega del

’ ’ E. Jones, «Sexualité féminine ptimíüve», ibid.


E. Jones, «Le stade phallique», ibtd.

42
progenitor deJ mismo sexo, el rival en la economía edípica, así como de la angustia o
la «afánisis» que resulta de la suspensión de su deseos incestuosos.

Complementos a la teoría freudiana


Ya hemos visto que, contra esas remodclaciones teóricas, otras mujeres analistas
sostienen y desarrollan las primeras concepciones de Freud, y que éste recoge en
sus últimos escritos sus contribuciones al estudio de los primeros estadios de la evo­
lución sexual de la mujer.

Recordemos que Jeanne LampI de Groot insiste en la cuestión del Edipo negati­
vo de la niña. Antes de volver al deseo «positivo» hacia el padre, la chiquilla ha de­
seado poseer a la madre y excluir al padre, y esto en el modo «activo» y/o «fálico».
La imposibilidad de realizar tales deseos acarrea la desvalorización del clítoris, que
no puede soportar la comparación con el pene. Así, pues, el tránsito de la fase nega­
tiva (acdva) a la fase positiva (pasiva) del complejo de Edipo se lleva a cabo median­
te la intervención del complejo de castración^’ .

Uno de los rasgos específicos de los trabajos de Héléne Deutsch es el hincapié en


e l masoquismo en la estructuración de la sexualidad gen ital de la m ujer. En todas las
fases del desarrollo pregenital, el clítoris está cargado igual que un pene. La vagina
es ignorada, y sólo será descubierta en la pubertad. Pero si el clítoris (pene) puede
ser asimilado al seno, a la columna fecal, su inferioridad aparece en el estadio fálico
toda vez que está mucho menos capacitado que el pene para satisfacer las pulsiones
activas que entonces entran en juego. ¿Qué sucede con la energía libidinal de la que
estaba cargado el clítoris ahora desvalorizado? Héléne Deutsch sostiene que, en su
mayor parte, experimenta una regresión al modo masoquista. El fantasma «Quiero
ser castrada» relevaría a los deseos fálicos irrealizables. Evidentemente, no habría
que confundir ese masoquismo con el masoquismo «moral» posterior. Representa­
ría una form a prim aria, erógena y biológicam ente determ inada del m asoquism o cons­
titutivo de la sexualidad fem enina, dominada por la tríada: castración, violación, par­
to, a la que se agregará, secundaria y correlativamente, el carácter masoquista de las
sublimaciones efectuadas por las mujeres, incluso en sus comportamientos mater­
nos y matemalizantes con el hijo’^

” Jeanne LampI de Groot, «The evoludon of the Ocdipus complex in womeo», The Psychoanaly-
lical Reader, R. Fliess (ed.), Hogartb Press.
Héléne Deutsch, La psychologie des femmes, París, PUF, Bíbliothéque de psychanalysc.

43
Después de haber recordado, siguiendo a Freud, que el desarrollo sexual está
gobernado por el juego de tres oposiciones que se suceden una a otra sin que no
obstante lleguen a sustituirse exactamente -activo/pasivo, fálico/castrado, masculi-
no/femenino-, Ruth Mack Brunswick analiza, principalmente, las modalidades y
transformaciones del par actividad/pasividad en la fase preedípica del desarrollo se­
xual de la chiquilla^^.

Para Marie Bonaparre, la singularidad de la relación de la mujer con la vida li-


bidinal, su posición «desfavorecida», estaría determinada por el hecho de que los
órganos sexuales femeninos serían asimilables a órganos masculinos inhibidos en
su crecimiento a causa del desarrollo de los «anexos» que sirven para la materni­
dad^®. Además, a su juicio, tres leyes dominan la evolución sexu al de la m ujer: en lo
que atañe al objeto del deseo, todas las cargas, pasivas y activas, implicadas en la
relación con la madre serán transferidas a la relación con el padre; en lo que res­
pecta al devenir pulsional, los fantasmas sádicos de la chiquilla serán transforma­
dos en fantasmas masoquistas con motivo del tránsito del edipo «activo» al edipo
«pasivo»; en cuanto a la zona erógena privilegiada, se desplazará del clítoris (pene)
a la «cloaca», y luego a la vagina, con motivo del abandono de la masturbación
clitoridiana. El erotismo de «cloaca» constituiría, para Marie Bonaparte, un esta­
dio intermedio entre el erotismo anal y la erotización mucho más tardía de la va­
gina. Ésta no sería entonces más que un anexo del ano, o más exactamente toda­
vía no se habría diferenciado de éste, de tal suerte que la zona erógena
preponderante prefálica y postfálica sería el agujero cloacal, hasta la erotización
vaginal pospuberaP’ .

El orden simbólico: Jacques Lacan


Quince, veinte años después de que las controversias en torno a la sexualidad fe­
menina se hubieran apaciguado, y que su envite hubiera sido olvidado -¿reprimido
de nuevo?-, Jacques Lacan vuelve a abrir los debates. Para subrayar, en particular,
que a menudo las cuestiones se han planteado mal, y hacer además un balance de
las que, a su juicio, quedan en suspenso. Entre estas últimas, evoca los nuevos resul­

” Ruth Mack Brunswick, «The preoedipicai phase o f the libido development», The Psychoanaly-
ticai Reader.
Mane Bonaparte, «Passiviié, mnsochisme et féminit6>, Psychanalyse el biologie, París, PUF, Bi-
bliotbéque de psychanalyse.
” M. Bonaparte, Sexualité de la fem/ne, París, PUF, Bibliothéque de psychanalyse.

44
tados de la fisiología relativos a la distinción entre las funciones del «sexo cromo-
sómico» y el «sexo hormonal», así como las investigaciones sobre «el privilegio li-
bidinal de la hormona masculina», lo que le lleva a interrogarse de nuevo sobre las
modalidades de la intervención del «corte» entre lo orgánico y lo subjetivo; asi­
mismo, vuelve a llamar la atención sobre la ignorancia que continúa reinando en
cuanto a «la naturaleza del orgasmo vaginal» y al papel exacto del clítoris en los des­
plazamientos de catexis de las zonas erógenas y de los «objetos» de deseo‘‘“.

E l falo como significante del deseo

En lo que atañe a la divergencia de opiniones entre psicoanalistas sobre el desa­


rrollo sexual de la mujer, Lacan reprocha a los puntos de vista que se alejan de Freud
su no consideración de la perspectiva de disposición estructural que im plica e l com­
plejo de castración. Una insuficiente diferenciación de los registros de lo real, de lo
imaginario, de lo simbólico, y de sus impactos respectivos en la privación, la frus­
tración y la castración acarrea, por ejemplo, la reducción de la dimensión simbóli­
ca, verdadero envite de la castración, a una frustración de tipo oral"*’. Para subra­
yar mejor la articulación simbólica que debe operar la castración, Lacan especifica
que lo que está en tela de ju icio como algo que puede fa lta r en la castración no es tan­
to e l pene -órgano real- como e l fa lo o significante del deseo. Y la castración debe
ser, ante todo, localizada por el niño en la m adre para que salga del orbe, imagina­
rio, del deseo materno y sea remitido al padre como aquel que detenta el emblema
fálico gracias al cual la madre le desea y le prefiere antes que al hijo.
De esta suerte, se tojua-fiosible-el-fiindoaamientiLdel orden simbólico cuyo ga­
rante ha de ser el padre. En calidad de tal, prohibirá a la madre y al hijo la satisfac­
ción de su deseo, que la madre identifique al hijo con el falo que le falta o que el hijo
se cerciore de ser el portador del falo satisfaciendo, incestuosamente, el deseo de su
madre. Privándoles de la realización de su deseo, de la «completud» del placer, el
padre les introduce o reintroduce a las exigencias de la simbolización del deseo por
el lenguaje, es decir, a la necesidad de su paso por la demanda. E l hiato, incesante­
mente recurrente, entre dem anda y satisfacción del deseo mantiene la función del falo
como significante de una carencia que asegura y regula la economía de los Intercam­
bios libidinales en su doble dimensión de búsqueda de amor y de satisfacción espe­
cíficamente sexual.

■•o Jacques Lacan, «Propos directiis pour un congrés sur la sexualitc fcminínc», Écrits, París, Seuil,
Le Champ freudien [ed. cast.: Escritos, Madrid, Siglo X X I, J994].
•" Ibid.

45
Ser o tener elfalo

«Pero podemos, en lo que atañe a la función del falo, señalar las estructuras a las
que estarán sometidas las relaciones entre los sexos. Digamos que esas relaciones gi­
rarán alrededor de un ser y de un tener... Por paradójica que pueda parecer esta
formulación, decimos que para ser el falo, es decir, el significante del deseo del
Otro, Ja mujer rechazará una parte esencial de su feminidad, especialmente todos
sus atributos en la mascarada. E lla pretende ser deseada a l mismo tiempo que am ada
por lo que no es -a saber, el falo. Pero ella encuentra el significante de su propio de­
seo en el cuerpo de aquel -que se supone que lo tiene- a quien se dirige su deman­
da de amor. Sin duda no hay que olvidar que el órgano que es revestido de esa fun­
ción significante cobra, gracias a ésta, valor de fetiche»**^.
Esa formulación de una dialéctica de las relaciones sexuadas por la función fáü-
ca no se opone en modo alguno a Ja conservación, por parte de Lacan, del comple­
jo de castración de la niña tal y como fue definido por Freud -esto es, su carencia de
posesión del falo- y su entrada consecutiva en el complejo de Edipo -o deseo de re­
cibir el falo de aquel que se supone que lo tiene, el padre. Asimismo, la importancia
de la «envidia del pene» en la mujer no es puesta en tela de juicio, sino elaborada
adicionalmente en su dimensión estructural.

«La imagen del cuerpo»: Fran90Íse Dolto


Es preciso citar de nuevo las investigaciones de Fran^oise Dolto sobre la evolu­
ción sexual de la chiquilla'*’ ; insistir, con ella, en la necesidad de que la madre sea re­
conocida como «mujen> por el padre para que la niña pequeña se sienta valorizada
en su sexo femenino; y seguir las descripciones que ofrece de la estructuración de b
imagen del cuerpo en cada estadio del desarrollo libidinal de la chiquilla, descripcio­
nes en las que presta una atención muy grande a la pluralidad de las zonas erógenas
específicamente femeninas y correlativamente a la diferenciación del placer sexual de
la mujer.
Ahora bien, habida cuenta de la riqueza de sus análisis y de la agudeza de las
cuestiones que encontraremos en su estudio, cabe lamentar que, al igual que la ma­
yoría de los demás protagonistas del debate acerca de la sexualidad femenina, no

J. Lacan, «La signÜícation du phallus», ihid. La cursiva es mía. Asimismo, he añadido los enun­
ciados entre guiones. Para un análisis de una publicación más reciente de Jacques Lacan sobre la se­
xualidad, véase, más adelante, «Cosí fan tuttí».
Fran^oise Dolto, «La libido génitale et son destín féminin». La Prychanalyse 7, PUF.

46
haya puesto suficientemente en tela de juicio las determinaciones históricas que
prescriben el «devenir mujeD> tal y como lo considera el psicoanálisis.

Cuestiones sobre las premisas de la teoría psicoanalítica


Planteando determinadas cuestiones al psicoanálisis, poniéndole en cierto modo
en tela de juicio, se corre siempre el riesgo de ser malinterpretado/a, fomentando así
una actitud precrílica hacia la teoría analítica. Sin embargo, existen muchos puntos
sobre los que ésta merece ser interrogada y ella misma debería interrogarse. La se­
xualidad femenina representa uno de ellos. Si retomamos los términos en los cuales
se produjo el debate en el interior mismp del campo psicoanalítico, podremos pre­
guntarnos, por ejemplo:

¿V or qué la alternativa goce clitoridiano/goce vaginal cobra tanta im portando?


¿Por qué se ha sometido a la mujer a la exigencia de elegir entre una u otra, siendo
calificada de «viril» si permanece en el primero y de «femenina» si renuncia al mis­
mo para limitarse a la erotización vaginal? ¿Esta problemática es verdaderamente
pertinente para dar cuenta de la evolución y de la «plenitud» de la sexualidad de la
mujer? ¿O está dirigida por el calibrado de ésta con arreglo a parám etros masculinos
y/o mediante criterios válidos -¿tal vez?- para decidir acerca de una preponderan­
cia del autoerotismo o del heteroerotismo en el hombre? De hecho, las zonas eróge-
nas de la mujer no son el clítoris o la vagina, sino el dítoris y la vagina, y los labios,
y la vulva, y el cuello uterino, y la matriz, y los senos... Lo que habría podido y ha­
bría debido causar asombro es la pluralidad de zonas erógenas genitales, si nos ate­
nemos a este término, en la sexualidad femenina.

¿Por qué la estructuradón libidinal de la mujer estaría deddida, en su mayor parte,


antes de la pubertad, cuando, para Freud y buena parte de sus discípulos, la «vagina,
órgano propiamente femenino, todavía no ha sido descubierto»'*'’? Además, los ca­
racteres femeninos política, económica y cuJturalmente valorizados están unidos a
la maternidad y a la matemalización. Así, pues, puede decirse que todo o casi todo
estaría decidido en cuanto al papel sexual otorgado a la mujer, y sobre todo en
cuanto a las representaciones que del mismo le son propuestas y atribuidas, antes
incluso de que la especificidad socialmente sancionada de su intervención en la eco­
nomía sexual sea practicable y antes de que ella tenga un goce singular, «propia­

S. Freud, «La feminitó», cit.

47
mente femenino». Se comprende entonces que ella sólo aparezca como «carente
de», «privada de», «envidiosa de», etc. En una palabra: capada.

¿Por qué la fu n d ó » materna debe predom inar sobre la fun dón m ás específicam en­
te erótica en la m ujer? ¿Por qué, también en este caso, se la somete, ella se somete, a
una elección jerarquizada sin que la articulación de los dos roles sexuales esté sufi­
cientemente elaborada? Desde luego, esa prescripción se comprende en una econo­
mía y una ideología de la (re)producdón, pero es también o de nuevo la marca de un
avasallam iento a l deseo del hombre, porque «la felicidad conyugal no está adecuada­
mente garantizada mientras la mujer no haya logrado hacer de su esposo su hijo,
mientras ella no se comporte maternalmente con 01»"*^. Lo que anuncia la siguiente
cuestión:

¿Por qué la evolución sexual de la m ujer debe ser m ás penosa, m ás com pleja que la
del hombreP^^. ¿Y cuál es el término de esa evolución, sino que se torne en cierto
modo en la madre de su marido? La vagina misma, «que no cobra valor sino como
morada del pene, garantiza la herencia del seno materno»’” . Dicho de otra manera,
¿es algo evidente que la chiquilla haya de renunciar a sus primeras catexis objétales,
a las zonas erógenas precozmente cargadas, para hacer el periplo que la tornará sus­
ceptible de satisfacer el deseo de siempre del hombre: hacer el amor con su madre, o
un sustituto apropiado? ¿Por qué la mujer debería dejar a su propia m adre-«odiar­
la»’’®-, marcharse de su casa, abandonar a su familia, renunciar al nombre de su ma­
dre y de su padre para entrar en los deseos genealógicos del hombre?

¿Por qué la homosexualidad fem enina es, de nuevo y siempre, interpretada confor­
me a l modelo de la homosexualidad m asculina? Donde la homosexual desea, en tan­
to que hombre, a una mujer equivalente a la madre fálica y/o que, por determinados
rasgos, le recuerda a otro hombre, a su hermano, por ejemplo'*’ . ¿Por qué el deseo
de lo mismo, o de la misma, le estaría vedado o le resultaría imposible a la mujer? E
incluso, o incluso, ¿por qué las relaciones entre hija y madre son pensadas, necesaria­
mente, en términos de deseo «viril» y de homosexualidad? ¿Para qué sirve ese des­
conocimiento, esa condena de la relación de la mujer con sus deseos originales, esa
no elaboración de su relación con sus orígenes? Para garantizar la preponderancia

« ¡bid.
« Ibtd.
S. Freud, «L'organisation génitaie infantile», cit.
S, Freud, «La feminité», dt.
S. Freud, «Psychogénese d’un cas d ’homoscxualité féminine», cit.

48
de una sola libido, de tal suerte que la chiquilla se ve obligada a reprimir sus pulsio­
nes y primeras cargas. ,fSu libido?

Esto conduce a la cuestión de saber por qué la oposición activo/pasivo sigue sien­
do tan insistente en las controversias relativas a la sexualidad de la mujer. Aunque sea
definida como característica de un estadio pregenital, el estadio anal, continúa mar­
cando la diferencia m asculino-fem enino -que recibiría de la misma su coloración psi­
cológica^”- a l igual que determ ina los roles respectivos del hombre y de la mujer en la
procreación^^ relación continúa manteniendo esa pasividad con las pulsiones
sádico-anales, permitidas para el hombre y prohibidas para -inhibidas en- la mu­
jer? De tal suerte que al hombre se le garantiza que es el único propietario del hijo
(el producto), de la mujer (la máquina reproductiva) y del sexo (el agente repro­
ductor). Donde la violación, si es posible fecundadora, presentada por lo demás por
algunos/as psicoanalistas como el colmo del goce femenino^^, se torna en modelo de
la relación sexual,

¿P or qué la m ujer es tan poco apta para la sublim ación? ¿Y sigue siendo tan de­
pendiente de la instancia superyoica paterna? ¿Por qué la instancia social de la mujer
es aún en gran parte «transcendente respecto al orden del contrato propagado por
el trabajo? Y, sobre todo, ¿se mantiene gracias a su efecto el estatuto del matrimo­
nio en el ocaso del paternalismo?»^^ Mientras que estas dos cuestiones confluyen
tal vez en el hecho de que la mujer estaría sometida a las tareas domésticas sin que
ningún contrato de trabajo la vincule a las mismas explícitamente, reemplazado por
el contrato matrimonial.

No hemos terminado de enumerar las cuestiones que podría plantearse el psi­


coanálisis en cuanto al «destino», sexual en particular, asignado a la mujer, destino
achacado demasiadas veces a la anatomía, a la biología, que explicarían, entre otras
cosas, la elevadísima frecuencia de la frigidez femenina,
Pero valdría la pena exam inar las determ inaciones históricas de ese destino. Ello
implica que el psicoanálisis reconsidere los límites mismos de su campo teórico y
práctico, que él se imponga el rodeo por la «interpretación» del fondo cultural y de
la economía, especialmente política, que, sin saberlo, han dejado su marca sobre él.

S. Freud, «Pulsions et descins de pulsions», Métapsychologie, Gallimard, Idees.


S. Freud, «La feminité», cit.
” Ibtd.; H. Deutsch, La psychologie des femmes, cii.; M. Bonaparte, «Passivíté, masochisme et fc-
minité», Psychanalyse el biologie, cit.
J. Lacan, «Propos directifs pour un congres sur la sexualité feminine», cit.

49
Y que se pregunte si es posible debatir, regionalmente, acerca de la sexualidad fe­
menina mientras no se haya determinado cuál fue el estatuto de la mujer en la eco­
nomía general de Occidente. ¿Qué función le fue reservada en los regímenes de pro­
piedad, las sistem áticas filosóficas y las m itologías religiosas que desde hace siglos
dominan ese Occidente?

Desde esta perspectiva, cabe suponer que el falo (el Falo) es la figura actual de un
dios celoso de sus prerrogativas, que pretende, en calidad de tal, ser el sentido último
de todo discurso, el patrón de la verdad y de la propiedad, especialmente del sexo,
el significante y/o el significado último de todo deseo, que además, en tanto que
emblema y agente del sistema patriarcal, continuaría respaldando el crédito del
nombre del padre (del Padre),

50
IV Entrevista:
Poder del discurso,
subordinación
de lo femenino

¿P or qué comienza usted su libro con una crítica de Freud?

Estrictamente hablando, en Espéculo' no hay un principio y un final. La arqui­


tectónica del texto, de los textos, desconcierta esa linealidad de un proyecto, esa te­
leología del discurso, en las cuales no hay ningún Jugar posible para Jo «femenino»,
salvo aquel, tradicional, de lo reprimido, de lo censurado.
Además, «comenzar» por Freud y «terminar» por Platón es ya abordar la histo­
ria «al revés», Inversión en cuyo «interior» no puede articularse aún la cuestión de
la mujer, y a la que, por lo tanto, no puede limitarse sin más. De ahí ese dispositivo
que hace que, en los textos de la «mitad» -Espéculo, de nuevo-, aparentemente la
inversión ya no tenga lugar. Donde lo que importa es desconcertar el montaje de
la representación que responde a parámetros exclusivamente «masculinos». Esto es,
con arreglo a un orden faJocrático, que no se trata de invertir -Jo que al final vendría
a ser Jo mismo- sino de perturbar, alterar, a partir de un «afuera» sustraído, en cier­
ta medida, a su ley.

Pero, volviendo a su pregunta: ¿por qué esa crítica de Freud?


Porque elaborando una teoría de la sexualidad, Freud permite ver lo que hasta en­
tonces podía funcionar permaneciendo implícito, escondido, ignorado: la indiferencia
sexual en la que se apoya la verdad de toda ciencia, la lógica de todo discurso. Esto pue­
de leerse claramente en la manera en que Freud determina la sexualidad de Ja mujer.

’ Luce Irigaray, Speculum de Vautrefemme, París, Minuir, 1974 (ed. cast.: Espéculo de la otra mu­
jer, Madrid, Akal, 2007].

51
En efecto, esa sexualidad nunca es definida en relación con otro sexo que el masculi­
no. Para Freud no hay dos sexos cuyas diferencias se articularían en el acto sexual y, en
un plano más general, en los procesos imaginarios y simbólicos que regulan un fun­
cionamiento social y cultural. Lo «femenino» es siempre descrito como defecto, atro­
fia, reverso del único sexo que monopoliza el valor; el sexo masculino. Y así sucede
con la celebérrima «envidia del pene». ¿Cómo aceptar que todo el devenir sexual de
la mujer esté dominado por la carencia y por ende la envidia, los celos, la reivindica­
ción del sexo masculino, esto es, que esa evolución sexual nunca sea referida al sexo
femenino mismo.? Todos los enunciados que describen la sexualidad femenina igno­
ran el hecho de que el sexo femenino bien podría tener también una «especificidad».
¿Es preciso recordarlo de nuevo?... Al principio, escribe Freud, la niña pequeña
no es más que un niño pequeño; para la niña, la castración equivale a aceptar que no
tiene sexo masculino; la niña se aparta de su madre, la «odia», porque se da cuenta
de que ésta no tiene el sexo valioso que ella suponía; ese rechazo de la madre aca­
rrea el rechazo de todas las mujeres, ella misma incluida, y por la misma razón; la
niña se vuelve entonces hacia su padre para intentar conseguir lo que ni ella ni nin­
guna mujer tiene: el falo; el deseo de tener un hijo significa para una mujer el de po­
seer finalmente un equivalente del sexo masculino; la relación entre mujeres está re­
gulada tanto por la rivalidad por la posesión del «sexo masculino» como, en la
homosexualidad, por la identificación con el hombre; el interés que las mujeres
pueden sentir hacia la sociedad no viene dictado, por supuesto, sino por las ganas
de tener poderes iguales a los que obtiene el sexo masculino; etc. En esos enuncia­
dos nunca se habla de la mujer: lo femenino es definido como el complemento ne­
cesario para el funcionamiento de la sexualidad masculina y, con mayor frecuencia,
como un negativo que garantiza a ésta una autorrepresentación fálica sin desfalleci­
miento posible.

Ahora bien, Freud describe un estado de hecho. No inventa una sexualidad fe­
menina, ni masculina, por lo demás. Elabora un informe, como «hombre de cien­
cia». El problema es que no examina las determinaciones históricas de los datos que
trata. Y, por ejemplo, que acepta como norma la sexualidad femenina tal como ésta
se le presenta. Que interpreta los sufrimientos, los síntomas, las insatisfacciones de
las mujeres en función de su historia individual, sin indagar la relación de su «pato­
logía» con un determinado estado de la sociedad, de la cultura. Lo que conduce,
por regla general, a someter de nuevo a las mujeres al discurso dominante del padre,
a su ley, reduciendo al silencio sus reivindicaciones.

L a inclusión de Freu d en un pod er y una ideología d e tipo patriarcal com porta


adem ás algunas contradicciones internas en su teoría.

52
Así, la mujer, para corresponder al deseo del hombre, debe identificarse con la
madre de éste. Lo que significa que ese hombre se torna, en cierto modo, en el
hermano de sus hijos, puesto que tiene el mismo objeto de amor. ¿Cómo se plantea,
en una configuración semejante, la cuestión de la resoludón del complejo de Edi-
po? ¿Y, por ende, la de la diferencia de sexos, que, según Freud, le es correlativa?
Otro «síntoma» de la pertenencia del discurso de Freud a una tradición no ana­
lizada: la modalidad del recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad.
Ahora bien, una ciencia nunca está acabada; también tiene una historia. Y, por otra
parte, los datos científicos son susceptibles de varias interpretaciones. Lo que no
impide que Freud justifique la actividad agresiva de lo masculino y la pasividad de
lo femenino mediante imperativos anatómico-fisiológicos, sobre todo de reproduc­
ción. Sabemos ahora que el óvulo no es tan pasivo como asegura Freud y que elige
un espermatozoide en la misma o en mayor medida en que es elegido por éste. Tras­
ládese esto al registro psíquico y social... Freud afirma también que el pene recibe
su valor por ser el órgano reproductor. Ahora bien, los órganos genitales de la mu­
jer, que no obtendrían sin embargo el mismo beneficio narcisista, contribuyen igual­
mente e incluso resultan más indispensables para la reproducción. Además, las re­
ferencias anatómicas de Freud para justificar el desarrollo de la sexualidad están
casi todas relacionadas con un envite reproductivo. ¿Qué ocurre entonces cuando
la función sexual puede disociarse de una función reproductiva, hipótesis evidente­
mente apenas considerada por Freud?

Sin embargo, Freud necesita particularmente apoyarse en lo anatómico para jus­


tificar una posición teórica en su descripción del devenir sexual de la mujer. «¿Qué
le vamos a hacer?», escribe además al respecto, parafraseando un dicho de Napo­
león... «La anatomía es el destino». Por consiguiente, en nombre de ese destino
anatómico, las mujeres estarán menos favorecidas por la naturaleza desde el punto
de visca libidinal, frecuentemente frígidas, no agresivas, no sádicas, no posesivas,
homosexuales con arreglo al índice de hermafroditismo de sus ovarios, ajenas a los
valores culturales a no ser que participen de ellos por alguna «herencia cruzada»,
etc. Privadas, en pocas palabras, del valor de su sexo. Donde lo que importa, desde
luego, es que no se sepa por qué, por quién y que sea atribuido a la «Naturaleza».

La crítica a Freud, ¿se extiende hasta el punto de poner en tela de ju icio la teoría y
la práctica psicoanalíticas?

N o, d esd e luego, p ara regresar a una a a it u d precrítíca con respecto al psico an á­


lisis, ni para afirm ar qu e éste h abría ag o tad o ya su eficacia. S e trataría m ás bien de

53
En efecto, esa sexualidad nunca es definida en relación con otro sexo que el masculi­
no. Para Freud no hay dos sexos cuyas diferencias se articularían en el acto sexual y, en
un plano más general, en los procesos imaginarios y simbólicos que regulan un fun­
cionamiento social y cultural. Lo «femenino» es siempre descrito como defecto, atro­
fia, reverso del único sexo que monopoliza el valor: el sexo masculino. Y así sucede
con la celebérrima «en\adia del pene». ¿Cómo aceptar que todo el dev'enir sexual de
la mujer esté dominado por la carencia y por ende la en\ádia, los celos, la reivindica­
ción del sexo masculino, esto es, que esa evolución sexual nunca sea referida al sexo
femenino mismo? Todos los enunciados que describen la sexualidad femenina igno­
ran el hecho de que el sexo femenino bien podría tener también una «especificidad».
¿Es preciso recordarlo de nuevo?... Al principio, escribe Freud, la niña pequeña
no es más que un niño pequeño; para la niña, la castración equivale a aceptar que no
tiene sexo masculino; la niña se aparta de su madre, la «odia», porque se da cuenta
de que ésta no tiene el sexo valioso que ella suponía; ese rechazo de la madre aca­
rrea el rechazo de todas las mujeres, ella misma incluida, y por la misma razón; la
niña se vuelve entonces hacia su padre para intentar conseguir lo que ni ella ni nin­
guna mujer tiene: el falo; el deseo de tener un hijo significa para una mujer el de po­
seer finalmente un equivalente del sexo masculino; la relación entre mujeres está re­
gulada tanto por la rivalidad por la posesión del «sexo m asculino» como, en la
homosexualidad, por la identificación con el hombre; el interés que las mujeres
pueden sentir hacia la sociedad no viene dictado, por supuesto, sino por las ganas
de tener poderes iguales a los que obtiene el sexo masculino; etc. En esos enuncia­
dos nunca se habla de la mujer: lo femenino es definido como el complemento ne­
cesario para el funcionamiento de la sexualidad masculina y, con mayor frecuencia,
como un negativo que garantiza a ésta una autorrcpresentación fálica sin desfalleci­
miento posible.

Ahora bien, Freud describe un estado de hecho. No inventa una sexualidad fe­
menina, ni masculina, por lo demás, Elabora un miorme, como «hombre de cien­
cia». El problema es que no examina las determinaciones históricas de los datos que
trata. Y, por ejemplo, que acepta como norm a la sexualidad femenina tal como ésta
se le presenta. Que interpreta los sufrimientos, los síntomas, las insati.sfacciones de
las mujeres en función de su historia individual, sin indagar la relación de su «pato­
logía» con un determinado estado de la sociedad, de la cultura. Lo que conduce,
por regla general, a someter de nuevo a las mujeres al discurso dominante del padre,
a su ley, reduciendo al silencio sus reivindicaciones.

L a inclusión d e F re u d en un p o d e r y una id e o lo g ía d e tip o p atriarcal co m p o rta


ad em ás algu n as c o n trad iccio n e s in tern as en su teoría.

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Así, la mujer, para corresponder al deseo del hombre, debe identificarse con Ja
madre de éste. Lo que significa que ese hombre se torna, en cierto modo, en el
hermano de sus hijos, puesto que tiene el mismo objeto de amor. ¿Cómo se plantea,
en una configuración semejante, la cuestión de la resolución del complejo de Edi-
po? ¿Y , por ende, la de la diferencia de sexos, que, según Freud, le es correlativa?
Otro «síntoma» de la pertenencia del discurso de Freud a una tradición no ana­
lizada; la modalidad del recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad.
Ahora bien, una ciencia nunca está acabada; también tiene una historia. Y, por otra
parte, los datos científicos son susceptibles de varias interpretaciones. Lo que no
únpide que Freud justifique la actividad agresiva de lo masculino y la pasividad de
lo femenino mediante imperativos anatómico-fisiológicos, sobre todo de reproduc­
ción. Sabemos ahora que el óvulo no es tan pasivo como asegura Freud y que elige
un espermatozoide en la misma o en mayor medida en que es elegido por éste. Tras­
ládese esto al registro psíquico y social... Freud afirma también que el pene recibe
su valor por ser el órgano reproductor. Ahora bien, los órganos genitales de la mu­
jer, que no obtendrían sin embargo el mismo beneficio narcisista, contribuyen igual­
mente e incluso resultan m ás indispensables para Ja reproducción. A dem ás, las re­
ferencias anatómicas de Freud para justificar el desarrollo de la sexualidad están
casi todas relacionadas con un envite reproductivo. ¿Qué ocurre entonces cuando
la función sexual puede disociarse de una función reproductiva, hipótesis evidente­
mente apenas considerada por Freud?

Sin embargo, Freud necesita particularmente apoyarse en lo anatómico para jus­


tificar una posición teórica en su descripción del devenir sexual de la mujer. «¿Q u é
le vamos a hacer?», escribe además al respecto, parafraseando un dicho de N apo­
león... «L a anatomía es el destino». Por consiguiente, en nombre de ese destino
anatómico. Jas mujeres estarán menos favorecidas por la naturaleza desde el punto
de vista libidinal, frecuentemente frígidas, no agresivas, no sádicas, no posesivas,
homosexuales con arreglo al índice de hermafroditismo de sus ovarios, ajenas a los
valores culturales a no ser que participen de ellos por alguna «herencia cruzada»,
etc. Privadas, en pocas palabras, del valor de su sexo. Donde lo que importa, desde
luego, es que no se sepa por qué, por quién y que sea atribuido a la «Naturaleza».

L a crítica a Freud, ¿se extiende h asta e l punto de poner en tela de ju icio la teoría y
la práctica psicoan aliticas?

N o , d e sd e lu ego , p a ra re g re sar a una actitu d precrítica con re sp e c to al p s ic o a n á ­


lisis, ni p a ra afirm ar q u e éste h ab ría a g o ta d o y a su eficacia. S e trataría m ás b ien d e

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En efecto, esa sexualidad nunca es definida en relación con otro sexo que el masculi­
no. Para Freud no hay dos sexos cuyas diferencias se articularían en el acto sexual y, en
un plano más general, en los procesos imaginarios y simbólicos que regulan un fun­
cionamiento social y cultural. Lo «femenino» es siempre descrito como defecto, atro­
fia, reverso del único sexo que monopoliza el valor: el sexo masculino. Y así sucede
con la celebérrima «envidia del pene». ¿Cómo aceptar que todo el devenir sexual de
la mujer esté dominado por la carencia y por ende la envidia, los celos, la reivindica­
ción del sexo masculino, esto es, que esa evolución sexual nunca sea referida al sexo
femenino mismo? Todos los enunciados que describen la sexualidad femenina igno­
ran el hecho de que el sexo femenino bien podría tener también una «especificidad».
¿Es preciso recordarlo de nuevo?... Al principio, escribe Freud, la niña pequeña
no es más que un niño pequeño; para la niña, la castración equivale a aceptar que no
tiene sexo masculino; la niña se aparta de su madre, la «odia», porque se da cuenta
de que ésta no tiene el sexo valioso que ella suponía; ese rechazo de la madre aca­
rrea el rechazo de todas las mujeres, ella misma incluida, y por la misma razón; la
niña se vuelve entonces hacia su padre para intentar conseguir lo que ni ella ni nin­
guna mujer tiene: el falo; el deseo de tener un hijo significa para una mujer el de po­
seer finalmente un equivalente del sexo masculino; la relación entre mujeres está re­
gulada tanto por la rivalidad por la posesión del «sexo masculino» como, en la
homosexualidad, por la identificación con el hombre; el interés que las mujeres
pueden sentir hacia la sociedad no viene dictado, por supuesto, sino por las ganas
de tener poderes iguales a los que obtiene el sexo masculino; etc. En esos enuncia­
dos nunca se habla de la mujer: lo femenino es definido como el complemento ne­
cesario para el funcionamiento de la sexualidad masculina y, con mayor frecuencia,
como un negativo que garantiza a ésta una autorrepresentación fálica sin desfalleci­
miento posible.

Ahora bien, Freud describe un estado de hecho. No inventa una sexualidad fe­
menina, ni masculina, por lo demás. Elabora un informe, como «hombre de cien­
cia». El problema es que no examina las determmaciones históricas de los datos que
trata. Y, por ejemplo, que acepta como norma la sexualidad femenina tal como ésta
se le presenta. Que interpreta los sufrimientos, los síntomas, las insatisfacciones de
las mujeres en función de su historia individual, sin indagar la relación de su «pato­
logía» con un determinado estado de la sociedad, de la cultura. Lo que conduce,
por regla general, a someter de nuevo a las mujeres al discurso dominante del padre,
a su ley, reduciendo al silencio sus reivindicaciones.

L a inclusión de Freud en un po d er y una ideología de tipo patriarcal com porta


adem ás algunas contradicciones internas en su teoría. n—

52
Así, la mujer, para corresponder al deseo dd hombre, debe identificarse con la
madre de éste. Lo que significa que ese hombre se torna, en cierto modo, en el
hermano de sus hijos, puesto que tiene el mismo objeto de amor. ¿Cómo se plantea,
en una configuración semejante, la cuestión de la resolución dd complejo de Edi-
po? ¿Y, por ende, la de la diferencia de sexos, que, según Freud, le es correlativa?
Otro «síntoma» de la pertenencia dd discurso de Freud a una tradición no ana­
lizada: la modalidad del recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad.
Ahora bien, una ciencia nunca está acabada; también tiene una historia. Y, por otra
parte, los datos científicos son susceptibles de varias interpretaciones. Lo que no
impide que Freud justifique la actividad agresiva de lo masculino y la pasividad de
lo femenino mediante imperativos anatómico-fisiológicos, sobre todo de reproduc­
ción. Sabemos ahora que el óvulo no es tan pasivo como asegura Freud y que elige
un espermatozoide en la misma o en mayor medida en que es elegido por éste. Tras­
ládese esto al registro psíquico y social... Freud afirma también que el pene recibe
su valor por ser el órgano reproductor. Ahora bien, los órganos genitales de la mu­
jer, que no obtendrían sin embargo el mismo beneficio narcisista, contribuyen igual­
mente e incluso resultan más indispensables para la reproducción. Además, las re­
ferencias anatómicas de Freud para justificar el desarrollo de la sexualidad están
casi todas relacionadas con un envite reproductivo. ¿Qué ocurre entonces cuando
la función sexual puede disociarse de una función reproductiva, hipótesis evidente­
mente apenas considerada por Freud?

Sin embargo, Freud necesita particularmente apoyarse en lo anatómico para jus­


tificar una posición teórica en su descripción del devenir sexual de la mujer. «¿Qué
le vamos a hacer?», escribe además al respecto, parafraseando un dicho de Napo­
león... «La anatomía es el destino». Por consiguiente, en nombre de ese destino
anatómico, las mujeres estarán menos favorecidas por la naturaleza desde el punto
de vista libidinal, frecuentemente frígidas, no agresivas, no sádicas, no posesivas,
homosexuales con arreglo al índice de hermafroditismo de sus ovarios, ajenas a los
valores culturales a no ser que participen de ellos por alguna «herencia cruzada»,
etc. Privadas, en pocas palabras, del valor de su sexo. Donde lo que importa, desde
luego, es que no se sepa por qué, por quién y que sea atribuido a la «Naturaleza».

L a crítica a Freud, ¿se extiende hasta el punto de poner en tela de juicio la teoría y
la práctica psicoanalíticas?

N o, d esd e luego, para regresar a una actitud precrítica con respecto al p sicoan á­
lisis, ni para afirm ar qu e éste habría agotad o ya su eficacia. S e trataría m ás bien de

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mostrar aquellas implicaciones del mismo que continúan resultando inoperantes.
De decir que, aunque la teoría freudiana aporta numerosos elementos que permiten
quebrantar el orden filosófico del discurso, permanece paradójicamente sometida al
mismo en lo que atañe a la definición de la diferencia entre los sexos.

De esta suerte, Freud lleva al fracaso una determinada concepción del «presen­
te», de la «presencia», haciendo hincapié en la posterioridad, la sobredetermina­
ción, el automatismo de repetición, la pulsión de muerte, etc., o indicando, en su
teoría o en su práctica, el impacto de los denominados mecanismos inconscientes
sobre el lenguaje del «sujeto». Pero, prisionero a su vez de una determinada econo­
mía del logos, define la diferencia sexual en función del a prtori lo Mismo, recu­
rriendo, para sostener su demostración, a los procedimientos de siempre: la analo­
gía, la comparación, la simetría, las oposiciones dicotómicas, etc. Como parte
interesada de una «ideología» que no pone en tela de juicio, afirma que lo «mascu­
lino» es el modelo sexual, que toda representación de deseo no tiene más remedio
que validarse respecto al mismo, someterse al mismo. De este modo, Freud exhibe
los presupuestos de la escena de la representación: la indiferencia sexual que la sub­
tiende, garantiza su coherencia y su clausura. De tal suerte que, indirectamente,
propone el análisis de la misma. Pero la articulación posible de la relación entre la
economía inconsciente y la diferencia de los sexos le pasa inadvertida. Defecto teó­
rico y práctico que puede limitar, a su vez, la escena del inconsciente. ¿O, más bien,
servir de palanca de interpretación para su despliegue.^

De este modo, podríamos preguntamos si determinadas propiedades atribuidas


al inconsciente no son, en una cierta medida, referibles al sexo femenino censurado
de la lógica de la conciencia. Si lo femenino tiene un inconsciente o si es el incons­
ciente. Etc. Donde la suspensión de estas preguntas se traduce en que psicoanalizar
a una mujer equivale a adaptarla a una sociedad de tipo masculino.
Y desde luego sería interesante saber qué sería de las nociones psicoanalíticas
en una cultura que ya no reprimiera lo femenino. Toda vez que el reconocimiento
de una sexualidad femenina «específica» pone en tela de juicio el monopolio ex­
clusivo del valor por parte del sexo masculino, y al fin y al cabo por parte del pa­
dre, ¿qué sentido podría tener el complejo de Edipo en un sistema simbólico dis­
tinto del patriarcado?

Pero ese orden es ciertamente el que hoy impone su ley. Ignorarlo sería tan inge­
nuo como abandonarse a su dominación sin examinar las condiciones de posibili­
dad del mismo. De esta suene, que Freud -o más en general la teoría psicoanalíti-
ca- haya adoptado como tema, como objeto de su discurso la sexualidad, no ha

54
significado que interprete lo que atañe a la sexuación del discurso en cuanto tal, y del
suyo en particular. De esto da fe su punto de vista decididamente «masculino» so­
bre la sexualidad femenina y, además, su atención muy parcial a las aportaciones
teóricas de las analistas mujeres. El análisis de los presupuestos de la producción del
discurso no se cuenta entre sus realizaciones en lo que atañe a la diferencia sexual.
Dicho de otra manera, las cuestiones que la práctica y la teoría de Freud plantean a
la escena de la representación no incluyen la de la determinación sexuada de esa es­
cena. A falca de esa articulación, la aportación de Freud permanece -y justamente
en lo que atañe a la diferencia de los sexos-, atrapada en metafísicos apriorísiicos.

... ¿ Y fu e esto lo que le llevó a una relectura interpretativa de los textos que deter­
m inan la historia de la filo so fía?

Sí, porque, de no limitarse ingenua -o tácticamente a veces- a alguna regionaL-


dad o marginalidad, lo que hay que cuestionar, y perturbar, es el discurso filosófico,
en tanto que impone la ley a todos los demás y constituye el discurso de los discursos.

Así, pues, era preciso hacer el viaje de vuelta, para examinar lo que constituye la
potencia de su sistematicidad, la fuerza de su cohesión, el recurso de sus desplie­
gues, la generalidad de su ley y de su valor. Esto es, su posición de dominio, y de re­
cuperación posible de las diferentes producciones de la historia.

Ahora bien, esa dominación del logos filosófico procede, en buena medida, de
su poder de reducir todo otro a la economía de lo Mismo. El proyecto teleológica-
mente constructor que se plantea es siempre, además, un proyecto de desviación, de
descarrío, de reducción del otro en lo Mismo. Y, tal vez en su grado máximo de ge­
neralidad, de desaparición de la diferencia de los sexos en los sistemas autorrepresen-
tativos de un «sujeto masculino».

De donde se desprende la necesidad de «reabrir» las figuras del discurso filosó­


fico -la idea, la sustancia, el sujeto, la subjetividad transcendental, el saber absolu­
to- para hacer que resurjan los préstamos de lo femenino, hacer que «devuelvan» lo
que deben a lo femenino. Esto puede hacerse con distintos medios, siguiendo dis­
tintos «caminos». Por otra parte, hacen falta al menos varios.

Ya sea examinando las condiciones de posibilidad de la sistem aticidad misma: lo


que la coherencia del enunciado discursivo oculta de sus condiciones de produc­
ción, con independencia de lo que diga en el discurso. Así, pues, la «m ateria» de la

55
que se alimenta el sujeto hablante para producirse, reproducirse; la escen ografía que
hace practicable la representación tal como es definida en filosofía, es decir, la ar­
quitectónica de su teatro, su encuadre del espacio tiempo, su economía geométrica,
su mobiliario, sus actores, sus posiciones respectivas, sus diálogos e incluso sus rela­
ciones trágicas, sin olvidar el espejo, casi siempre oculto, que perm ite al logos, al su­
jeto, repetirse, rellejarse a sí mismo. Inten'enciones todas en la escena que, en la me­
dida en que no son interpretadas, garantizan su coherencia. Así, pues, es preciso
volver a ponerlas en juego, en cada figura del discurso, para desconcertar su arraigo
en el valor de «presencia». Para cada filósofo -em pezando por aquellos que han de­
terminado una época de la historia de la filosofía-, es preciso señalar cóm o se opera
el corte con la contigüidad material, el montaje del sistema, la econom ía especular.

En esta relectura interpretativa, el enfoque ha sido siem pre a su vez un enfoque


psicoan alítico. Y por ende una atención aJ funcionamiento del inconsciente de cada
filosofía, y tal vez de la filosofía en general. Una escucha de sus procedim ientos de
represión, de la estructuración del lenguaje que sostiene su /su s representaciones,
separando lo verdadero de lo falso, lo sensato de lo insensato, etc. Ello no signifi­
ca que haya que entregarse a algún tipo de operación de interpretación simbólica,
puntual, de los enunciados de los filósofos. Lo que, adem ás, dejaría intacto el mis­
terio del «origen». Se trata más bien de cuestionar el íuncionam icnio de la «gram á­
tica» de cada figura del discurso, sus leyes o necesidades sintácticas, sus configura­
ciones imaginarias, sus redes m etafóricas, y tam bién, p o r su p u esto, lo que no
articula en el enunciado: sus silen cios.

Pero el psicoanálisis, por más que reciba la ayuda de la ciencia del lenguaje, no
puede resolver -com o ya hemos visto- la cuestión de la articulación del sexo feme­
nino en el discurso. Aunque la teoría de Freud, por un electo de repetición general
de la escena -en todo caso en lo que atañe a la relación entre los sexos-, muestra
con claridad la función de lo femenino en ésta. Así, pues, aú n no se h a acom etido la
«destrucción » d e l fun cion am ien to discursivo. Y no es un com etido sencillo... ¿Pues
cómo introducirse en una sistematicidad tan coherente.^

Tal vez no hay, en un primer momento, más que un único «cam in o», el históri­
camente asignado a lo femenino: e l m im etism o. Se trata de adoptar, delib erada­
mente, ese rol. Lo que de entrada supone devolver com o afirmación una subordi­
nación y, gracias a ello, comenzar a desbaratarla. M ientras que la recusación de esa
condición equivale, para lo femenino, a la reivindicación de hablar com o «su jeto»
(masculino), o a postular una relación con lo inteligible que mantiene la indiferen­
cia sexual.

56
Así, pues, para una mujer em plear la mimesis es intentar encontrar el lugar de su
explotación mediante el discurso, sin dejarse reducir sin más al mismo. Es volver a
som eterse -en tanto que «cercana a lo sensible», a la «m ate ria»...- a «ideas», espe­
cialmente acerca de ella, elaboradas en /por una lógica masculina, pero suscitar la
«ap arición », mediante un efecto de repetición lúdica, de lo que debía permanecer
oculto: la recuperación de una posible operación de lo femenino en el lenguaje. Es
también «revelar» el hecho de que, si las mujeres imitan tan bien, se debe a que ellas
no desaparecen sin m ás en esa función. Perm anecen tam bién en otra p arte: otra in­
sistencia de «m ateria», pero también de «goce».

O tro lu gar de la «m a te ria »: si las mujeres pueden emplear la mimesis se debe a


que pueden realimentar su funcionamiento. ¿A que ellas han alimentado siempre su
funcionam iento? ¿El «p rim er» envite de la mimesis no es acaso el de reproducir la
naturaleza / Jo natural? ¿D arle form a para apropiárselo? Guardianas de la «natura­
leza», ¿no son acaso las mujeres las que conservan, y por ende permiten, el recurso
de Ja mimesis para los hom bres? ¿Para el logos?
Ahí, p or supuesto, la hipótesis de un trastocamiento -en el interior del orden fá-
lic o - siem pre es posible. L a sem ejanza [re-sem b lan ce] no puede prescindir de la
sangre roja. L a madre-materia-naturaleza debe una y otra vez alimentar la especula­
ción. Pero ese re-curso [re-sou rce] es rechazado a su vez como desecho de la refle­
xión, colocación en el exterior de aquello que se resiste a la misma: como locura.
Además de la ambivalencia que de tal suerte se granjea la madre nutricia fálica, esa
función deja a la zaga el goce de la mujer.

El «en otra p a rte » d e l goce fem en in o se encontraría más bien en el lugar en el que
ella sostiene el ek-tasis en lo transcendental. En el Jugar en el que ella sirve como ga­
rantía de un narcisism o extrapolado en el «D io s» de los hombres. Función que ella
sólo puede garantizar al precio de su sustracción última a la prospección, de su «\ir-
ginidüd» inepta para la representación de sí. G o ce que debe permanecer inarticula­
ble en el lenguaje, en su lenguaje, so pena de poner en tela de juicio cuanto sostiene
el funcionamiento lógico. P or eso mismo hoy lo más vedado a las mujeres es que in­
tenten hablar de su goce.
Ese otro lugar del goce de la mujer sólo se encuentra al precio de una nueva tra­
vesía d e l esp ejo qu e su b tien d e to d a especu lación . N o situándose sencillamente ni en
un proceso de reflexión o de mimetismo, ni en su anterioridad -em pírica y opaca a
todo lenguaje-, ni en su m ás allá -e l infinito autosuficiente del D ios de los hom­
b res-, sino rem itiendo todas esas categorías y cortes a las necesidades de la auto-
rrepresentación del deseo fálico en el discurso. Una nueva travesía lúdica y des­
concertante, que perm itiría a la m ujer encontrar el lugar de su «autoafección». De

57
su «dios», si se quiere. Un dios tal, evidentemente, que el recurso al mismo, salvo
que se admita su desdoblam iento, es siempre devolución de lo femenino a la eco­
nomía falocrática.

E sa nueva travesía del discurso para encontrar un lugar «fem en in o», ¿supon e un
determ inado trabajo del lenguaje?

No se trata, en efecto, de interpretar el funcionamiento del discurso permane­


ciendo en el mismo tipo de enunciado que aquél que garantiza la coherencia dis­
cursiva. Por otra parte, es el riesgo de toda charla, de toda entrevista sobre E spécu­
lo. Y, más en general, sobre la cuestión de la mujer. Porque hablar de o sob re la
mujer puede siempre venir a ser o entenderse como una recuperación de lo femeni­
no en el interior de una lógica que le mantiene en la represión, la censura, el desco­
nocimiento.

Dicho de otra manera, el envite no consiste en elaborar una nueva teoría de la


que la mujer sería el sujeto o el objeto, sino en frenar la maquinaria teórica misma,
en suspender su pretensión de producir una verdad y un sentido unívocos en de­
masía. Lo que supone que las mujeres no quieran ser iguales a los hombres en el sa­
ber. Que no pretendan rivalizar con ellos construyendo una lógica de lo femenino
que adoptara aún como modelo lo onto-teo-lógico, sino que intenten en su lugar
desprender esa cuestión de la economía del logos. Que no la planteen, pues, bajo la
forma: «¿Qué es la mujer?». Sino que, repitiendo-interpretando el modo en que, en
el interior del discurso, queda determinado lo femenino: como carencia, defecto, o
como mimo y reproducción invertida del sujeto, ellas signifiquen que en el campo
de lo femenino es posible un exceso, perturbador, respecto a esa lógica.

Exceso que sólo desborda el buen sentido con la condición de que lo femenino
no renuncie a su «estilo». El cual, por supuesto, no lo es conforme a la concepción
tradicional.
Ese «estüo» o «escritura» de la mujer prende fuego más bien a las palabras feti­
che, a los términos propios, a las formas bien construidas. Ese «estilo» no privilegia
la mirada, sino que restituye toda figura a su nacimiento, también táctil. Ella se re­
toca sin llegar nunca a constituir, a constituirse en unidad alguna. Lo que le es «pro­
pio» sería la sim ultaneidad. Un propio que no se detiene nunca en la posible identi­
dad consigo misma de forma alguna. Siempre flu id o , sin olvidar los caracteres
difícilmente idealizables de estos: los frotamientos entre dos infinitamente vecinos
que crean una dinámica. Su «estilo» resiste a (y hace estallar) toda forma, figura,

58
idea, concepto, sólidamente establecidos. Lo que no significa que su estilo no sea
nada, como da a entender una discursividad que no puede pensarlo. Pero su «esti­
lo» no puede sostenerse como tesis, no puede ser el objeto de una posición.

E incluso los motivos del «tocarse», de la «proxim idad», aislados como tales o
reducidos en emmciados, podrían pasar efectivamente por una tentativa de que lo
femenino se torne apropiado para el discurso. Habría que comprobar entonces si
«tocarse» -ese tocar-, el deseo de lo próximo en vez que de lo propio, etc., no im­
plican un modo de intercambio irreducible a todo centrado, a todo centrismo, ha­
bida cuenta del modo en que el «tocarse» de la «autoafección» femenina funciona
como una remisión de uno/a al/a la otro/a sin interrupción posible, y que la proxi­
midad confunde toda adecuación, toda apropiación.

Pero, desde luego, si no se tratara más que de «m otivos» sin trabajo del len­
guaje, la economía discursiva podría subsistir. Así, pues, ¿cómo intentar definir
de nuevo el trabajo del lenguaje que dejaría un lugar para lo femenino? Digamos
que todo corte dicotom izador y a la vez repetidor -incluso entre enunciación y
enunciado-, debe ser desconcertado. Q ue nada debe ser plan teado jamás sin ha­
ber sido trastocado, y remitido además al a-de-m ás de ese trastocamiento. Dicho
de otra manera: ya no habría ni derecho ni reverso del discurso, ni siquiera del
texto, sino que am bos pasan de uno a otro para hacer «entender» también lo que
resiste a la estructura cara/dorso que sostiene el buen sentido. Si esto debe ejer­
cerse para todo sentido planteado -palabra, enunciado, frase, pero también, por
supuesto, fonema, letra ,..-, conviene hacerlo además de tal suerte que ya no sea
posible la lectura lineal: es decir, que se tenga en cuenta la retroacción del final de
la palabra, del enunciado y de la frase sobre su comienzo para desactivar la po­
tencia de su efecto teleológico, incluso en su acción diferida. E sto se aplicaría
también a la oposición entre estructuras de horizontalidad y de verticalidad que
operan en el lenguaje.

L o que permite operar de ese modo es interpretar, en cada «tiem po», el envite
especular del discurso, esto es, la economía autorrcflectante (planificable) del sujeto
en aquél. Economía que mantiene, entre otros, el corte ente sensible e inteligible, y
por ende la sumisión, subordinación y explotación de lo «femenino».
De esta suerte, el trabajo del lenguaje intentaría desbaratar toda manipulación
del discurso que dejara intacto, además, a éste. No, forzosamente, en el enunciado,
sino en sus presupuestos autológicos. Así, pues, su función consistiría en desarraigar
e l falocentrism o, e l falocratism o, para restituir lo masculino a su lenguaje, dejando la
posibilidad de un lenguaje distinto. Lo que significa que lo masculino ya no sería «el

59
todo». Ya no podría, por sí solo, definir, delimitar embaucando, circunscribir Ja, las
propiedades del/de todo. O, incluso, que el derecho de definir todo valor -incluido
el privilegio abusivo de la apropiación- dejaría de corresponderJe.

E sa interpretación del orden filosófico y ese trabajo del lenguaje, ¿n o im plican un


envite político?

Toda operación sobre/en el lenguaje filosófico, en razón misma de la naturaleza


de ese discurso-esencialmente político, posee implicaciones que, aunque mediatas,
no dejan de estar poéticamente determinadas.
Así, pues, la primera cuestión que se plantea es: ¿cómo pueden las mujeres ana­
lizar su explotación, inscribir sus reivindicaciones en un orden prescrito por lo
masculbo? ¿E sposible una política de las m ujeres? ¿Qué transformación exige en el
funcionamiento político mismo?

En virtud de ello, cuando los movimientos de mujeres ponen en tela de juicio las
formas y la naturaleza de la vida política, el juego actual de los poderes y de las rela­
ciones de fuerza, trabajan efectivamente para una modificación del estatuto de la
mujer. En cambio, cuando esos mismos movimientos apuntan a una mera inversión
en la titularidad del poder, dejando intacta la estructura de éste, entonces vuelven a
someterse, lo quieran o no, a un orden falocrático. Un gesto que, por supuesto, es
preciso denunciar, y con mayor firmeza si cabe en la medida en que puede consti­
tuir una explotación más sutilmente disfrazada de las mujeres. Juega, en efecto, con
Ja siguiente ingenuidad: bastaría con ser mujer para estar fuera del poder fálico.

Pero estas cuestiones son complejas, con mayor motivo cuando para Jas mujeres
no se trata, evidentemente, de renunciar a la igualdad de derechos sociales. ¿Cómo
anicular la doble «reivindicación»: de igualdad y de diferencia?
No, desde luego, aceptando el düema: «lucha de clases» o «lucha de sexos», que
apunta, de nuevo, a reducir la cuestión de la explotación de las mujeres a una de­
terminación del poder de tipo masculino. Más exactamente, trasladando a un des­
pués indeterminado una «política» de la mujer, alineándola con excesiva facilidad a
las luchas de los hombres.
A este respecto, parece que la relaáón entre el sistem a de opresión económica en-
tre las clases y el que puede calificarse de patriarcal apenas ha sido objeto de un aná­
lisis dialéctico, béndose devuelta de nuevo a una estructura jerárquica.
Ahora bien, «el primer antagonismo de clase que apareció en la historia coincide
con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia, y la

60
primera opresión de clase con la del sexo femenino por parte del sexo masculino»^. O
incluso: «Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y
que descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en
la división de la sociedad en diversas familias aisladas y opuestas, se da, al mismo tiem­
po, la distribución y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, cuyo primer
germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son
los esclavos del hombre. La esclavitud, todavía muy rudimentaria, ciertamente, laten­
te en la familia, es la primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya corresponde
aquí perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la cual es el
derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros De ese primer antagonismo, esa
primera opresión, esa primera forma, esa primera propiedad, ese germen... puede
siempre decirse que no significan nunca más que un «primer tiempo» de la historia, o
incluso una elaboración de los «orígenes», por qué no mítico. De no ser porque esa
primera opresión es, todavía hoy, efectiva, y porque el problema consiste en saber
cómo se articula con la otra, si es que es preciso dicotomizarlas, contraponerlas y su­
bordinarlas entre sí hasta tal punto, con arreglo a los procesos que extrañamente con­
tinúan manteniendo vínculos sistemáticos con una lógica idealista.

Porque el orden patriarcal funciona de hecho como organización y m onopoliza­


ción de la propiedad privada en b en efiáo del cabeza de fam ilia. Su nombre propio, el
nombre del padre, determina la apropiación, incluso en lo que atañe a la mujer y los
hijos. Y lo que se exigirá de ésta, de estos -la monogamia para una, la precedencia
de la filiación masculina, y en particular del primogénito del apellido, para los
otros-, lo será efectivamente para asegurar «la concentración de grandes riquezas
en las mismas manos, las de un hombre» y para «transmitir esas riquezas mediante
la herencia a los hijos de ese hombre y de ningún otro»; lo que, por supuesto, «no
supone traba alguna para la poligamia abierta u oculta del hombre»****. ¿Cómo se
puede disociar entonces el análisis de la explotación de la mujer del análisis de los
modos de apropiación?
Esta pregunta se plantea hoy con una necesidad diferente. En efecto, las relacio­
nes hombre-mujer comienzan a verse menos ocultas por las funciones padre-madre.

^ Friedrich Engds, L’origine de la famille, de la propriété privce et de l'État, París, Édítions Socia­
les, pp. 64-65 [ed. case.: El origen de la familia, la propiedad privada y el Euado, Madrid, Fundamen­
tos, 1997].
* Karl Marx, F. Engels, L'idéologie allemandc, Édítions Sociales, París, p 61 [ed, cast,: La ideolo­
gía alemana. Madrid, Losada, 2005],
•* F. Engds, L'origine de la fanulle, de la propriétépnvée et de l'État, cit,, p. 73.

61
o , más exactamente» hombre-padre/madre: en efecto, el hombre nunca se ha visto
reducido a una mera función reproductiva a causa de su participación efectiva en
los intercambios públicos. Por su parte, la mujer, a causa de su reclusión en la
«casa», el lugar de la propiedad privada, no era más que la madre. Y, no sólo su en­
trada en los circuitos de producción, sino también -¿en mayor medida aún?- la ge­
neralización de la contracepción y del aborto la devuelven a ese papel imposible: ser
mujer, Y aunque por regla general todavía no se hable de la contracepción y del
aborto sino como posibilidad de controlar e incluso «dominar» los nacimientos, de
ser madre «a voluntad», ello no impide que acarreen una posibilidad de m odifica­
ción del estatuto social de la mujer y por ende de las modalidades de relación social
entre el hombre y la mujer.

Ahora bien, ¿a qué realidad correspondería la mujer, con independencia de su


función reproductiva? Parece que se le reconocen dos roles posibles, a veces o a
menudo contradictorios. La mujer sería la igual del hombre. Gozaría, en un porve­
nir más o menos próximo, de los mismos derechos económicos, sociales y políticos
que los hombres. Sería un hombre en devenir. Pero la mujer debería también con­
servar y mantener, en el mercado de los intercambios -especial o ejemplarmente se­
xuales- lo que se conoce como la fem inidad. La mujer recibiría su valor de su papel
materno y, además, de su «feminidad». Pero en realidad esa «feminidad» es un rol,
una imagen, un valor impuestos a Jas mujeres por los sistemas de representación de
Jos hombres. La mujer se pierde en Ja mascarada de la feminidad, y se pierde a fuer­
za de representarla. Lo que no impide que ello le exija un trabajo cuyo precio ella no
cobra. Salvo que su placer se limíte a ser elegida como objeto de consumo o de co­
dicia por parte de «sujetos» masculinos. Y además, ¿se puede hacer otra cosa sin
quedarse «fuera del mercado»?

En nuestro orden social, las mujeres son «producidas», utilizadas e intercam­


biadas por los hombres. Su estatuto es el de las «mercancías». ¿Cómo puede rei­
vindicar ese objeto de uso y de transacción un derecho a la palabra y, más en gene­
ral, una participación en los intercambios? Se sabe que las mercancías no van solas
al mercado, y que si pudieran hablar... Así, pues, las mujeres deben seguir siendo
una «infraestructura», ignorada en cuanto tal por nuestra sociedad y nuestra cul­
tura. El uso, el consumo y la circulación de sus cuerpos sexuados aseguran la orga­
nización y la reproducción del orden social, sin que ellas participen jamás en el
mismo como «sujetos».

Así, pues, la mujer se encuentra en un situación de explotación específica respec­


to al funcionamiento de los intercambios: sexuales, pero más en general económi-

62
eos, sociales y culturales. Ella no «entra» en los mismos más que como objeto de
transacción, salvo que acepte renunciar a la especificidad de su sexo. Cuya «identi­
dad» le es impuesta además conforme a modelos que le resultan ajenos. La inferio­
ridad social de las mujeres se refuerza y se complica a causa de que la mujer no tie­
ne acceso al lenguaje, salvo recurriendo a sistemas de representación «masculinos»
que la desapropian de su relación consigo misma y con las demás mujeres. De esta
suerte, lo «femenino» nunca sería determinado sino por y para lo masculino, mien­
tras que lo contrario no sería «verdad».

Pero tal vez sea esta situación de opresión específica lo que pueda permitir hoy a
las mujeres la elaboración de una «crítica de la economía política», en la medida en
que ellas están en una posición de exterioridad respecto a las leyes de los intercam­
bios, por más que queden incluidas como «mercancías». Crítica de la economía po­
lítica que esta vez no podría prescindir de la crítica del discurso en el cual la misma
se realiza, y especialmente de sus presupuestos metafísicos. Y que sin duda inter­
pretaría de manera diferente el im pacto de la economía del discurso en e l an álisis de
las relaciones de producción.

Puesto que, sin la explotación del cuerpo-materia de las mujeres, ¿qué sería del
funcionamiento simbólico que regula la sociedad.? ¿Qué modificaciones sufrirían
éste, ésta, si las mujeres, de objetos de consumo o de intercambio, necesariamente
afásicos, se tornaran además en «sujetos hablantes»? Bien es cierto, no con arreglo
al modo masculino, o más exactamente falocrático.
Esto no dejaría de interpelar al discurso que hoy dicta la ley, que legisla sobre
todo, incluida la diferencia de sexos, hasta el punto de que la existencia de otro
sexo, de un (a) otro/a: mujer, se le antoja aún inimaginable.

63
V Cosífa n tu tti

«Amo a aquel que supongo que lo sabe.»

«Ellas DO saben lo que dicen, esa es toda la diferencia entre ellas y yo»‘.

El psicoanálisis sostiene sobre la sexualidad femenina el discurso de la verdad.


Un discurso que dice lo verdadero de la lógica de la verdad, a saber: que lo fem eni­
no sólo tiene lugar en el interior de modelos y de leyes prom ulgadas por sujetos mascu­
linos. Lo que implica que en realidad no existen dos sexos, sino uno solo. Una sola
práctica y representación de lo sexual. Con su historia, sus necesidades, sus rever­
sos, sus carencias, su/sus negativos... cuyo soporte es el sexo femenino.
Ese modelo, fálico, participa de los valores promovidos por la sociedad y la cul­
tura patriarcales, valores inscritos en el corpus filosófico: propiedad, producción,
orden, forma, unidad, visibilidad... erección.

Repitiendo, en parte sin saberlo, la tradición occidental y la escena en la que ésta


se representa, el psicoanálisis la muestra en su verdad, esta vez sexual.

De esta suerte, a propósito del «devenir una mujer normal» nos enteramos, gra­
cias a Freud, de que no hay y no puede haber más que un móvil: la «envidia del
pene», esto es, el anhelo de apropiarse del sexo que monopoliza culturalmente el va­
lor. Como las mujeres no lo tienen, no pueden más que envidiar el de los hombres y,

' Todas las citas están extraídas de jacques Lacan, Encoré, LeSéminaire XX, París, Seuil.

65
ya que no pueden poseerlo, intentar encontrar equivalentes del mismo. Además, la
mujer no se realizaría más que en la maternidad, dando a luz al hijo, «sustituto del
pene» y, para que la felicidad sea completa, portador a su vez del pene. L a realización
perfecta del devenir mujer consistiría, según Freud, en reproducir el sexo masculino
en menoscabo del suyo. En realidad, la mujer no saldría nunca verdaderamente del
complejo de Edipo. Permanecería fijada al deseo del padre, sometida al padre y a su
ley, por miedo de perder su amor: lo único susceptible de darle algún valor^.

Pero la verdad última sobre la sexualidad de la mujer se enuncia de nuevo con


mucho mayor rigor cuando el psicoanálisis adopta como objeto de sus investigacio­
nes e l discurso m ism o. Aquí ya no aparece la anatomía que, por poco que fuera, ven­
dría a servir de prueba-coartada de una diferencia efectiva de los sexos. Estos no se
definen más que por su determinación por y en el lenguaje. Y acerca de éste no hay
que olvidar que sus leyes son prescritas, desde hace siglos, por sujetos masculinos.
El resultado es el siguiente: «N o hay más mujer que la excluida por la naturaleza
de las cosas, que es la naturaleza de las palabras, y es preciso decir que si de algo se
quejan bastante en este momento es de eso -sencillamente no saben lo que dicen,
esa es toda la diferencia entre ellas y yo-».
Eso es lo que se enuncia con claridad. Las mujeres están en posición de exclu­
sión. Algo de lo que pueden quejarse... Pero es su discurso, en tamo que dicta la ley
-«esa es toda la diferencia entre ellas y yo»—el que puede saber lo que atañe a esa
exclusión. Y el que, además, la perpetúa. Sin excesivas esperanzas, para ellas, de sa­
lir. Esa exclusión es interna respecto a un orden del que nada escaparía: el de su dis­
curso. A la objeción de que tal vez él no lo es todo, se responderá que son ellas las
que son «no-todas».

Ninguna realidad saldrá indemne de esa maquinaria proyectiva circundante.


Viva. Todo «cuerpo» se verá transformado. Es la única manera que tiene el «sujeto»
de gozar de él, después de haberlo troceado, vestido, travestido y mortificado en sus
fantasmas. Lo temible es que de estos hace ley, llegando a confundirlos con la cien­
cia: a la que no se le resiste ninguna realidad. El todo está ya circunscrito y determi­
nado en y por su discurso.
«N o hay ninguna realidad prediscursiva. Cada realidad se funda y se define por
un discurso. En este sentido es importante que observemos de qué está hecho el dis­
curso analítico, y que no ignoremos lo siguiente, que sin duda no ocupa en el mismo

^ Para la exposición de la postura de Freud sobre la sexualidad femenina, véase, «Consideraciones


retrospectivas sobre la teoría psicoanalítica», capítulo HI de este mismo volumen. Para una crítica de­
tallada, consúltese mi obra Espéculo de la otra mujer, cit.

66
más que un lugar restringido, a saber, que en el mismo se habla de aquello que el
verbo follar (fou tre] enuncia perfectamente. Se habla de follar -verbo, en inglés to
fu c k - y se dice que aquello no funciona.»
Aquello no funciona... Constatémoslo a partir de imperativos lógicos. Lo que
suscita dudas en la realidad encuentra su razón en una lógica que ya ha ordenado la
realidad en cuanto tal. Nada escapa de la circularidad de esa ley.

A sí las cosas, ¿cóm o definir a las mujeres, esa «realidad» algo resistente ai dis­
curso?
«E l ser sexuado de las mujeres no-todas no pasa por el cuerpo, sino por lo que
resulta de una exigencia lógica en la palabra. En efecto, la lógica, la coherencia ins­
crita en el hecho de que existe el lenguaje y que está fuera de los cuerpos agitados
por él, en una palabra, el O tro que se encarna, por así decirlo, como ser sexuado,
exige ese una a una».
Así, pues, la sexualización mujer sería el efecto de una exigencia lógica, de la
existencia de un lenguaje, trascendente a los cuerpos, que necesitaría asir a las mu­
jeres una a una para «por así decirlo», -pese a todo- encamarse. Entiéndase que la
mujer no existe, pero que el lenguaje existe. Que la mujer no existe porque el len­
guaje -un lenguaje- es dueño y señor, y porque ella traería aparejado el peligro
-¿u na especie de realidad «prediscursiva»?- de perturbar su orden.

Además, sólo en la medida en que no existe ella alberga el deseo de esos «seres
hablantes» que son los llamados hombres. «Un hombre busca una mujer -esto les
parecerá curioso- por aquello que se sitúa en el ámbito del discurso, puesto que, si
lo que planteo es cierto, esto es, que la mujer es no-toda, siempre hay algo que en
ella se evade del discurso».
Así, pues, el hombre la busca por haberla inscrito en el discurso, pero como ca­
rencia, como fallo.

¿Sería acaso el psicoanálisis, en su máximo rigor lógico, una teología negativa?


¿O más bien su negativo? D e esta suerte, lo que se postula como causa del deseo es
la carencia en cuanto tal.
Del movimiento de la teología negativa olvida además el trabajo sobre las pro­
yecciones: la descatexis de Dios de todos los precidados mundanos y de toda predi­
cación. El obstáculo fálico se resiste a dejarse desposeer, y el O tro seguirá siendo el
lugar de inscripción de sus formaciones.

Sin e m b a rg o , d e sh a c e rse del c u e rp o n o sie m p re e s un trám ite se n c illo p a r a un


p sico an a lista. ¿ C ó m o so m e te rlo a la m a q u in aria ló g ic a ?

67
Afortujjadamente, están los mujeres. En efecto, si ei ser sexuado de esas mujeres
«no-todas» no pasa por el cuerpo -al menos por su cuerpo-, ellas tendrán sin em­
bargo que soportar la función del objeto «a», ese resto de cuerpo. El ser sexuado fe­
menino en y por el discurso sería además un lugar de depósito de los restos produ­
cidos por el funcionamiento del lenguaje. Para que así sea, la mujer debe seguir
siendo cuerpo sin órgano(s).
Razón por la cual, todo cuanto atañe a las zonas erógenas de la mujer no ofrece
el menor interés para el psicoanalista: <cEntonces se le da el nombre que se puede a
ese goce vagitid, se habla del polo posterior de la boca del útero y otras tonterías,
hay que decirlo».
La geografía del placer femenino no merece ser escuchada. Ellas no merecen
ser escuchadas, sobre todo cuando intentan hablar de su placer: «ellas no saben lo
que dicen», «de ese goce, la mujer no sabe nada», «lo que deja una opción a lo que
planteo... es que desde que se les suplica, se les suplica de rodillas -en la última
ocasión hablaba de las mujeres analistas- que intenten decírnoslo, pues bien, ¡ni
una palabra! Nunca se les ha podido sacar nada», «sob re la sexu alid ad fem enina,
nuestras colegas las señoras an alistas no nos lo dicen . .. ¡to d o ! Es algo de lo más sor­
prendente. EUas no han hecho avanzar un solo paso la cuestión de la sexualidad fe­
menina. Ello debe responder a una razón interna, vinculada a la estructura del apa­
rato de goce».
Ni siquiera se plantea la cuestión de si, en su lógica, ellas pueden articular algo,
o ser entendidas. Ello equivaldría a aceptar que pueda haber otra y que perturbe a
la suya, es decir, que cuestione el dominio.

Y para que no baya nada de eso, se concede a una estatua el derecho de gozar...
«N o tienen más que contemplar en Roma la estatua de Bernini para comprender de
inmediato que santa Teresa goza, no cabe duda».
c'En Roma.5 ¿Tan lejos.^ ¿Contemplar? ¿Una estatua? ¿D e una santa? ¿Esculpida
por un hombre? ¿De qué goce se trata? ¿De quién es ese goce? Porque, en lo que
atañe a la Teresa en cuestión, tal vez sus escritos sean m ás elocuentes.
Sin embargo, ¿cómo «leerlos» cuando se es «hombre»? La producción de todo
tipo de efusiones [Jaculations], con frecuencia emitidas precozmente, le lleva a pasar
por alto, en el deseo de identificación con la señora, aquello que correspondería al
propio goce de ésta.
¿Y ... del suyo?

Pero lo que le permite charlar es que, de ese modo, la relación sexual es inarti­
culable: «entre los sexos en el ser hablante la relación no se da; sin embargo, sólo a
partir de ahí puede enunciarse aquello que suple esa relación».

68
Así, pues, si la relación se diera, ¿todo cuanto se ha enunciado hasta el momento
valdría como efecto-síntoma de su evitación? Aunque se sepa, no es lo mismo que
oírselo decir. De ahí el necesario mutismo acerca del goce de esas mujeres-estatuas.
Jas únicas aceptables en la lógica de su deseo,
«¿Q ué decir? -salvo que un campo que sin embargo no es una nada se ve de tal
suerte ignorado. Ese campo es el de rodos los seres que asumen el estatuto de la mu­
jer -suponiendo que ese ser vaya a asumir algo de su suene-».
¿Cóm o podría hacerlo -ese «ser»-, cuando ha sido asignado en un discurso que
excluye, y lo hace en «esencia», que pueda decirse en el mismo?

Así, pues, se trataría de decidir sobre su relación con el «cuerpo» y sobre la ma­
nera en la que los sujetos pueden gozar del mismo. Problema económico delicado,
porque eJ no sentido se esconde allí agazapado. «Dicho de otra manera, de lo que se
trata es de que el amor es imposible, y de que Ja relación sexual se precipita en el no
sentido, lo que en nada disminuye el interés que debemos tener por el Otro».
Así, pues, conviene irse prudentemente: a la cama. «N os limitamos sencillamen­
te a un pequeño apretón, así, a agarrar un antebrazo o cualquier otra cosa -jay !-».
¿Aun por tan poca cosa? ¿Dolor? ¿Sorpresa? ¿Aflicción? ¿Sin duda esa pane no
estaba aún «corporeizada de manera significante»? ¿No lo bastante transmutada en
«sustancia placentera»?
«¿N o es esto acaso lo que supone en rigor la experiencia psicoanalítica? -la sus­
tancia del cuerpo, con la condición de que se defina tan sólo por aquello que se goza.
Propiedad del cuerpo vivo, sin duda, pero no sabemos qué es estar vivo, sino tan sólo
esto, que un cuerpo se goza. No se goza más que corporeizándolo de manera signifi­
cante. Lo que impL'ca algo distinto del partes extra partes de la sustancia extensa. Tal
y como Jo subraya admirablemente esa especie de kantiano que era Sade, no se pue­
de gozar más que de una parte del cuerpo del la Otro, por la sencilla razón de que
nunca se ha visto un cuerpo enrollarse completamente, hasta incluirlo y fagocitarlo,
alrededor del cuerpo del Otro». Así, pues, lo que está en juego es «el gozar de un
cuerpo, de un cuerpo que, el Otro, simboliza y conlleva tal vez algo de una naturaleza
tal que llega a elaborar otra forma de sustancia. Ja sustancia placentera».
«¡A y !», del otro lado. ¿Por dónde va a hacer falta pasar para asegurar esa trans­
formación? ¿Cómo, cuántas veces va a hacer falta ser cortada en «partes», «golpea­
da», «bataneada», para tornarse lo bastante significante? ¿Lo bastante sustancial?
Todo ello sin enterarse de nada. Apenas un sentir...
Pero «gozar presenta la propiedad fundamental que consiste en que al fin y al
cabo el cuerpo de uno goza de una parte del cuerpo del Otro. Pero esa parte tam­
bién goza -aquello place más o menos al Otro, pero el hecho es que no puede per­
manecer indiferente-».

69
Es un hecho. Aquello place más o menos. Pero -para él- el problema no parece es­
tar ahí. Éste consiste más bien en el medio de obtener un plus-de-goce de un cuerpo.

¿Plus-de-goce? ¿Plus-valor? Esa prima de placer en el conocimiento no debería


-de ser posible.. llevar al olvido del tiempo de comprender. Si os saltáis ese tiempo,
vuestra ignorancia da un plus de goce a la/su lógica. Y por ende un menos-de-goce,
quizá de su saber. Saber del que goza -a pesar de todo...- más que vosotros. Deján­
doos seducir demasiado pronto, quedando deniasiado precozmente satisfechos (?),
sois cómplices mal que os pese del plus-valor del que se beneficia su palabra.
El plus-de-goce atañe, en ese momento, al cuerpo (del Otro). Esto es, para el su­
jeto, un plus-de-goce de lo que lo causa en tanto que ser hablante.

Así, pues, no es del cuerpo de «la entrañable mujer» de lo que se trata, sino de lo
que del funcionamiento del lenguaje, que no se sabe, ella ha de soportar. Comprén­
dase, en su caso, la ignorancia respecto a lo que le ocurre...
Algo que, por lo demás, él se encarga de explicar: «Por tal motivo digo que la im­
putación del inconsciente es un hecho de caridad increíble. Saben, los sujetos saben.
Pero en fin, de todos modos no lo saben todo. En el ámbito de ese no-todo, el Otro es
ya el único que no sabe. El Otro hace el no-todo, en la precisa medida en que es la
parte del que no-sabe-en-absoluto en ese no-todo. Entonces, momentáneamente,
puede resultar cómodo hacerle responsable de aquello a lo que conduce el análisis de
la manera más confesa, salvo que nadie se da cuenta, -si la libido no es más que mas­
culina, sólo desde allí donde la entrañable mujer es toda, es decir, allí donde la ve un
hombre, únicamente allí la entrañable mujer puede tener un inconsciente-».
Queda dicho: la mujer no tiene más inconsciente que el que el hombre le da. El
dominio [m aitrise] se confiesa con bastante claridad, salvo que nadie se da cuenta.
Así, pues, gozar de una mujer, psicoanalizar a una mujer equivale, para un hombre,
a reapropiarse del inconsciente que él le ha prestado. No obstante, ella continúa pa­
gando pagando, y de nuevo... en cuerpo.
Deuda intolerable de la que él se libra fantaseando que, de su propio cuerpo, ella
quiere llevarse el pedazo que a él le es más preciado. A su vez, se salta un tiempo ló­
gico. Si ella quiere algo, lo hace en función del inconsciente que él le ha «imputa­
do». Ella no quiere nada más que lo que él le atribuye como querer. Si él olvida ese
momento de constitución del predicado -de sus predicados-, corre el riesgo de per­
der el goce. ¿Pero no es así como se asegura de dar un nuevo impulso a su deseo?

«¿Y de qué le sirve?». ¿A quién? «Le sirve, como todo el mundo sabe, para ha­
cer que hable el ser hablante, aquí reducido al hombre, es decir -no sé si lo han ob­
servado con detenimiento en la teoría anah'tica- a no existir más que como madre».

70
Matriz, inconsciente, del lenguaje del hombre, ella no tendría, por su parte, más
relación con «su» inconsciente que la marcada por una irreducible desapropiación.
En la ausencia, el éxtasis,... el silencio. La ek-sistencia de este lado y del de más allá
de todo sujeto.

¿Cómo regresa ella de tales encantos a la sociedad de los hombres.? «Para ese
goce de que ella es no-toda, es decir, que la toma ausente en alguna parte en tanto
que sujeto, ella encontrará el tapón de ese “a” que será su hijo.»
Pues sí... De nuevo... ¿Sin hijo, no hay padre? ¿Ni solución, conforme a la ley,
para el deseo de la mujer? No hay (en)cierre/o posible de esa cuestión en una fun­
ción materna reproductora de cuerpos-tapones que rellenen, sólidamente, la bre­
cha de la ausencia de relaciones sexuales. Y el abismo con el que ella amenaza a
toda construcción social: simbólica o imaginaria. Así, pues, ¿de qué y a quién sir­
ven esos «a » tapones?
En todo caso, con tal de que ella no sea «sujeto», es decir, que pueda desordenar
con su palabra, con su deseo, con su goce, el funcionamiento del lenguaje que dicta
la ley. La economía del poder establecido.

Se le concederá incluso una relación privilegiada con «Dios» con tal que la cie­
rre. Entiéndase: la circulación fálica. Que permaneciendo ausente en tanto que «su­
jeto», ella les deje e incluso les garantice su dominio. Sin embargo, es una operación
que resulta algo arriesgada... ¿Y si ella llegara a descubrir asila causa de su causa?
¿En el goce de «esa ella que no existe y que no significa nada»? Esa «ella» que ellas
bien podrían entender, algún día, como la proyección sobre ese «ser» in-fans -que
representan para él- de su relación con el nihilismo.
Porque los sujetos no lo saben todo. Y, en el campo de la causa, bien podrían de­
jarse desbordar por haber hecho soportar demasiado al Otro. El problema es que
ellos tienen, todavía, la ley en sus manos, y que no vacilan, en caso necesario, en uti­
lizar los malos modos...

Así, pues, para las m ujeres no habría ley posible de su goce. Al igual que no ha­
bría discurso. Causa, efecto, finalidad,... la ley y el discurso hacen sistema. Y si las
mujeres -a su juicio- no pueden decir ni saber nada de su goce, es debido a que éste
no puede ordenarse en modo alguno en y por un lenguaje que fuera, en concepto de
algo, el lenguaje de ellas. ¿O ... el suyo?

71
El goce de las mujeres sería -para ellas, pero siempre a decir de él- irreducible­
mente anárquico y ateleoiógico. Donde el imperativo que les sería impuesto -pero
únicamente desde el exterior, y no sin violencia- es: «goza sin ley». Es decir, según
la ciencia psicoanalítica, sin deseo. Fortuito, accidental, inopinado -«suplem enta­
rio» a lo esencial- sobrevendría ese extraño estado de «cuerpo» que ellos denomi­
narían el goce de ellas. Del que éstas no sabrían nada, ni -p o r lo tanto- gozarían
verdaderamente. Pero que les excedería, a ellos, en su economía fúlica. ¿Una espe­
cie de «sentÍD> [épreuver], de «prueba» [épreiw e] que los «sacudiría» [secoueratt] o
los «socorrería» [secourrait] cuando les llega?
A pesar de todo, no responde completamente al azar: no podrían prescindir de
ello como prueba de la existencia de una relación entre el cuerpo y el alma.
¿Como síntoma de la existencia de un «com puesto sustancial», de una «unión
sustancial entre el alma y el cuerpo» cuya «sustancia placentera» vendría a asegu­
rar su función?
Toda vez que ningún inteligible puede realizarla por sí solo, esa prueba [(é)preu-
ve] seguiría corriendo a cargo de lo sensible. Y, de tal suerte: del goce de la mujer.
La amujer [L afem n e]. De un cuerpo-materia marcado por sus significantes y so­
porte de sus almas-fantasmas. Lugar de inscripción de su codificación como sujetos
hablantes y de proyección de los «objetos» de su deseo. La escisión y la grieta entre
ambos, transferidos/as sobre su cuerpo, tazón por la cual ella gozaría - a pesar de
todo-, pero ello no impediría que ella sea, o se crea, «frígida». Goce sin goce: sacu­
dida de un resto de cuerpo-materia «silencioso» que la zarandearía por intervalos,
intersticios, pero del que ella no sabría nada. Ni podría, así y todo, «decir» nada de
ese gozar ni, por ende, gozar del mismo. He aquí porqué ella soporta, para ellos, la
doble función de lo imposible y de lo prohibido.

Así, pues, si hay -aún- goce femenino, se debe a que los hombres lo necesitan
para mantenerse en su existencia. Les resulta ú til para soportar lo intolerable de su
mundo en tanto que sujetos hablantes, por tener un alma ajena a este mundo: fan-
tasmática. Y sin embargo -cualidades divertidas en lo que atañe al fantasma- «pa­
ciente y valiente». No se tarda en comprobar quién está al cuidado de ese fantasma.
Las mujeres no tienen alma: ellas son el aval de la de los hombres.
Pero no es suficiente, desde luego, que ese alma siga siendo exterior a su univer­
so. Es preciso además que se rearticule con el «cuerpo» del sujeto hablante. Es ne­
cesario que la unión del alma -fantasmática- y del cuerpo -transcrito de lenguaje-
se realice gracias a sus «instrumentos»: en el goce femenino.
La coartada de esa operación, algo espiritualmente amorosa, será que la misma
no se alcanza por/para el hombre más que en la perversión. Lo que hace de ella, al
menos en apariencia, algo más diabólico que la contemplación del Ser supremo.

72
Pero esto no permite saber en qué zanja radicaJmcnie la cuestión. En el mejor de los
casos, ¿no finge su diferir? El decoro perverso se interpone.

Pero ellos afirman que ellas no pueden decir nada de su goce. Confiesan así el lí­
mite de su propio saber. Porque «cuando se es hombre, se ve en la compañera lo
que uno soporta de sí mismo, lo que uno soporta narcisistamente».
De ser así, ¿ese goce inefable, extático, no hace las veces para ellos de un Ser su­
premo, que necesitan narcisistamente, pero que se sustrae, finalmente, a su saber?
¿No ocupa éste -para ellos- la función de Dios? A expensas de ellas, de ser lo bas­
tante discretas para no perturbarles en la lógica de su deseo. Porque es preciso que
Dios sea para que los sujetos hablen e incluso hablen de él. Pero «Él» no tiene, en lo
que a «É l» respecta, nada que decir a ese/esos sujeto(s). Corresponde a los hombres
dictar sus leyes. Y someterle, especialmente, a su ética.

Así, pues, el goce sexual se precipita en el cuerpo del Otro. Se «produce» por­
que el Otro se sustrae, en parte, al discurso.
El falismo suple esa crisis discursiva: se apoya en el Otro, se alimenta del Otro, se
desea del Otro, aunque nunca se remitirá al mismo en cuanto tal. Una barra, un cor­
te, un recorte fantasmático, una economía significante, un orden, una ley, regulan el
goce del cuerpo del Otro. Sometido/a a la enumeración: uno/a a uno/a.
Elias serán prendidas, probadas una a una, para evitar el no sentido. Al no-toda
de la mujer en lo decible del discurso responde la necesidad de tenerlas a todas, al
menos en potencia, para hacer que soporten la falla de lo que no puede decirse, aun
disponiendo, a pesar de todo, de esa sustancia (hija menor) llamada goce. La caren­
cia en el discurso del cuerpo del Otro se transforma en intervalos entre todas ellas.
El ek-tasis del Otro en relación con el lenguaje pronunciable -que, por supuesto,
debe subsisir como causa del gozar-aún- se modera, se mide, se domina en la enu­
meración de las mujeres.

Pero esa falla, esa oquedad, ese agujero, ese abismo -en el funcionamiento del
discurso- van a verse además recubiertos de otra sustancia: la extensión. Sometida
a la prospección de la ciencia moderna. «Tampoco resulta tan fácil librarse de la
famosa sustancia extensa, complemento del Otro (pensante), puesto que es el espa­
cio moderno, sustancia de puro espacio, en el sentido en que se habla de puro espí­
ritu, no puede decirse que resulte prometedor.»
Desde entonces, el lugar del Otro, el cuerpo del Otro van a ortografiarse en la
topo-logia. L o más cerca posible de la coalescencia del discurso y del fantasma va a
malograrse, en la verdad de una orto-grafía del espacio, la posibüidad de la rela­
ción sexual.

73
Porque volver a hacer hincapié en el espacio era, ¿tal vez?, dar otra oportunidad
al goce de la otra (mujer), Pero querer, de nuevo, hacer la ciencia del mismo equi­
vale a reducirla a la lógica del sujeto. A volver a dar a-de-más a lo mismo. A reducir
al otro al Otro de lo Mismo. Lo que podría interpretarse también como sumisión de
lo real a lo imaginario del sujeto hablante.

¿Pero acaso el goce más seguro no consiste en hablar de amor? ¿Es más, para de­
cir su verdad?
«En efecto, en el discurso psicoanalítico no se hace más que hablar de amor. ¿Y
cómo no sentir que, teniendo en cuenta todo lo que puede articularse desde el des­
cubrimiento del discurso científico, es, lisa y llanamente, una pérdida de tiempo?
Lo que el discurso analítico apona -y tal vez sea esa, después de todo, la razón de su
surgimiento en un determinado punto del discurso científico-, es que hablar de
amor es en sí un goce».
¿El mismo al que se aferrarían los psicoanalistas? Ellos, que saben -al menos los
que están en condiciones de saber algo- que no hay relación sexual, que lo que la
suple desde hace siglos -remítanse a toda la historia de la filosofía- es el amor. Toda
vez que éste es un efecto de lenguaje, los que saben pueden atenerse directamente a
su causa. Así, pues, causa, siempre.,.
Y esa diversión homosexual no está dispuesta a agotarse. Puesto que «no hay»,
que «es imposible plantear la relación sexual. Ahí reside el adelanto del discurso
psicoanalítico, que de tal suerte determina lo que compete al estatuto de todos los
demás discursos».

No cabe sino suscribir tales afirmaciones: no hay relación sexual en cuanto tal,
ésta no es plan teable. Lo que significa que el discurso de la verdad, discurso de la
«d e mostración» no puede recoger en la economía de su lógica la relación se­
xual, Decir, sin embargo, que no hay relación sexual posible, ¿no equivale acaso
a pretender que de ese logas no se sale y a asimilarlo en exclusiva al discurso del
conocer?
De ser así, ¿no equivale acaso a considerar ahistórico el privilegio histórico de lo
(dc)m ostrable, de lo tem atixable, de lo form alizable? ¿El psicoanálisis seguiría siendo
prisionero del discurso de la verdad? Hablando de amor como se ha hecho siempre.
¿Con algo más de ciencia? ¿De instrumento para un gozar? ¿Reencadenado así en
exclusiva al acto de habla? La manera más segura de perpetuar la economía fálica.
La cual, por supuesto, está conchabada con la de la verdad.

Para las mujeres, esto constituiría un problema. Ellas que saben tan poco. Sobre
todo en lo que atañe a su sexo. Que no -les—diría nada. Ellas sólo llegarían a ar-

74
ticular algo medíante el goce del «cuerpo» (¿del Otro?). Pero no entenderían nada,
porque de lo que ellos gozan es del goce del órgano: el obstáculo fálico.
Para las mujeres, el goce del «cuerpo»; para los hombres, el del «órgano». La re­
lación entre ios sexos tendría lugar en el interior de lo Mismo. Pero una barra -¿o
dos?- le cortaría en dos, o tres; que ya no se ensamblarían más que en el funciona­
miento del discurso. Verdad de la conciencia, verdad del «sujeto» del inconsciente,
verdad del silencio del cuerpo del Otro.
El acto sexual entre lo que puede o no puede decirse del inconsciente -distin­
ción de los sexos en función de su habitar en o por el lenguaje- se realizaría en el
mejor de los casos en la sesión de análisis. Y fracasaría en cualquier otra situación.
A causa de la distribución de los sexos en la relación; con la barra.
Barra que, por supuesto, mantiene la ficción de que hay lo otro. De que es irre­
ducible a lo mismo. Puesto que el sujeto no puede gozar de aquel en cuanto tal. Que
lo otro siempre se echa en falta. ¿Puede haber mejor garantía de que hay lo otro? El
Otro de lo Mismo.

Porque, definiendo así los sexos, ¿no se nos devuelve a la división tradicional entre
inteligible y sensible? Que este último vaya evenruaímente provisto de una mayúscula
marca su subordinación al orden inteligible. Lo es, por lo demás, en tanto que lugar
de inscripción de las formas. Lo que no debe saberse nunca sin complícadones.
El Otro estaría sometido a la inscripción sin saber nada al respeao. ¿Como su­
cede ya en Platón? El «receptáculo» recibe las marcas de todo, comprende todo
-salvo a sí mismo-, sin que llegue nunca a establecerse, en realidad, su reladón con
lo inteligible. El receptáculo puede reproducirlo todo, «imitarlo» todo excepto a sí
mismo; matriz del mimetismo. Así, pues, en cierto modo el receptáculo lo sabría
todo -puesto que lo recibe todo- sin llegar a saber algo, y sobre todo sin saberse a
sí mismo. Y su función en cuanto al lenguaje, en cuanto al significante en general le
resultaría inaccesible debido a que tendría que ser su soporte (todavía sensible). Lo
que tornaría extraña su relación con Ja ek-sistenda. Ek-sistente en reladón con toda
forma (de) «sujeto», no existiría en sí mismo.
La relación con el Otro de/por/en/a través del... Otro es imposible: «No hay
Otro del Otro». Lo que puede entenderse como: no hay metalenguaje salvo que
el Otro tenga ya lugar en él, suspendiendo en su ek-sistencia la posibilidad de unía)
otro/a. Porque si hubiera lo otro -sin ese salto, necesariamente ek-stático, de la ma­
yúscula-, toda la economía autoerótica, autoposidonal, autorreflexiva... del sujeto
o del «sujeto» se vería perturbada, enloquecida. La imposible «autoafección» del
otro por sí mismo -¿de la otra por sí misma?- sería Ja condición de posibilidad de
formación de sus deseos por parte de todo sujeto. El Otro sirve de matriz para sus
significantes, y tal sería Ja causa de su deseo. Y del valor, también, de sus/los instru-

75
memos para reconquistar lo que de tal suerte le determina. Pero e! goce del órgano
en cuanto tal le quitaría fbalmente aquello a lo que tiende. El órgano mismo, for­
mal, activo, se cree el fin, echando así a perder su cópula con la «materia sensible».
El privilegio del poder técnico hace del falo el obstáculo para la relación sexual.

Además, la única relación deseada sería con la madre; con el «cuerpo» matriz-
nodriza de los significantes. La anatomía, al menos, ya no obstruye la distribución
de los roles sexuales...
De no ser porque: como no hay mujer posible para el deseo del hombre, como la
mujer no se define más que por aquello que él hace que ella soporte del discurso, y
sobre todo de su falla, «en el goce de que eUa es no-toda, es decir, que la torna en al­
guna parte ausente de sí misma, ausente en tanto que sujeto, ella encontrará el ta­
pón de ese “a" que será su hijo».
Vale la pena repasar esta cita varias veces: la anatomía se reintroduce bajo la mo­
dalidad de la producción necesaria del hijo. Postulado menos cienüfísta pero más es­
trictamente merafísico que en la teoría freudiana.
Y «si hay un discurso que les demuestre» que la mujer no existe «es el discurso analí­
tico, que introduce el supuesto según el cual la mujer no será considerada más que guoad
matrem. La mujer sólo entra en fundón en la reladón sexual en tanto que madre».
Que la madre no sea «considerada más que quoad matrem> está inscrito en toda la
tradidón filosófica. Es incluso una de sus condidones de posibilidad. Una de las ne­
cesidades, también, de su fundamento; la producción del lagos va a intentar recuperar
su poder en la tierra-madre-naturaleza (re)productora, reliaciendo la potencia del/de
los comienzo(s) en el monopolio del origen.

Así, pues, la teoría psicoanaiítica enuncia la verdad sobre el estatuto de la sexua­


lidad femenina y de la relación sexual. Pero ahí se queda. Negándose a interpretar
las determinaciones históricas de su discurso -«esa cosa que detesto por las mejores
razones, es decir, la Historia»- y especialmente lo que implica la sexuación hasta
ahora exclusivamente masculina de la apUcación de sus leyes, permanece presa del
falocentrismo, del que pretende hacer un valor universal y eterno.

Así, pues, quedaría el goce de hablar de amor. Goce que, de nuevo, ya era del
alma antigua. Cuya ciencia intentaría elaborar la teoría psicoanaiítica. ¿Para un
plus-de-goce? ¿Pero de qué? ¿De quién? ¿Y entre quién y quién?

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Cuestión impertinente; el goce nunca estaría en la relación- De no ser con lo mis­
mo. Goce narcisista que el amo, creyéndose único, confunde con el del Uno.

Así las cosas, ¿cómo puede haber amor o goce del otro? De no ser hablándose.
Circunscribiendo el abismo de la teología negativa, para ríiualizarsc en un estilo
-¿de amor cortés?—. Rozando al otro como límite, peto reapropiándoselo en las fi­
guras, los cincelados, los significantes, (de) las cartas de amor. Adueñándose, alar­
deando, precipitándose, efusionándose [se jaculant] del Otro, para hablarse: el ha­
blar de amor. Hablándose del Otro en el discurso para hablarse de amor.

Ahora bien, es preciso recordar que, a su juicio, «el amor cortés aparece en el
punto en el que la diversión homosexual había caído en la suprema decadencia, en
esa especie de mal sueño imposible que se conoce como feudalidad. Con tal grado
de degeneración política, debía tornarse perceptible que, en lo que hace a la mujer,
había algo que ya no podía seguir funcionando en absoluto».

El feudo, ahora, es el discurso. «El mal sueño imposible que se conoce como feu­
dalidad» no ha dejado de intentar imponer su orden. Se redoblaría más bien en su­
tileza en los objetos y modos de apropiación. En la maneras de (re)definir los domi­
nios. De embaucar a aquellos que ya tendrían territorios, señores y vasallos.
Desde este punto de vista, el discurso psicoanalítico, en tanto «que determina lo
que atañe realmente al estatuto de todos los demás discursos» tendría posibilidades
de hacerse con el dominio. Volviendo a pasar por debajo de las vallas, remodelando
los campos, reevaluando sus códigos respecto a otro orden, el del inconsciente, ex­
tendería su dominación sobre o bajo todos los demás.

Tanta potencia le lleva a olvidar a veces que aquella sólo le corresponde a costa
de renunciar a un determinado modelo de dominio y de esclavitud. Ahora bien, ese
discurso, como todos los demás, ¿más que todos los demás?, que él reproduce apli­
cando su lógica a la relación sexual, perpetúa la servidumbre de la mujer. Mujer que
ya no tendría lugar más que en el interior mismo del funcionamiento discursivo,
como un inconsciente sometido al inexorable silencio de un real inmutable.

De ser así, ya no hay necesidad de que ella esté allí para hacerle la corte. El ritual
del amor cortés puede jugarse exclusivamente en el lenguaje. Basta un estilo. Que
muestre consideración y atención a los fallos al hablar, a los no-coda en el discurso,
a la oquedad del Otro, a lo dicho a medias [m idit] e incluso a la verdad. No sin co­
queterías, seducciones, intrigas, enigmas, y hasta... efusiones l/acalaiiotis] -cuya
precocidad se ve más o menos retrasada por su paso al lenguaje- que acentúan los

77
tiempos de identificadón con el goce de la señora. «Manera totalmente refinada de
suplir la ausencia de relación sexual fingiendo que somos nosotros los que ponemos
obstáculos».
«El amor cortés es para el hombre, cuya señora es, totalmente y en el sentido
más serval, su súbdita, la única manera de zafarse con elegancia de la ausencia de re­
lación sexual».

Toda vez que esa relación es siempre imposible, según los psicoanalistas, es pre­
ciso que se elaboren procedimientos cada vez más «elegantes» para suplirla. El pro­
blema es que de esa impotencia misma pretenden hacer ley, y continuar sometiendo
a ésta a las mujeres.

78
La «mecánica»
VI de los fluidos

Se propaga ya - ¿ a qué velocidad? ¿en qué medios? ¿a pesar de qué resisten­


cias?...- que se difundirían con arreglo a modalidades poco compatibles con los
marcos de lo simbólico que dicta la ley. Lo que no dejaría de ocasionar algunas tur­
bulencias, e incluso algunos torbellinos que convendría limitar de nuevo mediante
principios-muros sólidos, so pena de que se extiendan hasta el infinito. Llegando in­
cluso a perturbar esa instancia tercera designada como lo real. Transgresión y con­
fusión de fronteras, que sería importante restituir al buen orden...

Así, pues, es preciso volver a «la ciencia» para plantearle algunas preguntas*.
Entre ellas la de su retraso, histórico, en cuanto a la elaboración de una «teoría» de los
fluidos, y de cuanto de ello se desprende como aporía en la formalización, también,
matemática. Empresa desahuciada cuya responsabilidad será eventualmente impu­
tada a lo real'.
Aliora bien, si se examinan las propiedades de los fluidos, se comprueba que ese
«real» bien podría esconder, en buena medida, una realidad física que se resiste aún
a una simbolización adecuada y/o que significa la impotencia de la lógica para recu­
perar en su escritura todos los caracteres de la naturaleza. De tal suerte que a me­

* Sería necesario remitir a algunas obras sobre la mecánica de los sólidos y de los Quidos.
' Cfr. el signific.ido de lo «real» en Jos Escritos y Serttinarios de jaeques Lacan, di.

79
nudo habrá sido preciso reducir algunos de estos, no considerándoles/la más que en
referencia a un estatuto ideal, para que no detenga(n) el funcionamiento de la ma­
quinaria teórica.

Aliora bien, ¿qué discriminación se perpetúa de este modo entre un lenguaje


siempre sometido a los postulados de la idealidad y una dimensión empírica despo­
seída de toda simbolización.^ ¿Y cómo ignorar que, respecto a esa cesura, a esa es­
quíela que asegura la pureza de lo lógico, el lenguaje no deja de ser necesariamente
meta-«algo»? No sólo en su articulación, pronunciación, aquí y ahora, por un suje­
to, sino porque ese «sujeto» repite ya, a causa de su estructura y sin saberlo, «jui­
cios» normativos sobre una naturaleza que se resiste a esa transcripción.

¿Y cómo impedir que el inconsciente mismo (del) «sujeto» no se vea prorroga­


do en cuanto tal, e incluso reducido en su interpretación, por una sistemática que
re-marca una «desatención», histórica, hacia los fluidos? Dicho de otra manera:
¿qué estructuración del/de lenguaje no alimenta una complicidad, que se remonta a
mucho tiempo atrás, entre la racionalidad y una mecánica que se ocupa exclusiva­
mente de los sólidos}

Sin duda, el hincapié se ha desplazado cada vez más de la definición de los tér­
minos al análisis de sus relaciones (la teoría de Frege^ es un ejemplo entre otros). Lo
que conduce incluso a admitir una semántica de los seres incompletos: los símbolos
funcionales.
Sin embargo, además de que la indeterminación así admitida en la proposición
es sometida a una implicación general de tipo form al -la variable no lo es más que
en los límites de la identidad de (las) forma(s) de la sintaxis-, se concede un papel
preponderante al símbolo de universalidad -al cuantificador universal-, cuyas mo­
dalidades de recurso a lo geométrico será preciso examinar.

Así, pues, el «todo» -de x, pero también del sistema- habrá ya prescrito el
«no-toda» de cada operación reiacional particular, y ese «todo» no lo es más que

^ Teoría a la cual convendría volver a preguntar: cómo pasa de cero a uno; cuál es la función de la
negación, de la negación de la contradicción, de la doble reducción, operada por el sucesor; de resul­
tas de lo cual se decreta que el objeto no existe; de dónde se extrae el principio de equivalencia que
exige que lo no idéntico a sí mismo sea definido como concepto contradictorio; por qué se elude la
cuestión de la relación de una clase cero con un conjunto vacío; y, por supuesto, en virtud de que eco­
nomía del significado se ve privilegiada la Einheit [unidad]; cís decir, que hace, otra vez, deudor al «su­
jeto» de una representación puramente objetiva.

80
por una definición de la extensión que no puede dejar de proyectarse sobre un es­
pacio-plano «dado», cuyo entre, los entre(s), serán evaluados gracias a referencias
de tipo puntual.

De esta suerte, el «lugan> habrá sido en cierto modo planificado y puntuado para
calcular cada «todo», pero también el «todo» del sistema. A no ser que se le deje ex­
tenderse hasta el infinito, lo que toma a priori imposible toda estimación de valor,
así como de las variables y de sus relaciones.
Ahora bien, <¡dónde habrá encontrado ese lugar -del discurso- su «mayor que
todo» para poder formalizarse así? ¿Sistematizarse? Y ese mayor que «todo», ¿no va
a volver de su denegación -¿de su repudio í/orclusion}?- bajo modalidades todavía
leo-lógicas? Cuya relación con la «no-toda» está pendiente de articulación; Dios o el
goce fem enino.

A la espera de esos divinos reencuentros, la amujer (no) habrá servido (más que)
de plano proyectivo para asegurar la totalidad del sistema -que le excede en su «ma­
yor que todo»-, de soporte geométrico para evaluar el «todo» de la extensión de
cada uno de sus «conceptos», incluidos los todavía indeterminados, de intervalos fi-

i
jos-paralizados entre sus definiciones en la «lengua», y de posibilidad de operado-
nes relaciónales particulares entre ellos.
Algo que es realizable en virtud de su carácter «fluido», que la ha despojado de
toda posibilidad de identidad consigo misma en una lógica semejante. De esta suer­
te, la amujer, ¿paradójicamente?, serviría de enlace copulativo en la proposición.
Pero esa cópula sería ya apropiada para un proyecto de formalización exhaustiva,
sometida de antemano a la constitución del discurso del «sujeto» en conjunto(s). Y
que haya posibilidad de varios sistemas que modulen el orden de las verdades (del
sujeto) no se opone al postulado de una equivalencia sintáctica entre esos diferentes
sistemas. Que todos habrán excluido de su modo de simbolización determinadas
propiedades de los fluidos reales.

Lo que no habrá sido interpretado de la economía de los fluidos -las resistencias


operadas sobre los sólidos, por ejemplo- será finalmente devuelto a Dios. La no
consideración de las propiedades de los fluidos reales -fricciones internas, presio­
nes, movimientos, etc., es decir, su dinámica específica- terminará devolviendo lo
real a Dios, no recogiendo en la matematización de los fluidos más que los caracte­
res idealizables de estos.
O incluso; consideraciones de matemáticas puras sólo habrán permitido el análi­
sis de los fluidos con arreglo a planos laminares, a movimientos solenoidales (de una
corriente que privilegia la relación con un eje), a puntos-fuentes, puntos-pozo, pun-

81
ros-rorbdÜJios, que no tienen más que una relación aproxúnativa con la realidad.
Que dejan resto. Hasta el infinito: el centro de esos «movimientos» que correspon­
de a cero supone una velocidad 'mtxsúin, físicam ente inadm isible. Desde luego, esos
fluidos «teóricos» habrán hecho progresar la tecnicidad del análisis, también de]
matemático, perdiendo en ello alguna relación con la realidad de los cuerpos.

¿Q ué se deduce de esto para «¡a ciencia» y la práctica psicoanalttica?

Y si se objeta que la cuestión así planteada se basa excesivamente en metáforas,


será fácil responder que recusa más bien el privilegio de la metáfora (casi sólida) so­
bre la metonimia (que es mucho mas solidaria de los fluidos). O bien -suspendiendo
la sanción que da por verdadera(s) esas «categorías» y «oposiciones dicotómicas»
de naturaleza metalingüística- que: de todas maneras todo lenguaje es (también)
«metafórico»’ y, para justificarse, ignora el «sujeto» del inconsciente y se niega a in­
terrogarse sobre la sumisión, todavía actual, de éste a una simbolización que conce­
de la prim ada a lo sólido.

De esta suerte, si toda la economía psíquica se organiza en función del falo (o


Falo), cabrá preguntarse lo que esa primacía debe a una teleología de resorción de
lo fluido en una forma consistente. Donde los desfallecimientos del pene no su­
ponen una contradicción: éste no sería más que el representante empírico de un
modelo de funcionamiento ideal, hacia el ser o el tener del cual tendería todo de­
seo. Lo que no significa que el falo tenga un mero estatuto de «objeto» transcen­
dental, sino que domina, como clave de bóveda, un sistema de la economía del de­
seo marcado de idealismo.
Y, desde luego, el «sujeto» no puede renunciar al mismo mediante un sencillo
golpe de fuerza. Algunas ingenuidades sobre la conversión (¿religiosa?) -también
del lenguaje- al materialismo son sus pruebas-síntomas.
De ahí a regular el psiquismo conforme a leyes que someten lo sexual al poder
absoluto de la forma...

Porque, ¿acaso no sigue tratándose de eso? ¿Y cómo, mientras dure esa prerro­
gativa, habrá articulación posible de la diferencia sexual? De tal suerte que lo que

’ Pero, también en este caso, será preciso volver sobre el estatuto de lo metafórico. Examinando
las leyes de equivalencia que allí operan. Y siguiendo lo que deviene la «similitud» en esa operación
particular de «analogía» (complejo de forma-materia) aplicable al dominio físico, y requerida para el
análisis de los propiedades de los fluidos reales, Ni vaga ni rigurosa a la manera geométrica, comporta
una remodekción del senrido, que dista mucho de haberse consumado.

82
está en exceso respecto a la form a -esto es, el sexo fem enino- se ve necesariafrtente re­
chazado debajo o enám a del sistem a en vigor.
¿«La mujer no existe»? Respecto a la discursividad. Quedan sus/los restos: Dios
y la mujer, «por ejemplo». De ahí esa instancia afectada de mutismo, pero elocuen­
te en su silencio: lo real.

Sin embargo, la mujer es algo que habla. Pero no «igual», no «lo m ism o», no
«idéntica a sí», ni a un x cualquiera, etc. No «sujeto», a no ser que se vea transfor­
mada por el faiocratismo. Es algo que habla «fluido», incluso en los reversos paraÜ-
ticos de esa economía. Síntomas de uno; ya no puede seguir fluyendo, ni tocándo­
se,,.. Algo que es comprensible que ella impute al padre, y a su morfología.
Con todo, aún es preciso saber escitchar de una manera que se aleje de la debida(s)
form áis) para entender lo que dice. Que es continuo, comprimible, dilatable, viscoso,
conductible, di fundible,... Que no termina, potente e impotente por esa resistencia
a lo numerable; que goza y padece por ser más sensible a las presiones; que cambia
-de volumen o de fuerza, por ejemplo- conforme al grado de calor; que está, en su
realidad física, determinado/a por fricciones entre dos infinitamente vecinos-diná­
mica de lo próximo y no de lo propio, movimientos que proceden del casi contaao
entre dos unidades poco definibles en cuanto tales (coeficiente de viscosidad que se
cuenta en poises, de Poiseuille, sic), y no energía de un sistema finito; que se deja
atravesar fácilmente por flujos en función de su conductibüidad para corrientes
procedentes de otros fluidos o que se manifiestan a través de las paredes de un sóli­
do; que se mezcla con cuerpos de estado semejante, se diluye a veces en ellos de ma­
nera casi homogénea, lo que hace problemática la distinción entre uno/a y otro/a; y
además se difunde de antemano «en sí misma», lo que desconcierta toda tentativa
de identificación estática...

Así, pues, la m ujer no puede entenderse. Y, si todo cuanto ella dice es de alguna
manera lenguaje, sin embargo ella no lo significa. Que de ello extraiga las condicio­
nes de posibilidad de su sentido es otro asunto.

Es preciso añadir que e l sonido se propaga en ella con una velocidad asombrosa,
en proporción, por lo demás, a su carácter más o menos perfectamente in-sensato.
Lo que conduce a que el impacto del significado no se logre/no llegue nunca, o bien
que solo lo consiga/Uegue bajo una forma invertida. (Che vuoi entonces?
Sin tener en cuenta la zona de silencio en el exterior del volumen definido por el
lugar desde el que se proyecta el discurso. Y sería preciso que el sentido se difimda
a una velocidad idéntica a la del sonido para que todas las formas de envoltura -es­
pacios de sordera ante uno u otro- se tomen caducas en la transmisión de los «men­

83
sajes». Pero las pequeñas variaciones de Ja celeridad del sonido corren entonces el
peligro de deformar y de engañar en todo momento al lenguaje. Y si se somete a
éste a leyes de similitud, cortándole en pedazos de los que se podrá apreciar, com­
parar, repetir,.,, la igualdad o la diferencia, el sonido habrá perdido ya de antemano
algunas de sus propiedades.
El fluido -como ese otro, dentro/fuera del discurso filosófico- es, por naturale­
za, inestable. A no ser que se le someta al geometrismo, o (?) que se le idealice.

La mujer nunca habla igual. L o que emite es fluido, fluctuante. Engatioso. Y no


se la escucha, salvo para perder el sentido (de lo) propio. D e ahí las resistencias a
esa voz que desborda al «sujeto». A la que éste coagulará, congelará en sus catego­
rías hasta paralizarla en su flujo.
«Y esa es la razón, Señores, de que sus hijas estén mudas». Por más que cotorre­
en. que proliferen pitiáticamenie en palabras que no significan más que su afasia, o
el reverso mimético de vuestro deseo. E interpretarlas allí donde no exhiben más
que su mutismo equivale a someterlas a un lenguaje que las exilia aún más lejos de
lo que tal vez ellas os habrían dicho u os estaban sugiriendo de antemano. Bastaría
con que vuestras orejas no estuvieran tan informadas, tan rellenas de sentido, y no
se cerraran a aquello que de alguna manera no responde a lo que se ha oído ante­
riormente.
Nada es fuera del volumen ya circunscrito por el significado articulado en el dis­
curso (del padre): La a-muJer Zona de silencio.

¿Y el objeto «a »? ¿Cómo definirlo también en relación con las propiedades de


Jos fluidos? Puesto que ese «objeto» remite casi siempre a un estado que corres­
ponde a estos últimos. Leche, flujo luminoso, ondas acústicas,... por no hablar de
los gases respirados, emitidos, de diferentes aromas, de la orina, la saliva, la sangre e
incluso el plasma, etc.
Pero no son esos los «a» enumerados en la teoría. Dirán los bien informados. Res­
puesta: ¿tendrán las heces -con diferentes disfraces- el privilegio de ser\ár de para­
digma para el objeto «a»? ¿Habría que concebir entonces esa función de modelo
-más o menos oculta a la vista- del objeto del deseo como el resultado del tránsito,
logrado, del estado fluido al estado sólido? ¿ E l objeto m ism o d el deseo, y para los psi­
coanalistas, sería la transformación de lo fluido en sólido? Lo que marca -y ello bien
vale una repetición- el triunfo de la racionalidad. La mecánica de los sóhdos mantiene
con ésta antiguas relaciones, a las que los fluidos no han dejado de plantear objeciones.

Siguiendo la misma veta de cuestiones, cabría preguntar(se); ¿por qué el esperma


nunca es puesto en función de «a»? ¿No es acaso la sumisión de éste a los imperativos

84
exclusivos de la reproducción un síntoma de la asignación histórica de una preeminen­
cia al (producto) sólido? Y si, en la dinámica del deseo, interviene el problema de la
castración -famasma/reaJidad de una amputación, de una «disgregación» de ese sólido
que representa el pene-, queda en suspenso la introducción del fluido-esperm a como
algo que obstaculizaría la generalización de una economía exclusiva de los sólidos.

Sin embargo, los términos que describen el goce evocan el recomo de algo repri­
mido que desconcierta la estructura de la cadena significante. Pero el goce -black-
out d el sen tid o - sería cedido a la m ujer. O a la amujer.
La amujer, sí, puesto que el desconocimiento de una economía específica de ios
fluidos -d e sus resistencias a los sólidos, de su dinámica «propia»- es perpetuada
por la ciencia psicoanalítica. Y que de allí puede resurgir la causa de la am ujer, posi-
cionamiento histórico en el que se proyecta la venida a menos de toda especulación.
Queda por ver hasta dónde llegara la comprimibilidad de ese residuo.

Lo cierto es que un buen núm ero de su s propiedades le han sido arrebatadas por el
deseo, o la libido, esta vez asignados prioritariamente a lo masculino. Estos se deter­
minan como flu jo s.
Pero el hecho de haber recuperado en lo m ism o el instmmento sólido y algunos
caracteres de los fluidos -n o dejando a lo otro más que el resto aún olvidado de sus
movimientos reales, los principios aún no explicados de una energía más sutÜ-
plantea problemas económicos decisivos. A falta de las relaciones de intercambio
dinamógenas o de resistencias recíprocas entre uno y otro, se imponen elecciones
imposibles: o uno u otro. O e l deseo o e l sexo. Lo que, gracias a la fijación del nom­
bre del padre, dará un sexo «desmenuzable» y un deseo «bien formado».
Ese compromiso hace que todo uno sea semisólido. La consistencia perfecta del
sexo no le incumbe, pero, aunando de nuevo a éste con el sentido instituido por el
lenguaje, recobra una casi solidez del deseo. Esa operación podría designarse como
trán sito a una m ecánica de los casi sólidos.

La maquinaria psíquica quedaría intacta. Ronrronearía regularmente. Por su­


puesto, subsisten algunos problemas de entropía, algunas angustias respecto a los
recursos energéticos. Pero hay que confiar en la ciencia. Y en la técnica. Tanto más
cuando ofrecen posibilidades de catexis que des\aan la «libido» de cuestiones más mo­
lestas. Aunque sólo fuera el fastidio que para el «sujeto» supone tener que repetir
una y otra vez la misma historia.

Lo que recibirá el nombre, en parte, de pulsión de m uerte. Pero si se interroga


-también y dpor qué n o ?- a ese descubrimiento tan extrañamente asombroso del

85
psicoanálisis, se llegará de nuevo a la comprobación de un doble m ovim iento de
adaptación de determinados caracteres de los fluidos a la racionalidad y de descuido
del obstáailo que constituye su dinámica propia.
¿No se lo creen? Porque tienen la necesidad-deseo de creer en «objetos» sólida­
mente determinados de antemano. O bien, de nuevo, en usted(es) mismo(s), acep­
tando el silencioso trabajo de la muerte como condición para seguir siendo indefec­
tiblemente «sujeto».

Ahora bien, ¿qué «quiere decir» ese principio de constancia al que tanto apego
tienen? ¿La evitación de los aflujos-excitaciones excesivas? ¿Procedentes del otro?
¿La búsqueda a toda cosca de la homeostasia? ¿De la autorregulación? ¿La reduc­
ción, por lo tanto, en la máquina de los efectos de movimientos de/hacia su afuera?
Lo que implica transformaciones reversibles en circuito cenado, haciendo abstrac­
ción de la variable tiempo, salvo en la modalidad de la repetición de un estado de
equilibrio.
Sin embargo, «fuera» la máquina habrá extraído, de alguna manera, energía (el
origen de su fuerza motriz permanece, parcialmente, sin explicar, eludido). Y, de al­
guna manera, el modelo de su funcionamiento. De esta suerte, algunas propiedades
de lo «vital» habrán sido mortificadas en la «constancia» requerida para darle for­
ma. Pero esa operación no puede ni debe representarse -estaría marcada con un
cero de signo o de significante, en el inconsciente mismo- so pena de subvertir toda
la economía discursiva. Esta sólo será salvada afirmando que lo vivo mismo tiende a
destruirse, y que es preciso protegerle de esa autoagresión vinculando su energía en
mecanismos casi sólidos.

Habida cuenta de que las propiedades de los fluidos han sido legadas histórica­
mente a lo femenino, ¿cómo se articula el dualism o pulsional con la diferenda de se­
xos? ¿Cómo se ha podido siquiera «imaginar» que esa economía tuviera el mismo
valor explicativo para los dos sexos? Salvo recurriendo a la necesidad del ermiara-
ñamiento «de los dos» en «lo mismo».

Y a este respecto habrá que (re)tornar sobre el modo de especula(riza)dón que sub­
tiende la estructura del sujeto. Sobre «la asunción regocijante de su imagen especu­
lar por el ser todavía sumergido en la impotencia motriz y la dependencia de la
crianza que es el hombrecito en ese estadio in fan s», sobre esa «matriz simbólica en
la que el yo [je] se precipita en una forma primordial», «forma [que] por lo demás
habría que designar más bien como yo-ideal», «forma [que] sitúa la instancia del yo
mismo [m oi], antes de su determinación social, en una línea de ficción, que siempre
resultará irreductible para el individuo aislado», «porque la forma total del cuerpo.

86
mediante la cual el sujeto anticipa en su espejismo la maduración de potencia, no
le viene dada sino como G estalt, es decir, en una exterioridad en la que cierta­
mente esa forma es más constituyente que constituida, pero en la que sobre todo
ésta le aparece en una talla contrastante que la petrifica y bajo una simetría que la
invierte, en oposición a la turbulencia de los movimientos que él experimenta y que
la animan. De esta suerte, esa G estalt cuya imposición debe ser considerada como
unida a la especie, aunque su estilo motor sea aún Lrreconocibie, -simboliza me­
diante esos dos aspectos de su aparición la permanencia mental del yo [je], ai mismo
tiempo que prefigura su destino alienante-»’’.

Todo un homenaje se impone a ese reconocimiento por parte de un maestro del


beneficio y de la «alienación» especulares. Pero una admiración demasiado plana
corre el serio riesgo de suspender la eficacia de ese paso adelante o de ese no va más
Ipas de plus].
Así pues, es conveniente interrogarse sobre el estatuto de la «exterioridad» de
esa forma «constituyente (más que constituida)» para el sujeto, sobre aquello en lo
que ella sirve de pantalla para otro afuera (un cuerpo otro respecto a esa «forma to­
tal»), sobre la muerte que acarrea pero en una «talla» que autoriza el error, sobre
la «simetría» que consagra (como constituyente) y que hará que el «espejismo de la
maduración de su potencia» para un sujeto sea siempre tributario de una «inver­
sión», sobre la motricidad que ella paraliza, sobre el proceso de proyección que ins­
tala -¿«ficción, que siempre resultará irreductible para el individuo aislado»?-, y
sobre los fantasmas de los que es deudora. Sobre ese mundo (de) autómata(s), que
todavía invoca el nombre de Dios -y por cierto la gracia- para sostener su puesta en
marcha, y la existencia de lo vivo para imitarlo con mayor perfección de cuanto es
posible hacerlo al natural.
Porque la naturaleza no carece desde luego de energía, pero no es capaz sin em­
bargo de poseer «en sí misma», de encerrar la fuerza motriz en una/su forma total.
De esta suerte, lo fluido siempre está en exceso o en falta respecto a la unidad. Se
sustrae al «T ú eres eso»^. Esto es, a toda identificación irrevocable.

Y, en lo que toca a l organism o, ¿qué ocurre si el espejo no permite ver nada? De


sexo, por ejemplo. Es el caso de la niña. Y decir que en los efectos constituyentes de
la imagen en el espejo «poco importa su sexo [del congénere]»*, así como que «la
imagen especular parece ser el umbral del mundo visible», ¿no es acaso recalcar que

'* J. Lacan, «L e stade du miroii», Écrits, cit., pp. 94-9^. La cursiva es original.
’ Ibid., p. 100.
‘ Ibid., p. 95.

87
el sexo femenino se verá excluido del mismo? Y que será un cuerpo sexuado varón,
o asexuado, ei que determinará los rasgos de esa Gestah, matriz irreductible para/de
la introducción del sujeto en el orden social. ¿De ahí su funcionamiento conforme a
leyes tan ajenas a lo femenino? ¿De ahí esa «alienación paranoica que data del viraje
del yo [je] especular a un yo [je] social»^, pero cuya aparición repentina e ineluctable
estaba ya inscrita en el «estadio del espejo». De tal suerte que lo sem ejante se prefi­
gura como el otro de lo mismo, cuyo espejismo perseguirá para siempre al sujeto con
el pleito perpetuo entre un yo [m oi] propio y una instancia formaclora inapropiable,
aunque suya. De tal suerte que en lo sucesivo se torna indecidible la discriminación
entre quién sería verdaderamente uno y quien el otro, quién duplicaría a quién, en el
litigio interminable respecto a la identidad consigo mismo.

Pero esas disensiones -intrasubjetivas y sociales- habrían dejado ya tras de sí, en


un tiempo anterior, las represiones histéricas. Y sus efectos-significantes paraUticos.
¿Se desprendería de ello que la cuestión de la asunción, regocijante o no, de su ima­
gen especular por un cuerpo sexuado femenino sería vana? Toda vez que el deseo se
hubiera ya coagulado, la neutralización re-marcada por el «estadio del espejo» sería
una confirmación de una glaciación «más arcaica»^

Y si, por suerte, tuviera usted la impresión de no haberlo entendido todo aún, tal
vez entonces permanecería con sus oídos entreabiertos para lo que se toca tan de
cerca que confunde su discreción.

’ Ibid., p 98.
« Ibid

88
VII Cuestiones

Desde la escritura y la publicación de Espéculo se han planteado muchas cuestio­


nes. Y este libro es, en cierto modo, una compilación de cuestiones. No las recoge to­
das... No las responde verdaderamente». Prosigue el cuestionamiento. Continúa in­
terrogando. Abordando desde distintos ángulos lo que viene impuesto o dado a título
de cuestiones, ¿Qué decir de una sexualidad femenina «otra» respecto a la prescrita
en y por el faJocratismo? ¿Cómo recobrar o inventar su lenguaje? ¿Cómo articular,
para las mujeres, la cuestión de su explotación sexual con la de su explotación social?
¿Cuál puede ser hoy la posición de las mujeres respecto a la política? ¿Deben o no in­
tervenir en o sobre las instituciones? '¿Cómo pueden desprenderse del dominio que so­
portan en la cultura patriarcal? ¿Qué cuestiones deben plantear a su discurso? ¿A sus
teorías? ¿A sus ciencias? ¿Cómo «decirlas» para que no sean de nuevo «reprimidas»,
«censuradas»? Pero, también, ¿cómo empezar hablando en mujer? Atravesando de
nuevo el discurso dominante. Examinando el «dominio» de los hombres. Hablando a
las mujeres. Y: entre mujeres. ¿Puede escribirse ese hablar en mujer? ¿Cómo?...

Cuestiones -entre otras..,- que se interrogan y se responden a través de esta


compilación.

¿Por qué no dejar algunas en su formulación directa? ¿En su habla inmediata?


¿En su lenguaje oral? ¿Aun a costa de que se cuelen algunas torpezas? De ahí la si­
guiente transcripción de un seminario que tuvo lugar en Toulouse, en la U.E.R.* de

* Unité d'emeigneme»! et de recherche (Unidad de Enseñanza e Invcsrigación). [hl. de! T]

89
filosofía, en marzo de 1975. Los y las participantes en el seminario me habían co­
municado, por escrito, un conjunto de cuestiones. Sólo se recogen aquí aquellas que
tuvieron el tiempo de ser examinadas. El acta integral fue ciclostüada por iniciativa
de Eliane Escoubas.
Como anexos, algunas otras cuestíones, <¡0 las mismas? Entre lo oral y lo escrito.

Hay cuestiones a las que, a decir verdad, no sé cómo podría responder. En todo
caso «sencillamente». Dicho de otra manera, no podría proceder aquí a una inver­
sión de la relación pedagógica, en la que, poseyendo una verdad sobre la mujer, una
teoría de la mujer, podría responder a vuestras preguntas; responder por la mujer
ante vosotros. Así, pues, no aportaré definiciones en el interior de un discurso so­
metido a cuestiones.

No obstante, hay una cuestión que voy a examinar para empezar. Es además la
primera, y todas las demás conducen a ella.
Es la siguiente: «¿E s usted una m ujer?».
Cuestión tipo.
¿Cuestión de hombre? No creo que una mujer -a no ser que se asimile a los mo­
delos masculinos, y más exactamente fálicos- me planteara esa cuestión.
Porque «yo» ¡Je] no soy «yo», yo no soy, no soy una. Y en cuanto a mujer, vaya
usted a saber... En todo caso, bajo esa forma, la del concepto y la denominación, se­
guramente no. (Cfr. también las cuestiones I y II)'.
Dicho de otra manera, a aquel que ha planteado la cuestión no puedo sino de­
volvérsela: es cuestión suya.
Como quiera que sea, que se me plantee esa cuestión me permite esperar -y esto
suscita la sospecha: ¿es usted una mujer?- que acaso yo esté un poco «en otra parte».
¿Acaso cuando un hombre se dispone a hablar en un seminario se le plantea
como primera cuestión: es usted un hombre? En cierto modo, se sobreentiende que
así es. Eventual e indirectamente, cabe preguntarle, o más bien pensar para sus aden­
tros: ¿es «viril» o no? Y preguntarle sin embargo; ¿es usted un hombre? No lo creo.
Entonces, la cuestión «¿es usted una mujer?» tal vez quiera decir que hay «otra».
Pero probablemente esa cuestión sólo puede ser planteada «por parte del hombre»

Las «cuestiones» se encuentran al ñnal de este capítulo.

90
y, si todo el discurso es masculino, sólo puede plantearse en íorma de una sospecha.
No intentaría rebajar esa sospecha, puesto que puede abrir a un lugar distbto del
funcionamiento actual del discurso.
No sé si el que ha planteado la cuestión desea volver a sacarla o no.

A.* Lo único que he hecho ha sido proponer la cuestión, no he decidido dónde tie­
ne que estar. Ha sido una mujer la que lo ha hecho, poniéndola en primer lugar...

Tranquilícese de inmediato, si es posible. Aunque haya optado por detenerme en


esa cuestión, ello no implica sospecha alguna por mi parte. Me he hecho con ella
para intentar empezar a marcar una diferencia.
Desde luego, si hubiera respondido; «Señor, ¿cómo puede usted albergar tales
sospechas? Es absolutamente evidente que soy una mujer», habría recaído en el dis­
curso de una determinada «verdad» y de su poder. Y si pretendiera que lo que quie­
ro intentar articular, decir o escribir, parte de esa certidumbre: soy una mujer, en­
tonces estaría de nuevo en el discurso «falocrático». Tal vez intentara darle la vuelta,
pero permanecería incluida en el mismo.
Voy a esforzarme más bien -porque no se puede sin más salir de ese discurso dan­
do un salto- en situarme en sus fronteras y en pasar, sin descanso, del dentro al afuera.

«¿Q ué es una m ujer?»

Creo que a esa cuestión ya he respondido que no es una cuestión que tenga que
«responderse». La cuestión «¿qué es... ?» es la cuestión -metafísica- a la que lo fe­
menino no se deja someter. (Cfr. cuestiones I y II.)

«M ás allá de la deconstrucción de la teoría freudiana de la feminidad, se puede (us­


ted puede) elaborar otro concepto de la fem inidad: con otra simbólica, otro incons­
ciente, que seria «de m ujer» {es deár, totalmente otro y no el reverso, el negativo, el
complemento de aquél del hombre). ¿Puede esbozar su contenido.?»

¿Acaso se puede o puedo elaborar otro concepto de la feminidad? El problema


no es otro concepto de la feminidad.

* Los interlocutores son designados con letras mayúsculas -A, B, etc.- por el orden de su inter­
vención (en escena) [Nota del Departamento de Filosofía de Toulouse-le-Mirail].

91
Pretender que lo femenino puede decirse en forma de un concepto es dejarse re­
cuperar en un sistema de representaciones «masculino», en el que las mujeres que­
dan atrapadas en una economía del sentido que sirve para la autoafección del suje­
to (masculino). Por más que efectivamente se trate de poner en cela de juicio la
«feminidad», no se trata sin embargo de elaborar otro «concepto» -d e renunciar, al
menos para una mujer, a su sexo y de querer hablar como los hombres. Para elabo­
rar una teoría de la mujer, bastan los hombres, creo. En un lenguaje de mujer(es), el
concepto en cuanto tal no tendría lugar. (Cfr. cuestión II.)

«¿O tra sim bólica... ?» La simbólica la dejo de lado por ahora, porque volvere­
mos sobre ella de otra manera...

«¿O tro inconsciente, que sería de m ujer?» Me parece que la primera cuestión que
hay que plantearse es saber qué, en lo que actualmente se designa como inconscien­
te, sería lo femenino reprimido. Dicho de otra manera, antes de plantearse la cues­
tión de elaborar un inconsciente otro respecto al definido actualmente, tal vez sea
conveniente preguntarse si lo femenino no está, en buena medida, atrapado en ese
inconsciente.
O incluso: antes de querer dar otro inconsciente a la mujer, sería preciso saber si
la mujer tiene un inconsciente, y cuál. O si a lo femenino no le corresponde, en par­
te, lo que funciona con el nombre de inconsciente. Si una determinada «especifici­
dad» de la mujer no está reprimido-censurado bajo lo que se designa como incons­
ciente. De esta suerte, un buen número de características que se atribuyen al
inconsciente pueden evocar una economía del deseo que sería, tal vez, «femenina».
Así, pues, sería preciso pasar por la cuestión de aquello que el inconsciente ha to­
mado de lo femenino, antes de llegar a la cuestión de un inconsciente femenino.
Además, suponiendo que esa interpretación del inconsciente sea tenida en con­
sideración y la definición actual del inconsciente puesta en tela de juicio, a partir de
lo que oculta e ignora del deseo de la mujer, ¿conforme a qué modalidades subsisti­
ría el inconsciente? ¿Seguiría habiendo? ¿Para quién? ¿Tai vez seguiría habiéndolo
para el hombre? ¿Y para la mujer? Dicho de otra manera; ¿sería e l funcionam iento
de una «sim bólica fem enina» de una naturaleza tal que im plicaría la constitución de
un lugar de lo reprim ido?
Otra cuestión; si el inconsciente es, actualmente y en parte, lo femenino repri­
mido-censurado de la historia, reprimido-censurado de la lógica de la conciencia,
¿ese inconsciente no es aún, finalmente, una propiedad d e l discurso? Con inde­
pendencia de los golpes que Freud asestó a la lógica discursiva, ¿acaso el incons­
ciente no forma un sistema con ésta? Y esa lógica, que en cierto modo comienza a
agotarse, ¿no encuentra reservas en el inconsciente así como en toda forma de

92
«otro»: el salvaje, el niño, el loco, la mujer? ¿Cuál es la relación entre el descubri­
miento y la definición del inconsciente y esos «otros» reconocidos-ignorados por
el discurso filosófico? ¿N o se trata, para ese discurso, de una manera de designar
ai otro como afuera, pero como afuera que to d am podría tomar como «objeto»,
como «tem a», para decir la verdad del mismo, mientras que mantiene reprimido
algo de su diferencia?

«¿P uedo esbozar el contenido de lo que sería ese otro inconsciente de m ujer?» No,
por supuesto que no, puesto que eso supone desprender lo femenino de la econo­
mía actual del inconsciente. Sería anticipar un determinado proceso histórico, y fre­
nar su interpretación y su movimiento prescribiendo, desde ahora, temas y conteni­
dos al inconsciente femenino.
Con todo, podría decir que una cosa se ha visto singularmente ignorada, apenas
bosquejada, en la teoría del inconsciente; la relación de la mujer con la madre y la re­
lación de las m ujeres entre ellas. ¿Pero sería esto, sin embargo, un bosquejo del
«contenido» del inconsciente «femenino»? No, Se trata tan sólo de una cuestión
que se plantea a la manera en que se interpreta el funcionamiento del inconsciente.
¿Por qué la teoría y la práctica psicoanaHticas son hasta el momento tan pobres y
tan reductoras sobre esas cuestiones? ¿Esas cuestiones pueden encontrar una inter­
pretación mejor en una economía y una lógica de tipo patriarcal? ¿En la sistemática
edípica que suponen?

«¿b ajo qué condiciones es posible esa elaboración? Condiciones entendidas como
condiciones históricas: de la historia del inconsciente y/o del psicoanálisis, y de la his­
toria “polilica" "m aterial” (donde las "dos” historias tal vez pueden designarse como
historia del deseo y de su efectividad).»

Creo que ya he comenzado a responder... Sobre «y/o del psicoanálisis», tal vez
pueda hacer aún algunas precisiones. Me parece que esa elaboración no es segura­
mente posible mientras el psicoanálisis permanezca en el interior de su campo. Di­
cho de otra manera, no puede ser únicamente intra-analítica. El problema es que el
psicoanálisis no examina, o lo hace demasiado poco, sus determinaciones históricas.
Ahora bien, mientras no las examine, no puede sino responder siempre de la misma
manera a la cuestión de la sexualidad femenina.
Evidentemente, el cuestionamiento insuficiente de las determinaciones históri­
cas forma un sistema con la historia política y material. Mientras el psicoanálisis no
interprete su influencia en un determinado tipo de régimen de propiedad, en un de­
terminado tipo de discurso -dicho rápidamente: el de la metafísica-, en un deter-

93
minado tipo de mitología religiosa, no podrá plantearse la cuestión de la sexualidad
femenina. En efeao, ésta no puede reducirse a una cuestión regional en el interior
del campo teórico y práctico del psicoanálisis, sino que exige la interpretación del
fondo cultural y de la economía general que subyacen a ese campo.

«Si, como dijo Marx, "la humanidad sólo se propone las tareas que está en condi­
ciones de resolver", ¿cabe decir, habida cuenta del «interés» actual por las mujeres, que
esa ebboraaón ya está en marcha de manera práctica (o teórica)? ¿ Y dónde?»

Si no me equivoco, Marx también dice que la Historia es el proceso de engen­


dramiento del hombre por sí mismo.
Si la Historia es el proceso de engendramiento del hombre por el hombre, de au-
toengendramiento del hombre -enunciado que no parece exento de presupuestos
metafísicos-, decir que «la humanidad sólo se propone las tareas que está en condi­
ciones de resolver», ¿no significa como siempre hablar sólo de los hombres? ¿Po­
drían suceder las cosas de otra manera en la Historia, según Marx?^.

«¿Cabe decir que esa elaboración ya está en marcha de manera práctica (o teóri­
ca)?». Bajo esa forma y con esa referencia a Marx, no puedo sino responder: para
los hombres, tal ve2 , .. Tal vez, de manera práctica o teórica, estén resolviendo la ta­
rea que representa, para ellos, el problema de las mujeres. Podríamos leer su signo-
síntoma en un determinada estrategia política -de izquierda o de derecha-, y en de­
terminados «motivos» o problemáticas hoy «honorables» e incluso «de moda» en el
mercado cultural.
¿Significa eso que la cuestión comienza a ser resuelta «del lado de las mujeres»?
Creo que es un problema completamente distinto. Porque si, por ese preciso moti­
vo, empezara a encontrar su solución del lado de las mujeres, ello querría decir que
nunca habrá «oira» mujer. La alteridad de la mujer se vería devuelta y reducida a un
discurso y una práctica masculinas. De esta suerte, la preocupación actual que los
hombres tienen por las mujeres es, para ellas, una necesidad y al mismo tiempo el
riesgo de una alienación adicional: en su lenguaje, su política, su economía, en el
sentido restringido y generalizado.
Lo complicado es que no puede haber «discurso de la mujer» producido por
una mujer y que, además, en sentido estricto, la práctica poUtica, en todo caso ac­
tualmente, es masculina de cabo a rabo. Para que las mujeres puedan ser escucha-

^ Para la Gontinuadón de esta cuestión, véase más adelante el capítulo «El mercado de las mujeres».

94
das, es necesaria una evolución «radical» del modo de pensar y de gestión de lo po­
lítico. Lo que, desde luego, no puede realizarse de «golpe».
Así, pues, ¿cuál es hoy la modalidad de acción posible para las mujeres? ¿No deben
intervenir más que de manera marginal respeao al conjunto del fundonamíenco social?

B. ¿Q ué entiende usted por: «de manera m arginal»?

Pienso sobre todo en Jos movimientos de liberación de las mujeres. En ellos se ela­
bora algo del lado de lo «femenino» y de lo que serían las mujeres-entre-ellas, de lo
que podría significar una «sociedad de las mujeres». Si hablo de marginalidad se
debe a que, en primer lugar, esos movimientos se mantienen, en parte, deliberada­
mente al margen de las instituciones y del juego de las fuerzas en el poder, etc. «Fue­
ra» de las relaciones de poder ya existentes. A veces llegan a rechazar la interven­
ción -incluso «desde el exterior»- sobre toda institución.
Esa «posición» se explica por las dificultades que encuentran las mujeres para
ser escuchadas en lugares ya determinados en y por una sociedad que las ha utiliza­
do y a la vez las ha excluido, y que sobre todo continúa ignorando la especificidad
de sus «reivindicaciones» al mismo tiempo que recupera algunos de sus temas e in­
cluso eslóganes. Puede comprenderse también por la necesidad, para las mujeres,
de constituir un lugar del entre-eilas para aprender a formular sus deseos, fuera de
las presiones y opresiones demasiado inmediatas.
Por supuesto, se han conseguido algunas cosas para las mujeres, en buena medi­
da gracias a los movimientos de liberación: liberalización de los anticonceptivos, del
aborto, etc. Esas conquistas permiten replantear de otra manera la cuestión de lo
que sería el estatuto social de la mujer, especialmente por su distinción de una sim­
ple función materno-reproductora. Pero a su vez esos logros siempre pueden vol­
verse contra las mujeres. Dicho de otra manera, todavía no se puede hablar, a este
respecto, de una poh'tica femenina, sino tan sólo de algunas de sus condiciones de
posibilidad. Donde la primera es el cese del silencio sobre la explotación sufrida
por las mujeres: la negativa a «callarse» practicada sistemáticamente por los movi­
mientos de liberación. (Cfr. también las cuestiones H y III.)

«S i es preciso hablar de otra simbólica, de otro inconsciente (¿será preciso?), ¿no se


trata de otro sueño de (m ism a) simetría.^»

Es una cuestión que parece significar que es absolutamente impensable que haya
lo «otro». Que si lo «femenino» sobreviniera, se constituiría forzosamente con arre­

95
glo al mismo modelo que los «sujetos» masculinos han establecido históricamente.
Un modelo que privilegia la simetría como condición de posibilidad del dominio en
el desconocimiento del otro. Modelo falocrático. Porque, de hecho, no se conoce
exactamente el lenguaje «masculino». Mientras los hombres continúen pretendien­
do decir el todo y definir el todo, ¿cómo podría saberse lo que es el lenguaje del
sexo masculino? Mientras la lógica del discurso continúe levantándose sobre la in­
diferencia sexual, sobre la sumisión de un sexo a otro, ¿cómo podría saberse por
dónde anda lo «masculino»? No obstante, cabe constatar que, históricamente, los
hombres han determinado ese modelo de dominio e intentar la interpretación de su
relación con su sexualidad.
En cuanto al privilegio de la simetría, es correlativo del del espejo p lan o : que
puede servir para la autorreflexión del sujeto masculino en el lenguaje, para su
constitución como sujeto del discurso. Ahora bien, la mujer, a partir únicamente de
ese espejo plano, sólo puede sobrevenir como el otro invertido del sujeto masculino
(su aller ego)y o como lugar de surgimiento y de deformación de la causa de su de­
seo (fálico), o incluso: como carencia, porque en su mayor parte, y en la única histó­
ricamente valorizada, su sexo no es especularizable. De esta suerte, en el adveni­
miento de un deseo «femenino», ese espejo plano no puede ser privilegiado y la
simetría no puede funcionar como en la lógica y en el discurso de un sujeto mascu­
lino. (Cfr. también la cuestión 1.3.)

«En la entrevista con Libération, usted recusa la noción de igualdad. Estam os de


acuerdo. ¿Q uépiensa de la de "poder de las m ujeres"? S i la m ujer sobreviniera (en la
historia y en el inconsciente, donde éste es, en realidad, "sólo" hom [br]osexual), ¿qué
sucedería?: ¿un poder femenino que sustituiría lisa y llanam ente a l poder m asculino?
¿O una coexistencia pacífica? ¿O qué?»

Una precisión al respecto: creo que no hay que apresurarse a decir que el in­
consciente es sólo hora(br)osexual. Si el inconsciente conserva o mantiene algo de
lo femenino reprimido, censurado, de la lógica de la conciencia y de la lógica de la
historia (lo que en cierto modo al final viene a ser lo mismo), el inconsciente no es
unívocamente hom(br)osexual. Lo hom(br)osexual es la interpretación reductiva
que del mismo se da y lo que ésta mantiene como censura y represión.

Evidentemente, no puede tratarse de un poder femenino que sustituya al poder


masculino. Porque esa inversión no dejaría de estar atrapada en la economía de lo
mismo, en la misma economía en la que, desde luego, no tendría lugar lo que inten­
to designar como «femenino». Habría una «toma de poden> fálica. Algo que, por lo

96
demás, parece imposible: las mujeres pueden «soñarlo», en ocasiones puede reali­
zarse marginalmente, en grupos restringidos, pero, para el conjunto de la sociedad
esa sustitución de poder, esa inversión de poder es imposible.

¿Una coexistencia p acífica? No sé muy bien qué se quiere decir con esa expre­
sión. Creo que la coexistencia pacífica no existe. Es el señuelo de una economía
de poder y de guerra. Antes bien, lo que podría plantearse como cuestión es:
aunque todo esté dispuesto y funcione como si no pudiera haber más que deseo
de lo «m ism o», ¿p o r qu é no h abría deseo de lo «o tro »? Deseo de una diferencia
que no se vea de nuevo y siempre devuelta y atrapada en el interior de una eco­
nomía de lo «m ism o». Ciertamente, puede decirse que es mi propio sueno, o que
es otro sueño. ¿Pero por qué? Una vez más, la inversión de poder, la transmisión
del poder, no significaría un «advenim iento» de lo otro -«fem enino»-. Ahora
bien, ¿por qué sería imposible que haya deseo de la diferencia y deseo de lo otro?
Además, ¿no significa toda resorción de la alteridad en el discurso de lo mismo
un deseo de la diferencia, pero un deseo que siempre habría -por hablar un len­
guaje vergonzosamente psicológico- «dado miedo»? Y que de tal suerte siempre
habría «velado» -en su fobia- la cuestión de la diferencia de los sexos y de la re­
lación sexual.

Paso a la segunda serie de sus cuestiones, relativas al «hablar mujen>.

«¿E s preciso decir: otro sexo - otra escritura


otro sexo = otro sentido? ¿P or qué?»

¿Se puede sin más oponer o presentar como alternativa la escritura y el sentido?

B. Se trata de suplem entariedad antes que de alternativa. Escritura y sentido: dos


cosas que coinciden sin ser idénticas. Escritura: en e l ám bito de los efectos; s i es posible
hablar mujer, la escritura es uno de sus efectos. E l sentido rem ite más bien a la cues­
tión del inconsciente: un inconsciente fem en in o...

No sabría cómo responder a esa alternativa...

97
B. L a cuestión reside más bien en la igualdad (e l sign o «ig u a l») y no entre las dos
formulaciones.

No sé si la escritura se sitúa en el campo deJ «efecto» o de Ja «c a u sa »... Ello de­


pende de la interpretación que demos a esa noción. Me parece que otra escritura
acarrea forzosamente otra economía del sentido. De resultas de ello, cabe pregun­
tarse si toda escritura que no examíne su relación jerárquica con la diferencia de los
sexos no es de nuevo siempre productiva y producida en la economía del sentido
propio. Mientras continúe siendo «definida», «practicada» y «m onopolizada» por un
solo sexo, ¿no continúa siendo la escritura un instrumento de producción en un ré­
gimen de propiedad que permanece igual?
Pero cabría responder de otra manera -n o responder «en re a lid a d »...- dando
un rodeo por Platón. En Platón, hay dos m im esis. Dicho rápidamente: la m im esis
como producción, que correspondería más bien al cam po de la música, y la m im e­
sis que ya estaría presa de un proceso de im itación, de especulación, de adecuación,
de reproducción. La segunda será privilegiada en toda la historia de la filosofía y
encontramos sus efectos-síntomas como latencia, sufrimiento, parálisis del deseo,
en la histeria. La primera parece haber sido reprimida siempre, aunque sólo fuera
porque estaba constituida como un enclave en un discurso «dom inante». Ahora
bien, no cabe duda de que en el campo y a partir de esa primera m im esis puede
sobrevenir ia posibilidad de una escritura de mujer. Volveremos sobre esto en las
cuestiones sobre la histeria.

«¿Q ué es la doble sintaxis (m asculina-fem enina)?»

Se trata de una referencia aJ hecho de que Freud, en lugar de jerarquizar, de subor­


dinar Ja sintaxis de Jo consciente y de lo inconsciente -disponiéndolos de arriba aba­
jo-, tal vez habría podido articularlos y ponerlos en juego como dos sintaxis diferentes.
Para responder dando otro rodeo: ¿no podría decirse que lo masculino conserva el
dominio del discurso porque ha producido y «tiene» la sintaxis? En esa sintaxis, en
ese orden del discurso, la mujer, aun viéndose ocultada, y generalmente ocultada en
cuanto tal y ausente en tanto que sujeto, \aene a tener «sentido» -¿san gre?*-, viene a
tener «contenido». ¿Acaso esa sintaxis del discurso, de la lógica discursiva y más en
general incluso esa sintaxis de la organización de la sociedad, esa sintaxis «política» no
es siempre para lo masculino (¿cómo podría ser de otra manera?, en todo caso mien­

* Juego de palabras enue «sens» y «sang», que no podemos verter al castellano. ÍN. del T.]

98
tras no haya deseo de lo otro) una manera de autoafeaarse, de autoproducírsc o pre­
producirse, autoengendrarse o representarse a sí mismo (el como mismo), como único
patrón de lo mismo? Y, como la autoafección masculina necesita instrumentos -para
tocarse, el hombre, a diferencia de la mujer, los necesita: la mano, el sexo y el cuerpo de
la mujer, el lenguaje-, ¿acaso esa sintaxis no se ha servido forzosamente de todo, con
arreglo a una lógica económica, para autoafectarse? Mientras que la «otra» sintaxis, la
que haría posible la «autoafección» femenina, falta, es reprimida, censurada: de tal
suerte que lo femenino nunca es afectado sino por y para lo masculino. Así, pues, lo
que habría que introducir sería una sintaxis que hiciera posible la «autoafección» de la
mujer. Desde luego, una autoafección que no fuera reducible a la economía de lo mis­
mo del Uno, y para la cual es preciso encontrar la sintaxis y el sentido. (Cfr. «Ese sexo
que no es uno»; «L a "mecánica” de los fluidos», «Cuando nuestros labios se hablan».)
A este respecto, bien puede decirse que todo cuanto se propone en el psicoaná­
lisis -y especialm ente cuando la masturbación de las niñas pequeñas es pensada
conforme al m odelo de «hacer com o el niño pequ eñ o»- deja completamente de
lado lo que podría ser la «autoafección» de la mujer. Porque la mujer no se afecta,
no se «autoafecta» con arreglo al «m odelo» masculino. Lo «inaudito» -lo que ex­
plicaría tal vez, pero no sólo, que la afirmación de la mujer como otra sobrevenga
tan tarde y que su relación con el lenguaje sea tan problem ática- es que la mujer
puede verse ya afectada sin «instrumentos», que la mujer puede tocarse a sí misma,
«en sí misma», antes de todo recurso a un instrumento. Desde este punto de vista,
prohibirle la masturbación resulta bastante divertido. Puesto que, ¿cómo prohibir a
una mujer que se toque? Su sexo, «en sí mismo», se toca todo el tiempo. En cambio,
se emplearán todos los medios para impedir ese tocar, para impedir que ella se to­
que: la valorización exclusiva del sexo masculino, el imperio del falo y su lógica del
sentido y su sistema de representaciones, son otras tantas maneras de apartar de sí
mismo al sexo de la mujer y de privar a ésta de su «autoafección».
Lo que explica, además, por qué las mujeres no tendrían deseo, por qué no sa­
ben lo que quieren; están tan irremediablemente separadas de esa «autoafección»
que, de entrada, y especialm ente por el complejo de Edipo, están exiliadas de sí
mismas, y sin continuidad-contigüidad posible con sus primeros deseos-placeres,
importadas en otra economía, en la que ellas no se reconocen en absoluto.
Ellas se reconocen, proverbialmente, en la m ascarada. Los psicoanalistas dicen
que la mascarada corresponde al deseo de la mujer. Eso no me parece justo. Pien­
so que hay que entenderlo como lo que las mujeres hacen para recuperar algo del
deseo, para participar del deseo del hombre, pero a costa de renunciar al suyo. En
la mascarada, ellas se someten a la economía dominante del deseo, para intentar
permanecer pese a todo en el «m ercado». Pero en el campo de aquello de lo que se
goza y no de quien goza.

99
¿Qué entiendo por mascarada? Particularmente Jo que Freud llama «femini­
dad». Creer, por ejemplo, que es preciso devenir una mujer, «normal» por añadidu­
ra, mientras que el hombre sería desde eJ principio hombre. No tendría más que
realizar su ser-hombre, mientras que la mujer tendría que devenir una mujer nor­
mal, es decir, entrar en la mascarada de la fem inidad. El complejo de Edipo femeni­
no es, finalmente, la entrada de la mujer en un sistema de valores que no es el suyo,
y en el que ella sólo puede «aparecer» y circular disfrazada con Jas necesidades-de­
seos-fantasmas de los otros (hombres).
Dicho esto, no es sencillo ni fácil decir Jo que sería una sintaxis de Jo femenino,
porque en esa «sintaxis» ya no habría ni sujeto ni objeto, el «uno» ya no sería privi­
legiado, ya no habría sentido propio, nombre propio, atributos «propios»... Antes
bien, esa «sintaxis» pondría en juego lo cercano, pero algo tan cercano que haría
imposible toda discriminación de identidad, toda constitución de pertenencia y, por
ende, toda forma de apropiación.

«¿Puede dar ejemplos de esa sintaxis?»

Pienso que donde más habría que descifrarla es en la gestualidad del cuerpo de
las mujeres. Ahora bien, como a menudo esa gestualidad está paralizada, o ha entra­
do en la mascarada, efectívamente a veces resulta difícil de «leen>. Salvo en lo que re­
siste o subsiste «más aüá». En el sufrimiento, pero también la risa de las mujeres. E
incluso: en aquello a lo que «se atreven» -a hacer o decir- cuando están entre ellas.
Esa sintaxis puede oírse también, si nos nos tapamos los oídos de sentido, en el
lenguaje adoptado por las mujeres en psicoanálisis.
Están también los textos cada vez más numerosos escritos por mujeres en las
cuales comienza a afirmarse otra escritura, aunque a menudo se vea reprimida por
el discurso dominante. En lo que me concierne, he intentado introducir esa sintaxis
en Espéado, pero no sin más, en la medida en que un mismo gesto me obligaba a
atravesar de nuevo el imaginario masculino. Así, pues, no podía, no puedo -y no
veo cómo cualquier otra mujer podría hacerlo- instalarme así, tranquilamente y de
repente, en ese otro funcionamiento sintáctico.

«¿C uál es la relaáón o la no relación entre hablar-mujer y hablar-entre-mujeres.^».

Puede haber un hablar-entre-mujeres que es aún un hablar-hombre, pero aquello


puede ser también el lugar en el que se atreva a enunciarse un hablar-mujer. Lo cierto
es que con las-mujeres-entre-ellas (y se trata de uno de los envites de los movimientos

100
de liberación, cuando no se organizan con arreglo a la modalidad del poder masculi­
no, y cuando no están en la reivindicación de la toma y de la inversión de «podeD>), en
esos lugares de las mujeres-entre-ellas, se enuncia algo de un hablar-mujer. Es lo que
explica el deseo o la necesidad de lo no mixto: el lenguaje dominante es tan poderoso
que las mujeres no se atreven a hablar-mujer fuera de un ámbito no mixto.

«¿C u ál es la relación entre hablar-m ujer y hablar de la m ujer?»

Hablar-mujer no es hablar de la mujer. No se trata de producir un discurso cuyo


objeto o cuyo sujeto sería la mujer.
Dicho esto, hablando-m ujer, se puede intentar reservar un lugar al «otro» como
femenino.

C. ¿E stá im pU áto en su discurso que la constitución de una alteridad de la mujer


implica la de una alteridad d el hom bre?

Si he entendido la pregunta, sí. Ahora bien, ¿me corresponde a mí, sin embargo,
hablar del «otro» hombre? Es curioso, porque es una pregunta que no dejan de
plantearme. La encuentro muy divertida... No dejan de preguntarme lo que será
ese «otro» hombre. ¿Por qué tendría que apropiarme de lo que ese «otro» hombre
tuviera que decir? Lo que deseo y espero es lo que los hombres harán y dirán si su
sexualidad se aparta del imperio del falocratismo. Pero no le corresponde a una mu­
jer anticiparlo, preverlo, prescribirlo...
Lo que responde ya a la cuestión siguiente: «hablar-m ujer y hablar-mujer de los
hom bres». Creo que hablar-mujer no es hablar antes de los hombres que de la mu­
jer. Ello implica otro modo de articulación entre el deseo y el lenguaje masculinos y
femeninos, pero no significa hablar de los hombres. Lo que sería una vez más una
especie de inversión de la economía del discurso. Hablar-mujer perrrutiría a las mu­
jeres, entre otras cosas, hablar a los hombres...

«¿H ablar-m ujer y hablar h istérico?»

Me gustaría preguntar qué quiere decir: ¿hablar histérico? ¿La histérica habla?
¿La histeria no es acaso un lugar privilegiado de la custodia, pero «en latencia», en
«sufrimiento», de lo que no se habla? Y, particularmente (incluso según Freud...),
de lo que no se habla de la relación de la mujer con su madre, consigo misma, con

101
las otras mujeres. De lo que de sus deseos primeros se ve reducido al silencio para las
mujeres en función de una cultura que no permite decirlos. Impotencia para «de-
cÍD>, a la que el complejo de Edipo va a añadir la ley de callarse.
La histeria habla en la modalidad de una gestualidad paralizada, de una palabra
imposible y también prohibida... Habla como síntom as de un «eso no puede ni ha­
blarse ni decirse»... Y el drama de la histeria es que está esquiciada entre esa ges­
tualidad y ese deseo paralizado y encerrado en su cuerpo, y un lenguaje que ha
aprendido en familia, en la escuela, en la sociedad, que no forma absolutamente
ninguna continuidad ni, por supuesto, metáfora con los «movimientos» de su de­
seo. Así, pues, le quedan, a la vez, el mutismo y el mimetismo. Ella se calla y, al mis­
mo tiempo, imita. Y -¿cómo podría ser de otra manera?- ímitando-reproduciendo
un lenguaje que no es el suyo, el lenguaje masculino, ella lo caricaturiza, lo deforma:
«miente», «engaña», lo que siempre se ha atribuido a las mujeres.
El problema del «hablar mujer» consistiría precisamente en encontrar una con­
tinuidad posible entre esa gestualidad o esa palabra del deseo -que, en la actuali­
dad, sólo son localizables en forma de síntomas y de patología- y un lenguaje, in­
cluido un lenguaje verbal. A este respecto también se puede plantear la cuestión de
saber si el psicoanálisis no ha recargado el síntoma histérico con un código, un sis­
tema de interpretación (es), que no corresponde al deseo petrificado en las somati-
zaciones y el silencio. Dicho de otra manera, ¿no «cura» acaso el psicoanálisis a las
histéricas mediante un aumento de sugestiones que vuelve a adaptarlas, algo mejor,
a la sociedad masculina?

Puesto que he comenzado a evocar la histeria, voy a responder brevemente a la


serie de cuestiones planteadas en torno a ese problema.

«¿L a histeria es una neurosis fem enina?»

¿No es -hoy, privilegiadamente...- un «sufrimiento» de lo «femenino»? ¿Par­


ticularmente en su relación no articulable con el deseo de la madre? ¿De la mujer-
madre? Lo que no quiere decir que tan sólo se dé en las mujeres.

«¿E s una neurosis (fem enina)?»

102
¿La pregunta trata sobre la neurosis en oposición a psicosis? O sobre: ¿es una
patología?
Cada una de estas preguntas sobre la histeria exige una respuesta al menos
doble.
¿E s una neurosis? ¿Se sitúa más bien en el campo de la neurosis? La respuesta
no es sencilla. Si hay que recuperar esas categorías, diría que la histeria se sitúa
más bien en el campo de la psicosis, pero que la mujer, toda vez que carece de len­
guaje, no puede elaborar la misma economía de la psicosis que el hombre. ¿E s una
patología? Creo que es preciso responder: sí y no. La cultura, en todo caso occi­
dental, la constituye como patología. Y, como la histeria no puede vivirse fuera de
un funcionamiento social y cultural... Pero esa «patología» es ambigua, porque
significa también la reserva de otra cosa. Dicho de otra manera, siempre hay, en la
histeria, una potencia en reserva y a la vez una potencia paralizada. Una potencia
que siempre es reprimida de antemano, en función de la subordinación del deseo
femenino al falocratismo; una potencia obligada al silencio y al mimetismo, debi­
do a la sumisión de lo «sensible», de la «materia», a lo inteligible y a su discurso.
Lo que acarrea efectos «patológicos». Y, simultáneamente, hay, en la histeria, la
posibilidad de otro modo de «producción», especialmente gestual y de lenguaje,
pero que es custodiado, mantenido en latencia. ¿Como una reserva cultural aún
por venir?...

«¿C abe redescubrir un «hablar-mujer», un hablar de la otra mujer, detrás de la in­


terpretación freudiana, del mismo modo que la civilización minoico-micénica detrás de
la de los griegos (cfr. Espéculo, p. 54)?»

Freiid mismo lo dice cuando reconoce, por ejemplo, que, en lo que atañe a la
histeria, ha ignorado el vínculo, preedípico, entre la hija y la madre. Pero afirma que
esa relación de la hija con su madre está tan encanecida por los años, tan censurada-
reprimida, que sería preciso algo así como regresar al periodo anterior a la civiliza­
ción griega para encontrar las huellas de otra civilización que permitieran descifrar
lo que corresponde a ese deseo arcaico entre la mujer y la madre.
Cabe también preguntarse: si aconteciera un hablar de los dos sexos, ¿la histe­
ria seguiría estando más bien en el campo de lo «femenino»? ¿El hablar-mujer se­
guiría estando en el campo de la histeria? Es muy difícil dar una respuesta...
Además, creo que los hombres ganarían mucho siendo algo menos represivos so­
bre la histeria. Porque, de hecho, reprimiendo, censurando la histeria han consegui­
do un aumento de potencia o, más exactamente, de poder, pero han perdido mucho
en lo que atañe a la relación con su cuerpo.

103
A. La «m ultiplicidad sexual», el descubrimiento de un inconsciente productivo,
inocente, en definitiva, la perversión polim orfa fuera de todo marco fam iliar, ¿no
permiten acaso abandonar con mucha mayor certidumbre el terreno del viejo sueño
de simetría y/o del imaginario m asculino?

La cuestión que plantearía en primer lugar es: ¿esa multiplicidad sexual es o


no análoga a la perversión polimorfa del niño de la que habla Freud? Perversión
polimorfa analizada por él con arreglo a un modelo masculino y que devuelve la
multiplicidad a la economía de lo mismo, del uno, del mismo del Uno.

No olvidemos que Freud escribe: «al principio, la niña pequeña es un niño pe-
queño». Lo masculino, «desde el comienzo», sirve de modelo para lo que se des­
cribe y se prescribe del deseo de la niña. Antes incluso del complejo de Edipo. Y
lo que Freud dice -decreta como ley- del complejo de castración de la niña sólo
se sostiene si la niña no puede tener más que deseos masculinos. ¿Está de acuerdo
con ese tipo de afirmación? ¿Y la perversión polimorfa, tal y como es analizada
por Freud, corresponde a los deseos-placeres de una niña?
Por ejemplo, en la descripción de la perversión polimorfa apenas se habla del
goce que podría haber en la relación con los «fluidos». El estadio anal está ya en
el placer de lo «sólido». Ahora bien, me parece que el goce de lo fluido subsiste
en las mujeres mucho más allá del llamado estadio oral: placer del «eso corre» en
ella, fuera de eha, o incluso; entre ellas. Éste no es más que un ejemplo entre otros
posibles, que significarían que esa perversión polimorfa está aún prescrita y «nor­
malizada» por modelos masculinos. Perversión polimorfa, de acuerdo, pero con
la condición de revisar su economía. Además, toda la sociedad es represiva sobre
la relación de las mujeres con el goce anal. Una represión que, desde luego, con
frecuencia ellas mismas han adoptado por su cuenta. También habría que repen­
sar esto, no sólo en un discurso del -o sobre el- deseo, sino en una interpretación
de todo el funcionamiento sociocultural.

A. Quiero decir que, a partir de un determinado momento, yo ya no consigo en­


tender las oposiciones masculino-femenino. No comprendo qué quiere decir: un dis­
curso masculino.

IClaro, porque no hay otro!

104
El problema es el de una alteridad posible del discurso masculino, o en rela­
ción con el discurso masculino,

A este respecto, plantearía otra -y la misma- cuestión: ¿encuentran las muje­


res su goce en esa «economía» de lo múltiple? Cuando pregunto acerca de lo
que puede pasar en el campo de las mujeres no lo hago en absoluto para elimi­
nar la multiplicidad, porque el placer de las mujeres no tiene lugar sin ésta.
Pero una multiplicidad sin rearticulación de la diferencia de los sexos, ¿no es
acaso una multiplicidad que tacha, amputa algo del goce para la mujer? Dicho
de otra manera, ¿lo femenino es capaz de llegar hoy a ese deseo, neutro, par­
ticularmente desde el punto de vista de la diferencia de los sexos? Sin imitar, de
nuevo, un deseo masculino. ¿Y la «máquina deseante» no hace acaso las veces,
en parte, de la mujer o de lo femenino? ¿No es acaso una especie de metáfora
utilizable por Jos hombres? ¿Particularmente en función de su relación con lo
tecno-crático?

O incluso: ¿esa «psicosis» puede ser la «de las mujeres»? En caso afirmativo,
¿no es una psicosis que les impide acceder al goce? ¿Al menos a su goce? Es de­
cir, a un goce diferente de un goce abstracto -¿neutro?- de la materia sexuada.
De tal suerte que ese goce puede constituir un descubrimiento para los hombres,
un plus de goce, en un «devenir mujer» fantasmático, pero que desde hace mu­
cho les resulta familiar a las mujeres, ¿El cuerpo sin órganos no es acaso, para
ellas, una condición histórica? ¿Y no se corre el riesgo, una vez más, de arreba­
tar a la mujer los/sus espacios aún no territorializados en los que podría sobre­
venir su deseo? Toda vez que las mujeres han visto cómo se las asignaba la cus­
todia del «cuerpo-m ateria» y del «sin órganos», ¿no viene acaso a ocupar el
«cuerpo sin órganos» el lugar de la propia esquicia de ellas? ¿Del vaciamiento de
su deseo en sus cuerpos? ¿Una y otra vez «virgen» de su deseo? Para hacer del
«cuerpo sin órganos» una «causa» de goce, ¿no es preciso haber tenido con el
lenguaje y con el sexo -¿con los órganos?- una relación que las mujeres nunca
han tenido?

A. ¿C u ál es la diferencia entre el devenir m ujer que usted denuncia y el advenir-


mujer, fem en in o? ¿N o se trata acaso de rehacer una diferencia? ¿Cóm o podría es­
capar de la jerarq u ía esa diferencia, y acaso no se permanece, m ediante la diferen­
cia, en la je rarq u ía?

No, no necesariamente, salvo que se permanezca en el «imperio» de lo mismo.

105
B, La jerarquía supone lo mismo: es preciso que la diferencia sea escondida por lo
mismo y suprimida por lo mismo. La jerarquía supone la identidad.

A. Me parece, en todo caso, que la perversión polimorfa en Freud se sitúa en un es­


tadio preedtpico, en el que todavía no se ha planteado la diferencia de sexos.

¿Y eso no les plantea problemas? ¿Tal vez para ustedes la diferencia sexual es
correlativa de la genitalidad? Eso explicaría un malentendido entre nosotros. Hay
que recordar que la niña nene un cuerpo sexuado diferente del niño mucho antes
de la «genitalidad». Donde esta última, evidentemente, no es más que un modelo de
sexualidad normal, y normativa. Cuando digo que es preciso evocar la cuestión de la
diferencia de los sexos, no se trata, evidentemente, de un llamamiento a la «genita­
lidad». Pero afirmar que no hay diferencia de sexo antes de la genitalidad es some­
ter lo «femenino» a un «modelo» mucho más viejo y más poderoso.,,

A. ¿Qué hace usted con la cuestión del fam ilism o? Usted dice que Freud olvida la
relación entre la hija y la madre. De hecho, ¿qué es la madre respecto a la mujer?

En lo que atañe a la familia, mi respuesta será sencilla y rotunda: la famüia ha


sido siempre el lugar privilegiado de la explotación de las mujeres. Así, pues, en lo
que atañe al familismo, ¡no hay ambigüedad!

E. ¿Por qué la fam ilia no podría ser del mismo modo el lugar privilegiado de la alie­
nación del hombre?

Desde luego, la alienación siempre es recíproca. Pero, históricamente, la apro­


piación no se determina en cualquier sentido. En la familia y la sociedad patriar­
cales, el hombre es el propietario de la mujer y de los hijos. No reconocerlo equi­
vale a rechazar toda determinación histórica. Del mismo modo, objetar el «poder
de la madre», cuando éste sólo tiene lugar «en el interior» de un sistema organi­
zado por los hombres. En ese poder «falocrático», también el hombre sale per­
diendo: particularmente en goce de su cuerpo. Pero, históricamente, en la familia,
el hombre-padre aliena como bien suyo el cuerpo, el deseo y el trabajo de la mu­
jer y de los hijos.

Por otra parte, cuando hablo de la relación con la madre, quiero decir que, en
nuestra cultura patriarcal, la hija no puede arreglar la relación con su madre. Ni

106
la mujer su relación con la maternidad, a no ser que se reduzca a ésta. Su pregun­
ta parece indicar que, para usted, no hay diferencia entre ser madre y ser mujer.
Que no hay que hacer una articulación, por parte de la mujer, entre los/sus dos
deseos. Habría que preguntar a las mujeres lo que piensan al respecto. O lo que
«viven»...
Que ya no haya familia no impedirá que las mujeres traigan al mundo mujeres.
Ahora bien, no hay posibilidad alguna, en la lógica actual del funcionamiento so-
ciocultural, de que una hija se sitúe en relación con su madre: porque ellas no
forman, rigurosamente, ni una ni dos, porque no tienen nombre, sentido, ni sexo
propios, porque no son «identificables» una respecto a la otra. Un problema que
Freud evacúa «serenamente» diciendo que la hija debe apartarse de su madre,
«odiarla» para entrar en el complejo de Edipo. ¿No se quiere decir con ello que
es imposible -en lo que son nuestros sistemas de valor- que una hija resuelva la
relación con la mujer que la ha traído al mundo? La madre: no necesariamente la
madre de familia. Es la mujer que trae al mundo, que alimenta o que cría a una
hija. ¿Cómo resolver la articulación de relaciones entre esas dos mujeres? Ahí se
impone, «por ejemplo», la necesidad de otra «sintaxis», de otra «gramática» de
la cultura.

E. En su práctica como analista, ¿cómo hace para hablar-mujer^

Cuando hablo aquí, en este contexto y en la posición en la que se me coloca, tal


vez resulta difícil advertir la diferencia... ¿Excepto, entre otras cosas, por la canti­
dad de perplejidades, de incertidumbres, de cuestiones que significan la carencia de
un sistema garantizado en alguna parte y que ordena, de antemano, mi lenguaje?
Pero, sencillamente, del «hablar-mujer» no puedo daros cuenta: se habla, no se
meta-habla.

E. ¿Cómo se puede ser mujer y ser analista, y ser profesora, por ejemplo? ¿Cómo
«hablar-mujer» con gente que habla y gente que escucha? Aquí hay una persona que
habla y personas que escuchan...

Si hoy os hablo es porque antes he escuchado las cuestiones que me habéis he­
cho llegar. Pero, aunque sólo fuera desde el punto de vista escenográfico, el dispo-

107
sitivo que funciona aquí me molesta mucho, en efecto. Ni que decir tiene que cuan­
do hablo así -en un seminario, una conferencia, un congreso...-, estoy obligada,
constreñida a repetir el discurso que se utiliza corrientemente. Intento delimitarlo,
mostrar que tal vez haya un afuera irreductible. Pero, para hacerlo, debo empezar
utilizando, es cierto, el lenguaje corriente, el lenguaje dominante.
Dicho esto, la forma misma de su pregunta es interesante. Significa; ¿cómo se
puede ser «mujeD> y estar «en la calle»? Esto es, estar en público, ser pública, máxi­
me en la modalidad de la palabra. Volvemos a la cuestión de la familia: ¿por qué la
mujer, que pertenece a la residencia privada, no está siempre encerrada en la casa?
Desde el momento en que una mujer sale de la casa, salta la pregunta, se le pregun­
ta: cómo es posible que sea usted mujer y, al mismo tiempo, esté ahí, Y si, siendo
mujer y estando además en público, una tiene la audacia de decir algo de sit deseo,
llega el escándalo y la represión. Una perturba el orden, sobre todo del discurso. Y
está claro que, entonces, te excluyen de la universidad, e incluso de todas las insti­
tuciones. (Cfr. la cuestión IV y su respuesta.)

D. La respuesta de la institución es previsible, normal. Vero lo que me sorprende es


su deseo de ser analista. ¿Tiene el deseo de ser analista m ujer? Me parece que es im­
posible ser analista en nombre de otro deseo que no sea el deseo de poder.

B. Ha dicho hace un momento que el inconsciente tenía algo que ver con lo fe ­
menino, y que su interpretación tradicional era reductiva. De ser así, para ser analis­
ta en femenino habría que ser antianalista, habida cuenta de que el término de ana­
lista designa aqu í la relación con la institución y con la interpretación del
inconsciente.

Ser antianalista forma parte sin duda de la misma problemática que ser analista
en sentido tradicional. ¿Acaso el «anti» no está atrapado una y otra vez en la eco­
nomía de lo mismo? Yo no soy «antianalista». Intento interpretar el funcionamien­
to tradicional de la institución analítica a partír de lo que ésta ignora de la sexuali­
dad femenina, y a partir de la ideología homosexual masculina que la subtiende. Y,
particularmente, de su relación con el poder.

B. En ese sentido, el funcionamiento tradicional nunca ha hecho ningún análisis,


en la medida en que la interpretación del inconsciente, reduciéndolo a lo masculino, lo
oculta, puesto que el inconsciente tiene algo que ver con lo femenino. En cierto modo,
el análisis que practica la institución, no es tal.

108
Yo no diría eso sin más. Diría que, en determinados puntos -que no son de poca
importancia...-, es reductivo. Que se sitúa paradójicamente en la indiferencia se­
xual, en tanto que, para él, el sexo femenino siempre está determinado en función
de un modelo masculino. Diría que, por desgracia, el psicoanálisis no trae, o ya no
trae la «peste», sino que se adapta demasiado a un orden social,

D. ¿Trabaja usted en el marco psicoanalítico falocrático -freudiano o lacaniano,


qué más da- con la intención de producir otro análisis^ u otro modo de funcionamien­
to analítico que denominaría «análisis-mujer»? ¿O bien trabaja en ese marco al objeto
de producir un tipo de escucha que no reclamaría el nombre de análisis: destruir elfun­
cionamiento analítico ... ?

Podría responder que la cuestión de saber si, en relación con la institución, yo


me sitúo «dentro» o «fuera» no me concierne...
¿Querría acaso «producir un análisis-mujeD>? Sí y no. Digamos, más bien, inten­
tar practicar la escucha y la interpretación del inconsciente de tal suerte que ya no
sean jerarquizadoras desde el punto de vista de la diferencia de los sexos.
Entre las preguntas escritas se encontraba la de saber si continuaría analizando a
hombres. Por supuesto, puesto que lo que intento reintroducir es la diferencia de
los sexos, sin subordinación del otro a lo uno.
¿Destruir el psicoanálisis, me pregunta? Intento más bien analizar una determi­
nada modalidad de su funcionamiento, y a partir de ahí modificar su práctica.

G. ¿Cóm o puede escuchar en tanto que «analista-mujer»? Quiero decir que la es­
cucha analítica, de los analistas hombres o mujeres, se sitúa hasta ahora en el ámbi­
to de la estructura masculina del ver, de la mirada que atraviesa. ¿Mediante qué pro­
blemática, o sintaxis, del silencio, se sitúa usted en condiciones de no «atravesar»?
Dicho de otra m anera: ¿cuál es la franqueza de su oído respecto al oído «masculino»
que «v e»?

Yo creo que no es tanto, o no sólo, una cuestión de «franqueza». Dicho rápida­


mente -y, vistos los problemas de horario, respondo mucho más rápida y alusi­
vamente a todas sus preguntas...-, le diría que ya ha respondido al formular la pre­
gunta... En efecto, en lo que se dice en el análisis, se puede, en la modalidad
tradicional de lo teórico, privilegiar un determinado «visible», que actúa de con­
cierto con la verdad, el sentido propio, etc. Así, pues, mi oído puede ser lo que dis­
crimina, identifica, clasifica e interpreta ese «visible»; puede estar al servicio de una

109
percepción a distancia, y privilegiar lo «bien formado». O bien puede dejarse tocar
de otra manera.

G. ¿«D ejarse tocar de otra manera» significar tocar un lugar que ya no estaría cir^
cunscrito al ámbito de la palabra, del lenguaje en general, del cuerpo? ¿E s la posibili­
dad de dejar que se lleve a cabo una irradiación sobre el conjunto del cuerpo, sobre el
conjunto del lenguaje, hacer que reine ese «otro» sin designarlo?

Si le he entendido bien, sí. Y eso significaría que lo que hay que oír y convocar
es, más bien, otra modalidad de lo «sintáctico»: en el lenguaje y el cuerpo. Añadiría
que, a partir del momento en el que una ya no escucha con un privilegio del senti­
do, de lo bien formado, de lo visible, el propio cuerpo de una, analista -y a este res­
pecto cabría examinar de nuevo lo que se denomina la «neutralidad benévola»...-,
ya no queda preservado por ese tipo de pantalla o de referente. De tal suerte que en­
tra en juego «de otra manera» en la transferencia.

G. Me parece que ese seria el sueño del psicoanálisis.

Bueno, ahora no estoy segura de haber entendido lo que quiere decir...

G. Toda vez que la mascarada se ve reducida a lo «m ism o», ¿lo que se dice fuera de
la mascarada seria lo «otro»?

Es sacar una conclusión algo rápida..., pero creo que, en efecto, de eso se trata.
Se saldría así de una economía escópica dominante, se estaría en mayor medida en
una economía de los flujos.
Si yo redactara un informe de cura, como se suele decir, no lo haría como siem­
pre se ha hecho: mediante el «relato», la disección, la interpretación de la transfe­
rencia del/de la analizante, sino volviendo a poner en escena las dos transferencias.
Ahí se sitúa uno de los envites del poder analítico. Los analistas tienen efectivamen­
te una transferencia. Pero, o se defienden de la misma en la neutralidad benévola, o
en la relación con la teoría ya constituida; o bien no dicen nada al respeao.

G. Lo que significaría que la quiebra se arreglaría con el psicoanálisis de la ley. el


psicoanálisis del hombre...

lio
Cuestión P
¿C uál es el motivo que ha espoleado y sostenido la prosecución de su trabajo?

Soy una mujer. Soy un ser sexuado femenino. Soy sexuada femenina. El modvo de
mi trabajo se encuentra en la imposibilidad de articular ese enundado; en el hecho de que
su producción es de alguna manera insensata, incorrecta, indecente. Bien porque mu­
jer no es nunca atributo de ser, ni sexuado femenino cualidad de ser, bien porque soy
una mujer no se predica de yo; bien porque soy sexuada exduye el género femenino.
Dicho de otra manera, la articulación de la realidad de mi sexo es imposible en el
discurso y por una razón de estructura, eidética. Mi sexo es sustraído, en todo caso
como propiedad de un sujeto, al funcionamiento de la predicación que asegura la
coherencia discursiva.

Así, pues, puedo hablar inteligentemente en tanto que sexuado/a varón (confe­
sándolo o no) o asexuado/a. De lo contrario, entraré en lo ilógico que, proverbial­
mente es atribuido a las mujeres. De esta suerte, todos los enunciados que produci­
ré serán recogidos de un modelo para el que mi sexo está de más -lo que implica un
desajuste constante entre los presupuestos de mi enunciación y mis enunciados, y
que hará además que, imitando lo que no corresponde a mi «idea» o «modelo» (que
no tengo, por lo demás), sea muy inferior a quienes los tendrían en propiedad-o se­
rán ininteligibles conforme al código en vigor. Y, por lo tanto, calificables de anor­
males, e incluso patológicos.

Esa aporía del discurso en lo que atañe al sexo femenino -ya se le considere
como límite de la racionalidad misma, o como impotencia de las mujeres para ha­
blar de manera coherente- plantea una cuestión y provoca incluso una crisis, que
pueden analizarse en distintos dominios regionales, pero que precisan, para ser in­
terpretadas, reconsiderar el discurso maestro: el que prescribe, en última instancia,
la organización del lenguaje, que dicta la ley a los demás y, además, al que se pro­
nuncia sobre los demás: el discurso de ios discursos, el discurso filosófico. Para exa­
minar su dominio sobre la historia, su dominación histórica.

’ Estas tres cuestiones fueron planteadas, explícita o implícitamente, por los miembros del tribu­
nal con motivo de la defensa de una tesis de doctorado de Estado (en la Universidad de Vincennes,
Departamento de Filosofía, el 2 de octubre de 1974).

111
Pero ese dominio filosófico -que constituye la puesta en juego de Espéculo- no
se aborda simplemente de frente, ni simplemente en el interior de lo filosófico mis­
mo. Así, pues, era preciso recurrir a otros lenguajes -sin olvidar lo que ya debían a
lo filosófico-, y aceptar incluso la condición del silencio, de la afasia como síntoma
-histórico-histérico, histérico-histórico-, para que algo de lo femenino como límite
de lo filosófico pueda oírse por fin.

¿C uál ha sido su método en esa investigación?

Cuestión delicada. Porque el método, la vía del conocimiento, ha sido también


acaso lo que siempre ha desviado, descarriado, mediante fraude y artificio, del ca­
mino de la mujer, y ello hasta consagrar su olvido. Esa segunda interpretación del
término método: vía desviada, fraude y artificio, es además su segunda traducción
posible. Para que se reabra el camino de la mujer, particularmente en y por el len­
guaje, era preciso, por lo tanto, señalar cómo el método nunca ha sido tan sencillo
como él mismo declara, cómo el proyecto teleológico, teleológicamente constructor
del que se dota es siempre un proyecto, consciente o no, de desvío, de descarrío y de
reducción, en el artificio de lo mismo, del otro. Esto es, en la mayor de sus generali­
dades en lo que atañe a los métodos filosóficos: de lo femenino.

Así, pues, era preciso destruir, pero, como escribía René Char, con herramientas
nupciales. La herramienta no es un atributo femenino. Pero la mujer puede reutili­
zar las marcas sobre ella, en ella, de la herramienta. Dicho de otra manera: todavía
me faltaba andar de picos pardos * con los filósofos. Que no es una empresa sencilla,..
Porque, ¿qué camino tomar para reintroducirse en sus sistemas tan coherentes?

En un primer momento, tal vez no haya más que uno solo, al que, por lo demás,
está asignada Ja condición femenina; el mimetismo. Pero ese rol mismo es complejo,
puesto que supone prestarse a todo, cuando no a todos. R edoblar cualquier cosa, a
cualquier persona, recibir todas las impresiones, sin apropiárselas, y sin exagerar. Es
decir, no ser más que la posibilidad de que el filósofo (se) refleje. Como la chora pla­
tónica, pero también el espejo del sujeto.

* «Paire la noce», en francés. Nótese el sentido literal de «irse de boda». fN. del T.J

112
Volver a la casa del filósofo exige además poder asegurar el papel de materia
(madre o hermana). Esto es, de lo que siempre comienza de nuevo a alimentar ia es­
peculación, de lo que funciona como recurso -sangre roja de la semejanza-, pero
también como desecho de la reflexión, como rechazo y desplazamiento al exterior
de cuanto se resiste a la transparencia, de la locura.

Andar de picos pardos con el filósofo supone además conservar lo que m puede
reflejarse d el espejo m ism o: su azogue, su brillantez, y por ende los deslumbramien­
tos, los éxtasis. Materia para reproducción, espejo para redoblamiento, ia mujer del
filósofo deberá aún asegurar la garantía de un narcisismo a menudo extrapolado en
una dim ensión transcendental. Desde luego sin decirlo, sin saberlo. Por encima de
todo, ese secreto nunca deberá revelarse. Ese rol sólo es posible gracias a su oculta­
ción última a la prospección: una virginidad incapacitada para la reflexión de sí.
Goce completamente «divino».

La mujer del filósofo deberá además, aunque de modo más secundario, ser bella,
y exhibir todos los encantos de la fem inidad, para entretener a una mirada casi siem­
pre abstraída en contemplaciones teóricas.

Así, pues, esa mujer -y puesto que el discurso filosófico domina la historia en
general-, esa m ujer de todo hom bre está condenada al servicio del «auto» del «fi­
lósofo» bajo todas sus formas. Y, en cuestión de bodas, ella corre cierto peligro de
no ser más que la mediación necesaria de las del filósofo consigo mismo, y con su
semejante.

Si ella puede interpretar tan bien ese papel, si ella no muere en absoluto a cau­
sa del mismo, se debe a que tiene reservas respecto a esa función. A que ella con­
tinúa subsistiendo, de otra manera y en un lugar distinto de aquel en el que imita
tan bien lo que se le pide. A que su «auto» permanece ajeno a toda esa puesta en
escena. Pero, sin duda, es preciso reinterpretarla para acordarse de lo que ésta ha­
brá metabolizado tan bien que ella lo ha olvidado: su sexo. Heterogéneo a toda
esa economía de la representación, pero que, por ese haber permanecido «fuera»,
puede justamente interpretarla. Porque no postula ni el uno, ni lo mismo, ni la re­
producción, ni siquiera la representación. Porque permanece, pues, en un lugar
distinto de esa representación general en ia que no es recuperado sino como otro
de lo m ism o.

Por tal motivo, la mujer significa en efecto, como escribe Hegel, la eterna irom'a
de la comunidad (de los hombres). Con la condición de que no pretenda ser su

113
igual. De que no entre en un discurso cuya sistematicidad se basa en su reducción
en lo mismo.

¿Cuáles son las conclusiones de su trabajo?

Paso, pues, como conclusión, a lo que podría expresarse como proposiciones:

1. Que Freud haya adoptado como objeto de su discurso la sexualidad no implica


forzosamente que haya interpretado cuanto corresponde a la sexuación del discurso
mismo, y especialmente del suyo. El análisis de los presupuestos de la producción del
discurso no es llevada a cabo por él en lo que atañe a la diferencia sexual. O incluso:
las cuestiones que la práctica y la teoría de Freud plantean a la escena de la represen­
tación -cuestiones de lo que ésta reprime bajo la forma de lo que él designa como in­
consciente, de lo que ésta ignora como efectos de sobredeterm'mación, de posteriori­
dad, de «pulsión de muerte», etc., sobre los enunciados del sujeto-, esas cuestiones
no arriban a la de la determinación sexuada de esa escena. A falta de esa interpreta­
ción, el discurso de Freud permanece preso de una economía metafísica.

2. Desde un punto de vista más estrictamente filosófico, cabe preguntarse si la


toma en consideración de la sexuación del discurso no abre a la posibilidad de otra
relación con lo transcendental. Ni simplemente subjetivo, ni simplemente objetivo,
no umVocamente centrado ni descentrado, ni único ni plural, sino como lugar -has­
ta ahora siempre reducido en un ek-tasis- de lo que denominaría: la cópula. Lo que
exige la interpretación del ser como lo que siempre ha (re)cobrado el papel de có­
pula en una econonua discursiva que niega la operación copulativa entre los sexos
en el lenguaje.

3. Ese lugar no puede tener lugar salvo si es reconocida una «especificidad» a lo


femenino en su relación con el lenguaje. Lo que implica otra «lógica» que no sea la
que impone la coherencia discursiva. He mtentado practicar esa otra «lógica» en
la escritura de Espéculo; asimismo, he comenzado a indicar algunos de sus elemen­
tos en «El inevitable volumen». Digamos que esa lógica se negaría a todo cierre o
circularidad del discurso, a toda constitución de archéo de lelos; que privilegiaría lo
«cercano» antes que lo «propio», pero un «cercano» no (re)cobrado en la economía
espacio-temporal de la tradición filosófica; que acarrearía otra relación con la uni­
dad, con la identidad consigo misma, con la verdad, con lo mismo y por ende con la

114
alceridad, con la repetición y, por ende, con la temporalidad; que volvería a atrave­
sar «diferentemente» los pares materia/forma, potencia/acto, etc. De tal suerte que
lo/la otro/a está, para lo femenino, en lo/la uno/a, sin que no obstante pueda haber
igualdad, identidad, subordinación, apropiación,... posible del/de la uno/a en su
relación con el/la otro/a. Se trataría de una economía del intercambio bajo todas sus
modalidades y que todavía no ha sido puesta en juego.
Todo lo cual precisa de una nueva travesía de los procesos de especula(rÍ2 a)ción
que subtienden nuestro funcionamiento social y cultural. En efecto, las relaciones
entre sujetos siempre han recurrido, de manera explícita o más generalmente implí­
cita, al espejo plano, esto es, a lo que privilegia la relación del hombre con su seme­
jante. Un espejo plano siempre habrá subtendido y atravesado de antemano la es­
peculación. ¿Qué efectos de proyección lineal, de circuJarídad de retomo en bucle
sobre el sí (como) mismo, de estallidos en puntos-significantes de identidad habrá
acarreado? ¿Qué «sujeto» volvía, finalmente, a sacar provecho? ¿Qué «otro» se
veía reducido a la función difícilmente representable de lo negativo? Confundida en
ese cristal -incluso en su vacío de reflejos- en el que se proyectaba y se reaseguraba
el desarrollo histórico del discurso. O incluso se veía asignada al papel de «mate­
ria», matriz opaca y silenciosa, reserva para las especula(ríza)cíones venideras, polo
de un determinado par del que no se han terminado de levantar las hipotecas feti­
chistas. Interpretar la intervención del espejo, lo que habrá mantenido como en sus­
penso en un deslumbramiento no reflejado de su brillantez, lo que habrá petrifica­
do con su corte decisivo, lo que habrá paralizado de la fluidez del «otro» (invertido
a su vez, por supuesto), tal es la puesta en juego.

Así, pues, era preciso reexaminar la dominación de lo especular y de lo especu­


lativo sobre la historia, y asimismo -como lo especular es una de las dimensiones
irreductibles del animal hablante- establecer un modo de especularización que per­
mita la relación de la mujer «consigo misma» y con sus semejantes. Lo que supone
la curvatura del espejo, pero también su desdoblamiento y su imposible reapropia­
ción «en el interior» de Ja mente, del pensamiento, de la subjetividad. De ahí la in­
tervención del espéado y del espejo cóncavo, que perturban el montaje de la repre­
sentación conforme a parámetros demasiado exclusivamente «masculinos». Toda
vez que estos excluyen a las mujeres de la participación en los intercambios, salvo
como objetos o posibilidad de transacción entre hombres.

4. Todo lo cual recuerda el envite político -en el sentido restringido o generali­


zado- de este trabajo. El hecho de que la <diberación» de las mujeres predse de una
transformación de lo económico, que pasa forzosamente por la de la cultura, y de su
instancia operante: el lenguaje. Sin esa interpretación de una gramática general d&la

115
cultura, lo femenino nunca habrá tenido lugar en la historia, salvo bajo la modali­
dad de una reserva de materia y de especulación. Y, como ya afirmaba Antígona: en­
tre ella y él, jamás podrá decirse nada.

Cuestión IP

... Aprovechando que usted está dispuesta a «responder» sobre (a si como dej la
«m ujer»...

No puedo responder ni sobre ni de «la» mujer. Si de algún modo aspirara a ese ges­
to -sometiéndome o reivindicándolo-, no habría hecho sino doblegar de nuevo la
cuestión de lo femenino al discurso que la mantiene en la represión, la censura y el des­
conocimiento en el mejor de los casos. Porque, si para mí no se trata de hacer de la mu­
jer el sujeto ni el objeto de una teoría, tampoco es posible subsumir lo femenino bajo
un nombre genérico: la mujer. Lo femenino no puede significarse bajo ningún sentido
propio, nombre propio, concepto, ni siquiera el de mujer. El cual, además, siempre
empleo marcando la ambigüedad de su uso: la/una mujer marca a la vez la posición
exterior de lo femenino respecto a las leyes de la discursividad, y el hecho de que sin
embargo no se trata de remitirlo a alguna dimensión empírica opaca a todo lenguaje.

. . . y que yo estoy aquí sencillamente en calidad de «cuestionante», conforme a la


inversión exacta de la relación socrática. ..

En cuanto a la «inversión exacta de la relación socrática», no puede tratarse de


eso. Aunque es importante evocar su eventualidad, para despedirla. L a inversión,
que significaría también un cambio radical -y de poder-, continuaría jugándose en
el interior de lo mismo, ese mismo establecido por la economía del logos. Para que el
otro, no el alter ego invertido del sujeto «masculino» o su complemento, o su suple­
mento, sino esa otra, mujer, no sea recuperada en sistemas de representación cuyo
proyecto, la teleología, apunta a su reducción en lo mismo, es preciso, desde luego,

■* Planteadas por Philippe Lacoue-Labarthe para preparar la emisión de Dialogues, del 26 de fe­
brero de 1975. Esas cuestiones no se reproducen aquí sino de manera muy parcial y fragmentaria.
«Cuestiones» y «respuestas» fueron objeto de un intercambio epistolar,

116
interpretar todo proceso de inversión, de cambio radical, también como tentativa de
redoblar la exclusión de lo que excede la representaáón: la otra, mujer. Poner a una
mujer en una situación socrática viene a ser asignarle el dominio del discurso. Posi­
ción tradicional del «sujeto masculino». Más exactamente, del «sujeto» como faló-
crata. Q ue toda elaboración «teórica» -pero desde luego habría que reconsiderar
ese estatuto de lo teórico- hecha por una mujer se vea irremediablemente reducida
a esa función, que no sea imaginable que pueda haber otra, muestra suficientemen­
te -p o r si fuera preciso- que la falocracia no ha dejado de recentrarse en un gesto de
apropiación. Q ue lo que hace señas hacia o de un afuera se ve una y otra vez redu­
cido a su poder, y a la circularidad de su economía discursiva.

. . . l a urgencia con la que, para mí, es preciso defender su trabajo, habida cuenta del
tipo de reacciones que ha suscitado, y lo que significan...

En cuanto a lo que significan las reacciones suscitadas por un trabajo como el


mío, pienso que acabo de responder: quien está en posición de dominio no la aban­
dona tan fácilmente, ni siquiera imagina otra, lo que sería ya una forma de «salirse».
Dicho de otra m anera, lo «m asculino» no está dispuesto a compartir la iniciativa del
discurso. Prefiere ejercitarse en hablar, escribir y gozar «mujeD>, antes que dejar a esta
otra algún derecho de intervención, de «acción» en lo que la concierne. Donde lo
que más vedado le está a la mujer es, por supuesto, dar a conocer algo de su goce.
Éste está obligado a seguir siendo un «dom inio» del discurso, producido por los hom­
bres. Puesto que, de hecho, ese goce significa la mayor de las amenazas para ese dis­
curso. Esto es, su más irreductible «exterioridad», «extraterritorialidad».

... habida cuenta, asim ism o, de la posición que ocupa en el campo teórico actual...

La mujer ha funcionado en efecto por regla general como la puesta en juego de


una transacción, no exenta de rivalidad, entre dos hombres, incluso en su paso del
padre al marido. C om o una mercancía que pasa de un propietario a otro, de un con­
sum idor a otro, posible m oneda de cambio entre uno y otro. Y, en los aconteci­
mientos recientes -m i exclusión de Vincennes, por ejemplo, pero no só lo...-, algo
de ese estatuto de lo femenino se ha «jugado» de hecho en ese sentido. A saber: ¿en
qué cam po se sitúa ella? ¿Cuál es su «padre»? ¿Cuál es, entonces, su «nombre pro­
pio»? ¿A quién pertenece? ¿D e qué «familia» o «clientela» es? Si esto no queda cla­
ramente «zan jado», la única manera de mantener la economía establecida es el re­
chazo. D esde luego, las mercancías nunca deberían hablar, y sobre todo no ir solas

117 ■
al mercado... Porque, de resultas de ello, la economía de los imercambios, entre su­
jetos, se ve totalmente subvertida.

• • es lo que implica la entrada de una m ujer en la «teoría de la m ujer» o en


la deconstrucción de la «teoría de la m u jer»?...

Por lo dicho antes no es exacto decir que yo he «entrado» en la «teoría de la mu-


jeD>, ni siquiera simplemente en su «deconstrucción». Porque, en ese mercado, no ten­
go nada que decir. Tan sólo debo sustentar el comercio siendo un objeto de consumo
o de intercambio. Lo que parece difícil e incluso imposible de pensar es que pueda ha­
ber otro modo de intercambio(s) que ya no obedezca a la misma lógica. Sin embargo,
sólo con esa condición algo del lenguaje y del goce de la mujer puede tener efectiva­
mente lugar. Pero «en un lugar distinto» del de su influencia, de su recuperación, en la
economía exclusiva del deseo masculino. Dicho de otra manera, no cabría hablar de la
«entrada» de la/una mujer en cualquier tipo de teoría salvo que ésta se tornara en el
paso «al acto» de la cópula, y no la apropiación de/por el ser. Pero entonces ya no se
trataría ni de entrar ni de teoría. Y todas las reacciones de desprecio, de silencio, de re­
chazo y, ai mismo tiempo, de explotación del «trabajo» de una mujer para encontrar el
lenguaje de su goce, demuestran suficientemente que no es ese precisamente el caso...

.. .¿Por qué hablar (dialogar) aq u í con un hombre, y un hom bre cuyo oficio es más
bien la filo so fía?...

¿Por qué intentar hablar con un hombre? Porque mi deseo no es justamente el de


hacer una teoría de la mujer, sino el de procurar su lugar a lo femenino en la diferen­
cia sexual. Esa diferencia -masculino/femenino- siempre ha funcionado «en el inte-
rioD> de los sistemas representativos, autorrepresentativos, del sujeto (masculino). Y
además estos han producido muchas otras diferencias que parecen articuladas para
suplir a una indiferencia sexual efectiva. Porque un sexo y su falta, su atrofia, su nega­
tivo, no equivale a dos sexos. Dicho de otra manera, lo femenino nunca ha sido defi­
nido sino como reverso o incluso revés, de lo masculino. Así, pues, no se trata ni de
instalarse en esa carencia, ese negativo, aun denunciándolo, ni de dar la vuelta a la
economía de lo mismo haciendo de lo femenino el patrón de la «diferencia sexual»,
sino de intentar practicar esa diferencia. De esta suerte: ¿qué modalidad otra de lec­
tura, de escritura, de interpretación, de afirmación, puede ser la mía en tanto que mu­
jer, respecto a usted, hombre? ¿Es posible que esa diferencia no se vea de nuevo rein­
tegrada en un proceso de jerarquización? ¿D e subordinación de lo otro a lo m ism o?

118
En cuanto a la filosofía, en lo que atañe a la cuestión de la mujer -lo que devuelve
a la cuestión de la diferencia sexual-, es ella la que debe ser interrogada. Salvo para
aceptar ingenuamente -o tácticamente, a veces- limitarse a alguna rcgionalidad, o
alguna marginalidad, que dejan intacto el discurso que dicta la ley a todo otro: e)
discurso filosófico. Así, pues, es el orden filosófico lo que hay que cuestionar, y tras­
tornar, en tanto que oculta la diferencia sexual. Por no haber interpretado suficiente­
mente la influencia del dominio de lo filosófico sobre todo discurso, el psicoanálisis
mismo ha comprometido su teoría y su práctica con el desconocimiento de la dife­
rencia de los sexos. Práctica y teoría psicoanalíticas ponen, desde luego, en tela de
juicio la discursividad filosófica, pero serían suscepribles de verse en buena medida
reintegradas nuevamente a aquella -lo son, por lo demás-, aunque solo fuera en la
«cuestión» de la sexualidad femenina. Así, porque el psicoanálisis constituye aún un
enclave posible de lo filosófico y al mismo tiempo porque, en tanto que mujer, no
puedo aceptarlo, me resisto a esa reapropiación, y deseaba que ese «diálogo» tuviera
lugar con un hombre filósofo, hombre que además está interesado en la teoría psi-
coanalítica, en la cuestión de la mujer y, por supuesto, en la de la apropiación,

...¿C u á l es e l sign ificado de ese gesto respecto a todo lo que puede denominarse
hoy, por distin tos m otivos, «m ovim iento de liberaáón de la m ujer»? ¿Por qué esa rup­
tura del «m ujeres-entre-ellas»?

¿El significado de este gesto respecto a los movimientos de liberación de la mu­


jer? Digamos que, a primera vista, puede entenderse como una ruptura, como usted
dice. Ello significaría que el hecho empírico de permanecer siempre entre mujeres
sería necesario, e incluso suficiente, para estar políticamente en el campo de la «li­
beración de la mujer»... ¿Y no sería acaso mantener una lógica idealista plantear la
alternativa en esos términos: o con los hombres, donde las mujeres no serán más
que objetos, imágenes, ideas, de un sensible por/para ellos apropiado, o -¿pero no
corre esto el riesgo, al final, de ser lo mismo?- las mujeres permanecen entre ellas?
Lo que no quiere decir que no tengan necesidad de hacerlo. En particular por tácti­
ca política. Las mujeres -puesta en juego de la propiedad privada, de la apropiación
por/para el discurso- siempre han sido colocadas en posición de rivalidad de unas
contra otras. Así, pues, era obligado para la eficacia de sus luchas que constituyan
un lugar del «entre-ellas». Lugar de «toma de conciencia» individual y colectiva de
la opresión específica de las mujeres, lugar de «reconocimiento» posible del deseo
de las mujeres, de unas por las otras, lugar de su reagrupación. Pero, para mí, ese lu­
gar correría el peligro de ser una utopía de la inversión de la historia, sueño de rea­
propiación del poder -especialmente fálico- por parte de las mujeres si se encerra-

119
ra en el círculo de sus reivindicaciones, e incluso de sus deseos. Lo que imitaría, por
otra parte, -de tal suerte que las mujeres permanecen en la función que les es asig­
nada-, la sociedad de los hombres entre ellos. ¿Salvo que las mujeres podrían pres­
cindir de los hombres para elaborar su sociedad?
Así, pues, la «ruptura» de la que habla -y que, para mí, no es tal- parece también
tácticamente necesaria, por dos razones al menos: 1) Las mujeres no pueden traba­
jar en la cuestión de su opresión sin análisis e incluso sin práctica de las institucio­
nes, instituciones dominadas por hombres. 2) Lo que suscita dudas -¿fundamenta­
les?- para lo femenino, de donde se desprende la necesidad y la eficacia de aferrar
las cosas por ese lado, es el funcionamiento de la lógica discursiva. Y, por ejemplo,
en sus oposiciones, y esquicias, entre empírico y transcendental, sensible e inteligi­
ble, materia e idea, etc. Esa estructura jerárquica siempre ha colocado a lo femenino
en posición de inferioridad, de explotación y de exclusión respecto al lenguaje.
Pero, al mismo tiempo -si se me permite decir.. consagraría el carácter impracti­
cable de la relación sexual. De tal suerte que ésta equivale a la auto-afección del
hombre por la mediación de lo femenino apropiado en su lenguaje. Donde lo inver­
so no es «verdad». Así, pues, es preciso volver sobre el carácter «propio» del len­
guaje. Para analizarlo no sólo en su doble movimiento de apropiación-desapropia­
ción respecto al sujeto exclusivo masculino, sino también en lo que permanece
mudo, y privado de posibilidad de «autoafección», de «autorrepresentación» para
lo femenino. Si, a los hombres entre ellos, la única respuesta es las mujeres entre
ellas, lo que subtiende el funcionamiento de la lógica de la presencia, del ser, de la
propiedad -lo que de tal suerte mantiene el borrado de la diferencia de los sexos-
corre cierto riesgo de perpetuarse e incluso de reforzarse. Antes que mantener la
oposición masculino/femenino, convendría encontrar una posibilidad de articula­
ción no jerárquica de esa diferencia en el lenguaje. De ahí lo que usted llama la rup­
tura de las «mujeres-entre-ellas», donde esa ruptura es otro tanto necesaria en lo
que atañe a los «hombres-entre-ellos», aunque sea más difícil de obtener en tanto que
ese estado de cosas sostiene las formas actuales de su poder.

...n o se puede dejar de concluir, al menos respecto a esto, que su preocupación prin­
cipal es lú de evitar una posición ingenua de la «cuestión de la mujer». Es decir, por
ejemplo, una inversión lisa y llana de la posición masculina de la cuestión (una inver­
sión lisa y llana del «falogocentrismo», etc.).

De hecho, me parece que ya he «respondido» a esa cuestión. Respondiendo a las


cuestiones anteriores, y escribiendo Espéculo. Que no es, evidentemente, un libro
sobre la mujer, y menos aún, aunque así pueda pensarse e incluso proyectarse como

120
esperanza de inversión de los valores; un «ginecocenirismo reflexivo», un «lugar de
monopolización de lo simbólico» en beneficio de una o de varias mujeres. Ingenui­
dad que olvida que no puede articularse nada de un lugar femenino sin una interro­
gación de lo simbólico mismo. Pero de la inversión no se sale como si tal cosa. No se
sale especialmente creyendo poder ahorrarse la interpretación rigurosa del falogo-
craüsmo. Fuera del cual no hay un salto simple que sea practicable, m posibilidad de
situarse, por el solo hecho de ser mujer. Y si en Espéculo he intentado una nueva tra­
vesía del imaginario «masculino», es decir, nuestro imaginario cultural, lo he lleva­
do a cabo porque era algo obligado, para indicar su «afuera» posible y para situar­
me en relación a aquel en tanto que mujer; estando a la vez implicada en el mismo y
al mismo tiempo excedente/excesiva. Pero de ese exceso, por supuesto, hago la po­
sibilidad de la relación sexual, y no de una inversión del poder fálico. Y por ese ex­
ceso, «en primer lugar» río. ¿Primera liberación de una opresión secular? ¿No es
acaso lo fálico la seriedad del sentido? La mujer, y la relación sexual, ¿lo exceden tal
vez «en primer lugao> con la risa?

Por otra parte, entre ellas las mujeres empiezan riendo. Escapar de la inversión
lisa y llana de la posición masculina es, en todo caso, no olvidarse de reír. No olvidar
que la dimensión del deseo, del placer, es intraducibie, irrepresentable, ilocalizable,
en la «seriedad» -la adecuación, la univocidad, la verdad...- de un discurso que
pretende decir su sentido. Con independencia de que sea pronunciado por hom­
bres o por mujeres. Lo que no significa afirmar que haya que terminar diciendo
cualquier cosa, sino que el decir verdadero constituye la prohibiáón del goce de la
mujer, y por ende de la relación sexual. La recuperación de su, de la potencia en el
poder legislador del discurso. Por otra parte, en ese lugar se sitúa, hoy, el envite más
virulento de la opresión de la mujer: los hombres quieren conservar la iniciativa del
discurso sobre ella y por ende también su goce.

Cuestión III^
¿Puede decirnos algo de su trabajo en relación con el movimiento de liberación de
las mujeres?

’ Cuestión planteada por Hans Reitzeis Forlag y Fredrick Engclstad con motívo de una entrevista
(publicada por la editorial Fax, en Oslo).

121
Antes de intentar responderle, quisiera precisar dos cosas:

- la primera es que no puedo decirles lo que sucede en el movimiento de libera­


ción. Aun admitiendo que quiera responder a su pregunta, lo que sucede en el mo­
vimiento de liberación de las mujeres no puede sobrevolarse, describirse, relatarse
sin más «desde el exterior».

- la segunda es que prefiero hablar, en plural, de los movimientos de liberación


de las mujeres. En efecto, los grupos y las tendencias en las luchas de las mujeres
son hoy múltiples, y reducirlas a un movimiento corre el peligro de comportar fe­
nómenos de jerarquización, reivindicaciones de ortodoxia, etcétera.

Volviendo a mi trabajo: intento, como ya he indicado, atravesar de nuevo el ima­


ginario masculino, interpretar cómo nos ha reducido al silencio, al mutismo, o al
mimetismo, y trato, a partir de ahí y al mismo tiempo, de (re)cobrar un espacio po­
sible para el imaginario femenino.
Pero, endentemente, no es un trabajo sencillamente «individual». Una larga his­
toria ha colocado a todas las mujeres en la misma condición sexual, social, cultural.
Con independencia de las desigualdades que existan entre las mujeres, éstas sufren
todas, aun cuando no se den cuenta claramente, la misma opresión, la misma explo­
tación de sus cuerpos, la misma negación de su deseo.
Por tai motivo es muy importante que las mujeres puedan reunirse, y reunirse
«entre ellas». Para comenzar a salir de los lugares, de los roles, de los gestos que les
han sido asignados o enseñados por la sociedad de los hombres. Para amarse entre
ellas, mientras que los hombres han organizado de fa d o la rivalidad entre mujeres.
Para descubrir otra forma de «socialidad» distinta de la que siempre les ha sido im­
puesta. El principal envite de los movimientos de liberación es hacer que cada mu­
jer tome «conciencia» de lo que ha sentido en su experiencia personal, es una con­
dición compartida por todas las mujeres, lo que permite politizar esa experiencia.

Ahora bien, ¿qué quiere decir aquí «política»? No hay, todavía, una «política de
las mujeres», al menos en sentido lato. Y, si llega a existir en un día cercano, será
muy diferente de la política instituida por los hombres. Porque las cuestiones plan­
teadas por la explotación del cuerpo de las mujeres desbordan los envites, los es­
quemas y, por supuesto, los «partidos» de la política conocida y practicada hasta
hoy. Esto no impide, evidentemente, que los partidos políticos quieran «recuperar»
la cuestión de las mujeres, concediéndolas un lugar en sus filas, con vistas a alinear­
las -una vez m ás...- en sus «programas», con los cuales, casi siempre, ellas no tie­
nen nada que ver, en el sentido de que no se toma en consideración su explotación

122
específica. En efecto, la explotación de las mujeres no constituye una cuestión regio­
nal, en el interior de lo político, y que concerniría tan sólo a un «grupo» de la po­
blación, o una «parte» del «cuerpo» social. Cuando las mujeres quieren salir de la
explotación, no sólo destruyen algunos «prejuicios», perturban todo el orden de los
valores dominantes: económicos, sociales, morales, sexuales. Ponen en tela de juicio
toda teoría, todo pensamiento, todo lenguaje existente, en tanto que monopoliza­
dos en exclusiva por los hombres. Interpelan al fundamento mismo de nuestro orden
social y cultural, cuya organización ha sido prescrita por el sistema patriarcal.
El fundamento patriarcal de nuestra socialidad es, de hecho, reintegrado por la
política de hoy, aunque sea de «izquierda». Hasta hoy, en efeao, e l marxismo se ha
oatpado muy poco de los problem as de explotación específica de las mujeres y las lu­
chas de las m ujeres parecen, por regla general, m olestar a los m arxistes. Mientras que
esas luchas podrían interpretarse con la ayuda de esquemas de análisis de la explo­
tación social a la que apelan precisamente sus programas políticos. Con la condi­
ción, sin embargo, de utilizar de manera diferente esos esquemas. Pero hasta hoy
ninguna política ha examinado su relación con el poder falocrático.

Concretamente, eso quiere decir que las mujeres deben, por supuesto, continuar
luchando por la igualdad de salarios, de los derechos sociales, contra la discrimina­
ción en los empleos, los estudios, etc. Pero esto no es suficiente: mujeres sencillamen­
te «iguales» a los hombres serían «como ellos», y por ende no mujeres. Una vez más,
la diferencia de los sexos se vería de tal suerte anulada, ignorada, recubierta. Así,
pues, es preciso inventar, entre mujeres, nuevas modalidades de organización, nuevas
formas de lucha, nuevas protestas. Los distintos movimientos de liberación ya han co­
menzado a hacerlo, y se perfila una «internacional» de las mujeres. Pero, también en
este caso, es preciso innovar: la instirución, la jerarquía, la autoridad -es decir, las for­
mas existentes de lo pofitico-, son asunto de los hombres. No los nuestros.

Ello explica algunas dificultades con las que se han topado los movimientos de
liberación. Si las mujeres se dejan atrapar por la trampa del poder, por el juego de la
autoridad, si se dejan contaminar por el funcionamiento «paranoico» de la política
masculina, ya no tienen nada que decir ni que hacer en tanto que mujeres. Por eso
una de las tareas, hoy en Francia, consiste en intentar reagrupar a las distintas ten­
dencias del movimiento en un determinado número de temas y de acciones especí­
ficas precisas: la violación, el aborto, la impugnación del privilegio del apellido del
padre en caso de decisión jurídica para saber «a quién pertenecen» los hijos, la par­
ticipación con plenos derechos de las mujeres en las decisiones y en el ejercicio le­
gislativo, etc, Pero todo esto no debe esconder que las mujeres reivindican sus de­
rechos para que sobrevenga su diferencia.

123
Por mi parte, me niego a dejarme encerrar en un único «grupo» de los movimien­
tos de liberación de las mujeres. Sobre todo si éste cae en la trampa del ejercicio del
poder, si pretende determinar la «verdad» de lo femenino, legislar sobre lo que es «ser
mujer», e instar un proceso a las mujeres que tuvieran objetivos inmediatiunente dife­
rentes de los suyos. Pienso que lo más importante es poner de manifiesto la explota­
ción común a todas las mujeres y encontrar las luchas que convienen a cada mujer, allí
donde esté: con arreglo a su país, su oficio, su clase social, a lo \avido sexualmente, es
decir, la forma de opresión que le resulta más inmediatamente insoportable.

Cuestión IV^
¿C uál es su proyecto docente?

Para escenificar la puesta en juego del trabajo, volveré a empezar por la figura de
Anügona: en Sófocles, en Hólderlin, en Hegel, en Brecht. Intentaré analizarlo queso-
porta -sostiene- Antígona en el funcionamiento de la ley. Cómo ella torna manifiesto,
enfrentándose al discurso que dicta la ley, el apuntalamiento subterráneo que ella con­
serva, esa otra «cara» del discurso que entra en crisis cuando ella sale a plena luz. De
ahí su remisión a la muene, su «entierro» en el olvido, la represión -¿la censura?- de
los valores que ella representa para la Ciudad: relación con lo «divino», con lo in­
consciente, con la sangre roja (que debe alimentar la semejanza, pero sin desentonar),
¿Por qué, pues, el veredicto del Rey, de la Ciudad, del Saber, de la discursividad
-pero también de sus hermanos, de sus hermanas- ha sido siempre condenarla a
muerte para asegurar su poder? ¿Hay que ver en esa sanción los efectos de una épo­
ca histórica? ¿O las necesidades constituyentes de la racionalidad? ¿Hasta qué punto
son éstas cuestionables en la actualidad, e incluso provocan ima crisis?

¿Cuál es la posición del discurso psicoanalítico respecto a esta cuestión, a esta


crisis? Si permite interpretar más rigurosamente su puesta en juego, ¿concede un es-*

* Esta cuestión fue, inusitadamente planteada a los/as docentes del Departamento de Psicoanáli­
sis de la Universidad de Vincennes antes de su «remodelación» en el otoño de 1974. Una comisión de
tres miembros designados por J. Lacan me escribió que el proyecto «no había podido ser aceptado»,
sin más e.xpLcaciones. Docente en el departamento desde la creación de la Universidad de Vincennes,
como resultado de ello fui suspendida de mi docencia. Estas precisiones estarían de más si no se diera
una versión contraria a los hechos tanto en Francia como en el extranjero.

124
tatuto otro a l deseo fem enino? ¿Un lenguaje otro a la mujer respecto al de la histéri­
ca, que constituye materia de la especulación?
Estas cuestiones guiarán una relectura del discurso psicoanalítico sobre la sexua­
lidad femenina, y con mayor motivo sobre la diferencia de los sexos y su antcula-
ción en el lenguaje.

Esto podría reformularse de la siguiente manera: el discurso del psicoanálisis


hace una repetición-interpretación de la función históricamente asignada a la mujer.
Era preciso, en efecto, un discurso que tenga su puesta en juego en la sexualidad
misma para que lo que funcionaba como condición de posibilidad del discurso filo­
sófico, de la racionalidad en general, se dé a entender.

Si, además y al mismo tiempo, se tienen en cuenta las aportaciones de la ciencia del
lenguaje -pero también sus aportas-, se nos devuelve al problema de la enunciación
en la producción del discurso, A lo que ésta habla del inconsciente, pero también a
la cuestión: ¿qué sucede con los efectos de sexuación sobre el discurso? Esto es: ¿la di­
ferencia se m anifiesta en elfuncionamiento del lenguaje, y cómo? Así, pues, se trata de
interrogar los textos del discurso psicoanalítico para leer lo que enuncian -y cómo-
acerca de la sexualidad femenina, y con mayor motivo de la diferencia sexual.

Esa lectura es de nuevo una releccura interpretante-habida cuenta de la toma en


consideración del inconsciente y de su economía- del discurso filosófico. Pero, toda
vez que éste ha dado las leyes del orden del discurso, se impone una nueva travesía
de sus momentos decisivos y del estatuto concedido a lo femenino en la sistematici-
dad discursiva para que la interpretación psicoanalttica no vuelva a caer bajo las nor­
mas de la discursividad filosófica. Especialmente en lo que atañe a la función que ase­
gura lo «otro»: en su mayor generalidad, lo femenino. Donde la puesta en juego es;
¿cómo desprender lo otro -mujer- de lo otro de lo mismo?

La filosofía, en tanto que discurso de los discursos, también ha regulado -en


buena medida- el de la ciencia. Desde ese punto de vista, el retraso histórico de una
matem atización de los fluidos respecto a la de los sólidos remite al mismo tipo de pro­
blema: ¿por qué la mecánica de los sólidos ha prevalecido sobre la de los fluidos, y
qué complicidad mantiene ese orden de las cosas con la racionalidad? (Cfr. «La
“mecánica” de los fluidos».)

¿Qué sobreviene para la mujer a partir de esa racionalidad dominante? Sino la


«amujer» [l'«afem m e»], «la mujer no existe» (J. Lacan). Algo que finalmente da a en­
tender claramente el discurso psicoanalítico.

125
El mercado
VIII de las mujeres

La sociedad que conocemos, lo que constituye nuestra cultura, se basa en el in­


tercambio de las mujeres. Sin el intercambio de las mujeres, volveríamos a caer -di­
cen- en la anarquía (?) del mundo natural, en lo aleatorio (?) del reino animal. Así,
pues, lo que asegura el paso al orden social, al orden simbólico, al orden a secas, es
que los hombres, o los grupos de hombres, pongan en circulación entre ellos a las
mujeres; regla conocida con el nombre de prohibición del incesto.
Con independencia de la forma famiJista que puede cobrar esa prohibición en
un determinado estado de la sociedad, su significado alcanza a todas ellas. Ase­
gura lo que es nuestro fundamento del orden económico, social y cultural desde
hace siglos.
¿Por qué intercambiar mujeres? Porque son «bienes enrarecidos y esenciales
para la vida del grupo», afirma el antropólogo. ¿Por qué ese carácter de rarefacción,
habida cuenta del equilibrio biológico entre nacimientos de hombres y de mujeres?
Porque <da tendencia pohgama profunda, cuya existencia cabe admitir en todos los
hombres, hace que siempre parezca insuficiente el número de mujeres disponibles.
Y aunque las mujeres sean numéricamente equivalentes a los hombres, no todas son
igualmente deseables, de tal suerte que, por definición, las mujeres deseables son una
minoría» (Levi-Strauss, Estri4Cturas elementales del parentesco).
¿Los hombres son todos igualmente deseables? ¿Las mujeres no tienen ninguna
tendencia a la poligamia? Preguntas que no se formula el antropólogo honesto. A
fortiori: ¿por qué los hombres no son objeto de intercambio entre las mujeres? Por­
que los cuerpos de las mujeres aseguran -con su uso, su consumo, su circulación- la
condición de posibilidad de la socialidad y de la cultura, pero siguen siendo una
«infraestructura» desconocida de su elaboración. La explotación de la materia se­

127
xuada mujer es tan constitutiva de nuestro horizonte sociocultural que no puede
encontrar su interpretación en el interior de éste.

Dicho de otra manera una vez más: todos los sistemas de intercambios que orga­
nizan las sociedades patriarcales y todas las modalidades de trabajo productivo que
en éstas son reconocidas, valorizadas y retribuidas son asunto de hombres. Mujeres,
signos, mercancías, son siempre remitidas para su producción al hombre (cuando un
hombre compra una hija, «paga» al padre o al hermano, no a la madre...), y pasan
siempre de un hombre a otro, de un grupo de hombres a otro grupo de hombres. De
esta suerte, se supone que la fuerza de trabajo siempre es masculina, y los «produc­
tos» son objeto de uso y de transacciones exclusivamente entre los hombres.

Lo que significa que la posibilidad de nuestra socialidad, de nuestra cultura,


¿viene a ser un monopolio hombro-sexual? La ley que ordena nuestra sociedad es la
valorización exclusiva de las necesidades-deseos de los hombres y de los intercam­
bios entre ellos. Lo que el antropólogo designa como el paso de la naturaleza a la
cultura equivale, pues, a la instauración del imperio de la hom(br)o-sexualidad. No
en una práctica «inmediata», sino en su mediación «social». Entonces, las socieda­
des patriarcales podrían interpretarse como sociedades que funcionan conforme a
la modalidad de la «apariencia». Al valor de las relaciones de (re)producción mate­
rial, natural y corporal, éstas sobreañaden, incluso substituyéndolo, el valor de las
producciones simbólicas e imaginarias.
En esa nueva matriz de la Historia, en la que el hombre engendra al hombre
como su semejante, la mujer, la hija, la hermana no valen sino en la medida en que
sirven de posibilidad y de puesta en juego de relaciones entre hombres. Su uso y su
comercio subtienden, conservan el reino de la hom(br)o-sexualidad masculina, a la
par que mantienen ésta en especulaciones, juegos de espejos, identificaciones, apro­
piaciones más o menos rivales, que difieren su práctica real. Reinante en todas par­
tes, pero de uso prohibido, la hom(br)o-sexualidad se juega a través de los cuerpos
de las mujeres, materia o signo, y hasta ahora la heterosexualidad no es más que una
coartada para la buena marcha de las relaciones del hombre consigo mismo, de las
relaciones entre hombres. Cuya «endogamia sociocultural» excluye que participe
esa otra tan ajena al orden social: la mujer. La exogamia exige sin duda que se salga
de la propia familia, de la propia tribu, del propio clan, para realizar alianzas. Sin
embargo, no tolera el matrimonio con poblaciones demasiado lejanas, demasiado
exteriores respecto a las regias culturales en vigor. De esta suerte, una endogamia
sociocultural prohibiría el comercio con las mujeres. Los hombres hacen comercio
de ellas, pero sin intercambiar con ellas. En la medida en que la exogamia represen­
ta una puesta en juego económica, ¿tal vez llega incluso a subtender la economía en

128
cuanto tal? El intercambio de las mujeres como bienes acompaña y estimula los in­
tercambios de otras «riquezas» entre los grupos de hombres. De esta suerte, la eco­
nomía, en sus sentidos tanto estricto como general, tal y como está establecida en
nuestras sociedades exige que las mujeres se presten a la alienación en el consumo y
a los intercambios sin participación en los mismos, y que los hombres queden exen­
tos del uso y de la circulación como mercancías.

Así, pues, el análisis que Marx lleva a cabo de la mercancía como forma elemen­
tal de la riqueza capitalista puede entenderse como una interpretación del estatuto
de la mujer en las denominadas sociedades patriarcales. Su organización y el traba­
jo de lo simbólico que la funda -cuyo instrumento y representante es el nombre
propio: del padre, de Dios- contienen, en germen, los desarrollos que Marx define
como característicos de un régimen capitalista: sumisión de la «naturaleza» a un
«trabajo» del hombre que la constituye de tal suerte en valor de uso y de cambio; di­
visión del trabajo entre productores-propietarios privados que intercambiarían en­
tre ellos sus mujeres-mercancías, pero también entre productores y explotadores o
explotados del orden social; calibrado de las mujeres conforme a nombres propios
que determinan sus equivalencias; tendencia a acumular las riquezas, esto es, a que
los representantes de los nombres más «propios» -los jefes- capitalizan más muje­
res que los demás; progresión del trabajo social de lo simbólico hacia una abstrac­
ción cada vez mayor; etcétera.
Ciertamente, los medios de producción han evolucionado, las técnicas se han de­
sarrollado, pero parece que, tan pronto como el hombre-padre ha visto asegurado
su poder reproductor y ha marcado con su nombre sus productos -esto es, desde el
origen de Ja propiedad privada y de la familia patriarcal-, tiene lugar la explotación
social. Dicho de otra manera, todos los regímenes sociales de la «Historia» funcio­
nan sobre la explotación de una «clase» de productores: las mujeres. Cuyo valor de
uso reproductivo (de hijos y de fuerza de trabajo) y cuya constitución como valor
de cambio aseguran el orden simbólico en cuanto tal, sin que, por ese «trabajo», sean
susceptibles de ser retribuidas en esa moneda. Lo que implicaría un doble sistema
de intercambios, esto es, un estallido de Ja monopolización del nombre propio (y de
cuanto significa como poder de apropiación) por parte de los hombres-padres.

Así, pues, habrá una repartición del cuerpo social en sujetos productores que ya
no funcionan como mercancías debido a que sirven de patrón de éstas, y en objetos-

129
mercancías que aseguran la circulación de los intercambios sin participar como su­
jetos en los mismos.

Del análisis del valor por parte de Marx recuperaremos aquí algunos puntos*
que parecen describir el estatuto social de las mujeres.

La riqueza equivale a que el uso de las cosas se vea relegado en provecho de su


acumulación. <>Aque e l u so d e la s m u jeres se a m en os im p o rtan te q u e su n úm ero}
Desde luego, poseer una mujer le resulta indispensable al hombre por el valor de
uso reproductivo que ella representa, pero su deseo es el de tenerlas a todas. De
«acumularlas» a todas, en la enumeración de sus conquistas, seducciones, posesio­
nes, sucesivas y a la vez sumables: como patrón(es).
¿Todas, menos una? Porque, si se pudiera cerrar la serie, el valor -como escribe
Marx- correría el riesgo de estar en la relación entre ellas y no en la relación con un
patrón que no deja de ser externo. Oro o falo.
Así, pues, el uso de las mujeres es menos valioso que su apropiación una a una.
Y su «utilidad» no es lo que más cuenta. Las «propiedades» del cuerpo de las mu­
jeres no son lo que determina su precio. Sin embargo, constituye el soporte material
de éste.
Pero, cuando se las intercambia, debe hacerse ab strac c ió n de ese cuerpo. Esa
operación no puede tener lugar en función de un valor intrínseco, inmanente a la
mercancía. Sólo es posible en una relación de igualdad de dos objetos -de dos mu­
jeres- con un tercer término que no es ni uno ni otro. De esta suerte, las mujeres no
son intercambiadas en tanto que «mujeres», sino en tanto que son reducidas a algo
que sería común a ellas -su cotización en oro, o falo- y respecto a lo cual ellas re­
presentarían un más o un menos. No un más o un menos de cualidades femeninas,
evidentemente. Abandonadas éstas eventualmente a las necesidades del consumi-

* Estas notas constituyen el anuncio de los puntos que serán desarrollados en un próximo texto.
Todas las citas están sacadas de Capital, Libro I, capítulo I, traducción de Roy [ed. cast.: El Capital,
Madrid, Akal, 2000]. ¿Se objetará que esa interpretación es de carácter analógico? Acepto la pregun­
ta, siempre que se plantee también, y en primer lugar, al análisis que Marx hace de la mercancía. Aris­
tóteles. «un gigante dej pensamiento», según Marx, ¿no determinaba la relación de la forma con la ma­
teria mediante una analogía con la de lo masculino y lo femenino? De esta suerte, volver a la cuestión
de la diferencia de los sexos viene a ser, más bien, una nueva travesía del analogismo.

130
dor, la m ujer vale en el m ercado en función de una única cualidad: la de ser un pro­
ducto del «tra b a jo » del hom bre.
En calidad de tales, cada una se asemeja completamente a la otra. Todas ellas tie­
nen la misma realidad fantasmática. Metamorfoseadas en sublim ados idénticos,
muestras del mismo trabajo indistinto, todos esos objetos ya no manifiestan más que
una sola cosa; que en su producción una fuerza de trabajo humano ha sido consu­
mida, que es trabajo acumulado. En tanto que cristales de esa sustancia social co­
mún, ellas son consideradas valor.

Com o m ercancías, las m ujeres son dos cosas a la vez. objetos de utilidad y portadoras
de valor. «A sí, pues, ellas sólo pueden entrar en la circulación en la medida en que se
presentan bajo una doble forma, su forma de naturaleza y su forma de valor.»
Pero <da objetividad de las mercancías en cuanto valores se diferencia de mis-
tress Quickly en que no se sabe por dónde agarrarla». L a mujer, objeto de intercam­
bio, difiere de la m ujer, valor de uso, en que no se sabría por dónde agarrarla, porque
«en contradicción directa con la objetividad sensorialmente grosera del cuerpo de
las mercancías, ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su objetividad
en cuanto valores. D e ahí que, por más que se dé vuelta y se manipule una mercan­
cía cualquiera, resultará hiasequible en cuanto cosa que es valoo), El valor de una
mujer siempre se escapa: continente negro, agujero en lo simbólico, falla en el dis­
curso... Sólo en la operación del intercambio entre mujeres algo -enigmático, des­
de luego- puede presentirse. A sí, pues, la m ujer no tiene más valor que el de poder
intercam biarse. En el paso de una a otra, existe finalmente otra cosa además de la
utilidad eventual de «la objetividad sensorialmente grosera de su cuerpo». Pero ese
valor no se encuentra, no se reconoce, en ella. Ella no es más que su calibrado res­
pecto a un tercer término que permanece exterior, y que permite compararla con
otra mujer, que le permite tener relación con otra mercancía en función de una
equivalencia que no deja de ser ajena a una y otra.
A sí, pues, las m ujeres-m ercancías están som etidas a una esquicia que las divide en
utilidad y valor de cambio; en cuerpo-materia y envoltura preciosa pero impenetra­
ble, inaferrable e inapropiable por parte de ellas; en uso privado y uso social.

Para tener un valor relativo, una mercancía debe ser colocada frente a otra mer­
cancía que le sirva de equivalente. Su valor nunca se descubre en ella. Y que valga
más o menos no depende de ella, sino que procede de aquello a lo que puede equi­
valer. Su valor le es transcendente, sobrenatural, ek-stático.
D icho de otra m anera, para la mercancía, no hay espejo que la duplique en ella y
su «p ropio» reflejo. La mercancía no se refleja en otra, como el hombre en su seme­
jante. Porque lo mismo reflejado cuando se trata de mercancías no es «su» mismo,

131
no tiene nada de sus propiedades, sus cuaJidades, «su piel y sus pelos». Ese mismo
no es más que una medida que expresa el carácter fab ricad o de la mercancía, Su
trans-formación por el «trabajo» (social, simbólico) del hombre. El espejo que en­
vuelve y pasma a la mercancía especulariza, especula el «trabajo» del hombre. Las
m ercancías, las m ujeres, son espejo de valor d e/para e l hom bre. A tal objeto, ellas le
ceden sus cuerpos como soporte-materia de especularización, de especulación.
Ellas le ceden su valor natural y social como lugar de huellas, de marcas y de espe­
jismo de su actividad.

Así, pues, las mercancías entre ellas no son ni iguales, ni semejantes, ni diferen­
tes. Sólo lo devienen en tanto que calibradas por y para el hombre. Y la prosopope­
ya de la relación de las m ercancías entre ellas es una proyección mediante la cual los
productores-intercambiadores les hacen reinterpretar ante ellos sus operaciones de
especula(riza)ción. Es olvidar que para reflejar(se), especular(se), hay que ser «su ­
jeto», y que la materia puede servir de soporte de especulación, pero no puede en
modo alguno especularse a sí misma.
De esta suerte, desde la relación de equivalencia más sencilla entre mercancías
-a partir del intercambio posible de las mujeres-, todo el enigma de la forma mone­
da -de la función fáLca- está en germen. A saber: la apropiación-desapropiación
por el hombre, para el hombre, de la naturaleza y de sus fuerzas productivas, en
tanto que un determinado espejo divide, disfraza ahora la naturaleza y el trabajo.
Las mercancías producidas por el hombres están dotadas, por obra de éste, de un
narcisismo que engaña a la seriedad de la utilidad, del uso. El deseo, desde el inter­
cambio, «pervierte» la necesidad. Pero esa perversión será atribuida a las mercan­
cías y a sus supuestas relaciones. Cuando lo cierto es que no pueden tenerlas sino
desde d punto de vista de terceros especuladores.

La economía del intercam bio -d e l d eseo- es un asunto de hom bres. Por dos moti­
vos: el intercambio tiene lugar entre sujetos masculinos, d intercambio exige un
plus sobreañadido al cuerpo de la mercancía, plus que le da una forma valiosa. Ese
plus ésta lo encontrará -escribe M arx- en otra mercancía, cuyo valor de uso se tor­
naría, a partir de entonces, en patrón de valor.
Pero ese plus del que gozaría una de las mercancías podría variar: «del mismo
modo que no pocos hombres importan más si están embutidos en una chaqueta con
galones que fuera de la misma», o incluso «que el individuo A no puede conducirse
ante d individuo B como ante el titular de la majestad sin que para A, aJ mismo
tiempo, la majestad adopte la figura corporal de B y por consiguiente, cambie de fi­
sonomía, color d d cabello y muchos otros rasgos más». Así, pues, las mercancías
-«co sas» producidas- tendrían d respeto del galón, de la majestad, de la autoridad

132
paterna. E incluso: de Dios. «En su igualdad con la chaqueta se manifiesta el carác­
ter de ser valor del lienzo, tal y como el carácter ovejuno del cristiano se revela en su
igualdad con el cordero de D ios.»
D e esta suerte, la mercancía tiene el culto del padre, y no para hasta asemejarse,
imitar a aquel que hace las veces de éste. La mercancía obtiene su valor de esa se­
mejanza, de la imitación de lo que representa la autoridad paterna (para los hom­
bres). Pero los productores-intercambiadores hacen portadoras a las mercancías de
ese abuso de autoridad. «Com o vemos, todo lo que antes nos había dicho el análisis
del valor mercantil nos lo dice ahora el propio lienzo, no bien entabla relación con
otra mercancía, la chaqueta. Sólo que el lienzo revela sus pensamientos en el único
idioma que domina, el lenguaje de las mercancías. Para decir que su propio valor lo
crea el trabajo, el trabajo en su condición abstracta de trabajo humano, dice que la
chaqueta, en la medida en que vale lo mismo que él y, por tanto en cuanto es valor,
está constituida por el mismo trabajo que el lienzo. Para decir que su sublime obje­
tividad del valor difiere de su tieso cuerpo de lienzo, dice que el valor posee el as­
pecto de una chaqueta y que por tanto él mismo en cuanto cosa que es valor, se pa­
rece a la chaqueta como una gota de agua a otra. Obsérvese, incidentalmente que el
lenguaje de las mercancías, aparte del hebreo, dispone de otros muchos dialectos
más o menos precisos. L a palabra alemana "W ertsein” a modo de ejemplo, expresa
con menos rigor que el verbo románico ‘"valere”, “valer”, “valotr”, la circunstancia de
que la igualación de la mercancía B con la mercancía A es la propia expresión del
valor de A. P arís vaut bien une m esse\ [jParís bien vale una misa!].»
A sí, pues, las m ercancías h ablarían. Por supuesto, sobre todo dialectos y jergas, len­
guajes poco com prensibles p ara los «su jetos». Lo importante es que ellas se preocu­
parían de sus valores respectivos, esto es, que sus palabras confirmarían los proyec­
tos que los intercambiadores albergan respecto a ellas.

El cuerpo de una mercancía devendría para otra espejo de su valor. Con la con­
dición de un p lu s de cuerpo. Un plus contrano al valor de uso, un plus que repre­
senta una cualidad so b ren atu ral de la mercancía -un carácter de impronta pura­
mente so cial-, un plus completamente diferente de su cuerpo mismo, y de sus
propiedades, un plus que, sin embargo, sólo existe con la condición de que una
mercancía acepte relacionarse con otra considerada como equivalente: «Este hom­
bre, por ejemplo, es rey porque los otros hombres se comportan ante él como súb­
ditos; éstos creen, al revés, que son súbditos porque él es rey».
Ese plus del equivalente traduce trabajo concreto en trabajo abstracto. Dicho de
otra manera, para poder incorporarse a un espejo de valor, es preciso que el trabajo
no refleje a su vez más que su propiedad de trabajo humano: que el cuerpo de una
mercancía ya no sea más que materialización de un trabajo humano abstracto. Es

133
decir, que ya no tenga cuerpo, materia, naturaleza, sino que sea objetivación, crista­
lización en objeto visible, de la actividad del hombre.

Para devenir equivalente, la mercancía cambia de cuerpo. Su origen material es


sustituido por un origen sobrenatural, metafísíco. De tal suerte que su cuerpo de­
viene cuerpo transparente, pura fenom enalidad del valor. Pero esa transparencia
constituye un plus respecto a la opacidad material de la mercancía.
Una vez más, la esquicia existe entre los dos. Doble cara, doble polo, la naturale­
za y lo social están divididos, como lo sensible y lo inteligible, la materia y la forma,
lo empírico y lo transcendental... La mercancía, como el signo, padece dicotomías
metafísicas. Su valor, su verdad, es lo social. Pero lo social se sobreañade a su natu­
raleza, a su materia, y la subordina como valor mínimo, e incluso como no valor. La
participación en lo social exige que el cuerpo se someta a una especularización, a
una especulación, que le transforme en objeto portador de valor, en signo calibrado,
en significante acuñable, en «apariencia» referida a un modelo que produce autori­
dad. La mercancía ~la m ujer- está dividida en dos «cuerpos» irreconciliables: su cuer­
po «natural» y su cuerpo socialmente valioso, intercambiable: expresión (particu­
larmente mimética) de valores masculinos. Sin duda, esos valores expresan también
«naturaleza», esto es, gasto de fuerza física. Pero ésta -esencialmente masculina,
por lo demás- sirve para la fabricación, para la transformación, para la tecnificación
de los productos naturales. De tal suerte que esa propiedad ío^re-natural va a cons­
tituir el valor del producto. Analizando en tales términos el valor, Marx pone de ma­
nifiesto el carácter meta-físico del funcionamiento social.

Así, pues, la mercancía es doble toda vez que su valor posee una forma fenome­
nal propia, distinta de su forma natural: la del valor de cambio. Y no posee nunca
esa forma si se la considera por separado. Una mercancía no tiene esa forma feno­
menal sobreañadida a su naturaleza sino en relación con otra.
Como sucede entre signos, el valor sólo aparece con la operación de la relación.
Salvo que esa operación de la relación no puede ser realizada por ellos -por ellas-,
sino que corresponde a la operación de dos intercambiadores. El valor de cambio
de dos signos, dos mercancías, dos mujeres, es una representación de las necesida­
des-deseos de sujetos consumidores-intercambiadores: no les es «propia» en modo
alguno. En última instancia, las mercancías -incluso sus relaciones- son la coartada
material del deseo de relaciones entre hombres. A tal objeto, las mercancías son de­
sapropiadas de sus cuerpos y revestidas de una forma que las apropia para el inter­
cambio entre hombres.
Sin embargo, en esa forma valiosa, se ek-stasía el deseo de ese intercambio, y el
reflejo que de su valor y del de su semejante busca en ella el hombre. En esa sus-

134
pensión en la mercanría de la relación entre hombres se alienan los sujetos produc-
lores-consumidores-intercambiadores. Para «sostener» y mantener esa alienación,
las mercancías, por su parte, siempre han sido desposeídas de su valor específico.
Por tal motivo, cabe afirmar que el valor de las mercancías reviste indiferentemente
toda forma particular de valor de uso. En efecto, su precio ya no les viene de su for­
ma natural, de su cuerpo, de su lenguaje, sino de lo que reflejan de la necesidad-de­
seo de intercambios entre hombres. A tal objeto, la mercancía no puede, evidente­
mente, existir sola, pero tampoco hay «mercancía» mientras no haya al menos dos
hombres para intercambiar. Para que un producto -¿una mujer?- tenga valor, es
preciso que dos hombres, al menos, lo carguen de energía libidinal como objeto.

E l equivalente general de las mercancías ya no funciona a su vez como mercancía.


Espejo eminente, transcendente a su mundo, asegura la posibilidad de intercambio
universal entre ellas. Cada una puede devenir equivalente a cada una de las demás
respecto a ese patrón sublime, pero esa suspensión de la estimación de su valor res­
pecto a un transcendental hace que sean, por ahora, inintercambiables entre ellas.
Ellas se intercambian en el equivalente general (como los cristianos se aman en
Dios, por recobrar una metáfora teológica a la que Marx era asiduo).
Esa referencia ek-stática separa radicalmente a una de otra. Un valor abstracto y
universal las sustrae al uso y a l intercambio entre ellas. En cierto modo, son transfor­
madas en idealidades valiosas. Sus formas concretas, sus cualidades específicas y to­
das las posibilidades de relaciones «reales» con ellas o entre ellas, son reducidas en
su carácter común de productos del trabajo-deseo del hombre.
Es preciso señalar asimismo que el equivalente general, no siendo ya mercancía.
deja de tener utilidad. E l patrón en cuanto tal está sustraído al uso.

Aunque la mercancía parece, a primera vista, algo trivial y que no precisa expli­
cación, «su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas me­
tafísicas y reticencias teológicas». Sin duda, «en cuanto valor de uso, nada de miste­
rioso se oculta en ella». «Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta
en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus pa­
tas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de
su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determi­
nación, se lanzara a bañar».
«El carácter místico de la mercancía no deriva, por lo tanto, de su valor de uso.
Tampoco proviene del contenido de las determinaciones de valor. En primer térmi­
no, porque por diferentes que sean los trabajos útñes o actividades productivas,
constituye una verdad, desde el punto de vista fisiológico, que se trata de funciones
del organismo humano», el cual, para Marx, no parece constituir un misterio en abso-

135
luto... La aportación y el soporte materiales de los cuerpos en el funcionamiento so­
cial no suscitan en él motivos de indagación, sino en tanto que producción y gasto
de energía.
Así, pues, ¿de dónde proviene el carácter enigmático del producto del trabajo,
desde el momento en que reviste la forma de una mercancía? Evidentemente, de esa
forma misma. Así, pues, ¿de dónde proviene el carácter enigmático de las mujeres? ¿E
incluso de las supuestas relaciones entre ellas? Evidentemente, de la «forma» de las
necesidades-deseos del hombre que ellas manifiestan sin que ellos la reconozcan.
Siempre disimulada(s), veladaísj.
En todo caso, «la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos
del trabajo en que dicha forma se representa, no tienen absolutamente nada que
ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas,
que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres,la forma
fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada
existente entre aquéllos». Ere fenómeno sólo tiene analogía en el mundo religioso.
«En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas
de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en
el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el
fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como
mercancías, y que es inseparable de la producción mercantü». De donde se des­
prende el fetichismo atribuido a esos productos del trabajo desde el momento en
que se presentan como mercancías-
¿De donde se desprende el carácter de objetos-fetiches de las mujeres en la medi­
da en que, en el intercambio, son la manifestación y la circulación de un poder del
Falo, que pone en relaciones a los hombres entre ellos?

De ahí estas observaciones:

Sobre el valor

Éste representa el equivalente de una fuerza de trabajo, de un gasto de energía,


de un esfuerzo. Para ser medidos, estos deben ser abstraídos de todas las cualidades
inmediatamente naturales, de todo individuo concreto. Un proceso de generaliza­
ción y de universalización se impone en el funcionamiento de los intercambios so-

136
cíales. De donde se desprende la reducción del hombre a un «concepto» -el de su
fuerza de trabajo-, y la de su producto a un «objeto», correlato visible, material, de
ese concepto.

Así, pues, los caracteres del «goce» que corresponden a ese estado social son: su
productividad, pero forzosamente laboriosa, e incluso dolorosa; su forma abstracta;
su necesidad-deseo de cristalizar en un transcendental de la riqueza el patrón de
todo valor; su necesidad de un soporte material en el que se mide la relación de apro­
piación a/de ese patrón; sus relaciones de intercambios -siempre rivales- entre los
hombres exclusivamente, etcétera.

¿ No son acaso esas modalidades las quepodrian definir la economía de la (llamada)


sexualidad m asculina? ¿Y la libido no es otro nombre de la abstracción de la «ener­
gía» de una fuerza productiva.^ ¿Para el trabajo de la naturaleza? ¿Otro nombre del
deseo de la acumulación de ios bienes? ¿Otro nombre de la subordinación de las
cualidades específicas de los cuerpos a una potencia -¿neutra?- que apunta ante
todo a transformarlas para poseerlas? El goce, para la sexualidad masculina, ¿con­
siste acaso en algo distinto de la apropiación de la naturaleza, en el deseo de hacer­
la (re)producir, y en intercambios de sus/los productos con los demás miembros
de la sociedad? Goce esencialmente economista.
De ahí la cuestión: ¿qué necesidades-deseos de la (llamada) sexualidad masculina
han determinado un cierto orden social, de su forma primitiva, la propiedad priva­
da, a su forma desarrollada, el capital? Pero también: ¿en qué medida son el efecto
de un funcionamiento social, que en parte se ha vuelto autónomo, y que los produ­
ce tal cual?

Sobre el estatuto de las mujeres en ese orden social

Lo que lo hace posible, asegurando su fundamento, es por lo tanto el intercam­


bio de las mujeres. La circulación de Jas mujeres entre hombres dispone el funciona­
miento social, al menos patriarcal. Lo que supone: la apropiación de la naturaleza
por parte del hombre; su transformación conforme a criterios «humanos» definidos
exclusivamente por los hombres; su sumisión al trabajo, a la técnica; la reducción de
sus cualidades materiales, corporales, sensibles, a valor abstraao de cambio, y ade­
más la reducción de todo el mundo sensible a actividad práctica concreta del hom­
bre; la igualdad de las mujeres entre ellas, pero en función de leyes de equivalencia
que no dejan de serles externas; la constitución de las mujeres en «objetos» que fi­
guran la materialización de las relaciones entre hombres, etcétera.

137
estimadas intercambiables. En ellas mismas, entre ellas mismas, amorfas, confundi­
das, cuerpo natural, materno, útil sin duda para el consumidor, pero sin identidad
posible ni valor comunicable;

- al igual que las mercancías devienen, de mala gana, depositarías, casi autóno­
mas, del valor del trabajo humano, del mismo modo, siendo espejo de/para el hom­
bre, las mujeres devienen, casi sin saberlo, el riesgo de la desapropiación de la po­
tencia masculma: espejismo fálico;

- al igual que una mercancía encuentra la expresión de su valor en un equivalen­


te -general, al fin y al cabo- que no deja de serle necesariamente exterior, del mis­
mo modo la mujer obtiene su valor de su relación con el sexo masculino, constitui­
do como transcendental; el falo. Y el enigma de su «valor» está en efecto en la
relación más elemental entre mercancías. Entre mujeres. Porque, desarraigadas de
su «naturaleza», ya no se relacionan unas con otras sino en función de lo que repre­
sentan en el deseo de los hombres, y con arreglo a las «formas» que éste las impone.
Entre ellas, están separadas por especulaciones.

Lo que significa que la división del «trabajo» -especialmente sexual- exige que
la mujer mantenga con su cuerpo el substrato material del objeto del deseo, pero
que no acceda nunca a éste. La economía del deseo -del intercambio- es un asunto
de hombres. Y esa economía somete a las mujeres a una esquicia necesaria para el
funcionamiento simbólico: sangre roja/apariencía; cuerpo/envoltura valiosa, mate-
ria/moneda de cambio; naturaleza (re)produciora/feminidad fabricada... Esa es­
quicia -característica de toda naturaleza hablante, se objetará- es padecida por las
mujeres sin que ellas saquen beneficio alguno. Y sin que pueda ser superada por
ellas. Ni siquiera son «conscientes» de la misma. Lo simbólico que, de esta suerte,
las parte en dos no les resulta apropiado en absoluto. En ellas la «apariencia» sigue
siendo exterior, ajena a la «naturaleza». Sociahnente, ellas son «objetos» para y entre
hombres y no pueden, además, sino imitar un «lenguaje» que no han producido; na­
turalmente, siguen siendo amorfas, sufriendo pulsiones sin representantes o repre­
sentaciones posibles. Para ellas no tiene lugar la transformación de lo natural en so­
cial, salvo en calidad de partes de la propiedad privada o de mercancías.

Caracteres de ese orden social

Ese tipo de funcionamiento social puede interpretarse como la realización prácti­


ca de lo metafísico. Siendo su destino práctico, representaría también su form a más

140
acabada. Tan operativa, por otra parte, que los sujetos mismos, estando implica­
dos en el mismo hasta la médula, siendo producidos en el mismo como conceptos,
no tendrían modo de analizarla. Salvo en una dimensión de posterioridad cuyos re­
trasos aún no han terminado de ser ponderados...

Esa realización práctica de lo metafísico tendría su operación fundadora en la


apropiación del cuerpo de las mujeres por parte del padre o de sus sustitutos. Es­
taría marcada por su sumisión a un sistema de equivalente general: el nombre pro­
pio, que representa el monopolio del poder por parte del padre. De ese calibra­
do las mujeres recibirían su valor; pasando del estado de naturaleza al de objeto
social. Esa trans-formación del cuerpo de las mujeres en valor de uso y de cambio
inaugura un orden simbólico. Pero éste funciona sobre un plus-valor casi puro. Las
mujeres, animales dotados de palabra como los hombres, van a asegurar la posibi­
lidad del uso y de la circulación de lo simbólico sin ser no obstante parte intere­
sada en el mismo. El no acceso, para ellas, a lo simbólico funda el orden social.
Creando vínculos y relaciones de los hombres entre ellos, las mujeres no realizan
esa función sino abandonando su derecho a la palabra y, además, a la animalidad.
Habiendo dejado de pertenecer al orden natural, sin pertenecer aún al orden social
que sin embargo mantienen, las mujeres son el síntoma de la explotación de indivi­
duos por una sociedad que no les remunera más que parcialmente, o que incluso
no les remunera en absoluto por su «trabajo». ¿Salvo que la subordinación a un
sistema que te utüiza y te oprime sea considerada como una retribución suficien­
te?... ¿Que el hecho de marcar a las mujeres mediante el nombre propio -del «pa­
dre»-sea evaluado como el precio simbólico que les corresponde por sostener con
sus cuerpos el orden social?

Sin embargo, sometiendo los cuerpos de las mujeres a un equivalente general, a


un valor transcendente, sobrenatural, los hombres han arrastrado el funcionamien­
to social a un proceso de abstracción cada vez mayor, llegando a ser producidos,
ellos mismos, como puros conceptos: habiendo superado todas sus cualidades «sen­
sibles» y diferencias individuales, se verían finalmente reducidos a una producción
media de trabajo. La potencia de esa economía práctica de lo metafísico se explicaría
por el hecho de que la energía «fisiológica» sería transformada en valor abstracto
sin la mediación de una elaboración inteligible. En lo sucesivo, ningún sujeto par­
ticular realizaría la operación. Sólo con posterioridad podría, eventualmente, anali­
zar su determinación, en cuanto tal, por lo social. E incluso entonces no es seguro
que su amor por el oro no le haga renunciar a todo antes que ai culto de ese fetiche.
«El atesorador sacrifica, pues, a ese fetiche todas las inclinaciones de su carne. Na­
die se toma más en serio que él el evangelio de la renuncia.»

141
Felizmente -por así decirlo- quedarían las mujeres-mercancías, simples «obje­
tos» de transacción entre hombres. Su situación de explotación específica en el fun­
cionamiento de los intercambios -sexuales, pero más en general económicos, socia­
les, culturales- podría conducirles a hacer una nueva «crítica de la economía
política». Crítica que ya no evitaría la del discurso, y más en general del sistema sim­
bólico en los cuales se realiza. Lo que llevaría a interpretar de manera diferente el im­
pacto del trabajo social simbólico en el análisis de las relaciones de producción.
Porque, sin la explotación de las mujeres, ¿que sería del orden social? ¿Qué mo­
dificaciones sufriría éste si las mujeres salieran de su condición de mercancías -so­
metidas a la producción, el consumo, la valorización, la circulación,.. exclusivamen­
te por parte de los hombres- y participaran en la elaboración y el funcionamiento
de los intercambios? No reproduciendo, imitando, los modelos «falocráticos» que
hoy dictan la ley, sino socializando de otra manera la relación con Ja naturaleza, la
materia, el cuerpo, el lenguaje, el deseo.

142
IX Mercancías entre ellas

Los intercambios que organizan las sociedades patriarcales tienen lugar, exclusi­
vamente, entre hombres. Mujeres, signos, mercancías, moneda, pasan siempre de
un hombre a otro, so pena -se afirma- de recaída en vínculos incestuosos y exclusi­
vamente endogámicos, que paralizarían todo comercio. De esta suerte, la fuerza de
trabajo, los productos, incluso de la tierra-madre, serían objeto de transacciones ex­
clusivamente entre los hombres. Lo que significa que la posibilidad misma de lo so-
ciocullural exigiría la homosexualidad. Tal sería la ley que la ordena. Donde la hete-
rosexualidad corresponde a una asignación de roles en la economía: sujetos
productores e intercambiadores unos, tierra productiva y mercancías las otras.
La cultura, al menos la patriarcal, funcionaría en efecto como la prohibición del
regreso a la sangre roja, incluso del sexo. De donde se deriva el imperio de la aparien­
cia, que ignora aún sus endogamias. Porque no habría más sexo, ni sexos diferentes,
que el prescrito por la buena marcha de las relaciones entre hombres.

¿Por qué, entonces, considerar la homosexualidad masculina como un hecho ex­


cepcional, mientras que subtiende la economía general? ¿Por qué excluir a los ho­
mosexuales, cuando la sociedad postula la homosexualidad? Sino porque el «inces­
to» que allí opera debe permanecer en la apariencia.
Tal es el caso, ejemplar, de las relaciones padre-hijo, que aseguran la genealogía
del poder patriarcal, sus leyes, su discurso, su socialidad. Efectivas en todas partes,
esas relaciones no pueden ni desaparecer -en la abolición de la familia o de la re­
producción monogámica-, ni exhibirse en su amor pederasta, ni practicarse en
modo alguno, salvo en el lenguaje, sin provocar una crisis general. Una determina­
da simbólica encontraría allí su fin.

143
Las «otras» relaciones homosexuales -masculinas- serían igualmente subversi­
vas, y por ende estarían prohibidas. Interpretando, abiertam ente, la ley del funcio­
namiento social, corren el riesgo, en efecto, de desplazar su horizonte. Además, po­
nen en tela de juicio la naturaleza, el estatuto, la necesidad «exogámica» del
producto del intercambio. Cortocircuitando la operación comercial, desenmasca­
rarían también la verdadera puesta en juego.> Pueden, al menos, desvalorizar el va­
lor, sublime, del patrón. Que el pene, incluso el pene, se torne en mero medio de
placer, y entre hombres: el falo pierde con ello su poder. El goce, dicen, debería de­
jarse para esas criaturas poco aptas para la seriedad de las reglas simbólicas que
son las mujeres.

Así, pues, los intercambios y relaciones, siempre entre hombres, estarían a l mis­
mo tiempo exigidos y prohibidos por la ley. Intercambiadores, los sujetos masculinos
sólo lo serían a costa de renunciar a funcionar ellos mismos como mercancías.
Homosexual, pues, toda gestión económica. También la del deseo, incluso para
la mujer. Ésta no tiene lugar más que como posibilidad de mediación, de transac­
ción, de transición, de transferencia... entre el hombre y su semejante, incluso entre
el hombre y él mismo.

Si el estatuto extraño de la llamada heterosexualidad ha podido y todavía puede


pasar desapercibido, ¿cómo dar cuenta, en ese sistem a de intercambios, de relaciones
entre m ujeres? Salvo afirmando que, desde el momento en que ella (se) desea, desde
el momento en que ella (se) habla, la mujer es un hombre. Desde el momento en
que ella tiene una relación con otra mujer: un homosexual.

Es lo que demuestra Freud en sus análisis de la homosexualidad femenina'.


Una homosexual no puede ser determinada en su elección más que por un
«complejo de virilidad». Tanto si éste es «la prolongación en línea recta de la virili­
dad infantil» como <da regresión al antiguo complejo de virilidad», la homosexual
no puede desear sino en tanto que hombre a una mujer que le evoca un hombre. De
esta suerte, las homosexuales «interpretan, una frente a la otra indiferentemente, el
papel de la madre y el hijo, o del marido y de la mujer».

’ Véase S. Freud, «Psychogénése d’un cas d’homosexuaiité féminine», Névrose, psychose el per­
versión, París, PUF.

144
La madre: el poder fálico; el hijo: no es siempre más que un niño pequeño; el
marido; un hombre-padre. ¿La mujer? «No existe». Ella adopta el disfraz que se le
pide que vista. Ella imita eJ papel que se le impone. Lo único que verdaderamente
se exige de ella es que mantenga, sin desentonar, la circulación de ¡a apariencia ai-
briéndose de fem inidad. De allí la falta, la infracción, la mala conducta, la cuestión
que acarrea la homosexualidad femenina, ¿Cómo reducirla? Asegurándose de que
sólo se hará como un hombre.

Así, pues, la homosexual, la de Freud en todo caso, «asumía claramente el


tipo masculino en su comportamiento ante el objeto amado», «no sólo había ele­
gido un objeto del sexo femenino, sino que también había adoptado ante ese ob­
jeto una actitud viril», se había convertido en «hombre y en el lugar de su padre
había adoptado a su madre (fálica) como objeto de amor», pero su fijación a «la
señora» se explicaba no obstante por el hecho de que «el talle esbelto de ésta, su
severa belleza y sus maneras rudas le recordaban a su propio hermano, algo ma­
yor que ella»,

¿Cómo dar cuenta de esa «perversión» de la función sexual asignada a una mu­
jer «normal»? La interpretación por parte del psicoanalista no parece algo fácil en
este caso. La homosexualidad femenina aparece como un fenómeno hasta tal punto
ajeno a su «teoría», a su Imaginario (cultural), que aquel no puede sino «ignorar la
interpretación psicoanalítica».
De esta suerte, no queda, para que la ciencia no sufra una conmoción demasiado
grave, sino remitir esta cuestión molesta a una causa anatomo-psicológica; «Desde
luego, el factor constitucional tiene allí, no cabe duda, una importancia decisiva».
Y Freud estará al acecho de los índices anatómicos que justifican la homosexuali­
dad -m asculina- de su «paciente». Sin duda, «el tipo de la joven no se apartaba
del tipo físico de la mujer», era «bella y bien constituida» y «tampoco presenta­
ba trastornos de la menstruación», pero «tenía, ciertamente, la estatura alta de su
padre y rasgos faciales acentuados en vez de femeninamente amables, lo cual ca­
bía considerar como indicios de una virilidad somática», además de «sus cualida­
des intelectuales que indican más bien un carácter viril». Pero... «el psicoanalista
tiene por costumbre, en determinados casos, abstenerse de un examen físico en
profundidad de sus enfermos».
De lo contrario, ¿qué habría descubierto Freud como prueba anatómica de la
homosexualidad -m asculina- de su «paciente»? ¿Qué es lo que su deseo, incon­
fesable, de travestidos, le habría hecho «ver»? Para recubrir todos sus/los fan­
tasmas de una objetividad siempre anatorao-fisiológica, no habla más que de
«ovarios probablemente hermafroditas». Y,., despide a la joven, aconsejándola

145
«que cominúe la tentativa terapéutica, sí es que atribuye a ésta algún valor, con
una mujer médico».

De la homosexualidad femenina no se ha abordado nada. Ni de la de la joven ni


de la de Freud. Por eso la «paciente» parecía absolutamente indiferente al desarro­
llo de la cura, aunque «participara mucho íntelectualmente» en la misma. ¿La única
transferencia en juego sería la de Freud? Negativa, como se suele decir. O bien: de­
negativa. Porque identificarse con una señora... que por si Fiera poco es «de mala
reputación sexual», de «costumbres relajadas», que «vivía sin más del comercio de
sus encantos», ¿cómo podía hacerlo.^ ¿Cómo habría podido su «superyó» permitir­
le ser «sin más» una mujer? Sin embargo, era la única manera de no impedir la
transferencia de su «paciente».

Así, pues, la homosexualidad femenina no ha podido ser aferrada por el psicoa­


nalista. Lo que no quiere decir que lo que describe Freud sea sencillamente inexac­
to. La economía socioculrural dominante no deja a las «homosexuales» más que la
elección entre una especie de animalidad que Freud parece ignorar o la imitación de
modelos masculinos. La entrada en juego de deseos entre cuerpos, sexos y palabras
de mujeres resulta inconcebible.
Sin embargo, la homosexualidad femenina existe de antemano. Pero sólo es ad­
mitida en tanto que prostituida a los fantasm as de los hombres. Las mercancías sólo
pueden entrar en relaciones bajo la mirada de sus «guardas». Ni hablar de que va­
yan solas al «mercado», de que jueguen con su valor entre ellas, de que se hablen, se
deseen, sin el control de sujetos vendedores-compradores-consumidores. Y sus re­
laciones deben ser de rivalidad, en interés de los comerciantes.

¿Y si las «mercancías» se negaran a ir a l «m ercado»? ¿Manteniendo entre ellas


«otro» comercio?

Intercambios sin términos idenüficables, sin cuentas, sin fin... Sin uno/a más
uno/a, sin serie, sin número. Sin patrón. Donde la sangre roja y la apariencia ya no
estarían distinguidas por envolturas engañosas sobre sus precios. Donde el uso y el
intercambio se confundirían. Donde el máximo de valor sería, asimismo, el míni­
mo de reserva. Donde la naturaleza se consumiría, sin agotamiento; se intercam­
biaría, sin trabajo; se daría -a resguardo de transacciones masculinas- por nada:

146
placeres gratuitos, bienestar sin penas, goces sin posesiones. Ironía para los cálcu­
los, los ahorros, las apropiaciones más o menos violadoras y/o hurtadoras*, las ca­
pitalizaciones laboriosas.

¿Utopía? Tai vez. A no ser porque ese modo de intercambio socava desde siem­
pre el orden del comercio. Y que la obligación del incesto en la pura apariencia ha
prohibido una determinada economía de la abundancia.

«V(i)oleuses» en el original. [h¡. del T]

147
X «Francesas», no hagáis
más esfuerzos...

En la escena pornográfica, no tengo nada que decir.


Tengo que escuchar y repetir la enseñanza de un maestro libertino dirigida a una
-¿u n ?- joven extranjera que se quita de encima su ignorancia, y debo someterme,
voluptuosamente, a sus prácticas. ¿O a las de sus acólitos? -la preferencia socrática
obliga-. Tengo que manifestar, a lo sumo, mi entusiasmo: «Sí, sí, sí...»; «Claro»;
«Evidentemente»; «Seguro»; «¿Cómo podría ser de otra manera.^»; «¿Quién podría
decir lo contrario?», y otros sonidos, menos articulados, que demuestran al maestro
que estoy extasiaría ante su elocuencia o su tacto.
Así es: estoy fuera de mí. Absorta. Perdida (o sea, también golpeada). A partir de
ahí -enseña él- entro en mi goce. Es preciso, en primer lugar, que yo pierda el co­
nocimiento -¿y la existencia?- mediante el poder, teórico y práctico, de su lengua.

Si se diera el caso de que, permaneciendo además fuera de la escena, yo me re­


sistiera o subsistiera frente a la influencia de esa autoridad soberana, me arriesgaría
a hacer algunas preguntas al maestro libertino. Que éste no entenderá. O que reci­
birá como la prueba de infidehdad a lo que él llama «mi naturaleza». Mejor dicho:
como un efecto de censura. ¿Acaso no la necesita para perpetuar el paso al acto de
sus placeres? No cabe duda, en todo caso, de que no se escabulle en nombre de una
jurisdicción. Se trata, de hecho, de un legislador nato.

Cuestiones para los pornógrafos


La escena pornográfica se presenta, paradigmáticamente, como la iniciación y el
adiestramiento de una mujer, una y otra vez virgen respecto al goce que un hombre

149
pretende enseñarle. Así, pues, la mujer, aparentemente, tiene allí un lugar de cali­
dad; el de estrella principal. Conviene que sea joven y bella.
¿A quién le es dado ver, en su cuerpo y su goce, esa m ujer? ¿Para quién es repre­
sentado el sexo del hombre.^ ¿No están destinadas a otro hombre, al fin y al cabo, las
declaraciones y hazañas del profesor de inmoralidad? Entre dos hombres, al menos,
se establece una relación cuya mediación prescrita por la sociedad es la joven ignoran­
te. La mujer ocupa un primer plano tanto más acusado cuanto más la escena se desa­
rrolla entre hombres. ¿Cuál es, en esa economía, la función del goce de la mujer}

Además, ¿se trata del goce de la m ujer? Que la mujer tenga uno, dos, diez, vein­
te... orgasmos, hasta el agotamiento total -lassata sed non satiata?- no significa que
goce de su goce. Esos orgasmos son necesarios como demostración de la potencia
masculina. Significan el éxito -piensan ellos- de la dommación sexual de la mujer
por el hombre. Son la demostración de que las técnicas de goce elaboradas por los
hombres son válidas, que el hombre es el dueño y maestro indiscutible de los medios
deproducaón de placer. Las mujeres están para dar fe de ello. Su adiestramiento as­
pira a someterlas a una economía sexual exclusivamente falocrática: las novicias es­
tán totalmente entregadas a su apetencia beata de la erección, de la penetración vio­
lenta, de la repetición de los golpes y las heridas; las libertinas hablan y actúan como
falócratas: ellas seducen, poseen, descargan, golpean e incluso matan a aquellas más
débiles que ellas, como hombres fuertes que son.
Mujeres-florero, como se suele decir. Porque las técnicas de goce puestas en prác­
tica por la pornografía son -¿al menos hasta ahora?- muy poco apropiadas para el
placer de las mujeres. La obsesión de la erección y de la descarga, la importancia so­
brevalorada de la dimensión del sexo masculino, la pobreza estereotipada de los
gestos, el cuerpo reducido a una superficie que hay que forzar haciéndole agujeros,
la violencia, la violación... obligan, eventualmente, al goce -las mujeres están dota­
das...-, ¿pero cual?
¿Y quién se sorprenderá de que las mujeres se queden mudas y una y otra vez ig­
norantes acerca de ese goce? La «naturaleza» sometida a los modos de producción
exclusivos de los hombres goza a través de ellas, con la condición de que se sometan
sin saber nada al respecto. Que el libertino, gracias a su goce, sepa algo más: tal es
su propia prima de placer.

Él incita incluso a las mujeres a que gocen entre eUas. Bajo su mirada, por su­
puesto. No debe dejar que se escape ninguna de las posibilidades de la puesta en es­
cena sexual. Todo está permitido, siempre que él sea el organizador. Pero esto no
responde a la pregunta; ¿hasta qué punto ve lo que sucede entre mujeres? O bien:
¿las mujeres están «entre-ellas-bajo-su-mirada» tal y como están entre ellas?

150
Por ejemplo: al libertino le gusta la sangre. AI menos la que corre con arreglo a
sus propias técnicas. Porque, sea cual sea su libertinaje, su transgresión de todas í?)
las prohibiciones, por regla general la sangre menstrual sigue siendo un tabú. Los ex­
crementos, desde luego, pero la sangre de la regla, no...
¿Censuraría él, sin saberlo, algo de la «naturaleza»? ¿Por qué precisamente la
sangre? ¿La sangre de quién? ¿Y por qué las mujeres están sometidas a esos siste­
mas de prohibición? ¿No tienen -¿de veras?- ganas de gozar cuando tienen la re­
gla? ¿Participan -¿pero a causa de qué sugestión?- del horror de su sangre? ¿Es
esa repulsión -inducida- lo que las lleva a odiar el sexo de su madre?

La sangre otra vez... La pasividad, y más exactamente la penetración, siempre


es representada acompañada de dolor. Cláusula necesaria para el placer: del que
penetra, de aquella o aquel que son penetrados. ¿Qué fantasma de cuerpo-virgen-
sólido-cerrado que ha de ser abierto con violencia subtiende esa representación y
esa práctica de lo sexual? El goce del cuerpo pasaría siempre por la fractura
-sangrienta, de ser posible- de una cerca. ¿De una propiedad} ¿Por quién, para
quién ha sido ésta creada? ¿A qué hombre(s) atañe ese casi crimen de lesa pro­
piedad privada? Aunque se ejerza, por regla general, sobre el cuerpo de las mu­
jeres.

En todo caso, el libertino está por regla general bien provisto de dinero, de
lenguaje, de técnicas. ¿Acaso seduce -¿compra?- a las mujeres, los niños, los más
«pobres» y les obliga al goce en función de esa apropiación de riquezas y de ins­
trumentos de producción? Una vez más: ¿qué goce? ¿Y tendría todo el tiempo
disponible para elaborar su saber del placer porque no está obligado a trabajar?
¿Sería ese su propio trabajo? ¿Cómo se articula éste con el mundo del trabajo en
general? ¿No es acaso el pornógrafo -hoy- un funcionario del Estado consagrado a
las cuestiones de salubridad pública?
En efecto, la escena pornográfica -tácita o explícitamente alentada por los pode­
res republicanos- funciona como un lugar, bien compartúnentado, de «descargas»
y de «poluciones» hasta la saciedad. La mecánica humana se ve, periódicamente,
expurgada-vaciada de sus deseos y excesos sexuales posibles. Los cuerpos, purga­
dos de sus eventuales desbordamientos, pueden volver a su lugar-engranaje en los
circuitos del trabajo, de la sociedad e incluso de la familia. Todo irá como es debido
hasta la próxima vez.

¿La próxima vez? La escena pornográfica es indefinidamente repetitiva. No se de­


tiene nunca. Siempre hay que empezar de nuevo. Una vez más. Otra vez más. So
pretexto del placer se impone la necesidad de una reiteración: sin fin.

151
¿Q ué es lo que de tal suerte se sustrae a l placer para que la obligación de la repeti­
ción sea tan tiránica? ¿Para que algún imperativo categórico obligue a perseguir un
goce siempre a la zaga? Porque sólo el agotamiento físico determina la interrup­
ción de la escena, y no la consecución de un goce más exhaustivo. Éste llega a ha­
cerse incluso más raro y costoso: al maestro le cuesta cada vez más gozar. La por­
nografía es el reino de la serie. Una vez más, una «víctima» más, un golpe más, una
muerte más...

Pero en circuito cerrado; espacio y tiempo cerrados. La escena engendra, riguro­


samente, la saturación y el aburrimiento. Lo cuantitativo funciona como su única
«apertura», O la muerte; desenlace de ese ciclo que no termina. ¿D esde dónde se
prescribe esa monotonía? ¿El libertinaje no está determinado también por un super-
yó tan cruel como automático en su ejercicio? Maquinación del goce en el que vie­
nen a inmolarse los cuerpos sexuados en un sacrificio tanto más logrado cuanto más
se resuelve en el desvanecimiento (en) la muerte.
De ahí esta pregunta: para el hombre, la abundancia -realidad o fantasma- con
la que juega esencialmente la seducción pornográfica, ¿debe expiarse una y otra vez
en la pérdida? ¿El más terminar en el menos? ¿La acumulación en la descarga?
¿Hasta el agotamiento de las reservas? Y vuelta a empezar. ¿En el horizonte de la
escena pornográfica permanecería la fascinación por la carencia? ¿El hombre con­
fesaría con ello su incapacidad de gozar de las riquezas? ¿De la naturaleza? ¿Q ué
mito todopoderoso e implacablemente perseguidor dom ina la economía de esa esceno­
grafía sexual?

Podrían plantearse muchas otras preguntas a los pornógrafos. Sin evocar, no


obstante, la cuestión de estar «a favor» o «en contra» de sus prácticas. Después de
todo, es mejor que se ejerza, abiertamente, la sexualidad que subtiende nuestro or­
den social, en vez de que ésta lo prescriba desde el lugar de sus represiones. Tal vez
a fuerza de exhibir, sin pudor, la falocracia reinante en todas partes, ¿otra economía
sexual se tornará posible? ¿La pornografía como «catarsis» del imperio fálico?
¿Cómo revelación del sometimiento sexual de las mujeres?

Las mujeres fuera del tocador


Mujeres, no hagáis más esfuerzos. Se os ha enseñado que erais propiedad priva­
da o pública: de un hombre o de todos. De una familia, de una tribu, de un Estado,
eventualmente repubUcano. Que tal era vuestro placer. Y que, sin sumisión a los de­
seos -de un hombre o de todos-, no conoceríais goce alguno. Que éste estaba, para

152
vosotras, siempre unido al dolor, pero que tal era vuestra naturaleza. Hasta el pun­
to de que desobedecerla equivaldría a provocar vuestra desgracia.
Pero, curiosam ente, vuestra naturaleza siempre estaba definida exclusivamente por
los hom bres, vuestros eternos pedagogos: en ciencias sociales, religiosas, o sexuales.
Vuestros maestros morales o inmorales. Ellos os han enseñado vuestras necesidades
o deseos, sin que hayáis empezado a decir algo al respecto.

Entonces, preguntaos qué naturaleza habla por su intermediación, teórica o


práctica. Y si la atracción os llegara de cosas distintas de lo que ordenan sus propias
leyes, reglas y rituales, pensad que -tal vez- se trata de vuestra «naturaleza».
N o busquéis ni siquiera esa coartada. Haced lo que se os ocurra, lo que os ape­
tezca; sin «razón», sin «causa aceptable», sin «justificación». No es necesario elevar
vuestros impulsos a la dignidad de imperativos categóricos: ni para vosotras ni para
otros. Éstos pueden modificarse, coincidir o no con los de éste o aquella. Hoy, no
mañana. No os obliguéis a la repetición, no coaguléis vuestros sueños o deseos en
representaciones únicas y definitivas. Tenéis tantos continentes que explorar que
marcaros fronteras equivaldría a no «gozar» de toda vuestra «naturaleza».

153
XI Cuando nuestros labios
se hablan

Si continuamos hablándonos el mismo lenguaje, vamos a reproducir la misma his­


toria. A comenzar de nuevo las mismas historias. ¿Tú no lo notas? Escucha; a nuestro
alrededor, los hombres y las mujeres, todo parece igual. Las mismas discusiones, las
mismas disputas, los mismos dramas. Los mismos atractivos y rupturas. Las mismas
dificultades, imposibilidades de unirse. Mismas... Mismo... Siempre lo mismo.

Si continuamos hablando lo mismo, si nos hablamos como se hablan los hombres


desde hace siglos, como nos han enseñado a hablar, nos echaremos de menos. Otra
vez... Las palabras pasarán a través de nuestros cuerpos, por encima de nuestras ca­
bezas, para perderse, perdemos. Lejos. Alto. Ausentes de nosotras; maquinadas ha­
bladas, maquinadas hablantes. Enfundadas en pieles propias, pero no las nuestras.
V(i)olatilizadas en nombres propios. No el tuyo, ni el mío. Nosotras no tenemos. Lo
cambiamos del mismo modo que nos intercambian, del mismo modo que con ellos
nos usan. Seríamos frívolas por ser tan cambiantes, intercambiadas por ellos.

¿Cómo tocarte si no estás ahí? Tu sangre convertida en su sentido. Ellos pueden


hablarse, y de nosotras. ¿Pero nosotras? Sal de su lenguaje. Intenta atravesar de
nuevo los nombres que te han dado. Te espero, me espero. Vuelve. No es tan dificil.
Te quedas aquí, y no te abstraes en escenas ya interpretadas, en frases ya oídas y re­
dichas, en gestos ya conocidos. En cuerpos ya codificados. Intentas ser cuidadosa
contigo. Conmigo. Sin dejarte distraer por la norma, o la costumbre.

Así: te am o, normal o habitualmente se dirige a un enigma; a otro. Otro cuerpo,


otro sexo. Te amo: no sé muy bien a quién, ni qué. Yo amo fluye, se precipita, se aho-

U5
ga, se quema, se pierde en un abismo. Habrá que esperar el regreso del «yo amo». A
veces mucho tiempo, a veces siempre. ¿Dónde se ha metido «yo amo»? ¿Dónde he
venido a parar? «Yo amo» acecha al otro. ¿Me ha comido? ¿Rechazado? ¿Atrapado?
¿Abandonado? ¿Encerrado? ¿Expulsado? ¿Cómo es ahora? ¿Ya no es yo? Cuando
me dice: te amo, ¿me expresa como soy? ¿O es él el que se presenta bajo esa forma?
¿La suya? ¿La mía? ¿La misma? ¿Otra? ¿Pero entonces, dónde he venido a parar?

Cuando dices te amo -quedándote aquí, cerca de ti, de mí-, tú dices me amo. No
tienes que esperar a que te lo expresen, yo tampoco. Yo no te debo nada, tú no me de­
bes nada. Ese te amo es sin don ni deuda. Tú no me «ofreces» nada tocándote, tocán­
dome; retocándote a través de mí. Tú no te das. ¿Qué haría yo contigo, conmigo, si nos
quedáramos replegadas sobre un don? Tú te/me conservas en la medida en que te/me
prodigas. Tú te/me encuentras en la medida en que te/me confías. Esas alternativas,
esas oposiciones, esas elecciones, esos mercados no se estilan entre nosotras. Salvo para
repetir su comercio, para permanecer en su economía. Donde nosotras no tiene lugar.

Te amo; cuerpo compartido. Sin corte. Sin tú ni yo tajantes. Ni sangre necesaria­


mente derramada o a derramar, entre nosotras. Ni necesidad de herida para acordar­
nos de que la sangre existe. Fluye en nosotras, de nosotras. La sangre nos es fami­
liar. La sangre: cercana. Eres toda roja. Y tan blanca. Una y otra. No te vuelves roja
perdiendo tu candor. Eres blanca porque no estás alejada de la sangre. De nosotras,
blancas sin dejar de ser rojas, nacen todos los colores: rosas, castañas, rubias, verdes,
azailes... Porque esa blancura no lo es de la apariencia. De la sangre muerta. De la
sangre negra. La apariencia es negra. Lo absorbe todo, cerrado/a, para tratar de reco­
brar vida. En vano... La blancura del rojo no se queda con nada. Devuelve tanto
como recibe. Luminosa sin autarquía.

Luminosas, nosotras. Sin una, ni dos. Nunca he sabido contar. Hasta ti. Sería­
mos dos, en sus cálculos. ¿De veras dos? ¿No te hace reír? Qué dos tan raro. Sin
embargo no una. Sobre todo no una. Dejemos el uno para ellos. El privilegio, la do­
minación, el solipsismo del uno: también del sol. Y esa extraña distribución de sus
pares, donde el otro es la imagen del uno. Tan sólo la imagen. De esta suerte, ir ha­
cia el otro viene a ser la atracción de su espejismo. Espejo (apenas) vivo. Helado/a.
Mudo/a. Es más fiel. Agotador trabajo de doble, de mimo, en el que se agota el ám­
bito de influencia de nuestra vida. Condenadas a reproducir. Ese mismo en el que
estamos desde hace siglos; los otros.

Ahora bien, ¿cómo decir de otra manera: te amo? ¿Te amo, mi indiferente? Eso
sería someternos a su lenguaje. Para designarnos, nos han dejado las carencias.

156
los defectos. Su(s) negativo(s). Deberíamos ser -lo que es ya mucho decir-indi­
ferentes.
Indiferente, no pierdas la calma. Si te mueves, perturbas su orden. Haces que
todo entre en zozobra. Rompes el círculo de sus costumbres, la circulatidad de sus
intercambios, de su saber, de su deseo. De su mundo. Indiferente, no debes mover­
te, ni conmoverte, a no ser que te Damen. Si dicen; «ven», entonces puedes acercarte.
Apenas. Adaptándote a la necesidad que tengan o no de la presencia de su imagen.
Un paso, o dos. Sin más. Ni exuberancia ni turbulencia. Si no lo rompes todo. El
hielo. Su tierra, su madre. ¿Tu vida? Debes fingir: recibirla de ellos. Pequeño recep­
táculo indiferente, sometida en exclusiva a sus presiones.

Así, pues, nosotras seríamos indiferentes. ¿No te hace reír? ¿Por lo menos así,
sin ambages? ¿Indiferentes, nosotras? (Si te echas a reír todo el tiempo y en todas
partes, nunca podremos hablarnos. Y seremos v(i)olatilÍ2 adas de nuevo con sus pa­
labras. Así que controlemos un poco nuestra boca para intentar hablar.) No diferen­
tes, es verdad. En fin... Sería demasiado sencülo. Y ese «no» nos separa de nuevo
para medirnos. Así separadas, dejamos de ser nosotras. ¿Semejantes? Por así decir­
lo. Es un poco abstracto. No entiendo bien: semejantes. ¿Entiendes? ¿Semejantes
respecto a quién? ¿En función de qué? ¿Qué patrón? ¿Qué tercero? Te toco, y bas­
ta para saber que tú eres mi cuerpo.

Te amo; nuestros dos labios no pueden separarse para dejar pasar una palabra.
Una sola palabra que diría tú, o yo. O bien: iguales. La que ama, la que es amada.
Ellos dicen -cerrados o abiertos, sin que una cosa excluya nunca la otra- una y otra
se aman. Juntos. Para producir una palabra exacta, sería preciso que se mantuvieran
separados. Decisivamente separados uno de otro. Distantes uno de otro, y entre
ellos una palabra.
¿Pero de dónde vendría esa palabra? Toda correcta, cerrada, replegada sobre su
sentido. Sin falla. Tú. Yo. Puedes reírte... Sin falla, ya no sería ni tú ni yo. Sin labios,
dejamos de ser nosotras. La unidad de las palabras, su verdad, su propiedad, es su
ausencia de labios. El olvido de los labios. Las palabras son mudas cuando son di­
chas de una vez por todas. Envueltas propiamente para que su sentido -su sangre-
no se escape. ¿Como los hijos de los hombres? No los nuestros. Y, además, ¿tene­
mos necesidad o deseo de hijos? Aquí y ahora: cercanas. Los hombres, las mujeres,
tienen hijos para dar cuerpo a su aproximación, su alejamiento. ¿Pero nosotras?

Te amo, infancia. Te amo, a ti que no eres ni madre (perdona madre, te prefiero


como mujer) ni hermana. Ni hija ni hijo. Te amo (y qué me imponan cuando te amo
las filiaciones de nuestros padres y sus deseos de apariencias de hombres). Y sus ins-

157
lituciones genealógicas (ni marido ni mujer). Ninguna familia. Ningún personaje,
rol o función (sus leyes reproductoras). Te amo: tu cuerpo presente aquí y ahora.
Yo/tú te/me tocas, basta para que nos sintamos vivas.

Abre tus labios, no los abras sin más. Yo no los abro sin más. Tú/yo no estamos
ni abiertas ni cerradas. Como no nos separamos nunca, sencillamente: no puede
pronunciarse una sola palabra. Ser producida, salir de nuestras bocas. Entre tus/mis
labios varios cantos, varios hablares, siempre se responden. Sin que uno, una, sea
nunca separable del/de la otro/a. Tú/yo: siempre forman varios a la vez. ¿Y cómo
uno, una, podría dominar al/a la otro/a? ¿Imponiendo su voz, su tono, su senti­
do? Ellas no se distinguen. Lo que no significa que se confundan. ¿No entienden
nada? Elias tampoco os entienden.

Habla pese a todo. Que tu lenguaje no sea de un solo hilo, de una sola cadena, de
una sola trama, es nuestra fortuna. Viene de todas partes a la vez. Tú me tocas toda
al mismo tiempo. En todos los sentidos. Un canto, un discurso, un texto a la vez,
¿por qué? ¿Para seducir, colmar, recubrir uno de mis «agujeros»? Yo no los tengo
contigo. Las carencias, las oquedades que de la otra esperarían subsistencia, pleni­
tud, completud, no son nosotras. Que seamos mujeres por nuestros labios no quie­
re decir que comer, consumir, llenarnos, sea lo que nos importa.

Bésame. Dos labios besando a dos labios; lo abierto nos es devuelto. Nuestro
«mundo». Y entre nosotras el paso del adentro al afuera, del afuera al adentro es sin
límites. Sin fin. Intercambios que ninguna argolla, ninguna boca interrumpen ja­
más. Entre nosotras, la casa ya no tiene muros, el claro cercado, el lenguaje de circu-
laridad. Me besas; el mundo es tan grande que pierde todo horizonte. ¿Insatisfechas
nosotras? Sí, si significa que no estamos terminadas. Si nuestro placer consiste en
movemos, conmovernos, sin cesar. Siempre en movimientos: lo abierto no se agota
ni se satura.

Decir varias a la vez no nos lo han enseñado ni permitido. Eso no es hablar co­
rrectamente. Desde luego, podíamos -¿debíamos?- exhibir alguna «verdad» sin­
tiendo, reteniendo, callando alguna otra. ¿Su envés? ¿Su complemento? ¿Su resto?,
permanecía oculto. Secreto. Fuera y dentro, no teníamos que ser iguales. No con­
viene a su deseo. Velar, revelar, ¿no es lo que les interesa? ¿Lo que les afana? Repi­
tiendo siempre la misma operación. Cada vez. Sobre cada una.
Así, pues, tú/yo se desdobla para agradarles. Pero divididas así en dos -una fue­
ra, otra dentro-, ya no te besas, ya no me besas. Fuera, intentas adecuarte a un or­
den que te es ajeno. Exüiada de ti, te confundes con todo lo que se te presenta. Imi-

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tas todo cuanto se te acerca. Devienes todo lo que te toca. Ávida de encontrarte, te
alejas indefinidamente de ti. De mí, Asimilándote modelo tras modelo, pasando de un
amo a otro, cambiando de Figura, de forma, de lenguaje en función de quien te do­
mina. Separada(s). A fuerza de dejar que abusen de ti, impasible travestida. Ya no
regresas: indiferente. Regresas; impenetrable, cerrada.

Háblame. ¿No puedes? ¿Ya no quieres? ¿Quieres abstenerte? ¿Permanecer


muda? ¿Blanca? ¿Virgen? ¿Reservarte la de dentro? Pero eUa no existe sin la otra.
No te desgarres así en función de las elecciones que te vendrían impuestas. No hay,
entre nosotras, ruptura entre virgen y no virgen. No hay acontecimiento que nos ha­
ría mujeres. Mucho antes de tu nacimiento, te tocas, inocente. El sexo de tu/mi
cuerpo no nos viene dado por una operación. Por la acción de un poder, de una
función, de un órgano. Sin intervención ni manipulación particular, tú ya eres mu­
jer. Sin recurso necesario a un afuera, la otra ya te afecta. Inseparable de ti. Tú estás,
siempre y en todas partes, alterada. Tal es tu crimen, que no has cometido; pertur­
bas su amor de la propiedad.
¿Cómo decirte que tu goce es sin mal posible, ajeno al bien? Que la culpa sólo
puede sobrevenir cuando, arrebatada a tu falla, ellos pueden inscribir sus posesio­
nes, practicar sus fracturas, aventurar sus infracciones, transgresiones sobre ti, ce­
rrada... Y otros juegos de ley. En los que especulan -¿y tú?- sobre tu blancura. Si
nos prestamos a ello, dejamos que abusen de nosotras, que nos maltraten. Distantes,
indefinidamente, de nosotras, para sostener la búsqueda de sus fines. Tal sería nues­
tra tarea. Si nos sometemos a su razón, somos culpables. Sus cálculos -deliberados
o no- consisten en hacernos culpables.

Regresas, compartida: ya no hay nosotras. Te divides en rojo y blanco, negro y


blanco, ¿cómo encontrarnos? ¿Retocarnos? Fragmentadas, partidas, terminadas:
nuestro goce queda suspendido en su economía. Donde ser virgen equivale a no es­
tar aún marcada por y para ellos. A no ser aún mujer por y para ellos. A no estar aún
impregnada de su sexo, de su lenguaje. A no estar aún penetrada, poseída por ellos.
A permanecer en un candor que sería una espera de ellos, una nada sin ellos, un va­
cío sin ellos. Ser virgen: el futuro de sus intercambios, comercios y transportes. La
reserva de sus exploraciones, consumos, explotaciones. Lo por venir de su deseo.
No del nuestro.

¿Cómo decirlo? Que de inmediato somos mujeres. Que no tenemos que ser pro­
ducidas tales por eUos, nombradas tales por ellos, consagradas y profanadas tales
por ellos. Que siempre ha ocurrido de antemano, sin su trabajo. Y que su(s) histo­
riáis) constituyen el lugar de nuestra deportación. No porque tengamos un terri­

159
torio propio, sino porque su patria, familia, hogar, discurso, nos aprisionan en espa­
cios cerrados en los que no podemos continuar moviéndonos. Viviéndonos. Sus
propiedades son nuestro exilio. Sus cercas la muerte de nuestro amor. Sus palabras,
la mordaza de nuestros labios.
Cómo hablar para salir de sus compartimentaciones, divisiones por zonas, dis­
tinciones, oposiciones; virgen/desflorada, pura/impura, inocente/enterada... Cómo
zafarnos del encadenamiento a esos términos, liberarnos de sus categorías, prescin­
dir de sus nombres. ¿Librarnos, vivas, de sus concepciones? Sm reserva, sin blanco
inmaculado que sostenga el funcionamiento de sus sistemas. Sabes bien que nunca
estamos terminadas, sino que sólo nos besamos enteramente. Que unas partes tras
otras -del cuerpo, del espacio, del tiempo- interrumpen el flujo de nuestra sangre.
Nos paralizan, nos coagulan, nos inmovilizan. Más pálidas. Casi frías.

Espera. Mi sangre regresa. De su sentido. Vuelve a hacer calor en nosotras. En­


tre nosotras. Sus palabras se vacían. Exangües. Pieles muertas. Mientras que nues­
tros labios recobran su color rojo. Se mueven, se conmueven, quieren hablar. ¿Qué
decías? ¿Qué? Nada. Todo. Sí. Ten paciencia. Lo dirás todo. Empieza por lo que
sientes, aquí, de inmediato. La toda ha de llegar.
Pero no puedes anticiparlo, preverlo, programarlo. La toda no es proyectable.
Controlable. Es todo nuestro cuerpo lo que se conmueve. Ninguna superficie resis­
te. Ninguna figura, línea o punto permanecen. Ningún suelo subsiste. Pero tampo­
co abismo alguno. La profundidad, para nosotras, no es una sima. Sin corteza sóli­
da, no hay precipicio. Nuestra profundidad; el espesor de nuestro cuerpo, toda que
se retoca. Sin encima debajo, derecho revés, delante detrás, arriba abajo aislados.
Alejados, fuera de contacto. Toda entremezclada. Sin fracturas ni rupturas.

Si tú/yo vacilamos en hablar, ¿no es porque tenemos miedo de no hacerlo bien?


¿Pero qué sería bien o mal? ¿A qué nos adecuaríamos hablando «bien»? ¿Qué je­
rarquía, subordinación, nos vejaría allí? ¿Nos vencería allí? ¿Qué pretensión de
educarnos en un discurso más válido? La erección no es asunto nuestro; estamos
tan bien en las playas. Tenemos tantos espacios para compartir entre nosotras. El
horizonte, para nosotras, nunca habrá terminado de dibujarse, siempre abiertas.
Extensas, sin dejar de desplegarnos nunca, tenemos tantas voces que inventar para
decir nosotras por todas partes, incluso nuestras fallas, que no bastará todo el
tiempo del mundo. Nunca habremos realizado nuestro recorrido, nuestro contor­
no: no tenemos tantas dimensiones. Si quieres hablar «bien», te aprietas, te vuelves
más estrecha ascendiendo. Estirándote, extendiéndote más arriba, te alejas de lo
ilimitado de tu cuerpo. No te erijas, nos abandonas. El cielo no está allí arriba; está
entre nosotras.

160
Y no te crispes por la palabra «justo». No hay tal. No hay verdad entre nuestros
labios. Todo tiene lugar para existir. Todo vale la pena de ser intercambiado, sin pri­
vilegio ni rechazo. ¿Intercambiado? Todo se intercambia, pero sin comercio. Entre
nosotras, no hay propietarios ni compradores, no hay objetos determinables ni pre­
cios. Nuestros cuerpos se acrecientan con nuestros goces comunes. Nuestra abun­
dancia es inagotable: no conocemos ni escasez ni riquezas. Entregándonos todo/a
sin reserva y sin acaparamiento, nuestros intercambios son sin términos. ¿Cómo de­
cirlo? El lenguaje que conocemos es tan limitado.

¿Hablar por qué, me dirás? Sentimos las mismas cosas al mismo tiempo. ¿No le
bastan mis manos, mis ojos, mi boca, mis labios, mi cuerpo? ¿No es bastante lo que
te dicen? Podría responderte: sí. Pero eso sería demasiado sencillo. Dicho a la lige­
ra para tranquUizarte/nos.
Si no inventamos un lenguaje, si no encontramos su lenguaje, nuestro cuerpo
tendrá demasiados pocos gestos para acompañar nuestra historia. Nos cansaremos
de los mismos, dejando nuestro deseo en latencia, en sufrimiento. Adormecidas, in­
satisfechas. Y entregadas a las palabras de los hombres. Las cuales, ellos, saben des­
de hace mucho tiempo. Pero no nuestro cuerpo. Seducidas, atraídas, fascinadas, ex-
tasiadas por nuestro devenir, nos quedaremos paralizadas. Privadas de nuestros
movimientos. Paralizadas, mientras que estamos hechas para el cambio sin descan­
so. Sin saltos ni caídas necesarias. (Y sin repetición.)
Continúa, sin estancarte. Tu cuerpo no es el mismo hoy que ayer. Tu cuerpo se
acuerda. No hay necesidad de acordar/e. De conservar, contar, capitalizar ayer en tu
cabeza. ¿Tu memoria? Tu cuerpo dice ayer en lo que quiere hoy. Si piensas: ayer era,
mañana seré, piensas: estoy algo muerta. Sé lo que devienes, sin agarrarte a lo que
habrías podido ser, a lo que podrías ser. Sin estar jamás fija(da). Dejemos lo decisi­
vo a los indecisos. No tenemos necesidad de lo definitivo. Nuestro cuerpo, presen­
te aquí y ahora, nos da una certidumbre completamente distinta. La verdad es ne­
cesaria para aquellos que se han alejado tamo de su cuerpo que lo han olvidado.
Pero su «verdad» nos inmoviliza, resueltas como estatuas, si no nos desprendemos
de ella. Si no deshacemos su poder intentando decir, aquí y allá de inmediato, cómo
nos hemos turbado.

Te mueves. Nunca te quedas tranquila. Nunca te quedas. Nunca eres. ¿Cómo


decirte? Siempre otra. ¿Cómo hablarte? Permaneciendo en el flujo, sin coagular­
lo jamás. Congelarlo. ¿Cómo hacer que esa corriente pase a las palabras? Múlti­
ple. Sin causas, sentidos, cualidades simples. Y sin embargo indescomponible.
Esos movimientos que el recorrido de un punto desde un origen a un fin no des­
cribe. Esos ríos, sin mar única y definitiva. Esos afluentes sin riberas persistentes.

161
nudarnos. Tantas representaciones, y apariencias, nos alejan a una de otra. Nos han
disfrazado tanto tiempo conforme a su deseo, nos hemos engalanado tantas veces
para complacerles que nos hemos olvidado de nuestra piel. Fuera de nuestra piel,
permanecemos distantes. Tú y yo separadas.

¿Tú? ¿Yo? Ya es mucho decir. Zanjar demasiado entre nosotras: toda(s).

164
E stos textos fueron publicados originalmente en;

«El espejo, del otro lado», en Critique 309 (febrero de 1973).


«Ese sexo que no es uno», en Cahiers du G ri/5.
«Consideraciones retrospectivas sobre la teoría psicoanalítica», en Encyclopédie
médico-chirurgicale: gynécologie }(1 9 7 }), 167 A-10.
«Poder del discurso, subordinación de lo femenino», en Dialectiques 8 .
«Cosí fan tutti», en Vel 2 (agosto de 1975).
«La “mecánica" de los fluidos», en l'Arc'^S.
«El mercado de las mujeres», en Sessualitá e política, Milán, Feltrínelli, 1976.
«Mercancías entre ellas», en La Quinzaine Littéraire21^ (agosto de 1975).
« “Francesas”, no hagáis más esfuerzos...», en La QuinzaineLittéraire 238 (agos­
to de 1976).
«Cuando nuestros labios se hablan», en Cahiers du G rif 1 2 .

165
y

I n d i c e g e ne r a l

I. El espejo, del otro lado........................................................................... 5

II. Ese sexo que no es uno..........................................................................


III. Consideraciones retrospeaivas sobre la teoría psicoanalítica............. 25
IV. Entrevista: Poder del discurso, subordinación de lo femenino........... 51
V. C o ü fa n im ti ........................................................................................... 65
VI. I.a «meránica» de lo» fluido»................................................................. 79
VII. r.ucMioncH................................................................................................ 89
VIH. El fnertadí» cic la» mujere»..................................................................... 127
IX Mercancía» entre ella»............................................................................. 143
X. «ÍTancesa»», no ha«it» má» «fuerzo».................................................... 149
XI. Cuando nuestro» labio» »c hablan.......................................................... 155

167
Títulos publicados

Movimientos antisistémicos, I. Wallerstein, G. Arrighi, T. K. Hopkins,


Las fuerzas políticas que han modificado la trayectoria del capitalismo analizadas en
todo el arco de su existencia histórica al ritmo de las luchas de los movimientos anti­
sistémicos.

Las verdades nómadas & General Intellect, poder constituyente, comunismo, Antonio Ne-
gri y Félix Guattari.
Análisis de los cambios experimentados por las formas de producir y por la composi­
ción de clase de la fuerza de trabajo desde 1968 hasta la aaualidad planteados en cla­
ve política de acción revolucionaria.

El largo siglo XX. Dinero y poder en los orígenes de nuestra época, Giovanni Arrighi.
Estudio magistral del capitalismo como sistema histórico dotado de una coherencia
temporal y espacial en la sucesión de sus diversos ciclos sistémicos de acumulación,
cuya variación gira en corno a las luchas antisistémicas.

Nazismo y clase obrera, Sergio Bologna.


Análisis de la clase obrera alemana durante la República de Weimar y de las formas
pohticas concomitantes que condicionaron su oposición al nazismo en toda la com­
plejidad de una de las coyunturas políticas más dramáticas del siglo XX.

La izquierda contraataca. Conflicto de clases en América Latina en la era del neoliberalis-


mo. James Petras.
Situación de la izquierda latinoamericana en los albores del nuevo siglo y análisis del
ataque neoliberal a las condiciones de vida de las sociedades de América Latina.

La apuesta por la globalízación. La geoeconomía y la geopolítica del imperialismo euro-es­


tadounidense, Peter Gowan.
Análisis del componamiento de los mercados financieros durante los últimos 25 años
y de las opciones geopolíticas de las potencias capitalistas dominantes, que están de­
finiendo el cablero de la pob'tica mundial de las próximas décadas.

Spinoza subversivo, Antonio Negri.


Spinoza como teórico de la democracia radical y del antagonismo de la nueva com­
posición de clase analizado a partir de la reconstrucción de las propuestas más libe­
radoras de la modernidad.

Obreros y capital, Mario Tronri.


Texto de culto de la teoría del antagonismo de clase de la fuerza de trabajo colectiva
explotada en el capitalismo globalizado y de las líneas de fuga para su constitución
revolucionaria en la coyuntura actual.

169
Marx más allá de Marx. Cuaderao de trabajo sobre los Grundrisse, Antonio Negrí.
Lectura de los Grundrisse de Marx como texto revolucionario que coloca el antago­
nismo de clase en el centro del proceso de reproducción capitalista y la lucha de cla­
ses en clave interpretativa de la modernidad y la posraodernidad.

Caos y orden en el sistema-mundo moderno, Giovanni Arrighi y Beverly Silver.


Deslumbrante análisis por su riqueza empírica y sus claves interpretativas del com­
portamiento de la empresa, de los sistemas financieros, de las fuerzas de trabajo y de
las distintas hegemonías capitalistas a lo largo de los cinco siglos de evolución del ca­
pitalismo histórico.

La posmodernídad y sus descontentos, Zygmunt Bauman.


La fenomenología de las formas de existencia de los sujetos de las sociedades posmo­
dernas: capitalismo desregulado y mutación de la subjetividad.

1968. Una revolución mundial (obra multimedia: CD-ROM/libro), M. Bascetta, S. Bonsig-


nori, S. Petrucdani y F. Carlini.
1968 como crisol de los comportamientos antagonistas que maduran en la actuali­
dad, redefiniendo las prácticas políticas del futuro. Narrado a través de textos, mate­
rial filmico e imágenes de archivo.

El nuevo espíritu del capitalismo, Luc Boltanski y Éve Chiapello.


Estudio magistral de las modificaciones de las formas de trabajo y de justificación so­
cial de las nuevas pautas de explotación y legitimación del capitalismo actual.

Brigadas Rojas, Mario Moretti (entrevistado por Rossana Rossanda y Carla Mosca).
Crónica de la experiencia de la lucha armada en Italia durante la década de 1970 ana­
lizada como expresión política de la fuerza de trabajo social.

Demarcaciones fantasmales. Un simposium sobre Espectros de M arx de Jacques Derrida,


Michael Sprinker (ed,).
Reflexión sobre las relaciones existentes entre marxismo y deconstruccíón, y sus po­
sibles puntos futuros de convergencia teórica y política.

Espacios de esperanza, David Harvey.


La producción de espacio como dinámica esencial de reproducción del orden capita­
lista dominante, de la gestión de la fuerza de trabajo y de la producción de riqueza.

El trabajo de Dionisos, Antonio Negri y Michael Hardt.


Análisis de las modificaciones experimentadas por la teoría constitucional y del Esta­
do en los tiempos del capitalismo posmoderno y globalizado.

La expansión económica y la burbuja bursátil, Robert Brenner.


La burbuja bursátil y el comportamiento de la economía estadounidense durante la
década de 1990 analizadas a partir de las variables sistémicas del modo de produc­
ción capitalista.

170
Historias locales/diseños globales. Colonialidad, saberes subalternos y pensamiento fron­
terizo, Walier D. Mignolo,
La colonialidad del poder como elemento clave para comprender el comportamiento
del capitalismo histórico analizado desde una perspectiva no eurocéntrica.

Imagen y realidad del conflicto palestino-israelí, Norman Finkelstein.


Minucioso análisis de la históriografía que ha conformado la interpretación predomi­
nante del enfrentamiento que asóla Palestina durante los últimos 50 años.

Marx dentro de sus límites, Louis Aithusset.


Reflexiones cruciales sobre los límites políticos de la episteraolo^a marxiana conce­
bidas para posibilitar el desencadenamiento de la próxima explosión creativa del pa­
radigma marxista.

El sitio de los calcetines, Christian Marazzi.


El lenguaje convertido en instrumento de producción de la intelectualidad de masas
y los nuevos modelos de subjetividad proletaria analizados a contrapelo del nuevo
paradigma productivo del general intellect.

La forma-Estado, Antonio Negri.


Anatomía del Estado y de la Administración pública como dispositivos de captura y
gestión del antagonismo y la lucha de clases en la época de la constitución política del
sujeto hiperproletario global.

Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos, Immanuel Wallerstein.


Exuberante caja de herramientas para comprender el funcionamiento del capitalismo
global, sus tendencias estructurales y las posibles estrategas para transformarlo radi­
calmente por los movimientos antisistémicos.

Los libros de la autonomía obrera, Antonio Negri.


La gramática del antagonismo que definió la estación más productiva de la lucha de
clases del laboratorio político italiano durante la década de 1970. Libro de culto de la
constitución del sujeto produttivo antagonista.

El nuevo imperialismo, David Harvey.


Análisis de las nuevas formas que está asumiendo el capitalismo contemporáneo para
proseguir la acumulación de capital a escala global mediante la producción selectiva
de plusvalor, espado y territorio.

La fábrica de la estrategia: 33 lecciones sobre Lenin, Antonio Negri.


Exquisito estudio sobre el pensamiento de Lenin escrito al calor de las luchas de la
década de 1970, que difracta la misteriosa curva de la recta leninista en un apasio­
nante haz de modelos posibles de constitución antagonista útiles para pensar la polí­
tica del presente y del futuro.

171
Maquiavelo y nosotros, Louis AJthusser.
Estudio del pensamiento de Maquiavelo como teórico de la invención de la política en
el vacío provisional de la consütudón del sujeto revolucionario, y como analista de los
avalares del acontecimiento de su emergencia como fuerza histórica transformadora.

Repetir Lenin, Siavoj Zizek.


Reflexiones sobre la vigencia polítíca de Lenin en las sociedades posmodemas contem­
poráneas a contrapelo de las formas de codificación cultural que tienden a neutralizar
la acción política mediante la hipertrofia de las cuestiones culturales e identitarias.

Mujeres, raza y clase, Angela Y. Davis.


Estudio clásico de la parábola del feminismo negro en una sociedad racista, clasista y
sexista como revulsivo tonificante para analizar en toda su complejidad las relaciones
de poder y explotación realmente existentes.

Fuerzas de trabajo. Movimientos obreros y globalización desde 1870, Bevcrly J. Silver.


Este libro explora cómo la lucha de clases y el conflicto obrero han estallado indefec­
tiblemente allí dónde el capital ha intentado recrear condiciones más propicias de ex­
plotación tanto en los países desarrollado como en las economías del Sur global.

Europa y el Imperto, Antonio Negri.


Europa teorizada como espacio pofltico de referencia elemental para los movimientos
sociales y para los nuevos sujetos productivos de la sociedad del conocimiento al hilo
de reflexiones sobre la invención de una nueva política radicalmente transformadora.

La destrucción de los judíos europeos, Raúl Hilberg.


Estudio magistral del conjunto de procesos económicos, sociales, jurídicos y cultura­
les que posibilitaron que el nazismo destruyese a una parte de los ciudadanos euro­
peos e intentase construir un orden brutal de explotación racial en Europa.

Metamorfosis, Rosi Braidotti.


Crítica feminista de la posmodemidad construida a partir de una original lectura de
la diferencia sexual inspirada en Deleuze e Irigaray y fundamentada en la apuesta por
construir una nueva concepción de la política.

La política económica de Clinton y el declive de la economía estadounidense, Roben


Pollin.
Análisis de las opciones económicas de Clinton -y de su continuidad por Bush- y de
su efeao multiplicador de las desigualdades y de los desequilibrios tanto en la socie­
dad estadounidense como en la economía mundial.

Bienvenidos al desierto de lo real, Siavoj Zizek.


Texto chispeante sobre el cierre de las posibilidades de enunciación de la realidad
política contemporánea, y sobre las complicidades de la intelligentsia occidental con
la legitimación y mantenimiento del orden existente.

172
Parecen. La vida después del capitalismo, Michael Albert.
Reflexiones sobre cómo pensar la organización económica tras el fin del capitalismo
para posibilitar una economía sostenible, viable socialmente e innovadora desde el
punto de vista empresarial.

Más allá de E l capital, Michael A. Lebowitz.


Análisis de las implicaciones del libro sobre el salario que Marx no llego a escribir y
de su importancia para pensar una teoría de las luchas, de la subjetividad antagonista
de la fuerza de trabajo y de la invención de nuevas formas de acción política.

Discurso sobre el colonialismo, Aimé Césaire.


Formidable alegato contra el colonialismo y el racismo practicados secularmente por
Occidente para explotar a los pueblos no blancos y reflexión meditada sobre las con­
secuencias de la invisibilidad de tales comportamientos para la cultura occidental.

Fábricas del sujeto/ontología de la subversión, Antonio Negri.


Cuadernos de trabajo filosófico en torno a los conceptos de antagonismo y subsun-
ción real escritos durante los últimos veinticinco años al hilo de las transformaciones
subjetivas, sistémicas y epistemológicas registradas en las sociedades capitalistas.

Nazismo y revisionismo histórico, Pier Paolo Poggio.


Indagación sobre el hilo negro del revisionismo histórico que pretende reescribir la
modernidad en clave conservadora y reaccionaria para extirpar del imaginario social
la posibilidad de pensar una política radical.

Crisis de la clase media y posfordismo, Sergio Bologna.


Análisis de la expansión del trabajo autónomo y de la descentralización productiva
así como de las implicaciones políticas de tal transformación, en un contexto de su­
bordinación creciente de los trabajadores al poder de mando del capital.

El asalto a la nevera, Peter WoUen.


Estudio minucioso del movimiento moderno y de sus avatares como propuesta crítica
y subversiva de los códigos estéticos e imaginarios contemporáneos e indagación so­
bre las formas que están poniendo en tela de juicio el predominio cultural occidental.

Espacios del capital, David Harvey.


Análisis de la dinámica capitalista como forma de producción de espacio y de confi­
guración del territorio en el marco de la reproducción del capitalismo global, y estu­
dio del espacio como componente esencial de las estrategias de dominación.

De la esclavitud al trabajo asalariado, Yarui Moulier Boutang.


Reconstrucción exhaustiva de la economía política del trabajo dependiente a lo largo
de la historia del capitalismo, que muestra que el trabajo asalariado ha sido más la ex­
cepción que la regla y presenta las estrategias de fuga como vector esencial para com­
prender la fisiología de este sistema.

173
Prívatizar la cultura, Chln-tao Wu.
Análisis exliaustívo de cómo la ola de privatización que afecto a las economías nacio­
nales durante las décadas de 1980 y 1990 se conjugó en la esfera de la cultura y del
arte y cómo ello ha afectado al carácter democrático de nuestras sociedades,

Espéculo de la otra mujer, Luce Irigaray.


Libro clásico sobre cómo se ha definido el faJocentrísmo y la diferencia sexual en el
psicoanálisis y en la cultura occidental y sobre cómo se ha declinado a partir de esos
estratos un modelo sexual y discursivo en las sociedades contemporáneas.

Palestina/Israel: un país, un Estado, Virginia Tilley.


Estudio sobre la imposibilidad de optar por la solución de dos Estados en Palestina y
reivbdicación enérgica de un solo Estado laico, democrático y no confesional para
resolver el conflicto palestino-israeh antes de que la situación acabe en la catástrofe.

Breve historia del neoliberalismo. Datad Harvey.


Análisis de las vicisitudes del neoliberalismo como estrategia de reestructurar la eco­
nomía global durante las últimas tres décadas y de multiplicar la intensidad de la ex­
plotación capitalista en la economía global.

Adam Sfiiith en Pekín, Giovanni Arrighi.


Estudio magistral de las opciones geoeconómicas y geopolíticas del capitalismo glo­
bal y de Jas posibilidades de acción los movimientos antisistémicos en el actual esce­
nario de caos sistémico en el que el eje de la acumulación de capital y la crisis de he-
gemoma se desplazan hacia el este y el sur de Asia.

Descartes poEtico, Antonio Negri.


La política de dase de la burguesía emergente analizada en las ca-tegorías filosóGcas dd
pensador que inauguró la modernidad. Análisis de la política de lo razonable estudiada
a contrapdo de la neutralidad espuria de la razón neutral de la dominadón burguesa.

La soledad de Maquiavelo. Marx, Maquiavelo, Spinoza, Lenin, Louis Althusscr.


Colección de ensayos fundamentales del filósofo marxista más reputado del siglo XX
escritos durante las décadas de 1960 y 1970. Las vigas maestras de su edificio con­
ceptual expuestas al margen de sus textos canónicos.

París, capital de la modernidad, David Han'ey.


Soberbia aplicación del materialismo histórico-geográfico a la metrópoli parisina para
trazar las transformaciones que el capitalismo y la lucha de clases produjeron en el te­
jido urbano y en la producción de espacio de la capital cultura global del siglo XIX.

Piel negra, máscaras blancas, Frantz Fanón.


Reflexión espléndida sobre la construcción de la socialidad y la identidad dd sujeto
racializado negro en un sistema sodal construido sobre un racismo estructural estre­
chamente vinculado al capitalismo histórico y al liberalismo occidental.

174
La economía de la turbulencia global, Kobert Brenner.
Soberbio estudio de cómo se ha comportado la economía-mundo capitalista durante
los últimos 50 años a partir del análisis de sus variables sistémicas de funcionamiento,
de los límites intrínsecos del actual modo de producción y de sus tendencias a la cri­
sis y a la turbulencia estructural.

Arqueologías del futuro, Fredric Jameson.


Brillante y original reflexión entorno al pensamiento utópico en cuanto forma y con­
tenido, que aúna el análisis literario y el político, el pasado y el futuro, la realidad y la
ficción, ofreciendo una perspectiva única y compleja sobre el deseo de cambio que
atrapará al lector.

Ese sexo que no es uno, Luce Irigaray (de próxima aparición).


Selección de textos de una de las feministas más sofisticadas de la teoría de la dife­
rencia, que plantea y desmonta la conceptualización clásica de lo femenino, mientras
nos acerca a una perspectiva novedosa y sugerente sobre las relaciones -sexuales, fa­
miliares, sociales- entre hombres y mujeres.

Dinero, perlas y flores en la reproducción feminista, Mariarosa Dalla Costa (de próxima
aparición).
Apasionante recorrido por la historia del feminismo y los nuevos paradigmas de com­
prensión de la realidad de los últimos 40 años, que desemboca en una crítica y análi­
sis de los procesos de reproducción social, de la crisis de la sociedad del capital y de
las luchas de las mujeres del sur por mantener las condiciones -económicas y ecoló­
gicas- que garanticen su supervivencia.

175
Cómo hablar del otro lado, se preguntó Alicia. Porque, en materia de
maravillas, ella había descubierto que era más de una, y que una sola
lengua no podía significar lo que tenía lugar entre ellas. Sin embargo,
era preciso intentar hacerse oír. Así que, esforzándose, repuso:
¿Qué decir de una, otra, sexualidad femenina? Otra respecto a la
prescrita en y por la economía del poder fálico. Otra respecto a la
descrita -y normalizada- una y otra vez por el psicoanálisis. ¿Cómo
inventar, o recobrar, su lenguaje?
¿Cómo interpretar el funcionamiento social a partir de la explota­
ción de los cuerpos sexuados de las mujeres? ¿Qué puede ser,
entonces, su acción en relación con lo político? ¿Deben o no inter­
venir en las instituciones?
¿Qué rodeo hay que dar para escapar de la cultura patriarcal? ¿Qué
cuestiones plantear a su discurso? ¿A sus teorías? ¿A sus cien­
cias? ¿Cómo enunciarlas para que no se vean, de nuevo, someti­
das a la censura o la represión?
Pero también: ¿cómo hablar ya mujer? Atravesando de nuevo el
discurso dominante. Inquiriendo al dominio de los hombres.
Hablando a las mujeres, entre mujeres.
Cuestiones -entre otras- que se interrogan y se responden en
varias lenguas, en varios tonos, en varias voces. Desconcertando la
uniformidad de un discurso, la monotonía de un género, la autocra­
cia de un sexo. Innumerables los deseos de las mujeres, y nunca
reducibies a uno ni a su múltiple.
El sol ya había salido hace mucho tiempo. Una historia no termina­
ba de imponer su orden. De obligarla a exponerse en una claridad
algo fria. A la espera de otra mañana, volvió a pasar detrás del
espejo, y se encontró entre toda(s) ellas.
L. 1.

Luce Irlgaray (Bélgica, 1930), es una de las principales exponentes del pensa­
miento feminista de la diferencia. Su critica a la cultura patriarcal rompe con la idea
del varón como sujeto único universal; su reflexión filosófica, orientada a la bús­
queda de una subjetividad: femenina autónorria, Éibarca el análisis de las relacio­
nes, el lenguaje, la historia, la sexualidad y la lestética. [Entre sus escritos destacan
Espéculo de la otra mujer (1974), publicado en esta colección (Akal, 2007), asi como
Amante marine de Fríedrích Nietzsché (1980); .ffri/qpe de la .différence sexuelle
(1984), Lefempsde/ad/fférence^(198^), J ’ó/me4r;fó/(1.992), É tre de u x^^997), Entre
Oríent ef Occident (1999) y Priéres quótidiennés/Everydáyfirayers (2004).
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