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Irigaray-Luce-Ese Sexo Que No Es Uno
Irigaray-Luce-Ese Sexo Que No Es Uno
Traducción de
EGúl Sánchez Cedillo
Sector Foresta, I
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-2409-3
Depósito legal: M. 20.778-2009
Impreso en Lavel. S A.
Humanes (Madrid)
Ese sexo que no es uno
Luce Irigaray
©
I El espejo, del otro lado
Alicia tiene los ojos azules. Y rojos. H a abierto sus ojos atravesando e l espejo. A p a
rentem ente sustraída aún, p o r otra parte, a la violencia. Viviendo, sola, en su casa. E lla
lo prefiere así, afirm a su madre. Sólo sale para desem peñar su p ap el de m aestra [maí-
iresse]. D e escuela, por supuesto. D on de se escriben, lodo e l rato, hechos inm utables.
E n blanco y negro, en negro y blanco, según se trate de la pizarra o d e la págin a d e l cua
derno. Sin m odificaciones de color, en todo caso. É sta s quedan reservadas p ara atan d o
Alicia está sola. Detrás de la pantalla de la representación. E n la casa o eljardín .
Es sin duda el instante en el que Alicia debía irrumpir. En el que ella misma debe
ría entrar en escena. Con los ojos violados. Azules y rojos. Que conocen el derecho, el
reverso y el revés; lo impreciso de b deformación; el negro o blanco de la pérdida de
identidad. Que siempre cuentan con que las apariencias se metamorfoseen, que uno
devenga el otro, sea ya otro. Pero Alicia está en la csatela. Volverá para la merienda,
que siempre toma sola. A l menos es cuanto afirma su madre. La única que parece saber
quién es Alicia.
Así, pues, a las cuatro en punto exactamente el topógrafo entra en su casa. Y como
un topógrafo necesita un pretexto para entrar en casa de alguien, con mayor motivo si
se trata de una señora, trae una cesta de verduras. De parte de Luden. Penetrando en
casa de «ella» so capa del nombre, de la ropa, del am or de otro. Por esta vez, no pare
ce molestarle. É l abre la puerta, ella llama por teléfono. A su novio. É l se presenta, una
vez más entre ellos, dos. En lo que une hoy a las cuatro a un hombre y una mujer:
una ruptura. Puesto que la relación entre Luden y Alicia era más bien del tipo: aún no.
O nunca. Pasado y futuro se presentan sometidos a numerosos avatares. «¿A caso es
eso el am or?». Están también el intervalo madre-Alida, Lucien-Gladys, Alicia-su
amante. («Ella ya tiene un amante, no necesita más»), grande-pequeño (topógrafos),
que vuelve a atravesar su intervención. Por no hablar mas que de lo ya expuesto.
¿Realiza él allí su mediación? ¿ O empieza a sospechar de manera muy confusa que
ella no es tan sólo ella? Busca fuego. Para ocultar el desorden, ocupar esa ambigüedad.
Distraerla con una cortina de humo. Como ella no ve el mechero, aunque lo tenga de
lante, lo invita a subir a l primer cuarto, en el que debe haber algo de lumbre Su f a
miliaridad con la casa alivia la angustia. É l sube. Ella le propone poseerla como a él le
plazca. Se separan en el jardín. Uno ha olvidado «sus» gafas junto a l teléfono, la otra
«su » gorra encima de la cama. E l «fuego» se ha visto desplazado.
É l vuelve a su lugar de trabajo. Ella desaparece en la naturaleza. ¿Estam os a sába
do o domingo? ¿ E s el momento de la topografía o del am or? Desconcertado, no le que
da más que un recurso: comer «gendarme»*. Deseo lo bastante imperioso como para
que vuelva a marcharse de inmediato.
Así, pues, (re)aparece. E s la hora de la merienda. ¿ E lla ... E lla ? ¿Q uién (es) ella?
Ella (es) o tra ... busca algo de lumbre. ¿D ónde está e l fu ego ? Arriba, en el cuarto, se
ñala am ablem ente el topógrafo, el grande. Contento de que, por fin, se presente un
hecho preciso, indudable, verificable. Que pueda demostrar(se) mediante a + b, a sa
ber, mediante 1 + 1, es decir, mediante un elemento que se repite, idéntico a s í mis
mo y que sin embargo opera un desplazamiento en total, que se trate de un encade
namiento, de una sucesión. En pocas palabras, de una historia. D e algo que, como si
dijéramos, es verdad. Que é l ya había estado allí. ¿Q u e é l ...? ¿Q u e e lla ...? ¿E sta
b a? ¿N o estaba? Ella.
Porque las verduras ya no justificarán nada. «H e tenido que comérmelas». ¿Q uién
«h e »? No queda m ás que e l «fuego». Pero él no está allí para sostener la demostración.
Y si estuviera, no subsistiría huella alguna de cuanto ha tenido lugar. Y en lo que hace
a asegurar que el fuego ha pasado de aq u í a allá, a afirm ar que se sabe dónde está aho
ra, a designar e l cuarto de Alicia como e l único lugar en el que puede encontrarse, son
otras tantas pretensiones que corresponden a la «m agia».
A Alicia nunca le ha gustado el ocultismo. No porque la sorprenda lo inverosímil.
Ella lo conoce más que nadie en lo que atañe a lo fabuloso, lo fantástico, lo increíble...
Pero, siempre, habrá percibido aquello de lo que habla. H abrá asistido a todos los pro
digios. Habrá estado «en el país de las maravillas». No es que lo haya imaginado, co-
E1 «gendarme» es un tipo de salchichón que se produce en Suiza y en el este de Francia. (N. del T.]
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Pero hete ahí que ahora lodos se encuentran perdidos, sin sus marcas habituales.
¿Dónde está la diferencia entre un amigo y uno que no es amigo? ¿Una virgen r una
puta? ¿L a mujer propia >■ ¡a mujer a la que se am a? ¿Aquella a la que se desea y aque
lla con la que se hace el amor? ¿ Una mujer y otra? ¿L a propietaria de la casa y aquella
que la usa para su placer, con la que se coincide allí para darse placer? ¿E n qué casa y
con qué mujer tiene lugar -habrá tenido, tendrá- el amor? Y además, ¿cuál es el tiem
po del amor? ¿ E l del trabajo? ¿Cómo definir sus respectivos envites? ¿«M edir» [ar-
penter] tiene o no relación con el deseo? ¿Elplacer puede o no medirse con un metro,
acotarse, triangularse? Además, «es otoño», ¡os colores cambian. Cambian a l rojo.
Aunque no por mucho tiempo.
Es sin duda el instante en el que Alicia debía irrumpir. En el que ella misma debe
ría entrar en escena. Con los ojos violados. Azules v rojos. Que conocen el derecho, el
reverso -v el revés; lo impreciso de la deformación; el negro o blanco de la pérdida de
identidad. Que siempre cuentan con que las apariencias se metamorfosecn, que uno
devenga el otro, sea ya otro. Pero Alicia está en la escuela. Volverá para la merienda,
que siempre toma sola. A l menos es cuanto afirma su madre. La única que parece saber
quién es Alicia.
Así, pues, a las cuatro en punto exactamente el topógrafo entra en su casa. Y como
un topógrafo necesita un pretexto para entrar en casa de alguien, con mayor motivo si
se trata de una señora, trae una cesta de verduras. De parte de Luden. Penetrando en
casa de «ella» so capa del nombre, de la ropa, del amor de otro. Por esta vez, no pare
ce molestarle. É l abre la puerta, clin llama por teléfono. A su novio. É l se presenta, una
vez más entre ellos, dos. En lo que une hoy a las cuatro a un hombre v una mujer,
una ruptura. Puesto que la relación entre Luden y Alicia era más bien del tipo: aún no.
O nunca. Pasado y futuro se presentan sometidos a numerosos avatares. «¿Acaso es
eso el am or?». Están también el intervalo madre-Alida, Lucien-Gladys, Alida-su
amante. («Ella ya tiene un amante, no necesita más»), grande-pequeño (topógrafos),
que vuelve a atravesar su intervención. Por no hablar mas que de lo ya expuesto.
¿Realiza él allí su mediación? ¿ O empieza a sospechar de manera muy confusa que
ella no es tan sólo ella? Busca fuego. Para ocultar el desorden, ocupar esa ambigüedad.
Distraerla con una cortina de humo. Como ella no ve el mechero, aunque lo tenga de
lante, lo invita a subir a l primer cuarto, en el que debe haber algo de lumbre. Su f a
miliaridad con la casa alivia la angustia. É l sube. Ella le propone poseerla como a él le
plazca. Se separan en el jardín. Uno ha olvidado «sus» gafas ¡unto a l teléfono, la otra
«su» gorra encima de la cama. E l «fuego» se ha visto desplazado.
É l vuelve a su lugar de trabajo. Ella desaparece en la naturaleza, ¿Estamos a sába
do o domingo? ¿ E s el momento de la topografía o del amor? Desconcertado, no le que
da más que un recurso: comer «gendarme»*. Deseo lo bastante imperioso como para
que vuelva a marcharse de inmediato.
N i hablar de gendarmes, al menos por ahora. Él/ellos se encuentra(n) cerca del jar
dín. Un hombre enamorado y un hombre enamorado de una mujer que vive en la casa.
E l primero pide al segundo, o más bien el segundo pide al primero si no le importa
(volver a) ver a la que él ama. Empieza a tener miedo, y suplica que se le permita,.,
Posteriormente.
E l buen sentido -propio o común- cualquier tipo de sentido de la propiedad se
echa en falta en Lucten. Da, pone en circulación, sin pensar. Gorra, verduras, consen
timiento. ¿Las suyas? ¿Las de los demás? ¿Su mujer? ¿La de otro? En el baile se reú
ne con su bien. Lo que no excluye que sufra cuando otros se la llevan. A otra parte.
Así, pues, (re)aparece. Es la hora de la merienda. ¿E lla ... E lla? ¿Quién (es) ella?
Ella (es) otra... busca algo de lumbre. ¿Dónde está el fuego? Arriba, en el cuarto, se
ñala amablemente el topógrafo, el grande. Contento de que, por fin, se presente un
hecho preciso, indudable, verificable. Que pueda demostrar(se) mediante a + b, a sa
ber, mediante 1 + 1, es decir, mediante un elemento que se repite, idéntico a s í mis
mo y que sin embargo opera un desplazamiento en total, que se trate de un encade
namiento, de una sucesión. En pocas palabras, de una historia. De algo que, como si
dijéramos, es verdad. Que él ya había estado allí. ¿Q ue é l...? ¿Q ue e lla...? ¿E sta
ba? ¿N o estaba? Ella.
Porque las verduras ya no justificarán nada. «H e tenido que comérmelas». ¿Quién
«h e»? No queda más que el «fuego». Pero él no está allí para sostener la demostración.
Y si estuviera, no subsistiría huella alguna de cuanto ha tenido lugar. Y en lo que hace
a asegurar que el fuego ha pasado de aquí a allá, a afirmar que se sabe dónde está aho
ra, a designar el cuarto de Alicia como el único lugar en el que puede encontrarse, son
otras tantas pretensiones que corresponden a la «magia».
A Alicia nunca le ha gustado el ocultismo. No porque la sorprenda lo inverosímil.
Ella lo conoce más que nadie en lo que atañe a lo fabuloso, lo fantástico, lo increíble...
Pero, siempre, habrá percibido aquello de lo que habla. Habrá asistido a todos los pro
digios. Habrá estado «en el país de las maravillas». No es que lo haya imaginado, co-
El «gendarme» es un tipo de salchichón que se produce en Suiza y en el este de Francia. [N. del T.)
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nocido por «intuición». ¿Inducido, tal vez? A distancia, además. ¿ Y a través de los ta
biques? Ir más allá dd espejo es un asunto completamente distinto.
Por lo demás, ese señor no lleva en su mirada las huellas de semejante aventura. Es
un problema de matices. Así, pues, no hay más remedio que vuelva a salir cuanto an
tes de aquella casa. ¿No quiere? Es ella la que se irá, la abandonará. Afuera es un re
fugio extraordinario. Sobre todo en esta estación, con todos sus colores. É l sale tam
bién alJardín. Muy cerca. ¿E s que no tiene una derecho a estar sola? ¿Dónde puedo ir?
S i la casa y el jardín están abiertos a cualquiera. A los topógrafos omniscientes, por
ejemplo. Hay que inventar cuanto antes una retirada que ellos no puedan localizar. Re
plegarse en un lugar arrebatado a sus cálculos, a sus miradas, a sus investigaciones. A
su penetración. ¿Dónde?
Luden sabe esperar, mucho tiempo si hace falta. Aguarda indefinidamente junto al
huerto. Instalado fuera de la propiedad, pela*. Preferentemente pencas de acelgas,
que ayudan a crecer a las niñas pequeñas. Conduciéndolas, insensiblemente, al matri
monio. Prepara con mucha antelación, con gran esmero, un porvenir. Improbable. No
pela otra cosa. De ahí, tal vez, su llegada. Con las manos vacías. Ni siquiera enfila el ca
mino, como todo el mundo. Llega por el césped. Siempre un poco inconveniente.
Alida sonríe. Luden sonríe. Se sonríen, cómplices. Juegan. Ella le regala la gorra.
«¿Qué dirá Gladys?» ¿Que haya aceptado un regalo de A lida? ¿Que le haya ofrecido
esa gorra? «Libélula» cuya trayectoria furtiva escamotea en el presente la identidad de
la donante. ¿Se está más en deuda con aquella que redobla la posibilidad del goce o
con aquella que la ofrece una primera vez.^ Y si se va de una a otra, ¿cómo seguir dife
renciándolas? ¿Saber (por) dónde anda/está uno mismo? La confusión le sienta bien a
Luden. Le encanta. Por eso, porque todo el mundo renuncia a ser simplemente «yo
mismo», prescinde de las barreras de lo mío, tuyo, suyo, él abandona toda reserva. Bajo
la aparienda de no sentir apego a nada, de ser pródigo sin moderación, se reservaba
un pequeño dominio. Un escondite precisamente. Un refugio, todavía personal. Para
cuando todo va mal con todo el mundo. Cuando las preocupaciones abruman. «Cuan
do llueve» Este último bien, nada apropiado, pretende compartirlo con Alicia. Disipar
su carácter privado. É l la conduce a una especie de bodega. Lugar disimulado, secreto,
protegido. Algo sombrío. ¿ E l que intentaba encontrar Alicia? ¿ E l que él busca? Y,
como están en un lugar secreto, se hablan al oído. Para reír, no para decir. Pero Luden
sabe que la gorra ha quedado olvidada endma de la «cama». Ese hecho particular irri
ta su constancia. Arrastra su precipitación. Va a cometer, como un eco, su acto fallido.
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En voz muy baja, cuchicheando, en tono de confidencia, no deja por ello de falsear lo
que son las cosas.
¿Son? ¿Para él? ¿Para otro? ¿ Y quién es él para revelar así lo que seria? Alicia se
queda paralizada. Se cierra. Helada.
Puesto que estamos exponiendo los derechos al goce de cada cual, pasemos por casa del
abogado. La consulta se haráfuera. Dentro, dice: «la mujer escucha a través de las puertas».
— «H e hecho el amor con una chica, en la casa de una chica. ¿A qué penas puedo en
frentarme?» — «A nada.» Aquello va más allá de lo que cabía imaginarse. Todo por
nada. Gratuitamente. Hi siquiera la sombra de un peligro. De una pena, de una deuda.
De una pérdida. ¿Cómo continuar midiendo en medio de tales excesos? Ahora bien,
hace falta una continuación. De la historia.
Prosigamos: «Asíque me he acostado con una señora a la que no conozco, en la casa
de otra señora a la que no conozco. ¿A qué penas puedo enfrentarme?» —«Cuatro
años.» — «¿Por qué?» — «Violación de domicilio, malos tratos. Dos más dos son cua
tro, 2 x 2 = 4, 2^ = 4. Cuatro años.» — «¿Cómo suspender el requerimiento judicial*?»
— «Eso depende de las dos. De una y de la otra. De las dos, a la vez. Hay que empezar
identificando esas dos no-unidades. Pasando después a sus relaciones.» — «He identi
ficado a una. Aquella a la que se le puede asignar el coeficiente casa.» —«¿Y bien?»
— «Ho puedo aportar otras características, ella me niega el acceso a su propiedad»
— «Qué lata. ¿ Y la otra? La vagabunda, la errante: ¿la unidad móvil?» —«Se ha eclip
sado en la naturaleza.» — «Entonces...» — «¿Puede ayudarme a reencontrarla?» —
«M i mujer se pondrá furiosa. Voy a cubrirme de oprobio.» —«Yo le transportaré, le
trasladaré. Yo llevaré el peso, yo seré el indecente.» — «De acuerdo.»
¿Pero dónde en la naturaleza.^ Que es grande. ¿Aquí? ¿Allí? No hay más remedio
que detenerse en alguna parte. Y si con cierta rudeza se le ponen los pies en el suelo, él
se dará cuenta inevitablemente de que está completamente embarrado. Algo que no te
nía que ocurrir bajo ningún concepto. — «¿Q ué dirá mi mujer?» ¿Qué cabe pensar de
un hombre de leyes que se ensucia los pies? ¿Y quién prohíbe, en última instancia, la su
ciedad? ¿E l jurista? ¿Su mujer? Una vez más, ¿por qué abonar en la cuenta de la otra
lo que uno se niega a cargar en su cuenta? Porque podría parecer algo asqueroso. E l
lado repugnante del hombre de bien. Del que pretende serlo.
E l topógrafo, que ha venido, sin embargo, para {reconciliarse con la ley, se muestra
completamente desanimado. Si la evaluación en cifras le sale a «cuatro años», calcula
el mérito del abogado en «cero». Desde ahí tendrá que volver a empezar.
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L uden a vuelto a casa de Gladys. Suspira. Otra vez. Dem asiada predsión le deja
triste. Perdido. R e visa [re-garde] indefinidamente, (ras un cristal, la representación
de ¡a escena. Lo no-visto m ya existenda horada su mirada. L a asedia, la fija. Gladys
derra la puerta de la casa. Luden habla. Por fin. — «E stos cabrones han estado hacien
do el am or» — «¿Q uiénes han hecho el amor, L u d en ? ¿Q uién es uno? ¿Q uién es la
otra? ¿ Y una es en efecto la que tú quieres que sea? ¿ L a que tú desearías?» Las seño
ras se toman engañosas, virgen y/o puta. La proyección de una sobre la otra opera, in
sensiblemente L a turbación vuelve a tornarse legítima. E l hielo se funde, ya quebra
do. ¿(Por) dónde estamos/vamos? Todo gira. Bailan.
É l vuelve a abrir la puerta de la casa. Escucha, mira. Pero su papel consiste más
bien en intervenir. En subvertir todas las parejas, «marchando entre». «L as casas, la
gente, los sentimientos». Para repartirlos, eventualmente readjudicarlos. Tras su paso,
el derecho habrá perdido su revés. Y tal vez también su reverso. Pero «¿cóm o se puede
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vivir sin eso?». Con una sola cara, un solo rostro, un solo sentido. En un único plano.
Siempre del mismo lado del espejo. Ese contraste neto separa a cada cual de su otro,
que bruscamente se le presenta como completamente otro. Extrañamente desconocido.
Adverso, nefasto. Fríamente otro.
«¿C óm o se puede vivir a s í? » — « ¡E lla lleva cinco años siendo cruel conm igo!»
— « ¡A h í le tenéis, con ese aspecto eternamente siniestro!» Pero cuando Eugéne imita
al gato a l que han cortado la cola, cuando se desprende sobre el topógrafo del peso del
único instrumento por cuya intromisión en la casa ella sufre, es feroz. Y s i ella suspira,
se angustia, llora, habrán comprendido que no siempre está alegre. Por lo demás, in
tentad aconsejar a uno que se marche porque le han hecho sufrir: dejará a llí su aparato
para estar seguro de tener que volver. Decidle a la otra que ella no le quiere, o ha deja
do de hacerlo: se reirá. Aunque esté triste. Sin embargo estabais a llí - ta l vez sólo por
un instante- con ojos que saben mirar, al menos un determinado aspecto de la situa
ción, a estas alturas están perdidos. Ya no pueden volver a reunirse. M ás vale que se se
paren. Por hoy, en cualquier caso. Por lo demás, nunca se han unido. Mientras cada
uno soportaba a l otro del otro. A la espera.
Alicia está sola. Con el topógrafo, el grande. E l que ba hecho el am or con la que
ocupaba su casa. Por si fuera poco lo han hecho en su cama. Ella lo sabe ahora. Tam
bién él ba comprendido entre tanto algo del malentendido. — «¿Se arrepiente de ese
error?» — «N o.» — «¿Q uiere que disipemos esa confusión?» — « ¿ . .. ? » — «¿ L e gusta
ría?» — «¿. ..? » ¿Cómo diferenciarlas en la misma atribución?
¿Cóm o distinguirme respecto a ella? A fuerza de pasar sin descanso a l otro lado, de
estar siempre más allá, porque de este lado de la pantalla de sus proyecciones, en ese
plano de sus representaciones, yo no puedo vivir. Todas esas imágenes, esos discursos,
esos fantasm as me paralizan, me dejan de piedra. Me congelan. Estremecida, también
por su admiración, sus alabanzas, lo que llaman su «am or». Esaichadles a todos ha
blando de Alicia: m i madre, Eugéne, Luden, G b d y s... Os habréis dado cuenta de que
me dividen como mejor conviene a sus intereses. Por eso no conozco en m i ningún
«yo», o bien se trata de la multitud de los «yo» apropiados por ellos, para ellos, en fu n
ción de sus necesidades, o deseos. Ahora bien, éste no dice lo que quiere - de «m í». E s
toy completamente perdida. De hecbo, siempre lo he estado, pero no me daba cuenta.
Estaba ocupada adaptándome a sus deseos. Pero ya solo medio ausente. Del otro lado.
Entonces, resulta que puedo evocar m i identidad: llevo el nombre de m i padre, el señor
Taillefer. Siempre he vivido en esta casa. Primero con m i padre y m i madre. É l murió.
Después he estado viviendo sola aquí. M i madre reside a l lado. ¿ Y después?...
— «¿Q u é ha hecho después?» Yo no soy ella. Pero me gustaría ser «ella» para vo
sotros. Pasando por ella, tal vez descubra, finalmente, lo que podría ser «yo». — «¿Q u é
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ha hecho?» — «H a subido a buscar lumbre. Me ha llamado.» — «¿Cóm o se llama us
ted?» — «Léon...» A si que subo, ya que se ha comportado así. L a única diferencia que
marco -¿p or decisión? ¿por error?- será gritar su nombre desde otro cuarto. El segun
do. Llega, pero quiere entrar en el primer cuarto. ¿Vuelve a equivocarse? ¿N o se ha
equivocado nunca? Para que haya error sería preciso que una sea «ella» y la otra no.
¿Es posible identificar quién es «ella» o no? Lo importante es, sin duda, que la esce
na se repita. Más o menos idéntica. A partir de entonces, «ella» será única. Con inde
pendencia de la diversidad de los revestimientos.
— «¿Q ué debo hacer ahora?» — «No sé.» Alicia estaba en otra parte cuando ha es
tado sola. Cuando ha asistido a todo tipo de maravillas. Cuando iba y venía de uno a
otro lado. De este lado, ella no conoce más que referencias bastante facticias, obliga
ciones muy artificiales. Escolares, en cierto modo. Las del parvulario, de la escuela mu
nicipal. Y allí, ante él, ella no se siente maestra. Pero él no sabe. Tampoco. E l se quila
el abrigo, como ella había hecho. ¿ Y después?...
— «¿D ebo quitarme lo que llevo encima y después lo de debajo? ¿A l contrario? ¿Ir
de fuera a dentro? ¿ O en sentido inverso?» — « ¿ ... ?» Y como siempre ha sido seaeta,
como siempre lo ha ocultado todo, y nadie la ha descubierto en ese recoveco, ella cree
que basta sencillamente con darle la vuelta a todo. Con exponerse en su desnudez
para que puedan, que él pueda mirarla, tocarla, agarrarla
— «¿Acaso yo le gusto?»; ¿L o sabe él? ¿Q ué quiere decir eso? ¿Cómo designar la
fuente del placer? ¿Por qué renunciar a éste por ella? ¿ Y quién, qué es esa «ella» que
le pide, apenas sujeto, que le asigne determinados atributos, que le reconozca caracteres
exclusivos? La topografía, al parecer, no le sirve de gran cosa en el amor. En todo caso,
para el amor de ella. Cómo medir, definir, en realidad, lo que está detrás del plano de
las proyecciones. Lo que sobrepasa los/sus límites. Todavía propios. E l puede gozar sin
duda de lo que allí se produce, se presenta, o representa. Que podría estar incluso den
tro de aquello/aquel que sigue siendo concebible. Ahora bien, ¿cómo ir más allá de ese
horizonte? ¿Desear sin poder fijar el punto de mira? ¿Apuntar a l otro lado del espejo?
Fuera, Alicia, es de noche. No se ve nada. N i siquiera se puede caminar derecho,
mantenerse mucho tiempo de pie, en la oscuridad total. Se pierde el equilibrio. E l aplo
mo. En el mejor de los casos se balancea la cabeza. — «Afuera hay uno cojeando. Voy a
echar un vistazo.»
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qué lugar? Y aq uí el segundo no habrá sido tan sólo el reverso del primero. A veces,
suele ser lo más común, su complemento. Más o menos adecuado. M ás o menos copu-
lable. Finalmente, nunca se habrá tratado más que de uno. Unidad dividida en mita~
des. Más o menos. Identificables o no. Cuyas posibilidades de goce ni siquiera se ha
brán visto agotadas. Dejando aún algo de resto. Detrás. Para otra vez.
Sin embargo, por haber alcanzado las lindes de su campo, de su marco presente, el
asunto se emponzoña. La sucesión de los acontecimientos da fe de una exacerbación
creciente. Pero no puede decirse con seguridad que aquello vaya a terminar en una es
pecie de regresión. En la retirada de cada cual sobre sus posiciones.
Una vez se ha hecho de día, el topógrafo, el grande, piensa que conviene tomar de
terminadas medidas. Aunque a la postre sea domingo. Como no se atreve a hacerlo
solo, le dice por teléfono al pequeño que vaya a buscar el abrigo que se ba dejado en
casa de Alicia. Para saber en qué punto se encuentran. Explicarse. Suputar los riesgos.
De una inculpación... Le lleva en su coche hasta la barrera de la casa. Y le esperará en
el bar, donde se encuentra con Luden. Las cosas se ponen más bien feas entre los dos.
Empiezan a insultarse: «giltpollas» por parte de ya se sabe quién, «m al educado» en
boca del más tímido, que sin embargo será severamente reprendido por ese ultraje in
significante. Léon no bromea con las reglas, tan necesarias en su oficio. Alicia no tiene
el abrigo, sin embargo lo pondrá a buen recaudo. Porque quiere volver a verle. — «¿Por
qué quiere?» — «Porque lo quiero» — «¿Por qué?» — «Para vivir en el lugar.» Pero no
podéis comprender de qué se trata. No veis nada. O muy poco. Ahora bien, preasa-
mente él acaba de darse cuenta de un elemento determinante para considerar los he
chos con claridad: las gafas olvidadas (?) por Ann jun to a l teléfono. Ella se las prueba.
Sonríe. — «¿Cóm o se puede vivir sin esto?» Hay que devolvérselas sin falta a Léon, al
que no le pertenecen. Porque todo el mundo -y en particular Léon y A licia- deberían
llevarlas cuando llega un acontecimiento verdaderamente importante. Ello ayudaría a
enderezar la situación, o lo contrario. A continuación las tirarían. Seguramente es lo
que ha hecho Ann. E l pequeño M ax entrega a Léon las gafas de Ann, mientras que A li
cia le dice por teléfono que venga a recogerlas a su casa, porque teme que pueda rom
perlas: todo cristal es frágil para ella. Léon descubre el enigma de la desaparición de
Ann. Ella no podía vivir sin eso. Va a la comisaría y lo confiesa todo. Por su parte, el
gendarme no comprende nada. De nuevo se trata de una cuestión de óptica. No ve
motivos para castigar duramente a nadie, la razón de la culpabilidad, la posibilidad a
fortiori de reparación. Pero está dispuesto a renunciar a sus funciones en favor de un
especialista. Asi, pues, a Léon se le prohíbe purgar su pena. Cada vez más agobiado, re
gresa a casa de ella, de una de ellas, a la que ahora encomienda la función de ser su
juez. Ann ha llegado en bicicleta antes que él.
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Siempre en su búsqueda, Alicia induce a Ann a contar cómo han sucedido las cosas.
Ella asegura, evidentemente, que le ha pasado lo mismo. Y para demostrar(se) que ella
es cabalmente «ella», Alicia se anticipa a Ann en la continuación del relato. Dice lo
que ocurre cuando todo ha terminado. Lo que le ha sucedido al día siguiente, que para
ella todavía no ha tenido lugar. Que el amor es cosa de una vez, pero por encima de
todo no hay que volver a empezar. Que él puede terminar siendo algo inoportuno con
su te?}dencia a repetirlo todo.
¿Quién ha hablado? ¿En nombre de quién? Suplantándola, él no está seguro de
que ella no intente suplantarla a su vez. De ser aún más (que) «ella». De ah í el apén
dice que ella añade a lo que habría tenido lugar: «Desea incluso tener un hijo conmi
go». Ellas se callan, confundidas cada una a su manera.
Alicia parpadea. Lentamente, varias veces. Sin duda va a volver a cerrarlos. A de
jarlos caer. Pero, antes de que los párpados caigan, habréis visto que estaban rojos.
Y, puesto que aquí no cabe hablar tan sólo de la película de Míchel SoutteA ni tan
sólo de otra cosa. Por otra parte, «ella» nunca tiene nombre «propio», «ella» es en el
' Les Arpenteurs, cuyo argumento sería: Alicia vive sola en la casa de su infancia, desde la muerte
de su padre. Su madre reside al lado. En el mismo pueblecito viven Luden y Gladys. Está también
Ann, de la que nada se sabe, salvo que ha hecho el amor. Y Eugene, el amigo de Alida, que tan sólo
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mejor de los casos «del país de las maravillas», aunque «ella» sólo tenga derecho a la
existencia pública avalada por el nombre del Señor X. Entonces, para que se la pueda
agarrar, o dejarla sin nombrar, olvidarla sin ni siquiera haberla identificado, «yo»
-¿quién? - seguirá siendo minúscula. Digamos:
toca el violonchelo. Una autopista debe atravesar el pueblo. Así que llegan dos topógrafos, Léon y
Max. Pero medir terrenos es «caminar de un lado a otro dando grandes zancadas entre las casas, las
personas y los sentimientos».
15
II Ese sexo que no es uno
Ahora bien, todo ello parece bastante ajeno a su goce, salvo si ella no sale de la
economía fálica dominante. De esta suerte, por ejemplo, el autoerotismo de la mu
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jer es muy diferente al del hombre. Éste necesita un instrumento para tocarse: su
mano, el sexo de la mujer, el lenguaje... Y esa autoafecclón exige un mínimo de ac
tividad. La mujer, por su parte, se toca por sí misma y en sí misma sin la necesidad
de una mediación, y antes de toda discriminación posible entre actmdad y pasivi
dad. La mujer «se toca» todo el tiempo, sin que además se le pueda prohibir hacer
lo, porque su sexo está formado por dos labios que se besan constantemente. De
esta suerte, ella es en sí misma dos -pero no divisibles en un(o/a)s- que se afectan.
La mujer no es, en este imaginario sexual, más que sopone, más o menos com
placiente, para la actuación de los fantasmas del hombre. Es posible e incluso seguro
que ella encuentre, por poderes, goce en ello. Pero éste es ante todo prostitución ma-
soquista de su cuerpo a un deseo que no es el suyo; lo que la deja en ese estado de de
pendencia del hombre que la distingue. No sabiendo lo que quiere, dispuesta a cual
quier cosa, volviendo incluso a pedir que ójala él la «tome» como «objeto» de
ejercicio de su propio placer. Así, pues, ella no dirá lo que desea. Además, no lo sabe.
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o ha dejado de saberlo. Tal como reconoce Freud, lo relativo a los comienzos de la
vida sexual de la niña pequeña se presenta tan «oscuro», tan «encanecido por ios
años», que en cierto modo habría que excavar muy profundamente la tierra para re
cobrar las huellas de esta civilización, de esta historia, los vestigios de una civilización
más arcaica, que podrían dar algunos indicios de lo que sería la sexualidad de la mu
jer. Esa civilización muy antigua no tendría, sin duda, la misma lengua, el mismo al
fabeto. .. El deseo de la mujer no hablaría el mismo lenguaje que el del hombre, y se
habría visto oculto por la lógica que domina Occidente desde los griegos.
Ese sexo que no se deja ver tampoco tiene forma propia. Y si la mujer goza pre
cisamente de esa incompletud de forma de su sexo, que hace que él se re-toque a sí
mismo indefinidamente, ese goce es negado por una civilización que privilegia el fa-
lomorfísmo. El valor concedido en exclusiva a la forma definible tacha el que entra
en juego en el autoerotismo femenino. El uno de la forma, del individuo, del sexo,
del nombre propio, del sentido propio... suplanta, separando y dividiendo ese to
car de a l tnenos dos (labios) que mantiene a la mujer en contacto consigo misma,
pero sin discriminación posible de lo que se toca.
De ahi el misterio que ella representa en una cultura que pretende enumerarlo
todo, calcularlo todo en unidades, inventariarlo todo por individualidades. E lla no es
ni una n i dos. No cabe, rigurosamente, determinarla como una persona, pero tam
poco como dos. Ella se resiste a toda definición adecuada. Además, no tiene nom
bre «propio». Y su sexo, que no es un sexo, es contado como no sexo. Negativo, en
vés, reverso del único sexo visible y morfológicamente designable (aunque esto
plantee algunos problemas del paso de la erección a la detumefacción): el pene.
Pero lo femenino conserva el secreto del «espesor» de esa «forma», de su hojal
drado como volumen, de su tomarse más grande o más pequeño, e incluso del es-
paciamiento de los momentos en los que se produce como tal. Sin saberlo. Y si se le
19
pide que mantenga, que reanime el deseo del hombre, se olvida señalar lo que ello
supone en lo que atañe al valor de su propio deseo. Que además ella no conoce, al
menos explícitamente. Pero cuya fuerza y cuya continuidad son susceptibles de dar
nuevo aliento a todas las mascaradas de «fem inidad» que se esperaji de ella.
¿Tal vez regresar sobre lo reprimido, que es el imaginario femenino? Así, pues, la
mujer no tiene un sexo. Ella tiene al menos dos, pero no identificables como unos.
Tiene muchos más, por otra parte. Su sexualidad, siempre al menos doble, es aún
plural. ¿Tal como aspira a ser ahora la cultura? ¿Com o se escriben ahora los textos?
¿Sin saber gran cosa de la censura de la que se arrebatan? En electo, el placer de la
mujer no tiene por qué elegir entre la actividad clitoridiana y la pasividad v'aginal,
por ejemplo. El placer de la caricia vaginal no tiene que sustituir a la caricia clitori
diana. Una y otra contribuyen, de manera irremplazable, al goce de la mujer. Entre
otras... La caricia de los senos, el toque vulvar, los labios entreabiertos, el vaivén de
una presión sobre la pared posterior de la v^agina, el roce ligero del cuello de la ma-
20
tríz, etc. Por no evocar más que algunos de los placeres más específicamente femeni
nos. Algo desconocidos en la diferencia sexual tal como se la imagina. O no se la ima
gina: donde el otro sexo no es más que el complemento indispensable del único sexo.
Ahora bien, la m ujer llene sexos prácticam enle en todas parles. Ella goza práctica
mente con rodo. Sin que sea preciso hablar siquiera de la histerización de todo su
cuerpo, la geografía de su placer está mucho más diversificada, es mucho más múl
tiple en sus diferencias, compleja, sutil, de cuanto se im agm a... en un imaginario
centrado en exceso en lo mismo.
«E lla » es indefinidamente otra en sí misma. Ello explica sin duda que la llamen
lunática, incomprensible, agitada, caprichosa... Y sin que sea preciso evocar su len
guaje, con el que «ella» arranca en todas direcciones sin que «éb> descubra en ello la
coherencia de sentido alguno. Palabras contradictorias, algo locas para la lógica de
la razón, inaudibles para quien las escucha con rejillas predispuestas, un código
completamente preparado de antemano. Y es que también en sus declaraciones -al
menos cuando se atreve- la mujer se re-toca todo el tiempo. Apenas se aparta de sí
misma con una cháchara, una exclamación, una medio-confidencia, una frase que
queda en su sp en so... C uando regresa, lo hace para volver a irse a otro lado. A otro
punto de placer, o de dolor. H abría que escucharla con otro oído como «otro senti
d o » siem pre tejiéndose, ab razán dose con las palab ras, pero tam bién deshaciéndose
para no fija rse , coagularse. Porque si «ella» dice eso, no es o ya ha dejado de ser
idéntico a lo que ella quiere decir. Por otra parte, nunca es idéntico a nada, es más
bien contiguo. Toca (hasta casi confundirse). Y cuando se aleja demasiado de aquella
proximidad, corta y vuelve a comenzar de «cero»: su cuerpo-sexo.
Así, pues, de nada sirve atrapar a la mujeres en la definición exacta de lo que
quieren decir, hacer que (se) repitan para que quede claro, ellas están ya en un lugar
distinto de la maquinaria discursiva en la que pretendían sorprenderlas. Han vuelto
en sí mismas. Lo que no ha de entenderse de la misma manera que en uno mismo.
Ellas no tienen la interioridad que uno tiene, que uno puede acaso suponer en ellas.
En sí mismas quiere decir en la in tim idad de ese tacto silen áoso, múltiple, difuso. Y
si uno les pregunta con insistencia en qué piensan, tan sólo pueden responder: en
nada. En todo.
Así, lo que ellas desean no es precisamente nada, y al mismo tiempo todo. Siem
pre más y algo distinto de ese uno -d e sexo, por ejem plo- que uno les da, les pres
ta. Lo que a menudo es interpretado, y temido, como una especie de hambre insa
ciable, una voracidad que parece que va a engullirle a uno. M ientras que se trata
sobre todo de otra economía, que desvía la Ünealidad de un proyecto, mina el obje
to-meta de un deseo, hace que estalle la polarización sobre un único goce, descon
cierta la fidelidad a un único discurso...
21
Lo múltiple del deseo y del lenguaje femeninos, ¿debe ser entendido como
esquirlas, restos dispersos de una sexualidad violada? ¿Negada? Una cuestión de
la que sencillamente no puede obtener respuesta. El rechazo, la exclusión de un
imaginario femenino pone, en efecto, a Ja mujer en una posición en la que sólo
puede experimentarse fragmentariamente, en los márgenes poco estructurados de
una ideología dominante, como residuos o excesos de un espejo cargado por el
«sujeto» (masculino) para reflejarse, repetirse a sí mismo en él. Además, el papel
de la «feminidad» viene prescrito por esa especula(riza)ción masculina y no tiene
más que una muy escasa correspondencia con el deseo de la mujer, que no se recu
peraría más que en secreto, a escondidas, de manera inquieta y culpable.
Ahora bien, si el imaginario femenino llegara a desplegarse, a poder entrar en
juego no haciéndolo en pedazos, restos, privados de su reunión, ¿se representa
ría por tanto en forma de un universo? ¿Sería incluso volumen antes que super
ficie? No. A no ser que sea interpretado, una vez más, como privilegio de lo ma
terno sobre lo femenino. De un materno fálico, además. Encerrado en la
posesión celosa de su producto valioso. Rivalizando con el hombre en la estima
ción de un plus productivo. En esa carrera hacia el poder, la mujer pierde la sin
gularidad de su goce. Cerrándose como volumen, renuncia al placer que le pro
duce la no sutura de sus labios-, madre, sin duda, pero virgen, un papel que Jas
mitologías le asignan desde hace mucho tiempo. Reconociéndole una cierta po
tencia social siempre que ésta quede reducida, con su complicidad, a la impoten
cia sexual.
Así, pues, (re)encontrarse no podría significar para una mujer más que la posi
bilidad de no sacrificar ninguno de sus placeres por otro, de no identificarse con
ninguno en particular, de no ser nunca sencillamente una. Una especie de universo
en expansión al que no podría fijarse ningún h'míte sin que por ello se torne inco
herencia. Ni esa perversión polimorfa del niño en la que las zonas erógenas esta
rían a la espera de su reagrupamiento bajo la primacía del falo.
La mujer seguiría siendo siempre varias, pero estaría amparada de la dispersión
porque el otro está ya en ella y le resulta autoeróticamente familiar. Lo que no signi
fica que ella se lo apropie, que lo reduzca a su propiedad. Lo propio, la propiedad
son, sin duda, bastante ajenos a lo femenino. Al menos sexualmente. Pero no lo cer
cano, Lo tan cercano que toda discriminación de identidad se torna imposible. Y
por ende toda forma de propiedad. La mujer goza de un tan cercano que no puede
tenerlo, ni tenerse. Ella se intercambia sin descanso por el/la otro/a sin identifica
ción posible de uno/a y otro/a. Algo que interpela a toda economía en curso. Que el
goce de la mujer lleva irremediablemente al fracaso en sus cálculos: incrementándo
se indefinidamente con su paso a/por el otro.
22
Pero para que la mujer acontezca allí donde goza como mujer, desde luego es
necesario un largo rodeo por el análisis de los distintos sistemas de opresión que
se ejercen sobre ella. Y pretender recurrir únicamente a la solución del placer co
rre el riesgo de restarle aquello que su goce exige como nueva travesía de una
práctica social.
Porque la mujer es tradicíonalmente valor de uso para el hombre, valor de cam
bio entre los hombres. Mercancía, pues. Lo que la deja como depositarla de la ma
teria, cuyo precio será estimado con arreglo al patrón de su trabajo y de su necesi
dad-deseo por unos «sujetos»; obreros, vendedores, consumidores. Las mujeres
están marcadas fálicamente por sus padres, maridos, proxenetas. Y esa acuñación
decide de su valor en el comercio sexual. La mujer no seria nunca otra cosa que el
lugar de un intercambio, más o menos rival, entre dos hombres, incluso para la po
sesión de la tierra-madre.
^|Cómo puede reivindicar ese objeto de transacción un derecho al placer sin salir
del comercio establecido? ¿Cómo podría esa mercancía mantener con las demás
mercancías una relación distinta de unos celos agresivos en el mercado? ¿Cómo po
dría gozar de sí misma la materia sin provocar en el consumidor la angustia de la
desaparición de su suelo nutricio? ¿Cómo ese intercambio en nada que pueda defi
nirse en términos «propios» del deseo de la mujer no iba a aparecer como pura en
gañifa, locura, que no tardan en verse recubiertas por un discurso más sensato y un
sistema de valores aparentemente más tangibles?
Así, pues, la evolución (por muy radical que pretendiera ser) de una mujer no se
ría suficiente para liberar el deseo de la mujer, Y hasta ahora ninguna teoría ni prác
tica políticas han resuelto, ni han tenido suficientemente en consideradón ese pro
blema histórico, por más que el marxismo anunciara su importancia, Pero las
mujeres no forman, en sentido estricto, una clase, y su dispersión en varías hace que
su combate político sea complejo, y que sus reivindicaciones resulten en ocasiones
contradictorias.
Permanece, sin embargo, su condición de subdesarrollo que procede de su su
misión por/a una cultura que las oprime, las utiliza, las «hace moneda», sin que ellas
saquen mayor beneficio. Salvo en el casi monopolio del placer masoquista, del tra
bajo doméstico, y de la reproducción. ¿Poderes de esdavas? Que además no son
nulos. Porque, en lo que atañe al placer, el amo no tiene por qué estar bien servido.
Así, pues, invertir la relación, sobre todo en la economía de lo sexual, no parece un
objetivo envidiable.
Pero si las mujeres deben preservar y ensanchar su autoerotismo, su homose
xualidad, renunciar al goce heterosexual, ¿no corren así el peligro de seguir co
rrespondiendo a la amputación de potencia que tradicionalmente es la suya?
23
¿Nuevo encarcelamiento, nuevo claustro que ellas construirían con su pleno con
sentimiento? Que se declaren en huelga como medida tácdca; que se mantengan a
distancia de los hombres el tiempo necesario para aprender a defender su deseo,
en particular mediante la palabra; que descubran el amor a otras mujeres fuera del
alcance de las elecciones imperiosas de los varones, que las colocan como mercan
cías rivales; que se forjen un estatuto social que fuerce el reconocimiento; que se
ganen su vida para salir de su condición de prostituidas... Son, desde luego, etapas
indispensables para la salida de su proletarización en el mercado de los intercam
bios. Ahora bien, si su proyecto tan sólo aspirara a invertir el orden de las cosas
-adm itamos incluso que ello sea p osible...-, la historia terminaría finalmente sien
do más de lo mismo. El falocratismo. Ni su sexo, ni su imaginario, ni su lenguaje
(re)cobrarían con ello su tener lugar.
24
III Consideraciones
retrospectivas
sobre la teoría
psicoanalítica
La teoría freudiana
* La cursiva es mía.
' Sif;mund Freud. «La feminitc», NotmeHes con/érences sur ¡a psychanatyse, París, Gallimard, Ide
es. Me referiré con frecuencia a este artículo en la medida en que, escrito tardíamente en la vida de
Freud. retoma un buen número de enunciados desarrollados en otros diferentes textos [para consultar
en castellano todas las referencias a Freud, véase Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996].
25
erógenas son, de manera privilegiada, la boca y el ano, pero también los órganos geni
tales, que, aunque todavía no hayan subordinado todas las pulsiones parciales a la
«íimción sexual» o función reproductiva, intervienen a su vez en calidad de zona eró-
gena, en particular en la masturbación.
Para Freud no parece suponer problema alguno que la boca a el ano sean «neu
tros» desde el punto de vista de la diferencia de sexos. En cuanto a la identidad de
las zonas genitales mismas, dirá, apoyándose en la biología y en observaciones ana
líticas, que para la chiquilla sólo interviene el clítoris en ese periodo de su desarrollo
sexual y que el clítoris puede ser considerado como un pene mutilado, un pene «más
pequeño», un «resto embriológico que demuestra la naturaleza bisexual de la mu-
jen>, una «zona erógena parecida a la que se encuentra en el glande». De esta suer
te, la niña pequeña es cabalmente un hombrecito, y todas sus pulsiones y placeres
sexuales, en particular masturbatorios, son en realidad «viriles».
Esos enunciados son desarrollados, entre otros lugares, en los Tres ensayos sobre
teoría sexual^, donde se añrma que la hipótesis de un único y mismo aparato genital -e l
órgano m asadino- esfundamental para dar cuenta de la economía sexual infantil de los
dos sexos. Por consiguiente, Freud sostendrá luego que la libido es siempre masculina,
que se manifiesta en el hombre o en la mujer, tanto si el objeto deseado es mujer como
si es hombre. Esa concepción relativa a la primacía del pene y al carácter forzosamen
te masculino de la libido controla, como veremos, la problemática de la castración tal
y como la desarrolla Freud. Antes de tratar la cuestión, es preciso considerar con de
tenimiento algunas implicaciones de ese «comienzo» del devenir mujer.
^ S. Freud, Troii essais sur ¡a théorie de la sexualiíé (sobre todo el tercero de los ensayos, en las versio
nes de 1915 y posteriores), París, Gallímard, Idées.
’ S. Freud, «L a feminit&>, cit.
Ibid.
26
requerirá una represión mucho más grande de las citadas pulsiones por parte de la
chiquilla y, sobre todo, la transformación de su «actividad» sexual en su contrario:
la «pasividad». De esta suerte, las pulsiones parciales, en particular las sádico-anales
al igual que las escoptofílicas, las más insistentes, van a distribuirse finalmente en ar
moniosa complementariedad; la tendencia a apropiarse encontrará su complemen
to en el deseo de ser poseída, el placer de hacer sufrir en el masoquismo femenino,
el deseo de ver en las «máscaras» y el pudor que evocan las ganas de exhibirse, etc.
La diferencia de los sexos atravesará de nuevo, más tarde, la pequeña infancia, dis
tribuyendo las funciones y los roles sexuales: <do masculino reunirá el sujeto, la acti
vidad y la posesión del pene, lo femenino perpetuará el objeto, la pasividad y... el
órgano genital castrado»’ . Pero esa discriminación, a destiempo, de las pulsiones
parciales, no está inscrita en la actividad sexual de la pequeña infancia, y Freud dará
escasa cuenta de los efectos de la represión para/por la mujer de esa energía sexual
infantil. Insistirá, sin embargo, en que la femineidad se caracteriza, y debe caracteri
zarse, por una represión más precoz y más inflexible de las pulsiones sexuales y una
mayor inclinación a la pasividad.
En el fondo, la chiquilla ama a su madre como un hombrecito. La relación espe
cífica de la niña-mujer con la madre-mujer apenas es considerada por Freud. Sólo a
última hora volverá sobre el pre-Edipo de la niña pequeña como un campo de in
vestigaciones que había sido escasamente analizado. Pero durante mucho tiempo, e
incluso entonces, considera el deseo de la chiquilla hacia su madre como un deseo «vi
ril», «fálico». De ahí la renuncia, necesaria, a ese vínculo con la madre y, además, el
«odio» hacia su madre, cuando la niña descubra que en lo que atañe al órgano se
xual valioso ella está capada. Y que así sucede con toda mujer, incluida su madre.
Para Freud, el anáDsis de las pulsiones parciales se elabora a partir de los deseos
de transgresión anatómica cuya represión traumatizante constata en la neurosis, y
su realización en los casos de perversión. Las mucosas orales y anales se ven enton
ces sobrecargadas respecto a las zonas genitales. En la misma medida en que se im
ponen los fantasmas y comportamientos sexuales de tipo sadomasoquista, voyeuris-
ta, exhibicionista. Si Freud infiere la sexualidad infantil de los neuróticos y los
perversos a partir de su sintomatología, nos hace saber al mismo tiempo que esos
síntomas son el efecto, bien de una disposición congénita (donde reconocemos el
S. Freud, «L’organisation génitale infanciJe», La vie sexuelle, París, PUF, Bibliotéque de psycha-
naJyse.
27
anclaje anatómico de su teoría), bien de una interrupción de la evolución sexual.
Así, pues, la sexualidad de la mujer podría ser penurbada, bien por «erroD> anató
mico (de los «ovarios hermafroditas» que determinan una homosexualidad, por
ejemplo)^, bien por una suspensión en un periodo de su devenir mujer: de donde se
desprende la preponderancia de las mucosas orales que reconocemos, también, en
la homosexualidad. En cuanto n las pulsiones escoptofílicas y sadomasoquistas, pa
recen tan apremiantes que Freud no las excluirá de la economía genital, para recu
perarlas mediante su diferenciación sexual -recordemos la oposición ver/ser visto,
hacer sufrir/sufrir. Lo que no quiere decir que una relación sexual que se convirtie
ra a las mismas no fuera, a su juicio, patológica. Así, pues, la patología sexual feme
nina tendría que ser interpretada, en términos de pre-Edipo, como fijación a la car
ga de la mucosa oral, pero también al exhibicionismo y a l masoquismo. Por supuesto,
otros acontecimientos podrán determinar una «regresión», calificada de mórbida, a
los estadios pregenitales, con arreglo a distintas modalidades. Para considerarlas,
habrá que recuperar la historia del «devenir una mujer normal», según Freud y, de
modo más específico, la relación de la chiquilla con el complejo de castración.
S i el complejo de castración marca para el niño el declive del complejo de Edipo, su
cede de otro modo, y casia la inversa, en el caso de la niña. ¿Qué significa esto? El com
plejo de castración del niño nace en la época en la que éste comprueba que el pene, o
miembro viril tan preciado para él, no forma necesariamente parte del cuerpo, que al
gunas personas -su hermana, sus pequeñas compañeras de ju ego s...- no tienen. La
visión, fortuita, de los órganos genitales de éstas proporciona la ocasión para ese des
cubrimiento. Aunque la primera reacción del niño consiste en negar lo que ha visto,
concediendo a pesar de todo un pene a su hermana, a toda mujer, y sobre todo a su
madre; en querer ver, creer ver sea como sea el miembro viril en todo el mundo, ello
no impide que nazca en él la angustia de castración. Porque, si algunas personas no
tienen pene, es porque se lo han cortado: el pene estaba ahí al principio, y luego se lo
han amputado. ¿Por qué? Sólo puede ser para castigar alguna falta cometida por el
niño. La mala acción que merece que se ampute el sexo al niño debe ser la masturba
ción, a propósito de la cual ya ha recibido muchas advertencias y amenazas. No hay
que olvidar que aquella está determinada por una necesidad de descarga de los afec
tos vinculados a los padres, y de modo más particular a la madre, a la que el niño pe-*
28
queño querría poseer como el padre. Digamos; en lugar del padre. Así, pues, el miedo
a perder su pene, órgano muy cargado en términos narcisistas, es lo que lleva al niño
a abandonar su posición edípica: deseo de poseer a la madre y eliminar a su rival, el
padre. De donde se desprenderá la formación del superyó, herencia del complejo de
Edipo, y guardián de los valores sociales, morales, culturales y religiosos. Fteud insis
te en el hecho de que «sólo se puede apreciar en su ju sto valor el significado del comple
jo de castración cuando se tenga en consideración su aparición en la fase de la primacía
del falorPy lo que asegura, como hemos visto, el reagrupamiento y la jerarquizadón de
las pulsiones parciales en la genitalidad infantil. De tal suerte que un solo sexo, el
pene, es reconocido como valioso por los niños así como por las niñas.
Desde entonces, cabe imaginar lo que debe ser el complejo de castración para la
chiquilla. Ésta creía tener, en el clítoris, un órgano fálico apreciable. Y, a semejanza de
su hermano, ella obtenía gracias a la masturbación voluptuosas sensaciones. Pero la
visión del pene -al igual y al revés de lo que le ocurre al niño pequeño cuando des
cubre los órganos genitales de su hermana- le demuestra hasta qué punto su clítoris
es incapaz de aguantar la comparación con el órgano sexual del niño. Ella com
prende entonces el perjuicio -anatóm ico- que le ha tocado en suerte, y debe acep
tar la castración, no como la amenaza de una pérdida, el miedo a su realización, sino
como un hecho ya consumado: una amputación realizada. Ella reconoce, o debería
reconocer, que en comparación con el niño ella no tiene sexo, o al menos que lo que
ella consideraba un sexo valioso no es más que un pene mutilado.
29
primer «objeto» sexual, ella la abandona para entrar en el complejo de Edipo, o de
seo hacia su padre. De esta suerte, el complejo de Edipo sucede, al revés de la se
cuencia observada en el caso del niño pequeño, al complejo de castración.
Pero, para la chiquilla, el complejo de Edipo podrá subsistir durante mucho tiem
po. En efecto, ella no tiene por qué temer la pérdida de un sexo que no tiene. Y sólo
serán las frustraciones reiteradas por parte del padre las que la conducirán, mucho
más tarde y con frecuencia de manera incompleta, a apartar de él su deseo. Cabe in
ferir de ello que la formación del superyó se verá, en tales condiciones, comprometi
da, lo que dejará a la chiquilla, a la mujer, en un estado de dependencia infantil res
pecto al padre, al hombre-padre -que hace las funciones de superyó-, y que la
tomará inepta para la participación en los intereses sociales y culturales más apre
ciables. Poco autónoma, la chiquilla estará además poco dotada para las catexis
«objetivas» que están en juego en la ciudad, toda vez que sus comportamientos es
tán movidos bien por los celos, el rencor, la «envidia del pene», bien por el miedo a
perder el amor de sus padres o de sus substitutos.
Ahora bien, transfiriendo sobre su padre el apego que ella tenía hacia su madre,
realizando ese cambio de «objeto» sexual que exige de ella su condición femenina,
la chiquilla no ha termmado su periplo. Y, como insiste Freud, «devenir una mujer
normal» exige transformaciones mucho más complejas y penosas que las que se pre
cisan en el desarrollo, más lineal, de la sexualidad masculina®. En efecto, si la «envi
dia del pene» determina que la chiquilla desee a su padre, puesto que tal vez éste
habrá de dárselo, es preciso aún que esa «envidia» en exceso «activa» deje paso a la
receptividad «pasiva» que se espera de la sexualidad, y del sexo, de la mujer. Que la
zona erógena clitoridiana «peneana» ceda su importancia a la vagina, que cobrará
«valor como morada del pene, recogiendo la herencia del seno materno»’ . La chi
quilla debe cambiar no sólo de objeto sexual, sino también de zona erógena. Para lo
cual se hace necesaria una «presión de pasividad» absolutamente indispensable para
la instauración de la feminidad.
30
deseo de procrear. En ia «envidia del pene» reconoceremos, una vez más, el móvil
de esa progresión.
E l deseo de obtener el pene del padre será reemplazado por el de tener un hijo suyo,
donde éste se convierte, con arreglo a una equivalencia analizada por Freud, en el
substituto del pene. Es preciso añadir que la felicidad de la mujer sólo será comple
ta si el recién nacido es un muchachito, portador del tan codiciado pene. De esta
suerte, con el niño que trae al mundo, ella se verá recompensada de la humillación
narcisista inevitablemente asociada a la condición femenina. Por supuesto, la niña
pequeña no tendrá, realmente, un niño de su padre. Será preciso que espere para
que ese deseo infantil pueda realizarse algún día. Y en el rechazo que el padre opo
ne a todos sus deseos se basará el motivo de la transferencia de sus pulsiones a otro
hombre, eventualmente un sustituto paterno.
Una vez convertida en la madre de un niño, la mujer podrá «trasladar a su hijo
todo el orgullo que él no le permitió tener a ella», y, toda vez que la falta de pene no
ha perdido nada de su poder de motivación, «sólo las relaciones entre la madre y su
hijo son capaces de dar a la madre una plena satisfacción, porque, de todas las rela
ciones humanas, son las más perfectas y las más desprovistas de ambivalencia» A
partir de entonces, ese modelo, perfecto, de amor humano, podrá trasladarse a l marido,
«de tal suerte que la feÜcidad conyugal no estará asegurada del todo hasta que la
mujer no haya conseguido hacer de su esposo un niño»". Así, pues, el difícil reco
rrido que la chiquilla, la mujer, deben hacer necesariamente para realizar su «femi
nidad», culmina con el alumbramiento de un hijo, con la roaternalización del niño.
Y, por consiguiente, del marido.
31
se niega a aceptar la dura realidad, exagera obstinadamente su actitud viril, persiste
en su actividad clitoridiana y busca su salvación en una identificación con la madre
fálica o con el padre»^^. La consecuencia extrema de ese complejo de virilidad se locali
za en la economía sexual y en la elección de objeto de la homosexual, la cual, habiendo
adoptado por regla general a su padre como «objeto», conforme ai complejo de Edi-
po femenino, sufre luego una regresión a la \irilidad infantil, a causa de las decepcio
nes, inevitables, que ha sufrido por parte de aquél. Su objeto de deseo es elegido, a
partir de entonces, conforme al modo masculino y ella adopta «claramente el tipo
masculino en su comportamiento respecto al objeto amado». «No sólo elige un obje
to del sexo femenino, sino que además adopta, hacia ese objeto, una actitud viril».
Ella deviene, en cierto modo, «hombre, y en lugar de su padre, adopta a su madre
como objeto de amor»^^ Sin llegar a tales extremos, la alternancia repetida de épocas
en las que una veces predomina la virilidad y otras la feminidad, tal vez explique el
enigma que representa la mujer para el hombre, enigma que encontraría su interpre
tación en la importancia de la bisexualidad en la vida de la mujer.
Por otra parte, la protesta viril de la mujer no se resolvería nunca completamen
te, a juicio de Freud, de resultas de lo cual la «envidia del pene», tratando de paliar
su inferioridad sexual, daría cuenta de muchas particularidades de una fem inidad por
lo demás «normal». De esta suerte: «una elección de objeto más determinada por el
narcisismo» que en el caso del hombre, «la vanidad corporal», «la falta de sentido
de la justicia», e incluso el pudor, cuya función sería ante todo la de «enmascarar el
carácter defectuoso de los órganos genitales». En cuanto a la «facultad más débil
que la mujer tiene para sublimar sus instintos», y a su falta, correlativa, de partici
pación en los intereses sociales y culturales, hemos visto que procederían de la es
pecificidad de la relación de la mujer con el complejo de Edipo y de lo que de ello
se desprende para la formación del superyó. Estas características de la feminidad,
poco alegres, a decir verdad, no son sin embargo patológicas. Pertenecerían, a juicio
de Freud, a la evolución «normal» de la femineidad''*.
La frigidez
Ibtd.
’’ S. Freud, «Psychogénése d ’un cas d’homosexualité féminine», cit.
S. Freud, <<La fcmitiii6>, cit.
32
tural propia de la mujer. En efecto, «parece que la libido sufriera una represión ma
yor cuando está obligada a ponerse íJ servicio de la función femenina y que.,, la na
turaleza tiene menos en cuenta sus exigencias que en el caso de la virilidad. Cabe
rastrear su causa en el hecho de que la realización del objetivo biológico, la agre
sión, queda confiada al hombre y, permanece, hasta cierto punto, independiente del
consentimiento de la mujer»^^. Que la frigidez pueda ser el efecto de semejante con
cepción -violenta, violadora- de las relaciones sexuales no aparece en los análisis de
Freud, que atribuye la frigidez bien a la inferioridad sexual de toda mujer, bien a
«algún factor constitucional, o mcluso anatómico», que perturba la sexualidad de
tal o cual mujer, cuando no reconoce la ignorancia en la que se encuentra acerca de lo
que puede determinarla.
El masoquismo
" Ibid.
Ibid.
S. Freud, «On bat un enfam», Revue frangaise de psychaaalyse, tomo VI, uúms. 2 y 3.
33
de estos. La interpretación de ese fantasma podría ser también la siguiente: mi pa
dre me pega con los rasgos del niño que yo querría ser, e incluso: me pega porque
soy niña, es decir, inferior desde el punto de vista sexual; lo que puede traducirse:
cuando me pegan, pegan al clítoris, ese órgano masculino muy pequeño, demasiado
pequeño; ese niño pequeño que se niega a crecer.
La histeria
'* S. Freud, «Fragcnents d’une analyse d ’hystérie (Dora)», Ciña psychanalyses, PUF, Bibliotéque
de psychanalyse.
” S. Freud, «Sur Ja sexualité fcminine», La vte sexuelle, de.
34
Groot, Héléne Deutsch) que, mejor que éJ, podían figurar como substituios ma
ternos en la situación de transferencia- le llevaron a examinar con mayor atención
el momento de fijación de la chiquilla a su madre^®. Afirmará, finalmente, que la
im portancia de esa fase preedtpica sería mayor en la niña que en el niño. Sin embar
go, de esa primera fase de la organización libidinal femenina él conservará sobre
todo algunos aspectos que podrían calificarse de negativos, o en cualquier caso de
problem áticos. Es el caso de las num erosas quejas que la chiquilla tiene de su madre:
destete demasiado prematuro, insatisfacción de una ilimitada necesidad de amor,
obligación de compartir el amor materno con sus hermanas y hermanos, prohibi
ción de la masturbación, que llega después de la excitación de las zonas erógenas
por parte de la madre, y sobre todo el hecho de haber nacido niña, es decir, des
provista del órgano sexual fálico. De ello se desprendería una ambivalencia consi
derable en el apego de la niña a su madre, ambivalencia cuya retirada de represión
perturbaría la relación conyugal con conflictos casi irresolubles. L a tendencia de b
m ujer a la actividad tendría que considerarse también, en buena medida, como un
intento de la chiquilla de desprenderse de la necesidad de su madre haciendo
como ella. Aparte del hecho de que la niña pequeña habría deseado, en tanto que
fálíca, seducir a su madre y hacerle un niño. Así, pues, algunas tendencias dema
siado «activas» en la organización libidinal de la mujer han de ser interrogadas a
menudo como resurgencias, represión insuficiente de la relación con la madre, de
tal suerte que las «pulsiones de meta pasiva» se desarrollarían en proporción al
abandono de la relación con la madre por parte de la niña. Tampoco hay que res
tar importancia al hecho de que la ambivalencia de la chiquilla hacia su madre aca
rrea pulsiones agresivas y sádicas, pulsiones cuya insuficiente represión o cuya in
versión en su contrario, podrán constituir el germen de una paranoia ulterior que
ha de ser interrogada al mismo tiempo como algo procedente de las inevitables
frustraciones impuestas a su hija por parte de la madre -durante el destete, el des
cubrimiento de la «castración» de la mujer, por ejemplo- y de las reacciones agresi
vas de la chiquilla. De donde nace el temor a que su madre la mate, la desconfianza
y el control permanente de las amenazas procedentes de ésta o de sus sustituías.
35
Declarará haberse quedado en la «prehistoria de la mujer»^*, admitiendo, además,
que el mismo periodo dd pre-Edipo «sorprende como, en otro dominio, el descu
brimiento de la civilización minoico-micénica antecesora de la de los griegos»^^.
Con independencia de lo que haya dicho o escrito sobre d desarrollo sexual de la
mujer, éste no deja de resultarle muy enigmático, y no pretende en modo alguno ha
ber agotado la cuestión. Invita, en d momento de abordarla, a la prudencia, en par
ticular en lo que atañe a las determinaciones sociales que ocultan parcialmente lo
que correspondería a la sexualidad femenina. En efecto, con frecuencia éstas colo
can a la mujer en situaciones pasivas, obligándola a reprimir sus instintos agresivos,
poniéndola en dificultades a la hora de la elección de sus objetos de deseo, etc. Los
prejuicios corren el riesgo de estorbar, en lo que atañe a este campo de investiga
ción, la objetiddad de las investigaciones, y -queriendo dar prueba de imparciali
dad en debates tan sujetos a controversias- Freud volverá sobre la afirmación de
que la libido es forzosamente masculina para sostener que no hay en realidad más
que una sola libido, pero que ésta puede ponerse al servicio de «metas pasivas» en
el caso de la feminidad^^ Lo que en modo alguno constituía una impugnación del
hecho de que esa libido deba ser más reprimida en la economía sexual de la mujer.
Esto explicaría la insistencia, la permanencia, de la «envidia del pene», incluso
cuando la femineidad está mejor establecida.
Esos consejos de prudencia, esos ajustes de enunciados anteriores, no impedi
rán que Freud ignore el análisis de las determinaciones socioeconómicas y cultu
rales que regulan, a su vez, la evolución sexual de la mujer; e incluso, o incluso,
que reaccione negativamente a las investigaciones de los analistas que se rebelan
contra la óptica exclusivamente masculina que domina su teoría y la de algunos/as
de sus discípulos/as en lo que atañe al «devenir mujer». Razón por la cual, aunque
dio su aprobación a los trabajos de Jeanne Lampl de Groot, Ruth Mack Bruns
wick, Héléne Deutsch e incluso, con algunas reservas, a los de Karl Abraham, y
aunque llegó a inscribir los resultados en sus últimos escritos sobre el problema,
siempre se mostró desfavorable a los intentos de Karen Horney, Mélanie Klein y
Ernest Jones de elaborar hipótesis sobre la sexualidad de la mujer algo menos
prescritas por parámetros masculinos, algo menos dominadas por la «enyidia del
pene»^'*. Sin duda, él veía en ello, además del disgusto de verse criticado por sus
discípulos, el riesgo de ver puesto en tela de juicio el complejo de castración fe
menino tal y como él lo había definido.
Ibid.
^ S. Freud, «Sur la sexualité fémininc», dt.
« ¡bid.
S. Freud, ibid., y «L a feminité», dt.
36
La oposición de mujeres analistas a la óptica freudiana
Karen Horney
Fue una mujer, Karen Horney, la que se negó por primera vez a suscribir el pun
to de vista freudiano sobre la sexualidad de la mujer, y la que sostuvo que la se
cuencia complejo de castración-complejo de Edipo, tal y como Freud la dispusiera
para explicar la evolución sexual de la chiquilla, debía ser «invertida». La interpre
tación de la relación de la mujer con su sexo se ve considerablemente modificada.
La «denegación» de Ja vagina
37
L a n eurosis cultural d e la m ujer
Más adelante, Karen Horney se distanciará más aún de las tesis freudianas,
puesto que se referirá casi exclusivamente a las determ inaciones soaocu U u rales
para dar cuenta de los caracteres específicos de la llam ada sexualidad fem enina. La
influencia de las sociólogas y antropólogas estadounidenses, tales como Kardiner,
Margaret Mead y Ruth Benedict provocó en ella un alejamiento cada vez más
marcado de las visiones psicoanalíticas clásicas, a las que vino a reemplazar, o a
agregarse criticándolas, el análisis de los factores sociales y culturales tanto en la
elaboración de una sexualidad «normal» como en la etiología de una neurosis.
Desde esa perspectiva, la «envidia del pene» ya no es prescrita, ni inscrita, por/en
una «naturaleza» femenina, correlativa de un «defecto anatómico», etc. Sino que
es preciso interpretarla más bien como síntom a defensivo, que protege a la m ujer
de la condición política, económica, social y cultural que es la suya y que al mismo
tiempo le impediría contribuir eficazmente a la transformación del destino que le
ha tocado en suerte. La «envidia del pene» traduciría el despecho de la mujer, sus
celos, por no tener derecho a las ventajas, sobre todo sexuales, reservadas exclusi
vamente a los hombres: «autonomía», «libertad», «fuerza», etc., pero también
por su escasa participación en las responsabilidades políticas, sociales, culturales,
de las que está excluida desde hace siglos. De ah í que su única posición de retirada
sea desde entonces el «am or», de tal suerte elevado por ella al rango de valor único
y absoluto.
Así, pues, la «envidia» sería el índice de una «inferioridad» que la mujer com
partiría, de hecho, con los demás oprimidos de la cultura occidental -a saber, los ni
ños, los locos, etc. Y la aceptación, por ella, de un «destino» biológico, de una «in
justicia» que se habría cometido con ella en la constitución de sus órganos sexuales,
sería la negativa a tomar en consideración los factores que, en realidad, explican esa
supuesta «inferioridad». Dicho de otra manera, la neurosis de la mujer, a juicio de
Karen Horney, apenas se distinguiría de una componente indispensable para «de
venir una mujer normal» según Freud: resignarse al papel, entre otros el sexual, que
le asigna la civilización occidental^^.
38
Melanie Klein
Segunda mujer que plantea objeciones a las teorías freudianas sobre la sexuali
dad femenina: Melanie Klein. Como Karen Horney, veremos cómo invierte, «da la
vuelta» a algunas secuencias de acontecimientos consecutivos establecidas por
Freud. Y, de nuevo como aquella, defenderá que la «envidia del pene» es una for
mación reactiva, secundaria, que palia la dificultad que la chiquilla, la mujer, tiene
para sostener su deseo. Pero Melanie Klein pondrá en tela de juicio la sistemática
freudiana m ediante la exploración, la reconstrucción del mundo de los fan tasm as de la
pequeña infancia.
Las diferencias con Freud se anuncian, por así decirlo, enseguida; desde el
«principio». Puesto que Melanie Klein se niega a asimilar la masturbación clitori-
diana a una actividad masculina. El clítoris es un órgano genital femenino; por lo
tanto, resulta abusivo no ver en el mismo más que un pene «pequeño» y pretender
que la niña sólo obtiene placer acariciándolo en calidad de tal. Además, la erotiza^
ción privilegiada del clítoris es ya un proceso defensivo contra la erotización vaginal,
más peligrosa, más problemática, en ese estadio del desarrollo sexual. Las excita
ciones vaginales son las más precoces, pero los fantasmas de incorporación del
pene del padre y de destrucción de la madre rival que acompañan a éstas provocan
en la chiquilla la angustia ante medidas de represalia por parte de la madre, que
para vengarse podría llegar a despojarla de sus órganos sexuales internos. Puesto
que ninguna verificación, ninguna prueba de la «realidad» permiten verificar la in
tegridad de los citados órganos, y por ende desprenderse de la angustia provocada
por tales fantasmas, la chiquilla se ve llevada a renunciar, provisionalmente, a la
erotÍ2 ación vaginal^®.
Como quiera que sea, la niña pequeña no ha esperado al «complejo de castra
ción» para acercarse a su padre. En su caso, e l «com plejo de E dipo» operaría en la
economía de las pulsiones pregenitales, y sobre todo de las pulsiones orales^^. De esta
suerte, no sólo el destete del «buen seno» acarrea la hostilidad de la niña peque-
Melanie Klein, «Les stades précoces du conflit oedipien», Essais de psychologie, París, Payot,
Bibliothéque scienüGque [para consultar en castellano las obras de M. Kelin, véase Obras completas,
Barcelona, Paidós, 1990].
M. Klein, «Les premiers stades du conOic oedipien et la formation du surmoi», Psychanalyse des
enfants, París, Payot, Bibliotéque scientífique.
39
na hacia su madre -hostilidad que será, en un primer momento, proyectada sobre
ésta como temor de que sea ima «mala madre»- sino que además esa relación con
flictiva con la madre se verá agravada por el hecho de que ella representa la prolii-
bición de la satisfacción oral de los deseos edípicos, la que se opone a la incorpora
ción del pene paterno. Introyectar el pene del padre, tal sería, a juicio de Melanie
Klein, la primera forma del deseo del pene en la niña. Así, pues, no se trataría de
«envidia del pene» en el sentido freudiano del término, de la tendencia a apropiar
se el atributo de la potencia \dril para ser (como) un hombre, sino de la expresión,
desde la fase oral, de deseos femeninos de intromisión del pene. Por lo tanto, el edi-
po de la niña no es la contrapartida de un «complejo de castración» que la impulsa
ría a esperar de su padre el sexo que ella no tiene, sino que estaría activo desde los
primeros apetitos sexuales de la niña’®. Esa precocidad edípica de la chiquilla se ve
ría acentuada por el hecho de que las pulsiones genitales en la mujer privilegian la
receptividad, como las pulsiones orales.
Sin duda, esa precocidad edípica no estaría exenta de riesgos. El pene del padre
es susceptible de colmar los deseos de la chiquilla, pero también puede, al mismo
tiempo, destruir. Es «bueno» y «malo», vivificante y mortífero, preso a su vez de la
implacable ambivalencia amor/odio, de la dualidad de las oulsiones de vida y de
muerte. Además, la primera atracción hacia el pene del padre aspira al mismo en la
medida en que ya ha sido introyectado por la madre. Así, pues, para la chiquilla se
trata de adueñarse del pene paterno, y eventualmente de los hijos, contenidos en el
cuerpo de la madre; lo que conlleva agresión a ésta, que puede ñegar a replicar des
truyendo el «interior» del cuerpo de la niña y los «objetos buenos» ya incorporados.
L a angustia de la niña pequeña en lo concerniente a l pene del padre y a la venganza de
la madre la obliga generalmente a abandonar esa prim era estructuración, fem enina,
de su libido, y a identificarse, como medida defensiva, con el pene del padre o con el
padre mismo. Ella adopta entonces una posición «masculina» en reacción a la frus
tración y a los peligros de sus deseos edípicos. Así, pues, esa m asculinidad es de he
cho secundaria y su función consiste en ocultar o incluso asegurar la represión de los
fantasmas incestuosos: deseo de ocupar el lugar de la madre junto al padre y de te
ner un hijo suyo” .
M. Klein, «Le retenüssement des premieres situations anxiogénes sur le développement sexuel
de la filie»,
M. Klein, «Le complexe d’Oedipe edairé par les angoisses précoces», Essats depsychologte, cit.
40
Un intento de conciliación: Ernest Jones
A diferencia de Freud, Ernest Jones acogerá con gran interés las modificaciones
que algunas mujeres, como Karen Horney y Melanie Klein, aportan a Las primeras
teorizaciones psícoanalíticas relativas a la sexualidad femenina. La razón de ello re
side, sin duda, en una interrogación relucho m ás profunda, en él, sobre los deseos «fe
m eninos» del hombre y sobre la angustia de castración que acompaña, en el niño, a la
identificación con e l sexo de la mujer, sobre todo en la relación con e l padre. Algo más
al corriente del deseo y del temor de esa identificación, Ernest Jones pudo aventu
rarse más en la exploración del «continente negro» de la feminidad, e interpretar
de manera menos reticente lo que trataban de articular algunas mujeres en lo que
se refiere a su economía sexual. También es cierto que no estaba tan obligado como
Freud a defender los cimientos de un nuevo edificio teórico. El caso es que, sin es
tar conforme con algunas posiciones -las sostenidas por Karen Horney en la segun
da parte de su obra-, negándose a marcar frente a Freud las rupturas que habían
llevado a cabo algunos/as de sus alumnos/as, intenta conciliar el punto de vista
freudiano con las nuevas aportaciones de psicoanalistas que atañen al desarrollo se
xual de la mujer, aportaciones a las que añade su contribución.
Castración y afánisis
Así, pues, colocándose en cierto modo como árbitro del debate y tratando de en
contrar los acuerdos posibles entre posiciones divergentes, mantiene la concepción
freudiana del complejo de Edipo femenino, pero demuestra que los descubrimientos
de las analistas de niños sobre el pre-Edipo de la chiquilla invitan a modífícar la for
mulación de la relación de ésta con el complejo de Edipo. Y, en primer lugar, diferen
cia la castración - o amenaza de perder la capacidad de goce sexual genital- de la afá
nisis, que representaría la desaparición total y perm anente de todo goce sexual. Si se
piensa en tales témúnos, se comprenderá que el temor a la «afánisis», a consecuencia
de la frustración radical de sus deseos edípicos, empuje a la chiquilla a renunciar a su
feminidad para identificarse con el sexo que se sustrae a su placer’^. De esta suerte,
ella pone remedio, imaginario, a la angustia de estar privada para siempre de todo
goce. Esa solución tiene además la ventaja de aliviar la culpabilidad vinculada a los de
seos incestuosos. Si esa opción es llevada hasta al final, desemboca en la homosexual!-
Ernest Jones, «Le développeinent précoce de la sexualité féminine», Théone et pratique de ta psy-
chaaalyse, París, Payot [para consultra en castellano, véase Obras escogidas, Barcelona, RBA, 2006].
41
dad, pero la reconocemos bajo una forma atenuada en el desarrollo normal de la fe
minidad. En éste representa una reacción secundaria y defensiva contra la angustia de
la afánasis que sucede a la no respuesta a sus deseos por parte de su padre.
Así, pues, la chiquilla era «mujeD> antes de pasar por esa mascuUnidad reactiva. Y
encontramos índices de esa feminidad precoz en los llamados estadios «pregenita-
les»^^ La envidia del pene es en prim er lugar el deseo de incorporarse el pene, esto es, un
deseo halo-erótico ya localizable en el estadio oral. La zona de atracción del pene, cen
trípeta, se desplaza más tarde gracias al funcionamiento de la equivalencia boca, ano,
vagina. La atención de ese deseo precoz por el sexo del padre lleva a Jones a diferen
ciar la noción de «envidia del pene». A su juicio, puede tratarse del deseo de la chi
quilla de incorporar, de introyectar el pene para conservarlo «en el interioD> del cuer
po y transformarlo en un hijo; o incluso del deseo de gozar del pene en un coito: oral,
anal, genital; y, por último, del deseo de poseer un sexo masculino en lugar del clttoris.
Esta última interpretación sería la privilegiada por Freud, que de tal suerte hace
hincapié en el deseo de masculinidad de la chiquilla, de la mujer, que niega la especi
ficidad de su economía libidinal y de su sexo. Ahora bien, el deseo de poseer un pene
en la región clitorídíana correspondería, por encima de todo, a sus deseos autoeróti-
cos: el pene resulta más accesible, más visible, más portador de narcisismo en las ac
tividades masturbatorias. Asimismo, éste se vería favorecido en los fantasmas de om
nipotencia uretral, o en las pulsiones escoptoíílicas y exhibicionistas. No podemos
reducir a esas actividades o fantasmas la evolución pregenital de la niña pequeña, e
incluso cabe sostener que éstas sólo se desarrollan con posterioridad a sus deseos
halo-eróticos del pene del padre. De esto se desprende que, en la llamada estructu
ración preedípica y en la fase postedípica, la «envidia del pene» en la niña es secun
daria, y a menudo defensiva, respecto a un deseo específicamente fem enino de gozar del
pene. Así, pues, la niña pequeña no era en todo momento un niño pequeño, como
tampoco el devenir de su sexualidad estará subtendido por la envidia de ser un hom
bre. Querer que así sea equivaldría a suspender abusivamente la evolución sexual de
la niña -y por lo demás también del niño- en una fase particularmente crítica de su
devenir, la fase quejones denomina «deuterofálica»-^'*, en la que cada uno de los dos
sexos se ve llevado a identificarse con el objeto de su deseo, esto es, con el sexo
opuesto, para escapar de la amenaza de mutilación del órgano genital que llega del
42
progenitor deJ mismo sexo, el rival en la economía edípica, así como de la angustia o
la «afánisis» que resulta de la suspensión de su deseos incestuosos.
Recordemos que Jeanne LampI de Groot insiste en la cuestión del Edipo negati
vo de la niña. Antes de volver al deseo «positivo» hacia el padre, la chiquilla ha de
seado poseer a la madre y excluir al padre, y esto en el modo «activo» y/o «fálico».
La imposibilidad de realizar tales deseos acarrea la desvalorización del clítoris, que
no puede soportar la comparación con el pene. Así, pues, el tránsito de la fase nega
tiva (acdva) a la fase positiva (pasiva) del complejo de Edipo se lleva a cabo median
te la intervención del complejo de castración^’ .
” Jeanne LampI de Groot, «The evoludon of the Ocdipus complex in womeo», The Psychoanaly-
lical Reader, R. Fliess (ed.), Hogartb Press.
Héléne Deutsch, La psychologie des femmes, París, PUF, Bíbliothéque de psychanalysc.
43
Después de haber recordado, siguiendo a Freud, que el desarrollo sexual está
gobernado por el juego de tres oposiciones que se suceden una a otra sin que no
obstante lleguen a sustituirse exactamente -activo/pasivo, fálico/castrado, masculi-
no/femenino-, Ruth Mack Brunswick analiza, principalmente, las modalidades y
transformaciones del par actividad/pasividad en la fase preedípica del desarrollo se
xual de la chiquilla^^.
” Ruth Mack Brunswick, «The preoedipicai phase o f the libido development», The Psychoanaly-
ticai Reader.
Mane Bonaparte, «Passiviié, mnsochisme et féminit6>, Psychanalyse el biologie, París, PUF, Bi-
bliotbéque de psychanalyse.
” M. Bonaparte, Sexualité de la fem/ne, París, PUF, Bibliothéque de psychanalyse.
44
tados de la fisiología relativos a la distinción entre las funciones del «sexo cromo-
sómico» y el «sexo hormonal», así como las investigaciones sobre «el privilegio li-
bidinal de la hormona masculina», lo que le lleva a interrogarse de nuevo sobre las
modalidades de la intervención del «corte» entre lo orgánico y lo subjetivo; asi
mismo, vuelve a llamar la atención sobre la ignorancia que continúa reinando en
cuanto a «la naturaleza del orgasmo vaginal» y al papel exacto del clítoris en los des
plazamientos de catexis de las zonas erógenas y de los «objetos» de deseo‘‘“.
■•o Jacques Lacan, «Propos directiis pour un congrés sur la sexualitc fcminínc», Écrits, París, Seuil,
Le Champ freudien [ed. cast.: Escritos, Madrid, Siglo X X I, J994].
•" Ibid.
45
Ser o tener elfalo
«Pero podemos, en lo que atañe a la función del falo, señalar las estructuras a las
que estarán sometidas las relaciones entre los sexos. Digamos que esas relaciones gi
rarán alrededor de un ser y de un tener... Por paradójica que pueda parecer esta
formulación, decimos que para ser el falo, es decir, el significante del deseo del
Otro, Ja mujer rechazará una parte esencial de su feminidad, especialmente todos
sus atributos en la mascarada. E lla pretende ser deseada a l mismo tiempo que am ada
por lo que no es -a saber, el falo. Pero ella encuentra el significante de su propio de
seo en el cuerpo de aquel -que se supone que lo tiene- a quien se dirige su deman
da de amor. Sin duda no hay que olvidar que el órgano que es revestido de esa fun
ción significante cobra, gracias a ésta, valor de fetiche»**^.
Esa formulación de una dialéctica de las relaciones sexuadas por la función fáü-
ca no se opone en modo alguno a Ja conservación, por parte de Lacan, del comple
jo de castración de la niña tal y como fue definido por Freud -esto es, su carencia de
posesión del falo- y su entrada consecutiva en el complejo de Edipo -o deseo de re
cibir el falo de aquel que se supone que lo tiene, el padre. Asimismo, la importancia
de la «envidia del pene» en la mujer no es puesta en tela de juicio, sino elaborada
adicionalmente en su dimensión estructural.
J. Lacan, «La signÜícation du phallus», ihid. La cursiva es mía. Asimismo, he añadido los enun
ciados entre guiones. Para un análisis de una publicación más reciente de Jacques Lacan sobre la se
xualidad, véase, más adelante, «Cosí fan tuttí».
Fran^oise Dolto, «La libido génitale et son destín féminin». La Prychanalyse 7, PUF.
46
haya puesto suficientemente en tela de juicio las determinaciones históricas que
prescriben el «devenir mujeD> tal y como lo considera el psicoanálisis.
47
mente femenino». Se comprende entonces que ella sólo aparezca como «carente
de», «privada de», «envidiosa de», etc. En una palabra: capada.
¿Por qué la fu n d ó » materna debe predom inar sobre la fun dón m ás específicam en
te erótica en la m ujer? ¿Por qué, también en este caso, se la somete, ella se somete, a
una elección jerarquizada sin que la articulación de los dos roles sexuales esté sufi
cientemente elaborada? Desde luego, esa prescripción se comprende en una econo
mía y una ideología de la (re)producdón, pero es también o de nuevo la marca de un
avasallam iento a l deseo del hombre, porque «la felicidad conyugal no está adecuada
mente garantizada mientras la mujer no haya logrado hacer de su esposo su hijo,
mientras ella no se comporte maternalmente con 01»"*^. Lo que anuncia la siguiente
cuestión:
¿Por qué la evolución sexual de la m ujer debe ser m ás penosa, m ás com pleja que la
del hombreP^^. ¿Y cuál es el término de esa evolución, sino que se torne en cierto
modo en la madre de su marido? La vagina misma, «que no cobra valor sino como
morada del pene, garantiza la herencia del seno materno»’” . Dicho de otra manera,
¿es algo evidente que la chiquilla haya de renunciar a sus primeras catexis objétales,
a las zonas erógenas precozmente cargadas, para hacer el periplo que la tornará sus
ceptible de satisfacer el deseo de siempre del hombre: hacer el amor con su madre, o
un sustituto apropiado? ¿Por qué la mujer debería dejar a su propia m adre-«odiar
la»’’®-, marcharse de su casa, abandonar a su familia, renunciar al nombre de su ma
dre y de su padre para entrar en los deseos genealógicos del hombre?
¿Por qué la homosexualidad fem enina es, de nuevo y siempre, interpretada confor
me a l modelo de la homosexualidad m asculina? Donde la homosexual desea, en tan
to que hombre, a una mujer equivalente a la madre fálica y/o que, por determinados
rasgos, le recuerda a otro hombre, a su hermano, por ejemplo'*’ . ¿Por qué el deseo
de lo mismo, o de la misma, le estaría vedado o le resultaría imposible a la mujer? E
incluso, o incluso, ¿por qué las relaciones entre hija y madre son pensadas, necesaria
mente, en términos de deseo «viril» y de homosexualidad? ¿Para qué sirve ese des
conocimiento, esa condena de la relación de la mujer con sus deseos originales, esa
no elaboración de su relación con sus orígenes? Para garantizar la preponderancia
« ¡bid.
« Ibtd.
S. Freud, «L'organisation génitaie infantile», cit.
S, Freud, «La feminité», dt.
S. Freud, «Psychogénese d’un cas d ’homoscxualité féminine», cit.
48
de una sola libido, de tal suerte que la chiquilla se ve obligada a reprimir sus pulsio
nes y primeras cargas. ,fSu libido?
Esto conduce a la cuestión de saber por qué la oposición activo/pasivo sigue sien
do tan insistente en las controversias relativas a la sexualidad de la mujer. Aunque sea
definida como característica de un estadio pregenital, el estadio anal, continúa mar
cando la diferencia m asculino-fem enino -que recibiría de la misma su coloración psi
cológica^”- a l igual que determ ina los roles respectivos del hombre y de la mujer en la
procreación^^ relación continúa manteniendo esa pasividad con las pulsiones
sádico-anales, permitidas para el hombre y prohibidas para -inhibidas en- la mu
jer? De tal suerte que al hombre se le garantiza que es el único propietario del hijo
(el producto), de la mujer (la máquina reproductiva) y del sexo (el agente repro
ductor). Donde la violación, si es posible fecundadora, presentada por lo demás por
algunos/as psicoanalistas como el colmo del goce femenino^^, se torna en modelo de
la relación sexual,
¿P or qué la m ujer es tan poco apta para la sublim ación? ¿Y sigue siendo tan de
pendiente de la instancia superyoica paterna? ¿Por qué la instancia social de la mujer
es aún en gran parte «transcendente respecto al orden del contrato propagado por
el trabajo? Y, sobre todo, ¿se mantiene gracias a su efecto el estatuto del matrimo
nio en el ocaso del paternalismo?»^^ Mientras que estas dos cuestiones confluyen
tal vez en el hecho de que la mujer estaría sometida a las tareas domésticas sin que
ningún contrato de trabajo la vincule a las mismas explícitamente, reemplazado por
el contrato matrimonial.
49
Y que se pregunte si es posible debatir, regionalmente, acerca de la sexualidad fe
menina mientras no se haya determinado cuál fue el estatuto de la mujer en la eco
nomía general de Occidente. ¿Qué función le fue reservada en los regímenes de pro
piedad, las sistem áticas filosóficas y las m itologías religiosas que desde hace siglos
dominan ese Occidente?
Desde esta perspectiva, cabe suponer que el falo (el Falo) es la figura actual de un
dios celoso de sus prerrogativas, que pretende, en calidad de tal, ser el sentido último
de todo discurso, el patrón de la verdad y de la propiedad, especialmente del sexo,
el significante y/o el significado último de todo deseo, que además, en tanto que
emblema y agente del sistema patriarcal, continuaría respaldando el crédito del
nombre del padre (del Padre),
50
IV Entrevista:
Poder del discurso,
subordinación
de lo femenino
’ Luce Irigaray, Speculum de Vautrefemme, París, Minuir, 1974 (ed. cast.: Espéculo de la otra mu
jer, Madrid, Akal, 2007].
51
En efecto, esa sexualidad nunca es definida en relación con otro sexo que el masculi
no. Para Freud no hay dos sexos cuyas diferencias se articularían en el acto sexual y, en
un plano más general, en los procesos imaginarios y simbólicos que regulan un fun
cionamiento social y cultural. Lo «femenino» es siempre descrito como defecto, atro
fia, reverso del único sexo que monopoliza el valor; el sexo masculino. Y así sucede
con la celebérrima «envidia del pene». ¿Cómo aceptar que todo el devenir sexual de
la mujer esté dominado por la carencia y por ende la envidia, los celos, la reivindica
ción del sexo masculino, esto es, que esa evolución sexual nunca sea referida al sexo
femenino mismo.? Todos los enunciados que describen la sexualidad femenina igno
ran el hecho de que el sexo femenino bien podría tener también una «especificidad».
¿Es preciso recordarlo de nuevo?... Al principio, escribe Freud, la niña pequeña
no es más que un niño pequeño; para la niña, la castración equivale a aceptar que no
tiene sexo masculino; la niña se aparta de su madre, la «odia», porque se da cuenta
de que ésta no tiene el sexo valioso que ella suponía; ese rechazo de la madre aca
rrea el rechazo de todas las mujeres, ella misma incluida, y por la misma razón; la
niña se vuelve entonces hacia su padre para intentar conseguir lo que ni ella ni nin
guna mujer tiene: el falo; el deseo de tener un hijo significa para una mujer el de po
seer finalmente un equivalente del sexo masculino; la relación entre mujeres está re
gulada tanto por la rivalidad por la posesión del «sexo masculino» como, en la
homosexualidad, por la identificación con el hombre; el interés que las mujeres
pueden sentir hacia la sociedad no viene dictado, por supuesto, sino por las ganas
de tener poderes iguales a los que obtiene el sexo masculino; etc. En esos enuncia
dos nunca se habla de la mujer: lo femenino es definido como el complemento ne
cesario para el funcionamiento de la sexualidad masculina y, con mayor frecuencia,
como un negativo que garantiza a ésta una autorrepresentación fálica sin desfalleci
miento posible.
Ahora bien, Freud describe un estado de hecho. No inventa una sexualidad fe
menina, ni masculina, por lo demás. Elabora un informe, como «hombre de cien
cia». El problema es que no examina las determinaciones históricas de los datos que
trata. Y, por ejemplo, que acepta como norma la sexualidad femenina tal como ésta
se le presenta. Que interpreta los sufrimientos, los síntomas, las insatisfacciones de
las mujeres en función de su historia individual, sin indagar la relación de su «pato
logía» con un determinado estado de la sociedad, de la cultura. Lo que conduce,
por regla general, a someter de nuevo a las mujeres al discurso dominante del padre,
a su ley, reduciendo al silencio sus reivindicaciones.
52
Así, la mujer, para corresponder al deseo del hombre, debe identificarse con la
madre de éste. Lo que significa que ese hombre se torna, en cierto modo, en el
hermano de sus hijos, puesto que tiene el mismo objeto de amor. ¿Cómo se plantea,
en una configuración semejante, la cuestión de la resoludón del complejo de Edi-
po? ¿Y, por ende, la de la diferencia de sexos, que, según Freud, le es correlativa?
Otro «síntoma» de la pertenencia del discurso de Freud a una tradición no ana
lizada: la modalidad del recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad.
Ahora bien, una ciencia nunca está acabada; también tiene una historia. Y, por otra
parte, los datos científicos son susceptibles de varias interpretaciones. Lo que no
impide que Freud justifique la actividad agresiva de lo masculino y la pasividad de
lo femenino mediante imperativos anatómico-fisiológicos, sobre todo de reproduc
ción. Sabemos ahora que el óvulo no es tan pasivo como asegura Freud y que elige
un espermatozoide en la misma o en mayor medida en que es elegido por éste. Tras
ládese esto al registro psíquico y social... Freud afirma también que el pene recibe
su valor por ser el órgano reproductor. Ahora bien, los órganos genitales de la mu
jer, que no obtendrían sin embargo el mismo beneficio narcisista, contribuyen igual
mente e incluso resultan más indispensables para la reproducción. Además, las re
ferencias anatómicas de Freud para justificar el desarrollo de la sexualidad están
casi todas relacionadas con un envite reproductivo. ¿Qué ocurre entonces cuando
la función sexual puede disociarse de una función reproductiva, hipótesis evidente
mente apenas considerada por Freud?
La crítica a Freud, ¿se extiende hasta el punto de poner en tela de ju icio la teoría y
la práctica psicoanalíticas?
53
En efecto, esa sexualidad nunca es definida en relación con otro sexo que el masculi
no. Para Freud no hay dos sexos cuyas diferencias se articularían en el acto sexual y, en
un plano más general, en los procesos imaginarios y simbólicos que regulan un fun
cionamiento social y cultural. Lo «femenino» es siempre descrito como defecto, atro
fia, reverso del único sexo que monopoliza el valor: el sexo masculino. Y así sucede
con la celebérrima «en\adia del pene». ¿Cómo aceptar que todo el dev'enir sexual de
la mujer esté dominado por la carencia y por ende la en\ádia, los celos, la reivindica
ción del sexo masculino, esto es, que esa evolución sexual nunca sea referida al sexo
femenino mismo? Todos los enunciados que describen la sexualidad femenina igno
ran el hecho de que el sexo femenino bien podría tener también una «especificidad».
¿Es preciso recordarlo de nuevo?... Al principio, escribe Freud, la niña pequeña
no es más que un niño pequeño; para la niña, la castración equivale a aceptar que no
tiene sexo masculino; la niña se aparta de su madre, la «odia», porque se da cuenta
de que ésta no tiene el sexo valioso que ella suponía; ese rechazo de la madre aca
rrea el rechazo de todas las mujeres, ella misma incluida, y por la misma razón; la
niña se vuelve entonces hacia su padre para intentar conseguir lo que ni ella ni nin
guna mujer tiene: el falo; el deseo de tener un hijo significa para una mujer el de po
seer finalmente un equivalente del sexo masculino; la relación entre mujeres está re
gulada tanto por la rivalidad por la posesión del «sexo m asculino» como, en la
homosexualidad, por la identificación con el hombre; el interés que las mujeres
pueden sentir hacia la sociedad no viene dictado, por supuesto, sino por las ganas
de tener poderes iguales a los que obtiene el sexo masculino; etc. En esos enuncia
dos nunca se habla de la mujer: lo femenino es definido como el complemento ne
cesario para el funcionamiento de la sexualidad masculina y, con mayor frecuencia,
como un negativo que garantiza a ésta una autorrcpresentación fálica sin desfalleci
miento posible.
Ahora bien, Freud describe un estado de hecho. No inventa una sexualidad fe
menina, ni masculina, por lo demás, Elabora un miorme, como «hombre de cien
cia». El problema es que no examina las determinaciones históricas de los datos que
trata. Y, por ejemplo, que acepta como norm a la sexualidad femenina tal como ésta
se le presenta. Que interpreta los sufrimientos, los síntomas, las insati.sfacciones de
las mujeres en función de su historia individual, sin indagar la relación de su «pato
logía» con un determinado estado de la sociedad, de la cultura. Lo que conduce,
por regla general, a someter de nuevo a las mujeres al discurso dominante del padre,
a su ley, reduciendo al silencio sus reivindicaciones.
52
Así, la mujer, para corresponder al deseo del hombre, debe identificarse con Ja
madre de éste. Lo que significa que ese hombre se torna, en cierto modo, en el
hermano de sus hijos, puesto que tiene el mismo objeto de amor. ¿Cómo se plantea,
en una configuración semejante, la cuestión de la resolución del complejo de Edi-
po? ¿Y , por ende, la de la diferencia de sexos, que, según Freud, le es correlativa?
Otro «síntoma» de la pertenencia del discurso de Freud a una tradición no ana
lizada; la modalidad del recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad.
Ahora bien, una ciencia nunca está acabada; también tiene una historia. Y, por otra
parte, los datos científicos son susceptibles de varias interpretaciones. Lo que no
únpide que Freud justifique la actividad agresiva de lo masculino y la pasividad de
lo femenino mediante imperativos anatómico-fisiológicos, sobre todo de reproduc
ción. Sabemos ahora que el óvulo no es tan pasivo como asegura Freud y que elige
un espermatozoide en la misma o en mayor medida en que es elegido por éste. Tras
ládese esto al registro psíquico y social... Freud afirma también que el pene recibe
su valor por ser el órgano reproductor. Ahora bien, los órganos genitales de la mu
jer, que no obtendrían sin embargo el mismo beneficio narcisista, contribuyen igual
mente e incluso resultan m ás indispensables para Ja reproducción. A dem ás, las re
ferencias anatómicas de Freud para justificar el desarrollo de la sexualidad están
casi todas relacionadas con un envite reproductivo. ¿Qué ocurre entonces cuando
la función sexual puede disociarse de una función reproductiva, hipótesis evidente
mente apenas considerada por Freud?
L a crítica a Freud, ¿se extiende h asta e l punto de poner en tela de ju icio la teoría y
la práctica psicoan aliticas?
53
En efecto, esa sexualidad nunca es definida en relación con otro sexo que el masculi
no. Para Freud no hay dos sexos cuyas diferencias se articularían en el acto sexual y, en
un plano más general, en los procesos imaginarios y simbólicos que regulan un fun
cionamiento social y cultural. Lo «femenino» es siempre descrito como defecto, atro
fia, reverso del único sexo que monopoliza el valor: el sexo masculino. Y así sucede
con la celebérrima «envidia del pene». ¿Cómo aceptar que todo el devenir sexual de
la mujer esté dominado por la carencia y por ende la envidia, los celos, la reivindica
ción del sexo masculino, esto es, que esa evolución sexual nunca sea referida al sexo
femenino mismo? Todos los enunciados que describen la sexualidad femenina igno
ran el hecho de que el sexo femenino bien podría tener también una «especificidad».
¿Es preciso recordarlo de nuevo?... Al principio, escribe Freud, la niña pequeña
no es más que un niño pequeño; para la niña, la castración equivale a aceptar que no
tiene sexo masculino; la niña se aparta de su madre, la «odia», porque se da cuenta
de que ésta no tiene el sexo valioso que ella suponía; ese rechazo de la madre aca
rrea el rechazo de todas las mujeres, ella misma incluida, y por la misma razón; la
niña se vuelve entonces hacia su padre para intentar conseguir lo que ni ella ni nin
guna mujer tiene: el falo; el deseo de tener un hijo significa para una mujer el de po
seer finalmente un equivalente del sexo masculino; la relación entre mujeres está re
gulada tanto por la rivalidad por la posesión del «sexo masculino» como, en la
homosexualidad, por la identificación con el hombre; el interés que las mujeres
pueden sentir hacia la sociedad no viene dictado, por supuesto, sino por las ganas
de tener poderes iguales a los que obtiene el sexo masculino; etc. En esos enuncia
dos nunca se habla de la mujer: lo femenino es definido como el complemento ne
cesario para el funcionamiento de la sexualidad masculina y, con mayor frecuencia,
como un negativo que garantiza a ésta una autorrepresentación fálica sin desfalleci
miento posible.
Ahora bien, Freud describe un estado de hecho. No inventa una sexualidad fe
menina, ni masculina, por lo demás. Elabora un informe, como «hombre de cien
cia». El problema es que no examina las determmaciones históricas de los datos que
trata. Y, por ejemplo, que acepta como norma la sexualidad femenina tal como ésta
se le presenta. Que interpreta los sufrimientos, los síntomas, las insatisfacciones de
las mujeres en función de su historia individual, sin indagar la relación de su «pato
logía» con un determinado estado de la sociedad, de la cultura. Lo que conduce,
por regla general, a someter de nuevo a las mujeres al discurso dominante del padre,
a su ley, reduciendo al silencio sus reivindicaciones.
52
Así, la mujer, para corresponder al deseo dd hombre, debe identificarse con la
madre de éste. Lo que significa que ese hombre se torna, en cierto modo, en el
hermano de sus hijos, puesto que tiene el mismo objeto de amor. ¿Cómo se plantea,
en una configuración semejante, la cuestión de la resolución dd complejo de Edi-
po? ¿Y, por ende, la de la diferencia de sexos, que, según Freud, le es correlativa?
Otro «síntoma» de la pertenencia dd discurso de Freud a una tradición no ana
lizada: la modalidad del recurso a la anatomía como criterio irrefutable de verdad.
Ahora bien, una ciencia nunca está acabada; también tiene una historia. Y, por otra
parte, los datos científicos son susceptibles de varias interpretaciones. Lo que no
impide que Freud justifique la actividad agresiva de lo masculino y la pasividad de
lo femenino mediante imperativos anatómico-fisiológicos, sobre todo de reproduc
ción. Sabemos ahora que el óvulo no es tan pasivo como asegura Freud y que elige
un espermatozoide en la misma o en mayor medida en que es elegido por éste. Tras
ládese esto al registro psíquico y social... Freud afirma también que el pene recibe
su valor por ser el órgano reproductor. Ahora bien, los órganos genitales de la mu
jer, que no obtendrían sin embargo el mismo beneficio narcisista, contribuyen igual
mente e incluso resultan más indispensables para la reproducción. Además, las re
ferencias anatómicas de Freud para justificar el desarrollo de la sexualidad están
casi todas relacionadas con un envite reproductivo. ¿Qué ocurre entonces cuando
la función sexual puede disociarse de una función reproductiva, hipótesis evidente
mente apenas considerada por Freud?
L a crítica a Freud, ¿se extiende hasta el punto de poner en tela de juicio la teoría y
la práctica psicoanalíticas?
N o, d esd e luego, para regresar a una actitud precrítica con respecto al p sicoan á
lisis, ni para afirm ar qu e éste habría agotad o ya su eficacia. S e trataría m ás bien de
53
mostrar aquellas implicaciones del mismo que continúan resultando inoperantes.
De decir que, aunque la teoría freudiana aporta numerosos elementos que permiten
quebrantar el orden filosófico del discurso, permanece paradójicamente sometida al
mismo en lo que atañe a la definición de la diferencia entre los sexos.
De esta suerte, Freud lleva al fracaso una determinada concepción del «presen
te», de la «presencia», haciendo hincapié en la posterioridad, la sobredetermina
ción, el automatismo de repetición, la pulsión de muerte, etc., o indicando, en su
teoría o en su práctica, el impacto de los denominados mecanismos inconscientes
sobre el lenguaje del «sujeto». Pero, prisionero a su vez de una determinada econo
mía del logos, define la diferencia sexual en función del a prtori lo Mismo, recu
rriendo, para sostener su demostración, a los procedimientos de siempre: la analo
gía, la comparación, la simetría, las oposiciones dicotómicas, etc. Como parte
interesada de una «ideología» que no pone en tela de juicio, afirma que lo «mascu
lino» es el modelo sexual, que toda representación de deseo no tiene más remedio
que validarse respecto al mismo, someterse al mismo. De este modo, Freud exhibe
los presupuestos de la escena de la representación: la indiferencia sexual que la sub
tiende, garantiza su coherencia y su clausura. De tal suerte que, indirectamente,
propone el análisis de la misma. Pero la articulación posible de la relación entre la
economía inconsciente y la diferencia de los sexos le pasa inadvertida. Defecto teó
rico y práctico que puede limitar, a su vez, la escena del inconsciente. ¿O, más bien,
servir de palanca de interpretación para su despliegue.^
Pero ese orden es ciertamente el que hoy impone su ley. Ignorarlo sería tan inge
nuo como abandonarse a su dominación sin examinar las condiciones de posibili
dad del mismo. De esta suene, que Freud -o más en general la teoría psicoanalíti-
ca- haya adoptado como tema, como objeto de su discurso la sexualidad, no ha
54
significado que interprete lo que atañe a la sexuación del discurso en cuanto tal, y del
suyo en particular. De esto da fe su punto de vista decididamente «masculino» so
bre la sexualidad femenina y, además, su atención muy parcial a las aportaciones
teóricas de las analistas mujeres. El análisis de los presupuestos de la producción del
discurso no se cuenta entre sus realizaciones en lo que atañe a la diferencia sexual.
Dicho de otra manera, las cuestiones que la práctica y la teoría de Freud plantean a
la escena de la representación no incluyen la de la determinación sexuada de esa es
cena. A falca de esa articulación, la aportación de Freud permanece -y justamente
en lo que atañe a la diferencia de los sexos-, atrapada en metafísicos apriorísiicos.
... ¿ Y fu e esto lo que le llevó a una relectura interpretativa de los textos que deter
m inan la historia de la filo so fía?
Así, pues, era preciso hacer el viaje de vuelta, para examinar lo que constituye la
potencia de su sistematicidad, la fuerza de su cohesión, el recurso de sus desplie
gues, la generalidad de su ley y de su valor. Esto es, su posición de dominio, y de re
cuperación posible de las diferentes producciones de la historia.
Ahora bien, esa dominación del logos filosófico procede, en buena medida, de
su poder de reducir todo otro a la economía de lo Mismo. El proyecto teleológica-
mente constructor que se plantea es siempre, además, un proyecto de desviación, de
descarrío, de reducción del otro en lo Mismo. Y, tal vez en su grado máximo de ge
neralidad, de desaparición de la diferencia de los sexos en los sistemas autorrepresen-
tativos de un «sujeto masculino».
55
que se alimenta el sujeto hablante para producirse, reproducirse; la escen ografía que
hace practicable la representación tal como es definida en filosofía, es decir, la ar
quitectónica de su teatro, su encuadre del espacio tiempo, su economía geométrica,
su mobiliario, sus actores, sus posiciones respectivas, sus diálogos e incluso sus rela
ciones trágicas, sin olvidar el espejo, casi siempre oculto, que perm ite al logos, al su
jeto, repetirse, rellejarse a sí mismo. Inten'enciones todas en la escena que, en la me
dida en que no son interpretadas, garantizan su coherencia. Así, pues, es preciso
volver a ponerlas en juego, en cada figura del discurso, para desconcertar su arraigo
en el valor de «presencia». Para cada filósofo -em pezando por aquellos que han de
terminado una época de la historia de la filosofía-, es preciso señalar cóm o se opera
el corte con la contigüidad material, el montaje del sistema, la econom ía especular.
Pero el psicoanálisis, por más que reciba la ayuda de la ciencia del lenguaje, no
puede resolver -com o ya hemos visto- la cuestión de la articulación del sexo feme
nino en el discurso. Aunque la teoría de Freud, por un electo de repetición general
de la escena -en todo caso en lo que atañe a la relación entre los sexos-, muestra
con claridad la función de lo femenino en ésta. Así, pues, aú n no se h a acom etido la
«destrucción » d e l fun cion am ien to discursivo. Y no es un com etido sencillo... ¿Pues
cómo introducirse en una sistematicidad tan coherente.^
Tal vez no hay, en un primer momento, más que un único «cam in o», el históri
camente asignado a lo femenino: e l m im etism o. Se trata de adoptar, delib erada
mente, ese rol. Lo que de entrada supone devolver com o afirmación una subordi
nación y, gracias a ello, comenzar a desbaratarla. M ientras que la recusación de esa
condición equivale, para lo femenino, a la reivindicación de hablar com o «su jeto»
(masculino), o a postular una relación con lo inteligible que mantiene la indiferen
cia sexual.
56
Así, pues, para una mujer em plear la mimesis es intentar encontrar el lugar de su
explotación mediante el discurso, sin dejarse reducir sin más al mismo. Es volver a
som eterse -en tanto que «cercana a lo sensible», a la «m ate ria»...- a «ideas», espe
cialmente acerca de ella, elaboradas en /por una lógica masculina, pero suscitar la
«ap arición », mediante un efecto de repetición lúdica, de lo que debía permanecer
oculto: la recuperación de una posible operación de lo femenino en el lenguaje. Es
también «revelar» el hecho de que, si las mujeres imitan tan bien, se debe a que ellas
no desaparecen sin m ás en esa función. Perm anecen tam bién en otra p arte: otra in
sistencia de «m ateria», pero también de «goce».
El «en otra p a rte » d e l goce fem en in o se encontraría más bien en el lugar en el que
ella sostiene el ek-tasis en lo transcendental. En el Jugar en el que ella sirve como ga
rantía de un narcisism o extrapolado en el «D io s» de los hombres. Función que ella
sólo puede garantizar al precio de su sustracción última a la prospección, de su «\ir-
ginidüd» inepta para la representación de sí. G o ce que debe permanecer inarticula
ble en el lenguaje, en su lenguaje, so pena de poner en tela de juicio cuanto sostiene
el funcionamiento lógico. P or eso mismo hoy lo más vedado a las mujeres es que in
tenten hablar de su goce.
Ese otro lugar del goce de la mujer sólo se encuentra al precio de una nueva tra
vesía d e l esp ejo qu e su b tien d e to d a especu lación . N o situándose sencillamente ni en
un proceso de reflexión o de mimetismo, ni en su anterioridad -em pírica y opaca a
todo lenguaje-, ni en su m ás allá -e l infinito autosuficiente del D ios de los hom
b res-, sino rem itiendo todas esas categorías y cortes a las necesidades de la auto-
rrepresentación del deseo fálico en el discurso. Una nueva travesía lúdica y des
concertante, que perm itiría a la m ujer encontrar el lugar de su «autoafección». De
57
su «dios», si se quiere. Un dios tal, evidentemente, que el recurso al mismo, salvo
que se admita su desdoblam iento, es siempre devolución de lo femenino a la eco
nomía falocrática.
E sa nueva travesía del discurso para encontrar un lugar «fem en in o», ¿supon e un
determ inado trabajo del lenguaje?
Exceso que sólo desborda el buen sentido con la condición de que lo femenino
no renuncie a su «estilo». El cual, por supuesto, no lo es conforme a la concepción
tradicional.
Ese «estüo» o «escritura» de la mujer prende fuego más bien a las palabras feti
che, a los términos propios, a las formas bien construidas. Ese «estilo» no privilegia
la mirada, sino que restituye toda figura a su nacimiento, también táctil. Ella se re
toca sin llegar nunca a constituir, a constituirse en unidad alguna. Lo que le es «pro
pio» sería la sim ultaneidad. Un propio que no se detiene nunca en la posible identi
dad consigo misma de forma alguna. Siempre flu id o , sin olvidar los caracteres
difícilmente idealizables de estos: los frotamientos entre dos infinitamente vecinos
que crean una dinámica. Su «estilo» resiste a (y hace estallar) toda forma, figura,
58
idea, concepto, sólidamente establecidos. Lo que no significa que su estilo no sea
nada, como da a entender una discursividad que no puede pensarlo. Pero su «esti
lo» no puede sostenerse como tesis, no puede ser el objeto de una posición.
E incluso los motivos del «tocarse», de la «proxim idad», aislados como tales o
reducidos en emmciados, podrían pasar efectivamente por una tentativa de que lo
femenino se torne apropiado para el discurso. Habría que comprobar entonces si
«tocarse» -ese tocar-, el deseo de lo próximo en vez que de lo propio, etc., no im
plican un modo de intercambio irreducible a todo centrado, a todo centrismo, ha
bida cuenta del modo en que el «tocarse» de la «autoafección» femenina funciona
como una remisión de uno/a al/a la otro/a sin interrupción posible, y que la proxi
midad confunde toda adecuación, toda apropiación.
Pero, desde luego, si no se tratara más que de «m otivos» sin trabajo del len
guaje, la economía discursiva podría subsistir. Así, pues, ¿cómo intentar definir
de nuevo el trabajo del lenguaje que dejaría un lugar para lo femenino? Digamos
que todo corte dicotom izador y a la vez repetidor -incluso entre enunciación y
enunciado-, debe ser desconcertado. Q ue nada debe ser plan teado jamás sin ha
ber sido trastocado, y remitido además al a-de-m ás de ese trastocamiento. Dicho
de otra manera: ya no habría ni derecho ni reverso del discurso, ni siquiera del
texto, sino que am bos pasan de uno a otro para hacer «entender» también lo que
resiste a la estructura cara/dorso que sostiene el buen sentido. Si esto debe ejer
cerse para todo sentido planteado -palabra, enunciado, frase, pero también, por
supuesto, fonema, letra ,..-, conviene hacerlo además de tal suerte que ya no sea
posible la lectura lineal: es decir, que se tenga en cuenta la retroacción del final de
la palabra, del enunciado y de la frase sobre su comienzo para desactivar la po
tencia de su efecto teleológico, incluso en su acción diferida. E sto se aplicaría
también a la oposición entre estructuras de horizontalidad y de verticalidad que
operan en el lenguaje.
L o que permite operar de ese modo es interpretar, en cada «tiem po», el envite
especular del discurso, esto es, la economía autorrcflectante (planificable) del sujeto
en aquél. Economía que mantiene, entre otros, el corte ente sensible e inteligible, y
por ende la sumisión, subordinación y explotación de lo «femenino».
De esta suerte, el trabajo del lenguaje intentaría desbaratar toda manipulación
del discurso que dejara intacto, además, a éste. No, forzosamente, en el enunciado,
sino en sus presupuestos autológicos. Así, pues, su función consistiría en desarraigar
e l falocentrism o, e l falocratism o, para restituir lo masculino a su lenguaje, dejando la
posibilidad de un lenguaje distinto. Lo que significa que lo masculino ya no sería «el
59
todo». Ya no podría, por sí solo, definir, delimitar embaucando, circunscribir Ja, las
propiedades del/de todo. O, incluso, que el derecho de definir todo valor -incluido
el privilegio abusivo de la apropiación- dejaría de corresponderJe.
En virtud de ello, cuando los movimientos de mujeres ponen en tela de juicio las
formas y la naturaleza de la vida política, el juego actual de los poderes y de las rela
ciones de fuerza, trabajan efectivamente para una modificación del estatuto de la
mujer. En cambio, cuando esos mismos movimientos apuntan a una mera inversión
en la titularidad del poder, dejando intacta la estructura de éste, entonces vuelven a
someterse, lo quieran o no, a un orden falocrático. Un gesto que, por supuesto, es
preciso denunciar, y con mayor firmeza si cabe en la medida en que puede consti
tuir una explotación más sutilmente disfrazada de las mujeres. Juega, en efecto, con
Ja siguiente ingenuidad: bastaría con ser mujer para estar fuera del poder fálico.
Pero estas cuestiones son complejas, con mayor motivo cuando para Jas mujeres
no se trata, evidentemente, de renunciar a la igualdad de derechos sociales. ¿Cómo
anicular la doble «reivindicación»: de igualdad y de diferencia?
No, desde luego, aceptando el düema: «lucha de clases» o «lucha de sexos», que
apunta, de nuevo, a reducir la cuestión de la explotación de las mujeres a una de
terminación del poder de tipo masculino. Más exactamente, trasladando a un des
pués indeterminado una «política» de la mujer, alineándola con excesiva facilidad a
las luchas de los hombres.
A este respecto, parece que la relaáón entre el sistem a de opresión económica en-
tre las clases y el que puede calificarse de patriarcal apenas ha sido objeto de un aná
lisis dialéctico, béndose devuelta de nuevo a una estructura jerárquica.
Ahora bien, «el primer antagonismo de clase que apareció en la historia coincide
con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia, y la
60
primera opresión de clase con la del sexo femenino por parte del sexo masculino»^. O
incluso: «Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y
que descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en
la división de la sociedad en diversas familias aisladas y opuestas, se da, al mismo tiem
po, la distribución y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, cuyo primer
germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son
los esclavos del hombre. La esclavitud, todavía muy rudimentaria, ciertamente, laten
te en la familia, es la primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya corresponde
aquí perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la cual es el
derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros De ese primer antagonismo, esa
primera opresión, esa primera forma, esa primera propiedad, ese germen... puede
siempre decirse que no significan nunca más que un «primer tiempo» de la historia, o
incluso una elaboración de los «orígenes», por qué no mítico. De no ser porque esa
primera opresión es, todavía hoy, efectiva, y porque el problema consiste en saber
cómo se articula con la otra, si es que es preciso dicotomizarlas, contraponerlas y su
bordinarlas entre sí hasta tal punto, con arreglo a los procesos que extrañamente con
tinúan manteniendo vínculos sistemáticos con una lógica idealista.
^ Friedrich Engds, L’origine de la famille, de la propriété privce et de l'État, París, Édítions Socia
les, pp. 64-65 [ed. case.: El origen de la familia, la propiedad privada y el Euado, Madrid, Fundamen
tos, 1997].
* Karl Marx, F. Engels, L'idéologie allemandc, Édítions Sociales, París, p 61 [ed, cast,: La ideolo
gía alemana. Madrid, Losada, 2005],
•* F. Engds, L'origine de la fanulle, de la propriétépnvée et de l'État, cit,, p. 73.
61
o , más exactamente» hombre-padre/madre: en efecto, el hombre nunca se ha visto
reducido a una mera función reproductiva a causa de su participación efectiva en
los intercambios públicos. Por su parte, la mujer, a causa de su reclusión en la
«casa», el lugar de la propiedad privada, no era más que la madre. Y, no sólo su en
trada en los circuitos de producción, sino también -¿en mayor medida aún?- la ge
neralización de la contracepción y del aborto la devuelven a ese papel imposible: ser
mujer, Y aunque por regla general todavía no se hable de la contracepción y del
aborto sino como posibilidad de controlar e incluso «dominar» los nacimientos, de
ser madre «a voluntad», ello no impide que acarreen una posibilidad de m odifica
ción del estatuto social de la mujer y por ende de las modalidades de relación social
entre el hombre y la mujer.
62
eos, sociales y culturales. Ella no «entra» en los mismos más que como objeto de
transacción, salvo que acepte renunciar a la especificidad de su sexo. Cuya «identi
dad» le es impuesta además conforme a modelos que le resultan ajenos. La inferio
ridad social de las mujeres se refuerza y se complica a causa de que la mujer no tie
ne acceso al lenguaje, salvo recurriendo a sistemas de representación «masculinos»
que la desapropian de su relación consigo misma y con las demás mujeres. De esta
suerte, lo «femenino» nunca sería determinado sino por y para lo masculino, mien
tras que lo contrario no sería «verdad».
Pero tal vez sea esta situación de opresión específica lo que pueda permitir hoy a
las mujeres la elaboración de una «crítica de la economía política», en la medida en
que ellas están en una posición de exterioridad respecto a las leyes de los intercam
bios, por más que queden incluidas como «mercancías». Crítica de la economía po
lítica que esta vez no podría prescindir de la crítica del discurso en el cual la misma
se realiza, y especialmente de sus presupuestos metafísicos. Y que sin duda inter
pretaría de manera diferente el im pacto de la economía del discurso en e l an álisis de
las relaciones de producción.
Puesto que, sin la explotación del cuerpo-materia de las mujeres, ¿qué sería del
funcionamiento simbólico que regula la sociedad.? ¿Qué modificaciones sufrirían
éste, ésta, si las mujeres, de objetos de consumo o de intercambio, necesariamente
afásicos, se tornaran además en «sujetos hablantes»? Bien es cierto, no con arreglo
al modo masculino, o más exactamente falocrático.
Esto no dejaría de interpelar al discurso que hoy dicta la ley, que legisla sobre
todo, incluida la diferencia de sexos, hasta el punto de que la existencia de otro
sexo, de un (a) otro/a: mujer, se le antoja aún inimaginable.
63
V Cosífa n tu tti
«Ellas DO saben lo que dicen, esa es toda la diferencia entre ellas y yo»‘.
De esta suerte, a propósito del «devenir una mujer normal» nos enteramos, gra
cias a Freud, de que no hay y no puede haber más que un móvil: la «envidia del
pene», esto es, el anhelo de apropiarse del sexo que monopoliza culturalmente el va
lor. Como las mujeres no lo tienen, no pueden más que envidiar el de los hombres y,
' Todas las citas están extraídas de jacques Lacan, Encoré, LeSéminaire XX, París, Seuil.
65
ya que no pueden poseerlo, intentar encontrar equivalentes del mismo. Además, la
mujer no se realizaría más que en la maternidad, dando a luz al hijo, «sustituto del
pene» y, para que la felicidad sea completa, portador a su vez del pene. L a realización
perfecta del devenir mujer consistiría, según Freud, en reproducir el sexo masculino
en menoscabo del suyo. En realidad, la mujer no saldría nunca verdaderamente del
complejo de Edipo. Permanecería fijada al deseo del padre, sometida al padre y a su
ley, por miedo de perder su amor: lo único susceptible de darle algún valor^.
66
más que un lugar restringido, a saber, que en el mismo se habla de aquello que el
verbo follar (fou tre] enuncia perfectamente. Se habla de follar -verbo, en inglés to
fu c k - y se dice que aquello no funciona.»
Aquello no funciona... Constatémoslo a partir de imperativos lógicos. Lo que
suscita dudas en la realidad encuentra su razón en una lógica que ya ha ordenado la
realidad en cuanto tal. Nada escapa de la circularidad de esa ley.
A sí las cosas, ¿cóm o definir a las mujeres, esa «realidad» algo resistente ai dis
curso?
«E l ser sexuado de las mujeres no-todas no pasa por el cuerpo, sino por lo que
resulta de una exigencia lógica en la palabra. En efecto, la lógica, la coherencia ins
crita en el hecho de que existe el lenguaje y que está fuera de los cuerpos agitados
por él, en una palabra, el O tro que se encarna, por así decirlo, como ser sexuado,
exige ese una a una».
Así, pues, la sexualización mujer sería el efecto de una exigencia lógica, de la
existencia de un lenguaje, trascendente a los cuerpos, que necesitaría asir a las mu
jeres una a una para «por así decirlo», -pese a todo- encamarse. Entiéndase que la
mujer no existe, pero que el lenguaje existe. Que la mujer no existe porque el len
guaje -un lenguaje- es dueño y señor, y porque ella traería aparejado el peligro
-¿u na especie de realidad «prediscursiva»?- de perturbar su orden.
Además, sólo en la medida en que no existe ella alberga el deseo de esos «seres
hablantes» que son los llamados hombres. «Un hombre busca una mujer -esto les
parecerá curioso- por aquello que se sitúa en el ámbito del discurso, puesto que, si
lo que planteo es cierto, esto es, que la mujer es no-toda, siempre hay algo que en
ella se evade del discurso».
Así, pues, el hombre la busca por haberla inscrito en el discurso, pero como ca
rencia, como fallo.
67
Afortujjadamente, están los mujeres. En efecto, si ei ser sexuado de esas mujeres
«no-todas» no pasa por el cuerpo -al menos por su cuerpo-, ellas tendrán sin em
bargo que soportar la función del objeto «a», ese resto de cuerpo. El ser sexuado fe
menino en y por el discurso sería además un lugar de depósito de los restos produ
cidos por el funcionamiento del lenguaje. Para que así sea, la mujer debe seguir
siendo cuerpo sin órgano(s).
Razón por la cual, todo cuanto atañe a las zonas erógenas de la mujer no ofrece
el menor interés para el psicoanalista: <cEntonces se le da el nombre que se puede a
ese goce vagitid, se habla del polo posterior de la boca del útero y otras tonterías,
hay que decirlo».
La geografía del placer femenino no merece ser escuchada. Ellas no merecen
ser escuchadas, sobre todo cuando intentan hablar de su placer: «ellas no saben lo
que dicen», «de ese goce, la mujer no sabe nada», «lo que deja una opción a lo que
planteo... es que desde que se les suplica, se les suplica de rodillas -en la última
ocasión hablaba de las mujeres analistas- que intenten decírnoslo, pues bien, ¡ni
una palabra! Nunca se les ha podido sacar nada», «sob re la sexu alid ad fem enina,
nuestras colegas las señoras an alistas no nos lo dicen . .. ¡to d o ! Es algo de lo más sor
prendente. EUas no han hecho avanzar un solo paso la cuestión de la sexualidad fe
menina. Ello debe responder a una razón interna, vinculada a la estructura del apa
rato de goce».
Ni siquiera se plantea la cuestión de si, en su lógica, ellas pueden articular algo,
o ser entendidas. Ello equivaldría a aceptar que pueda haber otra y que perturbe a
la suya, es decir, que cuestione el dominio.
Y para que no baya nada de eso, se concede a una estatua el derecho de gozar...
«N o tienen más que contemplar en Roma la estatua de Bernini para comprender de
inmediato que santa Teresa goza, no cabe duda».
c'En Roma.5 ¿Tan lejos.^ ¿Contemplar? ¿Una estatua? ¿D e una santa? ¿Esculpida
por un hombre? ¿De qué goce se trata? ¿De quién es ese goce? Porque, en lo que
atañe a la Teresa en cuestión, tal vez sus escritos sean m ás elocuentes.
Sin embargo, ¿cómo «leerlos» cuando se es «hombre»? La producción de todo
tipo de efusiones [Jaculations], con frecuencia emitidas precozmente, le lleva a pasar
por alto, en el deseo de identificación con la señora, aquello que correspondería al
propio goce de ésta.
¿Y ... del suyo?
Pero lo que le permite charlar es que, de ese modo, la relación sexual es inarti
culable: «entre los sexos en el ser hablante la relación no se da; sin embargo, sólo a
partir de ahí puede enunciarse aquello que suple esa relación».
68
Así, pues, si la relación se diera, ¿todo cuanto se ha enunciado hasta el momento
valdría como efecto-síntoma de su evitación? Aunque se sepa, no es lo mismo que
oírselo decir. De ahí el necesario mutismo acerca del goce de esas mujeres-estatuas.
Jas únicas aceptables en la lógica de su deseo,
«¿Q ué decir? -salvo que un campo que sin embargo no es una nada se ve de tal
suerte ignorado. Ese campo es el de rodos los seres que asumen el estatuto de la mu
jer -suponiendo que ese ser vaya a asumir algo de su suene-».
¿Cóm o podría hacerlo -ese «ser»-, cuando ha sido asignado en un discurso que
excluye, y lo hace en «esencia», que pueda decirse en el mismo?
Así, pues, se trataría de decidir sobre su relación con el «cuerpo» y sobre la ma
nera en la que los sujetos pueden gozar del mismo. Problema económico delicado,
porque eJ no sentido se esconde allí agazapado. «Dicho de otra manera, de lo que se
trata es de que el amor es imposible, y de que Ja relación sexual se precipita en el no
sentido, lo que en nada disminuye el interés que debemos tener por el Otro».
Así, pues, conviene irse prudentemente: a la cama. «N os limitamos sencillamen
te a un pequeño apretón, así, a agarrar un antebrazo o cualquier otra cosa -jay !-».
¿Aun por tan poca cosa? ¿Dolor? ¿Sorpresa? ¿Aflicción? ¿Sin duda esa pane no
estaba aún «corporeizada de manera significante»? ¿No lo bastante transmutada en
«sustancia placentera»?
«¿N o es esto acaso lo que supone en rigor la experiencia psicoanalítica? -la sus
tancia del cuerpo, con la condición de que se defina tan sólo por aquello que se goza.
Propiedad del cuerpo vivo, sin duda, pero no sabemos qué es estar vivo, sino tan sólo
esto, que un cuerpo se goza. No se goza más que corporeizándolo de manera signifi
cante. Lo que impL'ca algo distinto del partes extra partes de la sustancia extensa. Tal
y como Jo subraya admirablemente esa especie de kantiano que era Sade, no se pue
de gozar más que de una parte del cuerpo del la Otro, por la sencilla razón de que
nunca se ha visto un cuerpo enrollarse completamente, hasta incluirlo y fagocitarlo,
alrededor del cuerpo del Otro». Así, pues, lo que está en juego es «el gozar de un
cuerpo, de un cuerpo que, el Otro, simboliza y conlleva tal vez algo de una naturaleza
tal que llega a elaborar otra forma de sustancia. Ja sustancia placentera».
«¡A y !», del otro lado. ¿Por dónde va a hacer falta pasar para asegurar esa trans
formación? ¿Cómo, cuántas veces va a hacer falta ser cortada en «partes», «golpea
da», «bataneada», para tornarse lo bastante significante? ¿Lo bastante sustancial?
Todo ello sin enterarse de nada. Apenas un sentir...
Pero «gozar presenta la propiedad fundamental que consiste en que al fin y al
cabo el cuerpo de uno goza de una parte del cuerpo del Otro. Pero esa parte tam
bién goza -aquello place más o menos al Otro, pero el hecho es que no puede per
manecer indiferente-».
69
Es un hecho. Aquello place más o menos. Pero -para él- el problema no parece es
tar ahí. Éste consiste más bien en el medio de obtener un plus-de-goce de un cuerpo.
Así, pues, no es del cuerpo de «la entrañable mujer» de lo que se trata, sino de lo
que del funcionamiento del lenguaje, que no se sabe, ella ha de soportar. Comprén
dase, en su caso, la ignorancia respecto a lo que le ocurre...
Algo que, por lo demás, él se encarga de explicar: «Por tal motivo digo que la im
putación del inconsciente es un hecho de caridad increíble. Saben, los sujetos saben.
Pero en fin, de todos modos no lo saben todo. En el ámbito de ese no-todo, el Otro es
ya el único que no sabe. El Otro hace el no-todo, en la precisa medida en que es la
parte del que no-sabe-en-absoluto en ese no-todo. Entonces, momentáneamente,
puede resultar cómodo hacerle responsable de aquello a lo que conduce el análisis de
la manera más confesa, salvo que nadie se da cuenta, -si la libido no es más que mas
culina, sólo desde allí donde la entrañable mujer es toda, es decir, allí donde la ve un
hombre, únicamente allí la entrañable mujer puede tener un inconsciente-».
Queda dicho: la mujer no tiene más inconsciente que el que el hombre le da. El
dominio [m aitrise] se confiesa con bastante claridad, salvo que nadie se da cuenta.
Así, pues, gozar de una mujer, psicoanalizar a una mujer equivale, para un hombre,
a reapropiarse del inconsciente que él le ha prestado. No obstante, ella continúa pa
gando pagando, y de nuevo... en cuerpo.
Deuda intolerable de la que él se libra fantaseando que, de su propio cuerpo, ella
quiere llevarse el pedazo que a él le es más preciado. A su vez, se salta un tiempo ló
gico. Si ella quiere algo, lo hace en función del inconsciente que él le ha «imputa
do». Ella no quiere nada más que lo que él le atribuye como querer. Si él olvida ese
momento de constitución del predicado -de sus predicados-, corre el riesgo de per
der el goce. ¿Pero no es así como se asegura de dar un nuevo impulso a su deseo?
«¿Y de qué le sirve?». ¿A quién? «Le sirve, como todo el mundo sabe, para ha
cer que hable el ser hablante, aquí reducido al hombre, es decir -no sé si lo han ob
servado con detenimiento en la teoría anah'tica- a no existir más que como madre».
70
Matriz, inconsciente, del lenguaje del hombre, ella no tendría, por su parte, más
relación con «su» inconsciente que la marcada por una irreducible desapropiación.
En la ausencia, el éxtasis,... el silencio. La ek-sistencia de este lado y del de más allá
de todo sujeto.
¿Cómo regresa ella de tales encantos a la sociedad de los hombres.? «Para ese
goce de que ella es no-toda, es decir, que la toma ausente en alguna parte en tanto
que sujeto, ella encontrará el tapón de ese “a” que será su hijo.»
Pues sí... De nuevo... ¿Sin hijo, no hay padre? ¿Ni solución, conforme a la ley,
para el deseo de la mujer? No hay (en)cierre/o posible de esa cuestión en una fun
ción materna reproductora de cuerpos-tapones que rellenen, sólidamente, la bre
cha de la ausencia de relaciones sexuales. Y el abismo con el que ella amenaza a
toda construcción social: simbólica o imaginaria. Así, pues, ¿de qué y a quién sir
ven esos «a » tapones?
En todo caso, con tal de que ella no sea «sujeto», es decir, que pueda desordenar
con su palabra, con su deseo, con su goce, el funcionamiento del lenguaje que dicta
la ley. La economía del poder establecido.
Se le concederá incluso una relación privilegiada con «Dios» con tal que la cie
rre. Entiéndase: la circulación fálica. Que permaneciendo ausente en tanto que «su
jeto», ella les deje e incluso les garantice su dominio. Sin embargo, es una operación
que resulta algo arriesgada... ¿Y si ella llegara a descubrir asila causa de su causa?
¿En el goce de «esa ella que no existe y que no significa nada»? Esa «ella» que ellas
bien podrían entender, algún día, como la proyección sobre ese «ser» in-fans -que
representan para él- de su relación con el nihilismo.
Porque los sujetos no lo saben todo. Y, en el campo de la causa, bien podrían de
jarse desbordar por haber hecho soportar demasiado al Otro. El problema es que
ellos tienen, todavía, la ley en sus manos, y que no vacilan, en caso necesario, en uti
lizar los malos modos...
Así, pues, para las m ujeres no habría ley posible de su goce. Al igual que no ha
bría discurso. Causa, efecto, finalidad,... la ley y el discurso hacen sistema. Y si las
mujeres -a su juicio- no pueden decir ni saber nada de su goce, es debido a que éste
no puede ordenarse en modo alguno en y por un lenguaje que fuera, en concepto de
algo, el lenguaje de ellas. ¿O ... el suyo?
71
El goce de las mujeres sería -para ellas, pero siempre a decir de él- irreducible
mente anárquico y ateleoiógico. Donde el imperativo que les sería impuesto -pero
únicamente desde el exterior, y no sin violencia- es: «goza sin ley». Es decir, según
la ciencia psicoanalítica, sin deseo. Fortuito, accidental, inopinado -«suplem enta
rio» a lo esencial- sobrevendría ese extraño estado de «cuerpo» que ellos denomi
narían el goce de ellas. Del que éstas no sabrían nada, ni -p o r lo tanto- gozarían
verdaderamente. Pero que les excedería, a ellos, en su economía fúlica. ¿Una espe
cie de «sentÍD> [épreuver], de «prueba» [épreiw e] que los «sacudiría» [secoueratt] o
los «socorrería» [secourrait] cuando les llega?
A pesar de todo, no responde completamente al azar: no podrían prescindir de
ello como prueba de la existencia de una relación entre el cuerpo y el alma.
¿Como síntoma de la existencia de un «com puesto sustancial», de una «unión
sustancial entre el alma y el cuerpo» cuya «sustancia placentera» vendría a asegu
rar su función?
Toda vez que ningún inteligible puede realizarla por sí solo, esa prueba [(é)preu-
ve] seguiría corriendo a cargo de lo sensible. Y, de tal suerte: del goce de la mujer.
La amujer [L afem n e]. De un cuerpo-materia marcado por sus significantes y so
porte de sus almas-fantasmas. Lugar de inscripción de su codificación como sujetos
hablantes y de proyección de los «objetos» de su deseo. La escisión y la grieta entre
ambos, transferidos/as sobre su cuerpo, tazón por la cual ella gozaría - a pesar de
todo-, pero ello no impediría que ella sea, o se crea, «frígida». Goce sin goce: sacu
dida de un resto de cuerpo-materia «silencioso» que la zarandearía por intervalos,
intersticios, pero del que ella no sabría nada. Ni podría, así y todo, «decir» nada de
ese gozar ni, por ende, gozar del mismo. He aquí porqué ella soporta, para ellos, la
doble función de lo imposible y de lo prohibido.
Así, pues, si hay -aún- goce femenino, se debe a que los hombres lo necesitan
para mantenerse en su existencia. Les resulta ú til para soportar lo intolerable de su
mundo en tanto que sujetos hablantes, por tener un alma ajena a este mundo: fan-
tasmática. Y sin embargo -cualidades divertidas en lo que atañe al fantasma- «pa
ciente y valiente». No se tarda en comprobar quién está al cuidado de ese fantasma.
Las mujeres no tienen alma: ellas son el aval de la de los hombres.
Pero no es suficiente, desde luego, que ese alma siga siendo exterior a su univer
so. Es preciso además que se rearticule con el «cuerpo» del sujeto hablante. Es ne
cesario que la unión del alma -fantasmática- y del cuerpo -transcrito de lenguaje-
se realice gracias a sus «instrumentos»: en el goce femenino.
La coartada de esa operación, algo espiritualmente amorosa, será que la misma
no se alcanza por/para el hombre más que en la perversión. Lo que hace de ella, al
menos en apariencia, algo más diabólico que la contemplación del Ser supremo.
72
Pero esto no permite saber en qué zanja radicaJmcnie la cuestión. En el mejor de los
casos, ¿no finge su diferir? El decoro perverso se interpone.
Pero ellos afirman que ellas no pueden decir nada de su goce. Confiesan así el lí
mite de su propio saber. Porque «cuando se es hombre, se ve en la compañera lo
que uno soporta de sí mismo, lo que uno soporta narcisistamente».
De ser así, ¿ese goce inefable, extático, no hace las veces para ellos de un Ser su
premo, que necesitan narcisistamente, pero que se sustrae, finalmente, a su saber?
¿No ocupa éste -para ellos- la función de Dios? A expensas de ellas, de ser lo bas
tante discretas para no perturbarles en la lógica de su deseo. Porque es preciso que
Dios sea para que los sujetos hablen e incluso hablen de él. Pero «Él» no tiene, en lo
que a «É l» respecta, nada que decir a ese/esos sujeto(s). Corresponde a los hombres
dictar sus leyes. Y someterle, especialmente, a su ética.
Así, pues, el goce sexual se precipita en el cuerpo del Otro. Se «produce» por
que el Otro se sustrae, en parte, al discurso.
El falismo suple esa crisis discursiva: se apoya en el Otro, se alimenta del Otro, se
desea del Otro, aunque nunca se remitirá al mismo en cuanto tal. Una barra, un cor
te, un recorte fantasmático, una economía significante, un orden, una ley, regulan el
goce del cuerpo del Otro. Sometido/a a la enumeración: uno/a a uno/a.
Elias serán prendidas, probadas una a una, para evitar el no sentido. Al no-toda
de la mujer en lo decible del discurso responde la necesidad de tenerlas a todas, al
menos en potencia, para hacer que soporten la falla de lo que no puede decirse, aun
disponiendo, a pesar de todo, de esa sustancia (hija menor) llamada goce. La caren
cia en el discurso del cuerpo del Otro se transforma en intervalos entre todas ellas.
El ek-tasis del Otro en relación con el lenguaje pronunciable -que, por supuesto,
debe subsisir como causa del gozar-aún- se modera, se mide, se domina en la enu
meración de las mujeres.
Pero esa falla, esa oquedad, ese agujero, ese abismo -en el funcionamiento del
discurso- van a verse además recubiertos de otra sustancia: la extensión. Sometida
a la prospección de la ciencia moderna. «Tampoco resulta tan fácil librarse de la
famosa sustancia extensa, complemento del Otro (pensante), puesto que es el espa
cio moderno, sustancia de puro espacio, en el sentido en que se habla de puro espí
ritu, no puede decirse que resulte prometedor.»
Desde entonces, el lugar del Otro, el cuerpo del Otro van a ortografiarse en la
topo-logia. L o más cerca posible de la coalescencia del discurso y del fantasma va a
malograrse, en la verdad de una orto-grafía del espacio, la posibüidad de la rela
ción sexual.
73
Porque volver a hacer hincapié en el espacio era, ¿tal vez?, dar otra oportunidad
al goce de la otra (mujer), Pero querer, de nuevo, hacer la ciencia del mismo equi
vale a reducirla a la lógica del sujeto. A volver a dar a-de-más a lo mismo. A reducir
al otro al Otro de lo Mismo. Lo que podría interpretarse también como sumisión de
lo real a lo imaginario del sujeto hablante.
¿Pero acaso el goce más seguro no consiste en hablar de amor? ¿Es más, para de
cir su verdad?
«En efecto, en el discurso psicoanalítico no se hace más que hablar de amor. ¿Y
cómo no sentir que, teniendo en cuenta todo lo que puede articularse desde el des
cubrimiento del discurso científico, es, lisa y llanamente, una pérdida de tiempo?
Lo que el discurso analítico apona -y tal vez sea esa, después de todo, la razón de su
surgimiento en un determinado punto del discurso científico-, es que hablar de
amor es en sí un goce».
¿El mismo al que se aferrarían los psicoanalistas? Ellos, que saben -al menos los
que están en condiciones de saber algo- que no hay relación sexual, que lo que la
suple desde hace siglos -remítanse a toda la historia de la filosofía- es el amor. Toda
vez que éste es un efecto de lenguaje, los que saben pueden atenerse directamente a
su causa. Así, pues, causa, siempre.,.
Y esa diversión homosexual no está dispuesta a agotarse. Puesto que «no hay»,
que «es imposible plantear la relación sexual. Ahí reside el adelanto del discurso
psicoanalítico, que de tal suerte determina lo que compete al estatuto de todos los
demás discursos».
No cabe sino suscribir tales afirmaciones: no hay relación sexual en cuanto tal,
ésta no es plan teable. Lo que significa que el discurso de la verdad, discurso de la
«d e mostración» no puede recoger en la economía de su lógica la relación se
xual, Decir, sin embargo, que no hay relación sexual posible, ¿no equivale acaso
a pretender que de ese logas no se sale y a asimilarlo en exclusiva al discurso del
conocer?
De ser así, ¿no equivale acaso a considerar ahistórico el privilegio histórico de lo
(dc)m ostrable, de lo tem atixable, de lo form alizable? ¿El psicoanálisis seguiría siendo
prisionero del discurso de la verdad? Hablando de amor como se ha hecho siempre.
¿Con algo más de ciencia? ¿De instrumento para un gozar? ¿Reencadenado así en
exclusiva al acto de habla? La manera más segura de perpetuar la economía fálica.
La cual, por supuesto, está conchabada con la de la verdad.
Para las mujeres, esto constituiría un problema. Ellas que saben tan poco. Sobre
todo en lo que atañe a su sexo. Que no -les—diría nada. Ellas sólo llegarían a ar-
74
ticular algo medíante el goce del «cuerpo» (¿del Otro?). Pero no entenderían nada,
porque de lo que ellos gozan es del goce del órgano: el obstáculo fálico.
Para las mujeres, el goce del «cuerpo»; para los hombres, el del «órgano». La re
lación entre ios sexos tendría lugar en el interior de lo Mismo. Pero una barra -¿o
dos?- le cortaría en dos, o tres; que ya no se ensamblarían más que en el funciona
miento del discurso. Verdad de la conciencia, verdad del «sujeto» del inconsciente,
verdad del silencio del cuerpo del Otro.
El acto sexual entre lo que puede o no puede decirse del inconsciente -distin
ción de los sexos en función de su habitar en o por el lenguaje- se realizaría en el
mejor de los casos en la sesión de análisis. Y fracasaría en cualquier otra situación.
A causa de la distribución de los sexos en la relación; con la barra.
Barra que, por supuesto, mantiene la ficción de que hay lo otro. De que es irre
ducible a lo mismo. Puesto que el sujeto no puede gozar de aquel en cuanto tal. Que
lo otro siempre se echa en falta. ¿Puede haber mejor garantía de que hay lo otro? El
Otro de lo Mismo.
Porque, definiendo así los sexos, ¿no se nos devuelve a la división tradicional entre
inteligible y sensible? Que este último vaya evenruaímente provisto de una mayúscula
marca su subordinación al orden inteligible. Lo es, por lo demás, en tanto que lugar
de inscripción de las formas. Lo que no debe saberse nunca sin complícadones.
El Otro estaría sometido a la inscripción sin saber nada al respeao. ¿Como su
cede ya en Platón? El «receptáculo» recibe las marcas de todo, comprende todo
-salvo a sí mismo-, sin que llegue nunca a establecerse, en realidad, su reladón con
lo inteligible. El receptáculo puede reproducirlo todo, «imitarlo» todo excepto a sí
mismo; matriz del mimetismo. Así, pues, en cierto modo el receptáculo lo sabría
todo -puesto que lo recibe todo- sin llegar a saber algo, y sobre todo sin saberse a
sí mismo. Y su función en cuanto al lenguaje, en cuanto al significante en general le
resultaría inaccesible debido a que tendría que ser su soporte (todavía sensible). Lo
que tornaría extraña su relación con Ja ek-sistenda. Ek-sistente en reladón con toda
forma (de) «sujeto», no existiría en sí mismo.
La relación con el Otro de/por/en/a través del... Otro es imposible: «No hay
Otro del Otro». Lo que puede entenderse como: no hay metalenguaje salvo que
el Otro tenga ya lugar en él, suspendiendo en su ek-sistencia la posibilidad de unía)
otro/a. Porque si hubiera lo otro -sin ese salto, necesariamente ek-stático, de la ma
yúscula-, toda la economía autoerótica, autoposidonal, autorreflexiva... del sujeto
o del «sujeto» se vería perturbada, enloquecida. La imposible «autoafección» del
otro por sí mismo -¿de la otra por sí misma?- sería Ja condición de posibilidad de
formación de sus deseos por parte de todo sujeto. El Otro sirve de matriz para sus
significantes, y tal sería Ja causa de su deseo. Y del valor, también, de sus/los instru-
75
memos para reconquistar lo que de tal suerte le determina. Pero e! goce del órgano
en cuanto tal le quitaría fbalmente aquello a lo que tiende. El órgano mismo, for
mal, activo, se cree el fin, echando así a perder su cópula con la «materia sensible».
El privilegio del poder técnico hace del falo el obstáculo para la relación sexual.
Además, la única relación deseada sería con la madre; con el «cuerpo» matriz-
nodriza de los significantes. La anatomía, al menos, ya no obstruye la distribución
de los roles sexuales...
De no ser porque: como no hay mujer posible para el deseo del hombre, como la
mujer no se define más que por aquello que él hace que ella soporte del discurso, y
sobre todo de su falla, «en el goce de que eUa es no-toda, es decir, que la torna en al
guna parte ausente de sí misma, ausente en tanto que sujeto, ella encontrará el ta
pón de ese “a" que será su hijo».
Vale la pena repasar esta cita varias veces: la anatomía se reintroduce bajo la mo
dalidad de la producción necesaria del hijo. Postulado menos cienüfísta pero más es
trictamente merafísico que en la teoría freudiana.
Y «si hay un discurso que les demuestre» que la mujer no existe «es el discurso analí
tico, que introduce el supuesto según el cual la mujer no será considerada más que guoad
matrem. La mujer sólo entra en fundón en la reladón sexual en tanto que madre».
Que la madre no sea «considerada más que quoad matrem> está inscrito en toda la
tradidón filosófica. Es incluso una de sus condidones de posibilidad. Una de las ne
cesidades, también, de su fundamento; la producción del lagos va a intentar recuperar
su poder en la tierra-madre-naturaleza (re)productora, reliaciendo la potencia del/de
los comienzo(s) en el monopolio del origen.
Así, pues, quedaría el goce de hablar de amor. Goce que, de nuevo, ya era del
alma antigua. Cuya ciencia intentaría elaborar la teoría psicoanaiítica. ¿Para un
plus-de-goce? ¿Pero de qué? ¿De quién? ¿Y entre quién y quién?
76
Cuestión impertinente; el goce nunca estaría en la relación- De no ser con lo mis
mo. Goce narcisista que el amo, creyéndose único, confunde con el del Uno.
Así las cosas, ¿cómo puede haber amor o goce del otro? De no ser hablándose.
Circunscribiendo el abismo de la teología negativa, para ríiualizarsc en un estilo
-¿de amor cortés?—. Rozando al otro como límite, peto reapropiándoselo en las fi
guras, los cincelados, los significantes, (de) las cartas de amor. Adueñándose, alar
deando, precipitándose, efusionándose [se jaculant] del Otro, para hablarse: el ha
blar de amor. Hablándose del Otro en el discurso para hablarse de amor.
Ahora bien, es preciso recordar que, a su juicio, «el amor cortés aparece en el
punto en el que la diversión homosexual había caído en la suprema decadencia, en
esa especie de mal sueño imposible que se conoce como feudalidad. Con tal grado
de degeneración política, debía tornarse perceptible que, en lo que hace a la mujer,
había algo que ya no podía seguir funcionando en absoluto».
El feudo, ahora, es el discurso. «El mal sueño imposible que se conoce como feu
dalidad» no ha dejado de intentar imponer su orden. Se redoblaría más bien en su
tileza en los objetos y modos de apropiación. En la maneras de (re)definir los domi
nios. De embaucar a aquellos que ya tendrían territorios, señores y vasallos.
Desde este punto de vista, el discurso psicoanalítico, en tanto «que determina lo
que atañe realmente al estatuto de todos los demás discursos» tendría posibilidades
de hacerse con el dominio. Volviendo a pasar por debajo de las vallas, remodelando
los campos, reevaluando sus códigos respecto a otro orden, el del inconsciente, ex
tendería su dominación sobre o bajo todos los demás.
Tanta potencia le lleva a olvidar a veces que aquella sólo le corresponde a costa
de renunciar a un determinado modelo de dominio y de esclavitud. Ahora bien, ese
discurso, como todos los demás, ¿más que todos los demás?, que él reproduce apli
cando su lógica a la relación sexual, perpetúa la servidumbre de la mujer. Mujer que
ya no tendría lugar más que en el interior mismo del funcionamiento discursivo,
como un inconsciente sometido al inexorable silencio de un real inmutable.
De ser así, ya no hay necesidad de que ella esté allí para hacerle la corte. El ritual
del amor cortés puede jugarse exclusivamente en el lenguaje. Basta un estilo. Que
muestre consideración y atención a los fallos al hablar, a los no-coda en el discurso,
a la oquedad del Otro, a lo dicho a medias [m idit] e incluso a la verdad. No sin co
queterías, seducciones, intrigas, enigmas, y hasta... efusiones l/acalaiiotis] -cuya
precocidad se ve más o menos retrasada por su paso al lenguaje- que acentúan los
77
tiempos de identificadón con el goce de la señora. «Manera totalmente refinada de
suplir la ausencia de relación sexual fingiendo que somos nosotros los que ponemos
obstáculos».
«El amor cortés es para el hombre, cuya señora es, totalmente y en el sentido
más serval, su súbdita, la única manera de zafarse con elegancia de la ausencia de re
lación sexual».
Toda vez que esa relación es siempre imposible, según los psicoanalistas, es pre
ciso que se elaboren procedimientos cada vez más «elegantes» para suplirla. El pro
blema es que de esa impotencia misma pretenden hacer ley, y continuar sometiendo
a ésta a las mujeres.
78
La «mecánica»
VI de los fluidos
Así, pues, es preciso volver a «la ciencia» para plantearle algunas preguntas*.
Entre ellas la de su retraso, histórico, en cuanto a la elaboración de una «teoría» de los
fluidos, y de cuanto de ello se desprende como aporía en la formalización, también,
matemática. Empresa desahuciada cuya responsabilidad será eventualmente impu
tada a lo real'.
Aliora bien, si se examinan las propiedades de los fluidos, se comprueba que ese
«real» bien podría esconder, en buena medida, una realidad física que se resiste aún
a una simbolización adecuada y/o que significa la impotencia de la lógica para recu
perar en su escritura todos los caracteres de la naturaleza. De tal suerte que a me
* Sería necesario remitir a algunas obras sobre la mecánica de los sólidos y de los Quidos.
' Cfr. el signific.ido de lo «real» en Jos Escritos y Serttinarios de jaeques Lacan, di.
79
nudo habrá sido preciso reducir algunos de estos, no considerándoles/la más que en
referencia a un estatuto ideal, para que no detenga(n) el funcionamiento de la ma
quinaria teórica.
Sin duda, el hincapié se ha desplazado cada vez más de la definición de los tér
minos al análisis de sus relaciones (la teoría de Frege^ es un ejemplo entre otros). Lo
que conduce incluso a admitir una semántica de los seres incompletos: los símbolos
funcionales.
Sin embargo, además de que la indeterminación así admitida en la proposición
es sometida a una implicación general de tipo form al -la variable no lo es más que
en los límites de la identidad de (las) forma(s) de la sintaxis-, se concede un papel
preponderante al símbolo de universalidad -al cuantificador universal-, cuyas mo
dalidades de recurso a lo geométrico será preciso examinar.
Así, pues, el «todo» -de x, pero también del sistema- habrá ya prescrito el
«no-toda» de cada operación reiacional particular, y ese «todo» no lo es más que
^ Teoría a la cual convendría volver a preguntar: cómo pasa de cero a uno; cuál es la función de la
negación, de la negación de la contradicción, de la doble reducción, operada por el sucesor; de resul
tas de lo cual se decreta que el objeto no existe; de dónde se extrae el principio de equivalencia que
exige que lo no idéntico a sí mismo sea definido como concepto contradictorio; por qué se elude la
cuestión de la relación de una clase cero con un conjunto vacío; y, por supuesto, en virtud de que eco
nomía del significado se ve privilegiada la Einheit [unidad]; cís decir, que hace, otra vez, deudor al «su
jeto» de una representación puramente objetiva.
80
por una definición de la extensión que no puede dejar de proyectarse sobre un es
pacio-plano «dado», cuyo entre, los entre(s), serán evaluados gracias a referencias
de tipo puntual.
De esta suerte, el «lugan> habrá sido en cierto modo planificado y puntuado para
calcular cada «todo», pero también el «todo» del sistema. A no ser que se le deje ex
tenderse hasta el infinito, lo que toma a priori imposible toda estimación de valor,
así como de las variables y de sus relaciones.
Ahora bien, <¡dónde habrá encontrado ese lugar -del discurso- su «mayor que
todo» para poder formalizarse así? ¿Sistematizarse? Y ese mayor que «todo», ¿no va
a volver de su denegación -¿de su repudio í/orclusion}?- bajo modalidades todavía
leo-lógicas? Cuya relación con la «no-toda» está pendiente de articulación; Dios o el
goce fem enino.
A la espera de esos divinos reencuentros, la amujer (no) habrá servido (más que)
de plano proyectivo para asegurar la totalidad del sistema -que le excede en su «ma
yor que todo»-, de soporte geométrico para evaluar el «todo» de la extensión de
cada uno de sus «conceptos», incluidos los todavía indeterminados, de intervalos fi-
i
jos-paralizados entre sus definiciones en la «lengua», y de posibilidad de operado-
nes relaciónales particulares entre ellos.
Algo que es realizable en virtud de su carácter «fluido», que la ha despojado de
toda posibilidad de identidad consigo misma en una lógica semejante. De esta suer
te, la amujer, ¿paradójicamente?, serviría de enlace copulativo en la proposición.
Pero esa cópula sería ya apropiada para un proyecto de formalización exhaustiva,
sometida de antemano a la constitución del discurso del «sujeto» en conjunto(s). Y
que haya posibilidad de varios sistemas que modulen el orden de las verdades (del
sujeto) no se opone al postulado de una equivalencia sintáctica entre esos diferentes
sistemas. Que todos habrán excluido de su modo de simbolización determinadas
propiedades de los fluidos reales.
81
ros-rorbdÜJios, que no tienen más que una relación aproxúnativa con la realidad.
Que dejan resto. Hasta el infinito: el centro de esos «movimientos» que correspon
de a cero supone una velocidad 'mtxsúin, físicam ente inadm isible. Desde luego, esos
fluidos «teóricos» habrán hecho progresar la tecnicidad del análisis, también de]
matemático, perdiendo en ello alguna relación con la realidad de los cuerpos.
Porque, ¿acaso no sigue tratándose de eso? ¿Y cómo, mientras dure esa prerro
gativa, habrá articulación posible de la diferencia sexual? De tal suerte que lo que
’ Pero, también en este caso, será preciso volver sobre el estatuto de lo metafórico. Examinando
las leyes de equivalencia que allí operan. Y siguiendo lo que deviene la «similitud» en esa operación
particular de «analogía» (complejo de forma-materia) aplicable al dominio físico, y requerida para el
análisis de los propiedades de los fluidos reales, Ni vaga ni rigurosa a la manera geométrica, comporta
una remodekción del senrido, que dista mucho de haberse consumado.
82
está en exceso respecto a la form a -esto es, el sexo fem enino- se ve necesariafrtente re
chazado debajo o enám a del sistem a en vigor.
¿«La mujer no existe»? Respecto a la discursividad. Quedan sus/los restos: Dios
y la mujer, «por ejemplo». De ahí esa instancia afectada de mutismo, pero elocuen
te en su silencio: lo real.
Sin embargo, la mujer es algo que habla. Pero no «igual», no «lo m ism o», no
«idéntica a sí», ni a un x cualquiera, etc. No «sujeto», a no ser que se vea transfor
mada por el faiocratismo. Es algo que habla «fluido», incluso en los reversos paraÜ-
ticos de esa economía. Síntomas de uno; ya no puede seguir fluyendo, ni tocándo
se,,.. Algo que es comprensible que ella impute al padre, y a su morfología.
Con todo, aún es preciso saber escitchar de una manera que se aleje de la debida(s)
form áis) para entender lo que dice. Que es continuo, comprimible, dilatable, viscoso,
conductible, di fundible,... Que no termina, potente e impotente por esa resistencia
a lo numerable; que goza y padece por ser más sensible a las presiones; que cambia
-de volumen o de fuerza, por ejemplo- conforme al grado de calor; que está, en su
realidad física, determinado/a por fricciones entre dos infinitamente vecinos-diná
mica de lo próximo y no de lo propio, movimientos que proceden del casi contaao
entre dos unidades poco definibles en cuanto tales (coeficiente de viscosidad que se
cuenta en poises, de Poiseuille, sic), y no energía de un sistema finito; que se deja
atravesar fácilmente por flujos en función de su conductibüidad para corrientes
procedentes de otros fluidos o que se manifiestan a través de las paredes de un sóli
do; que se mezcla con cuerpos de estado semejante, se diluye a veces en ellos de ma
nera casi homogénea, lo que hace problemática la distinción entre uno/a y otro/a; y
además se difunde de antemano «en sí misma», lo que desconcierta toda tentativa
de identificación estática...
Así, pues, la m ujer no puede entenderse. Y, si todo cuanto ella dice es de alguna
manera lenguaje, sin embargo ella no lo significa. Que de ello extraiga las condicio
nes de posibilidad de su sentido es otro asunto.
Es preciso añadir que e l sonido se propaga en ella con una velocidad asombrosa,
en proporción, por lo demás, a su carácter más o menos perfectamente in-sensato.
Lo que conduce a que el impacto del significado no se logre/no llegue nunca, o bien
que solo lo consiga/Uegue bajo una forma invertida. (Che vuoi entonces?
Sin tener en cuenta la zona de silencio en el exterior del volumen definido por el
lugar desde el que se proyecta el discurso. Y sería preciso que el sentido se difimda
a una velocidad idéntica a la del sonido para que todas las formas de envoltura -es
pacios de sordera ante uno u otro- se tomen caducas en la transmisión de los «men
83
sajes». Pero las pequeñas variaciones de Ja celeridad del sonido corren entonces el
peligro de deformar y de engañar en todo momento al lenguaje. Y si se somete a
éste a leyes de similitud, cortándole en pedazos de los que se podrá apreciar, com
parar, repetir,.,, la igualdad o la diferencia, el sonido habrá perdido ya de antemano
algunas de sus propiedades.
El fluido -como ese otro, dentro/fuera del discurso filosófico- es, por naturale
za, inestable. A no ser que se le someta al geometrismo, o (?) que se le idealice.
84
exclusivos de la reproducción un síntoma de la asignación histórica de una preeminen
cia al (producto) sólido? Y si, en la dinámica del deseo, interviene el problema de la
castración -famasma/reaJidad de una amputación, de una «disgregación» de ese sólido
que representa el pene-, queda en suspenso la introducción del fluido-esperm a como
algo que obstaculizaría la generalización de una economía exclusiva de los sólidos.
Sin embargo, los términos que describen el goce evocan el recomo de algo repri
mido que desconcierta la estructura de la cadena significante. Pero el goce -black-
out d el sen tid o - sería cedido a la m ujer. O a la amujer.
La amujer, sí, puesto que el desconocimiento de una economía específica de ios
fluidos -d e sus resistencias a los sólidos, de su dinámica «propia»- es perpetuada
por la ciencia psicoanalítica. Y que de allí puede resurgir la causa de la am ujer, posi-
cionamiento histórico en el que se proyecta la venida a menos de toda especulación.
Queda por ver hasta dónde llegara la comprimibilidad de ese residuo.
Lo cierto es que un buen núm ero de su s propiedades le han sido arrebatadas por el
deseo, o la libido, esta vez asignados prioritariamente a lo masculino. Estos se deter
minan como flu jo s.
Pero el hecho de haber recuperado en lo m ism o el instmmento sólido y algunos
caracteres de los fluidos -n o dejando a lo otro más que el resto aún olvidado de sus
movimientos reales, los principios aún no explicados de una energía más sutÜ-
plantea problemas económicos decisivos. A falta de las relaciones de intercambio
dinamógenas o de resistencias recíprocas entre uno y otro, se imponen elecciones
imposibles: o uno u otro. O e l deseo o e l sexo. Lo que, gracias a la fijación del nom
bre del padre, dará un sexo «desmenuzable» y un deseo «bien formado».
Ese compromiso hace que todo uno sea semisólido. La consistencia perfecta del
sexo no le incumbe, pero, aunando de nuevo a éste con el sentido instituido por el
lenguaje, recobra una casi solidez del deseo. Esa operación podría designarse como
trán sito a una m ecánica de los casi sólidos.
85
psicoanálisis, se llegará de nuevo a la comprobación de un doble m ovim iento de
adaptación de determinados caracteres de los fluidos a la racionalidad y de descuido
del obstáailo que constituye su dinámica propia.
¿No se lo creen? Porque tienen la necesidad-deseo de creer en «objetos» sólida
mente determinados de antemano. O bien, de nuevo, en usted(es) mismo(s), acep
tando el silencioso trabajo de la muerte como condición para seguir siendo indefec
tiblemente «sujeto».
Ahora bien, ¿qué «quiere decir» ese principio de constancia al que tanto apego
tienen? ¿La evitación de los aflujos-excitaciones excesivas? ¿Procedentes del otro?
¿La búsqueda a toda cosca de la homeostasia? ¿De la autorregulación? ¿La reduc
ción, por lo tanto, en la máquina de los efectos de movimientos de/hacia su afuera?
Lo que implica transformaciones reversibles en circuito cenado, haciendo abstrac
ción de la variable tiempo, salvo en la modalidad de la repetición de un estado de
equilibrio.
Sin embargo, «fuera» la máquina habrá extraído, de alguna manera, energía (el
origen de su fuerza motriz permanece, parcialmente, sin explicar, eludido). Y, de al
guna manera, el modelo de su funcionamiento. De esta suerte, algunas propiedades
de lo «vital» habrán sido mortificadas en la «constancia» requerida para darle for
ma. Pero esa operación no puede ni debe representarse -estaría marcada con un
cero de signo o de significante, en el inconsciente mismo- so pena de subvertir toda
la economía discursiva. Esta sólo será salvada afirmando que lo vivo mismo tiende a
destruirse, y que es preciso protegerle de esa autoagresión vinculando su energía en
mecanismos casi sólidos.
Habida cuenta de que las propiedades de los fluidos han sido legadas histórica
mente a lo femenino, ¿cómo se articula el dualism o pulsional con la diferenda de se
xos? ¿Cómo se ha podido siquiera «imaginar» que esa economía tuviera el mismo
valor explicativo para los dos sexos? Salvo recurriendo a la necesidad del ermiara-
ñamiento «de los dos» en «lo mismo».
Y a este respecto habrá que (re)tornar sobre el modo de especula(riza)dón que sub
tiende la estructura del sujeto. Sobre «la asunción regocijante de su imagen especu
lar por el ser todavía sumergido en la impotencia motriz y la dependencia de la
crianza que es el hombrecito en ese estadio in fan s», sobre esa «matriz simbólica en
la que el yo [je] se precipita en una forma primordial», «forma [que] por lo demás
habría que designar más bien como yo-ideal», «forma [que] sitúa la instancia del yo
mismo [m oi], antes de su determinación social, en una línea de ficción, que siempre
resultará irreductible para el individuo aislado», «porque la forma total del cuerpo.
86
mediante la cual el sujeto anticipa en su espejismo la maduración de potencia, no
le viene dada sino como G estalt, es decir, en una exterioridad en la que cierta
mente esa forma es más constituyente que constituida, pero en la que sobre todo
ésta le aparece en una talla contrastante que la petrifica y bajo una simetría que la
invierte, en oposición a la turbulencia de los movimientos que él experimenta y que
la animan. De esta suerte, esa G estalt cuya imposición debe ser considerada como
unida a la especie, aunque su estilo motor sea aún Lrreconocibie, -simboliza me
diante esos dos aspectos de su aparición la permanencia mental del yo [je], ai mismo
tiempo que prefigura su destino alienante-»’’.
'* J. Lacan, «L e stade du miroii», Écrits, cit., pp. 94-9^. La cursiva es original.
’ Ibid., p. 100.
‘ Ibid., p. 95.
87
el sexo femenino se verá excluido del mismo? Y que será un cuerpo sexuado varón,
o asexuado, ei que determinará los rasgos de esa Gestah, matriz irreductible para/de
la introducción del sujeto en el orden social. ¿De ahí su funcionamiento conforme a
leyes tan ajenas a lo femenino? ¿De ahí esa «alienación paranoica que data del viraje
del yo [je] especular a un yo [je] social»^, pero cuya aparición repentina e ineluctable
estaba ya inscrita en el «estadio del espejo». De tal suerte que lo sem ejante se prefi
gura como el otro de lo mismo, cuyo espejismo perseguirá para siempre al sujeto con
el pleito perpetuo entre un yo [m oi] propio y una instancia formaclora inapropiable,
aunque suya. De tal suerte que en lo sucesivo se torna indecidible la discriminación
entre quién sería verdaderamente uno y quien el otro, quién duplicaría a quién, en el
litigio interminable respecto a la identidad consigo mismo.
Y si, por suerte, tuviera usted la impresión de no haberlo entendido todo aún, tal
vez entonces permanecería con sus oídos entreabiertos para lo que se toca tan de
cerca que confunde su discreción.
’ Ibid., p 98.
« Ibid
88
VII Cuestiones
89
filosofía, en marzo de 1975. Los y las participantes en el seminario me habían co
municado, por escrito, un conjunto de cuestiones. Sólo se recogen aquí aquellas que
tuvieron el tiempo de ser examinadas. El acta integral fue ciclostüada por iniciativa
de Eliane Escoubas.
Como anexos, algunas otras cuestíones, <¡0 las mismas? Entre lo oral y lo escrito.
Hay cuestiones a las que, a decir verdad, no sé cómo podría responder. En todo
caso «sencillamente». Dicho de otra manera, no podría proceder aquí a una inver
sión de la relación pedagógica, en la que, poseyendo una verdad sobre la mujer, una
teoría de la mujer, podría responder a vuestras preguntas; responder por la mujer
ante vosotros. Así, pues, no aportaré definiciones en el interior de un discurso so
metido a cuestiones.
No obstante, hay una cuestión que voy a examinar para empezar. Es además la
primera, y todas las demás conducen a ella.
Es la siguiente: «¿E s usted una m ujer?».
Cuestión tipo.
¿Cuestión de hombre? No creo que una mujer -a no ser que se asimile a los mo
delos masculinos, y más exactamente fálicos- me planteara esa cuestión.
Porque «yo» ¡Je] no soy «yo», yo no soy, no soy una. Y en cuanto a mujer, vaya
usted a saber... En todo caso, bajo esa forma, la del concepto y la denominación, se
guramente no. (Cfr. también las cuestiones I y II)'.
Dicho de otra manera, a aquel que ha planteado la cuestión no puedo sino de
volvérsela: es cuestión suya.
Como quiera que sea, que se me plantee esa cuestión me permite esperar -y esto
suscita la sospecha: ¿es usted una mujer?- que acaso yo esté un poco «en otra parte».
¿Acaso cuando un hombre se dispone a hablar en un seminario se le plantea
como primera cuestión: es usted un hombre? En cierto modo, se sobreentiende que
así es. Eventual e indirectamente, cabe preguntarle, o más bien pensar para sus aden
tros: ¿es «viril» o no? Y preguntarle sin embargo; ¿es usted un hombre? No lo creo.
Entonces, la cuestión «¿es usted una mujer?» tal vez quiera decir que hay «otra».
Pero probablemente esa cuestión sólo puede ser planteada «por parte del hombre»
90
y, si todo el discurso es masculino, sólo puede plantearse en íorma de una sospecha.
No intentaría rebajar esa sospecha, puesto que puede abrir a un lugar distbto del
funcionamiento actual del discurso.
No sé si el que ha planteado la cuestión desea volver a sacarla o no.
A.* Lo único que he hecho ha sido proponer la cuestión, no he decidido dónde tie
ne que estar. Ha sido una mujer la que lo ha hecho, poniéndola en primer lugar...
Creo que a esa cuestión ya he respondido que no es una cuestión que tenga que
«responderse». La cuestión «¿qué es... ?» es la cuestión -metafísica- a la que lo fe
menino no se deja someter. (Cfr. cuestiones I y II.)
* Los interlocutores son designados con letras mayúsculas -A, B, etc.- por el orden de su inter
vención (en escena) [Nota del Departamento de Filosofía de Toulouse-le-Mirail].
91
Pretender que lo femenino puede decirse en forma de un concepto es dejarse re
cuperar en un sistema de representaciones «masculino», en el que las mujeres que
dan atrapadas en una economía del sentido que sirve para la autoafección del suje
to (masculino). Por más que efectivamente se trate de poner en cela de juicio la
«feminidad», no se trata sin embargo de elaborar otro «concepto» -d e renunciar, al
menos para una mujer, a su sexo y de querer hablar como los hombres. Para elabo
rar una teoría de la mujer, bastan los hombres, creo. En un lenguaje de mujer(es), el
concepto en cuanto tal no tendría lugar. (Cfr. cuestión II.)
«¿O tra sim bólica... ?» La simbólica la dejo de lado por ahora, porque volvere
mos sobre ella de otra manera...
«¿O tro inconsciente, que sería de m ujer?» Me parece que la primera cuestión que
hay que plantearse es saber qué, en lo que actualmente se designa como inconscien
te, sería lo femenino reprimido. Dicho de otra manera, antes de plantearse la cues
tión de elaborar un inconsciente otro respecto al definido actualmente, tal vez sea
conveniente preguntarse si lo femenino no está, en buena medida, atrapado en ese
inconsciente.
O incluso: antes de querer dar otro inconsciente a la mujer, sería preciso saber si
la mujer tiene un inconsciente, y cuál. O si a lo femenino no le corresponde, en par
te, lo que funciona con el nombre de inconsciente. Si una determinada «especifici
dad» de la mujer no está reprimido-censurado bajo lo que se designa como incons
ciente. De esta suerte, un buen número de características que se atribuyen al
inconsciente pueden evocar una economía del deseo que sería, tal vez, «femenina».
Así, pues, sería preciso pasar por la cuestión de aquello que el inconsciente ha to
mado de lo femenino, antes de llegar a la cuestión de un inconsciente femenino.
Además, suponiendo que esa interpretación del inconsciente sea tenida en con
sideración y la definición actual del inconsciente puesta en tela de juicio, a partir de
lo que oculta e ignora del deseo de la mujer, ¿conforme a qué modalidades subsisti
ría el inconsciente? ¿Seguiría habiendo? ¿Para quién? ¿Tai vez seguiría habiéndolo
para el hombre? ¿Y para la mujer? Dicho de otra manera; ¿sería e l funcionam iento
de una «sim bólica fem enina» de una naturaleza tal que im plicaría la constitución de
un lugar de lo reprim ido?
Otra cuestión; si el inconsciente es, actualmente y en parte, lo femenino repri
mido-censurado de la historia, reprimido-censurado de la lógica de la conciencia,
¿ese inconsciente no es aún, finalmente, una propiedad d e l discurso? Con inde
pendencia de los golpes que Freud asestó a la lógica discursiva, ¿acaso el incons
ciente no forma un sistema con ésta? Y esa lógica, que en cierto modo comienza a
agotarse, ¿no encuentra reservas en el inconsciente así como en toda forma de
92
«otro»: el salvaje, el niño, el loco, la mujer? ¿Cuál es la relación entre el descubri
miento y la definición del inconsciente y esos «otros» reconocidos-ignorados por
el discurso filosófico? ¿N o se trata, para ese discurso, de una manera de designar
ai otro como afuera, pero como afuera que to d am podría tomar como «objeto»,
como «tem a», para decir la verdad del mismo, mientras que mantiene reprimido
algo de su diferencia?
«¿P uedo esbozar el contenido de lo que sería ese otro inconsciente de m ujer?» No,
por supuesto que no, puesto que eso supone desprender lo femenino de la econo
mía actual del inconsciente. Sería anticipar un determinado proceso histórico, y fre
nar su interpretación y su movimiento prescribiendo, desde ahora, temas y conteni
dos al inconsciente femenino.
Con todo, podría decir que una cosa se ha visto singularmente ignorada, apenas
bosquejada, en la teoría del inconsciente; la relación de la mujer con la madre y la re
lación de las m ujeres entre ellas. ¿Pero sería esto, sin embargo, un bosquejo del
«contenido» del inconsciente «femenino»? No, Se trata tan sólo de una cuestión
que se plantea a la manera en que se interpreta el funcionamiento del inconsciente.
¿Por qué la teoría y la práctica psicoanaHticas son hasta el momento tan pobres y
tan reductoras sobre esas cuestiones? ¿Esas cuestiones pueden encontrar una inter
pretación mejor en una economía y una lógica de tipo patriarcal? ¿En la sistemática
edípica que suponen?
«¿b ajo qué condiciones es posible esa elaboración? Condiciones entendidas como
condiciones históricas: de la historia del inconsciente y/o del psicoanálisis, y de la his
toria “polilica" "m aterial” (donde las "dos” historias tal vez pueden designarse como
historia del deseo y de su efectividad).»
Creo que ya he comenzado a responder... Sobre «y/o del psicoanálisis», tal vez
pueda hacer aún algunas precisiones. Me parece que esa elaboración no es segura
mente posible mientras el psicoanálisis permanezca en el interior de su campo. Di
cho de otra manera, no puede ser únicamente intra-analítica. El problema es que el
psicoanálisis no examina, o lo hace demasiado poco, sus determinaciones históricas.
Ahora bien, mientras no las examine, no puede sino responder siempre de la misma
manera a la cuestión de la sexualidad femenina.
Evidentemente, el cuestionamiento insuficiente de las determinaciones históri
cas forma un sistema con la historia política y material. Mientras el psicoanálisis no
interprete su influencia en un determinado tipo de régimen de propiedad, en un de
terminado tipo de discurso -dicho rápidamente: el de la metafísica-, en un deter-
93
minado tipo de mitología religiosa, no podrá plantearse la cuestión de la sexualidad
femenina. En efeao, ésta no puede reducirse a una cuestión regional en el interior
del campo teórico y práctico del psicoanálisis, sino que exige la interpretación del
fondo cultural y de la economía general que subyacen a ese campo.
«Si, como dijo Marx, "la humanidad sólo se propone las tareas que está en condi
ciones de resolver", ¿cabe decir, habida cuenta del «interés» actual por las mujeres, que
esa ebboraaón ya está en marcha de manera práctica (o teórica)? ¿ Y dónde?»
«¿Cabe decir que esa elaboración ya está en marcha de manera práctica (o teóri
ca)?». Bajo esa forma y con esa referencia a Marx, no puedo sino responder: para
los hombres, tal ve2 , .. Tal vez, de manera práctica o teórica, estén resolviendo la ta
rea que representa, para ellos, el problema de las mujeres. Podríamos leer su signo-
síntoma en un determinada estrategia política -de izquierda o de derecha-, y en de
terminados «motivos» o problemáticas hoy «honorables» e incluso «de moda» en el
mercado cultural.
¿Significa eso que la cuestión comienza a ser resuelta «del lado de las mujeres»?
Creo que es un problema completamente distinto. Porque si, por ese preciso moti
vo, empezara a encontrar su solución del lado de las mujeres, ello querría decir que
nunca habrá «oira» mujer. La alteridad de la mujer se vería devuelta y reducida a un
discurso y una práctica masculinas. De esta suerte, la preocupación actual que los
hombres tienen por las mujeres es, para ellas, una necesidad y al mismo tiempo el
riesgo de una alienación adicional: en su lenguaje, su política, su economía, en el
sentido restringido y generalizado.
Lo complicado es que no puede haber «discurso de la mujer» producido por
una mujer y que, además, en sentido estricto, la práctica poUtica, en todo caso ac
tualmente, es masculina de cabo a rabo. Para que las mujeres puedan ser escucha-
^ Para la Gontinuadón de esta cuestión, véase más adelante el capítulo «El mercado de las mujeres».
94
das, es necesaria una evolución «radical» del modo de pensar y de gestión de lo po
lítico. Lo que, desde luego, no puede realizarse de «golpe».
Así, pues, ¿cuál es hoy la modalidad de acción posible para las mujeres? ¿No deben
intervenir más que de manera marginal respeao al conjunto del fundonamíenco social?
Pienso sobre todo en Jos movimientos de liberación de las mujeres. En ellos se ela
bora algo del lado de lo «femenino» y de lo que serían las mujeres-entre-ellas, de lo
que podría significar una «sociedad de las mujeres». Si hablo de marginalidad se
debe a que, en primer lugar, esos movimientos se mantienen, en parte, deliberada
mente al margen de las instituciones y del juego de las fuerzas en el poder, etc. «Fue
ra» de las relaciones de poder ya existentes. A veces llegan a rechazar la interven
ción -incluso «desde el exterior»- sobre toda institución.
Esa «posición» se explica por las dificultades que encuentran las mujeres para
ser escuchadas en lugares ya determinados en y por una sociedad que las ha utiliza
do y a la vez las ha excluido, y que sobre todo continúa ignorando la especificidad
de sus «reivindicaciones» al mismo tiempo que recupera algunos de sus temas e in
cluso eslóganes. Puede comprenderse también por la necesidad, para las mujeres,
de constituir un lugar del entre-eilas para aprender a formular sus deseos, fuera de
las presiones y opresiones demasiado inmediatas.
Por supuesto, se han conseguido algunas cosas para las mujeres, en buena medi
da gracias a los movimientos de liberación: liberalización de los anticonceptivos, del
aborto, etc. Esas conquistas permiten replantear de otra manera la cuestión de lo
que sería el estatuto social de la mujer, especialmente por su distinción de una sim
ple función materno-reproductora. Pero a su vez esos logros siempre pueden vol
verse contra las mujeres. Dicho de otra manera, todavía no se puede hablar, a este
respecto, de una poh'tica femenina, sino tan sólo de algunas de sus condiciones de
posibilidad. Donde la primera es el cese del silencio sobre la explotación sufrida
por las mujeres: la negativa a «callarse» practicada sistemáticamente por los movi
mientos de liberación. (Cfr. también las cuestiones H y III.)
Es una cuestión que parece significar que es absolutamente impensable que haya
lo «otro». Que si lo «femenino» sobreviniera, se constituiría forzosamente con arre
95
glo al mismo modelo que los «sujetos» masculinos han establecido históricamente.
Un modelo que privilegia la simetría como condición de posibilidad del dominio en
el desconocimiento del otro. Modelo falocrático. Porque, de hecho, no se conoce
exactamente el lenguaje «masculino». Mientras los hombres continúen pretendien
do decir el todo y definir el todo, ¿cómo podría saberse lo que es el lenguaje del
sexo masculino? Mientras la lógica del discurso continúe levantándose sobre la in
diferencia sexual, sobre la sumisión de un sexo a otro, ¿cómo podría saberse por
dónde anda lo «masculino»? No obstante, cabe constatar que, históricamente, los
hombres han determinado ese modelo de dominio e intentar la interpretación de su
relación con su sexualidad.
En cuanto al privilegio de la simetría, es correlativo del del espejo p lan o : que
puede servir para la autorreflexión del sujeto masculino en el lenguaje, para su
constitución como sujeto del discurso. Ahora bien, la mujer, a partir únicamente de
ese espejo plano, sólo puede sobrevenir como el otro invertido del sujeto masculino
(su aller ego)y o como lugar de surgimiento y de deformación de la causa de su de
seo (fálico), o incluso: como carencia, porque en su mayor parte, y en la única histó
ricamente valorizada, su sexo no es especularizable. De esta suerte, en el adveni
miento de un deseo «femenino», ese espejo plano no puede ser privilegiado y la
simetría no puede funcionar como en la lógica y en el discurso de un sujeto mascu
lino. (Cfr. también la cuestión 1.3.)
Una precisión al respecto: creo que no hay que apresurarse a decir que el in
consciente es sólo hora(br)osexual. Si el inconsciente conserva o mantiene algo de
lo femenino reprimido, censurado, de la lógica de la conciencia y de la lógica de la
historia (lo que en cierto modo al final viene a ser lo mismo), el inconsciente no es
unívocamente hom(br)osexual. Lo hom(br)osexual es la interpretación reductiva
que del mismo se da y lo que ésta mantiene como censura y represión.
96
demás, parece imposible: las mujeres pueden «soñarlo», en ocasiones puede reali
zarse marginalmente, en grupos restringidos, pero, para el conjunto de la sociedad
esa sustitución de poder, esa inversión de poder es imposible.
¿Una coexistencia p acífica? No sé muy bien qué se quiere decir con esa expre
sión. Creo que la coexistencia pacífica no existe. Es el señuelo de una economía
de poder y de guerra. Antes bien, lo que podría plantearse como cuestión es:
aunque todo esté dispuesto y funcione como si no pudiera haber más que deseo
de lo «m ism o», ¿p o r qu é no h abría deseo de lo «o tro »? Deseo de una diferencia
que no se vea de nuevo y siempre devuelta y atrapada en el interior de una eco
nomía de lo «m ism o». Ciertamente, puede decirse que es mi propio sueno, o que
es otro sueño. ¿Pero por qué? Una vez más, la inversión de poder, la transmisión
del poder, no significaría un «advenim iento» de lo otro -«fem enino»-. Ahora
bien, ¿por qué sería imposible que haya deseo de la diferencia y deseo de lo otro?
Además, ¿no significa toda resorción de la alteridad en el discurso de lo mismo
un deseo de la diferencia, pero un deseo que siempre habría -por hablar un len
guaje vergonzosamente psicológico- «dado miedo»? Y que de tal suerte siempre
habría «velado» -en su fobia- la cuestión de la diferencia de los sexos y de la re
lación sexual.
¿Se puede sin más oponer o presentar como alternativa la escritura y el sentido?
97
B. L a cuestión reside más bien en la igualdad (e l sign o «ig u a l») y no entre las dos
formulaciones.
* Juego de palabras enue «sens» y «sang», que no podemos verter al castellano. ÍN. del T.]
98
tras no haya deseo de lo otro) una manera de autoafeaarse, de autoproducírsc o pre
producirse, autoengendrarse o representarse a sí mismo (el como mismo), como único
patrón de lo mismo? Y, como la autoafección masculina necesita instrumentos -para
tocarse, el hombre, a diferencia de la mujer, los necesita: la mano, el sexo y el cuerpo de
la mujer, el lenguaje-, ¿acaso esa sintaxis no se ha servido forzosamente de todo, con
arreglo a una lógica económica, para autoafectarse? Mientras que la «otra» sintaxis, la
que haría posible la «autoafección» femenina, falta, es reprimida, censurada: de tal
suerte que lo femenino nunca es afectado sino por y para lo masculino. Así, pues, lo
que habría que introducir sería una sintaxis que hiciera posible la «autoafección» de la
mujer. Desde luego, una autoafección que no fuera reducible a la economía de lo mis
mo del Uno, y para la cual es preciso encontrar la sintaxis y el sentido. (Cfr. «Ese sexo
que no es uno»; «L a "mecánica” de los fluidos», «Cuando nuestros labios se hablan».)
A este respecto, bien puede decirse que todo cuanto se propone en el psicoaná
lisis -y especialm ente cuando la masturbación de las niñas pequeñas es pensada
conforme al m odelo de «hacer com o el niño pequ eñ o»- deja completamente de
lado lo que podría ser la «autoafección» de la mujer. Porque la mujer no se afecta,
no se «autoafecta» con arreglo al «m odelo» masculino. Lo «inaudito» -lo que ex
plicaría tal vez, pero no sólo, que la afirmación de la mujer como otra sobrevenga
tan tarde y que su relación con el lenguaje sea tan problem ática- es que la mujer
puede verse ya afectada sin «instrumentos», que la mujer puede tocarse a sí misma,
«en sí misma», antes de todo recurso a un instrumento. Desde este punto de vista,
prohibirle la masturbación resulta bastante divertido. Puesto que, ¿cómo prohibir a
una mujer que se toque? Su sexo, «en sí mismo», se toca todo el tiempo. En cambio,
se emplearán todos los medios para impedir ese tocar, para impedir que ella se to
que: la valorización exclusiva del sexo masculino, el imperio del falo y su lógica del
sentido y su sistema de representaciones, son otras tantas maneras de apartar de sí
mismo al sexo de la mujer y de privar a ésta de su «autoafección».
Lo que explica, además, por qué las mujeres no tendrían deseo, por qué no sa
ben lo que quieren; están tan irremediablemente separadas de esa «autoafección»
que, de entrada, y especialm ente por el complejo de Edipo, están exiliadas de sí
mismas, y sin continuidad-contigüidad posible con sus primeros deseos-placeres,
importadas en otra economía, en la que ellas no se reconocen en absoluto.
Ellas se reconocen, proverbialmente, en la m ascarada. Los psicoanalistas dicen
que la mascarada corresponde al deseo de la mujer. Eso no me parece justo. Pien
so que hay que entenderlo como lo que las mujeres hacen para recuperar algo del
deseo, para participar del deseo del hombre, pero a costa de renunciar al suyo. En
la mascarada, ellas se someten a la economía dominante del deseo, para intentar
permanecer pese a todo en el «m ercado». Pero en el campo de aquello de lo que se
goza y no de quien goza.
99
¿Qué entiendo por mascarada? Particularmente Jo que Freud llama «femini
dad». Creer, por ejemplo, que es preciso devenir una mujer, «normal» por añadidu
ra, mientras que el hombre sería desde eJ principio hombre. No tendría más que
realizar su ser-hombre, mientras que la mujer tendría que devenir una mujer nor
mal, es decir, entrar en la mascarada de la fem inidad. El complejo de Edipo femeni
no es, finalmente, la entrada de la mujer en un sistema de valores que no es el suyo,
y en el que ella sólo puede «aparecer» y circular disfrazada con Jas necesidades-de
seos-fantasmas de los otros (hombres).
Dicho esto, no es sencillo ni fácil decir Jo que sería una sintaxis de Jo femenino,
porque en esa «sintaxis» ya no habría ni sujeto ni objeto, el «uno» ya no sería privi
legiado, ya no habría sentido propio, nombre propio, atributos «propios»... Antes
bien, esa «sintaxis» pondría en juego lo cercano, pero algo tan cercano que haría
imposible toda discriminación de identidad, toda constitución de pertenencia y, por
ende, toda forma de apropiación.
Pienso que donde más habría que descifrarla es en la gestualidad del cuerpo de
las mujeres. Ahora bien, como a menudo esa gestualidad está paralizada, o ha entra
do en la mascarada, efectívamente a veces resulta difícil de «leen>. Salvo en lo que re
siste o subsiste «más aüá». En el sufrimiento, pero también la risa de las mujeres. E
incluso: en aquello a lo que «se atreven» -a hacer o decir- cuando están entre ellas.
Esa sintaxis puede oírse también, si nos nos tapamos los oídos de sentido, en el
lenguaje adoptado por las mujeres en psicoanálisis.
Están también los textos cada vez más numerosos escritos por mujeres en las
cuales comienza a afirmarse otra escritura, aunque a menudo se vea reprimida por
el discurso dominante. En lo que me concierne, he intentado introducir esa sintaxis
en Espéado, pero no sin más, en la medida en que un mismo gesto me obligaba a
atravesar de nuevo el imaginario masculino. Así, pues, no podía, no puedo -y no
veo cómo cualquier otra mujer podría hacerlo- instalarme así, tranquilamente y de
repente, en ese otro funcionamiento sintáctico.
100
de liberación, cuando no se organizan con arreglo a la modalidad del poder masculi
no, y cuando no están en la reivindicación de la toma y de la inversión de «podeD>), en
esos lugares de las mujeres-entre-ellas, se enuncia algo de un hablar-mujer. Es lo que
explica el deseo o la necesidad de lo no mixto: el lenguaje dominante es tan poderoso
que las mujeres no se atreven a hablar-mujer fuera de un ámbito no mixto.
Si he entendido la pregunta, sí. Ahora bien, ¿me corresponde a mí, sin embargo,
hablar del «otro» hombre? Es curioso, porque es una pregunta que no dejan de
plantearme. La encuentro muy divertida... No dejan de preguntarme lo que será
ese «otro» hombre. ¿Por qué tendría que apropiarme de lo que ese «otro» hombre
tuviera que decir? Lo que deseo y espero es lo que los hombres harán y dirán si su
sexualidad se aparta del imperio del falocratismo. Pero no le corresponde a una mu
jer anticiparlo, preverlo, prescribirlo...
Lo que responde ya a la cuestión siguiente: «hablar-m ujer y hablar-mujer de los
hom bres». Creo que hablar-mujer no es hablar antes de los hombres que de la mu
jer. Ello implica otro modo de articulación entre el deseo y el lenguaje masculinos y
femeninos, pero no significa hablar de los hombres. Lo que sería una vez más una
especie de inversión de la economía del discurso. Hablar-mujer perrrutiría a las mu
jeres, entre otras cosas, hablar a los hombres...
Me gustaría preguntar qué quiere decir: ¿hablar histérico? ¿La histérica habla?
¿La histeria no es acaso un lugar privilegiado de la custodia, pero «en latencia», en
«sufrimiento», de lo que no se habla? Y, particularmente (incluso según Freud...),
de lo que no se habla de la relación de la mujer con su madre, consigo misma, con
101
las otras mujeres. De lo que de sus deseos primeros se ve reducido al silencio para las
mujeres en función de una cultura que no permite decirlos. Impotencia para «de-
cÍD>, a la que el complejo de Edipo va a añadir la ley de callarse.
La histeria habla en la modalidad de una gestualidad paralizada, de una palabra
imposible y también prohibida... Habla como síntom as de un «eso no puede ni ha
blarse ni decirse»... Y el drama de la histeria es que está esquiciada entre esa ges
tualidad y ese deseo paralizado y encerrado en su cuerpo, y un lenguaje que ha
aprendido en familia, en la escuela, en la sociedad, que no forma absolutamente
ninguna continuidad ni, por supuesto, metáfora con los «movimientos» de su de
seo. Así, pues, le quedan, a la vez, el mutismo y el mimetismo. Ella se calla y, al mis
mo tiempo, imita. Y -¿cómo podría ser de otra manera?- ímitando-reproduciendo
un lenguaje que no es el suyo, el lenguaje masculino, ella lo caricaturiza, lo deforma:
«miente», «engaña», lo que siempre se ha atribuido a las mujeres.
El problema del «hablar mujer» consistiría precisamente en encontrar una con
tinuidad posible entre esa gestualidad o esa palabra del deseo -que, en la actuali
dad, sólo son localizables en forma de síntomas y de patología- y un lenguaje, in
cluido un lenguaje verbal. A este respecto también se puede plantear la cuestión de
saber si el psicoanálisis no ha recargado el síntoma histérico con un código, un sis
tema de interpretación (es), que no corresponde al deseo petrificado en las somati-
zaciones y el silencio. Dicho de otra manera, ¿no «cura» acaso el psicoanálisis a las
histéricas mediante un aumento de sugestiones que vuelve a adaptarlas, algo mejor,
a la sociedad masculina?
102
¿La pregunta trata sobre la neurosis en oposición a psicosis? O sobre: ¿es una
patología?
Cada una de estas preguntas sobre la histeria exige una respuesta al menos
doble.
¿E s una neurosis? ¿Se sitúa más bien en el campo de la neurosis? La respuesta
no es sencilla. Si hay que recuperar esas categorías, diría que la histeria se sitúa
más bien en el campo de la psicosis, pero que la mujer, toda vez que carece de len
guaje, no puede elaborar la misma economía de la psicosis que el hombre. ¿E s una
patología? Creo que es preciso responder: sí y no. La cultura, en todo caso occi
dental, la constituye como patología. Y, como la histeria no puede vivirse fuera de
un funcionamiento social y cultural... Pero esa «patología» es ambigua, porque
significa también la reserva de otra cosa. Dicho de otra manera, siempre hay, en la
histeria, una potencia en reserva y a la vez una potencia paralizada. Una potencia
que siempre es reprimida de antemano, en función de la subordinación del deseo
femenino al falocratismo; una potencia obligada al silencio y al mimetismo, debi
do a la sumisión de lo «sensible», de la «materia», a lo inteligible y a su discurso.
Lo que acarrea efectos «patológicos». Y, simultáneamente, hay, en la histeria, la
posibilidad de otro modo de «producción», especialmente gestual y de lenguaje,
pero que es custodiado, mantenido en latencia. ¿Como una reserva cultural aún
por venir?...
Freiid mismo lo dice cuando reconoce, por ejemplo, que, en lo que atañe a la
histeria, ha ignorado el vínculo, preedípico, entre la hija y la madre. Pero afirma que
esa relación de la hija con su madre está tan encanecida por los años, tan censurada-
reprimida, que sería preciso algo así como regresar al periodo anterior a la civiliza
ción griega para encontrar las huellas de otra civilización que permitieran descifrar
lo que corresponde a ese deseo arcaico entre la mujer y la madre.
Cabe también preguntarse: si aconteciera un hablar de los dos sexos, ¿la histe
ria seguiría estando más bien en el campo de lo «femenino»? ¿El hablar-mujer se
guiría estando en el campo de la histeria? Es muy difícil dar una respuesta...
Además, creo que los hombres ganarían mucho siendo algo menos represivos so
bre la histeria. Porque, de hecho, reprimiendo, censurando la histeria han consegui
do un aumento de potencia o, más exactamente, de poder, pero han perdido mucho
en lo que atañe a la relación con su cuerpo.
103
A. La «m ultiplicidad sexual», el descubrimiento de un inconsciente productivo,
inocente, en definitiva, la perversión polim orfa fuera de todo marco fam iliar, ¿no
permiten acaso abandonar con mucha mayor certidumbre el terreno del viejo sueño
de simetría y/o del imaginario m asculino?
No olvidemos que Freud escribe: «al principio, la niña pequeña es un niño pe-
queño». Lo masculino, «desde el comienzo», sirve de modelo para lo que se des
cribe y se prescribe del deseo de la niña. Antes incluso del complejo de Edipo. Y
lo que Freud dice -decreta como ley- del complejo de castración de la niña sólo
se sostiene si la niña no puede tener más que deseos masculinos. ¿Está de acuerdo
con ese tipo de afirmación? ¿Y la perversión polimorfa, tal y como es analizada
por Freud, corresponde a los deseos-placeres de una niña?
Por ejemplo, en la descripción de la perversión polimorfa apenas se habla del
goce que podría haber en la relación con los «fluidos». El estadio anal está ya en
el placer de lo «sólido». Ahora bien, me parece que el goce de lo fluido subsiste
en las mujeres mucho más allá del llamado estadio oral: placer del «eso corre» en
ella, fuera de eha, o incluso; entre ellas. Éste no es más que un ejemplo entre otros
posibles, que significarían que esa perversión polimorfa está aún prescrita y «nor
malizada» por modelos masculinos. Perversión polimorfa, de acuerdo, pero con
la condición de revisar su economía. Además, toda la sociedad es represiva sobre
la relación de las mujeres con el goce anal. Una represión que, desde luego, con
frecuencia ellas mismas han adoptado por su cuenta. También habría que repen
sar esto, no sólo en un discurso del -o sobre el- deseo, sino en una interpretación
de todo el funcionamiento sociocultural.
104
El problema es el de una alteridad posible del discurso masculino, o en rela
ción con el discurso masculino,
O incluso: ¿esa «psicosis» puede ser la «de las mujeres»? En caso afirmativo,
¿no es una psicosis que les impide acceder al goce? ¿Al menos a su goce? Es de
cir, a un goce diferente de un goce abstracto -¿neutro?- de la materia sexuada.
De tal suerte que ese goce puede constituir un descubrimiento para los hombres,
un plus de goce, en un «devenir mujer» fantasmático, pero que desde hace mu
cho les resulta familiar a las mujeres, ¿El cuerpo sin órganos no es acaso, para
ellas, una condición histórica? ¿Y no se corre el riesgo, una vez más, de arreba
tar a la mujer los/sus espacios aún no territorializados en los que podría sobre
venir su deseo? Toda vez que las mujeres han visto cómo se las asignaba la cus
todia del «cuerpo-m ateria» y del «sin órganos», ¿no viene acaso a ocupar el
«cuerpo sin órganos» el lugar de la propia esquicia de ellas? ¿Del vaciamiento de
su deseo en sus cuerpos? ¿Una y otra vez «virgen» de su deseo? Para hacer del
«cuerpo sin órganos» una «causa» de goce, ¿no es preciso haber tenido con el
lenguaje y con el sexo -¿con los órganos?- una relación que las mujeres nunca
han tenido?
105
B, La jerarquía supone lo mismo: es preciso que la diferencia sea escondida por lo
mismo y suprimida por lo mismo. La jerarquía supone la identidad.
¿Y eso no les plantea problemas? ¿Tal vez para ustedes la diferencia sexual es
correlativa de la genitalidad? Eso explicaría un malentendido entre nosotros. Hay
que recordar que la niña nene un cuerpo sexuado diferente del niño mucho antes
de la «genitalidad». Donde esta última, evidentemente, no es más que un modelo de
sexualidad normal, y normativa. Cuando digo que es preciso evocar la cuestión de la
diferencia de los sexos, no se trata, evidentemente, de un llamamiento a la «genita
lidad». Pero afirmar que no hay diferencia de sexo antes de la genitalidad es some
ter lo «femenino» a un «modelo» mucho más viejo y más poderoso.,,
A. ¿Qué hace usted con la cuestión del fam ilism o? Usted dice que Freud olvida la
relación entre la hija y la madre. De hecho, ¿qué es la madre respecto a la mujer?
E. ¿Por qué la fam ilia no podría ser del mismo modo el lugar privilegiado de la alie
nación del hombre?
Por otra parte, cuando hablo de la relación con la madre, quiero decir que, en
nuestra cultura patriarcal, la hija no puede arreglar la relación con su madre. Ni
106
la mujer su relación con la maternidad, a no ser que se reduzca a ésta. Su pregun
ta parece indicar que, para usted, no hay diferencia entre ser madre y ser mujer.
Que no hay que hacer una articulación, por parte de la mujer, entre los/sus dos
deseos. Habría que preguntar a las mujeres lo que piensan al respecto. O lo que
«viven»...
Que ya no haya familia no impedirá que las mujeres traigan al mundo mujeres.
Ahora bien, no hay posibilidad alguna, en la lógica actual del funcionamiento so-
ciocultural, de que una hija se sitúe en relación con su madre: porque ellas no
forman, rigurosamente, ni una ni dos, porque no tienen nombre, sentido, ni sexo
propios, porque no son «identificables» una respecto a la otra. Un problema que
Freud evacúa «serenamente» diciendo que la hija debe apartarse de su madre,
«odiarla» para entrar en el complejo de Edipo. ¿No se quiere decir con ello que
es imposible -en lo que son nuestros sistemas de valor- que una hija resuelva la
relación con la mujer que la ha traído al mundo? La madre: no necesariamente la
madre de familia. Es la mujer que trae al mundo, que alimenta o que cría a una
hija. ¿Cómo resolver la articulación de relaciones entre esas dos mujeres? Ahí se
impone, «por ejemplo», la necesidad de otra «sintaxis», de otra «gramática» de
la cultura.
E. ¿Cómo se puede ser mujer y ser analista, y ser profesora, por ejemplo? ¿Cómo
«hablar-mujer» con gente que habla y gente que escucha? Aquí hay una persona que
habla y personas que escuchan...
Si hoy os hablo es porque antes he escuchado las cuestiones que me habéis he
cho llegar. Pero, aunque sólo fuera desde el punto de vista escenográfico, el dispo-
107
sitivo que funciona aquí me molesta mucho, en efecto. Ni que decir tiene que cuan
do hablo así -en un seminario, una conferencia, un congreso...-, estoy obligada,
constreñida a repetir el discurso que se utiliza corrientemente. Intento delimitarlo,
mostrar que tal vez haya un afuera irreductible. Pero, para hacerlo, debo empezar
utilizando, es cierto, el lenguaje corriente, el lenguaje dominante.
Dicho esto, la forma misma de su pregunta es interesante. Significa; ¿cómo se
puede ser «mujeD> y estar «en la calle»? Esto es, estar en público, ser pública, máxi
me en la modalidad de la palabra. Volvemos a la cuestión de la familia: ¿por qué la
mujer, que pertenece a la residencia privada, no está siempre encerrada en la casa?
Desde el momento en que una mujer sale de la casa, salta la pregunta, se le pregun
ta: cómo es posible que sea usted mujer y, al mismo tiempo, esté ahí, Y si, siendo
mujer y estando además en público, una tiene la audacia de decir algo de sit deseo,
llega el escándalo y la represión. Una perturba el orden, sobre todo del discurso. Y
está claro que, entonces, te excluyen de la universidad, e incluso de todas las insti
tuciones. (Cfr. la cuestión IV y su respuesta.)
B. Ha dicho hace un momento que el inconsciente tenía algo que ver con lo fe
menino, y que su interpretación tradicional era reductiva. De ser así, para ser analis
ta en femenino habría que ser antianalista, habida cuenta de que el término de ana
lista designa aqu í la relación con la institución y con la interpretación del
inconsciente.
Ser antianalista forma parte sin duda de la misma problemática que ser analista
en sentido tradicional. ¿Acaso el «anti» no está atrapado una y otra vez en la eco
nomía de lo mismo? Yo no soy «antianalista». Intento interpretar el funcionamien
to tradicional de la institución analítica a partír de lo que ésta ignora de la sexuali
dad femenina, y a partir de la ideología homosexual masculina que la subtiende. Y,
particularmente, de su relación con el poder.
108
Yo no diría eso sin más. Diría que, en determinados puntos -que no son de poca
importancia...-, es reductivo. Que se sitúa paradójicamente en la indiferencia se
xual, en tanto que, para él, el sexo femenino siempre está determinado en función
de un modelo masculino. Diría que, por desgracia, el psicoanálisis no trae, o ya no
trae la «peste», sino que se adapta demasiado a un orden social,
G. ¿Cóm o puede escuchar en tanto que «analista-mujer»? Quiero decir que la es
cucha analítica, de los analistas hombres o mujeres, se sitúa hasta ahora en el ámbi
to de la estructura masculina del ver, de la mirada que atraviesa. ¿Mediante qué pro
blemática, o sintaxis, del silencio, se sitúa usted en condiciones de no «atravesar»?
Dicho de otra m anera: ¿cuál es la franqueza de su oído respecto al oído «masculino»
que «v e»?
109
percepción a distancia, y privilegiar lo «bien formado». O bien puede dejarse tocar
de otra manera.
G. ¿«D ejarse tocar de otra manera» significar tocar un lugar que ya no estaría cir^
cunscrito al ámbito de la palabra, del lenguaje en general, del cuerpo? ¿E s la posibili
dad de dejar que se lleve a cabo una irradiación sobre el conjunto del cuerpo, sobre el
conjunto del lenguaje, hacer que reine ese «otro» sin designarlo?
Si le he entendido bien, sí. Y eso significaría que lo que hay que oír y convocar
es, más bien, otra modalidad de lo «sintáctico»: en el lenguaje y el cuerpo. Añadiría
que, a partir del momento en el que una ya no escucha con un privilegio del senti
do, de lo bien formado, de lo visible, el propio cuerpo de una, analista -y a este res
pecto cabría examinar de nuevo lo que se denomina la «neutralidad benévola»...-,
ya no queda preservado por ese tipo de pantalla o de referente. De tal suerte que en
tra en juego «de otra manera» en la transferencia.
G. Toda vez que la mascarada se ve reducida a lo «m ism o», ¿lo que se dice fuera de
la mascarada seria lo «otro»?
Es sacar una conclusión algo rápida..., pero creo que, en efecto, de eso se trata.
Se saldría así de una economía escópica dominante, se estaría en mayor medida en
una economía de los flujos.
Si yo redactara un informe de cura, como se suele decir, no lo haría como siem
pre se ha hecho: mediante el «relato», la disección, la interpretación de la transfe
rencia del/de la analizante, sino volviendo a poner en escena las dos transferencias.
Ahí se sitúa uno de los envites del poder analítico. Los analistas tienen efectivamen
te una transferencia. Pero, o se defienden de la misma en la neutralidad benévola, o
en la relación con la teoría ya constituida; o bien no dicen nada al respeao.
lio
Cuestión P
¿C uál es el motivo que ha espoleado y sostenido la prosecución de su trabajo?
Soy una mujer. Soy un ser sexuado femenino. Soy sexuada femenina. El modvo de
mi trabajo se encuentra en la imposibilidad de articular ese enundado; en el hecho de que
su producción es de alguna manera insensata, incorrecta, indecente. Bien porque mu
jer no es nunca atributo de ser, ni sexuado femenino cualidad de ser, bien porque soy
una mujer no se predica de yo; bien porque soy sexuada exduye el género femenino.
Dicho de otra manera, la articulación de la realidad de mi sexo es imposible en el
discurso y por una razón de estructura, eidética. Mi sexo es sustraído, en todo caso
como propiedad de un sujeto, al funcionamiento de la predicación que asegura la
coherencia discursiva.
Así, pues, puedo hablar inteligentemente en tanto que sexuado/a varón (confe
sándolo o no) o asexuado/a. De lo contrario, entraré en lo ilógico que, proverbial
mente es atribuido a las mujeres. De esta suerte, todos los enunciados que produci
ré serán recogidos de un modelo para el que mi sexo está de más -lo que implica un
desajuste constante entre los presupuestos de mi enunciación y mis enunciados, y
que hará además que, imitando lo que no corresponde a mi «idea» o «modelo» (que
no tengo, por lo demás), sea muy inferior a quienes los tendrían en propiedad-o se
rán ininteligibles conforme al código en vigor. Y, por lo tanto, calificables de anor
males, e incluso patológicos.
Esa aporía del discurso en lo que atañe al sexo femenino -ya se le considere
como límite de la racionalidad misma, o como impotencia de las mujeres para ha
blar de manera coherente- plantea una cuestión y provoca incluso una crisis, que
pueden analizarse en distintos dominios regionales, pero que precisan, para ser in
terpretadas, reconsiderar el discurso maestro: el que prescribe, en última instancia,
la organización del lenguaje, que dicta la ley a los demás y, además, al que se pro
nuncia sobre los demás: el discurso de ios discursos, el discurso filosófico. Para exa
minar su dominio sobre la historia, su dominación histórica.
’ Estas tres cuestiones fueron planteadas, explícita o implícitamente, por los miembros del tribu
nal con motivo de la defensa de una tesis de doctorado de Estado (en la Universidad de Vincennes,
Departamento de Filosofía, el 2 de octubre de 1974).
111
Pero ese dominio filosófico -que constituye la puesta en juego de Espéculo- no
se aborda simplemente de frente, ni simplemente en el interior de lo filosófico mis
mo. Así, pues, era preciso recurrir a otros lenguajes -sin olvidar lo que ya debían a
lo filosófico-, y aceptar incluso la condición del silencio, de la afasia como síntoma
-histórico-histérico, histérico-histórico-, para que algo de lo femenino como límite
de lo filosófico pueda oírse por fin.
Así, pues, era preciso destruir, pero, como escribía René Char, con herramientas
nupciales. La herramienta no es un atributo femenino. Pero la mujer puede reutili
zar las marcas sobre ella, en ella, de la herramienta. Dicho de otra manera: todavía
me faltaba andar de picos pardos * con los filósofos. Que no es una empresa sencilla,..
Porque, ¿qué camino tomar para reintroducirse en sus sistemas tan coherentes?
En un primer momento, tal vez no haya más que uno solo, al que, por lo demás,
está asignada Ja condición femenina; el mimetismo. Pero ese rol mismo es complejo,
puesto que supone prestarse a todo, cuando no a todos. R edoblar cualquier cosa, a
cualquier persona, recibir todas las impresiones, sin apropiárselas, y sin exagerar. Es
decir, no ser más que la posibilidad de que el filósofo (se) refleje. Como la chora pla
tónica, pero también el espejo del sujeto.
* «Paire la noce», en francés. Nótese el sentido literal de «irse de boda». fN. del T.J
112
Volver a la casa del filósofo exige además poder asegurar el papel de materia
(madre o hermana). Esto es, de lo que siempre comienza de nuevo a alimentar ia es
peculación, de lo que funciona como recurso -sangre roja de la semejanza-, pero
también como desecho de la reflexión, como rechazo y desplazamiento al exterior
de cuanto se resiste a la transparencia, de la locura.
Andar de picos pardos con el filósofo supone además conservar lo que m puede
reflejarse d el espejo m ism o: su azogue, su brillantez, y por ende los deslumbramien
tos, los éxtasis. Materia para reproducción, espejo para redoblamiento, ia mujer del
filósofo deberá aún asegurar la garantía de un narcisismo a menudo extrapolado en
una dim ensión transcendental. Desde luego sin decirlo, sin saberlo. Por encima de
todo, ese secreto nunca deberá revelarse. Ese rol sólo es posible gracias a su oculta
ción última a la prospección: una virginidad incapacitada para la reflexión de sí.
Goce completamente «divino».
La mujer del filósofo deberá además, aunque de modo más secundario, ser bella,
y exhibir todos los encantos de la fem inidad, para entretener a una mirada casi siem
pre abstraída en contemplaciones teóricas.
Así, pues, esa mujer -y puesto que el discurso filosófico domina la historia en
general-, esa m ujer de todo hom bre está condenada al servicio del «auto» del «fi
lósofo» bajo todas sus formas. Y, en cuestión de bodas, ella corre cierto peligro de
no ser más que la mediación necesaria de las del filósofo consigo mismo, y con su
semejante.
Si ella puede interpretar tan bien ese papel, si ella no muere en absoluto a cau
sa del mismo, se debe a que tiene reservas respecto a esa función. A que ella con
tinúa subsistiendo, de otra manera y en un lugar distinto de aquel en el que imita
tan bien lo que se le pide. A que su «auto» permanece ajeno a toda esa puesta en
escena. Pero, sin duda, es preciso reinterpretarla para acordarse de lo que ésta ha
brá metabolizado tan bien que ella lo ha olvidado: su sexo. Heterogéneo a toda
esa economía de la representación, pero que, por ese haber permanecido «fuera»,
puede justamente interpretarla. Porque no postula ni el uno, ni lo mismo, ni la re
producción, ni siquiera la representación. Porque permanece, pues, en un lugar
distinto de esa representación general en ia que no es recuperado sino como otro
de lo m ism o.
Por tal motivo, la mujer significa en efecto, como escribe Hegel, la eterna irom'a
de la comunidad (de los hombres). Con la condición de que no pretenda ser su
113
igual. De que no entre en un discurso cuya sistematicidad se basa en su reducción
en lo mismo.
114
alceridad, con la repetición y, por ende, con la temporalidad; que volvería a atrave
sar «diferentemente» los pares materia/forma, potencia/acto, etc. De tal suerte que
lo/la otro/a está, para lo femenino, en lo/la uno/a, sin que no obstante pueda haber
igualdad, identidad, subordinación, apropiación,... posible del/de la uno/a en su
relación con el/la otro/a. Se trataría de una economía del intercambio bajo todas sus
modalidades y que todavía no ha sido puesta en juego.
Todo lo cual precisa de una nueva travesía de los procesos de especula(rÍ2 a)ción
que subtienden nuestro funcionamiento social y cultural. En efecto, las relaciones
entre sujetos siempre han recurrido, de manera explícita o más generalmente implí
cita, al espejo plano, esto es, a lo que privilegia la relación del hombre con su seme
jante. Un espejo plano siempre habrá subtendido y atravesado de antemano la es
peculación. ¿Qué efectos de proyección lineal, de circuJarídad de retomo en bucle
sobre el sí (como) mismo, de estallidos en puntos-significantes de identidad habrá
acarreado? ¿Qué «sujeto» volvía, finalmente, a sacar provecho? ¿Qué «otro» se
veía reducido a la función difícilmente representable de lo negativo? Confundida en
ese cristal -incluso en su vacío de reflejos- en el que se proyectaba y se reaseguraba
el desarrollo histórico del discurso. O incluso se veía asignada al papel de «mate
ria», matriz opaca y silenciosa, reserva para las especula(ríza)cíones venideras, polo
de un determinado par del que no se han terminado de levantar las hipotecas feti
chistas. Interpretar la intervención del espejo, lo que habrá mantenido como en sus
penso en un deslumbramiento no reflejado de su brillantez, lo que habrá petrifica
do con su corte decisivo, lo que habrá paralizado de la fluidez del «otro» (invertido
a su vez, por supuesto), tal es la puesta en juego.
115
cultura, lo femenino nunca habrá tenido lugar en la historia, salvo bajo la modali
dad de una reserva de materia y de especulación. Y, como ya afirmaba Antígona: en
tre ella y él, jamás podrá decirse nada.
Cuestión IP
... Aprovechando que usted está dispuesta a «responder» sobre (a si como dej la
«m ujer»...
No puedo responder ni sobre ni de «la» mujer. Si de algún modo aspirara a ese ges
to -sometiéndome o reivindicándolo-, no habría hecho sino doblegar de nuevo la
cuestión de lo femenino al discurso que la mantiene en la represión, la censura y el des
conocimiento en el mejor de los casos. Porque, si para mí no se trata de hacer de la mu
jer el sujeto ni el objeto de una teoría, tampoco es posible subsumir lo femenino bajo
un nombre genérico: la mujer. Lo femenino no puede significarse bajo ningún sentido
propio, nombre propio, concepto, ni siquiera el de mujer. El cual, además, siempre
empleo marcando la ambigüedad de su uso: la/una mujer marca a la vez la posición
exterior de lo femenino respecto a las leyes de la discursividad, y el hecho de que sin
embargo no se trata de remitirlo a alguna dimensión empírica opaca a todo lenguaje.
■* Planteadas por Philippe Lacoue-Labarthe para preparar la emisión de Dialogues, del 26 de fe
brero de 1975. Esas cuestiones no se reproducen aquí sino de manera muy parcial y fragmentaria.
«Cuestiones» y «respuestas» fueron objeto de un intercambio epistolar,
116
interpretar todo proceso de inversión, de cambio radical, también como tentativa de
redoblar la exclusión de lo que excede la representaáón: la otra, mujer. Poner a una
mujer en una situación socrática viene a ser asignarle el dominio del discurso. Posi
ción tradicional del «sujeto masculino». Más exactamente, del «sujeto» como faló-
crata. Q ue toda elaboración «teórica» -pero desde luego habría que reconsiderar
ese estatuto de lo teórico- hecha por una mujer se vea irremediablemente reducida
a esa función, que no sea imaginable que pueda haber otra, muestra suficientemen
te -p o r si fuera preciso- que la falocracia no ha dejado de recentrarse en un gesto de
apropiación. Q ue lo que hace señas hacia o de un afuera se ve una y otra vez redu
cido a su poder, y a la circularidad de su economía discursiva.
. . . l a urgencia con la que, para mí, es preciso defender su trabajo, habida cuenta del
tipo de reacciones que ha suscitado, y lo que significan...
... habida cuenta, asim ism o, de la posición que ocupa en el campo teórico actual...
117 ■
al mercado... Porque, de resultas de ello, la economía de los imercambios, entre su
jetos, se ve totalmente subvertida.
.. .¿Por qué hablar (dialogar) aq u í con un hombre, y un hom bre cuyo oficio es más
bien la filo so fía?...
118
En cuanto a la filosofía, en lo que atañe a la cuestión de la mujer -lo que devuelve
a la cuestión de la diferencia sexual-, es ella la que debe ser interrogada. Salvo para
aceptar ingenuamente -o tácticamente, a veces- limitarse a alguna rcgionalidad, o
alguna marginalidad, que dejan intacto el discurso que dicta la ley a todo otro: e)
discurso filosófico. Así, pues, es el orden filosófico lo que hay que cuestionar, y tras
tornar, en tanto que oculta la diferencia sexual. Por no haber interpretado suficiente
mente la influencia del dominio de lo filosófico sobre todo discurso, el psicoanálisis
mismo ha comprometido su teoría y su práctica con el desconocimiento de la dife
rencia de los sexos. Práctica y teoría psicoanalíticas ponen, desde luego, en tela de
juicio la discursividad filosófica, pero serían suscepribles de verse en buena medida
reintegradas nuevamente a aquella -lo son, por lo demás-, aunque solo fuera en la
«cuestión» de la sexualidad femenina. Así, porque el psicoanálisis constituye aún un
enclave posible de lo filosófico y al mismo tiempo porque, en tanto que mujer, no
puedo aceptarlo, me resisto a esa reapropiación, y deseaba que ese «diálogo» tuviera
lugar con un hombre filósofo, hombre que además está interesado en la teoría psi-
coanalítica, en la cuestión de la mujer y, por supuesto, en la de la apropiación,
...¿C u á l es e l sign ificado de ese gesto respecto a todo lo que puede denominarse
hoy, por distin tos m otivos, «m ovim iento de liberaáón de la m ujer»? ¿Por qué esa rup
tura del «m ujeres-entre-ellas»?
119
ra en el círculo de sus reivindicaciones, e incluso de sus deseos. Lo que imitaría, por
otra parte, -de tal suerte que las mujeres permanecen en la función que les es asig
nada-, la sociedad de los hombres entre ellos. ¿Salvo que las mujeres podrían pres
cindir de los hombres para elaborar su sociedad?
Así, pues, la «ruptura» de la que habla -y que, para mí, no es tal- parece también
tácticamente necesaria, por dos razones al menos: 1) Las mujeres no pueden traba
jar en la cuestión de su opresión sin análisis e incluso sin práctica de las institucio
nes, instituciones dominadas por hombres. 2) Lo que suscita dudas -¿fundamenta
les?- para lo femenino, de donde se desprende la necesidad y la eficacia de aferrar
las cosas por ese lado, es el funcionamiento de la lógica discursiva. Y, por ejemplo,
en sus oposiciones, y esquicias, entre empírico y transcendental, sensible e inteligi
ble, materia e idea, etc. Esa estructura jerárquica siempre ha colocado a lo femenino
en posición de inferioridad, de explotación y de exclusión respecto al lenguaje.
Pero, al mismo tiempo -si se me permite decir.. consagraría el carácter impracti
cable de la relación sexual. De tal suerte que ésta equivale a la auto-afección del
hombre por la mediación de lo femenino apropiado en su lenguaje. Donde lo inver
so no es «verdad». Así, pues, es preciso volver sobre el carácter «propio» del len
guaje. Para analizarlo no sólo en su doble movimiento de apropiación-desapropia
ción respecto al sujeto exclusivo masculino, sino también en lo que permanece
mudo, y privado de posibilidad de «autoafección», de «autorrepresentación» para
lo femenino. Si, a los hombres entre ellos, la única respuesta es las mujeres entre
ellas, lo que subtiende el funcionamiento de la lógica de la presencia, del ser, de la
propiedad -lo que de tal suerte mantiene el borrado de la diferencia de los sexos-
corre cierto riesgo de perpetuarse e incluso de reforzarse. Antes que mantener la
oposición masculino/femenino, convendría encontrar una posibilidad de articula
ción no jerárquica de esa diferencia en el lenguaje. De ahí lo que usted llama la rup
tura de las «mujeres-entre-ellas», donde esa ruptura es otro tanto necesaria en lo
que atañe a los «hombres-entre-ellos», aunque sea más difícil de obtener en tanto que
ese estado de cosas sostiene las formas actuales de su poder.
...n o se puede dejar de concluir, al menos respecto a esto, que su preocupación prin
cipal es lú de evitar una posición ingenua de la «cuestión de la mujer». Es decir, por
ejemplo, una inversión lisa y llana de la posición masculina de la cuestión (una inver
sión lisa y llana del «falogocentrismo», etc.).
120
esperanza de inversión de los valores; un «ginecocenirismo reflexivo», un «lugar de
monopolización de lo simbólico» en beneficio de una o de varias mujeres. Ingenui
dad que olvida que no puede articularse nada de un lugar femenino sin una interro
gación de lo simbólico mismo. Pero de la inversión no se sale como si tal cosa. No se
sale especialmente creyendo poder ahorrarse la interpretación rigurosa del falogo-
craüsmo. Fuera del cual no hay un salto simple que sea practicable, m posibilidad de
situarse, por el solo hecho de ser mujer. Y si en Espéculo he intentado una nueva tra
vesía del imaginario «masculino», es decir, nuestro imaginario cultural, lo he lleva
do a cabo porque era algo obligado, para indicar su «afuera» posible y para situar
me en relación a aquel en tanto que mujer; estando a la vez implicada en el mismo y
al mismo tiempo excedente/excesiva. Pero de ese exceso, por supuesto, hago la po
sibilidad de la relación sexual, y no de una inversión del poder fálico. Y por ese ex
ceso, «en primer lugar» río. ¿Primera liberación de una opresión secular? ¿No es
acaso lo fálico la seriedad del sentido? La mujer, y la relación sexual, ¿lo exceden tal
vez «en primer lugao> con la risa?
Por otra parte, entre ellas las mujeres empiezan riendo. Escapar de la inversión
lisa y llana de la posición masculina es, en todo caso, no olvidarse de reír. No olvidar
que la dimensión del deseo, del placer, es intraducibie, irrepresentable, ilocalizable,
en la «seriedad» -la adecuación, la univocidad, la verdad...- de un discurso que
pretende decir su sentido. Con independencia de que sea pronunciado por hom
bres o por mujeres. Lo que no significa afirmar que haya que terminar diciendo
cualquier cosa, sino que el decir verdadero constituye la prohibiáón del goce de la
mujer, y por ende de la relación sexual. La recuperación de su, de la potencia en el
poder legislador del discurso. Por otra parte, en ese lugar se sitúa, hoy, el envite más
virulento de la opresión de la mujer: los hombres quieren conservar la iniciativa del
discurso sobre ella y por ende también su goce.
Cuestión III^
¿Puede decirnos algo de su trabajo en relación con el movimiento de liberación de
las mujeres?
’ Cuestión planteada por Hans Reitzeis Forlag y Fredrick Engclstad con motívo de una entrevista
(publicada por la editorial Fax, en Oslo).
121
Antes de intentar responderle, quisiera precisar dos cosas:
Ahora bien, ¿qué quiere decir aquí «política»? No hay, todavía, una «política de
las mujeres», al menos en sentido lato. Y, si llega a existir en un día cercano, será
muy diferente de la política instituida por los hombres. Porque las cuestiones plan
teadas por la explotación del cuerpo de las mujeres desbordan los envites, los es
quemas y, por supuesto, los «partidos» de la política conocida y practicada hasta
hoy. Esto no impide, evidentemente, que los partidos políticos quieran «recuperar»
la cuestión de las mujeres, concediéndolas un lugar en sus filas, con vistas a alinear
las -una vez m ás...- en sus «programas», con los cuales, casi siempre, ellas no tie
nen nada que ver, en el sentido de que no se toma en consideración su explotación
122
específica. En efecto, la explotación de las mujeres no constituye una cuestión regio
nal, en el interior de lo político, y que concerniría tan sólo a un «grupo» de la po
blación, o una «parte» del «cuerpo» social. Cuando las mujeres quieren salir de la
explotación, no sólo destruyen algunos «prejuicios», perturban todo el orden de los
valores dominantes: económicos, sociales, morales, sexuales. Ponen en tela de juicio
toda teoría, todo pensamiento, todo lenguaje existente, en tanto que monopoliza
dos en exclusiva por los hombres. Interpelan al fundamento mismo de nuestro orden
social y cultural, cuya organización ha sido prescrita por el sistema patriarcal.
El fundamento patriarcal de nuestra socialidad es, de hecho, reintegrado por la
política de hoy, aunque sea de «izquierda». Hasta hoy, en efeao, e l marxismo se ha
oatpado muy poco de los problem as de explotación específica de las mujeres y las lu
chas de las m ujeres parecen, por regla general, m olestar a los m arxistes. Mientras que
esas luchas podrían interpretarse con la ayuda de esquemas de análisis de la explo
tación social a la que apelan precisamente sus programas políticos. Con la condi
ción, sin embargo, de utilizar de manera diferente esos esquemas. Pero hasta hoy
ninguna política ha examinado su relación con el poder falocrático.
Concretamente, eso quiere decir que las mujeres deben, por supuesto, continuar
luchando por la igualdad de salarios, de los derechos sociales, contra la discrimina
ción en los empleos, los estudios, etc. Pero esto no es suficiente: mujeres sencillamen
te «iguales» a los hombres serían «como ellos», y por ende no mujeres. Una vez más,
la diferencia de los sexos se vería de tal suerte anulada, ignorada, recubierta. Así,
pues, es preciso inventar, entre mujeres, nuevas modalidades de organización, nuevas
formas de lucha, nuevas protestas. Los distintos movimientos de liberación ya han co
menzado a hacerlo, y se perfila una «internacional» de las mujeres. Pero, también en
este caso, es preciso innovar: la instirución, la jerarquía, la autoridad -es decir, las for
mas existentes de lo pofitico-, son asunto de los hombres. No los nuestros.
Ello explica algunas dificultades con las que se han topado los movimientos de
liberación. Si las mujeres se dejan atrapar por la trampa del poder, por el juego de la
autoridad, si se dejan contaminar por el funcionamiento «paranoico» de la política
masculina, ya no tienen nada que decir ni que hacer en tanto que mujeres. Por eso
una de las tareas, hoy en Francia, consiste en intentar reagrupar a las distintas ten
dencias del movimiento en un determinado número de temas y de acciones especí
ficas precisas: la violación, el aborto, la impugnación del privilegio del apellido del
padre en caso de decisión jurídica para saber «a quién pertenecen» los hijos, la par
ticipación con plenos derechos de las mujeres en las decisiones y en el ejercicio le
gislativo, etc, Pero todo esto no debe esconder que las mujeres reivindican sus de
rechos para que sobrevenga su diferencia.
123
Por mi parte, me niego a dejarme encerrar en un único «grupo» de los movimien
tos de liberación de las mujeres. Sobre todo si éste cae en la trampa del ejercicio del
poder, si pretende determinar la «verdad» de lo femenino, legislar sobre lo que es «ser
mujer», e instar un proceso a las mujeres que tuvieran objetivos inmediatiunente dife
rentes de los suyos. Pienso que lo más importante es poner de manifiesto la explota
ción común a todas las mujeres y encontrar las luchas que convienen a cada mujer, allí
donde esté: con arreglo a su país, su oficio, su clase social, a lo \avido sexualmente, es
decir, la forma de opresión que le resulta más inmediatamente insoportable.
Cuestión IV^
¿C uál es su proyecto docente?
Para escenificar la puesta en juego del trabajo, volveré a empezar por la figura de
Anügona: en Sófocles, en Hólderlin, en Hegel, en Brecht. Intentaré analizarlo queso-
porta -sostiene- Antígona en el funcionamiento de la ley. Cómo ella torna manifiesto,
enfrentándose al discurso que dicta la ley, el apuntalamiento subterráneo que ella con
serva, esa otra «cara» del discurso que entra en crisis cuando ella sale a plena luz. De
ahí su remisión a la muene, su «entierro» en el olvido, la represión -¿la censura?- de
los valores que ella representa para la Ciudad: relación con lo «divino», con lo in
consciente, con la sangre roja (que debe alimentar la semejanza, pero sin desentonar),
¿Por qué, pues, el veredicto del Rey, de la Ciudad, del Saber, de la discursividad
-pero también de sus hermanos, de sus hermanas- ha sido siempre condenarla a
muerte para asegurar su poder? ¿Hay que ver en esa sanción los efectos de una épo
ca histórica? ¿O las necesidades constituyentes de la racionalidad? ¿Hasta qué punto
son éstas cuestionables en la actualidad, e incluso provocan ima crisis?
* Esta cuestión fue, inusitadamente planteada a los/as docentes del Departamento de Psicoanáli
sis de la Universidad de Vincennes antes de su «remodelación» en el otoño de 1974. Una comisión de
tres miembros designados por J. Lacan me escribió que el proyecto «no había podido ser aceptado»,
sin más e.xpLcaciones. Docente en el departamento desde la creación de la Universidad de Vincennes,
como resultado de ello fui suspendida de mi docencia. Estas precisiones estarían de más si no se diera
una versión contraria a los hechos tanto en Francia como en el extranjero.
124
tatuto otro a l deseo fem enino? ¿Un lenguaje otro a la mujer respecto al de la histéri
ca, que constituye materia de la especulación?
Estas cuestiones guiarán una relectura del discurso psicoanalítico sobre la sexua
lidad femenina, y con mayor motivo sobre la diferencia de los sexos y su antcula-
ción en el lenguaje.
Si, además y al mismo tiempo, se tienen en cuenta las aportaciones de la ciencia del
lenguaje -pero también sus aportas-, se nos devuelve al problema de la enunciación
en la producción del discurso, A lo que ésta habla del inconsciente, pero también a
la cuestión: ¿qué sucede con los efectos de sexuación sobre el discurso? Esto es: ¿la di
ferencia se m anifiesta en elfuncionamiento del lenguaje, y cómo? Así, pues, se trata de
interrogar los textos del discurso psicoanalítico para leer lo que enuncian -y cómo-
acerca de la sexualidad femenina, y con mayor motivo de la diferencia sexual.
125
El mercado
VIII de las mujeres
127
xuada mujer es tan constitutiva de nuestro horizonte sociocultural que no puede
encontrar su interpretación en el interior de éste.
Dicho de otra manera una vez más: todos los sistemas de intercambios que orga
nizan las sociedades patriarcales y todas las modalidades de trabajo productivo que
en éstas son reconocidas, valorizadas y retribuidas son asunto de hombres. Mujeres,
signos, mercancías, son siempre remitidas para su producción al hombre (cuando un
hombre compra una hija, «paga» al padre o al hermano, no a la madre...), y pasan
siempre de un hombre a otro, de un grupo de hombres a otro grupo de hombres. De
esta suerte, se supone que la fuerza de trabajo siempre es masculina, y los «produc
tos» son objeto de uso y de transacciones exclusivamente entre los hombres.
128
cuanto tal? El intercambio de las mujeres como bienes acompaña y estimula los in
tercambios de otras «riquezas» entre los grupos de hombres. De esta suerte, la eco
nomía, en sus sentidos tanto estricto como general, tal y como está establecida en
nuestras sociedades exige que las mujeres se presten a la alienación en el consumo y
a los intercambios sin participación en los mismos, y que los hombres queden exen
tos del uso y de la circulación como mercancías.
Así, pues, el análisis que Marx lleva a cabo de la mercancía como forma elemen
tal de la riqueza capitalista puede entenderse como una interpretación del estatuto
de la mujer en las denominadas sociedades patriarcales. Su organización y el traba
jo de lo simbólico que la funda -cuyo instrumento y representante es el nombre
propio: del padre, de Dios- contienen, en germen, los desarrollos que Marx define
como característicos de un régimen capitalista: sumisión de la «naturaleza» a un
«trabajo» del hombre que la constituye de tal suerte en valor de uso y de cambio; di
visión del trabajo entre productores-propietarios privados que intercambiarían en
tre ellos sus mujeres-mercancías, pero también entre productores y explotadores o
explotados del orden social; calibrado de las mujeres conforme a nombres propios
que determinan sus equivalencias; tendencia a acumular las riquezas, esto es, a que
los representantes de los nombres más «propios» -los jefes- capitalizan más muje
res que los demás; progresión del trabajo social de lo simbólico hacia una abstrac
ción cada vez mayor; etcétera.
Ciertamente, los medios de producción han evolucionado, las técnicas se han de
sarrollado, pero parece que, tan pronto como el hombre-padre ha visto asegurado
su poder reproductor y ha marcado con su nombre sus productos -esto es, desde el
origen de Ja propiedad privada y de la familia patriarcal-, tiene lugar la explotación
social. Dicho de otra manera, todos los regímenes sociales de la «Historia» funcio
nan sobre la explotación de una «clase» de productores: las mujeres. Cuyo valor de
uso reproductivo (de hijos y de fuerza de trabajo) y cuya constitución como valor
de cambio aseguran el orden simbólico en cuanto tal, sin que, por ese «trabajo», sean
susceptibles de ser retribuidas en esa moneda. Lo que implicaría un doble sistema
de intercambios, esto es, un estallido de Ja monopolización del nombre propio (y de
cuanto significa como poder de apropiación) por parte de los hombres-padres.
Así, pues, habrá una repartición del cuerpo social en sujetos productores que ya
no funcionan como mercancías debido a que sirven de patrón de éstas, y en objetos-
129
mercancías que aseguran la circulación de los intercambios sin participar como su
jetos en los mismos.
Del análisis del valor por parte de Marx recuperaremos aquí algunos puntos*
que parecen describir el estatuto social de las mujeres.
* Estas notas constituyen el anuncio de los puntos que serán desarrollados en un próximo texto.
Todas las citas están sacadas de Capital, Libro I, capítulo I, traducción de Roy [ed. cast.: El Capital,
Madrid, Akal, 2000]. ¿Se objetará que esa interpretación es de carácter analógico? Acepto la pregun
ta, siempre que se plantee también, y en primer lugar, al análisis que Marx hace de la mercancía. Aris
tóteles. «un gigante dej pensamiento», según Marx, ¿no determinaba la relación de la forma con la ma
teria mediante una analogía con la de lo masculino y lo femenino? De esta suerte, volver a la cuestión
de la diferencia de los sexos viene a ser, más bien, una nueva travesía del analogismo.
130
dor, la m ujer vale en el m ercado en función de una única cualidad: la de ser un pro
ducto del «tra b a jo » del hom bre.
En calidad de tales, cada una se asemeja completamente a la otra. Todas ellas tie
nen la misma realidad fantasmática. Metamorfoseadas en sublim ados idénticos,
muestras del mismo trabajo indistinto, todos esos objetos ya no manifiestan más que
una sola cosa; que en su producción una fuerza de trabajo humano ha sido consu
mida, que es trabajo acumulado. En tanto que cristales de esa sustancia social co
mún, ellas son consideradas valor.
Com o m ercancías, las m ujeres son dos cosas a la vez. objetos de utilidad y portadoras
de valor. «A sí, pues, ellas sólo pueden entrar en la circulación en la medida en que se
presentan bajo una doble forma, su forma de naturaleza y su forma de valor.»
Pero <da objetividad de las mercancías en cuanto valores se diferencia de mis-
tress Quickly en que no se sabe por dónde agarrarla». L a mujer, objeto de intercam
bio, difiere de la m ujer, valor de uso, en que no se sabría por dónde agarrarla, porque
«en contradicción directa con la objetividad sensorialmente grosera del cuerpo de
las mercancías, ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su objetividad
en cuanto valores. D e ahí que, por más que se dé vuelta y se manipule una mercan
cía cualquiera, resultará hiasequible en cuanto cosa que es valoo), El valor de una
mujer siempre se escapa: continente negro, agujero en lo simbólico, falla en el dis
curso... Sólo en la operación del intercambio entre mujeres algo -enigmático, des
de luego- puede presentirse. A sí, pues, la m ujer no tiene más valor que el de poder
intercam biarse. En el paso de una a otra, existe finalmente otra cosa además de la
utilidad eventual de «la objetividad sensorialmente grosera de su cuerpo». Pero ese
valor no se encuentra, no se reconoce, en ella. Ella no es más que su calibrado res
pecto a un tercer término que permanece exterior, y que permite compararla con
otra mujer, que le permite tener relación con otra mercancía en función de una
equivalencia que no deja de ser ajena a una y otra.
A sí, pues, las m ujeres-m ercancías están som etidas a una esquicia que las divide en
utilidad y valor de cambio; en cuerpo-materia y envoltura preciosa pero impenetra
ble, inaferrable e inapropiable por parte de ellas; en uso privado y uso social.
Para tener un valor relativo, una mercancía debe ser colocada frente a otra mer
cancía que le sirva de equivalente. Su valor nunca se descubre en ella. Y que valga
más o menos no depende de ella, sino que procede de aquello a lo que puede equi
valer. Su valor le es transcendente, sobrenatural, ek-stático.
D icho de otra m anera, para la mercancía, no hay espejo que la duplique en ella y
su «p ropio» reflejo. La mercancía no se refleja en otra, como el hombre en su seme
jante. Porque lo mismo reflejado cuando se trata de mercancías no es «su» mismo,
131
no tiene nada de sus propiedades, sus cuaJidades, «su piel y sus pelos». Ese mismo
no es más que una medida que expresa el carácter fab ricad o de la mercancía, Su
trans-formación por el «trabajo» (social, simbólico) del hombre. El espejo que en
vuelve y pasma a la mercancía especulariza, especula el «trabajo» del hombre. Las
m ercancías, las m ujeres, son espejo de valor d e/para e l hom bre. A tal objeto, ellas le
ceden sus cuerpos como soporte-materia de especularización, de especulación.
Ellas le ceden su valor natural y social como lugar de huellas, de marcas y de espe
jismo de su actividad.
Así, pues, las mercancías entre ellas no son ni iguales, ni semejantes, ni diferen
tes. Sólo lo devienen en tanto que calibradas por y para el hombre. Y la prosopope
ya de la relación de las m ercancías entre ellas es una proyección mediante la cual los
productores-intercambiadores les hacen reinterpretar ante ellos sus operaciones de
especula(riza)ción. Es olvidar que para reflejar(se), especular(se), hay que ser «su
jeto», y que la materia puede servir de soporte de especulación, pero no puede en
modo alguno especularse a sí misma.
De esta suerte, desde la relación de equivalencia más sencilla entre mercancías
-a partir del intercambio posible de las mujeres-, todo el enigma de la forma mone
da -de la función fáLca- está en germen. A saber: la apropiación-desapropiación
por el hombre, para el hombre, de la naturaleza y de sus fuerzas productivas, en
tanto que un determinado espejo divide, disfraza ahora la naturaleza y el trabajo.
Las mercancías producidas por el hombres están dotadas, por obra de éste, de un
narcisismo que engaña a la seriedad de la utilidad, del uso. El deseo, desde el inter
cambio, «pervierte» la necesidad. Pero esa perversión será atribuida a las mercan
cías y a sus supuestas relaciones. Cuando lo cierto es que no pueden tenerlas sino
desde d punto de vista de terceros especuladores.
La economía del intercam bio -d e l d eseo- es un asunto de hom bres. Por dos moti
vos: el intercambio tiene lugar entre sujetos masculinos, d intercambio exige un
plus sobreañadido al cuerpo de la mercancía, plus que le da una forma valiosa. Ese
plus ésta lo encontrará -escribe M arx- en otra mercancía, cuyo valor de uso se tor
naría, a partir de entonces, en patrón de valor.
Pero ese plus del que gozaría una de las mercancías podría variar: «del mismo
modo que no pocos hombres importan más si están embutidos en una chaqueta con
galones que fuera de la misma», o incluso «que el individuo A no puede conducirse
ante d individuo B como ante el titular de la majestad sin que para A, aJ mismo
tiempo, la majestad adopte la figura corporal de B y por consiguiente, cambie de fi
sonomía, color d d cabello y muchos otros rasgos más». Así, pues, las mercancías
-«co sas» producidas- tendrían d respeto del galón, de la majestad, de la autoridad
132
paterna. E incluso: de Dios. «En su igualdad con la chaqueta se manifiesta el carác
ter de ser valor del lienzo, tal y como el carácter ovejuno del cristiano se revela en su
igualdad con el cordero de D ios.»
D e esta suerte, la mercancía tiene el culto del padre, y no para hasta asemejarse,
imitar a aquel que hace las veces de éste. La mercancía obtiene su valor de esa se
mejanza, de la imitación de lo que representa la autoridad paterna (para los hom
bres). Pero los productores-intercambiadores hacen portadoras a las mercancías de
ese abuso de autoridad. «Com o vemos, todo lo que antes nos había dicho el análisis
del valor mercantil nos lo dice ahora el propio lienzo, no bien entabla relación con
otra mercancía, la chaqueta. Sólo que el lienzo revela sus pensamientos en el único
idioma que domina, el lenguaje de las mercancías. Para decir que su propio valor lo
crea el trabajo, el trabajo en su condición abstracta de trabajo humano, dice que la
chaqueta, en la medida en que vale lo mismo que él y, por tanto en cuanto es valor,
está constituida por el mismo trabajo que el lienzo. Para decir que su sublime obje
tividad del valor difiere de su tieso cuerpo de lienzo, dice que el valor posee el as
pecto de una chaqueta y que por tanto él mismo en cuanto cosa que es valor, se pa
rece a la chaqueta como una gota de agua a otra. Obsérvese, incidentalmente que el
lenguaje de las mercancías, aparte del hebreo, dispone de otros muchos dialectos
más o menos precisos. L a palabra alemana "W ertsein” a modo de ejemplo, expresa
con menos rigor que el verbo románico ‘"valere”, “valer”, “valotr”, la circunstancia de
que la igualación de la mercancía B con la mercancía A es la propia expresión del
valor de A. P arís vaut bien une m esse\ [jParís bien vale una misa!].»
A sí, pues, las m ercancías h ablarían. Por supuesto, sobre todo dialectos y jergas, len
guajes poco com prensibles p ara los «su jetos». Lo importante es que ellas se preocu
parían de sus valores respectivos, esto es, que sus palabras confirmarían los proyec
tos que los intercambiadores albergan respecto a ellas.
El cuerpo de una mercancía devendría para otra espejo de su valor. Con la con
dición de un p lu s de cuerpo. Un plus contrano al valor de uso, un plus que repre
senta una cualidad so b ren atu ral de la mercancía -un carácter de impronta pura
mente so cial-, un plus completamente diferente de su cuerpo mismo, y de sus
propiedades, un plus que, sin embargo, sólo existe con la condición de que una
mercancía acepte relacionarse con otra considerada como equivalente: «Este hom
bre, por ejemplo, es rey porque los otros hombres se comportan ante él como súb
ditos; éstos creen, al revés, que son súbditos porque él es rey».
Ese plus del equivalente traduce trabajo concreto en trabajo abstracto. Dicho de
otra manera, para poder incorporarse a un espejo de valor, es preciso que el trabajo
no refleje a su vez más que su propiedad de trabajo humano: que el cuerpo de una
mercancía ya no sea más que materialización de un trabajo humano abstracto. Es
133
decir, que ya no tenga cuerpo, materia, naturaleza, sino que sea objetivación, crista
lización en objeto visible, de la actividad del hombre.
Así, pues, la mercancía es doble toda vez que su valor posee una forma fenome
nal propia, distinta de su forma natural: la del valor de cambio. Y no posee nunca
esa forma si se la considera por separado. Una mercancía no tiene esa forma feno
menal sobreañadida a su naturaleza sino en relación con otra.
Como sucede entre signos, el valor sólo aparece con la operación de la relación.
Salvo que esa operación de la relación no puede ser realizada por ellos -por ellas-,
sino que corresponde a la operación de dos intercambiadores. El valor de cambio
de dos signos, dos mercancías, dos mujeres, es una representación de las necesida
des-deseos de sujetos consumidores-intercambiadores: no les es «propia» en modo
alguno. En última instancia, las mercancías -incluso sus relaciones- son la coartada
material del deseo de relaciones entre hombres. A tal objeto, las mercancías son de
sapropiadas de sus cuerpos y revestidas de una forma que las apropia para el inter
cambio entre hombres.
Sin embargo, en esa forma valiosa, se ek-stasía el deseo de ese intercambio, y el
reflejo que de su valor y del de su semejante busca en ella el hombre. En esa sus-
134
pensión en la mercanría de la relación entre hombres se alienan los sujetos produc-
lores-consumidores-intercambiadores. Para «sostener» y mantener esa alienación,
las mercancías, por su parte, siempre han sido desposeídas de su valor específico.
Por tal motivo, cabe afirmar que el valor de las mercancías reviste indiferentemente
toda forma particular de valor de uso. En efecto, su precio ya no les viene de su for
ma natural, de su cuerpo, de su lenguaje, sino de lo que reflejan de la necesidad-de
seo de intercambios entre hombres. A tal objeto, la mercancía no puede, evidente
mente, existir sola, pero tampoco hay «mercancía» mientras no haya al menos dos
hombres para intercambiar. Para que un producto -¿una mujer?- tenga valor, es
preciso que dos hombres, al menos, lo carguen de energía libidinal como objeto.
Aunque la mercancía parece, a primera vista, algo trivial y que no precisa expli
cación, «su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas me
tafísicas y reticencias teológicas». Sin duda, «en cuanto valor de uso, nada de miste
rioso se oculta en ella». «Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta
en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus pa
tas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de
su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determi
nación, se lanzara a bañar».
«El carácter místico de la mercancía no deriva, por lo tanto, de su valor de uso.
Tampoco proviene del contenido de las determinaciones de valor. En primer térmi
no, porque por diferentes que sean los trabajos útñes o actividades productivas,
constituye una verdad, desde el punto de vista fisiológico, que se trata de funciones
del organismo humano», el cual, para Marx, no parece constituir un misterio en abso-
135
luto... La aportación y el soporte materiales de los cuerpos en el funcionamiento so
cial no suscitan en él motivos de indagación, sino en tanto que producción y gasto
de energía.
Así, pues, ¿de dónde proviene el carácter enigmático del producto del trabajo,
desde el momento en que reviste la forma de una mercancía? Evidentemente, de esa
forma misma. Así, pues, ¿de dónde proviene el carácter enigmático de las mujeres? ¿E
incluso de las supuestas relaciones entre ellas? Evidentemente, de la «forma» de las
necesidades-deseos del hombre que ellas manifiestan sin que ellos la reconozcan.
Siempre disimulada(s), veladaísj.
En todo caso, «la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos
del trabajo en que dicha forma se representa, no tienen absolutamente nada que
ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas,
que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres,la forma
fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada
existente entre aquéllos». Ere fenómeno sólo tiene analogía en el mundo religioso.
«En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas
de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en
el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el
fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como
mercancías, y que es inseparable de la producción mercantü». De donde se des
prende el fetichismo atribuido a esos productos del trabajo desde el momento en
que se presentan como mercancías-
¿De donde se desprende el carácter de objetos-fetiches de las mujeres en la medi
da en que, en el intercambio, son la manifestación y la circulación de un poder del
Falo, que pone en relaciones a los hombres entre ellos?
Sobre el valor
136
cíales. De donde se desprende la reducción del hombre a un «concepto» -el de su
fuerza de trabajo-, y la de su producto a un «objeto», correlato visible, material, de
ese concepto.
Así, pues, los caracteres del «goce» que corresponden a ese estado social son: su
productividad, pero forzosamente laboriosa, e incluso dolorosa; su forma abstracta;
su necesidad-deseo de cristalizar en un transcendental de la riqueza el patrón de
todo valor; su necesidad de un soporte material en el que se mide la relación de apro
piación a/de ese patrón; sus relaciones de intercambios -siempre rivales- entre los
hombres exclusivamente, etcétera.
137
estimadas intercambiables. En ellas mismas, entre ellas mismas, amorfas, confundi
das, cuerpo natural, materno, útil sin duda para el consumidor, pero sin identidad
posible ni valor comunicable;
- al igual que las mercancías devienen, de mala gana, depositarías, casi autóno
mas, del valor del trabajo humano, del mismo modo, siendo espejo de/para el hom
bre, las mujeres devienen, casi sin saberlo, el riesgo de la desapropiación de la po
tencia masculma: espejismo fálico;
Lo que significa que la división del «trabajo» -especialmente sexual- exige que
la mujer mantenga con su cuerpo el substrato material del objeto del deseo, pero
que no acceda nunca a éste. La economía del deseo -del intercambio- es un asunto
de hombres. Y esa economía somete a las mujeres a una esquicia necesaria para el
funcionamiento simbólico: sangre roja/apariencía; cuerpo/envoltura valiosa, mate-
ria/moneda de cambio; naturaleza (re)produciora/feminidad fabricada... Esa es
quicia -característica de toda naturaleza hablante, se objetará- es padecida por las
mujeres sin que ellas saquen beneficio alguno. Y sin que pueda ser superada por
ellas. Ni siquiera son «conscientes» de la misma. Lo simbólico que, de esta suerte,
las parte en dos no les resulta apropiado en absoluto. En ellas la «apariencia» sigue
siendo exterior, ajena a la «naturaleza». Sociahnente, ellas son «objetos» para y entre
hombres y no pueden, además, sino imitar un «lenguaje» que no han producido; na
turalmente, siguen siendo amorfas, sufriendo pulsiones sin representantes o repre
sentaciones posibles. Para ellas no tiene lugar la transformación de lo natural en so
cial, salvo en calidad de partes de la propiedad privada o de mercancías.
140
acabada. Tan operativa, por otra parte, que los sujetos mismos, estando implica
dos en el mismo hasta la médula, siendo producidos en el mismo como conceptos,
no tendrían modo de analizarla. Salvo en una dimensión de posterioridad cuyos re
trasos aún no han terminado de ser ponderados...
141
Felizmente -por así decirlo- quedarían las mujeres-mercancías, simples «obje
tos» de transacción entre hombres. Su situación de explotación específica en el fun
cionamiento de los intercambios -sexuales, pero más en general económicos, socia
les, culturales- podría conducirles a hacer una nueva «crítica de la economía
política». Crítica que ya no evitaría la del discurso, y más en general del sistema sim
bólico en los cuales se realiza. Lo que llevaría a interpretar de manera diferente el im
pacto del trabajo social simbólico en el análisis de las relaciones de producción.
Porque, sin la explotación de las mujeres, ¿que sería del orden social? ¿Qué mo
dificaciones sufriría éste si las mujeres salieran de su condición de mercancías -so
metidas a la producción, el consumo, la valorización, la circulación,.. exclusivamen
te por parte de los hombres- y participaran en la elaboración y el funcionamiento
de los intercambios? No reproduciendo, imitando, los modelos «falocráticos» que
hoy dictan la ley, sino socializando de otra manera la relación con Ja naturaleza, la
materia, el cuerpo, el lenguaje, el deseo.
142
IX Mercancías entre ellas
Los intercambios que organizan las sociedades patriarcales tienen lugar, exclusi
vamente, entre hombres. Mujeres, signos, mercancías, moneda, pasan siempre de
un hombre a otro, so pena -se afirma- de recaída en vínculos incestuosos y exclusi
vamente endogámicos, que paralizarían todo comercio. De esta suerte, la fuerza de
trabajo, los productos, incluso de la tierra-madre, serían objeto de transacciones ex
clusivamente entre los hombres. Lo que significa que la posibilidad misma de lo so-
ciocullural exigiría la homosexualidad. Tal sería la ley que la ordena. Donde la hete-
rosexualidad corresponde a una asignación de roles en la economía: sujetos
productores e intercambiadores unos, tierra productiva y mercancías las otras.
La cultura, al menos la patriarcal, funcionaría en efecto como la prohibición del
regreso a la sangre roja, incluso del sexo. De donde se deriva el imperio de la aparien
cia, que ignora aún sus endogamias. Porque no habría más sexo, ni sexos diferentes,
que el prescrito por la buena marcha de las relaciones entre hombres.
143
Las «otras» relaciones homosexuales -masculinas- serían igualmente subversi
vas, y por ende estarían prohibidas. Interpretando, abiertam ente, la ley del funcio
namiento social, corren el riesgo, en efecto, de desplazar su horizonte. Además, po
nen en tela de juicio la naturaleza, el estatuto, la necesidad «exogámica» del
producto del intercambio. Cortocircuitando la operación comercial, desenmasca
rarían también la verdadera puesta en juego.> Pueden, al menos, desvalorizar el va
lor, sublime, del patrón. Que el pene, incluso el pene, se torne en mero medio de
placer, y entre hombres: el falo pierde con ello su poder. El goce, dicen, debería de
jarse para esas criaturas poco aptas para la seriedad de las reglas simbólicas que
son las mujeres.
Así, pues, los intercambios y relaciones, siempre entre hombres, estarían a l mis
mo tiempo exigidos y prohibidos por la ley. Intercambiadores, los sujetos masculinos
sólo lo serían a costa de renunciar a funcionar ellos mismos como mercancías.
Homosexual, pues, toda gestión económica. También la del deseo, incluso para
la mujer. Ésta no tiene lugar más que como posibilidad de mediación, de transac
ción, de transición, de transferencia... entre el hombre y su semejante, incluso entre
el hombre y él mismo.
’ Véase S. Freud, «Psychogénése d’un cas d’homosexuaiité féminine», Névrose, psychose el per
versión, París, PUF.
144
La madre: el poder fálico; el hijo: no es siempre más que un niño pequeño; el
marido; un hombre-padre. ¿La mujer? «No existe». Ella adopta el disfraz que se le
pide que vista. Ella imita eJ papel que se le impone. Lo único que verdaderamente
se exige de ella es que mantenga, sin desentonar, la circulación de ¡a apariencia ai-
briéndose de fem inidad. De allí la falta, la infracción, la mala conducta, la cuestión
que acarrea la homosexualidad femenina, ¿Cómo reducirla? Asegurándose de que
sólo se hará como un hombre.
¿Cómo dar cuenta de esa «perversión» de la función sexual asignada a una mu
jer «normal»? La interpretación por parte del psicoanalista no parece algo fácil en
este caso. La homosexualidad femenina aparece como un fenómeno hasta tal punto
ajeno a su «teoría», a su Imaginario (cultural), que aquel no puede sino «ignorar la
interpretación psicoanalítica».
De esta suerte, no queda, para que la ciencia no sufra una conmoción demasiado
grave, sino remitir esta cuestión molesta a una causa anatomo-psicológica; «Desde
luego, el factor constitucional tiene allí, no cabe duda, una importancia decisiva».
Y Freud estará al acecho de los índices anatómicos que justifican la homosexuali
dad -m asculina- de su «paciente». Sin duda, «el tipo de la joven no se apartaba
del tipo físico de la mujer», era «bella y bien constituida» y «tampoco presenta
ba trastornos de la menstruación», pero «tenía, ciertamente, la estatura alta de su
padre y rasgos faciales acentuados en vez de femeninamente amables, lo cual ca
bía considerar como indicios de una virilidad somática», además de «sus cualida
des intelectuales que indican más bien un carácter viril». Pero... «el psicoanalista
tiene por costumbre, en determinados casos, abstenerse de un examen físico en
profundidad de sus enfermos».
De lo contrario, ¿qué habría descubierto Freud como prueba anatómica de la
homosexualidad -m asculina- de su «paciente»? ¿Qué es lo que su deseo, incon
fesable, de travestidos, le habría hecho «ver»? Para recubrir todos sus/los fan
tasmas de una objetividad siempre anatorao-fisiológica, no habla más que de
«ovarios probablemente hermafroditas». Y,., despide a la joven, aconsejándola
145
«que cominúe la tentativa terapéutica, sí es que atribuye a ésta algún valor, con
una mujer médico».
Intercambios sin términos idenüficables, sin cuentas, sin fin... Sin uno/a más
uno/a, sin serie, sin número. Sin patrón. Donde la sangre roja y la apariencia ya no
estarían distinguidas por envolturas engañosas sobre sus precios. Donde el uso y el
intercambio se confundirían. Donde el máximo de valor sería, asimismo, el míni
mo de reserva. Donde la naturaleza se consumiría, sin agotamiento; se intercam
biaría, sin trabajo; se daría -a resguardo de transacciones masculinas- por nada:
146
placeres gratuitos, bienestar sin penas, goces sin posesiones. Ironía para los cálcu
los, los ahorros, las apropiaciones más o menos violadoras y/o hurtadoras*, las ca
pitalizaciones laboriosas.
¿Utopía? Tai vez. A no ser porque ese modo de intercambio socava desde siem
pre el orden del comercio. Y que la obligación del incesto en la pura apariencia ha
prohibido una determinada economía de la abundancia.
147
X «Francesas», no hagáis
más esfuerzos...
149
pretende enseñarle. Así, pues, la mujer, aparentemente, tiene allí un lugar de cali
dad; el de estrella principal. Conviene que sea joven y bella.
¿A quién le es dado ver, en su cuerpo y su goce, esa m ujer? ¿Para quién es repre
sentado el sexo del hombre.^ ¿No están destinadas a otro hombre, al fin y al cabo, las
declaraciones y hazañas del profesor de inmoralidad? Entre dos hombres, al menos,
se establece una relación cuya mediación prescrita por la sociedad es la joven ignoran
te. La mujer ocupa un primer plano tanto más acusado cuanto más la escena se desa
rrolla entre hombres. ¿Cuál es, en esa economía, la función del goce de la mujer}
Además, ¿se trata del goce de la m ujer? Que la mujer tenga uno, dos, diez, vein
te... orgasmos, hasta el agotamiento total -lassata sed non satiata?- no significa que
goce de su goce. Esos orgasmos son necesarios como demostración de la potencia
masculina. Significan el éxito -piensan ellos- de la dommación sexual de la mujer
por el hombre. Son la demostración de que las técnicas de goce elaboradas por los
hombres son válidas, que el hombre es el dueño y maestro indiscutible de los medios
deproducaón de placer. Las mujeres están para dar fe de ello. Su adiestramiento as
pira a someterlas a una economía sexual exclusivamente falocrática: las novicias es
tán totalmente entregadas a su apetencia beata de la erección, de la penetración vio
lenta, de la repetición de los golpes y las heridas; las libertinas hablan y actúan como
falócratas: ellas seducen, poseen, descargan, golpean e incluso matan a aquellas más
débiles que ellas, como hombres fuertes que son.
Mujeres-florero, como se suele decir. Porque las técnicas de goce puestas en prác
tica por la pornografía son -¿al menos hasta ahora?- muy poco apropiadas para el
placer de las mujeres. La obsesión de la erección y de la descarga, la importancia so
brevalorada de la dimensión del sexo masculino, la pobreza estereotipada de los
gestos, el cuerpo reducido a una superficie que hay que forzar haciéndole agujeros,
la violencia, la violación... obligan, eventualmente, al goce -las mujeres están dota
das...-, ¿pero cual?
¿Y quién se sorprenderá de que las mujeres se queden mudas y una y otra vez ig
norantes acerca de ese goce? La «naturaleza» sometida a los modos de producción
exclusivos de los hombres goza a través de ellas, con la condición de que se sometan
sin saber nada al respecto. Que el libertino, gracias a su goce, sepa algo más: tal es
su propia prima de placer.
Él incita incluso a las mujeres a que gocen entre eUas. Bajo su mirada, por su
puesto. No debe dejar que se escape ninguna de las posibilidades de la puesta en es
cena sexual. Todo está permitido, siempre que él sea el organizador. Pero esto no
responde a la pregunta; ¿hasta qué punto ve lo que sucede entre mujeres? O bien:
¿las mujeres están «entre-ellas-bajo-su-mirada» tal y como están entre ellas?
150
Por ejemplo: al libertino le gusta la sangre. AI menos la que corre con arreglo a
sus propias técnicas. Porque, sea cual sea su libertinaje, su transgresión de todas í?)
las prohibiciones, por regla general la sangre menstrual sigue siendo un tabú. Los ex
crementos, desde luego, pero la sangre de la regla, no...
¿Censuraría él, sin saberlo, algo de la «naturaleza»? ¿Por qué precisamente la
sangre? ¿La sangre de quién? ¿Y por qué las mujeres están sometidas a esos siste
mas de prohibición? ¿No tienen -¿de veras?- ganas de gozar cuando tienen la re
gla? ¿Participan -¿pero a causa de qué sugestión?- del horror de su sangre? ¿Es
esa repulsión -inducida- lo que las lleva a odiar el sexo de su madre?
En todo caso, el libertino está por regla general bien provisto de dinero, de
lenguaje, de técnicas. ¿Acaso seduce -¿compra?- a las mujeres, los niños, los más
«pobres» y les obliga al goce en función de esa apropiación de riquezas y de ins
trumentos de producción? Una vez más: ¿qué goce? ¿Y tendría todo el tiempo
disponible para elaborar su saber del placer porque no está obligado a trabajar?
¿Sería ese su propio trabajo? ¿Cómo se articula éste con el mundo del trabajo en
general? ¿No es acaso el pornógrafo -hoy- un funcionario del Estado consagrado a
las cuestiones de salubridad pública?
En efecto, la escena pornográfica -tácita o explícitamente alentada por los pode
res republicanos- funciona como un lugar, bien compartúnentado, de «descargas»
y de «poluciones» hasta la saciedad. La mecánica humana se ve, periódicamente,
expurgada-vaciada de sus deseos y excesos sexuales posibles. Los cuerpos, purga
dos de sus eventuales desbordamientos, pueden volver a su lugar-engranaje en los
circuitos del trabajo, de la sociedad e incluso de la familia. Todo irá como es debido
hasta la próxima vez.
151
¿Q ué es lo que de tal suerte se sustrae a l placer para que la obligación de la repeti
ción sea tan tiránica? ¿Para que algún imperativo categórico obligue a perseguir un
goce siempre a la zaga? Porque sólo el agotamiento físico determina la interrup
ción de la escena, y no la consecución de un goce más exhaustivo. Éste llega a ha
cerse incluso más raro y costoso: al maestro le cuesta cada vez más gozar. La por
nografía es el reino de la serie. Una vez más, una «víctima» más, un golpe más, una
muerte más...
152
vosotras, siempre unido al dolor, pero que tal era vuestra naturaleza. Hasta el pun
to de que desobedecerla equivaldría a provocar vuestra desgracia.
Pero, curiosam ente, vuestra naturaleza siempre estaba definida exclusivamente por
los hom bres, vuestros eternos pedagogos: en ciencias sociales, religiosas, o sexuales.
Vuestros maestros morales o inmorales. Ellos os han enseñado vuestras necesidades
o deseos, sin que hayáis empezado a decir algo al respecto.
153
XI Cuando nuestros labios
se hablan
U5
ga, se quema, se pierde en un abismo. Habrá que esperar el regreso del «yo amo». A
veces mucho tiempo, a veces siempre. ¿Dónde se ha metido «yo amo»? ¿Dónde he
venido a parar? «Yo amo» acecha al otro. ¿Me ha comido? ¿Rechazado? ¿Atrapado?
¿Abandonado? ¿Encerrado? ¿Expulsado? ¿Cómo es ahora? ¿Ya no es yo? Cuando
me dice: te amo, ¿me expresa como soy? ¿O es él el que se presenta bajo esa forma?
¿La suya? ¿La mía? ¿La misma? ¿Otra? ¿Pero entonces, dónde he venido a parar?
Cuando dices te amo -quedándote aquí, cerca de ti, de mí-, tú dices me amo. No
tienes que esperar a que te lo expresen, yo tampoco. Yo no te debo nada, tú no me de
bes nada. Ese te amo es sin don ni deuda. Tú no me «ofreces» nada tocándote, tocán
dome; retocándote a través de mí. Tú no te das. ¿Qué haría yo contigo, conmigo, si nos
quedáramos replegadas sobre un don? Tú te/me conservas en la medida en que te/me
prodigas. Tú te/me encuentras en la medida en que te/me confías. Esas alternativas,
esas oposiciones, esas elecciones, esos mercados no se estilan entre nosotras. Salvo para
repetir su comercio, para permanecer en su economía. Donde nosotras no tiene lugar.
Luminosas, nosotras. Sin una, ni dos. Nunca he sabido contar. Hasta ti. Sería
mos dos, en sus cálculos. ¿De veras dos? ¿No te hace reír? Qué dos tan raro. Sin
embargo no una. Sobre todo no una. Dejemos el uno para ellos. El privilegio, la do
minación, el solipsismo del uno: también del sol. Y esa extraña distribución de sus
pares, donde el otro es la imagen del uno. Tan sólo la imagen. De esta suerte, ir ha
cia el otro viene a ser la atracción de su espejismo. Espejo (apenas) vivo. Helado/a.
Mudo/a. Es más fiel. Agotador trabajo de doble, de mimo, en el que se agota el ám
bito de influencia de nuestra vida. Condenadas a reproducir. Ese mismo en el que
estamos desde hace siglos; los otros.
Ahora bien, ¿cómo decir de otra manera: te amo? ¿Te amo, mi indiferente? Eso
sería someternos a su lenguaje. Para designarnos, nos han dejado las carencias.
156
los defectos. Su(s) negativo(s). Deberíamos ser -lo que es ya mucho decir-indi
ferentes.
Indiferente, no pierdas la calma. Si te mueves, perturbas su orden. Haces que
todo entre en zozobra. Rompes el círculo de sus costumbres, la circulatidad de sus
intercambios, de su saber, de su deseo. De su mundo. Indiferente, no debes mover
te, ni conmoverte, a no ser que te Damen. Si dicen; «ven», entonces puedes acercarte.
Apenas. Adaptándote a la necesidad que tengan o no de la presencia de su imagen.
Un paso, o dos. Sin más. Ni exuberancia ni turbulencia. Si no lo rompes todo. El
hielo. Su tierra, su madre. ¿Tu vida? Debes fingir: recibirla de ellos. Pequeño recep
táculo indiferente, sometida en exclusiva a sus presiones.
Así, pues, nosotras seríamos indiferentes. ¿No te hace reír? ¿Por lo menos así,
sin ambages? ¿Indiferentes, nosotras? (Si te echas a reír todo el tiempo y en todas
partes, nunca podremos hablarnos. Y seremos v(i)olatilÍ2 adas de nuevo con sus pa
labras. Así que controlemos un poco nuestra boca para intentar hablar.) No diferen
tes, es verdad. En fin... Sería demasiado sencülo. Y ese «no» nos separa de nuevo
para medirnos. Así separadas, dejamos de ser nosotras. ¿Semejantes? Por así decir
lo. Es un poco abstracto. No entiendo bien: semejantes. ¿Entiendes? ¿Semejantes
respecto a quién? ¿En función de qué? ¿Qué patrón? ¿Qué tercero? Te toco, y bas
ta para saber que tú eres mi cuerpo.
Te amo; nuestros dos labios no pueden separarse para dejar pasar una palabra.
Una sola palabra que diría tú, o yo. O bien: iguales. La que ama, la que es amada.
Ellos dicen -cerrados o abiertos, sin que una cosa excluya nunca la otra- una y otra
se aman. Juntos. Para producir una palabra exacta, sería preciso que se mantuvieran
separados. Decisivamente separados uno de otro. Distantes uno de otro, y entre
ellos una palabra.
¿Pero de dónde vendría esa palabra? Toda correcta, cerrada, replegada sobre su
sentido. Sin falla. Tú. Yo. Puedes reírte... Sin falla, ya no sería ni tú ni yo. Sin labios,
dejamos de ser nosotras. La unidad de las palabras, su verdad, su propiedad, es su
ausencia de labios. El olvido de los labios. Las palabras son mudas cuando son di
chas de una vez por todas. Envueltas propiamente para que su sentido -su sangre-
no se escape. ¿Como los hijos de los hombres? No los nuestros. Y, además, ¿tene
mos necesidad o deseo de hijos? Aquí y ahora: cercanas. Los hombres, las mujeres,
tienen hijos para dar cuerpo a su aproximación, su alejamiento. ¿Pero nosotras?
157
lituciones genealógicas (ni marido ni mujer). Ninguna familia. Ningún personaje,
rol o función (sus leyes reproductoras). Te amo: tu cuerpo presente aquí y ahora.
Yo/tú te/me tocas, basta para que nos sintamos vivas.
Abre tus labios, no los abras sin más. Yo no los abro sin más. Tú/yo no estamos
ni abiertas ni cerradas. Como no nos separamos nunca, sencillamente: no puede
pronunciarse una sola palabra. Ser producida, salir de nuestras bocas. Entre tus/mis
labios varios cantos, varios hablares, siempre se responden. Sin que uno, una, sea
nunca separable del/de la otro/a. Tú/yo: siempre forman varios a la vez. ¿Y cómo
uno, una, podría dominar al/a la otro/a? ¿Imponiendo su voz, su tono, su senti
do? Ellas no se distinguen. Lo que no significa que se confundan. ¿No entienden
nada? Elias tampoco os entienden.
Habla pese a todo. Que tu lenguaje no sea de un solo hilo, de una sola cadena, de
una sola trama, es nuestra fortuna. Viene de todas partes a la vez. Tú me tocas toda
al mismo tiempo. En todos los sentidos. Un canto, un discurso, un texto a la vez,
¿por qué? ¿Para seducir, colmar, recubrir uno de mis «agujeros»? Yo no los tengo
contigo. Las carencias, las oquedades que de la otra esperarían subsistencia, pleni
tud, completud, no son nosotras. Que seamos mujeres por nuestros labios no quie
re decir que comer, consumir, llenarnos, sea lo que nos importa.
Bésame. Dos labios besando a dos labios; lo abierto nos es devuelto. Nuestro
«mundo». Y entre nosotras el paso del adentro al afuera, del afuera al adentro es sin
límites. Sin fin. Intercambios que ninguna argolla, ninguna boca interrumpen ja
más. Entre nosotras, la casa ya no tiene muros, el claro cercado, el lenguaje de circu-
laridad. Me besas; el mundo es tan grande que pierde todo horizonte. ¿Insatisfechas
nosotras? Sí, si significa que no estamos terminadas. Si nuestro placer consiste en
movemos, conmovernos, sin cesar. Siempre en movimientos: lo abierto no se agota
ni se satura.
Decir varias a la vez no nos lo han enseñado ni permitido. Eso no es hablar co
rrectamente. Desde luego, podíamos -¿debíamos?- exhibir alguna «verdad» sin
tiendo, reteniendo, callando alguna otra. ¿Su envés? ¿Su complemento? ¿Su resto?,
permanecía oculto. Secreto. Fuera y dentro, no teníamos que ser iguales. No con
viene a su deseo. Velar, revelar, ¿no es lo que les interesa? ¿Lo que les afana? Repi
tiendo siempre la misma operación. Cada vez. Sobre cada una.
Así, pues, tú/yo se desdobla para agradarles. Pero divididas así en dos -una fue
ra, otra dentro-, ya no te besas, ya no me besas. Fuera, intentas adecuarte a un or
den que te es ajeno. Exüiada de ti, te confundes con todo lo que se te presenta. Imi-
158
tas todo cuanto se te acerca. Devienes todo lo que te toca. Ávida de encontrarte, te
alejas indefinidamente de ti. De mí, Asimilándote modelo tras modelo, pasando de un
amo a otro, cambiando de Figura, de forma, de lenguaje en función de quien te do
mina. Separada(s). A fuerza de dejar que abusen de ti, impasible travestida. Ya no
regresas: indiferente. Regresas; impenetrable, cerrada.
¿Cómo decirlo? Que de inmediato somos mujeres. Que no tenemos que ser pro
ducidas tales por eUos, nombradas tales por ellos, consagradas y profanadas tales
por ellos. Que siempre ha ocurrido de antemano, sin su trabajo. Y que su(s) histo
riáis) constituyen el lugar de nuestra deportación. No porque tengamos un terri
159
torio propio, sino porque su patria, familia, hogar, discurso, nos aprisionan en espa
cios cerrados en los que no podemos continuar moviéndonos. Viviéndonos. Sus
propiedades son nuestro exilio. Sus cercas la muerte de nuestro amor. Sus palabras,
la mordaza de nuestros labios.
Cómo hablar para salir de sus compartimentaciones, divisiones por zonas, dis
tinciones, oposiciones; virgen/desflorada, pura/impura, inocente/enterada... Cómo
zafarnos del encadenamiento a esos términos, liberarnos de sus categorías, prescin
dir de sus nombres. ¿Librarnos, vivas, de sus concepciones? Sm reserva, sin blanco
inmaculado que sostenga el funcionamiento de sus sistemas. Sabes bien que nunca
estamos terminadas, sino que sólo nos besamos enteramente. Que unas partes tras
otras -del cuerpo, del espacio, del tiempo- interrumpen el flujo de nuestra sangre.
Nos paralizan, nos coagulan, nos inmovilizan. Más pálidas. Casi frías.
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Y no te crispes por la palabra «justo». No hay tal. No hay verdad entre nuestros
labios. Todo tiene lugar para existir. Todo vale la pena de ser intercambiado, sin pri
vilegio ni rechazo. ¿Intercambiado? Todo se intercambia, pero sin comercio. Entre
nosotras, no hay propietarios ni compradores, no hay objetos determinables ni pre
cios. Nuestros cuerpos se acrecientan con nuestros goces comunes. Nuestra abun
dancia es inagotable: no conocemos ni escasez ni riquezas. Entregándonos todo/a
sin reserva y sin acaparamiento, nuestros intercambios son sin términos. ¿Cómo de
cirlo? El lenguaje que conocemos es tan limitado.
¿Hablar por qué, me dirás? Sentimos las mismas cosas al mismo tiempo. ¿No le
bastan mis manos, mis ojos, mi boca, mis labios, mi cuerpo? ¿No es bastante lo que
te dicen? Podría responderte: sí. Pero eso sería demasiado sencillo. Dicho a la lige
ra para tranquUizarte/nos.
Si no inventamos un lenguaje, si no encontramos su lenguaje, nuestro cuerpo
tendrá demasiados pocos gestos para acompañar nuestra historia. Nos cansaremos
de los mismos, dejando nuestro deseo en latencia, en sufrimiento. Adormecidas, in
satisfechas. Y entregadas a las palabras de los hombres. Las cuales, ellos, saben des
de hace mucho tiempo. Pero no nuestro cuerpo. Seducidas, atraídas, fascinadas, ex-
tasiadas por nuestro devenir, nos quedaremos paralizadas. Privadas de nuestros
movimientos. Paralizadas, mientras que estamos hechas para el cambio sin descan
so. Sin saltos ni caídas necesarias. (Y sin repetición.)
Continúa, sin estancarte. Tu cuerpo no es el mismo hoy que ayer. Tu cuerpo se
acuerda. No hay necesidad de acordar/e. De conservar, contar, capitalizar ayer en tu
cabeza. ¿Tu memoria? Tu cuerpo dice ayer en lo que quiere hoy. Si piensas: ayer era,
mañana seré, piensas: estoy algo muerta. Sé lo que devienes, sin agarrarte a lo que
habrías podido ser, a lo que podrías ser. Sin estar jamás fija(da). Dejemos lo decisi
vo a los indecisos. No tenemos necesidad de lo definitivo. Nuestro cuerpo, presen
te aquí y ahora, nos da una certidumbre completamente distinta. La verdad es ne
cesaria para aquellos que se han alejado tamo de su cuerpo que lo han olvidado.
Pero su «verdad» nos inmoviliza, resueltas como estatuas, si no nos desprendemos
de ella. Si no deshacemos su poder intentando decir, aquí y allá de inmediato, cómo
nos hemos turbado.
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nudarnos. Tantas representaciones, y apariencias, nos alejan a una de otra. Nos han
disfrazado tanto tiempo conforme a su deseo, nos hemos engalanado tantas veces
para complacerles que nos hemos olvidado de nuestra piel. Fuera de nuestra piel,
permanecemos distantes. Tú y yo separadas.
164
E stos textos fueron publicados originalmente en;
165
y
I n d i c e g e ne r a l
167
Títulos publicados
Las verdades nómadas & General Intellect, poder constituyente, comunismo, Antonio Ne-
gri y Félix Guattari.
Análisis de los cambios experimentados por las formas de producir y por la composi
ción de clase de la fuerza de trabajo desde 1968 hasta la aaualidad planteados en cla
ve política de acción revolucionaria.
El largo siglo XX. Dinero y poder en los orígenes de nuestra época, Giovanni Arrighi.
Estudio magistral del capitalismo como sistema histórico dotado de una coherencia
temporal y espacial en la sucesión de sus diversos ciclos sistémicos de acumulación,
cuya variación gira en corno a las luchas antisistémicas.
169
Marx más allá de Marx. Cuaderao de trabajo sobre los Grundrisse, Antonio Negrí.
Lectura de los Grundrisse de Marx como texto revolucionario que coloca el antago
nismo de clase en el centro del proceso de reproducción capitalista y la lucha de cla
ses en clave interpretativa de la modernidad y la posraodernidad.
Brigadas Rojas, Mario Moretti (entrevistado por Rossana Rossanda y Carla Mosca).
Crónica de la experiencia de la lucha armada en Italia durante la década de 1970 ana
lizada como expresión política de la fuerza de trabajo social.
170
Historias locales/diseños globales. Colonialidad, saberes subalternos y pensamiento fron
terizo, Walier D. Mignolo,
La colonialidad del poder como elemento clave para comprender el comportamiento
del capitalismo histórico analizado desde una perspectiva no eurocéntrica.
171
Maquiavelo y nosotros, Louis AJthusser.
Estudio del pensamiento de Maquiavelo como teórico de la invención de la política en
el vacío provisional de la consütudón del sujeto revolucionario, y como analista de los
avalares del acontecimiento de su emergencia como fuerza histórica transformadora.
172
Parecen. La vida después del capitalismo, Michael Albert.
Reflexiones sobre cómo pensar la organización económica tras el fin del capitalismo
para posibilitar una economía sostenible, viable socialmente e innovadora desde el
punto de vista empresarial.
173
Prívatizar la cultura, Chln-tao Wu.
Análisis exliaustívo de cómo la ola de privatización que afecto a las economías nacio
nales durante las décadas de 1980 y 1990 se conjugó en la esfera de la cultura y del
arte y cómo ello ha afectado al carácter democrático de nuestras sociedades,
174
La economía de la turbulencia global, Kobert Brenner.
Soberbio estudio de cómo se ha comportado la economía-mundo capitalista durante
los últimos 50 años a partir del análisis de sus variables sistémicas de funcionamiento,
de los límites intrínsecos del actual modo de producción y de sus tendencias a la cri
sis y a la turbulencia estructural.
Dinero, perlas y flores en la reproducción feminista, Mariarosa Dalla Costa (de próxima
aparición).
Apasionante recorrido por la historia del feminismo y los nuevos paradigmas de com
prensión de la realidad de los últimos 40 años, que desemboca en una crítica y análi
sis de los procesos de reproducción social, de la crisis de la sociedad del capital y de
las luchas de las mujeres del sur por mantener las condiciones -económicas y ecoló
gicas- que garanticen su supervivencia.
175
Cómo hablar del otro lado, se preguntó Alicia. Porque, en materia de
maravillas, ella había descubierto que era más de una, y que una sola
lengua no podía significar lo que tenía lugar entre ellas. Sin embargo,
era preciso intentar hacerse oír. Así que, esforzándose, repuso:
¿Qué decir de una, otra, sexualidad femenina? Otra respecto a la
prescrita en y por la economía del poder fálico. Otra respecto a la
descrita -y normalizada- una y otra vez por el psicoanálisis. ¿Cómo
inventar, o recobrar, su lenguaje?
¿Cómo interpretar el funcionamiento social a partir de la explota
ción de los cuerpos sexuados de las mujeres? ¿Qué puede ser,
entonces, su acción en relación con lo político? ¿Deben o no inter
venir en las instituciones?
¿Qué rodeo hay que dar para escapar de la cultura patriarcal? ¿Qué
cuestiones plantear a su discurso? ¿A sus teorías? ¿A sus cien
cias? ¿Cómo enunciarlas para que no se vean, de nuevo, someti
das a la censura o la represión?
Pero también: ¿cómo hablar ya mujer? Atravesando de nuevo el
discurso dominante. Inquiriendo al dominio de los hombres.
Hablando a las mujeres, entre mujeres.
Cuestiones -entre otras- que se interrogan y se responden en
varias lenguas, en varios tonos, en varias voces. Desconcertando la
uniformidad de un discurso, la monotonía de un género, la autocra
cia de un sexo. Innumerables los deseos de las mujeres, y nunca
reducibies a uno ni a su múltiple.
El sol ya había salido hace mucho tiempo. Una historia no termina
ba de imponer su orden. De obligarla a exponerse en una claridad
algo fria. A la espera de otra mañana, volvió a pasar detrás del
espejo, y se encontró entre toda(s) ellas.
L. 1.
Luce Irlgaray (Bélgica, 1930), es una de las principales exponentes del pensa
miento feminista de la diferencia. Su critica a la cultura patriarcal rompe con la idea
del varón como sujeto único universal; su reflexión filosófica, orientada a la bús
queda de una subjetividad: femenina autónorria, Éibarca el análisis de las relacio
nes, el lenguaje, la historia, la sexualidad y la lestética. [Entre sus escritos destacan
Espéculo de la otra mujer (1974), publicado en esta colección (Akal, 2007), asi como
Amante marine de Fríedrích Nietzsché (1980); .ffri/qpe de la .différence sexuelle
(1984), Lefempsde/ad/fférence^(198^), J ’ó/me4r;fó/(1.992), É tre de u x^^997), Entre
Oríent ef Occident (1999) y Priéres quótidiennés/Everydáyfirayers (2004).
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