Prólogo - Feminismo de Las Tripas

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PRÓLOGO
Feminismo, psicoanálisis y biología. Diálogos desde un nuevo
materialismo crítico feminista no fundacionalista
Ariel Martínez

¿Seré el único que siente culpa por pensar que el


posestructuralismo nos conduce a un sitio cómodo, una meseta de
lo políticamente correcto? ¿A qué se deben estas prolongaciones
normativas que invaden mi subjetividad? Este impulso
epistemofílico de perseguir nuevos temblores teóricos capaces de
transformar o revitalizar lo pensado hasta el momento ¿me librará
de la abyección, al caer por fuera de la matriz de inteligibilidad
butleriana? Desde hace ya varios años, el interés de indagar
los ensamblajes estratégicos entre teoría queer y psicoanálisis
me reunió con colegas en un grupo periódico y sistemático
de estudio.1 Allí, notamos rápidamente que las versiones del
pensamiento queer enraizadas en las ideas de Michel Foucault
impedían al psicoanálisis desplegar la complejidad de sus propios
postulados. El protagonismo lingüístico sobre el que cabalga
el construccionismo radical de Judith Butler (2007, 2008), por
ejemplo, sólo hacía lugar para un tímido juego de conceptos
tendientes a explicar el impacto de las normas sociales en la
producción subjetiva.
En este contexto, los problemas teóricos y políticos involucrados
suscitados en torno a la sexualidad no cesaban de exponer los
límites del lenguaje. ¿La sexualidad es reductible a la lógica de
las identidades? ¿Cómo explicar teóricamente los desbordes,
1
El grupo de estudio se lleva a cabo en el Centro Interdisciplinario de Investi-
gaciones en Género (CInIG, IdIHCS-UNLP/CONICET) y se encuentra integrado
por Guillermo Suzzi, Tomás Gomariz y Luciano Arévalo.
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excesos, del deseo y la fantasía? El concepto freudiano de pulsión,


por ejemplo, junto a sus derivas, nos obligaba a reconocer una
espina clavada en la pretensión exhaustiva de las taxonomías
modernas. En el contexto de las ideas de Butler, la potencia
crítica del psicoanálisis mostraba su irreductibilidad respecto
al lenguaje. Comenzamos a comprender que el interés por lo
extradiscursivo se paga con el estigma del esencialismo, lo
cual desestima de plano la posibilidad productiva y crítica de
hacer lugar a incomodidades teóricas y epistemológicas. Guy
Hocquenghem (2009) acudió a nuestra invocación, su lectura
deleuziana del deseo nos permitió pensar en una deriva queer
donde la sexualidad guarda para sí un resto que no reconoce
bordes identitarios. Los eslabones se sucedieron rápidamente en
nuestro recorrido temático: Leo Bersani (1995, 1998) y su lectura
anti-comunitaria del deseo homosexual nos colocó ante posturas
de la sexualidad que escapan a la intención de redención, y Lee
Edelman (2014), junto a su formalización de una negatividad
conectada con la noción de pulsión de muerte –aquella fuerza
descompletante que recorre el orden simbólico y subjetivo
amenazando cualquier pretensión de clausura–, nos condujo de
lleno hacia la vertiente anti-social de la teoría queer –regodeada
en el goce de la abyección que ignora fines sociales.
Ya con distancia crítica con respecto a Butler, y sus
preocupaciones por una comunidad que torne inteligible lo
abyecto en su mayor grado posible, tomamos contacto con otro
frente crítico considerable. Desde inicios del siglo XXI, irrumpió
un renovado interés por la materialidad y sus procesos más allá
de la acción del lenguaje. En el marco de esta exploración –más
reciente– nos enfrentamos con las ideas que Elizabeth Wilson
despliega en este volumen. Rápidamente notamos que el arco
de sus publicaciones conectaba psicoanálisis, feminismos, la
negatividad queer que nos interesaba particularmente y la
agencia de la materia viva que integra nuestros cuerpos. El modo
en que Wilson aborda este espectro temático se aleja de la típica
superposición de dimensiones tendientes a construir una mirada
aditivamente (pseudo)compleja. Su aproximación profundamente
Prólogo 13

innovadora nos exigió, desde el inicio, reposicionarnos


epistemológicamente para considerar críticamente su propuesta.
Pero antes de comentar algunas de sus provocaciones es necesario
realizar algunos rodeos.
Es ampliamente sabido, la publicación de Gender Trouble de
Judith Butler a inicios de los años ‘90 condujo súbitamente al
feminismo norteamericano hacia el clímax posestructuralista
ya existente desde los años ‘80. Desde allí las coordenadas
onto-epistemológicas del giro lingüístico comenzaron a cincelar
un ordenamiento cartográfico maniqueo respecto de aquellas
pensadoras cuyas perspectivas no exaltaban los juegos del
lenguaje como arco de triunfo. Tal vez el recurso más conocido fue
la imposición de la tensión entre esencialismo-construccionismo
como únicos términos posibles de debate. Teresa de Lauretis notó
el modo en que “teóricas (…) anglo-americanas (…) comprometidas
en tipologizar, definir y marcar los varios ‘feminismos’ a través
de una escala ascendente de sofisticación teórico-politica donde
el ‘esencialismo’ gravita pesadamente en el punto más bajo”
(de Lauretis, 1990, p.78), asediaron de mandatos normativos la
pertenencia a un feminismo que exigía un posicionamiento claro
respecto de la materialidad y la biología.
Ya durante la primera década del siglo XXI, un conjunto de
intelectuales, tales como Myra Hird (2004), Karen Barad (2007),
Jane Bennett (2010), Rosi Braidotti (2002, 2010); Diana Coole
y Samantha Frost (2010), Elizabeth Grosz (2010) y Vicki Kirby
(2011), sólo por nombrar unas pocas, estuvieron dispuestas a
pagar el precio del estigma y romper con la parálisis que infunde
la potencial adjudicación de esencialismo. Así, desde hace más
de una década, se preocupan por la actividad de la materia más
allá del lenguaje. No llama la atención que este foco conceptual
emergente dentro del feminismo haya generado profundo
malestar entre aquellas intelectuales que alimentaron el calor de
los debates teórico-políticos en la última década del siglo XX. Aún
más, como gesto fundante, el así denominado nuevo materialismo
crítico feminista, se articuló a partir de una fuerte y aguda crítica
al posestructuralismo feminista –con especial atención a Judith
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Butler– mediante el reclamo de un compromiso con la agencia


material y la necesidad de contrarrestar el énfasis excesivo en
aspectos lingüísticos, discursivos y socioculturales.
Así, desde sus inicios, este nuevo conjunto de intelectuales
señala la realidad de la materia, no tanto en el sentido de
una realidad objetiva e independiente, sino a partir de una
sofisticación especulativa que no admite conceder al lenguaje
el poder de producir, entre sus pliegues, el mundo (Alaimo y
Hekman, 2008). Aunque este nuevo materialismo ontológico
reúne aspectos distintivos que lo alejan definitivamente del
materialismo histórico praxeológico, enraizado en el marxismo,
cabe señalar que se ha cuestionado su carácter novedoso
(Lettow, 2017; Wolfe, 2018). Es cierto, resulta ambicioso
adjudicar novedad cuando se trata de problemas filosóficos que
se remontan, al menos, al siglo V a.c. Como fuere, configuran
una clara respuesta al giro lingüístico que ha vertebrado a los
feminismos posfundacionalistas de amplia proliferación durante
el declive del siglo pasado. Con todo, si la excesiva preocupación
por el lenguaje y la significación, lo social y lo discursivo, ha
implicado el descuido de la agencia de la materia, lo cierto es que
el intento de los nuevos materialismos feministas por devolver
materialidad a la materia puede resultar atemorizante. ¿Se trata
de un retorno a la naturaleza? ¿O más bien se trata de teorizar
una vinculación compleja entre lo discursivo y lo material desde
nuevos marcos onto-epistemológicos que, incluso, intentan
desplazar los términos materia y lenguaje? Se trata, nos dicen,
de reconocer la agencia de la materia, para encontrar una nueva
forma de entender y conectar con la potencia de la materia, no
solo del cuerpo, el sexo y el género, sino de todos los aspectos del
mundo material y de aquello que se designa como naturaleza en
oposición a aquello que se denomina social. Gill Jagger (2015),
por ejemplo, afirma que el nuevo materialismo no rechaza las
ideas fundamentales del posestructuralismo feminista. Después
de todo, la idea de que nuestro acceso al mundo se encuentra
indefectiblemente mediado por representaciones es difícil, si
no imposible, de desestimar. Desde su punto de vista, el nuevo
Prólogo 15

materialismo –al menos las líneas que rescatamos– considera


que el papel constitutivo del lenguaje requiere algún tipo de
interacción con el mundo material, donde la materia cuente como
algo más que punto de apoyo o mera sedimentación discursiva
–en cualquier caso, carente de agencia–.
Por ejemplo, la propuesta de Jane Bennett (2010), deudora
de Gilles Deleuze y Félix Guattari (2004), señala la vitalidad,
el poder inmanente y la productividad de toda materia (no sólo
aquella que frecuentemente se considera como viva). Bennett
refiere al poder de auto-composición de las cosas, una vitalidad
vibrante que precede a la formación de un cuerpo. Se trata de
intensidades y no de entidades extendidas en el espacio, es decir:
de la actividad virtual de la materia y sus arreglos funcionales
imprevisibles pero capaces de responder inteligentemente ante
reacciones mecánicas. Deleuze y Guattari asumen que no hay un
punto material de inmovilidad pura, pues todo segmento de la
materia es en sí mismo multiplicidad, un conjunto de diferentes
fuerzas, energías, afectos. No sólo afirman la evidente movilidad
dinámica entre los cuerpos, sino también la emoción vibrante
dentro de cualquier arreglo material. La inmanencia de cada
cuerpo se compone de todo tipo de virtualidades temblorosas,
burbujeantes y vibrantes. Incluso los metales, como casi toda la
materia inorgánica, son de naturaleza policristalina, es decir:
una reunión de elementos ensamblados que difieren en forma y
tamaño, cuya estructura interna, finalmente, muestra un espacio
permeable, poros inter-cristalinos que integran las propiedades
de cualquier metal. Manuel De Landa (2015) señala que la
complejidad de la dinámica de las grietas internas de un metal
no está determinada, o al menos no es completamente predecible.
Bennett enfatiza que la metalurgia ha tenido en claro estas
consideraciones. Cuando utiliza el calor para transformar el
hierro en acero, la metalurgia traza alianzas con la vitalidad
metálica, dialoga con estos temblores de átomos libres en los
bordes de los componentes de esta estructura policristalina.
Más interesante aún, la metalurgia y el metal surgen de forma
conjunta, pues el metal no es un mineral hallado y extraído de
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ensamblajes geológicos. El metal supone, siempre, la metalurgia.


El metal es, siempre, un material ya trabajado, un diálogo y
un producto quiasmático entre procesos naturales y acciones
humanas. De hecho, nota Bennett, antes que el científico, fue
el encuentro intenso e íntimo del artesano metalúrgico con su
material lo que permitió comprender la estructura policristalina
de la materia inorgánica. El deseo del artesano de saber lo que
puede hacer un metal, en lugar del deseo del científico de saber
qué es un metal, ha permitido al primero discernir y trabajar con
la vitalidad de la materia.
Al igual que la suspicaz mirada que la metalurgia ha proyectado
creativamente sobre la materia, Elizabeth Wilson nos ofrece
un viraje de tal magnitud ante la materia biológica. ¿Seremos
capaces de suspender nuestros domesticados marcos epistémicos
para no desestimar apresuradamente la propuesta de este libro?
¿La vitalidad que Bennett encuentra en la materia está muy
alejada del psicoanálisis? Menos de lo que creemos. Sabemos que
el giro freudiano de los años ’20 es, en cierto sentido, un giro
especulativo. Catherine Malabou (2013) se interesa por la alusión
a aquel momento que Freud (1920) busca en más allá del principio
del placer, aquel que precede al surgimiento de lo que el mismo
Freud llama sustancia viva. Así, el tiempo que Freud encuentra
en aquel más allá del principio del placer coincide con la noción
de una temporalidad preorgánica estructurada por el doble ritmo
de las pulsiones de vida y de muerte. La materia inanimada
encuentra su lugar en el pensamiento freudiano –aquel estado
anterior de las cosas, una forma inicial que la entidad viviente
abandonó en un momento y al que se está esforzando por regresar.
Para no extendernos, digamos que Malabou encuentra aquí el
ritmo de la materialidad, un registro primitivo y elemental cuyo
carácter repetitivo triunfa al sacudir el orden que el principio del
placer instaura. El ritmo de la materia –sin duda una dinámica
compleja que Freud conceptualiza bajo los términos plasticidad
y elasticidad– es el pulso de la repetición que sostiene, invade y,
finalmente, deshace la vida.
Prólogo 17

Sea como fuere, la peligrosidad política que resuena en la


invocación de la agencia material se agudiza cuando nos enfocamos
en vincular este debate con el problema de la participación de
la naturaleza en la producción del dimorfismo sexual. Pero los
aportes que gravitan en torno a estos nuevos posicionamientos
materialistas son heterogéneos, y aunque todos ellos diagnostican
al feminismo una poderosa biofobia, no todos cabalgan sobre el
reduccionismo o determinismo biológico. La forma en que circula
este problema ha conducido a las intelectuales que adjudican un
nervio vibrante a la materia –viva y no viva– a tomar partido
ante la contundencia y magnitud de las implicaciones teóricas
y políticas en torno al dimorfismo sexual para el campo del
feminismo. Esta toma de partido diferencial –las más de las
veces presente de forma subyacente en las ideas de nuestras
pensadoras– me permite proponer un criterio para un posible
ordenamiento de la heterogeneidad que subyace a las múltiples
posiciones dentro de los nuevos materialismos feministas.
Propongo agrupar bajo la rúbrica de nuevos materialismos
feministas fundacionalistas a aquellos posicionamientos teóricos
que afirman –no siempre explícitamente, claro está– que el
dimorfismo sexual es inevitable y, como justificación, apelan a
un fundamento metafísico para consolidar la diferencia sexual
biológicamente emergente. La petrificación del dimorfismo
sexual en aspectos extradiscursivos es sintomática de una
postura general tendiente a localizar la naturaleza, la materia, la
biología –sean cuales fueren las consideraciones o sofisticaciones
con que se revitalizan estas dimensiones– como fundamento del
orden social y político. Por otra parte, propongo denominar como
nuevos materialismos críticos feministas no fundacionalistas
a aquellas posturas preocupadas por involucrar en diálogo
complejo a la materia, y sus agenciamientos múltiples, con
aspectos discursivos. Involucra aquellas reflexiones ontológicas
tendientes a desidentificar materialismo y esencialismo, y a
alentar el rechazo de cualquier punto de vista privilegiado y
neutro desde el cual predicar conocimiento sobre la materialidad
y la biología de forma objetiva y verdadera.
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Los nuevos materialismos feministas alejados de la búsqueda


de fundamentos comparten con Butler el deseo de atacar la
metafísica de la sustancia o de la presencia, pero se distancian
de ella al reclamar actividad ontológica capaz de interimplicarse
con la relevancia del ámbito discursivo ya informado por
autoras posestructuralistas. Al mismo tiempo afirman que la
diferencia sexual no se encuentra encriptada en los límites de la
metafísica de la sustancia y, por ello mismo, puede ser desafiada
y reconfigurada. En cambio, aquellas feministas, enfiladas sobre
los nuevos materialismos fundacionalistas, se empeñan en buscar
vínculos necesarios entre realidades biológicas e identidades socio-
culturales. Estos feminismos contemporáneos que alimentan
cualquier forma de fundacionalismo parten del interés, explícito o
subyacente, de invertir la postulación de la naturaleza y la materia
como terreno pasivo y sostén de las representaciones sociales, y
hacer de la cultura un producto de la naturaleza.
Atender a la biología, aún cuando abracemos una preocupación
por la materialidad sin ánimos de hacer de ella un fundamento,
implica, sin duda, la vigilancia epistémica necesaria para no
convocarla al sitio donde tan frecuentemente esperamos verla:
aquel sustrato donde emergen los determinantes absolutos del
orden social y subjetivo. El temor que suscita la biología no es
otro que el temor que suscitan los discursos que adjudicamos a la
biología. El mantra del construccionismo social (al que, de vez en
cuando, no es ocioso interrumpir críticamente) invoca e intenta
exorcizar, al mismo tiempo, el problema en torno al pretendido
determinismo biológico. Indudablemente, algunos discursos han
operado de forma políticamente indeseable en el campo de las
ciencias sociales y humanas, pero considerar la biología no implica
adoptar los supuestos políticamente retrógrados y reaccionarios
de disciplinas tales como la sociobiología –vitalizados cada vez
que los hacemos consistir como exterior constitutivo del carácter
crítico de nuestras disciplinas sociales y humanas–.
Es posible incrustar la propuesta de Elizabeth Wilson en este
amplio panorama, pero sus ideas traen consigo una particularidad
arrasadora. ¿Existe un gesto más insubordinadamente queer que
Prólogo 19

volver a la biología –no aquella proyectada convenientemente


para delimitar nuestros objetos socio-culturales de estudio– para
considerar allí aspectos atinentes a la materialidad del cuerpo y
hacer estallar, desde allí, aquellos aspectos en los que resuenan
el positivismo, el determinismo, la linealidad? Elizabeth Wilson
nota que la tensión entre esencialismo y construccionismo exuda
un antibiologismo con consecuencias teóricas y políticas no
siempre convenientes. Obviando las frecuentes críticas lanzadas
contra Butler, Wilson se detiene en los dos célebres ensayos de
Gayle Rubin (1986, 1989). Ambos, aunque muy diferentes entre
sí, han contribuido a consolidar un suelo teórico común donde
la relación entre teoría feminista y biología es, desde el punto
de vista de Wilson, desconcertante. Rubin alentó el gesto de
identificar la sofisticación crítica con el rechazo de ciertas nociones
y datos de la biología. Este rechazo de la biología ha pasado a
integrar, nos dice Wilson, el ADN de la teoría feminista. Desde
aquí, alienta un compromiso directo con las ciencias naturales
para reorientar enfoques hacia el cuerpo de forma renovada. Es
posible, y enriquecedor, involucrarnos con datos de la biología,
tomándolos seriamente, aunque jamás literalmente.
Wilson se aleja del modo en que el construccionismo instala la
materia como inerte, estable, concreta, inmutable y resistente al
cambio socio-histórico. Ante un panorama en el que la preocupación
por la materia genera sospechas de apoliticidad, Wilson afirma de
forma desafiante que la reflexión crítica en torno a la materialidad
es crucial para la teoría feminista. Obviamente, la refutación de los
relatos provenientes de aquella biología determinista y plana fue, y
es, políticamente imperiosa, sin embargo, el feminismo no debiera,
nos dice, organizar sus postulados teórico-políticos en torno a este
discurso que no reconoce la complejidad del comportamiento de los
sustratos materiales que involucran el despliegue y la realización
de nuestras subjetividades. A partir de la conclusión, vital para la
teoría feminista, que señala que la biología no es destino, se concluyó,
prematuramente, que ningún dato biológico puede proporcionar
beneficios teóricos para los análisis feministas. Al rechazar nociones
deterministas y lineales de la biología, rechazamos también –a Judith
20 Ariel Martínez

Butler se la considera ejemplar al respecto– aspectos materiales de


nuestra realidad corpórea en los que se libra la posibilidad y las
condiciones de que nuestra vida prospere de tal manera en que –por
volver a Butler– valga la pena ser vivida.
¿Qué pasa si admitimos que la biología es más queer, más extraña,
menos soberana y más intra-activa, ingobernable y rumiante de
lo que estaríamos dispuestas a admitir? La biología que Wilson
considera no es estática, tampoco una sustancia determinada ni
determinante opuesta a la interpretación lingüística. La biología,
nos dice, es un substrato dinámico y rumiante en constante y
variable acción, enredado inextricablemente con la psique, la
cultura, entre otras dimensiones que en los abordajes actuales se
consideran de forma segmentada. Su propuesta, de ningún modo
fundacionalista, deja deslizar la invitación a subvertir el supuesto
que opone mente y cuerpo. Así, se aleja de los marcos disciplinarios
convencionales que asocian la posibilidad de transformación
exclusivamente con la mente (dotada de racionalidad y agencia). Si
lo orgánico está muy lejos de ser un sustrato básico, rudimentario,
natural, homogéneo, compacto e inerte, abandonar el anti-
biologismo es una invitación a involucrarse más estrechamente
con una tarea de auto-transmutación significativa y gradual, muy
beneficiosa para colectivos cuya carne corpórea paga el precio de
la desigualdad generada por los sistemas de opresión. ¿Acaso la
biología no tiene nada que aportar allí? ¿La única forma en que estos
saberes pueden entrar en juego es de forma plana y determinista?
Si aceptamos que no hay una ortodoxia intrínseca a la materia
biológica, y por lo tanto ésta puede ser tan perversa y rebelde como
cualquier arreglo social, textual, cultural, afectivo, económico,
histórico o filosófico, entonces ¿por qué asumimos tan rápida y
fácilmente la forma convencional en que biología significa materia
predeterminada? Desde aquí, Wilson propone un encuentro
incómodo entre teoría feminista y neurociencias, proyecta allí una
intimidad crítica conflictiva en alianza temporaria.
Aún más, ¿y si el intestino es un órgano mental? ¿Si la
regurgitación y la rumia no sólo refieren a asuntos que giran
en torno a la comida, la saliva y la bilis, sino que también son
Prólogo 21

vinculantes con la actividad fantasmática intrínseca a los órganos


vivos, una actividad de ideación más psíquica de lo que estaríamos
dispuestas a admitir? Órdenes aparentemente contrarios se
enredan profundamente. En su propuesta, Wilson hace a un
lado la centralidad de la corteza cerebral –del Sistema Nervioso
Central– para interesarse en la periferia neurológica, esto es: el
sistema nervioso entérico (las neuronas que recubren el intestino,
las vísceras, las tripas). Wilson no duda en afirmar que el intestino
es un órgano de la mente y, como tal, rumia, delibera, actúa. El
estatuto mental del intestino no refiere a la lógica de salto de un
orden (psíquico) a otro (orgánico), como las conversiones histéricas
ya tematizadas por Freud. El modo en que Wilson se preocupa por
no aislar la mente del cuerpo, la psique de la química, la neurona
del mundo, opta por otras referencias tanto más marginales como
prometedoras: Melanie Klein y Sandor Ferenczi. Wilson desarrolla
una teoría de la fantasía biológica en la cual los sustratos
biológicos rumian de manera creativa y crítica. Así, la biología del
hambre es un evento mental: las contracciones de las paredes del
estómago, los cambios del azúcar en la sangre, el metabolismo del
hígado están fantasmáticamente vivos. Esta mentalidad biológica
inconsciente compromete los órganos, que hablan de maneras
que apenas estamos empezando a comprender. En suma, Wilson
sugiere que los sistemas biológicos del interior orgánico son
rumiantes de formas imprevistas, y que la biología es una materia
extraña (queer), competente en tipos de acción (regresiones,
perversiones, estrangulaciones, condensaciones, desplazamientos)
jamás adjudicados a la biología. Su gusto por la periferia (biología,
no construccionismo; Klein, no Freud; el intestino, no el cerebro)
nos instruye en que, finalmente, el centro siempre es vitalmente
dependiente de la periferia, y nos ofrece una aproximación a la
subjetividad radicalmente descentrada.
Al mismo tiempo, Wilson considera el lugar necesario e
inevitable de la agresión (bilis) en la teoría feminista. Sobre la base
de la llamada tesis antisocial en la teoría queer –particularmente
los trabajos canónicos de Leo Bersani y Lee Edelman– Wilson
enfatiza que la negatividad es intrínseca (más que antagónica)
22 Ariel Martínez

para el despliegue de la socialidad y la subjetividad. Los datos


biológicos y farmacéuticos sobre el tratamiento de los estados
depresivos que Wilson utiliza muestran que existen fuerzas
agresivas dentro y entre cada una de nosotras. Ella derrumba
la idea de sujetos coherentes y de comunidades capaces de
orientarse perfecta y exclusivamente hacia un bien común. Nos
dice que la política, y la subjetividad misma, siempre implican
hostilidad contra los objetos que amamos. Este argumento
contrarresta efectivamente las malas interpretaciones de la
tesis antisocial que buscan redimir la negatividad, convertirla
en virtuosa y, así, trocar lo destructivo en productivo, y ocultar
la propia hostilidad del carácter irrevocable e irreductiblemente
negativo de la negatividad en la vida subjetiva, social y, también,
nos dice Wilson, biológica.
Las implicaciones de los enredados argumentos de Wilson
sobre biología, depresión y agresión son múltiples. Ella sostiene
que no hay ingestión, digestión, expulsión o regurgitación
sin bilis (hostilidad), no hay depresión sin agresión interna y
externa, no hay píldora sin placebo, no hay cura sin daño, no
hay reparación sin agresión paranoica. Ahora bien, ¿estamos
frente a una propuesta reduccionista? ¿Demasiada biología para
el feminismo y el psicoanálisis? ¿Acaso la bilis ya nos ha dejado
un sabor amargo? ¿Debería yo continuarpresentando atributos
de este libro –que considero potente, provocativo y soberbio– para
justificar una lectura que evite la paranoia, la actitud persecutoria
que huye de la intención última y oculta de aniquilar al feminismo
y al psicoanálisis? Más bien, siguiendo a Wilson, invito a su
lectura enfrentando estos aspectos destructivos que, de todas
formas, se dispersarán hacia otros eventos u objetos. Ahora, al
observar el libro de Elizabeth Wilson sobre mi mesa, soy capaz
de amplificar los sentidos respecto al modo en que abordamos los
textos académicos. En mi caso, no sólo he apuntado a seleccionar
algunos de sus argumentos, también lo he devorado, digerido,
regurgitado, masticado. Incluso, la utilización del libro atestigua
los daños materiales de ir y volver sobre sus páginas (ahora
manchadas, rajadas y dobladas).
Prólogo 23

El trabajo de Wilson debe leerse bajo las claves del trabajo de


Karen Barad, quien configura uno de los aportes más prominentes
del nuevo materialismo crítico feminista no fundacionalista. Al igual
que Wilson, esta autora denuncia el excesivo énfasis en el lenguaje
dentro de la teoría feminista, los estudios en torno a las ciencias, la
teoría social y los estudios culturales. Barad (2007) señala:

Se le ha otorgado demasiado poder al lenguaje. El giro


lingüístico, el giro semiótico, el giro interpretativo, el giro
cultural: últimamente parece que a cada paso cada ‘cosa’
–incluso la materialidad– se convierte en una cuestión de
lenguaje o alguna otra forma de representación cultural. Los
juegos de palabras ubicuos sobre ‘materia’ no marcan, por
desgracia, un replanteo de los conceptos clave (materialidad
y significación) y la relación entre ellos. Más bien, parecen
ser sintomáticos de la medida en que los asuntos de ‘hecho’
(por así decirlo) han sido reemplazados por asuntos de
significación (…). El lenguaje importa. El discurso importa.
La cultura importa. Importa un sentido en el que lo único
que parece no importar es la materia (p. 132).

El enredo entre materialidad y discurso que Barad propone


otorga un papel creativo a la materia, en contraste con las ex-
plicaciones de Butler –para quien, como hemos señalado, la ma-
terialidad de los cuerpos es efecto de las prácticas discursivas.
Barad (2007), y junto a ella Wilson, deja en claro que ni la mate-
ria ni los discursos tienen un estatus ontológico o epistemológico
privilegiado para dar cuenta o determinar al otro. Las agencias
se constituyen mutuamente y pueden surgir como tales sólo a
través de su intra-acción. La potencia de esta tensión entre ma-
teria y significación, donde ninguna de ellas es un punto cero de
la otra, ninguna de ellas se reduce a la otra, sino que se enredan
intra-activamente, es lo que hace interesante, al menos, ontológi-
ca y epistemológicamente, la propuesta de Wilson.
En este contexto, el interés último de aquel grupo de estudio
constituido desde hace ya varios se nos volvió mucho más
24 Ariel Martínez

transparente al momento de la elección del nombre: Quiasmo.


Heredera de otras tradiciones filosóficas, detectamos la
irrupción tímida de esta categoría en algunos segmentos de la
producción butleriana, y encontramos allí una forma posible
en que la autora considera la materialidad, en tensión con el
lenguaje, bajo precauciones ante el avance de cualquier forma de
fundacionalismo.2 Las críticas dirigidas contra Butler no siempre
son merecidas, y el hecho de que existan fuertes versiones
fundacionalistas dentro de los nuevos materialismos feministas
nos permite volver una y otra vez a la relevancia epistemológica
y política de sus precauciones. También apreciamos la agudeza
intelectual de Butler al señalarnos, bajo la idea de quiasmo,
la orilla material al otro lado del río. Tal vez impulsados por
nuestra rebeldía queer no resistimos el impulso de cruzar el
río para reflexionar sobre la orilla linguística desde el otro lado
(material) –lo que no implica la pretensión de despojarnos de
las marcas lingüísticas en las que, después de todo, se libran
los marcos de inteligibilidad, sino más bien conceder algunos
supuestos y subirnos a la balsa del realismo especulativo para
ver hacia donde nos conduce (Meillassoux, 2015; Harman, 2015).
Después de todo, tanto el quiasmo butleriano como la intra-
acción baradiana y los enredos de Wilson, aunque desde orillas
diferentes, convienen en cuestionar el límite o frontera ontológica
que impone el río.3
Entonces, también queda claro que afirmar la relevancia de
las representaciones y su carga normativa no debiera implicar
la negación de la materialidad del cuerpo. Desde hace varias
décadas, Donna Haraway (1995) ha incluido la participación de
la materia en sus reflexiones epistemológicas, aunque ha optado
por no distribuir la agencia más allá de los límites de lo humano.
Antes del despliegue de los nuevos materialismos feministas,
2
La idea de quiasmo no es llevada hasta sus últimas consecuencias en el pen-
samiento butleriano. Seguramente esto se debe a que Butler teme a los anuda-
mientos entre aquellas consideraciones que otorgan demasiado protagonismo a la
materia, por un lado, y posturas fundacionalistas, por otro.
3
La figuración del río y sus orillas nace de la lectura de la novela Secret River
(2006), donde Kate Grenville escribe: “Lejos de la orilla, una brisa agitó el agua y
formó una estrecha franja de luz entre el acantilado y su reflejo. Los separaba, o
tal vez los unía” (p. 334).
Prólogo 25

la escritura no fundacionalista de Haraway ya estaba poblada


de híbridos que intentaron redefinir la separación convencional
entre sujeto y objeto de conocimiento –nos ha invitado a imaginar
aparatos de producción visual y corporal, y la fusión entre lo
semiótico y lo material. Haraway ofrece este diálogo como otra
referencia en la que Elizabeth Wilson ancla su pensamiento, en
tanto clara precursora del nuevo materialismo crítico feminista
no fundacionalista.4
Tal como detecta Kathleen Lennon (2012), el complejo vínculo
entre significado y materia fue señalado, de forma muy próxima
a la que nos interesa, por Wittgenstein. Él aludió a nuestra
historia natural. En Investigaciones Filosóficas (1988) refiere:

Si la formación de conceptos se puede explicar a partir de


hechos naturales, ¿no nos debería interesar entonces, en
vez de la gramática, lo que subyace a ella en la naturaleza?
–Ciertamente, también nos interesa la correspondencia
de conceptos con hechos naturales muy generales. (Con
aquellos que debido a su generalidad no suelen llamar
nuestra atención) Pero resulta que nuestro interés no se
retrotrae hasta esas causas posibles de la formación de
conceptos, no hacemos ciencia natural; tampoco historia
natural –dado que también nos podríamos inventar una
historia natural para nuestras finalidades (Wittgenstein,
1988, p. 523).

¿Por qué referir, entonces, a la historia natural? Wittgenstein


trata de mostrar que los conceptos que tenemos son contingentes.
Incluso nos exhorta a imaginar hechos de la naturaleza diferentes
a los que conocemos. En tal caso la formación de conceptos que
tendríamos sería muy diferente de la que conocemos. Vayamos al

4
Sin dudas, existe un amplio linaje de intelectuales preocupadas por la materia-
lidad del cuerpo, cuyo trabajo ha sido sofocado o desestimado por la adjudicación
restrictiva del esencialismo. Apostamos a que los nuevos materialismos críticos
nos provean de marcos para poder rescatar a varias pensadoras del estigma esen-
cialista y, así, hacer justicia a la complejidad de sus ideas. Una de ellas, por nom-
brar solo una, es, sin dudas, Luce Irigaray.
26 Ariel Martínez

punto: hechos muy generales de la naturaleza ofrecen un cierto


tipo de soporte a los conceptos que hemos forjado socialmente,
sin que sea posible establecer vínculos causales, determinantes
y fundacionales estrictos entre estos órdenes. La historia natural
proporciona condiciones, sin determinar, para la articulación
de conceptos. Claramente, Wittgenstein no se refiere a la
experimentación científica y sus verdades naturales como medio
posible para cercar los fundamentos necesarios de los conceptos.
No es posible reducir nuestros discursos a hechos materiales –bajo
la concepción de que ellos son capaces de predecir y clausurar el
devenir de los discursos mismos. Cuando Wittgenstein nos pide
que imaginemos un mundo en el que las condiciones materiales
son diferentes, parece sugerirnos que, en tales circunstancias, las
cosas podrían aparecer de manera diferente y, de ese modo, otras
formas discursivas tendrían lugar. Como fuere, si los discursos
han tendido a invisibilizar la materia, Wilson nos recuerda las
ganancias teóricas y políticas de hacer lugar a la materialidad
–de cuya insistencia, después de todo, no podemos deshacernos.
Materia y significación deben ser consideradas en tensión,
pues queda claro que los discursos no producen materia, ni la
materia determina a los discursos. Todo sugiere que la materia
es necesaria, aunque en su contingencia. A contra corriente de
toda la tradición metafísica, Elizabeth Wilson coloca su trabajo
intelectual en el sitio más incómodo: una biología no determinista,
una materialidad no fundacional. Cualquier formación discursiva,
requiere postular la facticidad de la materia, pero hacer de ella un
punto de Arquímedes es un plus innecesario.
Finalmente, Elízabeth Wilson recupera categorías como la de
fantasía y anfímixis para señalar enredos intra-activos entre
psique y soma. Tal como ella nos aclara, debiéramos evitar el
temor del biologismo para abordar los datos desde un examen
crítico conducente a transformar nuestros marcos conceptuales.
¿El intestino piensa? ¿Podemos localizar allí un lenguaje de órgano
capaz de señalar la fantasmatización de nuestros sustratos y,
también, herir agresivamente la ficción voluntarista de control
sobre nuestros cuerpos? ¿Los tratamientos farmacológicos nos
Prólogo 27

hacen daño? ¿Debiéramos abordar los medicamentos sólo como


instrumentos disciplinares de un orden biopolítico que nos
somete a nivel biomolecular? Algo me resulta claro: el cuerpo que
entendemos como enfermo es aquel cuyos procesos intrínsecos
escogen –de algún modo complejo y desconocido, no reductible
al determinismo– un rumbo no previsto. Quienes hemos
transcurrido por corpor(e)alizaciones imprevistas de nuestra
subjetividad sabemos el modo en que nuestro narcisismo racional
y voluntarista se derrumba ante irrupciones súbitas, siempre
fantasmáticas e inconscientes, de nuestra materialidad.
El interés de Elizabeth Wilson por las neuronas intestinales,
por el sistema nervioso entérico, por la agresión intrínseca
a nuestra materia biológica y por el daño provocado en toda
intervención (no sólo las que involucran medicamentos) no es,
después de todo, tan desconocido para algunas subjetividades
corpor(e)alizadas. Sin ir más lejos, toda mi infancia sufrí el
tormento dramático vinculado a un tipo de epilepsia localizado en
las neuronas del sistema nervioso entérico. De algún modo, esto
me enfrentó con la necesidad de dialogar (en sentidos extraños)
con un sustrato orgánico (y no por ello menos subjetivo) capaz
de asaltar mi cotidianeidad mediante auras abdominales5.
Varios miligramos de Oxcarbazepina/Trileptal circularon durante
años por mi torrente sanguíneo y sostuvieron la materialidad
de mi infancia. Muchos sabemos que en ocasiones los fármacos
hieren y envenenan mucho menos que las palabras, y hacen
5
Algo muy resonante con los análisis que Elizabeth Wilson ofrece respecto a las
migrañas abdominales. Ella nos dice que la literatura sobre el tema no sólo con-
templa exclusivamente las propiedades bioquímicas implicadas, también insiste
en que, en estos casos, la migraña cerebral es empujada a la periferia del sistema
nervioso. Contra esta mirada médicamente legitimada, Wilson prefiere sospechar
que allí encontramos una ocasión para cuestionar la relación entre centro y pe-
riferia, entre cuerpo y mente. ¿Acaso es una expresión del modo en que agencias
múltiples colisionan y se habitan entre sí? Más provocativamente, Wilson señala
que, en algún sentido, la periferia se encuentra en el interior del centro, el es-
tómago y los intestinos están en el interior de la mente. Yendo aún más lejos,
Wilson critica la idea de interioridad misma. ¿Qué formas de agencia han sido
desplazadas por el trabajo teórico y político feminista? Para Wilson, sin duda, la
biología y, también, la agresión.
28 Ariel Martínez

factible el despliegue subjetivo que se libra en la intra-acción de un


mosaico sobredeterminado de múltiples e indiscernibles vectores
actuantes. Nuevamente, es necesario, en múltiples planos, que
afrontemos seriamente la materialidad del cuerpo. Su biología
(nada biológica) debe ser considerada como una superficie activa
que, al igual que los significados sociales, es fantasmatizada y,
por ello, deja abierta una gran variedad de posibilidades.
Si, como exhorta Wilson, debemos aprender a lidiar con
nuestra destructividad paranoica, imposible de ser erradicada,
pongámosla en marcha: ¿Alguien está pensando que mi
diagnóstico infantil de epilepsia expresada entéricamente
determina, en algún grado, mi interés por una autora que
atribuye vida mental a los sustratos orgánicos? Aprovechemos
la ocasión para interrumpir el hastío de lo común y la repetición
eterna, automática e irreflexiva de lo mismo. Hoy, la pandemia
COVID-19 me desborda de incertidumbre por el porvenir. Más
que nunca, cobra relevancia la necesidad de incluir en nuestras
teorías y en nuestras políticas la preocupación por la materialidad
biológica de nuestros cuerpos.

La Plata, 15 de mayo de 2020


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