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O R G U L L O S A S D E L L E G A R T A R D E A L A S Ú LT I M A S N O T I C I A S
Cuando el filósofo Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) tenía 28 años, tomó una decisión
radical: abandonó su Madrid natal para emigrar a El Cairo. Corría el año 1988. El PSOE
llevaba seis años gobernando; la Movida Madrileña estaba en pleno auge; y Alba Rico se
había pasado cuatro temporadas escribiendo guiones anticapitalistas para La bola de cristal,
el programa infantil dirigido por su madre, Lolo Rico.
Como escribe en su libro España (Lengua de Trapo, 2021), su exilio autoimpuesto fue un
intento de ruptura con su país, su cultura y su idioma, que se le hacían insoportablemente
grises, cutres y limitadores. Su generación madrileña –confiesa– heredó “el fatalismo lúgubre
de Larra, del regeneracionismo y de la generación del 98: ‘Escribir en España es morir’”:
“Nacimos demasiado tarde para luchar contra el franquismo y demasiado pronto para el
pasotismo. Crecimos ‘enfermos de literatura’, pero con un regüeldo antiespañol, muy
decimonónico, que nos impedía leer sin náusea la literatura castellana… Como Unamuno,
nos jactábamos de no leer a autores españoles…; y como Américo Castro, nos
lamentábamos de que, si algún día llegábamos a escribir, nunca encontraríamos lectores en
nuestro país”.
Unos 35 años después no se arrepiente de su decisión. Sigue fuera: desde 1998 tiene su casa
en Túnez, donde vive de la escritura y de la enseñanza, ha dado alguna que otra clase de
literatura en el Instituto Cervantes. Pero la verdad es que nunca llegó a consumar del todo la
ruptura que se propuso en 1988. Pasado el umbral de los 60 años y con unos 30 libros a
cuestas, Alba Rico sigue preocupado por las cosas de España. Quizá, incluso, cada vez más.
También sigue expresándose en castellano. De hecho, su último libro, Catorce palabras para
después del capitalismo (Escritos Contextatarios, 2023), puede leerse como una declaración
de amor al idioma. En catorce ensayos, escritos en un tono tan íntimo que a veces se
convierte en susurro, rinde homenaje a sendas palabras –desde chiripa y relámpago a
zozobra, pañuelo y maleza– que, para él, son generadores excepcionales de conocimientos,
ideas, sensaciones y afectos. Como un lexicógrafo caprichoso, nos guía por la accidentada
genealogía de cada uno de sus catorce vocablos que, juntos, conforman una visión de lo que
significa ser humano: un ser imperfecto en un mundo imperfecto que no por ello está
dispuesto a perder la esperanza. “Este es un libro aparentemente sobre etimología”, escribe
Guillem Martínez en el prólogo. “Pero –agrega– las personas que apuestan por escribir
etimologías… están acabando con el pasado. Y pasan a dibujar un futuro”.
Hablo con Alba Rico –él en Túnez, yo en Estados Unidos– una tarde de febrero.
Me llama la atención que, después de tanto tiempo fuera, siga tan vinculado a lo
español. Su caso no deja de recordarme a los escritores exiliados republicanos
esparcidos por el mundo, la mayoría de ellos también insistieron en escribir en
castellano y para sus compatriotas.
Una condición que para un intelectual tiene sus ventajas, diría Edward Said.
En su libro España le noto mucha resonancia con el filósofo José Luis Villacañas.
Es un amigo con quien hablo, y al que admiro mucho. Siendo solo un poco mayor que yo,
tiene una vida completamente distinta a la mía. No perdió jamás los vínculos con su Úbeda
natal, por ejemplo. Pero eso, precisamente, creo que le ha permitido mantener al mismo
tiempo su afabilidad y su distancia crítica frente a lo que ha ocurrido en los últimos 40 años
en España.
En cambio, usted, que es de Madrid, tuvo que abandonar el país para ganar una ”
distancia similar.
Sí, en Túnez he visto España desde fuera, como desde el privilegio de una atalaya, más
intelectualmente y con menos compromiso.
Un cliché del exilio republicano es que, al perder el contacto con la España real,
acabó encerrado en el anacronismo…
Bueno, en mi caso también es cierto que mi situación de exilio mantuvo durante muchos
años muy congeladas mis ideas y mi visión de España. En el año 88, yo era un activista
radical con una visión de España muy negativa. Y la verdad es que esas ideas mías iniciales
no se descongelaron hasta mucho después, hacia 2011.
Pues raramente me lo planteo así. Pero es verdad que entiendo bien el coste que ha tenido
para mí el no haberme dedicado, por ejemplo, a la enseñanza universitaria. Las
consecuencias son muy obvias: me cuesta ganarme la vida. Tengo que vivir de la palabra y,
por lo tanto, de escribir artículos que preferiría muchas veces no escribir o dar conferencias
que preferiría no dar. No he tenido esa cobertura salarial que otros coetáneos míos han
tenido y que les permite dedicarse exclusivamente a escribir una obra proyectada a lo largo
de años. De ahí que la mía sea mucho menos sistemática que la de Villacañas, por ejemplo.
Por no hablar de lo que supone la pérdida temprana de los estímulos asociados a una
comunidad intelectual de debate.
Pero también es verdad que, personalmente, nunca he tenido mucha voluntad de visibilidad.
Ten en cuenta que en realidad a lo que siempre quise dedicarme fue a la literatura. Empecé
”
escribiendo novelas –que nunca publicaré porque son atroces– y también poesía, que acaso
dejaré que se publique póstumamente. Con el tiempo acabé encontrando un formato mixto
o mestizo en el que trato de integrar mi vocación literaria con la reflexión filosófica y
política. Es un formato que a veces me disgusta por incompleto, porque es fragmentario, y
porque no me ha permitido escribir una obra sistemática. Pero también es donde me siento
más cómodo. Así que la salida de España, que me ha condenado a ser un proletario de la
palabra en una profesión en la que no hay clases medias, también me ha permitido cultivar
esa vocación literaria de una forma que, estoy seguro, no me habría permitido una
trayectoria más académica. Eso sí, me habría gustado poder dedicarme más a la enseñanza
que ayuda a pensar y a organizar los discursos en vivo.
Le haré una confesión que es un poco autoacusatoria y no muy decente. Y es que en todo
esto hay algo también de pereza. Hay una falta de ambición muy radical instalada en la
médula de mi personalidad. Pero hay otra cosa quizás más importante. Precisamente porque
tengo un carácter vulnerable, esa falta de visibilidad ha protegido también mi libertad, mi
independencia. Me ha protegido el no haber entrado a formar parte de un departamento
universitario o una facultad, con sus pugnas, ambiciones encontradas, con sus alineamientos
político-académicos, como en la vieja Guerra Fría. Realmente nada reproduce mejor los
esquemas de la Guerra Fría que una facultad, sobre todo la de Filosofía en Madrid. Me
conozco demasiado bien como para pensar que hubiera podido sobrevivir en esas
trincheras.
Hablando de supervivencia, usted está en la séptima década de su vida. ¿Cómo
enfrenta el envejecimiento? Lo pregunto porque me consta que no son pocas las
figuras públicas masculinas en España incapaces de envejecer medianamente bien.
El de Ramón Tamames solo es el último ejemplo de muchos. Para usted, el
espectáculo que están dando algunos hombres públicos de generaciones anteriores
a la suya, ¿tiene algo de aviso para navegantes?
Ya lo creo. A partir de los 60 todos estamos en peligro de hacer alguna estupidez. Intento
mantenerme muy alerta. Nunca estás epistemológicamente protegido de los disparates, por
mucho que creas haber vivido de un modo razonable, apoyándote en buenos argumentos y
protegido de deslices y de errores. Nunca estamos protegidos de la propia estupidez.
¿Por qué es un mal que parece afectar sobre todo a los hombres?
Me parece que se trata de una masculinidad muy española y, además, muy difundida entre la
izquierda del siglo pasado. Si combinas esa falta de pudor ante la muerte con la
combinación fatal de españolidad y masculinidad propia de esas generaciones, se produce
el perfil de mal envejecer que vemos a nuestro alrededor con más frecuencia de la que nos
gustaría.
”
El miedo de que, con la edad, incurramos en ridiculeces tiene como su
contrapartida la visión, quizá más común, de la juventud como una época de
tonterías de las que nos avergonzamos de mayores. ¿Cómo se relaciona con sus años
jóvenes?
Me fascina la idea de la conversión, propia de las hagiografías, como la que vivió San Pablo:
un cambio molecular fulminante que se traduce en la adopción de otros principios u otras
creencias religiosas. Mis propios cambios no los recuerdo como conversiones en ese
sentido, aunque por ejemplo la mudanza a El Cairo –una ciudad en la que tienes muy poca
defensa frente a los otros, frente a los cuerpos– marcó mi vida profundamente.
Claro, por la revolución tunecina del 2011, que coincide además con el 15M en España. Es
cuando el Santiago Alba de 1988, que se había quedado un poco congelado en sus
anacronismos izquierdistas y su visión del mundo muy de Guerra Fría, por fin se empieza a
descongelar. Las revoluciones árabes fueron en realidad como el derretimiento de la Guerra
Fría en la única zona del mundo donde permanecía vigente. Yo en ese momento descubro,
por un lado, una complejidad muy grande en términos geoestratégicos y, por otro, la
existencia de pueblos –los árabes, kurdos, bereberes, etcétera– que se rebelan, a veces sin
articular discursivamente sus motivos, pero desde luego por su propia voluntad y sin
convertirse en peones de ningún juego de ajedrez geoestratégico. Si pierden y son
derrotados es precisamente por eso, porque en total autonomía han tratado de conquistar
algunas de las cosas que nosotros en Europa y en Estados Unidos todavía hoy, de manera
cada vez más frágil, podemos dar por conquistadas. Y porque las contrarrevoluciones, tan
plurales como los pueblos, disponen de medios fabulosos para capturar y destruir estas
autonomías.
¿Cabe decir que lo que usted abandona en 2011 es todo un paradigma
interpretativo?
El tono aquí es íntimo y personal, sin duda. Pero también me parece que no
abandona del todo la posición retórica del maestro. Escribe como alguien que ha
llegado a cierta sabiduría que, en un acto de generosidad, quiere compartir con sus
lectores. Su tono no es profesoral per se, pero sí pedagógico. También lo digo por su
afición a los aforismos.
Es interesante que lo diga, porque siempre me ha gustado pensar que las miles de páginas
que he escrito se podrían desbrozar hasta reducirlas a un hermoso librito de aforismos. Pero
la verdad es que no soy en absoluto consciente de esa postura que me atribuye. Es bonita la
idea de querer compartir lo que he ido recogiendo a lo largo de mi camino, pero si lo hago
es sin la menor conciencia de ello. Al contrario, tengo la sensación de no tener nada que
enseñarle a nadie. Para mí, las frases y las palabras, el lenguaje mismo, es como un
yacimiento minero. No sabes lo que vas a encontrar hasta que te pones a explorarlo. Cuando
me pongo a pensar en una palabra, como hago en este libro, de pronto se activa un reguero
de pólvora que acaba encendiendo un racimo inesperado de luces.
Pero no creo que haya por mi parte la menor voluntad pedagógica. Es más, tengo la
sensación de ser menos sabio cada día. Estos saberes acumulados y que pueden aparecer en
mis textos, si acaso, son restos de un naufragio. Más que un tesoro que haya conservado y
llevado a mis espaldas y finalmente depositado en otras manos, son tablones y maderas y
ropas y arcones que, como un raquero de la película Moonfleet, he encontrado en la playa.
Pero no por ello dejan de tener valor, ¿no? Como dice un aforismo del libro: “La
realidad nos deprime, la verdad nos consuela”. Para mí, Catorce palabras es un
”
texto que consuela, precisamente por su tono menor y su apuesta por la esperanza.
Vuelvo al concepto del pudor y al envejecimiento. Estoy muy alerta frente al derrotismo,
también porque soy una persona con tendencia a la depresión y al pesimismo. Es verdad
que el pesimismo juvenil puede tener cierto atractivo, pero podemos estar de acuerdo en
que el pesimismo senil es estéticamente abominable y políticamente improductivo. Yo lo que
cuento es más bien triste. Pero lo que solemos olvidar es que las palabras son golosinas y
balas y lentes. Son también, sobre todo, asideros de la vida cotidiana. Porque son vínculos:
expresan nuestros sentimientos más íntimos, pero también aquello que nos vincula a los
demás. Hay algo en la materialidad de las palabras que hace que te puedas agarrar a ellas
como a un clavo ardiendo cuando estás a punto de dejarte caer en un precipicio. En ese
sentido, sí, para mí las palabras son muy consoladoras. Vivimos en una ciudad lingüística
que sufre bombardeos continuos. Muchas palabras quedan en ruinas, pero se pueden
reconstruir. Las catorce palabras del libro son muy comunes. Han existido antes del
capitalismo; y muchas de ellas las usamos durante el capitalismo. Pero si encontramos la
salida, sobrevivirán a él. Cuidarlas forma parte, diría yo, de nuestro compromiso ecológico.
AUTOR >
Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second
transition'
@sebasfaber
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