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La máscara de la muerte roja

Edgar Allan Poe


La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido
tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la
sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y
sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el
bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y
fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos
al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica
construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe.
Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una
vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos.
Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la
desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con
precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior
se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido
todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos;
había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba
la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles
estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más
insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los
salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de
los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles
puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad
de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del
príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la
visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco
recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared,
una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la
serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante
de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía
tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba
tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era
enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con
tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía
completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la
paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en
esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran
escarlata, tenían un color de sangre.

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A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los
techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y
opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos
rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero
en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de
sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que
pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del
poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un
resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la
hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y
resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos
de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para
escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un
momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los
tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más
edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa
meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en
la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad,
mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos
una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo
que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la
meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se
mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de
la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro
esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era
así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El
príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas
destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo
fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes,
veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete
cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se
contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo
que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo
queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en
sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa
ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los
sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los
trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche
avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la
tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra,

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brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír
las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la
vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los
tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y
las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una
cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso
ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos
que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió
que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos
de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada
que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un
susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba
desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de
fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no
hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía
límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal
criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no
pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la
muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los
concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no
revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los
pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al
semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en
dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si
no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las
apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente,
así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un
movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los
bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de
disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se
atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo,
para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el
aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el
príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su
mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul.
Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien,
en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y
cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había
producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin
impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia
retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando

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ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había
distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la
anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera
decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la
vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos,
sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano,
acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía
alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de
golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía
resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al
aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e
inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir
que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían
ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en
la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre
y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se
apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y
las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

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ESTUDIO EN ESCARLATA
SIR ARTHUR CONAN DOYLE

La historia esta narrada en dos partes, en la primera parte se narra que el Dr. John Watson regresó
de permiso de la guerra en Afganistán de 1880 y por medio de un amigo conoce a Sherlock
Holmes, como ambos estaban buscando un apartamento en alquiler, escogen alquilar uno en el
221 B de Baker Street, y así poder costearlo entre los dos. Sherlock  es requerido por el inspector
Tobías Gregson para asesorarlo en resolver un misterioso crimen.

El Dr. John Watson, al que Sherlock Holmes había explicado la teoría de la deducción, es animado
por este a investigar juntos el caso, así Watson participa en su primera investigación de un crimen
junto a Sherlock Holmes. El misterioso asesinato se trataba del cuerpo de un hombre hallado en
una casa deshabitada, en donde encontró la palabra “Rache”, escrita con sangre, Holmes acude al
sitio y encuentra un valioso anillo de oro.

Sherlock Holmes con el informe del policía John Rance se hace de nuevas pistas. Nombra al caso
como Estudio en escarlata. Pone un aviso solicitando al dueño del anillo, el aviso es respondido
por una anciana  y Sherlock se lo entrega, pero la persigue sin embargo se le escapa, aunque
Sherlock sospecha que era el asesino disfrazado. El inspector Gregson le informa a Holmes que ha
detenido a un sospechoso. Le invito a leer, abel sanchez.

El detenido por el inspector Tobías Gregson era el hijo de  madame Charpentier, la mujer que le
alquilaba un piso al difunto Drebber, quien se peleó con este último por algo relacionado con la
hija de la Sra. Charpentier, y como el joven Arthur se sintió inculpado Gregson lo detuvo, pero el
inspector Lestrade les informa que han encontrado muerto al asistente de Drebber, el Sr.
Stangerson. Gregson tendría que soltar a Arthur Charpentier.

Stangerson había sido asesinado por una puñalada al corazón. El inspector Lestrade dice que se ha
encontrado con la palabra “Rache”, escrita con sangre en la pared, y ha hallado un par de píldoras.
Sherlock Holmes les dice a Gregson y Lestrade que el caso esta resuelto y es cuestión de tiempo
para atrapar al asesino. Sherlock  toma las pastillas y le da una a un perro y este muere,
confirmando que se trata de un caso de envenenamiento.

Un jovencito le dice a Sherlock Holmes que ya ha llegado el auriga, Sherlock  invita al cochero a
pasar y en un descuido de este le pone las esposas, y les dice a los inspectores que ese es Jefferson
Hope el asesino de Drebber y Stangerson, los inspectores lo apresan y se lo llevan a la comisaría,
donde confiesa ser el autor de los crímenes de los cuales se le acusa. Otra buena historia de
Sherlock Holmes, es el perro de los baskerville.

En la segunda parte de la novela Estudio en escarlata, se narra la historia de John Ferrier, un


hombre que fue hallado moribundo en el desierto de colorado por una caravana de fieles
mormones, suceso que paso en el año de 1847, John Ferrier estaba junto a una niña de unos cinco
años de edad, ambos eran los único sobrevivientes de una expedición, los otros, según John
Ferrier, murieron de hambre y sed.

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Los mormones le prestaron su ayuda y los llevaron con ellos hasta Utah, donde fundaron su
colonia, la ciudad de Great Salt Lake City. John Ferrier adoptó a la niña y le puso por nombre Lucy
Ferrier. Junto con ella se hizo prospero y las tierras que le adjudicaron los mormones se
convirtieron en unas de las más ricas y productivas. Cuando Lucy se convirtió en una hermosa
mujer conoció a Jefferson Hope, y este se hizo amigo de John.

Jefferson pasó u  tiempo con Lucy en la finca, pero una vez tuvo que marcharse a buscar fortuna
en las minas de oro de Nevada, y justo por ese tiempo el patriarca mormón Brigham Young, le
exigió a John Ferrier que su hija Lucy debía casarse con algún joven mormón de la comunidad y le
dio un plazo de un mes. John le envía un recado a Hope para que regrese y se lleve a Lucy, ya que
iba a ser casada contra su voluntad.

Si desobedecían al Consejo de Ancianos y no se casaba Lucy con algún seguidor de la Iglesia de los
Santos de los Últimos Días, sus vidas corrían peligro de muerte. Hope regresó al final del mes, y
ayudó a John y a Lucy a escapar, sin embargo un grupo mormón, Los Ángeles Vengadores, los
alcanzaron en las montañas. Le invito a leer, la señora dalloway.

Los Ángeles Vengadores, estaban comandados por los jóvenes Joseph Stangerson y Enoch J.
Drebber, ambos hijos de unos patriarcas mormones con bienes de fortunas y ya casados con varias
esposas, estos le dieron muerte al viejo John Ferrier enterrando su cuerpo en las montañas, y se
llevaron a Lucy, la cual fue obligada a casarse con Drebber, y Jefferson Hope se salvó porque en
esos momentos estaba de casería.

Lucy Ferrier falleció a los pocos días, al parecer presa de la tristeza, John durante la noche de su
sepelio irrumpió en esa sala y tomó el anillo, y se internó en las montañas, pero al verse solo y sin
recursos se retiró y juró vengarse. Al cabo de 05 años regresó y se enteró que Stangerson y
Drebber se habían ido de la ciudad, pero los buscó por todos los Estados Unidos, hasta que dio con
ellos pero en Londres.

Al localizarlos en Londres, se empleó como cochero y empezó a cazarlos, primero mató a Drebber
haciendo que se tomara una de las píldoras y se tomó la que tenia veneno, y fue cuando extravió
el anillo encontrado por Holmes,  luego visitó a Stangerson en el hotel y como se resistió lo
apuñaló en el corazón, dejando tiradas las pastillas que el inspector Lestrade halló y le mostró a
Sherlock Holmes.

Sherlock Holmes dedujo que era un rival de Drebber el asesino y que lo había asesinado
envenenándolo, luego Jefferson Hope les explicó que le dio a Drebber a elegir una de las pastillas,
eran dos idénticas, pero una sola tenia el veneno, Drebber debía elegir una, y Hope la tomaría la
otra, Drebber eligió la que le causó la muerte. Sherlock les explicó que supuso que eran un
cochero en particular el asesino, porque Drebber en Estados Unidos ya lo había denunciado
cuando lo encontró en California.

Por ello Sherlock Holmes le pagó a un muchacho para que buscara al cochero Jefferson Hope, y lo
hiciera ir al 221 B de Baker Street donde lo apresaría como efectivamente sucedió. Al día siguiente
del arresto de Hope este muere en la comisaría, debido a un mal crónico del corazón, y la prensa
refiere el caso como resuelto por la policía de Scotland Yard con la ayuda del detective Sherlock
Holmes. Otra buena obra que puede leer es, 4 crímenes 4 poderes.

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ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS
Agatha Christie
Argumento de "ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS", libro de Agatha Christie.
Estambul, pleno invierno. Poirot decide tomar el Orient Express que en esta época
hace su recorrido prácticamente vacío. A la mañana siguiente, cuando
se despierta, descubre que un norteamericano, llamado Ratcher, ha
sido asesinado.

El asesino, sin duda, es alguno de los ocupantes entre los que se


encuentran una altiva princesa rusa y una institutriz inglesa.

Poirot ha estado presente cuando Jane hablaba de «deshacerse» de su


marido, e incluso ha sido solicitado para ayudarla a conseguir el
divorcio.

Ahora, el hombre ha muerto. Y sin embargo, el detective belga no


puede evitar sentir que las circunstancias no acaban de encajar.
Después de todo, ¿cómo pudo Jane asesinar a su esposo en la
biblioteca exactamente al mismo tiempo que era vista cenando con
amigos? ¿Y cuál puede ser su móvil cuando el aristócrata finalmente le
había concedido el divorcio?

Justo después de medianoche, una tormenta de nieve detenía el Orient


Express en su marcha. El lujoso tren se encontraba sorprendentemente
lleno para la época del año.

Pero al final de la noche había un pasajero menos. Un americano yacía


muerto en su camarote, apuñalado una docena de veces y con la
puerta cerrada desde el interior.

Con la tensión en aumento, es el turno de Hercule Poirot para


encontrar no una, sino dos soluciones al caso.

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El camino de regreso
Dashiell Hammett

-¡Está loco si deja pasar esta oportunidad! Le concederán el mismo mérito y la misma
recompensa por llevar las pruebas de mi muerte que por llevarme a mí. Le daré los
documentos y las cosas que tengo encerrados cerca de la frontera de Yunnan para respaldar
su historia, y le aseguro que jamás apareceré para estropearle el juego.
El hombre vestido de caqui frunció el ceño con paciente fastidio y desvió la mirada de los
inflamados ojos pardos que tenía frente a sí para posarlos más allá de la borda del jahaz,
donde el arrugado hocico de un muggar agitaba la superficie del río. Cuando el pequeño
cocodrilo volvió a sumergirse, los grises ojos de Hagerdorn se clavaron nuevamente en los
del hombre que le suplicaba, y habló con cansancio, como alguien que ha contestado los
mismos argumentos una y otra vez.
-No puedo hacerlo, Barnes. Salí de Nueva York hace dos años con el fin de atraparle, y
durante dos años he estado en este maldito país -aquí en Yunnan- siguiendo sus huellas.
Prometí a los míos que me quedaría hasta encontrarle, y he mantenido mi palabra. ¡Vamos,
hombre! -añadió, con una pizca de exasperación-. Después de todo lo que he pasado, no
esperará que ahora lo eche todo a rodar… ¡ahora que el trabajo ya está casi terminado!
El hombre moreno, ataviado como un nativo, esbozó una sonrisa untuosa y zalamera y restó
importancia a las palabras de su captor con un ademán de la mano.
-No le estoy ofreciendo un par de miles de dólares; le ofrezco una parte de uno de los
yacimientos de piedras preciosas más ricos de Asia, un yacimiento que el Mran-ma ocultó
cuando los británicos invadieron el país. Acompáñeme hasta allí y le enseñaré unos rubíes,
zafiros y topacios que le dejarán boquiabierto. Lo único que le pido es que me acompañe
hasta allí y les dé un vistazo. Si no le gustaran, siempre estaría a tiempo de llevarme a
Nueva York.
Hagedorn meneó lentamente la cabeza.
-Volverá a Nueva York conmigo. Es posible que la caza de hombres no sea el mejor oficio
del mundo, pero es el único que tengo, y ese yacimiento de piedras preciosas me suena a
engaño. No le culpo por no querer volver… pero le llevaré de todos modos.
Barnes dirigió al detective una mirada de exasperación.
-¡Es usted un imbécil! ¡Por su culpa perderé miles de dólares! ¡Maldita sea!
Escupió con rabia por encima de la borda -como un nativo- y se acomodó en su esquina de
la alfombrilla de bambú.
Hagedorn miraba más allá de la vela latina, río abajo -el principio del camino a Nueva
York- , a lo largo del cual una brisa miasmática impulsaba al barco de quince metros con
asombrosa velocidad. Al cabo de cuatro días estarían a bordo de un vapor con destino a

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Rangún; otro vapor les llevaría a Calcuta y, finalmente, otro a Nueva York… a casa,
¡después de dos años!
Dos años en un país desconocido, persiguiendo lo que hasta el mismo día de la captura no
había sido más que una sombra. A través de Yunnan y Birmania, batiendo la selva con
minuciosidad microscópica -jugando al escondite por los ríos, las colinas y las junglas- a
veces un año, a veces dos meses y después seis detrás de su presa. ¡Y ahora volvería
triunfalmente a casa! Betty tendría quince años… toda una señorita.
Barnes se inclinó hacia adelante y reanudó sus súplicas con voz lastimera.
-Vamos, Hagedorn, ¿por qué no escucha a la razón? Es absurdo que perdamos todo ese
dinero por algo que ocurrió hace más de dos años. De todos modos, yo no quería matar a
aquel tipo. Ya sabe lo que pasa; yo era joven y alocado -pero no malo- y me mezclé con
gente poco recomendable. Aquel atraco me pareció una simple travesura cuando lo
planeamos. Y después aquel hombre gritó y supongo que yo estaba excitado, y disparé sin
darme cuenta. No quería matarlo y a él no le servirá de nada que usted me lleve a Nueva
York y me cuelguen por aquello. La compañía de transportes no perdió ni un centavo. ¿Por
qué me persiguen de este modo? Yo he hecho todo lo posible para olvidarlo.
El detective contestó con bastante calma, pero toda la benevolencia anterior había
desaparecido de su voz.
-Ya sé… ¡la vieja historia! Y las contusiones de la mujer birmana con la que estaba
viviendo también demuestran que no es malo, ¿verdad? Basta ya, Barnes; afróntelo de una
vez: usted y yo volvemos a Nueva York.
-¡Ni hablar de eso!
Barnes se puso lentamente en pie y dio un paso atrás.
-¡Preferiría morirme…!
Hagedorn desenfundó la automática una fracción de segundo demasiado tarde. Su
prisionero había saltado por la borda y nadaba hacia la orilla. El detective cogió el rifle que
había dejado a su espalda y se lanzó hacia la barandilla. La cabeza de Barnes apareció un
momento y después volvió a sumergirse, emergiendo de nuevo unos cinco metros más
cerca de la orilla. Río arriba, el hombre del barco vio los arrugados hocicos de
tres muggars que se dirigían hacía el fugitivo. Se apoyó en la barandilla de teca y evaluó la
situación.
«Parece ser que, después de todo, no podré llevármelo con vida… pero he hecho mi trabajo.
Puedo disparar cuando vuelva a aparecer, o dejaro en paz y esperar a que
los muggars acaben con él.»
Después, el súbito pero lógico instinto de solidaridad con el miembro de su propia especie
contra enemigos de otra borró todas las demás consideraciones, y se echó el rifle al hombro
para enviar una andanada de proyectiles contra los muggars.
Barnes se encaramó a la orilla del río, agitó una mano por encima de la cabeza sin mirar
hacia atrás, y se internó en la jungla.
Hagedorn se volvió hacia el barbudo propietario del jahaz, que había acudido a su lado, y le
habló en su chapurreado birmano.

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-Lléveme a la orilla –yu nga apau mye– y espere –thaing– hasta que lo traiga: thu yughe.
El capitán meneó la negra barba en señal de protesta.
–Mahok! En esta jungla, sahib, un hombre es como una hoja. Veinte hombres podrían
tardar una semana o un mes en encontrarlo. Quizá tardarán cinco años. No puedo esperar
tanto.
El hombre blanco se mordió el labio inferior y miró río abajo… el camino a Nueva York.
-Dos años… -dijo para sí, en voz alta-. Me costó dos años encontrarlo cuando no sabía que
lo perseguía. Ahora… ¡Oh, demonios! Quizá tarde cinco. Me preguntó qué hay de cierto en
eso de las joyas.
Se volvió hacia el barquero.
-Iré tras él. Usted espere tres horas -señaló al cielo-. Hasta el mediodía, ne apomha. Si
entonces no he vuelto, márchese: malotu thaing, thwa. Thi?
El capitán asintió.
–Hokhe!
El capitán aguardó cinco horas en el jahaz anclado, y después, cuando la sombra de los
árboles de la orilla oeste empezó a cernerse sobre el río, ordenó que izaran la vela latina y
la embarcación de teca se desvaneció tras un recodo del río.
FIN

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LA DAMA DEL LAGO

RAYMOND CHANDLER

Ya en pleno confinamiento, después de leer El sueño eterno y Adiós, muñeca de Raymond


Chandler (Chicago, 1888 – La Joya, California, 1959), quise seguir con la saga de novelas
protagonizadas por Philip Marlowe. Para ello traté de comprar, a través de la web de La Casa del
Libro, el tercer y cuarto libro de la serie. No tenían el tercero –La ventana alta (1942)– y acabé
comprando en esta ocasión el cuarto y el quinto, La dama del lago (1943) y La hermana
menor (1949). La venta alta la acabé comprando en otra web de libros. La llegada a casa de La
ventana alta (me parece que más por un problema de Correos que de la librería) fue bastante
posterior a la de La dama del lago y La hermana menor. Así que, pese a decidir intercalar otros
libros entre los de Chandler, que llegaron a ser tres, he acabado por leer La dama del lago antes
que La ventana alta y he roto, por tanto, con mi idea inicial de leer la saga de Marlowe siguiendo
su orden cronológico. Sin embargo, por lo que sé, las relaciones entre unas novelas y otras
(salvado la obviedad de la misma voz narrativa) son pequeñas y creo que este mínimo
contratiempo no tiene mayor importancia.

La novela empieza con Philip Marlowe visitando en Los Ángeles las oficinas de la Compañía
Gillerlain, que se dedica a los perfumes. Derace Kingsley, uno de sus directivos, ha pedido ayuda a
un policía que conoce para que le ayude a encontrar a su esposa Crystal, desaparecida unos meses
atrás. En principio había supuesto que se había ido con alguno de sus amantes, algo que no le
acababa de preocupar demasiado; pero Kingsley sabe ahora, que habla con Marlowe, que es
posible que su mujer esté en algún lío y que no haya desaparecido voluntariamente, ya que
recientemente se ha encontrado con el hombre con el que pensaba que se había fugado (un gigoló
llamado Lavery) y no sabe nada de ella. Como es habitual, Marlowe empezará a trabajar por 25
dólares al día más gastos, que es la misma tarifa que ya aparecía en El sueño eterno. De 1939 a
1943 no ha cambiado la tarifa para Marlowe, inmune a la inflación.

El policía que ha puesto en contacto a Kingsley con Marlowe es el teniente Violent M´Gee, que ya
aparecía en El sueño eterno. Si al leer seguidas El sueño eterno y Adiós, muñeca apunté que,
además de la voz narrativa y el espacio físico, no había relaciones entre las novelas de Marlowe, ya
observo ahora que sí que empiezan a filtrarse datos interconectados. Se le recordará al lector, que
el apodo del teniente «Violets» se debe a que «masca constantemente unas pastillas para la
garganta que huelen a violeta.»

Marlowe le dirá a Kingsley que él no lleva a cabo cualquier tipo de investigaciones, «solo las
razonablemente honradas»

El primer paso de la investigación para Marlowe será visitar a Lavery en su residencia de Bay City.
Esta localización, de nuevo, nos remite a otra de las novelas de Marlowe. Gran parte de la trama
de Adiós, muñeca transcurría en Bay City, una población costera cercana a Los Ángeles y con altos
índices de criminalidad.

En Bay City Marlowe también va a tener la oportunidad de conocer al vecino de Lavery, el doctor
Almore, que no es un doctor al uso. «Un médico que atiende primordialmente a pacientes que
viven al borde del colapso nervioso debido al alcohol y a la vida disipada, pacientes de esos a los
que hay que suministrarles sin cesar sedantes y narcóticos. Llega un momento en que los médicos
decentes se niegan a seguir tratándolos, a menos que ingresen en un sanatorio. Pero los médicos
como el doctor Almore no actúan así. Continúan pinchándolos mientras sigan cobrando y el

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paciente no se muera, aunque con ello lo conviertan en un drogadicto. Es una práctica muy
lucrativa –dijo amargamente–, y me imagino que bastante peligrosa para el médico.» (pág. 167). El
doctor Almore también va a tener su protagonismo en esta nueva historia de trama densa y
enrevesada, donde Marlowe va a tener que enfrentarse a más de una mujer desaparecida o
muerta.

Como ya ocurría en las otras novelas de la saga, Raymond Chandler se sirve de Marlowe para
mostrarle al lector los rincones más turbios de la sociedad que habita. Así podemos leer en la
página 184, hablando de Bay City: «Conocía a una chica que vivía en Twenty-fifth Street. Era una
calle agradable y ella era una chica agradable. Le gustaba Bay City. Nunca pensaba en los barrios
de negros o mexicanos que ocupaban los tristes terrenos llanos al sur de las vías del ferrocarril, ni
en los antros que se abrían a lo largo de los muelles al sur de los acantilados, ni en los salones de
baile de la carretera que apestaban a sudor, ni en los tugurios donde se fumaba marihuana, ni en
los rostros enjutos y taimados que asomaban sobre periódicos desplegados en vestíbulos de
hoteles demasiado silenciosos, ni en los rateros, ni en los tramposos, los borrachos, los chulos y los
maricas que pululuban por el paseo de tablas de la playa.» Como ya ocurría en El sueño eterno, la
voz narrativa de Marlowe es ligeramente homófoba, ya que en su lista de depravaciones de la
ciudad, junto a los ladrones y los borrachos, vuelven a aparecer aquí los homosexuales.

He acudido a Adiós, muñeca para comprobar si esa amiga de Bay City que vive en «Twenty-Fifth»
es Anne Riordan, la misma hija de un policía que Marlowe conoce en esa novela con la que parece
que comienza un romance al final de sus páginas. En la novela se dice en la página 79 que Anne
Riordan vive en la calle Veintiséis de Bay City, pero en El jade del mandarín, una de las novela corta
que completan aquel volumen, el personaje de Carol Pride –el antecedente de Anne Riordan– vive
«en la calle Veinticinco» de Bay City. Así que no acaba de encajar que Anne Riordan sea la amiga
que evoca Marlowe en La dama del lago, aunque casi me inclino más por la teoría de que sí es la
misma mujer, pero que Chandler se equivocó al recordarla mediante su dirección.

En cierto modo, me doy cuenta de que en estas novelas de género –muy bien hechas sin duda–
siempre me quedo con la sensación de que me gustaría que Marlowe me hablara más de sí
mismo, poder conocer su pasado, su infancia, sus opiniones sobre la vida fuera del caso que está
investigando. Recuerdo que cuando leí varias novelas seguidas de Walter Mosley, un claro
heredero de Chandler, sobre su detective negro Easy Rawlins sí que, según avanzaban las
pesquisas del caso, Mosley filtraba información sobre el recorrido vital de su personaje, y eso me
gustaba.

También en esta novela la libertad, sobre todo la sexual, de los personajes femeninos se vive en
gran parte como una amenaza que rompe con el orden establecido que parece añorar Marlowe.
También hay aquí pequeñas humoradas machistas. «Me hago una vaga idea de cómo es la señora
Kingsley. Creo que es joven, guapa, alocada e indomable. Que bebe, y que cuando bebe hace cosas
peligrosas. Que se deja engatusar fácilmente por los hombres y que es capaz de largarse con
cualquier desconocido que luego pueda resultar un delincuente.»

La trama de La dama del lago transcurre en tres días frenéticos de junio, tres días cargados de
acontecimientos. Sin embargo, y como ocurría en las otros dos novelas que he leído, el lector
acabará descubriendo que la historia se narra desde algún punto indefinido del futuro. «Aún no
había dado la orden de reducir al mínimo las luces de la costa como medida de seguridad y en el
puerto deportivo brillaban muchas luces.», leemos en la página 192. Marlowe hace referencia aquí
a sucesos de la Segunda Guerra Mundial, que es el trasfondo histórico de la narración. De hecho,

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las anteriores novelas parecían situadas en algún punto indefinido de la Gran Depresión de los
años 30, pero aquí hay varias referencias sutiles, ligeras, a los tiempos de guerra. En la primera
página, por ejemplo, hay una nota aclaratoria de la traductora, que informa al lector que las
referencias de Marlowe al caucho se deben a las dificultades de conseguir este material durante la
guerra.

El propio Chandler parece burlarse a veces de la condensación de sucesos violentos que dibuja en
sus páginas (algo propio del género policial «Hard boiled»), así escribe tras una escena en la que
Marlowe se topa con un nuevo cadáver: «No había motivo alguno para el nerviosismo. Solo ha
ocurrido que Marlowe ha encontrado otro cadáver. A estas alturas lo hace bastante bien. Marlowe
Crimen Diario, lo llaman. Lo siguen con un furgón para ir recogiendo todo lo que encuentra.» En
otro párrafo brillante Marlowe se burla de las convenciones del género policial: «Nunca me han
gustado esta clase de escenas –le dije–. Detective se enfrenta con asesino. Asesino saca pistola y
pregunta detective. Asesino cuenta detective su triste historia con idea de matarlo después,
perdiendo así un tiempo precioso aun en el caso de que al final lograra liquidarlo. Solo que el
asesino nunca lo logra. Siempre ocurre algo que lo impide. A los dioses tampoco les gusta la
escena. Siempre consiguen estropearla.»

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